el carne de baile en el museo del romanticismo

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La pieza del mes… El carné de baile en el Museo del Romanticismo Carolina Miguel Arroyo Conservadora del Museo Nacional del Romanticismo ENERO 2011

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La pieza del mes…

El carné de baile en el Museo del Romanticismo

Carolina Miguel Arroyo Conservadora del Museo Nacional del Romanticismo ENERO 2011

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Índice

1.- Ficha técnica

2.- El carné de baile en el Museo del Romanticismo

3.- ¡Este baile saldrá en todos los periódicos!

4.- ¿Me habrán invitado?

5.- ¿Qué me pongo?

6.- ¿Me concede este baile?

7.- Hagamos una visita

8.- Bibliografía

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1.- Ficha técnica

Carné de baile

Laminado, tallado / marfil, plata, metal 7,5 x 4,5 cm. Inv. 0598

Carné de baile

ca. 1830 “En setiembre / de 1834 / se despide / Dª / Patro Matoña” (primera hoja del cuadernillo) Laminado, tallado, cincelado / carey, metal dorado, papel, seda. 4,5 x 3 cm. Inv. 1551

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2.- El carné de baile en el Museo del Romanticismo

El carné de baile fue un complemento femenino imprescindible en los bailes aristocráticos del siglo XIX, aunque su uso se prolongó hasta mediados del siglo XX. En él, las damas apuntaban por riguroso orden de pedida los bailes que les solicitaban los caballeros. Los materiales con los que estaban realizados, y los detalles de los mismos, denota-ban la posición económica de su dueña. Pero además podían ofrecer una serie de “pistas” sobre el estado civil de la misma, información muy útil para los caballeros que iban al baile. Así, las solteras usaban carnés de baile de nácar, las casadas de marfil y las viudas de azaba-che.

Estos pequeños adminículos podían ser de otros materiales como pla-ta, acero, o cartón en el caso de los más sencillos. Se adquirían en los comercios de la época, y en ocasiones formaban parte de un juego compuesto por el propio carné de baile o una agenda, monedero y devocionario, presentados en lujosos estuches de piel e interior forra-do de seda.

Sin embargo, el momento en el que una dama anotaba que había si-do invitada por un caballero a bailar una determinada danza, no era sino un pequeño instante dentro de toda una ceremonia social como eran los bailes de la España del Romanticismo.

Estos eventos podían ser de máscaras o bailes de sociedad. Los bailes de máscaras, celebrados no sólo en carnaval, eran la excusa perfecta para que la alta sociedad, formada tanto por la aristocracia de viejo cuño como por la burguesía (considerada la nueva aristocracia del dinero), diera rienda suelta a su imaginación y vistiese en esas oca-siones trajes de otras épocas, divertidos complementos y máscaras, acompañados de compases musicales alegres.

Los bailes de sociedad, por su parte, podían ser tanto públicos como privados. Los bailes públicos solían celebrarse en los Casinos o Liceos de las distintas ciudades, ya fuera con motivo de una visita a la ciu-dad de un personaje insigne, o por una festividad. Generalmente es-taban dirigidos a la alta sociedad, pero en ocasiones podían ser más abiertos. Los bailes privados, en los que nos vamos a centrar, esta-ban exclusivamente dedicados a la élite social y económica del mo-mento, y servían para reforzar la imagen de los anfitriones y de los propios invitados.

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Un momento crucial en la vida de toda joven, era aquél en el que su madre le permitía ir al baile por primera vez, sirviendo éste para pre-sentar a la mujer en sociedad, además de ser el acontecimiento ideal para encontrar marido, como reflejan las publicaciones de la época.

En la España romántica, en la que la cultura de la apariencia era fun-damental, existieron diversos manuales de cortesía, urbanidad y buen tono dirigidos tanto a hombres, como a jóvenes e incluso niños. Éstos pretendían mostrar las normas que habían de regir cualquier tipo de acto social, y por supuesto, un evento como un baile, no podía faltar entre sus páginas.

Robert François Richard Brend´Amour Mamá deja bailar Xilografía, ca.1880 Inv. 3951. Museo del Romanticismo

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3.- ¡Este baile saldrá en todos los periódicos!

La preparación de un baile en una casa aristocrática del Romanticis-mo era un acontecimiento de tal importancia que podía refrendar la posición política y social de la familia, mejorar los negocios de la misma, planear un matrimonio interesante o, por el contrario, con-vertirse en un desastre social que al día siguiente saldría publicado en la prensa local.

Debido a ésto, todos los preparativos se mimaban al máximo. Sin du-da, la aristocracia del momento tenía un claro referente en el que ba-sarse para organizar sus bailes privados, saber a quién invitar y qué normas de cortesía debían tomarse en cuenta. Eran éstos los bailes que la Reina, Isabel II, ofrecía a los miembros de la nobleza y la bur-guesía más selecta en su palacio.

La temporada de bailes tenía lugar en invierno, y los bailes de palacio eran los encargados de abrir y cerrar ese período.

Jean Ernest Aubert L´Hiver (El invierno) Litografía a lápiz iluminada, ca.1830-1848 Inv. 0925. Museo del Romanticismo

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Por lo general, los bailes comenzaban en torno a las nueve de la no-che y podían prolongarse hasta altas horas de la madrugada. En las ciudades grandes, como Madrid y Barcelona, a veces coincidían varios saraos el mismo día, y así lo reflejaba la prensa. Comenzaba enton-ces una pugna sorda entre los anfitriones por dar el mejor baile, y un intento de no desairar a las personas influyentes, por parte de los in-vitados.

Los palacios urbanos, a menudo denominados hoteles en la época, tenían que engalanarse para recibir a los convidados. Un buen anfi-trión debía considerar muchos aspectos. Había que iluminar las calles cercanas y la entrada de la casa, traer flores desde zonas más cáli-das, como Valencia o Andalucía, que se distribuirían por toda la zona pública de la vivienda. En el zaguán, el patio o las escaleras, según el caso, había que colocar espejos para que las damas pudiesen com-probar su aspecto antes de subir al salón. El salón de baile, espacio fundamental que no podía faltar en una residencia aristocrática, debía estar espléndidamente iluminado, con una orquesta de varios músi-cos y cómodas sillas circundando el espacio, para que las damas pu-diesen sentarse.

Sala IV, Salón de Baile Montaje actual Museo del Romanticismo

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En uno de los salones colaterales podía colocarse un buffet con comi-da y refrescos, también conocido como mesa de ambigú, que se abría a mitad del baile y se reponía durante el resto de la velada, eligiendo para la elaboración de los platos a los mejores cocineros.

“[…] el fondista Lhardy ha fabricado centenares de sandwichs y pastelillos, las confiterías de Blanco y la Mahonesa, arrobas de pastas y de dulces; los dueños del café de la Iberia o del Suizo gran número de quesitos helados para saciar el apetito y la sed de los quinientos invitados.”1

En otro de los salones contiguos podían disponerse mesas para jue-gos.

“Al entrar en la sala de baile, no se debe abandonar á las seño-ras para pasar á la pieza de juego; antes bien debeis pensar que ellas se han calzado aquel dia por vosotros y aun estrecha-do sus pies en zapatos de raso. Hacedlas, pues, bailar, porque ademas de que este es un acto de civilidad, se gana por otra parte todo el dinero que se perderia en la sala inmediata.”2

No podía faltar una estancia de tocador, uno para hombres y otro pa-ra mujeres. Además de toda suerte de perfumes, espejos y productos de belleza, en ellos también se podía encontrar pastelitos y refrescos.

En ocasiones era necesario contra-tar mayor número de criados, así como un bastonero que organiza-se el orden de los bailes y cuidase de que a las damas no les faltara el refresco.

Pero además, los anfitriones debí-an conocer las normas de urbani-dad, cortesía y buen tono y, por supuesto, saber bailar.

1 ASMODEO (Ramón de Navarrete), “Un gran baile”, en Madrid por dentro y por fuera, guía de forasteros incautos, Madrid, Editorial Biblioteca nueva, 2008, pp. 197-207. Los establecimientos citados por el autor son algunos de los más famosos de la época. 2 REMENTERÍA Y FICA, M. de (trad.), El hombre fino al gusto del día o Manual com-pleto de urbanidad, cortesía y buen tono, Madrid, Imprenta de Moreno, 1829, p. 107.

Tocador masculino Madera de peral, madera de nogal, bronce y cristal, ca. 1820-1825 Sala III, Antesalón Inv. 0988

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Ya desde finales del siglo XVII los nobles de ambos sexos recibían lecciones de baile de grandes maestros. Los bailes públicos y privados eran un lugar perfecto para mostrar los conocimientos adquiridos, especialmente de las danzas extranjeras como el minué o la contra-danza. Podemos tomar como ejemplo el caso de la Casa de Osuna, que ya desde el siglo XVIII contrató a maestros de baile internaciona-les. Durante el siglo XIX, figuran maestros como Francisco Loli con el cargo de “maestro de baile del señorito Don Pedro” (refiriéndose a Pedro de Alcántara II), Andrés Belluzi o Volet, que serían profesores de baile tanto del citado Pedro, como de Mariano Téllez-Girón, XII Duque de Osuna, del que el Museo de Romanticismo conserva varios retratos.

Valentín Carderera y Solano Mariano Téllez-Girón, XII Duque de Osuna Óleo sobre lienzo, ca.1833 Sala XXI, Dormitorio masculino Inv. 0037

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4.- ¿Me habrán invitado? Elegir bien a los invitados era, sin duda, una tarea que debía hacerse con cuidado. Los anfitriones elegían a sus invitados según el tamaño de sus salones y no tanto por la amistad que les uniera a éstos, sino como por las relaciones que mantenían. En este sentido ironizaba el cronista social Asmodeo, pseudónimo de Ramón de Navarrete, de cómo habían realizado la lista de invitados unos barones dedicados a la banca, de los que no da nombre:

“- ¿Has traído la lista de visitas? Dice la baronesa tomando par-te por primera vez en el diálogo.

[…] - Lo más sencillo, repone el banquero, sería entregar a mi se-

cretario la lista y las papeletas, y que llenara éstas con los nombres conocidos en aquéllas.

- ¿Estás loco? En mis salones caben exactamente cuatrocien-tas personas, y son cerca de mil a las que entonces habría que convidar. Además, tenemos que hacer una clasificación detenida, un expurgo riguroso. Hay familias a quienes una trata, pero que no debe admitir en su intimidad, y en sus fiestas. Tú, por tus negocios, te ves obligado a mantener re-laciones con gente oscura, con gente cursi, que si viniese a nuestro baile, lo deslucirá atrayéndonos las censuras del gran mundo. No, no; es menester que los periódicos puedan decir con entera exactitud, que la concurrencia era escogida y brillante.”3

El círculo de personas más allegado a la Reina siempre estaba invita-do a todo baile que quisiese revestirse de importancia. Tampoco po-dían faltar los políticos, los diplomáticos y los periodistas.

“- […] Lo primero el Cuerpo diplomático: yo no entiendo fran-cés; tú, Pedro, tampoco sabes decir ni una palabra; pero les hablaremos por señas, como a los mudos. En un baile de la importancia del nuestro es una costumbre y una necesidad invitar a los embajadores de las potencias extranjeras y los ministros […].

3 ASMODEO, op. cit., p. 198.

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[…] - Ahora los nombres ilustres, los marqueses, los duques, los

grandes de España. No importa que sean viejos, feos, ridícu-los, grotescos; lo esencial es que se sepa por los periódicos que hemos tenido en nuestra casa lo más encopetado de la aristocracia española.

[…] - Niña […] no se te vaya el santo al cielo y dejes de invitar a

los periodistas. Es menester que todo el mundo sepa que los barones de X… han dado un soberbio sarao. Que nuestros parientes de Jaén se mueran de envidia al leer los nombres de las notabilidades de la cuna, de la belleza y del talento que hemos tenido en nuestros salones; y en fin, que en París y en las demás capitales de Europa nadie ignore que recibi-mos como es debido a la gente comme il fault.”4

También Asmodeo5 relata cómo este matrimonio pretende excusarse con aquellos conocidos a los que no tiene pensado invitar al baile, fingiendo que se han extraviado sus invitaciones. Al día siguiente del convite les harán llegar lo extrañados que han estado por su ausencia y se preocuparán por si han tenido algún contratiempo que les haya imposibilitado ir al evento. Y les convidarán a comer un domingo. Por último, el anfitrión ha de prever que “cuando se invita para un baile debe tenerse especialísimo cuidado de que entre las personas aptas para bailar no haya mayor número de señoras que de caballe-ros”.6 Una vez elaborada la lista definitiva, se confeccionaban las tarjetas de invitación. Para una invitación a un acontecimiento de estas caracte-rísticas, la tarjeta debía ser grande.

“- ¿No te parece –dice él- que han hecho demasiado grandes los tarjetones? - No –replica ella- es el tamaño de ordenanza cuando se da

una cena. Para un simple thé dansat basta con una tarjeta de visita […] Un pequeño sarao reclama ya un tamaño ma-yor; y en fin, un gran baile exige imperiosamente las colosa-les dimensiones de estas papeletas.”7

4 Ibid., pp. 199-201. 5 Ibid., p. 199. 6 GRASSI, A., Novísimo manual de buenas maneras, para uso de la juventud de ambos sexos, Madrid, Calleja, López y Ribadeneyra, 1859, p. 144. 7 ASMODEO, op. cit., p. 200.

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Como expone uno de los manuales de cortesía y urbanidad más im-portantes de mediados del siglo XIX, el manual de El hombre fino (Rementería, 1829: 107), la invitación a un baile “debe hacerse a lo menos ocho días antes, pues es indispensable todo este tiempo para que las señoras dispongan sus adornos. Regularmente se hacen por medio de una corta esquela poniendo, en nombre de los dueños de la casa, que tenga la bondad de asistir a ella tal día”. Estas tarjetas eran repartidas por lacayos, mozos de comedor, ayudantes de cámara y cocheros, e incluso el pinche8.

5.- ¿Qué me pongo? Recibir una invitación era un hecho tan importante que podía signifi-car entrar, mantenerse o salir de la vida social del momento. Sin du-da, las más deseadas eran las que convidaban a los bailes reales. Pe-ro en la España romántica, en la que las distintas familias nobles y burguesas competían por ser las más célebres, toda invitación cobra-ba una importancia capital. Asmodeo9 no deja libre de ironía la figura de la joven que cada vez que oye la puerta de su casa baja corriendo a ver si le ha llegado una invitación, cuando no se deja caer “casual-mente” por la vivienda de los anfitriones. Éstos, precavidos ante este tipo de visitas, no se muestran en público durante los ocho días de preparación del evento. Aquellas personas que sí recibían su invitación, comenzaban toda una carrera para lucir las mejores galas y dejar epatados al resto de invi-tados.

Al igual que ocurre hoy en día ante un acontecimiento social importante, era imprescindible conseguir una cita con un buen peluquero. Los peluqueros franceses afincados en Madrid tenían una amplia clientela, ya que estaban considerados como los más elegantes. Dependiendo de quién pidiese la cita, el peluquero podía peinarle justo an-tes de ir al baile, para lucir el

8 Ibid., p. 202. 9 Ibid., p. 202-203.

Federico de Madrazo y Küntz (atribuido) Isabel II joven (detalle) Óleo sobre lienzo, ca. 1846-1851 Inv. 1489. Sala II, Antecámara

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peinado perfecto, peinarle a primera hora de la mañana, teniendo que permanecer todo el día con cuidado de no despeinarse, o incluso peinarle ya a altas horas de la noche, retrasando su llegada al baile. El peinado más usual a mediados de siglo era el bandós, con raya en medio, dejando caer dos guedejas de pelo que se recogían late-ralmente, como podemos observar en el cuadro de Federico de Ma-drazo, Isabel II joven, o en La familia de Jorge Flaquer, de Joaquín Espalter. También estaba de moda el peinado realizado con una tren-za que se colocaba a modo de diadema. Sin embargo, publicaciones del momento como El mundo Pintoresco hacen alusión a que en Es-paña, igual que en Francia, las mujeres preferían arreglarse con el peinado que mejor les sentase.

Para adornar los peinados se colocaban todo tipo de adornos (tocados, plumas, flores, pequeñas joyas, etc.) siempre que éstos estuvieran conjuntados con el resto de la indumentaria. Las nor-mas a veces exigían mayor cautela: “Las señoras que hayan encanecido prematuramente, evitarán el adornarse la cabeza con flores: nada choca tanto a la vista como las rosas entre la nie-ve”.10

También los joyeros recibían importantes pedidos de pendientes, collares, diademas, pulseras, nuevos engastes, etc.

10 GRASSI, A., op. cit., p. 123.

Joaquín Espalter y Rull La familia de Jorge Flaquer (detalle) Óleo sobre lienzo, ca. 1840-1845 Inv. 0111. Sala XI, Comedor

Aderezo de oro Diadema, collar, pendientes y broche

Oro, ca. 1830 Inv. 2053/1-5. Sala XV, Boudoir

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Pero sin duda, los mayores esfuerzos se realizaban para conseguir el mejor traje. Existían diversas publicaciones en las que los figurines mostraban la última moda para asistir a los bailes, como El Correo de la Moda o El defensor del Bello Sexo. Los modistos y casas de moda copiaban estos modelos. Para aquellas mujeres con mayor poder ad-quisitivo, las casas de moda francesas les hacían llegar nuevos mode-los. También sobre este asunto ironiza Asmodeo.

“[…] otra y otras aguardan en vano a la modista, y se deciden a ponerse un vestido viejo, o lo que es igual, un vestido que han usado ya una vez; algunas, más exigentes o más orgullosas, se meten con desesperación a la cama, porque a pesar de que Worth o Mme. Laferrière han comunicado telegráficamente que salió de París el traje, éste no ha aparecido en Madrid.”11

El traje femenino de baile presentaba un cuerpo con escote, talle cor-to y remate triangular en el delantero. Para que sentase bien, era im-

prescindible el uso de ballenas que se cosían a este cuerpo. La falda tenía forma acampanada, reminiscencia de la moda dieciochesca. El traje podía estar ornamentado con encajes, cintas, terciopelos, y gasas, generalmente formando volantes. En estos trajes se permitía también la ausencia de man-gas.

En cuanto a los tejidos, los más ligeros eran adecuados para el baile. A partir de los 25 años de edad no era adecuado que una mujer usa-se telas demasiado vaporosas. Los colores más frecuentes eran los de tonos suaves, como el blanco o el rosa, pero al igual que el peinado, cada dama debía elegir lo más adecuado a su fisonomía. Los zapatos se hacían de raso, del color del traje, y los guantes, de color claro, completaban el conjunto. Éstos no podían quitarse durante toda la noche, con la única excepción de si se comían cosas saladas, ya que podían mancharse.

11 ASMODEO, op. cit., p. 204.

Adele Anaïs Toudouze Magasin des demoiselles (25 Janvier 1865) Grabado calcográfico, 1865 Inv. 4911. Sala XXV, Interactivos

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Para el frío de la calle, las mujeres utilizaban echarpes de pieles, o chales de cachemir. Eran más recomendables para las mujeres casa-das. En este sentido, Ángela Grassi en su manual de urbanidad apunta:

“Por pingüe que sea la dote de una jóven soltera, hará bien en desterrar de su tocador los schales de Cachemira, las ricas pie-les, y otros adornos brillantes. Las jóvenes que desprecian es-tos miramientos sensatos, pasan por casquivanas, y no por eso se aumenta su hermosura”.12

Otros complementos imprescindibles de la indumentaria femenina fueron el abanico y el pañuelo. Ambos ponían de relieve la posición social de la dama que los llevaba, según los materiales con que estu-viesen realizados, pero además jugaban un importante papel comuni-cando “secretamente” distintos mensajes, según se moviesen o se colocasen. El viajero inglés Henry Inglis, en su crónica de Madrid rea-lizada en 1830, comenta la extrañeza que le produjo observar cómo las mujeres españolas no dejaban el abanico ni para bailar.

Aun con todo, existían reservas a la hora de elegir una u otra indu-mentaria. “Nadie debe vestir con mas lujo del que requiere su esta-do; la jóven soltera que se empeñe en llevar blondas y diamantes se

12 GRASSI, A., op. cit., p. 122.

Fábrica Rivas Abanico de baile de la escritora Carolina Coronado Madera y pluma de cisne. Último tercio del siglo XIX Inv. 1810. Sala XVIII, Literatura y Teatro

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hará ridícula; así como su madre si lleva telas ligeras incompatibles con la severidad de su estado. […] Todas las fortunas no son iguales: preciso es circunscribirse dentro del círculo que nos ha marcado la suerte, y procurar sustituir la riqueza con la elegancia, seguros de que aun ganaremos con el cambio”.13 El vestuario masculino era más sobrio, con frac y pantalón largo ne-gro, y camisa, chaleco corbata y guantes blancos. Los zapatos eran negros de charol. La corbata de baile, prenda romántica masculina por excelencia “no se compone sino de dos pliegues laterales; pero debe abrazar el cuello en doble y fijarse por delante por medio de un alfiler. […] y aunque fija, se presta muy bien á todas las variaciones y posturas que necesariamente ha de hacer un individuo que baila ó valsea”14. En cuanto a los guantes El hombre fino expone que no de-bían usarse más de una o dos veces. Se podía llevar un reloj de bolsi-

llo en el chaleco, pero tenien-do en cuenta que “un hombre de gusto se guarda muy bien de ostentar su reloj. Una rica simplicidad debe brillar sobre todo su tren, por lo cual es tan ridículo llevar un reloj de plata como uno guarnecido de diamantes”15. El manual también desaconseja el uso de sortijas y diamantes (“la mano del hombre debe estar libre de todas estas futilida-des”16), salvo las alianzas y anillos de oro sencillos.

Completaban los caballeros su vestimenta con una capa o gabán, sombrero de copa y bastón. Una vez preparados todos estos detalles, sólo quedaba disponer el coche de caballos que llevará a los invitados al baile. Generalmente las familias adineradas tenían chófer, a menudo llamado jockey, así

13 GRASSI, A., op. cit., pp. 121-122. 14 REMENTERÍA Y FICA, M. de (trad.), op.cit., p. 171. 15 Ibid., p. 205. 16 Ibid., p. 206.

Anónimo Un lechuguino Óleo sobre lienzo, ca. 1845 Inv. 69, Sala XXI, Dormitorio masculino.

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como distintos carruajes, siendo el más apropiado para el baile el ca-rruaje abierto o calesa. El chófer llevaba a los señores al evento y permanecía a la espera en el frío de la calle hasta que éstos abando-nasen el convite. También se podían alquilar estos coches, aunque su uso para reuniones sociales de cierto nivel estaba desaconsejado.

6.- ¿Me concede este baile? Una vez en el palacio u hotel en el que iba a celebrarse el baile, las buenas formas exigían una serie de modos que habían de vigilar tan-to los caballeros como las damas. Los caballeros, o en su defecto el anfitrión, acompañaban a las señoras del brazo, ya que nunca debían entrar solas a la sala de baile. El baile siempre lo abrían los anfitriones. En el caso de los bailes de palacio organizados por la Reina regente María Cristina, el protocolo mandaba que fuese su hija Isabel, futura Isabel II, quien abriese el baile con el presidente del Consejo Ministerial. Ya como reina, Isabel siguió manteniendo esta costumbre, salvo en una ocasión en la que debiendo abrir la velada con O´Donnell, el entonces presidente del Consejo, prefirió bailar con el jefe de la oposición, Narváez, lo que significaba alejar al primero del gobierno. Este episodio político acae-cido en 1856 se conoció como la “crisis del rigodón”. Como ya se ha comentado, los nobles y burgueses imitaban las costumbres de pala-cio. En ese sentido, los anfitriones abrían el baile y su hija, en caso de tenerla, debía ser invitada a bailar por todos los caballeros. En muchos bailes se ofrecía a la entrada un programa con la música que la orquesta iba a tocar. Así, todos los invitados sabían el número de piezas y el orden en que éstas se iban a representar. En ese mo-

mento, el carné de baile era imprescindi-ble para organizar las distintas peticiones que se iban a producir. Las damas podían tener un carné de baile, o un tarjetero con agenda que sirviese también para guardar las tarjetas de visita. Existieron algunos carnés que llevaban ya escritos los nom-bres de los bailes, pero eran poco comu-nes por resultar menos útiles. Para apun-tar, se servían de un pequeño lápiz de mina de plomo que solía formar conjunto con el carné, estando muchas veces unido a él por una cadena o un pequeño cordón.

Carné de baile Madera y metal, Último tercio del siglo XIX Inv. 2615. Museo del Romanticismo

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Como ya se ha comentado, el material con el que estaba realizado el carné tenía una gran significación, con lo que los caballeros tenían la ventaja de que al solicitar un baile a una dama, conocían de antema-no su estado civil. Los hombres también tenían que recordar las peticiones que habían realizado y el orden, motivo por el cual también apuntaban estos da-tos en pequeñas agendas. Una vez se había apuntando en el carné de baile una invitación, no podía rehusarse sino “por un motivo legítimo”.17 Los anfitriones, que tanto esfuerzo habían dedicado a la preparación del baile, debían procurar además que sus invitados se sintiesen có-modos en él, velando por cada uno de los detalles. El Novísimo ma-nual de urbanidad de Ángela Grassi relata las obligaciones de éstos señalando que “los dueños de la casa cuidarán constantemente de que ninguna señora que haya concurrido en disposición de bailar, permanezca sentada toda la noche. A la señora de la casa no la es lícito bailar, ínterin alguna otra señora permanezca sentada a falta de pareja. Aunque esto no se practica hoy en día con mucha escrupulo-sidad, sin embargo, no deja de ser una gravísima falta de urbani-dad”.18 Sobre los cargos de los caballeros el citado manual19 expone lo si-guiente: “Un caballero no puede ceder a otro la señora que haya aceptado su invitación, porque sería demostrarla poca deferencia. No

17 GRASSI, A., op. cit., p. 145. 18 Ibid., p. 144. 19 Ibid., p. 145.

Carné de baile Plata y nácar , ca. 1855 Depósito del Museo Nacional de Artes Decorativas Sala XV, Boudoir

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es de buen tono que un caballero baile con su esposa. La buena so-ciedad no admite que un caballero baile toda la noche con la misma señora”. Además “es también incivilidad […] sentarse en el sitio de una señora mientras está bailando; se debe tomar un asiento que no pertenezca a nadie, ó quedar de pie aun cuando los zapatos apreta-dos os rompan el empeine ó los talones”.20 También las damas han de cumplir una serie de obligaciones. “Las señoras que no sepan bailar se abstendrán de tomar parte en el bai-le, porque es deslucirlo y comprometer a su pareja. […] Cuando una señora no acepte la invitación de un caballero para bailar, se absten-drá de hacerlo en todo el curso del baile”.21 En cuanto al tipo de bailes, se seguían bailando piezas dieciochescas, como los minués, las mazurcas, las contradanzas o el rigodón. Mu-chas de estas danzas provenían de una larga tradición, pero alcanza-ron su apogeo en el siglo XVIII como bailes de élite. Junto a ellas, aparecieron una serie de nuevos bailes como el galop (nombre que deriva del galope del caballo, por su rápido ritmo), de origen popular e introducido en 1820 por el Duque de Berry en París. Otro de los bailes era la redova, de origen checo y ritmo ternario, que junto con el galop, tenían gran parecido con el vals. El vals, uno de los bailes de salón por excelencia en la actualidad, de origen antiguo, tenía una imagen muy distinta de la que hoy en día se tiene de él. Era éste un baile que necesitaba de un contacto físico

20 REMENTERÍA Y FICA, M. de (trad.), op. cit., p. 108. 21 GRASSI, A., op. cit., p. 145.

Recorte de prensa de la época

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mayor que el resto de los bailes burgueses y populares, en los que apenas se producía ningún roce. Por este motivo, la sociedad del Ro-manticismo, lo veía como un baile muy atrevido e incluso “salvaje”. Bretón de los Herreros, en su obra El pro y el contra pone en boca del celoso Don Luis dirigiéndose a Cecilia: “Basta. Baila con quien quie-ras, aunque a mí me lleve el diablo. Pero el vals… de ningún modo”. El manual de El Hombre fino22 (Rementería, 1829: 107-108) comen-ta, a tenor de este baile: “absteneos de entrar en este baile si no le conocéis, y si tenéis un oído duro ó falso. Un valseador inepto es un suplicio para la bailarina a quien ha caído en suerte; porque es un peso que tiene que sostener alrededor de la sala, y cansada, y no pu-diendo ya más, suele acabar por pedir la capitulación, y volver tris-temente a tomar su silla”. Cuando un hombre sacaba a bailar a una señora, debía cogerle del brazo cuando sonasen los primeros compases y acompañarla hasta la zona de baile. Y al finalizar éste, volvía a llevarle del brazo a su silla, y podía ofrecerle un refresco, aunque era éste un deber del bastone-ro. Al contrario que en otros países como Inglaterra, durante el baile po-día aprovecharse para mantener una conversación que en muchos casos, estaba preparada para adular a alguien, hacer negocios, pero sobre todo, para cortejar a una dama. En este último caso, el hombre debía tener cuidado de no bailar más de cuatro bailes con una misma mujer, pues era considerado una descortesía hacia el resto de las damas. Sin embargo, para los casos en los que la conversación era sólo por pura educación, El hombre fino23 considera que “es una gran falta y tiene sus inconvenientes el creerse obligados a dar conversa-ción a su pareja y apurarla con preguntas de cosas insignificantes y a las que sin embargo tiene que responder como ¿hace calor?, ¿le gus-ta a Vd. mucho el baile, señorita?. Pero se puede alabar el buen gus-to de su tocado; y es ésta una atención que siempre agrada a las damas”. Un aspecto que tratan los principales manuales de cortesía y urbani-dad de la época es el de cuidar las buenas formas para no herir la sensibilidad de ninguna dama. Para ello, hacen una serie de reco-mendaciones, que ponen de manifiesto la importancia de la gentileza: “Cuando un caballero sea escitado á invitar á una señora á bailar, se prestará á ello gustosamente, aunque no sea de su agrado. Hay al-gunas señoras, menos favorecidas por la fortuna, ó que cuentan con menos relaciones, que pasan casi toda la noche sentadas en una silla: el caballero mas fino y mas galante será aquel que acuda á evitarlas de esta mortificación de amor propio, aunque sea sacrificando su gus-

22 REMENTERÍA Y FICA, M. de (trad.), op. cit., p. 107-108. 23 Ibid., p. 108.

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to”24. “No todas las mugeres son bonitas no todas tienen aquella gra-cia y belleza […]. El dueño de la casa, o el bastonero, debe procurar que todas bailen, porque esta es una civilidad necesaria y la cual na-die se rehusa”.25 El baile, que podía acabar a altas horas de la madrugada, llegaba a su fin con una contradanza muy movida, denominada cotillón, que se bailaba intercambiando parejas, o siguiendo unas directrices que marcaba uno de los asistentes, o en algunas ocasiones con un galop. Entre tanto, muchos invitados podían haberse marchado. Al contrario de lo que podríamos pensar hoy día, era de mala educación despedir-se de los anfitriones si éstos estaban charlando con sus invitados o bailando, ya que les distraía de sus responsabilidades. Por ello, era más cortés agradecerles la invitación y sus atenciones haciéndoles una visita. 7.- Hagamos una visita “Debemos una visita de agradecimiento á los que nos han invitado á una reunión, hayamos o no concurrido a ella”.26 Si la preparación del baile y el transcurso del mismo estaban sujetos a un gran número de convencionalismos sociales, el agradecimiento por la invitación a éste por medio de una visita, no lo estaba menos. La visita era, para la sociedad del Romanticismo, una norma de edu-cación y casi una obligación, por lo que se estipularon distintos tipos y formalidades según el motivo de la misma. Así, las había de cere-monia, de felicitación, de ofrecimiento, de pésame, de duelo y de despedida. Los manuales de urbanidad distinguían cómo comportarse en cada una de ellas, qué atuendo era más recomendable, el tiempo que se debía permanecer en el interior de la casa, e incluso los temas de conversación más adecuados. Las casas aristocráticas tenían aco-modada una sala para este tipo de recepciones, denominada Sala de Confianza. Para agradecer la invitación a un baile, lo más correcto era hacer la visita a los anfitriones entre la una y las cinco de la tarde, cuidando que ésta se produjese en los ocho días siguientes al evento. Al reali-zarse ésta, los anfitriones tenían de nuevo la obligación de devolver una visita a los invitados que, en señal de agradecimiento, les habían

24 Ibid., p. 145. 25 Ibid., p. 109. 26 GRASSI, A., op. cit., p. 144.

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visitado. De este modo, la obligación del visiteo era cada vez más compleja, creando una enmarañada red de compromisos.

Sala de Confianza de los Marqueses de Valdeterrazo Por este motivo, cada vez empezaron a cobrar más importancia las tarjetas de visita. No era éste un invento nuevo, pero servía para “excusar” el encuentro. Lo correcto era que se entregasen en perso-na. Los dueños de la casa podían estar muchas veces sin arreglar o hastiados de recibir a tanta gente, por lo que hacían que los mayor-domos las recogieran y apuntasen en ellas, frente a los huéspedes las letras “e.p.”, que significaba que había sido entregada en persona, y por tanto tenía tanta validez como la visita misma. Poco a poco, dejó de estar tan mal visto que la tarjeta fuese entregada por el personal de confianza. Con las tarjetas se estableció un código mudo, según el tipo de dobleces que se le realizaran. Si llevaba la punta o una cuarta parte doblada significaba, al igual que en el caso anterior, que la visi-ta se había realizado en persona. Si las dos puntas de un mismo lado estaban dobladas, además, señalaban que era necesario ver a la per-sona en cuestión, y que volvería en otra ocasión. Si las puntas que aparecían dobladas eran de lados contrarios, entonces evidenciaba la

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necesidad de ver a la otra persona urgentemente, y que ésta le fuese a buscar con premura. En momentos más avanzados, una doblez también podía significar una invitación a un baile, no siendo, sin em-bargo, el modo más correcto de invitar.

Las tarjetas de las señoras eran generalmente de papel porcelana o concha, y en tonos rosas, azules o amarillos. Los caballeros usaban una tarjeta blanca y podían aprovechar para lucir el blasón familiar, corona nobiliaria o la cruz de una orden militar.

Tarjetero de pared con los días de la semana para orga-nizar las visitas Madera y metal, ca. 1825 Inv. 0885/2. Sala VIII, Costumbristas Madrileños

Tarjeta de visita del escritor Mariano José de Larra Museo del Romanticismo Inv. FD3675

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Para guardar y transportar las tarjetas se usaban tarjeteros, que a menudo, como ya se ha señalado, cumplían también la función de carné de baile y agenda. Solían estar ricamente decorados, y al igual que los carnés, tanto los materiales de fabricación, como la decora-ción de los mismos, podían ofrecer una gran información sobre los propietarios.

Con la visita se cerraba un ciclo de formalidades que había comenza-do días antes con la preparación de un baile. No obstante, si tenemos en cuenta que en una ciudad como Madrid podía haber al menos un baile diario durante el invierno, podemos hacernos a la idea de cómo estos eventos revolucionaron la vida social de las clases altas y crea-ron una compleja red de compromisos que caracterizó las veladas aristocráticas de la España romántica.

Tarjetero Acero y esmalte, ca. 1840 Inv. 1165. Sala XV, Boudoir

Tarjetero Nácar

Inv. 1526. Sala XV, Boudoir

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8.- Bibliografía ASMODEO (Ramón de Navarrete), “Un gran baile”, en Madrid por de-ntro y por fuera, guía de forasteros incautos, Madrid, Editorial Biblio-teca nueva, 2008, pp. 197-207. DÍAZ-PLAJA, F., La vida cotidiana en la España Romántica, Madrid, Edaf, 1993. FRANCO DE ESPÉS, C., Así vivían en la España del Romanticismo, Madrid, Anaya, 2008. FERNÁNDEZ GONZÁLEZ, J.P., El mecenazgo musical de las Casas de Osuna y Benavente (1733-1844). Un estudio sobre el papel de la mú-sica en la alta nobleza española, vol.1, http://hera.ugr.es/tesisugr/15847044.pdf, Granada, Universidad de Granada, 2005. Tesis inédita. GRASSI, A., Novísimo manual de buenas maneras, para uso de la ju-ventud de ambos sexos, Madrid, Calleja, López y Ribadeneyra, 1859. GONZÁLEZ GARCÍA, M., LEAL AMPUDIA, N.M., “Complementos de in-dumentaria”, en Museo Nacional de Escultura, El legado Echevarría (cat. exp.), Madrid, Secretaría de Estado de Cultura, 2001, pp. 97-110. GONZÁLEZ JIMÉNEZ, P., “Los bailes de sociedad en el Cádiz isabeli-no”, en De la ilustración al romanticismo, 1750-1850. VI encuentro: juego, fiesta y transgresión, Cádiz, Servicio de publicaciones de la Universidad de Cádiz, 1995, pp. 267-281. LA MADRIZ DE LÓPEZ GUTIÉRREZ, R. de, “Una colección de tarjete-ros y carnets del siglo XIX”, en Arte español. Revista de la sociedad española de amigos del arte, Tomo XIV, pp.7-13. PASALODOS SALGADO, M., “El traje de baile en la época romántica”, en Revista del Museo Romántico, número 2, (1999), pp. 23-30. PENA GONZÁLEZ, P., El traje en el Romanticismo y su proyección en España, 1828-1868, Madrid, Ministerio de Cultura, 2008. PÉREZ GARZÓN, J.S. (ed.), Isabel II: los espejos de la reina, Madrid, Marcial Pons Historia, 2004. PRADO HIGUERA, C. del, “Madrid se divierte: los salones del siglo XIX”, en Revista del Museo Romántico, número 2, (1999), pp. 13-22.

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Coordinación “La pieza del mes”: Mª Jesús Cabrera Bravo.

Créditos fotográfícos: Pablo Linés, Miguel Ángel Otero, Paola di Meglio y Museo del Romanticismo.

Diseño y maquetación: Paola di Meglio Arteaga

Agradecimientos: Mercedes Rodríguez, Sara Rivera, Carmen Linés, Laura González y al resto del personal del museo.

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LA PIEZA DEL MES. CICLO 2011 Enero Carolina Miguel Arroyo EL CARNÉ DE BAILE EN EL MUSEO DEL ROMANTICISMO Febrero Carmen Linés Viñuales WILLIAM FINDEN (G), GEORGE SANDERS (P), LORD BYRON A LOS 19 AÑOS, aguafuerte y buril, ca. 1830 Marzo Mercedes Rodríguez Collado LA JOYERÍA EN EL MUSEO DEL ROMANTICISMO Abril Paloma Dorado Pérez Mayo Gema Rodríguez Collado MARIANO SALVADOR MAELLA, SAN ISIDRO LABRADOR Y SU ESPOSA SANTA MARÍA DE LA CABEZA, óleo sobre lienzo, ca. 1790 Junio Sara Rivera Dávila RETRATOS FOTOGRÁFICOS Septiembre Carmen Sanz Díaz Octubre Isabel Ortega Fernández FUENTE CON LAS BODAS REALES, WILLIAM ADAMS & SONS, loza es-tampada, ca, 1846 Noviembre Laura González Vidales BEBÉ STEINER, porcelana, vidrio, cabello humano, ca. 1889 Diciembre