El Blocao - Jose Diaz Fernandez

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Annotation

Un siglo después del nacimiento desu autor, y setenta años más tarde de supublicación, El blocao se revela hoycomo una de las más interesantescontribuciones a la novela españolallevada a cabo por lo que se ha llamadoGeneración de la Segunda República oGeneración de 1930. Su autor, JoséDíaz-Fernández (Aldea del Obispo,Salamanca, 1898-Toulouse, Francia,1940), se inició en las letras comocronista de diversos diarios deprovincias. Llamado a filas en 1921,será destinado a Marruecos, teatroentonces de una de las últimas aventurasdel colonialismo español.

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Posteriormente fue corresponsalliterario en El Sol, el diario de Ortega, ymiembro del restringido grupo deintelectuales de la Revista de Occidente.En 1936 fue elegido diputado porMurcia dentro de las listas de IzquierdaRepublicana, el partido de ManuelAzaña. Exiliado en Francia, la muerte leencontró en Toulouse, mientras esperabaembarcarse para Cuba. De aquellaexperiencia africana surgióprecisamente El blocao, una apasionantenarración, en la que se incorporanhallazgos estructurales y técnicosplenamente vanguardistas a unplanteamiento decididamentecomprometido en la denuncia de lamiseria y el absurdo de una guerra

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imperialista. Organizada como unconjunto de viñetas ligadas entre sí poruna atmósfera opresiva yembrutecedora, la historia expresa,dentro de la tradición de cierta novelapacifista europea de entreguerras, laprogresiva transformación de lospersonajes en autómatas —"cadáveresverticales"— al servicio de una causaabstracta y alienada. Como indica JoséEsteban en el prólogo a esta edición, Elblocao, que logró en su tiempo unnotable éxito de ventas, es una obramaestra en la que se consiguen integrarlos procedimientos narrativos másmodernos con las preocupaciones debuena parte de la sociedad española desu tiempo.

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José Díaz-Fernández El blocao

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Prólogo De José Esteban© Herederas de José Díaz-

Fernández, 1998© De esta edición 1998. ViamontePrimera edición: mayo 1998ISBN: 84-921422-6-XDepósito legal: M. 7.196-1998

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Prólogo

Estamos en 1928. Una nuevageneración de intelectuales irrumpecomo una tromba en la vida públicaespañola; una generación enriquecidapolíticamente en su lucha contra ladictadura y consciente de la necesidadde cambios sociales en las estructurasbásicas del país.

Esta nueva generación, que convivecon los restos de la generación del 98(Valle-Inclán y Unamuno levantan susvoces contra Primo de Rivera), con lade 1914 (Ortega, Pérez de Ayala,Araquistáin), quiso asumir desde muypronto las responsabilidades a que le

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llamaba su hora histórica, ya que «pocasfechas en la historia habrán aparecidotan estimulantes para el hombreespañol»

[1]. Esta generación, «a la que sepodría llamar de la Segunda República»

[2], se encontró dispuesta desde elprimer momento a «no privar a lapolítica de la magna ayuda de las letras»

[3], apoyándose en la cultura de lalucha revolucionaria. Surgen así lasprimeras editoriales dirigidas yanimadas por esta nueva generación,llena de un gran espíritupropagandístico.

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En una de las editoriales, HistoriaNueva, y en su colección «La novelasocial', se publica El blocao. Novela dela guerra marroquí, primera novela deun joven de esta generación, José Díaz-Fernández.

Con ella, su autor, entrapolémicamente, en el terreno literario, aenfrentar la novela de avanzada con laliteratura vanguardista, entonces demoda, siguiendo las indicaciones deOrtega y cuyos máximos representanteseran Jarnés, Antonio Espina y FranciscoAyala.

Díaz-Fernández, decididopartidario de la actividad política de losintelectuales, tomó parte en las luchasestudiantiles y en sucesivas conjuras

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contra la dictadura de Primo de Rivera.Fue encarcelado tras el fracasadolevantamiento de la noche de San Juan,en 1926. En 1927, con Joaquín Arderías,José Antonio Balbontín, Giménez Siles,Juan de Andrade, Graco Marsá y elperuano César Falcón, funda EdicionesOriente, una de las primeras editorialesespañolas que tiene como programa latraducción de obras avanzadas de laliteratura europea. El éxito sorprende asus propios autores.

Nacido en Aldea del Obispo(Salamanca) el 20 de mayo de 1898,donde su padre ejercía de carabinero,pasó la mayor parte de su infancia enAsturias, concretamente en Castropol,de donde era oriunda su madre.

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Trasladado a Oviedo, en aras de suvocación literaria y con el fin deestudiar Derecho, entró en la redaccióndel diario gijonés El Noroeste, dondealcanza un nombre y una popularidadcomo cronista.

Esta carrera se vería interrumpidapor su llamada a filas. En 1921 seincorpora al Regimiento de infantería deTarragona. Poco después su batallónserá destinado a Marruecos, en plenoconflicto colonial. Allí, con otrosdieciséis soldados, un cabo y unsargento, pasa obligatoriamente a ocuparblocaos de la zona de Tetuán y BeniArós. En estas conflictivas líneas delfrente permanecerá hasta sulicenciamiento definitivo, en agosto de

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1922.De regreso a Gijón, vuelve de

nuevo a la redacción de El Noroeste.Poco después, el prestigioso diariomadrileño El Sol le ofrece el cargo decorresponsal literario. Publica en lacolección «La novela asturiana», Elídolo roto en 1923.

En 1925, el diario de Ortega leofrece un puesto en la redacción deMadrid. De este modo, Díaz-Fernándezse integra en la vida cultural y políticamadrileña, a la vez que su amigoFernando Vela lo introduce en el círculorestringido de la Revista de Occidente.

Su prestigio literario, ya grande, seacrecienta con el premio de ElImparcial a su relato de guerra El

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blocao. Colabora activamente en larevista de la vanguardia política yl i t e r a r i a Postguerra (1927-1928),revista que «representa en su época laúnica tentativa de los intelectualesespañoles para superar la neta divisiónentre la vanguardia política y lavanguardia literaria»

[4].Colabora entonces con Acción

Republicana. Es condenado a tres mesesde cárcel, en la Modelo de Madrid, yotros tantos meses de destierro en lacapital portuguesa (febrero-septiembre1929). Es durante este tiempo cuandoescribe La venus mecánica.

Con sus amigos Antonio Espina y

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Adolfo Salazar (que se retira para dejarsu puesto al novelista Joaquín Arderíus)funda y codirige la revista NuevaEspaña, que llega a alcanzar 40.000ejemplares en su segundo número. Lapublicación nace «con la aspiración deser el órgano de enlace de la generaciónde 1930 y el más avanzado de laizquierda española».

En 1930 aparece El nuevoromanticismo. Polémica de arte,política y literatura, ensayo que llamaexplícitamente a la politización delescritor español y que habría de marcarel rumbo de la novela social durante laSegunda Repú blica.

Al caer El Sol en manosmonárquicas, Díaz-Fernández, junto con

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muchos otros redactores ycolaboradores, abandona el periódico ypasa a las redacciones de Crisol y Luz,recién fundados.

Elegido diputado por Asturias enlas elecciones de 1931, en las filas delpartido radical-socialista, entra a formarparte del cuerpo legislativo de laRepública. En este mismo año publica,con Joaquín Arderíus, La vida deFermín Galán, biografía del héroe delpronunciamiento de Jaca contra lamonarquía, y pasa a ocupar el cargo desecretario político del ministro deInstrucción Pública, Francisco Barnés.

Durante el llamado bienio negro,colabora en El Liberal. En 1935, bajo elseudónimo de José Canel, publica

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Octubre rojo en Asturias , en dondenarra la insurrección armada asturianade 1934.

Con el partido de Azaña, IzquierdaRepublicana, vuelve a ser elegido en1936, diputado por Murcia.

Durante la guerra es nombrado jefede Prensa en Barcelona. El 26 de enerode 1939 pasa a Francia con su mujer ysu hija. Internado en un campo deconcentración, se instala a su salida enla ciudad de Toulouse, en espera de unpasaje que le lleve a Cuba. Pero allí lesorprende la muerte el 18 de febrero de1941. Sus amigos tuvieron que hacer unacolecta para poder enterrarle.

El blocao

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Novela paradigmática en los añosde su aparición, El blocao participatanto de la literatura vanguardista comode lo que el propio Díaz-Fernandezllamó literatura avanzada. Novela querechaza tanto los cauces de lotradicional, como se adhiere a lasíntesis, permanente forma de arte.

El objetivo de El blocao esexponer literariamente los efectos que seoperan en la juventud españolacomprometida en la guerra colonial deMarruecos. Efectos que se nos narran enuna serie de episodios que, aunqueparecen inconexos y hasta pueden leerseindependientemente, estáninterrelacionados por el ambiente y laatmósfera de la guerra. Una guerra que

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se usa no sólo para exponer temashumanos e individuales, sino paraplantear las inquietudes de la España deaquellos años y que expresan un sentirmuy generalizado, tanto entre los mediosintelectuales como en otros muydiferentes sectores del país.

En un total de siete capítulos se nosrevela cómo la guerra envejece yembrutece a sus casi pasivosparticipantes. Sus víctimas no son aquílos muertos sino los supervivientes, los«cadáveres verticales»,, según metáforaafortunada del autor.

La llamada erótica, tan propia de lajuventud, a la vez que una relaciónafectiva entre hombres y animales, sonlas constantes características de la

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narración.E n El blocao se deja ver la

influencia de escritores que pusieron supluma al servicio de la causa de unanueva civilización, basada en la libertaddel individuo, como Gorki, así como«los campeones de la fraternidaduniversal», Barbusse y Remarque,escritores que novelaron la angustia delhombre en las trincheras durante laPrimera Guerra Mundial.

Novela autobiográfica, El blocaoaborda el tema del lugar del intelectualpequeño burgués en la conflictivaEspaña de la década de los años veinte.Es un lugar común en el conjunto de laobra narrativa de casi todos losescritores de nuestra preguerra y que en

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El blocao se desarrolla en el capítulocuarto de la novela, «Magdalena roja»,contribuyendo a su unidad.

La estructura del libro plantea ladifícil cuestión de si se trata de unaverdadera novela o de un conjunto derelatos. En realidad, cualquiera de sussiete capítulos podría considerarsecomo unidad independiente y completaen sí misma. Pero considerados de estemodo perderían toda la fuerzaemocional y estética que les da suconjunto. El autor nos aclara suverdadera intención ante una crítica queno se puso de acuerdo sobre suparticular género literario.

... estimo que las formas vitales

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cambian, y a ese cambio hay que sujetarla expresión literaria. Vivimos una vidasintética y veloz, maquinista ydemocrática. Rechazo por eso la novelatradicional... e intento un cuerpodiferente para el contenido eterno. Ahíestá la explicación del rótulo «Novelade la guerra marroquí» que lleva Elblocao... Yo quise hacer una novela sinotra unidad que la atmósfera quesostiene a los episodios. El argumentoclásico está sustituido por la dramáticatrayectoria de la guerra, así como elpersonaje, por su misma impersonalidadquiere ser el soldado español... De estemodo pretendo interesar al lector demodo distinto al conocido: es decir,metiéndolo en un mundo opaco y trágico,

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sin héroes, sin grandes individualidades,tal y como yo sentí el Marruecos deentonces.»

[5]

El blocao mantiene, pues, suunidad novelesca, no mediante losconocidos métodos tradicionales(personajes o argumento), sino a travésde la atmósfera que envuelve y justificatodos sus episodios.

Sostiene así Díaz-Fernández unaactitud típicamente vanguardista, a laque añade un contenido plenamentehumano.

Hay además otras poderosasrazones para considerar a El blocaocomo una auténtica novela y que dan

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unidad a todo el libro: el yo del autormismo, a veces silencioso, pero siemprepresente en todos y cada uno de losepisodios y una estructura común entrelas diferentes historias. Así, en las tresprimeras se sustentan los temasprincipales, que luego serán reiterativos.Además, el cuarto capítulo da sentido atoda la novela y sirve tanto paracomprender todo el trasfondo como paradar credibilidad y autenticidad a laactitud del autor, a la vez que enriqueceesa atmósfera opaca en la que Díaz-Fernández quiere introducirnos.

En contradicción con eltriunfalismo con que los mediosoficiales castrenses cantan lapacificación del llamado

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«Protectorado», El blocao no cantaninguna gesta heroica; más bien el tediode la espera, el aburrimiento, elcansancio, la ignorancia del por qué detodo aquello, la angustia, la soledad...

«El enemigo andaba entre nosotrosenvuelto en el velo del impalpablefastidio», se nos cuenta.

En el primer episodio de la novelase inician los problemas principales dellibro. Se nos penetra en un blocao,fortificación aislada donde los soldados,rodeados de un enemigo invisible,sufren el implacable y lento paso deltiempo, con la lejana esperanza delrelevo.

No existe la más mínima acción.Los soldados se divierten con los

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inevitables naipes. La llegada del correoy, de cuando en cuando, el proyectil deun paco, que rompe la monotonía. Unsoldado se enferma, y el resto lodespide con envidia. Todo es preferible,el hospital, la enfermedad, antes que elaburrimiento del fuerte. Su única visitaes una niña mora que les vende higos yhuevos, y que incita la líbido de losjóvenes solitarios.

Una noche, la morita llama a unahora intempestiva. Cuando el oficial ladeja pasar, los moros emboscadosatacan. Mueren cuatro soldados. Laniñita mora es retenida prisionera.

El incidente es, en verdad, pocorelevante. Ninguna heroicidad, ningúnacto noble, ninguna presencia de

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patriotismo. Nada. En cambio, elambiente cargado del fuerte, el tedio quese apodera de todos, la nada fácilconvivencia en tan pequeño espacio, laprogresiva deshumanización de lossoldados.

El sexo hace acto de presencia. «Alatardecer, los soldados, en coro,sostenían diálogos obscenos, que yosorprendía al pasar, un pocoavergonzado de la coincidencia».

Al final del episodio, el sargento,contra la opinión de los soldados, dejalibre a la niña mora. Todavía existe ladisciplina. Cuando ésta se pierda, loshombres se convertirán en auténticosirracionales.

Los dos siguientes episodios, «El

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reloj» y «Cita en la huerta», contribuyena irnos introduciendo en esta atmósferaentre trágica y monótona, según laintención del autor.

«El reloj» cuenta la historia de unsoldado, gañán de caserío, que sedistingue de los otros por poseer unreloj inmenso, un artefacto increíble,que se convierte en objeto de culto yadoración entre los habitantes delblocao.

Este singular artefacto adquiereverdadera celebridad en una revistaantes de embarcar para Marruecos. Sutremendo tic-tac llama la atención delpropio coronel.

Cierto día, después de un intensotiroteo, el soldado desaparece. Se le

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busca y se le encuentra llorando, con elreloj deshecho entre las manos. Unproyectil enemigo se lo habíadestrozado. El reloj le había salvado lavida.

Sin embargo, el soldado lloradesconsoladamente.

«Cita en la huerta», tercerepisodio, insiste en la antiheroicidad delos protagonistas. Sucede en Tetuán,capital del Protectorado. Allí, en laciudad, predomina la vida fácil ydisoluta, que transcurre a espaldas de latragedia que tiene lugar en el frente.

Una fracasada cita amorosa, sirvepara adentrarnos aún más en laatmósfera densa y opaca que recorre lanovela. El fracaso amoroso se iguala al

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fracaso colonial, a la falta de interéspatriótico, a la inutilidad de la guerra.«...no sentía ningún interés por el quellamaban nuestro problema de África y«tampoco lograban conmoverme laspalabras que nos dirigían los jefes delos cuerpos expedicionarios», así comode mis tiempos de Marruecos, durantelas difíciles campañas del 21, no logrodestacar ningún episodio heroico».

La desmitificación del llamadohonor militar, de toda acción heroica, detoda la literatura triunfalista, llega aquí asu cenit. Nada merece la pena, sinoesperar la muerte o el licenciamiento. Ala vez, se nos muestra la casiimposibilidad de relaciones amorosasentre colonizadores y colonizados.

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El cuarto episodio, «Magdalenaroja», es clave para la comprensión totalde los seis restantes. Haciendo hincapiéen las relaciones sexuales, vemos elpaso de la adolescencia a la juventuddel narrador, así como sus luchassindicales y políticas.

En definitiva, Díaz-Fernández,como tantos escritores de su generación,se plantea el papel del intelectualpequeño burgués en las luchas sociales.

Angustias, un personaje femeninoentregado a la liberación delproletariado, toma a chacota las tímidasacciones del autor, tanto por su pasadointelectual y burgués, como por losmiedos y obsesiones que esta educaciónsentimental conlleva. El episodio, con

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más acción de los seis restantes, explicamuchas cosas de esta novela.

El quinto episodio, «África a suspies», sucede en Tetuán, por aquellasfechas «vivero de vicio, de negocio yaventura. Como todas las ciudades deguerra, Tetuán engordaba y era feliz conla muerte que a diario manchaba desangre sus flancos.

Vuelve a plantearse así, ladicotomía entre la línea del frente y laciudad. También vuelve a hablarse de lamujer mora y la postura favorable a supueblo contra los colonizadores.

«Reo de muerte», el sextoepisodio, sigue la línea ascendente detensionar al lector. Nos recuerda elsegundo, el titulado «El reloj Empieza

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como el primero, con el ansiado relevoen un blocao. Los que felizmente semarchan, dejan abandonado un perro,«flaco, larguirucho, antipático: perotenía los ojos humanos y benévolos.

Uno de los recién llegados seencariña con el perro. Surge así unarelación propia de la soledad ymonotonía de la guerra. Con el animalcomparte su pobre ración y se convierteen su enfermero cuando una bala perdidalo hiere.

Por el contrario, el teniente odia alanimal sin razón alguna.

Díaz-Fernández opone la figura delos oficiales a la de los soldados.Incompetentes, poco comprensivos conlos problemas de la tropa y hasta

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desalmados, los oficiales del ejércitosalen tan mal parados aquí como en elresto de las novelas dedicadas a nuestraguerra colonial.

Con oficiales de esta ralea y en unambiente hostil y cercados por elenemigo, el conflicto estalla y se haceinevitable. El teniente se lleva al perro alas afueras del blocao y le pega un tiro.El soldado, naturalmente, quedadestrozado.

Con tan nimio accidente, Díaz-Fernández logra transmitirnos toda latragedia de la guerra. En «Reo demuerte» encontramos otra vez el caso dealguien «que sobrevive a la guerra, peroque pierde el sentido de la vida».

[6]

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Pues bien, toda la tensión quemarca el desarrollo gradual de lanovela, tiene su culminación en elséptimo y también último episodio,«Convoy de amor». Su sólo título noshabla de la fusión de los dos ternasdominantes: el erotismo y el efectodevastador de la guerra sobre los que lasufren. Se unen, pues, en un clímaxperfecto, la bestialidad del soldado, elerotismo y la frustración sexualobsesionante en un blocao y el ambientede toda guerra. Estos aspectos secombinan para terminar la obra con unaescena escalofriante, pero lógica einevitable en su total desarrollo.

«Lo que voy a contar es mil vecesmás espantoso que un ataque rebelde. Al

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fin y al cabo, la guerra es una furia ciegaen la cual no nos cabe la mayorresponsabilidad. Un fusil encuentrasiempre su razón en el fusil enemigo.

Pero esto es otra cosa, una cosarepugnante y triste.»

El narrador, en este últimoepisodio, se distancia de lo narrado ynos cuenta un suceso que le han contado.Una tarde llega al zoco la mujer de unteniente que manda una posición en elfrente. Su objetivo es que un convoy lalleve junto a su marido. Ya en marcha,cada gesto de la mujer, cada palabra,cada movimiento, exhala erotismo. En lacaravana se produce una especie decorriente eléctrica.

Ajena a la desazón que produce, la

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mujer se comporta con una picanteingenuidad. El sol abrasa. El convoy separa a descansar. La mujer, incitante, serefresca con colonia. Se acuesta despuésa la sombra de una higuera. «Toda ellaera un vaho sensual... Los soldados, conel aliento entrecortado se apretaban aella...» Cuando el cabo se da cuenta delpeligro es demasiado tarde. Lossoldados se arrojan sobre la presa,«feroces, siniestros, desorbitados,disputándosela a mordiscos y apuñetazos». El cabo ordena formar, peronadie le hace caso, entonces dispara elfusil. «El grupo se deshizo y todosfueron cayendo, uno aquí y otro allá,bañados en sangre. Carmela hollada,pisoteada, estaba muerta de un balazo en

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la frente».Díaz-Fernández termina así su

novela de la guerra de Marruecos conestas únicas muertes. La emoción hallegado a su final.

La importancia histórico-literariade esta novela no es sino acabar con elalegre juego típico de la noveladeshumanizada y vanguardista y llevarloa un terreno mucho más acorde con laspresiones políticas y sociales delmomento. Y todo esto sin olvidarninguno de los logros narrativos propiosde este tipo de literatura.

Desde el momento de su apariciónEl blocao logra un éxito casi sinprecedentes. Se traduce al francés, alalemán y al inglés. Quizá le ayudó el

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tema pacifista, de moda entonces en todaEuropa, cansada de la guerra.

Entre nosotros, alcanza en pocosmeses tres ediciones y tantovanguardistas como novelistas socialessaben ver en ella lo que tiene de síntesisde ambas corrientes, lo que le da unvalor y unas características especiales.El escritor Alberto Insúa supo ver bienesa integración del arte literario con lasmás urgentes preocupaciones sociales.«Marca la hora del pacto, de la ententeentre las normas imperecederas del arteliterario y las innovaciones y rebelionesútiles de las escuelas recientes»

[7].En la corta vida literaria de su

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autor, El blocao constituye su gran ycasi única obra narrativa. En su segundanovela, La venus mecánica, encontrarámás dificultades para seguir siendo fiela esa síntesis, casi genial, que consiguióhacer de El blocao una pequeña obramaestra.

José Esteban

Bibliografía selectade José Díaz-Fernández

Novelas

El blocao. Novela de la guerra

marroquíHistoria Nueva, Madrid, (1928).

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La venus mecánicaRenacimiento, Madrid, (1929).

La larguezaEn «Las siete virtudes» Espasa-

Calpe, Madrid, (1931).

Cruce de caminosLa Novela de Hoy, núm. 462,

marzo, Madrid, (1931).

Octubre rojo en AsturiasAgencia Internacional de Librerías,

Madrid, (1935).

BiografíasVida de Fermín GalánEn colaboración con Joaquín

Arderíus, Editorial Zeus, Madrid,

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(1931).

EnsayoEl nuevo romanticismoEditorial Zeus, Madrid, (1930).

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Nota para la segundaedición

*

A los tres meses de publicada laprimera edición de este libro, seimprime la segunda. Muy pocas obrasliterarias, de autor oscuro, hanalcanzado esta fortuna en nuestro país,donde la masa lectora es tanrestringida. Esto me hace suponer queEl blocao no es absolutamente unaequivocación, aunque el propio autorle vea, ahora, defectos de bulto. Pero,

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al mismo tiempo, esta experiencia meha servido para comprobar que existeun público dispuesto a leer obras deficción que no sean el bodriopornográfico o la ñoñez espolvoreadade azúcar sentimental. Revelaciónsorprendente, por cuanto, hasta hacepoco, algunos de nuestros primerosingenios no habían logrado agotartiradas análogas a la mía sino despuésde transcurridos muchos meses.

El interés del público ha ido estavez de acuerdo con el de la crítica,suceso que no ocurre todos los días.Con rara unanimidad, los diferentessectores estéticos han coincidido enotorgar a mi obra un trato excepcional.El hecho de que El blocao haya podido

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instalarse en esaszonas antípodas meinfunde verdadera confianza para elfuturo.

Porque —lo digo con absolutasinceridad yo no aspiro a ser unescritor de minorías, aunque no mehalagaría nada que éstas nosimpatizaran con mis libros. Creo quetodo escritor que no sienta elnarcisismo de su producción, que noconstruya su obra para un ambiguo yvoluptuoso recreo personal, pretenderáhacer partícipe de ella a cuantosespíritus intenten comprenderla. Yo nosé qué otros fines pueda tener el arte.

Claro que quiero llegar hasta ellector por vías diferentes a las queutilizaban los escritores de las últimas

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generaciones. Soy, antes que nada,hombre de mi tiempo, partidariofervoroso de la época que vivo. Elpasado no me preocupa gran cosa, y,desde luego, si en mi mano estuviera,no lo indultaría de la muerte. Sostengoque hay una fórmula eterna de arte: laemoción. Y otra fórmula actual: lasíntesis. En la primera edición de mílibro lo decía, dando a entender queésa es mi estética. Trato de sorprenderel variado movimiento del almahumana, trazar su escenario actual conel expresivo rigor de la metáfora; perosin hacer a ésta aspiración total delarte de escribir como sucede enalgunas tendencias literariasmodernas. Ciertos escritores jóvenes,

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en su afán de cultivar la imagen por laimagen, han creado una retórica peormil veces que la académica, porqueésta tuvo eficacia alguna vez y aquéllano la ha tenido nunca. Cultiven ellossus pulidos jardines metafóricos, queyo me lanzo al intrincado bosquehumano, donde acechan las másdramáticas peripecias.

Eso no quiere decir que no déimportancia sobresaliente a la forma.Así como creo que es imprescindiblehacer literatura vital e interesar enella a la muchedumbre, estimo que lasformas vitales cambian, y a ese cambiohay que sujetar la expresión literaria.Vivimos una vida sintética y veloz,maquinista y democrática. Rechazo por

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eso la novela tradicional, quetransporta pesadamente descripcionese intrigas, e intento un cuerpo diferentepara el contenido eterno. Ahí está laexplicación del rótulo «novela de laguerra marroquí que lleva El blocao.En esto no se han puesto de acuerdolos críticos. Mientras unos hanhablado de un libro de novelas cortas,otros le han llamado colección decuentos y muchos narraciones orelatos. Yo quise hacer una novela sinotra unidad que la atmósfera quesostiene a los episodios. El argumentoclásico está sustituido por la dramáticatrayectoria de la guerra, así como elpersonaje, por su mismaimpersonalidad, quiere ser el soldado

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español, llámese Villabona o CarlosArnedo. De este modo pretendointeresar al lector de modo distinto alconocido; es decir, metiéndolo en unmundo opaco y trágico, sin héroes, singrandes individualidades, tal como yosentí el Marruecos de entonces.

Y, para terminar, quiero referirmeal sentido político que se ha dado a milibro, unas veces con aplauso y otrascon censura. Sería insensato mezclar lapolítica con la literatura, si no fuerapara obtener resultados artísticos.Tratándose de Marruecos, que es unlargo y doloroso problema español,pienso que muchos lectores .fueron allibro previamente equipados de laopinión queles merecía aquella guerra.

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Resultó un libro antibélico y civil, y mecongratulo de ello, porque soypacifista por convicciones políticas, yadversario, por tanto, de todo régimencastrense. Pero al escribir El blocao nome propuse ningún fin proselitista:quise convertir en materia de arte misrecuerdos de la campaña marroquí. Yono tengo la culpa de que haya sido tanbrutal, tan áspera o tan gris. Quizá nohaya sabido inhibirme bastante de mipersonal ideología. ¿Qué escritor, sinembargo, está libre de talespreferencias? El arte más puro sesomete a una concepcióntemperamental de la vida y reflejasiempre gustos, inclinaciones ysentimientos del autor

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Lo que sucede es que mi librollega a las letras castellanas cuando lajuventud que escribe no siente otrapreocupación fundamental que la de laforma. El blocao tiene que parecer unlibro huraño, anarquizante y rebelde,porque bordea un tema político yafirma una preocupación humana. Mesiento tan unido a los destinos de mipaís, me afectan de tal modo losconflictos de mi tiempo, que será difícilque en mi labor literaria pueda dejarde oírse nunca su latido.

José Díaz-Fernández

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1. El blocao

Llevábamos cinco meses en aquelblocao y no teníamos esperanzas derelevo. Nuestros antecesores habíanguarnecido la posición año y medio. Losrecuerdo feroces y barbudos, con susuniformes desgarrados, mirando dereojo, con cierto rencor, nuestros rostroslimpios y sonrientes. Yo le dije a PedroNúñez, el cabo:

—Hemos caído en una cueva deRobinsones.

El sargento que me hizo entrega delpuesto se despidió de mí con ironíascomo ésta:

—Buena suerte, compañero. Esto

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es un poco aburrido, sobre todo para uncuota. Algo así como estar vivo ymetido en una caja de muerto.

—¡Qué bárbaro! —pensé. Nopodía comprender sus palabras. Porqueentonces iba yo de Tetuán, ciudad deamor más que de guerra, y llevaba en mihombro suspiros de las mujeres de tresrazas. Los expedicionarios del 78 deinfantería no habíamos sufrido todavíala campaña ni traspasado las puertas dela ciudad. Nuestro heroísmo no habíatenido ocasión de manifestarse más queescalando balcones en la Sueca, jaulasde hebreas enamoradas, y acechando lasazoteas del barrio moro, por donde alatardecer jugaban las mujeres de losbabucheros y los notarios. Cuando a

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nuestro batallón lo distribuyeron por lasavanzadas de Beni Arós, y a mí medestinaron, con veinte hombres, a unblocao, yo me alegré, porque iba, al fin,a vivir la existencia difícil de la guerra.

Confieso que en aquel tiempo mijuventud era un tanto presuntuosa. No megustaba la milicia; pero mis nervios,ante los actos que juzgabacomprometidos, eran como una traílla deperros difícil de sujetar bajo la voz delcuerno de caza. Me fastidiaban lasveladas de la alcazaba, entre cantejondo y mantones de flecos, tanto comola jactancia de algunos alféreces, quehacían sonar sus cruces de guerra en elpaseo nocturno de la Plaza de España.

Por eso la despedida del sargento

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me irritó. Se lo dije a Pedro Núñez,futuro ingeniero y goal-keeper de unequipo de fútbol:

Estos desgraciados creen que nosasustan. A mí me tiene sin cuidado estaraquí seis meses o dos años. Y, además,tengo ganas de andar a tiros.

Pero a los quince días ya no meatrevía a hablar así. Era demasiadoaburrido. Los soldados se pasaban lashoras sobre las escuálidas colchonetas,jugando a los naipes. Al principio, yoquise evitarlo. Aun careciendo deespíritu militar, no me parecía razonablequebrantar de aquel modo la moralcuartelera. Pedro Núñez, que jugaba másque nadie, se puso de parte de lossoldados.

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—Chico —me dijo—, ¿qué vamosa hacer, si no? Esto es un suplicio. Nisiquiera nos atacan.

Al fin consentí. Paseando por elestrecho recinto sentía el paso lento ypenoso de los días, como un desfile dedromedarios. Yo mismo, desde mi catre,lancé un día una moneda entre la alegreestupefacción de la partida:

—Dos pesetas a ese as.Las perdí, por cierto. Los haberes

del destacamento aumentaban cadasemana, a medida que llegaban losconvoyes; pero iban íntegros de unjugador a otro, según variaba la suerte.Aquello me dio, por primera vez, unaidea aproximada de la economía social.Había un soldado vasco que ganaba

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siempre; pero como hacía préstamos alos restantes, el desequilibrio del azardesaparecía. Pensé entonces que en todarepública bien ordenada el prestamistaes insustituible. Pero pensé también enla necesidad de engañarle.

El juego no bastaba, sin embargo.Cada día éramos más un rebaño debestezuelas resignadas en el refugio deuna colina. Poco a poco, los soldados seiban olvidando de retozar entre sí, y yaera raro oír allí dentro el cohete de unarisa. Llegaba a inquietarme la actitudinmóvil de los centinelas tras la heridade piedra de las aspilleras, porquepensaba en la insurrección de aquellasalmas jóvenes recluidas durante meses

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enteros en unos metros cuadrados debarraca. Cuando llegaban los convoyes,yo tenía que vigilar más los paquetes decorreo que los envoltorios de víveres.Los soldados se abalanzaban,hambrientos, sobre mi mano, queempuñaba cartas y periódicos.

—Tienes gesto de domador quereparte comida a los chacales —medecía Pedro Núñez.

Los chacales se humanizaban enseguida con una carta o un rollo deperiódicos, devorados después conavidez en un rincón. Los que no recibíancorrespondencia me mirabanrecelosamente y escarbaban con los ojosmis periódicos. Tenía que prometerlesuna revista o un diario para calmar un

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poco su impaciencia.Sin darnos cuenta, cada día nos

parecíamos más a aquellos peludos aquienes habíamos sustituido. Éramoscomo una reproducción de ellos mismos,y nuestra semejanza era una semejanzade cadáveres verticales movidos por unoscuro mecanismo. El enemigo noestaba abajo, en la cabila, que parecíauna vedija verde entre las calaverasmondadas de dos lomas. El enemigoandaba por entre nosotros, calzado desilencio, envuelto en el velo impalpabledel fastidio.

Alguna noche, el proyectil de unpaco venía a clavarse en el parapeto. Lorecibíamos con júbilo, como unallamada alegre de tambor, esperando un

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ataque que hiciera cambiar, aunque fueratrágicamente, nuestra suerte. Pero nopasaba de ahí. Yo distribuía a lossoldados por las troneras y mecomplacía en darles órdenes para unasupuesta lucha. Una lucha que no llegabanunca. Dijérase que los moros preferíanpara nosotros el martirio de lamonotonía. A las dos horas deesperarlos, yo me cansaba, y, lleno derabia, mandaba hacer una descargacerrada.

Como si quisiera herir, en suvientre sombrío, a la tranquila nochemarroquí.

Un domingo se me puso enfermo unsoldado. Era rubio y tímido y hablabasiempre en voz baja. Tenía el oficio de

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aserrador en su montaña gallega. Unatarde, paseando por el recinto, me habíahablado de su oficio, de su larga sierraque mutilaba castaños y abedules, delrocío dorado de la madera, que le caíasobre los hombros como un manto. Elcabo y yo vimos cómo el termómetroseñalaba horas después los 40°. En labolsa de curación no había más quequinina, y le dimos quinina.

Al día siguiente, la fiebre altacontinuaba. Era en febrero y llovíamucho. No podíamos, pues, utilizar elheliógrafo para avisar al campamentogeneral. En vano hice funcionar eltelégrafo de banderas. Faltaban cincodías para la llegada del convoy, y yotemía que el soldado se me muriese allí,

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sobre mi catre, entre la niebla deldelirio.

Me pasaba las horas en laexplanada del blocao, buscando entre laespesura de las nubes un poco de solpara mis espejos. En vano sangraban enmis manos las banderas de señales.Pedíamos al cielo un resplandor; unguiño de luz para salvar una vida.

Pero el soldado, en sus momentosde lucidez, sonreía. Sonreía porquePedro Núñez le anunciaba:

—Pronto te llevarán al hospital.Otro soldado subrayaba, con

envidia:—¡Al hospital! Allí sí que se está

bien.Preferían la enfermedad; yo creo

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que preferían la muerte.Por fin, el jueves, la víspera del

convoy, hizo sol. Me apresuré a captarloen el heliógrafo y escribir con alfabetode luz un aviso de sombras.

Por la tarde se presentó un convoycon el médico. El enfermo marchó enuna artola, sonriendo, hacia el hospital.Creo que salió de allí para elcementerio. Pero en mi blocao no podíamorir, porque, aun siendo un ataúd, noera un ataúd de muertos.

Una mujer. Mis veintidós añosvociferaban en coro la preciosaausencia. En mi vida había una brevebiografía erótica. Pero aquella soledaddel destacamento señalaba mis amorespasados como un campo sin árboles. Mi

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memoria era una puerta entreabierta pordonde yo, con sigilosa complacencia,observaba una cita, una espera, un idilioilegal. Este hombre voraz que vaconmigo, éste que conspira contra miseriedad y me denuncia inopinadamentecuando una mujer pasa por mi lado, erael que paseaba su carne inútil alrededordel blocao. Por ese túnel del recuerdollegaban las tardes de cinematógrafo, lasrutilantes noches de verbena, los alegresmediodías de la playa. Volaban laspamelas en el viento de julio y ardíanlos disfraces de un baile bajo el esmerilde la helada. Mi huésped subconscientecolocaba a todas horas delante de misojos su retablo de delicias, su sensualfantasmagoría, su implacable obsesión.

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Y no era yo sólo. Al atardecer, lossoldados, en corro, sostenían diálogosobscenos, que yo sorprendía al pasar, unpoco avergonzado de la coincidencia.

—Porque la mujer del teniente...—Estaba loca, loca...Sólo la saludable juventud de

Pedro Núñez se salvaba allí. Yo iba acurarme en sus anécdotas estudiantiles,en sus nostalgias de gimnasio yalpinismo, como un enfermo urbano quesale al aire de la sierra.

Una de mis distracciones eraobservar, con el anteojo de campaña, lacabila vecina. La cabila me daba unaacentuada sensación de vida en común,de macrocosmos social, que no podíaobtener del régimen militar de mi

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puesto. Desde muy temprano, mi lenteacechaba por el párpado abierto de unaaspillera. El aduar estaba sumergido enun barranco y tenía que esperar, paraverlo, a que el sol quemase las telas dela niebla. Entonces aparecían allá abajo,como en las linternas mágicas de losniños, la mora del pollino y el moro delrémington, la chumbera y la vaca, elcolumpio del humo sobre la choza gris.

Buscaba la mujer. A veces, unasilueta blanca que se evaporaba confrecuencia entre las higueras, hacía fluiren mí una rara congoja, la tierna congojadel sexo. ¿Qué clase de emoción eraaquélla que en medio del camposolitario me ponía en contacto con lainquietud universal? Allí me reconocía.

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Yo era el mismo que en una callecivilizada, entre la orquesta de lostimbres y de las bocinas, esperaba a lamuchacha del escritorio o del dancing.Yo era el náufrago en el arenal de laacera, con mi alga rubia y escurridiza enel brazo, cogida en el océano de uncomedor de hotel. Y aquel sufrimientode entonces, tras el tubo del anteojo,buscando a cuatro kilómetros dedistancia el lienzo tosco de una mora,era el mismo que me había turbado en laselva de una gran ciudad.

Nuestra única visita, aparte delconvoy, era una mora de apenas quinceaños, que nos vendía higos chumbos,huevos y gallinas.

—¿Cómo te llamas, morita?

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—Aixa.Era delgada y menuda, con piernas

de galgo. Lo único que tenía hermosoera la boca. Una boca grande, frutal yalegre, siempre con la almendra de unasonrisa entre los labios.

—¡Paisa! ¡Paisa!Chillaba como un pajarraco

cuando, al verla, la tromba de soldadosse derrumbaba sobre la alambrada. Yotenía que detenerlos:

—¡Atrás! ¡Atrás! Todo el mundoadentro.

Ella entonces sacaba de entre lapaja de la canasta los huevos y los higosy me los ofrecía en su mano sucia ydura. Yo, en broma, le iba enseñandomonedas de cobre; pero ella las

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rechazaba con un mohín hasta que veíabrillar las piezas de plata. A veces, seme quedaba mirando con fijeza, y a míme parecía ver en aquellos ojos el brillode un reptil en el fondo de la noche.Pero en alguna ocasión el contacto conla piel áspera de su mano me enardecía,y cierta furia sensual desesperaba misnervios. Entonces la dejaba marchar y levolvía la espalda para desengancharmedefinitivamente de su mirada.

Un anochecer, cuando ya habíamoscerrado la alambrada, Pedro Núñez vinoa avisarme:

—El centinela dice que ahí está lamorita.

—¡A estas horas!—Yo creo que debemos decirle

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que se vaya. Porque esta gente...—¿No ha dicho qué quiere?—Ha pedido que te avise.—Voy a ver.—No salgas, ¿eh? Sería una

imprudencia.—¡Bah! Tendrá falta de dinero.Salí al recinto. Aixa estaba allí,

tras los alambres, sonriente, con sucanasta en la mano.

—¿Qué quieres tú a estas horas?—¡Paisa! Higos.—No es hora de traerlos.Le vi un gesto, entre desolado y

humilde, que me enterneció. Y sentícomo nunca un urgente deseo de mujer,una oscura y voluptuosa desazón. Lafigura blanca de Aixa estaba como

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suspendida entre las últimas luces de latarde y las primeras sombras de lanoche.

Abrí la alambrada.—Vamos a ver qué traes.Aixa dio un grito, no sé si de dolor

o de júbilo. Y aquello fue tan rápido quelas frases más concisas son demasiadolargas para contarlo. Un centinela gritó:

—¡Mi sargento, los moros!Sonó una descarga a mi izquierda

en el momento en que yo me tiraba alsuelo, sujetando a la mora por las ropas.La arrastré de un tirón hasta las puertasdel blocao, y allí me hirieron. PedroNúñez nos recogió a los dos cuando yalos moros saltaban la alambradachillando y haciendo fuego. Fue una

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lucha a muerte, una lucha de cuatrohoras, donde el enemigo llegaba a metersus fusiles por las aspilleras. Pero eranpocos, no más de cincuenta. Yo mismoaté a Aixa y la arrojé a un rincón,mientras Pedro Núñez disponía ladefensa.

No me dolía la herida y pude estarmucho tiempo haciendo fuego en elpuesto de un soldado muerto.

A media noche los moros seretiraron. Al parecer, tenían pocasmuniciones y habían querido ganarnospor sorpresa. Pedro Núñez me vendócuando ya me faltaban las fuerzas. Habíacuatro soldados muertos y otros tresheridos. Casi nos habíamos olvidado deAixa, que permanecía en un rincón,

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prisionera. Me acerqué a ella, y a la luzde una cerilla vi sus ojos fríos ytranquilos. Ya no tenía en la boca susonrisa de almendra. Me dieron ganasde matarla yo mismo allí dentro. Perollamé a los soldados:

—Que nadie la toque. Es unaprisionera y hay que tratarla bien.

Al día siguiente, cuando yahabíamos transmitido al campamentogeneral la noticia del ataque, llamé aPedro Núñez:

—Debo de tener fiebre.Efectivamente, 39 y décimas. ¿Y la

mora?—Ahí está; como si no hubiera

hecho nada. ¿Qué vamos a hacer conella?

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Me encogí de hombros. Yo mismono lo sabía.

—Debíamos fusilarla —dije yo singran convencimiento.

—Eso dicen los soldados. Toda lanoche han estado hablando de matarla.

Yo pensé en aquellos quince añosmalignos, en aquella sonrisa dulce; perotambién pensé en aquel heroísmograndioso y único.

—Ayudó a los suyos. Pedro Núñezse enfadó:

—¿Todavía la defiendes? ¿Hayderecho a eso?

—¡Yo qué sé! Tráela aquí.Vino maniatada y me miró con aire

indiferente.Tuve un acceso de rabia y la

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insulté, la maldije, quise tirarle a lacabeza un paquete de periódicos. Perovolvía quedarme silencioso, con elrecuerdo sensual de la víspera, que estavez caía en mi conciencia como unapiedra en una superficie de cristal.

—¿Y qué conseguimos con quemuera, Pedro?

—Castigarla, dar ejemplo.—¡Una niña de quince años!—No paga con la muerte. Ahí

tienes cuatro soldados que mató ella. Yose la entregaré al capitán. Tuvimos unalarga disputa. Por fin, Pedro Núñez meamenazó:

—Si tú la pones en libertad, túsufrirás las consecuencias.

—Yo soy el jefe. A ver, ¡desátala!

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Pedro Núñez, pálido, la desató. Yome levanté trabajosamente y la cogí deun brazo. ¡Fuera! ¡A tu cabila!

Entre los soldados quepresenciaban la escena se levantó unmurmullo. Me volví hacia ellos:

—¿Quién es el que protesta?¿Quién manda aquí?

Callaron. Empujé a la mora haciala puerta, y ella me miró despacio, conla misma frialdad. A pasos lentos saliódel blocao. La vi marchar, sin prisa ysin volver la cabeza, por el camino de lacabila.

Entonces yo me tumbé sobre elcamastro. Me dolía mucho mi herida.

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2. El reloj

Hay almas tan sencillas que son lasúnicas capaces de comprender la vidade las cosas. Eso es algo más difícil quela teoría einsteiniana.

Villabona, el de Arroes, poseía unreloj que era el asombro de lacompañía; uno de esos cronómetrosingentes que hace años fabricaban losalemanes para demostrar que laAlemania del Káiser era grande en todo.Ojo de cíclope, rueda de tren, cebollade acero. Como ya entonces sentía yoaficiones literarias, recuerdo queutilizaba esos símiles para designaraquel ejemplar único de reloj. Pero, a

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pesar de tales dimensiones, no era unreloj de torre, sino un reloj de bolsillo.De bolsillo, claro está, como los queusaba Villabona, especie de alforjas enel interior del pantalón, cuyo volumenproducía verdadera ira a los sargentosde semana.

Pero antes de contar la historia delreloj de Villabona, oídme una brevebiografía de Villabona.

Le conocí en el cuartel, a los pocosdías de nuestra incorporación, conmotivo de la rota de Annual. Como no sehabía decidido a irse a América, suspadres, unos labriegos sin suerte,invirtieron el dinero del pasaje enpagarle la cuota militar. Y he aquí aVillabona, gañán de caserío, buen

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segador de hierba, clasificado entre losseñoritos de la compañía.

Villabona recibió la orden depresentarse en el cuartel la mismamañana de su boda. Como Villabona eraun ser elemental y había heredado elfranciscanismo campesino, desde laiglesia se encaminó al cuartel a pie, consu paso tardo y manso. La novia quedóintacta, envuelta en su ropa de domingo,como una castaña en su cáscara morena.En la compañía, que conocían esteepisodio de Villabona, le interrogabancon malicia:

—¿Y pasó sola la noche,Villabona?

—Pasó.—¡Pobre! Entonces, ¿para qué te

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casaste? —Una vaca más que mantener.—¡Qué bárbaro!El reloj de Villabona llegó a

hacerse famoso en el cuartel. Venían a lanuestra soldados de todas las compañíaspara conocer el artefacto. Villabona seresistía a enseñarlo; pero, al fin, loextraía del fardo de su bolsillo y locolocaba en la palma de su mano, comouna tortuga sobre una losa. El soldadoespectador lo miraba con la mismaprevención que se mira a un mamíferodomesticado. Villabona, en cambio,sonreía; la feliz y bondadosa sonrisapodría traducirse así:

—Ya ves; yo no le tengo miedo. Esmuy dócil.

Pero cuando el reloj adquirió su

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verdadera celebridad fue en una revista,pocos días antes de que embarcásemospara Marruecos. El sargento Arango nosformó velozmente, porque siemprellegaba tarde. En el silencio de la fila elreloj de Villabona jadeaba como unavulpeja en una trampa. Pasó primero elteniente, miope, distraído, que sedetuvo, sin embargo, dos o tres veces,inquiriendo aquel rumor insólito.Después vino el capitán, alto, curvado.Se puso a escuchar, sin decir nada, y sele vio unos minutos intranquilo, mirandode reojo a los rincones, hasta quellegaron juntos, disputando en alta voz,el comandante y el teniente coronel. Depronto:

—¡Compañía! ¡El coronel!

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El coronel era un ancianocorpulento y malhumorado. Empezó porarrestar al segundo de la fila.

—Este no tiene bigote dijoseñalando a Pérez, un muchacholampiño que estudiaba matemáticas.

—Es que... verá usía, mi coronel...—respondió el capitán.

—Nada, nada. He dicho que todosvayan pelados al rape y con bigote. Noquiero señoras en mi regimiento.¡Bigote! ¡Bigote!

Aquella desaforada invocación alvello producía en los restantes jefes unavisible desazón. Todos miraban al pobrePérez como a un relapso, un proscrito,un mal soldado de España. Péreztemblaba.

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—Es que —se atrevió a decir elcapitán— a este soldado no le sale elbigote.

—Pues al calabozo, hasta que lesalga.

Después de aquella detonaciónverbal, el silencio era hondo yangustioso. El reloj de Villabona se oíamás claro y preciso que nunca. Unescalofrío de terror recorrió la fila. Elteniente coronel miraba al comandante, yel capitán al teniente.

—¿Qué es eso? ¿Hay ratas poraquí? —dijo el coronel, recorriendo elsuelo con la mirada.

—Mi coronel... —balbuceó elcapitán.

—¡Ratas! ¡Ratas en la compañía!

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Esto es intolerable..Fue cuando Carlitos Cabal, el

pelotillero de la compañía, dijo con suvoz quebrada:

—Es el reloj de Villabona.—¿Un reloj? —gritó el coronel—.

A ver, a ver. Villabona, tembloroso, sedesabrochó el correaje y sacó de supantalón la causa de tanta inquietud.

La sorpresa de los jefes ante elmonstruoso aparato era inenarrable.

—¡Qué barbaridad! —exclamó elcoronel—. ¿Esto es un reloj? Capitán,¿cómo consiente usted que un soldadovaya cargado con este artefacto?

Todos creíamos que después deaquella escena el capitán iba a enviar elreloj de Villabona al Parque de

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Artillería; pero no fue así. Villabona, yaen África, seguía transportando su reloja lo largo de los convoyes y losparapetos.

Algún cabo bisoño reforzó lasguardias del campamento ante el extrañoruido del reloj de Villabona. Éste,cuando no tenía servicio, permanecía enuna esquina del barracón, comoadormecido. Dijérase que el sonido delreloj era un idioma entrañable que sóloél entendía. Otro corazón oscuro,perdido en la campaña, ininteligiblecomo el corazón de Villabona.

Estábamos en el Zoco-el-Arbaá deBeni Hassam y nos disponíamos a batiral Raisuni en Tazarut. Más de un añollevábamos en África. Por aquellos días

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empezó a decirse por la compañía queVillabona tenía un hijo.

—¿Es verdad eso, Villabona?—Así dice la carta de mi padre.—¿Pero no hace un año que no ves

a tu mujer?—Sí.—¿Y entonces...?Villabona se encogía de hombros.—Cuando vuelvas a casa vas a

encontrarte con dos o tres hijos más.—Bueno.Y hasta sonreía, como si le

halagase aquella prole inesperada.Como si aquella feraz cosecha de hijosfuese dispuesta por el santo patrón de suparroquia.

Una mañana me tocó ir entre las

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fuerzas de protección de aguada. Ibatambién Villabona. Al hacer eldespliegue, unos moros, parapetadosdetrás de una loma, nos tirotearon. Fueuna agresión débil, aislada, de las muyfrecuentes entonces en aquella guerra.Cuando el teniente nos reunió de nuevo,faltaba Villabona. Le encontramosdetrás de una chumbera, llorando, con elreloj deshecho entre las manos. Unproyectil enemigo se lo habíadestrozado. El reloj le había salvado lavida. Pero Villabona lloraba con unllanto dulce, desolado y persistente.

—Pero, hombre —le dijo el oficial—, ¿por qué lloras? Debieras estar muycontento. Vale más tu vida que tu reloj.

El soldado no oía. Sollozaba entre

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los escombros de su reloj, como si suvida no tuviera importancia al lado deaquel mecanismo que acababa dedesintegrarse para siempre. De morirtambién.

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3. Cita en la huerta

De mis tiempos de Marruecos,durante las difíciles campañas del 21,no logro destacar ningún episodioheroico. Por eso, cuando se habla deaquel pleito colonial y algún amigo míorelata con cierto énfasis, la reconquistade Nador o el ataque a Magán, tomo unaactitud prudente y no digo nada. Pero yono tuve la culpa. Hasta creo que nocarezco en absoluto de temperamentopara dejarme matar con sencillez porcualquier idea abstracta. Los que meconocen saben que me batí una vez porel honor de una muchacha que luegoresultó tanguista, y que en otra ocasión

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sostuve una polémica de prensa parareivindicar la figura histórica de Nerón,víctima de las gitanerías de Séneca. Yono tuve la culpa de no ser héroe. Conmis leguis de algodón, mis guantes degamuza, que originaban la furia de lossargentos por antirreglamentarios, y mifusil R. 38.751, yo estaba dispuesto atomar sitio en la Historia, así, sin darleimportancia. Vivía esa época de laexistencia en la cual nos seducen lasmás inútiles gallardías. Mi inclinaciónal heroísmo en aquella época no erasentimiento militar, facilitado en elcuartel al mismo tiempo que lasmuniciones y el macuto; era una oleadade juventud, de altivez e indiferenciaante las cosas peligrosas de la vida. Aun

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siendo yo un recluta ilustrado, un cuota,con mi carrera casi terminada, no sentíaningún interés por el que llamaban«nuestro problema de África. Tampocolograban conmoverme las palabras delos oficiales ni las órdenes y arengasque nos dirigían los jefes de los cuerposexpedicionarios. En cambio, meirritaban los relatos de los paqueos y lastrágicas sorpresas en aguadas yconvoyes.

En este estado de ánimo iba yopara héroe. Sin embargo, los dioses nome lo permitieron. En primer lugar, mibatallón fue destinado a Tetuán, en cuyazona la campaña era menos dura. Ycuando cierta mañana nos disponíamos amarchar al campo para cubrir

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posiciones de Beni Hassam, me llamó elcapitán de mi compañía y me preguntó sisabía francés. Y como sabía francés,quedé destinado en la Alta Comisaría,donde, dicho sea de paso, jamásnecesité el francés para nada. Allí sefrustró mi vocación heroica.

De igual manera que carecía desentido político no poseía la menorcapacidad estética. La belleza de Tetuánno me impresionaba. Me parecía unpueblo sucio, maloliente, tenebroso aunen los días de sol. Al sol debíasucederle lo que a mí, puesto que severtía alborotadamente en todosaquellos lugares que, según los artistas,carecían de interés y de sugestión: la

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Plaza de España, la calle de la Luneta,la carretera de Ceuta.

Yo veía al sol muy europeizado yme sentía tan europeo como él.

En cambio, el barrio moro, lossoportales de la alcazaba, las callejasque iban como sabandijas bajo arcos ytúneles hasta sumirse en la boca húmedade un portal, me aburríaninexorablemente. El sol tampoco llegabahasta allí, y si llegaba era para tenderse,como un dogo, a los pies de una moraque permanecía en cuclillas sobre unaterraza. Carlos Paredes, otro soldadoque además era pintor, me reñía:

—Eres un bárbaro, chico, unbárbaro. Pero ¿qué te gusta a ti, vamos aver?

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—No sé, no sé. A veces pienso sime faltará espíritu; pero de repente menoto lleno de una ternura inesperada. Yaves: a mí esas nubes sobre esa azotea,en este silencio de la tarde, me tienensin cuidado. Pero de pronto pasa unsoldado en alpargatas, con su lío albrazo, caminando penosamente hacia elcampamento, y me emociona lo mismoque un hombre que va de camino, no sépor qué ni adónde, mientras nuestroautomóvil traga carretera como unprestidigitador metros de cinta.

—¡Pero, hombre! ¡Tan bonito,abigarrado y curioso como es todo! Lostejedores de seda, los babucheros, losnotarios, los comerciantes... Este es unpueblo elegante y exquisito; está

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pulimentado por el tiempo, que es el queda nobleza y tono a la vida. En cambio,nuestra civilización todo lo hace ficticioy huidero; estamos enfermos de mentirasy de velocidad.

Las mujeres moras sí llegaron aobsesionarme. Ya he dicho antes que miactitud de entonces ante las cosas erauna mezcla de desprecio y desafío. Sólouna librera de la calle de la Luneta yalgunas francesas de Tánger quedaronalucinadas en mi zona de seduccióncomo dos avispas bajo un foco. Lashebreas bajaban los ojos con ciertafrialdad de raza; me parecía estarmirando una ventana cuyos visilloscorre de pronto una mano inadvertida.Las moras, no. Las moras reciben con

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desdén la mirada del europeo y lasepultan en sí mismas como lospararrayos hunden en tierra laelectricidad. Quien las mira pierde todaesperanza de acercarse a ellas; vanseguras y altivas por entre los hombresde otra raza, como los israelitas sobrelas aguas dictadas por Dios. En vanoperdí días enteros siguiendo finassiluetas blancas, que se me evaporabanen los portales como si no fuesen másque sutil tela de atmósfera.

El obstinado misterio de aquellasmujeres llegó a desvelarme a lo largo delos meses. Me volví malhumorado ycolérico. Dos o tres veces engañé miafán con mujeres del zoco que ejercíansu oficio como las europeas; pero, al fin,

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mi deseo se veía burlado, como uncazador después de la descarga estéril.Yo quería desgarrar el secreto de unamujer mora, abrir un hueco en lasparedes de su alma e instalar en ella miamor civilizado y egoísta.

En otras palabras le dije un díaesto mismo a Mohamed Haddú, hijo delGran Visir, que era amigo mío del café.Haddú me repugnaba, porque era unseñorito cínico, que se reía del Corán yde su raza; bebía mucho y se gastaba laplata hasaní del Gran Visir con lascupletistas españolas. Por entonces,Haddú perseguía a Gloria Cancio, tiplede una compañía de zarzuela queactuaba en el teatro Reina Victoria. Estamujer era amiga mía de Madrid y cenaba

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conmigo algunas veces. Me fastidiabansu lagotería andaluza, sus mimos de gatasobona; a veces sentía deseos dequitarme de encima sus palabras comouno se quita los pelos del traje. AHaddú le gustaba Gloria. Ésta, encambio, con notorio exceso denacionalismo erótico y una más notoriafalta de sentido práctico, me guardabauna fidelidad desagradable; odiaba almoro profundamente. Solía decirme:

—Cuando me mira, sus ojos meparecen los dos cañones de una pistolaque me apunta.

—Pero está descargada, tonta.Al conocer Haddú mi desventurado

frenesí por las mujeres de su raza, medijo:

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—De modo que tú quieres casartecon una mora.

—¡Hombre! Tanto como casarme...—Entonces, ¿qué quieres?—Verla sin velos, tenerla cerca,

que no me huya. Ser su novio, vaya.—¡Oh, eso es muy difícil! —

replicó Haddú—. Pero, oye dijodespués de meditar un poco—, podemoshacer una cosa: yo te llevo al lado deuna mujer mora y tú me dejas el sitiolibre con la cómica del Reina Victoria.

—Pero tiene que ser una mora deverdad, ¿eh? Una hija de familia, comodicen en España.

—Sí, hombre; mi hermana Aixa.Aquel Haddú era un canallita.

Quedamos en que yo citaría a Gloria

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para comer y en mi lugar iría el hijo delGran Visir. Tampoco mi conducta con latiple era ejemplar, ni mucho menos; perono estaba yo entonces para sutilezasmorales. Ante la probabilidad deconocer una de aquellas mujeresimposibles y mezclar un poco de mivida a la suya, estaba mi almaindomada, ambiciosa y dispuesta comouna flecha en el arco.

Era una tarde llena de sol. Haddú yyo bajamos a la carretera de Ceuta porla pista del campamento. La casa delGran Visir tenía a su espalda una deaquellas huertas jugosas y enormes queperfuman todo Yebala. A esta huertahabría de entrar yo para verme con

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Aixa. Los picachos de Gorgues cortabanpor un lado el horizonte; más próximos,dulcificaban el paisaje los valles ycañadas cuya cintura ceñía el río.Recuerdo que topamos con uno de esosconvoyes exiguos de los blocaos, unacemilero, un mulo, tres soldados y uncabo, que caminaban con aire de fatigahacia los olvidados puestos de lamontaña.

Hasta entonces no se me habíaocurrido pensar en detalle la aventura.De pronto, me di cuenta de que iba acometer una irreparable insensatez.¿Qué papel sería el mío en la primeraentrevista con una mujer exótica, cuyoidioma no conocía siquiera, separada demí por el océano de una civilización?

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Pero ya era tarde para rectificar. Haddúabría en el mismo instante una puertecitacolocada como un remiendo en lamuralla de la huerta, y me empujabanerviosamente. Me encontré de pronto,solo, bajo la mano de una palmeralevantada en ceremoniosos adioses y allado de una fuente cuyo vaporoso árbolde agua competía en claridad con losfloridos naranjos próximos.

Y en simultáneo advenimientoapareció Aixa, indecisa y trémula,filtrándose como un poco de luz por elverde tabique de los rosales. Si Aixafuera una muchacha europea merecordaría como un tonto; tanacobardado, inexpresivo e inmóvil mefiguro a mí mismo en aquel momento.

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Tuve la gran suerte de que Aixa no fueseuna señorita de la buena sociedad,acostumbrada a medir la timidez de suspretendientes, sino una morita de apenasquince años que estaba delante de mídespidiendo sonrisas como una joyadespide luz. Estaba sin velos y era comouna chuchería recién comprada a la queacababan de quitar la envoltura de papelde seda. Morena. Pero una morenez demelocotón no muy maduro, con esapelusa que hace la piel de la fruta tanparecida a piel de mujer.

La recordaré siempre delante demí, porque mi estupor de entonces fueuna especie de tinta china para estamparbien la imagen de Aixa en mi memoria.No llevaba velos. Un justillo de colores

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vivos, bordado en plata y oro, le cerrabael busto. Vestía también unos calzonesanchos, como los holandeses, y se ceñíala cintura con una faja de seda azul.Llevaba medias blancas y babuchasrosadas guarnecidas de plata. La llaméal recobrarme:

—¡Aixa!Se llevó el dedo índice a los labios

recién pintados, en ademán de silencio.Después se acercó a mí, lentamente,colocó sus manos de uñas rojas sobremis hombros y estuvo contemplándomeatentamente unos segundos. Y cuando yoquise prenderla con mis brazos tontos,mis brazos que aquel día no mesirvieron para nada, ella dio un brinco yse puso fuera de mi alcance. De un

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macizo de claveles, grande como uncharco de sangre, arrancó uno, rojo,ancho y denso, y me lo arrojó como unniño arroja una golosina a un leónenjaulado. Después huyó ligera y no lavolví a ver. No sé cuánto tiempo estuveallí, al lado de la alta palma, extático,con el clavel en la mano como unaherida palpitante.

En vano vigilé muchas tardes lahuerta de Aixa y los ajimeces de sucasa. En vano hablé a Haddú. No lavolvi a ver más.

Aquel suceso me desesperó tantoque pedí la incorporación a mi Cuerpo,destacado en Beni Arós. Nuestrocampamento era como un nido sobre un

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picacho. Me pasaba los días durmiendoy paseando por el recinto, y las nochesde servicio en el parapeto. Un día sedestacó una sección de mi compañíapara asistir a la boda de un caíd. Metocó ir. El espectáculo era animado ypintoresco. Asistían los montañesesarmados, las jarkas, los regulares. Lacaballería mora era como un marondulante, donde cada caballo resultabauna ola inquieta. El aire estaba repletode gritos y de pólvora. Las barbasblancas de los caídes formaban unzócalo lleno de gracia y de majestadsobre la masa oscura de los morosjóvenes alineados al fondo.

Entre el estruendo y la algarabía dela fiesta vi aparecer a los nuevos

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esposos, a caballo. Los velos, lasajorcas y los collares de la morarefulgían espléndidamente. Miré susojos. ¡Oh, Aixa! La novia era Aixa, lahija del Gran Visir. Aquellos ojos eranlos mismos que me alucinaron una tardeen Tetuán y que yo llevaba como dosalhajas en el estuche de mi memoria.Ella no me vio. ¡Cómo me iba a ver! Enla larga fila vestida de kaki, yo era elnúmero dieciocho para doblar de cuatroen fondo.

No recuerdo bien lo que sucediódespués. Pero debí cometer muchasinconveniencias, porque cuandoregresamos al destacamento oí que elteniente decía al capitán, señalándome:

—Este chico no parece estar en sus

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cabales. Sería conveniente que fuese alhospital para que lo vieran.

Nada de esto tiene, sin duda,importancia; pero es lo único salienteque me ha sucedido en Marruecos. Locuento porque dejó en mí un desasosiegoespecial, algo como la sensación ínfima,penosa y lejana de una herida ya encicatriz.

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4. Magdalena roja

Confieso que la única persona queme desconcertaba en las juntas delSindicato era la compañera Angustias.Ya entonces tenía yo fama de orador.Cuando pedía la palabra en el tumultode las discusiones, se apaciguaba eloleaje verbal, y los camaradas, aunaquellos que a lo largo del discursohabían de interrumpirme con frases másduras, adoptaban una postura cómodapara escucharme.

—Callarse. A ver qué dice elGafitas.

Debía el apodo a mi presbiciaprecoz, disimulada por las gafas de

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concha. En realidad, la mitad de miséxitos oratorios nacen de este defectoóptico. Ya en pie, los oyentes, uno auno, no existían para mí. Tenía delanteuna masa espesa, indeterminada,convertida, todo lo más, en materiadialéctica. Como no veía concretamentea nadie, ni llegaban a mí los gestos deaprobación o desagrado, exponíafácilmente mis ideas y permanecíaaislado de toda coacción externa. Esome daba un aplomo y una serenidad detal índole que mis palabras se ceñían alargumento como la piel al hueso. Aveces, una opinión mía provocaba unatempestad de gritos. Pero mi voz seabría paso como el rayo entre el clamorde la tormenta. A veces me insultaban

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—¡Charlatán! ¡Político!—¡Palabras, no! ¡Acción!—¡Intelectual! Sois una m... los

intelectuales. —¡Niño! ¿Qué sabes tú deeso?

Esta interrupción era la queprefería Angustias y me azoraba mucho.Porque yo comprendía que a misdiscursos les faltaba la autoridad quedan los años. Era demasiado joven paraconducir aquella milicia frenética dealpargatas, de trajes de mahón, con elalma curtida por el rencor de muchossiglos de capitalismo. Para ellos laspalabras mágicas eran «huelga»,«sabotaje», «acción directa». Yo sabíalanzarlas a tiempo, seguro de su efecto.Pero, enseguida, la asamblea se daba

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cuenta de que aquel que las pronunciabalas había aprendido en Marx o en Sorely no en la bárbara escuela del trabajomanual. Aun ahora echo de menos en miespíritu la disciplina del proletario, delhombre que ha conocido la esclavitud dela ignorancia y del jornal. Sólo éseposee un corazón implacable, ciego ycruel, un corazón revolucionario.

Yo, ¿por qué negarlo?, era unmuchacho de la clase media, undilettante del obrerismo. El «gran hechoruso», como le llamaban los semanariosa la dictadura de Lenin, me habíaentusiasmado de tal modo que me di dealta en el Sindicato Metalúrgico. Yo eraperito químico en una fábrica de metalesy estaba a punto de obtener el título de

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ingeniero. En mi cuarto había una cabezade Lenin dibujada por mí mismo; unagran cabeza mongólica, a la quecontemplaba con exaltada ternura,mientras abajo, en la calle, corrían,alegres, los automóviles charolados.Muchas veces evoco aquel cuarto,donde mis pasos latían como un rumorde la propia entraña del mundo. ¡Quéimpaciencia por vivir, por luchar, pordejar de ser una oscura gota del torrenteurbano! Y, a veces, el generosopesimismo de los veinte años, el vagoanhelo de morir por el simple hecho deque una mujer no se ha fijado ennosotros, o porque estuvimos torpes enuna disputa, o porque el correo no hatraído la cita ofrecida la noche antes. En

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aquel cuarto esculpía mi pensamientouniversos que minutos después quedabanconvertidos en polvo.

Pero, siempre, mi concienciaacechaba como un centinela que tuviesela consigna de la duda. Yo meencontraba sin fuerzas para trazar unavida dura, obstinada, rectilínea. Lenin,huraño, enfermo, mal alimentado en sucuchitril de Berna, sin ropa para salir ala calle, era el atroz remordimiento demi soledad. Porque yo sentía la carnegravitar constantemente sobre miespíritu, y toda la vida circundante seconvertía en tentación de mis sentidos.No era puro mi rencor contra el burguésdel automóvil y del abrigo de pieles. Y,sin embargo, no podía ser más

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repugnante aquella multitud ventruda ycerril que llenaba los teatros y lossalones de té y se esparcía por toda laciudad con su escandalosorastacuerismo.

Pero el rival más temible de miobra era el deseo erótico. Yo iba por lascalles enredándome en todas las miradasde mujer; y tenía que ir quitándolas demis pasos como si fueran zarzas oespinos. Aquello me perdía para lacausa. Pascual, el líder, con su sonrisa,que era lo mismo que una grieta de solentre la nube de la barba, me disculpabacon frecuencia:

—Este Gafitas es un muchacho quequiere sorberse el mundo con una paja,como quien se toma un refresco. Ya

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parará.Angustias, sin embargo, no me lo

perdonaba. Tan altiva, tan firme, tanfanática. Según ella, yo no tenía más queuna visión literaria de la vida y en laprimera ocasión me pasaría al campo deenfrente.

—Usted —solía decirme— no esde los nuestros. Usted es un señorito.No, no se enfade, Gafitas; usted no tienela culpa. El atavismo, hijo, el atavismo.Mi odio contra todo esto ha venidoacumulándose de generación engeneración y estallará en mí cuando estamano, ésta que usted ve tan pequeña,lance la bomba en una iglesia, en unbanco o en uno de esos reales clubesque hay por ahí.

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—Esa mano —le contestaba yo envoz baja— no tirará más que besos.

—¡Puaf. ¡Qué asco me da usted!Como los señoritos. Como los señoritos.

Los compañeros decían queAngustias era la amante de PascualDomínguez; pero no pude comprobarlonunca. Es cierto que aquella mujeráspera, dominante, voluntariosa, era otraal lado del viejo propagandista. Peromás bien su actitud de entonces parecíade discípulo, de escolar que aprende lamás difícil asignatura. Cuando Pascualhablaba con su voz sustanciosa ycaliente,

Angustias sufría algo así como unatransfiguración. Resplandecían sus ojos

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metálicos, y seguían, anhelantes, elademán y la palabra, como golondrinasdetrás de la golondrina guía. Lo que másfácilmente se confunde con elenamoramiento es la admiración.

Pascual Domínguez la habíaencontrado en América, durante uno desus viajes de agitador. Se decía queAngustias había sido corista de zarzuela,maestra rural y querida de un millonario.Pero nadie conocía, a ciencia cierta, supasado. Cuando yo la conocí era ya unamujer de más de treinta años, con elcuerpo duro y firme y el cabello negro ybrillante como el plumaje de loscuervos. Se ganaba la vida haciendomuñecas de trapo, de esas que se ven enlos grandes bazares, en los gabinetes de

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las casas elegantes y en las alcobas delas meretrices de precio. Yo la irritabacon mis bromas.

—Anoche he visto una de susmuñecas en casa de una amiga mía. Espreciosa.

—¿Quién? ¿La amiga?—No, no. La muñeca.Me lanzaba, como dos piedras, sus

ojos iracundos; pero yo creo que erapara disimular algo. Porque Pascual melo dijo una tarde:

—Es curioso lo que le sucede aAngustias. Ya la oye usted despotricarcontra los trabajadores que tienen hijos,porque dice que es criminal prolongar eldolor del mundo. Afirma que es precisodestruirlo con la infecundidad. Pues

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bien, quiere a sus muñecas como sifueran hijas suyas. Recorre losescaparates para verlas por última vez.A veces llega con el semblante opaco yme dice: «La del Bazar González,aquella del sombrerito verde, ya noestá«. Y añade: «Bueno, era graciosilla,¿verdad?«

A los pocos días, por mortificar aAngustias, escribí estas cuartillas y selas mandé a su casa por un continental:

«Carta de mamá a la muñeca delsombrerito verde. En el hotel deConsuelo López, bailarina de El CabaretRojo.

«Niña mía: Ayer fui a verte, por lamañana. La mañana era como una esferade cristal, tan frágil, que yo temía verla

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romperse con los bocinazos de losautomóviles y los timbres de lostranvías. A las puertas de los cafésbrotaba el arco iris de los aperitivos.Por las aceras, con libros debajo delbrazo y alguna con un violín enfundado,iban niñas como tú, mayores que tú, conmás vida que la que yo te di, muñequitaperdida ya para mis manos. Los húsares,con sus grandes plumas; losbarquilleros, con su caja a la espaldacomo otro barquillo rojo y tremendo; lasnurses, vestidas de chocolate; todo loque a ti te encantaría desde tu escaparatedelirante de colores y destellos. Habíatambién mujeres con pieles, y comollevaban abrigos abiertos, diríanserajadas desde el cuello hasta los muslos

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para enseñar por la herida reciente losintestinos de crespón de los vestidos.

«Yo iba a verte otra vez, hija demis horas de obrera, a esa inclusa delbazar donde ya jamás podré recuperarte.Y, al ver que no estabas, el odio quellevo encharcado en las entrañas afluía ami boca y a mis ojos. Me daban ganasde insultar a los transeúntes, a esasmujeres elegantes y despreocupadas aquienes divierten mis muñecas. Porquenadie sabe el seco dolor que me hascostado y la amargura que han bebidomis pinceles para crear el alegre mohínde tus labios y tus ojos. Ahora te veoreclinada en un diván frente a laporcelana japonesa y el indispensablemantón de flecos. El gabinete de una

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cupletista española está amueblado porel estilo de su alma, que tiene por todoadorno un cuplé patriótico, unos versosde revista ilustrada y una cartilla de laCaja de Ahorros. Te compadezco, niñamía, porque tú, tan pintoresca, tanmoderna, tendrás que soportar el álbumde postales iluminadas, el piano que nosabe más música que la de Guerrero y elpatán ensortijado que saliva en el piso ydevora ronchas de jamón a las tres de lamañana.

«Perdóname. Yo no quise darte undestino tan duro. Me consuela pensarque algún día se abrirá para ti la tumbade un baúl, o que perecerás en las manosde una niña que querrá descubrir elsecreto de mi arte de hacer muñecas.«

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Al día siguiente encontré aAngustias en el Centro y me increpó:

—He quemado sus cuartillas, yenseguida me lavé los dedos, no tanmanchados de ceniza como desensiblería. ¡Pero qué literato más cursies usted! ¿Y usted quiere hacer larevolución? ¡Vamos, hombre! Dedíquesea escribir novelas blancas para lasburguesitas. A mí me importan un rábanomis muñecas después de venderlas. Yantes también. Porque me da rabiapensar en el esfuerzo que me cuestan. Lode menos es que diviertan a lasseñoritas estúpidas. Me irrita, sobretodo, tener que dedicarme a esto.

—Entonces, ¿qué querría ustedhacer? —¿Yo?

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Iba a decírmelo; pero se arrepintióen el acto: —Nada, nada, Gaitas. ¿Paraqué vamos a hablar? No merece la pena.

Lo cierto es que Angustias, a fuerzade altivez, se apoderaba de los resortesde mi vida. Yo veía que mi vida estabaentre sus manos. Pero lo inquietante erasentirme entre sus manos como una cosainútil, más inútil que el paño o el cartónde sus muñecas. Angustias valoraba alos hombres por su capacidadrevolucionaria; era una obrera de laidea. Ante un obrerillo insignificanteque acariciaba a escondites su star,como quien mima un tigre domesticado,le centelleaban los ojos igual quecarbones removidos. Le decía:

—¿Qué tal? ¿La has probado?

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—Sí. El otro día en los desmontes.Es superior.

—Pero las armas no valen nada.Hay que tener corazón.

—¡Anda! ¡Pues claro! Yo lo tengo.Que se atrevan los del Libre...

—Di que sí, chico. Para eso ereshombre. ¡Duro con los esquiroles!

Una tarde salía yo de casa y meencontré a Angustias en la calle. Era alanochecer y la ciudad acababa deprenderse los alfileres de sus focos paraentrar, brillante y dadivosa, en una tibianoche de mayo. Serpenteaban losanuncios luminosos, como siestableciesen pugilato con los timbres ylas bocinas de los coches. Las gentes seagrupaban en las taquillas de los cines,

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o formaban murallas humanas al bordede la acera, esperando que los guardias,con gesto de domadores, detuviesen elrebaño de bestias mecánicas.

—Adiós, Angustias.—Sería raro no encontrarle; usted

anda por la calle a todas horas. Detrásde alguna chica, ¿eh?

—Pues no. Salía a dar un paseo.—Lo mismo que yo. Esta tarde

estaba aburrida. Casi, casi, melancólica.—¡Qué raro!—Sí, es raro; esto no me da nunca.

Lo que hago es ponerme de mal humor.—¿Quiere usted que sigamos

juntos? —Bueno.—Podemos entrar en un café de

éstos a tomar cualquier cosa.

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—No. En los del centro no megusta. Vamos a un bar de barrio, de esosque tienen pianola. Abandonamos lascalles céntricas y atravesamos pasadizosangostos alumbrados con gas.

De vez en cuando teníamos quedejar la acera por que tropezábamos conparejas de novios adosadas a lasfachadas y a las vallas. De las tabernassalían bocanadas de escándalo conalguna blasfemia silbando como unahala. Angustias censuraba siempre:

—Esto es lo que nos pierde. Sonbrutos; no piensan y se someten.

—No se empeñe usted, Angustias.La disciplina quitará interés a la vida.Reglamentarlo todo, someter laexistencia a una organización, quizá nos

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haga más infelices.Los ojos de Angustias fosforecían

en la sombra: —Pues mientras tanto noseremos la fuerza, no seremos nada.

—Pero ¿por qué está usted tanresentida con la vida? ¿Qué le ha pasadoa usted?

No me contestó porque entrábamosen una animada calle de los suburbios.

—Aquel bar me gusta. A vecesvengo aquí con Pascual.

Entramos. No había mesas vacías yel camarero nos colocó en la queocupaban dos individuos con traza ygesto de choferes. Discutían muchoacerca de una mujer.

—Te aseguro que es una birria encuanto se quita la ropa.

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—Me vas tú a decir... ¡Vamos,hombre!

Pedimos dos vermuts. Unendiablado jazz-band negro alborotaba,incansable, entre la indiferencia de laclientela que hablaba a gritos paraimponerse a la música y consumíaaperitivos y aceitunas. Angustias,volcando sobre mí las sombras másocultas de sus ojos, me dijo:

—En efecto, Gafitas; yo soy unaresentida, como usted dice. ¿Usted sabepor qué yo no he querido entrar antes enuno de esos cafés del centro? Porque ahíestá todo mi pasado. Sí, mi pasado, mivileza. Yo he vestido pieles y he tenidoautomóvil a mi puerta. Esto parece unfolletín, pero es una historia. Y un día,

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¡me daba aquello tanto asco!, la ciudad,el hotel, el hombre de las joyas, todo,que lo tiré como quien tira un cesto debasura a un vertedero. De repente, aquí,en la entrañas, sentí que me nacía laconciencia; una cosa muy rara, un odio,un rencor... Ahora padezco máspensando en mi juventud que en mihambre de niña. A nadie se lo cuento.¿Para qué? Pero hoy me han dadotristeza la calle y la casa. Hasta esejazz-band que toca tan inútilmente.

—¡Magdalena roja!Y en aquel mismo instante vi

aquella mujer tan alejada de mí, con unalma tan diferente a la mía, que lahubiera estrangulado en un abrazo.

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A los pocos días se declaró unahuelga general. Las patrullas decaballería resonaban dramáticamente enla oquedad de las calles sin vehículos.Cientos de obreros, como hormigasociosas, entraban y salían en el Centro ainquirir noticias, a disputar y a comentarel conflicto que tenía suspensa yatemorizada a la ciudad. Los másextremistas, azuzados por Angustias,hablaban de utilizar las pistolas contralos guardias. Pascual Domínguez, sinembargo, no era partidario en aquellaocasión de la violencia, porque sabíaque los sindicatos no estaban todavíapreparados para una lucha así. Con elpretexto de unos despidos, él habíainiciado la huelga a modo de un recuento

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de fuerzas. Todos sus discursos tendíana sujetar a aquella fiera policéfala,desmelenada, que vibraba en los bancosmugrientos cada vez que se hablaba dela tiranía patronal.

—Daremos la batalla —me decíaDomínguez— cuando se nos creaatemorizados.

Angustias se había aliado con loselementos comunistas y anarquistas ypredicaba el terrorismo a espaldas dePascual Domínguez. Una tarde me llamó.

—Gafitas, usted es un cobarde.Debí palidecer de rabia.—Y usted una imprudente,

Angustias.—Un cobarde. Porque Pascual

aconseja calma lleno de

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responsabilidad. Pero usted lo haceporque le falta corazón.

—Me sobra para todo; hasta parameterla a usted en él para siempre.

—Lo que yo digo: un corazón detanguista. Y si no, demuéstrelo usted.

—Tonterías, no.—¡Qué juventud tan reflexiva! Es

usted un excelente hijo de familia.—¡No me irrite!—¡Cobarde! ¡Cobarde! ¿A que no

se atreve a acompañarme esta tarde?—¿Adónde? ¡Alguna locura!—A la fábrica de hilados. Pondré

una bomba. —No haga usted eso.—Lo haré.—Lo echará a perder todo.—Mejor. Necesito sangre,

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incendio. ¡Muerte!El incendio lo tenía Angustias en

los ojos. Parecía que empezaba a arderpor allí.

—No se asuste, hombre. A mí medivertirá mucho. El pánico saltará decasa en casa; hará desmayarse a lasburguesitas y temblar a esos hombresgordos que salen a pasear por las tardesprotegidos por la autoridad y el orden.

—¡Así no se adelantará nuncanada!

—No lo crea, Gafitas. Nuestrafuerza está en que todo lo tenemosperdido.

Y luego, con una voz de tañidodulce, una voz que inyectaba en mí elveneno del heroísmo inútil:

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—Usted no tiene que hacer nada;acompañarme únicamente.

—En todo caso lo haría yo solo.—Yo, yo. Quiero para mi vida ese

placer. Quiero destruir algo con mismanos. ¿Vendrá usted?

—¡Angustias!—Ese peligro nos unirá para

siempre.—Iré.—Gracias. Mañana, a las ocho de

la noche, espéreme en el bar del otrodía. Vístase de otro modo; como unartesano en domingo.

—Pero hay que preparar la huida.—Yo me encargo de eso. Hasta

tengo dinero.Estuve a punto de buscar a Pascual

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Domínguez y contárselo todo. Peropodía más en mí la promesa deAngustias de unirme a su vida con aquelsecreto trágico. Además, el solopensamiento de que ella pudieraconsiderarme un cobarde y adivinar miflaqueza interior lubricaba mi ánimohasta dejarlo propicio al atentado. Sufríbastante al darme cuenta de que miespíritu había caído desde la cumbre delas ideas al vórtice de la pasión erótica.

Al día siguiente conseguí de unelectricista amigo mío que me prestasesu traje y su gorra. Me caractericédelante del armario de mi cuarto comopara salir a escena. El traje influyó enmis nervios de tal modo que asistí, casialegre, al espectáculo de mi propia

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metamorfosis. Ya no era Carlos Arnedo,alumno de la Escuela de Ingeniería, sinoun jornalero anónimo dispuesto a servirla causa sindical. En realidad, meestorbaban el sombrero de fieltro, latrinchera y la camisa de seda paraentender la Teoría de la violencia, deSorel. Entonces pensé, no sé por qué, siel alma no será también cuestión deindumentaria.

Aproveché un instante en que elpasillo de la pensión estaba desierto yme lancé escaleras abajo. Pero nocontaba con el portero, apostado en elvestíbulo y dispuesto a ejercer, con elprimero que topase, su misióninquisitiva. Dudé si inventar una historiade mujeres para despistarlo o escapar

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temerariamente a su investigación; optépor lo último, y, al verle de espaldas,salí corriendo, mientras detrás de mírodaba la temible voz:

—¡Eh! ¡Eh! ¿De dónde viene usted?¡Oiga!

En un taxi fui hasta el bar de la cita.No eran las ocho todavía; pero ya

estaba allí Angustias vestida de obrera...¿Con un niño en brazos? Sí; con un niñoen brazos.

—¡Estupendo, Gafitas, estupendo!¡Ahora sí que es usted de los míos!

—Pero... ¿y ese niño?—Mi hijito. Véalo.Me acercó el envoltorio. Era una

muñeca enrollada en una manta de lana.—Para algo serio habían de servir

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mis muñecas —murmuró Angustias envoz baja.

—¿Y aquello?—Aquí en la manta. No tengo más

que desdoblarla. Pero pesa un horror.—Tendremos que ir en un taxi.—Está a la puerta; lo guía un

compañero de toda confianza. La fábricaestá rodeada de Guardia Civil, queprotege a los esquiroles. Yo diré quesoy la mujer de uno de los del turno denoche y que necesito hablarle. A ustedno le dejarán pasar; pero yo, con elniño, no despierto sospechas. Ladificultad está en entrar, prender lamecha y salir antes de los diez minutos.

—¿Cuánto durará la mecha?—Un cuarto de hora.

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—¿De manera que yo?...—Usted entretiene a los guardias y

procura colocarse siempre de modo queno puedan detallar su rostro. Ayerestuve viendo aquello y hay muy pocaluz.

Hablaba con una frialdadindescriptible. ¿En qué dramáticasexperiencias se había templado elcarácter de Angustias para permanecerimpasible con la muerte en los brazos?La muerte iba disfrazada aquella tardede niño recién nacido, y saldría de lasentrañas de la anarquista como unmonstruo que vomitase devastación ycrimen. Pero ¡quién sabe! Quizá aquelhijo tremendo de Angustias, aquel que semecía sobre su pecho intacto, fuese el

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Mesías de la humanidad futura.—¡Vámonos!La seguí avergonzado de mí mismo.

Porque mientras ella entraba,inconmovible, en el auto, mi sangre sebatía como las aguas de dos corrientesopuestas. El coche arrancó sin queninguno cambiara una sola palabra conel conductor.

A los pocos minutos estábamos enuna calle inmediata a la fábrica dehilados. Descendimos, y a los pocosmetros apareció la fábrica, jadeante ysiniestra. Dos focos eléctricos, comodos alabarderos gigantes, iluminaban laexplanada. El edificio parecía haberabsorbido las construcciones próximas,porque se levantaba solo y dominante.

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Más abajo había campo, desmonte,silencio urbano.

Parejas de guardias cabalgaban porlos alrededores. Pero no debía temersenada porque hubimos de detenernos paradar lugar a que un guardia se acercase,espoleando un caballo somnoliento.

—¿Adónde van?—A la fábrica. Mi marido trabaja

ahí —contestó Angustias.—Hay orden de que no pase nadie

a estas horas —repuso el guardia.—Es que... Mire usted dije yo—, la

cosa es urgente.Se trata de darle un recado esta

misma noche. Porque como hasta elamanecer no deja el trabajo...

—Bueno, bueno. Se lo diré al cabo.

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Vino el cabo, que nos increpó convoz agria.

—¿No saben ustedes que por lanoche no se puede entrar?

—Es que yo he pasado la tardefuera de casa respondió Angustias—, ymi marido se llevó la llave. Ahora nopuedo entrar, y el niño...

El cabo contempló un segundo eltierno envoltorio, y dirigiéndose a mídijo después:

—¿Lleva usted armas?—No, señor.—Regístrelo, García.García echó pie a tierra y me

cacheó.—No lleva nada.—Bien; pasen ustedes —replicó el

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cabo. Esto lo hago bajo miresponsabilidad, ¿eh? No sé cómo salende casa con niños...

Pero la puerta de la fábrica estabacerrada. Angustias oprimió el timbre.

—¿Y ahora? —le dije yo en vozbaja.

—Ahora preguntamos por unnombre cualquiera.

Salió el ordenanza.—¿Qué desean?—Hablar un instante con mi

marido, que trabaja aquí.—¿Cómo se llama? —Pedro

Estévez.—Bueno; esperen ahí, que

preguntaré.—Oiga, buen hombre. Es que

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quería darle de mamar al niño, mientrastanto, y aquí hace relente. ¿No podríapasar a cualquier rincón?

El ordenanza vaciló.—El caso es que no hay permiso...

En fin, pasen aquí, al cuarto delconserje, mientras busco a su marido.¿Dice usted que se llama?

—Pedro Estévez. Es de los nuevos.—En el cuarto del conserje había

una mesa, varias sillas y una percha conropa. Apenas salió el ordenanza,Angustias se sentó, desdobló la manta ysacó una caja alargada con una guitaenrollada. La colocó debajo de la mesay extendió la guita a lo largo de lapared. Yo debía de estar lívido.

—Ahora hay que encender —dijo

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Angustias.—Pero ¿y si tarda?—Nos da tiempo a escapar.Gritará y nos echarán mano los

guardias.—Pues hay que encender. Sostén la

muñeca.Sacó del pecho una caja de cerillas

y prendió fuego a la guita.—¿Viene?—No.—Pues vámonos.—No puede ser.Con espanto vi que la llamita, tan

débil, tan insignificante, corría por lacuerda como un gusano.

Angustias me arrancó la muñeca yse plantó en la puerta de la estancia a

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tiempo que volvía el ordenanza.—Dicen que ése no trabaja aquí.—Pues él me dijo que aquí. Será en

la otra fábrica.—Será.—Muchas gracias. ¡Qué fastidio!El ordenanza nos abrió la puerta

con rostro contrito. A paso largo, sin vera Angustias, crucé la explanada.

—No corra, por Dios, que es laperdición.

Aún tropezamos con el cabo:—¿Qué, encontró a su marido?—Sí; muchísimas gracias.Yo caminaba automáticamente y

llevaba en la nuca el frío de losajusticiados. Hasta que me derrumbé enel asiento del taxi, que se puso a correr

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como enloquecido a través de la ciudad.Angustias tiró el envoltorio y abandonólas manos sobre mis hombros.

—Gafitas: ahí detrás hemossembrado la muerte, la justicia. Ya ledimos algo a la idea. Quizá ahoramismo... ¿Vale algo para usted un besomío?

—No quiero otro premio.—Pues tómelo.Y su boca grande y un poco áspera

descargó en la mía un beso imponente,eléctrico, rápido y penetrante como unfluido.

—Después de esto, Angustias, doyel pecho, sin temblar, a los fusiles delpiquete.

—Se trata de lo contrario. El coche

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nos dejará en un sitio seguro. Durantedos o tres días permaneceremosescondidos, hasta que las circunstanciasdigan lo que debemos hacer.

El coche paró en una calle bastantecéntrica. Penetramos en una casa que yono había visitado nunca y allí nos dio decomer una mujer de cabello gris. Mástarde, en una alcoba antigua, Angustiasme ofreció la fiesta de sus caricias, unaespecie de conjunción de amor y muerte.Me dormí muy tarde, agotado. Al díasiguiente, Angustias me despertó.Blandía un periódico, rabiosa.

—Una desgracia, Carlos. La bombano estalló; el ordenanza apagó la mecha.Y, además, lee, lee; la huelga estásolucionada. El Comité firma hoy las

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bases de arreglo.Mi alma, en cambio, encogida la

víspera por el remordimiento, sederramaba de nuevo por todo mi sercomo una alegre inundación.

El desastre de Marruecos me llevóal cuartel otra vez. Yo había hecho cincomeses de servicio, comprando el restopor la módica cantidad de dos milpesetas. Pero al sobrevenir Annual mellevaron a filas para que contribuyese arestaurar el honor de España enMarruecos. Angustias era derrotista yme aconsejaba:

—No debes ir.—¿Qué remedio me queda? —

Márchate, emigra.

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—Ya no es posible. Además, seriaun desertor. —¡Un hombre de tus ideascon uniforme!

—¡No parece sino que elcomunismo no tiene ejército!

—Pero es el ejército de laRevolución.

—Te prometo matar el menornúmero posible de moros.

—¡Estúpido!—Pero ¿no comprendes que es

imposible?—A mí no me hables más. Eres un

farsante.Fui al cuartel, naturalmente. Y para

acabar de ganarme la antipatía deAngustias hasta me hicieron sargento. Elsargento Arnedo instruía a los soldados

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bisoños en los sagrados deberes de lapatria y la disciplina. Cuando en el patiodel cuartel, después de la misareglamentaria, se cantaba La cancióndel soldado, el sargento Arnedo sentíauna voz interior que le gritaba Lainternacional. Era la voz de Angustias,cargada de recuerdos, mezclada conapasionadas confidencias, que habíaquedado allí dentro, como el mar en lascaracolas. Voz querida y viva,intransigente y soñadora; voz de unmundo imposible, construido con lafrágil materia de la imaginación. Y, sinembargo, allí, delante de mí, estaba elpueblo armado, armado por una idea quevenía corrompiéndose a lo largo deltiempo en las páginas de los Códigos y

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en las palabras de los hombres.—¿Qué es la Patria? —le

preguntaba a cualquier soldado deaquellos que limpiaban su correaje en unrincón.

—Yo... mi sargento, como fui tanpoco tiempo a la escuela...

—Tu patria es España, hombre.Claro que si fueras alemán seríaAlemania. Ya ves qué fácil...

La mañana que salimos paraMarruecos era una mañana de cristal.Como en un vaso aparecía en elhorizonte la naranja del sol naciente.Los soldados desfilaban hacia laestación medio encorvados, ya por elpeso de las mochilas y de lascartucheras. La banda del regimiento

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tocaba un pasodoble de zarzuela; aquel«Banderita, banderita encanallado porlas gargantas de todas las segundastiples. Y era espantoso marchar a laguerra entre los compases que horasantes, en las salas de los cabarets,habían servido para envolver lascarcajadas de los señoritos calaveras,nietos de aquellos otros que teníanminas en el Rif. De vez en cuando serompía la espesa formación porque unamujer del pueblo, desmelenada, tendíael almez de sus brazos para rescatar alhijo soldado. Yo miraba las casasmudas, las casas sin dolor, quecobijaban el tranquilo sueño de susinquilinos. Y veía las otras casas, deventanas abiertas, de ventanas que eran

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como ojos atónitos por donde manaba elllanto de la ciudad.

En la estación, según iban subiendoa los vagones los expedicionarios, ladamas católicas regalaban escapulariosy estampitas. Un teniente, muy jovencito,se metía a puñados las imágenes en losbolsillos. A mí quisieron tambiéncolocarme un escapulario.

—Señorita, lo siento, pero no creoen Dios.

—Es de la Virgen.—Ni en la Virgen. ¡Qué le vamos a

hacer!Cuando el tren arrancaba ya,

mientras mis amigos me apretaban lasmanos, yo buscaba entre la multitud elrostro de Angustias. Pero no estaba. El

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convoy echó a correr entre vivas ysollozos, y yo seguí bastante tiempo enla ventanilla recluido en el camarote demis gafas. Hasta que los soldados sepusieron a cantar las mismas cancionesde los talleres y las eras.

Mi batallón llevaba un añoarrastrándose por las pistas de Yebala,desde Beni Ider hasta Tetuán.Guarnecíamos entonces Zoco-el-Arbaáde Beni Hassam, en el camino de Xauen.Yo estaba cansado de dormir bajo lastiendas de lona, de comer huevos fritosen las cantinas y de recorrer losparapetos, apoyando el oído en el pechode la noche africana. Los periódicosempezaban a hablar de repatriación, ytodos, en los soliloquios del

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campamento, hacíamos planes para lavida futura. Mis camaradas de antes nome escribían, juzgándome, sin duda, unmistificador ideológico. Sólo PascualDomínguez, comprensivo, me saludabade vez en cuando con unas líneas llenasde efusión.

Una tarde me llamó a su tienda elcapitán ayudante del batallón.

—Le reclama a usted —me dijo—el jefe de Estado Mayor. Mañana, en laprimera camioneta, trasládese a Tetuán ypreséntese a él.

Por mucho que reflexionaba acercade aquella orden, no comprendía suorigen. Pensé si se relacionaría con miantigua intervención en las luchassociales; pero conociendo los

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procedimientos militares, donde laprimera medida coercitiva es el arresto,deseché enseguida la sospecha. Enrealidad, aquella inesperada visita a laplaza, después de algunos meses decampo, era una recompensa en la que nohabía soñado un sargento que no gozabaentre los jefes de ninguna simpatía. Meesperaban el lecho blando, el café de laAlhambra y, sobre todo, Raquel, lahebrea, en su callada alcoba de laSueca, desde donde oíamos, abrazados,las agudas glosas que el Gran Rabinohacía del Viejo Testamento.

A la mañana siguiente mepresentaba en la Alta Comisaría pararecibir las órdenes del jefe de EstadoMayor. Un ayudante me hizo pasar entre

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oficiales de todas las armas, morosnotables y comerciantes de la Junta deArbitrios.

—¿Usted es el sargento Arnedo,del 78?

—A la orden de usía, mi coronel.—Bien. Debe usted presentarse en

el hotel AlfonsoXIII al coronel Villagomil. Nada

más.—A la orden de usía, mi coronel.Jamás había oído hablar del

coronel Villagomil. Fui al Alfonso XIII,muy intrigado, y pregunté.

—No está en este momento; pero laseñora dice que suba.

—¿La señora?—Sí; viene con su señora.

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Metido en el ascensor, yo mepreguntaba quién seria aquella familiaVillagomil, que con tanto interés seocupaba de mí hasta recibirme en suspropias habitaciones. Hice unaestadística mental de todas lasrelaciones de mi madre; pero laoperación resultó igualmenteinfructuosa.

El botones me franqueó la cabina:—Es en el número 35.Llamé en el número 35. Y de

pronto se abrió la puerta y ante mis ojosasombrados apareció Angustias. Perootra Angustias, transformada por eloxígeno y las pinturas. Tenía el pelodorado y los labios encendidos por ellápiz reciente. Llevaba una bata

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esmeralda, abundante como una clámide,y en el índice de la mano izquierda unrubí de color frío.

—Abrázame, hombre, abrázame.—Pero... ¿qué haces aquí?—Ya te contaré. Abrázame.—Bueno. ¿Y si llegan?—No; si es un abrazo amistoso

nada más. Soy —y se puso cómicamentesolemne— la señora Villagomil.

—Déjate de bromas y explícametodo esto, porque me voy a ponerenfermo de impaciencia.

—Di que le tienes miedo alcoronel. Pero siéntate, hombre, en esabutaca... Eso es. Ahora dime: ¿qué tal teva? ¿Eres ya un héroe?

—Soy... Mira: te iba a contestar un

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disparate. Haz el favor de decirme quéhaces aquí y quién es el coronelVillagomil a quien debo presentarme.

—¡Si he sido yo quien te hallamado! Vamos a ver: contéstame a unasola pregunta y enseguida te lo cuentotodo. ¿Tú crees que yo puedo dejar deser lo que era?

—No lo creí nunca. Sin embargo,todo esto es muy raro...

—Óyeme: llevo en Tánger seismeses trabajando por nuestras ideas. Notuve más remedio que disfrazarme deesto, de lo que fui. Parezco una burguesao una cocota, ¿no es cierto? Ventajas dela edad. Las cocotas de nuestra raza,cuando llegan a los treinta y cinco no sediferencian en nada de las señoras

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honorables. Además, yo sabía bien mioficio. En el hotel de Tánger me hiceamiga del coronel Villagomil. Mi labornecesitaba la confianza (le un militar desu influencia. —Pero ¿no eres su mujer?—Soy... su amante. Sencillamente. —Ytú, ¿eres capaz?

—Peor para ti si no lo comprendes,Gafitas.

—¿Y qué te propones?—¡Ah! Esos son mis planes.—¿Y no puedo yo saberlos?—Si estás dispuesto a ayudarme,

sí.—No sé de qué pueda servirte,

perdido allá en el campo meses y meses.—Tú puedes observar, enterarte...—Y eso ¿para que?

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Angustias me auscultó con lamirada el pensamiento.

—¿Sigues creyendo en Lenin,Gatitas?

—Sí.—Pues Lenin está contra el

imperialismo burgués, al lado de lospueblos que defienden su independencia,al lado de Abd-el-Krim.

—¡Vamos, tú me quieres adjudicarel bonito papel de espía!

—¿Por qué no? Ese es tu puesto.—El Partido nada me ha dicho.—Te lo digo yo en su nombre.—Pero tú no eres comunista. Tú

eres una anarquista individualista; unasoñadora que se divierte con el peligro.No, no. Locuras, no.

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—¡Tienes miedo! ¡No te importatraicionar las ideas!

Todos tus discursos, naturalmente,eran pura palabrería.

Querías subir a costa de lostrabajadores.

—Eres una insensata.—Y tú un cobarde, un patriota.

¡Qué gracia! Mi patria es la Revolución,¿sabes? Una cosa más alta, una cosa queno es el suelo ni las fronteras. ¿Quédefiendes con tu fusil? ¿Qué defiendes?Di. A los políticos, a los burgueses, alos curas, a los enemigos del pueblo.Hablas de ver a tu España en los toros yen el fútbol mientras tú y tus piojos osarrastrabais por estas pistasencharcadas.

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—Angustias: eres una insensata. Lode allá poco me importa. Me importa lode aquí, estos camaradas que seamontonan debajo de las tiendas, sucios,estropeados. Más que una idea vale unhombre. No, no. Yo no seré motivo paraque un día caiga uno aquí, y aquí sequede. Llámame lo que quieras; peroesta vez no me convencerás como aqueldía de la bomba.

Se abrió la puerta y apareció,sudoroso, el coronel Villagomil. Yo melevanté y me cuadré.

—Siéntese, sargento; siéntese.Y dirigiéndose a Angustias:—¡Vaya! Ya lo tienes aquí. Está

sano y salvo.—Y hasta gordo —contestó

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Angustias—. Le va bien el campo. ¡Quéalegría recibirá su madre cuando sepaque le he visto!

—Si esto es hasta un sanatorio dijoel coronel Los pacos son los que...¿Usted dónde estaba?

—En el zoco.—¡Ah! Allí se está bien. Además,

Vilar es un buen punto. Vilar manda labrigada, ¿no?

—Sí, mi coronel.—Tiene pegas de vez en cuando.

Pero Vilar...El coronel Villagomil hablaba a

medias. Se le veía buscar las últimaspalabras de cada frase inútilmente, hastaque optaba por dejarla en el aire,abocetada. Era gordo y bajo de estatura

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y tenía el bigote blanco y rizado comounas hebras de guirlache. Se desabrochóla guerrera, tatuada de cruces y placas.Angustias le recriminó mientras memiraba de reojo.

—Te vas a enfriar. Aquí tienes lacapa.

—Hace calor. Llevo una mañana...de aquí para allá... Ahora resulta quevoy a tener que irme.

—¿Adónde? —interrogó vivamenteAngustias.

—A la Península. Una comisión.—¡Qué fastidio! Pues yo me quedo.—Cuestión de tres o cuatro

semanas, creo yo. Yo no podía disimularmi inquietud.

—Mi coronel, con el permiso de

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usía, me retiro.—Quédese a comer con nosotros

—dijo Angustias.—No, no; tengo que incorporarme

esta misma tarde. Muchas gracias.—Usted querrá venir destinado a la

plaza, ¿no es eso? —me preguntó elcoronel.

La proposición era tentadora. Perorecordé mi escena con Angustias y elatrevido designio de aquella mujer quetodavía mandaba en mí. Hice un granesfuerzo:

—No, mi coronel. Quiero seguir enmi batallón.

—¿Usted no es de complemento?—Sí, señor. Pero están allí todos

mis amigos.

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—Sin embargo, sin embargo, undestino...

—Me gusta más el campo.—Bien, bien. Ya lo oyes,

Angustias.Angustias tenía en los ojos tanta ira

que cíe ellos me o un escalofrío. Perosonrió:

—Si usted lo quiere... Suerte, pues.Y me alargó la mano.

—A la orden de usía, mi coronel.—Adiós. Si quiere algo, ya sabe...

Yo...Me cuadré otra vez y salí. Sin ver a

Raquel, sin dormir en lecho blando, conuna congoja oscura dentro de mí, regreséal campamento a la hora en que lossoldados, cruzado el torso con las

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mantas a modo de salvavidas, formabanpara las guardias de parapeto.

Zoco-el-Arbaá de Beni Hassam.Barracones de titiriteros; tiendaspavimentadas de paja; soldados degorros azules y rojos, alborotando en lascantinas; chilabas parduscas; capotesgrises. De vez en cuando un camión,apoplético, camino de Xauen. Blocaosde Audal, de Timisal y Muñoz Crespo.Vosotros sois testigos de que ni¡ vidavalía poco entonces para mí.

Por aquellos tajos de tierraamarilla, asido a las crines ásperas de lagaba, con el sol en la nuca como unhacha de fuego, salí con mis hombres,día tras día, voluntario de aguadas y

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convoyes. Por fatigarme y ahogar la vozpersistente, opaca, del remordimiento.Mi espíritu era ya un espíritu adaptado ycotidiano, incapaz de apresar el mundocon un ademán de rebeldía. Como losdiscípulos de San Ignacio, que dejanhecha trizas la voluntad en el cepo delos Ejercicios, mi voluntad civil habíaquedado desgarrada y rota entre losalicates de la disciplina. Me encontrabasin juventud, allí, entre la calígine delcampo, frente al Atlas inmenso. Mijuventud no eran mis veinticuatro añosvictoriosos del hambre y la intemperie.Mi juventud era aquella idea queapresuraba el pecho de Angustias;aquella idea que en otro tiempo mehacía sentirme camarada del africano o

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del mongol. Yo había renunciado almejor heroísmo, y me sentía viejo deveras. Porque la vejez no es más que unasuma de renunciaciones, de limitaciones,hasta que el espíritu queda transformadoen una sombra, en un espectro de lo quefue. La muerte, antes de afectamosorgánicamente, anda ya como unfantasma por dentro de nosotros.

Zoco-el-Arbaá de Beni Hassam,con sus parapetos erizados de fusiles, sumugre cuartelera y sus coplas babélicas:tú eres testigo de que mi corazón quisoalojar alguna vez la bala enemiga, elpájaro de acero de un paco que llegabasilbando desde la montaña indócil.

Volvimos a Tetuán, ya en otoño.

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Nuestro corazón viajaba en los topes deltren de Ceuta, en las nubes que veníandel lado del estrecho, en los aviones delcorreo, en las estrellas que se encendíana la misma hora sobre las callesespañolas. Las fuentes del barrio morollevaban el compás a las guitarras de laalcazaba. Hacer guardia en la plaza,después de tantos meses de campamento,era casi una diversión. Veíamos jugar alas moras en las azoteas y oíamos elespañol señorial de las judíasfiltrandose por las rejas de barrotesdesnudos.

El único servicio comprometidoera el de Casa Osinaga. Casa Osinagaera un puesto establecido fuera delrecinto de la plaza. Un comandante

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había tenido el capricho de construir allíuna casa en tiempos de Alfau,suponiéndose, sin duda, capaz derechazar con su pistola todas las cabilasdel contorno. Una noche, como esnatural, los moros asaltaron la casa, leprendieron fuego y pasaron a gumía asus habitantes. Desde entonces senombraba una guardia de un sargento yocho soldados para que guardasen lasruinas del edificio, porque no había otracosa que guardar. Cuando una partida demoros quería sembrar la alarma en laplaza, caía sobre Casa Osinaga yfusilaba a la pequeña guarnición o lahacia prisionera para comerciar despuésel rescate. Pero parece que el mandotenía interés en demostrar que España no

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agota fácilmente sus héroes: al díasiguiente, otro sargento con otros ochosoldados volvía a Casa Osinaga.Cuando el sargento mayor de plaza, uncapitán gordo, benévolo, de grandesmostachos, formaba las guardias, erauna escena inolvidable:

—A ver: Casa Osinaga.—Presente.El capitán miraba al aludido por

encima de sus gafas:—¿Usted?—A la orden.El capitán hacia un gesto de

piedad, como diciendo:«Pobre! ¡Quizá no vuelva! En fin,

¡qué ha de hacérsele!» Luego añadía enalta voz:

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—Bien, bien; tenga usted cuidado.No duerma. Esta Casa Osinaga...

Y daba un gran suspiro.A mí no me ocurrió nunca nada en

Casa Osinaga. Pero en el cuartel nuevo,sí. Allí estaban las prisiones militares:desertores, prófugos, confidentes delenemigo, prisioneros... Me tocó un díade guardia en el cuartel nuevo. Alanochecer, la patrulla de vigilanciallegó para hacer entrega de un presoacusado de intervenir en el contrabandode armas. El oficial me llamó:

—Sargento Arnedo: hágase cargodel detenido y destínele un calabozoprovisional.

Salí al cuerpo de guardia. Era unamujer, una señora, oculta por un velo. El

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sargento de la patrulla me entregó laorden del juez.

—¿Se llama...? ¿Usted se llama?Y de repente sentí que me ponga

pálido, que las piernas no bastaban parasostenerme.

—Me llamo... —dijo la mujer convoz segura y fría— me llamo AngustiasLópez.

—Angus...El sargento de la patrulla aclaró:—Compra armas para los moros.

La cogieron esta mañana en el caminode Tánger. Es una pájara.

—¡Idiota! ¡Canalla!El sargento quiso pegarle.—Aquí no te valen ni el sombrero

ni las pulseras, ¿sabes? Habrá que ver

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de dónde viene todo eso.Me interpuse:—Bien. Toma; ya esta eso firmado.Salieron todos y yo le dije a la

presa en voz baja:—¡Angustias! ¡Por favor!Ella me repudió con un gesto. Y

luego, extendiendo sus manos hacia mí,murmuró:

—Toma, toma, traidor, carcelero;colócame tú mismo los grilletes. ¡Eresodioso! ¡Me das asco!

—Eres una loca, una loca...—Y tú un traidor, un vendido. ¡Ah!

Pero yo saldré de aquí, y entonces...—Calla; te van a oír. ¿Qué hago

yo? ¿Qué hago yo?—Morirte de vergüenza. En

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cambio, yo entro ahí con la frente muyalta.

—¡Calla! ¡calla!—¡No me da la gana! He de gritar

tu cobardía. Lo sabrán todos, los de aquíy los de allá.

—¡Calla!Los soldados ya se habían

arremolinado a mi alrededor. SiAngustias seguía hablando estabaperdido.

Llamé al cabo:—¡Cabo Núñez! Registre a esta

mujer. Encárguese de sus joyas y de subolso.

El cabo Núñez obedeció.—¡Canallas!Ella misma fue entregando las

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sortijas, los pendientes, las pulseras quedejaron de ceñir su brazo moreno.

Luego grité:—A ver, dos de la guardia, con

fusiles: condúzcanla al calabozo númerocuatro.

Así, entre bayonetas, entróAngustias en la celda, desdeñosa,impávida, glacial.

Yo fui ante el oficial de guardia:—A la orden de usted, mi teniente.

La detenida está en el calabozo númerocuatro. He puesto un centinela.

—Pero es una mujer.—Sí, señor.—¿Guapa?—¡Pchs! Regular.—¿Y qué ha hecho?

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—Vender armas a los moros.—¡Qué curioso! Bien, bien.Volví al cuerpo de guardia y me

desabroché la guerrera porque me ardíael pecho. ¡Tampoco entonces tuve valorpara pegarme un tiro!

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5. África a sus pies

Cuando Riaño no tenía servicio nosreuníamos en su casa del barrio moro abeber té y a fumar kif. íbamos casisiempre Pedro Núñez, Arturo Pereda yyo. Todos habíamos sido compañeros enlos jesuitas, y todos, menos Riaño,estudiábamos carreras civiles cuando sehizo la movilización del 21. Riaño eraun muchacho rico, alegre y voluntarioso,recién ascendido a segundo teniente.Para él todo era una juerga: lasoperaciones, las guardias, el campo o laplaza. Cuando su regimiento salíadestacado o en columna, el asistente deRiaño transportaba al carro regimental

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dos o tres cajas de botellas de buencoñac y otras dos o tres de la cervezapreferida, que iban allí de matute, sinque se enterara el comandante mayor.Luego, en el campamento o en plenocombate, Riaño improvisaba una cantinamucho mejor surtida que las queacompañaban a las tropas. Una vez learrestaron por llevar a la posición unamujer, con el consiguiente peligro parala disciplina y la moral de la tropa. Enotra ocasión sufrió una dura reprimendadel coronel por emborrachar a unprisionero y hacerle faltar a lospreceptos coránicos.

Era un buen muchacho, sinembargo, y lo hacía todo con sencillez,poseído de un alborozo de niño. La

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casualidad nos había reunido, y aunqueestaba prohibido que los oficialesconfraternizaran con los cuotas, Riañoiba con nosotros a los cafés y al teatro,sin importarle gran cosa tropezar con eljefe de día. Con Pedro Núñez, sobretodo, se llevaba muy bien, porquediscutían de fútbol y de caballos.

En cambio, cuando Pereda y yo nosenzarzábamos en una discusión literariao política, Riaño protestaba:

—Bueno, bueno, No sé cómo osgusta amargaros la vida con esascosas.camelos. —

Pero el orgullo de Riaño era suquerida. Su querida le había dado famaen Tetuán, y muchos oficialesjacarandosos palidecían de envidia

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cuando Riaño, jugando con su fusta,pasaba por la Plaza de España conÁfrica al brazo. Por aquella fechaTetuán era un vivero de vicio denegocio y de aventura. Como todas lasciudades de guerra, Tetuán engordaba yera feliz con la muerte que a diariomanchaba de sangre sus flancos.Dijérase que aquellos convoyessilenciosos que evacuaban muertos yheridos, aquellas artolas renegridas porla sangre seca de los soldados, eran elalimento de la ciudad. De la ciudad quemientras se combatía en los blocaos deBeni Arós, mientras los hombres en losparapetos sentían el enorme pulpo delfrío agarrado a su carne hasta el alba,jugaba a la ruleta en el Casino y bailaba

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en la alcazaba con las manos en alto.Pereda le llamaba a Tetuán «la ciudadantropófaga».

La amante de Riaño era una moraauténtica. Aquel lujo no se lo permitíanni los jefes de regulares, que hablabanbien el árabe y tomaban el té con losnotables de la ciudad. Más que por susméritos de guerra se conocía al tenienteRiaño por su espléndida querida. Loscamareros de los restoranes le llamaban,

«ese teniente de la mora». Y Riañogustaba de exhibirla en los paseos de laPlaza de España, ataviada con unaelegancia francesa, entre el escándalo delas señoritas de la guarnición, unasbuenas chicas que volvían de la Hípicacomo si regresaran de las carreras de

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Longchamps, o que jugaban al tenis pararemedar el lejano Madrid de la clasemedia. África, con una arroganciaaprendida en dos inviernos de París, nodetenía ni siquiera sus ojos orgullosossobre aquella asamblea uncida a lamúsica zarzuelera de moda en laPenínsula. Pasaba indiferente, con lamirada por encima de las azoteas, haciasu cabila perdida. Porque África no sellamaba África; quizá Axuxa o Zulima.Riaño la había conocido en un cabaretde Tánger, recién abandonada por undiplomático de Fez, que acababa deexhibirla en París como una rara plantacolonial, hasta cansarse de ella. Por lovisto, África, vestida a la europea, consu cartel galante de mora escapada del

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aduar, tenía innumerables pretendientes.Nunca supimos por qué había preferidoa Riaño, para quien ella sólo era otrolujo de muchacho rico. Sus amigosapenas la veíamos; pero ella estaba vivay silenciosa como un secreto en la casade amor de Riaño, una casa musulmanaque tenía una fuente en el patio. Pordetrás de los tabiques había siempre unperfume, un rumor, una presenciamisteriosa: África, que iba de la azoteaal ajimez y del baño al jardín. A veces,por el frunce de una puerta, veíamos unpijama de seda y una oscura melena dedesierto, brillante y salvaje.

Riaño nos contaba que, alprincipio, África salía a la azotea consus vestidos europeos; pero las moras

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de la vecindad la insultabanfrenéticamente y le llamaban: «¡Lijud!¡Lijud!» (judía). Entonces África, paracontemplar en paz sus montañas, suGorgues inaccesible, donde habitabanlos pacos mortíferos, para oír al muecínde Sidi Saidi y arrojar todos suspecados de réproba a la ciudadsometida al cristiano, se vestía su trajeprimitivo, su caftán ancho y tupido comouna nube. Sola, con la esclava negra debrazos tatuados, comía África su cuscúsy tomaba su té oloroso con el ámbar y lahierbabuena.

Es a lo que no se acostumbra —solía decir Riaño—, a comer en losrestoranes. Prefiere esas bazofias de lacabila. Además, me voy cansando de

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ella porque es más triste que un fiambre.No sabe más que tenderse a mis piescomo un perro.

Pero Pereda descubrió un día losojos de África acechantes y fríos.

Pereda no era tan ligero comonosotros. Ahora que ya no nos pertenecequiero dedicarle estas palabras:

El soldado de las gafas de concha.—Camarada de las gafas de

concha, debe ser alegre estar ya porencima de la vida. Debe ser alegre norecordar.

»Yo descubrí enseguida la finamateria de tu alma, a pesar del traje dekaki o del capote arrugado de tantoarrastrarse por las pistas. Como esos

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frisos góticos donde alternan lasalimañas con los santos, tú eras en lafila de mi sección un dibujo noble ydelicado. Con tus gafas de concha, tucabeza un poco inclinada, tus manosrojas por la presión de la nieve y delfusil. Por eso tu vida se rompió casi sinestrépito como una de aquellas ampollasde cristal de la enfermería querecogieron el último brillo de tus ojosmiopes.

»—Este es un maula, una moscamuerta —gritaba el capitán iracundo.

»—Y es que le hacían daño tupureza y tu desdén. No dabasimportancia a los parapetos, ni a losconvoyes, ni al acarreo de piedra, ni alas bárbaras marchas de cincuenta

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kilómetros. Antes de ir a Marruecos, elcapitán te había dicho:

»—Usted, que es abogado, tieneque ascender. Tú le contestaste con vozsegura:

»—No, señor.»—¿Cómo? ¿Por qué?»—Porque no tengo vocación.»—Pues ha de saber usted —gritó

el capitán soliviantado— que la miliciaes una religión. Sí, señor (Calderón esun clásico hasta en los cuarteles), unareligión de hombres honrados.

«Una tarde, los moros atacaban alpequeño puesto de Timisal. El teléfono,angustiosamente, pedía auxilio. Ycuando el capitán pidió voluntarios parauna muerte segura, tú diste un paso al

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frente.»—¿Usted?»—Sí, señor.»Yo corrí a tu lado, enloquecido.

Recuerdo tu palidez y tu sonrisa,camarada. Mi dolor debía empañar tusgafas en aquel instante.

»—Pero, hombre, ¿cómo hacesesto? Es una barbaridad irvoluntariamente. Hay moros a cientos.Los veo por el anteojo cubrir toda laloma.

»—¿Qué más da? Un día u otro...»Y volviste, ensangrentado, en las

parihuelas de la ambulancia. Nuncacomprenderé tu suicidio, aunque quizáhayas sido tú, entre todos, el que mejormurió por aquella España que sentíamos

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enconadamente agarrada a nuestrocorazón.»

Los ojos de África, acechantes yfríos. Riaño era un muchacho sincomplicaciones; no se parecía, sinembargo, a otros compañeros quecastigaban a sus amantes con el látigo,como si se tratara de un caballo o de unmoro de la mehala. África no estaríaenamorada de él; pero tampoco tendríarazón para odiarle. Los ojos de Áfricatenían el luto de los fusiles cabileños ylas sombras de las higueras montañesas.Ojos de esos que se encuentran en unzoco o en una calle de Tetuán y quequisiera uno llevarse consigo parasiempre con el mismo escalofrío y elmismo rencor, porque enseñan que hay

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algo irreparable que hace imperfecta laobra de Dios.

Por aquellos días se combatía enBeni Ider violentamente. Los hospitalesde Tetuán estaban repletos de heridos.Todas las tardes cruzaban los entierrospor las calles de la plaza. Se decía,incluso, que los cabileños, audazmente,querían penetrar en Tetuán, y sevigilaban los barrios moros de la ciudaddonde era de temer una sublevaciónarmada.

Una tarde encontré a Riaño en elcafé de la Alham bra. Me anunció que lehabían destinado a una columna quesaldría al día siguiente para reforzar alas que operaban desde el zoco de BeniHassam. Nos abrazamos con ese abrazo

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tan particular de la guerra, que es comouna despedida más larga.

—Llevarás cantina, ¿eh?—Espléndida. Ya me aburría por

aquí.—¿Y África?—¡Bah! La pobre... Pienso dejarle

dinero hasta mi regreso.Y al día siguiente un rumor terrible

llegó a nuestro cuartel. Un teniente habíaaparecido asesinado en su casa. EraRiaño. África le había atravesado elcorazón con aquella gumía deempuñadura de plata comprada enTánger. Y luego, vestida de mora, habíahuido sin dejar rastro. Sus ojos fríos,desde un ajimez cualquiera, vieron quizápasar el ataúd a hombros de cuatro

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tenientes.

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6. Reo de muerte

Cuando llegamos a la nuevaposición, los cazadores estaban yaformados fuera de la alambrada, con susgorros descoloridos y sus macutosfláccidos. Mientras los oficialesformalizaban el relevo, la guarniciónsaliente se burlaba de nosotros:

—Buen veraneo vais a pasar.—Esos de abajo no tiran confites.—¿Cuántos parapetos os quedan,

pobrecitos? Pedro Núñez no hacía másque farfullar:

—¡Idiotas! ¡Marranos!La tropa saliente se puso en marcha

poco después.

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Una voz gritó:—¿Y el perro? Les dejamos el

perro.Pero a aquella voz ninguno le hizo

caso, porque todos iban sumidos en laalegría del relevo. Allá abajo, en laplaza, les esperaban las buenas cantinas,los colchones de paja y las mujeresvestidas de color. Un relevo en campañaes algo así como la calle tras una difícilenfermedad. La cuerda de soldados,floja y trémula, desapareció pronto porel barranco vecino.

En efecto, el perro quedaba connosotros. Vio desde la puerta delbarracón cómo marchaban suscompañeros de muchos meses, ydespués, sin gran prisa, vino hacia mí

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con el saludo de su cola. Era un perroflaco, larguirucho, antipático. Pero teníalos ojos humanos y benévolos. No séquién dijo al verlo:

—Parece un cazador, de esos queacaban de irse.

No volvimos a ocuparnos de él.Cada uno se dedicó a buscar sitio en elbarracón. Pronto quedó en él un zócalode mantas y mochilas. A la hora delrancho el perro se puso también en lafila, como un soldado más. Lo vio elteniente y se enfadó:

—¿También tú quieres? ¡A lacocina! ¡Hala! ¡Largo!

Pero Ojeda, un soldado extremeño,partió con él su potaje. Aquella mismanoche me tocó servicio de parapeto y vi

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cómo el perro, incansable, recorría elrecinto, parándose al pie de lasaspilleras para consultar el silencio delcampo. De vez en cuando, un lucero,caído en la concavidad de la aspillera,se le posaba en el lomo, como uninsecto. Los soldados del servicio dedescubierta me contaron que al otro día,de madrugada, mientras el cabo losformaba, el perro se adelantó yreconoció, ligero, cañadas y lomas. Yasí todos los días. El perro era elvoluntario de todos los serviciospeligrosos. Una mañana, cuando iba asalir el convoy de aguada, se puso aladrar desaforadamente alrededor de unislote de gaba. Se oyó un disparo yvimos regresar al perro con una pata

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chorreando sangre. Le habían herido losmoros. Logramos capturar a uno con elfusil humeante todavía.

El practicante le curó y Ojeda lellevó a su sitio y se convirtió en suenfermero. El lance entusiasmó a lossoldados, que desfilaban ante el perro ycomentaban su hazaña con orgullo.Algunos le acariciaban, y el perro leslamía la mano. Sólo para el teniente, quetambién se acercó a él, tuvo un gruñidode malhumor.

Recuerdo que Pedro Núñezcomentó entonces:

—En mi vida he visto un perro másinteligente.

¿Recordáis, camaradas, al teniente

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Compañón? Se pasaba el día en su camade campaña haciendo solitarios. De vezen cuando salía al recinto y se dedicabaa observar, con los prismáticos, lascabilas vecinas. Su deporte favorito eradestrozarles el ganado a los moros. Veíauna vaca o un pollino a menos de milmetros y pedía un fusil. Solía estudiarbien el tiro.

—Alza 4. No, no. Lo menos está aquinientos metros.

Disparaba y a toda prisa recurría alos gemelos. Si hacía blanco, seentregaba a una alegría feroz. Le hacíagracia la desolación de los cabileñosante la res muerta. A veces, hastaoíamos los gritos de los moros rayandoel cristal de la tarde. Después, el

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teniente Compañón murmuraba:—Ya tenemos verbena para esta

noche.Y aquella noche, invariablemente,

atacaban los moros. Pero era preferible,porque así desalojaba su malhumor. Elteniente padecía una otitis crónica que leimpedía dormir. Cuando el recintoaparecía sembrado de algodones, toda lasección se echaba a temblar, porque losarrestos se multiplicaban:

—¿Por qué no han barrido esto,cabo Núñez? Tres convoyes de castigo...¿Qué mira usted? ¡Seis convoyes! ¡Seis!

No era extraño que los soldados lebuscasen víctimas, como hacen algunastribus para calmar la furia de los dioses.Pero a los dos meses de estar allí no se

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veía ser viviente. Era espantoso tenderla vista por el campo muerto, cocido porel sol. Una idea desesperada de soledady de abandono nos abrumaba, hora ahora. Algunas noches la luna venía atenderse a los pies de los centinelas, ydaban ganas de violarla por lo que teníade tentación y de recuerdo.

Una noche el teniente se encaróconmigo:

—Usted no entiende esto, sargento.Ustedes son otras gentes. Yo he vividoen el cuartel toda mi vida. Siente unorabia de que todo le importe un rábano.¿Me comprende?

El perro estaba a mi lado. Elteniente chasqueó los dedos y extendióla mano para hacerle una caricia. Pero

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el perro le rechazó, agresivo, y se apretóa mis piernas.

—¡Cochino! —murmuró el oficial.Y se metió en el barracón,

blasfemando.Al otro día, en el recinto, hubo una

escena repugnante. El perro jugaba conOjeda y ambos se perseguían entregritos de placer. Llegó el teniente, con ellátigo en la mano, y castigó al perro, detal modo que los latigazos quedaronmarcados con sangre en la piel delanimal.

Ojeda, muy pálido, temblando unpoco bajo el astroso uniforme, protestó:

—Eso... eso no está bien, miteniente.

Los que veíamos aquello

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estábamos aterrados. ¿Qué iba a pasar?El oficial se volvió, furioso:

—¿Qué dices? ¡Firmes! ¡Firmes!Ojeda le aguantó la mirada

impávido. Yo no sé qué vería el tenienteCompañón en sus ojos, porque se calmóde pronto:

—Está bien. Se te va a caer el pelohaciendo guardias. ¡Cabo Núñez!Póngale a éste servicio de parapetotodas las noches hasta nueva orden.

Una mañana, muy temprano,Ramón, el asistente del teniente, capturóal perro por orden de éste. El muchachoera paisano mío y me trajo en seguida laconfidencia.

—Me ha dicho que se lo lleve porlas buenas o por las malas. No sé qué

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querrá hacer con él.Poco después salieron los dos del

barracón con el perro, cuidando de noser vistos por otros soldados que nofueran los de la guardia. El perro seresistía a aquel extraño paseo y Ramóntenía que llevarlo casi en vilo cogidodel cuello. El oficial iba delante,silbando, con los prismáticos en lamano, como el que sale a pasear por elmonte bajo el sol primerizo. Yo lesseguí, sin ser visto, no sin encargar antesal cabo que prohibiese a los soldadostrasponer la alambrada. Porque el rumorde que el teniente llevaba al perro arastras fuera del campamento, saltó enun instante de boca en boca. Pido a misdioses tutelares que no me pongan en

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trance de presenciar otra escena igual,porque aquélla la llevo en mi memoriacomo un abismo. Los dos hombres y elperro anduvieron un buen rato hastaocultarse en el fondo de una torrentera.Casi arrastrándome, para que no mevieran, pude seguirlos. La mañanaresplandecía como si tuviese el cuerpode plata. De la cabila de allá abajosubía un cono de humo azul, el humo delas tortas de aceite de las moras. Yo vicómo el oficial se desataba el cinto yataba las patas del tierno prisionero. Videspués brillar en sus manos la pistolade reglamento y al asistente taparse losojos con horror. No quise ver más. Ycomo enloquecido, sin cuidarmesiquiera de que no me vieran, regresé

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corriendo al destacamento, saltándomela sangre en las venas como el agua delas crecidas.

Media hora después regresaron,solos, el oficial y el soldado. Ramón,con los ojos enrojecidos, se acercó a mí,temeroso.

—Sargento Arnedo... Yo, laverdad...

—Quita, quita. ¡Pelotillero!¡Cobarde!

—Pero ¿qué iba a hacer, misargento?... No podía desobedecerle.Bastante vergüenza tuve. Dio un grito,sólo uno.

Me marché por no pegarle. Pero lode Ojeda fue peor. Desde ladesaparición del perro andaba con los

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ojos bajos y no hablaba con nadie.Merodeaba por los alrededores de laposición expuesto al paqueo. Un díaapareció en el recinto, entre una nube demoscas, con el cadáver del perro, yacorrompido, en brazos. Pedro

Núñez, que estaba de guardia, tuvoque despojarle violentamente de laquerida piltrafa y tirar al barranco aquelmontón de carne infecta.

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7. Convoy de amor

Esto no me ha sucedido a mí,porque a mí no me han pasado nuncacosas extraordinarias; pero le ocurrió aManolo Pelayo, que estuvo a punto de ira presidio por aquello. Desde entonces,Manolo Pelayo habla con un gran odiode las mujeres y pasea su celibatomelancólico por las salas desiertas delCasino.

—Son la perdición... Son laperdición... —suele murmurar, con lacabeza apoyada en los cristales de lagalería.

Por el paseo de enfrente cruzan lasparejas de novios, guillotinadas por el

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crepúsculo. Manolo Pelayo, cuando secansa de los divanes del Casino, se vaal monte, a la caza de la perdiz o deljabalí. Allí permanece semanas enteras.Luego hemos sabido que, además de lacinegética, practica en la montaña elejercicio sexual. Pero sin entusiasmo,como una jornada viril inevitable,deseando que todo se haga en el menortiempo posible. Parece que lascampesinas del contorno estánmaravilladas de aquel señorito huraño,al que reciben en el pajar o en la cuadra,en silencio y a oscuras, después deajustar la entrevista con el criado. Paraalgunas es un arcángel violento, quelleva el ardiente dardo de laanunciación. Lo conduce la noche y en la

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noche se pierde, como un milagro atrozy dulce a la vez.

Manolo Pelayo fue cabo de unbatallón expedicionario. Su secciónestaba destacada en un puesto avanzadode Yebala. Hacía convoyes al zoco confrecuencia y alguna vez tuvo agresionesde importancia. Lo que voy a contar esmil veces más espantoso que un ataquerebelde. Al fin y al cabo, la guerra esuna furia ciega en la cual no nos cabe lamayor responsabilidad. Un fusilencuentra siempre su razón en el fusilenemigo.

Pero esto es otra cosa, una cosarepugnante y triste.

Para comprenderlo hay que haberpadecido a los veintitrés años la forzosa

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castidad de un campamento. Seremueven todas las escorias del instintoy emanan un vaho corrompido de sueñosimpuros, de bárbaras tentaciones, deangustias perennes. Ni la sed ni elhambre mortifican tanto como estarebelión de la carne forzada por elrecuerdo y la fantasía. El alma se mezclatambién en el clamor físico y azuza a lossentidos como un cómplice cobarde yastuto. A veces, la nostalgia tierna delatardecer, el terror de la noche, lamisma voz de la tierra distante, no sonsino olas de lujuria coloreadas por elalma en vigilia. También de modosemejante vierte el cielo sus tintas en elmar.

El batallón de Manolo Pelayo

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llevaba siete meses en el campo. Sietemeses en una posición pequeña, en unode aquellos puestos perdidos, donde derepente le entra a uno el temor de que sehan olvidado de él en las oficinas delmando. Cuando cada quince días llegabaal zoco aquel convoy, todos íbamos averlo para cotejar nuestro aspecto con elde aquellos soldados rotos, consumidosy mustios. A su lado, nosotros éramoscasi felices, con nuestras cantinas biensurtidas, nuestros periódicos de tresfechas y nuestros moros tranquilos quenos vendían a diario la fruta y la caza.

Una tarde, a la llegada de lacamioneta de Tetuán, el zoco se alborotócon la presencia de una mujer. De unaseñora rubia y alegre, muy joven, que

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dejaba un rastro de perfumes. Todo elcampamento se estremeció. Cadahombre era un nervio cargado deescalofríos voluptuosos. Los soldadossalían a la puerta de los barracones, sesubían a los muros de la explanada,corrían de un lado a otro, atropellándosepara verla. Ella iba sembrando elescándalo de su juventud entre aquellachusma hambrienta, desorbitada y torva,que sentía al unísono el bárbaro acezarde la lujuria. Era asombroso cómo seabría paso la mujer entre la fronda deobscenidades, a la manera del sol en unafloresta salvaje. Y su aroma quedabaquieto y denso en la pista, como si elaire fuera una vasija dispuesta paraguardarlo. Yo vi aquel día a muchos

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compañeros míos aspirar fuerte el vaporde la viajera y tenderse después en lapaja de la tienda, a solas con aquellafragancia, mareados deliciosamente porella como por una droga.

La mujer rubia, con el sargento quela había acompañado desde Tetuán,penetró en la oficina del jefe de laposición. El jefe era el coronel Vilar, unhombre locuaz y alegre que en vísperasde operaciones, mientras los oficialesdiscutían de táctica y estrategia,ilustraba los mapas del Estado Mayorcon dibujos obscenos. En aquelmomento estaba de tertulia con elayudante y el capellán. Al ver a lamujer, los tres se levantaron. El coronelVilar, erguido, sonriente, no pudo menos

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de retorcerse el bigote entrecano.—Mi coronel —anunció el

sargento—: se trata de la esposa delteniente López, el de Audal. Trae unacarta del alto comisario para usía.

—Sí, señor —dijo ella,adelantándose con un sobre en la mano—; el general es amigo mío.

—¡Ah!Pero después de aquel ¡ah!

exhalado en tono de suspiro, al coronelle costaba trabajo dejar de mirar a larecién llegada para leer la carta. Ellaentonces se quitó el sombrero:

—¿Puedo quitarme el sombrero?Hace tanto calor...

Quítese lo que quiera —exclamó elcoronel—. Una mujer como usted manda

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siempre.—Gracias... Vilar.—Vi... Vilar. ¿Sabe usted mi

apellido?—¡Ay, qué gracia! ¡Pues claro! Y

su nombre también: don Manuel.¡Manolo!

—Eso, eso: Manolo. ¿De dóndenos conocemos, pues?

—¡Si lo dice el sobre!El ayudante y el capellán se

miraban asombrados. Al capellán, sobretodo, se le presentía desgranandomentalmente las sílabas de aquel«,Manolo!» lanzado con tantadesenvoltura por la viajera. El sargentono sabía qué hacer:

—Mi coronel, yo...

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—Sí, hombre, márchese.Y luego, dirigiéndose a la mujer:—Está usted muy bien así, sin

sombrero.—¿De verdad?Estaba bien, muy bien. El pelo,

libre, era un remolino de fuego. Todaella estaba un poco sofocada.

—Estoy ardiendo. Mire usted estebrazo. Lo tengo rojo. Arde.

El coronel se acercó tanto, que ellatuvo que retirarse.

—Es verdad; arde.El capellán dio un respingo ante el

brazo desnudo:—Mi coronel, si usted no me

manda nada...—Nada, nada. Hasta luego,

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Al ayudante, miope, también leinteresaba, por lo visto, aquel brazoardiente y oloroso, porque nodemostraba ninguna prisa pormarcharse.

—Siéntese usted. Aquí hay unasilla. Poco cómoda, porque encampaña... Siéntese usted, Carmen.Carmela, ¿no es eso?

—Eso es. Un nombre de morenadicen que es el mío. Ya ve usted, tanrubia...

—Pero usted es muy atrevida,Carmela. Venir así, sola, sin miedo alpaqueo. ¡Mucho debe querer a sumarido!

—¡Huy! Muchísimo. Hace un añoque no nos vemos. Yo me dije: «¡Pues

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cuando los moros no le han hecho a élnada, que se mete con ellos, no me van amatar a mí, que no pienso hacerlesdaño!»

—Sin embargo, sin embargo...Audal es un destacamento avanzado, atres horas de camino, monte arriba.

—Además —objetó el ayudante—,allí no hay sitio para alojar a una mujer.Un barracón pequeño, sucio...

Pero Carmela no se arredraba:—Es igual. A mí me encantan estas

dificultades. Lo mismo me decía elgeneral en Tetuán. Pero se me ha metidoeste viaje en la cabeza... ¡Ay! Me figurola sorpresa de Pepe: «¿Tú aquí? ¿Túaquí.? ¡Loca! ¡Loca!» Y luego losabrazos, ¿sabe usted? ¡Qué sorpresa!

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El coronel la escuchaba con laboca abierta:

Bien, bien. Pues, nada; irá usted aAudal.

Y luego, dirigiéndose al ayudante:—Ramírez, haga el favor de avisar

al cabo del convoy de Audal que sepresente a mí. Y que ensillen un mulopara Carmela.

—Perfectamente, mi coronel.El ayudante, distendidas las aletas

de la nariz por el perfume de Carmela,salió para cumplir la orden.

El cabo Pelayo se presentó en laoficina del coronel, con correaje y fusil.A pesar del uniforme descolorido por elagua y el sol, el cabo Pelayo tenía un

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aspecto agradable. Era un muchachofuerte y distinguido, en el cual lasprivaciones de la campaña no habíandejado huella deprimente; al contrario,se le notaba enjuto y ágil como undeportista. Al entrar le recibieron losojos de Carmen, que en aquel momentocomenzaron a gravitar sobre él comocuerpos celestes.

—Usted es el cabo de Audal, ¿noes eso?

—Sí, mi coronel.—¿Cuánto tiempo tarda en llegar el

convoy?—Unas dos horas.—Unas dos horas. Bien. Usted hace

con frecuencia este servicio...—Cada quince días. Hace siete

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meses que estamos destacados.—Perfectamente. Esta señora irá

con ustedes. Es la esposa del teniente.Usted me responde de ella con lacabeza. ¿Lo oye usted? Con la cabeza.

—Sí, mi coronel.—¡Por Dios, Vilar! ¡Que, yo no

valgo tanto! —intervino Carmen, risueña—. ¡Pobre chico!

—Usted dispondrá la fuerza —siguió diciendo el coronel— de modoque esta señora vaya protegida mejorque nada. Mejor que el saco de losvíveres. Con eso está dicho todo.

—Sí, mi coronel.—Puede retirarse. ¡Ah! Cuando el

convoy esté preparado, avíseme.

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Minutos después el convoy deAudal estaba en la carretera, dispuestopartir. Lo componían el cabo, seissoldados, dos acemileros y dos mulos.En uno de éstos se había colocado unajamuga para Carmen, que llegó con elcoronel entre una doble fila de ojosanhelantes. El coronel la ayudó a subir ala cabalgadura, sosteniendo en su mano,a manera de estribo, el pie pequeño yfirme. Fue aquél un instante espléndido einolvidable, porque, por primera vez yen muchos meses, los soldados del zocovieron una auténtica pierna de mujer,modelada mil veces con la cal delpensamiento. Ya a caballo, Carmenrepartía risas y bromas sobre elcampamento, sin pensar que sembraba

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una cosecha de sueños angustiosos.Diana refulgente sobre la miseria de laguerra, en lo alto de un mulo regimental,mientras los soldados la seguían comouna manada de alimañas en celo,Carmen era otra vez la Eva primigeniaque ofrecía, entre otras promesas ydesdenes, el dulce fruto pecaminoso.

Aquellos hombres se custodiaban así mismos. Porque, de vez en cuando, lafalda exigua descubría un trozo demuslo, y algún soldado, sudoroso y rojo,exhalaba un gruñido terrible.

El sol bruñía la montaña ycalcinaba los pedruscos. Al cuarto dehora de camino, Carmen pidió agua. Elcabo le entregó su cantimplora y ellabebió hasta vaciarla.

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—¡Qué calor, Dios mío! ¿Faltamucho?

—¡Huy, todavía!...Le cayeron unas gotas en la

garganta y ella bajó el escote parasecarse. Pelayo sintió que la sangre leafluía a las sienes como una inundación.

Al devolverle la cantimplora,Carmen le rozó los dedos con su mano.Y Manolo Pelayo estuvo a punto de tirarel fusil y detener al mulo por la brida,como los salteadores andaluces.

—Usted será soltero, ¿verdad? —le dijo Carmen. —Sí, señorita.

—¿Con novia?—¡Bah! Tanto tiempo lejos... Ya no

se acuerdan.—¡Qué ingratas! Un muchacho tan

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simpático...—Muchas gracias.—Y éstos, ¿tienen novia?—Aquél y éste dijo señalando a

dos de los soldados— sí la tienen. Oye,López, ¿cómo se llama tu novia?

—Adela.—Bonito nombre —declaró

Carmen—. Será muy guapa.—Sí... Pero usted es más.Y López acompañó el piropo de

una carcajada metálica, casi obscena.—Eres muy galante, López —

replicó la viajera— Que no lo sepaAdela.

—Es que yo... Verá usted... Yo...Pero a López debía ocurrírsele una

barbaridad, porque, de pronto, se quedó

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muy serio, prendido en los labios deCarmen, como un moscardón en un tarrode miel.

El calor era asfixiante. La pista eraahora una pendiente callosa, sin unárbol, ni una hierba, ni un pájaro. Losmulos ascendían trabajosamente enzigzag.

—Cabo —exclamó Carmela—, ¿aque no sabe usted lo que me gustaríaahora?

—No sé.—Tirar toda esta ropa que llevo

empapada de sudor y tostarme al sol.Aquella incitación enardeció a los

hombres todavía más. Ya no sentían elcalor ni el cansancio, sino la lujuria quese les enroscaba a los hombros

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brutalmente. Manolo Pelayo quisodesviar el diálogo:

—Ahora llegamos en seguida a uncamino de cabila, con higueras. Allípodremos descansar.

—Deme usted agua —pidióCarmen.

—No me queda. López, trae tucantimplora. López entregó a Carmen lacantimplora. Para beber, ella detuvo elmulo, y los dos se quedaron un pocorezagados.

—Está buena.—Yo le echo anís, ¿sabe usted? Y

está más fresca.—¿Qué es lo que te gusta a ti más,

López? Quiero hacerte un regalo.—¡Huy! ¿A mí? Pues a mí me

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gustan... ¡No se lo dirá usted al teniente!—Claro que no.—Pues a mí me gustan... las mozas.

A mí me gustan las mozas unabarbaridad.

—¿Y si se entera Adela?Otra vez Carmen se incorporó al

convoy, que momentos después ganó lacumbre del monte. Dos higuerasenclenques —heroicas hilanderas delsol del desierto— fabricaban allí unpoco de sombra. En la cumbre era laatmósfera más fina; pero se notaba elmismo calor. Sin embargo, la presenciade la cabila, allá abajo, destruía lasensación de soledad que hasta entoncespetrificara el paisaje. El cabo dio la vozde ¡alto! y los soldados se tumbaron,

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rendidos y febriles, después dedesabrocharse los correajes.

—¡Dejar la sombra para la señora!ordenó Pelayo.

—No, no; cabemos todos. No semuevan.

Ella descendió de un salto y fue asentarse con los soldados, como unallama entre carbones. Después, pidió elestuche de viaje. Con una toalla se secóbien el rostro y se friccionó con coloniala cabeza y los brazos. Pelayo, de pie,inquieto y hosco, la miraba de reojo.Carmen sacó un espejo de plata y unpeine, y se peinó.

—A ver: ¿quién quiere colonia?Voy a perfumaros a todos dijo Carmen—. Primero a ti, López. Ven aquí.

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López se acurrucó a sus pies, comoun simio. Y Carmen le vació mediofrasco en la cabezota salvaje.

—¡Huy! ¡Huy! ¡Cómo pica! Losperfumó a todos, uno a uno.

—¿Usted no quiere, cabo?—No.—Me desprecia. Bueno...Después se acostó, boca arriba,

con las manos a modo de almohada.Toda ella era un vaho sensual. Su pecho,pequeño, palpitaba con fuerza. Lossoldados, con el aliento entrecortado, seapretaban a ella, que parecía no darsecuenta del silencioso cerco. López teníala boca pegada a su tobillo. Pelayo,indignado, gritó:

—Vamos a seguir. ¡Hala!

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Carmen le detuvo:—Otro poquito, cabo. ¡Estoy tan

sofocada!—¡No puede ser! ¡No puede ser!Manolo Pelayo, frenético, instaba

al montón de soldados, que no le hacíacaso. El grupo iba haciéndose cada vezmás compacto alrededor de Carmen.

—¿Lo oís? ¡A formar! Pero ¿nooís?

No oían. Uno se atrevió a poner lamano en un brazo de Carmen, que seechó a reír, diabólica. Y entoncessucedió algo monstruoso. López, de unbrinco, se lanzó sobre Carmen y leaferró los labios con los suyos. Y comosi aquélla fuera la señal, todos seabalanzaron sobre la mujer al mismo

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tiempo, feroces, siniestros,desorbitados, disputándosela amordiscos, a puñetazos.

—¿Qué es eso? ¡López! ¡Martínez!Manolo Pelayo se echó el fusil a la

cara y disparó dos veces. Los alaridosde júbilo se transformaron en gritos dedolor. El grupo se deshizo y todosfueron cayendo, uno aquí y otro allá,bañados en sangre. Carmen, hollada,pisoteada, estaba muerta de un balazo enla frente.

notes

[1]José Díaz-Fernández: 1.1 nuevo

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romanticismo. Editorial Zeus. Madrid.1930.

[2] Luis Araquistáin, en el prólogoal libro dc l. Izquierdo Ortega: Filosofíaespañola. Ediciones Argos. Madrid.1915.

[3] Díaz-Fernández: obra citada[4] José Manuel López Abiada, en

el prólogo a La venus mecánica. LaiaLiteratura. Barcelona, 1980.

[5] José Díaz Fernández, en elprólogo a la segunda edición de Elblocao. Historia Nueva. Madrid, 1928.

[6] Laurent Boetsch: José Díaz-Fernández y la otra generación del 27.Editorial Pliegos. Madrid, 1985, pág. 91

[7] Alberto Insúa en Estampa,

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citado por el propio Díaz-Fernández enla segunda edición de El blocao.

* Este texto fue incluido por JoséDíaz-Fernández en la segunda Ediciónde la Editorial Historia Nueva, Madrid,1928

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06/08/2010