El camino a Alyanna
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Transcript of El camino a Alyanna
Melina Vázquez Delgado
www.edelweissdenume.blogspot.com [email protected] Página 2
El camino a Alyanna.
Hacía mucho tiempo que no encontraba el camino. Cada día era más duro, pero él lo
compensaba intentándolo con más fervor.
Aadam era un anciano solitario, tanto que se pasaba la vida guarecido tras los
muros de su propiedad. Su mente cabalgaba a lomos del corcel de los tiempos pasados,
por lo que a veces pastaba sobre verdes prados de genialidad, y otras hollaba los áridos
desiertos de locura. Poeta y escritor, músico y pintor: todas las artes eran sus propias
amantes, puesto que habían permanecido fieles a su lado a lo largo de su entera vida.
Era al caer la noche, cuando resguardado en la soledad de su fortín de piedra, se daba
cuenta de que su dolor de pecho no era simplemente debido a su vieja herida de guerra,
sino a un agujero que el propio vacío de la soledad había ido cavando sigilosamente en
su alma.
Sus escritos así lo reflejaban, a veces narrando viejas pérdidas pasadas,
recreándose en cómo sería ahora su vida de haber seguido decisiones nunca tomadas Su
poesía describía penumbras, la turbiedad de su propia alma. Por más que se esforzaba
por pintar colores vivos en sus lienzos, o por componer melodías de notas festivas, los
trazos que mezclaba en su paleta siempre tendían a tonos plomizos, y la música que
escuchaba en su cabeza, llegaba a la escala transformada en sonoros lamentos de
profunda tristeza.
Y así transcurría su vida; encerrado en sí mismo, tras su cuerpo amurallado, su
mente apuntalada, y su vieja casa vedada.
Aadam, en realidad, aún en medio de su profunda soledad, estaba rodeado de
gente. Su casa, situada en el centro de la aldea, poseía una finca contigua, amurallada
por una gran verja y arropada por numerosos árboles frutales, de modo que ejercía de
aislamiento entre su propio reino, y aquel que él mismo había trazado hacia el exterior.
A veces llegaban repartidores, que simplemente se limitaban a dejar sus pedidos a la par
que se llevaban los envíos que el artista exportaba. Tenía su sistema tan bien trazado,
que en ningún momento precisaba de cualquier tipo de contacto con el resto de su
especie.
Su única amiga era una cánida; una vieja loba desdentada de mirada
melancólica. Había pasado sus quince años de vida junto a Aadam, desde que este la
había rescatado de las garras de unos cazadores furtivos cuando aún era una tan pequeña
que cabía en su mano vacía. Cuando el animal le miraba, sus oscurecidas pupilas aún
mostraban gratitud por su hazaña pasada. Su espíritu, leal a la vez que salvaje, era una
de las pocas cosas que impresionaban al viejo artista a esas alturas de su vida.
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Aquella mañana, Aadam dormitaba frente a la chimenea para combatir el frío, a
la par que las llamas consumían la leña. En sus adormilados dedos yacía abierto un
grueso libro, y en el suelo, a sus pies, dormitaba la loba Zaafira, su viejísima amiga.
La estampa bien podría pasar por simple a ojos sencillos. En cambio, había una
realidad alternativa anexa a la monotonía de un anciano durmiendo la siesta en pleno
día: y es que en la adormilada mente de Aadam, se extendía un laberinto cada vez que
cerraba los ojos.
Después de muchos intentos fallidos, los pasos mentales del anciano finalmente
tuvieron éxito, y esta vez sí, hallaron el camino hacia la claridad, donde un sonido
familiar acudió a darle la bienvenida.
—Habéis tardado demasiado tiempo en regresar —Exclamó una voz femenina—. Es
como si cada vez os costase más encontrar el camino.
—¡No es cierto! Simplemente me retuvieron mis asuntos.
La mujer rió, divertida.
—¿No fue esa la excusa que empleasteis en vuestra última visita?
La oscuridad tras los párpados de Aadam lentamente fue tornándose claridad. El
sonido de las brasas consumiendo la leña, desapareció hasta volverse el arrullo de un río
de agitadas aguas. Su mecedora se transformó en su nuevo asiento: el tronco de un
amputado árbol hueco. Y el grueso libro que sostenía en sus manos, era ahora una
espada de reluciente hoja perlada, y empuñadura dorada con diamantes engastados.
Ante él aguardaba una mujer, esbelta y de bella figura, con largos cabellos
rojizos y piel morena cual corteza de árbol, de pupilas esmeralda y alegre sonrisa
iluminada por el sol que se colaba en el claro. Sus vestiduras eran verdes, como el
bosque en que se encontraban.
Aadam se estremeció con tan solo contemplar a Gaada. Cada vez que encontraba
en la nada el camino para regresar a aquel claro, ella estaba allí esperándolo. Así había
sido desde hacía mucho tiempo.
Las manos del longevo artista se cerraron alrededor de su espada, que hasta
entonces yacía inerte sobre su palma. Pero no eran manos arrugadas las que tomaron la
fuerza de Isaura, sino las jóvenes extremidades de un vigoroso cuerpo treintañero.
Aadam ya no era aquel viejo amargado que se guarecía en su fortaleza. Allí era de
nuevo Aslam, el salvador de la indómita tierra de Alyanna.
La primera vez que había pisado ese lugar había sido en su infancia, y desde
entonces había regresado fielmente a ella para así ofrecer su espada. Pero conforme el
tiempo transformaba su mente y su cuerpo, también aumentaba la dificultad de
encontrar el camino, por lo que la idea de algún día verse alejado para siempre de aquel
lugar tan querido, deprimía su mente y enturbiaba su arte.
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Poco a poco, aquellos viajes le habían apegado a Alyanna, de forma que este
había pasado a ser su autentico mundo, mientras que repudiaba la tierra donde había
nacido. Allí tan solo había conocido una triste infancia en la pobreza, una juventud
arrebatada por la guerra, y una madurez vacía y sin sentido. Todo cuanto necesitaba se
hallaba en Alyanna, no en la vida real en la que él se consumía día a día, como la cera
de una vela que ya ha brillado demasiado.
—Gaada, amiga mía. Te lo he prometido ya al menos un centenar de veces: siempre
encontraré el camino a Alyanna. Ha sido aquí donde en realidad he vivido, y será
también aquí donde me llegue la muerte.
—No hables de muerte conmigo, Aslam —Le recriminó la muchacha—. Eres joven y
fuerte, y aún te quedan muchos años libres de pagar ese elevado precio.
Aslam rió para sus adentros, y no solo por volver a oír el nombre que recibía en
Alyanna, sino por la dulce ingenuidad y el cálido tono de voz de su querida Gaada.
Ambos recorrieron el bosque ascendiendo a la par del río, y contra su corriente,
hasta llegar a las montañas. Allí se erigía una fortificada muralla, y en su interior
aguardaba una ciudad de estructura pétrea, con casas y calles ascendentes esculpidas
hacia la más alta cima, donde se erigía majestuoso el Castillo del Tiempo.
Aunque la alegría lo embriagaba por su regreso, el caballero comprobó con pesar
que el ambiente tras las murallas no pintaba precisamente festivo. Aslam recordó con
añoranza su última visita a la ciudad: la plaza engalanada, la música en las calles y las
fiestas y bailes; juglares danzando y artistas maleando el fuego. En cambio, en su
ausencia parecían haber acontecido tiempos sobrios; podía preverlo en el ambiente, en
la agitación de centenares de hombres armados, y en la ausencia de juegos infantiles en
las calles.
En su camino hacia el palacio, que recorrió escoltado por la bella Gaada, Aslam
se topó con toda clase de conocidos y aliados, antiguos compañeros de batalla que lo
habían extrañado desde su última estancia: todos concluían que esta había sido
demasiado larga. A la par que se saludaban, y resonaba su pecho contra las armaduras
de sus aliados, Aslam rememoraba en su mente vivencias felices en su amada Alyanna.
Pero la felicidad era relativa, ya que por lo visto se preparaba una guerra. A
Aslam no le sorprendió la noticia; en realidad era como si ya la esperase. Como si su
cuerpo añejo, aquel que en dos años reales no había podido encontrar el camino a su
patria, hubiese intuido todo el tiempo las contiendas que se tejían en aquella que en
realidad sentía su tierra.
«Lord Azmat había regresado». Así se lo confirmó Gaada cuando ya se hallaban
a las puertas del palacio. Él era un viejo conocido de Aslam, así como el más temido
enemigo de toda Alyanna. Aunque en su juventud ambos habían sido buenos amigos —
Aslam mentor y el villano alumno—, el corazón de Azmat acabó corrompiéndose
consumido por la codicia y el poder, actitudes opuestas que los había enfrentado en
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numerosas batallas a lo largo del tiempo. Misteriosamente, cada vez que el villano era
expulsado, encontraba la forma de regresar de sus cenizas y hacerse con nuevos aliados.
Como siempre, su motor era la más anhelante venganza, así como el más ciego deseo de
poder. Su máxima era adueñarse de la ciudadela y el castillo del Tiempo, puesto que
con el poder de la fortaleza, solo un pequeño paso lo separaría de poseer Alyanna por
completo.
El rey recibió a Aslam con gran regocijo. No hubo llegado el guerrero al trono
cuando su majestad Imaam se levantó de un salto para correr a su encuentro. Ambos
también eran antiguos conocidos, compañeros de armas en numerosas batallas antes de
que el más longevo, al menos en Alyanna, fuese nombrado monarca. Aunque Aslam
había sido propuesto por el pueblo, este se había negado a causa de sus continuas
pérdidas en el tiempo. Con aquellos viajes entre su mundo y el de Gaada, que no podía
ni deseaba explicar, sabía que no conseguiría proteger la ciudad como esta lo
necesitaba; aunque sí podría hacerlo así su leal Imaam. Finalmente, el noble Aslam se
había conformado felizmente con aportar su espada cuando su presencia así se lo
permitiese. Alyanna le tenía por un aventurero inquieto, incapaz de residir mucho
tiempo en un solo sitio, y necesitado de la libertad de ir a donde le llevase el viento. Sin
embargo, Gaada siempre sabía por dónde regresaba, aun cuando él jamás le había
explicado a nadie de donde procedía.
—¡Viejo amigo! —Rió el rey mientras se fundía con su hermano de armas en un
nostálgico abrazo—. Os hemos extrañado terriblemente. Por suerte, habéis llegado en el
momento más oportuno. Vuestra espada una vez más será imprescindible para defender
Alyanna.
—Siento la tardanza.
—No os disculpéis, Aslam. El tiempo apremia como para detenernos en palabras
innecesarias. Ahora id a capitanear vuestra guardia, y a preparaos para la batalla.
La visita fue principalmente breve, pues no era sensato rememorar la nostalgia a
las puertas de una batalla. Por suerte, Aslam, viejo león de guerra, recordaba bien el
protocolo a seguir, y su soltura capitaneando hombres a la batalla no había mermado
con los años de falta de práctica. Tenía mucho trabajo por delante, pero estaba resuelto a
poner la ciudad a salvo una vez más.
La noche sin estrellas irrumpió sobre la fortaleza. Las murallas se hallaban
delimitadas por antorchas, y solo el fuego daba algo de claridad en medio de la densa
negrura.
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Mientras tanto, Aslam oteaba el horizonte desde la torre vigía. Estaba
completamente sumido en sus pensamientos, por lo que cuando Gaada acudió a hacerle
compañía, se sobresaltó inevitablemente.
—Parece como si el propio Azmat hubiese invocado tal oscuridad —Declaró la
guerrera, completamente descorazonada.
—La oscuridad en realidad es neutra: bien puede favorecer a uno… u a otro. La victoria
no depende de ella, sino del acierto de nuestras estrategias. Por eso, mientras la noche
esté en calma, será mejor que durmáis un poco.
—¿Y despertar herida de muerte, con la ciudad bañada en llamas, y los plañidos de los
inocentes repicando en mis oídos? No, gracias. Prefiero aguardar despierta la batalla, no
sea que esta me sorprenda adormilada.
—Siempre habéis sido muy testaruda.
—Y tú muy esquivo —Rió Gaada.
—Es una ventaja en la batalla esquivar los ataques enemigos. Hasta ahora nadie se
había quejado.
—Diciendo esquivo no me refiero a tú habilidad de esquivar las estocadas… pero si a la
de evadir los sentimientos.
Aslam guardó escrupuloso silencio en medio del suspiro de Gaada. Siempre
ocurría de la misma manera entre ambos.
—Seguirás enmudeciendo cada vez que nombre esa palabra: «sentimientos». ¿Cómo
alguien que demuestra tal valor en batalla, puede tener semejante terror a vivir?
—No es el miedo, sino la sensatez, quien me mantiene en silencio cuando esperas que te
corresponda. Querida Gaada; nunca habrá otra mujer a la que mi corazón ame, y es
precisamente por eso que debo alejarte de mi vida fugaz. De mi ser gaseoso, que algún
día bien podría no regresar a estas tierras. ¿No te das cuenta, querida mía, de que en
realidad te has enamorado de una nube cuando está a punto de llover?
Gaada bajó la cabeza, herida por la cruel comparación de Aslam. Una vocecilla
muy lejana, allí en el fondo de su mente, le susurraba que las palabras de su amado eran
ciertas. Pero su corazón gritaba tan fuerte, que no permitía que la joven escuchase a
nadie más.
—Esa idea es la que te ha impedido vivir una vida plena. ¡En ambos lados! En tu
mundo porque tu existencia no te llena, y aquí porque nunca sabes cuánto tiempo podrás
quedarte.
—Mí querida Gaada —Susurró Aslam mientras tomaba cariñosamente las manos de la
joven entre las suyas—. Sería tan fácil para mí corresponderte. En realidad es lo que
pide mi corazón a gritos, y a veces con tal desesperación que parece auto mutilarse para
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chantajearme. Pero tú no mereces a alguien que solo pueda amarte a medias —
Sentenció—. Lo que tendrías conmigo sería un breve instante, a penas el soplo de vida
que mantiene prendida la llama de mi ya longeva vida. Solo te diré de mi mundo, que
allí el tiempo es mucho más raudo que en Alyanna.
—Conozco los detalles de tu mundo, incluso aunque tú no me los revelaras.
—¿Cómo es posible? —Exclamó Aslam sin poder creer lo que decía Gaada—. ¿Acaso
hay alguien más, algún otro viajero que haya encontrado el camino a Alyanna?
—No a Alyanna. Pero si a vuestro mundo —Confesó la joven.
Un estruendo sepultó la conversación bajo su sonoridad, seguido después por un
alarmante grito de guerra. Todas las antorchas se apagaron al unísono, y la
incertidumbre se adueñó de la ciudadela armada, cuyos soldados comenzaron a dar
palos de ciego, hiriéndose entre sí a causa de la confusión y la oscuridad. Aquel ruido
constante ensordecía la razón e impedía fluir a todo pensamiento coherente, así como
escuchar y pronunciar órdenes de batalla.
Tras unos instantes de incertidumbre, la claridad volvió al lugar como si alguien
hubiese convocado al propio día. Pero no fue el sol, sino las llamas de un gigantesco
dragón rojo, quienes volvieron a encender las almenaras, dejando ver en la ciudadela
una escena totalmente dantesca.
Los ejércitos allí hermanados se habían quitado la vida entre sí. Ellos mismos se
habían bastado para derrotarse, confundidos por aquel grito de aterradora sintonía.
Aslam contempló la escena en absoluto pasmo, con Gaada inconsciente entre sus
brazos. La mitad de los hombres habían perdido la vida en la confusión de la noche. Y
los que aún quedaban en pie, más que humanos parecían dementes, trastornadas almas
en pena. La única explicación a que él continuase cuerdo, era la singularidad de su
procedencia, menos ligada a aquel mundo que la vida de todos los demás.
—¡Azmat! —Bramó Aslam con toda su furia, depositando a Gaada en sitio seguro para
luego asomarse al borde de la muralla.
La respuesta de su enemigo no se hizo esperar: el dragón rojo surcó el cielo a su
encuentro, y Aslam le recibió espada en mano. Pero a pesar de su valor, la furiosa
embestida del monstruo alado no pudo ser contenida por su arma dorada, por lo que
Aslam salió impulsado muy lejos, hasta batir su cuerpo contra uno de los muros de
piedra. Azmat se asomó sobre la cabeza del dragón mientras este aún se mantenía en el
aire, ordenándole posarse sobre la muralla, muy próximo a su enemigo abatido.
Entonces, el guerrero se colocó de un salto sobre el suelo, donde a pesar de haber
abandonado su temible montura, su altura y complexión eran apabullantes: además, su
armadura estaba llena de afilados salientes metálicos, que aún le otorgaban un aspecto
más feroz.
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El gigante alargó su espada hacia el cuello de Aslam, que permanecía
semiinconsciente en el suelo. Su sonrisa era la mejor muestra de su profunda alegría; tal
era su autosuficiencia, que estaba decidido a prolongar la agonía de su eterno enemigo,
para así divertir su ahora elevada autoestima.
—Aslam… Aslam —Rió—. Yo te hubiese dado gloria y poder; en cambio decidiste
oponerte a mí. Y hoy, finalmente, he aquí mi gloria: ha llegado en tan pocos minutos
que hasta casi me parece un dulce sueño.
—Todo sueño tiene su despertar —Sentenció Aslam mientras trataba inútilmente de
levantarse.
—Entiendo muy bien a lo que te refieres —Rió Azmat aún con más fuerza—. Tu
mundo también es interesante. Quizás cuando esté bien establecido como el gobernante
de este, con el castillo del Tiempo y su poder a mis pies, me decida a conquistar
también tu patria. Aquella a la que siempre regresas, aun contra tu voluntad.
—Si por mí fuera podrías quedarte con ella. Pero jamás permitiré que sometas Alyanna.
—¿Por qué reniegas así de un lugar con tantos misterios? ¿Quizás porque el heroico
Aslam allí tan solo es un pobre viejo? ¿Quién te admiraría aquí, amigo, si observasen tu
cuerpo arrugado vencido por el tiempo, y recluido del mundo tras muros que tú mismo
has erigido? ¿Dónde está el valiente Aslam en tu mundo, Aadam?
El guerrero se estremeció al oír su autentico nombre pronunciado por los labios
de su enemigo. Entonces acudieron a su mente las últimas palabras de Gaada: Alguien
había encontrado el camino para llegar desde allí a su mundo. ¿Sería ese alguien
Azmat?
—He comprobado personalmente que tu transformación no es algo tan raro, pues
quienes pertenecemos a Alyanna tampoco llegamos a tu mundo con nuestro aspecto
original. Parece que en la transición nuestra forma es guiada por una serie de pautas que
desconozco. Espero que te guste la forma que me ha escogido, viejo amigo, puesto que
pronto te hará una visita.
—¿Visita? —Exclamó Aslam cuando por fin reunió las fuerzas y el equilibrio
necesarios como para levantarse.
—No solo descubrí el camino a Alyanna, sino el motivo de tu suerte. Parece que no
morirás mientras sea aquí donde te mate. Pero… ¿Acaso ocurriría lo mismo si
destruyese tu cuerpo original? Vale la pena intentarlo.
Azmat alzó el brazo en el que portaba su espada, una réplica de la de Aslam,
atrayendo el arma de su adversario hacia sí, al mismo tiempo que este le arrojaba su
propia arma. El dragón se interpuso entre ambos guerreros justo cuando Aslam
emprendía un vigoroso ataque contra Azmat, viéndose obligado a luchar contra el
coloso carmesí antes de llegar a su auténtico oponente.
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El guerrero de formidable armadura se tumbó despreocupado sobre el suelo,
justo al otro lado de donde su montura libraba una feroz batalla contra el guerrero. Sus
ojos se cerraron a la par que lo hacían sus dedos sobre un reluciente colgante que había
tomado de su cuello. Y entonces este comenzó a brillar fusionándose con la espada,
aquel retazo que necesitaba para encontrar el lugar que deseaba visitar en la otra
dimensión. El resplandor siguió aumentando, y su brillo acabó haciéndose tan intenso
que finalmente ambos desaparecieron.
Tras inquietantes penumbras llegó la claridad de la tarde. Azmat ya no era aquel
gigantesco guerrero de aspecto temible. Continuaba portando su espada, pero no en su
mano, sino en su nueva boca de hiena, ya que el salto entre mundos, tan sabio como las
líneas invisibles del tiempo, había juzgado conveniente transformar a tan vanidoso ser
en una alimaña carroñera.
En el salón, las llamas consumían los escasos restos de la madera, mientras que
en el exterior la nieve cubría la tierra. En el centro había una mecedora, y sobre ella un
anciano que sujetaba un libro medio caído entre sus dedos. A sus pies, una vieja loba
dormía tan profundamente como lo hacía el anciano, y mostrando el mismo aspecto
maltrecho y gastado por el paso del tiempo.
El carroñero se acercó con sigilo, con la espada dorada entre sus dientes. Cuando
hubo apuntado con certeza a su cuello, se dispuso a clavar el metal en la garganta del
viejo. Pero en ese preciso momento, sus fuerzas se extinguieron a la par que recibía un
insoportable dolor en su pecho.
La vieja loba había despertado de su letargo, encontrándose la estampa del
enemigo acechando a su amo. Sus mandíbulas desdentadas habían asido el punzón de
hierro con el que el anciano habitualmente atizaba las llamas, clavando este contra el
cuerpo de la traidora hiena, justo antes de que esta pudiese concluir su propósito.
La alimaña se giró bruscamente, rabiosa por tan tonta derrota, hiriendo con su
espada el costado de la vieja loba, justo antes de caer muerta y esfumarse su aliento cual
cenizas dispersas al viento.
Al otro lado, sobre el Castillo del Tiempo, el dragón rojo emprendió de pronto el
vuelo, dejando a Aslam finalmente camino libre hacia su enemigo. Pero no fue
necesario que emplease su fuerza contra él, puesto que cuando llegó a su lado, Azmat
yacía muerto sobre un charco de sangre, con una profunda herida que le atravesaba el
corazón.
Aslam no entendía lo que había ocurrido. El maleficio de aquel sonido
convocado por el dragón de Azmat desapareció con su muerte, y todos los soldados que
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aún quedaban en pie alzaron sus armas victoriosos cuando contemplaron el cuerpo del
villano, al fin muerto bajo los pies de su héroe.
Pero Aslam no era feliz. Desconocía como había sido vencido Azmat, y aunque
se alegraba de lo que eso significaba, a la vez era presa de un mal presentimiento.
Se escapó de los gritos de victoria y de alabanzas por una gesta que no había
cumplido. Observó el panorama, y a todos los guerreros caídos, y entonces recordó el
lugar en el que había dejado a Gaada. Pero cuando regresó, estaba vacío.
La ansiedad se adueñó del habitualmente calmado guerrero, especialmente
cuando encontró y siguió un reguero de sangre que se hacía cada vez más espeso, y en
cuya culminación yacía moribunda su compañera.
Aslam se arrodilló velozmente, y acto seguido, tomó a la joven con la delicadeza
de quien roba un pétalo a una flor. Los ojos de Gaada se abrieron al contacto de sus
cuerpos, mientras que dos lágrimas bañaron las pupilas del hombre, cuyos dedos
palparon la herida que atravesaba el vientre de la guerrea, y por la que se le escapaba la
vida.
—Me hubiera bastado un instante —Rió Gaada—. ¿Acaso no es mejor eso… que nada?
—Tendrás tu instante y muchos más —Prometió Aslam entre jadeos, como si fuese su
cuerpo el moribundo a pesar de que solo estaba herida su alma, aunque con tal
profundidad, que bien podría desangrar su espíritu—. Olvidaré todas las restricciones
que me impuse. Olvidaré todos mis vanos intentos de darte algo mejor que yo mismo.
Prometo que olvidaré la condena de regresar a mi mundo, y solo pensaré en disfrutar el
tiempo que pueda estar a tu lado en Alyanna.
—Hace quince años que averigüé las razones por las que jamás te dejaste amar. Y aún
así te quise. No me arrepiento de haber sido tu fiel compañera todo ese tiempo, aun
cuando mi cuerpo allí era gris y triste, como el tuyo. Pero estábamos juntos, y eso era
cuanto siempre he querido.
—¿A qué te refieres? –Exclamó Aslam, aturdido.
Pero Gaada cerró los ojos al tiempo que su pulso se detenía. El corazón del
propio Aslam se paralizó como si así pudiese devolverle su aliento. Las voces alrededor
fueron menguando hasta volverse susurros, y después ecos lejanos que dieron paso al
silencio… y este a las llamas.
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Cuando recobró la vista, la chimenea consumía las cenizas. La mecedora sobre
la que se sentaba estaba manchada de sangre, pero no pertenecía a Aadam.
El anciano se puso en pie rápidamente abandonando su asiento. En la habitación,
a sus pies, yacía muerta Zaafira, su fiel loba. Y no había sido herida por su longevidad,
sino por una espada en su vientre.
Consternado, Aadam se arrodilló hasta que sus manos acariciaron el suave pelaje
del animal, mientras que las lágrimas bañaban su rostro compungido, tan dolorosamente
como si de sus ojos se desprendiesen afilados cuchillos.
—Todo este tiempo has permanecido en silencio a mi lado, Gaada. En ambos mundos:
el que odiaba y el que amaba. ¿Y aun sabiendo quien era, me amabas?
Aadam asió el punzón que aún estaba en la boca de la loba. Tras llevar su filo
hacia su corazón, tomó aire con fuerza. Cerró los ojos y frunció su ceño, y con un único
impulso sentenció su último aliento en aquel mundo que detestaba.
Aslam sintió una gran calma, una apacibilidad alejada de todo dolor. La angustia
se había disipado de su mente, igual que el rocío se evapora en respuesta a la calidez de
los rayos del sol.
No sabía cómo, pero de nuevo se hallaba en el castillo del Tiempo, en la más
alta torre, desde donde se visualizaba su amada Alyanna en todo su esplendor. Podía ver
los campos verdes, los caminos, los maizales, los bosques y ríos. Todo era hermoso, y
se extendía más allá de donde la vista alcanzaba.
La calidez le envolvió, y Aslam supo que era Gaada quien le abrazaba aun antes de
girarse hacia ella.
Sin pretenderlo, ambos habían encontrado el camino definitivo a Alyanna: aquel
que solo se recorre al morir por amor. El mundo que tanto amaban les había abierto los
brazos para siempre, y ya nunca tendrían que abandonarlo.