El Cementerio Del Diablo - Anonimo

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Annotation

A nadie le gusta perder en lafinal de un concurso televisivo decantantes. Pero ¿no es peor serasesinado a sangre fría...? En elCementerio del Diablo sólo hay unagasolinera y el hotel Pasadena, dondela noche de Halloween se celebra lafinal de un concurso de cantantes.Los finalistas compiten imitando alos grandes de la música. Entre elloshay un asesino... y un montón dezombis.

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Sánchez y la Dama Mística sehallan entre los espectadores. Elcamarero quiere que gane su amigoElvis; la vidente, al ver que KidBourbon irrumpe en escena, no seatreve a predecir nada... ¡El realityshow más despiadado!

Este libro cierra la trilogía deculto, y autor anónimo, iniciada con"El libro sin nombre" y "El Ojo de laLuna". La irresistible mezcla de "Elcódigo da Vinci" con QuentinTarantino vuelve sedienta de sangre.

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.

Anónimo

EL CEMENTERIODEL DIABLO

Kid Bourbon III

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.

Querido lector:

Siempre espeligroso hacersuposiciones.

En particular, espeligroso hacersuposiciones sobre cosasque puedan dar o no laimpresión de no entrañarningún peligro.

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Casi con seguridad,lo entrañan.

Anónimo

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.

DEL MISMOAUTOR:

Este particular«Anónimo» es el autor deEl libro sin nombre y deEl Ojo de la Luna, en loscuales el lector conocerálas otras aventuras deKid Bourbon (incluidosunos cuantos giros en el

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hilo temporal).

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Uno

«¡Mierrr… da! Al final era

verdad que no hay nada que sustituyaa la cilindrada. El pedazo motor deeste trasto es capaz de…»

Por fin Johnny Parks estaba

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haciendo realidad algo con lo quellevaba soñando toda la vida.Conducir un coche por una carreteradel desierto a primera hora de lamañana, a más de ciento sesentakilómetros por hora, resultaba muyemocionante. Y el hecho de que fueraa bordo de un coche patrulla de lapolicía, persiguiendo a un infameasesino en serie que huía en unPontiac Firebird de color negro, noservía sino para que dicha sensaciónfuera todavía más intensa.

La radio del coche cobró vidacon un fuerte crepitar y dejó oír la

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voz clara y fuerte del jefe, portercera vez en los dos últimosminutos.

—Repito, a todas las unidades:den media vuelta. ¡No persigan alfugitivo hasta el Cementerio delDiablo! Confirmen… ¡es una malditaorden!

El compañero de Johnny queviajaba en el asiento del copiloto,Neil Silverman, alargó la mano ygiró el mando del volumen de laradio hasta que, una por una, fueronapagándose las voces de los demásagentes que iban confirmando el

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mensaje recibido. Los dos policíasintercambiaron una sonrisa y un gestode asentimiento con la cabeza, altiempo que pasaban a toda velocidadjunto a un letrero gigantesco quedecía lo siguiente:

Bienvenido al cementeriodel diablo

Johnny vio en el espejo

retrovisor que los otros siete cochespatrulla que llevaba en fila detrás deél se detenían, daban media vuelta y

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se marchaban. «Cabrones, no tenéishuevos.» Éste era su momento…bueno, el suyo y el de Neil, supuso.Normalmente, ninguno de los dos sehabría visto metido en unapersecución tan importante, pero esque aquella mañana habían muertotantos agentes que terminaronllamándolos a ellos para que entraranen acción. Los dos tenían veintipocosaños y se habían graduado en laacademia hacía apenas seis meses.Neil había sido el mejor en laspruebas de tiro, y no había duda deque ascendería dentro del cuerpo. En

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cuanto a Johnny, estaba simplementeeufórico por hacer de conductor altirador número uno de la clase. Éstaera la gran oportunidad que tenía delabrarse un nombre. Si existíaalguien capaz de abatir al tipo queconducía el Firebird, era su colegaNeil. Por eso estaba tan ansioso deprolongar un poco más lapersecución, aunque ello supusieradesafiar la orden que había dado eljefe.

Con la vista cegada por elintenso resplandor del sol deldesierto, Johnny se esforzaba por no

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perder el control del automóvilconforme iba acercándose poco apoco al Firebird. Navegar poraquella carretera salpicada deparches de arena y gravilla, altiempo que intentaba interceptar a unloco que aquella mañana habíasacado de la carretera por lo menos aotros tres vehículos, le exigía haceruso de todas sus habilidades.

Si bien Neil era el mejor tiradorjoven del cuerpo de policía, Johnnyse consideraba el que mejorconducía. De adolescente había sidoun fanático de las carreras de

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choque, se pasaba horas entrenandoen una pista de grava que habíaconstruido a tal efecto en la granja desu padre y ganó muchas de lascarreras que se organizaban en lalocalidad. Su habilidad paraconducir fue lo que le permitióconocer a su prometida, Carrie-Anne, la jefa de las animadoras de suinstituto. Cualquier día de éstos iba anacer el primer hijo de los dos. Demodo que si Johnny lograbaconseguir la fama y la fortuna quetraería consigo el éxito de capturar aKid Bourbon, el hijo que estaba a

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punto de nacer tendría un padre delque sentirse orgulloso.

—¡Acelera, Johnny! ¡Desdeaquí no tengo una línea clara dedisparo! —chilló Neil apuntando conel revólver por fuera de la ventanilla—. ¡Acércate más!

Johnny pisó el acelerador afondo e intentó situar el morro delcoche patrulla a la altura de latrasera del Firebird.

—¿Piensas apuntar a lasruedas? —gritó por encima delestruendo del motor y del viento quepenetraba por la ventanilla abierta.

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—No. Al conductor.—¿No se supone que deberías

apuntar a los neumáticos?Neil apartó la vista del coche

negro que tenía delante y miró a sucompañero.

—Verás. Si le pego un tiro a esetipo, los dos nos convertiremos enleyendas. Piénsalo. ¡Podrás contarlea tu hijo que capturaste al asesino enserie más grande de la historia!

Con un ojo puesto en lacarretera, Johnny respondió a sucompañero sonriendo.

—Sí. Eso sería genial.

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—Ya me lo estoy imaginando.Inauguraremos supermercados,haremos anuncios de espumas deafeitar… de todo.

—No me vendría mal unaespuma de afeitar nueva.

—Bueno, pues procuramantener firme el coche, porqueestoy a punto de hacerlo realidad.

—Pero ¿no podrías herirlosolamente? ¿No serviría con eso?¿Eh?

Neil negó con un gesto deimpaciencia.

—¿Qué coño quieres que haga?

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¿Que le arranque la nariz de undisparo? Soy bueno, pero no tanto.Nadie tiene ese nivel. —Sacó elcuerpo un poco más por la ventanillay agregó—: No se te olvide que estamañana ese cabrón ha matado por lomenos a diez de los nuestros. A dieztíos estupendos, que tenían familia.¡Feliz Halloween, ha vuelto elhombre del saco!

A Johnny no se le había pasadopor alto que estaban en Halloween.Los habitantes de la localidad —esdecir, los pocos que había— jamásde los jamases ponían el pie en el

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Cementerio del Diablo, y muchomenos en Halloween. Por todos losbares y las cafeterías corría siempreel rumor de lo que sucedía allí cada31 de octubre. Se decía que todos losaños desaparecía un montón detontos inocentes a los que ya no sevolvía a ver más. La mayoría de losvecinos lo creía a pies juntillas.Constituía el oscuro secretillo de lalocalidad. Johnny ya había dejadoatrás el cartel que indicaba que seencontraban en territorio mortal. Yaera una necedad importante estarembarcado en una persecución en

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coche a toda velocidad con elasesino en serie conocido como KidBourbon, pero que además dichapersecución estuviera teniendo lugaren el Cementerio del Diablo y enHalloween… En fin, era unatemeridad casi comparable a tirarsedesde un puente sin llevar atada unacuerda.

—De acuerdo, Neil. Lo pillo.Pero date prisa en disparar a ese hijode puta, ¡porque luego nos vamos alargar de aquí cagando leches!

—Descuida, colega.La carretera se extendía de

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manera interminable hacia elhorizonte, resplandeciente como unespejismo en medio del calor deprimeras horas de la mañana. Queellos pudieran distinguir, no habíaedificios ni más coches circulando.Neil volvió a sacar el cuerpo por laventanilla y apuntó con el arma a laluna tintada del lado del conductordel Firebird. El viento le levantabacon violencia el cabello rubio, quenormalmente llevaba perfectamentepeinado.

—Ven con papá, hijo de puta —susurró.

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Pero un milisegundo antes deque Neil disparase, el conductor delFirebird pisó el freno y amboscoches quedaron el uno junto al otro.Neil ya había apretado el gatillo. Labala erró el objetivo y pasó volandopor delante del morro del otro coche.Johnny también estaba frenando confuerza, pero antes de que pudieraasimilar lo que estaba sucediendo,descendió el cristal de la ventanilladel conductor del Firebird yaparecieron los cañones gemelos deuna escopeta recortada que lesapuntaba a los dos. Johnny abrió la

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boca para gritarle a Neil que seagachara, pero…

¡BUM!

Ocurrió tan deprisa que Johnnyapenas tuvo tiempo de parpadear, ymucho menos de pronunciar laspalabras con que pretendía advertir asu compañero. La descomunaldescarga de plomo casi arrancó aNeil la cabeza de cuajo y esparciólos restos sobre Johnny, por todo unlado de la cara. Por la boca abiertase le metieron sangre, cabellos y

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fragmentos de cerebro al tiempo quedejaba escapar un graznido dedesesperación:

—¡Joder!La conmoción le hizo perder el

control del coche. El Firebird dio unvolantazo para arrimarse a él y loembistió a toda velocidad con laaleta delantera. Johnny volvió a pisarlos frenos, pero fue demasiado tarde,ya había perdido el control delvolante, que giró desbocado en susmanos. Por el rabillo del ojo vio queel Firebird coleaba tres o cuatroveces y que el conductor intentaba

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impedir que derrapase, hasta quefinalmente se enderezó y se perdiócarretera adelante. El coche patrulla,con un chirrido de neumáticos, sesalió de la carretera y comenzó arodar por el terreno yermo deldesierto, sembrado de piedras. Alchocar contra una de ellas volcó, diouna voltereta en el aire y arrojó de suasiento el cuerpo sin vida de Neil.

Johnny se encontró colgandoboca abajo en el aire. De formainstintiva, se encogió hacia un lado yse agarró a la base del asiento paraapretarse contra él. Era lo primero

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que le habían enseñado a hacer encaso de que su coche volcase duranteuna carrera. Si el techo del vehículoestaba a punto de aplastarse contra elsuelo, él tenía que salvarse delimpacto asiéndose al asiento contodas sus fuerzas. Oyó el techoarrugarse cuando se hizo pedazoscontra el suelo del desierto. El bordecortante del metal le pasó a escasoscentímetros de la cabeza. El cochedio otras tres vueltas de campana, ycon cada una de ellas Johnny sesintió más desorientado que antes.Por fin aterrizó de costado dejando a

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Johnny aprisionado contra laventanilla, contemplando la arena delsuelo. Se tambaleó unas cuantasveces más y por último quedóinmóvil.

Lo que quedaba de Neil le cayóencima. El único ojo de su amigomuerto lo miró con expresión vacía,mientras su sangre le goteaba sobrela cara como si fuera hubieracomenzado a chispear. Oyó elcrujido del metal al enfriarse ypercibió un penetrante olor acombustible derramado.

Un segundo antes de perder el

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conocimiento, Johnny tomó la seriadecisión de abandonar el cuerpo depolicía.

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Dos

En el Cementerio del Diablo, la

mañana de Halloween no se parecíaa ninguna otra. Joe abrió lagasolinera a las ocho en punto comosiempre, pero aquel día todo lo

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demás resultó un poco diferente de lohabitual. Pasó al aire libre menos dediez minutos, soltando los candadosde los dos surtidores y conectando laelectricidad. Ni siquiera hicieronacto de presencia las lagartijas, lasserpientes y la variedad de fauna quesolía deslizarse o arrastrarse poraquel territorio seco y polvoriento.Si disponían de algún sitio dondehibernar durante uno o dos días, abuen seguro que era allí donde seencontraban.

El restaurante, denominadoSleepy Joe, era el único lugar donde

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parar en la desierta carretera quellevaba al hotel Pasadena. Tambiénhacía las veces de gasolinera, y dadoque no había ninguna más en cienkilómetros a la redonda, la mayoríade la gente que circulaba por dicharuta se detenía allí a repostar. Y enlas jornadas que precedían aHalloween las ventas alcanzaban sunivel más alto.

Joe tenía tantas ganas comopánico de que llegara dicho día.Acudía toda clase de personajesextraños a llenar el depósito degasolina y el estómago de comida. El

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noventa por ciento de ellos eranpirados; al otro diez por ciento se lospodría describir, cortésmente, comoingenuos. Hasta el momento, durantelos doce años que hacía que tenía lagasolinera y el restaurante, enHalloween llegaba exactamente elpersonal que él esperaba. De modoque lo más probable era que este añolas cosas no fueran distintas.

Tras cerciorarse de que lossurtidores estaban cebados y a punto,volvió a entrar en el refugio delrestaurante. Demasiado bien sabíaque la paz y la tranquilidad que se

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respiraban fuera no eran sino lacalma que precede a la tormenta.Sabía por experiencia lo que se levenía encima, y se sentía agradecidopor el hecho de que cuando, másavanzado el día, las cosas setorcieran horriblemente —cosa quesin duda sucedería—, contaba con unsótano a prueba de tornados en el quepoder esconderse.

Fue a la zona de cocina situadaen la trastienda del restaurante ypreparó una cafetera para cuandollegara Jacko, en la visita que lehacía todos los años, y seguidamente,

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mientras el café se iba haciendo, sededicó a las tareas típicas de todaslas mañanas.

A eso de las ocho y media sedetuvo fuera una camioneta, comotodos los días, para entregar losperiódicos. La mayoría de las vecesJoe intercambiaba los cumplidos derigor con Pete, el repartidor, ycharlaba un poco acerca de lasnoticias de la localidad; sin embargoesta mañana Pete ni siquiera se apeóde la camioneta. Se limitó a bajar laventanilla del lado del conductor ylanzó a través de ella un fajo de

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periódicos atados con un cordel. Elpaquete aterrizó en el suelo, a lospies de Joe, levantando una nubecillade polvo y arena.

—Buenos días, Pete —dijo Joetocándose la gorra.

—Hola, Joe. Hoy voy conretraso. Tengo que irme ya.

—¿Me dejas que te ofrezca uncafé? Acabo de poner la cafetera.

—No, gracias de todas formas.Hoy tengo mucho que hacer.

—Bueno, pues voy a arreglarcuentas contigo. Calculo que te debouna semana.

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En el interior de la camioneta,Pete empezó a subir de nuevo elcristal de la ventanilla. No resultabadifícil deducir que no tenía intenciónde entretenerse.

—No importa, Joe, me fío de ti.Ya me pagarás mañana. O másadelante esta semana, no importa.

—¿Estás seguro? Puedo ir asacar el dinero de la cajaregistradora. —Pero fue como si nohubiera dicho nada.

—Hasta mañana, Joe. Quetengas un buen día.

La ventanilla de la camioneta se

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cerró del todo y Pete arrancó denuevo despidiéndose de Joe con unademán rápido de la mano. Pronto seperdió de vista, en dirección al hotelPasadena.

La mayoría de los días, laconversación que intercambiabanambos duraba como unos cincominutos. Por lo general Pete semostraba muy simpático, y tambiénagradecido por poder disfrutar de unpoco de charla superficial, pero en lamañana de Halloween siempreestaba ansioso de proseguir con elreparto. En el Cementerio del Diablo

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había sólo dos sitios en los quedetenerse a hacer una entrega: ellocal de Joe y el hotel Pasadena, asíque éste no se ofendió por la prisaque mostró Pete por marcharseenseguida, si bien se sintió un tantodecepcionado.

Para las nueve menos cuarto yatenía el restaurante preparado yfuncionando, listo para el negocio.Relajado y dispuesto a enfrentarse ala jornada, se sirvió la primera tazade café y tomó asiento a una de lasmesas redondas de madera que habíaen el restaurante, cada una de ellas

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cubierta por un mantel a cuadrosblancos y rojos. A cualquier clientenuevo que entrase en el local porprimera vez no le habría parecidoobvio que Joe fuera el propietariodel mismo; todos los días se poníalos mismos vaqueros azules, y loslavaba sólo una vez por semana.Siempre llevaba el pelo, cada vezmás escaso y más gris, oculto bajouna gorra de béisbol roja que teníaquince años, a excepción de unoscuantos mechones que se leescapaban alrededor de las orejas.Su rostro demacrado y hundido se

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veía salpicado de una incipientebarba de color gris plateado ytransmitía la sensación de un serdesgraciado, con independencia decuál fuera su estado de ánimo.Incluso cuando era joven la gentegastaba bromas diciendo que parecíaque hubiera cambiado el vientocuando él estaba en medio de unconcurso de muecas faciales.

El titular de la primera planadel primer periódico que cogió decíalo siguiente: «se busca vivo omuerto. recompensa de 100.000dólares .» Debajo de dicho texto,

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escrito en negrita y con un cuerpo 72de letra, aparecía una foto no muynítida tomada de algún vídeo emitidopor la televisión local, en la que seveía a un hombre de pelo largo ygrasiento, vestido todo de negro ycon unas gafas de sol oscuras. Segúndecía el artículo que acompañaba altitular, dicho individuo habíacometido una serie de robos a manoarmada en una localidad rural situadano lejos de allí. En el curso de losmismos había matado a variosagentes de la ley, así como apersonas inocentes del público. El

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número de muertos era superior atreinta, pero la policía esperabaencontrar más cadáveres a lo largode los próximos días. El artículotambién se atrevía a sugerir que elperpetrador podía ser la leyendaurbana conocida como Kid Bourbon.Todo el mundo conocía a KidBourbon, pero también se tendía ameterlo en el mismo saco que alAbominable Hombre de las Nieves yal Monstruo del Lago Ness.

Joe, mientras leía el periódicocon satisfacción, estudiaba lasposibilidades de cobrar la

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recompensa por la captura de KidBourbon. ¿Emplearía el dinero paracomprarse un coche nuevo? ¿O talvez para irse de vacaciones? ¿Paramudarse a una ciudad mejor, incluso?Claro que, ¿tendría siquiera loshuevos necesarios para capturar aKid? La respuesta fue un enfático«no». Pero ¿qué tal dispararle por laespalda cuando se presentase laoportunidad? Sí, aquella opción teníapotencial. Era una cobardía, desdeluego, pero servía al interés delpúblico. Y el público estaríaeternamente agradecido por ello.

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Sólo por aquella razón, decidió quesi cobraba la recompensa no setrasladaría a ninguna otra parte. Notenía sentido ser una leyenda local siuno no estaba presente para oír losaplausos.

Estaba bebiendo un sorbo decafé solo de su taza favorita, unamellada y de color blanco, cuando,en el momento justo, llegó Jacko, suvisita de todos los años. Joe dejó aun lado sus sueños de convertirse enun héroe y se recordó a sí mismo quela aparición de Jacko era casi lo másemocionante que iba a vivir en toda

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su vida.Cuando el visitante entró en el

local empujando la puerta, lacampanilla que pendía sobre éstatintineó suavemente para anunciar sullegada. Era un individuo de razanegra y edad comprendida entre losveinticinco y los treinta. Y todos losaños acudía al restaurante disfrazadode Michael Jackson en la época delvídeo Thriller. Vestía una cazadorade cuero rojo, un pantalón a juego yuna camiseta negra. Llevaba elcabello corto y rizado en unaapretada permanente.

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Todos los años Jacko pasaba eldía entero en el restaurante charlandocon Joe, bebiendo copiosascantidades de café y abrigando laesperanza de que alguien lo llevaraen coche al concurso de cantantestitulado «Regreso de entre losmuertos» que se celebraba en el hotelPasadena. Todos los años fracasabatristemente en su empeño. Sinembargo, dicho fracaso no parecíadisuadirlo, porque, tan seguro comoque dos y dos son cuatro, cadaHalloween volvía a probar suerte denuevo.

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Joe observó cómo entraba yechaba una ojeada al local.Enseguida cruzaron una mirada y sesonrieron el uno al otro. Jacko fue elprimero en hablar.

—¿De modo que seguimos aquí,Joe?

—Aquí seguimos. ¿Quieres lode siempre?

—Sí, señor. —Jacko calló unosinstantes y cambió el peso de un pieal otro con un gesto de incomodidadantes de añadir—: Pero sabes que notengo dinero, ¿verdad?

—Lo sé.

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La desvencijada silla de maderade Joe crujió sonoramente cuandoéste se levantó para encaminarsehacia el mostrador que había alfondo del restaurante. Detrás delmostrador, en la pared, había unestante de madera, justo por debajode la altura de los ojos, y sobre elmismo, una hilera de tazas blancasidénticas a la que había estadousando él. Tomó una de las delcentro y la puso encima delmostrador. A continuación cogió lajarra de la cafetera de una encimerasituada junto a la puerta de la cocina

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y comenzó a llenar la taza. Paracuando terminó de servir el café,Jacko ya se había sentado en la sillaque había ocupado él. Y ademásestaba leyendo su periódico. Joe sepermitió una sonrisa triste. «Lomismo de todos los años.»

—¿Qué tal va el negocio? —voceó Jacko sin levantar la vista delperiódico.

—Igual que siempre.—Me alegro.Joe fue hasta la mesa y depositó

la taza de café delante de Jacko, justoa un lado del periódico. Se quedó de

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pie junto a él observando cómo leíala primera página.

—¿Qué posibilidades calculasque tienes este año? —preguntó.

—Este año sí que tengo un buenpálpito.

—No me digas. Pues te apuestocinco pavos a que tampocoencuentras a nadie que quierallevarte.

Al fin Jacko levantó la vista ydejó ver una sonrisa perfecta, unasonrisa rebosante de optimismo y dedientes de un blanco deslumbrante,una sonrisa de la que se habría

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sentido justamente orgulloso un jovenMichael Jackson.

—Qué poca fe tienes, Joe. Esteaño, Dios va a enviarme a alguien.Lo presiento.

Joe movió la cabeza en un gestonegativo.

—Si a Dios le da por enviaralgo aquí, serán problemas, amigomío. En esta parte del mundo, comote subas con alguien a un coche,seguro que ya no vuelvo a verte elaño que viene.

Jacko rió.—Anoche lo soñé. Tuve la

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premonición de que Dios va aenviarme a un hombre que meconducirá por esta parte del mundosin que me ocurra nada malo. Hoy seva a cumplir mi destino.

Joe lanzó un suspiro. Jacko nosabía lo que decía. Y hablaba con unlenguaje que no se parecía en nada alque empleaba la gente por allí. Y sinembargo, precisamente por elloinspiraba una cierta ternura.

—¿Tienes idea de quién va aser ese tipo que te va a enviar Dios?

—Todavía no.—¿Tienes alguna pista de cómo

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es físicamente?—Ninguna en absoluto.Joe extendió la mano y revolvió

el cabello permanentado de Jacko.Después sonrió.

—Muy bien. El desayuno estarálisto dentro de unos cinco minutos.

—Gracias, señor —respondióJack con una cortesía excesiva paramalgastarla en un local como elSleepy Joe, digno de que se hubieraacuñado en él el término «cutre».

El propietario se metió en lacocina y se puso a preparar eldesayuno de Jacko. Se lo sabía de

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memoria: dos lonchas de tocino, dossalchichas, dos patatas y un huevocon la yema boca arriba. Ya teníacuatro rebanadas de pan blancotostado untadas de mantequilla ylistas para salir.

Sacó los ingredientes de unanevera vieja y magullada, puso unasartén al fuego y echó encima un buenpedazo de grasa, y seguidamente eltocino y las salchichas. Unosinstantes después extrajo una oxidadaespátula metálica de un cajón situadodebajo del fregadero de enfrente yempezó a dar vueltas a las

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salchichas. La carne fría crepitaba alcontacto con la grasa caliente ydesprendía un aroma a comida quefue ascendiendo hasta las fosasnasales de Joe. Al aspirar aquel olor,supo que ya estaba plenamenteiniciada la jornada. Experimentandouna sensación de emoción por todolo que seguiría después, dijo endirección al comedor del local:

—Sabes, por aquí vienenmuchos desconocidos. Y según elperiódico, uno de ellos podría ser unasesino en serie. ¿Te suena de algoese tal Kid Bourbon? Si se deja caer

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por aquí, te recomiendo que no tesubas al coche con él.

Jacko le contestó desde la mesa:—Me subiré al coche de quien

sea. No soy quisquilloso.—Ese tipo es un asesino, Jacko.

Dudo mucho que sea un hombre deDios.

—Los hombres de Dios vistendisfraces muy diversos.

—¿Y llevan munición suficientecomo para conquistar México?

—Puede ser.—Ah, pues entonces es posible

que sea tu hombre.

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Hubo una pausa, tras la cualJacko volvió a hablar:

—El café está estupendo, Joe.—Sí, ya lo sé.Ambos continuaron con aquella

charla ociosa durante una hora más omenos, mientras Jacko desayunabagratis y después se quedaba un ratomás para leer los periódicos y Joe locontemplaba desde una banquetadetrás de la barra. Iba ya por latercera taza de café quemado cuandopor fin apareció un coche fuera. Joelo había visto pasar un poco antes, atoda velocidad. En el cruce que

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había casi a un kilómetro había uncartel que indicaba cómo llegar alhotel Pasadena, pero todos los añospor Halloween dicho carteldesaparecía, y todos los conductoresque pasaban junto al restauranteregresaban invariablemente al cabode unos minutos para preguntar pordónde se iba.

Joe ya se sabía de memoria loque tenía que hacer. Tenía que fingirconfusión si venía alguienpreguntando dónde estaba el hotelPasadena. De esa forma, Jackopodría ofrecerse como guía a cambio

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de que lo llevasen, aquello quedeseaba con tanta desesperación.

El coche en cuestión era unelegante modelo de color negro,largo de capó. A juzgar por eltamaño del mismo, era fácil deducirque albergaba un motor sumamentegrande y potente. Además, aunfuncionando al ralentí emitía unronroneo bastante sonoro. De hecho,rugía de un modo que sugería que elconductor deseaba mantener lasrevoluciones deliberadamente altasincluso estando en reposo, antes quesugerir que necesitaba una revisión.

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Se trataba de un coche poderoso, yno cabía duda de que el conductorquería que se supiera. Venía cubiertode arena y polvo y casi con todaseguridad había hecho un largotrayecto por el desierto. Joe, que eraun cabrón viejo y de lo másresabiado, no era de los que dejanver que los ha impresionado tal ocual coche. Él poseía una camionetaantigua y cutre y le entraba envidiade todo el que tuviera cualquiervehículo mejor. Lo cierto era que, sihubiera podido, no se habría fijadoen absoluto en aquel coche negro,

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pero por desgracia para él Jackoquiso saber algunas cosas.

—¿Qué clase de coche es? —lepreguntó el joven.

Joe, fingiendo que no se habíafijado, dirigió una mirada exageradapor el ventanal cubierto de suciedad.Reconoció el modelo de inmediato.

—Un Pontiac Firebird —gruñó.—¿Un qué?—Un Pontiac Firebird. —Esta

vez recalcó despacio cada una de lassílabas.

—¿Y qué es un PontiacFirebird? No me suena de nada.

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—Un coche que usan los malos.—¿Qué quieres…? —Jacko

dejó la frase sin terminar al oír eltintineo de la campanilla, queanunciaba que el conductor del cochehabía entrado en el restaurante.

Joe supo al instante que habíaacertado en su predicción. Aquél era,en efecto, un tipo de los malos.Resultaba evidente a causa del auraque lo envolvía y de la poderosapresencia que irradiaba. Todo el quese encontrase a la distancia de ungrito se habría percatado de ello.Excepto quizá Jacko.

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El desconocido vestía unpantalón negro de combate quecolgaba por encima de un par debotas muy gastadas, también negras,que le llegaban a la altura del tobillo;y una gruesa cazadora de cuero negroque, como detalle incongruente, teníauna capucha por detrás. Debajo de lacazadora llevaba una camiseta negray ajustada. Sus ojos quedabanocultos por unas gafas de sol decristales oscuros y polarizados ymontura metálica, y lucía unacabellera tupida, oscura y lacia…incluso grasienta, que le llegaba casi

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hasta los hombros, pero sin arregloninguno. Daba la impresión demoverse con una actitud de lo mástranquila e indiferente, como sihubiera dormido con la ropa puesta yle importara una mierda.

Cuando se dirigió hacia elmostrador, seguramente con laintención de preguntarle a Joe cómose iba al hotel, lanzó una mirada aJacko y lo saludó con un gesto decabeza. No cabía la menor duda: erael tipo de la foto que aparecía en laprimera plana del periódico. Joesintió que le sudaban las manos.

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¿Sería una señal? Muy poco anteshabía estado reflexionando sobre loque iba a hacer si alguna vez setropezaba con el asesino en serie quemencionaba el artículo. Y ahora,como si Dios pretendiera ponerlo aprueba, le había plantado a aqueltipo delante. Pensó en la recompensade cien mil dólares. ¿Tendría valorsuficiente para llevar su plan a lapráctica y pegarle un tiro a aquelasesino reclamado por la justicia sise le presentara la ocasión? Sinduda, aquélla era la oportunidad desu vida para ganar dinero de verdad.

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Mientras estaba en trance, sopesandolos riesgos que entrañaba hacer loque fuera para cobrar aquel dinero,el desconocido habló. Tenía una vozde tono áspero, incluso con un toquedesagradable y siniestro.

—¿Es que ustedes, los queviven por aquí, no saben lo que sonlos letreros de la carretera? —preguntó.

Joe se encogió de hombroscomo para disculparse.

—Normalmente estamos sólolos de por aquí, señor. Nonecesitamos letreros.

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—¿Y yo le parezco de por aquí?—No, señor.Justo en aquel preciso momento,

Jacko, que estaba sentado a su mesa,a la izquierda del recién llegado,aprovechó la oportunidad paraintervenir:

—Yo puedo indicarle pordónde se va, señor.

El hombre se giró, levantó undedo para bajarse un poco las gafasde sol y observó a Jackorecorriéndolo de arriba abajo con lamirada.

—Tú no pareces ser de por

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aquí.—Así es. Pero no es la primera

vez que vengo.—Y así y todo, ¿sabes adónde

me dirijo? —La voz raspó igual queun montón de piedrecillas rodandosobre el lecho de un río seco.

Jacko sonrió de oreja a oreja.—Imagino que al hotel

Pasadena. Si usted quisiera llevarme,podría indicarle la direccióncorrecta.

—¿Y por qué no me la indicassin más?

Joe se sintió nervioso por

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Jacko. ¿Es que no se había dadocuenta de que aquel tipo era unasesino en serie, y por lo tanto no erala persona adecuada para subirse conella a un coche?

—Porque yo también voy alhotel Pasadena —respondió Jacko entono jovial—. Así que, a cambio deindicarle por dónde se va, la verdades que no me vendría mal que mellevase.

—Tú indícame por dónde es.—Bueno, verá, es que nunca lo

sé con seguridad hasta que veo lascarreteras. No quisiera equivocarme

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y mandarle por donde no es, ¿sabe?—No. Efectivamente, no te

conviene hacer tal cosa.—Entonces, ¿accede a

llevarme?El recién llegado volvió a

subirse las gafas de sol uncentímetro, y sus ojos quedaronocultos de nuevo. Dio la impresiónde estar estudiando largamente aJacko con la mirada. En eso, Joetomó una decisión.

Una recompensa de cien de losgrandes era algo demasiado buenopara rechazarlo.

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Muy despacio, sin hacer ningúnmovimiento obvio, alargó la mano endirección a un pequeño cajón demadera que había bajo el mostrador,a la altura de la cintura. Allíguardaba un revólver niquelado depequeño tamaño, por si acaso surgíaalgún problema. Lo único que teníaque hacer era sacarlo y disparar aaquel cliente por la espalda mientrasJacko lo tenía distraído. «Y cien delos grandes en el banco.» Bienhecho, muchas gracias. Con un pulsofirme que desmentía la edad quetenía, abrió apenas el cajón e

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introdujo la mano dentro. Los dedostocaron el metal frío del revólver. Elcorazón le retumbaba en el pecho,pero tenía tiempo. El otro aún estabagirado hacia el otro lado, por lo vistoestudiando la solicitud de Jacko deque lo llevara hasta el hotel.

Por fin, justo en el momento enque Joe agarraba del todo la culatade la pistola, el desconocidoreaccionó a la sugerencia de Jacko.

—De acuerdo, te llevaré. Perodame dos botellas de bourbon dedetrás del mostrador.

Joe observó la mueca que hizo

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Jacko al tiempo que se levantaba dela silla.

—Esto… es que… En fin, queno tengo dinero.

El otro suspiró, y seguidamentemetió la mano en el bolsilloizquierdo de la cazadora de cueronegro, del cual extrajo una pesadapistola de color gris. Se volvió haciael mostrador, extendió el brazo yapuntó a la garganta de Joe. A éste sele salieron los ojos de las órbitas,pero sacó su propia arma del cajónlo más rápido que pudo y apuntó conella al tipo de negro.

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Lo que tuvo lugar a continuaciónfue un fuerte estampido queseguramente se oyó varios kilómetrosa la redonda. Las tazas blancas quedescansaban sobre el estante de lapared, detrás de la cabeza de Joe, depronto quedaron todas salpicadas delrojo de la sangre que brotó deltremendo agujero que le habíaaparecido en la nuca.

Ya había una buena ración deasesinatos este día.

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Tres

Sánchez odiaba viajar en

autobús. A decir verdad, no era muyaficionado a viajar de ningunamanera, pero un trayecto en autobúsde los que parecen no acabar nunca

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ni tener un destino concreto era unade las primeras cosas que nodesearía hacer jamás. Lo único quela superaba era beberse su propiaorina. En particular, aquel trayectoen autobús había venido después deun vuelo de tres horas. Tampoco eramuy aficionado al avión. El hechoera que ni siquiera se encontraríaahora donde se encontraba si nohubiera ganado dos semanas devacaciones con todos los gastospagados.

En la ciudad donde vivía, SantaMondega, todo el mundo sabía que

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era más tacaño que una rata, así quenadie se sorprendió de queaprovechara el vuelo en primeraclase y el alojamiento en un hotelsorpresa de cinco estrellas que loesperaba en algún punto deNorteamérica. Que él supiera, eraposible que su destino fuera Detroit(o algún otro sitio igual deterrorífico), pero le daba igual; yasuponía un alivio que aquel viaje losacara de Santa Mondega enHalloween, una noche en la quedicha localidad tendía a volversemás malvada que de costumbre. Lo

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cual no era decir poco.Todo aquello se debía a que

tiempo atrás había participado en unaencuesta de una agencia de contactospor internet, la cual ofrecía aquellasvacaciones como premio al solteromás cotizado de cada ciudad de suregión. Sin embargo, paraconsternación de Sánchez, a la horade elegir al soltero más deseado deSanta Mondega se produjo unempate. Fue un fastidio tener al otroganador sentado a su lado en elavión, y tenerlo ahora también en elautobús. Y por si fuera poco, además

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era una persona que lo sacaba de suscasillas.

Annabel de Frugyn, o la DamaMística, como ella prefería que lallamasen, era la chiflada del pueblo.Era pitonisa de oficio, y ademásmalísima, por lo menos en opinión deSánchez. Un minuto después dedespegar predijo que se estrellaríancontra una montaña. Luego señaló aun par de potenciales terroristas queiban sentados varias filas másadelante. Ambos la oyeron, y a partirde entonces Sánchez tuvo elconvencimiento de que la tomaron

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con él sólo porque iba sentado allado de la vidente. Lo único quepredijo correctamente fue que iban aestar sentados juntos tanto en elavión como en el autobús. Y ahoraestaba profetizando un suceso que aSánchez le resultó más aterradortodavía.

—Los espíritus me estándiciendo que tú y yo vamos aterminar pasando mucho tiempojuntos a lo largo de los próximosdías —anunció en tono jovial.Sonreía con aquella horrible bocadesdentada que tenía y con un guiño

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en el ojo que lo ponía a uno de losnervios.

«Joder —pensó Sánchez—,debe de tener por lo menos sesentaaños. Y es un auténtico cardo.» Enefecto, Annabel tenía sesenta años,exactamente el doble que él. No eraprecisamente la compañía femeninaque esperaba tener durante aquellasvacaciones pagadas.

En el autobús no había ni unsolo asiento vacío, y un detallenotable era que no había parejas. Porlo visto, todos los que iban a bordohabían ganado aquel viaje

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participando en la misma encuestaque Sánchez, así que el número desolteros apretados como sardinas enlata era de cincuenta y cinco, yninguno parecía tener menos deveinticinco años. Pero, sin dudaalguna, el más viejo y más feo detodos era la Dama Mística, que ibasentada al lado de Sánchez.

«Tengo que deshacerme de ellalo antes posible», pensó. Si no teníacuidado, la gente tal vez empezase acreer que su compañera le gustaba, yaquello podía echar a perdercualquier posibilidad que tuviera con

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las otras mujeres que viajaban en elautobús, a todas la cualesconsideraba candidatas a caerrendidas ante sus irresistiblesencantos. En particular, en el otrocostado del autobús, dos asientos pordelante, había una portuguesa muyatractiva. O bien llevaba casi todo eltrayecto observándolo fijamente, obien sufría de estrabismo. Fuera loque fuese, no se molestó; no cabíaduda de que la portuguesa era unaopción mejor que la vieja bruja quetenía al lado.

Calculó que había llegado el

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momento de eliminar posiblesmalentendidos cuanto antes, y condicha idea en mente se volvió haciasu compañera.

—Supongo que ya sabes lo queson estos viajes sorpresa, Annabel—dijo con un tono de voz quedestilaba falta de sinceridad—. Lomás probable es que nos separendesde el principio y que no volvamosa coincidir hasta el viaje de vuelta.Si acaso.

—Tonterías —rió Annabeldándole una palmadita en el muslo—. Ya que no conocemos a nadie

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más, debemos permanecer juntos.Cuando se está en un lugardesconocido resulta mucho másagradable estar con una persona a laque se conoce, ¿no? —No retiró lamano del muslo. Sánchez llevaba unpantalón corto de color marrón quele llegaba hasta la rodilla. Era de unafibra sintética barata y llevaba todoel viaje subiéndosele hacia eltrasero, de modo que la mano deAnnabel estaba peligrosamente cercade tocar la carne.

En la carta que acompañaba alpremio se sugería al ganador que

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eligiera un vestuario adecuado paraclima cálido, así que Sánchez,además del pantalón corto, se habíapuesto una camisa hawaiana roja yde manga corta. Por si acaso, sehabía echado encima una cazadora deante marrón, pero teniendo en cuentael tiempo que les había hecho hastael momento seguramente no iba anecesitarla. Aunque lo primero de loque iba a deshacerse era de Annabel.Obligándose a esbozar una sonrisaeducada, respondió al entusiasmo deella apretando los dientes.

—Oh, sí, claro. Por supuesto. El

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problema es que yo, cuando estoyfuera de casa, me pierdo muyfácilmente. Lo digo en serio. Estoyen un sitio, y al minuto siguiente tedas la vuelta un momento y ya me hasperdido de vista.

—Bueno, pues entonces tendréque procurar no perderte de vista,¿no? No te preocupes, cielo, ya mecuidaré yo de que no te pierdas.

Una vez más, Sánchez notó queella le apretaba el muslo con lamano, y se estremeció para susadentros. Annabel, a diferencia de él,no había hecho caso del consejo

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acerca del vestuario, y se habíaenvuelto en un vestido largo y negroy dos chaquetas de punto. Una deellas, la de debajo, era de color azuloscuro, y la de encima era verde,horrorosa e infestada de pulgas.Sobre la pechera de estas atractivasprendas colgaba una buena parte desu cabellera larga y gris, la cual sinduda servía de escalera para que laspulgas subieran y bajaran de lacabeza a la ropa. Sánchez hubieraquerido apartarle la mano de supierna, pero sintió repulsión al veraquellas uñas amarillentas y aquella

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piel surcada de arrugas; en suopinión, habrían dejado a un leprosoa la altura del betún. Por suerte, alcabo de un rato impropiamenteprolongado, Annabel misma retiró lamano para señalar algo que habíaallá delante, junto al borde de lacarretera.

—Ah, mira —dijo emocionada—. Hay un cartel. Vamos a ver quédice.

Llevaban dos horas dentro delautobús. Cuando llegaron a unaeropuerto que se llamabaGoodman’s Field, a Sánchez lo

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sorprendió descubrir que no habíaguías turísticas; de hecho, ninguno delos pasajeros sabía adónde sedirigían. Estuvo preguntando por ahí,pero nadie supo decirle nada. Nisiquiera la Dama Mística, con sududoso talento para predecir elfuturo. Y todo el mundo se quejabade falta de cobertura para losteléfonos móviles. De modo queaquel cartel bien merecía una ojeada.

Desde que salieron delaeropuerto los habían llevado poruna carretera solitaria que atravesabaun desierto árido y casi totalmente

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monótono. El conductor no habló connadie y se negó a acusar recibo, ymenos todavía a dar algunarespuesta, a las preguntas que leformularon en relación con el destinodel viaje. Era un tipo ciertamentemaleducado, pero tan corpulento quenadie se atrevió a discutirle nada. Yhasta aquel momento del recorridono se había visto ni un solo letreroque les dijera dónde cojones estaban.

A medida que el cartel fueacercándose, Sánchez miró por laventanilla para ver qué decía.Sobresalía en medio de kilómetros

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de territorio desértico, enmarcadopor un distante paisaje de cerros ymesetas de color anaranjado.Conforme se aproximaban, se fueronhaciendo visibles cinco palabraspintadas de rojo oscuro: bienvenidoal cementerio del diablo.

—Qué bien —dijo Sánchezpensando en voz alta—. Esto no esprecisamente las Bahamas, ¿eh?

Annabel, ciertamente másemocionada que él, demostró suentusiasmo pellizcándole otra vez elmuslo con gesto juguetón ypalmeando su propia pierna con la

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otra mano.—¿Tú no estás emocionado? —

le preguntó—. Llevo años sin salirde Santa Mondega. ¿No es divertido?Qué bien me vendría una copa paracalmarme los nervios.

Sánchez suspiró, y acontinuación introdujo la mano en elinterior de su cazadora y extrajo unapequeña petaca plateada.

—Toma —le ofreció conexpresión malhumorada al tiempoque desenroscaba el tapón y lepasaba la petaca a Annabel.

—¡Dios mío! ¿Qué hay ahí

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dentro? —preguntó ella con los ojosiluminados por un regocijoalcohólico ante la posibilidad decatar licor.

—Un licor casero que hefabricado yo mismo. Lo guardabapara una ocasión especial.

—Oh, Sánchez, eres todo uncaballero.

—No hay de qué.Annabel cogió la petaca y se

echó un buen trago al gaznate. Alcabo de uno o dos segundos comenzóa toser y puso una mueca horrorosa(incluso tratándose de ella).

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—¡Aj! ¡Es horrible! ¿Quédemonios es esto? —preguntó entrearcadas.

—Hay que cogerle el gusto.Tienes que ser constante. Paracuando lleguemos a donde vamos,seguro que ya te has vuelto adicta.

La Dama Mística no parecíamuy convencida. Diez minutosdespués de probar el brebajeespecial de Sánchez, se encerró en elestrecho cuarto de baño de quedisponía el autobús. Su supuestahabilidad para predecir el futuro nola había ayudado a profetizar que

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Sánchez podía servirle una petacallena de su propia orina.

Y aún más importante era queno había previsto el mal que losaguardaba durante la breve estanciaque habrían de disfrutar en elCementerio del Diablo. Un lugar quetenía un problema con los no muertostodavía más importante que el quetenía Santa Mondega.

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Cuatro

Casi en el mismo segundo, Kid

Bourbon volvió a guardarse lapistola en la cazadora de cuero,dentro de una escueta sobaquera quellevaba bajo el hombro izquierdo.

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Como si todo transcurriera a cámaralenta, el cuerpo de Joe, que aúnconservaba la posición vertical,comenzó a tambalearse. Fue unasecuencia de movimientos ya muyconocida para Kid: la víctima estabaa punto de doblar las rodillas. Justoen aquel momento, tras contar hastatres, el cuerpo se meció un poco y acontinuación se derrumbó sobre símismo y cayó al suelo igual que unamuñeca rota. Mientras caía, la carade Joe chocó con la dura madera delmostrador. Lo único que quedó a lavista fue la sangre, que se

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desparramó en un elegante chorroque regó la hilera de tazas blancascolocadas detrás del mostrador, en elestante de la pared, al tiempo queunas cuantas gotas errantessalpicaban las chocolatinas queestaban expuestas junto a la cajaregistradora. «Ciertamente, toda unaobra de arte.» Si Kid quisiera añadirsu firma, la escena valdría unafortuna.

A su izquierda había visto queel cliente vestido con aquel traje decuero rojo se ponía de pie de unbrinco, conmocionado por lo que

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acababa de ocurrir. El chico no dijonada; en lugar de eso, se aproximó almostrador muy despacio para echaruna mirada al cadáver delpropietario del local. Cuando Kidempezaba a cargarse gente, lo normalera que todo el mundo procuraralargarse lo más rápido posible, peroaquel chico parecía haberse olvidadode que el asesino aún se hallabapresente. Kid observó cómo seasomaba al otro lado del mostrador yhacía una mueca de desagrado aldescubrir el cadáver de Joe. Traspasar unos segundos contemplando el

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cuerpo de su amigo, de repentepareció acordarse de que tenía a Kiddelante. Y también la pistola. Se girólentamente hacia él. Kid aguardó aver cómo reaccionaba. Másimportante: aguardó a que cogiera lasbotellas de bourbon que le habíaencargado antes de disparar a Joe enel cuello.

—Lo ha matado —dijo el jovenconstatando lo que era obvio.

—¿Tú crees?—¿Por qué lo ha hecho? Joe es

una buena persona.—Era.

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—¿Eh?—Era una buena persona. Ahora

es una buena persona muerta.—No le ha hecho nada a usted.—Me ha sacado un arma, por si

no te has dado cuenta.—¡Usted ha sacado antes la

suya!—¿Quieres ver otra vez cómo

lo hago?—La verdad es que no.—¿Cómo te llamas, hijo?—Jacko.—Bien. Escúchame, Jacko, y

escúchame con atención. Si cuando

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cuente tres no me has entregado lasdos botellas de bourbon que te hepedido, volveré a sacar la pistola.

Jacko asintió.—Vale, ya lo pillo. —Dio la

vuelta al mostrador con pasoinseguro mirando el suelo,principalmente para no pisar nada desangre—. Bourbon, ¿no? —murmuró.

—Eso es.—Marchando.—Y coge también unos

cigarrillos.—¿De cuáles?—De los que sean.

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Kid tomó una chocolatina delmostrador. Apartó con el dedo unamota que manchaba el envoltorio,que bien podía ser sangre, y abrió unextremo. Le dio un mordisco y, trasdecidir que tenía un sabor aceptable,dejó que Jacko hiciera el resto de lacompra y regresó al coche.

Kid poseía un fuerte instinto enlo que se refería a olfatear el peligro,y dicho instinto le había resultadomuy útil cuando vio por el rabillo delojo que Joe metía una mano pordebajo del mostrador para cogeralgo. Podía ser un donut, pero

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existían muchas posibilidades de quese tratara de alguna clase de arma.Resultó estar en lo cierto, de modoque la bala que había usado paravolarle la garganta a aquel tipo nohabía sido un desperdicio. Y ahora,aquel mismo instinto le estabadiciendo que se avecinaba algo malo.Lo cual no era muy de sorprenderestando en Halloween, era algo quehabía aprendido de la forma másdura. La primera vez que mató fue enHalloween, diez años atrás, y desdeentonces había matado a centenaresde personas. Unas lo merecían, otras

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no, pero ninguna de aquellas muertesfue tan difícil como la primera.

Despachar a su madre con seisbalazos disparados al corazón a laedad de dieciséis años nunca iba aser otra cosa que una accióntraumática. Aunque a ella la hubieramordido un vampiro y se hubieratransformado en uno de aquellosseres ante sus propios ojos. Enefecto, sólo cuando intentó matar a suhijo éste se dio cuenta de que notenía más remedio que acabar conella; pero aquél fue un momentodecisivo en su vida, cosa que no era

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de sorprender. Un momento en el quetambién bebió su primera botella debourbon.

¿Y ahora? Bueno, ahora seencontraba otra vez en Halloween,diez años más tarde, en una zona deldesierto conocida como Cementeriodel Diablo, a punto de llevar en sucoche a un autoestopista disfrazadode uno de los participantes del vídeoThriller. Y ya no le quedaban másque dos balas. Aún tenía un montónde armas, en cambio le faltaba lamunición, ya que el último casquillodel calibre 12 lo había gastado con

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aquel policía novato del cochepatrulla. Era culpa suya, por haberliquidado a tanta gente siendo tantemprano. La jornada que le esperabapodía ser bastante dura. Jugóbrevemente con la idea de llevarse elarma de Joe y la munición quelograse encontrar, pero la descartó.Ya en circunstancias favorables no legustaban las pistolas de pequeñocalibre, y la de Joe tenía toda la pintade ser una mierdecilla, con unaprecisión como de metro y medio ylas mismas posibilidades de acertaren el blanco como de explotarle a

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uno en la mano.Todavía estaba caliente el

asiento del Firebird cuando volvió asentarse en él. Miró a través delsucio parabrisas; las escobillashabían retirado suficiente mugre parapermitirle ver el camino, pero laszonas que quedaban fuera del alcancede las mismas estaban llenas dearena, tierra y barro. Resultabainnegable que la persecución por eldesierto le había pasado factura,pero el coche no le había dejadotirado. Nunca le dejaba tirado. Elmotor, construido según pedido, no

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sólo era lo bastante potente paradejar atrás a la mayoría de losvehículos que circulaban por lascarreteras, sino que además era muyfiable.

Giró la llave y arrancó el motor.Justo en aquel momento salió Jackodel restaurante con unas cuantasbotellas que había cogido de detrásdel mostrador. Kid se inclinó y abrióparcialmente la portezuela del ladodel pasajero. Su nuevo compañero deviaje entró en el coche y puso en elsuelo, a sus pies, dos botellas debourbon Sam Cougar y otras dos de

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cerveza Mono Cagón. Después cerróla puerta y abrió la guantera que teníaenfrente para echar en ella dospaquetes de cigarrillos. Kid estabaimpresionado. No había mucha genteque tuviera huevos para meterse ensu coche. Por lo menosvoluntariamente. Y subirse a sucoche después de haberle vistocargarse a un viejo a sangre fría… enfin, para eso hacía falta tener temple.En cambio, Jacko, con aquel traje decuero rojo, parecía un imbécilintegral.

Kid observó a Jacko desde el

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otro lado de las gafas de sol,esperando a que le indicase cómo seiba al hotel Pasadena. Pero en vez deeso, el aspirante a Michael Jacksonempezó preguntando a su vez.

—Imagino que usted será KidBourbon, ¿no es así?

—¿En qué lo has notado?—Tengo un sexto sentido para

estas cosas.—Bien. Pues más te vale que de

ahora en adelante te funcione muybien ese sexto sentido, porque tenclaro que, si nos equivocamos decamino, te mato.

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—De acuerdo. Cuando llegue alcruce que hay más adelante, gire a laderecha.

Kid soltó el freno de mano ypisó a fondo el acelerador. El cochesalió disparado del restauranteSleepy Joe y retomó la carretera. Elrápido giro de los neumáticos hizoque éstos chirriaran y levantaran unapoderosa nube de arena y polvo.Para cuando dicha nube se asentó,restaurante y gasolinera ya se habíanperdido de vista.

Al llegar a un cruce que habíapoco menos de un kilómetro más

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adelante, Kid torció a la derecha, talcomo le había indicado Jacko. Aaquellas alturas el coche estaba yasemicubierto de polvo a causa delviaje, y aquella carretera enparticular, que tenía el firmesalpicado de gravilla y socavones,no iba a mejorar mucho las cosas.

—Bueno, ¿y qué está haciendopor esta parte del mundo? —preguntóJacko.

—Ocuparme de mis putosasuntos. ¿No te parece que túdeberías hacer lo mismo?

A juzgar por aquella reacción,

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no debería haber sido difícil deducirque Kid no estaba de humor paracharlas. En cambio Jacko pareció nopercatarse.

—Tengo esperanzas de poderparticipar en el concurso decantantes que se organiza en el hotel—continuó—. ¿Sabe cuál, el de«Regreso de entre los muertos»?

Kid ni respondió ni apartó losojos de la carretera. Pero Jackoprosiguió de todas formas.

—Verá, yo voy caracterizado deMichael Jackson.

Kid aspiró hondo por la nariz,

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aguantó un momento la respiración ydespués soltó el aire muy despacio.Estaba intentando calmarse, cosa quea menudo le costaba trabajo, sobretodo estando en Halloween. Por finapartó la mirada de la carretera y laposó en Jacko. Lo que dijo, cuandofinalmente habló, fuesorprendentemente razonable.

—Teniendo en cuenta queMichael Jackson ha muerto, habrámiles de concursantes caracterizadoscomo él, todos intentandoaprovecharse de su fama. ¿Por quéno vas de ti mismo?

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—Hay que encarnar a algúncantante famoso que esté muerto. Ypor si no se ha fijado, yo no estoymuerto… ni soy famoso.

—Yo puedo convertirte enambas cosas. —La voz del otro habíarecuperado el tono áspero de antes.

Jacko elevó una ceja.—Me da la sensación de que en

realidad usted no se lleva muy biencon la gente, ¿me equivoco?

—No tengo necesidad.—¿No? Pues en ese hotel va a

conocer a un montón de gente comoyo, y es gente que suele ser muy

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simpática. Puede que le convengarefinar un poco sus habilidadessociales.

Se hizo un profundo silencio.Incluso el Firebird pareció contenerla respiración, hasta que Kid rugió:

—Y puede que a ti te convengapracticar lo de tener la boca cerrada.

—No digo que no —repusoJacko en tono jovial—, pero es quenecesito calentar la voz.

—En mi coche, ni hablar.—Oh, venga, tengo que ensayar.

En la audición voy a interpretar laCanción de la Tierra. ¿Quiere que

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se la cante?Kid aferró el volante con más

fuerza.—Como me cantes una sola

palabra de esa canción, te aseguroque la parte del estribillo en quegritas va a durar pero que muchotiempo.

—Entiendo. Podría cantarSmooth Criminal, si prefiere.

Kid pisó el freno. Con losneumáticos chirriando y levantandohumo, el Firebird derrapóviolentamente y se detuvo.

—Bájate —rugió el conductor.

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Hasta Jacko se dio cuenta deque lo decía en serio.

—Pero si todavía quedan un parde desvíos —protestó—. Sin mí,podría perderse.

Kid hizo otras dos inspiracionesprofundas mientras debatía si sacarun arma o no y matar a su compañerode viaje. Al final decidió que sí, queaquel tío merecía morir, pero ¿conqué iba a matarlo? ¿Con las manos?¿Con un cuchillo? ¿O propinándoleun golpe en la cabeza con la culatade una pistola? Justo cuando estabametiendo la mano bajo la chaqueta

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para sacar el revólver, su pasajerotomó una decisión inteligente.

—No se hable más. Me limitaréa indicarle el camino. ¿Así le parecebien?

—Podrías vivir más tiempo.—Genial.Kid pisó el acelerador, y el

coche de nuevo arrancó a todavelocidad por aquella sucia carreteralevantando otra nube de polvo, arenay humo.

—Como a tres kilómetros deaquí hay una bifurcación —dijoJacko—. Cuando llegue, ha de doblar

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a la derecha.Siguieron avanzando por la

carretera durante otro par de minutos,hasta que apareció a la vista labifurcación. Kid hizo lo que lehabían sugerido y enfiló el ramalderecho de la misma. Se sentía agusto con la paz y el silencio quereinaban en el interior del coche,pero notó que a su pasajero tantosilencio se le hacía incómodo. Elhecho de saber que aquel imbécilpodía empezar a parlotear otra vezfue suficiente en sí mismo paraponerlo en tensión. Al final, tal como

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esperaba Kid, Jacko volvió a hablar.—¿Tiene radio este coche?—En este desierto de mierda no

hay señal para tener ni televisión niradio ni móvil. Es un lugar totalmenteaislado. Tal como a mí me gusta.

—Bueno, pues yo podría silbaruna canción. Así, para entretenernosun poco durante el resto del viaje.

—Con el cuello roto, no.Jacko abrió la boca como si

fuera a contestar, pero sufrió unsúbito ataque de sentido común ydecidió que mejor no. Los dospasaron el resto del trayecto sin

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hablar, a excepción de una últimaindicación que dio Jacko al llegar aotra bifurcación, cuando aconsejó aKid que girase a la izquierda. Trasotra media hora de silencio, elPontiac Firebird de color negropenetró por fin en el alargado caminode hormigón que llevaba de lacarretera al hotel Pasadena. En lasubida hacia la entrada del hotel, Kidse sorprendió de ver que había muypocos coches más. Al pie de losescalones que conducían a larecepción fueron recibidos por unjoven aparcacoches de cabello

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oscuro y tupido. Había un continuoentrar y salir de gente que iba todaapresurada, y a través de las puertasde cristal de la entrada se distinguíael vestíbulo, lleno de personas conpinta de ricas.

Cuando el Firebird se detuvofrente a la entrada del hotel, elaparcacoches se acercó al mismo.Tendría veintipocos años y vestía ununiforme consistente en una camisablanca, un chaleco rojo y un pantalónnegro. Kid se volvió hacia Jacko,que estaba asiendo el tirador de lapuerta para apearse.

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—Tú, quédate en el coche yvigila que este tío no rompa nada.

Jacko afirmó con la cabeza.—De acuerdo.—Y pásame un paquete de

cigarrillos.Jacko abrió la guantera y sacó

una de las cajetillas que había metidoantes. Se la lanzó a Kid, el cual laatrapó al vuelo y se la guardó en elbolsillo de la cazadora. Al tiempoque abría la portezuela del lado delconductor, dio una última instruccióna su pasajero:

—Cuando el aparcacoches haya

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terminado de aparcar, dale unpellizco en la rodilla.

—¿Perdone?—Que le des un pellizco en la

rodilla, uno solo. Aquí tienen esacostumbre. Si no, se sientenprofundamente ofendidos.

Jacko tenía cara dedesconcierto.

—Ah, pues gracias. No tenía niidea.

—De nada.Kid se apeó del coche y sacó

del bolsillo un billete de cien dólaresque le puso en la mano al empleado.

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Al joven latino se le iluminó la cara.—Vaya, gracias, señor.Kid señaló con un gesto de

cabeza a Jacko, que seguía sentadoen el interior.

—¿Ves a ése?El aparcacoches se fijó en el

coche y vio al joven, con su cabellonegro y permanentado y su traje decuero rojo, que le sonreía de oreja aoreja.

—Sí, le veo perfectamente. —Habló en tono cauteloso.

—Si te toca la rodilla, arréaleun puñetazo en la cara.

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Mientras subía los escalones dela entrada del hotel, Kid tuvo elpresentimiento de que volvería a vera Jacko antes de que acabase el día.Su instinto le estaba diciendo queaquel Michael Jackson tenía algo queno encajaba bien del todo.

Simplemente, todavía no habíaaveriguado lo que era.

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Cinco

El hotel Pasadena era tan

impresionante visto de cerca comoparecía de lejos. El sol del desiertose reflejaba en las numerosasventanas distribuidas por las cuatro

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plantas del edificio, lo cual desdelejos daba la impresión de que unose acercaba a un espejo gigante.Cuanto más se aproximaba elautobús, más magnífico parecía elhotel. El autobús giró a la derechapara salir de la carretera y atravesóuna robusta verja doble, arqueada yde hierro macizo, intercalada en unapared de hormigón blanco querodeaba todo el perímetro del recintodel hotel. En lo alto de la mismahabía un cartel de grandes letrasmetálicas pintadas de rojo brillante:

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Hotel Pasadena

«Increíble», pensó Sánchez.Penetraron en un camino de liso

hormigón de casi medio kilómetro delongitud que los llevó hasta laentrada del hotel. Mientras elautobús rodeaba el edificio paradirigirse a la parte de atrás, Sánchezcontempló boquiabierto lagrandiosidad de aquel lugar. Tal vezaquellas vacaciones no estuvieran tanmal después de todo. En SantaMondega no había ni una sola

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construcción que le llegara a aquelhotel a la suela del zapato. El museode la localidad era impresionante,pero parecía viejo y decrépito encomparación con aquel edificio tandescomunal.

El autobús estacionó en la parteposterior de lo que ya era unaparcamiento sumamente abarrotado,en contraste con la notable falta devehículos que había en la partedelantera. Tras recoger su equipajedel maletero, Sánchez se encaminó apaso rápido (rápido para él) hacia elvestíbulo de la entrada, antes de que

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Annabel, la Dama Mística, pudieraenganchársele. Vio cuatro anchosescalones de mármol que conducíana una enorme puerta doble de cristal.Los subió de dos en dos y actoseguido se lanzó hacia las puertasautomáticas, que se abrieron pararecibirlo cuando alcanzó el últimoescalón.

El vestíbulo también eraenorme. El techo tenía más de diezmetros de altura, y del centro delmismo colgaba una magníficalámpara de araña que irradiaba luzdesde el millar de piezas de cristal

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que la componían. El suelo estabaformado por losas de mármol grisesy negras alternando entre sí, ySánchez se sintió impulsado adescalzarse para no rayarlas.

Y había que ver lo concurridoque estaba. Daba la sensación de quela mitad del mundo libre acababa deregistrarse en aquel hotel. Por todaspartes había personas portandomaletines y haciendo un montón deruido. Ya en circunstancias normales,a Sánchez no le hacían mucha gracialos demás, de modo que después dehaber hecho un viaje largo sentado al

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lado de una persona a la que, en susmomentos más caritativos,consideraba una vieja chocha, sentíauna especial intolerancia. Aquelconstante ajetreo le estaba poniendode los nervios. Habría allí como uncentenar de personas, pululando deun lado para otro. El vestíbulo teníaespacio de sobra para que cupierantodos, pero como era de formacircular, todos los ruidos rebotabanen las paredes color crema y leperforaban los oídos.

Por suerte, vio que habíaabundantes conserjes, botones y

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recepcionistas para atender a todoslos huéspedes, que se peleaban porreclamar sus servicios. Y menos mal,porque registrarse en un hotel era unade las actividades que menos legustaban en la vida; la incluía en lamisma categoría que dejarsepellizcar el muslo por una pitonisavieja y repugnante.

Rápidamente se dio cuenta deque desperdiciar tiempo admirandola envergadura y la opulencia delhotel seguramente le costaría perderla oportunidad de que lo atendierancon prontitud. Ya había visto a varias

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personas pasar velozmente por sulado en dirección al mostrador derecepción, de modo que metió ladirecta y se dirigió a una de las seischicas recepcionistas. Éstas sehallaban sentadas formando unahilera detrás del alto mostrador demadera de roble, cada una con unmonitor delante. Cinco de ellas yaestaban ocupadas, pero por suerte lamás guapa de todas parecía estartodavía libre.

Sánchez fue hacia ella a todaprisa y dejó la enorme maleta marrónen el suelo. Sonriendo como un

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idiota, la miró desde su lado delmostrador. Echó un rápido vistazo alresto de la hilera de chicas yconfirmó que había acertado: nocabía duda de que había escogido ala más atractiva. Aunque en realidadera lógico, naturalmente; un hombredistinguido y sofisticado como él nodebería tener que desperdiciar susencantos con una chica cualquiera.Ésta era una joven de aspectomenudo, de veintipocos años, conuna melena castaña recogida en unacola de caballo que ella se habíaechado hacia delante y ahora le

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descansaba sobre el hombroizquierdo. Al igual que las demásrecepcionistas, vestía un elegantechaleco de un rojo vivo y una blusade un blanco inmaculado. El chalecollevaba sobre el pecho izquierdo unemblema bordado en oro. Sánchez,tras observarlo fijamente durante untiempo que resultó excesivo, llegó ala conclusión de que representabauna especie de tenedor. «Quésímbolo tan raro para un emblema —se dijo—. Pero en fin, sobre gustosno hay nada escrito.»

—¿En qué puedo servirle,

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señor? —preguntó la recepcionistacon un acento que delataba queprovenía del Sur profundo.

—Me llamo Sánchez García. Heganado el concurso.

Sánchez manoteó durante unossegundos por el interior del bolsillode la cazadora de ante, hasta que porfin extrajo la carta, ya un tantomanoseada, que confirmaba quehabía ganado una estancia en el hotelen que se celebraría el concurso, denombre más bien emocionante,denominado «Regreso de entre losmuertos». Se la entregó a la

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recepcionista, la cual la leyó ycomenzó a escribir en un teclado quetenía delante. Mientras aguardaba aque la chica le confirmase la reservay le diera la llave de la habitación,oyó a su espalda la voz de Annabelde Frugyn. Rezó para que no lodescubriera y se le echara encima,dando así la impresión a larecepcionista de que venían juntos.

—Ah, estás aquí, Sánchez, creíaque te había perdido. —Sin saberpor qué, aquella voz tenía un tonillohorriblemente arrullador.

«¡Joder!» Se dio la vuelta y vio

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a aquella vieja bruja de vestimentaridícula y pelo gris de pie ante él conun carrito portaequipajes en el quehabía apilado sus tres maletas.

—Sí. Por lo visto, ahí atrás noshemos separado —respondióSánchez—. Pensé que ya te buscaríaluego por aquí.

—Pues aquí me tienes —repusoAnnabel sonriendo de un modo que,según ella pensó cariñosamente, erade lo más coqueto. Con muchocariño, pero equivocadamente;porque el efecto fue tirando más biena grotesco.

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—A lo mejor deberíamossepararnos otra vez. Estabadisfrutando de la emoción debuscarte por todas partes.

Annabel le propinó unempujoncito juguetón en la espalda ypuso los ojos en blanco.

—¡Venga, Sánchez! ¡Que te locrees todo!

La recepcionista sentada acontinuación de la que estabaatendiendo a Sánchez acababa determinar con el cliente anterior y sedirigió a Annabel:

—¿Puedo ayudarla, señora?

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—Sí, claro que puedes,jovencita. Soy Annabel de Frugyn.He ganado este concurso.

Sánchez, aliviado al ver queAnnabel se iba hacia la otrarecepcionista, volvió a centrar laatención en la joven que se ocupabade él. Ésta lo miraba con unaexpresión afligida, como pidiéndoleperdón; una expresión que habíavisto demasiadas veces en su vida,sobre todo en chicas guapas. Ocurríaalgo malo. Lo notaba.

—Lo siento mucho, señorGarcía —dijo la chica—, pero al

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parecer no figura usted en elordenador.

—¿Qué?—No sé por qué, pero no

tenemos ninguna habitaciónreservada para usted. La carta quetrae es válida, sin duda, pero notenemos ninguna reserva hecha a sunombre.

—Pero tendrán habitacioneslibres, ¿no?

—Me temo que no, señor. Elhotel está completo.

Sánchez sintió cómo lerechinaban los dientes.

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—¿Y qué cojones se supone quevoy a hacer? Este puto hotel es elúnico que hay por aquí.

—Señor, ¿le importaríaabstenerse de decir palabrotas?

—Si usted puede abstenerse deser una puñetera inútil. —Ademásestaba elevando la voz, tanto elvolumen como el tono.

Se hizo un silencio en elvestíbulo, porque era evidente queestaba teniendo lugar una discusión,y que además tenía visos de irvolviéndose cada vez más violenta.Para mayor fastidio de Sánchez,

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Annabel se le acercó desde su sitiodel mostrador y le susurró al oído:

—Siempre puedes compartirhabitación conmigo, si quieres.

—Piérdete —contestó él con ungruñido.

La recepcionista carraspeó.—Me temo que ésa es la única

alternativa que tiene. —Hizo unapausa y terminó recalcando coninsolencia—: Señor.

Sánchez suspiró y se pasó lamano izquierda por el pelo grasientoestrujando un mechón del mismocomo si pretendiera arrancárselo.

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—Hay que joderse. Esto nopuede estar pasando.

Justo cuando parecía que todoestaba perdido y que iba a verseobligado a compartir habitación conuna pitonisa vieja y totalmenteantilujuria, sonó detrás de él una vozque le resultó conocida.

—Vale, Stephie. Este señor esamigo mío. Dale una habitación.

A Sánchez se le iluminaron losojos. Se soltó el pelo, dio mediavuelta, y sintió una alegría inmensa alver ante sí al tío más guay queconocía. El tío más guay del planeta.

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Se trataba del sicario más temido detodo Santa Mondega: Elvis. Sedesconocía si Elvis era su verdaderonombre o no, pero él viajaballamándose así y en todo momentoiba vestido como su personaje. Hoylucía una americana de color doradobrillante, con pantalón negro ycamisa negra abotonada sólo hasta lamitad. Como siempre, llevabapuestas las gafas de sol con monturade oro que constituían su marca defábrica y se había peinado el pelo,negro y tupido, hacia atrás y con lafrente despejada, al estilo de Presley.

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Sánchez lo adoraba, y siemprese alegraba de verlo. Lo cual,teniendo en cuenta que casi nunca lecomplacía ver a nadie, resultaba unimportante avance social para elpropietario del Tapioca. Además,Elvis tenía el don de presentarsejusto en el momento adecuado. En unnotable incidente ocurridoexactamente diez años antes, Elvisllegó a tiempo de cargarse a tiros auna banda de vampiros que se habíanlanzado sobre Sánchez y sobre otropuñado de inocentes durante unservicio religioso. Estaba previsto

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que el Rey actuase para los fielesasistentes, pero cuando los vampirosempezaron a aterrorizar a lacongregación, él empezó a girar lascaderas apuntándoles con su guitarray a lanzarles al corazón dardos deplata que salían disparados delmástil de la misma. Y todo ellomientras cantaba el tema SteamrollerBlues de James Taylor. Así queresultaba comprensible que Sánchezrecibiera ahora al Rey con unasonrisa radiante.

—¿Qué tal, Elvis? ¿Qué te traepor aquí?

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—Vengo al concurso «Regresode entre los muertos», tío.

—¿Vas a cantar?—Por supuesto que sí. El

primer premio es un millón dedólares, ¿no? No podía dejar pasarla oportunidad, ¿no te parece?

—Genial —repuso Sánchez.Por fin aquellas vacaciones estabanempezando a animarse—. Bueno, ¿túpuedes conseguirme una habitaciónen este hotel? No sé qué coño dicende que no figuro en el ordenador.

—Faltaría más. Stephie te lo vaa solucionar, ¿verdad, Stephie?

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La guapa recepcionista nopareció demasiado entusiasmada conla idea. Por otra parte, la expresiónde su mirada sugería que estababastante colada por Elvis. Aquel tíotenía mano con las mujeres; es que sele derretían cuando las miraba. Yposeía poderes prácticamentehipnóticos para lograr que hicierancosas para complacerlo. Era unahabilidad de la que Sánchez sufríauna fuerte carencia.

—Acaba de llamarme «puñeterainútil» —señaló la chica mirando aSánchez con gesto enfurruñado.

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Elvis frunció los labios.—¿Cómo? Sánchez, no la

habrás llamado eso, ¿verdad?—Pues… me parece que sí.Elvis propinó a Sánchez un

cachete en la nuca.—Vale, pues ya estás

pidiéndole perdón, y si tienes suertees posible que Stephie te busque unahabitación.

Sánchez aventuró lo que lepareció que era una sonrisa contrita.El efecto fue como si un cadáverhiciera una mueca de disgusto.

—Lamento haberla llamado

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«puñetera inútil» —murmuró en tonomalhumorado.

Stephie le respondió con unasonrisa falsa.

—Está bien. De acuerdo, hayuna habitación libre. Ayer tenía quehaber venido un tal Orson Vergadura,pero todavía no ha llegado. Puedequedarse con esa habitación.

—Esto… gracias. Muchasgracias. —Consciente de queacababan de librarlo de pasar lanoche con Annabel de Frugyn, almenos su gratitud fue sincera.

Mientras Stephie procedía a

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rellenar los impresos y a buscarle lallave de la habitación, Sánchez sevolvió hacia su amigo.

—Gracias, Elvis. Te loagradezco de verdad.

—No te preocupes por ello.—Bueno, estoy totalmente de tu

parte en ese concurso. ¿A qué horasales al escenario?

Elvis pareció no haberlo oído.—Un momento. ¿Ves a ese tipo?

—dijo señalando a un individuo deunos cuarenta y pocos años quellevaba un traje blanco—. Es NigelPowell, el propietario del hotel. El

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principal juez del concurso. Yademás es multimillonario.

Powell venía hacia el mostradorde recepción a grandes zancadas, conseguridad en sí mismo, seguido muyde cerca por dos fornidos guardiasde seguridad. Debajo del relucientetraje blanco llevaba una camisetanegra, un atuendo que recordaba alestilo ya más bien pasado de modade Don Johnson en Corrupción enMiami. Tenía el cabello negro ypeinado hacia atrás, dientes rectos yde un blanco poco probable, y unbronceado artificial de tono

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anaranjado que hacía un fuertecontraste con el traje blanco. Los dosguardias de seguridad vestíanidénticos trajes blancos y camisetasnegras. Ambos llevaban el pelo conun corte cuadrado a lo militar, yambos daban la impresión de ser delos que obedecen órdenes sin hacerpreguntas. Todas las personas quehabía en el vestíbulo se quedaronmirando con pasmo al individuo quese encaminaba hacia el segundopuesto de recepción y se deteníadetrás de Annabel.

—¿Señorita de Frugyn?—

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preguntó Powell educadamente, convoz profunda y resonante.

El lenguaje corporal queexhibió Annabel sugería que pensabaque la habían sorprendidoregistrándose con una tarjeta decrédito robada (cosa que no era deltodo improbable). Se giró lentamentepara mirar al director y a sus dosgorilas.

—Sí —gorjeó con nerviosismo—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Señorita de Frugyn, me llamoNigel Powell, y tengo el honor de serel propietario y el director de este

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hotel. ¿Podría concederme unmomento?

—Oh… Cómo no. —Ahora, sulenguaje corporal se parecía al de unconejito asustado.

Powell extendió el brazo paratomar la mano de Annabel y se laestrechó con cortesía.

—Mis colegas aquí presentes seencargarán de llevarle el equipaje ala habitación. Por favor,acompáñeme.

Sánchez y Elvis observaroncómo el multimillonario se llevaba aAnnabel y salía por unas puertas de

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cristal que había a mano derecha delvestíbulo. Aunque ellos no lo sabían,la conducía a una zona privada delhotel.

—¿Ésa era la Dama Mística? —preguntó Elvis a Sánchez.

—Sí. Vine sentado a su lado enel avión y también en el putoautobús. No es más que una jodidabruja vieja, no sirve para nada —musitó Sánchez.

—Tengo entendido que se le damuy bien adivinar lo que va asuceder.

—Qué va. Lo que se le da bien

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es adivinar lo que no va a suceder.—Que no, tío. Yo diría que es

capaz de predecir quién va a ganar elconcurso.

—Seguro que tú tienes grandesesperanzas —comentó Sánchez entono sarcástico.

Elvis sonrió.—A ti te gusta apostar, ¿verdad,

Sánchez?—Verdad.—Bueno, pues este fin de

semana hay algo más quesimplemente el concurso. En laplanta del sótano de este hotel tienen

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un casino. Yo creo que no nosvendría nada mal tener de amiga a laMística en un sitio así.

Sánchez reflexionó sobre lo queestaba diciendo aquel asesinolegendario. La verdad era que laDama Mística podía ser una aliadamuy útil en un casino. Claro que, sila dirección se enteraba de laspresuntas habilidades que poseía, talvez no le permitiera dejarse caer porallí.

¿Sería aquélla la razón por laque el propietario se la había llevadoa otra parte?

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Seis

Emily no estaba precisamente

entusiasmada por tener que compartirun vestuario con cuatro hombres. Aunasí, no dejó de recordarse a sí mismaque sólo iba a ser durante un día, y

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que la posible recompensa que laesperaba al final le iba a cambiar lavida.

Ella era uno de los cincocantantes a los que habíapreseleccionado como finalistasNigel Powell, el principal juez delconcurso «Regreso de entre losmuertos». Le causaba una ciertaincomodidad que todavía no hubierantenido lugar las audiciones enpúblico y que todos los demásaspirantes que ya estaban llegando alhotel fueran todavía ajenos al hechode que ya se había escogido a los

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cinco finalistas. Pero luego se acordóde todos los antros en los que habíatenido que actuar, de los años delucha, de lo que significaba esto paraella y para su madre. Porque larealidad era que los cinco finalistashabían llegado a serlo porque eranlos mejores cantantes del circuito delocales de actuaciones que rendíanhomenaje a otros artistasimitándolos. De modo que, ¿qué másdaba que el concurso estuvieraamañado? ¿No ocurría con todo, hoyen día? Esto, por lo menos, era loque se repetía Emily una y otra vez a

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sí misma.Además, todavía no había

ganado. Todavía tenía que vencer alos otros cuatro.

Los cinco participantes estabansentados en fila frente a susrespectivas mesas de tocador, cadauno con su propio espejo iluminadotodo alrededor por bombillitas. Elvestuario era más bien un cuartucho;medía unos diez metros de largo perosólo dos y medio de ancho. Lasparedes eran de un tranquilizantecolor rosa, al igual que las mesas. Lade Emily era la única que tenía útiles

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de maquillaje. Llevaba ya un ratoacicalándose para ofrecer la imagenexacta que deseaba, mientras que losvarones mataban el tiempoprincipalmente rascándose. Típico.

Los cuatro varones estabantodos sentados ante los tocadores quese extendían a la izquierda de Emily.El que tenía más cerca era el queencarnaba a Otis Redding. Aparte deser negro, lo cierto era que no separecía mucho al fallecido cantante,pero poseía una voz magnífica yvestía un traje negro que tenía pintade ser carísimo y una camisa de seda

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roja. En opinión de Emily, aquelcandidato tenía muchas posibilidadesde suponer una seria amenaza en lafinal.

Junto a él se sentaba KurtCobain. El que lo encarnaba no sóloguardaba un asombroso parecido conel Cobain auténtico, sino que ademásolía casi igual que él. Llevaba unmugriento jersey de color gris y unosvaqueros con desgarrones. Tenía elcabello rubio y graso, la mitadinferior de la cara cubierta por unabarba de dos días y, para remataraquella imagen desaseada, daba la

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impresión de llevar varias semanassin tocar el jabón. A lo mejor era queintentaba proyectar un aroma querecordase el espíritu adolescente;pero si a algo recordaba el tufo aadolescente que despedía era másbien al de los calzoncillos.

A su izquierda se encontrabaJohnny Cash. Ya desde el principioEmily había descubierto que aqueltipo se estaba tomando la cosa muyen serio. Había cambiado legalmentede nombre para llamarse JohnnyCash y hacía todo lo que podía parallevar una vida exactamente igual que

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la de aquel cantante tan llorado. A lolargo de la gira de homenaje actuó encasi todos los mismos locales que suídolo. Su atuendo consistía —cosaque a nadie sorprendió— en camisanegra y pantalón negro, y ademásllevaba el pelo también negro ypeinado con gomina en forma decopete. Sin duda alguna, era el máscarismático de todos losconcursantes masculinos, y Emily yahabía decidido que, si no ganaba ellael concurso, prefería que el ganadorfuera éste antes que todos los demás.Pero en realidad no deseaba perder.

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El último concursante, el queestaba sentado al final, junto a lapuerta, era el que iba caracterizadode James Brown. A todas luces unexcéntrico, vestía un traje morado yuna camisa azul casi desabotonadadel todo que exhibía un pecho liso ybronceado y una ostentosa cruz deoro que colgaba de una cadena. Lucíauna sonrisa radiante, ancha y blanca,pegada permanentemente en el rostro,y tenía la misma cabellera onduladay despeinada que llevó en susúltimos años el Padrino del soul.

En el vestuario reinaba un

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silencio sepulcral. Únicamentequebraba aquella monotonía larespiración nasal de Kurt Cobain.Emily decidió romper el hielo.

—¿Qué te parece, llevo bien elpelo así? —preguntó a Otis Redding.

La reacción de éste fueinstantánea.

—Oh, por supuesto, cielo, estásgenial —dijo asintiendo con lacabeza.

Johnny Cash, que estabaarreglándose el cabello en eliluminadísimo espejo del tocador, seinclinó para echar un vistazo a

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Emily.—Es verdad. Lo has clavado —

dijo con una sonrisa y un guiño.—Gracias —contestó Emily

devolviéndole la sonrisa. Animadapor aquella actitud amistosa, añadió—: La verdad es que ya me estoyponiendo nerviosa en serio. ¿Yvosotros?

Aliviados de que se hubieraroto el silencio, los cuatro varoneshablaron casi a la vez. Todoscoincidieron en que estaban muynerviosos. James Brown lo resumió ala perfección:

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—Yo creo que estaría menosnervioso si no supiera que ya estoyen la final —comentó al tiempo quese levantaba de la silla—. Perotenemos encima la presión de saberque aunque la caguemos en laseliminatorias los jueces nos van apasar a la final de todas formas, ytodo el mundo se dará cuenta de queel concurso estaba amañado.

Emily afirmó vigorosamente conla cabeza para mostrar que estaba deacuerdo.

—Desde luego. Yo apenas hedormido esta noche, preocupada por

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hacerlo mal en la audición. Creo quehabrá menos presión en la final.

Johnny Cash intervino de nuevo:—Pues sí. Pero la verdad es

que yo preferiría ganarme el puestoen la final de manera legítima. Da lasensación de que estamos haciendotrampas, ¿no os parece? ¿Por qué nonos dejan probar a ver si llegamos ala final por nuestros propios méritos?

El único que respondió a estofue Otis Redding:

—Porque el concurso durasolamente un día.

—Ya. ¿Y qué más da eso?

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—No seas corto, cuando unollega a la final no está ahí de piecantando solito, sino que tiene laorquesta entera para acompañarlo.

—¿Y qué?—Que la orquesta necesita

saber con varios días de antelaciónqué canción tiene que tocar,¿comprendes? Si llega a la final, sinque nadie se lo espere, un puto tíoque encarna a Jimi Hendrix y diceque va a cantar Voodoo Chile , teapuesto lo que quieras a que laorquesta lo tiene jodido. Imagínate loque tiene que ser aprenderse esa

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canción y otras cuatro másaproximadamente en una hora.

Por fin se hizo la luz en elcerebro de Johnny. A pesar de todosu carisma, su talento y su encanto,no era precisamente el más lumbreradel lote.

—Ya lo pillo —dijo muydespacio—. No se me habíaocurrido. ¿De modo que por esoquerían saber con antelación quétema voy a cantar?

—Sí, por eso. —Y acto seguidoOtis exclamó para sí un «¡Serámemo!» lo bastante alto como para

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que lo oyeran todos.Emily sonrió. Ella ya se lo

había figurado bastante rápido. Locierto era que en aquel concursohabía varias cosas que tomar enconsideración, ninguna de las cualesse le había ocurrido a Johnny,seguramente. Había una en particularque llevaba varios días royéndole elcerebro, y ahora le pareció que era laocasión adecuada para sacarla a laluz:

—No sé yo —dijo— quépasaría si uno de nosotros cincocayera enfermo, con lo cual llegaría

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a la final uno de los otrosconcursantes.

James Brown se habíalevantado y estaba yendo hacia lapuerta, pero en el momento dealargar la mano para agarrar elpicaporte se giró para contestar lapregunta de Emily.

—Estoy seguro de que seguiríanadelante con sólo cuatro finalistas.

—Puede ser —repuso Emilycon cautela—. Pero ¿y si nossucediera algo a tres o cuatro denosotros? Por ejemplo, que todos nosintoxicáramos al comer algo y no

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pudiéramos actuar. ¿Qué pasaríaentonces?

Brown abrió la puerta delvestuario, dispuesto a salir alpasillo.

—Pues que la final seríainteresante de verdad, supongo —dijo.

—¿Adónde vas, tío? —lepreguntó Johnny Cash.

—Afuera, al aparcamiento, arespirar un poco de aire fresco. Aquídentro huele a muerto.

De forma instintiva, todo elmundo volvió la mirada hacia Kurt

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Cobain. Éste captó todas aquellasmiradas acusadoras y se sonrojó unpoco. Y acto seguido lanzó uncomentario desafiante a Brown antesde que éste se fuera:

—Ten cuidado con losautobuses del aparcamiento, colega.Sería una lástima que te atropellarany en la final quedáramos sólo cuatro.

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Siete

Más que nunca, Sánchez hacía

toda la propaganda que podía paraque Elvis ganase el concurso«Regreso de entre los muertos». Suamigo no sólo había acudido en su

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ayuda persuadiendo a larecepcionista de que le diera unahabitación que originalmente estabareservada para otra persona, ademásel Rey se había ofrecido a subirle elequipaje. Habían tomado el ascensorhasta el séptimo piso y despuéshabían andado como cincuentametros por un pasillo muy largo.Dicho pasillo era lo bastante anchopara que cupieran unas seis personasla una al lado de la otra. Las paredesse hallaban empapeladas de colorcrema, y el mullido suelo era demoqueta, suave y de color verde.

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Resultaba evidente que el dueño delhotel se sentía muy orgulloso delmismo. En comparación, el bar deSánchez, el Tapioca, parecía un localmás bien cutre al entrar, en cambiocuando se dejaba atrás la zonaligeramente cutre se llegaba a la muycutre. Pero aquel hotel era elegantepor todas partes.

—Aquí está —dijo Sánchezseñalando una puerta situada a manoizquierda. Estaba pintada de blanco ytenía unos pequeños números ennegro a la altura de los ojos: 713.

—Joder, abre de una vez. Esta

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puta maleta pesa una tonelada —sequejó Elvis.

Sánchez, murmurando unaexcusa, se sacó una tarjeta delpantalón corto y la introdujo en ellector de tarjetas de la puerta. Seencendió una lucecita roja que acontinuación se volvió verde, yseguidamente se oyó un suavechasquido. Sánchez giró la manija yempujó la puerta.

Se encontraron con unahabitación muy espaciosa, en cuyocentro destacaba una cama grande.Al fondo había un tocador de

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madera, y junto a la cama otramesilla con una lamparita. Más allá,en el rincón de la izquierda, habíauna puerta que daba al baño. Sánchezse sintió complacido con lo que vio.Aquello era mejor que lo que teníaen casa. Se quedó tan asombrado porlo limpio que estaba todo que noprestó demasiada atención adóndepisaba. Mientras recorría lahabitación con la mirada, su piederecho tropezó con un objeto quehabía en la moqueta. Oyó que searrugaba algo y bajó la vista. Debajode su pie había un sobre marrón de

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gran tamaño y aspecto corriente, quemediría unos veinte centímetros portreinta. Se agachó para recogerlo yfue hacia la cama. Mientras tanto,Elvis, que había entrado detrás de él,estaba cerrando la puerta de lahabitación. Para cuando se dio lavuelta, Sánchez ya estaba sentado enla cama y manipulando una esquinadel sobre.

—¿Qué cojones tienes ahí? —quiso saber Elvis.

—No estoy seguro.—Pues ábrelo.—¡Eso es lo que estoy

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haciendo, joder!Los dedos regordetes de

Sánchez estaban peleándose con elcierre del sobre. Habían pegado lasolapa con cinta adhesiva, y tambiénlos lados de la misma. Sánchezdesgarró la cinta y a continuaciónrasgó el extremo del sobre. Miródentro. Había varias fotos de tamañoPolaroid, y también otra cosa, másabultada, metida justo al fondo.

—¿Qué coño es eso? —preguntó Elvis.

Sánchez frunció el ceño.—Fotos, por lo visto.

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Sujetó firmemente el extremodel sobre para que lo que había alfondo no se cayese y seguidamentevolcó suavemente el resto delcontenido sobre la cama. Elvis dejóla maleta de Sánchez en el suelo yfue a mirar las fotos más de cerca.Sánchez tomó la que tenía máspróxima y la examinó detenidamente.Era una instantánea en color de trecepor diez en la que se veía a unhombre blanco, sin afeitar y con elpelo rubio y grasiento.

Elvis lo observó desde atrás.—¿Quién cojones es ése? —

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preguntó.—No sé.—¿Y ese papel?—¿Cuál?—Ese de ahí.Elvis señaló un papelito blanco

que había resbalado del sobre juntocon las fotos. Sánchez lo cogió con laotra mano y lo miró. Llevaba cuatronombres escritos con tinta azul.Comparó los nombres con la foto quesostenía en la mano.

—¿Qué dice, tío? —inquirióElvis.

—Me parece que este tipo es

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Kurt Cobain —respondió Sánchezagitando la foto. Luego examinó lasotras tres—. Creo que son las fotosde cuatro participantes del concurso.

—Dámelo —dijo Elvis altiempo que le arrebataba el papel aSánchez. Echó un vistazo a losnombres y después observó las fotosque había extendido Sánchez sobre lacama—. Aquí pasa algo malo —anunció tras una larga pausa.

—No lo entiendo. ¿De qué coñova todo esto? —dijo Sánchezpensando en voz alta.

—Sánchez, tú sabes a qué me

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dedico, ¿verdad? Cuál es mi trabajo.—Sí, por supuesto. Lo sabe

todo el mundo. Eres un asesino asueldo.

—Exacto. Y esto, amigo mío, esuna lista de objetivos. El destinatariode ese sobre es el tipo que reservóesta habitación. Y estos cuatrocantantes iban a ser liquidados.

—¡No jodas!A Sánchez le hizo poca gracia

la idea de pernoctar en unahabitación que había sido reservadapor una persona que tenía pensadoperpetrar cuatro asesinatos. Si aquel

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tipo se presentase, podía haberproblemas. Para él.

Elvis reflexionó unos momentosy después le dio un consejo aSánchez.

—Yo que tú, dejaría este sobreen recepción para que lo recoja eltipo en cuestión, si es que aparece.

—¿No debería entregárselo a lapolicía?

—Bueno, es una idea, sí. Pero,personalmente, opino que si alguienestá pensando en liquidar a esoscuatro participantes a mí se memultiplicarán las posibilidades de

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ganar el puto concurso.—Eso es un tanto despiadado,

¿no?—Siempre hay que buscar la

parte positiva de cada situación,Sánchez. Además, por si no lo hasnotado, en el Cementerio del Diablono hay policía.

—Ya. Bueno. —Sánchez sesentó en la cama y se puso a pensarqué hacer. Comprendió la lógica delplan de Elvis.

—De acuerdo —suspiró—. Voya intentar cerrar otra vez el sobre, yluego lo bajaré a recepción.

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—Genial. —El Rey consultó elreloj—. Creo que mejor me voyyendo, colega. Dentro de media horatengo que salir al escenario para laaudición. Espero tenerte entre elpúblico, necesito todo el apoyoposible. —Sonrió de oreja a oreja yagregó—: Aunque ya sea buenísimo.

—Claro. Luego te veo, tío.Buena suerte, y gracias otra vez porsubirme la maleta.

Elvis plegó el papelito quecontenía los cuatro nombres, se lodevolvió a su amigo y salió de lahabitación. Cuando el Rey hubo

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cerrado la puerta y se hubo ido,Sánchez echó otro vistazo al interiordel sobre para cerciorarse de quehabía visto bien. En efecto, en elfondo del mismo había un grueso fajode billetes. Lo había sujetado concuidado para que no se cayesecuando volcó los demás objetos. Alfin y al cabo, si Elvis lo hubieravisto posiblemente habría queridouna parte. Y dado que el sobre seencontraba en su habitación,técnicamente era suyo. Extrajo eldinero y procedió a contarlo condedos temblorosos. Eran billetes de

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cien dólares. Había doscientos.Veinte mil.Había llegado el momento de ir

al casino.

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Ocho

Annabel de Frugyn fue

conducida al despacho privado deNigel Powell. Se trataba de unahabitación elegante, provista de unablanda alfombra de color azul añil y

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paredes de yeso blanco. Al fondohabía un amplio escritorio demadera, colocado delante de unasventanas ocultas tras unas cortinas decolor rojo vivo que quedaban fatalcon la alfombra. Powell le indicócon un gesto que tomara asiento en unpequeño sillón tapizado de cueronegro que había frente la mesa.Seguidamente él fue hasta el otrolado de la misma y se sentó en otrosillón mucho más grande, también decuero negro. Sobre la mesa habíaesparcido un batiburrillo bastanteordenado de papeles y fotografías

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enmarcadas, estas últimas orientadashacia él. Había también un teléfonomás bien anticuado, grande y decolor blanco, justo a su izquierda.

Uno de los dos guardias deseguridad que habían escoltado alpropietario del hotel hasta elvestíbulo lo había acompañadotambién hasta el despacho. Se apostójunto a la puerta, la cual habíacerrado al entrar. Annabel, quetodavía estaba de pie, le dedicó unade sus horribles sonrisas, pero elguardia, haciendo gala de una actitudverdaderamente militar, mantuvo la

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vista al frente y la ignoró. Annabel,sin arredrarse, tomó asiento en elsillón, frente a Powell. Sujetabaapretado contra el regazo el bolsoque llevaba consigo a todas partes.Había permitido que el personal deseguridad del hotel le subiese elequipaje a la habitación, pero noestaba dispuesta a dejar que nadiepusiera las manos en su sucio y viejobolso de cuero marrón.

—Bien, señorita de Frugyn,seguramente se estará preguntandoqué está haciendo aquí —empezóPowell recostándose sonriente en su

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sillón.Annabel no pudo evitar

devolverle la sonrisa. Aquel hombreposeía un encanto diabólico, y sehacía obvio que cuidaba mucho suimagen. A pesar de haber rebasadolos cuarenta, no tenía ni una solaarruga en la cara, resultado, sin duda,de la cirugía plástica y de lasinyecciones de Botox que debía deadministrarse con regularidad.

La sonrisa de Annabel eracompletamente lo contrario, ymostraba un sinnúmero de arrugas ypliegues.

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—Quiere que haga uso de mispoderes psíquicos, ¿no es así?

—Muy bien. Impresionante. Ytotalmente correcto. Voy a sersincero con usted, Annabel, si mepermite llamarla por el nombre depila. —Ella reaccionó con unasonrisa afectada, más repugnantetodavía, si cabe, que su horriblesonrisa habitual—. Su presencia eneste hotel no ha sido producto de lacasualidad. Yo mismo lo amañé todopara que ganase este viaje paraasistir al concurso.

—Ya noté algo raro cuando

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recibí la carta en que se mecomunicaba que había ganado.

—¿En serio? ¿Le fue reveladopor sus poderes psíquicos? —Powellse enderezó en el asiento, de prontomás alerta que antes.

—Sí. Eso y el hecho de que noparticipé en la encuesta necesariapara ganar el premio.

Powell sonrió educadamente.—Permítame que vaya al grano.

Me han contado muchas cosas buenasde usted. Un amigo mío la recomendódespués de acudir a su consulta paraque le hiciera una videncia, hace

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unos cuantos años. —Calló unosinstantes y asumió una actitud mássolemne—. Y hoy necesito de susservicios para un asunto de graveimportancia.

—¿Quiere que le diga quién vaa ganar el concurso?

—No. Es más importante queeso.

La Dama Mística estabaempeñada en adivinar lo que queríaPowell antes de que éste se lo dijese.

—¿Quiere saber qué le van aregalar por su cumpleaños? —aventuró.

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Powell dirigió una mirada alguardia de seguridad que estabaapostado junto a la puerta, unamirada que sugería que no estaba loque se dice impresionado por lospoderes místicos de aquella vidente.Todavía no lo había convencido deque fuera digna de llamarse DamaMística.

Annabel, percibiendo suescepticismo, intentó tranquilizarlo:

—Trabajo mucho mejor cuandotengo mi bola de cristal —le dijo.

—Ah. Entiendo. ¿Y la tiene conusted?

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—Sí.—Sáquela, por favor. —Detrás

de aquel tono suave había un toquede autoridad.

Annabel abrió la cremallera delbolso, pero antes de meter la manodentro frunció el entrecejo.

—Espere —dijo con unaexclamación ahogada—. Estoyviendo algo.

—¿Qué es?—Estoy viendo que usted me

entrega quinientos dólares.Powell lanzó un suspiro.

Annabel nunca trabajaba gratis, y se

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aseguraba de que lo supiera todo elmundo. Su reputación se habíaextendido mucho más allá de SantaMondega, de modo que Powell yasabía qué esperar. Buscó en elinterior de la chaqueta y extrajo ungrueso billetero de piel. Lo abrió ycontó cinco billetes de cien dólares.A continuación puso tres de ellossobre la mesa para Annabel, la cuallos cogió a toda prisa y se apresuró aesconderlos en alguna parte de supersona.

Powell sujetó con un dedo losotros dos billetes que faltaban, y que

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aguardaban en su lado de la mesa.—Trescientos ahora —dijo con

frialdad— y doscientos más si medice lo que necesito saber.

Annabel fingió estudiar laoferta. Pero la verdad era que nopensaba rechazarla de ningunamanera. Normalmente había un pocode regateo, pero al pedir de entradaquinientos dólares había sido untanto optimista. El hecho de quePowell estuviera dispuesto a pagardicha cantidad en su totalidad hacíaque aquellos trescientos resultaranmás que aceptables. Así que,

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acompañando el gesto con otrasonrisa de pesadilla, hurgó en subolso y sacó una bola de cristal depequeño tamaño, un objeto muchomás limpio que el sucio receptáculoen que estaba guardado. La depositóante sí sobre la mesa y miró alhombre que tenía enfrente.

—Bien, pues dígame qué es loque quiere saber.

—Verá, Annabel —dijo Powellinclinándose sobre el escritorio yofreciéndole su deslumbrante sonrisa—, hace unas semanas acudió a mí unmexicano con aspecto de matón

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llamado Jefe. Afirmaba ser unasesino o una especie decazarrecompensas.

—Me parece que lo conozco —dijo Annabel.

—Debería —replicó Nigel—.Porque es el que me recomendó quehablara con usted.

—¿De qué?—Me dijo que le habían

ofrecido una suma de dinerosustancial por matar a varios de losparticipantes en el concurso de esteaño. Que había aceptado el trabajo através de una tercera persona, y al

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poco se enteró de que el contrato selo habían dado a otro.

—Comprendo. Y usted quieresaber quién es ese otro.

—Sí. Y también quiero saberquién está contratando a esaspersonas y por qué.

—¿Jefe no lo sabía?—No, pero me dijo que a lo

mejor usted podría ser de ayuda aese respecto. Ésa es la razón de queesté aquí.

—Está bien. ¿Algo más?—De momento, basta con eso.

¿Se considera capaz de adivinarlo?

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—Bueno, vamos a ver, ¿no?¿Puede bajar las luces?

—Claro. Tommy, baja las luces,por favor.

El guardia de seguridadtrajeado de negro giró un interruptorque había junto a la puerta y atenuóla iluminación del techo hasta que laestancia quedó lo bastante oscurapara que la bola de cristal deAnnabel comenzase a resplandecercon un suave color blanco. Fue laindicación que necesitaba ésta parainclinarse hacia delante y empezar amover las manos alrededor de la

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enigmática esfera. Transcurridosunos segundos, en el interior de labola apareció una niebla blanca queformaba remolinos. Powell tuvo lainteligencia de guardar silenciomientras la vidente gesticulaba demanera un tanto sospechosa con losbrazos. Por fin, después de pasarcasi un minuto entero mirandofijamente la bola de cristal en totalconcentración, Annabel pareciórecibir una revelación.

—El hombre que busca —entonó— ya está en el hotel. Tieneuna lista de personas a las que piensa

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matar.—¿Alcanza a ver cómo es

físicamente?—Veo a dos hombres juntos.

Uno de ellos va a participar en elconcurso, el otro es un asesinodespiadado. Piensan eliminar a susprincipales contrincantes para ganarel concurso.

Powell se llevó una mano a labarbilla y empezó a frotársela confuria como si le picara.

—¿Quiénes son? —exigió.—Espere. Estoy viendo algo.

Es… es el número de una habitación.

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—Continúe.—Una habitación situada en la

séptima planta.Annabel, con la vista fija en el

globo de cristal, estaba empezando asudar a causa del esfuerzo deconcentrarse. Powell también estabamirando fijamente, pero no veía nadamás que la niebla blanca girando enremolinos. Entonces la anciana hablóde nuevo, esta vez con un tono de vozmonocorde e intercalando brevespausas entre las palabras:

—Es el número de unahabitación… la trece de… la séptima

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planta. Ahí es… donde encontrará…al asesino que busca.

—¡Vaya! —exclamó Powellcon tono de sorpresa. En contra de suvoluntad, estaba impresionado—.¡Qué precisión! ¿Sabe el nombre dela persona que la ocupa?

Annabel negó lentamente con lacabeza.

—No. El nombre de esapersona está envuelto en una nube deconfusión. No consigo distinguir porqué. —De nuevo su voz volvía asonar normal.

«¡Mierda!», pensó Powell, pero

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se lo guardó para sus adentros.—Está bien —dijo con

suavidad—. ¿Ve algo más?—Sí, una cosa más. Pero

sospecho que usted ya la sabe. —Ahora sonaba titubeante.

Powell alzó una ceja en un gestoirónico.

—¿Y de qué se trata?—Este concurso está maldito.—¿Cómo dice? —Si estaba

sorprendido, desde luego lodisimulaba notablemente bien.

—Que sobre este concurso pesauna especie de maldición. No

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consigo descifrar exactamente cuál,pero si yo fuera una participante,creo que no me convendría nadaganar.

El propietario y promotor delconcurso hizo un ademán con la manocomo para quitar importancia alasunto y sonrió.

—A mí no me preocupan lasmaldiciones, ni tampoco lo que levaya a suceder a la persona que ganeel concurso. Sólo quiero tener laseguridad de que todo discurre sinfallos.

—Usted decide —replicó

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Annabel—. Pero en mi opinión, seríamás apropiado que el concurso sellamara «Operación Difunto».

Powell suspiró.—Me parece que aquí ya hemos

terminado. Tommy, vuelve a subirlas luces, haz el favor.

La niebla blanca que llenaba elinterior de la bola de cristal comenzóa disiparse, y Annabel se recostó ensu sillón con cara de cansada y, siacaso, todavía más vieja. El guardiade seguridad subió las luces, yAnnabel contempló sin disimular suplacer cómo Powell empujaba en su

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dirección los restantes billetes decien dólares.

—Gracias, Annabel. Por lovisto, lo ha hecho muy bien. —Lamiró fijamente y añadió—: Porsupuesto, si volviéramos a necesitarde usted por algún motivo, yaconocemos el número de suhabitación.

Hubo en su tono de voz una sutilnota de intimidación, y a Annabel nole cupo la menor duda de que sólocon que una de sus prediccionesresultara ser falsa, los quinientosdólares regresarían con su antiguo

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dueño. Cogió los dos billetes de cieny los ocultó a toda prisa entre laropa, donde tenía los otros tres. Acontinuación tomó la bola de cristal yse la guardó en el bolso.

—Ha sido un placer hacernegocios con usted —dijo al tiempoque se levantaba. Y no era del todomentira: quinientos pavos eranquinientos pavos.

—Lo mismo digo. Gracias,Annabel. Le deseo una agradableestancia. —Powell estiró el brazopor encima de la mesa y de nuevoestrechó la mano de la vidente, antes

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de formularle una última pregunta—:¿Ya ha adivinado quién va a ganar elconcurso?

La psíquica sonrió.—Si fuera aficionada a las

apuestas, diría que es una personacuyo nombre empieza por J.

Una vez más Powell y Tommyse miraron entre sí. Acto seguido elguardia de seguridad abrió la puertapara Annabel. Una vez que la videntese hubo marchado, Powell levantó elauricular del teléfono blanco quereposaba sobre su escritorio y apretóvarios botones. La llamada fue

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atendida al segundo timbrazo.Respondió una voz de mujer.

—Recepción. ¿Qué desea?—Hola, soy el señor Powell.

¿Puede decirme quién se aloja en lahabitación siete-trece, por favor?

—Sí, señor. Un momento.Tommy se acercó y tomó

asiento en el sillón situado enfrentede su jefe. Un segundo después, larecepcionista facilitó a Powell elnombre que estaba buscando. Powellvolvió a dejar el auricular delteléfono en su horquilla.

—Y bien, ¿ha acertado esa

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vieja bruja o no? —preguntó Tommy.—Pues me han dicho que sólo

acierta el cincuenta por ciento de lasveces, pero no es una malaproporción. Me contento con que noshaya dado bien el número de lahabitación de ese sicario.

—¿Y de quién se trata?—Según recepción, se apellida

Sánchez García. Manda a unoscuantos chicos a buscarlo, ycerciórate de que vayan armados. Side verdad es un sicario, podríaresultar muy peligroso.

—¿Qué les digo que hagan?

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—Que lo interroguen.—¿Y si ha venido aquí en

calidad de asesino?—Averigua para quién trabaja y

mátalos a los dos.—¿Y si no es el asesino?Powell se encogió de hombros.—Pues mátalo sin más.

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Nueve

Ahora que por fin había llegado

al hotel Pasadena, Kid Bourbon seencaminó directamente hacia el bar.Tenía mucho que reflexionar. Y,siendo un hombre que en general no

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tenía gran interés por darse a lareflexión, se permitía tan sólo un díaal año para rememorar el pasado yrecapacitar sobre lo que habríaocurrido si diez años antes la nochede Halloween se hubieradesarrollado de modo distinto.

Había escogido el bar mástranquilo del hotel, un salón ubicadojusto al lado del vestíbulo, y ahoraestaba sentado en una banqueta alfinal de la barra, con la miradaperdida en un vaso de bourbon mediolleno. La camarera, Valerie, unajoven diminuta que llevaba la larga

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melena castaña recogida en una colade caballo, a los dos segundos dehaberle puesto los ojos encimaadivinó que aquel cliente no deseabacharlar de trivialidades. Su lenguajecorporal hablaba por sí solo:proyectaba deliberadamente unavibración hostil (aunque en lamayoría de las ocasiones era sinintención). Valerie le sirvió labebida rápidamente y se la colocódelante, sobre un posavasos, con lamáxima discreción.

En el bar no había más de veintepersonas. Como si se hubieran

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percatado de que Kid no estaba dehumor, a nadie se le ocurrió sentarsea la barra; estaban todos sentados enlas mesas armoniosamentedistribuidas por el salón, enfrascadosen educadas conversaciones a mediavoz. Aquél no era uno de los antrosde maleantes a los que estabaacostumbrado Kid Bourbon. Erademasiado elegante, y los clienteseran demasiado civilizados. Peroencajaba perfectamente bien con suactual estado de ánimo.

Había varias razones distintaspor las que había ido al Cementerio

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del Diablo. El primer punto de laagenda de trabajo era emborracharse;así no recordaría tantas cosas.Habían pasado diez años desde eldía en que, teniendo él dieciséis,mató a su madre. Además de eso,aquella misma noche dejó en elembarcadero a su novia adolescente,Beth, con la promesa de que volveríaa buscarla antes de que pasara lahora de las brujas. Aquello ocurrióantes de que descubriera lo quequedaba de su madre. Todavía loatormentaba de vez en cuando la ideade que aquella noche no logró

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regresar con Beth. Le surgieronasuntos más importantes que atender,como buscarle un hogar a su hermanopequeño, Casper, que estaba muyalterado. Casper había nacido congraves dificultades de aprendizaje, yal saber que su madre había muertosufrió un ataque de histeria. Paraempeorar la situación, Kid, que enaquella época era conocido por lassiglas JD, además le rompió elcuello al padre de Casper en unacceso de cólera. Los dos hermanostenían padres distintos. A JD no legustaba su padre más que el de

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Casper, es que simplemente aún nose había dado la ocasión de matarlo.

Sin embargo, la persona quellenaba su pensamiento la mayorparte del tiempo era Beth, en lasraras ocasiones en que permitía queregresara el pasado. Justo en estedía, todos los años, se permitíarecordarla exactamente igual que eracuando la besó por primera vez.Habían asistido juntos a una fiesta deHalloween organizada en el institutode Santa Mondega. Su madre le habíaconfeccionado un disfraz deespantapájaros, y aunque éste no era

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exactamente lo que más le cuadraba,sabía que ella se había esforzadomucho para hacérselo. Y al finalresultó ser todo un éxitoinintencionado, porque cuando llegóa la pista de baile descubrió a Bethdisfrazada de la Dorothy de El magode Oz. Ambos vieron en ello un buenpresagio, de modo que abandonaronel baile para irse a dar un paseohasta el embarcadero. La carreterano estaba precisamente pavimentadacon losas amarillas como las delcuento, pero aquello no les hizoperder ni un ápice de entusiasmo. Lo

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que les hizo perder entusiasmo fue loque sucedió después.

Kid contempló su cara reflejadaen el vaso de bourbon y se permitióesbozar una leve sonrisa.Mentalmente vio con toda nitidez laimagen de Beth dando saltos por elpasillo del instituto y canturreando:«Vamos a ver al mago, almaravilloso mago de Oz.»Él lainterrumpió de inmediato, de modoque no consiguió llegar al final delestribillo. Si tuviera oportunidad, lehabría encantado volver a aquelmomento, y esta vez le permitiría

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cantar toda la canción hasta el final.Aunque pareciera una boba. Laverdad era que no cantaba muy bien,que él recordase. Sin embargo,aquellas simples imperfecciones eranlas que hacían que el recuerdoresultara tan entrañable.

Kid tenía planes de volver aSanta Mondega a buscar a Beth, conla esperanza de… ¿De qué? ¿Dereavivar una relación que nuncahabía terminado de afianzarse? Enaquellos diez años no había vueltopor allí, convencido de que ellatampoco estaría. En la noche de

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aquel desgraciado Halloween, Bethfue detenida y acusada de haberasesinado a su madrastra. Éldesconocía los detalles del caso,pero al parecer Beth fue capturadapor un policía local llamadoArchibald Somers. Acabó en lacárcel, condenada a diez años deprisión por homicidio en primergrado. Si continuaba siendo la chicadulce y tímida que él había conocido,tal vez existiera la posibilidad deque la dejaran en libertad un pocoantes por buena conducta. De hecho,aquello era algo que podía suceder

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ya en cualquier momento.No obstante, en la vida de Kid

Bourbon nada era tan blanco o negrocomo parecía visto de formasuperficial. El problema que teníacon Beth consistía en que aun cuandosaliera de la cárcel él no podría ir abuscarla, por la misma razón por laque no podía visitarla en prisión.Tenía demasiados enemigos. Sialguno se enteraba de que leimportaba Beth, ésta se convertiríaen el objetivo de diversas criaturasasesinas, ya fueran vampiros,hombres lobo o simplemente

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humanos corrompidos de los que searrastran por el fango.

Dio vueltas al vaso de bourbonentre las manos. Por una décima desegundo vio reflejada en él la carasonriente del vampiro que habíaacabado con su madre. Dicha imagenlo incitó a apretar el vaso con másfuerza, pero relajó rápidamente lamano para evitar que estallara en milpedazos.

Había una razón fundamentalpor la que Kid iba a pasarHalloween en el hotel Pasadena. Locierto era que no había nada que le

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gustara más que una buena matanzade Halloween, de las que ya estabanpasadas de moda. Cuando estaba deviaje por Plainview, Texas, unassemanas antes, había descubiertomientras echaba un pulso con unindividuo llamado Rodeo Rex que elCementerio del Diablo estaba repletode seres no muertos. Sobre todo enHalloween. Durante elenfrentamiento, Rex intentó hacerleerrar alardeando de que teníapensado acudir al Cementerio delDiablo para hacer un trabajito en elnombre de Dios: matar a los no

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muertos. En aquel momento daba laimpresión de que el pulso podíadurar indefinidamente, porque amboscontrincantes estaban muy igualados.Así que Kid, aunque odiaba perdercualquier confrontación, dejó ganar aRex. Tras permitir que aquelgigantesco motero le tumbara elbrazo y se apuntara la victoria,procedió a estrujarle la mano contodas sus fuerzas hasta romperletodos los huesos, para que no pudieraacudir a la cita que tenía en elCementerio del Diablo. A partir deaquel momento, la tarea de matar a

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los no muertos era toda suya. Una vezque dejó a Rex fuera de lacirculación, puso rumbo alCementerio del Diablo paraorganizar una pequeña carnicería.

Pasó por su lado uno que ibacaracterizado de Sid Vicious endirección a la salida del bar, hacia elvasto auditorio que ocupaba la mayorparte de la planta baja del hotel. Elhecho de verlo sacó a Kid de susiniestra ensoñación. El concurso«Regreso de entre los muertos» habíaatraído a un montón de carasinteresantes. Por todas partes había

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gente que encarnaba a artistasfallecidos, y, tal como habíademostrado sin la menor sombra deduda el idiota que pretendía serMichael Jackson, todos eran unapanda de pirados. Todos sinexcepción. Y todos tenían en comúnuna misma chifladura: se sentían máscómodos metidos en la piel de otro.

Kid no se había quitado lasgafas de sol desde que entró en elhotel. Muy probablemente tendría losojos vidriosos e inyectados en sangrea causa de las horas que habíapasado en la carretera, y también a

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causa del alcohol y la falta de sueño.Las gafas servían también paraahuyentar a los desconocidos. Nadiepodía establecer contacto visual conél, y nadie iba a equivocarse einterpretar que aquellos cristalesoscuros eran una invitación aentablar una conversaciónintrascendente. Junto con laindumentaria que constituía su marcade fábrica, las gafas de solconseguían proyectar el mensaje de«déjame en paz». Y desde luego conlos empleados del hotel funcionaba ala perfección, porque cuando no

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estaban sirviendo a nadie cerca semantenían bien alejados, en el otroextremo del bar.

En la barra, junto al vaso debourbon, había dejado un cigarrillosin encender que había sacado de unpaquete recién abierto. Dichopaquete se encontraba al lado de unpequeño cenicero plateado queservía para recoger propinas. Sabíaque los empleados del bar estabanrezando para que él no encendiera elcigarrillo, porque ello los obligaría adecirle que debía apagarlo. A losojos de cualquier observador casual

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podría dar la impresión de que notenía intención de prender elcigarrillo o de que simplemente sehabía olvidado de que lo tenía allídelante. Pero para aquel queconociera la reputación que tenía KidBourbon, estaba claro que con ellopretendía provocar una discusión conalguien al que no le cayeran bien losfumadores.

Cuando llevaba más o menosveinte minutos mirando fijamente elvaso medio lleno, lo cogió y apuró elcontenido de un solo trago. Despuéslo dejó de nuevo sobre la barra con

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un golpe lo bastante fuerte parallamar la atención de Valerie, lacamarera que le había servido antes,la cual, toda nerviosa, enseguidacorrió a preguntarle:

—¿Lo mismo, señor?Kid afirmó con la cabeza, y ella

le sirvió otro medio vaso de SamCougar. A cambio de ponerle la copasin intentar trabar conversación, Kiddejó caer sobre la barra un billetearrugado de veinte dólares.

—Quédese el cambio.—Gracias, señor.Cuando la chica estaba

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anotando la venta en la cajaregistradora que había en la parte deatrás, se oyó una voz masculina a laespalda de Kid que dijo en tono dejolgorio:

—Valerie, ponme una botelladel mejor champán que tengas. —Elhombre empleó un tonodeliberadamente agudo para que looyeran todos los clientes del bar. Y,para que, según esperaba, quedaranimpresionados.

Se hizo obvio que era unindividuo conocido y odiado por lacamarera, porque ésta se volvió de

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inmediato y esbozó una sonrisa falsaque sugería que no le caía nada bien,pero que no tenía más remedio quelamerle el culo para conservar aquelempleo.

Kid, ligeramente sorprendido,conocía a aquel tipo de losinformativos de la televisión. Sellamaba Jonah Clementine y era el expresidente de un importante bancointernacional que había sidoliquidado hacía poco, tras más de unsiglo de actividad lucrativa. Variosmiles de sufridos trabajadores sehabían ido al paro con una

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indemnización escasa o nula, peroClementine había sobrevivido alescándalo y había salido con sufortuna, ya que no su reputación, enmejor situación que antes. Despuésde haber pasado años concediéndosea sí mismo y a sus sociosbonificaciones anuales de más deveinte millones de dólares, aún se lasingenió para irse con un cheque detreinta millones poco antes de que elbanco fuera intervenidopúblicamente y de muy mala manera.Era exactamente el tipo de clienteque más odiaban los empleados del

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hotel. Los trataría como seresinferiores en los que casi no sefijaría, y ellos sin duda iban a tenerque sonreírle y procurarle un tratopreferencial. Lo cual, al parecer, eralo que estaba haciendo Valerie.

Además, Clementine tenía famade ser un playboy internacional.Llevaba agarrada del brazo a unamodelo rubia de veintipocos años,dotada de unos pechos enormes(seguro que compuestosprincipalmente de silicona)estrujados dentro de una ajustadacamiseta blanca, y los apretaba

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intencionadamente contra el brazo desu acompañante. Sus largas piernas,bronceadas de un tono doradoperfecto, se ofrecían a la vista casidesde la cintura, porque justo pordebajo de ella desaparecían en elinterior de un brevísimo tangadorado. La chica era, en resumidascuentas, el contraste perfecto deJonah Clementine, que lucía un trajeSavile Row de color gris, hecho amano, que valía tres mil dólares.Desde que el escándalo de susespeculaciones financieras inundóprácticamente todos los telediarios,

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resultaba obvio que había tenidotiempo para contratar los serviciosde un entrenador personal. Pese aque ya tenía cuarenta y tantos años,poseía un físico que había dejado deser el de quien pasa el tiempo dentrode una oficina. Tenía un torsomusculado, el cual, unido al intensobronceado naranja que seguramentehabía conseguido de maneraartificial, le daba la apariencia deltípico tío guaperas. Debajo del trajellevaba una camisa de seda colorcrema y un foulard a cuadros rojos ynegros atado flojamente al cuello. A

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diferencia de la clase de clientes conlos que Kid Bourbon estabaacostumbrado a compartir los bares,éste iba perfectamente afeitado y olíaa colonia cara, y el estilo en quellevaba arreglado el pelo, corto ycon las puntas hacia arriba, sugeríaque se había pasado una horapeinándose delante del espejo.

—Señor, ¿cuántas copas desea?—le preguntó Valerie respondiendoa la petición de que le sirviera unabotella de champán.

—Solamente dos, por favor,Valerie. Y tú también sírvete una,

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¿vale? Hoy estoy teniendo una rachade suerte.

—Como siempre, ¿no? —bromeó cortésmente la camarera a lavez que se dirigía al frigorífico delfondo a buscar el champán.

Mientras ella sacaba una botellade Diamant Bleu (la bebida de losricos, donde las haya), el millonarioobservaba a Kid Bourbon. Éste habíacogido el cigarrillo sin encender y selo había puesto en la comisura de loslabios, donde permaneció unosinstantes sin que sucediera nada hastaque de pronto se prendió solo. Era un

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truco que había impresionado amucha gente a lo largo de los años.Pero no iba a impresionar a JonahClementine; éste era de los que sólose impresionan con las cosas quepueden controlar. Un excéntricocomo Kid Bourbon tan sólo podíaaspirar a causarle irritación. Yaquello era precisamente lo queintentaba hacer Kid.

—Disculpe, pero aquí no estápermitido fumar. —Lo dijo de formabastante razonable, pero estaba claroque la intención era la de una orden.

Kid hizo caso omiso.

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—¡Eh, oiga! Estoy hablando conusted.

Kid se quitó el cigarrillo de lacomisura de la boca con la manoizquierda y se volvió hacia JonahClementine. Y entonces exhaló unanube de humo en su dirección.

—¿Se puede saber qué coño lepasa? —saltó Clementine—. Aquíhay más personas, además de usted.Y no a todas les apetece respirar elhumo de segunda mano que estáexpulsando.

—¿Adónde quiere llegar?Un hombre que fuera más

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prudente que Clementine, y queestuviera menos acostumbrado asalirse con la suya, se habríapercatado del tono áspero de aquellapregunta. Se habría percatado y talvez hubiera reflexionado un pocosobre lo que significaba. PeroClementine continuó arremetiendo,atónito por el hecho de que hubieraalguien capaz de desafiarlo.

—A lo que quiero llegar es aque apague ese maldito cigarro, o delo contrario pediré que lo echen deaquí.

—No.

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Clementine alzó las dos cejas.—¿No? ¿Eso es todo? ¿No?—Sí.—Muy bien. No me deja otra

alternativa. Valerie, llama aseguridad y que echen a esteindividuo a la calle. Ya.

La chica, que estaba de piedetrás de la barra, se encogióvisiblemente. En cierto modo,seguramente se alegraba de queClementine hubiera llamado laatención a aquel fumador en vez detener que hacerlo ella, porque noquería que el tipo de las gafas de sol

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le echara a ella la culpa de que loexpulsaran del bar. Pero todavía ledaba miedo la innecesariaconmoción que estaba a punto dedesatarse.

Oculto a la vista, por debajo dela barra, había un botón de alarmaque habían puesto precisamente paraocasiones como aquélla. Valerie seagachó y lo apretó con fuerza.Pasados cuarenta y cinco segundos sepresentó en la entrada principal unfornido miembro del equipo deseguridad y se dirigió hacia la barrabuscando signos visibles de

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alboroto. Se llamaba Gunther, y a suscuarenta años era uno de los agentesde seguridad más veteranos del hotel.Alto y bien formado, llevaba un cortede pelo a lo militar, comorecordatorio del tiempo que habíapasado en el ejército. Vestía unholgado pantalón de vestir de colornegro y una camiseta negra queexhibía una musculatura biendefinida. Y además tenía un rostrocurtido que sugería que en su épocahabía recibido una buena tunda depuñetazos.

—¿Qué ocurre, Valerie? —

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preguntó.—Yo voy a decirle lo que

ocurre —intervino Clementine—. Setrata de este payaso de aquí. Noquiere apagar el cigarrillo. Estámolestando a todos los demás.

—Entiendo. —Gunther sevolvió hacia Kid Bourbon, queseguía sentado en su banqueta sinhacer caso, dando una calada alpitillo—. Señor, voy a tener quepedirle que apague ese cigarrillo. —Lo dijo con educación, pero en untono sumamente afilado.

—Pues pídamelo.

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Gunther miró a Clementine ehizo un gesto de asentimiento con lacabeza. Resultó obvio que él opinabalo mismo acerca de aquel pirado queestaba fumando en el bar.

Endureció el tono de voz:—Está bien, amigo. Venga,

vamos a dar un paseo.A la vez que decía esto,

extendió la mano y agarró a Kid porel hombro derecho. Su intención eraobligarlo a levantarse del asiento,suavemente pero con firmeza, con laesperanza de que él accediera sinoponer resistencia.

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Pero opuso resistencia.Con la mano derecha, Kid

Bourbon asió la descomunal zarpa deGunther y le estrujó los dedos confuerza hasta casi hacerlos papilla. Almismo tiempo, apartó la mano de suhombro sin moverse de la banqueta.

—No vuelva a tocarme.Soltó la tenaza, y el guardia de

seguridad retrocedió al tiempo quemovía los dedos para cerciorarse deque todavía le funcionaban.Satisfecho al ver que no tenía lamano rota, miró a Kid más de cerca.Tras observarlo largo y tendido, su

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expresión reveló que habíacomprendido que se había librado deuna buena.

—Yo lo conozco —dijo.—Genial.—Disfrute del cigarro.—Así lo haré. —Kid dio otra

calada y agregó—: Una cosa más,antes de que se vaya.

—¿Sí?—Voy a matar a este cabrón

trajeado dentro de un minuto. Envíe aalguien que venga a limpiar elestropicio.

Jonah Clementine oyó la

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amenaza y montó en cólera.—Pero ¿a quién cree que está

llamando cabrón? —Luego se giróhacia Gunther y ladró—: ¡Usted!¡Saque inmediatamente de aquí a estemaleante, o de lo contrario ya puededespedirse de su puto empleo!

—No pasa nada. Déjelo en paz.Y dicho esto, Gunther dio media

vuelta y se fue. Valerie y los demásclientes lo contemplaron sin decirnada, preguntándose qué iba asuceder a continuación y procurandono mirar fijamente a la siniestrafigura que estaba sentada a la barra

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fumando como si nada.Hacía muchos años que nadie

desobedecía una orden deClementine, y además, éste no habíallegado a ser quien era a base derendirse. Hirviendo visiblemente defuria, se hizo cargo del asuntopersonalmente. Era un hombre degran poder y nivel económico, y deaún mayor autoestima, de modo queverse desafiado en público por unmero guardia de seguridad comoGunther, e insultado por un tipejo quese pasaba la vida en los bares, eraalgo a lo que no estaba

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acostumbrado, y además tenía queimpresionar a la rubiadespampanante que lo acompañaba.

Miró fijamente a Kid y bramóde nuevo:

—Apague ese cigarro ahoramismo.

Transcurrieron unos segundosdolorosamente largos antes de queKid hiciera lo que le ordenaban:aplastó el cigarrillo contra elcenicero plateado que había dejadoValerie en la barra para las propinas.

—Gracias —dijo Clementinecon gesto triunfal y la boca torcida en

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una sonrisa maliciosa—. No ha sidotan difícil, ¿a que no?

Kid lo ignoró. Alargó la manopara coger el paquete de cigarrillosque descansaba sobre la barra,extrajo uno y se lo puso en lacomisura de los labios.

Clementine se encendió. Sunovia la rubia le frotó la espaldapara incitarlo más. Kid y él estabanapenas a un metro el uno del otro, ypor la cara que ponía la rubia, dabala impresión de que aquellaconfrontación la estaba poniendocachonda.

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—Ah, usted es un putocomediante, ¿a que sí? ¡Ja, ja, sí, ja,ja! —se mofó Clementine. Y acontinuación, bajando la voz congesto amenazante, siseó—: Si prendeese cigarro estando yo presente, meencargaré de que lo saquen aldesierto y lo maten a tiros igual que aun perro.

Kid estudió largamente aClementine a través de las gafas desol. Por espacio de unos segundos,ambos se miraron fijamente el uno alotro, sin moverse. EntoncesClementine se lanzó hacia delante

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con la intención de arrebatarle elcigarro a Kid de la boca. Pero Kid leagarró el brazo con la manoizquierda y lo frenó en seco.Seguidamente, cerró la mano derechaen un puño y se lo estrelló aClementine en la cara. Con fuerza. Ytodo ello sin levantarse de labanqueta.

El banquero se tambaleóligeramente sin moverse del sitio,con una expresión de totaldesconcierto. Empezó a sangrar porambas fosas nasales, hasta que elreguero le llegó a la boca. Al cabo

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de un par de segundos se desplomóde espaldas y quedó hecho unguiñapo en el suelo. Se oyó undesagradable crujido cuando sucráneo chocó con la madera delparquet.

La rubia del tanga doradolevantó los brazos en el aire y lanzóun chillido.

—¡Oh, Dios mío, Jonah! ¿Estásbien? —Se agachó y se inclinó sobreél para ver si se encontraba bien,pero los tacones de quincecentímetros que llevaba y el peso delas mamas agrandadas le crearon

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dificultades para conservar elequilibrio, de modo que, con el finde apoyarse, plantó fuertemente unamano en el pecho de Clementine.Éste no reaccionó. Tras darle unascuantas palmaditas en la mejilla paraintentar que volviera en sí, levantó lavista y miró a Kid Bourbon—. Estáinconsciente —dijo en tono acusador—. Lo ha dejado sin conocimiento.

—No está inconsciente.—Sí está, se lo digo yo. ¡No se

mueve!Kid aspiró la boquilla del

cigarrillo apagado y esperó a que se

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encendiera antes de contestar.—Si estuviera inconsciente —

dijo con toda calma— todavíatendría pulso.

La rubia despampanante sequedó mirando boquiabierta elcuerpo de Clementine. Tardó unpoco, pero finalmente se dio cuentade que no respiraba. Miró de nuevo aKid, que ya se había vuelto otra vezhacia su vaso medio lleno de SamCougar.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—.¿Cómo hace para encenderlo? Es…es verdaderamente genial.

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Se puso de pie y se acercó aKid. Luego le puso una mano en elhombro y le susurró al oído:

—Bueno, ¿por qué no meinvitas a una copa?

—Lárgate, putilla —rugió élcon una voz que parecía gravaarrastrada por el agua. Acontinuación volvió la vista haciaValerie, la camarera, y señaló suvaso con un gesto de cabeza—.¿Señorita?

—¿Sí, señor? —A la chica lelatía el corazón a tal velocidad quese sorprendió de que pudiera hablar

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siquiera.—Lléneme el vaso.

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Diez

Sánchez era un hombre que tenía

muchos defectos. Uno de los peoresera la debilidad por el juego. Era unpasatiempo que con los años le habíahecho perder buena parte de lo que

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tenía, pero el atractivo de lasapuestas y la oportunidad de ganardinero sin tener que sudar erademasiado poderoso y seductor pararesistirse.

Desde el momento en que pusolos ojos en el dinero que contenía elsobre que encontró en la habitación,ya empezó a maquinar toda clase deplanes para especular con él. Y apesar de que Elvis le advirtió de queaquel sobre iba destinado a unasesino profesional de nombre eidentidad desconocidos, Sánchez nopudo dejar pasar la oportunidad. Así

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que se fue derecho al casino delhotel. Llevaba el sobre con las fotosy los veinte mil dólares escondido enla parte delantera del pantalón,hábilmente disimulado por la camisahawaiana, que colgaba por fuera delmismo. Cuando compró aquellacamisa, la dependienta de la tienda leinformó de que jamás podría ocultarnada debajo de ella. Pues bien, seequivocaba.

Como era una persona bastantesincera —por lo menos según susestimaciones—, Sánchez tenía todala intención de entregar el sobre en el

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mostrador de recepción. A fin decuentas, no le pertenecía a él. Ycuando lo hubiera entregado, eldinero seguiría estando dentro: lacantidad exacta, el número exacto debilletes y de la denominación exacta.Pero antes pensaba utilizarlo parajugar en el casino. Tan pronto comohubiera ganado una cantidad decente,volvería a meter en el sobre veintemil dólares en billetes de cien, locerraría y lo dejaría en recepción.Nadie se daría cuenta de nada.

En el momento de idear dichoplan, su intención fue la de jugar

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sobre seguro y ganar sólo un poco dedinero; pero para cuando finalmenteentró por la puerta del casino de laplanta del sótano ya había tomado ladecisión de abandonar sólo cuandohubiera duplicado la cantidad jugada.Veinte mil para él y otros veinte milpara el sicario, quienquiera quefuese. Salió del ascensor con lasmanos sudorosas y penetró en elrecinto de la sala de juego. Unajugada favorable, y sus vacacionestendrían el mejor de los comienzos.

El casino era comodirectamente sacado de un sueño que

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había tenido Sánchez (bueno,dejando aparte el hecho de que loscrupieres no eran monos ataviadoscon traje y sombrero; los sueños deSánchez tenían momentos en los quedesbarraba). Era muy amplio yopulento, y la iluminación estabadispuesta de tal modo queresplandecía con un intenso tonodorado. La moqueta era de unescarlata oscuro, no muy diferentedel rojo de los chalecos que vestíanlos y las camareras. Y por todaspartes había clientes. Por todaspartes se oía el rodar de los dados,

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el ruido que hacían los naipes al sercolocados sobre el tapete, el girar delas ruletas, los vítores de los queganaban y los suspiros de los queperdían, el tintineo de las monedasque caían en las bandejas…

Sánchez estaba en el paraíso.A su izquierda había varias

hileras de máquinas tragaperras, lamayoría de ellas utilizadas porpersonas mayores. Justo enfrentetenía un bar rodeado de banquetas enlas que había varios perdedoresahogando sus penas. A su derecha seencontraban las ruletas y las mesas

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de blackjack, unas veinte en total. Encada mesa había un crupier y dos otres jugadores, así que Sánchezdisponía de un montón de espacio.Podía elegir la mesa que quisiera,pero ¿a qué le apetecía jugar?¿Blackjack, póquer, dados, ruleta?

Lo que necesitaba era una señal.No era demasiado supersticioso,pero sí creía en la buena suerte.Presentía que tendría lugar unpresagio de algún tipo que lo pondríaen el buen camino. Y descubrió unocasi de inmediato. Cerca del centrode la sala había una ruleta con tres

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jugadores sentados a la misma. Unode ellos era la autodenominada DamaMística, Annabel de Frugyn.

«¡Premio!» A pesar de larepugnancia personal que leinspiraba aquella mujer, en aquelmomento era precisamente la personacon la que esperaba encontrarse. Silos rumores estaban en lo cierto,aquella vieja bruja era capaz de verel futuro. De manera que lo mejor erasentarse a su lado.

Se encaminó hacia la ruleta, endirección a Annabel. Ésta estabasentada en una banqueta entre dos

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diminutas chinas de mediana edad.Cada una de ellas tenía delante unosenormes montones de fichas, lo cualsugería que iban ganando. O quejusto acababan de empezar a jugar.Sánchez cogió una banqueta libre deotra mesa y se hizo un hueco entre laDama Mística y la china máspequeña, a la cual empujó hacia unlado para poder situarse a laizquierda de Annabel. Cuando ésta lovio colarse para ponerse a su lado,Sánchez obtuvo el efecto deseado:Annabel se alegró de verlo.

—Sabía que no ibas a poder

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pasar sin mí, Sánchez —dijo ellaguiñándole un ojo con una coqueteríamás bien horrible.

—¡Ja, ja! Sí, exacto —contestóél con un entusiasmo tan forzado queresultó vergonzoso—. Bueno, ¿qué,estás teniendo suerte?

—Pues sí. Estoy en una rachabuenísima, Sánchez. El director delhotel me ha dado quinientos dólares,y ya los he triplicado.

Así que había recibidoquinientos pavos de Powell. Sánchezno necesitó saber cómo los habíaganado.

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Bajó la mano hacia el sobre quetenía escondido en la parte delanteradel pantalón. Lo había introducido aconciencia, de modo que parasacarlo tuvo que darle tres o cuatrotirones, con lo cual provocó variasmiradas de extrañeza en los demásjugadores. En el repentino tirón final,al echar el brazo atrás golpeó sinquerer con el codo a la chinapequeña, justo en la cara. La china secayó de la banqueta y aterrizó deespaldas en el suelo. «¡Mierda! —pensó Sánchez—. Pero no tengotiempo para pedir perdones. Ya se

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recuperará como sea.»Recobró la compostura, abrió el

sobre, extrajo el grueso fajo debilletes y lo depositó con naturalidadsobre la mesa para que lo recogierael crupier. El semblante de éste nomostró la menor expresión. Era unjoven de veintimuchos, calvo y depiel olivácea, y sabía poner unaimpresionante cara de póquer cuandose trataba de demostrar una total faltade interés o de sorpresa ante el hechode que alguien le lanzara cantidadesimportantes de dinero.

La minúscula china volvió a

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subirse a la banqueta refunfuñandoenfadada y con cara de estardeseando derribar a Sánchez con unallave de karate. Pero cuado vio elfajo de billetes pareció cambiar deopinión, e incluso intentó ofrecerle aSánchez una sonrisa desvaída. Atodo el mundo le cae bien un tipo quetiene dinero. Y por una vez Sánchezera un tipo así. Sonriendo él mismo,le dijo al crupier:

—Deme fichas, por favor, buenhombre.

El crupier recogió el dinero deSánchez, lo contó con mano experta y

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lo sustituyó por un montón de fichasrojas, azules y amarillas del valorcorrespondiente. Sánchez percibióque sus vecinas estaban levementeimpresionadas por aquel poderío.

Annabel lo confirmó:—Oye, Sánchez, ¡ese bar que

tienes debe de funcionarte muy bien!—Por supuesto. Soy un sagaz

hombre de negocios —alardeó elcamarero.

—Pienso que deberíamos hacernegocios juntos —sugirió Annabel—. Con tu visión comercial y miclarividencia, podríamos forrarnos.

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—Claro. ¿Por qué noempezamos ya mismo? Tú me dicessi debo apostar al rojo o al negro, yyo pongo el dinero.

—Oh, esta vez seguro que saleel rojo.

—¿Estás segura?—Del todo.Lo dijo con una seguridad

aplastante. Y más revelador todavía,para Sánchez, fue el hecho de quecolocó un montoncito de fichas suyasen el rojo.

—No va más —anunció elcrupier. Aunque esto lo dijo para

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todos los presentes, miródirectamente a Sánchez, comoretándolo a que demostrara que teníahuevos para apostar más de una fichaen la primera vuelta.

Sánchez sopesó las opciones.Tenía que tomar una decisión rápida.«Qué cojones, este dinero me lo heencontrado», decidió.

Y puso todas las fichas en elrojo.

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Once

En el tiempo que había

transcurrido desde que Kid Bourbonpropinó el puñetazo en la cara al exbanquero Jonah Clementine y lo matóde forma instantánea, no había

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entrado ningún otro cliente en el bar.La modelo rubia despampanante y depiernas largas que hasta hacía muypoco iba colgada del brazo del señorClementine se había marchado caside inmediato, seguramente endirección al casino, con la esperanzade encontrar a un acaudaladosustituto antes de que todos fueranacaparados por otras cazafortunas.Despacio y sin molestar, los demásclientes del bar fueron yéndose porel mismo camino. Ninguno de elloshizo movimientos repentinos allevantarse y salir, sino que se

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terminaron discretamente la copa,pusieron fin a la conversación y, deuno en uno, fueron desfilando haciala puerta.

Valerie, la camarera, se quedósin nadie a quien servir, peroprocuró mantenerse ocupadalimpiando las zonas del bar quequedaban lo más lejos posible deKid Bourbon. El resto del personalestaba más cerca de la salida deatrás, y huyó a toda prisa antes deque Valerie tuviera ocasión de hacerlo mismo. Como el hotel tenía lanorma de que siempre tenía que

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haber un camarero detrás de la barra,Valerie se vio obligada a no moversede allí hasta que algún otro empleadohiciera acopio de valor pararegresar. Lo cual no era probable quesucediera muy pronto.

Durante los veinte primerosminutos que pasaron después desuceder los hechos, la únicaspersonas que entraron en el barfueron dos individuos del personalde seguridad. Los mandó venirGunther, después de que Kid leavisara de que iba a ser necesariodeshacerse de un cadáver. Y a no

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mucho tardar. Los dos hombresentraron sin hacer ruido y levantaronel cuerpo sin vida de Clementine,que yacía sobre el duro parquetnegro, ahora manchado por un charcode sangre. Se lo llevaron detrás de labarra, y al verlos Valerie montó encólera.

—¡No podéis traer eso aquí! —se quejó—. ¡No es higiénico!

El guardia de seguridad quesujetaba a Clementine por los pies seencogió de hombros y respondió:

—Órdenes de Gunther. Quiereque escondamos el cadáver hasta que

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llegue la ambulancia.—Pues entonces metedlo en la

cocina. No quiero tenerlo aquí.—Ésa era la intención. Si no te

importa quitarte de en medio… Mira,ya está goteando sangre por el putosuelo.

Valerie se hizo a un lado y selos quedó mirando mientrasmaniobraban para pasar por la puertatrasera de la barra a través de la cualhabían desaparecido poco antestodos sus compañeros.

—Y no esperéis que nosotrosvayamos detrás limpiando la sangre

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—vociferó—. ¡Ya podéis limpiarlavosotros mismos!

Kid Bourbon, desde dondeestaba sentado, oyó que uno de losguardias de seguridad contestabadesde la cocina con un: «¡Que tejodan!» Ninguno de los dos se habíaatrevido a volver la vista hacia él alpasar por su lado, pero no teníanreparos en gritarle a una jovencamarera. En su defensa habría quedecir que seguramente no queríanirritarlo; últimamente la prensa habíahablado de él lo suficiente como paraque todo el mundo supiera que lo

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más prudente era evitarlo. KidBourbon mataba sin motivo, cuandole venía bien. Y no le importaba aquién mataba, ya fueran hombres,mujeres o niños. Al menos aquelloera lo que decían los periódicos. ¿Yquién iba a ser el guapo que pusieraa prueba dicha teoría? Seguro que enaquel hotel se alojaban individuosmás grandes que él —y además duros—, pero el aura de maldad y deimprevisibilidad que lo rodeabaconseguía que nadie, por corpulentoque fuese, se atreviera a enfrentarse aél deliberadamente.

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Valerie estaba buscando condesesperación una excusa pararefugiarse en la cocina. No queríaestar cerca de Kid Bourbon, pero pordesgracia era la persona que éstetenía más cerca. Es decir, hasta queentró en el bar una figura solitaria, unhombre lo bastante valiente parasentarse al lado de Kid. Habíacruzado el vestíbulo principal,adyacente al bar, y había visto cómosalían huyendo todos. Valerie vioque hacía un alto en su camino y quepreguntaba a una joven pareja quéhabía sucedido. Fingió estar

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concentrada en pasar la bayeta a labarra, pero no perdió ripio de lo queocurría: la pareja señalaba a Kid conun gesto de cabeza, seguramente paraexplicarle al otro los hechos quetuvieron lugar cuando Kid Bourbonse encontró con Jonah Clementine.Acto seguido, el hombre, por lo vistosin inmutarse lo más mínimo, penetróen el bar y se dirigió al extremo de labarra en que estaba sentado Kid.

Kid acababa de terminarse eltercer vaso de bourbon. El hombre seaproximó a él trayendo en menteentablar una charla inocua, con la

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que esperaba captar el interés delasesino. Valerie lo reconoció: erauno de los cantantes del concurso«Regreso de entre los muertos». Sellamaba Julius y era un hombre decolor, de mediana edad y aspectomás bien inofensivo, que lucía unacabeza totalmente calva, como unabola de billar. Erguido en toda suestatura no medía más de un metrosetenta, pero era esbelto y sumamenteligero de pies. Por la solemnidad conla que andaba y el traje morado deterciopelo que vestía, parecía unpoco un chulo de putas, dispuesto a

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ofrecer una de sus chicas a Kid.De hecho, encarnaba al

personaje de James Brown y estabaen el hotel para participar en elconcurso. Tenía abierta la chaquetadel traje, con lo que se le veía lacamisa que llevaba debajo, de colorazul intenso. El pantalón era decampana a partir de la rodilla, locual le daba un estilo muy propio delos setenta. Tomó asiento a la barraapenas un metro a la izquierda deKid Bourbon. Una vez que se pusocómodo, llamó a Valerie.

—¡Eh, Valerie!

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La joven había hecho todo loposible por no acercarse a aquelextremo de la barra, con la esperanzade que así los clientes que entrasenen el bar se dirigieran a donde estabaella. Pero resultó que ahora Julius sehabía sentado precisamente al ladodel individuo al que ella (y todo elmundo) estaba tratando de evitar.

—Una cerveza para mí, y ponlea mi amigo otra ronda de lo que estébebiendo.

Kid respondió inmediatamente,con su habitual voz rasposa.

—Yo no soy tu puto amigo —

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gruñó sin mirar siquiera al otro.—Pero podrías serlo —sugirió

Julius con una sonrisa de la que Kidhizo caso omiso.

—Pero no lo voy a ser.Valerie cogió la botella de Sam

Cougar de la parte posterior de labarra, fue hacia donde estaban losdos hombres y rellenó el vaso vacíode Kid. Hasta arriba. Sin que se lopidieran.

Había que reconocer ciertomérito a Julius, porque desde luegono se le notaba intimidado por losdesagradables modales de Kid.

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—Sé quién eres —dijo.A Valerie le tembló la mano

cuando volvió a poner el tapón a labotella de Sam Cougar, y se sintióaliviada de tener que devolverla a susitio, en la parte posterior de labarra. La dejó junto a una botella devodka, respiró hondo y se fue haciael frigorífico del fondo, a buscar lacerveza que había pedido Julius.

Kid dio una calada al cigarrilloy por fin giró la cabeza para mirar alnegro de sonrisa radiante que sehabía sentado a su lado.

—Así que sabes quién soy, ¿eh?

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—Sí.—Me alegro por ti.—Eres Kid Bourbon.—Eso dicen.Julius continuó sonriendo como

quien acaba de ganar en el casino.Luego emitió una breve carcajada.

—La verdad es que nodecepcionas. ¿Sabes quién soy yo?

Kid Bourbon dio otra calada alcigarrillo y expulsó el humo en lacara de Julius.

—Déjame adivinarlo. EresGandhi, ¿a que sí?

—¡Eh! Eso ha tenido gracia.

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Eres un tío gracioso, ¿sabes?—Y también sabes que estoy a

punto de matarte, ¿verdad?Valerie interrumpió la

conversación al depositar un botellínde cerveza Mono Cagón sobre labarra, delante de Julius. Se aclaró lavoz y farfulló:

—Señor, son doce dólares, porfavor. —Lo miró con expresiónsuplicante, como diciendo: «Por elamor de Dios, no provoques ningúnincidente más.» Abrigó la esperanzade que aquel pensamiento leperforase el cerebro de alguna

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manera. Antes de que se lo perforaseuna bala.

Julius extrajo un billete deveinte dólares del bolsillo pequeñodel pantalón morado y lo pusoencima de la barra.

—Quédate con el cambio —dijo sonriendo cada vez con mayorseguridad en sí mismo.

—Gracias, señor —acertó adecir Valerie al tiempo que recogíael billete y se escabullía hacia lacaja registradora, situada al otroextremo.

Todavía sonriente como un

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político aprovechando laoportunidad de hacerse una foto,Julius se volvió hacia Kid Bourbon,cuya paciencia estaba ya a punto deagotarse.

—Tengo una oferta que hacerte.¿Qué te parecería ganar cincuenta delos grandes por un día de trabajo?

Kid dio otra calada al cigarro ycogió su vaso de Sam Cougar. Seechó casi la mitad del contenido porel gaznate de un solo trago y volvió adepositarlo sobre la barra.

—Dame el dinero ahora.—No puedo. Todavía no lo

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tengo.—Lo quiero ahora.—Ya lo sé, pero ya he pagado

por adelantado a otro tío y aún no seha presentado. De modo que tú eresmi plan B.

—¿Soy un plan B?—Oye, si hubiera sabido que

ibas a estar tú aquí, habrías sido elplan A, pero eres un tipo difícil deencontrar. De modo que acudí a otro.

Kid todavía tenía los ojosocultos detrás de las gafas de sol,con lo cual a Julius le resultabadifícil calibrar qué impresión estaba

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causando. De todos modos insistió.—Mira, hoy voy a participar en

el concurso. Ya sabes cuál, ¿no? Eltitulado «Regreso de entre losmuertos».

—Algo he oído.—Bien, pues tengo que ganarlo

yo. Si ayudas a que así sea, cincuentade los grandes del premio son parati.

—¿Qué cuantía tiene el premio?—Un millón de dólares.—Pues eso es lo que cobraré.Julius se removió incómodo en

su banqueta.

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—Mira. Si conocieras losmotivos por los que tengo que ganaryo este concurso, me ayudaríasgratis.

—No. En absoluto.—Aquí hay en juego mucho más

que un millón de dólares. Hay vidasen peligro.

—Siempre hay vidas en peligro.—Esta vez la voz era más rasposa delo habitual. Julius tenía la incómodasensación de que a lo mejor una delas vidas que peligraban era la suya.

Cogió el botellín de MonoCagón y bebió un sorbo. Durante

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unos segundos meneó el líquido pordentro de la boca, después lo tragócon fuerza y volvió a dejar elbotellín sobre la barra.

—Está bien, escucha conatención. La cosa es como sigue: tevoy a contar toda la historia, pero novas a creértela porque es un tantodescabellada.

—No me digas. —La frase ibacargada de indiferencia.

—Sí te digo. Pero es tandisparatada que seguramentepensarás que me la he inventado.Tiene que ver con, digamos,

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experiencias sobrenaturales.Kid expulsó otra nube de humo

hacia el rostro de Julius.—Verás —dijo con suavidad—,

un día como hoy, hace diez años, mimadre se transformó en vampiro eintentó matarme. Dudo que puedasdecirme algo que me impresione másque eso, de modo que ¿por qué no losueltas de una puta vez?

Julius jugueteó con el botellínde cerveza y le dio la vuelta hastaque tuvo frente a sí la etiqueta, quemostraba el dibujo de un monodefecando.

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—De acuerdo. ¿Sabes que esetal Nigel Powell es el propietario deeste hotel? —Habló en voz baja,aunque no había alrededor nadie quepudiera oírlo—. ¿Sabes cómo llegó aser el dueño?

—No.—Firmó un contrato con el

diablo.—¿Y?—Pues que este hotel está

construido encima de la entrada delinfierno.

—¿Y?—Powell vendió su alma al

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diablo. Y a cambio, el diablo leentregó este hotel y toda la riquezaque trajo aparejada.

Kid Bourbon bebió un tragomucho más pequeño de su vaso antesde contestar.

—Un pacto muy provechoso.—Sin duda. Pero ahí está la

cosa, que los pactos que se hacen conel diablo no duran para siempre. Sonmás bien como los contratos de unaño. Todos los años, por Halloween,Powell tiene que conseguir a unapersona nueva que venda su alma aSatanás. Una persona diferente todos

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los años. Si no, el pacto quedaanulado.

—Supongo que te refieres a quese irá al infierno para toda laeternidad.

Julius negó con la cabeza.—Peor que eso. Si no encuentra

a una persona que venda su alma aldiablo, este hotel entero sederrumbará y se hundirá en lasprofundidades del infierno cuandofinalice la hora de las brujas.

Kid lanzó un suspiro.—No me creo ni media palabra

de todas esas chorradas. Venga,

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reconoce que simplemente quieresganar el concurso y ya está.

—¿Te interesa o no?—Tú dime a quién quieres ver

muerto.—Soy uno de los cinco

participantes que tienenposibilidades de ganar este concurso.Necesito que desaparezcan los otroscuatro. El ganador firmará conPowell un contrato de un millón dedólares. Pero ese contrato no es conPowell, sino con el diablo. Si elganador lo firma, habrá vendido sualma a Satanás.

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Kid observó a Julius con gestosuspicaz.

—No me creo nada de toda estamierda. Acabas de decir que quieresque te ayude a ganar. ¿Para quéquieres ganar, para vender tu alma aldiablo?

Julius lució una expresiónsatisfecha.

—Tengo mis motivos.—¿Y cuáles son?—Eso no necesitas saberlo.—Ya. ¿Pero no sería más

sencillo que me limitara a amenazara ese Nigel Powell y lo obligara a

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que te diera el premio a ti?—No.—¿Por qué no?—Porque de esa forma se iría

de rositas.Kid sacudió la cabeza

negativamente.—¿Tú crees? Cuando estoy de

humor, soy capaz de hacer estascosas de un modo bastantedesagradable.

—Oye, amigo, tú fíate de mí. Loúnico que tienes que hacer esliquidar a mis cuatro rivales. De esamanera seré yo el único cantante de

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la final que haya ensayado la cancióncon la orquesta de la casa. De todastodas, seré el favorito a la hora denombrar ganador.

Kid Bourbon alzó una ceja yobservó a Julius para ver si hablabaen serio. Al parecer, sí.

—¿De modo que ese putoconcurso está amañado?

—Pues… sí. Como todos.Kid dio una última calada al

cigarrillo y después lo apagó contrala barra.

—Supongo. ¿Y qué pasa cuandohayas ganado?

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—Que te pagaré tus cincuentamil.

—Quinientos mil. —De pronto,el habitual tono áspero adquirió unfilo glacial.

—Claro, lo que sea. Si se te datan bien matar como dicen, será undinero bien empleado.

—No me digas.—Entonces, ¿tenemos un trato?—Tenemos un trato. Pero oye

una cosa: si no cumples, te parto elcuello.

Aunque Kid ya había tomado ladecisión de aceptar aquel trabajo,

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aún sospechaba de los motivos quepodía tener Julius. Era muy probableque aquel tipo intentara escaquearsesin pagar una vez que hubieraacabado todo. Estaba claro que nohabía que fiarse de él.

Julius introdujo la mano en elinterior de la chaqueta y sacó unsobrecito marrón que llevaba en unbolsillo. Lo depositó sobre la barra,se lo quedó mirando unos instantes, yseguidamente lo deslizó por labrillante superficie de madera endirección a Kid.

—Ahí dentro están los detalles

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del trabajo. Cuatro nombres. Losnecesito muertos. Y rapidito —dijoindicando el sobre con la cabeza.

Kid cogió el vaso de SamCougar y apuró lo que quedaba.Después se sacó un billete de diezdólares del bolsillo del pantalón y lodejó encima de la barra, al lado de lacolilla apagada. Seguidamente sevolvió hacia Julius, tomó el sobre yse levantó de la banqueta paramarcharse.

—Hay una cosa más que tienesque saber —dijo Julius.

—¿Sí? —Kid dejó escapar un

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suspiro. Siempre había una cosa más.—Uno de los cuatro es una

mujer. ¿Tienes algún problema conmatar mujeres?

—Maté a mi madre, ¿no?Y con aquel comentario

incontestable flotando en el aire, KidBourbon se marchó y dejó al doblede James Brown vestido de moradopara que se terminase la cerveza asolas.

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Doce

A lo largo de su vida, Sánchez

había cometido pequeñas idioteces…bueno, vale, grandes idioteces. Porlo general relacionadas con lasmujeres o con el juego. La más

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reciente tenía que ver con ambascosas, aunque la mujer en cuestión noera del tipo de las que normalmentelo inducían a cometer una idiotez.Las mujeres con las quehabitualmente hacía el gilipollas eranmás bien jóvenes, atractivas ytaimadas. La Dama Mística era vieja,fea y tonta, al menos en opinión deSánchez. ¿En qué demonios estaríapensando?

Los veinte mil dólares del sobremarrón ya habían volado. Volado enun momento de locura que se llevóde un plumazo todas las fichas que

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había apostado al rojo en la ruleta. Ytodo por haber hecho caso a aquellavieja bruja de Annabel de Frugyn.«Tenía que ser por culpa de una putapitonisa.» Si a aquella chiflada se leocurría alguna vez poner el pie en elTapioca, el bar que tenía en SantaMondega, probaría otra muestra desu famoso brebaje casero. Bruja demierda.

Así que ahora se enfrentaba auna situación difícil. Tenía que cogerel sobre y entregarlo en recepción,abierto por una esquina y faltándolelos veinte mil dólares. Debería

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haberle dicho inmediatamente a Elvislo del dinero, nada más verlo alfondo del sobre; podrían habérselorepartido, y así tendría a Elvis de suparte si aparecía alguien preguntandopor él. Pero ahora ya era demasiadotarde para confesarle a Elvis que lehabía ocultado aquel detalle. Nisiquiera estaba seguro de que fuerabuena idea coger el sobre yentregarlo en recepción. Si elreceptor inicial se presentabapreguntando por el paquete, y loabría y veía que faltaba el dinero,seguramente vendría a por él. Lo

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único positivo que veía en todo aquelmaldito embrollo era que si loentregaba en recepción posiblementetambién pasarían a ser sospechosaslas recepcionistas.

La alternativa —la de noentregar el sobre— seguramentetendría como consecuencia que elreceptor original le buscaría a él lapista de todas formas. Si el sobreaparecía en su habitación, iba aencontrarse en un buen apuro. Demodo que terminó convenciéndose deque la idea de entregarlo enrecepción a fin de cuentas no estaba

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tan mal.Fue un alivio ver que las hordas

de clientes que pretendían registrarseya habían desaparecido. El ovaladovestíbulo de la recepción estababastante tranquilo. Paseó alrededorunas cuantas veces, sin acabar desaber si estaba haciendo bien o no,pero cuando ya llevaba pasandocuatro o cinco veces por delante delmostrador con aire indiferente sedijo que quizás empezaba a dar laimpresión de estar acechando a larecepcionista. Y como se trataba deStephie, a la que había llamado

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«puñetera inútil», supuso que yaempezaba a dar miedo. De modo quefinalmente, antes de que ella pulsaraalgún botón de alarma, se aproximóal mostrador. Estaba claro que era lomejor, sobre todo porque le habíaprometido a Elvis que entregaría elsobre y en aquel preciso momento noestaba por la labor de fastidiardemasiado al Rey. Elvis era el únicoaliado que tenía.

—Hola otra vez —dijo,ofreciendo a Stephie una sonrisanada sincera.

La recepcionista lo había visto

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pasear arriba y abajo y volver lavista hacia ella de vez en cuando, demodo que, comprensiblemente,estaba muerta de miedo. Debido alingente número de huéspedes nuevos,había tenido una mañana muyatareada; agotada física ymentalmente, no estaba de humorpara aguantar las tonterías deSánchez.

—Espero que no tenga laintención de invitarme a salir —dijo,mirándolo con un desprecio sindisimulos.

«Puñetera», pensó Sánchez,

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pero compuso su mejor sonrisa ydepositó el sobre el mostrador.

—He encontrado esto en lahabitación que usted tuvo laamabilidad de conseguirme. Hepensado que debía entregárselo, porsi acaso viene a buscarlo eldestinatario.

Stephie miró el sobre que teníadelante.

—Por supuesto —respondió entono sarcástico—, pero veo que ya loha abierto.

—Qué va. Lo he encontrado así.—Naturalmente. —Stephie

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cogió el sobre y se levantómurmurando en voz baja, perosuficiente para que Sánchez la oyera—: Voy a guardarlo en una caja deseguridad para que no vuelva aabrirse solo.

—Esto… gracias —dijoSánchez manteniendo la sonrisa falsa—. Ah, y… esto… si vienepreguntando por él ese tal…

—Orson Vergadura.—¿Perdone?—Orson Vergadura. El cliente

cuya habitación ha ocupado usted.—Sí, ése. Si viene preguntando

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por el sobre, ¿le importaría llamarmea mi habitación? Sólo para saber quelo ha recibido sin problemas. Asídormiré mejor.

—No me cabe duda.Tras dirigirle una última mirada

reprobatoria, Stephie desapareciócon el sobre a través de una puertaque había en la parte de atrás. Alsalir se cruzó con otra de lasrecepcionistas, una mujercincuentona, rotunda y de bajaestatura que tenía la misma cara queun bulldog masticando una avispa.Ocupó el puesto situado junto al de

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Stephie y sonrió a Sánchez. Habíallegado el momento de proceder auna rápida retirada. Faltaba pocopara que Elvis saliera al escenariopara la audición del concurso«Regreso de entre los muertos».Sánchez quería asistir sin falta, a finde hacer méritos con el Reyaplaudiendo rabiosamente suactuación y felicitándolo por lamisma.

Cuando se dirigía hacia unaspuertas de cristal que conducían alexterior del vestíbulo y a la plantadonde se encontraba el teatro, oyó a

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su espalda una voz atronadora queprocedía del vestíbulo. Daba lasensación de pertenecer a un tipogrande y dominante.

—Hola, señorita —dijo la vozen tono educado—. ¿Tiene unahabitación reservada a mi nombre?Soy Orson Vergadura.

Sánchez sintió que se le erizabael vello de la nuca. «Por favor —pensó—. Que ese tío no seafísicamente tan desagradable comosu forma de hablar.»

Temiendo lo que iba aencontrarse, se dio la vuelta. Se

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habían hecho realidad sus peoresmiedos. Porque allí, de pie ante elmostrador de recepción, vio a unindividuo absolutamente descomunal.Medía alrededor de un metro noventay vestía una trinchera de color gris.El cabello, denso, pelirrojo y sinlavar, lo llevaba recogido en unacoleta que le colgaba hasta másabajo de las paletillas. Y ademáslucía una perilla a juego en unatrenza que le llegaba casi hasta elpecho. Debajo de la trincherallevaba lo que a Sánchez le parecióque era un atuendo militar. ¿Sería un

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ex soldado, quizás? ¿Un asesinoletal? A juzgar por lo que contenía elsobre, estaba claro que sí.

Sánchez, preocupado, no sehabría sentido más tranquilo sihubiera sabido que el hombre queafirmaba ser Orson Vergadura era enrealidad un famoso sicario quetrabajaba por aquella parte del país.De hecho, era más conocido comoAngus el Invencible, a causa de suincreíble resistencia. Había sidoapuñalado, disparado, mutilado,golpeado, aporreado… de todo; perosiempre conseguía levantarse. Y

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siempre liquidaba a su objetivo.Sánchez no necesitó observarlo

durante mucho tiempo para saber quehabía llegado el momento de largarseantes de que una de lasrecepcionistas hablara a aquelhuésped del sobre que él habíaestado manipulando. Pero justo enaquel momento, Angus, percibiendoque alguien tenía la vista clavada enél, se volvió hacia Sánchez con carade malas pulgas.

—¿Qué coño estás mirando,gordinflón? —rugió.

No hubo necesidad de contestar

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nada. Sánchez, simplemente, diomedia vuelta y salió disparado enbusca de Elvis.

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Trece

Con los años, la caracterización

que hacía Luther del cantante OtisRedding le había granjeadonumerosos admiradores. Pero lo quepodía resolverle el futuro o echarlo

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por tierra era el veredicto de los tresjueces del concurso «Regreso deentre los muertos». Si ganase dichocertamen, firmaría un contrato con elcasino y no tendría que trabajar «deverdad» nunca más. Trabajando deartista itinerante que recorría elcircuito de locales nocturnos ganabajusto lo suficiente para sobrevivir deuna semana para otra. Estaoportunidad, que era de las que sedan una sola vez en la vida, podríacambiar todo aquello, siempre que élconservase la serenidad.

Lo primero que se puntuaba en

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un artista imitador era la aparienciafísica. Y Luther se había preocupadomucho de estar estupendo. Lasprimeras impresiones eran cruciales,y él no estaba dispuesto a dejarninguna piedra sin remover en sulucha por alcanzar la fama.Especialmente para aquel concurso,se había hecho de encargo unllamativo traje negro brillante y unacamisa de color rojo vivo. El trajellevaba el nombre de Otis cosido enletras doradas en el bolsillodelantero, y también en la espalda enletras mucho más grandes. ¿Que

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resultaba hortera? Bueno, a lo mejorun poco, pero ¿era importante?Desde luego que sí. Era vital que lagente reconociera al instante que setrataba del artista en cuestión.Aquello lo había aprendido ya desdeel principio de su carrera, y le habíaayudado a crear la fantasía de que élera Otis Redding en realidad.

Cuando se encaminaba hacia elescenario, se vio reflejado en unaenorme pantalla de televisión quehabían colocado en la parte posteriordel entarimado, en lo alto. Así todoel público podría ver hasta la última

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gota de sudor que le cayera por lafrente.

Estar de pie en el escenario delteatro principal del hotel, delante deun público formado por miles depersonas, era el momento másestresante que había vivido hasta lafecha. Frente a sí el auditorio parecíagigantesco, más grande que ningúnotro en el que hubiera actuado. Habíapor lo menos cien filas de butacasque iban ascendiendo gradualmentehasta el fondo de la sala, divididasen tres sectores. El segmento centraltenía treinta butacas por fila, y los

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laterales otras quince cada uno. Y enaquel momento estaban ocupadasabsolutamente todas.

Arriba había un anfiteatro quese extendía desde los lados hasta elcentro, donde había montada unacabina de cristal para el equipo desonido. Dentro se encontraba el DJ,que también hacía las veces detécnico de iluminación. Lutherdirigió la vista hacia él y vio queestaba hurgándose la nariz, de modoque desvió rápidamente la mirada yprocuró borrar aquella imagen de sumente.

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Las audiciones para la finalllevaban ya media horacelebrándose. Los primerosconcursantes eran los auténticosesperanzados, los que no tenían niidea de que el certamen estabaamañado y habían acudido demuchos kilómetros a la redonda conla ilusión de ver sus sueñosconvertidos en realidad. Algunoseran buenísimos, dignos sin ningúngénero de dudas de ocupar un puestoen la final; otros eran tan malos quedaban lástima. Pero ahora, cuandollevaban media hora de concurso, le

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tocaba actuar a Otis, el primero delos cinco participantes que habíansido preseleccionados en secretopara la final. Lo único que tenía quehacer era no cagarla.

En el escenario, directamenteenfrente de él, distinguió el panel delos tres jueces, que observaban cadauno de sus movimientos. Daban laimpresión de estar estudiando sutemperamento, de buscar algún puntodébil. Aquellas miradas le quemabancon más intensidad que los intensosfocos del techo. Sólo reconoció auno de los jueces. El panel estaba

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compuesto por una mujer de color,otra mujer blanca y, sentado entreambas, un hombre de piel bronceadaen una curiosa tonalidad naranja. Setrataba de Nigel Powell, juezprincipal y además creador y dueñode aquel concurso.

Estaban sentados detrás de unalarga mesa plateada que abarcabatoda la parte frontal del escenario ydaba la espalda al público. Debajode ellos se encontraba el foso de laorquesta. Cada uno tenía delante unvaso de agua, un bolígrafo y uncuaderno, por si querían anotar

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alguna cosa.Cuando las luces se atenuaron y

el reflector lo enfocó de lleno,volviendo al público prácticamenteinvisible, Luther experimentósúbitamente un último impulso deseguridad en sí mismo. Iba a hacerlogenial. Estaba seguro.

Tras hacer una brevepresentación de sí mismo y serinterrogado por la presentadora delconcurso, Nina Forina, hizo acopiode fuerzas y se preparó para cantar.Más nervioso de lo que en realidadnecesitaba, esperó a que la orquesta

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interpretara los compases deintroducción, respiró hondo y selanzó a cantar el primer verso delte ma These Arms of Mine. Se lehacía raro estar cantando ante unpúblico tan numeroso sin pistas deacompañamiento, pero lo clavó. Lagente demostró su aprobación deinmediato estallando en fuertesaplausos, lo cual elevó todavía másel sentimiento de seguridad deLuther. Durante los noventa segundossiguientes, hasta que Powell leordenó que parase, el escenario fuetodo suyo. Ninguno de los

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participantes que le habían precedidoduró más de treinta segundos, pero afin de que el público se acordase dela actuación de Luther, se habíaacordado en secreto que lepermitirían cantar un poco más. Paracuando finalizó la audición ya estabarecibiendo una merecida ovación,con todo el público en pie, e inclusouna mujer de las primeras filas lelanzó unas enormes bragas de colorblanco.

Pero lo que contaba era laaclamación de los jueces. La primeraen hablar fue Lucinda Brown, una

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conocida profesora de canto deGeorgia que en su época habíapreparado a muchos cantantes desoul. Era una mujer negra con unligero sobrepeso, que lucía unescotado vestido amarillo de seda.Llevaba el pelo recogido en lo altode la cabeza, en un moño redondo delo más exagerado. Sin duda alguna,su rasgo más positivo era su dulzuranatural. Probablemente sabía conexactitud por lo que estaban pasandolos concursantes, pues ella misma sehabía presentado a numerosasaudiciones cuando era joven. En

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efecto, parecía la más comprensivade los tres jueces, y se la veíadeseosa de tranquilizar a Luther antetodo.

—¿Qué edad tienes, cariño? —le preguntó.

—Veinticinco —respondióLuther. Ahora estaba más nerviosoque antes de salir a escena. Derepente lo atenazó el miedo de que alo mejor había dado demasiado porsentado que iba a estar en la final.Empezó a hacer inspiracionesprofundas para calmarse mientrasaguardaba con ansiedad los elogios o

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las críticas que pudieran caerle. Allíde pie, cociéndose bajo los focos,notó una gota de sudor que le resbalóde la frente, pero no se atrevió alevantar una mano para limpiársela.Lo único en que podía concentrarseera en respirar.

—Hijo —empezó la juez delvestido amarillo—, si Otis Reddinghubiera cantado como tú cuando teníaveinticinco años, puedes estar segurode que Dios no habría permitido quemuriese en un accidente aéreo. Hasestado fantástico. Si Otis te estáviendo desde arriba, estará diciendo:

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«¡Dios mío, he vuelto a nacer!» —Calló unos instantes y luego agregó—: Te has comido literalmente a estepúblico. —Al tiempo que decía estoagitaba vigorosamente el dedo índicede la mano derecha, lo cualcontribuyó enormemente a excitarlano solamente a ella, sino también alresto del auditorio.

Los elogios de Lucinda fueronlo único que necesitaba el públicopara volverse loco. Muchas personasse pusieron de pie y aplaudieron confervor. Luther se limitó a exhalar unsuspiro de alivio. Sabía que había

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cantado muy bien, pero también sabíaque los jueces podían ser idiotas.Había hecho exactamente lo que lehabía pedido Powell: habíainterpretado una canción lo mejorque supo, y su caracterización físicaera excelente.

De modo que sí, Lucinda, laprimera de los jueces, tenía buengusto.

«Vamos a ver qué dice elsegundo.»

El hombre trajeado de blancoque ocupaba el centro de la mesahizo un gesto de cabeza a su

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izquierda para indicar a la otra mujerdel jurado que expusiera su opinión.Ésta era un clon de cuarenta y pocosaños de la muñeca Barbie, sellamaba Candy Pérez y era famosapor haber estado en una ocasión en lalista de los diez primeros de México,con una pegadiza canción del veranoque se hizo más popular por lacoreografía efectista que laacompañaba que por las habilidadesmusicales que pudiera tener suintérprete. Le sonrió a Luther deoreja a oreja. Pese al hecho de queya no iba a cumplir nunca más los

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treinta, ni siquiera los cuarenta,aquella sonrisa no le formó la másmínima arruga en la cara. Al igualque Nigel Powell, estaba hasta arribade Botox, y además se sentíaorgullosa de ello. Tenía una frondosamelena rubia y rizada y vestía unaestilosa cazadora de cuero blancocon la cremallera abierta hasta lamitad que comprimía sus generosossenos formando un escoteimpresionante. Daba la impresión deno llevar nada debajo de la cazadora,de modo que había que esperar, porsu bien, que aquella cremallera fuera

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capaz de aguantar tanta presión.—Luther, en mi opinión has

estado genial. —Le dedicó alangustiado cantante una sonrisa de unblanco deslumbrante pero totalmentefalsa—. Es lo mejor que he vistohasta el momento. Enhorabuena.Pienso que tienes muchasposibilidades de ganar este concurso.Lo has hecho muy bien, cielo.

Al tiempo que el auditorio sellenaba de nuevos aplausos, a Lutherle entraron ganas de lanzar unpuñetazo al aire y gritar: «¡BIEN!»,pero en vez de eso optó por

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reaccionar con dignidad ycontención.

—Gracias… esto… muchasgracias —murmuró humildemente.

«Y ahora viene el tercer juez.»Aquel cuya opinión importaba deverdad. Nigel Powell.

Powell sabía manipular alpúblico, y en todo caso eraindudablemente la estrella de aquelespectáculo. Como era el creador, elpropietario y el juez principal, suopinión importaba más que la denadie. Y le encantaba llamar laatención, tal como resultaba obvio si

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uno se fijaba en su atuendo. Laelegante camisa negra que llevabadebajo de aquel traje blancoinmaculado era bastante vulgar, perolograba que la gente se fijara en él. Ylas mujeres del público lo adoraban.Lo sabía él y lo sabían ellas, todas.Cada mujer que conocía parecía caerrendida a sus encantos. Exudabaseducción, pero también exudaba unaura a dinero y a poder. De maneraque Luther necesitaba tenerlo de suparte, no sólo para que lo condujerasin tropiezos hasta la final, sinotambién para convencer al público

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de que, una vez allí, era capaz deganar.

El juez principal también estabaexprimiendo al público todo lo quepodía. Su lenguaje corporal nodelataba nada de lo que opinabasobre la actuación de Luther, perotras fingir solemnemente quededicaba unos instantes a pensar larespuesta, por fin habló. Su voz fueprofunda y comedida, y su tonorayaba en lo serio.

—Luther —dijo asintiendo congran seguridad en sí mismo, peromanteniendo en todo momento el

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contacto visual con el imitador deOtis Redding, que de pronto se habíapuesto nervioso—, Luther… dime,¿cuántas ganas tienes de ganar esteconcurso?

—Lo es todo para mí. —Losnervios que lo acosaban convirtieronsu respuesta en un graznidoprecipitado.

—¿En serio? ¿Y crees tener loque hace falta para ello?

—Sí. —Aunque las respuestaseran obvias, aquel interrogatorioresultaba angustioso. Era como siPowell estuviera poniendo a prueba

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el carácter de su concursante,únicamente para exhibirse.

—¿Y te consideras capaz delevantarte y actuar así cinco nochespor semana? ¿En mi hotel? ¿Yhacerlo así de bien todas las veces?

—Sí, Nigel, sé que sería capaz.Si me das la oportunidad. Haré loque sea necesario. Esto significamucho para mí.

Powell se recostó en su asientoy deslumbró a Luther con su sonrisa.

—Estupendo, porque, en miopinión, tienes muchas posibilidadesde ganar esto que hemos montado

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aquí. Veo que tienes verdaderamadera de estrella. Estoy bastanteseguro de que te veremos de nuevoen la final. Bien hecho.

El público comenzó a aullar yvitorear, y ya no sólo estaba en pie,sino literalmente botando arriba yabajo sin dejar de aplaudir. Latremenda ovación continuó un buenrato, y todavía duraba cuando Lutherse bajó del escenario por losescalones de la izquierda, queconducían a la parte de atrás delmismo. Y todavía le retumbaban losaplausos en los oídos cuando se

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dirigió a la sala de espera dispuestapara los participantes que aún nohabían actuado. Allí encontróreunidos a sus cuatro compañeros devestuario, y fueron los primeros enfelicitarlo.

—Bien hecho, tío —dijo JohnnyCash dándole una palmada en laespalda—. Una voz de puta madre.Yo diría que vas a ir directo a lafinal.

—Gracias.Aquel cumplido era una

pantomima, naturalmente. Variosparticipantes más, que no sabían que

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el puesto de Luther en la final yaestaba garantizado, también ledesearon la mejor de las suertes. Élexperimentó una leve punzada deculpa, sabiendo que aquel puñado depersonas cuyos sueños y esperanzasdependían del éxito que obtuvieranen aquel concurso no tenían ni ideade que estaba amañado. Pero dichosentimiento pasó enseguida.

Contento de haberse quitado porfin de encima la primera actuación,abandonó la amplia sala de espera ysalió al pasillo para dirigirse alascensor que había al fondo del

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mismo. Estaba deseando regresar alvestuario de la octava planta ydigerirlo todo a solas durante un rato.Pensó que en realidad deberíahaberse quedado a apoyar a los otroscuatro, pero todos ellos habíanrecibido instrucciones aquel mismodía de dirigirse inmediatamente alvestuario que compartían una vez quehubieran terminado de actuar.

Cuando por fin llegó al final deaquel largo pasillo de paredesamarillas, sus piernas ya estabanempezando a recuperar las fuerzasque habían perdido mientras el juez

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emitía su veredicto. Así y todo,todavía le retumbaba el corazón en elpecho cuando pulsó el pequeño botónde plástico gris que había en lapared, junto al ascensor. Para aliviosuyo, las puertas plateadas seabrieron de inmediato, de modo que,como no había nadie esperando parasalir, se metió en la cabina y pulsó elbotón del 8 en el panel que tenía a suderecha.

Antes de que las puertaspudieran cerrarse, por el ladoizquierdo apareció un individuovestido enteramente de negro, con

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gafas de sol y la cabeza cubierta porla capucha de la cazadora quellevaba. Entró en el ascensor y sesituó al lado de Luther, con la miradafija en el pasillo.

—¿A qué piso va? —preguntóLuther.

—No importa. —Su voz no eraexactamente un gruñido, sino másbien un sonido áspero, como el rocede la grava.

El cantante no supo muy bienqué pensar de la respuesta de aqueldesconocido. ¿Sería que le gustaba iren ascensor?

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A continuación se cerraron laspuertas y, con una leve sacudida, lacabina comenzó a moverse haciaarriba.

Antes de llegar a la segundaplanta, Luther ya estaba muerto.

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Catorce

Sánchez logró colarse entre

bastidores y salir a una zona delescenario que quedaba detrás de losartistas. Encontró un sitio estupendojusto detrás de un enorme cortinón

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rojo que iba desde el suelo hasta eltecho. Consiguió llegar justo uno odos minutos antes de que saliera acantar su amigo.

Elvis tuvo la mala suerte de quele tocase cantar después de laimpresionante actuación delconcursante que encarnaba a OtisRedding. Una misión difícil. Sánchezcruzó los dedos para que su colegano soltara ningún gallo. Después, unavez finalizada la actuación, aplaudióvigorosamente y con la intensidadsuficiente para que el Rey lo oyese ysupiera que él lo había visto y le

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había gustado.Elvis había ejecutado una

interpretación excelente de KentuckyRain, y el público demostró suaprobación con fuertes aplausos ymás de un aullido lobuno. Por lovisto, todos —jóvenes, viejos,hombres, mujeres— lo adoraban. Esque poseía carisma. Para Sánchez,era el tío más guay de todo elplaneta. Claro que eso jamás pensabadecírselo a él, no sería nada guay.

Los tres jueces no habíanmostrado tanto entusiasmo por laactuación de Elvis como el resto del

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público. De hecho, los comentariosque hicieron parecían tener como finapaciguar el frenesí de susadmiradores. Era cierto que Sánchezno era imparcial, pero a su juicioElvis lo había hecho exactamenteigual de bien que el imitador de OtisRedding que le había precedido. YElvis opinaba lo mismo. Pero elúnico juez que emitió un elogiosincero fue Candy Pérez. Elvis leguiñó un ojo sin perder lacompostura, cuidando de no llamarcabrones hijos de puta a los otrosdos jueces.

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Con gran estilo y dignidad, sebajó del escenario caminando conchulería en dirección a donde seencontraba Sánchez, despidiéndosedel público con la mano y lanzándolebesos. Tan pronto como se perdió devista, la sonrisa que llevaba en lacara se transformó en una expresiónceñuda. Sánchez, al ver el semblantede su amigo, consideró que seimponía tranquilizarlo un poco.

—¡Eh, Elvis! Has estado genial,tío. Lo tienes chupado para llegarderechito a la final —exclamó deforma impulsiva, aunque lo cierto es

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que lo creía en serio.—¡Y una mierda! Este puto

concurso está amañado —gruñóElvis, que no era de los queencajaban bien las críticas. No lasencajaba en absoluto. Y en aquelcaso tenía parte de razón. Sabíahacerse con el público y habíadepurado su personaje hasta laperfección. Todo el que dijera locontrario era un jodido mentiroso.

—¿Sí? ¿De verdad piensas quehay tongo? —preguntó Sánchez.

—Pues claro. ¿No has visto loscomentarios que han hecho los jueces

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a la actuación de Otis Redding? Yeso que no ha sido tan especial. AOtis Redding lo puede encarnarcualquiera —añadió en tonodespectivo.

—Tú lo has hecho mejor que él,de eso no hay duda.

Elvis asintió, coincidiendo conél. Estaba claro que, a pesar de laseguridad casi sobrehumana quetenía en sí mismo, unos cuantoscumplidos provenientes de Sánchezeran más que bienvenidos.

—Gracias, Sánchez. Te loagradezco. Pero sigo pensando que la

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he cagado. ¿Y sabes otra cosa?Cuando estaba ahí fuera, cantando,me ha chocado un cosa.

—Mierda, tío. Yo no he vistonada.

—No, atontado. Me refiero aque he comprendido una cosa derepente. El tío que encarnaba a OtisRedding era uno de los que aparecíanen las fotos del sobre.

Sánchez reflexionó durante unosmomentos. Sólo había llegado a verlos últimos segundos de la actuaciónde Otis Redding. Lo que vio fuemayormente la nuca del cantante

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mientras recibía los elogios deljurado. En cambio consiguió echarleuna buena ojeada a la cara cuandopasó por su lado de camino a la salade espera. En aquel momento no se leocurrió, pero… sí, Elvis tenía razón.

—Mierda, es verdad. Entonces,a lo mejor no se trataba de la lista deobjetivos de un sicario. A lo mejores que alguien estaba intentandosobornar a uno de los jueces paraque los de las fotos llegaran a lafinal.

Elvis se asomó por encima delas gafas de sol para mirar a Sánchez

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a los ojos.—¿Sí? —dijo—. Entonces, si

era un soborno, ¿dónde estaba el putodinero?

Sánchez sintió que se leenrojecían ligeramente las mejillas.

—Pues… ya, claro —balbució—. Debía de ser la lista de unsicario.

—Eso es lo que pienso yo —convino el Rey con gesto cansado—.Así y todo, hasta las listas de lossicarios suelen ir acompañadas de unprimer pago en efectivo. —Callóunos instantes y agregó—: Está claro

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que aquí está pasando algo raro. Yno me gusta.

—A mí tampoco.—Menos mal que has entregado

ese maldito sobre en recepción. —Calló otra vez, como si de prontohubiera recordado que Sánchez eraun mentiroso compulsivo, y que bienpodía haber arrojado el sobre a uncubo de basura—. Porque lo hasentregado, ¿verdad? —le preguntócon gesto suspicaz.

—Sí, por supuesto. Claro que lohe entregado. Y, oye, justo por lospelos. Precisamente ya venía ya para

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aquí cuando se presentó en recepciónel tal Orson Vergadura, el quesupuestamente tenía que haberocupado la habitación que me handado a mí.

—¿Te ha visto?—Qué va. He salido pitando.

Ese tío era más grande que unacatedral.

—Así que un tiarrón, ¿eh?—Sí. Y feo como un demonio.

Tenía toda la pinta de un asesino asueldo.

—Siendo así, Sánchez, tesugiero que saques tu maleta de la

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habitación antes de que ese tío suba abuscarte.

—Sí. Me parece una buenaidea. —Miró en derredor, nervioso,y luego añadió—: La cosa es que nome apetece mucho subir yo solo, nosé si me entiendes…

Elvis sacudió la cabeza en ungesto negativo y suspiró. La cobardíade Sánchez, al igual que su falta desinceridad, era legendaria en SantaMondega. El Rey sabíaperfectamente bien que a su amigo lefaltaban huevos para actuar solo;pero a pesar de todos los defectos

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que tenía, siempre había sidogeneroso y le había invitado amuchas copas en su bar, el Tapioca,a lo largo de los años. Y por buenosmotivos.

—Hoy hace diez años que tesalvé el culo de aquellos vampirosde la iglesia, ¿no es cierto? —dijoElvis.

—Sí. A mí tampoco se me haolvidado. Pero por culpa de todaaquella experiencia siempre mepongo un poco nervioso enHalloween. Este viaje es un poco poreso. Pensé que estaría bien salir de

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Santa Mondega, con todos losmuertos vivientes que andan por allí.

—Pues vamos —gruñó Elvissaliendo al pasillo—. Vamos a por tumaleta. Si no encuentras otrahabitación, puedes dormir conmigo.

—Gracias, tío —respondióSánchez, debidamente agradecido.

Llegaron al ascensor que habíaal final del pasillo, y Elvis lo llamóapretando el botón gris de la pared.Esperaron poco más de unossegundos hasta que llegó la cabina yse abrieron las puertas de la misma.Estaba vacía, de modo que entraron

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en ella. Sánchez se giró a laizquierda para pulsar el botón de suplanta, pero se topó con algo muydesagradable: en aquel rincón de lacabina, debajo del panel de botones,se hallaba el cuerpo desmoronado deun hombre negro de veintipico años.

—¡Aaay, Dios! —chillóSánchez igual que una niña, al tiempoque retrocedía bruscamente a causadel susto.

—¿En qué planta está tuhabitación, Sánchez? —preguntóElvis con frialdad. Él también habíavisto el cadáver, pero reaccionó de

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forma mucho más calmada que suamigo.

—¡Joder! ¡Joder, tío! Pero mira,si es…

—¿Cuál es tu puta planta?—La séptima.Haciendo caso omiso del

muerto, Elvis alargó la mano y pulsóel botón de la séptima planta. Cuandose cerraron las puertas y empezó amoverse el ascensor, Sánchezrecobró un poco el dominio de símismo. Tenía un negro muerto a lospies. Había visto muchos muertos, lamayoría de ellos en su bar, pero el

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hecho de ver uno en el interior de unascensor le había dado un susto deaúpa, igual que si se hubieraencontrado con una araña nada másencender la luz del dormitorio.

Respiró hondo y, sin hacer casodel corazón, que se le salía delpecho, observó un poco más de cercael cuerpo, que estaba semiapoyadocontra la pared del ascensor. Elmuerto llevaba un traje negrobrillante y una camisa roja.

—¡Dios mío! ¡Es Otis Redding!—No jodas. —Elvis no parecía

preocupado, pero Sánchez insistió—:

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Ha debido de matarlo el tal OrsonVergadura.

—O ha pagado para que lomatase otro.

—Dios. —Con una mueca derepugnancia, Sánchez se inclinóhacia delante para verlo mejor—.Me parece que tiene roto el cuello.—Después olfateó el aire—. Ytambién huele como si hubiera estadocagando en el muelle de la bahía.*

—No tiene gracia, tío. Dehecho, ni siquiera tiene lógica.

—No he tenido tiempo depensar otra cosa, es lo mejor que se

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me ha ocurrido.Elvis negó con la cabeza.—Mira, no es el mejor momento

para ponerse a pensar en salidasgraciosas. Cuando lleguemos a tuhabitación, no sería mala idea quepasáramos de largo. Puede que estédentro ese tal Vergadura. A partir deaquí, haz todo lo que haga yo. —Elvis estaba haciendo gala de unaclaridad de pensamientoimpresionante, dadas lascircunstancias—. Y si alguien másintenta subir a este ascensor, vamos atener que impedírselo.

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—¿Por culpa del tufo?—No, gilipollas. Porque si nos

ve alguien aquí, con este cadáver,vamos a ser los principalessospechosos de haberlo matado.

—Mierda. Qué hijo de puta.De pronto sonó la campanilla

que anunciaba que el ascensor habíallegado a la séptima planta. Seabrieron las puertas. Sánchez vioinmediatamente a cuatro guardias deseguridad armados, todos trajeadosde negro y con el pelo cortado a lomilitar, de pie al fondo del pasillo.Delante de su habitación. Preparados

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para echar la puerta abajo y entrar ala carga.

Elvis alzó una mano parataparse la cara y se puso a un lado,donde no pudieran verle desde elpasillo. Luego le susurró a Sánchezen tono urgente:

—Pulsa el botón de la plantabaja. Tenemos que largarnos de aquí.

Sánchez oyó la instrucción, peroestaba tan concentrado en mirar a losguardias de seguridad que prestóescasa atención al botón al queacercaba la mano.

Los cuatro guardias se

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volvieron para ver quién los estabamirando fijamente desde el ascensor.Lo que vieron fue a Sánchezalargando la mano hacia el panel debotones para pulsar el quecorrespondía a la planta baja. Yfallando. En lugar de llevar el dedoal botón, lo llevó al ojo abierto delcadáver que encarnaba a OtisRedding. El susto que se llevó altocar algo frío y elástico le hizoapartarse de un brinco. En cambio,dicha acción tuvo efectos másdesastrosos. El cadáver, que estabaapoyado contra la pared de la cabina,

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resbaló y se derrumbó en el suelo,delante de Sánchez, con lo cual sehizo visible a los cuatro hombres queestaban en el pasillo.

—¡Mierda!Sánchez recuperó el control,

encontró el botón de la planta baja ylo apretó a toda prisa. Pero fuedemasiado tarde. Los guardias yahabían visto el cuerpo y tenían laatención centrada en él y en Sánchez.La cara de Elvis permanecíaeficazmente fuera de su campovisual, pero la manga del trajedorado que llevaba asomaba más

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allá de las puertas del ascensor.—¡Eh, tú! ¡No te muevas! —

chilló el guardia de seguridad queestaba más cerca. Había sacado unarma con una velocidad increíble yestaba apuntando con ella alascensor.

Elvis empujó a Sánchez haciaun lado.

—Pégate a la pared —lesusurró—. ¡Que no te vean tanto!

Las puertas del ascensorcomenzaron a cerrarse con unalentitud horrible, al tiempo que loscuatro guardias de seguridad se

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lanzaban al ataque por el pasillo.

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Quince

Johnny Cash —o por lo menos

el individuo que lo encarnaba—tenía por delante más de una hora deespera hasta que le tocase hacer laaudición. Se encontraba en la sala

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con los otros cantantes, y los habíaimpresionado a todos con unaseguridad en sí mismo fría eimperturbable. No podían adivinarque por debajo de aquella fachadaexterior de serenidad estaba cagadode miedo. Había en juego un millónde dólares. Pero para el que quedarael segundo no había nada, ni un solocéntimo. Nada importaba lo bien quehubiera aguantado la presión a lolargo de su carrera; esto era algototalmente distinto.

La sala de espera era unhervidero de actividad, llena de bote

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en bote de aspirantes disfrazadoscomo sus cantantes favoritos. Habíavarios sofás cómodos, sillones y pufsrepartidos por la estancia, y ademásjunto a cada pared habían dispuestouna mesa con bebidas y aperitivos,pero por lo visto aquello ya noservía para calmar los nervios anadie. En aquella sala había másenergía nerviosa y más tensión queen todo el resto del hotel.

La persona a la que másenvidiaba Johnny era Luther, el queiba caracterizado de Otis Redding.Un cabrón con suerte. Ya había

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llevado a cabo su audición y ahora seencontraría en alguna parterelajándose, sabiendo que era casiseguro que llegara a la final. Ojalápudiera él hacer lo mismo, peronecesitaba algún estimulante, algoque le diera más seguridad en símismo para poder soportar aquellaangustiosa espera. Y también queríaestar seguro de que los demásparticipantes estaban tan nerviososcomo él. Que no estaban fingiendo.

Recorrió con la mirada a losconcursantes que todavía estabanesperando para hacer la audición y

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escogió un blanco. Efectivamente,Kurt Cobain tenía cara de estarincómodo y nervioso de tantoesperar. Estaba de pie, solo, junto ala salida que daba al pasillo,bebiendo de una lata tibia de Spritecon una pajita. «Qué coño», pensóJohnny, y se dirigió hacia él.

—¿Qué, Cobain? ¿Cómo va eso,tío? —le preguntó con una sonrisa deseguridad que desmentía su propionerviosismo.

El cantante, que tenía pinta deandrajoso, respondió sonriendo a suvez y soltando un poquito de Sprite

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por la nariz. Al parecer, no estabaacostumbrado a que la gente loabordase en actitud amistosa, y entodo caso seguramente desconfiabade las intenciones de Johnny. Daba laimpresión de ser un forastero y de noestar haciendo nada especial paraencajar en el grupo.

—Para serte sincero, estoycagado —contestó sin mentir.

—No me digas. Pues yo tengouna cosa que puede remediarlo.

—¿De verdad?—De verdad.Kurt lo miró con suspicacia.

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—No estarás intentandovenderme ese rollo de Jesús y elPoder de la Oración, ¿no? —preguntó.

—Qué va. —Johnny sonrió deoreja a oreja. Haciendo caso omisodel potente olor corporal de Kurt, seinclinó hacia él y le susurró al oído—: ¿Te apetece una rayita de coca?

—¿Tienes?«Dios, este tío es raro de

cojones», pensó Johnny.—No, sólo te la estaba

ofreciendo —contestó con fuertesarcasmo, antes de añadir—: Pues

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claro que tengo. ¿Quieres?—¡Claro, tío! Dime por dónde

se va.Johnny hizo una seña con la

cabeza para indicar la puerta y salióal pasillo con Kurt detrás. Sedirigieron hacia los aseos decaballeros, situados a la derecha, y,tras echar una ojeada rápida enderredor, Johnny se coló por lapuerta seguido por Kurt.

El cuarto de baño estaba vacío.Los dos fueron derechos hacia elsegundo retrete. Todo mostraba unalimpieza antiséptica, y las baldosas

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del suelo relucían como si acabarande limpiarlas.

Después de comprobar porúltima vez que nadie los habíaseguido, Johnny repasó rápidamentela estancia con la mirada y cerró lapuerta con el pasador. El inodoro delretrete que habían elegido estabaigual de limpio que el suelo, elasiento se veía blanco y reluciente,sin una sola gota de orina.

Kurt bajó la tapa y se hizo a unlado para dejar que su compañerohiciera lo que tuviera que hacer.Johnny sacó una bolsita de cocaína

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de uno de los bolsillos delanteros delpantalón. Esperaba no tener querecurrir a la coca porque queríaactuar teniendo la cabeza totalmentedespejada, pero cuando aquellamañana se guardó la bolsita de polvoblanco en los pantalones sabía desobra que iba a terminar usándola.

Abrió la bolsa y vio que a Kurtse le iluminaban los ojos. Vertió unapequeña cantidad de polvo sobre latapa del inodoro. A continuación,extrajo una navaja de hoja recta delbolsillo de su camisa negra y lautilizó para separar el polvo en

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cuatro rayas de unos diez centímetroscada una. Tardó menos de treintasegundos, y se dio cuenta de que sucómplice estaba impresionado.

—¿Quieres ser tú el primero?—le preguntó.

La respuesta fue un enfático sí.Kurt ya tenía en la mano una pajita deplástico a franjas rojas y blancas,listo para esnifar. Unos minutos anteshabía usado aquella pajita para beberel Sprite; ni por lo más remoto habíaimaginado que iba a encontrar unestimulante mucho más fuerte.

—Hazte a un lado, amigo —dijo

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con fingida formalidad.Seguidamente se agachó en

cuclillas, se metió un extremo de lapajita en la nariz, se apretó la otrafosa nasal con un dedo y rápidamentese puso a aspirar la raya que teníamás cerca. La inhaló con una largaesnifada, de cabo a rabo, y despuésse sentó y parpadeó unas cuantasveces. Se limpió la nariz con eldorso de la mano y sorbió con fuerzapara tragar los restos de polvillo quepudieran haberle quedado en la fosanasal.

—Una mierda de primera, señor

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Cash. Ya lo creo. ¡Una mierdarealmente de primera!

A continuación le pasó la pajitaa Johnny, el cual la cogió y se agachópara esnifar otra raya.

Fuera, alguien abrió la puertaprincipal de los aseos. Johnny oyópisadas que entraban, unas botastaconeando sobre las baldosas. Justoacababa de esnifar la primera raya yestaba parpadeando con fuerza, en elintento de controlar el impulso degritar diciendo lo buena que eraaquella coca.

La persona que había entrado

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caminó despacio sobre el suelo debaldosas. Johnny se asomó pordebajo de la puerta y vio un par debotas negras muy gastadas quepasaban por delante del primerretrete. Se pararon frente a la puertatras la que estaban agachados Kurt yél, igual que dos escolares con unarevista porno. Miró a Kurt, que teníacara de estar tan preocupado comoél. Si los de seguridad lossorprendían consumiendo drogasilegales dentro del edificio,quedarían descalificados delconcurso, de modo que ni que decir

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tiene que les convenía guardarsilencio absoluto. Se hizo obvio queKurt lo comprendió.

Johnny observó con unaparanoia considerable que las puntasde las botas, visibles por el huecoque dejaba la puerta, se girabanhacia él. Siguió una pausa horrible.Entonces se oyó un ruido sordo ysuave, causado por la persona defuera al intentar abrir la puerta yhallarla cerrada. Johnny se volvióhacia Kurt, que se había tapado lanariz con la mano y hacía un esfuerzosobrehumano para no sorber.

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Las botas dieron un paso atrás,primero la izquierda, luego laderecha. Johnny tuvo que agacharseun poco más para verlas retrocederhasta que quedaron fuera de sucampo visual. Un segundo despuésde bajar la cabeza se abrió la puertade golpe haciendo saltar el pasadorcon un fuerte crujido. Golpeó aJohnny en la frente y lo hizo caer deespaldas. Aterrizó de culo en elsuelo, junto al inodoro. Tanto Kurtcomo él, aterrorizados ambos,levantaron la vista y vieron a unhombre vestido todo de negro que los

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miraba a su vez fijamente. Llevabaunas gafas de sol oscuras y unacapucha por encima de la cabeza.

Kurt fue el primero en hablar.—Oye, tío, ¿te importa? —dijo

quejándose en tono ofendido—.¡Podríamos estar cagando!

El intruso respondió con unavoz áspera como la grava:

—No me digas. ¿Los dosjuntos?

—Bueno… no.—Mira, colega —terció Johnny

frotándose la parte de la frente enque lo había golpeado la puerta—.

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Hay retretes libres de sobra, ¿vale?—¿Tú eres Johnny Cash?—Sí.—¿Y éste Kurt Cobain?—Sí, es él —dijo Johnny

señalando a Kurt.—Bien.El intruso no dio la impresión

de tener prisa en meterse en otroretrete, y la situación empezaba aresultar un tanto embarazosa. Johnnydecidió hacer una ofrenda de paz.

—¿Te apetece un poco de estacoca? Nos quedan dos rayas.

—No.

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Siguió una pausa incómoda,mientras esperaban a ver cuál era elpróximo movimiento del otro. Elintruso se limitó a contemplarlesdesde detrás de sus gafas de sol. Kurttodavía estaba de rodillas en elsuelo, a un lado del inodoro, yJohnny estaba sentado al otro.

La coca ya había penetrado enel torrente sanguíneo de Johnny y leproporcionaba una líquida sensaciónde seguridad que le corría por lasvenas. Se sentía invencible. Habíallegado el momento de librarse deaquel capullo.

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—Si no quieres coca, ¿teimportaría cerrar la puta puerta?

El otro no hizo caso y señaló aKurt Cobain.

—Ven aquí —rugió. Tenía unavoz gélida que daba miedo, carentede toda emoción.

Kurt se puso en pietrabajosamente y frunció el ceño.

—¿Qué quieres que…?

¡CRAC!

Sin previo aviso, el intruso lepropinó un puñetazo en la punta de la

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nariz, un contundente directo con elpuño derecho, asestado con unafuerza que asustaba. La nariz delcantante explotó en un surtidor desangre. El desdichado cayó al suelode espaldas golpeándose la cabezacontra el inodoro.

Johnny observó horrorizadocómo se desplomaba el andrajosocuerpo de su colega y después volvióla vista hacia el intruso. Éste seinclinó, lo asió por el cabellograsiento y lo obligó a incorporarsehasta que lo tuvo a la altura de losojos.

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—¿Qué es lo que quieres? —balbució Johnny repitiendo laspalabras de su compañero. Estaba lobastante cerca del intruso para ver supropio rostro reflejado en las gafasde sol. La seguridad en sí mismo quemostraba antes se había evaporadoen un momento; tenía una expresiónde terror.

El intruso, sin soltarle el pelo aJohnny, le retorció la cabeza muydespacio en dirección al inodoro.

—Esnífate la coca que te queda.—¿Qué?—Que te la acabes.

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Mientras decía esto, dejó deagarrarlo del pelo y lo empujó haciael inodoro. Johnny obedeció y volvióa arrodillarse para consumir las dosrayas de coca que quedaban. Tomó lapajita de colores, que seguía estandodonde había caído, en el suelo allado del inodoro, y la apoyó en unade las líneas de polvo blanco. Letemblaban las manos. Tenía elhorrible presentimiento de que elindividuo que tenía detrás iba aaplastarle la cabeza contra la tapadel inodoro en cuanto se inclinara aesnifar la coca.

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Pero, a ver, ¿qué otra putaalternativa le quedaba?

Se inclinó lentamente y se metióel extremo de la pajita en la fosaizquierda de la nariz. En aquelmomento, tal como esperaba, elintruso le descargó un fuertepuñetazo en plena nuca. Por efectodel tremendo impacto del golpe, lapajita se le hundió en la nariz y lellegó al cráneo. Sólo sintió el fríodolor por espacio de un milisegundo.Después se golpeó la nariz contra latapa del inodoro, con lo que el huesoastillado le penetró el cerebro y lo

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mató de forma instantánea.

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Dieciséis

Angus el Invencible era un tipo

que en sus mejores momentos teníacara de enfadado. Y éste no era unode sus mejores momentos. Tenía elrostro contorsionado por la furia que

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le causó enterarse de que le habíandado su habitación a otra persona. Ypara colmo, la recepcionista le habíaentregado un sobre dirigido a él en supapel de Orson Vergadura que otrapersona había dejado allí. Aquellodebería haberlo alegrado un poco,pero cuando la joven le entregó elsobre advirtió de inmediato que lohabían manipulado. En recepción,nadie reconoció haberlo abierto;afirmaron que la persona que habíaocupado su habitación se lo habíaentregado en aquel estado.

Angus había torturado a mucha

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gente a lo largo de su vida. A vecespor diversión, era cierto, pero muy amenudo para extraer información, ydicha experiencia le había enseñadoa distinguir cuándo le estabanmintiendo. Y el personal derecepción del aquel hotel le teníademasiado miedo para mentirle. Deaquello estaba seguro al cien porcien. No obstante, el hecho era queaquel sobre aún contenía las fotos yla lista de nombres de los objetivos.Lo que había desaparecido era eldinero.

Stephie, la recepcionista, le

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informó de que no quedabanhabitaciones libres y le sugirió quefuera al bar a tomar una copa —porcuenta de la casa, naturalmente—mientras ella hacía lo que estuvieraen su mano para buscarle unahabitación. Angus vio que en efectola chica iba a hacer todo lo posible,porque la tenía completamenteaterrorizada, a ella y al resto delpersonal, incluidos los de seguridad.Después de todo, no era corrienteque entrara en aquel hotel un sicariode un metro noventa de estatura y seencontrara con que la habitación que

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había reservado se la habían dado aotro.

Cuando se dirigía hacia el bar,abrió el sobre y examinó por encimalas fotos. También echó un vistazo alos nombres que estaban apuntadosen el papel. Si había sobrevividotanto era porque poseía un bueninstinto, y dicho instinto le habíaavisado desde el principio que aqueltrabajo no era adecuado para él.Reconocía que los tipos que locontrataban eran en su mayoría unosgilipollas —aquello constituía unode los escollos de la carrera que

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había elegido—, pero el individuoque le había hecho aquel encargo enparticular era de los peores.Afirmaba llamarse Julius, pero hastaaquello era dudoso.

Incluso teniendo en cuenta elnivel del sucio mundo de los sicariosprofesionales, el tal Julius resultabaser especialmente poco digno de fiar.Se lo notó en la cara nada másconocerlo. Rezumaba falsedad, y eramás que probable que estuvieraguardándose información. Encima deeso, parecía ser el típico tío capaz deencargarle el trabajo a más de un

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asesino a sueldo, con tal deasegurarse de que se llevara a cabo.Que hubiera tipos como él siempreera perjudicial para el negocio;significaba que había más sicarioshusmeando por los alrededores que amenudo se eliminaban unos a otrosademás de liquidar al objetivo. Ysólo cobraba el que quedaba en pie.«Suponiendo, claro está, que no lotraicionen», pensó Angusmalhumorado. Normalmente habríarechazado un encargo basado endichos factores, pero había entradoen una etapa de ciertas dificultades

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económicas, de modo que en estecaso se dijo que la recompensa bienmerecía el riesgo. Sin embargo,desde que aceptó el trabajo se vioarrastrado por una racha de malasuerte, cosa que casi siempre lesucedía cuando aceptaba un encargoque no le gustaba.

En cambio había una cosa de laque estaba convencido: Julius era untipo poco de fiar, y sus motivos noestaban claros. Angus sólo le habíaaceptado el encargo a condición derecibir un adelanto de veinte mildólares. Estaba seguro de poder

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llevar a cabo el trabajo, pero si sediera el caso improbable de que algosaliera mal, aquellos veinte milservirían para saldar una deuda quetenía con varios jefes de la mafiafastidiosos de verdad. Si realizaba eltrabajo con éxito, ello le reportaríaotros treinta mil, pero sin un adelantoexistían muchas posibilidades de queno le pagaran nada de nada. Y aquélera un riesgo que no estaba dispuestoa correr.

El otro asunto que lo teníapreocupado, y que lo habíaconvencido de que aquel trabajo

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estaba gafado o era un montaje, eraaquello de que su habitación se lahubieran dado a un tal SánchezGarcía, sólo porque él se habíaretrasado un poco. Era aquelindividuo el que supuestamente habíadevuelto el sobre a recepción. Asíque parecía probable que ahora eldinero del adelanto estuviera enpoder de él y que conociera todos losdetalles de la misión. ¿Sería otroasesino a sueldo?

Mientras daba vueltas en lacabeza a estas cosas, llegó al bar deun humor verdaderamente frustrado y

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cabreado y con la urgente necesidadde tomarse una copa. Y entonces fuecuando su suerte dio visos de estar apunto de cambiar. Al fondo de lasala, sentado en una mesa, había unindividuo menudo y de raza negravestido con un traje de color morado.Angus lo reconoció al instante: elfalso de Julius, el cabrón que lohabía contratado. Era un individuocalvo y de baja estatura que eludía elcontacto visual cada vez que se leformulaba una pregunta. A lo mejorpodía explicar qué cojones estabapasando exactamente. O, como

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mínimo, soltar otros veinte de losgrandes.

Se dirigió hacia la mesa deJulius, y por el camino le dijo a lacamarera:

—Eh, putilla, ponme un escocésdoble con hielo y tráemelo a la mesa.

Valerie, sintiéndoseprofundamente ultrajada, lo miró dearriba abajo, aunque para hacerlotuvo que forzar el cuello. Se le quedóla boca abierta en un «oh» desorpresa cuando vio la envergaduraque tenía y, al igual que la mayoríade las personas que recibían una

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orden de aquel gigante, de repentedecidió obedecer.

Angus escogió una silla situadafrente a Julius y se dejó caer en ellapesadamente. Al principio, elimitador de James Brown puso carade sorpresa al verlo, pero enseguidacambió de expresión. Cogió elbotellín de Mono Cagón que habíaencima de la mesa y bebió un trago.Muchos tipos hacían eso, intentarsimular indiferencia cuando losintimidaba Angus. Éste obtenía unmalévolo placer al saber que, a pesarde las apariencias, seguramente

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Julius estaba a punto de cagarsepatas abajo.

Angus arrojó sobre la mesa elsobre con las fotos y la lista denombres y se reclinó en la silla,mirando fijamente a Julius con lasfacciones en tensión a causa de larabia.

—¿Dónde están los puñeterosveinte mil? —rugió. Al hablar letembló la perilla pelirroja.

Julius volvió a dejar el botellínen la mesa y tragó.

—Llegas tarde —repuso. Si sesentía intimidado, desde luego no lo

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dejó ver—. Le he dado el trabajo aotro.

—¿Qué?—No has sido puntual. Ahora el

contrato es de otro. Deberíashaberme hecho caso cuando recalquélo importante que era la puntualidad.

—Es ahora cuando no te hagocaso, jodido cabrón.

—En fin, eso es problema tuyo.Angus tenía los puños apretados

de frustración.—Hijo de puta —musitó

clavando los ojos en el cantante.—Lo siento, tío. El que fue a

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Sevilla perdió la silla.Angus se inclinó sobre la mesa

e invadió el espacio personal deJulius.

—¿Sabes?, no estoy nadaconvencido de que seas quien dicesser. Así que ten cuidado con la formade dirigirte a mí, gilipollas.

En aquel momento llegó Valeriey se detuvo a la altura del hombro deAngus. Se inclinó por encima de él ydepositó en la mesa una bandejapequeña, redonda y plateada, en laque traía el escocés doble con hielo.Los cubitos estaban derritiéndose

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muy deprisa, y emitían leves crujidosy siseos que llenaban el silencio quese había hecho entre los doshombres.

—A esto invito yo —ofrecióJulius generosamente. Su expresiónlogró convertirse en una mezcla dedespreocupación y falta desinceridad.

—¿Te parecía que iba a pagarloyo?

Julius se inclinó sobre la mesa yle entregó a Valerie diez dólaresjunto con una sonrisa amistosa. Ellatomó el dinero y se lo guardó en una

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bolsa negra que llevaba en la partedelantera de la falda. Acto seguido,tuvo la inteligencia de ejecutar unarápida retirada y refugiarse tras labarra.

—Gracias —dijo Angus demala gana al tiempo que cogía elvaso y bebía un sorbo. Los cubitosde hielo rodaron hacia delante ehicieron presión contra la perilla.Después, volvió a dejar el vaso en labandeja y se secó la boca con eldorso de la mano—. Entonces, ¿quécoño ha pasado con mis veinte mil?Me debes esa cantidad como mínimo,

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por haberme hecho venir hasta aquí.—No sé a qué está usted

jugando, señor Vergadura —Juliusrecalcó el apellido con un marcadosarcasmo—, pero esos veinte milestaban dentro del sobre. Al menos,estaban dentro cuando yo lo introdujepor debajo de la puerta de tuhabitación. A mi forma de ver, ahorame debes veinte mil tú a mí.

—Que te jodan. La chica derecepción me ha dicho que lahabitación se la han dado a un talSánchez García. ¿Qué coño estáhaciendo aquí ése?

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Por segunda vez Julius pareciósorprendido de veras.

—¿Quién es?—Eso es lo que quiero saber

yo. ¿Es el tío al que le has dado eltrabajo?

—Mierda, no sé cómo se llamade verdad el tipo al que he dado eltrabajo. Lo único que sé es que lamayoría de la gente lo conoce por elnombre de Kid Bourbon. No sueledar su nombre auténtico.

—Así que Kid Bourbon, ¿eh?Ese hijo de puta. Bueno, ¿y ya te hahecho el trabajo? Porque yo ya he

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venido y estoy dispuesto a empezar.Julius suspiró y se encogió de

hombros con desinterés.—Si hay que hacer caso de la

fama que tiene ese tío, el trabajoestará terminado dentro de diezminutos más o menos.

—Pues vamos a encargarnos deeso.

Angus cogió el escocés, loapuró de un trago y masticó loscubitos de hielo con los dientes,como si pretendiera impresionar aJulius con su tolerancia a las bajastemperaturas. A continuación

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devolvió el vaso a la bandeja con ungolpe y se puso de pie.

—Voy a buscar al tal SánchezGarcía para recuperar mis veinte mil.Y después terminaré el trabajo quehe venido a hacer. —Hubo unconsiderable tono de amenaza en laforma en que pronunció la palabra«terminaré».

—Que tengas suerte.Angus sacudió la cabeza en un

gesto negativo. Aquel cabrón deJulius ni siquiera estaba molesto. Sevieron confirmadas sus sospechas deque no convenía mezclarse con aquel

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tipo. Cuando se dio media vuelta ysalió furibundo del bar, no teníaclaro del todo con quién deberíaestar más enfadado. Pero descargarsu furia con Julius parecía unapérdida de tiempo. Sánchez Garcíaera un objetivo mejor para desahogarsu frustración.

Había llegado el momento deidear un plan nuevo.

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Diecisiete

Sánchez se sentía superado por

el tufo que despedía el cadáver deOtis Redding. La visión de aquelcuerpo ya le había provocadonáuseas, y el hedor, en el estrecho

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espacio de la cabina, estabaempeorando las cosas. Además, elcadáver daba la sensación de estarmirándolo fijamente. Tenía ojos depirado, el muy cabrón. Intentó mirarotra cosa que no fueran aquellosojos, pero por más que desviara lavista seguía notando aquella miradafija que lo perforaba. Y cada vez quevolvía a mirar el cadáver los ojosparecían haberse abierto un pocomás. Experimentó un impulsoirresistible de volverle la cara a Otisde un manotazo y gritarle que dejasede mirarlo, pero tenía la sensación

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de que Elvis no aprobaría talproceder.

También procuró recordarse así mismo que en aquellos momentoshabía asuntos más graves de quepreocuparse.

Mientras la cabina del ascensordescendía hacia la planta baja,Sánchez iba rezando para que a Elvisse le ocurriera un plan que los sacaraa los dos de aquella apuradasituación. En lo relacionado condeshacerse de cadáveres o dealejarse de un asesinato, Elvis estabade lo más cualificado. Al fin y al

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cabo, se dedicaba a ello. Tenía quehaber un método clásico de hacerfrente a aquel tipo de situaciones.

—Joder, tío. ¿Qué cojonesvamos a hacer ahora? —preguntó.No pudo disimular que necesitabadesesperadamente que Elvisasumiera el control.

—Ayúdame a levantarlo —dijoElvis. Se agachó, metió una mano pordebajo de la axila derecha delcadáver y tiró hacia arriba.

Tras dudar unos instantes,Sánchez agarró el brazo izquierdo ytiró.

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—¿Qué estamos haciendo? —quiso saber.

—¿Has visto la película Estemuerto está muy vivo?

—Sí.—Pues eso es lo que estamos

haciendo.—¿Vamos a llevarnos al muerto

a hacer esquí acuático?—No, atontado. Sólo vamos a

fingir que está borracho y que loestamos llevando a casa. Dejaremosel cadáver donde no lo encuentrenadie. Si no hay cadáver, no puedenacusarnos de haberlo matado. En este

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preciso momento, esos guardias deseguridad que nos han visto no sabenque no está simplemente borracho. Siconseguimos esconder el cadáverantes de que den con nosotros, lesdiremos que era un borracho queestaba en el ascensor y que se bajóen la segunda planta.

Sánchez adoraba a Elvis. Elplan que tenía era bastante birria,pero era mejor que cualquier cosaque hubiera podido discurrir él entan corto espacio de tiempo. Y comoen aquel momento lo único que se leocurría a él era abofetear al cadáver,

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supuso un alivio saber que su colegatenía el control de la situación. Elvisera un tipo de lo más tranquilo yjamás le entraba el pánico por nada.No era especialmente listo niingenioso, pero poseía una increíbleseguridad en sí mismo y todas lascualidades de un líder nato. Todo elque lo conocía lo encontrabaagradable de inmediato, y casi todoel mundo se mostraba dispuesto ahacer lo que fuera con tal de ganarsesu aprecio. Su aprobación y suamistad eran las dos cosas quecodiciaban la mayoría de las

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personas, pero ninguna tanto comoSánchez.

Una vez que pusieron en pie aOtis Redding, cada uno lo agarró deun brazo y se lo echó por el hombropara dar la impresión de ser dosamigos cargando con un colegaborracho. Fue providencial que noestuviera sangrando visiblemente porningún sitio; simplemente parecíaque se había roto el cuello y quetenía los pantalones hechos undesastre. Dicha lesión contribuía adar la apariencia de que estaba comouna cuba, porque al menor

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movimiento que hacían Sánchez oElvis la cabeza se mecía hacia unlado o hacia el otro. Por supuesto, loprimero que sucedió fue que lacabeza quedó apoyada en el hombroderecho de Sánchez y los ojos vacíosde expresión quedaron vueltos haciaél. «Cabrón.»

Cuando el ascensor llegó a laplanta baja, la puerta se abriódespacio con un ligero chirrido. ASánchez le pareció ensordecedor, yrezó para que no hubiera nadie cerca.Pero no tuvo suerte. Fuera, en elpasillo, había dos personas

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esperando, un matrimonio mayor,probablemente setentones los dos yelegantemente vestidos, como sifueran a la iglesia. El marido llevabaun traje gris de buen corte y laesposa un conservador vestido azul.Estaba claro que su estancia en aquelhotel significaba mucho para ellos yquerían ir tan arreglados como lesfuera posible. Al principio sequedaron estupefactos al ver a Elvisy Sánchez maniobrando para sacar aOtis Redding del ascensor. Elcadáver iba arrastrando los pies porel suelo. Al pasar junto al

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matrimonio, Elvis le guiñó un ojo ala mujer.

—No pasa nada, señora —dijopara tranquilizarla con su voz cáliday profunda, que añadía atractivo a susonrisa—. Es que se ha pasado unpoco bebiendo.

La anciana sonrió, y tanto ellacomo su esposo rieron educadamentey entraron en el ascensor. Mientrasesperaban a que se cerraran laspuertas, permanecieron unosinstantes observando cómo Sánchez yElvis arrastraban a Otis Reddingpasillo abajo. Un joven de lo más

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encantador. Y qué buen amigo con sucompañero incapacitado. Y entoncesfue cuando les llegó el olor.

Sánchez y Elvis se cruzaron convarios huéspedes más de camino alvestíbulo del hotel. Elvis enseguidales decía a todos que Otissimplemente estaba borracho.Consiguió convencerlos e inclusoarrancó alguna carcajada a muchosde ellos, aunque sin levantar muchola voz, no fueran a despertar al queellos creían que era un imitador deOtis Redding borracho.

—¿Adónde vamos, colega? —

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preguntó Sánchez con un tono de vozque parecía un gemido—. ¡Este tíopesa un quintal!

—Ahí dentro —contestó Elvisindicando una puerta situada en ellado derecho del pasillo. Era decolor gris y tenía una pequeña placacon un figura masculina en negro, locual significaba que se trataba delaseo de caballeros. Sánchez, comosiempre, no acababa de pillar elplan.

—¿Qué pasa? ¿Necesitas echaruna meada? —inquirió.

—No, Sánchez —respondió su

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amigo con cansancio—. Podemosesconder a Otis en uno de losretretes. Pasarán horas antes de quelo encuentren.

—Ah, ya. Buen plan. A pesardel tufo que despide, y eso.

Arrastraron el cadáver hasta lapuerta, seguidamente Sánchez entróprimero, de espaldas, y después Otisy Elvis. Este último echó un vistazoarriba y abajo del pasillo paracerciorarse de que no los veía nadie.Al parecer, habían acertado alescoger el momento, porque lacuriosa entrada que hicieron pasó

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inadvertida.Sánchez se sintió aliviado al ver

que el cuarto de aseo se encontrabavacío. Era un recinto de gran tamaño,como de unos doce metros de largopor cuatro y medio de ancho. En lapared de la izquierda había unahilera de ocho urinarios, y en lapared contraria seis retretes. Alfondo había tres lavabos con espejo.

Para Sánchez fue un alivio queno hubiera nadie orinando, y, por lafalta de ruidos, pareció segurosuponer sin temor a equivocarse quetampoco estaba nadie cagando en

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ninguno de los retretes. Flotaba en elaire un olor a mierda, pero estababastante seguro de que lo habíantraído ellos consigo.

—¿En qué cubículo vamos ameterlo? —preguntó.

—En el primero. ¿Crees quetengo ganas de cargar con este tíomás de lo necesario?

Sánchez se adelantó y entró porla puerta del primer retrete queencontraron. Detrás fue Elvis, el cualsostuvo a Otis Redding mientras suamigo bajaba la tapa del inodoropara que pudieran sentar al cadáver

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encima. Elvis colocó al muerto sobrela tapa y después los dos pasaroncomo un minuto intentandoposicionarlo de forma que semantuviese erguido y no se cayesehacia un lado. Por fin, tras aguantarunos veinte segundos sosteniendocuidadosamente a Otis con las manospor si se escurría, decidieron que yase encontraba estable y que sólo secaería si lo empujaban.

—¡Uf! —suspiró Sánchez—. Nome vendría mal echar una meadita,después de todo.

—Vale. Ve a mear, que yo ya

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me encargo de cerrar esta puertadesde dentro. Luego saldré trepandopor encima.

—Genial.Sánchez salió del cubículo y fue

hasta el urinario de enfrente, el quetenía más cerca. A su espalda, oyóque Elvis echaba el pestillo y quedespués murmuraba algo que sonóalgo así como:

—¡Mierda! No había pensadoen esto.

Mientras empezaba a mear en elurinario, pensó que para salir de unretrete lo primero que había que

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hacer era ponerse de pie sobre elinodoro. Y Elvis no iba a poderhacer tal cosa porque Otis estabasentado encima del mismo. Oyó unpoco de ruido, el que estabahaciendo su amigo al intentar treparpor encima de la puerta. Losporrazos y las sacudidas tambiénfueron acompañados de una buenadosis de juramentos.

Por fin Sánchez terminó, sesubió la cremallera del pantalón y sedio la vuelta para ver cómo Elvissaltaba al suelo y empezaba aquitarse el polvo de la chaqueta

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color oro, comprobando si teníaalguna mancha en los hombros.Sánchez se acercó a los lavabos delfondo, abrió el grifo del de en medioy empezó a lavarse su brebaje caserode las manos.

—Sánchez —lo llamó Elvisdesde el otro extremo.

Sánchez levantó la vista hacia elespejo y vio a Elvis mirando elsegundo cubículo, el que estaba allado de aquel en que habían ocultadoa Otis.

—Sí, ¿qué pasa?—Me parece que tendrías que

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echar una mirada a esto. —Elvisestaba contemplando el interior delsegundo retrete.

—¿Qué hay? ¿Una boñigagigante?

—Peor.Sorprendentemente, la voz de

Elvis contenía un tono depreocupación, así que Sánchez cerróel grifo y se sacudió las manos paraque se le secaran. A continuación fuea donde estaba Elvis. Pero inclusoantes de llegar al segundo cubículovio que tenían un problema nuevo.

—Oye, ¿qué es eso que hay en

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el suelo? —preguntó.—Sangre —respondió Elvis.—¿Sangre? ¿De Otis Redding?—Qué va.Por debajo de la puerta del

retrete, que estaba entreabierta,estaba saliendo un charquito desangre. Sin prisa pero sin pausa, elcharquito se hacía más grande a cadasegundo que pasaba. Sánchez seacercó un poco más a Elvis, con pasoinseguro, y se asomó por la puerta.

—¡Me cago en la puta!Lo que había descubierto Elvis

eran otros dos cadáveres más. Uno

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de ellos, el que tenía pinta devagabundo, estaba apoyado contra lapared lateral. El otro, que iba vestidotodo de negro, yacía de espaldas enel suelo, con los pies encima delinodoro. Manaba sangre de unaherida que tenía en la nuca, lo cualexplicaba el charco que había idoextendiéndose hasta salir por lapuerta.

—Cuando hemos entrado, esasangre no estaba ahí —señalóSánchez con un estremecimiento.Volvió a experimentar la sensaciónde náusea, pero más intensa que

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antes.—Me parece que al trepar por

la pared para salir del retrete hemovido a uno de estos tíos.

—Mierda. Pero ¿qué cojonespasa en este sitio? —Sánchez estabaacostumbrado a ver asesinatos en subar, el Tapioca, pero un hotel caro yrespetable como aquél tendría queser distinto. Se mirara a donde semirase, por todas partes habíacadáveres.

El muerto que estaba apoyadocontra la pared iba vestido con unraído jersey azul y unos vaqueros con

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cortes. Tenía la cara cubierta desangre, que por lo visto provenía dela nariz rota y de algunos dientes quele faltaban. El cabello, rubio ygrasiento, también presentabaplastones de color rojo oscuro que lohabían apelmazado. Una escena yadesagradable de por sí que resultabaaún más horrible debido a que losojos, aunque estaban abiertos, sehabían vuelto hacia arriba ymostraban únicamente lo blanco.«Por lo menos no mira fijamentecomo Otis Redding.» Sánchez noperdió mucho tiempo en

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contemplarlo. El otro muerto, el delsuelo, era un poco mayor y lucía unacabellera densa y oscura. Él tambiénhabía puesto los ojos en blanco, ytenía el pelo hecho un estropicio.Mientras lo observaba, Elvis le pusouna mano en el hombro.

—¿Adivinas quiénes son?—¿Qué?—Son Kurt Cobain y Johnny

Cash. Los dos figuraban en la lista deobjetivos que encontraste. —Teníarazón, por supuesto. Le resultóincreíble que no se hubiera dadocuenta antes.

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—Mierda. Ese tal Vergadura hadebido de cargarse también a estosdos. Joder.

—Sí. Tenemos que largarnos deaquí, Sánchez. Ahora estamos en uncuarto de baño con las tres primerasvíctimas de la lista. Si nosencuentran aquí, especialmentedespués de vernos arrastrando a Otis,vamos a tener problemas serios deverdad.

Otra vez tenía razón. Aquél noera el mejor sitio para quedarse, yaunque fueran inocentes de todo mal,eran los principales sospechosos. Y

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es que Elvis era un sicarioprofesional, nada menos.

Pero antes de que tuvieranocasión de batirse en retirada,oyeron que se abría la puerta delbaño. Elvis agarró a Sánchez delbrazo y lo obligó a entrar en el tercercubículo. Cerró la puerta y empujó aSánchez hacia el inodoro. Éste,aterrorizado, sabía que no debíadecir nada, pero así y todo Elvis sellevó un dedo a los labios y movió lacabeza en un gesto negativo. ASánchez le resultó irritante, ya sabíaque debía guardar silencio. Hizo

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ademán de protestar, pero justo enaquel momento se oyeron en el sueloembaldosado del aseo las pisadas dedos hombres. Sánchez los oyódirigirse hacia los urinarios y rezópara que no vieran la sangre quesalía del retrete número dos ydecidieran investigar.

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Dieciocho

Emily había pasado años

preparando su gran momento: laoportunidad de hacerse un nombre yobtener un contrato para actuar comoestrella habitual del hotel Pasadena.

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Ojalá estuviera allí su madre paracompartir su emoción. Además, elhecho de tenerla consigo la habríaayudado a controlar los nervios.

Su madre, Angelina, había sidoartista de cabaret itinerante durantemuchos años, con gran éxito, y losrecuerdos más tempranos quealbergaba Emily tenían que ver conel deseo de ser como ella, dedominar al público como lodominaba su madre. De pequeñahabía visto mucho mundo gracias alos viajes de su madre. Juntas habíanpasado meses enteros a bordo de

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cruceros, o alojadas en un hotel o uncasino hasta el final de la temporada.Fue una época maravillosa, en la queconoció a miles de personasinteresantes y variopintas. Guardabarecuerdos entrañables de cuandohacía migas con los empleados delos hoteles y presenciaba cuánimpresionados quedaban al vercantar a su madre. Angelina cantabamaravillosamente bien y poseía unagran amplitud vocal. Aquellaversatilidad le permitía interpretarmuchos temas clásicos con una vozcasi idéntica a la del artista original,

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por muy difíciles que fueran. Sinembargo, en las ocasiones en las quele concedían más libertad, era másque capaz de ejecutar una versiónpropia de una canción dada.

Había animado a Emily desde laniñez a que siguiera sus pasos, yhabía ejercido asiduamente deprofesora. Por encima de todo, Emilyse acordaba de cuando se quedabaentre bastidores viendo cantar a sumadre y ansiaba ser igual que ella. Yahora tenía la oportunidad.

La época de viajar juntas habíafinalizado hacía dos años. Angelina

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había caído enferma de lo que alprincipio se creyó que era unainfección de garganta pero queresultó ser algo mucho peor. Traspasar varios meses intentando cantar,pero sin poder hacerlo o trabajandomuy por debajo de su grado decalidad habitual, descubrió quesufría cáncer de garganta. Teníacuarenta y siete años. Las dosquedaron destrozadas.

Emily asumió de inmediato elpapel de sostén económico de lafamilia, pero casi cada céntimo queganaba terminaba gastándolo en

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cuidar de su madre. Y además no erasuficiente. Peor aún, su propiacarrera de cantante se vio mermadaseveramente porque Angelina estabademasiado enferma para viajar. Demanera que todo el año anteriorEmily lo había pasado participandoen todos los concursos de cantantesque se organizaban en bares al estede Little Rock, con la esperanza deconseguir aquel esquivo gran salto. Ycuando no estaba cantando, trabajabaen restaurantes de comida rápidapara poder llegar a fin de mes.

Con una esperanza basada en la

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desesperación, Emily sabía queaquélla era la oportunidad que se lepresentaba de demostrar que tenía loque había que tener para seguir lospasos de su madre. Casi mejortodavía, si lograba ganar el concurso«Regreso de entre los muertos», suspreocupaciones económicas seterminarían para siempre. Y seconvertiría en una estrella. Igual quesu madre. Su madre le estabaprestando un apoyo firme como unaroca y la instaba a que fuera a portodas, y con ello en mente, y a pesarde los nervios, se sentía henchida de

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orgullo mientras aguardaba su turnode salir al escenario. Un sentimientoatenuado por la tristeza de saber quesu madre no iba a verla actuar.

Contempló desde losbastidores, con cierta compasión, alcantante que encarnaba a JohnLennon, y cómo destrozaba el temaImagine. No podría haber soñadonada mejor que salir a escenadespués de un rival tan malo, aunquelo cierto era que sinceramente losentía por él. Había visto lo nerviosoque estaba antes de subir alescenario, y era evidente que le

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habían podido los nervios, porque yaen el primer verso de la canción lesalió un gallo. Había habido variasactuaciones penosas, pero ésta eraposiblemente la peor de todas. Ytampoco lo ayudó el hecho de que losjueces le hubieran permitidocontinuar cantando mucho después derebasar el momento en que deberíanhaber interrumpido su actuación.Había habido muchos intérpretesmejores que él que habían sidointerrumpidos cuando llevaban veinteo treinta segundos. Aquel pobreaspirante consiguió cantar casi tanto

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tiempo como Otis Redding, para queel público se divirtiese un poco másde lo necesario viendo el desastreque era.

Cuando terminó, los jueces,comprensiblemente, fueronimplacables. Emily hizo un gesto dedolor al oír las mordaces críticas queescupieron.

—Cariño, mi gato canta igualque tú —fue el peor comentario,pronunciado por Lucinda, quenormalmente se mostraba compasiva.

Candy, para no ser menos,añadió:

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—¡Pues el mío canta mejor!Y Nigel asestó el golpe de

gracia con un suspiro de cansancio:—Pues me parece que el mío se

ha ahorcado.A lo mejor aquellos

comentarios tan despectivos tuvieronun efecto menos negativo delesperado, porque Emily advirtió,aliviada, que el público secompadeció del concursante. Losnervios ya le habían perjudicadobastante sin necesidad de que losjueces se cebaran en él. De modo quefue un alivio que grandes sectores

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del público abuchearan a placer lascríticas del jurado. Aun así, no quedóninguna duda de que John Lennon noiba a estar presente en la final.

Cuando el cariacontecidoimitador del Beatle bajó delescenario, le sonrió ligeramente aEmily. Ésta vio que estaba al bordede las lágrimas.

—Ya lo conseguirás la próximavez —le dijo con expresiónconsoladora.

—Me parece que voy a buscaral gato de Nigel Powell y utilizar lamisma soga.

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Parecía inapropiado reírse deaquel chiste, pero también sería demala educación dejarlo pasar, demodo que Emily mantuvo su sonrisasolidaria y se miró los zapatos a finde evitar el contacto visual.

En el escenario, Nina Forina, lapresentadora del concurso, estabaentreteniendo al público ypreparándose para anunciar lapróxima actuación, la de Emily. Ninaera una rubia glamurosa de treinta ypocos años. Llevaba un vestido largoy plateado que resaltaba lo delgadaque estaba y daba la impresión de

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que debajo de aquella tela no teníaninguna curva femenina. Y tambiénlucía el obligatorio bronceadonaranja, acaso obtenido de la mismafuente que el de Powell.

Mientras Nina hablaba a lamultitud expectante, Emily captó lapresencia de un hombre que estabade pie en las sombras, a su izquierda,cerca del borde del escenario. Él laestaba mirando a su vez, fascinadopor algún detalle de su persona. Alprincipio se sintió halagada, pero elmodo en que la miraba aqueldesconocido le resultó

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profundamente inquietante. Parecíano darse cuenta de que ella le habíadescubierto, y cada vez que desviabala vista sabía que si volviera lacabeza de nuevo hacia él loencontraría otra vez perforándola conla mirada.

Al cabo de un rato cayó en lacuenta de que aquel tipo no la estabamirando a ella, sino el traje quellevaba. Nerviosa, se miró paracerciorarse de que no tenía ningunamancha horrorosa o algo parecido enel vestido. Pero todo parecía estar enorden. Y los zapatos también.

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Todavía estaban relucientes, porquelos había limpiado hacía menos demedia hora. Formaban una parteimportante de su atuendo. Inclusoechó una ojeada rápida a la parte deatrás y levantó los tacones de uno enuno para confirmar que no llevabanada pegado a las suelas. Estabanlimpias y perfectas.

Ya estaba bastante nerviosa sinque aquel desconocido la taladrasecon la mirada, y, en parte paracalmar los nervios, decidió atusarsetambién las largas trenzas, aunque eldesconocido no se las estaba

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mirando. Se había preocupado muchode recogerse el pelo en unas trenzasque le caían por delante de loshombros. Estaba segura de que suimagen seguía siendo exactamente laque deseaba. Pero su admirador —sies que era eso— estaba socavandosu seguridad en sí misma, ya fueracon intención o sin ella. Habíacomprobado su imagen como uncentenar de veces en el espejo delvestuario para asegurarse de que nose había olvidado de nada. Entonces,¿por qué la miraba tanto aquelpirado?

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Se volvió hacia él una vez más.Allí seguía, observando fijamente suvestido azul. En cambio esta vez, almirarlo, vio que bajaba los ojos.Ahora, por lo visto, estaba fijándoseen los zapatos. «Ya está bien —pensó Emily—. Este tipo necesitaque lo pongan en su sitio.»Educadamente, pero con firmeza.Decidió que lo mejor era intentartrabar conversación con él, pararomper el hielo. Tal vez asídescubriera por qué actuaba de unamanera tan siniestra.

—Son muy buenos, ¿verdad? —

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exclamó en su dirección.El desconocido levantó la vista

y la miró directamente a los ojos.Ella sonrió con la esperanza de queél le devolviera otra sonrisa, perono. En lugar de eso, el desconocidodesapareció de las sombras en lasque estaba cobijándose. Emily nopudo evitar sentirse un poco inquieta.Qué tipo más siniestro. Peor aún, supresencia no era precisamente lo quemás le convenía cuando estaba aescasos momentos de llevar a cabouna de las interpretaciones másimportantes de su vida. El hecho de

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ir vestido todo de negro transmitía lasensación de que arrastraba lassombras consigo. Cuandodesapareció, Emily alcanzó a ver quellevaba un pantalón de combatenegro y una cazadora negra con unacapucha a la espalda. Cuando pasópor su lado, sacó unas gafas de soloscuras de un bolsillo frontal de lacazadora y se las puso para ocultarlos ojos.

Y después se perdió de vista.Emily se alegró de que se fuera.

De inmediato tomó la decisión deexpulsarlo de su mente y

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concentrarse de nuevo en laactuación de su vida. Y ello leresultó más fácil todavía cuando,pasados uno o dos segundos de ladesaparición del desconocido, NinaForina anunció a bombo y platilloque por fin le había llegado el turnode salir a escena.

—¡Señoras y señores, demos labienvenida a nuestra siguienteparticipante, Emily Shannon!

Emily subió al escenariocaminando con sus zapatos de colorrojo vivo, que resplandecían a cadapaso que daba. Se detuvo en el

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centro del escenario, al lado de lapresentadora. Inmediatamente elpúblico rompió a aplaudir, porqueresultaba obvio, al fijarse en elatuendo de Emily, de qué personajeiba caracterizada.

Nina lo anunció por si habíaalguien que no se hubiera dadocuenta:

—Emily va a interpretar lacanción Over the Rainbow, de lapelícula El mago de Oz. Recibamoscon un gran aplauso a… ¡JudyGarland!

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Diecinueve

La interpretación de Over the

Rainbow por parte de Emily puso aNigel Powell de buen humor.Aquella chica tenía voz de ángel. Suactuación fue sobrecogedora, y se

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ganó por derecho propio la ovaciónmás prolongada y entusiasta quehabía otorgado el público hasta aquelmomento. Había cautivado a todo elmundo, tal como esperaba él. Aligual que los otros dos miembros deljurado, no escatimó esfuerzos endedicarle los elogios más efusivos.No lo había decepcionado. La habíaescogido para que fuera uno de loscinco finalistas, y en su fuero internoabrigaba la esperanza de que fueraella la ganadora incontestable delconcurso.

Sin embargo, el benévolo

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estado de ánimo que le indujo laactuación de Emily no duró mucho.Poco después de que Emilyabandonase el escenario, Tommy, eljefe de seguridad, le indicó con unaseña que se acercase. Sucedía algomalo, pero ¿qué? Solicitó undescanso de veinte minutos pararesolver el problema. Esperaba queTommy no estuviera armando aqueljaleo por una pequeñez.

Tras dejar el escenario, Powelltomó un largo pasillo que llevaba asu despacho. Por lo visto Tommytenía prisa, porque se le había

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adelantado bastante; ya llevaban lamitad del camino recorrido y todavíano había informado a su jefe delmotivo por el que lo había sacadodel jurado del concurso. Powellempezó a sentirse irritado.

El pasillo que conducía a sudespacho se hallaba desierto, perocomo se había interrumpido elprograma de forma imprevista, lomás probable era que una buenaparte del público se hubiera dirigidoa los bares, los aseos o el casino, yque aquella zona no tardase mucho enverse inundada de huéspedes

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ruidosos.Tommy guió a su jefe pasillo

adelante, lo cual sólo sirvió paraenfadar todavía más a Powell.¿Quién era Tommy para mangonearlode aquel modo?

—¿Por qué vamos tan deprisa?—preguntó sin poder disimular suirritación.

—No quiero que nos oiga nadie,jefe.

—Más te vale que sea algoimportante, Tommy. No puedo pararel concurso cada vez que a ti teapetece charlar. Tenemos un plazo

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muy justo, ¿sabes? —se quejóPowell.

Todavía no sabía muy bien porqué corría tanto, pero Tommy, queiba delante de él, no dejaba dehacerle gestos con la mano para quese apresurase. Se sentía igual que sifuese el objetivo de un asesino y unguardaespaldas lo estuvieraconduciendo hasta un lugar seguro, yrezó fervientemente para que aquélno fuera el caso. El agente deseguridad caminaba cada vez másrápido, e incluso empezó a trotarligeramente al tiempo que respondía:

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—Sí, ya lo sé. Pero es que hanocurrido muchas cosas, jefe.

—Dime.—Creemos que ha muerto Otis

Redding.Powell frenó en seco y dejó que

Tommy diera unos cuantos pasos másantes de comprender que su jefe sehabía detenido. Tommy se volvió yle indicó con un gesto que continuara.

—¡Venga, jefe!—¿Otis Redding?—Sí.—No.—Estoy hablando en serio. Está

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muerto. Envié a cuatro guardias a lahabitación de ese tal Sánchez García,como usted ordenó. Estando allí,vieron a dos individuos en unascensor con un cadáver. Creen queera el de Otis Redding.

Un par de miembros del públicoque venían detrás de Powell pasaronraudos por su lado y a puntoestuvieron de tropezar con él en suafán de ser los primeros en llegar albar durante el descanso. CuandoPowell se dio cuenta de queseguramente detrás de aquéllos ibana venir muchos más, reanudó la

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marcha y volvió a caminar con pasopresuroso hacia su oficina. Alcanzó aTommy, que esta vez optó pormantenerse a su altura en vez decorrer por delante de él.

—¿Tenemos a esos tipos delascensor? —quiso saber Powell.

—Todavía no.—¿Alguien más ha visto el

cadáver? Si esto llega a saberse,podría cundir el pánico.

—Hasta ahora creemos que no,pero en estos momentos mis hombresestán trabajando en ello.

El semblante de Powell casi se

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contorsionó en un gesto ceñudo. Porsuerte, los altos niveles de Botox quellevaba en la cara impidieron quedejase ver al jefe de seguridad lopreocupado que estaba. Lo único quele delató fue la voz.

—Mierda. Así que la Místicaesa ha acertado. El tipo de la siete-trece. ¿De verdad ha venido aquípara eliminar a los finalistas?

—Eso parece. Por lo vistohabía otro individuo con él, peroninguno de mis hombres alcanzó averlo.

—Interesante. —Powell

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ponderó lo que le había dichoAnnabel de Frugyn cuando hizoaquellas predicciones al azar—. Latal Dama Mística dijo que habríasido contratado por uno de losconcursantes. Vamos a tener queestar ojo avizor por si descubrimosalgún movimiento errático en losdemás participantes del concurso.

Mientras decía esto, advirtióque Tommy hacía una mueca dedesagrado; o le había entrado flatopor andar a aquella velocidad, otenía otro problema.

—¿Qué pasa? —le preguntó,

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intentando fruncir el ceño.—Eso no es todo, jefe. Hay un

motivo para que nos dirijamos a sudespacho.

—¿Y cuál es?—Dentro nos espera un tío

enorme que da miedo.—¿Cómo? ¿Qué cojones hace

en mi despacho un tío enorme que damiedo?

—Esperar para hablar conusted.

La puerta del despacho dePowell se encontraba apartada delpasillo, en un nicho de la pared.

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Tommy giró hacia ella y alargó lamano para asir el picaporte. Peroantes de que llegara a tocarlo,Powell lo sujetó por el hombro parafrenarlo.

—¿De qué quiere hablarconmigo?

—De Sánchez García.—Dios. ¿De verdad tengo

tiempo para esta mierda? —A cadapalabra que pronunciaba se hacíamás evidente su frustración.

—Sí. Yo creo que sí. Como ledigo, ese tío da un poco de miedo.

—¿Tiene cuernos en la cabeza?

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¿Es de color rojo y lleva un tridenteenorme en la mano?

—No.—Pues entonces no me da

miedo.Tommy, consciente de que su

jefe estaba cada vez más irritado,procuró apaciguarlo, a fin deprepararlo para lo que se avecinaba.

—¿Podría intentar hacer unpequeño esfuerzo para calmarse,jefe? —le sugirió.

—Claro que sí —contestóPowell—. Porque ahora mismo noestoy haciendo ninguno.

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Acto seguido, empujó a Tommya un lado y extrajo una tarjeta delbolsillo de la americana. La pasó porel lector que había junto al picaportey esperó a que la lucecita roja sepusiera verde. A continuación,sacudiendo la cabeza con gestoreprobatorio en dirección aldesventurado agente de seguridad,giró el picaporte. La puerta se abriófácilmente, como siempre, hacia elinterior del despacho.

Powell entró con aire deseguridad, esperando causar unapotente impresión en la persona que

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lo aguardaba, y lo que se encontrófue a un individuo gigantesco sentadoen su sillón, detrás de su mesa,fumándose uno de sus puros. Llevabapuesta una trinchera larga y de colorgris, y debajo una camiseta negra deaspecto mugriento. Tenía el cabellodenso y pelirrojo y una perilla dechivo. Su rostro, curtido y áspero,daba la impresión de ser capaz deaguantar un puñetazo y de haberrecibido muchos en el pasado.Powell miró a Tommy y puso losojos en blanco. A continuación,penetró en el despacho y tomó

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asiento frente al gigante. Tommy,obediente, lo siguió, cerró la puerta yse quedó de pie haciendo guardia.

El propietario del hotel captóde inmediato el aura de arrogancia ydesdén que irradiaba el hombre quese había sentado detrás de su mesa, yreaccionó con indiferencia.

—Tiene usted dos minutos.¿Qué es lo que desea? —le preguntóen tono bastante educado.

—Quiero que me dé veinte mildólares.

—No. Siguiente pregunta. —Sequedó mirando al intruso durante

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unos instantes y luego añadió—: Unminuto y tres cuartos.

Su invitado se tomó aquellarespuesta con calma.

—¿Sabe que tiene en su hotel aun perturbado que va por ahímatando a los participantes de suconcurso?

—Sí, lo sé. Mis hombres ya seestán ocupando de eso. Calculo quehabrán capturado a ese perturbadodentro de diez minutos.

—¿Sí? ¿Y sabe quién es?Aquel interrogatorio estaba

irritando a Powell.

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—Sí. ¿Y usted?—Tal vez.—Y bien, ¿quién cree que es?—Usted primero.—¿Por qué yo?—Porque no creo que lo sepa.Powell, que estaba encontrando

bastante pesada la conversación, fueel primero en retroceder.

—De acuerdo. Me parece quese llama Sánchez García —dijo conun suspiro de cansancio. Su límite deaguante del aburrimiento no era muyalto en circunstancias normales, yaquel tipo ya empezaba a resultar

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tedioso.El pelirrojo dio una calada al

puro, después se lo sacó de la boca yexaminó el ascua para contemplarcómo se iba formando la ceniza.Cuando quedó convencido de que noera necesario soltar un poco encimade la moqueta, volvió a mirar aPowell con una sonrisita satisfecha.

—Exacto. Pero la pregunta deverdad es la siguiente: ¿sabe ustedquién es ese García?

—¿Importa?—Puede cambiar mucho las

cosas.

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—Pues adelante. Ilústreme.—Sánchez García es más

conocido como Kid Bourbon.Si esperaba una reacción, no la

obtuvo. Powell se recostó en susillón y se dirigió a Tommy, queestaba de pie junto a la puerta con lasmanos cogidas por delante.

—Tommy, ¿quién es KidBourbon?

—Probablemente el principalasesino en serie de toda la historia.Un perturbado que tiene problemascon el alcohol. En resumidas cuentas,un tipo que no conviene tener encima.

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—Ajá. —Nigel se volvió otravez hacia el individuo que estabasentado en su sillón—. ¿Y quién esusted?

—Me llaman Angus elInvencible.

—¿Y por qué lo llaman así?—Porque es mi nombre.—Entiendo. Y quiere que yo le

dé veinte mil dólares para matar altal Sánchez García, que, al parecer,según dice Tommy, es el asesino enserie más importante de la historia.

Tommy tosió.—En realidad he dicho de toda

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la historia.Su jefe intentó fruncir el ceño.—¿Y qué diferencia hay?—Pues… esto… que una es

toda y la otra no.—¿Te das cuenta de que ocupas

casi la mitad del tiempo hablando tú?—No, señor.—Pues entonces cierra la boca.

—Powell se giró hacia Angus. Apesar de lo impaciente que estabapor reanudar el concurso, aquel tipohabía despertado su interés—. Demodo que ese Kid Bourbon es unasesino en serie. Me parece que eso

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ya lo tenemos claro, ¿no?—Correcto.Powell se giró de nuevo hacia

el agente de seguridad.—Muy bien. Un momento.

Tommy, averigua qué tal les va a tushombres en la búsqueda de ese talBourbon García.

—Sí, señor. —Extrajo unpequeño radiotransmisor de unafunda que le colgaba del cinto, juntoa la cadera derecha. Pulsó un botón,se acercó el aparato a la boca yhabló:

—Sandy. Aquí Tommy.

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Cambio.Transcurrieron unos segundos

hasta que se oyó crepitar una voz porel radiotransmisor, lo bastante fuertepara que la oyeran todos lospresentes.

—Aquí Sandy. Tenemosproblemas, jefe.

—¿Qué ocurre? Tengo conmigoal señor Powell. Necesitamos quenos pongas al tanto.

—No te va a gustar.—Prueba.—La cosa es que Tyrone y yo

estamos en el aseo de caballeros de

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la planta baja y acabamos deencontrar a Otis Redding en uno delos retretes. No hay duda de que estámuerto. Tiene pinta de tener el cuelloroto.

—¿Algún indicio de losculpables?

—No, pero eso no es todo.Tenemos dos cadáveres más. KurtCobain y Johnny Cash también estánmuertos. Y les han dado una palizamucho peor que a Otis.

Powell se estaba poniendo demuy mal humor. Ya se había quedadosin tres de sus cinco finalistas.

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Aquello no pintaba nada bien.Tommy habló una vez más por elradiotransmisor.

—Está bien, seguid buscado aesos tipos. No pueden haberse idomuy lejos.

—Descuida, Tom… ¡mierda !—El tono de voz de Sandy era depánico, y su respuesta vinoacompañada de un sonoro impacto.

Tommy preguntó con urgencia,hablando al aparato:

—Sandy, ¿qué coño ha sidoeso?

El otro no contestó. Lo que

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oyeron todos a través de la radio deTommy fue algo parecido a unrevuelo tremendo. Durante los diezsegundos siguientes, las ondas sellenaron del ruido de puñetazos en lacara, exclamaciones de dolor y losintentos de Sandy de hacercomentarios de lo que ibasucediendo. Daba la impresión deque a Tyrone y a él los estabanatacando, pero la voz se oíaamortiguada por todo el estruendo defondo. Finalmente la señal seinterrumpió.

Tommy intentó recuperarla.

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—¿Sandy? ¿Sandy? ¿Siguesahí? ¿Qué diablos está pasando?

Durante veinte segundosaproximadamente, aguardaron arecibir una respuesta de Sandy. Oincluso de Tyrone. Pero no contestóninguno de los dos. De repente,Powell lamentó no haberlepreguntado muchas más cosas aAnnabel de Frugyn. Hizo unainspiración profunda y se dirigió otravez a Tommy.

—Tráeme veinte mil dólarespara entregárselos a este tipo —dijo,señalando al hombre que tenía

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sentado enfrente.Angus, con una ancha sonrisa,

dejó caer un poco de ceniza del purosobre la mesa de Powell.

—El precio acaba de subir acincuenta —dijo guiñando un ojo.

Powell comprendió al momentoque no tenía tiempo para regatear.

—Tráele cincuenta —ordenó aTommy.

El agente de seguridad asintiócon la cabeza y seguidamente saliópor la puerta sin hacer ruido y cerróde nuevo.

—Me alegro de que haya visto

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la luz —dijo Angus aspirando de supuro y sin perder la sonrisa desatisfacción—. Pero deberíahaberme hecho caso desde elprincipio, ¿no le parece?

—Ni siquiera le estoy haciendocaso ahora.

—Bueno, supongo que está ensu derecho. Usted entrégueme el putodinero.

Powell negó con la cabeza yagitó el dedo en dirección a Angus.

—Ni hablar. Antes tiene quematar al tal Sánchez y a quienquieraque sea el tipo que lo acompaña.

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Hágalo del modo que le apetezca. Loúnico que le pido es que sea fuera demi hotel, no quiero que aparezcanmás cadáveres. Encuéntrelos,atrápelos, llévelos al desierto ymátelos. Y después entiérrelos allímismo. Cuando vuelva, lo estaránesperando cincuenta de los grandes.Y quiero una Polaroid.

—Y yo quiero veinte ahora.—Nada de eso. No va a

perderme de vista una vez que hayahecho el trabajo.

Aquella negativa a pagar unadelanto, por pequeña que fuera la

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cantidad, era la manera que teníaPowell de dejar claro quiénmandaba. De acuerdo en que Angusera un tipo al que temer; pero si iba allevar a cabo un trabajo para NigelPowell, recibiría el mismo trato quecualquier otro miembro del personaldel hotel. Antes tendría que ganarseel dinero.

Se hizo evidente que aquello nole gustó al asesino a sueldo. Y dichainsatisfacción se notó bien a lasclaras por el modo en que aplastó elpuro contra la superficie de robleantiguo del escritorio. Incluso aunque

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ya estaba apagado, continuóretorciéndolo con fuerza entre losdedos, sin dejar de mirar fijamente aPowell ni un segundo. El semblantese le torció hacia un lado como sitirase de él un anzuelo que tuvieraenganchado en la comisura de laboca. Cuando por fin recuperó elcontrol de sus facciones, se puso depie, y su nuevo jefe entendió por finlo que había querido decir Tommycon aquello de «un tipo enorme queda miedo». Aquel tío era un jodidogigante.

Fuera quien fuese el tal Sánchez

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García, tenía serios problemas.

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Veinte

La última vez que Sánchez

estuvo acurrucado para que no lovieran, cagado de miedo, mientrasElvis se encargaba de resolver lasituación, fue en el interior de una

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iglesia, sirviéndose de un escolar amodo de escudo humano, mientras suamigo derribaba a los malos con unarma en forma de guitarra. Aquellohabía sucedido exactamente diezaños antes. En cambio, esta vez elRey se valió simplemente de suspuños. En el intervalo de noventasegundos, los fornidos guardias deseguridad quedaron despatarrados enel suelo de baldosas del cuarto deaseo, inconscientes y cubiertos desangre. Le había salvado el culo aSánchez una vez más.

Con una combinación de

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velocidad, habilidad y fuerza bruta,el Rey había desarmado y dejadofuera de combate a los dos guardiasde seguridad, Sandy y Tyrone.Sánchez pasó la mayor parte de larefriega dentro del retrete y con losojos cerrados, aunque ya habíapreparado una versión exagerada delos hechos que contar a todo elmundo cuando regresara al Tapioca.Lo importante era que todo lo habíahecho Elvis, y además con estilo.Cuando por fin cesó el fragor de lapelea, Sánchez abrió primero un ojoy después el otro. Elvis estaba de pie

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junto a la puerta del retrete, deespaldas a él.

Los guardias de seguridadyacían tirados en el suelo, en mediodel charco de sangre que todavíasalía del segundo cubículo. Costabatrabajo distinguir si parte de lasangre que les manchaba el trajenegro pertenecía a ellos. El queestaba más cerca tenía un lado de lacabeza aplastado contra las baldosasy sangraba a causa de una aparatosahemorragia nasal. La cabeza del otrono era visible desde el sitio en quese encontraba Sánchez acurrucado.

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—¡Venga, Sánchez! No seascapullo y ayúdame a quitar de aquí aestos dos, ¿quieres? —le chillóElvis. Ya había empezado a arrastrara uno de los guardias de seguridadhacia el tercer retrete, pero estabaclaro que necesitaba un poco deayuda para terminar rápido, antes deque apareciera alguien más.

—Vaya, has noqueado del todoa los dos, ¿eh? —dijo Sánchez, sinlograr disimular un deje de sorpresaen el tono de voz.

—¿Y qué coño esperabas?—Pues… no sé. Iban armados.

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Elvis dejó al primero de los dosguardias en el suelo del cubículo, alos pies de Sánchez, y seguidamentemiró con expresión reprobatoria alcamarero más cobarde de todo SantaMondega.

—Ya, y tú y yo vamos a estararmados dentro de un minuto,Sánchez. Ahora tenemos dos pistolas.Y espero que no tengamos que llegara usarlas, porque mi instinto me diceque tú no serías capaz de acertar ni atu propio trasero. —Calló unosinstantes y luego agregó—: Y a lavista está que tienes un trasero bien

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gordo.Sánchez no hizo caso de aquel

comentario. Agarró por las axilas alguardia que le había dejado Elvis alos pies y lo arrastró hasta el rincóndel retrete, junto al inodoro, y luegohizo todo lo posible por que semantuviera en posición erguida. Yaestaba convirtiéndose en unprofesional del oficio.

—Esto… no sé… ¿No seríamejor que llevaras tú las dospistolas? —sugirió. Elvis, aunhaciéndolo rematadamente mal,todavía dispararía mejor que él

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haciéndolo todo lo mejor quesupiera. Y además, Elvis poseía eltemple suficiente para disparar a unapersona sin preguntar ni titubear,mientras que él, probablemente, seencogería al verse ante una situaciónque exigiera dispararle a alguien.

Elvis no contestó de inmediato.Estaba metiéndose en el retretellevando a rastras al segundo guardiade seguridad.

—Ni hablar —respondió a lavez que dejaba caer al suelo alguardia inconsciente—. Es una paracada uno. Si nos separamos y tú te

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quedas solo, vas a necesitar un arma,aunque sólo sea para enseñarla.

Los dos juntos empujaron alsegundo guardia hasta el rincóncontrario del cubículo, al otrocostado de la taza del váter. Una vezque hubieron finalizado la operación,Sánchez contempló a los dos agentesinconscientes y se le ocurrió una ideainusitada. Había caído en la cuentade que, si los estaban buscando,Elvis y él no iban a ser lo que se dicedifíciles de descubrir. Él llevabapuesta su camisa hawaiana rojochillón, y el Rey lucía una llamativa

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americana de color dorado y unasgrandes gafas de sol de monturatambién dorada.

—Podríamos cambiarnos laropa con estos tíos, ¿qué te parece?—propuso—. Así nos resultaría másfácil escaquearnos.

Elvis lo miró fijamente ysuspiró. Después sacudió la cabezaen un gesto de negación.

—Eres tonto del culo, Sánchez,¿sabes? Estos dos tíos han estadotirados en el suelo en medio de todaesa sangre. Tienen manchada toda laparte de atrás de la chaqueta y del

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pantalón. Y tú quieres salir de aquíllevando puesto un traje negro queestá cubierto de sangre porque teparece que sería más discreto y asípodrías hacer lo que te diera la gana.Yo, personalmente, preferiría llevaruna pistola y un par de cojones bienpuestos. —Levantó una de laspistolas que había quitado a losguardias de seguridad—. Toma,cógela. Ya, lo único que te falta sonlos cojones.

Sánchez tomó el arma con manoinsegura. Era como si estuvieracogiendo una serpiente por la cola e

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intentara que ésta no lo mordiera.Elvis volvió a negar con la cabezasin poder ocultar su disgusto.

—¡Oh, por todos los diablos!Guárdatela en la parte de atrás delpantalón y tápala con la camisa.Porque te quedará algo de sitio en elpantalón, ¿no?

Sánchez ignoró aquellareferencia al tamaño de su trasero ehizo lo que le indicaba el Rey. Lapistola cupo a duras penas tras lacinturilla del pantalón, y el acerofresquito del cañón encajó a laperfección entre ambos glúteos.

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Corría el tiempo. Tenían que salir deaquel baño lo antes posible.

—Bueno, ¿y ahora qué? —quisosaber.

—Ahora nos largamos de aquícagando leches. Lo mejor será queevitemos el vestíbulo, allí haydemasiada gente y podríandescubrirnos. Yo diría que, si al salirde aquí giramos a la izquierda,iremos directos hacia la parte deatrás del hotel. Seguro que allí hayuna salida de incendios. Podemoshuir por ella y salir al aparcamiento.Calculo que nos llevará como un par

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de minutos llegar hasta mi coche ylargarnos de aquí.

—Genial —repuso Sánchez—.Tú vas delante, ¿vale?

—Sí. Si nos tropezamos conalgún problema, apuntas esa pistola alos malos y disparas, ¿de acuerdo?

—Descuida.—¿Estás tranquilo?—Más que nunca.Elvis hizo una mueca.—Ya. Bien. Sígueme. Ya vamos

fatal de tiempo.Se guardó la pistola en la parte

de atrás de su pantalón negro, donde

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quedó oculta por la brillantechaqueta dorada. Le quedó muchomás cómoda que a Sánchez. Fuehasta la puerta y la abrió ligeramente,luego se asomó con cuidado y oteóun lado del pasillo. Sánchez atisbópor encima de su hombro. Alparecer, no había nadie a la vista.Elvis, satisfecho, dio un paso haciafuera y giró la cabeza parainspeccionar la ruta en la otradirección.

¡zas!

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Antes de que Sánchez pudiera

reaccionar, surgió ante él unindividuo alto y vestido con unatrinchera larga de color gris. Habíaatacado a Elvis por el ángulo muerto,y le había asestado un golpe en lanuca que lo hizo caer de rodillas.Acto seguido, se irguió sobre él y logolpeó de nuevo en la nuca, esta vezmás fuerte todavía, con el cañón dela pistola que empuñaba. Elvis sedesmoronó en el suelo como unguiñapo, sin sentido.

«¡Mierda! —pensó Sánchez—.

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Coge la pistola y dispara.»Consciente de que el tiempo no

corría de su parte, sacó el arma de lacinturilla del pantalón. Ésta salió conmucha más facilidad que con la quehabía entrado, principalmente porqueahora estaba lubricada con el sudordel trasero. Manoteando en busca delseguro, apuntó al individuo que seerguía por encima de Elvis. Loreconoció de inmediato: era elsicario gigante al que había robadola habitación y los veinte mildólares.

Angus el Invencible no se alteró

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lo más mínimo cuando se giró y vioal camarero apuntándolo con unarma. Ya se encargaba Sánchez deestar todo lo alterado que había queestar. Cerró los ojos al apretar elgatillo e hizo una mueca de dolorpreviendo la fuerte explosión que ibaa provocar.

Y, en efecto, provocó unaexplosión tremenda.

Por desgracia, tan sóloconsiguió disparar al techo. Elretroceso del arma lo lanzó haciaatrás y se golpeó la cabeza contra lapared que tenía a la espalda. Le

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dolió una barbaridad, y al instante lovio todo borroso y comenzó aresbalar por la pared.

Para cuando se derrumbó en elsuelo, ya había perdido elconocimiento.

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Veintiuno

Julius finalizó su interpretación

de Get Up, I Feel Like Being A SexMachine con la exclamación «¡Heh!»característica de James Brown.Había intentado lo de abrirse de

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piernas al final de la coreografía,pero no consiguió bajar ni hasta lamitad. Ahora estaba inmóvil en unaespecie de semicuclillas, con unbrazo estirado apuntando a losjueces.

Aun así, el público quedóencantado, y los jueces (sabedoresde que James figuraba en la lista delos cinco que debían actuar en lafinal) lo abrumaron con elogios de lomás efusivos, en particular NigelPowell, que lo felicitó por ser elconcursante más energético quehabían visto hasta el momento.

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Los esfuerzos realizadossupusieron una gran presión para elajustado traje morado que llevabaJulius. El pantalón estuvo a punto dereventar por la parte de atrás cuandointentó abrirse de piernas y se quedóen la consiguiente postura desemicuclillas. A la vez que absorbíala adulación de las masas, se sentíaprofundamente aliviado por haberescapado de la vergüenza deromperse el pantalón por la mitad.

Tras permanecer un poco mástiempo del debido en el escenario, semarchó por un costado del mismo,

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despidiéndose del públicovigorosamente con la mano. Decamino al pasillo se paseó pordelante de los concursantes que nohabían actuado todavía. «Menudapanda de ingenuos. Los pobres no seimaginan que no tienen ningunaposibilidad de ganar.» Se dividieronpara dejarlo pasar igual que lasaguas del mar Rojo, y muchos ledieron la enhorabuena por suactuación. Pero a Julius, ahora que yahabía terminado, lo único que leapetecía era apartarse de los demás.Todos iban a quedar eliminados del

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concurso muy pronto, así que depoco servía ser amable con ellos.Tras la brillante actuación que habíallevado a cabo, sus posibilidades deganar eran muy elevadas. Lo únicoque necesitaba saber ahora era si KidBourbon había cumplido con su partedel trato, si había… en fin… quitadode en medio a los otros cuatrofinalistas.

Julius iba literalmente dandobotes por la moqueta beis del pasilloamarillo, en dirección al ascensorque había al fondo. Cuando llegó,justo estaba empezando a bajar de la

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nube a la que había subido tras loselogios del jurado. No se veía anadie más, seguramente porque casitodos los clientes estaban apiñadosen el auditorio, viendo el concurso.Alzó la mano hacia el botón quehabía en la pared y lo pulsó parallamar al ascensor. Las relucientespuertas plateadas se abrieron alinstante, de modo que entró en lacabina. Cuando iba a pulsar el botónde la octava planta, se fijó en quehabía unas motas de sangre en elpanel. Entonces bajó la vista y vio unpequeño charco en el suelo.

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Enseguida esbozó una sonrisa. Lomás probable era que aquello fueraobra de Kid Bourbon. En aquelascensor alguien había resultadogravemente herido, como mínimo. Ycon suerte, muerto. Pulsó el botón dela planta ocho y a continuación segiró de cara al pasillo por el queacababa de venir.

Y de pronto vio la figura de sunuevo cómplice.

Kid Bourbon venía andando porel pasillo en dirección al ascensor,tan siniestro como siempre. Llevabaechada por la cabeza la capucha

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negra de la cazadora, y debajo deella Julius alcanzó a ver que todavíallevaba puestas las gafas oscuras. Enel interior de un edificio. Aquellafúnebre indumentaria lo identificabaverdaderamente como un individuoal que temer. Despedía maldadincluso sin pretenderlo. «Un tipoestupendo que tener de tu partecuando hay que matar a genteinocente», pensó Julius para susadentros. Pulsó otro botón del panelpara que las puertas no se cerrasen ypara dejar entrar al sicario al quehabía contratado. Sin querer barrió

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una manchita de sangre con la yemadel dedo, y se apresuró a limpiárselaen la pernera del pantalón.

—¿Te viene bien la plantaocho? —preguntó cuando Kid huboentrado en el ascensor.

—Me da igual.Las puertas se cerraron y el

ascensor comenzó a moverse haciaarriba. Nada más arrancar, Juliusexhaló un enorme suspiro de alivio yse quitó la gruesa peluca que llevaba.La calva le sudaba a chorros despuésdel rato que había pasado bajo losfocos, y resultaba agradable notar

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por fin un poco de aire fresco.—Este puto chisme pica como

un demonio, ¿sabes? —comentó altiempo que sacudía la peluca como siestuviera infestada de insectos.

—Deja de quejarte —replicóKid.

—¿Qué te pasa? —Julius sedetuvo un momento—. Mira, es igual.Me importa una mierda. Qué, ¿hasterminado?

—He terminado.—¿Así que están todos

muertos? ¿Ya?—No.

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—¿No? ¿Quién falta?—Dorothy.—¿Quién coño es Dorothy?—Judy Garland.—¿Qué ha ocurrido? ¿Se te ha

escapado?—No.—¿Entonces?—No mato Dorothys.—Y una mierda. Tú matas

cualquier cosa.—Dorothys, no.—¿Por qué no? ¿Qué diferencia

hay?—Tengo mis motivos.

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—¿Y cuáles son?—No es asunto tuyo.Julius se quedó observando su

imagen reflejada en las puertasmetálicas. El traje morado de JamesBrown seguía siendo perfecto. Allado de su imagen reflejada aparecíala figura oscura y siniestra de KidBourbon, que también tenía la miradafija en las puertas del ascensor. Conlos ojos ocultos detrás de las gafasde sol, su semblante no delataba niun ápice de emoción.

Julius no pudo disimular sufrustración ni su estupor por aquel

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súbito giro de la situación.—A ver si lo he entendido bien

—dijo con una voz que casi letemblaba de furia—. Tú matas todo ya todos, con independencia de laedad, la raza o el sexo, pero cuandose trata de la Dorothy de El mago deOz, ¿de repente te remuerde laconciencia?

—Así es, más o menos. ¿Tienesalgún problema con eso?

—¡Pues claro que tengo un putoproblema con eso! —Julius se diocuenta de que estaba elevando la vozy decidió bajarla ligeramente antes

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de continuar—: Dorothy es miprincipal escollo para ganar esteconcurso. Si llega a la final, seacabó. Final del partido. Esteconcurso lo tengo que ganar yo, yella es la única persona que quedaque sea capaz de cantar mejor queyo.

—Yo tengo otro plan. —La vozde Kid iba siendo más grave a cadasílaba que pronunciaba.

—Bueno, ya es algo, digo yo.¿En qué consiste?

—En que aprendas a cantarmejor.

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El ascensor se detuvo y seabrieron las puertas. Julius salió y segiró para mirar furioso a sucómplice.

—Eres un comediante realmentepenoso, ¿sabes?

Kid pulsó el botón de la plantabaja y se situó en el centro de lacabina.

—¿Adónde coño crees que vas?—preguntó Julius.

—Ya he terminado mi trabajo.Justo cuando las puertas del

ascensor empezaban a cerrarse,Julius dio un paso adelante y las

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detuvo con la mano izquierda.—Supongo que sabrás que no

voy a pagarte por matar sólo a tres.El trabajo consistía en acabar con loscuatro —señaló.

—No me importa.—Vaya, eso es estupendo,

porque voy a tener que dar esoscincuenta de los grandes a otrapersona, y lo único que tendrá quehacer esa persona será matar a JudyGarland.

Kid negó muy despacio con lacabeza.

—A ésa no la toca nadie. Por lo

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menos hoy. —Su voz era grava pura.—Lo siento, colega, pero esa tía

es historia. Aunque tenga que hacervenir a la propia Bruja Malvada paraque se la cargue. De ninguna manerava a ganar este puto concurso.

—Puede que no lo gane, perollegará a la final. —Kid hizo unaseña con la cabeza para indicar aJulius que soltase las puertas delascensor.

El cantante miró una vez másaquellas gafas oscuras y meneó lacabeza en un gesto de exasperación.

—Debería haber sabido que no

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podía contar contigo. ¡Eres un jodidoidiota!

De pronto Kid introdujo unamano en la cazadora de cuero. Juliusreflexionó sobre lo que podíasignificar aquel gesto. Cigarrillos,quizás. O un arma. Un arma, lo másseguro. De modo que, teniendoaquello en cuenta, fue sensato y soltóla puerta para permitir que secerrara.

Toda la euforia que lo inundabaanteriormente se evaporó igual que elrocío en el desierto. Aunque lacabeza, libre de la peluca, ya se le

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había enfriado, rompió a sudar.«¡Mierda! ¡Mierda, joder!»Comprendió que las cosas acababande dar un desastroso giro a peor. Laparticipante que encarnaba a JudyGarland seguía estando viva… por lomenos de momento. Pero Juliusnecesitaba quitarla de en medio antesde que comenzase la final.

Y «quitarla de en medio» queríadecir «matarla».

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Veintidós

Sánchez sentía los párpados

como si se los hubieran pegado conmantequilla de cacahuete. Los abriómuy despacio, el uno después delotro, y pestañeó unas cuantas veces.

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¿Tendría resaca? No. En cambio,alguien acababa de cruzarle la carade una bofetada. Reconoció dichasensación, estaba bastanteacostumbrado a ella. Y la bofetadase la había dado un hombre. Esto losabía porque le escocía la mejilla unpoco más de lo habitual. Sinembargo, más preocupante era elintenso dolor que notaba en la parteposterior de la cabeza. Lo recordóvagamente: procedía del golpe quese dio él mismo al chocar contra lapared del pasillo, junto al aseo decaballeros. Aquello debió de ocurrir

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un poco antes. Parpadeó de nuevo enun intento de aclararse la vista, perono funcionó. Ello se debía en parte aque sólo hacía un instante que habíarecuperado el conocimiento, ytambién a que iba dando botestumbado en una cama plegablecolocada en la parte de atrás de unaautocaravana, al parecer grande ytotalmente equipada. La cama estabasujeta a la pared lateral, y laautocaravana estaba circulando atoda velocidad.

—¿Dónde coño estoy? —gimiódespués de agotar su capacidad de

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observación y de deducción.—En el Cementerio del Diablo

—respondió una voz—.Aproximadamente dentro de diezminutos se te pasará ese dolor quetienes en la cabeza.

Sánchez se incorporó. Entoncesse dio cuenta de que no podía moverlas manos. Se miró, y a oscurasacertó a distinguir a duras penas quetenía las muñecas atadas con un trozode cinta aislante de color gris.Volvió a levantar la vista y vio a dosguardias de seguridad del hotel,sentados frente a él, en el asiento

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corrido que ocupaba el otro lado dela autocaravana. Ambos ibanvestidos con el traje negro estándarque proporcionaba el hotel. El queestaba justo enfrente de él eramoreno y tenía el pelo de pincho y unrostro que tan sólo podría amar unamadre. El nombre que figuraba en suplaca, y que Sánchez logró leer ahoraque los ojos se le habían adaptado ala escasa luz que había, declarabaque era Tommy Packer, jefe deSeguridad. El otro tenía el típicoporte militar de cráneo afeitado. Losdos apuntaban a Sánchez con sendas

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pistolas. El que había hablado era elmoreno, Tommy. El otro no dijonada, pero tenía cara de desconfianzay se le notaba deseoso de utilizar elarma.

—¿Te encuentras bien,Sánchez? —preguntó una voz que leresultó más familiar. Tenía a Elvissentado a su izquierda.

—Me duele la cabeza un horror—se quejó Sánchez buscando unpoco de compasión en su amigo.

—Ya. Parece ser que tegolpeaste tú solo.

—¿Y por qué iba a hacer algo

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así?—Porque eres un puto

gilipollas.—Vale, otra vez eso.Olvidando por un momento que

tenía las muñecas atadas por delante,sintió un deseo irresistible defrotarse la nuca, pero fue un intentofútil, porque todo lo que pudo hacerfue rozarse la coronilla de la cabezacon la cinta que le sujetaba lasmanos. Entonces se fijó un poco másy vio que Elvis se encontraba en unapuro parecido. Se giró de nuevohacia Tommy en busca de una

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explicación.—¿Y qué va a pasar ahora? —

inquirió.—Os están llevando al desierto,

y una vez allí seréis ejecutados yenterrados.

Sánchez tragó saliva.—Esto… en fin… ¿es

absolutamente necesario? O sea, todoesto es un gran malentendido. Ya selo has dicho tú, ¿verdad, Elvis?

—Se lo he dicho, pero noquieren hacerme caso, tío.

—Oh. —Sánchez no pudodisimular su desilusión. Ni su

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inquietud—. ¿Tienes algún plan parasalir de ésta? —preguntó a Elvis,esperanzado.

—Sí.—Genial. ¿Cuál es?—Oye, no pensarás que voy a

decirte el plan teniendo sentadosenfrente a Bert y a Ernie, ¿no? Miraque eres memo. ¿Quién te crees quesoy? ¿Tú?

—Ah, ya. Vale. Ay, cómo meduele la cabeza.

La autocaravana se detuvo a unlado de la carretera y Sánchez oyóapearse al conductor. Desde la parte

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trasera no alcanzaba a verlo, perooyó acercarse sus pisadas endirección a la puerta doble delvehículo, haciendo crujir la grava delsuelo. Un momento más tarde seabrieron las puertas de un tirón.Sánchez se llevó una decepción alencontrarse con Angus el Invencible,que portaba dos palas.

—Venga, rápido. ¡Todo elmundo afuera! —ordenó el gigante.

Sánchez se asomó por laspuertas abiertas. Fuera, en lacarretera, estaba oscuro, y la únicaluz que había era la de la luna llena.

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El desierto ya de por sí era unagujero de mierda, pero ahora era unagujero de mierda oscuro y barridopor un viento helador. Allí donde dedía había únicamente polvo, arena yplantas secas, ahora se oíanmurmullos, graznidos y aullidosproferidos por animales invisibles ysombras parpadeantes.

Los dos guardias de seguridadmovieron las pistolas en dirección alas puertas de la autocaravana paraindicar a Sánchez y a Elvis quesalieran. Elvis se levantó y bajó deun salto al desolado asfalto de la

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carretera. Sánchez hizo lo mismo,aunque temblando como una hoja.Dentro de la autocaravana estabamuy oscuro, y cuando saltó de ella selas arregló para tropezar con no séqué y caer de bruces sobre el hombroizquierdo de Angus el Invencibleantes de estrellarse desmañadocontra el suelo.

—Buen intento —comentóAngus lacónicamente—. El típicoasesino a sueldo, siempre intentandoalguna jugarreta.

Después de Sánchez se apearonlos dos guardias de seguridad.

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Tommy se agachó, agarró alcamarero por la axila derecha y lolevantó del suelo.

—¿Estás seguro de que este tipoes un sicario? —preguntó en tonodubitativo.

—No te dejes engañar por lasapariencias. Este tipo es letal. Eso dehacerse el tonto es para disimular —contestó Angus con frialdad.

Elvis protestó.—¿Estáis hablando en serio? —

dijo en tono despectivo—. Sánchezes un puñetero camarero, no unasesino a sueldo.

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Pero Angus negó con la cabeza.—Qué va. Un camarero no

podría haber sido capaz de ejecutar atres hombres y después dejar fuerade combate a dos guardias deseguridad sólo con las manos.

—Eres un idiota. Sánchez no hahecho nada de eso.

—Entonces, ¿quién ha sido?¿Tú? —se mofó Angus.

—Bueno, ya que lo preguntas,yo no he matado a nadie, pero sí quedejé noqueados a los guardias deseguridad.

Angus sonrió con ironía.

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—¿Tú te crees que soy tonto?Pero voy a decirte una cosa. Te voy adar la oportunidad de que demuestrescuál de vosotros dos es el asesino.—Arrojó las dos palas al suelo—.Adelante, señoritas. Coged las palasy seguidme.

Sánchez se quedó mirando laherramienta.

—Genial —dijo en tonosarcástico—. Ahora nos vamos aponer a hacer castillos de arena en eldesierto. Debe de ser mi día desuerte.

Hasta aquel momento, Angus

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había hablado en tono casi jovial,pero ahora estaba irritado.

—Verás, el sarcasmo es undefecto muy poco atractivo. Yteniendo la pinta que tienes, teconvendría bajar el tono, gordinflón.

Sánchez y Elvis se inclinaron,bajaron las manos, que todavíallevaban atadas, y cogieron condificultad una pala cada uno. Los dosguardias de seguridad los observaronatentamente por si alguno de elloshacía algún movimiento brusco.

—Adelante —ordenó Tommyempujando a Sánchez por la espalda

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con la pistola—. Ve detrás.Sánchez y Elvis echaron a andar

detrás de Angus el Invencible.Dejaron la carretera y se internaronen el desierto seguidos por losguardias de seguridad, que de vez encuando los pinchaban con el arma enla espalda.

Angus caminaba sus buenoscinco metros por delante de ellos, através de una mezcla de matojosespinosos desperdigados de formairregular y enebros que crecían hastauna altura de casi medio metro delsuelo. Se dirigía hacia un área de

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terreno de aspecto especialmentedesolado y que se adentraba más enel desierto, como a unos veintemetros de allí. Sánchez aprovechó laoportunidad para interrogar a Elvissobre cómo pensaba escapar.

—Bueno, ¿y cuál es el plan? —susurró.

—Esperar.—¿Esperar? ¿Esperar a qué?—A que ocurra algo.—Un plan cojonudo. ¿Has

tardado mucho tiempo en discurrirlo?—Pues la verdad es que sí.Angus el Invencible se detuvo

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en una zona de tierra blanda y arena,libre de la tupida vegetación, yseñaló el suelo.

—Muy bien, el trato es elsiguiente —dijo—: Empezad acavar. Quiero un hoyo lo bastantegrande para que quepa uno devosotros. Ya veis que soy unapersona razonable. Quiero saber cuálde los dos es el sicario que me harobado los veinte mil dólares.

Elvis negó con la cabeza.—¿De qué coño estás hablando,

tío?—De un sobre que tenía veinte

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mil dólares dentro. Alguien cogió losveinte mil y devolvió el sobre arecepción. ¿Cuál de los dos fue?

Ni siquiera los guardias deseguridad sabían con seguridad dequé estaba hablando Angus. Sánchezera el único que sabía que en elsobre había veinte de los grandes,dado que los había robado él. Y loshabía gastado. En eso, a su espalda,Tommy dijo:

—¿De qué estás hablando, tío?¿Qué veinte mil? Ésa es la cantidadque te va a pagar el señor Powellcuando hayas terminado el trabajo.

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Incluso más que eso.De pronto Angus metió las dos

manos en el interior de la trinchera yextrajo dos pistolas. A continuaciónhizo un gesto con la cabeza endirección a Tommy y al otro guardia.

—Haceos a un lado.Tommy y el otro se apartaron.

Seguidamente, para gran sorpresa deSánchez, Angus el Invencibledisparó dos veces, una con cadapistola. Lo curioso fue que no apuntóa Elvis ni a él. Se oyeron brevesexclamaciones proferidas por los dosguardias de seguridad, seguidas por

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el ruido que hicieron al desplomarseen el suelo, a consecuencia de lasbalas que les había metido Angus enla cabeza.

—¡Sabía que este tío estaba denuestra parte! —exclamó Sáncheztodo eufórico.

Angus se volvió hacia Elvis.—¿Tu amigo es siempre así de

imbécil?Elvis asintió.—Me temo que sí. Al final uno

se acostumbra.—¿Cómo? —preguntó Sánchez

—. ¿Qué pasa?

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—Que ha eliminado a suscompinches para demostrar lomalvado que es —dijo Elvis—. Estetío es un cliché con patas. ¿No te hasdado cuenta?

—Lo cierto es que no estoyhaciendo nada de eso —protestóAngus—. Estos tipos no sabían quiénsoy, creían que estaba ayudando a sujefe. Pero es que yo tengo asuntosmás importantes que éste. Estoy aquípara matar a varios de losparticipantes del concurso.

Pero Elvis no había terminadode provocar a Angus:

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—¿Lo ves, Sánchez? Ya te digoque es un cliché. Ahora nosdesvelará todos los intrincadosdetalles de su malvado plan ydespués nos matará. Le pones untraje gris, le afeitas todo el pelo y yatienes ante ti al mismísimo DoctorMaligno.

—¡Cállate de una puta vez! —saltó Angus.

Elvis no le hizo caso.—¿Y qué viene ahora? —

continuó—. ¿Vas a dejarnos dentrode un hoyo, y después volverás alhotel y «supondrás» que hemos

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muerto?El semblante de Angus empezó

a contorsionarse a medida que lasprovocaciones de Elvis ibantransformando su irritación en cólera.

—Escúchame, y escúchamebien —rugió apuntando con las dospistolas al pecho de ambos—. Voy adaros a escoger. Uno de los dospodrá vivir si me dice dónde estánmis veinte mil.

—Mierda, tío. No lo sabemos—respondió Elvis—. Te juro que enaquel sobre no había veinte mildólares.

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—Tiene razón —tercióSánchez, tembloroso. No sabía qué ledaba más miedo, si que Anguspensase que él sabía dónde estaba eldinero o que Elvis descubriese queel sobre tenía veinte mil dólaresdentro.

—Está bien —dijo Angus—. Ental caso, empezad a cavar el putohoyo. Pero cuando a uno de los dosse le ocurra la manera dedevolverme mis veinte mil, puedeatizar a su compañero con la pala enla cabeza. Si ocurre eso, el que sigaen pie podrá regresar conmigo al

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hotel después de que hayamosenterrado al otro, y devolverme eldinero.

Sánchez miró a Elvis consuspicacia. ¿Se volvería el Reycontra el? ¿Debería él buscar agallasy ser el primero en atacar? ¿O deverdad Elvis tenía un plan para salirde aquella situación tan peligrosa?

—Pues a cavar se ha dicho,venga —sugirió Elvis. Para tratarsede un hombre que probablemente ibaa morir muy pronto, se le veíanotablemente tranquilo.

Con el estorbo que suponía

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trabajar con las muñecas atadas, losdos hombres hundieron las palas enel suelo y empezaron a sacar tierrapara hacer un hoyo. Angus volvió aguardarse en la trinchera una de laspistolas y extrajo un paquete decigarrillos. Mientras sacaba unpitillo con los dientes, Sánchez lesusurró a Elvis:

—En serio, tienes un plan, ¿no?—Ya pasará algo, tío.—¿Cómo lo sabes?—Siempre acaba pasando algo.—¿Y ya está? ¿«Siempre acaba

pasando algo»? ¿Ése es tu plan?

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—¿Tienes tú uno mejor?—Aún no.—Pues entonces deja de

refunfuñar.—Deja de refunfuñar tú.Angus había guardado el

paquete de tabaco y estabaprendiendo su cigarrillo con unencendedor Zippo metálico. Una vezhecho eso, dio una larga calada yvolvió a guardarse el encendedor enla trinchera. Parecía estar a punto dedecidir quién debía morir primero.

—Eh, menos hablar y más cavar—voceó exhalando una nube de

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humo a través de las ventanas de lanariz.

Los dos cautivos hundieron laspalas en la fosa que se estabaformando poco a poco delante deellos. Continuaron trabajando variosminutos, mirándose el uno al otro condesconfianza. A Elvis se le dabamejor cavar, de modo que su parte dela fosa era unos cuantos centímetrosmás honda que la de Sánchez.Cuando alcanzó casi treintacentímetros de profundidad, depronto se le disparó la alarma delreloj de pulsera indicando que eran

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las nueve en punto. Fue un pitido delo más delicado, pero resonó connitidez en el silencio y la inmensidaddel desierto. Sánchez observó que suamigo dejaba caer la pala en latumba que estaban construyendo.

—Eh —exclamó Angusapuntándole con la pistola—. Cogeesa pala y sigue cavando, hijo deputa.

Pero Elvis negó con la cabeza.—No puedo —repuso.—¿Por qué no?—Porque acaba de pasar algo.

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Veintitrés

Kid Bourbon no solía dedicarse

a la actividad de salvar vidas. Y sivamos a eso, Emily, la imitadora deJudy Garland, probablemente no semerecía que le salvasen la vida. Pero

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Kid no estaba dispuesto a quedarsequieto y torturarse a sí mismopermitiendo que alguien que lerecordaba a Beth vendiese su alma aldiablo. Y el único modo que conocíade resolver cualquier tipo deproblema con eficacia era matando.Lo cual le presentaba un dilema.

No había tenido problemaalguno a la hora de matar a los otrosconcursantes. En lo que a élconcernía, todos ellos estabandispuestos a vender su alma al diabloa cambio de obtener fama y fortuna,tanto si lo sabían como si no.

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«Perdedores.» Julius, el que hacía deJames Brown, no era más que otroaspirante desesperado. Tan sólo sediferenciaba en que deseaba ganarcon más desesperación que losdemás. Y a aquello había que sumarque a él no le caía bien, así que siganaba el concurso y vendía su almaal diablo, pues vale. Sin embargo,existía un escollo importante.

Julius no era lo bastante buenopara ganar a Emily. Ni en un millónde años.

Su imitación de James Brownno estaba ni a la altura del zapato de

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la interpretación que había hecho ellade Judy Garland. Era necesarioencontrar a alguien capaz de ganar aEmily y de ese modo salvarla de quevendiese su alma al diablo,suponiendo que aquél fueraefectivamente el destino queaguardaba al ganador (únicamentetenía la palabra de Julius alrespecto). Si pudiera encontrar aalguien que fuera mejor que Emily,ello estropearía el plan de Julius y ledaría una lección al muy cabrón porhaberse negado a pagar después deque él hubiera matado a tres de sus

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rivales. En circunstancias normales,él habría matado a un tipo que lehiciera algo así, pero Julius teníaalgo más de lo que se apreciaba asimple vista. Si de verdad iba a tenerlugar en aquel hotel algún sucesorelacionado con los no muertos, elque sabía la verdad era Julius. Aqueldetalle le permitiría disfrutar de unashoras más de vida, pero no loayudaría a ganar el premio de unmillón de dólares y el supuesto pactocon el diablo. Kid preferiría que selo llevase otra persona, y sabíaexactamente quién.

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Encontró a Jacko en la zona delcasino, sentado ante una ruleta. Elaspirante a Michael Jacksondestacaba como una señal de tráficocon aquel ridículo traje de cuerorojo. El casino estaba bastantetranquilo, porque la mayoría de lagente se encontraba en el auditorioviendo a los últimos concursantespasar por el trago de las audiciones ysometerse a los correspondientesinsultos por parte de Nigel Powell.Las pocas personas que había entreJacko y él se apresuraron a despejarel terreno en cuanto lo vieron

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acercarse a la ruleta. Todavíallevaba puestas las gafas de sol, demodo que no se le veían los ojos. Ytampoco había nadie que quisieravérselos.

En las banquetas que rodeabanla mesa había cuatro jugadoressentados. Jacko, que se encontraba enel extremo más cercano a Kid, habíacolocado una única ficha en elnúmero trece. Sí que estabadesesperado de verdad. El crupier,un individuo de cabello gris queseguramente no tendría más decuarenta años, hizo girar la rueda de

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la ruleta y seguidamente puso unabolita a dar vueltas alrededor delborde de la misma pero en sentidocontrario. Jacko la siguió fijamentecon la mirada, pero antes de quetuviera la oportunidad de ver quénúmero salía, Kid le puso una manoen el hombro y lo obligó a girarsehacia él y mirarlo a los ojos. Jackose llevó una sorpresa al verlo denuevo, pero lo saludó con unasonrisa efusiva.

—¿Qué hay, tío? ¿Cómo te va?—preguntó.

—Escúchame, pedazo de

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mierda.—Yo también me alegro de

verte —replicó Jacko en tono dereproche y recorriendo con la miradaa los otros tres jugadores que estabansentados a la mesa.

Todos pusieron una cara de leveestupor al ver los bruscos modalesde Kid y el grosero lenguaje queempleaba. Pero, muy juiciosamente,todos (incluido el crupier) optaronpor no hacer comentarios y enseguidavolvieron a concentrar la atención enla rueda de la ruleta.

—No tenías ninguna intención

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de participar en este concurso,¿verdad? —preguntó Kid.

—¿Qué? Pues claro que sí, tío.—Y una mierda. Sólo querías

que alguien te trajera aquí. —Allíestaba de nuevo el tono áspero devoz que Jacko había notado laprimera vez. Y más marcado todavía.

—Que no, tío. Lo juro por Dios.He intentado participar, pero resultaque la organización sólo permite quehaya un imitador por cada personaje.Ya existe otro concursante queencarna a Michael Jackson, y actuóantes de que yo tuviera ocasión de

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inscribirme. O sea que lo único quepuedo hacer es disfrutar del concursocomo espectador, y puede que el añoque viene tenga otra oportunidad.

—Vas a participar en esteconcurso. No te he traído en micoche para que pudieras sentarte enel casino a jugar a la ruleta con… —miró a los demás jugadores— unpuñado de tristes perdedores.

Los perdedores en cuestióndieron un brinco, pero no dijeronnada. Sólo con echar un vistazo aKid Bourbon comprendieron que noera probable que salieran bien

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parados si tenía lugar un altercado.Jacko dejó escapar un suspiro.—¿Es que no me has oído?

Michael Jackson ya ha actuado. Hacantado Beat It. Y además lo hahecho bien.

—¿Cómo iba vestido?—¿Qué?—Que cómo iba vestido.Jacko pareció sorprendido por

la pregunta.—Pues… no sé, era… igual que

salía Jacko en el vídeo.—Exacto. Tiene lógica, ¿no?—Sí. ¿Ya hemos terminado? —

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preguntó Jacko al tiempo que segiraba hacia la mesa para ver sihabía ganado.

En aquel preciso momento labola cayó en una de la casillas de laruleta y el crupier cantó el númeroganador. Trece negro. A Jacko se leiluminaron los ojos y lanzó un gritode alegría. Había colocado la fichaen el número trece y por lo tantohabía ganado una bonita suma dedinero. Mientras el crupier procedíaa retirar todas las fichas sin premio ya pagar a los ganadores, Kid volvió aagarrar a Jacko por el hombro y de

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nuevo lo obligó a darse la vuelta.Esta vez lo hizo de una maneraconsiderablemente más agresiva.

—Tú me dijiste que ibas acantar Earth Song.

—Así es.—Entonces, ¿por qué vas

vestido como en el vídeo Thriller?—Porque me gusta, nada más.—Y una mierda.Jacko estaba nervioso. Tragó

saliva y dijo:—Por Dios, tío, ¿qué problema

tienes?—Vas a salir al escenario

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dentro de veinte minutos, o de locontrario yo me aseguraré de hacerde tu vida un verdadero infierno.

—No me jodas, colega.¿Cuántas veces tengo que decirteque…?

—Vas a imitar a John Belushi.—¿Qué?—John Belushi.Jacko puso cara de no entender.—Ése es un actor de comedia,

¿no?—Era.—Pues yo no sé hacer

monólogos.

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—También era cantante.—¿John Belushi? —Jacko

reflexionó unos segundos sobre loque había dicho Kid. Entonces vio laluz—. Ah, sí, formó parte de losBlues Brothers, ¿verdad?

—Exacto.—Oye, ¿tú eres tonto? ¡John

Belushi era blanco!—Michael Jackson también.—Es posible. Pero yo no puedo

hacer un número de los BluesBrothers vestido así. —Se señaló elatuendo—. Y además, no tengotiempo para ensayar.

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—No vas a necesitarlo.Kid se quitó las gafas de sol y

se las entregó a Jacko.—Póntelas y ve hacia el

escenario. Dentro de cinco minutos tellevo el resto de las prendas. —Aguardó a ver si aquello habíacalado, y luego agregó, con sucaracterística voz áspera como lagrava—: Si no apareces, te buscaré yte dejaré la nariz igual que la delauténtico Michael Jackson.

Una vez que había dejado bienclaro lo que quería y que quedóconvencido de que Jacko lo había

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entendido, dio media vuelta y seencaminó hacia la salida del casino.Nuevamente los demás clientes seapartaron para dejarle paso. Esta vezle vieron los ojos. Pero aquel detalleno mejoró las cosas.

Jacko hizo un últimocomentario:

—Voy a necesitar algo más queun puñetero disfraz para llegar a lafinal, ¿sabes?

—De eso ya me encargo yo —contestó Kid Bourbon a la vez que seperdía de vista tras un grupo depersonas.

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Veinticuatro

Cuando Gabriel pasó raudo

junto al letrero de la carretera quedaba la bienvenida a todos los quellegaban al Cementerio del Diablo,ya sabía que estaba a punto de vivir

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una noche espectacular. Tenía unacita con el destino, nada menos.

Gabriel Locke era un Discípulode la Nueva Era, entrenado por loscazarrecompensas de Dios mismopara proteger al mundo del mal. Encomparación con el estilo que solíantener los promotores de la obra delSeñor, Gabriel era muy distinto de loque hubiera esperado mucha gente.Para él no eran el pelo biencortadito, la sonrisa amigable y eltraje azul barato; él era un moterocargado de tatuajes, con el cráneorapado y una cicatriz de cinco

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centímetros en horizontal debajo delojo izquierdo. Si hubiera parecido unpoco menos intimidatorio, a lo mejorlas cosas le habrían salido de otramanera.

Tras una temprana trayectoriade aspirante a predicador, conoció aun hombre llamado Rodeo Rex, elcual le hizo ver que hacer la obra deDios consistía en mucho más queesparcir el mensaje y tener fe. Habíaotra modalidad, una mucho mássiniestra. Una modalidad queconsistía en matar en nombre delSeñor para proteger a la humanidad.

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Rex le enseñó a cazar y matar aadoradores del demonio, vampiros,hombres lobo y demás escoria de losno muertos, así como a varios seresmalvados más que no tenían sitio enesta tierra (y que tampoco iban a ir alcielo).

Más recientemente habíanestado en Plainview, Texas,eliminando a un hatajo de vampirosque dirigían un garito subterráneoque incluía casino y bufet durantetoda la noche. A todo el que perdíase le permitía que abandonase ellocal, ya que era probable que

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volviese otro día; pero el que ganabaya no se marchaba nunca. Por lomenos, vivo. Era servido a modo decena para los inmortales, lo cualtenía la ventaja de que también lotransformaba en vampiro, y asíaumentaba el número de adheridos.

De modo que Gabriel, su mentorRex y otro par de Discípulos de laNueva Era aparecieron por allí ypusieron el casino bajo vigilancia,hasta que una noche entraron en élarmados hasta los dientes. Resultóque los vampiros ofrecieron escasaresistencia. Eran los típicos

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chupasangres que sólo hacían presasentre los débiles; y, en efecto, lamitad de ellos se suicidaron antes desufrir a manos de la banda de Rex.La operación fue un éxito increíble.

Pero durante el mes que estuvoen Plainview habían tenido lugarotros dos hechos significativos. Enprimer lugar, se encontraron con unnegro calvo y de cuerpo menudo,cuarentón, que afirmaba tener más dedos mil años de edad. Habíaaparecido salido de ninguna parte ysostenía que Dios lo había enviado abuscar a los Discípulos para

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encargarles una misión nueva. Aquelhombre respondía al nombre deJulius. Era agradable, instruido yeducado a partes iguales. Y sabíamucho en lo referente a la religión.

Con la mayoría de la gente, unindividuo que afirmaba tener más dedos mil años habría sido tomado pormentiroso y loco, pero con Gabrielno. Era frecuente que el Señor locondujese a todos los rincones de latierra y lo pusiera en contacto contoda clase de personas que hacíanafirmaciones tan descabelladas comola que hacía Julius. Gabriel tenía fe

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en el Señor, y por aquella razónestaba profundamente convencido deque Julius decía la verdad. De modoque, cuando aquel hombre menudopidió a Rex y a su banda que loayudasen a realizar una misión ennombre de Dios, combatiendo lasfuerzas del mal, supieron que era unabuena persona.

Una vez que los miembros de labanda le aseguraron que contaba consu apoyo, Julius les explicó queprecisaba su ayuda para levantar unamaldición que pesaba sobre el hotelPasadena, situado en el Cementerio

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del Diablo. Aquel trabajo tenía todolo que ellos podían desear en unamisión encargada por Dios. Teníaque ver con muertos vivientes, habíapactos firmados con el diablo, unconcurso de talentos en el queparticipaban artistas imitadores dedesaparecidas estrellas de la cancióny, casi igual de importante, unarecompensa de cincuenta mil dólarespor ayudar a Julius a llevar a cabo lamisión.

Rex aceptó el encargo para él ypara su equipo —en realidad estabandeseosos de empezar—, pero

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entonces fue cuando sucedió elsegundo hecho significativo enPlainview, Texas. La noche siguientea la triunfal redada efectuada en elcasino de los vampiros, hicieron unavisita a los bajos fondos. Y allí setoparon con un bar cochambroso ylleno de humo en el que se estabacelebrando un torneo de echarpulsos. Había un tipo que estabaderrotando a todo el que llegaba. Setrataba de un individuo de aspectosospechoso, melena larga y grasientay barba de dos días. Parecía el típicomotero que sabía desenvolverse en

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una situación delicada.No fue ninguna sorpresa que

Rex acercase un asiento y probasesuerte con él. Lo que siguió acontinuación fue un pulso que no separeció a ningún otro. Duró casicuarenta minutos, pero ninguno de losdos hombres cedía un solo milímetro.Aquello puso furioso a Rex, porquejamás en su vida había perdidoechando un pulso con nadie, ni habíaestado a punto de perderlo. Lanoticia de aquel extraordinarioenfrentamiento se propagó como unreguero de pólvora, y acudieron al

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bar cientos de personas para ver eldesenlace del mismo y apostardinero por uno u otro contrincante.

Primero pareció ganar ventajaun hombre, después el otro, hasta quepor fin fue Rex el que se alzó con eltriunfo, como siempre. El otro serindió, como si sus músculoshubieran hecho las maletas y sehubieran ido a casa. Todo ocurrió deforma muy repentina. En un momentodado ambos tenían las manos y losbrazos trabados casi de formainamovible, y al momento siguienteRex tumbó el brazo de su

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contrincante sobre la mesa y lanzó unbramido victorioso. Pero entoncesGabriel presenció un hecho extraño einesperado, algo que no había vistonunca. El individuo al que habíaderrotado Rex se negó a soltarle lamano. En vez de eso, comenzó aestrujársela con fuerza.

—¿Qué coño haces? ¡Suéltame,capullo de mierda! —chilló Rex.

Pero su adversario noreaccionó. Lo correcto era que lohubiera soltado y lo hubierafelicitado por la victoria. Pero aqueltipo no hizo nada de eso. Aquel tipo

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no tenía clase. Apretó con más fuerzatodavía la mano de Rex. Gabriel yotros dos hermanos, Discípulos comoél, observaban lo que sucedía sinsaber muy bien qué debían hacer. Loshuesos de la mano de Rex fueroncrujiendo uno por uno. Gabrielrecordaba haber visto una expresiónimpasible en el semblante del otroindividuo mientras Rex forcejeabapara zafarse e intentabadesesperadamente aferrar a suoponente con la otra mano. Pero elotro, sin pronunciar palabra, selimitaba a esquivarlo y seguía

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estrujándole los huesos. Rex siemprehabía enseñado a Gabriel que elenfrentamiento individual cara a caraera la única manera justa de hacer lascosas, así que él y los otrosDiscípulos observaron lo que pasabasin moverse del sitio.

Y se arrepintieron.Finalmente el otro soltó la mano

de Rex, se puso de pie y salió del barsin siquiera felicitarlo ni disculparsepor haber actuado de aquella formadespués de echar el pulso. Rexrecogió las ganancias y, con unhorrible juramento, corrió al hospital

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que había más cerca para que lecurasen la mano. Gabriel loacompañó para darle apoyo moral.Su mentor estaba sufriendo el dolormás intenso que él le había vistosufrir nunca. Entretanto, los otros dosDiscípulos de la Nueva Era,Roderick y Ash, fueron detrás delhombre que le había roto la mano aRex. Tenían pensado vengarse de élpor agredir a su admirado líder.

En el hospital, los médicos sevieron obligados a intervenirle lamano con carácter de urgencia. Sinembargo, los daños sufridos

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superaban la habilidad de cualquiercirujano, de modo que terminaronamputándola y sustituyéndola por ungarfio. Aquello supuso una fuerteconmoción, y no sólo para Rex.¿Cómo diablos se puede consolar auna persona a la que le han cortadola mano a la altura de la muñeca? AGabriel no se le ocurrióabsolutamente nada que decir.Todavía recordaba vívidamente lafuria que invadió a Rex por todo losucedido. De modo que, sin consultara su abatido jefe, hizo una llamada aAsh y le dio luz verde para que se

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cobrara venganza de aquel tipo.Lo cual sólo sirvió para

empeorar las cosas.Cuando llamó Gabriel, Ash y

Roderick estaban sentados dentro deun coche, en el aparcamiento de unmotel que tenía un pequeñorestaurante anexo. Ash informó aGabriel de que el tipo al que habíanseguido conducía un Pontiac Firebirdde color negro. Lo habían venidosiguiendo hasta aquel motel ubicadoa las afueras de Plainview, donde sedetuvo para comer algo. Habíanestacionado en el aparcamiento y

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llevaban varios minutos vigilandocada uno de sus movimientos, a laespera de que los llamara Rex paradarles nuevas instrucciones. Gabrielrecordaba con toda nitidez laconversación que sostuvo con Ash,porque fue la última vez quehablaron. Le ordenó que siguiera aaquel tipo y entrara tras él en elrestaurante. Ash así lo hizo, pero unavez dentro no logró encontrarlo. Asíque, con la bendición de Gabriel,regresó al coche a esperar a quereapareciera su objetivo.

Gabriel oyó por el teléfono

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móvil todo lo que sucedió acontinuación. Todavía loatormentaba a todas horas, inclusoahora que ya habían transcurridovarias semanas.

—Gabe, no hay rastro de esetipo ni en el restaurante ni en elmotel. El empleado de recepcióndice que no lo ha visto pasar por ahí—dijo Ash.

—Pero vosotros lo habéis vistoentrar, ¿no?

—Sí, pero el de recepción diceque no ha entrado nadie.

—Debe de estar mintiendo.

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Compruébalo otra vez.—Espera un minuto. Tengo que

volver al coche. Roderick estáhaciendo algo.

—¿El qué?—Espera. El puto coche se está

sacudiendo, tío.Gabriel oyó que Ash abría la

portezuela del vehículo.—Ash. ¡No subas al coche! —

chilló al teléfono.—Pero ¿qué coño? ¿Rod?

¿Rod? ¡Dios! ¡Gabe! ¡Roderick estámuerto!

—¡No subas al coche!

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—Le han rajado el cuello.¡Dios! ¿Qué demonios…?

Por el teléfono, su voz sonódesesperada y agarrotada por elpánico, pero la línea se cortó enmitad de la frase. Gabriel intentóconectar de nuevo, pero no loconsiguió. Al final tuvo que acudir élmismo al motel, y allí descubrió elcoche y la desagradable visión quese encontró dentro. Del desconocidono había ni rastro.

Unos días después, la policíalocal llegó a la conclusión de que elasesino era el conductor del Pontiac

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Firebird. Tras matar a Roderick,aguardó en el asiento trasero delcoche y le cortó el cuello a Ash pocodespués de que éste hubieraregresado a su vehículo.

Así que resultó que, como Rexestaba ocupado en construirse unamano nueva y Ash y Roderickestaban muertos, Gabriel tenía lamisión del Cementerio del Diabloenterita para él. Y por la calle corríael rumor de que el tipo que habíaaplastado la mano a Rex y despuéshabía matado a los otros dosDiscípulos también se había dirigido

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hacia aquel lugar. Existía claramentela posibilidad de que tuviera laintención de cobrar el dinero queofrecía Julius al que llevase a cabosu misión ultrasecreta. De modo que,si todo salía como era debido,Gabriel podría matarlo. Estabadeseándolo.

El viento del desierto le helabalos huesos mientras recorría aquellacarretera solitaria con su alargadaHarley de manillar alto, de la cualhabía cromado hasta la última piezametálica que poseía, de manera querelucía como la plata a la luz de la

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luna. A Gabriel siempre le habíagustado el tiempo frío, se sentía másvivo cuando la piel de los brazos sele tensaba y se le ponía roja. Poraquel motivo conducía, incluso denoche, vestido con un chaleco decuero negro y una camiseta negradebajo. Era un motero consumado ydisfrutaba de la emoción añadida queentrañaba no llevar ni casco nidemasiado equipamiento deprotección. La única concesión quehacía a la seguridad consistía en unpar de botas gruesas de moteroadornadas con hebillas cromadas y

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un pantalón de cuero negro, aunqueera más por lucimiento que paraprotegerse.

En el bíceps derecho tenía tresdados tatuados, que mostrabanrespectivamente los números uno,dos y tres. Lo que quería, casi másque ninguna otra cosa en el mundopero aún tenía que ganárselo, eratatuarse otros tres dados iguales en elbíceps izquierdo, con los númeroscuatro, cinco y seis, lo cual indicaríaque era un miembro de pleno derechode los Discípulos de la Nueva Era. Ylos conseguiría cuando completara

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aquella misión. En la parte posteriordel cráneo rapado llevaba otrotatuaje: un pequeño crucifijo. Teníatoda la pinta de un asesino hijo deputa.

Que era exactamente lo que era.Rex lo había reclutado por sudestreza a la hora de matar, nadamás. La faceta religiosa todavía leresultaba una cosa bastante nueva. Sí,le gustaba la parte intelectual, perono tanto como la parte de matar. Dejoven había liquidado a unas cuantaspersonas a las que no debería haberliquidado. Ahora, Rex y los

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Discípulos de la Nueva Era loestaban instruyendo en el arte dematar por buenas razones. Matar porel bien de la humanidad.

El cielo se había oscurecidorepentinamente, y para cuando pasótronando por delante del restauranteSleepy Joe, haciendo eco en eledificio con el excéntrico estruendoque salía de los dos gigantescostubos de escape, las estrellas yabrillaban con intensidad. Sabía pordónde se iba al hotel gracias a unmapa que había proporcionado Juliusa Rodeo Rex. Como Rex no iba a

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poder asistir, le entregó el mapa a éla la vez que le cedía la misión. Fuetodo un orgullo que Rex confiara enél para que llevara a cabo un encargotan importante en solitario. Queríademostrar que era digno de dichaconfianza. Se lo había puesto difícilél solo por llegar con retraso, peroya estaba cerca. Varios kilómetrosmás adelante se divisaba el cieloiluminado por las luces del hotelPasadena. Se acercaba la hora dematar.

Estaba deseoso de entrar enacción. En su interior se había ido

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acumulando la frustración que lehabía causado todo lo que les habíaocurrido a sus camaradas en lasúltimas semanas, y estaba ansiosopor desahogarse. Y mira tú pordónde, la primera oportunidad se lepresentó antes de lo que esperaba.

Al costado derecho de lacarretera, como un kilómetro másadelante, vio una figura andrajosaque venía hacia él tambaleándose.

Aminoró un poco la velocidad ybajó de cien por hora a cincuenta,que era más manejable. Con la manoderecha, extrajo una ajada pistola

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plateada de una funda que tenía en unlado de la moto. Cuando tuvo máscerca la figura que se dirigía hacia élcaminando desde el desierto yagitando los brazos, apuntó ydisparó.

Incluso con el estruendo de lostubos de escape de la Harley, eldisparo de la pistola causó unpotente estampido en la quietud de lanoche. La bala fue a incrustarse conletal precisión en la cara del peatónque caminaba por el borde de lacarretera.

«Buen tiro», se dijo Gabriel al

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tiempo que dejaba atrás el cuerpoderribado. Cualquier cosa quesaliera andando de las yermas tierrasdel Cementerio del Diablo enHalloween casi con total seguridadmerecía morir.

Se guardó la pistola en unasobaquera que llevaba debajo delchaleco, preparado para usarla denuevo si se tropezaba con algún otrotranseúnte. Cuando había recorridootro kilómetro más, vio unaautocaravana aparcada al lado de lacarretera. La cicatriz de su rostro sedistendió en una sonrisa malévola,

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consciente de su superioridad moral.Aquella noche de muerte estaba

a punto de ponerse interesante.Más atrás, en la carretera, el

cuerpo del hombre al que habíadisparado comenzó a enfriarse en elpunto mismo en que había caído, conla nuca reventada y el uniformecubierto de polvo y manchado desangre.

Así terminó la vida y al mismotiempo la brevísima trayectoriaprofesional del policía Johnny Parks.

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Veinticinco

Jacko observó desde un lado

del escenario la bronca que se estaballevando el imitador de Frank Sinatrapor parte de los jueces. Habíaempezado a actuar hecho un manojo

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de nervios, y simplemente fueempeorando a medida que avanzaba.Ya desde el principio de la canción,My Way , desafinó a la vez que seequivocaba en la letra diciendo «Séque el fin se acerca» en lugar de «Yahora que el fin se acerca».Después de aquello, la voz y la letralo abandonaron por completo. Hubomomentos en los que maulló igualque un gato, un gato ahogándose, eincluso en un doloroso pasaje llegó aparecer que cantaba en holandés. Porfin terminó la actuación atacado porun horrible acceso de tos.

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Jacko había dado su nombre alos organizadores del concurso justodiez minutos antes de que saliera aescena Sinatra. Éstos habíanaccedido a dejarle actuar en últimolugar a condición de que se buscaseun atuendo mejor que el traje decuero rojo que llevaba puesto. Fuedifícil convencerlos de que teníapensado interpretar un tema de losBlues Brothers, principalmenteporque ni siquiera sabía qué cancióniba a cantar. Pero le permitieronparticipar, sobre todo porqueimaginaron que sería uno de los

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chiflados que servían deentretenimiento.

Desde que llegó a la zona querodeaba el escenario, dondesupuestamente tenía que encontrarsecon Kid Bourbon, había visto tresactuaciones. Todas horrorosas. Peroahora, mientras presenciaba cómolos jueces hacían trizas a FrankSinatra, vio que era el últimoconcursante que quedaba porparticipar. Debía salir al escenarioen dos minutos, y todavía no tenía laropa de los Blues Brothers que lehabía prometido Kid Bourbon. A éste

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le estaba llevando más tiempo delprevisto encontrar el atuendoadecuado, lo cual no eranecesariamente algo malo. Si Kid nose presentaba con la ropa, él tendríala excusa perfecta para no salir aactuar. Tal como estaban las cosas,era posible que subiera al escenariovestido de Michael Jackson congafas de sol. Y aquello, para ser unatuendo de los Blues Brothers,carecía bastante de autenticidad.

Volvió a bajar a toda prisa lospeldaños del escenario y fue a echarun último vistazo al pasillo para ver

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si veía llegar a Kid Bourbon. Mirótres veces en ambas direccionesantes de llegar a la conclusión de queiba a tener que darse a la fuga.Finalmente, cuando ya habíaabandonado toda esperanza, vioaparecer la oscura figura del asesinopor un extremo del pasillo,procedente del vestíbulo. En unamano traía un traje negro y unacamisa blanca, y en la otra unaelegante y estrecha corbata negra delas de broche automático. Veníacorriendo hacia donde lo estabaesperando él.

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—Todavía podrías haberapurado un poco más el tiempo —leespetó el angustiado cantante en tonosarcástico—. Ni siquiera sé quépuñetera canción tengo que cantar, yla verdad, con estas prisas no medaría tiempo ni a aprenderme la letrade la Bamba.

—Cierra el pico y ponte esto —rugió Kid Bourbon.

Le lanzó el traje y la corbata, yJacko, que los atrapó al vuelo, losdejó sobre la moqueta. Acto seguidoy de mala gana, se quitó la chaquetade cuero rojo y se la tendió a Kid.

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Como éste no hizo el menor gesto decogerla, terminó dejándola caer en elsuelo.

—Este plan es de lo más cutre,¿sabes? —se quejó—. Tengo queactuar dentro de unos treintasegundos y no tengo un número querepresentar.

—No pasa nada —replicó KidBourbon al tiempo que se sacaba delbolsillo un objeto pequeño yplateado—. Tienes un recursosecreto.

—Ah, ¿sí? ¿Y cuál es? —preguntó Jacko mientras cogía del

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suelo la camisa blanca y empezaba ameter los brazos por las mangas.

—Te he conseguido esto. —Kidle tendió el objeto plateado, dequince centímetros de largo, que sehabía sacado del bolsillo.

Jacko le echó una ojeada y negócon la cabeza.

—Ah, no. No, no, no. No sueñescon que voy a salir ahí con unaarmónica, esperando ganar.

—Imagínate que vas a haceralgo novedoso. Nadie más ha tocadoun instrumento. Así se fijarán en ti.

—Así se reirán de mí, más bien.

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—Es un riesgo que estoydispuesto a correr. —La voz de Kidsonó igual que la grava al ser pisadapor una bota.

—Estoy seguro. ¿Y si digo queno?

—No te conviene saber lo quevoy a hacerte si dices que no.

—¿Y si la cago? Sigo sin saberqué cantar.

—No la vas a cagar. Tú sube alescenario y di a los jueces quequieres dedicar la canción a tu mujer,que ha fallecido recientemente. Dilesque se llamaba Sally. Y después

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c a nta s Mustang Sally. Tiene unestribillo para cantar a coro. Elpúblico se solidarizará contigoaunque lo hagas fatal. Procura animara la gente a que cante contigo. Luegopuedes tocar la armónica y dejar quela mayor parte la cante el público.

Jacko se abrochó el últimobotón de la camisa y suspiró.

—Joder, tío. ¿De dónde te hassacado este plan? ¿De un paquete decereales?

Kid dio un paso al frente, alzóuna mano y agarró a Jacko por elgaznate.

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—Ya tendré un plan mejor siconsigues llegar a la final. Y más tevale que llegues. Esta vez no me hadado tiempo a pensar mucho.

Y dicho esto soltó la garganta aJacko, le abrochó la corbata al cuellode la camisa y se la puso recta.

Jacko se agachó para recogerdel suelo la chaqueta del traje.

—Bueno, ¿y dónde hasencontrado esta ropa? —inquirió.

—La llevaba puesta un tío alque he visto en el vestíbulo.

—¿Y qué lleva puesto ahora?—Una bolsa para cadáveres, lo

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más probable.—Genial. El traje de un muerto.

Y todavía está caliente. Justo lo quesiempre he querido.

Cuando empezaba a ponerse lachaqueta, la presentadora anunció sunombre. Había que moverse. KidBourbon lo empujó hacia la zona querodeaba el escenario. Cuandollegaban ellos, salía al pasillo elimitador de Frank Sinatra con carade estar a punto de echarse a llorar.Pero se hizo el fuerte al pasar junto aellos y saludó a Jacko con un gestode cabeza.

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—Buena suerte, colega. Noveas lo crueles que son esos de ahífuera.

Jacko siguió con la vista aldeprimido concursante, que sedirigió hacia el ascensor que había alfondo del pasillo. Kid le permitiórecorrer como diez metros y despuéslo llamó:

—Eh, Sinatra, ven aquí.Sinatra se volvió. Había dejado

que le resbalara una lágrima por lamejilla derecha. No era más que unchaval, puede que no tuviera niveinte años, y el rechazo, con la

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impresión y la desilusión queentrañaba, seguramente era unaexperiencia nueva para él.Necesitado de un poco de consuelo,volvió sobre sus pasos y se dirigióhacia Jacko y Kid Bourbon con laesperanza de que éstos le ofrecieranunas palabras de ánimo.

—¿Qué pasa, tío? —preguntódeteniéndose a un metro de Kid.

De improviso, Kid le arreó unpuñetazo en la barbilla. El golpe lodejó inconsciente de inmediato. Setambaleó durante un segundo con unaexpresión confusa en la cara y

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después se desplomó de espaldas.Antes de que tocara el suelo, Kidalargó la mano y asió el bombínnegro que llevaba por el ala. Se oyóun ruido seco cuando Sinatra segolpeó la cabeza al caer al sueloenmoquetado.

Kid, sin la menor preocupación,se dio media vuelta y le colocó elsombrero a Jacko en la cabeza, dioun paso atrás, y terminó ladeándololigeramente. La transformación deMichael Jackson en un componentede los Blues Brothers fue casicompleta. Aparte del pantalón. Pero

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se había acabado el tiempo y Jackoiba a tener que salir a escena con elpantalón de cuero rojo. Así y todo, elcambio se había llevado a cabo enmenos de noventa segundos.

—Sí, estás genial, tío —dijoKid Bourbon—. Excepto que para lafinal vamos a tener que hacer algocon ese puto pantalón rojo.

—Imagino —repuso Jackoencogiéndose de hombros—. Nopega con el conjunto, ¿verdad?

—No pega con nada. Con élpareces un jodido capullo todo deltiempo.

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—Gracias. Deséame suerte.—No necesitas suerte. —Kid le

entregó la armónica—. Sube y haz lotuyo.

Jacko respiró hondo y acontinuación, vestido con su nuevoatuendo y llevando en las manos unaarmónica que no sabía tocar, volviócorriendo al escenario. Se detuvounos instantes para tomar asiento yseguidamente salió y se puso bajo lasluces. Tal vez su caracterización delos Blues Brothers fuera un desastre,pero por lo menos iba bien de cinturapara arriba. Además, tenía un truco a

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su favor; ningún otro concursantehabía tocado un instrumento. Si eracapaz de demostrar a los jueces quesabía tocar la armónica mediodecentemente, a lo mejor lograbacolarse en la final.

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Veintiséis

Sánchez no supo muy bien qué

pensar de la súbita decisión de Elvisde dejar la pala. Y todavía sabíamenos qué pensar de lo que habíaquerido decir con aquella sentencia

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de que había «pasado algo». ¿Quésignificaba? Tenía que formar partede un plan, pero ¿qué plan? Un planque incluyera un apartado en el quelos dos escapaban, esperaba. Desdeluego, no le hacía ninguna gracia laposibilidad de que Elvis pudieraestar pensando en traicionarlo a él.

En cambio, si el plan consistíaen confundir a Angus el Invencible locierto era que estaba funcionando. Elsicario se había quedadosinceramente estupefacto cuandoElvis dijo que había pasado algo. Leempezó a temblar nerviosamente el

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lado derecho de la cara y lerechinaron visiblemente los dientes.Estaba más tenso que un muelle dealambre, y su autodominio rozaba yael límite. Abrió unos ojos comoplatos y apuntó con la pistola a lacabeza de Elvis.

—Coge esa puta pala y siguecavando, o te abro un puto agujero enla cabeza ahora mismo —ordenó entono amenazante.

Pero Elvis demostró escasapreocupación y todavía menosinterés. Parecía un tanto distraído.

—Mira, Tembleque, tenemos

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que largarnos de aquí.A la luz de la luna, el semblante

del Rey revelaba un nerviosismocada vez más intenso por lo queestaba por venir. Sánchez se sentíatan confuso como Angus. ¿Qué seproponía Elvis? ¿Y qué se suponíaque tenía que hacer él?

—Voy a contar hasta tres —dijoAngus—. Y si no coges esa pala y tepones a cavar, no vas a dejarme otraalternativa. Uno…

En aquel momento Sánchezdecidió intervenir. Elvis ya habíaefectuado una jugada, y bien podría

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ser que estuviera confiando en que aél se le ocurriera algo ingenioso. Sevolvió hacia Angus y le dijo:

—Mira detrás de ti. —Señaló elsuelo, detrás del pie izquierdo delsicario.

—¡No me jodas! —Angusmeneó la cabeza y miró a Elvis—.¿Este amigo tuyo habla en serio? Ésees el truco más viejo del mundo. ¿Yse supone que es un asesino a sueldomundialmente conocido?

—Muy bien —repuso Elvis—.Pues entonces mira detrás de mí.

Llegados a aquel punto, hasta

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Sánchez estaba confuso. Fuera cualfuese el plan que tenían, daba laimpresión de ser una auténtica birria.Decir «Mira detrás de ti» ya erabastante tonto, pero si Elvispretendía ahora seguir con la bromadiciéndole a todo el mundo quemirase detrás de él, la verdad eraque estaban agarrándose a un clavoardiendo. Así y todo, Sánchezdecidió seguirle el juego y rezó paraque todo aquello formara parte de unplan. Todavía sosteniendo malamentela pala con las matos atadas, se girópara mirar detrás de su amigo. Al

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principio no alcanzó a ver gran cosaa oscuras, aparte de las negrasformas de los dos guardias deseguridad que yacían muertos en elsuelo. Pero luego, en el silenciosepulcral que siguió a la sugerenciaque hizo Elvis, de repente oyó algo.

Una especie de retumbar. Elruido que hace la tierra al serremovida, como si cientos de toposestuvieran horadando el suelo pordebajo de la superficie. Por elrabillo del ojo advirtió movimientodetrás de Elvis, en las cercanías delos cadáveres de los guardias de

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seguridad. El terreno comenzó aeructar montoncitos de arena y tierray a escupir al aire polvo ypiedrecillas. Sánchez sintió un terrónsuelto que le fue a caer encima delpie; procedía de la fosa que habíanestado cavando Elvis y él. Se volvióy se inclinó hacia el hoyo, pocoprofundo, para ver mejor de dóndehabía salido aquel montón de tierra.El retumbar parecía provenir de todoalrededor, pero se oía con mayorintensidad cerca de la fosa, de lacual salían volando parches de tierralanzados al aire. Algo estaba

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abriéndose camino hacia lasuperficie.

—¿Qué coño es esto? —preguntó Angus. Oía perfectamente elretumbar, que daba la sensación deser más fuerte a cada segundo quepasaba.

Sánchez, que todavía estabamirando hacia el interior de la fosa,observó atentamente las piedras y latierra que salían volando de ella.Como sólo tenía el resplandorintermitente de la luna para alcanzara ver algo, no estaba seguro de que lavista no lo estuviera engañando. De

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repente surgió del suelo algo decolor claro.

Una mano.Una mano vieja y decrépita, con

tierra incrustada debajo de las uñas.Movía los dedos como si buscaraalgo a lo que aferrarse, como sipugnara por salir del subsuelo.Sánchez volvió a mirar a Angus, quele estaba apuntando con la pistola.

—¡Es una puñetera mano! —chilló.

—¿Qué?Le llevó mucho más tiempo del

que debería, pero por fin Sánchez

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comprendió con exactitud qué era loque intentaba advertirles Elvis. Enefecto, estaba «pasando» algo. Sinembargo, era otra cosa más que nohabía conseguido predecir la DamaMística, pensó con aire distraído.

—¡Oh, Dios mío! ¡Detrás de ti!—chilló de pronto.

Estaba mirando fijamente elsuelo, detrás de Angus, y era verdadque había visto algo. Y era más queuna simple mano. Lo que vio fue uncadáver en descomposición quetiraba de sí mismo en el afán de salira la superficie. Ya tenía fuera la

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mitad superior del cuerpo y habíaestirado un brazo para agarrar lapierna izquierda de Angus. Su rostroera un desagradable conglomeradode carne desgarrada y putrefacta.Aún tenía el cuerpo cubierto porharapos que no ocultaban más que lamitad del esquelético torso, yconservaba algo de pelo (aunque grisy lleno de tierra), ojos y dientes,pero toda la grasa que pudo habertenido su cuerpo había sidoconsumida durante el tiempo quepermaneció hibernando bajo tierra.Sus ojos negros y enloquecidos

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revelaban una avidez enfermiza. Laavidez de devorar carne humana.

Aquello fue sólo el principio.Cuando Angus asimiló por fin elhecho de que efectivamente estabapasando algo y se dio la vuelta paramirar, se alzaron dos parches más detierra muy cerca de él, a escasoscentímetros el uno del otro. Estabanlevantándose los cadáveres de lasfosas poco profundas cavadas en eldesierto. Los cadáveres de todos losmuertos que habían sido enterradosallí a lo largo de los cien últimosaños.

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Estaba empezando el verdaderoconcurso «Regreso de entre losmuertos», el festín de sangre que sedaban los muertos vivientes todos losaños. Y, según parecía, el primerplato iban a ser Sánchez, Elvis yAngus el Invencible. Aquellos seresno muertos, devoradores de carne,llenos de repugnantes deformaciones,habían pasado un año entero enestado de hibernación.

Y daban la impresión de estarrealmente hambrientos.

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Veintisiete

Para cuando el último

concursante salió al escenario aactuar, los demás en su mayoría eranya un manojo de nervios. Todosquerían saber si habían logrado

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llegar a la final. A los que habíanactuado al principio la espera se leshizo insoportable. Muchos de elloshabían buscado refugio yendo aalguno de los bares del hotel atomarse una copa a fin de calmar losnervios antes de que se anunciaranlos finalistas. Otros habían regresadoa su habitación para intentar dormirun poco. A unos cuantos de ellos, losmenos afortunados, los habíanasesinado; y a otro, Elvis, se lohabían llevado a dar un paseo por eldesierto.

Una de las pocas personas que

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decidieron quedarse a ver actuar alúltimo concursante fue Emily. Noestaba tan nerviosa como los demásporque sabía que su puesto en la finalestaba garantizado. Llevaba mesessabiendo que lo único que tenía quehacer era presentarse a la audición yno hacerla demasiado mal. Una vezque salió victoriosa de aquélla, sededicó a ofrecer su apoyo a losconcursantes que sabía que no teníanposibilidades de llegar a la final. Yera un apoyo sincero ybienintencionado. Supuso que así sesentiría un poco mejor en medio de

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toda aquella farsa.El cantante que estaba en el

escenario vestido como uno de losBlues Brothers —bueno, por lomenos de cintura para arriba— nodaba la impresión de representar unaamenaza para ella, y además se lenotaba bastante nervioso. Alacordarse de lo histérica que estabaella cuando le tocó actuar, sesolidarizó con él. Tampoco obrabamucho en su favor que se hubierapuesto aquel pantalón de cuero rojo.«Pobrecillo.» Desde las bambalinas,observó cómo manoseaba todo

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nervioso una armónica mientras NinaForina le hacía unas pocas preguntas.Ella había tenido la suerte de nopasar por el filtro de la presentadoraantes de cantar. Por lo general, siNina le pedía a un concursante quecontara al público algo de sí mismo,resultaba que éste era un locochiflado que tenía una historiatristísima.

—Bueno, Jacko, ¿estásnervioso? —preguntó Nina al tiempoque apoyaba en su hombro una manoanaranjada de manicura perfecta.

—Sí, un poco —murmuró Jacko

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en voz baja.—¿Tienes amigos o familiares

entre el público?—Pues… no. Mi única amiga

era mi esposa Sally, pero hafallecido hace poco.

El público lanzó al unísono uncompasivo «Aaah».

—Cuánto lo siento —dijo Ninacon una mirada que podría habersido de solidaridad si no hubieraestado el Botox de por medio—. ¿Ycómo murió?

—¿Eh?—Tu mujer, Sally. ¿Cuál fue la

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causa de su trágica muerte? ¿Oresulta demasiado doloroso hablarde ello?

En opinión de Emily, Jacko sesentía incómodo con aquelinterrogatorio, casi como si nosupiera qué contestar.

—Pues… esto… sí, fuedoloroso. Se la comió un leopardo.

—¿Cómo?—Un leopardo.El público lanzó una

exclamación conjunta. Al instante,Nina comprendió que elinterrogatorio ya había durado

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demasiado, así que se volvió hacia elauditorio y tronó por el micrófono:

—Está bien, es una historia delo más triste. Pero ahora, señoras yseñores, recibamos con un fuerteaplauso a… ¡el Blues Brother!

Emily vio que el Blues Brotherpermanecía pegado en el sitio, sinmoverse, haciendo inspiracionesprofundas. «Ay, Dios —pensó—, seha quedado en blanco.» La ovaciónhabía finalizado, y ya habíantranscurrido veinte segundos desilencio sepulcral cuando por finJacko empezó a cantar. El tema

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elegido fue Mustang Sally, aunque lecostó un gran esfuerzo pronunciar elprimero de los versos.

«Mustang Sally, más vale quealguien frene tu Mustang.»

Si no tuviera un micrófonodelante, los jueces (que seencontraban a menos de diez metrosde él) a duras penas lo habrían oído.Y menos mal; a juzgar por cómocantó el segundo verso, llevaba todala letra cambiada. Igual que unapersona que canturrea una canciónque va oyendo en la radio del coche,cada vez que no estaba seguro de la

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letra tarareaba un poco.Emily se acercó de puntillas

hasta el borde del escenario para vermejor, escondida detrás del cortinónrojo que cubría la parte posterior delmismo. Creía que estaba sola, hastaque se percató de que había otrapersona más observando entrebastidores. Era un hombre, queestaba como a un metro de ella, a suizquierda, con una pared que habíanpintado de negro intenso como fondo.No lo vio hasta que lo tuvo al ladoporque, igual que los camaleones, sefundía con el color de la pared.

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Se dio cuenta de que era elmismo individuo misterioso quehabía visto aquel mismo día, justoantes de salir ella a escena. Seguíallevando puesta la cazadora de cueronegro con aquella capucha que lecolgaba alrededor de los hombros.Ciertamente, era un tipo que podíaentrar y salir de las sombrasprácticamente sin ser detectado. Sinembargo, aunque le resultaba un serinquietante, aprovechó aquellasegunda oportunidad para hablar conél.

—¿Le ha prestado las gafas a

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este concursante? —le preguntóindicando con la cabeza al BluesBrother que estaba en el escenario.

El otro estaba tan ensimismadoen observar la actuación de Jackoque no se había dado cuenta de lapresencia de Emily. La expresión conque la miró de entrada implicaba queno le hacía gracia que se dirigiera aél, pero dicha expresión se suavizóun poco al reconocerla.

—Sí. Necesita toda la ayudaposible.

—Las primeras frases son laspeores. Luego, uno va ganando

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seguridad.—Exacto. —Aquella voz áspera

estaba cargada de profundoescepticismo.

Pero Emily tenía razón. A pesardel titubeo del comienzo, Jacko fuemejorando con cada frase y ganandoen volumen de voz y seguridad en símismo a medida que fue avanzandola canción. Y cuando llegó a la partede la armónica, se lució. Tocaba decine. De repente, el público empezóa animarse y a seguirlo con laspalmas.

—Se lo dije —dijo Emily—.

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Ahora lo está haciendo bien, ¿lo ve?—Es mucho mejor que usted,

eso está claro.Emily se quedó sorprendida por

la inopinada agresividad de aquelcomentario, así como por labrutalidad del mismo.

—¿Disculpe? —reaccionó.—Usted lo ha hecho fatal. ¿Por

qué no se va a su casa? No va aganar.

—Tengo tanto derecho comocualquiera a estar aquí. —Sinpretenderlo estaba poniéndosefuriosa, y le subió un ligero rubor a

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las mejillas.—Su audición ha sido una farsa

—agregó el siniestro desconocido.Emily sintió que el rubor se

intensificaba hasta convertirse en unsuave tono carmesí. No resultabaagradable oír decir a nadie, y más enaquel tono, que tu camino a la finalestaba preparado de antemano.Durante un segundo, aquello la hizodudar de su talento.

—No sé de qué está hablando—balbució, buscando una manera deescapar de aquella conversación.

—La final está amañada. Y por

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si no se ha dado cuenta, handesaparecido tres de losconcursantes que estaban incluidosen la misma. Según parece, hayalguien a quien no le gusta que lagente haga trampas. ¿Por qué no noshace un favor a todos y se vuelve aKansas? —La miró con dureza, y susojos eran todavía más inquietantesque sus gafas de sol.

A Emily le costaba trabajocreer que hubieran desaparecido tresde los finalistas… seguro que aqueltipo lo decía sólo para alterarla.

Y lo estaba consiguiendo. Tragó

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saliva para contener las lágrimas quese le habían agolpado en los ojos. Noresultaba agradable que a una lehablaran de aquella forma. ¿Quéproblema tenía aquel tipo? Ella no lehabía hecho daño a nadie.

En el escenario, Jacko se sentíaya como pez en el agua, ejecutandoun solo de armónica que tenía a todoel público en pie.

—Es usted muy grosero —acertó a decir antes de desviar elrostro de aquel siniestro desconocidovestido de negro y moverse hacia laderecha, hasta que terminó por pisar

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el borde del telón rojo. Decidió nohacerle caso. En lugar de eso, seconcentraría en lo que le decían losjueces al Blues Brother.

Tras una ovación del públicoque duró un minuto entero, el paneldel jurado procedió a dar su opinión.Las dos primeras jueces, LucindaBrown y Candy Pérez, hicieroncomentarios educados y positivosque arrancaron vítores al público. Ypor fin le tocó el turno al juez queestaba sentado en medio con aquelestridente traje blanco, Nigel Powell,el juez cuya opinión era la que más

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contaba. Se le notaba mucho másirritado que antes, cuando actuóEmily; sin duda él también estabadeseoso de hacer un descanso.

—Bueno, ¿qué puedo decirte,Jacko? —empezó—. Tu forma decantar ha sido, como mucho,mediocre. —El auditorio se puso aabuchear, y Powell se inclinó haciaatrás y se giró a medias paradirigirse a la gente—. ¡Es verdad! —protestó—. En cambio, con laarmónica has estado excelente. —Elpúblico dejó de abuchear y comenzóa vitorear. Cuando el clamor hubo

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amainado lo suficiente, Powellprosiguió—: Pero la finalidad deeste concurso es demostrar que sesabe cantar, y lo que has cantado amí no me ha sonado a los BluesBrothers. Sin la armónica, pienso queni siquiera habrías alcanzado unnivel aceptable.

Hubo más abucheos delpúblico, y Emily advirtió por elrabillo del ojo una expresión deinquietud en el semblante del hombreque estaba a su lado. De hecho, dabala sensación de estar deseando matara alguien, de manera que,

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obedeciendo al instinto deconservación, se escabulló y sedirigió a la seguridad que le ofrecíael vestuario de la octava planta.Imaginó que por lo menos allí estaríarodeada de amigos como JohnnyCash, Otis Redding, Kurt Cobain yJames Brown.

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Veintiocho

Angus el Invencible disparó su

pistola y se armó la marimorena.Todo a su alrededor comenzaron asalir criaturas mutantes del suelo.Una de ellas lo aferró por una

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pernera del pantalón para izarse, locual fue el detonante para que élempezase a disparar sin control entodas direcciones. Y también fue eldetonante para que Elvis y Sánchezpusieran pies en polvorosa.

—¡Corre! —chilló el Rey.No tenía necesidad de haberse

molestado; Sánchez ya había tiradola pala, había dado media vuelta yhabía salido disparado en direccióna la carretera a toda velocidad, lepareció a él, corriendo lo mejor quepudo teniendo en cuenta que llevabalas manos atadas con cinta adhesiva.

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Había conseguido eludir los brazosque le tendían un par de criaturas quehabían salido a la superficie a suespalda, y todavía tenía la suerte desu lado. Los cuerpos de los dosguardias de seguridad habíanllamado la atención de los zombis;eran presas fáciles: muertosrecientemente, aún calientes eincapaces de oponer resistencia.

Angus, de pie al otro lado de lafosa que había obligado a cavar aSánchez y a Elvis, tenía algún queotro problemilla. En aquel lado de latumba no había cadáveres, así que

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todos los zombis que tenía cercavenían hacia él intentando aferrarlo.Aunque al primero le habíadisparado en la cabeza,constantemente seguían brotando mása su alrededor. Pero a Sánchez leimportó un comino; se lo tenía bienmerecido, el muy gilipollas.

Entre Sánchez y la autocaravanaaparcada a un lado de la carretera nohabía zombis, de modo que Elvis y élse lanzaron hacia ella lo más rápidoque pudieron. Normalmente Sánchezya tenía dificultades para correr,pero en esta ocasión le estaba

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costando un trabajo tremendo,llevando las manos por delante. Alfinal, haciendo de la necesidadvirtud, levantó las manos por delantede la cara, cerró los ojos y rezó acualquier dios que pudiera estarescuchando para que la autocaravanano estuviera cerrada con llave y lasllaves estuvieran puestas en elcontacto. Y si además había en elasiento delantero un bocadillo dealbóndigas intacto, mejor todavía.

Estaban a pocos metros de lacarretera cuando de pronto susesperanzas se vieron fortalecidas al

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ver un leve resplandor que seaproximaba a lo lejos. Como a unkilómetro de donde estaban aparecióuna única luz en la carretera. Sánchezmiró a Elvis. Éste también la habíavisto, y sabía que era lo mejor a quepodían aspirar.

Esperaban encontrarseligeramente más a salvo en lacarretera, porque existían pocasposibilidades de que las odiosas yputrefactas criaturas que estabanenterradas bajo la misma lograsenromper la capa de asfalto. Pero lasuerte se les acabó antes de llegar,

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porque de repente surgió del suelouna mano que agarró a Sánchez deltobillo izquierdo. El frenazo fuesuficiente para hacerle perder elequilibrio, y finalmente se vio sinapoyo y cayó pesadamente,golpeándose al tiempo la cara consus propias manos atadas. Tuvo lasuerte de que Elvis, aunque ahora seencontraba uno o dos metros pordelante de él, no era de los que dejana un amigo en la estacada sóloporque haya un montón de muertosvivientes semipodridos surgiendo delsuelo. Al oír caer a Sánchez, hizo un

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alto para ver qué había ocurrido.—¡Joder, Sánchez! ¡Tienes una

mano enorme alrededor del tobillo!Se quedó mirando el pie de su

amigo, el cual estaba aprisionado poruna mano gris y casi esquelética quelo aferraba con fuerza. Unida a lamano por un brazo putrefacto,saliendo a través de la tierra y laarena, se vio la mitad superior delcuerpo de un gigantesco zombi. Lacabeza era el doble de grande que lade un hombre normal. Tenía la pielde un gris ceniciento y daba laimpresión de que la hubieran

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cubierto con alquitrán caliente. Losojos eran amarillos y relucíanintensamente en la oscuridad. SiSánchez hubiera visto aquello, casiseguro que se habría desmayado deterror.

Todavía misericordiosamenteajeno a qué era lo que lo teníaaferrado, a Sánchez le preocupabamucho más intentar liberar el pie deaquella mano. Tiró con toda la fuerzamuscular de la pierna, pero elmonstruo era mucho más fuerte queél, e intentaba acercarse el pie deSánchez hacia la boca y al mismo

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tiempo salir de lo que había sido sutumba. Si los otros zombis parecíanhambrientos, éste parecía capaz dedevorar entero al aterrorizadopropietario del Tapioca, y sinescupir ni los huesos. Tenía una bocadescomunal, en la que se veía unaenorme dentadura de color amarilloincrustada en unas encías retraídas ysangrantes, junto con dos gigantescasamígdalas que se apreciaban al fondodel paladar. Los ojos, de un amarillobrillante, miraban con expresióngolosa la rolliza pierna de Sánchez.

Elvis agarró a Sánchez por las

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manos y tiró con todas sus fuerzas. ElRey era fuerte, pero la gigantescacriatura que asía la pierna deSánchez lo era mucho más, de modoque sus intentos fueron en vano.

—¡Venga, debilucho! ¡Túpuedes! —le chilló a Sánchez.

Pero el debilucho no las teníatodas consigo. Acababa de ver al serque lo tenía aprisionado.

—¡Joder! ¡joder ! —gritó—.¡No puedo librarme de él! ¡No puedolibrarme de él!

Jamás había estado tanaterrorizado. A lo largo de su vida lo

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habían asustado muchas cosas, desdearañas minúsculas hasta bandas devampiros y de hombres lobo, peroesto lo superaba todo. Era la primeravez que un ser de semejante tamañolo atacaba e intentaba devorarle lapierna. Y los esfuerzos de Elvis porliberarlo tampoco estabanconsiguiendo gran cosa. Sánchezhabía tenido la mala suerte de que loagarrase el Increíble Hulk de loszombis, un gigante dotado de unafuerza inimaginable. Y paraempeorar las cosas, había otros treszombis que habían surgido del suelo

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y que ya se aproximaban hacia ellos.Habían desistido de intentar hincar eldiente a los cadáveres de losguardias de seguridad, sobre los queya se había abatido un enjambre demuertos vivientes.

—¡Elvis! ¡Mierda! ¡Tío,ayúdame, por lo que más quieras! —gritó Sánchez desesperado.

—Ya lo intento, tío. ¿No puedesdarle una patada, o algo? ¿O sentarteencima de él?

Sánchez volvió la cabeza y vioque el gigantesco zombi ya casi habíasalido totalmente a la superficie y

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estaba alzándolo a él por el tobillopara desestabilizarlo, con el fin dearrearle un mordisco en la pierna.Estaba a punto de permitir que susintestinos se abrieran y dejaranresbalar su contenido sin controlalguno pierna abajo, en dirección ala boca de aquella criatura, cuandode pronto…

¡bum !Sobresaltado, giró la vista hacia

la carretera, de donde procedíaaquella explosión. Al mismo tiemponotó que el zombi aflojaba la tenazacon que le aferraba el pie. Se

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incorporó como pudo, desesperadopor escapar de aquel terrenoinestable. El zombi aún le teníaagarrado —sentía sus dedos fríosalrededor de la piel—, pero ahoraconsiguió zafarse de una patada.Entonces bajó la vista y vio que lamano de la criatura ya no estabaunida al resto del cuerpo. El brazo lehabía reventado a la altura del codo,gracias a un disparo efectuado por elconductor de la motocicleta queestaba deteniéndose al borde de lacarretera.

Elvis, sin soltar las manos de

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Sánchez, tiró de éste hacia sí. Actoseguido, avergonzados de pronto, seapresuraron a soltarse las manos,mientras el motero recorría losúltimos metros accionando elembrague para cambiar de marcha.Los dos se abalanzaron hacia lacuneta para saludar a su salvador. Lamotocicleta pasó junto a ellos y porfin se detuvo. El conductor accionóel embrague una vez más y apagó elmotor. En el súbito silencio quesobrevino, bajó el caballete lateral,apoyó la Harley en él y se apeó.Hasta Elvis, que no era de baja

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estatura, advirtió que aquel individuoera un verdadero gigante.

El motero, ignorando a Sánchezy a Elvis, pasó por delante de ellos,extrajo una Dan Wesson PPC delcalibre 357 de una sobaquera, apuntóal zombi situado en el centro de lostres que venían hacia ellos y ledisparó un único balazo en la cara.

El estampido y la visión de lacabeza de su compañero aldesintegrarse sobresaltaron a los dosque quedaban a los lados. Se pararonen seco y empezaron a retrocedermuy despacio, esperando a ver si

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aquel corpulento motero volvía adisparar contra ellos. Pero éstecentró la atención en el descomunalmutante que aún estaba saliendo delsuelo y que ahora ya sólo tenía unbrazo. Sacó un puñado de balas de unbolsillo del pantalón de cuero negroy, con toda calma, procedió arecargar el pesado revólver. Despuéshizo un disparo a la cara del zombi ylo mató en el acto. Destruir pronto alenemigo más importante siempresurtía el efecto deseado. Los demásse replegaron y regresaron hacia loscadáveres de los guardias de

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seguridad y hacia Angus elInvencible, que continuabaahuyentando a un numeroso grupo decriaturas de la noche junto a la fosarecién cavada. «Una lástima», pensóSánchez.

El tipo de la pistola gigante segiró hacia Sánchez y Elvis.

—Muy bien, nos vamos de aquícagando leches —anunció—. Estosólo va a ponerse peor.

No parecía ni remotamentepreocupado por el asesino a sueldoque estaba un poco más allá,peleando sin descanso. Aparte de

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todo lo demás, ahora habíademasiados zombis resucitados paraque intentase un rescate un únicohombre armado con una únicapistola. Angus iba a tener quearreglárselas solo.

—¡Amén a eso! —exclamóSánchez levantando los ojos al cieloy dando gracias en voz baja. Algunaque otra vez era un hombreprofundamente religioso, aunque sólole venía bien en contadas ocasiones;dicho de otro modo, cuando estabade mierda hasta arriba.

Para su sorpresa, el enorme

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motero fue hasta Elvis y ambos sesonrieron el uno al otro. El Rey,cuando consiguió arrancar la cintaadhesiva que le sujetaba lasmuñecas, chocó palmas con el otro.

—¿Qué hay, Gabriel, tío?,¿cómo va eso? —saludó Elvis conuna sonrisa. Se hizo obvio que losdos eran antiguos amigos.

—He estado peor. ¿Qué hasestado haciendo tú?

—No gran cosa. Aprovechar eltiempo muerto por aquí.

—Ya. ¿Necesitas que te lleve aalguna parte?

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—Ya lo creo.Gabriel volvió a subirse a la

enorme Harley-Davidson, levantó elcaballete con el pie y encendió elmotor. Elvis se subió detrás, alasiento alargado y tapizado de cueroque llevaba la moto. Gabriel volvióla vista hacia Sánchez, que estabarezando para que también lo llevarana él, aunque no veía cómo.

—Venga, tú, mantecas, sube —ordenó Gabriel indicando a Sánchezcon una seña que debía sentarsedelante de él, en los pocoscentímetros de asiento que sobraban

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detrás del gigantesco depósito degasolina.

Sánchez no necesitó que se lodijeran dos veces. Se las ingeniópara pasar una pierna por encima dela moto y meterse a presión en laparte delantera del asiento, rodeadopor los largos brazos de Gabriel, queasían los mandos. La comodidad eralo que se dice mínima, pero aquelloera mucho mejor que quedarse tiradoen el desierto en compañía de unapanda de monstruos putrefactos quellevaban muertos ni se sabía cuánto.

—¿Qué cojones son esas cosas

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de ahí? —preguntó señalando a loszombis que había junto a la fosa yque continuaban luchando por mordera Angus el Invencible.

—Si no me equivoco, sonnecrófagos, o quizá zombis. Yo en tulugar no me preocuparía, Angus elInvencible dará buena cuenta deellos —respondió Gabriel al tiempoque aceleraba el motor.

Y en efecto, los juramentos quelanzaba el sicario se oíanacompañados de vez en cuando porun disparo de pistola.

—¿Conoces a Angus?

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—Claro. Agarraos.La moto arrancó y se perdió de

vista carretera adelante, el par detorsión del enorme motor se hizocargo del peso adicional sin el menoresfuerzo. Como el viento del desiertole traía arena e insectos a la cara,Sánchez llegó a la conclusión de quesería mejor mantener la boca cerradaa fin de evitar la ingesta de alimentosno deseados. Escuchó lo mejor quepudo la rápida conversación quemantenían a gritos Elvis y Gabrielpara hacerse oír por encima delestruendo del motor y del rugido del

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viento mientras la Harley surcaba lanoche a toda velocidad.

—¿Qué te trae por aquí, Gabe?—gritó Elvis desde la parte de atrás.

—Me ha enviado Rex. En estelugar hay un problema con losmuertos vivientes. Supongo que ya tehas dado cuenta. He venido asolucionarlo.

«¡Madre de Dios!», pensóSánchez. No hacía ni un minuto queconocía a Gabriel y ya sentíaadmiración.

—¿Has venido sólo para lucharcontra los muertos vivientes? —oyó

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que decía Elvis.—Ése es un motivo. Pero

también tengo que liquidar a unoscuantos cantantes.

—Pues me parece que a esoscantantes ya los ha matado otrapersona por ti.

—En ese caso, un trabajo menosque tengo que hacer. Así tendrétiempo para centrarme en asuntosmás personales que tengo queatender.

—¿Como cuáles?—¿Te enteraste de lo de

Roderick y Ash?

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—Sí. Lo sentí mucho, tío.—Pues el que los mató parece

ser que se dirigió hacia aquí. Imaginoque tendré tiempo de buscarlo.

Sánchez escuchó el resto deaquella conversación a gritos, queduró hasta que llegaron al hotel. Ysacó la impresión de que los muertosa los que habían visto aquel mismodía no eran más que la punta deliceberg.

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Veintinueve

A n g u s el Invencible estaba

impresionante en su lucha contra loszombis. A lo largo de los años habíapeleado con hombres y mujeres detodos los tamaños y formas,

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esgrimiendo armas de todas clases,de modo que sabía desenvolverse enuna pelea. Y aunque lo pilló porsorpresa que lo atacasen unoszombis, era lo bastante disciplinadopara apartar aquello de su mente yconcentrarse en matarlos. Ya habríatiempo más tarde para pensar qué eraexactamente lo que estaban haciendoallí, en el desierto; por el momentolo primero era sobrevivir.

Ya desde el principio habíadescubierto que aquellas criaturasposeían un grado de inteligenciasorprendentemente elevado. En la

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mayoría de las películas de zombisque había visto, en general se movíantorpemente, desorientados y con losbrazos extendidos, y musitandopalabras como «cerebro» una y otravez. Pero éstos eran distintos, por lomenos estaban un par de niveles porencima de aquella actitud tanabsurda. Atacaban con estrategia.Sabían esquivar sus disparos. Dehecho, aquellos cabronesescurridizos lo atacaban sólo cuandoles daba la espalda, así que se veíaobligado a volverse rápidamente unay otra vez. Logró derribar a cuatro de

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ellos, pero no tardó en darse cuentade que con tanto girarse a uno y otrolado estaba empezando a marearse.Tan sólo iba a poder seguir haciendoaquello hasta que uno de los muertosvivientes lo pillara desprevenido.

Sin embargo, lo verdaderamenteinesperado era que no todos estabanempeñados en matarlo. En unmomento dado, en el que una criaturahuesuda y andrajosa reptó por elsuelo y a continuación se le subió ala espalda de un salto, esperaba queintentara darle un mordisco en elcuello. En cambio, lo que hizo aquel

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furtivo cabrón fue introducir la manoen el bolsillo de su trinchera. «Pero¿qué coño…?»

Al principio, Angus no entendióqué se proponía. Se zafó de aquellamano con una sacudida, y entoncesdescubrió, con profundaconsternación, que el zombi le habíasacado del bolsillo las llaves de laautocaravana. Qué puto ladrón.Mientras los demás zombiscontinuaban acorralándolo, el ladrónechó a correr cojeando hacia lacaravana, seguido por otro queparecía un vestido rosa muy sucio y

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hecho jirones. Si no lograbacontrolar la situación, algo le decíaque estaba a punto de ver a dosmuertos vivientes, a dos monstruossin cerebro, arrebatarle lo queconstituía su orgullo y su alegría.Aquello era algo totalmenteimprevisto, y del todo intolerable.

—¡Fuera de ahí, desgraciados!—les chilló.

Es un misterio que Angusperdiera el tiempo gritándoles; noiban a reaccionar. Peor todavía,debería haber echado a correr trasellos, pero en vez de eso se quedó

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clavado en el sitio mientras lasdemás criaturas iban estrechando elcírculo a su alrededor, hipnotizadopor la visión de dos putos zombissubiéndose a su queridaautocaravana azul y cerrando laspuertas de la misma.

Si aquellos seres sabíanconducir y efectivamente se iban conla autocaravana, sus posibilidades deescapar, a todos los efectosprácticos, se esfumarían. Cuando oyóel motor ponerse en marcha, supoque sólo le quedaba una alternativa:abrirse paso por entre aquellos

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monstruos que se le venían encima yllegar a la autocaravana antes de queésta se fuera. El arranque del motorvino seguido unos segundos despuéspor el sonido del reproductor de CD,que cobró vida de repente. A Angusse le descompuso la expresión de lacara. Cargó contra dos zombis que seinterponían entre la autocaravana y ély los hizo caer hacia un lado con másfacilidad de la que esperaba.Entonces echó a correr con toda sualma disparando o dando patadas atodo zombi que fuera lo bastanteosado o atontado para cruzarse en su

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camino. De ningún modo iban alargarse aquellos cabrones con suautocaravana y su CD de los grandeséxitos de Tom Jones.

—¡Bajaos de ahí! ¡Esaautocaravana es mía, cabrones hijosde puta! ¡Voy a mataros! ¡Otra vez!

Pero los gritos de Angus nosirvieron de nada. Cuando loszombis arrancaron y se perdieron devista por la carretera, oyó elestribillo del tema Delilah sonandopor los altavoces.

«¡Los muy desgraciados, hijosde puta!»

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Aquella autocaravana era unade sus posesiones más valiosas, peroel CD de Tom Jones no tenía precio.¡Era una edición firmada por elartista en persona! Si antes estabaenfadado, ahora estaba furibundo.Por desgracia para él, todavía tenía aun grupo de zombis de los quedeshacerse antes de poder pensarsiquiera en seguir a su autocaravanahasta el hotel Pasadena.

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Treinta

Kid Bourbon aguardó a que

Jacko terminase de saludar alpúblico. La imitación de los BluesBrothers no había sido tan buenacomo él esperaba. Emily Shannon, la

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que encarnaba a Judy Garland, habíasido mucho mejor. Y después dehaberla conocido brevemente, estababastante seguro de que había causadoen ella una primera impresiónnegativa. Al intentar convencerla deque abandonase el concurso y noactuase en la final, lo único queconsiguió fue alterarla y hacerlaconcebir una mala opinión de él.Aquello habría sido positivo si ellale hubiera hecho caso y hubieraabandonado el concurso, pero noparecía que fuera a suceder tal cosa.Aquello le había generado una

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sensación incómoda. Un sentimientoque llevaba mucho tiempo sinexperimentar: culpa. Se sentíaculpable por haber herido a aquellamuchacha. Y no lograba hallar larazón por la que aquello lo teníapreocupado.

Habían transcurrido diez añosdesde el día en que abandonódefinitivamente a Beth, el único amorverdadero de su vida. Emily separecía mucho a ella. Si hasta ibanvestidas exactamente de la mismamanera, por Dios. Y además Emilyposeía algo que la hacía agradable,

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la misma inocencia en la cara quetenía Beth. ¿Qué diablos estabapasando? ¿Se trataba de una especiede señal? ¿Una oportunidad paraenmendar la equivocación cometidadiez años atrás? ¿Una oportunidadpara enderezar las cosas? Si esta vezhacía las cosas bien y salvaba aEmily, ¿serviría aquello para aplacarsu conciencia?

De pronto le cruzó por la menteel recuerdo del rostro de su madre.Se vio a sí mismo con dieciséis años,de pie junto a ella, disparándole alpecho. Luego se acordó de Kione, el

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vampiro que la había violado y lahabía convertido en uno de los suyos.Aquel hijo de puta estaba todavíavivo, aunque en un estadopermanente de tortura, colgado deltecho del apartamento que tenía él,esperando a ser torturado de nuevocuando volviera a casa. ¿Era aquél elsitio en el que debería estar? ¿Encasa otra vez? ¿Mutilando ytorturando? Aquello era lo que mejorsabía hacer, sobre todo cuandoimportaba.

—¿Te encuentras bien? —lepreguntó Jacko.

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Kid apenas se había percatadode que su secuaz, el imitador de losBlues Brothers, estaba junto a él, aun costado del escenario. Dejó a unlado aquellos pensamientos tansensibleros y miró a aquel idiotavestido con pantalón de cuero rojo yamericana negra. Había depositadosus esperanzas en aquel bufón. «Quéjodida manera de perder el tiempo.»

—Ya he terminado —le dijo aJacko—. Puedes quedarte con lasgafas de sol. Buena suerte en la final.Si es que llegas.

—¿Cómo?

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El plan de evitar que Emilyganase el concurso no habíafuncionado. Kid había hecho todo loque estaba en su mano para salvarlade lo inevitable, pero por lo vistoella se empeñó en ignorarlo y enponerse en peligro ganando yfirmando aquel nefasto contrato. Erapreferible que empleara sus talentosen otra cosa. Todo aquel al que habíaconocido en el hotel Pasadena era unpuñetero idiota, o un tramposo de lomás cutre, o un despreciable asesino.

Dejó a Jacko con cara de noentender y se dirigió hacia el

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mostrador de recepción. Para cuandollegó allí, se había puesto de tan malhumor que le sacó una pistola a larecepcionista. Le dejó muy claro quequería que le entregasen las llaves desu coche, en lugar de que se lotrajera un aparcacoches hasta una delas entradas del hotel. La joven tardómenos de treinta segundos enlocalizar las llaves y entregárselas.

El aparcamiento de la parte deatrás estaba abarrotado de autobusesque habían traído a hordas deimbéciles. Estaban todosestacionados al fondo, así que se

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alegró de encontrar su Firebird negroen la primera fila, a muy pocosmetros de la puerta trasera del hotel.

Abrió la portezuela delconductor, y estaba a punto desubirse al coche cuando de prontovio llegar una Harley-Davidson quedoblaba la esquina del hotel,procedente de la fachada principal.Le llamó la atención porque elconductor llevaba no uno sino dospasajeros, uno sentado delante y otrodetrás. Y porque reconoció a lostres.

Se sentó detrás del volante y

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cerró la portezuela sin hacer ruido.¿Qué estarían haciendo aquellos trespayasos en el hotel? ¿Y por quéestaban juntos? El primero al quereconoció fue el gordinflón que ibadelante: Sánchez, el camarero delTapioca de Santa Mondega. Detrásde éste iba el conductor, un moteromuy corpulento y de cráneo rapado, yfinalmente Elvis, un asesino a sueldode la localidad del primero. Dos deellos habían estado intrínsecamenterelacionados con la noche de maldadque había perpetrado él una décadaantes. Cuando llegó a la iglesia para

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recoger a su hermano pequeño tras unservicio religioso nocturno, encontróallí a Elvis y a Sánchez en compañíade un grupo de vampiros muertos.Los habían matado Elvis y unpredicador llamado Rex, y alparecer, por difícil que fuera decreer, Sánchez había protegido a suhermano de los ataques de losvampiros. Al menos aquello fue loque le dijeron, y no tenía motivospara no creerlo.

El tercer individuo de laHarley, que conducía estrujado entreSánchez y Elvis, era el propietario

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de la moto, Gabriel Locke. Era unDiscípulo de la Nueva Era yprobablemente un tío bastantedecente, pero teniendo en cuenta loque había sucedido en Plainviewhacía poco, seguramente estaba untanto cabreado con él. Incluso eraposible que deseara matarlo.

Los tres se apearon de la moto yse encaminaron hacia la salida deincendios que había en la parteposterior del hotel. El bufón deSánchez intentó abrir la puertatirando varias veces, hasta que se diocuenta de que sólo se abría desde

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dentro. Entonces los tres decidieronrodear el hotel y regresar a la entradaprincipal.

Pero ¿por qué estaban allí?Elvis era un asesino a sueldo, perobien pudiera ser que tuvieraintención de participar en elconcurso. Sánchez era un bufón, y noera necesario preocuparse de él; encambio Locke… era muy posible quehubiera venido a llevar a cabo eltrabajo al que había renunciado él, elque consistía en matar a Emily. Sumisión sería asegurar que Juliusganase el concurso y firmase el

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contrato. Sin embargo Gabriel Lockeera un tipo religioso, en cierto modo,lo cual quería decir queprobablemente intentaría no tener quematar a Emily. O no.

Abrió la puerta del coche ysalió. Sacó un paquete de cigarrillosdel bolsillo de la cazadora y extrajouno con los dientes. Después se sentóen el capó del coche y aspiró elextremo del pitillo, el cual se iluminóde pronto en medio del aire frío de lanoche. Había que ponerse a pensarun poco. ¿Qué estaría ocurriendoexactamente en aquel hotel? ¿Y en el

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desierto que lo rodeaba?Mientras contemplaba la luna,

oyó que se aproximaba otro vehículo.Le chirriaban los neumáticos igualque si circulara a toda velocidad poruna pista de hormigón inclinada. Alcabo de un momento apareció por lamisma esquina por la que habíallegado la Harley. Se trataba de unaautocaravana grande y de color azul,casi lo bastante larga paraconsiderarla un autobús, y venía tandeprisa que a punto estuvo de volcaral doblar la esquina del hotel. Kid nodistinguió la cara de quien iba al

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volante, pero el que fuera giróbruscamente hacia él y se detuvo enseco frente a la salida de incendios.Al instante se abrieron las puertas ysaltaron dos figuras oscuras, una porcada lado. Corrieron hacia la salidade incendios y probaron a abrir lapuerta de forma muy parecida a loque hizo Sánchez unos minutos antes.E igualmente fracasaron.

Seguidamente se volvieron ydescubrieron a Kid, sentado en elcapó de su coche. Entonces fuecuando éste se dio cuenta de que lesbrillaban los ojos. Uno los tenía

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rojos, el otro, amarillos, y relucíancon una siniestra fosforescencia en laoscuridad de la noche.

«Son dos jodidos muertosvivientes.»

Kid Bourbon depositó elcigarrillo con cuidado sobre el capó,se apartó del Firebird y echó a andarhacia aquellas dos criaturas. Las oyósisear en su dirección, e incluso se leacercaron titubeantes, una por cadalado, las dos ávidas de carne.

Kid tuvo que sopesar losdetalles de la situación. Sólo lequedaban dos balas, y eran

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demasiado valiosas paramalgastarlas matando a un par dezombis. De modo que, sin dejar deandar hacia ellos, se llevó la manoderecha al lado izquierdo de lacazadora para coger otra arma.

El zombi que tenía más próximollevaba puesto un polo viejo y raídoque en su época debió de ser blancopero que ahora estaba gris debido ala mugre. También llevaba unpantalón destrozado al que le faltabauna pernera casi entera y, cosaincongruente, unas gafas de monturagruesa y negra que estaban rotas.

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Tenía pinta de ser el más hambrientode los dos, y Kid se preparó pararecibir de él el primer ataque. Y asífue. Cuando el zombi se abalanzósobre él, Kid le asestó un golpe derevés en plena garganta con la manoizquierda, en la cual empuñaba uncuchillo con mango de hueso y unahoja de veinte centímetros de largo.El arma le seccionó el cuello alzombi, y cuando la cabeza cayó haciadelante brotó un chorro de sangre quele resbaló por el pecho. El zombi,moribundo, se desplomó de rodillasemitiendo un sonido grave y áspero

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por la herida de la garganta.Su compañero, una mujer,

llevaba un vestido rosaasquerosamente sucio. Tenía unacabellera larga y desordenada decolor gris, y una cara cubierta sólo amedias por la piel. El hecho de vercaer de rodillas a su camarada lecausó unos momentos de estupor, delo cual se aprovechó Kid paraatacarla con el cuchillo y hundírseloprofundamente en el vestido, a laaltura del pecho. La hoja atravesócon facilidad aquella carneputrefacta, y a continuación Kid tiró

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de ella hacia abajo con el fin de abrirla caja torácica. En algunos puntos lacarne estaba blanda como lamantequilla, pero en otros parecíadura y cartilaginosa. Cuando le hizouna incisión de unos veintecentímetros, la zombi, al igual que sucompañero, se derrumbó de bruces ycayó al suelo antes de que Kidpudiera recuperar el cuchillo. Se leescurrió de la mano, trabado en algúnlugar de las costillas de la muerta.

Las dos criaturas ya estabanmuertas del todo, pero Kid descubriócon fastidio que la segunda de ellas

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había caído encima de su cuchillo.La volvió boca arriba con el pie, seagachó y aferró el mango quesobresalía del cadáver. Al tirar de élbrotó un surtidor de sangre que seesparció en todas direcciones y lemanchó también la mano. Pero muchamás preocupación le causó el estadodel cuchillo. Debido al impacto delmango contra el suelo, la hoja habíaquedado doblada casi en un ángulorecto en relación con la empuñadura.Le echó un vistazo. Además dehaberse doblado, estaba cubierta detripas de la zombi. El cuchillo estaba

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echado a perder, y lo arrojó al suelocon un gesto de frustración.

«Otra arma perdida.»No sólo se le habían agotado

todas las balas menos dos, además sehabía quedado sin cuchillos. Siesperaba una señal para volverse acasa, aquí la tenía. Pero cuando diomedia vuelta para regresar al coche,en cuyo capó se le estabaconsumiendo el cigarrillo, reparó enun detalle del polo del primer zombi.Parecía un parche de tela. Se agachópara verlo más de cerca. El parchellevaba cosido un nombre en letras

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negras.Buddy Holly.Regresó al cadáver del vestido

que antes había sido rosa. Habíacaído de bruces otra vez, así quevolvió a darle la vuelta con el pie.Éste también llevaba un parcheidentificativo, en este caso cosido enla pechera del vestido. Lo agarró y lomiró detenidamente. También era unnombre conocido.

Dusty Springfield.

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Treinta y uno

Sánchez tenía aún reciente la

impresión que le causó haber logradohuir de los zombis cuando, despuésde dejar la moto aparcada, los tresentraron por fin en el hotel. En

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circunstancias normales, aquel viajenocturno en moto habría sido muyemocionante, pero tras los horroresde lo que acababa de ver en eldesierto le pareció completamenteanodino. Todavía estaba intentandoasimilar el hecho de que había estadocavando una tumba para su amigoElvis y para él, y de que había vistoejecutar a dos hombres con todafrialdad. Y aquello había tenidolugar antes de que aparecieran losmuertos vivientes surgiendo de latierra con la pretensión de devorarlo.Con todos aquellos pensamientos

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dando vueltas en su mente, sin dudaera un Sánchez muy abatido el quesiguió a Gabriel y a Elvis hasta laentrada del hotel y después hasta elbar.

Gabriel, con su enorme yvoluminoso corpachón, el conjuntode cuero típico de los moteros, elcráneo afeitado y los numerosostatuajes, destacaba entre todos losdemás huéspedes del hotel. Sánchez,gracias a la experiencia que tenía decamarero, sabía que a Gabriel leservirían con prontitud. No había quehacer esperar a los tipos grandes y

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con pinta de tener malas pulgas.—Tres botellines de cerveza —

pidió Gabriel a la chica que estabadetrás de la barra.

Valerie le echó una ojeada y,murmurando algo en voz baja, se girórápidamente hacia el frigorífico depequeño tamaño que tenía a suespalda. Cogió tres botellines deMono Cagón, les quitó la chapa conun abridor que llevaba colgado deuna cadena al cinto y los puso encimade la barra.

Gabriel le lanzó un billete decincuenta dólares, cogió las cervezas

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y se volvió hacia Elvis y Sánchez.—Vamos a sentarnos en una

mesa a hablar de lo que estamoshaciendo aquí todos. —Le hizo unaseña a Elvis con la cabeza—. Puedesempezar contándome a quién tieneencargado eliminar Angus.

—Ahora mismo, Gabe.Sánchez recorrió el bar con la

mirada. La distribución del mismo,con las mesas muy desperdigadasentre sí, permitía tenerconversaciones privadas sin peligrode que las oyeran otras personas. Yestaba claro que aquélla iba a ser una

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conversación privada.Al fondo, en el rincón que

estaba más lejos de la barra, habíauna zona situada un poco más alta. Enel resto del salón muchas de lasmesas tenían una o dos personassentadas, pero en aquel rincónestaban todas vacías. Elvis guió a losotros hacia una de ellas. En la pared,unos metros por encima, había unaltavoz grande y de color negro porel que se oía una suave música defondo, lo cual ayudaría a proteger laconversación de cualquiera quesintiera curiosidad por saber de qué

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estaban hablando un motero gigante,un tipo caracterizado de Elvis y uncamarero regordete.

Sánchez tomó asiento al lado deElvis, en una de las dos butacastapizadas de color crema. Ambosquedaron de espaldas al salón,mientras que Gabriel se relajó al otrolado de la mesa, con la espalda haciala pared. Por lo visto, quería estarseguro de poder ver lo que sucedíaen el bar, porque sus ojosconstantemente iban y venían entodas direcciones, buscando algo quesuscitara interés o que se saliera de

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lo normal. Después de repasar con lamirada a todos los demás clientes(de los cuales habíaaproximadamente unos veinte queestaban sentados) atento a cualquierpeligro potencial, cogió la cervezaque tenía más cerca y la alzó ante suscompañeros de mesa.

—Salud —dijo.Elvis y Sánchez hicieron lo

propio, y los tres chocaronbotellines. A continuación, todosbebieron un trago.

—Bueno —dijo Gabriel trastragar un enorme buche de cerveza

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—, ¿sabéis qué está haciendo aquíAngus?

Sánchez no tenía ni idea. Eramejor dejar aquella pregunta paraElvis.

—Pues… —empezó el Rey, untanto nervioso— no lo sabemosexactamente. A Sánchez terminaronpor darle la habitación de Angus, yencontró una lista de objetivos queeliminar dentro de un sobre. Nohabía ninguna indicación que dijeraquién la había enviado. Solamentefotos de los cuatro objetivos.

Gabriel depositó su botellín

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sobre la mesa.—Déjame adivinar. Se supone

que tenía que eliminar a OtisRedding, Kurt Cobain, Johnny Cash yJudy Garland, ¿a que sí?

Sánchez estaba impresionado.Aquel tío era muchísimo mejor quela Dama Mística.

—¡Uf! ¿Cómo cojones lo hassabido?

—Me parece que Angus era misuplente en la reserva.

—¿Tu qué?—Ha dicho su «suplente en la

reserva», atontado —terció Elvis con

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desdén—. ¿Es que estás sordo,además de ser idiota?

—Exacto —dijo Gabriel—. Erami suplente. Ese encargo estabadestinado a mí. Las cuatro personasde las fotos iban a ser mártires. Ibana morir por el bien de la humanidad.Pero como yo no conseguí llegar aquía tiempo, el tipo que me contratódebió de pasarle el encargo a Angus,que era el que tenía de reserva. Algoasí como una cobertura para un casode emergencia.

Gabriel se interrumpió, cogió sucerveza y le dio otro sorbo.

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Reflexionó unos instantes antes decontinuar.

—Veréis, hace unos años Angusera uno de los mejores asesinos asueldo que había en el mundo, perotiene un problema con el juego. Esolo convierte en un tipo poco fiable.Debe mucho dinero a mucha gente, yeso le ha nublado el entendimiento.Se toma muy a pecho que le paguenalgo por adelantado, con lo cual amenudo termina cargándose almensajero en lugar de aceptar el putotrabajo. Últimamente se ha vueltobastante picajoso.

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—Así que el juego, ¿eh? —dijoSánchez chasqueando la lengua—.Menudo perdedor. ¿Cuánto dinerodebe?

—Supongo que eso es asuntosuyo —repuso Gabriel cogiendo elbotellín de cerveza para echar otrotrago.

—Pues sí —convino Elvis altiempo que bebía un sorbo de subotella—. Pero ¿qué me dices deesos cuatro mártires? ¿Y quién es eltipo que quiere verlos muertos?

Gabriel se inclinó hacia delantey bajó la voz.

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—El tipo que quiere verlosmuertos es el Padrino del Soul.

Sánchez frunció el ceño.—Uf, no te sigo, tío.—Se refiere a James Brown, so

atontado —saltó Elvis.—¿Eh? ¿James Brown? ¿Por

qué? ¿Por ganar un concursomusical? Es un poco exagerado, ¿no?

Gabriel prosiguió, sin levantarel tono de voz:

—De exagerado, nada. Si setiene en cuenta lo que está en juego.

—¿Te refieres al premio enmetálico?

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—No, me refiero a las almas demuchas personas inocentes. JamesBrown, o Julius, como se le conocemás, está aquí en nombre de Dios.

Este último dato fue recibidopor un silencio peculiar por suintensidad. Hasta Elvis puso cara detener serias dudas al respecto.Hablando despacio y con nitidez, lepreguntó a Gabriel:

—¿Y por qué razón un hombrede Dios iba a pagar a alguien paraque matase a los participantes de unconcurso de talentos? No parecejusto. No tiene sentido, tío, se mire

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como se mire.—A no ser que sea mucho más

que un concurso de talentos —replicó Gabriel—. ¿Has visto lapelícula Crossroads?

Sánchez sí la había visto. Erauna de sus favoritas.

—¿La de Britney Spears? Unapeli genial, tío.

—No me refiero a ésa, que esuna mierda. Y tampoco estoyhablando de la tal Britney Spears.Hablo de la peli de Ralph Macchio.

—¿Macchio? ¿El de KarateKid?

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—Sí. En los ochenta hizo unapelícula titulada Crossroads.

—Sí —terció Elvis—. Yo la hevisto.

—¿Recuerdas de qué iba? —lepreguntó Gabriel.

—Era una peli de carretera.Actuaba Steve Vai.

—¿Quién? —inquirió Sánchez.Le estaba costando mucho trabajoseguir aquella conversación tanliosa.

—Steve Vai. Uno de losmejores guitarristas de todos lostiempos. En una ocasión toqué con él,

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hace unos años.Al menos aquello sí que lo pudo

entender Sánchez.—Genial —dijo—. A lo mejor

podías convencerlo para que toqueen el Tapioca.

Gabriel movió el botellín decerveza sobre la mesa para recuperarla atención de los dos.

—Escuchad. A lo que voy es alo siguiente: esa película,Crossroads, se basaba en unaleyenda urbana referente a unguitarrista llamado Robert Johnson.Cuentan que en los años treinta

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vendió su alma al diablo. A cambio,Satanás le concedió la capacidad detocar la guitarra mejor que ningúnotro ser de la tierra. En resumen, eltal Robert Johnson fue el primermúsico o cantante que vendió sualma. Después de él lo han hechomiles de personas.

—Sí, en una ocasión se lo vihacer a Bart Simpson —apuntóSánchez, coincidiendo con él.

Gabriel dejó escapar unsuspiro.

—¿No podrías decirle a ésteque se calle de una puta vez? —le

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preguntó a Elvis.—Claro que sí —contestó Elvis

mirando ceñudo a Sánchez—, perosigo sin entender qué tiene que verese Robert Johnson con lo que estápasando aquí.

—Pues que se parecemuchísimo a lo que está pasandoaquí. Y viene sucediendo lo mismotodos los años, desde que se celebrael concurso «Regreso de entre losmuertos». El ganador se lleva uncontrato de un millón de dólares.Pero en el momento de firmarlo, loque está firmando es la venta de su

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alma.—¿A Nigel Powell? —inquirió

Elvis.—No. Al diablo.—¿Powell está enterado de

esto?—Sí. Y está metido en ello.

Veréis, hace años él vendió su almaal diablo a cambio de obtener lainmortalidad, además de este hotel ysu casino.

—Un negocio cojonudo —señaló Sánchez.

Gabriel negó con la cabeza.—No tanto. Powell, a su vez,

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todos los años por Halloween tieneque buscar a otra persona que vendasu alma al diablo. Y eso es lo quehace la persona que gana elconcurso, vender su alma a Satanás acambio de fama y fortuna. Exceptoque no lo sabe, por supuesto.

Sánchez frunció el ceño.—Suena bastante descabellado.

Yo creo que es mentira.—¿Y los zombis? —persistió

Gabriel—. ¿Crees en ellos? ¿Otambién son algo descabellado?

Sánchez tuvo que reconocer queen aquello el motero llevaba razón.

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—Sí —respondió—, ya veo loque quieres decir. Pero ¿por quématar a esos cuatro concursantes? Nolo entiendo.

—Yo tampoco —dijo Elvis.—Precisamente a eso iba ahora.—¿Y no podrías ir un poco más

deprisa, tío?Gabriel parecía irritado.—Está bien —dijo resollando

—. En primer lugar, este concursoestá amañado. Todo el putoconcurso, entero.

Elvis dejó bruscamente elbotellín encima de la mesa.

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—¡Lo sabía! Te lo dije,Sánchez, ¿a que sí?

Gabriel no le hizo caso ycontinuó:

—Hace varios meses seseleccionó a cinco participantes parala final. En secreto. Tan sólo losaben ellos y Powell. Pero hay quematar únicamente a los cuatromejores. Como digo, son mártires.Saldrán mejor parados muriendo queganando el concurso y vendiendo sualma al diablo.

Sánchez, todavía confuso, nopudo evitar interrumpir.

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—De modo que los cuatromejores mueren. ¿Eso quiere decirque el quinto mejor gana el concursoy firma el contrato?

El rostro de Gabriel sedistendió en una ancha sonrisa.

—Joder, sí que las pillasrápido, gordinflas. Sí, así es. YJulius, el que encarna a JamesBrown, es el quinto mejor. Así quehabiendo desaparecido los otroscuatro, tiene muchas posibilidades deganar.

—¿Y de vender su alma aldiablo? —Elvis puso en duda la

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lógica de todo aquello—. ¿Y paraqué iba a hacer algo así?

—Es un sacrificio.—No me jodas.—Un sacrificio que él es capaz

de hacer. —De repente pareciócambiar de tema—. ¿Sabéis encimade qué está construido este hotel?

—¿Encima del desierto? —sugirió Sánchez sin necesidad.

—No. Está construido encimade una entrada al infierno.

Sánchez, nervioso, echó unaojeada a los tablones de madera delsuelo y levantó los pies.

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—Mierda. Ya decía yo que aquíhacía más bien calor —comentó.

Elvis le propinó un cachete enla cabeza y le indicó a Gabriel conuna seña que continuara.

—El alma de Julius pertenece aDios. Si el contrato lo firmase él,estaría firmando algo que no es suyo,de modo que dicho contrato seríanulo. Y si Powell no encuentra anadie que venda su alma para cuandofinalice la hora de las brujas deHalloween, este hotel y él se irándirectos al infierno. Este putoedificio y todos los que estén dentro

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se hundirán bajo tierra como si nuncahubieran existido.

—¿Qué tiene de especialJulius? —preguntó Elvis—. ¿AcasoDios no es el dueño del alma de todoel mundo?

Gabriel apuró el resto de lacerveza de un solo trago antes dedarle la respuesta:

—Julius es el olvidado apóstolnúmero trece.

A continuación se hizo unsilencio todavía más incómodo.Tanto Elvis como Sánchez estabanaguardando a ver si Gabriel hablaba

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en serio. Finalmente, el Rey dijo:—¿Estás seguro de eso?—Rex está convencido de ello.

Y si Rex cree que es verdad, a mí mevale.

Elvis asintió. Rodeo Rex y él seconocían desde hacía varios años.Durante aquel tiempo habíanrealizado juntos varios trabajosserios, y eran buenos colegas.

—Ya. Si Rex está convencidode que es verdad, yo estoy contigo,pero eso todavía no explica por quérazón este puto hotel va a hundirse enla profundidades del infierno sólo

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porque el tal Julius sea un apóstol.—Mira, tío —dijo Gabriel.

Estaba poniéndose cada vez másimpaciente por tener que justificartodo—. Yo no sé cómo funcionaexactamente todo esto, ¿vale? LaBiblia no la escribí yo. Y que yosepa, Dios no me ha llamado parapedirme consejo.

—Pero todo esto sigue estandoun poco traído por los pelos, ¿no? —dijo Sánchez en tono de queja.

—Escucha, colega. Uno de los«preceptos» básicos, como losllaman ellos, de la religión y de Dios

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y de todo eso es la fe. Hay que tenerfe. —Suspiró e intentó parecerrazonable—. Yo creo firmemente queesta noche hemos visto zombis quesalían de debajo de la tierra eintentaban devorar a la gente. Eso medice que existe algo que se llamavida después de la muerte, si a eso sele puede llamar vida. Y significa quetiene que haber un Dios. En miopinión, Dios ha enviado a la tierra auno de los suyos, Julius, parasalvarnos a todos. No piensoquedarme sentado y quejándome deque no me han dado toda la

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información completa. Y sugiero quetú hagas lo mismo. Quienes no tenganfe serán los primeros en desaparecercuando las cosas se pongan feas.

—Entendido —contestóSánchez—. Pero mientras tú ayudasal apóstol número trece a enviar estehotel al infierno, yo voy a largarmede aquí en un taxi. ¿Te vienes, Elvis?

Gabriel meneó la cabezanegativamente.

—Yo que tú no haría tal cosa.—¿Por qué cojones no la

harías?—En primer lugar, porque no

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vais a conseguir ningún taxi. Ytampoco vais a encontrar a ningúnpolicía que quiera venir a este hotel.En estos momentos hay zombisemergiendo del suelo por todo eldesierto, y vienen todos hacia aquí.Llegarán dentro de menos de unahora. Si salís por esa puerta antes deque lleguen, os devorarán vivos.

—A ver si lo he entendido bien.¿Estás diciendo que debemos esperaraquí a que lleguen? Mierda, tío, esoes igual de tonto.

—Sí, así es —terció de pronto,para sorpresa de Sánchez, otra voz

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masculina a su espalda—. Gabriel —prosiguió—, ven conmigo. Llegasjusto a tiempo.

Con una ancha sonrisa, elgigantesco motero se levantó de suasiento. Sánchez y Elvis se giraronlos dos a la vez para ver a quiénestaba mirando. Detrás de ellos,vestido con su traje de intenso colormorado, apareció Julius. El imitadorde James Brown.

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Treinta y dos

Nigel Powell siempre estaba un

poco tenso en Halloween. De hecho,decir esto constituía un eufemismo,porque en realidad aquella época erasin duda la más estresante de todo el

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año.Para empezar, el concurso

«Regreso de entre los muertos»conllevaba un montón de cosas queorganizar. La agenda era muyapretada y había muchísimos artistasa los que ver actuar, unos buenos,otros malos y otros tan horrorososque sería absurdo tenerlos allí si nofuera porque había pagado dineropara tenerlos. Lo más difícil eraconseguir que el concurso terminasecomo máximo a la una en punto de lamañana siguiente. Nadie más parecíaapreciar la urgencia de acabar a la

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hora fijada.Hasta el momento, este año

estaba siendo el peor de todos.Había fuerzas adversas actuando. Noera la primera vez que habíanintentado amañar el concurso —esdecir, amañarlo sin saber que él yalo tenía amañado—, pero este añoalguien estaba intentándoloverdaderamente a conciencia. Yatenía tres concursantes muertos. Ytambién tenía trabajando para él a unasesino psicótico que llevaba elridículo nombre de «Angus elInvencible». «Angus», por amor de

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Dios. ¿Qué era aquello? ¿Un putoBraveheart?

Por lo menos Angus habíademostrado ser útil. Al parecer,aquel sicario de pelo rojo habíacapturado al individuo que estabaeliminando a los concursantes y a lapersona que había contratado a éste.Powell abrigaba la esperanza de quese los hubiera llevado al desierto ylos hubiera ejecutado, tal comohabían acordado. Con el fin deobtener alguna confirmación a eserespecto, se encaminó hacia el aseode caballeros de la planta baja. Una

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vez allí, se alegró de encontrarse conCleveland, miembro de su equipo deseguridad, custodiando la entrada.Era un negro grande y musculoso queno aguantaba tonterías de nadie. Eltipo perfecto para impedir quealguien entrase en los aseos, pormucha urgencia que tuviera de echaruna meada.

Powell había contratado aCleveland por recomendación deTommy. Por lo visto, había estadoencarcelado como prisionero deguerra y había quedado traumatizadopor dicha experiencia. A

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consecuencia de ello, tras serliberado no pudo continuar siendosoldado, pero resultó perfecto en unpuesto menos exigente, el de guardiade seguridad de un hotel. Alaproximarse a él, Powell se fijó enque estaba comiéndose un helado. Uncucurucho de fresa, por la pinta.Estaba a punto de darle un lametóncuando vio que se acercaba su jefe, ylo bajó discretamente a un lado.

—Cleveland. Hola. ¿Cómo vanlas cosas ahí dentro? —preguntóPowell.

—Todo en orden, señor.

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—¿Ya han limpiado elestropicio?

Cleveland bajó el tono de voz.—Casi, señor. Han retirado los

cadáveres. En este momento, Sandyestá limpiando el suelo y lossanitarios.

—Bien, bien. ¿Está aquíTommy?

—No, señor.—¿Sabe dónde está?—En el desierto, señor.Powell frunció el entrecejo.—¿Y qué está haciendo en el

desierto? Le dije que se quedara

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aquí.—Se ha ido con ese tal Angus

para cerciorarse de que eliminaba alos dos tipos que la liaron aquí, enlos aseos, señor.

—Pues no estoy seguro de queeso fuera necesario, pero supongoque Tommy sabe lo que hace.

—Sí, señor.Powell esperaba haber podido

echar un vistazo a los responsablesdel asesinato de tres de los cantantesa los que él había elegido a dedopara la final. ¿Serían otrosconcursantes? ¿Miembros del

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público? ¿O simplemente unoscabrones que pretendían desbaratarel concurso en beneficio propio,incluso por diversión propia? Sesuponía que Tommy debía estar allípara decirle quiénes eran. Así y todo,era posible que lo supiera Cleveland.

—¿Ha visto a los dosresponsables del… esto… deldesastre?

—Sí, señor.—¿Y cómo eran?—No me fijé.—¿Que no se fijó? ¿Cómo es

eso?

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—No me di cuenta.Powell estaba revisando a toda

prisa la buena opinión que teníaanteriormente de Cleveland. Aqueltipo estaba resultando ser todavíamás atontado que la mayoría de losotros guardias de seguridad del hotel.Era todo músculos y poco más. Sihubo una época en la que era unsoldado capaz y con iniciativa, ahoraera un musculitos descerebrado, porlo visto totalmente falto deinteligencia y de personalidad.

Powell probó con otra tácticade interrogatorio.

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—Está bien. Entonces,¿sabemos cómo murieron KurtCobain y Johnny Cash?

—¿Se refiere a los cantantes?—No, me refiero a los planetas.

—Dios, que tío más exasperante.—Pues la muerte de Kurt

Cobain tuvo que ver con las drogas.Y Johnny Cash simplemente eraviejo, imagino.

Powell miró fijamente aCleveland para ver si lo había dichoen serio o era que intentaba burlarsede él. Al final llegó a la conclusiónde que no era ni lo uno ni lo otro.

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Sencillamente, Cleveland eragilipollas perdido. Y basó dichaconclusión en el hecho de que elguardia de seguridad miraba la paredque tenía delante con expresiónausente y la boca ligeramente abierta.

—Está bien —dijo Powell conun ligero tonillo de irritación en lavoz—. ¿Y Sandy? ¿Él sabe quiéneseran esos dos tipos y qué fue lo queles hicieron a Cash y a Cobain?

—Yo no puedo hablar porSandy, señor.

—Cleveland.—Sí, señor.

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—Es usted un idiota.—Sí, señor.—Y le voy a quitar el helado.

—Alargó la mano y le arrebató elcucurucho a Cleveland. Le dio ungran lametón delante de las naricesdel guardia de seguridad, que lo mirócon cara de profunda desilusión, yseguidamente le espetó—: Y ahoraapártese de mi camino.

—Sí, señor.El fornido guardia se hizo a un

lado y empujó la puerta para dejarpasar a su jefe. Powell se sintiócomplacido al ver que el interior del

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aseo estaba prácticamente impoluto.Ello se debía en gran medida aSandy, un individuo que tenía latípica imagen de bruto y un cabellomoreno y corto. Manejaba unafregona y acababa de limpiar lasangre del suelo. Al ver entrar aPowell, lo saludó con un gesto decabeza.

—Hola, jefe —dijo.—Buenas tardes, Sandy —

respondió el propietario del hotelobservando el suelo. No habíarastros de sangre por ninguna parte—. Por lo que veo, ha hecho un buen

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trabajo.—Gracias.—Le he traído esto. —Le tendió

el cucurucho de helado, el cualSandy cogió tímidamente con lamano que tenía libre.

—Se parece al de Cleveland —apuntó.

—Pues no lo es.—Vale. Gracias.—Bien, cuénteme lo que ha

ocurrido en este aseo. Estaba ustedhablando por la radio con Tommy yla línea se cortó. Me quedépreocupado.

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—Unos tipos se nos echaronencima, a Tyrone y a mí. Todosucedió muy deprisa. Vinimos aquí,vimos los cadáveres en los retretes yllamamos a Tommy. Y de prontoapareció un tipo salido de no se sabedónde. La verdad es que no sé quéocurrió.

—¿Qué tal la cabeza?—Mejor.—¿Le dijo Tommy quiénes eran

los tipos que los atacaron?Sandy dio un lametón al helado.—Qué va. Cuando se los

llevaron, yo todavía estaba sin

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conocimiento.—Hum. ¿Y Tyrone?—Se fue con Tommy. Al

desierto. Por lo menos eso es lo quedice Cleveland.

—Ya, bien… Cleveland opinaque Johnny Cash murió de viejo.¿Qué opina usted?

Sandy lamió de nuevo el helado.Parecía estar disfrutando del saborque tenía.

—¿Yo? Yo diría que a JohnnyCash le incrustaron la nariz en elcerebro, jefe. Y que yo sepa, eso nolo hace la vejez.

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—Estoy de acuerdo. ¿YCobain?

—Bueno, lo de ése tuvo que vercon la droga.

—¿Cómo?—Había cocaína por todas

partes y tenía sangre que le habíasalido por la boca, la nariz, losoídos, por todos lados.

Powell caminó unos metros y seasomó por la puerta de cada uno delos cubículos, para ver si todavíaquedaba algún indicio de violencia.Pero estaban todos vacíos y limpioscomo una patena. La verdad era que

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Sandy se había empleado a fondo.Cuando llegó al último, examinó

el espejo que había colocado encimade los lavabos del fondo. Vio supropia cara reflejada, y detrás deella a Sandy con su fregona,pasándola por el suelo junto alprimer retrete. De pronto vio otrafigura más.

Detrás de Sandy había un negrode gran estatura vestido con un trajerojo, un sombrero rojo y unoszapatos rojos de puntera fina,sonriéndole de oreja a oreja. APowell le dio un vuelco el corazón.

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Se giró en redondo y dijo a todaprisa:

—Sandy, ha hecho usted unbuen trabajo. Le estoy agradecido.Ya puede irse.

—Todavía no he terminado,jefe.

—No importa. Váyase. Salga.Deje la fregona y el cubo. Ya lotermino yo.

—¿Sí? ¿Está seguro?—Coja el puto helado y

lárguese de aquí.Sorprendido por la agresividad

del tono de su jefe, Sandy apoyó la

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fregona contra la pared, al lado de lapuerta, y salió dando cariñososlametones al cucurucho.

Powell se volvió de nuevohacia el espejo. Una vez más vio a suespalda al negro de traje y sombrerorojos. El cual echó a andar endirección a él.

—Este año tenemos algún queotro problemilla, ¿eh, Nigel? —dijo.Tenía una voz grave y profunda querezumaba cortesía teñida de ironía,el equivalente auditivo del gesto dealzar una ceja con ademán burlón.

—Nada que no pueda controlar.

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—En contraste, la voz de Powellsonó casi gruñona.

—No me digas. ¿Estás seguro?—Sí. Ya está todo solucionado.

Algún imbécil que ha intentadoamañar el concurso. Si supieran loque espera realmente al ganador,¿eh? Imagino que no intentaríanamañar nada, ¿no crees?

El imponente negro tenía unosojos amarillentos que se leiluminaron de pronto. Echó la cabezahacia atrás y lanzó una potentecarcajada.

—Sabes, Nigel, cada año estás

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más nervioso.—Y a ti te encanta, supongo.—A mí me encanta el caos. Ya

lo sabes.Ahora estaba situado justo

detrás de Powell, mirando hacia elespejo por encima del hombro deéste, sonriéndole, proyectándolesuavemente su tibio aliento sobre lanuca. Llevaba una barbita de chivonegra y recortada que, a uno y otrolado de la boca, se unía a un bigoteigual de acicalado. Powell deseabalibrarse de él lo antes posible; no eraun tipo divertido con el que pasar el

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rato. De hecho, era un personaje demal agüero en todos los sentidos quecupiera imaginar.

—Una barba muy elegante —comentó en tono sarcástico.

—Es una amabilidad por tuparte, decirlo —repuso el negro—.Sabes, para tener tú una igual sólo teharía falta un estiramiento facial.

—Bueno, puede que estudie laposibilidad de dejarme una… cuandovuelva a estar de moda —replicóPowell con un sarcasmo todavía másfuerte—. ¿Tienes un contrato paramí, o qué?

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—Naturalmente.—Pues déjalo junto al lavabo,

haz el favor. —No añadió, como lehubiera gustado: «Y despuéslárgate.»

El Hombre de Rojo introdujouna mano en el interior de lachaqueta y sacó un fajo de papeles dedos centímetros de grosor. Era papelde buena calidad, blanco, del tamañonormal de carta e impreso con unapretado texto en tinta negra. Lodepositó al lado del lavabo, junto ala mano izquierda de Powell.

—¿Sabes?, Nigel, todavía no

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has salido del todo de este atolladero—advirtió.

—¿Por qué lo dices?—Ha llegado al hotel una

persona que está intentandodestrozarnos el concurso. El relojcontinúa avanzando. Tic-tac, tictac,tictac.

—¿Qué persona? —Powell segiró bruscamente, pero descubrió queel Hombre de Rojo habíadesaparecido. Se volvió otra vez decara al espejo, y otra vez apareció asu espalda el reflejo de su visitante—. ¿Qué persona? —repitió.

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—Ya sabes que no puedoayudarte. Ésas son las normas. Perosí puedo decirte que ahí fuera hay unhombre intentando acabar connuestro concurso. Un hombre deDios. En eso no puedo interferir.Más te vale que guardes ese contratoen un lugar seguro. No permitas quecaiga en las manos de quien no debe,eh?

—Bueno, pero ¿podríasdecirme al menos quién es el cabrónque está destrozándome el concurso?¿Es ese tal Kid Bourbon? ¿Lo hasenviado tú?

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El Hombre de Rojo lanzó otracarcajada.

—Yo estoy de tu parte,naturalmente. No voy a enviarte anadie que te desbarate los planes. Megusta tu casino, es un sitio divertido.Sólo tienes que mantenerte alertapara descubrir al enviado por el deArriba. Ése es el hombre que tieneque preocuparte.

—¿Así que el tal Kid Bourbontrabaja para Dios?

—¡Ja, ja, ja! No, no, no. Enabsoluto, no. Kid Bourbon no trabajapara ninguno de los dos. Es un tipo

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extraño. Has de buscar más cerca.No es él quien debe preocuparte.

—Entonces, ¿quién?—¿Todavía no lo has

adivinado?—No. No soy tan listo.

Obviamente.—Pues entonces más vale que te

espabiles rápido, amigo mío. Teestás quedando sin finalistas. Enestos momentos sólo tienes dos.

Powell estaba haciendo unesfuerzo para conservar la calma. Lallegada de aquel hombre de sonrisaexagerada le había puesto nervioso,

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aunque no era en absoluto la primeravez que se veían.

—¿Por qué este año no escojo acualquier desconocido al azar paraque firme el contrato? —sugirió.

—¡Oh, no, no, no!Sencillamente, eso no serviría —contestó el Hombre de Rojo—. Estecontrato hay que ganárselo. Lo sabesperfectamente. Quiero que lo consigaalguien que posea talento. Alguienque esté desesperado por alcanzarfama y fortuna. Alguien que estédispuesto a hacer lo que sea con talde conseguirlo, que no le importe lo

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que pueda costarle.—¿Has terminado? —preguntó

Nigel en tono impaciente.El Hombre de Rojo esbozó una

sonrisita satisfecha.—No. Hay otra cosa más,

aunque puede parecer trivial dadaslas circunstancias.

—¿De qué se trata?—En el casino se les han

agotado los sándwiches de jamón.—Pues pídelos de atún.Sin esperar la respuesta, bajó la

vista hacia el contrato quedescansaba sobre la superficie de

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imitación de mármol que rodeaba ellavabo. Era el mismo que le traía elHombre de Rojo todos los años. Lotomó y volvió a mirar al espejo. Suvisitante había desaparecido.«Mierda.»

Miró una vez más el contrato.Según el Hombre de Rojo, en el hotelhabía una persona desesperada porecharle abajo el concurso. ¿Quiéncoño sería? ¿Y por qué? Sólo lequedaban dos finalistas: JamesBrown y Judy Garland. La únicapista que tenía era que la persona queestaba intentando desbaratarlo todo

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era un hombre de Dios.Un hombre de Dios.

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Treinta y tres

Emily llevaba sola en el

vestuario casi veinte minutos. Sehabía establecido que los cincofinalistas volverían a reunirse allítras sus correspondientes

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actuaciones. Los otros cuatro no sehabían presentado, y ella se sentíacada vez más preocupada por saberdónde podían haberse metido.¿Habría habido algún cambio en elprograma del que ella no se habíaenterado? Seguramente no, pero no leapetecía pasar demasiado tiempo asolas.

A lo mejor los cuatro habíandecidido irse a tomar una copa yhabían preferido no invitarla a ella aque los acompañase. ¿Sería que noles caía bien? ¿Olería mal? ¿Peorque Cobain? Era poco probable,

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pero ya le estaban cruzando todaclase de teorías por la mente, y laestaban volviendo un pocoparanoica. Mejor sería pensardurante un rato en otra cosa, comopor ejemplo si estaba haciendo todolo que estaba en su mano para ganaraquel concurso.

Sentada a la mesa del tocador,contempló su imagen reflejada en elespejo. ¿Debería hacerse algodistinto en el pelo para la final? ¿Ocontinuar con aquellas trenzas quellevaba la auténtica Judy Garland enla película El mago de Oz? Su madre

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siempre le decía que el detalle másimportante era la manera de peinarse,un detalle que solían pasar por altootros muchos artistas imitadores.Estaba reflexionando sobre aquelasunto y otros más cuando de prontooyó que llamaban a la puerta de lahabitación.

—¿Señorita Shannon? ¿Estáusted ahí? —llamó una vozmasculina desde el otro lado. Emilyla reconoció de inmediato: era la deNigel Powell.

—Ya voy —contestó.Se levantó y abrió la puerta.

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Fuera estaba Powell, de pie yflanqueado por dos forzudosmiembros de su equipo de seguridad.Emily sonrió nerviosa y dio un pasoatrás para dejarles pasar. Los dosguardias no hicieron el menorademán de ir a entrar en el vestuario,en cambio Powell pasó al interiordel mismo sin aguardar unainvitación verbal. Aún llevabapuesto su resplandeciente trajeblanco con camisa negra. Llevaba elcabello perfectamente peinado, perose notaba a las claras que le pasabaalgo. No tenía la actitud

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imperturbable que era habitual en él.Por la expresión de la cara, se notabaenseguida que había algo que lopreocupaba.

—¿Qué ocurre? —inquirióEmily cuando Powell entró y cerró lapuerta.

—Tres de los finalistas se hanretirado debido a un malestar en elestómago. Me preocupa que puedanhaberlos envenenado.

—¿Qué? —Emily sintió que sele doblaban las rodillas.Inmediatamente pensó en lo últimoque había comido ella. Fue en el

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desayuno, tomó un panecillo y uncafé. Desde entonces había estadodemasiado nerviosa para comer nada—. ¡Oh, Dios mío! ¿Se encuentranbien? ¿Sabe usted qué han comido?

Powell se tironeó connerviosismo del cuello de la camisa.

—No. Circula por el hotel unpersonaje sospechoso que nos inducea pensar que ha sido el responsable.En estos momentos estamosintentando dar con él.

Emily rememoró un par deincidentes que había vivido aquelmismo día.

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—Yo he visto a un tipo de lomás siniestro junto al escenario,viendo el concurso. Dijo que sabíaque estaba amañado. Iba vestido todode negro. ¿Era él?

—Podría ser. Pero usted no sepreocupe. Voy a trasladarla a unlugar seguro en el que ese individuono podrá hacerle nada.

Emily no sólo se sintió aliviada,sino también (aunque no quisoadmitirlo) emocionada por el hechode que tres de sus rivales más seriosestuvieran fuera de la final.

—¿Quiénes son los

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envenenados? —quiso saber.—Puede que sean cuatro. De

momento no encuentro al que encarnaa James Brown. Los otros tres hanquedado definitivamente fuera decompetición.

—Oh, dios. Pobrecillos —dijoEmily con toda la sinceridad que fuecapaz de reunir.

—En efecto. En fin, ¿sería tanamable de recoger sus pertenencias yacompañarme? Voy a mandar a unbotones que traiga todo lo que hayaen su habitación. Y le pido disculpaspor las molestias, por supuesto. —

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Habló en tono totalmente contrito,pero parecía alterado por algo.

Emily obedeció, cogió unoscuantos objetos personales de lamesa del tocador y siguió a Powell ya los dos guardias de seguridad hastael ascensor, y de éste a unahabitación situada en la novenaplanta. Caminaban a paso muyrápido, y no le resultó difícil detectaruna clara sensación de urgencia,apoyada en el hecho de que mirabancon recelo a todo el que se cruzabaen su camino.

La habitación 904 era una

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estancia grande y cómoda, para dospersonas. Emily se sentó en laenorme cama de matrimonio quehabía en el centro y aguardó nuevasinstrucciones por parte de Powell. Alprincipio éste se quedó fuera de lahabitación, hablando en voz baja consu personal de seguridad. Emilyestudió su nuevo alojamiento y llegóa la conclusión de que ciertamenteera mucho mejor que el cutrevestuario que había estadocompartiendo con los cuatro varonesy que la habitación individual que lehabían asignado para pernoctar.

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Todavía estaba admirando el tamañode la estancia cuando Powell entró yse aproximó a ella.

—He apostado a dos de misguardias de seguridad en el pasillo—la informó—. No dejarán pasar anadie excepto a mí. Pero eso tambiénquiere decir que usted no podrá salirde esta habitación hasta que ellos leden el visto bueno. Cuando llegue elmomento de anunciar a los finalistas,la acompañarán abajo.

—De acuerdo.—¿Se encuentra bien, señorita

Shannon?

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—Sí, gracias… esto… Nigel.—Era la primera vez que lo llamabapor el nombre de pila, y no supo muybien si sería correcto. Al fin y alcabo, Powell tenía mucho poder.

—Bien. Yo tengo que irme adecidir quiénes van a ser los nuevosfinalistas, y después ya podremosproseguir. —Se inclinó y le acaricióel brazo izquierdo. Los ojos lebrillaban de un modo que le causóuna cierta incomodidad a Emily.Mientras que antes mostró una actitudcaballerosa y tranquilizadora, ahora,por un instante, dio la impresión de

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ser un hombre siniestro y poco defiar. Hizo un guiño y perforó a Emilycon sus hipnóticos ojos azules.

»En mi opinión, tiene ustedmuchas posibilidades de ganar esteconcurso, Emily. Hasta ahora es lamejor concursante. Me da lasensación de que usted y yo vamos aseguir viéndonos mucho más. Demanera que, a no ser que se quede sinvoz o —dejó escapar una risita en untono sorprendentemente agudo— lecaiga encima un rayo, debería irhaciendo planes para quedarse untiempo por aquí.

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Dejó de acariciarle el brazo ydio un paso atrás. Emily se sintióemocionada ante la idea de ganar elconcurso, aunque tambiénligeramente asqueada por aquel ladosórdido que había descubierto enNigel Powell. Pero lo desechóencogiéndose de hombros. Al fin y alcabo, seguramente no había sido suintención mostrarse tan siniestro.Seguro que lo único que pretendíaera tranquilizarla.

Powell se despidió con unagradable «Hasta la final» y actoseguido salió de la habitación y cerró

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la puerta.Emily fue siendo cada vez más

consciente de que ahora tenía muchasprobabilidades de ganar el concurso.Pese a ser prudente por naturaleza, lacabeza se le empezó a llenarpensando en la cara de alegría queiba a poner su madre enferma cuandovolviera a casa victoriosa, con uncheque de un millón de dólares. Conaquel dinero podría pagar toda laatención médica que necesitaba sumadre, y ahora estaba muy cerca deconseguirlo. Lo tenía casi al alcancede la mano.

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Una vez que se hubo marchadoPowell, los dos guardias deseguridad abrieron la puerta con unallave maestra y asomaron la cabezaal interior de la habitación parasaludar a Emily, como paraconfirmar que estaban al otro lado.Ambos eran tipos corpulentos,parecidos a los gorilas de lasdiscotecas, y Emily se sintió bastantetranquila al verlos. Además, ahoraque sus rivales más cercanos estabanfuera de juego, era cada vez másoptimista respecto de lasprobabilidades que tenía de ganar en

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la final. Ansiaba llamar a su madre ycontarle qué tal le estaba yendo, perotambién la ilusionaba mucho darleuna sorpresa regresando a casa conel premio en el bolsillo. Y con unjugoso contrato para trabajar en elPasadena.

Permaneció sentada en la camapor espacio de media hora. No habíatelevisión que ver ni radio queescuchar. Resultaba indiscutible queel hotel Pasadena era un lugarextraño. Sin televisión ni radio, eraimposible estar al tanto de lo quesucedía en el mundo. Incluso Irán

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podría haber aplastado Rhode Islandcon una bomba atómica.

Al no tener nada que hacersalvo quedarse sentada reflexionandoacerca de su situación, comenzó aestudiar las cosas un poco más afondo. No tenía modo de ponerse encontacto con su madre para decirlecómo le estaba yendo con elconcurso. ¿Y si quisiera llamar paraaveriguar qué tal se encontraba? Notenía ningún medio en absoluto paraponerse en contacto con nadie queestuviese fuera del Cementerio delDiablo. Los teléfonos de las

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habitaciones sólo se podían utilizarpara llamadas interiores, y losmóviles no tenían cobertura y por lotanto resultaban igualmente inútiles.La verdad era que daba un poco demiedo. Luego, al pensar en los otrostres participantes que supuestamentehabían sufrido una dolenciaestomacal, empezó a hacersepreguntas más graves. ¿Cómo haríauna ambulancia o la policía parallegar hasta aquel lugar si sepresentara una urgencia? ¿De quémodo se podría contactar con ellos?Si ella sufriera algún tipo de

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intoxicación, ¿llegarían a tiempo?Entonces se dio cuenta de algo

mucho más serio, algo en lo quedebería haber pensado antes. ¿Porqué Nigel Powell la había trasladadoa otra habitación? Había dicho queera por su propia seguridad. ¿Frentea qué tenía que proporcionarleseguridad? ¿Contra una intoxicaciónalimentaria? ¿No habría servidosimplemente avisarla de que nodebía comer nada? Para aquello noera necesario trasladarla a otrahabitación, sencillamente bastabacon que no pidiera nada al servicio

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de habitaciones. Si en aquel hotelhabía algún alimento en mal estado,no iba a perseguirla a ella. Encambio sí podía perseguirla lapersona que estaba poniendo elveneno en la comida. A lo mejorNigel Powell no la había informadoa fondo del peligro que corría deverdad. Y si aquél era el caso, ¿quérazones tenía para ello?

Sentada en el borde de la cama,a aquellas alturas ya erguida y enestado de alarma al tiempo que lecorrían por la cabeza un montón depensamientos paranoicos, de repente

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oyó un ruido fuera de la habitación.Era uno de los guardias de seguridad,hablando. Con la puerta cerrada eraimposible distinguir lo que decía, suvoz sonaba amortiguada.

Entonces captó un ruidocurioso, como el de un neumático quese desinfla de forma instantánea.También se oyó amortiguado, peroEmily supo qué era: el disparo de unarma provista de silenciador. Acontinuación se oyó un segundodisparo amortiguado, y seguidamenteel ruido de dos cuerpos aldesplomarse en el suelo.

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Emily comprendió que suspeores temores se habían hechorealidad. El motivo de que lahubieran trasladado a otra habitaciónmás segura, con dos guardiasapostados en la puerta, no era unaintoxicación alimentaria. Había unasesino suelto.

Y se encontraba a la puerta desu habitación.

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Treinta y cuatro

Angus estaba con ganas de

matar a alguien, lo cual resultabamuy útil en aquel momento. «¿Desdecuándo conducen los putos zombis?»Las sucesivas oleadas de ataques

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brutales de aquellas criaturas nomuertas que intentaban arrancarle lacarne a mordiscos lo habían irritadode forma considerable, pero que lerobasen el vehículo… por Dios queaquello sí que lo había puestofuribundo. Furibundo de verdad.

Derribó a seis de los zombis atiros, y a base de puñetazos a unoscuantos más que intentaron subírseleencima. Pero continuaban llegando.Los que no estaban saliendo de lasprofundidades caminabantambaleándose por el desierto —auna velocidad increíble— con la

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intención de atacarle a él. Se recordóa sí mismo la suerte que había tenidode que hubiera dos guardias deseguridad muertos en el suelo,porque estaban sirviendo de comidarápida a los zombis.

Los cadáveres de ambos, aaquellas alturas ya gravementemutilados, tendrían encima comoveinte de aquellas horriblescriaturas, y Angus sabía muy bienque, cuando aquellos pobrescabrones hubieran sido devorados, éliba a verse agobiado de verdad.

Disparó un par de veces más al

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pecho de dos zombis y luego echó acorrer en dirección a la carretera.Dando patadas a todas las manos quesurgían del suelo intentando asirse aél, no tardó en alcanzar la seguridaddel asfalto. Por lo menos, si corríapor el centro de la carretera, podríaestar razonablemente seguro de queno iba a salir nada del suelo con laintención de agarrarlo. Algunos deaquellos zombis tenían una fuerzaincreíble, pero dudaba que algunofuera lo bastante duro para atravesarlas varias capas de grava, hormigóny asfalto que componían el firme.

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Echó a correr por el centro endirección al hotel, llevando detrás aun nutrido grupo de zombis que loperseguían. Algunos, más rápidosque los demás, consiguieronalcanzarlo. Él los fue despachandocon un disparo en la cara o en elpecho. Le quedaba municiónsuficiente para matar como a uncentenar, aunque lo cierto era queresultaba bastante fastidioso tenerque recargar continuamente los dosrevólveres.

Cuando ya llevaba variosminutos corriendo, se percató de que

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los zombis estaban empezando amantener la distancia, sin alejarse enningún momento más de diez metrospor detrás de él. «¡Mierda!»Aquellos cabrones eran más listos delo que daban a entender las películasde zombis. Si no se equivocaba,corrían rezagados a la espera de queél se agotara. Cuando estuvieraexhausto y sin resuello sería muchomás fácil apoderarse de él, yaquellos cabrones parecían saberlo.

Entonces cambió su suerte. Enla carretera, a su espalda, aparecióotro vehículo. Angus vio que delante

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de él se iluminaba el asfalto con losfaros de un coche que venía en sudirección. Giró la cabeza hacia atrásy vio un escarabajo Volkswagenacercándose a toda velocidad yempujando hacia los lados a loszombis que se encontraba en sucamino.

Necesitaba cerciorarse de queel conductor comprendiera que él noera un zombi y por lo tanto sedetuviera para ofrecerse a llevarlo.Así que, a pesar de lo cansadas quetenía las piernas, se lanzó a un últimoy agotador sprint. Logró alejarse

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otros diez metros del grupo que loperseguía, y cuando el escarabajopasó zumbando por el medio se pusoa agitar los brazos frenéticamentepara indicar al conductor que parase.

El coche aminoró la velocidad yse situó a su altura. Descendió elcristal de la ventanilla del conductory apareció el rostro de una mujer decuarenta y tantos, aterrorizada. Teníaun cabello rubio y permanentado y labarra de labios corrida por toda lacara, sin duda porque había intentadopintarse usando el espejo retrovisoral mismo tiempo que intentaba

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esquivar a los zombis de la carretera.Fue la excusa que necesitaba Anguspara sentir un rechazo instantáneohacia ella. Aunque necesitaba que lollevaran en coche al hotel, no queríaque ello implicara también aguantar auna tía histérica.

La mujer le dirigió una miradade desesperación.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó con una vocecilla de niñitaasustada. Ya casi tenían a los zombisencima.

Angus le apuntó a la cara conuna de las pistolas y disparó. La bala

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le entró por la frente y la mató alinstante. Se derrumbó sobre elasiento del pasajero, y el cocheredujo la velocidad casi hastadetenerse. Entonces Angus, sin dejarde correr, metió la mano por laventanilla del conductor y abrió laportezuela desde dentro. Mediosaltando, medio corriendo, seintrodujo en el coche de un brinco yapartó hacia un lado el cadáver de lamujer. Se dejó caer pesadamente enel asiento, cerró la puerta y miró porel espejo lateral. Los zombis seguíanpersiguiéndolo a la carrera, los

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primeros casi a la altura de la traseradel coche. Pisó a fondo el aceleradory el escarabajo salió disparado.

—¡Hasta luego, hijos de puta!—chilló por la ventanilla abierta.

Un minuto más adelante detuvoel coche y arrojó el cadáver de lamujer a la carretera. Aquello daría alos putos zombis algo con queentretenerse un rato.

Angus tenía otros asuntos queatender. Ahora estabaverdaderamente furioso y decidido amatar a Sánchez, Elvis, Julius,Powell, a todos los zombis y a

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cualquiera que le causara la menorirritación. De un modo u otro,pensaba marcharse a casa con unbuen montón de dinero y variasvíctimas más en su haber.

Y su CD de Tom Jones.

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Treinta y cinco

El plan que tenía Emily era

bastante pobre. En efecto, en la largay mediocre historia de los planesconcebidos por cerebros demosquito, seguro que éste habría

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figurado en una posición bastantealta, puede que incluso dentro de losdiez más birriosos. Tenía a unasesino literalmente a segundos deirrumpir en su habitación, con laposibilidad muy real de que suintención fuera matarla. ¿Y qué hizoella?

Lo primero en que pensó fue enesconderse debajo de la cama. Perorápidamente descubrió que éstadescansaba sobre cuatro patas muycortas. Ella estaba delgada, pero nolo bastante para meterse debajo deuna cama que estaba sólo a cinco

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centímetros del suelo. Aquelloredujo considerablemente susopciones. Estudió las alternativas.¿Saltar por la ventana? No habíatiempo. De hecho, ni siquiera sabíasi se abriría la ventana. Luego estabael cuarto de baño. Podía echar acorrer y esconderse en él, pero aquellugar era un callejón sin salida y elúnico sitio en que podía ocultarse erala ducha, detrás de la cortina. Perocomo ninguna de aquellas opcionesera viable, tomó una decisión en elúltimo segundo y corrió a esconderseen el armario que había en el rincón.

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Las puertas color crema delarmario tenían unos paneles demadera en forma de persianas parapermitir la ventilación. Emily selanzó hacia él, se metió dentro de unsalto y cerró las puertas con cuidadopara hacer el menor ruido posible. Elarmario se hallaba vacío, y a travésde las ranuras de las puertas teníauna buena panorámica de la entradade la habitación.

Ya no se oía nada en el pasillo.¿Se habría marchado el asesino?¿Estaría jugando a algo? Erainsufrible esperar a ver qué ocurría,

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y tuvo que comenzar a respirardespacio, haciendo inspiracionesprofundas, para guardar silencio.

Al cabo de unos veintesegundos, durante los cuales volvió apensar en la posibilidad de huir porla ventana o hacia el cuarto de baño,la puerta de la habitación produjo unchasquido. Aspiró aire y dio unrespingo.

En realidad, el armario era elsitio más tonto en el que esconderse.

Miró a su alrededor frenética,buscando algo con que protegerse odefenderse. Pero lo único que había

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allí dentro era ella misma, aparte dela tabla de planchar apoyada contrael panel del fondo y una plancha devapor colocada en una estrechabalda, a su izquierda. Si necesitabaechar mano de algo para defendersede una agresión, ese algo iba a tenerque ser la plancha.

Conteniendo la respiración, vioque la puerta se abría lentamente. Porel borde de la misma apareció unamano empuñando una pistola cuyocañón iba equipado con silenciador.Detrás del arma, después de otear lazona, surgió un hombre. Medía

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bastante más de uno ochenta yllevaba la cabeza afeitada. Vestía unpantalón de cuero negro y encima unchaleco también de cuero negro. Setrataba de un motero, a juzgar por laindumentaria, y además llevaba tresdados tatuados en un brazo.

Sus ojos oscuros examinarontodos los rincones y barrieron lahabitación en busca de su inquilina.Traspuso la puerta y la cerró consuavidad a su espalda. Después sedirigió hacia el cuarto de bañososteniendo la pistola por delante deél. Emily rezó para que no la viera a

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través de los listones de madera delarmario. De forma instintiva, se echóhacia atrás sin hacer ruido y se pegóa la pared del fondo. ¿Qué querría deella aquel tipo? ¿Por qué querríamatarla? Estaba claro que no tenía laintención de entregarle un donutenvenenado. Su intención era pegarleun tiro, estaba segura. Perodesconocía el motivo.

El motero desapareció de sucampo visual al penetrar en el cuartode baño, lo cual la dejó frente a undilema horrible. ¿Debería salir delarmario a toda prisa y tratar de huir?

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¿O debería seguir escondida? Habíaque tomar una decisión rápidamente.Si decidía continuar oculta en elarmario, iba a tener que agarrar laplancha de vapor y prepararse parausarla. Si decidía salir corriendo, ibaa tener que hacerlo inmediatamente.

Su indecisión le resultó muycara. Se había ensimismado en suspensamientos y no había prestadoatención a lo que estaba haciendo elintruso. De pronto se abrió de golpela puerta del armario. Lanzó unaexclamación ahogada cuando elgigantesco motero se plantó delante

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de ella apuntándole con la pistola alpecho. Se había deslizadofurtivamente hasta un costado delarmario y había abierto de súbito lapuerta izquierda del mismo.

—Judy Garland —dijoesbozando una sonrisa breve,contenida—. Haga el favor de salirdel armario.

Parecía muy educado. ¿Seríaque no estaba allí para matarla? Sehizo a un lado y le indicó con el armaque se dirigiera hacia la cama. Ellasalió del armario a trompicones yobedeció. El motero le apuntó con la

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pistola todo el tiempo. Emilycomprendió que sus posibilidades deescapar eran muy escasas mientrasaquel tipo no le quitase la vista deencima. Pero ¿cómo iba a distraerlo?

—Siéntese, por favor —solicitóel otro cortésmente. Aquel tipo teníamodales, estaba claro. Pero tambiénera un asesino. Si no estabaequivocada, fuera había dos guardiasde seguridad muertos que daban fe deello.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Emily. El corazón le latía atoda velocidad, y tenía la boca tan

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seca que le costaba trabajopronunciar.

—He venido para matarla.—Oh. —Justo lo que ella temía.

Efectivamente, aquel tipo iba amatarla. Entonces, ¿a qué estabaesperando?—. ¿Ahora? —preguntócon timidez.

—Eso depende de usted. —Elasesino estaba justo de pie entre ellay la puerta que daba al pasillo,bloqueando cualquier intento dehuida.

—La verdad es que me gustaríaseguir viva —dijo Emily con una

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sonrisa de desesperación, esperandoconvencerlo de que ella era unapersona cariñosa y encantadora quemerecía que se le perdonase la vida.

—Sí, ya supongo. Y puedeseguir viva, si coopera.

—Cooperaré.—Bien. Verá, usted no puede

ganar este concurso.—¿Por qué no?—Porque tiene que ganarlo

otro. Si gana usted, morirá muchagente, incluida usted misma. Y nopuedo permitir tal cosa.

Emily reprimió el impulso de

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protestar diciendo: «Pero tengo queganar. Es por mi madre.» En cambiooptó por reaccionar de una maneramucho más comedida:

—Está bien. ¿Qué tengo quehacer?

—Marcharse. Lo único quenecesito es hacer creer a mi jefe queusted ha muerto. De modo que, si selarga de aquí y no vuelve más, podréconvencerlo de ello.

—¿Y ya está?—No. Todavía no. Voy a

necesitar una foto de usted en la queparezca muerta. Así que vamos a

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tener que montar una escena delcrimen. Llevo en el bolsillo variossobrecitos de salsa de tomate. Lesugiero que se tienda en el suelo yme deje que le eche tomate por elcuello, para que parezca que le hedisparado. ¿Está de acuerdo?

—¿Puedo escoger?—No.—Bien. ¿Esto es lo que ha

hecho con los otros finalistas?—No, ellos están muertos de

verdad.Emily se quedó estupefacta.—¡Oh, Dios mío! ¿Habla en

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serio?—Pues sí. Pero no los he

matado yo, sino otro tío, uno que sehace llamar Kid Bourbon. Todavíano he descubierto la razón por la quela ha respetado a usted. Pero si veque está viva, la matará.

—¿Es un tipo de pinta siniestra,vestido de negro de arriba abajo?

—Eso es lo habitual. ¿Lo havisto?

—Sí, un par de veces. Fuebastante grosero conmigo, y sabíaque el concurso estaba amañado.

—Ya, bien, considérese

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afortunada de que la haya encontradoyo antes que él.

—¿Y quién es usted?—Me llamo Gabriel y trabajo

para Dios.De pie frente a ella, se puso a

desenroscar el silenciador de laboquilla de la pistola. Ciertamenteparecía haber tomado la decisión deno matarla. Además, su actitudresultaba mucho más agradable quela imagen que proyectaba, aunqueEmily reconoció que probablementese estaba agarrando a un clavoardiendo. O escupiendo contra el

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viento. O algo. Después de todo,aquel tipo había matado a los dosguardias de seguridad que estaban enla puerta, ¿no? Así y todo, hasta ellavio que, una vez retirado elsilenciador, la pistola era bastantepequeña.

—Es un arma como de juguete,¿no? —señaló.

Gabriel sonrió.—No puedo pasearme por un

hotel cargándome a la gente con unaescopeta, ¿no le parece? Una pistolapequeña como ésta resulta ideal pararealizar un trabajo discreto en la

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habitación de un hotel. —Acontinuación, como si temiera darmás bien la impresión de ser tímido,agregó—: Tengo un montón dematerial pesado guardado en otraparte, por si me surge la necesidadde acabar con un puto ejército.

—Ah… vale. Lo he dicho pordecir, eso es todo. Es que es bastantegraciosa… para ser una pistola. ¿Deverdad ha… esto… matado con ellaa esos dos guardias de seguridad?

Gabriel puso momentáneamentecara de sorpresa, como si se hubieraolvidado de ellos.

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—Mierda, sí. ¿Podría ayudarmea meter los cadáveres aquí dentro?No puedo dejarlos donde están,podría verlos alguien.

—Claro. ¿Por qué no? —Difícilmente podía negarse. Todavíano había tenido tiempo para asimilarcomo era debido lo que pensaba deaquel tipo. Era un asesino, y poraquella razón, y ninguna otra, ella ibaa hacer todo lo que le dijera. Quefuera un buen tío sinceramente dignode confianza era una cuestión quetodavía era objeto de debate.

Gabriel fue hasta la puerta de la

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habitación y la abrió. Emily observóque inspeccionaba ambos lados delpasillo. Los guardias de seguridadestaban despatarrados en el suelo,justo en medio. No era una escena loque se dice discreta, aunque apenashabía una gota de sangre en uno yotro. Efectivamente, la lógica deutilizar un arma de pequeño tamañohabía rendido frutos. Gabriel seagachó, cogió el cuerpo que teníamás cerca por las axilas y,caminando de espaldas, empezó aarrastrarlo hacia el interior de lahabitación. Una vez dentro, lo orientó

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en dirección a Emily.—A ver si puede meterlo en ese

armario —sugirió indicando con lacabeza el sitio en que había estadoescondida ella tan sólo unos minutosantes.

Emily agarró el cadáver desdeatrás introduciendo los brazos pordebajo de las axilas y entrelazandolas manos por delante del pecho, yempezó a llevarlo a rastras hacia elarmario. Ya le supuso un esfuerzosobrehumano mover aquel pesomuerto, y lo único que consiguió fuetumbarlo de espaldas y meterse ella

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misma en el armario.Nunca había tocado un cadáver,

y mucho menos lo había arrastradopor el suelo de la habitación de unhotel. Desde luego, aquélla no era laforma en que tenía planeado pasar elfin de semana. El mero hecho desostener un muerto entre los brazos lahizo comprender de golpe la realidadde la situación. Al tomar parte enaquello, técnicamente estaba siendocómplice de un asesinato. Colaborarcon un asesino no era la idea quetenía ella de la diversión. Conindependencia de lo que hubiera

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dicho Gabriel respecto de quién eray para quién trabajaba, de todasformas había matado a dos hombresinocentes. ¿Quién podía asegurar queen realidad no tenía previsto matarlaa ella en algún momento?

Gabriel desapareció por lapuerta y regresó al pasillo pararecoger al segundo guardia deseguridad. Por fin Emily dispuso deunos pocos segundos para repasar lasopciones que le había dado él.Marcharse a casa y perder el premiode un millón de dólares y laoportunidad de ser todo lo que

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siempre había querido ser, oquedarse y ser asesinada.

Comprendió que en realidad laoferta no era justa. Aun cuando aquelhombre había sido educado y lehabía ofrecido la oportunidad deconservar la vida, le estaba pidiendoque renunciase a su sueño y a todaposibilidad que pudiera tener deevitar dolor a su madre y deprocurarle toda la paz posible en losúltimos días que le quedaran de vida.

Por el rabillo del ojo vio laplancha de vapor que descansabasobre la balda del armario. Si quería

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no sólo actuar en la final delconcurso sino también seguir viva,iba a tener que utilizarla. Era suúltima oportunidad. Si lograse dejarinconsciente a Gabriel atizándole conella, podría ir a buscar a NigelPowell y llamar a la policía para quela protegieran de alguien más quequisiera matarla. Aún podría ganar elconcurso. Y su madre aún podríarecibir la atención médica quenecesitaba.

«A la mierda», pensó. Era unriesgo que merecía la pena correr.

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Treinta y seis

Para cuando Angus el

Invencible regresó al hotel Pasadena,ya había imaginado por lo menosveinte maneras de torturar, mutilar yfinalmente matar a Sánchez y a Elvis.

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Según sus cálculos, aquellos dosgilipollas le habían costado hasta elmomento setenta de los grandes,entre los veinte desaparecidos que lehabía dado Julius y los cincuenta quele había prometido pagarle Powell.Ah, iba a disfrutar de lo lindo, sinprisas. Estaba deseando oírlos gritarde dolor.

Sin embargo, incluso aquello nopodía compararse con lo que iba ahacer a aquellos putos zombis quehabían intentado comérselo abocados, que habían hecho trizas sutrinchera favorita y que le habían

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robado la autocaravana y el CD deTom Jones. Aquellos hijos de putatenían esperando un billete de ida alinfierno, y él era el que se lo iba aentregar.

Subió los escalones de laentrada del hotel hecho una furia. Enel preciso momento en que él entrabapor las puertas de cristal como unaexhalación, salía una anciana decabello gris envuelta en un abrigoblanco con pinta de caro. Estaba apunto de prender un cigarrillo, y porlo tanto no vio venir el enormecorpachón de Angus. Éste se abrió

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paso entre ella y las puertas, lepropinó un fuerte empujón con elhombro y contempló con regocijocómo perdía el equilibrio y caíarodando escaleras abajo y se tragabael cigarrillo que pretendía encender.Dios, qué gozada. Pero no fuesuficiente. Estaba ansioso por teneruna confrontación con quien fuera ocon lo que fuera. La siguiente víctimaque le tocase las narices porcualquier nimiedad se encontraríacon el doble cañón de su arma.

Fue derecho al mostrador derecepción. Sólo había una

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recepcionista de guardia, una jovenrubia que daba la impresión de estarmuerta de aburrimiento. El vestíbuloentero se hallaba vacío, nadie seregistraba en el hotel a aquella horatan tardía. Como todo el fin desemana estaba organizado en torno aaquel concurso de los cojones, yahabía llegado todo el mundo. Y aaquellas horas las actuaciones de latarde ya estaban muy avanzadas.

Angus puso las manos encimadel mostrador de recepción y seinclinó hacia delante para ver bien lachapa que llevaba la chica en el

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chaleco rojo.—Belinda —dijo, leyendo en

voz alta.La joven lo saludó con una

sonrisa amable.—Ésa soy yo. ¿En qué puedo

servirle, señor?—Deme una llave de la

habitación siete-trece. ¡Ya!La sonrisa amable de Belinda se

esfumó cuando ésta comenzó aescribir en el teclado y a mirar elmonitor que tenía enfrente.

—¿Es usted el señor SánchezGarcía? —inquirió.

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—No, soy el tipo que debíahaber ocupado esa habitación antesde que me la quitase ese cabrón deSánchez.

—Pues en ese caso lo sientomucho, señor, pero no me permitenentregarle la llave.

Angus extrajo uno de losrevólveres que llevaba dentro de latrinchera y apuntó a la cabeza de larecepcionista.

—Escúchame, putilla demierda, acaban de atacarme comocien putos zombis recién salidos delas profundidades del desierto.

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Salidos de ninguna parte. Y si no meequivoco, intentaban devorarmevivo. A bastantes de ellos los hematado con esta puta pistola. —Agitóel arma delante de la cara de larecepcionista—. Y cuando me quedésin balas maté a unos cuantos máscon las putas manos. Ahora herecargado la pistola, y tengo quedecirte que no estoy precisamente dehumor para escuchar «Lo sientomucho, señor, pero soy tan tonta queno puedo entregarle la llave» de unatipa como tú. Así que ¿por qué no medas la puta llave, y así no fingiré que

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te he confundido con un puto zombi yno tendré que volarte la puta cabeza?

—¿Desea algo más, señor?—Eso es todo.—Un momento, por favor.Belinda bajó la mano a su

derecha y la introdujo en un cajónque había debajo de la mesa. Sacóuna tarjeta llave y la depositó sobreel mostrador, delante de Angus.

—Esto es una puta tarjetamaestra, señor. Con esta puta tarjetapodrá entrar en cualquier putahabitación que se le antoje.

—Gracias. Ah, y a propósito,

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esos putos zombis se dirigen haciaeste puto hotel. Te sugiero que lostrates con algo menos de esa putagrosería con que me has tratado a mí.Y te convendría vigilar un poco esaputa forma de hablar que tienes. Esuna costumbre poco atractiva en unachica joven.

—Lo tendré muy en cuenta,señor. Disfrute de su puta estancia.

Angus cogió la tarjeta y seencaminó hacia el otro lado delvestíbulo, al pasillo en el que seencontraba el ascensor. Larecepcionista lo siguió con la mirada

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y esperó a que se alejara para cogerel teléfono de su mesa y marcar unnúmero de cuatro dígitos. El timbresonó dos veces antes de quecontestaran.

—Nigel Powell.—Hola, señor Powell. Soy

Belinda, de recepción. Acaba deentrar en el hotel un puto… —seinterrumpió— un caballero bastantedesagradable armado con una pistolay hablando sin ninguna educación. Lehe entregado la llave maestra paraque pueda entrar en la habitación quequiera. O se la daba, o me pegaba un

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tiro en la cara.—Entiendo. Voy a avisar a los

de seguridad. Cuando la llamen,déles una descripción de eseindividuo. ¿Se encuentra bien,Belinda? Debería tomarse el resto dela noche libre. —Powell siempre semostraba solícito con su personal.Aunque no era precisamente poraltruismo: reponer a un empleado enel Cementerio del Diablo no era loque se dice fácil.

—Oh, me encuentro bien,gracias, señor Powell. Pero hay unacosa más que debería usted saber.

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—¿Sí? ¿De qué se trata?—Ese tipo ha dicho que acaba

de venir del desierto y que allí hasido atacado como por unos cienzombis. Ha dicho que se dirigenhacia aquí.

Belinda oyó que al otro extremode la línea su jefe exhalaba unprofundo suspiro.

—Mierda. De modo que yavienen para acá, ¿eh? Más vale quenos demos prisa en terminar esteconcurso musical. Por lo visto esteaño llegan pronto, esos cabrones, yno creo que ninguno de nosotros

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tenga ganas de servirles de aperitivo.Para eso ya tenemos a esos idiotasque forman el público.

—Sí, señor.

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Treinta y siete

Emily agarró la plancha de

vapor con la mano derecha y la alzópor encima de la cabeza. Descubrióque estaba temblando de miedo. ¿Erala manera adecuada de actuar? ¿O

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siquiera la manera más sensata?Esperó a que Gabriel arrastrara

al interior de la habitación al otroguardia de seguridad. Estaba deespaldas a ella, lo cual era unasuerte. No creía que la cosa fuera asalir tan bien si el motero la vieraallí de pie, sosteniendo una planchaen alto. Gabriel cerró la puerta conel pie y empezó a retroceder endirección al armario, encorvado ycon las manos bajo las axilas delguardia muerto. En dirección a ella.

Cuando lo tuvo lo bastantecerca, Emily respiró hondo y,

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haciendo uso de toda su fuerza y detodo su peso, descargó la plancha devapor sobre el cráneo afeitado de suvíctima. Y la descargó con ganas.

¡CLONC!La plancha se le estampó de

plano en el lado derecho de lacabeza. Le aplastó la oreja, perosobre todo le acertó en una zona delcráneo que tan sólo estaba cubiertapor la piel y un poco de cabelloincipiente. Gabriel se desmoronóigual que un saco de patatas y cayóencima del cuerpo del guardia deseguridad que había estado

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arrastrando.Emily se lo quedó mirando.

Parecía estar vagamente consciente,si es que había que guiarse por losleves murmullos que emitía. Estabaclaro que lo había dejado atontado,pero ¿hasta qué punto? No queríamatarlo, así que se abstuvo dearrearle un segundo porrazo y enlugar de eso intentó pasar por encimadel montón de cuerpos que seinterponían entre la cama y la pared yque ahora le cortaban el paso haciala puerta de salida. Estaba el guardiade seguridad que había arrastrado

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ella hasta el armario; luego estabaGabriel; y debajo de éste, el segundoguardia de seguridad. Musitando unaexcusa ligeramente histérica, pisócon cuidado al primer guardia eintentó dar un paso de gigante parasalvar a Gabriel y al otro guardia.

Justo cuando estaba pasando lapierna por encima de Gabriel, ésterecobró el conocimiento. El mareomomentáneo que le había provocadoella se le había pasado enseguida. Elmotero la asió por la piernaizquierda y tiró de ella con fuerza, locual la hizo perder el equilibrio.

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Tropezó y cayó al suelo al lado de lacama, y se salvó por los pelos degolpearse la cabeza contra el postede madera. Con el torpe aterrizaje, laplancha se le cayó sobre la moqueta,a su lado.

—¡Serás zorra! —oyó gritar aGabriel. Más que dejarlo sinconocimiento, lo que habíaconseguido era enfurecerlo.

Gabriel se incorporó condificultad. Mientras ella intentabavolver a levantarse, él le dio unfuerte golpe en la nuca con el puñoderecho y la hizo caer de bruces.

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Ahora se hacía una idea de lo quesintió él cuando ella le atizó con laplancha.

—Eso ha sido una putagilipollez —rugió Gabriel conrencor.

Emily lo miró de reojo y vioque se estaba frotando el lugar de lacabeza en que había recibido elporrazo.

—Lo siento. No era miintención.

El motero parecía haberserecuperado totalmente del golpesufrido en la cabeza. Se puso en

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cuclillas, y Emily notó que leapoyaba una rodilla encima de laespalda, para aprisionarla contra elsuelo.

—Te he dado una oportunidadde conservar la vida, zorra.

—Lo sé. Lo siento.—Diciendo que lo sientes no

me vas a quitar este dolor de cabeza.Eres una jodida inútil de mierda.

Le empujó la cabeza contra lamoqueta. Teniéndola además sujetacon la rodilla en la espalda, leimpedía cualquier movimiento. Enaquel momento Emily oyó lo que más

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temía: Gabriel sacando el arma queguardaba en la trinchera. Se la pusoen la nuca. Ella se sintió másaterrorizada que nunca. Lo habíaechado todo a perder. Golpearle conla plancha en la cabeza había sidouna memez. Un acto innecesario.Claro que, pensó fugazmente, situviera ocasión volvería a hacerlo,sólo que con mucha más fuerza.

—No resulta agradable tener unobjeto metálico en la nuca, ¿a queno? —rugió Gabriel al tiempo quehundía el cañón del arma con másfuerza en la nuca de Emily—. ¿Ves lo

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que se siente? ¿Eh? Es de lo másmolesto, ¿verdad?

—Sí. Lo siento. —Emilycomenzó a sollozar—. Lo sientomucho.

—Ya, lo sientes. ¡Pues se te hapasado la oportunidad! —Con lamano que le quedaba libre, asió unpuñado de cabello y la obligó alevantar la cabeza unos centímetrosdel suelo—. ¡Te estaba haciendo unpuñetero favor!

Volvió a aplastarle la caracontra la moqueta. Lo primero quechocó fue la frente, con lo cual la

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nariz se salvó de recibir lo másfuerte del impacto. Así y todo lecausó un dolor endiablado. Emily sesintió mareada. Entonces, Gabriel laagarró otra vez por el pelo y denuevo le estampó la cara contra lamoqueta. Emily sintió náuseas. Ya nopudo reprimir más las lágrimas.Estaba a punto de morir y habíadecepcionado a su madre. Una vezmás notó la pistola de Gabrielhaciéndole presión contra la nuca, ydejó escapar un grito de dolor.Entonces oyó un chasquido metálico.Gabriel había quitado el seguro. «Ya

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está.»Cerró los ojos y esperó el

momento de la verdad. ¿Qué sesentiría? ¿Durante cuánto tiempo,después de que la bala le penetraseel cráneo, sería capaz de sentir eldolor que le produjera?

Mientras estas preguntas y otromillón más le corrían por la mente,oyó un potente crujido a su espalda.El arma de Gabriel dejó depresionarle la nuca. Aquél era elmomento.

¡bang !Oyó el disparo tan claro como

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el agua, ensordecedor dentro de lahabitación. ¿Era aquello lo que sesentía cuando le disparaban a uno?¿O cuando lo mataban? No sintiónada. Estaba igual que antes.Estaba… Aguarda un segundo. Queella supiera, seguía estando viva yrespirando. ¿Qué demonios…?

¡zas !Emily, en su estado de estupor,

giró la cabeza y miró a su izquierda.Vio el rostro de Gabriel ahora nítido,ahora borroso. Lo enfocódebidamente y se dio cuenta de quelo tenía a su lado, tumbado en el

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suelo, mirándola fijamente. Seestaban mirando el uno al otro.Entonces, lentamente, Gabriel fueponiendo los ojos en blanco.

Emily continuaba postrada, sinsaber muy bien qué había sucedido.Bajo la cabeza de Gabriel vio que seestaba formando un charco de sangreque se extendía por la moqueta colorcrema y avanzaba hacia ella.

Luego, sin previo aviso, lasensación de mareo se intensificó.Alzó la cabeza para mirar a suespalda. Allí, erguido sobre ella ysobre el cadáver de Gabriel, se

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encontraba el hombre de negro quehabía visto anteriormente. En lamano sostenía una pistola de cuyocañón aún salía una columna de humoazulado. A la vez que se hundía en lainconsciencia, comprendió que elque había acudido en su rescate erael hombre conocido en el mundocomo Kid Bourbon.

Y que le había volado los sesosa Gabriel.

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Treinta y ocho

Nigel Powell estaba sentado a

la mesa de su despacho, con lacabeza entre las manos y los ojosocultos bajo los dedos. Sufrustración era evidente. Las otras

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dos miembros del jurado, Lucinda yCandy, se hallaban sentadas frente aél. Ninguno de los tres estaba muyanimado que digamos, pero las dosmujeres tendrían que ser sumamenteimbéciles para no haber captado deinmediato el mal humor en que estabasumido Powell. Aguardaronpacientemente a que éste soloapartase las manos de la cara.

Cuando por fin lo hizo, loprimero que vio fue la ajustadacazadora de cuero blanco quellevaba puesta Candy. Conformehabía ido avanzando el día, los

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pechos estaban cada vez más cercade salirse de la prenda. Pero aquellolo distrajo poco más de cincosegundos; enseguida captó suatención el vestido amarillo vivo deLucinda para recordarle supresencia, de modo que apartó lamirada del escote de Candy y lasobservó a las dos.

—Bien, ¿vas a decirnos en quéconsiste el problema? —preguntóLucinda en un tono un poco máscombativo del que pretendía utilizar.Powell no le agradaba demasiado,pero le temía. Además, él le pagaba

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muy bien.El propietario del hotel soltó un

bufido y a continuación miró a una ya otra a los ojos, alternativamente,para cerciorarse de que ambas sepercataran de lo frustrado que estaba.

—Hemos perdido a tres de losfinalistas —dijo en tono sombrío.

—¿Cómo que los hemosperdido? —preguntó Lucinda. Laforma en que lo había dicho Powellsugería que había sido unanegligencia suya.

—Están muertos. Los hanasesinado.

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Candy puso cara de no entender.Nigel sabía que ella eraconsiderablemente más inteligente delo que creían muchos, pero enesencia seguía siendo la típica rubiatonta.

—¿Qué? ¿Quién? ¿A cuáles? —preguntó.

—Hemos perdido a KurtCobain, Otis Redding y Johnny Cash.

—Oh, Dios mío. ¿Y los otrosdos? —inquirió. La agitaciónincrementó de forma visible latensión de la cremallera de lacazadora.

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—Los he puesto bajo vigilancia,custodiados por hombres armados —contestó Powell con ciertapomposidad—. Parece ser que unode los otros concursantes descubrióquiénes iban a ser los cinco finalistasy contrató a un sicario para que loseliminase.

Lucinda meneó la cabeza.—Pero eso es demencial. Yo no

he revelado a nadie quiénes iban aser los finalistas.

—Yo tampoco —se apresuró aañadir Candy.

Lucinda se inclinó sobre la

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mesa.—¿Tienes alguna idea de quién

anda detrás de todo esto? —lepreguntó a Powell.

—Por supuesto que no. Haceunas horas, el sicario y el tipo que locontrató fueron capturados por otrosicario. Él y dos guardias deseguridad se los llevaron al desiertopara matarlos, pero resulta que nohan vuelto. Y ahora no los encuentropor ninguna parte.

—¡Dios santo! —exclamóBelinda en voz alta—. ¿Y quédiablos vamos a hacer ahora?

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¿Cancelar el concurso?Powell negó con la cabeza.—Como dice el cliché, el

espectáculo debe continuar. Sólotenemos que buscar sustitutos paralos tres finalistas que han muerto. —Las miró a ambas, una por una—.¿Alguna sugerencia? Nos quedancomo dos minutos para tomar unadecisión. Quiero poner en marcha lafinal lo antes posible. Este año estáconvirtiéndose en una puta pesadilla.Así que a ver: ¿qué tres actuacioneselegimos? ¿Quién ha gustado alpúblico?

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Lucinda aportó una idea.—¿Por qué no elegimos uno

cada uno? Sería lo justo, ¿no?Powell se encogió de hombros.—Sí, me gusta la idea. Candy,

¿a quién escoges tú?Candy se sorprendió.—¿Quieres que escoja una

actuación ahora mismo?—No, me gustaría que

nombrases una con toda laparsimonia que consideres aceptable.Por favor, ignora el comentario deque sólo nos quedan dos minutos.

—¿Estás siendo sarcástico?

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—Sí. Muy inteligente por tuparte haberlo notado.

—Bien. En tal caso, yo elijo aElvis. Estaba buenísimo.

—Ésa no es una razón paraelegirlo —protestó Nigel.

—Has dicho que escojamos unocada uno, y yo escojo a Elvis.

—Ni hablar. No vas a escoger aun concursante sólo porque te hapuesto cachonda.

—Dame una razón por la que nodebería elegirlo. Una que no seapersonal.

—Muy bien. No me gusta. O

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sea, no me gusta nada.Candy dejó escapar un profundo

suspiro.—Estupendo —repuso con un

mohín—. Pues entonces escojo aFreddie Mercury. ¿Estás contento?

—Sí —respondió Powellsonriendo por primera vez—. Erabastante bueno, sin ser demasiadobueno. —Luego se volvió hacia laotra miembro del jurado—. Lucinda,¿qué dices tú?

Lucinda arrugó el entrecejo yreflexionó unos instantes.

—El Blues Brother ha estado

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bien —dijo con aire pensativo.—¿El de la armónica? ¿Y el

pantalón rojo? —Candy no pudodisimular el desdén.

—Sí. Me gusta. Tenía algoespecial.

Powell hizo una mueca.—¿En serio? Con eso de la

armónica, a mí me pareció más bienun tipo que no sabía hacer otra cosa.

—¿Estamos escogiendo unconcursante cada uno, o qué? Yo hedicho el Blues Brother y me quedocon él. —Era evidente que Lucindaestaba mucho más decidida que

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Candy. Y Powell no tenía tiempopara discutir.

—Bien —dijo—. Ya tenemoscuatro finalistas. Ahora, ¿a quiéndebo elegir yo? —Tamborileó conlos dedos en la mesa durante unossegundos mientras repasabamentalmente todos los cantantes quehabía visto actuar.

—No has visto ni la mitad delas actuaciones —señaló Lucinda. Ytenía razón. Con aquel constanteentrar y salir de las audiciones, sehabía perdido a muchos de losparticipantes.

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—Cierto. Y también es verdadque todas las que he visto eranhorrorosas. —De pronto le vino unnombre a la cabeza—. Ya sé. Cuandoestaba en el vestíbulo oí a muchagente del público hablando muy biende una cantante que encarnaba a JanisJoplin. Por lo visto, la opinióngeneral es que ha sido la concursanteque más ha destacado. Creo que voya elegirla a ella.

Lucinda y Candy se quedaronatónitas. Lucinda habló por las dos:

—¡Pero si ni siquiera la hasvisto!

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—Bah, ¿qué importa? Esteconcurso ya se lo ha cepillado JudyGarland. Nadie va a superarla.Además, opino que estaría bien quehubiera otra mujer en la final.

—Sí, pero, fíate de mí, esamujer no es apropiada —protestóLucinda.

—Ya basta —cortó Powellalzando una mano para zanjar elasunto—. Teníamos que escoger a unconcursante cada uno, y yo la escojoa ella.

—Pero…—¡Nada de peros, maldita sea!

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—casi chilló Powell, para luegoproseguir en tono más calmado—:Ya está. Vamos a anunciarlo. Esteconcurso ya se ha retrasado bastante.Tengo que hacer un par de llamadas.Vosotras dos podéis decirle a Ninalos concursantes a los que hemoselegido para la final. Adelante. Yhaced el favor de cerrar la puerta alsalir.

Lucinda y Candy se levantaron yse encaminaron hacia la puerta.Cuando ya se iban, Lucinda intentóun último alegato:

—Nigel, esa Janis Joplin… En

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serio, no puedes…—Naturalmente que puedo.

¡Largo de aquí!

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Treinta y nueve

Emily abrió los ojos. Tenía la

visión borrosa y sentía un intensoescozor. Y también estabaadvirtiendo rápidamente un fuertedolor en mitad de la frente. Estaba

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tumbada en una cama, mirando altecho. Notaba que tenía lágrimassecas en la cara, pero no recordabaque hubiera estado llorando nitampoco por qué le dolía la cabeza.Se llevó una mano a la frente paraver si la tenía tan hinchada como leparecía.

Desde algún lugar cercano, oyóuna voz fría y áspera como la gravaque le decía:

—¿Cómo se encuentra?Sobresaltada, se incorporó de

golpe. Pero al momento se arrepintió.La cabeza le dolía como un demonio.

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En un extremo de la cama sobre laque estaba tendida había un hombresentado. Y, según le pareciódistinguir, ya no estaba en la mismahabitación en que la había instaladoPowell. Rápidamente movió los ojosen derredor para reconocer el nuevoentorno. El rápido movimiento ocularhizo que todavía le doliera más lacabeza. Se encontraba en otrahabitación completamente distinta.Se parecía a la que le había asignadoPowell, sólo que era ligeramente máspequeña y tenía una cama individualen lugar de una doble. Y en un

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extremo de dicha cama se hallabasentado el siniestro tipo vestido denegro que anteriormente le habíahablado de forma tan grosera.

—¿Cómo se encuentra? —levolvió a preguntar.

—¿Quién es usted? ¿Qué estoyhaciendo aquí? —le preguntó ella asu vez, temiendo cuál podía ser larespuesta.

—Por lo visto, alguien estabaintentando matarla —respondió elotro lacónicamente.

Emily experimentó una súbitavisualización del momento de

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confrontación con Gabriel, elmotero-pistolero. Recordó que lohabía golpeado con una plancha devapor y que lo había derribado.Como plan de huida, no funcionó tanbien como ella esperaba. Luego lasujetó contra el suelo y le golpeó lacabeza contra la moqueta, variasveces. Después de aquello todo sevolvió un tanto borroso, así que¿cómo había hecho para terminarestando con este otro tipo? ¿Y cuáleseran sus intenciones?

—¿Qué ha pasado? Recuerdohaber forcejeado con ese motero y…

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—De pronto se acordó de la cara deGabriel al lado de la suya, en elsuelo, y de la mirada inexpresiva desus ojos un segundo antes de que lospusiera en blanco—. ¿Qué le haocurrido? ¿Está muerto?

—Le disparé a la cabeza, demodo que sí, probablemente.

—¡Oh, Dios mío!Emily no era partidaria de la

violencia, sin perjuicio del incidentede la plancha. Y desde luegotampoco era una admiradora de losasesinatos. Sin embargo, en aquelmomento no era capaz de pensar en

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nada que no fuera lo increíblementegenial que era estar sentada al ladode un hombre que había matado aalguien sólo para salvarla a ella.Aquello solamente ocurría en laspelículas.

—¿Lo ha hecho por mí? —dijoimpulsivamente. El dolor de cabezala había dejado un poco mareada, delo contrario por nada del mundohubiera bajado la guardia, siquieramomentáneamente, para revelarle loque estaba pensando exactamente.

—Sí.—Es maravilloso.

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Nada más pronunciar aquellapalabra, notó que se ponía coloradade vergüenza. Se frotó la doloridafrente a fin de tapar con la mano elsonrojo que le inundaba las mejillas.Luego, para disimular su turbación,se apresuró a preguntarle más cosas:

—Pero ¿quién es usted? ¿Y porqué ha matado a ese motero?

—¿Le suena el nombre de KidBourbon?

—Sí. ¿Se refiere a esepsicópata que tiene un problema conel alcohol y que se dedica a matarpersonas inocentes? Es un maníaco y

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un pirado. Deberían encerrarlo y…—Dejó la frase sin terminar—. Esusted, ¿verdad? —dijo en voz baja.

—Sí.—Lo siento.—Por lo general no necesito

tener un motivo para matar a unapersona, pero cuando entré en suhabitación me dio la impresión deque aquel tipo estaba a punto dematarla. Le estaba apuntando a lacabeza con un arma.

—Ay, Dios. —Emily recordó lasensación que le causó la pistola deGabriel haciendo presión contra su

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cabeza—. Iba a dispararme,¿verdad?

—No, en absoluto.—¿Cómo?—Resulta que tenía la pistola

descargada. Al parecer, simplementeintentaba asustarla un poco.

Emily se llevó una mano a laboca. Después de todo, Gabriel noera tan malo.

—¡Oh, Dios, debe usted delamentar mucho haberlo matado! —exclamó.

—No. Lo habría matado detodas formas.

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Emily frunció el ceño.—¿Por qué?—Pues… dejémoslo.—Oh… está bien. ¿Y quién era?

¿Qué estaba haciendo aquí?—Se llamaba Gabriel y era una

especie de predicador.—¿Un predicador? ¿Por qué iba

a fingir un hombre de Dios que iba amatarme? No tiene sentido.

—Los caminos del Señor sonmisteriosos.

Emily lo miró fijamente paraver si se estaba burlando de ella.Pero su semblante carecía de toda

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expresión.—Pues vaya. —Estaba

haciendo un esfuerzo para asimilartodo aquello. Volvió a frotarse lafrente. De tanto pensar, la cabeza leestaba doliendo cada vez más. Perosentía curiosidad por saber otra cosa—. Oiga, si no me equivoco, la vezanterior que nos vimos usted y yo nole caí muy bien que digamos, demodo que me está costando trabajocomprender por qué me ha salvadode ese predicador armado con unapistola.

—Me recuerda a una persona.

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Una persona que me importaba.—¿Una novia?—Algo así.—¿Qué le ocurrió?—Está en la cárcel. Por

asesinato.—Qué típico.—¿Qué?—Perdón. No he querido decir

eso.Kid la miró con fijeza.—Ha pedido perdón justo a

tiempo —rugió.—Es por el golpe de la cabeza.

No era mi intención faltarle al

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respeto.—Ya. —Kid pareció perder

interés durante unos momentos, peroluego habló otra vez, con másurgencia—: Mire, tiene que largarsede aquí. Hay personas intentandoimpedir que usted gane esteconcurso, y están dispuestas ypreparadas para matarla.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre aquí?Ese motero… ¿Gabriel, ha dicho?Me dijo que han matado a otros tresparticipantes. Pero Nigel Powell dijoque habían sufrido una intoxicaciónalimentaria o algo así. ¿Qué es lo que

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ha pasado?—Están muertos.—¿Envenenados?—No. Los he matado yo.—¿Qué? ¿Usted ha matado a

Otis Redding, Kurt Cobain y JohnnyCash?

—Sí.—¿Y por qué lo ha hecho?—Porque James Brown me

ofreció un montón de dinero.Emily estaba estupefacta.—¿Julius? ¿Por qué?—Porque quiere ganar él.Emily se frotó una vez más la

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frente. Toda aquella informaciónnueva, tan inquietante, costabaabsorberla con semejante dolor decabeza.

—Lo siento, pero estoy confusade verdad. Y me duele la cabeza, locual no me ayuda nada a pensar conclaridad. —De repente se le ocurrióque había perdido la noción deltiempo—. Ay, Dios, ¿ya hananunciado quiénes son los finalistas?¿Cuánto tiempo he estadoinconsciente? Tengo que actuar en lafinal.

Saltó de la cama y se puso de

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pie. Aquel movimiento repentino lecausó cierto mareo y una levenáusea, así que volvió a sentarseenseguida. Kid se incorporó y seposicionó claramente entre ella y lapuerta.

—Escúcheme, porque esimportante —dijo—. Este concursoes un chiste, sólo que no tiene gracia.

—Ya lo sé.—No, no lo sabe. Usted no sabe

una mierda, así que cierre la putaboca y escuche. Por lo visto, todoslos que ganaron este concursoanteriormente vendieron su alma al

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diablo al firmar el contrato dePowell. Y ahora son zombisdescerebrados que apenas soncapaces de pensar por sí solos. Yoacabo de tropezarme en elaparcamiento con Buddy Holly yDusty Springfield, y por la pinta quetenían yo diría que llevaban bastantetiempo descomponiéndose.

Hubo una larga pausa, durantela cual Emily aguardó a que Kidconfirmase aquella declaración tandisparatada, pero no lo hizo.

—¿De qué está hablando? ¿Estátomando drogas? —explotó Emily

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por fin.—No. Hágame caso y no cante

en la final. Tiene que largarse deaquí. Yo también pienso irme.¿Quiere que la lleve? La llevaréhasta el próximo pueblo. En estemomento, este hotel no es un sitioseguro, está rodeado de seres nomuertos.

Aquellos desvaríos estabanempezando a irritar a Emily.

—¿No muertos? Perdone, perolo que está diciendo no tiene ningúnsentido —dijo con un repelentetonillo de institutriz—. Y permita que

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le diga, aunque sin ánimo deofenderle, que es usted famoso porser un psicópata, así que al oírlohablar de seres no muertos y depactos con el diablo, me inclino apensar que se deba a sus… en fin…problemas mentales.

Si con aquello había esperadoprovocarlo, no le funcionó.

—Usted limítese a no ganar elconcurso, ¿vale? —repuso Kid conuna aspereza en la voz que resultómás evidente que nunca.

—Mire, lo siento, lo siento deveras. Y le agradezco mucho que se

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preocupe. Pero desde siempre misueño ha sido dedicarme a cantarpara ganarme la vida, sobre todo enun lugar como éste. Y el premio deun millón de dólares en metálico mecambiaría la vida. Es todo aquellopor lo que he trabajado siempre. Lohago por mí y por mi madre. Quieroque ella sepa que todo lo que hemoshecho ha merecido la pena. Estáenferma. Mi madre está enferma. —Notó que estaba elevando el tono devoz, pero decidió continuar de todasmaneras—: Sólo le quedan unosmeses de vida, y quiero que sean

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especiales. En este momento notenemos nada, y con ese dinero yopodría proporcionarle la debidaatención médica. Y ella sabría queyo por fin he seguido sus pasos. Nohe llegado tan lejos para lanzarlotodo por la ventana porque usted creaque aquí hay fantasmas.

—Pues entonces gane elconcurso, pero no firme el contrato.

—¡No!—¿Qué?Emily negó con la cabeza.—No. Si a usted se le estuviera

muriendo su madre pero tuviera la

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oportunidad de prolongarle la vidaun poco más, ¿no haría todo lo queestuviera en su mano?

—Yo maté a mi madre.—Oh. —Durante unos instantes

Emily permaneció demasiadoaturdida para hablar. Luegoarremetió de nuevo, desesperada porexplicar su situación—. Pero…

—Usted. Váyase. A casa. Sumadre lo entenderá.

De pronto estalló algo dentro deEmily.

—Sí, estoy segura de que locomprenderá perfectamente, tumbada

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en la cama en una residencia demierda, respirando su último aliento.Y yo podré decirle: «Perdona, mamá,pero he dejado pasar la oportunidadde proporcionarte los cuidados quenecesitas porque un psicópataalcohólico me ha dicho que si ganabael concurso estaría vendiendo mialma al diablo.»

Pero Kid no dio muestras deinmutarse por el agresivo sarcasmode Emily.

—Usted sabe que este concursoestá amañado —replicó—. Usted fueelegida en secreto para llegar a la

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final. No se ponga ahora a hablar entono moralista.

Emily alzó una ceja.—Oh, cuánto lo siento. ¿Usted

se atreve a darme a mí lecciones demoralidad?

—Pues sí.—Vaya, eso sí que tiene gracia,

viniendo de usted. Discúlpeme si nolo considero la persona ideal parajuzgar a los demás. —Luego continuóen tono más suave—: Oiga, leagradezco que me haya salvado lavida y eso, pero tengo que ganar esteconcurso. Lo es todo para mí. Así

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que lo siento, pero voy a cantar en lafinal. La única manera que tiene deimpedírmelo es matándome. Así quedecida. O me deja salir de aquí, osaca la pistola y acaba conmigo. Notengo miedo a morir, ¿sabe?

—Sí lo tiene.—No lo tengo. Jamás tendré

miedo a morir por algo en lo quecreo.

Kid Bourbon introdujo la manoen la cazadora.

—Muy bien. Pues en ese casono me deja usted otra alternativa.

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Cuarenta

Sánchez no estaba dispuesto a

reconocerlo ante nadie, pero laverdad era que estaba muyemocionado por el inminente anunciode los cinco participantes que habían

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conseguido llegar a la final delconcurso «Regreso de entre losmuertos». Se encontraba tras elescenario con Elvis, observando alos demás aspirantes, que esperabannerviosos a que los llamaran aescena para conocer su destino.

La mezcla de concursantes erade lo más variopinta, desde los queguardaban un parecido idéntico conlos cantantes que encarnaban hastalos que eran decididamenteextravagantes. El mejor era FreddieMercury, que resultaba totalmenteconvincente. Llevaba un ajustado

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pantalón de color blanco con unafranja roja a los costados y unacazadora amarilla de cuero, y debajouna escueta camiseta blanca sinmangas. El bigote negro y tupido ylos dientes de conejo contribuían auna caracterización que arrojaba unparecido asombroso. Sánchez no lohabía visto actuar en las audiciones,pero si la voz era tan excepcionalcomo la apariencia externa, desdeluego era un rival importante.

En el otro extremo del espectrose encontraban varios tipejos pococonvincentes. Había uno que

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destacaba en particular: un enanollamado Richard que actuaba e ibavestido encarnando a Jimi Hendrix.Su atuendo consistía en un pantalónnegro ajustado, botas de tacón alto yuna camisa blanca con chalecomorado. Por desgracia para él, habíavarios concursantes más que sellamaban Richard. A consecuenciade ello, para referirse a él la gentetendía a llamarlo Little Richard,* locual lo cabreaba visiblemente. Habíatambién un imitador de Frank Sinatraque lucía una enorme tirita blancaencima de la nariz y que iba por ahí

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afirmando que le habían robado elsombrero.

Pero lo que de verdad llamó laatención de Sánchez fue elcomportamiento de Julius, el queencarnaba a James Brown. ¿Deverdad era posible que aquel tipofuera el apóstol número trece? Se lenotaba un tanto inquieto y miraba consuspicacia a todos los demásparticipantes. En un momento dadocruzó la mirada con la de Sánchez.Les sonrió a él y a Elvis,probablemente porque eran amigosde Gabriel. Sánchez le respondió con

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una cumplida inclinación de cabeza.No tenía sentido fastidiar a una delas personas preferidas de Dios;podría resultar ser un aliado útil,llegado el Día del Juicio Final.¿Sabría que Sánchez sabía quién era?

Aquello lo hizo pensar. ¿Laimitación que hiciera Julius de JamesBrown sería lo bastante buena parapermitirle llegar a la final? ¿Y quéhabía pasado con Judy Garland?¿Habría logrado Gabriel o el otrosicario, Angus, eliminarla delconcurso? ¿Qué pasaba si anunciabansu nombre y ella no se presentaba

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porque la habían matado? ¿Y quiénesiban a ser los otros finalistas,teniendo en cuenta que habían muertopor lo menos tres, y puede quecuatro, de los cinco originales?

Por el rabillo del ojo vio aElvis saltando sobre las puntas delos pies, un poco al estilo de losboxeadores cuando se estánpreparando psicológicamente parauna pelea. Haciendo un esfuerzo,salió de su estado de ensoñación yempezó a animar a su amigodiciéndole que llegar a la final erauna mera formalidad. Aunque Elvis

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no necesitaba que nadie le subiera laautoestima, probablemente agradecióel gesto.

—Eh, tío, ¿qué vas a hacer si teseleccionan para la final?, ¿eh? —lepreguntó—. O sea, si tú consiguesllegar y James Brown se queda porel camino.

Elvis estaba observando alimitador de James Brown igual quelo había observado Sánchez minutosantes. Le contestó sin apartar la vistadel Padrino del Soul, que iba vestidocon su llamativo traje morado.

—Estoy completamente seguro

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de que llegará. No creo que Dios noshaya hecho pasar lo que hemospasado durante las últimasveinticuatro horas para que despuéssu apóstol no se clasifique para lafinal.

—Ojalá tengas razón.—La tengo.—¿Y dónde está Gabriel,

entonces? ¿Estará cargándose a JudyGarland en estos momentos?

—Pues eso explicaría que no laveamos por aquí. —Elvis parecíatremendamente despreocupado.

Sánchez reflexionó un momento

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al respecto. La imitadora de JudyGarland no había hecho nada malo,que él supiera. Y además le habíasonreído y le había saludado en laparte posterior del escenario, cosaque no había hecho ninguno deaquellos otros preciosos cabrones.«Aspirantes a famosillos —pensó—.Todos ellos corren el peligro dedesaparecer sin dejar rastro.» Por elmomento, al parecer él era el únicoque no estaba obsesionado totalmenteconsigo mismo. Aunque Gabriel lecaía bien y estaba en deuda con élpor haberlo salvado de los zombis

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mutantes del desierto, la verdad eraque no le gustaba la idea de que sunuevo amigo seguramente estuvieraasesinando a sangre fría a una joveninocente en alguna parte del hotel.Sobre todo a una joven que le habíasonreído a él con gesto sincero. Nisiquiera sus amigos solían hacer talcosa.

Estaba dando vueltas a lodesagradable que era todo aquellocuando de pronto llegó un guardia deseguridad y le pidió educadamenteque saliese de la sala de losparticipantes. Deseó a Elvis la mejor

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de las suertes por última vez y sedirigió a la zona situada a un lado delescenario, desde donde podríaobservar las actuaciones oculto en unextremo, detrás del enorme telón decolor rojo que todavía estabacerrado, tapando el entarimado.

Al poco de llegar al lugarescogido, la parte posterior delescenario se oscureció y comenzó asonar por el sistema de audio unfuerte redoble de tambor. Un instantedespués se oyó la voz amplificada dela presentadora del concurso, NinaForina.

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—Señoras y señores —dijo entono teatral—, les ruego que recibancon un fuerte aplauso… a… ¡nuestrojurado!

En aquel momento se abrió eltelón y un potente foco iluminó elcentro del escenario, dondeaparecieron los tres jueces sonriendoorgullosos bajo la luz. Sánchez logróquedar fuera de la vista escondidotras el cortinón. Tenía unapanorámica perfecta de la escena; loúnico que le faltaba era una butaca,una bolsa de palomitas y un par debotellines de cerveza.

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En el escenario, los tres juecespermanecieron de pie en el centrodel mismo, disfrutando de la ovacióndel público que tenían enfrente. Unavez que hubieron exprimido lasituación todo lo que daba de sí,ocuparon sus asientos a la mesa deljurado, que estaba a la misma alturaque Sánchez. Cuando los aplausos,los silbidos y los vítores comenzarona disminuir, volvió a iluminarse elescenario y apareció Nina Forinacaminando con paso elegante hacia elcentro del mismo. Se quedó allí unmomento con una sonrisa radiante,

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disfrutando de los últimos retazos delaplauso del público. Luego extendiólos brazos y en el auditorio se hizopor fin el silencio.

—Hola a todos. ¿Estánpreparados para descubrir quiénesson nuestros cinco finalistas?

—¡Síííííí!—No oigo nada. ¿Están

preparados para descubrir quiénesson nuestros cinco finalistas?

—¡sííííííííí !Nina aplaudió al mismo tiempo

que el público, y después se giróhacia un lado e hizo una seña en

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dirección a la parte de atrás. Elresplandor de los focos que lailuminaban le regaló a Sánchez unespectáculo con el que no contaba: elvestido que llevaba eraprácticamente transparente. «Joder.»

A continuación comenzaron asalir al escenario todos losconcursantes seleccionados. Seríancomo cien, en cambio allí subidosparecían duplicar dicho número.Elvis fue uno de los primeros ensalir, saludando con la mano ylanzando besos al público. Se le veíabastante seguro de sí mismo, a

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diferencia de Julius, el cual, parasorpresa de Sánchez, parecía estarsumamente nervioso.

Cuando por fin fue cesando elruido hasta transformarse en un suavemurmullo, Nina se volvió hacia elpanel de jueces, que ahora estabansentados en la parte frontal delescenario, de espaldas al auditorio.

—Nigel, ¿serías tan amable dedecirnos a todos quién es el primerconcursante de los cinco que estanoche van a cantar en la final?

Powell, sentado en el lugar dehonor entre sus dos colegas

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femeninas, sonreía satisfecho. Surostro apareció en una pantallagigante de televisión colocada en laparte posterior del escenario y, poralgún motivo desconocido paraSánchez, provocó varios chillidos enun grupo de mujeres jóvenes de entreel público. Powell, como si seestuviera mirando en un espejo,levantó la vista hacia la pantalla y leofreció su ancha sonrisa deblanquísima dentadura, queresplandeció haciendo un marcadocontraste con su bronceado colornaranja. Tras pavonearse durante un

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buen rato, tan excesivo que Sánchezempezó a sentir náuseas de verlo, porfin respondió a la petición de Nina.

—Por supuesto que sí, Nina —dijo, acompañándose con un guiñoque a Sánchez le resultó igualmentenauseabundo—. El primer finalistanos impresionó a todos con su talentopara el espectáculo. Puede que suvoz no fuera la mejor, pero si en lafinal escoge la canción adecuada,tiene muchas posibilidades de ganareste concurso. Nina, nuestro primerfinalista es… —Hizo una pausaridículamente larga para jugar con el

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público y seguidamente anunció—:¡Freddie Mercury!

El imitador de Freddie Mercurydio un salto de alegría y lanzó unpuñetazo al aire al tiempo queexclamaba «¡Bien!» para sí. Luego seacercó todo ufano a Nina Forina, lacual lo abrazó y le dio el obligatoriobeso en la cara antes de indicarle quese colocara unos pocos metros pordetrás de ella, a la derecha. Freddiemiró en derredor y al ver a Sánchezle dirigió una sonrisa radiante.Sánchez le sonrió a su vez y murmuróentre dientes las palabras «engreído»

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y «gilipollas».A continuación, Powell volvió a

hipnotizar al público antes deanunciar al segundo finalista, lajoven que encarnaba a Janis Joplin.La susodicha, encantada, salió delgrupo de los concursantes queaguardaban detrás agitando lasmanos en el aire como si fuera unachiflada hiperactiva que se hubierafugado de un psiquiátrico. Era unachica hippie de melena larga ycastaña, gafas de sol redondas y decolor claro y un vestidito verde deflores que le llegaba justo por

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encima de las rodillas. Tampoco sehabía tomado la molestia de ponersetacones, al parecer prefirió unascómodas zapatillas deportivasblancas. Remataba dicho atuendo conuna serie de collares de cuentas dediferentes longitudes que le colgabandel cuello, y entre ellos un enormesímbolo del yin y el yang que lerebotaba a la altura del ombligo. Dioa Nina el beso y el abrazo queprocedía darle, en medio de unaacogida sorprendentemente calurosapor parte del público, y fue a ocuparsu puesto al lado de Freddie

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Mercury.«Ya van dos —pensó Sánchez

—. Sólo quedan tres. Espero que eltal Julius tenga un plan decontingencia decente por si acaso noresulta elegido. De lo contrario, todoesto se va al carajo.»

Enormemente amplificada, lavoz meliflua de Powell tronó clara yfirme por tercera vez.

—El siguiente participante quecantará en la final, el tercero de loscinco que son en total, acuérdense, esel tipo que lleva el pantalón rojo máshorroroso que he visto en toda mi

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vida… ¡el Blues Brother!Mientras el público estallaba en

vítores, Sánchez vio a un negrovestido como uno de los BluesBrothers que se destacó del grupo deaspirantes. Vestía un traje negro concamisa blanca y corbata negra yestrecha, y llevaba gafas de sol.Encima de la cabeza traía unsombrero que se parecía mucho alque había perdido Frank Sinatra. Fuehasta Nina Forina con una actitud,pensó Sánchez, un tanto tímida. Lapresentadora lo felicitó con el abrazoy el besito de rigor, y acto seguido le

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indicó que se situara en la fila de losfinalistas, junto a Janis Joplin.Sánchez se rascó la cabeza e intentóencontrarle el sentido al comentarioque había hecho Powell acerca delpantalón rojo. El Blues Brotherllevaba un traje negro completo:chaqueta negra, pantalón negro.¿Sería que Powell era daltónico?Aquello explicaría que hubieraescogido a un Blues Brother de razanegra.

Sánchez, leal a su amigo, teníala esperanza de que Elvis llegara a lafinal, pero el hecho de que no

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estuviera entre los tres primerosquería decir que sus posibilidades yaparecían más bien escasas. Lo idealsería que los dos últimos finalistasfueran Elvis y Julius. Así Elvispodría perder intencionadamente,con lo cual Julius sólo tendría quesuperar a tres rivales.

Pero lo cierto era que inclusoaquellas consideraciones eran cosasinsignificantes. O distracciones. ASánchez le sudaban profusamente lasmanos. El hecho de saber que unoszombis carnívoros y sedientos desangre venían de camino hacia el

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hotel ya era bastante grave, pero elhecho de saber que la únicaposibilidad que tenía él de salir vivodel Cementerio del Diablodescansaba sobre los hombros de untipo que encarnaba a James Brownno lo llenaba precisamente deconfianza.

En la pantalla gigante, Powellaguardó a que el excitado público seapaciguase un poco para anunciar alsiguiente finalista elegido por losjueces.

—Nuestro cuarto finalista nosdejó mudos con su actuación

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anterior. Un personaje lleno deenergía e indudablemente uno de losmejores artistas de este concurso.Señoras y señores, el cuartoaspirante que cantará en la final es…¡James Brown!

Sánchez experimentó unaenorme sensación de alivio. Éltambién tenía el profundo anhelo deque Julius fuera de verdad elsalvador que había anunciadoGabriel. «Más le vale que sea quiendice ser», susurró para sí cuandoJulius salió del grupo de aspirantesque aguardaban al fondo del

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escenario. Iba dando saltitos de unlado al otro como un loco chiflado,emitiendo los «Heh» característicosde James Brown. El plan seguía sucurso. «Sea cual sea el puto plan encuestión.»

Una vez más los aplausosdieron paso a un silencio expectante.

—Y por último —anuncióPowell—, nuestro quinto concursanteera una apuesta totalmente segurapara ocupar un puesto en la final,después de que nos ofrecieraprobablemente la mejorinterpretación vocal de todas.

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Señoras y señores, el últimoconcursante que pasa a la final es…¡Judy Garland!

El público estalló en unaovación todavía más calurosa que laque ofreció a los cuatro finalistasanteriores, sólo que esta vez no durótanto. Empezó a perder fuerza cuandose hizo evidente que Judy Garland nose encontraba en el escenario. Losaplausos desperdigados que se oíanno tardaron en ser engullidos pormurmullos de confusión. Todos lospresentes comenzaron a miraralrededor, como si esperasen ver

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aparecer a la cantante que faltaba porun rincón o detrás de otro de losesperanzados —y ahoraprofundamente desilusionados—concursantes situados al fondo delescenario.

—¿Judy Garland? —pidióPowell, anhelante—. ¿Todavía estáaquí Judy Garland?

Luego se le sumó Nina Forina:—¿Judy Garland? ¿No se habrá

vuelto a Kansas? —dijo con unacarcajada horriblemente exagerada.

Por el auditorio se extendió unsilencio incómodo. Sánchez se sintió

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un poco aliviado al ver que no era elúnico que hacía chistes malos.

Esperó a ver si aparecía JudyGarland entre los demásconcursantes. Por el rabillo del ojovio que Julius cerraba sutilmente elpuño por delante del pecho, en ungesto de victoria. Gabriel debía dehaber cumplido con su misión. JudyGarland no iba a estar en la final.Experimentó un leve sentimiento deculpa. Que la chica no apareciesesignificaba que casi con todaseguridad había sido asesinadabrutalmente, con el fin de que un tipo

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que afirmaba ser el apóstol númerotrece pudiera salvar a un puñado depersonas (entre ellas el propioSánchez). «Resulta un tantodespiadado, pero es por el bien detodos», pensó el camarerosentenciosamente.

Por espacio de unos minutosreinó la confusión, mientras losjueces deliberaban sobre lo queconvenía hacer. Se envió a variosmiembros del equipo de seguridad ainspeccionar los pasillos, para ver sila señorita Garland venía de camino.Al ver que el tiempo iba pasando y

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que la joven no aparecía, el públicofue poniéndose nervioso. Variosvasos de plástico volaron hacia elescenario. Los guardias de seguridadsalían a toda prisa hacia los pasilloshablando con urgencia por susradiotransmisores. El concursocorría el peligro de convertirse en uncaos. Uno por uno, los guardiasregresaron negando con la cabezapara indicar que a la quinta finalistano se la veía por ninguna parte.

Nigel Powell iba a tener quepensar algo rápido, pero era obvioque aquello era una cosa que se le

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daba bien. Y él lo sabía. Desde suasiento en el centro del panel, indicócon gestos a la multitud que secalmase; cada uno de susmovimientos quedó repetido yenormemente ampliado en la pantallagigante de televisión.

—¡Muy bien, señoras y señores,parece ser que Dorothy se haextraviado en el Camino de BaldosasAmarillas!

El público rió con ganas (apesar de que su chiste no había sidomejor que el de Nina). Cuando lascarcajadas amainaron, Powell

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continuó hablando:—De manera que lo que vamos

a hacer es elegir a un sexto finalista.Recibamos con un fuerte aplauso a unartista que nos ha sorprendido atodos con su talento musical. Señorasy señores, el concursante númerocinco de la final será… ¡ElvisPresley!

Elvis se acercó pavoneándosehasta la parte delantera delescenario, con la seguridad en símismo de un hombre cuyo puesto enla final no había estado en duda enningún momento. Lanzó besos al

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público y saludó con la mano. Trasbesar a Nina Forina y arrearle unbuen pellizco en el culo, se sumó alresto de los finalistas. Miró aSánchez y le hizo el gesto depulgares arriba con las dos manos altiempo que se colocaba al final de lafila, junto a Julius.

Nina, que se había ruborizado acausa del impropio magreo de Elvis(aunque no fue mal recibido deltodo), se acercó el micrófono a loslabios e indicó al auditorio con unademán que guardara silencio.

—De acuerdo —exclamó—. Ya

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tenemos a nuestros cinco finalistas.¡Démosles a todos otro fuerteaplauso!

El público estaba en pie,vitoreando, pataleando y aplaudiendouna vez más. Sin embargo, pasadosunos segundos, Sánchez se percató deque el volumen de las aclamacioneshabía subido unos cuantosdecibelios. Al principio pensó que alo mejor se había caído alguien delescenario, porque daba la impresiónde que la gente se había vueltohistérica. Torció el cuello y giró lacabeza de un lado a otro intentando

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ver algún indicio de que alguienhubiera sufrido una aparatosa caída.Se quedaría tremendamentedesilusionado si se la hubieraperdido; no había nada que le gustaramás que ver a la gente tropezarse enpúblico.

Y entonces vio cuál era la razónde tanta histeria.

Judy Garland había aparecidosúbitamente en el escenario, salidade la nada. Se le notaba aturdida,pero con cada paso que daba haciaNina Forina y con cada aclamacióndel público presente fue recuperando

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la compostura. No cabía duda de queaquella joven era la favorita delpúblico, y a juzgar por la anchasonrisa que lucía en la cara Powell,también era la favorita de éste. Elpropietario del hotel se levantó de suasiento y una vez más indicó alpúblico que guardara silencio.Cuando el auditorio se hubocalmado, dejó que aquel silencio seprolongara un poco más antes dehacer el anuncio de lo que todosdeseaban oír.

—Muy bien. ¿Alguien tiene unproblema con que este año tengamos

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seis finalistas?El público se volvió loco. Los

gritos afirmativos se hicieronensordecedores. Sánchez miró aElvis. Elvis lo miró a él con un ceñode preocupación que le ensombrecíael semblante. Las posibilidades quetenía Julius de ser coronado ganadorcon su imitación de James Brownacababan de sufrir un serio revés.

¿Y qué le había sucedido aGabriel?

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Cuarenta y uno

Emily había estado

terroríficamente cerca de no llegar alescenario a tiempo. Tenía que dar lasgracias a Kid Bourbon, o esosuponía. Al fin y al cabo, Kid le

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había salvado la vida. (Bueno, vale,la pistola de Gabriel no estabacargada; pero podría haberla matadoa golpes con ella. O haberlaestrangulado. O… En fin, ya buscaríauna racionalización conveniente,cuando fuera necesario.) Y Kid no lamató cuando ella le desafióabiertamente. Cuando introdujo lamano en el interior de la cazadora,ella se temió que fuera a sacar unarma, pero en lugar de eso extrajo unpaquete de cigarrillos. Seguro queera capaz de matar a una personaempleando un cigarrillo, pero en su

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caso prefirió no hacerlo. Lo cualsupuso un alivio. Se mirara como semirase, Kid Bourbon era famoso pormatar a la gente por cuestionestriviales. Por nada, por ejemplo.

Mientras reflexionaba sobretodo lo sucedido, de pie en elescenario, se percató de que Julius laestaba mirando fijamente. Se giró ylo saludó con la cabeza a la vez queesbozaba una media sonrisa. Él laobservó con curiosidad antes deresponderle con otra sonrisa, éstabreve y más bien falsa. Si era verdadlo que le había dicho Kid, Julius

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esperaba que ella estuviera muerta.No era de extrañar que la mirase conperplejidad. Emily tuvo unescalofrío. No se sentía segura. Sólohabía una persona que pudieraayudarla: Nigel Powell.

Cuando todo el mundo comenzóa abandonar el escenario trasanunciarse los nombres de losfinalistas, Emily se acercó contimidez al panel de jueces. Se habíasolicitado un receso de veinteminutos. Una gran parte del públicodejó las butacas y salió a estirar laspiernas. Las dos compañeras de

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Powell, Lucinda y Candy, tambiéndejaron sus asientos y se esfumaron,lo cual le dio a Emily una ocasiónperfecta para hablar un momento conPowell.

Éste le sonrió cuando la vioaproximarse.

—Hola, Emily —le dijo altiempo que se ponía de pie. De NigelPowell se podía decir de todo, perohabía que reconocer que teníamodales. Cuando le convenía—. Porun instante he creído que no iba apresentarse. Ha llegado por lospelos, ¿no?

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—Sí. Y lo siento muchísimo. Dehecho, necesito hablar de eso conusted. ¿Le importa que charlemos unmomento?

—Por supuesto que no.Siéntese. —Le indicó la silla quetenía a su derecha, y cuando ellahubo tomado asiento volvió asentarse él—. ¿Qué puedo hacer porusted?

Emily se removió inquieta en lasilla; aún estaba tibia.

—Me duele la cabeza.—Cuánto lo siento. ¿Quiere que

le traiga un analgésico?

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—Me han golpeado en lacabeza con una pistola. —Sabía queaquello no era verdad del todo, peroera más breve que ponerse a dar unaexplicación completa.

—¿Cómo dice?—Con una pistola. Irrumpió un

individuo en la habitación en que meinstaló usted, mató a tiros a sus dosguardias de seguridad y luego intentómatarme a mí.

El semblante de Powellmostraba una profunda conmoción.

—Oh, Dios mío. Empiece desdeel principio. ¿Quién ha intentado

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matarla?—Era un motero muy corpulento

que se llamaba Gabriel. Cabezarapada, brazos como troncos.

—Dios. ¿Y dónde se encuentraahora?

—Está muerto. Su cadávertodavía está en la habitación, con losdos guardias de seguridad.

—¿Que está muerto? ¿Quién loha matado? ¿Usted?

—No. Un tipo llamado KidBourbon. Él me salvó. Y por razonesque a mí me parecen muy pocológicas, la verdad.

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—¿Kid Bourbon le ha salvadola vida?

—Sí. Y según me ha dicho,Julius, el concursante que encarna aJames Brown, pagó al tal Gabrielpara que me liquidara. Por lo visto,los otros tres finalistas, losoriginales, también están muertos.¿Usted estaba enterado de algo deesto?

Powell asintió, pero no hizo elmenor intento de explicar qué era loque sabía.

—Conque Julius, ¿eh? —musitó—. Debería haberlo imaginado. Ese

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tipo tiene algo que ya me dio malaespina cuando lo conocí.

—Entonces, ¿cree usted que esverdad? ¿Que pretende matar a losdemás finalistas?

Powell asintió otra vez.—Sí, así lo creo. —Desvió la

mirada un instante, al parecer sumidoen sus pensamientos. Después se giróde nuevo hacia Emily y le dijo, consu acostumbrado tono educado—:Gracias por informarme. Ordenaréque lo expulsen del concurso.

—¿Va a llamar a la policía?—Naturalmente. De esto debe

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hacerse cargo la autoridadcompetente. Lo meterán en la cárcel.Y en mi opinión deberían tirar lallave.

Emily dejó escapar un suspirode alivio.

—Gracias a Dios. Me teníaverdaderamente preocupada contarletodo esto.

—No había motivo. —Powellse incorporó—. Vaya a reunirse conlos otros finalistas. No diga ni unapalabra de esto a nadie y, haga lo quehaga, no se separe del rebaño.Permanezca en todo momento dentro

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de un grupo de gente. Ya me encargoyo de deshacerme de Julius y decualquier otra persona a la que élpueda haber contratado para que loayude a amañar este concurso. Ustedpreocúpese solamente de cantar.Porque, estando él fuera delconcurso, ahora lo tiene ustedchupado.

—Ésa no es la razón por la quehe venido a contarle esto —dijoEmily a la defensiva.

—Ya lo sé. Vamos, váyase. —Le guiñó un ojo—. Si nos venconversando de esta forma, la gente

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va a empezar a pensar que elconcurso está amañado.

—Gracias.Emily se levantó del asiento y

se encaminó hacia la zona posteriordel escenario. Alcanzó a ver laespalda de la chaqueta de FreddieMercury bajando un tramo deescaleras, así que corrió en pos deél. «La unión hace la fuerza —se dijoa sí misma—, siempre que uno no seacerque a Julius.»

Nigel la observó alejarse a lacarrera y reflexionó profundamentesobre lo que acababa de contarle. De

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modo que Julius era el escollo quesuperar, el agente destructivo queintentaba acabar con el concurso. Noestaba del todo seguro del motivo,pero no importaba.

James Brown, el Padrino delSoul, iba a ser eliminado antes deque tuviera la oportunidad de cantaren la final.

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Cuarenta y dos

Los integrantes de la orquesta

del hotel Pasadena llevaban casitodo el día ensayando. Porconsiguiente, se llevaron unatremenda desilusión cuando se

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enteraron de que tres de lascanciones que habían estadopracticando ya no iban a hacer falta.En el último minuto Nigel Powell lesinformó de que sólo iban a tocar parados de los finalistas; los demáscantarían ayudándose de una músicade fondo de karaoke que elpinchadiscos de la casa estababajándose de internetComprensiblemente, los músicosestaban todos muy frustrados yexpresaban sus quejas en voz alta porlos pasillos del hotel, de camino alfoso de la orquesta, situado delante

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del escenario.Veinticuatro músicos en total, a

excepción del pianista y el batería,cargando a cuestas con susinstrumentos, iban andando desde elárea de ensayo en dirección alauditorio. Varios de ellos estabanresentidos porque sabían que sushabilidades y sus instrumentos ya noeran necesarios; simplemente sesentarían en el foso de la orquesta aver el concurso. Uno de éstos eraBoris, el guitarrista de reserva. Suparticipación sobraba. Aquel díacumplía veintiún años, y tocar en

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aquel concurso iba a ser el hito másimportante de su carrera hasta lafecha. Pero ahora el guitarristaprincipal, Pablo, iba a ser el únicoque se necesitaba para las doscanciones que habían especificado.

Sintiéndose más que deprimido,Boris avanzaba en la retaguardia delgrupo, enfurruñado por su malasuerte. Mientras recorrían el largopasillo, se fijó en que los músicosque caminaban delante de élcomenzaban a dividirse en dosgrupos, igual que las aguas del marRojo ante los israelitas. Entonces

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vio, por la franja que se habíaabierto, que venía hacia él unindividuo musculoso, vestido con unacazadora de cuero negro y unacapucha oscura echada por la cabezaque dejaba su rostro en sombras.

Cuando intentó hacerse a unlado para dejarle pasar, el individuoalargó una mano y lo aferró delhombro.

—Eh, tú —le dijo con vozáspera.

—Sí… esto… hola —contestóBoris. Aquel tipo tenía algo que loponía nervioso.

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—Te estaba buscando.—¿A mí? ¿Por qué?—Hay un tío en la cabina que

quiere hablar contigo.—¿De qué?—¿Y yo qué coño sé?—Es que tengo que estar en el

concurso dentro de un momento.—Precisamente tiene que ver

con el puto concurso, tío. Ese tipoquiere que toques un solo, o algo así.

A Boris se le iluminaron losojos.

—¿Sí? —Pero su emocióninicial se trocó rápidamente en

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recelo. Aquello era más que unabroma—. Acaba de decir que nosabía de qué —dijo cauteloso.

—Es que es una sorpresa. Noquería estropeártela.

—Ah. Vale. ¿Para qué es elsolo?

—Oye, tío, ya te he dichobastante. Es por ahí. —Señaló unaescalera que partía del corredor, amano derecha, que Boris habíadejado atrás momentos antes.

Como no quería que suscompañeros se olvidasen de él, lesdijo a voces:

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—Luego os alcanzo, ¿vale?Si alguno de ellos lo oyó, no

dieron la menor señal. Todoscontinuaron andando y seguidamentegiraron a la derecha y entraron poruna puerta que conducía a la partebaja del auditorio, donde se ubicabael foso de la orquesta.

Boris siguió al encapuchadohasta la escalera. El desconocido lehizo un gesto para que pasaraprimero. La escalera constaba tansólo de diez peldaños, pero estabasin iluminar y por eso se hacía difícilver adónde llevaba. Cuando llegó a

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lo alto de la misma, se encontró enotro pasillo y echó a andar por él. Amitad de camino había una puerta ala izquierda, con una placa quedecía: «cabina de sonido» . Cuandose acercó a ella, el encapuchado sele adelantó.

—Es aquí —gruñó al tiempoque empujaba la hoja.

Boris entró mientras el otrosostenía la puerta abierta. Dentroestaba el pinchadiscos del concurso,sentado ante una mesa de mezclas yprotegido por una pared de fibra devidrio que daba al auditorio. Era un

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individuo de treinta y muchos años,gordo, bajo y con calvicie incipiente,vestido con un chándal azul confranjas blancas en las mangas y enlas piernas. Llevaba puestos unosauriculares con pinta de ser muybuenos, lo cual seguramenteexplicaba por qué al parecer no loshabía oído entrar. Boris se dirigió aél:

—¡Eh, Harry! ¿Querías verme?Harry, sobresaltado, se giró

para mirarlo y se quitó losauriculares de los oídos. En su rostrocolorado y regordete se reflejó una

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expresión de desconcierto.—¿Boris? No. —Negó con la

cabeza—. Me parece que no. ¿Nodeberías estar tocando en el foso?

Boris se volvió hacia elencapuchado en busca de unaexplicación, justo a tiempo de ver unpuño que se le venía directo a lacara. Instintivamente cerró los ojosen el momento de recibir toda lafuerza del impacto en la nariz. Loúltimo que oyó antes de perder elconocimiento fue un horrible crujidode huesos.

Kid Bourbon cogió a Boris por

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los pies y lo arrastró hasta el rincónde la cabina. Después recogió laguitarra del chico de donde habíacaído y le echó un buen vistazo.Parecía encontrarse en un estadorazonablemente bueno; no se le veíanarañazos ni sangre de la herida quehabía infligido a la nariz de sudueño. El pinchadiscos, que no sehabía movido del asiento, loobservaba con interés, esperando unaexplicación.

—Esto… ¿qué es lo que pasa,tío? —le preguntó.

—Necesitaba una guitarra.

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—¿Y no podrías haberlepreguntado si te la prestaba?

—Podría.—Pero has preferido no

preguntarle.—Exacto. Y también quiero una

cosa de ti.—¿Cuál?—Un CD de los Blues Brothers.

¿Lo tienes?—Sí.—Pues dámelo.—¿Me lo vas a devolver?—No.Harry no pudo disimular la

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decepción. Pero también se notó quehabía entendido lo que le iba aocurrir si no hacía lo que le pedíaKid. Así que se agachó y empezó arebuscar en una gran caja negra llenade discos compactos que tenía en elsuelo, junto al pie derecho. Al cabode unos segundos logró pescar unálbum de los Blues Brothers y se lopasó a Kid.

—Ahí lo tienes. ¿Algo más?—Sí. ¿Eres tú el encargado de

poner la música de fondo a losfinalistas?

—A algunos de ellos, sí. La

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orquesta va a tocar dos canciones, yyo voy a poner la pista deacompañamiento de los otros cuatro.

—Pues al Blues Brother no sela pongas.

Harry no entendió.—¿Qué? Me han dicho que la

ponga. Voy a ponerle Mustang Sallypara que cante encima. La he bajadode internet.

Kid apoyó la guitarra queacababa de adquirir contra la pared,al lado de la puerta; acto seguidometió la mano en la cazadora y sacóuna pistola de color gris oscuro con

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la que apuntó a Harry.—Si se te ocurre ponerle esa

pista, te pego un tiro en la cara conesto.

Harry se decidió muyrápidamente.

—Está bien. Pero eso va aechar por tierra todas lasposibilidades que tenga de ganar.

—Eso es problema mío.Harry se encogió de hombros.—Vale. Como quieras. ¿Eso es

todo?—No. Voy a regresar dentro de

cinco minutos, y quiero que me dejes

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ese sitio.—Genial. Estaba deseándolo.—¿Sí? —En el rostro del

encapuchado apareció una ligerísimasonrisa. Harry se encogió al verla.

Kid volvió a guardarse lapistola en la cazadora, cogió otra vezla guitarra y agarró el tirador de lapuerta con la intención de salir de lacabina. En aquel momento Harryapretó un botón de un reproductor deCD que tenía en la mesa de mezclas ycomenzó a sonar el tema That’s NotMy Name de The Ting Tings.

Kid se detuvo en mitad de la

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puerta.—¿La música la escoges tú? —

quiso saber.—Sí. Un tema guapo, ¿eh? Muy

pegadizo.—¿Aceptas peticiones?Harry negó con la cabeza.—No, me temo que no, colega.

Ya tengo una lista de temasprevistos.

—¿Y aceptas órdenes?—Pues… ¿en qué estás

pensando?— E n Vive y deja morir. Me

pondrá del humor adecuado para lo

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de después.—¿Y qué es lo de después?—Voy a matar a una persona.Harry ahogó una exclamación y,

para ser un tipo que normalmentetenía la cara muy colorada, palidecióun poco. Sin embargo, tuvo lasensatez de no hacer esperar a Kid.Dio vuelta a la silla y, con lavelocidad típica de las personas queno quieren ser futuras víctimas de unasesinato, se agachó y otra vez sepuso a rebuscar con frenesí en la cajade CD que tenía en el suelo.

Pero para cuando dio con el CD

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de Paul McCartney, Kid Bourbon yase había ido.

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Cuarenta y tres

Sabedor de que había una horda

de criaturas no muertas yparcialmente descompuestas decamino hacia el hotel, Nigel Powellse aseguró de que la final diera

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comienzo lo antes posible. Loprimero, y lo más importante, eracerciorarse de que la orquestasupiera qué canciones iban ainterpretar los finalistas. Habíahabido algunas quejas entre losmúsicos, pero Powell no tuvopaciencia con ellos y les dejó bienclaro que las canciones que debíantocar no eran una cuestión quedebatir. Tal como estaban las cosas,la orquesta acompañaría únicamentelas actuaciones de Judy Garland yJames Brown.

Ciertamente, aquella jornada se

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estaba convirtiendo en la másestresante de todas. El concurso«Regreso de entre los muertos»siempre le resultaba angustioso, peroeste año estaba siendo un desastre yadesde el principio, y ahora elPadrino del Soul andaba por allísuelto intentando matar a tantosfinalistas como le fuera posible.Hasta el momento, Powell no habíadescubierto el modo de asegurar queaquel imbécil asesino no llegase a lafinal.

Tras dejar resuelto el asunto dela música y otros detalles de última

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hora, se dirigió a la zona delescenario e hizo un ademán con lacabeza al encargado de las cortinas.En aquel momento se estaba oyendoel tema Vive y deja morir de PaulMcCartney, pero la música cesócuando le hizo una seña al técnico desonido. Una vez que el auditoriovolvió a quedar en silencio, seabrieron las cortinas y aparecióPowell en el escenario, recibido poruna oleada de vítores del público.Sin regodearse en la ovación tantocomo tenía por costumbre, fuerápidamente a su asiento en el panel

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de jueces y se colocó entre Lucinda yCandy, que habían estado aguardandopacientemente a que regresara. Altiempo que se sentaba se inclinóhacia Lucinda para susurrarle aloído:

—Estoy deseando que acabetodo esto de una vez. La verdad esque el concurso de este año es de losque más conviene olvidar.

—Y que lo digas —murmuróLucinda.

—Por lo menos, las cosas ya nopueden empeorar.

—Oh, ya lo creo que sí.

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—Lo dudo —musitó Powell envoz baja. Estaba haciendo unesfuerzo para disimular el estrés quele estaba causando el concurso—.Por lo menos ya está a punto deacabar.

Lucinda movió la cabeza en ungesto negativo, como si desaprobasealgo que había dicho él. Pero antesde que Powell tuviera ocasión depreguntarle qué había querido decircon aquel gesto, apareció su rostroen el monitor gigante que habíancolgado al fondo del escenario, y selo pensó mejor.

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Cuando el público se hubocalmado, salió Nina Forina y se situóen el centro del escenario, bajo losfocos.

—Señoras y señores… ¡está apunto de empezar la final! —exclamócon un entusiasmo no del todoforzado. La multitud aplaudió, silbó,pataleó y vitoreó. Después deentretenerla durante unos pocossegundos más, hizo el anuncio quetodos estaban esperando—: Sonustedes un gran público —gritó—.Recibamos con un fuerte aplauso anuestra primera finalista, que va a

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interpretar Piece Of My Hearth. Contodos ustedes… ¡Janis Joplin!

Al tiempo que sonaban másaplausos y Nina se retiraba de la luzde los focos, salió de entrebastidores la cantante que encarnabaa Janis Joplin. Se acercó tímidamentehasta el centro del escenario con suvestido verde chillón y susdeportivas blancas y esperó bajo elfoco a que el pinchadiscos de lacabina de sonido le pusiera la pistade acompañamiento de su canción.

Una breve pausa, y se empezó aoír una batería, seguida por una

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guitarra con los primeros compasesde la canción. La cantante se puso aagitar los hombros y las caderas. Susmovimientos no seguían muyexactamente el ritmo de la música, ycuando empezó a cantar se hizoevidente la razón de ello. Tenía unavoz grave y muy agresiva, y losprimeros versos prácticamente losgritó.

—«¿No te hice sentir que erasel único hijoputa? ¡Sí! ¿Y no te ditodo lo que podía dar una puta,cabrón gilipollas? ¡Cariño, sabesde sobra que sí!»

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El público estalló en risas yexclamaciones. Aquella letra tanagresiva y llena de tacos a unos lesechó a perder la canción, pero otrosopinaron que la mejoraba. NigelPowell, como no había visto a Janisen la audición, fue la única personaque se sorprendió al verlainterpretar. Se inclinó una vez máshacia Lucinda y le susurró al oído:

—¿Qué es lo que ha pasado?—Hemos intentado avisarte.—¿De qué?—De que esta chica tiene un tic

nervioso.

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Powell se frotó la frente en ungesto de desesperación.

—Oh, brillante. Es perfecto.¿Cómo no? Venga ya, si uno tiene unproblema de tics nerviosos así degrave, no se presenta a un concursomusical, ¿no te parece?

—Por lo visto, se pone peorcuando canta.

—¡Dime que te estás quedandoconmigo!

—Chist —contestó Lucinda—.Está llegando al estribillo. Es lamejor parte.

Powell, con grandes ademanes,

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se tapó los oídos con las manos paraque al público no le quedara ningunaduda de lo disgustado que estaba conaquella actuación. Durante los cincominutos siguientes, aquellainterpretación, que casi con todaseguridad fue el peor tributo jamásrendido a la desaparecida JanisJoplin, consiguió destrozar lacanción y ensuciarla con un sinfín deobscenidades.

Cuando por fin terminó, lacantante se quedó tímidamente bajola luz de los focos, esperando loscomentarios de los jueces. Que

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fueron un tanto dispares.—A mí me ha encantado —dijo

Lucinda con entusiasmo—. Pero queganases tú será una tragedia, cielo,porque todos los otros son mejoresque tú.

Lo más positivo que logródiscurrir Candy fue:

—¡La indumentaria estupenda,la voz horrorosa!

Powell fue implacable:—Das asco —dijo—. Lo tuyo

es una vergüenza, y no tengo ni ideade cómo ni por qué te hemosclasificado para la final. Haz el favor

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de marcharte.Y tenía toda la razón, por

supuesto. Sin embargo, ahora queaquella cantante afectada de untremendo tic nervioso había hecho suactuación en la final, ¿se decidiría elpúblico a votarla en masa, sóloporque había resultado divertida?Otra irritación que añadir a la lista,que cada vez era más larga. Y la queencabezaba dicha lista era Julius.

En el silencio que siguió a lasalida del escenario de la abatidaimitadora de Janis Joplin, Powell sepercató de que uno de los guardias

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de seguridad que se hallabanapostados junto al escenariointentaba llamar su atención. EraSandy. El propietario del hotel lerespondió con un gesto de cabeza, altiempo que albergaba un crípticopensamiento: «Ya sabe lo que tieneque hacer.»

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Cuarenta y cuatro

La verdad era que Sánchez

estaba mucho más nervioso queElvis. El Rey ya había actuadoinnumerables veces en un escenario.Había pocas cosas que le gustaran

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más que encontrarse delante delpúblico. En cambio Sánchez se sentíainquieto por todo tipo de razones. SiElvis lo hacía genial y ganaba elconcurso, ¿qué sucedería? ¿Llegaríanlos zombis en tromba, y en tal caso,intentarían matar a todo el mundo?¿O sólo a la gente del público? Y siElvis perdía y el que ganaba eraJulius, el que encarnaba a JamesBrown, ¿qué podía ocurrir entonces?¿De verdad se hundiría el hotel ysería absorbido a las profundidadesdel infierno?

Sánchez no era, ni por asomo,

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una persona cerebral. Y tampocoparticularmente racional. Todas lasespeculaciones le causaban unaansiedad tremenda. De manera quehizo lo que hacía siempre que estabanervioso: se fue al aseo decaballeros con la intención de llenarla petaca de orina, destinada a lapróxima víctima ingenua. Ibaandando con un cierto temblor, aresultas de las experiencias quehabía vivido en aquel lugar, peroapoyado en el convencimiento de queestando en un hotel como el Pasadenalos servicios estarían ya limpios

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desde hacía horas.El pasillo que llevaba al aseo

de caballeros se hallaba desierto, aligual que la mayor parte del hotel aaquella hora. Por lo visto, todo elmundo se había ido al auditorio a verla final del concurso y saber quiéniba a declararse vencedor del mismo.El cuarto de baño también estabavacío, y Sánchez se alegró de ver quehabían limpiado el estropicioanterior. Había desaparecido elcharco de sangre que había salido delos retretes y se había extendido porel suelo, y también habían retirado

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los cadáveres de los cantantes. Y, loque era casi igual de importante,tampoco se notaba ya aquel tremendotufo, lo cual supuso un verdaderoalivio. Se encerró en el cubículonúmero cuatro y, con un pulsonotablemente firme, comenzó a meardentro de la cromada petaca. Era unahabilidad que había llegado adominar con el paso de los años, y apesar de lo nervioso que estaba, nole falló la puntería. Además, fue unameada sumamente satisfactoria.Cuando ya estaba terminando oyóque entraba alguien en el aseo y se

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bajaba la cremallera, un gestopreparatorio para echar una meadaen uno de los urinarios.

Volvió a enroscar la tapa de lapetaca, abrió el pestillo del retrete yse fue hasta uno de los lavabos paraaclararse las manos rápidamente.Depositó la petaca junto al lavabo yabrió el grifo del agua caliente sinprestar mucha atención al individuoque estaba meando en el urinario delcentro. Mientras se enjuagaba lasmanos, advirtió por el rabillo del ojoque el otro le estaba mirando. Sinpretender dar la impresión de que

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estaba observando cómo meaba otrapersona, giró la cabeza furtivamentepara ver de quién se trataba.

Las miradas de ambos secruzaron durante un segundo nadamás. No obstante, fue una fracción detiempo más que suficiente. Sánchezagarró su petaca y echó a correrhacia la puerta esquivando todo loque pudo la fila de urinarios. El tipoque estaba orinando era Angus elInvencible, y había visto yreconocido al desventuradocamarero.

—¡Alto ahí, cabrón! —rugió

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Angus—. ¡Devuélveme mis veintemil!

Sánchez no tenía los veinte mil.Lo único que tenía era una petacallena de orina. Iba a tener que venderuna cantidad enorme de ella parareunir veinte mil dólares, y hablandoen términos generales, su orina sevendía a unos tres dólares el trago,en un día bueno.

En su carrera hacia la salida delaseo oyó el ruido que hacía Angus alsubirse la cremallera. «¡Ahora lávatelas manos!», pensó. Pero algo le dijoque Angus no iba a hacer tal cosa.

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«¡mierda !»La puerta del aseo pesaba

mucho y no volvió a cerrarse tandeprisa una vez que Sánchez saliócorriendo por ella. Emitió un ligerocrujido y poco a poco fue volviendoa su sitio. Sánchez no tenía tiempopara perderlo cerrando puertas.Cegado por el pánico, echó a correrhacia la zona de la recepción delhotel. Tuvo que cubrir sus buenoscincuenta metros para llegar a laspuertas de cristal que había al finaldel pasillo y que daban al vestíbulo.Y en lo que a correr se refiere,

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Sánchez era todo lo veloz queparecía. Lo cual equivalía a nada enabsoluto.

Llegó a las puertas de cristal,embistió la que estaba a la izquierday la abrió de un empujón. Invadidopor el pánico como estaba, suspiernas no obedecían lasinstrucciones del cerebro tanrápidamente como él hubieraquerido, así que perdió el equilibrioal atravesar la puerta y cayó al suelodel vestíbulo. Al incorporarse viodetrás de él, en el pasillo, a Angus,que había salido del aseo de

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caballeros y le estaba apuntando conun arma. Sin esperar a verle apretarel gatillo, buscó a toda prisa la mejorvía de escape.

¡bang !Angus salió disparado del aseo

de caballeros sin molestarse enlavarse las manos después de haberinterrumpido la meada a toda prisa.Miró a izquierda y derecha, yentonces vio, a lo lejos, a Sánchezlevantándose del suelo. Era evidenteque el gordinflas había trastabilladoal salir como una exhalación por laspuertas de cristal del fondo. No

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perdió un minuto: sacó la pistola dela trinchera y apuntó hacia el fondodel pasillo, a aquel chorizo imbécilque tantos problemas le habíacausado. Sin tiempo para tomarpuntería, disparó una vez.

¡bang !El cristal de la puerta de la

izquierda estalló en mil pedazos. Labala la atravesó, y dio la impresiónde haber alcanzado quizás a Sánchezen el hombro, porque el muy cabrónse giró después de haberse puesto depie. Si había resultado herido, nopodía ser mucho más que un rasguño,

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porque no se quedó el tiemposuficiente para arriesgarse a recibirotro disparo. Angus vio que huíahacia el pasillo de la izquierda, quellevaba al bar. Se lanzóinmediatamente en pos de él; deninguna manera pensaba consentirque aquel puñetero ladrón se leescapara de nuevo.

Echó a correr por el pasillo ensu persecución. Cuando llegó a laspuertas de cristal, salvó de un brincoel marco de la que había quedadohecha añicos por el disparo yaterrizó sobre un montón de cristales

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al otro lado. Notó que se le clavabanen la bota varios fragmentos yreajustó el salto rematándolo en unaespecie de triple zancada. Cuando yaestuvo seguro de que no pisaba máscristales, se miró el tacón de la botay vio un trozo de vidrio quesobresalía de la misma. Se detuvo uninstante y lo extrajo. Por suerte, eltacón era grueso y el cristal no habíallegado a herirle el pie. Arrojó elfragmento a un lado y vio cómoresbalaba sobre el suelo de mármol yse detenía justo antes de la entradaprincipal, para que más tarde lo

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pisara algún desafortunado.El área de recepción estaba

completamente vacía. No se veía niun alma. Aunque resultaba extrañoque no hubiera recepcionistastrabajando, Angus tuvo en cuenta queél mismo las había advertidorespecto del ejército de zombis quese dirigía hacia allí, y que ademásacababa de disparar un tiro.Aquellos dos factores juntosseguramente tuvieron mucho que vercon el hecho de que no hubiera gentealrededor. Miró frenéticamente a unlado y a otro buscando a Sánchez.

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Aquel saco de grasa le llevaba unabuena delantera.

Su máxima prioridad era atrapara Sánchez. Necesitaba saber dóndehabía escondido sus veinte mildólares, y, si aquello no era posible,matarle sería un buen premio deconsolación. Si consiguierarecuperar el dinero del anticipo,tendría lo suficiente para devolver unbuen pedazo de las deudascontraídas. Y a lo mejor existíatodavía la posibilidad de reclamarlea Nigel Powell los cincuenta mil quele había prometido por liquidar a

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Sánchez. Pero antes tenía quecapturarlo. ¿Dónde diablos se habríametido?

Echó a correr por el pasillo queconducía al bar, pero se llevó lasorpresa de que Sánchez ya se habíaperdido de vista. Tras cincuentametros aproximadamente, el pasilloterminaba en un amplio vestíbulo quetenía el bar a la derecha. Calculó queSánchez debía de haber llegado hastael final y luego se había dirigidohacia el bar.

Cuando llegó al final delcorredor, descubrió una vez más que

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allí no había nadie. Todo estabaabsolutamente vacío porque todo elmundo se había ido al auditorio a verla final. En el bar de la derecha,todas las mesas y sillas estaban sinocupar. Lo único vivo que quedabaera el solitario camarero de la barrapasando la bayeta, un joven rubio deveintipocos años vestido con eluniforme estándar consistente enpantalón negro, camisa blanca ychaleco rojo.

—¿Adónde cojones ha ido? —le rugió.

El camarero no respondió, pero

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ladeó la cabeza hacia una puerta quehabía detrás de la barra. Angusasintió con un gesto y corrió hasta unlado de la barra en que había untablero basculante para dejar entrar ysalir al personal. Levantó el tablero,lo dejó caer sobre el mostrador ycruzó a la carrera por el hueco.Luego, con un poco más de cuidado,empujó despacio la puerta trasera,que conducía a la cocina. Se asomópor ella, atento a una posibleemboscada por parte de Sánchez. Siestuviera al tanto de la legendariacobardía de éste no se habría tomado

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tantas molestias, pero la precauciónera una cosa que había aprendidomuy pronto en su carrera de asesino asueldo.

La cocina también estaba vacía.Todos los empleados se habían ido,probablemente a ver el concurso.Pero habían dejado un desorden deórdago: carritos de comida de dosmetros de altura repartidos por ahísin orden ni concierto, numerosasencimeras todavía atestadas decomida, platos sucios y cubiertos sinfregar. Pero de Sánchez no había nirastro.

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Angus recorrió la estancia conla vista buscando otras vías deescape que pudiera haber tomadoSánchez. La cocina sólo tenía otrasalida: en la pared del fondo, a suizquierda. Se trataba de una puertablanca provista de una ventanaredonda situada a la altura de losojos. Mirando dónde pisaba, fuehasta ella cautelosamente pero conrapidez, sosteniendo la pistola y listopara disparar si Sánchez asomaba lacara. Cuando llegó a la puerta, giróla manilla pero se encontró con queestaba cerrada con llave. Aquello

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podía significar una de dos cosas. OSánchez había huido por allí y habíaechado la llave por el otro lado, locual era poco probable.

O, y esto era mucho másplausible, su presa seguía estando enla cocina. En alguna parte.

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Cuarenta y cinco

Sólo unas horas antes Emily se

sentía bastante cómoda estando en lafinal. Como sabía que los otroscuatro finalistas también habían sidopreseleccionados, se sentía menos

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culpable del mecanismo que la habíallevado hasta allí. No había llegado aconocer razonablemente bien aJohnny Cash, Kurt Cobain, OtisRedding e incluso James Brown,pero ahora que los tres primerosestaban muertos y que el cuarto,James Brown, seguramente era elresponsable de dichas muertes, teníaunos cuantos finalistas que conocer.Freddie Mercury y Janis Joplin semostraron simpáticos y afectuosos, einmediatamente hizo buenas migascon ellos. Además, se sintió bastantesegura de poder ganarles.

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Los dos finalistas nuevos a losque todavía no se había presentadoeran Elvis y el Blues Brother. Enaquel momento, Elvis se encontrabaen el escenario cantando lo mejorque sabía.

Consciente de que necesitabaestar siempre rodeada de otraspersonas por si acaso le echaba elojo encima el asesino, aprovechóaquella oportunidad para presentarseal Blues Brother. Uno o dos minutosantes lo había visto dirigirse a la salaque había detrás del escenario, asíque regresó allí para saludarle.

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Lo encontró solo, sentado enuna de las butacas tapizadas delrincón, comiendo alitas de pollo deun plato de papel que tenía apoyadoen las rodillas. Tenía delante unamesa baja y otra butaca al lado deésta. Como la butaca no estabaocupada, se acercó con la intenciónde presentarse, aunque titubeó unmomento. El Blues Brother aúnllevaba puestas las gafas de sol, demodo que resultaba difícil distinguirsi uno era bienvenido o no.

—Hola, soy Emily —dijosonriendo, y tendiéndole la mano.

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El Blues Brother tenía la bocallena de pollo, y se apresuró a tragarlos últimos trocitos.

—Hola, yo soy Jacko —respondió en tono afable—. No tedoy la mano, si no te importa. Tengolos dedos llenos de grasa.

—Da igual —dijo Emilyretirando la mano que le habíaofrecido—. ¿Te importa que mesiente? —Indicó con una seña labutaca de enfrente.

—No, no. —Jacko depositó enla mesa el plato de papel, que yaestaba vacío a excepción de varios

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huesos roídos, y cogió una servilletapara limpiarse las manos.

Emily tomó asiento.—¿Estás nervioso?Jacko se encogió de hombros.—La verdad es que no. ¿Y tú?—Un poco. —Deseó poder

verle los ojos—. Antes has estadofenomenal.

—Gracias. Tú también. Seguroque llevas mucho tiempo cantando.

—Sí. Me entró el gusanillo depequeña, al ver cantar a mi madre enlocales de actuaciones.

Jacko esbozó una media sonrisa.

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—Nunca se pierde el aroma quele llena a uno la nariz la primera vezque ve actuar a un gran artista, ¿a queno? Si te atrapan en su hechizo, ya note libras nunca de la necesidad dehacerlo tú también, de sentirlo en lospulmones, ese aroma del local que terecuerda aquella actuación, ¿verdad?

—Así es, exactamente.—Sí. Lo sé. Es una lástima que

las personas como Nigel Powell nolleguen a comprenderlo. Powell noes más que un hombre de negociosque intenta recrear ese aroma yvenderlo. Este concurso carece de

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ello. El único olor que tienen aquí esel que proviene directamente de unalata.

—Ya, supongo. Pero seríagenial ganarlo, ¿no?

—¿Tú crees?—Pues sí. ¿Tú no?—Bueno, ganar siempre es

agradable. Pero si uno no gana,tampoco se acaba el mundo.

Emily no terminaba de entendera aquel tipo.

—Vale, ¿y lo del dinero? Tenerese dinero sería estupendo, ¿no teparece?

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Jacko terminó de limpiarse lasmanos y volvió a dejar la servilletaen la mesa.

—¿Por eso estás tú aquí? ¿Porel dinero?

—Bueno, no. No es sólo por eldinero.

—También por la fama,¿verdad? —No había nada agresivoen su manera de hablar. Simplementedaba a entender que el hecho de queEmily persiguiera la fama y lafortuna era algo banal.

—No me malinterpretes —dijoella a la defensiva—. El

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reconocimiento estaría bien, pero eldinero es importante. Es para mimadre. Está muy enferma, y esedinero le vendría muy bien.

Jacko sonrió y afirmó con lacabeza.

—Claro. Entiendo lo quequieres decir. La familia esimportante. Hay que cuidar de ella,aunque sea necesario arriesgar losvalores que tiene uno, ¿no?

—¿A qué te refieres con eso dearriesgar mis valores? —Emilysintió un rubor que empezaba acaldearle las mejillas.

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Jacko hizo un gesto con la manoseñalando el entorno, comoqueriendo indicar el auditorio enteroy todo lo que contenía, tanto personascomo objetos.

—¿Realmente para estoempezaste a cantar? —preguntó—.¿Para poder ganar un concurso detalentos y ganar dinero fácil?

—Eres bastante directo, ¿no?—No pretendo ofenderte.

Únicamente te pregunto si es por estopor lo que te metiste en la música.

—Bueno, es esto o hacer giraspor bares y locales ganando justo lo

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suficiente para ir tirando, ¿no?Jacko se quitó las gafas de sol.—Ésa es una manera muy digna

de ganarse la vida —dijo, sonriente.—En efecto. Pero así es

imposible hacerse rico, ¿no?—Así que estás aquí por el

dinero.Emily meneó la cabeza

negativamente y sonrió. El tal Jackoera un guasón.

—A veces lo parece, sí —admitió en voz baja—. Pero para sersincera debo decir que me encantaactuar frente a un público. ¿Qué

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excusa tienes tú? ¿Por qué cantas?Jacko dejó la vista perdida en el

techo.—Me he perdido. Se me ha

olvidado por qué me metí en lamúsica de entrada. Esto de aquí, esteconcurso, no es más que un atajopara conseguir dinero y adulación.No es exactamente dejarse el pellejo.

—De modo que es comovenderse, ¿no? —apuntó Emily entono irónico.

—Eso es exactamente lo que es.—¿Así que tú prefieres tocar en

locales?

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Jacko suspiró.—Sí. Me encantaría volver a

tocar en locales. Bares llenos dehumo, ahí es donde se opera lamagia. Actuar lo justo para poderpagarte la siguiente comida, sabiendoque, si la cagas, tu público te lo va ahacer saber. —Señaló el auditorio—. Ese público de ahí fuera seríacapaz de aplaudir a un mono tocandoel banjo, sólo con que tuviera unahistoria triste que contar. Pero tocaren locales nocturnos, eso sí que esauténtico.

Tenía razón, y Emily lo sabía.

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—Coincido contigo —le dijo—. Aquéllos fueron los mejoresmomentos de mi vida, cuandotrabajaba en locales nocturnos. Meencantaría volver algún día y cantarmis propias canciones, ¿sabes? Sinimitar a otro artista. Seríamaravilloso. A lo mejor, si lo hagobien aquí, me surge esa oportunidad.Pero por el momento, la gente quiereverme hacer de Judy Garland.

—Así que te estás vendiendo.—Como hacemos todos, ¿no?—Sí, en efecto. Pero las joyas

de la familia sólo se pueden vender

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una vez.—¿Cómo es eso?—Una vez que te vendes, ya no

hay posibilidad de dar marcha atrás.No podemos recuperar lacredibilidad que nunca hemos tenido.

—Yo me he dejado el pellejotrabajando en locales nocturnos —replicó Emily a la defensiva.

—Yo también, pero fíjate cómoestamos ahora. Imitando a otrosartistas. No es precisamente asícomo tenía previsto que sedesarrollase mi carrera. Mírame. Soyel perdedor por antonomasia. Los

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propios Blues Brothers eran pocomás que un grupo que rendía tributo aotros, y aquí estoy yo, encarnando aun artista que ya imitaba a otro. Es lomás bajo que se puede caer, ¿nocrees?

Hablaba como si realmentelamentase la trayectoria que habíanseguido las cosas en su caso. Porprimera vez, Emily empezó areflexionar sobre el hecho de queella había renunciado al sueño de seruna cantante por derecho propio paralanzarse a por la pasta encarnando aJudy Garland. Si ganaba aquel

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concurso, así es como la recordaríanpara siempre. Si se hacía famosa porser la estrella de un reality, jamásobtendría credibilidad por nada más.Sería siempre la chica que cantabacomo Judy Garland. Pero aquél erael precio que iba a tener que pagarpor alcanzar el éxito que deseaba.Era absurdo deprimirse por ello.

—No todo es negativo, Jacko—dijo, intentando aportar optimismo—. Si ganas, podrás hacer realidadtodos tus sueños. Podrías volver acantar en locales, y no tendrías quepreocuparte nunca más por el dinero.

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Jacko volvió a ponerse las gafasde sol.

—Sabes, los sueños sí se hacenrealidad, Emily —repuso al tiempoque se ponía de pie—, pero no songratuitos. —Le sonrió y añadió—:Tengo que refrescarme un poco,salgo a escena dentro de un minuto.Ha sido un placer conversar contigo.

Emily rememoró laconversación que había tenido conKid Bourbon. Éste había dicho que elganador del concurso estaríavendiendo su alma al diablo. Ahoracomprendió lo que había querido

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decir. Era en sentido metafórico,obviamente.

¿O no?

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Cuarenta y seis

Elvis estaba de pie frente a los

jueces, mirándolos por turnos a lostres. Acababa de llevar a cabo lamejor interpretación de su vida delte ma Eres el diablo disfrazado y

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estaba aguardando la reacción deljurado. Probablemente estaba másnervioso de lo que había estadonunca. Que era muy poco.

El plan inicial consistía eninterpretar la canción con un pocomenos de calidad, para así dar aJulius mayores posibilidades deganar el concurso con su imitación deJames Brown, pero cuando llegó lahora de la verdad pensó: «Que sejoda Julius.» Ni siquiera le caía bienaquel tipo. ¿Por qué iba a darle nada,sólo porque supuestamente fuera elapóstol número trece y fuera a librar

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a aquel hotel de todos los putoszombis devoradores de carne quehabía fuera? Diablos, los demásfinalistas no iban a ponerle las cosasfáciles, de modo que ¿por qué iba aponérselas el Rey? Además, siefectivamente los no muertosinvadían el hotel, él era una de laspersonas que casi seguro saldrían deaquélla de una sola pieza. A lo largode su vida había visto vampiros,hombres lobo y ahora zombis, yhabía sobrevivido a todos ellos,pequeña. Seguía de una pieza, y sindespeinarse.

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Como el profesional que era, lohabía dado todo en la actuación. Lavoz estuvo en su sitio, el giro decaderas enloqueció a las féminas delpúblico, y la sonrisa… bueno, lasonrisa era toda suya. El primermiembro del jurado que hizo uncomentario fue Candy. Se inclinóhacia delante estrujando los senoscon tanta fuerza que casi se entablóuna pelea por ver cuál de las doscosas se salía antes: los ojos deElvis o los pezones de ella.

—Elvis, cariño, me parece queme he enamorado de ti. Has estado

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simplemente fantástico. Tengo quedecirte que, con esos movimientos debaile, a todas las mujeres queestamos aquí se nos han aflojado lasrodillas. Felicidades. En mi opinión,¡tienes todas las de ganar esteconcurso!

La multitud prorrumpió enaplausos y pataleos, y el ruido sólocesó cuando empezó a hablarLucinda.

Mostró idéntico entusiasmo:—Eres el mejor, Elvis. ¡Eres el

mejor! —gritó, al tiempo que agitabala cabeza de un lado para otro y

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señalaba el escenario con las manos.Una vez más, el público rompió

a aplaudir.Quizá resultaba inevitable que

los únicos comentarios negativostuviera que hacerlos Nigel Powell,que estaba representando muy bien supapel de juez muy pocoimpresionado.

—En fin, no ha estado mal —empezó, lo cual le valió algunosabucheos del público—. Insisto, noha estado mal. Imitadores de Elvislos hay a patadas en los localesnocturnos. Ha estado bien, sí, pero

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no creo que haya sido suficiente paraganar este concurso. Lo cierto es queen realidad no te mereces estar eneste escenario con los otrosfinalistas. Pero te deseo buena suerte.

Elvis se dirigió hacia el lateraldel escenario con su garbo desiempre, despidiéndose del públicocon la mano y lanzando besos a todamujer guapa con la que pudoestablecer contacto visual. Una vezdetrás del telón, se sintió ligeramentesorprendido, por no decirdecepcionado, de ver que Sánchezhabía desaparecido. «¿Me habrá

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visto cantar este gordo cabrón, por lomenos? ¿O se habrá dado el piro aalguna parte a zamparse unaenchilada?»

Decidió quedarse un rato detrásdel cortinón rojo para esperar a quevolviera Sánchez. Se anunció laentrada de Freddie Mercury, el cualsaltó al escenario todo contento paraactuar. Justo en aquel instanteapareció al lado de Elvis la chicaque encarnaba a Judy Garland y letocó apenas el brazo para reclamarsu atención.

—Hola, soy Emily. Sólo quería

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decirte que en mi opinión has estadogenial —le dijo—. Tienes una voz delo más potente y una forma demoverte realmente maravillosa. ¿Tesale improvisado, o es que ensayasmucho?

Elvis se encogió de hombroscon un ademán de despreocupación.

—Es todo improvisado.—¿Pues sabes quién opina de

verdad que eres genial? —le dijoEmily tocándolo otra vez en el brazo.

—¿Quién? —En líneasgenerales, Elvis estaba convencidode que todo el mundo lo consideraba

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genial. Y en líneas generales estabaen lo cierto.

—Janis Joplin —susurró Emily.—¿Cómo?—Me parece que le gustas.—¿Sí? ¿Y dónde está?—Ahí detrás. ¿Por qué no te

acercas a saludarla?—¿Estás de coña?Emily se echó a reír.—No, pero es que a ella le da

un poco de apuro acercarse a tiporque, bueno, ya sabes, tiene eseproblema.

—¿Qué problema?

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—Lo de los tics nerviosos. Nose le da muy bien conocer a gentenueva. Incluso me ha llamado a mí…—Emily se sonrojó— una palabratotalmente impropia de una señoritacuando la he felicitado por suactuación.

—Ah, ya. Eso. Bueno, la verdades que me gustan las mujeres quedicen tacos. —Detrás de ellos estabaFreddie Mercury dando comienzo auna impresionante interpretación deltema de Queen ¿Quién quiere vivirpara siempre?

—Estupendo —dijo Emily—.

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¿Quieres que te la presente yo?—Perfecto. Tráetela aquí.Emily desapareció camino de la

sala situada tras el escenario y dejó aElvis viendo la actuación delconcursante que encarnaba aldesaparecido vocalista de Queen. Yahabía finalizado su interpretación yestaba de pie ante los jueces cuandoregresó Emily acompañada de JanisJoplin, con cara de estar nerviosa. AElvis le gustó su aspecto físico; teníaun poco pinta de chiflada, y a pesarde que parecía más bien tímida,Elvis sabía que en cuanto abriese la

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boca empezaría a salir por ella todaclase de guarradas. Justo la clase dechica que le gustaba a él.

—Hola otra vez, Elvis —dijoEmily, sonriente—. Por cierto, ¿cuáles tu verdadero nombre?

—Elvis.—Vaya. Qué práctico, ¿no?—Supongo. —No había duda:

aquel tío exudaba una pachorraincreíble.

—Bueno, quisiera presentarte auna amiga mía, Janis Joplin.

Elvis advirtió que Janis estabatremendamente nerviosa por

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conocerlo. Pero como con lasmujeres se sentía tan seguro de símismo como con todo lo demás, seadelantó y le tomó la mano izquierda;se la llevó a la boca y le plantó unligero beso en el dorso.

—Encantado de conocerte,Janis. ¿Cuál es tu nombre auténtico?

—¡coño ! —chilló Janis.Elvis frunció el entrecejo.—Ya es mala suerte llamarse

así. ¿En qué estaban pensando tuspadres cuando te pusieron esenombre?

—No, no, perdona —balbució

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Janis—. Me llamo Janis. No ha sidomi intención que… que… eso. No esmás que una reacción nerviosa.

—Bueno, pues estoy encantadode conocerte —repitió Elvismirándola a los ojos.

—Yo también estoy encantadade conocerte, ¡imbécil !

En eso intervino Emily en elincipiente cortejo:

—Chist —susurró—. El juradoestá comentando la actuación deFreddie Mercury.

Los tres jueces estaban dando suaprobación, y Powell incluso llegó a

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decirle a Freddie que había sido elque mejor lo había hecho hasta elmomento.

—Vaya —dijo Emily con airepensativo—. Sí que les ha gustado,¿no?

Elvis la miró y se le ocurrió queera una joven dulce, inocente ysumamente agradable. No era su tipo,por supuesto —a él le gustaba muchomás Janis Joplin, con aquella lenguatan sucia que tenía—, pero no pudoevitar alegrarse de que hubierallegado a la final y no hubiera sidoasesinada por Gabriel. Al menos de

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momento.—¿Sabes una cosa, Emily? —le

dijo—. Llevas razón.—Gracias —contestó ella,

aturdida por aquel súbito cumplido.—¡puta ! —chilló Janis, e

inmediatamente trató de arreglarlocon un «perdón».

Elvis esbozó una sonrisasatisfecha. Janis era realmentedivertida. Decididamente, su tipo demujer. Sin embargo siguió mirando aEmily varios segundos más, porqueno quería que Janis viera que leresultaba gracioso su problema. Una

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vez más, volvió a exhibir su encanto:—Bueno, Emily, por muy bien

que lo hayamos hecho tanto Janiscomo yo, y aunque aquí, el FreddieMercury al parecer lo haya bordado,sigo pensando que la ganadora vas aser tú. Si eres tan buena como dicentodos, vas a arrasar.

Emily le dio las gracias con unasonrisa y se frotó la frente.

—Gracias, pero tengo un dolorde cabeza que me parte.

Janis alzó una mano y se la pusoen la frente.

—¡Mierda! Tienes un chichón la

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puta de grande. ¿Qué te ha pasado?—Si quieres saberlo, es por los

golpes contra el suelo que me hadado un tío que intentaba matarme.

Elvis sintió un escalofrío en lacolumna vertebral. Así que ¿Gabrielhabía intentado cargársela?

—¿Cómo ha sido? —lepreguntó.

—Un motero enorme, con lacabeza afeitada, que intentabamatarme, pero antes de que pudierarematar el trabajo acudió en mirescate otro tío y le pegó un tiro.Para serte sincera, todavía estoy un

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poco aturdida por todo esto, y nosólo por haberme golpeado la cabezacontra el suelo.

—Oh. —La fría reacción deElvis ocultaba la sensación dedesconcierto que le había producidoaquel nuevo giro de losacontecimientos. De modo queGabriel estaba muerto y Sánchezdesaparecido. Había que ponerse apensar. ¿Qué estaba ocurriendo?Mientras acariciaba el culo a JanisJoplin, le vino otro interrogante a lacabeza: ¿llevaría bragas Janis?

Mientras Elvis buscaba las

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respuestas a todas aquellasimportantes preguntas, FreddieMercury abandonó el escenario y sereunió con ellos. Llevaba una anchasonrisa en la cara y no podíadisimular la emoción que queríacompartir con ellos.

—¿Qué, lo habéis oído? —lespreguntó—. ¡Me han dicho que hastaahora soy el mejor!

—Me alegro por ti.Enhorabuena —le dijo Emily.

—¡gilipuertas ! —chilló Janis.—Dice que eres muy bueno —

tradujo Elvis en defensa de Janis.

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—Gracias —contestó Freddie—. Bueno, ¿y a quién le toca ahora?

Elvis miró alrededor.—Se supone que al Blues

Brother. Pero no se le ve por ningunaparte.

Miró fijamente a Emily unosinstantes, y después agregó en vozbaja:

—No habrá desaparecidotambién, ¿no?

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Cuarenta y siete

Angus el Invencible barrió la

cocina con la mirada. Estaba hechaun desastre, como si la hubieraabandonado todo el mundo en unsimulacro de evacuación de

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incendio. Carros con ruedasdesperdigados por ahí, utensilios decocina tirados por las encimeras.Todo estaba sucio de restos decomida, salsas y harinas. Tambiénhabía carritos con bandejasabandonados sin orden alguno, y portodas partes flotaba un olor a muertoque lo impregnaba todo, aunque lomás probable era que fuera de carnepodrida.

Sin embargo, el estado en quese encontraba la cocina no teníaimportancia. Para Angus, loprimordial era averiguar el escondite

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de aquella comadreja de Sánchez. Loúnico que tenía que hacer eraquedarse quieto un momento, miraren derredor y escuchar. Con un pocode suerte, su presa revelaría suparadero por sí sola.

Y así lo hizo.En el rincón de enfrente, como a

unos diez metros de donde estaba él,Angus vio una puerta grande ymetálica que daba la impresión deser la de una cámara frigorífica. Enla primera inspección visual no lehabía prestado atención, porquesuponía que Sánchez no iba a ser tan

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idiota como para esconderse en unlugar que era obviamente un callejónsin salida. Pero entonces se acordódel porrazo que se dio en la cabezael muy imbécil solo, mientrasintentaba disparar una pistola, y leresultó totalmente lógico. Sánchezera un bufón, y sin duda alguna lobastante memo para esconderse en unrecinto cerrado que sólo tenía unapuerta para entrar y salir.

Fue entonces cuando reparó enla prueba decisiva. En el suelo,frente a la puerta metálica, había unpequeño charco de sangre. Al

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mirarlo más de cerca vio un regueroque iba hasta la puerta por la quehabía entrado, procedente del bar.Debía de haber herido a Sánchez aldisparar en dirección a las puertas decristal del vestíbulo. El reguero seextendía desde la puerta del bar hastael charco, y allí se interrumpíabruscamente.

«Lástima que resulte tan fácil»,pensó con una sonrisa.

Acto seguido, pisando con sumocuidado, siguió el rastro de sangreprocurando no hacer ruido. Al llegara la puerta de la cámara se inclinó

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hacia ella y pegó el oído al fríometal. Dentro no se oía nada.Entonces asió la gran manivelametálica y tiró de ella con suavidad.Llevaba un muelle interior, de modoque se alzó sola y la puerta se abrióligeramente. Angus fue más cautelosotodavía, porque existía la posibilidadde que Sánchez estuviera armado.Muy despacio, manteniéndose fuerade la trayectoria de cualquier ataque,agarró la manivela y abrió la puertadel todo.

Nadie salió a la carga. Ladeó lacabeza y escuchó. Nada. Rodeó la

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puerta y se plantó delante de laentrada, apuntando con la pistola a loque, a juzgar por la temperaturareinante, era sin lugar a dudas unacámara frigorífica.

Dentro flotaba una ligeraneblina que dificultaba ver connitidez, pero aun así distinguió tresarmarios con estantes que iban desdeel suelo hasta el techo, repletos decajas y bolsas de comida y separadospor pasillos. Las paredes estabanmojadas por efecto de lacondensación, y toda la cámaraestaba inundada de una humedad

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incómoda y pegajosa. Había tambiénvarios cerdos abiertos en canal,colgados del techo. Pero de Sánchez,ni rastro. Angus examinó el suelo yvio que el reguero de sangrecontinuaba hacia el pasillo del fondoa la izquierda. Era lo que cabíaesperar, porque era la zona de lacámara que estaba más lejos de lapuerta.

Fue muy despacio hasta elarmario de la izquierda y se asomópor el filo del mismo. Había unalarga hilera de cerdos sin cabeza,colgando del techo. El rastro de

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sangre proseguía hasta más allá. AAngus le dio por pensar que aquellasangre tenía algo raro; no daba laimpresión de haber ido goteando deuna persona que estuviera caminandoo corriendo, sino que se extendíaformando una línea sininterrupciones, como si Sánchez sehubiera arrastrado por el suelo bocaabajo. Se acercó con cuidado alprimer cerdo abierto en canal a lavez que hacía presión con el dedo enel gatillo de la pistola. En aquellaparte de la cámara el hedor eraespecialmente repugnante. Sin duda

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procedía de carne en estado dedescomposición que llevabademasiado tiempo allí, aunque teníaque estar pasada de verdad parasuperar el efecto de la congelación.O eso, o Sánchez se había cagado enlos pantalones.

El pasillo tenía poco más decinco metros de largo. A Sánchez nose le veía por ningún lado. Sin dejarde mirar a un lado y a otro por sisufría una emboscada, Angus siguióel rastro de sangre hasta que éste seinterrumpió de repente a escasadistancia del final del pasillo. Se

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detuvo y miró alrededor. Parahaberse interrumpido el reguero desangre, Sánchez debería habersesubido a algo. Los estantes de uno yotro lado estaban llenos de cajasapiladas. Contra la pared del fondo,sobresaliendo por detrás de la últimacaja del estante más bajo de todos,apareció exactamente lo que estababuscando Angus: un par democasines relucientes. Al acercarseun poco más se dio cuenta de que elpropietario de los mismos losllevaba todavía puestos.

Rodeó el último cerdo muerto y

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se plantó de un salto delante de loszapatos, con el arma apuntada y listapara disparar. Pero lo que encontróno era lo que esperaba. Bajó lapistola, con gesto ceñudo ycompletamente perplejo por lo quevio. El propietario de aquelloszapatos era un hombre, pero yaestaba muerto. Y medio congelado,además. Y no era Sánchez. Entonces,¿quién coño era? Tenía toda la caramanchada de sangre congelada, quele llegaba hasta la barbilla, pero quehabía quedado frenada por unpañuelo que llevaba anudado al

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cuello. Angus hurgó en el interior dela americana gris del muerto yencontró un permiso de conducir. Losacó y lo examinó atentamente enmedio de la neblina helada. El rostrode la foto coincidía con la caradestrozada y ensangrentada delcadáver.

—Pero ¿quién cojones es JonahClementine? —susurró en voz alta.

Apenas había terminado dehacerse dicha pregunta cuando depronto se cerró la puerta de lacámara con un fuerte golpe.

«¡Mierda! ¡Sánchez!»

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Sánchez se había escondidocomo un conejo bajo una de lasmesas metálicas con ruedas quehabía en la cocina. Había encontradouna cubierta por un mantel quecolgaba por los cuatro lados de lamisma y llegaba casi hasta el suelo, yse había colado debajo de ella. Paraalivio suyo, el mantel lo tapó entero,salvo los pies. Así y todo, solamentese los verían si alguien se agachabapara inspeccionar.

Para él fue un alivio enorme queAngus sucumbiera por fin a lacorazonada y siguiera el reguero de

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sangre que llevaba hasta el interiorde la cámara frigorífica.

Durante unos instantes de terrorno tuvo nada claro qué iba a haceraquel sicario vengativo. Sánchez noera una persona inteligente, y desdeluego nadie lo había descrito nuncacomo habilidoso. Furtivo, sí.Traicionero y poco de fiar, seguro.Dado a escabullirse, sin ningúngénero de duda. Pero ¿habilidoso?Qué va.

Había visto el reguero de sangrey había apostado a que Angus loseguiría hasta el interior de la

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cámara. Por fin una de sus apuestasle salía bien. Cuando su vida corríapeligro, su capacidad paraescabullirse casi de cualquiersituación alcanzaba niveles degenialidad reservados tan sólo atipos de la altura de Einstein.

Naturalmente, sus momentos degenialidad por lo general ibanseguidos de una abrumadorasensación de engreimiento y de unpoderoso deseo de alardear, la cual,tal como había demostrado lahistoria en numerosas ocasiones,prácticamente siempre iba seguida de

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un escarmiento. Era una lección queno había terminado de aprender conel paso de los años.

Salió de su escondrijo, seacercó de puntillas hasta la puerta dela cámara y la cerró de golpe. A lolargo de la prolongada y anodinacarrera que venía desarrollando en lazona marginal del sector de lahostelería, con frecuencia se habíatopado con cámaras frigoríficascomo aquélla, y sabía que, poralguna razón, nunca se podían abrirdesde dentro. No tenía la menor ideade por qué. ¿Sería por si acaso los

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alimentos cobraban vida por la nochee intentaban escapar? ¿Quién sabía?Fuera como fuese, era algo queagradecía enormemente. Del otrolado de la puerta metálica le llegó lavoz de Angus pronunciando unaúnica palabra:

—¡Joder!Sánchez, triunfante, le gritó

desde su lado de la puerta:—¿A que te he dejado helado,

gilipollas?De inmediato la voz

amortiguada del asesino le contestócon otro grito:

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—¡Estás muerto, saco demierda!

—¡Vamos, tío, no seas tan frío!Incapaz de contenerse y dejar de

refocilarse y de hacer chistes malos,Sánchez se arrancó con un baile decaderas que normalmente reservabapara la intimidad de su casa.Incorporó además un surtido demuecas de burla dirigidas a la puertade la cámara, regodeándose en elhecho de haber sido más listo que unasesino mundialmente famoso. Nopodía evitarlo, su regocijo estabacargado de más engreimiento y

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autobombo si cabe porque sabía queAngus se encontraba al otro lado deuna puerta de acero cerrada a cal ycanto y no podía hacer nada alrespecto.

¡bang !Sánchez vio saltar una chispa de

la manivela de la puerta y oyó unleve chasquido. Al otro lado, Angusestaba disparando a la cerradura.

«¡Joder!»El baile triunfal se acabó de

repente. Sánchez se lo pensó mejor yechó a correr como alma que lleva eldiablo.

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Cuarenta y ocho

Jacko estaba en la sala de atrás,

haciendo inspiraciones profundas afin de prepararse para su inminenteinterpretación de Mustang Sally.Llevaba puestas las gafas de sol

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oscuras de Kid Bourbon, el sombrerodel imitador de Frank Sinatra y untraje que había pertenecido a alguienque seguramente estaba muerto.Estaba solo; todos los demás sehabían buscado un sitio mejor paraver actuar a los finalistas. Mientrascontaba los segundos que faltabanpara salir a escena, por finreapareció Kid Bourbon por unapuerta situada al fondo de la sala.

—Estaba empezando a pensarque te habías ido a casa —comentóJacko.

Kid fue hacia él llevando en la

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mano derecha una elegante guitarraFender de color negro.

—Toma —rugió al tiempo quele tendía el instrumento—. Usa esto.

Jacko cogió la guitarra con lasdos manos.

—Estarás de coña, ¿no?—Puedes tocarla en la final.—Pero si no es necesario. Esta

vez me van a poner una pista deacompañamiento de karaoke. Nisiquiera necesito la armónica.

—Esta vez no vas a cantarMustang Sally.

—Claro que sí.

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—Prueba. A ver cuánto durasvivo.

Aquella voz le raspó losnervios a Jacko igual que un puñadode grava sobre una superficie reciénpintada. Apoyó la guitarra en el sueloen posición vertical, con el mástildescansando sobre su piernaizquierda para que no se cayera. Acontinuación se quitó las gafas de soly miró a Kid a los ojos.

A ver, tenía entendido quequerías que yo ganase este concurso.Ya casi me sé la mitad de la letra deMustang Sally. ¿Para qué voy a

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cantar ahora otra cosa? ¡Mierda, tío,tengo que salir al escenario dentro deun minuto!

—He anulado la pista dekaraoke. Esta vez vas a tocar un solode guitarra.

Jacko se guardó las gafas en elbolsillo delantero de la americananegra y levantó la guitarra para verlabien.

—¿Está afinada, por lo menos?—se quejó.

—¿Cómo cojones voy a saberloyo?

Jacko cogió la bandolera negra

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de la guitarra y se la pasó por lacabeza para que le quedase colgandosobre el hombro. Seguidamente tocóun acorde y empezó a girar lasclavijas que sujetaban las cuerdas.

—¿Lo ves? Te sale con todanaturalidad —dijo Kid dándole unapalmada en el hombro.

Jacko dejó escapar un gruñido.—Joder, tío, éste es el peor

plan del mundo.—Puede. Pero si sale bien,

estamparás tu nombre en el contrato.—Y a ti te gustaría, ¿a que sí?—Sí.

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—¿Y si pierdo?—Te mataré.—Bien. Entonces no me

presiones, ¿vale?—Ponte las gafas. Te queda un

minuto.Jacko sacó las gafas del bolsillo

y se las volvió a poner.—Bueno, ¿y qué voy a cantar?

Ya les he dicho a los organizadoresque iba a interpretar otra vezMustang Sally.

Kid metió la mano en el interiorde la cazadora como si fuera a sacaruna pistola, sólo que esta vez sacó un

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C D . Grandes éxitos de los BluesBrothers. Lo sostuvo delante de lacara de Jacko y señaló con el dedo lalista de temas que figuraba en laparte de atrás.

—La pista tres.Jacko recorrió la lista con la

mirada, se detuvo en la pista númerotres y leyó despacio el título.Entonces miró a Kid por encima delas gafas de sol.

—Eres un hijo de puta.—Sí.

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Cuarenta y nueve

Emily estaba ansiosa por salir a

escena a actuar. A continuación letocaba el turno a Jacko, y el últimode todos sería James Brown, comocolofón. Estaba segura de poder

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superar a los tres concursantes que lahabían precedido. Janis Joplin habíasido un desastre total. Elvis yFreddie Mercury habían estadoimpresionantes, pero si estaba enforma, tenía la plena seguridad depoder ganarles. No le cabía dudaalguna de que James Brown iba asuponer una seria amenaza para susposibilidades de ganar el concurso,aunque no necesariamente por lo bienque cantaba. El Padrino del Soul erasumamente peligroso y muy capaz desacarle un arma, no era precisamenteel tipo con el que una quisiera

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tropezarse en un pasillo oscuro. Lavariable desconocida era el BluesBrother, Jacko, que estaba a punto desalir al escenario. De hecho, NinaForina ya estaba en el centro delentarimado, preparada paraanunciarlo.

—Señoras y señores —retumbósu voz una vez más por todo elauditorio—, les ruego que recibancon un fuerte aplauso a nuestro cuartoparticipante de la final. Interpretandoel tema Mustang Sally, les presentoa… ¡el Blues Brother!

El público obsequió a Jacko

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con una rendida ovación y hasta unoscuantos aullidos lobunos. Suactuación anterior, con la armónica,había sido extraordinariamente bienrecibida, sobre todo cuandoconsiguió que el público loacompañase un poco coreando lacanción. De modo que, cuando subióal escenario con una guitarra negraen bandolera sobre el hombro, losaplausos duplicaron su volumen y lossilbidos quedaron ahogados por losvítores y los pataleos. Emily locontemplaba mientras un técnicoconectaba la guitarra a un

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amplificador, y se dijo que si la vezanterior se había sentido presionado,ahora debía sentirse diez veces peor.Aunque él le había asegurado que noestaba nervioso, tenía que estarlo porfuerza. Todos se enfrentaban a unaactuación importante, y ésta tenía elpotencial de cambiarle a uno la vidapara siempre.

Cuando por fin fueron cediendolos aplausos, lo que siguió fue… unsilencio. No acababa de oírse lamúsica de acompañamiento, losaltavoces repartidos por el auditoriopermanecieron mudos.

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Jacko se acercó al micrófonocolocado bajo el foco que iluminabael centro del escenario y habló envoz baja.

—Esto… en el último minuto hedecidido interpretar un tema distinto.—Se aclaró la garganta al tiempoque comenzaba a elevarse un gravemurmullo de entre el público—.Además, voy a cantar sinacompañamiento, pero —miró haciael foso de la orquesta que teníadelante— si alguien de la bandadesea sumarse, por mí encantado.

Emily se quedó boquiabierta.

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¿Había perdido el juicio? El públicopareció hacerse eco de su mismaopinión. Los murmullos seincrementaron, y en el foso de laorquesta situada frente al escenariolos músicos se miraron los unos a losotros con expresión de perplejidad yse prepararon para tocar por si acasosurgía la oportunidad.

Y entonces Jacko empezó atocar la guitarra.

Se le veía nervioso, y eraevidente que estaba muy concentradoen puntear lentamente las cuerdas. ¿Yqué rayos estaba tocando?

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Emily vio que se congregabanalrededor de ella los otros finalistassupervivientes, todos picados por lamisma curiosidad. El espectáculo erafascinante. ¿De verdad aquelindividuo, el Blues Brother,pretendía echar por tierra todaposibilidad de ganar? ¿O se tratabade una treta excepcionalmente hábilpara ganarse al público, y tal veztambién a los jueces?

Después de tocar unos cuantosacordes bastante decentes ante losatónitos espectadores, Jackoacometió los primeros versos de la

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canción.

Vamos,gente, vamos a ir

todos…

Emily reconoció la melodía,

aunque no estaba muy convencida, yno era la primera vez que le ocurría alo largo de aquel concurso, de que laletra fuera aquélla. Había oído aqueltema muchas veces en diversosbares, interpretado normalmente porcantantes que homenajeaban a los

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Blues Brothers. Se titulaba SweetHome Chicago. Y así lo confirmóJacko al llegar al final del primerverso:

Otra vez a ese suciolugar

que llamanChicago…

A Jacko podían faltarle otras

muchas cosas, pero desde luego no lefaltaba temple. Continuó tocando su

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guitarra y cantando de manerabastante competente. Sin embargo, noestaba generando el mismo grado deentusiasmo en el público que habíagenerado al interpretar MustangSally. Pero a los espectadores lesgustó, aunque sólo fuera por suexcentricidad; no iban a abuchearle amenos que cometiera algunasoberana tontería.

Freddie Mercury dio laimpresión de hablar por todoscuando dijo, en un susurro forzado:

—¿Qué cojones está haciendo?—Está cantando Sweet Home

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Chicago —contestó Emily.—Joder, eso ya lo sé, pero todo

no es salir a cantar con una guitarra.¿En qué estaría pensando? Este tío laha cagado.

Emily recorrió con la mirada alos demás finalistas preguntándosequé opinarían de aquello. Estabantodos excepto James Brown. Éstehabía desaparecido de nuevo, graciasa Dios, y todavía no había vuelto.Elvis y Janis seguían estando allí,aunque en realidad no prestabanmucha atención; parecían másabsortos el uno en el otro que en lo

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que estaba teniendo lugar en elescenario. Elvis le estaba susurrandoalgo al oído a Janis, y ésta se volviópara mirarlo con el ceño fruncido,como si no lo hubiera oído bien. Alfinal Elvis suspiró, tomó aire y gritóa pleno pulmón:

—¡Digo que si te apetece ir aalgún sitio a echar un polvete!

Emily vio que Janis afirmabafrenéticamente con la cabeza y lerespondía al Rey con una sonrisa deoreja a oreja. Acto seguido, los dosdesaparecieron a toda prisa endirección a la sala de atrás. Emily

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rió para sus adentros y despuéssiguió viendo cómo se «suicidaba»Jacko sobre el escenario.

Jacko llevaba aproximadamenteun minuto cantando cuando derepente ocurrió algo inesperado. Enel foso de la orquesta, el bateríacomenzó a añadir un poco depercusión de acompañamiento con eltambor pequeño. Aquello actuó amodo de catalizador para que losdemás miembros de la orquesta seanimasen a hacer lo mismo. Tras ladesilusión que habían sufrido alenterarse de que sólo iban a tocar

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para dos de los finalistas, lainvitación que les había hecho Jackoles levantó el ánimo. El pianistacomenzó a acariciar las teclas de supiano de cola y a continuación se lesumó uno de los saxos, seguido porel otro guitarrista, Pablo, e incluso unpar de violines. Gradualmente, todoslos sonidos fueron tomando cuerpo eintensidad, haciéndose eco de laguitarra de Jacko y armonizandotambién con la voz. Al cabo de unossegundos, la orquesta entera estabaacompañándolo con considerablebrío.

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La introducción de la orquestahizo que el público cobrara vida depronto, y de nuevo el auditorio enterose puso en pie, dando palmas ysiguiendo con el cuerpo el vaivén dela música. Emily contemplóestupefacta cómo iba creciendo laseguridad de Jacko. Éste empezó arasguear la guitarra con fuerza, suscaderas comenzaron a moverse y suvoz se hizo más fuerte y más firme.Cuando la canción llegó alprolongado solo instrumental, sepuso a actuar a modo de director dela orquesta haciendo gestos de

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asentimiento con la cabeza a todo elque deseara hacerse cargo de lamelodía. Primero fueron los saxos ylas trompetas, luego el piano,después Jacko de nuevo, arrancandoun largo gemido a su guitarra robada.

Y al público le encantó.Emily, sin poder evitarlo,

seguía la música con los pies. Ellatambién estaba divirtiéndose. Lepasó por la cabeza la idea de que alo mejor Jacko podía resultar unrival duro de roer, pero se recordóseriamente a sí misma que lo únicoque podía hacer era interpretar su

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tema lo mejor posible y esperar quebastara con aquello.

Justo cuando el Blues Brother yla orquesta iniciaron un crescendoque sin duda indicaba que habíanllegado al clímax de la canción,Emily sintió que la agarraban delbrazo derecho. Sobresaltada, se diola vuelta y se encontró con KidBourbon, que la tenía asida confuerza.

—Quiero hablar con usted —dijo Kid lacónicamente.

—Eh… está bien.Kid señaló con la cabeza a

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Freddie Mercury.—En privado.Era muy probable que Kid le

hubiera salvado la vida, de maneraque era justo que le concediera unminuto de su tiempo. Kid, sin soltarleel brazo, la obligó a descender losescalones y a salir al pasillo quehabía por detrás del escenario.Después se la llevó un poco másadelante, para que no los viera ni losoyera nadie que estuviera por allí.

—¿Qué ocurre? —preguntóEmily.

—Mire, si está calculado que

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va a ganar, ¿por qué no suelta ungallo, o algo así? Como si supieraque podría ganar, pero en cambioprefiriera no ganar. —Su tono de vozera tan áspero como siempre, peroesta vez contenía una nota deurgencia.

Emily negó con la cabeza.—Ya hemos hablado de esto.

Lo siento, pero necesito el dinero. Ytambién necesito saber que soy lobastante buena para ganar esteconcurso. Ya se lo he dicho, esto nolo hago sólo por mí misma. Mi madreestá enferma. Necesito el premio en

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metálico.—De acuerdo, entonces a ver

qué le parece lo siguiente: si gana, nofirme el contrato. Se lo darán a otro.Yo mataré a ese otro y le entregaré eldinero a usted de todos modos.

A Emily la recorrió unescalofrío.

—Lo siento, pero no. Quierosaber que soy lo bastante buena paraganar este concurso, y no quiero quemuera nadie más para que yo mehaga con el dinero. De hecho, noquiero que muera nadie más, sea cualsea el motivo. Ya ha muerto

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demasiada gente. Y además, yo noaceptaría un premio que no hubieraganado, ni tampoco un dinero robadoa una persona que hubiera sido… quehubiera sido…

Kid le apretó un poco más elbrazo.

—Me queda una bala en lapistola. No me obligue a utilizarlacon usted. No quisiera hacerlo.

—Pues no lo haga.—Voy a permitirle cantar. Pero

no puedo consentirle que gane.Emily se apartó un paso de él y

se zafó de la mano con que le

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sujetaba el brazo.—Pues eso depende de usted —

le dijo. Se acordó de todo lo quehabía hablado con Jacko y supo quetenía que seguir adelante. Entonces ledio la espalda a Kid Bourbon yregresó al escenario para preparar suinterpretación final de Over TheRainbow.

Por el camino iba pensando sila última bala que le quedaba a Kidno se le incrustaría de un momento aotro en la espalda.

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Cincuenta

Sánchez corría sin resuello otra

vez en dirección al escenario, enbusca de Elvis. La huida de Angus elInvencible le había pasado factura.Sus pulmones no estaban

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acostumbrados al esfuerzo querequería correr, y notaba las piernascomo si fueran de gelatina.Normalmente, después de gastar tantaenergía habría tenido que sentarse arecuperar el aliento; en cambio enesta ocasión el miedo había dadolugar a una producción de adrenalinaque lo mantenía en pie. El hecho desaber que aquel asesino a sueldo yapodía haber escapado de la cámarafrigorífica lograba que el corazón lesiguiera bombeando y los piescontinuaran andando.

Frente a él, mientras avanzaba a

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toda prisa por el pasillo que llevabaa la entrada situada en la parteposterior del escenario, vio a lachica que encarnaba a Judy Garland,enfrascada en una conversación, alparecer acalorada, con un individuode pinta siniestra que llevaba lacabeza cubierta por una capucha. Ladiscusión terminó cuando Emily sedio media vuelta y echó a andar endirección al escenario, y el otro pasójunto a él como una exhalación,camino del vestíbulo. Aquella cara leresultó familiar, pero no tenía tiempopara ponerse a pensar si conocía a

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aquel tipo o no. Iba tan ahogado queprácticamente veía doble. Y ademástenía cosas más importantes de quepreocuparse que de investigar a otrotío raro en un hotel en que los había apatadas. Giró a la izquierda paratomar la puerta que daba a la zonadel escenario y vio a Emily subiendolos escalones laterales del mismo.

—¿Ya ha terminado la final? —le preguntó sin aliento cuando llegó asu altura.

Emily, sorprendida, se volvió yle sonrió.

—Ah, hola. No, todavía no.

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Acaba de actuar el Blues Brother, yahora me toca a mí.

—Estupendo. ¿Qué tal ha estadoElvis?

—Lo ha hecho muy bien. Yodiría que tiene posibilidades.

—Genial. ¿Y los demás? ¿Quétal lo han hecho?

—Todos bastante bien. —Después de la discusión que habíatenido con Kid Bourbon, no lequedaban energías para ponerse aexplicar lo de Janis Joplin.

Lo que en realidad quería saberSánchez era qué tal le estaba yendo a

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Julius en el concurso. ¿Lograría elapóstol número trece ganar y salvarla situación? ¿O qué?

—¿Y James Brown? ¿Qué tal haestado?

—No ha actuado todavía.Powell cambió el orden en el últimominuto, de modo que ahora va a serel último en salir.

—¿Sí? ¿Y por qué lo hacambiado?

—No tengo ni idea, la verdad.Pero gracias a eso yo actúo un pocoantes, lo cual me viene muy bien,porque me estoy poniendo bastante

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nerviosa.Vagamente, Sánchez

comprendió que tenía que buscaralgo estimulante que decir. La chicallevaba razón, así que procuróreprimir su habitual actitud negativay decirle algo que la tranquilizase.

—Bueno, pues te deseo la mejorde las suertes en tu actuación —canturreó ofreciéndole una sonrisaforzada—. Tú solamente cercióratede ganar a ese capullo engreído deFreddie Mercury.

Emily le dio un pellizco en elbrazo y señaló con un gesto de

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cabeza el cortinón, a un lado delescenario. Precisamente allí seencontraba Freddie Mercury, dondepodía oírlos. Pero, por lo visto, nohabía oído lo que dijo Sánchez,porque les sonrió a ambos cuando seaproximaron a él.

—Hola, Emily, vamos —dijo—. Estábamos empezando a pensarque ibas a perderte la final. Salesdentro de un minuto, nena.

—Chist —contestó Emilyindicando el escenario.

Freddie Mercury se volvió yvio qué era lo que estaba señalando

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Emily. Sánchez se estiró para mirartambién. En el escenario, Jackoestaba de pie delante de los jueces.Lucinda estaba opinando acerca desu actuación.

—Bueno, bueno, bueno —dijoLucinda—. Muchacho, esto sí que hasido diferente. ¡Llevaba años sin vernada parecido! ¡Muchacho, eres todauna estrella!

A su espalda, la multitudrespaldó dicho comentario gritandoenfurecida. A continuación le tocó elturno de opinar a Candy.

—Bueno, señor Blues Brother,

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ha estado usted brillante.Simplemente brillante. Al principiono tenía muy claro lo que pretendíashacer, pero al final, para mí tuinterpretación ha sido sin dudaalguna la mejor de esta noche.¡Felicidades!

Por último Nigel Powell,sentado entre las dos féminas deljurado, procedió a dar suimportantísima opinión.

—Sólo quiero decir —empezócomo quitándole importancia— queen primer lugar no apruebo tudecisión de cambiar de canción en el

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último momento. —De inmediato elpúblico se puso a abuchear, y Powellse apresuró a hacer grandes gestoscon las manos para que guardarasilencio—. No, esperen. En serio —prosiguió—, no es justo para losotros concursantes que tú juegues así,al despiste. Y no recuerdo habertedado permiso para tocar la guitarraen la final. —Las protestas delpúblico se hicieron más fuertes y másagresivas, pero Powell permanecióimpasible—. Pero —dijo elevandola voz por encima del estruendo— hede reconocer… que has estado

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excelente. —Los abucheos setransformaron en aclamaciones ysilbidos en cuestión de un segundo.En la pantalla gigante Powell dio laimpresión de tener algo más queañadir, pero enseguida se lo pensómejor e indicó a Jacko con una señaque abandonara el escenario.

El joven cantante se fue enmedio de una calurosa ovación,mucho más intensa que la que habíarecibido ninguno de los concursantesanteriores. Cuando llegó al lateral ydesapareció tras el cortinón rojo, fuerecibido por Emily y Freddie

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Mercury. Emily lo abrazó conentusiasmo y le dio un beso en lacara.

—¡Maravilloso! Ojalá yopudiera hacerlo la mitad de bien quetú —le dijo generosamente—. Hasestado increíble. De verdad. Lo hashecho muy bien.

Sánchez observaba unos metrosmás atrás, pensando en lo que podríasignificar aquello para el concurso.Hasta Freddie Mercury tenía cara depreocupación por la acogida quehabía tenido el Blues Brother. Juliusiba a tener que hacerlo

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excepcionalmente bien si queríaganar al resto, y Judy Garland, lafavorita, ni siquiera había actuadotodavía. ¿Y dónde diablos estabaElvis?

La respuesta no tardó mucho enllegarle.

—Vaya, Sánchez, has vuelto —lo llamó la voz de Elvis a su espalda.

Sánchez se dio la vuelta y vio asu amigo viniendo hacia él yllevando a Janis Joplin cogida por lacintura. Ella traía el pelo despeinadoy la ropa un tanto descolocada. Senotaba a las claras que acababan de

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entregarse a una frenética sesión desexo.

—¿Qué hay, Elvis? —saludó éla su vez pero susurrando,preocupado por llamar demasiado laatención—. ¿Te acuerdas de Angusel Invencible? Pues ha vuelto.

Elvis retiró el brazo de lacintura de Janis.

—¿Dónde has estado, tío? —lepreguntó acercándose a él con elceño fruncido.

—Ese tipo ha estadopersiguiéndome por todo el putohotel. Lo encerré en una especie de

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cámara frigorífica, pero cuando mefui ya estaba intentando escapar deella disparando a la cerradura.

—Bien, pues déjale. Si vuelve aacercarse a mí lo más mínimo, le voya patear el culo. —Se frotó la nuca,donde Angus le había atizado elgolpe—. Ese hijoputa no sabe la quele espera.

—Tiene un arma —señalóSánchez—. Puede que dos.

—Me importa una mierda. Quele jodan. A él y a la madre que loparió.

De pronto Janis Joplin se

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adelantó y se sumó a ellos:—Sí, que le jodan. Que se joda,

el muy gilipollas, cabrón hijo deputa.

Sánchez le sonrió conamabilidad.

—Se ve que tienes un pequeñoproblema para controlar esos tics,¿no?

—Esto no es un tic —replicóJanis—. Si a Elvis no le cae bien esetipo, a mí tampoco. Cabrón hijo deputa.

La conversación fueinterrumpida por la voz de Nina

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Forina anunciando a Emily:—¡Señoras y señores! —tronó

—. Cantando el clásico de Over TheRainbow, con todos ustedes… ¡JudyGarland!

Nuevamente se elevó delauditorio otra oleada descomunal deaplausos y vítores. Sánchez vio queEmily tomaba aire por última vez yacto seguido saltaba al escenario.

Llegó el momento.

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Cincuenta y uno

Julius estaba nervioso. Amañar

el concurso «Regreso de entre losmuertos» para ganar él habíaresultado mucho más difícil de lo quedebería. Para empezar, Angus no se

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había presentado a tiempo. Luego sehizo cargo Kid Bourbon, pero, trasun inicio brillante, se negó a matar ala joven que encarnaba a JudyGarland. Por motivos personales.¿Qué posibilidades había de quesucediera semejante cosa? Y porúltimo, apareció Gabriel pararesolver la situación.

Aquello tampoco habíafuncionado. Emily seguía estandoviva, y a Gabriel no se le veía porninguna parte. Julius tuvo el terriblepresentimiento de que Kid Bourbonhabía llevado a la práctica su velada

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amenaza de proteger a Emily. Y siaquél era el caso, existía la nítidaprobabilidad de que sus planescorrieran serio peligro.

Según el programa inicialestablecido para la final, él debíaactuar en el cuarto lugar de los seis,pero se había filtrado el rumor deque ahora iba a cantar el último. Nose había ofrecido explicación alguna;en cuanto se enteró del cambio,gracias a un joven desconocido delequipo de producción del concurso,le entró la paranoia de que a lo mejorhabían descubierto su maquinación.

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Cuando, segundos después, oyó a dosfornidos guardias de seguridadpreguntar al Blues Brother si habíavisto por alguna parte a aquel «sacode mierda de James Brown», decidiósalir pitando de la sala situada detrásdel escenario. Su plan corría peligro,ya no le cabía ninguna duda.

De manera que, con el fin demantener en pie su plan (y seguirvivo él mismo), se dirigió hacia elcasino situado en la planta del sótanodel hotel poco después de queterminase de actuar Janis Joplin. Suintención era quedarse allí todo lo

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que le fuera posible, hasta el últimomomento antes de salir a escena. Nole había dicho a nadie adónde iba, yrezó para que no captara su imagenninguna cámara del circuito cerradode televisión. Cosa que no iba aresultar fácil para una persona que sepaseaba por ahí vestida con un trajemorado de pantalón de campana. Afin de reducir ligeramente lasposibilidades de que loreconocieran, se quitó la pelucanegra y se la guardó por dentro de lacamisa, aunque quedaron unoscuantos mechones asomando por

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fuera que daban la impresión de quetenía el pecho más peludo del mundo.

Una vez que estuvo dentro delcasino, buscó la zona más concurridapara poder mezclarse con la gente.Había una ruleta que destacaba entrelas demás: sobre ella se apiñaban unmontón de clientes que armaban ungran bullicio. Se fue hacia allí y seabrió paso hasta el centro del grupo.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó auna china de baja estatura que lucíaun ojo morado.

—Dama Mística. ¡Gana milesde dólares! —respondió la china.

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—¿Una Dama Mística, dice?—Sí, sí. Dama Mística. —La

china afirmó vigorosamente con lacabeza y señaló a una mujer mayor yde cabello gris que estaba sentada ala mesa. Al parecer, era la únicapersona que jugaba, pero teníadelante una montaña de fichas y todaslas miradas estaban fijas en supersona—. Ve futuro. Apuestamucho. ¡Gana mucho!

Julius se abrió paso por aquelnudo de gente hasta situarse justodetrás de la tal Dama Mística. Éstahabía colocado una torre de fichas

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amarillas en el rojo. Los presentesguardaron silencio cuando el crupier,con cara más bien de deprimido, hizogirar la rueda. Cuando ésta habíacompletado la primera vueltacompleta, hizo una aspiraciónprofunda, dirigió un gesto deasentimiento a la Dama Mística yseguidamente, con un hábil giro de lamano, lanzó la bolita blanca en elsentido de rotación contrario. Juliusse inclinó por encima de la DamaMística para observar el resultado dela tirada. Todo el mundo pareciócontener la respiración, hasta el

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punto de que lo único que se oyó fueel traqueteo de la bolita al giraralrededor de la ruleta. Por fin larueda comenzó a moverse másdespacio y la bola terminó cayendoen una de las casillas numeradas.Cuando la rueda se hubo ralentizadolo suficiente, se oyeronexclamaciones ahogadas entre losespectadores, seguidas de vítorescuando el crupier anunció con vozcansada:

—¡Doce, rojo!La bola había caído en la

casilla número doce, que

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casualmente era de color rojo,exactamente como había predicho laDama Mística.

Mientras el crupier contabatodavía más fichas que añadir almontón de la apuesta, la mujer segiró en su asiento y miródirectamente a Julius. Lo examinóvarios segundos sin pestañear. Juliusno supo muy bien por qué razón loobservaba de aquel modo, perodecidió romper el silencio.

—Enhorabuena —dijo, con laintención de hacer un comentarioamable para celebrar tan buena

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suerte.—¿Julius?Lo sorprendió que aquella

mujer supiera cómo se llamaba,porque no recordaba haberla vistonunca. A lo mejor era verdad queposeía poderes místicos y era capazde ver el futuro, tal como habíasugerido la china del ojo morado.

—Sí. ¿Cómo sabe mi nombre?—le preguntó.

—Vienen a buscarte.—¿Qué? ¿Quién?—Ellos.La Dama Mística señaló con la

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cabeza la entrada del casino, situadaa la espalda de Julius. Éste se volvióa mirar y vio a cuatro individuosfornidos y trajeados de negro quehabían bajado por la escalera yestaban recorriendo el casino con lamirada. Resultaba evidente que eranmiembros del equipo de seguridad.Debían de haberlo visto por lascámaras de televisión. Tenía quelargarse de allí antes de que lodescubrieran entre aquel grupo degente. Se volvió de nuevo hacia laDama Mística para ver si ella sabíaqué más iba a sucederle.

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—¿Qué hago? —le consultó.—Tú encarnas a James Brown.—¡No! No me refiero a lo que

hago, sino a lo que debo hacer parasalir de aquí.

—Escalera, ascensor. Escoge.Y ahora, si no te importa —agregóremilgadamente—, tengo una ruletacon que jugar.

Y dicho esto, se giró otra vez ensu asiento y se puso de cara a lamesa.

Julius miró en derredorbuscando una salida. La DamaMística tenía razón: o la escalera o

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el ascensor. Los cuatro guardias deseguridad se hallaban de pie en laentrada del casino, y ésta se hallabaa pocos metros del arranque de laescalera, con lo cual dicha opciónquedaba descartada. Iba a tener queser el ascensor, que se encontraba enla pared del fondo. Aún no le habíandescubierto, de modo que empezómoverse poco a poco en aquelladirección, procurando en todomomento que el grupo de gente querodeaba la ruleta quedase entre laentrada y él.

Cuanto más se aproximaba al

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ascensor, más disperso era el grupode personas y mayor la probabilidadde ser visto y reconocido. Al finaltuvo que echar a correr, pero sinllamar la atención, haciendo comoque estaba echando a correr. Así quecomenzó a caminar enérgicamentepero dando pasitos cortos, lo cualprobablemente resultaba ridículo,aunque era la menor de suspreocupaciones. Cuando llegó a laspuertas metálicas apretó el botónpara llamar al ascensor. No seatrevió a mirar atrás para ver si losguardias de seguridad habían

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detectado su presencia.El ascensor dio la impresión de

tardar una eternidad en llegar. Pulsóel botón una y otra vez murmurando«¡Vamos, vamos!» en voz baja. Oíael rumor de la maquinaria tras lapared; sonaba a desgastada, pero porfin el rumor se detuvo, para sersustituido por un tintineo sumamenteprolongado. Las puertas metálicascomenzaron a abrirse lentamente.Julius se lanzó al interior de lacabina y buscó el panel de botones.Apretó el primero que encontró, quefue el de la planta décima, y se pegó

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todo lo que pudo a la pared lateralpara que no lo vieran los cuatrogorilas de seguridad.

Después de lo que le parecióotra eternidad, las puertascomenzaron a cerrarse muy despacio.Con cada centímetro que seestrechaba la abertura, el alivio queexperimentaba él era mayor. Iba alograr escapar. Pero cuando laspuertas estaban como a doscentímetros de cerrarse del todo,apareció una mano en el hueco. Unamano grande, con el dorso cubiertode un vello negro y duro. Estaba

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perdido. Las puertas volvieron aabrirse, y penetró en el ascensor unhombre blanco y corpulento, con elcráneo casi rapado, vestido con untraje negro.

—Julius, supongo —dijo.Julius no respondió. Entraron en

la cabina otros tres guardias deseguridad. El primero acercó lamano al panel de botones y apretó elde la planta baja. Después miró aJulius y sonrió.

—Espero que hayas cogidocubo y pala, amigo. Porque vamos allevarte a dar un paseíto por el

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desierto. Y allí hay mucha arena.Cuando las puertas se cerraron

tras los cuatro hombres, a Julius se lecayó el alma a los pies. El tipo quehabía pulsado el botón de la plantabaja le echó un brazo por loshombros y lo estrechó con fuerzapara colocarlo en el centro delascensor.

—¿A qué viene esa caratristona, colega? —le dijo.

Sus tres compañeros dejaronescapar unas risitas. Julius seimaginó el destino que lo aguardaba.¿Cómo diablos, se dijo, iba a hacer

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para salir de aquel embrollo?El ascensor subió suavemente

hasta la planta baja y al llegar a sudestino emitió el obligatorio tintineo.Se abrieron las puertas y Julius vio aun hombre de pie en el pasillo, justoenfrente. Estaba de cara al ascensor,con la cabeza inclinada. Iba vestidode oscuro y se cubría con unacapucha que no le dejaba ver la cara.Así y todo, Julius no tuvo dificultadpara reconocerlo.

Uno de los guardias deseguridad salió del ascensor y semetió en un mar de líos. Kid Bourbon

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hizo presa en él y en un instante lovolvió de espaldas y le retorció elbrazo derecho. Se oyó un fuertecrujido. Antes de que el guardiapudiera emitir alguna queja, Kid loobligó a girarse de nuevo y le asestóun golpe con el canto de la mano enla frente que le dobló violentamenteel cuello hacia atrás.

Se oyó otro crujido, mucho másfuerte que el anterior.

Kid dejó caer el cuerpo de sucautivo al suelo y clavó la mirada enlos otros tres guardias de seguridad,que seguían dentro de la cabina del

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ascensor. Toda su fanfarronería sehabía evaporado.

—¿Alguien más se baja en estaplanta? —preguntó con eldesagradable tono áspero desiempre.

Julius observó que sus trescaptores retrocedían y levantaban lasmanos en gesto de rendición. Uno deellos se puso a apretar botones paraque se cerrasen las puertas.«Nenazas.»

«Así que, después de todo, KidBourbon sí que está cubriéndome lasespaldas», pensó Julius. Salió del

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ascensor y se giró para mirar a lostres guardias de seguridad queseguían con vida.

—Gracias —les dijo, sonriente—. Ha sido muy divertido.Deberíamos repetirlo en algunaocasión. —Las puertas se cerraron yel ascensor reanudó su viaje haciaarriba. Julius se volvió otra vezhacia Kid Bourbon—. Sabía que noibas a decepcionarme. Dios terecompensará por esto. Estás amedio camino de ser absuelto de tuspecados.

Kid dejó caer la capucha sobre

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la cazadora, alzó la mano izquierda yagarró a Julius de la cara apretandocon fuerza.

—Yo no estoy de tu parte,gilipollas.

—Puede que sí lo estés, sóloque no lo sabes.

—Pues no. Estoy bastanteseguro de que no.

—Pero ¿en el fondo te gustaría?Kid le estrujó las mejillas

todavía con más fuerza; acontinuación, alzando el brazo,levantó a Julius en vilo y lo apartó delas puertas del ascensor. Ambos

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estaban ahora en medio del pasillo,mirándose fijamente a los ojos,aunque Julius tenía los pies a quincecentímetros del suelo.

—Escucha, tarado —dijo Kid—. Quiero que me digas exactamentela verdad, quién eres y por qué tienestanto interés en ganar este concurso.He visto ahí fuera a unos zombishijos de puta que antes erancantantes, y no sé por qué me da quetú sabes de qué va todo esto. ¿Dóndeencajas tú? ¿Y en serio eres capaz devencer a Judy Garland?

—Está bien… —empezó Julius.

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Pero antes de que pudiera continuar,Kid alzó el dedo índice de la manoderecha para mandarle callar.

—Una cosa más —dijo con suvoz áspera como la grava—. Si dicesuna sola palabra que no me parezcacien por cien verídica, te parto elputo cuello. Así que piensa bien loque vas a decir. Una sola palabra.

Julius tragó saliva. Estaba apunto de abrir la boca para hablar,cuando de repente se oyó otra vez eltintineo del ascensor. Miró a laizquierda y vio que las puertasmetálicas se abrían una vez más. Los

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tres guardias de seguridad habíanvuelto a bajar y estaban a punto desalir de la cabina. Sus rostrosrevelaron idénticos gestos desorpresa al ver que Julius y Kidseguían en el pasillo, con el cadáverdel cuarto guardia a sus pies. Kidgiró la cabeza despacio paramirarlos. Se produjo un instante deconfusión cuando los tres ledevolvieron la mirada y se dieroncuenta de que se habían dadodemasiada prisa en regresar. El queestaba más cerca de los botones delascensor pulsó uno de ellos y las

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puertas se cerraron lentamente.Kid se giró de nuevo hacia

Julius y acercó la cara a él.—Si quieres estar en esa final,

empieza a hablar.

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Cincuenta y dos

Nigel Powell por fin estaba

empezando a divertirse. Lainterpretación que había hecho Emilyd e Over The Rainbow fue inclusomejor que la que había ejecutado en

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las audiciones. Contar con laorquesta la hizo alcanzar laexcelencia, y su seguridad en símisma fue aumentando con cadaacorde.

En el auditorio no había ni unasola butaca libre. Nadie hizo unaescapada al cuarto de baño. Nadie seescabulló al bar para tomarse unaúltima copa. Nadie salió a fumarseun pitillo a escondidas. El públicoentero guardó silencio absolutodurante toda la canción, pues noquiso perderse —ni, peor aún, echara perder— ni un segundo de la

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misma. A diferencia de las animadasactuaciones de los otrosparticipantes, que incitaron a la masade gente a levantarse del asiento,tararear las canciones y bailar en lospasillos, la de Emily fue de las quemerecían ser saboreadas. Losespectadores, en una actitudreverencial, se limitaron a disfrutarde la belleza de la voz de Emily. Suelegancia y su gracia brillaron enmedio de un concurso que, enopinión de Powell, se había vistodeslucido por una serie de falloscarentes de todo gusto. Entre otras

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cosas: los tacos de Janis Joplin, losenérgicos bailoteos de Elvis, lostontos aspavientos de Jacko y losintentos de Julius de asesinar a todoslos demás finalistas. Por fin elescenario gozaba de la presencia dealguien que no poseía dobleces niartificios, sino únicamente talento.

Cuando se desvanecieron lasúltimas notas de la canción de Emily,los espectadores se pusieron en pietodos a una y aplaudieron a rabiar.Estallaron los flashes de las cámaras,la gente silbó y vitoreó, la orquestaentera lanzó aclamaciones de

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«¡Bravo! ¡Bravo!» Hasta los tresmiembros del jurado se levantaronde la silla y aplaudieron conentusiasmo. A izquierda y a derechaNigel vio brillar lágrimas en lasmejillas de sus dos colegas. Siaquella chica no ganaba, es queocurría algo malo.

Mientras Emily, en un estiloanticuado, hacía una reverencia alpúblico, Nigel experimentó unainmensa oleada de alivio. Abrigó laesperanza de que aquélla fuera laúltima actuación del día. A aquellasalturas Julius ya habría sido

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acompañado al exterior del hotel porel personal de seguridad y prontoempezaría a cavar su tumba en elCementerio del Diablo. Quéfelicidad.

Cuando la ovación cesófinalmente, Emily permaneció enactitud tímida frente a los jueces, quehabían vuelto a sentarse, y esperó aconocer su valoración. Candy fue laprimera en hablar. Tras secarse laslágrimas de los ojos, dio su opiniónentre sollozos y sorbetones,recuperando el aliento lo mejor quepudo:

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—¡Brillante! ¡Simplementebrillante! La mejor actuación de lanoche —exclamó con voz llorosa.

Lucinda fue igual de halagadora.—¡Ha nacido una estrella! Has

estado increíble, querida. No podríashaberlo hecho mejor. No podríanadie, la verdad. Felicidades, cariño.

Y finalmente se hizo un silenciosepulcral cuando le llegó el turno dehablar a Powell. Por una vez se pusode pie, miró directamente a lanerviosa cantante y dijo en tonosuave:

—Emily. Cariño, has estado

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simplemente increíble. No conozco anadie en el mundo que sea capaz decantar esa canción mejor que tú. —Calló unos instantes y despuésañadió—: Incluida la difunta señoritaGarland.

Al instante el público se puso aapoyar a Emily gritando toda clasede aclamaciones. Al principio, sólouno o dos admiradores borrachos ledijeron a gritos lo mucho que leshabía gustado, pero al cabo de unosmomentos el público en su totalidadestaba ya chillando igual que lasmultitudes de los estadios de fútbol.

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Powell continuó elogiando a Emily,pero el estruendo lo eclipsó, hastaque se rindió y terminó por despedira Emily del escenario con unasonrisa radiante y un beso soplado alaire.

Emily abandonó el escenariodando botes. A continuación regresóNina Forina, se situó bajo los focos yse dirigió al público.

—¡Muy bien! ¡Pido silencio alpúblico! —gritó. Tuvo que esperarotros treinta segundos hasta que lamultitud por fin dejó de chillar lobastante para permitirle continuar—.

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Es el momento de recibir a nuestroúltimo participante, el últimofinalista de «Regreso de entre losmuertos». Señoras y señores,recibamos con un fuerte aplauso alPadrino del Soul… ¡Ja-a-a-a-a-amesBrown!

Powell observó con interés losaplausos y vítores de losadmiradores de James Brown. ¿Sepresentaría Julius en el escenario? Élcreía que no. Y desde luego,esperaba que no.

Nina estaba mirando alrededor,esperando que apareciera el último

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finalista por un costado delentarimado. Miró a izquierda y aderecha, y su expresión comenzó adejar ver que se sentía ligeramentepreocupada. Powell esperó a quecomprendiera que Julius no iba aaparecer. Cuando unos segundos mástarde lo comprendió, miró a Powellbuscando en éste una señal que leindicara lo que debía hacer. Powell,sonriendo con especial satisfacciónconsigo mismo, se inclinó haciadelante para hablar por el micrófono.Había llegado el momento de decirleal público que empezase a votar por

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su favorito empleando el teclado quetenía en el asiento. James Brown noiba a aparecer.

Y en aquel momento, justocuando estaba abriendo la boca parahablar, saltó Julius al escenarioluciendo su luminosa sonrisa y seacercó hasta Nina.

Nigel Powell estaba que echabahumo. ¿Cómo se las había arregladoaquel astuto cabrón para salir aescena? Iba a tener que pedir cuentasa los de seguridad. Pero como eraconsciente de que su rostro eravisible en la pantalla gigante, tuvo

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que aguantar con una sonrisa forzadamientras Nina se escabullía hacia lassombras y Julius se acercaba almicrófono.

—¡Eh! ¿Todo el mundopreparado otra vez para la fiesta? —chilló por los altavoces.

El público respondió con unenfático rugido:

—¡SÍ!Aún no había concluido el

espectáculo.

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Cincuenta y tres

Sánchez estaba más nervioso,

más en tensión que ninguno de losfinalistas. Sólo unos minutos anteshabía encerrado en una cámarafrigorífica a un asesino psicótico,

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pelirrojo y peinado con coleta, y eramuy probable que aquel piradoreapareciese en cualquier momento,deseoso de cobrarse venganza. Ytambién estaba, además, el asuntillode los zombis del desierto, que enaquel momento se dirigían hacia elhotel con la intención de devorar atodo bicho viviente.

Si había de creer todo lo que lehabían dicho, sus esperanzas de salirvivo de aquélla descansabanúnicamente sobre los hombros deJulius, un tipo que encarnaba a JamesBrown… y que posiblemente fuera el

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apóstol número trece. Si Juliusganaba el concurso, por lo visto serompería no sé qué maldición. Aunasí, a Sánchez no se le habíaolvidado que Gabriel habíamencionado como de pasada que elhotel iba a hundirse en lasprofundidades del infierno si Juliusfirmaba el contrato. Se mirara comose mirase, ninguna opción era buena.Y todas las respuestas iban aconocerse dentro de la próximamedia hora.

Para cuando oyó a Nina Forinaanunciar la llegada al escenario del

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último finalista, ya tenía los nerviostotalmente quemados. Y peor todavíale sentó que el participante encuestión, Julius, tardara unaeternidad en presentarse. Pero justocuando ya parecía que se habíaescaqueado, salió de entre losbastidores sonriendo de oreja a orejacomo un idiota.

Sánchez estaba con Elvis y losdemás cantantes a un costado delescenario, deseoso de ver laactuación de Julius. Éste no ledecepcionó. El tema escogido fue IGot You (I Feel Good). Al igual que

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el Blues Brother y que Emily, contócon la ventaja de cantar acompañadopor la orquesta. Jacko ya habíaprecalentado a los músicos con suversión de Sweet Home Chicago y lasublime voz de Emily los habíahecho alcanzar nuevas cotas deexcelencia; ahora, rebosantes deseguridad en sí mismos, ofrecieron aJulius un respaldo de primeracategoría.

Emily contaba con su hermosavoz, Elvis con su carisma, Janis consu manera de hablar, divertida de tangrosera que era, el Blues Brother con

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su guitarra y Freddie Mercury con suasombroso parecido con el fallecidopersonaje al que encarnaba; y Juliuscontaba con unos potentesmovimientos de baile que resultabanfantásticos. Durante su actuación nodejó un solo centímetro del escenariosin recorrer. Cuando llevaba mediacanción ya estaba sudandocopiosamente. Se abrió de piernasunas cuantas veces, y en todas lasocasiones volvió a incorporarsedando un brinco y sin necesidad deayudarse con las manos. Se paseó deun lado para otro golpeándose la

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cabeza con las manos al ritmo de lamúsica, y cuando no estaba cantando,llenaba la actuación con gritos yexclamaciones. Cada «¡Heh!» y«¡Uuuh!» que lanzaba parecía excitarmás a los espectadores, los cuales,igual que habían hecho con variosconcursantes más, habían salido a lospasillos y bailaban y movían lacabeza al son de la música. Y no erasólo el público; al parecer, toda lasección de metal de la orquesta sehabía contagiado de la emoción deltema que se estaba cantando.

Sánchez no quitaba ojo a los

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jueces, intentando sopesar susreacciones. Lucinda Brown estababailando y dando palmas siguiendoel compás, y por lo tanto era evidenteque estaba divirtiéndose. NigelPowell, que estaba a su lado, dejabaentrever poca cosa; ya en el mejor delos casos su semblante no se movíaapenas, pero a juzgar por su lenguajecorporal no daba la impresión deestar demasiado impresionado:permanecía sentado, cruzado debrazos y con la boca fuertementecerrada. A su otro costado estabaCandy Pérez, sonriente y subiendo y

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bajando los brazos en el aire,primero uno y después otro, en unaespecie de baile con el que parecíaestar trepando por una escalera demano invisible. Sánchez se fijóespecialmente en que aquelmovimiento de brazos hacía que lospechos le subieran y bajaranalternativamente. «¡Dios! —pensópara sí—. ¡En cualquier momento sele va a salir uno para fuera!»Observó atentamente la abertura dela ajustada cazadora que llevabaCandy con el convencimiento de queestaba viendo asomar un pezón por el

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borde de la cremallera. Abrió losojos como platos y empujó con elcodo a Elvis, que estaba de pie a suderecha.

—Joder, tío… ¡fíjate! —lesusurró—. ¡Me parece que le estoyviendo los pezones a Candy!

Esperaba que su amigo le dieralas gracias por aquel aviso, pero encambio le respondió una voz demujer:

—Gracias, qué bien —dijo lavoz en tono más bien frío.

Al instante Sánchez se diocuenta de que el codazo no se lo

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había dado a Elvis, sino a Emily.Buscó alrededor con la vista y vio aElvis a su espalda, hablando conJanis Joplin. Sintió que se leenrojecía ligeramente la cara devergüenza.

—Ah… perdón —murmuró—.Te he confundido con otra persona.

—No pasa nada —repuso Emilycon una risita.

—¡eh, Elvis ! —chilló Sánchezpor encima de la música,dirigiéndose a su amigo—. ¡rápido !¡me parece que le estoy viendo lospezones a Candy !

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Elvis dejó a Janis tirada enmitad de la conversación y se acercóa Sánchez. Miró a Candy por encimadel hombro de éste con el entrecejofruncido, para ver si su amigo estabaen lo cierto. Al cabo de unossegundos afirmó con la cabeza.

—Genial.Sánchez no llegó a saber si la

interpretación de Julius había sido lobastante buena para ganar elconcurso, porque Elvis y él pasaronel último minuto de la canción conlos ojos pegados al pezón que se lehabía salido a Candy.

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Sánchez era un gran admiradorde Candy Pérez desde que éstaalcanzó el número uno de las listascon un tema titulado Me encantan losregordetes. En cierta ocasión habíaclavado una foto de ella en la pareddel Tapioca. Permaneció colgadacasi una hora, hasta que la robaron.En su día sintió un profundo rencorpor el robo, pero ahora ya estabatodo perdonado. Si por él fuera, elque la había mangado podíaquedársela para siempre. Ahora teníaalgo mucho mejor: la visión delpezón de Candy grabada para

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siempre en su memoria fotográfica.El mero hecho de pensarlo leprovocó un ligero mareo. Con todolo que había sucedido a lo largo deldía, no había tenido tiempo paracomer, y la inanición, sumada alpezón de Candy, estaba empezando ahacerle ver borroso.

Cuando Julius finalizó suactuación y todo el mundo (incluidaCandy) dejó de dar saltos arriba yabajo, Sánchez experimentó unapunzada de desilusión. Pero aplaudióy chilló más fuerte que con ningúnotro participante.

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—¿Has visto eso? —dijo altiempo que volvía a empujar a Elviscon el codo—. Ha estado alucinante.¡Prácticamente le he visto la tetaentera, tío! ¡Alucinante!

—Elvis está ahí detrás —contestó Emily.

—¿Eh? Oh. —Notó que volvíaa ponerse colorado. Elvis estabadetrás de él, hablado con Janis Joplin—. Perdona. Te he tomado por él.

—Ya lo sé.—Pero ¿lo has visto, de todas

formas? Ha sido increíble, ¿a que sí?Tiene unas tetas fantásticas.

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—Elvis sigue estando ahídetrás. —Esta vez la voz de Emilyiba teñida de un tono glacial.

—Sí, ya lo sé. Pero es que tengoque comentarlo con alguien, de modoque finge ser un tío durante unminuto, ¿quieres? Hombre, no espedir demasiado, ¿no te parece?

Emily soltó una carcajada.—¿Quieres que actúe como un

tío? Muy bien. —Reflexionóprofundamente durante unosinstantes, y después dijo—: ¿Sabesque yo he visto a Candy en la ducha?

—¿Cómo?

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—Lo que oyes. Estaba, pueseso, totalmente desnuda, y con otramujer. Estaban montándoselo.

Al oír lo que decía Emily,Sánchez empezó a sentirse másmareado todavía. Se le aflojaron laspiernas y de repente, aunque todavíaoía su voz a lo lejos, dejó de verla.

—¿Sánchez? Lo he dicho enbroma. Me lo he inventado. Estabaintentando ser un tío, como me hasdicho. ¿Sánchez? ¡Sánchez! —Repitió varias veces su nombre,hasta que de pronto alzó la voz yexclamó—: ¡Que alguien llame a un

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médico! Me parece que este tío se hadesmayado.

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Cincuenta y cuatro

El bar llevaba casi una hora

desierto. El joven camarero de labarra, Donovan, había tenido muypoca cosa que hacer, aparte delimpiar copas y apilarlas en las

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estanterías. El resto del personal delbar y de la cocina se había esfumado.Él era el pobre idiota que se habíaquedado a barrer los suelos y pasarla bayeta por las mesas.

Lo único emocionante habíatenido lugar como media hora antes,cuando, tras haber oído un disparo alo lejos, dejó entrar en la zona de lacocina a un individuo bajito, gordo ycon pinta de mexicano. Momentosmás tarde hizo pasar también a unpistolero que lo perseguía. No sabíamuy bien qué era lo que habíaocurrido en la cocina, pero pasados

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unos minutos vio al gordo bajito salircorriendo y huir en la mismadirección por la que había venido.En cambio el otro tipo, el que teníacara de pocos amigos e iba vestidocon una trinchera, no habíareaparecido todavía.

Cuando se acercó a la barraaquel individuo de gesto severo ycazadora negra de cuero concapucha, Donovan lo reconoció deinmediato. Además, fue lo bastanteinteligente para limitarse a servirleuna botella de Sam Cougar sin abriry un vaso de cristal sin esperar

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siquiera a que él le pidiera nada.Antes, cuando Kid mató a JonahClementine, había observado laescena desde la parte posterior de labarra, de modo que sabía que nodebía cometer ninguna torpeza.

Kid posó la mirada en Donovan.El joven estaba demasiadoaterrorizado para molestarle; erajusto la clase de camarero que senecesitaba en aquel momento,serviría la bebida y despuésdesaparecería de la vista. A Kid legustaba que fuera así el servicio.Aceptó la botella y el vaso con un

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gesto de asentimiento y acontinuación se acomodó en unabanqueta de la barra. A modo depago, decidió no matar a Donovan.En lugar de eso, se sacó un paquetede tabaco de la cazadora y lo sacudiópara extraer un pitillo. Se lo pusoentre los labios y aspiró con fuerza.El camarero contempló, horrorizadoy admirado, que el extremo delcigarro se iluminaba y se prendía.«¡Hay que joderse, esto sí que esalucinante!», pensó antes de volver aocuparse de limpiar copas bien lejosde su cliente.

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Kid se dedicó a beber elbourbon. Era de buena calidad; dehecho, era tan bueno queprobablemente bebió un poco más delo debido. Luego dejó caer los restosdel cigarrillo al suelo, se bajó de labanqueta y emprendió el regreso a lazona de la recepción. Se llevóconsigo la botella, agarradadescuidadamente con la mano, y devez en cuando le iba dando sorbospor el camino. Tenía muchas cosasen la cabeza, como a quién estaba apunto de matar con la última bala quele quedaba. Aquella decisión

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dependía de varios factores, perocomo sólo disponía de una bala, ibaa tener que escoger muy bien a quiénle volaba los sesos. Y además iba atener que lucirse con la puntería.

Acababa de permitir a Juliusseguir con vida a pesar de conocer laverdad acerca de él. Pero habíallegado a la conclusión de que aquelimitador de James Brown teníaposibilidades de ganar el concurso, ymientras no ganase Emily ni firmaseaquel contrato envenenado, leimportaba una mierda cuál fuera eldesenlace. Estaba dispuesto a hacer

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lo que fuera necesario con tal deconseguir el resultado que deseaba, ysi lo necesario era disparar aalguien, le dispararía sin vacilar. Ysin arrepentirse.

Al regresar al vestíbulo de laentrada principal del hotel, lo hallódesierto. Cuando pasó por allí paradirigirse al bar era bastante mástemprano, pero ahora, que ya eran lasdoce y media de la noche, aquelvacío resultaba opresivo. Y ademástenía algo extraño. En losmostradores de recepción no habíaningún empleado de noche. En la

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puerta no había ningún botones.Todos los teléfonos, teclados,bolígrafos y papeles de losmostradores habían sido guardados,los ordenadores se habían apagado ylos monitores se habían tapado confundas. El recinto entero daba laimpresión de llevar varias semanasdeshabitado, incluso meses, como siel personal se hubiera marchado devacaciones de verano y hubieraechado el cierre. De hecho, lo másprobable era que todos estuvieran enel auditorio, aguardando el resultadodel concurso.

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Kid bebió otro trago más deSam Cougar y permaneciócompletamente inmóvil. Escuchando.Poseía un sexto sentido muy superioral de la mayoría de los mortales. Eracapaz de percibir algo que estuvieraa punto de suceder.

Había algo malvado muy cercade allí. Lo advirtió incluso despuésde haber bebido tanto bourbon. Selimpió la boca con el dorso de lamano, hurgó en el interior de lacazadora y extrajo la pistola grisoscura. Comenzó a girarselentamente alrededor, sin moverse

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del sitio. El alcohol estabaempezando a hacer efecto y leprovocaba una ligera inestabilidad,pero continuó girándose con el armaapuntada a las paredes, atento,esperando a que surgiera algo.

Finalmente oyó un ruido.Era un ruido que llevaba

estando allí todo el tiempo, pero queél tardó unos momentos en percibir.Era una especie de roce, sordo ygrave, procedente de las puertas decristal de la entrada. Fuera estabaoscuro como boca de lobo, y con lasluces del vestíbulo se hacía

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imposible distinguir nada al otrolado. En cuanto se percató de suexistencia, el roce se hizo másaudible. Entonces se sumó a él unsuave siseo.

Mientras escuchaba aquellossonidos e intentaba averiguar quéeran, llegó hasta el vestíbulo la vozamortiguada de Nina Forina. Lasactuaciones habían finalizado, yestaba dando las gracias al públicopor votar. Sin duda alguna, elresultado se sabría dentro de muypoco. Kid necesitaba estar en lacabina de sonido, con la pistola

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apuntando hacia el escenario, peroantes tenía que saber quién diablosestaba haciendo aquellos ruidos allífuera.

Se acercó muy despacio hacialas puertas de cristal de la entrada.Sus botas hicieron crujir variosvidrios rotos que había en el suelo demármol. Delante de la entrada habíaun felpudo de gran tamaño de colorgranate que llevaba impreso elnombre del hotel. Al pisarlo dejaronde oírse sus pisadas. Dio cinco pasosmás en dirección a las puertas.Indiscutiblemente, los roces y los

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siseos provenían del exterior, porqueresultaban más audibles con cadapaso que daba. Y cuanto más seaproximaba, los siseos se ibanpareciendo cada vez más a susurros.Voces que le susurraban a él. Nologró distinguir lo que decían.

Entonces, cuando estaba a pocomás de medio metro de la puerta, seestampó contra el cristal el rostrohorriblemente deformado de unamujer. Tal como era típico de él, nose inmutó. En vez de eso, observódetenidamente a la criatura. La pielde la cara estaba renegrida y

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correosa, como el papel de lija.Podía ser que alguna vez hubierasido de color blanco, pero ahoraposeía una textura que sugería que lacabeza entera había sido escaldadaen agua hirviendo e introducida acontinuación en un cubo de alquitrán.Los ojos, rojos e inyectados ensangre, miraron a Kid con expresiónlibidinosa, y la boca abierta le hizogestos como de morder a través delcristal, como si llevara un año sincomer nada. Y así era, efectivamente.

Kid dejó la botella de SamCougar encima del felpudo granate y

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se plantó delante de la puerta decristal. Se apoyó una mano en lafrente para bloquear el resplandor dela araña del techo que tenía a suespalda y examinó a través delcristal el rostro que se aplastabacontra el mismo. Estaba claro que setrataba de una criatura no muerta; lohabría deducido rápidamente aunqueno hubiera matado a dos de aquellosseres en el aparcamiento. Pero¿cuántos había allí fuera? Era difícilde distinguir. Se apreciaba a lasclaras que había más moviéndose porallí, al otro lado de las puertas

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cerradas, pero resultaba imposiblealcanzar a verlos. La única manerade saberlo con seguridad eraapagando las luces del vestíbulo.

Cuando oyó al fondo, de formaamortiguada, la voz de Ninahaciendo un comentario que desató elfrenesí en el público, comprendióque no le quedaba mucho tiempo. Notardarían en anunciarse losresultados del concurso. Se guardó lapistola en un profundo bolsillo quellevaba en el muslo derecho. El armaquedó perfectamente encajada y conla culata sobresaliendo por la parte

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de arriba, para poder serdesenfundada con rapidez. Actoseguido se encaminó hacia elmostrador de recepción. Cuandollegó a él, apoyó la palma de la manoderecha y, casi como si formara partedel mismo movimiento, lo salvó deun salto. En la pared de atrás habíaun panel de interruptores de la luz,tres a lo ancho y otros tres a lo alto.Apagó los nueve, y al instante elvestíbulo y la recepción quedarontotalmente a oscuras.

Luego volvió a echar un buenvistazo a lo que había al otro lado de

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las puertas de cristal. Entonces sí quese hizo evidente la gravedad de lasituación. Había zombis por todaspartes. Arañaban las puertas y sesubían los unos encima de los otrosintentando desesperadamentealcanzar las primeras filas, y detrásde ellos venían otros más que yaestaban invadiendo los escalones dela entrada del hotel. Las puertas erande cristal reforzado y estaban sujetascon pernos de acero arriba y abajo,además de un sustancial cerrojo deacero en el centro, donde se uníanambas, pero no iban a soportar

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durante mucho tiempo el empuje detodas aquellas horribles criaturas.

Kid volvió a saltar por encimadel mostrador de recepción y regresóal felpudo granate que estaba delantede la entrada. Ni siquiera se habíaacercado a un metro del cristalcuando los zombis se volvieronlocos de ansiedad, cada unomirándolo fijamente y deseandoconvertirlo en su primera presa. Elhecho de ver carne viva y tibia loshabía enloquecido. Kid, sin hacerlescaso, permaneció lo bastante cercade las puertas para ver bien los

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alrededores. No había tiempo paracontarlos, pero era casi seguro queallí fuera había varios cientos deellos, todos pidiendo sangre yluchando con desesperación porentrar.

Recogió la botella de bourbondel suelo y se la llevó a los labiospara echar un trago bien largo ydeglutirlo de un solo golpe. Actoseguido, se sacó un paquete decigarrillos de la cazadora, se loacercó a la boca y extrajo uno conlos dientes. Era el último quequedaba, así que arrojó el paquete

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vacío al felpudo que estaba pisando.Kid Bourbon no era de los que seretiraban de una pelea, fuera cualfuese, pero tenía que tomar en cuentael hecho de que estaba muy superadoen número, tal vez a razón dequinientos a uno. Además, sólo lequedaba una bala en la pistola, ydicha bala estaba destinada a otrapersona. Una persona que muy prontoiba a encontrarse a tiro.

De modo que, con aquella ideaen mente, aspiró con fuerza delcigarrillo y contempló cómo éste seencendía con voluntad propia. Dejó

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que el humo le llenara los pulmonesdurante unos segundos antes deexpulsarlo en dirección a los zombis.La nube chocó contra las puertas decristal y después se elevó en formade una bruma azulada hacia el techo.Aquel gesto pareció enfurecer aúnmás a las criaturas que pujaban alotro lado, porque comenzaron aarañar y arremeter con más rabia.Las puertas empezaron a sacudirsecon violencia.

Kid les dio la espalda y echó aandar hacia el pasillo que conducía ala cabina de sonido. Estaban a punto

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de anunciarse los resultados delconcurso «Regreso de entre losmuertos», y él tenía que estar dentrode aquella cabina.

Listo para enfilar a su objetivo.

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Cincuenta y cinco

Sánchez notó que le echaban un

líquido frío por la cara. Abrió losojos y parpadeó varias veces antesde limpiarse el agua que le habíaentrado en ellos. Entonces se percató

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de que estaba reclinado a medias enun cómodo sillón y de que se hallabarodeado de un pequeño grupo depersonas que lo miraban atentamente.Reconoció a la que tenía más cerca:era Emily, y sostenía en la mano unabotella pequeña de agua. Tambiénoyó una voz conocida que lo llamabapor su nombre.

—Sánchez, ¿te encuentras bien?—Era Elvis.

Se incorporó y parpadeó variasveces más, y distinguió la chaquetadorada de Elvis, resplandeciendodetrás de Emily.

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—¿Dónde estoy? —preguntó.—Estás en la sala que hay

detrás del escenario. Te hasdesmayado, tío. Te derrumbaste en elsuelo y te golpeaste en la cabeza.

Aquello le pareció plausible,porque tenía un chichón en la nucaque le dolía una barbaridad.

—¿Cómo ha ocurrido? —quisosaber.

Emily le entregó la botella deagua medio vacía.

—Estábamos, ya sabes,charlando simplemente —explicó—,y de repente te pusiste pálido y te

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caíste.—Oh. —A Sánchez no se le

ocurrió nada que decir. De pronto levino una idea a la cabeza—: ¡Eh!¿Ya ha acabado el concurso? ¿Quiénha ganado?

Elvis se inclinó sobre él y lomiró por encima del borde dorado desus gafas de sol.

—Oye, tío, sólo has estadoinconsciente como cinco minutos.Todavía no han anunciado alganador.

—Genial. ¿Qué han dicho losjueces de Julius? Lo último que

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recuerdo es que acababa de terminarde cantar. Después de eso tengo unalaguna.

—Deberías ver lo que hapasado —dijo Elvis—. Tío, ha sidograciosísimo.

—¿Por qué?—Pues, en primer lugar,

Lucinda ha dicho que ha estadoestupendo. Está loca por él.

—¡Bien! Genial.—Sí, pero después va nuestro

Agente Naranja Powell y le dice quela ha cagado.

—Hijo de puta.

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—Sí. Pero a partir de ahí lacosa se pone mejor. Candy Pérez sepone de pie y le dice que ha estadobrillante.

—Es muy buena como juez.—Y que lo digas. Incluso ha

intentado azuzar un poco al públicoagitando los brazos. Pero no vas aadivinar lo que ha ocurrido acontinuación.

—¿Qué? —preguntó Sánchez ala vez que se frotaba el enormechichón que se le había formado enla parte de atrás de la cabeza.

—¿Te acuerdas de esa cazadora

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blanca y ajustada que lleva puesta?Bueno, pues con tanto agitar losbrazos y demás, se le baja lacremallera y ¡BAM! ¡Se le salen lastetas fuera! Deberías haberlo visto,tío. Ha estado graciosísimo. Lassacaron de lleno en la pantallagigante, y todo. ¡Esa tía tiene unadelantera de muerte!

Sánchez sintió que lo engullíauna oleada de vértigo y oyóamortiguada la voz de preocupaciónde Emily:

—Va a desmayarse otra vez.Sánchez, ¿te encuentras bien?

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¿Sánchez?Despertó de nuevo varios

minutos más tarde, cuando volvierona echarle agua por la cara.

—¿Qué ha ocurrido? —gimiódébilmente.

—Has vuelto a desmayarte —respondió Elvis.

—¿Otra vez? ¿Cuántas vecesllevo ya?

—Dos, tío. Hemos intentadollamar a un médico, pero en larecepción ya no hay nadietrabajando. Por lo visto, todo elmundo lo ha dejado todo y se ha ido

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a su casa.—¡Ay, la cabeza! ¿Por qué me

duele tanto?—Nada más terminar Julius la

actuación de James Brown, te caístey te diste un golpe.

—Ah. Sí, es verdad. ¿Qué handicho los jueces?

Emily y Elvis se miraron el unoal otro, y quien contestó fue Emily:

—Han dicho que lo ha hechomuy bien.

—Estupendo. Me alegro.—¡hijos de puta ! —No fue

difícil deducir que Janis estaba

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todavía en la sala con ellos—. Estána punto de nombrar al ganador —dijotirando de la manga a Elvis.

El Rey se volvió de nuevo aSánchez.

—¿Te sientes con fuerzas paraver el resultado?

—Mierda, sí.—Pues entonces, ¡levanta el

culo, gordo!Elvis echó a correr detrás de

Janis y dejó a Sánchez con Emily.Ésta le tendió una mano. Él la aceptócon agrado y se dejó izar del sillónpara ponerse de pie. Aquel

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movimiento súbito le robó la sangrede la cabeza por un instante y volvióa experimentar un leve mareo.

—¿Qué tal la cabeza?—Me duele un poco. Me da

punzadas, ¿sabes? Pero se me pasará—dijo valientemente. Todavía veíalas estrellas, pero la cabeza se leestaba despejando poco a poco.

Emily lo cogió de la mano y tiróde él en dirección a la puerta quellevaba al escenario.

—Venga, vamos a perdernos elveredicto —dijo.

Sánchez se zafó de su mano y se

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detuvo un momento. Por lo visto, elgolpe que había recibido en lacabeza le estaba provocando todaclase de pensamientos extraños.Emily se giró hacia él y le preguntó:

—¿Qué pasa?Él se frotó el chichón de la

cabeza. ¿Debería decirle lo queestaba pensando o no? «A la mierda,voy a decírselo. No puede pasarnada malo.»

—Esto… Emily —dijotímidamente—. En realidad no sé quéva a suceder cuando anuncien alganador del concurso, pero —hizo

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una pausa y respiró hondo— si nogana mi colega Elvis, espero que laganadora seas tú. Tú eres la mejor detodos, y te lo mereces de verdad.

El rostro de la joven se iluminócon una bella sonrisa.

—Gracias —dijo—. Eres laprimera persona que me lo dice, y senota que lo dices en serio.

Sánchez se encogió de hombros.—Bueno, verás… —musitó,

empezando a sentirse un tantoviolento.

Emily volvió a cogerle la manoy tiró de él hacia los escalones del

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escenario.—Venga, Sánchez. Si no nos

apresuramos, vamos a perdernos elresultado.

—Sí, vale. —De pronto recordóalgo súbitamente—. ¿No ibas adecirme algo acerca de Candy Pérez?

Emily lanzó una carcajada, perono contestó. Siguió tirando deSánchez escaleras arriba, hasta quellegaron a la parte de atrás delcortinón de color rojo que atravesabael escenario. Mientras ellos sesituaban a un costado, Nina Forinaaguardaba en el centro a que se

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abriese la cortina, de frente al panelde jueces. Al costado delentarimado, junto al filo de lacortina, Elvis y Janis se habíanreunido con Julius, Jacko y FreddieMercury.

En el foso de la orquestacomenzó a sonar un redoble detambor que fue aumentando deintensidad. Segundos más tarde seabrió la cortina y apareció Ninasituándose bajo la luz de los focos.El público empezó a lanzar vítores.Sánchez consultó su reloj. Era casi launa de la madrugada. La hora de las

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brujas estaba casi agotada. ¿Dóndediablos estarían los zombis? Y yapuestos, ¿dónde estaba Angus?

Mientras estudiaba lasrespuestas de aquellas preguntas tanpreocupantes, recorrió el auditoriocon la mirada. Todas las butacas sehallaban ocupadas por hombres ymujeres de todas las edades queaguardaban emocionados lo queestaba por venir. E indudablementeajenos al hecho de que lo que estabapor venir seguramente incluía un granderramamiento de sangre.

Al levantar la vista hacia la

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galería, vio al técnico de sonido ensu cabina acristalada, accionandointerruptores. Lo acompañaba otrapersona. Sánchez entornó los ojos,todavía borrosos debido al sinfín dedestellos luminosos y puntos negrosque le había ocasionado el golpesufrido en la cabeza al perder elconocimiento. Pero había distinguidoalgo. ¿Lo habría engañado la vista?No supo decidir si sus ojos leestaban haciendo jugarretas o sirealmente había un pistolero en lacabina, con el pinchadiscos.Parpadeó unas cuantas veces para

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aclararse la vista, por si fueranimaginaciones suyas. Pero no. De piejunto al pinchadiscos había unhombre vestido de negro con unacapucha por encima de la cabeza. Yjunto al costado sostenía un objetoque parecía una pistola.

Estuvo a punto de aferrar aEmily del brazo para llamar suatención hacia la siniestra figura queocupaba la cabina del técnico desonido, cuando de pronto el pistolerodesapareció en las sombras. No erala primera vez que veía a aquelhombre. ¿Quién sería? ¿Y qué estaría

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haciendo en la cabina delpinchadiscos?

Con un arma.

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Cincuenta y seis

Emily se sentía más nerviosa

que la primera vez en su vida quellevó a cabo una audición. Mástodavía que la primera vez que actuóen público. De hecho, en lo que a

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nervios se refería, ésta era la peorexperiencia de toda su vida.

Nina Forina estaba frente a losespectadores, esperando una señal deNigel Powell. Emily estaba segurade que Powell estaba jugando con elpúblico, pues no tenía ninguna prisaen esperar a que guardase silencio.Por fin, y antes de que estallara unrevuelo, Emily vio que le hacía aNina la señal con la cabeza que éstaestaba esperando. Después, lapresentadora dejó pasar unossegundos más para contar con elsilencio total de los espectadores, y

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entonces volvió a hablar.—¡Muy bien, señoras y señores!

Es un gran placer para mí anunciarlesque tengo aquí, en mi mano, losresultados del concurso «Regreso deentre los muertos».

Estaba diciendo literalmente laverdad. Sostenía en la mano unsobrecito brillante de color dorado.Todos los ojos del auditorioparecían estar pegados a él. Aquelsobre contenía el destino de Emily.La atención médica de su madredependía del resultado que aquelsobre guardara en su interior.

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Cuando el público empezó aimpacientarse, Nina incrementótodavía más la presión abriendo elsobre con una lentitud insoportable ymirando tímidamente el contenidodel mismo. Emily sólo consiguiódistinguir una pequeña cartulinarectangular de color blanco. Estabademasiado lejos para leer lo queponía en ella, pero Nina la mirólargamente. Después de sacarla amedias del sobre, volvió a fijar lamirada en el público. Su gestoprovocó que una buena parte de losespectadores se pusieran a lanzar

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chillidos dignos de un concierto delos Beatles circa 1964. Trassaborear el momento un poquito másde lo que era necesario, por fin sacóa tarjeta del todo. Emily torció elcuello para ver si alcanzaba a veralgo, pero Nina no era ninguna tonta.Igual que un jugador de póquer,mantuvo la tarjeta pegada al pecho ybajó la vista para mirar el nombrecon aire furtivo. Al cabo de largosinstantes, abrió mucho los ojos.Como su rostro se encontraba a lavista de todo el mundo en la pantallagigante que tenía a la espalda, todos

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vieron su expresión. Dejó escaparuna exclamación ahogada y se llevóuna mano al pecho como si sehubiera quedado sin aliento a causade la impresión que había recibido.Emily se preguntó qué podría quererdecir aquel gesto. Podría quererdecir que el resultado era unaauténtica sorpresa, y como ella era lafavorita, no se trataba de una buenanoticia. También podía ser que lapresentadora del concurso estuvierafingiendo sorpresa a fin de mantenerla expectación del público. Fueracomo fuese, Emily tuvo la sensación

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de que no iba a ser capaz de respirarnunca más.

Hubo más gritos yexclamaciones por parte de losespectadores, inquietos y yacompletamente sobreexcitados. Ninales indicó por señas que guardaransilencio y se aclaró la voz.

—Señoras y señores, losresultados del concurso «Regreso deentre los muertos» son los siguientes.En sexto lugar… Freddie Mercury.

Se elevaron exclamaciones desorpresa entre el público. Aunque noera uno de los favoritos para alzarse

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con el premio, la mayoría de la genteesperaba que quedase en mejorpuesto que el sexto. Freddie salió alescenario y saludó al público, que loaplaudió con calor. Emily oyó detrásde ella que alguien (cuya voz separecía enormemente a la deSánchez) murmuraba algo que sonó a«Se lo tiene bien merecido, el muycabrón. Capullo engreído».

Freddie fue hasta Nina, la besóen la mejilla y ocupó un sitio en lazona elevada que había en la parteposterior del escenario. En parte porcortesía y en parte por decepción, el

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público aplaudió con ciertoentusiasmo. Pero, al igual que Emily,lo que de verdad quería era conocerlos nombres de los cinco primeros,sobre todo el primero de todos. Lagente empezó a corear los nombresde sus cantantes favoritos parademostrarles su apoyo. Nina aguardóa que se apaciguase antes deproseguir con los resultados.

—Señoras y señores, recibamoscon un fuerte aplauso al concursanteque ha quedado en quinto lugar. —Miró la tarjeta que tenía en la mano.Emily estaba segura de que no

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necesitaba leerla de nuevo, pero asímantuvo al público en vilo unossegundos más. Entonces anunció envoz alta—: Vamos allá… ¡JanisJoplin!

Los espectadores chillaron,aplaudieron, gritaron sus tacospreferidos y lanzaron exclamacionesen igual medida cuando Janis,ligeramente decepcionada, subió alescenario. Saludó educadamente, dioun beso a Nina en la mejilla, gritó«¡Hijos de puta!» al público y porúltimo fue a ocupar su sitio al fondodel escenario, junto a Freddie

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Mercury.Una vez más los espectadores

se sumieron en un silencioexpectante. En el pequeño grupo queaguardaba a un costado delescenario, la tensión era casiinsoportable. Emily observaba laforma que tenía cada uno de losfinalistas de hacer frente a lasituación. Julius se secaba el sudorde las manos en el traje. ¿Por quéestaría allí todavía? Nigel Powellhabía prometido echarlo. De algunamanera había conseguido evitar talcosa, y era evidente que Powell

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había decidido no expulsarlo de lacompetición. ¿Por qué motivo?

El Blues Brother, Jacko, nodejaba ver gran cosa, pues tenía losojos bien ocultos tras las gafas desol. Elvis, pese a su gran seguridaden sí mismo, parecía un poconervioso, en opinión de Emily.Movía la mandíbula como siestuviera masticando un chicleimaginario. La única persona que noparecía estar preocupada por losresultados era Sánchez. Tenía lavista fija en Candy Pérez. Había oídodecir en la sala de atrás que era

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probable que se le «volvieran» asalir las tetas. No tenía muy claroqué quería decir aquello de«volvieran», pero si existía la másmínima posibilidad de que quedaseexpuesto lo mejor que tenía Candy,no pensaba apartar los ojos de ella nisiquiera un segundo.

Una vez más Nina esperó a queel público guardara silencio antes deanunciar al siguiente concursantedecepcionado. «O al siguienteperdedor», pensó Emily.

—Señoras y señores, en cuartolugar, recibamos con un fuerte

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aplauso a… ¡Elvis Presley!Elvis estaba lívido. Tenía los

labios fruncidos y los puños cerradoscon fuerza. Las gafas de sol doradasprobablemente servían para no dejarver lo furioso que estaba. Salió alescenario caminando con actitudmalhumorada y mirando a NigelPowell con una sonrisa burlona queconstituía su marca de fábrica. Logrósaludar al público con un ciertoentusiasmo, pero ignoró totalmente aNina al dirigirse hacia el podio delos perdedores, donde se reunió conFreddie y Janis.

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Ya sólo quedaban tres.—Bien… vamos a por los tres

últimos —anunció Nina una vez quehubieron cesado los aplausos—.¿Quién opina que el ganador será elBlues Brother?

Del auditorio se elevó unaoleada de exclamaciones.

—¿Alguien está a favor de JudyGarland?

Otra oleada de vítores.—¿Sí? ¿Y qué me dicen de

James Brown?Una vez más el público estalló

en una calurosa ovación. Una cosa

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estaba clara: los últimos puestos ibana estar muy reñidos. Emily no supocalibrar, por la reacción del público,qué actuación había gustado más. ¿Elpúblico la había aclamado a ella conla misma fuerza que a Julius y aJacko? Era imposible de distinguir.

Lo que siguió a continuacióncausó una conmoción. Nina bajó lavista de nuevo a la tarjeta que teníaen la mano y se mordió el labio.Luego sonrió nerviosa.

—Recibamos con un fuerteaplauso a nuestro tercerparticipante… ¡James Brown!

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Todo el público dejó escaparuna exclamación ahogada, seguida deun estallido de vítores y después unafuerte ovación. Emily vio que aJulius se le descolgaba la mandíbula.Se le veía profundamentedesconcertado, y por un momento tansólo fue capaz de permanecer atónitoy mudo. Emily sintió una oleada deemoción, su sueño estaba muy cercade cumplirse. Dentro de menos de unminuto iba a saber si había ganado.Cuando Julius subió al escenario, seapartó de él; no quería estardemasiado cerca del hombre que

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había intentado asesinarla. Jacko diouna palmada a Julius en la espalda yhabló en nombre de Emily cuando ledijo en voz baja:

—Una lástima, caraculo.Sánchez, situado detrás de

Emily, observaba losacontecimientos con interés. Cuandovio que Julius no había ganado, salióde su trance hipnótico. Estaba tanconcentrado en los pechos de Candyy en intentar servirse de su fuerza devoluntad para hacerlos asomar, queno había prestado la atenciónsuficiente a lo que decía Nina. Pero

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al ver que Julius sólo había quedadoel tercero, se fijó para ver cómo selo tomaba el imitador de JamesBrown. «Mal», pensó. Estabainmóvil como una piedra, con unaexpresión en la cara que imitabapasablemente la un besugo. Jacko ledio una palmada en la espalda y ledijo algo, tras lo cual Sánchezdecidió decirle lo que pensaba él.

—Tienes que subir al escenariocon el resto de los perdedores —lesusurró al oído.

El destrozado cantante dio laimpresión de no haberlo oído, de

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modo que Sánchez lo empujó por laespalda lo bastante fuerte parahacerlo salir de detrás de la cortina.Julius fue hacia Nina saludando alpúblico sin ganas. Su lenguajecorporal indicaba que estaba muchomás desilusionado que los otrosperdedores. Sin embargo, adiferencia de Elvis, sí que dio unbeso en la mejilla a Nina. Acontinuación fue a ocupar su sitio alfondo del escenario, en el extremo dela fila, al lado de Elvis.

Ya totalmente alerta —o todo loalerta que era capaz de estar—,

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Sánchez reflexionó profundamentesobre las consecuencias que podíaacarrear aquello. «¿Qué coño va apasar ahora?», caviló para susadentros. Intentó llamar la atenciónde Elvis poniéndose de puntillas yagitando las manos discretamente,pero el Rey aún estaba haciéndose ala idea de que no había ganado elconcurso y no estaba estableciendocontacto visual con nadie.

Una vez más cesaron losaplausos, y una vez más habló Nina.

—Señoras y señores —empezócon voz seria—. Quedan dos

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concursantes. Voy a pedirles quesuban al escenario, por favor.

Sánchez observó cómo Emily yJacko subían al entarimado en mediode un coro de aclamaciones delpúblico. Se colocaron cada uno a unlado de Nina, la cual los besósucesivamente. Ahora había vuelto ameter en el sobre la tarjeta quecontenía los resultados, para que nola viera nadie.

—Muy bien… ¡Ruego silencioal público, por favor! —gritó.

Una vez más los espectadoresfueron entrando gradualmente en un

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silencio expectante, si bien puntuadoaquí y allá por algún que otrocomentario lanzado por un borracho.Entonces Nina anunció el resultado:

—El ganador… sí, ganador…del concurso «Regreso de entre losmuertos» es…

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Cincuenta y siete

Sánchez no tenía ni idea de qué

hacer. Julius no había ganado. no.había. ganado.

Tuvo tiempo de sobra pararecapacitar sobre aquella grave

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complicación, porque habíatranscurrido casi un minuto enterodesde que Nina dijo lo de «Elganador… sí, ganador… delconcurso "Regreso de entre losmuertos" es…». Su frase fueacompañada por un redoble detambor por lo visto interminable, queaún no había cesado. Sánchez casiesperó ver aparecer un conejito deDuracell en el foso de la orquesta,aporreando el tambor sin descanso,porque aquella retreta no daba signosde agotarse. Seguía y seguía.Consultó otra vez el reloj. El

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contrato tenía que firmarse antes dela una de la madrugada.

Y ya eran las 00.55.El público entero se estaba

volviendo loco: todo el mundolanzaba gritos de apoyo al artistafavorito de los dos que quedaban, asícomo insultos al del tambor.Entonces, de repente, el tamborenmudeció de manera brusca y sehizo el silencio en el auditorio. Ninaterminó la frase:

—… ¡el Blues Brother!El público rugió de alegría.

Nina, que tenía cogidos de la mano a

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los dos finalistas, alzó la de Jacko enel aire para simbolizar la victoria.Jacko, a la derecha de lapresentadora, sonrió y saludó con lamano derecha a modo deagradecimiento al público porhaberlo votado. A la izquierda deNina, Emily quedó unos instantesdecepcionada y cabizbaja; acontinuación, con elegancia, soltó lamano de Nina y se acercó a Jacko, ledio un abrazo de enhorabuena y sesumó al grupo de los perdedores, queaguardaba al fondo del escenario.

Sánchez meneó la cabeza en un

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gesto negativo y volvió a pensar enlo que iba a suceder a continuación.Se suponía que Julius iba a ser el quefirmara el contrato, pero Julius nohabía ganado, y difícilmente podíaquitar de en medio a Jacko y firmar.Entonces, ¿qué iba a hacer? Si larespuesta era que nada, ¿tendríaElvis un plan? Porque él estaba másque deseoso de irse a casa. Digamosque ya mismo.

De nuevo hizo señas a Elvis conla mano intentando captar suatención. Había llegado el momentode salir pitando de aquel hotel. Elvis

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se percató por fin de los gestos dedesesperación de su amigo y lerespondió inclinando la cabeza. Consuerte, estaría pensando lo mismo.Asió a Janis Joplin del brazo, lesusurró algo al oído, y seguidamentelos dos se dispusieron a salir delescenario para reunirse con Sánchez.

—¿Estás listo para salir de aquícagando leches? —preguntó Sánchez.

—Por supuesto —contestóElvis—. Pero vamos a esperar unminuto. A ver qué hace Julius.

Sánchez estaba deseoso delargarse de allí, y cuanto más pronto

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y más rápido mejor. Ahora que teníaa Elvis consigo, calculó que susposibilidades de salir vivo deaquélla habían aumentadoconsiderablemente. Tras tomar ladecisión de que le importaba uncarajo lo que sucediera en elescenario, se encaminó hacia eltramo de escaleras que bajaba alpasillo que llevaba a la recepción.Cuando descendía por dicha escaleraoyó un ruido de cristales rotos.Procedía del vestíbulo. Vino seguidode una ráfaga de aire frío. «Se hadebido de romper una ventana en

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alguna parte.» Cuando llegó al pie dela escalera oyó unas pisadas,muchas, que venían hacia él. Yrápidamente.

Se detuvo a asomarse por lapuerta en dirección a la recepción.Se quedó boquiabierto y sintió que elcorazón le daba un vuelco. Loszombis del desierto habían irrumpidoa través de las puertas de cristal dela entrada del hotel y estabaninvadiendo el recinto a centenares.Salían disparados en distintasdirecciones, buscando carne humanacon la que darse un festín. Sánchez

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dio media vuelta y volvió a subir lasescaleras que llevaban a la zona delescenario. No le hacía ninguna graciaservir de aperitivo, y en lo que aaperitivos se refería, él era de losvoluminosos. Al instante afloraron ala superficie sus instintos máscobardes, e hizo lo que mejor sabíahacer: huir a la carrera.

Elvis y Janis se encontraban enlo alto de la escalera de espaldas aél, atentos a lo que sucedía en elescenario. Nigel Powell habíaabandonado su asiento en el paneldel jurado y sostenía en las manos un

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documento que sólo podía ser elcontrato. La conmoción de ver a loszombis había dejado a Sáncheztemporalmente sin habla. Se quedódetrás de Elvis e hizo variasinspiraciones profundas. El Rey nose había percatado de su presencia,estaba hablando con Janis.

—En cuanto alguien firme esecontrato, tenemos que largarnos deaquí cagando leches, pequeña —leoyó decir Sánchez.

—¿No quieres ver el bis? —lepreguntó Janis.

—No, tenemos que irnos. Ese

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tío que ha ganado está a punto defirmar un contrato con el diablo. Va avender su alma, y quedará condenadoa ir al infierno.

—¿Qué?—Hablo en serio, pequeña.

Además, en este momento hay unmontón de zombis que se dirigenhacia aquí. Van a matarnos a todos, ano ser que consigamos que JamesBrown firme ese puñetero contrato.

—Pero el Blues Brother haganado con toda justicia —protestóJanis.

Por fin Sánchez recuperó la voz

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y escupió impulsivamente lo queacababa de ver:

—¡Elvis! ¡Los zombis! ¡Yaestán aquí! ¡Están en el puto hotel!

Elvis se giró y miró a Sánchez,y a continuación miró el reloj.

—¡Mierda! Son las doce ycincuenta y siete.

Sánchez indicó el escenario.—Si Jacko firma el contrato, los

zombis se quedarán y nos matarán atodos, ¿no es así?

Elvis asintió.—Eso es lo que nos dijo

Gabriel.

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—Pero si no lo firma antes de launa en punto, este puto hotel sehundirá en el infierno y moriremostodos, ¿no?

—Correcto, sí.—Entonces, ¿qué hacemos

todavía aquí?—Si Julius firma el contrato, es

posible que nos salvemos.—¿Qué ocurre si firma Julius?

No recuerdo que Gabriel dijera nadaclaro acerca de esa parte del plan.

—Joder, tío, haces unaspreguntitas que para qué —replicóElvis, exasperado—. Mira, no estoy

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seguro, pero Julius es el único quepuede romper la maldición. Sea cualsea.

Janis miraba a ambos como sifueran un par de lunáticosdeclarados.

—¿Se puede saber de qué…mierda, puñetas, cojones… estáishablando?

—No hay tiempo paraexplicaciones —dijo Elvis—.¡Tenemos que impedir que ese tíocante!

—Es demasiado tarde —repusoJanis en voz baja, señalando el

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escenario.Nigel Powell se encontraba en

el centro del entarimado con el BluesBrother, de cara al público. Sosteníaen la mano el mortal contrato, yJacko un bolígrafo. Preparado parafirmar un pacto con el diablo, paravender su alma.

Jacko se quitó las gafas de sol yse las guardó en el bolsillo delanterode la chaqueta. Acto seguido alzó lamano y tomó un extremo del contratoque sostenía Powell. Levantó elbolígrafo en alto para indicar queestaba buscando el sitio apropiado

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para firmar.Elvis sacudió la cabeza en un

gesto negativo y desvió el rostro,incapaz de mirar.

—Pobre idiota —suspiró—. Seva a condenar a ir al infierno.

—Mejor él que yo —musitóSánchez.

Vieron que Powell tambiénconsultaba el reloj. Su miradadelataba lo ansioso que estaba porver el contrato firmado. Era undocumento descomunal, de casi cincocentímetros de grosor. No habíatiempo para que lo leyera Jacko.

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«Fírmalo sin más», parecía ser elabrumador mensaje. Cuando Jackoacercó el bolígrafo al papel, a puntode entregar la vida, Sánchez y Elvisse quedaron petrificados en el sitio,preguntándose qué iba a suceder. Yqué debían hacer.

En aquel momento Sánchez oyóun ruido a su espalda. Se volvió yvio a dos zombis que pasabanveloces junto al arranque de lasescaleras, procedentes del pasillo.«Esos cabrones van a llegar aquí deun momento a otro», pensó. De nuevose giró hacia el escenario.

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Justo a tiempo para ver a Juliusrealizar el acto final.

En eso, desde su sitio en elgrupo de los perdedores, al fondo delescenario, el cantante del trajemorado arremetió contra Jacko yPowell.

—¡alto ! —vociferó—. ¡No lofirmes!

Pasó como una exhalación juntoa Nina Forina y a punto estuvo dearrojarla al suelo. Powell, al verlovenir, intentó meter prisa a Jacko.

—No le hagas caso. ¡Rápido,firma! —lo instó.

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Desde algún lugar alto delauditorio llegó el estruendo de máscristales rotos. No fue tan intensocomo el que había oído Sánchez unminuto antes, pero aun así losobresaltó. Se giró en la direccióndel ruido, a tiempo para ver cómoestallaba en pedazos el cristal de lacabina de sonido del pinchadiscos ycaía una lluvia de fragmentos sueltossobre el público, a modo de cascadade hielo.

En el escenario, Julius agarró aJacko por la solapa con la intenciónde evitar que firmase el contrato.

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Pero tuvo la tela asida en la manodurante menos de un segundo, antesde que se oyera un súbito disparo.

¡bang !Sánchez contempló paralizado

de horror cómo explotaba la cabezade Julius. Primero le apareció unagujero bien claro en la frente; y unafracción de segundo después se leabrió la nuca y salió por ella unanube de sangre y sesos que seextendió por buena parte delescenario. Se percibió un ruidoespecialmente desagradable cuandoun enorme pedazo de carne blanda y

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húmeda fue a aterrizar en el vestidoplateado de Nina Forina. Ésta, alsentir la cara salpicada de motas decolor escarlata, lanzó un tremendochillido de sorpresa y terror. Dichochillido sirvió de catalizador paraprovocar otros miles de gritos dehorror en los espectadores.

Sánchez contempló primerocómo el cuerpo sin vida de Julius sederrumbaba en el piso del escenario.Produjo un ruido sordo y horrorosoal chocar contra los tablones demadera. De la cabeza destrozadamanaba sangre que se derramaba

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sobre el escenario y sobre lo quequedaba del rostro. La peluca,descolocada por el disparo, yacía enmedio de un charco de sangre e ibaempapándose poco a poco. Porespacio de unos segundos, aquellosojos sin expresión quedaron mirandofijamente a Sánchez, pero enseguidase pusieron en blanco. «Es como laquinta puta vez que pasa eso en loque va de día», pensó Sánchez deforma trivial. Asqueado yprofundamente asustado, levantó lavista hacia el pistolero que ocupabala cabina del pinchadiscos. Ahora

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que se le había despejado la cabeza,se dio cuenta de que era el individuovestido de negro y cubierto con unacapucha que le ocultaba gran partedel rostro. Se había cruzado con élen un pasillo, y también lo habíavisto en el interior de la cabina delpinchadiscos justo antes de que seanunciaran los resultados delconcurso. «Ése es un tipo que no seme va a olvidar tan deprisa», pensó.

Tiró violentamente de lachaqueta dorada de Elvis y señaló lacabina de sonido.

—¡A Julius le han disparado

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desde ahí!—Ah, ¿sí? No me digas,

Sherlock.—¿Tú crees que está muerto?—Con los sesos esparcidos por

todo el puto escenario, yo diría queestá más muerto que mi abuela.Atontado.

—¡Pero si es el apóstol númerotrece!

Comprensiblemente, JanisJoplin seguía sin entender.

—¿Qué? —preguntó.—Era el apóstol número trece

—farfulló Sánchez señalando el

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cadáver de Julius—. Era el únicoque podía habernos salvado a todos,y ahora está muerto. ¡Estamos todosjodidos!

Janis frunció el ceño.—No seas gilipollas. Si eso

fuera cierto, tendría más de dos milaños de edad.

—Yo estoy dispuesto a creerlo—repuso Sánchez.

—¿Sí? Pues aparenta unostreinta. Treinta y cinco como mucho.

—Bueno, pues es lógico, ¿no?Al fin y al cabo es un apóstol.

Estaba claro que Janis no se lo

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tragaba.—¿Es que los apóstoles se

compran crema antiarrugas en lafarmacia?

—A lo mejor. —Sánchez nosabía muy bien adónde conducía todoaquello.

—Pues entonces es una lástimaque ya de paso no se le ocurriesecomprarse un crecepelo.

Sánchez arrugó el entrecejo.Cuando no estaba insultándolo a él nia otra persona, Janis podía serbastante sarcástica.

—Mira —probó de nuevo—,

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nos lo dijo un tipo que sabía de estascosas. ¿A que sí? —Se volvió haciaElvis en busca de apoyo.

—Sí. Pero no sé, tío. ¿Seríatodo mentira?

—Pues Gabriel lo creía enserio.

—Sí, pero también se creeríaque Joan Collins tiene veintiún añossi se lo dijeran.

De pronto Sánchez se sintiópreocupado. Además de asustado.¿Habría sido Gabriel víctima de unengaño por parte de Julius?

—Entonces, ¿existe o no existe

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un apóstol número trece? —dijopensando en voz alta.

—Lo dudo —respondió Janis—. Aunque en una ocasión leí que síexistió. Estoy segura de que estáenterrado en África, o algo así.

—¿Es posible que sea ese tío?—dijo Elvis señalando a Jacko, queya había firmado el contrato que letendía Powell.

A aquellas alturas ya costabaoír cualquier cosa que se dijera,porque la mayor parte del públicoestaba gritando. De hecho, casi todoslos que estaban encima del

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escenario, excepto Powell y Jacko,estaban corriendo de un lado a otrodespués de haber visto el cadáver deJulius y ante la posibilidad de que elpistolero que ocupaba la cabina desonido pudiera disparar otra vez.Contra ellos.

En eso, cuando los espectadorescomenzaron a huir del auditorio,descubrieron que había una cosanueva por la que gritar. No habíamodo de escapar. Todas las salidasestaban bloqueadas por un enjambrede zombis. Estaban atrapados.

La carnicería no había hecho

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más que empezar.

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Cincuenta y ocho

Nigel Powell consultó su reloj.

Las 00.59. Esto sí que era apurar eltiempo al máximo. El concurso habíasido un desastre. Se prometió a símismo que jamás volvería a permitir

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que se hiciera tan tarde. Para el añosiguiente iba a ser necesario contarcon un mejor sistema de seguridad. Ycon un programa de actuaciones másapretado. De todas formas, ya seacabó. Jacko había firmado elcontrato. Fin del espectáculo.

Al año siguiente no habría sitiopara imitadores de James Brown.Julius había estado muy cerca deechar a perder el concurso. Pero¿quién era? ¿Y por qué deseaba tantoganar? Mientras estudiaba lasposibles respuestas, le vino a lamente otra pregunta: ¿quién coño

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había pegado un tiro a Julius? Sí, élmismo había ordenado a los deseguridad que lo buscaran y se lollevaran a dar un paseo por eldesierto sin billete de vuelta, peroaquello fue antes. No había dado aningún miembro del equipo deseguridad la orden de que sacase unarma y disparase si Julius se lanzabade cabeza al contrato. En fin, yaordenaría más adelante unainvestigación completa del asunto;por el momento se sentía aliviado dehaber conseguido a otro imbécil máspara firmar el contrato con el diablo.

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Tenía que conceder que laactitud serena de Jacko resultóimpresionante. Aquel joven artista nose inmutó siquiera cuando vio morira Julius. E incluso ahora que loszombis empezaban a hacer pedazos alos espectadores del auditorio, dabala impresión de continuarnotablemente impasible. Tanto Jackocomo él mismo tenían manchados lostrajes con gotitas de sangreprocedente de la cabeza destrozadade Julius. Su traje blanco estabaechado a perder. En cambio lachaqueta negra de Jacko disimulaba

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muy bien las manchas. Así y todo,Powell no iba a sufrir por tener untraje destrozado, sería mejor quecambiarle el sitio a Jacko. Sabía loque le aguardaba al ganador delconcurso, y no iba a ser agradable.

—Lo siento mucho por esto —dijo indicando con la cabeza elcadáver ensangrentado que teníanjusto detrás. Era evidente larepugnancia que le causaba—. Perote felicito por haber ganado elconcurso. Te lo merecías.

—Gracias —respondió Jackocon una sonrisa—. Ha sido un día

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bastante extraño, ¿no?—Desde luego. —Powell

centró la atención en un par deguardias de seguridad que estaban enla parte de atrás sin hacer nada. Aligual que todos los presentes en elescenario, contemplaban con horror eincredulidad a los zombis queestaban atacando al público—. ¡Eh,vosotros! —les dijo a voces—. Noos mováis del escenario, ¿estamos?Los zombis no van a subir aquí.

Volvió a observar el auditorio.Los zombis penetraban a chorro portodas las salidas y se abalanzaban

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contra los espectadores paraarrancarles trozos de carne. Era algohorrible de ver, pero Powell yaestaba acostumbrado. Lo había vistomuchas veces ya. A los zombis lesgustaba atacar en grupo, yacorralaban a presas vulnerables quehabían quedado aisladas de otras quehabían conseguido apiñarse. Tres ocuatro criaturas en estado dedescomposición se juntaban y selanzaban sobre su presa. Se oíanagudos chillidos de terror proferidospor mujeres a las que aquellosmutantes devoradores de carne

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estaban arrancando brazos y piernas.Y también por hombres jóvenes quegritaban como niños cuando loszombis les sacaban los ojos, lesmordían las piernas y lesdesgarraban la ropa.

Observando la escena con gestodesapasionado, Powell exhaló unsuspiro de alivio pensando en que elconcurso había estado muy cerca deacabar a la hora señalada de la unade la madrugada. Contempló lamasacre durante unos segundos y sepermitió una leve sonrisa antes devolverse de nuevo hacia Jacko.

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—No te preocupes por esosnecrófagos —le dijo—. Esos…seres… se marcharán cuando veanque has firmado el contrato.

—Yo no estoy tan seguro —replicó Jacko tranquilamente,observando la carnicería que estabateniendo lugar en el auditorio.

Powell, como creador,propietario, promotor y juezprincipal del concurso, habíadescubierto que todos los años elganador se quedaba un tantoconmocionado por la aparición delos muertos vivientes y por el caos

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de sangre que provocaban. Se acordódel ganador del año anterior, unajoven que encarnaba a DustySpringfield. Se puso a gritar comoloca, completamente histérica. Noconsiguió calmarla, y se sintiórealmente aliviado cuando por finsalió de entre el público el Hombrede Rojo, le hundió la mano en elpecho y le arrancó el alma.Ciertamente desagradable. Peroinevitable.

La llegada del malvado amigode Powell reflejado en el espejosiempre señalaba el final de los

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actos del día. Miró de nuevo el relojy sonrió a Jacko. De un momento aotro iba a materializarse el Hombrede Rojo saliendo de un rincónoscuro, hundiría sus fantasmalesmanos en el pecho de Jacko y learrancaría el alma. El hecho de queel artista no estuviera chillando depánico como la mayoría de losganadores que le precedieron leestaba facilitando mucho las cosas aél.

Por fin, justo en el momento enque el reloj de pulsera de Powellemitía un minúsculo pitido para

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indicar que era la una de lamadrugada y el final de la hora de lasbrujas, apareció en el escenario elHombre de Rojo, sonriendo de orejaa oreja igual que un niño en unapastelería. Jacko se encontraba deespaldas a él, y por eso no lo vioacercarse. Powell hizo todo loposible por mantener distraído alBlues Brother mientras aquelgigantesco negro de sonrisa blanca ytraje rojo vivo con sombrero delmismo color se dirigía furtivamentehacia ellos.

—¿Sabes? —dijo Powell en

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tono afable al tiempo que apoyabauna mano en el hombro de Jacko—,yo personalmente creía que iba aganar Judy Garland, pero la verdades que tú verdaderamente has sidomotivo de orgullo para los BluesBrothers con tu versión de SweetHome Chicago.

—¡De versión, nada! —se mofóJacko.

—¿Perdón? —dijo Powell. Laactitud altiva, incluso arrogante, quemostraba Jacko desde que habíaganado lo tenía más bien perplejo—.¿Qué quieres decir?

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—Que no ha sido en absolutouna versión. Versión fue la quehicieron los Blues Brothers. Y no yo.—Sacudió el hombro para zafarse dela mano del otro.

—¿Qué? —Powell no entendía—. ¿A qué te refieres? Sweet HomeChicago era una canción de losBlues Brothers, ¿no? Pues claro quesí… se la vi cantar en la película.

—Sí, así es. Pero no laescribieron ellos.

—Ah. Vale. Ya veo adóndequieres llegar. ¿Y quién la escribió?

Jacko se quitó el sombrero, se

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lo puso a su nuevo jefe en la cabeza yse lo caló con fuerza. Luego le guiñóun ojo.

—Sweet Home Chicago laescribí yo —declaró.

El propietario del hotel sequedó clavado en el sitio, intentandoasimilar las consecuencias de lo queestaba diciendo Jacko. Entonces lorecorrió un escalofrío y se lehundieron las facciones. Miró elgrueso contrato que tenía en la manoy pasó rápidamente las páginas hastael final. Cuando llegó a la última,hincó los ojos en la firma que había

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al pie. El nombre con que habíafirmado Jacko. Cada letra fue comoun cuchillo que se le clavara en elcorazón.

Robert Leroy Johnson.Levantó la vista hacia el joven

que tenía de pie ante sí. Sólo queahora Jacko no estaba solo; Elvis,Sánchez y Janis se habían acercadopara ver qué pasaba. Y, cosa aúnmás preocupante, el Hombre de Rojose había sumado a ellos y ahorarodeaba los hombros de Jacko con elbrazo.

—Me alegro de volver a verlo,

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señor Johnson —dijo, sonriéndole aJacko.

Powell estaba estupefacto. Miróa Jacko sin poder disimular lasorpresa.

—¿Tú eres Robert Johnson? ¿ElHombre del Blues?

—El mismo.—Pero… Pero… ¿No vendiste

tu alma al diablo hace unos cienaños?

El Hombre de Rojo retiró elbrazo de los hombros de Jacko yposó una mano en el hombroizquierdo de Powell.

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—Sí, señor. Así fue. En el año1931. —Pese a la ancha sonrisa, suspalabras sonaron frías como elacero.

A Powell empezaron atemblarle las manos.

—En ese caso, este contrato esnulo. ¡No puedes venderle una cosade la que ya es dueño!

Jacko le guiñó un ojo.—Ha sido un placer conocerte.

Pero ahora tengo que irme, hijo.

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Cincuenta y nueve

Sánchez había visto bastantes

cosas desagradables en su vida. Larevelación de que Jacko, el BluesBrother, en realidad era nada menosque Robert Johnson, el tipo que

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vendió su alma al diablo en los añostreinta, era todo un bombazo. Pero,teniendo en cuenta que sólo unosminutos antes estaba convencido deque existía un apóstol número treceaún vivo que había encarnado aJames Brown, estaba dispuesto aaceptar que aquello fuera posible.

Durante el tiempo que llevabateniendo el bar en Santa Mondega sehabía encontrado con vampiros yhombres lobo, lo cual le sirvió depreparación para casi todo. Peroesto… esto ya estaba empezando aser demasiado. Sobre todo la

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introducción de zombis en su mundo.En aquel preciso momento estabaapenas a unos metros de un grupogrande de ellos. Aquellos cabroneseran unos salvajes. Observó a dos deellos, que estaban jugando al tira yafloja con un infortunado que llevabaun chándal de poliéster, cada unoclavando los dientes en una partediferente de su víctima y lanzandogruñidos en su afán de apoderarse deella. Estar en lo alto del escenariocontemplando aquel pandemóniumdesde una distancia segura era comoestar viendo una película de terror.

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Excepto que aquí era el público elque resultaba masacrado mientras los«actores» —los que estaban en elescenario— contemplaban la escena.Sin embargo, el resultado fue queSánchez se sentía a salvo, más omenos. Por el momento.

Había también un hombre deraza negra, muy alto y de aspectosiniestro, vestido con un elegantetraje rojo y sombrero, de pie al ladode Nigel Powell y Jacko. Teniendoen cuenta todo lo que estabasucediendo, aquel individuo parecíaestar ridículamente contento. Lucía

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una enorme sonrisa en la cara. Encambio Powell mostraba laexpresión contraria; la sonrisablanquísima y radiante le habíadesaparecido del rostro, y subronceado naranja parecía habersedescolorido para transformarse enuna especie de beis sucio.

Ahora todos los finalistassupervivientes estaban en el centrodel escenario, observando a Powell.A éste parecía faltarle la respiración,como si estuviera sufriendo uninfarto.

—No tengo muy claro qué coño

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está pasando aquí, tío —comentóElvis—. ¿Quién es ese tipo de rojo?¿Y de dónde diablos ha salido?

Sánchez se encogió de hombros.—A mí me recuerda a un Santa

Claus negro.—¿Sí? ¿No será a lo mejor el

diablo?Elvis tenía un punto de razón.

Podía ser. Teniendo en cuenta elcaos desatado en el auditorio y losrumores de que el contrato delganador pertenecía a Satanás, era unaposibilidad.

—En ese caso, ¿por qué no nos

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largamos de aquí cagando leches? —suplicó Sánchez.

—Espera un minuto. A ver quéocurre. Por el momento, pareceseguro estar aquí arriba.

Sánchez no pensaba irse aninguna parte sin Elvis, y ésteparecía estar en lo cierto. Los zombisno se acercaban al escenario. En suopinión, era el lugar más seguro deun hotel que en realidad no era nadaseguro.

El Hombre de Rojo que estabade pie junto a Powell y Jacko se diola vuelta y miró a Sánchez, a Elvis y

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a los demás concursantes. Acontinuación le guiñó un ojo aSánchez y volvió a marcharse por laparte de atrás del escenario, lamisma por la que había venido.

—¿Quién demonios era ése? —preguntó Sánchez en voz alta acualquiera que quisiera responderle.

Quien contestó fue NigelPowell, casi para sí mismo:

—Estamos todos jodidos —dijo—. Condenados a ir al infierno. —Después, elevando la voz, agregócasi gritando—: Al infierno, ¿meoyes?

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—¿Perdón?Sánchez había abrigado la

esperanza de que Powell tal vez lesmostrase una manera de salir. Al finy al cabo, sólo era cuestión detiempo que los zombis dejasen dedespedazar a los espectadores yempezasen a subir al escenario. Yahabía varios de ellos en el foso de laorquesta, haciendo trizas a losmúsicos. Se oían graznidos ybocinazos de los instrumentosmientras los miembros de la bandaintentaban en vano repeler el ataque.El músico que tocaba la tuba, en

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particular, soplaba ésta con toda sualma, con la esperanza de mantener araya a aquellas criaturas con elfenomenal trompetazo de sugigantesco instrumento.

Sánchez se fijó en que, por unavez, todo el mundo parecía másaterrorizado que él, con dosexcepciones. Elvis seguía siendo lapersonificación de la calma, comosiempre, y Jacko también parecía noinmutarse en absoluto por lo queestaba sucediendo. Mientrasesperaba a que uno de los dossugiriese una solución para escapar

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de allí, de pronto la cacofonía de loszombis y sus víctimas quedó ahogadapor la música. Y esta vez no fue latuba. Lo que empezó a oírse a todovolumen por los altavoces repartidospor todo el auditorio fue el CD dePaul McCartney que ya había puestoanteriormente el pinchadiscos. Loschillidos del público quedaroneclipsados por Paul McCartney y porun coro de ranas que cantaban«Todos estamos juntos». Habría quedecir más bien «Todos corremosaterrorizados juntos», pensó Sánchez.Si estaba esperando una señal que le

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indicara lo que debía hacer, aquí latenía.

—Ya está. ¡Yo me largo de aquícagando leches! —declaró,anhelando desesperadamente quealguien más coincidiera con él ytomara la iniciativa.

—Espera un segundo, hombre—replicó Elvis. Fue hasta Powell yse plantó delante de él—. Bueno,¿cómo hacemos para salir de estacagada? —le preguntó pinchándoloen el pecho con el dedo.

—No… no estoy seguro —balbució Powell—. Creo que…

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Imagino que lo más seguro esquedarse aquí arriba, en el escenario.Tal vez no suban aquí.

Elvis no parecía impresionado;su boca se retorció en un gestoburlón que él mismo habríaadmirado.

—¿Sí? ¿Y qué es lo que me dijousted antes? —le preguntó.

—¿Qué? No sé. Ahora no es elmomento.

—Me dijo que yo no merecíaestar en este escenario.

—Pues vaya bobada. Supéralode una vez.

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—Ya lo he superado. Pero¿sabe una cosa?

—¿Qué?—El que no merece estar en

este escenario es usted.Se echó hacia atrás y acto

seguido, con todas sus fuerzas, learreó un puñetazo en la cara alsorprendido Nigel Powell. El puñoaterrizó de lleno en el pico de lanariz de su objetivo.

El impacto produjo un crujidoenfermizo y un surtidor de sangre, ehizo perder el equilibrio al creador yjuez principal del concurso, que se

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precipitó de espaldas, salió volandodel escenario y fue a caer en el fosode la orquesta. Aterrizó en medio deuna melé de zombis y músicos amedio devorar, miembros arrancadosde cuajo y entrañas desgarradas. Laexpresión de su rostro era de puroterror. Jamás había estado tan pálidoun hombre teñido de color naranja.

Los zombis le permitieronexhalar un solo grito de dolor antesde hacerlo desaparecer bajo un grupode ellos para ser devorado conavidez. Parecían saber quién era. Enlos oscuros recovecos de sus

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cerebros putrefactos sabían queaquel hombre había engañado amuchos de ellos para que vendiesensu alma al diablo a cambio de lo queellos pensaban que iba a ser fama ydinero.

El resto eran desventuradosmiembros del público de pasadasediciones del concurso, que sehabían transformado en zombis trashaber sido asesinados por éstos. Porfin estaba recibiendo su justo castigo,de manos de una horda de seres nomuertos que lo despreciaban.

Elvis se volvió de cara a

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Sánchez y a los demássupervivientes. El escenario aúnestaba libre de zombis, pero aquelloiba a cambiar, sin duda. Enseguida.

—¡Eh, Johnson! —le chilló aJacko—. ¡Sácanos de aquí de unaputa vez!

El Hombre del Blues le mostróuna ancha sonrisa.

—Cómo no. Será un placer.Seguidme.

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Sesenta

Nina Forina, Candy Pérez y

Lucinda Brown hacía mucho quehabían abandonado el escenario, enel intento de huir acompañadas porvarios guardias de seguridad. De vez

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en cuando se oían disparos en mediodel estruendo, efectuados por losguardias de seguridad intentandoabrirse paso a través de aquellosnecrófagos enloquecidos. Sánchezpodría haberse ido con ellos, peropensó que tenía que ser mejorquedarse con Elvis y Jacko. ElHombre del Blues tomó la delanteray salió por un costado del escenario,desde donde todos habíancontemplado los resultados delconcurso como si todo hubierasucedido en otra vida. Sánchez y losdemás lo siguieron. El regordete

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camarero se las ingenió para colarsejusto detrás de Jacko y delante deElvis, que era obviamente el sitiomás seguro en el que estar. JanisJoplin iba detrás de Elvis, agarradacon desesperación a la mano de éste.Detrás de ella iba Emily, y porúltimo, cubriendo la retaguardia,Freddie Mercury. La única personaque quedó en el escenario fue Julius;su cadáver todavía descansaba dondehabía caído, sobre las tablas,rezumando sangre por la fatal heridade la cabeza.

Cuando bajaba detrás de Jacko

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por las escaleras en dirección alpasillo que llevaba al vestíbulo,Sánchez vio a una de las criaturascargando contra ellos. Se detuvo alpie de las escaleras cerrándoles elpaso al corredor. Tenía una mitad dela cara toda podrida, con lo cual sehacía difícil distinguir cómo debióde ser en vida. Era una cara queseguramente había pertenecido a unjoven que no quería nada más que serun cantante famoso y de éxito. Ahoraera una máscara de maldad en estadode descomposición, carente de alma,contorsionada por la desesperada

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necesidad de alimentarse de carnehumana. A juzgar por la ropa raída yputrefacta que llevaba puesta, en otrotiempo debió de ser el propietario deun elegante traje no muy distinto delque vestía Jacko. Pero mientras queel de Jacko estaba limpio y bienplanchado, el del zombi se veía sucioy harapiento, cubierto de moho, tierray sangre.

La horrible criatura se plantódelante de Jacko, y ambos se miraronfijamente por espacio de unossegundos. El zombi parecióreconocerlo, porque dio la impresión

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de no querer arrancarle las carnes amordiscos. Sin embargo,rápidamente posó la mirada en laapetitosa barriga de Sánchez, apenasdisimulada bajo la camisa hawaiana.

Asqueado pero levementefascinado, Sánchez observaba laescena temblando al ver el puntomuerto al que habían llegado. Al fin,Jacko alzó una mano hacia el zombi ynegó con la cabeza.

—Estas personas estánconmigo. Déjalas en paz.

Transcurrieron unos segundosde incomodidad durante los cuales el

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zombi lo miró con expresiónamenazante, al parecer reflexionandosobre lo que había dicho. Lo únicoque se oía eran los gritos cada vezmás menguados de los espectadoresque aún quedaban vivos y elincesante croar de las ranas de lacanción de Paul McCartney. Pero alfinal el zombi dejó de amenazarlos,dio media vuelta y echó a correr porel pasillo en dirección a la parte deatrás del hotel.

«Esto ya es algo», se dijoSánchez.

Jacko reanudó la marcha, salió

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al pasillo e indicó por señas a losdemás que lo siguieran. Sánchez seasomó al pasillo e inmediatamente sedio cuenta de que estaba bastanteabarrotado de zombis enloquecidospor la sangre que estaban atacando atodos los espectadores del público,guardias de seguridad, jueces ycantantes que habían intentadoescapar. El hedor a podrido de loszombis se mezclaba con el olormetálico de la sangre fresca, y juntosdaban lugar a una fragancia deultratumba digna del mejorperfumista.

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—¡Mirad! —chilló Sánchez—.Ése es Little Richard.

—Qué va, es Jimi Hendrix —replicó Elvis.

Los dos llevaban razón. Sánchezcontempló horrorizado lo que estabasucediendo. Frente a la paredcontraria, Richard, el diminutoimitador de Jimi Hendrix, estabasiendo devorado, empezando por laspiernas, por un par de zombis. Aúnestaba vivo y lanzaba chillidos dedolor. Elvis se apresuró a empujar asu colega por la espalda para quesaliera al pasillo.

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—Venga, gordinflas —le dijo—. ¡No tenemos todo el puto día!

—¡Esos cabrones se lo estáncomiendo vivo! —Sánchez no podíaapartar la vista de aquella horribleescena.

—Que se joda —replicó Elvissin piedad—. No es más que elaperitivo. ¡Si no sacas el culo deaquí, tú serás el puto plato principal!

Sánchez captó el mensaje. Echóa correr pasillo adelante detrás deJacko, manteniéndose lo más pegadoa él que le era posible y dando lasgracias a su estrella de la suerte por

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que aquel tipo tuviera ciertainfluencia entre los zombis. Delantede ellos había como unas veintecriaturas mutantes, arrimadas aambas paredes. Respetaban la ordende Jacko de no atacar, pero tambiénse las notaba deseosas de alargar unamano y hacer presa en cualquiera quese separase del grupo. El Reyavanzaba detrás de él, amenazandocon los puños a todo ser que diera laimpresión de querer lanzarse sobreSánchez. Janis Joplin caminaba asidacon fuerza a la chaqueta dorada deElvis, y mientras tanto gritaba toda

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clase de obscenidades a los zombis.En la retaguardia, Emily y

Freddie Mercury eran los másvulnerables. Los tontos zapatos rojosde Emily no estaban hechos paracorrer. En una de ésas, mientrascorría aferrando el vestido de Janis,se le soltó el tacón del izquierdo.Freddie chocaba continuamentecontra ella, y el causante de que se lerompiera el zapato fue un pisotón queél le arreó en el pie.

A Emily le costaba muchoconcentrarse en seguir caminando,consciente de que en cualquier

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momento podía lanzarse sobre ellaun zombi desde el costado o desdeatrás. Los muertos vivientes estabandispuestos a retroceder cuando Jacko—o Robert Johnson, como suponíaque debería llamarlo ahora— lesindicaba que se apartasen, pero paracuando llegaba a su altura la cola deconcursantes ya se les había borradodicha advertencia de sus frágilesmemorias. Cuando la fila de prófugosse acercaba ya a las puertas decristal —una de ellas destrozada porel disparo de Angus— que daban a larecepción, una de aquellas figuras

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deformes se abalanzó sobre FreddieMercury. Emily, que intentabaconcentrarse en no mirar a loszombis, mantuvo la vista fija en laspuertas de cristal y en la salida quese atisbaba. Al principio no sepercató de un zombi enorme queaferró a Freddie por detrás y le tapóla boca con una mano grande yhuesuda. Pero sí oyó losamortiguados gritos que lanzópidiendo socorro.

Se volvió y contemplóhorrorizada cómo aquel gigantesemidesnudo comenzaba a llevarse a

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Freddie a rastras pasillo abajo.Freddie pataleaba frenéticamente enel intento desesperado de liberarse,pero enseguida fue descubierto porotros zombis, que al momento searrojaron sobre él. Emitiendo unaserie de ruidos horrorosos quequedaron casi ahogados por el corode ranas de la canción de PaulMcCartney, los zombis comenzaron adevorarlo bocado a bocado mientrasel más corpulento de todos ellos selo llevaba de nuevo hacia lasescaleras que conducían alescenario.

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En la cabeza de la comitiva,Sánchez vio que la salida estaba casial alcance de la mano. Se volviópara comprobar que aún llevabadetrás a Elvis. Así era. Lasupervivencia estaba empezando aparecer una posibilidad. Aliviado alver que por lo visto los zombishabían quedado atrás, le dijo a Elvisa gritos, por encima del estruendoque formaban las ranas:

—¡Por lo menos el hotel no seha hundido en las profundidades delinfierno, como dijo Gabriel!

—¡No tientes al destino! —gritó

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Elvis a su vez por encima del ruido.Pero el don que pudiera tener el

rechoncho camarero para tentar aldestino no lo había abandonado. Unsegundo después de la advertencia deElvis, Sánchez vio aparecer unagigantesca grieta en el suelo delpasillo, como un par de metros pordetrás de ellos, acompañada de uncrujido prolongado. Tenía sólocuatro o cinco centímetros deanchura y seguramente no era muyhonda, pero se acercaba a ellos atoda velocidad cortando la moqueta.El suelo estaba abriéndose como una

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cáscara de huevo al eclosionar. Loszombis se apresuraron a apartarse deella y saltar hacia las paredes.

En la retaguardia de la fila,Emily también vio la grieta. Ademásestaban desprendiéndose trozos deyeso de las paredes y del techo. Elpasillo empezaba a sacudirse comosi fuera una atracción de feria. Emilyvolvió la vista una vez más y viodesaparecer los pies de FreddieMercury por un pasillo lateral queiba al escenario, sujetos por lasmanos de un grupo de zombis. Nosupo qué era más aterrador: si el

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hecho de que a Freddie lo estuvierandevorando vivo o que el sueloestuviera a punto de partirse en dos.

Sin duda alguna, estaba másaterrada de lo que había estado entoda su vida, y ahora se echaba encara no haber hecho caso del consejoque le dio Kid Bourbon. No pudoevitar pensar qué habría sido de él.Era uno de esos tipos que no pareceque conozcan el miedo, que siempreluchan contra todo cara a cara. Justoel tipo de hombre que necesitaba ellaen aquel momento. Esperó poderdescubrirlo en alguna parte, en medio

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de aquella hecatombe.Por desgracia para ella, el

hecho de ocupar la retaguardia juntocon Freddie la había convertido en lapieza más vulnerable. Ser la últimade la fila implicaba ser vista porvarios zombis hambrientos de carnehumana. Por lo menos ya no eran tannumerosos, porque una gran parte deellos se había ido al escenario conFreddie Mercury, mientras que otroscuantos más habían huido espantadosal ver cómo se abría el suelo por lamitad.

De pronto se oyó un segundo

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crujido, sumamente intenso, queahogó el croar de las ranas. Esta vezno fue sólo que el suelo se partieraen dos; el pasillo entero se inclinó delado, con lo cual todo el mundoresbaló y se estrelló contra la pared.Los cinco supervivientes setambalearon y se soltaron unos deotros. Emily fue la que se llevó lapeor parte. Se le salió el zapatoderecho, y como al otro se le habíaroto el tacón, terminó pordescalzarse del todo. Los calcetinescortos y blancos que llevaba no leofrecían ningún agarre contra aquel

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suelo tan inclinado, así que perdiópor completo el equilibrio y seprecipitó por la ancha hendidura delsuelo, que ya medía casi diezcentímetros. Y se iba ensanchandopoco a poco.

De repente, uno de los zombisque estaban arrimados a la paredagarró a Emily por el pelo. Susdedos ennegrecidos y quebradizosasieron una de las trenzas y tiraronde ella con fuerza. A continuación, laotra mano la aferró por la axilaizquierda y la izó en dirección a laboca. Ella giró la cabeza y miró a la

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criatura a los ojos. Una de lascuencas estaba completamente vacía.Apenas tenía pelo encima de lacabeza, y el ojo sano estaba rojo enel centro y el resto se veíaamarillento e inyectado en sangre. Lapiel de lo que quedaba de la caraestaba chamuscada y correosa, y enel interior de la boca las encíashabían desaparecido después depudrirse. En cambio los dientesseguían estando en su sitio, melladosy afilados, y orientados en diferentesángulos, como los de un cocodrilo.

Una vez que la incorporó a la

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fuerza y la separó del grupo, elzombi exhibió un grado de habilidadque Emily jamás habría esperado veren semejante criatura. Le soltó latrenza y le tapó la boca con la manopara impedirle que gritara pidiendosocorro.

Emily forcejeó con aquelmonstruo deforme. Aunque era másfuerte que ella, también tenía quehacer un esfuerzo para apoyarfirmemente los pies en aquel pasilloinclinado que se venía abajo. Emilyconsiguió girarse y propinarle alzombi un codazo en la cabeza. El

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golpe le hizo perder ligeramente elequilibrio, con lo cual ella logródesasirse. En cuanto le quedó la bocalibre de aquella mano horrible yasquerosa, se puso a pedir socorro apleno pulmón.

Pero resultó ser un esfuerzototalmente fútil. El coro de ranas dePaul McCartney seguía oyéndose atodo volumen, y aquel constantecroar ahogó sus gritos. Peor todavía,de pronto se vio en la desesperadasituación de encontrarse con seiszombis como mínimo entre ella yJanis Joplin, que ni siquiera se había

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dado cuenta de que ya no llevabadetrás a la chica disfrazada deDorothy.

Antes de que pudiera decidirqué era lo mejor que podía hacer,sintió una mano que la agarró delhombro izquierdo por detrás y oyóuna voz conocida, una voz áspera.Era una voz que a la mayoría de laspersonas les provocaba miedo, peroque a ella sólo le inspiró esperanza yalivio.

—¿Cuántas veces más voy atener que salvarle el pellejo?

Emily se volvió. Se le aceleró

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el corazón, y en cuanto vio a KidBourbon la inundó el presentimientode que todo iba a salir bien. Kidllevaba la capucha oscura echadasobre la cabeza, signo inequívoco deque estaba en modo de matar. Yademás portaba en la mano unapistola de gran tamaño, apuntada atres zombis que venían de ladirección del auditorio, con laintención de ahuyentarlos. Ellosretrocedieron, pero se notó a lasclaras que simplemente esperabanuna oportunidad para atacar. Emilyevaluó la situación. Se encontraban

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en un pasillo en ruinas ypeligrosamente inclinado, con treszombis a la espalda y otros seis entreellos y la zona de la recepción, y conuna enorme fisura en el suelo que ibahaciéndose más grande a cadasegundo que pasaba. Kid empezó aretroceder llevándola pasilloadelante, en la dirección de la quehabía venido ella, hacia los treszombis. La vía de escape máspróxima era cruzando el vestíbulo,pero Emily tuvo la fuerte impresiónde que sus mayores posibilidades desobrevivir estaban en compañía de

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aquel asesino en serie encapuchado.—Debería haberle hecho caso

—dijo en tono contrito mientrasavanzaba por el pasillo a su lado.Dos grandes zombis varonesprocedentes del extremo de larecepción empezaron a seguirlostímidamente, temerosos de la pistolaque empuñaba Kid peropreparándose para lanzarse alataque.

—Éste no es el momento paraque me ponga a decir eso de «ya te lodije» —replicó Kid—. Aunque, paraque conste, la puta verdad es que se

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lo dije.—Sí, lo sé. ¿Le importaría

sacarme de aquí y decírmelo otra vezmás adelante?

—Estoy haciendo lo que puedo.Dentro de un minuto, cuando grite«corra», eche a correr por delante demí, al llegar al final gire a la derechay siga las indicaciones de la salidade incendios.

—¿Qué va a hacer usted?—Matar a estos hijos de puta.Kid cumplió su palabra.

Segundos más tarde arremetió contralos tres zombis que tenía enfrente al

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mismo tiempo que le gritaba a Emilyque echara a correr. Ella, con elcorazón desbocado, huyó como unaflecha por el hueco que había abiertoKid y se lanzó hacia el final delpasillo. Cuando iba por la mitad, sedio cuenta de que al parecer no habíamás zombis por delante de ella, sedetuvo y miró atrás. Kid tenía encimaa dos de aquellas asquerosascriaturas y había perdido el arma.Por lo visto, trataban de aprisionarlocontra la pared. Cada zombi lesujetaba un brazo e intentabacontenerlo para que el tercero tuviera

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el campo despejado.Si Emily había aprendido algo

en las últimas horas, era que debíahacer lo que le ordenaba Kid. Y enaquel caso era correr en dirección ala salida de incendios. Dejarlo tiradotal vez no fuese la acción másvaliente, pero su instinto le decía quea Kid no iba a ocurrirle nada.

O eso esperaba.

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Sesenta y uno

A Angus el Invencible los

intentos de salir de la cámarafrigorífica le habían dejadosumamente frustrado. (La cámara,por su parte, le había dejado

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sumamente helado.) La rabia que lecausaba haberse dejado engañar yencerrar por un imbécil comoSánchez era cada vez más intensa.Incrementaba su deseo de matar aalguien, ya fuera Sánchez osimplemente la siguiente persona quese cruzara en su camino.

Al intentar abrir la cámaradesde dentro disparando a lacerradura, lo único que consiguió fueahuyentar a Sánchez. Disparar aaquella puerta metálica resultó seruna idea muy poco inteligente; labala rebotó y se incrustó en el techo.

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Con muchos disparos más comoaquél, Angus podría terminar siendola infortunada víctima de un balazoprocedente de su propia pistola.

Por espacio de casi veinteminutos, dejó que se le congelase elculo probando diversas maneras deforzar la cerradura. En primer lugar,intentó arremeter contra la puerta yempujarla con el hombro, pero lo queconsiguió fue hacerse daño. Luegoprobó a golpear la cerradura con laculata del arma, pero una vez más leeludió el éxito. La tercera ideatampoco fue más productiva. Cuando

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el frío comenzó a afectar suraciocinio, se puso a buscar algo enel interior de la cámara que sirvierapara abrir la cerradura. Como laherramienta más útil que encontró fueun muslo de pollo, el resultado fueinevitable.

Aunque llevaba puesta latrinchera y un pantalón grueso, yaestaba empezando a acusar el frío deveras. Dado que el tiempo se leestaba agotando y que estaba heladohasta los huesos, decidió probar otravez a disparar sobre la cerradura.Estaba claro que se necesitaba actuar

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con más cuidado, así que retrocedióun poco más, se escondió detrás deuna de las estanterías y disparódesde allí. Le temblaban las manosde frío, lo cual afectaba su capacidadpara apuntar la pistola con precisión;así que, una vez más, después dedisparar a la cerradura tuvo querefugiarse cuando la bala rebotó porel interior del recinto. Esta vez, sinembargo, el tiro obtuvo un resultadopositivo, aunque no del todo el que élesperaba. Justo cuando creía quehabía agotado todas las alternativas,oyó una voz que lo llamaba desde

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fuera, en la cocina.—¿Hay alguien ahí dentro?Angus corrió a la puerta y chilló

a través de ella:—¡Sí, socorro! ¡Estoy

encerrado en esta puta cámara!El ruido de pasos que se

dirigían hacia la cámara frigoríficafue uno de los sonidos más deagradecer que había oído jamás. Seoyó un chasquido, y a continuación lapuerta se abrió. Angus salió a todaprisa, tiritando violentamente. Alotro lado de la puerta se encontrabael camarero joven y moreno del bar,

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el que le había indicado con una señaque Sánchez había huido hacia lacocina. Su semblante expresabaconfusión y terror a partes iguales.Al principio Angus supuso que loque le había asustado fue ver lapistola, pero el joven estaba máspálido que un muerto y daba laimpresión de haber visto unfantasma. Angus se fijó en el nombreque figuraba en la chapa que llevabaprendida en el chaleco.

—Gracias, esto… Donovan.Pensaba que iba a morirmecongelado ahí dentro —le dijo entre

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castañeteos de dientes. Empezó abarrerse la escarcha de la ropa, peroentonces se encontró con algo muchopeor que el frío. Detrás de Donovanse abrió de repente la puerta de lacocina que daba al bar y apareció larepulsiva forma de un zombi, unvarón de piel muy blanca. Llevaba laropa hecha jirones y casi no teníapelo, sino únicamente un cuerocabelludo putrefacto que hacía juegocon la cara hundida y los ojos rojos.

—¡Están por todas partes! —chilló Donovan. Su tono de vozreveló que estaba verdaderamente

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aterrorizado—. Están matando a todoel que pillan. ¡Tenemos que salir deaquí!

El zombi arqueó los hombroshacia atrás y les siseó, dejando veruna dentadura retorcida y fétida.Luego empezó a avanzar hacia elloscon cautela, arrastrando los pies ysin quitar ojo a la pistola de Angus,por si éste decidía hacer uso de ella.

—No pasa nada —dijo Angusal tiempo que limpiaba la escarchade su arma—. Tengo un plan. Verás,sólo hacen presa en los débiles.

—¿Qué hacemos, entonces? —

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preguntó Donovan, cuya voz estabaempezando a flaquear conforme lahisteria se iba apoderando de él.

—La supervivencia de los másaptos, amigo mío. Sólo quieren uncomida fácil, una presa que no seacapaz de luchar a su vez.

—¿Y? ¿Qué coño tenemos quehacer? ¿Arrojarle una pierna decordero?

—No, un camarero herido.Durante un momento, Donovan

puso cara de no entender. Fue unaexpresión que casi inmediatamente setransformó en otra de miedo y luego

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de desesperación, cuando Angus giróel arma hacia él. En un rápidomovimiento, el asesino le apuntó a lapierna y le metió una bala en elmuslo.

—¡Aaah! ¡mierda !Donovan cayó al suelo

agarrándose el muslo derecho con lasdos manos en el punto por el quehabía penetrado la bala. La sangrecomenzó a brotar y a empaparle elpantalón y los dedos con los queintentaba frenar la hemorragia. Dejóescapar un largo gemido mientras sebalanceaba adelante y atrás.

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Angus lo contempló y seencogió de hombros.

—Lo siento, tío. Como digo, ¡loque funciona es la supervivencia delos más aptos!

Y dicho esto, se hizo a un lado yse escondió detrás de un par decarros metálicos para que el zombipudiera llegar sin obstáculos hastaDonovan. La criatura, agradecida, seabalanzó sobre el afligido camarerotirado en el suelo, con lo cual Anguspudo deslizarse furtivamente hacia lapuerta. Salió al bar sin tomarse lamolestia de mirar atrás.

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Fuera de la cocina, la escenaque se encontró era de un pánico enmasa indescriptible. Zombis y sereshumanos corriendo por todo el bar ypor el pasillo que conducía almismo. Aquello parecía unamotinamiento sangriento en unpartido de fútbol americano. Loszombis perseguían a los clientes delhotel y saltaban encima de cualquieraque quedase aislado de un grupo.Angus se preocupó de mover lapistola haciendo toda la ostentaciónque le era posible, con la esperanzade que los zombis se lo pensaran dos

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veces antes de atacarlo cuandoponían la vista en él. En lo que serefiere a cerebro no tenían gran cosa,pero, al igual que cualquier otracriatura, y a pesar de ser muertosvivientes, poseían instinto desupervivencia. Y en efectoparecieron dejar a Angus en paz, sinduda esperando encontrar otraspresas más fáciles.

Angus, que de momento seguíaileso, logró ver que aquellos sereshorripilantes venían todos de la zonade la recepción. Se imponía tomaruna decisión rápida, así que la tomó:

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correr en dirección contraria ybuscar otra salida. Se fuerápidamente hacia unas puertasdobles de color crema que había alfinal del pasillo, pero cuando iba decamino hacia allí, el suelo quepisaba comenzó a temblar. Lasparedes empezaron a derrumbarse yvio caer trozos de yeso del techo.Estaba claro que no era el momentode entretenerse.

Las puertas se encontraban aunos veinte metros de distancia, yentre él y ellas habría como seiszombis persiguiendo a un grupo de

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clientes que habían llegado a lamisma conclusión acerca de cuál erala mejor vía de escape. Los zombis,sorprendentemente rápidos, estabanescogiendo a las víctimas más lentas.Angus, empuñando la pistola congesto amenazador, consiguiódeslizarse sano y salvo por entre lacarnicería, en dirección a las puertas.Por delante de él cruzó una mujer conun vestido verde, rubia, de medianaedad y gesto petrificado, que tambiénhuía, pero que nada más trasponer laspuertas se detuvo cortésmente parasostenerlas abiertas a fin de que

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pasara él.Las puertas daban en ángulo

recto a un pasillo. Ante la opción degirar a derecha o a izquierda, Angusmiró a ambos lados. Si giraba a laderecha, veinte metros más adelantese encontraría con un callejón sinsalida. La única alternativa era girara la izquierda y regresar hacia elcentro del hotel y el auditorio. Dio unempujón en la espalda a la mujer delvestido verde y la lanzó contra lapared de enfrente. Ella se golpeó lacara y cayó al suelo hecha unguiñapo. Angus no perdió tiempo y

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echó a correr por el pasillo. Nohabía rastro de la presencia deningún zombi, aunque se oía con todaclaridad el ruido que hacían atacandoy los chillidos de sus víctimas.Cuando vio un corredor quearrancaba a su izquierda, procurómantenerse bien arrimado a la paredde la derecha; quería asegurarse deque, si se le echaba alguna criaturaencima, estuviera lo más lejosposible del hueco en el que aquéllapudiera estar acechando.

A medida que se iba acercando,aminoró el paso y se puso a caminar

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más tranquilo, por si acaso habíazombis esperando a lanzarse sobreél. Tenía el arma preparada y listapara disparar. Lo que vio cuandofinalmente llegó al recodo y echó unvistazo fue a un grupo de zombispeleando con un individuo quellevaba una cazadora de cuero negro.El individuo en cuestión tenía lacabeza cubierta por una capucha,pero no fue esto lo que más llamó laatención a Angus. Entre él y elencapuchado se encontraba la chicaque encarnaba a Judy Garland. Veníacorriendo hacia él, por el pasillo.

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Hasta aquel momento, el día nole había traído más que frustraciones.Había perdido un montón de tiempointentando recuperar los veinte mildólares que le había quitado Sánchezy había desperdiciado la oportunidadde terminar el trabajo por el cualJulius le había ofrecido pagarle.Ahora se le presentaba la ocasión dellevar a cabo la misiónencomendada, y tal vez recibir unarecompensa en metálico.

Merecía la pena gastar una balacon aquella zorra, ¿no?

No tuvo que pensarlo dos veces.

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Cuando la chica se dio media vueltay echó a correr por el pasillo endirección a él, Angus apuntó y ledisparó directamente al pecho.

La cara que puso la chica notuvo precio. Sorpresa total.

A Angus le encantaba matar. Ycuando la víctima era tomadatotalmente por sorpresa y lo miraba alos ojos después de encajar unabala… en fin, no había mayor gozadaen el mundo.

El individuo que estaba conJudy Garland se había enzarzado conlos tres zombis en una pelea con las

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manos y se estaba defendiendo lamar de bien. Cuando oyó el disparose puso rígido de pronto. Se lasarregló para arrojar a dos zombis alsuelo simultáneamente al tiempo queel otro permanecía al acecho,haciendo tiempo y esperando laoportunidad de atacar. Elencapuchado se volvió y vio a JudyGarland desmoronarse en el suelo.Se le habían doblado las piernas porlas rodillas, y se le quedaronflexionadas bajo el cuerpo. Sederrumbó y cayó de costado antes dedesplomarse de espaldas, con la

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vista fija en el techo. Angus vio elrostro que asomaba por debajo de lacapucha oscura del otro. Tenía ungesto de estupefacción. Se notabaque aquella mujer significaba algopara él, porque pareció olvidarse porun momento del tercer zombi quetenía a la espalda para observar lacaída de la chica. Durante unafracción de segundo levantó la vistahacia Angus y ambos se miraron eluno al otro. Angus sonrió. Eraevidente que aquel encapuchado seconsideraba un tipo duro de los quejugaban en las ligas mayores. Pero

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estaba rodeado de zombis. Cuando eltercer muerto viviente saltó sobre éldesde atrás, Angus le guiñó un ojo.

Misión cumplida.Treinta segundos después,

Angus huyó del hotel por una salidade incendios que conducía alaparcamiento de atrás. A aquellasalturas el suelo ya temblabaviolentamente bajo sus pies, y sealegró de encontrarse al aire libre. Eledificio estaba haciéndose pedazos.

El hotel y su aparcamiento noiban a tardar mucho en hundirse en elenorme abismo que estaba

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abriéndose en el suelo. Angus nosabía muy bien qué era lo que habíacausado el terremoto, y tampocotenía tiempo para pararse aaveriguarlo. Recorrió elaparcamiento con la vista buscandosu autocaravana, con la esperanza deque los zombis hubieran dejado lasllaves puestas (y el CD de TomJones dentro). Pero no la vio porninguna parte, y ahora que el mismoaparcamiento empezaba a agrietarsey a hundirse en las profundidades delinfierno, decidió que lo másapropiado era buscar el mejor coche

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que hubiera allí, que resultó ser unPontiac Firebird negro. Disparó através de la ventanilla del lado delconductor y desbloqueó la portezueladesde dentro. Tardó treinta segundosen hacer un puente, y el potente motorV8 cobró vida con un profundorugido.

Un minuto después Angus seencontraba de nuevo en la carretera,alejándose a toda prisa delCementerio del Diablo.

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Sesenta y dos

El disparo eclipsó el croar de

las ranas, los crujidos de las paredesy los horribles ruidos que hacían losno muertos y sus víctimas. Y tan sólopudo significar una cosa. Por el

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rabillo del ojo, Kid vio que Emilyfrenaba en seco y se desplomaba enel suelo. Pero antes de poder darse lavuelta tenía a dos zombis quequitarse de en medio. Con unmovimiento del brazo derechogolpeó en la cabeza al que tenía máscerca y le estrelló el puño contra elcráneo. El impacto lanzó al zombihacia su camarada y ambos cayeronrodando por el pasillo, enredados eluno en el otro, en dirección a lagrieta cada vez más ancha que sehabía abierto en el centro del suelo.Al otro lado de dicha grieta, pegado

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a la pared, estaba el tercer zombi,todavía acechante, preparado parasaltar. Kid no le hizo caso y se girópara ver de dónde había venido eldisparo.

Emily yacía hecha un guiñapoen el suelo. La bala la habíaalcanzado en el pecho y las piernasse le habían quedado dobladas bajoel cuerpo. Estaba tumbada en elpasillo, sangrando por un agujero quetenía en el pecho. La sangre lemanchaba el vestido azul y le dabaun color horrible que de lejosparecía negro. Miró a Kid, y éste vio

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en sus ojos el miedo a la muerte.Comenzó a salirle un hilillo rojo porla comisura derecha de la boca,signo de que tenía los pulmonesencharcados de sangre. Pero ¿quiénhabía disparado?

Kid observó el lugar del pasilloen que éste se juntaba con otro. Endicha intersección había un hombregigantesco que empuñaba una pistola.Tenía el cabello largo y pelirrojorecogido en una coleta, y lucía unaperilla a juego. Iba vestido demanera muy parecida a él, de oscuroy con una larga trinchera, sin duda

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diseñada para ocultar armas. Los dosse miraron brevemente, y entonces elpistolero le guiñó un ojo ydesapareció por el pasillo principal.

Antes de que tuviera ocasión desocorrer a la chica, sintió que eltercer zombi le saltaba sobre laespalda y se le abrazaba al cuellocon sus miembros huesudos y grises.Aquella criatura era delgada yfibrosa, y al parecer no llevaba másropa encima que un raído pantalóncorto de color gris. Kid retrocediócon ímpetu hacia la pared que teníadetrás y aplastó la espalda del zombi

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contra ella sin darle la oportunidadde que lo mordiera en el cuello.Luego se dio la vuelta y le arreó unfuerte puñetazo en la cara. Se oyó uncrujir de huesos y la cara se hundióigual que si fuera de plastilina. Losbrazos cayeron sin fuerza a loscostados. Era incapaz de defenderse,de modo que Kid lo arrojó por elpasillo en dirección a sus otros doscompañeros no muertos, queprecisamente estaban incorporándoseotra vez. Cuando chocó contra ellosel tercer zombi, los tres terminaronformando un montículo en el suelo.

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Había presas más fáciles de atacarque Kid, y los zombis, pese a sulimitado intelecto, enseguida sedieron cuenta de ello. Kid no se tomóla molestia de contemplar cómoemprendían la retirada por elcorredor que conducía hacia elauditorio.

Emily estaba tumbada deespaldas en el suelo, luchando porrespirar, asfixiándose. Kid corrió asu lado. Pero antes de que pudierallegar a ella tuvo lugar otro poderosotemblor que lo hizo precipitarsecontra la pared. Chocó con ella,

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rebotó y fue a caer de bruces junto aEmily. Ésta miraba el techo con losojos muy abiertos, ahogándose. Kidse puso de rodillas y le cogió lamano derecha. Vio que apenas lequedaban fuerzas, pues la vida ya sele escapaba. Pero al sentir la manode Kid pareció despertar del trancecasi hipnótico que la había dejadocon la vista fija en el techo.Parpadeó y miró a Kid. Se lellenaron los ojos de lágrimas altiempo que intentaba pronunciar unaspocas palabras apenas audibles, unesfuerzo que intensificó el flujo de

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sangre que le llegaba a la boca.—Quiero irme a casa.Kid Bourbon se tapó la boca

con la mano que le quedaba librepara contener el nudo que se le habíahecho en la garganta. Emily lerecordaba mucho a Beth, la chica a laque había amado y perdido diez añosatrás. Las similitudes eranasombrosas: la misma ropa, elmismo carácter dulce y generoso, lamisma cara de inocencia. Siguiómirándola mientras ella pronunciabatres palabras más:

—No quiero morir.

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—Lo sé. —A pesar del nudoque le atenazaba la garganta, la vozde Kid había perdido la aspereza.

Las trenzas se le habíandeshecho y tenía el pelo tododespeinado. Kid le apartó unosmechones sueltos de los ojos y se losretiró de la frente. Aunque estaba fríaal tacto, sudaba copiosamente y teníauna respiración trabajosa y silbante.Se le había llenado la boca de sangrey no podía ni escupirla ni tragarla.

Las lágrimas le corrían por lasmejillas.

—No me deje aquí —atinó a

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decir—. No quiero morir sola.—De acuerdo. No me voy a ir.No parecía apropiado señalar

que estaban a escasos minutos dehundirse en las profundidades delinfierno, junto con el hotel y todo ytodos los que estuvieran dentro de él.Esperó, por el bien de Emily, queantes de que sucediera tal cosa ellahubiera muerto y su alma se hubieraido a alguna otra parte. La mano quesostenía iba enfriándose rápidamentey se notaba cada vez más débil. Loúnico que se le ocurrió fueapretársela con más fuerza, como si

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con ello pudiera ayudarla a no hacercaso del dolor que estaba sufriendo.Y hacerla saber que estaba allí, queno pensaba marcharse.

El yeso del techo comenzó aagrietarse y a desprenderse con cadasacudida del edificio. Kid logróvalerse de la mano libre para desviarunos cuantos fragmentos de escombroy evitar que cayeran encima deEmily. La mancha oscura provocadapor la herida de bala del pecho sehabía extendido por casi toda lamitad superior del vestido, mientrasque la sangre que manaba de la boca

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estaba manchando las mangasblancas.

Cuando la gigantesca aberturaque dividía el suelo en dos empezó aensancharse aún más, el cuerpo deEmily estuvo a punto de resbalar porel borde y precipitarse hacia elhumeante foso del infierno. Kid seapresuró a apartarla, paracerciorarse de que no cayera por allíantes de morir.

Unos segundos más tarde, Emilypuso los ojos en blanco y su manoquedó totalmente inerte en la de Kid.Dejó de respirar por fin, y su cuerpo

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se desmadejó sin vida en el suelo.

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Sesenta y tres

El hotel Pasadena se

desmoronaba a una velocidadalarmante. En el nivel del sueloaparecían hendiduras enormes en lostechos, los suelos y las paredes.

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Sánchez sabía que de un momento aotro podría caérsele el techo encima,o que podría tragárselo una grietaque se abriera en el suelo y caeríacomo una piedra hacia lasprofundidades del infierno. Cruzó elvestíbulo a la carrera en dirección ala entrada principal, rezando parapoder alcanzarla estando todavíaentero y de una pieza. El desiertonunca le había parecido tan acogedorcomo ahora.

Nunca se le había dado muybien correr, pues cuando surgía lanecesidad de desplazarse más de

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cincuenta metros prefería coger elcoche, pero ahora que su vida pendíade un hilo de repente se sintió a laaltura de un perro de caza. Jackoresultó ser una ayuda valiosísimapara indicar el camino de salida ymantener a raya a los zombis, peroahora que tenía el cielo de la noche apocos metros de distancia, decidióencender los motores de reserva.

En el suelo de mármol de larecepción había una fisura gigantescaque se agrandaba a una velocidadaterradora. Nacía en el pasillo de laderecha, atravesaba el centro mismo

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de la zona de recepción y llegabahasta la entrada principal. Justocuando realizaba la maniobra deadelantarse a Jacko, tuvo lugar unerupción especialmente violenta quesacudió el edificio entero, y depronto la grieta del suelo se ensanchóal doble. Ya medía sus buenos dosmetros. El felpudo granate que habíajunto a los restos de las puertas deentrada desapareció súbitamente enla abertura. El hotel estaba siendo,literalmente, dividido por la mitad.En su prisa por evitar la humeantefisura y alcanzar la salida, Sánchez

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chocó accidentalmente con Jacko. ElHombre del Blues dejó escapar unaexclamación de sorpresa, y Sánchezlo oyó trastabillar y caer al suelo.

No había tiempo para volversea mirar si le había pasado algo.Sánchez se sintió un poco culpable,pero su máxima prioridad era salirde allí, de manera que, una vez quedejó atrás a aquel hombre queafirmaba ser Robert Johnson, siguiócorriendo todo lo deprisa que ledieron de sí sus cortas y regordetaspiernas.

Oyó a Elvis que le gritaba que

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corriera más rápido, y a Janischillándole algo así como «cabróngordinflón». Con todo lo que estabaocurriendo, no hacía falta que nadiele diera ánimos. Cargó con todas susfuerzas contra lo que quedaba de laspuertas de cristal del hotel y bajó atoda prisa los escalones que llevabanal camino de entrada para coches.Luego continuó corriendo, y tan sólose volvió a mirar atrás para ver queuna buena parte del gigantesco hotelya se había hundido en el enormecráter que había aparecido de prontoen los jardines, que antes estaban tan

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bonitos y tan cuidados.Por fin, ya sin un ápice de

aliento, Sánchez llegó trabajosamenteal final del camino de entrada, alarco de bienvenida que se extendíasobre el mismo. A derecha y aizquierda la carretera se veía oscuray desierta, pero daba la impresión deser bastante segura. Los tembloresque había dejado atrás no teníanefecto a aquella distancia del hotel.Se inclinó hacia delante apoyandolas manos en los muslos pararecuperar el resuello, levantó la vistay se alegró al ver que Elvis y Janis

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también habían conseguido escaparsanos y salvos. Ambos traían cara dealivio, aunque existía la claraposibilidad de que Janis empezase asoltar tacos en cuanto pudierarespirar otra vez. Pero de Jacko,Emily y Freddie no había ni rastro.

—¿Los otros han salido? —preguntó Sánchez con voz asmática.

Le respondió Janis:—De Emily y Freddie nos

hemos separado bastante pronto. A lomejor han salido por otra puerta.

—¿Y el Hombre del Blues? —insistió Sánchez—. Hace un momento

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todavía estaba con nosotros, ¿no?Elvis, que no había perdido

demasiado el resuello, y que daba laimpresión de no tener ni un pelofuera de sitio, meneó la cabeza en ungesto reprobatorio.

—¿Te refieres a RobertJohnson? ¿El que prácticamenteinventó el blues?

—Sí, a él.—¿La leyenda de la guitarra?

¿El tipo que nos ha salvado a todosapartando de nuestro camino a loszombis?

—Sí, a ése.

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—Tú lo has empujado y lo hashecho caer en una puta grieta quehabía en el suelo del tamaño de uncamión. Yo diría que en estemomento debe de estar cenando conel diablo.

A Sánchez se le contorsionaronlas facciones. Aquello sí que erararo. Se imponía una observacióningeniosa para quitar hierro a lasituación.

—Pues espero que tenga unacuchara bien larga —bromeó.

A Elvis no le hizo ni puñeteragracia.

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—¿Una cuchara larga? ¿Paraqué coño va a querer una cucharalarga?

—No sé. Lo he dicho por decir—musitó Sánchez, incómodo.

—Que te jodan, Sánchez. Tumanía de escabullirte de todo acabade mandar al infierno a uno de losmúsicos más grandes de todos lostiempos. ¿No te da vergüenza?

—Mejor él que nosotros, ¿no?Elvis suspiró exasperado y

desvió la mirada. Detrás de él,Sánchez oyó el ruido que hacía elhotel al derrumbarse; sonaba igual

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que un bloque de hielo al romperse.El edificio casi había desaparecido.Las suites abuhardilladas de la plantasuperior fueron perdiéndose de vistalentamente, conforme se hundían enel suelo en medio de una gigantescanube de arena y polvo. Hacia el cielode la noche se elevó una intensapolvareda que después fuedescendiendo poco a poco, igual quelos fuegos artificiales al disiparse.Justo en aquel momento, por encimadel fragor, ya menguante, delderrumbe del hotel, se captó el ruidode un potente motor y el horrible

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chirriar de un embrague accionadocon mano inexperta.

De pronto apareció unaautocaravana de color azulprocedente de lo que antes había sidoun costado del hotel. La habíandejado en el aparcamiento de atrás,pero ahora bajaba a toda pastilla porel camino de entrada para coches,atravesando las nubes de polvo yderecha hacia donde estabanSánchez, Elvis y Janis.

—¡Eh! ¡Aquí! —voceó Elvishaciendo señas al conductor.

La autocaravana venía lanzada

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hacia ellos, por delante de losescombros que llovían del cielo y delas grietas que iban apareciendo enel asfalto según pasaba. Cuandollegó a la carretera, el conductorfrenó al lado de los tressupervivientes.

—Este puto día se vuelve másraro a cada minuto, ¿eh? —señalóSánchez.

La puerta plegable de laautocaravana se abrió con unzumbido, y a continuación se oyó aTom Jones cantando It’s NotUnusual a todo volumen por el

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sistema estéreo.Sánchez se precipitó hacia la

puerta propinando un empujón aJanis en su afán de ser el primero ensubirse a bordo. Una vez dentro, sequedó atónito al ver que el conductorno era otro que Annabel de Frugyn,la Dama Mística en persona.

—Vaya, hola, Sánchez —canturreó Annabel al tiempo que leofrecía la sonrisa desdentada desiempre.

—Esto… sí. —Durante unosinstantes no se le ocurrióabsolutamente nada que decir—.

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Hola. Ha sido una gran idea robar laautocaravana —dijo por fin. Se lehacía raro decirle algo elogioso aaquella vieja bruja.

—Sí. Tuve la premonición deque iba a estallar un terremoto deforma inminente, así que busqué en elaparcamiento y encontré estaautocaravana tan encantadora, conlas llaves aún puestas. ¡Y un CD deTom Jones, firmado personalmentepor él!

Elvis y Janis subieron también abordo y fueron a sentarse al fondo.Elvis le dijo a la Dama Mística:

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—¡Eh, señora! Métale caña.Vamos a largarnos de aquí cagandoleches.

—Cómo no, Rey —respondióAnnabel con una sonrisa blanda.Elvis tendía a ejercer aquel efecto enlas mujeres, incluso en las que erantan peculiares como la DamaMística.

Sánchez se sentó detrás deAnnabel. Aguantó unos segundos sinpensar en nada. Después exhaló unprofundo suspiro de alivio por haberescapado de la carnicería y de ladestrucción. Nunca le había parecido

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tan estupendo disponer de un asientocómodo y mullido, aunque susglúteos sudorosos tuvieran tendenciaa adherirse a la funda de plástico.Cuando ya corrían veloces por lacarretera, miró atrás y contempló losúltimos momentos del hotel, que yase estaba hundiendo en lasprofundidades del infierno. Paracuando llevaban recorrido como unkilómetro, el hotel Pasadena casihabía desaparecido del todo. Paracualquier visitante recién llegado,sería como si no hubiera existidonunca.

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Ya con gesto más serio, mirópor el espejo retrovisor delparabrisas, en el que se reflejaba elrostro de la Dama Mística. Sesonrieron el uno al otro. A lo mejoraquella mujer no era tan mala,después de todo.

—¿Estás bien, Sánchez? —lepreguntó ella.

—He estado mejor.—Bueno, ahora ya estamos

todos a salvo. Antes de que te descuenta, estarás de nuevo en SantaMondega.

—Siempre que no se tuerza

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nada más.—No se va a torcer nada. Algo

me dice que vamos a regresar sin quehaya más dramas.

—A veces, ser capaz de ver elfuturo da buenos frutos, ¿eh?

—Desde luego que los ha dado—replicó Annabel—. He hecho miagosto en la ruleta, ¿sabes?

—No me digas. Porque el soploque me diste a mí no funcionó muybien que digamos. Perdí una fortunacuando me dijiste que apostara alrojo.

Annabel sonrió.

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—Qué curioso. Sabes, ésa hasido la única vez en todo el día queno he ganado.

—¿Qué?—Hoy he ganado en esa ruleta

casi cien mil dólares. Y la únicaocasión en que me he equivocado hasido la misma en la que tú hasperdido todo el dinero que tenías.

—Pues muchas gracias —dijoSánchez con rencor.

Por el arrugado rostro de laDama Mística se extendió unasonrisa maliciosa.

—Puede que la próxima vez que

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me ofrezcas algo de beber te lopienses dos veces antes de darmemeados —sugirió.

«Maldita sea —pensó Sánchez—. Qué mierda de karma, otra vez.»

Después de aquello, hubierapreferido proseguir el viaje sentadoen la parte de atrás de laautocaravana, lo más lejos posiblede Annabel. Pero, por desgracia,Elvis y Janis necesitaban un poco deintimidad. Sánchez hizo cuantoestuvo en su mano para no serdemasiado entrometido, pero de vezen cuando les lanzó miraditas y

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alcanzó a ver a Janis inclinada sobrela litera con Elvis embistiéndola pordetrás. Y Janis tampoco era de lasque follan en silencio; el sexoenérgico no lograba moderar muchosus tics lingüísticos.

En el cielo brillabanintensamente la luna y un millón deestrellas que iluminaban el desierto yla larga cinta de asfalto con unagradable resplandor. Apenasquedaba el recuerdo del mal quehabían dejado atrás, donde anteshabía estado el hotel. Sánchez nuncahabía sido un gran admirador de la

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luna, pero después de todo lo quehabía pasado le consolócontemplarla ahora. A lo largo de lasúltimas veinticuatro horas habíahabido momentos en los que creyóque jamás iba a ver de nuevo cosassencillas y naturales como el brillode la luna y de las estrellas. Desde suasiento, aquel tenue resplandor lepermitió distinguir el cruce que habíamás adelante mucho antes de que loalumbrasen los faros de laautocaravana. No recordaba haberlovisto en el viaje de ida, y dado quecarecía de un cartel que indicara las

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direcciones, esperó que Annabelsupiera qué camino debía tomar. Alaproximarse a él, Annabel redujo lavelocidad casi hasta detenerse.Luego se inclinó hacia atrás y miró aSánchez.

—¿Sabes por dónde se va apartir de aquí? —le preguntó.

—Ni puta idea. Seguro que nopasará nada si seguimos todo recto.

—No sé —contestó Annabel,dubitativa. Todavía estaba girada amedias hacia Sánchez y por eso nomiraba la carretera que tenía delante.

Sánchez, que estaba viendo

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cómo se acercaba el cruce, descubrióde pronto a un individuo vestido conun traje negro y sombrero quecaminaba por el centro del asfalto.Habría resultado difícil de distinguirincluso con los faros de laautocaravana si no fuera porqueportaba un enorme letrero al hombro.

—¡cuidado ! —chilló Sánchez.Annabel se giró rápidamente

hacia el parabrisas al tiempo quepisaba a fondo el pedal del freno.

—¡Dios! ¿Quién diablos es ése?—preguntó.

Sánchez se levantó y se puso al

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lado de ella. El letrero que portabaaquel hombre tenía cuatro brazos queformaban ángulos rectos entre sí.Cada uno llevaba un nombre escrito,aunque Sánchez no consiguió leerlos.

—Me parece —dijo en voz baja— que ése es Robert Johnson.

Se acordó del joven cantanteque según él se llamaba Jacko y alque había conocido pocas horasantes. No sabía por qué, pero aquelnombre ya no le sentaba bien enabsoluto.

Annabel elevó una ceja.—¿El Hombre del Blues?

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—Sí.—¿El que vendió su alma al

diablo en este cruce?—Sí, ése. ¿Cómo diablos ha

llegado aquí tan rápido? Creía que lohabía matado en el hotel. —Al ver laexpresión de la Dama Mística,agregó a toda prisa—: Mierda, fue unaccidente.

—No estoy segura de que meconvenga saber eso —replicóAnnabel con aire remilgado,sacudiendo la cabeza—. Era unabuena persona, ¿sabes?, el tal RobertJohnson.

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—¿Qué quieres decir?—Los espíritus me están

diciendo que está a punto deenseñarnos por dónde se va a casa.

Sánchez observó que Johnsonhabía apoyado el letrero en el suelo yestaba buscando el punto exacto enque clavarlo.

—Sí, está volviendo a poner elletrero en el cruce.

—Exacto —dijo Annabel.—¿Dónde lo habrá encontrado?

—dijo Sánchez pensando en voz alta.—Donde lo dejó, seguramente.—¿Tú crees que lo quitó él?

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—Como digo, era una buenapersona.

—¿Cómo cojones va a ser unabuena persona, dedicándose a robarletreros?

Annabel suspiró.—Piénsalo, Sánchez. Ese

letrero envía a la gente al hotelPasadena. Al quitarlo y esconderlotodos los años por Halloween, lomás seguro es que Robert Johnsonhaya salvado muchas vidas. Y ahorava a enseñarnos por dónde se va acasa.

Señaló al frente, y ambos vieron

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cómo aquel negro trajeado hincaba elletrero en la tierra blanda de lacuneta, donde confluían dos ramalesdel cruce. Lo fijó bien y le dio lavuelta. Annabel pisó suavemente elacelerador y la autocaravanacomenzó a aproximarse muydespacio. Cuando estuvieron lobastante cerca para leer bien elletrero, vieron que el hombre queellos estaban convencidos de que eraRobert Johnson señalaba con la manouno de los brazos del mismo.Indicaba girar a la derecha. Pintadaen negro sobre el fondo blanco se

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leía la palabra CASA.Annabel le ofreció un destello

de los faros a modo deagradecimiento y comenzó a girar elvolante hacia la derecha. Cuando laautocaravana ya se iba, Sánchez sedespidió con pesar del Hombre delBlues agitando la mano, comopidiéndole perdón por haberlolanzado de un empujón al abismo quese había abierto en el suelo del hotel.Johnson le respondió con el mismogesto y seguidamente se quitó elsombrero para indicar que no leguardaba rencor. Con aquel último

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ademán, desapareció en la noche.La autocaravana viajó a toda

velocidad a través de la oscuridaddurante otra hora más, hasta que porfin la Dama Mística la estacionó enel primer motel que encontraronfuera del Cementerio del Diablo. Porfin Sánchez iba a tener un sitioseguro en el que apoyar su cansadacabeza.

Y tampoco tendría que seguiroyendo a Janis Joplin gritar:«¡Fóllame con más fuerza, cabrónhijo de puta!»

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Sesenta y cuatro

Desayunar en un motel era todo

lo que Sánchez hubiera podidodesear. Había perdido la maleta y lachaqueta, las había dejado las dos enla habitación del hotel Pasadena, y

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como dicho hotel se había hundido enlas profundidades del infierno, eramuy posible que el diablo y sussecuaces estuvieran paseándose porahí con su mejor surtido de camisashawaianas. De modo que iba a tenerque conformarse con la roja otra vez,aunque estuviera un poco mugrosa ypegajosa. Y en cuanto al pantalóncorto, en todo caso estabaacostumbrado a llevarlo puestosemanas enteras, así que no iba asuponerle demasiado esfuerzo volvera usarlo.

Estaba sentado a una mesa con

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sofás, junto a la ventana de lacafetería, dedicado a dar buenacuenta de un desayuno a base dehuevos fritos con salchichas y abeber de vez en cuando un sorbito deuna taza de café caliente y humeante.Mientras tanto, reflexionaba sobretodo lo que había sucedido el díaanterior en el Cementerio del Diablo.Frente a él, en la misma mesa, estabasentado su buen colega Elvis. Por lomenos le gustaba pensar que Elvisera su colega. Sin embargo, habíamuchas posibilidades de que una vezque regresaran a Santa Mondega no

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mantuvieran mucho el contacto, a noser que Elvis se pasara por elTapioca a tomar una copa. «Pero —pensó Sánchez— durante los sucesosde ayer forjamos un vínculoimportante.»

Al igual que él, Elvis seguíallevando puesta la misma ropa deldía anterior. Pero, a diferencia de él,se le veía tan tranquilo comosiempre, y de algún modo conseguíaque aquella ropa sucia parecieramucho menos desaseada que la suya.Aún no se había despeinado, a pesarde la noche de sexo salvaje que

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había pasado con Janis. Pero sí teníacara de cansado y daba la impresiónde ir a quedarse dormido encualquier momento, se dijo Sánchez.No se había quitado suscaracterísticas gafas de sol, y estabarecostado contra el respaldo devinilo rojo del sofá con las piernasestiradas en dirección a su parte dela mesa.

Lo único que tenía delante elRey era un plato con unahamburguesa con queso, que todavíano había tocado, y un zumo denaranja.

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—Ayer sí que tuvimos un día deputa madre, ¿eh, Sánchez? —comentó.

—Sí. Pero no fue precisamentela idea que tengo yo de un díadivertido. Me parece que el año queviene voy a quedarme en SantaMondega. Tiene que ser mucho másseguro.

—Pues sí, tío. Buena idea.Sánchez se terminó el último

trozo de salchicha del plato y selimpió la boca con una servilletaantes de coger la taza de café.

—Supongo que volverás a ver a

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esa chica, Janis Joplin, ¿no? —preguntó a Elvis, que estaba mirandopor la ventana algo que había en elaparcamiento.

—Sí, es posible. Es una tíagenial. Y ya que hablamos de eso,Sánchez, tú deberías deshacerte de latal Annabel. Se muere por tus huesos,colega.

—Algo tiene dentro que se leestá muriendo, desde luego —gruñóSánchez—, porque no veas cómohuele cuando te acercas a ella.

Elvis rió educadamente ycontinuó mirando por la ventana.

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Sánchez advirtió que por detrás delas gafas de sol elevaba una ceja.

—¿Qué pasa, tío? —inquirió.—Mira, Sánchez —dijo Elvis

medio susurrando para que no leoyera nadie que anduviera cerca—.Fíjate en ese coche negro de ahífuera.

Arrancando un crujido altorturado vinilo, Sánchez retorció sucontundente trasero contra el asientoy miró por la ventana para ver elcoche en cuestión. Efectivamente, enel aparcamiento había un Pontiacnegro. Estacionado delante de una de

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las habitaciones del motel. Y sebalanceaba salvajemente de un ladoa otro.

—¿Qué crees tú que estápasando ahí? —preguntó Sánchez.

Elvis sonrió de oreja a oreja.—Yo creo… —respondió con

su manera relajada de hablar—, sí,creo que están jodiendo a alguien.

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Sesenta y cinco

A n g u s el Invencible había

pasado una noche completamentesatisfactoria en el motel Safari. Trasel caos de los acontecimientos deldía anterior, había terminado sin

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recibir ni un céntimo del dinero queesperaba cobrar. Había logradoliquidar a la joven que encarnaba aJudy Garland, pero ello no le habíareportado ninguna recompensa. Ytampoco había recuperado los veintemil dólares que le había robadoSánchez.

La noche anterior, al registrarseen el motel, venía un tantoapresurado. Aparte de la pistola,había dejado las pocas posesionesque le quedaban, entre ellas una cajade munición y los cartuchos derepuesto, en el Pontiac Firebird que

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acababa de adquirir, el cual habíaaparcado fuera, frente a suhabitación. No era la manera másinteligente de proceder ni siquiera encircunstancias normales, pero fue unaespecial torpeza si se tenía en cuentaque el coche carecía de ventanilla enel lado del conductor, ya que élmismo la había hecho añicos de unbalazo. Pero el día de Halloweenhabía sido tan agitado, y tanfrustrante, de principio a fin que loúnico que quería en aquel momentoera dormir toda la noche de un tirón.Y ahora que había dormido, volvía a

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estar plenamente alerta.La habitación en la que había

pernoctado era bastante básica, perodesde luego era mucho mejor quepasar la noche en el infierno o dentrodel estómago de un zombi, queprobablemente era más o menos lamisma cosa. Salió al exterior y llenólos pulmones con una bocanada delaire fresco de las primeras horas dela mañana. Daba gusto estar vivodespués de todo lo que habíaocurrido; por lo menos aquello erade agradecer.

Fue entonces cuando reparó en

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algo que podía ser un golpe desuerte. Al otro lado del aparcamientose encontraba la cafetería del motel,y junto a la ventana, con los carrillosllenos de salchichas, estaba aquelcabrón de Sánchez García. Y al ladode él su colega, el idiota de Elvis.Era posible que aquellos dos hijosde puta tuvieran todavía los veintemil que le pertenecían a él. ¿Y si nolos tenían? Bueno, aun así mereceríala pena matarlos.

Cerró la puerta de la habitaciónsin hacer ruido, para no llamar laatención. Lo único que tenía que

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hacer era coger dos de los cartuchoscargados que tontamente habíadejado dentro del coche la nocheanterior. Y después iba a terminar eltrabajo de enterrar a aquellos doscabrones en el desierto. Ni siquierademasiado hondo, ya que iba adejarles a ellos la tarea de cavar.

Hacía una mañanasorprendentemente fría, teniendo encuenta el calor que había hecho eldía anterior. El parabrisas del cochepresentaba una fina capa de escarcha,depositada por el frío de la noche deldesierto. Al tiempo que se

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encaminaba hacia la portezuela delconductor echó un vistazo al sol, queestaba empezando a asomar por elhorizonte; con aquel ángulo tan bajolos rayos resultaban cegadores, yagradeció que el Firebird tuviera laslunas tintadas de oscuro.

Abrió la portezuela sintiendo elfrío helador de la escarcha quecubría la manilla. Se sopló las yemasde los dedos de la mano derechapara calentarlas; aquellos dedostenían que estar calientes para poderapretar el gatillo de la pistola.Volvió otra vez la vista hacia la

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cafetería. Sánchez y Elvis noparecían haberlo visto aún. Se subióal coche sin apartar la mirada delorondo rostro Sánchez, quemasticaba con fruición su desayuno.«Ese chorizo hijo de puta va alamentar haber tocado las narices aAngus el Invencible.»

El cuero negro del asientoestaba helado, y le provocó unescalofrío al instalarse en él y cerrarla puerta. Sin dejar de mirar a susdos futuras víctimas, acercó la manoa la guantera, donde había guardadola munición y los cartuchos. En ello

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estaba, cuando de pronto su manorozó algo que había en el asiento delpasajero. Enseguida giró la cabezapara ver qué era, y se llevó un sustode muerte. A su lado, en el asientodel copiloto, había un cadáver.

El de Judy Garland.La mujer a la que había matado

de un disparo la noche anterior en elhotel. Y además olía bastante mal.Tenía la pechera del vestido azul yblanco teñida casi de negro a causade un plastón de sangre secaprocedente de la herida de la bala.La expresión de la cara era horrible,

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los ojos estaban abiertos perovueltos hacia arriba de tal forma quesólo se veía lo blanco. El pelo estabatodo revuelto y apelmazado por lasangre, las hermosas trenzas de anteshabían desaparecido hacía mucho.Los efectos de la muerte habíanretraído los labios y dejaban losdientes al descubierto en un rictusaterrador que parecía una expresiónamenazadora.

«¡Dios! —pensó Angus—.¿Cómo diablos ha llegado al coche elcadáver de esta mujer?» Pero tanpronto como se hizo dicha pregunta

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sintió que se le helaba la sangre. Unamirada al espejo retrovisorrespondió la pregunta por él.

Desde el asiento de atrás lomiraba fijamente una figura oscura,con la cabeza cubierta por unacapucha.

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Créditos

Primera edición: marzo 2011Título original: The Devil’s

GraveyardTraducción: Cristina Martín Sanz

© The Bourbon Kid, 2010© Ediciones B, S.A., 2011

© Concell de Cent, 425-427 - 08009© www.edicionesb.com

ISBN: 978-84-666-4835-6