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El camino de la minoridad

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En una reunión de formación para formadores de los Hermanos Menores, Fernando Uribe hacía notar que a pesar de que proponemos la mino-ridad como nuestro elemento pecu-liar al interior del mundo y de la Igle-sia, ni la legislación ni los estudios dedicados a este tema nos han aportado una definición propiamen-te dicha; casi siempre se parte de un concepto implícito o se hacen descrip-ciones que no siempre satisfacen y que en ocasiones resultan contradic-torias.

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El problema es que hasta donde sabemos, la primera vez que apa-rece la palabra minoridad en la literatura franciscana es en uno de los sermones de san Buenaventura en honor de san Francisco. En este sermón, el santo de Bagnoreo asocia la minoridad a la noción de humildad.

Entonces, para descubrir el origen del término minor, Uribe propone una triple perspectiva: la semántica, la histórica y la etiológica.

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DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LA SEMÁNTICA

El término menor es relativo, ya que no se basta a sí mismo, siempre estará en relación con otro, siempre se es menor que…

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DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LA HISTORIA

El documento más antiguo que conocemos relacionado con el empleo del vocablo Meno-es, aplicado a los herma-nos, se lo debemos a Jacobo de Vitry: “Por aquellas tierras hallé, al menos, un consuelo, pues pude ver que muchos seglares ricos de ambos sexos huían del siglo, abandonándolo todo por Cristo. Les llamaban Herma-nos Menores y Hermanas Menores”.

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Tomás de Celano sugiere que el nombre de la Orden surge cuando Francisco escribe la Regla, y en ella manda que los hermanos “sean menores”.

“Al escuchar esas palabras, en aquel preciso momento exclamó: quiero que esta fraternidad se llame Orden de Hermanos Menores” (1Cel 38).

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DESDE LA PERSPECTIVA ETIOLÓGICA

Nos lleva a pensar, en primer lugar, en la si-tuación que se vivía en la Asís del siglo XIII. La estructura básica de organización social en la Edad Media es el feudalismo. Dentro de este mo-delo social existen tres instituciones principales: el señor feudal, el vasallo y los siervos. Es de-cir, los mayores y los menores, económica y socialmente hablando. El señor feudal era el propietario de la tierra, es él quien gobierna y ha-ce justicia. Para ello, daba sus guerreros parte de sus tierras a cambio de sus servicios y fidelidad personal. Entre los mayores estaban también los nobles y los ricos comerciantes.

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En cambio, los menores se dedica-ban a las labores agrícolas, estaban obligados a trabajar en las tierras del señor feudal por tres días a la semana, el resto del tiempo podían trabajar la tierra que se les había asignado para su propio uso, excepto en tiempos de cosecha, pues la cosecha del señor tenía prioridad.

El vocablo minor, como tal, se encuen-tra catorce veces en la edición crítica de Esser y siempre en el contexto de la vida y condición de los hermanos.

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cuando hablamos de la familia franciscana pretendemos expresar una condición espi-ritual y social.

San Buenaventura, en la Leyenda Mayor, nos presenta un texto en el cual nos narra ese cam-bio profundo en la vida de Francisco (LM II, 4). La narración nos introduce en la Asís del siglo XIII, con sus tradiciones y costumbres. La his-toria que nos ocupa tiene como trasfondo la preocupación de Pedro Bernardone por su hijo, a quien de pronto se le había ocurrido regalar las telas y el dinero que tanto le habían costado. Quiere que ante el Obispo de la ciudad le devuelva todo.

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Timothy Johnson afirma que, en el Medioevo, el cambio de atavío es un rito de travesía por el cual la persona se despoja de todo status y autoridad, apartándose de la estructura social y desapropián-dose del poder y fuerza.

Los biógrafos primitivos se esfuerzan por mostrar cómo, a través de la des-nudez, Francisco deja su mundo, su familia, su posición económica y social.

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El gesto no fue sólo de algo exterior, de una renuncia de su herencia, de su familia o de sus tradiciones y costumbres. El cambio es profundo, es el corazón de Francisco que ha cambiado. Una vez que se desapropia de sí mismo, y de todo lo que le rodea, puede decir: “Hasta el presente te he llamado padre en la tie-rra, pero de aquí en adelante puedo decir con toda confianza: Padre nues-tro que estás en los cielos”.

La conversión interior concluye en una transformación exterior: “Así, quedó desnudo el siervo del Rey altísimo para poder seguir al Señor desnudo en la cruz, a quien tanto amaba”.

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El mismo san Buenaventura nos dice que en lugar de sus finos ropajes recibe “un manto, corto y vil, perteneciente a un labriego que estaba al servicio del Obispo. Francisco lo aceptó muy agradecido, y con una tiza allí lo marcó con su propia mano en forma de cruz, haciendo del mismo el abrigo de un hombre crucificado y de un pobre semidesnudo” (LM II, 4). La importancia cultural de la ropa para los medievales no puede ser desestimada, los rangos so-ciales se distinguían, de forma espe-cial, por el vestido que utilizaban.

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Aún en un análisis superficial de las fuen-tes Franciscanas se puede ver claramen-te el paradigma original de la espiritua-lidad de Francisco: él quiere seguir las huellas de Cristo, pobre y crucificado. Por eso, a la raíz de todos sus pensa-mientos, actitudes y actos permanece el ejemplo de la kénosis de Jesús.

Nico Kazantzakis, narrando una charla entre Francisco y el hermano León pone en boca de Francisco esta expresión: “Somos los hombres más libres del mundo, porque somos los más pobres. Ya ves, hermano León, cómo la pobreza, la sencillez y la libertad son una sola cosa”.

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LA MINORIDAD EN LA CONCEPCIÓN DE SÍ MISMO

La mayor parte de las alusiones que Francisco hace de sí mismo se encuentra en los encabezados o en los epílogos de sus cartas. El vocablo que más encontramos es el sustantivo siervo (7 veces), una vez jun-to con el término súbdito: “a todos los que habitan en el mundo entero, el her-mano Francisco, su siervo y súbdito, mis respetos con reverencia, paz verdadera del cielo y caridad sincera en el Señor” (2CtaFid 1).

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Más frecuentemente se califica a sí mismo como pequeñuelo, despreciable o me-nor: “A todos los podestá y cónsules [...] y a todos los demás a los que llegaren estas letras, el hermano Francisco, vuestro sier-vo pequeñuelo y despreciable en el Señor Dios, os desea a todos vosotros salud y paz” (CtaRect 1). En otras ocasiones se considera ignoran-te e iletrado (CtaOrd 39), o bien hombre inútil e indigna creatura del Señor (CtaOrd 47).

Esta terminología aparece en relación explícita o implícita con Dios: “El hermano Francisco, el más pequeño de los siervos de Dios: salud y santa paz en el Señor” (2CtaCust 1).

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Es importante observar que la identificación que da el Pobre-cillo de sí mismo no es con ti-tulos nobiliarios, ni eclesiásticos, ni jurídicos, ni militares, sino evangélicos: es

“el siervo, el menor, el súbdito, el pequeñuelo”, etc.

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Desde la óptica franciscana, el ser humano es un ser en movimiento, en continuo cambio, como dice Turner, en proceso de liminalidad. Este concepto es utilizado en relación con lo que se conoce como ritos de travesía, es decir, describen a una persona que cam-bia de lugar cultural, de una posición so-cial, política, económica o social a otra.

Víctor Turner dice que “las características de los liminares (los rituales utilizados en esta fase) son ambiguos pues pasan a través del dominio cultural, que posee pocos o ningún atributo en el pasado o en el próximo estado”. Se trata, pues, de un cambio verdaderamente significativo en la vida y en el ser de la persona.

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El hombre liminal pasa por lo que Turner llama “un proceso de pérdida de todo status y autoridad, las personas son apartadas de la estructura social y sancionadas por el poder y la fuerza”.

Leyendo las fuentes primitivas, nos damos cuenta de que el francisca-nismo es una vocación liminal, un continuo proceso de desapropia-ción interior y exterior.

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LA MINORIDAD EN LA RELACIÓN CON EL OTRO

Uno de los grandes aportes de Emma-nuel Levinas al pensamiento contem-poráneo fue la afirmación de la perso-na como un rostro; se trata de “aquello gracias a lo cual se produce origina-riamente el acontecimiento original del cara a cara que la fachada de los edificios y de las casas no hacen más que imitar”. Es el lugar donde “lo trascendente, infinitamente Otro, nos solicita y nos llama”.

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Cuando la trascendencia del rostro del Otro llega a nuestro corazón, entonces genera la responsabilidad, e inspirado en Dostoievski, dirá: “todos los hombres son responsables unos de otros […] Soy responsable del otro incluso cuando comete crímenes”.

Desde esta perspectiva, podemos con-siderar la minoridad como atención a lo humano, especialmente a lo más frágil de lo humano, a los más pobres y abandonados.

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Hemos visto cómo Uribe indica que el término menor es un término de relación: se es menor en relación a otro.

Esto nos permite unirnos a esta idea de la supremacía ética del otro como camino de fraternidad.

El documento final del Capítulo del 2006 afirma que “la minoridad es una apuesta personalmente asumida para que nada en nosotros interrumpa la epifanía del otro. Es nuestra manera de descalzarnos constantemente ante el misterio del otro en quien el Misterio se hace diáfano”.

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La marca peculiar del franciscanismo consiste en que el espíritu fraterno marcado por la minoridad, se debe dar en el nivel más íntimo de las re-laciones humanas, y se ha de expre-sar en las diversas circunstancias de la vida:

“Y trátense entre sí como dice el Señor: Todo lo que queréis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos; y, lo que no quieres que te hagan a ti no lo hagas a otro” (RegNb 4,4).

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Dado que desde sus orígenes la familia fundada por Francisco es concebida como una fraternidad en misión, la manera de ir los hermanos por el mundo también debe estar impregnada por el espíritu de minoridad: “Aconsejo, también, amo-nesto y exhorto a mis hermanos en el Se-ñor Jesucristo, a que, cuando van por el mundo, no litiguen ni se enfrenten a nadie de palabra ni juzguen a otros, sino sean apacibles, pacíficos y mesurados, mansos y humildes, hablando a todos honesta-mente, según conviene” (RegB 3, 10-11 ); “Y no litiguen entre sí ni con otros, sino procuren responder humildemente, diciendo: soy un siervo inútil” (RegNB 11,3).

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De este modo, nuestra vida tiene como meta final el feliz cara a cara con el Dios del amor.

La acogida, la ternura, la convivia-lidad, la solidaridad, la compasión, el amor son los términos que clari-fican nuestro ser franciscano y la responsabilidad cobra dimensiones extremas de concreción y de ternura.

El otro no es un ser abstracto, ni siquiera es sólo mi prójimo, sino hermano y, más aún, es un hijo amado del Padre del Cielo.

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Esta minoridad en clave de alteridad nos une de manera profunda con el cosmos entero. Francisco convoca a una peculiar relación con las crea-turas, en clave de armonía, de soli-daridad y de fraternidad.

Su Cántico a las creaturas expresa de manera privilegiada esta relación, ya que se coloca en el seno mismo de la creación como un hombre de fe, y desde allí le da un sentido profundo a la creación, a través de la cual entra en diálogo con el Creador.

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Las alabanzas al Altísimo, omnipotente y buen Señor parten del macrocos-mos, pasan por los elementos fun-damentales (viento, agua, fuego y tierra) y llega a ese microcosmos que es el hombre.

Esta relación no parte tanto de los be-neficios que las creaturas le proporcio-nan al hombre sino, sobre todo, del hecho que ellas proyectan los destellos del Hijo del Altísimo.

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Desde esta perspectiva, el Cántico de las Creaturas se puede consi-derar como el cántico de la minori-dad.

A partir de él se verifica que, para el Pobrecillo, todo tiene un rostro y un significado, una vocación y una misión: todo procede del Dios y todo retorna a Dios hecho alabanza y agradecimiento.

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LA MINORIDAD EN SU RELACIÓN CON DIOS

Cuentan los hagiógrafos que después de un período de búsqueda y cuestionamiento, Fran-cisco se da cuenta de que su vida y sus ilusio-nes han cambiado. Ese cambio de hijo de rico mercader a pobre semidesnudo nos indica el proceso de conversión de Francisco, marca-do por la desapropiación, pero también nos muestra el profundo cambio que se ha dado en su relación con Dios y con el mundo, es un verdadero pasaje a las periferias, es la búsqueda de un lugar menor para seguir a un Dios menor (cf. Flp 2, 6).

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Al deshacerse de sus ropajes, Francisco se despojó de su autoridad y status. No hay forma de regresar, se ha conver-tido en un intruso, ya que por su propia voluntad se colocó fuera del comport-amiento propio de su posición social, del rol que debía jugar en el sistema.Francisco ha dado un paso decisivo, ha encontrado la solución a su gran pregunta. ¿Quién eres tú, Dios mío, y quién soy yo? En ese momento, ante el Obispo y ante el pueblo de Asís, procla-ma solemnemente su filiación divina: “Ahora puedo decir: Padre nuestro”. Francisco sabe que Dios es Padre y que él es uno de sus hijos muy amados.

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De esta forma, la antropología fran-ciscana tiene un doble fundamento. En primer lugar, la filiación divina (cf. 1Ce1 15; 2Ce1 12b; TSoc 20; LegM 2, 4). Precisamente porque somos hijos, podemos llamarnos y vivir como her-manos.

Y en segundo lugar, un proceso limi-nal, que entendido como desapropiación, hunde sus raíces en la libertad de los hijos de Dios. El hombre, desde la pers-pectiva franciscana ha sido creado capax Dei, capaz de tomar las riendas de su propia vida para transformarla y hacer de ella morada de la Trinidad.

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Podemos ver que se refiere a la Tri-nidad con una cierta frecuencia, aunque la figura que predomina es la del Padre, llamado muchas veces Dominus. El po-brecillo se siente un hijo que todo lo recibe de su Padre y desde allí parte su sentido de la minoridad; desde su pequeñez y pobreza interior, entra en una relación con su Dios, a quien se dirige muchas veces con ese “tú” propio de la intimidad, de la confidencia, de quien se sabe hijo y no esclavo.

Es el sustantivo más usado en los escri-tos, 410 veces, pero téngase en cuenta que a veces es dirigido al Hijo.

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Desde esta convicción lo experi-menta como Creador, Redentor, Consolador y Salvador (ParPN 1; AlD 7). La abun-dancia de los apelativos dirigidos a Dios y la variedad de los mismos, nos mues-tra cómo el lenguaje resulta insufi-ciente para expresar de modo adecua-do una relación con Dios. Por otro lado, las palabras empleadas evocan la imagen que Francisco tiene de Dios: es el Omnipotente (Cant 2) y mi-sericordioso Señor (AlD 7). Ese Dios que es riqueza a saciedad (AlD 4) y que es digno de honor, gloria y ben-dición (Cant 1), es también manse-dumbre (AlD 5).

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Esta divina humildad la encuentra, sobre todo, en la eucaristía. En la Carta a toda la Orden escribe:

“!Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad, que el Señor del uni-verso, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salva-ción, bajo una pequeña forma de pan! Mirad, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante Él vuestros corazones” (CtaOrd 27-28).

Esta “humildad de Dios” es un punto de referencia para entender quién era ese Dios que fascinaba a Francisco: es el Dios grande que se hace menor en Jesucristo.

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Desde esta perspectiva, la minoridad nace de la íntima convicción de pe-queñez que el ser humano tiene de sí cuando se coloca de-lante de Dios, pues “cuanto es el hombre ante Dios, tanto es y no más” (Adm 19, 2).

Es así que el hombre puede experi-mentar la verdadera desapropia-ción en sus relaciones con Dios. Francisco tiene la preocupación de restituirle a Dios todos los bienes y darle gracias por ellos: “Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede” (RegNb 17,17-18).