El circulo matarese robert ludlum

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Brandon Scofield, alto funcionario delos servicios de inteligenciaamericanos, cumple veintidós añosen esa profesión: una vida declandestinidad y violencia. Es unhombre cansado, pero sigue siendoel mejor.

Vasili Taleniekov, gran estratega delKGB, el más brillante cerebrosoviético de los servicios secretos,es a la vez planificador y ejecutante,cazador y perseguido. Haempeñado veinticinco años de suvida en la más implacable

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persecución de los enemigos deMoscú. También está cansado, perono hay ninguno mejor en Rusia.

Scofield y Taleniekov, ambosprofesionales de alma, sonenemigos jurados que no hanocultado su promesa de matarse tanpronto se encuentren. Los motivos:Taleniekov fue el responsable de lamuerte de la esposa de Scofield;Scofield planificó el asesinato delhermano del ruso.

Las muertes ocurrieron hace diezaños. Ahora ambos hombres hanenvejecido y han llegado al final de

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sus carreras. Pero Taleniekov hadescubierto uno de los másaterradores secretos de nuestrotiempo. Sabe de la existencia de elCírculo de Matarese, organizaciónque financia grupos terroristas através de todo el mundo. Nadieconoce la finalidad de el CírculoMatarese, sólo se sabe que hay quedetenerlo.

También se sabe que los únicoscapaces de detenerlo son Scofield yTaleniekov: trabajando juntos.

El Círculo Matarese es la novelamás importante de Robert Ludlum,

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el creador de la saga de JasonBourne y maestro indiscutido de laintriga internacional.

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Robert Ludlum

El círculoMatarese

ePub r1.0Sarah 15.10.13

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Título original: The Matarese circleRobert Ludlum, 1979Traducción: Pablo Morales

Editor digital: SarahePub base r1.0

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A Jonathan con mucho cariño yprofundo respeto

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PRIMERA PARTE

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1

Somos tres Reyes de Oriente;Cargados de regalos venimos

de muy lejos…

La banda de cantantes de villancicosnavideños se agrupaba en la esquina,pataleando y agitando los brazos, lasvoces juveniles traspasando el frío airede la noche entre el estridente ruido debocinas de automóvil y silbidos depolicías, y los metálicos acordes de lamúsica de Navidad resonando por losaltavoces de las tiendas. La nevada era

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densa y congestionaba el tráfico,obligando a las hordas de compradoresde última hora a cubrirse los ojos. Apesar de ello, se las arreglaban para notropezarse los unos con los otros, asícomo para evitar los automóviles y losmontones de nieve. Los neumáticosresbalaban en las calles mojadas; losautobuses iban a vuelta de rueda endesesperantes arranques y frenazos, ylas campanillas de los Santa Clausuniformados mantenían su incesante yvano tintineo.

Por campos y manantiales,páramos y montañas…

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Un oscuro Cadillac sedán dio lavuelta a la esquina y, deslizándose, pasópor delante de los cantantes. El líder deéstos, vestido con un traje que intentabarecordar a un personaje de Dickens, seacercó a la ventanilla trasera derecha,con la mano enguantada extendida,mientras su rostro se contorsionabacantando junto al cristal.

Siguiendo la lejana estrella…

Irritado, el conductor tocó la bocinae hizo señas al cantante limosnero paraque se apartara, pero el pasajero, demediana edad, que ocupaba el asiento

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posterior, metió la mano en el bolsillode su abrigo y sacó varios billetes.Apretó un botón; la ventanilla posteriorbajó suavemente y el hombre de cabellogris puso el dinero en la manoextendida.

—Dios le bendiga, señor —gritó elcantante—. El Club de Muchachos de laCalle Cincuenta Este se lo agradece.¡Feliz Navidad, señor!

Aquellas palabras podrían habersido más convincentes si de la boca dequien las pronunciara no hubieraemanado cierto hedor a whisky.

—Feliz Navidad —contestó elpasajero, y presionó el botón de la

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ventanilla para cortar cualquier otracomunicación.

Hubo un momentáneodescongestionamiento del tráfico. ElCadillac avanzó rápido, pero tuvo quedetenerse abruptamente unos nuevemetros más adelante. El conductorapretó firmemente el volante; era ungesto que sustituía las maldiciones envoz alta.

—Cálmese, mayor —dijo elpasajero de cabello gris, en un tono devoz que era a la vez comprensivo ydominante—. Nada se resolverá conimpacientarnos; no nos llevará másrápidamente a nuestro destino.

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—Tiene razón, mi general —contestó el conductor en un tono derespeto, que no sentía. Normalmente lerespetaba, pero no esta noche, no en esteviaje en particular. Aparte del caprichodel general, era abusivo de su partehaber pedido a su ayudante queestuviera disponible en la Nochebuena.Para conducir un automóvil alquilado,civil, a Nueva York, de modo que elgeneral pudiera entregarse a sus juegos.El mayor podía pensar en una docena derazones aceptables para estar deservicio esta noche, pero ésta no era unade ellas.

Un burdel. Despojado de adornos

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verbales, de eso se trataba. ¡Elpresidente del Estado Mayor Conjuntode las Fuerzas Armadas iba a visitar unburdel en Nochebuena! Y como iba ahaber juegos, el ayudante de másconfianza del general tenía que estar allípara poner orden en el desorden cuandose acabaran los juegos. Recoger,ordenar, vigilar hasta la mañanasiguiente en algún oscuro motel yasegurarse bien de que nadie supiera dequé juegos se trataba ni quién estabaimplicado. Y para mañana al mediodía,el presidente reasumiría su portemarcial, emitiría órdenes, y la velada yel desorden quedarían olvidados.

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El mayor había hecho estos viajesmuchas veces durante los últimos tresaños (desde el día siguiente de asumir elgeneral su imponente posición); pero losviajes siempre venían seguidos deperiodos de intensa actividad en elPentágono, o de momentos de crisisnacional, cuando el general habíademostrado su gran capacidadprofesional. Pero nunca en noches comoésta. ¡Nunca en Nochebuena, por todoslos cielos! Si el general no hubiera sidoAnthony Blackburn, el mayor tal vezhubiese objetado: a pesar de ser oficialsubalterno, tenía cierta obligaciones consu familia.

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Pero el mayor jamás ofrecía la másligera objeción cuando se trataba delgeneral. Anthony «el Loco» Blackburnhabía rescatado a un destrozado joventeniente de un campo de prisioneros enVietnam del Norte, librándolo de latortura y de morir de hambre, paratraerlo sobre sus hombros a través de laselva hasta las líneas norteamericanas.Eso había ocurrido años atrás; ahora elteniente era mayor, ayudante delpresidente del Estado Mayor Conjuntode las Fuerzas Armadas.

Con frecuencia se escucha enconversaciones entre militares latrillada frase de que por algunos jefes

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estarían dispuestos a ir hasta el infierno.Pues bien, el mayor había estado en elinfierno con Anthony el Loco Blackburny regresaría sin vacilar al infierno encuanto el general se lo ordenara.

En Park Avenue dieron vuelta haciael norte. El tráfico estaba menoscongestionado, tal como correspondía auna elegante zona de la ciudad. Sólofaltaban quince calles más; el edificiode piedra arenisca se hallaba en la calleSetenta y Uno, entre Park Avenue yMadison.

El ayudante decano del presidentedel Estado Mayor Conjunto de lasFuerzas Armadas acostumbraba

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estacionar el Cadillac en un espaciopredeterminado enfrente del edificio, y avigilar mientras el general se bajaba delcoche y subía los escalones hasta laentrada. Nunca decía nada, pero unprofundo sentimiento de tristezaembargaba al mayor mientras esperaba.

Hasta que una mujer esbelta, conoscuro vestido largo de seda y un collarde diamantes, volvía a abrir la puerta entres o cuatro horas y encendía y apagabaintermitentemente las luces de laentrada. Esta era la señal para que elmayor fuera a recoger a su pasajero.

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—¡Hola, Toni! —la mujer cruzórápidamente el vestíbulo levementeiluminado y besó la mejilla del general—. ¿Cómo estás, mi amor? —le dijo,acariciando con los dedos el collarmientras se inclinaba hacia él.

—Tenso —replicó Blackburn,despojándose de su abrigo de paisanocon la ayuda de una sirvientauniformada. Miró a la muchacha; eranueva y encantadora.

La mujer observó su mirada.—No está aún lista para ti, querido

—comentó mientras lo tomaba del brazo

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—. Tal vez en uno o dos meses. Ahoraven conmigo, veremos qué podemoshacer acerca de esa tensión. Tenemostodo lo que necesitas. El mejor hachísde Ankara, ajenjo de los más finosalambiques de Marsella, y precisamentelo que ordenó el doctor, de nuestrocatálogo especial. A propósito, ¿cómoestá tu mujer?

—Tensa —contestó el generalcalladamente—. Te manda recuerdos.

—Le das cariños de mi parte,querido.

Caminaron a través de un arco hastallegar a una gran sala iluminada porsuaves luces de diversos colores, cuyo

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origen no se podía precisar; círculos deazul y magenta giraban lentamente por eltecho y las paredes. La mujer volvió ahablar:

—Hay una muchacha que quiero quese junte contigo y con tu compañera decostumbre. Sus antecedentes estánhechos a la medida, mi amor. No podíacreerlo cuando la entrevisté; essensacional. Acabo de recibirla deAtenas. Te va a encantar.

Anthony Blackburn yacía desnudo enla cama king-sized, mientras diminutosreflectores le iluminaban desde el techo

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de espejos de cristal azul. Capasaromáticas de humo de hachís flotabanen el aire estático de la oscurahabitación; tres copas de ajenjo claro sehallaban en la mesilla de noche. Elcuerpo del general estaba cubierto derayas y círculos de acuarela, con marcasde dedos por todos lados; flechas fálicasseñalando su ingle. Sus testículos y elpene erecto tenían una capa de colorrojo, su pecho de color negro haciendojuego con los mechones de pelo, sustetillas, en azul, unidas por una raya decolor piel. Lanzó un quejido y movióviolentamente la cabeza de arriba abajo,en abandono sexual, mientras sus

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compañeras hacían su trabajo.Las dos mujeres, desnudas, se

alternaban en el masaje, extendiendogruesos glóbulos de pintura en su cuerpoque se retorcía. Mientras una restregabasus senos sobre su rostro, agitándose encontinuo movimiento, la otra tomó consus manos los genitales, gimiendosensualmente con cada caricia, lanzandofalsos, reprimidos gritos de culminacióna medida que el general se acercaba alorgasmo, y luego deteniéndolos comouna profesional que conoce su negocio.

La muchacha de cabello castaño,junto a su rostro susurraba, sin aliento,incomprensibles frases en griego. Se

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apartó brevemente para alcanzar un vasode la mesita de noche; sosteniendo lacabeza de Blackburn, derramó el espesolíquido en sus labios. Sonrió a sucompañera y ésta, con el órgano deBlackburn en la mano, cubierto depintura roja, le devolvió la sonrisa conun guiño.

Entonces, la muchacha griega seincorporó en la cama e hizo un gestoindicando la puerta del cuarto de baño.Su colega asintió con la cabeza; luego,extendió su mano izquierda hacia lacabeza del general y metió los dedos ensu boca para cubrir la breveindisposición de su compañera. La

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mujer de cabello castaño cruzó laalfombra negra y entró en el baño. En lahabitación resonaban los gemidos delgeneral, que se retorcía con euforia.

Treinta segundos después, lamuchacha griega regresó, pero ya noestaba desnuda. Llevaba un abrigooscuro, de lana escocesa, y un capuchónque cubría su cabello. Se detuvomomentáneamente en la sombra; luego,se acercó a la ventana más cercana yapartó suavemente el cortinaje.

Una explosión de vidrios rotossacudió la habitación mientras unaoleada de viento hinchaba las cortinas.La figura de un hombre corpulento, de

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anchos hombros, apareció en la ventana;había roto los cristales y ahora saltaba através de la misma. Llevaba la cabezacubierta por una máscara de esquiador yempuñaba un revólver.

La muchacha, en la cama, serevolvió y lanzó un grito de terror,mientras el asesino apuntó el arma yapretó el gatillo. La explosión fueacallada por un silenciador; la muchachase desplomó sobre el cuerpo,obscenamente pintado, de AnthonyBlackburn. El hombre se acercó a lacama; el general levantó la cabeza, y, através de la neblina de narcóticos tratóde enfocar los ojos extraviados,

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mientras sonidos guturales surgían de sugarganta. El asesino disparó otra vez, yotra, y otra. Las balas penetraron en elcuello, en el pecho y la ingle deBlackburn, y las erupciones de sangre semezclaron con los relucientes colores dela pintura.

El hombre hizo una seña a lamuchacha de Atenas, la cual corrió a lapuerta, la abrió y dijo en griego:

—Ella está abajo, en la habitaciónde luces giratorias. Lleva un vestidorojo, largo, y un collar de diamantes.

El hombre movió de nuevo la cabezay se lanzó por el corredor.

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Los pensamientos del mayor fueroninterrumpidos por inesperados sonidosque parecían venir de algún lugar delinterior del edificio. Retuvo el aliento yescuchó.

Era algo así como alaridos…lamentos… gritos. ¡Alguien estabagritando!

Miró hacia la casa; la pesada puertase abrió de golpe y dos figuras bajaroncorriendo los peldaños: un hombre y unamujer. Luego, vio algo que le produjouna descarga de dolor por todo elestómago: el hombre estaba enfundandoun revólver en el cinturón.

¡Oh, Dios mío!

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El mayor metió la mano bajo elasiento en busca de su pistolaautomática, de reglamento, la sacó ysaltó afuera del coche. Subió corriendolos peldaños y entró en el vestíbulo.Más allá, a través de la bóveda, losgritos aumentaban; varias personascorrían, unas subiendo y otras bajandolas escaleras.

Corrió hacia la sala de las luces decolores que giraban alucinantes. En elsuelo pudo ver la figura esbelta de lamujer con el collar de diamantes. Sufrente era una masa sanguinolenta.

¡Oh, cielos!—¿Dónde está él? —gritó.

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—¡Arriba! —el grito de unamuchacha llegó desde la esquina.

El mayor se revolvió, dominado porel pánico, y subió corriendo lasadornadas escaleras, de tres en trespeldaños, pasando un teléfono sobre unamesita en el pasillo; una imagen segrabó en su mente. Conocía lahabitación, pues siempre era la misma.Dio la vuelta en el estrecho corredor,llegó a la puerta y se lanzó a lahabitación.

¡Oh, Dios! Era algo que iba muchomás allá de su imaginación, más allá decualquier horrible espectáculo quehubiera presenciado. El cuerpo desnudo

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de Blackburn, cubierto de sangre yobscenidades pintadas; la muchachamuerta, desplomada sobre él, con elrostro sobre sus genitales. Era unaescena del infierno, si el infiernopudiera ser tan terrible.

El mayor nunca sabría de dóndesacó su autodominio. Dio un portazo yse quedó inmóvil en el corredor, con lapistola levantada. Agarró del brazo auna mujer que corría hacia la escalera, ygritó:

—¡Haga lo que le digo o la mato!Allá hay un teléfono. ¡Marque el númeroque le voy a dar! Pronuncie las palabrasque le voy a decir, ¡las palabras

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exactas! —Salvajemente empujó a lamuchacha hacia el teléfono del descansode la escalera.

El Presidente de Estados Unidoscruzó con gesto ceñudo la entrada de laOficina Oval y se dirigió a su escritorio.Ya estaban allí, de pie, el Secretario deEstado y el director de la AgenciaCentral de Inteligencia.

—Conozco los hechos —dijo elPresidente ásperamente, en su familiarlento tono de voz— y le hacen a unovolver el estómago. Ahora, díganme loque se proponen hacer al respecto.

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El director de la CIA dio un pasoadelante.

—El Departamento de Homicidiosde Nueva York está cooperando.Tenemos suerte de que el ayudante delgeneral se mantuviera ante la puerta yamenazara con matar a cualquiera quetratara de pasar. Nuestra gente llegó a laescena de los hechos antes que nadie.Limpiaron de la mejor forma quepudieron.

—Eso son adornos, maldita sea —exclamó el Presidente—. Supongo queson necesarios, pero no es lo que meinteresa. ¿Qué ideas tiene usted? ¿Fueuno de esos asesinatos morbosos de

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Nueva York, o algo diferente?—A mi juicio fue algo diferente —

contestó el director—. Así se lo dije aPaul aquí, anoche. Fue un asesinatoperfectamente analizado y preparado.Brillantemente ejecutado. Hasta con lamuerte de la dueña del establecimiento,que era la única que nos podría haberrevelado algo.

¿Quién es responsable?—Yo diría que el KGB. Las balas

fueron disparadas por una Graz-Buryaautomática rusa, un arma favorita entreellos.

—Debo hacer una objeción, señorPresidente —intervino el Secretario de

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Estado—. No estoy de acuerdo con lasconclusiones de Jim; la pistola podrá serpoco común, pero puede adquirirse enEuropa. Estuve esta mañana con elembajador soviético, durante una hora.Estaba tan impresionado como nosotros.No sólo negó cualquier posibleparticipación rusa, sino que señalócorrectamente que el general Blackburnera mucho más aceptable para lossoviéticos que cualquier otro que loreemplace inmediatamente.

—El KGB —interrumpió el director— está a menudo en desacuerdo con elcuerpo diplomático del Kremlin.

—¿Igual que ocurre entre «La

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compañía» y nosotros? —preguntó elSecretario.

—No más que con tus propiasOperaciones Consulares, Paul —replicóel director.

—Maldita sea —protestó elPresidente—. Déjense de tonterías.Denme los hechos. Tú primero, Jim, yaque estás tan seguro de ti mismo: ¿quéhas averiguado?

—Bastante —el director abrió unacarpeta que llevaba en la mano, sacó unahoja de papel y la colocó frente alPresidente—. Hemos evaluado datosdesde los últimos quince años y anochepusimos los resultados a través de una

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computadora. Verificamos ycomparamos los conceptos de método,localidad, salidas, tiempos y labor deequipo. Lo comparamos todo con losasesinatos del KGB, que conocemos,durante ese periodo. Obtuvimos comoconclusión tres perfiles. Tres de los máselusivos y hábiles asesinos de lainteligencia soviética. En cada caso, porsupuesto, el hombre opera bajoprocedimientos normales de cobertura,pero todos son asesinos. Los hemosclasificado en orden de experiencia.

El Presidente estudió los tresnombres.

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Taleniekov, Vasili. Ultimodestino conocido: Sectores delSudeste Soviético.Krylovich, Nikolai. Ultimodestino conocido: Moscú, VKR.Zhukovski, Georgi. Ultimodestino conocido: BerlínOriental. Agregado deEmbajada.

El Secretario de Estado se mostrabainquieto; no podía permanecer callado.

—Señor Presidente, esta clase deconjeturas, basadas en el mejor de loscasos en variaciones muy amplias, sólonos pueden llevar a una confrontación.

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Este no es el momento oportuno paraello.

—Espera un momento, Paul —indicó el Presidente—. Estoy pidiendolos hechos, y no me importa un bledo siéste no es el momento oportuno para unaconfrontación. Han matado al presidentedel Estado Mayor Conjunto de lasFuerzas Armadas. Tal vez en su vidaprivada haya sido un cabrón vicioso,pero era un gran militar. —El primermagistrado puso la hoja de papel sobreel escritorio y miró fijamente alSecretario—. Además, hasta quesepamos más del asunto, no va a haberninguna confrontación. Estoy seguro que

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Jim la ha mantenido en el más absolutode los secretos.

—Por supuesto —afirmó el directorde la CIA.

Alguien tocó en la puerta de laOficina Oval. Sin esperar respuestaentró el ayudante decano decomunicaciones del Presidente.

—Señor, el Premier de la UniónSoviética está en el teléfono rojo.Acabamos de confirmar la transmisión.

—Gracias —repuso el Presidentetomando un teléfono de atrás de su sillón—. ¿Señor Premier? Habla elPresidente.

Alguien habló en ruso, enérgica,

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rápidamente, y a la primera pausa unintérprete tradujo. Como de costumbre,el intérprete soviético se detuvo y otravoz, la del intérprete norteamericano,dijo sencillamente:

—Correcto, señor Presidente.La conversación en cuatro sentidos

continuó.—Señor Presidente —articuló el

Premier—, lamento la muerte, elasesinato mejor dicho, del generalAnthony Blackburn. Era un gran soldadoque aborrecía la guerra, como usted y yola aborrecemos. Aquí se le respetaba.Su fortaleza y percepción de losproblemas globales fue una influencia

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positiva para nuestros altos jefes deejército. Lo extrañaremosprofundamente.

—Gracias, señor Premier. Nosotrostambién lamentamos su muerte, es decir,su asesinato. No podemos explicarnos loocurrido.

—Esa es la razón de mi llamada,señor Presidente. Usted no debe tener lamenor duda de que la muerte del generalBlackburn, su asesinato, jamás habríasido deseado por los dirigentesresponsables de las RepúblicasSocialistas Soviéticas. Si me permitedecirlo, el solo hecho de desearlohubiera sido una execración. Confío en

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que me expreso claramente, señorPresidente.

—Creo que sí, señor Premier, y denuevo le doy las gracias. Peropermítame preguntarle: ¿está ustedaludiendo a la posibilidad de que hayainvolucrados dirigentes irresponsables?

—No más que aquéllos, en elSenado de su país, que quisieranbombardear Ucrania. A esos idiotas seles descarta, como debe ser.

—Entonces no estoy seguro de habercaptado la sutileza de su frase, señorPremier.

—Seré más claro. Su AgenciaCentral de Inteligencia ha llegado a la

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conclusión de que tres hombres podríanestar involucrados en la muerte delgeneral Blackburn. Eso no es cierto,señor Presidente. Le doy mi mássolemne palabra. Ellos son hombresresponsables, a quienes sus superioresmantienen en control absoluto. Para másdetalles, uno de ellos, Zhukovski, fuehospitalizado hace una semana. Otro,Krylovich, ha estado destinado en lafrontera de Manchuria durante losúltimos once meses. Y el muy respetadoTaleniekov está prácticamente retirado.En la actualidad vive en Moscú.

El Presidente hizo una pausa y miróal director de la CIA.

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—Gracias por la aclaración, señorPremier, y por lo acertado de suinformación. Comprendo que no fuefácil para usted hacer esta llamada. Hayque felicitar a la inteligencia soviética.

—Y también a la norteamericana. Enestos días existen pocos secretos;algunos dicen que eso es bueno. Peséuna cosa con otra y decidí que tenía quecomunicarme con usted. Nosotros notuvimos nada que ver con eso, señorPresidente.

—Le creo. Y me pregunto quiénsería.

—Eso me preocupa, señorPresidente. Creo que ambos deberíamos

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conocer la respuesta a esa pregunta.

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2—¡Dimitri Yuri Yurievich! —gritójovialmente la mujer rolliza acercándosea la cama con la bandeja del desayuno—. Es la primera mañana de tusvacaciones. La nieve cubre la tierra, elsol la está derritiendo, ¡y antes de quesacudas el vodka de tu cabeza, el bosquevolverá a ser verde!

El hombre escondió el rostro en laalmohada, dio una vuelta y abrió losojos, que parpadearon ante la intensablancura de la habitación. Afuera, másallá de las grandes ventanas de ladacha, las ramas de los árboles se

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vencían bajo el peso de la nieve.Yurievich sonrió a su esposa, y sus

dedos acariciaron los pelos de subarbilla que cada día era más gris quecastaña.

—Creo que me quemé anoche —comentó.

—Te hubieras quemado —repuso lamujer riendo—. Afortunadamentenuestro hijo heredó mis instintoscampesinos. Ve fuego y no pierdetiempo en analizar los ingredientes,¡sino que lo apaga!

—Recuerdo que saltó hacia mí.—Claro que sí. —La esposa de

Yurievich depositó la bandeja sobre la

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cama y empujó a un lado las piernas desu marido, para sentarse. Luego le pusola mano sobre su frente.

—Estás acalorado, perosobrevivirás, cosaco mío.

—Dame un cigarrillo.—No antes de tu jugo de fruta. Eres

un hombre muy importante; lasdespensas están llenas de latas de jugosde fruta. Nuestro teniente dice queprobablemente están ahí para apagar loscigarrillos que te queman la barba.

—La mentalidad de los soldadosnunca mejorará. Nosotros los científicosentendemos que las latas de jugos estánahí para mezclarlas con vodka. —

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Dimitri Yurievich sonrió de nuevo, concierta desesperanza—. ¿Un cigarrillo,mi amor? Dejaré que tú lo enciendas.

—¡Eres imposible! —Tomó lacajetilla de la mesita de noche, sacó unoy lo puso entre los labios de su esposo—. Ten cuidado de no respirar cuandoprendo el cerillo. Ambos estallaríamosy a mí me enterrarían con deshonor porser la asesina del más prominente físiconuclear de la Unión Soviética.

—Mi trabajo vive después de mí;deja que me entierren con humo. —Yurievich aspiró mientras su esposasostenía el cerillo—. ¿Cómo estánuestro hijo esta mañana?

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—Está muy bien. Se levantótemprano para aceitar los rifles. Sushuéspedes estarán aquí en una hora máso menos. La cacería empieza alrededordel mediodía.

—¡Ay, Dios, me olvidé de eso! —sereprochó Yurievich incorporándose enla cama—. ¿Tengo realmente que ir?

—Tú y él están en el mismo equipo.¿No recuerdas haber dicho a todos,durante la cena, que padre e hijo traeríanlas mejores piezas a casa?

—Era mi conciencia hablando.Todos esos años en el laboratorio,mientras él crecía a espaldas mías…

—Te hará bien salir al aire libre.

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Ahora acaba tu cigarrillo, toma eldesayuno y vístete.

—¿Sabes una cosa? —comentóYurievich tomando la mano de su esposa—. Empiezo a comprenderlo. Estas sonunas vacaciones. No puedo recordar lasúltimas que tuvimos.

—No estoy segura de que hayamostenido vacaciones nunca. Trabajas másduro que cualquier hombre que hayaconocido.

Yurievich se encogió de hombros.—El ejército se portó bien al

conceder a nuestro hijo licencia.—Él la solicitó. Quería estar

contigo.

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—Fue bueno de su parte, también.Lo quiero, pero apenas lo conozco.

—Es un buen oficial; todos lo dicen.Puedes estar orgulloso de él.

—Claro que estoy orgulloso. Lo quepasa es que no sé qué decirle. Tenemostan poco en común… El vodka facilitólas cosas anoche.

—Ustedes no se han visto en casidos años.

—He tenido trabajo; todos lo saben.—Eres un hombre de ciencia —

recalcó su esposa apretándole la mano—. Pero no esta noche. ¡Ni durante laspróximas tres semanas! No habrálaboratorios, ni pizarrones, ni sesiones

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que duran toda la noche, con jóvenesprofesores y estudiantes ansiosos dedecir al mundo entero que han trabajadocon el gran Yurievich. —La mujer tomóel cigarrillo de sus labios y lo aplastó—. Ahora desayuna y vístete. Unacacería de invierno te sentará a las milmaravillas.

—Mi querida mujer —protestóDimitri riendo—, probablemente mematará. No he disparado un rifle desdehace veinte años.

El teniente Nikolai Yurievichcaminó fatigosamente a través de la

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nieve profunda hacia el viejo edificioque antes había sido parte de losestablos de la dacha. Miró hacia atrás yvio la enorme casa de tres pisos.Resplandecía bajo el sol matinal, comoun pequeño palacio de alabastro en unvalle cincelado en un bosque nevado.

Moscú tenía a su padre en altaestima. Todos querían saber algo delgran Yurievich, de ese hombre brillante,irascible, cuyo solo nombre asustaba alos líderes del mundo occidental. Sehabía dicho que Dimitri Yuri Yurievichllevaba en la cabeza las fórmulas parauna docena de armas nucleares tácticas;que si se le dejara solo en un depósito

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de municiones, con un laboratorio allado, produciría una bomba capaz dedestruir Londres, Washington y Pekín.

Ese era el gran Yurievich, unhombre inmune a la crítica o a ladisciplina, a pesar de palabras yacciones que a veces eran inmoderadas.No en lo que se refiere a su devoción alEstado; eso nunca estaba en duda.Dimitri Yurievich era el quinto hijo deuna pobre familia campesina de Kourov.Sin el Estado, habría laborado tras unamula en alguna tierra de aristócratas.No, él era un comunista hasta los huesos,pero como todo hombre brillante notenía paciencia con la burocracia. Había

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hablado claramente acerca deinterferencias y nunca se le pidieronexplicaciones.

Esa era la razón por la que tantagente quería conocerlo. Nikolaisospechaba que muchos de ellossuponían que con sólo conocer al granYurievich adquirirían un toque de suinmunidad.

El teniente sabía que esa era lasituación ese día, cosa que no dejaba demolestarle. Los «huéspedes» que en esemomento estaban en camino hacia ladacha de su padre, prácticamente sehabían invitado a sí mismos. Uno era uncomandante del batallón de Nikolai, en

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Vilnius; otro, un hombre que Nikolai nisiquiera conocía. Un amigo delcomandante, de Moscú, alguien de quienéste dijo que podría ser de utilidad paraun joven teniente a la hora de decidirmisiones. A Nikolai no le agradaba estetipo de seducción; él deseaba que enprimer lugar lo consideraran comoindividuo aparte; como hijo de su padre,en segundo lugar. El se abriría paso porsí mismo, y eso era para él muyimportante. Pero no podía decir que no aeste comandante en particular, porque sihabía un hombre en todo el ejércitosoviético, que mereciera un toque de«inmunidad», ése era el coronel Janek

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Drigorin.Drigorin había criticado

públicamente la corrupción existente enel Cuerpo de Oficiales Selectos. Losclubes de recreo del mar Negro pagabancon fondos mal habidos, los almacenesse llenaban de contrabando y setransportaba a mujeres en avionesmilitares, en contra de todos losreglamentos.

Cayó en desgracia en Moscú y fuedestinado a Vilnius para que se pudrieraentre la mediocridad. Mientras queNikolai Yurievich era un teniente deveintiún años, que ejercía seriasresponsabilidades en un puesto poco

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importante, Drigorin era un militar degran talento, relegado al olvido en unmando de poca monta. Si un hombrecomo él deseaba pasar un día con supadre, Nikolai no podía protestar.

Después de todo, el coronel era unapersona muy agradable; en cuanto al otroinvitado, no tenía la menor idea de quiénfuera.

Nikolai llegó a los establos y abrióla gran puerta que conducía al corredorde pesebres. Los goznes habían sidoengrasados; la vieja entrada se abrió sinel menor ruido. Caminó a través de loscompartimentos, mantenidosinmaculadamente, que en un tiempo

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guardaban las mejores razas decaballos, y trató de imaginar lo queRusia había sido en aquel entonces. Casipodía oír los relinchos de los garañones,el impaciente resonar de los cascos, elresoplar de animales cazadores ansiososde salir a los campos.

Aquella Rusia debió haber sidoalgo, a menos que uno estuviera detrásde una mula.

Llegó al final del largo corredordonde había una puerta ancha. La abrió yvolvió a caminar sobre la nieve. A largadistancia, algo le llamó la atención, algoque parecía fuera de lugar.

Desde una esquina del granero, hasta

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el principio del bosque, se veían huellasen la nieve. Pisadas tal vez. Sinembargo, los dos sirvientes asignadospor Moscú para cuidar la dacha nohabían salido de la casa principal. Y losguardabosques estaban en sus barracas,al final del camino.

Por otro lado, pensó Nikolai, elcalor del sol matinal podría haberderretido los márgenes de cualquierimpresión en la nieve; y la intensidad dela luz hacía ver cosas que no eran. Sinduda debían ser las pisadas de algúnanimal en busca de comida. El tenientesonrió para sus adentros ante la idea deun animal del bosque buscando grano

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aquí, en esta ciudad reliquia como eranlos establos de la gran dacha. Losanimales no habían cambiado, peroRusia sí.

Nikolai miró su reloj; era hora deregresar a la casa. Los invitadosllegarían en poco tiempo.

Todo iba saliendo tan bien queNikolai apenas podía creerlo. No habíanada que pudiera hacerle sentirincómodo, en gran medida gracias a supadre y al hombre de Moscú. Alprincipio, el coronel Drigorin parecíanervioso, como un jefe que ha impuesto

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su voluntad sobre un subalternoconocido o bien conectado, pero YuriYurievich le hizo sentirse a gusto.Recibió al jefe de su hijo como un padrepreocupado; a pesar de su fama,interesado únicamente en mejorar laposición de su hijo. Nikolai no pudoevitar sentirse divertido; su padre eratan obvio… Se sirvió vodka con el jugode fruta, y café; Nikolai vigilócuidadosamente los cigarrillosencendidos.

Una agradable sorpresa fue elinvitado de Moscú, el amigo delcoronel, un hombre llamado Brunov,funcionario de alto rango del partido en

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la Planeación Militar-Industrial. No sólotenían Brunov y el padre de Nikolaiamigos en común, sino que pronto sehizo evidente que compartían una actitudirreverente hacia gran parte de laburocracia de Moscú, la cual abarcaba,naturalmente, a muchos de sus amigos encomún. Las carcajadas no tardaron enllegar, pues cada rebelde quería superaral otro con sarcásticos comentariosacerca de aquel comisario con cabezade reloj de repetición, y el otroeconomista que jamás se quedaría conun rublo en el bolsillo.

—¡Eres un granuja, Brunov! —rugióel padre de Nikolai, con los ojos

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avivados por la risa.—Muy cierto, Yurievich —aceptó el

hombre de Moscú—. Es una lástima queestemos tan en lo cierto.

—Pero ten cuidado; estamos entresoldados. ¡Nos pueden reportar!

—Entonces retendré sus nóminas ytú diseñarás una bomba que estalle antesde tiempo.

Dimitri Yurievich cesó de reír porun instante y dijo:

—Ojalá no fuera necesario diseñarlas que estallan a tiempo.

—Y ojalá que no se necesitarannóminas tan enormes.

—Bueno, ya está bien —cortó

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Yurievich—. Los guardabosques dicenque la caza aquí es espléndida. Mi hijoha prometido cuidarme, y yo heprometido cazar la pieza mayor. Vamos;cualquier cosa que les falte, aquí latenemos… botas, abrigos… vodka…

—No mientras estamos disparando,padre.

—Por Dios, le han enseñado algo —apuntó Yurievich, sonriendo al coronel—. A propósito, caballeros, no quieroque me digan que tienen que irse hoy.Pasarán aquí la noche, desde luego.Moscú es generoso; tenemos asados yverduras frescas de quién sabe dónde…

—Y botellas de vodka, espero.

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—No botellas, Brunov. ¡Barriles! Loveo en tus ojos. Estaremos ambos devacaciones. Te quedarás.

—Me quedaré —afirmó el hombrede Moscú.

Los disparos resonaban por elbosque, haciendo vibrar los oídos. Y nopasaban inadvertidos para los pájarosde invierno; chillidos y tronar de alas seagregaban a los ecos. Nikolai podíaescuchar también voces excitadas, perovenían de demasiado lejos para sercomprensibles. Se volvió a su padre.

—Deberíamos oír el silbato a los

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sesenta segundos, si han dado en elblanco —indicó, con el rifle dirigidohacia la nieve.

—¡Es un escándalo! —replicóYurievich con burlón disgusto—. Losguardabosques me juraron,discretamente desde luego, que toda lacaza estaba en esta parte del bosque,cerca del lago. ¡Y que no había nada porallá! Por eso insistí en que ellos fueranpor ese lado…

—Eres un viejo granuja —sonrió elhijo, estudiando el arma de su padre—.Le has quitado el seguro. ¿Por qué?

—Creí haber oído un crujir de hojas.Quería estar preparado.

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—Con todo respeto, padre; vuelve aponer el seguro. Por favor. Espera hastaque tu vista confirme el sonido queoíste, antes de quitar el seguro.

—Con todo respeto, mi soldado,entonces habrá demasiado que hacer almismo tiempo. —Yurievich observó lapreocupación en la mirada de su hijo—.Pero pensándolo bien, probablementetienes razón. Podría caérseme y causaruna detonación. Eso es algo queconozco.

—Gracias —dijo el teniente,volviéndose rápidamente. Su padre teníarazón; había algo detrás de ellos. Elcrujir de un tallo, el chasquido de una

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rama al quebrarse. Quitó el seguro de suarma.

—¿Qué es? —preguntó DimitriYurievich, con los ojos excitados.

—Shhhh —susurró Nikolai,atisbando los escabrosos senderosblancos que les rodeaban.

No pudo ver nada. Volvió a poner elseguro en su posición.

—Entonces, ¿tú también lo oíste? —preguntó Dimitri—. No era sólo este parde orejas de cincuenta y cinco años,¿eh?

—La nieve está pesada —razonó elhijo—. Las ramas se rompen bajo supeso. Eso es lo que oímos.

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—Bueno, una cosa no oímos —interpuso Yurievich—, fue el silbato.¡No le han pegado a nada!

Se oyeron tres disparos más,distantes.

—Han visto algo —avisó el teniente—. Tal vez ahora escucharemos elsilbato…

De repente, lo oyeron. Un ruido.Pero no era un silbato. Era un gritolargo, distante pero claro, dominado porel pánico. Sin lugar a dudas era un gritoterrible, seguido por otro aún máshistérico.

—Dios mío, ¿qué ha pasado? —Yurievich agarró el brazo de su hijo.

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—No sabría…La respuesta quedó cortada por el

tercer grito, intenso y terrible.—¡Quédate aquí! —ordenó el

teniente a su padre—. Iré a buscarlos.—Te sigo. ¡Ve rápido, pero ten

cuidado!Nikolai corrió sobre la nieve hacia

el lugar de donde habían partido losgritos. Ahora llenaban la floresta; menosagudos, pero más dolorosos por la faltade potencia. El soldado usaba su riflepara abrirse paso a través de laspesadas ramas, haciendo saltar copos denieve. Le dolían las piernas, el aire fríohinchaba sus pulmones, su vista se

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oscurecía por lágrimas de fatiga.Oyó los rugidos primero, y luego vio

lo que más temía, lo que nunca quierever un cazador.

Un enorme oso negro salvaje, con suaterrador rostro convertido en una masasanguinolenta, descargaba su venganzaen aquéllos que habían causado susheridas, arañando, rasgando,destrozando a sus enemigos.

Nikolai levantó el rifle y disparóhasta agotar los cartuchos en la cámarade municiones.

El gigantesco oso se desplomó. Elsoldado corrió hacia los dos hombres, yal comtemplarlos perdió el poco aliento

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que le quedaba.El hombre de Moscú estaba muerto,

con el cuello desgarrado, la sangrantecabeza apenas conectada al torso.Drigorin parecía estar con vida, pero sino moría en unos segundos, Nikolaisabía que tendría que volver a cargar surifle y acabar la obra del animal. Elcoronel había perdido todo el rostro. Ensu lugar sólo se veía algo que quedaríagrabado para siempre en la mente delsoldado.

¿Cómo? ¿Cómo podía haberocurrido esto?

Y luego, los ojos del teniente sedirigieron al brazo derecho de Drigorin

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y recibió una impresión que no esperabahaber imaginado.

Estaba cortado a la altura delhombro, y el método quirúrgico eraclaro: balas de alto calibre.

¡El brazo del coronel había sidocercenado de un tiro!

Nikolai corrió hacia el cuerpo deBrunov, se agachó y lo colocó bocaarriba.

El brazo de Brunov estaba intacto,pero su mano izquierda había volado;sólo quedaba una protuberanciasanguinolenta con el contorno de unapalma, con los dedos desnudos de carne.Era su mano izquierda. Nikolai recordó

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esa mañana; el café y el jugo de fruta, elvodka y los cigarrillos.

¡El hombre de Moscú era zurdo!Brunov y Drigorin habían sido

dejados indefensos por alguien con unrifle, alguien que sabía lo queencontrarían en el camino.

Nikolai se incorporócautelosamente, listo para el combate,buscando al enemigo oculto. Y éste eraun enemigo al que deseaba encontrar ymatar, con todo su corazón. Su menteretrocedió rápidamente a las pisadasque había visto detrás de los establos.No eran las de un animal en busca dealimento, aunque de un animal se tratara,

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sino las huellas de un malvado asesino.¿Quién era? Y sobre todo, ¿por

qué?El teniente vio relucir un objeto. Los

rayos del sol en un arma.Hizo un movimiento a la derecha;

luego, abruptamente, se lanzó a laizquierda hasta dar al suelo, y rodó paraquedar detrás del tronco de un roble.Sacó de su arma el cargador vacío y loreemplazó por otro lleno. Miró con losojos medio cerrados, al origen de la luz.Venía desde bastante altura en un pino.

La figura estaba a horcajadas sobredos ramas, a unos quince metros delsuelo, empuñando un rifle con mira

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telescópica. El asesino vestía un trajeblanco para la nieve con un capuchón depiel blanca, y su rostro quedabaoscurecido tras unos anchos anteojosnegros para el sol.

Nikolai pensó que iba a vomitar porsu rabia y repulsión. El hombre estabasonriendo, y el teniente sabía que lesonreía a él.

Furiosamente alzó su rifle. Unaexplosión de nieve lo cegó, acompañadapor el sonoro disparo de un rifle de altapotencia. Siguió un segundo disparo; labala chocó contra el árbol, arriba de sucabeza. Retrocedió para protegerse trasel tronco.

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Sonó otro disparo, esta vez acercana distancia, pero que no proveníadel asesino sobre el árbol.

¡Nikolai!Su mente parecía estallar. No tenía

otra cosa más que furia. La voz quegritaba su nombre era de su padre.

—¡Nikolai!Otro disparo. El soldado se levantó

de un salto disparando su rifle hacia elárbol, y corrió por la nieve.

Sintió en su pecho una incisión comode hielo. Después no oyó nada nipercibió nada más que su cabeza estabahelada.

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El Premier de la Unión Soviéticapuso sus manos sobre la larga mesa,bajo la ventana que daba al Kremlin. Seinclinó y estudió las fotografías; surostro grande, de campesino, hundidopor el cansancio, los ojos llenos de ira yconmoción.

—Horrible —dijo como en unsusurro—. Es horrible que haya hombresque mueran así. Al menos, Yurievich sesalvó, no de morir, pero sí de un finalcomo éste.

Al otro lado de la habitación,sentados alrededor de otra mesa, seencontraban dos hombres y una mujer,observando con rostros severos al

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Premier. Enfrente de cada uno había unacarpeta marrón, y era obvio que cadauno estaba impaciente por iniciar laconferencia. Pero no era aconsejableinterrumpir los pensamientos delPremier, pues su genio podía saltar antecualquier señal de impaciencia. ElPremier era un hombre cuya mentecorría a mayor velocidad que la decualquiera en esa habitación, pero susdeliberaciones eran, a pesar de ello,lentas, pues consideraba todas lascomplejidades de un asunto. Era unsobreviviente en un mundo en dondesólo el más astuto y sutil sobrevivía.

El miedo era un arma que utilizaba

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con extraordinaria habilidad. Se puso enpie, apartando las fotografías conrepulsión, y regresó a la mesa deconferencias.

—Todas las estaciones nuclearesestán en estado de alerta, y nuestrossubmarinos están en disposición decombate —explicó—. Quiero que estainformación se trasmita a todas lasembajadas. Usen claves que Washingtonhaya descifrado.

Uno de los hombres en la mesa seinclinó hacia adelante. Era undiplomático, de más edad que elPremier, y obviamente un asociado delargo historial, un aliado que podía

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hablar, en cierto modo, más librementeque los otros dos.

—Está usted corriendo un riesgo queno considero sea aconsejable. Noestamos muy seguros de la reacción. Elembajador norteamericano se hallabaprofundamente conmovido. Lo conozco.Sé que no estaba mintiendo.

—Entonces no había sido bieninformado —dijo el segundo hombrelacónicamente—. Hablando en nombrede la VKR, tenemos la certeza. Lasbalas y los casquillos fueronidentificados: siete milímetros, conestrías para implosión. Las marcas soninequívocas.

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Fueron disparadas por una BrowningMagnum. Grado Cuatro. ¿Qué másnecesita?

—Mucho más. Un arma como esa noes difícil de obtener, y dudo que unasesino norteamericano dejara su tarjetade visita.

—Podría haberlo hecho si esa era elarma con la que se sentía mejor. Hemosencontrado una pauta. —El hombre de laVKR se volvió a la mujer de edadmediana, cuyo rostro era de granitocincelado—. Explíquelo, por favor,camarada directora.

La mujer abrió la carpeta y ojeó laprimera página antes de hablar. Pasó a

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la segunda página y se dirigió alPremier, evitando con los ojos aldiplomático.

—Como usted sabe, hubo dosasesinos y suponemos que ambos sondel sexo masculino. Uno debe de ser untirador de extrema habilidad ycoordinación, el otro alguien queindudablemente posee las mismascalificaciones, pero que también es unexperto en reconocimiento electrónico.Hay evidencia en los establos:raspaduras de garfios, huellas desucción, pisadas que van a lugaresdeterminados en forma directa, sinobstrucciones. Todo ello nos hace

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pensar que todas las conversaciones enla dacha fueron interceptadas.

—Usted está describiendo destrezasde la CIA, camarada —interrumpió elPremier.

—O de Operaciones Consulares,señor. Es importarte tener esto encuenta.

—Ah, sí. La pequeña banda de«negociadores» del Departamento deEstado.

—¿Y por qué no los Tao-panschinos? —sugirió el diplomático convehemencia—. Se cuentan entre los máseficaces asesinos del mundo. Los chinostemían más a Yurievich que a

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cualesquier otro.—La fisonomía los descarta —alegó

el hombre de la VKR—. Si uno de ellosfuera atrapado, aun después de tomarcianuro, Pekín sabe que sería destruido.

—Volvamos a esa pauta queencontró —interrumpió el Premier.

—Alimentamos todos los datos a lascomputadoras del KGB —continuó lamujer—, concentrándonos en personalde inteligencia norteamericana quesabemos han penetrado en Rusia, quehablan el idioma perfectamente y queson asesinos conocidos. Hemos llegadoa cuatro nombres. Aquí están, señorPremier. Tres de la Agencia Central de

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Inteligencia, y uno de OperacionesConsulares del Departamento de Estado.

Entregó la hoja al hombre de laVKR, que a su vez se levantó y se la dioal Premier.

Este miró los nombres.

Scofield, Brondon Alan.Departamento de Estado, OperacionesConsulares. Conocido como responsablede asesinatos en Praga, Atenas. París.Munich. Se sospecha que ha operado enel mismo Moscú. Ha estado involucradoen más de veinte defecciones.

Randolph, David. Agencia Central

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de Inteligencia. Su cobertura es la deGerente de Tráfico de Importación,Dynamax Corporation. Sucursal deBerlín Occidental. Todos los aspectosde sabotaje. Se sabe que fue participanteen explosiones hidroeléctricas en Kazány Tagil.

Saltzman, George Robert. AgenciaCentral de Inteligencia. Operó comocorreo y asesino de Vientiane, concobertura de la AID (AgenciaInternacional de Desarrollo) duranteseis años. Experto en Oriente.Actualmente, desde hace cinco semanas,se encuentra en los sectores de Tashkent.Cobertura: inmigrante en Australia,

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Gerente de Ventas, Perth RadarCorporation.

Bergstrom, Edward. AgenciaCentral de Inteligencia…

—Señor Premier —interrumpió elhombre de la VKR—, mi colega quisoexplicar que los nombres están en ordende prioridad. En nuestra opinión, laejecución de Dimitri Yurievich llevatodas las marcas del primer hombre dela lista.

—¿Scofield?—Sí, señor Premier. Desapareció

hace un mes en Marsella. Ha causado

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más daño y comprometido másoperaciones que cualquier otro agenteestadounidense, desde la guerra.

—¿De veras?—Sí, señor —el hombre de la VKR

hizo una pausa; luego, habló convacilación, como si no quisiera seguiradelante, aunque sabía que debíahacerlo—: Su esposa fue asesinada hacediez años, en Berlín Oriental. Desdeentonces se ha convertido en unmaniático.

—¿Berlín Oriental?—Fue una trampa. El KGB.El teléfono sobre el escritorio del

Premier sonó, y éste cruzó rápidamente

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para contestarlo.Era el Presidente de Estados Unidos.

Los intérpretes estaban en la línea; sepusieron a trabajar.

—Estamos afligidos por la muerte,el terrible asesinato, de un grancientífico, señor Premier, así como delos horrores que sufrieron sus amigos.

—Apreciamos sus palabras, señorPresidente; pero, como usted sabe, esasmuertes y esos horrores fueronpremeditados. Agradezco suscondolencias, pero no puedo evitarpensar que tal vez usted está hasta ciertopunto aliviado por el hecho de que laUnión Soviética ha perdido a su más

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destacado físico nuclear.—Pues no lo estoy, señor. Su genio

traspasaba nuestras fronteras ydiferencias. Era un hombre dedicado atoda la humanidad.

—Y sin embargo, decidió ser partede un pueblo, ¿no fue así? Le diréfrancamente, mis intereses no traspasannuestras diferencias. En lugar de ello,me obligan a mirar a mis flancos.

—Entonces, con su perdón, señorPremier, está usted buscando fantasmas.

—Tal vez los hayamos encontrado,señor Presidente. Tenemos evidenciaque es extremadamente inquietante paramí. Tanto así que he…

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—Con su perdón de nuevo —interrumpió el Presidente de EstadosUnidos—. Nuestra evidencia me haindicado que debía llamarle, a pesar demi natural renuencia a hacerlo. El KGBha cometido un grave error. Cuatroerrores, para ser exactos.

—¿Cuatro?—Sí, señor Premier. Concretamente

los nombres Scofield, Randolph,Saltzman y Bergstrom. Ninguno de ellosestuvo involucrado en el caso, señorPremier.

—Usted me deja asombrado, señorPresidente.

—No más asombrado de lo que

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usted me dejó la otra semana. Haymenos secretos estos días, ¿recuerda?

—Las palabras son baratas; laevidencia es fuerte.

—Entonces ha sido calculada así.Déjeme aclarar algo: dos de los treshombres de la CIA, Randolph yBergstrom están actualmente en susescritorios en Washington. El señorSaltzman está hospitalizado en Tashkent;el diagnóstico es cáncer. —ElPresidente hizo una pausa.

—Eso deja un nombre, ¿no es así?—señaló el Premier—. El hombre delas infames Operaciones Consulares.Suave en los círculos diplomáticos, pero

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infame para nosotros.—Este es el aspecto más penoso de

mi aclaración. Es inconcebible que elseñor Scofield pudiera haber estadoinvolucrado. Francamente, hay menosposibilidades de que haya participado,que cualquiera de los otros. Le digo estoporque ya no importa.

—Las palabras cuestan poco…—Debo ser explícito. Durante los

últimos años hemos mantenido unexpediente secreto, detallado, acerca deldoctor Yurievich, agregandoinformación diariamente, con todacerteza cada mes. A juicio de algunos,había llegado el momento de ofrecer a

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Dimitri Yurievich algunas alternativasviables.

—¿Qué?—Sí, señor Premier: deserción. Los

dos hombres que viajaron a la dachapara establecer contacto con el doctorYurievich estaban de nuestra parte. Elhombre que los controlaba era Scofield.Esta era su operación.

El Premier de la Unión Soviéticamiró, a través de la habitación, almontón de fotografías sobre elescritorio. Habló suavemente:

—Gracias por su franqueza.—Mire a otros flancos.—Así lo haré.

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—Ambos debemos hacerlo.

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3El sol del atardecer era como una bolade fuego, y sus rayos se reflejaban sobrelas aguas del canal, en vaivéndeslumbrante. Los transeúntes quecaminaban hacia el oeste por la avenidaKalver, de Amsterdam, miraban desoslayo agradeciendo el sol de febrero ylos vientos que venían de las miríadasde canales que parten del río Amstel. Amenudo, febrero traía neblinas, lluvia yhumedad por todos lados, pero no era elcaso en este día y los ciudadanos delpuerto más importante del mar del Norteparecían eufóricos por el aire claro y

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cortante que se calentaba en las alturas.Un hombre, sin embargo, no estaba

eufórico. Tampoco se encontraba en lacalle ni era vecino de la ciudad. Sellamaba Brandon Alan Scofield,agregado a Operaciones Consulares,Departamento de Estado de los EstadosUnidos. Estaba de pie ante una ventana acuatro pisos sobre el canal y la avenidaKalver, mirando a través de unosbinoculares a los transeúntes, y enespecial a una área del pavimento en elque una cabina telefónica, de vidrio,reflejaba los rayos del sol. La luzdeslumbrante le hacía mirar de lado,pero no se apreciaba energía en el

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pálido rostro de Scofield, de faccionesagudas, macilentas y tensas bajo unacubierta de cabellos castaño claro,bordeado por vetas grises.

Volvía una y otra vez a ajustar elenfoque de los binoculares, maldiciendola luz y los rápidos movimientos en lacalle. Sus ojos estaban cansados, yabajo de ellos lucía oscuras y alargadasojeras, resultado de la falta de sueño poruna multitud de razones en las queScofield no quería pensar. Había untrabajo que hacer y él era unprofesional: su concentración no podíavacilar.

Otros dos hombres se encontraban

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en la habitación. Un técnico, mediocalvo, estaba sentado ante una mesa conun teléfono desarmado, conectadomediante alambres a una grabadora ycon el auricular descolgado. En algúnlugar bajo las calles, en un complejotelefónico, se habían hecho algunosarreglos. Era la única cooperación queproporcionaba la policía de Amsterdam,una deuda que había cobrado elnorteamericano. La tercera persona en lahabitación era la más joven de los tres:apenas pasados sus treinta años, no seapreciaba falta de energía en su rostro nicansancio en sus ojos. Si sus faccionesestaban tensas, era por la tensión del

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entusiasmo, se trataba de un hombrejoven, ansioso de cobrar su pieza. Suarma era una cámara de cine, de películarápida, montada en un trípode, con unlente telescópico. Hubiera preferido unarma diferente.

Abajo, en la calle, una figuraapareció en los círculos coloreados delos binoculares de Scofield. La figuravaciló junto a la cabina telefónica y enese breve momento fue empujada por lamuchedumbre a un lado, frente a losrelumbrantes cristales, bloqueando consu cuerpo el brillo, como un blancorodeado de una aureola de rayossolares. Hubiera sido más cómodo para

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todos los observadores haber podidodisparar sobra ese blanco en esemomento. Un rifle de alta potencia,calibrado para unos setenta metros,hubiera servido; el hombre en la ventanahabría podido apretar el gatillo. Amenudo lo había hecho antes. Pero aquíno se trataba de comodidad. Había quedar una lección y aprender otra, y esasinstrucciones dependían de unaconfluencia de factores vitales. Los queenseñaban y los que aprendían teníanque comprender sus respectivospapeles. De otra manera, una ejecuciónno hubiera tenido sentido.

La figura en la calle era la de un

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hombre viejo, de más de sesenta y cincoaños. Sus ropas se veían arrugadas; unabrigo grueso, subido hasta el cuellopara protegerse del frío, un sombreroajado, sobre la frente. Se podía apreciaruna barba de días en su rostro asustado;era un hombre en busca de una salida, ypara el norteamericano que le observabaa través de los binoculares no habíanada más terrible, ni obsesionante, quela figura de un anciano perseguido.Excepto, tal vez, la de una anciana.Había visto ambas. Con mucha mayorfrecuencia de lo que hubiera deseado.

Scofield miró a su reloj.—Adelante —dijo al técnico

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sentado a la mesa. Luego, se volvió aljoven que estaba a su lado—. ¿Estáusted listo?

—Sí. Tengo al hijo de puta bienenfocado. Washington tenía razón; ustedlo demostró.

—No estoy seguro de haberlodemostrado todavía. Ojalá lo hubierahecho. Cuando esté dentro de la cabina,procure que salgan sus labios.

Correcto.El técnico marcó los números

predeterminados y apretó los botones dela grabadora. Se levantó rápidamente dela silla y entregó a Scofield un audífonosemicircular, con micrófono.

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—Está sonando —advirtió.—Lo sé. Está mirando a través del

cristal. No parece seguro de desear oírla llamada. Eso me preocupa.

—¡Muévete, hijo de puta! —exclamó el joven de la cámara.

—Lo hará —aseguró Scofield, conlos gemelos y el audífono sostenidosfirmemente con las manos—. Estáasustado. Cada medio segundo es unaeternidad para él y no sé por qué… ahíva; está abriendo la puerta. Todoscallados. —Scofield siguió mirando através de los gemelos, escuchando, ydespués hablando calladamente almicrófono:

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«Dobri dyen, priyatyel…»La conversación en ruso duró

dieciocho segundos.—Do svidaniya —dijo Scofield, y

agregó—: zavtra nochyn. Na mostye.Continuó manteniendo el audífono

junto a su oreja y observando alasustado hombre. El blanco desaparecióentre la muchedumbre; el motor de lacámara se detuvo; el diplomático dejólos gemelos y entregó el audífono altécnico.

—¿Pudo grabarlo todo? —preguntó.—Con suficiente claridad para una

impresión de voz —afirmó el operadorcalvo, verificando sus cuadrantes.

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—¿Y usted? —Scofield se volvióhacia el joven de la cámara.

—Si entendiera mejor el idioma,podría haberle leído los labios.

—Muy bien. Otros podrán hacerlo;lo entienden bien. —Scofield se metió lamano en el bolsillo, sacó una libreta decuero y empezó a escribir—. Quiero quelleve la cinta y la película a laembajada. Dígales que revelen lapelícula inmediatamente y haganduplicados de ambas. Quiero miniaturas;aquí están las especificaciones.

—Lo siento, Bray —se disculpó eltécnico, mirando a Scofield mientrasenrollaba un carrete de alambre

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telefónico—. No tengo permiso parasalir más allá de cinco cuadras delterritorio, tú lo sabes.

—Le estoy hablando a Harry —replicó Scofield, indicando con sucabeza al joven. Arrancó una página desu libreta—. Cuando hayan hecho lasreducciones, diles que las inserten enuna caja aplastada, a prueba de agua.Quiero que le pongan una capaprotectora, suficiente para que dure unasemana en el agua.

—Bray —explicó el joven, tomandola hoja de papel—, entendí una de cadatres palabras que dijiste por teléfono.

—Estás mejorando —interrumpió

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Scofield, mientras regresaba a laventana y a los gemelos—. Cuandoentiendas una de cada dos, terecomendaré para un ascenso.

—Ese hombre quería verte estanoche. Tú le dijiste que no.

—Así es —aseguró Scofield,mirando por los gemelos y enfocando ala ventana.

—Nuestras instrucciones erancapturarlo cuanto antes. El texto de laclave estaba claro sobre eso. No habíaque perder tiempo.

—El tiempo es relativo, ¿no crees?Cuando ese anciano oyó el timbre delteléfono, cada segundo era un agonizante

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minuto para él. Para nosotros, una horapuede ser un día. Caramba, enWashington un día se mide normalmentepor un año del calendario.

—Esa no es una respuesta —insistióHarry, mirando a la nota—. Podemosconcluir este asunto en cuarenta y cincominutos. Podríamos establecer contactoesta noche. ¿Por qué no lo hacemos?

—El tiempo está fatal —comentóScofield, mirando por los gemelos.

—El tiempo está perfecto. No hayuna nube en el cielo.

—Eso es lo que quiero decir. Estáfatal. Una noche clara significa quemucha gente andará paseando por los

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canales; en mal tiempo, no lo hacen. Elpronóstico para mañana es de lluvia.

—Eso no tiene sentido. En diezsegundos le aguardamos en un puente yse cae muerto al agua.

—¡Dile a ese payaso que se calle,Bray! —gritó el técnico, desde la mesa.

—Ya has oído —apuntó Scofield,enfocando los gemelos hacia lascúspides de los edificios próximos—.Acabas de perder el ascenso. Tuinjuriosa afirmación de queintentábamos cometer daños corporalesofende a nuestros amigos de lacompañía.

El joven hizo una mueca. La

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reprimenda había sido merecida.—Lo siento. Pero esto no tiene

sentido. El mensaje cifrado decía que setrataba de urgente prioridad; debíamosde acabar con él esta noche.

Scofield bajó los gemelos y miró aHarry.

—Te diré lo que sí tiene sentido —explicó—. Ese hombre allá abajo estabaaterrorizado. No ha dormido durantedías. Ha llegado a su punto límite yquiero saber el porqué.

—Podría haber una docena derazones. Es viejo. Inexperto. Tal vezpiensa que estamos tras él, que está apunto de ser capturado. ¡Qué importa!

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—La vida de un hombre, ni más nimenos.

—Vamos, Bray, no me salgas conesas. Es veneno soviético; un agentedoble.

—Quiero estar seguro.—Y yo quiero salir de aquí —

interrumpió el técnico, entregando aScofield un rollo de cinta y tomando sugrabadora—. Dile al payaso que nuncanos hemos conocido.

—Gracias, señor Sin Nombre. Lequedo en deuda.

El hombre de la CIA salió,despidiéndose con un movimiento decabeza de Bray, evitando todo contacto

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con su colega.—Aquí no hubo nunca nadie más que

nosotros, Harry —aseguró Scofielddespués de que se cerró la puerta—.Debes entender eso.

—Es un desgraciado bastardo…—Que sería capaz de grabar los

excusados de la Casa Blanca, sino lo hahecho ya —aseguró Bray, lanzando elcarrete de cinta a Harry—. Lleva nuestradenuncia, que nadie nos ha pedido, a laembajada. Saca la película y deja lacámara aquí.

Más Harry no quería que le dieranlargas; atrapó el carrete, pero no hizoningún movimiento hacia la cámara.

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—Yo también estoy en esto. Esemensaje cifrado me atañía a mí tantocomo a ti. Quiero respuestas en caso deque me hagan preguntas, en caso de quepase algo entre hoy y mañana.

—Si Washington está en lo cierto,nada pasará. Ya te lo dije; quiero estarseguro.

—¿Qué más necesitas? ¡El blancocree que acaba de hacer contacto con elKGB en Amsterdam! Tú lo manipulaste.¡Ahora, pruébalo!

Scofield observó a su colega por unmomento; luego, se dio la vuelta yregresó a la ventana.

—¿Sabes una cosa, Harry? Todo el

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entrenamiento que te dan, todas laspalabras que escuchas, todas lasexperiencias por las que pasas, nuncaocupan el lugar de la primera regla. —Bray tomó los gemelos y los enfocó enun punto lejano, arriba del horizonte—.Aprende a pensar como piensa elenemigo. No como a ti te gustaría quepensara, sino como realmente piensa.No es fácil; uno se puede engañar a símismo, porque eso sí es fácil.

Exasperado, el joven habló conirritación:

—¿Y eso qué tiene que ver? ¡PorDios! ¡Tenemos las pruebas!

—¿Las tenemos? Como tú dices,

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nuestro desertor hizo contacto con supropia gente. Es un pichón que haencontrado su ruta particular hacia laMadre Rusia. Está a salvo; está fuera depeligro.

—¡Eso es lo que cree, sí!—Entonces, ¿por qué no está feliz?

—preguntó Scofield, dirigiendo losgemelos hacia el canal.

La neblina y la lluvia cumplían lapromesa invernal de Amsterdam. Elcielo nocturno era una mantaimpenetrable; sus bordes, jaspeados porlas trémulas luces de la ciudad. No

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había paseantes por el puente, ni barcosabajo en el canal; bolsas de niebla searremolinaban arriba, prueba de que losvientos del mar del Norte viajan al sursin impedimentos. Eran las tres de lamadrugada.

Scofield se apoyó contra labalaustrada de hierro en la entradaoccidental del viejo puente de piedra.En su mano izquierda sostenía unpequeño radio de transistores, no paracomunicación verbal sino sólo pararecibir señales. Su mano derecha estabametida en el bolsillo de su impermeable,sus dedos extendidos tocando el cañónde una automática calibre 22, no mucho

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mayor que una pistola paraprincipiantes, cuya explosión era muchomás baja. De cerca era un arma muypráctica. Disparaba rápidamente, consuficiente precisión para distanciasmedidas en centímetros o escasosmetros, y apenas se la podría oír porencima de los ruidos de la noche.

A unos doscientos metros, el jovenasociado de Bray se escondía en unaentrada de la calle Sharphati. La víctimapasaría junto a él en su camino hacia elpuente; no había otra ruta. Cuando elviejo ruso lo hiciera, Harry apretaría elbotón del transmisor: la señal. Laejecución se pondría en marcha; la

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víctima estaba caminando sus últimoscien metros, hasta la mitad del puente,donde su verdugo personal le saludaría,metería un paquete impermeable en elabrigo de la víctima y llevaría a cabo sumisión.

En un día o dos, ese paquete llegaríaa el KGB en Amsterdam. Se escucharíauna cinta, se observaría cuidadosamenteuna película, y otra lección seríaaprendida.

Y naturalmente, no se le haría caso,como a todas las lecciones no se leshace caso. En eso consistía la futilidadde la lucha, pensó Scofield. Lainterminable futilidad que anestesiaba

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los sentidos en cada repetición.¿Cuál es la diferencia? Una

pregunta perceptiva que hizo un ansioso,aunque no muy perceptivo, joven colega.

Ninguna, Harry. Ninguna enabsoluto. Ya no más.

Pero en esta noche en particular, lasagujas de la duda pinchaban laconciencia de Bray. No su moralidad,pues hacía largo tiempo que ésta habíasido reemplazada por lo práctico. Sifuncionaba, era moral, si no, no erapráctico, y por tanto era inmoral. Lo quele perturbaba esta noche tenía sus basesen esta filosofía utilitaria. ¿Era prácticollevar a cabo la ejecución? ¿La lección

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que estaban a punto de enseñar era lamejor, la opción más viable? ¿Valía lapena los riesgos y las repercusiones quetraería la muerte de un anciano que sehabía pasado toda su vida adultadedicado a la ingeniería espacial?

Aparentemente, la respuestaparecería afirmativa. Seis años atrás elingeniero soviético había desertado enParís durante una exposición espacialinternacional. Pidió y se le concedióasilo; había sido bien recibido por lafraternidad espacial en Houston, se ledio un empleo, una casa, y protección.No obstante, no se le consideraba comouna adquisición extraordinaria. De

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hecho, los rusos habían llegado hasta abromear acerca de su desviaciónideológica, insinuando que sushabilidades podrían ser mejorapreciadas por los laboratorioscapitalistas, menos exigentes que lossuyos. Rápidamente se convirtió en unhombre olvidado.

Hasta ocho meses antes, cuando sedescubrió que las estacionesrastreadoras soviéticas estabaninterfiriendo a los satélitesnorteamericanos con alarmantefrecuencia, reduciendo el valor de lasfotografías de reconocimiento, mediantesofisticado camuflaje terrestre. Era

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como si los rusos conocieran poradelantado la gran mayoría de lastrayectorias orbitales.

Y así era. Se hizo una investigaciónque condujo hasta al olvidado hombrede Houston. Lo que siguió fuerelativamente sencillo. En Amsterdam sellevó a cabo una conferencia técnica quetrataba exclusivamente sobre un tema enel cual el hombre olvidado era experto.Se puso a su disposición un avión delgobierno para llevarlo a esa ciudad y elresto quedó a cargo del especialista enestos asuntos: Brandon Scofield, deOperaciones Consulares.

Scofield conocía desde hacía tiempo

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las claves del KGB en Amsterdam, asícomo sus métodos para establecercontacto. Los puso en práctica y quedóligeramente sorprendido ante la reacciónde la víctima, lo cual era la base de suprofunda preocupación en este momento.El anciano no mostró ningún aliviocuando se le llamó. Después de seisaños de una operación en extremopeligrosa, la víctima tenía todo elderecho a esperar que, al concluir ésta,fuera recibido con honores y contara conla gratitud de su gobierno, para pasarcómodamente los últimos años de suvida. Bray había indicado todo esto ensus conversaciones en clave.

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Pero el viejo ruso no era feliz. Y nose podía atribuir esto a que tuvieraíntimas relaciones personales enHouston. Scofield había solicitado elexpediente Cuatro-Cero de la futuravíctima, un archivo tan completo quedetallaba las horas que el sujeto pensabapasar en el cuarto de baño. No teníanada en Houston; el hombre era un topo,aparentemente en ambos sentidos de lapalabra. Y eso también desconcertaba aBray. Un topo en términos de espionajeno asumía las características de suequivalente social.

Algo andaba mal. Y sin embargo, laevidencia estaba ahí; la prueba de su

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traición, confirmada. Había que dar unalección.

El transmisor en su mano produjo unplañido corto y agudo, que se repitiótres segundos después; Scofield acusórecibo de la llamada, apretando unbotón. Se metió el radio en el bolsillo yesperó.

Pasó menos de un minuto; vio lafigura de un anciano atravesando la capade niebla y lluvia, mientras un farol trasél creaba una silueta espectral. El andarde la víctima era vacilante pero, encierta forma, dolorosamente decidido,como si estuviera a punto de cumplircon una cita que deseaba y aborrecía a

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la vez. La cosa no tenía sentido.Bray miró a su derecha. Tal como

esperaba, la calle estaba desierta, a estahora no se veía a nadie en estaabandonada sección de la ciudad. Sevolvió a su izquierda y empezó a subirla rampa hacia la mitad del puente,mientras el anciano venía en direcciónopuesta. Se mantuvo en la sombra, cosafácil de lograr ya que los tres primerosfaroles sobre la barandilla izquierdaestaban apagados.

La lluvia repicaba sobre las antiguaspiedras de la calzada. Antes de llegar alpuente mismo, vio al ancianocontemplando las aguas a sus pies, con

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las manos sobre la barandilla. Scofieldse bajó de la acera y se acercó pordetrás, el ruido de la lluvia silenciabasus pisadas. En el bolsillo izquierdo desu impermeable, su mano agarraba unacaja redonda y lisa, de cinco centímetrosde diámetro y poco más de dos degrueso. Estaba recubierta con una capade plástico impermeable, y los ladoscontenían un producto químico que,cuando se sumergía treinta segundos enlíquido, se convertía en un adhesivoinstantáneo; en tales condicionespermanecía donde se le había colocado,hasta ser cortado. Dentro de la cajahabía pruebas: un rollo de película y

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otro de cinta magnética. Ambos podríanser estudiados por el KGB deAmsterdam.

—Plakhaya noch, stary priyatyel —le susurró Bray al ruso que permanecíade espaldas, mientras sacaba la pistolaautomática del bolsillo.

El anciano se dio la vuelta,sobresaltado.

—¿Por qué se ha puesto en contactoconmigo? —preguntó en ruso—. ¿Hapasado algo? —Vio la pistola y sedetuvo. Luego, una extraña calmareemplazó de repente el temor en su voz—: Veo que así ha sido y que ya notengo ningún valor. Adelante, camarada.

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Me hará un enorme favor.Scofield se quedó mirando fijamente

al anciano, a los penetrantes ojos que yano mostraban ningún temor. Había vistoesa mirada antes. Bray contestó eninglés:

—Ha pasado usted seis años muyactivos. Desafortunadamente, no nos hahecho ningún favor. Usted no nos quedótan agradecido como pensábamos.

El ruso afirmó con la cabeza.—Norteamericano. Ya me

extrañaba. Una conferencia convocadaapresuradamente en Amsterdam, sobreproblemas que se podrían haberanalizado fácilmente en Houston.

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Además, el hecho de que me permitieransalir del país, aunque fuera a escondidasy protegido, a pesar de que esaprotección no fue muy completa una vezque llegué aquí. Pero usted tenía todaslas claves, usted dijo las palabrascorrectas. Y su ruso es impecable,priyatyel.

—Es mi trabajo. ¿Cuál es el suyo?—Usted sabe la respuesta. Por eso

está aquí.—Quiero saber por qué.El anciano sonrió torvamente.—Ah, no. Usted no va a conseguir

de mí más de lo que ya sabe. Verá, loque dije lo dije de verdad. Me hará un

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favor. Usted es mi listok.—¿Su solución a qué?—Lo siento.Bray levantó la automática, y su

pequeño cañón relució bajo la lluvia. Elruso la vio y respiró profundamente. Elmiedo había regresado a sus ojos, perono vaciló ni dijo una palabra. Derepente, deliberadamente, Scofieldpresionó la pistola bajo el ojo izquierdodel anciano, hasta que acero y carnehicieron contacto. El ruso tembló, peropermaneció en silencio.

Bray se sintió enfermo.¿Cuál era la diferencia?Ninguna, Harry. Ninguna en

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absoluto. Ya no más.Había que dar una lección…Scofield bajó la pistola y ordenó:—¡Váyase de aquí!—¿Qué?—Ya me ha oído. Váyase de aquí. El

KGB opera a través de una empresa quecomercia en diamantes en la calle Tol.Su cobertura es una firma de Hasidim,Diamant Bruusteen. Lárguese.

—No entiendo —susurró el ruso convoz apenas audible—. ¿Este es otrotruco?

—¡Maldita sea! —gritó Bray, queahora temblaba—. ¡Váyase de aquí!

Momentáneamente, el anciano se

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tambaleó: luego, se agarró a labarandilla para recobrar su compostura.Retrocedió torpemente y empezó acorrer a través de la lluvia.

—¡Scofield! —el grito venía deHarry, que se hallaba en la entrada oestedel puente, directamente en el caminodel ruso—. ¡Scofield, por todos loscielos!

—¡Déjalo ir! —gritó Bray.Lo dijo demasiado tarde o sus

palabras se perdieron en el repicar de lalluvia: nunca supo lo que fue. Escuchótres disparos apagados y contempló conhorror cómo el anciano se llevaba lamano a la cabeza y caía contra la

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barandilla.Harry era un profesional. Sostuvo el

cuerpo, disparó por última vez en lanunca del anciano y, con un movimientohacia arriba, empujó el cadáver porsobre la barandilla, al canal de abajo.

¿Cuál es la diferencia?Ninguna en absoluto. Ya no más.Scofield se dio la vuelta y caminó

hacia la parte oeste del puente. Se metióla automática en el bolsillo; parecíapesada.

Escuchó pisadas que se acercabancorriendo bajo la lluvia. Se sentíaterriblemente cansado y no queríaescucharlas, así como tampoco quería

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escuchar la voz raspante de Harry.—Bray, ¿qué diablos pasó allá?

¡Casi se escapó!—Pero no se escapó —denegó

Scofield apresurando el paso—. Tú teencargaste de eso.

—¡Claro que me encargué! Portodos los demonios, ¿qué te pasa? —Harry estaba a la izquierda de Bray; sumirada bajó a la mano de Scofield ypudo ver el borde de la cajaimpermeable—. ¡Cielos! ¡Nunca se lapusiste!

—¿Qué? —Bray comprendióentonces de qué estaba hablando Harry.Levantó la cabeza, miró al pequeño

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receptáculo redondo y lo tiró, porencima del joven, sobre la barandilla.

—¿Qué estás haciendo?—¡Vete al infierno! —masculló

Scofield sordamente.Harry se detuvo, pero Bray siguió

andando. Pocos segundos después,Harry lo alcanzó y lo tomó por el bordedel impermeable.

—¡Tú lo dejaste escapar!—Suéltame.—¡No, maldita sea! No puedes…Hasta ahí llegó Harry. Bray levantó

el brazo derecho y agarró con los dedosel pulgar del joven, retorciéndolo.

Harry dio un alarido; su dedo pulgar

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estaba roto.—Vete al infierno —repitió

Scofield, y siguió caminando,alejándose del puente.

La reunión tendría lugar en una casacerca de Rosengracht, en el segundopiso. La sala estaba cálida por el fuegode la chimenea, que también serviríapara destruir las notas que se pudierantomar. Un funcionario del Departamentode Estado había venido en avión desdeWashington; quería interrogar a Scofielden el lugar de los hechos, más o menos,por si acaso se dieran circunstancias que

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sólo el lugar de los hechos pudieraproporcionar. Era importantecomprender lo que había ocurrido, sobretodo tratándose de alguien comoBrandon Scofield. Era el mejor quetenían, así como el más frío; unextraordinario elemento del servicio deinteligencia norteamericana, veteranocon veintidós años de las máscomplicadas «negociaciones» que unopudiera imaginar. Tenía que manejarsecon cuidado… en el lugar de los hechos,en vez de ordenarle que regresara,basándose solo en la queja de unsubordinado. El era un especialista, yalgo había ocurrido.

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Bray entendía esto, y los arreglos ledivertían. Harry fue sacado deAmsterdam a la mañana siguiente, demodo que no hubo oportunidad de queScofield lo viera. Los pocos de laembajada que supieron del incidentetrataron a Bray como si nada hubieraocurrido. Le dijeron que se tomara unosdías de descanso; un hombre venía enavión desde Washington, para discutirun problema en Praga. Eso es lo que elmensaje en clave decía. ¿No era Pragaun viejo coto de caza suyo?

Cobertura, por supuesto, y no muybuena. Scofield sabía que cadamovimiento suyo en Amsterdam era

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vigilado ahora, probablemente porequipos de hombres de la Compañía. Yque si hubiera ido a los comerciantes endiamantes de la calle Tol, sin duda lohabrían matado.

Fue recibido en la casa por unasirvienta de edad indeterminada,convencida de que la vieja casapertenecía a la pareja de ancianosretirados que allí vivía, y de los cualesrecibía su paga. El le dijo que tenía unacita con el dueño y su abogado. Lacriada asintió y lo condujo escalerasarriba, hasta la sala del segundo piso.

El anciano estaba allí, pero no elhombre del Departamento de Estado.

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Cuando la criada cerró la puerta, eldueño de la casa habló:

—Esperaré unos pocos minutos yluego regresaré a mi apartamento. Sinecesita algo, apriete el botón delteléfono; toca arriba.

—Gracias —dijo Scofield mirandoal holandés, que le recordaba al otroanciano del puente—. Mi colega debellegar pronto. No necesitaremos nada.

El hombre asintió con la cabeza y sefue. Bray se paseó por la habitación,pasando distraídamente los dedos porlos libros en los estantes. Pensó que noestaba tratando siquiera de leer lostítulos; en realidad no los veía. Y

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entonces le llamó la atención el hechode que no sentía nada, ni frío ni calor, nisiquiera rabia o resignación. No sentíanada. Estaba como en una nube devapor, anestesiado, con todos lossentidos dormidos. No sabía qué iba adecir al hombre que había volado másde cinco mil kilómetros para hablar conél.

No le importaba.Escuchó pisadas en las escaleras al

otro lado de la puerta. La criada noacompañaba al visitante, queobviamente conocía su camino en estacasa. La puerta se abrió y el hombre delDepartamento de Estado entró en la

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habitación.Scofield lo conocía. Era de la

Sección de Planeación y Desarrollo, unestratega en operaciones encubiertas.Era más o menos de la misma edad queBray, pero más delgado, un poco másbajo, y dado a una exuberancia de lavieja escuela, que no sentía, peromediante la cual esperaba ocultar suambición, sin lograrlo.

—Bray, ¿cómo estás, viejo? —exclamó gritando a medias, extendiendouna mano exuberante para darle unapretón aún más exuberante—. ¡Caray,no nos hemos visto en cerca de dosaños! ¡Vaya si tengo un par de historias

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que contarte!—¿De veras?—¡Vaya que sí! —Era una

contundente afirmación que noimplicaba pregunta alguna—. Fui aCambridge para la reunión de los veinteaños, y naturalmente me encontré conamigos tuyos por todos lados. Pues bien,viejito, tomé algunas copas de más y nopodía recordar las mentiras que habíacontado acerca de ti a cada quién. ¡Cielosanto! Te hice analista de importacionesen Malasia, experto en idiomas enNueva Guinea, y vicecónsul enCamberra. Estaba desesperado. Quierodecir, estaba tan tomado que no podía

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recordar.—¿Por qué te preguntarían acerca de

mí, Charlie?—Bueno, sabían que ambos

estábamos con el Departamento deEstado; que éramos amigos, todo elmundo lo sabía.

—Déjate de tonterías. Nunca fuimosamigos. Y sospecho que te caigo tan malcomo tú me caes a mí. Además, nunca tehe visto borracho en mi vida.

El hombre del Departamento deEstado se quedó inmóvil; la sonrisaexuberante desapareció lentamente desus labios.

—¿Quieres que juguemos rudo?

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—Quiero que juguemos como es.—¿Qué ocurrió?—¿Dónde? ¿Cuándo? ¿En Harvard?—Ya sabes de qué estoy hablando.

La otra noche. ¿Qué pasó la otra noche?—Dímelo tú. Tú lo pusiste en

movimiento. Tú diste vueltas a lasprimeras ruedas.

—Descubrimos una peligrosa fugaen nuestra seguridad. Una pauta deespionaje activo desde hace años, quereducía la eficacia de nuestro rastreoespacial, al punto de que ahora sabemosque ha sido una burla. Queríamosconfirmarlo y tú lo hiciste. Sabías lo quehabía que hacer después, y te largaste.

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—Me largué.—Y cuando un compañero te

confrontó con ese hecho, tú le causasteuna lesión física. ¡A tu propio hombre!

—Claro que sí. Y si yo fuera tú medesharía de él. Mándalo a Chile; nopuedes joder la situación allá muchomás de lo que está.

—¿Qué?—Por otro lado, no harás eso. Se

parece demasiado a ti, Charlie. Nuncaaprenderá. Ten cuidado. Algún día tequitará el puesto.

—¿Estás borracho?—Siento decirte que no. Pensé

beber, pero tengo un poco de acidez en

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el estómago. Por supuesto que si hubierasabido que te iban a mandar a ti, tal vezlo habría intentado. Por los viejostiempos, naturalmente.

—Si no estás borracho, estásdescarrilado.

—Los rieles se viraron; las ruedasque giraste no pudieron tomarla curva.

—¡Déjate de estupideces!—Qué anticuado estás, Charlie. Hoy

decimos «pendejadas».—Ya basta. Tu acción, o más bien tu

falta de acción, comprometieron unaspecto vital de nuestro contraespionaje.

—¡Tú eres quien debe de dejarse deestupideces! —rugió Bray, dando un

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paso amenazador hacia el hombre delDepartamento de Estado—. ¡Ya he oídodemasiado! Yo no comprometí nada,pero tú sí. Tú y el resto de los bastardosde la central. Hallaron una pistasintética en su maldita alcantarilla y noencontraron mejor solución que taparlacon un cadáver. ¡De esa manera puedenir ante el Comité de los Cuarenta y decira aquellos bastardos lo muy eficacesque son ustedes!

—¿De qué estás hablando?—El anciano era un desertor. Se

habían puesto en contacto con él, peroera un desertor.

—¿Qué quieres decir con que «se

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habían puesto en contacto con él»?—No estoy seguro; ojalá lo supiera.

En alguna parte de ese expedienteCuatro-Cero algo quedó fuera. Tal vezuna esposa que nunca murió, sino queestaba escondida. O de nietos que nadiese molestó en mencionar. No sé, peroalgo hay. ¡Rehenes, Charlie! Por esohizo lo que hizo. Y yo era su listok.

—¿Qué significa eso?—Por todos los cielos, aprende el

idioma. Se supone que eres un experto.—No me salgas con esa mierda de

idioma; soy un experto. No hayevidencia que apoye la teoría de unaextorsión; el sujeto no informó ni se

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refirió a ningún familiar en momentoalguno. Era un agente de la inteligenciasoviética.

—¿Evidencia? Vamos, Charlie,hasta tú sabes más que eso. Si fue losuficientemente inteligente para realizaruna deserción, también lo era paraocultar lo que tenía que ocultarse. Miconjetura es que la clave estaba en cuálera el momento; y ese momento pasó. Susecreto, o secretos, fueron descubiertos.Alguien estableció contacto con él; todoestá en su expediente. El hombre vivióanormalmente, incluso para unaexistencia anormal.

—Rechazamos esa posibilidad —

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contestó Charlie, enfáticamente—. Eraun excéntrico.

Scofield se detuvo y se lo quedómirando, atónito.

—¿Ustedes rechazaron?… ¿era unexcéntrico? Que Dios los maldiga;entonces, ustedes lo sabían. Podíanhaber usado eso, le podían haberalimentado cualquier información. Perono, ustedes querían una solución rápidapara que los hombres de arriba vieran lobuenos que eran. ¡Podían haberloutilizado, sin matarlo! Pero no sabíancómo, así que se quedaron callados yllamaron al verdugo.

—Eso es un disparate. No hay

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manera de que puedas probar quealguien estableció contacto con él.

—¿Probarlo? No tengo queprobarlo. Lo sé.

—¿Cómo?—Lo vi en sus ojos, hijo de puta.El hombre del Departamento de

Estado hizo una pausa; luego, hablósuavemente:

—Estás cansado, Bray. Necesitasdescansar.

—¿Con una pensión, o en un féretro?—preguntó Bray.

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4Taleniekov salió del restaurante enmedio de un frío ventarrón; la nieve dela acera se revolvía con tal fuerza que setornó en momentánea bruma, haciendodifusa la luz del farol. Iban a tener otranoche helada. El pronóstico del tiempo,en Radio Moscú, anunciaba que latemperatura bajaría a menos de ochogrados bajo cero.

Y sin embargo, había dejado denevar desde temprano en la mañana; laspistas del aeropuerto Sheremetyevoestaban despejadas y eso era todo lo quele importaba a Vasili Taleniekov en ese

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momento. El vuelo 85 de Air Francaacababa de partir rumbo a París hacíadiez minutos. A bordo del avión sehallaba un judío que debía haber salidodos horas después por Aeroflot, condestino a Atenas.

Pero no habría salido para Atenas sise hubiera presentado en la terminal deAeroflot. En lugar de ello, se le habríapedido que pasara a una sala. Allí lorecibiría un grupo de la VodennayaKontra Rozvedka, y hubiera comenzadoel trastorno.

Era estúpido, pensó Taleniekovmientras daba vuelta a la derecha,subiéndose las solapas de su abrigo

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hasta el cuello y bajando el ala de suaddyel hacia su cara. Estúpido en elsentido de que la VKR no habríalogrado más que provocar una situaciónen extremo embarazosa. No habríaengañado a nadie, y menos aún a los quetrataba de impresionar.

¡Un disidente retractándose de sudisidencia! ¿Qué clase de historietascómicas leían los jóvenes fanáticos dela VKR? ¿Dónde estaban los cerebrosmás viejos y sabios, mientras lospayasos salían con semejantes intrigas?

Cuando Vasili oyó acerca del plan,se había echado a reír. El objetivo eralanzar una breve pero fuerte campaña

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contra las acusaciones sionistas,demostrar al pueblo de Occidente queno todos los judíos dela Unión Soviéticapensaban igual.

El escritor judío se había convertidoen algo así como una causa menor parala prensa norteamericana, o másespecíficamente para la prensa deNueva York. Había sido uno de los quehablaron con un senador visitante enbusca de votos, a más de 12 000 km desu área electoral. Pero aparte de su raza,la cuestión era que no se trataba de unbuen escritor y, de hecho, resultaba unpoco embarazoso para suscorreligionarios.

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No sólo se había escogidoerróneamente a este escritor parasemejante ejercicio, sino que, porrazones intrínsecas a otra operación, eraimperativo que se le permitieraabandonar Rusia. Era un canje a ciegaspara el senador de Nueva York, a quiense le hizo creer que gracias a su amistadcon un agregado del consuladosoviético, el servicio de inmigraciónruso había decidido concederle la visaal judío. El senador capitalizaría elincidente y se crearía una pequeñaconexión que antes no existía. Derepente surgirían suficientes conexionesy delicadas relaciones entre el senador y

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«conocidos», dentro de la estructura delpoder soviético; podría ser útil. El judíodebía salir de Moscú esta noche. Elsenador tenía preparada una rueda deprensa tres días después, para darle labienvenida en el aeropuerto Kennedy.

Pero los jóvenes y agresivospensadores de la VKR se mostraroninflexibles. El escritor sería detenido yllevado a Lubyanka, y allí comenzaría elproceso de transformación. Nadie,afuera de la VKR, sabría de laoperación; el éxito dependía de sudesaparición repentina, del secreto total.Se planeaba suministrar drogas alsujeto, a fin de que estuviera listo para

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una rueda de prensa de diferentecarácter, en la que revelaría queterroristas israelíes le habían amenazadocon represalias contra parientes suyosen Tel Aviv si no seguía susinstrucciones y se lamentabapúblicamente de que no lo querían dejarsalir dela Unión Soviética.

El plan era disparatado y así lo dijoVasili a su contacto en la VKR, pero sele había informado confidencialmenteque ni siquiera el extraordinarioTaleniekov podría interferir con elGrupo Nueve de la Vodennaya KontraRozvedka. ¿Y qué era, en nombre detodos los desacreditados zares, el Grupo

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Nueve?Era el nuevo Grupo Nueve, le

explicó su amigo. El sucesor de lainfame Sección Nueve del KGB. SmertShpiononam. Esa división delainteligencia soviética, dedicadaexclusivamente a quebrar las mentes yvoluntades de los hombres mediante laextorsión, la tortura y el más terrible delos métodos: la muerte de seres queridosenfrente de sus seres queridos.

El ajusticiamiento no era cosaextraña para Vasili Taleniekov, pero esaclase de muerte le hacía volver elestómago. La amenaza de semejanteajusticiamiento era a menudo útil, pero

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no el acto en sí. El Estado no lorequería, y sólo los sádicos lo exigían.Si realmente existía un sucesor de SmertShpiononam, entonces él les haría sabercon quién tenían que vérselas dentro dela amplia esfera del KGB.Específicamente, con el «extraordinarioTaleniekov». Aprenderían a nocontradecir a un hombre que se habíapasado veinticinco años recorriendotoda Europa en defensa de la causa delEstado.

Veinticinco años. Había pasado uncuarto de siglo desde que un estudiantede veintiún años, con grandes doteslingüísticas, fuera sacado de sus clases

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en la Universidad de Leningrado yenviado a Moscú para un entrenamientointensivo que duraría tres años. Era unentrenamiento que el hijo de unosintrospectivos maestros soviéticos nopodía creer. Le habían sacado de unhogar tranquilo donde los libros y lamúsica eran lo cotidiano, y arrojado aun mundo de conspiración y violencia,en donde los códigos, las claves y elabuso físico estaban a la orden del día.Donde todas las formas de vigilancia ysabotaje, espionaje y dar muerte (noasesinar, pues éste era un término que notenía aplicación) eran las materias quese estudiaban.

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Estuvo a punto de fracasar, de nohaber sido por un incidente que cambiósu vida y le dio el motivo parasuperarse. Le fue proporcionado poranimales; animales norteamericanos.

Había sido enviado a BerlínOriental para un ejercicio deentrenamiento como observador detácticas clandestinas en el ápice de laguerra fría. Ahí estableció una relaciónamorosa con una muchacha alemana quecreía fervientemente en la causa delEstado marxista, y que había sidoreclutada por el KGB. Su posición eratan insignificante que su nombre no sehallaba en ninguna nómina; era una

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organizadora de demostraciones, y se lepagaba con reichsmarks sueltos de unacaja de gastos. Era, sencillamente, unaestudiante universitaria mucho másapasionada de sus creencias que llenade conocimientos, una radical exaltadaque se consideraba a sí misma como unaespecie de Juana de Arco. Pero Vasili lahabía amado.

Vivieron juntos durante variassemanas, que fueron gloriosas, llenas dela emoción y anticipación del amorjoven. Y entonces, un día ella fueenviada a través del puesto de controlKasimir. Era una cosa de pocaimportancia, una protesta en una esquina

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de Kurfurstendamm. Una niñaconduciendo a otros niños,pronunciando palabras que apenascomprendían, abrazando compromisosque no estaban preparados para aceptar.Un ritual sin importancia. Insignificante.

Pero no para los animales delEjército Norteamericano de OcupaciónRama G2, que lanzaron otros animalescontra los niños manifestantes.

Su cuerpo fue devuelto en un ataúd,con el rostro magullado hasta no serreconocible, el resto desgarrado ycubierto de manchas de sangre seca porel polvo. Y los médicos confirmaron lopeor. Había sido violada repetidamente.

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Clavada en su brazo había una nota:A dar por el culo al comunismo como elsuyo.

¡Bestias!Animales norteamericanos que

habían comprado su victoria sin que unabomba hubiera caído en su suelo, cuyopoderío se medía por una industriadesbocada que obtenía enormesutilidades con la carnicería en tierraslejanas, cuyos soldados ofrecíanalimentos enlatados a niñoshambrientos, para satisfacer otrosapetitos. Todos los ejércitos tenían susanimales, pero los norteamericanos eranlos más ofensivos porque proclamaban

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gran rectitud. Los santurrones siemprefueron los más ofensivos.

Taleniekov regresó a Moscú con elrecuerdo de la muerte obscena de lamuchacha, grabado en su mente. Seconvirtió en otro hombre. Según muchos,se convirtió en el mejor de todos, y deacuerdo con su propio criterio nadiepodría desear ser mejor que él. Habíavisto al enemigo y éste era unainmundicia. Pero el enemigo teníarecursos inimaginables, riquezasincreíbles, de modo que era necesariosuperar al enemigo en aquello que nopudiera comprarse. Uno tenía queaprender a pensar como el enemigo,

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para aventajarlo. Vasili habíacomprendido esto; se convirtió enmaestro de estrategia y contra-estrategia,el que ideaba trampas inesperadas, elautor de choques insospechados, comola muerte a plena luz matinal en laesquina de una calle concurrida.

Muerte en la Unter den Linden a lascinco de la tarde. A la hora en que eltráfico estaba en su punto álgido.

Y también había logrado otra cosa:vengar, años después, el asesinato de laniña-mujer cuando, actuando comodirector de operaciones del KGB enBerlín Oriental, indujo a la esposa de unasesino norteamericano a atravesar el

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puesto de control. Había sido eliminadalimpiamente, profesionalmente, con unmínimo de dolor; fue una muerte muchomás misericordiosa que la que llevarona cabo las bestias, cuatro años antes.

Al recibir la noticia de aquellamuerte movió apreciativamente lacabeza, pero sin júbilo. Sabía por lo queestaba pasando aquel hombre, y, aunquemerecido, no sentía placer. PorqueTaleniekov también sabía que aquelhombre no descansaría hasta encontrarsu propia venganza.

Y la halló. Tres años después enPraga.

Un hermano.

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¿Dónde estaba el odiado Scofieldestos días? se preguntó Vasili.

También para él había pasado cercade un cuarto de siglo. Ambos sirvieronbien a sus respectivas causas, eso sepodía decir sin reparo acerca de losdos. Pero Scofield era más afortunado;las cosas eran menos complicadas enWashington; los enemigos internos,mejor definidos. El odiado Scofield notenía que soportar a maniáticosinexpertos como el Grupo Nueve, de laVKR. También el Departamento deEstado contaba con agentes locos, peroVasili tenía que reconocer que suscontroles eran más rígidos. En pocos

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días, si Scofield sobrevivía en Europa,se retiraría a un lugar remoto y sededicaría a la avicultura o a plantarnaranjos o a emborracharse paraolvidar. El no tenía que preocuparse porsobrevivir en Washington, sino sólo enEuropa.

Taleniekov tenía que preocuparsepor sobrevivir en Moscú.

Las cosas… las cosas habíancambiado en un cuarto de siglo. Y éltambién había cambiado; esta noche eraun ejemplo, aunque no el primero.Acababa de frustrar en secreto losobjetivos de una unidad de inteligenciade su país. Eso no lo hubiera hecho

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cinco años antes ni siquiera dos.Entonces habría afrontado a losestrategas de esa unidad, y objetadovigorosamente sobre basesprofesionales. El era un experto, y a sujuicio la operación no sólo estaba malplanteada, sino que era menos vital queotra con la cual interfería.

En estos días no tomaba ese curso deacción. No lo había hecho durante losdos últimos años, como director de lossectores del sudoeste. Había tomado suspropias decisiones, importándole pocolas reacciones de los malditos estúpidosque sabían menos que él. Cada vez conmayor frecuencia, esas reacciones

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causaban pequeños furores en Moscú;pero a pesar de ello él seguía haciendolo que creía correcto. Últimamente,aquellos pequeños furores seconvirtieron en graves agravios y fuedestinado a un puesto en el Kremlin, enel cual las estrategias eran remotas, endonde tenían que encargarse deabstracciones progresivas, tales como laobtención de situaciones comprometidaspara los políticos norteamericanos.

Taleniekov había caído; lo sabía.Era una cuestión de tiempo. ¿Cuántotiempo le quedaba? ¿Le darían unapequeña fverma al norte de Grasnov,con instrucciones de que se dedicara a

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las cosechas sin meterse en lo que no leimportaba? ¿O interferirían losmaniáticos en eso también?¿Argumentarían acaso que el«extraordinario Taleniekov» era,realmente, demasiado peligroso?Mientras caminaba por la calle, Vasilise sintió cansado. Hasta el odio quesentía por el norteamericano que habíaasesinado a su hermano se apagaba en elcrepúsculo de sus sentimientos. Lequedaba poca capacidad para sentir.

La repentina borrasca de nievealcanzó proporciones de tormenta, los

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vientos llevaban la fuerza de un huracán,causando erupciones de nieve por todala Plaza Roja. La tumba de Leninquedaría cubierta en la mañana.Taleniekov dejó que las heladaspartículas masajearan su rostro mientrascaminaba luchando contra el vientohacia su Departamento. El KGB habíasido considerado; sus habitacionesestaban a diez minutos de su oficina, enla plaza Dzerzhinsky, a tres calles delKremlin. Tal vez era consideración oalgo menos benevolente peroinfinitamente más práctico: su pisoestaba a diez minutos de los centroscríticos, a tres minutos en un automóvil

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rápido.Llegó a la entrada de su edificio,

sacudiéndose la nieve de los piesmientras cerraba la pesada puerta, queapagó el bronco rugir del viento. Comode costumbre, revisó su casillero para elcorreo y, como siempre, no encontrónada. Era un vano ritual que se habíaconvertido en un hábito sin sentidodurante muchos años, en muchoscasilleros para correos, en tantos ydiferentes edificios.

El único correo personal querecibía, con extraños nombres, era entierras extranjeras, cuando se hallababajo profunda cobertura.

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Y aun entonces, la correspondenciaera cifrada en clave y su significado notenía relación con las palabras en elpapel. Y a pesar de eso, algunas veces,aquellas palabras trasmitían un mensajede calor y amistad, y por unos minutos élse hacía a la idea de que querían decirlo que decían. Pero sólo por unosminutos, porque no tenía caso fingir. Amenos que uno estuviera analizando a unenemigo.

Empezó a subir las estrechasescaleras, fastidiado por la pobre luzque arrojaban los focos. Estaba segurode que los altos funcionarios deIliktrichiskaya no vivían en edificios

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como éstos.Entonces, escuchó un crujido. No era

resultado de tensión estructural, ni teníanada que ver con la temperatura bajocero ni con los vientos allá afuera. Erael ruido producido por un ser humanoque trasladaba su peso sobre un piso demadera. Sus oídos estaban entrenados almáximo, las distancias las calculabavelozmente. El sonido no venía deldescansillo de la escalera, sino de másarriba. Su apartamento estaba en elpróximo piso, así que alguien estabaesperando que se acercara. Tal vezalguien quería que entrara en sushabitaciones, donde se le había puesto

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una trampa.Vasili continuó subiendo, sin alterar

el ritmo de sus pasos. Durante años seentrenó para guardar objetos, comollaves y monedas, en su bolsilloizquierdo, lo que dejaba en libertad a sumano derecha para alcanzar rápidamenteun arma, o para usarla a ella mismacomo arma. Llegó al descansillo y sedio la vuelta; la puerta estaba a unospasos.

Oyó de nuevo el crujido, leve,apenas audible, mezclado con el distanterugir del viento afuera. Quienquiera queestuviese en la escalera habíaretrocedido, y eso le indicó dos cosas:

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que el intruso esperaría hasta queestuviera definitivamente dentro delapartamento, y que, fuera quien fuera, setrataba de un individuo descuidado oinexperto, o las dos cosas. Uno no debíamoverse estando tan cerca de su víctima;el aire era un conductor de movimiento.

Tenía la llave en la mano izquierda;mientras tanto su derecha habíadesabrochado su abrigo y empuñaba elmango de su automática, colocada enuna pistolera fajada sobre su pecho.Metió la llave, abrió la puerta y la cerróde golpe, retrocediendo rápidamente, ensilencio, a las sombras de la escalera.Se detuvo pegado a la pared, con el

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revólver alzado sobre la barandilla.El ruido de pisadas precedió a la

figura que corría hacia la puerta. En sumano izquierda portaba un objeto; en esemomento no lo podía ver, pues loocultaba el cuerpo bien arropado. Perono había segundos que perder. Si elobjeto era un explosivo, tendría undispositivo de tiempo. La figura alzó lamano derecha para golpear la puerta.

—¡Apóyese contra la puerta! ¡Sumano izquierda al frente! ¡Entre suestómago y la madera! ¡Ahora!

—¡Por favor! —la figura se diomedia vuelta; Taleniekov se lanzó sobreella, empujándola contra la madera. Era

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un joven, un muchacho realmente, que nodebía haber cumplido los veinte,comprobó Vasili. Alto para su edad, quese hacía evidente en su rostro; eraimberbe, con los ojos abiertos yasustados.

—Retroceda lentamente —ordenóTaleniekov con dureza—. Levante sumano izquierda. Lentamente.

El joven retrocedió, con su manoizquierda expuesta; tenía el puñocerrado.

—No hice nada malo, señor. ¡Lojuro! —la voz del joven se quebró.

—¿Quién eres?—Andreev Danilovich, señor. Vivo

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en el Cheremushki.—Estás muy lejos de casa —apuntó

Vasili. El complejo habitacional al quese refería el joven estaba a casi cuarentay cinco minutos al sur de la Plaza Roja—. El tiempo es terrible y alguien de tuedad podría ser detenido por lamilitsianyera.

—Tenía que venir aquí, señor. Unhombre ha sido herido gravemente. Creoque va a morir. Yo debo darle a ustedesto. —Abrió la mano izquierda; en ellahabía un emblema de latón, una insigniamilitar que representaba el rango degeneral. El diseño no había sidoutilizado desde hacía treinta años—. El

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viejo me pidió que le dijera que sunombre es Krupskiy, Aleksie Krupskiy.Me hizo repetirlo varias veces para queno lo olvidara. No es el nombre queutiliza en el Cheremushky, pero es el queme pidió que le dijera a usted. Meordenó llevarle con él. ¡Estámuriéndose, señor!

Al escuchar el nombre, la mente deTaleniekov retrocedió velozmente alpasado. ¡Aleksie Krupskiy! No habíaoído ese nombre, de quien poca gente enMoscú deseaba saber, en muchos años.Krupskiy fue el gran maestro dentro delKGB, un hombre de infinito talento paramatar y sobrevivir. Era el último de los

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notorios Istrebiteli, ese grupo deexterminadores altamente especializadosque salieron de la vieja NKVD, con susraíces en la ya casi olvidada OGPU.

Pero Aleksie Krupskiy habíadesaparecido, como tantos otros, hacíauna docena de años por lo menos.Ciertos rumores lo conectaban con lasmuertes de Beria y Zhurkov; algunosllegaban incluso a mencionar a Stalinmismo. En una ocasión, en un arrebatode ira o de miedo, Krushchev se levantóen el Presidium y llamó a Krupskiy y susasociados una banda de asesinosmaniáticos. Eso no era verdad; nuncahabía manía en el trabajo del Istrebiteli,

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ya que era demasiado metódico. A pesarde eso, de repente un día AleksieKrupskiy desapareció de la Lubyanka.

Y sin embargo, corrieron otrosrumores: de documentos preparados porKrupskiy, ocultos en algún lugar remoto,que eran su garantía para llegar a unaedad avanzada. Se decía que esosdocumentos incriminaban a varioslíderes del Kremlin en una serie deasesinatos, unos informados, otros sininformar, y algunos más disfrazados. Demodo que se suponía que AleksieKrupskiy pasaba sus últimos días enalgún lugar al norte de Grasnov, tal vezen una fverma, trabajando el campo y

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manteniendo su boca cerrada.Había sido el mejor profesor que

Vasili jamás tuviera; sin las pacientesinstrucciones del viejo maestro,Taleniekov habría muerto años atrás.

—¿Dónde está? —preguntó Vasili.—Lo bajamos a nuestro

apartamento. Estaba golpeando el suelo,que es nuestro techo, hasta que subimosy lo encontramos.

—¿Subimos?—Mi hermana y yo. Es un buen

viejo. Ha sido bueno con mi hermana yconmigo. Nuestros padres murieron. Ycreo que él también morirá pronto. ¡Porfavor, señor, vayamos de prisa!

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El anciano que yacía en la cama noera el Aleksie Krupskiy que recordabaTaleniekov. El cabello corto y el rostrobien afeitado que antes mostraran unaextraordinaria vitalidad habíandesaparecido. La piel estaba pálida yestirada, arrugada bajo la barba blanca,y sus largos cabellos canos eran un nidode diminutos rizos, que se separabanrevelando parches de carne gris en elmagro cráneo. El hombre estabamoribundo y apenas podía hablar. Bajóla manta brevemente y levantó un pañoempapado en sangre, de la carneperforada por una bala.

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No se gastó tiempo en saludos; elrespeto y afecto que expresaban los ojosde los dos hombres era suficiente.

—Dilaté mis pupilas como siestuviera muerto —explicó Krupskiysonriendo débilmente—. Y así lo creyóél. Había cumplido con su trabajo y sefue corriendo.

—¿Quién era?—Un asesino. Enviado por los

corsos.—¿Los corsos? ¿Cuáles corsos?El anciano respiró larga y

dolorosamente, y con un gesto indicó aVasili que se inclinara hacia él.

—Moriré antes de que pase una

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hora, y hay cosas que debo decirte.Nadie más te las dirá; tú eres lo mejorque tenemos y debes saberlo. Porencima de todos los hombres, poseeshabilidades que pueden competir con lasde ellos. Tú y otro, uno de cada lado.Ustedes pueden ser todo lo que nosqueda.

—¿De qué estás hablando?—El Matarese. Saben que yo lo

sé… lo que están haciendo, lo que seproponen hacer. Soy el único que puedereconocerlos, que se atrevería a hablarcontra ellos. Interrumpí los contactos enuna ocasión, pero no tuve el valor ni laambición para denunciarlos.

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—No te puedo entender.—Trataré de explicarme. —

Krupskiy hizo una pausa, tratando decobrar fuerzas—. Hace poco, un generalllamado Blackburn fue asesinado enEstados Unidos.

—Sí, lo sé. El presidente del EstadoMayor Conjunto de las FuerzasArmadas. No tuvimos nada que ver coneso, Aleksie.

—¿Estás al tanto de que tú eres elhombre que los norteamericanos creíanque era el asesino?

—Nadie me lo dijo. La cosa esridícula.

—Ya nadie te dice gran cosa,

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¿verdad?—No me engaño, viejo amigo. He

dado lo que he podido y no sé cuántomás puedo dar. Grasnov no está muylejos, quizá…

—Si te lo permiten —interrumpióKrupskiy.

—Creo que sí.—No importa… El mes pasado, el

científico Yurievich fue asesinadomientras pasaba unas vacaciones en unadacha de Provasoto, junto con elcoronel Drigorin y ese hombre, Brunov,de Planeación Industrial.

—Supe de ello. Entiendo que fuehorrible.

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—¿Leíste el informe?—¿Qué informe?—El que reunió la VKR.—Locos y payasos.—No siempre —corrigió Krupskiy

—. En este caso tienen datosespecíficos, correctos en lo que cabe.

—¿Cuáles son esos supuestos datoscorrectos?

Respirando con dificultad, Krupskiytragó saliva y continuó:

—Cartuchos de siete milímetros,manufactura norteamericana. Conmarcas de una Browning Magnum,Grado Cuarto.

—Un revólver brutal —comentó

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Taleniekov, afirmando con la cabeza—.Muy seguro. Y un arma que jamáshubiera utilizado un hombre enviado porWashington.

El anciano pareció no escuchar esaspalabras.

—La pistola utilizada en la muertedel general Blackburn fue una Graz-Burya.

Vasili alzó las cejas.—Un arma muy codiciada cuando se

puede obtener —hizo una pausa y agregósuavemente—: Es mi favorita.

—Exactamente. Igual que laMagnum, Grado Cuarto, es el armafavorita de otro.

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Taleniekov se quedó inmóvil.—¿Ah, sí?—Sí, Vasili. La VKR llegó a la

conclusión de que varios individuospodrían haber sido responsables de lamuerte de Yurievich. El candidato másprobable era un hombre que tú odias:Beowulf Agate.

Taleniekov habló con monotonía.—Brandon Scofield, Operaciones

Consulares. Nombre clave, en Praga:Beowulf Agate.

—Sí.—¿Fue él?—No. —El anciano se esforzó por

levantar la cabeza sobre la almohada—.

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Igual que tú no estuviste involucrado enla muerte de Blackburn. ¿Nocomprendes? Ellos lo saben todo;incluso qué agentes de habilidadesprobadas, pero cuyas mentes estáncansadas, necesitan un asesinatoimportante. Ellos están poniendo aprueba a los niveles más altos del poderantes de dar su paso.

—¿Quiénes? ¿Quiénes son ellos?—El Matarese. La fiebre corsa…—¿Qué significa eso?—Se propaga. Ha cambiado, y es

mucho más mortífera en su nueva forma—el viejo agente de Istrebiteli se dejócaer sobre la almohada.

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—Debes hablar más claramente,Aleksie. No puedo entender nada. ¿Quées esa fiebre corsa, ese… Matarese?

Los ojos de Krupskiy estaban muyabiertos, mirando ahora el techo; dijo enun susurro:

—Nadie habla; nadie se atreve ahablar. Nuestro propio Presidium; laOficina de Asuntos Exteriores deInglaterra, su grupo MI-6; la Societé Diable d’Etat, de Francia. Y losnorteamericanos. ¡Ah, no olvides a losnorteamericanos! Nadie habla. ¡Todoslo utilizamos! Estamos manchados por elMatarese.

—¿Manchados? ¿Cómo? ¿Qué estás

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tratando de decir? ¿Qué es, por todoslos cielos, el Matarese?

El anciano volvió la cabezalentamente; sus labios temblaron.

—Algunos dicen que se remonta aSarajevo. Otros juran que en su lista secuenta a Dollfuss, a Bernadotte…incluso a Trotsky. Nosotros sabemosacerca de Stalin; firmamos el contratopara su muerte.

—¿Stalin? ¿Es cierto lo que se dijo?—Oh, sí. Beria, también; nosotros

pagamos. —Los ojos del viejo parecíanahora flotar fuera de foco—. En elcuarenta y cinco… el mundo creyó queRoosevelt sucumbió de un masivo

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ataque cerebral. —Krupskiy movió lacabeza lentamente, con saliva en lacomisura de los labios—. Habíaintereses financieros que creían que supolítica con los soviéticos eraeconómicamente desastrosa. No podíanpermitir más decisiones de su parte.Pagaron y se le administró unainyección.

Taleniekov estaba atónito.—¿Me estás diciendo que Roosevelt

fue muerto? ¿Por ese Matarese?—Asesinado, Vasili Vasilovich

Taleniekov. Esa es la palabra, y esa esuna de las verdades de la que nadiehablará. Tantas… por tantos años.

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Nadie osaba hablar de los contratos. Lospagos. Reconocerlo hubiera sidocatastrófico… Para los gobiernos entodos lados.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué seutilizó… a ese Matarese?

—Porque estaba disponible. Yeliminaba de la escena al cliente.

—¡Es disparatado! Algunos asesinoshan sido capturados. ¡Nunca semencionó ese nombre!

—A ti no te debía sorprender, VasiliVasilovich. Tú mismo utilizaste lasmismas tácticas; en nada sediferenciaban de las del Matarese.

—¿Qué quieres decir?

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—Ambos mataron… y programaronasesinos. —El anciano advirtió el gestoafirmativo de Taleniekov—. ElMatarese estuvo dormitando por años.Luego, volvió, pero no era lo mismo.Las muertes se llevaron a cabo sinclientes, sin pagos. Absurda carniceríasin una norma. Hombres valiosos fueronsecuestrados y ejecutados; robaron antela amenaza de matanzas colectivas. Losincidentes se han tornado más refinados,más profesionales.

—Estás describiendo los actos delos terroristas, Aleksie. El terrorismo notiene un aparato central.

De nuevo el viejo agente del

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Istrebiteli se esforzó por levantar lacabeza.

—Ahora lo tiene. Lo ha tenido desdelos últimos años. Baader-Meinhof, lasBrigadas Rojas, los palestinos, losmaniáticos africanos gravitan hacia elMatarese. Este mata con impunidad. Yahora está provocando el caos en lasdos superpotencias, antes de dar su pasomás audaz: asumir el control de uno odel otro. Y por último, de ambos.

—¿Cómo puedes estar seguro?—Un hombre fue capturado, con una

mancha en el pecho, un soldado delMatarese. Se le administraron drogas yse ordenó a todo mundo abandonar la

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habitación con la excepción de micontacto. Yo le había prevenido.

—¿Tú?—Escúchame bien. Hay un

programa, pero hablar de él seríareconocer el pasado; ¡nadie se atreve aeso! Moscú, mediante el asesinato;Washington, a través de maniobraspolíticas, y asesinato si es necesario.Dos meses, tres a lo más; todo está ya enmarcha. La acción y la reacción han sidoprobadas a los más altos niveles,hombres desconocidos han sidocolocados en los centros de poder.Pronto ocurrirá, y cuando esto sucedaestaremos consumidos. Estaremos

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destruidos, súbditos del Matarese.—¿Dónde está ese hombre?—Muerto. Las drogas perdieron su

efecto; tenía una píldora de cianurocosida a la piel. Desgarró su propiacarne y la alcanzó.

—¿Asesinatos? ¿Maniobraspolíticas? ¿Homicidios? Debes ser másespecífico.

La respiración de Krupskiy se hizomás difícil y éste cayó de nuevo sobre laalmohada. Pero, soprendentemente, suvoz se afirmó.

—No hay tiempo, no tengo tiempo.Mi contacto es el más confiable enMoscú, en toda la Unión Soviética.

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—Perdóname, querido Aleksie, túfuiste el mejor, pero ya no existes.Todos lo saben.

—Debes encontrar a Beowulf Agate—prosiguió el viejo agente delIstrebiteli, como si Vasili no hubierahablado—. Tú y él deben encontrarlos,detenerlos. Antes de que una de nuestrasnaciones sea tomada, y la destrucción dela otra garantizada. Tú y ese hombreScofield. Son los mejores ahora, y senecesitan los mejores.

Taleniekov miró impasiblemente almoribundo Krupskiy.

—Eso es algo que nadie me puedepedir. Si Beowulf Agate estuviera ante

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mi vista, lo mataría. Igual que él memataría a mí, si pudiera.

—¡Ustedes son insignificantes! —Elanciano tenía que respirar lentamente,con desesperación, para llevar aire a suspulmones—. Ustedes no tienen tiempopara sí mismos, ¿no puedes entendereso? Están en nuestros serviciosclandestinos, en los más poderososcírculos de ambos gobiernos. Losutilizaron a cada uno de ustedes una vez;los volverán a utilizar, otra y otra vez.Utilizan sólo a los mejores, ¡y mataránsólo a los mejores! Ustedes son sudiversión; ustedes y hombres comoustedes.

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—¿Dónde están las pruebas?—En la pauta. La he estudiado. La

conozco bien.—¿Qué pauta?—Las balas de la Graz-Burya en

Nueva York; los cartuchos de sietemilímetros de una Browning Magnum enProvasoto. En pocas horas, Moscú yWashington estarán agarrándose de lagarganta. Esta es la táctica del Matarese.Nunca mata sin dejar evidencia, a vecesésta consiste en los mismos asesinos,pero nunca es la evidencia correcta,nunca son los verdaderos asesinos.

—Se ha capturado a hombres queapretaban el gatillo, Aleksie.

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—Por razones equivocadas. Porrazones proporcionadas por elMatarese… Ahora nos lleva al bordedel caos y el derrocamiento.

—Pero, ¿por qué?Krupskiy volvió la cabeza, los ojos

enfocados, implorantes.—No lo sé. La pauta está ahí, pero

no las razones de ella. Eso es lo que meaterra. Alguien tiene que regresar paracomprenderlo. Las raíces del Matareseestán en Córcega. El hombre loco escorso; todo empezó con él. La fiebrecorsa. Guillaume de Matarese. Era elgran sacerdote.

—¿Cuándo? ¿Desde hace cuánto

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tiempo?—Durante los primeros años del

siglo. Guillaume de Matarese y suconsejo. El gran sacerdote y susministros. Han regresado. Deben serdetenidos. ¡Por ti y por ese hombreScofield!

—¿Quiénes son? ¿Dónde están?—Nadie sabe —la voz del anciano

estaba fallando—. La fiebre corsa sepropaga.

— Al e ks i e , escúchame —pidióTaleniekov, perturbado por unaposibilidad que no podía pasar por alto:las fantasías de un moribundo tal vez nodebían tomarse en serio—. ¿Quién es

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ese contacto tan confiable que tienes?¿Quién es ese hombre que tanto sabe,más que nadie en toda la UniónSoviética? ¿Cómo conseguiste lainformación que me estás pasando?¿Acerca de la muerte de Blackburn, delinforme de la VKR sobre Yurievich? Ysobre todo, ¿de ese hombre desconocidoque habla de programas?

A través de la bruma personal de suinminente muerte, Krupskiy comprendió.Una leve sonrisa brotó de sus finos ypálidos labios.

—De vez en cuando —dijo,esforzándose por ser oído—, un choferme viene a buscar, a veces me lleva a

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dar un paseo por el campo. En ocasionesme lleva a un encuentro callado con otrapersona. Es la generosidad del Estadohacia un viejo soldado pensionado, decuyo nombre se apropiaron. Memantienen informado.

—No te entiendo, Aleksie.—El Premier de la Unión Soviética

es mi contacto.—¿El Premier? Pero ¿por qué a ti?—Es mi hijo.Taleniekov sintió que una descarga

fría traspasaba su cuerpo. La revelaciónexplicaba muchas cosas. Krupskiy teníaque ser tomado en serio; el viejo agentedel Istrebiteli había poseído la

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información, las municiones, paraeliminar a todo aquel que se cruzara porel camino de su hijo hacia el cargo dePremier de la Unión Soviética.

—¿Me recibiría?—Jamás. A la primera mención del

Matarese, te haría matar. Trata decomprender; no tendría alternativa. Perosabe que tengo razón. Está de acuerdo,pero nunca lo reconocerá, no puedepermitirse ese lujo. Su inquietud es,sencillamente, saber si será él o elPresidente de los Estados Unidos quienquede ante la mirilla del rifle.

—Comprendo.—Déjame ahora —rogó el

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moribundo—. Haz lo que debas hacer,Taleniekov. No tengo más aliento. Buscaa Beowulf Agate, encuentra al Matarese.Debe ser detenido. La fiebre corsa nodebe propagarse más.

—¿La fiebre corsa?… ¿en Córcega?—La respuesta puede estar allá. Es

el único lugar para empezar. Nombres.¡El primer consejo! Hace muchos años.

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5Una deficiencia coronaria habíaobligado a Robert Winthrop a utilizaruna silla de ruedas, pero no afectó enninguna forma la agilidad de su mente, nilo hizo lamentarse además de sudesgracia. Había dedicado su vida alservicio del gobierno y nunca le faltaronproblemas que considerara másimportantes que su propia persona.

Los invitados a su casa enGeorgetown pronto olvidaban la silla deruedas. La figura esbelta, de gestosairosos y rostro intenso, les recordaba alhombre que era: un aristócrata enérgico

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que había usado su fortuna paraliberarse del mercado humano yperseguir una vida de servicio público.En lugar de un respetable estadistainválido, de cabellos escasos, grises, ybigote todavía cuidadosamenterecortado, hacía al visitante recordar aYalta y Postdam, y a un joven agresivodel Departamento de Estado, siempreinclinado sobre el sillón de Roosevelt oel hombro de Truman para aclarar suargumento o sugerir una objeción.

Muchos en Washington, así como enLondres y Moscú, pensaban que elmundo habría sido un mejor lugar siEisenhower hubiera nombrado

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Secretario de Estado a Robert Winthrop,pero los vientos políticos habíancambiado y no era él un candidatoviable. Más tarde, Winthrop quedó fuerade toda posibilidad; se dedicó a otroaspecto de gobierno que exigía su totalconcentración. Calladamente se le habíaretenido como Asesor Decano, enRelaciones Diplomáticas, en elDepartamento de Estado.

Veintiséis años antes, RobertWinthrop organizó una divisiónseleccionada dentro del Departamento,llamada Operaciones Consulares. Ydespués de dieciséis años de dedicaciónhabía renunciado; algunos lo atribuían a

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que se había espantado ante latransformación de su proyecto, mientrasque otros afirmaban que estaba muyconsciente del curso necesario seguido,pero que se sentía incapaz de tomarciertas decisiones. No obstante, desdesu renuncia, diez años antes, se lebuscaba permanentemente para obtenersu consejo, tal como era el caso estanoche.

Operaciones Consulares tenía unnuevo director. Un oficial de carrera enel servicio de inteligencia, llamadoDaniel Congdon, había sido transferidode una alta posición en la Agencia deSeguridad Nacional, para ocupar el

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clandestino cargo en el Departamento deEstado. Había reemplazado al sucesorde Winthrop y estaba en perfectaarmonía con las duras decisiones querequería Operaciones Consulares. Perosiendo nuevo, tenía preguntas que hacer.Tenía también un problema con unhombre llamado Scofield y no estabamuy seguro de cómo manejarlo. Loúnico que sabía era que queríadeshacerse de Brandon Alan Scofield,eliminarlo definitivamente delDepartamento de Estado. Su actuaciónen Amsterdam no podía tolerarse;demostraba ser un hombre peligroso einestable. ¿Hasta qué punto sería más

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peligroso una vez despojado de loscontroles de Operaciones Consulares?Era una cuestión importante; el hombrecuyo nombre clave era Beowulf Agatesabía más que nadie acerca de las redesclandestinas del Departamento deEstado. Y como Scofield había sidotraído inicialmente a Washington hacíamuchos años, por el embajador RobertWinthrop, Congdon quería saber laopinión de éste.

Winthrop se mostró en seguidadispuesto a escuchar a Congdon, pero noen una oficina impersonal ni en un cuartode operaciones. Con el pasar de losaños, el embajador había aprendido que

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los hombres involucrados enoperaciones encubiertas, reflejabaninstintivamente sus actitudes. Frasescortas y crípticas reemplazaban aconversaciones espontáneas, másliberadas, en las que se revelaba muchomás y por tanto se podía aprender más.De modo que invitó al nuevo director acenar.

Acabaron de comer sin tocar ningúntema de importancia.

Congdon entendió: el embajadorprobaba la superficie antes de penetrarmás a fondo. Pero ahora el momentohabía llegado.

—Pasemos a la biblioteca, ¿le

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parece? —invitó Winthrop, empujandola silla de ruedas en esa dirección.

Una vez que se hallaron en lahabitación recubierta de libros, elembajador no perdió tiempo.

—De modo que quiere hablar acercade Brandon.

—Tengo mucho interés en ello —replicó el nuevo director deOperaciones Consulares.

—¿Cómo podremos agradecer atales hombres lo que han hecho? —preguntó Winthrop—. ¿Por lo que hanperdido? Esa actividad exige un precioterrible.

—No estarían en ella si no

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quisieran. Si, por alguna razón, no lanecesitaran. Pero una vez que se handedicado a ella, y sobrevivido, surgeotra cuestión. ¿Qué hacemos con ellos?Son bombas ambulantes.

—¿Qué está usted tratando de decir?—No estoy seguro, señor Winthrop.

Quiero saber más acerca de él. ¿Quiénes? ¿Qué es? ¿De dónde vino?

—¿El niño siendo el padre delhombre?

—Algo así. He leído su expedientevarias veces, pero aún no he habladocon nadie que realmente lo conozca.

—No estoy seguro de que logreencontrar a esa persona. Brandon… —el

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viejo estadista hizo una breve pausa ysonrió—. A propósito, le llaman Bray,por razones que nunca he entendido.

—Esa es una de las cosas que heaveriguado —interrumpió el director,devolviendo la sonrisa a Winthropmientras se sentaba en un sillón de cuero—. Cuando era niño tenía una hermanamenor que no podía decir Brandon; lellamaba Bray. El nombre se le quedó.

—Eso debió agregarse a suexpediente después de que me fui. Esmás, me imagino que se habrán agregadoa ese expediente muchas otras cosas.Pero con respecto a sus amigos, o laausencia de ellos, él es sencillamente

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una persona solitaria, y mucho másdesde que murió su esposa.

Congdon habló quedamente:—Fue asesinada, ¿no?—Sí.—Para ser exactos, murió en Berlín

Oriental; el próximo mes harán diezaños. ¿No es así?

—Sí.—Y el mes próximo hará diez años

que usted renunció a la dirección deOperaciones Consulares. La unidadaltamente especializada que usted creó.

Winthrop se volvió y miró fijamenteal nuevo director.

—Lo que yo concebí y lo que

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finalmente salió fueron dos cosas muydiferentes. Operaciones Consularesestaba diseñada como un instrumentohumanitario, para facilitar la deserciónde millares de seres humanos de unsistema político que hallabanintolerable. A medida que pasó eltiempo, y cuando las circunstanciasparecían exigirlo, los objetivos sefueron estrechando. Los millares sequedaron en cientos, y, a medida que seoían otras opiniones, los centenares sequedaron en docenas. Ya no nosinteresaban los muchos hombres ymujeres que a diario apelaban anosotros, sino sólo aquellos pocos

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seleccionados, cuyos talentos einformación se consideraban mucho másimportantes que los de la genteordinaria. La unidad se concentró en unpuñado de científicos, soldados yexpertos en inteligencia. Tal como lohacen hoy. Así no es como empezamos.

—Pero como usted señaló, señor —reforzó Congdon—, las circunstanciasexigían el cambio.

Winthrop asintió con la cabeza.—No me mal interprete, no soy un

ingenuo. Traté con los rusos en Yalta,Postdam y Casablanca. Fui testigo de subrutalidad en Hungría en 1956, y vi loshorrores de Checoslovaquia y Grecia.

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Creo saber de lo que son capaces lossoviéticos, tan bien como cualquierestratega de los servicios secretos. Ydurante años he permitido a esas vocesmás agresivas hablar con autoridad.Entendí la necesidad. ¿Creía usted queno la entendí?

—Por supuesto que sí.Sencillamente quería decir… —Congdon titubeó.

—Sencillamente usted conectó lamuerte de la esposa de Scofield con mirenuncia —concluyó el estadista, entono amable.

—Sí, señor, así es. Lo siento, noquise ser indiscreto. Es que las

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circunstancias…—«Exigían un cambio» —agregó

Winthrop completando la frase—. Esoes lo que pasó. Yo recluté a Scofield;estoy seguro de que está en suexpediente. Sospecho que esa es larazón por la que está usted aquí.

—Entonces, ¿la asociación…? —laspalabras de Congdon quedaron en elaire.

—Es correcta. Me sentí responsable.—Pero ciertamente debió haber

otros incidentes, otros hombres… ymujeres.

—No era lo mismo, señor Congdon.¿Sabe usted por qué la esposa de

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Scofield fue elegida como víctima esatarde en Berlín Oriental?

—Supongo que fue una trampapreparada para el mismo Scofield. Sóloque ella se presentó y él no. Eso pasa.

—¿Una trampa preparada paraScofield? ¿En Berlín Oriental?

—El tenía contactos en el sectorsoviético. Hizo frecuentespenetraciones, formó sus propiascélulas. Me imagino que queríanatraparlo con alguna información.Registraron el cuerpo de ella, su bolso.No es extraño.

—¿Supone usted que él utilizó a suesposa en la operación? —preguntó

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Winthrop.Congdon afirmó con la cabeza.—No es insólito.—¿No es insólito? Me temo que en

el caso de Scofield era imposible. Ellaera parte de su cobertura en laembajada, pero nunca estuvo, niremotamente, conectada con susactividades encubiertas. No, señorCongdon, usted se equivoca. Los rusossabían que nunca podrían atrapar a BrayScofield en Berlín Oriental. Erademasiado capaz, demasiado eficaz…demasiado elusivo. Así que engañaron asu esposa para que cruzara el puesto decontrol y la mataron por otra razón.

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—¿Cuál?—Un hombre enfurecido es un

hombre descuidado. Eso es lo que lossoviéticos querían lograr. Pero ellos,como usted, no entendieron a su sujeto.Con su furor adquirió una nuevadeterminación de combatir al enemigoen todas las formas que pudiera. Si antesde la muerte de su esposa era unprofesional rudo, después fuedespiadado.

—Aún no estoy seguro de entender.—Trate de hacerlo, señor Congdon.

Hace veintidós años me encontré en laUniversidad de Harvard a un graduadoen asuntos gubernamentales. Un joven

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con talento para los idiomas y con ciertaautoridad en su comportamiento, queindicaba un futuro brillante. Fuereclutado en mi oficina, enviado a laEscuela Maxwell, de Siracusa, ydespués a Washington para formar partede Operaciones Consulares. Era unexcelente principio para una distinguidacarrera en el Departamento de Estado.—Winthrop hizo una pausa, su mirada seperdió en recuerdos personales—.Nunca esperé que se quedara enOperaciones Consulares; aunqueparezca extraño, pensé que eso seríasólo un trampolín para él, para llegar alcuerpo diplomático, a nivel de

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embajador quizá. Sus talentos clamabanser utilizados en las mesas deconferencias internacionales… Peroalgo ocurrió —continuó el estadista,mirando distraídamente al nuevodirector—. A medida que OperacionesConsulares cambiaba, también cambióBrandon Scofield. Cuanto más vitales seconsideraran esas deserciones altamenteespecializadas, más rápidamenteaumentaba la violencia. En ambos lados.Muy al principio, Scofield solicitóentrenamiento de comando; pasó cincomeses en América Central sometido alas más rigurosas técnicas desupervivencia, ofensivas y defensivas.

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Dominó una multitud de códigos yclaves; era tan capaz como el mejorcriptógrafo de la Agencia de SeguridadNacional. Luego, se fue a Europa y seconvirtió en el experto.

—Comprendió los requerimientosde su trabajo —aceptó Congdon,impresionado—. Muy loable, diría yo.

—Ah, sí, muy loable. Porque habíallegado a su punto estacionario. Nopodía volver atrás, ni cambiar. Nuncahabría sido aceptado en una mesa deconferencias; su presencia hubiera sidorechazada en los más enérgicos términosdiplomáticos, porque su reputaciónestaba establecida. El brillante graduado

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en asuntos gubernamentales, que yohabía reclutado para el Departamento deEstado, era ahora un asesino. Sin queimportara la justificación, era un asesinoprofesional.

Congdon cambió de posición en elsillón.

—Muchos dirían que era un soldadoen el campo de batalla, un campoamplio, peligroso, inacabable. Teníaque sobrevivir, señor Winthrop.

—Tenía que sobrevivir y lo hizo.Scofield fue capaz de cambiar, deadaptarse a las nuevas reglas. Pero yono. Cuando su esposa fue asesinada,comprendí que no pertenecía a ese

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juego. Vi lo que había hecho: tomar unestudiante prometedor, con un propósito,y contemplar cómo ese propósito sepervertía… por circunstancias quejustificaban esos cambios de que hemoshablado. Tenía que enfrentarme a mispropias limitaciones. No podíacontinuar más tiempo.

—Pero usted pidió que se lemantuviera informado de las actividadesde Scofield, durante varios años. Esoestá en los archivos, señor. ¿Puedopreguntarle por qué?

Winthrop frunció el entrecejo, comosi se lo preguntara a sí mismo.

—No estoy seguro. Un comprensible

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interés por él, me imagino; inclusofascinación. O castigo, tal vez, no dejade ser una posibilidad. Algunas veceslos informes se quedaban en mi cajafuerte durante días, antes de que losleyera. Y, desde luego, después dePraga ya no quise que me los enviaran.Estoy seguro de que eso está en elexpediente.

—Sí, lo está. Cuando dice Pragasupongo que se refiere al incidente delcorreo.

—Sí —contestó Winthrop,suavemente—. «Incidente» es unapalabra muy impersonal, ¿no le parece?Corresponde al Scofield de ese informe.

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Al asesino profesional, motivado por lanecesidad de sobrevivir, como unsoldado sobrevive volviéndose unasesino a sangre fría, impelidoúnicamente por la venganza. El cambioes completo.

Otra vez el nuevo director deOperaciones Consulares cambiódeposición, cruzando las piernasincómodamente.

—Quedó establecido que el correode Praga era el hermano del agente delKGB que ordenó la muerte de la esposade Scofield.

—Era el hermano, no el hombre quedio la orden. Era un muchacho que no

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pasaba de ser un mensajero de bajacategoría.

—Podría haber llegado aconvertirse en algo más.

—Entonces, ¿dónde acaba?—No puedo responderle a eso. Pero

puedo entender lo que hizo Scofield.Estoy seguro de que yo hubiera hecho lomismo.

—Sin ningún sentido de rectitud —rechazó el viejo estadista—. Yo noestoy seguro de que lo hubiera hecho. Nitampoco estoy convencido de que eljoven de Harvard, de hace veintidósaños, lo habría hecho. ¿Me estoyexplicando, como se dice tan a menudo

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en estos días?—Dolorosamente, señor. Pero en mi

defensa, y en defensa del actualScofield, nosotros no creamos el mundoen que operamos. Creo que es justodecirlo.

—Dolorosamente justo, señorCongdon. Pero ustedes lo perpetúan. —Winthrop movió la silla de ruedas haciasu escritorio y tomó una caja de puros.Se la ofreció al director, quien movió lacabeza negativamente—. A mí tampocome gustan, pero desde la época de JackKennedy se espera que todos nosotrosmantengamos una provisión de habanos.¿Desaprueba usted esto?

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—No. Según recuerdo, el proveedorcanadiense era una de las mejoresfuentes de información acerca de Cuba,para el Presidente Kennedy.

—¿Lleva usted tanto tiempo en elservicio?

—Entré en la Agencia de SeguridadNacional cuando él era senador…¿Sabía usted que Scofield ha empezadoa beber recientemente?

—No sé nada del actual Scofield,como usted le llama.

—Su expediente indica previo usode alcohol, pero no evidencia deexcesivo uso.

—Me imagino que no; interferiría

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con su trabajo.—Puede estar interfiriendo ahora.—¿Puede? O está interfiriendo o no.

No creo que sea una cosa difícil deestablecer. Si está bebiendo demasiado,entonces es exceso; tiene que interferir.Siento saberlo, pero no puedo decir queme sorprende.

—¡Oh! —Congdon se inclinó haciaadelante, en su sillón. Era evidente quepensaba que el otro estaba a punto dedarle la información que buscaba—.Cuando usted lo conocía, ¿hubo indiciode inestabilidad potencial?

—Ninguno en absoluto.—Pero usted dijo que no le

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sorprendía.—No me sorprende que un hombre

con cabeza se dé a la bebida después detantos años de llevar una vida tan poconatural. Scofield es, o era, un hombrecon mucha cabeza, y Dios sabe que havivido anormalmente. Lo que mesorprende es que le haya tomado tantotiempo. ¿Qué le ayudó a sobrellevar lasnoches?

—El hombre se acondiciona a símismo. Como usted dijo, se adaptó. Conextraordinario éxito.

—Pero sigue siendo poco natural.¿Qué va a hacer con él?

—Se le ha llamado a casa. Quiero

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que salga del servicio.—Muy bien. Déle un escritorio y una

secretaria atractiva y póngalo a analizarproblemas teóricos. ¿No es eso lo quese acostumbra hacer?

Congdon vaciló antes de contestar:—Señor Winthrop, creo que lo que

quiero es separarlo del Departamento deEstado.

El creador de OperacionesConsulares alzó las cejas:

—¿De veras? Veintidós años soninsuficientes para recibir una pensiónadecuada.

—Ese no es problema; se le puededar una compensación generosa. Es

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práctica común estos días.—¿Y qué hace entonces con su vida?

¿Qué edad tiene? ¿Cuarenta y cinco…cuarenta y seis?

—Cuarenta y seis.—Muy prematura para que necesite

una de estas, ¿no? —dijo el estadista,acariciando las ruedas de su silla—.¿Puedo preguntarle por qué ha llegadousted a esa conclusión?

—No quiero que esté junto con elpersonal dedicado a actividadesencubiertas. Según nuestros informesmás recientes, mostró reaccioneshostiles respecto a política básica.Podría ser una influencia negativa.

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—Alguien ha debido meter la pata—sonrió Winthrop—. Bray nunca tuvomucha paciencia con los tontos.

—Dije política básica, señor. No setrata de personalidades.

—Las personalidades, señorCongdon, son desafortunadamenteintrínsecas en política básica. Le danforma. Pero eso probablemente no vieneal caso… a este caso. ¿Por qué vino amí? Obviamente usted ya ha tomado sudecisión. ¿Qué puedo agregar?

—Su juicio. ¿Cómo lo tomará?¿Puede confiarse en él? Sabe más quecualquier otro hombre en Europa acercade nuestras operaciones, nuestros

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contactos, nuestras tácticas.Los ojos de Winthrop se tornaron

repentinamente fríos.—¿Y cuál es su alternativa, señor

Congdon? —preguntó con voz helada.El nuevo director se sonrojó; había

comprendido la implicación.—Vigilancia. Controles.

Intercepción de su teléfono ycorrespondencia. Estoy siendo honestocon usted.

—¿Está siendo honesto? —Winthropmiraba ahora fijamente al frente a él—.¿O está buscando de mí una palabra, ouna pregunta que pueda utilizar para otrotipo de solución?

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—No sé a qué se refiere.—Creo que sí lo sabe. A propósito,

he oído cómo se hace, y me asquea. Seenvía el rumor a Praga, o Berlín, oMarsella, de que un hombre ya no es deconfianza. De que ese hombre puederevelar los nombres de contactos, deredes enteras de información. Enesencia, la voz, se corre, sus vidas estánamenazadas. De modo que se acuerdaque otro hombre, o quizá dos o tres,viajen en avión desde Praga o Berlín oMarsella. Convergen en Washington conun objetivo en común: silenciar alhombre que está acabado. Todos sequedan más tranquilos, y la comunidad

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norteamericana de inteligencia, que haquedado fuera del incidente respira másfácilmente. Sí, señor Congdon, measquea.

El director de OperacionesConsulares se quedó quieto en la silla.Su respuesta tenía un tono de monotonía:

—Por lo que yo sé, señor Winthrop,se ha exagerado esa solución fuera detoda proporción en relación con supráctica. De nuevo seré completamentehonesto con usted. En quince años heoído que se ha utilizado en dosocasiones, y en ambos… incidentes…los agentes a los que se les perdió laconfianza estaban fuera de toda

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salvación. Se habían vendido a lossoviéticos; estaban dando nombres.

—¿Está Scofield «fuera desalvación»? Esa es la frase correcta, ¿noes así?

—Si usted me pregunta si creo quese ha vendido, la respuesta es no, porsupuesto. Es lo último que haría. Vineaquí, en realidad, para saber más acercade él, en eso soy sincero. ¿Cómo va areaccionar cuando le diga que estádespedido?

Winthrop hizo una pausa querevelaba alivio; luego, volvió a fruncirla frente.

—No lo sé, porque no conozco al

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actual Scofield. Es una medida drástica.¿Qué va a hacer? ¿No hay una medidaintermedia?

—Si yo fuera usted, trataría deencontrarla.

—Resulta imposible dadas lascircunstancias —aseguró Congdonfirmemente—. De eso estoy convencido.

—En ese caso. ¿Puedo aconsejarlealgo?

—Por favor, hágalo.—Mándelo tan lejos como pueda. A

algún lugar en donde encuentre paz en elolvido. Propóngalo usted mismo; él loentenderá.

—¿Usted cree?

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—Sí. Bray no se hace ilusiones, almenos nunca se las hizo. Era uno de susmejores dones. El entenderá, porquecreo que yo lo entiendo. Creo que ustedha descrito a un moribundo.

—No existe evidencia médica queconfirme eso.

—¡Oh, por Dios! —exclamó RobertWinthrop.

Scofield apagó el televisor. Nohabía visto un noticiero norteamericanodesde hacía años, desde la última vezque le llamaron para darle un sumariode operaciones internas, y no estaba

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seguro de querer ver otro en lospróximos años. No es que pensara quetodas las noticias debían ser anunciadasen tono fúnebre, pero las risitas y gestosobscenos que acompañaban a lasdescripciones de un incendio y unaviolación le parecieron intolerables.

Miró su reloj; eran las siete y veinte.Lo sabía porque su reloj indicaba veinteminutos pasada la medianoche, y aúnestaba sincronizado con la hora deAmsterdam. Su cita en el Departamentode Estado era a las veinte horas. Eso eranormal para especialistas de su rango,pero lo que no resultaba normal era ellugar de la cita: el propio Departamento

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de Estado. Los agentes de OperacionesConsulares siempre celebraban susconferencias estratégicas en casasseguras, generalmente en la campiña delestado de Maryland, o tal vez en suitesde hotel en el centro de Washington.

Mas nunca en el Departamento deEstado, sobre todo cuando se trataba deespecialistas que habrían de regresar asus destinos. Pero después de todo, Braysabía que no lo iban a hacer regresar asu puesto. Le habían llamado con unsolo propósito: su despido.

Veintidós años y ya estaba afuera.Una mota infinitesimal de tiempo quecondensaba todo lo que sabía, todo lo

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aprendido, absorbido y enseñado.Seguía esperando su propia reacción,pero ésta no llegaba. Era como si fueraun espectador, contemplando lasimágenes de otro en una pared blanca, lainevitable conclusión acercándose, perosin arrastrarlo a los hechos que se ibandesarrollando. Sólo estaba ligeramentecurioso. ¿Cómo lo harían?

Las paredes de la oficina delsubsecretario de Estado, DanielCongdon, eran blancas. Había ciertoconfort en ello, pensó Scofield, mientrasescuchaba a medias el monótono relato

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de Congdon. Podía ver las imágenes.Rostro tras rostro, docenas de ellos,enfocados primero y desvaneciéndosedespués rápidamente. Rostros depersonas recordadas y olvidadas,mirando, pensando, llorando, riendo,muriendo… muerte.

Su esposa. Las cinco de la tarde.Unter den Linden.

Hombres y mujeres corriendo,deteniéndose. Al sol, a la sombra.

Pero ¿dónde estaba él? El no estabaallí.

El era un espectador.De repente, ya no lo era. No podía

estar seguro de haber oído las palabras

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correctamente. ¿Qué había dicho esteeficiente y frío subsecretario? ¿Berna,Suiza?

—Perdone usted…—Los fondos se consignarán a su

nombre, y se harán depósitosproporcionales anualmente.

—¿Además de la pensión a quetenga derecho?

—Sí, señor Scofield. Y con respectoa eso, la fecha de su entrada al servicioha sido adelantada. Recibirá el máximo.

—Eso es muy generoso. —Y lo era.Bray calculó rápidamente que susingresos serían más de 50,000 dólares alaño.

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—Solamente práctico. Estos fondosreemplazan cualquier ganancia que ustedpudiera obtener por la venta de libros oartículos basados en sus actividades enOperaciones Consulares.

—Ya veo —asintió Bray, lentamente—. Ha habido mucho de esorecientemente, ¿verdad? Marchetti,Agee, Snepp…

—Exactamente.Scofield no pudo aguantarse; los

bastardos nunca aprenden:—¿Quiere usted decir que si

hubieran depositado fondos para ellosno habrían escrito sus libros?

—Los motivos varían, pero no

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descartamos la posibilidad.—Descártela —gruñó Bray

secamente—. Conozco a dos de esoshombres.

—¿Está usted rechazando el dinero?—¡Diablos, no! Lo tomaré. Cuando

decida escribir un libro, usted será elprimero en saberlo.

—No se lo aconsejaría, señorScofield. Tales violaciones deseguridad están prohibidas. Sería ustedllevado a juicio, y le costaríainevitablemente años de prisión.

—Y si ustedes perdieran ante lostribunales, podría haber penas extra-legales. Por ejemplo, un tiro en la

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cabeza mientras maneja uno en mediodel tráfico.

—Las leyes son claras —afirmó elsubsecretario—. No puedo imaginarmeeso.

—Yo sí puedo. Mire en miexpediente Cuatro-Cero. Me entrené conun hombre en Honduras. Lo maté enMadrid. Era de Indianápolis y sellamaba…

—No me interesan las actividadespasadas —interrumpió Congdonásperamente—. Sólo quiero que nosentendamos.

—Nos entendemos. Puede ustedestar tranquilo, yo no… violaré ninguna

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confidencia. No tengo el estómago parahacerlo. Además, no soy tan valiente.

—Mire, Scofield —informó elsubsecretario recostándose en su sillón,y mostrando una expresión agradable—,sé que esto suena trillado, pero llega unmomento, para todos nosotros, en que esmejor abandonar las áreas más activasde nuestro trabajo. Quiero ser honestocon usted.

Bray sonrió, con un toque de tristeza.—Siempre me pongo nervioso

cuando alguien dice eso.—¿Qué?—Que quiere ser honesto con uno.

Como si la honestidad fuera lo último

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que uno debiera esperar.—Estoy siendo honesto.—Y yo también. Si usted quiere

pelea, no la logrará conmigo.Desapareceré calladamente.

—Pero nosotros no queremos quehaga eso —aseguró Congdon,inclinándose hacia adelante, los codossobre el escritorio.

—¡Oh!—Claro que no. Un hombre con sus

antecedentes es de extraordinario valorpara nosotros. Siempre tendremosmomentos de crisis; queremos estar endisposición de aprovechar su granexperiencia.

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Scofield estudió al hombre yconfirmó:

—Pero no en estrategias, y sin tenerterritorio.

—No, no oficialmente. Claro quevamos a querer saber dónde vive y quéviajes hace.

—Apuesto que sí —murmuró Bray—. Pero oficialmente estoy fuera delservicio.

—Sí. No obstante, nos gustaría quequedara fuera del expediente. Haremosuna entrada Cuatro-Cero.

Scofield no se movió. Tenía lasensación de que estaba de servicio,negociando un intercambio muy

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delicado.—Espere un momento, déjeme

entenderle. Usted quiere que yo quedeoficialmente separado del servicio, peronadie debe saberlo.

Y aunque oficialmente estéseparado, quiere mantenerse en contactoconmigo sobre bases permanentes.

—Sus conocimientos soninapreciables para nosotros, usted losabe. Y creo que estamos pagando porellos.

—Entonces, ¿para qué el Cuatro-Cero?

—Había pensado que usted loapreciaría. Sin responsabilidades

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oficiales, usted mantiene cierta posición.Es aún parte de nosotros.

—Quisiera saber por qué se hace deesta forma.

—Por todo… —Congdon se detuvo,con una sonrisa levemente apenada en elrostro—. En realidad, no queremosperderlo.

—Entonces, ¿por qué me separan delservicio?

La sonrisa abandonó el rostro delsubsecretario.

—Procederé según me parezcanecesario. Usted puede confirmarlo conun viejo amigo suyo, si lo desea. RobertWinthrop. Le dije lo mismo.

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—¿Winthrop? ¿Qué le dijo a él?—Que no quiero verlo por aquí. Y

estoy dispuesto a pagar fuera delpresupuesto y pre-fechar su entrada alservicio para que quede fuera. Escuchésus palabras; fueron grabadas porCharles Englehart, en Amsterdam.

Bray lanzó un suave silbido.—El viejo Charlie. Debí de

habérmelo figurado.—Creí que lo sabía. Pensé que

estaba tratando de enviarnos un mensajepersonal. De cualquier modo, lotenemos. Hay mucho que hacer aquí y nonecesitamos aguantar su terquedad, ni sucinismo.

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—Ahora sí estamos hablando claro.—Pero todo lo demás es cierto.

Necesitamos su experiencia. Debemosestar en disposición de ponernos encontacto con usted en cualquiermomento. Y usted debe poder ponerseen contacto con nosotros.

Bray asintió con la cabeza:—Y el Cuatro-Cero significa que mi

separación es secreto máximo. Losdemás, en el servicio, no saben queestoy separado.

—Precisamente.—Está bien —dijo Scofield,

sacando de su bolsillo una cajetilla decigarrillos—. Creo que está tomando

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muchas e innecesarias molestias paramantenerme a su alcance; pero, comousted dice, lo está pagando. Una sencilladirectiva lograría los mismosresultados. Con licencia indefinida.Categoría especial.

—Harían demasiadas preguntas. Esmás fácil así.

—¿De veras? —Bray encendió uncigarrillo, con ojos divertidos—. Estábien.

—Bueno —Congdon cambió el pesode su cuerpo sobre el sillón—. Mealegro que nos entendamos. Usted se haganado todo lo que le hemos dado yestoy seguro de que se lo seguirá

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ganando… Estaba viendo su expedienteesta mañana; a usted le gusta el agua. Ensu récord abundan los contactos que hahecho con barcos en medio de la noche.¿Por qué no trata de hacerlo a la luz deldía? Tiene el dinero. ¿Por qué no se va aalgún lugar del Caribe y disfruta de lavida? Le envidio.

Bray se levantó del sillón; laentrevista había terminado.

—Gracias; puede que haga eso. Megustan los climas cálidos. —Extendió lamano; Congdon se levantó y la estrechó.Mientras se daban el apretón, Scofieldcontinuó—: Usted sabe que ese asuntodel Cuatro-Cero me hubiera puesto

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nervioso de no haberme llamado aquí.—¿Qué quiere decir con eso? —Las

manos estaban unidas, pero elmovimiento se había detenido.

—Bueno, nuestro propio personal nosabrá que estoy fuera del servicio, perolos soviéticos sí. Ya no me molestarán.Cuando a alguien como yo se le saca dela estrategia, todo cambia. Loscontactos, las claves, los códigos,locaciones falsas; nada permanece igual.Ellos conocen las reglas; me dejarántranquilo. Muchas gracias.

—No estoy seguro de entenderle —dudó el subsecretario.

—¡Bueno, le dije que estaba

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agradecido! Ambos sabemos que losoperadores del KGB en Washingtonmantienen sus cámaras sobre este lugar,las veinticuatro horas del día. Ningúnespecialista que vaya a seguir activo estraído aquí jamás. En una hora sabránque estoy fuera. Gracias de nuevo, señorCongdon. Fue muy considerado de suparte.

El subsecretario de Estado, directorde Operaciones Consulares, contempló aScofield mientras cruzaba la oficina ysalía por la puerta.

Se había acabado. Nunca mástendría que regresar apresuradamente auna antiséptica habitación de hotel, para

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ver qué mensajes secretos habíanllegado. Ya no sería necesario hacerarreglos ni cambiar tres veces devehículo para ir del punto A al punto B.A pesar de la mentira que le había dichoa Congdon, a estas alturas los soviéticossabían probablemente que había sidoseparado del servicio. Si no, pronto losabrían. Después de pocos meses deinactividad, el KGB aceptaría el hechode que su persona ya no tenía valor. Laregla era constante; las tácticas y loscódigos sí se alteraban. Los soviéticoslo dejarían tranquilo; no lo matarían.

Pero la mentira a Congdon eranecesaria, aunque no hubiera sido más

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que para ver la expresión de su cara.Nos gustaría que quedara fuera delexpediente. Haremos una entradaCuatro-Cero. ¡El hombre era tantransparente! Realmente creía que habíacreado las condiciones para la ejecuciónde su propio hombre, a quienconsideraba peligroso. Que un supuestoagente activo sería asesinado por lossoviéticos sin ningún propósito. Luego,señalando la separación oficial, elDepartamento de Estado rechazaríacualquier responsabilidad, insistiendosin duda en que la víctima habíarehusado tomar medidas de seguridad.

Los bastardos nunca cambiaban,

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pero sabían tan poco… Una ejecuciónsin propósito no tenía sentido, y lasconsecuencias podían ser a vecesdemasiado arriesgadas. Uno mata con unpropósito: para aprender algo aleliminar un eslabón vital de una cadena,o para evitar que algo suceda. O paradar una lección específica. Pero siemprepor alguna razón.

Excepto en casos como el de Praga,e incluso eso podía considerarse comouna lección. Un hermano por una esposa.

Pero ya se había acabado. Ya nohabía estrategias que crear, nidecisiones que tomar que derivasen enuna deserción o en el regreso de algún

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desertor, o en si alguien debía vivir omorir. Se había acabado.

Quizá ahora, hasta las habitacionesde hotel llegarían a su fin.

Y las camas malolientes enpensiones de mala muerte, en las peoresbarriadas de cien ciudades. Estabahastiado de ellas; las odiaba. Con laexcepción de un breve periodo,demasiado breve, terriblemente breve,en esos veintidós años no había vividoen un lugar del que pudiera decir que erasuyo.

Pero ese periodo, lastimosamentebreve, veintisiete meses en toda unavida, habían bastado para sobreponerlo

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a la agonía de mil pesadillas. Losrecuerdos nunca le abandonaban; ledarían fuerzas hasta el día en quemuriera.

Fue sólo un pequeño departamentoen Berlín Occidental, pero fue el hogarde sueños y amor y risas que nuncapensó pudiera conocer. Su bella Karine,su adorada Karine, de ojos grandes yllenos de curiosidad, de risa que veníade muy dentro, de callados momentos enque lo acariciaba… El era de ella, y ellaera suya, y…

Llegó la muerte en la Unter denLinden.

¡Oh, Dios! Una llamada telefónica y

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una contraseña. Su marido la necesitaba.Desesperadamente. Vea un guardia,cruce el puesto de control. ¡Pronto!

Y un cerdo del KGB, sin duda sehabría echado a reír. Hasta Praga.Después de Praga ya no hubo risa en esehombre.

Scofield podía sentir el ardor en losojos. Unas pocas lágrimas repentinashicieron contacto con el viento de lanoche. Se las secó con su guante y cruzóla calle.

Del otro lado estaba la vitrinailuminada de una agencia de viajes, ylos carteles exhibían cuerposidealizados, irreales, bronceándose al

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sol. El amateur de Washington,Congdon, tenía cierta razón; el Caribeera una buena idea. Ningún servicio deinteligencia, que se respetara, mandabaagentes a las islas del Caribe, por miedoa perderlos. Allá en las islas, lossoviéticos sabrían que estaba fuera de laestrategia. Había querido pasar algúntiempo en las Granadinas; ¿por qué noahora? Por la mañana iría a…

La figura se reflejó en el cristal,pequeña, oscura, a través de la anchaavenida, apenas perceptible. Es más,Bray no se hubiera dado cuenta si elhombre no hubiese caminado cerca de laluz de un farol.

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Quienquiera que fuese, buscaba laprotección de las sombras de la calle;quienquiera que fuese le estabasiguiendo, y sabía hacerlo. No se movíaabruptamente, ni saltaba de repente paraapartarse de la luz. Su caminar eradespreocupado, discreto. Scofield sepreguntó si se trataría de alguien a quienél había entrenado.

Apreciaba el profesionalismo; lehubiera gustado felicitar al hombre ydesearle un sujeto menos avezado lapróxima vez que tuviera que seguir aalguien. El Departamento de Estado noestaba perdiendo un momento. Congdonquería que los informes empezaran a

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llegar inmediatamente. Bray sonrió; ledaría al subsecretario su informe inicial.No el que él deseaba, sino el que semerecía.

La diversión comenzó, una brevedanza entre profesionales. Scofield sealejó de la vitrina, caminandovelozmente hasta llegar a la esquina,donde se sobreponían los rayos de luzde cuatro faroles, uno en cada esquina.Se volvió bruscamente a la izquierda,como si quisiera volver al otro lado dela calle, y luego se detuvo a mitad de laintersección. Hizo una pausa en mediodel carril de tráfico y miró al letrero queindicaba el nombre de la calle; parecía

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un hombre confuso que no sabía dóndese encontraba. Se dio la vuelta y regresórápidamente a la esquina, aumentando suvelocidad, que se convirtió en carrera alllegar a la acera. Continuó caminandopor el pavimento hasta la primera tiendano iluminada, se metió en las sombrasde la entrada y esperó.

A través del cristal, en ángulo recto,tenía una clara visión de la esquina. Elhombre que le seguía debía pasar ahorapor los círculos superpuestos de luz; nopodía evitarlos. Su pieza se le estabaescapando; no había tiempo para buscarel amparo de las sombras.

Y ocurrió lo esperado. La figura

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enfundada en un abrigo llegó corriendo através de la avenida. Su rostro quedóbajo las luces.

Su rostro quedó bajo las luces.Scofield se sintió momentáneamente

paralizado; le dolían los ojos, la sangrese le subió a la cabeza. Todo su cuerpoempezó a temblar y en su mente tratódesesperadamente de dominar la rabia yla angustia que lo invadían. El hombrede la esquina no era del Departamentode Estado, el rostro iluminado nopertenecía a nadie ni remotamenteconectado con los servicios deinteligencia norteamericana.

Pertenecía a alguien del KGB. ¡El

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KGB de Berlín Oriental!Era el rostro de una entre media

docena de fotografías que habíaestudiado, hasta el punto de conocercada arruga, cada veta de cabello, hacíadiez años, en Berlín.

Muerte en la Unter den Linden. Subella Karine, su adorada Karine.Atrapada por un equipo a través delpuesto de control, una unidad formadapor el más asqueroso asesino de laUnión Soviética: V. Taleniekov. ¡Bestia!

Este era uno de los hombres de esaunidad. Uno de los verdugos deTaleniekov.

¡Aquí! ¡En Washington! ¡Minutos

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después de su separación delDepartamento de Estado!

De modo que el KGB lo habíadescubierto. Y alguien, en Moscú,decidió llevar a una abrupta conclusiónla carrera de Beowulf Agate. Sólo unhombre podía pensar con tan dramáticaprecisión: V. Taleniekov. La bestia.

Mientras Bray miraba por el cristal,acordó lo que iba a hacer, lo que teníaque hacer. Enviaría un último mensaje aMoscú; sería una apropiada coronación,un gesto final que marcaría el fin de unavida y el comienzo de otra, cualquieraque ésta fuese.

Atraparía al asesino del KGB, y lo

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mataría.Scofield salió de la entrada y corrió

por la acera, haciendo un zigzag a travésde la calle desierta. Podía escuchar laspisadas que corrían en su persecución.

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6El vuelo nocturno de Aeroflot,procedente de Moscú, se acercó al marde Azov, al noreste de Crimea.Aterrizaría en Sebastopol a la una de lamadrugada, o sea, en poco más de unahora. El avión iba lleno, los pasajeros,animados por lo general, se encontrabandispuestos a pasar las vacaciones deinvierno lejos de sus oficinas o fábricas.Unos cuantos militares, soldados ymarinos, se mostraban menosexuberantes; para ellos, el mar Negro nosignificaba vacaciones, sino el regresoal servicio en las bases navales y

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aéreas. Habían pasado sus licencias enMoscú.

En uno de los asientos de atrás sehallaba un hombre con un estuche deviolín, de cuero oscuro, firmementesujeto entre sus rodillas. Su modestotraje estaba arrugado, y en cierto modocontrastaba con las fuertes facciones ylos ojos claros y agudos que parecíanpertenecer a otra vestimenta. Susdocumentos lo identificaban como PietreRydukov, músico. Su boleta de vueloindicaba que iba a unirse a la Sinfónicade Sebastopol, como tercer violinista.

Ambas cosas eran falsas. El hombreera Vasili Taleniekov, estratega maestro

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de la inteligencia soviética.Ex estratega maestro. Ex director de

operaciones del KGB en BerlínOriental, Varsovia, Praga, Riga y lossectores del sudoeste, que abarcabanSebastopol, el Bósforo, el mar deMármara y los Dardanelos. A esteúltimo punto se debían los documentosque le habían puesto a bordo del avión aSebastopol. Era el principio de su salidade Rusia.

Había una serie de rutas de escapede la Unión Soviética, y en su capacidadprofesional las fue cerrando a medidaque las encontraba.

Despiadadamente, a menudo

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asesinando a los agentes de occidenteque las mantenían abiertas, induciendo alos descontentos a que traicionaran aRusia, con mentiras y promesas dedinero. Siempre dinero. Nunca se habíadesviado en su oposición a losmentirosos y a los apóstoles de laavaricia; ninguna ruta de escape erademasiado insignificante para él.

Excepto una. Una ruta menor, através del Bósforo y el mar de Mármara,hasta los Dardanelos. La logró descubrirhacía varios meses, durante sus últimassemanas como director del KGB en lossectores del sudoeste soviético. Durantelos días en que se encontró en continua

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confrontación con estúpidos oficiales delas bases militares, y con disparatadosedictos del mismo Moscú.

En aquel entonces no estaba segurodel porqué no la había revelado; por untiempo se convenció a sí mismo de quesi la dejaba abierta, si la observaba concuidado, podría conducirlo a una red deescape mayor. Sin embargo, en el fondode sus pensamientos sabía que eso noera cierto.

Su hora iba llegando; se estabacreando demasiados enemigos endemasiados lugares. Muchos de ellospodrían ser de la opinión de que unretiro tranquilo, al norte de Grasnov, no

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era lo más indicado para un hombre queguardaba en su cabeza los secretos delKGB. Ahora poseía otro secreto, másespantoso que cualquiera de losconcebidos por la inteligencia soviética.El Matarese. Y ese secreto lo estabahaciendo salir de Rusia.

Todo había ocurrido muyrápidamente, pensó Taleniekov mientrassorbía el té caliente que le sirviera elsobrecargo. Todo había ocurrido muyrápidamente. La conversación con elviejo Aleksie Krupskiy en su lecho demuerte y las cosas inauditas que elmoribundo había dicho. Asesinosenviados a matar a la élite de la nación,

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de ambas naciones. Enfrentando a laUnión Soviética con Estados Unidos,hasta que pudieran controlar a uno o alotro. Un Premier y un Presidente, uno olos dos en la mirilla de un rifletelescópico. ¿Quiénes eran? ¿Qué eraesta fiebre que se había iniciado en lasprimeras décadas de este siglo, enCórcega? La fiebre corsa, el Matarese.

Pero existía; estaba funcionando,vivo y mortífero. Eso lo sabía ahora.Había mencionada el nombre y por esesolo hecho se puso a andar un plan quepedía su arresto; la sentencia de muerteseguiría poco después.

Krupskiy le había dicho que baje

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ninguna circunstancia debería acudir alPremier, así que buscó a cuatrodirigentes del Kremlin, en un tiempopoderosos y ahora generosamenteretirados, lo cual significaba que nadiese atrevería a tocarlos. A cada uno lehabía hablado del extraño fenómenollamado Matarese, repitiendo laspalabras susurradas por el moribundoagente del Istrebiteli.

Obviamente, uno de ellos no sabíanada; se quedó tan asombrado comoTaleniekov cuando lo oyó por primeravez. Dos no dijeron nada pero en susojos y en sus voces de protesta serevelaba que estaban al tanto. Ninguno

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de los dos estuvo dispuesto a ayudarleen semejante locura; cada uno pidió aVasili que saliera de su casa.

El último, un georgiano, era el másviejo, más aún que el difunto Krupskiy,y a pesar de su erecta postura lequedaba poco tiempo para disfrutar deuna firme columna vertebral. Teníanoventa y seis años y su mente estabaaún alerta, pero propensa a dejarsellevar rápidamente por los temores deun anciano. A la sola mención delnombre Matarese, sus manos enjutas yvenosas temblaron, y ligeros espasmosmusculares se extendieron por su rostroviejo y ajado. Su garganta se secó de

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repente; su voz se quebró, y sus palabrasapenas resultaron audibles.

Era un nombre que se remontaba aun pasado muy lejano, dijo en un susurroel georgiano, un nombre que nadiedebería escuchar. El había sobrevividoa las primeras purgas, a la locura deStalin, a la insidia de Beria, pero nadiepodía sobrevivir al Matarese. Ennombre de todas las cosas sagradas paraRusia, rogó el aterrado anciano,¡apártese del Matarese!

Fuimos insensatos, pero no fuimoslos únicos. Hombres poderosos, entodos lados, se vieron seducidos por ladulce conveniencia de eliminar

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enemigos y obstáculos. La garantía eraabsoluta: las eliminaciones nuncaimplicarían a los que las habíanordenado. Los acuerdos se efectuaban através de cuatro o cinco intermediarios,que trataban negocios ficticios sin saberlo que estaban comprando. Krupskiy vioel peligro; lo sabía. Nos previno, en elcuarenta y ocho, que no debíamosestablecer contacto de nuevo.

—¿Por qué hizo eso si la garantíaera verdadera? —preguntó Vasili—.Hablo desde el punto de vistaprofesional.

—Porque el Matarese incorporabauna condición: el consejo del Matarese

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exigía el derecho de aprobación. Eso eslo que me dijeron.

—La prerrogativa de los asesinospagados, creo —comentó Taleniekov—.Algunos objetivos no son a vecesfactibles.

—Esa aprobación no se habíaexigido en el pasado. Krupskiy no creíaque se basaba en si era factible o no.

—Entonces, ¿en qué?—Extorsión final.—¿Cómo se realizaban los contactos

con ese consejo?—Nunca lo supe. Ni tampoco

Aleksie.—Alguien tenía que hacerlos.

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—Si están vivos, no hablarán.Krupskiy tenía razón en eso.

—El lo llamaba la fiebre corsa. Dijoque las respuestas podrían estar enCórcega.

—Es posible. Es donde empezó, conel maniático de Córcega, Guillaume deMatarese.

—Usted aún tiene influencia sobrelos dirigentes del partido, señor. ¿Meayudará? Krupskiy dijo que esteMatarese debía…

—¡No! —gritó el anciano—.¡Déjeme en paz! Ya le he dicho más delo que debía, reconocido más de lo quetenía derecho a reconocer. Pero sólo

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para advertirle a usted, ¡para detenerlo!¡El Matarese no puede hacer ningún biena Rusia! ¡Déle la espalda!

—Usted no me ha comprendido. Soyyo el que quiere detenerlos a ellos. Aese consejo Matarese. Di mi palabra aAleksie de que…

—¡Pero usted no ha habladoconmigo! —chilló el marchito ex líder,con voz infantil en su pánico—. Yonegaré que usted estuvo aquí, negarétodo lo que diga. ¡Usted es un extrañoque ni siquiera conozco!

Vasili se fue preocupado y perplejo.Regresó a su piso con la idea de pasarla noche analizando el enigma del

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Matarese, tratando de decidir cuál seríasu próximo paso. Como siempre, echóuna mirada al casillero de correos en lapared, y hasta se alejó un paso antes dedarse cuenta de que había algo adentro.

Era una nota de su contacto de laVKR, escrito en uno de los códigoselípticos acordado entre ellos. Laspalabras eran inocuas; una cita paracenar tarde, a las 11:30, firmada con elnombre de una mujer. El mismo tonointrascendente de la nota ocultaba susignificado. Se trataba de un problemade primera magnitud; el uso de oncesignificaba emergencia. No había queperder tiempo en establecer contacto: su

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amigo le esperaría en el lugar decostumbre.

Ya había estado allí, en una pivakafe cerca de la Universidad estatalLomonosov. Un ruidoso establecimientode bebidas, a tono con la nuevaliberalidad estudiantil. Se trasladaron ala parte trasera del salón; su contacto noperdió un instante en hablar sobre eltema.

—Haz planes, Vasili, estás en sulista. No lo entiendo, pero así es.

—¿Por lo del judío?—Sí, ¡y no tiene sentido! Cuando se

llevó a cabo la estúpida rueda de prensaen Nueva York, muchos de nosotros no

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reímos. La llamamos «la sorpresaTaleniekov». Incluso un jefe de accióndel Grupo Nueve dijo que admiraba loque tú hacías, que habías dado unalección a los fogosos cabezones. Yluego, ayer, todo cambió. Lo que hicisteya no tenía gracia, sino que era una seriainterferencia con la política básica.

—¿Ayer? —había preguntado Vasilia su amigo.

—Al final de la tarde. Después delas cuatro. Esa perra directora marchópor las oficinas como una gorila en celo.Se olía una violación masiva y estabaencantada. Dijo a cada jefe de divisiónque estuvieran en su oficina a las cinco.

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Cuando llegamos allí y escuchamos,apenas podíamos creerlo. Era como si túfueras personalmente responsable detodos los reveses que hemos sufridodurante los dos últimos años. Esosmaniáticos del Grupo Nueve estabanallí, pero no el jefe de sección.

—¿Cuánto tiempo tengo?—Tres o cuatro días a lo sumo.

Están reuniendo pruebas incriminatoriascontra ti. Pero calladamente; nadie debedecir nada.

—¿Ayer?…—¿Qué pasó, Vasili? Esta no es una

operación de la VKR. Esto es otra cosa.Era otra cosa y así lo reconoció

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Taleniekov instantáneamente. Ayer erael día en que había ido a ver a los dosantiguos oficiales del Kremlin, que loecharon de sus casas. El factor adicionalera el Matarese.

—Algún día te lo diré, amigo mío —había contestado Vasili—. Confía en mí.

—Por supuesto. Tú eres lo mejorque tenemos. Lo mejor que hemos tenidojamás.

—En este momento necesito treinta yseis, quizá cuarenta y ocho horas.¿Podré contar con ellas?

Creo que sí. Quieren tu cabeza, peroserán cuidadosos. Tratarán dedocumentarse todo lo que puedan.

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—Estoy seguro de que lo harán. Senecesitan palabras para leer sobre elcadáver. Gracias. Sabrás de mí.

Vasili no regresó a su piso, sino a suoficina. Se sentó en la oscuridad durantehoras, y llegó a su extraordinariadecisión. Horas antes habría sidoinconcebible, pero no ahora. Si elMatarese era capaz de corromper losmás altos niveles del KGB, podría hacerlo mismo en Washington. Si la meramención de su nombre exigía la muertede un estratega maestro de su rango (yno quedaba la menor duda: la muerte erael objetivo), entonces el poder queposeía era inimaginable. Si, en verdad,

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era responsable de los asesinatos deBlackburn y Yurievich, entoncesKrupskiy tenía razón: había unprograma. El Matarese se estabaacercando a su objetivo: el Premier o elPresidente se pondrían bajo la mirillatelescópica.

Tenía que ponerse en contacto conun hombre a quien odiaba. Tenía quecomunicarse con Brandon AlanScofield, el asesino norteamericano.

Por la mañana, T aleniekov echóvarias noticias a rodar, una tras otra.Con su acostumbrada libertad dedecisión (restringida ahora), hizo saber,calladamente, que iba a viajar en secreto

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al Báltico, para tomar parte en unaconferencia. Luego, recorrió la lista dela Asociación de Músicos y encontró elnombre de un violinista que se habíaretirado cinco años antes a los montesUrales. Sería el adecuado. Por último,puso las computadoras a funcionar conel fin de encontrar una pista delparadero de Brandon Scofield. Estehabía desaparecido en Marsella, pero elincidente ocurrido en Amsterdamllevaba la inequívoca marca del expertoScofield. Vasili había enviado unmensaje cifrado a un agente en Bruselas,un hombre en quien podía confiarporque le había salvado la vida en más

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de una ocasión.Acérquese a Scofield, status blanco.

Amsterdam. El contacto debeestablecerse. Imperativo. Quédese conél. Informe de la situación códigossector sudoeste.

Todo ocurrió rápidamente, yTaleniekov estaba agradecido por losaños que le habían dado la facultad dellegar a decisiones rápidas. Sebastopolestaba a menos de una hora. EnSebastopol, y más allá, se pondríanprueba aquellos años de duraexperiencia.

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Tomó una habitación en un pequeñohotel del bulevar Chersonesus, cogió elteléfono y marcó un número del cuartelgeneral del KGB, que no estabaconectado a una grabadora; él mismo loinstaló.

La VKR de Moscú aún no habíadado la orden de arrestarlo, al menoseso pudo discernir del saludo calurosoque le llegaba por el auricular. Un viejoamigo había regresado; esto le daba aVasili la oportunidad que necesitaba.

—Para ser franco, tenemos ciertosproblemas con la VKR —dijo al oficial

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de guardia, un antiguo compañero—.Otra vez han interferido. Puede querecibas un teletipo indagando por miparadero. Tú no has oído de mí, ¿deacuerdo?

—No será problema siempre que note presentes por aquí; llamaste alteléfono indicado. ¿Estás bajo cubierta?

—Sí. No quiero comprometerte conmi paradero. Estamos ocupados eninvestigar una ruta, convoyes decamiones que se dirigen a Odesa y endirección sur, hacia las montañas. Esuna red de la CIA.

—Eso es más fácil que vigilarbarcos pesqueros a través del Bósforo.

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A propósito, ¿tiene Amsterdam algo quever con esto?

—Taleniekov se quedó sorprendido.No había esperado una respuesta tanrápida de su hombre allí destacado.

—Podría ser. ¿Qué es lo que tienes?—El mensaje llegó hace dos horas;

tomó todo ese tiempo descifrarlo.Nuestro criptógrafo, el hombre quetrajiste de Riga, reconoció un viejocódigo tuyo. Íbamos a mandarlo aMoscú con los despachos.

—No lo hagas. Léemelo.—Espera un minuto —se oyó el

revolver de papeles—. Aquí está.«Beowulf separado de órbita. Tormenta

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amenaza Washington. Imperativo persigay entregue contacto blanco. Cablegrafíeinstrucciones al depósito del Capitol».Eso es todo.

—Es suficiente.—Suena impresionante, Vasili. ¿Un

contacto blanco? Supongo que hasdescubierto a algún desertor de altonivel. Te felicito. ¿Está relacionado contu investigación?

—Creo que sí —mintió Taleniekov—. Pero no digas nada. Mantén a laVKR al margen de esto.

—Con placer. ¿Quieres quecontestemos el cable por ti?

—No. Yo lo puedo hacer. Es de

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rutina. Te llamaré esta noche. Digamos,a las nueve y media; eso nos darásuficiente tiempo. Dile a mi viejo amigode Riga que le mando saludos. Pero anadie más. Y gracias.

—Cuando acabe tu investigación,vamos a cenar. Me alegra que hayasregresado a Sebastopol.

—Yo también me alegro de haberregresado. Ya hablaremos. —Taleniekov colgó la bocina y seconcentró en el mensaje de Amsterdam.Scofield había sido llamado aWashington, pero las circunstancias erananormales. Beowulf Agate se encontrócon una grave tormenta allá en

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Washington. Ese solo hecho erasuficiente para propulsar a un agente deBruselas a una persecución trasatlántica.Un contacto blanco quería decir unatregua momentánea; una treguasignificaba, generalmente, que alguienestaba a punto de hacer algo drástico. Ysi existiera la más remota posibilidad deque el legendario Scofield se pasara alotro bando, cualquier riesgo estaríajustificado. El hombre que trajera aBeowulf Agate tendría a toda lainteligencia soviética a sus pies.

Pero la deserción no era posiblepara Scofield… igual que no lo era paraél. El enemigo era el enemigo; eso nunca

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cambiaría.Vasili levantó otra vez el auricular.

Había un teléfono que funcionaba toda lanoche en el distrito Lazarev, junto a losmuelles, que utilizaban los comerciantesgriegos e iraníes para enviar sus cablesa sus oficinas matrices. Con decir laspalabras apropiadas, tendría prioridadsobre el tráfico existente; en pocas horasel cable llegaría al «depósito delCapitol». Se trataba de un hotel en laavenida Nebraska, en Washington, D. C.

Se encontraría con Scofield enterreno neutral, un lugar donde ningunode los dos pudiera aprovechar lasventajas del medio ambiente: en las

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puertas de un aeropuerto donde lasmedidas de seguridad fueran de lo másestrictas, como en Berlín Occidental oen Tel Aviv; la distancia no importaba.Pero tenían que encontrarse, y Scofielddebería convencerse de lo necesario queesto era. El mensaje cifrado que elagente de Bruselas tendría que llevar aWashington, comunicaba lo siguientepara Beowulf Agate:

Tenemos una deuda de sangremuy querida entre nosotros. Enverdad, más para mí que parausted, pero esto no puede ustedsaberlo. Ahora existe otro que

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nos haría responsables a losdos de una matanzainternacional a una escala queninguno de ambos podemosaceptar. Estoy operando sinautoridad y por mi cuenta.Debemos intercambiar puntosde vista, por muy odiosa que talcosa nos resulte. Elija un puntoneutral, dentro del área deseguridad de un aeropuerto.Sugiero El Al, Tel Aviv, otransporte doméstico alemán,Berlín Occidental. Este correosabrá cómo replicar.

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Usted sabe mi nombre.

Eran casi las cuatro de la madrugadacuando al fin cerró los ojos. No habíadormido en cerca de tres días, y cuandollegó el sueño, fue profundo y largo.Había caído en la cama antes de queapareciera el sol en el cielo del Este;despertó una hora antes de quedescendiera por el Oeste. Era buenaseñal. Su mente y su cuerpo necesitabanel descanso, y se viajaba de noche allugar al que iba: a Sebastopol.

En tres horas el oficial de guardiallegaría al cuartel del KGB; era mejor

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no involucrar a nadie más allí. Cuantosmenos supieran que estaba en la ciudad,mejor para él. Desde luego que elexperto en criptografía lo sabía, ya quehabía deducido la conexión del mensajecifrado de Amsterdam, pero él no diríanada. Taleniekov lo había entrenado,sacando a un hombre de la austeridad deRiga a la vida más libre de Sebastopol.

Ese tiempo podía usarseventajosamente, pensó Vasili. Comería yluego haría arreglos para su pasaje en unbarco de carga griego que saliera a marabierto; seguiría la costa sur a través delBósforo y después a los Dardanelos. Sialguna de las unidades griegas o iraníes,

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pagadas por la CIA o SAVAK, loreconocían, cosa que era posible,entonces él sería enteramenteprofesional. Como previo director delsector del KGB, no había revelado laruta de escape por razones personales.Sin embargo, si un músico llamadoPietre Rydukov no hacía una llamadatelefónica a Sebastopol, dentro de lascuarenta y ocho horas siguientes a susalida, la revelaría alguien y el KGBtomaría represalias. Sería una lástima;otros hombres privilegiados podríanhaber deseado utilizar esa ruta másadelante, y sus talentos e informaciónhabrían sido valiosos.

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Taleniekov se puso el abrigo raído,que apenas le ajustaba, y su sombreroviejo. Adoptó una postura desmañada yse caló unos anteojos. Observó suapariencia en el espejo y la encontrósatisfactoria. Tomó el estuche de cuerodel violín, lo cual completaba su disfraz.Abrió la puerta y bajó las escaleras(nunca por el elevador) para salir a lascalles de Sebastopol. Caminaría hasta elmuelle; sabía dónde ir y qué decir.

La niebla avanzaba desde el mar,enroscándose en los postes de losfaroles del muelle. Se veía actividad por

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todas partes, mientras cargaban labodega del barco. Grúas gigantescasmecían cables y sostenían enormes cajasde mercancía sobre un lado del buque.Las cuadrillas de estibadores eran rusas,supervisadas por griegos. Con armascolgadas descuidadamente en el hombro,se paseaban algunos soldados, patrullasineficaces que se interesaban más enobservar la maquinaria que en descubririrregularidades.

Si querían saberlo, pensó Vasilimientras se acercaba al oficial delaentrada, él se las podía decir. Lasirregularidades se encontraban en losgigantescos envases que se alzaban

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sobre el casco del barco. Hombres ymujeres empacados en cajas rellenascon tiras de papel, con tubos en la bocapara respirar cuando era necesario;horas antes habían recibidoinstrucciones de llegar con la vejiga ylos intestinos vacíos; no podrían ir albaño hasta después de la medianoche,cuando ya estuvieran en alta mar.

El oficial de la entrada era un joventeniente, aburrido por el trabajo, y concara irritada. Miró con mal cariz alviejo de hombros caídos y espejuelos,que tenía frente a él.

—¿Qué quiere usted? Está prohibidollegar al muelle, a menos que tenga un

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pase. —Señaló el estuche de violín—.¿Qué es eso?

—Mi subsistencia, teniente. Estoy enla Sinfónica de Sebastopol.

—No sabía que iba a haber unconcierto en los muelles.

—¿Su nombre, por favor? —pidióVasili, como al desgaire.

—¿Qué?Taleniekov se irguió a todo lo que

daba su estatura, mientras la caída deespaldas desaparecía gradualmente.

—Le pregunté su nombre, teniente.—¿Para qué? —El tono de voz del

teniente era hostil.Vasili se quitó los lentes y miró

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duramente a sus asombrados ojos.—Para un encomio o una

reprimenda.—¿De qué está usted hablando?

¿Quién es usted?—KGB de Sebastopol. Esto es parte

de nuestro programa de inspección demuelles.

El joven teniente titubeó; sin duda noera tonto, pues habló con cortesía:

—Me temo que no he sidoinformado, señor. Tendré que pedirle suidentificación.

—Si no lo hiciera así, esa sería laprimera reprimenda —advirtióTaleniekov, sacando de su bolsillo la

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tarjeta del KGB—. La segunda vendríasi mencionara usted mi presencia aquíesta noche. Su nombre, por favor.

El teniente se lo dijo, y agregó:—¿Sospechan ustedes que haya

problemas aquí? —Estudió la tarjeta deplástico y la devolvió.

—¿Problemas? —Taleniekov sonriócon ojos de conspirador—. El únicoproblema, teniente, es que se me haprivado de una agradable cena encompañía de una señora. Creo que losnuevos directores de Sebastopol sesienten obligados a ganarse sus rublos.Ustedes están haciendo un buen trabajoaquí; ellos lo saben, pero no quieren

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reconocerlo.Con cierto alivio, el joven oficial

devolvió la sonrisa.—Gracias, señor. Hacemos todo lo

que podemos, en un trabajo monótono.—Pero no mencione mi presencia

aquí; sobre eso están muy interesados.Dos oficiales de guardia fueronreportados la semana pasada. —Vasilisonrió de nuevo—. La verdaderaseguridad de los directores está basadaen el secreto. Se trata de sus empleos.

—Entiendo. ¿Tiene usted un arma enese estuche?

No. La verdad es que se trata de unmagnífico violín. Me gustaría ser capaz

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de tocarlo.Ambos hombres movieron la cabeza

afirmativamente con conocimiento decausa. Taleniekov siguió su caminohacia el muelle, en medio de laconfusión de maquinaria, estibadores ysupervisores. Estaba buscando a unsupervisor en especial, un griego deKavalla, llamado Zaimis. Nadie hubierapodido adivinar que aunque buscaba aun hombre de ascendencia griega, y cuyonombre materno era Zaimis, se tratabade un ciudadano norteamericano.

Karras Zaimis era un agente de laCIA, anteriormente jefe de estación enSalónica, ahora dedicado a supervisar la

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ruta de escape. Vasili conocía el rostrodel agente por varias fotografías quehabía tomado de los archivos del KGB.Buscó con los ojos, a través de la nieblay la iluminación, las figuras enmovimiento; no podía encontrar alhombre que buscaba.

Taleniekov pasó entre grúas ycuadrillas de trabajadores que gritaban,hasta llegar al enorme almacén de carga.Adentro, la luz era escasa, pues losfocos alambrados estaban a demasiadaaltura en el techo. Los rayos de laslinternas eléctricas cruzaban de un ladoa otro por las grandes cajas; losestibadores verificaban los números.

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Vasili trató de calcular brevemente laenorme cantidad de talento que seencerraba en esos cajones; la grancantidad de información que se estabasacando de Rusia. En realidad,recapacitó, no tanto de cada cosa. Estaera una ruta de escape menor; másprecauciones se tomaban en cuanto acerebros de mayor importancia y sobreaquéllos que poseían significativosdatos de inteligencia.

Con su andar encorvado de espaldasy sus anteojos colocadosdesmañadamente sobre la nariz, seexcusó con un supervisor griego quediscutía con un estibador ruso, y siguió

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su camino hasta llegar al fondo delalmacén, después de pasar por montonesde cajas de cartón y pasillos bloqueadospor rimeros de carga, mientras estudiabalos rostros de los que sostenían laslinternas eléctricas. Empezó a sentirseirritado; no tenía tiempo que perder.¿Dónde estaba Zaimis? La situación nohabía cambiado; el barco de carga era elindicado, el agente era aún el hombrecontacto. Había leído todos los informesenviados desde Sebastopol; en ningúncaso se mencionó la ruta de escape.Entonces, ¿dónde estaba?

De repente, Taleniekov sintió unapunzada de dolor; el cañón de una

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pistola se clavaba inmisericorde sobresu riñón derecho. Unos dedos de hierroatenazaron la tela suelta de su abrigo,apretando la parte baja de su tórax; fueempujado a un pasillo desierto yescuchó palabras en inglés, en ásperosusurro:

—No voy a molestarme en hablargriego, ni en tratar de hacerme entenderen ruso. Me dicen que su inglés es tanbueno como el de cualquier ciudadanode Washington.

—Posiblemente mejor que el de lamayor parte de ellos —aseveró Vasilientre labios—. ¿Zaimis?

—No sé quién es. Pensamos que

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usted vendría a Sebastopol.—Así es. ¿Dónde está Zaimis? Debo

hablar con él.El norteamericano no hizo caso de la

pregunta.—Tiene usted cojones, hay que

reconocerlo. Aquí no hay nadie delKGB en diez cuadras a la redonda.

—¿Está usted seguro de eso?—Muy seguro. Tenemos aquí una

bandada de búhos que ven en laoscuridad. A usted lo vieron. Un estuchede violín, ¡por Dios!

—¿Observan las aguas?—Las gaviotas hacen eso.—Están bien organizados esos

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pájaros suyos.—Y usted es menos brillante de lo

que todos dicen. ¿Qué pensaba hacer?¿Una pequeña exploración personal?

Vasili sintió que la presión sobre suscostillas se aflojaba; luego, escuchó elsonido sordo de un objeto sacado de unagoma. Una ampolleta de suero. Con unaaguja.

—¡No! —protestó firmemente—.¡No haga eso! ¿Por qué cree que estoyaquí solo? Quiero escapar.

—Eso es justamente lo que va ahacer. Me imagino que será en unhospital para interrogatorios, en algúnlugar de Virginia donde pasará unos tres

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años.—No. Usted no entiende. Tengo que

establecer contacto con alguien. Pero noen esa forma.

—Dígaselo a los buenos doctores.Escucharán todo lo que usted les diga.

—¡No hay tiempo! —Y no habíatiempo. Taleniekov sintió que el pesodel cuerpo del otro cambiaba; en pocossegundos la aguja atravesaría su ropa ypenetraría en su carne. ¡No debíasuceder así! ¡El no podía tratar conScofield oficialmente!

Nadie se atreve a hablar. Lasconfesiones serían catastróficas… paratodos los gobiernos. El Matarese.

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Si él iba a ser destruido en Moscú,los norteamericanos no vacilarían ensilenciarlo.

Vasili levantó su hombro derecho,con un gesto de dolor por la presión delcañón de la pistola sobre su riñón.Abruptamente el revólver se clavó en suespalda con más fuerza aún, comoreacción a ese gesto. En ese instante, elpunto de presión de la mano queempuñaba la pistola estaba en la palma,no en el dedo índice. El movimiento deTaleniekov tenía ese propósito.

Se retorció hacia la izquierda,arqueando el brazo hacia arriba,cayendo sobre el codo del

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norteamericano y apretándolo contra sucadera hasta que el antebrazo crujió.Atenazó con los dedos de su manoderecha la garganta de su enemigo,magullando su gaznate. La pistola cayóal suelo, aunque el ruido pasóinadvertido por el estruendo delalmacén. Vasili la levantó y empujó alagente de la CIA contra un vagóncerrado. En su dolor, el norteamericanosostenía la aguja hipodérmica flojamenteen su mano izquierda; también cayó alsuelo. Sus ojos estaban vidriosos, peroaún reconocían.

—Ahora, escúcheme usted bien —aconsejó Taleniekov, su rostro contra la

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cara de Zaimis—. He sabido acerca dela «Operación Dardanelos» desde hacecasi siete meses. Sé que usted es Zaimisy que se dedica a un tráfico mediocre;usted no es importante. Pero esa no es larazón de que no le haya detenido. Penséque algún día me podría ser útil. Esemomento ha llegado. Usted me puedeaceptar o no.

—¿Deserción de Taleniekov? —rechazó Zaimis, acariciándose lagarganta—. Imposible. Usted es venenosoviético. Como doble agente, pero sindeserción.

—Tiene razón. Esto no es deserción.Y si esa absurda opción se me metiera

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alguna vez en la cabeza, me pondría encontacto con los británicos o losfranceses, antes que con ustedes. Dijeque quería salir de Rusia, no que iba atraicionarla.

—Está usted mintiendo —denegó elnorteamericano; su mano resbaló por lasolapa de su pesada chamarra—. Ustedpuede ir a donde quiera.

—Me temo que en este momento noes así. Hay complicaciones.

—¿Qué le pasó, se volviócapitalista? ¿Se llevó un par de sacos?

—Vamos. Zaimis. ¿Quién denosotros no tiene su pequeña cajita detriquiñuelas? A menudo legítimas; los

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dineros clandestinos pueden retrasarse.¿Dónde está el suyo? Dudo que enAtenas, y Roma es muy inestable. Yodiría que en Berlín o en Londres. El míoestá en un lugar ordinario: certificadosde depósito, Chase Manhattan, NuevaYork.

La expresión del hombre de la CIAsiguió siendo pasiva, con su dedo gordooculto bajo la solapa de la chamarra,cuando dijo distraídamente:

—De modo que lo cogieron.—¡Estamos perdiendo tiempo!

Lléveme a los Dardanelos. Yo tomarémi propio camino desde allí. Si no lohace, si no se recibe una llamada

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telefónica aquí en Sebastopol a la horaesperada, su operación se acabará.Usted será…

La mano de Zaimis se moviórápidamente hacia su boca; Taleniekovagarró al agente por los dedos y se losretorció violentamente hacia arriba.Pegada al pulgar del norteamericanohabía una pequeña tableta.

—¡Maldito estúpido! ¡Qué estátratando de hacer!

Zaimis se estremeció, atormentadode dolor.

—Prefiero irme así, que en laLubyanka.

—¡Burro! ¡Si alguien se va a la

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Lubyanka seré yo! Porque haymaniáticos como usted sentados en susescritorios de Moscú. E imbéciles,como usted, que prefieren tomar unatableta a escuchar la verdad. Si quieremorir, le ayudaré con todo gusto. ¡Peroprimero lléveme a los Dardanelos!

El agente, respirando con dificultad,miró fijamente a Taleniekov. Vasili lesoltó la mano, mientras tomaba la tabletadel pulgar de Zaimis.

—Usted no me está engañando,¿verdad?

—No, no le estoy engañando. ¿Meayudará?

—No tengo nada que perder —

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aceptó el agente—. Usted irá en nuestraembarcación.

—No lo olvide. Aquí esperan unmensaje de los Dardanelos. Si no loreciben, ese será el final de usted.

Zaimis hizo una pausa; luego, afirmócon la cabeza:

—Correcto. Hacemos el trato.—Hacemos el trato —confirmó

Taleniekov—. Ahora, ¿podríaconseguirme un teléfono?

El cubículo del almacén tenía dosteléfonos instalados por los rusos, eindudablemente interceptadoselectrónicamente por SAVAK y la CIA,pensó Vasili. Pero ahora estarían libres;

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podía hablar. Cuando Taleniekovterminó de marcar, el norteamericanolevantó su auricular. En el instante enque la llamada fue contestada, Vasilihabló:

—¿Eres tú, viejo camarada?Era y no lo era. No se trataba del

jefe de la estación con quien habíahablado antes, sino del criptógrafo queTaleniekov entrenara hacía años en Rigay traído a Sebastopol. La voz delhombre era baja, angustiosa:

—Nuestro mutuo amigo llamó a lasala de claves; estaba acordado. Le dijeque esperaría tu llamada. Tengo queverte inmediatamente. ¿Dónde estás?

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Zaimis avanzó, agarrando con susdedos amoratados el teléfono de Vasili.Taleniekov meneó la cabeza; a pesar deque tenía confianza en el criptógrafo, notenía la menor intención de contestar.

—Eso no tiene importancia. ¿Llegóel cable del «depósito»?

—Mucho más que eso, amigo.—¿Pero llegó? —insistió Vasili.—Sí. Aunque no está en ninguna

clave que yo haya usado. Ni durantenuestros años en Riga, ni aquí.

—Léemelo.—Hay algo más —insistió el

criptógrafo con un tono aún más intenso—. Ahora están detrás de ti

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abiertamente. Retrasmití el teletipo aMoscú para confirmación interna yquemé el original. Regresará en menosde dos horas. ¡No lo puedo creer! ¡Nolo creo!

—Cálmate. ¿De qué se trata?—Hay una alarma para tu arresto

desde el Báltico hasta las fronteras deManchuria.

—¿La VKR? —preguntó Vasili,preocupado pero conservando la calma;esperaba que el Grupo Nueve actuararápido, pero no tanto.

—No sólo la VKR, sino el KGB ¡ytoda estación de inteligencia quetenemos! Así como todas las unidades

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militares, en todos lados. No es posibleque se refieran a ti; ¡no lo puedo creer!

—¿Qué es lo que dicen?—Que has traicionado al Estado.

Debes ser capturado, pero no detenido,ni sometido a ningún tipo deinterrogatorio. Debes ser… ejecutado…sin pérdida de tiempo.

—Ya veo —comentó Taleniekov. Yera cierto; lo esperaba. No se trataba dela VKR, sino de hombres poderosos quehabían escuchado la palabra por élpronunciada, que nadie debía oír.Matarese—. No he traicionado a nadie.Créeme.

—Te creo. Te conozco.

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—Léeme el cable del «depósito».—Muy bien. ¿Tienes un lápiz? No

tiene sentido.Vasili sacó una pluma de su bolsillo;

había papel sobre la mesa.—Adelante.El hombre habló lentamente, con

claridad:—Dice así: «Invitación Kasimir.

Schrankenwarten cinco goles…» —elcriptógrafo se detuvo; Taleniekov podíaoír voces en la línea, a cierta distancia—. No puedo seguir. Llega gente —anunció.

—¡Tengo que saberlo que dice elresto del cable!

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—En treinta minutos estaré en elAmar Magazin. —La comunicación secortó.

Vasili dio un puñetazo sobre la mesay colgó la bocina.

—Tengo que saberlo —repitió eninglés.

—¿Qué es el Amar Magazin? ¿Latienda de langosta? —preguntó elhombre de la CIA.

—Un restaurante de mariscos de lacalle Kerenski, a siete calles del cuartelgeneral. Nadie que conozca Sebastopolva allí; la comida es terrible. Peroconcuerda con lo que estaba tratando dedecirme.

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—¿Y qué es eso?—Cuando el criptógrafo quería que

yo viera algún material antes que losdemás, sugería que nos encontráramosen el Amar.

—¿No podía ir a su oficina yhablar?

—Usted sabe bien que no es tansencillo —reprochó Taleniekov.

—Parece que le quieren bienmuerto, ¿no? —comentó Zaimis mirandoduramente a Vasili.

—Es un error gigantesco.—Siempre lo es —sentenció Zaimis

frunciendo el ceño—. ¿Confía usted enél?

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—Usted lo escuchó. ¿Cuándo zarpael barco?

—A las once y media. En dos horas.Al mismo tiempo más o menos que seespera la confirmación de Moscú.

—Aquí estaré.—Sé que estará —aseguró el agente

—. Porque voy con usted.—¿Qué?—Tengo protección allá en la

ciudad. Por supuesto, me gustaría queme devolviera mi pistola. Y que mediera la suya. Veremos cuántas ganastiene de pasar por el Bósforo.

—¿Por qué quiere hacer esto?—Es posible que usted quiera

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reconsiderar esa absurda opción suya.Quiero ser el que lo traiga a nuestrolado.

Vasili negó lentamente con lacabeza:

—Nada cambia nunca. No ocurriráeso. Aún podría denunciarlo sin queusted supiera cómo. Y al denunciarlo,destruiría la red de escape del MarNegro. Llevaría años restablecerla. Eltiempo siempre es una cuestiónimportante, ¿no cree?

—Ya veremos. ¿Quiere usted ir alos Dardanelos?

—Por supuesto.—Déme la pistola —reiteró el

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norteamericano.

El restaurante estaba lleno, y loscamareros andaban con delantales tansucios como el aserrín del suelo.Taleniekov permanecía sentado a solas,junto a la pared del fondo, a la derecha;Zaimis, dos mesas más allá, encompañía de un marino mercante griegopagado por la CIA. El rostro del griegose veía arrugado por el desagrado que lecausaba el ambiente. Vasili sorbíavodka helado, lo cual le ayudaba adisfrazar el sabor del caviar de quintacategoría.

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El criptógrafo entró por la puerta,vio a Taleniekov y se abrió pasotorpemente, entre camareros y clientes,hasta llegar a la mesa. Tras los espesoslentes de sus anteojos, su miradarevelaba miedo y alegría a la vez, asícomo cien preguntas no formuladas.

—Es todo tan increíble —susurrósentándose—. ¿Qué es lo que te hanhecho?

—Es lo que se están haciendo a símismos —contradijo Vasili—. Noquieren escuchar, no quieren oír lo quese tiene que informar, lo que se tiene quedetener. Es todo lo que te puedo decir.

—Pero eso de pedir tu ejecución.

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¡Es inconcebible!—No te preocupes, viejo amigo.

Regresaré y, como dicen, rehabilitadocon honores. —Taleniekov sonrió y tocóel hombro del otro—. Nunca lo olvides.Hay hombres buenos y decentes enMoscú, más dedicados a su país que asus propios temores y ambiciones.Siempre estarán ahí, y esos son loshombres con quienes me comunicaré.Me darán la bienvenida y meagradecerán lo que he hecho. Créelo…Ahora, tenemos sólo unos minutos.¿Dónde está el cable?

El criptógrafo abrió la mano. Elpapel estaba cuidadosamente plegado en

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su palma.—Quería ser capaz de arrojarlo

lejos, en caso necesario. Memoricé laspalabras. —Entregó a Vasili el mensajecifrado.

Un sentimiento de terror invadió aTaleniekov a medida que leía el mensajede Washington.

Invitación Kasimir.Schrankenwarten cinco goles.Unter den Linden. Przseslvaccero. Praga. Repita texto. Cero.Repita de nuevo a voluntad.Cero.

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Beowulf Agote.

Cuando acabó de leer, el exestratega maestro del KGB susurró:

—Nunca cambia nada.—¿De qué se trata? —preguntó el

criptógrafo—. No lo entendí. No es uncódigo que hayamos usado antes.

—No hay forma de que lo pudierasentender —contestó Vasili, con vozcolérica y triste a la vez—. Es unacombinación de dos códigos. El nuestroy el suyo. El nuestro de los días deBerlín Oriental, y el suyo de Praga. Estecable no lo envió nuestro hombre de

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Bruselas. Lo mandó un asesino que nocesará de matar.

Ocurrió tan rápidamente que sólohubo unos segundos para reaccionar, yel griego fue el que se movió primero.Su curtido rostro se había vuelto hacialos clientes recién llegados. Casiescupió la palabra:

—¡Cuidado! ¡Esos cabrones sonasquerosos!

Taleniekov levantó la vista; elcriptógrafo giró en su silla. A unos seismetros, en un pasillo repleto decamareros, se hallaban dos hombres queno habían venido a comer; mostrabanuna expresión dura y sus ojos se movían

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por todo el salón. Iban de mesa en mesa,pero no en busca de amigos.

—¡Oh, Dios! —susurró elcriptógrafo mientras se volvía haciaVasili—. Encontraron el teléfono y hanestado grabando las conversaciones.Eso me temía.

—Te siguieron, sí —murmuróTaleniekov, mirando en dirección aZaimis, que estaba medio levantado dela silla, el muy idiota—. Saben quesomos amigos: te están vigilando. Perono encontraron el teléfono. Si estuvieranseguros de que yo estaba aquí, habríanllegado con una docena de soldados.Son de la VKR del distrito; los conozco.

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Cálmate, quítate el sombrero y levántatede la silla. Dirígete hacia la parte deatrás, a los excusados. Hay una salida alfondo, ¿recuerdas?

—Sí, sí, me acuerdo —balbuceó suamigo.

Se levantó, con los hombros caídos,y empezó a avanzar hacia el estrechocorredor que se hallaba pasadas unascuantas mesas.

Pero era un hombre académico, node acción, y Vasili se maldijo a símismo por haber tratado de darleinstrucciones. Uno de los dos hombresde la VKR se dio cuenta de su presenciay se acercó a él, empujando a un lado a

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los camareros que se hallaban en elpasillo.

Luego, vio a Taleniekov y metió sumano rápidamente en la abertura de susaco, en busca de un arma que no seveía. Al hacer esto, el marino griegosaltó de su silla, serpenteando con pasoindeciso, agitando los brazos como sihubiera consumido demasiado vodka.Chocó contra el hombre de la VKR, yéste trató de empujarlo a un lado. Elgriego fingió una indignación deborracho y le devolvió el empujón contal fuerza que el ruso cayó tendido sobreuna mesa, arrojando al suelo platos yalimentos.

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Vasili se levantó raudo y corrió trassu viejo amigo de Riga, empujándolohacia el estrecho pasillo; luego, vio alnorteamericano. Zaimis estaba de pie,con un revólver en la mano. ¡El idiota!

—¡Guarde eso! —gritó Taleniekov—. No se exponga…

Era demasiado tarde. Un disparoresonó entre el ruido caótico,convirtiéndose aquello en pandemónium.El hombre de la CIA se llevó ambasmanos al pecho y se desplomó, lacamisa bajo su saco repentinamenteempapada en sangre.

Vasili tomó al criptógrafo delhombro, empujándolo hacia la estrecha

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bóveda. Sonó un segundo disparo; elexperto en códigos se arqueóespasmódicamente, las piernas juntas, yuna erupción de sangre en su garganta.Una bala le había penetrado en la nuca.

Taleniekov se tiró al suelo, aturdido,sin dar crédito a lo que ocurrió después.Escuchó un tercer disparo, seguido de ungrito agudo que penetraba la cacofoníade alaridos a su alrededor. Y luego, elmarino griego que acompañaba a Zaimissaltó bajo la bóveda, con una automáticaen la mano.

—¿Hay una salida por allá atrás? —rugió en un inglés algo defectuoso—.Tenemos que correr. El primer cabrón

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se escapó. ¡Otros vendrán!Taleniekov se puso en pie e indicó

al griego que lo siguiera. Juntosatravesaron una puerta hasta la cocina,llena de aterrorizados meseros ycocineros, y salieron a un callejón.Dieron vuelta a la izquierda y siguieroncorriendo a través de un laberinto deoscuros callejones que conectabanvetustos edificios, hasta las viejas callesde Sebastopol.

Corrieron aún durante kilómetro ymedio. Vasili se conocía muy bien laciudad, pero era el griego quienindicaba en qué esquina debían darvuelta. Al entrar a una callejuela poco

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alumbrada, el marino tomó a Taleniekovdel brazo; estaba sin aliento.

—Podemos descansar aquí unminuto —dijo, jadeante—. No nosencontrarán.

—No es un lugar en el que se piensaprimero cuando hay que hacer unaredada —coincidió Vasili mirando a lashileras de pulcros edificios dedepartamentos.

Siempre es bueno ocultarse en unvecindario bien cuidado —sonrió elmarino—. A los residentes lesdesagrada la controversia; lo delatan auno inmediatamente. Todos lo saben, asíque nadie busca en tales lugares.

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—Usted dijo que podemosdescansar aquí «un minuto» —recordóTaleniekov—. No estoy seguro deadónde iremos después. Necesito tiempopara pensar.

—¿Descarta usted el barco? —preguntó el griego—. Así pensé.

—Sí. Zaimis llevaba papelesencima. Y lo que es peor, tenía una demis pistolas. La VKR andará comoenjambre, por todos los muelles, dentrode una hora.

El griego estudió a Vasili en lapenumbra:

—De modo que el gran Taleniekovsale corriendo de Rusia. Sólo puede

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permanecer aquí como un cadáver.—No de Rusia, sino de hombres

atemorizados. Pero sí tengo que salirpor un tiempo. Tengo que pensar cómolo voy a lograr.

—Hay una forma —indicó el marinomercante con sencillez—. Iremos por lacosta noroeste primero; luego, al sur,hacia las montañas. En tres días estaráen Grecia.

—¿Cómo?—Hay un convoy de camiones que

van primero a Odesa…

Taleniekov estaba sentado en el duro

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banco de la parte trasera del camión,mientras la luz del amanecer se filtrabapor la tela batida por el viento queprotegía cada lado. En poco tiempo, él ylos demás tendrían que arrastrarse bajounos tablones, y permanecer inmóviles yen silencio en un anaquel oculto entrelos ejes, mientras atravesaban elpróximo puesto de inspección. Perodurante una hora más o menos podíanestirarse y respirar aire que no oliera aaceite y grasa.

Se metió la mano en el bolsillo ysacó el mensaje cifrado de Washington,el cable que ya había costado tres vidas.

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Invitación Kasimir.Schrankenwarten cinco goles.Unter den Linden. Przseslvaccero. Praga. Repita texto. Cero.Repita de nuevo a voluntad.Cero.

Beowulf Agote.

Dos códigos. Un significado.Con su pluma. Vasili escribió el

significado que encubría la clave.

Venga y máteme, tal comomató a alguien que cruzó elpuesto de control a las cinco de

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la tarde en la Unter den Linden.He matado a su correo tal comootro correo murió en Praga.Repito: venga a mí. Le mataré.

Scofield

Aparte de la brutal decisión delasesino norteamericano, el aspecto máselectrizante del cable de Scofield era elhecho de que ya no estaba al servicio desu país. Lo habían separado de lacomunidad de inteligencia. Y tomandoen cuenta lo que hizo y las fuerzaspatológicas que le impulsaron a hacerlo,sin duda esa separación era feroz.

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Porque ningún profesional del gobiernohabría asesinado a un correo bajo lascircunstancias en que se hallaba esteextraordinario contacto soviético. YScofield era un profesional.

Las nubes tormentosas sobreWashington resultaron catastróficas paraBeowulf Agate. Lo habían destruido.

Así como la tormenta sobre Moscúhabía destruido a un estratega maestrollamado Taleniekov.

Era extraño, rayando en lo macabro.Dos enemigos que se odiaban a muertefueron escogidos por el Matarese comoel primero de sus señuelos letales,maniobras engañosas, como las calificó

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el viejo Krupskiy. Y sin embargo, sólouno de esos enemigos lo sabía; el otro loignoraba. Su único interés era abrirnuevas cicatrices para que la sangrevolviera a fluir entre ellos.

Vasili se metió el papel en elbolsillo y suspiró profundamente. Lospróximos días estarían repletos deataques y contraataques, dos expertosacechándose el uno al otro, hasta lainevitable confrontación.

Mi nombre es Taleniekov.Nos mataremos o hablaremos.

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7El subsecretario de Estado, DanielCongdon, con el teléfono en la mano,saltó de su sillón. Desde sus primerosdías en la Agencia de SeguridadNacional, había aprendido que unaforma para controlar un acceso denervios consistía en ejecutar unmovimiento físico durante el momentode la crisis. Y en su profesión, el controlera la clave para todo o al menos laapariencia de control. Escuchó a unsecretario de Estado, que definía estacrisis particular.

Maldita sea, él estaba controlado.

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—Acabo de reunirme en privadocon el embajador soviético y amboscoincidimos en que el incidente no debehacerse público. Lo importante ahora estraer a Scofield.

—¿Tiene usted la certeza de que fueScofield, señor? ¡No puedo creerlo!

—Digamos que hasta que él loniegue, aportando pruebas irrefutablesde que estaba a miles de kilómetros dellugar en las últimas cuarenta y ochohoras, tendremos que suponer que tuvoque ser Scofield. Ningún otro, enoperaciones clandestinas, habríacometido semejante acto. Esinconcebible.

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¿Inc o nc e b i b l e ? Increíble. Elcadáver de un ruso es entregado, através de las puertas de la embajadasoviética, en el asiento trasero de un taxia las 8:30 de la mañana, la hora demáximo tráfico en Washington. Y elconductor no sabía absolutamente nada,excepto que subieron dos borrachos; nouno, aunque uno estuviera en peor estadoque el otro. ¿Y qué demonios pasó conel otro individuo? El que tenía acentoruso y llevaba sombrero y anteojososcuros, y que dijo que la luz del sol erademasiado brillante después de toda unanoche de vodka. ¿Dónde se habíametido? Y el hombre en el asiento

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trasero estaba hecho un desastre.—¿Quién era el hombre, señor

secretario?—Un oficial de la inteligencia

soviética, estacionado en Bruselas. Elembajador habló con franqueza; el KGBno tenía conocimiento de que se hallaraen Washington.

—¿Una posible deserción?—No hay ninguna evidencia que

apoye esa teoría.—Entonces ¿qué le ata a Scofield?

Aparte del método de eliminación yentrega.

El secretario de Estado hizo unapausa; luego, replicó cuidadosamente:

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—Usted debe comprender, señorCongdon, que el embajador y yotenemos una relación muy especialdesde hace varios años. A menudosomos más sinceros, entre nosotros, quediplomáticos. Siempre con elentendimiento de que ninguno hablaoficialmente.

—Lo entiendo, señor —asintióCongdon, dándose cuenta de que lacontestación que estaba a punto derecibir nunca podría tomarse comooficial.

—El oficial de inteligencia de quienestamos hablando era miembro de unaunidad del KGB en Berlín Oriental, hace

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unos diez años. Supongo, por susrecientes decisiones, que está ustedfamiliarizado con el expediente deScofield…

—¡Su esposa! —exclamó Congdon,sentándose—. ¿Ese hombre era uno delos que mataron a la esposa deScofield?

El embajador no hizo referencia a laesposa de Scofield; solamente mencionóel hecho de que la víctima habíaformado parte de una secciónrelativamente autónoma del KGB enBerlín Oriental, hace diez años.

—Esa sección estaba controlada porun estratega llamado Taleniekov. El dio

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las órdenes.—Sí —aseveró el secretario de

Estado—. Conversamos acerca deTaleniekov y del incidente que ocurrióaños más tarde en Praga. Buscamos laconexión que usted acaba de considerar.Puede que exista.

—¿Cómo es eso, señor?—Vasili Taleniekov desapareció

hace dos días.—¿Desapareció?—Sí, señor Congdon. Piénselo.

Taleniekov supo que estaba a punto deser retirado oficialmente; así que montóuna sencilla pero eficaz cobertura ydesapareció.

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—Scofield ha sido separado… —Congdon habló suavemente, tanto para élmismo como para el teléfono.

—Exactamente —aseveró elsecretario de Estado—. El paralelopuede ser muy significativo. Dosespecialistas retirados, empeñadosahora en hacer lo que antes no podían,oficialmente: matarse el uno al otro.Tienen contactos por todos lados,hombres que les son leales por una seriede razones. Sus vendettas personalespodrían crear un sinfín de problemaspara ambos gobiernos, durante estosdelicados meses de conciliación. Eso nodebe ocurrir.

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El director de OperacionesConsulares frunció el entrecejo; habíaalgo que no le acababa de convencer enlas conclusiones del secretario.

—Hablé con Scofield hace tresnoches. No parecía consumido por elodio, o por deseo de venganza ni nadapor el estilo. Parecía un agente cansadodel servicio en que había vivido…anormalmente… por largo tiempo.Durante años. Me dijo que sólo queríadesvanecerse en el aire, y le creí. Habléde Scofield con Robert Winthrop, apropósito, y éste fue de la mismaopinión. Dijo…

—Winthrop no sabe nada —

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interrumpió el secretario de Estado coninesperada dureza—. Robert Winthropes un hombre brillante, pero nunca haentendido el significado de laconfrontación, excepto en sus formasmás rarificadas. Téngalo en mente,señor Congdon; Scofield mató a eseoficial de inteligencia, de Bruselas.

—Tal vez hubo circunstancias quedesconocemos…

—¿Ah, sí? —de nuevo el secretariohizo una pausa, y, cuando habló, elsignificado de sus palabras erainconfundible—: Si existen esascircunstancias, entonces nosencontramos, diría yo, ante una situación

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potencialmente mucho más peligrosa quela que pudiera provocar una enemistadpersonal. Scofield y Taleniekov sabenmás acerca de las operaciones deinteligencia de ambos servicios, queningún otro par de hombres. No debepermitirse que establezcan contacto. Nicomo enemigos empeñados en matarseel uno al otro, ni con motivos de esascircunstancias que desconocemos. ¿Meestá usted entendiendo, señor Congdon?Como director de OperacionesConsulares, es su responsabilidad. Laforma en que ejecute esaresponsabilidad no es de miincumbencia. Tal vez se trate de un

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hombre que se encuentra más allá de susalvación. Eso lo tendrá que decidirusted.

Daniel Congdon se quedó inmóvilmientras oía el click al otro lado de lalínea. En todos sus años de servicio,jamás había recibido una orden tanoblicua y mal disfrazada. El lenguajepodía ponerse a discusión, pero no laorden. Colgó la bocina y alcanzó otroteléfono del lado izquierdo de suescritorio. Apretó un botón y marcó tresnúmeros.

—Seguridad Interna —contestó unavoz masculina.

—Habla el subsecretario Congdon.

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Detenga a Brandon Scofield. Tenemos lainformación. Tráigalo aquíinmediatamente.

—Un momento, señor —interpuso elhombre, cortésmente—. Creo que haceun par de días llegó un informe devigilancia acerca de Scofield.Permítame consultar con lacomputadora. Todos los datos están ahí.

¿Hace un par de días?—Sí, señor. Lo tengo ahora en la

pantalla. Scofield se fue del hotelaproximadamente a las once horas deldía dieciséis.

¿Del dieciséis? Hoy es diecinueve.—Sí, señor. Pero no transcurrió

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mucho tiempo con respecto al reporte.La administración nos informó en menosde una hora.

—¿Dónde está?—Dejó dos direcciones para recibir

correo, pero sin fechas. Una es laresidencia de una hermana suya enMinneapolis; otra es un hotel enCharlotte Amalie, Saint Thomas, IslasVírgenes.

—¿Las han comprobado?—Sí, señor. Una hermana suya vive

efectivamente en Minneapolis el hotel enSaint Thomas tiene una reserva pagadapara Scofield. A partir del díadiecisiete. El dinero se mandó por cable

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desde Washington.—Entonces está ahí.—Se hizo una llamada de rutina; aún

no había llegado al mediodía de hoy.—¿Y qué hay respecto a la hermana?

—inquirió Congdon.—También fue una llamada de

rutina. Ella nos confirmó el hecho deque Scofield la llamó y dijo que pasaríapor allí, sin especificar fecha. Agregóque no era desusado de su parte hablarde visitas casuales. Lo espera durante lasemana.

El director de OperacionesConsulares sintió deseos de levantarsede nuevo, pero los reprimió.

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—¿Está usted tratando de decirmeque en realidad no sabe dónde seencuentra?

—Bueno, señor Congdon, operamossobre informes recibidos, no sobre labase de un continuo contacto visual.Procederemos a hacer una llamada deurgencia No espero que tengamosproblemas con Minneapolis, pero esposible que los tengamos con las IslasVírgenes.

—¿Por qué?—No tenemos informantes

confiables allá, señor. Ni nosotros ninadie.

Daniel Congdon se incorporó en su

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sillón.—Permítame que trate de entender

lo que está diciendo. Usted afirma queScofield estaba bajo vigilancia normal,y sin embargo mis instrucciones eranmuy claras: teníamos que saber de suparadero en todo momento. Entonces,¿por qué no se mantuvo en continuocontacto visual con él?

El hombre de Seguridad Internarespondió a trompicones:

—Esa no es una decisión mía, señor,pero creo que puedo explicarla. Sihubiera mantenido un continuo contactovisual con Scofield, él podría haberloadvertido y… bueno, por pura maldad,

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habernos despistado.—¿Y qué demonios cree que acaba

d e hacer? ¡Encuéntrenlo! ¡Envíe cadahora un informe detallado a esta oficina!—Congdon se sentó enojado, colgandoel teléfono con tal fuerza que hizotrepidar la campanilla. Se quedómirando al instrumento, lo levantó denuevo. Y marcó otro número.

—Comunicaciones Internacionales;señorita Andros —respondió una vozfemenina.

—Señorita Andros, habla elsubsecretario Congdon. Por favor, envíeinmediatamente a mi oficina unespecialista en claves. Clasificación

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Código A, máximo secreto y prioridad.—¿Una emergencia, señor?—Sí, señorita Andros, una

emergencia. El cable tiene que serenviado en treinta minutos. Despeje todoel tráfico a Amsterdam, Marsella… yPraga.

Scofield escuchó las pisadas en elpasillo y se levantó de la silla. Caminóhasta la puerta y miró a través deldiminuto disco en el centro de la misma.Pasó la figura de un hombre que no sedetuvo en la puerta opuesta, la entrada ala suite utilizada por el correo de

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Taleniekov. Bray volvió a la silla y sesentó. Apoyó la cabeza contra elrespaldo, mirando al techo.

Habían pasado tres días desde lacarrera por las calles, tres noches desdeque había asesinado al mensajero deTaleniekov… mensajero hacía tresnoches, asesino en la Unter den Lindendiez años antes. Había sido una nocheextraña, una carrera insólita, un final quepudo haber acabado al revés.

El hombre podría habersobrevivido; la decisión de matarloperdió gradualmente su intensidad paraBray, como tantas otras cosas también laperdieron. El correo se causó a sí

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mismo la muerte. Lo había dominado elpánico; sacó una afilada navaja de diezcentímetros, de uno de los lados delsillón del hotel, y se lanzó al ataque. Sumuerte se debió a la reacción deScofield; no fue el asesinatopremeditado que se le ocurriera en lacalle.

Nada había cambiado mucho. Elcorreo del KGB fue usado porTaleniekov. El hombre estabaconvencido de que Beowulf Agate iba adesertar, y de que el ruso que lo trajerarecibiría la más alta condecoración deMoscú.

—Le han engañado —dijo Bray al

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correo.—¡Imposible! —gritó el soviético

—. ¡Fue Taleniekov!—Es muy posible. Eligió un hombre

de la Unter den Linden para establecerel contacto, un hombre cuyo rostro élsabe que nunca olvidaré. Lo másprobable es que perdiera el control demí mismo y le matara. En Washington.Aquí soy vulnerable… y usted ha sidoengañado.

—¡Usted se equivoca! ¡Se trata deun contacto blanco!

—Igual que el de Berlín Oriental,hijo de puta.

—¿Qué va usted a hacer?

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—Ganarme parte de mi liquidación.Usted se va a entregar.

—¡No!—Sí.El soviético se lanzó contra

Scofield.Habían pasado tres días desde ese

momento de violencia, tres mañanasdesde que Scofield depositara el«paquete» en la embajada y enviara elmensaje cifrado a Sebastopol. Y todavíanadie acudía a la puerta del otro ladodel pasillo; eso no era normal. La suitehabía sido alquilada por una casa decambios de Berna, Suiza, para queestuviera disponible para sus

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«Ejecutivos». Era un procedimientonormal para los hombres de negociosinternacionales, y también una coberturatransparente para un punto de enlacesoviético.

Bray había forzado la situación. Elmensaje cifrado y el cadáver del correotenían que obligar a alguien a echar unvistazo a la suite.

Y sin embargo, nadie lo había hecho;la cosa carecía de sentido.

A menos que parte del cable deTaleniekov fuera verdad: estabaactuando a solas. Si era así, sóloquedaba una explicación: el asesinosoviético fue separado del servicio, y

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antes de retirarse a una vida aislada enalgún lugar cerca de Grasnov, decidiósaldar una deuda.

Había jurado hacerlo en Praga: elmensaje fue claro entonces: Eres mío,Beowulf Agote. Algún día, en algunaparte, veré cómo exhalas el últimosuspiro.

Un hermano, por una esposa. Elmarido, por el hermano. Era venganzaarraigada en odio, un odio que nunca seapagaba. No habría paz para ninguno delos dos, hasta que le llegara el fin a unode ellos. Era mejor saber eso ahora,pensó Bray, que averiguarlo en una callerepleta de gente o en un tramo desierto

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de playa, con un cuchillo en el costado ouna bala en la cabeza.

La muerte del correo fue unaccidente, no lo sería la de Taleniekov.No habría paz hasta que se encontraran,y entonces la muerte llegaría en una uotra forma. La cuestión, ahora, era cómohacer venir al ruso; él había dado elprimer paso. El era el acechador, y supapel había quedado establecido.

La estrategia era clásica: huellasclaramente definidas para que elacechador las siguiera, y en el momentoelegido, y menos esperado, las huellasno estarían allí ya, el acechadorquedaría perplejo y expuesto. La trampa

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estaba lista.Como Bray, Taleniekov podía viajar

a cualquier lugar que deseara, con o sinautorización oficial. A través de losaños, ambos habían aprendidodemasiados métodos; una plétora depapeles falsos estaban ahí disponiblespara su compra; centenares de hombres,listos por todas partes paraproporcionar encubrimiento otransporte, escondites a armas,cualquiera de esas cosas o todas ellas.Sólo había dos requerimientos básicos:identidades y dinero.

Ni Taleniekov ni él carecían deninguno de ellos. Ambos venían con la

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profesión: las identidades, en forma muynatural: el dinero no tanto; en muchasocasiones, como resultado de haber sidodetenido a causa de retrasosburocráticos, para pagos requeridos.Todo especialista que se preciara de surango tenía su propia fuente de fondos.Los pagos se habían exagerado, y eldinero se canalizaba y depositaba enterritorios estables. El objetivo no erarobar ni hacerse rico, sino meramentesobrevivir. Un hombre en el serviciosólo tenía que haber estado en unasituación difícil, una o dos veces, paraaprender la necesidad de contar conrespaldos económicos.

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Bray tenía cuentas bancarias bajodiversos nombres en París, Munich,Londres, Ginebra y Lisboa. Uno evitabaRoma y el bloque comunista; el tesoroitaliano era una locura, y el sistemabancario de los satélites orientales,demasiado corrupto.

Scofield raramente pensaba en eldinero que tenía para gastos; en el fondosuponía que lo devolvería algún día. Siel voraz Gongdon no hubiera flirteadocon sus propias tentaciones y hecho laseparación oficial tan complicada, Brayhabría tal vez llegado a la mañanasiguiente para entregarle las chequeras.

Pero no ahora. Las acciones del

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subsecretario lo descartaban. Uno noentrega cientos de miles de dólares a unhombre que coordinaba su propiaeliminación al tiempo que trataba depermanecer ajeno a ella. Era unconcepto muy profesional. Scofieldrecordó que años antes había sidollevado a la cumbre por las asesinos delMatarese. Pero eran asesinos a sueldo;no hubo nadie como ellos desde los díasde Hassan Ibn-al-Sabbath. Un hombrecomo Daniel Congdon era una pálidacomparación.

Congdon. Scofield rió y se llevó lamano al bolsillo para sacar uncigarrillo. El nuevo director de

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Operaciones Consulares no era unimbécil, y sólo un imbécil losubestimaría; pero tenía la mentalidadque tanto prevalecía en los dirigentes delos servicios clandestinos deWashington. En realidad, no entendía loque le pasaba a un hombre en elservicio; podía tal vez formular lasfrases, pero era incapaz de ver lasencilla línea de acción y reacción.Pocos querían hacerlo, porquerecomendarlo significaba conoceranormalidades en un subordinado cuyasfunciones eran irreemplazables para elDepartamento, o la Compañía.Sencillamente, para un hombre en el

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servicio el comportamiento patológicoera un modo de vida perfectamentenormal, y no se le prestaba atenciónparticular. El hombre en el servicioaceptaba el hecho de que era un criminalantes de que se hubiera cometidocualquier crimen. Por tanto, a la primerainsinuación de actividad tomabamedidas para protegerse, antes de quealgo ocurriera: era una segundanaturaleza.

Bray había hecho exactamente eso.Mientras el mensajero de Taleniekovpermaneció en la habitación de enfrente,en el hotel de la avenida Nebraska,Scofield hizo varias llamadas. La

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primera fue a su hermana enMinneapolis: estaría volando al medioOeste en un par de horas, y la visitaríaen un día o dos. La segunda fue para unamigo de Maryland, un pescador deaguas profundas, con una sala llena devíctimas disecadas y trofeos en lasparedes ¿Podría encontrar un lugarpequeño y agradable en el Caribe, quelo alojara? El amigo tenía otra amigo enCharlotte Amalie, dueño de un hotel, quesiempre guardaba dos o treshabitaciones disponibles para estoscargos. El pescador de Maryland haríala llamada.

Así que, para aquellos que pudieran

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interesarse en él, desde la noche deldieciséis estaba camino al medioOeste… o al Caribe. Ambos puntos seencontraban a más de dos mil kilómetrosde Washington, donde él permanecíaoculto sin abandonar la habitación delhotel enfrente del punto de enlacesoviético.

¿Cuántas veces había machacadoesta lección a agentes más jóvenes ymenos experimentados? Demasiadaspara poderlas contar. Un hombre quepermanece inmóvil entre unamuchedumbre, pasa inadvertido.

Pero a medida que trascurrían lashoras, aumentaba su perplejidad. Tenía

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que examinar todas las explicacionesposibles. La más obvia era que el rusohabía activado un enlace pasivoconocido por él y su mensajero; lasinstrucciones podían haber sidoenviadas calladamente a Berna, y lasuite alquilada por cable. Tomaríasemanas antes de que la información sefiltrara de nuevo hasta Moscú, un enlaceentre miles por todo el mundo.

De ser así, y esta era tal vez la únicaexplicación, Taleniekov no sólo estabaactuando por su cuenta, sino en contra delos intereses del KGB. Su vendettacobraba más importancia que su lealtadhacia su gobierno, si es que ese término

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significaba algo más aún. De otramanera, la suite de enfrente estaría llenade soviéticos. Podrían haber esperadoveinticuatro o treinta y seis horas paraverificar si estaban siendo vigilados porel FBI, pero no más tiempo; habíademasiadas maneras de eludir lavigilancia del bureau.

Bray sentía instintivamente que teníarazón, un instinto desarrollado año trasaño, al punto de que confiaba en élimplícitamente. Ahora tenía que ponerseen el lugar de Taleniekov, pensar comoél hubiera pensado. Era su proteccióncontra un cuchillo en el costado o unabala de un rifle de alta potencia. Era la

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forma de lograr que todo llegara a unaconclusión, sin tener que pasar cada díaimaginándose lo que existía tras lassombras. O las muchedumbres.

El hombre del KGB no tenía opción:le tocaba mover la próxima pieza, ydebía hacerlo en Washington. Laconexión física empezaba con el enlacepasivo enfrente de la habitación. Enpocos días, tal vez horas, Taleniekovaterrizaría en el aeropuerto Dulles ydaría comienzo la cacería.

Pero el ruso no era un idiota; no semetería en una trampa. En su lugarvendría otra persona, alguien que nosabría nada, pagado para servir de

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señuelo. Un pasajero confiado, cuyaamistad habría sido cultivadacuidadosamente durante el vuelotrasatlántico; o uno de los contactosciegos que Taleniekov había utilizadopor docenas en Washington. Hombres ymujeres que no tenían idea de que eleuropeo, a quien hacían favores tan bienpagados, era un estratega del KGB.Entre ellos estaría el señuelo, o losseñuelos, y los pájaros. Los señuelos nosabían nada; eran el anzuelo. Lospájaros observaban, enviando susseñales de alarma cuando se picaba elanzuelo. Pájaros y señuelos; esas seríanlas armas de Taleniekov.

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Alguien vendría al hotel de laavenida Nebraska. Quienquiera quefuese, no tendría otras instrucciones másque entrar en aquellas habitaciones, sinun número de teléfono, sin un nombreque significara algo. Y ahí cerca, lospájaros estarían esperando a la presapara que fuera tras el anzuelo.

Cuando la presa hubiese sidoubicada, los pájaros se irían hacia elcazador. Lo que significaba que elcazador también estaba cerca.

Esa sería la estrategia deTaleniekov, ya que no podría disponerde ninguna otra; también era la estrategiaque Scofield usaría. Tres o cuatro

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personas listas, cinco como máximo,para esa tarea sencillamente montada:llamadas telefónicas al aeropuerto, unencuentro en un restaurante céntrico…Una mezquina maniobra económica si seconsidera el valor personal de la presa.

Oyó ruidos más allá de la puerta.Voces. Bray se levantó de la silla ycaminó rápidamente hacia el diminutocírculo de vidrio de la puerta.

A través del mismo vio que unamujer bien vestida hablaba con el mozoque llevaba su maletín de noche. No erauna maleta, ni lo que se pudieraconsiderar equipaje para un vuelotrasatlántico, sino un pequeño maletín de

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noche. El señuelo había llegado, lospájaros no debían estar lejos.Taleniekov había aterrizado; todo iba acomenzar.

La mujer y el mozo desaparecieronen el interior de la suite.

Scofield fue al teléfono. Era elmomento de iniciar la contra-maniobra.Necesitaba tiempo; dos o tres días noeran nada del otro mundo.

Llamó al pescador de agua profundade la costa de Maryland, asegurándosede que la llamada fuera directa. Cubrióel auricular con la mano derecha,filtrando la voz a través de los dedosapenas separados. El saludo fue rápido;

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el que llamaba tenía prisa.—Estoy en los Cayos y no puedo

comunicarme con ese maldito hotel deCharlotte Amalie. ¿Puede hacerme elfavor de llamar de mi parte? Dígalesque estoy en un crucero que sale deTavernier y que estaré allí en un par dedías.

—Claro, Bray. Estás ahora gozandode unas verdaderas vacaciones,¿verdad?

—Ni te lo puedes imaginar. Gracias.La siguiente llamada no necesitaba

semejante estratagema. Iba dirigida auna mujer francesa con quien habíavivido brevemente en París algunos

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años antes. Alguien que fue uno de losagentes secretos más eficaces deInterpol, hasta que su cobertura fueexpuesta; ahora trabajaba para un agentede la CIA, destacado en Washington. Yano existía una atracción sexual entreellos, pero seguían siendo amigos. Ellano hacía preguntas. El le dio el númerodel hotel en la avenida Nebraska.

—Llama en quince minutos y pide lasuite dos-once. Contestará una mujer.Pregunta por mí.

—¿Se pondrá furiosa, querido?—Ella no sabrá quién soy. Pero

alguien más sí lo sabrá.

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Taleniekov se apoyó contra la paredde ladrillos del oscuro callejón frente alhotel. Por unos instantes dejó que sucuerpo se relajara y movió el cuello deun lado a otro, tratando de aliviar latensión, de reducir el cansancio. Habíaestado viajando durante casi tres días,volando más de dieciocho horas,manejando en medio de ciudades ypueblos para encontrar a aquelloshombres que le proporcionarían losdocumentos falsos que le permitieranpasar por tres estaciones deinmigración. De Satánica a Atenas, deAtenas a Londres, de Londres a NuevaYork. Por último, un vuelo al final de la

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tarde en el puente aéreo a Washington,después de visitar tres bancos en laparte baja de Manhattan.

Lo había logrado; su gente habíatomado sus posiciones. Una prostituta dealto precio, que trajo de Nueva York, yotros tres de Washington: dos hombres yuna mujer mayor. Todos, excepto uno,eran personas de fácil palabra, lo que enRusia se llamaba nochivo y losnorteamericanos conocían comohustlers. Buscones. Cada uno habíaservido en el pasado al generoso«hombre de negocios» de La Haya, quetenía la propensión a comprobar laactuación de sus asociados, la tendencia

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a mostrarse confiado; ambas actitudeslas pagaba con sumas generosas.

Estaban preparados para su trabajoesa noche. La prostituta se hallaba en lasuite conocida como el depósito Berna-Washington; en pocos minutos, Scofieldse enteraría. Pero Beowulf Agate no eraun amateur; recibiría la noticia, de unempleado o de una operadora telefónica,y enviaría a otra persona a interrogar ala muchacha.

Quienquiera que fuese, sería vistopor uno o todos los pájaros deTaleniekov: los dos hombres y la mujer.A cada uno de ellos le habíaproporcionado un walkie-talkie

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transmisor-receptor miniatura, que sepodía sostener en la palma de la mano;compró cuatro de ellos en elestablecimiento Mitsubi, de la QuintaAvenida. Podían comunicarse con él alinstante, a excepción de la prostituta. Nose podía correr el riesgo de que seencontrara en ella un dispositivo comoése. Ella no era indispensable.

Uno de los hombres estaba sentadoante la mesita, levemente iluminada poruna pequeña linterna-candelabro, delcoctail-lounge. A su lado tenía unportafolio abierto, con los papelescolocados bajo la luz de la vela; comoun vendedor que tratara de resumir lo

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ocurrido durante un viaje de negocios.El otro hombre se encontraba en elcomedor, sentado ante una mesa parados; la reserva fue hecha por un altofuncionario de la Casa Blanca. Pero elanfitrión se había retrasado; el capitánde meseros recibió varias llamadas dedisculpa. El invitado sería tratado comoalguien suficientemente importante parajustificar tantas llamadas de disculpa,del número 1600 de la avenidaPensilvania.

Pero con quien más contabaTaleniekov era con la otra mujer; lamejor pagada de los tres, y con buenasrazones. Ella no era un nichivo, sino una

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asesina.Era su arma inesperada. Una mujer

elegante, elocuente, que no tenía elmenor remordimiento a la hora dedisparar a un blanco a través de lahabitación, o de clavar un cuchillo en elestómago de su compañero de cena. Queera capaz de transformar su apariencia,al instante, de una digna dama a unaharpía, y todas las fases intermedias.Vasili le había pagado miles de dólaresen los últimos seis años, y en diversasocasiones la hizo volar a Europa parallevar a cabo tareas que requerían de susextraordinarias habilidades. Ella nuncale había fallado, ni tampoco le fallaría

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esta noche. Se puso en comunicacióncon ella poco después de aterrizar en elaeropuerto Kennedy; ella tuvo un díacompleto para prepararse para lavelada. Sería tiempo suficiente.

Taleniekov se apartó de la pared deladrillo, respirando profundamente,rechazando la tentación de dormir unpoco. Sus flancos estaban cubiertos;ahora sólo tenía que esperar. En caso deque Scofield quisiera acudir a la cita,que a juicio del norteamericano seríafatal para uno de ellos. ¿Y por qué nohabría de venir? Era mejor resolver elasunto de una vez por todas, en lugar devivir atemorizado por cualquier lugar

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oscuro o por cada calle transitada a laluz del día, preguntándose quién estaráescondido… apuntando, desenvainandoun cuchillo. No, era mucho mejorconcluir la cacería; esa sería la opiniónde Beowulf Agate. Y no obstante, ¡quéequivocado estaba! Si hubiera algunaforma de llegar hasta él, ¡de decírselo!¡Ahí estaba el Matarese! ¡Tenían gente aquien ver, a quien apelar, a quienconvencer! Juntos podrían hacerlo;había hombres decentes en Moscú y enWashington, que no tendrían miedo.

Pero no había forma de llegar aBrandon Scofield en terreno neutral,porque ningún terreno sería neutral para

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Beowulf Agate. En cuanto viera a suenemigo, el norteamericano utilizaríainstantáneamente todas las armas a sualcance, para destrozarlo. Vasilientendía esto, pues si él hubiera estadoen el lugar de Scofield habría hecho lomismo. De modo que era cuestión deesperar, en círculos, sabiendo que cadauno pensaba que el otro era la presa quequedaría expuesta primero; cada unomaniobraría hasta conseguir que suadversario cometiera ese error.

La terrible ironía era que el únicoerror significativo tendría lugar en elcaso de que Scofield ganara. Taleniekovno podía dejar que eso ocurriera.

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Estuviera donde estuviese Scofield,tenía que cazarlo, inmovilizarlo,obligarlo a escuchar.

Por eso era tan importante estaespera. Y el estratega maestro de BerlínOriental, Riga y Sebastopol era unexperto en el arte de la paciencia.

—La espera mereció la pena, señorCongdon —exclamó la voz excitada, porel teléfono—. Scofield está en un vuelocharter que sale de Tavernier para losCayos de Florida. Calculamos quellegará a las Islas Vírgenes pasadomañana.

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—¿De dónde procede suinformación? —preguntó con aprensiónel director de Operaciones Consulares,despejando el sueño de sus ojos,mirando de soslayo al reloj junto a lamesita de noche. Eran las tres de lamañana.

—Del hotel en Charlotte Amalie.—¿Y de dónde procede la

información de ellos?—Recibieron una llamada

internacional para pedir que la reservase respetara. Dijeron que estaría allí endos días.

—¿Quién hizo la llamada? ¿Dedónde procedió?

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Hubo una pausa en el otro extremode la línea del Departamento de Estado.

—Suponemos que fue Scofield,desde los Cayos.

—No supongan nada. ¡Averígüenlo!—Estamos verificándolo todo, por

supuesto. Nuestro hombre en Key Westestá ahora camino a Tavernier.Comprobará todos los registros delcharter.

—Verifique esa llamada telefónica einfórmeme. —Congdon colgó la bocinay se incorporó sobre la almohada. Miróa su esposa en la cama gemela, junto a lasuya. Se cubrió la cabeza con la sábana.A través de los años había aprendido a

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dormir durante llamadas que podíandurar toda la noche. Meditó acerca deésta que acababa de recibir. Todo erademasiado sencillo, demasiado creíble.Scofield estaba cubriendo sus huellasbajo el pretexto de un viaje repentino,fortuito; un hombre cansado que quiererecrearse por algún tiempo. Pero habíacontradicciones. Scofield no era el tipode hombre que llegara a cansarse hastael punto de ser fortuito acerca de nada.Había ocultado sus movimientosdeliberadamente… Lo cual quería decirque había matado al oficial deinteligencia de Bruselas.

KGB. Bruselas.

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Taleniekov.Berlín Oriental.Taleniekov y el hombre de Bruselas

trabajaron juntos en Berlín Oriental. Enuna «sección del KGB, relativamenteautónoma», lo cual significaba más alláde Berlín.

¿Hasta Washington? Esa unidad«relativamente autónoma» de BerlínOriental, ¿habría mandado hombres aWashington? No era nada descabellado.La palabra «autónoma» tenía dossignificados. No sólo estaba proyectadapara absolver a jefes superiores, deciertos actos de sus subordinados, sinoque también significaba libertad de

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movimiento. Un agente de la CIA enLisboa podía seguir la pista de unhombre hasta Atenas. ¿Por qué no?Estaba familiarizado con la operación.A la inversa, un agente del KGB enLondres podría seguir a alguiensospechoso de espionaje, hasta NuevaYork. Una vez obtenida una autorizacióngeneral, era evidente su deber.Taleniekov llegó a operar enWashington; se hablaba de que habíarealizado una docena de viajes, o tal vezmás, a Estados Unidos, durante la últimadécada.

Taleniekov y el hombre de Bruselas;ésa era la conexión que tenían que

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examinar. Congdon se inclinó haciaadelante y tomó el teléfono; luego, sedetuvo. Todo dependía ahora del hechode escoger el momento oportuno. Lostelegramas habían llegado unas docehoras antes a Amsterdam, a Marsella y aPraga. Según información digna deconfianza, habían dejado estupefactos alos destinatarios. Agentes ocultos en lastres ciudades reaccionaron con ciertopánico al conocer la noticia delcomportamiento «impredecible» deScofield. Eso podía conducir a larevelación de nombres, a la tortura omuerte de hombres y mujeres, aldescubrimiento de redes enteras; no

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había que escatimar minutos en laeliminación de Beowulf Agate.Temprano en la tarde llegaba ya elrumor de que se había escogido a doshombres para servir de verdugos. Unoen Praga y otro en Marsella; en esemomento volaban en dirección aWashington, y no se preveía que hubieraretrasos con respecto a los trámites depasaportes o inmigración. Un tercerosaldría de Amsterdam antes de lamadrugada.

Hacia el mediodía se reuniría enWashington todo un equipo de verdugos,completamente desasociados delgobierno estadounidense. Cada hombre

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tenía que llamar al mismo número deteléfono, en el ghetto de Baltimore; unteléfono imposible de rastrear. Toda lainformación que se hubiera logradoreunir acerca de Scofield sería pasadapor una persona desde ese teléfono. Ysólo un hombre podía enviar lainformación a Baltimore. El hombreresponsable: el director de OperacionesConsulares. Nadie más, al servicio delgobierno de Estados Unidos, tenía esenúmero.

¿Podría realizarse una conexiónfinal?, se preguntó Congdon. Había pocotiempo y sería una cooperaciónextraordinaria. ¿Podría solicitarse esa

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cooperación, o siquiera insinuarse?Nunca había ocurrido una cosasemejante. Pero si fuera posiblelograrlo, podría descubrirse unalocación y garantizarse una dobleejecución.

Estaba a punto de llamar alsecretario de Estado para proponer unaentrevista muy insólita, por la mañanatemprano, con el embajador soviético.Pero se gastaría demasiado tiempo enlos enredos diplomáticos, sin que ningúnlado quisiera reconocer el objetivo de laviolencia. Había un procedimientomejor; era peligroso, pero infinitamentemás directo.

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Congdon se levantó de la camacalladamente, fue al piso bajo y entró alpequeño estudio que constituía suoficina en la casa. Se acercó alescritorio, fijo al suelo, en el que loscajones inferiores de la derechaocultaban una caja fuerte. Encendió lalámpara, abrió el panel y empezó a girarel disco. La cerradura tronó y se abrió laportezuela de acero. Metió la mano ysacó una tarjeta con un númerotelefónico escrito en ella.

Era un número al que nunca hubierapensado que alguna vez llamaría. Laclave regional era 902 (Nueva Escocia)y nunca dejaba de contestar; era el

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número de un complejo decomputadoras, la estación central detodas las operaciones de inteligenciasoviética en América del Norte. Con elsolo hecho de llamar revelabainformación que no debía conocerse;supuestamente, la inteligencianorteamericana no conocía el complejode Nueva Escocia, pero el factor tiempoy las extraordinarias circunstancias delcaso tenían que anteponerse a laseguridad. Había un hombre en NuevaEscocia que lo entendería; a él no lepreocuparían las apariencias. Habíaexigido demasiadas sentencias demuerte. Se trataba del oficial del KGB,

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de más alto rango fuera de Rusia.Congdon tomó el teléfono.—Exportadores del estrecho de

Cabot —contestó la voz masculina enNueva Escocia—. Despachadornocturno.

—Habla Daniel Congdon,subsecretario de Estado, OperacionesConsulares, gobierno estadounidense.Solicito que rastreen esta llamada paraverificar que estoy telefoneando desdeuna residencia privada en HerndonFalls, Virginia. Mientras hacen eso, porfavor pongan en acción registradoreselectrónicos para comprobar si hayinterferencias en la línea. No

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encontrarán ninguna. Esperaré todo eltiempo que deseen, pero debo hablarcon Voltage Uno, Volt Adin creo que lellaman ustedes.

Nueva Escocia recibió sus palabrasen silencio. No se necesitaba muchaimaginación para visualizar a undesconcertado operador apretandobotones de emergencia. Finalmente, lavoz replicó:

—Parece que hay una interferencia.Por favor, repita su mensaje.

Congdon así lo hizo.De nuevo, silencio. Luego:—Si quiere esperar, el supervisor

hablará con usted. Sin embargo,

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pensamos que se ha comunicado con unnúmero equivocado aquí en CaboBretón.

—Ustedes no están en Cabo Bretón,sino en la bahía de Saint Peter, en la islaPrince Edward.

—Espere un momento, por favor.Pasaron tres minutos. Congdon se

sentó; el asunto estaba funcionando.—Voltage Uno se puso al aparato.—Por favor, espere un momento —

dijo el ruso. A esto siguió el sonidohueco de una conexión aún intacta, perosuspendida; se habían puesto enfuncionamiento dispositivoselectrónicos. El soviético regresó—.

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Esta llamada, efectivamente se originaen un teléfono residencial en lapoblación de Herndon Falls, Virginia.Los rastreadores no hallaron evidenciade que hubiera interferencia, pero, porsupuesto, eso podría no tener ningúnsignificado.

—No sé qué otra prueba puedoofrecerle…

Usted me confunde, señorsubsecretario. El hecho de que poseaeste número no es en sí trascendental: elhecho de que tenga la audacia deutilizarlo y llamarme por mi nombre declave, tal vez sí lo sea. Tengo la pruebaque necesito. ¿Qué asunto tenemos que

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tratar nosotros?Congdon se lo dijo en el mínimo

número de palabras:—Ustedes quieren a Taleniekov.

Nosotros a Scofield. El punto decontacto es Washington, de eso estoyconvencido. La clave de la locación esel hombre de ustedes en Bruselas.

—Si mal no recuerda, su cuerpo fueentregado a nuestra embajada hacevarios días.

—Sí.—¿Y usted ha relacionado eso con

Scofield?—Su propio embajador lo hizo. Nos

reveló que ese hombre había formado

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parte de una sección del KGB en BerlínOriental en 1968. Era la unidad deTaleniekov. Hubo un incidente que tuvoque ver con la esposa de Scofield.

—Ya veo —confirmó el ruso—. ¿Demodo que Beowulf Agate todavía matapor venganza?

—Eso es un poco exagerado, ¿no leparece? ¿Me permite recordarle queaparentemente es Taleniekov quienviene en busca de Scofield, y no alrevés?

—Sea específico, señorsubsecretario. Puesto que estamos deacuerdo en principio, ¿qué desea denosotros?

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—Debe estar en sus computadoras oen algún expediente. Probablemente datade hace bastantes años, pero debe estarahí; debería estar en nuestros archivos.Creemos que en algún tiempo el hombrede Bruselas y Taleniekov operaron enWashington. Necesitamos conocer ladirección de su escondite. Es la únicaconexión que tenemos entre Scofield yTaleniekov. Creemos que será ahí dondese encontrarán.

—Ya veo —repitió el soviético—.Y suponiendo que hubiera semejantedirección, o direcciones, ¿cuál sería laposición de su gobierno?

Congdon estaba preparado para la

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pregunta.—Ninguna posición —replicó en

tono monótono—. La información serápasada a otros, a hombres muypreocupados por el recientecomportamiento de Beowulf Agate.Aparte de mí, nadie en mi gobiernoparticipará.

—Un cable cifrado, idéntico ensignificado, se mandó a tres célulascontrarrevolucionarias en Europa. APraga, Marsella y Amsterdam. Ese tipode cables puede producir asesinos.

—Le felicito por su intercepción —comentó el director de OperacionesConsulares.

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—Ustedes nos hacen lo mismo anosotros todos los días. No necesitafelicitarnos.

—¿Usted no tomó ninguna medidapara interferir?

—Por supuesto que no, señorsubsecretario. ¿Usted lo habría hecho?

—No.—Son ahora las once en Moscú. Le

llamaré dentro de una hora.Congdon colgó el teléfono y se

recostó contra el sillón. Aunque deseabadesesperadamente tomar una copa, no serindió a la tentación. Por primera vez ensu larga carrera estaba tratandodirectamente con enemigos sin rostro, en

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Moscú. No podía dar la más mínimaindicación de irresponsabilidad; estabasolo y en ese contacto solitario sehallaba su protección. Cerró los ojos ytrató de imaginarse paredes blancas ensu mente.

A los veintidós minutos sonó elteléfono. Saltó hacia adelante y levantóel auricular.

—Existe un pequeño hotel, muyexclusivo, en la avenida Nebraska…

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8Scofield dejó correr el agua fría por ellavabo, se apoyó contra él y miró alespejo. Sus ojos estaban rojos eirritados por falta de sueño, los cañonesde la barba, pronunciados. No se habíaafeitado en casi tres días, y los periodosde descanso, acumulados, no sumaríanmás de tres horas. Era un poco más delas cuatro de la madrugada y no habíatiempo para considerar dormir oafeitarse.

Al otro lado del pasillo, el bienvestido señuelo de Taleniekov tampocohabía podido dormir más que él; las

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llamadas telefónicas llegaban ahoracada quince minutos.

—El señor Brandon Scofield,por favor.—¡No conozco ningún Scofield!¡Deje de llamar! ¿Quién esusted?—Un amigo del señor Scofield.Es urgente que hable con él.—¡El no está aquí! No loconozco. ¡Deje de llamar! ¡Meestá volviendo loca! ¡Le diré alhotel que no llame más a esteteléfono!—Yo no haría eso en su caso. Su

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amigo no lo aprobaría, y ustedno recibiría su paga.—¡Déjeme en paz!

La antigua amante de Bray en Parísestaba haciendo bien su trabajo. Sólohabía hecho una pregunta cuando él lepidió que siguiera con las llamadas.

—¿Tienes problemas, querido?—Sí.—Entonces haré lo que me pides.

Dime todo lo que puedas, para saber quédecir.

—No hables por más de veintesegundos. No sé quién controla elconmutador.

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—Tienes problemas.Dentro de una hora, o menos, la

mujer del otro lado del pasillo sedejaría dominar por el pánico y saldríacorriendo del hotel. Por mucho que lehubieran prometido, no compensaba lasmacabras llamadas telefónicas, lasensación de peligro que aumentabagradualmente. Al eliminar el señuelo, elcazador quedaría frustrado.

Taleniekov se vería entoncesforzado a enviar a sus pájaros, y elprocedimiento comenzaría de nuevo.Sólo que esta vez las llamadas seríanmenos frecuentes, tal vez cada hora, enel momento en que empezara a llegar el

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sueño. Finalmente, los pájaros sealejarían volando, pues había un límite asu capacidad de permanecer en el aire.Los recursos del cazador eran amplios,pero no tan amplios. Estaba operando enterritorio extranjero; ¿de cuántosseñuelos y pájaros podía disponer? Nopodía seguir llamando indefinidamente acontactos ciegos, organizandoentrevistas urgentes, dando instruccionesy dinero.

No, no podría hacer eso. Lafrustración y el cansancio secombinarían y el cazador quedaría solo,con sus recursos agotados. Finalmente,él aparecería en persona. No tenía otra

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opción; no podía dejar desatendido elpuesto de enlace. Era la única trampaque tenía, la única conexión entre él y lapresa.

Tarde o temprano, Taleniekovcaminaría por el pasillo del hotel hastadetenerse en la puerta de la suite 211.Al hacer eso, habría ejecutado su últimomovimiento.

El asesino soviético era bueno, peroiba a perder su vida a manos de unhombre a quien él llamaba BeowulfAgate, pensó Scofield. Cerró el grifo yhundió el rostro en el agua fría.

Levantó la cabeza; en el pasillo seoían ruidos. Caminó hacia la mirilla.

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Del otro lado, una sirvienta del hotel, deapariencia robusta, estaba abriendo lapuerta. Sobre su brazo derecho llevabavarias toallas y sábanas. ¿Una sirvientaa las cuatro de la madrugada? Ensilencio, Bray reconoció que Taleniekovera imaginativo; había empleado a unacriada toda la noche, para que lesirviera de vigilante del interior de lasuite. Era una medida hábil, pero teníasus fallas. Una persona así estabademasiado limitada, podía serfácilmente neutralizada; alguien la podíallamar de la administración. Un huéspedque sufrió un accidente, un cigarrillo quequedó encendido, o bien se cayó un

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jarrón de agua. Demasiado limitado, ycon una falla aún mayor: en la mañanatendría que abandonar su puesto, y alhacerla sería llamada por un huéspeddel hotel del otro lado del vestíbulo.

Scofield estaba a punto de volver allavabo, cuando escuchó un tumulto;volvió a ojear de nuevo por la mirilla.

La mujer bien vestida había salidode la habitación, con un maletín denoche en la mano. La sirvienta estaba enla entrada. Scofield alcanzó a oír laspalabras del «señuelo»:

—¡Dígale que se vaya al infierno!—gritó la mujer—. Es un cabrónchiflado, querida. ¡Todo este maldito

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lugar está lleno de chiflados!La sirvienta contempló en silencio a

la mujer alejarse rápidamente por elpasillo. Luego, entró en la suite y cerróla puerta.

La robusta sirvienta había sido bienpagada; en la mañana sería aún mejorpagada por el huésped del otro lado delpasillo. Las negociaciones comenzaríaninmediatamente después de que salierade la suite.

La cuerda se iba apretando; ahoratodo era cuestión de paciencia. Y depermanecer despierto.

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Taleniekov anduvo por las calles,consciente de que sus piernas estaban apunto de doblarse; con gran esfuerzo semantenía alerta y evitaba chocar contrala muchedumbre que transitaba por laacera. A fin de conservar viva suconcentración, se ejercitaba con juegosmentales: contar las pisadas yhendiduras del pavimento, y las cuadrasque había entre cabinas telefónicas. Lostransmisores de radio ya no podíanutilizarse; las estaciones estaban llenasde interferencias y barboteos. Maldijo elhecho de que no hubiera tenido tiempo

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para adquirir un equipo más efectivo.¡Pero nunca pensó que tomaría tanto!¡Era una locura!

Las once y veinte de la mañana, y laciudad de Washington vibraba; la genteiba de aquí para allá, los automóviles yautobuses congestionaban las calles… ytodavía las lunáticas llamadastelefónicas seguían llegando a la suitedel hotel de la avenida Nebraska.

—Brandon Scofield, por favor. Esurgente que hable con él…

¡Era una locura!¿Qué hacía Scofield? ¿Dónde

estaba? ¿En dónde se encontraban susintermediarios?

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Sólo la anciana seguía en el hotel.La prostituta se había rebelado, y losdos hombres, agotados desde hacíatiempo, no lograban nada; su presenciaera meramente embarazosa. La mujerseguía en la suite, tratando de descansartodo lo que podía entre lasenloquecedoras llamadas telefónicas,pasando cada palabra que decía quienllamaba. Una mujer con un pronunciadoacento «extranjero», probablementefrancés, que nunca continuaba en la líneapor más de quince segundos, a la que nose podía entretener, y que era muybrusca, 0 era una profesional o estababien adiestrada por un profesional; no

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era posible localizar el número ni ellugar de las llamadas.

Vasili se acercó a la cabinatelefónica, quince metros al norte de laentrada del hotel, al otro lado de lacalle. Era la cuarta llamada que hacíadesde esa cabina, y se había aprendidode memoria los garabatos y númerosrayados sobre el metal gris del tablero.Entró en ella, cerró la puerta de vidrio einsertó una moneda; el tono de línearesonó en su oído y se dispuso a marcar.

¡Praga!¡Sus ojos le estaban haciendo ver

visiones! Al otro lado de la avenidaNebraska, un hombre se bajó de un taxi

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y se quedó parado en la acera, mirandohacia el hotel. ¡El conocía a ese hombre!

Al menos, conocía ese rostro, y eradesde Praga.

Ese hombre tenía antecedentes deviolencia, tanto política como nopolítica. Su historial criminal estabarepleto de asaltos, robos y homicidiosno probados; los años que había pasadoen prisión estarían más cerca de los diezque de los cinco. Trabajó contra elEstado, no tanto por ideología como porbeneficio personal; los norteamericanosle habían pagado bien. Su puntería erabuena; su uso del cuchillo, mejor.

El hecho de que se hallara en

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Washington, a menos de cincuentametros de este hotel, sólo podíasignificar que estaba conectado conScofield. ¡Y sin embargo, esa conexiónno tenía sentido! Beowulf Agatedisponía de docenas de hombres ymujeres a quienes podía pedir ayuda enmuchas ciudades, pero no iría a llamar aalguien de Europa, ahora; y desde luego,no a este hombre, pues su tendencia alsadismo era incontrolable. ¿Por quéestaba aquí? ¿Quién lo había llamado?

¿Quién lo había enviado? ¿Y habríaotros?

Pero era el porqué lo que quemabala mente de Taleniekov, lo que lo

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perturbaba profundamente. Aparte delhecho de que el enlace Berna-Washington estuviese ya revelado(indudablemente por Scofield, sin darsecuenta), alguien, a sabiendas, se habíacomunicado con Praga en busca de unpistolero, conocido por haber sidoutilizado ampliamente por losnorteamericanos.

¿Por qué? ¿Quién era la víctima?¿Beowulf Agate?¡Diablos! Existía un método; había

sido utilizado antes por Washington… ycuriosamente tenía una vaga similitudcon los métodos del Matarese. Latormenta se cierne sobre Washington…

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Scofield se encontró metido en unatormenta tan implacable que no sólo fueseparado del servicio, sino que eraconcebible que se hubiera ordenado suejecución. Vasili tenía que estar seguro;el hombre de Praga podría ser un truco,un brillante truco destinado a atrapar aun ruso, no a matar a un norteamericano.

Su mano estaba aún suspendidafrente al disco. Apretó el botón dedevolución de monedas y se puso apensar por un momento, tratando dedecidir si podía correr el riesgo. Luego,vio que el hombre al otro lado de lacalle consultaba su reloj y se dirigíahacia la entrada de un café; iba a

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encontrarse con alguien. Había otros, yVasili comprendió que no podía dejarde correr el riesgo. Tenía queaveriguarlo; no había forma de sabercuánto tiempo le quedaba. Podía sercuestión de minutos.

Había un pradavyet en la embajada,un diplomático de segunda a quien levolaron el pie izquierdo durante unaoperación contra-insurgente en Riga,varios años antes. Era un veterano delKGB y amigo de Taleniekov en aquelentonces. Tal vez este no era el momentooportuno de poner a prueba aquellaantigua amistad, pero Vasili no teníaalternativa. Conocía el número de la

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embajada, que no había sido cambiadoen muchos años. Volvió a meter lamoneda y marcó.

—Ha pasado mucho tiempo desdeaquella terrible noche en Riga, mi buenamigo —dijo Taleniekov después deque lo comunicaron con la oficina delpradavyet.

—¿Me hace el favor de permaneceren la línea? —fue la respuesta—. Tengootra llamada.

Vasili se quedó mirando el teléfono.Si tenía que esperar más de treintasegundos, sabría la respuesta: no leserviría de nada aquella antigua amistad.Había formas de rastrear una llamada,

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incluso para los soviéticos, en la capitalde Estados Unidos. Volteó la muñeca yfijó los ojos en la fina esfera de su reloj.Veintiocho, veintinueve, treinta, treinta yuno… treinta y dos. Levantó la manopara cortar la conexión y escuchó unavoz:

—¿Taleniekov? ¿Eres tú?Vasili reconoció el eco producido

por un dispositivo de interferenciacolocado sobre la bocina del teléfono.Funcionaba bajo el principio dederramamiento electrónico; cualquierintercepción sería obstaculizada por laestática.

—Sí, mi viejo amigo. Estuve a punto

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de colgarte.—Riga no está lejana. ¿Qué pasó?

Los informes que recibimos sondisparatados.

—Yo no soy ningún traidor.—Nadie pensó jamás que lo fueras.

Todos pensamos que le habías pisado uncallo a algún influyente de Moscú. Pero¿puedes regresar?

—Algún día, sí.—No puedo creer las acusaciones.

¡Y sin embargo, estás aquí!—Porque tengo que estar. Por el

bien de Rusia, por el bien de todos.Confía en mí. Necesito informaciónrápidamente. Si alguien en la embajada

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tuviera esa información, serías tú.—¿De qué se trata?—Acabo de ver a un hombre de

Praga, alguien a quien losnorteamericanos utilizaron paraaprovechar sus violentas habilidades.Mantuvimos un amplio expedienteacerca de él; supongo que aún loconservamos. ¿Sabes algo…?

—Beowulf Agate —interrumpió eldiplomático suavemente— es enrealidad Scofield, ¿no es así? Aún estásobsesionado con él.

—¡Dime lo que sabes!—Déjame en paz, Taleniekov,

déjalo a él en paz. Déjalo a merced de

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su propia gente; está acabado.—¡Dios mío, tengo razón! —

exclamó Vasili, mirando al café deenfrente, en la avenida Nebraska.

—No sé acerca de qué crees tenerrazón, pero sé que se interceptaron trescablegramas. A Praga, Marsella yAmsterdam.

—Han enviado un equipo —interrumpió Taleniekov.

—No te metas. Has logrado tuvenganza, la más dulce que te puedasimaginar. Después de toda una vida, vaa morir a manos de su propia gente.

—¡Eso no debe ocurrir! Hay cosasque no conoces.

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—Ocurrirá, a pesar de lo que yoignore. No podemos detenerlo.

De repente, la atención de Vasili secentró en un transeúnte que se disponía acruzar la calle a menos de diez metrosde la cabina telefónica. Había algoextraño en ese hombre, la expresiónrígida del rostro, los ojos que se movíande lado a lado tras los espejuelosligeramente coloreados, tal vezaturdidos pero no perdidos, estudiandolos alrededores. Y la ropa de esehombre, de lana gruesa y barata,durable… era de manufactura francesa.También los anteojos eran franceses, yel rostro mismo del hombre era galo.

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Miró a través de la calle, hacia lamarquesina del hotel, y aceleró el paso.

El hombre de Marsella acababa dellegar.

—Ven con nosotros —decía eldiplomático—. Considerando tusextraordinarios éxitos, lo que hayapasado no puede ser irreparable. —Elantiguo camarada de Riga sonabaconvincente. Demasiado convincente.No era característico entre profesionales—. El hecho de que vinierasvoluntariamente estaría a tu favor.Desde luego que contarás con nuestroapoyo. Atribuiremos tu escape a unaaberración temporal, a un estado de

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ánimo altamente emocional. Después detodo, Scofield mató a tu hermano.

—Yo maté a su esposa.—Una esposa no es parte de su

sangre. Esas cosas son comprensibles.Toma el camino acertado. Ven connosotros, Taleniekov.

El excesivo esfuerzo deconvencimiento era ya ilógico. Uno nose entregaba voluntariamente hasta quelas pruebas que lo exoneraran fueranmás concretas. Sobre todo cuandoexistía una orden de ejecución sumariasobre su cabeza. Tal vez, después detodo, la antigua amistad no podíasoportar la tensión.

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—¿Me protegerás? —preguntó alpradavyet.

—Por supuesto.Era una mentira. No se podía

prometer protección de esa naturaleza.Algo andaba mal.

Del otro lado de la calle, el hombrede anteojos coloreados se acercó alcafé. Su andar se hizo más lento; luego,se detuvo y se acercó a la ventana, comosi estudiara un menú fijado en el vidrio.Encendió un cigarrillo. Desde elinterior, casi apreciable a la luz diurna,se vio el parpadeo de un cerillo. El

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francés entró. Praga y Marsella habíanestablecido contacto.

—Gracias por tu consejo —dijoVasili, al teléfono—. Lo pensaré y tevolveré a llamar.

—Sería mucho mejor si no teretrasaras —respondió el diplomático;el tono de comprensiva persuasión setornó insistente—: Tu situación nomejoraría si te mezclas con Scofield. Nodebes ser visto por allá.

¿Visto por allá? Taleniekovreaccionó a esas palabras como si lehubieran disparado a bocajarro. Latraición de su antiguo amigo quedabaexpuesta, por lo que sabía. ¿Visto por

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dónde? Su colega de Riga sabía dónde.El hotel de la avenida Nebraska.Scofield no había revelado el enlace deBerna, ni siquiera sin intención. ¡ElKGB lo hizo! El servicio de inteligenciasoviético estaba participando en laejecución de Beowulf Agate. ¿Por qué?

¿El Matarese? No había tiempo parapensar, sólo para actuar. ¡El hotel!Scofield no estaba a solas, ante unteléfono, en un lugar remoto, esperandonoticias de sus intermediarios. Sehallaba en el hotel. Nadie tenía queabandonar el lugar para informar aBeowulf Agate; no se podría seguir aningún pájaro hasta llegar a la víctima.

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Esta había realizado una maniobrabrillante: se encontraba en un directocampo de tiro, pero sin ser vista;observando, sin ser observada.

—Debes escucharme de veras,Vasili —las palabras del pradavyeteran ahora más urgentes; obviamentepercibía la indecisión de su interlocutor.Si su antiguo colega de Riga tenía queser ejecutado, había muchas maneras dehacerlo dentro de la embajada. Lo cualera infinitamente preferible al hallazgodel cadáver de su camarada en un hotelde Estados Unidos, que de alguna formapudiera relacionarse con el asesinato deun oficial de inteligencia

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norteamericana, por parte de agentesextranjeros. Lo cual significaba que elKGB había revelado la situación deldepósito a los norteamericanos, peroentonces no conocía con exactitud losplanes de la ejecución.

Ahora sí lo sabían. Alguien en elDepartamento de Estado se los habíadicho, el mensaje estaba claro. Suscompatriotas debían permanecer lejosdel hotel, así como los norteamericanos.Nadie debía quedar involucrado. Vasilitenía que ganar segundos, puesprobablemente sólo le quedabanminutos. Tenía que distraer al enemigo.

—Te escucho —la voz de

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Taleniekov se ahogaba en sinceridad;era la de un hombre agotado, querecobraba su sentido común—. Tienesrazón. No tengo ya nada que ganar, ytodo que perder. Me pondré en tusmanos. Si puedo encontrar un taxi eneste tráfico desquiciado, estaré en laembajada en treinta minutos. Estatependiente de mi llegada. Te necesito.

Vasili cortó la comunicación einsertó otra moneda. Marcó el númerodel hotel; no podía perder un segundo.

—¿Está él aquí? —exclamó laanciana incrédulamente, en respuesta ala afirmación de Taleniekov.

—Me imagino que bastante cerca.

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Eso explicaría lo oportuno de lasllamadas telefónicas, su conocimientode que alguien estaba dentro de la suite.Podría escuchar ruidos a través de lasparedes, abrir una puerta cuando oía quealguien iba por el pasillo. ¿Está ustedtodavía en uniforme?

—Sí. Estoy demasiado cansada paraquitármelo.

—Investigue las habitacionescontiguas.

—Por Dios, ¿sabe usted lo que meestá pidiendo? ¿Qué tal si él…?

—Sé lo que estoy pagando; y habrámás si lo hace. ¡Hágalo! ¡No haymomento que perder! Volveré a llamar

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en cinco minutos.—¿Cómo sabré quién es él?—El no la dejará entrar en la

habitación.

Descamisado, Bray se hallabasentado entre la ventana abierta y lapuerta, y el aire frío lo hacíaestremecerse. Había reducido latemperatura de la habitación a diezgrados centígrados, ya que necesitaba elfrío para mantenerse despierto. Unhombre cansado y con frío está muchomás alerta que uno bien abrigado.

Sonó un leve y apagado ruido, como

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de metal rozando con metal, y luego elgirar de una perilla de puerta. Del otrolado del pasillo, una puerta se estabaabriendo. Scofield se dirigió a laventana y la cerró; luego, caminórápidamente a otra ventana, a supequeño puesto de observación de unmundo estrecho que pronto sería elescenario de su trampa en reversa. Teníaque ser pronto; no estaba seguro decuánto tiempo más podría aguantar.

Del otro lado, la sirvienta de edadmadura y rostro agradable salía de lasuite, con toallas y sábanas todavíaenvueltas en su brazo. Por la expresiónde su cara parecía perpleja, pero

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resignada. Indudablemente, desde supunto de vista, un extranjero le habíaofrecido una enorme cantidad de dinerocon el único objeto de permanecer enuna suite y quedarse despierta a fin derecibir una serie de extrañas llamadastelefónicas.

Y alguien más había permanecidodespierto para hacer aquellas llamadas.Alguien a quien Bray debía mucho;algún día saldaría esa deuda. Pero ahorase concentraba en el pájaro deTaleniekov. Iba a retirarse; ella no eracapaz de seguir en el aire por mástiempo.

Abandonaba la cacería. Ahora todo

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era cuestión de tiempo, de muy pocotiempo. El cazador se vería obligado aexaminar su trampa. Y sería atrapado enella.

Scofield dio unos pasos hacia sumaleta abierta sobre el portaequipajes, ysacó una camisa limpia. No suave, sinoalmidonada; una camisa dura yalmidonada era como una habitaciónfría, un irritante benigno; lo manteníaalerta.

Se puso la camisa y caminó hacia lamesita de noche donde había dejado supistola, una Browning Magnum, Grado4, con silenciador hecho a la medida,según sus especificaciones.

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Bray se volvió ante un ruidoinesperado. Una llamada débil,vacilante, a la puerta. ¿Por qué? Estabapagando para obtener un aislamientocompleto. La administración había dadoclaras instrucciones a los pocosempleados que pudieran haber tenidoalguna razón para entrar en la habitación213, de que el letrero que colgaba delpomo de la puerta debía ser respetado.

No molestar.Y sin embargo, alguien estaba

haciendo caso omiso de esa orden,contradiciendo la petición de unhuésped, reforzada con varioscentenares de dólares. Quienquiera que

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fuera era sordo, o analfabeto, o…Era la sirvienta. El pájaro de

Taleniekov, aún en el aire. Scofieldatisbó por la mirilla, con su diminutocírculo de vidrio que ampliaba lasajadas facciones del rostro a sólo unoscentímetros de distancia. Los ojoscansados, rodeados de carne arrugada,hinchados por la falta de sueño, mirarona la izquierda, luego a la derecha, ydespués bajaron a la parte inferior de lapuerta. La anciana tenía que habersedado cuenta del letrero de No molestar,pero para ella no tenía ningúnsignificado. Aparte del contradictoriocomportamiento, había algo extraño en

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el rostro…, pero Bray no tenía tiempode estudiarlo a fondo. Ante estas nuevascircunstancias, las negociaciones teníanque empezar rápidamente. Se metió lapistola dentro de la camisa; gracias a lotieso de la tela el bulto era mínimo.

—¿Sí? —preguntó.—Servicio de cuarto, señor —fue la

respuesta, pronunciada con acentoindeterminado, más gutural que definido—. La administración ha pedido queinspeccionemos todas las habitacionespara ver que no falte nada.

Era una obvia mentira; el pájaroestaba demasiado cansado para pensaren una mejor.

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—Entre —invitó Scofield, mientraslevantaba el pestillo.

—No contestan en la suite 211 —informó la operadora del conmutador,molesta ante la persistencia delllamador.

—Pruebe otra vez —replicóTaleniekov con los ojos clavados en laentrada del café, al otro lado de la calle—. Tal vez han salido un momento, peroregresarán en seguida. Lo sé. Sigallamando, yo me quedaré en la línea.

—Como usted guste, señor —respondió molesta, la operadora.

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¡Era una locura! Habían pasadonueve minutos desde que la viejacomenzara su búsqueda, nueve minutospara inspeccionar cuatro puertas en elvestíbulo. Aun suponiendo que lascuatro habitaciones estuvieran ocupadas,y que la sirvienta tuviera que darexplicaciones a los huéspedes, nueveminutos era mucho más de lo que serequería. Una cuarta conversación seríabreve y brusca. Lárguese. No quieroque me molesten. A menos que…

Un cerillo se encendió en la calle ysu reflejo se vio claramente en el cristaloscuro de una ventana del café Vasiliparpadeó y se quedó mirando fijamente;

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de una de las invisibles mesas delinterior brotó la señal convenida, que seextinguió rápidamente.

El hombre de Amsterdam habíallegado; el equipo para la ejecuciónestaba completo. Taleniekov observó lafigura que se dirigía al pequeñorestaurante. Era un hombre alto, con unabrigo negro y bufanda de seda gris queprotegía su garganta. Su sombrero,también gris, le oscurecía el perfil.

El teléfono llamaba ahora con graninsistencia. Timbrazos largos comoresultado de que una operadora furiosa

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apretaba con violencia el botón delconmutador. Pero no había respuesta yVasili empezó a pensar en loinimaginable: Beowulf Agate habíainterceptado a su anzuelo. De ser así, elnorteamericano se hallaba en mayorpeligro de lo que creía. Tres hombresvolaron desde Europa para ser susverdugos, y, lo que no era menos letal,una anciana de aspecto gentil seríacapaz de matarlo en el momento en quese sintiese acorralada. Nunca sabría dedónde habría partido el disparo, nisiquiera se enteraría de que estabaarmada.

—Lo siento, señor —se disculpó la

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operadora, enojada—. Aún no contestanadie en la suite dos-once. Le sugieroque vuelva a llamar más tarde.

Y sin esperar la respuesta,desconectó la línea del conmutador.

¿El conmutador? ¿La operadora?Era una táctica desesperada, una que

él jamás hubiera aprobada, exceptocomo medida desesperada; el riesgo deser descubierto era demasiado grande.Pero era una situación desesperada, y dehaber alternativas, estaba demasiadocansado para pensar en ellas. Además,sólo sabía que tenía que actuar, que cadadecisión era un reflejo instintivo, y queconfiaba en lo correcto de esos instintos.

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Se metió la mano en el bolsillo y sacócinco billetes de cien dólares. Luego,tomó su pasaporte y extrajo una cartaque había escrito cinco días antes enMoscú, en una máquina de escribir conteclado inglés. El membrete era de unacasa de corretaje de Berna; identificabaal portador como uno de los socios de lacompañía. Uno nunca sabía…

Salió de la cabina telefónica y semezcló con la corriente de peatones,hasta situarse frente a la entrada delhotel. Esperó a que el tráfico se lopermitiera y cruzó rápidamente laavenida Nebraska.

Dos minutos más tarde, un solícito

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gerente diurno del hotel presentó a un talMonsieur Blanchard a la operadora delconmutador. Este mismo gerente (tanimpresionado por las credenciales deMonsieur Blanchard, como por losdoscientos dólares que el financierosuizo había insistido en obsequiarle porsus molestias) proporcionabaobedientemente una operadora derelevo, mientras la mujer hablaba asolas con el generoso MonsieurBlanchard.

—Le ruego perdone mi rudeza alhablar por teléfono, resultado de mipreocupación —dijo Taleniekov altiempo que ponía tres billetes de cien

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dólares en la nerviosa mano de ella—.Las prácticas de la finanza internacionalpueden ser espantosas en estos tiempos.Es una guerra incruenta, una luchaconstante por evitar que hombres sinescrúpulos se aprovechen decomerciantes honestos e institucioneslegítimas. Mi compañía tieneprecisamente ese problema. Hay alguienen este hotel…

Un minuto después, Vasili leía unalista maestra de cargos telefónicos,registrada por una computadora. Seconcentró en las llamadas hechas desdeel segundo piso; eran dos pasillos, conl a s suites 211 y 212 frente a tres

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habitaciones dobles en el ala oeste, ycuatro habitaciones sencillas, del otrolado. Estudió todos los cargos hechos alos teléfonos 211 hasta 215. Losnombres no significaban nada; lasllamadas locales no estabanidentificadas por números; los cargos delarga distancia eran los únicos quepodrían proporcionar información.Beowulf Agate tenía que crear unacobertura y ésta no sería en Washington.Allí había matado a un hombre.

El hotel era caro, como Taleniekovsabía. Esto quedaba confirmado por lavariedad de las llamadas realizadas porlos huéspedes, que no daban la menor

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importancia a levantar el auricular parallamar a Londres, con la mismafacilidad como si fuera el restaurante dela esquina. Repasó las hojas,concentrándose en las llamadas aultramar.

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212 Londres, R.U. 26.50214 Des Moines, Ia 4.75214 Cedar Rapids, Ia. 6.20213 Minneapolis, Minn. 7.10215 New Orleans, La. 11.55214 Denver, Col. 6.75213 Easton, Md. 8.05215 Atlanta, Ga 3.15212 Munich, Alem. 41.10213 Easton, Md. 4.30212 Estocolmo, Sue. 38.25

¿Dónde estaba el sistema? La suite

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212 había efectuado frecuentes llamadasa Europa, pero eso era demasiadoobvio, demasiado peligroso. Scofield noharía unas llamadas tan fáciles delocalizar. La habitación 214 estabaconcentrada en el medio Oeste, lahabitación 215 en el Sur. Había algo enello, pero no podía determinarlo. Algoque le trajo un recuerdo.

De repente lo vio y el recuerdo seclarificó. La habitación sin pautadefinida, la 213. Dos llamadas a Easton,Maryland, una a Minneapolis,Minnesota. Vasili podía ver las palabrasen el expediente, como si las estuvieraleyendo. Brandon Scofield tenía una

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hermana en Minneapolis, Minnesota.Taleniekov memorizó ambos

números para el caso de que fueranecesario utilizarlos, si había tiempopara utilizarlos, para verificarlos. Sevolvió a la operadora:

—No sé qué decirle. Usted ha sidode lo más amable, de gran ayuda, perocreo que aquí no hay nada que nos puedaservir.

La operadora del conmutador sehabía identificado con la pequeñaconspiración y estaba disfrutando de suimportancia con el impresionante suizo.

—Como habrá observado, MonsieurBlanchard, la suite dos-once hizo una

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serie de llamadas internacionales.—Sí, ya lo veo.

Desafortunadamente, en esas ciudadesno hay nadie que pudiera tener algo quever con la crisis del momento. Sinembargo, es curioso: la habitación dos-trece telefoneó a Easton y Minneapolis.Una extraña coincidencia, pues tengoamigos en ambos lugares. No obstante,nada que venga al caso… —Vasili dejóque sus palabras quedaran colgando,como invitando al comentario.

—Sólo entre nosotros, MonsieurBlanchard, no creo que el caballero dela habitación dos-trece esté muy en suscabales, si entiende lo que quiero

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decir…—¡Oh!La mujer explicó. Con respecto a la

213 había una orden permanente; nadiedebía perturbar la privacía del huésped.Hasta los empleados que llevaranservicio al cuarto tenían instruccionesde dejar las mesitas con bandejas en elpasillo, y el servicio de camarerasestaba suspendido hasta nueva orden.Por lo que la operadora sabía, nadiehabía pedido dicho servicio en tres días.¿Quién podría vivir así?

—Desde luego que aquí viene gentecomo él a cada rato. Hombres quereservan una habitación para poderse

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emborrachar por horas y horas, oescaparse de sus esposas, o encontrarotras mujeres. Pero tres días sin serviciode cuarto, ¡creo que es una enfermedad!

—No se puede decir que sea muyexigente.

—Eso se ve cada día más —señalóla mujer, confidencialmente—. Sobretodo entre la gente del gobierno; todo elmundo anda tan apurado… Pero cuandouno se pone a pensar en qué se gasta eldinero que pagamos de impuestos… noquiero decir los suyos, Monsieur…

—¿Está en el gobierno? —interrumpió Taleniekov.

—Oh, creo que sí. El administrador

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nocturno no debía decir nada a nadie,pero hemos estado aquí durante años, sientiende lo que quiero decir.

—Viejos amigos, por supuesto. ¿Quéocurrió?

—Sí, parece que está realmenteenfermo. Alcohólico o algo así, un casopsiquiátrico. Nadie debe decir nada; nolo quieren alarmar. Un médico vendrápor él hoy, en cualquier momento.

—¿Hoy, en cualquier momento? Y,desde luego, el hombre que mostró lafoto se identificó como alguien delgobierno, ¿no es así? Quiero decir, asífue como usted supo que el huésped dearriba estaba en el gobierno.

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—Cuando alguien ha pasado tantosaños en Washington, como yo, MonsieurBlanchard, no tiene que pediridentificación. Se lee en sus caras.

—Sí, me imagino que sí. Muyagradecido. Ha sido usted de granayuda.

Vasili abandonó rápidamente lahabitación del conmutador y salió alvestíbulo. Tenía su confirmación. Habíaencontrado a Beowulf Agate.

Pero otros también lo habíanencontrado. Los verdugos de Scofieldestaban apenas a unos cien metros,preparados para caer sobre el hombrecondenado.

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Penetrar a la fuerza en la habitacióndel norteamericano, para ponerle sobreaviso, sería una invitación al duelo; unoo ambos morirían. Si se comunicaba conél por teléfono provocaría suincredulidad. ¿Cómo podría convencerledel peligro que corría, cuando ese gritode alarma llegaba de un odiado enemigoque le hablaba de un nuevo enemigo queni siquiera sabía que existía?

Tenía que haber una solución y erapreciso encontrarla de inmediato. Sihubiera tiempo para enviar a otro, conalgo sobre su persona que revelara laverdad a Scofield… Algo que BeowulfAgate pudiera aceptar…

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No había tiempo. Vasili vio alhombre del abrigo negro atravesar laentrada del hotel.

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9En el instante en que la sirvienta cruzóla puerta, Scofield comprendió lo que leperturbaba en ese rostro avejentado.Eran los ojos. Había tras ellos unainteligencia muy superior a la de unasencilla criada que pasa las nocheslimpiando las manchas que dejanhuéspedes mimados. Parecía asustada, otal vez sólo tenía curiosidad; pero, fueralo que fuera, ninguno de esos estados deánimo eran resultado de una menteobtusa.

¿Sería quizá una actriz?—Perdone la molestia, señor —

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suplicó la mujer. Después de observarsu rostro sin afeitar y la frialdad de lahabitación, se dirigió a la puerta delcuarto de baño, que estaba abierta—.No me tardaré ni un minuto.

Una actriz. El acento era fingido, sinraíces irlandesas. Su forma de caminarera, también, ligera; sus piernas notenían los músculos de una vieja mujeracostumbrada al penoso trabajo decargar cosas e inclinarse sobre lascamas. Y las manos eran blancas ysuaves, no como las de una persona queutiliza detergentes.

Bray empezó a sentir lástima porella, a la vez que echaba la culpa a

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Taleniekov por su elección. Unasirvienta de verdad hubiera sido unpájaro mejor.

—Le dejo toallas limpias, señor —anunció la anciana al salir del cuarto debaño, en dirección a la puerta—. Ya mevoy. Siento haberlo molestado.

Scofield la detuvo con un gesto.—¿Dígame, señor? —preguntó la

mujer, con ojos inquietos.¿De qué parte de Irlanda es usted?

No acabo de situar su dialecto. Delcondado Wicklow, me parece.

—Sí, señor.—¿En el sur del país?—Sí, señor; muy bien, señor —

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afirmó rápidamente, con la manoizquierda sobre el pomo de la puerta.

—¿Tendría inconveniente endejarme una toalla más? Póngala en lacama.

—¡Oh! —la mujer se volteó, conexpresión de perplejidad otra vez—. Síseñor, desde luego. —Se dirigió a lacama.

Bray se acercó a la puerta y echó elcerrojo, mientras hablabaapaciblemente; no tenía nada que ganaralarmando al asustado pájaro deTaleniekov.

—Me gustaría hablar con usted.Verá, la vi ayer, a las ocho de la mañana

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para ser exactos…Una ráfaga de aire, rasguños sobre

tela. Sonidos que eran muy familiarespara él. A espaldas de él, en lahabitación.

Se dio la vuelta, pero no a tiempo.Oyó el sordo silbido y sintió el corte,como de navaja de afeitar, en la piel delcuello. Un chorro de sangre se derramósobre su hombro izquierdo. Se lanzó a laderecha; siguió un segundo disparo, y labala se enterró en la pared, más arribade su cabeza. Lanzó el brazo en arcoviolento, arrojando una lámpara que sehallaba sobre una mesa, en dirección alb l anco imposible a dos metros de

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distancia, en el centro de la habitación.La mujer había dejado caer las

toallas y en su mano empuñaba unrevólver. Su expresión suave, gentil, deperplejidad, se desvaneció: en su lugarse veía el rostro calmado, determinado,de una asesina experimentada. ¡Debíahaberlo sabido!

Se tiró al suelo, y sus dedosagarraron una mesita; giró de nuevo a suderecha, luego a su izquierda, paraizarla por las patas como un pequeñoariete. Se levantó, lanzándose haciaadelante; sonaron dos disparos más, quehicieron saltar astillas de madera, apocos centímetros de su cabeza.

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Al chocar con la mujer, ésta saliódespedida contra la pared con tal fuerza,que un chorro de saliva acompañó laexpulsión de aliento de sus coléricoslabios.

—¡Bastardo! —El grito se lo fuetragando a medida que el revólverrodaba por el suelo. Scofield dejó caerde golpe la mesita sobre los pies de lamujer, y agarró el arma.

Con ella en la mano se levantó,cogió a la mujer por los cabellos y lajaloneó hacia él, alejándola de la pared.La peluca roja bajo la gorra de sirvientaquedó en su mano, haciéndole perder elequilibrio. De algún lugar baje el

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uniforme, la asesina de cabellos grisessacó un cuchillo, un fine estilete. Brayhabía visto antes ese tipo de arma: conlas hojas cubiertas de cholina sicílica.Eran tan mortíferas como cualquierrevólver. La parálisis comenzaba deinmediato; la muerte, segundos después.Todo lo que el atacante tenía que infligirera un arañazo, una perforaciónsuperficial.

Ella se lanzó hacia él, con el finocuchillo hacia adelante, el movimientomás difícil de eludir, utilizado por losmás experimentados. Él saltó hacia atrásy golpeó con la pistola el antebrazo dela mujer. Adolorida, ella retiró el brazo

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rápidamente, aunque persistiendo en supropósito.

—¡No lo haga! —gritó élapuntándole con la pistola a la cabeza—. Ha disparado cuatro veces; quedandos balas. ¡La mataré!

La mujer se detuvo y bajó elcuchillo. Se quedó inmóvil, sin decirnada, jadeando fuertemente, mirándolocon fijeza, con etérea incredulidad. Porla mente de Scofield pasó la idea de queella nunca antes se encontró en estasituación; siempre había ganado.

El pájaro de Taleniekov era unhalcón maligno disfrazado de palomogris. Su póliza de seguro era ese aspecto

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protector. Nunca le había fallado.—¿Quién es usted? ¿KGB? —

preguntó Bray; tomó la toalla de la camay la apretó contra la herida de su cuello.

—¿Qué? —indagó ella casi en unsusurro, los ojos apenas enfocados.

—Usted trabaja para Taleniekov.¿Dónde está él?

—Me paga un hombre que usamuchos nombres —replicó ella, con elcuchillo letal aún en su mano caída. Sufuria se había extinguido, y ahora lareemplazaba el temor y el cansancio—.No sé quién es. No sé dónde está.

—El sí sabía dónde encontrarla. Esusted un caso. ¿Dónde aprendió?

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¿Cuándo?—¿Cuándo? —repitió ella en su

susurro anémico—. Cuando usted era unniño. ¿Dónde? Fuera de Belsen yDachau… en otros campos, otrosfrentes. Todos nosotros.

—¡Cielos! —murmuró Scofieldsuavemente. Todos nosotros. Eran unalegión. Muchachas sacadas de loscampos, enviadas a los frentes deguerra, a barracas por todas partes, aaeropuertos… Sobreviviendo comoprostitutas, rechazadas por los suyos,condenadas al ostracismo, seconvirtieron en la escoria de Europa.Taleniekov sabía dónde encontrar sus

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bandadas.—¿Por qué trabaja para él? No es

mejor que aquellos que la enviaron a loscampos.

—Tengo que hacerlo. Si no, mematará. Ahora parece que será ustedquien lo haga.

—Hace treinta segundos lo hubierahecho. No me dio otra alternativa; ahorapuede hacerlo. Yo la protegeré. Usted semantiene en contacto con ese hombre.¿Cómo?

—El llama a la suite de enfrente.—¿Con qué frecuencia?—Cada diez o quince minutos.

Llamará pronto otra vez.

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—Vamos —apuró Braycautelosamente—. Camine a su derechay deje el cuchillo sobre la cama.

—Entonces, usted disparará —susurró la mujer.

—De hacerlo, podría disparar ahora—rebatió Scofield. La necesitaba, teníaque ganarse su confianza—. No habríarazón para esperar, ¿no le parece?Vamos a ese teléfono. No importa lo queél le pague, yo se lo doblo.

—No creo que pueda andar. Meparece que usted me rompió el pie.

—Le ayudaré. —Bray bajó la toallay dio un paso hacia ella. Ofreció sumano—. Apóyese en mi brazo.

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La vieja mujer avanzó el pieizquierdo, mostrando dolor. Entonces,repentinamente, como una leonaencolerizada, se lanzó hacia adelante, surostro contorsionado nuevamente, susojos desquiciados.

El estilete avanzó veloz en direcciónal estómago de Scofield.

Taleniekov siguió al hombre deAmsterdam hasta entrar en el elevador,donde ya había una pareja.Norteamericanos jóvenes, ricos,mimados; amantes o recién casados,elegantemente vestidos, preocupados

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sólo por sí mismos y por sus apetitos.Habían estado bebiendo.

El holandés del abrigo negro sequitó el sombrero, mientras Vasili,volviendo el rostro a un lado,permanecía junto a él apoyado en lapared de madera del pequeño ascensor.Se cerraron las puertas. La muchacha riósuavemente; su compañero apretó elbotón del quinto piso. El hombre deAmsterdam se adelantó y presionó elnúmero dos.

Al retroceder, echó una mirada a suizquierda, sus ojos haciendo contactocon los de Taleniekov. El hombre sequedó inmóvil, en total conmoción, en

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señal de absoluto reconocimiento.Y en ese choque, en ese

reconocimiento, Vasili comprendió otraverdad: la trampa para la ejecuciónestaba preparada para él también. Elequipo tenía una prioridad, y ésta eraBeowulf Agate, pero si un agente delKGB, conocido como Taleniekov,aparecía en escena, debería sereliminado tan despiadadamente comoScofield.

El hombre de Amsterdam se colocóel sombrero contra el pecho y metió lamano derecha en el bolsillo. Vasili se leadelantó; empujándole contra la pared,agarró con la mano izquierda la muñeca

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dentro del bolsillo; luego, fue bajando lamano, separando la del otro del arma,buscando el pulgar, retorciéndolo hastaque el hueso tronó y el hombre cayó derodillas con un bramido de dolor.

La muchacha dio un grito.Taleniekov habló con voz sonora,dirigiéndose a la pareja:

—No les voy a hacer daño. Repito,no les voy a hacer daño si hacen lo queles diga. No hagan ruido, y llévennos asu habitación.

El holandés se lanzó a la derecha;Vasili le dio un rodillazo en la cara y leapretó la cabeza contra la pared. Sacó lapistola de su bolsillo y la apuntó al

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techo.—No voy a usar esto. No usaré esto

a menos que desobedezcan. Ustedes noson parte de nuestra disputa y no quierohacerles daño. Pero deben hacer lo queles diga.

—¡Jesús! ¡Dios mío! —los labiosdel joven temblaban.

—Saque su llave —ordenóTaleniekov casi amablemente—.Cuando se abran las puertas caminennormalmente frente a nosotros, a suhabitación. Estarán perfectamente asalvo si hacen lo que les digo. Si no, sigritan o tratan de llamar la atención,tendré que disparar. No les mataré; más

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bien dispararé a la columna vertebral.Quedarán paralizados de por vida.

—¡Oh, Cristo, por favor! —Eltemblor del muchacho se extendió a sucabeza, cuello y hombros.

—Por favor, señor, ¡haremos lo quenos diga! —la muchacha, al menos,estaba en posesión de sus sentidos; tomóla llave del chaleco de su compañero.

—¡Levántese! —apuró Vasili alhombre de Amsterdam. Metió la manoen el bolsillo del abrigo del pistolero ysacó el arma del holandés.

Las puertas del elevador seabrieron. La pareja salió con pasodesmañado, pasaron a un hombre

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entrado en años, que leía un periódico, ydieron la vuelta a la derecha al llegar alpasillo. Con su Graz-Burya oculta a unlado, Taleniekov sujetaba la tela delabrigo del holandés, empujándolo haciaadelante.

—Si haces el menor ruido, holandés—lo amenazó en voz baja—, será elúltimo que hagas. Te volaré la espalda yno tendrás tiempo ni para gritar.

Una vez que estuvieron en lahabitación, Vasili de un empujón hizosentar al holandés en una silla, yapuntándole con la pistola siguió dandoórdenes a la asustada pareja:

—Métanse dentro de ese closet,

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¡pronto!Las lágrimas rodaban por el rostro

del muchacho mimado; la chica loempujó a la oscura celda temporal.Taleniekov colocó una silla entre elpomo de la puerta y el suelo,golpeándola hasta que quedó firmementeencajada entre el metal y la alfombra.Luego, se volvió al holandés.

—Tiene usted exactamente cincosegundos para explicarme cómo lo van ahacer —inquirió, y levantó la automáticadiagonalmente, enfrente de la cara delverdugo.

—Tendrá que ser más explícito —repuso en tono muy profesional.

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—Con todo gusto. —Vasili logolpeó con el cañón de su Graz-Buryahacia abajo, desgarrando la carne delrostro del asesino. La sangre le salió aborbotones; el hombre alzó las manos.Taleniekov se inclinó hacia la silla y lequebró ambas muñecas en rápidasucesión—. ¡No se toque! Apenasestamos empezando. ¡Bébasela! Prontono tendrá labios. Luego se quedará sindientes, sin mentón, sin pómulos.Finalmente, ¡le sacaré los ojos! ¿Havisto usted alguna vez a un hombre así?El rostro es una terrible fuente de dolor,que se clava en los ojos en formainsoportable. —Vasili golpeó de nuevo,

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en un arco hacia arriba; esta vez el golpealcanzó al hombre en las ventanas de lanariz.

—¡No… no! ¡Estaba siguiendoórdenes!

—¿Dónde he oído eso antes? —Taleniekov alzó el arma; de nuevo elhombre levantó las manos y otra vezfueron rechazadas con golpes—.¿Cuáles son esas órdenes, holandés?¡Ustedes son tres y ya han pasado loscinco segundos! Tenemos que ponernosserios ahora. —Golpeó con el cañón dela Graz-Burya sobre el ojo izquierdo delholandés; luego, sobre el ojo derecho—.¡Se acabó el tiempo! —retiró el arma y

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la metió como un cuchillo hasta lagarganta del hombre de Amsterdam.

—¡Espere! —gritó el hombre, casisin aliento, las palabras apenas audibles—. Se lo diré… El nos traiciona, tomadinero a nuestro nombre. ¡Se ha vendidoa nuestros enemigos!

—No quiero juicios. ¡Las órdenes!—El nunca me ha visto. Tengo que

atraérmelo.—¿Cómo?—Por usted. He venido a ponerle

sobre aviso. Usted está en camino.—El lo rechazará, ¡lo matará! Es un

truco muy trasparente. ¿Cómo sabíausted la habitación?

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—Tenemos una foto.—De él, no de mí.—De ambos, en realidad. El

administrador nocturno lo identificó.—¿Quién le dio esa foto?—Amigos de Praga que operan en

Washington, en conexiones con lossoviéticos. Antiguos amigos de BeowulfAgate, que saben lo que él hizo.

Taleniekov se quedó mirando alhombre de Amsterdam. Estaba diciendola verdad, porque la explicación sebasaba en verdades parciales. Scofieldbuscaría fallas, pero no rechazaría laspalabras de Amsterdam; no podíapermitirse ese lujo. Tomaría al holandés

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como rehén, y luego se pondría enguardia, esperando, vigilando, sin servisto. Vasili apretó el cañón de la Graz-Burya contra el ojo derecho delholandés.

—¿Y los de Marsella y Praga?¿Dónde están? ¿Dónde se colocarán?

—Aparte de los elevadoresprincipales, cada piso sólo tiene dossalidas: las escaleras y el elevador deservicio. Cada uno estará en una deellas.

—¿Quién en dónde?El de Praga en las escaleras; el de

Marsella en el elevador de servicio.—¿Cuál es el horario? Por minutos.

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—Es flexible. Yo me acercaré a lapuerta a las doce y diez. Taleniekovmiró al viejo reloj de la habitación delhotel. Eran las doce y once minutos.

—Ya estarán en sus posiciones.—No sé. No puedo ver mi reloj; la

sangre me cubre los ojos.—¿Cuál es el plan de acción? Si me

miente, lo sabré. Usted morirá en unaforma que nunca imaginaría.¡Descríbamelo!

—La hora Cero es cinco minutosdespués de la media hora. Si Beowulfno ha aparecido en ninguno de loslugares, tenemos que asaltar lahabitación. Francamente, no confío en el

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hombre de Praga. Creo que dejará que elde Marsella y yo recibamos las primerasráfagas de fuego. Es un maniático.

—Su juicio sobrepasa sushabilidades —comentó Vasiliincorporándose.

—¡Le he dicho todo! Por favor, nome vuelva a golpear; deje que me limpiela sangre de los ojos. No puedo ver.

—Límpieselos. Quiero que veaclaramente. ¡Levántese! —El holandésse levantó, cubriéndose la cara con lasmanos, sacudiéndose la sangre; la Graz-Burya se apoyaba en su cuello.

Taleniekov permaneció inmóvil porun momento, mirando el teléfono al otro

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lado de la habitación. Iba a hablar conun enemigo a quien había odiado portoda una década; estaba a punto deescuchar su voz.

Trataría de salvar la vida de suenemigo.

Aunque Scofield se hizorápidamente a un lado, la cuchilla letaltraspasó su camisa y fue a chocar contrael acero de la pistola que ocultaba bajola tela almidonada. ¡La vieja mujer erauna loca suicida! ¡Tendría que matarla, apesar de que no quería hacerlo!

¡La pistola!

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El dijo que se habían hecho cuatrodisparos y que quedaban dos más. Ellasabía que no era así.

La vieja iba de nuevo hacia él,lanzando cuchilladas a uno y otro lado;cualquier objeto que se cruzara en sucamino sería desgarrado; encircunstancias normales podría ser unrasguño sin importancia, pero no coneste cuchillo. Scofield apuntó la pistolaa la cabeza de ella y apretó el gatillo;pero sólo se escuchó el ruido seco delpercutor.

Lanzó una patada con el pie derecho,que pegó a la mujer entre los pechos y elbrazo, aturdiéndola por un instante, pero

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sólo por un instante. Estaba frenética yempuñaba el cuchillo como si fuera supasaporte para la vida; si llegaba atocarlo, quedaría libre. Se agachó,moviendo el brazo izquierdo frente aella para proteger el estilete que agitabafuriosamente con su derecha. El saltóhacia atrás, buscando algo, cualquiercosa que pudiera utilizar para escudarsede sus cuchilladas.

¿Por qué se había detenido antes?¿Por qué se había parado repentinamentepara hablar con él, para decirle cosasque le podrían hacer pensar? Y luego, loentendió. El viejo halcón no era sólomaligno, sino astuto; ella sabía cuándo

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tenía que reponer sus fuerzas, sabía quela única forma de hacerlo era conversarcon el enemigo, distraerlo, esperar elinstante en que estuvieradesprevenido… y luego un toque de lahoja revestida.

Acometió de nuevo, el cuchillohaciendo un arco del suelo hacia suspiernas. El lanzó una patada; ella volvióa tirar una cuchillada lateral, que pasó aescasos centímetros de su rodilla. Subrazo osciló a la izquierda con el ímpetude la cuchillada y entonces él la alcanzóen el hombro, con el pie derecho, y lahizo tambalearse.

Perdió el equilibrio; trató de agarrar

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el objeto más cercano, una lámpara depie con una pesada base de latón, quecayó hacia ella al tiempo que élalcanzaba a dar otra patada a la manoque sostenía el estilete.

Su muñeca se dobló, y la punta delcuchillo penetró en la tela del uniforme,rasgando la carne por arriba de su pechoizquierdo.

Lo que siguió fue algo que él noquerría recordar jamás. Los ojos de lamujer se agrandaron; los labios,estirados en una macabra, horriblemueca. Comenzó a retorcerse por elsuelo, con el cuerpo convulsionado ytembloroso. Empezó a rodar hasta llegar

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a una posición fetal, alzando susdelgadas piernas hasta su estómago, encompleta agonía. Gritos sordos yprolongados salían de su gargantamientras volvía a rodar, arañando laalfombra; su boca espasmódica arrojóflemas que la lengua hinchada no dejabapasar.

De repente se escuchó una horribleboqueada y una final expulsión dealiento. Su cuerpo se sacudióespasmódicamente; luego se puso rígido.Sus ojos estaban muy abiertos, sin mirara nada, y sus labios separados por lamuerte. Todo el proceso habíatranscurrido en menos de sesenta

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segundos.Bray se inclinó hacia el cadáver y

levantó la mano, separando los huesudosdedos. Tomó el cuchillo, se incorporó ycaminó hacia una mesa donde había unacajita de cerillos. Encendió uno y lopuso bajo la cuchilla. Se produjo unfuerte llamarazo, que salpicó tan altoque su cuchillo se chamuscó y laintensidad del fuego quemó su rostro.Soltó el estilete, apagando el fuego conlos pies.

Sonó el teléfono.

—Habla Taleniekov —dijo el ruso

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al silencio del teléfono. La bocina habíasido levantada pero no contestó ningunavoz—. Me parece que su posición noempeora por el hecho de reconocernuestro contacto.

—Reconocido —fue la lacónicarespuesta.

—Usted rechaza mi cable, mibandera blanca, y yo en su lugar hubierahecho lo mismo. Pero se equivoca, y yotambién me habría equivocado. Juré quelo mataría, Beowulf Agate, y tal vezalgún día lo haga, pero no ahora, ni deesta manera.

—Usted leyó mi mensaje cifrado —fue la respuesta, pronunciada en tono

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monótono—. Usted mató a mi esposa.Venga y máteme a mí. Estoy listo.

—¡Dejemos eso! Ambos hemosmatado. Usted mató a mi hermano… yantes de eso, tuvo que morir unamuchacha inocente que no era ningunaamenaza para los animales que laviolaron y la mataron.

—¿Qué?—¡No hay tiempo que perder! ¡Unos

hombres quieren matarlo, pero yo no soyuno de ellos! He capturado a uno; ahoraestá aquí conmigo…

—Usted mandó a otro —interrumpióScofield—. Ella está muerta. El cuchillola cortó a ella, no a mi. La herida no

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tenía que ser muy profunda.—Usted debe haberla provocado;

¡eso no estaba planeado! Pero estamosperdiendo segundos y usted no los tiene.Escuche al hombre que voy a poner alteléfono. El es de Amsterdam. Su rostroestá magullado y no puede ver muy bien,pero podrá hablar. —Vasili apretó elteléfono contra los sangrantes labios delholandés y empujó la Graz-Burya en sucuello. ¡Dígale, holandés!

—Enviaron unos cables… —empezó a decir el herido en un susurro,ahogándose en sangre y terror—. AAmsterdam, Marsella y Praga. BeowulfAgate estaba fuera de salvación. Todos

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podríamos morir si él vivía. Los cableshicieron las afirmaciones de costumbre;trataban de ponernos en guardia y nosinstaban a tomar precauciones, perosabíamos lo que significaban. No tomenprecauciones, eliminen el problema,eliminen ustedes mismos a Beowulf…Nada de esto es nuevo para usted, herrScofield. Usted ha dado órdenessemejantes, usted sabe que tienen quecumplirse.

Taleniekov le quitó el teléfono de untirón, sin que el cañón de su pistoladejara de presionar el cuello del hombrede Amsterdam.

—Ya lo ha oído. La trampa que me

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puso a mí está siendo usada para cazarloa usted. Su propia gente.

Silencio. Beowulf Agate no dijonada. La paciencia de Vasili se estabaagotando.

—¿No comprende? Intercambiaroninformación; es la única manera comohubieran descubierto el depósito, lo queusted llama un «enlace». Moscú loproporcionó, ¿no se da cuenta? Usted yyo estamos siendo usados como razónpara ejecutar al otro, para matarnos aambos. Mi gente es más directa que lasuya. La orden de ejecutarme ha sidoenviada a todas las estacionessoviéticas, civiles y militares. Su

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Departamento de Estado lo hace enforma diferente; los analistas no aceptanresponsabilidad por esas decisionesanticonstitucionales. Sencillamenteenvían advertencias a aquellos a quienesles importan poco las abstracciones,pero tienen profundo interés en susvidas.

Silencio. Taleniekov estalló:—¿Qué más quiere? El hombre de

Amsterdam tenía la misión de hacerlesalir; usted no tendría alternativa; habríatratado de colocarse en una de las dossalidas: el área de servicio o lasescaleras. En este momento, el deMarsella está en el elevador de

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servicio, y el de Praga, en las escaleras.El hombre de Praga es bien conocidosuyo, Beowulf. Usted empleó su pistolay su cuchillo en muchas ocasiones. Leestá esperando. En menos de quinceminutos, si usted no aparece por ningunode esos lugares, atacarán su habitación.¿Qué más pruebas quiere?

—Quiero saber por qué me estádiciendo esto —contestó al fin Scofield.

—¡Vuelva a leer el cable cifradoque le mandé! Esta no es la primera vezque usted y yo hemos sido usados. Algoincreíble está ocurriendo, que va másallá de usted y de mí. Unos pocoshombres saben sobre ello. En

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Washington y en Moscú. Pero no dicennada; nadie puede hablar. Lasconfesiones serían catastróficas.

—¿Qué confesiones?—El alquiler de asesinos. En ambos

lados. Data de años, de décadas.—¿Cómo me concierne a mí? Usted

no me interesa.—Dimitri Yurievich.—¿Qué hay sobre él?—Dicen que usted lo mató.—Está usted mintiendo, Taleniekov.

Pensé que lo haría mejor. Yurievichestaba indeciso; había probabilidadesde que desertara. El civil que fueasesinado era mi contacto, bajo mi

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control. Fue una operación de la, KGB.Mejor un físico muerto que uno quehubiera desertado. Repito, venga ymáteme.

—¡Se equivoca!… ¡Más tarde! Notenemos tiempo para discutir.

¿Quiere pruebas? ¡Escuche entonces!¡Espero que sus oídos estén mejorentrenados que su cabeza! —El ruso semetió la Graz-Burya en el cinturón ysostuvo el auricular en el aire. Con lamano izquierda agarró el pescuezo delhombre de Amsterdam, centrando elpulgar en los anillos cartilaginosos de latráquea. Hizo presión; su mano era untorno; sus dedos, garras que trituraban

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fibra y hueso a medida que el torno secerraba. El holandés se retorcióviolentamente, agitando brazos y manospara tratar de romper la tenaza deVasili; el esfuerzo resultó inútil. Su gritode dolor era un clamor ininterrumpido,que disminuyó en un lamento agónico. Elhombre de Amsterdam cayó al suelo, sinconocimiento. Taleniekov habló denuevo en el teléfono—. ¿Habría unanzuelo humano vivo, que se prestara alo que acabo de hacer?

—¿Se le ofreció una alternativa?—¡Es usted un idiota, Scofield!

¡Déjese matar! —Vasili meneó lacabeza con desesperación; era una

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reacción a su propia pérdida de control—. No… no, no debemos dejarles.Usted no comprende y yo debo entendereso, así que usted debe tratar decomprenderme. Aborrezco todo lo queusted es, todo lo que usted significa.Pero en este momento, nosotrospodemos hacer lo que pocos podrían.Hacer que ciertos hombres escuchen,que hablen. Aunque no sea por otrarazón más que su temor a nosotros, sutemor a lo que sabemos. Ese temor estáen ambos campos…

—No sé de qué habla usted —interrumpió Scofield—. Está armandouna buena estratagema del KGB;

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probablemente le darán una gran dachaen Graznov, pero no hay trato. Repito,venga y máteme.

—¡Basta! —gritó Taleniekov,mirando al reloj sobre el escritorio—.¡Tiene usted once minutos! Usted sabecuál es su prueba final. La podráencontrar en un elevador de servicio oen las escaleras. A menos que quierasaberla al morir en su habitación. Siusted provoca una conmoción, atraerá auna muchedumbre. Eso queda a suelección, pero no tengo que decírselo;podrá reconocer al de Praga, más no alde Marsella. No puede llamar a lapolicía, ni correr el riesgo de que lo

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haga la administración; eso lo sabemoslos dos. ¡Vaya a encontrar su prueba,Scofield! Vea si este enemigo estámintiendo. ¡Llegará tan lejos como laprimera vuelta por el pasillo! Sisobrevive, lo cual es improbable, estaréen el quinto piso. Habitación cinco-cero-cinco. ¡He hecho todo lo que hepodido! —Vasili colgó de un golpe elauricular, un gesto que era mitadartificio, mitad cólera. Cualquier cosapara sacudir al norteamericano, parahacerlo pensar.

Taleniekov necesitaba ahora cadasegundo. Le dijo a Beowulf Agate quehabía hecho todo lo que pudo, pero no

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era cierto. Se arrodilló y arrancó elabrigo negro del inconsciente cuerpo delholandés.

Bray silenció el teléfono, su menteen extrema agitación. Si hubiera podidodormir un poco, o si no hubiese tenidoque afrontar la totalmente inesperadaviolencia del ataque de la vieja mujer, osi Taleniekov no le hubiera contadotantas verdades, las cosas resultaríanmás claras. Pero todo había ocurrido y,como hizo tan a menudo en el pasado,tenía que hacer la trasferencia a unestado de ciega aceptación y pensar en

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términos de objetivos inmediatos.No era la primera vez que había sido

el blanco de facciones opuestas. Uno seacostumbraba a ello cuando tenía quetratar con grupos enemigos dentro de unmismo campo, aunque el asesinato erararamente el objetivo. Lo insólito era elmomento, la convergencia dedos ataquespor separado. Y sin embargo, era tancomprensible, tan claro…

¡El subsecretario de Estado, DanielCongdon, lo había realizado! Elaparentemente apático burócrata halló elvalor suficiente para respaldar suspropias convicciones. Másespecíficamente, había descubierto los

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movimientos de Taleniekov haciaBeowulf Agate. ¿Qué mejor justificaciónpodría tener para romper las reglas ytratar de eliminar aun especialista,recién separado del servicio, que élconsideraba peligroso? ¿Qué mejormotivo para recurrir a los soviéticos,quienes podían favorecer la eliminaciónde ambos hombres?

Tan claro… tan bien orquestado, quesólo él o Taleniekov podrían haberconcebido esa estrategia. Negativas yasombros irían mano a mano, y losestadistas, tanto en Washington como enMoscú, deplorarían la violencia deantiguos oficiales de inteligencia… de

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otra era. Una era en que lasanimosidades personales se sobreponíana menudo a los intereses nacionales.¡Cielos!, podía oír las declaraciones,envueltas en santurronas perogrulladas,de hombres como Congdon, dados aocultar sucias decisiones bajo títulosrespetables.

Lo que más le encolerizaba era quela realidad apoyaba las perogrulladas,validadas por las palabras vengativas deTaleniekov. Juré que lo mataría,Beowulf Agote, y tal vez algún día lohaga.

Ese día era hoy, y el tal vez no teníasignificado para el ruso. Taleniekov

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quería acabar con Beowulf Agate por símismo; no toleraría interferencias deasesinos reclutados y programados porburócratas de Washington y Moscú. Leveré dar su último suspiro… Esasfueron las palabras de Taleniekov seisaños atrás; eran palabras sinceras,entonces y ahora.

Claro que salvaría a su enemigo delos revólveres de Marsella y Praga. Suenemigo merecía un revólver mejor, elsuyo. Y ningún truco era demasiadodescabellado, ni había palabrasdemasiado exageradas para llevar alenemigo a la mirilla de su pistola.

Estaba cansado de todo eso, pensó

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Scofield, mientras apartaba la mano delteléfono. Cansado de la tensión derivadade la acción y de la contra-acción. En elanálisis final, ¿a quién le importaba? ¿Aquién podría interesar que dosespecialistas, ya de edad madura, sededicaran a un solo propósito: quemuriera su enemigo?

Bray cerró los ojos, apretó lospárpados, consciente de que habíahumedad en las cuencas. Lágrimas defatiga, de mente y cuerpo agotados; perono era momento de reconocer elcansancio. Porque si tenía que morir (loque siempre era una posibilidad), no loiba a hacer a manos de pistoleros de

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Marsella, Praga o Moscú. El era mejorque todos ellos; siempre había sidomejor.

De acuerdo con Taleniekov teníaonce minutos; y habían transcurrido dosdesde que el ruso lo dijo. La trampa erasu habitación, y si el hombre de Pragaera el mismo que Taleniekov habíadescrito, el ataque se realizaríarápidamente, con un mínimo de riesgos.Perdigones de gas precederían el uso dearmas, a fin de que los vaporesparalizaran a quien se encontrara en lahabitación. Era una táctica preferida porel asesino de Praga; no le gustabaaceptar demasiados riesgos.

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Por tanto, el objetivo inmediato erasalir de la trampa. Caminar por elpasillo no era factible, tal vez nisiquiera abrir la puerta. Puesto que lamisión del hombre de Amsterdam erasacarlo de allí, y eso no había ocurrido,el de Praga y el de Marsella atacarían.Si no encontraban a nadie en elcorredor, no tenían nada que perder. Nopodían posponer su programa, pero síacelerarlo.

Nadie en el pasillo… o alguien en elmismo. Gente yendo de un lado a otro,excitada, creando una distracción. Lamayor parte de las veces, unamuchedumbre favorece al asesino, no a

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la víctima, sobre todo si ésta esidentificable y uno o más de los asesinosno lo son. Por otro lado, una víctima quesupiera precisamente cuándo y dóndeiba a realizarse el ataque, podría utilizaruna muchedumbre para cubrir su escape.Un escape basado en la confusión y enun cambio de aspecto. Ese cambio notenía que ser excesivo, bastaba quecausara indecisión; en una ejecuciónhabía que evitar disparos a tontas ylocas.

Ocho minutos. O menos. Tododependía de la preparación. Tomaría suspertenencias esenciales, porque cuandoempezara a correr tendría que seguir

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corriendo; por cuánto tiempo y hasta quédistancia, era difícil decirlo, ni podíapensarlo en ese momento. Tenía queescapar de la trampa y eludir a loscuatro hombres que deseaban su muerte,uno de ellos más peligroso que los otrostres, porque no lo habían enviado deWashington ni de Moscú, sino que vinopor su propia voluntad.

Bray cruzó rápidamente hacia lamujer muerta que yacía en el piso, laarrastró hasta el cuarto de baño y cerróla puerta, Levantó la lámpara de pie y laestrelló contra el pestillo; la cerraduradebía quedar atascada; la única manerade abrir la puerta sería rompiéndola.

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Podía dejar la ropa. No habíaseñales de lavandería ni clara evidenciade que la pudieran conectarinmediatamente con Brandon Scofield;las huellas dactilares lo lograrían, perorecolectarlas y analizarlas llevaríatiempo. Para entonces ya estaría lejos, silograba salir vivo del hotel. Suportafolio era otra cosa; conteníademasiadas herramientas de suprofesión. Lo cerró y giró la cerradurade combinación; luego, lo echó sobre lacama, se puso su saco y volvió alteléfono. Levantó la bocina y marcó elnúmero de la operadora.

—Hablo de la habitación dos-trece

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—explicó en voz baja, haciendo unesfuerzo porque sonara débil—. Noquiero alarmarla, pero conozco lossíntomas. Acabo de tener un ataquecardíaco. Necesito ayuda…

Dejó que el teléfono golpeara lamesa y cayera al suelo.

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10Taleniekov se puso el abrigo negro y seagachó para tomar la bufanda gris,todavía envuelta al cuello del holandés.Se la quitó de un tirón, la envolvió en sucuello y tomó el sombrero gris que habíacaído al lado de la silla. Le quedabademasiado grande; rellenó el borde paraque quedara en su cabeza, y se dirigió ala puerta. Al pasar ante el closet, hablócon firmeza a la pareja que estabaadentro:

—¡Quédense donde están y no haganruido! Estaré afuera en el pasillo. Sioigo algo, regresaré y se arrepentirán.

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Ya en el pasillo corrió hacia loselevadores principales, y luego másallá, a otro elevador negro. Contra lapared se encontraba una mesita utilizadapara el servicio de cuarto. Se sacó laGraz-Burya del cinturón, la metió en elbolsillo del abrigo y apretó el botón consu mano izquierda. Una luz roja seencendió arriba de la puerta; el elevadorestaba en el segundo piso. El hombre deMarsella se hallaba en su puesto,esperando a Beowulf Agate.

La luz se apagó y segundos despuésel número 3 se encendió; luego, elnúmero 4. Vasili se dio la vuelta, dandola espalda a la puerta corrediza.

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La puerta se abrió, pero no hubopalabras de reconocimiento ni desorpresa, a la vista del abrigo negro y elsombrero gris. Taleniekov girórápidamente, con el dedo en el gatillo dela pistola.

El elevador estaba vacío. Entró en ély apretó el botón del segundo piso.

—¿Señor? ¿Señor? ¡Dios mío, es elloco de la dos trece! —La excitada vozde la operadora flotaba penetrantementedesde el teléfono caído en la alfombra—. ¡Mande un par de muchachos! ¡A verqué pueden hacer! Yo llamaré una

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ambulancia. Le ha dado un ataque oalgo.

Las palabras se cortaron; el caoshabía comenzado.

Scofield fue a la puerta, quitó elpasador y esperó. No habían trascurridomás de cuarenta segundos cuandoescuchó pisadas y gritos en el pasillo.La puerta se abrió violentamente; uncapitán de botones entró corriendo,seguido por un botones más joven y máscorpulento.

—¡Gracias a Dios que no echó lallave! ¿Dónde?…

Bray cerró la puerta de una patada,revelando su presencia a los dos

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hombres. En su mano empuñaba unaautomática.

—A nadie le va a pasar nada —advirtió con toda calma—. Haganexactamente lo que les diga. Usted —ordenó Bray al más joven— quítese lachaqueta y la gorra. Y usted —continuó,dirigiéndose al capitán de botones—,vaya al teléfono y diga a la operadoraque envíe al gerente. Actúe comoasustado, que no quiere tocar nada,porque puede haber problemas aquí,pues cree que estoy muerto.

El hombre tartamudeó, sus ojos fijosen la pistola, y luego corrió al teléfono.Su actuación fue convincente; el susto no

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le cabía en el cuerpo.Bray tomó la chaqueta marrón con

galones dorados, que le ofrecía elsubordinado. Se quitó su saco y se pusola chaqueta, haciendo un bulto con suprenda, que se puso bajo el brazo.

—La gorra —ordenó Scofield. Elbotones se la entregó.

El capitán de botones acababa decumplir las instrucciones, mientrasmiraba con ojos asustados a Bray. Suúltimo ruego a gritos fue:

—¡Por todos los cielos, dése prisa!¡Mande a alguien para acá! Scofieldhizo un gesto con el arma.

—Póngase junto a la puerta, a mi

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lado —ordenó al asustado hombre;luego, se dirigió al más joven—: Hay uncloset al otro lado de la cama. Métaseen él. ¡Ahora!

El grandote botones vaciló, miró aBray y retrocedió rápidamente hacia elcloset. Apuntando con el arma al capitánde botones, Scofield dio los pasosnecesarios hasta el closet y cerró lapuerta de una patada. Levantó luego lalámpara por su base, y gritó:

—¡Póngase a la derecha! ¿Meentiende? ¡Conteste!

—Sí —fue la apagada respuestadesde el interior del closet.

—Toque a la puerta.

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Los golpecitos venían de la extremaizquierda, la derecha del joven. Braylanzó la base de la lámpara contra elpomo de la puerta, que se rompió.Luego, levantó la pistola, consilenciador, e hizo un disparo al ladoderecho de la puerta.

—¡Eso era una bala! —exclamó—.No importa lo que oiga, cállese la bocao volveré a disparar. ¡Estoy junto a lapuerta!

—¡Oh, Dios mío!Ese hombre permanecería callado

incluso en un terremoto. Scofield seacercó al capitán de botones; en elcamino tomó su portafolio.

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—¿Dónde está la escalera?—Pasando el vestíbulo en dirección

a los elevadores, a la derecha. Es alfinal del pasillo.

—¿El elevador de servicio?—La misma cosa, del otro lado, al

final. A la derecha…—Escúcheme —interrumpió Bray—

y recuerde lo que le digo. En pocossegundos oiremos al gerente yprobablemente a otros que llegan por elpasillo. Cuando yo abra la puerta, ustedsale afuera y se pone a gritar (y quieroque grite como un verdadero maricón);luego, empieza a correr conmigo por elpasillo.

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—¡Cristo! ¿Y qué debo decir?—Que usted quiere salir de aquí —

contestó Bray—. Dígalo como quiera.No creo que sea difícil para usted.

—¿Adónde vamos? ¡Tengo unaesposa y cuatro hijos!

—Estupendo. ¿Por qué no se vaentonces a su casa?

—¿Qué?—¿Cómo se llega más rápidamente

al vestíbulo?—¡Cielos, no lo sé!—Los elevadores tomarían

demasiado tiempo.—¿Las escaleras? ¡Las escaleras!

—el asustado capitán de botones ofreció

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su deducción con una nota triunfal.—Utilice las escaleras —aconsejó

Scofield, con el oído pegado a la puerta.Las voces eran apagadas, pero

definidas. Podía escuchar las palabraspolicía y ambulancia, y luegoemergencia. Eran tres o cuatropersonas.

Bray abrió la puerta de un tirón yaventó al capitán de botones hacia elpasillo al tiempo que le gritaba:

—¡Ahora!

Taleniekov dio la espalda al abrirsela puerta del elevador de servicio en el

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piso segundo. De nuevo, el abrigo negroy el distinguible sombrero gris noprovocaron el menor reconocimiento;como antes, se dio rápidamente lavuelta, empuñando en su bolsillo laGraz-Burya. Había mesas con bandejas,sobras de comida y olor a café, restosde desayunos acumulados afuera de lapuerta del elevador, pero ningún hombrede Marsella.

Un par de puertas metálicas daba alpasillo del segundo piso, con ventanascirculares en el centro de cada panel.Vasili se acercó y atisbó a través delcírculo de la derecha.

Ahí estaba. La figura en traje de lana

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gruesa avanzaba hacia la esquina delvestíbulo que conducía a la habitación213. Taleniekov miró su reloj: eran las12:31. Cuatro minutos antes del ataque;toda una vida si Scofield se mantenía encalma. Se necesitaba una distracción; lomás seguro sería un incendio. Unallamada telefónica, una funda dealmohada ardiendo, rellena de tela ypapel, lanzada al vestíbulo. Se preguntósi Beowul Agate había pensado en algosemejante.

Scofield había pensado en algo. Laluz sobre uno de los dos elevadoresprincipales se encendió; se abrió lapuerta y tres hombres salieron en

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frenética conversación. Uno era elgerente, ahora próximo al pánico; otrocargaba un maletín negro, un médico. Eltercero era de aspecto corpulento, rostrorígido, cabellos recortados… el policíaprivado del hotel.

Corrieron frente al sorprendidomarsellés, que giró abruptamente a unlado, y siguieron por el largo pasillo queconducía a la habitación de Scofield. Elfrancés sacó un revólver.

Al otro lado del vestíbulo, bajo unletrero rojo que decía Salida se abrióuna pesada puerta, protegida por unabarra de hierro. La figura del hombre dePraga apareció, haciendo un afirmativo

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movimiento de cabeza al de Marsella.En su mano derecha empuñaba unapistola automática de largo cañón ypesado calibre; en su izquierda llevabaalgo que parecía… no, era… unagranada. El pulgar presionaba la palancade encendido; ¡y había sacado lahorquilla de explosión!

Y si tenía una granada debía de tenermás. El de Praga era un arsenal.Arrasaría con quien estuviera en el área,con tal de acabar con Beowulf Agate.Una granada arrojada al final delpasillo, una rápida carrera hacia lasvíctimas antes de que el humo sedisipara, para darles el tiro de gracia en

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la cabeza; se aseguraría de que Scofieldfuera el primero. No importaba lo que elnorteamericano hubiese ideado, ahoraestaba acorralado. No había forma deatravesar ese marco.

A menos que el de Praga pudiera serdetenido allí mismo donde estaba, y lagranada estallara en su mano. Vasilisacó la Graz-Burya de su bolsillo yempujó las puertas giratorias frente a él.

Estaba a punto de disparar cuandooyó los gritos de espanto de un hombre.

—¡Salgan de aquí! ¡Por amor deDios, tengo que salir de aquí!

Lo que siguió fue una locura. Doshombres con uniforme del hotel venían

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corriendo por el pasillo: uno dio lavuelta a la derecha, dándose de naricescon el de Praga, que lo alejó de unempujón y luego lo golpeó con el cañónde su pistola. El de Praga gritó almarsellés, ordenándole que regresara.

Pero el marsellés no era tonto; vio lagranada en la mano del de Praga. Losdos hombres se gritaron el uno al otro.

La puerta del elevador se cerró.Se cerró. La luz se apagó. ¡Estuvo

parado en el piso!Beowulf Agate había logrado

escapar.Taleniekov retrocedió tras las

puertas metálicas; en la confusión, no

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fue observado. Pero los pistoleros dePraga y Marsella habían visto elelevador; obviamente, recordaron alsegundo hombre de la chaqueta rojo-oscuro, corriendo en esa dirección, sinmostrar pánico, como quien sabe lo queestá haciendo… y llevando algo bajo subrazo izquierdo. Los dos verdugosobservaron los números arriba delelevador, esperando, al igual que Vasili,que se encendiera la letra L (del lobby).Pero ésta no se encendió.

La luz llegó al número 3 y se detuvo.¿Qué estaba haciendo Scofield? En

pocos segundos hubiera podidoencontrarse corriendo en la calle, donde

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hallaría seguridad en medio de lamuchedumbre, donde podía meterse encualquiera de centenares de escondites.¡Pero se quedaba en el área de muerte!¡De nuevo, una locura!

Y entonces, Vasili comprendió:Beowulf Agate venía por él.

Miró a través de la ventanillacircular de la puerta de servicio. El dePraga hablaba desaforadamente. Elmarsellés afirmaba con la cabeza,mientras su dedo apretaba el botón delelevador; el de Praga corrió hacia lasescaleras y desapareció tras la puerta.

Taleniekov tenía que saber lo quehabían dicho. Podía ahorrar segundos, si

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lo pudiera averiguar en segundos.Guardó la Graz-Burya en el bolsillo,empujó la puerta giratoria, con labufanda gris envuelta al cuello y elsombrero firmemente metido en lacabeza para oscurecer su cara. Y gritó:

—Alors; vous avez découvertquelque chose par hazard?

Dada la excitación del marsellés, larapidez y el engaño tuvieron su efecto.El sombrero negro, la bufanda gris deseda y el francés hablado con lainflexión gutural de un holandés, fueronsuficientes para confundir la imagen deun hombre que había visto sólo una vez,brevemente, en la cafetería. Se quedó

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aturdido; gritando en su idioma nativo,corrió hacia Taleniekov; hablaba tanaprisa que apenas se le entendía.

—¿Qué está usted haciendo aquí?¡Se ha armado un pandemónium! Hayhombres gritando en el cuarto deBeowulf; ¡están rompiendo puertas! Seha escapado. El de Praga…

El francés se detuvo. Vio el rostrofrente a él y su expresión deaturdimiento cambió a otra desobresalto. La mano de Vasili se movióvelozmente; atenazando el arma queempuñaba el francés, la retorció con talfuerza que el marsellés lanzó un alarido.La pistola se soltó de sus dedos.

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Taleniekov arrojó al hombre contra lapared, y con la rodilla le dio un fuertegolpe en la ingle, mientras con la manoizquierda agarraba al marsellés por laoreja izquierda.

—¿El de Praga qué? ¡Tiene unsegundo para decírmelo! —estrelló surodilla contra los testículos del francés—. ¡Ahora!

—Iremos hasta la azotea… —larespuesta del marsellés se ahogó, yacabó escupiéndola entre dientesapretados, mientras se retorcía de dolor—. Piso por piso… hasta la azotea.

—¿Por qué? —¡Cielos!, pensóVasili. Había un conducto metálico de

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aire que conectaba el hotel con eledificio adyacente. ¿Lo sabían? Denuevo lo golpeó con la rodilla—. ¿Porqué?

—El de Praga cree que Scofieldpiensa que usted tiene hombres en lascalles… en las puertas del hotel.Esperará hasta que la policía llegue… yse provoque una confusión. ¡El hizo algoen el cuarto! En nombre de Dios,¡déjeme!

Vasili aplastó la culata del revólverdel francés en el cráneo de éste, sobre lafrente izquierda. El asesino sedesplomó, la herida borbotando sangre.Taleniekov empujó el cuerpo

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inconsciente, hasta dejarlo caer a travésde la intersección del pasillo. Todo elque saliera del cuarto 213 vería otroespectáculo inesperado. El pánicoaumentaría: se ganarían preciososminutos.

El elevador de la izquierda habíarespondido a la llamada del francés.Vasili se metió corriendo y apretó elbotón del tercer piso. Las puertas secerraron, mientras que al otro lado delpasillo dos hombres excitados salíancorriendo de la habitación 213. Uno erael gerente del hotel, que se detuvo al veral caído francés en el centro de unaalfombra empapada en sangre. Lanzó un

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grito de pavor.

Scofield se quitó la chaqueta y lagorra, las echó en una esquina y secolocó su propia ropa. El elevador sedetuvo en el tercer piso; se puso tenso alver a una rolliza criada que entraba contoallas en el brazo. Ella le saludó con lacabeza y él se la quedó mirando. Laspuertas se cerraron y siguieron al cuartopiso, en el cual la criada salió. Brayapretó rápidamente el botón del sextopiso, que era el último.

De ser posible, tenía que acabar conuna parte de la locura. El no iba a salir

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corriendo sólo para empezar a correr denuevo, pensando siempre en dónde lehabrían puesto la próxima trampa.Taleniekov estaba en el hotel y eso eratodo lo que tenía que saber.

Habitación cinco-cero-cinco. Esoera el número que Taleniekov le dijopor teléfono; había dicho que esperaría.Bray trató de recordar un mensajecifrado o una clave que tuviera esosdígitos, pero no pudo recordar ninguno,y dudaba que el hombre del KGBhubiera dado su ubicación exacta.

Cinco-Cero-Cinco.¿Cinco-Muerte-Cinco?Le estoy esperando en el quinto

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piso. Uno de nosotros morirá.¿Era tan sencillo como todo eso?

¿Quedaría Taleniekov reducido aunreto? ¿Estaba su ego tan inflamado, o erasu cansancio tan completo que no podíapensar en otra cosa más que en deletrearel campo de batalla?

¡Por todos los cielos, vainas aacabar con esto! ¡Ahí voy, TaIeniekov!¡Podrás ser bueno, pero no estás a laaltura del hombre a quien llamasBeowulf Agote!

Ego. Tan necesario. Tan agotador.El elevador llegó al sexto piso. Bray

retuvo el aliento al ver a dos hombresbien vestidos entrar en él. Hablaban de

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negocios: las cifras del último año eranel aburrido tema. Ambos lo miraronbrevemente, con desaprobación; élcomprendió. Su barba, los ojosinyectados en sangre… Apretó suportafolio y evitó sus miradas. La puertaempezaba a cerrarse cuando Bray salióapresuradamente, con la mano metida enel bolsillo.

—Perdón —masculló—, es mi piso.No había nada en el largo pasillo

frente a él, cuatro pisos arriba del 211 y213. Al final, a la derecha, dos puertascon ventanas circulares. El elevador deservicio. Uno de los paneles aúnvibraba; acababa de cerrarse. Scofield

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sacó parcialmente su automática delcinturón; luego, la volvió a guardarcuando escuchó el traqueteo de platos alotro lado de las puertas giratorias: seestaban llevando una bandeja deservicio; un hombre que se escondieracon intenciones de matar no haría ruido.

A la izquierda, cerca de la escalera,una mujer de la limpieza había acabadouna habitación. Cerró la puerta yfatigosamente empezó a empujar elcarrito hacía la próxima habitación.

Cinco-Cero-Cinco.Cinco-Muerte-Cinco.Si había un lugar para encontrarse,

él se hallaba sobre éste, en la parte alta.

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Pero era una parte alta desde donde nopodía ver, y el tiempo se estabaagotando. Pensó por un momento enhablar con la mujer de la limpieza,utilizarla en alguna forma, pero suapariencia lo descartaba. Su aparienciadescartaba muchas otras cosas; afeitarseera un lujo que no se había podidopermitir; ir al baño representabapreciosos minutos gastados, lejos de lossonidos de la trampa. Las cosaspequeñas se volvían tan ominosas, tanimportantes durante la espera… ¡Yestaba tan cansado!

Había que desechar la idea deutilizar el elevador de servicio; era un

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recinto que se podía inmovilizar y aislardemasiado fácilmente. La escalera noera mucho mejor, pero en ella tenía unaventaja: excepto por la azotea (si habíasalida a la azotea), no iba más lejos. Elque estaba abajo ofrecía un blancomejor. Las aves de presa bajaban enpicada: raramente atacaban desde abajo.

Pero los tiburones, sí.Distracción. Cualquier clase de

distracción. De los tiburones se sabíaque se lanzaban contra objetosinanimados, residuos flotantes.

Bray caminó rápido hacia la pesadapuerta de la escalera, y se detuvobrevemente ante el carrito de limpieza.

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Tomó cuatro ceniceros de vidrio y selos metió en los bolsillos: luego, colocóel portafolio entre su brazo y su pecho.

Con la mayor rapidez empujó labarra de la puerta: la pesada puerta deacero se abrió. Empezó a bajar losescalones pegándose a la pared,mientras trataba de escuchar cualquierruido que pudiera revelar al enemigo.

Y ahí estaba. De varios pisos másabajo llegaba el sonido de las rápidaspisadas en las escaleras de hormigón.Cesaron y Scofield se quedó inmóvil. Loque siguió le produjo confusión. Se oyóun ruido cortante, una serie demovimientos rápidos, abrasivos,

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metálicos. ¿Qué era?Volvió la vista a la puerta de metal

por la que acababa de pasar, y se diocuenta. La escalera era esencialmenteuna salida contra incendios; las puertasse abrían desde dentro, no desde laescalera, lo cual podía ser unaprevención contra ladrones. La personaque estaba abajo utilizaba una finalámina de metal, o plástico, paraatravesar la raja alrededor de lacerradura, y tirar de arriba abajo hastaagarrar el pestillo redondo y abrir lapuerta. El método era universal; lamayoría de las salidas para incendiopodían ser manipuladas de esta manera,

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si funcionaban. Y en este hotel debíanfuncionar.

El sonido abrasivo y cortante cesó;la puerta había sido abierta. Silencio.

La puerta se cerró de golpe. Scofieldse aproximó al borde de los escalones ymiró hacia abajo; sólo podía alcanzar aver las barandillas en ángulo, que sejuntaban en las esquinas y descendíanhacia la oscuridad. Silenciosamente,bajando un pie cada vez, llegó al piso deabajo: el quinto.

Cinco-Cero-Cinco. Un número sinsignificado, una complicación verbal sinsentido.

La estrategia de Taleniekov estaba

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ahora clara. Y era lógica. Bray la habríausado también. Una vez comenzado elcaos, el ruso esperó en el vestíbulo yobservó los elevadores en busca de unaseñal de su enemigo; cuando éste noapareció, tuvo que suponer que Beowulfestaba aislado, yendo de un lado paraotro, buscando una salida. Sólo cuandoTaleniekov llegó al convencimiento deque su enemigo no había salido a lacalle, pudo iniciar la caza final desdelas escaleras, acechando en los pasillos,con el arma lista para su blanco enmovimiento.

Pero el ruso no podía empezar lacacería desde lo más alto; tenía que

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iniciarla desde la escalera del vestíbulo.Se veía forzado a prescindir de la partealta, una desventaja tan mortífera en laescalera como en campo abierto.Scofield puso en el suelo el portafolio ysacó de su bolsillo dos de los cenicerosde vidrio. La espera estaba a puntodeterminar; la confrontación ocurriría encualquier instante.

La puerta de abajo se abrió degolpe. Bray lanzó el primer cenicero porel hueco de la escalera; el estallido delcristal resonó por las paredes dehormigón y acero.

Se oyeron pisadas. El golpe de uncuerpo pesado haciendo contacto con la

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pared. Scofield saltó hacia el espacioabierto y tiró el segundo cenicero, quese estrelló en el piso de abajo; la figuracorrió por el borde de la barandilla.Bray disparó su pistola; su enemigogritó, se retorció en el aire y se lanzófuera del área en que podía ser visto.

Scofield bajó tres escalones, pegadoa la pared. Vio una pierna enmovimiento y disparó de nuevo. Seescuchó el silbante ruido de la balarebotando en el acero, para irse aenterrar en el cemento. Había fallado; elruso estaba herido, pero noimposibilitado.

De repente se oyó otro ruido.

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Sirenas en la distancia. Afuera,acercándose. Y gritos amortiguados porlas pesadas puertas de salida; se dabanórdenes por pasillos y vestíbulos.

Las opciones iban desapareciendo,la posibilidad de escapar disminuía concada nuevo sonido. Tenía que acabarahora. No quedaba nada más que unintercambio final. Cien lecciones delpasado se condensaron en una: Atraigael fuego primero, consiga que el armaenemiga se descubra, lo cual suponedescubrir parte de uno mismo. Unaherida superficial no significa nada sile salva a uno la vida.

Los segundos seguían corriendo; no

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había otra alternativa.Bray sacó del bolsillo los dos

ceniceros que le quedaban y los arrojósobre la barandilla. Bajó unos pasos y,al primer ruido del cristal que serompía, mostró su hombro y brazoizquierdo, en medio círculo. Parte de élquedaba en la línea directa de fuego delruso. Pero no su arma, que estabapreparada para su propio ataque.

Dos ensordecedoras explosionesllenaron el túnel vertical…

¡El revólver saltó de su mano! ¡Desu propia mano derecha! Miró conimpotencia cómo el arma saltaba de susdedos, y motas de sangre se extendían

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por la palma de su mano, mientras elagudo tañido de la bala rebotaba deacero en acero.

Había sido desarmado por undisparo equivocado. Muerto por un eco.

La automática Browning saltó por laescalera. Se lanzó hacia ella, aunsabiendo que era demasiado tarde. Elasesino de abajo se dejó ver, luchandopor incorporarse, mientras el largocañón de su pistola apuntabadirectamente a la cabeza de Scofield.

Pero no era Taleniekov; no era elrostro de mil fotografías, el rostro quehabía odiado por una década. Era elhombre de Praga, un hombre que él

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había utilizado con tanta frecuencia afavor de la causa de quienes pensabanlibremente. Ese hombre lo iba a matarahora.

Los pensamientos acudieronrápidamente, uno sobre otro. Sinopsisfinales, se podría decir. Su muertellegaría rápidamente; eso lo agradecía.Y, finalmente, había privado aTaleniekov de su trofeo.

—Todos tenemos que hacer nuestrotrabajo —se disculpó el hombre dePraga, con sus tres dedos apretados enla culata del revólver—. Usted meenseñó eso, Beowulf.

—Nunca saldrá de aquí.

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—Usted olvida sus propiaslecciones. «Suelten sus armas, salgancon la muchedumbre». Yo saldré deaquí. Pero no usted. Si lo hiciera,demasiados morirían.

—¡Padazdit! —la voz tronó desdearriba, sin que la hubiera precedido elgolpe de una puerta; el hombre que rugíahabía penetrado rápida ysilenciosamente. El verdugo de Pragagiró a su izquierda, se agachó, dirigió supoderosa pistola hacia arriba de lasescaleras, a Vasili Taleniekov.

El ruso disparó una vez y perforó lafrente del hombre de Praga. El checocayó sobre Scofield mientras éste

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buscaba su revólver, que al fin encontróen uno de los peldaños; al empuñarlo,rodó por la esquina de la escalera.Disparó impetuosamente al hombre delKGB; no iba a permitir que Taleniekovlo salvara del hombre de Praga, sólopara preservar su trofeo.

Le veré dar su último suspiro…¡No aquí! ¡No ahora! ¡No mientras

pueda moverme!Y entonces no se pudo mover. El

impacto llegó y Scofield sólo supo quesu cabeza parecía haberse partido endos. Sus ojos se llenaron de cegadorasrayas de luz blanca, mezcladas consonidos caóticos. Sirenas, gritos, voces

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de distantes abismos, allá muy abajo.En su esfuerzo por escapar a la línea

de fuego de Taleniekov, había estrelladosu cráneo en los agudos bordes del postede la barandilla de la esquina. Una balamal dirigida, un eco, un pasajeinanimado de acero. Todos loconducirían a la muerte.

La imagen era confusa, peroinconfundible. La figura atlética del rusobajaba corriendo por las escaleras. Braytrató de levantar el revólver que aúntenía en la mano, pero no lo logró.Estaba aplastado por una bota pesada; lequitaban el arma de la mano.

—¡Hágalo! —susurró Scofield—.

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¡Por todos los cielos, hágalo ahora!Usted ganó por accidente. Era la únicamanera en que podría haberlo hecho.

—¡Yo no he ganado nada! No quierotal victoria. ¡Venga! ¡Muévase! Lapolicía ha llegado; empezarán a subirpor las escaleras en cualquier momento.

Bray sintió que unos fuertes brazoslo levantaban, ponían su brazo alrededorde un grueso cuello, y un hombro semetía bajo el suyo para darle apoyo.

—¿Qué demonios está haciendo? —No estaba seguro de que las palabrasfueran suyas; el dolor no lo dejabapensar.

—Está usted lesionado. La herida de

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su cuello se ha abierto; no se ve mal,pero tiene un corte en la cabeza; no sécuán grave sea.

—¿Qué?—Hay un escape. Este fue mi

depósito por dos años. Conozco cadacentímetro del edificio. ¡Venga!Ayúdeme. ¡Mueva las piernas! Hay queir a la azotea.

—Mi portafolio…—Yo lo tengo.Se hallaban en un amplio recinto

metálico, en completa oscuridad, conconstantes ráfagas de aire helado quesacudían los lados corrugados, y latemperatura cercana al punto de

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congelación producía vibracionesaudibles. Se arrastraban por el sueloacanalado, sin ver nada.

—Este es el principal conducto deaire —explicó Taleniekov en voz baja,consciente de la ampliación del eco—.La unidad sirve al hotel y al edificio deoficinas adyacente. Ambos son,comparativamente, estructuras pequeñas,propiedad de la misma compañía.

Scofield empezaba a recobrar lossentidos; los movimientos en sí leforzaban a enviar impulsos a sus brazosy piernas. El ruso había desgarrado unabufanda de seda, enrollando la mitad enla cabeza de Bray, y la otra mitad en su

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garganta. No cesaba de sangrar, pero almenos ahora era en mucha menorcuantía. Volvía a sentirse consciente,aunque aún no comprendía con claridadlo que estaba sucediendo.

—Me ha salvado la vida. ¡Quierosaber por qué!

—Baje la voz —susurró el hombredel KGB—. Y siga andando.

—Quiero una respuesta.—Ya se la di.—No fue usted muy convincente.—Usted y yo vivimos sólo con

mentiras. No vemos nada más.—De usted no espero nada más.—En unos pocos minutos usted

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podrá tomar su determinación. Leconcedo eso.

—¿Qué quiere decir?—Cuando lleguemos al final del

conducto habrá un travesaño a tres ocuatro metros del suelo, en un área dealmacenamiento. Una vez allí podremosllegar a la calle, pero cada segundocuenta. Si hay gente cerca del travesaño,habrá que asustarlos. Lo podemos logrardisparando sobre sus cabezas.

—¿Qué?—Sí. Le voy a devolver su revólver.—Usted mató a mi esposa.—Usted mató a mi hermano. Y antes

de eso su ejército de ocupación regresó

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el cadáver de una muchacha, una niña aquien yo amaba.

—No sé nada de eso.—Ahora lo sabe. Tome su

determinación.El travesaño de metal era tal vez de

1.20 metros de ancho. Abajo había unaenorme habitación, mal alumbrada, queservía como un almacén miniatura, llenode cajones y cajas. No había nadie a lavista. Taleniekov entregó la automáticaa Scofield y empezó a forzar con suhombro los soportes de la pantalla demetal. Se soltó al fin y se estrelló contrael suelo de cemento. El ruso esperó porunos instantes una respuesta al ruido,

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pero no hubo ninguna.Volteó el cuerpo y, con las piernas

primero, empezó a bajar del conducto.Sus hombros y su cabeza pasaron elborde, sus dedos agarraron la orilla;estaba buscando equilibrio,preparándose para caer al suelo.

El extraño sonido llegó débilmenteal principio; luego, más fuerte. Unpaso… un chirrido. Un paso… unchirrido. Un paso… un chirrido. Unpaso. Taleniekov se quedó inmóvil, conel cuerpo suspendido entre el travesañoy el suelo.

—Buenos días, camarada —dijo unavoz suave, en ruso—. Mi andar ha

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mejorado desde Riga, ¿no crees? Medieron un nuevo pie.

Bray retrocedió a las sombras delconducto. Abajo, junto a un enormeembalaje de madera, se hallaba unhombre con un bastón. Un lisiado cuyapierna derecha era únicamente unvástago de madera rígida bajo elpantalón. El hombre continuó al tiempoque sacaba un revólver del bolsillo:

—Te conocí muy bien, amigo mío.Fuiste un gran maestro. Me diste unahora para estudiar tu depósito. Habíavarias vías de escape, pero ésta es laque tú habrías escogido. Lo siento,maestro. No podemos permitirnos el

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lujo de tenerte con nosotros por mástiempo. —Y levantó su revólver.

Scofield disparó.

Corrieron al callejón del otro ladode la calle del hotel, en la avenidaNebraska. Ambos se apoyaron en lapared de ladrillos, jadeantes, sus ojosclavados en la actividad que dejaban.Tres carro-patrullas, con las lucesgirando en sus techos, bloqueaban laentrada del hotel para dejar pasar unaambulancia. Sacaron dos camillas, conlos cuerpos cubiertos con lona; luego,otra, y Taleniekov pudo reconocer la

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cabeza ensangrentada del hombre dePraga. Policías uniformados contenían alos curiosos peatones, mientras sussuperiores iban de aquí para allá dandoórdenes a través de sus transmisoresmanuales.

Alrededor del hotel se habíaformado un cerco, con todas las salidascubiertas, todas las ventanasobservadas, con las armas listas contracualquier sorpresa.

—Cuando se sienta losuficientemente fuerte —propusoTaleniekov, entre dientes—, nosmeteremos entre la gente y caminaremosvarias calles hasta que sea más seguro

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encontrar un taxi. Sin embargo, tengoque ser sincero con usted. No sé adóndepodemos ir.

—Yo sí —aseguró Scofieldapartándose de la pared—. Será mejorque nos vayamos mientras sigue laconfusión. Pronto empezarán a registrartoda la zona. Buscarán a cualquiera queesté herido; hubo mucho tiroteo.

—Un momento —solicitó el ruso,encarándose con Bray—. Hace tres díasestaba yo en un camión en las colinas delas afueras de Sebastopol. Entoncessabía lo que le diría si nosencontrábamos. Y ahora lo digo. O nosmatamos, Beowulf Agate, o hablamos.

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Scofield se quedó mirando aTaleniekov y dijo:

—Puede que hagamos las dos cosas.Ahora, vayámonos.

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11La cabaña se hallaba en los bosques deMaryland, a la orilla del río Patuxent;campos a tres lados, y agua abajo.Estaba aislada; no había otra casa en unkilómetro y medio a la redonda, y sólose podía llegar a ella por un caminoviejo a través del cual ningún taxi seatrevería a pasar. A ninguno se le habíapedido que lo hiciera.

En lugar de ello, Bray telefoneó a unhombre de la embajada de Irán, unagente de SAVAK, especializado endrogas y en la vigilancia de losestudiantes de su país, que con sus

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protestas pudieran ser motivoperturbador para un benevolente Sha.Les habían dejado un automóvil, rentadoen un estacionamiento de la calle K, conlas llaves bajo el tapete del piso.

La cabaña pertenecía a un profesorde ciencias políticas de la Universidadde Georgetown, un homosexualclandestino con quien Scofield habíahecho amistad años antes, después deeliminar un fragmento de su expedienteque no tenía nada que ver con lahabilidad del hombre para evaluarinformación clasificada, para elDepartamento de Estado. Bray habíautilizado la cabaña en varias ocasiones

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durante sus visitas a Washington,siempre que quería estar fuera delalcance de los burócratas, ygeneralmente en compañía de una mujer.Todo lo que tenía que hacer eratelefonear al profesor; éste nunca hacíapreguntas y le decía dónde se hallaba lallave. En esta tarde estaba clavada bajola segunda teja, empezando por laderecha del techo frontal. Bray laencontró después de subirse a unaescalera apoyada en un árbol cercano.

Adentro, el decorado eraapropiadamente rústico; vigas pesadas ymuebles espartanos, suavizados por unaabundancia de cojines, blancas paredes

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y, cortinas rojas. A los lados de lachimenea de piedra se veían libreros delsuelo al techo, repletos de libros cuyadiferente encuadernación prestabaadicional color y calor a la estancia.

—Es un hombre educado —comentóTaleniekov, mientras sus ojos iban deuno a otro titulo.

—Mucho —replicó Bray,encendiendo una estufa de gas—. Haycerillos sobre el mantel, y leña listapara encenderse.

—Muy conveniente —aseguró elhombre del KGB, tornando un cerillo demadera de un vasito sobre el mantel; searrodilló y lo prendió.

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—Es parte del alquiler. El que usala cabaña debe limpiar la chimenea ypreparar la leña.

—¿Parte del alquiler? ¿Y cuáles sonlos demás acuerdos?

—Sólo hay uno más. No decir nada,ni del lugar ni del dueño.

—De nuevo me parece muyconveniente. —Taleniekov retiró lamano a medida que el fuegochisporroteaba en la leña seca.

—Mucho —coincidió Scofield,mientras ajustaba la calefacción,satisfecho de que funcionara. Se levantóy miró cara a cara al ruso—. No quierodiscutir nada hasta que haya dormido un

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poco. Tal vez no esté usted de acuerdo,pero así será.

—No tengo objeción. No estoyseguro de tener lucidez en este momento,y debo tenerla cuando hablemos. Aunqueno le parezca posible, he dormidomenos que usted.

—Hace dos horas pudimos habernosmatado el uno al otro —recordó Bray,mientras permanecía de pie—. No lohicimos.

—Muy al contrario —concurrió elhombre del KGB—. Evitamos que otroslo hicieran.

—Lo cual cancela cualquierobligación entre nosotros.

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—Esa obligación no existe, desdeluego. Sin embargo, creo que usteddescubrirá una obligación másimportante cuando hablemos.

—Puede que usted tenga razón, perolo dudo. Usted podrá sentirse obligado avivir con las reglas de Moscú, pero yono tengo que aceptar lo que hoy pasóaquí en Washington. Yo puedo haceralgo al respecto. Tal vez esa sea ladiferencia entre nosotros.

—Por el bien de ambos, por el biende todos, espero fervientemente quetenga usted razón.

—Creo que la tengo. Y también creoque debo dormir un poco. —Scofield

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señaló un sofá junto a la pared—. Eso seconvierte en una cama. Hay mantas en elcloset. Yo usaré el dormitorio.

Se dirigió a la puerta, pero se detuvoy se volvió hacia el ruso.

—A propósito, la habitación estarácerrada con llave, y tengo un sueño muyligero.

—Una condición que nos aflige aambos, estoy seguro —convinoTaleniekov—. No tiene nada que temerde mí.

—Nunca le temí —fanfarroneó Bray.

Scofield oyó lejanos y agudos

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crujidos y se dio vuelta bajo lassábanas, mientras empuñaba laBrowning automática, junto a susrodillas. La colocó sobre las mantas,mientras sus pies salían a un lado de lacama; estaba preparado para disparar.

Pero no había nadie en la habitación.La luz de la luna penetraba por laventana del norte. De momento no supodónde se encontraba, tal era suagotamiento, tan profundo su sueño.Pero lo recordó en el momento en quesus pies tocaron el suelo; su enemigoestaba en la habitación contigua. Unextraño enemigo que le había salvado lavida, y cuya vida él salvó pocos minutos

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después.Bray miró la esfera luminosa de su

reloj. Eran las cuatro y cuarto de lamadrugada. Había dormido casi trecehoras; la humedad de sus ojos, lasequedad de su garganta, eran pruebasde que no se había movido muchodurante ese tiempo. Se sentó al lado dela cama, mientras llenaba sus pulmonesde aire frío; soltó el revólver y serestregó las manos. Luego, miró hacia lapuerta cerrada del dormitorio.

Taleniekov estaba levantado y habíaencendido el fuego; los crujidos queescuchaba eran sin duda de la leña quese quemaba. Scofield decidió retrasar

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por unos minutos más su entrevista conel ruso. Sentía comezón en la cara; elcrecimiento de la barba era tan molestoque le produjo un salpullido en elcuello. Siempre había en el cuarto debaño utensilios para afeitarse; sepermitiría el lujo de una buena afeitaday cambiaría el vendaje que se colocaraen el cuello y en el cráneo, catorce horasantes. Eso pospondría por un rato más suconversación con el ex agente del KGB.No importa de qué se tratara, Bray noquería mezclarse en ello; y sin embargo,las decisiones y los hechos inesperadosde las últimas veinticuatro horas ledecían que ya estaba involucrado.

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Eran las 4:37 cuando quitó elcerrojo a la puerta y la abrió.Taleniekov estaba de pie junto a lachimenea, sorbiendo una taza de café.

—Mis disculpas si el fuego ledespertó —se excusó el ruso—. O elruido de la puerta de la entrada, si looyó.

—El calefactor se apagó —comentóScofield, mirando el aparato.

—Creo que el tanque de propanoestá vacío.

—¿Por eso salió afuera?—No. Salí para hacer mis

necesidades. Aquí no hay baño.—Me olvidé.

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—¿Me oyó usted salir? ¿O regresar?—¿Es eso café?—Sí —contestó Taleniekov—. Es

un mal hábito que adquirí en Occidente.Aquí el té no tiene muchos afectos. Lacafetera está en la estufa. —El hombredel KGB señaló hacia una separación, alotro lado de la cual se encontraban unacocina, el fregadero y el refrigerador,alineadas contra la pared—. Mesorprende que no lo haya olido mientrashervía.

—Tengo la sensación de que sí —mintió Scofield, y se dirigió a lacafetera—. Aunque vagamente.

—Bueno, ya hemos hecho nuestras

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triviales afirmaciones.—Trivialmente, sí —agregó Bray,

mientras se servía café—. Usted insisteen que tiene algo que decirme. Adelante.

—Primero le haré una pregunta. ¿Haoído usted de una organización llamadael Matarese?

Scofield hizo una pausa, tratando derecordar; luego, afirmó con la cabeza:

—Asesinos políticos a sueldo,manejados por un consejo en Córcega.Empezó a finales del siglo pasado ymurió a mediados de los años cuarenta,después de la guerra. ¿Qué hay con eso?

—Nunca murió. Se metió másprofundamente en la clandestinidad, en

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estado de hibernación si usted quiere,pero regresó en una forma mucho máspeligrosa. Ha estado operando desde losprimeros años de la década cincuenta.Está operando ahora. Se ha infiltrado enlas más delicadas y poderosas áreas denuestros dos gobiernos. Su objetivo escontrolar ambas naciones. El Mataresefue responsable de los asesinatos delgeneral Blackburn aquí y de DimitriYurievich en mi país.

Bray tomó un sorbo de café y estudióel rostro del ruso.

—¿Cómo sabe usted eso? ¿Por quélo cree?

Un anciano, que vio más durante su

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vida que usted y yo juntos, hizo laidentificación. No estaba equivocado; élera uno de los pocos que han reconocidohaber tenido que ver con el Matarese.

—¿Vio? ¿Era? Tiempos pasados.—Murió. Me llamó cuando estaba a

punto de morir; quería que yo lo supiera.Tenía acceso a información que ni austed ni a mí se nos daría bajo ningunacircunstancia.

—¿Quien era?—Aleksie Krupskiy. Le explicaré,

porque me imagino que su nombre no ledirá nada.

—¿No me dirá nada? —interrumpióScofield; cruzó hasta un sillón frente al

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fuego y se sentó—. Algo me dice.Krupskiy, el gato blanco de Krivoi Rog.Istrebiteli. El último de losexterminadores de la Sección Nueve,KGB. La original Nueve, por supuesto.

—Usted hace bien su tarea; perodespués de todo, como se dice, es unhombre de Harvard.

—Ese tipo de tarea puede ser útil.Krupskiy fue desechado hace veinteaños. Se convirtió en una personainexistente. Si estuviera vivo, meimagino que estaría vegetando enGrasnov, y que no sería un consejero aquien le proporcionara información lagente del Kremlin. No creo en su

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historia.—Créala ahora —aseguró

Taleniekov mientras se sentaba frente aBray—. Porque no era «la gente» delKremlin, sino solo un hombre: su hijo.Durante treinta años ha sido uno de lossobrevivientes de mayor rango delPolitburó. En los últimos seis años,Premier de la Unión Soviética.

Scofield puso su taza en el suelo yvolvió a estudiar el rostro del hombredel KGB. Era el rostro de alguienacostumbrado a mentir, de un mentirosoprofesional, pero no de un mentiroso pornaturaleza. Ahora no estaba mintiendo.

—¿El Premier es hijo de Krupskiy?

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Eso es… increíble.—Así me lo pareció a mí, pero no

tanto cuando uno se pone a pensar.Guiado a cada vuelta, protegido por laamplia colección de su padre de…digamos recuerdos. Hipotéticamentepodría haber ocurrido aquí. Suponga queel finado John Edgar Hoover hubieratenido un hijo con ambiciones políticas.¿Quién hubiera podido detenerlo en sucarrera al puesto máximo? Los archivossecretos de Hoover le habríanpavimentado el camino, incluso el queconduce a la oficina oval. El paisaje esdiferente pero los árboles son iguales.No han cambiado mucho desde que los

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senadores entregaron Roma a Calígula.—¿Qué le dijo Krupskiy?—Primero, su pasado. Hubo cosas

que no podía creer, hasta que hablé deellas con varios líderes retirados delPolitburó. Un anciano aterrorizado lasconfirmó, los otros hicieron que seformulara un plan para mi ejecución.

—¿Su…?—Sí. Vasili Vasilovitch Taleniekov,

estratega maestro del KGB. Un hombreiracundo que posiblemente haya vistopasar sus mejores años, pero a quien sepodía pedir consejo quizá por variasdécadas más en una granja en Grasnov.Nosotros somos un pueblo práctico; esa

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hubiera sido la solución práctica. Apesar de ciertas dudas menores quetodos tenemos, creía en eso, sabía queese era mi futuro. Pero no después deque mencioné el Matarese.Abruptamente, todo cambió. Yo, quehabía servido bien a mi país, meconvertí de repente en el enemigo.

—¿Qué dijo específicamenteKrupskiy? ¿Qué fue lo que, a su juicio,quedó confirmado?

Taleniekov relató las últimaspalabras del moribundo Istrebiteli,confesiones que involucraban alMatarese con una serie de asesinatos,entre los que se incluían el de Stalin, el

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de Beria y el de Roosevelt. Cómo laorganización corsa había sido utilizadapor los principales gobiernos, tantodentro de sus fronteras como fuera deellas. Nadie quedaba libre de la mácula.La Unión Soviética, Inglaterra, Francia,Alemania, Italia… Estados Unidos: losdirigentes de cada uno de esos países,en una u otra ocasión, habían convenidocontratos con el Matarese.

—De eso ya se ha especulado antes—corroboró Bray—. Calladamente, loreconozco, pero nada concreto resultóde la investigación.

—Porque nadie de importancia seatrevió jamás a atestiguar. Según las

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palabras de Krupskiy, las revelacionesserían catastróficas para los gobiernosde todas partes. Ahora están empleandonuevas tácticas, todas con el propósitode crear inestabilidad en los centros depoder.

—¿Cuáles son?—Actos de terrorismo. Bombas,

secuestros, piratería aérea; ultimatumsemitidos por bandas de fanáticos, que deno cumplirse derivarían en matanzasmasivas. Estos actos aumentan cada mesy la gran mayoría de ellos estánrespaldados económicamente por elMatarese.

—¿Cómo?

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—Sólo puedo conjeturarlo. Elconsejo del Matarese estudia losobjetivos de los grupos involucrados,envía los expertos y proporcionasecretamente el financiamiento. Losfanáticos no se preocupan por el origende los fondos, sólo de su disponibilidad.Me atrevería a decir que usted y yohemos utilizado a hombres y mujerescomo ellos, con más frecuencia de loque podemos recordar.

—Para propósitos perfectamentedefinidos —aclaró Bray mientrasrecogía la taza del suelo—. Y en el casode Blackburn y Yurievich, ¿quéconsiguió el Matarese con matarlos?

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—Krupskiy creía que era para ponera prueba a los dirigentes, para ver si suspropios hombres podían controlar lasreacciones de cada gobierno. Ahora noestoy tan seguro de ello. Creo que talvez fue por otra razón. Francamente, porlo que usted me ha dicho.

—¿Qué es eso?—Yurievich. Usted dijo que era su

operación, ¿no es así?Bray frunció el entrecejo.—Cierto, pero no es tan sencillo.

Yurievich estaba maduro; no iba adesertar en el sentido normal de lapalabra. Era un científico, convencidode que ambas partes habían ido

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demasiado lejos. No confiaba en losmaniáticos. Era un intento en el que noestábamos seguros de los resultados.

—¿Está usted al tanto de que elgeneral Blackburn, que estuvo a puntode ser destruido por la guerra deVietnam, hizo lo que ningún presidentedel Estado Mayor Conjunto de lasFuerzas Armadas había hecho jamás enla historia de su país? Se reunió ensecreto con sus enemigos potenciales.En Suecia, en la ciudad de Skelleftea, enel golfo de Bothnia, viajando deincógnito como turista. A nuestro juicio,ese hombre hubiera hecho lo indeciblepor evitar la repetición de una matanza

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sin sentido. Aborrecía la guerraconvencional, y no creía que las armasnucleares se usarían jamás. —El ruso sedetuvo y se inclinó hacia adelante—.Dos hombres que creían profundamente,apasionadamente, en el rechazo delsacrificio humano, que buscaban laconciliación, ambos asesinados por elMatarese. De modo que tal vez lo deponer a prueba era sólo una parte delejercicio. Puede que haya habido otra:eliminar a hombres influyentes quecreían en la estabilidad.

Al principio, Scofield no respondió;la información acerca de Blackburn eraasombrosa.

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—Entonces, a la hora de ponerlo aprueba, me señalaron a mí en el caso deYurievich…

—Y a mí en el de Blackburn —completó Taleniekov—. Se utilizó unaBrowning Magnum, Grado Cuatro, paramatar a Yurievich; una Graz-Burya paraBlackburn.

—Y a ambos se nos señala para serejecutados.

—Exactamente —asintió elsoviético—. Porque por encima detodos los hombres en los servicios deinteligencia de ambos países, no se nospuede permitir seguir con vida. Esonunca cambiará, porque nosotros no

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podemos cambiar. Krupskiy tenía razón:somos tácticas de diversión; seremosutilizados y asesinados. Somosdemasiado peligrosos.

—¿Por qué creen eso?—Nos han estudiado. Saben que no

podríamos aceptar al Matarese, al igualque no podemos aceptar a losmaniáticos dentro de nuestros propiosservicios. Somos hombres muertos,Scofield.

—¡Hable por usted! —repuso Bray,repentinamente airado—. ¡Yo estoyfuera, separado del servicio, acabado!¡Me importa un bledo lo que ocurre alláafuera! ¡No emita juicios sobre mí!

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—Ya han sido emitidos. Por otros.—¿Porque usted lo dice? —Scofield

se levantó y dejó la taza de café; sumano no estaba lejos de la Browning yde su cinturón.

—Porque yo creí al hombre que melo dijo. Por eso estoy aquí, por eso lesalvé la vida y no lo maté yo mismo.

—Tengo que pensar sobre eso, ¿nocree?

—¿Qué?—Todo estaba sincronizado, incluso

el que usted supiera en qué parte de laescalera estaba el hombre de Praga.

—¡Maté a un hombre que lo tenía austed en la mirilla de su pistola!

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—¿El de Praga? Un pequeñosacrificio. Soy una enciclopediaseparada. No tengo pruebas de que migobierno se haya comunicado conMoscú, sólo conclusiones posiblesbasadas en lo que usted me ha dicho. Talvez se me escapa lo más obvio, tal vezel gran Taleniekov está pasando unahumillación, aunque sea pasaj era, parallevarse a Beowulf Agate.

—¡Maldito sea, Scofield! —rugió elhombre del KGB, saltando de la silla—.¡Debí haberles dejado que lo mataran!Escúcheme con atención. Lo que ustedsugiere es inconcebible y el KGB losabe. Mis sentimientos son demasiado

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profundos. Nunca lo llevaría conmigo.Antes lo mataría.

Bray miró fijamente al ruso; laveracidad de la declaración deTaleniekov era evidente.

—Le creo —acató Scofield,afirmando con la cabeza, mientras sucólera se transformaba en cansancio—.Pero eso no cambia nada. No meimporta nada. Realmente no me importaun bledo… no estoy siquiera seguro deque aún quiera matarlo a usted. Sóloquiero que me dejen en paz. —Bray sedio la vuelta—. Tome las llaves del autoy váyase de aquí. Considérese usted…vivo.

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—Gracias por su generosidad,Beowulf, pero me temo que esdemasiado tarde.

—¿Qué? —Scofield se volvió haciael soviético.

—No he acabado. Un hombre fuecapturado y se le administraron drogas.Hay un programa de dos meses, tresmeses a lo más. Las palabras fueron:«Moscú por asesinato; Washingtonmediante maniobra política; homicidiosi es necesario». Cuando eso ocurra, niusted ni yo sobreviviremos. Nosseguirán al fin del mundo.

—Espere un momento —cortó Bray,furioso—. ¿Me está diciendo usted que

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su gente tiene un hombre en sus manos?—Tuvo —corrigió Taleniekov—.

Llevaba escondido cianuro bajo la piel;lo alcanzó.

—Pero se le escuchó. Hubo unagrabación. ¡Sus palabras están ahí!

—Se le escuchó, pero no se legrabó. Y sólo lo escuchó un hombre, aquien su padre advirtió que nadie más lodebía saber.

—¿El Premier?—Sí.—¡Entonces, él lo sabe!—Sí, lo sabe. Y todo lo que puede

hacer es protegerse a sí mismo, lo cualno es nuevo, en especial en su posición;

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pero no puede hablar de ello. Porquehablar de ello, como dijo Krupskiy, esreconocer el pasado. Esa es la época delas conspiraciones, Scofield. ¿A quiénle interesa ahora sacar a relucir pasadoscontratos? En mi país hay una serie decadáveres sin explicación; aquí ustedesno son tan diferentes. Los Kennedy,Martín Luther King y, tal vez mássorprendente, Franklin Roosevelt.Podríamos tenernos agarrados por lagarganta, o mejor dicho, estar con losdedos en los botones nucleares, sinuestros pasados conjuntos se revelaran.¿Qué haría usted si fuera el Premier?

—Protegerme —confesó Bray

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suavemente—. ¡Ah, diablos!…—¿Lo ve ahora?—No quiero verlo. Realmente no

quiero. ¡Estoy fuera!—Me temo que no puede quedarse

fuera. Ni yo tampoco. La prueba de ellose dio ayer en la avenida Nebraska.Estamos marcados; nos quieren vermuertos. Han convencido a otros paraque nos maten, por razones equivocadas,pero que estaban detrás de la estrategia.¿Puede dudarlo?

—Ojalá pudiera. Los manipuladoresson siempre los más fáciles demanipular; los estafadores son los másfáciles de embaucar. ¡Jesús! —Scofield

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fue a la cocina a servirse más café. Derepente se le ocurrió algo que no sehabía mencionado, algo que no estabaclaro—. No lo entiendo. Por lo pocoque se sabe del Matarese, empezó comoun culto y evolucionó hasta convertirseen un negocio. Aceptaba contratos (o sesuponía que aceptaba contratos) sobre labase de factibilidad y precio. Matabapor dinero; nunca estaba interesado en elpoder por sí mismo. ¿Por qué estáinteresado ahora?

—No lo sé —aseguró el hombre delKGB—. Ni tampoco lo sabía Krupskiy.Estaba muriéndose y, por tanto, no muylúcido, pero dijo que la respuesta podría

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hallarse en Córcega.—¿Córcega? ¿Por qué?—Es donde todo empezó.—Pero no donde está ahora, si está

en algún lado. Se habló de que elMatarese se mudó de Córcega amediados de los treinta. Los contratos senegociaron en lugares tan remotos comoLondres, Nueva York… incluso Berlín.Centros de tráfico internacional.

—Entonces, tal vez lo másapropiado es hallar indicios que nos denla respuesta. El consejo del Matarese seformó en Córcega, y se revelóúnicamente un nombre, Guillaume deMatarese. ¿Quiénes fueron los demás?

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¿Adónde se fueron? ¿Dónde estánahora?

—Hay una forma más rápida dedescubrir eso, que yendo a Córcega. Siel Matarese es apenas un susurro enWashington, sé de una persona quepuede seguirle la pista. Es el hombre aquien iba a llamar de todos modos.Quería enderezar mi vida.

—¿Quién es?—Robert Winthrop —dijo Bray.—El creador de Operaciones

Consulares. —El ruso movió la cabezaafirmativamente—. Un buen hombre queno tuvo estómago para contemplar loque había creado.

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—El servicio de OperacionesConsulares al que usted se refiere no esel mismo que él empezó. El es todavíael único hombre que conozco que puedellamar a la Casa Blanca y ser recibidopor el Presidente en veinte minutos. Muypocas cosas suceden que él desconozca.O que no pueda averiguar. —Scofieldmiró al fuego de la chimenea, y recordó—: Es extraño. En cierto modo, él esresponsable de todo lo que yo soy, y noaprueba de mí. Pero creo que escuchará.

La cabina telefónica más cercana sehallaba a unos cinco kilómetros, en la

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carretera, después de pasar por elcamino que conducía a la cabaña. Eranlas ocho y diez cuando Bray entró enella, protegiendo sus ojos del resplandordel sol matinal, y cerró la puerta devidrio. Había encontrado el teléfonoprivado de Winthrop en su portafolio; nolo había utilizado durante años. Marcóel número, con la esperanza de que nohubiera cambiado.

Era el mismo. La voz educada, alotro lado de la línea, le trajo muchosrecuerdos. Posibilidadesdesaprovechadas, muchas otrasaceptadas.

—¡Scofield! ¿Dónde está usted?

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—Me temo que no puedo decírselo.Por favor, trate de comprenderlo.

—Lo que sí entiendo es que estáusted en grandes dificultades, y de nadaservirá que trate de escapar. Congdonllamó. El hombre que murió en el hotelrecibió una bala disparada por unapistola rusa…

—Lo sé. El ruso que lo mató mesalvó la vida. Ese hombre había sidoenviado por Congdon, así como otrosdos. Eran mi equipo de ejecución. DePraga, Marsella y Amsterdam.

— ¡ O h Dios mío! —El ancianoestadista guardó silencio durante unmomento y Bray no lo interrumpió—.

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¿Sabe usted lo que está diciendo? —preguntó Winthrop.

—Sí, señor. Usted me conoce losuficientemente bien para saber que nolo diría sin tener una certeza absoluta.No me equivoco. Hablé con el hombrede Praga antes de que muriera.

—¿Y él lo confirmó?—Indirectamente, sí. Pero después

de todo, es la forma en que se envíanesos cables; las palabras son siempreindirectas.

De nuevo hubo un momento desilencio antes de que el anciano hablara.

—No puedo creerlo, Bray. Por unarazón que usted no podría saber.

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Congdon me vino a ver hace unasemana. Estaba preocupado conrespecto a la forma en que usted tomaríasu retiro. Tenía las preocupacionesnormales: un agente sumamenteinformado, a quien se suspende contra suvoluntad dejándole mucho tiempo en susmanos, quizá demasiado tiempo parabeber. Ese Congdon es un tipo frío, y metemo que me encolericé. Después detodo por lo que usted ha tenido quepasar, y que ahora tengan tan pocaconfianza… En forma bastante sardónicamencioné lo que usted acaba dedescribir; no es que pensara ni por unmomento que él pudiera considerar

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semejante cosa, sino únicamente queestaba horrorizado por su actitud. Asíque no lo puedo creer. ¿No me entiende?El sabía que yo lo reconocería. Nocorrería ese riesgo.

—Entonces, alguien le dio la orden,señor. De eso es de lo que tenemos quehablar. Esos tres hombres sabían dóndepodían hallarme, y sólo tenían una formade averiguarlo. Era un enlace del KGB,ellos eran agentes de OperacionesConsulares. Moscú se lo pasó aCongdon y éste lo retransmitió.

—¿Congdon se comunicó con lossoviéticos? Eso no es admisible. Inclusosi lo hubiera tratado, ¿por qué iban ellos

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a cooperar? ¿Por qué iban a revelar unenlace?

—Su propio hombre era parte de lasnegociaciones; lo querían ver muerto. Elestaba tratando de comunicarseconmigo. Habíamos intercambiadocables.

—¿Taleniekov?Era el turno de Scofield para hacer

una pausa. Después respondió:—Sí, señor.—¿Un contacto blanco?—Sí. Lo mal interpreté, pero es lo

que era. Ahora estoy convencido.—¿Usted… y Taleniekov?

Extraordinario…

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—Las circunstancias sonextraordinarias. ¿Recuerda usted unaorganización de los años cuarenta,conocida con el nombre delMatarese…?

Acordaron encontrarse a las nuevede la noche, kilómetro y medio al nortede la salida de la avenida Misouri, en ellado este del parque Rock Creek. Habíaun trecho de pavimento, al lado de lacarretera, donde los automóviles podíanestacionarse y los paseantes llegar a lasdiversas sendas que dominaban unaescena panorámica. Winthrop estaba

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dispuesto a cancelar cualesquieraentrevistas que tuviese ese día, paraconcentrarse en averiguar todo loposible acerca de la sorprendente,aunque fragmentaria, información deBray.

—Convocará al Comité de losCuarenta, si es necesario —informóScofield a Taleniekov, al regresar a lacabaña.

—¿Puede hacer eso? —preguntó elruso.

—El Presidente puede hacerlo —contestó Bray.

Los dos hombres hablaron pocodurante el día; la tensión que se

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derivaba de su proximidad, resultabaincómoda para ambos. Taleniekov leyóalgunos libros de la amplia biblioteca,mirando de vez en cuando a Scofield, yen sus ojos había una mezcla derecuerdos violentos y de curiosidad.

Aunque Bray sentía esas miradas, senegó a reconocerlas. Escuchó lasnoticias de la radio acerca de la matanzaen el hotel de la avenida Nebraska, y dela muerte de un agregado de laEmbajada Rusa en el edificio adyacente.Estaban restando importancia al hecho;se teorizaba que las muertes en el hoteltenían motivos de origen extranjero (esoal menos reconocían), y que eran

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indudablemente orientadas porcriminales, tal vez relacionados contraficantes de drogas, de alto nivel. Sehabían aplicado ciertas supresiones; elDepartamento de Estado habíaintervenido rápidamente, con una eficazcensura.

Y con cada informe, cada vez másexiguo, Scofield empezó a sentirsegradualmente atrapado. Se estabaconvirtiendo en algo intrínseco a unacosa de la que no quería formar parte; sunueva vida ya no se hallaba a la vueltade la esquina. Se empezó a preguntardónde estaba, o si se convertiría algunavez en realidad. Inexorablemente estaba

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siendo atraído a un enigma llamado elMatarese.

A las cuatro de la tarde se fue a darun paseo por el campo, a lo largo de laribera del Patuxent. Al salir de lacabaña se cercioró de que el ruso leviera meterse la automática Browning ensu funda. El hombre del KGB lo vio;colocó su Graz-Burya en la mesa, juntoa la silla.

A las cinco, Taleniekov hizo unaobservación:

—Creo que debemos colocarnos enbuena posición, una hora antes de lacita.

—Confío en Winthrop —replicó

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Bray.—Y con buena razón, estoy seguro.

¿Pero puede usted confiar en la genteque tendrá que consultar?

—No dirá a nadie que se verá connosotros. Quiere hablar con ustedextensamente. Le hará preguntas.Nombres, puestos pasados, rangosmilitares.

—Trataré de proporcionarle lasrespuestas relativas al Matarese. No mecomprometeré en otras áreas.

—¡Bravo! —el tono delnorteamericano era sarcástico.

—No obstante, aún creo…—Saldremos en quince minutos —

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interrumpió Scofield—. Hay unrestaurante en el camino; comeremosseparadamente.

A las 7:35, Bray condujo elautomóvil rentado hacia el extremo surdel área de estacionamiento, en loslímites del parque Rock Creek. Él y elhombre del KGB habían realizadocuatro incursiones por los bosques,saliéndose de las sendas,inspeccionando los árboles, las rocas yla barranca, para cualquier señal deintrusos. La noche era extremadamentefría; no había paseantes, ni un alma porningún lado. Se encontraron en un lugarpreviamente acordado, al borde de un

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pequeño cañón. Taleniekov hablóprimero:

—No vi nada; el área es segura.Scofield miró su reloj, en la

oscuridad.—Son casi las ocho y media.

Esperaré junto al auto; usted puedequedarse aquí en este lado. Lo recibiréyo primero y después le haré una señal.

—¿Cómo? Son varios centenares demetros.

—Encenderé un cerillo.—Muy apropiado.—¿Qué?—Nada. No tiene importancia.Faltan lo dos minutos para las nueve,

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la limusina de Winthrop apareció por lasalida de Rock Creek, se metió en lazona de estacionamiento y se detuvo amenos de seis metros del auto alquilado.La presencia del chofer perturbó a Bray,pero sólo momentáneamente. Scofieldreconoció al corpulento hombre casi alinstante; había estado con RobertWinthrop durante más de veinte años. Enlos antecedentes del chofer habíarumores de una dudosa carrera en elcuerpo de Infantería de Marina,interrumpida por varios consejos deguerra; pero Winthrop nunca hablaba deél más que para llamarle «mi amigoStanley». A nadie se le ocurría insistir.

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Bray salió de las sombras y caminólacia la limusina. Stanley abrió laportezuela y en un solo movimiento seapeó del auto, la mano derecha en elbolsillo, la izquierda portando unalinterna de mano, que encendió. Scofieldcerró los ojos. La linterna se apagó enunos segundos.

—Hola, Stanley —saludó Bray.—Ha pasado mucho tiempo, señor

Scofield —replicó el chofer—. Me damucho gusto verlo.

—Gracias. Igualmente.—El embajador está esperando —

continuó el chofer, agachándose paraliberar el seguro de la portezuela trasera

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—. La puerta está abierta.—Muy bien. A propósito, en un par

de minutos saldré del auto y encenderéun cerillo. Es la señal para que unhombre se reúna con nosotros. Está delotro lado; vendrá por uno de lossenderos.

—Entendido. El embajador dijo queustedes serían dos.

—Lo que quiero decir es que sitodavía es usted aficionado a esos purosdelgados, espere a que yo me baje, antesde encender uno. Quisiera estar unmomento a solas con el señor Winthrop.

—Tiene usted una memoria fabulosa—apreció Stanley, y golpeó el bolsillo

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de su chaqueta, con la linterna—. Estabaa punto de encender uno.

Bray entró y se sentó en el asientotrasero, para enfrentarse con el hombreque era responsable de su vida.Winthrop había envejecido; pero, apesar de la tenue luz, sus ojos se veíanaún electrizantes, llenos de interés. Sedieron un apretón de manos, que el viejoestadista prolongó.

—He pensado en usted confrecuencia —comunicó suavemente, susojos buscando los de Scofield; luego,observó las vendas y se echó para atrás—. Tengo sentimientos confusos, perono necesito decirle eso.

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—No, señor, no tiene que decírmelo.—Tantas cosas han cambiado,

¿verdad, Bray? Los ideales, lasoportunidades de hacer tanto por tantagente… Realmente fuimos caballeroscruzados. Al principio. —El ancianosoltó la mano de Bray y sonrió—.¿Recuerda? Usted propuso un plan definanciamiento de manufacturas quepodían ser garantizadas con el programade préstamos y arrendamientos. Deudasen los territorios ocupados, para unaimaginación múltiple. Un conceptobrillante en diplomacia económica,siempre lo dije. Vidas humanas pordinero, que no iba a ser recobrado de

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todas formas.—Habría sido rechazado.—Probablemente, pero en el campo

de la opinión pública habría puesto a lossoviéticos contra la pared. Recuerdo suspalabras. Dijo: «Si supuestamentesomos un gobierno capitalista, no nosalejemos de ese concepto. Usémoslo,definámoslo. Los ciudadanosnorteamericanos pagaron por la mitaddel ejército ruso. Recalquemos laobligación psicológica. Obtengamosalgo, obtengamos gente». Esas fueronsus palabras.

—Esas eran las palabras de unestudiante recién graduado, que

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exponían ingenuas teorías geopolíticas.—A menudo hay mucho de verdad

en tales ingenuidades. ¿Sabe qué? Aúnpuedo ver a aquel estudiante reciéngraduado. Me pregunto cómo está…

—No hay tiempo ahora, señor —interrumpió Scofield—. Taleniekovespera. A propósito, inspeccionamos elárea; es segura.

—¿Creyeron ustedes que pudiera noserlo? —El anciano parpadeó.

—Me preocupaba una posibleintervención en su teléfono.

—Eso no es necesario —rechazóWinthrop—. Tales dispositivos tienenque registrarse en algún lado. No

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quisiera ser la persona que hicierasemejante cosa. Demasiadasconversaciones privadas pasan por miteléfono. Es mi mejor protección.

—¿Ha averiguado algo?—¿Acerca del Matarese? No… y sí.

No en el sentido de que hasta los datosmás rarificados de inteligencia no lomencionan en absoluto, ni lo hanmencionado en los últimos veintitrésaños. El Presidente me aseguró esto y yoconfío en él. Se quedó horrorizado; saltóante la oportunidad y puso hombres enalerta. Me parece que estaba furioso yasustado.

—¿Y cuál es el «sí»?

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El anciano escogió sus palabrascuidadosamente:

—Es algo oscuro, pero real. Antesde decidirme a llamar al Presidente mecomuniqué con cinco hombres quedurante años (más bien décadas) hanestado involucrados en los aspectos másdelicados de la inteligencia y ladiplomacia. De los cinco, tresrecordaban el Matarese y quedaronimpresionados. Se ofrecieron a hacertodo lo que estuviera a su alcance paraayudar, pues el espectro del regreso delMatarese les resultaba aterrador… Sinembargo, los otros dos, hombres que entodo caso tenían mayores conocimientos

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que sus colegas, afirmaron que nuncahabían oído hablar de él. Sus reaccionesno tuvieron sentido; tenían que haberoído de él, al igual que yo; miinformación podrá ser escasa, pero no lahe olvidado. Cuando dije eso, cuandoinsistí con ambos, los dos secomportaron de una manera bastanteextraña, y, considerando nuestrasasociaciones pasadas, algo insultante.Cada uno me trató como si yo fuera unaespecie de patricio senil, dado afantasías seniles. Realmente fueasombroso.

—¿Quiénes son ellos?—Repito, es extraño…

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Los ojos de Scofield se fijaron en undestello de luz en la distancia. Y otro…y otro. Alguien estaba encendiendocerillos uno detrás de otro.

Taleniekov.El hombre del KGB estaba

furiosamente encendiendo cerillos. Erauna advertencia. Taleniekov advertíaque algo había pasado, que algo estabapasando. De repente, la llama lejanaquedó constantemente encendida, perointerrumpida por una mano que tapaba lallama, en rápidas secuencias, más luz,menos luz. Morse básico. Puntos yrayas.

Tres puntos repetidos dos veces. S.

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Una raya, repetida una vez. Una rayasencilla T.

S.T.—¿Qué pasa? —preguntó Winthrop.—Espere un segundo —replicó

Scofield.Tres puntos, rotos, seguidos por una

raya. Las letras S y T se repitieron. S.T.Surveillance (Vigilancia). Terminal.La llama se movió a la izquierda,

hacia la carretera que bordeaba elbosque junto al área de estacionamiento,y se apagó. El agente soviético estabacambiando de lugar. Bray se volvió alanciano.

—¿Está usted absolutamente seguro

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acerca de su teléfono? Sí nunca ha sidointervenido, tengo modo de averiguarlo.

—Puede que no sea losuficientemente eficaz. —Scofieldapretó el botón de la ventanilla; elvidrio bajó y Bray llamó al chofer queestaba de pie enfrente de la limusina—.¡Stan, venga acá! —El chofer obedeció—. Cuando usted entró al parque, ¿sefijó si alguien le seguía?

—Desde luego que sí, y nadie mesiguió. Siempre mantengo un ojo en elretrovisor, especialmente cuando vamosa encontrarnos con alguien en lanoche… ¿Vio usted la luz allá arriba?¿Era su hombre?

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—Sí. Me estaba diciendo que hayalguien más allá.

—Imposible —denegó Winthrop,enfáticamente—. Si hay alguien, no tienenada que ver con nosotros. Este es unparque público, después de todo.

—No quiero alarmarle, señor, peroTaleniekov tiene mucha experiencia. Nose ven faros ni autos en el camino.Quienquiera que esté allí no quieredejarse ver, y esta no es una noche parasalir de paseo. Me temo que sí tiene quever con nosotros. —Bray abrió laportezuela—. Stan, voy a recoger miportafolio del auto. Cuando regrese,salga de aquí. Deténgase brevemente en

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el extremo norte, al lado de la carretera.—Y el ruso, ¿qué? —preguntó

Winthrop.Por eso nos estamos deteniendo. El

sabrá que tiene que meterserápidamente. Si no, peor para él.

—Un momento —solicitó Stanley,sin deferencia en la voz—. Si hay algúnpeligro, no me voy a detener por nadie.Yo sólo tengo una misión. Sacarle a élde aquí. Ni a usted ni a nadie más.

—No tenemos tiempo para discutir.Encienda el motor. —Bray corrió alauto alquilado, con las llaves en lamano. Abrió la puerta, sacó suportafolio del asiento posterior, y se

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dispuso a regresar a la limusina.Nunca llegó a ella. Un poderoso

rayo de luz atravesó la oscuridad, endirección al enorme automóvil deRobert Winthrop. Stanley estaba detrásdel volante, acelerando el motor,preparado para arrancar rápidamente.Quienquiera que sostenía la luz no iba apermitir que eso ocurriera. El quería esecoche… y a quien pudiese estar en esecoche.

Las ruedas de la limusina rechinaronen el pavimento, y el enorme automóvilse lanzó hacia adelante. Una lluvia dedisparos resonó en staccato; lasventanillas saltaron en añicos, las balas

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se clavaron en el metal. La limusina sefue a uno y otro lado, en bruscossemicírculos, evidentemente fuera decontrol.

Dos disparos sonoros vinieron delbosque; el reflector estalló yseguidamente se escuchó un grito dedolor. El vehículo de Winthrop seenderezó brevemente, luego dio unaaguda vuelta a la izquierda. La luz de losfaros reveló a dos hombres de pie, conlas armas en la mano, y a un tercero enel pavimento.

Bray empuñó su pistola; se tiró alsuelo y disparó. Uno de los dos hombresen pie, cayó. Con un rugido del motor, la

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limusina completó la vuelta y salió delárea de estacionamiento, tomando lacarretera en dirección sur.

Scofield rodó a su derecha;resonaron dos disparos, silbando losproyectiles al chocar contra elpavimento en el lugar en que habíaestado segundos antes. Bray se puso depie y corrió en la oscuridad, hacia elpretil que bordeaba la barranca.

Se lanzó por encima de la baranda, yel portafolio pegó contra el poste demadera. El siguiente disparo no fueinesperado; llegó mientras se aplastabacontra la tierra y las rocas.

Luces. ¡Faros! Dos rayos de luz se

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prendieron arriba, acompañados por elsonido de un auto en carrera. Elestallido de los vidrios se escuchó porencima del rechinar de neumáticos quese detenían repentinamente. Un gritoconfuso, histérico…, apagado por fuerteexplosión, precedió al silencio.

El motor se paró, aunque los farosseguían prendidos, revelando rizos dehumo y dos cuerpos inmóviles en elpiso, un tercero de rodillas, mirando asu alrededor presa de pánico. El hombreescuchó algo; se dio la vuelta y levantóel revólver.

Del bosque llegó otro disparo. Erael definitivo; el presunto asesino cayó.

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—¡Scofield! —gritó Taleniekov.—¡Aquí! —Bray saltó sobre el

barandal y corrió hacia donde proveníala voz del ruso. Taleniekov salió delbosque; estaba a menos de cuatro metrosdel automóvil parado. Los dos hombresse acercaron al vehículo, con cansancio;la ventanilla del conductor había saltadohecha añicos por un solo disparo de laautomática del hombre del KGB. Elrostro tras los vidrios rotos, aunquesangrante, era aún reconocible. En lamano derecha llevaba un vendaje, elmismo aún que tuvo que colocarse en unpulgar que en cierto puente deAmsterdam, a las tres de la madrugada,

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le quebró alguien encolerizado, cansadoy algo mayor.

Era el agresivo agente Harry, queasesinara tan innecesariamente enaquella noche lluviosa.

—No puedo creerlo —susurróScofield.

—¿Le conoce? —preguntóTaleniekov, con una nota de curiosidaden la voz.

Se llamaba Harry. Trabajó a misórdenes en Amsterdam. El ruso se quedócallado un momento, luego habló:

Estaba con usted en Amsterdam,pero no a sus órdenes, y no se llamaba«Harry». Ese joven es un oficial de

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inteligencia soviético, entrenado desdela edad de nueve años en la BarracaNorteamericana de Novgorod. Era unagente de la VKR.

Bray estudió el rostro deTaleniekov; luego, a través de ladestrozada ventanilla, volvió a mirar aHarry.

Felicitaciones. Las cosas se aclarancada vez más.

—Me temo que no se aclaran paramí —interpuso el hombre de la KGB—.Créame cuando le digo que es muyimprobable que hayan ordenado deMoscú un ataque directo contra RobertWinthrop. No somos locos; él está por

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encima de represalias: una voz y untalento que hay que preservar, noaniquilar. Y ciertamente no para…individuos como usted y yo.

—¿Qué quiere decir con eso?Este era un equipo de ejecución,

como aquellos hombres en el hotel.Usted y yo no íbamos a quedar aislados,no se nos iba a matar separadamente. Lamuerte era para los dos. Winthrop iba aser ajusticiado también, tal vez lo hayasido. Mi opinión es que la orden no vinode Moscú.

—Ni tampoco del Departamento deEstado, de eso estoy absolutamenteseguro.

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—De acuerdo. Ni de Washington nide Moscú, pero sí de una fuente capazde dar órdenes en nombre del uno o delotro, o de ambos.

—¿El Matarese? —esbozó Scofield.—El Matarese —asintió el ruso.Bray contuvo el aliento, mientras

trataba de pensar, de absorberlo todo.—Si Winthrop está aún vivo, lo

tendrán enjaulado, atrapado, vigiladobajo un microscopio. No podré llegarhasta él. Me matarán en el momento enque me vean.

—De nuevo estoy de acuerdo. ¿Hayotros también de confianza, con quienespodamos establecer contacto?

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—Es una locura —desechó Scofield,temblando tanto de frío como por lo quese le acababa de ocurrir—. Debehaberlos, pero no sé quiénes son. Lapersona a quien acudiera tendría queentregarme, las leyes son claras alrespecto. Aparte de órdenes policialesde aprehensión, queda la cuestión de laseguridad nacional. El caso contra mí sefortalecerá rápida y legalmente.Sospechoso de traición, de espionajeinternacional, de entregar información alenemigo. Nadie me ayudará.

—Ciertamente, habrá gente que leescuchará.

—¿Escuchar qué? ¿Qué les puedo

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decir? ¿Qué es lo que tengo? ¿A usted?A usted se le internará en un hospital demáxima seguridad antes de que puedapronunciar su nombre. ¿Las palabras deun moribundo Istrebiteli? ¿De un asesinocomunista? ¿Dónde está la verificación,incluso la lógica? Maldita sea, estamosaislados. ¡Todo lo que tenemos sonsombras!

Taleniekov dio un paso adelante,con convicción en la voz.

—Tal vez el viejo Krupskiy teníarazón; después de todo, tal vez larespuesta esté en Córcega.

—¡Oh, Cristo!—Déjeme acabar. Usted dice que

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sólo tenemos sombras. En ese casonecesitamos mucho más. Si tuviéramosmás, si llegáramos a unos pocosnombres, si tejiéramos una red decredibilidad, nos forjaríamos nuestropropio caso. Entonces, ¿podría ir usted aver a alguien, obligarlo a que leescuchara?

—A cierta distancia —contestóBray, lentamente—. Sólo a ciertadistancia. Fuera de nuestro alcance.

—Naturalmente.—El caso tendría que ser más que

probable; tendría que ser bienconcluyente.

—Yo podría mover a hombres en

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Moscú si contara con semejante prueba.Tenía la esperanza de que aquí sepudiera hacer una investigación, conmenos evidencia. Ustedes son notoriospor sus interminables investigaciones enel Senado. Simplemente supuse quepodría hacerse, que usted lo podríalograr.

—No ahora. No yo.—¿Córcega, entonces?—No lo sé. Lo tendré que pensar.

Aún hay la posibilidad de que Winthropesté vivo.

—Usted dijo que no lograríacomunicarse con él. Que si tratara deacercarse lo matarían.

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—Otros lo han tratado antes. Meprotegeré. Tengo que averiguar lo queha pasado. El lo vio con sus propiosojos; si está vivo y puedo hablar con él,sabrá lo que hay que hacer.

—¿Y si no está vivo, o no se puedecomunicar con él?

Scofield miró al hombre muertosobre el pavimento.

—Quizá sea Córcega la única salidaque nos quede.

El hombre del KGB movió lacabeza.

—Yo observo con más cuidado lasalternativas, Beowulf. No esperaré. Noquiero arriesgarme a caer en ese

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«hospital» del que usted habla. Me iré aCórcega ahora.

—Si se va, empiece por la costa delsudeste, al norte de Porto Vecchio.

—¿Por qué?—Es donde todo comenzó. Es la

región de Matarese.—De nuevo la tarea escolar.

Gracias. Tal vez nos encontremos enCórcega.

—¿Puede salir del país? —preguntóBray.

—Entrar, salir… eso se arreglafácilmente. Esos no son los obstáculos.Y usted, ¿qué? Si decide reunirseconmigo…

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—Puedo llegar a Londres, a París.Allí tengo cuentas bancarias. Si lo hago,cuente con tres días, cuatro a lo más.Hay pequeñas posadas en las colinas. Leencontraré…

Scofield se detuvo. Los dos hombresse dieron rápidamente la vuelta alescuchar un automóvil que se acercaba.Un sedán dio la vuelta desde la carreteraal área de estacionamiento. En losasientos delanteros había una pareja; elhombre tenía el brazo alrededor delhombro de la mujer. Los farosalumbraron directamente los cuerposinmóviles en el suelo, la ventanilladestrozada del auto parado y el cuerpo

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sangrante de adentro.El conductor apartó su brazo del

hombro de la mujer, la empujó haciaabajo en el asiento y agarró el volantecon las dos manos. Giró violentamente ala derecha y aceleró hacia la carretera;el rugido del motor resonó como un ecopor los bosques y los espacios abiertos.

—Llamarán a la policía —indicóBray—. Vámonos de aquí.

—Le aconsejo que no utilice elautomóvil —repuso el hombre de laKGB.

—¿Por qué no?El chofer de Winthrop. Usted podrá

confiar en él, pero yo no estoy seguro.

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—¡Eso es una locura! ¡Estuvo apunto de morir casi!

Taleniekov señaló a los muertossobre el pavimento.

—Estos eran excelentes tiradores,rusos o norteamericanos, no importa;pero eran expertos, el Matarese noemplearía a quienes no lo fueran. Elparabrisas de la limusina tenía lo menosmetro y medio de ancho, el conductordetrás de él era un blanco fácil para unnovato. ¿Por qué no le alcanzó una bala?¿Por qué no lograron detener el auto?Buscamos trampas, Beowulf, pero anosotros nos llevaron a una y no lavimos. Quizá fue el mismo Winthrop.

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Bray se sintió enfermo; no teníarespuesta.

—Nos separaremos. Es mejor paralos dos.

—¿Córcega, tal vez?—Quizá. Usted lo sabrá si llego allí.—Muy bien.—¿Taleniekov?—¿Sí?—Gracias por usar los cerillos.—Bajo las circunstancias, creo que

usted habría hecho lo mismo por mí.—Bajo las circunstancias… sí, lo

habría hecho.—¿Se ha dado cuenta? No nos

matamos el uno al otro, Beowulf Agate.

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Hablamos.—Hablamos.Una sirena solitaria se oyó en el frío

viento de la noche. Otras seguiríanpronto; autopatrullas convergerían en elescenario de la matanza. Amboshombres se dieron la vuelta y corrieron,Scofield por la senda oscura queconducía al bosque después de pasar elauto alquilado, y Taleniekov hacia labarandilla que bordeaba la barranca delparque Rock Creek.

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SEGUNDA PARTE

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12El bote pesquero, de gruesos mástiles,surcaba un mar de fuerte oleaje, como sifuera un pesado y torpe animal apenasconsciente de que las aguas le eranhostiles. Las olas golpeaban la proa ylos costados, y enviaban cascadas sobrela borda. Y colas de sal, impelidas porlos primeros vientos matinales, azotabanlos rostros de los hombres quemanejaban las redes.

Un hombre, sin embargo, permanecíaajeno a la faena pesquera. No tiraba deuna cuerda ni manipulaba un gancho, nise unía a las maldiciones o las risas que

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resultaban de ganarse la vida en el mar.En lugar de ello, permanecía sentado asolas en cubierta, con un termo de caféen una mano, y un cigarrillo, protegidocontra el viento, en la otra. Quedabaentendido que si algún bote patrullerofrancés o italiano se acercara, seconvertiría en otro pescador más, perosi nadie les molestaba debían dejarlosolo. Ningún tripulante ponía reparo a lapresencia de este hombre extraño yanónimo, pues cada uno había recibido100.000 liras por ello. El barco lorecogió en un muelle de San Vincenzo.Según el itinerario de rutina, laembarcación debía partir al amanecer,

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desde la costa italiana; pero el forasterohabía sugerido que si llegaban a la costade Córcega durante el amanecer, elcapitán y la tripulación obtendrían unamejor compensación por sus labores. Elrango tenía sus privilegios: el capitánrecibiría 150.000 liras. Zarparon de SanVincenzo, antes de la medianoche.

Scofield enroscó de nuevo la tapa enel termo y tiró su cigarrillo por la borda.Se puso de pie y se estiró, observandoel litoral a través de la neblina. Habíanandado rápido. Según el capitán,Solenzara estaría a la vista en pocosminutos, y en menos de una horadejarían a su estimado pasajero entre

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Sainte Lucie y Porto Vecchio. No seesperaban problemas; había numerosasensenadas desiertas en el rocoso litoral,para acoger a un barco pesquero conalgún problema de poca importancia.

Bray dio un tirón al cordón envueltoalrededor de la manija de su portafolio yse lo enrolló en la muñeca; estaba firmey mojado. La quemadura del cordón enla muñeca estaba irritada con el aguasalada, pero pronto se curaría,precisamente con la ayuda de la sal. Laprecaución podría parecer innecesaria,pero tenía razón. Uno podía quedarsedormido, y se sabía que los corsos erandiestros para aliviar a los viajeros de

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sus objetos de valor, sobre todo aviajeros que iban sin identificación ycon dinero.

—¡Signore! —avisó el capitán,acercándose con una amplia sonrisa querevelaba la ausencia de algunos dientes— . ¡Ecco Salenzara! Ci arrivedemosúbito, trenta minuti. ¡E nord di PortoVecchio!

—Benissimo, grazie.—¡Prega!Media hora después desembarcaba

en Córcega, en las colinas donde nacióel Matarese. El hecho de que allí habíanacido no se discutía; el que hubieraproporcionado asesinos a sueldo hasta

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mediados de los años treinta se aceptabacomo una firme probabilidad. Pero seconocía tan poco acerca de todo, quenadie sabía realmente cuánto de suhistoria era mito y cuánto se basaba enla realidad. La leyenda recibía, a la vez,créditos y desprecio; era básicamente unenigma, porque nadie entendía susorígenes. Solamente que un locollamado Guillaume de Matarese habíaconvocado un consejo (del que nuncahubo constancia), que dio origen a unabanda de asesinos, basada, decíanalgunos, en la sociedad asesina de Hasaribn-al-Sabbah, del siglo once.

Sin embargo, esto sonaba como

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orientación al culto, alimentando así elmito y disminuyendo la realidad. Jamásse había prestado declaración en lostribunales, ni se había capturado a unasesino que pudiera conducir a unaorganización llamada el Matarese; sihubo confesiones, ninguna se hizopública. Y sin embargo, los rumorespersistían. Circulaban historias enlugares encumbrados; aparecíanartículos en periódicos importantes, sólopara retractarse en la sección editorialde alguna fecha posterior. Se iniciaronvarios estudios independientes; síalguno fue terminado, no se hizopúblico. Y a través de todo esto, los

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gobiernos siempre guardaban silencio.Jamás hubo un comentario de su parte.

Y para un joven oficial deinteligencia, que años antes estudiaba lahistoria del asesinato, era precisamenteeste silencio lo que prestaba ciertaveracidad al Matarese.

Igual que otro silencio, impuestorepentinamente tres días antes, lo habíaconvencido de que el rendezvous enCórcega no era una proposición hecha alcalor de la violencia, sino lo único queles quedaba. El Matarese permanecíasiendo un enigma, pero no era un mito.

Era una realidad. Un hombrepoderoso había ido a otros hombres

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poderosos y pronunciado ese nombrecon alarma; eso no podía tolerarse.

Robert Winthrop habíadesaparecido.

Hacía tres noches, Bray tuvo quesalir corriendo del parque Rock Creekhasta llegar a un hotel en las afueras deFredericksburg. Durante seis horascaminó de arriba abajo por la carretera,llamando a Winthrop desde una serie decabinas telefónicas, sin marcar jamásdos veces desde la misma, pidiendoaventón a los automóviles que pasaban,con el pretexta de que se le habíadescompuesto el suyo, para que hubieracierta distancia entre una y otra llamada.

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Habló con la esposa de Winthrop, yaunque no dijo nada de importancia,sólo que deseaba hablar con elembajador, tenía la certeza de que lahabía alarmado. Así hasta el alba,cuando el teléfono ya no contestó; sólose oían los interminables timbrazos,pero nadie en la línea.

Se encontró sin saber dónde ir, aquién recurrir; las redes para atraparlose estaban extendiendo. Si loencontraban, su eliminación seríacompleta. Si le permitían vivir, seríaentre las cuatro paredes de una celda, opeor aún, como un vegetal. Pero no creíaque le dejasen vivir. Taleniekov tenía

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razón: ambos estaban marcados.Si en algún lado existía una

solución, ésta se hallaba a más de cincomil kilómetros de distancia, en elMediterráneo. En su portafolio llevabauna docena de pasaportes falsos, cincochequeras con nombres supuestos, y unalista de hombres y mujeres que podíanproporcionarle cualquier tipo detransporte. Había salido deFredericksburg al amanecer, dos díasantes se detuvo en varios bancos deLondres y París, y ya entrada la nocheanterior había llegado al muelle debarcos pesqueros de San Vincenzo.

Y ahora estaba a pocos minutos de

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poner pie en Córcega. Los largosperiodos de inmovilidad en el aire ysobre las aguas le dieron tiempo parapensar, o al menos para organizar suspensamientos. Tenía que comenzar porlo incontrovertible; existían dos hechosestablecidos:

Guillaume de Matarese habíaexistido, y también un grupo de hombresque se autodenominaba Consejo delMatarese, dedicado a las locas teoríasde su fundador. El mundo se movíahacia adelante mediante constantes yviolentos cambios de poder. Loschoques y la muerte repentina eranintrínsecos en la evolución de la

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historia. Alguien tenía que proporcionarlos medios. Los gobiernos, en todaspartes, pagarían por el asesinatopolítico. El asesinato llevado a cabobajo los métodos más controlados, sindejar rastros que condujeran a quieneshabían hecho el contrato, podríaconvertirse en un recurso global, conriquezas e influencia inimaginables. Estaera la teoría de Guillaume de Matarese.

Entre la comunidad de lainteligencia internacional, una minoríasostenía que el Matarese había sidoresponsable de una serie de asesinatospolíticos desde la segunda década delsiglo hasta mediados de los años treinta,

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desde Sarajevo hasta la Ciudad deMéxico, desde Tokio hasta Berlín. En suopinión, el colapso del Matarese seatribuía al estallido de la SegundaGuerra Mundial, con la proliferación deservicios secretos en donde talesasesinatos se legitimizaban, o a laabsorción del consejo por la Mafia, quese había extendido a todos lados, aunquecentralizada en Estados Unidos.

Pero este juicio positivo era unpunto de vista minoritario. La granmayoría de los profesionales deInterpol, la MI-6 de Gran Bretaña y laAgencia Central de Inteligencia (CIA)norteamericana, sostenían que el poder

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del Matarese se exageraba.Indudablemente había matado a unnúmero de figuras políticas de segundaimportancia, en el laberinto de lapolítica francesa e italiana, pero noexistía evidencia de nada más. Setrataba, esencialmente, de un grupo deparanoicos dirigido por un acaudaladoexcéntrico tan malinformado sobrefilosofía como sobre la posibilidad deque los gobiernos aceptaran susdescabellados contratos. Si fuera otracosa, alegaban estos profesionales, ¿porqué no se habían puesto en contacto conellos?

Según la opinión de Bray, de antes y

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de ahora, esto se debía a que dichosprofesionales eran las últimas personasen el mundo con quienes el Mataresequería tratar. Desde un principio habíansido la competencia, en una forma uotra.

—Ancora quindici minuti —gritó elcapitán desde el timón—, la costa émolto vicina.

—Grazie tanta, capitano.—Prego.El Matarese. ¿Era posible? ¿Un

grupo de hombres seleccionando ycontrolando asesinatos globales,proporcionando estructuras alterrorismo, produciendo el caos por

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todas partes?Para Bray la respuesta era

afirmativa. Las palabras del moribundoIstrebiteli, la sentencia de muerteimpuesta por los soviéticos a VasiliTaleniekov, su propio equipo deejecución reclutado en Marsella.Amsterdam y Praga… todo fue unpreludio de la desaparición de RobertWinthrop. Todo estaba relacionado coneste moderno consejo del Matarese. Erael motor invisible, desconocido.

¿Quiénes eran estos hombres ocultosque tenían recursos para llegar a los másaltos niveles de los gobiernos, con lamisma facilidad con que financiaban a

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exaltados terroristas y elegían a hombrescélebres para matarlos? La pregunta másimportante era por qué. ¿Por qué? ¿Paraqué propósito o propósitos existían?

El quién era el acertijo que habíaque resolver antes… y fueran quienesfuesen, debía existir una conexión entreellos y aquellos fanáticos inicialmenteconvocados por Guillaume de Matarese.¿De qué otro lado podrían haberllegado? ¿De qué otra forma podríanhaberlo sabido? Esos primeros hombreshabían venido a las colinas de PortoVecchio; tenían nombres. El pasado erael único punto de partida que poseíaScofield.

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Había existido otro, reflexionó: peroel resplandor de un cerillo en el bosquedel parque Rock Creek lo borrótotalmente. Robert Winthrop estuvo apunto de nombrar a dos hombresinfluyentes en Washington, que habíannegado vehementemente cualquierconocimiento del Matarese. En susnegativas estaba la complicidad; teníanque haber oído del Matarese, en una uotra forma. Pero Winthrop no llegó apronunciar los nombres. Habíainterferido la violencia. Ahora, tal vezjamás los pronunciara.

Nombres pasados podrían conducira nombres presentes; en este caso, tenían

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que hacerlo. Los hombres dejabanhuellas en su trabajo, en su vida, en sudinero. De todo esto podría seguirse unapista que conduciría a algún lado. Sihabía llaves para abrir las cajas decaudales que guardaban las respuestas alMatarese, éstas se encontrarían en lascolinas de Porto Vecchio. El tenía queencontrarlas… como su enemigo, VasiliTaleniekov, tenía que encontrarlastambién. Ninguno de los dossobreviviría, a menos que lo hicieran.No habría granja en Grasnov para elruso, ni una nueva vida para BeowulfAgate, hasta que hallaran las respuestas.

—¡La costa si avvicina! —rugió el

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capitán, mientras giraba la rueda deltimón. Se volvió hacia su pasajero ysonrió a través de una rociada deespuma de mar—. Ancora cinquemínuti, signore, e poi la Corsica.

—Grazie, capitana.—Prego.Córcega.

Taleniekov subió corriendo larocosa colina, agachándose tras losescasos matorrales para ocultar susmovimientos, pero no el rastro queestaba dejando. Porque no quería quesus perseguidores desistieran de la

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cacería, sino que únicamente aflojaranel paso y, si fuera posible, se separaran;si pudiera atrapar a uno, eso sería loideal.

El viejo Krupskiy estuvo en lo ciertoacerca de Córcega, y Scofield en locorrecto sobre las colinas al norte dePorto Vecchio. Aquí había secretos: letomó menos de dos días descubrir eso.Ahora lo perseguían en la oscuridad, porlas colinas, para evitar que descubrieramás cosas.

Cuatro noches antes. Córcega habíasido una posibilidad altamenteespeculativa, una alternativa a sucaptura, y Porto Vecchio era sólo una

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población en la costa sudeste de la isla,rodeada de colinas desconocidas.

Las colinas eran aún desconocidas;la gente que vivía en ellas resultabadistante, extraña, poco comunicativa; sudialecto montañés era difícil deentender, pero ya no tenía que especular.Le mera mención del Matarese bastabapara empañar ojos hostiles: insistir encualquier información, por inocua quefuera, era suficiente para cortarconversaciones que apenas si habíancomenzado. Era como si el nombremismo fuera parte de un rito tribal delcual nadie hablaba fuera de los enclavesde las colinas; y nunca en presencia de

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extraños. Vasili empezó a comprenderesto pocas horas después de llegar a lacampiña rocosa; y le fue confirmadodramáticamente la primera noche.

Cuatro días antes no lo hubieracreído; pero ahora estaba convencido.El Matarese era más que una leyenda,más que un símbolo místico de unprimitivo pueblo montañés; era unaespecie de religión. Tenía que serio;había hombres dispuestos a morir contal de guardar el secreto.

En cuatro días, el mundo cambiópara él. Ya no estaba enfrentándose ahombres expertos, provistos de equiposofisticado. Ya no había cintas de

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computadoras que giraban dentro depaneles de cristal, con sólo apretar unbotón, ni letras verdes saltando a travésde pantallas negras, proporcionandoinformaciones inmediatas, necesariaspara la próxima decisión. Estabaescarbando el pasado entre gente quepertenecía al pasado.

Y esa era la razón por la que queríatan ansiosamente atrapar a uno de loshombres que lo seguían, en la oscuridad,por las colinas. A su juicio, habían tres;la cima de la colina era larga y ancha,abundante en árboles raquíticos y rocasdentadas. Tendrían que separarse con elfin de cubrir los diversos descensos que

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conducían a otras colinas y las mesetasque precedían a los bosques de lamontaña. Si pudiera atrapar a uno de loshombres y disponer de varias horas paratrabajaren su mente y su cuerpo, podríaaprender bastante. No sentiría el menorremordimiento por hacerlo. La nocheanterior, una cama de madera saltó enpedazos en la oscuridad, mientras seveía la silueta de un corso en el huecode la puerta, con una escopeta Lupo enla mano. Se suponía que Taleniekovestaba en esa cama… Necesitaba sóloun hombre, ese hombre, pensó Vasiliapagando su cólera, mientras corríahacia un pequeño follaje de abetos

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silvestres, unos pocos metros abajo dela cima de la colina. Allí podríadescansar durante algunos minutos.

Detrás de él podía ver los pálidosreflejos de las linternas de manos. Uno,dos… tres. Tres hombres, y se estabanseparando. El de la extrema izquierdacubría su área; a ése le tomaría diezminutos alcanzar el ramaje de abetossilvestres. Taleniekov deseó en su fuerointerno que se tratara del hombre de laLupo. Se recostó contra un árbol,jadeante, y relajó su cuerpo.

Su incursión en este mundo primitivohabía ocurrido con gran rapidez. Sinembargo, existía una especie de

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simetría. Una noche empezó a correr poruna barranca del parque Rock Creek, deWashington, y ahora se encontraba en unaislado santuario rodeado de árboles, enuna colina de Córcega, en medio de lanoche. La jornada había sido rápida;supo precisamente qué hacer y cuándohacerlo.

A las cinco de la tarde del díaanterior se encontraba en el aeropuertoLeonardo da Vinci, de Roma, dondehabía contratado un vuelo privado aBonifacio, en la punta sur de Córcega,llegó a Bonifacio a las siete, y un taxi lollevó por la costa hasta Porto Vecchio ya una posada en las colinas de los

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alrededores. Se sentó a disfrutar de unapesada cena corsa, y entablóconversación con el curioso dueño.

—Soy una especie de estudiante —le dijo—. Estoy buscando informaciónacerca de un padrone de hace muchosaños. Un tal Guillaume de Matarese.

—No entiendo —había replicado elposadero—. Dice usted que es unaespecie de estudiante. Me parece a míque uno lo es o no lo es, signore. ¿Estáen alguna gran universidad?

—En realidad, en una fundaciónprivada. Pero las universidades tienenacceso a nuestros estudios.

—¿Una fondazione?

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—Una organizzazione accademica.Mi sección trata de historias pococonocidas de Cerdeña y Córcega, afinales del siglo pasado y a principiosde éste. Aparentemente este padrone,…Guillaume de Matarese… controlabagran parte de la tierra en estas colinas alnorte de Porto Vecchio.

—Era dueño de la mayor parte,signore. Era bondadoso con la gente quevivía en sus tierras.

—Naturalmente. Y nos gustaríadarle un lugar en la historia de Córcega.No estoy seguro de cómo debo empezar.

—Tal vez… —el posadero sereclinó en el respaldo de la silla, y su

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tono de voz sonó extrañamente evasivo— las ruinas de la Villa Matarese. Esuna noche clara, signore, y son muybellas a la luz de la luna. Podríaencontrar a alguien que le llevara. Amenos que, naturalmente, esté usteddemasiado cansado por la jornada.

—Nada de eso. Fue un vuelo rápido.Lo llevaron más arriba de las

colinas, a los esqueléticos restos de loque había sido una extensa mansión, quecubría casi cuatro mil metros cuadrados.Las únicas estructuras que permanecíanintactas eran las paredes dentadas y unaschimeneas. En el piso podían aúndistinguirse los bordes de ladrillo de un

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enorme paseo circular, bajo lavegetación. A ambos lados de la grancasa, senderos de piedra se abrían entrela yerba, adornados por enrejados rotos,recuerdos de jardines exuberantementecultivados, que fueran destruidos hacemucho tiempo.

Las ruinas se erguíanespectralmente, siluetándose sobre lacolina y acentuadas por la luz lunar.Guillaume de Matarese construyó unmonumento para sí mismo, y el poderdel edificio no había perdido nada al serdestruido por el tiempo y los elementos.Todo lo contrario; el esqueletoconservaba una fuerza muy propia.

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Vasili escuchó voces tras él, y buscóal muchacho que lo había llevado allí,sin encontrarlo. Eran dos hombres y susprimeras palabras de dudoso saludoiniciaron un interrogatorio que duró másde una hora. No hubiera sido difícil paraTaleniekov dominar a los dos corsos,pero pensó que podría aprender muchomás mediante una resistencia pasiva.Los interrogadores inexpertos impartenmás de lo que obtienen cuando tratancon sujetos bien entrenados. Se habíaencasillado en su historia de laorganizzazione accademica, cuando alfinal le ofrecieron consejos muyesperados.

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—Regrese al lugar de donde vino,signore. Aquí no va a averiguar nadaque le sirva; nosotros no sabemos nada.Por estas montañas corrió unaenfermedad hace años; ya no vive nadieque pueda ayudarle.

—Debe haber gente de edad en lascolinas. Tal vez si fuera por ahíhaciendo algunas preguntas…

—Nosotros somos gente de edad,signore, y no podemos contestar suspreguntas. Regrese. Somos pastores,hombres ignorantes, de estos lugares. Nonos sentimos cómodos cuando losforasteros se entremeten en nuestrasvidas sencillas. Regrese.

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—Tomaré en consideración suconsejo.

—No se moleste tanto, signore.Nada más, váyase. Por favor.

Por la mañana, Vasili subió por lascolinas, pasando la Villa Matarese, y sedetuvo en numerosas granjas, haciendopreguntas, observando el destello de lasoscuros ojos corsos mientras esquivabanlas preguntas, consciente de que loestaban siguiendo.

Nadie le dijo nada, por supuesto,pero en la progresiva dureza de lasreacciones a su presencia, habíaaprendido algo de importancia. No sólolo seguían, sino que otros hombres lo

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precedían para alertar a las familias delas colinas de que llegaba un forastero.Había que dejarlo ir, sin decirle nada.

Mientras observaba el rayo oscilantede la linterna a su izquierda,ascendiendo lentamente por la colina,Taleniekov recordó que la nocheanterior el posadero se había acercado asu mesa.

—Lo siento mucho, signore, pero nopuedo permitirle quedarse por mástiempo. He alquilado la habitación.

Vasili alzó la vista y habló sin lamenor vacilación:

—Es una lástima. Sólo necesito unsillón o un catre, si puede conseguirme

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uno. Saldré a primera hora de lamañana. Ya encontré lo que buscaba.

—¿Y qué es eso, signore?—Lo sabrá muy pronto. Vendrán

otros después de mi partida, con elequipo adecuado y los registros de lapropiedad. Habrá una investigación afondo, muy académica. Lo que aquíocurrió es fascinante. Estoy hablandoacadémicamente, por supuesto.

—Por supuesto… tal vez una nochemás.

Seis horas después, un hombreirrumpió en su habitación e hizo dosdisparos con una mortífera escopeta decañón cortado llamada Lupo (lobo).

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Taleniekov había estado esperando;observó desde atrás de una puertaentornada del closet, cómo la cama demadera saltaba hecha astillas, y elrelleno bajo las mantas se elevaba hastael oscuro techo.

El ruido fue ensordecedor, unaexplosión que resonó por toda la posadacampestre, y sin embargo, nadie vinocorriendo para ver lo que había pasado.El hombre con la Lupo se quedó en elquicio de la puerta y habló calladamenteen dialecto montañés, como sipronunciara un juramento.

—Per nostro circolo —había dicho;y salió corriendo.

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No significaba nada; sin embargo,Vasili presintió que quería decir mucho.Palabras pronunciadas como un conjurodespués de quitarle la vida a un serhumano… Por nuestro círculo.

Taleniekov reunió sus cosas yabandonó la posada. Se dirigió alsendero que venía de Porto Vecchio y sesituó en los matorrales, a unos seismetros de la orilla. A varios centenaresde metros más abajo, distinguió elresplandor de un cigarrillo. El caminoestaba vigilado; esperó; no quedaba otraalternativa.

Si Scofield iba a venir, usaría esecamino; era el amanecer del cuarto día.

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El norteamericano había dicho que siCórcega era la única solución, allíestaría en tres o cuatro días.

A eso de las tres de la tarde aún nohabía la menor señal de él, y una horadespués Vasili decidió que no podíaesperar más. Vio pasar hombrescorriendo hacia el próspero puerto derecreo. Su misión era evidente: elintruso había eludido los obstáculos delcamino. Era necesario encontrarlo ymatarlo.

Varios grupos comenzaron a rastrearpor el bosque; dos corsos, cortando lavegetación con machetes, pasaron amenos de diez metros de él: pronto las

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patrullas serían más concentradas, labúsqueda más a fondo. No podía esperara Scofield; nada le garantizaba queBeowulf Agate hubiese podido escaparde la red que se le había extendido en supropio país, y mucho menos en su viajea Córcega.

Vasili pasó las horas, hasta la puestadel sol, planeando sus propios asaltossobre aquellos que querían atraparle.Como un zorro de pantano, sus huellasaparecían un momento yendo en estadirección; después, su presencia selocalizaba por allá; ramas rotas y cañasaplastadas probaban que estabaacorralado en un pedazo de ciénaga,

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frente a una inescalable pared depizarra, y cuando los hombres se cerníansobre él, su figura podía ser vistacorriendo a través de un campo a más dekilómetro y medio de distancia. Era unachamarra amarilla azotada por el viento,que aparecía visualmente en una docenade lugares a la vez.

Cuando oscureció, Taleniekovcomenzó la estrategia que le habíallevado al lugar en que se encontrabaahora, oculto en una espesura de abetos,bajo la cima de la colina, esperando aque se acercara el hombre de la linterna.El plan era sencillo, se podía llevar acabo en tres etapas, cada una

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consecuencia lógica de la anterior.Primero venía la distracción, atrayendoal mayor número de atacantes posible;luego, su aparición ante los pocos quehabían quedado atrás, llevándolos lomás lejos posible de la mayoría;finalmente, la separación de esos pocosy la captura de uno. La última faseestaba a punto de concluir cuando sepropagó el incendio unos dos kilómetrosmás abajo.

Descendiendo en dirección a PortoVecchio, atravesó el bosque caminandoa la derecha del sendero. Habíarecogido ramas y hojas secas, y rotovarios cartuchos de la Graz-Burya,

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salpicando la pólvora entre ellas.Encendió la pira en el bosque, esperó aque se intensificara y poder oír losgritos de los corsos. Luego, corrió alnorte, cruzando el sendero, en unasección más densa y seca del bosque, yrepitió su acción, encendiendo unmontón de follaje seco, junto a uncastaño muerto. El fuego se extendiócomo una bomba incendiaria; las llamassaltaban hacia arriba por encima de losárboles, con la promesa de volver asaltar, lateralmente, sobre los árbolescircundantes. Había echado a correr unavez más hacia el norte y preparado suúltimo y mayor incendio, escogiendo un

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haya destruida hacía tiempo por losinsectos. En media hora, el fuego sepropagó en tres puntos distintos de lascolinas, y los cazadores corrían de uno aotro; apagar el fuego o continuar lacacería era la alternativa del momento.El fuego siempre tenía prioridad.

Vasili cruzó diagonalmente hacia elsudoeste, subiendo por el bosque hastael camino que pasaba frente a la posada,donde varios hombres con rifleshablaban preocupadamente entre ellos.Los de retaguardia, confusos por el caosque se produjo abajo, no sabían siquedarse donde estaban, según lasórdenes recibidas de sus superiores, o ir

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en ayuda de sus hermanos isleños.La ironía de la coincidencia no se le

había escapado a Vasili cuandoencendió el cerillo. Un cerilloencendido había puesto todo enmovimiento, muchos días antes, en laavenida Nebraska, de Washington. Fuela señal de una trampa. Y era otra en lascolinas de Córcega.

—¡Ecce!—Il fiammifero.—¡E lui!La cacería había empezado, y ahora

llegaba a su final. El hombre de lalinterna estaba a tiro de piedra de él;llegaría al ramaje de abetos en menos de

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treinta segundos. Abajo, en la cuesta dela colina, el rayo de otra linterna se veíaa varios centenares de metros al sur.Apuntando al suelo frente al corso quela portaba. A la izquierda, la tercera luz,que pocos minutos antes estuvieragirando frenéticamente en semicírculos,se hallaba ahora extrañamente quieta, surayo apuntando hacia abajo, a un soloobjetivo. La posición de la luz y surepentina inmovilidad perturbaron aTaleniekov, pero no tenía tiempo paraevaluar ambos hechos. El corso seaproximaba al primer árbol delsantuario natural de Vasili.

El hombre dirigió el rayo de luz a

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los troncos y ramas. Taleniekov habíaroto varias de éstas, arrancando las quepudo, a fin de que la luz pegara en lamadera blanca. El corso avanzó,siguiendo la pista; Vasili se echó a unlado, oculto tras un árbol. El cazadorpasó a menos de medio metro, con elrifle listo. Taleniekov observó los piesdel corso, en el círculo de la luz; cuandoadelantara el pie izquierdo, perdería unapulsación en caso de ser tirador de manoderecha, y ese breve desequilibrio seríaimposible de recobrar.

Levantó el pie del suelo y Vasili selanzó hacia él, atenazándolo por elcuello con el brazo, mientras sus dedos

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buscaban el gatillo del rifle ydespojaban al corso de su arma. El rayode luz de la linterna enfocó los árboles.Taleniekov estrelló la rodilla en losriñones de su víctima, y lo hizo caer alsuelo. Usando las piernas como tijerassobre la cintura del corso, tiró delcuello de su enemigo formando undoloroso arco, casi juntando las orejasdel hombre con sus labios.

—Usted y yo vamos a pasar lapróxima hora juntos —susurró enitaliano—. Cuando se acabe el tiempo,me habrá dicho todo lo que quierosaber, o no volverá a hablar. Usaré supropio cuchillo. Su rostro quedará tan

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desfigurado que nadie lo reconocerá.Ahora, levántese lentamente. ¡Si alza lavoz, lo mataré!

Gradualmente, Vasili aflojó lapresión de la cintura y cuello delhombre. Ambos comenzaron alevantarse, mientras los dedos deTaleniekov atenazaban la garganta delcorso.

Se oyó un repentino crujido haciaarriba, un ruido que resonó como ecopor los árboles. Un pie que había pisadouna rama caída. Vasili se revolvió,mirando intensamente en el follaje. Loque vio le hizo perder el aliento.

La silueta de un hombre se dibujaba

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entre dos árboles, y era una siluetafamiliar, que había visto recientementeen el quicio de una puerta en la posada.Y tal como en esa ocasión, los cañonesde la Lupo apuntaban hacia adelante.Sólo que esta vez sí le apuntaban a él.

Pensando rápidamente, Taleniekovcomprendió que no todos losprofesionales se entrenaban en Moscú yWashington. La oscilación frenética delrayo de luz al pie de la colina, que derepente se quedó inmóvil, podía ser unalinterna atada a una rama, mientras sudueño corría en la oscuridad por terrenoconocido.

—Usted fue muy inteligente anoche,

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signore —dijo el hombre de la Lupo—.Pero aquí no hay dónde esconderse.

—¡El Matarese! —gritó Vasili contoda la fuerza de sus pulmones—. ¡Pernostro circolo! rugió, mientras selanzaba a su izquierda. La explosión delos dos cañones de la Lupo repercutiópor todas las colinas.

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13Scofield saltó a un lado del esquife yvadeó entre las olas hasta el litoral. Nohabía playa; sólo rocas unidas, queformaban una pared tridimensional.Alcanzó un promontorio de piedra llanay resbalosa y endureció su cuerpo contrael embate de las aguas, sosteniendo elportafolio con la mano izquierda y sumaleta de tela con la derecha.

Llegó hasta un terreno arenoso,cubierto de parras, hasta que lasuperficie fue lo suficientemente planapara mantenerse en pie. De allí corrió aunos matorrales qué podían ocultarlo de

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cualquier patrulla que pasara por losacantilados de arriba. Él capitán lehabía advertido que la policía erainconsistente; unos podían sersobornados; otros, no.

Se arrodilló, sacó una navaja delbolsillo y cortó la correa de la muñeca,lo que dejó libre el portafolio. Luego,abrió la maleta y sacó unos pantalonesde pana, unas botas, un suéter oscuro,una gorra y una chaqueta de lanacorriente. Todo lo había comprado enParís y arrancado las etiquetas. Eran demanufactura suficientemente ordinariacomo para pasar por ropa de la región.

Después de cambiarse, enrolló las

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ropas mojadas y las metió en la maletade lona, junto con el portafolio. Enseguida comenzó el largo y sinuosoascenso al camino de arriba. En dosocasiones anteriores estuvo en Córcega,aunque sólo una vez en Porto Vecchio, yambos viajes estuvieron relacionadoscon un propietario de barcos pesquerosen Bastia, un hombre desagradable quesudaba constantemente y que en lanómina de Operaciones Consulares eraun observador más de las maniobrassoviéticas en el mar de Liguria. Labreve visita a Porto Vecchio estuvorelacionada con la posibilidad derealizar financiamientos secretos para

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proyectos turísticos en el mar Tirreno;nunca supo en qué acabó aquello.Mientras estaba en Porto Vecchioalquiló un automóvil y recorrió lascolinas. Una tarde, bajo un solabrasador, contempló las ruinas de laVilla Matarese, y se detuvo a tomar unvaso de cerveza en una taberna delcamino; pero la excursión se borrórápidamente de su memoria. Nunca se leocurrió que regresaría allí otra vez. Laleyenda del Matarese estaba tan muertacomo las ruinas de la villa. En aquelentonces.

Llegó hasta el camino y seencasquetó la gorra, para que la tela

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cubriera la contusión de su frente, en ellugar donde chocó contra un poste dehierro en el hueco de una escalera.

Taleniekov. ¿Habría llegado aCórcega? ¿Estaría en algún lugar de lascolinas de Porto Vecchio? No tardaríamucho en averiguarlo. Un forastero quehacía preguntas acerca de una leyenda,era fácil de localizar. Por otra parte, elruso sería cauteloso; si a ellos se leshabía ocurrido ir hasta el origen de laleyenda, también se les podría haberocurrido a otros.

Bray miró su reloj; eran casi lasonce y media. Sacó un mapa y calculóque se hallaba a tres kilómetros y medio

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al sur de Sainte-Lucia; la línea másdirecta a las colinas del Matarese erahacia el oeste. Pero antes de entrar enesas colinas tenía que encontrar algo:una base de operaciones. Un lugar dondepudiera ocultar sus cosas con larazonable esperanza de encontrarlas alregresar. Eso desechaba cualquierparada normal en un viajero. No podíadominar el dialecto montañés en pocashoras; se le conocería como forastero yéstos eran fácil blanco. Tendría quedescansar en los bosques, cerca del aguasi fuera posible, y preferiblemente acorta distancia de alguna tienda oposada donde pudiera encontrar

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alimentos.Suponía que permanecería en Porto

Vecchio varios días. Ninguna otra cosaera lógica; todo era imprevisible unavez que encontrara a Taleniekov, si loencontraba; pero por el momento teníaque considerar los detalles, antes deformular un plan. Todas las pequeñascosas.

Había un sendero demasiadoestrecho para automóviles, tal vez unaruta para pastores, que se desviaba delcamino hacia una serie de camposascendentes en dirección oeste. Cambióla maleta a su mano izquierda y penetróen el sendero, apartando ramas bajas

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hasta que se encontró en un campo deyerba alta.

A eso de las 12:45 no habíaavanzado más de diez kilómetros tierraadentro, pero caminó a propósito en zig-zag, con el fin de captar el más ampliopanorama posible de la región. Asíencontró lo que buscaba: una seccióndel bosque que se alzaba abruptamentesobre un riachuelo, con gruesas ramasde pino corso que alcanzaban la orilla.Un hombre y sus pertenencias estarían asalvo tras esas verdes paredes.Kilómetro y medio al sudoeste había uncamino que conducía a otras colinas másaltas. Por lo que podía recordar, estaba

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bastante seguro de que éste era elcamino que debió tomar para llegar a lasruinas de Villa Matarese; sólo habíauno. Si podía confiar en su memoria,recordó haber pasado por una serie degranjas aisladas, camino a las ruinassobre la colina y la posada en que sehabía detenido para tomar una cervezade la región durante aquella calurosatarde. Sólo que la posada venía primero,donde se juntaba con otro camino másestrecho. A la derecha en subida, a laizquierda regresando a Porto Vecchio.Bray volvió a consultar el mapa;mostraba el camino de la colina, y elcamino a la derecha. Ya sabía dónde se

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encontraba.Vadeó el riachuelo y subió por la

orilla opuesta, hasta los pinos de ramascaídas. Se arrastró bajo ellas, abrió lamaleta y sacó una pequeña pala; sonrióal ver que, junto con el utensilio, caíandos rollos de papel higiénico. Laspequeñas cosas, pensó, mientrasempezaba a cavar en la tierra blanda.

Eran cerca de las cuatro de la tardey ya había establecido su campamentobajo la pantalla de ramas verdes, con lamaleta enterrada, su vendaje limpio ylas manos y cara lavadas en el arroyo.Al mismo tiempo logró descansar,mientras contemplaba los rayos del sol

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que se filtraban por las agujas de lospinos. Su mente vagó; una indulgenciaque trató de rechazar, sin lograrlo. Elsueño no llegaba, pero sí lospensamientos.

Se encontraba en Córcega bajo unárbol, a la orilla de un arroyo, en unajornada que había comenzado una nocheen un puente de Amsterdam. Y ahora yanunca podría regresar, a menos que él yTaleniekov encontraran lo que habíanvenido a buscar en las colinas de PortoVecchio.

No sería muy difícil desaparecer. Enel pasado, ya había organizado muchasdesapariciones similares, con menos

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dinero y menos experiencia de la queahora tenía. Había muchos lugares:Melanesia, las islas Fiji, NuevaZelandia, Tasmania, las vastasextensiones de Australia. Malasia, ocualquiera de una docena de las islasSonda. El había enviado a hombres atales sitios, y siguió en cautelosacomunicación con algunos durantevarios años. Pudieron reconstruir susvidas, quedar fuera del alcance de susactuales colegas, conseguir nuevasamistades, dedicarse a distintasactividades, crearse otras familias…

El podría hacer lo mismo, pensó. Ytal vez lo haría; tenía los papeles y el

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dinero. Podría llegar a la Polinesia o alas islas Cook, comprar un yate paraalquilar y probablemente ganarse la vidacon decoro. Podría ser una existenciaagradable, anónima, un buen final.

Pero luego vio el rostro de RobertWinthrop, sus ojos electrizantesbuscando los suyos, y escuchó el tono deansiedad en la voz del anciano, mientrashablaba del Matarese.

También escuchó otra cosa. Menosdistante, más inmediata, arriba en elcielo. Pájaros que revoloteaban enfrenéticos círculos, lanzando graznidoscoléricos que resonaban por los camposy los bosques. Ciertas intrusos habían

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perturbado sus dominios. Pudo escucharel ruido de seres humanos corriendo ygritando.

¿Lo habrían descubierto? Se pusorápidamente de rodillas y, sacando suBrowning del bolsillo de la chaqueta,atisbó a través de las agujas de pinos.

Abajo, a unos cien metros a laizquierda, dos hombres se abrían paso,con machetes, hasta la orilla del arroyo,Se detuvieron por un momento, laspistolas en los cinturones, mirando entodas direcciones, como si estuvieraninseguros de su próxima acción.Lentamente, Bray dejó escapar sualiento; no lo perseguían a él, pues no lo

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habían visto. Los dos hombres debían deandar cazando, tal vez a un animal quequizá atacó a sus cabras, o a un perrosalvaje. No a él. No a un extraño quevagaba por las colinas.

Luego, escuchó las palabras ydescubrió que sólo tenía parte de razón.El gritó no provenía de ninguno de loscorsos que empuñaban un machete;venía de más allá de la orilla del arroyo,del otro lado del campo.

—¡Ecco la; nel campo!No perseguían a un animal, sino a un

hombre. Un hombre que corría paraescapar de otros hombres, y, a juzgarpor la furia de los perseguidores, ese

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hombre sabía que en ello le iba la vida.¿Taleniekov? ¿Sería Taleniekov? Y

de ser así, ¿por qué? ¿Habríadescubierto el ruso algo, tanrápidamente? ¿Algo por lo que loscorsos de Porto Vecchio estabandispuestos a matar?

Scofield observó a los dos hombressacar las pistolas de sus cinturones ycorrer por la orilla hasta desaparecer enel campo adyacente. Retrocedió hasta eltronco del árbol y trató de ordenar suspensamientos. Su instinto lo convencióde que il uomo era Taleniekov. De serasí, había varias alternativas. Podíadirigirse al camino y subir hasta las

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colinas, como un pescador italiano conun bote en reparación y tiempo en susmanos; o podía quedarse donde estaba,hasta el anochecer, para luego salir bajola protección de la oscuridad, con laesperanza de aproximarse lo suficientepara escuchar la conversación de loshombres; o bien podía salir ahora yseguir la cacería.

La última opción era la menosatractiva, pero la que podría producirmejores resultados. Decidió seguirla.

Eran las 5:35 cuando lo vio porprimera vez, corriendo en zig-zag por lacresta de una colina, para eludir losdisparos que le hacían; una figura veloz,

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al resplandor de los ponientes rayossolares. Como era de esperarse,Taleniekov estaba actuando de manerainsólita. No trataba de escapar; alcontrario, utilizaba la persecución paracrear confusión y por medio de éstaconseguir algo: La táctica tenía sentido;la mejor manera de obtener informaciónvital era forzar al enemigo a protegerla.

Pero ¿qué habría descubierto hastaahora, que justificara el riesgo? ¿Porcuánto tiempo podría mantener el paso yla concentración para eludir a suenemigo? Las respuestas eran tan clarascomo las preguntas; aislar, atrapar yhacer hablar al enemigo, dentro de su

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propio territorio.Desde su posición inferior, Scofield

estudió el terreno lo mejor que pudo, Labrisa del atardecer facilitó su tarea; layerba se inclinaba con cada suavebocanada de viento, y aclaraba el campovisual: Trató de analizar las alternativasque tenía Taleniekov, y en dónde seríamás fácil interceptarlo. El hombre delKGB corría en dirección norte;kilómetro y medio más adelantealcanzaría la base de las montañas, yallí se detendría. De nada le serviríatratar de subir por ellas. Se desviaría endirección sudoeste para evitar quedarentre dos caminos. Y en algún lugar

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crearía una distracción losuficientemente importante paraaumentar la confusión y provocar unmomento de caos, al que pronto seguiríala trampa.

El encuentro con Taleniekov tendríaque esperar hasta ese momento, pensóBray, aunque él prefería hacerlo antes,pues en un periodo corto habríademasiada actividad. Así se cometíanlos errores. Sería mejor alcanzar al rusoantes y, de ese modo, podríandesarrollar la estrategia juntos.Agachándose, Scofield se dirigió alsudoeste a través de la alta yerba.

El sol se escondió tras las distantes

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montañas. Las sombras se alargaronhasta convertirse en largos postesnegros, que se desparramaban por lascolinas envolviendo campos enteros quemomentos antas estaban bañados por luzanaranjada. Oscureció y aún no habíaseñal de Taleniekov, Bray se moviórápidamente dentro del perímetro de lalógica área de movimiento del ruso,ajustando sus ojos a la oscuridad, susoídos atentos a cualquier ruido extraño alos campos y bosques. Y Taleniekovseguía sin aparecer.

¿Habría corrido el ruso el riesgo deutilizar uno de los caminos, a fin demoverse con mayor rapidez? De ser así,

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resultaba temerario, a menos quehubiera concebido una táctica mejorempleada en las colinas bajas. Toda lacampiña estaba ahora cubierta porgrupos perseguidores cuyo númerovariaba entre dos y seis hombres, todosarmados; cuchillos, pistolas y machetescolgaban de sus ropas, y los rayos desus linternas de mano se entrelazaban.Scofield corrió hacia el oeste, a unterreno más alto: la miríada de rayos deluz era su protección contra los errantesy coléricos corsos; sabía cuándodetenerse, cuándo correr.

Corrió, atravesando dos grupos deperseguidores que iban a converger, y se

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detuvo abruptamente a la vista de unanimal que se quejaba, con la pelambreespesa y los ojos muy abiertos. Estaba apunto de usar su cuchillo cuando se diocuenta de que se trataba de un perropastor; su olfato no estaría interesado enel olor humano. Pero eso no evitó queperdiera el aliento; acarició al perropara tranquilizarlo, y se agachó paraevitar el rayo de una linterna que salióde las bosques y trepó por el terrenoascendente.

Llegó hasta una roca medioenterrada y se ocultó tras ella. Selevantó lentamente, con las manos sobrela piedra, preparado para saltar y echar

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a correr de nuevo. Miró la escena que sele ofrecía allá abajo, con los rayos delas linternas rompiendo la oscuridad,definiendo la ubicación de los gruposperseguidores. Pudo distinguir la toscaestructura de madera de la posada enque había parado años antes. Enfrente deella se veía el primitivo camino quehabía cruzado unas horas antes, parallegar a terreno alto. A cien metros a laderecha de la posada se hallaba uncamino más ancho y sinuoso, quedescendía por las colinas hasta PortoVecchio.

Los corsos se desparramaron por loscampos. Por aquí y por allá se oía el

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ladrido de perros, entre coléricos gritoshumanos y machetazos. Era una escenaespectral en la que no se veían figuras,sino sólo rayos de luz moviéndose entodas direcciones; invisibles marionetasdanzaban, sobre cuerdas iluminadas, enla oscuridad.

De repente surgió otra luz; pero noblanca, sino amarilla. Fuego. Unaabrupta explosión de llamas a ciertadistancia, a la derecha del camino queconducía a Porto Vecchio.

La maniobra de Taleniekov habíaproducido su efecto.

Dando gritos, los hombres corrían,los rayos de luz convergían en el camino

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dirigiéndose hacia el fuego queavanzaba. Scofield se quedó en su sitio,tratando de adivinar cómo utilizaría elhombre del KGB esta distracción. ¿Quéharía ahora? ¿Qué método utilizaría parahacer caer en la trampa a un solohombre?

El principio de la respuesta vino tresminutos después. Una segunda erupciónde llamas, aún más fuerte, surgió haciael cielo a unos cuatrocientos metros a laizquierda del camino a Porto Vecchio.La distracción era ahora doble, dividía alos corsos y hacia confusa la búsqueda;el fuego era letal en las colinas.

Ahora podía ver a las marionetas,

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con sus cuerdas de luz que se fundían enel resplandor de las llamas. Otroincendio apareció, con más intensidadque los anteriores; un árbol enteroestalló en una bola amarillenta, como sihubiera sido envuelto por napalm. Estoera a tres o cuatrocientos metros más ala izquierda, una tercera distracciónmayor que las anteriores. El caos sepropagó con la misma rapidez que lasllamas. Taleniekov estaba cubriendotodas sus bases: si no lograba capturar aun enemigo, al menos podría escapar enla confusión.

Pero si la mente del ruso estabatrabajando con su acostumbrada

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eficacia, pensó Bray, la trampa secerraría en unos instantes. Se arrastróalrededor de la roca y empezó a bajarpor el terreno inclinado, manteniendolos hombros pegados al suelo,impulsándose como un animal, manos ypies trabajando en armonía.

En el camino, más abajo, surgió unrepentino resplandor que apenas duró unsegundo, como una diminuta erupción deluz. Alguien había encendido un cerillo.Aquello no parecía tener sentido, hastaque Bray vio el rayo de una linterna a laderecha, seguido instantáneamente pordos más. Los tres rayos convergieron endirección del cerillo brevemente

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encendido; segundos después sesepararon en la ladera de la colina quebordeaba el camino.

Ahora, Scofield sabía cuál era latáctica. Cuatro noches antes se habíaencendido un cerillo en el parque RockCrack, para revelar una trampa; ahora loencendía el mismo hombre, para montarotra trampa. Taleniekov había logradotransformar la persecución de los corsosen caótica parálisis; ahora estabaatrayendo a los pocos que quedabanatrás. La persecución final comenzaba;el ruso capturaría a uno de esoshombres.

Bray sacó la automática de la funda

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bajo su chaqueta y buscó en su bolsilloun silenciador. Lo colocó en su lugar,quitó el seguro y empezó a correrdiagonalmente hacia la izquierda,bajando por la cresta de la colina. Enalgún lugar de esa zona de campocubierto de yerba y bosque se hallaba latrampa. Era cuestión de averiguar dóndeprecisamente estaba, de inmovilizar aalguno de los perseguidores, si fuerafactible, para favorecer lasposibilidades de que la trampa tuvieraéxito. O lo que sería aún mejor, capturara otro de los corsos; dos fuentes deinformación serían mejores que unasola.

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Corrió en breves etapas, procurandomantenerse casi en el suelo, con los ojosfijos en los tres rayos de las linternas demano que se veían abajo. Cada unocubría una sección de la colina, y en lazona iluminada se podían ver claramentelas armas; a la primera señal de lapresa, se dispararía…

Scofield se detuvo. Algo andabamal; era el rayo de luz a la derecha, quese encontraba a unos doscientos metrosdirectamente debajo de él. Estabamoviéndose de un lado a otro demasiadorápido, sin enfocar. Y no había reflejo,ni siquiera un débil reflejo de le luzcontra el metal. No había ninguna arma.

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¡Y tampoco mano alguna sostenía lalinterna! Estaba atada a una rama; unfalso emplazamiento que producía unfalso movimiento para encubrir otromovimiento. Bray estaba tendido en elsuelo, oculto por la yerba y laoscuridad, observando, escuchando enbusca de una señal de un hombre encarrera.

Y ocurrió tan rápida, taninesperadamente, que Scofield casidisparó su automática instintivamente.De repente vio la figura de uncorpulento corso junto a él, sobre él, yescuchó las pisadas a menos de mediometro de su cabeza. Rodó a la izquierda,

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para apartarse del camino del hombreencarrerado.

Aspiró una profunda bocanada deaire, tratando de eludir el choque y eltemor, y luego se levantó cautelosamentey siguió la pista del corso. Este sedirigía directamente al norte, a lo largode la cresta de la colina, así como lointentara Bray, siguiendo los rayos deluz y el sonido, o la repentina ausenciade ambos, para hallar a Taleniekov. Elcorso estaba familiarizado con elterreno. Scofield apresuró el paso, cruzóel rayo de luz de más abajo, y al hacerlosupo que Taleniekov iba detrás deltercer hombre. La luz de la linterna era

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apenas visible en el extremo norte de lacolina.

Bray siguió corriendo con másrapidez; su instinto le decía que debíamantener al corso en su campo visual.Pero no podía encontrar al hombre, porningún lado. Todo estaba silencioso,demasiado silencioso. Scofield se tiró alsuelo y se unió a ese silencio, mirandoen la oscuridad, con el dedo en el gatillode la automática. Todo ocurriría encualquier momento. Pero ¿cómo?¿Dónde?

A unos ciento cincuenta metrosadelante, diagonalmente hacia abajo y ala derecha, el tercer rayo de luz

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desapareció en una serie de cortos eirregulares reflejos. No… no se tratabade que se apagara y encendierarápidamente; la luz estaba siendoobstruida por los árboles. El quesostenía la linterna iba entrando en unnúcleo de árboles que crecían al lado dela colina.

De pronto, el rayo de luz apuntóhacía arriba, bailando brevemente en lasregiones más altas de los troncos, yluego cayó, quedando su reflejoestacionario difuminado por el follaje.¡Eso era! La trampa había saltado, peroTaleniekov no sabía que un corsoesperaba la señal de esa trampa.

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Bray se puso de pie y corrió lo másrápido posible, sus botas resonando enlas abundantes rocas de la ladera. Sólocontaba con unos segundos y teníamucho terreno que cubrir en laoscuridad; no podía distinguir dóndeempezaban los árboles. Si hubiera almenos una silueta a donde disparar, elsonido de una voz… Voz. Estaba a puntode gritar, de advertir al ruso, cuandoescuchó una voz. Eran palabraspronunciadas en ese extraño dialectoitaliano que hablaban los corsos del sur;el sonido flotaba en la brisa nocturna.

¡A nueve metros abajo! Vio alhombre esconderse entre dos árboles, su

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cuerpo dibujado por el reflejo delinmóvil rayo de la linterna; el corsoempuñaba una escopeta en las manos.Scofield giró a su derecha y saltó haciael hombre armado, con la automáticaalzada.

—¡El Matarese! —fue el nombreque gritó Taleniekov, seguido por unafrase enigmática—: ¡Per nostro circolo!

Bray disparó a la espalda del corso,y los tres zumbidos se ahogaron por elestallido de la escopeta. El hombre cayóhacia adelante. En espera de un ataque,Scofield se agachó, pero lo que ahoraveía lo había previsto: el corso atrapadopor Taleniekov había sido destrozado

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por su presunto liberador.—¿Taleniekov?—¡Usted! ¿Es usted, Scofield?—¡Apague esa luz! —gritó Bray. El

ruso se lanzó hacia la linterna en elsuelo, y la apagó—. Hay un hombre enla colina, que no se mueve. Estáesperando que lo llamen.

—Si viene, tenemos que matarlo. Delo contrario, buscará ayuda. Traerá aotros con él.

—No estoy seguro de que susamigos puedan dedicarle el tiempo —replicó Scofield, mientras observaba elrayo de luz en la oscuridad—. Usted lostiene bastante entretenidos… ¡Ahí va!

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Está bajando la colina.—¡Venga! —apremió el ruso,

mientras se levantaba y se acercaba aBray—. Conozco una docena de lugaresdonde nos podemos esconder. Tengomuchas cosas que contarle.

—Me imagino.—¡Está aquí!—¿Qué cosa?—No estoy seguro… la respuesta,

tal vez. O parte de ella al menos. Ustedlo verá. Me están tratando de cazar; mematarían en el momento de verme. Mehe entremetido…

—¡Fermate! —La súbita orden vinode la cima de la colina. Bray se revolvió

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en el suelo; el ruso alzó su pistola.—¡Basta! —la segunda orden fue

acompañada por el rugido de un animal,un perro sujetado con una correa—.Tengo en la mano un rifle de doblecañón, signori —continuó la voz… lainconfundible voz de una mujer queahora hablaba en inglés—. Como la quese disparó hace unos instantes, se tratade una Lupo, y sé cómo utilizarla muchomejor que el hombre que yace a suspies. Pero no quiero hacerlo. Mantenganlas pistolas a su lado, signori. No lassuelten, pues pueden necesitarlas.

—¿Quién es usted? —preguntóScofield, mirando a la mujer situada

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arriba. Apenas podía verla en laoscuridad, pero parecía vestirpantalones y chamarra. El perro rugió denuevo.

—Estoy buscando al universitario.—¿A quién?—Soy yo —confirmó Taleniekov—.

De la organizzazione accademica. Estehombre es mi ayudante.

—¿Qué demonios está usted…?—Basta —cortó el ruso,

calladamente—. ¿Por qué me busca y sinembargo no me mata?

La palabra corre por todos lados.Usted hace preguntas acerca delpadrone de los padrones.

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—Así es. Guillaume de Matarese.Nadie me quiere contestar.

—Una persona sí quiere —replicóla muchacha—. Una anciana de lasmontañas. Ella quiere hablar con eluniversitario. Tiene cosas que decirle.

—Pero usted sabe lo que ha pasadoaquí —dijo Taleniekov—. Hay hombresque tratan de cazarme; que quierenmatarme. ¿Está usted dispuesta aarriesgar su vida para llevarme,llevarnos, con ella?

—Sí. Es una larga jornada, y muydura. Cinco o seis horas, arriba en lasmontañas.

—Contésteme, por favor. ¿Por qué

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está usted corriendo este riesgo?—Es mi abuela. Todos en estas

colinas la desprecian; ella no puedevivir aquí. Pero yo la quiero.

—¿Quién es?—La llaman la ramera de Villa

Matarese.

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14Viajaron rápidamente atravesando lascolinas hasta llegar a la base de lasmontañas, y de allí subieron porsenderos sinuosos cortados en losbosques. El perro había olfateado aambos hombres cuando la mujer seacercó primero a ellos; luego, se le dejólibre e iba adelante por los senderos,seguro de su conocimiento del camino.

Scofield pensó que era el mismoperro con el cual se había cruzado derepente, con gran sobresalto, allá en lascolinas. Así se lo dijo a la mujer.

— P r o b a b l e m e n t e , signore.

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Estuvimos allí muchas horas. Yo lobuscaba y solté al perro para quehusmeara, pero siempre estaba cerca encaso de que lo necesitara.

—¿Me habría atacado?—Sólo si le hubiera alzado la mano.

O a mí.Era pasada la medianoche cuando

llegaron a un llano trecho de yerba,contiguo a lo que parecía ser una seriede imponentes colinas cubiertas debosque. Las nubes bajas eran ahora másraras; la luz de la luna bañaba el campodibujando los picos a la distancia,prestando grandiosidad a esta secciónde la cordillera. Bray pudo ver que la

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camisa de Taleniekov, bajo la chaquetaabierta, estaba empapada en sudor aligual que la suya; y la noche era fresca.

—Aquí podemos descansar un rato—propuso la mujer, señalando un áreaoscura a unos cien metros más adelante,en la dirección en que había corrido elperro—. Hay una cueva de piedra en lacolina. No es muy profunda, pero es unrefugio.

—El perro la conoce —agregó elhombre del KGB.

—Espera que yo encienda el fuego—informó la muchacha, riendo—.Cuando llueve, recoge ramas con laboca y me las trae a la cueva. Le gusta el

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fuego.La cueva era de roca oscura y no

tenía más de tres metros de profundidad,pero casi dos de altura. Entraron.

—¿Prendo fuego? —preguntóTaleniekov.

—Sí, por favor. Uccello se loagradecerá. Yo estoy demasiadocansada.

—¿Uccello? —preguntó Scofield—¿«Pájaro»?

El vuela sobre el terreno, signore.—Usted habla inglés muy bien —

alabó Bray mientras el ruso amontonabaramas dentro de un círculo de piedrasque obviamente se había usado para

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fuegos anteriores—. ¿Dónde loaprendió?

Fui a la escuela del convento enVescovato. Los que queríamosparticipar en los programas del gobiernoestudiábamos francés e inglés.

Taleniekov encendió un cerillo bajolas ramas: el fuego brotó al instante,llenando de calor y luz a la cueva.

—Es usted muy bueno para estascosas —dijo Scofield al hombre delKGB.

—Gracias. Es un talento menor.—No era menor hace pocas horas —

sonrió Bray volviéndose hacia la mujerque se había quitado la gorra y estaba

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sacudiendo su largo cabello oscuro. Porun instante cesó de respirar y se laquedó mirando. ¿Era el cabello? ¿O losojos grandes, color castaño claro, comolos de un ciervo, o los altos pómulos, ola nariz cincelada sobre los labiosgenerosos que parecían tan dispuestos areír? ¿Sería alguna de estas cosas, o erasencillamente que se sentía cansado yagradecido por la presencia de unamujer atractiva y capaz? No lo sabíaspero aquella muchacha corsa de lascolinas, le recordaba a Karine, laesposa cuya muerte ordenó el hombreque ahora se hallaba a un metro dedistancia, en la cueva. Borró sus

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pensamientos y respiró de nuevo.—¿Y entró usted en los programas

del gobierno? —preguntó.—Hasta donde pude.—¿Dónde era eso?—En la scuola media, en Bonifacio.

El resto me las arreglé con la ayuda deotros. Dinero proporcionado por losfondos.

—No entiendo.—Suy graduada de la Universidad

de Bolonia. Signore. Soy comunista. Lodigo con orgullo.

—Bravo… —aplaudió Taleniekov,suavemente.

—Algún día pondremos las cosas en

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su lugar en toda Italia —continuó lamuchacha, con ojos brillantes—.Acabaremos con el caos, con laestupidez cristiana.

—Estoy seguro de ello —concurrióel ruso.

—Pero nunca como marionetas deMoscú; eso nunca pasará. Somosindependente. No escuchamos a ososmalignos que nos devorarían y crearíanun Estado fascista mundial. ¡Nunca!

—Bravo —aprobó Bray.

La conversación prosiguió, más lajoven se mostraba renuente a contestar

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más preguntas acerca de ella. Les dijoque su nombre era Antonia, pero pocomás que eso. Cuando Taleniekov lepreguntó por qué ella, militante políticaen Bolonia, había regresado a estaaislada región de Córcega, sólo contestóque era para estar con su abuela por unatemporada.

—Díganos algo acerca de ella —solicitó Scofield.

—Ella les dirá lo que quiera queustedes sepan —rehusó la muchachaponiéndose de pie—. Yo les he dicho loque sus instrucciones me permitían.

—«La ramera de Villa Matarese» —repitió Bray.

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—Sí. No son las palabras que yohubiera escogido, o usado jamás.Vengan, aún tenemos que andar otrasdos horas.

Alcanzaron la cima plana de unamontaña y pudieron distinguir la suavependiente hasta un valle más abajo. Nohabía sino unos ciento cincuenta metrosdesde el pico de la montaña hasta elfondo del valle, con una extensión deunos tres kilómetros cuadrados. La lunase volvió cada vez más brillante; podíandistinguir una pequeña granja en elcentro de un campo de pasto, con un

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granero al final de un corto sendero. Seescuchaba el correr de un arroyuelo,proveniente de la cercana montaña pordonde habían pasado, que caía por lapendiente entre una fila de rocas ypasaba a unos quince metros de lacasita.

—Esto es muy bello —alabóTaleniekov.

—Es el único mundo que ella haconocido en más de medio siglo —replicó Antonia.

—¿Usted creció aquí? —preguntóScofield—. ¿Este era su hogar?

—No —denegó la muchacha, sinentrar en más detalles—. Vengan, la

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iremos a ver. Ha estado esperando.—¿A esta hora de la noche? —

Taleniekov estaba sorprendido.—Para mi abuela no existe ni el día

ni la noche. Me dijo que les llevara conella tan pronto llegáramos.

No había día ni noche para la viejamujer sentada en la silla junto a la estufapara leña, al menos en el sentido derayos diurnos y oscuridad. Estaba ciega,y sus ojos eran dos vacías órbitas colorazul pastel, que miraban a ruidos eimágenes de recuerdos. Sus faccioneseran agudas y angulares bajo la cubierta

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de piel arrugada; ese rostro fue una vezel de una mujer extraordinariamentehermosa.

Su voz era suave, con una cualidadde susurro que, a quien la escuchaba, loforzaba a observar sus finos y pálidoslabios. Aunque no mostraba una especialbrillantez, tampoco había en ellavacilación o indecisiones. Hablabarápidamente, como una mente sencilla,segura de su propio conocimiento. Teníacosas que decir y la muerte estaba en sucasa, una realidad que parecía acelerarsus pensamientos y percepciones. Hablóen italiano, pero en el idioma de una eraanterior.

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Empezó por pedir, tanto aTaleniekov como a Scofield, que leexplicaran con sus propias palabras elporqué estaban tan interesados enGuillaume de Matarese. Vasili replicóprimero; repitió la historia de lafundación académica en Milán y dijoque su departamento se especializaba enla historia de Córcega. Mantuvo suexplicación sencilla, para permitir asíque Scofield se expresara en la formaque creyera conveniente. Era elprocedimiento normal cuando dos o másoficiales de inteligencia son detenidos einterrogados juntos. Ninguno de los dostenía que ser entrenado para el ejercicio;

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la mentira fluida era una segundanaturaleza para ambos.

Bray escuchó al ruso y corroboró lainformación básica, agregando detallessobre fechas y financiación, que creyóeran pertinentes a Guillaume deMatarese. Cuando acabó, se sintió nosólo confiado por su respuesta, sinosuperior al hombre del KGB; habíarealizado su «tarea» mejor queTaleniekov.

Y sin embargo, la anciana siguiósentada, moviendo la cabeza en silencio,apartándose un mechón de cabellosblancos que había caído a un lado de suhuesudo rostro. Finalmente, habló:

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—Los dos están mintiendo. Elsegundo caballero es menosconvincente. Trata de impresionarmecon datos que cualquier niño de lascolinas de Porto Vecchio podría saber.

—Tal vez en Porto Vecchio —protestó Scofield en forma gentil—,pero no necesariamente en Milán.

—Sí, comprendo lo que quieredecir. Pero ninguno de ustedes esmilanés.

—Muy cierto —intervino Vasili—.Solamente trabajamos en Milán. Yo nacíen Polonia… en el norte de Polonia.Estoy seguro de que usted percibe miimperfecto lenguaje.

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—No percibo nada de eso. Sólo susmentiras. Pero no se preocupen; no tieneimportancia.

Taleniekov y Scofield cruzaron unamirada, y luego volvieron la vista aAntonia, que estaba recostada sobre unaalmohada frente a la ventana.

—¿Qué es lo que no tieneimportancia? —preguntó Bray—. Anosotros nos preocupa. Queremos queusted hable libremente.

—Así lo haré —dijo la ciega—.Porque sus mentiras no son las dehombres egoístas. Tal vez sean ustedeshombres peligrosos, pero no andan enbusca de ganancias personales. Ustedes

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no están tratando de averiguar cosas delpadrone para beneficio propio.

Scofield no se pudo contener y seinclinó hacia adelante.

—¿Cómo sabe eso?Los ojos vacíos de la anciana

parecían fijarse en los suyos; era difícilaceptar el hecho de que ella no podíaver.

—Lo sé por sus voces —explicó—.Ustedes tienen miedo.

—¿Hay razones para ello? —preguntó Taleniekov.

—Eso depende de lo que crean, ¿noles parece?

—Creemos que algo terrible ha

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ocurrido —afirmó Bray—. Perosabemos muy poco. No puedo explicarlocon mayor honestidad.

—¿Qué saben ustedes, signori?De nuevo Scofield y Taleniekov se

miraron; el ruso afirmó con la cabeza.Bray se daba cuenta de que Antonia losobservaba intensamente. Las palabrasque pronunció iban obviamente dirigidastanto a ella como a la anciana.

—Antes de contestarle, creo quesería mejor que su nieta nos dejara asolas.

—¡No! —exclamó la muchacha contal vehemencia, que Uccello alzó lasorejas.

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—Escúcheme —continuó Scofield—, una cosa es traernos aquí, a dosextraños que su abuela quiere conocer; yotra es involucrarse con nosotros. Mi…colega… y yo tenemos experiencia enestos asuntos. Es por su propio bien.

—Déjanos, Antonia —decidió laciega anciana revolviéndose en su silla—. No tengo nada que temer de estoshombres y tú debes estar cansada.Llévate a Uccello contigo; descansa enel granero.

—Está bien —acató la muchacha,poniéndose de pie—, pero Uccello sequedará aquí.

De repente sacó de debajo de la

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almohada la Lupo y la apuntó haciaellos.

—Ustedes dos tienen pistolas.Échenlas al suelo. No creo que salgande aquí sin ellas.

—¡Eso es absurdo! —gritó Bray,mientras el perro se ponía de pie ylanzaba gruñidos.

—Haga lo que dice la señorita —interrumpió Taleniekov, y lanzó suGraz-Burya al suelo.

Scofield sacó su Browning, revisó elseguro, y tiró el arma a la alfombra,enfrente de Antonia. Ella se agachó yrecogió ambas automáticas, mientrassostenía firmemente la Lupo en su mano.

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—Cuando hayan acabado, abran lapuerta y llámenme. Yo llamaré aUccello. Si él no viene, no volverán aver sus pistolas. Excepto del otro ladodel cañón.

Salió rápidamente; el perro emitióun gruñido y volvió a echarse en elsuelo.

—Mi nieta es muy fogosa —dijo laanciana, recostándose en la silla—. Lasangre de Guillaume todavía seevidencia, a pesar de las generaciones.

—¿Ella es nieta de Guillaume? —preguntó Taleniekov.

—Su bisnieta, nacida de la hija demi hija, bastante tarde en su vida. Pero

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esa primera hija fue el resultado de quee l padrone se acostara con su jovenramera.

—«La ramera de la Villa Matarese»—recordó Bray—. Usted le dijo quemencionara que eso la llamaban a usted.

La anciana sonrió, echando a un ladoun mechón de pelo blanco. Por uninstante se encontró en ese otro mundo, yno había perdido su vanidad.

—Hace muchos años. Retornaremosa esos días, pero antes quiero susrespuestas, por favor. ¿Qué es lo quesaben? ¿Qué les trae aquí?

—Mi colega hablará primero —propuso Taleniekov—. Es mucho más

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conocedor de estas materias, aunque yoacudí a él con lo que creía era una muynovedosa información.

—Su nombre, por favor —interrumpió la ciega—. Su verdaderonombre y de dónde viene.

El ruso echó una mirada alnorteamericano: con ella se cruzó elentendimiento de que no se lograría nadacon seguir mintiendo. Todo lo contrario;sus objetivos podrían verse frustradospor insistir en las mentiras. Esta sencillapero extrañamente elocuente anciana,había escuchado las voces dementirosos por más de medio siglo. Enla oscuridad, no sería engañada.

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—Mi nombre es Vasili VasilovichTaleniekov. Anteriormente estratega deasuntos externos del KGB, servicio deinteligencia soviético.

—¿Y usted? —la mujer dirigió susojos ciegos a Scofield.

—Brandon Scofield. Oficial deinteligencia, retirado; Sectores Euro-Mediterráneos, Operaciones Consulares,Departamento de Estado de EstadosUnidos de Norteamérica.

—Ya veo. —La vieja cortesana sellevó sus delgadas manos y delicadosdedos a la cara, en un gesto de calladareflexión—. No soy una mujer muyeducada, y vivo solitariamente, pero no

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carezco de noticias del mundo exterior.A menudo escucho la radio por horas yhoras. Las trasmisiones de Roma lleganbastante claras, así como las de Génova,y frecuentemente de Niza. No presumode grandes conocimientos, pues no lostengo, pero el hecho de que ustedeshayan venido a Córcega juntos parecebastante extraño.

—Lo es, señora —afirmóTaleniekov.

—Muy extraño —coincidió Scofield—. Representa la gravedad de lasituación.

—Entonces, deje que su colegaempiece, signore.

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Bray se inclinó en su silla, losbrazos sobre las rodillas, los ojos sobrela anciana frente a él.

—En algún momento entre los años1909 y 1913, Guillaume de Matareseconvocó a un grupo de hombres a sufinca en Porto Vecchio. Nunca se haestablecido quiénes eran ni de dóndevenían. Pero adoptaron un nombre…

—La fecha fue 4 de abril de 1911 —interrumpió la anciana—. No adoptaronun nombre, sino que el padrone loeligió. Serían conocidos como elConsejo del Matarese… Siga, por favor.

—¿Usted estaba allí?—Por favor, continúe.

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El momento era desconcertante;estaban hablando acerca de un hechoque estuvo sujeto a especulacionesdurante décadas. Sin ninguna constanciade fechas, identidades o testigos. Ahora,en pocos segundos, se les daba el año,el mes exacto, el día preciso.

—¿Signore?…—Lo siento. Durante los siguientes

treinta años o menos, este Matarese y su«consejo» fueron objeto decontroversia… —Scofield contó lahistoria rápidamente, sin adornarla,manteniendo sus palabras en el mássencillo italiano, para que no hubieramalas interpretaciones. Reconoció que

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la mayoría de los expertos queestudiaron la leyenda del Matarese,habían llegado a la conclusión de queera más mito que realidad.

—¿Y usted qué cree, signore? Esoes lo que le pregunté al principio.

—No estoy seguro de lo que creo,pero sé que un gran hombre desaparecióhace cuatro días. Creo que fue asesinadoporque habló con otros hombrespoderosos, acerca del Matarese.

—Ya veo —afirmó la anciana, conla cabeza—. Hace cuatro días.

Y sin embargo, pensé que ustedhabía dicho treinta años… desde esaprimera reunión en 1911. ¿Qué pasó

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después, signore? Quedan muchos añosdesde entonces.

—Según lo que sabemos, o lo quecreemos saber, después de que Mataresemurió, el consejo siguió operando fuerade Córcega durante bastantes años, yluego se trasladó a otro lado paranegociar contratos en Berlín, Londres,París, Nueva York y quién sabe quéotros lugares más. Sus actividadescomenzaron a desvanecerse al principiode la Segunda Guerra Mundial. Despuésde la contienda desaparecieron porcompleto, y no se ha vuelto a saber deellos.

En los labios de la anciana se dibujó

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una sonrisa.—Entonces, no hay motivos para

pensar que haya vuelto a resurgir. ¿Eseso lo que está usted tratando dedecirme?

—No. Mi colega le puede decir porqué creemos que ha vuelto a resurgir. —Bray miró a Taleniekov.

—En las últimas semanas —prosiguió el ruso—, dos hombrespacíficos de nuestros dos países fueronbrutalmente asesinados, y cada gobiernocreyó que el otro era responsable. Selogró evitar una confrontación medianteun rápido intercambio entre nuestrosdirigentes, pero fueron momentos de

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gran peligro. Un viejo amigo me mandóllamar; estaba al borde de la muerte yhabía cosas que quería que yo supiera.Tenía muy poco tiempo y su mentevagaba, pero lo que me dijo me impulsóa buscar la ayuda de otros, y su opinión.

—¿Qué le dijo?—Que el consejo del Matarese

estaba muy activo. Que nuncadesapareció, sino que maniobró en laclandestinidad, en donde continuócreciendo silenciosamente mientrasextendía su influencia. Que eraresponsable de centenares de actos deterrorismo y multitud de asesinatos enlos años recientes, por los cuales el

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mundo condenaba a otros. Entre ellosestán los de los dos hombres que acabode mencionar. Pero el Matarese ya nomata por dinero, sino para lograr suspropios propósitos.

—¿Que son?… —preguntó laanciana en voz extraña, como un eco.

—El no lo sabía. Sólo me pudodecir que el Matarese era como unaenfermedad que se propagaba y quehabía que extirpar, pero no me pudodecir cómo, ni a quién acudir. Nadie quehaya tenido algo que ver con el consejohablará de ello.

—Entonces. ¿No le ofreció nada?—Lo único que me dijo, antes de

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que lo dejara, fue que la respuestapodría estar en Córcega. Naturalmente,no me convencí de ello hasta quealgunos hechos posteriores no medejaron otra alternativa. Ni para mí nipara mí colega, el agente Scofield.

—Entiendo la razón de su colega; ungran hombre desapareció hace cuatrodías, porque habló del Matarese. ¿Cuáles la suya, signore?

—Yo también hablé del Matarese aaquellos hombres a quienes pedíconsejo. Y a pesar de tener buenascredenciales en mi país, se emitió unaorden para ejecutarme.

La anciana quedó nuevamente en

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silencio, y la leve sonrisa volvió a susarrugados labios.

—El padrone regresa —susurró.—Creo que debería explicarnos eso

—pidió Taleniekov—. Hemos sidosinceros con usted.

—¿Murió ese amigo tan querido deusted? —preguntó ella, en lugar deresponder.

—Al día siguiente. Se le preparó unfuneral de militar, al que tenía derecho.Llevó una vida de violencia, sin miedo.Y sin embargo, al final el Matarese loaterrorizó profundamente.

—El padrone lo aterrorizó —dijo laanciana.

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—Mi amigo no conocía a Guillaumede Matarese.

—Conocía a sus discípulos. Eso erasuficiente, pues ellos eran él. Era suJesucristo y, como Jesucristo, murió porellos.

— ¿E l padrone era su Dios? —preguntó Bray.

—Y su profeta, signore. Creían enél.

—¿Creían qué?—Que heredarían la tierra. Esa fue

su venganza.

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15Los ojos vacíos de la anciana parecíancontemplar la pared, mientras hablabaen una especie de susurro:

—Me encontró en el convento deBonifacio y negoció un precio favorablecon la Madre Superiora. ‘Da al César’,dijo, y ella debió acceder puesto queestuvo de acuerdo en que yo no seríaentregada al Señor. Yo era frívola y nomuy aficionada a las lecciones, y memiraba en las ventanas oscuras quereflejaban mi rostro y mi cuerpo. Iba aser entregada a un hombre, y el padroneera el hombre de los hombres.

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»Tenía diecisiete años, y un mundomás allá de mi imaginación se mereveló. Carruajes con ruedas de plata ycaballos dorados con crines al vientome llevaron, por arriba de los grandesacantilados, hasta las poblaciones y laslujosas tiendas donde podía comprartodo lo que deseaba. No había nada queno pudiera obtener, y yo lo quería todo,pues venía de una pobre familia depastores, de un padre religioso quealabó al Señor cuando me aceptaron enel convento y que nunca me volvió a ver.

»Y siempre a mi lado estaba elpadrone. El era el león, y yo sucachorro adorado. El me llevaba por

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todos lados en la campiña, a las grandescasas, y me presentaba como suportetta, y se reía al usar esa palabra.Todos entendían y compartían la risa. Suesposa había muerto y él teníacumplidos ya los setenta años. Queríaque la gente, y sobretodo sus dos hijos,supieran que su cuerpo conservaba lafuerza de la juventud, que podía yacercon una mujer joven y satisfacerla comopocos hombres habían podido.

»Empleó a tutores para que meenseñaran las maneras de su corte:música y correcto hablar, inclusohistoria y matemáticas, así como elidioma francés, que era la moda de la

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época para las damas elegantes. Unavida fabulosa. A menudo cruzábamosFrancia hasta París. El padrone hacíaestos viajes cada cinco o seis meses, yaque tenía negocios en esos lugares. Susdos hijos eran sus directores y leinformaban todo lo que hacían.

»Durante tres años fui la muchachamás feliz del mundo, porque el padronelo había puesto a mis pies. Y luego, esemundo quedó hecho añicos. En una solasemana todo se vino abajo y Guillaumede Matarese se volvió loco.

»Hubo hombres que vinieron desdeZurich y París, desde lugares tan lejanoscomo la gran casa de cambio de

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Londres, para decírselo. Fue un periodode grandes inversiones bancarias y deespeculaciones. Le dijeron que durantelos cuatro últimos meses sus hijoshabían hecho cosas terribles, tomadodecisiones imprudentes y, lo que era aúnmás pavoroso, realizado acuerdosdeshonestos, comprometiendo vastascantidades de dinero con hombres pocohonorables que operaban al margen delas leyes bancarias y de los tribunales.Los gobiernos de Francia e Inglaterratomaron posesión de las compañías einterrumpieron todas las operaciones,así como el acceso a los fondos. Conexcepción de las cuentas que mantenía

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en Génova y Roma, Guillaume deMatarese no tenía nada.

»Convocó a sus dos hijos por elinalámbrico, ordenándoles queregresaran a su hogar en Porto Vecchiopara que le rindieran cuentas de lo quehabían hecho. Sin embargo, las noticiasque recibió fueron como un rayo que lecayera durante una gran tormenta; nuncapudo recuperarse.

A través de las autoridades de Parísy Londres le llegó la información de quesus dos hijos habían muerto: uno por supropia mano; el otro asesinado por unhombre a quien le causara la ruina. Nadale quedaba al padrone; el mundo se

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había desplomado a su alrededor. Seencerró en la biblioteca durante días ydías, sin salir, tomando bandejas dealimentos que le colocaban en laspuertas cerradas, sin hablar con nadie.No se acostó conmigo, porque no teníainterés en nada que concerniera a lacarne. Se estaba destrozando a sí mismo,muriendo por su propia mano, con lamisma certeza como si se hubieraclavado un puñal en el estómago.

»Entonces, un día llegó un hombrede París e insistió en romper elaislamiento del padrone. Era unperiodista que había estudiado la caídade las compañías Matarese, y traía una

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historia increíble. Si antes de oírla elpadrone se estaba volviendo loco,después su mente quedó fuera de todaesperanza de salvación.

La destrucción de su mundo fuedeliberadamente realizada por ciertosbanqueros, en combinación con susgobiernos. Por medio de engaños, susdos hijos firmaron documentos ilegalesy se les chantajeó en asuntos relativos ala carne. Finalmente fueron asesinados,aunque se aceptaron como ciertas lasfalsas historias de ambas muertes, yaque la evidencia ‘oficial’ de susterribles crímenes estaba completa.

»Era una cosa descabellada. ¿Quién

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quiso hacerle estas cosas al padrone?Lo despojaron de sus compañías,mataron a sus hijos… ¿Quién podríahaber deseado que se hicieran esascosas?

»El hombre de París ofreció en partela respuesta. ‘Para Europa, un corsoloco era suficiente para quinientosaños’. Esta era la frase que había oído.E l padrone comprendió. Aunque enInglaterra el rey Eduardo acababa demorir, logró llevar a cabo los tratadosfinancieros franco-británicos, queabrieron el camino a la fusión de lasgrandes compañías y a las enormesfortunas que se amasaron en la India,

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África y el canal de Suez. El padrone,sin embargo, era corso. Aparte deobtener ganancias de ellos, no sentíasimpatía por los franceses, y menos porlos ingleses. No sólo rehusó unirse a lascompañías y los bancos, sino que seopuso a ellos en cada ocasión que se lepresentó, y dio instrucciones a sus hijospara que aventajaran a suscompetidores. La fortuna Matareseimpedía que hombres poderososllevaran a cabo sus designios.

»Para el padrone todo eso era ungran juego. Para las compañíasfrancesas e inglesas, el juego era un grancrimen que había que contestar con

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crímenes aún mayores. Las compañías ysus bancos controlaban a sus gobiernos.Los tribunales de justicia y la policía,los políticos y los estadistas, hasta losreyes y los presidentes, todos eranlacayos de los hombres que poseían lasgrandes fortunas. Eso nunca cambiaría, yfue el principio de su locura final. Teníaque encontrar una forma de destruir a loscorruptores y a los corrompidos. Haríaque todos los gobiernos cayeran en elcaos, porque los líderes políticos habíantraicionado la confianza depositada enellos. Sin la cooperación de losfuncionarios gubernamentales, sus hijosestarían vivos, su mundo, intacto. Y con

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los gobiernos en caos, las compañías ylos bancos perderían a sus protectores.

»‘Buscan a un corso loco’, gritó.‘Pues no lo encontrarán, aunque élestuviera ahí’.

»Hicimos un último viaje a Roma;no como antes, no con todos los lujos yen carruajes con ruedas de plata, sinocomo un hombre y una mujer humildesque paraban en alojamientoseconómicos en la Vía Due Maccelli. Elpadrone se pasó días rondando por laBorsa Valori, leyendo las historias delas grandes familias que se habíanarruinado.

»Regresamos a Córcega. Escribió

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cinco cartas a cinco hombres que sabíaestaban vivos en cinco países, y losinvitó a hacer un viaje en secreto a PortoVecchio, para un asunto de la mayorurgencia, un asunto relacionado con sushistorias personales.

»Los convocaba el hombre quehabía sido el gran Guillaume deMatarese. Nadie se negó a venir.

»Los preparativos fueronmagníficos; la Villa Matarese seengalanó como nunca. Los jardinesestaban como esculpidos, rebosantes decolor: los prados, más verdes que losojos de un gato; la mansión y losestablos, blanqueados; los caballos,

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acicalados hasta resplandecer. Eranuevamente una casa encantada; elpadrone lo supervisaba todo a la vez, yexigía perfección. Había recobrado sugran vitalidad, aunque no era la mismaque le conociéramos antes. Ahora habíaen él crueldad.

»‘¡Hazles recordar, niña mía, lo quefue suyo en una ocasión!’, me dijo unavez en el dormitorio.

»Porque volvió a mi cama, aunquesu espíritu ya no era el mismo. Sólohabía fuerza bruta en el desempeño desu virilidad, pero sin alegría.

»Si todos nosotros, en la casa, en losestablos y en los campos, hubiéramos

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sabido entonces lo que pronto íbamos adescubrir, lo habríamos matado en losbosques. Yo, a quien el padrone habíadado todo, que lo adoraba como padre yamante, habría sido la primera en clavarel cuchillo.

»Llegó el gran día; al amanecer, losbarcos zarparon de Lido di Ostia, y semandaron los carruajes de PortoVecchio para traer a los distinguidosinvitados a la Villa Matarese. Era un díaglorioso, con música en los jardines,mesas colmadas de deliciosas viandas ymucho vino. Los mejores vinos de todaEuropa, almacenados durante años enlas bodegas del padrone.

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»A cada uno de los honorableshuéspedes se le ofreció una serie dehabitaciones, todos ellos con balcón yuna magnífica vista; para colmo, a cadahuésped se le proporcionó también supropia muchacha joven, para que gozarala tarde. Al igual que los vinos, eran lomejor, tal vez no de Europa, pero sí delsur de Córcega. Las cinco vírgenes máshermosas que se pudieron encontrar enlas colinas.

»Cayó la noche y en el gran salón deVilla Matarese se llevó a cabo el másgrande de los banquetes. Al terminar,los criados sirvieron botellas de brandya los invitados y luego cumplieron la

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orden de permanecer en las cocinas. Alos músicos se les dijo que salieran consus instrumentos al jardín y quesiguieran tocando. A las muchachas senos pidió que subiéramos a lashabitaciones superiores para esperar anuestros señores.

»A las muchachas y a mí se nosofreció mucho vino, pero había unadiferencia entre nosotras. Yo era laprotetta de Guillaume de Matarese ysabía que estaba llevando a cabo un granacontecimiento. El era mi padrone, miamante, y yo deseaba participar en él.Además, había pasado tres años contutores, y aunque no me podía considerar

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una mujer de gran erudición, estabaacostumbrada a cosas mejores que lafrívola charla de ignorantes muchachasde las colinas.

»Me aparté de las demás y meescondí tras un barandal del balcón,sobre el gran salón. Observé y escuchédurante horas, comprendiendo entoncesmuy poco de lo que mi padrone estabadiciendo, excepto que era muypersuasivo; a veces, apenas podía oír suvoz, y otras, él gritaba como si estuvieraposeído de un gran fervor.

»Habló de pasadas generaciones enlas que los hombres regían imperios queDios y sus propios esfuerzos les habían

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otorgado. De cómo los regían con manode hierro, porque eran capaces deprotegerse de aquellos que trataran derobar sus reinos y el fruto de suslabores. No obstante, aquellos díashabían pasado y las grandes familias,los grandes constructores de imperios,como los que se encontraban en esesalón, estaban siendo ahora despojadospor ladrones y gobiernos corruptos queprotegían a los ladrones. Ellos, los queestaban en ese salón, tenían que buscarotros métodos para recobrarlo que porderecho les pertenecía.

»Tenían que matar con cautela yjuicio, con habilidad y osadía, y dividir

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a los ladrones y a sus corruptosprotectores. Nunca deberían matar por símismos, pues su misión era tomar ladecisión, seleccionara las víctimas,cuando fuera posible, entre víctimasescogidas por otros, entre loscorrompidos. Los que se hallaban en esesalón serían conocidos como el Consejodel Matarese, y debían pasar la voz deque había un grupo de hombresdesconocidos y silenciosos queentendían la necesidad de la violencia yel cambio repentino, que no teníanmiedo de proporcionar los medios paraello y que garantizarían con su vida queaquellos que realizaran los actos, nunca

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podrían ser localizados por quienespagaran.

»Siguió hablando de cosas que yo noentendía; de asesinos entrenados porgrandes faraones y príncipes árabeshace muchos siglos. De cómo se podíaentrenar a ciertos hombres para realizarcosas terribles por encima de suvoluntad, incluso por encima de suconocimiento. De cómo otros sólonecesitaban el estímulo adecuado, yaque buscaban el martirio del asesino.Estos serían los métodos del Matarese,pero al principio habría incredulidad enlos círculos del poder, así que erapreciso dar ejemplos.

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»Durante los siguientes años seasesinaría a una serie de hombresescogidos cuidadosamente; se lesmataría de tal manera que se creara unclima de desconfianza, enfrentando a unafacción política con otra, a un gobiernocorrupto contra otro gobierno corrupto.Habría caos y sangre, y el mensaje setrasmitiría claramente: el Matareseexistía.

» E l padrone distribuyó entre sushuéspedes páginas en las que habíaescrito sus pensamientos. Esos escritosserían la base de la fuerza y laorientación del consejo, pero nuncadeberían mostrarse a otros ojos que los

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suyos. Esas páginas eran la últimaVoluntad y Testamento de Guillaume deMatarese… y los que estaban en esesalón eran sus herederos.

»¿Herederos?, preguntaron loshuéspedes. Se mostraron compasivos,pero fueron directo al grano. A pesar dela belleza de la Villa, de los sirvientes,de los músicos y del festín que se lesofreció, sabían que Matarese estabaarruinado, en la misma forma en quecada uno de ellos había sido arruinado.¿Quién entre ellos conservaba algo másque sus bodegas de vino, sus tierras yalquileres de cosas, para mantenerintacta la apariencia de su anterior

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existencia? Un gran banquete de vez encuando, pero no mucho más.

» E l padrone no les contestó alprincipio. Más bien exigió que cadainvitado le dijera si estaba dispuesto aaceptar las cosas que había dicho, sicada hombre estaba preparado paraconvertirse en un consigliere delMatarese.

»La respuesta fue que sí, cada unacon mayor vehemencia que la anterior,prometiendo dedicarse a las metas delpadrone, pues cada uno había sufridograndes daños y deseaba venganza. Eraevidente que en ese momento Guillaumede Matarese era un santo para todos

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ellos.»Para todos, con la excepción de

uno, un español profundamente religiosoque habló de la palabra de Dios y de susmandamientos, que acusó al padrone deestar loco y lo llamó una abominación alos ojos de Dios.

»—¿Soy una abominación a susojos, señor? —preguntó el padrone.

»—Lo sois, señor —replicó elhombre.

»Y entonces ocurrió la primera delas cosas terribles. El padrone sacó desu cinturón una pistola, apuntó y disparó.Los huéspedes saltaron de las sillas ycontemplaron en silencio al español

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muerto.»—No se le podía permitir que

abandonara esta habitación con vida —explicó el padrone.

»Como si nada hubiera pasado, losinvitados retornaron a sus sillas, contodas las miradas fijas en este hombrepoderoso que podía matar con taldecisión, o quizá temiendo por suspropias vidas. El padrone prosiguió:

»—Todos los que se hallan en estasala son mis herederos, Ustedes son elConsejo del Matarese y su voluntad harálo que yo ya no puedo hacer. Soydemasiado viejo y mi muerte estácercana, más próxima de lo que puedan

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creer. Ustedes llevarán a cabo lo que lesdiga; dividirán a los corruptores y a loscorrompidos, propagarán el caos y,mediante la fuerzo de sus logros,heredarán mucho más de lo que yo lesdejo. Ustedes heredarán la tierra.

»—¿Qué nos puede usted dejar? —preguntó un invitado.

»—Una fortuna en Génova y otra enRoma. Las cuentas se han transferido dela manera como se describe en undocumento; una copia de éste se hacolocado en cada una de sushabitaciones. Allí también encontraránlas condiciones bajo las cuales recibiránlos dineros. Nadie sabía que estas

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cuentas existieran; les proporcionarán austedes varios millones para comenzarsu trabajo.

»Los hombres se quedaronpasmados, hasta que a uno se le ocurrióuna pregunta:

»—¿Su trabajo? ¿No se trata de‘nuestro’ trabajo?

—Siempre será nuestro, pero noestaré aquí. Porque les dejo algo másprecioso que todo el oro del Transvaal:el absoluto secreto de sus identidades.Les hablo a cada uno de ustedes. Supresencia aquí este día no será jamásrevelada a nadie. No habrá nombre,descripción, ni de rostro ni de forma de

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hablar, que pueda llevar a nadie o seguirsus huellas. Tampoco será forzada,jamás, de la mente senil de un anciano.

»Varios de los huéspedesprotestaron, aunque no muyvehementemente, pero con razón. Habíamucha gente en la Villa Matarese esedía. Los sirvientes, los músicos, lasmuchachas…

»El padrone alzó la mano, tan firmecomo el brillo de sus ojos.

»—Yo les mostraré el camino.Nunca deben apartarse de la violencia,sino que deben aceptarla como el aireque respiran, porque es necesaria parala vida. Necesaria para sus vidas, para

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el trabajo que deben realizar.»Bajó la mano y en ese momento el

elegante, pacífico mundo de la VillaMatarese se transformó en disparos ygritos de muerte por todas partes.Primero vino de la cocina. Explosionesensordecedoras de escopetas, de vidriossaltando en añicos, de metal destrozado;los sirvientes eran ejecutados al tratarde escapar por las puertas del gransalón, con rostros y pechos cubiertos desangre. En los jardines, la música cesóbruscamente, siendo reemplazada porsúplicas a Dios, todas ellas contestadaspor el estruendo de los disparos. Yluego, lo más horrible, los agudos gritos

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de terror en las habitaciones superioresdonde las ignorantes muchachas de lascolinas eran ejecutadas. Niñas queapenas unas horas antes eran vírgenes,deshonradas por hombres que nuncahabían visto, por orden de Guillaume deMatarese eran ahora asesinadas.

»Retrocedí contra la pared en laoscuridad del balcón, sin saber quéhacer, temblando, aterrorizada comonunca pudiera haber imaginado. Y luego,los disparos cesaron y el silencio quesiguió fue más terrible que los gritos,porque era la evidencia de la muerte.

»De repente pude escuchar a varioshombres corriendo, tres o cuatro, no

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estaba segura, pero sabía que eran losasesinos. Bajaban por las escaleras, através de las puertas, y pensé: ‘Oh,Dios, que estás en los cielos, me estánbuscando a mi’. Pero no era así. Estabancorriendo a un lugar donde todos sepudieran reunir, que parecía ser laveranda norte, aunque no estaba muyseguro porque todo ocurría muyrápidamente. Abajo, en el gran salón,los cuatro huéspedes estaban aturdidos,inmóviles en sus sillas, mientras elpadrone los mantenía en su lugar por lafuerza de sus ojos.

»Se escuchó lo que yo pensé seríanlos disparos finales hasta mi propia

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muerte. Tres disparos. Sólo tres entreterribles gritos. Y entonces comprendí.Los asesinos acababan de ser ejecutadospor un solo hombre a quien se le habíadado esa orden.

Volvió el silencio. La muerte sehallaba por todas partes, en las sombrasy bailando por las paredes bajo laparpadeante luz de los candelabros delgran salón. El padrone habló a sushuéspedes:

—Ya se acabó. O casi se acabó.Aparte de ustedes en esta mesa, todosestán muertos, con excepción de unhombre que no volverán a ver. Él losconducirá, en un carruaje cubierto, hasta

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Bonifacio, en donde ustedes podránmezclarse con los noctámbulos y tomarel vapor de la mañana, que parte paraNápoles. Tienen quince minutos pararecoger sus cosas y reunirse en laentrada. Me temo que nadie les podráayudar con su equipaje.

»Uno de los invitados recobró lavoz, o parte de ella.

»¿Y usted, padrone? —susurró.»—Al final les daré mi vida como la

última lección. ¡Recuérdenme! Yo soy elcamino. ¡Sigan adelante y conviértanseen mis discípulos! ¡Destruyan a loscorruptores y a los corrompidos!

»Estaba enloquecido y sus gritos

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resonaban a través de la mansión de lamuerte.

»¡—Entrare! —rugió.»Un niño pequeño, un pastor de las

colinas, entró por las anchas puertas dela veranda norte. Con sus dos manosempuñaba una pistola, muy pesada parasus escasas fuerzas. Se acercó almaestro.

»El padrone alzó los ojos al cielo, ysu voz a Dios:

»—¡Hagan lo que se les ha dicho!gritó—. ¡Un niño inocente alumbrará sucamino!

»El niño pastor alzó la pesadapistola y disparó a la cabeza de

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Guillaume de Matarese.

La anciana había acabado su relato,con los ojos llenos de lágrimas.

—Debo descansar —murmuró.Rígido en su silla, Taleniekov habló

con suavidad:—Tenemos algunas preguntas,

madama. Estoy seguro de que usted locomprenderá.

—Más tarde —intervino Scofield.

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16La luz del amanecer irrumpió sobre lasmontañas, mientras bolsas de neblinaflotaban sobre los campos alrededor dela granja. Taleniekov encontró té y,después de pedir permiso a la anciana,puso a hervir agua en la estufa de leña.

Scofield tomó un sorbo de su taza, yobservó el arroyuelo desde la ventana.Había llegado el momento de volver ahablar; existían demasiadasdiscrepancias entre lo que la anciana lescontó y los hechos que ellos suponían.Pero tenía una pregunta esencial: ¿porqué les había contado aquello? La

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respuesta podría aclarar si alguna partede esa narración debía creerse.

Bray se volvió de la ventana y miróa la anciana en la silla junto a la estufa.Taleniekov le había dado una taza de téy ella la bebía delicadamente, como sirecordara aquellas lecciones decomportamiento social que se le dierana la muchacha de diecisiete años, variasdécadas antes. El ruso estaba encuclillas junto al perro, acariciando supiel para recordarle que eran amigos.Alzó la vista, mientras Scofieldcaminaba hacia la anciana.

—Le hemos dado nuestros nombres,signora —dijo Bray en italiano—.

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¿Cuál es el suyo?—Sofía Pastorini. Estoy segura de

que se encontrará en los registros delconvento de Bonifacio. Por eso lopregunta, ¿no es así? ¿Para poderverificarlo?

—Sí —contestó Scofield—. Sicreemos que es necesario, y tenemos laoportunidad.

—Encontrarán mi nombre. Elpadrone posiblemente esté registradocomo mi benefactor, de quien yo erapupila, tal vez como presunta esposa deuno de sus hijos. Nunca lo supe.

—Entonces, tenemos que creer loque nos dice —comentó Taleniekov

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poniéndose de pie—. Usted nocometería el error de dirigirnos a eseregistro si no fuera cierto lo que dice.En estos días se descubre fácilmentecuando se han modificado los datos.

La anciana sonrió, una sonrisa conraíces en la tristeza.

—No entiendo de esas cosas, perocomprendo que tengan dudas —aceptómientras colocaba la taza de té al ladode la estufa—. En mis recuerdos no haydudas. He dicho la verdad.

—Entonces, mi primera pregunta estan importante como cualquiera que lepudiera hacer —afirmó Bray,sentándose—. ¿Por qué nos ha contado

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usted esta historia?—Porque alguien tenía que hacerlo,

y yo fui la única sobreviviente.—Hubo un hombre —interrumpió

Scofield—. Y un niño pastor.—No estuvieron en el gran salón

para oír lo que yo oí.—¿Ha contado usted esto antes? —

preguntó Taleniekov.—Nunca —replicó la ciega.—¿Por qué no?—¿A quién podía contárselo? Tengo

pocos visitantes, y los que vienen son delas colinas, que me traen las pocasprovisiones que necesito. Si se loscontara les acarrearía la muerte, pues

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seguramente se lo relatarían a otros.—Así pues, la historia es conocida

—insistió el hombre del KGB.—No lo que yo les he dicho.—¡Pero allá hay un secreto!

Trataron de hacer que me fuera, y comono lo hice, intentaron matarme.

—Mi nieta no me dijo eso. —Laanciana parecía genuinamentesorprendida.

—Creo que no tuvo tiempo —disculpó Bray.

La anciana no pareció escuchar estasúltimas palabras, pues su atenciónseguía concentrada en el ruso.

—¿Qué dijo usted a la gente de las

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colinas?—Hice preguntas —le aclaró

Taleniekov, frunciendo el entrecejo alrecordarlo—. Traté de provocar alposadero. Le dije que traería a otrosacadémicos con datos históricos, queestudiarían más a fondo el tema deGuillaume de Matarese.

La mujer afirmó con la cabeza.—Cuando salgan de aquí, no tomen

el mismo camino por el que vinieron. Nise lleven a la hija de mi nieta. Debenprometerme eso. Si los encuentran, nolos dejarán con vida.

—Eso lo sabemos —confirmó Bray—. Y queremos saber por qué.

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—Todas las tierras de Guillaume deMatarese fueron heredadas por la gentede las colinas. Los arrendatariostomaron posesión de miles de campos ypastos, bosques y arroyos. Así se hizoconstar en los tribunales de Bonifacio, yhubo grandes celebraciones por todoslados. Pero esto tuvo un precio, y habíaotros tribunales que se habríanapoderado de las tierras si el precio sehubiera dado a conocer.

La ciega Sofía se detuvo, como siconsiderara ese otro precio, quizá el quese pagaría por una traición.

—Por favor, signora Pastorini —apremió Taleniekov, inclinándose en la

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silla.—Sí —contestó ella calladamente

—. Hay que decirlo…»Todo tenía que hacerse

rápidamente por temor a intrusos quepudieran llegar a la gran casa de la VillaMatarese, y por los muertos que sehallaban por todos lados. Los huéspedesreunieron sus documentos y se retirarona sus habitaciones. Yo me quedé en lasombra del balcón, mi cuerpo lleno dedolor, y el silencioso vómito de temor ami alrededor. Cuánto tiempo permanecíallí, no sabría decirlo, pero prontoescuché las pisadas de los huéspedesque bajaban por las escaleras para

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llegar a su cita. Luego, oí el resonar delas ruedas de carruaje y el relinchar decaballos: minutos más tarde el carruajepartió a la carrera, los cascos de loscaballos golpeando la dura piedra bajoenérgicos latigazos, y todo ellodesvaneciéndose rápidamente.

»Me empecé a acercar a la puertadel balcón, incapaz de pensar, con losojos repletos de relámpagos, la cabezatemblando, al punto de que apenas podíaencontrar mi camino. Apreté las manoscontra la pared, deseando que hubierasoportes de dónde agarrarme, cuandoescuché un grito y me tiré al suelo. Eraun grito terrible, porque provenía de un

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niño; y sin embargo, era frío y exigente.»—¡Vieni subito!»El pastor niño le gritaba a alguien

desde la veranda norte. Si hasta esemomento nada parecía tener sentido, losgritos del niño intensificaron la locuramás allá de toda comprensión. Porqueera un niño, y un asesino.

»No sé cómo, me puse en pie yatravesé corriendo la puerta para llegara lo alto de las escaleras. Estaba a puntode bajar corriendo, con el único deseode escapar de todo, hacia los campos yla protección de la oscuridad, cuandoescuché otros gritos y vi figuras dehombres a través de las ventanas.

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Portaban antorchas y en pocos segundosrompieron las puertas.

»No podía bajar corriendo, porqueme verían, así que subí a lo alto de lacasa; mi pánico era tal que yo no sabíalo que estaba haciendo. Sólo corría…corría… Y como si me guiara una manoinvisible que deseara que siguieraviviendo, irrumpí en la habitación decoser y vi a los muertos. Ahí estaban,desparramados por todos lados,bañados en sangre, con las bocasestiradas en tal terror que aún podíaescuchar sus gritos.

»Esos gritos que escuchaba no eranreales, pero sí los de los hombres que

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subían por la escalera; todo se habíaacabado para mí. No había nada quehacer, estaba atrapada. Me matarían…

»Y entonces, la misma manoinvisible que me condujo a aquellahabitación, me forzó a hacer una cosaterrible: me uní a los muertos.

»Empapé mis manos con la sangrede las muchachas, me froté la cara, medejé caer junto a ellas, como muerta, yesperé.

»Los hombres entraron al cuarto decostura, algunos haciendo el signo de lacruz, otros murmurando oraciones, peroninguno rehusó el trabajo que tenía querealizar. Las próximas horas fueron una

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pesadilla que sólo el diablo podríahaber concebido.

»Los cuerpos de mis amigas y el míofueron bajados por las escaleras yechados más allá de las puertas, por lospeldaños de mármol, hasta la calzadapara coches. Habían traído varios carrosde los establos, y muchos estaban yallenos de cadáveres. De nuevo nosotrasfuimos lanzadas a la parte trasera de uncarromato, lleno de cadáveres, comobasura.

»El hedor de los cuerpos y la sangreera tan abrumador, que tuve que clavarlos dientes en mi propia carne, para nogritar. A través de los cuerpos echados

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sobre mí, y por la barandilla, escuché ahombres dando órdenes. No se robaríanada de la Villa Matarese; cualquieraque fuera sorprendido haciéndolo, seuniría a los cadáveres que habíaadentro. Porque debía de haberbastantes muertos en el interior, ya quepasado algún tiempo se descubrieroncarne y huesos carbonizados.

»Los carros empezaron a moverse,al principio suavemente, y luego, cuandosalimos a pleno campo, los caballosfueron azotados despiadadamente por ellátigo. Los carros rodaban por sobre layerba y las rocas a tremenda velocidad,como si los conductores desearan dejar

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olvidado en el infierno cada segundoque pasaba. La muerte estaba debajo demí, arriba de mí, y yo rogué a DiosTodopoderoso que me llevara a mítambién. Pero no podía gritar porque,aunque quería morir, temía el dolor dela muerte. La mano invisible me teníaagarrada por la garganta. Pormisericordia, perdí el conocimiento; nosé por cuanto tiempo, pero creo que fuebastante.

»Desperté; los carros se habíanparado y miré a través de los cuerpos ylos huecos del lado. Era una noche deluna y nos encontrábamos en las colinasboscosas, pero no en las montañas.

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Nada me parecía familiar. Estábamosmuy lejos de la Villa Matarese, pero nosabría decirle dónde; ni entonces niahora.

»La última parte de la pesadillacomenzaba. Sacaron nuestros cuerpos ylos tiraron a una fosa común; cadacuerpo era sostenido por dos hombres,para poder arrojarlo a la parte másprofunda. Sentí un dolor, y mis dientesse hundieron en mis dedos para noenloquecer. Abrí los ojos y volví avomitar ante lo que veía. Todo a mialrededor eran rostros muertos, brazosrígidos, bocas contorsionadas. Cuerpossin vida, apuñalados, sangrantes, que

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horas antes habían sido seres humanos.»La fosa era enorme, ancha y

profunda; extrañamente me pareció, enmi silenciosa histeria, que tenía la formade un círculo.

»Más allá del borde pude escucharlas voces de los sepultureros. Unoslloraban, otros pedían misericordia aJesucristo. Algunos demandaban que sedieran los sagrados sacramentos a losmuertos, que por el bien de todas lasalmas debía traerse a un sacerdote a eselugar, para que intercediera ante Dios.Pero otros hombres dijeron que no, queellos no habían sido los asesinos, sinoúnicamente los elegidos para poner a los

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muertos en su lugar de descanso. Dios locomprendería.

»—¡Basta! —gritaron. No se podíatraer a nadie. Era el precio que pagabanpor el bien de generaciones aún pornacer. Las colinas eran suyas. ¡Loscampos, los arroyos y los bosques lespertenecían! No se podían ahora volveratrás. Hicieron su pacto con el padrone,y éste lo había explicado claramente alos mayores: sólo el conocimiento, porparte del gobierno, de una cospirazione,podría quitarles las tierras. El padroneera el más erudito entre los hombres,sabía las leyes; sus ignorantesarrendatarios las ignoraban. Iban a

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cumplir exactamente las instrucciones desus mayores, o los tribunales losdespojarían de sus tierras.

»No podían traer a ningún sacerdotede Porto Vecchio, de Sainte Lucie o deningún otro lado. No podían arriesgarsea que corriera la voz por las colinas.Los que no estuvieran de acuerdo sereunirían con los muertos; su secreto nodebía salir de las colinas, jamás. ¡Lastierras eran suyas!

»Eso era suficiente. Los hombresquedaron en silencio, levantaron suspalos y empezaron a echar tierra sobrelos cuerpos. Entonces pensé que moriríacon toda seguridad, con boca y narices

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tapadas bajo la tierra. Y sin embargo,creo que todos los que hemos sidoatrapados por la muerte encontramosformas de eludir su toque, formas en lasque no habríamos soñado, antes de sercapturados. Eso me pasó a mí.

»A medida que cada capa de tierrallenaba la fosa circular y era pisoteado,yo movía mí mano en la oscuridad,arañando el barro para poder respirar.Al final no me quedaba más que undiminuto pasaje de aire, pero erasuficiente, había un espacio alrededorde mi cabeza, el necesario para que elaire de Dios penetrara. ¡La manoinvisible volvió a guiar la mía, y yo

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vivía!»No fue sino hasta horas después

que empecé a abrirme camino hasta lasuperficie, como un animal ciego… enbusca de la vida. Cuando mi mano notocó otra cosa sino aire frío y húmedo,lloré sin poder contenerme, y una partede mi cerebro fue dominada por elpánico de que el llanto fuese oído.

»Dios se portó misericordioso;todos se habían marchado. Me arrastréfuera de la tierra; caminé por aquellafloresta de muerte, hasta un campo, ycontemplé la luz del amanecer alzándosesobre las montañas. Estaba viva, perono había vida para mí. No podía

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regresar a las colinas, pues con todaseguridad me matarían; ir a otro lado,llegar a algún lugar extraño ysencillamente existir, no era posiblepara una muchacha en esta isla. Nopodía recurrir a nadie, después de haberpasado tres años como cautivavoluntaria de mi padrone. Y por otraparte, no podía aceptar la muerte en esecampo, con la luz del Señorextendiéndose por el cielo. Eso me dijoque debería vivir.

»Traté de pensar qué podría hacer,adónde ir. Más allá de las colinas, en lacosta, había otras grandes casas quepertenecían a otros padrones, amigos de

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Guillaume. Traté de imaginarme lo quepasaría si apareciera en una de ellas ypidiera alojamiento y clemencia. Peroen seguida comprendí que eso hubierasido un gran error. Aquellos hombres noeran mi padrone; se trataba de hombrescon esposa y familia, y yo era la ramerade la Villa Matarese. MientrasGuillaume estuvo vivo, mi presencia setoleraba, incluso con manifestaciones deagrado, pues el gran hombre no hubieraaceptado otra cosa. Pero estando élmuerto, yo también estaba muerta.

»Y entonces me acordé de unhombre que cuidaba unos establos enZonza. Había sido bondadoso conmigo

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en las ocasiones que visitamos lahacienda de su amo y montamos suscaballos. Sonreía con frecuencia y meguiaba en mi comportamiento sobre lasilla de montar, pues veía que no teníamucha experiencia en las cacerías. Enuna ocasión lo reconocí y acabamosriendo. Y cada vez veía la mirada de susojos. Estaba acostumbrada a los miradasde deseo, pero sus ojos expresaban másque eso. Había bondad y comprensión,tal vez incluso respeto; no por lo queera, sino por lo que no pretendía ser.

»Miré al sol del alba y supe queZonza estaba a mi izquierda,probablemente al otro lado de las

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montañas. Empecé a caminar en buscade aquellos establos y de aquel hombre.

»Llegó a ser mi esposo, y aunque yodi a luz a la hija de Guillaume deMatarese, él la aceptó como suya y nosbrindó a las dos amor y proteccióndurante todos los días de su vida. Esosaños, y nuestras vidas durante esos años,no son de su incumbencia; no tienen quever con el padrone. Baste decir quenadie nos hizo daño. Durante añosvivimos al norte de Vescovato, alejadosdel peligro de la gente de las colinas,sin atrevernos a mencionar jamás susecreto. Los muertos no se podíanrevivir, y el asesino y su hijo, el niño

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pastor, habían escapado de Córcega.»Les he dicho la verdad, toda la

verdad. Si todavía tienen dudas, nopuedo desvanecerlas».

De nuevo ella había acabado.Taleniekov se levantó y se acercó

lentamente a la estufa, para servirse otrataza de té.

—Per nostro circolo —dijomirando a Scofield—. Han pasadosetenta años y todavía son capaces dematar por su fosa.

—¿Perdona? —la anciana noentendía inglés, de modo que el hombredel KGB repitió sus palabras enitaliano, Sofía afirmó con la cabeza—.

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El secreto pasa de padre a hijo, Estasson las dos generaciones nacidas desdeque la tierra es suya. No ha pasado tantotiempo, Todavía tienen miedo.

—No hay ninguna ley que las puedaquitar las tierras —interpuso Bray. Ydudo que jamás la hubiera. Podríanhaber enviado a algunos a la cárcel, porocultar la información sobre la masacre;pero en esos días, ¿quién les hubierasometido a juicio? Enterraron a losmuertos: esa fue su conspiración.

—Había una conspiración mayor.No permitieron los santos sacramentos.

—Ese es otro tribunal, del que sémuy poco —aceptó Scofield; miró al

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ruso y luego volvió la vista a la ancianaciega, frente a él—. ¿Por qué regresóusted?

—Porque pude hacerlo. Y ya eravieja cuando encontré este valle.

—Esa no es respuesta.—La gente de las colinas cree una

mentira. Cree que el padrone me salvóla vida, que me mandó lejos antes deque comenzara la matanza. Para otrossoy motivo de miedo y odio. Semurmura que Dios me dejó vivir pararecordarles su pecado, y sin embargo,cegada por Dios para que nuncarevelara la tumba en el bosque. Soy laciega ramera de la Villa Matarese, a

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quien se permite vivir porque tienemiedo de quitar la vida al recuerdo deDios.

Taleniekov habló desde el otro ladode la estufa:

—Pero hace poco, usted dijo que novacilarían en matarla si contara lahistoria. Tal vez por el solo hecho deque supieran que usted la sabía. Y sinembargo, ahora nos la cuenta a nosotrosy sugiere que debemos llevarla fuera deCórcega. ¿Por qué?

¿No le llamó un hombre, en supropio país, para decirle las cosas quequería que usted supiera? —El ruso ibaa replicar, pero Sofía Pastorini lo

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interrumpió—. Sí, signore. Igual que esehombre, el fin de mi vida se aproxima;lo sé cada vez que respiro.Evidentemente, a los que sabemosalguna parte de la historia de Matarese,la muerte invita a narrarla. No estoysegura de que pueda decirle por qué,pero para mi hubo una señal. Mi nietaviajó por las colinas y me trajo lanoticia de que un académico buscabainformación acerca del padrone. Ustedfue mi señal. La envié para que lobuscara.

—¿Sabe ella la historia? —preguntóBray—. ¿Se la ha contado usted algunavez? Ella podría revelarla.

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—¡Nunca! A ella la conocen en lascolinas. ¡Pero ella no es de las colinas!La cazarían en cualquier lado que fuera,la matarían. Les pedí su palabra, signori,y deben dármela. ¡No deben tener nadaque ver con ella!

—Le damos nuestra palabra —convino Taleniekov—. No está en estahabitación, a petición nuestra.

—¿Qué esperaba usted lograr alhablar con mi colega? —preguntó Bray.

—Lo que su amigo esperaba, meparece. Hacer que los hombres miraranpor debajo de las olas. Ahí es donde seencuentra el poder para mover el mar.

—El consejo del Matarese —señaló

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el hombre del KGB, mirando a los ojosciegos.

—Sí… se lo he dicho. Escuché lastrasmisiones de Roma, Milán y Niza.Está ocurriendo en todos lados. Lasprofecías de Guillaume de Matarese seestán convirtiendo en realidad. No senecesita ser una persona educada paraverlo. Durante años he escuchado lastrasmisiones y me he preguntado:¿Podría ser así? ¿Era posible quetodavía sobrevivieran? Una noche, hacemuchos días, escuché las palabras y fuecomo si el tiempo no tuviera significado.De repente estaba otra vez bajo lassombras del balcón, en el gran salón, y

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el eco de los disparos y los gritosresonó en mis oídos. Allí estaba, antesque Dios me quitara la vista,observando la terrible escena de abajo.

Y recordando lo que el padronehabía dicho momentos antes: «Ustedes ylos suyos harán lo que yo ya no puedohacer». —La anciana se detuvo,mientras sus ciegos ojos vagaban, yvolvió a empezar con frasesentrecortadas por el temor.

—¡Era verdad! Habían sobrevivido,no el consejo como era entonces, pero sícomo es hoy. «Ustedes y los suyos».¡Los suyos han sobrevivido! Dirigidospor un hombre cuya voz es más cruel

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que el viento.Sofía Pastorini se detuvo de nuevo,

abruptamente, y sus débiles y delicadasmanos agarraron el brazo de madera desu silla. Se levantó, y con la manoizquierda alcanzó el bastón al borde dela estufa.

—La lista. ¡Ustedes deben tenerla,signori! La saqué de una bata empapadaen sangre hace setenta años, después desalir arrastrándome de una tumba en lasmontañas. Ha estado junto a mí durantetodos los años de terror. La he llevadoconmigo, con el fin de no olvidar susnombres y sus títulos, para que mipadrone estuviera orgulloso de mí.

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La anciana golpeó con el bastónfrente a ella, mientras avanzaba por lahabitación hasta llegar a un viejo estanteen la pared. Con su mano derecha palpóel borde, mientras sus dedos vacilantesexploraban varios frascos hastaencontrar el que buscaba. Quitó la tapade arcilla y sacó un pedazo de papelsucio, amarillo por el paso del tiempo.Se volvió hacia ellos.

—Esta lista es suya. Nombres delpasado, de los honorables huéspedesque hicieron el viaje en secreto a laVilla Matarese, en un cuatro de abril delaño mil novecientos once. Si al dárselaestoy haciendo una cosa terrible, ¡que

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Dios tenga piedad de mi alma!Scofield y Taleniekov se pusieron

de pie.—No está haciendo nada terrible —

la calmó Bray—, sino todo lo contrario.—Es lo que debía hacer —agregó

Vasili, tocando la mano de la anciana—.¿Me permite? —Ella soltó eldescolorido pedazo de papel, y el rusolo estudió—. Es la clave —le dijo aScofield—. Es también mucho más de loque hubiéramos podido esperar.

—¿Por qué? —preguntó Bray.—El hombre que Matarese mató, el

español, ha sido tachado, pero dos deestos nombres le sorprenderán. Decir

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que son prominentes es poco. Tome.Taleniekov cruzó la habitación hasta

llegar a Scofield, sosteniendo el papeldelicadamente entre sus dedos para nodañarlo más. Bray lo puso en la palmade su mano.

—No puedo creerlo —se sorprendióScofield, leyendo los nombres—.Quisiera mandar analizar esto paraasegurarnos de que no fue escrito hacecinco días.

—No lo fue —aseguró el hombredel KGB.

—Lo sé. Y eso me aterra.—¿Perdona? —Sofía Pastorini

había permanecido junto al estante. Bray

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le contestó en italiano:—Reconocemos dos de estos

nombres. Son bastante bien conocidos.—¡Pero ésos no son los hombres! —

gritó la anciana, pegando en el suelo conel bastón. ¡Ninguno de ellos! ¡Son losherederos solamente! Están controladospor otro. ¡Ese es el hombre!

—¿De qué está usted hablando?¿Quién?

—El perro gruñó, pero ni Scofieldni Taleniekov le prestaron atención;había escuchado una voz colérica, y elanimal se puso en pie, ahora rugiendo;los dos hombres, concentrados en Sofía,siguieron sin hacerle caso. Pero la

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anciana alzó la mano, en un gesto desilencio. Cuando habló, su cólera habíasido reemplazada por la alarma.

—Abran la puerta. Llamen a minieta. ¡Pronto!

—¿Qué pasa? —preguntó el ruso.—Se acercan unos hombres. Están

pasando por la maleza; Uccello los oye.Bray fue rápidamente hacia la

puerta.—¿A qué distancia están?—Al otro lado del cerro. Muy cerca

de aquí. ¡Apresúrense!Scofield abrió la puerta y llamó:—¡Antonia! Venga aquí. ¡Pronto!El perro rugía enseñando los

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dientes. Su cabeza estaba echada haciaadelante, sus patas separadas y tensas,listo para defender o atacar. Dejando lapuerta abierta, Bray fue a una mesa ytomó una hoja de lechuga. La partió porla mitad y colocó el amarillento pedazode papel entre las dos secciones,envolviéndolo.

—Me guardaré esto en el bolsillo —avisó al hombre del KGB.

—Ya memoricé los nombres y lospaíses —replicó Taleniekov—. Peroestoy seguro de que usted también lo hahecho.

La joven entró corriendo por lapuerta, jadeante, con su chamarra

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parcialmente desabrochada, la Lupo enla mano y las automáticas abultando susbolsillos.

—¿Qué sucede?—Su… abuela dice que se acercan

unos hombres —explicó Scofield—. Elperro los oyó.

—En el otro lado del cerro —interrumpió la anciana—. A unosnovecientos pasos nada más.

—¿Para qué vendrán? —preguntó lamuchacha.

—¿Te vieron, hija mía? ¿Verían aUccello?

—Deben haberme visto, pero yo nodije nada. No me metí con ellos. No

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tenían razón para pensar…—Pero te vieron el día anterior —

volvió a interrumpir Sofía Pastorini.—Sí. Compré las cosas que querías.Entonces, ¿por qué habrías de

volver? Eso fue lo que trataron deentender, y lo hicieron. Son hombres delas colinas; miran a la yerba y a la tierray ven que tres personas viajan en lugarde una. Deben irse. ¡Todos ustedes!

—¡No haré eso, abuela! —gritóAntonia—. No nos harán daño, Diré quetal vez me siguieron, pero que no sénada.

La anciana parecía mirar haciaadelante.

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—Ya tienen ustedes lo que vinierona buscar, signori. Llévenselo.Llévensela a ella. ¡Váyanse de aquí!

Bray se volvió a la muchacha y dijo:—Tenemos que hacerlo por ella —y

le quitó la escopeta de las manos. Lajoven trató de resistir, pero Taleniekovla sujetó de los brazos y sacó lasautomáticas Browning y Graz Burya desus bolsillos—. Ya vio usted lo quepasó allá abajo —continuó Scofield—.Haga lo que le decimos.

El perro corrió a la puerta abierta yladró furiosamente. En la distancia seoyeron voces de hombres que gritaban aotros detrás de ellos.

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—¡Váyanse! —gritó Sofía Pastorini.—Venga —ordenó Bray a Antonia,

tomándola del brazo—. Volveremoscuando se hayan ido. No hemos acabadoaquí.

—Un momento, signori —advirtióla anciana ciega—. Creo que sí hemosacabado. Los nombres que ustedesposeen les podrán ser útiles, pero sonsólo los herederos. Busquen al hombrecuya voz es más cruel que el viento. ¡Yola escuché! Encuéntrenlo, Al niñopastor. ¡Ese es!

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17Corrieran por el borde del pasto, hastael principio del bosque, y subieron a lacresta del cerro. Las sombras de laladera oriental impedían que fueranvistos. En pocos segundos los podríanhaber descubierto; estaban preparadospara ello, pero no fue así. Los hombresdel otro lado del cerro se distrajeroncon los ladridos del perro, mientrastrataban de decidir si usaban los rifles ono. No lo hicieron, pues antes de quepudieran tomar tal decisión se oyó unsilbido y el perro acudió a él. Ahora,Uccello estaba junto a Antonia, en la

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yerba, su respiración tan jadeante comola de ella.

Cuatro hombres se hallaban al otrolado del cerro, así como quedabancuatro nombres en el pedazo de papelamarillento que tenía en su bolsillo,pensó Scofield. Deseaba queencontrarlos y atraparlos fuera tan fácilcomo apresar a los cuatro hombres queahora descendían al valle. Pero loscuatro hombres de la lista eran sólo elprincipio.

Había que encontrar también al niñopastor. «Una voz más cruel que elviento…», la voz de un niño reconocidadécadas después, viniendo de la

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garganta de alguien que tendría que serbastante viejo.

Escuchó las palabras y era como siel tiempo no tuviera significado…

—¿Cuáles fueron esas palabras?¿Quién era ese hombre? El verdaderodescendiente de Guillaume deMatarese… un anciano que pronunciouna frase que setenta años después aúnrecordaba una mujer ciega, en lasmontañas de Córcega. ¿En qué idioma?Tenía que ser en francés o italiano; ellano entendía ningún otro.

Necesitaban hablar con ella denuevo; tenían que descubrir mucho más.Aún no habían acabado con Sofía

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Pastorini.Bray observó a los cuatro corsos

acercarse a la granja, dos cubriendo loslados y otros dos yendo hacia la puerta,todos con las armas listas. Los hombresante la puerta se detuvieron un instante;luego, uno alzó la bota y pegó unapatada a la puerta, que se abrió.

Silencio.Se oyeron gritos, preguntas ásperas.

Los hombres de afuera dieron la vuelta ala casa en dirección opuesta y luegoentraron también. Se oyeron más gritos yel inconfundible sonido de golpes contracarne humana.

Antonia empezó a levantarse, su

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rostro enfurecido. Taleniekov la obligóa agacharse jalándola del hombro de lachamarra. Los músculos de su gargantaestaban contorsionados; se hallaba apunto de gritar. Scofield no pudoevitarlo. Tapó su boca con la mano,apretando las mejillas con sus dedos.Los gritos se redujeron a una serie detoses.

—¡Cállese! —susurró Bray—. Si laoyen, usarán a su abuela para que ustedbaje allá.

—Sería mucho peor para ella —intercaló Vasili— y para usted. Oiríausted su dolor, y la capturarían.

Los ojos de Antonia parpadearon;

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afirmó con la cabeza. Scofield aflojó lamano, pero no la quitó. Antonia susurró:

—¡Le han pegado! ¡Es una mujerciega y le han pegado!

—Tienen miedo —explicóTaleniekov—. Más del que usted seimagina. Sin sus tierras, no poseen nada.

Los dedos de la muchachaatenazaron la muñeca de Bray.

—¿Qué quiere decir con eso?—¡No ahora! —ordenó Scofield.

Algo anda mal. Se están quedandodemasiado tiempo.

—Tal vez han encontrado algo —apuntó el hombre del KGB.

—O ella les está diciendo algo. ¡Oh,

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cielos, no debe!—¿En qué piensa? —preguntó

Taleniekov.—Ella dijo que habíamos acabado,

pero no es así. ¡Aunque se va a asegurarde que así sea! Ellos verán nuestraspisadas en el suelo; hemos caminadosobre tierra mojada; ella no podrá negarque estuvimos allí. Con su oído sabe quédirección tomamos. Los enviaré por otrorumbo.

—Eso está bien —aceptó el ruso.—¡Sí, maldita sea, pero la matarán!Taleniekov volvió la cabeza hacia la

granja, allá abajo.—Tiene usted razón. Si le creen, y le

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creerán, no la pueden dejar vivir. Es sufuente de información, y así lo dirá ellatambién, aunque no sea más que paraconvencerlos. Su vida, por la del niñopastor. ¡Para que podamos encontrar alniño pastor!

—¡Pero no sabemos lo suficiente!¡Ande, vamos! —Scofield se puso depie y sacó la automática de su cinturón.El perro gruñó; la muchacha se levantó yTaleniekov la empujó al suelo otra vez.

—No llegarían a tiempo. Se oyerontres disparos en rápida sucesión.Antonia gritó; Bray se lanzó hacia ella,sujetándola entre sus brazos.

—¡Por favor! Por favor —susurró.

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Vio al ruso que sacaba un cuchillo dedebajo de su abrigo—. ¡No! ¡Está bien!

Taleniekov guardó el cuchillo y searrodilló, sus ojos fijos en la granja.

—Están saliendo de carrera. Teníausted razón; se dirigen a la cuesta delsur.

—¡Mátenlos! —las palabras de lamuchacha fueron ahogadas por la manode Scofield.

—¿Con qué propósito ahora? —rechazó el hombre del KGB—. Ella hizolo que deseaba, lo que sentía que debíahacer.

El perro no los siguió, a pesar de lasórdenes de Antonia. Bajó corriendo

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hasta la granja y de allí no salió; suslamentos llegaban hasta el cerro.

—Adiós, Uccello —se despidió lamuchacha, llorando—. Volveré por ti.¡Juro por Dios que volveré por ti!

Salieron de las montañas y sedirigieron en círculo al noroeste,pasando las colinas de Porto Vecchio, yluego en dirección sur a Sainte Lucia,siguiendo un arroyuelo hasta llegar algran pino en donde Bray había enterradosu portafolio y su maleta de tela.Viajaron cautelosamente, usando losbosques lo más posible, separándose ycaminando uno tras otro a distancia enlos trechos abiertos, para que no los

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vieran juntos.Scofield encontró la pala escondida

bajo un montón de ramas y desenterrósus pertenencias; siguieron su camino denuevo, volviendo por el arroyuelo haciaSainte Lucie. La conversación semantenía a un mínimo; no querían perdertiempo en alejarse de las colinas.

Los largos silencios y brevesseparaciones sirvieron un propósitopráctico, pensó Scofield, mientrasobservaba a la muchacha avanzar,aturdida, siguiendo las órdenes de ellos,sin pensar, con lágrimas que aparecíanintermitentemente en sus ojos. Elconstante movimiento ocupaba su mente;

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tenía que llegar a una cierta aceptaciónde la muerte de su «abuela». Laspalabras de unos extraños no podríanayudarla; necesitaba la soledad de suspropios pensamientos. Scofieldsospechaba que, a pesar de la manera enque manejaba la Lupo, Antonia no eraaficionada a la violencia. Ya no era unaniña; a la luz del sol podía verse que nocumpliría otra vez los treinta años;aparte de eso, venía de un mundo deacadémicos radicales, pero no derevolucionarios. Dudaba que ellasupiera qué hacer en las barricadas.

—¡Debemos dejar de correr! —gritó ella de repente—. Ustedes pueden

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hacer lo que quieran, pero yo me regresoa Porto Vecchio. ¡Haré que losahorquen!

—Hay muchas cosas que usted nosabe —le indicó Taleniekov.

—¡La mataron! ¡Eso es todo lo quetengo que saber!

—No es tan sencillo —interpusoBray—. La verdad es que ella se hizomatar.

—¡Ellos la mataron!—Ella los obligó a hacerlo. —

Scofield tomó su mano y la apretófirmemente—. Trate de comprenderme.No podemos dejarla volver; su abuelasabía eso. Lo que ha ocurrido durante

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las últimas cuarenta y ocho horas debedesvanecerse de su mente lo más prontoposible. Habrá bastante pánico por esascolinas; enviarán hombres para tratar deencontrarnos, pero al cabo de variassemanas, cuando vean que nada ocurre,se calmarán. Ellos viven con suspropios temores, pero se quedaráncallados. Es lo único que pueden hacer.Su abuela entendió eso y contaba conello.

—Pero ¿por qué?—Porque nosotros tenemos otras

cosas que hacer —confesó el ruso—.Ella también lo entendió. Esa es la razónde que le mandara a usted a buscarnos.

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—¿Qué cosas son ésas? —preguntóAntonia, y luego se contestó así misma—: Ella dijo que ustedes teníannombres. Habló de un niño pastor.

—Pero usted no debe hablar de nadade eso —ordenó Taleniekov—, si deseaque su muerte tenga algún significado.No podemos dejar que usted interfiera.

Scofield captó el tono de voz delhombre de el KGB, y por un instante sumano acarició su automática. En esafracción de segundo, el recuerdo de loocurrido en Berlín diez años antes salióa la superficie. Taleniekov ya habíatomado una decisión: si tenía la menorduda, mataría a esta muchacha.

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—Ella no interferirá —aseguróBray, sin saber por qué daba talgarantía, pero hablando con firmeza enla voz—. Vámonos. Haremos una paradapara ver a un hombre de Murato.Después, si podemos llegar a Bastia,lograré que salgamos.

—¿A dónde, signore? Usted no mepuede ordenar…

—Cállese —exigió Bray—. No seextralimite.

—No, no lo haga —agregó elhombre del KGB, mirando a Scofield—.Tenemos que hablar. Como antes,debemos viajar por separado, dividirnuestro trabajo, establecer programas y

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puntos de contacto. Tenemos mucho quediscutir.

—Calculo que hay unos cientocincuenta kilómetros de aquí a Bastia.Tendremos bastante tiempo para hablar.—Scofield se agachó para tomar suportafolio; la muchacha se soltó de sumano y se alejó airadamente. El ruso seinclinó para coger la maleta.

—Sugiero que hablemos a solas —le dijo a Bray—. Ella no va a ser unaayuda, Beowulf.

—Usted me decepciona. —Scofieldtomó la maleta de la mano del ruso—.¿No le ha enseñado nunca nadie cómoconvertir una desventaja en una ventaja?

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Antonia había vivido en Vescovato,sobre el río Golo, a unos treintakilómetros al sur de Bastia. Sucontribución inmediata fue llevarlos allísin ser vistos. Era importante que ellatomara decisiones, aunque no fuera másque para quitarle de la mente el hechode que acataba unas órdenes con las queno estaba de acuerdo. Eligió con rapidezviejos caminos y senderos montañososque había conocido desde niña.

—Las monjas nos trajeron aquí en unpicnic —contó al contemplar unarepresa—. Encendimos un fuego,comimos salchichas y tomábamos turnos

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para ir al bosque a fumar cigarrillos. —Siguieron caminando—. Esta colinatiene un viento delicioso en la mañana.Mi padre hacía cometas maravillosos ylos poníamos a volar los domingos.Después de la misa, desde luego.

—¿Los poníamos? —preguntó Bray—. ¿Tiene hermanos?

Un hermano y una hermana. Sonmayores que yo y aún viven enVescovato. Tienen familia y no los veomuy frecuentemente: no tenemos muchode qué hablar.

—¿No estudiaron más allá de loelemental? —comentó Taleniekov.

—Pensaban que no era necesario.

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Son buena gente, pero prefieren la vidasencilla. Si necesitamos ayuda, nos laofrecerán.

—Será mejor no pedirla —refutó elruso—, ni buscarlos.

—Son mi familia, signore. ¿Por quévoy a evitarlos?

—Porque es necesario.—Esa no es una contestación. Usted

no me dejó ir a Porto Vecchioa buscar lajusticia que se debía haber hecho, no mepuede seguir dando órdenes.

El hombre del KGB miró a Scofield,revelando sus intenciones en los ojos.Bray esperaba que el ruso sacara suarma y se preguntó brevemente cuál

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sería su reacción. Pero el momentopasó, y Scofield comprendió algo que nosabía antes. Vasili Taleniekov nodeseaba matar, pero el profesionaldentro de él se hallaba en fuerteconflicto con el hombre. El ruso leestaba rogando, le estaba pidiendo quele dijera cómo podía convertir unadesventaja en una ventaja. Scofieldhubiera deseado tener la respuesta.

—No se excite —la calmó Bray—.Nadie quiere decirle lo que debe hacer,excepto cuando se trata de su propiaseguridad. Se lo dijimos anteriormente,pero ahora ese argumento es diez vecesmás válido.

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—Creo que se trata de otra cosa.Ustedes quieren que me quede calladaacerca del asesinato de una ancianaciega.

—Su seguridad depende de ello, yase lo hemos dicho. Ella lo comprendió.

—¡Ella está muerta!—Pero usted quiere vivir —insistió

Scofield, con calma—. Si la gente de lascolinas la encuentra, no vivirá. Y sillegan a saber que ha hablado con otros,ellos también estarán en peligro. ¿Nopuede entender eso?

—Entonces, ¿qué debo hacer?—Exactamente lo que está haciendo.

Desaparecer. Salir de Córcega. —La

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muchacha iba a presentar objeciones,pero Bray no la dejó empezar—: Y tenerconfianza en nosotros. Usted debeconfiar en nosotros, así como su abuelalo hizo. Ella se sacrificó para quenosotros pudiéramos vivir yencontráramos algunas personas queestán involucradas en cosas terriblesque trascienden de Córcega.

—Usted no habla con una niña. ¿Quéquiere decir con eso de «cosasterribles»?

Bray miró a Taleniekov y, aunqueaceptó su desaprobación, movió lacabeza afirmativamente.

—Hay hombres, no sabemos

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cuántos, que han dedicado sus vidas a latarea de matar a otras hombres, quepropagan desconfianza y sospecha alelegir víctimas y financiar susasesinatos. No hay más pauta que laviolencia, la violencia política;enfrentan a grupo contra grupo, gobiernocontra gobierno… pueblo contra pueblo.—Scofield hizo una pausa y observó laconcentración de los ojos de Antonia—.Usted dijo que era una activista política,una comunista. Muy bien. Estupendo.También lo es mi colega; fue entrenadoen Moscú. Yo soy norteamericano,entrenado en Washington. Somosenemigos, peleamos el uno contra el otro

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durante mucho tiempo. Los detalles noson importantes. Pero el hecho de queahora estemos luchando juntos sí lo es.Los hombre a quienes buscamos sonmucho más peligrosos que cualquierdiferencia entre nosotros o entrenuestros gobiernos. Porque esos hombre;pueden aumentar nuestras diferencias,hasta un punto que nadie desea; hasta latotal destrucción del globo.

—Gracias por decírmelo —agradeció Antonia pensativamente; yluego, frunció el entrecejo—. Pero¿cómo podía saber ella esas cosas?

—Ella estaba allí cuando todocomenzó —contestó Bray—, hace casi

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setenta años, en la Villa Matarese.Las palabras brotaron lentamente de

los labios de Antonia, como un susurro:—La ramera de la Villa Matarese…

¿el padrone Guillaume?—El era tan poderoso como

cualquier hombre de Inglaterra oFrancia, un obstáculo para losmonopolios y los grupos financieros.Los combatía y ganaba con demasiadafrecuencia, así que lo destruyeron.Utilizaron a sus gobiernos paraarruinarlo; mataron a sus hijos. El sevolvió loco… pero en su locura, y conlos recursos que le quedaban, echóandar un plan a largo plazo, para lograr

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su venganza. Reunió a otros hombresque habían sido destruidos en la mismaforma que él; éstos se convirtieron en elconsejo del Matarese. Durante años suespecialidad fue el asesinato; añosdespués se supuso que habían muerto.Ahora han regresado, más mortíferosque nunca. —Scofield hizo una pausa:había dicho más que suficiente—. Estaes la explicación más sencilla que puedoofrecerle y espero que la entienda. Ustedquiere que los hombres que mataron a suabuela paguen su crimen. Yo quisieracreer que algún día lo pagarán, perotambién tengo que decirle que no son demucha importancia.

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Antonia quedó callada por un rato,sus inteligentes ojos castaños clavadosen los de Bray.

—Fue usted muy claro, signoreScofield. Si no son de muchaimportancia, entonces yo tampoco losoy. ¿Es eso lo que usted está tratandode decir?

—Me imagino que eso es.—Y mi camarada socialista —

agregó ella mirando a Taleniekov—tendría mucho gusto en eliminar miinsignificante presencia.

—Yo contemplo un objetivo —contestó Vasili—, y trato de analizar enla mejor forma posible los problemas

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inherentes para su logro.—Sí, por supuesto. Entonces, ¿me

doy la vuelta y camino hacia el bosque,en espera de los disparos que acabaráncon mi vida?

—Esa es decisión suya —dijoTaleniekov.

—Entonces, ¿puedo elegir?¿Aceptarán mi palabra de que no dirénada?

—No —replicó el hombre del KGB—. Yo no la aceptaría.

Bray estudió el rostro deTaleniekov, mientras su mano derechase acercaba a pocos centímetros de laBrowning automática en su cinturón. El

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ruso trataba de demostrar algo, y alhacerlo estaba poniendo a prueba a lamuchacha.

—Así pues, ¿cuál es la elección? —continuó Antonia—. ¿Que uno u otro desus gobiernos me mantenga bajo prisiónhasta que ustedes hayan encontrado a loshombres que buscan?

—Me temo que eso no es posible —negó Taleniekov—. Estamos actuando almargen de nuestros gobiernos; notenemos su sanción.

Para exponerlo con entera franqueza,ellos nos buscan tan intensamente comonosotros buscamos a los hombres dequienes hemos hablado.

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La muchacha quedó estupefacta antela sorprendente revelación del ruso.

—¿A ustedes les persiguen suspropios gobiernos? —preguntó.

Taleniekov movió la cabezaafirmativamente.

—Ya veo. Ahora lo entiendoclaramente. Ustedes no pueden aceptarmi palabra ni me pueden mantenerprisionera. Soy una amenaza paraustedes, una amenaza mucho mayor de loque me había imaginado. Por tanto, ¿notengo ninguna opción?

—Puede tenerla —replicó el hombredel KGB—. Mi colega la mencionó.

—¿Y cuál es?

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—Confíe en nosotros. Ayúdenos allegar a Bestia y confíe en nosotros.Algo podrá resultar de ello. —Taleniekov se volvió a Scofield y sólodijo una palabra—: Resultará.

—Veremos —aceptó Bray,apartando su mano del cinturón. Estabanpensando lo mismo.

El contacto del Departamento deEstado, en Murato, no se sintió muyfeliz; no quería las complicaciones quese le presentaban. Como dueño de unaflotilla de barcos pesqueros en Bestia,enviaba informes a los norteamericanos

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acerca de las maniobras navalessoviéticas.

Washington le pagaba bien y habíaenviado cables alertando a los agentesde todo el mundo, de que Brandon AtanScofield, ex especialista en OperacionesConsulares, podía ser considerado comodesertor. Bajo tal clasificación, lasreglas eran claras, arrestarlo, si fueraposible, o de lo contrario, emplear todaslas medidas necesarias para eliminarlo.

Silvio Montefiori se preguntóbrevemente si tal curso de acciónmerecía la pena, Pero era un hombrepráctico y, a pesar de la tentación,rechazó la idea. Scofield presentaba el

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cuchillo proverbial a la boca deMontefiori, pero había algo de miel enla hoja. Si Silvio rehusaba cumplir lapetición del norteamericano, revelaríasus actividades a los soviéticas. Pero siSilvio accedía a los deseos de Scofield,el desertor le prometía diez mil dólares.Y diez mil dólares, a pesar deldesfavorable cambio de moneda, eraprobablemente más que cualquiergratificación que pudiera recibir por lamuerte de Scofield.

Además, estaría vivo para podergastar el dinero.

Tal como fuera instruido, Montefiorillegó al almacén, abrió la puerta y entró

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en la desierta y oscura caverna, hastaquedar junto a la pared trasera. Nopodía ver al norteamericano, no habíasuficiente luz, pero sabía que Scofieldestaba allí. Era cuestión de esperar hastaque le llegara alguna señal.

De su bolsillo para el pañuelo, sacóun delgado cigarro puro, buscó en susbolsas una caja de cerillos, sacó uno ylo encendió. Al acercar la llama alextremo del puro, notó con enojo que sumano temblaba.

—Estás sudando, Montefiori —lavoz llegaba de sombras, a su izquierda—. La luz del cerillo muestra que tesuda todo el rostro. La última vez que te

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vi, también sudabas. Estaba yo entoncesa cargo del saco de correos, y te hiceciertas preguntas.

—¡Brandon! —exclamó Silvio, enefusivo saludo—. ¡Mi querido granamigo! Qué gusto me da verte denuevo… si pudiera verte.

El norteamericano salió de lassombras a la mortecina luz. Montefioriesperaba ver una pistola en su mano,pero por supuesto sus manos estabanvacías. Scofield nunca hacía lo que seesperaba de él.

—¿Cómo estás, Silvio? —indagó el«desertar».

—¡Bien, mi amigo querido! —

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Montefiori sabía que no debía ofrecer lamano a Bray—. Todo está arreglado.Corrí grandes riesgos; pagué a latripulación diez veces sus salarios, peronada es demasiado para un amigo aquien admiro tanto. Tú y el provocateursólo tienen que ir al final del muelleSiete, en Hastía, a la una de estamañana. Mi mejor pesquero los llevaráa Livorno antes del amanecer.

—¿Es esa su ruta usual?—Claro que no. El puerto usual es

Piombino. Pago con gusto por elcombustible extra, sin pensar en elcosto.

—Es muy generoso de tu parte.

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—¿Par qué no? Siempre has sidojusto conmigo.

—¿Por qué no? Tú siempre hasrespondido. —Scofield sacó de subolsillo un rollo de billetes—. Pero metemo que habrá que hacer algunoscambios. Para empezar, necesito dosbarcos; uno saldrá de Bestia endirección sur, el otro en dirección norte,y ambos se mantendrán a unos cienmetros del litoral. Cada uno seráalcanzado por una lancha de motor, de lacual pasaré yo a uno y el ruso al otrobarco. Una vez a bordo, él y yo nosdirigiremos a mar abierto y trazaremosel curso de navegación; el punto de

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destino de cada barco sólo lo sabrán loscapitanes y nosotros.

—¡Tantas complicaciones, queridoamigo! No son necesarias, ¡tienes mipalabra!

—Una palabra que valoro, Silvio;pero mientras la guardo en mi corazón,haz lo que te digo.

—Naturalmente —admitióMontefiori, tragando saliva—. Perodebes comprender que todo estoaumentará los costos.

—Entonces habrá que cubrirlos,¿no?

—Me alegra que comprendas.—Oh, comprendo, Silvio —el

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norteamericano sacó un fajo de billetesde alta denominación—. Para empezar,quiero que sepas que tus actividades afavor de Washington se mantendrán ensecreto; eso en sí es un pago deconsiderable valor, si aprecias tu vida.Y quiero que tomes esto. Son cinco mildólares. —Scofield mostró el dinero.

—Mi querido amigo, ¡dijiste diezmil! ¡Fue basándome en tu palabra queyo hice compromisos de tanto precio! —El sudor corrió por el rostro y el cuerpode Montefiori. No sólo estaban enpeligro sus relaciones con elDepartamento de Estado, sino que estecerdo traidor pretendía robarle.

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—No he acabado, Silvio. Estásdemasiado ansioso. Sé que dije diez mildólares y los tendrás. Así que se tedeben cinco mil dólares, sin tomar encuenta tus gastos adicionales, ¿no es así?

—Muy cierto —confirmó el corso—. Los gastos son terribles.

—Tantas cosas lo son estos días —indicó Bray—. Digamos… quince porciento por encima del precio original¿sería satisfactorio?

—Con otros podría discutir, pero nocontigo.

—Entonces estamos de acuerdo enque sea un quince por ciento adicional,¿conforme? Por tanto, te faltan por

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recibir seis mil quinientos dólares más.—Esa frase me preocupa. Implica

una entrega futura, y mis gastos sonactuales. No puedo posponerlos.

—Vamos, querido amigo. Concerteza que una persona de tu reputaciónmerece que se confíe en ella duranteunos días.

—¿Unos días, Brandon? De nuevoes algo muy vago. En «unos días»podrías estar en Singapur. O Moscú.¿No puedes ser un poco más especifico?

—Seguro. El dinero estará en uno detus pesqueros. Aún no he decidido encuál. Lo dejaré bajo el mamparo deproa, a la derecha del puntal central,

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escondido en una pieza de madera huecapegada al barandal. Lo encontrarásfácilmente.

—¡Madre de Dios, también loencontrarán otros!

—¿Por qué? Nadie lo estarábuscando, a menos que tú lo digas.

—¡Es demasiado arriesgado!¡Ningún hombre de la tripulaciónvacilaría en matar a su madre, enfrentede su sacerdote, por tal cantidad!¡Vamos, amigo, sé razonable!

—No te preocupes, Silvio. Espera aque vuelvan tus barcos al muelle. Si noencuentras el pedazo de madera, busca aun hombre con la mano destrozada; él

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tendrá el dinero.—¿Tendrá una trampa? —preguntó

Montefiori incrédulamente, mientras elsudor empapaba el cuello de su camisa.

—Un tornillo colocado a un lado; túya lo has hecho. No tienes más quedesatornillarlo y no estallará.

—Se lo encargaré a mi hermano…—Silvio estaba deprimido; elnorteamericano no se portaba bien. Eracomo si Scofield leyera suspensamientos. Puesto que el dineroestaba a bordo, sería contraproducentehundir cualquiera de los dos barcos; talvez el Departamento de Estado nopagara la cantidad completa. Y cuando

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regresaran a Bastia, el infame Scofieldestaría surcando las aguas del Volga, odel Nilo.

—¿No quisieras reconsiderarlo, miquerido amigo?

—Me temo que no me es posible. Ytampoco diré a nadie la buena estima enque te tiene Washington. No tedesesperes, Silvio, el dinero estará allí.Porque verás, es posible que volvamosa estar en contacto, muy pronto.

—No te apresures, Brandon. Y porfavor, no digas nada más. No quierosaber nada. ¡Demasiado compromiso!¿Cuáles son las señales para esta noche?

—Sencillas. Dos ráfagas de luz,

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repetidas varias veces, o hasta que elbarco se detenga.

—Dos ráfagas repetidas… lanchasmotores en dificultades que piden ayuda.No puedo hacerme responsable poraccidentes en alta mar. Ciao, mi viejoamigo. —Montefiori se secó el cuellocon el pañuelo, apagó la débil luz delalmacén, y se alejó.

—¿Silvio?Montefiori se detuvo.—¿Sí?—Cámbiate la camisa.

La había observado de cerca durante

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casi dos días, y ambos hombresreconocían para sí que debían emitir unjuicio. Tendrían que hacerla su aliada, omatarla. No existían términos medios, niprisión de seguridad o barraca aislada adonde pudieran enviarla. Ella tendríaque ser su aliada o se llevaría a cabo unacto de fría necesidad.

Necesitaban a alguien que llevaramensajes del uno al otro, pues no sepodían comunicar directamente por serdemasiado peligroso. Tenían necesidadde una tercera persona, estacionada enun lugar, encubierta, familiarizada conlos códigos básicos que establecieran;sobre todo, reservada y minuciosa.

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¿Sería Antonia capaz de asumirlo?Y de serio, ¿aceptaría los riesgos

que implicaba ese trabajo? De modo quela sometieron a escrutinio como si fueraun análisis extra-urgente acerca delpróximo intercambio entre enemigos enterreno neutral.

Ella era de inteligencia rápida, yevidentemente tenía valor, cualidadesque había demostrado en las colinas.Siempre estaba también alerta,consciente del peligro. Y sin embargo,seguía siendo un enigma; se mostrabadefensiva, en guardia, silenciosa durantelargos periodos, mientras sus ojosmiraban en todas direcciones, como si

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esperara que un látigo chasqueara a susespaldas, o que una mano la fuera aagarrar por la garganta, desde lassombras. Pero no había látigos nisombras en la luz solar.

Antonia era una mujer extraña, y alos dos profesionales se les ocurrió queocultaba algo. Lo que esto fuera, si enverdad había algo, no lo iba a revelarfácilmente. Los momentos de descansono ofrecían nada; ella se manteníaencerrada en sí misma, intensamente, yse negaba a revelar sus pensamientos.

Pero hacía todo lo que le decían. Lesllevó a Bastia sin ningún incidente, hastael punto de saber cómo parar a un viejo

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autobús que llevaba a unos trabajadores,de las afueras al puerto de la ciudad.Taleniekov se sentó con Antonia en laparte de adelante y Scofield pasó a laparte trasera, observando a los demáspasajeros.

Se bajaron en las calles llenas degente, y Bray se quedó atrás,observándolo todo, pendiente decualquier alteración, en su actitudindiferente. Su rostro se tornó rígido ysus ojos se clavaron en el hombre erectoque caminaba junto a la mujer de pelooscuro, unos treinta pasos adelante. Sólohabía indiferencia.

El le advirtió a la muchacha que se

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dirigiera a un bar del muelle, un antro endonde nadie se atrevía a inmiscuirse conotro parroquiano. Incluso la mayoría delos corsos evitaban el lugar; servía a laescoria de los muelles.

Una vez dentro se separaron otravez, y Taleniekov se reunió con Bray enuna mesa junto a un rincón, dejando aAntonia en otra mesa, a unos tres metros,la silla junto a ella inclinada contra lamesa, como si estuviera ocupada. Locual no evitaba los avances de losborrachos. Estos también eran parte desu prueba; era importante saber cómo semanejaba en esas circunstancias.

—¿Qué le parece? —preguntó

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Taleniekov.—No estoy seguro —dudó Scofield

—. Es elusiva. No la puedo entender.—Tal vez está esforzándose

demasiado. Acaba de pasar un choqueemocional; no podemos esperar queactúe ni remotamente normal. Yo creoque puede hacer el trabajo. Si no puede,pronto lo sabremos; podemosprotegernos con mensajes cifrados,previamente establecidos… Y para serfranco, ¿a qué otra persona podemosrecurrir? ¿Tenemos a alguien, encualquier parte, en quien podamosconfiar? Incluso esos a quienes ustedllama zánganos, alrededor de los

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agentes, ¿no se sentirían llenos decuriosidad? ¿Quién podría resistir laspresiones de Washington y Moscú?

—Lo que me preocupa es el choqueemocional —aclaró Bray—. Creo queocurrió mucho antes de que laencontráramos. Ella nos dijo que estabaen Porto Vecchio para alejarse de todopor algún tiempo. ¿Para alejarse de qué?

—Puede haber una docena deexplicaciones. En Italia hay muchodesempleo. Puede estar sin trabajo. O unamante infiel, una relación amorosa quese ha echado a perder. Esas cosas notienen nada que ver con lo que lepediríamos que hiciera.

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—Esas no son las cosas que yo vi.Además, ¿por qué vamos a confiar enella? Y aunque corriéramos el riesgo,¿por qué iba ella a aceptar?

—Ella estaba allí cuando mataron ala anciana —recordó el ruso—. Esopuede ser suficiente.

Scofield afirmó con la cabeza.—Es una base, pero sólo si ella está

convencida de que hay una conexiónespecífica entre lo que estamos haciendoy lo que ella vio.

—Eso lo dejamos bien claro. Ellaoyó las palabras de la anciana; lasrepitió.

—Mientras estaba todavía

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confundida, en estado de shock. Tieneque estar convencida.

—En ese caso, convénzala.—¿Yo?—Ella confía más en usted que en su

«camarada socialista»; eso es obvio.Scofield levantó su vaso.—¿Iba usted a matarla?—No. Esa decisión tendrá que ser

suya. Pero estaba incómodo al ver sumano tan pegada al cinturón.

—Y yo también —confirmó Brayponiendo el vaso sobre la mesa yechando una mirada a la muchacha. Elrecuerdo de Berlín nunca se hallaba muylejos. Taleniekov entendía eso, pero la

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mente y los ojos de Scofield no estabanahora jugando con sus memorias; noestaba en una cueva en la ladera de unacolina observando a una mujer soltarseel pelo a la luz del fuego. Ya no existíaninguna similitud entre su esposa yAntonia. Podía matarla si fueranecesario.

—Entonces, ella vendrá conmigo —dijo Bray al ruso—. Lo sabré encuarenta y ocho horas. Nuestra primeracomunicación será directa; las dossiguientes mediante un códigopreestablecido para que podamosverificar la eficiencia… si es quequeremos que trabaje para nosotros y

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ella está de acuerdo.—¿Y si nosotros no queremos o ella

no está de acuerdo?—Esa será mi decisión, ¿no es así?

—Bray hizo una declaración, no unapregunta. Luego, sacó la hoja de lechugade su bolsillo y la abrió. El pedazoamarillento de papel estaba intacto; losnombres borrosos, pero legibles. Sinmirarlos, Taleniekov los repitió:

—Conde Alberto Scozzi, de Roma.Sir John Waverly, de Londres. PríncipeAndrei Voroshin, de San Petersburgo;por supuesto, la ciudad se llama ahoraLeningrado. El señor Manuel OrtizOrtega, de Madrid; su nombre está

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tachado. Joshua Appleton, estado deMassachusetts, Estados Unidos. Elpadrone mató al español en la VillaMatarese, así que nunca formó parte delconsejo. Los cuatro restantes murieronhace mucho tiempo, pero dos de susdescendientes son muy prominentes, muyaccesibles. David Waverly y JoshuaAppleton IV. El Secretario de AsuntosExteriores de Gran Bretaña y el senadorpor Massachusetts. Yo diría quedebemos buscar una confrontacióninmediata.

—No estoy de acuerdo —rehusóBray mirando al pedazo de papel y a lainfantil caligrafía de las letras—.

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Porque no sabemos quiénes son, niconocemos nada acerca de los demás.¿Quiénes son sus descendientes? ¿Dóndeestán? Si no tenemos más sorpresas,tratemos de encontrarlos primero. ElMatarese no está restringido a doshombres, y estos dos, en particular, talvez no tengan nada que ver con él.

—¿Por qué dice eso?—Todo lo que sé acerca de ambos

me parece completamente opuesto a unacosa como el Matarese. Waverly tuvo loque en Inglaterra se llama «una buenaguerra»; fue un comando joven, recibiómuchas condecoraciones. Y después,tiene un historial impresionante en la

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Oficina de Asuntos Exteriores. Siempreha sido un hombre que negociatácticamente, no uno dado a incitardisputas; no concuerda… Appleton es unmiembro de la gran sociedad de Boston,que traspasó las fronteras de clases y seconvirtió en liberal reformista durantetres periodos del Senado. Es unprotector del trabajador, así como de lacomunidad intelectual. Es un caballerode resplandeciente armadura, montandoen un sólido caballo político que lamayoría del país cree que le llevará a laCasa Blanca el año próximo.

—¿Qué mejor residencia para unconsigliere del Matarese?

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—Es demasiado desconcertante,demasiado obvio. Creo que el hombrees sincero.

—El arte de la persuasión, tal vez,en ambos casos. Pero tiene usted razón:no se desvanecerán. Así queempezaremos en Leningrado y Roma,para descubrir lo que podamos.

—«Ustedes y los suyos harán lo queyo ya no puedo hacer…». Esas fueronlas palabras que pronunció Mataresehace setenta años. No sé si será tansencillo.

—¿O sea que al referirse a «lossuyos» lo hacía en términos selectivos, yno sanguíneos? —preguntó Taleniekov

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—. ¿No descendientes directos?—Sí.Es posible, pero estas fueron en un

tiempo familias poderosas. Los Waverlyy los Appleton aún lo son. Hay ciertastradiciones en tales familias. La sangrees siempre esencial. Empecemos con lasfamilias. Ellas heredarían la tierra; esasfueron también sus palabras. La ancianadijo que era su venganza.

—Lo sé —afirmó Scofield con lacabeza—, sólo los supervivientes, queestaban controlados por otro… quedebíamos buscar a otra persona.

«—Con una voz más cruel que elviento» —agregó el ruso—. Ese es él,

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dijo ella.—El niño pastor —señaló Bray,

mirando al pedazo de papel amarillento—. Después de todos estos años, ¿quiénes él? ¿Qué es ahora?

—Empecemos con las familias —repitió Taleniekov—. De encontrarlo,será a través de ellas.

—¿Puede usted regresar a Rusia? ¿ALeningrado?

—Fácilmente. A través de Helsinki.Será un extraño regreso para mí. Pasétres años en la Universidad deLeningrado. Allí fue donde me hallaron.

—No creo que nadie le dé una fiestade bienvenida. —Scofield dobló el

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papel amarillento, protegido por la hojade lechuga, y se lo metió en el bolsillo.Sacó una libreta—. Cuando usted lleguea Helsinki, quédese en el hotelTavastian hasta que tenga noticias mías.Le diré a quién debe ver allá. Déme unnombre.

—Rydukov, Pietri —replicó el rusosin vacilar.

—¿Quién era?—Un tercer violinista de la

Sinfónica de Sebastopol. Tendré susdocumentos un poco alterados.

Espero que nadie le pida que toque.—Una severa artritis me dejó

imposibilitado.

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—Prepararemos nuestros códigos —propuso Bray, mirando a Antonia quefumaba un cigarrillo y hablaba con unjoven minero de Bastia, que estaba depie frente a ella. Se comportaba bien;reía cortésmente, pero manteniendocierta distancia entre ella y el importunomuchacho. En realidad, había algo másque un toque de elegancia en sucomportamiento, fuera de lugar en elcafé del muelle, pero muy apropiado asus ojos.

—¿Qué cree usted que pasará? —preguntó Taleniekov, mientrasobservaba a Bray.

—Lo sabré en cuarenta y ocho horas

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—recordó Scofield.

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18El pesquero se aproximó a la costaitaliana. Los vientos invernales eranturbulentos, las corrientes violentas y elbarco lento; les había tomado cerca dediecisiete horas hacer la travesía desdeBastia. Pronto anochecería, y bajaríanun pequeño bote salvavidas a uncostado, para llevar a Scofield yAntonia a tierra.

Además de llevarles a Italia, endonde empezaría la cacería de la familiadel conde Alberto Scozzi, la indolente ytediosa jornada sirvió a otro propósitopara Bray. Tuvo el suficiente tiempo

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para saber algo más sobre AntoniaGravet, pues ése era el apellido de lamuchacha ya que su padre fue unsargento francés, de artillería,estacionado en Córcega durante laSegunda Guerra Mundial.

—Así que, como verá —había dichoella, esbozando una sonrisa en suslabios—, mis lecciones de francésfueron muy económicas. Bastaba conponer de mal humor a papá, que nuncase sentía cómodo en el idioma de mimadre.

Excepto por algunos momentos enque su mente volvía a recordarlosucedido en Porto Vecchio, se había

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efectuado un cambio en ella. Empezó areír, y en sus ojos castaños se reflejabauna risa brillante, contagiosa, a vecescasi maniática, como si el acto de reírfuera en sí mismo un alivio necesario.Era casi imposible para Scofieldreconocer que la muchacha sentada a sulado, vestida con pantalones caqui y unachamarra desgarrada, era la mismamujer que se había mostrado tan hosca yreservada. O la que dio órdenes en lascolinas y empuñado la Lupo con tantaeficacia. Les faltaban unos minutos parapasar al bote salvavidas, cuando él lepreguntó acerca de la Lupo.

—Pasé por una fase, por la que creo

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que todos pasamos. Una época en quelos drásticos cambios sociales sóloparecían posibles por medio de laviolencia. Esos maniáticos de laBrigada Roja sabían cómo manejarnos.

—¿Las Brigadas? ¿Estuvo usted conlas Brigadas Rojas?

—Pasé varias semanas en un campoBrigatisti, en Medicina —asintió lamuchacha—, aprendiendo a disparararmas, escalar paredes y ocultarcontrabando, aunque nunca llegué ahacer bien ninguna de esas cosas, hastaque una mañana un joven estudiante, unmuchachito, murió en lo que los líderesllamaron un «accidente de

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entrenamiento». Una expresión muymilitar, pero ellos no eran soldados.Sólo brutos y matones, que poseíancuchillos y pistolas. El muchacho murióen mis brazos, mientras la sangre lemanaba de la herida… sus ojosasustados y aturdidos. Apenas loconocía, pero cuando murió no pudesoportarlo. Las pistolas, los cuchillos ylos garrotes no eran el camino; esanoche abandoné el campo y regresé aBolonia. De modo que lo que usted vioen Porto Vecchio era fingido. Estabaoscuro y usted no pudo ver el miedo enmis ojos.

El estuvo en lo cierto: ella no era

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material para las barricadas.—Sabe —dijo Scofield lentamente

—. Vamos a estar juntos durantebastante tiempo.

—No hemos llegado a un acuerdosobre esa cuestión —aclaró ella, sin queahora hubiera miedo en sus ojos.

—¿Qué cuestión?—Adónde iré. Usted y el ruso

dijeron que yo debía confiar en ustedes,salir de Córcega y no decir nada. Bien,signore, hemos salido de Córcega y heconfiado en ustedes. No me heescapado.

—¿Por qué no lo ha hecho?Antonia hizo una breve pausa.

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—Por miedo, y usted lo sabe.Ustedes no son hombres normales.Hablan cortésmente, pero se mueven condemasiada rapidez. Creo que en el fondoson lo que esos locos de la BrigadaRoja quisieran ser. Ustedes me danmiedo.

—¿Y eso la detiene?—El ruso quería matarme. Me

observaba de cerca; me hubieradisparado en el instante en que pensaraque yo iba a salir corriendo.

—En realidad, no quería matarla yno lo hubiese hecho. Estaba únicamenteenviando un mensaje.

—No entiendo.

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—No tiene que entenderlo; ustedestaba a salvo.

—¿Estoy a salvo ahora? ¿Aceptaránmi palabra de que no diré nada y medejarán ir?

—¿Adónde?—A Bolonia. Siempre podré

conseguir trabajo allí.—¿Haciendo qué?—Nada muy impresionante. Me

emplean como investigadora de laUniversidad. Busco estadísticasaburridas, para los professori queescriben sus aburridos libros y artículos.

—¿Investigadora? —Bray sonriópara sí—. Debe ser muy precisa.

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—¿En qué hay que ser precisa? Loshechos son hechos. ¿Me dejarán regresara Bolonia?

—Entonces, ¿su trabajo no es detiempo completo?

—Es un trabajo que me gusta —replicó Antonia—. Trabajo cuandoquiero y me deja tiempo para otrascosas.

—Usted es en realidad unatrabajadora independiente, con supropio negocio —comentó Scofield entono divertido—. Esa es la esencia delcapitalismo, ¿no es así?

—¡Es usted exasperante! ¡Hacepreguntas, pero no contesta las mías!

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—Perdón. Es una característica demi ocupación. ¿Cuál era su pregunta?

—¿Me dejarán ir? ¿Aceptarán mipalabra? ¿Confiarán en mí? ¿O deboesperar el momento en que no esténvigilándome y escapar?

—Yo no haría eso, si estuviera en sucaso —replicó Bray cortésmente—.Mire, usted es una persona honesta. Unono encuentra muchas así. Hace un minutodijo que no había escapado antes porquetenía miedo de hacerlo, no porqueconfiaba en nosotros. Eso es serhonesto. Usted nos trajo hasta Bastia.Ahora sea honesta conmigo. Viendo loque vio en Porto Vecchio, sabiendo lo

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que sabe, ¿hasta qué punto podemosconfiar en su palabra?

En el centro del barco, cuatrohombres bajaban el bote salvavidas, porla borda; Antonia observaba lamaniobra, al responder:

—Está siendo injusto. Usted sabe loque vi, y lo que me dijo. Cuando piensoen ello, quisiera gritar y… —no acabósu frase; se volvió hacia él, concansancio en la voz—: ¿Hasta qué puntopueden confiar en mi palabra? No lo sé.Entonces, ¿qué me queda? ¿Será usteden lugar del ruso el que dispare la bala?

—Yo podría ofrecerle un trabajo.—No quiero trabajar para usted.

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—Veremos —soslayó Bray.—Venite subito, signori. La lancia

va partire.El bote estaba en el agua. Scofield

cogió la maleta de tela y se puso de pie.Ofreció una mano a Antonia.

—Venga. He tratado con gente másaccesible que usted.

Eso era cierto. El podía matar a esamujer si se viera obligado a hacerlo. Noobstante, trataría de no verse obligado.

¿Dónde estaba ahora la nueva vidade Beowulf Agate?

Por Dios que odiaba ésta.

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Bray tomó un taxi en Fiumicino; elconductor no quería al principio aceptarun viaje a Roma, pero cambió deopinión instantáneamente al ver eldinero en la mano de Scofield. Hicieronuna parada para comer algo rápidamentey lograron llegar al centro de la ciudadantes de las ocho. Las calles estabanrepletas, al igual que las tiendas.

—Estaciónese en ese lugar —ordenóBray al conductor. Se encontraban frentea una tienda de ropa—. Esperen aquí —agregó, incluyendo a Antonia en suorden—. Adivinaré su talla —informó

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abriendo la puerta.—¿Qué va a hacer? —preguntó la

muchacha.—Una transformación —replicó

Scofield—. Usted no puede entrar enuna tienda decente, vestida así.

Cinco minutos después regresó conuna caja que contenía pantalones de dril,una blusa blanca y un suéter de lana.

—Póngase esto —solicitó.—¡Está usted loco!—El pudor la favorece, pero

tenemos prisa. Las tiendas cierran enuna hora. Yo tengo qué ponerme, perousted no —se volvió al conductor, quetenía los ojos clavados en el retrovisor

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—. Veo que entiende más inglés del quecreía —le dijo en italiano—. Dé unavuelta a la manzana. Le diré adónde ir—abrió la maleta de tela y sacó unachaqueta de lana.

Antonia se cambió en la partetrasera del taxi, mirando con frecuenciaa Scofield. Mientras se quitaba lospantalones caqui y se ponía los de dril,las luces de la calle alumbraron suslargas piernas. Bray apartó la vista,aunque estaba consciente de lo que veíade soslayo. No había poseído a unamujer desde hacía mucho tiempo, ytampoco poseería a ésta. Era posibleque tuviera que matarla.

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Se puso el suéter sobre la blusa;aunque suelto, no ocultaba la forma desus senos, y Scofield trató de fijar susojos en los de ella.

—Eso está mejor. Hemoscompletado la primera fase.

—Es usted muy generoso, pero yo nohabría elegido esta ropa.

—La puede tirar en una hora. Sialguien le pregunta, usted viaja en uncrucero de Ladispoli. —Se dirigió denuevo al taxista—: Vaya a la VíaCondotti. Allí le pagaré, pues ya no lonecesitaremos más.

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La tienda de la Vía Condotti estabadedicada a una clientela rica, y eraobvio que Antonia Gravet nunca habíaentrado a un establecimiento de eseestilo. Obvio para Bray, aunque dudabaque lo fuera para los demás. Porque ellatenía innato buen gusto. Podía haberseentusiasmado ante la abundancia yriqueza de las prendas exhibidas, peroera el control personificado. Era laelegancia que Bray había observado enel sucio café del muelle de Bastia.

—¿Le gusta? —preguntó ella,saliendo de un cuarto de prueba, con un

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vestido de seda oscuro, bastantediscreto, un sombrero blanco de anchasalas y un par de zapatos, tambiénblancos, de tacón alto.

—Está muy bien —aprobó Scofield,y se refería a las prendas, a ella y a todolo que veía.

—Siento que estoy traicionando atodas las cosas en que he creído durantetanto tiempo —agregó ella por lo bajo—. Estos precios podrían alimentar adiez familias durante un mes. Vámonos aotro lado.

—No tenemos tiempo. Lléveselas ycompre un abrigo o algo por el estilo, ycualquier otra cosa que necesite.

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—Está usted loco.—Estoy apurado.Desde una cabina telefónica en la

Vía Sistina llamó a una pensione de laPiazza Navona, donde se había alojadocon frecuencia cuando estaba en Roma.El casero y su esposa no sabían nadaacerca de Scofield, nunca mostrabancuriosidad con respecto a suspensionistas temporales, excepto queBray daba generosas propinas cuando sehospedaba allí. El casero se mostrócontento de que morase allí esa noche.

La Piazza Navona estaba llena degente; siempre lo estaba, lo queresultaba un lugar ideal para un hombre

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de su profesión. Las fuentes Bernini eranuna gran atracción, tanto para turistascomo para ciudadanos, con abundanciade cafés al aire libre. Scofield siemprehabía considerado que una mesa en unaplaza llena de gente era un buen lugarpara descubrir si alguien le estásiguiendo a uno. Pero ahora no eranecesario preocuparse por esas cosas.

Ahora, lo importante era dormir,dejar que la mente se aclarara por símisma. A la mañana siguiente habría quetomar una decisión. La vida o la muertede la mujer que se encontraba a su lado,a la que guiaba por la plaza hacia unviejo edificio de piedra, a la puerta de

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la pensione.La habitación tenía un techo alto y

enormes ventanas, que daban a la plazatres pisos más abajo. Bray empujó elsofá contra la puerta e indicó la cama alotro lado de la habitación.

Ninguno de los dos dormimos muchoen el maldito barco. Será bueno quedescanse.

Antonia abrió una de las cajas de latienda de la Vía Condotti y sacó elvestido de seda.

—¿Por qué me compró estas prendastan caras?

Mañana iremos a un par de lugaresen los que tendrá que estar bien vestida.

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—¿Por qué vamos a esos lugares?Sin duda, deben ser extravagantes.

—En realidad, no. Hay alguna gentea quien tengo que ver, y quiero que ustedvenga conmigo.

—Quería darle las gracias. Nunca hetenido una ropa tan bella.

—No tiene por qué. —Bray fue a lacama y quitó la colcha; luego, volvió alsofá—. ¿Por qué salió de Bolonia y sefue a Córcega?

—Más preguntas —observó ellacalladamente.

—Tengo curiosidad, eso es todo.—Ya se lo dije. Quería alejarme de

todo por algún tiempo. ¿No es esa una

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buena razón?—No es una explicación muy buena.—Es la que yo prefiero dar —

evadió, estudiando el vestido en susmanos.

Scofield echó la colcha sobre elsofá.

—¿Por qué Córcega?—Usted vio ese valle. Es aislado,

apacible. Un buen lugar para pensar.—Desde luego que es aislado; y eso

lo hace un buen lugar para esconderse.¿Se escondía usted de alguien, o dealgo?

—¿Por qué dice usted esas cosas?—Tengo que saberlo. ¿Se estaba

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usted escondiendo?—No, de nada que usted pudiera

entender.—Póngame a prueba.—¡Déjeme en paz! —Antonia alzó el

vestido hacia él—. Tome sus ropas.Tome todo lo que quiera de mí, ¡no se lopuedo impedir! ¡Pero déjeme en paz!

Bray se acercó a ella. Por primeravez vio temor en sus ojos.

—Creo que es mejor que me lo diga.Todo eso acerca de Bolonia… era unamentira. Usted no volvería allá, aunquepudiera. ¿Por qué?

Ella lo miró por un instante, sus ojoscastaños relucientes. Cuando empezó a

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hablar se dio la vuelta, hasta la ventanaque daba a la Piazza Navona.

—Será mejor que lo sepa de unavez, ya no importa… Usted se equivoca.Puedo volver; me esperan. Y si novuelvo, algún día vendrán a buscarme.

—¿Quiénes?—Los líderes de las Brigadas Rojas.

Le conté en el barco cómo me habíaescapado del campo, en Medicina. Esofue hace un año, y durante ese tiempo hevivido una vida de mentira, muchomayor de la que le he contado. Meencontraron y me sometieron a juicio enel Tribunal Rojo; ellos le llaman elTribunal Rojo de Justicia

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Revolucionaria. Allí las sentencias demuerte no son frases huecas, sonejecuciones muy reales, como el mundolo sabe ahora…

»Yo no había sido adoctrinada, y,sin embargo, conocía la ubicación delcampo y fui testigo de la muerte delmuchacho. Y lo más comprometedor:había huido. No podían confiar en mí.Por supuesto, eso no tenía importanciaen comparación con los objetivos de larevolución; dijeron que demostré serinsignificante. Una traidora.

»Vi lo que venía, así que supliquéque me dejaran vivir. Les dije que era laamante del muchacho, de modo que mi

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reacción, aunque no fue digna de elogio,resultaba comprensible. Insistí en que nohabía dicho nada a nadie, y menos a lapolicía. Estaba tan dedicada a larevolución, como cualquier otra personaen el tribunal. Más que la mayoría, puesvenía de una familia realmente pobre.

»A mi manera fui persuasiva, perohabía algo más a mi favor. Para entenderesto, usted debe saber cómo seorganizan esos grupos. Siempre existeun núcleo de hombres fuertes, y entreellos hay uno o dos que se disputan elliderato, como lobos machos en lamanada, qué gruñen, que tratan dedominar, que eligen sus parejas como

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quieren, por eso es parte del dominio.Un hombre así me quería a mi. Era,probablemente, el más perverso delgrupo: los demás le tenían miedo, y yotambién.

»Pero me podía salvar la vida, ytomé esa decisión. Viví con él durantemás de un año, odiando cada día,detestando las noches en que me poseía,aborreciéndome a mí misma, tanto comolo aborrecía a él.

»Sin embargo, no podía hacer nada.Vivía dominada por el terror; en unterror espantoso de que mi más ligeromovimiento pudiera ser malinterpretado, y que me volaran la

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cabeza… lo cual era su método favoritode ejecución. Usted me preguntaba porqué no me escapé de usted y del ruso.Quizá ahora lo entienda mejor; lascondiciones para sobrevivir no erannuevas para mí. Escapar significaba lamuerte; escapar de ustedes ahoratambién significa la muerte. Fui cautivaen Bolonia, y me convertí en cautiva enPorto Vecchio… y ahora sigo siendocautiva en Roma. Estoy cansada detodos ustedes. No lo puedo soportarmucho más. Llegará el momento yescaparé… y usted disparará.

Volvió a ofrecerle el vestido.—Tome su ropa, signore Scofield.

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Soy más veloz en pantalones. Bray no semovió, ni hizo objeción alguna pormedio del gesto o la voz. Casi sonrió,pero tampoco logró hacer esto.

—Me alegra saber que su sentidodel fatalismo no incluye el suicidiointencional. Quiero decir, usted esperadarnos una oportunidad.

—Puede contar con ella —afirmóAntonia, dejando caer el vestido alsuelo.

—Yo no te mataré, Antonia.Ella rió, callada y burlonamente.—Oh, sí, lo hará. Usted y el ruso son

de los peores. En Bolonia matan confuego en los ojos, con un grito de

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combate. Ustedes matan sin emoción…sin ninguna necesidad interna.

Una vez lo hice así. Uno lo supera.No hay compulsión, sino sólonecesidad. Por favor, no hables deestas cosas. La forma en que has vividoes lo que te salva de la ejecución; esoes todo lo que necesitas saber.

—No voy a discutir contigo. No dijeque no podría, o que no lo haría;sencillamente dije que no lo haré. Loque estoy tratando de decirte es que untienes que escapar.

La muchacha frunció el entrecejo.—¿Por qué?—Porque te necesito. —Scofield se

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arrodilló, recogió el vestido y se loentregó—. Todo lo que tengo que haceres convencerte de que tú me necesitas amí.

—¿Para salvarme la vida?—En todo caso, para devolvértela.

No estoy seguro en qué forma, peroespero que mejor que antes. Sin temor,al final de cuentas.

—«Al final de cuentas» está muylejos. ¿Por qué debo creerle?

—Porque no tienes alternativa. No tepuedo dar otra respuesta hasta queconozca mejor la situación. Peroempecemos por el hecho de que lasBrigadas no están confinadas a Bolonia.

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Dijiste que si no volvías, vendrían abuscarte, Sus… manadas… vagarían portoda Italia. ¿Por cuánto tiempo podrásocultarte hasta que te encuentren, si deveras quieren encontrarte?

—Podría haberme ocultado duranteaños, en Córcega, en Porto Vecchio.Allí nunca me hubieran encontrado.

—Eso ya no es posible, y aunque lofuera, ¿ese es el tipo de vida quequerías? ¿Pasar tu vida como unareclusa en esas malditas montañas? Loshombres que mataron a la anciana no sondiferentes a los de las Brigadas. Unoquiere conservar su mundo y susasquerosos secretos, y matará por ello.

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El otro quiere cambiar el mundo pormedio del terror, y matará todos los díaspara lograrlo.

Están conectados, créeme. Es laconexión que Taleniekov y yo estamosbuscando. Y será mejor que laencontremos antes de que los maniáticosnos destrocen a todos. Tu abuela lo dijo:Está ocurriendo por todos lados. Dejade esconderte. Ayúdanos. Ayúdame.

—No hay forma en que te puedaayudar.

—No sabes lo que te voy a pedir.—Sí, lo sé. ¡Quieres que regrese!—Más tarde, tal vez. No ahora.—¡No lo haré! Son unos cerdos. ¡El

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es el más cerdo del mundo!—Entonces elimínalo del mundo.

Elimínalos a ellos. No dejes queprosperen, no dejes que te hagan suprisionera, ya sea en Córcega o encualquier otro lado. ¿No entiendes? Teencontrarán si creen que eres unaamenaza para ellos. ¿Quieres volverasí? ¿A una ejecución?

Antonia se apartó, detenida por elsofá que Bray había colocado frente a lapuerta.

—¿Cómo me encontrarían? ¿Con tuayuda?

—No —rehusó Scofield, quepermanecía inmóvil—. No tendría que

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ayudarles.—Hay cientos de lugares a donde

podría ir…—Y ellos tienen miles de maneras

de seguirte la pista…—¡Eso es mentira! —gritó Antonia,

volviéndose hacia él—. No tienen esosmétodos.

—Creo que sí. Los grupos como lasBrigadas, de todas partes recibeninformación, financiamiento, acceso aequipo sofisticado, aunque la mayoríade las veces no saben cómo ni por qué.Todos son soldados de infantería y ahíestá la ironía, pero te encontrarán.

—¿Soldados para qué?

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—Para el Matarese.—¡Es una locura!—Quisiera que lo fuera, pero me

temo que no. Demasiadas cosas hanpasado ya para que sean coincidencia.Hombres que creían en la paz han sidoasesinados; un estadista respetado porambos bandos fue al otro lado y hablóde ello. Desapareció. Eso ocurre enWashington, en Moscú… en Italia y enCórcega, y Dios sabe en cuántos lugaresmás. Está ahí, pero no lo podemos ver.Lo único que sé es que tenemos queencontrarlo, y esa anciana en lasmontañas nos dio la primerainformación concreta que podemos

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seguir. Ella entregó lo que le quedaba devida, para ofrecérnosla. Aunque estabaciega, veía… porque ella estaba allícuando todo comenzó.

—¡Palabras!—Hechos. Nombres.Se oyó un ruido que no era parte del

zumbido de la plaza de abajo, sino alotro lado de la puerta. Todo sonido esparte de un sistema o bien algo muyespecial; este era muy especial. Unapisada, un cambio de paso, el roce decuero contra piedra. Bray puso su índiceen los labios, y por señas indicó aAntonia que se moviera al extremoizquierdo del sofá, mientras él avanzaba

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rápidamente al extremo derecho. Ellaestaba aturdida; no había escuchadonada. Con gestos, él pidió que leayudara a levantar el sofá y alejarlo dela puerta. Suavemente, en silencio.

Así lo hicieron.Con la mano indicó que se moviera a

una esquina, sacó su Browning yreasumió su tono normal deconversación. Se acercó lentamentehacia la puerta, aunque su rostro seapartaba de ella.

—Los restaurantes no están muyllenos. Vamos a Tre Scalini para comeralgo…

Abrió la puerta, pero no había nadie

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en el pasillo. Sin embargo, no se habíaequivocado; sabía que oyó algo; losaños le enseñaron a no cometer erroresal respecto. Y los años también leenseñaron cuándo debía enfurecerseconsigo mismo si se descuidaba. DesdeFiumicino había sido muy descuidado,haciendo caso omiso de lasprobabilidades de que lo vigilaran.Roma no era un punto clave: después delexceso de tráfico de hacía cuatro años,la CIA, Operaciones Consulares y elKGB redujeron sus actividades almínimo. Habían pasado más de oncemeses desde que estuvo en la ciudad, ylos informes de entonces no revelaban

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que operara en ella ningún agente deimportancia, las operaciones deinteligencia habían disminuido en Romadurante el último año: así que, ¿quiénpodía andar por allí?

Alguien andaba por allí y sabía quelo habían localizado. Momentos antesestaba junto a la puerta, escuchando. Elrepentino cese de la conversación pusosobre aviso a quien estuviera allí, a lasombra del cuadrado vestíbulo, o en lasescaleras.

Maldita sea, pensó Brayairadamente, mientras caminaba por elhueco de la escalera; ¿había olvidadolos mensajes de alerta que se enviaron

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por todo el mundo? El era un fugitivo yse había descuidado. ¿Dónde lo podríanhaber localizado? ¿En la Vía Condotti?¿Al cruzar la Piazza?

Oyó un zumbido, y su instinto le dijoque su reacción fue demasiado tardía. Setiró a la derecha para aminorar elimpacto del golpe.

A sus espaldas se abrió de repenteuna puerta, y una figura que era sólo untrazo borroso se aproximó con el brazoen alto, pero solamente por un instante.Lo bajó de golpe, y el dolor se leextendió desde la base del cráneo hastael pecho, bajando hasta la rótula de lasrodillas, donde pareció estacionarse,

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provocando el colpaso y la oscuridad.Sus ojos parpadearon y se llenaron

de lágrimas de dolor, lo cual lodesorientó, aunque en cierta forma leproporcionó alivio. ¿Cuánto tiempoestuvo tendido en el suelo del vestíbulo?No lo sabía; pero, sin embargo,presentía que no debió ser mucho.

Se levantó lentamente y miró elreloj. Había estado sin conocimientoquince minutos; si no se hubiera dejadocaer en el instante del impacto, eltiempo transcurrido habría sido casi deuna hora.

¿Por qué estaba allí solo? ¿Dóndeestaba su antagonista? ¡No tenía sentido!

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Lo habían vencido, y después dejadosolo. ¿Con qué objeto?

Escuchó un lamento apagado, querápidamente cesó, y se volviódesconcertado hacia el lugar de dondeprovenía. Entonces se desvaneció sudesconcierto. El no era el blanco, ninunca lo había sido. Era ella, Antonia.Era a ella a quien habían visto, no a él.

Scofield se puso en pie y se apoyóen la barandilla; miró al suelo, a sualrededor. La Browning habíadesaparecido, naturalmente, y no teníaninguna otra arma. Pero le quedaba unaventaja: estaba consciente. Su asaltanteno lo esperaría; sabía precisamente

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dónde golpear con la culata de supistola; en su mente, su víctima estaríainconsciente por muchos minutos más delos que habían pasado. Dominar a esehombre no sería un problema difícil.

Bray caminó silenciosamente haciala puerta de la habitación y pegó el oídoa la madera. Los quejidos eran ahoramás pronunciados. Gritos agudos dedolor, acallados abruptamente. Unafuerte mano apretada contra una boca,dedos presionando la carne, ahogandotodo menos los quejidos. Y tambiénhabía palabras en crudo italiano.

—¡Puta! ¡Cerda! ¡Se trataba deMarsella! ¡Novecientas mil liras! ¡Dos o

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tres semanas a lo más! Enviamos anuestra gente; no estabas allí. Eltampoco estaba allí. ¡Ningún correo dedrogas había sabido de ti! ¡Mentirosa!¡Puta! ¿Dónde estabas? ¿Qué has hecho?¡Traidora!

Surgió de repente un grito, cortadoaún más repentinamente; era el llantogutural que seguía al tormento de lacauterización. ¿Qué estaba ocurriendo?¡Por todos los cielos! Scofield golpeó lapuerta con la mano, y gritó como si sóloestuviera medio consciente,incoherentemente, sus palabras apenascomprensibles.

—¡Deténgase! ¡Deténgase! ¿Qué es

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esto? No puedo… no puedo… ¡Espere!¡Correré abajo! Hay policías en laplaza. ¡Traeré a la policía!

Pisoteó el suelo de piedra como sicorriera, disminuyendo sus gritos comosi se alejara, hasta quedar en silencio.Pegó la espalda contra la pared yesperó, escuchando la conmoción deadentro. Oyó manotadas y sofocadosgritos de dolor.

De pronto se oyó un ruido sordo. Uncuerpo, el de Antonia, golpeando lapuerta, y luego ésta se abrió y lamuchacha fue lanzada por ella con talfuerza que cayó de rodillas. Lo que Brayvio de ella le suprimió toda reacción.

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No había emoción, sólo movimiento… ylo inevitable: él infligiría castigo.

El hombre pasó corriendo por lapuerta, con el arma al frente, Scofieldagarró con la mano derecha la pistola, ycon el pie izquierdo golpeó brutalmentelas partes nobles del atacante. Elhombre hizo una mueca de sorpresa yrepentina agonía; el revólver cayó alsuelo, y el metal resonó contra la piedra.Bray agarró al hombre por la garganta ygolpeó su cabeza contra la pared,mientras le atenazaba el cuello en elhueco de la puerta. Manteniendo alitaliano erecto, martilleó con el puño laparte baja del tronco y pudo escuchar el

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sonido de los huesos al partirse. Hundióla rodilla en el costado de su enemigo ylo lanzó por la puerta hacia lahabitación. El italiano chocó contra elsofá y cayó, sin conocimiento, al otrolado del suelo. Scofield se volviócorriendo hacia Antonia.

Ahora que podía permitirsereaccionar, se sintió enfermo. El rostrode la muchacha estaba magullado; venasrojas como patas de araña se extendíanpor las hinchazones causadas porrepetidos golpes a la cabeza. El rabillodel ojo izquierdo estaba tan golpeadoque la piel se había partido; dos chorrosde sangre corrían por su mejilla. Le

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habían quitado el suéter a la fuerza, ydesgarrado la blusa blanca, dejandonada más jirones de tela. El sostén se lodebieron arrancar de un jalón, puesahora le colgaba de un hombro.

Pero era la carne de esa parteexpuesta de su cuerpo lo que le hizohacer un gesto de repulsión. Habíaquemaduras de cigarrillos, horriblescírculos diminutos de carne chamuscada,que subían desde su zona pélvica,pasaban por el estómago y llegaban a suseno derecho, hasta el pezón.

El hombre que le hizo eso no era uninterrogador en busca de información;ese papel era secundario. Era un sádico

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que satisfacía su aberración de lamanera más brutal y rápida que podía. YBray no había acabado aún con aquelhombre.

Antonia gemía, moviendo la cabezade un lado a otro, suplicando que no lehicieran más daño. El la tomó en susbrazos y la llevó a la habitación,cerrando la puerta con el pie, rodeandoel sofá, pasando sobre el cuerpoinconsciente del hombre en el suelo,hasta la cama. Allí la depositósuavemente y se sentó a su lado.

—Todo está bien, se acabó. Ya no tetocará más —sintió sus lágrimas junto asu rostro y luego se dio cuenta de que

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ella le había echado los brazos alcuello. De repente lo estaba abrazandoferozmente, mientras su cuerpo temblabay los gritos de su garganta eran súplicaspara evitar dolor inmediato. Rogaba quela liberara de un tormento que habíaestado dentro de ella por largo tiempo.Pero no era ahora el momento deindagar; sus heridas tenían que serexaminadas y curadas.

Había un médico en la Viale Regina,y un hombre en el suelo con quien teníacuentas pendientes. Llevar a Antoniapodría presentar dificultades, a menosque lograra calmarla; despachar alsádico en el suelo sería sencillo. Podría

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incluso tener un resultado práctico.Llamaría a la policía desde una

cabina telefónica en algún lugar de laciudad y les indicaría dónde estaba lapensione. Allí encontrarían a un hombrecon su arma y un tosco letrero sobre sucuerpo inconsciente: Brigatisti.

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19El doctor cerró la puerta del consultorioy habló en inglés. Había estudiado enLondres, en donde lo reclutó lainteligencia británica. Scofield loconoció durante la maniobra entreOperaciones Consularesy MI-6. Elhombre era de confianza. Pensaba quetodos los servicios clandestinos estabanalgo locos, pero puesto que losbritánicos le habían pagado los dosúltimos años de escuela médica, élaceptaba su compromiso. Sencillamente,estaba dispuesto a tratar, cuando fueranecesario, a cualquiera de esa gente

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desequilibrada que se dedicaba a taninsensatas tareas. Bray simpatizaba conél.

—Se halla bajo sedativos y miesposa está con ella. Volverá en sí enpocos minutos y entonces podrá ustedentrar.

—¿Cómo se encuentra?Con dolores, pero no durarán. He

tratado las quemaduras con un ungüentoque actúa como anestésico local. Le hedado el frasco. —El doctor encendió uncigarrillo; aún no había concluido—.Debe aplicarse una o dos bolsas dehielo a las contusiones faciales; lashinchazones bajarán pasada la noche.

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Los cortes son de menor importancia yno requieren puntos.

—Entonces está bien —suspiróScofield, aliviado.

—No, no lo está, Bray —rebatió elmédico, exhalando humo—. Bueno,médicamente está bien, y con un poco demaquillaje y anteojos oscuros podráhacer una vida normal para mañana almediodía. Pero no está bien.

—¿Qué quieres decir?—¿La conoces bien?—Apenas. La encontré hace varios

días; el lugar no importa…—Eso no me interesa —interrumpió

el doctor—. Sólo quiero que sepas que

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esta noche no fue la primera vez que leha ocurrido esto. Hay evidencia deanteriores magulladuras, algunasbastante severas.

—¡Dios mío! —Scofield pensóinmediatamente en los gritos de angustiaque escuchara menos de una hora antes—. ¿Qué clase de evidencia?

—Cicatrices de múltipleslaceraciones y quemaduras. Todas ellasdiminutas y colocadas en el lugarpreciso para causar el máximo dolor.

—¿Recientes?—En el último año más o menos,

diría yo. Parte del tejido está todavíasuave, relativamente nuevo.

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—¿Se te ocurre algo?—Sí. Durante traumas severos, la

gente habla de cosas —el doctor sedetuvo y dio una chupada al cigarrillo—. No tengo que decirte eso; tú cuentascon ello.

—Sigue —alentó Bray.—Creo que fue sistemática,

psicológicamente aniquilada. Repetíaciertas frases. Alianza a esto y aquello;lealtad más allá de la muerte y la torturade uno mismo y sus camaradas. Ese tipode basura.

—Los brigatisti son unos cabrones—escupió Bray.

—¿Qué?

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—Olvídalo.—Olvidado. Ella tiene una gran

confusión en su encantadora cabeza.—No tanta como crees. Logró

escapar.—¿Intacta y funcionando? —

preguntó el doctor.—En gran parte.—Entonces, ella es notable.—Es más que eso; es exactamente lo

que yo necesito —aseguró Scofield.—¿Es esa, también, la respuesta

requerida? —El médico no podíaocultar su irritación—. Ustedes nuncadejan de decepcionarme. Las cicatricesde esa mujer no están sólo en su piel,

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Bray. Ha sido sometida a un tratamientobrutalizante.

—Pero está viva. Quisiera estarjunto a ella cuando salga de la anestesia.¿Es posible?

—¿Para que la puedas atraparmientras su mente está sólo viva amedias, para extraer tus propiasrespuestas? —El doctor hizo de nuevouna pausa—. Lo siento; no es de miincumbencia.

—Me gustaría que ella fuera de tuincumbencia si necesita ayuda. Si notienes inconveniente.

El médico se lo quedó mirando,como si le estudiara el rostro.

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—Mis servicios se limitan a lamedicina. Tú lo sabes.

—Lo entiendo. Pero ella no conocea nadie aquí, no es de Roma. ¿Podríaacudir a ti… si alguna de esas cicatricesse abre?

—Dile que me venga a ver sinecesita atención médica, o un amigo —asintió el italiano.

—Te lo agradezco mucho. Y graciaspor otra cosa. Has ajustado variaspiezas en un rompecabezas que no podíadescifrar. Iré con ella ahora, si te parecebien.

—Pasa. Y dile a mi esposa quevenga aquí.

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Scofield tocó la mejilla de Antonia.Yacía inmóvil sobre la cama, pero alsentir el contacto movió la cabeza a unlado, sus labios se entreabrieron, y ungemido de protesta escapó de sugarganta. Las cosas estaban ahora másclaras, la incógnita de Antonia se ibaenfocando más. Porque lo que le faltabaera ese enfoque; él había sido incapazde ver a través de esa opaca pared decristal que ella había erigido entre símisma y el mundo exterior. La enérgicamujer de las colinas, que demostró suvalor sin tener fuerza básica, y que sinembargo pudo enfrentarse a un hombre

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que ella creía que deseaba su muerte, ydecirle que disparara. Y la mujerconvertida en una niña durante latravesía en el barco pesquero, empapadapor el mar, dada a repentinos momentosde contagiosa risa. Esa risa lo habíaconfundido, pero ya no. Era su forma deobtener pequeños periodos de alivio ynormalidad. El barco fue su santuariotemporal; mientras estuviera en el marno sufriría y tenía que aprovechar eso almáximo. Una niña prisionera a la que sele permitía una hora de aire fresco y sol.Tenía que aprovechar el momento yhallar júbilo en él. Aunque no fuera másque para olvidar, porque eran momentos

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breves.Una mente con cicatrices funcionaba

de esa manera. Scofield había vistodemasiadas mentes así, para noreconocer el síndrome una vez quefueron descubiertas las cicatrices. Eldoctor utilizó la frase «tiene una granconfusión en su encantadora cabeza».¿Qué se podía esperar? Antonia Gravethabía pasado su propia eternidad en unlaberinto de dolor. El hecho de quehubiera sobrevivido, de que no fueraahora apenas un vegetal, era no sólonotable… sino el signo del profesional.

Extraño, pensó Bray, pero esaconclusión era el más alto cumplido que

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podía hacerle. En cierto modo, lo hacíasentirse enfermo.

Ella abrió los ojos, parpadeandotemerosamente, sus labios temblando.Luego, pareció reconocerlo; el temor sefue desvaneciendo y el temblor cesó. Elacarició su mejilla de nuevo, y sus ojosreflejaron el agrado que sentía ante elcontacto.

—Grazie —susurró—. Gracias,gracias, gracias.

El se inclinó hacia ella.—Lo sé casi todo —susurró

suavemente—. El doctor me dijo lo quetú habías callado. Ahora dime el resto.¿Qué pasó en Marsella?

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Las lágrimas acudieron a sus ojos ycomenzó a temblar de nuevo.

—¡No! ¡No debes preguntármelo!—Por favor. Tengo que saberlo. No

te pueden tocar; nunca te podrán tocarotra vez.

—¡Viste lo que hacen! ¡Oh, Diosmío! El dolor…

—Ya se acabó. —Scofield le limpiólas lágrimas con sus dedos—.Escúchame. Ahora lo entiendo. Te dijecosas estúpidas, porque no sabía. Claroque quieres alejarte de todo, aislarte,renunciar a la raza humana. Por Diossanto, eso lo entiendo. Pero no puedeshacerlo. Ayúdanos a detenerlos,

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ayúdame a mí a detenerlos. Te hanhecho sufrir tanto, que tienes quehacerles pagar por ello. Antonia.¡Maldita sea!, tienes que encolerizarte.¡Yo te miro y estoy lívido de rabia!

No estuvo seguro a qué se debió; talvez al hecho de que él tenía sentimientospor ella que no trataba de ocultar. Seveía en sus ojos, en sus palabras. Fueralo que fuera, las lágrimas cesaron, susojos castaños resplandecieron, como lohabían hecho en el barco pesquero.Salió a la superficie su cólera y sudeseo de alcanzar una meta. Y empezóacontar el resto de su historia:

—Yo iba a ser la ramera de las

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drogas. La mujer que viaja con eltraficante, manteniendo los ojos abiertosy su cuerpo disponible en todo momento.Mi misión era acostarme con hombres, ocon mujeres si era necesario, y ofrecerlos servicios que desearan. —Antoniase sacudió violentamente, pues el solorecuerdo le causaba repugnancia—. Laramera de las drogas es valiosa para eltraficante, porque puede hacer cosas queél no puede: servir de soborno, deseñuelo o de perro guardián. Yo fui…entrenada. Les hice creer que no teníaresistencia que ofrecer. Se eligió a mitraficante, un animal malhablado que nopodía esperar para poseerme, ya que yo

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había sido la favorita del más fuerte yeso le daba categoría. La perspectiva mehacía enfermar del estómago, perocontaba las horas sabiendo que cada uname acercaba más a lo que había soñadodurante meses. Mi asqueroso traficante yyo fuimos a La Spezia, en donde nosocultaron a bordo de un barco mercantecon destino a Marsella; allíestableceríamos contacto con la personaque se encargaba de los envíos de ladroga.

»El traficante no podía esperar, y yoestaba lista para él. Nos colocaron en unalmacén, bajo la cubierta. El barco iba azarpar en una hora, así que le dije al

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cerdo que tal vez debíamos esperar parano correr el riesgo de que nossorprendieran. Pero él no estabadispuesto a esperar, y yo lo sabía; de locontrario lo hubiera incitado, pues cadaminuto era precioso para mí. Sabía queno podía hacerme a la mar, porque unavez allí mi vida se habría acabado. Mehabía hecho una promesa a mí misma.Me echaría al agua en la noche y meahogaría en paz, en lugar de afrontarMarsella, donde el horror comenzaría denuevo. Pero no fue necesario…

Antonia se detuvo; el dolor delrecuerdo la ahogaba. Bray tomó su manoy la retuvo en la suya.

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—Continúa —la alentó. Ella teníaque contarlo. Era ese momento final elque tenía que encarar y exorcizar; estabaél tan seguro de ello como si fuera en supropia carne.

—El cerdo me quitó el abrigo y mearrancó la blusa del pecho. No leimportaba si yo estaba dispuesta ahacerlo, él tenía que demostrar su fuerzade toro; tenía que violar, porque noestaba aceptando, sino tomando por lafuerza. Me desgarró la falda hastadejarme desnuda ante él. Como unmaniático, se quitó las ropas y se colocóbajo la luz, supongo que para que yopudiera admirar su desnudez.

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»Me agarró del cabello y me forzó aponerme de rodillas… a su cintura… ysentí una repulsión que iba más allá decualquier repulsión jamás sentida. Perosabía que el momento iba a llegar, asíque cerré los ojos y me comporté comoél quería, mientras pensaba en las bellascolinas de Porto Vecchio, donde vivíami abuela… donde pasaría el resto demi vida.

»Y ocurrió. El traficante se me echóencima. Me moví hacia el rollo decuerda, gritando las cosas que miviolador quería oír, y acerqué la manohacia el centro del rollo. Mi momentohabía llegado. Tenía un cuchillo, un

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simple cuchillo de mesa que afilé en unapiedra, que oculté en el rollo de cuerda.Toqué el mango y pensé de nuevo en lasbellas colinas de Porto Vecchio…

»Y mientras esa escoria yacíadesnuda sobre mí, levanté el cuchillotras él y lo hundí en su espalda. Dio ungrito y trató de levantarse, pero la heridaera demasiado profunda. Saqué elcuchillo y lo volví a enterrar una y otravez… y Dios me perdone, otra y otravez. ¡No podía cesar de matar!

Lo había dicho y ahora lloraba sinpoderse contener. Scofield la abrazaba,acariciando su cabello sin decir nadaporque no había nada que decir para

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aliviar su dolor. Finalmente recobró eltremendo control que ella se imponía así misma.

—Tenías que hacerlo. Entiendeseso, ¿no es así? —cuchicheó Bray.

—Sí —asintió ella.—El no merecía vivir, eso está

claro, ¿no?—Sí.—Ese es el primer paso, Antonia.

Tienes que aceptarlo. No estamos en untribunal de justicia donde los abogadospueden discutir filosofías. Para nosotrosla cosa está muy clara. Se trata de unaguerra y uno mata porque, de locontrario, alguien te matará a ti.

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Ella respiró profundamente, sus ojosvagando en su rostro, su mano aún en lade él.

—Eres un hombre extraño. Dices laspalabras acertadas, pero tengo laimpresión de que no te gusta decirlas.

No me gusta decirlas. No me gustaser quien soy. Yo no elegí mi vida, sinoque ella cayó sobre mí. Estoy en untúnel en lo profundo de la tierra, y nopuedo salir de él. Las palabrasacertadas son reconfortantes, y lamayor parte del tiempo las necesitopara no volverme loco.

Bray apretó la mano de ella.—¿Qué pasó después?

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—¿Después de que maté altraficante?

—Después de que mataste al animalque te violó y que te hubiera asesinado.

—Grazie ancora —agradecióAntonia—. Me puse sus ropas, enrollélos pantalones, metí mi cabello bajo sugorra, y rellené su chaqueta con lo quequedaba de mi vestido. Subí como pudea cubierta. El cielo estaba oscuro, perohabía luz en el muelle. Los estibadoresque subían y bajaban por la pasarelacargaban cajas como un ejército dehormigas. Fue sencillo. Me puse en filay me bajé del barco.

—Muy bien —aprobó Scofield, con

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toda sinceridad.—No fue difícil, excepto cuando

puse pie en tierra por primera vez.—¿Por qué? ¿Qué pasó?—Quería gritar. Quería reír y chillar

y correr por el muelle dando alaridos,para anunciar a todos que era libre.¡Libre! Lo demás fue muy fácil. Eltraficante había recibido dinero queestaba en el bolsillo de su pantalón. Eramás que suficiente para llevarme aGénova, donde compré ropa y un pasajepara el avión a Córcega. Estaba enBastia al mediodía siguiente.

—¿Y de ahí a Parto Vecchio?—Sí. ¡Libre!

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—No exactamente. Sólo Dios sabeque la prisión era diferente, pero seguíasaún prisionera. Aquellas colinas eran tucelda.

—Podría haber sido feliz allí por elresto de mi vida. Desde niña amaba elvalle y las montañas.

—Guarda las memorias —aconsejóBray—, pero no trates de volver avivirlas.

Ella giró la cabeza hacia él.—¡Dijiste un día que sí podría!

¡Aquellos hombres deben pagar por loque hicieron! Tú mismo estuviste deacuerda con ello.

—Dije que esperaba que pagaran

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por ello. Y tal vez lo pagarán, pero dejaque otros hagan el trabajo, no tú.Alguien te volará la cabeza si pones unpie en esas colinas.

Scofield le soltó la mano y apartólos cabellos oscuros que habían caídosobre su mejilla cuando se volvió tanabruptamente hacia él. Algo loperturbaba, aunque no estaba seguro delo que era. Algo faltaba: habían dado unsalto gigantesco, pero omitido un paso.

—Sé que no es justo que te pida quehables de ello, pero estoy confundido.Ese tráfico de drogas… ¿cómo seorganiza? Dices que se elige a untraficante, que se designa a una mujer

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para que viaje con él. ¿Ambosestablecen contacto con alguien, enalgún lugar predeterminado?

—Sí. La mujer debe llevar unartículo especial de ropa y el contactose acerca a ella primero. Accede apagar por una hora de su tiempo y se vanjuntos, mientras el traficante los sigue.Si algo pasa, como la intervención de lapolicía, el traficante afirma que él es elmezzano de la muchacha…, sualcahuete.

—Así que el contacto y el traficanteestablecen su relación a través de lamuchacha. ¿Y entonces se hace laentrega de los narcóticos?

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—Creo que no. Ten en cuenta quenunca llegué a hacer un envío completo,pero me parece que el contacto sóloestablece los programas de distribución.Adónde deben llevarse las drogas yquién debe recibirlas. Después de eso,él envía al traficante a una fuente, yutiliza de nuevo a la ramera paraprotegerse.

—Así que si hay algunos arrestos,la… ramera… tiene que aceptar lasconsecuencias.

—Sí. Las autoridades no prestanmucha atención a esas mujeres. Lasdejan salir rápidamente.

—Pero la fuente es descubierta,

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aunque los programas y el traficantequeden protegidos… —Bray miró a lapared, tratando de analizar los hechos,tratando de descubrir la omisión quetanto le perturbaba. ¿Estaba dentro de lapauta?

—La mayor parte de los riesgos sereducen al mínimo —señaló Antonia—.Hasta las entregas se realizan en talforma, que la mercancía puede serabandonada en el último momento. Almenos, eso es lo que me dijeron lasotras muchachas.

—«¿La mayor parte de los riesgos»—repitió Scofield— «se reducen almínimo»?

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—No todos, por supuesto, peromuchos. Está muy bien organizado. Cadapaso tiene en sí un medio de escape.

—¿Organizado? ¿Escape?… —¡Organizado! Eso era. Mínimos riesgos,¡máximas ganancias! Era la pauta, todala pauta. Retornaba al principio, alpropio concepto—. Antonia, dime, ¿dedónde venían los contactos? ¿Cómo secomunicaron las Brigadas, en primerlugar?

—Las Brigadas ganan mucho dinerocon los narcóticos. El mercado dedrogas es su principal fuente deingresos.

—Pero ¿cómo empezó? ¿Cuándo?

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—Hace unos pocos años, cuando lasBrigadas comenzaron a ampliarse.

—No pasó así de repente. ¿Cómoocurrió?

—Sólo te puedo decir lo que oí. Unhombre se acercó a los líderes; variosestaban en la cárcel; les dijo que lebuscaran cuando salieran libres. Que élpodía conducirles a las mayores fuentesde dinero que podía ganarse, sin losgraves riesgos que suponían los robos ylos secuestros.

—En otras palabras —concluyóScofield, pensando rápidamente amedida que hablaba—, él ofreciófinanciarlos en una guerra mayor, con el

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mínimo de esfuerzo. En parejas podíanviajar por tres o cuatro semanas yvolver con unos nueve millones de liras.Setenta mil dólares por un mes detrabajo. Mínimo riesgo, máximasganancias. Muy poca gente involucrada.

—Sí, al principio los contactosvenían de él, de ese hombre. Estos,después condujeron a otros. Comodices, no toma mucha gente y traegrandes cantidades de dinero.

—Para que las Brigadas puedanconcentrarse en su verdadera vocación—completó Bray, sarcásticamente—. Ladesorganización del orden social. Enuna palabra, el terrorismo —se levantó

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de la cama—. Ese hombre que fue a vera los líderes en la cárcel, ¿se mantuvoen contacto con ellos?

Ella frunció el entrecejo.—De nuevo, sólo puedo decirte lo

que oí. No se le volvió a ver después dela segunda entrevista.

—Estoy seguro de que no. Cadanegociación siempre quedaba cincoveces apartada de su origen… unaprogresión geométrica, sin una líneadirecta que seguir. Así es como lohacen.

—¿Quién?—El Matarese.—¿Por qué dices eso? —se lo quedó

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mirando Antonia.—Porque es la única explicación.

Los traficantes de narcóticos, deimportancia, no se mezclarían conmaniáticos como las Brigadas. Es unasituación controlada, una operaciónmontada para financiar el terrorismo,para que el Matarese pueda continuarfinanciando las armas y los asesinatos.En Italia son las Brigadas Rojas; enAlemania, Baader Meinnof; en Líbano,la OLP; en mi país, los Minutemen y losWeathermen, el Ku Klux Klan, el JDL ytodos esos insensatos que ponen bombasen bancos, laboratorios y embajadas.Cada uno financiado en secreto, de

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diferente manera. Todos peones delMatarese, peones maniáticos, y eso es lotemible. Cuanto más se le alimenta, máscrecen, y cuanto más grandes son, mayordaño causarán. —Tomó la mano de ella,casi sin darse cuenta.

—¿Estás convencido de lo que estáocurriendo?

—Ahora más que nunca. Me acabasde mostrar cómo se manipula unapequeña parte de todo el aparato. Yosabía o creía saber, que estaba siendomanipulado, pero no sabía cómo. Ahoralo sé, y no se necesita muchaimaginación para pensar en variaciones.Es una guerra de guerrillas con millares

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de campos de batalla, ninguno de ellosdefinido.

Antonia alzó una mano y sus ojoscastaños se quedaron mirándolo, derepente interrogantes.

—Hablas como si esta guerra fueraalgo nuevo para ti. Con seguridad no esasí. Tú eres un oficial de inteligencia…

—Lo era —corrigió Bray—, ya nolo soy.

—Eso no cambia lo que sabes. Medijiste hace un momento que ciertascosas deben aceptarse, que lostribunales y los avvocati no tenían nadaque hacer, que uno mataba a fin de noser muerto. ¿Es esta guerra tan diferente

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ahora?—Más de lo que puedo explicar —

contestó Scofield, mirando a la blancapared—. Nosotros éramos profesionalesy había reglas, la mayor parte de ellashecha por nosotros, casi todas reglascrueles, pero al menos teníamos reglas ylas respetábamos. Sabíamos lo queestábamos haciendo, y todo teníasentido. Supongo que uno podría decirque sabíamos hasta qué punto llegar. —Se volvió a ella—. Estos son animalessalvajes, sueltos por las calles. Notienen reglas, no saben hasta qué puntollegar, y los que les están financiando noquieren que aprendan jamás. No te

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engañes, son capaces de paralizargobiernos…

Bray se frenó. Acababa de escucharsus propias palabras y lo dejaronestupefacto. Lo había dicho. ¡En unasola frase lo había dicho! Siempreestuvo ahí y ¡ni él ni Taleniekovlograron verlo! Se habían acercado aello, giraron a su alrededor, utilizaronpalabras que se acercaban a sudefinición, pero nunca se enfrentaron aello claramente.

… son capaces de paralizargobiernos…

Cuando la parálisis se propaga, sepierde el control, todas las funciones

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cesan. Se crea un vacío para que unafuerza no paralizada se apodere delorganismo y se posesione del mando.

Ustedes heredarán la tierra.Volverán a tener lo que es suyo. Otraspalabras, pronunciadas por un locosetenta años antes. Y sin embargo, esaspalabras no eran políticas; eran enverdad apolíticas. No se aplicaban afronteras determinadas, ni a una solanación que buscara supremacía. Sedirigían más bien a un consejo, a ungrupo de hombres ligados por un vínculocomún.

Pero aquellos hombres estabanmuertos; ¿quiénes eran ahora? ¿Y qué

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lazo los unía? Ahora. Hoy.—¿Qué ocurre? —preguntó Antonia

al ver la expresión tensa de su rostro.—Existe un plan programado —

explicó Bray, su voz apenas por encimadel susurro—. Está siendo orquestado.El terrorismo aumenta cada mes, comoen un horario. Blackburn, Yurievich,eran experimentos, pruebas para ver lareacción a los más altos niveles.Winthrop dio el grito de alarma en esoscírculos; tenía que ser silenciado. Todoencaja.

—Y tú estás hablando contigomismo. Me agarras de la mano, pero tehablas a ti mismo.

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Scofield la miró y tuvo otropensamiento. Había escuchado doshistorias extraordinarias, de labios dedos mujeres extraordinarias, ambasnarraciones basadas en la violencia, asícomo ambas mujeres estaban ligadas alviolento mundo de Guillaume deMatarese. El moribundo Istrebiteli habíadicho en Moscú que la respuesta podríaestar en Córcega. No fue así, pero lasprimeras pistas para hallar esa respuestasí estuvieron allí. Sin Sofía Pastorini yAntonia Gravet, amante una ydescendiente la otra, no tendrían nada;cada una a su modo proporcionórevelaciones sorprendentes. El enigma

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del Matarese seguía siendo un enigma,pero ya no era inexplicable. Teníaforma; tenía propósito. Hombres ligadospor una causa común, cuyos objetivoseran paralizar a los gobiernos y asumircontrol… heredar la tierra.

Y en ella residía la posibilidad de lacatástrofe: esa misma tierra podríaestallar en el proceso de ser heredada.

—Estoy hablando conmigo mismo—aceptó Bray—, porque he cambiadode opinión. Dije que quería que meayudaras, pero ya has sufrido losuficiente. Hay otras personas, lasencontraré.

—Ya veo. —Antonia se apoyó con

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los codos y se incorporó—. Así nadamás; ¿ya no me necesitan?

—No.—¿Por qué se me consideró

anteriormente?Scofield hizo una pausa antes de

replicar; no sabía hasta qué puntoaceptaría la verdad.

—Tenías razón, era una u otra cosa.Reclutarte o matarte.

—¿Pero ya no es así? ¿Ya no esnecesario matarme? —parpadeóAntonia.

—No. No tendría sentido. No dirásnada. No estabas mintiendo; sé por loque has pasado. No querrás volver a

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ello; te ibas a matar antes de llegar aMarsella. Creo que lo hubieras hecho.

—Entonces, ¿qué va a ser de mí?—Te encontré mientras estabas

escondida, así que te volveré a enviar aotro escondite. Te daré dinero y en lamañana te conseguiré documentos y unvuelo que salga de Roma para un lugarmuy lejano. Escribiré un par de cartas,que entregarás a las personas que yo tediga. Estarás bien. —Bray se detuvo unmomento. No pudo evitarlo; tocó suhinchada mejilla y le apartó un mechónde cabello—. Tal vez encuentres otrovalle en una montaña, Antonia, tan bellocomo el que dejaste, pero con una

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diferencia: allí no serás una prisionera.Nadie en este mundo te volverá amolestar.

—¿Incluso tú, Brandon Scofield?—Sí.—Entonces, creo que es mejor que

me hubieras matado.—¿Qué?—¡No te dejaré! No me puedes

obligar a hacerlo, ni me puedes mandara otro lado porque sea conveniente… Opeor, ¡porque te doy lástima! —lososcuros ojos corsos de Antoniarelucieron de nuevo—. ¿Qué derechotienes? ¿Dónde estabas cuando mehicieron esas cosas terribles? A mí, no a

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ti. ¡No tomes esas decisiones por mí!¡Mátame antes!

—No quiero matarte, no esnecesario. Tú querías ser libre, Antonia.Acéptalo. No seas insensata.

—¡Tú eres el insensato! ¡Te puedoayudar mejor que ninguna otra persona!

—¿Cómo? ¿Como la ramera deltraficante?

—Si es necesario, sí. ¿Por qué no?—Por el amor de Dios, ¿por qué?La muchacha estaba rígida, y dio su

respuesta en voz queda:—Por cosas que has dicho…—Lo sé —interrumpió Scofield—.

Te dije que te encolerizaras.

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—Dijiste algo más. Dijiste que portodo el mundo, las personas que creenen causas, muchas con ira y rebeldía,son manipuladas por otras, alentadas ala violencia y al asesinato. Pues bien, hevisto algo acerca de causas. No todasestán equivocadas, no todos los quecreen en ellas son animales. Muchos denosotros queremos cambiar este mundoinjusto, ¡y tenemos derecho a tratar dehacerlo! Y nadie tiene el derecho deconvertirnos en rameras y asesinos. Túllamas a estos manipuladores elMatarese. Yo te digo que podrán sermás ricos, más poderosos, pero nopeores que las Brigadas, que matan

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niños y convierten a personas como yoen mentirosos y asesinos. Yo sí teayudaré. ¡No me mandarás lejos!

Bray estudió su rostro.—No puedes dejar de hacer

discursos.Antonia sonrió; era una sonrisa

triste, pero contagiosa.—La mayor parte del tiempo es todo

lo que tenemos —y al decir esto lasonrisa desapareció y fue reemplazadapor una tristeza que Scofield no estabaseguro de entender—. Y hay otra cosa.

—¿Qué?—Tú. Te he observado. Eres un

hombre con muchos pesares. Se ve tan

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claramente en tu rostro, como las marcasen mi cuerpo. Pero yo puedo recordarcuándo era feliz. ¿Puedes tú?

—Esa pregunta no viene al caso.—Es importante para mí.—¿Por qué?—Podría decir que me salvaste la

vida y eso sería suficiente, pero esa vidano valía mucho. Tú me has dado algomás: una razón para abandonar lascolinas. Nunca pensé que alguienpudiera hacer eso por mí. Me acabas deofrecer la libertad, pero es demasiadotarde. Ya la tengo, tú me la diste. Estoyrespirando de nuevo. Por eso eresimportante para mí. Me gustaría que

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recordaras cuándo fuiste feliz.—¿Habla ahora la mujer… del

traficante?—No es una ramera. Nunca lo fue.—Lo siento.—No tienes por qué sentirlo. Está

permitido. Y si ese es el regalo quequieres, tómalo. Quisiera creer que hayotros.

Bray sintió un repentino dolor. Laingenuidad de su oferta lo conmovióhasta dolerle. Ella estaba herida y él lahabía vuelto a herir y sabía por qué.Tenía miedo; prefería rameras; noquería acostarse con alguien que leimportara, era mejor no recordar un

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rostro o una voz. Era mejor permaneceren la profundidad de la tierra; habíaestado allí largo tiempo. Y ahora estamujer quería sacarlo de allí y él teníamiedo.

—Aprende las cosas que yo teenseñe, ese será suficiente regalo.

—Entonces, ¿dejarás que me quede?—Acabas de decir que no puedo

hacer otra cosa.—Y lo dije de verdad.—Lo sé. Si pensara lo contrario,

estaría llamando por teléfono a uno delos mejores falsificadores de Roma.

—¿Por qué estamos en Roma? ¿Melo puedes decir ahora?

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Bray no contestó en seguida; luego,asintió con la cabeza:

—¿Por qué no? Para encontrar loque queda de una familia llamadaScozzi.

—¿Es ese uno de los nombres que tedio mi abuela?

—El primero. Eran de Roma.—Todavía están en Roma —dijo

Antonia, como si comentara el estadodel tiempo—. Al menos una rama de lafamilia; no muy lejos de las afueras deRoma.

Sorprendido, Scofield la miró.—¿Cómo lo sabes?—Las Brigadas Rojas. Secuestraron

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a un sobrino de los Scozzi-Paravicini,de una mansión cerca de Tívoli. Lecortaron el dedo índice y se lo enviarona la familia, junto con la demanda derescate.

Scofield se esforzó en recordar lasnoticias de los periódicos; el jovenhabía sido puesto en libertad, pero Brayno recordaba el nombre Scozzi, sóloParavicini. Sin embargo, recordaba algomás: nunca se pagó rescate. Lasnegociaciones fueron intensas, pues lavida del joven estaba en la balanza.Pero se produjo una deserción, y elsobrino fue puesto en libertad por unasustado secuestrador; posteriormente

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varios miembros de las Brigadasmurieron en una emboscada que preparóel desertor.

¿Habrían recibido las BrigadasRojas una lección de alguno de suspatrocinadores invisibles?

—¿Estuviste mezclada en eso? —preguntó él.

—No. Yo estaba en el campo, enMedicina.

—¿Oíste algo?—Bastante. Se hablaba

principalmente de los traidores y decómo había que matarlos en formasbrutales para que sirviera deescarmiento. Los líderes siempre

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hablaban así. En el caso del secuestrode Scozzi-Paravicini, eso era muyimportante para ellos. El traidor habíasido sobornado por los fascistas.

—¿Qué quieres decir por«fascistas»?

—Un banquero que representó a losScozzi hace años. Los intereses deParavicini autorizaron el pago.

—¿Cómo llegaron al traidor?—Con una fuerte cantidad de dinero;

siempre hay maneras. Nadie saberealmente cómo fue.

Bray se levantó de la cama.—No te preguntaré cómo te sientes,

¿pero puedes salir de aquí?

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—Por supuesto —replicó ella, perocerró los ojos al reclinarse a un lado dela cama. Sintió una punzada de dolor;aspiró profundamente y se quedó quietapor un momento; Scofield la sosteníapor los hombros.

—De nuevo no pudo reprimirse yacarició su rostro.

—Las cuarenta y ocho horas hanpasado —musitó suavemente—.Cablegrafiaré a Taleniekov a Helsinki.

—¿Qué significa eso?—Significa que estás viva y bien, y

viviendo en Roma. Ven, te ayudaré avestirte.

Ella levantó los dedos hasta la mano

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de él.—Si hubieras sugerido eso ayer, no

estoy segura de lo que hubiera dicho.—¿Qué dices ahora?—Ayúdame.

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20Había un restaurante de lujo en la VíaFrascati, propiedad de los tres hermanosCrispi; el mayor de ellos manejaba elestablecimiento con la percepción de unladrón consumado y los ojos de unhambriento chacal, ambos enmascaradospor un rostro querúbico y un entusiasmoarrebatador. La mayoría de los quehabitaban las guaridas de terciopelo del a dolce vita romana, adoraba a Crispi,pues él siempre era comprensivo ydiscreto, y la discreción se valorabamás que la simpatía. Los mensajes querecibía pasaban entre los hombres y sus

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queridas, las esposas y sus amantes, losintrigantes y sus víctimas. Era una rocaen un mar de frivolidad, y los frívolosniños de todas las edades lo idolatraban.

Scofield lo usaba. Cinco años antes,cuando los problemas de la OTANllegaron hasta Italia, Bray se acercó a él.Crispi se había mostrado muy dispuestoa colaborar.

Crispi era uno de los hombres queBray quería ver antes de que Antonia ledijera lo de Scozzi-Paravicini; ahora eraimperativo verlo. Si alguien en Romaera capaz de arrojar luz sobre unafamilia aristocrática, como los Scozzi-Paravicini, ése era el efusivo príncipe

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heredero de la bufonería, que era Crispi.Decidió que irían a comer al restaurantede la Vía Frascati.

U n lunch tempranero para Roma,consideró Scofield; dejó la taza de cafésobre la mesa y miró su reloj. Aún noera mediodía, y el sol afuera de laventana calentaba la sala de la suite delhotel, mientras los ruidos del tráficosubían flotando desde la Vía Veneto. Eldoctor había llamado al Excélsior pocodespués de la medianoche y explicado algerente que un acaudalado paciente suyonecesitaba, urgente y confidencialmente,alojamiento. Bray y Antonia fueronrecibidos en la entrada de servicio, y

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también por el elevador de serviciollegaron hasta la suite reservada en eloctavo piso.

Pidió una botella de brandy y sirviótres abundantes copas a Antonia. Elefecto acumulado del alcohol, lamedicina, el dolor y la tensión la habíanconducido al estado que él sabía era elmejor para ella: el sueño. La llevó enbrazos hasta el dormitorio, la desvistió yla metió en la cama, arropándola,acariciando su rostro, resistiendo condolor el deseo de yacer a su lado.

Al volver al sofá de la sala, recordólas ropas de la Vía Condotti; las habíametido en su maleta de lona antes de

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abandonar la pensione. El sombreroblanco se hallaba arrugado, pero elvestido de seda se mantenía bien. Locolgó antes de acostarse a dormir.

Se levantó a las diez y bajó a lastiendas del lobby para comprar unmaquillaje color carne, que cubriera lasmagulladuras de Antonia, y un par deanteojos Gucci para el sol, que parecíanojos de saltamontes. Los dejó, con laropa, en una silla junto a la cama.

Ella los encontró una hora después;lo primero que vio al abrir los ojos fueel vestido.

—¡Eres mi fanciulla personal! —ledijo en voz bastante alta—. Yo soy la

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princesa de un cuento de hadas, y misdoncellas se encargan de todos losdetalles. ¿Qué pensarán mis camaradassocialistas?

—Que tú sabes algo que ellos nosaben —replicó Bray—. Colgarían laefigie de Marx por cambiar de lugarcontigo. Toma un poco de café y vístete.Vamos a comer con un discípulo de losMédicis. Te encantarán sus creenciaspolíticas.

Ahora ella se estaba vistiendo,mientras cantaba fragmentos de unatonada desconocida que sonaba como uncántico marino de Córcega. Habíarecobrado parte de su mente y una

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semblanza de libertad; él esperaba queella pudiera retener ambas. No existíangarantías; la cacería se aceleraría en elrestaurante de la Vía Frascati, y Antoniaparticiparía en ella.

El cántico cesó, reemplazado por elruido de los zapatos de tacón alto, algolpear sobre el piso de mármol. Sedetuvo en la puerta, y el dolor retornó alpecho de Scofield. Su aspecto leconmovió y se sintió extrañamenteindefenso. Y lo que era aún más extraño,por un momento él quería sólo oír suvoz, como si eso confirmara de algunaforma su inmediata presencia. Pero ellano dijo nada. Se quedó ahí, encantadora

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y vulnerable, una niña crecida en buscade aprobación, resentida porque sentíaque necesitaba esa aprobación. Elvestido de seda era de color rojointenso, lo que realzaba su cutisbronceado por el sol de Córcega; elsombrero de ancha ala enmarcaba lamitad de su rostro en blanco, la otramitad, adornada por su largo cabellocastaño. Las estirpes de Francia e Italiase habían fundido felizmente en AntoniaGravet; los resultados eranimpresionantes.

—Te ves estupendamente —alabóBray, levantándose de la silla.

—¿Cubre el maquillaje los golpes

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en mi rostro?—Me he olvidado de ellos, así que

me imagino que sí. ¿Cómo te sientes?—No estoy segura. Creo que el

brandy me hizo tanto daño como elbrigatisti.

—Hay un remedio: unos cuantosvasos de vino.

—Creo que no, gracias.—Como quieras. Te traeré el abrigo;

está en el closet —empezó a cruzar lahabitación, pero se detuvo al verlaecharse para atrás—. No estás bien,¿verdad? Aún duele.

—No, de veras; estoy bien. Losremedios que tu amigo el doctor me dio

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fueron muy buenos, muy calmantes. Esuna buena persona.

—Debes volver a verle cada vezque necesites ayuda. Cada vez que algote moleste.

—Suena como si tú no fueras a estarconmigo —replicó ella—. Creí que yahabíamos llegado a un acuerdo sobreeso. Acepté tu oferta de empleo,¿recuerdas?

—Sería difícil de olvidar —sonrióBray—, pero no hemos definido elempleo. Estaremos juntos durante algúntiempo, en Roma; luego, dependiendo delo que encontremos, yo saldré para otrolado. Tu tarea será trasmitir desde aquí

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mensajes entre Taleniekov y yo.—¿Voy a ser un servicio

telegráfico? —preguntó Antonia—.¿Qué clase de empleo es ese?

—Una tarea vital. Te lo explicarépoco a poco. Vamos, te traeré el abrigo—al decir esto, él vio que sus ojos secerraban otra vez. Le había dado otrasacudida de dolor—. Antonia,escúchame, cuando te duela, no trates deocultarlo; eso no ayuda a nadie. ¿Teduele mucho?

—No, no mucho. Pasará, lo sé. Hepasado por esto antes.

—¿Quieres que vayamos otra vez aldoctor?

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—No, pero gracias por preocuparte.—Mi preocupación es que una

persona no puede funcionar bien cuandosufre. Puede cometer errores debido aldolor. ¡Y no deberás cometer errores!

—Después de todo, puede que tomeese vaso de vino.

—Sí, tómalo, por favor.

Se detuvieron en el vestíbulo delrestaurante, y Bray notó las miradas queAntonia atraía. Más allá del enrejado dela entrada al comedor, el mayor de losCrispi era todo dientes y amabilidad. Alver a Bray se quedó obviamente

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sorprendido; por una fracción desegundo sus ojos se enturbiaron ymostraron preocupación; luego, serecobró y se acercó a ellos.

—¡Benvenuto, amico mio! —exclamó.

—Ha pasado más de un año —recordó Scofield, correspondiendo alfuerte apretón de manos—. Estoy aquíde negocios por sólo un día o dos, yquería que mi amiga probara tufettucini.

Esas palabras significaban que Braydeseaba hablar en privado con Crispi,cuando tuviera la oportunidad.

—¡Es el mejor de Roma, signorina!

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—aseguró Crispi; con un chasquido dededos indicó a uno de sus hermanosmenores que condujera a la pareja a unamesa—. Ya me lo dirá usted misma.Pero antes, tomen un poco de vino, encaso de que la salsa no sea perfecta.

Guiñó el ojo y dio a la mano deScofield un apretón adicional parahacerle saber que había comprendido.Crispi nunca iba a la mesa de Bray, amenos que éste se lo indicara.

Un camarero les trajo una botella dePouilly Fumé, bien fría, cortesía delfratelli; pero sólo después de que elfettucini fue consumido, Crispi fue a lamesa y se sentó en una tercera silla; las

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presentaciones y la charla inicial fueronbreves.

—Antonia trabaja para mí —explicóScofield—, pero nunca debe sermencionada a nadie. ¿Me entiendes?

—Por supuesto.—Ni tampoco debes mencionarme a

mí. Si alguien de la embajada, o dealgún otro lado, te pregunta por mí, nome has visto. ¿Está claro?

—Claro, pero algo insólito.—Es más, nadie debe saber que

estoy aquí. O que estuve aquí.—¿Ni siquiera tu propia gente?Sobre todo, mi propia gente. Mis

órdenes están por encima de los

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intereses de la embajada. Es todo lo quete puedo decir.

Crispi arqueó las cejas, asintiendolentamente.

—¿Desertores?—No puedo decirte más.Los ojos de Crispi se pusieron

serios.—Muy bien, no te he visto, Brandon.

Entonces, ¿por qué estás aquí? ¿Me vasa mandar a alguna gente?

—Sólo Antonia. Cuando ellanecesite ayuda para enviar cables, amí… y a otra persona.

—¿Por qué habría de necesitar miayuda para enviar cables?

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—Quiero que salgan de diferentespuntos de origen, ¿puedes hacerlo?

—Si los idiotas comunisti no hacenhuelga de teléfonos otra vez, no hayproblema. Llamo a un primo enFlorencia, y él manda uno; a unexportador en Atenas o Túnez o TelAviv, y lo mismo. Todos hacen lo quequiere Crispi y nadie pregunta nada.Pero tú ya sabes eso.

—¿Cómo están tus teléfonos? ¿Estánlimpios?

Crispi se echó a reír.—Con lo que saben que se dice en

mis teléfonos, no hay un funcionario enRoma que pudiera permitirse esa

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impertinencia.Scofield recordó a Robert Winthrop

en Washington.—Otro me dijo eso hace poco, y se

equivocó.—No lo dudo —consideró Crispi,

con ojos divertidos—. Perdóname,Brandon, pero ustedes tratan meramentede asuntos de Estado. Nosotros, en laVía Frascati, tratamos asuntos delcorazón. Estos tienen prioridad en loque se refiere a las confidencias.Siempre la han tenido.

Bray devolvió la sonrisa al italiano.—¿Sabes? Puede que tengas razón

—acercó la copa de vino a sus labios—.

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Déjame mencionar un nombre: Scozzi-Paravicini.

Crispi asintió pensativamente.—La sangre busca al dinero, y el

dinero busca a la sangre. ¿Qué más sepuede decir?

—Dilo con claridad.—Los Scozzi son una de las familias

más nobles de Roma. Hasta este día, lavenerable contessa pasa por la Venetoen su Bugatti restaurado conducido porun chofer, y sus hijos son pretendientes atronos abandonados hace largo tiempo.Desafortunadamente, todo lo que tienenson sus pretensiones, y no reúnen milliras entre todos ellos. Los Paravicini

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tenían dinero, mucho dinero, pero ni unagota de sangre decente en sus venas. Fueun matrimonio realizado en loscelestiales tribunales de la convenienciamutua.

—¿El matrimonio de quién?—De la hija de la contessa con el

signore Bernardo Paravicini. Se efectuóhace mucho tiempo; la dote fue debastantes millones; más un sustanciosoempleo para el hijo de la contessa, queobtuvo el título de su padre.

—¿Cómo se llama?—Guillamo. Conde Guillamo

Scozzi.—¿Dónde vive?

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—En donde sus intereses,financieros y de otra especie, le llevan.Tiene una mansión cerca de su hermanaen Tívoli, pero creo que no pasa allámucho tiempo. ¿Por qué preguntas?¿Está conectado con desertores? No meparece probable.

—Puede que no esté enterado que loesté usando gente que trabajaba para él.

—Todavía más improbable. Bajo suencantadora personalidad, está la mentede un Borgia. Créemelo.

—¿Cómo lo sabes?— L o conozco —confirmó Crispi,

sonriendo—. El y yo no somos tandiferentes.

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Bray se inclinó hacia adelante.—Quiero conocerlo. No como

Scofield, por supuesto, sino como otrapersona. ¿Podrías arreglarlo?

—Quizá. Si está en Italia, y creo quesí está. Leí en algún lado que su esposaes una de las patronas de la Feste Villad’Este, que se llevará a cabo mañana enla noche. Es una fiesta de caridad, paralos jardines. El no se la perdería pornada; como dicen, todo Roma estará allí.

—Tu Roma, espero —remarcóScofield—, no la mía.

La contempló al otro lado de la

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habitación del hotel, mientras sacaba lafalda de la caja y la ponía sobre suregazo, como verificando que no tuvieraimperfecciones. El se daba cuenta deque el placer que obtenía al comprarlecosas era desproporcionado. Las ropaseran una necesidad, nada tan sencillocomo eso; pero el saberlo no borraba elcalor que se extendía a través de élmientras la observaba.

La prisionera era libre, susdecisiones restauradas, y aunque ellacomentara acerca de los preciosexorbitantes en el Excélsior, no se negóa que él le comprara ropa en sus tiendas.Había sido un juego. Ella miraba a Bray;

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si él asentía con la cabeza, ella fruncíael entrecejo aparentando estar endesacuerdo, invariablemente mirando elprecio en la etiqueta, pero al finalreconociendo su buen gusto.

Su esposa acostumbraba hacer lomismo en Berlín Occidental. Había sidouno de sus juegos allá. Su Karinesiempre se preocupaba por el dinero.Iban a tener un hijo algún día; el dineroera importante, pues el gobierno no erauna corporación generosa. Ningúnfuncionario del servicio exterior, degrado doce, podía abrir una cuentabancaria en Suiza.

Desde luego que, para entonces,

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Scofield ya la había abierto en Berna. Yen París y Londres y, naturalmente, enBerlín. No se lo había dicho a ella; suverdadera vida profesional nunca lellegó a rozar a ella, hasta que la tocócon brutal decisión. Si las cosashubieran sido de otra manera, élprobablemente le habría dejado una deesas cuentas. Después de que lohubiesen trasferido de OperacionesConsulares a una sección civilizada delDepartamento de Estado.

¡Maldita sea! ¡Así lo iba a hacer!¡Hubiera sido apenas cuestión desemanas!

—Estás muy lejos de aquí.

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—¿Qué? —Bray se llevó el vaso alos labios; era un reflejo, porque yahabía acabado su contenido. Tal vezestaba bebiendo demasiado.

—Me estás mirando, pero no creoque me veas.

—Claro que sí. Echo de menos elsombrero. Me gusta el sombrero blanco.

—No se lleva el sombrero aquí en elcuarto —sonrió ella—. El camarero quenos trajo la cena hubiera creído que erauna tonta.

—Lo llevabas en el restaurante deCrispi.

—En un restaurante es diferente.—Los dos son en el interior —se

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levantó y se sirvió otra copa.—Gracias de nuevo por estas cosas.

—Antonia miró las cajas y bolsas, juntoa la silla—. Es como la noche deNavidad, no sé qué abrir primero —dijoriendo—. ¡Pero nunca hubo una Navidadasí en Córcega! Papá estaría enfadadodurante un mes, a la vista de todo esto.Sí, te doy las gracias.

—No tienes por qué. —Scofield sequedó al lado de la mesa, echando máswhisky en su vaso—. Son parte delequipo. Como una máquina de escribir,o de calcular, o un archivero en unaoficina. Van con el trabajo.

—Ya veo —replicó ella, volviendo

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a meter la falda y la blusa en la caja—.Pero tú, no.

¿Qué dices?—Niente. ¿Te ayuda el whisky a

relajarte?—Yo diría que sí. ¿Quieres uno?—No, gracias. Estoy más relajada

de lo que he estado en mucho tiempo.Sería un desperdicio.

—Cada quién de acuerdo con susnecesidades. O deseos —sentencióScofield, acomodándose en la silla—.Puedes irte a la cama, si quieres.Mañana va a ser un día de bastantetrabajo.

—¿Te molesta mi compañía?

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—No, claro que no.—Pero prefieres estar solo.—No había pensado en eso.Ella solía decir eso. En Berlín

Occidental, cuando había problemas yyo me sentaba solo tratando deadivinar lo que otros estaríanpensando. Ella podía estar hablando yyo no la oía. Se enfadaba, o más biense sentía herida, y decía: «Prefieresestar solo, ¿no es así?». Y era cierto,pero no podía explicarlo. Tal vez si lohubiera explicado… tal vez unaexplicación hubiese servido deadvertencia.

—Si algo te preocupa, ¿por qué no

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hablar de ello?¡Oh, Dios!, sus mismas palabras.

En Berlín Occidental.—¡Deja de tratar de ser otra

persona! —escuchó esa frase quegritaba su propia garganta. Era elwhisky, ¡el maldito whisky!—. Losiento, no quise decir eso —agregó,poniendo el vaso sobre la mesa—. Estoycansado y he bebido demasiado. Noquise decir eso.

—Claro que sí —acusó Antonia,levantándose—. Creo entender ahora.Pero tú también debes entenderlo. Yo nosoy otra persona. He tenido que fingirque era otra, que no era yo, y esa es la

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manera más segura de saber quién eres.Yo soy yo, y tú me ayudaste… aencontrar a esa persona otra vez —sevolvió y caminó rápidamente hacia larecámara, cerrando la puerta tras de sí.

—Toni, lo siento… —Bray selevantó, furioso consigo mismo. En esearranque reveló mucho más de lo quehubiera querido. No toleraba la falta decontrol.

Se oyó un toque en la puerta, yScofield se movió rápidamente. Tocóinstintivamente la funda de su pistola,alrededor del pecho, bajo su chaqueta.Se acercó a la puerta y habló:

—¿Sí? ¿Chi é?

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—Un messagio, signore Pastorini.Da vostro amico Crispi. Di VíaFrascati.

Bray se metió la mano bajo lachaqueta, examinó la cadena de lapuerta, y abrió ésta. En el pasillo estabael camarero de Crispi que sirviera en sumesa. En la mano tenía un sobre queentregó a Scofield a través de la puertaentreabierta. Crispi no había queridocorrer riesgos; su hombre de confianzaera el mensajero.

—Grazie. Un momento —dijo Bray,sacando del bolsillo un billete.

—Prego —replicó el camarero,aceptando la propina.

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Scofield cerró la puerta y rasgó elsobre. Dos boletos color oro estabansujetos a una nota. Los quitó y leyó elmensaje de Crispi, la caligrafía tanflorida como el lenguaje.

El conde Scozzi ha sidoadvertido por el suscrito que unnorteamericano llamado Pastorse presentará a sí mismo en laVilla d’Este. El conde suponeque este Pastor tiene ampliasconexiones con los países de laOPEP, que actúafrecuentemente como agente decompras para ciertos jeques

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empapados de petróleo. Taleshombres nunca discuten esasactividades, así que limítate asonreír y aprende la ubicacióndel Golfo de Arabia. El condeentiende también que Pastor seencuentra meramente devacaciones y busca agradablesdiversiones. Existe laposibilidad de que el conde laspueda ofrecer.

Beso la mano de la bellasignorina.

Ciao.Crispi.

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Bray sonrió. Crispi tenía razón;nadie que ejecutaba servicios deintermediario para los jeques discutíajamás esos servicios. Se manteníanposiciones muy discretas, porque lospremios eran excesivamente altos.Hablaría de otras cosas con el condeGuillamo Scozzi.

Escuchó que se abría el pestillo dela puerta del dormitorio. Hubo unmomento de vacilación antes de queAntonia la abriera. Cuando lo hizo, Brayse dio cuenta de la razón. Se quedóparada en el hueco de la puerta con uncamisón negro que él comprara abajo.Se había quitado el sostén y sus pechos

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se trasparentaban tras la seda, así comosus largas piernas bajo la opacaoscuridad. Estaba descalza, y labronceada piel de sus pantorrillas y sustobillos concordaba perfectamente consus brazos y su rostro. Sus bellos ojososcuros, impresionantes y dulces a lavez, se posaron en los suyos sindesviarse.

—Debes de haberla amado mucho—musitó.

—Sí. Fue hace mucho tiempo.—Parece que no tanto. Me llamaste

Toni. ¿Así se llamaba?—No.—Me alegro. No quisiera que me

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confundieras con otra.—Eso está claro. No volverá a

pasar.Antonia se quedó callada, inmóvil

en el hueco de la puerta, sus ojosbrillantes sin emitir juicio todavía.Cuando habló, lo hizo en forma depregunta.

—¿Por qué te reprimes?—No soy un animal en la bodega de

un buque mercante.—Eso lo sabemos. Te he visto

mirarme y apartar la vista como si nohubiera estado permitido. Estás tenso,pero no buscas alivio.

—Si quiero ese tipo de… alivio…

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sé dónde encontrarlo.—Yo te lo ofrezco.—Tomaré la oferta en

consideración.—¡Basta! —gritó Antonia dando un

paso adelante—. ¿Quieres una ramera?¡Pues piensa en mí como la ramera deltraficante!

—No puedo hacer eso.—¡Entonces no me mires como lo

haces! Una parte de ti conmigo, la otramuy lejos de mí. ¿Qué es lo que quieres?

«Por favor no hagas esto. Déjamedonde estaba, hundido en la tierra,cómodo en mi oscuridad. No me toques,porque si lo haces, morirás. ¿No

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puedes entender eso? Habrá hombresque te pedirán que cruces una barreray te matarán. Déjame con lasprostitutas, con las profesionales, igualque yo soy un profesional. Nosotrosconocemos las reglas; tú, no».

Ella se hallaba delante de él; no lahabía visto acercarse, pero allí estaba.La miró, el rostro de ella inclinadohacia él, sus ojos cerrados, lágrimas apunto de saltar, labios entreabiertos.

Su cuerpo entero estaba temblando,y el miedo la embargaba. Las cicatriceshabían sido arrancadas; él las rasgó,porque ella vio el dolor en sus ojos.

Pero ella no podía borrar su dolor.

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¿Qué la hacía pensar que él podríaborrar el de ella?

Y entonces, como si leyera suspensamientos, ella susurró:

—Si la amabas tanto, ámame a mí unpoco. Tal vez ayude.

Alzó las manos cubriendo la cara deél, sus labios a escasos centímetros delos suyos, sin que su temblordisminuyera por la proximidad. El laabrazó; sus labios se tocaron y el dolorse alivió. Fue arrastrado por un viento;sintió sus propias lágrimas brotar en susojos y caer por sus mejillas,mezclándose con las de ella. Dejó quesus manos resbalaran por su espalda,

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acariciándola, atrayéndola hacia él,sosteniéndola. Por favor, más cerca, lahumedad de su boca lo excitaba,reemplazando el dolor con el deseo detenerla a su lado. Acarició sus pechos;ella bajó su mano y apretó la suya,pegándose junto a él, restregando sucuerpo al ritmo que los fusionaba a losdos.

Ella apartó su boca.—Llévame a la cama. En el nombre

de Dios, tómame. Y ámame. Por favor,ámame un poco.

—Traté de advertirte —susurró él—. Traté de ponernos sobre aviso a losdos.

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«Estaba saliendo de la tierra y enlo alto había luz solar. Y no obstante,en la distancia aún había oscuridad. Ymiedo, que él sentía agudamente. Pero,por el momento, prefirió quedarse a laluz solar, aunque fuera por un cortotiempo. Con ella».

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21La magnificencia de la Villa d’Este nose perdía en el frío de la noche. Sehabían prendido los reflectores eiluminado las hileras de fuentes;millares de cascadas atrapadas por laluz, bajando por los pronunciadosdeclives, en filas dentadas. En el centrode las amplias fuentes, los géiseres sealzaban en la noche, y una sombrilla deespuma rociaba bajo los reflectores,como si fueran diademas. Y en cadaformación de roca construida comocatarata, caían pantallas de plata frente alas antiguas estatuas; santos y centauros

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quedaban empapados en ese esplendor.Los jardines estaban oficialmente

cerrados al público; sólo la gente demás alcurnia de Roma era invitada a laFasta Villa d’Este. Ostensiblemente, supropósito era recaudar fondos para sumantenimiento, para suplementar loscada día más escasos subsidiosgubernamentales; pero Scofield tenía laimpresión de que existía un segundomotivo, no menos deseable:proporcionar una velada en la que laVilla d’Este pudiera ser disfrutada porsus verdaderos herederos, libres delmundo turista. Crispi tenía razón. TodoRoma estaba allí.

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No su Roma, pensó Bray, sintiendolas solapas de terciopelo de su smoking.La Roma de ellos.

Las enormes habitaciones de lamisma Villa habían sido transformadasen patios de palacio, con mesas debanquete y sillas doradas alineadas enlas paredes, lugares de descanso parapalaciegos y cortesanas. Pieles de martay visón, chinchilla y zorro doradocubrían hombros vestidos por Givency yPucci; redes de diamantes y sartas deperlas lucían en cuellos alargados,aunque también, con demasiadafrecuencia, en abundantes papadas.Esbeltos cavalieri, gallardos en sus

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fajas escarlata y con sienes queempezaban a encanecer, coexistían conhombres rechonchos y calvos quesostenían cigarros puros y ejercían máspoder de lo que sus aparienciaspudieran indicar. La música provenía deno menos de cuatro orquestas, quefluctuaban entre seis y veinteinstrumentos, tocando desde las notasmajestuosas de Monteverdi hasta losfrenéticos compases de la discoteca. LaVilla d’Este pertenecía a los belliRomani.

Entre toda esa gente elegante, una delas que más llamaba la atención eraAntonia, o Toni. (Ahora era Toni por

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decreto mutuo, concebido en lacomodidad de la cama). Ninguna joyaadornaba su cuello o sus muñecas; encierto modo, hubieran detraído del cutissuave y bronceado, realzado por lasencilla túnica de blanco y oro. Lashinchazones faciales habíandesaparecido, tal como dijera el doctor.Ahora no llevaba anteojos oscuros, y susgrandes ojos castaños reflejaban la luz.Estaba tan arrebatadora como cualquierparte del ambiente, más arrebatadoraque la mayoría de las demás mujeres,pues su belleza era natural y aumentabacon cada segundo de observación, en losojos de quien la contemplaba.

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Por conveniencia, Toni fuepresentada sencillamente como la untanto misteriosa amiga del señor Pastor,de lago Como. Ciertas partes del lagoeran conocidas como lugares de retirode los niños ricos del Mediterráneo.Crispi había hecho bien su trabajo;proporcionó únicamente la informaciónsuficiente para intrigar a bastantesinvitados. Aquellos que podrían haberdeseado saber lo más posible acerca delcallado Pastor, recibieron un mínimo deinformación, mientras que a otrosdemasiado imbuidos de su propiaimportancia para tener interés en Pastorse les dijo mucho más, para que

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pudieran trasmitirlo en forma de chisme,lo cual era su actividad principal.

Aquellos hombres, cuyos intereseseran directa o exclusivamentefinancieros, tenían tendencia a tomarledel brazo e inquirir suavemente acercadel futuro del dólar o la estabilidad delas inversiones en Londres, SanFrancisco y Buenos Aires. Consemejantes inquisidores, Scofieldinclinaba la cabeza brevemente conrespecto a algunas sugerencias y lasacudía, en un solo movimiento, conrespecto a otras. Las cejas selevantaban, discretamente. Habíaimpartido cierta información, aunque

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Bray no tenía idea de cuál era.Después de uno de esos encuentros

con un interrogador particularmenteinsistente, Bray tomó a Toni del brazo yatravesaron una masiva bóveda hasta elsiguiente «patio» repleto de gente.Aceptando dos copas de champaña de labandeja de un camarero, Bray ofrecióuna a Toni y miró a su alrededor porencima del borde de cristal, mientrasbebía.

Aunque nunca lo había visto antes,Scofield supo que acababa de encontraral conde Guillamo Scozzi. El italianoestaba en una esquina charlando con dosmuchachas jóvenes, de piernas largas,

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sus ojos rondando por la habitación confingido descuido. Era alto y delgado, uncavaliere completo, vestido de frac ycon cabello canoso que caía, biencuidado, de sus sienes. En la solapallevaba diminutas cintas de colores,alrededor de la cintura una delgada fajadorada, con bordes rojo oscuro, yenlazada a un lado. Si a alguno se leescapaba el significado de las cintas, nopodía pasar por alto la marca dedistinción inherente a la faja; Scozzilucía prominentemente sus escudos dearmas. En los finales de los cincuenta, elconde era la personificación del belloRomano; ningún siciliano logró

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deslizarse en la cama de susantepasados, y per Dio había quehacérselo saber al mundo.

—¿Cómo lo vas a encontrar? —preguntó Antonia mientras tomaba unsorbo de champaña.

—Creo que ya lo encontré.—¿Aquél? ¿Allá? —preguntó ella.

Bray asintió—. Tienes razón. He vistosu foto en los periódicos. Es temafavorito de los paparazzi. ¿Te vas apresentar tú mismo?

—No creo que sea necesario. Amenos que me equivoque, él me estábuscando. —Scofield indicó hacia lamesa del buffet—.

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Caminemos hasta el final de la mesa,donde están los pasteles. El nos verá.

—Pero ¿cómo te conocerá?—Por Crispi. Nuestro benevolente

intermediario podrá no habersemolestado en describirme a mí, peroestoy seguro de que no se le pasaríadescribirte a ti. No con alguien comoScozzi.

—Pero tenía esos enormes anteojososcuros.

—Eres muy graciosa —se burlóBray.

Tomó menos de un minuto escucharuna voz meliflua tras ellos:

—Signore Pastor, si no me

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equivoco.Se dieron la vuelta.—Usted perdone, ¿nos conocemos?

—preguntó Scofield.—Estuvimos a punto, me parece —

sonrió el conde, extendiendo la mano—.Scozzi. Guillamo Scozzi. Es un placerconocerle —el título quedaba enfatizadopor su ausencia.

—Oh, por supuesto, conde Scozzi.Le dije a ese estupendo amigo Crispique le buscaría. No hace una hora quehemos llegado y hay bastante agitación.Yo le hubiera reconocido, naturalmente,pero me sorprende que usted me hayareconocido a mí.

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Scozzi rió, mostrando dientes tanblancos y perfectamente formados, queno era plausible que vinieran con elesqueleto original.

—Sin duda, Crispi es estupendo,pero me temo que también un pocogranuja. Quedó embelesado por la bellasignorina —el conde inclinó su cabezahacia Antonia—. Al verla a ella, leencuentro a usted. Como siempre, elgusto de Crispi es impecable.

—Perdóneme —Scofield tocó elbrazo de Antonia—. Conde Scozzi, miamiga Antonia… de lago Como —elnombre nada más y el lago lo decíantodo; el conde tomó la mano de ella y la

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llevó a sus labios.—Una adorable criatura. Roma debe

verla más a menudo.—Es usted muy amable, Excelencia

—agradeció Antonia, como si hubieranacido para asistir a la Festa Villad’Este.

—En verdad, señor Pastor —continuó Scozzi—, me han dicho quemuchos de mis más aburridos amigos lehan estado molestando con preguntas. Leruego los disculpe.

—No es necesario. Me temo que lasdescripciones de Crispi incluyeronasuntos muy mundanos. —Bray sonriómodestamente—. Cuando la gente se

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entera de lo que hago, hacen preguntas.Estoy acostumbrado.

—Es usted muy comprensivo.—No es difícil serlo. Sólo quisiera

ser tan experto como muchos creen quesoy. Generalmente, sólo trato deimplementar decisiones que se hantomado antes de que yo intervenga.

—Pero en esas decisiones —indagóel conde— hay conocimientos, ¿no esasí?

—Espero que sí. De lo contrario, setiraría mucho dinero.

—Que se llevarían los vientos deldesierto, como quien dice —aclaróScozzi—. ¿Por qué me parece que nos

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hemos conocido antes, señor Pastor?Scofield había considerado ya esta

posibilidad, y estaba preparado paraella.

—Si nos hubiéramos conocido, creoque lo recordaría; pero podría habersido en la Embajada Norteamericana.Aunque esas fiestas no son tanespléndidas como ésta, también se venmuy concurridas.

—Entonces, ¿es usted un asiduo alas fiestas diplomáticas?

—No podría decir eso, pero a vecessoy invitado de última hora —informóBray sonriendo humildemente—. Pareceque a veces mis compatriotas están tan

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interesados en hacer preguntas, comosus amigos aquí en Tívoli.

Scozzi lanzó una risita.—La información es frecuentemente

el camino hacia una heroica estaturanacional, señor Pastor. Usted es unhéroe, a su pesar.

—No realmente. Tengo que ganarmela vida, eso es todo.

—No quisiera tener que hacer tratoscon usted —aduló Scozzi—. Detecto lamente de un negociador experimentado.

—Es una lástima —replicó Scofield,alterando el tono de voz, lo suficientepara que el italiano prestara atenciónespecial—. Pensé que podríamos hablar

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un rato.—¡Oh! —el conde miró a Antonia

—. Pero estamos aburriendo a la bellasignorina.

—Nada de eso —refutó Toni—. Heaprendido más sobre mi amigo en losúltimos minutos, que en toda la semanapasada. Pero estoy desfallecida dehambre…

—No diga más —interrumpióScozzi, como si el hambre fuera unacuestión de supervivencia corporal.Levantó la mano. En segundos aparecióa su lado un muchacho de cabellooscuro, también vestido de frac—. Miayudante se encargará de todo,

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signorina. Su nombre es Paolo y, entreotras cosas, es un estupendo bailarín.Creo que mi esposa le enseñó.

Paolo hizo una inclinación, evitandolos ojos del conde, y ofreció su brazo aAntonia. Esta lo tomó y avanzó,volviendo la cabeza hacia Scozzi yBray.

—Ciao —saludó, y en su miradadeseó éxito a Scofield.

—Usted es digno de envidia, señorPastor —advirtió el conde GuillamoScozzi, observando la figura en blancoque se alejaba—. Es adorable. ¿Lacompró en Como?

Bray miró al italiano. Scozzi había

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dicho exactamente lo que intentabadecir.

—Para ser sincero con usted, noestoy seguro de que haya estado allájamás —contestó, sabiendo que eraobligatoria la doble mentira; el condepodría investigar con toda facilidad—.En realidad, un amigo en Ar-Riyad medio un número en el lago. Llamé y ellase reunió conmigo en Niza. Nunca lepregunté de dónde vino.

—¿Consideraría usted, sin embargo,preguntarle acerca de su calendario?Dígale de mi parte que cuanto antesmejor. Se puede comunicar conmigo através de mis oficinas en Torino.

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—¿Turín?—Sí, nuestras fábricas del norte. La

Fiat de Agnelli recibe más atención,pero le puedo asegurar que Scozzi-Paravicini maneja Turín, así como unagran parte de Europa.

—No sabía eso.—¿No? Pensé que tal vez era la

razón de su deseo de… «hablar un rato»,como creo que dijo.

Scofield apuró la copa de champaña,y habló al apartar ésta de sus labios:

—¿Cree que podamos salir afuera unminuto? Tengo un mensaje confidencialpara usted, de un cliente de… digamosel Golfo de Arabia. Por eso estoy aquí

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esta noche.Los ojos de Scozzi se enturbiaron.—¿Un mensaje para mí? Como la

mayoría de Roma y Torino, he conocidoa muchos caballeros de esa zona, peroninguno cuyo nombre recuerde. Desdeluego, daremos un paseo. Usted meintriga —el conde dio un paso adelante,pero Bray le detuvo con un gesto.

—Preferiría que no nos vieran salirjuntos. Dígame dónde estará y yoapareceré en veinte minutos.

—¡Qué extraordinario! Muy bien. Lafuente de Ippolito. ¿La conoce?

—La encontraré.—Está bastante lejos. No debe haber

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nadie por allá.—Muy bien. En veinte minutos.Ambos se dieron la vuelta y se

alejaron en direcciones opuestas, haciala multitud.

En la fuente no había reflectores nisonidos sospechosos, mientras unhombre se movía por las rocas ycaminaba silenciosamente entre elfollaje. Bray no quería correr el riesgode que Scozzi hubiera colocadoayudantes en los alrededores. Dehaberlo hecho, Scofield habría enviadoun mensaje al italiano, dándole un

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segundo e inmediato lugar para laentrevista.

Estaban solos, o lo estarían encuestión de minutos. El conde caminabapor un sendero hacia la fuente. Brayretrocedió por un jardín cubierto deplantas, y apareció en el sendero aquince metros detrás de Scozzi. Aclarósu garganta en el momento en que Scozzillegó al reborde de la fuente, que lellegaba a la cintura. El conde se volvió;había apenas la luz suficiente de lasterrazas de arriba para que pudieranverse el uno al otro. A Scofield lemolestaba esa oscuridad. Scozzi podíahaber elegido otros lugares más

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convenientes, menos llenos de sombras.A Bray no le gustaban las sombras.

—¿Era necesario venir tan lejos? —preguntó—. Quería verle a solas, perono me esperaba caminar casi hastaRoma.

—Ni yo, señor Pastor, hasta queusted afirmó que no quería que nosvieran juntos. Eso trajo a mi mente algoobvio. Que tal vez no me convenga queme vean hablando en privado con usted.Usted representa a los jeques.

—¿Y por qué le molestaría eso?—¿Por qué quería usted que

saliéramos por separado?Scozzi tenía una mente rápida, que

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confirmaba la alusión de Crispi a lamentalidad de un Borgia.

—Era una cuestión de no parecermuy obvios, diría yo. Pero si alguienpasa por aquí y nos ve, eso tambiénsería muy obvio. Hay términos medios;un encuentro fortuito en los jardines, porejemplo.

—Ya tiene usted el encuentro ynadie nos verá —confirmó el conde—.Sólo hay una entrada a la fuente deIppolito; está a cuarenta metros detrásde nosotros. Tengo a un ayudanteguardando la entrada. Cuando GuillamoScozzi pasea con un amigo, no le agradaque lo molesten.

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—¿Lo que yo he hecho requiere esasprecauciones?

El conde levantó la mano.—Recuerde, señor Pastor. Scozzi-

Paravicini tiene tratos por toda Europa yen las dos Américas. Estamos buscandoconstantemente nuevos mercados, perono capital árabe. Se le mira con muchorecelo; en todas partes se erigenbarreras para prevenir su excesivainjerencia. No queremos someternos aun serio escrutinio. Sólo los interesesjudíos en París y Nueva York noscostarían muy caro.

—Lo que tengo que decirle no tienenada que ver con Scozzi-Paravicini —

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aclaró Scofield—. Concierne sólo a laparte de Scozzi.

—Alude usted a un área sensible,señor Pastor. Por favor, sea específico.

—Usted es el hijo del conde AlbertoScozzi, ¿no es así?

—Es bien sabido. Como lo son miscontribuciones al crecimiento de lasIndustrias Paravicini. Espero que elsignificado del cambio del nombre de lacorporación a Scozzi-Paravicini no se leescape.

—No, pero aunque se me escapara,no importaría. Yo sólo soy unintermediario, supuestamente el primerode varios contactos, cada uno más

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alejado del anterior. Por lo que a mírespecta, yo le conocí por casualidad enuna fiesta de caridad en Tívoli. Nuncasostuvimos esta conversación.

—Su mensaje debe ser realmentedramático. ¿Quién lo envía?

Ahora le tocaba a Bray el turno delevantar la mano.

—Por favor. Tal como entendemoslas reglas, las identidades no seespecifican en la primera conferencia.Sólo un área geográfica y una ecuaciónpolítica, que supone la existencia dehipotéticos antagonistas.

Los ojos de Scozzi se estrecharon;los párpados bajaron en la

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concentración.—Siga adelante —invitó.—Usted es un conde, así que no será

excesivamente rígido con las reglas.Digamos que existe un príncipe que viveen un país de respetable tamaño, en elgolfo. Su tío, el rey, es de otra era; esviejo y senil, pero su palabra es ley,igual que cuando condujo a una tribubeduina por el desierto. Estámalgastando millones en malasinversiones, agotando los recursosnaturales del reino, sacando demasiadode la tierra, con excesiva rapidez. Estepríncipe hipotético quisiera que su tíofuera eliminado, para el bien de todos.

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El apela al consejo a través del hijo deAlberto Scozzi, llamado, por el padronecorso, Guillaume… Ese es el mensaje.Ahora quisiera hablar por mí mismo.

—¿Quién es usted? —preguntó elitaliano, los ojos bien abiertos ahora—.¿Quién le envió?

—Déjeme acabar —rehuyó Brayrápidamente. Tenía que saltar, sobre elchoque inicial, a una segunda meseta—.Como observador de esta… ecuaciónhipotética, puedo decirle que ha llegadoa una crisis. No hay que perder un solodía. El príncipe necesita una respuesta y,francamente, si logro llevársela, seré unhombre mucho más rico por ello. Usted,

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desde luego, puede fijar el precio delconsejo. Y yo puedo decirle que…cincuenta millones de dólares no seríaexorbitante.

—Cincuenta millones.Había alcanzado la segunda meseta.

Aun para un hombre como GuillamoScozzi, la suma era impresionante. Susarrogantes labios se abrían asombrados.Era el momento de dar un golpe quevolviera a aturdir.

—La suma está condicionada, desdeluego. Es la cifra máxima, quepresupone una respuesta inmediata, queeliminaría subsecuentes contactos, yentrega de la mercancía en siete días.

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No será fácil. El viejo está protegidodía y noche por sabathi, una colecciónde perros rabiosos que… —Scofieldhizo una pausa—. Pero, después detodo, no tengo que contarle nada que nosepa acerca de Hassan ibn-al-Sabbah,¿no es así? Por lo que sé, el corso tuvobastante que ver con él. En todo caso, elpríncipe sugiere un suicidioprogramado…

—¡Basta! —exclamó por lo bajoScozzi—. ¿Quién es usted, Pastor? ¿Sesupone que el nombre signifique algopara mí? ¿Pastor? ¿Sacerdote? ¿Es ustedun alto sacerdote que me mandan paraponerme a prueba? —la voz del italiano

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se elevó estridentemente—. Usted hablade cosas enterradas en el pasado.¿Cómo se atreve?

—Estoy hablando de cincuentamillones de dólares. Y no me cuente amí, ni a mi cliente, de cosas enterradas.A su padre lo enterraron con la gargantadesgarrada desde la barbilla hasta elesternón, por un enviado del consejo.Verifique sus registros, si los conserva,y lo encontrará. Mi cliente quiererecobrar lo suyo y está dispuesto a pagarcincuenta veces lo que el hermano de supadre pagó. —Bray se detuvo por unmomento y sacudió la cabeza,repentinamente frustrado y mostrando su

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desaprobación—. ¡Esto es una locura!Le dije que por menos de la mitad deesa suma le podía comprar unarevolución legítima, sancionada por lasNaciones Unidas. Pero lo quiere hacer asu manera. Con ustedes. Y creo que sépor qué. Me dijo algo; no sé si es partedel mensaje, pero se lo trasmitiré detodos modos. Me dijo: «El camino delMatarese es el único camino. Verán mife». Quiere unirse a ustedes.

Guillamo Scozzi retrocedió; suspiernas presionaban la pared de lafuente, sus brazos estaban rígidos a loslados.

—¿Qué derecho tiene para decirme

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estas cosas? ¡Usted está loco! No sé dequé me está hablando.

—¿De veras? Entonces nos hemosequivocado de hombre. Encontraremosal verdadero; yo lo encontraré. Nosdieron la contraseña; sabemos larespuesta.

—¿Qué contraseña?—Per nostro… —Scofield dejó que

sus palabras se apagaran, mientrasclavaba sus ojos en los labios de Scozzi,en la difusa luz.

Involuntariamente, los labios seabrieron. El italiano estaba a punto depronunciar la tercera palabra, decompletar la frase que se había

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mantenido por setenta años en lasremotas colinas de Porto Vecchio.

Pero no emitió ninguna palabra. Enlugar de ello, Scozzi habló en unsusurro; el choque inicial había sidoreemplazado por una preocupación tanprofunda que apenas se le podía oír:

—¡Dios mío! Usted no puede…usted no debe. ¿De dónde ha venido?¿Qué le han dicho?

—Lo suficiente para saber que heencontrado al hombre indicado. A unode ellos, por lo menos. ¿Hacemos trato?

—¡No haga conjeturas, señor Pastor!O como se llame —refutó ahora elitaliano, con furia en la voz.

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—Basta con Pastor. Está bien, yatengo mi respuesta. Usted pasa. Se lodiré a mi cliente. —Bray se dio lavuelta.

—¡Alto!—¿Perché? ¿Che cosa? —Scofield

habló por encima de su hombro, sinmoverse.

Su italiano es muy rápido, muyfluido.

—Igual que varios otros idiomas.Ayuda cuando uno viaja mucho. Y yoviajo mucho. ¿Qué quiere?

—Usted se quedará aquí hasta queyo le diga que puede irse.

—¿De veras? —se avino Scofield,

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volviéndose para ver a Scozzi—. ¿Conqué objeto? Ya tengo mi respuesta.

—Hará lo que le digo. No tengo másque levantar la voz y un ayudante míoaparecerá a su lado, bloqueandocualquier salida que usted quiera tomar.

Bray trató de entender. Estepoderoso consigliere podía negarlotodo (a fin de cuentas, no había dichonada), y hacer que siguieran al extrañonorteamericano. O podía pedir ayuda; osencillamente retirarse y enviar ahombres armados tras él. Podía hacercualquiera de estas cosas; era parte delMatarese, se veía en sus ojos. Pero nohizo nada semejante.

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Entonces, Scofield pensó queentendía el porqué. Guillamo Scozzi, elindustrial pirata con la mentalidad de unBorgia, no se sentía seguro de lo quedebía hacer. Estaba en un dilema que leabrumaba. Todo había ocurridodemasiado rápido, y no se hallabapreparado para tomar una decisión.

Lo que significaba que había otrapersona, alguien cercano, accesible, quesí podría tomarla.

Alguien que estaba en Villa d’Esteesa noche.

—¿Significa eso que estáreconsiderando? —preguntó Bray.

—¡No significa nada!

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—Entonces, ¿por qué deboquedarme? No creo que usted me debadar órdenes a mí; no soy uno de suspretorianos. No tenemos trato; es tansencillo como eso.

—¡No es tan sencillo! —la voz deScozzi se levantó de nuevo, el temormás pronunciado ahora que su ira.

—Yo digo que lo es, y digo que aldiablo con ello —porfió Scofield,dándose de nuevo la vuelta. Eraimportante que el italiano llamara a suguardaespaldas. Muy importante.

—¡Veni! ¡Presto! —llamó Scozzi.Bray escuchó pasos apresurados por

el oscuro sendero; en segundos, un

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hombre de anchos hombros, corpulento,en traje de etiqueta, apareció, corriendo,de entre las sombras.

—¡Sorveglia quest uomo!El guardaespaldas no vaciló. Sacó

un revólver de cañón corto y apuntó aBray. Scozzi habló, como si estuvierasobreponiendo un control sobre símismo, explicando lo innecesario:

—Estos son tiempos problemáticos,signore Pastor. Todos nosotrosviajamos con estos pretorianos queusted acaba de mencionar. Losterroristas andan por todos lados.

El momento era irresistible. Era laocasión de insertar el último cuchillo

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verbal.—Eso es algo que ustedes deben de

conocer. Me refiero a los terroristas.Como las Brigadas. ¿Vienen las órdenesdel niño pastor?

Pareció que a Scozzi le hubierangolpeado con un martillo. Su torso seconvulsionó, como tratando de esquivarel golpe, sintiendo su impacto,procurando recuperarse pero sin estarseguro de que eso fuera posible. En latenue luz, Scofield pudo ver cómo lebrotaba el sudor en la línea del cabello,haciendo juego con las cuidadas sienescanosas. Los ojos eran los de un animalaterrado.

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—Rimanere —susurró Scozzi alguardaespaldas, y se alejó corriendo porel oscuro sendero.

Scofield se volvió hacia el hombre,mostrando temor y hablando en italiano:

—¡Yo no sé de qué se trata! Leofrecí a su jefe un montón de dinero departe de otra persona y se volvió loco.¡Cristo, yo soy sólo un vendedor! —Elguardaespaldas no dijo nada, pero elevidente temor de Bray lo hizo sentirsemás tranquilo—. ¿Le molesta si fumo uncigarrillo? Las pistolas me asustan comoel demonio.

—Está bien —concedió el hombrede los anchos hombros.

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Fue lo último que diría en variashoras. Scofield metió la mano izquierdaen el bolsillo, mientras la derechaestaba al costado, a la sombra, bajo elcodo del guardaespaldas. Al sacar lacajetilla de cigarrillos, atenazó con losdedos de la mano derecha el cañón delrevólver del hombre, retorciendo manoy arma violentamente, en un movimientocontra las manecillas del reloj. Soltandolos cigarrillos, agarró al otro por elpescuezo con la mano izquierda,ahogando todo sonido, haciéndolo caer aun lado del sendero, por encima de lasrocas de la barda, y a un denso follaje.Al caer el hombre, Bray le arrancó el

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revólver de la muñeca retorcida, y ledio un fuerte culatazo en el cráneo. Elguardaespaldas se desplomóinconsciente; Scofield lo arrastró másadentro de la vegetación.

No podía perder un segundo.Guillamo Scozzi había salido corriendoen busca de consejo; era la únicaexplicación. En algún lugar cercano, enuna terraza o habitación, el consigliereestaba llevando la desconcertanteinformación a otra persona. O a otraspersonas.

Bray corrió por el sendero,manteniéndose en las sombras lo másposible, disminuyendo la carrera a un

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paso rápido al salir a las terrazas quequedaban frente a los peldaños quedaban a la villa. ¿A quién iba a buscarcorriendo? ¿Quién podría tomar ladecisión que este hombre tan poderoso,y ahora tan asustado, era incapaz detomar?

Scofield subió los peldañosrápidamente, con el revólver delguardaespaldas en el bolsillo delpantalón, la Browning enfundada bajo elsmoking. Atravesó la puerta que daba auna habitación muy concurrida; era el«patio» dedicado anacrónicamente a losdesconcertantes sonidos del compás dediscoteca. Del techo colgaban globos

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con espejos, con luces de coloresgirando locamente, mientras losbailarines se contorsionaban con rígidasexpresiones faciales, perdidos en elcompás, la marihuana y el alcohol.

Era la habitación más próxima frentea la terraza más cercana al sendero de lafuente de Ippolito. En el estado de ánimode Scozzi, tenía que ser a la que élentraría primero; pero habían dospuertas.

¿Cuál habría tomado?Hubo una pausa en el movimiento de

la pista de baile, y Bray supo larespuesta: era una pesada puerta en lapared, detrás de la mesa del buffet. Dos

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hombres se dirigían apresuradamentehacia ella; habían sido llamados, trashaberse dado la alarma.

Scofield se dirigió a la puerta,abriéndose camino, entre excusas,alrededor de los cuerpos en frenesí;lentamente la empujó, empuñando bajola chaqueta la Browning. Más allá pudover una estrecha escalera de caracol, depiedra colorada; aún podía escuchar laspisadas que subían.

También habían otros sonidos.Hombres que gritaban; dos voces encontrapunto, una fuerte, calmada; la otra,al borde de la histeria. Esta última era ladel conde Guillamo Scozzi.

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Bray empezó a subir los peldaños,su espalda contra la pared, la Browninga su lado. Alrededor de la primera curvahabía una puerta, pero las voces novenían de dentro; estaban más arriba,pasada una segunda puerta,diagonalmente sobre el tercer descansode la escalera. Scozzi estaba gritando.Scofield se hallaba ya lo suficientementecerca para poder escuchar las palabrasclaramente.

—¡Habló de las Brigadas, y, oh,Dios, del pastor! ¡Del corso! El lo sabe.¡Por la madre de Cristo, él lo sabe!

—¡Silencio! Está sondeando, perono lo sabe. Nos dijeron que podría tratar

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de hacer eso; el viejo llamó acerca de ély nos dijo que tenía ciertos datos. Másde los que suponíamos; y eso es depreocuparse, lo reconozco.

—¿De preocuparse? ¡Es el caos!Una palabra, una insinuación, unsusurro, ¡y yo podría quedar arruinado!¡En todas partes!

—¿Tú? —dijo la voz fuerte, condesdén—. Tú no eres nada, Guillamo.Tú eres solamente lo que te decimos queeres. Recuerda eso… Te marchaste,desde luego. No le diste el menorindicio de que había la más mínimaposibilidad de que lo que decía eracierto.

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Hubo una pausa.—Llamé a mi guardaespaldas, le

dije al norteamericano que se quedaradonde estaba. Está aún bajo el cañón dela pistola, en la fuente.

—¿Qué? ¿Lo dejaste con elguardaespaldas? ¿Un norteamericano?¿Estás loco? Eso es imposible. ¡No estal cosa!

—Es norteamericano, ¡claro que loes! Su inglés es norteamericano,completamente norteamericano. Usa elnombre de Pastor, ¡ya te lo dije!

Otra pausa, esta vez ominosa; latensión, eléctrica.

—Tú siempre fuiste la conexión más

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débil, Guillamo; eso lo sabemos. Peroahora has ido demasiado lejos. ¡Hasdejado una rendija abierta, cuando nopuede haber ninguna! ¡Ese hombre esVasili Taleniekov! Cambia de idiomacomo un camaleón altera sus colores, ymatará al guardaespaldas con la mismafacilidad con que se aplasta a un gusano.No podemos conservarte con nosotros,Guillamo. No puede haber la menorconexión. Ninguna en absoluto.

Silencio… breve, cortado por undisparo y un lamento gutural. GuillamoScozzi estaba muerto.

—¡Déjenlo! —ordenó eldesconocido consigliere del Matarese

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—. Lo encontrarán en la mañana, suautomóvil al fondo de la barranca deHadrian. Vayan a buscar a ese Pastor,¡al elusivo Taleniekov! No lo capturaránvivo, ni lo traten. Encuéntrenlo.Mátenlo… Y a la muchacha de blanco.A ella también. Mátenlos a los dos.

Scofield se lanzó por la estrechaescalera, en derredor de la curva. Perolas últimas palabras que habíaescuchado al otro lado de la puerta erantan extrañas, tan impresionantes, quecasi se detuvo, con la tentación dedisparar contra los asesinos quesalieran, y regresar para enfrentarse conel hombre desconocido.

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—¡Scozzi! ¡Madre de Cristo!Comunícate con Turín. Diles quecablegrafíen a las águilas, al gato. Losentierros deben ser absolutos.

No había tiempo para pensar; teníaque encontrar a Antonia; tenía que lograrque ambos salieran de Villa d’Este. Tiróde la puerta y se encontrórepentinamente ante una fila de sillasalineadas contra la pared; la mayoríaestaban vacías, otras cubiertas concapas, pieles y estolas.

Si pudiera eliminar a uno de susperseguidores obtendría una ventajamúltiple. Un hombre que da una alarmasería mucho menos eficaz que dos. Y

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había algo más. Un hombre atrapado,convencido de que va a perder la vida,revelaría con toda probabilidad unaidentidad para salvar su pellejo. Sevolvió a la pared, agarrando con susmanos el borde de una silla, como uncavaliere que ha consumido mucho vino.

La pesada puerta se abrió y elprimero de los dos asesinos surgió porella corriendo, con su compañero pocosmetros detrás. El primer hombre sedirigió a los peldaños de la terraza deabajo; el segundo fue alrededor delborde de la pista de baile, en direccióna la bóveda del otro lado.

Scofield saltó hacia adelante,

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retorciendo su cuerpo en una serie decontorsiones, como si fuera un bailarínsolitario que hubiera enloquecido conlos sonidos percusivos de la músicarock; no era el único que parecíaborracho; había bastantes en laconcurrida pista de baile. Alcanzó alsegundo hombre y le echó el brazo alcuello, agarrando con la mano la fundabajo su chaqueta, inmovilizando el armade adentro al empuñar la culata a travésde la tela, y apuntando el cañón al pechodel hombre. El italiano se debatióvigorosamente, pero en pocos segundossupo que la resistencia era inútil. Brayle clavó los dedos de la mano derecha

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en la base de las costillas, con tal fuerzaque el hombre lanzó un alarido.

El grito pasó inadvertido porquehabía gritos por todos lados, y músicaensordecedora y luces revolventes quecegaban por un instante, dejandoresiduos blancos al momento siguiente.Scofield arrastró al hombre hasta la filade sillas contra la pared y lo sentó degolpe en una de las más cercanas a lapesada puerta. Luego, clavó los dedosen la garganta del italiano, su mano bajola chaqueta, acercando los dedos algatillo, el cañón apretando la carne delhombre. Puso sus labios junto al oídodel asesino.

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¡El hombre de arriba! ¿Quién es? ¡Ome lo dice o su propio revólver le va avolar los pulmones! ¡Ni siquiera oirán eldisparo! ¿Quién es?

—¡No! —el hombre trataba delevantarse de la silla; Bray le dio unrodillazo en la ingle, mientras sus dedosahogaban la tráquea. Hizo mayorpresión; era dolor sin esperanza dealivio.

—¡Se lo advierto por última vez!¿Quién es él?

La saliva le salía de la boca, susojos eran como dos círculos detelarañas rojas, su pecho jadeante. Sedio por vencido y pronunció el nombre

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en esforzado susurro:—Paravicini.Bray dio un último apretón a la

tráquea del asesino; el aire a suspulmones y a la cabeza quedóinterrumpido por poco menos de dossegundos; el hombre se desplomó.Scofield lo reclinó sobre la sillaadyacente; lo tomarían por otro belloRomano borracho.

Se volvió y se abrió camino por elestrecho sendero entre la fila de sillas yla línea irregular de bailarinesfrenéticos. El primer hombre habíacorrido afuera; Bray podía moverselibremente durante uno o dos minutos,

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pero no más. Pasó entre la muchedumbrede la entrada y llegó a una reunión algomás calmada, en el siguiente salón.

Vio a Antonia en una esquina, juntoal moreno Paolo y otros dos cavalieri,todos compitiendo por su atención.Paolo, sin embargo, parecía menosinsistente; sabía reconocer las probablesposesiones cuando las veía, y se tratabadel conde. El primer pensamiento que levino a la mente a Bray es que había quecubrir el vestido de Toni.

…la muchacha de blanco. A ellatambién. Mátenlos a los dos.

Caminó rápidamente hacia elcuarteto, sabiendo precisamente lo que

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iba a hacer. Se necesitaba una diversión,cuanto más histérica mejor. Tocó elbrazo de Paolo, sus ojos fijos enAntonia, diciendo con su mirada que sequedara callada.

—Usted es Paolo, ¿verdad? —lepreguntó en italiano.

—Sí, señor.El conde Guillamo le quiere ver

inmediatamente. Me parece que es algourgente.

¡Por supuesto! ¿Dónde está, señor?—Vaya a través de aquella bóveda y

doble a la derecha, pasando una fila desillas hasta una puerta. Hay unasescaleras… —El joven italiano se alejó

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rápidamente; Bray pidió a los otros doscaballeros que le excusaran a él y aToni. La tomó del brazo y la llevó haciala bóveda que conducía a la discoteca.

—¿Qué está pasando? —preguntóella.

Nos vamos —contestó él—. Ahídentro hay varios abrigos y capas sobrelas sillas. Toma la prenda más oscura ymás grande que puedas encontrar.Rápido, no tenemos mucho tiempo.

Toni encontró una larga capa negra,mientras Bray permanecía de pie entreella y los contorsionistas de la pista debaile. Se la echó al brazo y se abrieronpaso hasta los peldaños del exterior.

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—Toma, póntela —ordenó Scofieldechándole la capa sobre los hombros—.Vayámonos. Atravesaremos las terrazasa la derecha, y una vez dentroregresaremos hasta el vestíbulo y elestacio…

Del interior se escucharon gritos dehombres, chillidos de mujeres, y enpocos segundos unas figuras en diversoestado de intoxicación alcohólicasurgieron por la puerta, chocando unascon otras. Adentro había un caosrepentino y las voces de pánico eranclaras.

¡Estato ucciso!¡Terroristi!

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¡Fuggiamo!Habían encontrado el cadáver del

conde Guillamo Scozzi.Bray y Antonia bajaron corriendo

hasta el primer nivel de la terraza, yluego siguieron por una pared repleta defloridos tiestos. Al final había unaestrecha abertura que daba a la siguienteterraza. Scofield tomó a ella de la manoy pasó a la terraza.

—¡Alto, ustedes se quedan!El grito venía de arriba; el primer

hombre que había salidoapresuradamente pocos minutos antes, seencontraba ahora en los peldaños depiedra, con un arma en la mano. Bray

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golpeó con el hombro a Antonia,lanzándola contra la pared, y se tiró a laderecha, sobre el hormigón; rodó a suizquierda y sacó la Browning de lafunda. Los disparos de su enemigoestallaron en la antigua piedra porencima de Scofield; de espaldas, con loshombros ligeramente levantados sobreel pavimento, Bray apuntó apoyándosecon la mano izquierda. Disparó dosveces; el asesino cayó hacia adelante yrodó por los peldaños.

Los disparos incrementaron el caos;gritos de terror resonaban por laselegantes terrazas de la Villa d’Este.Bray se aproximó a Antonia que había

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caído junto a la pared.—¿Estás bien?—Estoy viva.—¡Ven!Encontraron la salida en la pared,

donde una zanja llevaba una corriente deagua a un estanque más abajo. Pasaronésta y corrieron por la orilla hasta llegaral primer sendero, un corredor bordeadoen ambos lados por lo que parecían sercentenares de estatuas de piedra quearrojaban arcos de agua al unísono. Laluz de los reflectores se filtraba a travésde los árboles; la escena eraespectralmente pacífica, yuxtapuesta,pero no afectada por el alboroto de las

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terrazas de abajo.—¡Vamos derecho! —apuró

Scofield—. Al fondo hay una cascada yotras escaleras. De allí podremos salir.

Empezaron a correr por el túnel defollaje, y el rocío de los arcos de aguase unía al sudor de sus rostros.

—¡Dannazione! —exclamó Antoniaal caerse; la larga capa negra se habíaenganchado en una rama y desgarrado ala altura del hombro. Bray se detuvo y lalevantó.

—¡Ecco la!—¡La donna!Se oyeron gritos tras ellos, seguidos

de unos disparos. Dos hombres venían

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corriendo por el corredor repleto deagua; presentaban un buen blanco, puesla luz de la fuente inmediata iluminabasus siluetas. Scofield disparó tres veces.Uno de los hombres se agarró un musloy cayó; el otro se echó una mano alhombro, y su pistola saltó de la otra,mientras se lanzaba en busca deprotección tras la estatua más próxima.

Bray y Antonia llegaron a laescalera, al final del sendero. Era unaentrada a la villa. Subieron corriendo,dos peldaños a la vez, hasta mezclarsecon la aterrorizada muchedumbre quesalla del cerrado patio hacia el enormeestacionamiento público.

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Los chóferes andaban por todoslados, junto a sus elegantes automóviles,protegiéndolos en espera de suspatrones, y como era costumbre de todoslos chóferes de Italia en estos tiempos,empuñando sus pistolas; la protecciónera lo principal. Estaban adiestrados y,por ello, también preparados.

Uno, sin embargo, no estaba losuficientemente bien preparado. Bray sele acercó.

—¿Es este el automóvil del condeScozzi? —le preguntó casi sin aliento.

—No, ¡no lo es, signore! ¡Echase aun lado!

—Lo siento —se disculpó Scofield,

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y se alejó un paso, lo suficiente paradisipar los temores del hombre; luego,se tiró hacia adelante y golpeó con laculata de su pistola la sien del chofer,que se desplomó—. ¡Entra! —le gritó aAntonia—. Cierra con el seguro lasportezuelas y quédate tirada en el pisohasta que estemos fuera de aquí.

Les tomó casi un cuarto de hora salirdel Tívoli y llegar a la carretera. Fueronpor ella a gran velocidad, alrededor deunos diez kilómetros, y luego tomaronuna salida a la derecha que estaba librede tráfico. Bray se echó a un lado delcamino, se detuvo, y durante unosminutos apoyó la cabeza contra el

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asiento y cerró los ojos. Laspalpitaciones del corazón disminuyeron;se incorporó, sacó una cajetilla de subolsillo y ofreció un cigarrillo aAntonia.

—Generalmente no fumo —anuncióella—, pero ahora lo haré. ¿Qué pasó?

Bray encendió ambos cigarrillos y lecontó lo ocurrido, acabando con elasesinato de Guillamo Scozzi, lasenigmáticas palabras que habíaescuchado en la escalera, y la identidaddel hombre que las pronunció:Paravicini. Los datos específicos eranclaros, las conclusiones no tanto. Sólopodía especular.

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—Creyeron que yo era Taleniekov;han sido puestos sobre aviso conrespecto a él. Pero no sabían nada demí, nunca se mencionó mi nombre. Notiene sentido; Scozzi describió a unnorteamericano. Debían haber sabidoquién era.

—¿Por qué?—Porque tanto Washington como

Moscú sabían que Taleniekov veníadetrás de mí. Trataron de atraparnos;fracasaron, y por tanto debían desuponer que habíamos establecidocontacto… —¿O tal vez no?, se preguntóScofield. El único que realmente sabíaque él y el ruso habían establecido

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contacto era Robert Winthrop, y si aúnestaba vivo podía contarse con susilencio. El resto de la comunidad de lainteligencia sólo sabía de rumores;nadie los había visto realmente juntos. Yno obstante, tenían que haber hecho esasuposición, a menos que…—. Creen queestoy muerto —dijo en voz alta,mirando, a través del humo delcigarrillo, por el parabrisas—. Es laúnica explicación. Alguien les dijo queyo estaba muerto. Eso es lo quequisieron decir por «imposible».

—¿Por qué dirían eso?—Ojalá lo supiera. Si fuera

puramente una maniobra de inteligencia,

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podría ser por una razón tan básicacomo ganar tiempo, desconcertando alenemigo para proceder a prepararle unatrampa. Pero esto no es de esa clase deasuntos, no podría serlo. El Matarese hainfiltrado las operaciones soviéticas ynorteamericanas, eso no lo dudo ni porun momento, pero no al revés. No loentiendo.

—Tal vez el que lo dijo pensó querealmente estabas muerto.

Bray la miró, mientras su mentetrabajaba velozmente.

—No veo cómo. O por qué. Es unaexcelente idea, pero yo no pensé en ella.Organizar un entierro sin cadáver es

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bastante complicado.Los entierros… los entierros deben

ser absolutos.Comunícate con Turín… Dile que

cablegrafíen a las águilas, al gato.Turín. Paravicini.—¿Has pensado en algo? —preguntó

Antonia.—Algo más —replicó él—. ¿Este

Paravicini maneja las compañíasScozzi-Paravicini, en Turín?

—Las manejaba. Y las de Roma yMilán, Nueva York y París, también.Pero eso se acabó. Se casó con la hijade Scozzi y con el paso del tiempo suhermano, el conde, asumió más y más

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control. El conde es el que dirige lascompañías. Al menos, eso es lo que laprensa decía.

—Es lo que Paravicini quería quedijeran. No era cierto. Scozzi era unapantalla muy bien urdida.

—Entonces, ¿él no era parte delMatarese?

—¡Oh!, sí formaba parte; en ciertomodo, la parte más importante. A menosque me equivoque, él fue el aportador.El y su madre, la condesa, se lopresentaron en bandeja a Paravicinijunto con su aristocrática nueva esposa.Pero ahora llegamos a la verdaderacuestión. ¿Por qué habría de interesarse

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en ello un hombre como Paravicini?Hombres como él necesitan, sobre todaslas cosas… estabilidad política.Derraman fortunas en gobiernos que laposeen y en candidatos que la prometen,porque pierden sus fortunas cuando estaestabilidad desaparece. Ellos buscanregímenes fuertes y autoritarios, capacesde desarraigar a unas Brigadas Rojas oa un Baader-Meinhof, sin importarleslos métodos o hasta qué puntoconcuerden con disensiones legítimas.

—Ese gobierno no existe en Italia —interrumpió Antonia.

—Ni en muchos otros lugarestampoco. Eso es lo que no tiene sentido.

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Los Paravicini de este mundo medrancon la ley y el orden. No tienen nada queganar cuando éstas se debilitan, ni tienencon qué sustituirlas. Sin embargo, elMatarese está contra todo eso. Quiereparalizar a los gobiernos; alimenta a losterroristas, los subsidia, propaga lainmovilización lo más rápidamenteposible. —Scofield dio una chupada alcigarrillo. Cuanto más se aclaraban unascosas, más oscuras se ponían otras.

—Te estás contradiciendo, Bray. —Antonia le tocó el brazo; era un gestoque se había convertido en algoperfectamente natural durante las últimasveinticuatro horas—. Dices que

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Paravicini es el Matarese. O parte de él.—Lo es. Y eso es lo que me falta: el

motivo.—¿En dónde podrás buscarlo?—Aquí ya no. Le pediré al doctor

que recoja nuestras cosas del Excélsior.Nos vamos.

—¿Nos?Scofield le tomó la mano.—Esta noche cambiaron muchas

cosas. La bella signorina no puedequedarse ya en Roma.

—Entonces, ¿puedo irme contigo?—Hasta París —aclaró Bray con

cierta vacilación; una vacilación nonacida de la duda, sino del problema de

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arreglar los conductos de comunicaciónen París—. Allí te quedarás. Yoestableceré los procedimientos y teencontraré un lugar para vivir.

—¿Y a dónde irás?—A Londres. Ahora sabemos de

Paravicini; él es el factor de Scozzi.Londres será el próximo.

—¿Por qué allí?—Paravicini dijo que Turín debía

cablegrafiar a «las águilas, el gato».Con lo que nos dijo tu abuela enCórcega, ese código no es difícil dedescifrar. Un águila es mi país, la otra,el de Taleniekov.

—No lo entiendo —confesó Antonia

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—. Rusia es el oso.—No en este caso. El oso ruso es

bolchevique, el águila rusa es zarista. Eltercer huésped de la Villa Matarese enabril de mil novecientos once era unhombre llamado Voroshin. PríncipeAndrei Voroshin, de San Petersburgo,que ahora es Leningrado. Taleniekovestá en camino.

—¿Y el gato?—El león británico. El segundo

invitado, Sir John Waverly. Undescendiente, David Waverly, es elSecretario de Asuntos Exteriores deGran Bretaña.

—Una posición muy alta.

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—Demasiado alta, demasiadovisible. No tiene sentido que él estéinvolucrado en esto. Como tampoco lotiene el que lo esté el hombre deWashington, un senador queprobablemente será Presidente el añopróximo. Y porque no tiene sentido, measusta como el demonio.

Scofield soltó la mano de ella ysujetó la llave del encendido.

—Pero nos estamos acercando. Loque encontremos bajo las dos águilas yel gato podrá ser difícil de escarbar,pero ahí está. Paravicini lo dejó bienclaro. El dijo que los entierros debenser absolutos. Quiso decir que todas las

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conexiones tienen que ser examinadas,puestas más fuera del alcance decualquiera.

—Vas a estar en gran peligro —sequejó ella tocándole el brazo de nuevo.

—No tanto como Taleniekov. Por loque respecta al Matarese, estoy muerto,¿recuerdas? Pero él, no. Por lo cualvamos a poner nuestro primer cable. AHelsinki. Tenemos que avisarle.

—¿Sobre qué?—Que cualquiera que ande por

Leningrado buscando informaciónacerca de una ilustre familia del viejoSan Petersburgo, llamada Voroshin,correrá probablemente el riesgo de que

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le vuelen la cabeza. —Bray arrancó elmotor—. Es disparatado. Vamos detrásde los herederos, porque tenemos susnombres. Pero hay alguien más, y nocreo que ninguno de ellos sea muyimportante sin él.

—¿Quién?—El niño pastor. Ese es el que

tenemos que encontrar, y no tengo la másvaga idea de cómo hacerlo.

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22Taleniekov caminó hasta la mitad de lamanzana en la calle Ita Kaivopuisto, deHelsinki, y observó las luces de laEmbajada de Estados Unidos al final dela calle. La vista del edificio eraapropiada; había estado pensando enBeowulf Agate la mayor parte del día.

Le tomó también la mayor parte deldía absorber las noticias del cable deScofield. Las palabras en sí eraninocuas; el informe de un agente viajeroa un ejecutivo de su oficina matriz, conrespecto a las importaciones italianas decristal finlandés, pero la nueva

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información era sorprendente ycompleja. Scofield hizo un progresoextraordinario en muy poco tiempo.

Encontró la primera conexión; habíaun Scozzi, el primer nombre en la listade invitados de Guillaume de Matarese,y el hombre estaba muerto, asesinadopor aquellos que le controlaban. Portanto, la suposición del norteamericanoen Córcega, de que los miembros delconsejo Matarese no eran pornacimiento, sino por selección, parecíacorrecta. El Matarese había sidoasimilado por una combinación dedescendientes y usurpadores. Esto eraconsecuente con las palabras del

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moribundo Aleksie Krupskiy, en Moscú.El Matarese estuvo dormitando por

años. Luego, volvió; pero no era lomismo. Las muertes… sin clientes,absurda carnicería sin una pauta…paralizaron gobiernos.

Era, sin duda, un nuevo Matareseinfinitamente más mortífero que un cultode fanáticos dedicados al asesinatopolítico pagado. Y Beowulf habíaañadido una advertencia en el cable. ElMatarese ahora suponía que la lista deinvitados había sido hallada; lasindagaciones acerca de la familiaVoroshin en Leningrado seríaninfinitamente más complicadas de lo que

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podrían haber sido apenas unos díasantes.

Había hombres esperando enLeningrado por alguien que preguntaraacerca de los Voroshin. Pero no loshombres, o el hombre, con quienes seiba a encontrar, pensó Taleniekovmientras se sacudía los pies contra elfrío, buscando las señales de unautomóvil que habría de recogerlo yllevarlo en dirección Este por la costa,pasando Hamina, hacia la fronterasoviética.

Scofield iba camino de París con lamuchacha, y el norteamericano seguiríahasta Inglaterra después de establecer

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procedimientos en Francia. La mujercorsa había pasado las pruebas queBeowulf Agate le impuso; ella viviría ysería su conducto. Pero, como Vasiliestaba comenzando a aprender, Scofieldraramente operaba en una línea sencilla;estaba una tercera persona, el gerentedel hotel Tavastian, de Helsinki.

Una vez en Leningrado, Taleniekovcablegrafiaría en clave, al gerente, losdatos obtenidos, y el hombre, a su vez,esperaría una llamada telefónica directade París y daría el mensaje cifradorecibido de Leningrado. Dependeríaentonces de la mujer, comunicarse conScofield a Inglaterra. Vasili sabía que el

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KGB tenía particular habilidad paraescuchar y evaluar el tráfico decablegramas; la única forma segura deeliminar este peligro era utilizar equipodel KGB. En alguna forma vería cómolograr esto.

Un automóvil se detuvo frente a laacera; los reflectores disminuyeron unavez, el conductor llevaba una bufandaroja, con un extremo enrollado a unachamarra de cuero oscuro. Taleniekovsubió al vehículo y se sentó junto alconductor. Estaba en camino a Rusia.

La población de Vainikala se

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encuentra en la costa noroeste del lago;al otro lado de las aguas se halla laUnión Soviética, y la orilla del sudesteestá patrullada por grupos de soldados yperros, que con más frecuencia sufren deaburrimiento que de las amenazas depenetración o escape. La prolongadafalta de abrigo contra los vientoshelados durante los meses de invierno,la hacían sencillamente una rutademasiado peligrosa para escapar; ydurante el verano el interminable flujode turistas que salían y entraban deTallin y Riga, e incluso del mismoLeningrado, hacían a aquellas ciudadeslas más fáciles vías hacia la libertad.

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Como resultado, la guarnición delnoroeste, a lo largo de la fronterafinlandesa, contaba con el personalmilitar ruso menos motivado, a menudouna colección de inadaptados yborrachos, al mando de hombres quehabían sido castigados por errores dejuicio. El puesto de control Vainikalaera el lugar lógico para cruzar a laUnión Soviética; ahí hasta los perroseran de tercera categoría.

Los finlandeses, por otra parte, no loeran, ni tampoco habían perdido su odiopor los invasores soviéticos queatacaron su país en 1939. Así comoentonces dominaron los lagos y los

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bosques para rechazar divisionesenteras, con celadas brillantementeejecutadas, así también eran maestros,cuarenta años después, en el arte deevitar dichas celadas. Después de queTaleniekov fue escoltado a través de unaensenada cubierta de hielo, para quedaral otro lado de las patrullas, comprendióque el puesto de control Vainikala sehabía convertido en una ruta de escapede considerable magnitud.

—Cada vez que cualquiera deustedes de Washington quiera pasar através de esos bastardos bolcheviques—dijo el finlandés que le había llevadoal último trecho de la jornada—,

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acuérdense de nosotros. Porque nosotrosno olvidamos.

La ironía no pasó inadvertida paraVasili Vasilovich Taleniekov, exestratega maestro del KGB.

—Deben tener cuidado con esasofertas —replicó—. ¿Cómo sabe ustedque no soy un agente soviético?

—Le seguimos las huellas hasta elTavastian e hicimos nuestras propiasindagaciones —sonrió el finés—. Austed le mandó el mejor de todos. El nosha utilizado en una docena deoperaciones en el Báltico. Déle nuestrosrecuerdos —el hombre extendió la mano—. Se han hecho arreglos para que le

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lleven en automóvil hacia el sur, através de Vyborg hasta Zelenogorsk.

—¿Qué? —Taleniekov no habíapedido eso: dejó muy claro que una vezdentro de la Unión Soviética preferíaandar por su cuenta—. Yo no les pedíque hicieran eso. Ni pagué por ello.

El finlandés se mostrócondescendiente.

—Pensamos que sería mejor; serámás rápido para usted. Camine doskilómetros por este camino. Encontraráun automóvil estacionado junto a unbanco de nieve. Pregunte al hombre deadentro qué hora es, y dígale que sucoche se ha descompuesto. Pero hable

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en ruso; nos dicen que usted lo hablabastante bien. Si el hombre le contesta, yluego se pone a darle cuerda a su reloj,es él.

—Realmente no creo que seanecesario —objetó Vasili—. Esperabahacer mis propios arreglos, por el biende ambos.

—Esto es mejor que cualquier cosaque usted pudiera arreglar; prontoamanecerá y las carreteras estaránvigiladas. No tiene por qué preocuparse.El hombre que le espera ha estado en lanómina de Washington por muchotiempo —el finés sonrió de nuevo—. Esel segundo en el mando del KGB en

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Vyborg.Taleniekov le devolvió la sonrisa.

Todas las molestias que había sentido seevaporaron. Con una frase, el escolta leproporcionó la solución a variosproblemas. Si la forma más segura dehurto era robar a un ladrón, aún era másseguro que un «desertor» comprometieraa un traidor.

—Ustedes son extraordinarios —ledijo al finlandés—. Estoy seguro quevolveremos a hacer negocio.

—¿Por qué no? La geografía nosmantiene ocupados. Tenemos muchascosas de qué resarcirnos.

Taleniekov no pudo resistir su

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pregunta:—¿Todavía? ¿Después de tantos

años?—Nunca acabará. Usted es

afortunado, amigo. Usted no vive con unoso salvaje, impredecible, junto al patiode su casa. Trate de hacerlo alguna vez;es deprimente. ¿No lo había oído?Bebemos demasiado.

Vasili vio el automóvil a lo lejos.Una sombra negra entre otras sombrasrodeadas por la nieve en el camino.Estaba amaneciendo: en una hora el solarrojaría sus rayos a través de la neblina

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del Ártico y ésta desaparecería. Deniño, siempre le agradó el calor del sol.

Estaba en su país. Habían pasadomuchos años, pero no sentía el júbilodel regreso, la anticipación de verlugares familiares, tal vez un rostroconocido… mucho más viejo, como élhabía envejecido.

No sentía regocijo en absoluto, sólosentido del propósito que allí lo llevaba.Habían pasado demasiadas cosas; teníafrío y el sol invernal no traería calor aeste viaje. Sólo existía una familiallamada Voroshin. Se acercó alautomóvil, quedándose lo más posible ala derecha, en el lugar oscurecido, con

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la Graz-Burya en su mano enguantada.Pasó sobre la cuneta de nieve,manteniendo el cuerpo agachado hastaquedar a la altura del parabrisas.Levantó la cabeza y miró al hombre.

El resplandor de un cigarrilloiluminaba parcialmente el rostrovagamente familiar. Taleniekov lo habíavisto antes, en la foto de un expediente,o tal vez durante una breve entrevista enRiga, demasiado insignificante pararecordarlo. Pero sí se acordaba delnombre, y éste trajo a su memoria losdatos.

Maletkin. Pietre Maletkin. DeGrodo, justamente en el límite de la

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frontera polaca. Había pasado loscincuenta años, su rostro lo confirmaba.Y se le consideraba un sólidoprofesional, aunque poco inspirado: unoque hacía su trabajo calladamente, conla eficacia que proporciona la rutina.Había ascendido en el KGB, por suantigüedad, pero su falta de iniciativa letenía relegado a un puesto en Vyborg.

Los norteamericanos hicieron unabuena elección al reclutarlo.

Este hombre estaba condenado a lainsignificancia, debido a su propiainsignificancia, y sin embargo, teníaacceso a los códigos y a los programas,gracias a su rango. Un segundo en el

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mando, en Vyborg, sabía que habíaalcanzado el final de un camino pocoglorioso. Se podía jugar con susresentimientos; las promesas de una vidamás opulenta era un poderoso aliciente.Al final de cuentas, siempre podría sereliminado al cruzar el hielo en un últimoviaje a Vainikala. Nadie le echaría demenos; un éxito menor para losnorteamericanos, un leve motivo deembarazo para el KGB. Pero todo esocambiaba en este momento. PietreMaletkin estaba a punto de convertirseen una persona muy importante. Losabría en el momento en que Vasili seacercara a la ventanilla. Porque si la

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cara del traidor era vagamente familiarpara Taleniekov, el «desertor» seríamuy conocido para Maletkin. Cadadivisión del KGB por todo el mundo,buscaba a Vasili Vasilovich Taleniekov.

Protegido por el banco de nieve,retrocedió unos veinte metros detrás delautomóvil, y luego salió a la carretera.Maletkin estaba ensimismado en suspensamientos o medio dormido, pues nodio ninguna indicación de haber visto aalguien; ni volvió la cabeza, ni apagó elcigarrillo. No fue sino hasta que Vasilise encontraba a unos tres metros de laventanilla que el traidor volvió el rostrobruscamente, acercándolo al vidrio.

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Taleniekov desvió la cabeza como siinspeccionara el camino tras él; noquería que le viera la cara antes de quebajara la ventanilla. Se detuvodirectamente junto a la portezuela, surostro oculto por el techo del auto.

Escuchó cómo movía la manija,sintió la breve salida de aire calientedel interior del coche y, como esperaba,el rayo de una linterna de mano que salíadel asiento del conductor; se agachó ymostró su rostro, con la Graz-Buryadentro de la ventanilla abierta.

—Buenos días, camarada Maletkin.Es Maletkin ¿no?

—¡Dios mío! ¡Usted!

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Con la mano izquierda, Taleniekovtomó la linterna y la desvió lentamente,sin urgencia en su acción.

—No se disguste —aconsejó—.Tenemos algo en común ahora, ¿no leparece? ¿Por qué no me da las llaves?

—¿Qué… qué? —Maletkin estabaparalizado; no podía hablar.

—Déme las llaves, por favor —continuó Vasili—. Se las devolveré tanpronto como esté dentro del coche. Estáusted nervioso, camarada, y la gentenerviosa hace cosas nerviosas. Noquiero que arranque el auto sin mí. Lasllaves, por favor.

El ominoso cañón de la Graz-Burya

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estaba a escasos centímetros del rostrode Maletkin, y los ojos de éste ibanrápidamente del arma a Taleniekov. Condedos temblorosos buscó la ignición yquitó la llave.

—Tome —le dijo quedamente.—Gracias, camarada. Porque somos

camaradas, usted lo sabe, ¿no es cierto?No tiene caso que ninguno de los dosnos aprovechemos del trance apuradodel otro. Ambos perderíamos.

Taleniekov caminó alrededor delauto, cruzó el banco de nieve, y se sentóen el asiento delantero, junto al ceñudotraidor.

—Vamos, coronel Maletkin… es

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coronel ahora, ¿no es así? No hay razónpara esta hostilidad. Quiero que me détodas las noticias.

—Soy coronel temporal; el rango noha sido confirmado.

—Una lástima. Nunca le apreciamoslo suficiente, ¿verdad? Bueno, lo ciertoes que estábamos equivocados. Mire loque usted ha conseguido bajo nuestraspropias narices. Debe contarme cómo lologró. En Leningrado.

—¿En Leningrado?—A escasas horas de distancia de

Zelenogorsk. No es tan lejos, y estoyseguro de que el segundo en el mando enVyborg puede idear una razonable

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explicación para este viaje. Yo leayudaré. Soy bastante bueno para esascosas.

Mirando aprensivamente a Vasili,Maletkin tragó saliva.

—Debo estar de regreso en Vyborgmañana por la mañana, para tener unaconferencia con las patrullas.

—¡Deléguelo, coronel! A todos lesencanta que les deleguenresponsabilidad. Demuestran que sonapreciados.

—Me fue delegado a mí —musitóMaletkin.

—¿Ve lo que le digo? A propósito,¿dónde tiene sus cuentas bancarias?

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¿Noruega? ¿Suecia? ¿Nueva York?Desde luego que no en Finlandia; esosería muy tonto.

—En una ciudad de Atlanta. Unbanco propiedad de árabes.

—Buena idea. —Taleniekov le diolas llaves—. ¿Nos vamos, camarada?

—Esto es una locura —refutóMaletkin—. Somos hombres muertos.

—No por algún tiempo. Tenemoscosas que hacer en Leningrado.

Era pasado el mediodía cuandocruzaron el puente Kirov, atravesaronjardines de verano cubiertos por

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arpilleras, y se dirigieron al sur, alenorme bulevar llamado NeveskyProspeckt. Taleniekov permaneció ensilencio mientras contemplaba losmonumentos de Leningrado. La sangrede millones había sido derramada paraconvertir el lodo helado y los pantanosdel río Neva en la ventana de Pedrosobre Europa.

Llegaron al final de NevskyProspeckt bajo la reluciente aguja deledificio del almirantazgo y dieron vueltaa la derecha por el muelle. A la orilladel río estaba el Palacio de Invierno; suefecto en Vasili fue el de siempre. Lehacía pensar en la Rusia que fue y que

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aquí acabó.No había tiempo para tales

reflexiones, ni era este el Leningradoque recorrería durante los próximosdías; aunque, irónicamente, era esteLeningrado, esta Rusia, lo que le trajoallí. El príncipe Andrei Voroshin habíasido parte de ambos.

—Cruce el puente Anichkov y dévuelta a la izquierda —ordenó aMaletkin—. Diríjase al viejo distrito delos multifamiliares. Le diré dónde debedetenerse.

—¿Qué hay ahí? —preguntóMaletkin, mientras aumentaba suaprensión con cada calle que recorrían,

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cada puente que cruzaban en direcciónal centro de la ciudad.

—Me sorprende que no lo sepa;debía saberlo. Ahí existe una serie decasas de alojamiento ilegales, y hotelesbaratos igualmente ilegales, que parecenadoptar una actitud colectivamenterevisionista con respecto a los papelesoficiales.

—¿En Leningrado?—Usted no lo sabía, ¿eh? —sonrió

Taleniekov—. Y nadie se lo dijo nunca.Lo pasaron por alto, camarada. Cuandoestaba yo estacionado en Riga, los queéramos líderes de zona veníamos confrecuencia aquí y usábamos el distrito

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para conferencias que deseábamosmantener en secreto. Ahí fue dondeprimero escuché su nombre, me parece.

—¿Mi nombre? ¿Se me mencionó?—No se preocupe; los distraje y le

protegí. A usted y al otro hombre deVyborg.

—¿Vyborg? —Maletkin perdió elcontrol del volante; el auto se fue a unlado y estuvo a punto de chocar contraun camión que venía en sentidocontrario.

—¡Contrólese! —gritó Vasili—. ¡Unaccidente nos mandaría a los dos a lasoscuras mazmorras de Lubyanka!

—¡Pero Vyborg! —repitió el

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asombrado traidor—. ¿El KGB deVyborg? ¿Sabe lo que está diciendo?

—Precisamente —replicóTaleniekov—. Dos informantes de lamisma fuente, y ninguno sabía de laexistencia del otro. Es la forma másacertada de verificar información. Perosi uno se entera de que hay otro…bueno, entonces está en el mejor deambos mundos, ¿no le parece? En sucaso, las ventajas serían incalculables.

—¿Quién es?—Después, mi amigo, después.

Usted coopere plenamente con todo loque le pida y le daré su nombre cuandome vaya.

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—De acuerdo —aceptó Maletkin,recobrando su compostura.

Taleniekov se reclinó en el asientomientras avanzaban entre el tráfico de laavenida Sadovaya y de las calles llenasde gente del viejo distrito multifamiliar,el dom vashen. La pátina de pavimentoslimpios y edificios lavados con arena apresión, ocultaba las tensionescrecientes que dominaban la zona. Dos ytres familias vivían en un soloapartamento, con cuatro o cincopersonas durmiendo en una habitación;algún día estallaría esa tensión.

Vasili echó una mirada al traidorque iba a su lado; sentía desprecio por

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el hombre. Maletkin creía que le daríauna ventaja con la que ni siquierasoñaba unos minutos antes; el nombre deun oficial de inteligencia del KGB dealto rango en su propia división, untraidor como él mismo, al que podríamanipular sin misericordia. Haría loindecible por obtener su nombre. El selo daría, en tres palabras, sin necesidadde más identificación. Y, por supuesto,sería falso. Pietre Maletkin estaba asalvo de los norteamericanos quecruzaban por el hielo a Vainikala, perosería fusilado en el patio de unasbarracas en Vyborg. Con eso se acabaríala vida política del insignificante

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hombre, pensó Vasili, y entoncesreconoció el edificio que buscaba alfinal de la calle.

Pare en la próxima esquina,camarada —avisó—. Espéreme ahí. Sila persona a quien quiero ver no está,regresaré. Si está en casa, me tardaréalrededor de una hora.

Maletkin detuvo el coche detrás deun montón de bicicletas encadenadas aun poste junto a la acera.

—Recuerde —continuó Taleniekov— que tiene dos alternativas. Puede irsecorriendo al cuartel general del KGB,está en Ligovsky Prospeckt, por si no losabe, y denunciarme; lo cual dará lugar a

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una cadena de revelaciones queconcluirán con su ejecución. O puedeesperarme, hacer lo que le diga, con locual habrá logrado descubrir laidentidad de alguien que podráproporcionarle recompensas en elpresente y para el futuro. Usted tendrá enel anzuelo a un hombre muy importante.

—En ese caso no tengo realmentealternativa, ¿no es así? —aceptóMaletkin—. Aquí estaré.

El traidor sonrió; estabatranspirando en el mentón, y sus dientesse veían amarillos. Taleniekov se bajó ysubió los peldaños de piedra deledificio; era una estructura de cuatro

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pisos con unos veinticinco apartamentos;muchos estaban repletos, pero no el deLodzia Kronescha, que gozaba de supropio apartamento. Fue una decisióntomada por el KGB cinco años antes.

Con la excepción de una breveconferencia durante un fin de semana,catorce meses antes en Moscú, Vasili nola había visto desde Riga. Durante laconferencia pasaron una noche juntos,pero decidieron no volverse a reunir,por razones profesionales. El «brillanteTaleniekov» había mostrado señales detensión, y su comportamientointemperante molestó a demasiada gente,y muchos de ellos estuvieron hablando

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sobre eso en murmuraciones. Era másprudente cortar toda asociación afuerade las salas de conferencias. Porque apesar de que ella estaba al margen detoda sospecha, la seguían vigilando. Elno era el tipo de hombre con quien elladebía ser vista; él dijo eso e insistidosobre ello.

Cinco años antes, Lodzia Kroneschahabía tenido dificultades, algunos decíanque eran lo suficientemente serias parahaber perdido su puesto en Leningrado.Otros no estuvieron de acuerdo y dijeronque sus fallas se debían a una depresióntemporal, resultado de problemasfamiliares. Además, ella era muy capaz

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en su trabajo; ¿quién la podríareemplazar durante aquellos momentosde crisis? Lodzia era una matemáticadestacada, con título doctoral de laUniversidad de Moscú y entrenada en elInstituto Lenin. Se contaba entre lasprogramadoras de computadoras de másexperiencia en su campo.

Así que se la mantuvo en su puesto,aunque se le dieron adecuadasadvertencias acerca de suresponsabilidad hacia el Estado, quehabía hecho posible su educación. Fuerelegada a Operaciones Nocturnas en laDivisión de Computadoras, KGB deLeningrado, Ligovsky Prospeckt. Eso

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había sido cinco años antes; seguiría allípor dos años más.

Los «crímenes» de Lodzia podríanhaber sido considerados como erroresprofesionales, una serie de variacionesmatemáticas menores, de no haber sidopor un triste suceso que tuvo lugar enViena. Su hermano, alto oficial dedefensa aérea, se había suicidado sinque el motivo de su acto tuvieraexplicación. Por esto se alteraron losplanes de defensa aérea de toda lafrontera alemana.

Y a Lodzia Kronescha se la llamópara someterla a un interrogatorio.

Taleniekov estuvo presente,

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intrigado por la callada, académicamujer sometida a las lámparas del KGB.Le habían fascinado sus consideradas ylentas respuestas, tan convincentes comoexentas de pánico. Había reconocidoprontamente que adoraba a su hermano yestaba afligida al punto de unapostración nerviosa, con motivo de sumuerte y de la manera en que éstaocurrió. No, no sabía nada irregularsobre su vida; sí, había sido un miembrofiel del partido; no, no guardó sucorrespondencia, nunca se le ocurrióhacerlo.

Taleniekov se mantuvo silenciososabiendo por instinto, y por mil

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encuentros con la ocultación de laverdad, que ella estaba mintiendo desdeel principio. Pero sus mentiras no eranmotivadas por la traición, ni siquierapor su propia supervivencia. Era otracosa. Cuando la diaria investigación delKGB cesó, él voló con frecuencia aLeningrado y a la cercana Riga, paraempezar con la suya.

Las pesquisas de Vasili revelaron loque él sabía que acabaría por hallar.Contactos en extremo habilidosos en losparques de Petrodvorets con un agentenorteamericano que operaba desdeHelsinki. Ella no buscaba esosencuentros, sino que fue obligada a

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ellos.El la siguió a su apartamento una

noche y le informó de lo que habíadescubierto. Por instinto, no tomóninguna acción oficial. En lasactividades de ella había algo que nopodía llamarse traición.

—¡Lo que he hecho es insignificante!—gritó ella con lágrimas de agotamientoen los ojos—. ¡No es nada comparadocon lo que quieren! Pero tienen pruebasde que he hecho algo: ¡no serán capacesde cumplir sus amenazas!

El norteamericano le mostrófotografías. Docenas de ellas, lamayoría de su hermano, pero también de

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otros altos funcionarios soviéticos enlos sectores de Viena. Mostraban lasmás vulgares obscenidades, reforzadaspor comportamiento sexual entrehombres y mujeres, entre hombres yhombres, tomadas mientras los sujetosestaban borrachos, todas mostrando unaViena de excesivo libertinaje, en las queimportantes figuras soviéticas eranfácilmente pervertidas por cualquieraque deseara corromperlas.

La amenaza era sencilla: estas fotosse harían públicas por todo el mundo. Suhermano, así como otros superiores a élen rango e importancia, quedaríanexpuestos al ridículo universal, así

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como la Unión Soviética.—¿Qué esperaba ganar al hacer lo

que hizo? —le había preguntadoTaleniekov.

—¡Cansarlos! —fue la contestaciónde ella—. Me mantendrán siempre enuna cuerda, sin saber lo que haré, lo quepuedo hacer… lo que he hecho. De vezen cuando se enteran de que han habidoerrores en las computadoras. Sonmenores, pero suficientes. No cumpliránsus amenazas.

—Hay una manera mejor —sugirióél—. Creo que me lo debe dejar a mí.Hay un hombre en Washington quededica su atención al sudeste de Asia:

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un general llamado Anthony Blackburn.Vasili regresó a Riga y envió un

mensaje a través de su enlace enLondres. Washington recibió lainformación en pocas horas: cualquierexplotación que la inteligencianorteamericana quisiera hacer del casode Viena sería contrarrestada por unaexposición igualmente devastadora, confotografías, de uno de los hombres másrespetados del establecimiento militarnorteamericano.

Nadie de Helsinki volvió a molestara Lodzia Kronescha. Y ella yTaleniekov se hicieron amantes.

Los recuerdos acudieron a Vasili

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mientras subía la oscura escalera hastael segundo piso. Sus relaciones fueronproducto de una mutua necesidad, no deuna gran pasión. Habían sido individuossolitarios, dedicados a su profesión, alpunto de excluir casi todo lo demás.Ninguno de los dos exigía más allá deuna expansión de su mente y cuerpo, ycuando él fue trasferido a Sebastopol,sus adioses fueron como la separaciónindolora de buenos amigos que seagradan mucho mutuamente, pero que nose sienten dependientes el uno del otro.Vasili tenía curiosidad por saber lo queella diría al verlo, cómo se sentiría…cómo se sentiría él.

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Miró su reloj: la una menos diez. Sisu turno no había cambiado, salía deltrabajo a las ocho de la mañana yllegaba a su casa a las nueve; leía elperiódico en media hora y se dormía. Depronto, una idea le asaltó. ¿Y si tuvieraun amante? En ese caso, él no la pondríaen peligro; se retiraría rápidamenteantes de que se pudiera establecercualquier identificación. Pero esperabaque ese no fuera el caso, porquenecesitaba a Lodzia. El hombre conquien tenía él que ponerse en contacto enLeningrado no podía ser abordadodirectamente; ella podría ayudar siquisiera.

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Tocó a la puerta. En unos segundosescuchó pisadas al otro lado, el sonidode tacones de cuero contra la madera.Era extraño, pero no se había acostado.La puerta se entreabrió y allí estabaLodzia Kronescha vestida del todo,aunque desusadamente con un vestido dealgodón de brillante color, un vestido deverano; su cabello castaño claro le caíapor los hombros y su rostro aquilinotenía una rígida expresión, sus ojosverdes fijos en él, como si su repentinaaparición después de tan largo tiempofuera más bien una intrusión, que algoinesperado.

—Qué bien que pasas a verme, viejo

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amigo —habló ella sin la menorinflexión de voz.

Le estaba tratando de decir algo.Alguien estaba adentro con ella. Alguienque le esperaba.

—Me agrada verte otra vez, viejaamiga —contestó Taleniekov, moviendola cabeza para hacerle saber quecomprendía el mensaje, estudiando laranura entre la puerta y el hueco de lapuerta. Podía verla tela de una chaqueta,el tejido marrón de unos pantalones. Eraun solo hombre, le estaba diciendo ellatambién. Sacó su Graz-Burya, alzó lamano izquierda con tres dedosextendidos e hizo un gesto hacia la

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izquierda. Con el tercer movimiento decabeza, ella debía echarse a la derecha:sus ojos le dijeron que comprendía.

—Han pasado muchos meses —continuó él casualmente—. Estaba en eldistrito, así que pensé que…

Hizo el tercer movimiento decabeza; ella se tiró a la derecha. Vasilise lanzó con el hombro contra el panelde la izquierda de la puerta, para que elarco fuera más amplio, el impacto total;luego, volvió a golpear, aplastando a lafigura contra la pared.

Saltó hacia adentro, se movió a laderecha y su hombro volvió a golpear lapuerta. Arrancó una pistola de la mano

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del hombre y desprendió a éste de lapared, golpeándolo en el cuello, con larodilla, lanzando a su presunto atacantepor los aires hasta un sillón cercano enel cual se desplomó al suelo.

—Entendiste —gritó Lodzia, queestaba agachada contra la pared—. ¡Mepreocupaba que no lo comprendieras!

Taleniekov cerró la puerta.—Aún no es la una —explicó

tomando su mano—. Pensé que estaríasdormida.

—Esperaba que te dieras cuenta deeso.

—Además, afuera está helando; noes la temporada para un vestido de

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verano.—Sabía que lo notarías. La mayoría

de los hombres no lo hubieran hecho,pero tú sí.

El la tomó por los hombros y hablórápidamente:

—Te he traído terribles problemas.Lo siento. Me iré inmediatamente. Rasgatus ropas, diles que trataste dedetenerme. Forzaré uno de losapartamentos de arriba y…

—¡Vasili, escúchame! Este hombreno es uno de nosotros. No es del KGB.

Taleniekov se volvió hacia elhombre en el suelo. Estaba recobrandoel conocimiento lentamente, tratando de

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incorporarse y de orientarse al mismotiempo.

—¿Estás segura?—Completamente. Para empezar, es

un inglés, al hablar en ruso se le notafácilmente. Cuando mencionó tu nombre,fingí estar escandalizada, coléricaporque nuestra gente me creyera capazde albergar a un fugitivo… le dije quequería telefonear a mi superior. El nome dejó. Me dijo: «Tenemos todo lo quequeremos de usted». Esas fueron suspalabras exactas.

—¿Hubieras llamado a tu superior?—indagó Vasili.

—No estoy segura —replicó Lodzia,

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sus ojos verdes fijos en él—. Supongoque hubiera dependido de lo que éldijera. Es muy difícil para mí creer queeres lo que dicen.

—No lo soy. Por otra parte, tú debesprotegerte.

—Esperaba que no tuviera quellegar a eso.

—Gracias… vieja amiga —repusoTaleniekov; se volvió al hombre en elsuelo y dio unos pasos hacia él.

Entonces lo vio. Era demasiadotarde.

Vasili se lanzó en clavado hacia lafigura junto al sillón, sus manosrasgando la boca del hombre, tratando

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de abrirla, mientras con la rodilla legolpeaba en el estómago, en el tórax,queriendo hacerle vomitar.

El olor acre de almendras. Cianurode potasio. Una dosis masiva. Lapérdida del conocimiento en segundos,la muerte en minutos.

Los fríos ojos azules del inglés, asus pies, estaban abiertos y llenos desatisfacción. El Matarese habíaescapado.

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23—Tenemos que repasarlo de nuevo —insistió Taleniekov, levantando la vistadel cadáver desnudo. Lo habíandespojado de todas sus ropas; Lodziaestaba sentada en una sillainspeccionando cada pieza por segundavez.

—No he dejado nada. No erademasiado comunicativo.

—Tú eres una matemática; tenemosque llenar los números que nos faltan.Las sumas son claras.

—¿Sumas?—Sí, sumas —repitió Taleniekov,

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dando vuelta al cadáver—. El iba atrásde mí, pero estaba dispuesto a matarsesi la trampa fallaba. Eso nos conduce ados conclusiones: la primera es que nopodía arriesgarse a ser capturado vivopor lo que sabía; y segunda, no esperabaayuda. Si creyera lo contrario, ni tú niyo estaríamos aquí ahora.

—Pero ¿por qué pensó que túvendrías aquí?

—No que vendría —corrigióTaleniekov—. Sino que podría venir.Estoy seguro de que en algún expedienteen Moscú está el dato de que tú y yo nosveíamos con frecuencia. Y los hombresque me buscan tienen acceso a esos

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expedientes, eso lo sé. Pero cubriránsólo la gente de aquí en Leningrado conquien crean que yo podría tratar decomunicarme. No se ocuparán de loslíderes de sector ni del personal deLigovsky. Si alguno de éstos supiera queando por aquí, mandarían alarmas que seoirían hasta en Siberia; y los que mebuscan se encargarían entonces de mí.No, sólo se preocupan de aquella genteque ellos saben que no me entregaría. Túeres una de ellas.

—¿Hay otras? ¿Aquí en Leningrado?—Tres o cuatro, quizá. Un judío en

la Universidad, un buen amigo con quienme pasaba las noches enteras bebiendo y

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discutiendo; le vigilarán. Otro en laUniversidad de Zhdanov, un teórico enpolítica que enseña a Marx, pero que seencuentra más a gusto con Adam Smith.Y uno o dos más, supongo. Nunca mepreocupé porque me vieran con alguien.

—No tenías por qué.—Lo sé. Mi puesto tenía sus

ventajas; había docenas deexplicaciones para todo lo que hacía,para cualquier persona que veía. ¿Conqué amplitud me están vigilando?

—No entiendo.—Hay un hombre con quien quiero

comunicarme. Tendrán que retrocedermuchos años para encontrarlo, pero tal

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vez lo hayan hecho. —Vasili hizo unapausa, con el dedo apoyado en lacolumna vertebral del cadáver desnudo.Alzó la vista al rostro fuerte, perocuriosamente gentil, de la mujer quehabía conocido tan bien—. ¿Cuálesfueron las palabras que dijo? «Tenemostodo lo que queremos de usted».

—Sí. Y en ese momento me quitó elteléfono de las manos.

—¿Estaba convencido de que ibas allamar al cuartel general?

—Fui convincente. Si me hubieradicho que llamara, tal vez habríacambiado de táctica; no sé. Ten encuenta que sabía que era inglés. No creo

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que me hubiera dejado llamar. Pero élno negó ser del KGB.

—Y luego, cuando te pusiste elvestido, ¿no objetó?

—Al contrario. Eso lo convenció deque realmente ibas a venir aquí, de queyo estaba cooperando.

—¿Cuáles fueron sus palabrasentonces? Las palabras precisas. Medijiste que él sonrió y dijo algo acercade que todas las mujeres son iguales;que no recordabas más.

—Era trivial.—Nada es trivial. Trata de recordar.

Algo acerca de «pasar las horas», eso eslo que mencionaste.

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—Sí. El idioma era el nuestro, perola frase muy inglesa, eso lo recuerdo.Dijo que él «pasaría las horasplacenteramente»… más que los otros.Que no había «tales vistas en el muelle».Y ya te dije, insistió en que me cambiarade ropa frente a él.

El «muelle», el Hermitage. Eledificio malachite. Había una mujer allí—fue descifrando Taleniekov—. Fueronconcienzudos. Otro número que falta.

—¿Mi amante era infiel?—Frecuentemente, pero no con ella.

Se trataba de una impenitente zarista queestaba a cargo de la gira arquitectónica,y era muy divertida. También andaba

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más cerca de los setenta que de lossesenta, aunque ninguna de esas edadesme parece tan lejana ahora. La invitabaa tomar té con frecuencia.

—Eso es conmovedor.—Me gustaba su compañía. Era muy

buena maestra en cosas de las que yosabía poco. ¿Por qué la habrán puesto enuna lista o en un archivo?

—Hablando de Leningrado —rióLodzia, divertida—, si viéramos anuestra competencia de Rigaencontrándose con una persona así,tomaríamos nota.

—Probablemente es una cosa tanestúpida como esa. ¿Qué otra cosa dijo?

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—Nada recordable. Cuando estabayo en ropa interior, hizo un tontocomentario respecto a que las expertasen matemáticas tenían ventajas sobre lasacadémicas o las bibliotecarias, porqueestudiaban cifras…

Taleniekov se puso de pie.—Eso es —exclamó—. El número

que faltaba. Lo han encontrado.—¿De qué estás hablando?—Nuestro inglés no pudo resistir el

mal chiste, o estaba tanteando. Elmuelle, el museo del Hermitage, losacadémicos… mis compañeros en laZhdanov. La referencia a unabibliotecaria puede ser la Biblioteca

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Saltykov-Schedrin. El hombre con quienquiero ponerme en contacto está allí.

—¿Quién es?—Un hombre viejo que hace años

brindó su amistad a un joven estudianteuniversitario y le abrió los ojos a cosasde las que no sabía nada —titubeóVasili.

—¿Quién es él? ¿Quién es él?—Yo era un muchacho muy

confundido —trató de evadir Taleniekov—. ¿Cómo era posible que más de trescuartas partes del mundo rechazaran lospreceptos de la revolución? No podíaaceptar que tantos millones fueranignorantes. Pero eso era lo que los

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libros de texto decían, lo que nuestrosprofesores afirmaban. ¿Por qué? Teníaque comprender por qué nuestrosenemigos pensaban de esa manera.

—¿Y ese hombre fue capaz dedecírtelo?

—Me lo mostró. Dejó que yo lodescubriera por mí mismo. Hablaba conbastante fluidez el inglés y el francés, yrazonablemente bien el español. Meabrió las puertas, literalmente me abriólas puertas de acero, a los librosprohibidos, miles de volúmenes queMoscú desaprobaba, y me dejó por micuenta con ellos. Yo pasé semanas,meses, leyéndolos, tratando de

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comprender. Fue entonces cuando el…«gran Taleniekov»… aprendió la másvaliosa lección de su vida: cómo ver lascosas de la manera en que el enemigolas ve, cómo ser capaz de pensar comoél. Esa es la piedra fundamental decualquier éxito que haya tenido. Miviejo amigo lo hizo posible.

—¿Y ahora tienes que verlo?—Sí. Ha vivido aquí toda su vida.

Lo ha visto todo y ha sobrevivido. Sialguien puede ayudar, es él.

—¿Qué es lo que buscas? Creo quetengo derecho a saberlo.

—Claro que si, pero es un nombreque debes olvidar. O al menos, no

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mencionarlo nunca. Necesitoinformación sobre una familia llamadaVoroshin.

—¿Una familia? ¿De Leningrado?—Sí.Lodzia movió la cabeza con

exasperación.—A veces creo que el gran

Taleniekov es muy tonto. ¡Puedo pasarel nombre por nuestra computadora!

—En el instante en que lo hicieras,quedarías marcada; acabarías muerta.Ese hombre tiene cómplices por todaspartes —se volvió y regresó al cadáver,agachándose para continuar su examen—. Además, no encontrarías nada; fue

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hace muchos años y ha habidodemasiados cambios de régimen. Si enalguna ocasión hubo anotaciones, dudoque aún estuvieran ahí. La ironía es quesi hay algo en los bancos de datos,probablemente significaría que lafamilia Voroshin no está ya involucrada.

—¿Involucrada en qué, Vasili?El no contestó inmediatamente,

porque había volteado el cuerpodesnudo. Había una pequeñadecoloración de la piel en la parte bajadel pecho, alrededor del área delcorazón, apenas visible a través de losvellos. Era diminuta, de poco más de uncentímetro de diámetro, pues la marca

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azulosa-púrpura era un círculo. Aprimera vista parecía ser una señal denacimiento, un fenómeno perfectamentenatural, no injertado en la carne. Pero noera natural; había sido colocado allí poruna aguja muy experta. El viejoKrupskiy dijo esas palabras poco antesde morir: un hombre fue capturado, conun círculo azulado en el pecho, unsoldado del Matarese.

—En esto —respondió Taleniekovseparando el pelo negro del pecho delmuerto, para que el círculo se pudieraver claramente—. Ven aquí.

Lodzia se levantó, caminó hacia elcadáver y se arrodilló.

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—¿Qué? ¿La marca de nacimiento?—Per nostro circulo —aclaró

Vasili—. No estaba ahí cuando nuestroinglés nació. Tenía que ganárselo.

—No entiendo.—Lo entenderás. Te voy a decir

todo lo que sé. No estaba seguro antes,pero creo que no hay otra alternativaahora. Es posible que me maten. En esecaso, debes comunicarte con unapersona. Te diré cómo hacerlo.Describe esta marca, la cuarta costilla.Al borde de la caja torácica, cerca delcorazón. No se suponía que fueraencontrada.

Lodzia miró en silencio la marca

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azulada sobre la carne, y volviófinalmente la vista a Taleniekov.

—¿Quiénes son ellos?—Se conocen por el nombre del

Matarese.Y le contó todo. Cuando terminó.

Lodzia no habló durante un rato, ni élinterrumpió sus pensamientos. Porqueella había oído cosas desconcertantes,entre ellas la increíble alianza entreVasili Taleniekov y un hombre conocidopor todo el mundo del KGB comoBeowulf Agate. Ella se dirigió a laventana que daba a la calle y habló,mirando al cristal:

—Me imagino que te has preguntado

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esto a ti mismo mil veces: pero lopreguntaré de nuevo: ¿era necesarioponerse en contacto con Scofield?

—Sí.—¿Moscú no te hubiera escuchado?—Moscú ordenó mi ejecución.

Washington ordenó la suya.—Sí. Pero tú dices que ni Moscú ni

Washington saben de la existencia delMatarese. La trampa que te pusieron a tiy a Beowulf se basaba en mantenerlosaparte. Eso lo puedo entender.

—El Washington oficial y el Moscúoficial están ciegos en lo que respecta alMatarese. De lo contrario, alguien noshubiera defendido: se nos hubiera

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llamado para que dijéramos lo quesabíamos, lo que le llevé a Scofield. Enlugar de eso, se nos calificó detraidores, ordenaron que nos mataran deinmediato, sin darnos ningunaoportunidad de ser escuchados. ElMatarese orquestó todo eso, utilizandolos aparatos clandestinos de ambospaíses.

—Entonces ¿este Matarese está enMoscú y en Washington?

—Absolutamente. Está dentro, perono es parte dominante. Capaz demanipular, pero invisible.

—No invisible, Vasili —objetóLodzia—. Los hombres con quienes

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hablaste en Moscú…—Eran hombres viejos, asustados

—interrumpió Taleniekov—. Caballosde guerra moribundos, a los que se habíapuesto a pastar. Impotentes.

—Entonces, este hombre Scofield sedirigió al estadista Winthrop. ¿Qué pasócon él?

—Indudablemente, ahora estarámuerto.

Lodzia se alejó de la ventana yquedó frente a él.

—En ese caso, ¿a dónde puedes ir?Estás acorralado.

Vasili negó con la cabeza.—Al contrario; estamos

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progresando. El primer nombre de lalista, Scozzi, era correcto. Ahoratenemos a este inglés muerto aquí. Sinpapeles, sin pruebas de quién es o dedónde vino, pero con una marca másreveladora que una cartera repleta dedocumentos falsos. Era parte de suejército, lo que significa que hay otrosoldado aquí en Leningrado vigilando aun anciano que es el custodio de losarchivos literarios de la BibliotecaSchedrin. Quisiera enfrentarme a él, casitanto como quiero ponerme en contactocon mi viejo amigo: quiero obligarlo aque me dé ciertas respuestas. ElMatarese está en Leningrado para

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proteger a los Voroshin, para ocultar laverdad. Nosotros nos estamos acercandoa esa verdad.

—Pero supongamos que laencuentran. ¿A quién se la van a llevar?Ustedes no pueden protegerse, porqueno saben quiénes son ellos.

—Sabemos quiénes no son, y eso essuficiente. El Premier y el Presidente,para empezar.

—No podrán acercarse a ellos.—Lo lograremos si tenemos

pruebas. Beowulf tenía razón sobre eso;necesitamos pruebas incontrovertibles.¿Nos ayudarás? ¿Me ayudarás?

Lodzia Kronescha le miró a los ojos,

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y los suyos se suavizaron. Tomó surostro con las dos manos.

—Vasili Vasilovich, mi vida sehabía simplificado tanto, y ahora túvuelves…

—No sabía a quién acudir. No podíaacercarme a ese viejo directamente.Atestigüé a su favor en una audiencia deseguridad en 1954. Lo sientoterriblemente, Lodzia.

—No tienes por qué. Te he echadode menos. Y por supuesto, te ayudaré.De no haber sido por ti, tal vez estuvieradando clases de primaria en nuestrossectores de Tashkent.

El tocó su rostro, en gesto recíproco.

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—Esa no debe ser la razón de tuayuda.

—No lo es. Lo que me has dicho measusta.

Bajo ninguna condición debía saberel traidor Maletkin sobre la existenciade Lodzia. El oficial de Vyborg habíapermanecido en el automóvil, en laesquina; pero pasada la hora,Taleniekov podía verle paseandonerviosamente por la acera, allá abajo.

—No está seguro si es este edificioo el de al lado —señaló Vasili, dandoun paso hacia atrás de la ventana—. Los

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sótanos aún están conectados, ¿no esasí?

—Lo estaban la última vez queestuve allí.

—Bajaré y saldré a la calle unascuantas puertas más allá. Le diré que elhombre con quien estoy necesita mediahora más. Eso nos dará suficientetiempo. Acaba de vestir al inglés, porfavor.

Lodzia tenía razón; nada habíacambiado en los viejos edificios. Cadasótano se conectaba con el del edificiosiguiente; el sucio y húmedo callejónsubterráneo se extendía por casi toda lamanzana. Taleniekov salió a la calle

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cuatro edificios más allá del de Lodzia.Se aproximó al descuidado Maletkin ylo sobresaltó.

—¡Pensé que usted había entradopor ahí! —se extrañó el traidor deVyborg, indicando con la cabeza lasescaleras a su izquierda.

—¿Por ahí?—Sí, estoy seguro de ello.—Aún está usted muy excitado,

camarada, lo que interfiere con su poderde observación. No conozco a nadie enese edificio. Bajé para decirle que elhombre con quien me estoyentrevistando necesita más tiempo.Sugiero que espere en el auto; no sólo

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hace un frío terrible, sino que así atraerámenos atención a su persona.

—¿No tardará mucho más? —preguntó Maletkin ansiosamente.

—¿Pensaba ir a algún lado? ¿Sinmí?

—No, no, por supuesto que no. Esque tengo que ir al baño.

—Discipline su vejiga —aconsejóTaleniekov, y se alejó rápidamente.

—Veinte minutos más tarde, él yLodzia se habían puesto de acuerdoacerca de los detalles de su contacto conel guardián de archivos de la BibliotecaSchedrin, en Maiorov Prospeckt. Ella lediría que un estudiante de hacía muchos

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años, un hombre que llegó a un altopuesto en el gobierno y que habíaatestiguado a su favor en 1954, queríahablar con él en privado. Ese estudiante,este amigo, no podía ser visto enpúblico; estaba en dificultades ynecesitaba ayuda.

No había que dejar en duda laidentidad del estudiante, ni el peligro enque se encontraba. El anciano tenía queser sacudido, asustado, para que sepreocupara por quien fuera su queridojoven amigo, que ahora se veía obligadoa salir a la superficie. Tenía quecomunicar esta alarma a cualquiera quele pudiera estar observando.

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Los arreglos para la entrevistaserían lo suficientemente complicadospara confundir la mente del viejo.Porque la confusión y el temor delerudito lo conducirían a realizarmovimientos tentativos, aturdidosinicios y paradas, repentinas vueltas yabruptos retrocesos, decisiones tomadasy rechazadas al instante. Bajo estascircunstancias, quienquiera que siguieraal viejo sería fácilmente identificado;pues los pasos que diera el eruditotendría que darlos también quien losiguiera.

Lodzia daría instrucciones alanciano de que abandonara el enorme

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edificio de la biblioteca por la salidadel sudoeste, a los diez minutos para lasseis de esa noche; las calles estaríanoscuras y no se esperaba que nevara. Sele diría que debía andar un ciertonúmero de calles en un sentido, y otrasen otro. Si no se establecía el contacto,debería regresar a la biblioteca yesperar; de serle posible, su amigo dehacía tantos años le esperaría allí. Sinembargo, no podía garantizarlo.

Colocado en semejante situación detensión, sólo los números bastarían paraconfundir al erudito, pues Lodziaconcluiría abruptamente la llamadatelefónica, sin repetirlos. Vasili se

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cuidaría de lo demás; el traidorMaletkin le serviría de cómpliceinvoluntario.

—¿Qué harás después de ver alanciano? —preguntó Lodzia.

—Eso depende de lo que me diga, ode lo que pueda averiguar del hombreque le siga.

—¿Dónde te alojarás? ¿Podré verte?—Podría ser peligroso para ti si

vuelvo aquí.—Estoy dispuesta a arriesgarme.—Pero yo no estoy dispuesto a

permitirlo. Además, trabajas hasta lamadrugada.

—Puedo ir antes y salir a

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medianoche. Las condiciones no son tanduras como cuando estuviste la últimavez en Leningrado. Intercambiamoshoras con frecuencia, y yo estoycompletamente rehabilitada.

—Alguien te preguntará por qué.—Les diré la verdad. Un viejo

amigo ha llegado de Moscú.—No creo que sea muy buena idea.—Un secretario del partido del

Presidium, con su esposa y varios niños.Desea permanecer anónimo.

—Como dije, una idea espléndida—rectificó Taleniekov, sonriendo—.Tendré cuidado y entraré por lossótanos.

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—¿Qué harás con él? —Lodziainclinó la cabeza hacia el inglés muerto.

—Lo dejaré en el sótano más lejanoque pueda encontrar. ¿Tienes una botellade vodka?

—¿Acaso tienes sed?—Él la tiene. Un desconocido

suicida más en el paraíso. No les damospublicidad. Necesitaré una cuchilla deafeitar.

Pietre Maletkin estaba junto a Vasilia las sombras de una arcada frente a laentrada sudeste de la BibliotecaSaltykov-Schedrin. Los reflectores del

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patio trasero del edificio brillaban enamplios círculos desde las altasparedes, dando la impresión de unaenorme prisión. Pero las arcadas queconducían a la calle estaban colocadassimétricamente a cada treinta metros dela pared; las personas podían ir y venira voluntad. Era una noche en que labiblioteca estaba muy concurrida.

—¿Dice usted que ese viejo es unode nosotros? —preguntó Maletkin.

—No confunda a sus nuevosenemigos, camarada. El viejo es delKGB; quien le siga para establecercontacto, será uno de nosotros. Tenemosque alcanzarlo antes de que lo atrapen.

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El erudito es una de las armas máseficaces que Moscú ha desarrolladopara tareas de contra-inteligencia. Nadamás cinco hombres en el KGB conocensu nombre; el hecho de saber de suexistencia marca a una persona comoinformante de los norteamericanos. Portodos los santos, no lo mencione jamás.

—Nunca oí de él —aseguróMaletkin—. ¿Pero los norteamericanoscreen que es de los suyos?

—Sí, es un señuelo. Todo lo informadirectamente a Moscú por una líneaprivada.

—Increíble —murmuró el traidor—.Un anciano. Ingenioso.

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—Mis antiguos colegas no sontontos —precisó Taleniekovconsultando su reloj—. Como tampocolo son sus colegas actuales. Olvide queoyó algo acerca del camaradaMikovsky.

—¿Ese es el nombre?—Hasta yo mismo preferiría no

repetirlo… ahí está.—Un hombre viejo, cubierto con un

abrigo y un sombrero negro de piel,salió por la puerta; su aliento seevaporaba en el frío viento. Se detuvomomentáneamente en los peldaños,mirando a su alrededor como si tratarade decidir qué arcada tomaría para salir

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a la calle. Tenía una barba blancarecortada y lo que se podía ver de surostro estaba lleno de arrugas yfacciones pálidas y cansadas. Empezóabajar las escaleras cautelosamente,agarrado a la barandilla. Llegó al patioy caminó a la arcada más próxima, a suderecha.

Taleniekov estudió la oleada degente que salía por las puertas de cristaldetrás del viejo custodio. Parecían estaren grupos de dos y tres; buscó a unhombre solo que mirara con ansiedad alpatio de abajo. Pero nadie lo hizo yVasili quedó perturbado. ¿Se habríaequivocado? No le parecía probable, y

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sin embargo, no había un solo hombreque Taleniekov pudiera distinguir entrela multitud, que tuviera su atenciónpuesta en Mikovsky, que ahora sehallaba a la mitad del patio. Cuando elerudito llegó a la calle, no tenía casoesperar más tiempo. Se habíaequivocado. El Matarese no vigilaba asu amigo.

No, no estaba equivocado. Era unamujer. Una mujer solitaria se apartó dela multitud y bajó corriendo lospeldaños, con los ojos fijos en elanciano. Qué plausible, pensó Vasili.Una mujer sola, que pasara horas en labiblioteca, atraería mucho menos la

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atención que un hombre. Entre sussoldados, el Matarese entrenabamujeres.

No estaba seguro de por qué lesorprendía; algunos de los mejoresagentes del KGB soviético y deOperaciones Consulares de EstadosUnidos eran mujeres, aunque sus tareasraramente incluían la violencia. Eso eslo que ahora lo sobresaltaba. La mujerque seguía al viejo Mikovsky sóloquería encontrarlo a él. La violencia eraintrínseca a esa misión.

—Esa mujer —le dijo a Maletkin—,la del abrigo marrón y la gorra convisera. Ella es la informante. Tenemos

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que impedirle que establezca contacto.—¿Una mujer?—Es capaz de hacer cosas que usted

no podría, camarada. Venga ahora,debemos tener cuidado. Ella no se leacercará en seguida; esperará elmomento más oportuno, y nosotrostambién. Tenemos que separarla,apoderarnos de ella cuando esté losuficientemente lejos para que él nopueda identificarla si hay algún ruido.

—¿Ruido? —repitió el perplejoMaletkin—. ¿Por qué habría ella dehacer ruido?

—Con las mujeres nunca se sabe;vayámonos.

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Los siguientes dieciocho minutosfueron tan desorganizados y tandolorosos de observar como Taleniekovhabía anticipado. Dolorosos porque elanciano estaba cada vez más perplejo yaturdido a medida que pasaba el tiempo,y su agitación se convertía en pánico alno ver señales de su joven amigo.Cruzaba las calles con un frío espantoso,caminando lentamente, con pasoincierto. Consultaba una y otra vez sureloj, pues la luz resultaba demasiadotenue para sus ojos; lo empujaban lospeatones cada vez que se detenía, y lohacía incesantemente, mientras perdía elaliento y la respiración. En dos

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ocasiones trató de dirigirse a un refugiopara viajeros de autobuses, una callemás allá de donde se encontraba,convencido momentáneamente de quehabía contado mal las calles; en laintersección donde se hallaba el teatroKirov había tres refugios y su confusiónaumentó. Visitó los tres, cada vez másconfuso.

La estrategia surtió el efectoesperado en la mujer que seguía aMikovsky. Ella interpretó las accionesdel anciano como las de un sujetoconsciente de que lo pueden estarsiguiendo, un sujeto poco entrenado enlos métodos para evadirse, pero también

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viejo, asustado y capaz de crear unasituación incontrolable. Así que la mujerdel abrigo marrón y la gorra con viseraguardó su distancia, manteniéndose enlas sombras, yendo del oscuro umbral deuna tienda al callejón poco alumbrado,poniéndose también nerviosa ante loerrático de su presa.

El viejo erudito inició su regreso ala biblioteca. Vasili y Maletkin loobservaron desde un lugar seguro, asetenta y cinco metros de distancia.Taleniekov estudió la ruta, directamentea través de la ancha avenida; había doscallejones y ambos podrían serutilizados por la mujer cuando Mikovsky

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pasara de regreso.—Venga —ordenó Vasili tomando a

Maletkin por el brazo y empujándolohacia adelante—. Lo seguiremos decerca entre la muchedumbre, en el otrolado. Se dará la vuelta cuando él pasejunto a ella, y cuando llegue a esesegundo callejón, ella lo utilizará.

—¿Por qué está tan seguro?—Porque ella lo ha utilizado antes;

es lo más natural que puede hacer. Yo loutilizaría. Nosotros lo vamos a utilizarahora.

—¿Cómo?—Se lo diré cuando estemos en

posición.

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El momento se estaba acercando yTaleniekov podía sentir los latidos de supecho. Había orquestado los hechos delos últimos dieciséis minutos; lospróximos determinarían si laorquestación había tenido éxito. Conocíados hechos innegables: uno, que la mujerlo reconocería instantáneamente; lehabrían proporcionado fotografías y unadetallada descripción física. Dos, siviera las de perder, se quitaría la vidacon la misma rapidez y eficacia con quelo había hecho el inglés en elapartamento de Lodzia.

El tiempo y la sorpresa eran lasúnicas herramientas a su inmediata

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disposición. El proporcionaría laprimera, y el traidor de Vyborg, lasegunda.

Cruzaron la plaza con un grupo depeatones y se mezclaron con la gentefrente al teatro Kirov. Vasili miró porencima del hombro y vio a Mikovskyzigzaguear torpemente a través de la filaformada en espera de boletos,respirando con dificultad.

—Escúcheme y haga exactamente loque le diga —manifestó Taleniekovsujetando el brazo de Maletkin—.Repita las palabras que le vayadiciendo.

Se unieron a la oleada de peatones

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que subía al pavimento, quedando detrásde un cuarteto de soldados; susabultados abrigos servían como unabarricada por la cual Vasili podía verfácilmente. El erudito se aproximó alprimer callejón; la mujer desaparecióbrevemente en él, y volvió a salir unavez que el anciano pasó.

Sólo faltaban unos momentos ahora.Mikovsky pasaba frente al segundo

callejón; la mujer estaba dentro.—¡Ahora! —ordenó Vasili,

corriendo con Maletkin hacia la entrada.Escuchó las palabras que Maletkin

gritaba de modo que fueran inequívocaspor encima del ruido de la calle.

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—Camarada, espere. ¡Deténgase!¡Circolo! ¡Nostro circolo!

Silencio. La conmoción era casitotal.

—¿Quién es usted? —la pregunta fuehecha con voz fría, tensa.

—¡Detenga todo! ¡Tengo noticias delpastor!

—¿Qué?La sacudida era ahora completa.Taleniekov giró alrededor de la

esquina del callejón, corriendo hacia lamujer; sus manos eran como dos resortesal saltar sobre ella y agarrarle losbrazos, sus dedos resbalaroninstantáneamente hasta las muñecas de

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ella, para inmovilizar sus manos, una delas cuales estaba en el bolsillo delabrigo empuñando un revólver. Ellaretrocedió, echándose a la izquierda,haciendo peso muerto para arrastrar aVasili; luego, salió a la derecha,lanzando una patada con el pieizquierdo, que pasó junto al cuerpo deTaleniekov como las garras de un gatocolérico defendiéndose de otro animal.

El contraatacó directamente,levantándola en vilo, lanzando su cuerpocontorsionado contra la pared delcallejón, martilleándola con su hombro,aplastándola contra los ladrillos.

Todo pasó tan rápidamente que él

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tenía sólo vaga conciencia de lo que ellaestaba haciendo, hasta que sintió losdientes enterrarse en la carne de sucuello. Ella había embestido con elrostro hacia el suyo, un movimiento taninesperado que no pudo evitar echarse aun lado con gran dolor. Su boca eraancha; sus rojos labios, partidosgrotescamente. La mordida había sidosalvaje, sus mandíbulas eran como dosabrazaderas a un lado de su cuello.Vasili podía sentir la sangre empapar elcuello de su camisa; ¡y ella no losoltaba!, el dolor era espantoso. Cuantomás la golpeaba contra la pared, másprofundamente se clavaban los dientes

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de ella en su carne. No podía soportarlo.Soltó los brazos de ella y le clavó lasmanos en la cara, tratando de apartarla.

La explosión fue fuerte y clara,aunque amortiguada por el pesado tejidodel abrigo; el viento trasmitió el eco portodo el callejón; ella cayó a un lado,inerte, contra la piedra.

El miró su rostro; los ojos estabanmuy abiertos y muertos; se hundiólentamente en el pavimento. Hizoexactamente aquello para lo que estabaprogramada; había evaluado losporcentajes (dos hombres contra ellasola) y disparado el arma en el bolsillo,destrozándose el pecho.

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—¡Está muerta! ¡Dios mío, se matóella misma! —gritó Maletkin—. ¡Lagente habrá oído el disparo! ¡Tenemosque correr! ¡La policía!

Varios curiosos transeúntespermanecían inmóviles a la entrada delcallejón, atisbando.

—¡Cállese! —ordenó Taleniekov—.Si alguien viene utilice su tarjeta delKGB. Este es asunto oficial; a nadie sele debe permitir entrar aquí. Necesitotreinta segundos.

Vasili sacó un pañuelo del bolsillo ylo apretó contra su cuello, reduciendo lapérdida de sangre. Se arrodilló sobre elcuerpo de la mujer muerta. Con la mano

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derecha abrió el abrigo, exponiendo unablusa empapada en sangre. Arrancó latela pegada a la piel; el agujero abajo desu seno izquierdo era enorme, obstruidopor tejidos e intestinos. Inspeccionó lacarne alrededor de la herida; la luz erademasiado tenue. Sacó su encendedor.

Lo encendió, estirando la sangrientapiel bajo el seno, sosteniendo la luz aunos centímetros sobre ella; la llamadanzaba a impulsos del viento.

—¡Por todos los cielos, dése prisa!—Maletkin estaba de pie a escasosmetros de él, su voz convertida en unsusurro dominado por el pánico—. ¿Quéestá usted haciendo?

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Y lo encontró. En el pliegue bajo elseno izquierdo, en ángulo hacia el centrodel pecho. Un círculo dentado, en azul,rodeado de piel blanca veteada de rojo.Una mancha que no lo era en absoluto,sino la marca de un ejército increíble.

El círculo del Matarese.

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24Se alejaron rápidamente por el fondodel callejón, para mezclarse con lamuchedumbre que se dirigía al norte.Maletkin estaba temblando, su rostrocolor ceniza. Vasili agarró al traidor porel codo para controlar el pánico quefácilmente pudiera causar Maletkin encaso de echarse a correr, atrayendo laatención hacia ambos. Taleniekovnecesitaba al hombre de Vyborg; habíaque enviar un cable que eludiera laintercepción del KGB, y Maletkin podíaser la persona para mandarlo. Se diocuenta de que tenía muy poco tiempo

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para elaborar el código para Scofield, yque le tomaría al viejo Mikovsky otrosdiez minutos llegar a su oficina; peropoco después de eso, Vasili sabía quetenía que estar allí. Un anciano asustadocorría el riesgo de decir lo que nodebía, a quien no debía.

Taleniekov mantenía el pañueloapretado contra la herida en el cuello.Con el frío de la noche había casicesado de sangrar, y pronto seríaposible ponerle un vendaje; Vasili pensóque compraría un suéter de cuello alto,para ocultarla.

—¡Más despacio! —ordenó tirandodel codo de Maletkin—. Hay un café ahí

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adelante. Entraremos unos minutos;tomaremos una copa.

—No me vendría mal —murmuróMaletkin—. ¡Dios mío, ella se mató!¿Quién era?

—Alguien que cometió un error. Nocometa usted otro.

El café estaba lleno; compartieronuna mesa con dos mujeres de edadmadura, a quienes no les agradó laintrusión y se mantuvieron calladas; eraun espléndido arreglo.

—Vaya al gerente que está junto a lapuerta —ordenó Taleniekov—. Dígaleque su amigo tomó demasiado y secortó. Pídale un vendaje y tela adhesiva.

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—Maletkin empezaba a objetar, peroVasili le apretó el brazo—. Haga lo quele digo. No es nada fuera de lo normalen un lugar como éste.

El traidor se levantó y se abriócamino hacia el hombre de la puerta.Taleniekov volvió a envolver elpañuelo, apretando el lado más limpiocontra la piel desgarrada, y sacó unlápiz del bolsillo. Tomó una servilletade papel y empezó a seleccionar elcódigo para Beowulf Agate.

Su mente apagó todo ruido, mientrasse concentraba en un alfabeto y unasucesión de números. Aun cuandoMaletkin regresó con una venda de

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algodón y un pequeño rollo de telaadhesiva, Vasili seguía escribiendo,tachando errores tan rápidamente comolos cometía. Llegaron las copas; eltraidor había ordenado tres para cadauno. Taleniekov no paraba de escribir.

Ocho minutos más tarde habíaacabado. Rompió la servilleta en dos ycopió el texto en letras grandes y claras.Se lo entregó a Maletkin.

—Quiero que mande este cable aHelsinki, al nombre y hotel que estáarriba. Quiero que vaya por líneablanca, tráfico comercial, no sujeto aintercepción en duplicado.

El traidor abrió los ojos al máximo.

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—¿Cómo espera que yo haga eso?—De la misma forma en que manda

información a nuestros amigos deWashington. Usted conoce los horariosen que no hay vigilancia; todos nosprotegemos de nosotros mismos. Es unode nuestros talentos más desarrollados.

—Pero eso es a través deEstocolmo. ¡No pasamos por Helsinki!—Maletkin enrojeció; su estado deagitación y la rápida infusión de alcoholle habían hecho descuidarse. El no habíaquerido revelar la conexión sueca. Nose acostumbraba, incluso entredesertores.

Ni Vasili podía utilizar Estocolmo.

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El cable sería entonces sometido alescrutinio de los norteamericanos.Había otra solución.

—¿Con qué frecuencia viene ustedaquí al cuartel general de Ligovsky, paralas conferencias de su sector?

El traidor frunció los labios,turbado.

—No muy frecuentemente. Quizátres o cuatro veces durante el pasadoaño.

—Usted va a ir allá ahora —advirtióTaleniekov.

—¿Yo qué? ¡Usted ha perdido lacabeza!

—Y usted perderá la suya si no lo

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hace. No se preocupe, coronel. El rangoaún tiene sus privilegios y sus efectos.Usted está enviando un cable urgente aun hombre de Vyborg, en Helsinki. Líneablanca; tráfico sin duplicar. No obstante,tiene que traerme a mí una copiaverificada.

—Suponga que consultan conVyborg…

—¿Quién que esté de servicio alláen este momento, sería capaz deinterferir con el segundo en el mando?

Maletkin arrugó el entrecejonerviosamente.

—Me harán preguntas después.Vasili sonrió; su tono de voz

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prometía incontables riquezas.—Acepte mi palabra, coronel.

Cuando usted regrese a Vyborg no habránada que no pueda tener… u ordenar.

El traidor sonrió también; el sudorde su mentón relucía.

—¿Adónde llevo la copiaverificada? ¿Dónde nos encontraremos?¿Cuándo?

Taleniekov sostuvo el vendaje sobrela herida del cuello y desenrolló una tirade tela con el extremo en sus dientes.

—Córtela —le dijo a Maletkin. Esteobedeció y Vasili se la colocó,arrancando otra tira mientras hablaba—.Quédese esta noche en el hotel

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Europeiskaya, en la calle Brodsky. Allíme comunicaré con usted.

—Me pedirán identificación.—Desde luego, désela. Un coronel

del KGB obtendrá sin duda unahabitación mejor. También una mujermejor, si baja al bar.

Ambas cuestan dinero.—Es invitación mía —ofreció

Taleniekov.

Era la hora de cenar. Las enormessalas de lectura de la BibliotecaSaltykov-Schedrin, con sus paredestapizadas y techos enormemente altos,

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no estaban tan concurridas como decostumbre. Estudiantes dispersos sesentaban ante las largas mesas, unoscuantos grupos de turistas paseabanestudiando los tapices y las pinturas alóleo, hablando en voz baja,impresionados por la grandeza delSchedrin.

Vasili caminó por los salones demármol hacia el grupo de oficinas en elala occidental, recordando los mesesque había pasado en aquellos salones,en este salón en particular, mientras sumente se abría a un mundo del queconocía muy poco. No había exageradoa Lodzia; fue aquí, gracias al valor y

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sabiduría de un hombre, donde élaprendió más acerca del enemigo, queen todo el entrenamiento que recibiódespués en Moscú y Novgorod.

La biblioteca Saltykov-Schedrin fuesu mejor escuela, y el hombrea quien ibaa ver después de tantos años, su mejormaestro. ¿Podrían la escuela o elmaestro ayudarle ahora? Si la familiaVoroshin estaba ligada al nuevoMatarese, no encontraría informaciónrelevante en los bancos de datos, de esoestaba seguro. ¿Pero la había aquí? ¿Enalguna parte de los millares devolúmenes que detallaban los hechos dela revolución, de las familias y de las

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vastas haciendas desaparecidas ofragmentadas, todo ello documentadopor historiadores de la época porquesabían que el explosivo principio de unnuevo mundo no volvería a verse?Ocurrió aquí, en Leningrado, el SanPetersburgo de entonces, y el príncipeAndrei Voroshin había sido parte delcataclismo. Los archivosrevolucionarios de Saltykov-Schedrineran los más extensos de toda Rusia; sihabía un repositorio de cualquierinformación acerca de los Voroshin,aquí estaría. Pero el que estuviera ahíera una cosa; encontrarla, algo muydiferente. ¿Sabría su viejo maestro

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dónde buscar?Dio vuelta a la izquierda, hacia un

pasillo donde se alineaban una serie depuertas de oficina con paneles de cristal,todas oscuras menos una en el vestíbuloal fondo. Adentro se veía una luz tenue,bloqueada intermitentemente por unafigura que pasaba de un lado a otrofrente a una lámpara de escritorio. Erala oficina de Mikovsky, la misma quehabía ocupado por más de un cuarto desiglo, y la figura que se movíalentamente tras el cristal eraindudablemente la del erudito.

Se acercó a la puerta y tocósuavemente; la silueta se agrandó casi al

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instante, tras el cristal.Se abrió la puerta y ahí estaba

Yanov Mikovsky, con el arrugado rostroaún encendido por el frío de la calle, losojos interrogantes y asustados tras losgruesos lentes de sus anteojos. Indicócon un gesto a Vasili que entrararápidamente, y cerró la puerta en elmomento en que Taleniekov pasó.

—¡Vasili Vasilovich! —la voz delanciano era en parte susurro, en partesollozo. Abrió los brazos y dio un fuerteabrazo a su joven amigo—. Nunca penséque te volvería a ver.

Se echó hacia atrás, sus manos aúnsobre el abrigo de Taleniekov,

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mirándole, mientras su boca arrugadatrataba de formar palabras que no salían.Los hechos de la última pasada mediahora habían sido tan terribles que apenaspodía aceptarlos. De su boca salíansonidos inarticulados, sin significado.

—No se excite —apaciguó Vasilicon toda la calma y confianza que pudo—. Todo está bien.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué estesecreto? ¿Estas carreras de un lado paraotro? ¿Pueden justificarse? De todos loshombres de la Unión Soviética… tú.Durante los años que estuviste en Riganunca me viniste a ver, pero supe porotros que eras muy respetado por allí,

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que estabas a cargo de muchas cosas.—Fue mejor que no nos viéramos

durante esos días. Se lo dije porteléfono.

—Nunca lo entendí.—Fueron sólo precauciones que

parecían razonables en ese tiempo.Fueron más que razonables, pensó

Taleniekov. Se había enterado de que elerudito bebía con exceso, deprimido porla muerte de su esposa. Si hubieran vistoal jefe del KGB de Riga con el anciano,la gente podría haber pensado otrascosas. Y haberlas encontrado.

—Ya no importa —convinoMikovsky—. Fue un periodo difícil para

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mí, como estoy seguro te dijeron. Hayépocas en que es mejor que a algunoshombres los dejen solos, incluso susviejos amigos. ¡Pero esto es ahora! ¿Quéte ha pasado?

—Es una larga historia; le contarétodo lo que pueda. Tengo que hacerlo,porque necesito ayuda —dijoTaleniekov mirando más allá delanciano; sobre la espiral de un platoeléctrico, a un lado de su escritorio,había una tetera. Vasili no podía estarseguro, pero pensó que era la mismatetera, la misma estufa eléctrica querecordaba de tantos años atrás—. Ustedsiempre hacía el mejor té de Leningrado.

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¿Qué le parece si prepara un poco paranosotros?

Pasó casi media hora y durante esetiempo Taleniekov no cesó de hablar,mientras el viejo erudito, sentado en susilla, escuchaba en silencio. CuandoVasili mencionó por primera vez elnombre, príncipe Andrei Voroshin, nohizo ningún comentario, pero sí cuandosu estudiante acabó.

—La hacienda de los Voroshin fueconfiscada por el nuevo gobiernorevolucionario. La riqueza de la familiahabía sido reducida en extremo por losRomanov y sus socios industriales.Nicolás y su hermano Miguel odiaban a

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los Voroshin, alegando que eran losladrones de toda la Rusia del norte y delas rutas marinas. Y, por supuesto, elpríncipe fue marcado por losbolcheviques para ser ejecutado. Suúnica esperanza era Kerenski,demasiado indeciso o corrupto paracortar de raíz a las familias ilustres. Esaesperanza se desvaneció con la caídadel Palacio de Invierno.

—¿Qué le pasó a Voroshin?—Fue sentenciado a muerte. No

estoy seguro, pero creo que su nombreaparecía en las listas de ejecución. Deaquéllos que escaparon se tuvierongeneralmente noticias durante los años

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siguientes; yo lo habría recordado siVoroshin hubiera sido de ellos.

—¿Por qué? Solamente enLeningrado había centenares. ¿Por quélos Voroshin?

—No resultaban fáciles de olvidar,por muchas razones. No era frecuenteque los zares de Rusia llamaran a los desu propia clase ladrones y piratas, ytrataran de destruirlos. La familiaVoroshin era notoria. El abuelo y elpadre del príncipe se dedicaban a latrata de esclavos en China y África,desde el Océano Indico hasta el Sur deEstados Unidos; manipulaban los bancosimperiales, provocando que flotas

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mercantes y compañías enteras fueran ala bancarrota, para absorberlas después.Se dijo que cuando Nicolás ordenósecretamente al príncipe AndreiVoroshin que abandonara el palacio,proclamó: «Si nuestra Rusia llega a caeren manos de maniáticos, será porhombres como usted, que los lanza anuestras gargantas». Eso fue bastantesaños antes de la revolución.

—Usted dijo «ordenósecretamente». ¿Por qué secretamente?

—No era el momento oportuno pararevelar disensiones entre losaristócratas. Sus enemigos lo habríanutilizado para justificar los clamores de

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crisis nacional. La revolución fuefomentada décadas antes de queocurriera.

—¿Tuvo hijos Voroshin?—No lo sé, pero me imagino que sí,

de una u otra forma. Tuvo muchasqueridas.

—¿Y que pasó con la familia?—No tengo conocimientos

específicos, pero me imagino queperecieron. Como tú sabes, lostribunales eran generalmente indulgentescuando se trataba de mujeres y niños Amiles de ellos se les permitió abandonarel país; sólo los más fanáticos deseabanla sangre en sus manos. Pero no creo que

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se les permitiera a los Voroshin. Enrealidad, estoy bastante seguro de ello,aunque no recuerdo los datos exactos.

—Necesito datos concretos.—Lo comprendo, y a mi juicio los

tienes. Al menos los suficientes pararefutar cualquier teoría que relacione alos Voroshin con esta increíble sociedadMatarese.

—¿Porqué dice usted eso?—Porque si el príncipe hubiera

escapado, no le habría convenidoguardar silencio. Los rusos blancos en elexilio se organizaron por todos lados.Los que tenían títulos legítimos fueronrecibidos con brazos abiertos y

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excesivas remuneraciones por lasgrandes compañías y los bancosinternacionales; era buen negocio. Dadoel carácter de Voroshin, no hubierarechazado esos beneficios y notoriedad.No, Vasili, lo mataron.

Taleniekov escuchó las palabras delerudito, en busca de una inconsistencia.Se levantó de la silla y se dirigió a latetera, llenó su taza y se quedó mirandodistraídamente el líquido marrón.

—A menos que le ofrecieran algo demucho más valor por mantenerse en elanonimato.

—¿Ese Matarese? —preguntóMikovsky.

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—Sí. Hubo dinero disponible. EnRoma y en Génova. Eran sus fondosiniciales.

—Pero estaba asignado para unpropósito solamente, ¿no? —Mikovskyse inclinó hacia adelante—. Por lo queme has dicho, debía utilizarse parapagar a asesinos que propagarían elevangelio de la venganza, según eseGuillaume de Matarese, ¿no es así?

—Eso es algo que la anciana nosdijo —confirmó Taleniekov.

—Entonces, no iba a ser utilizadopara recobrar fortunas individuales ofinanciar otras nuevas. Ya ves, eso es loque no puedo aceptar en lo que se

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refiere a Voroshin. Si hubiera escapado,no habría rehusado las oportunidadesque se le ofrecían para unirse a unaorganización dedicada a la venganzapolítica; él era un hombre demasiadopragmático.

Vasili había comenzado a regresar asu silla; se detuvo y se volvió, con lataza inmóvil en la mano.

—¿Qué acaba usted de decir?—Que Voroshin era demasiado

pragmático para rehusar…—No —interrumpió Taleniekov—.

Antes de eso. Que el dinero no iba a serutilizado para recobrar fortunas o…

—O financiar a otras nuevas. Porque

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la verdad, Vasili, es que grandes sumasde capital se pusieron a disposición delos exiliados.

Taleniekov alzó la mano.—O financiar otras nuevas —repitió

—. Hay muchas maneras de propagar unevangelio. Los mendigos y los lunáticoslo hacen por las calles, los sacerdotesdesde los púlpitos, los políticos desdelas tribunas. Pero ¿cómo se propaga unevangelio que no puede someterse aescrutinio? ¿Cómo se paga por él? —Vasili dejó la taza sobre la mesita, juntoa su silla—. Hay que hacer ambas cosasanónimamente, utilizando loscomplicados métodos y procedimientos

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de una estructura existente. Unaestructura en la cual áreas enterasoperan como entidades separadas,distintas unas de otras y, sin embargo,manteniéndose unidas por una identidadcomún. Para la cual se trasfierendiariamente enormes sumas de capital.—Taleniekov regresó al escritorio y seinclinó sobre él, apoyando las manos enel borde—. ¡Uno hace la compranecesaria! ¡Otro compra el asiento quetoma decisiones! ¡La estructura queda ala disposición de uno!

—Si te entiendo bien —apuntó elerudito—, el dinero que dejó Mataresedebía dividirse y utilizarse para

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comprar participaciones en gigantescasempresas ya establecidas.

—Exactamente. Yo estoy buscandoen el lugar equivocado; perdón, en ellugar acertado, pero en el paísequivocado. Voroshin escapó. Salió deRusia probablemente mucho antes deltriunfo de la revolución, porque losRomanov lo habían destrozado yobservaban todos sus movimientosfinancieros. Aquí lo tenían maniatado…y el tipo de inversiones que Guillaumede Matarese tenía en mente estabanprohibidas con los soviéticos. No habíarazón para quedarse en Rusia. Sudecisión fue tomada mucho antes de la

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revolución; es por eso que usted nuncaoyó hablar de él en el exilio. Seconvirtió en otra persona.

—Te equivocas, Vasili. Su nombrese encontraba entre los que fueronsentenciados a muerte. Recuerdohaberlo visto con mis propios ojos.

—Pero usted no está seguro dehaberlo visto después, en las listas delos ejecutados.

—Había tantos…—Eso es lo que estoy diciendo.—Existieron comunicaciones entre

él y el gobierno provisional deKerenski; son datos oficiales.

—Fáciles de expedir y apuntar —

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hizo notar Taleniekov alejándose delescritorio; su instinto le decía que seestaba acercando a la verdad—. ¿Dequé mejor forma podría haber perdidosu identidad un hombre como Voroshin,que en el caos de una revolución? Lasmasas fuera de control; la disciplina novolvió en muchas semanas, y fue unmilagro que regresara aun entonces.Caos absoluto. Lo pudo lograr muyfácilmente.

—Lo estás simplificando demasiado—esbozó Mikovsky—. Aunque hubo unperíodo de desorden, grupos deobservadores viajaron por las ciudadesy el campo anotando todo lo que veían y

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oían. No sólo hechos, sino impresiones,opiniones, interpretaciones de lo quehabía presenciado la gente. Losacadémicos insistieron en ello, porqueera un momento en la historia que nuncase repetiría y no querían que se perdieraun instante. Todo fue anotado, por duraque fuera la observación. Esa era unaforma de disciplina, Vasili.

—¿Por qué cree usted que estoyaquí? —asintió Taleniekov.

El anciano se inclinó hacia adelanteen su asiento.

—¿Los archivos de la revolución?—Debo verlos.—Una petición fácil de hacer, pero

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muy difícil de conceder. La autorizacióndebe venir de Moscú.

—¿Cómo se tramita?—A través del Ministerio de

Asuntos Culturales. Envían a un hombrede la oficina de Leningrado, con la llavede los salones de abajo. Aquí notenemos llave.

Los ojos de Vasili se desviaron a losmontones de papeles sobre el escritoriode Mikovsky.

—¿Es un archivista ese hombre? ¿Unerudito como usted?

—No. Es solamente un hombre conuna llave.

—¿Con qué frecuencia se conceden

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las autorizaciones?Mikovsky arrugó el entrecejo.—No con mucha frecuencia. Quizá

dos veces al mes.—¿Cuándo fue la última?—Hace unas tres semanas. Un

historiador de la Universidad deZhdanov, que estaba haciendoinvestigaciones.

—¿Dónde se dedicó a la lectura?—En los cuartos de archivos. No

está permitido sacar nada de ahí.Taleniekov alzó la mano.—Algo sacaron. Se lo enviaron a

usted y por el bien de todos debe serdevuelto a los archivos inmediatamente.

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Su llamada telefónica a la oficina deLeningrado debe expresar granexcitación.

El hombre llegó en veintiún minutos,su rostro abrasado por el frío.

—El oficial de servicio nocturnodijo que era urgente, señor —explicó eljoven, casi sin aliento; abrió suportafolio y sacó una llave tanintrincadamente labrada que se hubieranecesitado una herramienta de altaprecisión para duplicarla.

—Y también muy irregular y, sin lamenor duda, una ofensa criminal —

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replicó Mikovsky, levantándose delsillón—. Pero ahora que está usted aquí,todo quedará resuelto. —El ancianocaminó alrededor del escritorio, con unsobre grande en la mano—. ¿Vamosabajo?

—¿Ese es el material? —preguntó elhombre de la llave.

—Sí —contestó el erudito bajandoel sobre.

—¿Qué material? —la voz deTaleniekov era incisiva; la pregunta,como una acusación.

El hombre estaba atrapado. Soltó lallave y buscó en su cinturón. Vasili saltóhacia él, agarrando la mano del joven y

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forzándole a bajarla, lanzándose con elhombro contra su pecho, haciéndolo quecayera al suelo.

—¡Usted se equivocó al decir eso!—gritó Vasili—. Ningún oficial deservicio le dice a un mensajero losdetalles de una llamada de urgencia.¡Per nostro circolo! ¡Esta vez no habrápíldoras, ni pistolas! ¡Está en mismanos, soldado! Y por su Cristo corso,¡me dirá lo que quiero saber!

—Ich sterbefiar unser Verein. Fürunser Heiligtum —susurró el joven, conla boca estirada, los labios combados,la lengua… su lengua. Sus dientes…vino el mordisco. Las mandíbulas se

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cerraron, los resultados eranirreversibles.

Taleniekov observó con furiosoasombro cómo el líquido de la cápsulapenetraba la garganta y paralizaba losmúsculos. Todo sucedió en unossegundos: una expulsión de aire, unsuspiro final.

—¡Llame al Ministerio! —le gritó aldesconcertado Mikovsky—. Diga aloficial de servicio nocturno que tomarávarias horas volver a colocar el materialen su lugar.

—¡No entiendo nada!—Han intervenido el teléfono del

Ministerio. Este hombre interceptó al

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hombre con la llave. La hubiera dejadoaquí y, después de matarnos a los dos,habría escapado.

Vasili despojó al muerto del abrigoy le desgarró la camisa.

Ahí estaba. La marca que no eramarca; el círculo azul del Matarese.

El anciano alcanzó los dosvolúmenes en el estante más alto dellibrero de metal y se los pasó aTaleniekov. Eran el decimoséptimo ydecimoctavo que habían revisado cadauno, en busca del nombre de Voroshin.

—Sería mucho más fácil si

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estuviéramos en Moscú —comentóMikovsky, descendiendo de laescalerilla cautelosamente ydirigiéndose a la mesa—. Todo estematerial ha sido trascrito y puesto eníndice. Un solo volumen nos indicaríaexactamente adónde buscar.

—Habrá algo, tiene que haberlo. —Taleniekov le entregó uno de losvolúmenes al erudito y abrió el segundo.Empezó a escudriñar las anotaciones entinta, volviendo cuidadosamente lasfrágiles páginas.

Doce minutos más tarde, YanovMikovsky, habló:

—Aquí está.

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—¿Qué?—Los crímenes del príncipe Andrei

Voroshin.—¿Su ejecución?—Todavía no. Su vida, y las vidas y

actos criminales de su padre y de suabuelo.

—Déjeme ver.—Ahí estaba todo, meticulosa

aunque superficialmente anotado por unamano firme y precisa. Al abuelo y alpadre de Voroshin se les describía comoenemigos de las masas, culpables deinnumerables crímenes, de asesinatos desiervos e inquilinos de tierras, y demanipulaciones de los bancos

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imperiales, que ocasionaban eldesempleo de millares de personas ylanzaban a millares más a unirse a lasmasas que se morían de hambre. Elpríncipe había sido enviado al sur deEuropa para su educación superior, unagran gira que durara cinco años y quesolidificó su ambición de alcanzar undominio imperial y la supresión delpueblo.

—¿Dónde? —preguntó Taleniekovelevando la voz.

—¿Con referencia a qué? —preguntó el erudito, que volvió a leer lamisma página.

—¿Adónde se le envió?

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Mikovsky dio vuelta a la página.—Krefeld. La Universidad de

Krefeld. Aquí está.—Ese bastardo hablaba alemán. Ich

sterbe für unser Verein! Für unserHeiligtum! ¡Está en Alemania!

—¿Qué cosa?—La nueva identidad de Voroshin.

Aquí está. Lea más adelante.Leyeron. El príncipe había pasado

tres años en Krefeld, dos en estudiosgraduados en Dusseldorf, y regresó alláfrecuentemente durante sus años adultos,desarrollando estrechas relacionespersonales con industriales alemanescomo Gustav von Bohlen-Holbach,

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Friedrich Schotte y Wilhelm Habernicht.—Essen —evoco Vasili—.

Dusseldorf le llevó a Essen. Eraterritorio que Voroshin conocía, unidioma que hablaba. El tiempo fueperfecto; guerra en Europa, revoluciónen Rusia, el mundo en caos. Lascompañías de armamentos de Essen; aellas se entregó.

—¿Krupp?—O Verachten. El competidor de

Krupp.—¿Crees que compró parte de

alguna de ellas?—Subrepticiamente y con una nueva

identidad. La expansión industrial

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germana de entonces era tan caóticacomo la guerra del Kaiser; al personaladministrativo se le compraba y enviabade un lado para otro como diminutosejércitos. Las circunstancias eranideales para Voroshin.

—Aquí está la ejecución —interrumpió Mikovsky, que había dadovuelta a varias páginas—. Ladescripción empieza aquí arriba. Metemo que tu teoría pierde credibilidad.

Taleniekov se inclinó sobre el libro,escudriñando las palabras. La anotacióndetallaba las muertes del príncipeAndrei Voroshin, su esposa, dos hijos ysus esposas, y una hija, en la tarde del

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21 de octubre de 1917, en su haciendade Tsarskoye Selo, a orillas del ríoSlovyanka. Describía con sangrientosdetalles los minutos finales del combate.Los Voroshin habían sido atrapados enla mansión junto con sus sirvientes;resistieron a la muchedumbre queatacaba, disparando desde las ventanas,arrojando latas de petróleo encendidodesde los tejados. Al final, dejaron quelos sirvientes abandonaran el reducto y,en un pacto de muerte, utilizaron supropia pólvora para hacer volar lamansión, con ellos adentro, en unaconflagración final. No quedó nada másque un esqueleto en llamas de una

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mansión zarista, en las que seconsumieron los restos de los Voroshin.

A la mente de Vasili volvieron otrasimágenes, recuerdos nocturnos de lascolinas sobre Porto Vecchio. Las ruinasde la Villa Matarese. Allí también hubouna conflagración final.

—No estoy de acuerdo —dijosuavemente a Mikovsky—. Esto no fueuna ejecución.

—Tal vez los tribunales estuvieronausentes —replicó el erudito—. Pero yodiría que los resultados fueron losmismos.

—No hubo resultados, ni evidencia,ni prueba de muerte. Sólo ruinas

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chamuscadas. Esta anotación es falsa.—¡Vasili Vasilovitch! Estos son los

archivos: cada documento fueescriturado y aprobado por losacadémicos, en aquel tiempo.

A uno de ellos lo compraron. Aceptoque una gran mansión fue incendiadahasta los cimientos, pero ese es el límitede las pruebas existentes. —Taleniekovvolvió varias páginas para atrás—.Mire, este informe es muy descriptivo.Figuras con rifles en las ventanas,hombres por el tejado, sirvientes quesalen, explosiones que se inician en lascocinas; parece que se ha dado cuentade todo.

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De acuerdo convino Mikovsky,impresionado por los minuciososdetalles que leía.

—Pero no es así. Algo falta. En cadaanotación de esta naturaleza, que hemosvisto, el asalto a palacios y mansiones,la detención de trenes era dirigida por elcamarada Fulano; la retirada, protegidapor el fuego de los guardias zaristasmandados por el capitán provisionalMengano; la ejecución llevada a cabobajo la autoridad del camarada Zutano.Como usted dijo antes, estas anotacionesestán repletas de identidades, todoinscrito para poderlo confirmar en elfuturo. Pues bien, lea de nuevo. —Vasili

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pasó las páginas de un lado a otro—.Los detalles son extraordinarios, hastael punto de describir la temperatura deldía, el calor del cielo en la tarde y losabrigos de pieles que llevaban loshombres en el tejado. Pero no seidentifica a nadie. Sólo a los Voroshinse les menciona por su nombre, pero anadie más.

El erudito puso los dedos sobre unapágina amarillenta, sus viejos ojosrepasando rápidamente las líneas, loslabio, abiertos con asombro.

—Tienes razón. El exceso dedetalles oscurece la ausencia deinformación específica.

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—Así ocurre siempre —sentencióTaleniekov—. «La ejecución» de lafamilia Voroshin fue una burla. Nuncaocurrió.

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25—Ese joven que enviaron resultóimposible —se quejó Mikovsky porteléfono; tanto el tono de voz como laspalabras expresaban intensa reprobaciónal oficial de servicio nocturno en elMinisterio de Asuntos Culturales—.Expliqué claramente, y supongo queustedes también lo explicaronclaramente, que él debía permanecer enlos archivos hasta que se regresara elmaterial. Y ahora, ¿con qué meencuentro? El hombre ha desaparecido,y ¡alguien ha echado la llave por debajode mi puerta! Francamente, esto es de lo

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más irregular. Sugiero que envíe a otrapersona para recogerla.

El viejo erudito colgó rápidamente,para no darle al oficial de servicio laoportunidad de hacer preguntas. Alzólos ojos hacia Taleniekov, conexpresión de gran alivio.

—Esa actuación le hubiera hechoganar un certificado de mérito deStanislavsky —conjeturó Vasilisonriendo, mientras se secaba las manoscon toallas de papel que había tomadodel lavabo cercano—. Estamosprotegidos. Usted está protegido. Tengaen cuenta que un cadáver sindocumentación aparecerá detrás de la

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caldera para la calefacción. Si lointerrogan, usted no sabe nada, nunca loha visto antes; su única reacción debeser de desconcierto y asombro.

—Pero los de Asuntos Culturales,sin duda lo reconocerán.

—Sin duda, no lo reconocerán. El nofue el hombre que enviaron con la llave.El Ministerio tendrá un problemabastante serio. Habrán recobrado lallave, pero perdido al mensajero. Si eseteléfono está aún intervenido, el quehaya escuchado supondrá que su hombretuvo éxito. Hemos ganado tiempo.

—¿Para qué?—Tengo que ir a Essen.

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—A Essen. ¿Sólo por unasuposición, Vasili?

—Es más que una suposición. Dosde los nombres que el informe Voroshinmencionaba eran significativos. Schottey Bohlen-Holbach. Friedrich Schotte fuecondenado por los tribunales alemanes,poco después de la Primera GuerraMundial, por haber sacado dinero delpaís; la noche que llegó a la prisión loasesinaron. Fue un crimen muy sonado, ynunca se encontró a los asesinos. Creoque cometió un error y el Matareseexigió su silencio. Gustav Bohlen-Holbach se casó con la únicasobreviviente de la familia Krupp y

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asumió el control de las IndustriasKrupp. Si éstos fueron amigos deVoroshin hace medio siglo, pudieronhaber sido una extraordinaria ayuda paraél. Todo encaja.

Mikovsky sacudió la cabeza.—Estás buscando fantasmas de hace

cincuenta años.—Sólo con la esperanza de que me

conduzcan a realidades de la actualidad.Dios sabe bien que existen. ¿Necesitausted más pruebas?

—No. Lo que me aterra, por ti, essaber que existen. Un inglés te espera enel apartamento de una persona, unamujer me sigue, un joven llega aquí con

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una llave de los archivos, que ha robadoa otro… y todo viene de ese Matarese.Parecería que te han atrapado.

—Desde su punto de vista, sí. Hanestudiado mis archivos y han enviado asus soldados para que cubran todo cursode acción que yo pueda tomar; suponenque si uno falla, otro no fallará.

El erudito se quitó los anteojos.—¿Dónde encuentran a estos…

soldados, como tú les llamas? ¿Dóndese pueden hallar estos hombres ymujeres, tan altamente motivados queestán dispuestos a morir con talfacilidad?

—La respuesta es que tal vez estén

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más asustados de lo que nos podamosimaginar. Sus orígenes se remontan asiglos, a un príncipe islámico llamadaHassan ibn-al-Sabbah. Formó un cuadrode asesinos políticos para que lomantuvieran en el poder. Se les llamabalos Fida’is.

Mikovsky dejó caer sus anteojossobre el escritorio; el sonido fue agudo.

— ¿La s Fida’is? ¿Los asesinos?Estoy familiarizado con lo que dices,pero el concepto es descabellado. LosFida’is, los asesinos de Sabbah sebasaban en las prohibiciones de unareligión estoica. Intercambiaban susalmas, su mentes y sus cuerpos por los

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placeres de un Paraíso en esta tierra.Tales incentivos no son creíbles en estostiempos.

—¿En estos tiempos? —preguntóVasili—. Estos son los tiempos. La casamás grande, la cuenta bancaria másrepleta, o el uso de una dacha por unperiodo más extenso, provista de máslujos que las de otros camaradas; unaflotilla mayor de aviones o un buque deguerra más poderoso, la atención de unsuperior o una invitación a un acto alque otros no pueden asistir. Estos sonprecisamente esos tiempos, Yanov. Elmundo en que usted y yo vivimos,personal, profesionalmente y, aun como

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sustitutos, en una sociedad global queestalla con la avaricia, en la que nuevede diez habitantes se creen un Fausto.Creo que eso fue algo que Karl Marxnunca entendió.

—Una omisión transitoriadeliberada, amigo mío. Lo entendióplenamente, pero había otras cosas quetenía que atacar primero.

—Eso suena peligrosamente adisculpa —sonrió Taleniekov.

—¿Preferirías palabras que dijeranque el gobierno de una nación esdemasiado importante para dejarlo enmanos del pueblo?

—Una afirmación monárquica que

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no viene a cuento. Podría haberla hechoel Zar.

—Pero no fue él quien la dijo, sinoTomás Jefferson. De nuevo, él ejercióuna omisión transitoria. Como ves,ambos países tuvieron sus revoluciones;ambos eran naciones nuevas que ibanhacia adelante. Las palabras y lasdecisiones tenían que ser prácticas.

—Su erudición no cambia miopinión. He visto demasiado, utilizadodemasiadas cosas.

—No quiero cambiar nada, y menostu capacidad de observación. Sóloquisiera que mantuvieras las cosas enperspectiva. Tal vez todos estamos en un

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estado de transición.—¿Transición a qué?Mikovsky se puso los espejuelos.—Al cielo o al infierno, Vasili. No

tengo la más vaga idea de si será a uno oal otro. Mi único consuelo es que noestaré aquí a la hora de descubrirlo.¿Cómo vas a llegar a Essen?

—Regresando por Helsinki.—¿Será difícil?—No. Tengo a un hombre de Vyborg

que me ayudará.—¿Cuándo te vas?—Por la mañana.—Puedes pasar la noche aquí, si

quieres.

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—No, sería peligroso para usted.El erudito levantó la cabeza,

sorprendido.—Creí que dijiste que mi actuación

en el teléfono había disipado esaspreocupaciones.

—Así lo creo. Me parece que nodirán nada durante varios días.Finalmente, desde luego, llamarán a lapolicía; pero para entonces el incidente,por lo que a usted atañe, habrá sidorelegado a una molesta falla deprocedimientos.

—Entonces, ¿dónde está elproblema?

—En que yo me equivoque, en cuyo

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caso habré causado la muerte a los dos.—Hay cierto determinismo en eso

—sonrió Mikovsky.—Tenía que hacer lo que hice. No

contaba con nadie más. Lo siento.—No lo sientas. —El erudito se

levantó y caminó con paso inciertoalrededor del escritorio—. Entonces,debes irte, y no te volveré a ver.Abrázame, Vasili Vasilovich. ¿Qué será,cielo o infierno? Creo que tú sabes larespuesta. Es este último, y tú ya hasllegado a él.

—Llegué allá hace mucho tiempo —confirmó Taleniekov, abrazando albondadoso anciano que nunca volvería a

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ver.—¿Coronel Maletkin? —preguntó

Vasili, a sabiendas de que la voztitubeante al otro lado de la línea era ladel traidor de Vyborg.

—¿Dónde está usted?—En un teléfono público, no muy

lejos de usted. ¿Tiene algo para mí?—Sí.—Muy bien. Y yo tengo algo para

usted.—Muy bien también —replicó

Maletkin—. ¿Cuándo?—Ahora. Salga por la entrada

frontal del hotel y dése la vuelta a laderecha. Siga andando. Yo le alcanzaré.

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Hubo un momento de silencio.—Es casi la medianoche.—Me alegro de que su reloj sea tan

exacto. Debe ser caro. ¿Es uno de esoscronómetros suizos tan populares entrelos norteamericanos?

—Hay una mujer aquí.—Dígale que espere. Ordéneselo,

coronel. Usted es un oficial del KGB.Siete minutos después, Maletkin

salió como un hurón por la entrada delhotel; parecía encogido y miró en variasdirecciones al mismo tiempo, sin que, alparecer, moviera la cabeza. Aunqueestaba oscuro y hacía frío, Vasili casipodía distinguir el sudor en la barbilla

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del traidor; en un día más o menos, nohabría más barbilla. Sería destrozada enun patio de Vyborg.

Maletkin empezó a caminar hacia elnorte. Había pocos peatones por la calleBrodsky; unas pocas parejas asidas delbrazo, el inevitable trío de jóvenessoldados en busca de un lugar calienteantes de retornar a la esterilidad de susbarracones. Taleniekov esperó,observando la escena callejera, en buscade alguien que diera la nota discordante.

No había nadie. El traidor no llegó aconsiderar la posibilidad detraicionarle, ni ningún soldado delMatarese le había seguido. Vasili salió

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de las sombras de un pórtico y avanzórápidamente por la calle; en sesentasegundos se encontró frente a Maletkin,silbando la canción Yanqui DoodleDandy.

—¡Aquí tiene su cable! —se loentregó el traidor, escupiendo laspalabras en la oscuridad del umbral deuna tienda—. Este es el únicoduplicado. Ahora, dígame. ¿Quién es eldelator de Vyborg?

—¿Quiere usted decir, el otrodelator? —Taleniekov prendió suencendedor y leyó la copia del mensajecifrado a Helsinki. Estaba correcto—.Le daré su nombre en cuestión de horas.

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—¡Lo quiero ahora! Es posible quealguien haya verificado la informacióncon Vyborg. Necesito mi protección.¡Usted me la garantizó! Saldré por lamañana temprano.

—Saldremos —agregó Vasili—.Antes de la madrugada, para ser exactos.

—¡No!—Sí. Usted estará allí cuando pasen

lista, después de todo.—No quiero tener nada que ver con

usted. Su fotografía está en todos lostableros del KGB; ¡vi dos en el cuartelgeneral de Ligovsky! Me puse a sudar.

—No lo había pensado. Pero a pesarde ello, usted me tiene que llevar de

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nuevo al lago y ponerme en contacto conlos finlandeses. Ya terminé mis asuntosaquí en Leningrado.

—¿Por qué yo? ¡Ya he hechobastante!

—Porque si no lo hace, no podrérecordar un nombre de Vyborg que usteddebe saber. —Taleniekov dio unapalmada en la mejilla del traidor;Maletkin se echó para atrás—. Vuelvacon esa mujer, camarada, y pórtese biencon ella. Pero no se tarde demasiado.Quiero que salga del hotel antes de lastres y media.

—¿Tres y media?—Sí. Venga con el automóvil al

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puente Anichkov; debe llegar allá antesde las cuatro. Haga dos viajes; hasta elfinal del puente y de regreso. Leencontraré en uno u otro lado.

Pero la militsianyera detiene a losvehículos sospechosos, y un auto que vade un lado a otro del puente Anichkov alas cuatro de la mañana no es cosacorriente.

—Exactamente. Si hay militsianyerapor los alrededores, quiero saberlo.

—Supongamos que me detienen…—¿Debo recordarle constantemente

que es un coronel del KGB? Usted estádedicado a asuntos oficiales. Muyoficiales y muy secretos. —Vasili iba a

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dar por concluida la entrevista; se alejóunos pasos y luego se dio la vuelta—.Se me acaba de ocurrir que tal vez hayausted pensado en pedir prestada un armapara pegarme un tiro en cualquiermomento. Por un lado, podría atribuirsemi captura y, además, jurar que trató deevitar mi muerte con gran riesgopersonal. Siempre que estuvieradispuesto a renunciar al nombre de sucolega en Vyborg, esta estrategiaparecería lógica. Muy poco riesgo, yrecompensas en ambos campos. Perodebe de saber que cada paso que doy ensu presencia, aquí en Leningrado, esobservado por otra persona.

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Maletkin habló con vehemencia:—¡Le juro que jamás se me ocurrió

tal cosa!Entonces eres verdaderamente un

estúpido, pensó Taleniekov.—A las cuatro entonces, camarada.

Vasili se acercó a las escaleras deledificio, a cuatro puertas distante del deLodzia. Había mirado a las ventanas; elapartamento de ella estaba iluminado.Se encontraba en casa.

Subió los peldaños lentamente,como podría haberlo hecho un hombrecansado que regresaba a un hogar

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inhospitalario después de habersepasado, contra su voluntad, varias horasextras por las que no le pagarían, trasuna interminable correa de trasmisión,en favor de un nuevo plan económicoque nadie entendía. Abrió la puerta decristal y entró en el pequeño vestíbulo.

Instantáneamente se enderezó; labreve actuación había concluido; ya nose necesitaba vacilación. Abrió lapuerta interior, bajó por la escalerahasta los sucios sótanos conectados.Pasó por la puerta en donde dejara aldifunto inglés, con vodka vertido en lagarganta, sus muñecas cortadas connavaja de afeitar. Prendió su encendedor

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y empujó la puerta.El cadáver del inglés había

desaparecido. Pero además, no existía lamenor señal de sangre; todo fuelimpiado cuidadosamente.

El cuerpo de Taleniekov se pusorígido, sus pensamientos quedaronsuspendidos por el choque mental. Algoterrible sucedió. Se había equivocado.

¡Se había equivocado terriblemente!Y sin embargo, llegó a sentirse

seguro. Los soldados del Matarese eranreemplazables, pero jamás regresarían ala escena de un acto de violencia. Lasposibilidades de una trampa erandemasiado grandes; ¡el Matarese no

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podía correr semejante riesgo!Sin embargo, tal vez llegaron a la

conclusión de que el objetivo merecíaese riesgo. ¿Qué había hecho él?

¡Lodzia!Dejó la puerta entreabierta y empezó

a caminar rápidamente, a través de lossótanos conectados, con la Graz-Buryaen la mano, los pasos silenciosos, losojos y oídos alertas.

Llegó al edificio de Lodzia yempezó a subir los peldaños hasta elpiso bajo. Abrió la puerta lentamente yescuchó; de las escaleras de arriba llegóuna carcajada, aguda y femenina,seguida pocos segundos después por una

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risa masculina.Vasili se metió la Graz-Burya en el

bolsillo, entró en el edificio pegado a labarandilla y subió con paso inciertodetrás de la pareja. Llegaron al segundopiso, diagonalmente opuestos alapartamento de Lodzia. Con una tontasonrisa, Taleniekov se dirigió a lapareja:

—¿Podría pedirles a ustedes, enplena juventud, que le hicieran un favora un amante de edad madura? Me temoque he tomado un vodka de más.

La pareja se dio la vuelta, sonriendoal unísono.

—¿Cuál es el problema, amigo? —

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preguntó el joven.—El problema es mi amiga —dijo

Taleniekov, indicando la puerta deldepartamento de Lodzia—. Nos íbamosa encontrar después de la función delKirov. Me temo que me retrasé a causade un viejo camarada del ejército. Creoque está terriblemente enfadada. Porfavor, toquen a la puerta por mí; si ellaescucha mi voz no me dejará entrar. —Vasili volvió a sonreír, aunque suspensamientos contradecían esa sonrisa.El posible sacrificio de los jóvenes sehacía más doloroso a medida que unoiba envejeciendo.

—Es lo menos que podemos hacer

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por un soldado —aprobó la muchacha,riendo—. Vamos, marido mío, hay queayudar a los militares.

—¿Por qué no? —el joven seencogió de hombros y caminó a la puertade Lodzia. Taleniekov se cruzó al otrolado, con la espalda contra la pared, lamano derecha en el bolsillo. El maridotocó a la puerta.

No se escuchó ningún sonido delotro lado. Miró a Vasili, el cual movióla cabeza, indicando que volviera atocar. El joven lo hizo de nuevo, másfuerte, con más insistencia. En el interiorpersistió el silencio.

—Tal vez ella está todavía

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esperando en el Kirov —apuntó lamuchacha.

—Y también es posible —agregó eljoven con una sonrisa— que hayaencontrado a su viejo camarada delejército y que los dos le están dando elesquinazo.

Taleniekov trató de devolver lasonrisa, pero no pudo. Sabía muy bien loque iba a encontrar al otro lado de lapuerta.

—Esperaré aquí. Muchas gracias.El joven se dio cuenta que había

gastado una broma inoportuna.—Lo siento —murmuró, y tomó a su

esposa del brazo.

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—Buena suerte —le deseó lamuchacha. Ambos continuaron subiendolas escaleras.

Vasili esperó hasta que escuchó quese cerraba una puerta dos pisos másarriba. Sacó su automática del bolsillo ycogió el picaporte frente a él, temerosode que no se hubiera echado el cerrojo.

En efecto, la puerta estaba sincerrojo, y esto aumentó su temor. Laabrió, entró y la cerró tras sí. Lo que viole hizo sentir un fuerte dolor en el pecho;sabía que un dolor mayor vendría enseguida. La habitación se encontraba enun desorden terrible, con sillas, mesas ylámparas volcadas; libros y cojines

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desparramados por el suelo, ropa portodos lados. Se había montado unaescena que diera la impresión de unalucha violenta, pero era falsa, realizadacon demasiado exceso, como usualmenteson tales escenas. No hubo lucha, perosí otra cosa; un interrogatorio basado enla tortura.

La puerta del dormitorio estabaabierta; Vasili se dirigió hacia ella,presintiendo el gran dolor que sufriríaen pocos segundos, con agudas punzadasde angustia. Entró a la habitación y lavio. Yacía sobre la cama, con el vestidoy ropas interiores desgarrados; laposición de las piernas indicaba que

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había sido violada, y el acto, de habersellevado a cabo, fue sólo con elpropósito de realizar una autopsia,después de muerta. Su rostro estabamagullado, labios y ojos hinchados, losdientes rotos. De sus mejillas brotó lasangre dejando abstractos diseños decolor rojo profundo en su pálida piel.

Taleniekov volvió el rostro, y unaextraña pasividad le embargó. Así sehabía sentido en muchas ocasiones en elpasado; su único deseo era matar. Ymataría.

Luego, se sintió tan profundamenteconmovido que sus ojos se llenaron derepente de lágrimas y se le hizo difícil

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respirar. Lodzia Kronescha no sólo nohabía revelado a la bestia que latorturaba que su antiguo amante llegaríadespués de medianoche; hizo algo másque mantener el secreto, mucho más:envió al animal en otra dirección. ¡Loque debió haber sufrido!

Nunca había amado en más de mediavida; ahora amaba y era demasiadotarde.

¿Demasiado tarde? ¡Oh, Dios!…¿dónde está el problema?…en que yo me equivoque, en cuyo

caso habré causado la muerte de losdos.

Yanov Mikovsky.

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Si el Matarese había enviado a unsoldado adicional para interrogar aLodzia Kronescha, seguramente habríaenviado otro a buscar al erudito.

Vasili corrió a la sala, al teléfonocuidadosamente dejado en su sitio. Nole importaba que la línea estuvieraintervenida; sabría lo que tenía quesaber en un momento, y escaparía pocossegundos después, antes de que los quele pudieran haber interceptado mandaranhombres allí.

Marcó el número de Mikovsky.Alguien levantó el aparatoinmediatamente, con demasiada rapidezpara tratarse de un anciano.

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—¿Sí? —la voz era poco clara,como si pasara a través de alguna tela.

El doctor Mikovsky, por favor.—¿Sí? —repitió la voz masculina.

Pero no era la del erudito.—Soy un colega del camarada

Mikovsky y es urgente que hable con él.Sé que no se sentía bien hace poco;¿necesita atención médica? Enviaremosuna ambulancia inmediatamente, porsupuesto.

—No —el hombre habló condemasiada rapidez—. ¿Quién llama, porfavor?

Taleniekov fingió una risadescuidada.

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—Soy su vecino de oficina,camarada Rydukov. Dígale que encontréel libro que buscaba… no, déjemedecírselo personalmente. Silencio.

—¿Sí? —ahora sí era Mikovsky; lehabían dejado tomar el aparato.

—¿Está usted bien? ¿Es amigo suyoese hombre?

—¡Corre, Vasili! ¡Escápate! Son…Una explosión ensordecedora llegó

desde el otro lado de la línea.Taleniekov se quedó mirando al teléfonoque sostenía en la mano. Permanecióinmóvil un momento, dejando que lasagudas descargas de dolor traspasaransu pecho. Amaba a dos personas en

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Leningrado y él mismo las había matado.—No, eso no era cierto. El Matarese

las había matado. Y ahora le tocaba a élmatar… y matar… y matar.

Entró a una cabina telefónica enNevesky Prospeckt y marcó el númerodel hotel Europeiskaya. No perderíatiempo en explicaciones, no podíaperder un minuto en hombresinsignificantes. Tenía que cruzar el lagoVainikala, hacia Helsinki, comunicarsecon la mujer corsa en París, y enviar elmensaje a Scofield. Viajaría a Essen,pues allí podría encontrar el secreto delos Voroshin y había animales sueltosque mataban para prevenir que se

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revelara el secreto. Hubiera deseado enese momento con toda su alma,enfrentarse a esos soldados selectos delMatarese. Serían todos hombres muertosen sus manos.

—Sí, sí, ¿qué pasa? —fueron laspalabras apresuradas, sin aliento, deltraidor de Vyborg.

—Salga de ahí inmediatamente —ordenó Taleniekov—. Diríjase con elauto a la estación Moskva. Le encontraréen la acera en frente de la primeraentrada.

—¿Ahora? ¡Apenas son las dos!Usted dijo…

—Olvide lo que dije; haga lo que le

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digo ahora. ¿Ya hizo los arreglos conlos finlandeses?

—Una sencilla llamada telefónica.—¿Ya la hizo?—Se puede hacer en un minuto.—Hágala. Y esté en la Moskva en

quince minutos.

El viaje hacia el norte se realizó ensilencio, interrumpido solo porintermitentes lamentaciones de Maletkinacerca de las últimas veinticuatro horas.Se había metido en asuntos tan fuera desu alcance, que hasta su traición teníauna cualidad rancia y poco profunda.

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Pasaron por Vyborg, y luego porSelzneva, hacia la frontera. Vasilireconoció la carretera junto al banco denieve, a la que había llegado desde laribera del lago congelado; prontollegarían a la intersección del camino endonde se encontrara por primera vez conel traidor. Entonces fue durante el alba,y ahora pronto empezaría a amanecer.Muchas cosas pasaron, y mucho tambiénaprendió.

Estaba también agotado. No habíadormido en todo ese tiempo y sentíagran necesidad de sueño. Bien sabía queno debería tratar de actuar cuando sumente se negara a pensar. Así, pues,

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llegaría a Helsinki y dormiría todo eltiempo que su cuerpo y sus facultades lepermitieran, y luego haría los arreglosnecesarios para llegar a Essen.

Pero había una última cosa que teníaque arreglar ahora, antes de abandonar asu amada Rusia, por su Rusia.

—En menos de un minuto llegaremosal punto acordado en el lago —avisóMaletkin—. Le recibirá un finlandés enla orilla. Todo está arreglado. Ahora,camarada, he cumplido mi parte deltrato. Cumpla usted la suya. ¿Quién es elotro agente en Vyborg?

—Usted no necesita su nombre, sinoúnicamente su rango. Es el único hombre

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en su sector que puede darle órdenes, suúnico superior. El primer comandante enVyborg.

—¿Qué? Es un tirano, ¡un fanático!—¿Qué mejor disfraz? Vaya a

verle… en privado. Usted sabrá quédecirle.

—Sí —confirmó Maletkin, con ojosencendidos, disminuyendo la velocidaddel automóvil al aproximarse al bancode nieve—. Sí, creo que sabré quédecirle… Ahí está el sendero.

—Y aquí tiene su pistola —indicóTaleniekov, entregando el arma altraidor, desprovista de la aguja deldisparador.

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—¡Oh! Sí, gracias —replicóMaletkin, sin escuchar, concentrado enpensamientos de poder que no se habíaimaginado segundos antes. Vasili sebajó del automóvil.

—Adiós —se despidió al cerrar laportezuela.

Mientras daba la vuelta por detrásdel automóvil, en dirección al sendero,escuchó que Maletkin bajaba laventanilla.

—Es increíble —habló el traidor,con un tono de gratitud en la voz—.Muchas gracias.

—De nada.Volvió a subir la ventanilla. Al

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rugido del motor se unió el rechinar delos neumáticos al girar sobre la nieve.El automóvil se alejó rápidamente;Maletkin no perdería tiempo en regresara Vyborg.

A su ejecución.Taleniekov entró al sendero que le

conduciría a su escolta, a Helsinki, aEssen. Empezó a silbar suavemente; latonada era «Yanqui Doodle Dandy».

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26El hombre de bondadosa apariencia,ropas arrugadas y suéter de algodón concuello alto, agradeció a la azafata deAerolíneas Finlandesas la taza de té,mientras sostenía entre sus rodillas unestuche de violín. Si algún pasajero delavión hubiera querido adivinar la edaddel músico, probablemente habría dichoque andaba entre los cincuenta y cinco ylos sesenta, o que tal vez era algomayor. Los que estaban más alejadosdirían que pasaba de los sesenta.

Y sin embargo, aparte de unas vetasblancas pinceladas en su cabello, no

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había usado cosméticos. Taleniekovaprendió años antes, que los músculosdel rostro y el cuerpo revelan la edadmucho más elocuentemente que polvos yplásticos líquidos. El truco consistía endejar que los músculos adquirieran laposición de tensión deseada, y en actuarluego lo más normalmente posible,sobreponiéndose a la incomodidad, talcomo las personas de edad luchan con lacarga de los años y los lisiados tratan desuperar sus deformidades.

Essen. Había visitado la joya negradel Ruhr en dos ocasiones, ninguna deellas oficialmente, ya que eran delicadasmisiones de espionaje industrial,

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operaciones que Moscú no deseaba quequedaran registradas en ninguna parte.Por tanto, el Matarese no tenía ningunainformación que le pudiera ayudar enEssen. Ningún contacto a quien vigilar,ni amigos que buscar y atrapar: no teníannada. Ni a un Yanov Mikovsky, ni… auna Lodzia Kronescha.

Essen. ¿Por dónde podría empezar?El erudito había tenido razón: estababuscando a un fantasma de hacíacincuenta años, la absorción oculta deun hombre y de su familia, por un vastocomplejo industrial en un períodocaótico de la humanidad. Seríaimposible llegar a los documentos de

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más de medio siglo de antigüedad, encaso de que existiesen. Y si así fuera, yse hallaran disponibles, estarían tanenmarañados que podría tomar semanasseguir la pista a identidades y sumas dedinero; en la búsqueda de esa pistaquedaría garantizado sudesenmascaramiento.

Además, los registros de lostribunales en Essen debían ser de losmás complicados del mundo. ¿Quéhombre sería capaz de rastrearsemejante laberinto? ¿Quién tendríatiempo para hacerlo?

Había alguien, un abogadoespecializado en patentes, que sin duda

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alzaría las manos al cielo si se lepidiera que encontrara el nombre de unruso llegado a Essen hace cincuentaaños. Pero después de todo, era abogadoy podía comenzar con él, si es que aúnestaba vivo y dispuesto a hablar conalguien que, bastantes años atrás, lopuso en una situación embarazosa.Vasili no había pensado en aquelhombre durante mucho tiempo. HeinrichKassel tenía, cuando se conocieron,treinta y cinco años, y era socio recientede un bufete de abogados que trabajabapara muchas compañías importantes deEssen. El expediente que el KGBmantenía acerca de su persona, lo

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describía como un hombre que confrecuencia se enfrentaba a sussuperiores, que llegó a apoyar causas enextremo liberales, algunas tanreprobables para sus jefes que estuvo enpeligro de ser despedido. Pero erademasiado valioso para el bufete;ninguno de sus superiores se atrevía aasumir la responsabilidad de sudespido.

Los asnos conspirantes de Moscúhabían decretado, en su gran sabiduría,que Kassel era un sujeto ideal para elespionaje de patentes. Mostrando sugran sagacidad, aquellos asnos enviarona su más persuasivo agente, un tal Vasili

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Taleniekov, a reclutar al abogado.Durante una cena programada, a

Vasili no le tomó ni siquiera una horadarse cuenta de lo absurdo de su misión.Se percató de esto cuando HeinrichKassel se reclinó en su asiento yexclamó:

—¿Está usted loco? ¡Toda mi laborha estado dedicada a mantener a loscabrones comunistas fuera del poder!

Las cosas no llegaron a más. Elpersuasivo agente y el descarriadoabogado se emborracharon juntos yacabaron la velada al amanecer,observando la salida del sol en losjardines del parque Gruga. Hicieron un

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pacto de borrachos: el abogado noinformaría al gobierno de Bonn delintento de Moscú, si Taleniekovgarantizaba que se alteraríasustancialmente el expediente del KGBsobre su persona. El abogado guardósilencio y Vasili regresó a Moscú, endonde corrigió el expediente del alemándiciendo que el supuesto abogado«radical» era, probablemente, un agenteprovocador pagado por losnorteamericanos. Kassel podríaayudarlo ahora, o al menos decirle pordónde debía comenzar.

Siempre que fuera capaz de llegarhasta Heinrich Kassel, pues podían

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haber pasado demasiadas cosas queresultaran un obstáculo para ello:enfermedad, muerte, viaje, accidente;habían pasado doce años desde sufallida misión en Essen.

Tenía que hacer otra cosa en Essen,pensó. Se encontraba sin revólver; debíaadquirir uno. La vigilancia en esteaeropuerto de Alemania Occidental eratan intensa en estos días, que no podíacorrer el riesgo de desarmar su Graz-Burya y empacarla en su maleta.

Había tanto que hacer, y tan pocotiempo… Aunque se estabaestableciendo una pauta, tal vez oscura,elusiva, contradictoria…, pero real. La

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fiebre corsa se iba extendiendo y lospropagadores utilizaban vastas sumas dedinero e ingeniosos métodos definanciamiento para crear el caos portodas partes, reclutando un ejército desoldados escogidos, dispuestos asacrificar sus vidas para proteger lacausa. Pero ¿qué causa? ¿Con quépropósito? ¿Qué estaban tratando deobtener los violentos descendientesfilosóficos de Guillaume de Matarese?Asesinatos, terrorismo, motines ybombas por doquier, secuestros ymuertes… todo lo que los hombresacaudalados tenían que odiar, porquecualquier colapso del orden establecido

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suponía su destrucción. Esta era lagigantesca contradicción. ¿Por qué?

Sintió que el avión se inclinaba;estaba empezando a descender haciaEssen.

Essen. El príncipe Andrei Voroshin.¿En quién se había transformado?

—¡No lo puedo creer! —exclamóHeinrich Kassel al teléfono; su vozexpresaba la misma bonachonaincredulidad que Taleniekov recordabade doce años atrás—. Cada vez quepaso por los jardines de Gruga medetengo por un momento y me río. Mi

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esposa cree que debe ser el recuerdo dealguna antigua novia.

—Espero que le haya aclarado eso.—Ah, sí. Le digo que allí fue donde

por poco me convierto en un espíainternacional, y ella está convencida deque se trata de una antigua novia.

—¿Podríamos vernos en Gruga, porfavor? Es urgente y no tiene nada quever con mis actividades anteriores.

—¿Está seguro? No seríaaconsejable para uno de los másprominentes abogados de Essen tenerconexiones con los soviéticos. Estamosatravesando tiempos extraños. Abundanlos rumores de que los de Baader-

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Meinhof están subsidiados por Moscú,que nuestros vecinos del norte tienenmalévolos designios.

Taleniekov hizo una pausamomentánea, asombrado por lacoincidencia.

—Tiene la palabra de un viejoconspirador. Estoy sin empleo.

—¿De veras? Qué interesante. Nosvemos entonces en el parque Gruga. Escasi mediodía. ¿Le parece bien a la unade la tarde? El mismo lugar en losjardines, aunque no habrá flores en estaépoca del año.

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El hielo del estanque resplandecíabajo los rayos solares; los matorrales,encogidos por el frío invernal, seavivaban brevemente ante el calor delmediodía. Vasili estaba sentado en unbanco; habían pasado quince minutos dela una y sentía cierta preocupación. Sinpensarlo, tocó el bulto en el bolsillo desu mano derecha; una pequeña pistolaautomática que comprara en la plazaKopstadt; luego, apartó la mano al ver lafigura, con la cabeza descubierta, quesubía rápidamente por el sendero deljardín.

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Kassel había engordado y estabacasi calvo. En su amplio abrigo, consolapas de piel negra, era la imagen deun próspero burgomaestre, y susvestimentas de alta calidad contradecíanel recuerdo que Taleniekov tenía deljoven e impetuoso abogado que ¡queríamantener a los cabrones comunistasfuera del poder! Al acercarse,Taleniekov observó que tenía rostro dequerube; grandes cantidades deSchlagsabne habían pasado por esagarganta, pero los ojos eran aún vivos,con sentido del humor… y agudos.

—Lo siento, querido amigo —seexcusó el alemán mientras Taleniekov se

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levantaba y estrechaba su manoextendida—. Un problema de últimahora, con un contacto norteamericano.

—Eso tiene cierta simetría —replicó Vasili—. Cuando regresé aMoscú, hace doce años, escribí en suexpediente que pensaba que usted estabaen la nómina de Washington.

—Muy perceptivo. En realidad, mepagan en Nueva York, Detroit y LosAngeles; pero ¿por qué preocuparnospor las ciudades?

—Te veo bien, Heinrich. Muypróspero. ¿Qué le pasó a aquel campeónde los oprimidos?

—Lo transformaron en un opresor —

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contestó el abogado, riendo—. Eso nohubiera ocurrido jamás si ustedescontrolaran el Bundestag. Soy uncapitalista sin principios, que mitiga susculpas con importantes contribucionesde caridad. Mis marcos alemanesconsiguen mucho más de lo que hubieranpodido lograr mis cuerdas vocales.

Una afirmación razonable.—Soy un hombre razonable. Y lo

que me parece hasta cierto punto norazonable es que me busques ahora. Noes que no me agrade tu compañía; pero¿por qué ahora? Dices que ya no estásdedicado a tu antigua profesión; ¿quépuedo yo ofrecerte que te pueda

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interesar?—Consejo.—¿Tienes problemas legales en

Essen? No me digas que un fielcomunista tiene intereses privados en elRuhr.

—Sólo de tiempo, y no tengo mucho.Estoy tratando de encontrara un hombre,a una familia de Leningrado, que vino aAlemania, a Essen, de eso estoyconvencido hace unos sesenta o setentaaños. También estoy convencido de queentraron en el país ilegalmente, y de queen secreto adquirieron acciones en laindustria del Ruhr.

Kassel frunció el entrecejo.

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—Mi querido amigo, estás loco.Estoy tratando de calcular las décadas(nunca fui muy bueno con las cifras),pero si no me equivoco te estásrefiriendo al período entre 1910 y 1020.¿No es así?

—Sí. Fueron tiempos turbulentos.—¡No me digas! Sólo había una gran

guerra al Sur; la más sangrientarevolución de la historia, al Norte; vastaconfusión en los estados eslavos, alEste; los puertos del Atlántico en estadode caos, y el océano convertido encementerio. En resumen, toda Europaestaba, si me permites la expresión, enllamas, mientras Essen experimentaba

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una expansión industrial jamás vistaantes o después, incluyendo los años deHitler. Naturalmente todo se realizabaen secreto. Se hacían fortunas de lanoche a la mañana. En esta situación delocura llega un ruso blanco, comollegaron centenares, para comprar unpedazo del pastel en cualquiera de unadocena de compañías, ¿y tú esperasencontrarlo?

—Me imaginé que esa iba a ser tureacción.

—¿Qué otra reacción podría habertenido? —Kassel rió de nuevo—.¿Cómo se llama ese hombre?

—Por tu propio bien, prefiero no

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decírtelo.—Entonces, ¿cómo puedo ayudarte?—Diciéndome dónde buscarías

primero si estuvieras en mi lugar.—En Rusia.—Ya lo hice. En los archivos de la

revolución, en Leningrado.—¿Y no encontraste nada?—Al contrario. Encontré una

descripción detallada de un suicidiofamiliar colectivo, tan incongruente quetenía que ser falso.

—¿Cómo se describía ese suicidio?No me tienes que dar los detalles, sinoen términos generales.

—La hacienda de la familia fue

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asaltada por la muchedumbre; pelearontodo el día, pero al final utilizaron losexplosivos que les quedaban para volarjunto con la mansión principal.

—¿Una familia que resistió unamasa amotinada de bolcheviques durantetodo un día? Poco probable.

—Precisamente. Sin embargo, elinforme estaba detallado hasta su últimopormenor, incluyendo el estado deltiempo y la claridad del cielo. Cadametro de la extensa finca se describía,pero aparte del nombre de la familia nose mencionaba ninguna otra identidad.No había testigos que confirmaran loocurrido.

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El abogado volvió a fruncir elentrecejo.

—¿Por qué dijiste que se describíacada metro de la finca?

—Así era.—Pero ¿por qué?—Supongo que para hacer creíble el

falso informe. Había gran cantidad dedetalles.

—Tal vez demasiados. Dime, lasacciones de esa familia en ese día, ¿sedescribieron en los usuales términosvitriólicos de «enemigos del pueblo»?

Taleniekov pensó por un momento.—No, en realidad no. Casi podrían

considerarse como actos de valor

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individual —Luego, recordó algoespecífico—: Dejaron que los sirvientesabandonaran el reducto antes de morir…los dejaron irse. Eso no era muy normal.

—Y que se incluyera un acto de talgenerosidad, en una versiónrevolucionaria, no me parece nadaverosímil, ¿de acuerdo?

—¿Qué estás tratando de decir?—Que el informe fue escrito por el

propio protagonista, o un miembroliterato de la familia, y luego se pasó,por canales corruptos, a los archivos.

Enteramente posible, pero aún noentiendo lo que tratas de decir.

—Las probabilidades son remotas,

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lo reconozco, pero ten pacienciaconmigo. Al cabo de los años heaprendido que cuando se le pide a uncliente que haga una declaración,siempre se describe él mismo bajo lamejor de las luces, lo cual escomprensible. Pero también incluye,invariablemente, detalles triviales quesignifican mucho para él. Estos detallesaparecen en forma inconsciente: unahermosa esposa o un bello niño, unnegocio próspero o una… espléndidahacienda. «Cada metro de la extensafinca». Esa era la pasión de esa familia,¿no es así? Tierra. Propiedad.

—Sí. —Vasili recordó la

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descripción hecha por Mikovsky de laspropiedades de Voroshin. Cómo lospatriarcas eran señores absolutos de latierra, hasta el punto de contar con suspropios tribunales de justicia—. Sepodría decir que tenían excesiva aficiónpor la propiedad.

—¿Podrían haber traído esta aficióna Alemania?

—Es posible. ¿Por qué?Los ojos del abogado se tornaron

fríos.—Antes de contestar a eso, tengo

que hacerle al viejo conspirador unapregunta muy seria. ¿Se debe estainvestigación, en alguna forma, a un acto

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de represalia soviético? Dijiste queestás sin empleo, que no estástrabajando en tu antigua profesión; pero¿qué pruebas tengo de ello?

Taleniekov suspiró profundamente.—Podría dar la palabra de un

estratega del KGB que alteró elexpediente de un enemigo hace doceaños, pero iré más lejos. Si tienesconexiones con los servicios deinteligencia de Bonn, y puedes indagardiscretamente, pregúntales acerca de mí.Moscú me ha sentenciado a muerte.

La fría expresión de los ojos deKassel se suavizó.

—No dirías eso si no fuera cierto.

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Un abogado que trata a diario conasuntos internacionales podríaverificarlo muy fácilmente. Pero tú eresun fervoroso comunista.

—Y aún lo soy.—Entonces sin duda se ha cometido

un error terrible.—Un error manipulado.—¿De modo que ésta no es una

operación de Moscú, que no se trata defavorecer los intereses soviéticos?

—No. Es a favor de ambos lados, detodos los lados, y eso es lo único quepuedo decirte. Ya he contestado a tu muyseria pregunta, con mucha seriedad.Ahora contesta la mía. ¿Qué tratabas de

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decir respecto a la preocupación de esafamilia por la tierra?

El abogado frunció sus gruesoslabios.

—Dime el nombre. Es posible quepueda ayudarte.

—¿Cómo?—Los registros de la propiedad en

la Casa Estatal. Hubo rumores de quevarias de las grandes haciendas enRellinghausen y Stadtwald, en la orillanorte del lago Baldeney, fueronadquiridas hace varias décadas porrusos.

—No las habrían comprado bajo supropio nombre, de eso estoy seguro.

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—Probablemente, no. Dije que lasprobabilidades eran remotas, pero lacompra de propiedades, por disfrazadaque sea, tiene cierto parecido con lasdeclaraciones legales. Hay cosas quesalen a la luz. La posesión de la tierra esalgo muy ligado a la forma en que unhombre se ve a sí mismo; en algunasculturas, él es la tierra.

—¿Por qué no puedo buscarlo yo?Si los registros están disponibles, dimedónde puedo encontrarlos.

—No te serviría de nada. Sólo se lespermite a los abogados concredenciales, la búsqueda de los títulosde propiedad. Dime el nombre.

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—Podría ser peligroso paracualquiera que buscara.

—¡Oh, no me digas! —rió Kasselmostrando cierta diversión en sus ojos—. Se trata de una adquisición de tierrasrealizada hace setenta años.

—Creo que hay una conexión directaentre esa adquisición y los actosextremos de violencia que hoy día estánocurriendo por todas partes.

—Actos extremos de… —elabogado repitió lentamente la frase, conexpresión solemne—. Hace una horamencioné por teléfono a Baader-Meinhof. Tu silencio fue bastanteelocuente. ¿Estás insinuando…?

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—Preferiría no insinuar nada —interrumpió Vasili—. Eres un hombreprominente, un hombre de recursos.Consígueme una carta de acreditaciónpara que pueda entrar en el registro dela propiedad.

—No, no haré eso. No sabrías pordónde empezar. Pero puedesacompañarme.

—¿Podrías hacerlo? ¿Por qué?—Detesto a los extremistas que se

dedican a la violencia. Recuerdodemasiado vivamente los gritos y lasdiatribas del Tercer Reich. Tendré gransatisfacción en buscarlo yo mismo, y sitenemos suerte me podrás decir lo que

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quieras. —La voz de Kassel se suavizópero quedó cierto tono de tristeza—.Además, un hombre sentenciado amuerte por Moscú no puede ser del todomalo. Ahora, dime el nombre.

Taleniekov miró al abogado,presintiendo otra sentencia de muerte.

—Voroshin —susurró.

La empleada uniformada del registrode la propiedad de Essen, trató alprominente Heinrich Kassel con granrespeto. El bufete de Herr Kassel erauno de los más importantes de la ciudad.El abogado dejó bien sentado que su

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acompañante, un hombre de aspectobastante ordinario, estaría dispuesto atomar los apuntes que Herr Kasselconsiderara necesarios. La mujer lomiró algo molesta, con expresióndesaprobadora.

Los archiveros de acero del enormesalón, que albergaban los registros de lapropiedad, parecían robots grisescolocados uno encima del otro,alrededor del salón, que miraban loscubículos abiertos en donde losabogados acreditados realizaban susinvestigaciones.

—Todo está registrado por fecha —informó Kassel—. Por año, mes y día.

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Trata de ser lo más específico posible.¿Cuál sería la fecha más cercana, en laque Voroshin pudo haber compradopropiedades en los distritos de Essen?

—Teniendo en cuenta la lentitud delos viajes de entonces, digamos que afinales de mayo o principios de junio de1911. Pero te advertí que lo másprobable es que no comprara bajo supropio nombre.

—Para empezar, no vamos a buscarun nombre, ni siquiera uno ficticio.

—¿Por qué no un nombre ficticio?¿Por qué no podría haber comprado loque hubiera disponible bajo otronombre, si tenía los fondos?

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—Debido a los tiempos que eran,que no han cambiado mucho. Un hombreno entra sencillamente en unacomunidad, con su familia, y asume lapropiedad de una gran hacienda, sinprovocar curiosidad. Este Voroshin, talcomo lo describes, no hubiera queridohacer tal cosa. Habría establecido unafalsa identidad muy lenta ycuidadosamente.

—Entonces, ¿qué vamos a buscar?—Una adquisición realizada por

abogados en nombre de propietarios inabsentia. O de un banco fiduciario, parauna inversión en bienes raíces; o defuncionarios de una sociedad anónima

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con propósitos de compra. Hay muchasformas de ocultar propiedades, pero alfinal el calendario se acaba; lospropietarios desean tomar posesión. Essiempre la pauta, ya sea que se trate deuna tienda de dulces, o de unconglomerado de compañías o de unagran hacienda. No hay maniobra legalque supere a la naturaleza humana. —Kassel hizo una pausa, mientras mirabaa los archiveros grises—. Ven,comenzaremos con el mes de mayo de1911. Si hay algo aquí, puede que no seadifícil de encontrar. No había más detreinta o cuarenta grandes haciendas entodo el Ruhr, y tal vez sólo diez o quince

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en los distritos Rellinghausen-Stadtwald.

Taleniekov sintió la mismaexpectación que experimentara conYanov Mikovsky en los archivos deLeningrado. La misma sensación deestar quitando capa tras capa al tiempo,buscando un indicio en documentosanotados con precisión décadas atrás.Pero ahora estaba impresionado por lasaparentemente innecesarias anotacionesque Heinrich Kassel encontraba yextractaba de las gruesas páginas de loslegados. El abogado parecía un niño enesa tienda de dulces a la que se habíareferido; un joven experto cuyos ojos

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recorrían toda la variedad de bombones,para escoger el más sabroso.

—Mira aquí. Aprende algo, espíainternacional. Este terreno en Bredeney,de 148,000 metros cuadrados, ideal paraalguien como Voroshin. Lo compró elStaatbank de Duisburg a nombre de unosmenores de edad de una familia enRemsched. ¡Ridículo!

—¿Cómo se llamaba?—Eso no tiene importancia; es un

truco. Descubriremos quién se mudóallá, más o menos un año después; ésees el nombre que buscamos.

¿Crees que podría ser Voroshin?¿Bajo su nueva identidad?

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—No te precipites. Hay otros en lasmismas circunstancias —apaciguóKassel, riendo—. No tenía idea de quemis predecesores tuvieran tantoscaprichos legales; es un escándalo. Mira—apremió, mostrándole otrosdocumentos, mientras sus ojos seclavaban en una cláusula de la primerapágina—. Aquí hay otra. Un primo delos Krupp transfiere una propiedad enRellinghausen, a una mujer deDusseldorf, en gratitud a sus muchosaños de servicio. ¡Vamos!

—Es posible, ¿no?Claro que no; la familia nunca lo

permitiría. Un pariente encontró la

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manera de obtener una buena utilidad alvender a alguien que no quería que susparientes, amigos o acreedores supieranque tenía el dinero. Alguien quecontrolaba a la mujer de Dusseldorf, encaso de que haya existido.Probablemente, los Krupp felicitaron alprimo.

Y así fueron viendo: 1911, 1912,1913, 1914… 1915.

20 de agosto de 1915.Ahí estaba el nombre. No

significaba nada para Heinrich Kassel,pero sí para Taleniekov. Le trajo a lamente otro documento a más de 3,000km de distancia, en los archivos de

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Leningrado. Los crímenes de la familiaVoroshin, los asociados íntimos delpríncipe Andrei.

Friedrich Schotte.—¡Espera un momento! —Vasili

puso la mano sobre las páginas—.¿Dónde es esto?

Es Stadtwald. No hay nada irregular.Es más, es absolutamente legal, muycorrecto.

—Tal vez demasiado legal,demasiado correcto. Así como lamasacre de la familia Voroshinabundaba en detalles.

—¿De qué diablos estás hablando?—¿Qué sabes de este Friedrich

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Schotte?El abogado hizo una mueca, mientras

trataba de recordar los hechos: esto noera lo que él buscaba.

—Creo que trabajó para los Krupp,en un alto puesto. Tenía que ser un altocargo para poder comprar esto. Tuvodificultades después de la PrimeraGuerra Mundial. No recuerdo lascircunstancias, una condena en prisión oalgo por el estilo, pero no puedo ver porqué es importante.

—Yo sí. Se le condenó pormanipulaciones de fondos fuera deAlemania. Fue muerto la primera nochede su condena en 1919. ¿Fue entonces

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cuando se vendió la hacienda?—Creo que sí. Por los planos parece

ser una propiedad bastante extensa,difícil de sostener económicamente parala viuda de un presidiario.

—¿Cómo podemos averiguarlo?—Repasemos todo el año 1919.

Llegaremos a él…—Vamos a verlo ahora. Por favor.Lanzando un suspiro, Kassel se

levantó y se dirigió a los archiveros: unminuto después regresó con un abultadoexpediente, mascullando:

—Cuando se interrumpe unaargumentación, se pierde la continuidad.

—Lo que perdamos puede ser

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recobrado; tal vez ganemos tiempo.Pasaron cerca de treinta minutos antesde que Kassel sacara el último ficherodel expediente y lo colocara sobre lamesa.

—Me temo que hemos perdidomedia hora.

—¿Por qué?—La hacienda fue adquirida por la

familia Verachten el 12 de noviembre de1919.

—¿Las Industrias Verachten? ¿Elcompetidor de Krupp?

—No entonces. Tal vez ahora. LosVerachten vinieron de Munich paraestablecerse en Essen al final del siglo

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pasado, alrededor de 1896 o 97. Es biensabido que los Verachten procedían deMunich, y eran de lo más respetables.Tienes una V, pero no Voroshin.

La mente de Vasili repasóvelozmente la información conocida.Guillaume de Matarese había convocadoa las cabezas de las que fueronpoderosas familias, despojadas (casipor completo, aunque no enteramente)de sus pasadas riquezas e influencia. Deacuerdo con el viejo Mikovsky, losRomanov sostuvieron una larga batallacontra los Voroshin, y los habíancalificado de «ladrones de Rusia»,provocadores de la revolución…

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¡Estaba claro! El padrone de las colinasde Porto Vecchio había llamado a unhombre y, por extensión, a una familiaque ya estaba en el proceso de emigrarsubrepticiamente, ¡llevándose consigotodo lo que podía sacar de Rusia!

—La V imperial, eso es lo quehemos encontrado —afirmó Taleniekov—. ¡Por Dios, qué estrategia! ¡Hasta conel uso prolongado de camiones cargadosde oro y plata, que salieron deLeningrado con la V imperial! —Vasililevantó las páginas frente al abogado—.Tú mismo lo dijiste, Heinrich. Voroshinconstruiría una falsa identidad muylenta, muy cuidadosamente. Eso es lo

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que hizo; comenzó cinco o seis añosantes de lo que yo creía. Estoy seguro deque si se hubieran conservado losregistros, descubriríamos que alprincipio Herr Veraschten vino a Essensolo, hasta que se estableció. Se tratabade un hombre acaudalado en busca denuevas oportunidades para inversiones yun promisorio futuro, que traía de unlejano Munich una historiacuidadosamente construida, mientras eldinero fluía a través de los bancos deAustria. Era muy sencillo; y la época,muy propicia.

De repente, Kassel frunció el ceño, ymurmuró calladamente:

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—Su esposa.—¿Qué pasa con su esposa?—No era de Munich. Era húngara,

de una familia adinerada de Debrecen,según se dijo. Nunca habló el alemánmuy bien.

—Lo que quiere decir que era deLeningrado, y no tenía facilidad para losidiomas. ¿Cuál era el nombre completode Verachten?

—Ansel Verachten —reveló elabogado, con sus ojos fijos en los deTaleniekov—. Ansel.

—Andrei. —Vasili dejó caer laspáginas—. Es increíble cómo el ego seesfuerza por alcanzar lo sublime, ¿no

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crees? Aquí tenemos al príncipe AndreiVoroshin.

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27Pasearon a través de la Gildenplatz, conel edificio Kaffee Hag reluciente de luz,y la insignia Bosch prominente bajo elenorme reloj. Eran ya las ocho de lanoche, el cielo estaba oscuro y el airefrío. No era una noche apropiada parapasear, pero Taleniekov y Kassel habíanpermanecido casi seis horas en elRegistro de la Propiedad; el viento quesoplaba por la plaza era refrescante.

—Nada debe desconcertar a unalemán del Ruhr —expresó el abogado,meneando la cabeza—. Después detodo, somos el Zurich del norte. Pero

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esto es increíble. Y conozco sólo partede la historia. ¿No podrías cambiar deopinión y contarme el resto?

—Algún día puede que lo haga.—Eso es demasiado misterioso.

Dime lo que quieres decir.—Si estoy vivo. Dime todo lo que

puedas acerca de los Verachten.—No hay mucho La esposa murió

cuando tenía treinta y tantos años, meparece. Un hijo y su nuera fueronvíctimas de un bombardeo durante laguerra, eso lo recuerdo bien. No seencontraron sus cadáveres durantevarios días, pues estaban enterrados porlos escombros, como tantos otros. Ansel

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vivió hasta una edad avanzada; no sesabe cómo evitó las condenas porcrímenes de guerra que recibieron losKrupp. Murió con elegancia, de unataque cardíaco, mientras montaba acaballo, en la década de los cincuenta.

—¿Quién queda?Walther Verachten, su esposa y su

hija; esta última nunca se casó, pero estono le impidió disfrutar de los placeresconnubiales.

—¿Qué quieres decir?—Tiene una figura atractiva, según

dicen, y cuando era más joven le hacíajuego a su reputación. Un términoapropiado sería «devoradora de

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hombres», y en cierto modo aún lo es.—El abogado hizo una pausa—. Esextraño cómo resultan las cosas. Ahoraes Odile quien maneja las compañías.Walther y su esposa se acercan ya a losochenta, y raramente se les ve enpúblico estos días.

—¿Dónde viven?—Todavía en Stadtwald, pero no en

la hacienda original, desde luego. Comovimos, fue una de las que se vendieron auna compañía constructora de laposguerra; por eso no lo reconocí.Ahora tienen una casa más alejada, en elcampo.

—¿Y qué hay con esa hija Odile?

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—Eso depende de los caprichos dela dama —respondió Kassel, riendo—.Mantiene un penthouse en la WerdenStrasse, y por aquellos portales pasanmuchos adversarios en sus negocios, quedespiertan a la mañana siguientedemasiado agotados para ganarle lapartida en la mesa de conferencias.Entiendo que cuando no está en laciudad, se encuentra en una casa decampo en los terrenos de sus padres.

—Parece una mujer de cuidado.—En las carreras de caballos, pocos

la superan en la pista —Kassel hizo denuevo una pausa, pues no había acabado—. Pero tiene una falla, que me dicen es

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desesperante. Aunque maneja lasIndustrias Verachten con mano firme,cuando las cosas se ponen difíciles yhay que tomar decisiones rápidasdeclara con frecuencia que tiene queconferenciar con su padre, con lo cualpospone ciertas decisiones, a vecesdurante días. En el fondo es una mujerque, forzada por las circunstancias, debeactuar como un hombre; pero el poderreside aún en el viejo Walther.

—¿Lo conoces?—Somos conocidos, eso es todo.—¿Qué piensas de él?—No me impresiona, ni ahora ni

antes. Siempre me pareció un autócrata

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pretencioso, con poco talento.—Pero las Industrias Verachten

prosperan, a pesar de eso.—Lo sé, lo sé. Eso me dicen cada

vez que expreso esta opinión. Mi débilréplica es que tal vez prosperaríanmucho más sin él; y sé que no tienemucho sentido. Si Verachten prosperaramás, sería dueña de toda Europa. Demodo que tengo que suponer que se tratade una opinión personal mía, y que estoyequivocado.

No necesariamente, —pensóTaleniekov—. El Matarese tomaacuerdos extraños y eficaces. Lo únicoque necesitan es el aparato.

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—Quisiera conocerlo —indicóVasili—. Estar con él a solas. ¿Hasestado alguna vez en su casa?

—Una vez, hace varios años. Losabogados de Verachten me llamaron porun problema de patentes. Odile estabafuera del país. Yo necesitaba la firma deVerachten en una declaración, y me eraimposible proceder sin ella, así quellamé a Walther y fui a visitarlo paraque me diera la firma. El cielo sedesplomó sobre mi cabeza cuando Odileregresó a Essen. Me llamó por teléfonoa gritos: «¡Usted no tenía por quémolestar a mi padre! ¡No volverá atrabajar para Industrias Verachten

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jamás!» Ah, estaba en una actitudterrible. Le dije en el tono más cortésposible que nunca hubiéramos trabajadopara ella si yo hubiera recibido lapetición inicial.

Taleniekov observó el rostro delabogado a medida que hablaba; elalemán se estaba enojando de veras.

—¿Por qué le dijiste eso?—Porque es la verdad. No me gusta

la compañía, o compañías. Hay ciertamezquindad en ellas. —Kassel se rió desí mismo—. Mis sentimientos sonprobablemente consecuencia de lossueños de gloria de un joven abogadoradical a quien trataste de reclutar hace

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doce años.Son los instintos perceptivos de un

hombre decente, pensó Vasili.Presientes el Matarese, aunque nosabes nada.

—Tengo una última petición quehacerte, mi viejo y querido enemigo —manifestó Taleniekov—. En realidad,son dos. La primera es que no digas anadie acerca de nuestro encuentro dehoy, o de lo que hemos averiguado. Lasegunda, que me describas la ubicaciónde la casa de Verachten y todo lo quepuedas recordar acerca de ella.

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Los faros del automóvil iluminaronla esquina de una pared de ladrillo.Vasili apretó el acelerador del alquiladoMercedes, mientras trataba de calcularla distancia entre la pared y la verja dehierro. Más de seiscientos metros. Laalta verja estaba cerrada; se abríaelectrónicamente.

Llegó al final de la pared; era unpoco más estrecha que la partecorrespondiente del otro lado de laverja. Más allá sólo existía bosque, enmedio del cual se había construido lafinca de Verachten. Levantó el pie del

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acelerador y buscó un lugar en elcamino, donde pudiera ocultar elMercedes.

Lo encontró entre dos árboles, con elramaje aún húmedo por nevadasrecientes. Enfiló el cupé hacia lacaverna natural que formaban losmatorrales, apartándolo del camino lomás que pudo. Apagó el motor, bajó delcoche y retrocedió por la senda quemarcó el automóvil, apartando las ramashasta llegar al camino, a tres metros dedistancia. Permaneció en la cuneta yexaminó el camuflaje en la oscuridad;sería suficiente. Se dirigió a la pared dela finca.

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Si lograra saltar por ella sin quesonara ninguna alarma, podría llegarhasta la casa. Sabía que no había formade escudriñar electrónicamente unbosque, pues tanto alambres comoceldas podían ser desorientadosdemasiado fácilmente por pájaros yanimales. El problema era traspasar lapared. Llegó a ella y estudió losladrillos bajo la llama de suencendedor. No había ningúndispositivo; se trataba de una paredordinaria, y Vasili pensó que esa mismacaracterística era engañosa. A suderecha vio un alto roble, con sus ramaspor encima de la pared, pero sin pasar

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por ella.Dio un salto y sus manos se

aferraron a una rama, mientras con lasrodillas se apoyaba en el tronco; trepóhasta otra rama, en la que pudo sentarsecon la espalda contra el árbol. Seinclinó hacia abajo y adelante,manteniendo con las manos el equilibriode su cuerpo sobre la rama, hasta quedarboca abajo, y a la luz difusa estudió loque veía por encima de la pared.Encontró lo que imaginaba tenía quehaber allí.

En la superficie de hormigón habíauna red estriada, de tuberías de plásticocubiertas con alambre, a través de la

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cual fluía el aire y la corriente eléctrica.Esta era de suficiente voltaje paradisuadir a cualquier animal de morder elplástico, y la presión de aire estabacalibrada para dar la alarma en elinstante en que cierta cantidad de pesopresionara los tubos. Estas alarmasllegaban sin duda alguna a un puesto devigilancia en la mansión, en donde losinstrumentos indicaban exactamente ellugar de la penetración. Taleniekovsabía que el sistema estabaprácticamente a prueba de toda falla; sise cortaba un circuito, había cinco o seismás para reemplazarlo, y la presión deun cuchillo sobre el revestimiento del

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alambre sería suficiente para provocarla alarma.

Pero en la práctica, el estar a pruebade toda falla no significaba queestuviera totalmente exenta de unaposible deficiencia. Se podía provocarun incendio. Derretir el plástico y dejarsalir el aire sin la presión del cuchillo.La única alarma que se podría detonar,en esta forma, sería provocada por unafalla; se buscaría su origen en elcomienzo del sistema, lo cual tendríaque ser muy cerca de la casa.

Vasili calculó la distancia entre larama del árbol y la altura de la pared. Silograra sostenerse con las piernas

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cerradas lo más lejos posible del árbol,y columpiarse en la rama con una mano,hasta agarrar el borde de la pared, suotra mano libre podría colocar elencendedor contra los tubos de plástico.

Sacó el encendedor, algomortificado reconoció que era demanufactura norteamericana, y apretó almáximo la diminuta palanca de butano.La probó varias veces; la llama seencendía y se mantenía firme: la redujoun poco, ya que la llama era demasiadoalta. Aspiró profundamente, endureciólos músculos de su pierna derecha ysaltó a la izquierda. Su mano izquierdaestableció contacto con el borde de la

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pared en el momento en que caía bocaabajo.

Logró sujetarse y comenzó a respirarlentamente, mientras orientaba su visióndesde un punto de vista al revés. Lasangre le venía a la cabeza; torció elcuello brevemente para aliviar lapresión; luego, prendió el encendedor ysostuvo la llama contra el primer tubo.

Escuchó la crepitación de laelectricidad y una salida de aire, cuandoel tubo se tornó negro y se derritió.Acercó la llama al segundo, en la serieinmediata, que estalló como un pequeñopetardo, y el ruido no fue mayor que elde una pistola de aire, de bajo calibre.

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El tercer tubo se convirtió en unatremenda burbuja. Una burbuja suponíapresión, ¡peso! Empujó la llama y laburbuja estalló; sostuvo la respiración,esperando el sonido de la alarma, perono llegó. Había perforado el tubo atiempo, antes de que el calor y laexpansión hubieran alcanzado latolerancia de peso. Esto le enseñó algo:había que mantener la llama muy cercadel primer contacto. Así lo hizo en losdos siguientes filamentos, y cada unoestalló de inmediato. Luego, se hallabaun tubo final.

De repente, la llama retrocedió y sehundió en su base invisible. Se había

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acabado el combustible. Por un instantecerró los ojos en señal de frustración yrabia. Le dolía mucho la pierna; el dolorde cabeza lo empezaba a marear. Yentonces pensó en lo más obvio, molestoconsigo mismo por no haberloconsiderado inmediatamente. El tuboque quedaba podría prevenir una fallaen la alarma; le convenía dejarlo intacto.Quedaban unos treinta centímetros libresen la superficie de hormigón, más quesuficiente para colocar un pie y saltar,sobre la pared, al otro lado.

Se esforzó por regresar a la rama ydescansó en ella un rato, aclarando sucabeza. Luego, lenta y cuidadosamente,

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bajó el pie izquierdo a la pared,apoyándolo con firmeza sobre los tubosquemados. Con igual precaución levantóla pierna derecha sobre la rama, bajandohasta que la rama se halló al final de sucolumna vertebral. Aspiróprofundamente, tensó los músculos ysaltó hacia adelante, apretando su pieizquierdo con una piedra e impulsándosesobre la pared. Cayó en la tierra y rodópara disminuir el impacto de la caída.Estaba dentro de la fortaleza deVerachten.

Se puso de rodillas y trató deescuchar cualquier sonido que pudierasignificar un alerta. No hubo ninguno,

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así que se incorporó y empezó acaminar, entre los densos bosques, hacialo que suponía era el área central de lamansión. El hecho de que a gatas yarrastrándose iba en la direcciónacertada, se confirmó en menos de unminuto. Pudo ver las luces de la casaprincipal, que se filtraban a través delos árboles, y el principio de una granextensión de pasto que se hacía cada vezmás clara a cada paso que daba.

¡El resplandor de un cigarrillo! Setiró al suelo. Directamente adelante, talvez a unos quince metros, había unhombre donde empezaba el pasto. Alinstante, Taleniekov estuvo consciente

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de las brisas del bosque, y escuchó porsi aparecía un animal.

No oyó nada. No había perros.Walther Verachten tenía confianza en susverjas electrónicas y en sus sofisticadossistemas de alarma. Sólo necesitabapatrullas humanas para que su fortalezaestuviera segura en la oscuridad.

Vasili avanzó un poco, con los ojosfijos en el guardia. El hombre llevabauniforme, una gorra con visera y unachamarra de invierno apretada en lacintura con un cinturón grueso quesostenía la funda de un revólver. Elguardia consultó su reloj y dejó caer elcigarrillo en el pasto, aplastándolo con

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el pie. Había estado en el ejército. Diovarios pasos a su izquierda, se estiró,bostezó, volvió a caminar otros seismetros; luego, regresó al lugar dondepermaneciera parado. Ese lugar era supuesto, y sin duda habrían otros guardiasestacionados a cada centenar de metrosalrededor de la casa principal, como laguardia pretoriana del César. Pero estosno eran los tiempos del César, niexistían los peligros de aquella época;el servicio debía ser aburrido, elguardia tenía que romper la monotoníafumando cigarrillos, bostezando ypaseando de aquí para allá. Ese hombreno representaría ningún problema.

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Lo que sí sería problema eraatravesar la extensión de pasto, hasta lassombras del camino al lado derecho dela casa. Tendría que pasar brevementebajo la iluminación que venía de laterraza.

Si quien hiciera tal cosa fuera unhombre sin sombrero, con suéter ypantalones oscuros, se le ordenaríadetenerse. Pero un guardia con gorra devisor, gruesa chamarra y pistolera a unlado, no despertaría demasiadassospechas. Y si lo reprendieran, elguardia podía regresar a su puesto; eraimportante tener esto en cuenta.

Taleniekov se arrastró por la

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maleza, apoyando codos y rodillas en ladura tierra, deteniéndose con cadacrujido de una rama, procurando que elruido que hacía se integrara a los ruidosnaturales del bosque en la noche. Estabaa escaso metro y medio del guardia, ysólo había una rama de enebro entreellos. El hombre, en su aburrimiento,metió la mano en el bolsillo de lachamarra y sacó una cajetilla decigarrillos.

Era el momento de entrar en acción.Ahora.

Vasili saltó sobre el guardia y con lamano izquierda atenazó la garganta delhombre; su talón izquierdo se hincó en el

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suelo para proporcionarle palanca haciaatrás. En un solo movimiento levantó alhombre en vilo y arqueó su cuerpo haciala rama de enebro, hasta que el cráneodel guardia chocó con el suelo; losdedos de Vasili se aferraban a la tráqueadel guardia. La sorpresa del asalto,combinada con el golpe en la cabeza yla falta de aire, dejaron al hombreinconsciente. En otra época, Taleniekovhubiera acabado su trabajo y dadomuerte al guardia, ya que era lo máspráctico; pero esos tiempos habíanpasado. Este no era un soldado delMatarese; no tenía caso matarlo.Despojó al hombre de su chamarra y

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gorra de visera, se las puso rápidamentey se apretó el cinturón con el revólver.Arrastró el cuerpo más al fondo delbosque, dejó que la cabeza descansarasobre la tierra, sacó su pequeña arma yle dio un culatazo arriba del oídoderecho. Permanecería inconscientevarias horas.

Vasili regresó arrastrándose hasta laorilla del pasto, se levantó y respiróprofundamente. Luego, empezó acaminar por el césped. Había observadoel andar del guardia (un ligero,descuidado contoneo, con la cabezaechada hacia atrás) y lo imitó. A cadapaso que daba esperaba una reprimenda,

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una orden o una pregunta; si alguna deestas cosas hubiera ocurrido, se habríaencogido de hombros y regresado alpuesto de guardia. Pero nadie le dijonada.

Llegó al asfalto de la entrada y aunas sombras. A unos quince metros delpavimento se veía una luz que salía deuna puerta abierta, y la figura de unamujer que abría el bote de basura,mientras dos bolsas de papel esperabana sus pies. Avanzó más rápidamente, conuna firme decisión, y se acercó a lamujer, que vestía un uniforme blanco desirvienta.

—Perdone usted; el capitán me ha

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ordenado que le lleve un recado a herrVerachten.

—¿Quién demonios es usted? —preguntó la mujer rolliza.

—Soy nuevo. Permítame que leayude —Taleniekov tomó las bolsas.

—Usted sí que es nuevo. Siempreme dicen Helga haz esto, Helga hazaquello. ¡Qué les importa! ¿Cuál es elrecado? Yo se lo daré.

—Me gustaría poder hacerlo. Nuncahe visto al viejo y no me interesa verloahora, pero esas son las órdenes que mehan dado.

—Son todos unos desgraciados.¡Kommandos! Una turba de rufianes

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atiborrados de cerveza, es lo que yodigo. Pero usted es mejor parecido quela mayoría de ellos.

—¿Herr Verachten, por favor?Dijeron que me diera prisa.

—Todo son prisas por aquí y prisaspor allá. Ya son las diez. La esposa delviejo tonto está en sus habitaciones y élen la capilla, por supuesto.

—¿Dónde?—Bueno, está bien. Entre, le

indicaré el camino… usted es mejorparecido, y más cortés también. Nocambie.

Helga lo condujo por un pasillo queterminaba en una puerta quedaba a un

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amplio vestíbulo. Este estaba recubiertocon numerosos cuadros al óleo, delRenacimiento, de colores vívidos ydramáticos, bajo reflectoresindividuales. Se extendían por una anchaescalera circular, con peldaños demármol italiano. Más allá del vestíbulohabía varias salas, y la rápida miradaque Taleniekov pudo echarles leconfirmó la descripción de HeinrichKassel, de una casa llena devaliosísimas antigüedades. Pero elvistazo fue breve; la sirvienta dobló laesquina más allá de las escaleras y seaproximaron a una gruesa puerta decaoba, recargada de adornos cincelados

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con temas bíblicos. La abrió ydescendieron unos peldañosalfombrados en escarlata, hasta llegar auna especie de antesala; tanto el pisocomo la escalera del gran vestíbulo erande mármol. Las paredes estabancubiertas de tapices que describíanescenas del cristianismo en suscomienzos. A la izquierda se hallaba unantiguo asiento de iglesia, conbajorrelieves que eran ejemplo de unarte olvidado hacía mucho tiempo; eraun lugar de meditación, pues los tapicesfrente al asiento representaban lasEstaciones de la Cruz. Al fondo de lapequeña habitación había una puerta en

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arco, y tras ella se encontraba la capillade Walther Verachten.

—Puede interrumpir si lo desea —esbozó Helga, sin entusiasmo—. Se leechará la culpa al jefe del Kommando,no a usted. Pero yo esperaría unos pocosminutos; para entonces el cura ya habráacabado con sus supercherías.

—¿El cura? —La palabra brotó dela garganta de Vasili; la presencia desemejante persona era lo último que sele hubiera ocurrido. ¿Un consigliere delMatarese con un cura?

—Su santidad llena de aire, es comoyo le llamo —zahirió Helga mientras sedaba la vuelta para regresar—. Haga lo

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que quiera; yo no digo a nadie lo quetiene que hacer —y se encogió dehombros.

Taleniekov esperó hasta que lapesada puerta de caoba se abrió yvolvió a cerrarse. Luego, caminósilencioso hasta la puerta de la capilla, ypegó el oído a la madera tratando dereconocer el cántico que llegaba deadentro.

Era ruso. ¡Estaban cantando en ruso!No sabía por qué se sorprendía

tanto. Después de todo, en lacongregación que había ahí dentroestaba el único hijo sobreviviente delpríncipe Andrei Voroshin. Lo que

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resultaba pasmoso era el hecho de quese realizara ese servicio.

Vasili puso su mano sobre el pomo,lo giró calladamente y abrió la puertaunos centímetros. Dos cosas le llamaroninstantáneamente la atención: el oloragridulce del incienso y la llama trémulade los enormes candelabros, que leobligaban a parpadear para ajustar susojos al efecto claroscuro queprovocaban las llamas contra lasmovibles sombras, en las paredes dehormigón gris. En los nichos, por todaspartes habían íconos de la IglesiaOrtodoxa Rusa; aquéllos que estabanmás cerca del altar levantaban sus

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brazos santos para alcanzar la cruz deoro en el centro.

Enfrente de la cruz se hallaba unsacerdote vestido con casaca de sedablanca, guarnecida con plata y oro.Tenía los ojos cerrados, las manoscruzadas sobre el pecho, y de su boca,que apenas se movía, salían palabras deun cántico concebido hacía más de milaños.

Luego, Taleniekov vio a WaltherVerachten, un anciano de escasoscabellos blancos que le caían enmechones hasta el delgado pescuezo.Estaba postrado en los tres peldaños demármol del altar, a los pies del alto

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sacerdote, con los brazos extendidos engesto de súplica y la frente apoyada enel mármol, en absoluta sumisión. Elsacerdote levantó la voz, indicando elfinal del ortodoxo Kyrie Eleison.Comenzó la letanía del perdón; a lasafirmaciones del cura seguían lasrespuestas del pecador, un ejerciciocoral en autoindulgencia y autoengaño.Vasili pensó en el dolor que el Matareseinfligía y exigía, y sintió asco. Abrió lapuerta y entró en la capilla.

El sacerdote abrió los ojos,sorprendido, y con indignación bajó lasmanos del pecho. Verachten se dio lavuelta en los peldaños, y su cuerpo

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esquelético tembló. Torpe,dolorosamente, se esforzó por ponerseen pie.

—¿Cómo se atreve a interrumpir? —gritó en alemán—. ¿Quién le diopermiso de entrar aquí?

—Un historiador de Petrogrado,Voroshin —contestó Taleniekov en ruso—. Esa es la mejor respuesta que lepuedo dar, ¿no le parece?

Verachten retrocedió en losescalones, agarrando el borde de lapiedra con las manos. Luego, con máscalma, se cubrió el rostro con ellascomo si le hubieran arrancado oquemado los ojos. El cura cayó de

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rodillas y tomó al anciano por loshombros, para abrazarlo. El clérigo sevolvió a Vasili y habló con voz dura:

—¿Quién es usted? ¿Qué derechotiene?

—¡No me hable de derechos! Ustedme da asco. ¡Parásito!

El cura se quedó en su lugar,abrazando a Verachten.

Me mandaron a buscar hace años yvine. Como mis predecesores en estacasa, no pido nada y no recibo nada.

El viejo bajó las manos de su rostro,luchando por recobrar su ecuanimidad ymoviendo la vacilante cabeza; el cura lequitó el brazo de encima.

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—De modo que ha venido al fin —murmuró Verachten—. Siempre dijeronque vendría. La venganza es del Señor,pero ustedes no aceptan eso, ¿verdad?Han despojado al pueblo de Dios y lehan dado tan poco a cambio… Yo tengoquerella con ustedes en esta tierra. Tomemi vida, bolchevique. Cumpla susórdenes, pero deje que se vaya este buensacerdote. El no es un Voroshin.

—Pero usted sí lo es.—Esa es mi cruz. —La voz de

Verachten se hizo más firme—. Ynuestro secreto. Ambos los he soportadobien, tal como Dios me dio la visiónpara hacerlo.

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—¡Uno habla de derechos, el otro deDios! —rugió T aleniekov—.¡Hipócritas! ¡Per nostro circolo!

El anciano parpadeó, y sus ojos nomostraron ninguna reacción.

—¿Qué dice?—¡Ya me oyó! ¡Per nostro circolo!—Lo oí, pero no lo entiendo.—¡Córcega! ¡Porto Vecchio!

¡Guillaume de Matarese!Verachten miró al sacerdote e

interrogó:—¿Me estoy volviendo senil, padre?

¿De qué está hablando?—Explíquese —terció el cura—.

¿Quién es usted? ¿Qué desea? ¿Cuál es

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el significado de esas palabras?—¡El lo sabe!—¿Yo sé qué? —Verachten se

inclinó hacia adelante—. Nosotros losVoroshin tenemos sangre en nuestraconciencia, eso lo acepto. Pero nopuedo aceptar lo que no conozco.

—El niño pastor —indicóTaleniekov—. «Con una voz más cruelque el viento». ¿Necesita usted algo másque eso? ¡El niño pastor!

—El Señor es mi pastor…—¡Cállese, beato mentiroso!El sacerdote se levantó, indicando:—¡Cállese usted, sea quien sea!

¡Este hombre bueno y decente ha vivido

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toda su existencia expiando pecados quenunca cometió! Desde niño ha queridoser un hombre de Dios, pero no se lepermitió. En lugar de ello, se convirtióen un hombre con Dios. Sí, con Dios.

—¡El es un hombre del Matarese!—No sé lo que es eso, pero sé lo

que es él. Cada año entrega millonespara los hambrientos, para losdesamparados. Todo lo que pide acambio es nuestra presencia paraacompañarlo en sus devociones. Es todolo que nos ha pedido.

—¡Es usted un insensato! ¡Esos sonfondos del Matarese! ¡Compran lamuerte!

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—Compran la esperanza. ¡Ustedmiente!

La puerta de la capilla se abrióviolentamente, y Vasili se dio vuelta. Enel quicio había un hombre de trajeoscuro, las piernas apartadas, los brazosextendidos, empuñando una pistola en lamano derecha, sostenida por laizquierda.

—¡No se mueva! —ordenó enalemán.

Por la puerta entraron dos mujeres.Una era alta y delgada, vestida con unatúnica de terciopelo que le llegaba a lostobillos, y una estola de piel sobre loshombros; su rostro era blanco, angular,

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bello. La mujer de aspecto ordinario,que se hallaba a su lado, era de bajaestatura y llevaba abrigo; su rostroestaba hinchado y los ojos pequeñostenían una expresión cautelosa, Vasili lahabía visto unas horas antes; un guardiale dijo que ella estaría dispuesta acooperar, en caso de que HeinrichKassel necesitara duplicados.

—Ese es el hombre —señaló larecepcionista que estuviera detrás delescritorio de las oficinas del Registro dela Propiedad.

—Gracias —replicó OdileVerachten—. Ya puede irse, el chofer lallevará a la ciudad.

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—Gracias a usted, señora.Muchísimas gracias.

—No tiene por qué. El chofer estáen el vestíbulo. Buenas noches.

—Buenos noches, señora. —Lamujer salió.

—¡Odile! —gritó Verachten a suhija, levantándose penosamente—. Estehombre entró…

—Lo siento, padre —interrumpió lahija—. El posponer las cosasdesagradables sólo las hace peores; esalgo que nunca entendiste. Estoy segurade que este hombre… dijo cosas que nodebías haber oído.

Con estas pocas palabras, Odile

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Verachten hizo un gesto de asentimientoa su acompañante. Este cambió su armaa la mano izquierda y disparó. Elestallido fue ensordecedor; el anciano sedesplomó. El asesino levantó el arma ydisparó otra vez; el sacerdote giró sobresus pies; la parte superior de su cabezase convirtió de repente en una masa decolor rojo oscuro.

Silencio.—Ese fue uno de los actos más

brutales que he visto jamás —comentóTaleniekov.

—Viniendo de Vasili VasilovichTaleniekov es un comentario notable —advirtió Odile Verachten, dando un paso

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adelante—. ¿De veras creyó que esteinepto anciano y este supuesto sacerdotepudieran ser parte de nosotros?

—Mi error consistió en el hombre,no en el nombre. Voroshin es parte delMatarese.

—Corrección: Verachten. No somosmeramente nacidos, sino escogidos. —Odile indicó con la mano a su padremuerto—. El nunca fue elegido. Cuandosu hermano murió durante la guerra¡Ansel me escogió a mí! —Mirófijamente a Vasili—. Teníamoscuriosidad por saber lo que usted pudoaveriguar en Leningrado.

—¿De veras le gustaría saberlo?

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—Un nombre. Un nombre de unperíodo caótico de la historia reciente:Voroshin. Pero apenas si tieneimportancia el hecho de que usted losepa. No hay nada que pueda decir, nininguna acusación que hacer, que losVerachten no podamos negar.

—Usted no lo sabe.—Sabemos lo suficiente, ¿no? —

repuso Odile mirando al hombre queempuñaba la pistola.

—Sabemos lo suficiente —repitió elasesino—. Usted se me escapó enLeningrado. Pero no se me escapó lamujer, Kronescha, ¿verdad? Si sabe dequé estoy hablando.

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—¡Usted! —Taleniekov empezó aavanzar; el hombre amartilló la pistolacon el pulgar.

Vasili se quedó inmóvil, sintiendoque le dolía el cuerpo y el alma. Teníaque matar, pero para hacerlo debíaencontrar la forma de controlarse. Y desorprender al enemigo. ¡Lodzia, miLodzia!

Fijó los ojos en Odile Verachten yhabló suave y lentamente, dando a cadapalabra igual énfasis.

—Per… nostro… circolo.La sonrisa se desvaneció de los

labios de la mujer, su cutis blanco sevolvió aún más pálido.

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—De nuevo saca el pasado. De unpueblo primitivo que no sabe lo que estádiciendo. Debíamos haber supuesto queusted lo aprendería.

—¿Cree usted eso? ¿Piensa que nosaben lo que están diciendo?

—Sí.Era ahora o nunca, pensó

Taleniekov. Dio deliberadamente unpaso hacia la mujer. La pistola delasesino se movió también haciaadelante; estaba a poco más de un metro,apuntando directamente a su cabeza.

—Entonces, ¿por qué hablan delniño pastor?

Dio otro paso; el asesino respiró

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abrupta, audiblemente a través de lasventanas de la nariz (preludio aldisparo), mientras empezaba a apretar elgatillo.

—¡Espere! —gritó la mujer.Se oyó la explosión y Vasili se

agachó. Odile Verachten había alzado elbrazo en repentina orden para prevenirel disparo. Y en ese instante Taleniekovsaltó, con el ojo, la mente y el cuerpofijos en un solo objeto. La pistola, elcañón de la pistola.

Lo alcanzó; sus dedos agarraron elacero caliente, y su mano y muñeca loretorcieron en movimiento contra lasmanijas del reloj, tirándolo hacia abajo

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para infligir el máximo dolor. Lanzó ungancho con la mano derecha, con losdedos enrollados y rígidos, al costadodel hombre, desgarrando los músculos,sintiendo el crujir de las costillas. Tirócon todas sus fuerzas; el asesino dio ungrito y cayó.

Vasili se dio la vuelta y se lanzóhacia Odile. En el breve instante deviolencia, ella había titubeado; ahorareaccionó con precisión, y la mano quemantenía bajo la estola de piel sacó unrevólver. Taleniekov agarró la mano yel revólver, y tiró a la mujer al suelo dela capilla. Le puso la rodilla sobre elpecho, mientras con la culata del propio

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revólver de ella le apretaba la garganta,al gritar:

—¡Esta vez no habrá errores! Noquiero cápsulas en la boca.

—¡Lo matarán!—Probablemente. Pero usted vendrá

conmigo y eso no lo quiere. Meequivoqué. Usted no es uno de lossoldados; los elegidos no se quitan suspropias vidas.

—Yo soy la única persona quepuede salvar la suya —aseguró ellaahogándose bajo la presión del acero,pero prosiguió—: ¿El pastor?…¿Dónde? ¿Cómo?

—Usted quiere información. Muy

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bien. Yo también. —Taleniekov retiró lapistola de la garganta de Odile,atenazándola con la mano izquierda;metió los dedos de la mano derecha enla boca de la mujer, empujando lalengua hacia abajo, buscando en elblanco tejido alguna píldora letal, queno encontró. Ella tosió y escupió a unlado de la barbilla. Vasili había estadoen lo cierto; los elegidos no cometíansuicidio. Retiró la estola y la esculcópor todo el cuerpo, levantándola delsuelo para examinarle la espalda. Lavolvió a empujar hacia abajo y le metiólas manos entre las piernas, los tobillos,la pelvis, en busca de un revólver o de

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un cuchillo. No encontró nada.—¡Levántese! —ordenó.Ella se levantó, pero sólo a medias.—Usted debe decírmelo —indicó en

un susurro—. Sabe que no puedeescapar. ¡No sea estúpido, ruso! ¡Salvesu vida! ¿Qué sabe acerca del pastor?

—¿Qué me ofrece por decírselo?—¿Qué quiere?—¿Qué quiere al Matarese?—Orden —apuntó Odile tras una

pausa.—¿Por medio del caos?—¡Sí! ¿El pastor? En nombre de

Dios, ¡dígamelo!—Se lo diré cuando estemos fuera

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de la mansión.—¡No! ¡Ahora!—¿Cree que yo negociaría con eso?

—La levantó del suelo—. Ahora nosvamos a ir. Este amigo suyo despertarápronto, y en parte daría mi vida porarrancarle la suya, lentamente, con grandolor, tal como él quitó la de otrapersona. Pero no lo haré; él debeinformar a otros hombres sin rostro paraque éstos tomen sus decisiones, ydebemos estar al acecho. PorqueVerachten se encuentra repentinamentesin cabeza; usted estará muy lejos deEssen.

—¡No!

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—Entonces, morirá. Tal como entré,así saldré.

—¡Di órdenes! ¡Nadie debe salir!—¿Quién va a salir? Un guardia

uniformado regresa a su puesto. Los queestán ahí fuera no son del Matarese. Son,exactamente, lo que se supone que son:ex kommandos empleados para protegera ejecutivos acaudalados. —Vasilipresionó la pistola en el cuello de ella—. Lo que usted decida no me importa.

Odile se echó para atrás; él la agarrópor el pescuezo y la acercó hacia elcañón. Ella asintió con la cabeza:

—Tomaremos el automóvil de mipadre. Los dos somos gente civilizada.

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Usted tiene información que yo necesito,y yo tengo una revelación para usted. Notiene a quién recurrir ahora, si no es anosotros. Podría ser mucho peor parausted.

Vasili estaba sentado junto a ella enel asiento delantero de la limusina deWalther Verachten. Se había quitado eluniforme, y ahora no era más que otrogarañón en el establo de OdileVerachten. Ella permanecía tras elvolante, con el brazo de él sobre sushombros y la automática hundida en lascostillas. Mientras el guardia de la

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garita reconocía a Odile y se dabavuelta para apretar el botón, él seinclinó hacia ella; un movimiento o ungesto fuera de lugar significaría sumuerte. Ella lo sabía, y no hizo ninguno.

El auto pasó rápidamente por laentrada abierta. Odile giró el volante ala izquierda. El lo sujetó, y su pie pasósobre el de ella para presionar el freno,mientras movía el volante a la derecha.El auto patinó y Vasili lo controló;luego, apretó su pie sobre el de ella, enel acelerador.

—¿Qué está haciendo? —gritóOdile.

Evitando cualquier encuentro

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preparado.Ella lo manifestaba en los ojos; otro

automóvil había estado esperando en elcamino a Essen. Por tercera vez OdileVerachten se sintió genuinamenteasustada.

Recorrieron a toda velocidad elcamino campestre; a unos centenares demetros adelante divisó claramente, a laluz de los faros, una bifurcación. Vasiliesperó; instintivamente ella movió elvolante a la derecha. Cuando llegaron ala bifurcación, él tomó rápidamente elvolante y dirigió el vehículo al caminode la izquierda.

—¡Usted nos va a matar! —gritó la

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mujer.—Entonces, moriremos los dos —

acotó Taleniekov. El bosque a sualrededor empezó a vislumbrarse;adelante había más espacios abiertos—.Ese campo a la derecha, deténgase allá.

—¿Qué?El alzó la pistola y la apoyó contra

la sien.—Detenga el auto —repitió.Se apearon del automóvil. Vasili

tomó las llaves y se las echó al bolsillo.La empujó y caminaron hacia el centrodel campo. A la distancia se veía unagranja, y más allá, un granero. No habíaluces; los campesinos de Stadtwald

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estaban durmiendo. Pero la luna invernalera más brillante ahora.

—¿Qué va a hacer? —preguntóOdile.

—Averiguar si usted tiene el valorque exige de sus soldados.

—Taleniekov, ¡escúcheme! Me hagalo que me haga, no va a cambiar nada.Hemos ido demasiado lejos. ¡El mundonos necesita con gran desesperación!

—¿Este mundo necesita asesinos?—¡Para salvarlo de los asesinos!

Usted habla del pastor. El lo sabe.¿Puede dudarlo? Unase a nosotros.Venga con nosotros.

—Tal vez lo haga. Pero tengo que

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saber a dónde van ustedes.—¿Hacemos trato?—Repito; tal vez.—¿Dónde oyó acerca del pastor?—Lo siento, usted primero.

¿Quiénes son los del Matarese? ¿Quéson? ¿Qué están haciendo?

—La primera respuesta —dijo Odileabriendo la estola, con las manos en elcuello de la túnica. La desgarró,haciendo saltar los botones yexponiendo los senos—. Es una quesabemos que ya ha descubierto —agregó.

A la luz de la luna, Taleniekov lodistinguió. Mayor que los que había

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visto antes, un círculo dentado, que eraparte del seno y parte del cuerpo. Lamarca del Matarese.

—La tumba en las colinas deCórcega. Per nostro circolo.

—Puede ser suyo —informó Odile,acercándose a él—. Muchos amanteshan reposado sobre estos senos yadmirado mi marca de nacimiento, tandistinta. Usted es el mejor, Taleniekov.¡Únase a los mejores! ¡Deje que yo lolleve!

—Hace un rato me dijo que yo notenía alternativa; que me revelaría algoque me forzaría a unirme a ustedes. ¿Quéera? Odile se volvió a abrochar la

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túnica.—El norteamericano está muerto.

Usted ha quedado solo.—¿Qué?—Scofield fue muerto.—¿Dónde?—En Washington…Sus palabras fueron interrumpidas

por el sonido de un motor. Unos farospenetraron la oscuridad del camino quevenía de los bosques; un automóvil seaproximó. Luego, repentinamente, comosuspendido en un negro vacío, se detuvodetrás de la limusina. Antes de que seapagaran los faros pudo ver que treshombres se apeaban de él, seguidos por

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el conductor. Todos venían armados;portaban rifles.

—Me han encontrado —gritó OdileVerachten—. ¡Su respuesta, Taleniekov!Realmente no tiene alternativa, locomprende, ¿verdad?

—Déme su pistola. Una orden míapuede cambiar su vida. Sin ella, ustedestá muerto.

Anonadado, Vasili miró a susespaldas; los campos se extendían hastaconvertirse en praderas, y éstas sefundían en la oscuridad. Escapar no eraproblema; tal vez ni siquiera fuera ladecisión acertada. ¿Había muertoScofield? ¿En Washington? Estaba en

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camino a Inglaterra; ¿por qué pues sedirigió prematuramente a Washington?Pero Odile no estaba mintiendo,¡apostaría en ello la vida! Ella le decíala verdad, tal como la conocía, así comohizo su oferta sinceramente. El Mataresepodría utilizar bien a un tal VasiliTaleniekov.

¿Era ése el camino? ¿El únicocamino?

— ¡ S u respuesta! —Odilepermanecía inmóvil, con las manosextendidas.

—Antes que se la dé, dígame unacosa. ¿Cuándo mataron a Scofield?¿Cómo?

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—De un tiro, hace dos semanas, enun lugar llamado parque Rock Creek.

Una mentira. ¡Una mentira calculada!¡A ella le habían contado una mentira!¿Tenían un aliado dentro del Matarese?De ser así, él debía ponerse en contactocon ese hombre. Dio la vuelta a laautomática que empuñaba y se la ofrecióa Odile.

—No tengo ningún lugar a donde ir.Estoy con usted. Dé la orden. Ella seapartó de él y gritó:

—¡Ustedes allá! ¡No disparen!Un solo rayo de la linterna de mano

partió de los hombres, y Taleniekov violo que ella no había visto e

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instantáneamente supo lo que ella nosabía. La luz la sostenía un hombre paradejar libres a los otros tres; y aunque élquedaba bajo el resplandor, el rayo noestaba dirigido a él, sino a ella. Se lanzóen clavado a su izquierda, hacia losmatorrales. Una descarga partió de losrifles del otro lado del campo.

Se había dado otra orden. OdileVerachten lanzó un grito. Su cuerpo saltóen el aire, lanzado hacia adelante, yluego se arqueó hacia atrás bajo elimpacto de los proyectiles.

Siguieron otros disparos quearañaron la tierra a la derecha del lugaren que estaba agachado Taleniekov, que

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luego se arrastró por los matorrales paraalejarse del enemigo. Los gritos sehacían más sonoros a medida que loshombres avanzaban y convergían en ellugar donde sólo unos segundos antes unmiembro del consejo del Matarese habíadado una orden que no le correspondía.

Vasili llegó a la relativa seguridadde la floresta. Se incorporó y empezó acorrer en la oscuridad, sabiendo quepronto se detendría, se daría la vuelta ymataría a un hombre en su camino deregreso a la limusina. En otra oscuridad.

Pero, por el momento, seguíacorriendo.

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El músico, entrado en años, estabasentado en la última fila del avión, conun desgastado estuche de violín entre susrodillas. Distraídamente dio las graciasa la azafata por la taza de té caliente;estaba absorto en sus pensamientos.

Estaría en París en una hora, seencontraría con la muchacha corsa yestablecería comunicaciones directascon Scofield. Era imperativo ahora quetrabajaran en concierto; las cosas sedesarrollaban demasiado rápidamente.Tenía que reunirse con Beowulf Agate,en Inglaterra.

Ya estaban resueltos dos de losnombres de la lista de invitados que hizo

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Guillaume de Matarese setenta añosatrás.

Scozzi: muerto.Voroshin-Verachten: muerto.Sacrificados.Lo que significaba que los

descendientes directos podían serinmolados, y no eran los verdaderosherederos del padrone corso. Habíansido meros mensajeros que llevabanobsequios a otros más poderosos, muchomás capaces de propagar la fiebrecorsa.

¿Este mundo necesita asesinos?¡Para salvarlo de los asesinos!,

había dicho Odile Verachten. Un

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enigma.David Waverly, Secretario de

Asuntos Exteriores, Gran Bretaña.Joshua Appleton IV, Senador de EstadosUnidos.

¿Eran ellos también mensajeros quepodían ser sacrificados? ¿O eran otracosa? ¿Llevaba cada uno de ellos lamarca del dentado círculo azul, sobre supecho? ¿La ostentaba Scozzi? Y sialguno de ellos la llevaba o la llevóScozzi, ¿era esa marca la distinciónmística que Odile Verachten habíacreído, o era también algo diferente? Unsímbolo de sacrificio tal vez, pensóVasili, pues cada vez que esa marca

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apareció, fue compañera de la muerte.Scofield estaba ahora buscando en

Inglaterra. El mismo Beowulf Agate, aquien alguien dentro del Matarese habíadado por muerto en el parque RockCreek. ¿Quién era ese hombre, y por quéhabía enviado el falso informe? Eracomo si esa persona, o esas personas,quisieran que se dejara a Scofield convida, fuera del alcance de los asesinosdel Matarese. Pero ¿por qué?

Usted habló del pastor. ¡Él lo sabe!¿Puede dudarlo?

Un pastor. Un niño pastor.Un enigma.Taleniekov colocó la taza de té en la

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bandeja frente a él, y su codo rozó elasiento de al lado. El hombre denegocios de Essen se había quedadodormido, y su brazo sobresalía de ladivisión de los asientos. Vasili iba aempujarlo, cuando sus ojos se posaronsobre el periódico doblado que seextendía en el regazo del alemán.

La fotografía parecía mirarlo, y élcontuvo la respiración, sintiendo unagudo dolor en el pecho.

El rostro sonriente y gentil era el deHeinrich Kassel. El encabezado arribade la foto gritaba la información:

Advocat Mord

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Taleniekov cogió el periódico, y eldolor se aceleró a medida que leía.

Henrich Kassel, uno de losmás prominentes abogados deEssen, fue encontrado anocheasesinado en su automóvil,afuera de su residencia. Lasautoridades han calificado estecrimen de insólito y brutal.Kasselfue encontradoestrangulado, con múltipleslesiones en el rostro y elcuerpo. Un extraño aspecto delasesinato es que desgarraron laropa a la altura del pecho de la

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víctima, para exponer en ésteun círculo azul oscuro. Lapintura todavía estaba húmedacuando se descubrió el cadáverpoco después de medianoche…

Per nostro circolo.

Vasili cerró los ojos. El habíapronunciado la sentencia de muerte deKassel, al mencionar el nombre deVoroshin.

Y esta sentencia se había ejecutado.

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TERCERA PARTE

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28—¿Scofield? —el rostro cetrino delhombre mostraba asombro; pronunció elnombre en estado de conmoción.

Bray se mezcló con la muchedumbredel metro londinense, hacia la salida deCharing Cross. Había ocurrido; erainevitable que sucediera tarde otemprano. Cuando un ojo entrenado veíaun rostro, éste no se podía ocultar bajoel ala del sombrero, ni se podía burlar aun profesional con una extrañavestimenta, una vez reconocido elrostro.

Acababa de ser marcado. El hombre

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que lo había identificado (y que sin dudaiba ahora corriendo a una cabinatelefónica) era un viejo agente de laAgencia Central de Inteligencia,estacionado en la embajadanorteamericana en Grosvenor Square.Scofield lo conocía ligeramente; uno odos almuerzos en el Guinea; dos o tresconferencias, sostenidas inevitablementeantes de que las Operaciones Consularesinvadieran áreas que la Compañíaconsideraba sacrosantas y muy suyas. Setrataba de un hombre celoso de lasprerrogativas de la CIA, que BeowulfAgate había transgredido con excesivafrecuencia.

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¡Maldita sea! En cuestión deminutos, toda la red estadounidense deLondres se pondría en estado de alerta;en cuestión de horas, todo hombre,mujer e informante pagado, disponibles,se extenderían por toda la ciudadbuscándolo. Era concebible, aunque noprobable, que incluso llamaran a losbritánicos. La gente de Washington, quebuscaba a Brandon Alan Scofield, loquería muerto, no sometido ainterrogatorios, y ése no era el estilo delos ingleses. No, tratarían de evitar a losbritánicos.

Bray contaba con ello. Años atrástuvo oportunidad de ayudar a un hombre

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en circunstancias que tenían poco quever con sus similares profesiones, locual permitió al inglés permanecer enlos servicios de inteligencia británica.No sólo permaneció en ellos, sino queascendió a una posición de considerableresponsabilidad.

Roger Symonds había perdido 2,000libras esterlinas de fondos del MI-6, enlas mesas de «Les Ambassadeurs». Brayreemplazó la suma, tomándola de una desus cuentas. El dinero nunca llegó a serreembolsado, no por falla de Symonds,sino únicamente debido a que no volvióa encontrarse con Scofield. En su tipo detrabajo no se acostumbraba a dejar

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direcciones postales.Ahora pediría, en cierto modo, ese

pago. Scofield no dudaba que se loofrecería, pero no estaba seguro de queel pago pudiera realizarse. Ni siquierase le procuraría en caso de que RogerSymonds supiera que él estaba en lalista de eliminación de Washington.Deuda o no, el inglés tomaba su trabajoseriamente; no estaría dispuesto a cargarcon otro Fuch o Philby en su conciencia.

Y mucho menos con un antiguoasesino de Operaciones Consulares, quepudiera haberse convertido en pistoleroa sueldo.

Bray quería que Symonds arreglara

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una entrevista privada, aislada, entre ély el Secretario de Asuntos Exteriores deGran Bretaña, David Waverly. Elencuentro tenía que concertarse, noobstante, sin mencionar el nombre deScofield. El agente británico seresistiría a eso, o se negaría porcompleto si sabía que Washington lobuscaba. Scofield comprendía que teníaque ofrecer un motivo verosímil, peroaún no se le había ocurrido ninguno.

Salió apresuradamente de laestación Charing Cross y se mezcló conlos peatones que caminaban hacia el sur.En Trafalgar Square cruzó la anchaintersección, y se unió a los tempraneros

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paseantes del atardecer. Miró su reloj.Eran las 6:15; las 7:15 en París. Entreinta minutos tenía que empezar allamar a Toni a su apartamento de la ruede Bao; había una central telefónica apocas calles del Haymarket. Iría haciaallá lentamente, deteniéndose paracomprar un nuevo sombrero y unachaqueta. El hombre de la CIA daría unadescripción precisa de su vestimenta;era imperativo cambiar.

Vestía la misma chamarra quellevaba en Córcega, la misma gorra depescador, Dejó ambas prendas en elprobador de una sucursal de Dunns,después de adquirir una chaqueta de

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lana escocesa y un sombrero irlandés,de ala suave, que le caía sobre la frentearrojando una sombra sobre su rostro.Volvió a caminar en dirección sur, másrápido ahora, y atravesó variascallejuelas para llegar a Haymarket.

Pagó a una de las operadoras en elmostrador de la central telefónica, y éstale asignó una cabina; entró en ella ycerró tras él la puerta de vidrio,deseando que no fuera transparente. Lassiete menos diez. Antonia estaríaesperando al teléfono. Siempre se dabanuna variable de media hora, a causa deltráfico telefónico del Canal de laMancha; si él no lograba comunicarse

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con ella antes de las 8:15, hora de París,ella debía esperar la próxima llamadaentre las 11:45 y las 12:15. La únicacondición que Toni impuso fue quetenían que hablar el uno con el otrotodos los días. Bray no se opuso; habíasalido de las entrañas de la tierra yencontrado algo muy precioso para él,algo que creía haber perdido parasiempre. Podía amar de nuevo, habíarecuperado la emoción del sentimiento.El sonido de una voz lo conmovía, elcontacto de una mano era significativo.Encontró a Antonia Gravet en elmomento más inoportuno, y, sinembargo, el hecho de haberla

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encontrado daba a su vida un sentidoque no tuvo en muchos años. Queríavivir y envejecer con ella, así desencilla era la cosa. Y notable. Nuncahabía pensado en envejecer; era tiempoya de considerarlo.

Si el Matarese se lo permitía.E l Matarese. Una potencia

internacional sin perfil, con líderes sinrostros, en busca de un objetivodesconocido.

¿El caos? ¿Para qué?E l caos. Scofield se sintió

repentinamente sorprendido ante la raízdel significado de la palabra. Un estadode materia sin forma, de cuerpos que

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chocaban en el espacio, antes de lacreación, antes de que el orden seimpusiera en el universo.

Sonó el teléfono; Bray levantó elauricular rápidamente.

—Vasili está aquí —anuncióAntonia.

—¿En París? ¿Cuándo llegó?—Esta tarde. Está herido.—¿Grave?—En el cuello. Necesita algunos

puntos.Hubo una breve pausa mientras el

teléfono cambiaba de manos, o alguienlo tomaba.

—Sería mejor que durmiera —

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explicó Taleniekov, en inglés—. Perotengo varias cosas que decirle primero,algunas advertencias.

—¿Qué pasó con Voroshin?—Conservó la V con propósitos

prácticos, aunque insensatos. Seconvirtió en el Verachten de Essen.Ansel Verachten.

—¿De Industrias Verachten?—Sí.—¡Santo Cristo!—Su hijo creyó en eso.—¿Qué?—No tiene importancia; tengo

muchas cosas que contarle. Su nieta erauna de las elegidas, Ahora está muerta,

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asesinada por órdenes del Matarese.—Igual que Scozzi.—Exactamente. Eran

embarcaciones; llevaban los planes,pero eran comandados por otros. Seráinteresante ver lo que ocurre con lascompañías de Verachten. Ahora notienen una cabeza. Debemos observarquién asume el control.

—Entonces hemos llegado a lamisma conclusión. El Matarese opera através de grandes compañías.

—Así parece, pero con qué fin, notengo la más vaga idea. Esextremadamente contradictorio.

—El caos —murmuró Scofield

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suavemente.—¿Qué dice?—Nada. Usted decía que quería

ponerme sobre aviso.—Sí. Han estudiado nuestros

expedientes a través de un microscopio.Parece que conocen cualquier contactoque hayamos utilizado, cualquier antiguoamigo, cualquier… maestro o amante.Tenga cuidado.

—No pueden saber lo que nuncaquedó anotado; no pueden cubrir atodos.

—No cuente con eso. ¿Recibió micable acerca de las marcas en elcuerpo?

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—¡Eso es una locura! ¿Pelotones deasesinos que se identifican así mismos?No puedo creerlo.

—Créalo. Pero hay algo que no mepude explicar. Están dispuestos alsuicidio; no aceptan ser capturados. Loque me hace pensar que no son tannumerosos como sus líderes nosquisieran hacer creer. Son algo así comosoldados escogidos, que envían a lasáreas problemáticas y que no debenconfundirse con asesinos a sueldoempleados por segundas o terceraspersonas.

Bray hizo una pausa, tratando derecordar.

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—Sabe lo que está describiendo,¿verdad?

—Demasiado bien —replicó el ruso—. Hassan ibn-al-Sabbah. El Fida’is.

—Cuadros de asesinos… Hasta quela muerte nos separe de nuestrosplaceres. ¿Cómo se moderniza?

—Tengo una teoría que tal vez novalga nada. La discutiremos cuando nosveamos.

—¿Cuándo será eso?—Mañana en la noche, o

probablemente temprano en la mañanasiguiente. Puedo alquilar un piloto y unaeroplano en el distrito Cap Gris. Lo hehecho antes. Hay un aeropuerto privado

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entre Hyth y Ashford. Estaré en Londresa eso de la una, a las dos o las tres amás tardar. Sé dónde está usted; lamuchacha me lo dijo.

—Taleniekov.—¿Sí?—Su nombre es Antonia.—Lo sé.—Déjeme hablar con ella.—Por supuesto. Aquí está.

Encontró el nombre en la guíatelefónica de Londres: R. Symonds,Brdbry. Ln, Chelsea. Memorizó elnúmero y realizó la primera llamada a

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las 7:30, desde una cabina de PiccadillyCircus. La mujer que contestó le dijocortésmente que el señor Symondsestaba en camino a su casa, desde laoficina.

—Debe llegar en cualquiermomento. ¿Le puedo decir quién llamó?

—El nombre no significaría nada. Levolveré a llamar dentro de un rato,gracias.

—El tiene una memoriaextraordinaria. ¿Está seguro de que noquiere dejar su nombre?

—Estoy seguro, muchas gracias.—Viene directamente de la oficina.—Sí, eso entiendo.

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Scofield colgó, preocupado. Salióde la cabina y caminó por Piccadillyhasta la calle St. James; siguió adelantehasta encontrar otra cabina a la entradade Green Park; habían pasado un pocomás de diez minutos. Quería volver aescuchar la voz de la mujer.

—¿Ya regresó su esposo? —preguntó.

—Me acaba de llamar, qué leparece. Desde una taberna llamada «TheBrace and Bit», en Old Church. Estábastante irritado, me parece. Debe habertenido un día espantoso.

Bray colgó el aparato. Sabía elnombre del MI-6 en Londres; era uno

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que recordaría un miembro de lafraternidad. Lo marcó.

—El señor Symonds, por favor.Prioridad.

—En seguida, señor.Roger Symonds no estaba en camino

a su casa, ni en una taberna llamada«The Brace and Bit». ¿Estaría dando unaexcusa a su mujer?

—Symonds al habla —contestó elfamiliar acento inglés.

—Su esposa me acaba de decir queestá en camino a su casa, pero que sedetuvo en «The Brace and Bit». ¿Es esala mejor excusa que se le ocurre?

—Yo dije… ¿qué? ¿Quién habla?

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—Un viejo amigo.—No muy amigo, siento decirle. No

estoy casado. Mis amigos saben eso.Bray hizo una pausa, y luego habló

rápidamente:—Pronto; déme un número ficticio, o

uno combinado. ¡Pronto! Le tomó aSymonds menos de un segundo entenderlo que le decían; dio un número, querepitió una vez, y luego añadió:

—Los sótanos. A cuarenta y cincopisos de altura.

Se oyó colgar el teléfono, y la líneaquedó muerta. Cuarenta y cinco pisos dealtura desde los sótanos significaba quehabía que dividir esa cifra por dos, y

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restar uno. Tenía que llamar al número,exactamente en veintidós minutos,minuto más o menos, ya que durante esetiempo se activarían dispositivos deinterferencia. Salió de la cabina enbusca de otra que estuviera lo más lejosposible dentro del tiempo que lepermitía su rápido andar. Lasintercepciones telefónicas eran,potencialmente, rastreos en dos sentidos;la cabina de Green Park podía estar bajoobservación en cuestión de minutos.

Caminó por la calle Old Bond hastallegar a Oxford, en donde dio vuelta a laderecha y comenzó a correr hacia lacalle Wardour. Allí redujo el paso, giró

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a la derecha otra vez, y se mezcló con lamuchedumbre de Soho.

Habían transcurrido diecinueveminutos y medio.

Encontró una cabina en la esquina dela avenida Shaftsbury. En su interior seencontraba un jovencito, vestido contraje azul eléctrico, gritando en elteléfono. Scofield esperó en la puerta,mirando su reloj.

Veintiún minutos.No podía correr el riesgo. Sacó un

billete de cinco libras y golpeó en elcristal. El jovencito se dio la vuelta; vioel billete y levantó su dedo medio en ungesto que no se podía considerar

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cooperador.Bray abrió la puerta, agarró el

hombro azul eléctrico con firmeza, y enel momento en que el desagradablejovencito comenzó a gritar, lo sacó deun empujón, mientras le propinaba unazancadilla con el pie izquierdo y leechaba el billete de cinco libras encima.Este flotó en el aire; el joven lo agarró ysalió corriendo.

Veintiún minutos, treinta segundos.Scofield respiró profundamente

varias veces, para tratar de retardar laspalpitaciones del pecho. Veintidósminutos. Marcó el número.

—No vayas a tu casa —advirtió

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Bray en el instante en que Symonds sepuso al aparato.

—¡No te quedes en Londres! —fuela respuesta—. Grosvenor Square halanzado un alerta para tí.

—¿Lo sabes? ¿Washington te llamó?Sería improbable. No van a decir ni

una palabra acerca de ti. Tú erespersonal acabado, asunto del que no hayque tratar. Nosotros intentamos haceraveriguaciones hace varias semanas,cuando recibimos por primera vez lanoticia.

—¿La noticia de dónde?—Nuestras fuentes en la Unión

Soviética. En el KGB. Están también

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tras de ti, aunque siempre lo han estado.—¿Qué dijo Washington cuando

indagaste?—Le restaron importancia.

Reclamaban porque no habías informadotu paradero, algo por el estilo. Lesapenaba dar autorización oficial a esatontería. ¿Estás escribiendo algún libro?Eso les preocupa mucho allá…

¿Cómo supiste acerca del alerta? —interrumpió Scofield—. La que hanpuesto sobre mí, ahora.

—¡Oh, bueno! Nos mantenemos, porsupuesto, en contacto. Una serie de genteque Grosvenor mantiene en su nómina,reconocen con toda razón que su primera

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lealtad está con nosotros.Bray hizo una breve pausa, resultado

de su confusión.—Roger, ¿por qué me estás diciendo

todo esto? No puedo creer que se deba alas dos mil libras.

—Esa suma malversada ha estadodepositada en un banco de Chelsea,acumulando intereses para tí desde lamañana en que me salvaste.

—Entonces ¿por qué?Symonds se aclaró la garganta, el

gesto adecuado de un inglés que seenfrenta a la necesidad de mostrar ciertaemoción.

—No tengo la menor idea de cuál es

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tu pleito con tu gente, y no estoy segurode que quiera saberlo. Pero me dejóatónito enterarme que nuestra principalfuente en Washington confirmó que elDepartamento de Estado está de acuerdocon la versión rusa. Como dije, no essólo absurdo, sino que lo encuentrofrancamente ofensivo.

—¿Una estratagema?—Que te uniste con la Serpiente.—¿«La Serpiente»?—Es como llamamos a Vasili

Taleniekov, un nombre que estoy segurorecordarás. Repito, no sé cuál sea tuproblema, pero reconozco una mentiracuando me la dicen. Una macabra

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mentira en este caso. —Symonds seaclaró de nuevo la garganta—. Algunosde nosotros recordamos lo que ocurrióen Berlín Oriental. Y yo estaba aquícuando regresaste de Praga. ¿Cómo seatreven… después de lo que tú hashecho? ¡Los muy desgraciados!

Scofield aspiró profundamente.—Roger, no vayas a casa.—Sí, ya dijiste eso antes. —

Symonds se sentía aliviado de quevolvieran a temas prácticos, y lo revelóen la voz—; Me informaste que habíaalguien allí, que pretendía ser miesposa.

—Probablemente no adentro, pero

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cerca, con un buen panorama. Hanintervenido tu teléfono, y el equipo esbueno. No hay ecos, ni estática.

—¿Mi teléfono? ¿Me están vigilandoa mí? ¿En Londres?

—Te están observando; pero andandetrás de mí. Sabían que éramos amigosy pensaron que yo trataría de ponermeen contacto contigo.

—¡Maldito descaro! ¡Esa embajadava a recibir una descarga eléctrica queva a chamuscar las plumas de oro de esaridícula águila! ¡Han ido demasiadolejos!

—No son los norteamericanos.—¿No son los…? Bray, ¿de qué

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diablos estás hablando?—Ese es el asunto. Tenemos que

hablar; pero tendrá que ser una ruta muycomplicada. Hay dos redes buscándome,y una de ellas te tiene bajo su lupa. Sonbuenos.

—Ya veremos eso —vociferóSymonds, bruscamente molesto,sintiéndose desafiado y curioso—. Sinduda, varios vehículos, uno o dosseñuelos, y una buena mentira oficialpodrían solucionar la cosa. ¿Dóndeestás?

—Soho. Wardour y Shaftsbury.—Bien. Dirígete a Tottenham Court.

En unos veinte minutos, un «Mini» gris,

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con la matrícula trasera sesgada, llegarádesde Oxford y su motor se ahogará enla curva. El conductor es negro, un tipode las Indias Occidentales; él será tucontacto. Súbete al coche; el motor secompondrá en un santiamén.

—Gracias, Roger.No tienes por qué. Pero no esperes

que yo tenga las dos mil libras. Comosabes, los bancos están cerrados.

Scofield entró en el «Mini» y sesentó junto al conductor negro, que lomiró de cerca, cortésmente, con la manoderecha oculta. Obviamente le habían

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dado una fotografía para que laestudiara. Bray se quitó el sombreroirlandés.

—Gracias —dijo el conductor; sumano se movió rápidamente al bolsillode su chamarra, y luego al volante. Elmotor prendió al instante y a todavelocidad salieron de Tottenham Court.

—Mi nombre es Israel. Y usted esBrandon Scofield. Mucho gusto enconocerlo.

—¿Israel?—Así es, «señó» —replicó el

conductor sonriendo, con unpronunciado acento de las IndiasOccidentales en su voz—. No creo que

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mis padres, al ponerme ese nombre,tuvieran en mente la integración de lasminorías, pero eran ávidos lectores dela Biblia. Israel Isles.

—Es un buen nombre.—Mi esposa cree que perdieron una

gran oportunidad. Me dice que si mehubieran puesto Ishmael, en lugar deIsrael, todas mis presentacioneshubieran sido memorables. LlámemeIshmael.

—Se acerca bastante —rió Bray.—Esta broma cubre un leve

nerviosismo por mi parte, deboconfesarlo.

—¿Por qué?

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—Hemos estudiado una serie de suslogros, en nuestro entrenamiento, nohace mucho de eso. Estoy conduciendo aun hombre que todos quisiéramosemular.

La sonrisa se desvaneció del rostrode Scofield.

—Eso es muy lisonjero. Estoyseguro de que lo logrará si así lo desea.Y cuando llegue a mi edad, espero quepiense que ha merecido lo pena.

Viajaron fuera de Londres, hacia elsur, en la carretera rumbo a Heathrow,saliendo de ella en Redhill paradirigirse al oeste por pleno campo.Israel Isles era lo bastante perceptivo

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para entender que llevaba en suautomóvil a un norteamericano muypreocupado o muy cansado. Brayagradeció su silencio; tenía que tomaruna difícil decisión. Los riesgos eranenormes, pese a lo que decidiera.

Y no obstante, parte de esa decisiónse la habían ya impuesto, lo cualsignificaba que tenía que decirle aSymonds que Washington no era elproblema inmediato. No podía permitirque Roger desahogara su iraequivocadamente en la embajadaestadounidense; no fue la embajada laque intervino su teléfono, sino elMatarese.

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Sin embargo, si le decía toda laverdad involucraría a Symonds, el cualno permanecería callado. Iría a otros, yéstos a sus superiores. No era elmomento de hablar de una conspiracióntan gigantesca y contradictoria, que seríacatalogada como producto de laimaginación de dos acabados oficialesde inteligencia, ambos buscados portraición en sus respectivos países. Elmomento llegaría, pero ésta no era laocasión. Porque en realidad ellos noposeían la más mínima evidenciaconcreta. Todo lo que sabían podíanegarse fácilmente, achacarse a lasdivagaciones paranoicas de lunáticos y

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traidores. En la superficie, la lógica erael mayor enemigo de los dos. ¿Por quéiban a financiar el caos los líderes degigantescas corporaciones yconglomerados que dependían de laestabilidad?

Caos: materia sin forma, cuerposque chocan en el espacio…

—En cinco minutos llegaremos anuestro primer punto de destino —informó Israel Isles.

—¿Primer punto de destino?—Sí, nuestro viaje se hará en dos

etapas. Aquí adelante cambiaremosvehículos; éste volverá a Londres con unconductor negro y un pasajero blanco, y

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nosotros seguiremos en otro automóvilmuy diferente. La siguiente etapa será demenos de un cuarto de hora. El señorSymonds tal vez llegue un poco tarde.Tuvo que cambiar cuatro veces devehículo, en garajes de la ciudad.

—Ya veo —comentó Scofield,aliviado. El antillano acababa deproporcionar a Bray la solución. Asícomo el encuentro con Symonds era enetapas, también lo sería su explicación aSymonds. Le daría parte de la verdad,pero nada que pudiera implicar alSecretario de Asuntos Exteriores, DavidWaverly. Sin embargo, Waverly debíarecibir información de la manera más

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confidencial; las decisiones en materiade política exterior podían quedarafectadas ante la noticia de vastastransferencias de capital, manipuladasen secreto. Esta era la información queScofield había encontrado y estabarastreando: vastas transferencias decapital. Y aunque todas las maniobraseconómicas clandestinas estaban sujetasal escrutinio de los servicios deInteligencia, éstas iban más allá del MI-5 y 6, así como sobrepasaban losintereses del FBI y la CIA.

En Washington había gente quequería impedir que él revelara lo quesabía, aunque no pudiera probarlo. La

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manera más segura de lograrlo eradesacreditarlo o matarlo, si fueranecesario. Symonds comprendería esto.Los hombres mataban fácilmente pordinero: nadie sabía eso mejor que losagentes de inteligencia. A menudo, estoconstituía la espina dorsal de sus…realizaciones.

Isles disminuyó la velocidad del«Mini» y se detuve a un lado delcamino. Luego, dio una vuelta en U,quedando el auto en la dirección en quehabían venido.

En menos de treinta segundos, otroautomóvil, de mayor tamaño, seaproximó; los encontraron en cierto

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momento del viaje y los siguieron adiscreta distancia. Bray sabía lo que seesperaba de él: se apeó del auto, asícomo el antillano. El Bentley se detuvo.Un conductor blanco abrió la portezuelatrasera para dejar salir a un hombrenegro. Nadie habló mientras se realizabael cambio, y los coches partieron, ambosconducidos por los negros.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —inquirió Israel Isles, con cierto titubeo.

—Desde luego.—He pasado por todo el

entrenamiento, pero nunca he tenido quematar a un hombre. Eso me preocupa aveces. ¿Qué se siente?

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Scofield miró por la ventanilla lassombras que pasaban velozmente. Escomo entrar por una puerta a un lugaren donde nunca se ha estado. Esperoque jamás tenga que ir allí, porque estálleno de millares de ojos: algunoscoléricos, muchos asustados, lamayoría suplicantes… y todospreguntándose; ¿por qué yo ahora?

—No hay mucho de eso —contestóBray—. Nunca se quita una vida, amenos que sea absolutamente necesario,sabiendo que si uno tiene que hacerloestá salvando muchas otras vidas. Esa esla justificación, la única que debeexistir. Uno se lo quita de la mente, lo

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guarda tras una puerta en alguna parte dela cabeza.

—Sí. Creo que entiendo. Lajustificación está en la necesidad. Unodebe aceptar esa, ¿no es así?

—Así es. La necesidad.Hasta que te haces viejo y la puerta

se abre con más y más frecuencia.Finalmente, no se cierro nunca y unose queda mirando hacia adentro.

Entraron a la desierta zona deestacionamiento de un área de picnic, enla campiña de Guildford. Más allá de lacerca de alambre había columpios,

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resbaladillas y balancines, todosperfilados contra la clara noche de luna.En pocas semanas volvería la primaveray el parque se llenaría de gritos y risasinfantiles; ahora recogía el eco demotores, poderosos y el callado sonidode las conversaciones.

Un automóvil los esperaba, peroRoger Symonds no estaba en él: se leesperaba en cualquier momento, Doshombres llegaron antes para asegurarsede que no hubiera nadie más en el áreade picnic, de que no se hubiesencolocado interceptores en teléfonosconsiderados estériles.

—Hola, Brandon —saludó un

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hombre bajo, rollizo, con un gruesoabrigo, mientras extendía la mano.

—Hola, ¿cómo estás? —Scofield norecordaba el nombre del agente, pero síel rostro y el cabello rojo; era uno delos mejores hombres del MI-6,Operaciones Consulares lo llamó, conpermiso de los británicos, cuando la redde espionaje Moscú-París-Cubaoperaba dentro de la Cámara deDiputados. Bray quedó impresionado deverle ahora. Symonds estaba utilizandoun equipo de primera.

—Han pasado ocho o diez años,¿no?

—Por lo menos ¿Cómo has estado?

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—Todavía aquí. Me jubilare dentrode poco. Espero gozar el retiro.

—Espere que lo goces.El inglés titubeo; luego, habló con

cierta turbación.—Nunca te vi después de aquel

terrible suceso en Berlín Oriental. No esque fuéramos amigos muy íntimos, perosabes lo que quiero decir. Condolenciasretrasadas, amigo. Una cosa espantosa.Animales hijos de puta, diría yo.

—Gracias. Fue hace mucho tiempo.—Nunca demasiado. Ha sido mi

fuente en Moscú lo que nos trajo eseasqueroso rumor acerca de ti y laSerpiente. ¡Beowulf y la Serpiente! Dios

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mío. ¿Cómo pudieron esos cretinos deWashington tragarse semejante basura?

—Es algo complicado.Vio primero los faros; luego, oyó el

motor. Un taxi londinense penetró en elárea de picnic. Sin embargo, elconductor no era ningún taxista de lacapital; era Roger Symonds.

El oficial del MI-6 saltó delvehículo y por un segundo o dosparpadeó y estiró los músculos, como siquisiera orientarse. Bray lo observó ypudo notar que Roger no habíacambiado desde los años en que seconocieron. El inglés tenía tendencia asobrepasarse ligeramente de peso, y sus

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cabellos castaños eran aún indomables.Había en el viejo agente cierto aire dedesorientación, que enmascaraba unamente analítica de primer orden. No eraun hombre a quien se pudiera engañarfácilmente, con parte o nada de laverdad.

—Bray, ¿cómo estás? —sonrióSymonds ofreciéndole la mano—. Portodos los santos, no contestes, yallegaremos a eso. Déjame decirte, estosautomóviles no son tan fáciles deconducir, Me siento como si acabara dejugar uno de los peores encuentros derugby en Liverpool. Seré mucho másgeneroso con los taxistas, de ahora en

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adelante —Roger miró a su alrededor,saludando con la cabeza a sus hombres,y luego descubrió la apertura en la vallaque conducía al parque infantil. Vamos adar un paseo. Si te portas bien, puedeque te de un empujón o dos en uno de loscolumpios.

El inglés escuchó en silencio,apoyado contra el poste de hierro,mientras Bray, sentado en uno de loscolumpios le contaba la historia de lasvastas transferencias de fondos. CuandoScofield acabo. Symonds se apartó delposte, avanzó unos pasos hasta quedar

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detrás de Bray y le dio un empujón en laespalda.

—Aquí tienes el empujón que teprometí, aunque no lo mereces, te hasportado bien.

—¿Por qué no?—No me estás diciendo lo que

deberías, y tus técnicas sondesconcertantes.

—Ya veo. No entiendes por qué teestoy pidiendo que no utilices minombre con Waverly. —No, eso estáperfectamente bien. Él tiene que tratardiario con Washington. Reconozco queun encuentro extraoficial, con un oficialde inteligencia norteamericano retirado,

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no es algo que le gustaría que contara enlos registros de la Oficina de AsuntosExteriores. Quiero decir que no haydeserciones entre nosotros, como túsabes. Yo asumiré la responsabilidad, sihay que asumirla.

—Entonces, ¿qué es lo que teperturba?

—La gente que anda tras de ti. NoGrosvenor, desde luego, sino los otros.Tú no has sido sincero; dijiste que eranbuenos, pero no me explicaste qué tanbuenos. O el alcance de sus recursos.

—¿Qué quieres decir?—Sacamos tu expediente y elegimos

tres nombres que tú conocías; los

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llamamos a cada uno y les dijimos queel hombre al aparato era unintermediario tuyo, dando a cada unoinstrucciones para que fueran a un lugardeterminado. Los tres mensajes fueroninterceptados; a todos los que llamamosse les siguió.

—¿Por qué te sorprende eso? Yo telo había dicho.

—Lo que me sorprende es que unode esos nombres era sólo conocido pornosotros. No por el MI-5, ni por elServicio Secreto, ni siquiera por elAlmirantazgo. Sólo por nosotros.

—¿Quién era?—Grimes.

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—No lo conozco.—Lo viste sólo una vez, en Praga.

Bajo el nombre de Brazuk.—Del KGB —exclamó Bray,

asombrado—. El desertó en el 72. Yo loentregué a ustedes. El no quería tenernada que ver con nosotros y no teníacaso desperdiciarlo.

—Pero sólo tú sabías eso. No ledijiste nada a tu gente y, francamente,nosotros en el Seis nos adjudicamoscrédito por la adquisición.

—Entonces, tienen un informante.—Completamente imposible. Al

menos con respecto a las actualescircunstancias, tal como tú me las has

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descrito.—¿Por qué?—Dices que encontraste este acto

global de malabarismo financiero hacepoco tiempo. Seamos generosos ydigamos que fue hace varios meses,¿estás de acuerdo?

—Sí.—Y desde entonces, los que buscan

tu silencio han estado activos en contratuya, ¿correcto? —Bray asintió. Elhombre del MI6 se inclinó haciaadelante, su mano en la cadena sobre lacabeza de Bray—. Desde el día en quetomé mi actual oficina, hace dos años ymedio, el archivo de Beowulf Agate ha

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estado en mi caja de caudales, privada.Sólo puede sacarse con dos firmas, unade las cuales debe ser la mía. Nunca seha sacado, y es el único archivo enInglaterra que establece una conexiónentre la deserción Grimes-Brazuk y tú.

—¿Qué estás tratando de decir?—Sólo hay otro lugar donde podría

hallarse esa información.—Dilo claro.—Moscú —aseveró Symonds,

suavemente.Bray negó con la cabeza.—Eso presupone que Moscú conoce

la identidad de Grimes.—Enteramente posible. Como unas

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cuantas que tú adquiriste, Brazuk fue unfracaso. En realidad no lo queremos,pero tampoco lo podemos devolver. Esun alcohólico crónico, lo ha sido duranteaños. Su trabajo en el KGB era deadorno, una deuda pagada a un soldadoque hizo méritos en el pasado.Sospechamos que reveló su coberturahace bastante tiempo. ¿Quiénes son esaspersonas que andan tras de ti?

—Me parece que no te hice ningúnfavor al pasarte a Brazuk —se quejóScofield, evitando los ojos del hombredel MI-6.

—Tú no sabías eso, ni nosotrostampoco. ¿Quién es esa gente, Bray?

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—Hombres que tienen contactos enMoscú, obviamente. Igual que nosotros.

—Entonces tengo que hacerte unapregunta. Una que hubiera sidoinconcebible hace unas horas. ¿Es ciertolo que piensa Washington? ¿Estástrabajando con la Serpiente?

Scofield alzó la vista hacia el inglés.—Sí.Con toda calma, Symonds soltó la

cadena y se levantó.—Creo que podría matarte por eso.

Por todos los cielos, ¿por qué?—Si la cuestión es que me mates o

que yo te lo diga, no tengo alternativa,¿no es así?

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—Hay una intermedia. Yo te puedollevar a Grosvenor Square.

—No lo hagas, Roger. Y no mepidas que te diga nada ahora. Despuéssí, pero no ahora.

—¿Por qué debo acceder?—Porque me conoces. No se me

ocurre otra razón.Symonds se dio la vuelta. Ninguno

de los dos habló durante variosinstantes. Finalmente, el inglés volvió amirar a Bray.

—Una frase tan sencilla. «Porqueme conoces». ¿Te conozco?

—No me hubiera puesto en contactocontigo si no creyera que me conocías.

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Yo no le pido a extraños que arriesguensus vidas por mí. Hablaba en serioantes. No vayas a casa. Estás marcado…igual que yo. Si te ocultas estarás asalvo. Si descubren que te entrevistasteconmigo, eres hombre muerto.

—En estos momentos estoy en unajunta de emergencia en el Almirantazgo.Se hicieron llamadas telefónicas a mioficina y a mi apartamento, exigiendo mipresencia.

—Muy bien. No esperaba menos deti.

—¡Maldita sea, Scofield! Siempretuviste esta habilidad. ¡Tiras de unhombre hasta que no puede resistirlo! Sí,

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te conozco, y haré lo que me pides, almenos por un tiempo. No por lomelodramático que te pones; eso no meimpresiona. Pero hay otra cosa que síme conturba. Te dije que podría matartepor trabajar con Taleniekov. Y creo quesí podría, pero sospecho que tú te matasa ti mismo un poco cada vez que tienesque mirarlo. Esa es razón suficiente paramí.

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29Bray bajó los escalones de la casa dehuéspedes y salió a la calle iluminadapor el sol matinal, mezclándose con lamuchedumbre que iba de compras enKnightsbridge. Era una sección deLondres, ideal para pasar inadvertido;desde las nueve de la mañana enadelante, las calles estabancongestionadas de tráfico. Se detuvo enun puesto de periódicos, puso suportafolio en la mano izquierda y tomóThe Times; fue a un pequeño restaurantey eligió un lugar que le proporcionabauna clara vista de la entrada, y

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satisfecho de que el teléfono público enla pared le quedara a pocos metros dedistancia. Eran las diez menos cuarto;tenía que llamar a Rogar Symondsprecisamente a las 10:15, al número queno podía ser intervenido.

Ordenó el desayuno a una lacónicacamarera y desplegó el periódico.Encontró lo que buscaba en una solacolumna, en la sección superiorizquierda de la primera plana.

HEREDERA DE VERACHTENMUERTA

Essen. Odile Verachten, hija

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de Walther y nieta de AnselVerachten, fundador de lasIndustrias Verachten, la pasadanoche fue hallada muerta en supenthouse de Werden Strasse,víctima aparente de un ataquecardíaco. Durante casi unadécada, Fräulein Verachtenasumió las riendasadministrativas de las diversascompañías bajo la dirección desu padre, que había dejado departicipar activamente en losúltimos años. Ambos padresestaban recluidos en suhacienda de Stadtwald, y no

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quisieron hacer ningúncomentario. Un entierrofamiliar privado tendrá lugaren las tierras residenciales. Deun momento a otro se esperauna declaración de IndustriasVerachten, pero no de WaltherVerachten, quien parece estargravemente enfermo.

Odile Verachten era unadorno dramáticamenteatractivo en las mesasdirectivas de esta ciudad deejecutivos fríos y eficaces. Eratemperamental, y cuando jovendaba muestras de

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exhibicionismo, a menudo endesacuerdo con elcomportamiento de losdirigentes del ámbito de losnegocios en Essen. Pero nadiedudaba de su habilidad paradirigir las vastas IndustriasVerachten…

Los ojos de Scofield pasaronrápidamente por alto las alabanzasbiográficas, que eran la forma en que elredactor de obituarios describía a unaramera mimada y terca que sin dudafornicaba con la frecuencia, aunque talvez no con la delicadeza, de una

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prostituta de Soho.Abajo de éste había otro artículo

relacionado con el hecho. Bray empezóa leerlo y comprendió al instante,instintivamente, que se estaba revelandootro fragmento de la elusiva verdad.

LA MUERTE DE VERACHTENAFECTA A TRANSCOMM

Nueva York. En una acciónque tomó a Wall Street porsorpresa, se supo hoy que unequipo de asesoresadministrativos de «Trans-Communications, Incorporated»

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estaba volando a Essen,Alemania, para conferenciarcon ejecutivos de IndustriasVerachten. La prematuramuerte de fraulein OdileVerachten, de 47 años, y lareclusión de su padre, Walther,de 76, ha dejado a lascompañías de IndustriasVerachten sin una voz deautoridad en la cumbre. Lo queasombró a fuentessupuestamente bien informadasaquí, fue la extensión de laparticipación de Trans-Commen Verachten. En los laberintos

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legales de Essen, lasinversiones norteamericanasquedan con frecuencia a salvodel escrutinio, pero rara vezestas inversiones exceden elveinte por ciento. Haypersistentes rumores de que laparticipación de Trans-Commsobrepasa el cincuenta porciento, aunque las oficinascentrales del conglomerado enBoston han emitido uncomunicado negando losrumores y calificando talescifras de ridículas…

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Las palabras saltaron de la página alos ojos de Scofield. Las oficinascentrales en Boston…

¿Se estaban revelando dosfragmentos de esa elusiva verdad?Joshua Appleton IV era el senador porMassachusetts, y la familia Appleton erala más poderosa entidad política en elEstado. Eran como los episcopalesKennedy, tal vez menos famosos, perocon tanta o mayor influencia en la escenanacional. Lo cual era intrínseco para elpanorama financiero internacional.

¿Incluiría una retrospectiva de losAppleton, ciertas conexiones, cubiertaso no, con Trans-Communications? Era

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algo que habría que averiguar.El teléfono de la pared tras él, sonó;

consultó su reloj. Eran las diez y ochominutos; en otros siete llamaría aSymonds al cuartel general del MI-6.Miró hacia el teléfono, molesto al ver ala camarera lanzar un quejido y empezara formar una exclamación con suslabios. Esperaba que su conversación nodurara mucho.

—¿Mister Hagate? ¿Hay aquí unseñor B. Hagate? —preguntó a gritos,airada.

Bray se quedó inmóvil. ¿B. Hagate?Agate, B.Beowulf Agote.

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¿Le estaba haciendo Symonds algunajugarreta de locos? ¿Habría decidido elinglés demostrar la superior calidad delas técnicas de rastreo de los serviciosde inteligencia británicos? ¿Estaba elmuy insensato tan pagado de sí mismoque no podía dej ar que las cosastomaran su curso natural?

¡Cielos, qué idiotez!Scofield se levantó tratando de no

llamar la atención, sosteniendo suportafolio; se dirigió al teléfono y habló.

—¿Qué pasa?—Buenos días, Beowulf Agate —

dijo una voz masculina, con vocales tanllenas y consonantes tan agudas que

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podrían haberse formado en Oxford—.Confiamos en que haya descansadodespués de su penosa jornada desdeRoma.

—¿Quién habla?—Mi nombre es irrelevante; no me

conoce. Solamente queremos que ustedentienda. Lo hemos encontrado; siempreseremos capaces de encontrarlo. Pero estan tedioso… Sentimos que sería muchomejor para todos si nos sentáramos ydiscutiéramos nuestras diferencias. Talvez usted descubra que no son tangrandes, después de todo.

—No me siento cómodo con genteque ha tratado de matarme.

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—Debo corregirle. Algunos hantratado de matarle. Otros han tratado desalvarle.

—¿Para qué? ¿Para una sesión deterapia química? ¿Para averiguar lo quehe descubierto, lo que he hecho?

—Lo que ha descubierto esinsignificante, y no puede hacer nada alrespecto. Si su propia gente se apoderade usted, sabe lo que le espera. Nohabrá juicio, al audiencia pública: ustedes demasiado peligroso para muchagente. Ha colaborado con el enemigo,mató a un joven colega, oficial deinteligencia, en el parque Rock Creek, yhuyó de su país. Usted es un traidor; será

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ejecutado en el primer momentooportuno. ¿Puede dudarlo después de loque ocurrió en la avenida Nebraska?Podemos ejecutarlo en el instante en quesalga de ese restaurante. O antes de quesalga.

Bray miró a su alrededor, estudiandolos rostros de la gente allí sentada, enbusca del inevitable par de ojos, lamirada tras un periódico desplegado osobre una taza de café. Habían varioscandidatos; pero no podía estar seguro.Y sin duda alguna, habrían tambiénasesinos ocultos entre la muchedumbrede afuera. Estaba preparado; su relojindicaba las diez y once minutos. Otros

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cuatro y podía llamar a Symonds por lalínea no intervenida. Pero estabatratando con profesionales. Si colgara yvolviera a marcar, ¿no habría un hombreen una de esas mesas, alzandoinocentemente un tenedor o sorbiendouna taza, que sacara un arma losuficientemente poderosa paraestrellarlo contra la pared? ¿O los queestaban afuera eran meros asesinos asueldo, incapaces de realizar lossacrificios que el Matarese exigía de suélite? Tenía que ganar tiempo y correr elriesgo, observando las mesas mientraslo hacía, preparándose para ese instantecuando el escape llegara súbitamente

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con el posible e infortunado sacrificiode gente inocente.

—Si desea un encuentro, yo quierouna garantía de que podré salir de aquí.

—La tiene.—Su palabra no es suficiente.

Identifique a uno de sus hombres aquí.—Pongámoslo de este modo,

Beowulf. Lo podemos mantener ahí,llamar a la embajada norteamericana, yantes de que pueda contar hasta tres lotendrán acorralado. Aunque lograraatravesar su cerco, nosotros loesperaríamos en otro círculo másamplio.

Su reloj indicaba las diez y doce.

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Tres minutos.—Entonces, obviamente no tiene

muchos deseos de hablar conmigo —observó Scofield mientras escuchaba entotal concentración. Estaba casi segurode que el hombre en la línea era unmensajero; alguien más arriba queríaque se capturara a Beowulf Agate, noque se le matara.

—Dije que nos parece que seríamejor para todos…

—¡Déme un rostro! —interrumpióBray. La voz era la de un mensajero—.De lo contrario, llame a la malditaembajada. Correré el riesgo. Ahora.

—Está bien —fue la respuesta,

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dicha con rapidez—. Hay un hombre demejillas hundidas, que lleva un abrigogris…

—Lo veo —Bray lo localizó unascinco mesas más allá.

—Salga del restaurante; él selevantará y lo seguirá. El es su garantía.

Las diez y trece. Dos minutos.—¿Qué garantía tiene? ¿Cómo sé

que no lo matarán lo mismo que a mí?—¡Oh, vamos. Scofield!…—Me alegra oír que tiene otro

nombre para mí. ¿Cuál es el suyo?—Ya le dije que es irrelevante.—Nada es irrelevante —denegó

Bray, haciendo una pausa—. Quiero

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saber su nombre.—Smith. Acéptelo.Diez catorce. Un minuto. Era el

momento de empezar.—Tendré que pensarlo, y también

quiero acabar mi desayuno.Colgó abruptamente y se pasó el

portafolio a la mano derecha; luego, sedirigió al hombre de las mejillashundidas, cinco mesas más allá.

El hombre se quedó tieso cuando vioque Scofield se acercaba; metió la manoen el bolsillo del abrigo.

—El alerta está suspendido —anunció Scofield, tocando la manooculta bajo la tela del abrigo—. Me

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pidieron que le dijera eso; usted medebe sacar de aquí. Pero primero debohacer una llamada telefónica. Me dio elnúmero; espero recordarlo.

El asesino de las mejillas hundidasse quedó inmóvil, mudo, Scofield volvióal teléfono en la pared.

Diez catorce con cincuenta y unsegundos. Faltaban nueve segundos.

Frunció el ceño como si tratara derecordar un número, levantó la bocina ymarcó. Tres segundos después de las10:15 escuchó el eco que sigue a lainterrupción del timbre; los dispositivoselectrónicos estaban prendidos. Metió lamoneda en la ranura.

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—Tenemos que hablar rápido —leadvirtió a Roger Symonds—. Me hanencontrado. Tengo un problema.

—¿Dónde estás? Te ayudaremos.Scofield se lo dijo.—Manda nada más dos sirenas; la

policía regular. Diles que es posible quesean terroristas irlandeses, que haysospechosos adentro. Eso es todo lo quenecesitaré.

—Lo estoy anotando. Van encamino.

—¿Qué hay de Waverly?—Mañana en la noche. En su casa en

Belgravia. Yo debo escoltarte, porsupuesto.

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—¿No antes?—¿Antes? Por todos los cielos,

hombre, la única razón de que sea tanpronto es que logré obtener unmemorándum del Almirantazgo. De esamisma supuesta conferencia en la queestuve anoche. —Bray estaba a punto deinterrumpir, pero Symonds prosiguióhablando rápidamente—: A propósito,tenías razón. Hubo una indagación paraver si yo me encontraba allí.

—¿Estabas cubierto?—Se le dijo al que llamó, que la

conferencia no podía interrumpirse, queme daría el mensaje cuando concluyera.

—¿Regresaste la llamada?

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—Sí. Desde los sótanos delAlmirantazgo, una hora y diez minutosdespués de que te dejé. Desperté a unpobre diablo en Kensington. Unaintercepción, por supuesto.

—Entonces, si regresaste te vieronsalir del edificio del Almirantazgo.

—Por la entrada principal, bieniluminada.

—Muy bien. No mencionaste minombre a Waverly, ¿verdad?

—Mencioné un nombre, no el tuyo.A menos que tu entrevista seaextremadamente fructífera, creo que mellevará una buena reprimenda por ello.

A Bray se le ocurrió un hecho obvio.

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La estrategia de Roger Symonds tuvoéxito. El Matarese lo tenía atrapadodentro del restaurante de Knightsbridge,y sin embargo, Waverly le concedía unaentrevista confidencial dentro de treintay seis horas. Por tanto, no se habíaestablecido ninguna conexión entre laentrevista en Belgravia y BeowulfAgate.

—Roger, ¿a qué hora mañana en lanoche?

—Después de las ocho. Antes debode confirmarlo por teléfono.

Te recogeré alrededor de las siete.¿Tienes idea de dónde estarás? Scofieldevitó la pregunta.

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—Te llamaré a ese número a lascuatro y media. ¿Esa hora esconveniente para ti?

Creo que sí. Si no estuviera aquí,deja una dirección a dos calles al nortede donde vayas a estar. Te encontraré.

—¿Traerás las fotografías de todoslos que siguieron a tus señuelos ayer?

—Deberán estar en mi escritorio almediodía.

—Muy bien. Y una última cosa.Piensa en una razón muy buena, muyoficial, por la cual no pudieras llevarmea Belgravia Square mañana por lanoche.

—¿Qué?

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—Eso es lo que le dirás a Waverlycuando le llames poco antes de nuestraentrevista. Dile que es una decisión deinteligencia; que lo recogeráspersonalmente para llevarlo de nuevo aMI-6.

—¿MI-6?—Pero no lo llevarás allí; lo traerás

al Hotel Connaught. Te daré el númerode la habitación a las cuatro y media. Sino estás, dejaré un recado. Substraeveintidós del número que te dé.

—Mira, Brandon, ¡estás pidiendodemasiado!

—Tú no puedes saberlo. Quizá te loesté pidiendo para salvar su vida y la

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tuya. —En la distancia, de algún lugarde afuera, Bray pudo escuchar elpenetrante sonido de dos notas de unasirena londinense; instantes después sele unía una segunda sirena—. Tu ayudaha llegado. Gracias.

Colgó y regresó a la mesa dondeestaba el asesino de mejillas hundidas.

—¿Con quién estaba hablando? —preguntó el hombre; su acento eranorteamericano. Las sirenas se ibanacercando, y no le pasaban inadvertidas.

—No me dio su nombre —replicóBray—. Pero sí me dio instrucciones.Tenemos que salir de aquí a toda prisa.

—¿Por qué?

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—Algo ha ocurrido. La policíadescubrió un rifle en uno de losautomóviles de usted; lo tiene bajocustodia. Ha habido mucha actividad dela I.R.A. (Ejército RepublicanoIrlandés) en las tiendas de estosalrededores. ¡Vayámonos!

El hombre se levantó de la silla ehizo una seña con la cabeza a suderecha. Del otro lado del atestadorestaurante, Scofield vio levantarse auna mujer de rostro severo, de medianaedad, la cual reconoció la orden alecharse al hombro la correa de un bolsogrande y dirigirse a la puerta delrestaurante.

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Bray llegó a la caja, midiendo susmovimientos, tanteando su dinero y lanota, observando la escena tras laventana de cristal. Dos autos de lapolicía convergieron, con gran rechinarde neumáticos al unísono, hastadetenerse junto a la acera. Una multitudde curiosos peatones se apiñó, y luegose dispersó; el miedo reemplazaba a lacuriosidad al ver a cuatro policíaslondinenses, con casco, saltar de losvehículos y dirigirse al restaurante.

Bray juzgó la distancia; luego, semovió con rapidez. Llegó hasta la puertade cristal y la abrió de un tirón pocossegundos antes de que la policía la

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bloqueara. El hombre de las mejillashundidas y la mujer de mediana edadestaban detrás de él, y en el últimomomento se echaron a un lado paraevitar toparse con la policía.

Scofield se dio la vueltarepentinamente y se lanzó a la derecha,con su portafolio bajo el brazo, sujetó asus supuestos escoltas por los hombros ylos hizo agacharse.

—¡Estos son! —gritó—.¡Regístrenlos en busca de armas! ¡Les oídecir que iban a poner una bomba enScotch House!

Los policías cayeron sobre los dosesbirros del Matarese, con amenazantes

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armas, manos y porras. Bray se tiró derodillas, soltando a los dos, y giró a laizquierda para apartarse del lugar. Sepuso de pie y corrió entre lamuchedumbre hasta salir de la calle,abriéndose paso entre el tráfico.Mantuvo la frenética carrera por trescalles, deteniéndose brevemente bajotoldos y entradas de tiendas, para ver sialguien lo seguía. Nadie lo hizo, y dosminutos más tarde disminuyó el paso yentró por los enormes portales,bordeados de bronce, de Harrods.

Una vez dentro aceleró el paso lomás rápido que pudo, sin llamarlaatención, y buscó un teléfono. Tenía que

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comunicarse con Taleniekov alapartamento de la rue de Bac, antes deque el ruso saliera para Cap Gris. Teníaque hacerlo, pues una vez Taleniekovllegara a Inglaterra se dirigiría aLondres y a la modesta casa dehuéspedes en Knightsbridge. Si elhombre del KGB hacía eso, seríaatrapado por el Matarese.

—Pasando la sección de farmacia,hacia la entrada sur —le informó unimperturbable dependiente—, hay unahilera de teléfonos en la pared.

El tráfico telefónico del final de lamañana era ligero; la llamada pasó sintardanza.

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—Iba a salir en unos cuantosminutos —contestó Taleniekov con vozextrañamente vacilante.

—Gracias a Dios que no lo hizo.¿Qué sucede?

—Nada. ¿Por qué?—Suena algo raro. ¿Dónde está

Antonia? ¿Por qué no contestó ella elteléfono?

—Salió a la tienda de comestibles.Estará de regreso en seguida. Si me oyealgo raro es porque no me gustacontestar este teléfono. —La voz delruso era ya normal, su explicaciónlógica—. ¿Qué le pasa a usted? ¿Por quéesta llamada imprevista?

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—Se lo diré cuando llegue aquí,pero olvídese de Knightsbridge.

—¿Dónde estará?Scofield iba a mencionar el Hotel

Connaught, cuando Taleniekov leinterrumpió:

—Pensándolo mejor, cuando lleguea Londres telefonearé a Tower Central.Usted se acuerda del lugar, ¿no?

—¿Tower Central? Bray no habíaoído el nombre en muchos años, pero lorecordaba. Era el nombre en clave de unpunto de contacto del KGB en elmalecón Victoria, abandonado cuandolas Operaciones Consulares lodescubrió en los años sesenta. Este

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punto consistía, en realidad, en losbarcos de turistas que viajaban a lolargo del Támesis.

—Lo recuerdo —confirmó Scofield,perplejo—. Allí estaré.

—Entonces, me voy…—Espere —interrumpió Bray—.

Dígale a Antonia que llamaré un pocomás tarde.

Hubo un breve silencio antes de queTaleniekov replicara:

—En realidad, dijo que tal vez iríaal Louvre, ya que está tan cerca. Yopuedo estar en el distrito de Cap Gris enuna hora más o menos. No hay nada,repito, nada de qué preocuparse.

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Se oyó un click y la línea a Parísquedó en silencio. El ruso habíacolgado.

No hay nada, repito, nada de quépreocuparse. Las palabras resonabancomo la explosión de un trueno cercano;sus ojos quedaron cegados por rayosque llevaban el mensaje a su cerebro. Síhabía algo de qué preocuparse y serefería a Antonia Gravet.

En realidad, dijo que tal vez iría alLouvre… Yo puedo estar en el distritode Clip Gris en una hora más omenos… Nada de qué preocuparse.

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Tres frases desconectadas,precedidas de una interrupción queimpedía la revelación del punto decontacto en Londres. Scofield trató deanalizar la secuencia; de tenersignificado debía de ser en laprogresión. El Louvre estaba sólo a unascuantas calles de la rue de Bac, al otrolado del Sena, pero cerca. El distritoCap Gris no se hallaba a una hora más omenos de distancia; dos y media o tresse aproximaría más a la verdad. Nada,repito, nada de qué preocuparse.Entonces, ¿por qué la interrupción? ¿Porqué la necesidad de evitar toda mencióndel malecón Victoria?

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Secuencia. Progresión. ¿Más atrás?No me gusta contestar este

teléfono. Palabras pronunciadas confirmeza, casi con rabia. Eso era. Derepente, Bray comprendió y el alivioque sintió fue como agua frescaderramada sobre un cuerpo empapadode sudor. Taleniekov había visto algopeligroso: un rostro en la calle, unencuentro fortuito con algún antiguocolega, un automóvil que permanecíademasiado tiempo en la rue de Bac, unaserie de incidentes y observacionespreocupantes… El ruso había decididomudar a Toni fuera de la riberaizquierda, al otro lado del río, a otro

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apartamento. Ella estaría instalada enuna hora más o menos y él no partiríahasta que así fuera; por eso no habíanada de qué preocuparse. Sin embargo,suponiendo que hubiera ocurrido algúnincidente u observación preocupante, elhombre del KGB había actuado conextrema cautela (siempre la cautela, yaque era el mejor escudo en su profesión)y el teléfono es un instrumentorevelador. Nada revelador debíadecirse.

Secuencia, progresión… significado.¿O lo era? La Serpiente había matado asu esposa. ¿Estaba encontrando alivioBray en algo que no existía? El ruso fue

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el primero en proponer la eliminaciónde la muchacha en las colinas de PortoVecchio, de ese amor que había llegadoa su vida en el momento más inoportuno.¿Podría él…?

¡No! ¡Las cosas eran ahoradiferentes! Ya no había un BeowulfAgate a quien llevar al punto límite,porque ese punto límite garantizaría lamuerte de la Serpiente, el fin de lacacería del Matarese. Los buenosprofesionales no matabaninnecesariamente.

No obstante, aún se sentía asaltadopor las dudas al levantar la bocina en laentrada sur de Harrods; un hombre podía

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convencerse a sí mismo de que algo eranecesario. Apartó esa noción de sumente; tenía que encontrar un santuario.

El muy formal Hotel Connaught, deLondres, no sólo poseía una de lasmejores cocinas de la ciudad, sino queera un lugar ideal para permaneceroculto, siempre que se cuidara uno de noandar por el lobby y probara losmanjares por medio del servicio decuarto. Sencillamente, resultabaimposible obtener una habitación en elConnaught, a menos que se hiciera unareserva con semanas de anticipación. El

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elegante hotel de Carlos Place era unode los últimos bastiones del Imperio, ysu clientela estaba formada en granescala por aquellos que lamentaban sudesaparición y eran lo suficientementericos para hacerlo con elegancia. Y lobastante numerosos para mantenerlolleno permanentemente; el Connaughtrara vez tenía una habitación disponible.

Scofield sabía esto, y años atrásdecidió que podían surgir ocasiones enque la particular exclusividad delConnaught fuese de utilidad. Habíallegado a conocer, y cultivar, a undirector del grupo financiero que erapropietario del hotel, a quien expuso su

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petición. Así como todos los teatrosreservaban «asientos para la casa», y lamayoría de los restaurantes manteníaconstantemente mesas «reservadas» paraaquella clientela importante, que teníaque ser atendida, también los hotelesretenían habitaciones vacías conpropósitos similares. Bray fueconvincente; su trabajo era a favor delos «buenos». Tendría una habitación asu disposición en cualquier momento enque la necesitara.

—Habitación seis-veintiséis —fueron las primeras palabras deldirector cuando Scofield hizo susegunda llamada a fin de confirmar—.

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No tiene nada más que subir en elelevador, como de costumbre. Puederegistrarse en su habitación.

Bray le dio las gracias y pensó enotro problema, bastante irritante. Nopodía regresar a la casa de huéspedes, avarias calles de distancia, y toda suropa, excepto la que llevaba puesta,estaba allí. En una maleta de tela, sobrela cama sin hacer. No había nada deimportancia; su dinero, así como variasdocenas de papeles membretados,tarjetas de identificación, pasaportes ychequeras, se encontraban en suportafolio. Pero aparte de sus pantalonesarrugados, la barata chamarra y el

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sombrero irlandés, no tenía una malditaprenda que ponerse. Y la ropa no erameramente una cubierta para el cuerpo,era intrínseca para el trabajo y tenía quecorresponder a ese trabajo; era unaherramienta, más eficaz a veces que lasarmas y la palabra hablada. Dejó losteléfonos y regresó a las secciones deHarrods. Las compras le tomarían unahora; eso estaba perfectamente bien.Apartaría sus pensamientos de París, ydel inoportuno amor de su vida.

Era poco después de la medianochecuando Scofield abandonó su habitación

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del Connaught, vistiendo unimpermeable oscuro y un sombreronegro, de ala estrecha. Tomó el elevadorde servicio hasta el sótano del hotel ysalió a la calle por la puerta de losempleados. Encontró un taxi y le dijo alconductor que lo llevara al puente deWaterloo. Se recostó en el asiento yfumó un cigarrillo, tratando de controlarsu creciente preocupación. Se preguntósi Taleniekov entendería el cambio quehabía ocurrido, un cambio tan irracional,tan ilógico, que ni él mismo estabaseguro de cómo habría reaccionado sihubiera estado en el lugar del ruso. Losfundamentos de su excelencia, y de su

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longevidad en el trabajo, habíandependido siempre de su habilidad parapensar como su enemigo; ahora eraincapaz de hacer eso.

¡No soy su enemigo!En Washington, por teléfono,

Taleniekov había hecho a gritos esaafirmación irracional e ilógica. Tal vez,ilógicamente, tenía razón. El ruso no erasu amigo, pero tampoco era el enemigo.El enemigo era el Matarese.

Y a través del Matarese habíaencontrado, loca, irrazonablemente, aAntonia Gravet. El amor…

¿Qué había pasado?Se obligó a sacarse la controversia

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de la cabeza. Lo sabría demasiadopronto, y esto le traería sin duda elalivio que había experimentado enHarrods, disminuido por el excesivotiempo a su disposición y lo poco quetenía que hacer. La llamada telefónica aRoger Symonds, que hizo precisamente alas 4:30, fue la rutina. Roger estabafuera de la oficina, así qué dejó lainformación con la operadora del cuartode seguridad. El número, sin explicar dequé, que tenía que transmitir era seis-cuatro-tres… menos veintidós…Habitación 621, Connaught.

El taxi salió de Trafalgar Square,subió el malecón y pasó Savoy Court,

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hacia la entrada del puente Waterloo.Bray se inclinó hacia adelante; no teníacaso caminar más de lo necesario.Tomaría atajos, por callejuelas, hasta elTámesis y el malecón Victoria.

—Aquí está bien —ordenó altaxista, entregándole el importe delviaje, molesto al ver que su manotemblaba.

Bajó por el callejón empedrado,junto al Hotel Savoy, y llegó al fondo dela colina. Frente al ancho e iluminadobulevar había una pared de hormigón yla alta pared de ladrillo frente al ríoTámesis. Atracada permanentemente sehallaba una enorme barcaza adaptada

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como taberna, llamada Caledonia, quese cerraba a las 11:00, de acuerdo conel toque de queda que se imponía atodos los salones de bebidas deInglaterra. Las pocas luces quequedaban tras las gruesas ventanas sedebían a las labores de limpieza demanchas y olores cotidianos. A unoscuatrocientos metros al sur del malecónadornado de árboles, se hallaban lossólidos botes de río, de ampliascubiertas, que surcaban el Támesis casitodo el año, llevando turistas hasta laTorre de Londres y de regreso al puenteLambeth, antes de regresarlos a lasaguas de la Aguja de Cleopatra.

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Años atrás se conocía a estos botescomo Tower Central, puntos donde loscorreos soviéticos y los agentes delKGB establecían contacto coninformantes y espías. OperacionesConsulares había descubierto el puntode enlace; con el tiempo, los rusos sedieron cuenta de ello. Tower Central fuedesmantelada.

Scofield atravesó los senderos delparque detrás del Savoy; desde el salónde baile flotaba la música hacia abajo.Llegó a un pequeño anfiteatro con filasde asientos. Unas cuantas parejasestaban esparcidas en ellos, hablandoquedamente. Bray buscó con los ojos a

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un hombre solo, pues se hallaba dentrode la vecindad de Tower Central. Elruso tenía que estar por algún lado, enesa zona.

Pero no estaba; Scofield salió delanfiteatro hacia el sendero más ancho,que conducía al bulevar. El tráfico en lacalle era constante; las luces de losfaros enfocaban en ambas direcciones,jaspeadas por la neblina invernal. Se leocurrió que T aleniekov debía haberalquilado un automóvil. Miró de un ladoa otro de la avenida, para ver si algunoestaba estacionado en uno u otro lado;no encontró ninguno. Al otro lado delbulevar, frente a la pared del malecón,

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había parejas, tríos e incluso gruposmayores paseando, pero ningún hombresolo. Scofield miró su reloj; era la unamenos cinco minutos. El ruso habíadicho que tal vez llegaría a las dos otres de la mañana. Bray masculló algopara sí, irritado por su impaciencia, porla ansiedad que sentía en el pecho cadavez que pensaba en París.

De repente vio la llamarada de unencendedor, que se apagaba paraencenderse un segundo después.Diagonalmente enfrente de la anchaavenida, a la derecha de las puertascerradas con cadenas del muelle queconducían a los botes de los turistas, un

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hombre de cabello blanco sostenía lallama bajo el cigarrillo de una mujerrubia; ambos estaban recostados contrala pared, contemplando las aguas.Scofield estudió la figura, lo que podíadivisar de la cara, y tuvo que contenersepara no salir corriendo hacia él.Taleniekov había llegado.

Bray dio vuelta a la derecha ycaminó hasta quedar paralelo al ruso y ala rubia que le servía de señuelo. Sabíaque el ruso lo había visto y no entendíapor qué el hombre del KGB no dejabaque la mujer se fuera, pagándole elprecio concertado por sus servicios,para deshacerse de ella. Era tonto,

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incluso peligroso, dejar que un señueloobservara a las dos partes, en un puntode contacto. Scofield esperó junto a laacera, y observó que la cabeza deTaleniekov se volvía hacia él y lomiraba fijamente, mientras abrazaba a lamujer por la cintura. Bray hizo un gesto,primero a su izquierda, luego a suderecha, de claro significado.¡Deshágase de ella! Camine hacia el sur;nos encontraremos en seguida.

Taleniekov no se movió. ¿Quéestaba haciendo el soviético? ¡Este noera el momento para prostitutas!

¿Prosti tutas? ¿La ramera deltraficante? ¡Oh, Dios mío!

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Scofield bajó de la acera; sonó labocina de un automóvil, al tiempo que elcoche se desviaba hacia el centro delbulevar, para no atropellarlo. Brayapenas escuchó el sonido, y casi ni sedio cuenta del vehículo; sólo podíamantener los ojos fijos en la mujer juntoa Taleniekov.

El brazo alrededor de la cintura noera un gesto de fingido afecto; el ruso laestaba sosteniendo. Taleniekov habló aloído de la mujer; ella trató de alzar lacabeza, pero ésta volvió a caer con laboca abierta, un grito o una plegaria apunto de surgir de ella, aunque nada seoyó.

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El rostro adolorido era el de suamada. Bajo la peluca rubia, era Toni.Perdió todo control y corrió a través dela ancha avenida, obligando a losautomóviles a frenar violentamente,hacer rechinar sus neumáticos y sonarsus bocinas. Sus pensamientosconvergían como disparos de bala; unpensamiento, una observación, másdolorosos que todos los demás.

Antonia se veía más muerta queviva.

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30—Ha sido drogada —aclaróTaleniekov.

—¿Por qué demonios la trajo aquí?—preguntó Bray—. ¡Hay cientos delugares en Francia, docenas en París,donde estaría a salvo! ¡Donde estaríacuidada! ¡Usted conoce esos lugares tanbien como yo!

—Si hubiera podido tener laseguridad, la habría dejado —replicóVasili con voz calmada—. No preguntemás. Consideré otras alternativas.

Bray comprendió, y su brevesilencio fue una expresión de gratitud.

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Taleniekov podía haber matadofácilmente a Toni, probablemente lohubiera hecho de no haber sido por elepisodio de Berlín Oriental.

—¿Un médico?—Ayudaría en términos de tiempo,

pero no es esencialmente necesario.—¿Cuál fue la droga?—Escopolamina.—¿Cuándo?—Ayer por la mañana. Hace más de

dieciocho horas.—¿Dieciocho?… —no había tiempo

para explicaciones—. ¿Tiene auto?—No podía correr el riesgo. Un

hombre solo, con una mujer incapaz de

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tenerse en pie; la pista hubiera sidodemasiado obvia. El piloto nos trajo encoche desde Ashford.

—¿Puede confiar en él?—No, pero se detuvo a cargar

gasolina diez minutos antes de llegar aLondres y fue por un momento al baño.Agregué un litro de aceite al tanque decombustible; empezará a hacer efectodurante el regreso a Ashford.

—Busque un taxi —la mirada deScofield expresaba el elogio que nopodía decir en palabras.

—Tenemos mucho qué discutir —agregó Taleniekov, alejándose de lapared.

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—Entonces, dése prisa.

La respiración de Antonia eraregular, los músculos faciales relajadosen el sueño. Cuando despertara sentiríanáuseas, pero pasarían al cabo del día.Scofield cubrió sus hombros con elcobertor, se inclinó y la besó en lospálidos labios; después se alejó de lacama.

Salió del dormitorio, dejando lapuerta entreabierta. En caso de que Tonidespertara agitada, quería oírla; lahisteria era el efecto secundario de laescopolamina y tenía que ser controlada;

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por ello Taleniekov no se arriesgó adejarla sola, ni siquiera durante lospocos minutos que le hubiera tomadoalquilar un automóvil.

—¿Qué ocurrió? —preguntó al ruso,que estaba sentado en una silla con unvaso de whisky en la mano.

—Esta mañana, ayer por la mañana—explicó Taleniekov corrigiéndose a símismo, con la cabeza de blancoscabellos contra el respaldo de la silla ylos ojos cerrados; el hombre estabaobviamente agotado—. Dicen que ustedestá muerto, ¿lo sabía?

—Sí. ¿Qué tiene que ver eso conella?

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—Así es como la rescaté —musitóel ruso abriendo los ojos y mirando aBray—. Hay pocas cosas acerca deBeowulf Agate, que yo no sepa.

—¿Y?—Les dije que yo era usted. Había

varias preguntas básicas que contestar;no fueron difíciles. Me ofrecí a cambiode ella. Estuvieron de acuerdo.

—Empiece desde el principio.—Ojalá pudiera, ojalá supiera lo

que fue. El Matarese, o alguien dentrodel Matarese, lo quiere a usted vivo. Espor eso que a algunas personas les handicho que no lo está. No buscan a unnorteamericano, sólo a un ruso. Quisiera

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entender la razón.—¿Qué ocurrió?—La encontraron. No me pregunte

cómo, no lo sé. Tal vez por Helsinki, talvez porque los localizaron fuera deRoma, tal vez por esto o aquello, no sé.

—Pero la encontraron —repitióScofield sentándose—. Y entonces,¿qué?

—Ayer por la mañana, cuatro ocinco horas antes de que usted llamara,ella bajó a la panadería; está a unaspuertas de distancia. Pasó una hora y nohabía regresado. Entonces supe quetenía dos opciones. Podía ir en su busca;pero ¿dónde empezar, dónde buscar? O

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podía esperar a que alguien viniera alapartamento. Como podrá ustedcomprender, no tenían otra alternativa,eso lo sabía yo. El teléfono sonó variasveces, pero yo no contesté, sabiendo quecada vez que no lo hacía, traía a alguienmás cerca de mí.

—Usted contestó mi llamada —interrumpió Bray.

—Eso fue después. Para entonces yaestábamos negociando.

—¿Entonces?—Finalmente llegaron dos hombres.

Fue uno de los momentos más difícilesde mi vida, contenerme para no matarlosa los dos, sobre todo a uno de ellos.

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Tenía esa pequeña, repugnante marca enel pecho. Cuando le desgarré la camisay la vi, casi enloquezco de rabia.

—¿Por qué?—Son los que matan; en Leningrado,

en Essen. Ya entenderá. Es parte de loque debemos discutir.

—Siga —Scofield se sirvió unacopa.

—Se lo diré brevemente, para queusted llene los espacios en blanco.Mantuve al soldado y a su pistolero asueldo, inconscientes y maniatados, pormás de una hora. El teléfono sonó y estavez yo contesté, tratando de hablar conel mejor acento norteamericano que

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pude. Uno habría pensado que el cielode París se había desplomado, así dehistérico se puso el que llamaba. «¡Unimpostor en Londres!», chilló. Algoacerca de que «se había cometido ungrave error en la embajada, que lainformación recibida era completamenteerrónea».

—Creo que se ha saltado algo —interrumpió Bray de nuevo—. Supongoque eso fue cuando usted se hizo pasarpor mí.

—Digamos que contestéafirmativamente cuando se me hizo lahistórica pregunta. Fue una tentación queno pude resistir, ya que menos de

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cuarenta y ocho horas antes oí que lohabían matado a usted. —El ruso hizouna pausa; luego, añadió—: Hace dossemanas, en Washington.

Scofield volvió a la silla, el ceñofruncido.

—Pero el hombre que telefoneósabía que estaba vivo, igual que todosaquí en Londres saben que lo estoy. Demodo que usted tiene razón. Sólo se ledijo a cierta gente, dentro del Matarese,que estoy muerto.

—¿Le dice algo eso?—Lo mismo que a usted. Que hacen

distinciones.—Exactamente. Cuando cualquiera

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de nosotros quería que un subordinadono hiciera nada, le decíamos que elproblema estaba solucionado. Para ésos,usted ya no estaba vivo, no había ya quecazarlo.

Pero ¿por qué? Ya me cazaron. Meatraparon.

—Una pregunta que tiene dosrespuestas, me parece. Como todaorganización diversificada, el Mataresees imperfecto. Entre sus filas seencuentran hombres indisciplinados,inclinados a la violencia, hombres quematan sólo por el score o por creenciasfanáticas. Esos son los que recibieron lanoticia de que usted estaba muerto. Si

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suspendían la cacería, no lo matarían.—Esa es la primera respuesta ¿Cuál

es la segunda? ¿Por qué desea alguienmantenerme vivo?

Para hacerlo consigliere delMatarese.

—¿Qué?—Piénselo bien. Considere lo que

usted podría aportar a tal organización.Bray se quedó mirando fijamente al

hombre del KGB.—No más de lo que usted aportaría.—Oh, mucho más. Tengo que

reconocer que de Moscú no suelensurgir grandes sorpresas; pero enWashington se pueden hallar

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asombrosas revelaciones. Usted podríaproporcionarlas; sería un elementovaliosísimo. Los santurrones sonsiempre mucho más vulnerables.

—Tengo que reconocer eso.—Antes de que mataran a Odile

Verachten, ella me hizo una oferta. Peroera una oferta que no estaba autorizadapara hacer; ellos no quieren al ruso, loquieren a usted. Si no lo pueden tener desu lado, lo matarán; pero alguien le estádando esa opción.

—Sería mucho mejor para todos sinos sentáramos y discutiéramos nuestrasdiferencias. Tal vez usted descubra queno son tan grandes, después de todo.

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Palabras de un mensajero, sin rostro.—Volvamos a París —pidió Bray

—. ¿Cómo la rescató?—No fue difícil. El hombre al

teléfono estaba demasiado ansioso; veíaun ascenso a general, en su futuro, o supropia ejecución. Yo mencioné lo que lepodría pasar al soldado con la pequeñamarca en el pecho; el hecho de quesupiera sobre esta marca fue casisuficiente. Dispuse una serie demovimientos, ofreciendo al soldado y aBeowulf Agate por la muchacha.Beowulf estaba cansado de correr yperfectamente dispuesto a escuchar loque tuvieran que decir. El (yo) sabía que

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estaba acorralado, pero suprofesionalismo exigía que él (yo)recibiera ciertas garantías. Tenían quedejar a la muchacha en libertad. ¿Fueronmis reacciones consistentes con su bienconocida obstinación?

—Muy plausibles. Déjeme ver si yopuedo rellenar algunos de los espaciosen blanco. Usted contestó a laspreguntas: ¿cuál fue el segundo nombrede mi madre? o ¿cuándo cambió mipadre de trabajo?

—Nada tan ordinario. ¿Cuál fue sucuarta víctima? ¿Y dónde?

—Lisboa —murmuró Bray con vozqueda—. Un norteamericano que no

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tenía salvación. Sí, usted sabía eso…Entonces sus movimientos consistieronen una serie de llamadas telefónicas alapartamento (mi llamada de Londres fuela intrusión), y con cada llamada usteddaba nuevas instrucciones; en caso dedesviaciones, el intercambio quedabacancelado. El punto de canje sería en unlugar de bastante tráfico,preferiblemente en un sentido, con unvehículo, un hombre y Antonia. Tododebía llevarse a cabo dentro de unperiodo de sesenta a ochenta segundos.

El ruso asintió con la cabeza alinformar:

—Al mediodía en los Campos

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Elíseos, al sur del Arco. Después detomar el vehículo y a la muchacha, conel hombre y el soldado atados por loscodos, y luego de arrojarlos en laintersección de la Plaza de laConcordia, salí rápidamente, aunquedando rodeos, a las afueras de París.

Bray puso el whisky sobre la mesa ycaminó hacia la ventana del hotel, quedaba a Carlos Place.

—Hace poco dijo que tenía dosopciones: ir en busca, o esperar en larue de Bac. Me parece que existía unatercera opción que no consideró. Pudohaber salido de París inmediatamente.

—Esa era la única opción que no

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podía tomar. Estaba en la voz de ella, encada referencia que hacía de usted. Creoque lo vi en Córcega, esa primera nocheen la cueva arriba de Porto Vecchio,cuando usted la miró. Pensé entonces,qué locura, qué cosa tan… —el rusosacudió la cabeza.

—¿Irracional?—Sí. Irracional… como algo

innecesario. —El hombre del KGB alzóel vaso y bebió el resto del whisky, deun trago—. El tablero de Berlín Orientalestá tan limpio como jamás podrá estar;ya no podré limpiarlo más.

—Ni se le pedirá que lo haga; niesperaré que lo haga.

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—Bien. Supongo que habrá visto losperiódicos.

—¿Trans-Communications? ¿Suparticipación en Verachten?

—Más que accionista, espropietario. Espero que haya observadola ubicación de la casa matriz. Boston,Massachusetts. Una ciudad bastantefamiliar para usted, me parece.

—Lo que viene más al caso es quees la ciudad, el Estado, de JoshuaAppleton IV, patricio y senador, cuyoabuelo fue huésped de Guillaume deMatarese. Será interesante ver si tieneconexiones con Trans-Comm.

—¿Puede dudar que existen?

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—A estas alturas dudo de todo. Talvez piense de otra manera después deque analicemos los datos que usted diceque tenemos ahora. Empecemos connuestra salida de Córcega.

—Roma primero. Cuénteme deScozzi.

Bray lo hizo, explicando el papelque Antonia se había visto obligada arepresentar con las Brigadas Rojas.

—Entonces, ¿era por eso que estabaen Córcega? —preguntó Vasili—.¿Escapando de las Brigadas?

—Sí. Todo lo que me dijo acerca desu financiamiento apunta al Matarese…—Scofield clarificó sus teorías,

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pasando rápidamente a los hechos deVilla d’Este y al asesinato de GuillamoScozzi, ordenado por un hombrellamado Paravicini—. Fue la primeravez que escuché que yo estaba muerto.Pensaron que yo era usted… AhoraLeningrado. ¿Qué pasó allí?

Taleniekov respiró profundamenteantes de contestar.

—Matan en Leningrado, en Essen —musitó con voz apenas audible—. ¡Oh,cómo matan estos Fida’is del sigloveinte, estos contemporáneos mutantesde Hassan ibn-al-Sabbah! Le diré, elsoldado que arrojé del auto en la Plazade la Concordia tenía algo más que una

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marca en el pecho. Sus ropas estabanmanchadas por un disparo que dejó otramarca. Le dije a su colega que era porLeningrado, por Essen.

El ruso contó su historia suavemente,revelando la profundidad de sussentimientos cuando habló de LodziaKronescha, del erudito Mikovsky y deHeinrich Kassel. Sobre todo de Lodzia;se vio obligado a detenerse por unmomento y servirse más whisky en elvaso. Scofield permaneció callado: nohabía nada que decir. El ruso terminócon la noche en el campo de Stadtwald yla muerte de Odile Verachten.

—El príncipe Andrei Voroshin se

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convirtió en Ansel Verachten, fundadorde Industrias Verachten, después deKrupp la compañía más grande deAlemania; actualmente una de las demayor crecimiento en toda Europa, Lanieta era la elegida sucesora en elMatarese.

—Y Scozzi —siguió Bray— se unióa Paravicini en un matrimonio deconveniencia. El linaje, cierto talento ysimpatía a cambio de un asiento en lamesa directiva. Pero la silla era deadorno; nunca fue otra cosa. El condeera sacrificable, y fue asesinado porquehabía cometido un error.

—Así como Odile Verachten.

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También sacrificable.—Y el nombre Scozzi-Paravicini es

engañoso. Paravicini mantiene elcontrol.

—Agregue a eso la propiedad deVerachten por parte deTransCommunications. De modo quetenemos la explicación de dosdescendientes de la lista de invitadosd e l padrone; ambos eran parte delMatarese, pero ninguno era importante.¿Qué tenemos entonces?

—Lo que sospechábamos, lo que elviejo Krupskiy le dijo en Moscú. Seapoderaron del Matarese; obviamente departe de él, posiblemente de todo.

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Scozzi y Voroshin fueron útiles por loque aportaban, por lo que sabían o porsus posesiones. Eran tolerados, inclusose les hacía sentir importantes mientrasfueran útiles, y se les eliminó en elmomento en que dejaron de serlo.

—Pero útiles, ¿para qué? ¡Esa es lacuestión! —Taleniekov dejó de golpe elvaso en la mesa, frustrado—. ¿Qué es loque busca el Matarese? Financian laintimidación y el asesinato por medio degigantescas estructuras corporativas;propagan el pánico; pero ¿por qué? Estemundo se está volviendo loco de terror,pagado por los hombres que másperderían con ello. ¡Invierten para

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lograr un desorden total! ¡No tienesentido!

Scofield escuchó un ruido, unquejido, y saltó de la silla. Caminórápidamente a la puerta del dormitorio;Toni había cambiado de posición,retorciéndose a la izquierda, el cobertorrevuelto sobre los hombros. Pero aúnestaba dormida; el quejido provino desu inconsciente. Regresó a su silla ypermaneció tras ella.

—Desorden total —comentó Bray,suavemente—. Caos. Cuerpos quechocan en el espacio. La Creación.

—¿De qué está usted hablando? —preguntó Taleniekov.

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—No estoy seguro —replicóScofield—. Me viene a la mente, una yotra vez, la palabra «caos», pero noestoy seguro de la razón.

—No estamos seguros de nada.Tenemos cuatro nombres, pero dos deellos no fueron de gran valor, y estánmuertos. Vemos una alianza decompañías que son la superestructuraesencial, detrás del terrorismo por todaspartes, pero no podemos probar laalianza y no sabemos por qué estánpatrocinando el terrorismo. Scozzi-Paravicini subvenciona a las BrigadasRojas, y sin duda Verachten a Baader-Meinhof; sólo Dios sabe lo que

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sufragará Trans-Communications. Estospueden ser sólo unos cuantos de losmuchos grupos con los que estáninvolucrados. Hemos encontrado elMatarese; pero ¡todavía no lo vemos!Cualesquiera acusaciones quepudiéramos lanzar contra esosconglomerados, serían consideradascomo alucinaciones de lunáticos, o algopeor.

—Mucho peor —asintió Bray,recordando la voz en el teléfono delrestaurante—. Traidores. Seríamosajusticiados.

—Esas palabras suenan como unaprofecía. No me gustan.

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—Ni a mí tampoco, pero menos megusta ser ejecutado.

—Un non sequitur.—No cuando se junta con lo que

usted acaba de decir. «Hemosencontrado el Matarese, pero todavía nolo vemos», ¿no era eso?

—Sí.—Suponga que no sólo encontramos

uno, sino que lo tenemos en nuestrasmanos.

—¿Un rehén?—Exacto.—Eso es una locura.—¿Por qué? Usted tuvo a la

heredera de Verachten.

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—En un automóvil, en un campo porla noche. No tenía la pretensión dellevármela a Essen para establecer unabase de operaciones.

Scofield se sentó.—Las Brigadas Rojas tuvieron

secuestrado a Aldo Moro a ocho callesde un cuartel de policía en Roma.Aunque no es precisamente eso lo quetengo en mente —aclaró Scofield.

Taleniekov se inclinó haciaadelante.

—¿Waverly?—Sí.—¿Cómo? La red norteamericana

está detrás de usted, el Matarese por

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poco lo atrapa: ¿qué tiene en mente?¿Aparecernos en el Ministerio deAsuntos Exteriores e invitarlo a tomar elté?

—Waverly será traído aquí, a estahabitación, esta noche a las ocho.

El ruso lanzó un silbido.—¿Puedo preguntarle cómo se las

arregló?Bray le contó acerca de Symonds.—Lo está haciendo, porque cree que

la razón que me convenció para trabajarcon usted debe ser lo suficientementefuerte como para conseguirme unaentrevista con Waverly.

—Me han puesto un nombre, ¿se lo

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dijo?—Sí. La serpiente.—Supongo que debería sentirme

halagado, pero no es así. Lo encuentrodesagradable. ¿Tiene Symonds algunavaga noción de que este encuentro tendráuna base hostil? ¿De que usted sospechaque Waverly es algo más que Secretariode Asuntos Exteriores de Inglaterra?

—No, todo lo contrario. Cuandopuso objeciones le dije que tal vezestuviera tratando de salvarle la vida aWaverly.

—Muy bien. Muy atemorizante. Elasesinato, como los actos de terror, esuna mercancía que se propaga. ¿Vendrán

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solos?—Sí, insistí en ello. A una

habitación del Connaught; no habrárazón para que Roger sospeche nada. Ysabemos que el Matarese no haestablecido la conexión entre mi personay el hombre que Waverly entrevistará enlas oficinas del MI-6.

—¿Está seguro de eso? Me da laimpresión de que es la parte más débilde su estrategia. Lo atraparon enLondres, saben que tiene los cuatronombres de Córcega. De repente se lepide a Waverly, el consigliere, que seencuentre secretamente con un hombreen la oficina de un agente de inteligencia

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británico, de quien se sabe fue amigo deBeowulf Agate. La ecuación me pareceobvia; ¿por qué habría de eludir alMatarese?

—Por una razón muy específica. Nocreen que establecí contacto conSymonds.

—No pueden estar seguros de queno lo hizo.

—Las probabilidades están encontra de ello. Roger es un agenteexperimentado; se cubrió bien. Estabasupuestamente en el Almirantazgo, y mástarde regresó una llamada. Yo no fuirecogido en la calle y utilizamos unteléfono no intervenido. Nos

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encontramos a una hora de Londres, condos cambios de vehículos para mí, ycuatro para él. Nadie nos siguió.

—Impresionante, pero no definitivo.—Es lo mejor que puedo hacer.

Excepto por una calificación final.—¿Calificación?—Sí. No va a haber una entrevista

esta noche. Nunca llegarán a estahabitación.

—¿No habrá entrevista? Entonces,¿cuál es el objeto de que vengan aquí?

—Para que podamos agarrar aWaverly abajo, antes de que Symondssepa lo que está pasando. Rogerconducirá; cuando llegue aquí no pasará

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por el lobby, usará una entrada lateral.Averiguaré cuál de ellas. En el caso,que estoy de acuerdo es posible, de quesigan a Waverly, usted estará en la calley lo sabrá. Los verá y se encargará deellos. Yo estaré al lado de la entrada.

—En el lugar que menos se esperan—señaló el ruso.

—Exacto. Cuento con ello. Puedoagarrar a Roger por sorpresa,inmovilizarlo y obligarlo a tragarse unapíldora. No se despertará en variashoras.

—No es suficiente —rebatióTaleniekov, bajando la voz—. Tendráque matarlo. Ciertos sacrificios son

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inevitables. Churchill entendió eso conCoventry y el Ultra; esto no es menosimportante, Scofield. La inteligenciabritánica montará la más ampliabúsqueda en la historia de Inglaterra.Tenemos que sacar a Waverly fuera delpaís. Si la muerte de un hombre nospuede hacer ganar tiempo, un día tal vez,creo que vale la pena.

Bray se quedó mirando al ruso,estudiándolo.

—Usted propone demasiado.—Usted sabe que tengo razón.Silencio. Repentinamente, Scofield

lanzó su vaso contra la pared. Se hizoañicos.

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—¡Maldita sea! —vociferó.Taleniekov saltó hacia adelante, su

mano derecha bajo la chaqueta.—¿Qué pasa?—Usted tiene razón, y yo lo sé. El

confía en mí y yo tengo que matarlo.Pasarán días antes de que los inglesessepan por dónde empezar. Ni la MI-6, niel Ministerio de Asuntos Exterioressaben nada acerca de Connaught.

El hombre del KGB sacó la mano yla pasó por el brazo de la silla.

—Necesitamos tiempo. No creo quehaya otra solución.

—Si la hay, espero en Dios saberlapronto —Bray movió la cabeza—. Me

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siento enfermo ante esa necesidad —miró hacia la puerta del dormitorio—.Pero fue ella quien me lo dijo.

—El resto son detalles —continuóTaleniekov, acelerando el momento—.Tendré un automóvil en la calle, cercade la entrada. En el momento en queacabe, si en realidad tengo algo quehacer, entraré para ayudarle. Seránecesario, por supuesto, llevarnos almuerto con Waverly. Sacarlo de aquí.

—El muerto no tiene nombre —dijoScofield quedamente. Se levantó de lasilla y caminó a la ventana—. ¿Se le haocurrido que cuanto más nos acercamos,más nos parecemos a ellos?

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—Lo que se me ocurre —replicó elruso— es que su estrategia resultaverdaderamente extraordinaria. No sólotendremos a un consigliere delMatarese, sino ¡qué consigliere! ¡ElSecretario de Asuntos Exteriores deInglaterra! ¿Tiene idea de lo que esosignifica? Haremos que ese hombrecante, y el mundo escuchará. ¡Estaráobligado a escuchar! —Taleniekov hizouna pausa: luego, agregó suavemente—:Lo que usted acaba de idear está a laaltura de la reputación de BeowulfAgate.

—¡Mierda! Odio ese nombre.El quejido fue repentino, estallando

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en un prolongado llanto, seguido de ungrito de dolor, ahogado, incierto,desesperado. Scofield corrió aldormitorio. Toni se retorcía en la cama,sus manos arañando su propio rostro,sus piernas dando rabiosas patadas ademonios imaginarios que la rodeaban.Bray se sentó y apartó las manos de surostro, gentilmente, con firmeza,doblando cada dedo para que las uñasno laceraran la piel. Le sujetó los brazosy la acunó como lo había hecho enRoma. Sus gritos se fueron apagando,reemplazados de nuevo por llanto; seestremeció mientras respiraba en formairregular, y regresó lentamente a un

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estado normal en tanto su rígido cuerpose relajaba. El primer ataque de histeria,a consecuencia de la disipación de laescopolamina, había pasado. Scofieldoyó pasos en la puerta; volvió la cabezapara indicar que estaba escuchando.

Así estará hasta la mañana, comousted sabe —afirmó el hombre del KGB—. Sale del cuerpo lentamente, conmucho dolor. Tanto por las imágenes enla mente, como por todo lo demás. Nohay nada que usted pueda hacer, más quesujetarla.

—Lo sé. Así lo haré.Hubo un momento de silencio; Bray

podía sentir los ojos del ruso sobre él,

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sobre Antonia.—Me iré ahora —dijo Taleniekov

—. Lo llamaré aquí al mediodía, yvendré después. Podremos refinar losdetalles, coordinar las señales, ese tipode cosas.

—Seguro. Ese tipo de cosas.¿Adónde va a ir? Puede quedarse aquí,si lo desea.

—Creo que no. Como en París, haydocenas de lugares aquí. Los conozcotan bien como usted. Además, deboencontrar un auto, estudiar las calles.Nada sirve tanto como una buenapreparación, ¿no cree?

—Así es.

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—Buenas noches. Cuídela.—Trataré. —De nuevo escuchó

pisadas; el ruso salió de la habitación.Scofield habló—: Taleniekov.

—¿Sí?—Siento mucho lo de Leningrado.—Sí. —De nuevo hubo silencio, y

luego la palabra pronunciadacalladamente—: Gracias.

La puerta de afuera se cerró; estabaa solas con su amor. La recostó en laalmohada y acarició su rostro. Tanilógico, tan irracional… ¿Por qué teencontré? ¿Por qué me encontraste?Debiste haberme dejado donde estaba,en la profundidad de la tierra. No es el

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momento para ninguno de nosotros,¿no lo entiendes? Todo es tan…necesario…

Era como si hubiera dicho suspensamientos en voz alta. Toni abrió losojos, el foco imperfecto, elreconocimiento leve, pero sabía que eraél. Sus labios formaron su nombre, elsonido era un susurro:

—¿Bray?…—Estarás bien. No te hicieron daño.

El dolor que sientes se debe a la droga;pasará, créeme.

—Has vuelto.—Sí.—No te vayas otra vez, por favor.

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No sin mí.—No me iré.Sus ojos se abrieron de repente, la

mirada se tornó vidriosa, sus blancosdientes parecían los de un joven animalatrapado. Un gemido que partía elcorazón vino de muy dentro de ella.

Se desplomó en los brazos de Bray.Mañana, mi amor, mi único amor.

Mañana llega con la luz del sol, todossaben eso. Y entonces, el dolor pasará,te lo prometo. Y te prometo algo más,mi amor inoportuno, que llegó tantarde a mi vida. Mañana, hoy, estanoche… me apoderaré del hombre quete causó esta pesadilla. Taleniekov

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tiene razón. Lo destrozaremos, comoningún hombre ha sido destrozado, y elmundo nos escuchará. Cuando lo haga,mi amor, mi único amor adorable, tú yyo seremos libres. Nos iremos muylejos, donde la noche trae sueño yamor, no muerte, ni miedo, ni aversióna la oscuridad. Seremos libres, porqueBeowulf Agate habrá desaparecido. Seirá… porque no ha hecho mucho bien.Pero tiene una cosa más que hacer.Esta noche.

Scofield tocó la mejilla de Antonia.Ella tomó su mano brevemente,

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acercándola a sus labios, sonriendo,tranquilizándolo con los ojos.

—¿Te duele la cabeza? —preguntóBray.

—El dolor es ahora apenas unentumecimiento. Estoy bien, de verdad.

Scofield soltó su mano y caminó alotro lado de la habitación, dondeTaleniekov estaba inclinado sobre unamesa, estudiando un mapa de carreteras.Sin haberlo acordado, los dos hombresestaban vestidos casi de la mismamanera, para su trabajo. Suéter ypantalones oscuros, pistoleras apretadasal hombro, con cinturones de cueronegro a través del pecho. Sus zapatos

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también eran oscuros, pero ligeros, congruesas suelas de goma que se habíanraspado con un cuchillo hasta dejarlastoscas.

Taleniekov miró a Bray cuando éstese acercó a la mesa.

—Fuera de Great Dunmow, nosdirigiremos al este, hacia Coggeshall,camino de Nayland. A propósito, hay unaeropuerto al sur de Hadleigh, concapacidad para acomodar jets pequeños.Ese campo podría ser valioso paranosotros, en unos días.

—Puede que tenga usted razón.—Además —agregó el hombre del

KGB, con obvia renuencia—, esta ruta

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pasa por el río Blackwater; el bosque esdenso en esa área. Sería un… buen lugarpara echar el paquete.

—El muerto todavía no tienenombre. Se trata de Roger Symonds, unhombre honorable, y odio este cabrónmundo.

—Con riesgo de parecer pedante,puedo proponer… perdón, sugerir, quelo que usted haga esta noche beneficiaráa ese triste mundo del que tanto y portanto tiempo hemos abusado.

—Preferiría que no propusiera nisugiriera nada —rechazó Bray,consultando su reloj—. Llamará pronto.Cuando lo haga, Toni bajará al lobby y

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pagará la cuenta del señor Edmonton;ése soy yo. Regresará con un mozo ytomará nuestras maletas y portafolios,para dejarlos en el automóvil que hemosalquilado bajo el nombre de Edmonton,y se dirigirá directamente a Colchester.Nos esperará en un restaurante llamadoBonner’s, hasta las 11:30. Si haycambios en los planes, o la necesitamospara alguna cosa, podemos llamar allí.Si ella no recibe ninguna llamadanuestra, seguirá hasta Nayland, a laposada Double Crown, donde tienereservada una habitación con el nombrede Vickery.

Taleniekov se levantó de la mesa, y

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advirtió:—Mi portafolio no debe ser abierto.

Tiene trampa.—También el mío —replicó

Scofield—. ¿Alguna otra pregunta?Sonó el teléfono; los tres volvieron

la vista al aparato, un instantesuspendido en el tiempo, porque esetimbre significaba que el momento habíallegado. Bray caminó hacia el escritorio,dejó que el teléfono sonara de nuevo, ydespués levantó el auricular.

Ninguna palabra que pudiera haberesperado, ningún saludo, información,instrucciones o revelaciones quepudieran haber llegado, nada en este

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mundo podría haberle preparado para loque escuchó. La voz de Symonds era unlamento que venía de algún atormentadoespacio interior, un grito de tanextremado dolor que resultaba increíble:

—¡Están todos muertos! ¡Es unamasacre! Waverly, su esposa, los niños,tres sirvientes… muertos. ¿Qué diabloshas hecho?

—¡Oh, Dios mío! —La mente deScofield se aceleró, los pensamientos setradujeron velozmente en palabrascuidadosamente escogidas—. Roger,escúchame. ¡Eso es lo que estabatratando de prevenir! —Tapó la bocinacon la mano, sus ojos en Taleniekov—.

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Waverly está muerto, todos en su casa,asesinados.

—¿Método? —gritó el ruso—.Marcas en los cuerpos, armas; ¡consigatodos los datos!

Bray sacudió la cabeza.—Los conseguiremos después. —

Quitó la mano de la bocina; Symondshablaba rápidamente, bordeando unataque de histeria.

—Es horrible. ¡Oh, Dios, la cosamás terrible! ¡Han sido sacrificados…como animales!

—¡Roger! ¡Contrólate! Ahora,escúchame. Es parte de un patrón, deuna norma. Waverly lo sabía. Sabía

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demasiado; por eso lo mataron. No pudellegar a él a tiempo.

—¿No pudiste?… Por el amor deDios… ¿por qué no pudiste decírmelo amí? Era el Secretario de AsuntosExteriores, ¡el Secretario de AsuntosExteriores de Inglaterra! ¿Tienes idea delas repercusiones, de la…? ¡Oh, Diosmío, qué tragedia! ¡Una catástrofe!¡Sacrificados como ganado! —Symondshizo una pausa. Cuando recobró elhabla, era obvio que el profesional en élestaba esforzándose por controlarse—.Quiero que vengas a mi oficina cuantoantes. Considérate detenido por elgobierno de Gran Bretaña.

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—No puedo hacer eso. No me lopidas.

—¡No te lo estoy pidiendo,Scofield! Te estoy dando una ordendirecta, respaldada por las más altasautoridades de Inglaterra. ¡No saldrásdel hotel! Cuando llegues al elevador, lacorriente eléctrica se habrá cortado;cada escalera, cada salida estarávigilada por un guardia armado.

—Está bien, está bien. Iré a MI-6 —mintió Bray.

—Serás escoltado. Permanece en tuhabitación.

—Olvídate de la habitación, Roger—replicó Scofield, tratando de

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encontrar las palabras adecuadas para lacrisis—. Tengo que verte, pero no enMI-6.

—¡Creo que no me has escuchadobien!

—Pon guardias en las puertas, cortalos malditos elevadores, haz lo quequieras, pero tengo que verte aquí. Voya salir de esta habitación y bajar al bar,a la mesa más oscura que puedaencontrar. Allí te espero.

—Te repito…—Repite todo lo que quieras, pero

si no vienes para acá y me oyes, habráotros asesinatos; ¡eso es lo que son,Roger! Asesinatos.

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Y no se detendrán ante un Secretariode Asuntos Exteriores, o un Secretariode Estado… o un Presidente o un PrimerMinistro.

—Oh, Dios… mío —susurróSymonds.

—Es lo que no pude decirte anoche.Era la razón que tú buscabas cuandohablamos. Pero no puedo decirlooficialmente, porque mi trabajo no tienerespaldo oficial. Y eso te debe resultarsuficiente. Ven para acá, Roger. —Braycerró los ojos y sostuvo la respiración;era ahora o nunca.

—Estaré ahí en diez minutos —aceptó Symonds, con voz temblorosa.

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Scofield colgó el teléfono y miró,primero a Antonia, luego a Taleniekov.

—Viene en camino.—Te va a arrestar —exclamó el

ruso.—No lo creo. Me conoce lo

suficiente para saber que no harédeclaraciones oficiales cuando digo queno las haré. Y no querrá el resto delproblema sobre su cabeza. —Bray cruzóhacia la silla en donde había echado suimpermeable y maleta de viaje—. Deuna cosa estoy seguro. Me encontraráabajo y me dará una oportunidad. Siacepta, estaré aquí en una hora. Si no…lo mataré. —Scofield descorrió la

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cremallera de la maleta, metió la mano ysacó un largo cuchillo de caza,envainado. Todavía tenía la etiqueta deHarrods, con el precio. Miró a Toni; losojos de ella indicaban que entendía,tanto la necesidad como su repugnanciapor la misma.

Symonds estaba sentado frente aBray en una mesa del bar del Connaught.La suave iluminación no podía disfrazarla palidez del rostro del inglés; era unhombre forzado a tomar una decisión detal magnitud, que la mera idea loenfermaba. Lo enfermaba físicamente y

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lo dejaba mentalmente exhausto.Habían hablado durante casi

cuarenta minutos. Tal como lo planeara,Scofield le dijo sólo una parte de laverdad (muchísimo más de lo quehubiera deseado), pero era necesario.Ahora estaba a punto de hacer su últimapetición a Roger, y ambos hombres losabían. Symonds sentía el tremendo pesode su decisión; se veía en sus ojos. Braytocó el cuchillo en su cinturón; lahorrible decisión de utilizarlo si fueranecesario le dificultaba la respiración.

No sabemos lo extendida que está, nicuánta gente en los diversos gobiernosse encuentra involucrada, pero sabemos

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que está financiada a través de grandescorporaciones —explicó Scofield—. Loque pasó en Belgravia Square esta nochepuede compararse con lo ocurrido aAnthony Blackburn en Nueva York, alfísico Yurievich en Rusia. Nosotrosestamos sobre la pista; tenemosnombres, alianzas encubiertas, elconocimiento de que algunas seccionesde los servicios de inteligencia deWashington, Moscú y Bonn han sidomanipuladas. Pero no poseemospruebas; las conseguiremos, pero aún nolas tenemos. Si me arrestas ahora, nuncalas obtendremos. El caso en mi contraestá fuera de toda salvación. No tengo

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que decirte lo que eso significa. Seréejecutado en el primer momentooportuno. Por la razón equivocada, porla gente que no debía, pero el resultadoserá el mismo. Dame tiempo, Roger.

—¿Qué me darás a mí?—¿Qué más te puedo dar?—Esos nombres, las alianzas.—No tienen significado ahora. Peor

todavía, si se sacan a la luz irán más a laclandestinidad, cortando todos losrastros; o los asesinatos, el terrorismo,se acelerarán. Habrá una serie de bañosde sangre… y tú morirás.

—Esa es mi condición: los nombres,las alianzas. O no sales de aquí.

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Bray miró fijamente al hombre delMI-6.

—¿Me detendrás, Roger? Quierodecir, ¿ahora, en este momento? ¿Puedeshacerlo?

—Tal vez no, pero esos doshombres que están allá sí podrán —Symonds indicó a su izquierda.

Scofield movió la vista. Al otro ladodel salón, en una mesa del centro, habíados agentes británicos; uno de ellos erael hombre pelirrojo y rollizo con quienBray hablara la noche anterior en elparque infantil de Guildford. Ahora nomostraba ningún gesto amistoso, sinosólo hostilidad en su mirada.

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—Te has protegido —comentóScofield.

—¿Pensabas que no lo haría? Estánarmados y tienen instrucciones. Losnombres, por favor. —Symonds sacóuna libreta y un bolígrafo; las pusoenfrente de Bray—. No escribastonterías, te lo ruego. Sé práctico. Si tematan a ti y al ruso, no quedará nadiemás. Puede que no esté a la altura deBeowulf Agate y la Serpiente, perotambién tengo ciertos talentos.

—¿Cuánto tiempo me darás?—Una semana. Ni un día más.Scofield tomó la pluma, abrió la

libreta y empezó a escribir.

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4 de abril, 1911Porto Vecchio, CórcegaScozziVoroshinWaverlyAppleton

Actualmente:

Guillamo Scozzi — MuertoOdile Verachten — MuertaDavid Waverly — MuertoJoshua Appleton — ¿…?Scozzi-Paravicini. Milán.Industrias Verachten.

(Voroshin). Essen.Trans-Communications.

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Boston.

Abajo de los nombres y lascompañías escribió una sola palabra:

Matarese

Bray salió del elevador con la menteconcentrada en rutas aéreas, accesos ycoberturas. Ahora, las horas adquirían elsignificado de días; había tanto queaprender, tanto que descubrir, y tan pocotiempo para todo ello…

Pensaron que todo podría acabar enLondres con la captura de David

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Waverly. Estaban muy equivocados; losdescendientes eran sacrificados.

Tres de ellos habían muerto, treshombres sacados de la lista de invitadosde Guillaume de Matarese, con fecha 4de abril de 1911. No obstante, quedabauno. El político dorado de Boston, unhombre de quien pocos dudaban queganaría las elecciones primarias deverano, y sin duda las elecciones deotoño. Sería Presidente de los EstadosUnidos. Durante los violentos años delos sesenta y los setenta, muchosproclamaron que él podría unificar alpaís. Appleton nunca había sido tanpresuntuoso como para afirmar

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semejante cosa, pero la mayoría de susconciudadanos pensaba que era quizásel único hombre que podría lograrlo.

Pero unificarlo, ¿para qué? ¿Paraquién? Esa era la expectativa másaterradora de todas. ¿Era acaso el únicodescendiente no sacrificable? ¿Escogidopor el consejo, por el niño pastor, parahacer lo que otros no pudieron?

Tenían que llegar a Appleton, pensóBray, mientras daba vuelta a la esquinadel pasillo de su piso, hacia suhabitación; pero no donde Appleton loesperara, si es que lo esperaba. Noserían atraídos a Washington, donde lasposibilidades de un encuentro fortuito

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con el personal del Departamento deEstado, del FBI o de la CIA eran diezveces mayores que en cualquier otraparte del hemisferio. No tenía casoenfrentarse con dos enemigossimultáneamente. Era mejor ir a Boston,al conglomerado tan adecuadamentellamado Trans-Communications.

En algún lado, de alguna forma,dentro de las altas esferas de esa vastaorganización encontraría a un hombre…un hombre con un círculo azul en elpecho, o conectado con Scozzi-Paravicini o Verachten, y ese hombresusurraría la voz de alarma queconvocaría a Joshua Appleton IV. Lo

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atraparían, lo capturarían en Boston. Ycuando acabaran con él, el secreto delMatarese quedaría revelado por la bocade un hombre cuyas impecablescredenciales sólo podían equipararse asu increíble falsedad. Tenía que serAppleton; no quedaba nadie más. Siellos…

Scofield buscó el arma en supistolera. La puerta de su habitación, aseis metros de distancia del pasillo,estaba abierta. No existíancircunstancias imaginables que lepermitieran pensar que se había quedadoabierta adrede. Tenía que haber unintruso… o intrusos.

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Se detuvo, sacudió la parálisis de sumente y corrió a un lado de la puerta,apoyando la espalda contra la pared. Selanzó hacia adentro, agachado, la pistolaal nivel de los ojos, preparado paradisparar.

No había nadie, nadie en absoluto.Nada más silencio y una habitación muyarreglada. Demasiado arreglada; elmapa de carreteras había desaparecidode la mesa, los vasos estaban lavados,la bandeja de plata puesta de nuevo enel estante, los ceniceros bien limpios.No había evidencia de que la habitaciónhubiera sido ocupada. Luego, vio algoque lo volvió a paralizar.

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En el suelo, al lado de la mesa seencontraban su portafolio y su maleta,cuidadosamente juntos, en la forma enque un mozo o un portero los hubieracolocado. Y también cuidadosamenteenvuelto, sobre la maleta se hallaba suimpermeable azul oscuro. Un huéspeddel hotel que se preparaba a partir.

Dos huéspedes ya habían partido:Antonia y Taleniekov.

La puerta del dormitorio estabaabierta, la cama hecha; de la mesilla denoche quitaron la jarra de agua y elcenicero que una hora antes se veíarepleto de cigarrillos a medio fumar,testimonio de una noche y un día plenos

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de ansia y dolor.Silencio. Nada.Sus ojos se fijaron repentinamente

en una cosa, también en el suelo, quehacía contraste con la pulcritud de lahabitación, y se sintió enfermo. En laalfombra, al lado izquierdo de la mesa,se veía un círculo de sangre, un círculoirregular, aún húmedo, aún reluciente. Yluego, miró hacia arriba. Un pequeñopanel de cristal había volado de laventana.

—¡Toni! —El grito salió de sugarganta, rompió el silencio, pero nopudo contenerse. No podía pensar, nimoverse.

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Un segundo panel de cristal de laventana saltó de su marco de maderahecho añicos y escuchó el zumbido deuna bala que se enterró en la pared, asus espaldas. Se tiró al suelo.

Sonó el teléfono, y el tintineo de lacampanilla le pareció en cierta formauna prueba de locura. Se arrastró hastael escritorio, por debajo de la ventana.

—¿Toni?… ¡Toni! —estabagritando, llorando, y, sin embargo, aúnno había llegado al escritorio, ni tocadoel teléfono.

Alzó la mano y bajó el aparato alsuelo, junto a él. Levantó el auricular yse lo puso al oído.

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—Siempre lo podremos encontrar,Beowulf —recordó la voz con elpreciso acento inglés, al otro lado de lalínea—. Se lo dije cuando hablamosantes.

—¿Qué han hecho con ella? —gritóBray—. ¿Dónde está?

—Sí, pensamos que esta sería sureacción. Bastante extraño viniendo deusted, ¿no le parece? Ni siquierapregunta por la Serpiente.

—¡Basta! ¡Dígame!—Trato de hacerlo. A propósito,

usted cometió un grave error, de nuevoextraño para alguien tan experimentado.Sólo tuvimos que seguir a su amigo

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Symonds desde Belgravia. Una rápidainspección del registro del hotel, asícomo el tiempo y método de registrarse,nos dieron su habitación.

—¿Qué ha hecho usted con ella…con ellos…?

—El ruso está herido, pero puedeque sobreviva. Al menos, el tiemposuficiente para nuestros propósitos.

—¡La muchacha!—Está en camino a un aeropuerto,

así como la Serpiente.—¿Dónde la van a llevar?—Creemos que usted lo sabe. Fue lo

último que anotó antes de mencionar alcorso. Una ciudad en el estado de

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Massachusetts.—¡Oh, Dios! ¿Symonds?—Muerto, Beowulf. Tenemos la

libreta. Estaba en su automóvil. Paratodos los efectos, Roger Symonds, MI-6,ha desaparecido. En vista de suprograma, puede que lo relacionen conlos terroristas que masacraron alSecretario de Asuntos Exteriores deInglaterra y a su familia.

—Ustedes… bastardos.—No. Meramente profesionales.

Creo que usted debe apreciar eso. Siquiere recuperar a la muchacha, tendráque seguirnos. Verá usted, hay alguienque quiere conocerle.

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—¿Quién?—No sea estúpido —dijo

abruptamente el mensajero sin rostro.—¿En Boston?—Me temo que no puedo ayudarle a

llegar hasta allá, pero tenemos granconfianza en usted. Regístrese en elHotel Ritz Carlton, bajo el nombre de…Vickery. Sí, ése es un buen nombre;suena tan benigno…

—Boston —insistió Bray, agotado.De nuevo se escuchó el estallido de

un cristal; un tercer panel de la ventanasaltó, hecho añicos, de su marco.

—Ese disparo —anunció la voz enel teléfono— es un símbolo de nuestra

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buena fe. Podíamos haberlo matado conel primero.

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31Llegó a la costa de Francia, de la mismamanera en que la había dejado cuatrodías antes: en lancha de motor, por lanoche. El viaje a París tomó más tiempodel previsto; el contacto que esperabautilizar no quiso tener nada que ver conél. Se había corrido la noticia; el preciopor su cabeza era demasiado alto, elcastigo por ayudar a Beowulf Agate,demasiado severo. El hombre debíafavores a Bray, pero prefirió nomezclarse en el asunto.

Scofield encontró a un gendarme,fuera de servicio, en un bar de

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Boulogne-sur-Mer; el trato fue rápido.Necesitaba que lo llevaran al aeropuertode Orly, en París. La cantidad ofrecidale pareció astronómica al gendarme;Bray llegó a Orly al amanecer. A eso delas 9 un tal señor Edmonton se hallabaen el primer vuelo de Air Canadá aMontreal. El avión despegó y suspensamientos volvieron a Antonia.

La utilizarían para atraparlo, perocon toda seguridad no la dejarían seguircon vida una vez que la trampa secerrara. Así como tampoco dejaríanvivir a Taleniekov, una vez que hubieranaveriguado todo lo que sabía. Nisiquiera la Serpiente sería capaz de

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resistir inyecciones de escopolamina ode amytal sódico; ningún hombre podíabloquear su memoria o prohibir el flujode información, una vez que las puertasde la memoria se abrieranquímicamente.

Estas eran las cosas que tenía queacatar, y, una vez aceptadas, basar susacciones en esa realidad. No se haríaviejo con Antonia Graves; no habríaaños de paz. Una vez que comprendióesto, no quedaba más que tratar deinvertir la conclusión, a sabiendas deque las probabilidades de lograrlo eranremotas. Poniéndolo en forma sencilla,puesto que no había absolutamente nada

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que perder, tampoco existía riesgo queno pudiera correr, ni estrategiademasiado absurda, que considerar.

La clave estaba en Joshua Appleton.¿Era posible que el senador fuera unactor tan consumado como para habersido capaz de engañara tantos, tan bien,por tanto tiempo? Evidentemente era así;alguien entrenado desde su nacimientopara alcanzar una sola meta, conilimitados fondos y habilidades a sudisposición, podía probablementeocultar cualquier cosa. Pero el espacioque necesitaba llenar se encontraba enlas historias de Josh Appleton comooficial de la Infantería de Marina de

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EEUU en Corea. Eran historias bienconocidas, que los dirigentes de suscampañas políticas habían dado a lapublicidad, y que el propio candidatopuso de relieve por su renuencia a hacercomentarios sobre ellas, con excepciónde sus alabanzas a los hombres quecombatieron bajo su mando.

El capitán Joshua Appleton fuecondecorado en cinco ocasionesdiferentes por su valor bajo el fuegoenemigo, pero las medallas eranúnicamente símbolos, mientras que eltributo de sus hombres era un canto degenuina devoción. Josh Appleton era unoficial dedicado al planteamiento de que

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ningún soldado debía correr un riesgoque él mismo no estuviera dispuesto acorrer; y ningún hombre de infantería,por muy gravemente herido que sehallara o por muy desesperada que fuerala situación, debía ser abandonado alenemigo si existía la más remotaprobabilidad de rescatarlo. Con talesprincipios, no siempre era el mejor delos oficiales, pero sí el mejor de loshombres. Continuamente se exponía alos más severos castigos para salvar lavida de un soldado raso, o para atraer elfuego enemigo de un pelotón hacia símismo. Lo habían herido en dosocasiones, mientras sacaba heridos de

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las colinas de Panmunjom, y por pocopierde la vida en Chosan al arrastrarsepor las líneas enemigas para dirigir unrescate en helicóptero.

Después de la guerra, ya en su país,Appleton afrontó otro infortunio tanpeligroso como cualquiera que hubieraexperimentado en Corea: un accidentecasi fatal, en la autopista deMassachusetts. Su automóvil saltó porencima del camellón y se estrelló contraun camión que venía en direcciónopuesta. Las heridas que sufrió de pies acabeza fueron tan graves que losdoctores del Hospital General deMassachusetts estuvieron a punto de

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darlo por muerto. Cuando se emitieronboletines acerca de lo ocurrido a estehombre tan condecorado, hijo de unaprominente familia, la gente acudió detodas partes del país. Mecánicos,conductores de autobuses, campesinos,empleados y los soldados que habíanservido bajo el «Capitán Josh».

Durante dos días y dos noches semantuvieron en vigilia, los másexhibicionistas orando en público, otrossimplemente sentados, ensimismados ensus pensamientos o rememorando en vozbaja con sus antiguos camaradas. Ycuando la crisis pasó, esos hombresregresaron a sus hogares. Vinieron

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porque así lo quisieron; regresaron sinsaber si su presencia había servido dealgo, pero con la esperanza de que asíhubiera sido. El capitán JoshuaAppleton IV, de la Infantería de Marinade Estados Unidos, merecía esaesperanza.

Ese era el espacio en blanco queBray no podía llenar ni comprender. Elde ese capitán que arriesgó su vida tanfrecuente, tan abiertamente, por otroshombres. ¿Cómo podían conciliarseesos riesgos con un hombre programadodesde su nacimiento para llegar a laPresidencia de los Estados Unidos?¿Cómo podía justificar sus repetidas

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exposiciones a la muerte, ante elMatarese?

En alguna forma lo había logrado,pues ya no cabía ninguna duda de lo querepresentaba el senador JoshuaAppleton. El hombre que antes deacabar el año sería elegido Presidentede los Estados Unidos, estabainextricablemente envuelto en unaconspiración tan peligrosa como la quemás en toda la historia del país.

En Orly, Scofield compró la ediciónde París del Herald Tribune, para ver sihabía salido la noticia de la masacre dela familia Waverly. No encontró ningunamención, pero sí una noticia en la

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segunda página. Otro artículo acerca deTrans-Communications y suparticipación en las IndustriasVerachten, que incluía una lista parcialde la mesa directiva del conglomeradode Boston. El tercer nombre era el delsenador de Massachusetts.

Joshua Appleton no sólo era unconsigliere del Matarese, sino el únicodescendiente de aquella lista deinvitados a Porto Vecchio, setenta añosatrás, lo cual lo convertía en un herederopor excelencia.

—Mesdames et messiurs, votreattention s’il vous plait. A votregauche, les Iles du Canal de la Manche

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[1]… —La voz del piloto partía delaltavoz del avión. Estaban pasandosobre las islas del canal; en seis horasestarían en la costa de Nueva Escocia, yuna hora más tarde en Montreal. Cuatrohoras después, Bray cruzaría la fronteracon Estados Unidos, al sur de Lacolle,en el río Richelieu, por las aguas dellago Champlain.

En unas horas comenzaría la locurafinal. Viviría o moriría. Si no podíavivir en paz con Toni, sin la sombra deBeowulf Agate frente a él o detrás de él,no le importaba vivir más. Se sentíalleno de… un gran vacío. Si ese terriblevacío pudiera ser erradicado,

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reemplazado por el sencillo placer decompartir la vida con otro ser humano,entonces los años que le quedaran seríanbienvenidos.

Si no, que se fueran al demonio.Boston.Hay alguien que quiere conocerle.¿Quién? ¿Por qué?Para hacerle un consigliere del

Matarese… considere lo que ustedpodría aportar a tal organización.

No era difícil de definir. Taleniekovtenía razón. De Moscú no podían surgirgrandes sorpresas, pero en Washingtonse podrían hallar asombrosasrevelaciones. Beowulf Agate sabía

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dónde estaban los cuerpos, y cómo y porqué no respiraban ya. Podría serinapreciable.

Lo quieren a usted. Si no lo puedentener a su lado, lo matarán. Pues queasí sea; él no sería un premio para elMatarese.

Cerró los ojos; necesitaba dormir.Habría poco tiempo para ello en lospróximos días.

La lluvia caía sobre el parabrisas enráfagas continuas, precipitándose haciala derecha bajo la fuerza del viento quesoplaba desde el Atlántico por toda la

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autopista de la costa. Scofield alquiló unautomóvil en Portland, con una licenciapara conducir y una tarjeta de créditoque nunca había usado. Pronto estaría enBoston, pero no como el Matareseesperaba. No iba a atravesar a todaprisa medio mundo y anunciar su llegadamediante su registro en el Ritz Carltonbajo el nombre de Vickery, sólo paraesperar a que el Matarese hiciera susiguiente movimiento. Un hombre presadel pánico lo hubiera hecho así, unhombre que sentía que esa era la únicaforma de salvar la vida de alguien aquien amaba profundamente también lohubiera hecho; pero él estaba más allá

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del pánico, había aceptado la pérdidatotal, y por tanto, podía refrenarse yconcebir su propia estrategia.

Estaría en Boston, en la cueva delenemigo, pero éste no lo sabría. El RitzCarlton recibiría dos telegramas, en dosdías seguidos. El primero llegaría al díasiguiente, requiriendo una suite para elseñor B. A. Vickery, de Montreal. Elsegundo se enviaría en la tardesiguiente, anunciando que el señorVickery se había retrasado y quellegaría dos días más tarde. No habríaninguna dirección para Vickery, sólo lasoficinas de telégrafos en Montreal, ni sepediría confirmación, pues se suponía

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que alguien en Boston se aseguraría deque las habitaciones estuvierandisponibles.

Sólo dos telegramas, enviados desdeMontreal; el Matarese no tendría másalternativa que creer que aún estaba enCanadá. Lo que no podían saber(podrían sospecharlo, pero no tener lacerteza) es que había utilizado a alguienpara enviarlos. Se puso en contacto conun séparatiste que conocía de antes, y seencontró con él en el aeropuerto; leentregó los dos telegramas escritos amano, así como una suma de dinero einstrucciones acerca de cuándo y dedónde enviarlos. Si el Matarese

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telefoneaba a Montreal para unainmediata confirmación del origen,encontrarían las formas escritas de puñoy letra de Bray.

Tenía tres días y una noche paraoperar dentro del territorio delMatarese, y averiguar todo lo quepudiera acerca de TransCommunicationsy de su jerarquía. Para encontrar algunafalla lo suficientemente significativapara que se convocara al senador JoshuaAppleton IV, a Boston, bajo sus propiascondiciones, en un estado de pánico.

¡Tanto que averiguar en tan pocotiempo!

Scofield dejó que su mente divagara

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hacia todas las personas que habíaconocido en Boston y Cambridge, comoestudiante y como profesional. Entreaquella muchedumbre de adaptados einadaptados tenía que haber alguien quele pudiera ayudar.

Pasó un letrero de la carretera, quele indicaba que estaba saliendo de lapoblación de Marblehead; estaría enBoston en menos de treinta minutos.

Eran las 5:35; las bocinas de losconductores impacientes resonaban portodos lados, mientras el taxi bajaba avuelta de rueda por la calle Boylston, en

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el congestionado distrito comercial de laciudad. Dejó el auto alquilado, en unrecóndito espacio del estacionamientosubterráneo de Prudential, donde estaríaa su disposición si lo necesitaba, perono sujeto a las variantes del clima o delvandalismo. Iba camino de Cambridge;un nombre había surgido en su mente. Unhombre que se pasó veinticinco añosenseñando leyes corporativas en laFacultad de Comercio de Harvard. Brayno lo conocía, así que era imposible queel Matarese lo relacionara con supersona.

Extraño, pensó Bray mientras el taxipasaba por el puente Longfellow,

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extraño que tanto él como Taleniekovhubieran tenido que regresar, aunquefuera brevemente, a los lugares en queambos comenzaron su vida.

Dos estudiantes, uno en Leningrado,otro en Cambridge, ambos con ciertotalento para los idiomas.

¿Estaría Taleniekov aún vivo? ¿Oestaba muerto o muriendo en algún lugarde Boston?

Toni aún vivía; la mantendríanviva… por algún tiempo.

No pienses en ellos. ¡No pienses enella ahora! No hay esperanza. Enrealidad, no la hay. Acéptalo, resígnatea ello. Después haz todo lo que

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puedas…El tráfico se paralizó de nuevo en

Harvard Square; el torrente de lluviacausaba un embrollo en las calles. Lagente se amontonaba en los quicios delas tiendas; los estudiantes, en ponchos ypantalones de dril, corrían de acera enacera, saltando sobre el inundadoarroyo, refugiándose bajo el toldo de unenorme puesto de periódicos…

Sobre el toldo del quiosco había unletrero que decía PERIODICOS DETODAS PARTES DEL MUNDO. Brayatisbó por la ventanilla, a través de lalluvia y la multitud de cuerpos. Unnombre, un hombre dominaba los

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encabezados que se podían distinguir.¡Waverly! ¡David Waverly! ¡El

Secretario de Asuntos Exteriores deInglaterra!

—Déjeme aquí —le ordenó altaxista, tomando la maleta y elportafolio.

Se abrió paso entre la muchedumbre,tomó dos periódicos locales de una filade veinticuatro ediciones diferentes,dejó un dólar y cruzó corriendo la calleen cuanto el tráfico le dio oportunidad.Media cuadra más adelante, en laavenida Massachusetts, había unrestaurante alemán que recordabavagamente de sus años estudiantiles.

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La entrada estaba repleta de gente;pidiendo excusas, Scofield se abriópaso hasta la puerta, usando su maletacomo escudo protector.

Adentro, una hilera de genteesperaba mesas; se fue al bar y pidió unwhisky escocés. Mientras le servían lacopa, abrió el primer periódico. Era elGlobe de Boston; empezó a leer,dejando correr los ojos por las palabras,reteniendo los puntos salientes delartículo. Lo acabó y tomó el Times, deLos Angeles; la historia era idéntica a ladel Globe; debía provenir de algunaagencia noticiosa y, casi con todaseguridad, era la versión oficial de

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Whitehall, justo lo que Bray deseabaconocer.

Se atribuía la masacre de DavidWaverly, su esposa, hijos y sirvientes,en Belgravia Square, a un grupoterrorista, probablemente una facción defanáticos palestinos. Se señalaba, noobstante, que ningún grupo se habíaresponsabilizado todavía por el acto, yla O.L.P. negaba vehemente suparticipación. Se recibieron mensajes decondolencia de dirigentes políticos detodo el mundo; parlamentos ypresidiums, congresos y cortes reales,todos interrumpieron sus actividadespara expresar su ira y su dolor.

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Bray releyó ambos artículos, asícomo las notas relacionadas en cadaperiódico, en busca del nombre deRoger Symonds. Pero éste no apareciópor ninguna parte; tomaría días, en casode que llegara a aparecer. Lasespeculaciones eran demasiadofantásticas; las posibilidades,demasiado improbables: un alto oficialde la Inteligencia Británica conectado enalguna forma con el asesinato delSecretario de Asuntos Exteriores… ElMinisterio pondría una tapadera a lamuerte de Symonds, por diversasrazones. No era el momento de…

Los pensamientos de Scofield

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quedaron interrumpidos. En la difusa luzdel bar se le había pasado por alto unboletín de última hora del Globe.

LONDRES, 3 de Marzo —Un aspecto extraño y brutal delos asesinatos de los Waverlyfue revelado por la policía haceapenas unas horas. Después derecibir un disparo en la cabeza,a David Waverly le dieron loque evidentemente fue ungrotesco coup de grace: undisparo a bocajarro en elpecho, que literalmente learrancó la parte izquierda del

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abdomen superior y una partedel tórax. El médico que loexaminó no pudo explicarse elmétodo, ya que para causarsemejante herida (considerandoel calibre y la proximidad delarma) la persona que dispara elarma corre un riesgoconsiderable. La policíalondinense sospecha que elarma utilizada fue unaprimitiva escopeta de cañóncorto, favorita entre los gruposde bandidos del Mediterráneo.La Enciclopedia de Armas de1934 se refiere a esta escopeta

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como la Lupo, que en italianosignifica «lobo».

El examinador médico en Londrespudo haber tenido dificultad en hallaruna razón para el «método de asesinar»,pero no Scofield. Si el Secretario deAsuntos Exteriores de Inglaterra tenía uncírculo azul en su pecho, en forma demarca de nacimiento, éste habríadesaparecido.

Y encerraba un mensaje lautilización de la Lupo. El Mataresequería que Beowulf Agate entendieraclaramente cuán lejos y quéextensamente se había propagado la

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fiebre corsa, y hasta qué círculos depoder había llegado.

Acabó su bebida, dejó el dinero enel mostrador del bar, junto con los dosperiódicos, y buscó un teléfono. Elnombre que le vino a la mente, elhombre a quien quería ver, era el doctorTheodore Goldman, decano de laFacultad de Comercio de Harvard y unaespina en el costado del Departamentode Justicia. Porque era un abierto críticode la División Anti-Trust, proclamandoincesantemente que procesaba a lospeces chicos y dejaba a los tiburonesretozar libremente. Era un enfantterrible de edad madura, que se divertía

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peleando con gigantes, porque él mismoera un gigante que encubría su genio trasuna fachada de inocente buen humor queno engañaba a nadie.

Si había alguien que pudiera arrojarluz sobre ese conglomerado que sellamaba Trans-Communications, ése eraGoldman.

Bray no lo conocía, pero sí conocióa su hijo el año anterior en La Haya,bajo circunstancias potencialmentedesastrosas para un joven piloto de laFuerza Aérea. Aarón Goldman se habíaemborrachado, cerca de Groote Kerk, encompañía de ciertos hombres queestaban involucrados en una infiltración

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de la OTAN, por parte del KGB. El hijode un prominente judío norteamericanoera material de primera clase para lossoviéticos.

Un desconocido oficial deinteligencia se llevó al piloto del lugar,le quitó la borrachera a bofetadas y leordenó que regresara a su base. Despuésde innumerables tazas de café, AarónGoldman expresó su agradecimiento.

—Si usted tiene algún muchacho quequiera ir a Harvard, hágamelo saber. Nosé quién es usted, pero hablaré con mipadre, se lo juro. ¿Cómo diablos sellama usted?

—Mi nombre no importa —había

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dicho Scofield—. Ahora vete de aquí yno compres papel para máquina deescribir en la cooperativa. Es másbarato en la calle.

—De qué…—Vete de aquí.Bray vio la cabina telefónica en la

pared; tomó su equipaje y caminó haciaella.

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32Scofield recogió un pequeño trozomojado de papel de periódico, de laacera empapada por la lluvia, y caminóhacia la estación del metro en HarvardSquare. Bajó al nivel inferior y depositósu maleta de cuero en un casillero, bajollave. Si se la robaban, eso le revelaríaalgo, y no había nada en la maleta queno pudiera ser reemplazado. Deslizócuidadosamente el papel mojado bajouna esquina de la maleta. Más tarde, siel trozo de papel estaba enrollado o rotoen la superficie, se daría cuenta de otracosa: de que la maleta había sido

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registrada y que el Matarese le tenía ensu mira.

Diez minutos después tocó el timbrede la casa de Theodore Goldman, en lacalle Brattle. Le abrió una mujerdelgada, de edad madura, rostroatractivo y ojos de curiosidad.

—¿Señora Goldman?—¿Sí?—Telefoneé a su esposo hace unos

minutos…—Oh, sí, por supuesto. Bueno, por

Dios, ¡salga de la lluvia! Está cayendocomo si fuera un diluvio de cuarentadías. Entre, entre. Yo soy AnneGoldman.

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Tomó su abrigo y sombrero; él sequedó con el portafolio.

—Le ruego disculpe la molestia.—No diga tonterías. Aarón nos

contó lo de aquella noche en La Haya.¿Sabe usted? Nunca he podido entenderdónde está ese lugar. ¿Por qué tienenque llamar a una ciudad La algo?

—Es confuso.—Me imagino que nuestro hijo

estaba bastante confuso aquella noche;que es la forma en que una madre puededecir que estaba borracho —indicó conun gesto una puerta de doble hoja, tancomún en los hogares de la vieja NuevaInglaterra—. Theo está en el teléfono y

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tratando de hacerse un cóctel al mismotiempo; se está poniendo frenético. Odiael teléfono y le encanta su copa en lanoche.

Theodore Goldman no era muchomás alto que su esposa, pero había talvitalidad en su persona, que parecía másgrande de lo que era. Como no podíaocultar su intelecto, lo camuflaba con susentido del humor, lo cual ofrecía a losvisitantes, y sin duda a sus colegas, laoportunidad de relajarse.

Se sentaron en tres sillones de cuero,frente al fuego de la chimenea: losGoldman con sus cócteles y Bray con suwhisky escocés. La lluvia afuera seguía

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arreciando, golpeando los cristales delas ventanas. La escapada del hijo en LaHaya se mencionó brevemente. Scofieldno le dio mucha atención al asunto; sinduda fue una noche de expansión, sinimportancia.

—Pero con importantesconsecuencias, me temo —indicóGoldman, si no hubiera andado por allíun desconocido oficial de inteligencia.

—Su hijo es un buen piloto.—Esperamos que lo sea; no es un

buen bebedor. —Goldman se recostó enel sillón—. Pero ahora, ya que hemosconocido a este caballero desconocido,que tuvo la gentileza de darnos su

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nombre, ¿en qué podemos servirle?—Para empezar, le ruego que no

diga a nadie que vine a verlo. —Esosuena ominoso, señor Vickery. No estoyseguro de que apruebe las tácticas deWashington en estas áreas.

—Ya no estoy ligado conWashington; mi petición es personal.Para serle franco, el gobierno ya no meconsidera persona grata, porque en miantiguo empleo creo que averigüé ciertainformación que Washington, y sobretodo el Departamento de Justicia, noquiere que sea revelada. Yo creo que sídebe serlo; esta es la forma más sencillaen que puedo exponerlo.

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Goldman no vaciló en contestar:—Es suficientemente claro.—Con toda honestidad, utilicé mi

breve encuentro con su hijo como unaexcusa para hablar con usted. No es muyloable, pero es la verdad.

—Admiro la verdad. ¿Por quéquería verme?

—Hay una compañía aquí en Boston;al menos la casa matriz está aquí. Es unconglomerado llamado Trans-Communications.

—Vaya si lo es —confirmóGoldman, riendo—. La NoviaAlabastrina de Boston. La Reina de lacalle Congress.

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—No entiendo.—La torre de Trans-Comm —

explicó Anne Goldman—. Un edificiode piedra blanca, de treinta o cuarentapisos, con filas de vidrios matizados deazul en cada uno.

—La torre de marfil con millares deojos que lo contemplan a uno —agregóGoldman, aún divertido—. Dependiendodel ángulo del sol, algunos parecenabiertos, otros cerrados, mientras otrossemejan hacer guiños.

—¿Guiños? ¿Cerrados?—Ojos —aclaró Anne, guiñando

uno de los suyos—. Las líneashorizontales de cristal matizado son

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enormes ventanas, filas y filas degrandes círculos azulados.

Scofield sostuvo la respiración. Pernostro circolo.

—Suena raro —dijo sin ponerénfasis en sus palabras.

—En realidad es bastanteimpresionante —replicó Goldman—. Unpoco outre para mi gusto, pero supongoque de eso se trata. Hay una especie depureza ultrajada en ella, como un astablanca plantada en medio de la oscurajungla de hormigón del distritofinanciero.

—Eso es interesante —rubricó Bray,sin poder contenerse; hallaba una oscura

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analogía en las palabras de Goldman. Elasta blanca se convertía en rayo de luz;la jungla era el caos.

—Y basta ya de la NoviaAlabastrina —cortó el profesor de leyes—. ¿Qué quería saber acerca de Trans-Comm?

—Todo lo que pueda decirme.Goldman quedó ligeramente

sorprendido.—¿Todo? No estoy seguro de saber

tanto. Se trata del clásico conglomeradomultinacional, eso sí puedo decírselo.Extraordinariamente diversificado,brillantemente dirigido.

—El otro día leí que mucha gente

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del mundo de las finanzas se quedóasombrada ante la importancia de laparticipación que tenía en Verachten.

—Sí —reconoció Goldman,asintiendo con la cabeza en esa formaexagerada con que se hace cuandoalguien escucha la repetición de unabsurdo—. Mucha gente se quedóasombrada, pero no yo, Por supuestoque Trans-Comm es dueña de una granparte de Verachten. Me atrevería aafirmar que podría mencionar otroscuatro o cinco países en donde suparticipación asombraría a esa mismagente. La filosofía de un conglomeradoconsiste en comprar cuanto le sea

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posible y diversificar sus mercados.Utiliza y rechaza al mismo tiempo lasleyes maltusianas de economía. Crea laagresiva competencia dentro de suspropias filas, pero hace todo lo posiblepor deshacerse de toda competenciaexterior. En eso consisten lasmultinacionales, y Trans-Comm es unade las de mayor éxito en todo el mundo.

Bray observó al abogado mientrashablaba. Goldman era un maestro innato;su forma de hablar era contagiosa en suentusiasmo.

—Comprendo lo que dice, pero noentendí una de sus afirmaciones. Dijoque podía mencionar cuatro o cinco

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países en los que Trans-Comm habíainvertido fuertemente. ¿Cómo puedehacer eso?

—No sólo yo, cualquiera puedehacerlo. Basta con que lea y use un pocola imaginación. Las leyes, señorVickery. Las leyes del país huésped.

—¿Las leyes?—Son lo único que no puede

evitarse, la única protección que tienencompradores y vendedores. En lacomunidad internacional de las finanzasocupan el lugar de los ejércitos. Cadaconglomerado debe sujetarse a las leyesdel país en que operan sus divisiones.Pues bien, estas mismas leyes, a menudo

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aseguran lo confidencial; son lasestructuras dentro de las cuales lasmultinacionales tienen que funcionar,corrompiéndolas y alterándolas siempreque pueden, por supuesto. Y ya que lohacen, tienen que buscar intermediariospara representarlos. Legalmente. Unabogado de Boston, que practica lasleyes de Massachusetts, sería de pocovalor en Hong Kong o Essen.

—¿Qué está tratando de decir?—Estudie los bufetes de abogados

—propuso Goldman, inclinándose denuevo hacia adelante—. Compare éstosy sus lugares, con el nivel general de susclientes y los servicios por los que son

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más reconocidos. Cuando ustedencuentra uno especializado en negociarla compra e intercambio de acciones,mira a su alrededor para ver quécompañías en esa área están maduraspara la adquisición. —El académicolegal estaba disfrutando de su charla—.Es bastante sencillo, y un juego de lomás divertido. Le he dado el gran sustoa más de un ejecutivo de corporaciones,en los seminarios de verano, al decirlehacia dónde creía que iban encaminadoslos dirigentes de su compañía. Tengo unpequeño archivo, en tarjetas, dondeapunto todos esos sabrosos datos.

Scofield no se pudo contener; tenía

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que saberlo.—¿Tiene alguna tarjeta para Trans-

Comm?—Oh, claro. Eso es lo que quise

decir respecto a los otros países.—¿Cuáles son?Goldman se levantó frente a la

chimenea, frunciendo el ceño mientrastrataba de recordar.

—Empecemos con las industriasVerachten. Los informes internacionalesde Trans-Comm incluyen pagosimportantes a la firma Gehmeinhoff-Salenger, de Essen, que tiene relacioneslegales directas con Verachten. Y noestán interesados en transacciones de

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unos cuantos dólares; Trans-Comm teníaque ir detrás de una buena porción delconglomerado. Aunque tengo quereconocer que ni siquiera yo pensabaque esa porción era tan grande como losrumores indican. Probablemente no losea.

—¿Y qué hay de los otros?Veamos… Japón. Kyoto. TC usa la

firma de Aikawa-Onmura y algo más.Yo diría que se trata de YakashubiElectronics.

—Esa es bastante fuerte, ¿no cree?—Panasonic no se le compara.—¿Y en Europa?—Bueno, sabemos de Verachten —

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Goldman frunció los labios—. Luegoestá por supuesto Amsterdam; el bufetede abogados allí es Hainaut e hijos, loque me hace creer que Trans-Comm haadquirido gran parte de NetherlandsTextiles, que es una pantalla para unaserie de compañías que van deEscandinavia a Lisboa. De ahí podemospasar a Lyon.

El abogado se detuvo y sacudió lacabeza. —No, eso está probablementeligado con Turín.

—¿Turín? —Bray se inclinó haciaadelante.

—Sí, están tan íntimamenterelacionados, los intereses son tan

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compatibles, que no hay duda de que losanteriores dueños están en Turín.

—¿Quién está en Turín?—El bufete de abogados Palladino-

e-La Tona, que no puede ser más queuna compañía, o compañías: Scozzi-Paravicini.

Scofield se puso rígido.—Son un monopolio, ¿no es así?—Oh, Dios, claro que sí. Agneli y

Fiat se llevan toda la publicidad, peroScozzi-Paravicini maneja el Coliseo y atodos los leones. Cuando uno loscombina con Verachten y NetherlandsTextiles, agrega Yakashubi, Singapur yPerth, y una docena más de compañías

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en Inglaterra, España y Sudáfrica, queno he mencionado, resulta que la NoviaAlabastrina ha formado una federaciónmundial.

—Parece como si usted lo aprobara.—No, en realidad no lo apruebo. No

creo que nadie pueda aprobar que tantopoder económico se centralice de esamanera. Es una corrupción de la leymaltusiana; la competencia es falsa.Pero respeto la realidad del geniocuando sus logros son tan gigantescos.

Trans-Communications fue una ideanacida y desarrollada en la mente de unhombre: Nicholas Guiderone.

—He oído hablar de él. Un moderno

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Carnegie o Rockefeller, ¿no es así?—Mucho más. Los Genen, los

Lucas, los Bluedhorns, los genios deDetroit y Wall Street, ninguno de ellospuede tocar a Guiderone. El es el últimode los gigantes, un monarca realmentebenigno de la industria y las finanzas.Ha sido honrado por la mayoría de losprincipales gobiernos de Occidente y nopocos del bloque comunista, incluyendoMoscú.

—¿Moscú?—Desde luego —corroboró

Goldman, dando las gracias con unmovimiento de cabeza a su esposa, quele servía un segundo cóctel en su copa

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—. Nadie ha contribuido más apromover el comercio entre el Oriente yel Occidente, que Nicholas Guiderone.En realidad, no se me ocurre quién hahecho más que él para fomentar elcomercio internacional en general. Yatiene más de ochenta años, pero entiendoque aún está tan lleno de vitalidad yenergía como cuando salió de laUniversidad Boston Latin.

—¿Es de Boston?—Sí, es una historia notable. Vino a

este país de niño. Un muchachoinmigrante, de diez u once años, sinmadre, que viajó en la bodega de unbarco con su padre, quien apenas sabía

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leer. Supongo que uno lo podríadescribir como la clásica historia delsueño norteamericano.

Involuntariamente, Bray sujetó elbrazo del sillón. Podía sentir la presiónen su pecho, la tirantez en su garganta.

¿De dónde vino ese barco?—De Italia —aclaró Goldman

dando un sorbo a su cóctel—. La partesur, Sicilia, o una de las otras islas.

Bray sintió casi temor de hacer lapregunta:

—¿Sabría usted, por casualidad, siNicholas Guiderone conoció alguna veza algún miembro de la familiaAppleton?

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Goldman miró por encima del bordede su copa.

—Lo sé, y también lo sabe todoBoston. El padre de Guiderone trabajópara los Appleton. Para el abuelo delactual senador, en Appleton Hall. Fue elviejo Appleton quien se dio cuenta de loque el muchacho prometía, le dio suapoyo y convenció a las escuelas de quelo aceptaran. No era tan fácil enaquellos días, a principios de siglo.Apenas un puñado de irlandeses habíanlogrado su segundo grado. Un muchachoitaliano no tenía muchas oportunidades.Era carne del arroyo.

Las palabras de Bray flotaron en el

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aire; apenas las pudo oír él mismo:—Ese era Joshua Appleton II.

¿Verdad?—Sí.—Hizo todo eso por este…

muchacho.—Algo extraordinario, ¿no le

parece? Y los Appleton tenían bastantesdificultades entonces. Estuvieron a puntode arruinarse con las fluctuaciones de labolsa. Estaban al borde del precipicio.Fue como si el viejo Joshua hubieravisto un mensaje místico en algunapared.

—¿Qué quiere decir con eso?—Guiderone lo pagó todo a mil por

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uno. Antes de que Appleton muriera viocómo sus compañías volvían aprosperar, y ganaban dinero en áreasque nunca hubiera soñado; el capitalfluía de los bancos propiedad de aquelmuchacho italiano que él encontró enuna cochera.

—Oh, Dios mío…—Ya se lo dije. Es una historia

fantástica. Ahí está, para todo el que laquiera leer.

—Si uno sabe dónde mirar. Y porqué.

—Usted perdone… Nocomprendo…

—Guiderone… —Scofield sintió

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como si estuviera caminando a través derevolventes círculos de neblina y haciacierta luz espectral. Echó la cabezahacia atrás y contempló en el techo lassombras danzantes que arrojaba el fuegode la chimenea—. Guiderone. Es underivado de la palabra italiana «guida».Un guía.

—O pastor —señaló Goldman.Bray giró la cabeza hacia abajo, sus

ojos muy abiertos, fijos en el abogado.—¿Qué ha dicho?—Yo no lo dije, lo dijo él. Hace

unos seis o siete meses, en las NacionesUnidas —aclaró Goldman, perplejo.

—¿Las Naciones Unidas?

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—Sí. Guiderone fue invitado ahablar ante la Asamblea General; lainvitación fue, a propósito, unánime.¿No se enteró usted? El discurso fuetransmitido a todo el mundo. El lo grabótambién en francés e italiano, paraRadio Internacional.

—No lo escuché.—El eterno problema de las

Naciones Unidas: nadie escucha.—¿Qué es lo que dijo?—Algo muy parecido a lo que usted

acaba de decir. Que su nombre tienecomo raíz la palabra «guida», o guía. Yque eso es lo que siempre pensó de símismo. Como un sencillo pastor guiando

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su rebaño, consciente de las rocosasvertientes y los ríos incruzables… esetipo de cosas. Su petición fue pararelaciones internacionales basadas en lareciprocidad de la necesidad material,la cual afirmó conduciría a unamoralidad más elevada. Fue algoextraño desde el punto de vistafilosófico, pero muy eficaz. Tan eficazque existe una resolución en la agendade esa sesión, para nombrarlo miembrodel Consejo Económico de la O.N.U. Yeso no es meramente un título. Con suexperiencia y sus recursos, no habrágobierno en el mundo que no escuchecon mucha atención cuando él hable.

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Será un amicus curiae extremadamentepoderoso.

—¿Lo escuchó usted cuandopronunció el discurso?

—Claro —aseguró el abogado,riendo—. Era obligatorio en Boston; unoquedaba fuera de la lista de suscriptoresd e l Globe, si se lo perdía. Lo vimostodo en la Televisión Pública.

—¿Cómo se oía?—Bueno, es un hombre muy viejo.

Aún vigoroso, pero de todas manerasbastante viejo. ¿Cómo lo describirías,querida? —Goldman miró a su esposa.

—Igual que tú. Un anciano. No muyalto, pero bastante impresionante, con

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ese aspecto del hombre que estáacostumbrado a que lo escuchen.Recuerdo una cosa, sin embargo, acercade su voz. Era aguda, y tal vez un pocojadeante, pero hablaba con extremaclaridad, haciendo que cada frase fuesemuy precisa, muy penetrante. Bastantefría, en realidad. Era imposible perderuna sola palabra de lo que decía.

Scofield cerró las ojos y pensó enuna mujer ciega, en las montañas sobrePorto Vecchio, en Córcega, moviendo elcuadrante de su aparato de radio yescuchando una voz más cruel que elviento.

Había encontrado al niño pastor.

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33¡Lo había encontrado!

¡Toni, lo he encontrado! ¡Sigueviviendo! No dejes que te destruyan. Nomatarán tu cuerpo, sino que trataránde matar tu mente. No dejes que lohagan. Irán tras tus pensamientos y tuforma de pensar. Tratarán decambiarte, de alterar el proceso que tehace ser lo que eres. No tienen otraalternativa, amor mío. Un rehén debeser programado, incluso después deque se ha cerrado la trampa; losprofesionales entienden eso. Ningún

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caso extremo está fuera deconsideración. Encuentra algo dentrode ti misma; hazlo por mí. Porque,¿sabes, mi gran amor?, he encontradoalgo. Lo he encontrado a él. ¡El niñopastor! Es un arma. Necesito tiempopara utilizarla. Sigue viviendo.¡Conserva tu mente!

Taleniekov; enemigo a quien ya nopuedo seguir odiando. Si estás muertono hay nada que pueda hacer más queseguir adelante, sabiendo que estoysolo. Si estás vivo, sigue respirando.No prometo nada; no hay realmenteesperanza. Pero tenemos algo que no

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habíamos tenido antes. Lo tenemos aél. Sabemos quién es el niño pastor. Lared está ahora definida y circunda elmundo. Scozzi-Paravicini, Verachten,Trans-Communications… y ciencompañías más diferentes entre cadauna. Todas formadas por el niñopastor, todas dirigidas desde una torrealabastrina que contempla la ciudad através de mil ojos… y sin embargo, hayalgo más. ¡Lo sé! ¡Lo siento! Algo másque está en medio de la red. A nosotros,los que hemos «abusado de este mundotanto y por tanto tiempo», se nosdesarrollan ciertos instintos, ¿no esasí? El mío es fuerte. El mío está ahí

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fuera. Pero necesito tiempo. Siguerespirando…, amigo mío.

No puedo pensar en ellos por mástiempo. Tengo que apartarlos de mimente; ellos llegan, interfieren, sonbarreras. Ellos no existen: ella noexiste y la he perdido. Noenvejeceremos juntos; no hayesperanza… Ahora, váyanse. ¡Por elamor de Dios, váyanse!

Se despidió de los Goldmanrápidamente, les dio las gracias y losdejó perplejos con su abrupta partida.Únicamente hizo unas cuantas preguntas

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más, acerca de la familia Appleton;preguntas que cualquier persona enBoston, que tuviera ciertosconocimientos, podría contestar. Lainformación obtenida era todo lo quenecesitaba; no tenía objeto quedarse mástiempo. Caminó bajo la lluvia, fumandoun cigarrillo, sus pensamientosconcentrados en ese fragmento aúnausente que su instinto le decía era unarma más fuerte que el niño pastor, y sinembargo, en cierta forma, parte del niñopastor, intrínseco a los engaños deNicholas Guiderone. ¿Qué era? ¿Dóndeestaba la falsa nota que escuchaba tanclaramente?

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Sabía una cosa, y era algo más quesu instinto. Tenía lo suficiente paraasustar al senador Joshua Appleton IV.Telefonearía al senador a Washington yrecitaría calladamente una serie desucesos que principiaron setenta añosantes, un 4 de abril de 1911, en lascolinas de Porto Vecchio. ¿Tenía elsenador algo que decir? ¿Podría arrojaralguna luz sobre una organizaciónconocida como el Matarese, que empezósus actividades en la segunda década delsiglo, en Sarajevo quizás, vendiendo elasesinato político? Era una organizaciónque la familia Appleton nunca habíaabandonado, porque podía seguirse su

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huella hasta un rascacielos blanco enBoston; una organización, honrada por lapresencia del senador en su mesadirectiva. La era de Acuario se habíaconvertido en la era de la conspiración.Un hombre que marchaba hacia la CasaBlanca tendría que ser presa del pánico,y en el pánico se cometen los errores.

Pero el pánico podía controlarse. ElMatarese montaría las defensas delsenador rápidamente; la presidencia eraun precio demasiado alto para dejarloir. Y las acusaciones de un traidor norepresentaban mayor peligro; eransolamente palabras pronunciadas por unhombre que había traicionado a su país.

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Instinto. Mira al hombre, al hombre,más de cerca.

La apreciación que el país tenía deJoshua Appleton era falsa. Esta era la deuna figura paternal cuyo atractivoabarcaba toda la gama de suscompatriotas. Entonces, ¿cómo era elhombre en su vida cotidiana? ¿Eraposible que el hombre de cada díatuviera debilidades mucho más difícilesde negar que la gran conspiración de quelo acusaba un traidor? ¿Era concebibleque toda la experiencia de Coreahubiera sido un engaño? Cuanto máspensaba Bray acerca de ello, más lógicale parecía esta posibilidad. ¿Se habrían

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comprado testimonios de comandantes ymedallas, y convencido con dinero acentenares de hombres, de que hicieranuna vigilia que a nadie importaba? Nohabía sido la primera vez que la guerrase utilizaba como trampolín para unaafamada vida de civil. Era una maniobraperfecta, natural, si el plan se ejecutabacon precisión; ¿y qué plan podría fallarcuando se contaba con los recursos quecontrolaba el Matarese?

Mira al hombre. Al hombre.Goldman puso a Bray al corriente

sobre la familia Appleton. La residenciaoficial del senador se hallaba en unacasa en Concord, donde él y su familia

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se quedaban sólo durante los meses deverano. Su padre había fallecido variosaños atrás; Nicholas Guiderone rindiósu último homenaje al hijo de su mentor,mediante la adquisición de la enormemansión llamada Appleton Hall; pagó ala viuda un precio muy superior al real yprometió mantener el nombre aperpetuidad. La anciana señoraAppleton vivía actualmente en BeaconHill, en una casa de varios pisos, enLouisburg Square.

¿Qué clase de mujer sería la madre?Según Goldman, debía frisar en lossetenta y pico años. ¿Podría ella decirlealgo? Involuntariamente, tal vez

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bastante. Las madres son mejor fuente deinformación de lo que se cree, no por loque dicen, sino por lo que dejan dedecir, por los temas que cambianabruptamente.

Eran las nueve y veinte. Bray tratóde decidir la posibilidad de vera lamadre de Appleton y hablar con ella. Lacasa podría estar vigilada, pero noexcesivamente. Un automóvilestacionado en la plaza, con vista a lacasa, con un hombre, posiblemente dos.Si se encontraba con esos hombres y losdominaba, el Matarese sabría que sehallaba en Boston; no estaba listo paraeso. No obstante, la madre podría

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proporcionar un atajo, un nombre, unincidente, algo que él pudiera rastrearrápidamente; había tan poco tiempo…Al señor B. A. Vickery se le esperabapronto en el Hotel Ritz Carlton, perocuando él llegara allí tenía que llevarconsigo cierta capacidad denegociación. En el caso óptimo, debíatener su propio rehén; debía tener aJoshua Appleton IV.

Como no había esperanza, tampocohabía nada que no mereciera la penaprobarse. Quedaba el instinto.

La empinada subida a la calle

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Chestnut, en dirección a LouisburgSquare, iba mostrando cuadras de casasprogresivamente más tranquilas. Eracomo si se abandonara un mundoprofano, para entrar en otro sagrado; laschillonas luces de neón eranreemplazadas por el discreto parpadearde las lámparas de gas y las callesempedradas recién lavadas. Llegó a laplaza y permaneció a las sombras de unedificio de ladrillos situado en laesquina.

Sacó unos pequeños gemelos de suportafolio y enfocó el poderoso lenteZeiss-Icon sobre cada automóvilestacionado en las calles alrededor del

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parque con verja, que se hallaba en elcentro de Louisburg Square.

No vio a nadie.Bray volvió a poner los gemelos en

su portafolio, salió de las sombras deledificio de ladrillo y caminó por latranquila calle, hacia la casa deAppleton. Las majestuosas mansionesque rodeaban el pequeño parque, con laverja y puerta de hierro forjado, estabansilenciosas. A esa hora, el aire nocturnopenetraba hasta los huesos, y laslámparas de gas parpadeaban con másrapidez ante las intermitentes ráfagas deaire invernal; las ventanas permanecíancerradas mientras los hogares de las

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chimeneas ardían en Louisburg Square.Era un mundo diferente, remoto, casiaislado, ciertamente en paz consigomismo.

Subió los blancos escalones y tocóel timbre. Las lámparas a ambos ladosde la puerta arrojaban más luz de la queél hubiera deseado.

Oyó el ruido de pasos; unaenfermera abrió la puerta y él se diocuenta inmediatamente de que ella lohabía reconocido; se evidenció en elgrito sofocado, involuntario, que seescapó de sus labios, y en cómo seagrandaron brevemente sus ojos. Esoexplicaba por qué no había nadie en la

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calle; el guardia estaba dentro de lacasa.

—La señora Appleton, por favor.—Siento decirle que se ha retirado.La enfermera empezó a cerrar la

puerta. Scofield puso el pie izquierdosobre la base, apretó el hombro contrael pesado panel de la puerta y la abrió.

—Me temo que usted sabe quién soyyo —comentó cruzando la puerta ydejando en el suelo su portafolio.

La mujer giró sobre sí misma,mientras metía la mano derecha en elbolsillo del uniforme. Bray reaccionóempujándola en la misma dirección enque giraba, sosteniéndola por la muñeca,

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doblándola hacia abajo y apartándola desu cuerpo. Ella lanzó un grito. Scofieldla tiró al suelo al tiempo que le daba unrodillazo en la base de la espina dorsal.Con el brazo izquierdo le sujetó elcuello desde atrás, apoyándose en laespalda de ella, y tiró violentamentehacia arriba en el momento en que lamujer caía; con tres kilos más de presiónle hubiera roto el cuello. Pero no queríahacer tal cosa. Quería viva a esta mujer;ella se desplomó en el suelo, sinconocimiento.

Quedó agachado en silencio, sacó elrevólver de cañón corto del bolsillo dela enfermera, y esperó algún ruido o

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señal de gente. El grito se debía haberoído por toda la casa.

No oyó nada. Sí, había algo, pero tanapagado que no podía distinguir lo queera. Vio un teléfono junto a la escalera yse acercó para tomarlo. Sólo pudoescuchar el zumbido de la línea; nadieestaba utilizando el aparato. Tal vez lamujer le dijo la verdad; era posible quela señora Appleton se hubiera retirado.Lo sabría pronto.

Pero antes tenía que saber otra cosa.Volvió al cuerpo caído de la enfermera,lo arrastró hasta la luz del vestíbulo, ydesgarró el uniforme a la altura delpecho. Luego, rasgó la combinación y el

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sostén; empujó hacia arriba el senoizquierdo y estudió la carne.

Ahí estaba. El pequeño dentadocírculo azul, tal como Taleniekov lodescribiera. Una marca que parecía denacimiento, pero que en realidad era delMatarese.

Repentinamente, desde arriba lellegó el zumbido de un motor; lavibración era constante, en tono bajo.Bray se lanzó en clavado, por sobre elcuerpo inconsciente de la enfermera,hacia las sombras de la escalera, ylevantó su revólver.

Desde la curva del primer descansode la escalera, hizo su aparición una

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anciana. Estaba sentada en la silla, muyadornada, de un elevador automático,con sus débiles manos sosteniendo elposte esculpido que sobresalía delpasamano. Vestía una bata de cuelloalto, color gris oscuro; el rostro que ensu día debió ser muy delicado, se veíaestragado, y su voz era deformada por latensión:

—Me imagino que esa es una formade sujetar a la perra sabuesa, o dearrinconar a la loba en celo, pero si suobjetivo es sexual, jovencito, desconfíode su buen gusto.

La señora de Joshua Appleton IIIestaba borracha. Por supuesto, debió

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estar borracha durante años.—Mi único objetivo, señora

Appleton, es verla a usted. Esta mujertrató de detenerme; éste es su revólver,no el mío. Yo soy un veterano oficial deinteligencia, empleado por el gobiernode Estados Unidos y plenamentepreparado para mostrarle miidentificación. En vista de lo que haocurrido, estoy revisando en busca dearmas ocultas. Haría lo mismo encualquier parte, en cualquier momento,bajo circunstancias similares. —Conesas palabras comenzó él supresentación, y la anciana, con unaecuanimidad nacida de la prolongada

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saturación alcohólica, aceptó supresencia.

Scofield llevó a la enfermera a unapequeña sala, la ató de pies y manos connudos corredizos hechos con susdesgarradas medias de nylon, de las quereservó la banda elástica para utilizarlacomo mordaza firmemente atada a lanuca. Cerró la puerta y volvió al salóndonde se encontraba la señora Appleton.Ella se había servido un brandy; Brayobservó el vaso irregular y las botellascolocadas en diversas mesas por toda lahabitación. El vaso era tan grueso queno se rompería fácilmente, y las botellasde vidrio estaban colocadas de tal

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manera, que era posible servirsenuevamente, cada dos o tres metros, entodas direcciones. Era una terapiainsólita para una persona tan obviamentealcohólica.

—Me temo —comunicó Scofield,haciendo una pausa en la puerta— quecuando su enfermera recobre elconocimiento tendré que darle unaconferencia acerca del usoindiscriminado de armas de fuego. Ellatiene una manera muy extraña deprotegerla, señora Appleton.

—Muy extraña, jovencito —confirmó la anciana, alzando su copa;luego, se sentó cuidadosamente en un

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sillón—. Pero puesto que trató y fracasótan miserablemente, ¿por qué no me dicede qué me estaba tratando de proteger?¿Por qué vino usted a verme?

—¿Me puedo sentar?—Desde luego.—Bray comenzó su estratagema.—Como le mencioné, soy un oficial

de inteligencia agregado alDepartamento de Estado. Hace unos díasrecibimos un informe que implicaba a suhijo, a través de su padre, con unaorganización europea de la que se sabeque durante años ha estado involucradaen crímenes a escala internacional.

—¿En qué? —la señora Appleton

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soltó una risita—. Realmente es ustedmuy divertido.

—Perdóneme, pero no hay nada dedivertido en ello.

—¿De qué está usted hablando?Scofield describió a un grupo de

hombres bastante parecidos al Matarese,mientras observaba cuidadosamente a laanciana en busca de alguna señal de queella hubiera establecido cierta relación.No estaba seguro de haber penetrado ensu nebulosa mente; tenía que apelar a lamadre, no a la mujer.

—La información de Europa fueenviada y recibida bajo la más altaclasificación de seguridad. Creo que soy

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la única persona en Washington que laha leído y, es más, estoy convencido deque puedo mantenerla en secreto. Veráusted, señora Appleton, creo que es muyimportante para este país que nada deesto afecte al senador.

—Jovencito, nada puede afectar alsenador, ¿no sabía usted eso? Mi hijoserá el Presidente de Estados Unidos.Será elegido en el otoño. Todo el mundolo dice. Todos quieren que él lo sea.

—Entonces no me he explicado bien,señora Appleton. El informe de Europapuede traer tremendas consecuencias ynecesito información. Antes de que suhijo se dedicara a la política, ¿trabajaba

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muy de cerca con su padre en losnegocios de los Appleton? ¿Viajabafrecuentemente a Europa con su esposo?¿Quiénes eran sus amigos más cercanosaquí en Boston? Eso es terriblementeimportante. Gente que sólo usted pudieraconocer, hombres y mujeres quevinieron a verle a Appleton Hall.

—Appleton Hall… allá arriba en lacolina Appleton —recordó la ancianacon un sonsonete susurrado que no teníatonada reconocible—. «Con la vista másmajestuosa de Boston… y siempreestará allí». Joshua I escribió eso haceunos cien años. No es muy bueno, perodicen que tomó las notas de un

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clavicordio. Tan típico de los Joshuas,un clavicordio. Tan típico de todosnosotros, realmente.

—Señora Appleton, después de quesu hijo regresó de la guerra de Corea…

—¡Nunca hablamos de esa guerra!—Por un instante los ojos de la ancianamiraron con hostilidad. Luego,retornaron las nubes—. Por supuestoque cuando mi hijo sea Presidente no mesacarán en los noticiarios, como a Roseo a Doña Lillian. Me reservarán paraocasiones muy especiales. —Hizo unapausa y lanzó una carcajada suave,espectral, burlona de sí misma—.Después de sesiones muy especiales con

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el doctor. —Hizo de nuevo otra pausa ylevantó el dedo índice de su manoizquierda, hasta los labios—. Comoverá, jovencito, la sobriedad no es mifuerte.

Scofield la observó cuidadosamente,entristecido por lo que veía. Bajo elrostro estragado hubo una caraencantadora; los ojos que en una épocafueron claros y vivos, flotaban ahora encuencas moribundas.

—Lo siento. Debe ser dolorosoreconocer eso.

—Al contrario —replicócaprichosamente. Ahora le tocaba a ellaestudiarlo a él—. ¿Se cree usted listo?

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—Nunca he pensado si lo soy o no.¿Cuánto tiempo ha estado usted…enferma, señora Appleton?

—Desde que tengo memoria, y esoes bastante tiempo, gracias.

Bray miró de nuevo a las botellas.—¿Ha estado el senador aquí

recientemente?—¿Por qué lo pregunta? —Pareció

intrigada. ¿O estaba en guardia?—Por nada, en realidad —eludió

Scofield descuidadamente; no debíaalarmarla. No ahora. No se sentía segurodel porqué, o de qué era, pero algoestaba sucediendo—. Indiqué a laenfermera que el senador podría

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haberme enviado aquí, que él tal vezestuviera en camino para acá.

—¡Bueno, ahí tiene usted! —gritó lavieja con una nota de triunfo en su voztensa y alcoholizada—. ¡Con razón tratóde detenerlo!

—¿Por todas estas botellas? —preguntó Bray suavemente, señalándolas—. Están llenas; obviamente, cada díase llenan de licor. Tal vez su hijo podríaobjetar…

—Oh, no sea tonto. Ella trató dedetenerlo porque usted mintió.

—¿Mentí?—¡Por supuesto! El senador y yo

sólo nos vemos en ocasiones especiales,

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después de esos tratamientos muyespeciales, cuando me saca para que elpúblico que le adora pueda ver a sumadre que también lo adora. Mi hijonunca ha estado en esta casa, y nuncavendría aquí. La última vez queestuvimos solos fue hace ocho años.Incluso en el entierro de su padre,aunque estuvimos juntos, apenas noshablamos.

—¿Puedo preguntar por qué?—No, no puede. Pero sí puedo

decirle que no tiene nada que ver conesa bobería, por lo poco que pudeentender, de que hablaba antes.

—¿Por qué dijo usted que nunca

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discutía la guerra de Corea?—No suponga nada, jovencito —la

señora Appleton alzó el vaso hasta suslabios; su mano tembló y el vaso cayó,derramando el brandy sobre la bata—.¡Maldita sea! —Scofield empezó alevantarse de la silla—. ¡Déjelo ahí! —ordenó ella.

—Recogeré el vaso —anunció Bray,arrodillándose frente a ella—. Podríatropezar luego con él.

—Entonces, recójalo. Y tráigameotro, por favor.

—Desde luego. —Cruzó hacia unamesa cercana y sirvió brandy en un vasolimpio—. Usted dice que no le gusta

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discutir la guerra de Corea…—Dije —interrumpió la anciana—

que nunca la discutimos.—Es usted muy afortunada. Quiero

decir, poder decirlo y hacerlo.—Algunos no somos tan

afortunados. —Permaneció enfrente, susombra proyectándose sobre ella, ysoltó la mentira calculadamente—: Yono puedo. Estuve allí, al igual que suhijo.

La anciana dio varios sorbos sinparar.

—Las guerras matan muchas máscosas, además de los cuerpos que sellevan. Pasan cosas terribles. ¿Le

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sucedieron a usted, jovencito?—Me pasaron a mí.—¿Le hicieron también esas cosas

terribles?—¿Qué cosas terribles, señora

Appleton?—¿Matarlo de hambre, pegarle,

enterrarlo vivo, con las narices llenas detierra y barro, sin poder respirar?¿Morir lentamente, con conciencia,morir despierto?

La anciana estaba describiendotorturas documentadas por hombres queestuvieron cautivos en los campos deCorea del Norte. ¿Qué tenía eso quever?

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—No, esas cosas no me pasaron amí.

—Le pasaron a él, ¿sabe usted? Losdoctores me lo dijeron. Es lo que lo hizocambiar. Por dentro. ¡Cambió tanto!Pero no debemos de hablar nunca sobreello.

—¿Hablar sobre…? —¿Sobre quéestaba hablando ella?— ¿Se refiere alsenador?

—¡Shhh! —la anciana apuró el vasode brandy—. No debemos nunca, nunca,hablar de ello.

—Ya veo —señaló Bray, aunque noveía nada. El senador Joshua AppletonIV nunca fue hecho prisionero por los

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norcoreanos. El capitán Josh Appletonhabía eludido la captura en numerosasocasiones, y el mero hecho de haberlologrado tras las líneas enemigas eraparte de sus grandes hazañas. Scofieldpermaneció enfrente del sillón y hablóde nuevo—: Pero no puedo decir quenoté jamás grandes cambios en él, apartede hacerse más viejo. Por supuesto queno lo traté mucho hace veinte años, peropara mí es aún uno de los hombres másextraordinarios que conozca.

—¡Por dentro! —susurró la ancianaásperamente—. ¡Todo está adentro! Eles una máscara… y la gente lo adoratanto… —De repente, las lágrimas

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asomaron a sus ojos nublados, y laspalabras que siguieron fueron como ungrito muy dentro de su memoria—:¡Deben de adorarlo! Era un niño tanhermoso, un joven tan hermoso. ¡Nuncahubo nadie como mi Josh, nadie másamoroso, más lleno de bondad!… Hastaque le hicieron esas cosas tan terribles.—Se echó a llorar—. Y yo era unapersona tan horrorosa… ¡Yo era sumadre y no pude comprender! ¡Queríaque mi Joshua regresara! Tenía tantosdeseos de que regresar al…

Bray se arrodilló y tomó el vaso desu mano.

—¿Qué quiere decir con eso de que

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regresara?—¡No podía entenderlo! El se

mostraba tan frío, tan distante… Lequitaron toda la alegría. ¡No existíaalegría en él! Salió del hospital… y eldolor había sido excesivo, y yo no pudeentenderlo. Me miró y no había alegría,ni amor. ¡No en su interior!

—¿El hospital? ¿El accidentedespués de la guerra?

—Sufrió tanto… y yo estababebiendo tanto… tanto… Cada semanaque pasaba en aquella horrible guerra,yo bebía más y más. ¡No lo podíasoportar! El era todo lo que tenía. Miesposo era… sólo en nombre, pero era

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tanto culpa mía como suya, supongo.Sentía repugnancia por mí. Pero yoamaba tanto a mi Josh… —La ancianatrató de alcanzar su vaso. El lo tomóprimero y lo llenó. Ella lo miró a travésde sus lágrimas, sus ojos llenos detristeza por saber lo que era—. Se loagradezco mucho —dijo con sencilladignidad.

—No tiene por qué —contestó él,sintiéndose incapaz.

—En cierto modo, todavía lo tengo,pero él no lo sabe. Nadie lo sabe.

—¿Cómo es eso?—Cuando me mudé de Appleton

Hall… en la colina Appleton… mantuve

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su habitación tal como estaba, tal comohabía sido. Porque él nunca regresó, norealmente. Sólo durante una hora, unanoche, para recoger algunas cosas. Asíque tomé una habitación aquí y la hicesuya. Siempre será suya, pero él no losabe.

Bray se arrodilló de nuevo frente aella.

—Señora Appleton, ¿puedo ver esahabitación? ¿Por favor, me permiteverla?

—Oh, no, eso no estaría bien. Esmuy privada. Es suya, y yo soy la únicapersona a quien deja entrar. El todavíavive allí, ¿ve usted? Mi hermoso Joshua.

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—Tengo que ver esa habitación,señora Appleton. ¿Dónde está? —suinstinto le estaba diciendo algo.

—¿Por qué tiene que verla?—Puedo ayudarla. Puedo ayudar a

su hijo. Lo sé.Ella lo miró de soslayo,

estudiándolo desde algún lugar de suinterior.

—Usted es un hombre bondadoso,¿verdad? Y no es tan joven como pensé.Su rostro tiene arrugas, y hay canas enlas sienes. Tiene una boca firme, ¿lehabía dicho alguien eso?

—No, no creo que nadie me lo hayadicho. Por favor, señora Appleton, debo

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ver esa habitación. Permítame verla.—Es usted muy gentil al pedírmelo.

La gente rara vez me pide algo, sólo medicen qué hacer. Muy bien, ayúdemehasta el elevador, e iremos arriba. Ustedcomprende, por supuesto, que tendremosque tocar primero la puerta. Si él diceque usted no puede entrar, tendrá quequedarse afuera.

Scofield la guió a través del arco delsalón, hasta la silla del elevador. Elsubió por las escaleras, hasta eldescanso del segundo piso, donde laayudó a levantarse.

—Por aquí —mostró ella, indicandohacia un estrecho y oscuro corredor—.

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Es la última puerta a la derecha.Al llegar a la puerta, permanecieron

frente a ella por un momento, y despuésla anciana tocó ligeramente en lamadera.

—Lo sabremos en un minuto —continuó ella, inclinando la cabeza comosi escuchara una voz del interior—. Estábien —dijo sonriendo—. Dice que ustedpuede pasar, pero no debe tocar nada.Ello tiene todo arreglado en la formaque quiere. —Abrió la puerta y prendióla luz. Tres lámparas diferentes seencendieron, pero a pesar de ello la luzera difusa. Varias sombras se aplastaronen las paredes y en el techo.

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Se trataba de la habitación de unjoven, recuerdos de una juventudopulenta exhibidos por todos lados. Losbanderines sobre la cama y el escritorioeran de Andover y Princeton; en losestantes había trofeos por deportes comola vela, el esquí, el tenis y el atletismo.La habitación había sido preservada,casi sepulcralmente, como si hubierapertenecido a un príncipe delRenacimiento. Un microscopio junto aun equipo de química, un volumen de laEnciclopedia Británica abierto, con lamayor parte de la página subrayada ycon anotaciones en los márgenes. En lamesilla de noche había novelas de Dos

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Passos y Koestler, y junto a ellas lapágina titular mecanografiada de unensayo escrito por el celebrado dueñode esa habitación. Se titulaba: Losplaceres y responsabilidades de lanavegación en aguas profundas.Presentado por Joshua Appleton, Junior,Academia Andover. Marzo 1945. Pordebajo de la cama asomaban tres paresde zapatos: zapatillas, zapatos de tenis yunos de piel negra para usar con ropaformal. La exhibición cubría en ciertaforma toda una vida.

Bray parpadeó en la tenue luz. Sehallaba en la tumba de un hombre queestaba muy vivo; la preservación de los

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artefactos de una vida significaba, encierto modo, que debía transportar almuerto en su jornada a través de laoscuridad. Era una macabra experienciacuando pensaba en Joshua Appleton, elelectrizante y magnético senador deMassachusetts. Scofield miró a laanciana, quien observaba impasible unaserie de fotografías en la pared. Braydio un paso adelante y las estudió.

Eran fotos de un Joshua Appletonmás joven, y varios amigos; los mismosamigos, evidentemente la tripulación deun velero, y la ocasión se identificabacon la fotografía central. Mostraba unlargo estandarte que sostenían cuatro

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hombres de pie en la cubierta de unbalandro. Campeonato de RegatasMarblehead — Verano. 1949.

Sólo la foto central y las tres arribade ésta mostraban a los cuatro miembrosde la tripulación. En las tres fotos deabajo nada más se veía a dos de loscuatro. Appleton y otro joven, ambosdesnudos hasta la cintura, delgados,musculosos, estrechándose la manosobre el timón; sonriendo a la cámara acada lado del mástil; y sentados sobre laborda, alzando sus vasos en forma desaludo.

Scofield miró de cerca a los doshombres; luego. Los comparó con los

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otros dos. Appleton y sus amigo,obviamente el más intimo, tenían unavitalidad ausente en los otros dos, ciertaseguridad y confianza en sí mismos. Nose parecían, excepto tal vez por suestatura y fortaleza; hombres atléticosque se sentían a gusto en compañía desus iguales, y sin embargo, tampoco erandistintos. Ambos tenían faccionesagudas, aunque diferentes: fuertesmandíbulas, anchas frentes, ojos grandesy mechones de cabellos negros y lacios,el tipo de rostros que se ven enmultitudes de anuarios universitarios.

Había algo perturbador con respectoa las fotografías. Bray no sabía lo que

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era, pero ahí estaba. Su instinto se lodecía.

—Parece como su fueran primos —comentó.

—Durante años actuaron como sifueran hermanos —replicó la anciana—. En la paz, eran socios, en la guerra,¡camaradas! Pero él era un cobarde;traicionó a mi hijo. Mi hermoso Joshuafue a la guerra solo y le hicieron cosasterribles. El otro salió corriendo paraEuropa, a la seguridad de un castillo.Pero la justicia es extraña; murió enGstaad, de lesiones sufridas en undeclive al esquiar. Por lo que sé, mi hijonunca ha mencionado su nombre desde

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entonces.—¿Desde entonces?… ¿Cuándo fue

eso?—Hace veinticinco años.—¿Quién era?Ella se lo dijo.Scofield se quedó sin respiración;

no entraba el aire en la habitación, solosombras en el vacío. Pero su instinto ledijo que buscara algo más, un fragmentomás impresionante que cualquier otracosa que hubiera averiguado. Lo habíaencontrado. La más devastadora piezadel rompecabezas estaba en su lugar.Sólo necesitaba pruebas, pues la verdadera extraordinaria.

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Estaba en una tumba; el muertohabía viajado en la oscuridad duranteveinticinco años.

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34Condujo a la anciana a su dormitorio, lesirvió un último brandy, y la dejó.Mientras cerraba la puerta, ella quedósentada en la cama tratando de cantar latonada imposible. Appleton Hall… alláarriba, en la colina de Appleton.

Notas tomadas de un clavicordiohacía más de cien años. Notas perdidas,igual que ella estaba perdida, sin saberjamás por qué.

Retornó a la habitación tenuementeiluminada, que era el lugar de descansode tantos recuerdos, y se dirigió a lasfotografías en la pared. Quitó una

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después de sacar la tachuela del yeso,alisando el papel tapiz alrededor delagujero; podría retrasar eldescubrimiento, aunque ciertamente nolo evitaría. Apagó las luces, cerró lapuerta y bajó hasta el vestíbulo frontal.

La enfermera estaba aúninconsciente, y la dejó allí mismo. Notenía nada que ganar cambiándola delugar o matándola. Apagó todas lasluces, incluyendo las lámparas de gassobre los peldaños de la entrada, abrióla puerta y salió a Louisburg Square.Una vez en la acera dio vuelta a laderecha y empezó a caminarrápidamente hasta la esquina, en donde

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dio de nuevo vuelta a la derecha,descendiendo por Beacon Hill hasta lacalle Charles, para encontrar un taxi.Tenía que recoger su equipaje en elcasillero de la estación del metro enCambridge. El paseo le daría tiempopara pensar, tiempo para sacar la foto desu marco con cristal, de doblarlacuidadosamente para que ninguno de losrostros se dañara, y metérsela en elbolsillo.

Necesitaba un lugar para pensar. Unlugar para sentarse y llenar variaspáginas de papel con datos, conjeturas yprobabilidades. Una lista detallada. Enla mañana tenía varias cosas que hacer,

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entre ellas visitar el Hospital General deMassachusetts y la Biblioteca Públicade Boston.

La habitación no era diferente deotras en un hotel barato de una granciudad. La cama se hundía, y la únicaventana daba a una sucia pared depiedra a poco más de tres metros de losastillados paneles de cristal. La ventaja,por otra parte, era la misma que la decualquiera de esta clase de lugares;nadie hacía preguntas. Los hotelesbaratos tenían un lugar en este mundo,por lo general para aquellos que no

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deseaban unirse a él. La soledad era underecho humano básico que no había quetomar con ligereza.

Scofield estaba, a salvo; podíaconcentrarse en su lista detallada.

A las 4:35 de la madrugada habíallenado ya diecisiete páginas. Datos,conjeturas, probabilidades. Escribió laspalabras cuidadosa, legiblemente, paraque pudieran reproducirse con claridad.No dejaban lugar a interpretaciones; laacusación era específica aun cuando losmotivos no lo fueran. Estaba reuniendosus armas, almacenando su bandolera demuniciones; era todo lo que tenía. Serecostó en la cama y cerró los ojos. Dos

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o tres horas de sueño serían suficientes.Escuchó su propio susurro flotar

hasta el rajado techo:«Taleniekov… sigue respirando.

Toni, mi amor, mi más querido amor,mantente viva… mantén tu mente».

La robusta empleada delDepartamento de Registros yFacturación parecía aturdida, pero noestaba dispuesta a rehusar la petición deBray. La información médica que pedíano era tan confidencial, y había quecooperar con un hombre que presentabacredenciales gubernamentales.

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—Bueno, déjeme entender esto bien—solicitó con un fuerte acentobostoniano, leyendo las etiquetasenfrente de los archivos—. El senadorquiere los nombres de los doctores yenfermeras que lo atendieron durante suestancia aquí en el cincuenta y tres ycincuenta y cuatro. ¿De noviembre hastamarzo?

—Eso es. Como le dije, el mesentrante es una especie de aniversariopara él, Hará veinticinco años desde quese le concedió esta nueva «oportunidad»de vivir, como él la llama.Confidencialmente, está mandando acada uno de ellos un pequeño medallón,

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en forma de escudo médico, con susnombres y su agradecimiento inscrito enellos.

—¿No le parece que es un gran gestoeso de recordarlo? La mayoría de lagente pasa por una experiencia así ysólo trata de olvidar lo ocurrido.Suponen que se han salvado del de laguadaña, así que al diablo con todos.Hasta la próxima vez, por supuesto.Pero no él; él es tan… bueno,considerado, si entiende lo que trato dedecir.

—Sí, lo sé.—Los votantes lo saben también,

créame. El Estado de la bahía va a tener

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su primer Presidente desde J.F.Kennedy. Y tampoco habrá nada de esastonterías religiosas acerca del Papa ylos cardenales manejando la CasaBlanca.

—No, no habrá nada de eso.Quisiera recalcar de nuevo que mipresencia aquí es muy confidencial. Elsenador no quiere ninguna publicidadsobre este pequeño gesto… —Scofieldhizo una pausa y sonrió a la mujer—.Hasta este momento, usted es la únicapersona en Boston que lo sabe.

—Oh, no se preocupe por eso. Comodecíamos cuando éramos niños, mislabios están sellados. Y ciertamente que

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atesoraré una nota del senador Appleton,con su firma y todo. —La mujer sedetuvo y dio unos golpecitos a unarchivero—. Aquí están —dijo abriendoun cajón—. Pero recuerde, todo lo queaquí tenemos son los nombres de losdoctores; cirujanos, anestesistas,asesores, una lista por pisos y lasenfermeras asignadas a ellos, con unprograma del equipo utilizado. No hayevaluación psiquiátrica ni informaciónrelacionada con la enfermedad; eso sólolo puede obtener directamente con elmédico. Pero usted no está interesado ennada de eso; cualquiera diría que estoyhablando con uno de esos malditos

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agentes de seguros. —Ella le entregó elexpediente—. Hay una mesa al final delpasillo. Cuando acabe, deje elexpediente sobre mi escritorio.

—No se preocupe. Lo pondré en sulugar; no tiene caso molestarla. Denuevo, muchas gracias.

—Gracias a usted.Scofield ojeó las páginas

rápidamente, para obtener una impresióngeneral. Médicamente, la mayor parte delo que leía le resultaba incomprensible,pero la conclusión era ineludible.Joshua Appleton estaba más muerto quevivo cuando la ambulancia lo trajo alhospital después del choque en la

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autopista. Laceraciones, contusiones,convulsiones, fracturas, así como gravesheridas en la cabeza y el cuelloconstituían la sangrienta descripción deun rostro y un cuerpo humanosmutilados. Estaba la lista de drogas ysueros que se habían administrado paraprolongar la vida que se apagaba,descripciones detalladas de losavanzados instrumentos empleados paradetener el deterioro del organismo. Yfinalmente, semanas después, se habíainiciado la recuperación. Eseincreíblemente avanzado instrumentoque era el cuerpo humano, comenzó acurarse a sí mismo.

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Bray anotó los nombres de losdoctores y las enfermeras que estaban enla lista del piso y los programas. Doscirujanos, un especialista en trasplantesde la piel, y un equipo de ochoenfermeras, que se turnaban, aparecíanpermanentemente durante las primerassemanas; luego, abruptamente, susnombres desaparecieron; fueronreemplazados por dos médicosdiferentes y tres enfermeras particularesa las que se les asignaban turnos de ochohoras.

Tenía lo que necesitaba, un total dequince nombres; cinco de primordialimportancia; diez, secundarios. Se

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concentraría en los primeros, los dosúltimos médicos y las tres enfermeras;los nombres anteriores los dejaría por elmomento.

Volvió a poner el expediente en sulugar y regresó al escritorio de laempleada.

—Ya está —comunicó, y luego,como si se le hubiera ocurrido en esemomento, agregó—: Mire, usted podríahacerme, mejor dicho, hacer al senador,otro gran favor, si quisiera.

—Si puedo, desde luego.—Aquí tengo los nombres, pero

necesito ponerlos al corriente un poco.Después de todo, eso fue hace

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veinticinco años. Algunos de ellospuede que ya no anden por aquí. Meayudaría mucho si pudiera conseguir lasdirecciones actuales.

—No puedo ayudarle en eso —denegó la empleada tomando el teléfonode su escritorio—, pero sí puedoenviarlo arriba. Este es territorio delpaciente, y son ellos quienes tienen losregistros del personal. Y lascomputadoras, por suerte.

—De nuevo quisiera recordarle quedeseamos mantener esto muyconfidencial.

—Vaya, no se preocupe. Tiene lapalabra de Peg Flannagan. Mi amiga es

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la jefe del departamento.Poco después, Scofield estaba

sentado junto a un estudianteuniversitario, negro, con barba. Laamiga de Peg Flannagan habíaencargado a este joven que ayudara alvisitante. El negro estaba un pocomolesto porque este trabajo temporal leexigía repentinamente dejar sus librosde texto.

—Siento importunarlo —se excusóBray, en busca de un amigo temporal.

—No tiene importancia, hombre —contestó el estudiante, tocando las teclas—. Es que tengo un examen mañana, ycualquier cucaracha puede manejar esta

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máquina.—¿De qué es el examen?—Cinética terciaria.—Alguien usó una vez la palabra

«terciaria» conmigo, cuando estaba en launiversidad. No supe lo que significaba.

—Probablemente fue usted aHarvard. Eso es tiempo de pavos. Yovoy al Tecnológico.

Bray vio con agrado que el viejoespíritu de rivalidad escolar seguía aúnvivo en Cambridge.

—¿Qué tenemos? —preguntó,mirando a la pantalla arriba del teclado.El negro había puesto el nombre delprimer doctor.

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—Tengo una cinta omnisciente, yusted no tiene nada.

—¿Qué quiere decir?—El bueno del doctor no existe. No

por lo que respecta a esta institución.Nunca dispensó ni siquiera una aspirinaen este antro.

—Eso es absurdo. Estaba en la listade los registros de Appleton.

—Toqué las teclas y todo lo quesale es No Rec (no registrado).

—Conozco un poco sobre estasmáquinas. Se programan fácilmente.

—Lo que quiere decir que tambiénse desprograman fácilmente. O digamos,se rectifican. Su médico fue eliminado.

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Tal vez robó en el fondo de SeguroSocial de Asistencia Médica.

—Tal vez. Tratemos el siguiente.El estudiante manipuló las teclas

para el siguiente nombre.—Bueno, al menos sabemos lo que

le pasó a este muchacho. Ceb Hem.Murió aquí mismo, en el tercer piso.Hemorragia cerebral. Nunca tuvo laoportunidad de recobrar los costos desus estudios.

—¿Qué quiere decir?—Escuela de Medicina, hombre.

Tenía sólo treinta y dos años. Unamanera desafortunada de irse al otromundo, a los treinta y dos. También

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insólita. ¿Cuál es la fecha?21 de marzo, 1954.—A Appleton lo dieron de baja el

trece —murmuró Scofield, tanto para símismo como para el estudiante—. Estostres nombres son de enfermeras.Pruébelos, por favor.

Katherine Connally. Fallecida 26-03-54.

Alice Bonelli. Fallecida 26-03-54.Janet Drummond. Fallecida 26-03-

54.El estudiante se recostó en el

respaldo de la silla; no era tonto.—Parece que hubo una epidemia en

aquel entonces. ¿No le parece? Marzo

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debió ser un mes muy duro, y elveintiséis fue un día muy difícil para tresjovencitas de blanco.

—¿Dice la causa de la muerte?—No. Lo que significa que no

murieron en el hospital.—¿Pero las tres en el mismo día?

Es…—Entiendo. Absurdo. —Alzó una

mano—. Oiga, hay un viejo que haandado por aquí casi seis mil años. Seencarga del cuarto de suministro en elprimer piso. Puede que recuerde algo;vamos a llamarle por el cuerno. —Elnegro giró su silla y cogió el teléfono desobre el mostrador—. Tome la extensión

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dos —le indicó a Bray, señalando otroteléfono en una mesa cercana.

—Suministro del primer piso —contestó una voz con fuerte acentoirlandés.

—Hola, Matusalén; habla Amos.—Ah, el muchacho travieso, ¿eh?—Oye, Jimmy, tengo aquí en el

cuerno a un amigo loco. Está buscandoinformación de hace mucho tiempo, decuando eras el terror del dormitorio deángeles. Es más, se refiere a tres deellas. Jimmy, ¿recuerdas cuando, amediados de los años cincuenta, tresenfermeras murieron el mismo día?

—Tres… Ah, sí, claro que sí. Fue

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una cosa terrible. La pequeña KatieConally fue una de ellas.

—¿Qué pasó? —preguntó Bray.—Se ahogaron, señor. Las tres

muchachas se ahogaron. Estaban en unbote y el maldito se inclinó y las arrojóa un mar agitado.

—¿En un bote? ¿En marzo?—Una de esas cosas locas, señor.

Usted sabe cómo los chicos ricosrevolotean por los dormitorios de lasenfermeras. Se imaginan que lasmuchachas ven cuerpos desnudos todo eltiempo, así que tal vez no les importaríaver los suyos. Bueno, una noche estosniños mimados estaban dando una fiesta

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en un elegante club de yates e invitaron alas muchachas. Estuvieron bebiendo yhaciendo quién sabe cuántas tonterías, ya algún asno se le ocurrió la brillanteidea de sacar un bote. Una malditaestupidez, desde luego. Como usted dijo,era en marzo.

—¿Ocurrió de noche?—Sí, claro que sí. No se

encontraron los cuerpos durantesemanas, me parece.

—¿Murió alguien más?—Claro que no. Nunca pasa así, ¿no

cree? Quiero decir, los niños ricossiempre son buenos nadadores, ¿no leparece?

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—¿Dónde ocurrió? ¿Puederecordarlo?

—Claro que puedo, señor. Fuearriba en la costa. Marblehead.

—Gracias —susurró Braycalladamente, y colgó el teléfono.

—Gracias, Matusalén —elestudiante también colgó, y miró aScofield—. Tiene problemas, ¿no esasí?

—Sí, tengo problemas —confesóBray, regresando al tablero de lacomputadora—. También tengo dieznombres más. Dos doctores y ochoenfermeras. ¿Podría usted pasarlos lomás rápido que pueda?

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De las ocho enfermeras, la mitad aúnvivían. Una se mudó a San Francisco, yno se conocía su nueva dirección; otravivía con una hija en Dallas, y las dosrestantes estaban en la Residencia paraJubilados St. Agnes, en Worcester. Unode los médicos estaba aún vivo. Elespecialista en trasplantes falleciódieciocho meses antes, a la edad desetenta y tres años. El primer cirujano,doctor Nathaniel Crawford, ya jubilado,vivía en Quincy.

—¿Puedo usar su teléfono? —preguntó Scofield—. Pagaré lo quecueste la larga distancia.

—La última vez que miré, ninguno

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de esos cuernos estaba a mi nombre.Sírvase.

Bray anotó el número en la pantalla;fue al teléfono y marcó. —HablaCrawford— respondió una voz, algobrusca pero no descortés.

—Mi nombre es Scofield, señor.Nunca nos hemos conocido y no soymédico, pero estoy interesado en uncaso en el que usted participó hacealgunos años en el General deMassachusetts. Quisiera discutirlobrevemente con usted, si no tieneinconveniente.

—¿Quién era el paciente? Tuve unoscuantos miles.

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—El senador Joshua Appleton,señor.

Hubo una ligera pausa en la línea;cuando Crawford habló, su brusca vozadquirió un tono de cansancio.

—Esos malditos incidentes soncapaces de seguir a un hombre hasta latumba, ¿no le parece? Bueno, no hepracticado medicina por más de dosaños, así que cualquier cosa que usteddiga o yo diga no hará ninguna malditadiferencia… digamos que yo cometí unerror.

—¿Error?—No cometí muchos, fui jefe de

cirujanos por casi doce años. Mi

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sumario está en los archivos médicos deAppleton; la única conclusión razonablees que los rayos X se cambiaron, o queel equipo revisador nos dio los datosequivocados.

No había sumario del doctorNathaniel Crawford en el archivomédico de Appleton.

—¿Se refiere usted al hecho de quefue reemplazado como cirujano, en elcaso?

—¡Reemplazado, demonios! Lafamilia nos dio tanto a mí como aTommy Belford una patada en lasnalgas.

—¿Belford? ¿Ese doctor Belford es

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el especialista en injertos?—Un cirujano. Un cirujano plástico

y un estupendo artista. Tommy le volvióa poner la cara a ese hombre, como sifuera el mismísimo Dios Todopoderoso.Ese joven genio que ellos trajeronestropeó, en mi opinión, el trabajo deTommy. Sin embargo, sentí mucho loque le pasó. Apenas acababa de realizarsu trabajo cuando le estalló la cabeza.

—¿Se refiere usted a la hemorragiacerebral, señor?

—Exacto. El suizo estaba allícuando ocurrió. Lo operó, pero fuedemasiado tarde.

—Cuando dice «el suizo». ¿Se

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refiere al cirujano que lo reemplazó austed?

—Así es. El gran Herr doktor deZurich. El bastardo me trató como si yofuera un estudiante de medicinaretardado.

—¿Sabe lo que le pasó a él?—Me imagino que regresó a Suiza.

Nunca me interesó ir a visitarlo.—Doctor, dice usted que cometió un

error, o los rayos X o el equipo. ¿Quéclase de error?

—Muy sencillo. Me rendí. Teníamosal paciente en sistemas totales de apoyo,y eso es exactamente lo que pensé queeran. Apoyo total; sin ellos no hubiera

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durado ni un día. Y de haber durado,pensé que habría sido un acto inútil, quehubiera vivido como un vegetal.

—¿Usted no veía posibilidad derecuperación?

Crawford bajó la voz, con firmezadentro de su humildad:

—Yo era un cirujano, no Dios. Erafalible. Mi opinión entonces fue de queAppleton no sólo estaba más allá detoda posibilidad de recuperación, sinoque iba muriendo un poco más cadaminuto que pasaba… Me equivoqué.

—Gracias por hablar conmigo,doctor Crawford.

—Como dije antes, ahora no puede

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tener ninguna importancia, y no meimporta. Pasé un demonial de años conel bisturí en la mano; no cometí muchoserrores.

—Estoy seguro de que no, señor.Adiós. —Scofield regresó al tablero; elestudiante negro estaba leyendo su librode texto—. ¿Rayos X?

—¿Qué? —el negro alzó la vista—.¿Qué hay con los rayos X?

Bray se sentó junto al joven. Sialguna vez necesitó un amigo, era en esemomento; esperaba que lo fuera.

—¿Conoce usted bien al personaldel hospital?

—Hombre, es un lugar bastante

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grande.—Pero se le ocurrió llamar a

Matusalén.—Bueno, he trabajado aquí, con

interrupciones, cerca de tres años.Conozco gente.

—¿Hay un depósito de radiografíasacumuladas desde hace bastantes años?

—¿Digamos unos veinticinco?—Sí.—Lo hay. No es la gran cosa.—¿Me puede conseguir una?—Eso es otro asunto, ¿no cree?—Estoy dispuesto a pagar.

Generosamente.—¡Vamos, hombre! No es que me

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disguste la lana, créame. Pero yo norobo ni trafico, y sólo Dios sabe que noheredé nada —criticó el negro, haciendouna mueca.

—Lo que le estoy pidiendo que hagaes la cosa más legítima, incluso moral,si le parece, que le he pedido a nadie.Yo no soy un mentiroso.

El estudiante miró a los ojos deBray.

—Si acaso lo es, resulta de lo másconvincente. Y usted tiene problemas,eso ya lo he visto. ¿Qué es lo quequiere?

—Una radiografía de la boca deJoshua Appleton.

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—¿Boca? ¿Su boca?—Las lesiones en la cabeza fueron

numerosas, así que tuvieron que tomardocenas de radiografías. Debe habergran parte de la dentadura en ellas.¿Puede conseguírmelas?

El joven asintió con la cabeza:—Creo que sí.Otra cosa. Sé que le parecerá…

extraño, pero acepte mi palabra; no haynada indigno en ello. ¿Cuánto estáganando al mes aquí?

Un promedio de ochenta, noventadólares semanales. Unos trescientoscincuenta al mes. No está mal para unestudiante graduado. Algunos de los

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internos ganan menos. Claro, ellosreciben alojamiento y comidas. ¿Porqué?

—Supongamos que yo le ofrezcadiez mil dólares por tomar un avión aWashington y traerme otras radiografías.Sólo un sobre con radiografías adentro.

El negro se acarició la corta barba,con los ojos fijos en Scofield, como siestuviera contemplando a un lunático.

—¿Supongamos? Yo diría, «pies, atrabajar». ¿Diez mil dólares?

—Habrá más tiempo para esacinética terciaria.

—¿Y no hay nada ilegal en ello? ¿Escorrecto? Quiero decir, ¿legal?

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—Para que pudiera considerarseremotamente ilegal, por lo que a ustedrespecta, tendría que saber mucho másde lo que nadie le va a decir. Eso escorrecto.

—¿No soy más que un mensajero?¿Vuelo a Washington y traigo un sobre…con una radiografía adentro?

—Probablemente una serie depequeñas radiografías. Eso es todo.

—¿De qué son?—De la boca de Joshua Appleton.

Cuando Bray llegó a la biblioteca dela calle Boylston era la 1:30 de la tarde.

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Su nuevo amigo, Amos Lafollet, tomaríael aerobús de las 14 horas a Washingtony regresaría en el vuelo de las 20.Scofield lo encontraría en el aeropuerto.

No fue muy difícil obtener lasradiografías; cualquiera que conocieralas prácticas burocráticas deWashington podría haberlo logrado.Bray hizo dos llamadas; la primera a laOficina Coordinadora del Congreso, y lasegunda al dentista en cuestión. Laprimera llamada la hizo un excitadoayudante de un conocido diputado quesufría de una muela inflamada. ¿Podríael coordinador, por favor, dar a esteayudante el nombre del dentista del

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senador Appleton? El senador habíamencionado al diputado la granhabilidad de ese hombre. Elcoordinador le dio el nombre deldentista.

La llamada al dentista fue unaverificación de rutina, procedente de laOficina General de Contabilidad, unprocedimiento burocrático sinimportancia, que se olvidaría al díasiguiente. Esta oficina estabarecolectando información acerca de lostrabajos dentales que se le hacían a lossenadores, y algún idiota en la calle Khabía mencionado las radiografías.¿Sería la recepcionista tan amable de

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sacar las del senador Appleton ydejarlas en el escritorio para que unmensajero de dicha oficina lasrecogiera? Serían devueltas enveinticuatro horas.

Washington operaba a una velocidadmáxima; sencillamente no contaba contiempo suficiente para llevar a cabotodo el trabajo que había que realizar, ylas verificaciones de la Oficina Generalde Contabilidad eran, más que trabajolegítimo, motivos de irritación; pero, sinembargo, se obedecían. Las radiografíasde Appleton estarían en el escritorio.

Scofield consultó el directorio de labiblioteca, tomó el elevador hasta el

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segundo piso, y caminó hacia elvestíbulo de la División de Periodismo,Publicaciones actuales y pasadas.Microfilms. Fue al mostrador, al final dela sala, y se dirigió al empleado que loatendía:

—Marzo y abril de 1954, por favor.E l Globe o el Examiner; el que estédisponible.

Le entregaron ocho cajas depelícula, y le asignaron un cubículo.Después de encontrarlo, se sentó y metióel primer rollo de película.

Ya para marzo del 54 las noticiasque describían la condición de JoshuaAppleton (el capitán Josh) habían sido

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relegadas a las páginas finales: paraentonces ya llevaba en el hospital másde veinte semanas. Pero no se le habíaolvidado. La famosa vigilia se describíacon todo detalle. Bray anotó losnombres de algunas personas a quienesse entrevistó; al día siguiente sabría siera necesario comunicarse con ellos.

21 de marzo, 1954JOVEN DOCTOR MUERE

DE HEMORRAGIACEREBRAL

La breve noticia se encontraba en lapágina dieciséis. No se mencionaba que

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el cirujano estaba atendiendo a JoshuaAppleton.

26 de marzo, 1954TRES ENFERMERAS DEL

GENERAL DEMASSACHUSETTS MUERENEN INSÓLITO ACCIDENTEMARINO

El artículo aparecía en la esquinainferior izquierda de la primera página,pero tampoco se mencionaba a JoshuaAppleton. Y en realidad, habría sidoextraño que lo hubieran mencionado; lastres se turnaban en las veinticuatro

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horas, para cuidarlo. Si todas ellasestaban en Marblehead aquella noche,¿quién se hallaba junto al lecho deAppleton?

10 de abril. 1954BOSTONIANO MUERE EN

TRAGEDIA DE ESQUÍ, ENGSTAAD

Lo había encontrado.La noticia estaba, naturalmente, en la

primera página, con prominenteencabezado. El texto parecía escrito conla intención de evocar conmiseración ala vez que informaba la muerte de un

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joven. Scofield estudió el artículo con lacerteza de que llegaría a ciertoslineamientos.

Y así fue.

Debido al profundo amor quesentía la víctima por los Alpes,y para evitarle más pesares afamiliares y amigos, la familiaanunció que el entierro sellevaría a cabo en Suiza, en laaldea de Col du Pillon

Bray se preguntó quién estaría enaquel ataúd en Col du Pillon. O siestaría vacío.

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Regresó al hotel barato, recogió suscosas y tomó un taxi para llegar alestacionamiento de Prudential Center,Puerta A. Salió con el auto alquiladohasta las afueras de Boston, por JamaicaWay hasta Brookline. Encontró la colinaAppleton y pasó frente a las puertas deAppleton Hall, absorbiendo cuantodetalle podía en ese breve lapso.

La enorme mansión se extendíacomo una fortaleza, alrededor de lacumbre de la colina, y un alto muro depiedra rodeaba la estructura interior,con altas torres que daban la ilusión deparapetos sobre el distante muro. Elcamino más allá de la entrada principal

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serpenteaba por la colina alrededor deuna enorme cochera de ladrillo, cubiertade hiedra, constituida por no menos deocho o diez apartamentos completos, ycinco garajes que daban a una enormeárea de estacionamiento.

Bray condujo su coche alrededor dela colina. La verja de hierro forjado, demás de tres metros de altura, eracontinua; a cada determinadoscentenares de metros se habíanconstruido pequeñas cabinas, queparecían bunkers en miniatura, y envarias de ellas pudo ver hombresuniformados, sentados o de pie, fumandocigarrillos o hablando por teléfono.

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Era la sede del Matarese, el hogardel niño pastor.

A las 9:30 se dirigió al aeropuertoLogan. Había dicho a Amos Lafollet queal bajarse del avión fuera directamenteal poco iluminado bar, al otro lado delquiosco principal. Los asientos estabantan oscuros que era casi imposible veruna cara a más de dos metros dedistancia; la única luz provenía de unaenorme pantalla de televisión, en lapared.

Bray se deslizó por el asiento deplástico negro y trató de ajustar los ojos

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en la oscuridad. Por un instante pensó enotro bar poco iluminado, y en otrohombre. Londres, el Hotel Connaught,Roger Symonds. Apartó el recuerdo desu mente; era un obstáculo. En esosmomentos no podía manejar obstáculos.

Vio al estudiante cruzar la entradadel bar. Se levantó ligeramente y Amoslo vio y se acercó. Llevaba un sobre depapel manila en la mano, y Bray sintióuna rápida aceleración en su pecho.

Me imagino que todo ha salido bien.Tuve que firmar, para darlo por

recibido.—¿Tuvo qué?… —Bray se sintió

enfermo; era un detalle tan pequeño,

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algo tan obvio, y no había pensado enello.

—Cálmese. No me crié en balde enla calle 135 y Avenida Lenox.

—¿Qué nombre dio? —preguntóScofield, con el pulso disminuyendo.

—R.M. Nixon. La recepcionistaestuvo muy amable. Me dio las gracias.

—Irás lejos, Amos.—Eso intento.—Espero que esto te ayude. —Bray

le entregó un sobre por encima de lamesa.

El estudiante sostuvo el sobre entresus dedos.

—Realmente no tiene que hacer esto.

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—Claro que sí. Hicimos un trato.—Ya lo sé. Pero tengo una vaga

sensación de que usted ha sudado muchopor mucha gente que ni siquiera conoce.

—Y por algunos a quienes conozcomuy bien. El dinero no tieneimportancia. Utilícelo. —Bray abrió suportafolio y metió el sobre con lasradiografías adentro, encima de unacarpeta que contenía las radiografías deAppleton de hacía veinticinco años—.Recuerde, usted nunca oyó mi nombre,ni nunca ha estado en Washington. Sialgún día llegan a preguntarle, lo únicoque hizo fue buscar algunos nombresolvidados en una computadora, a

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petición de un hombre que jamás llegó aidentificarse. Por favor. Recuerde eso.

—Eso va a ser difícil.—¿Por qué? —preguntó Scofield

alarmado.—¿Cómo le voy a poder dedicar mi

primer libro de texto?—Ya se le ocurrirá algo. Adiós —

sonrió Bray, levantándose de su asiento—. Tengo una hora de camino y variasmás que dormir. —Que le vaya bien,hombre.

—Gracias, profesor.

Scofield se hallaba en la sala de

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espera del dentista, en la calle Main, deAndover, Massachusetts. El nombre deldentista se lo proporcionó gustosa, casientusiastamente, la oficina deenfermeras de la Academia Andover.Nada podía negarse a los ilustres ygenerosos ex alumnos de Andover, y esoabarcaba también al ayudante delsenador, por supuesto. Naturalmente, eldentista no era el mismo que atendió alsenador Appleton cuando éste eraestudiante; varios años atrás, un sobrinolo había reemplazado, pero no existía lamenor duda de que el actual dentistacooperaría. La oficina de enfermeras lollamaría y le haría saber que el ayudante

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del senador estaba en camino a suconsultorio.

Bray utilizó una psicología tan viejacomo el taladro del dentista. Dosmuchachos que eran amigos íntimos yestaban lejos de sus casas, aunque noestuvieran de acuerdo en todo,compartirían el mismo dentista.

Sí, ambos muchachos habíanacudido al mismo hombre de Andover.

El dentista salió de una puerta quedaba a un pequeño almacén, con losanteojos apoyados en el borde de lanariz. En la mano llevaba dos hojas decartón, con pequeños negativos en cadauna. Eran las radiografías de dos

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estudiantes de Andover, tomadas hacíamás de treinta años.

—Aquí tiene, señor Vickery —ofreció el dentista, sosteniendo lasradiografías—. ¡Maldita sea! ¿Ve usteden qué forma tan primitivaacostumbraban montar estas cosas? Unode estos días voy a limpiar tantas cosasque tengo ahí, pues luego nunca seencuentran. La semana pasada tuve queidentificar a un viejo paciente de mi tío,que murió carbonizado en ese incendioen Boxford.

—Se lo agradezco mucho —respondió Scofield, aceptando las doshojas de radiografías—. A propósito,

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doctor, sé que usted tiene prisa, pero¿tendría inconveniente en hacerme unfavor más? Tengo aquí dos másrecientes de ambos hombres y las tengoque casar con las que usted me estáprestando. Desde luego, podríaconseguir que alguien lo hiciera, pero siusted tiene un minuto…

—Desde luego. No tomará ni unminuto. Démelas. —Bray sacó las dosradiografías de sus sobres, una robadadel Hospital General de Massachusetts;la otra obtenida en Washington. Habíacubierto los dos nombres con cintablanca. Las entregó al dentista; éste lasllevó a una lámpara y las sostuvo en

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secuencia contra el resplandor de unfoco sobre la sombra.

—Aquí tiene —ofreció el dentista,sosteniendo separadamente en cadamano las radiografías que coincidían.

Scofield puso cada juego en unsobre diferente.

—Gracias de nuevo, doctor.—A sus órdenes —se despidió el

dentista, regresando rápidamente a suoficina. Era un hombre con prisa.

Bray se sentó en el asiento delanterodel automóvil; su respiración eraentrecortada y el sudor le cubría la

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frente. Abrió los sobres y sacó las hojascon las radiografías.

Desprendió las pequeñas tiras decinta que cubrían los nombres. Habíaacertado. El terrible fragmento quedabairrevocablemente en su lugar; la pruebaestaba en sus manos.

El hombre que tenía un lugar en elSenado, el hombre queincuestionablemente sería el próximoPresidente de Estados Unidos, no eraJoshua Appleton IV.

Era Julián Guiderone, hijo del niñopastor.

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35Scofield se dirigió en automóvil alsudeste de Salem. El retraso no servíaahora, había que desechar lasprogramaciones anteriores. Tenía todode su lado si lograba moverse con lamáxima rapidez posible, siempre quecada uno de sus actos fuera el correcto ycada decisión, apropiada. Tenía suscañones y su bomba nuclear: su listadetallada y las radiografías. Era, pues,cuestión de montar sus armasadecuadamente, de utilizarlas, no sólopara volar al Matarese y destruirlo, sinoprimero, y sobre todo primero, de

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encontrar a Antonia y obligarlos a que lasoltaran. Y a Taleniekov, si aún estabavivo.

Lo cual significaba que tenía quearmar una maniobra engañosa. Todoslos engaños se basan en una ilusión, y laque él tenía que transmitir era queBeowulf Agate sí podía ser atrapado; subomba y artillería, inutilizadas; suasalto, detenido; y el propio hombre,destruido. Para lograrlo, debía adoptarinicialmente una posición de fuerza…ala que seguiría la debilidad.

La estrategia del rehén ya no leserviría; no sería capaz de acercarse aAppleton. El niño pastor no lo

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permitiría, pues el premio de la CasaBlanca era demasiado grande como paraponerlo en peligro. Sin el hombre, nohabría premio. Así que su posición defuerza descansaba en las radiografías.Era imperativo establecer el hecho deque sólo existía un juego único deradiografías, de que no habíaposibilidad de duplicados. Un análisisdel espectro revelaría tal proceso deduplicación, y Beowulf Agate no eratonto; esperaría que se hiciera dichoanálisis. El quería a la muchacha, queríaal ruso; las radiografías se entregarían acambio de ellos.

Habría una sutil omisión en los

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procedimientos del intercambio, unaaparente debilidad sobre la cual elenemigo saltaría; pero sería calculada,no una debilidad real. El Matarese severía forzado a llevara cabo elintercambio. Una muchacha corsa y unoficial soviético de inteligencia, porradiografías que demostrabanincontrovertiblemente que el hombre delSenado, camino a la presidencia, no eraJoshua Appleton IV, legendario héroe deCorea y político extraordinario, sino unhombre que supuestamente fue enterradoen 1945 en la aldea suiza de Col duPillon.

Condujo en dirección a la bahía de

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Salem, atraído como siempre por lasaguas, sin estar precisamente seguro delo que buscaba, hasta que lo vio; unletrero en forma de escudo en el pradode un pequeño hotel. Suites Eficaces.Tenía sentido. Habitaciones conrefrigerador y una pequeña cocina. Nosería un forastero comiendo enrestaurantes; no era la temporadaturística en Salem.

Estacionó el auto en el terrenocubierto con grava y rodeado por unavalla blanca, con el agua gris de la bahíaal otro lado. Llevó su portafolio y sumaleta, se registró con un nombrecorriente y pidió una suite.

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—¿Pagará con tarjeta de crédito,señor? —preguntó la muchacha delmostrador.

—¿Usted perdone?—No anotó la forma de pago. Si es

con tarjeta de crédito, nuestra política espasar la tarjeta a través de la máquina.

—Ya veo. No, en realidad soy unade esas personas raras que utilizandinero de verdad. La lucha de un solohombre contra el plástico. Si le parece,pagaré una semana por adelantado; nocreo que me quede más tiempo. —Ledio el dinero—. Supongo que habrá unatienda de comestibles en losalrededores.

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—Sí, señor. Arriba por esta calle.—¿Y otras tiendas? Tengo una serie

de cosas que comprar.—Hay una plaza de establecimientos

a unas diez calles al oeste. Estoy segurade que allí encontrará todo lo quenecesite.

Bray esperaba que así fuera, contabacon ello.

Se le condujo a la supuesta suite,que era en efecto una habitación grande,con una cama convertible y una divisiónque ocultaba la más diminuta estufaimaginable y un refrigerador. Pero lahabitación tenía vista a la bahía; estababien. Abrió su portafolio, sacó la

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fotografía que quitara de la pared de latumba que la señora Appleton habíapreparado para su hijo, y la contempló.Dos jóvenes, altos, musculosos, ningunode los cuales podía ser confundido conel otro, pero lo suficientementeparecidos para que un cirujanodesconocido, de algún lugar de Suiza,esculpiera al uno en el otro. Un jovendoctor norteamericano al que se lepagaba por firmar la autorizaciónmédica para darlo de baja, y luego se leasesina por razones de seguridad. Unamadre mantenida en el alcoholismo, adistancia, pero paseada cuando fueseconveniente y fructífero hacerlo. ¿Quién

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conocía a un hijo mejor que su madre?¿Quién en Estados Unidos discutiría conla señora viuda de Appleton III?

Se sentó y añadió una página a lasdiecisiete de su lista detallada.

Médicos: Nathaniel Crawford yThomas Belford. Un doctorsuizo programado en unacomputadora; un joven cirujanoplástico que muererepentinamente de unahemorragia cerebral. Tresenfermeras ahogadas enMarblehead. Gstaad; un féretroen Col du Pillon; radiografías,

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un juego de Boston y otro deWashington, dos de la calleMain, Andover, Massachusetts.Dos hombres diferentesfusionados en uno, y ese unoera una mentira. Un fraude quese iba a convertir en Presidentede los Estados Unidos.

Bray acabó de escribir y se dirigió ala ventana que daba a las frías y quietasaguas de la bahía de Salem. El dilemaera más claro que nunca; habían seguidola pista desde sus raíces en Córcega, através de una federación decorporaciones multinacionales que

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abarcaban todo el globo; sabían quefinanciaba el terror por todo el mundo,que alentaba el caos causado por losasesinatos y los secuestros, las muertesen las calles y los aviones que volabanpor los aires. Entendían todo esto, perono sabían el porqué.

¿Por qué?La razón tendría que esperar. Nada

importaba, sino el engaño que era elsenador Joshua Appleton IV. Porque unavez que el hijo del niño pastor alcanzaraa presidencia, la Casa Blancapertenecería al Matarese.

Qué mejor residencia para unconsigliere…

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Sigue respirando, mi viejo enemigo.Toni, mi amor. Sigue viviendo.

Conserva tu mente.Scofield volvió a su portafolio sobre

la mesa, lo abrió y sacó una cuchilla deafeitar, de un solo filo, que estabaencajada entre el cuero. Luego, sostuvolas dos hojas de cartón con los negativosde las radiografías de dos estudiantes deAndover, sacadas treinta y cinco añosantes y las colocó sobre la mesa, unaencima de la otra. Eran dos filas denegativos, cada uno contra diapositivas,un total de dieciséis en cada hoja. En laesquina superior izquierda de ambas sehabían pegado pequeñas etiquetas con

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borde rojo, que identificaban a lospacientes y la fecha en que se habíantomado las radiografías. Las comparócuidadosamente para asegurarse de quelos bordes de las hojas de cartóncoincidían. Luego, apretó un sobre demanila contra la hoja superior, entre laprimera y segunda fila de radiografías;tomó la cuchilla de afeitar y empezó acortar, de forma que atravesase amboscartones de radiografías. La filasuperior cayó limpiamente, dos tiras concuatro negativos cada una.

Los nombres de los pacientes y lasfechas, escritos a máquina en lasetiquetas con el pequeño borde rojo,

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hacía más de treinta años, se hallaban enlas tiras; el más sencillo análisisquímico confirmaría su autenticidad.

Bray dudaba que ese tipo de análisisse hiciera en las nuevas etiquetas quecompraría y pegaría en las dos restantestiras con doce radiografías cada una;sería una pérdida de tiempo. Las mismasradiografías se compararían con lasnuevas del hombre que se llamaba a símismo Joshua Appleton IV: JuliánGuiderone. Esa era toda la prueba que elMatarese necesitaría.

Tomó las tiras y las hojas denegativos, se arrodilló y raspócuidadosamente los bordes de los

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cortes, sobre la alfombra. En cincominutos, cada uno de los bordes estabasuavizado, lo suficientemente suciocomo para parecer igual de viejo quelos bordes originales.

Se levantó y lo puso todo otra vez enel portafolio. Era hora de regresar aAndover, para poner el plan en acción.

—Señor Vickery, ¿existe algúnproblema? —preguntó el dentista,saliendo de la oficina, aún con aspectocansado, mientras tres pacientes de latarde, que leían revistas, alzaron losojos con leve irritación.

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—Me temo que olvidé algo. ¿Podríahablar con usted un segundo?

—Pase por aquí —invitó el dentista,haciendo pasar a Scofield a una pequeñasala de trabajo; los estantes, con filas deimpresiones de dentaduras montadas enabrazaderas movibles. Encendió uncigarrillo de una cajetilla que se hallabasobre el mostrador—. No me importadecirle que he tenido un día infernal.¿Qué ocurre?

—Se trata de la ley, en realidad —explicó Bray, sonriendo; abrió elportafolio y sacó los dos sobres—. Laforma HR-Siete-Cuatro-Ocho-Cinco.

—¿Qué demonios es eso?

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—Un nuevo reglamento delCongreso, parte de la nueva moralidadsubsiguiente a Watergate. Cuando unempleado del gobierno toma prestadapropiedad de cualquier fuente,cualquiera que sea el propósito, hay queadjuntar una descripción completa dedicha propiedad, con una autorizaciónfirmada.

—¡Oh, por todos los diablos!—Lo siento, doctor. El senador es

muy estricto en estas cosas. —Scofieldsacó las radiografías de los sobres—. Siusted fuera tan amable de reexaminarestas radiografías, llamar a su enfermeray darle una descripción, ella podría

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escribir a máquina la autorización en supapel membretado, y yo lo dejaré enpaz.

—Supongo que habrá que hacer loque sea por el próximo Presidente deEstados Unidos —acató el dentista,tomando las cortadas hojas deradiografías y levantando el teléfono—.Dígale a Appleton que rebaje misimpuestos. —Apretó el botón delsistema de intercomunicación—. Traigasu cuaderno, por favor.

—¿Le molesta? —preguntó Braysacando sus cigarrillos.

—¿Está usted loco? Al cáncer legusta tener compañía. —La enfermera

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entró, con un cuaderno de taquigrafía yun lápiz en la mano—. ¿Cómo empiezoesto? —preguntó el doctor mirando aScofield.

—«A quien corresponda» estarábien.

—De acuerdo. —El dentista miró ala enfermera—. Estamos manteniendo lahonestidad gubernamental. —Encendióuna lámpara y mantuvo ambas hojas deradiografías contra el cristal—. «Aquien corresponda, señor…» —eldoctor se detuvo y miró de nuevo a Bray—. ¿Cuál es su primer nombre?

B.A. será suficiente.—El señor B. A. Vickery, de la

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oficina del senador Appleton enWashington. D.C. ha solicitado yrecibido de mi parte dos juegos deradiografías, con fecha del 11 denoviembre de 1943, de pacientesidentificados como Joshua Appleton y…Julián Guiderone. —El dentista hizo unapausa—. ¿Algo más?

—Una descripción, doctor. Eso es loque la forma HR-Siete-Cuatro-Ocho-Cinco exige.

El dentista lanzó un suspiro, con elcigarrillo en los labios.

—Los mencionados juegos idénticosincluyen… uno, dos, tres, cuatro… docenegativos. —El doctor se detuvo,

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mirando de soslayo a través de losanteojos—. ¿Sabe usted? Mi tío no sóloera primitivo, sino extremadamentedescuidado.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Scofield, mientras observabaal dentista de cerca.

—Faltan los grandes molares enambas hojas. Tenía tanta prisa antes, queno me di cuenta.

—Estos son los cartones que ustedme dio esta mañana.

—Estoy seguro de que son losmismos; ahí están las etiquetas. Creoque comparé los incisivos superior einferior. —Ofreció las radiografías a

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Scofield y se movió a la enfermera—.Ponga correctamente lo que dije, yescríbalo a máquina, por favor. Lofirmaré afuera. —Apagó el cigarrillo yextendió la mano—. Fue un placerhaberlo conocido, señor Vickery, perotengo que regresar al trabajo.

—Sólo una cosa más, doctor.¿Tendría inconveniente en poner susiniciales en estas hojas, y fecharlas? —Bray separó las radiografías y las pusosobre el mostrador.

—En absoluto —contestó eldentista.

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Regresó en el auto a Salem. Habíamuchas cosas que aclarar, y tomaríanuevas decisiones de acuerdo con lascircunstancias, pero ya había trazado suplan general; tenía por dónde empezar.Era casi la hora para que el señor B. A.Vickery llegara al Ritz Carlton, pero aúnle quedaba un poco de tiempo.

Se detuvo antes en la plaza deestacionamientos de Salem, dondeencontró las pequeñas etiquetas conborde rojo, casi idénticas a lasutilizadas hacía más de treinta y cincoaños; y en una tienda que vendía

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máquinas de escribir copió los nombresy las fechas, frotándolas ligeramente afin de que las etiquetas parecieranviejas.

Y mientras caminaba de regreso a suautomóvil echó una mirada a losescaparates de las tiendas, donde denuevo vio algo que esperaba encontrar.

SE HACEN COPIASMIENTRAS USTED ESPERA.

SE COMPRA, VENDE OALQUILA EQUIPO SERVICIO

EXPERTO

Estaba en una ubicación

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conveniente: a dos puertas de una tiendade licores y a tres de un supermercado.Se detendría allí ahora y sacaría copiasde su lista detallada, y más tardecompraría algo para comer y beber.Estaría en su habitación bastante tiempo;tenía que hacer llamadas telefónicas quele llevarían de cinco a siete horas.Tenían que enlazarse, mediante unitinerario muy preciso, a través deLisboa.

Bray observó al gerente del ServicioDuplicador Plaza extraer las hojas de suacusación, de las bandejas grises quesobresalían de la máquina. Había estadoconversando con el hombre calvo,

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diciéndole que se trataba de un favorpara un sobrino; el muchacho tomabauno de esos cursos de literatura creativaen Emerson y estaba participando en uncertamen universitario.

—Ese chico tiene muchaimaginación —aseguró el gerente,juntando las copias.

—¡Oh! ¿Lo ha leído?—Sólo en partes. Cuando uno está

en la máquina, sin nada que hacer másque asegurarse de que no se atasque, noqueda más que mirar, Pero cuando vienegente con cosas personales, como cartaso testamentos, ya sabe lo que quierodecir, siempre trato de mantener los ojos

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sobre los botones. A veces no es fácil.—Le dije a mi sobrino que será

mejor que gane o acabará en la cárcel.—Ya no. Estos muchachos de hoy

son estupendos. Dicen lo que quieren.Conozco mucha gente a la que no legusta eso, pero a mí sí.

—Yo creo que a mí también —convino Bray, mirando la nota que leentregaron; sacó dinero del bolsillo—.Óigame, ¿usted no tendría porcasualidad una máquina Alfa Doce?

—¿Alfa Doce? Esa es unaherramienta que vale ochenta mildólares. Mi negocio va bien, perotodavía no estoy en esa categoría.

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—Supongo que podría encontrar unaen Boston.

—Hay una compañía de seguros enla calle Lafayette, que tiene una;apostaría cualquier cosa a que la casamatriz pagó por ella. Es la única que séque existe al norte de Boston, y con esoquiero decir que es desde aquí hastaMontreal.

—¿Una compañía de seguros?—West Hartford Casualty. Entrené a

las dos muchachas que manejan la AlfaDoce. ¿No le parece eso típico de unacompañía de seguros? Compran unamáquina de ese precio, pero no quierengastar en un contrato de servicio.

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Scofield se inclinó sobre elmostrador, como un hombre fatigado queestá haciendo una confidencia.

—Mire, he estado viajando durantecinco días y tengo que enviar un informepor correo esta misma noche. Necesitouna Alfa Doce. Claro que podría ir enauto hasta Boston y probablementeencontraría una. Pero ya casi son lascuatro y preferiría no hacer eso. Micompañía es un poco loca; consideraque mi tiempo es valioso y me dejagastar el dinero necesario para ahorrartiempo cuando puedo ¿Qué le parece?¿Me podría ayudar? —Bray sacó unbillete de cien dólares.

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—Usted trabaja para una compañíasensacional.

—Eso es cierto.—Haré la llamada.

Eran las 17:45 cuando Bray regresóa su hotel de la bahía de Salem. La AlfaDoce había rendido el servicio quenecesitaba, y luego encontró unapapelería en donde adquirió unaengrapadora, seis sobres de manita, dosrollos de cinta para envolver, y unabalanza Park-Sherman que pesaba engramos. En la oficina de correos deSalem compró cincuenta dólares de

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estampillas.Su lista de compras se completaba

con un bistec y una botella de whiskyescocés. Extendió sus compras sobre lacama, puso unas sobre la mesa y otrassobre el mostrador de plástico, entre ladiminuta estufa y el refrigerador. Sesirvió una ropa y se sentó en el sillónfrente a la ventana que daba a la bahía.Estaba oscureciendo; apenas lograba verel agua cuando ésta reflejaba las lucesdel muelle.

Bebió el whisky a cortos sorbos,dejando que el alcohol se extendiera,suspendiendo todo pensamiento. Notenía más de diez minutos antes de

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comenzar con las llamadas telefónicas.Los cañones estaban emplazados; labomba nuclear, en su lugar. Ahora eraesencial que todo se llevara a cabo ensecuencia, siempre en secuencia, y esosignificaba elegir las palabras acertadasen el momento oportuno; no había lugarpara el error. Para evitar el error, sumente tenía que estar libre, suelta, sintrabas, ser capaz de escuchar de cerca,de captar sutilezas.

¿Toni?…¡No!Cerró los ojos. Allá en la distancia,

las gaviotas revoloteaban sobre lasaguas en busca de su última comida

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antes de que la oscuridad fueracompleta. Escuchó sus graznidos y ladisonancia le pareció en cierto modoconfortable; había una forma de energíaen cada lucha por la supervivencia. Elesperaba tenerla también.

Cayó en un sueño ligero y despertósobresaltado. Miró su reloj, irritadoconsigo mismo. Eran las seis y seisminutos; sus diez minutos se prolongarona casi quince. Era hora de hacer laprimera llamada telefónica, la queconsideraba más probable para obtenerresultados. Esta no tendría que hacerse através de Lisboa, pues lasprobabilidades de que la línea estuviera

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intervenida eran tan remotas que sepodrían considerar inexistentes. Pero nociento por ciento por lo cual suconversación no duraría más de veintesegundos, el tiempo mínimo necesariopara hacer funcionar al equipo derastreo más avanzado.

Ese límite de veinte segundos era elmismo que utilizó la mujer francesa, porinstrucciones suyas, varias semanasantes, cuando ella hizo llamadas durantetoda la noche a una suite del hotel en laavenida Nebraska.

Se levantó de la silla y se dirigió asu portafolio, sacando las anotacionesescritas para sí mismo. Notas con

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nombres y números telefónicos. Volvióal teléfono junto a la mesita de noche,acercó un sillón y se sentó. Meditó unmomento, e inventó una taquigrafíaverbal para lo que quería decir, dudandono obstante, que sirviera de mucho. Elembajador Robert Winthrop habíadesaparecido hacía más de un mes; notenía razones para pensar que hubierasobrevivido. Winthrop mencionó elnombre del Matarese al hombre, o loshombres de Washington, que no debía.

Levantó el auricular y marcó;siguieron tres llamadas antes de que unoperador entrara en la línea y lepreguntara cuál era el número de su

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habitación. Bray dio el número y lasllamadas continuaron, aunque másdistantes.

—¿Hola?—¡Escucha! No tenemos tiempo.

¿Entiendes?—Si. Adelante.Ella lo reconoció; estaba con él.

Bray habló rápidamente en francés, conlos ojos en el segundero de su reloj.

—El embajador Robert Winthrop,Georgetown. Lleva dos hombres contigosin dar explicaciones. Si Winthrop está,pide entrevistarlo a solas, pero no digasnada en voz alta. Pásale una nota con laspalabras: «Beowulf quiere comunicarse

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con usted». Déjalo responder porescrito. El contacto debe estaresterilizado. Vuelvo a llamarte.

Diecisiete segundos.—Tenemos que hablar —fue la

respuesta rápida y firme—. Vuelve allamar.

Bray colgó; ella estaría a salvo. Nosólo era muy improbable que elMatarese la hubiera encontrado eintervenido su teléfono; incluso si asífuese no la matarían. No tenían nada queganar con ello, y sí mucho que averiguarsi acaso mantenían a la intermediariaviva; y demasiado embrollo si lamataban junto con algunos hombres de la

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CIA. Además, su responsabilidad eralimitada, bajo las circunstancias; losentía mucho, pero así era.

Hora de llamar a Lisboa. Desde suépoca en Roma sabía que utilizaría aLisboa cuando llegara el momento. Unaserie de llamadas telefónicas podríanhacerse a través de Lisboa, sólo una vez.Porque una vez que los que recibieran lallamada quedaran registrados por lacomputadora nocturna, no se permitiríanmás llamadas del mismo origen. Elacceso a Lisboa estaba restringido aaquellos que trataban únicamente condeserciones de alto nivel, hombres en elservicio que en momentos de

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emergencia tenían que recurrirdirectamente a sus superiores enWashington, que a la vez estabanautorizados para tomar decisionesinmediatas. No había más de veinteoficiales de inteligencia en todo el país,que tuvieran los códigos para Lisboa, yno existía un solo hombre en Washingtonque rechazara una llamada de Lisboa.Uno que nunca sabía si el premio iba aser un general, o un físico nuclear, o unalto miembro del Presidium o del KGB.

También quedaba entendido quecualquier abuso de la conexión deLisboa tendría graves consecuenciaspara el infractor. Bray sintió cierta

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morbosa diversión ante tal amenaza; elabuso que estaba a punto de infligir ibamuchísimo más lejos de cualquier cosaque pudieran haber concebido loshombres que establecían las reglas.Miró los cinco nombres y títulos a losque estaba a punto de llamar. Losnombres, por sí mismos, no eran taninsólitos; probablemente podríanencontrarse en cualquier directoriotelefónico. Pero no los cargos.

El Secretario de Estado.El Presidente del Consejo de

Seguridad Nacional.El Director de la Agencia Central de

Inteligencia.

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El Asesor de Política Exterior delPresidente.

El Presidente del Estado MayorConjunto de las Fuerzas Armadas.

La probabilidad de que uno, oposiblemente dos de estos hombresf u e r a n consiglieri del Matareseconvenció a Bray de no tratar de enviarsu acusación directamente al Presidente.Él y Taleniekov creyeron que una vezque las pruebas estuvieran en sus manos,podrían llegar hasta los dos líderes desus respectivos países, y convencerlos.Eso no era cierto; los Presidentes yPremieres estaban protegidos muy decerca; los mensajes se filtraban, las

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palabras tenían que ser interpretadas.Las acusaciones de «traidores» noserían descartadas. Otros tendrían quellegar a los Presidentes y Premieres.Hombres cuyos puestos de confianza yresponsabilidad estuvieran por encimade todo; ésos serían los hombres quetenían que llevar la noticia, no unos«traidores».

La mayoría, si no todos, de aquellosa quienes iba a llamar, tenían uncompromiso: buscar el bienestar de lanación; cualquiera de ellos podíaacercarse al Presidente. Era todo lo queél pedía, y ninguno de ellos rechazaríauna llamada de Lisboa. Levantó la

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bocina y marcó el número de laoperadora internacional.

Veinte minutos más tarde, laoperadora contestó la llamada. Lisboadespejó rápidamente, como siempre, eltráfico a Washington. El Secretario deEstado estaba en la línea.

—Habla Estado Uno —contestó elSecretario—. Sus códigos estánverificados, Lisboa. ¿De qué se trata?

—Señor Secretario, dentro decuarenta y ocho horas usted recibirá unsobre de manila, por correo; el nombreAgate estará impreso en la esquinasuperior izquierda…

—¿Agate? ¿Beowulf Agate?

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—Por favor, escúcheme, señor.Ordene que le entreguen el sobredirectamente a usted, sin abrir. Dentroencontrará un informe detallado quedescribe una serie de hechos que hanocurrido, y que están ocurriendo en estemomento, que constituyen unaconspiración para asumir el control delgobierno.

—¿Conspiración? Por favor, seaespecífico. ¿Comunista?

—Creo que no.—¡Debe especificar, señor Scofield!

Usted es un hombre buscado, y estáabusando de la conexión de Lisboa. Nole va a hacer ningún bien ahora ponerse

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a dar gritos de alarma por motivospersonales. Ni le va a hacer bien al país.

—Usted encontrará todo lo quenecesita, bien especificado, en miinforme. Entre otras cosas, hallarápruebas, repito, pruebas, señorSecretario, de que ha habido un engañoen el Senado desde hace veinte años. Esde tal magnitud, que no estoy seguro deque el país pueda absorber el choque.Puede que ni siquiera sea conveniente,en interés de la nación, el exponerlo.

—¡Explíquese!—La explicación está en el sobre.

Pero no hay una recomendación; notengo ninguna recomendación que hacer.

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Ese es asunto suyo. Y del Presidente.Llévele la información tan pronto comola reciba.

—¡Le ordeno que se presenteinmediatamente!

—Saldré en cuarenta y ocho horas,si aún estoy vivo. Cuando lo haga,quiero dos cosas: reivindicación paramí y asilo para un agente soviético deinteligencia, si está vivo.

—Scofield, ¿dónde está usted?—Bray colgó el teléfono.Esperó diez minutos e hizo su

segunda llamada a Lisboa. Treinta ycinco minutos más tarde tenía en la líneaal Presidente del Consejo Nacional de

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Seguridad.—Señor Presidente, dentro de

cuarenta y ocho horas recibirá usted unsobre de manila, por correo; el nombreAgate estará impreso en la esquinasuperior izquierda…

Eran exactamente catorce minutospasada la medianoche cuando terminó laúltima llamada. Entre los hombres quecontactara había personas honorables.Sus voces serían escuchadas por elPresidente.

Tenía cuarenta y ocho horas. Todauna vida.

Era el momento de tomar una copa.Dos veces, mientras hacía las llamadas,

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miró a la botella y estuvo a punto deracionalizar la necesidad de calmar suansiedad, pero ambas veces rechazó elmétodo. Bajo presión, era el hombremás frío que pudiera haber; tal vez nosiempre se sintiera así, pero era sumanera de funcionar. Ahora se merecíauna copa; sería el saludo adecuado parala llamada que estaba a punto de hacer:al senador Joshua Appleton IV, nacidoJulián Guiderone, hijo del niño pastor.

Sonó el teléfono, y el sobresalto hizoque atenazara la botella que tenía en lamano y se olvidara del whisky queestaba escanciando. El líquido sederramó del vaso al mostrador del bar.

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¡Era imposible! No había forma de quelas llamadas de Lisboa hubieran sidorastreadas con tanta rapidez. Las líneasmagnéticas fluctuaban cada hora,asegurando orígenes ocultos; el sistemaentero tendría que cerrarse por unmínimo de ocho horas a fin de poderrastrear una sola llamada. Lisboa eraabsolutamente segura; una llamada através de esa ciudad garantizaba quequien llamaba estaba a salvo, de que suubicación se mantendría oculta hasta queya no importara.

El teléfono volvió a sonar. El nocontestar suponía no saber, y la falta deconocimiento era infinitamente más

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peligrosa que cualquier rastreo. Pasaralo que pasara, aún tenía cartas que jugar;o al menos la convicción de que esascartas eran jugables. Daría esaimpresión. Levantó la bocina.

—¿Sí?—¿Habitación Dos-Doce?—¿Qué pasa?Habla el gerente, señor. No es nada,

realmente, pero la operadora exteriornos ha mantenido, naturalmente, al tantade sus llamadas telefónicasinternacionales. Observamos que ustedoptó por no utilizar tarjeta de crédito, yha pedido que se le carguen las llamadasa su habitación. Pensamos que le

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interesaría saber que los cargos hastaeste momento pasan de tres mil dólares.

Scofield miró a la vacía botella dewhisky. La desconfianza yanqui nocambiaría hasta que volara el planeta; yaún entonces los contables de NuevaInglaterra pondrían una demanda aluniverso.

—¿Por qué no sube ustedpersonalmente y le daré el dinero de lasllamadas? Será en efectivo.

—Oh, no es necesario. No esnecesario en absoluto, señor. Enrealidad, no estoy en el hotel; estoy enmi casa. —Hubo una pausa breve,ligeramente embarazosa—. En Beverly.

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Lo cargaremos sencillamente…—Gracias por su interés —

interrumpió Bray; colgó y regresó al bary a la botella de whisky.

Cinco minutos más tarde estabalisto; una calma helada se extendía porsus nervios cuando se sentó junto alteléfono. Las palabras le saldrían,porque sentía el ultraje muy dentro; notenía que pensarlas, vendrían fácilmente.Lo que sí había meditado era lasecuencia. Extorsión, compromiso,debilidad, intercambio… Alguien delMatarese quería hablar con él, reclutarlopor la razón más lógica del mundo; daríaa ese hombre, quienquiera que fuera, la

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oportunidad de hacer las dos cosas. Eraparte del intercambio, el preludio alescape. Pero el primer paso en la cuerdadel equilibrista no lo daría BeowulfAgate; lo daría el hijo del niño pastor.

Levantó el auricular; treintasegundos más tarde escuchó la famosavoz adornada con ese pronunciadoacento bostoniano que recordaba conmucha frecuencia a un joven Presidenteasesinado en Dallas.

—¿Hola? ¿Hola? —El senador fuedespertado de su sueño; se estabaaclarando la garganta—. ¿Quién es, portodos los demonios?

—Hay una tumba en la aldea suiza

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de Col du Pillon. Si acaso hay unacadáver en el ataúd, no es del hombrecuyo nombre está en la inscripción.

El grito sofocado en la línea fueelectrizante: el silencio que siguió eracomo un alarido suspendido en el terror.

—¿Quién…? —El hombre sehallaba en estado de choque, era incapazde formular la pregunta.

—No hay razón para que diga nada,Julián…

—¡Basta! —El grito salió de muydentro.

—Está bien, no mencionarénombres. Usted sabe quién soy yo; de locontrario el niño pastor no ha mantenido

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a su hijo bien informado.—¡No escucharé!—Sí escuchará, senador. En este

momento, ese teléfono es parte de sumano; usted no lo soltará. No puede. Asíque escuche: el 11 de noviembre de1934, usted y un íntimo amigo suyofueron al mismo dentista de la calleMain, en Andover, Massachusetts. Austed se le sacaron radiografías ese día.—Scofield hizo una pausa deexactamente un segundo—. Yo las tengo,senador. Su oficina puede confirmar estoen la mañana. Su oficina también puedeconfirmar el hecho de que ayer unmensajero de la Oficina General de

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Contabilidad recogió un juego deradiografías más recientes, de su actualdentista en Washington. Y finalmente, siasí lo desea, su oficina puedeinspeccionar el Depósito deRadiografías del Hospital General deMassachusetts, en Boston. Encontraránque ha desaparecido una radiografíafrontal, tomada hace veinticinco años,del archivo de Appleton. Desde haceuna hora todas están en mis manos.

Oyó un ahogado, lastimero quejidoen la línea, un gemido sin palabras.

—Siga escuchando, senador. Ustedtiene una posibilidad de salvación. Si lamuchacha está viva, tiene una

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posibilidad; si no lo está, no tiene nada.En cuanto al ruso, si ha de morir, yo seréquien lo mate. Creo que usted sabe porqué. Así que, como usted ve, se puedellegar aun arreglo. Lo que yo sé noquiero saberlo. Lo que usted haga, ya nome importa. Lo que usted desea, ya lo haganado, y hombres como yo,sencillamente acaban por trabajar parahombres como usted; eso es lo quesiempre ocurre. En última instancia, nohay mucha diferencia entre ninguno deustedes. En ningún lado. —Scofieldvolvió a hacer una pausa; el anzueloestaba reluciente; ¿se lo tragaría?

Se lo tragó; el susurro era ronco, la

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frase de tanteo:—Hay… gente que quiere hablar

con usted.—Estoy dispuesto a escuchar. Pero

sólo cuando pongan a la muchacha enlibertad y me entreguen al ruso.

—¿Las radiografías? —Las palabrasbrotaron espontáneas; luego, seinterrumpieron; el hombre se estabaahogando.

—Ese es el trato.—¿Cómo?—Lo negociaremos. Tiene usted que

entender, senador, que lo único que meimporta en este momento soy yo. Lamuchacha y yo; sólo queremos poder

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escapar.—¿Qué…?—¿Qué quiero? —completó

Scofield—. Prueba de que está viva, deque aún puede caminar.

—No entiendo.—Ni tampoco sabe mucho de

intercambios. Un paquete inmóvil nosirve, anula el intercambio. Quieropruebas y tengo un par de binocularesmuy poderosos.

—¿Binoculares?—Su gente entenderá. Quiero un

número telefónico y un punto haciadónde ver. Obviamente, estoy en losalrededores de Boston. Lo llamaré en la

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mañana. A ese número.—Hay un debate en el Senado, un

quórum…—Usted no podrá estar allí —

aseguró Bray, y colgó.Había hecho el primer movimiento;

se usarían teléfonos toda la noche, entreWashington y Boston. Movimientos ycontra-movimientos, acometidas yevasiones, presiones y frenos; lasnegociaciones habían comenzado. Mirólos sobres de manila sobre la mesa.Entre llamadas, los fue cerrando,pesando y pegando los sellos; estabanlistos para salir.

Excepto uno, y no había razón para

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pensar que lo pondría en el correo; latragedia consistía en la desaparición deun hombre y en lo que éste podría haberhecho. Era hora de llamar de nuevo a suamiga de París. Tomó el teléfono ymarcó.

—¡Bray, gracias a Dios! ¡Hemosestado esperando durante horas!

—¿Hemos?—El embajador Winthrop.—¿Está ahí?—Está bien. El asunto se manejó

extremadamente bien. Ese hombre,Stanley, me aseguró que nadie podríahaberlos seguido y, para todos losefectos, el embajador está en

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Alejandría.—¡Stanley se portó bien! —Scofield

sintió ganas de gritar por todo lo alto, talera su alivio, su júbilo. ¡Winthrop seencontraba vivo! Los flancos quedabancubiertos, el Matarese destruido. Estabaen libertad para negociar, como nuncaantes había negociado en su vida, y erael mejor negociador del mundo.

—Déjeme hablar con Winthrop.—Brandon, estoy en la línea. Me

temo que tomé el teléfono de tu amiga enforma bastante ruda. Perdóneme, queridaamiga.

—¿Qué ocurrió? Traté dellamarle…

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—Estuve herido: no seriamente,pero lo suficiente para requerirtratamiento. Fui a un doctor que conocíaen Fredericksburg, quien tiene unaclínica privada. No hubiera sidoprudente que el más viejo de losllamados estadistas se presentara en unhospital de Washington con una bala enel brazo. Quiero decir, ¿te puedesimaginar a Harriman llegando a una salade emergencia de Harlem, con unaherida de bala?… Y no podíainvolucrarte aún más, Brandon.

—¡Dios! Debí haber consideradoeso.

—Tenías suficientes cosas que

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considerar. ¿Dónde estás?—En las afueras de Boston. Tengo

mucho que decirle, pero no por teléfono.Todo está en un sobre, junto con cuatrotiras de radiografías. Tengo queenviárselo cuanto antes, y usted tieneque enseñarlo al Presidente.

—¿El Matarese?—Más de lo que nos podíamos

haber imaginado. Tengo las pruebas.—Toma el primer avión a

Washington. Me comunicaré ahora conel Presidente y te conseguiré plenaprotección; una escolta militar, si fueranecesario. La búsqueda será suspendida.

—No puedo hacer eso, señor.

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—¿Por qué no? —el embajador seoía incrédulo.

—Hay… rehenes. Necesito tiempo.Los matarán a menos que entre ennegociaciones.

—¿Negociaciones? No tienes porqué negociar. Si tienes lo que dicestener, deja que el gobierno lo haga.

—Requiere alrededor de 400gramos de presión y menos de un quintode segundo apretar un gatillo. Tengo quenegociar… Pero ahora puedo hacerlo.Estaré en contacto con usted, leinformaré el lugar de intercambio. Ustedpodrá cubrirme.

—De nuevo esas palabras. Nunca

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abandonan tu vocabulario, ¿no es así?—Nunca he estado tan agradecido

por ellas.—¿Cuánto tiempo tenemos?—Depende; es delicado.

Veinticuatro, o posiblemente treintahoras. Tiene que ser en menos decuarenta y ocho; ése es el plazo final.

—Envíame las pruebas, Brandon.Hay un abogado, su bufete está enBoston, pero vive en Waltham. Es unbuen amigo. ¿Tienes automóvil?

—Sí. Puedo llegar a Waltham enunos cuarenta minutos.

—Bien. Lo llamaré; estará en elprimer avión a Washington, en la

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mañana. Su nombre es Paul Bergeron;tendrás que buscar su dirección en laguía telefónica.

—No habrá problema.

Era la 1:45 de la mañana cuandoBray tocó el timbre de la casa de piedraen Waltham. Se abrió la puerta yapareció Paul Bergeron, en bata, conarrugas de preocupación en su rostromaduro e inteligente.

—Sé que no debo preguntarle sunombre; pero ¿quiere pasar?

Y por lo que veo, no le sentaría maluna copa.

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—Se lo agradezco, pero todavía mequeda trabajo que hacer. Aquí está elsobre, y gracias nuevamente.

—En otra ocasión, tal vez. —Elabogado miró el grueso sobre de manitaen su mano—. ¿Sabe usted? Me sientocomo Jim St. Clair debió habersesentido cuando recibió aquella últimallamada de Al Haig. ¿Se trata de algúnrevólver humeante?

—Está ardiendo, señor Bergeron.—Llamé a la aerolínea hace una

hora: iré en el avión de las 7:55 aWashington. Winthrop tendrá esto a lasdiez de la mañana.

—Gracias, buenas noches.

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Scofield regresó en su automóvil aSalem. Inspeccionando el caminoinstintivamente, en busca de algunaseñal de que alguien lo seguía; noencontró ninguna, ni tampoco laesperaba. También buscaba unsupermercado que estuviera abierto todala noche. Las mercancías rara vez selimitaban a productos alimenticios.

Encontró uno en las afueras deMedford, un poco apartado de lacarretera. Se estacionó enfrente, entró yvio lo que buscaba en el segundopasillo. Una exhibición de relojes dealarma, baratos. Compró diez.

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Eran las 3:18 cuando regresó a suhabitación. Sacó los reloj es de suscajas, los alineó sobre la mesa y abriósu portafolio. Extrajo una pequeña cajade cuero que contenía herramientas enminiatura. A primera hora de la mañanacompraría alambre y pilas, y losexplosivos más tarde. Los detonadorespodrían representar un problema, perono insuperable; más necesitaba unademostración, que un poder destructivo,y con toda seguridad no necesitaría nadaen absoluto. Los años, no obstante, lehabían enseñado a ser precavido; unintercambio era como la construcción deun gigantesco avión. Cada sistema tenía

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otro sistema de apoyo, una alternativa.Tenía seis horas para preparar las

alternativas. Era bueno tener algo quehacer; dormir ahora le resultaríaimposible.

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36El cambio del amanecer a la madrugadafue apenas discernible; había de nuevoaugurios de lluvia invernal. Hacia lasocho, ésta empezó a caer. Braycontempló el océano, con las manossobre el antepecho de la ventana,pensando en mares más calmados, mástemplados, preguntándose si él y Tonisurcarían sus aguas algún día. Ayer nohabía esperanza; hoy sí, y estabapreparado para funcionar como nuncaantes. Todo lo que Beowulf Agaterepresentaba sería visto y oído en estedía. Se pasó la vida preparándose para

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las breves horas que la prolongarían dela única manera aceptable para él.Rescataría a Antonia o moriría; eso nohabía cambiado. El hecho de haberdestruido en verdad al Matarese era,ahora, casi incidental. Esa era una metaprofesional y él era el mejor… él y elruso eran los mejores.

Se apartó de la ventana, fue a lamesa y examinó su trabajo de las últimashoras. Le tomó menos tiempo del quehabía pensado, tan absoluta fue suconcentración. Cada reloj estabadesarmado; cada muelle de la ruedaprincipal, horadado en el eje, y nuevostornillos piñones insertados en los

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mecanismos de la rueda dentada,después de balancear los pernos enminiatura. Cada reloj estaba ahora listopara aceptar la inserción de alambresque condujeran a terminales con pilas,que lanzarían treinta segundos dechispas a la pólvora preparada. Estaschispas, a su vez, quemarían yencenderían explosivos en un lapso dequince minutos. Cada alarma fue puestay vuelta a poner una docena de veces;infinitesimales estrías limadas a travésde los engranajes, asegurarían lasecuencia; todas trabajan una docena deveces, en secuencia. Eran herramientasprofesionales, y no daba particular

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significado al hecho de conocerlas. Elproyectista era también un mecánico; elarquitecto, un constructor; el crítico, unpracticante del oficio. Era algo esencial.

En la compra de municiones podríaobtener pólvora de cualquier armero. Encuanto a los explosivos, una sencillavisita a un lugar de excavaciones odemoliciones, provisto de lasidentificaciones gubernamentalesnecesarias, era todo lo que necesitaríapara hacer un inventario. El resto eracuestión de tener grandes bolsillos en elimpermeable. Ya había hecho todo esoantes; la mentalidad secular era lamisma en todos lados. Debía cuidarse

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del hombre que portaba una credencialen plástico negro y hablaba en vozsuave. Era peligroso. Había quecooperar, y no permitir que el nombrede uno quedara en una lista.

Colocó los mecanismos de relojeríaen una caja, que cinco horas antes le dioel empleado del supermercado, cerró latapa y la llevó afuera, hasta suautomóvil. Abrió la cajuela, colocó lacaja en una esquina y regresó alvestíbulo del hotel.

—Resulta que tengo que salir enpoco tiempo —comunicó al joven queestaba detrás del mostrador—. Paguéuna semana, pero he cambiado de

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planes.—También tiene muchas llamadas

telefónicas que fueron cargadas a suhabitación.

—Es cierto —confirmó Scofield,intrigado acerca de cuánta gente enSalero estaría también al tanto de esehecho. ¿Quemarían todavía alas brujasen Salem?—. Si me tiene lista la cuenta,bajaré en media hora. Agregue estosperiódicos a mi cuenta, por favor. —Tomó dos del mostrador, el Examinerde la mañana y un semanario local.Subió las escaleras hasta su habitación.

Se preparó un café instantáneo, llevóla taza a la mesa y se sentó con los

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periódicos y la guía telefónica de Salem.Eran las 8:25. Si el tiempo en elaeropuerto Logan lo había permitido,Paul Bergeron estaría en el aire desdehacía media hora. Trataría de verificareso cuando empezara a hacer lasllamadas.

Abrió el Examiner y buscó lasección de anuncios clasificados.

Había dos ofertas de empleo paratrabajadores de la construcción, elprimero en Newton, el segundo enBraintree. Anotó las direcciones, aunqueesperaba encontrar un tercero o uncuarto, más cerca.

Lo encontró en el semanario de

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Salem: una fotografía tomada cinco díasantes, que mostraba al senador JoshuaAppleton en una ceremonia deinauguración en Massachusetts, unaurbanización de viviendas para familiasde clase media, que se estabaconstruyendo en terreno rocoso al nortede la playa Phillips. El pie de grabadodecía:

LOS TRABAJOS DEBARRENAR Y EXCAVAR

COMENZARAN…

La ironía era espléndida.Abrió la guía telefónica y encontró

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un armero en Salem; no tenía por quéseguir buscando. Anotó la dirección.

Eran las 8:37. Hora de llamar a lamentira que usaba el nombre de JoshuaAppleton. Se levantó y se dirigió a lacama decidiendo impulsivamentetelefonear primero al aeropuerto Logan.Así lo hizo, y las palabras que oyó eranlas que deseaba oír.

—¿El avión de las siete cincuenta ycinco a Washington? Ese es el vueloSeis-Dos de la Eastern. Déjeme ver,señor… Hubo un retraso de doceminutos, pero el avión ya ha despegado.No hay cambio en el tiempo estimado dellegada.

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Paul Bergeron iba camino deWashington, llegaría hasta RobertWinthrop. Ya no habría más retrasos niconferencias para resolver una crisis, nijuntas apresuradamente convocadasentre hombres arrogantes que trataban dedecidir cómo y cuándo proceder.Winthrop llamaría a la Oficina Oval; sele concedería audiencia inmediatamente,y el pleno poder del gobierno seenfrentaría al Matarese. Y a la mañanasiguiente (Winthrop accedió a ello), elServicio Secreto se encargaría de llevaral senador directamente al HospitalWalter Reed, en donde se le sometería aexámenes intensivos. Se revelaría un

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fraude de veinticinco años, y el hijo delniño pastor sería destruido junto con supadre.

Bray encendió un cigarrillo, tomó unsorbo de café y levantó el auricular.Estaba en completa posesión de símismo; se concentraría totalmente en lasnegociaciones, en ese intercambio queno significaría nada para el Matarese.

La voz del senador era tensa; en sutono se apreciaba el agotamiento.

—Nicholas Guiderone quiere verlo.—El niño pastor en persona. Usted

sabe mis condiciones. ¿Las sabe él?¿Está preparado para aceptarlas?

—Sí. Está de acuerdo con el número

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telefónico. No está seguro de lo queusted quiere decir con respecto a «unpunto que ver».

—Entonces no hay nada más quediscutir. Colgaré.

—¡Espere!—¿Por qué? Es una cosa sencilla; le

dije que tenía binoculares. ¿Qué más lepuedo decir? El se ha negado. Adiós,senador.

—¡No! —La respiración deAppleton era audible—. Está bien, estábien. Se le indicará una hora y un lugarcuando llame al número que le daré.

—¿Me darán qué? Usted es unhombre muerto, senador. Si lo quieren

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sacrificar a usted, ese es asunto de ellos,y suyo supongo, pero no mío.

—¿De qué demonios está hablando?¿Dónde está la falla?

—Es inaceptable. A mí no se medice cuándo y dónde. Para aclarar lascosas, yo seré quien le dé a ustedes ellugar y el tiempo aproximado, senador.Entre las tres y cinco de esta tarde, enlas ventanas que dan al norte deAppleton Hall, las que dan a la lagunade Jamaica. ¿Me ha entendido?Appleton Hall.

—¡Ese es el número de teléfono!—No me diga… Tengan las

ventanas iluminadas; la mujer en una

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habitación, el ruso en otra. Quieromovilidad, conversación; quiero verles,andar, hablar, reaccionar. ¿Está claro?

—Sí. Andar… reaccionar.—Y diga a su gente, senador, que no

se moleste en buscarme. No tendré lasradiografías; éstas estarán con otrapersona que tiene instrucciones dedónde enviarlas en caso de que yo noregrese a una parada de autobús antes delas cinco y media.

—¿Una parada de autobús?—El camino norte, abajo de

Appleton Hall, es una ruta de autobús.Los vehículos están siempre llenos degente y la larga curva alrededor de

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Jamaica Pond les hace disminuir lavelocidad. Si la lluvia continúa irán másdespacio que nunca. Tendré tiemposuficiente para ver lo que quiero.

—¿Verá usted a NicholasGuiderone? —la pregunta fue hechaapresuradamente, al borde de la histeria.

—Si estoy satisfecho —señalóScofield, fríamente. Lo llamaré desdeuna cabina telefónica, alrededor de lascinco y media.

—¡El quiere hablar con usted ahora!—El señor Vickery no hablará con

nadie hasta registrarse en el Hotel RitzCantan. Creí que eso estaba claro.

—El está preocupado de que usted

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haga duplicados; le preocupa muchoeso.

—Se trata de negativos de haceveinticinco y treinta y ocho años,Cualquier exposición a la luz fotográficase vería instantáneamente en unespectrógrafo. No me voy a dejar matarpor eso.

—¡El insiste en que usted secomunique con él ahora! ¡Dice que esvital!

—Todo es vital.—Me ha pedido que le diga que

usted está equivocado. Muy equivocado.—Si quedo satisfecho esta tarde, él

tendrá una oportunidad de probar eso

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después. Y usted logrará la presidencia.¿O la tendrá él?

Bray colgó el teléfono y apagó sucigarrillo. Tal como pensó, AppletonHall era el lugar más lógico en queGuiderone retendría a sus rehenes,Había tratado de no pensar acerca deeso, mientras recorrió en automóvil losalrededores de la vasta mansión; laproximidad a Toni era una obstrucciónque apenas podía superar, peroinstintivamente la supo. Y porque losabía, sus ojos reaccionaron como losrápidos obturadores de una docena decámaras que fotografiaran centenares deimágenes. Los terrenos adyacentes eran

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espaciosos; hectáreas llanas de gruesasárboles y espesos matorrales conguardias en posiciones protegidasalrededor de la colina. Una fortalezacomo esa era un blanco probable parauna invasión (obviamente, esaposibilidad siempre estuvo en la mentede Guiderone), y Scofield tenía laintención de aprovechar ese temor.Organizaría una invasión imaginaria,con raíces en el tipo de ejército que elniño pastor entendía mejor que nadie enel mundo.

Hizo una última llamada antes departir de Salem; a Robert Winthrop, enWashington. El embajador podría

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permanecer durante horas en la CasaBlanca, ya que su consejo era intrínsecoa cualquier decisión que tomara elPresidente, y Scofield quería tener suprimera línea de protección. Era suúnica protección, realmente; lasinvasiones imaginarias no contaban coninvasores.

—¿Brandon? No he dormido en todala noche.

—Tampoco durmió mucha otragente, señor. ¿La linea está limpia?

—La verifiqué electrónicamente estamañana. ¿Qué ha pasado?

—¿Viste a Bergeron?—Está en camino. En el vuelo Seis-

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Dos de la Eastern. Tiene el sobre yestará en Washington a eso de las diez.

—Mandaré a Stanley para que lorecoja en el aeropuerto. Hablé con elPresidente hace quince minutos. Estácancelando compromisos y me verá estatarde a las dos. Creo que será unaentrevista bastante larga. Estoy segurode que querrá que otros estén presentes.

—Por eso le estoy llamando ahora;pensé que así sería. Tengo el lugar delintercambio. ¿Tiene usted un lápiz?

—Sí, dime.—Es un lugar llamado Appleton

Hall, en Brookline.—¿Appleton? ¿El senador

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Appleton?—Usted lo entenderá cuando reciba

el sobre de Bergeron.—¡Dios mío!—La mansión está sobre la laguna

Jamaica, en una colina llamadaAppleton; es bien conocida. Concertaréla cita para las once y media de estanoche; yo llegaré a la hora exacta.Dígale a quienquiera que esté al mando,que empiece a rodear la colina a lasonce cuarenta y cinco. Que bloqueen loscaminos a ochocientos metros, en todasdirecciones, utilizando letreros dedesviación, y que se acerquencuidadosamente. Hay vigilantes dentro

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de la verja, cada dos o trescientosmetros. Estacione el puesto de mando enel camino de grava enfrente de laentrada principal; allí hay una casablanca bastante grande, si mal norecuerdo. Apodérense de ella y cortenlos cables telefónicos; puede quepertenezca al Matarese.

—Espera un momento, Brandon.Estoy escribiendo todo esto y mis manosy ojos no son como antes.

—Perdone. Iré más despacio.—Está bien. «Cortar cables

telefónicos». Sigue.—Mi estrategia procede de los

manuales. Ellos podrán esperarla, más

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no detenerla. Les diré que mi plazo finales de quince minutos después de lamedianoche. A esa hora saldré con losrehenes por la puerta principal, iremoshacia mi automóvil y encenderé doscerillos, uno tras otro; ellos reconoceránuna señal. Les diré que un zángano estáfuera de la entrada, con un sobre quecontiene las radiografías.

—¿Zángano? ¿Radiografías?—Lo primero es el nombre que se

da a alguien que yo empleo. Lo segundoes la prueba que ellos esperan que yoentregue.

—¡Pero no puedes entregarla!—No habría ninguna diferencia si lo

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hiciera. En el sobre que Bergeron le vaa llevar tendrá usted suficientes pruebas.

—Por supuesto. ¿Qué más?—Cuando encienda el segundo

cerillo, dígale al jefe de la policía queme dé señales correspondientes.

—¿Correspondientes…?—Que encienda dos cerillos.—Claro. Lo siento. ¿Y entonces?—Espere a que yo salga en el auto

hasta la entrada. Trataré de hacerlo lomás cerca posible de las doce y veinte.Tan pronto como las puertas se abran,las tropas deben avanzar. Estaráncubiertas por estática de distracción.Dígales que se trata sólo de eso:

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estática.—¿Qué? No entiendo.—Ellos entenderán. Ahora tengo que

irme, señor embajador. Todavía haymucho por hacer.

—¡Brandon!—¿Sí, señor?—Hay una cosa que no tienes que

hacer.—¿Cuál es?—Preocuparte por tu reivindicación.

Te lo prometo. Tú siempre fuiste elmejor.

—Gracias, señor. Gracias por todo.Sólo quiero ser libre.

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El armero del Bulevar Hawthorne,de Salem, se sintió a la vez divertido ycomplacido al ver que el forasteroadquiría dos gruesas de cartuchos paraescopeta, ya que estaba fuera de latemporada de caza. Los turistas eran,por lo general, unos tontos, pero éste sellevaba el primer premio de tontería alpagar buen dinero no sólo por loscartuchos, sino por diez tubos deplástico que los fabricantessuministraban gratis. Hablaba con unade esas voces suaves y aceitosas.Probablemente, un abogado de NuevaYork que nunca antes tuvo una escopetaen la mano. Muy tonto.

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La lluvia caía firme, formandocharcos sobre el lodo, mientrascuadrillas de malhumoradostrabajadores de la construcciónaguardaban sentados en sus automóvilesa que el tiempo se calmara para poder ira firmar; cuatro horas representaban lapaga de un día, pero sin firmar nopodrían cobrar nada.

Scofield se acercó a la puerta de unacabaña prefabricada, pisando un tablónque se hundía en el lodo enfrente de laventana salpicada por la lluvia. Adentropodía ver al capataz sentado tras una

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mesa, hablando por teléfono. Diezmetros a su izquierda había un depósitode hormigón, con un grueso candado enla puerta de acero; el letrero rojo escritosobre la puerta era explícito.

PELIGROSOLO PERSONAL

AUTORIZADOSWAMPSCOTT DEV. CORP.

Bray tocó primero en la ventana,para distraer al hombre dentro de lacabaña; luego, pisó el tablón y abrió lapuerta.

—Sí, ¿qué desea? —gritó el capataz.

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—Esperaré a que usted acabe —comentó Scofield, cerrando la puerta.Sobre la mesa había un letrero con elnombre del capataz: A. Patelli.

—Esto puede tardar, amigo. Tengoun ladrón al teléfono. ¡Un cabrón ladrónque dice que sus cabrones conductoresmaricones no pueden mover loscamiones, porque está mojado afuera!

—No se tarde demasiado, por favor—Bray sacó su credencial y la abrió—.Usted es el señor Patelli, ¿no?

El capataz examinó la credencial.—Sí. —Se volvió al teléfono—. ¡Lo

volveré a llamar, ladrón! —Luego, selevantó de la silla—. ¿Es usted del

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gobierno?—Sí.—¿Qué diablos ocurre ahora?—Algo que creemos que usted no

sabe, señor Patelli. Mi unidad estátrabajando con la Agencia Federal deInvestigación…

—¿El FBI?—Así es. Usted ha recibido varios

embarques de materiales explosivos eneste lugar.

—Todo está bien guardado bajollave, y contado —interrumpió elcapataz—. Cada una de las malditascargas.

—Nosotros no lo creemos. Por eso

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estoy yo aquí.—¿Qué?—Hace dos días estalló una bomba

en Nueva York, tal vez lo haya ustedleído. Un banco en Wall Street. Laoxidación borró varios números de laserie impresa, que voló con eldetonador; creemos que puede ser deuno de sus embarques.

—¡Eso es una jodida suposición!—¿Por qué no lo inspeccionamos?Los explosivos dentro del depósito

de hormigón eran bloques sólidos, deaproximadamente 12 centímetros delargo y 5 de ancho, empacados encartones de veinticuatro.

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—Prepare una declaración paraconsignar, por favor —indicó Scofield,estudiando la superficie de uno de losbloques—. Teníamos razón. Estos son.

—¿Una declaración?—Me voy a llevar un cartón para

analizarlo.—¿Qué?—Mire, señor Patelli, es posible

que se haya metido en un problema muyserio. Usted firmó dando por recibidosestos embarques y creo que no contóbien. Le aconsejo que coopereplenamente. Cualquier indicación deresistencia podría ser mal interpretada;después de todo, es responsabilidad

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suya. Francamente, yo no creo que estéusted involucrado, pero soy sólo elinvestigador. Por otro lado, mi palabracuenta.

—Firmaré cualquier cosa que ustedquiera. ¿Dónde?

En una ferretería, Bray compró diezpilas de celda seca, diez bolsas deplástico de unos veinte litros decapacidad, un rollo de alambre y unalata de pintura negra. Pidió una caja decartón grande, para cargar todo eso bajola lluvia.

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Se sentó en el asiento trasero delautomóvil alquilado, colocó el último delos relojes en una bolsa de plástico,apretando el bloque de explosivo junto ala pila. Escuchó el constante tictac delmecanismo; ahí estaba. Luego, cerró losbordes de la cubierta en su lugar y losselló con cinta adhesiva.

Eran cuarenta y dos minutos pasadoel mediodía; las alarmas estabancolocadas en secuencia, las estrías delos engranajes cerrados por los dientesde los piñones, la secuencia lista paracomenzar en exactamente once horas yveintiséis minutos.

Tal como hizo con los nueve

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anteriores, roció la bolsa con pinturanegra. Parte de la pintura ensució loscojines del asiento trasero; dejaría unbillete de cien dólares comocompensación.

Insertó una moneda en el teléfonopúblico; estaba en West Roxbury, a dosminutos de la línea divisoria conBrookline. Marcó. Esperó lacontestación y luego rugió en la bocina:

—¿Sanidad?—Sí, señor. ¿En qué le podemos

servir?—¡El Paseo Appleton! ¡En

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Brookline! ¡El alcantarillado se atascó!¡Se está derramando por todo mi malditoprado!

—¿Dónde es eso, señor?—¡Se lo acabo de decir! ¡Paseo

Appleton y Beechnut Terrace! ¡Esterrible!

—Mandaremos un camióninmediatamente, señor.

—¡Por favor, dense prisa!

La furgoneta del Departamento deSanidad subió a duras penas porBeechnut Terrace hacia la interseccióncon el Paseo Appleton, mientras el

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conductor inspeccionaba obviamente elalcantarillado de la calle. Cuando llegóa la esquina, un hombre con unimpermeable azul oscuro le hizo señas.Era imposible pasar alrededor delhombre; éste se movía de un lado a otrode la calle, agitando los brazosfrenéticamente. El conductor abrió lapuerta y gritó en medio de la lluvia:

—¿Qué es lo que pasa?Sería lo último que dijera en varias

horas.

Dentro del patio exterior deAppleton Hall, un guardia en una garita

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habló por teléfono y le dijo a laoperadora del conmutador que le dierauna línea exterior. Iba a llamar alDepartamento de Sanidad de Brookline.Una de sus furgonetas estaba en el PaseoAppleton, deteniéndose a cada treintametros más o menos.

—Nos han informado un atasco en lavecindad de Beechnut y Appleton,señor. Hemos enviado una furgonetapara inspeccionarlo.

—Gracias —respondió el guardia, yapretó un botón que era laintercomunicación con los demás

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puestos de vigilancia. Pasó lainformación y regresó a su silla.

¿Qué clase de idiota se ganaría lavida inspeccionando alcantarillas?

Scofield se puso la bata negra parala lluvia, con las letras blancas en laespalda. Dept. Sanidad. Brookline. Eranlas 3:05. La inspección habíacomenzado; Antonia y Taleniekovestaban de pie tras las ventanas del otrolado de la mansión; dentro de AppletonHall se concentrarían en el camino deabajo. Condujo la furgoneta de sanidadlentamente por el Paseo Appleton,

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manteniéndose cerca de la acera,deteniéndose en cada drenaje dealcantarillado. Como el camino eralargo, había de veinte a treinta drenajes.En cada parada salía cargando unaherramienta de dos metros de largo yotras que pudo hallar en la furgoneta,que parecían adecuadas al problema.Esto lo hacía en cada parada; pero en ladécima agregó otro instrumento: unrecipiente de plástico, de veinte litros,que había sido rociado con pinturanegra. Logró insertar siete como cuñasentre las puntas de la verja de hierroforjado, fuera de la vista de las garitas,empujándolos hasta el follaje, con la

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herramienta. En otras tres utilizó lo quele quedaba de alambre, y las dejócolgadas bajo la rejilla delalcantarillado.

A las 4:22 acabó y regresó aBeechnut Terrace, donde comenzó elembarazoso proceso de revivir alempleado del Departamento de Sanidad,en la parte trasera de la furgoneta. Nohabía tiempo para ser solícito; se quitóla bata y sacudió al hombre hasta querecobró el sentido.

—¿Qué diablos pasó? —El hombreestaba asustado, y retrocedió al ver a

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Bray sobre él.—Cometí un error —se excusó

Scofield, sencillamente—. Puede ustedaceptarlo a no; no falta nada, no se hadañado nada, y no existe ningúnproblema con el alcantarillado.

—¡Usted está loco!Bray sacó su sujetador de billetes.—No dudo que así le parezca, de

modo que quisiera pagarle por el uso desu furgoneta. Nadie tiene que saber nadaal respecto. Aquí tiene quinientosdólares.

—¿Quinientos?…—Durante la última hora usted ha

estado revisando los drenajes por todo

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Beechnut y Appleton; eso es todo lo quetiene que decir. Lo enviaron a eso yusted realizó su trabajo. Eso es, en casode que quiera los quinientos.

—¡Usted está loco!—No tengo tiempo para discutir.

¿Quiere el dinero o no?Los ojos del hombre se abrieron

desmesuradamente, y acabó por tomar eldinero.

Ahora ya no le importaba que lovieran o no; sólo lo que él pudiera ver leimportaba. Su reloj indicaba las 4:57;faltaban tres minutos para que terminara

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el vistazo. Detuvo el automóvildirectamente bajo el punto medio deAppleton Hall, bajó la ventanilla ylevantó los binoculares, enfocándolos através de la lluvia hacia las ventanasiluminadas a unos trescientos metrossobre él.

La primera figura que entró en sucampo visual fue Taleniekov, pero noera el mismo Taleniekov que viera laúltima vez en Londres. El rusopermanecía inmóvil, de pie tras laventana, con un lado de la cabezaenvuelto en un vendaje y un bulto bajo elcuello abierto de la camisa, que eraprueba adicional de heridas cubiertas

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con gasa. Al lado del soviético seencontraba un hombre musculoso, decabello oscuro, con la mano oculta en laespalda de Taleniekov. Scofield tenía lasensación de que sin el apoyo de aquelhombre, Taleniekov se desplomaría.Pero estaba vivo, con los ojos mirandohacia adelante, parpadeando cada dossegundos más o menos; el ruso le estabadiciendo que estaba vivo.

Bray movió los binoculares a laderecha, y detuvo la respiración; elgolpear en su pecho era como un tamboren rápida aceleración en una cámara deecos; la lluvia enturbió los lentes; se ibaa volver loco.

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¡Allí estaba ella! Erguida, de pietras las ventanas, con la cabeza alzada,inclinada primero a la izquierda, luego ala derecha, los ojos vivos, respondiendoa otras voces. Respondiendo.

Y entonces. Scofield vio lo que nose había atrevido a esperar. Le embargóun alivio infinito y quiso gritar en mediode la lluvia, de puro júbilo. En los ojosde Antonia había miedo, desde luego,pero también algo más. Ira.

Los ojos de su amada estaban llenosde ira, ¡y no había nada en el mundo quemás hubiera deseado ver! Una menteairada era una mente intacta.

Bajó los binoculares, subió la

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ventanilla y echó a andar el motor. Teníaque hacer varias llamadas telefónicas, yarreglos finales. Después de eso, seríahora de que el señor B. A. Vickeryllegara al Hotel Ritz Carlton.

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37—¿Quedó usted satisfecho? —la voz delsenador sonaba más serena que en lamañana, pero la ansiedad permanecíabajo la superficie.

—¿Cuán gravemente herido está elruso?

—Ha perdido sangre; está débil.—Eso lo noté. ¿Puede andar?—Lo suficiente para subirse a un

automóvil, si eso es lo que quiere saber.—Eso es lo que quería saber. Tanto

él como la mujer se irán conmigo en elautomóvil, en el momento preciso queyo diga. Llegaré con el coche hasta la

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entrada, y ésta se abrirá en cuanto dé laseñal. Entonces, ustedes recibirán lasradiografías y nosotros nos iremos.

—Creí que usted quería matarlo.—Antes de eso quiero otra cosa.

Tiene información que puede hacer elresto de mi vida muy agradable, noimporta quién controle qué.

—Ya entiendo.—Estoy seguro de que lo entiende.—Usted dijo que se entrevistaría

con Nicholas Guiderone, que escucharíalo que él tenga que decirle.

—Lo haré. Pero mentiría si no ledijera que tengo ciertas preguntas quehacerle.

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—El contestará todo lo que quiera.¿Cuándo lo verá?

—El lo sabrá cuando me registre enel Ritz Carlton. Dígale que me llameallí. Y dejemos una cosa bien aclarada,senador. Una llamada telefónica, perosin tropas. Las radiografías no estaránen el hotel.

—¿Dónde estarán?—Eso es cosa mía. —Scofield colgó

y abandonó la cabina telefónica. Hizo lasiguiente llamada desde otra cabina, enel centro de Boston, tanto paramantenerse en contacto con RobertWinthrop, como para averiguar cuálhabía sido la reacción del embajador

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con respecto al material en el sobre. Ypara asegurarse de que se estabandisponiendo los preparativos para suprotección. Si existía algún problema,quería conocerlo de antemano.

—Habla Stanley, señor Scofield. —La voz del chofer de Winthrop era,como siempre, hosca, pero nodesagradable—. El embajador estátodavía en la Casa Blanca; me pidió queregresara aquí y esperara una posiblellamada suya. Me dijo que le informaraque se hará todo lo que usted ha pedido.Dijo que yo debía repetir las horas.Once y media, once cuarenta y cinco ydoce quince.

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—Eso es lo que necesitaba saber.Muchas gracias. —Bray abrió la puertade la cabina, en una farmacia, y sedirigió al mostrador donde se vendíanpapel y lápices marcadores, de varioscolores. Eligió un amarillo brillante y unmarcador azul oscuro.

Regresó al automóvil y, utilizando suportafolio como escritorio, escribió sumensaje, en letras grandes y claras,sobre el papel amarillo. Satisfecho,abrió el portafolio, sacó los cincosobres de manila cerrados, sellados ydirigidos a los cinco hombres máspoderosos de la nación, y los colocó enel asiento, junto a él. Era hora de

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echarlos al correo. Luego, sacó el sextosobre y metió en él el papel amarillo; locerró con cinta adhesiva y escribió alfrente:

PARA LA POLICÍA DEBOSTON

Lentamente se dirigió en el auto a lacalle Newbury, buscando la direcciónque había encontrado en la guíatelefónica. La encontró en el ladoizquierdo, a cuatro puertas de laesquina, con un gran letrero pintado enla ventana.

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SERVICIO DE MENSAJEROSPHOENIX

ENTREGA LAS 24 HORASMÉDICO, ACADÉMICO,

INDUSTRIAL

Una mujer esbelta y remilgada, conexpresión de seria eficacia, se levantóde su escritorio y se acercó almostrador.

—¿En qué puedo ayudarle?—Espero que pueda —apuntó

Scofield, con voz eficiente, mientrasmostraba su credencial—. Estoy con elDepartamento de Policía de Boston,agregado a Exámenes

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Interdepartamentales.—¿La policía? ¡Cielo santo…!—No tiene por qué preocuparse.

Estamos haciendo un ensayo,verificando la respuesta de cadadelegación a emergencias externas.Queremos que se envíe este sobre a laestación de Boylston, esta noche.¿Podrían encargarse de ello?

—Por supuesto que sí.—Muy bien. ¿Cuál es el costo?—Oh, no creo que eso sea

necesario, señor oficial. Estamos en estojuntos.

—Se lo agradezco, pero no puedoaceptarlo. Además, necesitamos la

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constancia. Y su nombre, desde luego.—Desde luego. El servicio de

entrega nocturna cuesta normalmentediez dólares.

—Por favor, entrégueme un recibo—solicitó Scofield, sacando el dinerodel bolsillo—. Y si no tieneinconveniente, especifique, por favor,que el mensaje debe ser entregado entrelas once y las once y quince; eso es muyimportante para nosotros. Contamos conque ustedes hagan eso, ¿verdad?

—Para que tenga la máximaseguridad de ello, oficial, lo voy aentregar yo misma. Trabajo hasta lamedianoche, así que dejaré a uno de los

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muchachos a cargo de la oficina e iréhasta allá. Realmente, admiro este tipode cosas que están haciendo ustedes. Elcrimen es sencillamente astronómicoestos días; todos tenemos que colaborar.

—Es usted muy amable, señora.—¿Sabe usted? Hay mucha gente

extraña en el edificio de apartamentosdonde yo vivo. Muy extraña.

—¿Cuál es la dirección? Haré quelos autopatrullas vigilen máscuidadosamente de ahora en adelante.

—Oh, se lo agradezca mucho.—Mi agradecimiento a usted,

señora.

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Eran las 9:20 cuando entró en ellobby del Ritz Carlton. Había ido en elauto a los muelles y cenado un plato depescado, pensando todo el tiempo en loque harían Toni y él al acabar la noche.¿Adónde irían? ¿Cómo vivirían? Susituación económica personal no lepreocupaba; Winthrop prometió sureivindicación y el calculador jefe deOperaciones Consulares, el que casi fuesu verdugo, llamado Daniel Congdon,fue generoso respecto a la pensión yotros beneficios no registrados, que lecorrespondían mientras se mantuviera ensilencio. Beowulf Agate estaba a puntode desaparecer de este mundo; ¿adónde

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iría Bray Scofield? Mientras Antoniaestuviera con él, no importaba.

—Hay un mensaje para usted, señorVickery —le comunicó el empleado dela recepción, entregándole un pequeñosobre.

—Gracias —respondió Scofield,mientras se preguntaba si bajo la camisablanca de ese hombre habría un pequeñocírculo azul tatuado en la carne.

El mensaje sólo consistía en unnúmero telefónico. Lo aplastó con lamano hasta hacer del papel una bolita ylo echó sobre el mostrador.

—¿Ocurre algo malo? —preguntó elempleado.

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—Dígale al hijo de puta que yo nollamo a números. Sólo a nombres.

Dejó que el teléfono sonara tresveces antes de descolgar.

—¿Sí?—Es usted un hombre arrogante,

Beowulf. —La voz era aguda, más cruelque el viento. Era el niño pastor.Nicholas Guiderone.

—Tenía razón, entonces. El hombrede la recepción no trabaja para el RitzCarlton tiempo completo. Y cuando seduda, no se puede quitar un pequeñocírculo azul sobre el pecho.

—Se lleva con enorme orgullo,señor. Son hombres y mujeres

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extraordinarios, que se han alistado ennuestra extraordinaria causa.

—¿Dónde los encuentra? ¿Gente quees capaz de volar por los aires o morderel cianuro?

—Muy sencillo, en nuestrascompañías. Los hombres han estadodispuestos a realizar máximossacrificios por una causa, desde elamanecer de la humanidad. No tiene queser siempre en el campo de batalla, ni enla clandestinidad en tiempos de guerra,ni siquiera en el mundo del espionajeinternacional. Hay muchas causas; esono se lo tengo que decir.

—¿Causas como la suya? ¿Los

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Fida’is, Guiderone? ¿El cuadro deasesinos de Hassan ibn-al-Sabbah?

—Veo que ha estudiado al padrone.—Muy de cerca.—Hay ciertas similitudes prácticas y

filosóficas, no lo niego. Estos hombres ymujeres tienen todo lo que han deseadoen este mundo, y cuando lo abandonan,sus familias, mujeres, niños, esposos,tendrán más de lo que jamás necesitarán.¿No es ese el sueño? Con más dequinientas compañías, las computadoraspueden seleccionar a un puñado depersonas dispuestas y deseosas departicipar en el arreglo. Una sencillaprolongación del sueño, señor Scofield.

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—Bastante prolongada.—Realmente, no. Muchos más

ejecutivos sucumben de ataquescardíacos que de actos violentos. Lealos obituarios del día. Pero estoy segurode que ésta es sólo una de muchascuestiones. ¿Puedo enviar un automóvila recogerlo?

—No, no puede.—No hay razón para esa hostilidad.—No es hostilidad, es precaución.

Básicamente soy un cobarde. Heestablecido un programa e intentoseguirlo. Estaré ahí exactamente a lasonce y media; usted habla, y yo escucho.A las doce y quince, exactamente, saldré

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con la muchacha y el ruso. Se dará unaseñal, entraremos en el coche e iremos ala entrada principal. Allí recibirá lasradiografías, y nosotros nos iremos. Conla más ligera desviación, lasradiografías desaparecerán. Seránencontradas en otro lugar.

—Nosotros tenemos derecho deexaminarlas, para ver que sean lascorrectas y para el espectroanálisis;queremos asegurarnos de que no se hanhecho duplicados. Necesitamos tiempopara eso.

El niño pastor había mordido elanzuelo; la omisión sobre el examen erala debilidad sobre la cual Guiderone,

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naturalmente, se lanzó. La enorme puertade hierro electrónica tenía que abrirse ypermanecer abierta. Si quedaba cerrada,todas las tropas y todas las tácticas dedistracción que se montaran no podríanevitar que un hombre disparara un riflecontra el automóvil. Bray vaciló.

—Está bien. Tenga el equipo y lostécnicos junto a la entrada. Laverificación puede realizarse en dos otres minutos, pero la puerta debepermanecer abierta mientras esto selleva a cabo.

—Muy bien.—A propósito, lo que le dije a su

hijo es cierto.

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—Se refiere al senador Appleton,me parece.

—Créalo. Usted encontrará lasradiografías intactas, sin marcas dehaber sido duplicadas. No voy aarriesgar mi vida por eso.

—Estoy convencido. Pero encuentroun punto débil en estos arreglos.

—¿Un punto débil? —Bray se sintiófrío.

—Sí. De las once y media a las docey quince sólo hay cuarenta y cincominutos. No es mucho tiempo para quepodamos hablar. Para que yo hable yusted escuche.

Scofield respiró de nuevo.

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—Si usted es convincente, sabrédónde encontrarlo en la mañana, ¿no?

Guiderone rió suavemente, y asintiócon voz aguda y lúgubre:

—Desde luego. Tan sencillo. Ustedes un hombre lógico. Trato de serlo. Alas once y media, entonces. —Braycolgó ¡Lo había logrado! Cada sistematenía su apoyo, cada apoyo sualternativa. El intercambio estabacubierto en todos los flancos.

Eran las 11:29 cuando atravesó conel coche las puertas de Appleton Hall yentró al camino que pasaba en curva por

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la cochera, hasta la mansión amuralladaen la cima de la colina. Al pasar frenteal cavernoso garaje, se sorprendió alver una serie de limusinas. Diez o docechóferes uniformados conversaban comohombres que se conocen. Habían estadoantes juntos en ese lugar.

La muralla que rodeaba la enormemansión tenía más la misión de causarimpacto que la de proteger; apenaspasaba de los dos metros de altura,proyectada para verse más alta desdeabajo. Joshua Appleton I erigió uncostoso juguete. Un tercio castillo, untercio fortaleza y un tercio residencia,con una increíble vista de Boston. Las

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luces de la ciudad parpadeaban en ladistancia; la lluvia había cesado,dejando una fría neblina translúcida enel aire.

Bray vio a dos hombres bajo la luzde sus faros; el de la derecha le hizoseñas de que se detuviera frente a unaseparación en la muralla. Así lo hizo; lasenda al otro lado de la misma estabarodeada por dos pesadas cadenassuspendidas de gruesos postes de hierro,y la puerta al fondo quedaba bajo unarco. Todo lo que faltaba era unrastrillo, con mortíferos clavos quecayeran al cortarse una cuerda.

Bray se bajó del auto e

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inmediatamente lo empujaron contra elcofre, donde se le registró, en busca dearmas, por todos los bolsillos y todaslas partes de su cuerpo. Flanqueado porguardias, lo escoltaron a través de lapuerta bajo el arco, hasta el interior.

A primera vista, Scofield entendiópor qué Nicholas Guiderone tenía queposeer la mansión de Appleton. Lasescaleras, el entapizado, loscandelabros… la majestuosidad delvestíbulo principal eran impresionantes.Lo que más se le acercaba, hasta dondeBray podía recordar, era ese esqueletocalcinado en Porto Vecchio, que habíasido la Villa Matarese.

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—Entre por aquí, por favor —señaló el guardia a su derecha, abriendouna puerta—. Tiene usted tres minutoscon los huéspedes.

Antonia cruzó corriendo lahabitación para arrojarse en sus brazos,humedeciendo con lágrimas sus mejillas,la fuerza de su abrazo fue desesperada.

—¡Mi amor! ¡Has venido pornosotros!

—Shhh… —Bray la abrazó. ¡Oh,Dios, la estaba abrazando!—. Notenemos tiempo —avisó suavemente—.En unos instantes vamos a salir de aquí.Todo estará bien. Vamos a ser libres.

—El quiere hablar contigo —

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susurró ella—. Rápido.—¿Qué? —Scofield abrió los ojos y

miró más allá de Toni. Al otro lado dela habitación, Taleniekov se hallabasentado rígidamente en un sillón. Elrostro del ruso estaba pálido, tan pálidoque parecía yeso, y el lado izquierdo desu cabeza, cubierto por vendajes; lehabían volado la oreja y la mitad de lamejilla. Su cuello y un omóplato tambiénestaban vendados, sujetos por unaabrazadera de metal en forma de T;apenas podía moverlos. Bray tomó aAntonia de la mano y se acercó.Taleniekov se estaba muriendo.

—Vamos a salir de aquí —le

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informó Scofield—. Lo llevaremos a unhospital. Se recuperará.

El ruso movió la cabeza lenta,dolorosamente, con deliberación.

—No puede hablar, querido —informó Toni tocando la mejilla derechade Vasili—. No tiene voz.

—¡Dios! ¿Qué le hicieron…? Noimporta, en cuarenta y cinco minutossaldremos de aquí.

De nuevo, Taleniekov movió lacabeza; el ruso trataba de decirle algo.

—Cuando los guardias le estabanayudando a bajar las escaleras, sufrióuna convulsión —explicó Antonia—.Fue terrible; cayeron con él y se

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pusieron furiosos. Le pegaron, y ahoraestá sufriendo muchos dolores.

—¿Cayeron con él…? —preguntóBray, sorprendido.

El ruso movió la cabezaafirmativamente, metió la mano bajo lacamisa, hasta el cinturón, y sacó unrevólver que empujó hacia Scofield porencima de sus piernas.

—Pues sí se cayó —susurró Bray,sonriendo, arrodillándose y recogiendoel arma—. No se puede confiar en estosbastardos comunistas. —Se inclinóentonces hacia el ruso y puso sus labioscerca del oído derecho de Taleniekov—. Todo va bien. Tenemos hombres

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afuera. He colocado cargas explosivasalrededor de la colina. Quieren laevidencia que yo tengo; saldremos deaquí.

El hombre del KGB sacudió lacabeza una vez más. Luego, abrió losojos, haciendo gestos a Scofield paraque observara sus labios. Formó laspalabras: Pazhar… sigda pazhar.

—¿Fuego, siempre fuego? —tradujoBray.

Taleniekov asintió; después formóotras palabras, con un susurro apenasaudible: Zazhiganiye… grabar.

—¿Explosiones? Después de lasexplosiones, ¿fuego? ¿Eso es lo que está

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tratando de decir?De nuevo Taleniekov asintió con la

cabeza, con ojos implorantes.—Usted no entiende —recalcó Bray

—. Estamos protegidos.El ruso sacudió la cabeza de nuevo,

ahora violentamente. Luego, levantó lamano y puso dos dedos sobre sus labios.

—¿Un cigarrillo? —preguntóScofield. Vasili asintió. Bray sacó unacajetilla del bolsillo, así como unoscerillos. Taleniekov echó a un lado loscigarrillos y tomó los cerillos.

Se abrió una puerta; un guardiahabló bruscamente:

—Ya basta. El señor Guiderone le

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espera. Aquí estarán cuando usted hayaacabado.

—Eso espero —advirtió Scofield,levantándose mientras escondía lapistola en su cinturón, bajo elimpermeable. Tomó a Antonia de lamano y caminó con ella hasta la puerta—. Estaré de regreso en poco tiempo.Nadie nos va a detener.

Nicholas Guiderone estaba sentadotras su escritorio en la biblioteca. Sugran cabeza bordeada de cabellosblancos, incluía el rostro de un anciano,la piel tirante y tensa se hundía en sus

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ojos oscuros y brillantes. Había ciertacualidad de gnomo en él; no era difícilrecordar que se trataba del niño pastor.

—¿Podría reconsiderar su programa,señor Scofield? —preguntó Guideronecon voz aguda, hasta cierto puntojadeante, sin mirar a Bray, estudiandounos papeles—. Cuarenta minutos esrealmente muy poco tiempo, y tengomuchas cosas que decirle.

—Entonces me tendrá que deciralgunas en otra ocasión. Esta noche elprograma queda tal como le dije.

—Bien. —El anciano alzó la vista yfijó sus ojos en Scofield—. Usted creeque hemos hecho cosas terribles, ¿no es

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así?—No sé lo que ustedes han hecho.—Claro que lo sabe. Hemos tenido

casi cuatro días con el ruso. Susmonólogos no fueron voluntarios, perocon asistencia química le salieron laspalabras. Ustedes descubrieron la pautade grandes compañías ligadas a travésdel mundo; percibieron que medianteestas compañías canalizamos grandessumas de dinero hacia gruposterroristas, en todas partes. A propósito,usted estaba en lo cierto. Dudo que hayaun grupo eficaz de fanáticos, encualquier parte del mundo, que no sehaya beneficiado con nosotros. Ustedes

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descubrieron todo esto, pero nopudieron entender el porqué. Estaba enla punta de sus dedos, pero se lesescapaba.

—¿En la punta de mis dedos?—Las palabras son suyas. El ruso

las utilizó, pero eran suyas. Bajoinducción química, los sujetos políglotashablan el idioma de su fuente…Parálisis, señor Scofield. Los gobiernosdeben ser paralizados. No hay nada quelogre esto más rápidamente, ni en formamás completa, que un caos globaldesenfrenado por medio de lo quellamamos terrorismo.

—Caos… —susurró Bray; ésa era la

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palabra que seguía acudiendo a sumente, sin saber nunca por qué. Caos.Cuerpos que chocan en el espacio…

—Sí. ¡Caos! —repitió Guiderone;sus ojos estremecedores eran dosrelucientes piedras negras reflejadas porla luz de la lámpara del escritorio—.Cuando el caos sea completo, cuandolas autoridades civiles y militares seanimpotentes, cuando reconozcan que nopueden destruir a millares de jaurías delobos, con tanques ni cabezas nuclearesni armas tácticas, entonces los hombressensatos harán su aparición. El períodode violencia concluirá por fin y elmundo podrá volver a gozar de una vida

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productiva.—¿En una destrucción nuclear?—No habrá tales consecuencias.

Hemos probado los controles; tenemoshombres en ellos.

—¿De qué diablos está ustedhablando?

—¡Gobiernos, señor Scofield! —gritó Guiderone, con ojos de fuego—.¡Los gobiernos son obsoletos! No sepuede ya permitir que funcionen como lohan hecho a través de la historia. Dehacerlo, este planeta no verá el próximosiglo. Los gobiernos, tal como los hemosconocido, ya no son entidades viables.Tienen que ser reemplazados.

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—¿Por qué? ¿Con quién?El anciano suavizó su voz, que se

tornó hueca, hipnotizante:—Por una nueva carnada de reyes

filósofos, si le parece. Hombres queentienden este mundo tal como se hadesarrollado, que miden su potencial entérminos de recursos, tecnología yproductividad, a los que no les importaun bledo el color de la piel de unhombre, o la herencia que recibió de susantepasados, o a qué ídolos le reza. Quesólo consideran su pleno potencialproductivo como seres humanos. Y sucontribución al mercado.

—¡Dios mío! Usted está hablando

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acerca de los conglomerados.—¿Le ofende eso?—No me ofendería si fuera

propietario de uno.—Muy bien. —A Guiderone le

asaltó una risa breve que recordaba lade un chacal, desapareciendo al instante—. Pero ese es un punto de vistalimitado. Hay algunos entre nosotros quepensaron que usted, entre todos, seríacapaz de entender. Usted ha visto la otrafutilidad; la ha vivido.

—Por elección propia.—Muy, muy bien. Pero eso supone

que no hay elección en nuestraestructura. Lo cual no es cierto. Un

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hombre es libre de desarrollar su plenopotencial; cuanto mayor sea suproductividad, mayores serán su libertady sus recompensas.

—Supongamos que no quiere serproductivo, según usted lo define.

—Entonces, es obvio que habrá unamenor recompensa por su menorcontribución.

—¿Quién define eso?—Unidades adiestradas de personal

administrativo, utilizando toda latecnología desarrollada en la industriamoderna.

—Supongo que no sería mala ideaempezar a conocerlos.

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—No pierda su tiempo ensarcasmos. Esos equipos actúandiariamente por todo el mundo. Lascompañías internacionales no operanpara perder dinero y desaprovecharoportunidades de obtener utilidades. Elsistema funciona. Lo probamos todos losdías. La nueva sociedad funcionarádentro de una estructura competitiva,pero no violenta. Los gobiernos ya nopueden garantizar esto; están en caminode una colisión nuclear por todas partes.Pero la Chrysler Corporation no hace laguerra a la Volkswagen; no hay avionesque cubran los aires para arrasarfábricas y poblaciones enteras

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concentradas alrededor de una o máscompañías. El nuevo mundo tendrá uncompromiso con el mercado, paradesarrollar recursos y tecnología queaseguren la supervivencia productiva dela humanidad. No hay otro camino. Lacomunidad multinacional es la prueba;es agresiva, altamente competitiva, perono es violenta. No porta armas.

—El caos. Cuerpos que chocan en elespacio… la destrucción antes de lacreación del orden —meditó Bray.

—Sí, señor Scofield. El período deviolencia, antes de la era permanente detranquilidad. Pero los gobiernos y suslíderes no renuncian fácilmente a sus

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responsabilidades. Deben concedersealternativas a esos hombres que estáncon la espalda contra la pared.

—¿Alternativas?—En Italia controlamos casi el

veinte por ciento del Parlamento. EnBonn, el doce por ciento del Bundestag;en Japón, casi el treinta y uno por cientode la Dieta. ¿Podríamos haber logradoesto sin las Brigadas Rojas, Baader-Meinhof o el Ejército Rojo del Japón?Crecemos en autoridad cada mes. Concada acto de terrorismo estamos máscerca de nuestro objetivo: la ausenciatotal de violencia.

Eso no es lo que Guillaume de

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Matarese tenía en mente hace setentaaños.

—Está mucho más cerca de lo queusted cree. El padrone quería destruir alos corruptores dentro de los gobiernos;y esto con demasiada frecuenciasignificaba gobiernos enteros. Nos diola estructura, los métodos (asesinos asueldo para enfrentar a las faccionespolíticas por todas partes). Proporcionóla fortuna inicial para echarlo todo aandar; nos mostró el camino hacia elcaos. Lo único que faltaba era poneralgo en su lugar. Lo hemos encontrado.Salvaremos al mundo de sí mismo. Nopuede haber una causa más grande.

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—Es usted convincente. Creo quepodemos tener las bases para futurasconversaciones.

—Me alegra que piense así —contestó Guiderone; repentinamente suvoz se había tornado fría—. Essatisfactorio saber que uno esconvincente, pero mucho más interesantees observar las reacciones de unmentiroso.

—¿Mentiroso?—¡Usted podría haber sido parte de

esto! —volvió a gritar el anciano—.Después de la noche en el parque RockCreek, yo mismo convoqué al consejo.¡Les dije que revaloraran, que

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revaluaran! ¡Beowulf Agate podía ser deincalculable valor! El ruso no nosservía, pero usted sí. La información queusted poseía podría convertir en unaburla la posición moral de Washington.¡Yo mismo lo hubiera hecho director detoda la seguridad! Por instruccionesmías tratamos durante semanas decomunicarnos con usted, de traerlo aquíy convertirlo en uno de nosotros. Eso,por supuesto, ya no es posible. ¡Usted esinexorable en sus engaños! En pocaspalabras, no se puede confiar en usted.¡Nunca se pudo confiar en usted!

Bray se inclinó hacia adelante. Elniño pastor era un maniático; se veía en

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sus ojos extraviados, encajados en lascuencas de su pálido y demacradorostro. Era un hombre capaz de undiálogo tranquilo, aparentemente lógico,pero dominaba la irracionalidad. Erauna bomba, y una bomba tenía que sercontrolada.

—Yo, en su lugar, no olvidaría elpropósito de mi visita aquí.

—¿Su propósito? Por supuesto queserá complacido. ¿Quiere a la mujer?¿Quiere a Taleniekov? ¡Son suyos! Lostres estarán juntos, se lo aseguro. Seránsacados de esta casa y conducidos muylejos, y nadie volverá jamás a saber deustedes.

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—Negociemos, Guiderone. Nocometa ningún estúpido error. Ustedtiene un hijo que puede ser el próximoPresidente de Estados Unidos, siempreque siga siendo Joshua Appleton. Perono lo es, y yo tengo las radiografías quelo prueban.

—¡Las radiografías! —rugióGuiderone—. ¡Es usted un asno! —Apretó un botón en la consola de suescritorio y habló—: Tráiganlo. Traigana nuestro estimado huésped. —El niñopastor se reclinó en su sillón. La puertadetrás de Scofield se abrió.

Bray se volvió, y su mente y cuerpoquedaron suspendidos en el dolor ante

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lo que veía.Sentado en una silla de ruedas, con

ojos vidriosos y su gentil rostromagullado, entró Robert Winthropempujado por su chofer de hacía veinteaños. Stanley sonrió con expresiónarrogante. Scofield saltó de su asiento;el chofer levantó la mano de detrás de lasilla de ruedas. En ella empuñaba unapistola.

Hace años —explicó Guiderone—,un sargento de la Infantería de Marinafue sentenciado a pasar la mayor partede su vida en prisión. Nosotros leencontrarnos un trabajo mucho másproductivo para un hombre de sus

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habilidades. Era necesario que elbenigno estadista a quien todos enWashington buscaban para obtenerconsuelo y consejo fuera vigiladoestrechamente. Averiguamos muchascosas.

Bray apartó la vista del rostrogolpeado de Winthrop y fijó los ojos enStanley.

—¡Felicitaciones, bastardo! ¿Qué lehizo? ¿Lo golpeó con la pistola?

—No quería venir —repuso Stanley;su sonrisa había desaparecido—. Secayó.

Scofield avanzó; el chofer levantó elarma apuntando a la cabeza de Bray.

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—Voy a hablar con él —indicóScofield; sin hacer caso de la pistola, searrodilló a los pies de Winthrop. Stanleymiró hacia el niño pastor; Bray pudo verque Guiderone asentía—. Señorembajador…

—Brandon… —la voz de Winthropera débil, y se leía tristeza en sus ojoscansados—. Me temo que no fui de granayuda. Le dijeron al Presidente que yome había enfermado. No hay soldadosafuera, ni puesto de mando, ni nadie estáesperando para que enciendas un cerilloparó lanzarse hacia la entrada. Te hefallado.

—¿Y el sobre?

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Bergeron cree que lo tengo; comosabes, conoce a Stanley. Tomó el primeravión de regreso a Boston. Lo siento,Brandon. Lo siento mucho, con respectoa tantas cosas. —El anciano levantó lavista para ver al ex marino a quienofreciera su amistad por tantos años, yluego volvió a mirar a Scofield—. Heescuchado el evangelio del basurero,según Nicholas Guiderone. ¿Sabes loque han hecho? Dios mío, ¿sabes lo quehan hecho?

—No lo han logrado todavía.—¡El próximo enero se apoderarán

de la Casa Blanca! ¡La Administraciónserá su administración!

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—No ocurrirá.—¡Sí ocurrirá! —gritó Guiderone—.

Y el mundo será un lugar mejor. ¡Entodas partes! El periodo de violenciacesará, ¡y mil años de tranquilidadproductiva ocuparán su lugar!

—¿Mil años…? —Scofield se pusode pie—. Otro maniático dijo eso unavez. ¿Va a ser éste su personal mileniodel Reich?

—Los paralelos no tiene significado,y las etiquetas son irrelevantes. No hayninguna conexión. —El niño pastor selevantó de detrás del escritorio, sus ojosde nuevo llenos de fuego—. En nuestromundo, las naciones pueden conservar

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sus líderes, y los pueblos susidentidades. Pero los gobiernos seráncontrolados por las compañías. En todaspartes. ¡Los valores del mercadoconectarán a los pueblos del mundo!

Bray captó la palabra y ésta lerepugnó.

—¿Identidades? ¡En ese mundo suyono existen las identidades! ¡Somosnúmeros y símbolos en computadoras!Círculos y cuadrados.

—Debemos renunciar a ciertosgrados de individualidad, para lacontinuidad de la paz.

—¡Entonces, somos robots!—Pero vivos. ¡Funcionando!

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—¿Cómo? ¿Dígame cómo? ¡Usted,allá! Usted ya no es una persona, es unfactor. Usted es X o Y o Z, y lo quehaga será medido y almacenado enrollos de cinta por expertos entrenadospara evaluar los factores. ¡Siga adelante,factor! Sea productivo, o los expertos lequitarán su hogaza de pan… ¡o elreluciente automóvil nuevo! —Scofieldhizo una pausa, sobreexcitado—. Estáusted equivocado, Guiderone. Muyequivocado. Déme un lugar imperfecto,pero donde yo sepa quién soy.

—¡Encuéntrelo en el otro mundo! —gritó el niño pastor—. ¡Allí irá muypronto!

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Bray sintió la presión en su cinturón,la pistola que le había dado elmoribundo Taleniekov. El visitante deAppleton Hall fue registradominuciosamente en busca de armas, sinque se encontrara ninguna; pero, noobstante, su antiguo enemigo leproporcionó una. La decisión de hacerun gesto final era crítica; después detodo, no quedaba ninguna esperanza.Pero antes de tratar de matar y sermuerto, vería el rostro de Guideronecuando le dijera la verdad.

—Usted dijo antes que yo era unmentiroso, pero no tenía idea hastadónde llegaban mis mentiras. Usted cree

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que tiene las radiografías, ¿no es así?—Sabemos que las tenemos.—También las tienen otros.—¿De veras?—Sí. De veras. ¿Ha oído acerca de

una máquina duplicadora llamada AlfaDoce? Es uno de los instrumentos másrefinados, jamás diseñados. Es la únicaduplicadora que puede tomar unnegativo de rayos X y convertirlo en unpositivo. Una impresión tan fiel, que esaceptable como evidencia en cualquiertribunal de justicia. Separé las cuatroradiografías superiores de amboscartones obtenidos en Andover, hicecopias, ¡y las mandé a cinco hombres

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diferentes en Washington! Usted estáacabado, ¡aniquilado! Ellos seencargarán de eso.

—Esto está durando demasiado. —Guiderone volvió al otro lado de suescritorio—. Estamos en medio de unaconferencia y usted nos ha hecho perdermucho tiempo.

—¡Creo que será mejor que escuche!—Y yo creo que debe ir a esa

cortina y tirar del cordón. Verá nuestrasala de conferencias, pero los que estánen ella no lo verán a usted… Estoyseguro de que no es necesario explicarlela tecnología. Usted, que ha tenido tantosdeseos de conocer al Consejo del

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Matarese, puede hacerlo ahora. Notodos han asistido esta noche, ni todosson iguales, pero la reunión esadecuada. Véalos, por favor.

Bray cruzó hasta la cortina, tomó elcordón y tiró hacia abajo. Las cortinasse abrieron, mostrando un enorme salóncon una larga y ovalada mesa deconferencias alrededor de la cualestaban sentados unos veinte hombres.Enfrente de cada lugar había botellas decristal cortado conteniendo brandy, asícomo carpetas, lápices y jarrones deagua. La iluminación provenía de unoscandelabros de cristal, aumentada por unresplandor amarillento que llegaba del

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extremo de la sala, en donde ardía elfuego de una chimenea. Podría habersido el enorme salón comedor de laVilla Matarese, descrito tan vívidamentepor la mujer ciega de las montañassobre Porto Vecchio. Scofield casiestuvo a punto de buscar con la miradaun balcón y una asustada muchacha dediecisiete años, oculta en las sombras.

Pero sus ojos se concentraron en lapared de doce metros que se encontrabadetrás de la mesa. Entre dos enormestapices, unidos en el borde superior,había un mapa del mundo. Un hombrecon un apuntador en la mano se dirigía alos demás desde una pequeña

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plataforma; todos los ojos estaban sobreél.

El hombre llevaba el uniforme delejército de los Estados Unidos. Era elpresidente del Estado Mayor Conjuntode las Fuerzas Armadas.

—Veo que reconoce al general queestá enfrente del mapa. —La voz delniño pastor comprobó una vez más laspalabras de la mujer ciega: más cruelque el viento—. Creo que su presenciaaquí explica la muerte de AnthonyBlackburn. Tal vez deba presentarle aalgunos de los otros… en el centro de lamesa, directamente abajo de laplataforma está el Secretario de Estado;

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junto a él, el embajador de la UniónSoviética. Al otro lado del embajadorestá el director de la Agencia Central deInteligencia; parece que conversa con elComisario Soviético para Planeación yDesarrollo. Falta un hombre en quienusted puede estar interesado. El nopertenece al Consejo, pero telefoneó ala CIA después de recibir una llamadamuy extraña a través de Lisboa: elAsesor de Política Exterior delPresidente. Ha tenido un accidente; sucorreo ha sido interceptado; a estashoras, las últimas radiografías están sinduda en nuestras manos. ¿Necesitoseguir? —Guiderone empezó a tirar del

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cordón, cerrando la ventana.Scofield alzó la mano; la cortina se

arqueó antes de cerrarse. No estabamirando a los hombres en la mesa; elmensaje era claro. Miraba a un guardiaestacionado ante una pequeña puerta a laderecha de la chimenea. El guardiaestaba en posición de firme, con los ojosmirando hacia adelante. En su manoempuñaba una metralleta calibre 30.

Taleniekov supo de estas traicionesen los niveles más altos. Escuchó laspalabras pronunciadas por otros,mientras le insertaban las agujas quele irían quitando poco a poco la vida.

Su antiguo enemigo trató de darle su

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última oportunidad de vivir. Su últimaoportunidad. ¿Cuáles fueron suspalabras?

Pazhar… sigda pazhar! Zizhiganiyepazhar!

Cuando las explosiones empiecen,seguirá el fuego.

No estaba seguro de lo que esosignificaba, pero sabía que era el cursoque debía seguir. Eran los mejores quehabía. Uno confiaba en el únicoprofesional en el mundo, que era igual aél.

Y eso quería decir que tenía queejercer el control que su igual exigiría.No había que cometer falsos

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movimientos ahora. Stanley permanecíatras la silla de ruedas de Winthrop,apuntando con su pistola a Bray. Si enalguna forma pudiera darse la vuelta,girar, sacar su arma de debajo delimpermeable… Miró a Winthrop, y losojos del anciano atrajeron su atención.Winthrop trataba de decirle algo, asícomo Taleniekov antes. Estaba en susojos; el anciano los volteabaconstantemente a su derecha. ¡Eso era!Stanley se encontraba ahora junto a lasilla, no detrás de ella. Conmovimientos muy cortos, casiimperceptibles, Winthrop iba girando lasilla de ruedas; ¡trataba de lanzarse por

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la pistola de Stanley! Sus ojos le estabandiciendo eso. También le decían quesiguiera hablando.

Scofield miró casualmente su reloj.Faltaban seis minutos para que lasecuencia de explosiones comenzara.Necesitaba tres para la preparación; esole dejaba otros tres para dominar aStanley hasta que llegara otro. Cientoochenta segundos. ¡Sigue hablando! Sevolvió al monstruo que tenía a su lado.

—¿Recuerda usted cuando lo mató?¿Cuando apretó el gatillo aquella nocheen Villa Matarese?

Guiderone lo miró fijamente.—No era un momento para olvidar.

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Era mi destino. Así que la ramera deVilla Matarese está viva, ¿es eso?

—Ya no.—¿No? Eso no estaba en las páginas

que envió a Winthrop. Entonces, ¿lamataron?

—Por la leyenda. Per nostrocircolo.

El anciano asintió con la cabeza.—Esas son palabras que hace mucho

tiempo significaban una cosa, y ahoraotra completamente distinta. Aúnguardan la tumba.

—Aún la temen. Esa tumba los va amatar a todos, uno de estos días.

—La advertencia de Guillaume de

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Matarese. —Guiderone empezó acaminar hacia su escritorio.

Sigue hablando. Winthrop estabaapretando las ruedas en su silla,avanzando unos centímetros con cadapresión.

—¿Advertencia o profecía? —preguntó Bray rápidamente—. A menudoson intercambiables, ¿no?

—Lo llamaron a usted el niñopastor.

Guiderone se volteó.—Sí, lo sé. Era verdad sólo en

parte. De niño hice mi turno en elpastoreo del rebaño, pero las ocasionesdisminuyeron. Los sacerdotes lo exigían;

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tenían otros proyectos para mí.—¿Los sacerdotes?Winthrop volvió a moverse.—Yo los había asombrado. A los

siete años de edad conocía y entendía elcatecismo mejor que ellos. A los ochopodía leer y escribir en latín; antes delos diez me era posible debatir lostemas más complejos de teología ydogma. Los sacerdotes veían en mí alprimer corso que enviarían al Vaticano,para alcanzar un alto puesto… quizá elmás alto. Yo les traería grandes honoresa sus parroquias. Esos sencillossacerdotes de las colinas de PortoVecchio percibieron mi genio antes que

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yo. Hablaron al padrone, le pidieronque patrocinara mis estudios…Guillaume de Matarese lo hizo de unaforma que iba mucho más allá de lacomprensión de ellos.

Cuarenta segundos. Winthrop estabaa sesenta centímetros de la pistola.¡Sigue hablando!

—Entonces ¿Matarese hizo losarreglos con Appleton? Joshua AppletonII.

—La expansión industrial deNorteamérica era extraordinaria.Resultaba el lugar lógico para un jovendotado con una fortuna a su disposición.

—¿Estaba usted casado? Tenía un

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hijo.—Compré un receptáculo, la mujer

más perfectamente formada paraengendrar hijos. El designio siempreestuvo allí.

—¿También la muerte del jovenJoshua Appleton?

—Un accidente de guerra y eldestino. La decisión fue resultado de lashazañas del capitán, no parte deldesignio original. Fue más bien unaoportunidad sin paralelo, que había queaprovechar. Creo que he dicho losuficiente.

¡Ahora! Winthrop saltó de la silla ysujetó con la mano la pistola de Stanley,

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atrayéndola hacia él con todas susfuerzas, decidido a no soltarla.

Se disparó. Bray sacó su propiapistola y apuntó al chofer. El cuerpo deWinthrop se arqueó en el aire; sugarganta voló. Scofield apretó el gatillouna vez; era todo lo que necesitaba.Stanley cayó.

—¡No se acerque a ese escritorio!—gritó Bray.

—¿A usted le registraron? No esposible. ¿De dónde…?

—¡De un hombre mejor de lo quecualquier computadora suya podríahaber hallado! —vociferó Scofield,mirando brevemente con angustia al

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fallecido Winthrop—. Así como él loera.

—¡Usted nunca saldrá de aquí!Bray saltó hacia adelante, agarrando

a Nicholas Guiderone por el cuello,empujándolo contra el escritorio.

—¡Usted va a hacer lo que yo diga ole vuelo los ojos! —Apretó la pistola enla cuenca del ojo derecho de Guiderone.

—¡No me mate! —ordenó elsoberano del Matarese—. ¡El valor demi vida es demasiado extraordinario!Mi trabajo no ha concluido; ¡debeterminarse antes de que yo muera!

—Usted representa todo lo que odioen este mundo —escupió Scofield,

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apretando la pistola contra el cráneo delanciano—. No tengo que decirle cuálesson las probabilidades. Cada segundoque usted siga viviendo significa quepodrá vivir un segundo más. Haga lo quele diga. Voy a apretar el botón, el mismoque usted apretó antes. Y va a dar lasiguiente orden. Dígala correctamente ono volverá a decir nada más. Le dirá aquien conteste: «Mande al guardia queestá en la sala de conferencias; el de lametralleta». ¿Me ha entendido? —Empujó la cabeza de Guiderone sobre laconsola y apretó el botón.

—Mande al guardia que está en lasala de conferencias. —Las palabras

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eran apresuradas, pero el miedo no eraaudible—. El de la metralleta.

Scofield enredó su brazo izquierdoalrededor del cuello de Guiderone y loarrastró hasta la cortina, que abrió. Através del cristal, del otro lado del salónde conferencias, se podía ver a unhombre acercarse al guardia. Esteasintió con la cabeza, inclinó el armahacia el suelo y caminó rápidamente, através del salón, hacia la salida.

—Per nostro circolo —susurróBray. Con todas sus fuerzas dio un tirón,y el tornillo alrededor del cuello deGuiderone se cerró inexorable,aplastando huesos y cartílagos. Hubo un

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chasquido, una expulsión de aire. Losojos del anciano salieron de sus órbitas;su cuello estaba roto. El niño pastorhabía muerto.

Scofield corrió hacia la puerta, deespaldas contra la pared. La puerta seabrió; primero vio la metralletaapuntando hacia abajo; la figura delguardia, una fracción de segundodespués. Bray cerró la puerta de unapatada y se lanzó con ambas manos a lagarganta del hombre.

El hostigado sargento de servicio,del precinto de la calle Boylston, miró a

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la remilgada mujer, de labios fruncidosy ojos de censura. Sostuvo el sobre en lamano.

—Está bien, señora, usted lo entregay yo lo recibo. ¿Está bien? Los teléfonosestán un poco ocupados esta noche, ¿estábien? Lo enviaré tan pronto como seaposible, ¿está bien?

—No está bien, sargento… Witkoski—dijo la mujer, leyendo el nombre en elletrero sobre el escritorio—. Losciudadanos de Boston no van apermanecer con los brazos cruzadosmientras sus derechos son pisoteadospor elementos criminales. Nos estamossublevando con ira justificada, y nuestro

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clamor no ha sido en vano. ¡A usted loestán observando, sargento! Haypersonas que comprenden nuestraangustia y lo están poniendo a prueba.Le aconsejo que no se ponga en ese plantan altivo…

—Está bien, está bien. —Elsargento rasgó el sobre y sacó una hojade papel amarillo. La desdobló y leyólas palabras impresas engrandes letrasazules—. Jesús nos joda confesados —dijo en voz queda, los ojos abiertos congran asombro. Miró a la mujer quereclamaba, como si la viera por primeravez. Mientras la miraba, alcanzó unbotón sobre su escritorio y lo apretó

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repetidas veces.—Sargento, protesto enérgicamente

ante sus blasfemias…Sobre cada una de las puertas

visibles del precinto empezaron adestellar luces rojas intermitentes; desdemuy dentro del edificio, el sonido de unaalarma resonó como eco en las paredesde habitaciones y corredores invisibles.En segundos, se abrieron las puertas yhombres con cascos salieronapresuradamente, cubriéndose con cincocentímetros de lona y acero sobre elpecho.

—¡Agárrenla! —gritó el sargento—.¡Sujétenla por los brazos! ¡Échenla en el

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cuarto de las bombas!Siete policías convergieron sobre la

mujer. Un teniente del precinto saliócorriendo de su oficina.

—¿Qué diablos pasa, sargento?—¡Mire esto!El teniente leyó las palabras en el

papel amarillo.—¡Oh, Dios mío!

A los cerdos fascistas deBoston, protectores de la NoviaAlabastrina.

¡Muerte a los tiranoseconómicos! ¡Muerte a

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Appleton Hall! Cuando loscerdos lean esto, nuestrasbombas harán lo que nuestrasplegarias no pueden hacer.Nuestras brigadas suicidasestán dispuestas a matar atodos los que huyan deljusticiero Holocausto. ¡Muertea Appleton Hall!

Firmado:

El Ejército de Liberación yJusticia

del Tercer Mundo.

El teniente empezó a dar sus

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instrucciones.—Guiderone tiene guardias por todo

el lugar; ¡vayan a la casa! Luego, llamena Brookline, díganles lo que pasa ymanden a todas las autopatrullas quetengamos en la vecindad de JamaicaWay. —El oficial hizo una pausa,observando la página amarilla con lasletras azules escritas con gran precisión,y agregó bruscamente—: ¡Maldita sea!Comuníquenme con el Cuartel General.Quiero que despachen el mejor equipoSWAT a Appleton Hall. —Emprendióel regreso a su oficina, y se detuvo denuevo para mirar con desagrado a lamujer, mientras la empujaban a través de

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la puerta, con sus brazos estiradosfuertemente a cada lado por hombrescon escudos y cascos—. ¡Ejército deLiberación y Justicia del Tercer Mundo!¡Locos hijos de puta! ¡Arréstenla! —rugió.

Scofield arrastró el cuerpo delguardia por la habitación, hastaocultarlo detrás del escritorio deGuiderone. Corrió hacia el cadáver delniño pastor, y por un breve momentocontempló el arrogante rostro. Sihubiera sido posible matar más allá dela muerte, Bray lo habría hecho en ese

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momento. Tiró de Guiderone hasta laesquina más cercana, echándolo comoun saco roto. Luego, se detuvo ante elcadáver de Winthrop, deseando quehubiera tiempo para poderle decir adiós.

Recogió del suelo la metralleta delguardia y corrió hacia la cortina. Laabrió y miró su reloj. Faltaban cincuentasegundos para que los explosivoscomenzaran. Inspeccionó el arma quetenía en sus manos; los cargadoresestaban completos. Miró por la ventanaal salón de conferencias y vio lo que nohabía visto antes, porque el hombre noestaba allí.

El senador había llegado. Todos los

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ojos caían ahora sobre él. La presenciamagnética hipnotizaba a todo el salón;sus fáciles modales, su rostro gastado,aún bien parecido, daba a cada hombreuna atención completa, aunque sólofuera por un instante, en la que le decíaque era especial. Y cada uno de esoshombres quedaba seducido por el crudopoder del poder; éste era el próximoPresidente de Estados Unidos, y él erauno de ellos.

Por vez primera en todos los añosque Scofield pudo ver ese rostro, captólo que una madre alcohólica y destruidahabía captado: era una máscara. Unamáscara brillantemente concebida,

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ingeniosamente programada… así comosu mente.

Doce segundos.Una descarga de estática surgió de

uno de los micrófonos sobre elescritorio. Se oyó una voz:

—¡Señor Guiderone, tenemos queinterrumpir! ¡Acabamos de recibirllamadas de la policía de Boston yBrookline! Hay informes acerca de unataque armado a Appleton Hall.Hombres que se llaman Ejército deLiberación y Justicia del Tercer Mundo.Esta organización no está en nuestralista, señor. Nuestras patrullas estánalertas. La policía quiere que todo el

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mundo se quede…Dos segundos.La noticia había sido transmitida al

salón de conferencias. Los hombressaltaron de sus asientos y se pusieron arecoger papeles. Su propio pánicoparticular salía a la superficie: ¿cómopodía explicarse la presencia de taleshombres?

Un segundo.Bray escuchó la primera explosión

más allá de la muralla de Appleton Hall.Era distante, bastante abajo de la colina,pero inequívoca. Siguió el fuego rápidode armas: hombres que disparaban alorigen de la primera explosión.

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Dentro del salón de conferencias, elpánico aumentó, Los consiglieri delMatarese corrían de un lado para otro,mientras un solo guardia vigilaba lasalida de arco con su metralletaapuntando hacia afuera. De repente,Scofield comprendió lo que aquelloshombres tan poderosos estabanhaciendo: arrojaban papeles, cuadernosy mapas al fuego que ardía al fondo dela habitación.

Era su momento; el guardia sería elprimero, pero sólo el primero.

Bray quebró la ventana con el cañónde su arma automática y abrió fuego. Elguardia giró sobre sí mismo al recibir

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las balas. Su metralleta era de rápidarepetición. La presión del dedo sobre elgatillo hacía que el cañón eruptaraviolentamente, y la rociada de balascalibre 30 volaba por paredes,candelabros y hombres que explotaban yse desplomaban a su impacto. El salónse llenó con gritos de muerte y alaridosde horror.

Scofield sabía cómo dar en elblanco; su ojo había ensayado durantetoda una vida de violencia. Rompió losdentados fragmentos de cristal y alzó elarma a la altura de su hombro. Apretó elgatillo en secuencias rápidamentedefinidas, tomando puntería. Un paso;

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una muerte a la vez.Las ráfagas de la metralleta pasaron

a través del armazón de la ventana. Elgeneral cayó, lacerándose el rostro conel apuntador, al desplomarse. ElSecretario de Estado trató de ocultarse aun lado de la mesa; Bray le voló lacabeza. El director de la AgenciaCentral de Inteligencia corrió con sucolega del Consejo Nacional deSeguridad hacia la salida, saltando en suhisteria por encima de otros cuerpos.Bray los alcanzó a ambos. La gargantadel director era una masa de sangre; elpresidente alzó las manos a una frenteque había desaparecido.

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¿Dónde estaba él? ¡Ese hombre,entre todos ellos, tenía que ser hallado!

¡Ahí estaba!El senador se encontraba agachado

bajo la mesa de conferencias, frente alfuego. Scofield apuntó cuidadosamente yapretó el gatillo. La ráfaga deproyectiles hizo saltar la madera;algunos tenían que penetrar. ¡Y así fue!El senador cayó hacia atrás; luego, selevantó. Bray disparó otra ráfaga; elsenador giró, se desplomó sobre lachimenea y saltó hacia atrás, cubierto defuego y sangre. Corrió ciegamente haciaadelante, después a su izquierda,agarrándose del cortinaje de la pared, al

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caer.El cortinaje se incendió; el senador,

en su colapso de muerte, lo arrastró trasél. La enorme tela cayó, como un arco enllamas, sobre la mesa de conferencias.El fuego se extendió; la lumbre saltabahasta el último rincón del enorme salón.

¡Fuego!Después de las explosiones.

¡Fuego!Taleniekov.Scofield se alejó corriendo de la

ventana. Había hecho lo que tenía quehacer; era el momento de hacer lo quetan desesperadamente quería. Si eraposible; si quedaba alguna esperanza. Se

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detuvo frente a la puerta, para revisar lamunición que le quedaba; la habíaconservado bien. La tercera y cuartabombas acababan de estallar en la basede la colina. La quinta y sexta estabanpreparadas para hacerlo en pocossegundos.

Se oyó la quinta; de un tirón abrió lapuerta y se lanzó por ella con el arma enposición horizontal. Escuchó la sextaexplosión. Dos guardias a la puerta de laentrada, que parecía de una catedral,saltaron desde el pasillo exterior yquedaron en su campo visual. Braydisparó dos ráfagas; los guardias delMatarese cayeron.

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Corrió a la puerta de la habitacióndonde estaban Antonia y Taleniekov.Cerrado con llave.

—¡Échense hacia atrás! ¡Soy yo! —Disparó cinco andanadas en la maderaalrededor de la cerradura; ésta saltó.Abrió de una patada la pesada puerta,que golpeó contra la pared. Corrió alinterior.

Taleniekov estaba fuera de su silla,arrodillado junto al sofá, al extremo dela habitación, con Toni a su lado.Ambos trabajaban furiosamente,desgarrando cojines fuera de sus fundas.Desgarrando… ¿cojines? ¿Qué hacían?Antonia alzó la vista y gritó:

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—¡Rápido! ¡Ayúdanos!—¿Qué? —inquirió corriendo hacia

ellos.—¡Pazhar! —El ruso tenía que

forzar la voz, que salía ahora como unrugido susurrado.

Seis cojines estaban fuera de susfundas. Toni se puso de pie y tiró cincode ellos alrededor de la habitación.

—¡Ahora! —ordenó Taleniekov,entregándole los cerillos que Bray leentregara antes. Ella corrió al cojín máslejano, encendió un cerillo y lo sostuvojunto a la suave tela. El fuego prendióinstantáneamente. El ruso levantó lamano hacia Scofield.

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—Ayúdeme… a levantarme.Bray lo levantó del suelo;

Taleniekov tenía abrazado contra supecho el último cojín. Oyeron la séptimaexplosión en la distancia; siguieronandanadas de disparos en staccato,traspasando los gritos del interior de lacasa.

—¡Venga! —gritó Scofield, tomandoal ruso por la cintura. Miró hacia Toni,que acababa de prender fuego al cuartocojín. Llamas y humo llenaban lahabitación—. ¡Ven! ¡Tenemos que salir!

—¡No! —susurró el ruso—. ¡Usted!¡Ella! ¡Lléveme a la puerta! El ruso selanzó hacia adelante, abrazando el cojín.

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El gran vestíbulo de la casa estaballeno de humo; las llamas del salón deconferencias surgían por debajo de laspuertas y los arcos, mientras otroshombres subían corriendo las escaleras,a tomar posiciones en las ventanas paraapuntar sus armas contra los invasores.

Un guardia los vio; levantó sumetralleta.

Scofield disparó primero; el hombrese arqueó hacia atrás, saltando por losaires.

—¡Escúcheme! —jadeó Taleniekov—. ¡Siempre pazhar! ¡Para usted es lasecuencia, para mí es el fuego! —levantó el suave cojín—. ¡Encienda

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esto! ¡Daré la carrera de mi vida!—No sea tonto. —Bray trató de

quitarle el cojín, pero el ruso no se lopermitió.

—¡Nyet! —Taleniekov mirófijamente a Scofield, con una súplicafinal en sus ojos—. Aunque quisiera, noquerría vivir como estoy. Ni tú tampoco,Beowulf. Yo lo haría por ti.

Bray retornó la mirada al ruso.—Hemos trabajado juntos —

comentó sencillamente—. Estoyorgulloso de eso.

—Eramos los mejores que había. —Taleniekov sonrió y alzó su mano a lamejilla de Scofield—. Ahora, amigo

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mío, haz lo que yo haría por ti.Bray asintió y se volvió a Antonia;

las lágrimas asomaban a sus ojos. Eltomó la caja de cerillos de su mano,encendió uno y lo puso bajo el cojín.

Las llamas saltaron. El ruso secolocó en posición, abrazando el fuegojunto a su pecho. Y con el rugido de unanimal herido al que se le hubieraliberado repentinamente de las fauces deuna trampa mortífera, se lanzó haciaadelante, iniciando una carreravacilante, chocando con paredes ysillas, presionando el cojín ardiendocontra sí mismo, y todo lo que ibatocando se incendiaba. Dos guardias

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bajaron corriendo por las escaleras, ylos vieron a los tres; antes de quepudieran disparar, el ruso se fue haciaellos arrojando llamas y lanzándosecontra sus mismos rostros.

—¡Skaryei! —gritó Taleniekov—.¡Corra, Beowulf! —Una ráfaga de balasllegó con la orden, apagada por elcuerpo ardiente de la Serpiente; cayó,arrastrando por las escaleras a ambosguardias del Matarese.

Bray tomó a Antonia del brazo ycorrieron por el sendero de piedrabordeado por las pesadas cadenasnegras. Atravesaron la hendidura en elmuro, hasta llegar a un área de

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estacionamiento con piso de hormigón;rayos de reflectores salían de la azoteade Appleton Hall; había hombres en lasventanas, con armas en la mano.

La octava explosión vino desdeabajo, en la base de la colina; la cargaestaba tan llena de calor, que losmatorrales de los alrededoresreventaron en llamas. Los hombres enlas ventanas rompieron paneles decristal y dispararon a la luz danzante.Scofield observó que tres de las otrasdetonaciones causaban pequeñosincendios de matorrales. Eran obsequiospor los que estaba agradecido; él yTaleniekov habían tenido razón.

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Secuencia y fuego, fuego y secuencia.Cada cual era una táctica de distracciónque podía salvar la vida de uno. Nohabía garantías, pero sí esperanza.

El automóvil alquilado seencontraba estacionado al lado delmuro, a unos cincuenta metros a laderecha de ellos. Estaba en las sombras,como un vehículo aislado que ahí debíaestar. Bray empujó a Toni contra lapared.

—Aquel coche es el mío; es nuestraoportunidad.

—¡Nos matarán a tiros!—Las probabilidades son mayores

que si corriéramos. Hay patrullas por

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arriba y abajo de la colina. A pie, nosalcanzarían.

Se deslizaron pegados a la muralla.La novena carga de dinamita iluminó elcielo en la base noroeste de la colina.Respondieron disparos de armasautomáticas y de un solo tiro.Repentinamente, desde el incendio cadavez más fuerte de Appleton Hall, unafuerte explosión voló una sección de lamuralla central. De las ventanas caíanhombres y saltaban fragmentos de piedray acero en la oscuridad de la noche,mientras la mitad de los reflectoresdesaparecían. Scofield comprendió loque pasaba. La sede del Matarese tenía

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sus arsenales; los incendios habíanencontrado uno.

—¡Vámonos! —gritó, empujando aAntonia hacia el automóvil. Ella selanzó adentro mientras él corríaalrededor del auto, hacia el asiento delconductor.

La pared de hormigón estalló a sualrededor; desde algún lugar de lo quequedaba en la azotea, un hombre con unametralleta los vio. Bray se agachó detrásdel coche y descubrió de dónde partía elfuego. Levantó su arma y sostuvo elgatillo firme en una prolongada ráfaga.Un grito precedió al cuerpo que sedesplomaba hasta el suelo. Abrió la

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portezuela y se sentó tras el volante.—¡No está la llave! —gritó Toni—.

¡Se han llevado la llave!—Toma —urgió Scofield

entregándole la metralleta, mientrasalcanzaba la cubierta de plástico de laluz del techo. La arrancó de un tirón y lallave cayó en su mano. Prendió el motor—. ¡Siéntate atrás! —gritó. Ellaobedeció, saltando sobre el asiento—.¡Empuja la metralleta a través de laventanilla izquierda y cuando dé lavuelta, mantén el gatillo bajo! Apuntahacia arriba y sigue disparando; tira portodos lados, hasta que alcancemos laprimera curva, ¡pero echa la cara hacia

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atrás! ¿Puedes hacer eso?—¡Claro que puedo!Bray giró el auto en una vuelta en U,

y aceleró a través del área deestacionamiento. Antonia hizo lo que sele había dicho, y las rápidas explosionesde la metralleta resonaron por todo elcoche. Llegaron a la curva del camino,el primer descenso por la colina.

—¡Pásate a la ventanilla derecha! —ordenó Bray, mientras el automóvilbamboleaba alrededor de la curva,sosteniendo el volante con tal presión,que estaba consciente del dolor de susbrazos—. En pocos segundos pasaremosla cochera; ahí hay un garaje, con

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hombres dentro. Si están armados, abrefuego de la misma manera. Mantén lacabeza hacia atrás y el gatillo firme.¿Entiendes?

—Entiendo.Sí había hombres; estaban

pertrechados y utilizaban sus armas. Elvidrio del parabrisas quedó astilladopor la andanada de balas que salieron delas puertas abiertas del garaje.

Antonia bajó la ventanilla, empujó lametralleta a través de aquélla, apoyó elgatillo en el borde y los disparosrepercutieron de nuevo en el automóvilencarrerado. Se vieron cuerpostambaleantes, se oyeron gritos y

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cristales que se hacían añicos y elzumbido de las balas que rebotaban enel cavernoso garaje La última carga demunición se agotó al tiempo en queScofield, con la cara cortada por losfragmentos del parabrisas, llegó a losúltimos doscientos metros anteriores alas puertas de Appleton Hall. Abajo seveían varios hombres armados,uniformados, pero no eran soldados delMatarese. Bray bajó la mano al botón dela luz; lo presionó y sacó repetidamente.Los faros se encendieron y apagaron ensecuencia, siempre en secuencia.

Las puertas habían sido abiertas a lafuerza; Bray pisó el freno y el automóvil

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patinó hasta detenerse con un fuerterechinar de los neumáticos.

Llegaron los policías. Y luego, otrosque eran más que policías; hombres denegro, con equipo paramilitar, hombresentrenados para un combate muyespecializado, en donde los campos debatalla se definían por momentáneasexplosiones de fanatismo armado. Sucomandante se aproximó al automóvil, yaconsejó a Bray:

—Cálmese. Ya salió. ¿Quién esusted?

Vickery. B. A. Vickery. Teníaasuntos que tratar con NicholasGuiderone. Como usted dice… ¡ya

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salimos! Cuando todo se fue al infierno,agarré a mi mujer y nos escondimos enun closet. Me parece que invadieron lacasa en grupos. Nuestro coche estabaafuera. Era la única posibilidad desalvación que teníamos.

—Ahora con calma, señor Vickery,pero rápidamente, dígame: ¿Qué estápasando allá?

La décima carga explotó desde elotro lado de la colina, pero su luz seperdió entre las llamas que se extendíanpor toda la cumbre.

Appleton Hall se consumía en fuego;las explosiones eran ahora másfrecuentes, ya que se abrían y prendían

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más arsenales. El niño pastor estabacumpliendo su destino. Habíaencontrado su Villa Matarese, y, talcomo su padrone setenta años antes, susrestos perecerían en su esqueleto.

—¿Qué está pasando, señorVickery?

—Son asesinos. Han matado a todoslos que estaban dentro; matarán a todoslos que puedan. Ustedes no los agarraránvivos.

—Entonces, los agarraremosmuertos —afirmó el comandante, convoz llena de emoción—. Ahora hanllegado aquí, han llegado de verdad.Italia, Alemania, México… Líbano,

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Israel, Buenos Aires. ¿Qué nos hizopensar que estábamos inmunes?… Saquesu auto de aquí, señor Vickery. Siga poreste camino hasta poco menos de mediokilómetro. Allí encontrará ambulancias.Más tarde le tomaremos su declaración.

—Sí, señor —respondió Scofield,prendiendo el motor.

Pasaron las ambulancias en la basedel Paseo Appleton y dieron vuelta a laizquierda, hacia la carretera de Boston.Pronto cruzarían el puente Longfellow,para llegar a Cambridge. En un casillerode la plataforma del metro en HarvardSquare, se encontraba su portafolio.

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Eran libres. La Serpiente habíamuerto en Appleton Hall, pero ellosestaban libres, y esa libertad era suregalo. Beowulf Agate habíadesaparecido al fin.

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EpílogoHombres y mujeres fueron arrestadosrápida y calladamente, sin que lasacusaciones pasaran por los tribunalesde justicia, pues sus crímenes iban másallá de la tolerancia de la nación. O detodas las naciones. Cada una resolvió elproblema del Matarese a su manera.Cuando pudieron encontrarlos.

Los jefes de Estado de todo elmundo conferenciaron por teléfono, ylos intérpretes normales fueronreemplazados por altos funcionariosgubernamentales que dominaban losidiomas necesarios. Los líderes

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manifestaron asombro y desconcierto,reconociendo, tácitamente, tanto lainfiltración como lo inadecuado de susservicios de inteligencia.Experimentaron, los unos con los otros,sutiles matices de acusaciones, sabiendoque el intento resultaría inútil; no eranidiotas. Buscaban puntos vulnerables;todos los tenían. Al final, virtualmentese llegó a una conclusión colectiva. Erala única que tenía sentido en esostiempos de locura.

El silencio.Cada quién sería responsable de su

propio engaño, y nadie implicaría aotros más allá de los niveles normales

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de sospecha y hostilidad. Porquereconocer la conspiración global eraaceptar la existencia de una premisafundamental: los gobiernos eranobsoletos.

No eran idiotas, pero tenían miedo.

En Washington, un puñado dehombres estaba tomando rápidasdecisiones, en secreto.

El senador Joshua Appleton IV habíamuerto tal como naciera por segundavez. Carbonizado en un accidenteautomovilístico, en una oscura carretera,por la noche. El duelo fue a escala

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nacional. El ataúd se montó con todoesplendor en la Rotonda donde se llevóa cabo otra vigilia. Se pronunciaronpalabras adecuadas al hombre que todossabían habría ocupado la Casa Blancade no ser por la tragedia que segó suvida.

Un avión Tristar, de la Lockheed,propiedad del gobierno, fue sacrificadoen las montañas de Colorado, al nortedel cañón Poudre; la falla de un bimotorocasionó que el avión perdiera altitudmientras cruzaba una peligrosacordillera. Hubo luto por el piloto y latripulación, y se concedieron pensionesplenas a sus familias, sin tener en cuenta

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la antigüedad del servicio. Pero elverdadero luto fue acompañado de unalección trágica que nunca se olvidaría.Pues fue revelado que a bordo del aviónse hallaban tres de los hombres másdistinguidos de la nación, que murieronal servicio de su país mientras sededicaban a una gira de inspección delas instalaciones militares. El presidentedel Estado Mayor Conjunto de lasFuerzas Armadas había pedido a suscolegas de la Agencia Central deInteligencia y del Consejo de SeguridadNacional, que le acompañaran en lagira. Acompañando al mensajepresidencial de condolencias, se emitió

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una orden ejecutiva de la Oficina Oval.Nunca se volvería a permitir quefuncionarios gubernamentales de esacategoría volaran juntos en el mismoavión; la nación no podía sufrir unapérdida semejante en dos ocasiones.

A medida que pasaron las semanas,los altos funcionarios del Departamentode Estado, así como numerososreporteros que cubrían sus operacionescotidianas, fueron dándose cuentagradualmente de algo insólito. ElSecretario de Estado no había sido vistodesde hacía largo tiempo. Lapreocupación creció a medida que lositinerarios se alteraban y se cancelaban

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viajes, las conferencias se posponían osuspendían. Corrieron rumores por lacapital, algunos insistiendo en que elSecretario participaba en negociacionessecretas y prolongadas en Pekín,mientras otros aseguraban que estaba enMoscú, a punto de concluir un tratado,sin precedentes, para el control dearmamentos. Luego, los rumoresadquirieron un tono menos atractivo;algo andaba mal; se requería unaexplicación.

El Presidente la dio en una calurosatarde de primavera. Apareció en laradio y la televisión, desde un retiromédico en Moorefield, en West

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Virginia:—En este año de tragedia, tengo el

dolor de traerles nuevos pesares. Acabode decir adiós a un querido amigo. Unhombre valiente y extraordinario quecomprendió el delicado balance querequieren las negociaciones con nuestrosadversarios, que no permitiría a esosadversarios saber que su fin seaproximaba rápidamente. Esa vidaextraordinaria acabó apenas hace unashoras; sucumbió, al fin, a los estragos dela enfermedad. En este día he ordenadoque las banderas del Capitolio…

Y así siguió el discurso, por todo elmundo.

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El Presidente se reclinó en su sillónmientras entraba en la Oficina Oval elsubsecretario Daniel Congdon. El jefesupremo no sentía simpatía porCongdon; había cierta cualidad de hurónen su persona, unos ojos excesivamentesinceros, que ocultaban una ambicióndesmedida. Pero el hombre hacía biensu trabajo y eso era lo importante. Sobretodo, ahora; sobre todo, en su trabajo.

—¿Cuál es la resolución?—Como se esperaba, señor

Presidente. Beowulf Agate rara vezactuaba con normalidad.

—No llevaba una vida muy normal,

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¿no es así? Quiero decir que ustedes noesperaban que la llevara, ¿verdad?

—No, señor. El era…—Dígame, Congdon —interrumpió

el Presidente—. ¿Trató usted, realmente,de mandarlo matar?

—Era una ejecución imperativa,señor. Lo consideramos fuera de todasalvación, un hombre peligroso paranuestros hombres en todas partes. Hastacierto punto, aún creo eso.

—Será mejor que lo crea. Porqueasí es. Esa es la razón por la que insistióen negociar con usted. Yo le aconsejo,mejor dicho, le ordeno, que se quite dela cabeza esas acciones imperativas.

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¿Está eso claro?—Sí, señor Presidente.—Espero que sí, porque si no lo

está, tendré que emitir por mi parte unasentencia imperativa. Ahora que sécómo se hace.

—Comprendido, señor.—Bien. ¿Cuál es la resolución?—Más allá de la demanda inicial;

Scofield no quiere tener más que ver connosotros.

—Pero ¿usted sabe dónde está?—Sí, señor. En el Caribe. Sin

embargo, no sabemos dónde seencuentran los documentos.

—No se moleste en buscarlos; él es

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mejor que usted. Y déjelo en paz. No ledé jamás la menor razón para pensar queestá interesado en él. Porque si lo hace,esos documentos saldrán a la superficieen cien lugares diferentes a la vez. Estegobierno, esta nación, no puede hacerFrente a las repercusiones. Tal vezdentro de unos años, pero no ahora.

—Acepto ese juicio, señorPresidente.

—Será mejor que lo acepte. ¿Cuántonos costó la resolución y dónde estáencerrada?

—Ciento setenta y seis milcuatrocientos doce dólares condieciocho centavos. Fue agregada a un

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costo extraordinario, por equipo deentrenamiento naval. El pago se realizódirectamente por la CIA al astillero deMystic, en Connecticut.

El Presidente contempló, a través dela ventana, el prado de la Casa Blanca;los capullos de los cerezos se estabanenroscando, marchitándose.

El podría habernos pedido la luna yse la hubiéramos dado; nos podría habersacado millones. En lugar de eso, todolo que quiere es un yate y que se le dejesolo.

Marzo, 198…

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La balandra de 17.5 metros,Serpiente, con su vela principal orzadapor las brisas de la isla, se deslizó a suvaradero, la mujer saltó al muelle con lasoga en la mano, y la anudó al postedelantero para asegurar la proa. En lapopa, el barbudo capitán ató el timón,pisó la borda y saltó al muelle,enrollando la soga de popa en el postemás cercano, tensándola y haciendo unnudo después.

En el centro del bote, una pareja deedad madura y aspecto agradable bajócuidadosamente hasta el muelle. Eraobvio que ya se habían despedido, y queesa despedida fue algo dolorosa.

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—Bueno, se acabaron lasvacaciones —anunció el hombre dandoun suspiro—. Volveremos el añoentrante, capitán Vickery. Es usted elmejor navegante de estas islas. Ygracias a usted de nuevo, señoraVickery. Como siempre, la comida fuesensacional.

La pareja se alejó por todo elmuelle.

—Arrizaré los aparejos mientras túverificas las provisiones, ¿te parece? —propuso Scofield.

—Está bien, querido. Tenemos diezdías antes de que llegue la pareja deNueva Orleans.

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—¿Y por qué no hacer una excursiónnosotros solos? —propuso el capitán,sonriendo y saltando de nuevo a bordode la Serpiente.

En una hora y veinte minutoscargaron las provisiones, verificaron losboletines del tiempo y estudiaron lascartas de la costa. La Serpiente estabalista para hacerse a la mar.

—Vamos a tomar una copa —indicóBray, tomando a Toni de la mano;caminaron por un sendero arenoso haciala calurosa calle St. Kitt. Del otro ladose hallaba un café, un jacal con viejasmesas y sillas de mimbre, y un bar queno había cambiado en treinta años. Era

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el lugar de reunión de patrones ytripulantes de los barcos de alquiler.

Antonia se sentó, saludando aamigos, riendo con sus ojos y suespontánea voz; era muy estimada entrelos toscos y hábiles marinerosvagabundos del Caribe. Era una dama, yellos lo sabían. Scofield la observódesde el bar mientras ordenaba lasbebidas, recordando otro café frente almuelle, en Córcega. Habían pasado sólounos pocos años (otra vida realmente),pero ella no había cambiado. Aúnconservaba el suave donaire, su hermosapresencia y su gentil y abierto sentidodel humor. Se hacía estimar porque era

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inmensamente simpática; así de sencillaera la cosa. Bray llevó las bebidas a lamesa y se sentó. Antonia tomó de lamesa contigua un viejo periódico deBarbados, de hacía una semana. Unartículo le llamó la atención.

—Querido, mira esto —ofreció ella,doblando el periódico y dándoselo,mientras con el dedo índice señalaba lacolumna.

TRANS-COMMUNICATIONSGANA BATALLAS LEGALES

SOBRE LAREORGANIZACIÓN DEL

CONGLOMERADO

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Wash. D.C. ServiciosCombinados de Noticias:Después de varios años delitigaciones en los tribunalesfederales, se ha abierto elcamino para que los albaceasde la fortuna de NicholasGuiderone puedan llevar a cabosus planes de reorganización,que incluyen significativasfusiones con compañíaseuropeas. Se recordará quedespués del asalto terrorista ala mansión de Guiderone, enBrookline, Massachusetts, en elque Guiderone y otros fuertes

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accionistas de Trans-Commfueron asesinados, los derechosde propiedad del conglomeradocayeron en un laberinto legal.No ha sido un secreto que elDepartamento de Justiciaprestó gran apoyo a losalbaceas, así como elDepartamento de Estado. Elsentir oficial es que aunque lacorporación multinacional haseguido funcionando, su faltade expansión, debido al inciertoliderato, ha ocasionado que elprestigio norteamericano sufraen los mercados

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internacionales.El Presidente, al enterarse

de las últimas resolucioneslegales, envió el siguientetelegrama a los albaceas:

«Me pareceoportuno señalar quedurante las semanas quemarcan mi primer añode Presidente, lasobstrucciones han sidosuperadas y de nuevouna gran instituciónestadounidense está ensituación de exportar y

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difundir la tecnología ylos sistemasnorteamericanos portodo el mundo,uniéndose a otrasgrandes compañías paraproporcionarnos unmundo mejor. Lesfelicito».

Bray echó el periódico a un lado.—Cada día tienen menos sutileza,

¿no te parece?

Viraron hacia el viento, afuera de

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Bassaterre, dejando atrás la costa de St.Kitts. Antonia puso el foque tirante, atóla escota y subió de nuevo hacia eltimón. Se sentó junto a Scofield y leacarició con los dedos la barbarecortada, que era más gris que oscura.

—¿Adónde vamos, querido? —preguntó.

—No lo sé —confesó Bray, y así losentía—. Con el viento por algúntiempo, si te parece bien.

—Me parece bien. —Antonia serecostó y miró su rostro, tan pensativo,tan absorto—. ¿Qué va a pasar?

—Ya ha pasado. Las fusiones de lascompañías se han apoderado de la tierra

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—contestó sonriendo—. Guideronetenía razón; nadie puede detenerlo. Talvez nadie debería hacerlo. Dejemos quetengan su día. No importa lo que yopiense. Me dejarán en paz… nos dejaránen paz. Aún tienen miedo.

—¿De qué?—De la gente. Sólo de la gente.

Arregla el foque, por favor. Nosestamos inclinando demasiado. Podemosir más aprisa.

—¿Adónde?—No tengo ni idea. Sólo sé que

quiero estar allá.

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ROBERT LUDLUM nació en NuevaYork el 25 de mayo de 1927, y fallecióen Naples, Florida, el 12 de marzo de2001. Se educó en diferentes centros,entre los que destacan la Kent School(de la que comentó que era un centro defanáticos religiosos, influyendo esto talvez en la recurrente temática de

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conspiración de extremistas religiososen sus novelas) y la Academia Cheshire,que le inspiró su amor por la historia. Selicenció en la Universidad Wesleyan deMiddletown, Connecticut.

Antes de comenzar a escribir fueactor y productor de teatro, y estuvoalistado en el Cuerpo de Marines deEstados Unidos, una experiencia que lesirvió para adquirir extensosconocimientos sobre armas, lesiones yel comportamiento humano ensituaciones de estrés.

Fue autor de más de veinticinconovelas, todas ellas éxitos comerciales.Sus obras habitualmente están

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protagonizadas por un personaje o grupode personajes heroicos, que se venenvueltos de manera involuntaria en lalucha contra una serie de adversariospoderosos y con intenciones maléficas,adversarios que hacen uso demecanismos políticos y económicos demanera alarmante, y cuyas intencionesson o bien destruir el sistema o bienmantenerlo, si éste es perjudicial. Susobras cuentan con una detalladadocumentación técnica, geográfica ybiológica, y se inspiran frecuentementeen teorías conspiratorias reales. Si biense considera que fue el primer autor encrear la novela de intriga tal y como la

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conocemos en la actualidad, ha sidocriticado frecuentemente por su estilomelodramático y personajes simplistas.

Sus obras más famosas incluyen latrilogía Bourne (El caso Bourne, LaSupremacía Bourne y El Ultimátum deBourne), que han sido adaptadas al cinecon el actor Matt Damon en el papel deJason Bourne.

El Círculo Matarese se considera lanovela más importante de RobertLudlum, estando previsto, para el año2015, el estreno de una película basadaen este best-seller. El film será dirigidopor David Cronenberg y estaráprotagonizado por Tom Cruise y Denzel

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Washington.

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Notas

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[1] Damas y caballeros, su atención porfavor, a su izquierda, las islas del Canalde la Mancha. <<