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-- 1 -- EL CORAJE DE TENER MIEDO Variaciones sobre espiritualidad Molinié, Marie Dominique

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EL CORAJE DE TENER MIEDO

Variaciones sobre espiritualidad

Molinié, Marie Dominique

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TEMA. DEJAOS HACER

Es imposible que Dios no nos desconcierte cada vez más, hasta que loveamos cara a cara. Los santos son gente que un buen día aceptaron estarsiempre desconcertados: esto llegó a ser su pan de cada día. No os extra-

ñéis de extrañaros: no estamos a la altura de la doctrina de la Iglesia, esinagotable. Así, pues, arrodillaos como niños. Decid: «Habla, Señor, quetu siervo escucha.»No se trata de aparentar, sino de hacerlo verdaderamente. Para ello esnecesario el silencio: no el silencio material (que también es necesario),sino el silencio de las ideas: no hay que aferrarse a las propias pequeñasideas  — sobre todo si son grandes ideas — , sino ser como niños que nosaben lo que se les va a decir.

Hay que tomar este libro en serio. Quizá Dios quiere que os quedéis conuna sola palabra de todas estas páginas: vuestro deber más estricto seráentonces no preocuparos de las otras. Es preciso abrirse a la luz tomandolas cosas en serio. Cuando se miran las cosas espirituales de una manerahumana, quiere decir que no se las toma en serio… Dios va a pasar en la medida en que tú, lector, creas en ello. Te lo anun-cio como Moisés a los hebreos, la víspera de la noche pascual. No hay quedecir: «Ya hemos leído libros, sabemos lo que es eso.» Un paso de Dios

no se sabe nunca lo que es… Tampoco se sabe qué es la vida cristiana. Enla tierra se aprende lo que es: por eso esperamos siempre algo nuevo, poreso esperamos que se aclare de una manera cada vez más profunda.Los capítulos de este libro no obedecen a un plan lógico. Su unidad no esla de un plan, sino la de un tema con variaciones. El tema se expresa endos palabras: Dejaos hacer. No es muy original, no es muy difícil de prac-ticar, pero es muy difícil de comprender (quiero decir comprenderlo deesa manera que hace que se practique).A pesar de lo que se dice a menudo, en la vida cristiana lo difícil no es lapráctica, sino el comprender. Si no practicáis lo que digo, es que no locomprendéis (yo mismo tampoco lo comprendo, por eso no lo practico).El problema no consiste en ser fuerte, sino en acoger la luz, en no resistircontra ella o (lo que viene a ser lo mismo) esquivarla con ligereza.Dejarse hacer por Dios no es algo banal. En efecto, a medida que su luzpenetra en nosotros, descubrimos con espanto de qué tinieblas trata deliberarnos. Prácticamente todos somos herejes: el error es humano. Nopodemos evitar equivocarnos, continuamente nos salimos de los raíles. Elproblema no está en evitar descarrilar, sino en ser siempre lo suficiente-mente flexibles como para que Dios pueda ponernos de nuevo en los raí-

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les. Sólo los santos llegan a tal flexibilidad; sólo ellos expulsan perma-nentemente toda herejía de su corazón.Nosotros no llegamos a guardar el equilibrio de la verdadera vida, comoniños que aprenden a andar y se caen continuamente. Repito que esto noes grave, en tanto que nosotros aceptemos restablecernos; pero si nos

obstinamos, es la muerte: el endurecimiento de corazón es diabólico… Releed la secuencia de la misa de Pentecostés: todos los males para losque pedimos la curación al Espíritu Santo, son herejías.El camino estrecho que lleva a la vida no es tan difícil de subir, pero esdifícil de encontrar; es tan pequeño, que sencillamente se corre el riesgode no verlo: éste es el secreto del Reino de los Cielos. ¿Dónde está nues-tra culpabilidad? En no buscar suficientemente la luz que nos permitiríadescubrirlo, en obstinarnos en las ideas oscuras, más o menos tenebrosas,

cuyo abandono constituye para nosotros la más profunda, la más radicalde las humillaciones.

NO CREÉIS, PORQUE ES DEMASIADO HERMOSO

La situación real en la que hemos caído no es una situación mediocre; esuna situación magnífica, a condición de contemplarla a la luz de Dios.Para nosotros, es una situación lamentable y vergonzosa, pero para Jesúsy su amor redentor es gloriosa. Basta con amar suficientemente a Jesúspara alegrarnos de su gloria… y, por consiguiente, de nuestra miseria.Cuando cometemos una falta, lo más grave no es la falta, son las excusasque nos damos a nosotros mismos, las interpretaciones que hacemos para

 justificarla. Eso nos dispensa de comprender que rechazamos la luz: ahíestá el verdadero mal.No hay que tener miedo de las dificultades de la vida, ni siquiera de nues-tras faltas: no es eso lo que nos impedirá encontrar a Dios. Tengamosmiedo de lo que no nos causa miedo pero nos impide verdaderamenteencontrarlo: temamos rechazar la luz, de una manera más o menos sutil,

discreta, cortés… Dios tiene un programa: El ha previsto un remedio para todo. El puededejar que pese durante mucho tiempo sobre nosotros el obstáculo aparen-te de nuestras miserias y de nuestras caídas cotidianas. Se sirve de él. Elamor de Dios es más fino que nosotros y sabe utilizar nuestras debilida-des. Lo que nos impide aprovecharnos de ellas no es la abundancia deestas miserias, sino el no aceptar «dejarnos hacer» según la idea de Dios.No hay por qué tener otra preocupación más que ésta: «¿Voy a dejar

hacer a Jesucristo?» Dejémonos cambiar, dejémonos convencer de que lascosas no son como nosotros nos las hemos imaginado, que son según unsecreto. Dejemos penetrar en nosotros esta luz. Ella eliminará nuestras

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tinieblas. Eso forzosamente nos dolerá un poco: la Palabra de Dios es unaespada que penetra hasta la división del alma. Es la sal, la sal que purga.No siempre es agradable, y por tanto provoca una revulsión; pero hayque aceptarla, pues luego nos irá mucho mejor, la liberación será aúnmayor.

Pero nosotros rehusamos creer en esta liberación, y eso es rechazar laluz. En cuanto resulta demasiado hermoso, nos negamos a creer. Lascosas son mucho más fáciles de lo que creemos, pero se complican por-que, sin darnos cuenta, nos empeñamos en que sean difíciles. Preferimoslas cosas difíciles, con tal que halaguen nuestro orgullo, a las cosas fácilesy humillantes (véase la historia de Naamán el Sirio en 2 Re 5,1-14).Pidamos a la santísima Virgen un poco de su ambiente; nosotros que nosomos sencillos, refugiémonos a la sombra de su sencillez, sin herejía,

puesto que lo hacemos sin ideas personales, y que no ponga ningún límiteal poder y al amor misericordioso de Jesús. Ya que nosotros no sabemosver las cosas tal y como son, es decir, magníficas y agradables, permanez-camos junto a ella, temiendo mucho lo que puede salir de nosotros, ypidámosle que nos enseñe a abrir los ojos.No tengamos miedo de los demás, del mundo, de la vida. Tengamos mie-do de nosotros. No de lo que nos da miedo generalmente: nuestra debili-dad, nuestras faltas, nuestras caídas (eso no es temible, la naturaleza hu-mana es así); lo que hay que temer es lo que Jesús reprocha a los apósto-les después de la resurrección: «Tenéis el corazón duro.

 –  ¿Por qué? –  Porque no creéis que he resucitado. No lo creéis porque es demasiadohermoso: ahí está vuestra falta».Pidamos no obstinarnos mucho tiempo… 

PRIMERA VARIACION. EL SECRETO DEL EVANGELIO

Hay alguien que tiene mucho interés en que perseveremos en nuestroserrores y nuestras tinieblas. Entonces él nos permite todo lo que quere-mos (incluso la virtud, en cierta medida) en vista de que «persevera-mos»…, es decir, endurecemos nuestro corazón, como se dice constan-temente en la Escritura. En este endurecimiento hay algo que no es nor-mal, que es un verdadero misterio y que, en consecuencia, debemos te-mer, pues no tenemos la talla suficiente para hacerle frente. Debería serfácil convertirse, dejarse hacer e invadir por la luz del Espíritu Santo,pero…  hay alguien que ronda en torno a nosotros, y especialmente entorno a nosotros los cristianos. Una cosa lo atrae hacia nosotros: Dios. Esun ser que tiene sed de Dios a su manera. El encuentro con Jesucristo lo

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provoca. Por eso ronda sobre todo en torno a los que no viven más quepara este encuentro. Su único deseo es que rehusemos comprender y quenuestros ojos no se abran a la luz de la Salvación. Los que ya han vislum-brado y aceptado mucha luz no por eso están al abrigo de este peligrosino que corren el riesgo de olvidar que todo está por descubrir.

El demonio nos permitirá muchos éxitos en todos los órdenes, alentaráincluso algunas de nuestras cualidades, con tal que nuestros ojos no seabran. Y es que, si los ojos se abren, todo nos será dado sin límite alguno.Así, pues, no creamos demasiado pronto que hemos comprendido. Esosería probablemente el signo de que hemos sustituido el Evangelio poruna religión propia. Presentémonos a la Palabra como niños que no sa-ben nada y que sienten que sus esfuerzos son impotentes para abrirles losojos. Los esfuerzos humanos son necesarios (no hay que tentar a Dios),

pero aún queda todo por hacer, y los esfuerzos humanos sólo son fructífe-ros si lo comprendemos y lo aceptamos.Habría que leer el Evangelio de manera extraordinariamente sosegada,como se lee una novela: dejarse impresionar por esa luz como una placasensible.Hoy se habla mucho del «kerygma», palabra culta para designar unacosa, por otra parte esencial, pero también muy sencilla  — y de la queCristo cuidó bien de decir que es inaccesible a los sabios y a los inteligen-

tes — , a saber, qué en el Evangelio se cierne un cierto secreto, algo quelos hombres no conocen y que Cristo trata de hacer sospechar: las Biena-venturanzas, el Reino de los Cielos, la puerta estrecha… Aquí es donde nosotros encontramos al demonio, pues este secreto leprovoca, y él hace todo para que no lo comprendamos, aun cuando ha-blemos de él sabiamente. Y nosotros somos sus cómplices, porque nues-tras obras son malas: el que obra mal, no ama la luz.El combate entre Cristo y los fariseos es grave, porque son dos religiones

las que se enfrentan, y porque no hay perdón para el vencido. No hayperdón para Cristo: los fariseos reconocieron que era un gran hombre,quizá incluso un profeta, pero no pudieron aceptar su doctrina. Y el quecondena el pensamiento de Dios, acaba por condenar a Dios mismo.Cuando el pensamiento de Dios se presenta demasiado claro, condenandonuestro pensamiento y nuestras propias obras, llegamos a encontrarnosentre la espada y la pared; el resultado es que condenamos a Dios paradarnos razón a nosotros mismos. En esto consiste el pecado contra elEspíritu Santo.

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LA ARISTOCRACIA DE LOS PECADORES

¿Cuál es este secreto? ¿De qué se trata? De una aristocracia: «El quetenga oídos para oir, que oiga.» Aun entre los que aceptan la luz, hay una

 jerarquía. Pero hay que tener cuidado: no.es la jerarquía del mundo, no

está ni a la derecha ni a la izquierda, es la aristocracia de la cruz. .Primeramente están, en la última fila, aquellos a los que se debe llamar«justos»: éstos acogen la Palabra, pero no tienen raíces, porque no tienenla conciencia aguda de que necesitan una misericordia infinita. Y así,cuentan con la misericordia y con su propia justicia. A esos se les dará untransportín en el Reino de los Cielos.Un grado más arriba encontramos a los pecadores. Su superioridad está

 justamente en que tienen conciencia de la necesidad de ser perdonados:dependen de la misericordia. Debido a esto, son mucho mejor recibidos.Ved a María Magdalena, al buen ladrón, al hijo pródigo… Si pudiésemos leer estas escenas con un corazón y una inteligencia ente-ramente limpios, quedaríamos inmediatamente convertidos. El Evangelioestá hecho para el pueblo y no para los intelectuales, y es haciéndonos unpoco pueblo como nos dejamos mover por él (veis que la aristocracia deDios no es la nuestra). Si alguien lee el Evangelio sin ser enteramentetransformado, es que no lo ha comprendido. Ahora bien, es un hecho queel pueblo a quien se predica el Evangelio lo comprende mucho mejor que

los especialistas de la religión. Con los santos ocurre más o menos lomismo: ved cómo recibe el pueblo a Juana de Arco, y cómo la reciben losobispos… Yo no puedo hacer nada para explicar el Evangelio, si uno no siente algo.En primer lugar hay que vibrar, simplemente vibrar, y para eso hace faltaser un poco niño.Lo cual nos lleva a lo más alto de la aristocracia del cielo. Los pecadorestendrán una butaca, pero los niños estarán en el palco real: seguirán al

Cordero por dondequiera que vaya, y cantarán un cántico que nadie pue-de cantar.Los niños lo comprenden todo e inmediatamente. Es muy consolador,porque eso nos libera completamente de la jerarquía del mundo, donde lamínima conquista es áspera y difícil. Dios no pone la luz fuera de nuestroalcance. No hay que atravesar los mares ni elevarse sobre el firmamentopara apoderarse de ella. Es mucho menos difícil que superar la velocidaddel sonido. No es difícil ser un niño y ser pequeño. No es difícil, pero

nosotros no lo somos, y ése es justamente él pecado, nuestro pecado.Ahora bien, en esto Dios no puede transigir. O somos o no somos. Sisomos, lo tenemos todo; si no somos, no tenemos nada.

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A partir de ahí no tenemos más que un solo recurso, el de refugiarnos enla categoría de los pecadores que se convierten. Con Dios no se negocia,es necesario convertirse: «Si no os convertís y no os hacéis como ni-ños…» Entonces, no persigamos otro fin en la existencia. Si perseguimosotro fin, perseveramos en nuestra locura y somos fariseos. Dios lanzará

sobre nosotros la misma mirada que sobre ellos.En el día del Juicio, Dios apenas se fijará en todo lo que nos causa tristezay nos inquieta en nuestra vida. Eso es miseria, y la miseria está hechapara la misericordia, como el trigo para el molino.El secreto del Evangelio es, pues, la aristocracia de los pequeños y de lospecadores. Sor Genoveva de la Santa Faz (Celina, la hermana de Teresa)decía algún tiempo antes de morir: «Se habla siempre del camino de in-fancia a propósito de Teresa, y se insiste en el encanto de la infancia, pero

se podría también decir muy bien el camino del buen ladrón.» El secretodel Evangelio es sencillamente el misterio insondable de la misericordia.Por eso, más allá de los pecadores e incluso de los niños, hay todavía enel Evangelio algo más profundo…  o más bien Alguien: hay un ciertoRostro.Releed las escenas donde Cristo escogió a sus discípulos: si hay hoy toda-vía cristianos, es porque existe cierto número de hombres que, habiendoencontrado el rostro de otro hombre, no supieron nunca más prescindirde él… A veces ocurrió en un segundo, como en el caso de Mateo; fue enun momento preciso, ni antes, ni después. Antes incluso de que Cristoabriese la boca, estos hombres fueron seducidos, fascinados para siempredesde que su mirada se cruzó con la de Jesús: en un relámpago, ellos vis-lumbraron el Reino, presintieron el secreto, lo siguieron… 

JESÚS ME HA MIRADO

El acto de fe del buen ladrón hace caer a san Agustín en la admiración yel estupor. Y le pregunta: «¿Cómo has hecho para reconocer la divinidad

del Mesías en el momento en que los enemigos de Cristo triunfaban rui-dosamente, y los apóstoles mismos se habían vuelto incapaces de recono-cerlo a través de su rostro agonizante? Sin embargo, unos y otros habíanestudiado la Escritura, pero no veían que la Escritura se estaba cum-pliendo… ¿Cómo has hecho tú para comprenderle? ¿Te habías dedicado,entre dos actos de bandidaje, a estudiar estos libros que los especialistasno habían sabido leer?» Y pone en boca del buen ladrón esta respuestaadmirable: «No, yo no había escrutado las Escrituras, no había meditadolas profecías. Pero Jesús me miró… y, en su mirada, lo comprendí todo.»A lo largo de la historia de la Iglesia, la mirada de los santos ha recibidoel mismo poder que la de Cristo. La mirada del Cura de Ars, por ejemplo,

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que cruza la de un sabio incrédulo que había venido «para ver» por curio-sidad, en el momento en que el cura salía de la sacristía para celebrar lamisa, bastó para fulminar a este sabio y convertirlo.Asimismo, el padre Ratisbonne, judío libertino que detestaba el cristia-nismo, es transformado en un instante por una aparición de la santísima

Virgen. También él repetía con lágrimas: «¡La he visto! ¡La he visto!, y ensu mirada lo he comprendido todo…» Naturalmente, queda todo poraprender cuando no se tiene, como el buen ladrón, la suerte de llegar esamisma tarde al paraíso, y cuando, como los apóstoles, se tiene otra posibi-lidad, la de servir a Cristo durante varios años. Hay que aprender deta-lladamente, parte por parte — y de rodillas —  lo que ya se ha comprendi-do en un instante de claridad. Es posible aprenderlo, precisamente por-que se ha comprendido. Los apóstoles fueron enseñados por Jesucristo,los santos y nosotros lo somos por la Iglesia, que es exactamente lo mis-mo.Mirad todavía a Edith Stein, judía, filósofa (discípula de Husserl) y ag-nóstica. Una tarde comienza a leer la vida de Teresa de Avila, escrita porla misma santa. Ya no podrá separarse del libro. Lo cierra hacia las cua-tro de la madrugada, diciendo simplemente: «Esto es la verdad.» Despuéscompró un libro de misa y un catecismo antes de hacerse bautizar. Edithse puso de rodillas, se puso a aprender, justamente porque ya lo sabíatodo.

Entonces, si para nosotros todo depende de este rostro, tenemos absolutanecesidad de que éste se manifieste a los ojos de nuestro corazón. Nodebemos tener miedo de pedir esta gracia, puesto que nos es indispensa-ble: «Muéstranos tu Rostro y seremos salvados.» Esto no tiene lugar alfinal de un esfuerzo, sino así…, porque a Dios le agrada: «No se trata dequerer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia» (Rom 9,16). Hayque conseguir, pues, que Dios tenga misericordia. Solamente que, comonada puede obligarle a ello, lo único qué hay que hacer es decirle: «Reco-

nozco que no me lo debes, que no me lo merezco, pero te lo pido por tunombre… que es misericordia.»Para que esta oración surja sinceramente del corazón de un hombre  — aunque éste sea un religioso —   se necesita a veces años, porque es unaoración de niño. Cuando un niño pide algo a sus padres, éstos no cedenmientras él discuta (o al menos no deberían hacerlo): pero si el niño lopide con dulzura, diciendo por favor, y no de palabra, sino de corazón, lospadres no podrán resistir. Dios resiste porque nosotros discutimos. El díaque no discutamos, lo obtendremos todo. El nos mostrará su rostro, ynosotros nos decidiremos a amar ese rostro.

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¿Qué quiere decir amar? Muchos desconfían del sentimiento; el amorefectivo, dicen, consiste en hacer la voluntad de Dios. Es, en efecto, elfruto más seguro del amor, el signo por el cual lo reconocemos, y que seejerce en la caridad fraterna (es por este signo, etc.). Pero el signo delamor no es el amor mismo. Y si intentamos cumplir la voluntad de Dios

y amar a nuestros hermanos por una tensión heroica de la voluntad, co-rremos el riesgo de querer arrancar de nuestro corazón los frutos delamor sin haber plantado en él el árbol del amor (que al comienzo es lamás pequeña de todas las semillas).Amar no es en primer lugar ser heroico en el desinterés: al contrario, estaperfección sólo llega al final. Amar es, en primer lugar, ser atraído, sedu-cido, cautivado. El primer acto libre y meritorio que se nos pide es el deceder a esta seducción, a este atractivo de dejarse tomar, de dejarse «po-seer»…, de dejarse hacer. Es algo muy simple que se desencadena ennuestro corazón, no se sabe cómo ni por qué, y que hace fácil todo lodemás (mi yugo es suave y mi carga ligera).Los duros esfuerzos que hacemos son a veces desesperados y desesperan-tes, ya que proceden muy poco del amor y mucho de la voluntad de con-vencerse de que se ama: lo que viene a ser un querer hacer las obras delamor sin amar. Intentamos imitar a los santos, nos forjamos un «ideal»(como la rana que quiere hacerse tan grande como el buey), y a eso se lellama perfección cristiana o evangélica. Pero la vida cristiana no es, en

primer lugar, un ideal, es una realidad; el único ideal es que esta realidadllegue a su plenitud (quiero que tengáis la alegría completa).Es muy peligroso hacer de ello, en primer lugar, un ideal, porque uno sehace su ideal. Perseguir un ideal es buscar a menudo imitar el amor conesfuerzos agotadores, que nos hacen la vida difícil y que no tienen granmérito a los ojos de Dios, porque no responden a su deseo. No intente-mos hacer como si hubiéramos alcanzado un grado más alto que aquel enque estamos en realidad: es también un fruto del espíritu de infancia no

tener un «ideal del yo».LLEGAR A SER UN OBRERO DE LA ÚLTIMA HORA

Es preciso, pues, que ocurra algo en nuestro corazón, algo que es irreem-plazable. Seamos simplemente lo que somos. De la pequeña semilla delReinó tenemos nuestra parte; si queremos que crezca, no la descuidemos,pero tampoco la torturemos «tirando de sus hojas» para que crezca másde prisa. No nos digamos: «¿Dónde me encuentro yo? ¿Llega? ¡No llega!Sí, llega…»Lo más peligroso, después de todo, no es hacerse ilusiones, ni afligirsecuando éstas no se cumplen (porque en ese caso se clama a Dios); lo más

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peligroso es que después de haber sufrido durante años, uno se desanimede veras constatando que no ha avanzado, y que se diga: «Así es la vida… No hay que pedirle mucho… No soy un santo, ¡qué se le va a hacer!, to-dos no podemos ser iguales.» Esto es grave, porque es nuestra propiaidea: no es en absoluto la de Dios.

Puede suceder muy bien, incluso en la vida religiosa, que hombres justosy rectos no reciban más que en el último instante la revelación del rostrode Cristo. Son obreros de la última hora, y si ellos lo aceptan, su recom-pensa será magnífica. Habrán sufrido toda su vida para llegar a ser obre-ros de la última hora, para poder decir como esta joven bautizada a losdiecinueve años y muerta a los veinticuatro: «No he hecho nada huma-namente, no he hecho nada sobre- naturalmente: estoy preparada para lamisericordia de Dios.»

Vale la pena vivir cien años para producir un acto de fe así, el único quecuenta y que Jesús espera. Sólo que, cuando se ha vivido muchos años, esquizá más difícil a causa de todo lo que hay que abandonar, sobre todocomo pretensiones. Estamos sobrecargados de maletas (las espinas de laparábola, que hacen la vida difícil, y con las cuales no atravesaremos nun-ca la puerta estrecha). Dejad, pues, vuestras maletas en consigna, y to-mad el tren sin preocuparos de qué será de ellas.¿Cuál es este amor que nos embarga, nos levanta y nos libera?

Contemplemos, en primer lugar, el movimiento del corazón del buenladrón, de María Magdalena, y esa emoción que hizo llorar al padre Ra-tisbonne y puede hacernos llorar a nosotros un día u otro… ¿Qué es lo que ocurre? Ninguna psicología humana puede decirlo. Haymomentos en nuestra vida — los ha habido en nuestra vida —  en que pre-sentimos el Reino de los Cielos. Imaginaos un hombre que ha vivido enun país maravilloso hasta los tres o cuatro años, no ha vuelto a verlonunca más y, en el espacio de un segundo, respira un perfume que le re-cuerda este país. Algo muy fugaz, muy secreto, pero, a pesar de todo,muy fuerte… Es como cuando uno se aproxima al mar: el aire ya no es elmismo. Es el viento del Cielo, el soplo del Espíritu Santo.Todos lo hemos sentido pasar un día; de hecho, es lo tánico que nos pue-de atraer hacia Dios. El no nos atrae a palos ni con razonamientos: no sehace uno cristiano porque esté convencido de que es más perfecto, sinoporque no puede hacer otra cosa.Esto viene, en última instancia, de la vida trinitaria escondida en nuestrocorazón. A veces, una bocanada de esta vida llega hasta la conciencia y

nos da el gusto, el atractivo, el amor por la misma. Para hablar de la vidacristiana, hay que hablar en primer lugar de la vida trinitaria.

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Se puede entonces comprender por qué el combate espiritual es a la veztan sencillo y tan complicado. El secreto del Evangelio es algo extrema-damente sencillo, porque es la vida divina: no tenemos ni que fabricarlani que correr tras ella, basta con dejarla crecer en nosotros, con dejarlahacer, con dejarse hacer por el poder formidable que la hace crecer.

Es la más pequeña de todas las semillas. Pero si nosotros no le ponemosobstáculos, ella se encargará de invadirnos. No tendremos que trazarplanos para obtener esta invasión, ella se impondrá a nosotros, no ten-dremos más que seguirla y esto será suficientemente sofocante, pues lasexigencias internas de esta invasión irán infinitamente más lejos que todolo que los hombres pueden pedirnos…, mucho más lejos incluso quenuestros sueños de perfección. Este germen se ahoga en nuestras tinie-blas y nos dice: «Dejadme respirar, no puedo continuar en un corazón depiedra, estoy a la puerta y llamo…», pero desde dentro, como un náufra-go que golpea el casco de los restos de un naufragio, donde está encerra-do. No es un ideal, es una realidad: es un hecho que la Palabra resuena ennuestro corazón para pedir «la salida», como un pollito pide salir delcascarón cuando su hora ha llegado.Al mismo tiempo, la vida cristiana sobre la tierra es algo terriblementecomplicado, precisamente a causa del vaso de tierra y del corazón de pie-dra en el que debe vivir la vida divina. Se puede decir que la vida cristianaconsiste en las desventuras de la vida divina extraviada en el corazón del

hombre.El hombre es, en efecto, el ser más extraño de la creación, una máquinainfinitamente delicada, más compleja que millones de ordenadores, y,para colmo de desdichas, la máquina está desarreglada… De ahí resultaun combate misterioso entre esta simplicidad de la vida y las complica-ciones de la muerte: «Siento dos hombres en mí.» Esto es cierto paratodos nosotros, y no tenemos derecho a obrar como si no hubiese másque uno: «Sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas.»

Veremos sucesivamente:  La vida divina en sí misma.  La vida divina vivida por una criatura.  La vida divina sometida a prueba. Ella debe ser vivida en la oscuridad

de la fe antes de desembocar en la luz; por eso está sometida a un pe-ligro.

  La prueba resultó mal para nosotros, y desde entonces la vida divinachoca aquí abajo con las profundidades del pecado, según la sabiduríade la cruz y de la redención.

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SEGUNDA VARIACION. LA LEY Y LA GRACIA

Todo comienza por una seducción: el rostro de Cristo. Nosotros podemosresistir a esta seducción o consentir a ella. Podemos incluso prepararnosa ella (purificando nuestro corazón según la predicación del Precursor):

no podemos en absoluto provocarla ni reemplazarla. No podemos acer-carnos por nosotros mismos a Jesucristo: «Nadie viene a mí, si mi Padreno lo atrae.»Es temible, pues no basta ni siquiera ser atraído humanamente, es precisoun atractivo invisible que viene del Padre. Cuando Jesucristo multiplicólos panes, el pueblo fue fascinado, todos querían hacerlo rey. Pero él lesresponde: «Vosotros me buscáis, no porque habéis visto los signos, sinoporque os he dado de comer.» Ellos eran atraídos humanamente, pero notenían hambre de Dios.La reacción de Jesús nos parece severa; sin embargo, es normal. Todosdeseamos ser amados por nosotros mismos, y no por el pan que aporta-mos. Pero esto es más exigente de lo que parece. Un día que celebré lamisa en una prisión, una de las prisioneras me dice: «Aquí, nosotras nosomos nada, nos tratan como números.» «¿Creéis que en el mundo seobra de otra forma? En un restaurante también sois un número de mesa:lo que les interesa es vuestro dinero, no vuestra persona.» Eso se extien-de a la vida común; apreciamos a los hermanos que tienen cualidades,

porque nos aprovechamos de ellas. Amar a alguien por él mismo, esamarle por su miseria y no por sus cualidades.Jesús no pide a la muchedumbre que le ame en su miseria (lo pedirá mástarde a los cristianos), sino que desee su secreto, que es divino: «No bus-quéis el alimento perecedero, sino el alimento eterno.» Resultado: cincomil hombres a la salida, doce a la llegada. Y aún es justa la pregunta:«¿Queréis marcharos también vosotros?» «Señor, ¿a quién iríamos? Tútienes palabras de vida eterna.»

Es penoso para un apóstol no atraer a los hombres, si el Padre mismo nolos atrae. Es tentador atraerlos por toda clase de medios, recurrir a algodistinto de la vida trinitaria. Dios no nos impide emplear tales medios,puesto que el mismo Jesús lo ha hecho; pero, incluso para él, era peligro-so, queriendo los hombres quedarse siempre ahí. Un apóstol no tienederecho a quedarse ahí. Es difícil; es difícil aceptar el no poder atraer anadie de una manera durable por otro incentivo distinto al de la vidadivina.

Para ser fiel a esta exigencia, nuestro primer deber es el de comprenderlabien, el no confundir lo natural y lo sobrenatural. En la carrera hacia elque seducirá mejor el corazón humano, lo sobrenatural parte con un hán-

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dicap terrible: no se ve, mientras que los valores naturales se ven, ellos seimponen a los sentidos y a la inteligencia. Pero san Pablo dice que noso-tros contemplamos lo que no se ve. Eso exige un coraje cotidiano: lo na-tural es la pendiente de nuestra vida y de toda vida social.Digo especialmente de la vida social, porque los hombres ponen en co-

mún más bien lo que ellos tienen de menos bueno, quedando oculto lomejor de ellos mismos en el vaso de tierra. Nuestro comportamientocolectivo es inferior a nuestra vida profunda; el valor de un grupo es infe-rior al valor de cada una de las personas (digan lo que digan los gruposde «creatividad»). Eso debe incitarnos a tener mucha misericordia, perotambién mucha prudencia: pues hay que defenderse diariamente de lasociedad, de la sociedad religiosa en que vivimos, para no convertirnos engregarios.

Prácticamente, la mayor parte de los grupos aceptan sin resistencia lasmáximas del mundo al nivel de su vida social, aun cuando cada uno tratade resistir en el secreto de su corazón. Si se hubieran grabado las conver-saciones que yo mismo he tenido desde mi entrada en religión, uno que-daría horrorizado: apenas queda sitio para el Evangelio.Cuántas veces aceptamos, más o menos tácitamente, tal o cual opiniónque, si la llevásemos hasta el final, sería incompatible con la fe, especial-mente con la fe que mueve montañas y no vive más que de la gracia. Amenudo, esto aparece trágicamente diez años más tarde en aquellos que,precisamente, van hasta el final… Un hermano me decía a menudo son-riendo: «¿Usted cree aún en la gracia?» Era una salida de tono, acaso unexorcismo frente a una tentación inconfesable, ese tipo de exorcismos quealivia al individuo, pero que carga sobre los otros el peso de su tentación.Resistir a todo eso sin ceder nunca exige, repito, mucho coraje diario,tanto coraje como las mortificaciones de los sentidos y de la voluntad(que no hay que descuidar, pero que justamente no pueden ser practica-das cristianamente si nuestra fe desfallece).

¿Cuántos hijos de Dios conocen su dignidad? Santo Tomás dice que lamayoría de los cristianos viven en una mentalidad del Antiguo Testa-mento. Hay que confesar que muchos sacerdotes y religiosos se dejancontaminar por tal mentalidad, o por una mentalidad revolucionaria, loque viene a ser exactamente lo mismo.¿Hemos comprendido el abismo que distingue lo natural de lo sobrenatu-ral? ¿Hemos percibido verdaderamente lo que Cristo ha querido aportara la tierra, y que no estaba en la Antigua Alianza? Algunos responden: el

amor. Otros: la misericordia. Otros aún: la paternidad de Dios. Todo estoes verdad, pero a condición de precisar qué ofrecen de nuevo este amor,

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esta misericordia, esta paternidad. Pues ya en la Antigua Alianza se hablade ellos.Leed el Deuteronomio, Isaías, Oseas (sin hablar del Cantar de los Canta-res); encontraréis expresiones muy fuertes sobre el amor de Dios por supueblo y el amor que El pide a su pueblo: «Si el Señor se enamoró de

vosotros y os eligió no fue por ser vosotros más numerosos que los de-más  — porque sois el pueblo más pequeño — , sino que por puro amorvuestro […]. Porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que teexceda ni inalcanzable; no está en el cielo […] ni está más allá del mar[…]. El mandamiento está a tu alcance: en tu corazón y en tu boca.Cúmplelo» (Dt 7,7-8; 30,11-14). «¿Puede una madre olvidarse de su cria-tura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide,yo no te olvidaré» (Is 49,15).

Todo el Antiguo Testamento, a fin de cuentas, es una interminable esce-na de amor entre Dios y su pueblo:«Como a mujer abandonada y abatida te vuelve a llamar el Señor; como aesposa de juventud, repudiada — dice tu Dios — . Por un instante te aban-doné, pero con gran cariño te reuniré. En un arrebato de ira te escondí uninstante mi rostro, pero con misericordia eterna te quiero  — dice el Se-ñor, tu redentor — » (Is 54,6-8).No se comprende nada, si ahí se busca otra cosa. Con todo el respeto

debido, se podría traer aquí el diálogo de Carlota con su marido en elDon Juan de Moliere: «¡Me dices siempre lo mismo!» «Te digo siemprelo mismo, porque es siempre lo mismo…» La Biblia se repite incansa-blemente, porque el amor, la infidelidad, la cólera, el perdón se repitenincansablemente en la historia de Israel… y en la nuestra. Los estudiosbíblicos pueden enseñarnos muchas cosas preciosas, pero para compren-der esto — que es lo esencial —  es necesario y suficiente que Dios nos déun corazón: pues «el Señor no os ha dado inteligencia para entender, niojos para ver, ni oídos para escuchar hasta hoy» (Dt 29,3).

LA LEY DEL ÉXTASIS

Entonces, ¿qué más hay en el Evangelio? Un abismo. ¿Por qué? Porquetodo eso es la virtud de religión, es el amor, si se quiere, pero no es toda-vía el misterio de la caridad, al meaos claramente; es la ley de amor, no esla gracia.La ley dada a los judíos era una ley de amor, Cristo nos lo recordó a ma-nido. En el Antiguo Testamento, la liturgia ritual tiene mucha importan-

cia, y el corazón humano tiene inclinación a quedarse oí ella, a compla-cerse y ahogarse en día. Peto este culto exterior no tiene sentido sino porel culto interior, es decir, la adoración. Desde la llamada de Abraham,

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Dios ha buscado adoradores en espíritu y en verdad…, pero ha encontra-do corazones de piedra, y ése es el drama de Israel. A pesar de eso, a lolargo de esta historia, el Espíritu Santo ha suscitado verdaderos adorado-res en su pueblo.Para que haya adoración es necesaria, en primer lugar, una luz profunda

y penetrante sobre nuestra nada frente a Dios. Pero es necesario también,y sobre todo, que cantemos esta evidencia con alegría: para ello es nece-sario otra cosa distinta de la evidencia, es necesario el amor.Este amor nos parece tan extraordinario que, de buena gana, lo atribui-mos a la gracia, aun cuando sea un amor natural. Sólo que nosotros nocomprendemos este amor, porque ya no somos inocentes: toda naturalezainocente se siente llevada a alabar a Dios, a ofrecerse a Él y a perderse enEl. Este movimiento de amor no está reservado a las criaturas inteligen-

tes: el dinamismo «itero del universo es llevado por el amor de Dios.Nosotros no somos más que un poquito de la gloria de Dios… El hombreque no se vuelve hacía Dios hace sufrir a la naturaleza con una violenciainsospechable: la impide cumplir su función profunda, que es la alabanzade Dios.Más allá del instinto con sus límites y su «egoísmo», hay un éxtasis cie-go, una explosión oblativa. También los hombres son elevados por esteéxtasis, sólo que ya no saben reconocerlo. Incluso en el infierno Satanástiene sed de eso: está en su naturaleza.Esta oblación ciega alimenta tanto el pecado como la virtud y la santidad.Pero en el pecado uno la resiste, se repliega sobre sí (es la naturalezaencorvada de la que habla san Bernardo, figurada por la mujer ancianadel Evangelio), mientras que en el amor que responde al precepto deDios, uno se deja llevar por esta oblación espontánea, y va hasta el fin desu invitación a la alegría.Esta oblación es el alma de todo sacrificio. Hay otra cosa en el sacrificio,que es la respuesta de Dios, el fuego del cáelo que viene a consumir lavíctima. La víctima debe en primer lugar ser ofrecida, y es el amor obla-tivo el que ofrece a Dios el corazón de los hombres. Pero ella no es ver-daderamente víctima antes de ser consumida por el fuego del cielo. Elhombre tiene sed de sacrificio, y no solamente de oblación, pues ha sidocreado por Dios en un estado en que no puede prescindir de El. Sí él re-siste por el pecado a la oblación total que le ofrece en verdadero sacrifi-cio, cae en abominaciones de las que la historia humana nos ofrece ejem-plos constantes y que se perpetúan en el siglo veinte bajo formas eviden-

tes para los que tienen ojos para ver (literatura negra, películas de terror,perversiones sexuales, etc.).

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El psicoanálisis enseña que un hombre curado de sus complejos desem-boca en un estado que él también llama oblativo, un estado en el que elinteresado se ofrece a la «realidad» sin interponer entre ésta y él el juegode sus pulsiones y de su imaginación. Sólo que, para el psicoanálisis, larealidad es la sociedad. Para nosotros es Dios y, para el amor de Dios, los

otros: por consiguiente, la sociedad. Uno es ofrecido a lo real cuando esofrecido a Dios; «se está reconciliado con lo real, cuando se está reconci-liado con Dios. Es el único equilibrio verdadero, el que nos da la dicha.Si se va hasta el final de esta oblación para amar a Dios por encima detodas las cosas y al prójimo como a uno mismo, se cumple la ley. La leyno es esa cosa exterior que constituye el derecho positivo. La ley de ungermen es crecer, la ley de cada naturaleza es desarrollarse libremente entodas sus posibilidades… La ley de la naturaleza humana es amar a Diosy al prójimo. Esta ley no está en el código civil, ni siquiera en el códigosacerdotal, es la ley de la felicidad, fuera de la cual el hombre será pro-fundamente desdichado. El Decálogo no es más que el recuerdo y la pro-mulgación positiva de esta ley natural: por tanto no está reservado alpueblo judío, es válido para todos los pueblos.La luz de la Antigua Alianza es ya una luz de amor. Por eso Cristo dijoque él no vino a abolir la ley, sino a hacer que se cumpliera. Cuando sanPablo opone la ley y la gracia, no apunta al legalismo de los fariseos, quese condena él mismo en nombre del buen sentido (ver la réplica de Jesús

sobre el asno caído en un pozo en día de sábado). La ley a que se refieresan Pablo es la ley de amor en el sentido más profundo de la palabra.Esta ley es buena, él lo proclama, pero es incapaz de salvarnos porque nobasta para convertirnos; por el contrario, el conocimiento de la fe produ-ce en los pecadores que somos nosotros un recrudecimiento del pecado,un endurecimiento del corazón mucho más grave que el pecado cometidoen la ignorancia. Eso que se llama hoy el Evangelio, la vida evangélica, esmuy a menudo esta religión natural de la que Pablo nos declara incapaces

porque estamos encerrados en la desobediencia. No saldremos cuandoqueramos de esta prisión: la puerta está cerrada a nuestros corazonesporque éstos son duros, cobardes, rígidos, retorcidos.Es ahí donde hay que saber calcular el gasto: reconocer que estamos en-fermos y que tenemos necesidad de un médico. La ley de amor deja ennuestro corazón una nostalgia que nos persigue, pero somos incapaces dehacer de ella una realidad. ¿La prueba? Consultad al juez interior que hayen vosotros. Nos damos perfecta cuenta de que no amamos a Dios y alprójimo: esta nostalgia está encerrada en nuestro corazón como en una

prisión. Aceptemos reconocerlo y recibir la salvación que Dios nos ofrece,no la salvación ilusoria de una generosidad natural condenada de ante-

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mano a la desesperación, porque este camino nos está cerrado, como elmismo paraíso terrestre.Los que quieren ser generosos sin conocer la humillación de ser mendi-gos de la gracia, serán condenados en nombre de esta generosidad mis-ma, porque no la practican. Creen practicarla, o gastan una energía loca

para convencerse de que la practican…  pero no es verdad: no pueden.Por eso, los que quieren ser «gente bien», sea en el antiguo estilo, sea enel moderno (eso no tiene ninguna importancia), conocen o conoceránruinas brutales y desánimos temibles: no construyen sobre roca, sinosobre arena.

LA GRACIA ES MÁS QUE UN ÉXTASIS

Estos hombres no comprenden qué es la gracia. Quieren llevar una vida

recta (o una vida «evangélica» con todas sus «locuras» más o menos re-volucionarias, pero repito que eso viene a ser exactamente lo mismo),dominada por el amor a Dios y al prójimo, y coronada por una especie desombrero sobrenatural. Pero la gracia no es una cima, ni el bello lecho deun edificio construido con el sudor humano: es el suelo sobre el que de-bemos construir, el fundamento cuyo nombre es Jesucristo. La generosi-dad natural es de arena: todo lo que se construye encima es rápidamenteresquebrajado y minado. Hay que jugar nuestra vida al número de lagracia, único número ganador. Hay que tomar el tren de la gracia… 

El tren de la naturaleza es bello, seductor, atrayente, parte en seguidacomo una flecha, antes que el otro, ¡pero no llega!El tren de la gracia es pobre, miserable, da tumbos y avanza con dificul-tad; es pequeño como un grano de mostaza, arranca lentamente, difícil-mente…. pero llega, ¡es el único que llega! ¿Adonde? Al Reino de losCielos.No se trata de lanzar el anatema sobre los que no han comprendido toda-vía del todo. A los que tratan de practicar la ley Cristo no les dice que

están perdidos. Les dice por el contrario: —  No estás lejos del Reino de los Cielos. —  ¿Qué me falta aún? —  Sígueme.»Esta respuesta es extraordinaria: no se trata de conseguir algo, de haceresto o aquello, sino de seguir a alguien; eso invierte todas las perspecti-vas. Vosotros prevéis vuestra jornada (y vuestra vida) de acuerdo con un

plan, un programa, un reglamento conforme a vuestros principios y avuestras convicciones: eso es la ley. Y luego alguien hace irrupción y lotrastorna todo: en nombre de la autoridad o en nombre del amor (que es

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peor), os pide simplemente hacer otra cosa. No es penoso, es otra cosa: laley Je la persona se sustituye por la ley del objeto. Una persona vive y esimprevisible: no podéis prever la víspera lo que os pedirá al día siguiente.Por eso no conviene apegarse demasiado ni siquiera a lo que Cristo nospide, pues no se puede prever lo que nos pedirá mañana, que puede ser

todo lo contrario de lo que nos pide hoy (pensad en el sacrificio deAbraham).En el fondo, a través de todo eso que nos pide, Jesús nos pide únicamentela flexibilidad; que le sigamos a él. El es el mundo de la amistad. No yasolamente el amor, sino la amistad, es decir, la vida a dos: estamos ence-rrados en la desobediencia y no podemos salir de ella si no seguimos alSeñor.Uno se pregunta qué hacer ante el mundo moderno, uno se hace muchas

preguntas. Me dan ganas de responder: no existe solución, existe el Sal-vador. No hay más que hacer que seguir al Salvador, hacer hoy lo quenos pide hoy, hacer mañana lo que nos pida mañana. Y yo os puedo deciren seguida lo que El hará en primer lugar: salvaros.No es suficiente amar a Dios y a los hombres, porque es imposible. Cristoha venido a hacer posible este amor en nosotros ofreciendo la gracia desu amistad: es el abismo al que él nos pide responder.En tanto que los hombres no se vuelvan locamente hacia él, compren-

diendo que tienen necesidad de ser salvados, nada serio se hará en elmundo: el que no sabe hasta qué punto necesita ser salvado, no puede-comprender hasta qué punto es salvado.

TERCERA VARIACION. LA VIDA TRINITARIA Y EL

ESPÍRITU DE INFANCIA

«Yo soy el camino, la verdad y la vida… Nadie viene al Padre sino pormí… Como mi Padre me amó, yo también os he amado: permaneced en

mi amor… Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yoos he amado… Que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y yoen ellos.»Sería grave olvidar estos textos, aunque sólo fuese una hora de nuestravida. Eso que se desarrolla en nosotros es la vida trinitaria: no podemoscomprender nada de nosotros mismos, si no vivimos del misterio de laSantísima Trinidad.Se trata del amor con que el Padre ama al Hijo, y cuyo fruto es el Espíri-

tu Santo. Este amor está en nosotros. Es mucho más grave que decir:tiene que estar en nosotros. Nuestra responsabilidad es mayor por saberque está en nosotros, y que debemos dejarle hacer. Eso es lo que se nos

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ofrece. Todo lo que se nos pide es no dejarlo pasar y no ahogar demasia-do este germen que desea desarrollarse.(no se trata sólo de amar a Dios sobre todas las cosas y a los hombrescomo a hermano» nuestros, sino de entrar en el amor sobrenatural deDios. No es la inmortalidad lo que nos espera, es la eternidad.

«La vida eterna es que ellos te conozcan…» Conocer al Padre es experi-mentar su paternidad: no es una paternidad vaga, sino una paternidaddivina, una paternidad en sentido estricto. Todas las religiones tienen elpresentimiento de la paternidad de Dios, pero este presentimiento nobasta, es necesario mucho más.Ser padre es comunicar la propia naturaleza a otro, es dar a un hijo lo queuno mismo es. Un artista es el padre de sus obras en la medida en que seexpresa a través de ellas. El Verbo es la perfecta expresión del Padre (el

esplendor de su gloria).¿Es que el hombre expresa a Dios? En cierta medida, sí. Ha sido creado asu imagen y semejanza, porque su naturaleza es espiritual. Entre el mis-terio de Dios y el misterio del espíritu hay algo en común.Es esto lo que hace paradójica a la criatura espiritual. En la medida enque nuestra situación es la de una criatura, nosotros tenemos limitacio-nes, nuestra naturaleza tiene limitaciones. Pero, por nuestro espíritu,tenemos algo de infinito: un aspecto vacío en nosotros, un aspecto de

tabla rasa, capaz de recibir cualquier cosa y de llegar a ser cualquier cosa.Nuestro espíritu puede recibir todo, incluso a Dios; puede verlo cara acara, si eso le es dado. Es nuestra mayor nobleza.La dimensión infinita del espíritu tiene consecuencias prácticas temibles.El misterio del pecado tiene su raíz en este doble teclado de la vida detodo espíritu: el teclado positivo (las teclas blancas) que echa raíces en lanaturaleza con sus limitaciones, y el teclado negativo o «vacío» (las teclasnegras), pero sin limitaciones: la capacidad de acoger a Dios. Dar la pre-

ferencia a Dios en nuestra vida querrá decir dar la preferencia a esta pa-sividad.Cierto número de palabras toman su sentido a partir de ahí: silencio, es-pera, paciencia, consentimiento, «dejarse hacer»; todo eso tiene un valorporque es solamente eso lo que nos permite recibir a Dios y reflejar elinfinito.Nuestra vida es la historia de la batalla entre nuestra actividad y el silen-cio.

Esta dimensión infinita hace que todo espíritu sea capaz de acoger a Dios.Él es creado a su imagen, lo que fundamenta una cierta semejanza entreDios y la naturaleza humana. Se puede decir, pues, en sentido amplio,

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que, al crear a un hombre, Dios le comunica algo de su naturaleza: eso essuficiente para establecer una cierta paternidad, pero solamente en senti-do amplio, ya que hay un abismo entre el espíritu creado y la naturalezadivina.Cuando se nos da el amor del Padre y del Hijo (el Espíritu Santo), es la

misma naturaleza divina la que se nos da. Lo que separa la AntiguaAlianza de la Nueva, es que la Antigua Alianza no conocía el don ile lagracia, aunque la gracia ya hubiera sido dada. A partir del don de la gra-cia, Dios comunica al hombre su naturaleza en todo rigor, tan rigurosa-mente como un padre comunica la naturaleza humana a su hijo.Entre el artista y su obra hay un abismo; pero si el artista pudiese crearun hombre vivo que lo expresase todo entero, eso sería otra cosa. Eso eslo que Dios hace en la Trinidad a modo de generación y no como una

obra de arte. Eso es lo que hace también en nosotros. Dios nos engendrapor adopción tan estrictamente como engendra su ―Palabra por naturale-za: nosotros devenimos sus hijos en sentido estricto, y no meramente sushijos, sino el Hijo de Dios; no hay más que uno. Cuando Dios pierde auno de nosotros porque dejamos de amarle, pierde a su Hijo; hay un ros-tro de su Hijo que ha muerto en nosotros.Los santos lo comprenden. Por eso, cuando comienzan a decir «Padrenuestro…», se detienen, no pueden ir más lejos. Ellos comprenden ya loque nosotros veremos en la eternidad… Que este germen que hay en nosotros no duerma. El espíritu de infanciano es una actitud piadosa que tomamos para ser bien educados: es el almadel Verbo, es el Espíritu Santo. El primero que tiene el espíritu de infan-cia es el Verbo, y este camino de infancia espiritual no es un camino abajo precio, es el secreto de Cristo. Sólo el espíritu de infancia puede es-crutar las profundidades del Padre. Ahora bien, nosotros tenemos el de-ber de escrutarlas, no tenemos derecho a quedarnos en la paternidad ensentido amplio.

SER NIÑO ES PERDER PIE

Muchas inquietudes, muchas faltas de honradez para con Dios se evita-rían si se considerase a Dios como Padre. Cuando los cristianos discutensobre lo que se debería hacer frente al mundo moderno, y se dejan turbar,es que no han comprendido, se han quedado en la paternidad en sentidoamplio.Una vez di una conferencia a unas institutrices sobre la literatura con-

temporánea y la novela negra; ellas estaban un poco perplejas, dándosecuenta de que es el pan cotidiano de los jóvenes en el mundo actual… ¿Qué hacer? Ante su desconcierto, yo tenía la impresión de que su casa

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no estaba construida sobre roca. Se sentían perdidas al considerar quetodo desaparece: el sentido de la familia, del honor; toda virtud natural essistemáticamente pulverizada, aniquilada por esta literatura que se ali-menta de catástrofes y atiborra nuestra generación de tinieblas.Es cierto que los valores naturales están a punto de naufragar: pero eso

prueba, justamente, que no bastan. Hay períodos en que Dios permite quetodo se venga abajo, para que se vea bien que por sí mismo nada se tieneen pie. Eso no debería desconcertarnos. Nietzsche proclamó que Dioshabía muerto, lo cual tiene al menos la ventaja de ser una afirmaciónradical. Frente a ello, no se puede hacer más que una cosa: ser cristiano.¿Ha muerto Dios? En parte es verdad. El espíritu de esta anotación esprofundamente diferente del de los teólogos de la muerte de Dios, comolo prueba lo siguiente. El que muere es el Dios «valor supremo» de los

que no desean tener nada que ver con El y llegar a ser místicos, aquelloscuya práctica religiosa sin amor grita, mucho más eficazmente que lablasfemia torturada de Jacques Prévert: Padre nuestro que estás en loscielos, quédate allí… Hay un Dios que los cristianos dicen ser su Dios,que no es Padre más que en sentido amplio, y viene a coronar desde muyarriba (lo más lejos posible) una vida fundada sobre los valores humanos.Este Dios ha muerto, no el Viernes Santo, sino la tarde de la caída. Sóloel Dios Salvador no ha muerto, sólo el Padre en sentido estricto respon-de, y cuando no nos responde es porque no queremos dirigirnos a Él.

No son los gobiernos, ni los genios, ni los hombres de acción los quesostienen la humanidad: son los adoradores. ¿Qué les pide Dios? Pocacosa: creer en El. Si ellos rehúsan un poco creer en El, de ahí se siguetodo lo demás: los gérmenes de los pecados ya no encuentran obstáculosy se desarrollan.«El mundo entero  — dice san Juan —   está en manos del Maligno.» Esuna fortaleza de hielo que no quiere amar, y Dios hace de ella su sede.Busca brechas: son los adoradores… Es preciso creer en ello. Eso es sal-

varse «juntos»: Dios no necesita olvidarse de cada persona para ser uni-versal. «Conformarse a un ideal moral» sigue siendo un deber tan riguro-so como en otro tiempo, en interés incluso de los demás.Frente a este mundo cuyos valores se vienen abajo, si buscáis con fiebre einquietud lo que hay que hacer, no habéis comprendido que Dios quiereser el único en salvarnos: va en ello su gloria. Cuando uno se apoya sobrela acción o sobre los valores naturales, ataca la gloria de Dios.Dicho de otra manera, debemos aceptar ser místicos, en el sentido autén-

tico de la palabra, es decir, seres que han penetrado en un secreto, el se-creto de nuestro amigo, de nuestro salvador. Este secreto es la vida trini-

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taria, y para entrar en él es necesario llevar una vida en la que no haga-mos pie… Esa es toda la sal de la vida mística.Esta obligación (de no hacer pie) puede estar en el origen de un verdade-ro drama. Una historia verdadera os lo hará comprender. Una madretenía dos hijos, uno de cuatro años y otro de siete. Ella jugaba a menudo

a hacerles girar en torno a ella agarrándolos por las muñecas. Un día lesdice: «Hace mucho tiempo que no jugamos a dar vueltas. ¿Vamos a ju-gar?» El más pequeño responde inmediatamente: «Oh, ¡sí, sí!…», pero elmayor: «De acuerdo, pero no irás más de prisa de lo que yo quiera.» Elmás pequeño era todavía un místico; el mayor había dejado de serlo. Ha-bía «rebasado» el espíritu de infancia, quería ser «mayor y responsable».Debemos aceptar ser arrastrados en un movimiento donde estamos segu-ros de ser desbordados, de no poder hacer pie. Ahora bien, quizá me

equivoque, pero tengo la impresión de que las llamadas del Corazón deJesús y las apariciones de la santísima Virgen manifiestan bien eso que,por mi parte, siento a veces: que los mismos cristianos se niegan dejarsellevar más allá de todo. Quieren correr, pero no quieren volar…  Puesbien, hay que cerrar los ojos, volar, partir a la ventura, «perder la propiaalma», abandonar todo para seguir a Jesucristo.Sentimos que hay algo que no marcha. Decimos: «Ahora no…», como losinvitados al banquete. El banquete no puede ser otra cosa que la vidaeterna. Ahora bien, los servidores dicen que todo está preparado desdeahora, hay que venir desde ahora…. y nuestro juicio da vueltas en torno aese asunto.Si no queréis, no comulguéis. Todo es posible al amor de Dios, pero asíno se le deja hacer. Si soy vehemente, es porque creo que Dios lo es toda-vía más que yo. Un papa decía que había una sola respuesta al desarraigodel mundo actual: la Eucaristía, es decir, el banquete del cielo en la tierra.No se ha comprendido a Dios, mientras se busque otra respuesta. Si loscristianos quisieran dejar «prender» la llama de la vida divina, sería lo

bastante violenta como para arrebatarlo todo: «Yo he venido a traer fue-go sobre la tierra, y ¿qué voy a querer sino que arda?» Ese es el juicioque padeceremos, y que vale más padecerlo desde ahora. ¿Aceptáis quelas cosas vayan hasta la prueba del fuego? Generalmente queremos amara Dios, a condición de que la cosa no vaya demasiado de prisa, demasiadofuerte, que no sea excesivamente desconcertante… 

LA CONVERSIÓN DEL JUICIO

Obrando así, resistimos al aguijón, y finalmente nos hacemos la vida másdifícil y más áspera; hacemos proezas agotadoras para evitar el llegar aser santos. Sería, sin embargo, más sencillo hacer lo que Dios nos pide.

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Desgraciadamente, nuestra resistencia es disimulada, se agazapa en elfondo de nuestro ser, evitando cuidadosamente aparecer a la luz del día:teme sobre todo la luz.Por el contrario, hay que pedir incansablemente esta luz, para que ellanos muestre cómo habitual- mente nos negamos a dejarnos hacer. Imagi-

naos lo que pudo significar para Alfonso Ratisbonne (hijo de un banquero judío, convertido por una aparición de la santísima Virgen, casi inmedia-tamente después de haber aceptado llevar la medalla milagrosa) ver, de lanoche a la mañana, toda su filosofía barrida. En el fondo, nuestra vida eseso: ¿aceptamos que la idea que nos hemos forjado de la vida caiga porlos suelos? Se trata de partir de cero, diciendo: No había comprendidonada (y una vez que gracias a eso se ha comprendido, se establece nue-vamente el propio tinglado y ya estamos, como siempre, para comenzarde nuevo).Los mandamientos de Jesús no son exigencias de justicia, sino de amor:ellos traducen las leyes de la amistad. Son también leyes, pero no se pre-sentan con un carácter rudo y aterrador. Eso no significa que no seantemibles; al contrario, lo son más todavía que una ley de temor, pero demanera distinta. La sanción de un pecado contra el amor, es el hechomismo de que hiere al ser amado… y por eso es peor que cualquier otra.Pero esto es extremadamente sutil. El amigo herido no dice nada, él nonos envía la policía, es fácil no darse ni cuenta de que se le ha herido.

Solamente cuando se comienza a curar la herida se descubre el puntosensible, sólo entonces se revela su pena. Por lo demás, callará.Si pedís con equidad ser iluminados, lo seréis, pero no reclaméis un pro-grama trazado a la medida de vuestras intenciones. Si pedís cuentas aDios, si discutís por saber en qué habéis sido culpables, no saldréis nuncade ahí… Cuando se ha herido a un amigo, no hay que volver discutiendo.Hay que decir: «He debido hacer algo que no te agrada, no sé exactamen-te qué, pero te pido perdón de antemano y sin saber…» Es el mejor exa-

men de conciencia. Si queremos saber en qué hemos desagradado a Dios,ante todo no hemos de justificarnos nunca: si no, somos unos fariseos. Nosomos tan culpables en los puntos en que creemos serlo cuanto en los quecreemos que no lo somos.El orden de la amistad es un orden especial: hay que precipitarse en élcon los ojos cerrados. Dejémonos hacer, aceptemos las humillaciones másíntimas, no nos resistamos interiormente aterrándonos a un ideal propionuestro, a una «imagen de marca». Cuando Juan escribía al ángel de laiglesia de Laodicea, es a nosotros a quien lo escribe: «Aunque no lo sepas,eres desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo, y no has queridopresentarte así a mí, has querido hacer como si estuvieras vestido.» Pues

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bien, eso es una falta de delicadeza. No es más que eso, pero es terrible.Somos tan profundamente miserables, que es necesaria una intervenciónespecial de Dios para mostrárnoslo. Si nosotros no queremos, Dios nopuede nada: El es tímido… Pensad, por ejemplo, en la santísima Virgen. ¿Cuál es su rasgo dominan-

te? Que ella no se impone nunca: es discreta, no vendrá a vosotros si nole pedís que venga. «Al atardecer de esta vida, seremos examinados deamor.» Pero seremos examinados sobre la delicadeza del amor más quesobre su intensidad, pues la intensidad es asunto de Dios, la delicadeza esasunto nuestro: no hay más que poner en ello de la propia cosecha.Es difícil de querer, pero no es difícil de poder. Releed el capítulo XI de laHistoria de un Alma (el mensaje de Teresa es el mensaje de la santísimaVirgen al mundo moderno, confiado a una de sus hijas). Teresa canta allí

sus deseos: ser doctor, sacerdote, renunciar por humildad a ser sacerdote,y por encima de todo el martirio, todos los martirios… Su hermana estáasustada: «Tú estás poseída por el amor divino como se está poseído porel diablo, pero yo no puedo seguirte.» Teresa responde: «No has com-prendido nada: mis deseos son riquezas, es un don que Dios podría reti-rarme para darte diez veces más. No es eso lo que le agrada en mi alma;lo que le agrada es verme amar mi pequenez y mi nada. Todas las almassin deseos ni virtudes son aptas para las transformaciones del amor.»Uno se encuentra ante el hecho terrible de que casi nadie acepta las re-glas del juego, porque eso exige una conversión del juicio. Nuestro pen-samiento choca con el pensamiento de Dios y no quiere ceder. Es necesa-rio convertirse, es decir, cambiar de criterio. Somos como los nadadoresque se hunden v que tratan desesperadamente de subir a la superficie. Es

 justamente lo que no hay que hacer: es preciso hundirse, es preciso dejar-se caer hasta el fondo, y solamente entonces se podrá remontar de pro-fundis. Nunca estamos suficientemente en el fondo. Una oración que vie-ne de profundis es siempre acogida inmediatamente porque surge de lo

hondo de nuestra miseria y angustia. Por eso Dios nos pone en un aprie-to, porque desea acogernos. Todos tenemos nuestra herida interior, comoJacob: esta herida es el medio providencial de que Dios quiere servirsepara acogernos…, pero nosotros no sabemos servirnos de él: «Si pedís enmi nombre, obtendréis todo lo que pidáis. Todavía no habéis pedido nadaen mi nombre.»

CUARTA VARIACION. LUJO Y POBREZA

Decid a un filósofo que hay tres personas en Dios: aunque os crea, sin lagracia de Dios no podrá cantar gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu

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Santo… Para decirlo, hay que ser arrastrado por la corriente que circulaentre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.El secreto impenetrable de Dios está en nuestro interior como un ríoinmenso que arrastra un tapón de corcho, o si preferís, una pequeña bar-ca… El río tiene dos propiedades con relación a la barca: él la arrastra y

la sobrepasa. En la medida en que él nos sobrepasa, nosotros adoramos.Es mucho mayor que nosotros, y, sin embargo, es nosotros.¿Por qué los torrentes de amor de la Trinidad no se expanden más sobrela tierra? No deberíamos tener otro sufrimiento ni preocupación… ¿Cuál es esta vida, este juego entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo?¿Qué podemos decir de ella aquí abajo?Lo sorprendente es hasta qué punto El esta cerca de nosotros. Todo serefiere en el fondo a la noción de fecundidad, tan accesible y tan humana.

Dios es fecundo en el interior de sí mismo: misterio de sobreabundanciay, por consiguiente, de gratuidad. La procesión del Hijo y del EspírituSanto es necesaria en Dios, pero nosotros no podemos comprender porqué, ya que el Padre no tiene «necesidad» del Hijo (en el sentido humanode la palabra): es una necesidad de esplendor, una superabundancia im-previsible de la perfección misma, un lujo eterno (lujo viene de lux, quequiere decir luz).Reflexionando sobre la fecundidad, se descubre que no es en primer lugar

una propiedad del cuerpo, sino del espíritu. El cuerpo es fecundo en lamedida en que participa de la fecundidad fundamental de la vida espiri-tual.La fecundidad espiritual es doble: fecundidad de la inteligencia y fecundi-dad del amor. San Agustín ha insistido mucho sobre la fecundidad de lainteligencia, que consiste en expresar o manifestar. La inteligencia ve,pero al ver manifiesta (lo que no es exactamente lo mismo que ver, aun-que para nosotros sea inseparable).

Para nosotros, expresar lo que se ve ayuda a verlo todavía mejor. Porejemplo, un artista tiene la intuición de su obra, pero es una intuiciónconfusa, que se hace más clara en la medida en que la expresa. En la vidahumana, se expresa todo para ver mejor, o para hacer ver a otros.La visión divina es perfecta en sí misma, no tiene necesidad de expresarsepara hacerse más luminosa: es una pura sobreabundancia que (me atreve-ría a decir) «empuja» al Padre a expresar su visión…, v esta expresión esel Verbo (1).

El Verbo no expresa solamente la visión del Padre, sino su ser ―mismo.Para comprenderlo, debemos abandonar la vida espiritual y contemplarla fecundidad carnal, pues en nosotros la sustancia es carnal. Las obras de

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nuestro espíritu nunca son personas, sólo el fruto de nuestras entrañas esun hijo, por tanto, una persona. Debemos contemplar el misterio de lacarne para contemplar el misterio de Dios, purificándolo solamente desus imperfecciones.La gran imperfección de la generación humana es que no produce inme-

diatamente un hombre acabado, es decir, adulto. Produce un niño que nollega a ser perfecto más que separándose del padre a medida que crece.Ya estamos acostumbrados a ello, pero es una gran limitación infligidapor la carne al esplendor de la generación… y los hombres sufren muchopor esa limitación: para parecerse perfectamente a su padre, el hijo debedejar a su padre y, en cierto sentido, dejar de ser hijo. Eso va completamente contra el esplendor de la generación, que es un misterio de intimi-dad.

La generación perfecta sería la que produjese por si misma un hijo yaperfecto, es decir, igual al padre. Es precisamente el privilegio de la gene-ración divina, y por eso el Hijo puede proceder eternamente del Padre sintener que separarse de él.El misterio de la paternidad divina es quizá desconcertante para un filó-sofo, pero muy accesible para el corazón humano; los niños aprendenfácilmente el padrenuestro.Vemos aquí por primera vez que la gracia no destruye la naturaleza: si la

vida espiritual nos es difícil, no es porque es espiritual, sino porque esinocente. Ella se revela a los pequeños tan fácilmente como se oculta a lossabios e inteligentes.A fuerza de estudios y de técnica, se puede llegar a ser un buen ingenieroo incluso un buen médico…, pero no un buen padre, justamente porqueser padre es demasiado sencillo, demasiado banal. No hay que fiarse deesta banalidad: precisamente ella nos impedirá en el noventa por cientode los casos encontrar la puerta estrecha… 

(1) Cuando una visión es perfecta, puede muy bien ocurrir que no se exprese, quesea «muda». Así sucederá con la visión beatífica. Nuestra inteligencia es dema- siado débil para manifestar a Dios: apenas puede verlo, ya queda completamenterebasada por lo que ve, está ahogada en un torrente de luz que no puede asimilar

 para repetirla en un concepto. Por eso Dios sigue siendo un misterio en la visióncara a cara: el misterio es una propiedad de la luz cuando ésta es excesiva, cuan- do rebasa la inteligencia que ella misma alimenta. Las verdades de la fe sonoscuras y misteriosas, pero no es la oscuridad lo que las hace misteriosas: al con- trario, son aún más misteriosas cuando se las ve … y lo son plenamente cuando

uno se aproxima a la visión (es una de las causas del sufrimiento de las purifica- ciones pasivas).

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MATERNIDAD DEL ESPÍRITU SANTO

El Espíritu Santo es la fecundidad del amor. Para el corazón humano esfácil de presentir, pues eso evoca el encuentro de dos personas, por tanto,una vez más, la experiencia más corriente que podemos hacer del amor

humano.Aprendamos, en primer lugar, a distinguir bien el amor y la amistad. LaAntigua Alianza podía hacer sospechar que Dios es Amor, pero sólo Je-sucristo nos ha revelado que Dios es Amistad o Caridad (ágape), no sólocon relación a nosotros, sino en sí mismo. Cristo ha revelado, en primerlugar, al Padre y al Hijo; y los discípulos han comprendido progresiva-mente que el encuentro de estas dos Personas es fecundo a su vez, siendoel Espíritu Santo el fruto de este encuentro.El Padre y el Hijo se aman en cuanto que se parecen y no son más que unsolo Dios. Pero se aman también en cuanto que se distinguen, que es lopropio de la amistad y lo que hace a ésta desinteresada: amar al otro encuanto otro. Ahora bien, el Padre y el Hijo se distinguen infinitamente,pues todo lo que hay en Dios es infinito, y la distinción de personas esinfinita en Dios.Como dije, la vida humana nos ofrece una analogía muy elocuente de estemisterio. La paternidad es la obra de uno solo. Pero la maternidad es elfruto del amor de los esposos. De ahí viene quizá la unión, atestiguada

por el Evangelio y profundamente escrutada por la Iglesia, entre la Vir-gen y el Espíritu Santo. Decir que María ha concebido del Espíritu Santo,es decir que el misterio de la Encarnación «procede» de la intimidad deamor entre Dios y la Virgen, a la manera como el Espíritu Santo procededel Padre y del Hijo (o del Padre por el Hijo, si se prefiere la terminolo-gía ortodoxa).Cuando el Padre y el Hijo aman la naturaleza divina que les es común,sólo se da el amor de Dios por Dios, la seducción que Dios ejerce sobre

Dios (el amor es siempre seducción). Hay dos Personas para amar el Biendivino y complacerse en él, en lugar de una sola. A este nivel, se puedehablar de la intimidad del Padre y del Hijo (ellos comulgan en la mismafuente): no se ha dicho todavía nada de su amistad.La amistad es el amor del Padre por el Hijo en cuanto Hijo, es decir, infi-nitamente distinto del Padre; es el amor del Hijo por el Padre en cuantoPadre…, cada uno ofreciendo al otro un rostro original infinitamentedistinto del otro.

Esta amistad entre el Padre y el Hijo es también una seducción infinita:es fecunda y tiene por fruto el Espíritu Santo.

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Los Padres de la Iglesia hablan a menudo de la acción «maternal» delEspíritu Santo. Este instinto de la Iglesia me da la audacia de aproximarestos dos mundos: la procesión del Espíritu Santo y la maternidad. Enhebreo, el «soplo» de Dios es femenino, y casi puede traducirse por Ma-dre.

Las realidades humanas más sencillas son también las más profundas. Lapaternidad, la maternidad, el amor y la amistad son palabras trinitariasá\través de las cuales los cristianos respiran una bocanada de vida eterna(como se respira el viento del oeste o como se siente pasar el aire delmar). Estas realidades son sagradas, y las palabras que las expresan tam-bién. Por eso la Iglesia se adhiere tanto a ellas. Si medita durante un mesla espera de la santísima Virgen (el Adviento), no es por nada. Hay peli-gro de despreciar estas cosas, por poco que sea. Aquí abajo estamos sobrelos ríos de Babilonia: no hay que olvidar, bajo riesgo de aumentar nuestraaflicción, que estamos hechos para vivir de la paternidad infinita y de lamaternidad infinita que se desarrollan en el seno de Dios.

NO SOMOS IMPORTANTES, SOMOS AMADOS

Tal es la cima: la vida divina en sí misma.Cómo se llega a esa cima, no lo sabemos… y no hay necesidad de saberlo.Es necesario y suficiente dejar desarrollar el germen que está en noso-tros, pero esto de una manera concreta. Para no matarlo o ahogar sudesarrollo bajo las espinas, hay que ser lúcido sobre lo que significa prác-ticamente su desarrollo. Cuando se ha comprendido lo que ocurre y loque debe ocurrir, no hay más que consentir en ello. El concurso que Diosespera de nosotros para hacer su obra es muy limitado, pero irreemplaza-ble. Por no ver la situación tal cual es  — por no aceptarla tal cual es —  hacemos demasiado y demasiado poco, tratamos de hacer lo que sóloDios puede hacer, y no le damos lo que sólo nosotros podemos darle:nuestra miseria.

Esta miseria aporta a la vida divina una colaboración irreemplazable yque Dios ansia.Dios no adora a Dios; el Hijo no adora al Padre. No hay acción de graciasen los diálogos trinitarios, hay un canto eterno e increado, un diálogo,que se puede llamar alabanza si se quiere, pero eso es todo. Por el contra-rio, palabras como adoración, sacrificio, acción de gracias, sumisión,abandono, humildad, renuncia…  y, en fin, oblación, no tienen sentidomás que si se refieren a una criatura, sea ésta la humanidad de Cristo o la

santísima Virgen.Observad, por otra parte, que ninguna de estas palabras — ni siquiera lahumildad, el sacrificio o la renuncia —  implica el menor sufrimiento: por

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el contrario, definen la verdadera liberación de la criatura. Estas actitu-des son otros tantos rostros del amor de Dios sobre todas las cosas y másque a sí mismo, amor que es la ley de toda criatura, y que Dios ha deposi-tado en el fondo de nuestro ser, de tal manera que no podemos ser dicho-sos y «libres», si no permitimos a este amor desarrollarse.

Notemos bien que aquí se trata de una ley de nuestra naturaleza (de todanaturaleza), y no de una ley de la vida sobrenatural. El amor de Diossobre todas las cosas es el soporte natural del amor divino: no es el amordivino mismo. Toda criatura es arrojada a la existencia en un estado deexplosión oblativa, una especie de éxtasis natural. Los biólogos materia-listas nos han habituado a ver en la vida un combate feroz (la lucha por lavida). Pero el que aprende a contemplar las cosas con una mirada de niñoo de poeta (que viene a ser lo mismo) puede presentir, más allá de estaferocidad, lo que llamaré el éxtasis de las cosas y más aún el éxtasis de lavida. Si el hombre es fiel a esta oblación que le eleva oscuramente, si dejahablar a su corazón tal como Dios lo ha creado, se ofrece por ese mismohecho al misterio de la gracia que sobrepasa infinitamente la naturaleza,pero no la destruye. Por consiguiente, la oblación del hombre a Dios, conlos matices que comporta, continúa impregnando el diálogo trinitario ydándole esta coloración particular que hace de nuestra vida un sacrificiode alabanza animado por un deseo intenso de perderse en Dios.Hay que decir esto antes de toda consideración práctica, ascética, moral o

táctica. La esencia de la vida cristiana, incluso aquí abajo, es ser una li-turgia de acción de gracias, una eucaristía. Un santo es un ser que seconsume en la llama de Dios, por nada. «Yo sueño con otra cosa: condeshojarme…» (Teresa del Niño Jesús, la rosa deshojada, PN 51). Per-derse en Dios, perderse por Dios…, proclamar que sólo Dios es impor-tante y que nosotros somos inútiles. No somos inútiles a la gloria deDios, sino que esta gloria misma es inútil: no añade nada a la gloria inte-rior de la Trinidad.

Jesucristo mismo en cuanto hombre no añade nada a Dios: es un servidorinútil, y la santísima Virgen también. Ella lo proclama, se alegra al pro-clamarlo. Sabe que todo es gratuito, que es el lujo de Dios… y lo canta enun Magníficat eterno.Tal es la eucaristía: «Alegraos siempre, dando gracias por todo.» Damosgracias de ser tan preciosos, nosotros que somos inútiles. Entonces de-rramamos nuestras fuerzas en libación, es decir, para nada, para agradara Dios, para que se gasten y se consuman en la llama de Dios.

Eso debe liberarnos de toda preocupación (no os preocupéis por nada,dice san Pablo). En la medida en que una criatura se pudre por inutilidad,cumple perfectamente su función de criatura. El interés de nuestra vida

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es no tener preocupaciones: somos un canto a la gloria de Dios, y no so-mos más que eso.Nuestras miserias, nuestros sufrimientos, nuestros defectos, nuestrosmismos pecados, todos esos días que tenemos la impresión de perder, sipudiéramos comprender que el problema no está en funcionar bien, sino

en ofrecer, ¡cuánto más sencillo sería todo! La materia de un sacrificio notiene necesidad de ser noble, basta que sea ofrecida. Entonces, en lugarde ofrecer una jornada «perfecta» (pero ¿qué significa «perfecto»?), ofre-cemos una jornada lamentable: ¡qué importa, si la ofrecemos! ¿Es, portanto, un espíritu de despreocupación? Sí, y eso no quiere decir que nosea importante: el menor detalle de inquietud o de aspereza que ahogueen nosotros este espíritu es importante y .serio (en la medida en que esvoluntario). La vida es seria, porque no se puede perder el tiempo. Nohay que olvidar ni un solo instante estar despreocupado. Dios puede ha-cer de la menor gota de nuestra vida algo maravilloso si queremos ofre-cérsela, pero tal como es. Para ser liberados de nuestros complejos, lomás sencillo es darlos tal como son: ¡no intentéis liberaros de ellos antesde presentaros a Dios! Los que se hacen la toilette antes de presentarse»demuestran que no quieren darlo todo, sólo quieren dar lo que es hermo-so. Pero lo que desea Jesucristo… para curarnos es precisamente lo feo.No son los sanos los que tienen necesidad del médico… Entonces, vamos allá decididos. No rehusemos nada, demos todo, sin

separar nada ni siquiera hacer el inventario. Las cosas son creadas paraser quemadas, pulverizadas, arrojadas por la ventana. Para tal uso, im-porta poco que sean bonitas o feas: las cenizas serán las mismas… Se comprende mejor, bajo esta luz, por qué Teresa del Niño Jesús decía auna de sus hermanas después de un pequeño sacrificio oscuro: «Lo queacabas de hacer es más importante que si hubieras obtenido la restaura-ción de las órdenes religiosas en Francia.» Nosotros nos resistimos acreerlo, «encajamos» mal una perspectiva semejante: es la lucha eterna

entre el espíritu de Dios y el espíritu del hombre, que quisiera establecerunas moradas definitivas. Y, sin embargo, si nuestras moradas no sondestruidas, no servirán a la gloria de Dios.El mundo detesta a los que han comprendido esto, porque está animadopor una concupiscencia de rendimiento, al que toda idea de gratuidad esinsoportable. Hay puntos en los que debemos ser conciliadores y hacerconcesiones. Pero en esto no podemos, v es eso lo que el mundo difícil-mente nos perdonará: el no tomar la humanidad verdaderamente en se-rio…, precisamente porque conocemos su verdadero precio, que no es serseria, sino animada (sólo Dios es serio).

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Notad bien que a todo esto no he dicho todavía una palabra del sufri-miento. Pretendo separar lo que hay de difícil en la vida cristiana sinevocar el sufrimiento, porque no es el sufrimiento el que hace difícil lavida cristiana. El sufrimiento es doloroso (por definición), pero no peli-groso: Dios no lo envía para ponernos en peligro, sino para salvarnos del

peligro. No es por el sufrimiento por lo que corremos el riesgo de pasaral lado de la puerta estrecha. A Lucifer y a nuestros primeros padres, nofue el sufrimiento el que los hizo caer, sino el misterio mismo de Dios… ysu libertad. El peligro no está en donde nosotros suponemos.El día en que aceptemos totalmente juicios como el que acabo de citar (elde Teresa a su hermana), seremos reconciliados con Dios y la vida co-menzará a hacerse dulce: intentemos comprenderlo…y

QUINTA VARIACION. SABIDURÍA OBLIGATORIA Y

LOCURA FACULTATIVA

Al leer el Evangelio, la Iglesia se ha sentido siempre fascinada por unacierta actitud que se explicita mejor o peor a través de tres palabras: cas-tidad, pobreza y obediencia. El evangelismo moderno exalta la pobreza,pero rechaza cada vez con más fuerza las otras dos. Pero como se trata,en realidad, de tres caras de una misma actitud, es suficiente rechazar unade esas caras para mostrar que no se comprende nada de lo mismo que se

pretende exaltar.En esta actitud hay una sabiduría obligatoria y una locura facultativa. Yoprefiero estas expresiones a aquella otra, sin embargo tradicional, de«consejo evangélico», porque hay aquí mucho más que un consejo.La sabiduría obligatoria consiste pura y simplemente en reconocer latrascendencia de Dios y nuestra condición de criatura. En el orden de lacastidad, eso se traduce por la aceptación de una ley moral. Si no llega-mos a practicarla, eso significa sencillamente que somos «carnales y es-

tamos vendidos al pecado», lo cual no debería ser dramático, si fuéramoshumildes y confiados en la Misericordia. Pero el orgullo del siglo xx sesiente herido por una ley que se declara impracticable: si es impracticable,es mala, hay que cambiarla  — se define así el valor de una ley según suadaptación a nosotros, que somos malos — . No hay que extrañarse de queen estas condiciones se llegue a no soportar ninguna ley moral, y que laescalada de estos rechazos sucesivos dé vértigo.En el orden de la pobreza, la misma sabiduría obligatoria prohíbe preten-der escapar a la condición humana y la ascesis que ella comporta, tanto a

nivel individual, apegándose a alguna riqueza o permitiéndose olvidar lamiseria de los otros y la muerte que nos espera, como a nivel colectivo,

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pretendiendo extender a la humanidad entera el poder de acceder a la«desgracia evangélica» de la riqueza.Se ve la ambigüedad de todas las revoluciones sociales, y la trampa que eldemonio tiende a los hombres a este respecto: partir de una indignación

 justificada contra los escándalos de la riqueza individual para acariciar el

sueño — utópico o feroz, o las dos cosas a la vez —  de modificar de arribaabajo la condición humana y de construir una ciudad en la que todos loshombres cometerán colectivamente el pecado de riqueza maldecido porJesús en el Evangelio. Jesucristo y la Iglesia piden a los cristianos miti-gar y consolar con todas sus fuerzas la miseria humana — según una tra-dición que se extiende desde el lavatorio de los pies hasta la Madre Tere-sa de Calcuta, pasando por san Vicente de Paul, el Abbé Pierre, el PadreWerenfried Van Straaten y tantos otros — , no destruirla, lo cual será elprivilegio de Dios en el último día.La locura de esta misma actitud es facultativa en el sentido de que sóloaquel que ha recibido «oídos para oír» su llamada puede comprender lagravedad de esta llamada. La Iglesia visible no puede, pues, imponer estalocura como obligatoria, pero el Espíritu Santo puede muy bien propo-nérnosla como tal, pues al nivel del Espíritu Santo está precisamente loque hay de más gratuito, que es también lo más obligatorio.

I. CASTIDAD: LOS CELOS DEL AMOR

Para entrar en la locura de la castidad, es preciso presentir algo de loscelos del amor divino, lo que no es dado a todos en el mismo grado. Ex- 

 pertus potest credere quid sit Jesum diligere , decía san Bernardo. El que tienela experiencia del amor divino puede creer en él con conocimiento decausa.La experiencia revela que Dios es celoso, con irnos celos que nos sumer-gen en el estupor, porque nos es muy difícil comprender que tengamosprecio tan alto. Los celos son una pasión: en el amor humano, aparecen

como una catástrofe, porque resultan de una captatividad feroz más queel amor mismo.Nosotros no comprendemos que el amor oblativo sea en realidad muchomás profundamente celoso  — celoso de la verdadera dicha del amado —  que el amor captativo. Estos celos se ejercen sin crueldad, porque no sonegoístas, pero no son menos implacables  — y el llamado amor despojadode los celos no tiene ningún interés — . Resulta muy curioso que la únicamoral vislumbrada por una generación abandonada a sí misma, que sufre

la dentera prematuramente por los racimos verdes que sus padres hancomido, se presenta como una ética de la ausencia de celos, en el seno deestos extraños acoplamientos de veinte o treinta personas que se llaman

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«colectivos». Así, a través del delirio de un amor inconsistente y diluidoal que le está prohibido fijarse sobre quien sea, estos desdichados tratande vislumbrar lo que sería un mundo sin pecado, un mundo inocente  — pero no lo consiguen más que apagando en ellos la energía misma de lapasión, sin la cual no existe amor humano digno de este nombre — , lle-

gando así, por un singular rodeo, al individuo sin alma — puesto que estásin pasión — , a la naranja mecánica que ellos condenan por otro ladocomo el producto de una civilización de robots.Por el contrario, los que comprenden y perciben que Dios es celoso, es-capan a esta locura delicuescente para sumergirse, al otro extremo de lacadena, en la locura constructiva de la castidad. Su alegría está en saberseamados como una perla preciosa, en ser el bien de Dios, del que El recla-ma la exclusividad. Esta alegría inspira la necesidad de ocultarse parapertenecerle, para que Él sea el único en gozar de nosotros, y de no reve-larse a los demás más que en la medida en que El mismo nos lo pide. Elespíritu de castidad es, pues, el alma del silencio. Toda revelación inútilde nosotros mismos es ya algo impuro.«La santísima Virgen ha hecho bien en guardar todo para ella, no se mepuede impedir hacer otro tanto», decía Teresa. Y Jesús: «Cuando oréis oayunéis, hacedlo en secreto, y vuestro Padre que ve en lo secreto os re-compensará.» En este sentido, debemos tratar de ocultar lo mejor quetenemos. Es así como los demás se aprovecharán mejor de ello, pues es

Dios quien pondrá la lámpara sobre el candelabro, y no nosotros. Él esmuy celoso en este punto, y quiere ser el único en conocer verdadera-mente nuestra belleza. La oculta incluso a nuestros ojos, y no debemossobre todo buscar conocerla: es la peor de las faltas contra la castidad.(«Si tú te ignoras, oh la más hermosa de las mujeres…», Cant 1,8.)Cuando hacemos el bien, hay que tratar de que la mano izquierda ignorelo que hace la derecha, hay que prestar los servicios lo más ocultamenteposible.

Debemos también — y es muy difícil —  no incitar a los otros a pecar con-tra la castidad haciéndoles cumplidos inútiles, favoreciendo su instinto dedescubrirse (de desnudarse) ante las miradas humanas. Teresa decía aeste respecto que se sirve a los superiores un veneno cotidiano, y que esun milagro que este veneno no envenene.Una última observación: cuando deseamos ansiosamente a alguien,deseamos su alma mucho más que su cuerpo. Entonces, no nos excuse-mos diciendo que lo que amamos en ellos es su alma; es justamente el

campo más prohibido, y el pudor del cuerpo no debe ser más que un refle- jo del pudor del alma.

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II. POBREZA: ENCONTRAR LA PROPIA MISERIA

La locura consiste aquí en comprender que los celos divinos estribanprecisamente en nuestra miseria, y en buscar esta miseria como una perlapreciosa en lugar de huirla.

«Yo soy el que soy, tú eres la que no eres», decía Jesús a Catalina de Sie-na. Se suele ver ahí, generalmente, una llamada al orden, una preocupa-ción por restablecer la criatura en su condición inferior antes de admitirlaen la intimidad del Rey, de miedo a que la cabeza le dé vueltas y a quecaiga en lo que san Benito llama «la elevación del espíritu»… Sin excluir esta interpretación, yo prefiero ver ahí sobre todo ese sencillí-simo movimiento que consiste en hacer las presentaciones: «Yo me llamoJesús, tú te llamas Catalina. Somos diferentes, y eso es maravilloso, por-que vamos a poder amarnos… Yo me llamo El que soy, tú te llamas laque no eres, pero eso no tiene ninguna importancia y desde el punto devista del amor se podría muy bien invertir los papeles; yo no tengo laculpa de estar del lado del Ser, y por mi parte no pediría otra cosa mejorque estar del lado de la nada, con tal que el amor pueda realizar entrenosotros el juego eterno de sus diálogos, como lo realiza entre mi Padrey Yo. Desde el punto de vista del amor, yo quisiera ocupar tu lugar ydarte el mío — por lo demás, es lo que he hecho encamándome, en la me-dida en que era posible y juicioso — . Entonces, no nos queda más que

amamos y alegrarnos de nuestra distinción misma. Alégrate de mi Sercomo yo me alegro de tu nada porque la amo, y alégrate de tu nada comote alegras de mi Ser, pues gracias a él me ofreces un rostro nuevo, unrostro trinitario que no es, sin embargo, ninguno de los Tres, rostro cuyapequeñez ha fascinado desde toda la eternidad el corazón de los Tres.»Cum essem parvula, ego placui Altissimo , «porque era muy pequeña, sedujeal Altísimo». Ninguno de los dones hechos a la santísima Virgen está enel origen del hechizo ejercido por ella sobre el corazón de Dios: Él la ha

colmado, porque la ha amado, y no a la inversa. La misma InmaculadaConcepción es un fruto de este amor, y no su explicación. Queda por de-cir, como se dice, que el amor de Dios es gratuito, pero eso no significaque sea arbitrario: algo le ha agradado en la santísima Virgen y en lacriatura, que ha provocado su amor. Dicho de otra manera, este amorapunta realmente desde el principio a un rostro distinto del de los Tres,un rostro amado en su distinción misma y, por consiguiente, en su pobre-za, pues sólo esta pobreza le distingue de los Tres.Cuando el espíritu de pobreza instruye nuestra inteligencia con estas

cosas «a modo de noche» y de sabor, no nos descubre solamente la ver-dad de la nada de la criatura, sino el encanto, finalmente trinitario, deesta nada. Nos ponemos entonces a decir como Teresa: «Si yo fuese la

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Reina de los Cielos y tú fueras Teresa, yo quisiera ser Teresa para que túfueras la Reina de los Cielos.» Tal es la base de toda espiritualidad tere-siana, eco, propuesto al siglo xx, del Magníficat eterno de la santísimaVirgen. Espiritualidad que parece «de agua de rosas» mientras no se latoma verdaderamente en serio, y sólo manifiesta su poder explosivo de

liberación si se prosigue con un rigor implacable. «Me queda todavíamucho por conseguir», decía una novicia. «Decid más bien por perder»,respondía Teresa. Tenemos siempre demasiado equipaje para atravesar lapuerta estrecha, estamos demasiado hinchados, tratamos de subir, deelevarnos, de crecer, cortando así infaliblemente la muy sutil y suavecomunicación que no puede establecerse más que entre el Ser y la nada:nosotros no estaremos unidos al Ser a modo de semejanza física (comouna cosa se parece a otra cosa), sino a modo de diálogo y de semejanzaespiritual, como la visión se une a su objeto respetando perfectamente sudistinción recíproca.«¡Cómo quisiera ofrecer a Dios tu delicadeza!»  — decía otra novicia — .«Agradécele no tener delicadeza», respondía Teresa, encauzándola asíincansablemente en el diálogo que no se establece entre el Amor y elAmor, sino entre el Amor y el no-Amor.Mis deseos de martirio no son nada — explicaba ella a sor María del Sa-grado Corazón — . No son ellos los que me dan la confianza ilimitada quesiento en mi corazón. Son, a decir verdad, las riquezas espirituales las que

nos hacen injustas cuando descansamos en ellas con complacencia ycreemos que son algo grande… Sí, Jesús ha dicho: «¡Padre mío, aleja de mí este cáliz!» Hermana querida,¿cómo podéis decir después de esto que mis deseos son el distintivo de miamor? ¡Ah! Yo siento bien que no es eso en absoluto lo que agrada a Diosen mi pequeña alma. Lo que le agrada es el verme amar mi pequeñez y mipobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia… He aquí miúnico tesoro, madrina querida; ¿por qué este tesoro no podría ser el vues-

tro?… De este modo nos descubre Teresa el extraño secreto que nos enseña elarte de encontrar nuestra miseria, como si fuera una perla preciosa difícilde hallar y digna de la búsqueda más apasionada. Lo cual es muy acerta-do: pues nuestra tendencia natural nos inclina evidentemente a huir deesta miseria, no por un esfuerzo constructivo para sanarla o mejorarla,sino por el rechazo, oscuro y tímido, de tomar conciencia de ella, de verseenfrentado con el espectáculo de una indigencia cuya profundidad metafí-sica sobrepasa todo lo que nosotros podemos sospechar. Es más fácilreconocer «los propios pecados»  — en los que vemos, en el fondo, acci-dentes —  que contemplar esta indigencia fundamental, que no es un pe-

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cado, pero que hace posibles todos los pecados. El Cura de Ars, habiendopedido comprender su miseria, fue tan bien satisfecho en esta imprudentedemanda, que experimentó una tentación de desesperación toda su vida.Entonces, cuando pretendemos ser mejores, hacemos inconscientementemuchos esfuerzos por disimular ante todas las miradas, y en primer lugar

ante la nuestra, a base de «buenas acciones», cuán «malos» somos, segúnla expresión de Cristo. El espíritu de pobreza nos sugiere, pues, hacién-donosla saborear de una manera delicada, con qué ternura ama Jesúsnuestra miseria. La locura de la pobreza nos invita a «encontrar» estamiseria, no en la lucidez despiadada (y por otra parte verdadera) que tra-ta de comunicarnos violentamente el demonio, sino en la lucidez másprofunda todavía que el Espíritu Santo nos ofrece a modo de sabor, alenseñarnos a descubrir con estupor en esta misma miseria el arma abso-luta que nos da todo poder sobre el corazón de Dios; porque es eso lo quele seduce en nosotros, y no los dones que ya nos ha hecho, ni ninguno delos que está dispuesto a derramar en avalancha sobre esta miseria que leatrae (lo cual se comprende bien en el fondo si se piensa que es la únicacosa que no puede encontrar en El, la única, por consiguiente, que puedeamar fuera de Él).La reacción humana que consiste en «tener debilidad»por los seres más ingratos, los menos dotados, los más desgraciados, noes sólo materia de psicoanálisis, sino que es portadora de una inmensaverdad metafísica y teológica: aquí también, los corazones puros irán más

de prisa que los sabios y los inteligentes.Entonces, encontrar nuestra miseria es encontrar una región que, segúnse la contemple sola o en la locura de la pobreza, es la fuente de una de-sesperación absoluta o de la más loca confianza.Dios solo, en efecto, puede encontrar encanto en nuestra miseria paracolmarla. Lo propio de la criatura es amar, en primer lugar, a Dios, el ser,el bien, la perfección. Nuestra miseria es, pues, naturalmente hablando, lomenos amable que encontramos en el mundo; y, finalmente, no la ama-

mos, en los demás y en nosotros, más que en la medida en que está yacolmada por alguna perfección: sólo bajo esta condición pueden seduci-mos los seres, y podemos seducimos nosotros mismos.Pero Dios puede amamos como seres que hay que colmar y comunicamoseste privilegio de su amor, que no nos es en absoluto natural. Entonces,hay que tener la mirada locamente fija sobre su amor para presentir quenuestra miseria es amable y aceptar desplegarla delante de El para ofre-cérsela (como se desbrida una llaga delante de un médico), incluso buscarla dimensión más profunda de esta miseria, porque es en esta zona dondeÉl nos da cita y nos espera. Cuando le hayamos encontrado, habremos

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hallado al mismo tiempo su misericordia, porque es ahí donde se oculta, yno en otro sitio.

SÓLO EN EL CIELO SEREMOS POBRES… 

Cristo no se ha hecho pobre para conquistar el Reino de los Cielos, ni

siquiera para darnos ejemplo (El no hizo nunca nada únicamente paradarnos ejemplo). Cristo estaba atormentado por la necesidad de ofrecersea Dios proclamando su dependencia y su inutilidad. En el cielo, Él loproclama en la gloria, pero en la tierra, no podía hacerlo más que por ellenguaje de la pobreza. Esa vida de eclipsamiento era un canto de amor yde alabanza a su Padre. El llevó siempre esta vida, aun cuando nadie po-día verla. Pero para los que lo veían, era ya la manifestación de la gloria:esa vida manifestaba que Él era alimentado por un manjar invisible y queardía por la gloria de su Padre.En el fondo, no seremos verdaderamente pobres más que en el cielo,cuando veamos a Dios con Crispo. Allí probaremos, en efecto, la necesi-dad de cantar, y de cantar cualquier cosa, dejándonos llevar por la espon-taneidad locamente despreocupada de los niños que tocan y que dan-zan… Entonces, y solamente entonces, podremos hacer oír el canto únicode este Nombre nuevo, del que nadie conoce la música, sino el que lorecibe; y aun él no la conoce más que en el momento en que la canta,descubriendo así, con la misma extrañeza y el mismo arrobamiento que

sus hermanos, el esplendor que sale de su ser, porque Dios mismo lo hadepositado en él. Mientras nosotros intentemos, por el contrario, deciralgo, abandonamos infaliblemente la nota justa e involuntaria que Diosmismo ha puesto en nosotros.Dios nos ama como una madre ama a sus hijos, de los que espera que

 jueguen y no que trabajen, y perderían todo su encanto si pretendiesenhacer algo importante y útil.Esta reconciliación total con la sobreabundancia de la generosidad más

loca y la despreocupación original de la juventud, esta reconciliación conel juego, que nos enseña que la cumbre del arte de vivir consiste en poneren ello el mismo ardor y la misma ligereza que para lanzar un balón enuna danza eterna, según la imagen de Lewis, es presentida y buscada confervor por ciertas tradiciones orientales tales como el Zen. Tengo verda-dero miedo, desgraciadamente, de que los occidentales, al intentar ini-ciarse en tales tradiciones, pongan en ello demasiada seriedad: no com-prendiendo que el secreto de tal liberación está en el amor, tratan de en-contrar, sin amar verdaderamente, la libertad real de los que aman. Estalibertad consiste en «no tomarse en serio a sí mismo», ni nada de lo queuno hace, no por desencanto, desprecio o pretensión de acceder a un

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Jesús no supiera que sufro por él — decía más o menos Teresa — , yo seríafeliz dándole esto…», sencillamente porque en sus regalos Teresa no seapegaba más que a la alegría de dar, y no al valor de lo que daba.Hace falta mucho amor para extender esta actitud al sufrimiento mismo:el sufrimiento no sería el sufrimiento, si no nos pareciese soberanamente

importan- : te, visceralmente importante, el no sufrir o el sufrir r menos.No es el momento de escudriñar este gran misterio de la condición hu-mana: digo solamente que una cosa es conceder legítimamente la mayorimportancia, con todas las fuerzas de nuestro pobre cuerpo y de nuestrapobre alma, a la desaparición (o al menos al apaciguamiento) de todosufrimiento, y otra cosa distinta dar importancia al sufrimiento comoregalo, como don ofrecido a Dios. Hay ciertamente un misterio indecible,establecido por Dios mismo, que quiere que el sufrimiento tenga valor enunión con el de Cristo…, pero la ofrenda de nuestra cruz exige para serpura que se renuncie absolutamente a calcular el valor de lo que se ofrece,y sobre todo a valorarlo según la intensidad del sufrimiento. Dios ama alque da con alegría, y si se pretende que es imposible hacerlo en el sufri-miento, eso viene a decir que es imposible dar verdaderamente…, lo quees, en efecto, un verdadero milagro, del cual hablaremos. Yo pretendosolamente subrayar la unión absoluta que es necesario establecer entredon, alegría, sobreabundancia, gratuidad, inutilidad. Todas estas nocio-nes no hacen más que una, y la exigencia práctica que constituyen para

nosotros es grande.La profundidad con que hay que aceptar no ser nada y cantar por nadanos es manifestada precisamente por la mediación de lo que seremos yharemos en el cielo. El espíritu de pobreza nos invita a entrar desde aho-ra en nuestra actitud eterna, nos sugiere tener a la vez la audacia y lahumildad de dar a nuestras actividades la significación exacta que será ladel cielo. Muchos pretenden negarse a ello por humildad, cuando de he-cho se niegan por orgullo, por una especie de horror ante la pereza que

una vida semejante sugiere a su espíritu. De ahí la importancia de la doc-trina según la cual la locura de la pobreza nos sugiere en la tierra lomismo que en el cielo, es decir, cantar, cantar por nada, cantar gratuita-mente, y cantar cualquier cosa… Tal es la única moral que Dios nos pro-pone con el más implacable rigor: no nos pide reír por reír; dar con ale-gría es extremadamente grave porque es eterno y porque el menor re-pliegue voluntario por el cual tan fácilmente escapamos a esta alegría,hace llorar al amor de Dios.

SABER MENDIGAR EL PROPIO PANLa aplicación de esta actitud celeste a la vida de aquí abajo consiste enalegrarse de tener necesidad de Dios… y, por consiguiente, de tener ne-

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cesidad de los demás para todo lo que recibimos: no de los que están anuestro servicio, sino de los que no lo están, que no dependen de noso-tros y que no nos deben nada. No es fácil que guste eso. Muchas personasmuy austeras e incluso generosas tienen un instinto salvaje que les empu-

 ja a no gustarles: prefieren privarse a mendigar; así creen practicar la

pobreza… cuando es lo contrario. Nos gusta mucho debernos las cosas anosotros mismos; hay que aprender a alegrarse de recibirlas y de pedir-las. La pobreza nos obliga a decir gracias por todo lo que recibimos, y acantar de este modo que no tenemos derecho a nada.Desde el punto de vista social, esto no es verdad. Todo obrero merece susalario, y debemos aceptar trabajar para no ser una carga para los demás.Pero al mismo tiempo debemos mendigar aun aquello que hemos mereci-do y a lo cual tenemos derecho humanamente hablando, a fin de que sehaga patente en el plano social y visible lo que es verdad en el plano me-tafísico, espiritual e invisible: a saber, que somos inútiles y no merecemosnada. Proclamamos lo más posible que, aun después de haber trabajado yde haber soportado el peso del día y del calor, no valemos más que paraservir al Maestro y para mendigar nuestra sopa.Una actitud semejante puede llegar a ser peligrosa e incitar a «no preo-cuparse de nada», a no fatigarse con el mismo ardor que los hombres quequieren y deben ganar su pan. San Vicente de Paul preguntaba a unareligiosa que barría un pasillo:

« — ¿Estás haciendo eso por amor de Dios, hija mía? —  ¡Oh, sí, padre! —  ¡Ya se ve! Porque si fuera para que el pasillo esté limpio, lo harías deotra manera…»Evidentemente, es un riesgo. Y, sin embargo, no podemos renunciar aesta actitud. Cuando se juega a un juego apasionante, no se pone en ellomenos energía y aplicación que para cumplir un trabajo exigente: pero se

hace con un espíritu distinto del de ganar su vida o de conseguir a cual-quier precio un resultado (los que ponen demasiada pasión en ganar sonllamados precisamente malos jugadores).Hay que tener, pues, el coraje, a pesar de los riesgos que conlleva, deproclamar frente al mundo que no servimos para nada, que no tenemosderecho a nada, que gastamos fuerzas en pura pérdida, que trabajamoscomo niños que juegan… y que eso constituye nuestra alegría.La solución del problema social, el verdadero comunismo, no consiste enproclamar que todo pertenece a todos, sino que nada pertenece a nadie… porque todo pertenece a Dios y nosotros recibimos todo de Dios.

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Lo que va formalmente contra el espíritu de pobreza, no es, pues, el gas-tar demasiado o el querer las cosas bonitas y el lujo (eso no es recomen-dable, pero constituye más bien una falta contra la templanza), sino elatesorar, el acumular, el hacer provisiones, el tomar precauciones convistas al porvenir.

Todo eso es una falta de delicadeza y una falta contra la pobreza, porquees negarse a depender de la Providencia. Ciertamente, no hay que tentara Dios por un descuido culpable con respecto a las cosas temporales, perotampoco hay que buscar algo distinto al pan cotidiano.Esto es muy exigente, pues se extiende a las cosas más pequeñas. A noso-tros no nos gusta estar en la inseguridad ni en la precariedad…, que es lomismo que no querer depender.La pobreza exige también una cierta liberalidad. Hay que saber dar, y,

por consiguiente, privarse de ciertas cosas cuya posesión o uso son, sinembargo, legítimos. Privarse de ello, no por proeza, sino por despreocu-pación y para liberarse. Es tanto más verdad que el objeto en cuestióntiene una significación espiritual o afectiva, que él nos ayuda a ser cons-cientes de la dicha de existir, y sobre todo que nos alegramos de que nospertenezca.Gemma Galgani vivía muy pobremente, no tenía casi nada en su habita-ción, se lo decía con orgullo a Jesucristo, pero tenía mucho apego a una

reliquia de Gabriel de la Dolorosa. Cristo le hizo sentir que no era pobreen este punto. Ella intentó defenderse «porque era una reliquia». Peroprecisamente cuando creemos tener derecho a apegarnos a las cosas, re-sulta peligroso apegarse a ellas. Cuanto más noble es una realidad, cuan-to más útil es al Reino de Dios, tanto más tentador es el espíritu de po-seerla… y tanto más grave. Vale más estar apegados a cosas pobres quenos humillan que a cosas grandes que nos exaltan y nos hacen a vecesorgullosos cuando queremos defenderlas: precisamente en ese momentohasta los religiosos se vuelven fácilmente inhumanos.

También en el orden espiritual deseamos acumular provisiones, cosa quees igualmente un pecado contra la pobreza. «¿Qué haré en tal circunstan-cia, ante tal prueba?» Preocuparse por el futuro es pecar contra la pobre-za; es como si uno se entrometiese en la creación, decía Teresa del NiñoJesús. Basta que Dios nos dé la gracia del momento para la prueba delmomento. Si consideramos al mediodía la prueba de las dos, veremosmuy bien la dificultad, pero la veremos sin la gracia de las dos, que no esimaginable… La prueba imaginaria es, pues, siempre insostenible, mien-

tras que la prueba real no lo es nunca. Una cristiana me decía: «Dios vemuy bien que no soy capaz de tal cosa, por eso me pide otra distinta.»Pero no se trata de eso: porque Dios nos pide hacer una cosa, somos in-

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capaces de hacer otra… aun cuando aparentemente y en nuestra «peque-ña cabeza» deberíamos hacerla.Es casi la definición del escrupuloso: la preocupación por lo que deberíahacer y no puede, le impide ver lo que puede y debe hacer… pero no ha-ce, o lo hace mal a causa de todo este embarazo. El remedio sería, pues, el

espíritu de pobreza. Pero a tal grado de profundidad es difícil llegar. Poreso ciertos escrupulosos llevan una cruz fecunda que los invita y obliga asumergirse más rápidamente que otros en la bienaventuranza de los po-bres.Es, pues, normal sentirse impotente frente a lo que Dios no nos pide dehecho. Cuando nos lo pida, nos dará la gracia necesaria: hay que tenerconfianza, en particular, en la gracia de estado. La perfección no es unaacrobacia descorazonadora, una especie de trapecio volante en el que

veríamos a los santos hacer la demostración, que intentaríamos en vanoimitar. No hay que calcular el golpe para llegar a ello. La pobreza no esun arte, sino una espontaneidad: es el amor de Dios quien nos urge. De-

 jémosle hacer… La locura de la pobreza toca de este modo el espíritu de infancia que, diceBenedicto XV, «consiste en aplicar a la vida espiritual la espontaneidadque los niños aplican a la vida natural». Eso se opone al arte, es decir, alos esfuerzos por los que un hombre intenta aprender un gesto más omenos complicado, imitando lo que se le muestra (por ejemplo, para con-ducir un coche). Sin duda, la vida espiritual se aprende también, pero másbien como se aprende a beber, a andar, a comer… o a dormir. Hay queaprender a dejar hablar en nosotros la vida sobrenatural, que nos empu-

 jará suave y sencillamente, «naturalmente», a ser pobres.Tomad un niño que hable mal. Llevadlo a clase para mostrarle cómo hayque hacer. Explicadle el movimiento en el encerado. Hallará que es de-masiado complicado y se desanimará.Que deje obrar a la naturaleza y ello vendrá solo. Cuando se estudia losmovimientos más naturales y más banales, uno se queda estupefacto antesu complejidad (por ejemplo, el andar). Y, sin embargo, eso se hace so-lo… Lo mismo ocurre cuando se lee la vida de loa santos y lo que nosparece ser sus proezas: uno se pregunta cómo pueden «llegar allí». Puesbien, eso se hace solo también; es natural, o más bien, sobrenatural: perono es una obra de arte, un salto peligroso más o menos contra natura.Lo que es verdad, y que precisamente nos da la tentación de creer que esacrobático, es que ese movimiento tan sencillo no está al alcance de nues-

tra naturaleza, es un don de Dios. Por tanto, como dice san Pablo, «no esun problema de esfuerzos ni de récords, sino de Dios que se enternece».Para conseguir que se enternezca, no hay otra cosa que hacer, como dice

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Teresa, que «levantar el pie, pero estando seguro de que no se pasará delprimer peldaño». Así mostramos nuestra buena voluntad, pero aceptamosesperar, a veces largo tiempo, que Dios mismo nos dé un día el impulsoque nos llevará arriba del todo de un solo golpe y fácilmente. Lo que esdifícil es esta espera, vigilante y paciente a la vez, del Esposo; ya que es

difícil, a fin de atentas, es la fe… III. OBEDIENCIA: LA LOCURA QUE PROTEGE LA SABIDURÍA

La locura de la obediencia tiene, en primer lugar, la ventaja de protegerlas otras dos locuras de todo iluminismo y de todo orgullo. Los «angéli-cos de Port- Royal» tenían la locura de la castidad. Los surrealistas, losprometeicos de toda clase, los drogados, tienen una cierta locura de lapobreza, deseosos de una explosión que disuelva sus límites en el infinito.Lo que separa a irnos y otros de la verdadera locura de Jesucristo es queno saben obedecer y no comprenden que esta locura suprema es necesariapara preservarlos de las locuras del infierno.Vista a este nivel, la locura de la obediencia parece menos profunda que lade la pobreza, pero tal vez más importante, por ser más segura y másvisible: ella se verifica infaliblemente en el momento de la prueba. Sepuede tener ilusiones sobre el espíritu de pobreza o de castidad, pero nosobre la obediencia. Para ser perfectamente fiel a los dos primeros conse-

 jos, es necesario una lucidez sobrenatural extraordinaria. La obediencia

proclama el absoluto que proponemos, porque queremos cantar que nosomos nada, rehusamos tener voluntad propia.Para encarnar este rechazo es necesario, evidentemente, que otro encarnepara nosotros la voluntad de Dios. Es fácil desde que se ha comprendidoque toda autoridad legítima viene de Dios. Debemos abrir los ojos paraverificar que la autoridad se ejerce dentro del dominio donde es legítimay viene de Dios. Pero, una vez verificado este punto, debemos obedecerciegamente, si queremos poner en ello la locura del amor.

Un novicio me decía: «Yo no puedo obedecer al padre maestro, porque silo hago toda mi vida espiritual se viene abajo.» Me temo que no habíacomprendido lo que vino a hacer al convento: no a construir una vidaespiritual, sino a perderla por el amor de Dios. Se puede verificar aquíque sin el espíritu de pobreza no podemos practicar la obediencia. Si ha-cemos de nuestra vida espiritual un bien más precioso que los otros, siperseguimos a través de ella un objeto que queremos poseer, estamosperdidos… y ya no podemos obedecer hasta el fin. Mientras que la Igle-sia o los superiores toquen al resto de las cosas, incluso si nos tocan anosotros, eso puede pasar: podemos poner ahí mucho heroísmo exaltandoaún más nuestra conciencia de tener una vida espiritual maravillosa. Pero

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si la obediencia toca a nuestro tesoro, si quiere quitárnoslo con el riesgode destruirlo, entonces ya no podemos aceptar.Nuestro tesoro es Jesucristo: ningún acto de obediencia que le hacía fren-te, es todavía la voluntad del poder lo que nos anima… La obediencia no debe dar a los superiores una importancia que de nin-guna manera tienen en cuanto hombres. No se trata en modo alguno deagradar a los superiores, sino simplemente de obedecerlos. Cierto quedebemos amarlos, porque son nuestros hermanos, e incluso tener piedadde ellos, piedad de su carga abrumadora, pero no es a ellos a quienes hayque obedecer, y nosotros no debemos buscar agradarlos a ellos al obede-cer, sino a Dios solo.Desde luego, no hay que obedecer tonta y materialmente, hay que com-prender sus intenciones, y eso exige el máximo de inteligencia ¡posible

(con toda la flexibilidad y finura requeridas). Pero después de eso no hayque ocuparse más de ellos: no hay más que nosotros y Jesucristo.

DE LA OBEDIENCIA A LA CARIDAD

En virtud de este absoluto, la obediencia debe ser libre y sin escrúpulos.No hay que preocuparse de la opinión de los demás, ni siquiera de la delos superiores en cuanto hombres (o al margen de su autoridad legítima).Siendo nuestra vida cristiana una vida perdida, no debemos ser esclavos

de nada ni de nadie. Una gran parte de nuestros esfuerzos por la virtudvienen del deseo de que se formen de nosotros una buena opinión… o, almenos, no demasiado mala. Eso, en parte, es legítimo, pero si la mayorparte de nuestro edificio se construye sobre ello, es una verdadera lásti-ma. La misma Teresa de Ávila reconoce que una gran parte de su fuerzacontra las tentaciones clásicas de la juventud le había venido del «puntode honra». Eso no debería interesarnos tanto. Aun cuando se ha dadotodo, no se ha perdido la reputación: somos todavía considerados. Hayque estar dispuestos a dar eso también; en cierto sentido hay incluso que

desearlo, ya que no podemos dar nada más profundo a Dios.Para llegar a ello, es bueno contemplar la Santa Faz…  Si conseguimosalegrarnos de haber perdido eventualmente la reputación, seremos to-talmente libres… y Dios desea para nosotros esta libertad interior. Nohay que ser como borregos que se dejan llevar ciegamente por lo que sedice y se hace…  No se trata de oponerse a ello sistemáticamente, perohay que desconfiar del espíritu gregario.No es el caso de apartarse de la vida familiar y social en lo que se refiere a

dar. Pero por lo que se refiere a recibir, a veces es preciso hacerlo; entodo caso, hay que ser autónomo y no dependiente de lo que recibimos.No esperemos demasiado de la vida de grupo, como si fuese la panacea

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universal. Lo único que de él recibimos de cierto es la ocasión de practi-car nuestra caridad amando la miseria de nuestros hermanos…  y reci-biendo a veces bastonazos o, por lo menos, brochazos. Si esperamos de lavida común lo que sólo Dios puede darnos, no lo encontraremos. La vidacomún es la Iglesia, es un inmenso sacramento de Dios, y un sacramento

no es nada por sí solo. Un sacerdote indigno nos da tan válidamente laeucaristía y la absolución como el Cura de Ars… Cuando vivimos con hermanos en estado de gracia, les debemos una gra-titud infinita por este don sobreabundante. No vayamos a exigirles ade-más que sean santos. Vivir con santos, sería un pre-gustar del Paraíso(un pre-gustar muy austero, pues también los santos están llenos de de-fectos, y no es muy divertido vivir con ellos: los santos pueden hacersesufrir entre sí mucho más profundamente que los otros hombres, puesellos tocan lo más íntimo, y lo que los separa es a veces una disonanciainfinitesimal, tanto más dolorosa).Lo más frecuente es que vivamos con hermanos en estado de gracia, perono completamente purificados de todo endurecimiento del corazón, y aveces sacudidos por el demonio. Por consiguiente, la vida en la Iglesia esun purgatorio. Nosotros mismos  — eso esperamos —   estamos en estecaso y no podemos ser purificados de la noche a la mañana. Mientras seaasí, somos fatalmente una carga penosa y a veces muy pesada para nues-tros hermanos. Entonces, ora se siente la alegría (qué bueno y hermoso

es vivir los hermanos unidos), ora se siente la carga (la vida común es lasuprema penitencia): «Sobrellevad unos la carga de los otros, y cumpli-réis la ley de Cristo.»Vivimos en un continuo perdón: debemos todo a la misericordia. Tene-mos siempre necesidad del perdón de los otros, y por consiguiente debe-mos emplear nuestro tiempo en perdonar, convencernos de que eso esnormal y cotidiano.Pero, para perdonar, es necesario que haya materia que perdonar: enton-

ces no hay que extrañarse de que los otros nos hagan mal.Hay, pues, que perdonar, y perdonar cosas profundas. El endurecimientodel corazón es más cruel para Dios que para nosotros. Se oye decir a me-nudo, y yo mismo he debido decirlo: «No comprendo que entre cristianosse vean cosas semejantes.» De hecho, vivimos entre cristianos para serperdonados, para perdonar, y perdonar dolorosamente. Es ahí dondecomienza la verdadera caridad. En ese hermano que no nos agrada, quese resiste incluso al amor de Dios, hay un misterio más precioso que to-

das las simpatías que podamos encontrar. Si eso no os basta, es que nocomprendéis.

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Nuestro amor a Dios vale lo que vale nuestro amor a nuestros hermanos.No es un amor fraterno cualquiera el que refleja el amor de Dios, sino elque no tiene otro motivo que el amor de Jesús por ellos.Si nuestro amor a Cristo es como un fuego, ni las antipatías naturales nilas faltas recíprocas, incluso graves, nos impedirán amarnos. Si este amor

no es un fuego, ellas nos impedirán hacerlo. Si aceptáis sufrir un pocoperdonando, luego sufriréis mucho menos. Si os burláis de la naturalezaal principio, para amar por encima de todo, muy pronto sentiréis entrevosotros ese no sé qué que hace de la vida en común un paraíso.

IV. EL MÁGICO ESTUDIO DE LA DICHA

Pero hay sobre la locura de la obediencia una visión más profunda toda-vía: obedecer es entrar en éxtasis desde el punto de vista de la fe, puesto

que es salir de la voluntad propia por amor puro. Desde esta perspectiva,no le importa en absoluto al que obedece saber si lo que se le pide es ra-zonable o no, legítimo o no. Él lo comprueba porque debe hacerlo, y porobediencia mismo, pero él preferiría no tener que comprobarlo, para arro-

 jarse, si es necesario, en un pozo, como las hijas de Teresa de Ávila esta-ban dispuestas a hacerlo. A este nivel, la obediencia se confunde con larenuncia, que es la puerta misma de la entrada en la gloria. La locura dela renuncia resume y condensa en ella las tres locuras de que acabamosde hablar.

Difícilmente comprendemos que esta locura es para nosotros la únicamanera de entrar en posesión de los dones de Dios, y sobre todo del donde Dios. Sin embargo, es ineluctable. Es el único modo de adoptar deantemano, y en cierta manera negativamente, el equilibrio afectivo que laperla preciosa nos dará positivamente: Dios como punto de apoyo de todoamor.En la renuncia, puede decirse que se está entre cielo y tierra. El gusanode seda de que habla Teresa de Ávila es todavía un gusano, pero Dios le

propone no ser nada, ni siquiera un gusano: única actitud capaz de sopor-tar la metamorfosis. En el momento en que él ya no será verdaderamentenada, ni gusano, ni mariposa, tendrá lugar la irrupción de la gloria en laoscuridad de la fe: la prueba será vencida y la suavidad la superará.En el momento en que el pájaro se arroja al vacío para su primer vuelo,no vuela aún, pero tampoco se apoya sobre la tierra. Luego la prueba essuperada, la nueva vida está ya ahí, antes incluso del primer batir de alas;la prueba tiene lugar sobre el tejado, en el instante preciso de la decisión,

donde no se sabe nada de lo que será el vuelo, se sabe solamente que nohabrá más tejado.

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Eso puede ayudarnos a comprender el sentido profundo de la moralevangélica, tan maltratada por los puritanos y sus contestatarios. Diosnos pide separarnos con vigor de las cosas malas, de los venenos suscep-tibles de matar la vida divina o de causarle anemia («Si tu ojo te escanda-liza…»). Pero no se trata de renuncia, se trata de higiene: con respecto al

mal, el Evangelio no nos ofrece más que higiene, como la medicina conrespecto a los microbios.Dios nos pide la renuncia al bien, especialmente a los más grandes bienes,muy especialmente al Bien por excelencia, la perla preciosa que, no obs-tante, quiere darnos… hasta el punto de haber entregado a su Hijo a lamuerte con este único fin. Pues no por sadismo, narcisismo o celos mez-quinos nos pide Dios la renuncia, sino, al contrario, porque es la únicaactitud que permite recibir el don de Dios: no sólo recibirlo dignamente,sino simplemente recibirlo.Hay, en efecto, incompatibilidad absoluta entre el movimiento de recibiry el movimiento de apoderarse, y la renuncia recae precisamente, no so-bre el bien apetecido, sino sobre la pretensión de apoderarnos de él, porpoco que sea: recibir no es menos activo que tomar, pero es una actividadde distinto orden y, a los ojos de la impaciencia humana, se parece fasti-diosamente a la pasividad.Una actitud semejante no se da sin una renuncia radical a toda idea deconquista, a toda exigencia (a cualquier título que sea)…  Algunos locomprenden, pero no lo consiguen todavía. Permítaseme citar aquí eltestimonio — punzante como el de un Kafka convertido al cristianismo —  de un padre de familia sumergido en las actividades industriales del sigloxx, pero que usa de este mundo como si no usase de él, ya que su tormen-to está totalmente en otra parte:La puerta que me separa de Dios está ahí.Antes, al principio, me abalanzaba contra esa puerta para derribarla, sinconseguirlo, naturalmente.En este juego me he agotado, sobre todo a partir del momento en quetomé claramente conciencia de la vanidad y de la inutilidad de este inten-to.Entonces, mis esfuerzos desordenados se transformaron. Ya no intentoderribar la puerta, sino que estoy apoyado contra ella, de tal manera quehago siempre presión, incluso cuando, momentáneamente agotado, mederrumbo a los pies.A partir de estas palabras podemos imaginarnos una situación vividadesde hace mucho tiempo.

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La novedad consiste en que ahora realizo lo que antes comprendía inte-lectualmente, a saber, que:La puerta se abre en el otro sentido y que estando siempre presionando por de- trás, la fuerzo a permanecer cerrada; del otro lado, creo que Dios intenta abrirla.Es necesario que me aleje de la puerta, que deje el paso libre.Pero de tanto tiempo como hace que estoy en la posición de apoyar, estoy defor- mado y permanezco paralizado en la misma postura, empujando sobre la puertasin querer.Hasta ahora ha sido, pues, cuestión siempre mía.Dios también era evocado en la medida en que era todo «para mí».Poco a poco comprendo que los papeles deben invertirse, y que Él es primerolegítimamente. Soy yo quien es todo para El, y El empuja del lado de la puerta,

en el sentido en que está hecha para funcionar.Somos parecidos los dos, queremos cogernos uno al otro.El malentendido viene de que yo ignoraba que el punto no puede conte-ner el círculo, y para que su unión sea perfecta, el punto debe estar en elcírculo.Si una brizna de hierba tuviese la pretensión de hacerse cordero, su únicaposibilidad sería la de dejarse pastar: de esa forma llegaría perfectamentea ser cordero dos horas más tarde.

La Biblia se abre sobre el «mágico estudio de la dicha» y de la renuncia,clave de toda la historia humana. Según que el hombre quiera apoderarsedel fruto «prohibido» o que acepte recibirlo en el momento y según elmodo elegido por Dios; según que frente a este fruto tan deseable, y se-cretamente más maravilloso todavía, él abra la mano en un gesto de sú-plica, o la cierre en un gesto de captura, este fruto será para él la inicia-ción al misterio del bien o al misterio del mal.

SEXTA VARIACION. LA PRUEBA DE LA FE Y DE LAHUMILDAD

La vida divina de una criatura comporta dos páginas: una página históri-ca y una página eterna. La criatura es sometida a una prueba de fe y deesperanza, antes de ser quemada en la pura luz.La prueba de la fe es el único «problema» de la vida. No hay otro. Yo hepasado quince años planteándome problemas. Y un buen día comprendíque no había problemas: existen la luz y las tinieblas, eso es todo. Los

problemas que se plantea la filosofía moderna son un esfuerzo de las ti-nieblas por apoderarse de la luz, y definir la luz en términos de tinieblas:no hay que extrañarse de que nos volvamos locos…  No hay más que

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hacer que dejarse transformar por la luz, y entonces se comprende todo.El único peligro que corremos es el de no superar la prueba de la fe.Ahí es seguro que el peligro existe, y no viene de las complicaciones o delas penas de la vida. Dios nos propone algo muy simple: «O seguís vues-tra idea, o seguís la mía. Si seguís la mía, recibís la bienaventuranza por

la fe y la esperanza.» Para superar esta prueba, basta ser humilde, o másbien permanecer tal.A pesar de la diferencia entre nuestra naturaleza y la de los ángeles, ladiferencia entre nuestro régimen de vida y el de nuestros padres, el pro-blema es, a fin de cuentas, el mismo para todos: el combate entre el orgu-llo y la humildad. Evidentemente, la vida nos lleva a afrontar otras mu-chas dificultades; pero desde el punto de vista de la salvación y de la san-tidad, no hay rigurosamente otras, pues Dios se encarga de todo y El

hace cambiar lo que sucede (incluso los pecados) en bien de los que sonhumildes.Nada nos puede separar del amor de Cristo, si no es el orgullo. Es muydifícil hablar de la humildad, porque es una virtud incomprensible; no lacomprendemos, y secretamente no queremos comprenderla. La humildadno es el descontento de nosotros mismos. No es tampoco la confesión denuestra miseria o de nuestro pecado, ni siquiera, en cierto sentido, denuestra pequeñez. La humildad supone en el fondo que se mire a Diosantes de mirarse a sí mismo, y que se mida el abismo que separa lo finitode lo infinito. Cuanto mejor se ve eso (cuanto mejor se acepta verlo), máshumilde se es.Ver claro sobre este punto, es comprender las verdades más profundas: esllegar a ser inteligente. Los seres más inteligentes son los más humildesy viceversa. Naturalmente hablando, un ángel es más humilde que elhombre, porque es más inteligente. Lo que nos da la humildad, es unamirada aguda sobre la trascendencia de Dios. «Yo te alabo, Padre, porquehas revelado estas cosas a los pequeños»: Jesús no dice los tontos, sino

los pequeños, que son al mismo tiempo los más inteligentes. Como diceDostoyevski, existe la inteligencia principal y la inteligencia secundaria.La inteligencia secundaria es la riqueza de las ideas con el arte de mani-pularlas: sobre ese terreno, los ordenadores son mejores que el hombre.Pero la verdadera inteligencia, la inteligencia principal, es el candor deuna mirada que penetra en el fondo de las cosas. Desde ese punto de vis-ta, Bernardette era más inteligente que toda la filosofía moderna im-permeable a las luces que la harían humilde.

La verdadera inteligencia viene del don de inteligencia, sobre el cual so-pla el Espíritu; es esa inteligencia la que nos hace humildes. Está lejos delcomplejo de inferioridad: es incluso exactamente lo contrario, pues el

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complejo de inferioridad y el de superioridad en el fondo son lo mismo; esla mirada sobre sí, no la simple conciencia de sí mismo (ésta es inevitable,y la santísima Virgen la tenía), sino el hecho de detenerse sobre sí, de nodespegar fácilmente. Una mirada humilde es fascinada por algo distintode sí, y liberada así de toda complicación. Los genios son a menudo orgu-

llosos, pero en el momento en que son captados por su objeto, son forzo-samente humildes, porque se olvidan de sí mismos. Solamente después sevuelven orgullosos, alegrándose de ser visitados por una luz semejante.«Yo no sé quién hace mi música  — decía Mozart — , pero ciertamente nosoy yo…»Cuando se ha comprendido la inmensidad de Dios, poco a poco uno nopuede ocuparse de otra cosa, y así se ve progresivamente liberado. Es lafascinación de Dios quien nos hace humildes.

Hay quienes pasan el tiempo proclamándose pecadores, y no son humil-des porque no aceptan ser olvidados, ni olvidarse. Nosotros ni siquieramerecemos ser despreciados. Es inútil dramatizar sobre nosotros mis-mos, no es interesante: lo único interesante es Dios.A medida que uno se interesa por Dios y se deja llevar por la corriente,pecadores o no pecadores aceptamos de buen grado ser sobre todo servi-dores inútiles y olvidados. No son las humillaciones las que nos haránhumildes, pues podemos sobrellevarlas de una manera orgullosa. Si lasaceptamos humildemente, pueden liberamos de las ilusiones y hacernosconscientes de nuestros límites; pero de por sí no son liberadoras, si nocontemplamos al mismo tiempo la trascendencia de Dios.Cuando estamos contentos de nosotros mismos es que somos inconscien-tes. Las humillaciones nos liberan de esta inconsciencia, pero no de noso-tros mismos. Es preciso que El crezca y que yo disminuya… La salida delsol disipará nuestras pequeñas luces, y las hará perderse en la Luz.El culmen de la humildad nos vendrá, pues, de la visión cara a cara.Mientras tanto, cuanto más nos acercamos a Dios, cuanto más en contac-to estamos con El, más crece El en nosotros y más disminuimos noso-tros. No seremos nunca tan pequeños como la Verdad lo exige, a no sercuando veamos la Verdad de cara. El modelo perfecto de la humildad esJesucristo en cuanto hombre, porque él tenía la visión cara a cara. Lahumildad de la santísima Virgen es aún poca cosa al lado del anonada-miento de Cristo ante su propia persona. Dios sólo puede vencernos ennuestro lugar ofreciéndonos su intimidad: la humildad corresponde a lamedida de la intimidad.

Con frecuencia son las consolaciones, más que las humillaciones, las quenos hacen humildes. Tal es el don de lágrimas que nos da a la vez el sa-bor de Dios y el de nuestra nada. Nuestra nada nos desoía, pero el sabor

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de nuestra nada es lo mismo que el sabor de Dios: no es el sabor de no sernada, sino el de sentirse dependiente, que es algo positivo, y por consi-guiente una alegría.Puesto que es Dios quien da la humildad, prácticamente nosotros notenemos que hacer otra cosa que alejar los obstáculos, es decir, luchar

contra el orgullo de manera que nos preparemos a recibir la humildad. Lapalabra de san Agustín debería hacernos temblar para toda la vida: «Losotros vicios nos hacen cometer obras malas; pero el orgullo ataca inclusoa las obras buenas para hacerlas perecer.» ¿Cómo verificar entonces quearrojamos el orgullo de nuestros actos? Es como un siroco que se intro-duce por todas partes. No tenemos ningún medio material e infalible paradescubrirlo. Si por otra parte uno se dice: Yo soy humilde, tampoco favo-rece la humildad, porque permanece centrado sobre sí. El único punto unpoco verificable, son los pecados de orgullo manifiesto: una excesiva sa-tisfacción de sí… o un excesivo descontento, pues vienen a ser lo mismo,significan que uno se entretiene en contemplarse. Tanto si se hace paraalegrarse como para afligirse, es un desorden que tiene su raíz en el orgu-llo. Pero no siempre es fácil no pensar en sí mismo; lo mejor entonces eshumillarse por ese mismo orgullo, y ofrecerlo como una miseria. A partirdel momento en que nuestro juicio reniega de él, no hay más que pedir aDios que haga el resto y que queme este mal que está en nosotros. El queasí lo hace se libra de lo peor, porque se libra de la obstinación.

PEDIR PERDÓN ANTES DE SABER POR QUÉ

El orgullo resulta muy grave a partir del momento en que pervierte el juicio. Mientras están en juego sólo la imaginación y los nervios, no esdemasiado grave. No hay más que poner un poco de humor en ello y de-cirse: estoy haciendo el loco. Pero a partir del momento en que se intere-sa el juicio, la cosa se agrava seriamente, porque precisamente no puedeuno percatarse de ello y se queda encerrado en la ilusión. Estamos con-vencidos de que hay que preocuparse de ciertas tendencias, estamos dis-puestos a hacer mucho para luchar contra ellas, para agere contra (resis-tir a la naturaleza): pero seguimos siendo incapaces de poner di dedo enla llaga.El fruto más temible del orgullo es, pues, la obstinación del juicio. «¿Dedónde viene que un espíritu que cojea nos irrita, y un cojo no nos irrita?Es que el cojo reconoce que cojea, mientras que el espíritu que cojea pre-tende andar derecho y sostiene que son los otros los que cojean» (Pascal).¿Pero cómo luchar contra eso, contra una ilusión tan invencible? Yo no

veo más que un medio: tenemos que estar convencidos de que nos equi-vocamos, y estar convencidos de ello de antemano. Eso no quiere decirque nos equivoquemos en todo: nosotros recibimos la enseñanza de la

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Iglesia, estamos en la verdad, pero debemos estar convencidos de que lamanera como hacemos pasar estas verdades a nuestra vida, mezcla en ellotinieblas que vienen de nosotros. No podemos pensar en algo recto sinmezclar en ello algo torcido. Hay que sufrir por ello y no perder la cabe-za, no querer a toda costa discernir las tinieblas de la luz, pues en este

esfuerzo habría aún tinieblas.Ser humilde es denunciar las tinieblas en las que nos obstinamos, recono-cer que están ahí antes de haberlas descubierto.Se trata de cosas demasiado profundas para que las percibamos: paraverlas, hay que humillarse antes de comprender. Es preciso sentir queDios nos hace reproches sin que nosotros sepamos por qué, y hay queinclinarse sin discutir: si no, es que procede de la obstinación del juicioque quiere apoderarse de la luz por sí mismo.

Necesitamos, pues, pedir perdón por nuestro pecado antes de saber porcuál. Tan pronto como tiene lugar ese movimiento, que brota del fondodel corazón, la luz penetra en nosotros y nos hace ver las tinieblas de lasque éramos culpables. Tal situación no siempre resulta divertida, pero noqueda más alternativa que tomarla o dejarla; si tenemos el sentido de latrascendencia de Dios, comprenderemos que no podemos pedirle cuentas.Exigirle explicaciones, es ya un pecado, como discutir u obstinarse. Estaactitud, que es común a todos, es en el fondo el único peligro verdaderoque corremos. Si perseveramos en ella, rechazamos al Espíritu Santo. Heaquí por qué san Pablo nos dice: «Obremos nuestra salvación con temory temblor», no porque somos débiles, sino porque somos orgullosos.Temamos tener la fuerza de respingar bajo el aguijón y de rechazar alEspíritu Santo.El espíritu de fe está en los antípodas de la obstinación, pues declara ladesviación de nuestro juicio en favor de la confianza en otro. Lo impor-tante en la fe no es tal o cual verdad (de la que podemos siempre apode-rarnos para devenir heréticos), sino la flexibilidad inenarrable de la adhe-

sión. Es necesario que se cumpla en todo momento este movimiento de lafe: es preciso renunciar a comprender a todas las escalas, para compren-der según una luz que Dios nos dará. La fe es la preferencia permanentedada a una luz distinta de la nuestra. Es muy difícil, pero eso nos abre laspuertas del Reino. Releed en la Carta a los Hebreos el elogio de la fe… Podría decirse que, si el mundo no marcha mejor, es por falta de ciertosactos de los que Dios tiene necesidad. Es necesario que haya en la tierraun cierto número de hombres que hagan actos de fe como el de Abraham.

Cuando una criatura humana llega a realizar un acto semejante, ello pro-duce silenciosamente una deflagración más fantástica que una bomba dehidrógeno, porque abre las compuertas del cielo, y los méritos y los teso-

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ros acumulados por Cristo y los santos pueden extenderse sobre la tierra.Y Dios conduce el mundo para obtener tales actos. Por eso el ritmo deDios no es el nuestro. Cuando queremos construir una casa, estamosobligados a hacerla progresivamente. Dios no tiene necesidad de estasdilaciones. Él dijo: Que exista la luz, y la luz existió. La única dilación

que se impone a Dios es la que viene de la libertad humana, porque Élquiere respetarla. Él quiere salvarnos en un instante, y lo puede, peroquiere hacerlo en respuesta a un acto de fe. Para obtener este acto de fe,necesita a menudo años. Entonces, El espera… y eso da lugar a procesosmuy curiosos. Él nos dice, por ejemplo: «Comienza esta obra; vamos, Yoestoy contigo.» Se comienza la casa. Se pone la primera piedra, luegoalgunas otras…, y se detiene. No avanza más…, y puede durar años. Anuestros ojos, es tiempo perdido. No comprendemos que Dios trabajadurante ese tiempo y que en realidad la casa avanza, pues la verdaderacasa somos nosotros: Dios espera solamente que seamos capaces de reali-zar un determinado acto de fe, y éste precisamente constituye el últimotoque de la obra tal como Dios la construye. Desde el momento en que serealiza este acto, inmediatamente la casa está terminada.Para el apostolado ocurre lo mismo. Parece que no hay medio de atrave-sar tal o cual fortaleza…; quizá no se llegará poco a poco, pero todo sederrumbará de una vez como las murallas de Jericó. Sólo hay que darsiete vueltas alrededor…, y cada una de estas «vueltas» puede durar si-

glos. Todo está en que Dios se conmueva hasta ahí (quiero decir, hastaderribar las murallas). Y para eso hay un grado inaudito de confianza yde humildad que El espera de nosotros. Él quiere hallar adoradores quevayan también hasta ahí, para conmoverse en la misma medida de suconfianza.Pensad en el sacrificio de Abraham. Dios se contradice a sí mismo pi-diendo precisamente la inmolación de la realización de la Promesa. El noespera de Abraham ni el heroísmo ni la resignación, sino la fe. Una fe tan

pura e insondable, que el menor movimiento de orgullo, en una situaciónasí, detendría la máquina y haría imposible un acto semejante.

SÓLO LA PASIVIDAD ES INFINITA

Los actos de confianza son el privilegio de los humildes. Mediréis vuestrahumildad por vuestra confianza, porque precisamente para tener confian-za no hay que contemplarse, sino contemplar únicamente a Dios y lo queÉl quiere hacer. La dificultad de la fe es la misma que la de la humildad:se trata siempre de dar la preferencia a la dimensión pasiva e infinita de

nuestro espíritu, la que acoge y espera, sobre la dimensión activa y diná-mica que adopta forzosamente los límites de nuestra naturaleza. £1 úni-co acto infinito que podemos hacer es el de ser pasivos y recibir.

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El pecado de orgullo más profundo y más irremediable (el que quizá co-metieron los ángeles) consistirá, pues, exactamente en rehusar la acogidade lo infinito para «contentarse» con lo que está a nuestro alcance. Esteorgullo podrá fácilmente revestir una apariencia de humildad: «Yo nopido tanto, no apunto tan alto, acepto con modestia los límites de la con-

dición humana. Evidentemente, es muy hermosa la dicha infinita que seme ofrece; pero eso cuesta demasiado caro, es un poco loco, me supera… y no viene de mí: de modo que me resigno.»Creo que el pecado de Satanás  — el primero —  fue cometido muy cortés-mente, muy correctamente, en nombre de la moral, en cierta manera (laque Satanás opone a Dios, pero muy respetuosamente, «si puedo permi-tirme…»), sin odio aparente en el primer momento (¡evidentemente, sedesquitó después!). En la seducción que el demonio ejerce sobre los hom-bres, les inspira a menudo esta actitud: hacerse una virtud de no pedirdemasiado a la vida. Tal modestia puede ser la peor de las autosuficien-cias y una forma de negarse a perder pie; uno encuentra contrario a sudignidad dejarse invadir por una alegría infinita. El hombre de rostrovirtuoso (que nosotros adoramos secretamente más que a Dios) no debeenloquecer por nada, ni siquiera de alegría…, ni siquiera por Dios. Esprecisamente a este pecado al que se aplica la maldición del Apocalipsis:«Si fueras caliente o frío…» No obstante, es mejor equivocarse de infinitoque renunciar al infinito.

Así, pues, conviene tratar de ver lo que, en nuestra vida, resalta de estaactitud. Esto no resulta visible como un pecado material; es necesariopedir la luz que nos liberará… pero no sin antes habernos desgarrado.Tal es la conversión que hará de nosotros niños. Un niño es alguien quese alegra de ser aventajado, porque ¡es tan bonita la vida! Volver a encon-trar tal ligereza exige una verdadera muerte.Lo más doloroso, en la agitación de algunos para «reformarse», es elesfuerzo de la criatura por sustituir su iniciativa a la única actividad infi-

nita que se nos ofrece, y que es el silencio. No hay otra alternativa, elsilencio o la acción: saber esperar o no saber esperar… Siempre tenemosbuenos pretextos para rechazar el silencio y la paciencia  — es decir, lascaricaturas del silencio y de la paciencia — , todas las inercias y las escle-rosis que la sabiduría de los hombres impone en nombre de la docilidad yque son una forma más de rechazar el infinito, como la agitación actual.Preferir una obra humana a una obra divina es renunciar a hacer todoporque se quiere hacer algo. No hay más que una manera de hacer todo:dejarse hacer completamente por Dios. Entonces nuestra acción tendrálas dimensiones de las suyas, será tan extensa «como las riberas delmar»… 

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Cuando queramos apreciar el valor de nuestros actos no miremos losresultados visibles (que son siempre limitados), sino preguntémonos sinuestra vida tiene un valor infinito o no. Esta tiene un valor infinito des-de el momento en que nosotros nos sometemos a Dios y damos la prefe-rencia a esta serie de palabras: silencio, paciencia, espera, obediencia;

cosas todas que provocan en nuestra naturaleza una verdadera repul-sión…, sobre todo hoy. Naturalmente, habría que matizar todo esto,mostrar que se trata de la actitud invisible y no de nuestra vida aparente,que puede ser muy agitada. La vida espiritual no es un sueño, es una in-tensidad inaudita en la acción o en la contemplación. Pero no es una in-tensidad nerviosa. El padre Kolbe había fundado una ciudad religiosaeditando periódicos y más activa que una colmena. Pero él repetía a susdiscípulos: «¿Cuál es el verdadero progreso de nuestra ciudad? No es elde doblar nuestra tirada: son nuestras almas. Si nos dispersan y se echatodo a rodar, pero nuestras almas crecen, en verdad nuestra obra estaráen pleno desarrollo.»«Una sola cosa es necesaria.» Vivamos a este nivel, no en el orden de laejecución (eso no tiene ninguna importancia), sino en el orden de la in-tención. Digo esto, porque podemos hacer muchos esfuerzos en balde.Comprenderlo es el único modo de proclamar que Dios es Dios. No hayque pretender «hacer un servicio» a Dios en detrimento de su gloria.Hombres que hacen algo visible, El encontrará siempre todos los que

quiera; pero amor, humildad, fe, ¿lo encontrará el Hijo del Hombre cuan-do vuelva sobre la tierra…?Desde el momento en que alguien se entrega a Dios, no hay ningunadificultad para £1 en colmarle de los dones que hizo al padre Kolbe. Ladificultad, incluso para Dios, está en encontrar una libertad que se déverdaderamente. De éstas no hay suficientes. Puede faltar un milímetro,pero ese milímetro es un abismo.Ejemplo: Dios prepara una cosecha abundante a uno de sus obreros; si

éste, en un momento cualquiera, sustituye la idea de Dios por la suyapropia, todo se habrá perdido. La Vida de Jesús, de Renán, o El capital, deMarx, pueden convertir a alguien tanto como los Padres de la Iglesia siel Espíritu Santo se mezcla en ello. Y, sin embargo, no serán frutos cau-sados por Marx o por Renán: de ninguna manera este bien habrá sidohecho por ellos. Muchos dirán igualmente: «Nosotros hemos profetizadoen tu nombre», y habrán realizado incluso conversiones, pero Jesús lesdirá: «No os conozco.» En realidad, será alguien que ha orado (que harecogido un alfiler en el momento oportuno), quien lo habrá realizado.¿Estamos verdaderamente a la altura de nuestras obras? Cansaos de ha-blar de Dios durante horas a un sordomudo (espiritualmente), no conse-

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guiréis nada: es normal. Alguien llega después de vosotros y dice unasola palabra: pasa la gracia a través de esa palabra… y la iluminación serealiza.Se me dirá: «Pero entonces, ¿no se colabora nunca con la gracia?» Sí,pero en la medida de nuestra confianza y de nuestra caridad. Existe ver-

daderamente una fecundidad espiritual que puede, por lo demás, ejercersea través de nuestras palabras, pero de suyo es un misterio invisible. Esimposible saber cómo sucede eso: el apóstol fiel ve que su palabra produ-ce fruto, pero él no sabe cómo (tampoco sabemos exactamente de quéforma hace Dios fecunda la generación natural…).

SEPTIMA VARIACION. EL MONASTERIO DE LAS

PURIFICACIONES

Acabamos de ver que todo se juega y se decide en nuestra vida en tornoal combate entre el orgullo y la humildad.Tres anotaciones respecto del orgullo:1. Ataca incluso a las obras buenas. No basta, pues, hacer el bien paralibrarse de él.2. No hay pecado grave sin orgullo (lo que san Juan llama el orgullo de lavida, la voluntad de afirmar nuestras exigencias). Pero entre los pecadosveniales, hay que distinguir claramente los que son inspirados por elorgullo de los que proceden solamente de la debilidad.3. Hay que distinguir también, sobre todo en este orden, los pecados oca-sionales y el estado de pecado. No hay nada que decir a una conciencia apropósito de los pecados que pasan. Ella ve que ha pecado, lo siente, pideperdón: es difícil hacer otra cosa. Se puede indicar los medios a tomarpara evitar recaer en ciertas faltas, pero eso es todo: esta conciencia tieneclaro lo esencial.Las faltas inquietantes son las que duran, a las cuales se está apegado, lasfaltas que se tiene tendencia a justificar. En esas faltas hay siempre orgu-llo.Si hay tal diferencia entre el orgullo y los otros vicios, hay también unagran diferencia en la manera de luchar.Para luchar contra los otros vicios, hay que combatir, hacer esfuerzos,fijarse una meta, determinar los medios, perseguir enérgicamente la eje-cución del plan. La dificultad concierne generalmente a la elección y a laaplicación de los medios: lo que falta muy a menudo es una determinación

franca y vigorosa.

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Pero cuando se trata del orgullo, nos equivocamos en la meta. Para serliberado de esta ceguera, no se trata de luchar o de dominarse, sino deconvertirse. El problema ya no es de progresar hacia una meta (lo que sellama precisamente «hacer progresos»), sino cambiar de dirección, elegirotra meta, «invertir el vapor», quemar lo que se ha adorado, adorar lo

que se ha quemado.La gracia de la conversión no es, en primer lugar, una gracia de fuerza,sino de luz, una luz que no podemos fabricar nosotros mismos. Dios nonos pide que la fabriquemos, sino que la acojamos y, para disponernos aello, que la esperemos ansiosamente: tal es la fidelidad de los que velanmientras esperan la visita del Maestro. Obtendremos la gracia de estavisita en la medida en que aceptemos tener necesidad de ella, cada vezmás dolorosamente.

Cuando María Magdalena vio a Cristo, comprendió lo que había hecho.Su visión del mundo cambió en un instante. Pero esto no se produce anuestro gusto: todo lo que podemos hacer es gemir, orar, invocar al Espí-ritu Santo. Recordemos a Pedro. Cada vez que se trataba de la cruz, de-cía: «¡Eso no sucederá así!» Él no tenía más que un medio de convertirse,traicionar a Cristo. Por supuesto, aquello no fue invención suya…  Yaveis cómo el orgullo se desliza en las obras buenas. Estaba muy bien que-rer defender a Cristo contra los fariseos, pero el orgullo se deslizaba enello… Cristo permite entonces que Pedro cometa una gran falta patente

a simple vista. Al principio, no comprendió nada; ni siquiera caía en lacuenta de esta traición inconcebible: era juguete de Satanás. Contemplad,pues, ahí el milagro de la gracia. Pedro está a punto de renegar de Jesúscon la más perfecta convicción… Nada podía detenerle, a no ser una luzpara la que él no se preparaba en absoluto. Jesús le mira: su visión delmundo cambia, se invierte, todo se viene abajo. Ya no dirá: «Yo morirépor ti.» Apenas osará decir, con el corazón dolorido: «Señor, tú lo sabestodo, tú sabes que te amo.»

Extraordinario ejemplo de lo que se puede llamar las purificaciones pasi-vas. Toda conversión es esencialmente pasiva. Es una gracia que se esta-blece en nosotros, una luz imprevista e imprevisible por la que uno sedeja invadir hasta la división del alma y del espíritu. Uno es completa-mente cambiado: siempre es un verdadero milagro. Las lágrimas que esoprovoca sobre los pecados pasados no son ya preocupaciones o temores.Se ve que se ha rechazado al Amor, y que este mismo Amor se ofrece anosotros de nuevo, más que nunca. Nos hemos preferido a Dios, tenemosel corazón partido. Todas las veces que eso sucede, aun en el plano del

pecado venial, al final del camino surgen las mismas lágrimas.

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La conversión supone nuestro consentimiento, pero es, a pesar de todo,algo que se padece y no que se fabrica, porque es el eje de nuestra vidaque cambia.Por nosotros mismos, no podemos ir hasta ahí; podemos mejorar losmedios, no podemos mejorar la meta.

EL IMPLACABLE AMOR

He empleado la palabra purificación. ¿Qué quiere decir? Normalmente,una vez que uno se ha convertido, se ha convertido. Sí, pero no es tansimple: examinemos la situación con realismo y precisión.Hay un lugar que se llama purgatorio, y ya sabéis lo que se hace allí: pro-piamente hablando, por lo demás, allí no se hace nada, se contentan consufrir. ¿Por qué? Se padece una pena para pagar una deuda, para satisfa-

cer a la justicia de Dios, justicia que las almas del purgatorio aman tam-bién y quieren con todas sus fuerzas. Eso pide una aclaración.Cristo ha muerto en la cruz para reconciliarnos con el Padre: era precisosatisfacer a las exigencias del amor herido antes de sanar la naturalezahumana. Hoy tenemos tendencia a ver en el pecado ante todo una enfer-medad. La máquina está estropeada, hay que repararla: Cristo, como elbuen samaritano, viene a inclinarse sobre ella para restituirle su vigorprimitivo. Es verdad, pero no es el mismo misterio de la redención.

El misterio de la redención es otra cosa, de la que no gusta mucho hablar.No gustan las palabras de reparación y de satisfacción; se las rechaza ennombre del Amor porque, se dice, toda esa historia de una deuda quepagar no son más que nociones jurídicas: entre Dios y nosotros hay otrasrelaciones distintas de las de un juez o un policía con su prisionero. Diosno es un comerciante: «Aquí tiene su factura, si quiere pagar…» Es loque dice la mentalidad moderna, y estamos todos contaminados por ello.Ahora bien, precisamente si nos mantenemos en el Amor, no hay quedesconocer su naturaleza y su estructura. El amor que tenemos por Diosse dirige a Alguien: no a un cordero que sería bueno para comer, o a unlibro bueno para leer, sino a Alguien. Lo que llamamos la Justicia es sen-cillamente el respeto de la persona en cuanto persona: es lo que nos hacesentir que no se trata a una persona como una cosa. Pero este respeto esprecisamente un fruto del amor, es la conciencia de que hay que amar alotro en cuanto otro. La justicia es este aspecto del amor que respeta alotro, su ser, sus derechos, su voluntad.Toda clase de accidentes pueden sobrevenir para turbar la amistad entre

dos amigos íntimos. Esto puede llevarlos a la incapacidad de correspon-der, lo que basta para interrumpir el diálogo: hay que restablecer la co-municación  — como se repara una línea telegráfica —  para que su canto

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pueda abrirse de nuevo. Aquí se trata de una rotura material. Pero tam-bién puede haber rotura espiritual: la ruptura de la amistad misma. Elamor también tiene su orden, su estructura, sus exigencias. Este orden esperjudicado desde el momento en que uno de los amigos falta a la delica-deza, por ejemplo, si no capta o no respeta los matices y las finuras de la

amistad. Pero si este amigo comete una falta más grave, hay ruptura.Cuando se dice que dos personas «han roto», se denuncia la ruptura deun orden moral, mucho más grave que las peores catástrofes, precisamen-te porque el orden del amor es más precioso que todo. Hay que reparar laamistad rota antes que toda otra cosa. Antes de curar sus heridas, los dosamigos deben, en primer lugar, curar su amor. Eso es lo más importante,lo más urgente y exigente. El pecado rompe la amistad con Dios y aca-rrea para el hombre una serie de desgracias, una especie de descomposi-ción; lo sumerge en la miseria y la ceguera. Pero no es eso lo más grave:antes de sumergimos en estas tinieblas y en esta desgracia, el pecadohace de nosotros enemigos de Dios e hijos de la ira… Eso es lo más gra-ve, y no se puede reparar una fractura. La primera necesidad del amigoque ha roto, es la de reconciliarse; si se ha equivocado, ofrece una repara-ción por sus errores. Es normal. Un amigo que no tuviera este deseo, nosería un verdadero amigo. Si nosotros no sentimos este deseo para conDios, ¡mala señal!El género humano ha roto con Dios. Cristo ha ofrecido sobreabundante-

mente la reparación  — la satisfacción —  por el pecado original y por to-dos los pecados del mundo. Pero puede pedirnos tomar parte en ello, enuna medida, por otra parte, variable. Puede también no pedir nada, pues-to que ha reparado sobre- abundantemente. Cuando le agrada a Diosaplicar a un hombre el precio de la sangre de su Hijo, le da todo sin pedirnada — si no es la muerte misma — , que no es poca cosa, y nos configuraa la muerte de Cristo.Un hombre que ha cometido todos los pecados posibles y se convierte,

recibe el bautismo y muere, va derecho al Cielo. Ninguna ruptura se opo-ne a su unión inmediata con Dios: tan pronto como ha recibido el bautis-mo, se ha hecho perfectamente digno.Cuando estemos aplastados por un sentimiento de indignidad con respec-to a Dios, pensemos que una sola gota de la sangre de Cristo borra nues-tra indignidad. Nosotros estamos seguros de que sucede así con el bau-tismo, que somos reconciliados y no tenemos nada que ofrecer para repa-rar. Estamos seguros de ello en el caso del bautismo, pero eso no quieredecir que sea el único caso. No tenemos que orar por los niños que mue-

ren bautizados: debemos solamente dar gracias, pues estamos seguros deque están en el Gelo. Eso no impide esperar para los demás, para todos

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los demás, una buena medida, apretada, colmada, desbordante…, perohay que esperar en la súplica confiante, que no es lo mismo.El purgatorio que nosotros haremos (o que no haremos) no depende enabsoluto de la cantidad de nuestros pecados, sino de saber si jugamos a labanca del amor o no. El verdadero amor no exige garantías, y desde que

ha renunciado a ellas, recibe todo.EL AMOR DE DIOS PROVOCA ÉL MIEDO DE DIOS

He insistido sobre la satisfacción, porque es la medula del misterio de laredención, pero también para subrayar que las purificaciones pasivas sonotra cosa. Si Dios nos pide que las padezcamos no es simplemente parareparar, sino porque tenemos necesidad de ellas para ser curados. Losque aceptan esta verdad y se ofrecen al tratamiento, llegan a la caridad

perfecta que permitirá a Dios, si eso le agrada, dispensarlos de toda repa-ración. De hecho, El los dispensará seguramente de reparar por ellosmismos: pero puede pedirles participar en la redención del mundo y en laPasión de Cristo, según una medida absolutamente gratuita fijada por laSabiduría. Por consiguiente, hay que sufrir: ya para satisfacer a la justicia,ya para ser curados por la misericordia. Los que se ofrecen a la miseri-cordia (pensad en el acto de ofrenda de Teresa del Niño Jesús) saben queDios no les pide ninguna expiación: Él les ha perdonado ya todo, sólo lespide que se dejen abrasar por la misericordia. Eso sigue siendo doloroso,

pero en un clima de misericordia y no de justicia.Lo que es extraño, lo que nos cuesta mucho comprender, es que podamosser perdonados, totalmente perdonados, reconciliados con Dios… y tenertodavía necesidad de padecer un tratamiento doloroso.En efecto, aun reconciliados, durante mucho tiempo somos incapaces desoportar la invasión excesiva del amor. Es como un estómago que estuvodemasiado tiempo vacío. Hay que realimentarlo por etapas. O como unosojos habituados a la oscuridad de las grutas: el subir a la superficie no

resulta fácil y, a pesar de todas las precauciones, es muy doloroso.No es, pues, solamente una cuestión de justicia o de satisfacción. Un pe-cador que se acaba de bautizar va directamente al cielo, si viene a moriren ese estado. Puede incluso llegar a ser un gran santo, franqueando enunos instantes las etapas que llevan a la perfección, y muriendo de con-trición, como la pecadora de que habla mucho Teresa, la noche misma desu conversión. Pero si no muere de eso, el amor de este hombre siguesiendo débil: es la más pequeña de todas las semillas que componen su

psicología, y no puede acoger el amor de Dios más que en muy pequeñadosis. Si Dios quiere que crezca permaneciendo en la tierra, va a habernecesariamente un combate doloroso entre la vida divina de este hombre

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y «la vida de pecado» de que habla san Pablo. Va a descubrirse incapaz, acausa de todo su ser (lo que san Pablo llama su cuerpo de muerte), derealizar los actos de confianza que el amor le invita a realizar de una ma-nera cada vez más apremiante (la caridad de Dios nos apremia). Pararealizar un acto humano, todo lo espiritual que se quiera, el hombre tiene

necesidad de todo su ser, alma y cuerpo. Un alienado, en el sentido fuertedel término, no puede realizar actos humanos, porque su alma está pri-sionera de su cuerpo perturbado (puede estar en estado de gracia, peropodemos preguntarnos si puede realizar actos de vida teologal, porqueson también actos humanos). Yo hablo aquí haciendo abstracción de losdestellos de lucidez, durante los cuales este hombre puede avanzar a unavelocidad fulminante, o bien en la hipótesis (más teórica que real) de queno hubiera destellos de lucidez.La locura (o más precisamente la psicosis) es, por otra parte, un misteriosobre el cual habría mucho que decir, y del que me reservo hablar un día.La antipsiquiatría presiente que los psicóticos tendrían mucho que ense-ñarnos, pero esta disciplina se mueve en unas tinieblas tan asfixiantescomo las de la psiquiatría clásica. Un psicótico es un hombre que padecesin defensa los contragolpes del desacuerdo entre su alma y Dios, y atra-viesa así un purgatorio difícil de descifrar para nosotros. Un neurótico seprotege por medio de defensas rígidas contra los efectos del mismodesacuerdo. Un santo roza la psicosis porque tampoco se defiende…,

pero no hay desacuerdo entre él y Dios.De este modo, pues, podemos tener deseos de decir fiat a la voluntad deDios (unos deseos devoradores que vienen del Espíritu Santo), siendoincapaces de dejar salir este fiat, porque nuestro corazón es enemigo deDios a pesar nuestro, y por el momento no podemos nada. La gracia san-tificante nos hace dignos de la visión cara a cara…  y, sin embargo, nosomos capaces de hacer frente al Espíritu Santo, no podemos soportarque la vida divina se precipite en nosotros sin medida, antes de haber sido

purificados.No es culpa de Dios, que nos estaría castigando de ese modo; tampoco esculpa nuestra (o no lo es más), pero es así: «No hago el bien que quiero.»«El espíritu está pronto, pero la carne es débil.» Nuestros deseos sonilimitados, se lanzan hacia Dios porque vienen de Dios…, pero nuestracarne no puede seguir porque es demasiado pesada; pesada por nuestrospecados pasados, por los pecados del mundo que nos rodea y especial-mente por los de los que llevamos el atavismo. La carne no es solamentelo que se llama los pecados de la carne, es algo que no sabe reaccionar

con confianza a las llamadas de Dios.

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Dios es un fuego devorador, una zarza ardiente. Por todas partes dondehay Presencia real, se podría escribir: «Alta tensión, peligro de muer-te…»

LA MUERTE, LA LOCURA, LA DESESPERACIÓN

Los israelitas lo sabían muy bien, ellos tenían este sentido: «He visto aDios, voy a morir…» Es peligroso, porque es demasiado intenso, dema-siado fuerte. Ni Dios puede hacer nada. O, más bien, puede hacer algo,pero desde el momento en que ha consentido el pecado del hombre, haconsentido a no poder precipitarse en nosotros sin precaución. Eso pro-duciría tres efectos: en el cuerpo, la muerte; en los nervios, la locura; en elalma, la desesperación. Esto es lo que quiere decir ‗ser enemigo de Dios‘:nuestro ser reacciona a la proximidad de Dios como a la proximidad deun enemigo. Es irresistible, y una vez más, Dios no puede hacer nada, ynuestra buena voluntad tampoco. Todo lo que Dios puede hacer (connuestra buena voluntad), es acercarse dulcemente y provocar en nosotrosreacciones «atenuadas» (en el sentido médico) que nos preserven, poco apoco, o más bien, que suavicen progresivamente, hasta su desaparicióntotal, las reacciones de rechazo de nuestro ser contra el injerto divino.Volvamos sobre los tres puntos:1. Para el cuerpo, la muerte . «El último enemigo vencido será la muerte.»Estamos condenados a la muerte: los santos no escapan a ella, pero mue-ren de amor. El amor de Dios, después de haber destruido las resistenciasde su ser, destruye finalmente esta vasija de tierra incapaz de soportar lagloria del alma.En tiempos de Teresa, se deseaba mucho en su medio «morir de amor», oal menos en un acto delicado para el que intentaba entrenarse. En reali-dad, para morir de amor hay una sola condición, es la de ser un santo.Los santos mueren de amor porque nuestro cuerpo de arcilla no puedesoportar una dosis demasiado fuerte de vida divina. La santísima Virgen

y Cristo son, a este respecto, la excepción milagrosa que confirma la re-gla. Bossuet lo dice muy bien a propósito de la Asunción: no fue un mila-gro, sino el fin del milagro que permitía a la santísima Virgen no serconsumida por este fuego devorador… Este peso de amor excesivo que desgarra la envoltura del cuerpo no im-pide la enfermedad: al contrario, la provoca, al ofrecer al cuerpo una fuer-za de resistencia indefinida contra las amenazas naturales de corrupción.Este doble efecto resulta de un único misterio: las primicias de la gloria

(más exactamente, el germen de la gloria) fortifican ya el cuerpo contrasus enemigos naturales, mientras provocan poco a poco su disolución. Locual viene a decir, a fin de cuentas, que nuestro cuerpo de muerte forma

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parte de los enemigos naturales al oponerse a la expansión del cuerpoglorioso, cuyo germen llevamos desde el bautismo. «A medida que elhombre exterior se descompone, el hombre interior se renueva día a día»:el sacramento de los enfermos es el signo eficaz de este misterio, por esoeste sacramento tanto cura como ayuda a morir. En los dos casos, es el

canal de la gloria triunfante de la corrupción.En la resurrección, nuestro cuerpo será hecho a medida para soportar lagloria del alma. Mientras tanto, la invasión del Amor es un peligro demuerte incluso para los santos, pues es una vida infinita que hace irrup-ción en una vasija de arcilla no apta para soportarla.2. En los nervios, la locura . — Este resultado no es un efecto directo de lainvasión del amor de Dios, sino, por el contrario, de la defensa que leopone nuestro organismo, mientras no haya sido purificado.

Por eso dije que viene a ser el efecto de una invasión imprudente de lavida divina, como la invasión de la luz del día en una retina habituadadurante meses a la oscuridad de una gruta sería intolerable para ésta y lavolvería ciega. Yo preciso, pues, desde ahora, que los santos, desde aquíabajo, no conocen este peligro, porque el amor de Dios mismo ha inmu-nizado progresivamente sus. nervios, provocando una serie de reacciones«atenuadas» que apagan dulcemente la fiebre provocada por esta inva-sión.

El amor de Dios obra exactamente como un virus: no es el virus quien dala fiebre, sino la defensa del organismo contra él. El amor de Dios nos dala fiebre porque nuestro ser se defiende contra él. Nosotros no podemoshacer nada, no hay buena voluntad que pueda impedirlo, y si Dios entrasesin precaución, habría tal fiebre en nuestros nervios, que estallarían. Hayen nosotros reflejos, «complejos», nudos afectivos tejidos por nuestrospecados pasados, por los de nuestros educadores (el psicoanálisis hallaríalugar aquí), y en general por el mundo que nos rodea. Todo este conjuntose erige contra Dios desesperadamente (ésa es la palabra exacta), cada

vez que £1 trata de entrar y se queda a la puerta y llama. ¿Cómo queréisdecir fiat si vuestros complejos no son liquidados y vuestros nervios lim-piados? Tendréis miedo, no llegaréis a confiar ciegamente, con facilidad,con docilidad, como el Espíritu Santo lo necesita.A propósito del miedo, es preciso ver bien la diferencia entre los santos ynosotros. Los santos tienen miedo de la muerte y de lo que da la muerte,tanto o más que nosotros; pero no tienen miedo de la vida, porque notienen miedo de Dios. Es casi la definición de un santo. Al mismo tiempo,

no tienen miedo de las pruebas, porque ven en ellas la mano de Dios, enquien su confianza es ciega: y, por consiguiente, a fin de cuentas, no tie-nen miedo de la cruz, y de este modo no tienen miedo de nada. Tienen

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miedo de la muerte en sí misma, tienen miedo del demonio en sí mismomucho más que nosotros, porque lo conocen mejor que nosotros y losienten mejor que nosotros; pero no tienen miedo de los enfrentamientosque Dios les propone con estas realidades, porque su confianza es fácil.Por eso llevan la cruz, mientras que nosotros la arrastramos, porque no

estamos reconciliados con Dios en nuestros nervios: el peso de Dios nosaplasta en lugar de levantarnos. Y yo digo que sin precaución eso produ-ciría la locura. Se sabe que Pablo provocaba una neurosis en los perrospresentándoles un signo que evocaba para ellos a la vez la carne y lospalos. En pocas palabras, se trataba de dos signos que se aproximabanhasta hacerse indiscernibles: en este momento los nervios del perro esta-llaban. Pues bien, el amor de Dios imprudentemente inoculado produciríaen nosotros la misma explosión, porque desencadenaría a la vez el deseoy el miedo en un grado insostenible.El amor de Dios desencadena el deseo, no solamente el deseo del alma,sino el del cuerpo, ávido de compartir la felicidad del alma. Una vez le-vantado por este ardor, el cuerpo reacciona según su propio modo.El amor de Dios desencadena así, al mismo tiempo que el deseo, una seriede reflejos que obstaculizan la unión: todas las ansiedades que exigen enlugar de suplicar, las revueltas y las impaciencias…  y, por encima detodo, el miedo; puesto que estas fuerzas son incompatibles con la purezade Dios, se sienten rechazadas y condenadas por esta pureza.

De este modo, puede decirse que el amor de Dios provoca el miedo deDios: él va a buscar las regiones oscuras de nuestro subconsciente, pre-senta a la luz del día su negrura. El alma se da cuenta de que un solo actode confianza bastaría para salvarla y unirla a Dios, pero el deseo mismoque tiene de ello, despierta fuerzas inquietantes que impiden este acto deconfianza. Resulta de ahí una perturbación más o menos grande, caracte-rística de las purificaciones pasivas.La fuente de agua viva está al alcance de nuestros labios, bastaría con

beber en ella para que la montaña de nuestros pecados desapareciese enel océano de la misericordia, pero la emoción que el deseo provoca impideel movimiento que habría que hacer y provoca un dolor enloquecedor(cuyo reflejo han querido ser los dolores de Jesús sobre la cruz).Un ser tan lúcido ve muy bien que el obstáculo no es su indignidad, puesél ve que Dios le perdona todo y le ofrece todo; pero es él quien no tieneconfianza y no llega a arrojarse en los brazos de Dios. Ve que el pecadormás grande es perdonado totalmente desde que se desfonda como un

niño, comprende las parábolas sobre el hijo pródigo y los obreros de lahora última; pero este acto de abandono, no puede hacerlo, sus nerviosparalizan el impulso de confianza ciega que desesperadamente quisiera

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tener. Entonces, en el momento mismo en que él tanto desea arrojarse enel corazón de Dios, experimenta en su paroxismo la tentación de la re-vuelta y el miedo de sucumbir a ella.Esto es lo que se produciría si el amor de Dios nos invadiese sin precau-ción. Y es también, finalmente, lo que se produce en parte cada vez que,

con la suavidad de la paloma y la prudencia de la serpiente, trata de habi-tuarnos progresivamente a esta invasión, procediendo por pequeños to-ques destinados a vacunarnos contra estas «reacciones de rechazo». Perocuanto más suave va, más largo es. Normalmente, el tratamiento exigeaños…, toda la vida quizá si no estamos predestinados a conocer la cura-ción total antes de la muerte… o si nuestra libertad no permite a Dios irmás de prisa.Porque nuestra libertad juega un gran papel en este asunto. No el que

nuestro hombre viejo y nuestras ilusiones quisieran tener: reemplazar laacción de Dios o dispensarnos de ella por cierta generosidad «heroica»,pretendiendo producir el acto de pura confianza antes de ser realmentecapaces de ello. El papel de la libertad es el de ofrecerse inteligentemente,en una imperfección aceptada, a las iniciativas y a las invasiones del Espí-ritu Santo, de manera que le permitamos invadir a su ritmo, ni demasiadode prisa ni demasiado despacio. Tendremos que decir lo que eso conlleva,pero el primer esfuerzo consiste, quizá, en comprender de qué se trata, afin de consentir mejor en ello.

El riesgo que corremos, en efecto, es el de no estar enteramente purifica-dos a la hora de nuestra muerte (ésta va incluida en el tratamiento). Enese momento, por nuestra falta  — la falta precisa de no haber sabidocomprender la misericordia hasta el punto de colaborar bien con ella — ,nosotros mismos haremos de purgatorio. Teresa comprendió hasta quépunto Dios desea evitamos eso; por consiguiente, podemos evitarlo si,primeramente, creemos en ello.3. En el alma, la desesperación . — No la desesperación de ser condenado por

Dios, sino de condenarse uno mismo, viéndose incapaz de la confianzaque nos salvaría.Hay que pasar por una desesperación semejante atenuada para que mue-ran las raíces orgullosas que hay en su origen. La salvación no es ofrecidaa nuestro orgullo, sino a nuestra alma de niño. Para que la confianza sedesarrolle (esa confianza que gime en los dolores del alumbramiento), espreciso que muera todo orgullo…, y el orgullo muere desesperado. No sepuede hacer otra cosa, no se le puede desear otra cosa.

Pero hay que desear que, al desesperar, no arrastre al Hijo de Dios en sunaufragio. Por eso procede Dios con tanta delicadeza… 

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Nuestra situación es comparable a la de un país infestado de bandidos.Los bandidos son nuestros pecados, eventualmente nuestros vicios, másprofundamente la parte de orgullo que se mezcla con nuestra misma vir-tud y que quiere violentamente ser algo.A causa de los bandidos, el país tiene muchas dificultades para vivir. La

circulación no es segura, los intercambios difíciles, la vida cultural, lasalegrías de la familia y de la amistad no se desarrollan. Es la situación amenudo descrita por los psiquiatras y violentamente gritada por los poe-tas: el hombre es un lobo para el hombre, no se comunica, no hay amorfeliz.El pueblo aprende que en las fronteras reina un rey maravilloso dotadode una armada poderosa. En su desesperación, lanza un llamamiento alrey, que franquea la frontera con su armada. Apenas ha aparecido él, los

bandidos van a ocultarse en lo más profundo de los bosques y de las gru-tas. El país respira, la vida prosigue, el rey ocupa sus buenas ciudades: esel fruto de nuestro don absoluto a Jesucristo… Nuestro corazón vuelvede nuevo a vivir, nuestras cualidades se desarrollan, conocemos la alegríay la paz.En realidad, estamos lejos de ello, y nuestro ideal es bien mediocre. Loque llamamos la paz es más bien un compromiso, una dosificación entreel bien y el mal (¡llamada «equilibrio»!). Soñamos con una «coexistenciapacífica» entre el hombre viejo y el nuevo, nuestro corazón de piedra ynuestro corazón de carne, el orgullo y el espíritu de infancia: «No es bri-llante, pero, en fin, nos entendemos aún más o menos. ¡No hay que pedirdemasiado! »Pero Cristo no ha venido para eso: «Os dejo mi paz, os doy mi paz. No osla doy como la da el mundo…» El mundo la da a modo de compromiso:Cristo quiere dárnosla por medio de la extinción de todo lo que amenazala circulación del Amor.Entonces, el rey dice un día:« — Cuando vine, había bandidos en este país. ¿Qué ha sido de ellos?

 — Señor, están escondidos, duermen, son neutralizados…  — Esto no puede seguir así: ¡hay que acabar con ellos! Voy a perseguirlosy exterminarlos.

 — ¡Oh! ¡Pero vais a despertarlos! Tendremos de nuevo guerra…  — No he venido a traeros la paz (según vuestra idea), sino una guerra deexterminación contra todo lo que amenaza mi paz. Toda criatura debe ser

castigada por el fuego, y yo he venido a arrojar ese fuego sobre la tierra.»Es, por tanto, el rey mismo quien desencadena a los bandidos, que supresencia había adormecido. No hay que sorprenderse de que extrañas

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tentaciones se despierten en nuestros corazones y en nuestros cuerposdespués de largos años pasados al servicio de Cristo: despertar de fiebresadormecidas, o incluso eclosión de fiebres desconocidas. Es el EspírituSanto quien provoca tales fiebres cuando nuestra hora ha llegado. Hayque saber eso, hay que comprender que es normal, pues llevamos en no-

sotros cosas peligrosas.Meditad la Corta a los Romanos: «Yo siento dos hombres en mí.» Perono creáis que se trata de un estado definitivo. Muchos se imaginan que elideal de la vida cristiana es evitar que el hombre viejo haga de las suyas.Hay que ir mucho más lejos, es preciso darle muerte. En las cartas pasto-rales, Pablo no dice lo mismo, sino: «He combatido el buen combate, micarrera está terminada, espero la corona de justicia.» Mientras sintamosdos hombres en nosotros, no estamos completamente salvados.

Tras varios años de vida cristiana o religiosa, alcanzamos un cierto límiteque no podemos jamás sobrepasar por nosotros mismos. Hacemos pro-gresos, pero dentro de límites estrechos. Llegamos entonces a la coexis-tencia pacífica de que hablaba: por nosotros mismos, lo repito, no pode-mos hacer más. Pero lo que es imposible a los hombres, es posible a Dios,y no tenemos derecho a dudar de ello.

OCTAVA VARIACION. LA MUERTE DEL HOMBRE

VIEJO

San Juan de la Cruz aparece en Occidente como el especialista de las pu-rificaciones pasivas, pero es muy fastidioso que eso parezca el quehacerde un especialista, pues la realidad de que él trata no es una especialidad.No es evitando hablar de las purificaciones pasivas como nos dispensa-remos de sufrirlas, sino al contrario: no basta con negar el infierno o elpurgatorio para suprimirlos. Recuerdo haber dado la absolución en lacarretera a un hombre que murió cinco minutos después. Si yo hubiese

hecho auto-stop con él, no hubiera osado ciertamente hablarle de estascosas, pues me hubiera dicho sin duda: Bueno, ése no es mi campo especí-fico, ¿sabe?… Un cuarto de hora después sabía más que yo sobre todoeso. Yo sé y enseño «cosas», pero él, desde ahora, SABE.Si las cosas de que habla san Juan de la Cruz son reales, hay que admitirque es toda la realidad. Nuestros esfuerzos de perfección, nuestra ascesises una purificación activa, y solamente tiene sentido al servicio de la granpurificación, que es pasiva.Repito que la grande, la única purificación, es en el fondo la del orgullo,que se hace a través de una serie de conversiones. He dicho que nosotrosno podemos provocar nuestra conversión: por eso ésta es siempre una

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purificación pasiva. Cuando se ha comprendido esto, se puede comenzar amortificarse inteligente, mente. Este esfuerzo de inteligencia es un deberabsoluto, es el deber de ser prudente, es decir, de no adoptar un medio deperfección más que después de haber verificado cuidadosamente que con-duce a la meta.

La prudencia cristiana no consiste en evitar los accidentes de automóvil(aunque hoy día no estaría de más que nos ayudara también en esto). Estavirtud no nos protege de las aventuras, sino que subordina, por el contra-rio, toda sabiduría humana a la gran aventura, la única locura que mereceser vivida: la búsqueda de Dios. No tenemos derecho a lanzarnos en estaaventura a lo que salga, a merced de nuestros deseos o de nuestras in-quietudes. Hay que saber que todo lo que podemos hacer está d serviciode lo que no podemos hacer. Nuestra situación es compleja porque somosmuy complicados, pero finalmente, cuando hemos comprendido bien, laconclusión práctica es sencilla. Pongamos una comparación. Uno va almédico y le dice: Yo sufro, hay algo que no marcha…, pero no sé qué. Elmédico, en general, tampoco lo sabe bien (y si es un buen médico, lo con-fiesa). Pero Jesucristo sí sabe. Entonces nos pregunta: ¿Quieres un tra-tamiento sintomático — que atenúa los efectos del mal, pero no destruyela causa —  o un tratamiento verdadero? Generalmente preferimos el tra-tamiento sintomático y ni siquiera sabemos que existe otro (no tenemosganas de saberlo). Él nos da, pues, medicamentos…, los medios de per-

fección tales como nosotros los comprendemos: recetas para mejorar laexistencia, para «hacernos mejores, para poner a Dios en nuestra vida,etcétera». Y de hecho eso nos mejora, pero al cabo de tres meses, o detres años, estamos obligados a constatar que hay siempre algo que nofunciona. Entonces volvemos a ver al médico, y él nos dice: Le había pre-venido. Puede muy bien vivir así, pero no hará muchos progresos, quizáincluso ciertas cosas se agraven. Si quiere verdaderamente ser liberado,tiene que aceptar sufrir una pequeña intervención… 

La purificación pasiva es sencillamente Dios que «interviene»…  en elsentido quirúrgico de la palabra. Cuando se ha comprendido eso, la prác-tica cristiana no plantea más que un solo problema: ¿Acepto que El in-tervenga, sí o no? Yo os prometo de su parte que no os pide nada más.Pero es preciso ser lúcido y sincero: es necesario saber que va a ocurriralgo (y aceptarlo). Y no basta con dar un consentimiento en general, consometerse en general a la voluntad de Dios: Dios es tímido con nosotros,como todas las personas que aman. Hay que darle autorización para eso,para esta operación. Me diréis: Puesto que estoy dispuesto a someterme,

eso debería bastar; ¿por qué es necesario todavía que se decida uno mis-mo? Ved la santísima Virgen: ella había dado su libertad desde siempre;sin embargo, El sintió la necesidad de pedirle autorización para encarnar-

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se: fue necesario que ella dijera sí a eso, que ella dijera fiat con esta ideaprecisa.Esta intervención de Dios es un asunto bastante importante. ¿Cómo nospide El la autorización? Eso varía mucho, a veces es violento y rápido, aveces lento e insidioso. Nosotros hemos recibido la fe para oír esta de-

manda. Es, al fin y al cabo, la única meta.Tener fe no es un fin, es el comienzo de las sorpresas, tanto en el sentidode la miseria como en el sentido del esplendor. Es mucho más hermosode lo que se cree, pero de ninguna manera como se lo imagina.Si hay tantos cristianos que no avanzan, si hay cristianos retardados (adistinguir de los tibios: los tibios no han arrancado, los retardados hanarrancado, pero no tienen el impulso del principio), es porque no hancomprendido que para franquear ciertos pasos hay que aceptar una inter-

vención nueva de Dios y, si es preciso, hay que pedírsela. Podemos temerque Dios no encuentre suficiente generosidad en nosotros sobre ese pun-to: ¿cómo comprender, si no, que no seamos todos santos? Es necesarioconsentir, es necesario entregarse en las manos de Otro, y esto resultadifícil para nuestra naturaleza, no porque sea muy doloroso, sino porquees humillante.Somos seres sacudidos, presa de dos corrientes. No somos los dueños denuestra máquina, ni en el sentido del bien ni en el sentido del mal: lo que

arrastra al mundo son las realidades invisibles, los ángeles de luz y losángeles de tinieblas. No debemos imaginarnos que nuestra capacidad dehacer el mal se limita a las virtualidades de nuestra miseria: se extiende alo que las fuerzas del mal puedan hacer de ella… Pero, por otra parte,muy afortunadamente, nuestra capacidad para el bien se mide según loque Dios puede sacar de esta misma miseria.

LOS DOS ABISMOS AL FINAL DEL CAMINO

Nos vemos solicitados, en todo instante, por el doble atractivo de un polo

de luz y de un polo de tinieblas. Para llegar a ser santos, basta con decirsí a la corriente que nos arrastra hacia la luz. No tenemos que fabricar lacorriente: está ya ahí. Por otra parte, es seguro que acabaremos absorbi-dos por una de estas dos corrientes.En el manual de historia de los Liceos (1) antes de 1939, había una cari-catura de la Asamblea, de Notables que precedía a ,1a Revolución de1789. Los notables en cuestión estaban figurados por gansos, a los que seles decía:

« — Queridos administrados, os he reunido para preguntaros en qué salsadeseáis ser comidos.

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 —  ¡Pero nosotros no queremos en absoluto ser comidos! — Os salís de la cuestión…»Es más o menos nuestro diálogo con Dios, y eso data del pueblo de Israelen el desierto: «Mira, Israel. Yo coloco delante de ti el camino del bien yel camino del mal…» Pero nosotros buscamos siempre un tercer camino:somos utopistas, esperamos no ser devorados, ni por el bien ni por el mal.La tierra rueda en el vacío, en el infinito; el hombre también. Dos abis-mos de fuego le esperan al final del camino. Todo el ejercicio de la liber-tad consiste en elegir el que nos consumirá. Pero la mayoría de los hom-bres pasan su tiempo y emplean su libertad en retardar el momento deser devorados  — lo cual es una lástima para los cristianos — . Los sereshumanos son trabajados por estas dos corrientes subterráneas: trabajoinvisible, pero profundo, que explica sólo los excesos a los que la mayoría

se entregan, en todos los sentidos. Los que querrían construir «un mun-do mejor» se imaginan que van a encontrar hombres razonables. No esposible: el hombre razonable sería el que no es arrastrado por nada, nipor la locura de las tinieblas ni por la del amor de Dios.Lo que yo llamo las purificaciones pasivas, es un caso particular de estedoble atractivo, de esta «postulación simultánea» (Baudelaire) para elbien y para el mal, que se ejerce en todo hombre. ¿Qué caso? El de lospredestinados a una cierta incandescencia del amor de Dios, a un cierto

exceso en el amor de Cristo… Los que el Abbé Pierre llama los excesivosdel amor. Dicho de otra manera, los santos. Esos son trabajados de unamanera especial, que tiene sus leyes propias.¿Por qué las purificaciones son dolorosas? No veáis sobre todo en ellouna exigencia pura y simple de la justicia, una cuestión de deuda o decastigo: os lo he dicho, toda deuda está pagada por la sangre de Cristo.Es tan verdad que a veces Dios purifica a un hombre perfectamente, en sualma y en su cuerpo, sin que tenga que sufrir. Para ello, solamente esnecesario que sea purificado antes de haber realizado un acto humano(como Juan el Bautista). El bautismo del Espíritu ha limpiado en él lassecuelas del pecado original, ha arrojado a los demonios antes de que estehombre haya tenido tiempo de obrar. No tendrá que convertirse cons-cientemente, y por eso su purificación no es dolorosa.La purificación pasiva es dolorosa en la medida en que implica una con-versión. En el momento en que alcanzamos el uso de razón, la mayoría deentre nosotros no estamos aún castigados por el fuego y, por consiguien-te, permanecemos vulnerables a las solicitaciones de un mundo pecador.

Aunque estos hombres tengan la gracia excepcional de evitar el pecadomortal, no evitarán el pecado venial que segrega una especie de corteza ode quiste, que impide a la gracia trinitaria desarrollarse en plenitud. Esta

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corteza se refuerza con los años, se desarrolla al amparo de la virtud,creando en nosotros esta fuerza cruel que san Juan llama el orgullo de lavida.El orgullo de la vida no es el orgullo puro y simple que consiste en re-chazar el infinito (el verdadero infinito) prefiriendo la idolatría de nues-

tros límites. El orgullo de la vida se despierta con ocasión de los bienessensibles; no siempre somos capaces de dominarlo, y por eso podemos serperdonados. ¿En qué consiste este orgullo? Es sencillo, pero hace faltaexperiencia para comprenderlo.No todas las faltas y tentaciones se pueden echar en el mismo saco. Poreso san Ignacio (1) había comprendido muy bien que el combate espiri-tual es la lucha entre el orgullo y la humildad: es el sentido de la célebremeditación sobre las dos banderas. El ha preconizado, en consecuencia, el

examen particular, hallazgo ingenioso a condición de que nos sirvamosde él inteligentemente. El examen particular concentra nuestra atencióny nuestros esfuerzos sobre un solo defecto a la vez, dejando los otrosprovisionalmente descuidados. Es la táctica militar que consiste en atacara cada enemigo por separado. Táctica excelente, pero que producirá susfrutos en la medida en que(1) Precisamente porque soy dominico, canto siempre las alabanzas desan Ignacio. Desde el momento en que una palabra es incandescente, tocatoda palabra incandescente, porque toca el Evangelio. San Ignacio, comosan Francisco de Sales no desteñido, es evangélico, es fuego. Santo To-más y Teresa del Niño Jesús lo son también: lo que ocurre es que el fuegoestá adaptado a cada uno. Lo que opone las espiritualidades es su hundi-miento. Si descendéis la pendiente, todo se opone; si la remontáis, todo sereconcilia. Sepamos distinguir las faltas peligrosas de las que no lo son.Ahora bien, muy a menudo, las faltas que hacen más ruido, las más visi-bles y las más humillantes, son las menos peligrosas. Por eso, en nuestrosesfuerzos de perfección corremos mucho riesgo de colar el mosquito y

tragarnos el camello.(1) Los Liceos, en Francia, son los Institutos de Enseñanza Media enEspaña. (N. del T.)

LOS VEINTE CÉNTIMOS DE VINO

Para evitar eso, hay que saber distinguir lo que es importante en él mo-mento, estar atentos a lo que Dios nos pide en el momento. Puede ocurrirque, durante muchos años, un gran defecto que molesta a todo el mundo,

comenzando por nosotros, a Dios no le preocupe lo más mínimo. Tratarde saber lo que molesta verdaderamente a Dios en nosotros, cuál es el ojo

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o la mano que nos separa de El, tal es el sentido profundo del examenparticular.¿Cómo hacer este discernimiento? Buscando el dominio donde más pro-fundamente se ejerce el orgullo de la vida. Ciertas faltas son casi de puradebilidad en nosotros: la gula, la murmuración, la ira pueden ser a veces

faltas peligrosas, pero la mayoría de las veces no lo son, ya que no impli-can ese vértigo, esa embriaguez agradable o dolorosa en la que sentimosuna cierta exaltación de nuestro yo, un regocijo y una auto-satisfacción alos que nuestro subconsciente está ferozmente ligado. (Precisamente estocoincide a menudo con lo que el psicoanálisis llama nuestros complejos.)Hay que distinguir bien entre el alcance de una tentación dejada a símisma (aunque sea en materia grave) y el alcance de una tentación a laque viene a añadirse este elemento fuerte que se llama el orgullo de la

vida. Por ejemplo, aceptaremos de buena gana ser mal vistos o desprecia-dos por todo el mundo salvo por das o tres personas bien definidas. Lasfaltas de vanidad que cometemos con respecto a estas personas son mu-cho más serias y venenosas que una vanidad banal: si se nos toca en esepunto, se nos toca en la niña del ojo… Ahora bien, es sumamente difícil encontrar este punto neurálgico. Es lahistoria del mendigo que hace sus cuentas a partir de un presupuesto decuarenta céntimos: «Veinte céntimos de vino, diez céntimos de pan y diezcéntimos de salchichón. Sí, pero eso no da para mucho salchichón. Vol-vamos a comenzar: veinte céntimos de vino, doce céntimos de salchichóny ocho céntimos de pan. Así tampoco vale, no hay suficiente pan. Haga-mos un nuevo presupuesto: veinte céntimos de vino, nueve céntimos depan…», etc. No escatima esfuerzos en favor del vino, y ni siquiera se dacuenta de ello. ¡Es la viga que tiene en su ojo!Todos tenemos nuestros veinte céntimos de vino. Estamos dispuestos ahacer esfuerzos, a veces heroicos: pero no sobre el punto que ignoramos yque nos es más querido que la vida. En el pan y el salchichón, el mendigo

puede hallar una satisfacción de gula, pero en el vino encuentra una exal-tación que no le da solamente tal o cual placer limitado, sino un ciertosabor de infinito…  El orgullo de la vida viene a meterse en todas lascosas, a veces sórdidas y a veces muy nobles, en las que ponemos parte deinfinito y a las que pedimos no sólo el placer, sino la bienaventuranza.Muy a menudo  — los psicoanalistas lo han señalado después de sanAgustín —   el orgullo de la vida viene a fijarse sobre una cierta idea denosotros mismos, un ideal que tratamos de alcanzar a través de la ambi-

ción o de la virtud (poco importa), lo que Freud llama «el ideal del yo».Podemos saborear esta «imagen de marca», repito, a través de placerescompletamente banales (sexuales en particular), pero podemos saborearla

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también y mejor todavía a través de «la voluptuosidad del honor» yaquello que Baudelaire llamaba la embriaguez de la virtud, embriaguezque es el alma de todos los cátaros y de todos los fariseos.Hay que entrenarse en descubrir el orgullo de la vida a través de las me-

 jores cosas, como se descubre el olor a chamuscado: desde el momento en

que hay algo embriagador en el aire y perdemos un poco el control de laidea de renunciar a algo, debería ser una señal de alarma. Pero no lo ve-mos, pues la realidad que nos da de este modo la fiebre puede ser perfec-tamente respetable y digna de los más grandes sacrificios: puede ser lavirtud o incluso la santidad. Creemos tener el derecho e incluso el deberde aferramos a ciertos valores, naturales y sobrenaturales, precisamenteporque son valores, y no tenemos más que el embarazo de la elecciónpara justificar nuestro orgullo con los más bellos pretextos.

Desde el momento en que sufrimos demasiado por no alcanzar nuestroobjetivo de perfección, debemos desconfiar, pudiendo fijarse este orgullo,como un parásito, aun en las obras cuya raíz es sobrenatural. El se ocultacon todas sus fuerzas, y es a él, sin embargo, a quien habría que atacarpara avanzar en los caminos de Dios: es lo primero que hay que cuidar. Siun hombre está enfermo por todas partes, hay que cuidar todo, pero noen cualquier orden. Antes de operar el estómago, por ejemplo, hay quecuidar quizá el corazón para que pueda resistir. Es inútil, por consiguien-te, agotarse haciendo esfuerzos que no corresponden a lo que Dios quiere

cuidar por el momento. En último análisis el punto más urgente no po-demos descubrirlo por nosotros mismos: es preciso que Dios nos lo reve-le y la mayoría de las veces lo hará atacándolo El mismo…, lo que noslleva a las purificaciones pasivas. Para que la purificación activa sea fe-cunda y el examen particular sirva para algo, es preciso que esté ya em-pezada la purificación pasiva, que nos ataca infaliblemente por el ladobueno y nos indica por ahí mismo en qué sentido orientar nuestros es-fuerzos.

El que no comprende esto e intenta curarse por sí mismo, es semejante aun hombre que entrase en una farmacia para tomar allí al azar un medi-camento diciendo: Voy a probar éste o aquél. La naturaleza humana porsí sola no puede hacer más. Si vemos tal o cual virtud en uno de nuestroshermanos y tratamos de imitarlo, caemos en el mimetismo… que resultaser el orgullo de la vida en pleno. Por consiguiente, precaución elemental:dar paso a la purificación pasiva sobre la purificación activa y sobre laascesis, para poner ésta enteramente al servicio de aquélla.Todo eso viene a hacernos saber que estamos enfermos. Decimos teóri-camente que somos pecadores, pero no comprendemos en absoluto lo queesto quiere decir y que es una gran imprudencia salir al asalto de la per-

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fección. No se trata de salir al asalto de la perfección, sino de sufrir untratamiento que no conocemos. ¿Cuándo obra Dios para atacar el orgullode la vida y purificarlo? Toda la vida: estamos sometidos en todo instantea la solicitación de las purificaciones pasivas, pero la mayoría de las vecesno tenemos conciencia de ello. Nos damos cuenta de ello en los momen-

tos de paroxismo, y aún no comprendemos lo que sucede por falta decostumbre, y a causa de la gran oscuridad en la que estamos: oscuridad dela fe, pero también oscuridad de nuestras tinieblas.No pretendo conocer los caminos de Dios, especialmente en la medida enque éstos implican la permisión del pecado, la permisión de que se resistaa la gracia. Si dejamos a un lado esta permisión muy misteriosa, hay quedecir que la voluntad de Dios es que vayamos hasta el fin de la purifica-ción desde aquí abajo…  No debemos contemplar los caminos de Diosmás que en los que llegan hasta el fin y se hacen santos, al menos en elúltimo momento. Pues bien, yo digo que Dios los trabaja desde su naci-miento. El no acepta perder un instante. No los trabaja siempre de unamanera sensible y violenta, pero los prepara desde el principio a lo queserá, acaso, su camino de Damasco.Si un hombre que ha vivido en pecado está destinado a ser santo, el amorde Dios lo trabaja durante toda su vida, incluso durante el tiempo en queestá en pecado mortal, y sufre las purificaciones pasivas desde ese mo-mento. El Espíritu Santo no obra solamente en los que habita, sino tam-

bién en los que atrae. Lo sabemos bien, lo decimos, y llamamos a eso unagracia actual o preventiva. Sólo que nos imaginamos que esta gracia estransitoria. Pero no, es permanente. Se la puede comparar a un tiro deaire de una chimenea, a una imantación. El pecador no llega a ceder com-pletamente a esta imantación, pero la padece a pesar de todo: por esosufre. Puede haber verdaderas conversiones antes de la entrada en estadode gracia: la acogida de una cierta luz, el deseo de la misericordia, elabandono de tal o cual pecado. No nos rendimos enteramente, pero pade-

cemos el tratamiento; el Espíritu Santo nos atrae, nos trabaja y nos con-mueve incluso antes de que los tres puedan venir a nosotros para estable-cer su morada.

LA MUERTE DE LOS PROBLEMAS

Queda por ver cómo se produce una purificación pasiva y cómo la serie deestas purificaciones se desarrolla a lo largo de nuestra existencia.Desde el principio, sufrimos una tensión entre las raíces del orgullo de lavida (que se hacen más fuertes por cada endurecimiento de nuestra parte)y el amor de Dios, que atrae tanto más cuanto más se le abre el corazón.Mientras una raíz no está muerta, conserva su tendencia a fortalecerse y

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desarrollarse. Durante cierto. tiempo, el amor de Dios y el orgullo de lavida se desarrollan paralelamente sin molestarse demasiado, viven engrata vecindad, y éste es más o menos el ideal que nos hacemos de la vidacristiana… Sólo que, a medida que cada una de las dos fuerzas crece, labuena vecindad comienza a deteriorarse y se produce entre ellas una ten-

sión que determina una crisis. Es como un absceso que se hincha cada vezmás hasta una especie de paroxismo donde el absceso acaba por reventary donde el amor de Dios triunfa.Esta serie de crisis no puede terminarse más que con la muerte de lasraíces que alimentan el orgullo de la vida, y esta muerte no puede produ-cirse más que a favor del paroxismo en cuestión. Nosotros podemos (máso menos bien) dominar al hombre viejo forzándolo a callarse, pero nopodemos matarlo. Es predio que ii bestia nalga de tu agujero para que tele dé el golpe fatal. La mala raíz arroja su veneno, trata de trastornarlotodo, padece una verdadera agonía, grande o pequeña, que corresponde alas descripciones de san Juan de la Cruz. Luego muere de inanición, cum-pliendo así las palabras de tan Pablo sobre la muerte del hombre viejo.No es un acto de virtud triunfar de este cuerpo de muerte: para morir, nohay acto que hacer. No tenemos ningún acto que hacer en el momento enque «nuestros bandidos» ce desencadenan al máximo: Dios no quiere queentren en su agujero, sino que mueran. Cuando su amor es suficiente-mente fuerte para desencadenar en nosotros tal o cual de estas pasiones,

durante algún tiempo quedamos en la situación del perro de Pavlov deque antes hablaba… Es, evidentemente, muy desagradable. Nos sentimosdesgarrados y decimos: Siento dos hombres en mí. ¿Cómo terminaráesto? Pues bien, en un momento dado no sentimos más que uno, sin quesepamos por qué ni cómo,Cuando se plantean problemas — entiendo problema» graves que tocan lavida espiritual —  hay que saber que estos problemas no tienen solución.Ya lo he dicho: durante veinte años me he planteado problemas, hasta el

día en que descubrí que no había problemas, sino la luz y las tinieblas:«La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la comprendieron.» Sitenemos problemas, son el efecto de una raíz impura que no está muertay que se agita. Por eso no habrá nunca solución.

NOVENA VARIACION. LAS CUATRO ESTACIONES

Reanudemos el análisis de este combate, con cuyos gastos corremos no-sotros, entre el amor de Dios y nuestro cuerpo de muerte. Nuestros ner-

vios reaccionan frente a Dios como frente a un enemigo. Eso viene detodos los repliegues que hemos acumulado desde la infancia. Somos re-conciliados por el bautismo y el estado de gracia, pero cuando el infinito

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de Dios se presenta e intentamos perdernos en él, los nervios no siguen.No conseguimos disolvernos con facilidad en el infinito: todo acercamien-to de Dios provoca en nosotros un efecto de pánico irresistible, de con-tracción y a veces de revuelta.Ejemplo: la esperanza teologal se apoya en los socorros de Dios. Qué

cosa más sencilla aparentemente que producir un acto de esperanza, siesta virtud habita en nosotros…  Ahora bien, estamos lejos de darnoscuenta, y no sospechamos hasta qué punto nuestra «confianza» es impu-ra, hasta qué punto recurre poco a la verdadera esperanza. De aquí a quenosotros nos apoyemos únicamente en la ayuda deDios para merecer el cielo, pasará mucha agua bajo el puente. Nos apo-yamos en nuestros esfuerzos, nuestras virtudes, el medio que nos rodea.Que todo eso se venga abajo, que estemos a la merced del menor remo-

lino (como Pedro marchando sobre las aguas), y veremos lo que valenuestra confianza. Ya he dicho que un santo puede tener miedo de losacontecimientos, pero no tiene miedo de Aquel que conduce los aconte-cimientos («Sé en quién he puesto mi confianza», 2 Tim 1,12)… y eso locambia todo. Aunque el suelo se derrumbe bajo sus pies, su fe sigue sien-do absoluta.Nosotros, evidentemente, no hemos llegado a eso. Los santos son verda-deros nadadores, y nosotros aprendices: llevamos un salvavidas, y Diosnos sostiene como un profesor de natación. Entonces, nos imaginamosque nadamos, creemos tener confianza. Pero, de cuando en cuando, elprofesor afloja un poco la cuerda, e inmediatamente nos hundimos. Esta-mos tan ciegos sobre lo que sería la verdadera confianza, que encontra-mos normal tener estos movimientos de turbación, de temor, de revuelta,en cada remolino. No, no es normal. La liberación total es posible, inclusoen los primeros movimientos (en la medida en que éstos manifiestan unafalta de confianza en Dios, y no solamente el miedo de la tormenta). Peroesta liberación no será obra nuestra: la sangre de Cristo no ha corrido en

balde.¿Cómo somos liberados? Veamos lo que sucede en el caso de un alma quellega efectivamente al encuentro con Dios, es decir, a la santidad.Es la santidad lo que Dios nos propone. Si nos pide que nos dejemos ha-cer, no es para otra cosa; es lo que nos espera, si consentimos.Si Dios nos pide que tengamos confianza, quiere decir que nuestra vidaserá verdaderamente cambiada, y desde ahora, gracias a nuestra confian-za. Si el soporte de las pruebas no debiera ser facilitado por la confianza,

¿para qué serviría ésta? No hay, pues, que hacerse una imagen demasiadonegra de la existencia; es preciso convencerse de que, pase lo que pase, laconfianza lo aligera todo.

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Las crisis purificadoras van a sucederse aumentando hasta un paroxismoúltimo que será la hora de nuestra puesta en el mundo. A pesar de todo,como ya veremos, las primeras tormentas son las más perturbadoras, enprimer lugar, porque nos falta la costumbre, luego porque el hombreviejo está todavía en pleno vigor y se debate salvajemente. Más tarde, el

sufrimiento se hace más íntimo y desgarrador, pero más apacible tam-bién. El amor de Dios crece, el orgullo de la vida disminuye…, perocuanto menos queda de él, más sufre el alma por lo poco que queda, y sevuelve impaciente (en la paciencia) de su liberación total.Cada crisis va generalmente precedida de un período de incubación, en elcurso del cual los dos elementos antagonistas se desarrollan paralelamen-te sin toparse demasiado, hasta el día en que empieza a fallar. Un males-tar se hace sentir, discreto al principio, suficientemente discreto para quese vea allí un «problema», del que se espera encontrar la «solución».Pero el malestar crece y se hace progresivamente intolerable. Cuantomás buscamos la famosa solución, más nos alejamos de ella. En realidad,ningún esfuerzo de nuestra parte triunfará de este malestar que debedegenerar en agonía hasta la muerte del hombre viejo.La agonía comien-za cuando los dos fermentos se exasperan y se destrozan. No se puedeesperar que las raíces del pecado se dejen reducir sin defenderse. Es unpoco aterrador al principio (pues las raíces están todavía en plena fuerza,y sólo entonces descubrimos lo fuertes que eran), pero para una voluntad

entregada a Dios no hay ningún riesgo en este desencadenamiento. Elúnico riesgo serio es, por el contrario, que Dios detenga la operación, alver que nosotros la soportamos demasiado mal. Si la soportamos mal espor nuestra culpa, por culpa de nuestro orgullo que no acepta una desilu-sión semejante, una revelación semejante de nuestra fealdad. Entonces,en lugar de perder la cabeza normalmente (como personas que no tienensuficiente confianza, pero que siguen siendo pobres niños), nuestra per-turbación toma proporciones trágicas bajo el efecto del orgullo que seniega a naufragar.Por eso Dios se ve obligado a pedirnos permiso y a insistir para quecomprendamos de qué se trata. Si no se ha comprendido un poco y acep-tado totalmente, nos debatimos de tal manera que se ve obligado a inte-rrumpir el tratamiento. No podemos beber la taza sin debatirnos, pero sino aceptamos siquiera beber la taza y comprender que es necesario, en-tonces El no insiste, espera uña ocasión mejor… que puede no volverse aencontrar más que en el purgatorio. Ahí está el verdadero riesgo.Si, por el contrario, aceptamos, seremos como quien está a punto de aho-

garse, que se debate durante algunos instantes hasta que pasa el paro-xismo» Muerto el hombre viejo, el amor de Dios penetra en nosotros y

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nadamos en él, en la paz que no se parece a nada de lo que se puede con-cebir humanamente.No hay necesidad de estar en un nivel místico muy elevado para darsecuenta de ello. Es normal, por ejemplo, que antes de una vocación se pro-duzca una crisis de este género, un debate donde la persona se agite y se

retuerza sobre sí misma hasta el momento en que dice: Sí, de acuerdo,firmo. Una vez que se ha hecho eso, uno se siente mejor. Se siente alivia-do de temores, pánicos, inquietudes egoístas que impedían este movi-miento (y eso a pesar nuestro).Algunos tienen la vocación desde su infancia, y no les sobrevendrá lacrisis a propósito de vocación. Pero, no obstante, habrá crisis, una seriede crisis que se harán cada vez más rudas, hasta el momento en que, ha-biendo pasado la más violenta, se harán cada vez más profundas, cada vez

más íntimas y cada vez más desgarradoras… Pero también cada vez mástranquilas hasta el hundimiento definitivo. Entre las crisis hay períodosde calma, donde aprovechamos la paz nueva que se nos ha dado. Nosejercitamos para respirar mejor en el amor. Al cabo de cierto tiempo, unade las raíces que no están completamente muertas comienza (o recomien-za) a hacerse sentir… y provoca el inicio de una nueva crisis.Tal es el esquema general. La curva de esta enfermedad es extremada-mente variable según los casos; con todo, podemos describirla a grandesrasgos, según una ley que se realiza de distinto modo en cada uno de lossantos.Voy a hablar de esta curva para ayudar a ver claro en los escritos de au-tores espirituales que hablan de vías, de etapas y de grados (por ejemplo,Las moradas, de Teresa de Avila). Es evidente que se corre el riesgo dedar excesiva importancia a esas cosas. Pero, precisamente para evitar esteescollo, aprovechando, sin embargo, la enseñanza de los santos, lo mejores comprender lo que han querido decir; la crisis es a la vez siempre lamisma y bastante diferente según la edad de la vida espiritual. Im- porta

poco saber en qué edad estamos, pero es bueno también no extrañarse deque haya una evolución, de manera que permanezcamos flexibles y nosprestemos lo mejor posible al tratamiento que debemos sufrir.

UN SANTO EN UNA CATEDRAL SUMERGIDA

La vida del que se hace santo se divide más o menos en cuatro periodosque se pueden comparar con las cuatro estaciones. Los tres primeros sonperíodos de crisis, pero en el último no hay crisis: puede darse todavía el

combate de la redención, pero eso no es una crisis. Un santo está en per-petua evolución, pero una vez sumergido en la unión transformante, yano necesita ser purificado.

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Hay, pues, cuatro estaciones: la primavera, el verano, el otoño y el in-vierno.1. La primavera . — Es la estación más ruda desde muchos puntos de vista.Es, en todo caso, la más caótica: la época de los chaparrones de marzo,donde el sol y las tormentas se suceden. Período informe que comienza

desde la infancia, y donde las tempestades son a menudo más frecuentesque los claros. Serie eje crisis de las que algunas pueden ser graves ycomportar pecados mortales (san Agustín, por ejemplo, y todos los peni-tentes célebres, comenzando por María Magdalena). También puedeocurrir, por el contrario, que se pase este período tranquilamente, si elmedio ambiente, la herencia y la fidelidad del sujeto lo permiten.El término de este período es un paroxismo, a la salida del cual uno se davoluntaria y totalmente a Dios: conversión del pecador o del incrédulo,

vocación…, o las dos a la vez. Puede traducirse también por una simpleconsagración a la santísima Virgen o al Amor misericordioso o a cual-quier cosa que sea de este género que sanciona la capitulación de la liber-tad, después de que ésta ha combatido con Dios. Es el Sicambro orgullo-so que inclina la cabeza y adora lo que ha quemado, diciendo: Quierohacer la voluntad de Dios, no tengo otro deseo que consagrar mi vida alservicio de Dios. Nuestro corazón comprende en qué prisión estabacuando quería combatir contra su verdadera dicha. «Te es duro resistirbajo el aguijón.» Es una verdadera liberación.

La primavera corresponde más o menos a las tres primeras moradas deTeresa de Avila y a los que san Juan de la Cruz llama los principiantes(antes de la noche de los sentidos).2. El verano .  — La estación de verano se termina también por un paro-xismo que desemboca en otra liberación, donde se recibe una revelaciónnueva del amor que Dios tiene por nosotros.Al principio de la estación, la voluntad se ha entregado ya a Dios, pero suactividad es todavía demasiado humana. Ella concibe un plan, trabaja alservicio del Reino como al de una causa temporal. Lucha contra la natu-raleza, se mortifica, pero no calcula aún muy bien los gastos: no ha com-prendido que Dios no es solamente el fin, sino que es también el origende todo nuestro esfuerzo, que hace las nueve décimas partes del trabajo,por no decir las diez décimas partes. Ella lo sabe teóricamente, pero noha comprendido hasta qué punto es suficiente dejarse hacer… Toda esta necesidad de actividad llevada según nuestra idea, obedece aun instinto secreto de «realizarnos», instinto en el que se desliza no poco

orgullo de la vida. Nuestras mejores intenciones están lejos de estar puri-ficadas de este orgullo. Resultan de ahí una serie de crisis que son sobre

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paz: uno siente que es llevado…  Las oraciones de quietud y otras sonpuntas que emergen por encima de un estado confuso. A partir del mo-mento en que somos transportados más allá de nuestras preocupaciones,diciendo fácilmente «Dios proveerá», se puede decir que comenzamos aser cristianos.

3. El otoño . — Más claramente aún que la primavera y el verano, el otoñocomporta dos fases: un período preparatorio y un paroxismo que anunciael desenlace. La diferencia es mucho más clara, porque el período prepa-ratorio es normalmente bastante suave: no hay crisis, es una fase agrada-ble en la que se descansa de los ardores del verano. Se está en la barca yse deja deslizar por la corriente de agua… Es la tregua, a veces larga, quesepara las dos noches de san Juan de la Cruz. Esta fase corresponde tam-bién a la cuarta y quinta moradas de Teresa de Avila.

En esta etapa se experimenta una gran facilidad en el servicio de Dios,uno es llevado como un niño en los brazos de su madre, uno se deja hacercon facilidad, con el sentimiento muy vivo de ser infinitamente amado.Luego, poco a poco, se produce otra cosa, cuya naturaleza quisiera tratarde explicar bien.Hasta el presente, en resumidas cuentas, se estaba en marcha hacia Dios,todavía no se le había encontrado verdaderamente. Nadie puede ver aDios sin morir. Aquí no se ve a Dios, y no se muere, pero sucede, sinembargo, algo semejante, y lo que muere es el hombre viejo. La muertedel hombre viejo nos es infligida por una cierta plenitud del encuentrocon Dios. La gracia santificante lleva consigo el germen de este encuen-tro: pero el hombre viejo, mientras no está muerto, opone un peso insu-perable al impulso que quiere precipitarse hacia él.Las crisis de que hemos hablado corresponden a lo que los teólogos lla-man una «misión divina», o dicho de otra manera, una invasión del Espí-ritu Santo. La fidelidad es la flexibilidad que permite a Dios someternos atodas estas crisis: cada vez que nos abrimos a una nueva ola, nos prepa-

ramos a recibir otras. Pero hay una última ola, más temible y más magní-fica también, porque va a matar al hombre viejo y a revelarse al mismotiempo como un encuentro perfecto con Dios: se la llama matrimonioespiritual o unión transformante.Es el momento en que Dios, que hasta aquí tomaba precauciones parainvadirnos con cuentagotas, quiere apoderarse definitivamente de nues-tro ser, no permitiéndonos obrar más que bajo su moción perpetua. Hastaahora, El inspiraba nuestras acciones, pero no investía nuestro ser; esta

vez, toma posesión de él… y produce un choque terrible.Imaginaos dos vagones que se aproximan suavemente. Mientras se apro-ximan, no se siente nada. Pero en el momento del encuentro tiene lugar

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un choque, y los viajeros se sobresaltan. La misma diferencia existe entrelas crisis preparatorias y esta crisis última. La moción divina nos persi-gue desde el principio, pero nos deja un cierto juego, una cierta autono-mía. Mientras que aquí, Dios nos pone fuera del estado de hacer otra cosaque no sea seguir su moción. Lo que se ha producido antes no es más que

una preparación, que atenúa progresivamente el sobresalto de nuestranaturaleza en el momento del choque (este sobresalto que produciría,como hemos visto, la locura, la rebelión y la muerte).El amor de Dios es un fuego devorador. Mientras no nos toca y se apro-xima con precaución, nos calienta y resulta más bien agradable. Perocuando nos asedia, quema…, lo cual produce una impresión muy distinta.Pensad en un gato ronroneando junto al fuego, y que bruscamente caedentro: en este momento, el fuego destruye verdaderamente lo que seopone a él.Pero este fuego obra desde dentro, y no desde fuera. Es una consuncióninterior. En el otoño las hojas se ponen rojas antes de morir, como devo-radas por un incendio interior. Es exactamente eso, el otoño del alma.Dios no tiene ya ninguna consideración (¡parece!) y consume rápidamentelo que queda por destruir. Es el momento más doloroso para nuestrasensibilidad, pero objetivamente no es el peor, pues no corremos ningúnpeligro. Aquí se aplica plenamente la comparación de las arenas movedi-zas: todo nuestro ser se debate contra la asfixia del hombre viejo, pero

eso se termina con el bienaventurado encuentro con Dios («Esta enfer-medad no lleva a la muerte…»)Es la noche del espíritu de san Juan de la Cruz (la sexta morada de Tere-sa de Avila). Y desembocamos en la última estación… 4. El invierno . — El invierno se parece a una muerte, pero donde la vida seesconde y prepara la explosión de la primavera. «Vosotros estáis muertos

 — dice san Pablo —  y vuestra vida está escondida en Dios con Cristo.»Este invierno prepara la explosión de la primavera eterna: «Cuando El

aparezca, vosotros también apareceréis con El en la gloria.»La «llamaviva», que quema y destruye mientras encuentra obstáculos, se vuelveagua desde el momento que no los encuentra. En lugar de quemar, re-fresca, tranquila y adormece: «In pace in idipsum, dormiam et requtes-cam: En la paz, enterrado en El, dormiré y descansaré.»Un santo es una catedral sumergida. No se ve más que el mar, y él mismono puede ver más: el hombre viejo ha muerto, y los esplendores del hom-bre nuevo permanecen invisibles, escondidos en el océano.

En toda su pureza, la vida cristiana se parece a la nieve en invierno: unainmensa paz, una inmensa serenidad, la «capa blanca». Nuestro corazónse ha vuelto transparente, ha encontrado la inocencia de los hijos de

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Dios. La gloria divina lo colma plenamente, pero este tesoro está escon-dido en una vasija de barro, y no manifiesta su presencia más que por olasprocedentes del fondo, que no suprimen la paz, pero hacen preseiitir supoder.El canto gregoriano, como la liturgia bizantina, es la perfecta expresión

de una sensibilidad así cauterizada por el amor de Dios: sucesión de olasque retumban y se levantan sin perder su serenidad, música cuyo lirismono traduce más que emociones sumidas en la paz (incluso en J. S. Bach, laemoción no está enteramente sumida en la paz, guarda cierto estremeci-miento).Este estado no destruye la sensibilidad humana, sino que le da una notaespecial que la hace inatacable. Es muy fácil tocar el corazón de un santo,pero es imposible turbarlo verdaderamente: las emociones no alcanzan

más que la superficie, la región de la paz permanece inaccesible.Tened el gusto, el deseo y la esperanza de este estado, pues es ése el queDios nos ofrece. Tenemos el deber de apuntar hasta allí, y nuestro pecadomás grave es quizá el de limitar nuestra esperanza a un grado interme-dio. No son cosas facultativas, de lasque se puede escapar si uno quiere:dejad a san Juan de la Cruz, si queréis, pero no la realidad de las cosas.Es normal e inevitable que el programa de Dios, en su precisión, no sea elnuestro y, por consiguiente, nos desconcierte. Dios nos llama…, pero ¿a

qué? No sabemos nada. Hay un abismo entre la idea que nosotros pode-mos hacernos y la que tiene El: «Como se levanta el cielo por encima dela tierra, así mis pensamientos por encima de vuestros pensamientos.»El apostolado en su plenitud no es posible más que al «final de la noche».Solamente en invierno se puede recibir la fecundidad inconcebible prome-tida a Abraham. Mientras tanto, se puede estar al servicio de Dios y ha-cer obras buenas. Pero esto no es la verdadera fecundidad: un alma no esfecunda más que a partir del momento en que está unida a Dios.

Eso no impide ser un instrumento de la gracia, pero sí ser fuente de lamisma con la sobreabundancia que Jesús desea para nosotros (al que dafruto, mi Padre lo poda para que dé mucho fruto). Hay un abismo entre lafecundidad pobre que nosotros podemos tener antes de la ―unión trans-formante, y la de los santos… Por consiguiente, no demos más importan-cia a nuestras obras que al hecho de barrer un dormitorio: lo hacemosporque es un deber de estado.Hemos terminado el examen de los matices de la vida divina en el cora-zón de un pecador que debe sufrir un tratamiento para alcanzar la liber-

tad de los hijos de Dios.

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DECIMA VARIACION. EL ACEITE SOBRE EL FUEGO

La oración de la misa de san Lorenzo pide a Dios apagar la llama denuestros vicios. Esta llama no es una metáfora: a causa de ella toda vidacristiana que va hasta el fin, hasta la santidad, es un martirio. No hay que

pronunciar esta palabra a la ligera. A veces se dice: Sufro un verdaderomartirio… Pero el verdadero martirio va hasta la muerte. Mientras nues-tros sufrimientos no sobrepasen ciertos límites, no estamos en el misteriodel sufrimiento. Es una región que no podemos alcanzar por nosotrosmismos. Aunque sea la muerte del hombre viejo, es ya un martirio sufriresa muerte.Si no consentimos en ello, no comprendemos lo que hacemos al renovarlas promesas del bautismo… Sólo los que aceptan esta curación, con todolo que implica, pueden decir que dan a Dios todo su corazón, que amancon todas sus fuerzas. Este martirio es muy misericordioso, pero si no selo acepta, no se podrá aprovechar la sangre de Jesucristo en plenitud.Digo bien: es un martirio…  y me apoyo otra vez en el sermón de sanAgustín con ocasión de la fiesta de san Lorenzo: «Aunque no somosquemados en las parrillas del verdugo, queda ventajosamente reemplaza-do por la llama de la fe.» Eso supone que es una llama y que tiene losmismos efectos: ¡de lo contrario no sería serio! Y añade: «No ardemoscorporalmente, pero ardemos por el amor.» Nuestro pecado está en leer

eso como si fuese literatura. ¿El creador del sol sería menos abrasadorque el sol? Cuando uno se deja consumir por El, se padece realmente elmartirio del fuego. Pero este martirio tiene una suavidad que se conocedejándose hacer sin resistencia… De hecho, sobre la tierra, mientras resistimos, Dios no nos hace sentirtoda la fuerza de esta llama. Incluso en el purgatorio y en el infierno,atenúa muchas cosas. Pero no puede (o no quiere, por respeto a nosotros)suprimirlas completamente: la extinción de la llama de nuestros vicios

cuesta necesariamente algo.Los sufrimientos a los que se llega a hacer frente a fuerza de energía,decía más arriba, no son el misterio del sufrimiento. El misterio del su-frimiento comienza, en efecto, cuando no se puede más hacer frente.Eso puede parecer terrible… Pero la ventaja de ver las cosas de una ma-nera tan brutal es que se eliminan un cierto número de falsos problemas,por ejemplo, todos los debates acerca de la vida activa y de la vida con-templativa.

Cuando se rehúsa oír hablar de ciertas cosas (con el pretexto de que «nosomos contemplativos», «no tenemos derecho a ―refugiarnos‖ en la con-templación»; «no debemos huir del mundo, sino encararnos en plena

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pasta humana», etc.), no nos damos cuenta que se rehúsa todo. No es alos contemplativos a quienes está reservado amar a Jesucristo y, por con-siguiente, ser castigados por el fuego. Cuando se contempla de frente unmisterio semejante, estos debates parecen mezquinos y estériles. Darse aDios es tan enorme que importa poco después de eso saber si El nos pide

la vida activa o contemplativa. De todas maneras, somos buenos para laparrilla; de modo que todo lo demás… Los más grandes contemplativosque yo conozco viven en el mundo, son a veces madres de familia.Los contemplativos no consideran quizá siempre la contemplación comoun martirio, y se equivocan. Pero los activos no consideran jamás estemartirio, y se justifican de ello en nombre de las exigencias de la acción.Es esta buena conciencia la que es peligrosa.Que se tenga miedo de un programa semejante, es comprensible. Pero

sobre todo se ha de evitar rechazarlo para justificarse. Yo digo con fre-cuencia a los pecadores (y por consiguiente a mí mismo): Os lo suplico,¡no os justifiquéis! Si nos sentimos incapaces de ir hasta el fin, llamemos ala Misericordia en nuestra ayuda… pero no nos justifiquemos, en nombrede la acción, de esquivar las purificaciones. No hay otra santidad posibleque la de las purificaciones; tenemos un hombre viejo y es preciso quemuera.De todos modos hay que ofrecer a Dios una cierta honradez: es tanto mássencillo presentarse como pecadores incapaces de sufrir, como buscar

 justificaciones, falta más grave que aquellas de las que nos justificamos.

EL FUEGO

San Lorenzo y los primeros cristianos, al recibir el bautismo, sabían quese exponían al martirio. Viviendo en la perspectiva del martirio, dabantoda su fuerza a la expresión «servirse de este mundo como si no nossirviésemos de él». No vivir en la perspectiva del martirio, es aceptar lasmáximas del mundo, y así es imposible que la luz permanezca en noso-

tros. Comprendo muy bien que uno no se sienta con talla para el marti-rio, otro tanto me ocurre a mí. Pero yo pido al menos a aquellos a quienesaterroriza esta perspectiva  — y es la primera cosa, estoy seguro de ello,que Dios les pide —   que no escandalicen (en el sentido evangélico: nohacer caer) a sus hermanos propagando una doctrina, que se dice evangé-lica, pero que procede de que ya no se vive en la perspectiva del martirio.«La gente del mundo — decía Teresa —  es hábil en el arte de conciliar lassatisfacciones de aquí abajo con las exigencias de Dios.» Hoy son, a ve-ces, los teólogos quienes tienen esta habilidad, y mucho mayor de lo quefue la de la gente del mundo. Lo que ellos proponen es un cristianismosin martirio, es decir, sin cruz.

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Esquivar la cruz es humano. Los discípulos también esquivaban la cruzde Cristo y rechazaban la perspectiva de su martirio: ellos fueron losiniciadores de este pseudo-cristianismo que no desaparece-» rá hasta elfin de los tiempos. Pero Jesucristo lo dijo claro a Pedro: Apártate de mí,Satanás, tú eres para mí objeto de escándalo, pues tus pensamientos no

son los de Dios sino los de los hombres.Las únicas teologías fieles son las que proceden de la perspectiva delmartirio. Este martirio es algo muy suave. San Lorenzo no sentía la lla-ma del verdugo: «Como él ardía de deseo de Cristo — dice san Agustín — ,no sentía los tormentos del perseguidor.» El mismo ardor que le quema-ba por dentro, refrescaba las llamas de fuera. Evidentemente, eso suponeque esta llama no era ordinaria… Cuando el fuego interior se desencadena es, por consiguiente, más fuerte

que toda llama exterior. No hay que extrañarse, pues, de que sea tan do-loroso. Solamente hay una gran diferencia con las llamas exteriores: esque por naturaleza el fuego divino es un aceite, es la unción del EspírituSanto. Teresa de Avila lo había experimentado: «Hay como un fuego enmi alma, pero este fuego no llega al centro: en el centro, hay como acei-te.» Esta unción hace que el fuego del martirio interior, a pesar de lossufrimientos, sea suave.Para asegurarnos, debería ser suficiente la palabra de Cristo: «Mi yugo essuave y mi carga ligera.» Pero no le creemos, somos hombres de poca fe.Entonces, Jesús hace hablar a sus hijos para ayudarnos a comprender. Loque explica que sea suave es que el fuego divino no destruye la naturale-za, destruye solamente el hombre viejo, los complejos, los nudos, las cris-paciones. Pero nuestra naturaleza inocente, creada por Dios, la llena deunción, y esta unción permite soportar los sufrimientos de la muerte delhombre viejo. Los santos testimonian que esta unción suaviza todas lascosas: «Los incrédulos  — decía san Bernardo —   ven la cruz, no ven launción.»

Para vivir en la perspectiva del martirio (ese martirio, el único inevita-ble), hay pues que vivir también en la perspectiva de la unción. Pero¿cómo hacer si no experimentamos esta unción, o la experimentamos tanpoco que apenas llegamos a percibirla? ¿Cómo hacer suave la perspectivadel martirio, y cómo soportar esta perspectiva, si no se presenta suave?Desde fuera la cruz es espantosa desde dentro es soportable. Pero ¿cómoconsiderar la cruz antes de haber penetrado en su suavidad? Una vez queuno se ha arrojado al agua, hay un no sé qué que la hace suave. Pero paraarrojarse al agua, habría que poder ponerse frente a ese no sé qué antesincluso de haberlo gustado… 

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Dios nos ofrece un remedio: la santísima Virgen. Si queréis presentir elgusto que se puede hallar en este género de ejercicio, y cómo vosotrosmismos podréis gustar de él suficientemente para desearlo, contemplad ala santísima Virgen, a la vez porque ella está llena de unción y porqueDios le ha dado un corazón de madre deseoso de bañarnos en esta suavi-

dad. Ella nos dará aquello que Griñón de Mont- fort llama la «confiturade las cruces», que es precisamente la unción del Espíritu Santo, peroencarnada, me atrevería a decir, en el rostro de la santísima Virgen.Pero, ¡atención! No tenemos derecho a pedir la suavidad de la santísimaVirgen si no es para soportar lo que ella sola puede hacernos soportar:eso sería aprovecharse de la suavidad de la cruz sin conocer la cruz mis-ma. Cuando se mira verdaderamente a la santísima Virgen, no se corre elriesgo, por lo demás, de escapar a la cruz, pues ella es en verdad la suavi-dad de la cruz. Por eso numerosos cristianos tienen un instinto bastantesospechoso de no dirigirse a la santísima Virgen, porque sienten que, si lohacen, se dejan poseer, inevitablemente. En tal caso ya no habría nadaque pudiera legitimar un rechazo, ningún pretexto sería posible. Por eso,todos los que quieren buscar pretextos, se guardan bien de intentar algopor ese camino, de lo que resulta a veces un verdadero drama.Lo que hay que pedir, en primer lugar, a la santísima Virgen, es el deseode llegar al término donde se realiza el encuentro con Dios. He dichosuficientemente que él mayor pecado es renunciar a alcanzar ese término.

No se puede amar sinceramente a la santísima Virgen sin tal deseo. Aeste deseo, ella responde siempre: «Yo me ocupo, yo me encargo de ello.Ven a mi corazón, eso basta: el resto es asunto mío.» Ella misma nos daráel deseo personal del rostro de Cristo, este rostro que canta admirable-mente san Bernardo en el oficio del Santo Nombre de Jesús:Quam pius es petentibus . Se puede traducir: ¡Qué acogedor eres para todoslos que te solicitan!Quam bonus Te quaerentibus : Pero para los que te buscan, no eres solamen-

te acogedor, eres bueno, lo que es muy distinto… Sed quid invenientibus!   Ahí san Bernardo renuncia a expresar lo que esJesús para los que le encuentran… 

LA OBSESIÓN DE LA EUCARISTÍA

Un día, le preguntaban a una niña:« — ¿Pero qué es lo que tiene de extraordinario esta mermelada que sehace en vuestro país? Todo el mundo habla de ella como de una cosa

única. Trata de explicarme…  —  ¡Ah, es que está tan buena!…».

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tros quienes tomamos la iniciativa de esta intimidad inaudita: es Diosquien nos lo pide, y nosotros no hacemos más que responder. Todas lasmañanas, El nos invita a tomar de su corazón, nos dice: «¡Ven!», y noso-tros respondemos «Sí.» Es Jesús quien ha inventado la Eucaristía, es élquien quiere la Comunión…  en cualquier estado que nos encontremos

(1).Lo que me duele, cuando oigo atacar la vida mística, es que no puedoevitar sentir que hay ahí un reflejo contra Jesucristo mismo, pues la vidamística es verdaderamente su voluntad: «María ha elegido la mejor parte,y ésta no le será arrebatada…», y ¿qué es, pues, ese fuego que él ha veni-do a arrojar sobre la tierra? El no pide acciones extraordinarias ni lan-zarse a una ascesis terrible, sino dejarse hacer por su amor, por este mé-dico que nos ofrece las purificaciones, por el virus trinitario que nos tra-baja en lo más íntimo, por la Eucaristía que es todo eso a la vez.¿Qué colaboración podemos ofrecer nosotros para soportar mejor laspurificaciones?No es muy complicado. La primera condición que cumplir  — y eso os losuplico —  es no llevar ningún juicio perseverante que tienda a pensar queesas cosas no son el programa único querido por Dios; no negarse a vivir,al menos teóricamente, al menos doctrinalmente, en la perspectiva deeste martirio; no negarse a dirigir la mirada sobre él como si fuera elEvangelio mismo, indiscutiblemente.El primer compromiso que Dios nos pide es doctrinal, y eso va ya muylejos, hoy más que nunca. Tengamos, en primer lugar, fe, es decir, el co-raje de la luz, el que nos hace decir: Dios es Dios, yo soy un pecador. Situviéramos que eliminar los cristianos que no aceptan decir eso en elfondo del corazón, ¿cuántos quedarían? El primer paso en la vida místicaes creer en ello, creer que es ciertamente eso lo que Dios quiere paratodos los cristianos.Es muy difícil hoy, pero esta dificultad misma nos ofrece un criterio infa-lible para «experimentar el espíritu» de las doctrinas innumerables quese nos presentan ante nuestros ojos, comprendidas las que se llaman in-tegristas. Pues no basta con que los principios sean verdaderos ni la vidamística coronada de flores: es necesario que en el plano doctrinal mismoella sea una obsesión, el único fin ambicionado aquí bajo. Basta con pre-guntarse: ¿Esta doctrina me desvía de hecho de la luz según la cual Jesúsquiere la vida mística? ¿O, por el contrario, me anima a ella? Reconoce-réis así el árbol por sus frutos. Se reprocha a la Iglesia  — incluso después

del Vaticano II —  ser quisquillosa sobre el dogma. No se comprende quela Iglesia es un navío expuesto sobre un mar agitado: el menor error enel timón puede ocasionar una catástrofe…  Suponiendo que se evite el

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naufragio (¡y cuántos no lo evitan!), se arriesga en todo caso y con muchaseguridad no llegar al término, a la tierra prometida que no se sitúa encualquier parte: el encuentro con Dios. Como he dicho, Satanás no pidemás que una cosa, que este encuentro no tenga lugar… Por ejemplo, arroja una duda sobre la presencia real; más sutilmente:

atenúa, diluye, desvirtúa la sal de la tierra.Lo mismo ocurre con respecto a la Redención. El oculta esta luz por elrodeo de un ataque disimulado y virulento contra el pecado original y lanoción misma de pecado. Lo esencial no es el hacernos caer en erroresprecisos, sino, por el contrario, dejarnos en la vaguedad, sumergir laVerdad en la vaguedad. Es imposible jugarse la vida por ideas vagas, y,por consiguiente, ser santo en esas condiciones: su fin está alcanzado, nohabrá plenitud en la vida mística. Es tarea nuestra comprender el juego

para no dejarnos engañar.(1) No hablo aquí de la necesidad de recibir el sacramento de la penitencia des-  pués de una falta grave. Ese es otro problema que no cambia nada y no quitanada a la doctrina aquí expuesta.

LA ÚNICA COSA QUE NO SON PALABRAS

Leed o releed el principio del capítulo 47 de Ezequiel (vv. 1 al 12); LaEucaristía es ese río de paz que sale del costado de Cristo. Y comprended

bien que no se trata de un ideal, sino de una realidad, la única realidadque podemos ofrecer al mundo. Los hombres de hoy son insaciables y a lavez están saturados de grandes palabras y de ideal. Se alimentan de doc-trinas tenebrosas y vacías, pero en el plano de la luz no quieren ya doc-trinas, quieren que eso se coma y se palpe. Bergman escribe: «Los sacer-dotes hablan, hablan, pero Dios no habla nunca.» ¿Qué tenemos nosotrosque ofrecer que se coma? La Eucaristía. El resto, si no se llega hasta laEucaristía, son palabras.Podemos juzgar el valor de una teología según la importancia que da a laEucaristía, según su obsesión por la Eucaristía. Es suficiente comprobarque una teoría aumente o disminuya, para los cristianos, el deseo de vol-ver a la Fuente: «Allí donde está el cadáver, allí se reúnen los buitres.»No es facultativo poner esto a la luz o no. Se decía a menudo antes delConcilio: «La presencia real es un asunto sobreentendido, pero hay otrosaspectos, etc.» Ahora bien, no era en absoluto sobreentendido, y hoy se ladiscute, se la atenúa, se la escamotea.Una doctrina no es pura si no señala a la Eucaristía, no solamente como

«reunión suprema de la comunidad cristiana…», sino como el Cuerpo deCristo que se come y su Sangre que se bebe. No hay más que hacer queser saciados por la vida divina a fin de dar fruto.

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ces, según el modo como que la escuchan y la interrogan. Se nota en susrostros; un pequeño número se deja tocar por la luz de que ella es porta-dora; la mayoría se endurecen, se sienten acosados, se arrojan ellos mis-mos en las tinieblas… 

LOS CONTEMPLATIVOS EN LA IGLESIA

No ha habido nunca más que un solo contemplativo: Jesucristo. Él hacontemplado nuestras tinieblas a la luz de la gloria de Dios, nuestra du-reza a la luz de la suavidad de Dios, nuestra miseria a la de la Misericor-dia… Y ha muerto por ello. Y él nos ha dado en Pentecostés el poder dellegar a ser hijos de Dios, semejantes a él, humanidad para colmo queprolonga su humanidad, plenitud de su Cuerpo místico completando ennuestro cuerpo lo que falta a su Pasión… Por consiguiente, a su contem-plación.Se olvida demasiado que la contemplación cristiana no es una dialécticaascendente a la manera de Platón, elevándose hacia Dios a partir delmundo: sino la contemplación vivida por Dios mismo, consternado en susentrañas ante el espectáculo de nuestra miseria y rebajándose hacia noso-tros en el movimiento de la Encarnación. Antes de Jesús o al margen deél, numerosos contemplativos han podido muy auténticamente separarsede las fiebres del mundo para perderse en la contemplación; pero desdeJesucristo, ya no tenemos necesidad de buscar a Dios de esa manera: es

El quien nos busca y quiere arrastrarnos en su contemplación crucificada.Pues es evidente que el hombre crucifica a Dios en su corazón permanen-temente, y que el acontecimiento del Viernes Santo no es más que la en-carnación sangrante y momentánea de esta crucifixión perpetua. Deján-dose de este modo crucificar por las tinieblas, Dios triunfa de las tinieblasinfaliblemente, según un secreto que le es propio y que nadie puede imi-tar, excepto aquellos a quienes les es dado…, es decir, los cristianos, losque van hasta el final de la iniciación ofrecida en Pentecostés, a través de

los sacramentos.Dios triunfa de las tinieblas contemplándolas con amor. Ahí está su se-creto y su manera única de ser vencedor, lo que el ojo humano no vio nisu oído oyó, y que no ha subido a su corazón (1 Cor 2,9). La Resurrecciónproclama esta victoria obtenida por el solo hecho de que Jesús ha recha-zado hasta el final defenderse, ha contemplado a sus verdugos hasta el fincon esa mirada de dulzura insoportable que el padre Kolbe ofrecía toda-vía en el siglo xx a los verdugos de Auschwitz y que les obligaba a supli-carle que no los mirase así…, que no los contemplase con esta contem-plación que es ya la victoria de Dios.

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Comprendo que los cristianos tengan miedo de dejarse arrastrar por unacontemplación semejante, puesto que esta contemplación es la cruz mis-ma, inaccesible para la debilidad humana, pero más insoportable todavíapara las pretensiones, ilusiones y complacencias que esta luz pulverizatan despiadadamente como un horno crematorio. Yo mismo tengo miedo

de esta contemplación, y me paso el tiempo huyendo de Aquel que mepersigue. Pero esto no es razón para justificar la huida, presentándolacomo una búsqueda y fabricando razones teológicas de nuestra traición.Es ciertamente doloroso para el corazón de Dios que haya tan pocos con-templativos cristianos… Doloroso, pero en absoluto alarmante desde elpunto de vista de su victoria, que es de orden apocalíptico y no tiene nadaque ver con nuestras estadísticas. En realidad, hay muchos más contem-plativos de lo que se cree, pero es esencial para su contemplación perma-necer ocultos o crucificados, en todo caso incomprendidos y despreciados,incluso desapercibidos. Los que se detienen en tales cosas y se dejan in-quietar por ellas merecen oír la palabra de Cristo: «Marta, Marta, tú teagitas y te inquietas por muchas cosas, mientras que una sola es necesa-ria…», y no es ciertamente ser comprendido, seguido, imitado. El querenuncia a «irradiar» porque está poseído por la contemplación de lacruz, recibe muy rápidamente el céntuplo, y no irradia más que muy apesar suyo…, como fue el caso de todos los fundadores monásticos, sanBernardo, por ejemplo.

Existen contemplativos conscientes y existen contemplativos inconscien-tes. Los primeros son relativamente raros  — lo han sido siempre — , peroson quizá más numerosos hoy que nunca, aunque parezca lo contrario.Un prior de la Trapa me decía, mucho antes de la crisis actual: «Si haytres contemplativos en mi abadía, no está mal, es una buena abadía.»Estos contemplativos conscientes no son siempre oficiales, y los contem-plativos oficiales no son siempre conscientes.Los contemplativos inconscientes son innumerables: son todos los «po-

bres de Yahvé», aplastados, sin comprender nada, por la crueldad de lospoderosos y el peso de un mundo endurecido, y que atraviesan la vidahaciendo inconscientemente lo que los carmelitas (por ejemplo) deberíanhacer conscientemente: orientarse hacia la muerte de Jesús, la única queda sentido a la vida, sepultándonos progresivamente en el misterio pas-cual, a través de la práctica cotidiana  — a veces dulce, a veces desespera-da —  de la caridad fraterna. Cuando se contempla con esta luz la miseriasin nombre de los pueblos subdesarrollados y la persecución igualmentesin nombre sufrida por los cristianos en los países totalitarios, se siente

que el Espíritu Santo nos invita a contemplar este horror como san Leóninvitaba a los cristianos a contemplar la cruz de Cristo: en la esperanzavibrante e ilimitada de la fe. Cuando esta esperanza se apodera de noso-

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tros, el mundo occidental nos parece siniestro y una especie de antecáma-ra del infierno.En este infierno tratan de vivir ocultos los contemplativos conscientes,que una persecución disimulada, mucho más peligrosa que la persecuciónbrutal de los países totalitarios, trata de disolver. El modelo de tales con-

templativos, después de Jesucristo y por supuesto la santísima Virgen,sigue siendo para el siglo xx Teresa del Niño Jesús. El contemplativoconsciente es, en efecto, el que, después de haber obrado por amor, o ha-ber intentado obrar por amor, comprende que el amor mismo es másagotador y más rápidamente aniquilador que la acción inspirada por elamor: fascinado por este misterio, se vuelve incapaz de hacer otra cosa.Los contemplativos viven de la misma vida que los otros cristianos, elmismo amor corre en ellos y los mismos deseos, sólo que este amor esllevado en su corazón al grado de incandescencia, donde se hace luminosoy capaz de polarizar toda una vida. En ellos, la columna de nube se con-vierte en columna de fuego. «Toda mi idea consiste en el recalentamientoal rojo», decía Dostoievski. La vida contemplativa es el recalentamientoal rojo de lo que constituye el fondo de toda vida cristiana, y nada más.No solamente el contemplativo no se desinteresa de la acción, sino que esun amor excesivo de la acción quien lo empuja a renunciar a ella en favorde una intensidad mayor. Como decía Teresa del Niño Jesús (Ms B,2v.°/3v.° t):

«Yo siento en mí otras vocaciones, yo siento la vocación de guerrero, de sacerdo- te, de apóstol, de doctor, de mártir … Yo siento en mí la vocación de sacerdote:con qué amor, oh Jesús, te llevaría en mis manos, cuando, a mi voz, descendierasdel Cielo. ¡Con qué amor te daría a las almas! … Pero, ¡ay!, mientras deseo sersacerdote, admiro y ansío la humildad de san Francisco de Asís, y siento en mí lavocación de imitarle rechazando la sublime dignidad del sacerdocio …  ¿Cómoconciliar estos contrastes? … Quisiera iluminar las almas como los profetas, losdoctores, y tengo la vocación de ser apóstol …  Yo quisiera recorrer la tierra,

 predicar tu nombre y plantar sobre el suelo infiel tu cruz gloriosa, pero una solamisión no me bastaría, quisiera al mismo tiempo anunciar el Evangelio en lascinco partes del mundo y hasta en las islas más alejadas … Yo quisiera ser mi- sionera no solamente durante algunos años, sino haberlo sido desde la creacióndel mundo y serlo hasta la consumación de los siglos … Pero por encima de todo,oh Salvador mío Bien-Amado, quisiera derramar mi sangre por ti, hasta laúltima gota … El martirio, he ahí el sueño de mi juventud, este sueño ha crecido conmigo en los

claustros del Carmelo … Pero aun ahí siento que mi sueño es una locura, pues yono sabría limitarme a desear un género de martirio … Para quedar satisfecha,me serían necesarios todos … [ … ]. Al pensar en los tormentos que serán la suer- 

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te de los cristianos en tiempos del Anticristo, siento mi corazón estremecerse yquisiera que estos tormentos me fuesen reservados … [ … ] Mis deseos me hacían sufrir un verdadero martirio. [ … ] Al considerar elcuerpo místico de la Iglesia, yo no me había reconocido en ninguno de los miem- bros descritos por san Pablo, o más bien, quería reconocerme en tollos …  La

caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía uncuerpo, compuesto de diferentes miembros, el más necesario, el más noble de todosno le faltaba, comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que este corazón esta- ba ardiente de amor. Comprendí que sólo el Amor hacía obrar a los miembros dela Iglesia, que si el Amor viniera a apagarse, los apóstoles dejarían de anunciarel Evangelio, los mártires rehusarían derramar su sangre … Comprendí que elamor encerraba todas las vocaciones, que el amor era todo, que abarcaba todoslos tiempos y todos los lugares …, en una palabra, ¡que es eterno!

Entonces, en el exceso de mi alegría delirante, grité: ¡Oh Jesús, mi amor …, al fin he encontrado mi vocación, mi vocación es el amor!»No hay, pues, más que una diferencia de grado entre el cristiano generosoy el contemplativo; pero se trata de ese grado que separa el calor oscurodel calor luminoso en el momento preciso en que los cuerpos se encien-den. El amor que anima a todos los cristianos se convierte entonces parael contemplativo en ese faro luminoso de que habla Teresa y de cuyallama desea apropiarse, como ella.

Eso dice la extraordinaria fraternidad que debe reinar entre los contem-plativos y los demás cristianos. En primer lugar, porque los contemplati-vos quisieran cumplir las obras de los fieles, y no renuncian a hacerlo másque por la violencia misma del amor que alimenta su deseo…  Luego,porque los fieles están ya arrebatados por el fuego que consume a loscontemplativos y éstos desean apasionadamente que ellos lo sepan. Loscontemplativos abandonan los placeres y las agitaciones del mundo, peroes para escuchar mejor la angustia de la que no quieren dejarse distraer.Experimentan en su propio corazón las tinieblas que nos separan deDios, y su gran tentación, como confesaba el Cura de Ars, no es la com-placencia, sino la desesperación. De este modo, no están a la altura, entrelas realidades del mundo, más que con las angustias más extremas, aqué-llas donde nadie puede hacer nada y que han franqueado el umbral másallá del cual se entra en una especie de monasterio del sufrimiento: cam-pos de concentración, locura, niños mártires, agonizantes…; sin hablarde las aflicciones invisibles, en las que los hombres de acción no puedenapenas entretenerse.

¿Cómo es posible? Precisamente a causa del silencio, del amor y de laalegría. El silencio, escuchando a Dios, puede escuchar al mundo mejorde lo que el propio mundo se escucha y descubrir en estas tinieblas los

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únicos gritos que merecen ser oídos, es decir, los que son verdaderos. Laoración puede escuchar angustias sin fondo, porque escucha la alegría deDios que es sin fondo.Pero no vayamos a creer por ello que los contemplativos sean mejoresque los otros. Al contrario, si hubiera que decir qué es, en primer lugar,

un contemplativo, yo respondería: un pecador que tiene conciencia deserlo, siendo esta conciencia en él llevada al rojo como el amor mismo,porque ella se hace bajo la luz de Dios. Lejos de llevarle a una vida extra-ordinaria, esta conciencia ardiente le sumerge en la monotonía de una«vida humilde con trabajos aburridos y fáciles». Los que tienen ojos paraver y oídos para oir experimentan cierto sobrecogimiento ante este saltoen el vacío que representa la entrada en la vida religiosa. Sean cualesfueren las debilidades y las traiciones que puedan seguir, y a pesar delpequeño número de almas realmente contemplativas en el seno de losmonasterios, hay aquí un gesto suficientemente loco para autorizarme ahablar de incandescencia. Este adiós humilde y silencioso nos grita másviolentamente que toda palabra: «Por su amor lo he perdido todo… Vo-sotros sois sabios en Cristo, pero nosotros somos locos en Cristo.»

UNDECIMA VARIACION. EL ORGULLO DE LA VIDA

Una vez que se cree en la vida mística, hay que tratar de consentir a ellapositivamente… Dicho de otra manera, de comprometerse con ella.Se habla mucho de compromiso hoy día. Se dice: «Hay que comprometer-se, el cristiano debe comprometerse…», pero no se dice a qué, se aceptaincluso que haya compromisos contradictorios (en política, por ejemplo).Poco importa, con tal que uno se comprometa…  Ahora bien, la únicamanera correcta de invitar al compromiso no es cantar las alabanzas delcompromiso, sino las del objeto frente al que uno se compromete.Quienes se acaloran por causa del compromiso no es que estén muy com-prometidos. Simplemente se afanan. Pero el verdadero comprometido no

habla de su compromiso, habla de su tesoro, de la realidad que cuentapara él. Las espiritualidades que describen ampliamente la actitud delcristiano no precisan apenas las verdades que fundamentan esta acti-tud…Yo denuncio la mentalidad moderna, precisamente porque la com-parto: tengo de ella una conciencia extremadamente aguda. Somos unageneración traumatizada por muchos choques. Los que han vivido antesde estos choques no podrían comprendernos, y recíprocamente. Los quese agarran a la naturaleza humana, a lo que queda de bueno y de sólido

en el hombre, se apoyan, a mi modo de ver, sobre arena. La generaciónactual conoce una tal puesta en cuestión, un tal desconcierto, un tal de-rrumbamiento de lo que parecía más sólido, que desde el punto de vista

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humano no hay salvación posible. El equilibrio nervioso está demasiadoafectado, ya no se sabe lo que quiere decir la fidelidad a una palabra dada,a una promesa… Es inútil deplorar todo eso. Si amásemos verdaderamente a Jesucristo,nos alegraríamos de que no haya solución, mejor dicho, de que no haya

otra más que él, el Salvador. Es la manera auténtica de ser moderno, y esla única. Aun cuando se dejan engañar por espejismos, los jóvenes recla-man realidades. La única que podemos ofrecerles es el amor de Dios.Cuando no hay nada que hacer humanamente, es la única cosa que pode-mos dar: si no la tenemos, no tenemos nada, merecemos ser barridos ypisoteados, Es verdad frente a los moribundos, los enfermos, los prisione-ros, los que han perdido todo, los desesperados en general. Es verdad, enresumidas cuentas, para la generación actual. Dios lo ha permitido, yacaso querido, ante la torre de Babel con que soñaba el siglo xix. Si que-remos ser actuales, no debemos apegarnos a los valores humanos que sederrumban, por buenos que sean.San Agustín decía en el momento de la toma de Roma: «¿Por qué extra-ñarse de que los monumentos se derrumben, y las civilizaciones conellos? Lo que es mortal está hecho para morir. Nada es inmortal más queel Reino de los Cielos.» Quien ha comprendido eso no tiene que temerpor la generación actual. El menor apego a algo humano hace el famoso«diálogo» imposible o, lo que es peor, ilusorio e irrisorio.

Jóvenes o viejos, si no vamos hacia el Salvador y su gracia, no tenemosnada. Es siempre un error apegarse a valores humanos, pero hoy día esmortal, porque éstos se vienen abajo. La peor manera de ser «de su tiem-po», es ser humanista. Hay épocas en que es posible, en que no es catas-trófico. Es, después de todo, un buen camino comenzar por amar al hom-bre en su verdad, para elevarse progresivamente hacia el Reino. Pero hoydía es quizá un sueño peligroso, pues dispensa de buscar el verdaderoremedio. Esta generación desequilibrada no será «humana»: será divina o

demoníaca, sobrenatural o descompuesta.Por consiguiente, nosotros nos comprometemos y respondemos sí a Dios.Me permito insistir sobre este punto: antes que todos nuestros esfuerzos,antes que nuestras fidelidades de detalle y nuestras iniciativas, la primeracosa que Dios nos pide es decir sí. No es un acto de virtud ordinaria, puesdepende sólo de las virtudes teologales… y las victorias que éstas consi-guen son más bien una derrota, una capitulación. ¿Qué va a suceder des-pués? No sabemos nada. ¿Seremos capaces de mantenernos? Tampoco losabemos y no tenemos por qué saberlo; basta confiar, es suficiente otor-gar la propia confianza.

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Esta palabrita «fiat» — este acto muy sencillo e imperceptible por el quenos entregamos a las manos de otro —  es la única colaboración que po-demos aportar I Dios: decir sí a una acción que no es la nuestra.Cuando se recibe el hábito religioso o el sacerdocio, son los otros quienesobran, no hay más que dejarse hacer durante k ceremonia. Se vuelve

siempre al famoso «dejarse hacer»; ESO ES TODO, es verdaderamentetodo lo que Dios pide. A los ángeles no les ha pedido más que eso; a nues-tros primeros padres, también… Es como el sí que se pronuncia ante el

 juez y el cura. ¿Exige acaso mucha energía? No, ni siquiera es ésa la pa-labra que conviene: lo que exige es mucho amor y lucidez; la máximalucidez posible sobre lo que quiere decir amar.En cierto sentido, es todo. No hay más que permanecer fiel al movimien-to una vez realizado: preguntarse si, al hacer tal o cual cosa, no traicio-

namos nuestro amor. De cuando en cuando, hay que decir sí a algo nuevoque no se había previsto, aceptar las crisis de que he hablado, siemprepara permanecer fiel a la capitulación firmada (en cada crisis nueva ren-dimos un poco más las armas al Invasor): y eso sin ligereza, pero sin in-quietud. Es evidente que, después de haber firmado un compromiso, no sepuede obrar como si no se hubiera firmado nada, pero tampoco hay quepreguntarse constantemente: «¿Soy fiel?» No, Dios nos pide ser tan vigi-lantes y atentos como es posible permaneciendo tranquilos y confiados.Esta fidelidad no se traza una vez por todas: depende de las personas y delos momentos. Por parte de Dios, la fidelidad se hace cada vez más exi-gente…, pero se hace cada vez menos por parte del sujeto: quiero decirque Dios pide a sus hijos abandonar las propias exigencias de éstos parasustituirlas por las exigencias de Dios, que se hacen cada vez más devo-radoras y van en el sentido del martirio de que hemos hablado. Nuestrasexigencias, finalmente, son exigencias de justicia; las de Dios, exigenciasde amor. Estas van mucho más lejos, pero en un clima más suave que elde la justicia.

Se comprenderá quizá mejor lo que quiero decir, examinando un casoparticular, por otra parte eminente, de fidelidad: el de la vida religiosa.Bien sabe Dios hasta qué punto los votos son puestos en cuestión hoydía. Pues bien, supongamos que la Iglesia anula los votos pronunciadoshasta el día de hoy, ofreciendo pronunciar nuevos votos sólo los que loquisieran absolutamente. Os digo que quienes tomasen de nuevo la liber-tad, han renegado ya de su compromiso: su «fidelidad» es una triste fide-lidad a la letra, no al Espíritu.

La verdadera fidelidad no se esclaviza, se siente libre en todo instante,dice un sí siempre nuevo. ¿Cómo encarnar entonces este sí? En primerlugar, no ocuparse de lo que nosotros deberíamos ser o hacer (si nosotros

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fuéramos buenos cristianos, y caritativos…, es decir, lo que nosotros nosomos), sino de lo que nosotros debemos ser y hacer. Hay que renunciara cuanto no es practicable (y que Dios no nos pide) para encontrar nues-tra energía sobre aquello que es practicable; mientras que nosotros sole-mos malgastar una buena parte en torno a nuestros escrúpulos y sueños.

El único programa realista no es aquel que nosotros podríamos seguir siestuviéramos curados, sino aquel que debemos seguir para ser curadosprogresivamente…, muy progresivamente. Incluso sobre este punto nohay que buscar el tratamiento ideal, el que sería perfecto… si nosotrospudiéramos soportarlo. En realidad no lo podemos. Dios, y sólo El, veclaramente lo que podemos soportar: y comienza precisamente por allí.No intenta curarlo todo a la vez.Su providencia misericordiosa y maternal procede por etapas y sigue un

orden en la curación de nuestras miserias.Los enfermos más difíciles de curar son aquellos que tienen varias enfer-medades, cada una de las cuales reclama un tratamiento opuesto. El mé-dico debe tener mucha habilidad para salir adelante. Desde el punto devista espiritual, nosotros somos así. Muy a menudo, por ejemplo, somos ala vez escrupulosos e infieles: tendríamos que ser menos rigurosos connuestros escrúpulos y zurrarnos por nuestras infidelidades…  Pero sonsiempre nuestros escrúpulos los que recogen los palos, y nuestra infideli-dad la que se aprovecha de las buenas palabras. Una vez más la historiade los veinte céntimos de vino… Entonces, ¿por dónde coger este paquete de nudos inextricables? ¿Cuáles la primera de las enfermedades a tratar? Es importante no atacar pri-mero lo que debe venir en segundo lugar. Hay dificultades de las que notriunfaremos antes de haber superado otras. Hay mortificaciones que nodebemos emprender antes de haber aprendido la confianza…, y esta con-fianza supone a veces un sacrificio preciso que debe liberarnos. Hay enesto un orden que no se puede tocar: y es que trabajamos in vivo (sobre

un ser vivo), no in vitro. El orden que yo he de seguir no es el orden quehas de seguir tú.

EL ESPÍRITU DE INFANCIA

Todo ello no impide trazar algunas grandes líneas. Lo que debemos ha-cer, en conclusión, es luchar contra el orgullo de la vida de que he habla-do, ese vértigo que se apodera de nosotros frente a ciertos bienes espiri-tuales o sensibles. La moral cristiana no tiene otro fin que el de enseñar-

nos a no resistir a la gracia y a las purificaciones. Cada vez que os confe-séis, pedid perdón por esta resistencia más aún que por lo visible, incluso,y sobre todo, si no tenéis conciencia de ello… Y aprovechad esa ocasión

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para pedir a Cristo la flexibilidad que se deja convertir, tocar, purificarpor el Espíritu Santo.Se trata, en suma, de cultivar esta flexibilidad que nos pone de nuevo enlas manos de Dios y para ello de resistir al orgullo de la vida, cuando sepresenta. La locura facultativa, de que he hablado, lucha directamente

contra las tres grandes formas del orgullo de la vida: el amor de las ri-quezas, las pasiones del corazón  — incluso espiritualizadas desde el mo-mento en que se hacen fuertes —  y el espíritu de independencia. Son, engeneral, los fermentos más nocivos, más opuestos al desarrollo de la gra-cia. Los votos evocados más arriba son preciosos, utilizados con este es-píritu: no para hacer proezas, lo cual sería la peor de las corrupciones(¡poner los votos al servicio del orgullo! ), sino para sumirse en una acti-tud pobre, humilde y temerosa frente a lo que puede salir de nosotros.

Ejemplo: ¿cómo resistir a una tentación de ira o de sensualidad?1. Realizando un acto de la virtud directamente opuesta la tentación; ennuestro caso, la templanza. Para eso, razonamos, nos decimos: «Tienesque luchar para dominarte, tienes que elevarte por encima de la tenta-ción.» Este esfuerzo merece ser llamado pedagógico: la voluntad buscaconquistar su libertad, ejercer su imperio sobre las pasiones. A la ira seopone el dominio de sí, etc.Este esfuerzo no 'plantea ni resuelve ningún problema grave: supone, al

contrario, que los problemas graves están resueltos o no se plantean.Dicho de otra manera, es bueno en la medida en que se está ya converti-do: estando presente la voluntad, es normal que ésta trate de imponerse ala sensibilidad. Los éxitos de este género de esfuerzos dependen, pues, dela profundidad de nuestra conversión.El mismo esfuerzo, por el contrario, resulta estéril e incluso peligroso enlos que no están convertidos, o no suficientemente convertidos. Domi-narse a sí mismo es difícil, mientras no se es humilde; y si no se consigue,es más bien inquietante, pues nos apoyamos sobre el orgullo y no sobre elamor.2. Por eso puede ser más seguro practicar el método que san Juan de laCruz llama anagógico. En lugar de hacer frente a la tentación, en lugarde «vencer», se trata de refugiarse en un lugar donde no hay ni tentación,ni combate, ni victoria… porque no hay orgullo de la vida. Dicho de otramanera, no se ii.tenta resistir a la picadura de la tentación, sino el minarlo que constituye su veneno sumergiéndose t a la humildad. Si se tieneéxito en ello, no se encapa solamente a la tentación en cuestión, sino a

todas las formas que puede revestir el orgullo de la vida: se abandona elcampo de acción, se escapa del mundo en que hay batallas, para atracaren las riberas de la paz, donde no hay peleas, porque no existe el orgullo.

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Dicho aún de otro modo, es ciertamente verdad que la carne es débil,pero esta debilidad no es peligrosa mientras no abra la puerta al vértigode la exaltación del yo. En lugar de luchar contra nuestra debilidad (quees el primer método), es más profundo renunciar a toda exaltación del yo,sumirse en la pobreza espiritual y escapar así al veneno de la tentación

sin afrontar la tentación misma. En lugar de sobrepasar el obstáculo, sepasa por debajo haciéndose pequeño… Y, por supuesto, en esta actitud se pide ayuda. Hay que reconocer que notenemos talla para luchar, hay que suplicar a Dios que nos proteja y quenos libere El mismo. Con este método se puede decir «que se gana entodos los casos»…  incluso si se pierde. Pues se evita, al menos, eldesánimo y la amargura que acompañan muy frecuentemente a nuestrosfracasos, y son más peligrosos que los fracasos mismos, ya que nos alejande la esperanza. Aquí al contrario, cuando no tenemos éxitos, nos humillapor no haber tenido éxito, huimos del orgullo del desánimo como había-mos huido del orgullo de la tentación. Perseguimos, en el fondo, el mis-mo esfuerzo. No cambiamos de dirección, buscamos siempre huir de lazona peligrosa. A pesar de las apariencias, tal perseverancia no conoce elfracaso: simplemente, emplea más o menos tiempo para conseguir suobjetivo.Es el método que san Francisco de Sales y muchos maestros de espiritua-lidad lo definen como el arte de utilizar nuestros defectos, nuestras mise-

rias y nuestras mismas caídas. Nada resiste, repito, a la perseverancia enesta actitud. Por el primer método, aunque tengamos éxito, no estamosseguros de agradar a Dios. Por el segundo, estamos seguros de conseguirfinalmente agradarle, sean cuales fueren nuestras faltas.Los dos métodosno son, por otra parte, incompatibles. Hay que utilizar el primero bajo lainspiración del segundo: en la tentación, cerrar los ojos, refugiarse enDios y en la santísima Virgen, acurrucarse. El espíritu de infancia es elinstinto del refugio; con este instinto, jamás el amor de Dios encontrará

obstáculo decisivo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?»Esta luz decisiva permite, además, guardar fácilmente «la presencia deDios» en medio de la acción más trepidante. Sea cual sea el ritmo infernala que nos somete la vida moderna, no son los ruidos de fuera los que noshacen perder la presencia de Dios, sino una cierta excitación que pone-mos en nuestras obras y que la madre Inés, por ejemplo, cultivaba en elCarmelo tanto como se puede hacer en el mundo… Demasiado, en todocaso, a los ojos de Teresa.Si os sentís constantemente importunados, de forma que todo esto osresulte un suplicio, es buena señal, no hay problema. Lo peligroso sería locontrario, sentir una especie de embriaguez, que secretamente nos exalta.

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Tal complacencia corre el riesgo de ser un obstáculo invencible para lainvasión del amor de Dios. Rechazarla es, por otra parte, tan difícil paralos contemplativos como para los hombres de acción. Aun haciendo ora-ción, se puede tener la fiebre de «triunfar». Por el contrario, en la vidamás agitada, uno puede pasar el tiempo suplicando a Dios: «¡Señor Jesús,

ten piedad de mí!» Hay momentos en que la única solución es repetirlosin interrupción. ..Quien lo hace está salvado, suceda lo que suceda, puesto que se libra delorgullo. En ese caso, se utilizan todas las ocasiones, se habla a Dios en lacalle, en los semáforos, o mientras se espera al teléfono. Conozco a unaacomodadora de cine que está satisfecha con su oficio porque, según ella,en él se hace fácilmente oración. De hecho, para conseguirlo, lo únicoimportante es no intentar «triunfar», sino aceptar, por el contrario, viviren una perpetua atmósfera de fracaso. Desde el momento en que se hahecho alguna cosa, bien o mal, se la ofrece y se vuelve la página… Así seacaba por ofrecer todo no preguntándose siquiera si está bien o está mal.Se atraviesa la vida con prisa, «pues la figura de este mundo pasa».

POR QUÉ MORTIFICARSE

La actitud que acabo de describir lleva consigo forzosamente una mortifi-cación humilde y pobre, que huye como de la peste de todo lo que pudieraparecerse a una proeza. Podemos también mortificarnos por otro motivo:

bajo el efecto de una inspiración redentora. Es una gracia muy estimable,a condición de que sea verdaderamente una inspiración: nosotros no te-nemos nunca el derecho de elegir por nosotros mismos el sufrir, es preci-so que eso venga realmente del Espíritu Santo. En suma, debemos sufrir,bien para dominarnos (método pedagógico), bien para humillarnos (mé-todo anagógico), bien porque Cristo mismo nos lo pide (inspiración re-dentora). Jamás debemos buscar por nosotros mismos sufrir por la salva-ción de los demás o por imitar a Jesucristo: en este orden de cosas, hayque dejar a Dios toda iniciativa.Aprovecho para decir algunas palabras sobre la mortificación corporal.Se la puede poner en práctica:1. Para poner el cuerpo en su lugar. Esfuerzo de educación que se vuelveen seguida peligroso, si no se encarga totalmente de él la actitud del niñoque busca refugio. Dominar el propio cuerpo y hacerlo flexible no es unfin en sí. Si se comprende esto, no se practicarán mortificaciones extraor-dinarias.

2. Se puede, por el contrario, dejarse embriagar por todas las formas de la«voluptuosidad del honor» o de la virtud. Es un vino como otro cualquie-ra: si no quemamos un día este ídolo, puede destruirnos con más seguri-

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dad aún que el vicio. Acordémonos, entre millares más, del ejemplo deesas religiosas que yo me permito llamar las angélicas de Port-Royal:«puras como ángeles y orgullosas como demonios…».Hay que añadir, por otra parte, que, por un justo castigo, Dios permitecon frecuencia al demonio hacer caer a estos drogados de la ascesis en

voluptuosidades menos espirituales: el sadismo y el masoquismo acechansiempre a las mortificaciones extraordinarias, y el «yo creo en Dios» setermina con frecuencia en este caso por la resurrección de la carne. Es uncastigo justo, pero puede ser también una misericordia. En todo caso,siempre es más fácil renunciar a un pecado vergonzoso que a un pecadoglorioso… 3. Si se trata verdaderamente de una inspiración redentora, en ese casohabrá también una medida perfecta dictada por el Espíritu Santo mismo.

Retengamos que la mortificación esencial  — el esfuerzo por permanecerpobre en espíritu —  no empuja a las mortificaciones corporales. El movi-miento anagógico invita solamente a una mortificación interior, que no seda sin privar al cuerpo de ciertos placeres, pero que no busca jamás unsufrimiento positivo. ¿Me permitiré decir a las mujeres que estos discer-nimientos exigen lucidez… y que ésta no es el privilegio de la psicologíafemenina? No es un vicio, es, por el contrario, una pobreza (santificadoracomo toda pobreza) que las mujeres deberían aceptar: solamente entoncesestarían seguras… y los hombres también. El privilegio de las mujeres esla intuición, el de los hombres el juicio.Normalmente, el hombre y la mujer deben conjugar sus esfuerzos paraver claro: el hombre debería ponerse a la escucha de las intuiciones feme-ninas, y la mujer confiar en el juicio del hombre. A causa del pecado, ra-ramente sucede así. El hombre no sabe escuchar, y en cambio se sustraecon frecuencia a la hora del juicio, del que debería tomar la responsabili-dad. La mujer, por su parte, pasa de la intuición al juicio con una seguri-dad tanto mayor cuanto que su espíritu crítico es más débil. Cuando una

sugestión se presenta con cierta intensidad, la mujer se adhiere a ella sincontrol, como procedente del Espíritu Santo. Raras son las que tienen lahumildad de Teresa de Ávila, dispuesta a despreciar, por obediencia, unavisión de Cristo que la Iglesia no juzgaba auténtica.Paradójicamente, ésta es una de las razones por las cuales es tan necesa-rio recurrir a la santísima Virgen. A Cristo encarnado en la Iglesia y enla autoridad hay que pedirle dogmas, directrices, definiciones: pero a lasantísima Virgen hay que pedir inspiraciones. Las inspiraciones de la

santísima Virgen son tanto más seguras, cuanto que ella no ha emitido jamás un solo juicio por sí misma. Todas sus palabras son preguntas o

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sugerencias («no tienen vino»…), con excepción del Fiat y del Magnífi-cat, que expresan su adhesión total a la Palabra de Dios.Para volver a las mortificaciones, es importante que las mujeres no deci-dan nada por sí mismas a este respecto, siendo la lucidez en este dominioparticularmente difícil. Teresa del Niño Jesús decía: «Me he dado cuenta

de que aquellas que hacían más mortificaciones extraordinarias, no eranlas más caritativas…» No olvidemos que tenemos dos posibles fuentes deenergía: el amor y el orgullo. Si somos valientes, es entonces sobre todocuando tenemos que preguntarnos de qué espíritu somos, pues el demo-nio puede inspirarnos valentía, pero ésta no será por eso menos fuerte:«Si arrojo mi cuerpo a las llamas, y no tengo caridad, eso no me sirve denada.» Los bandidos, los violentos y los opresores saben ser valientes.Los que en política apelan al equilibrio del terror y a la disuasión atómi-ca, corren el riesgo de no comprender hasta qué grado de coraje y deenergía puede elevarse la locura humana para no perder la cara. En lavida moderna hay una extraordinaria consumición de energía (que porotra parte explica el embrutecimiento y el envilecimiento a los cuales unose deja llevar cuando el combate ha terminado: el reposo del guerrero…).Por tanto, no todo esfuerzo es bueno, sino solamente el que responde a lallamada de Dios. Tengamos la preocupación de vivir en respuesta, como

 jugadores a los que Dios envía la pelota. Cada uno de nuestros actos debeaplicarse a devolver la pelota, pura y simplemente: es un partido de tenis,

no un ejercicio de tiro donde nosotros tomaríamos la iniciativa de apun-tar al blanco. Cuanto hagamos fuera de este juego, es nulo; incluso si setratase de profetizar, o de realizar nuestra salvación y la de los demás.Dios no desea que la vida cristiana se viva ásperamente. Existen suficien-temente ocasiones en que El nos pide formalmente sufrir, para no tenerque ir a buscar otras: Dios no quiere añadir a nuestra carga un miligramoinútil. Se puede decir que en conjunto se sufre demasiado entre los cris-tianos, porque se sobreañade. Naturalmente, eso puede venir de una ge-

nerosidad mal entendida… Pero ¿por qué mal entendida, si no es a causadel orgullo? Cuando se ve a hombres (¡y mujeres!) hacerse la vida impo-sible, y no se consigue hacerlos cambiar, entonces se sufre. Uno se dice:¡que Jesús haya hecho tantas cosas por estos seres, y que ellos lleguenahí…!Temed vuestro orgullo y no temáis nada más, pero eso sí, temedlo deveras. Este temor os liberará de todo otro miedo. Comprenderéis muypronto que lo que os vuelve débiles y desarmados frente a las pruebas esquerer existir por vosotros mismos. Como decía una joven religiosa de-vuelta al mundo por la enfermedad: «¡Qué fortaleza hay que tener pararesistir a las pasiones…, o más bien, cómo hay que convertirse en na-

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Iglesia (que son, por el contrario, el refugio), sino del demonio y de nues-tra complicidad secreta con él: el orgullo.Sólo que, para tomar una actitud semejante, hay que aceptar el coraje detener miedo. El peor peligro que corre nuestra generación es que quiereser salvada sin tener nada que temer: somos, quizá, demasiado cobardes

para aceptar temer. La libertad de los hijos de Dios, de que se habla tan-to, supone que se haya pasado sobre la parrilla como san Lorenzo. Unavez más, el orgullo nos impide aceptar el tener miedo… Se me dirá: vuestra espiritualidad no es viril. Excuso deciros que es locontrario: la virilidad, como la humildad, consisten en saber reconocer laverdad. He aquí unos mendigos que han caminado toda la jornada, queestán agotados y de repente encuentran un refugio (venid a Mí, los queestáis cansados…). Ellos exclaman: «¡Por fin! Voy a poder descansar y

dormir. En paz, en El, dormiré y descansaré.» Así es la Iglesia: personasque nos acogen, ciertamente no siempre de convivencia agradable, pero através de ellas Cristo nos acoge. Por fin se puede descansar del mundo,de lo que hace tanto mal en el mundo, y Dios quiere para nosotros estedescanso. Yo sentí eso el día de mi «vuelta» a la Iglesia: la impresión deescapar del naufragio.Algunos podrán pensar — me lo han advertido a menudo —  que con mis«teorías» la única vida cristiana sería la vida religiosa. Es verdad que laidea de la vida religiosa en la Iglesia muestra lo que Dios quiere en ciertosentido para todos. Pero existen «claustros de sustitución». Los másespectaculares son las prisiones, los hospitales, los campos de concentra-ción. Los más escondidos, pero no los menos eficaces, son con frecuenciauna situación familiar sin salida, una separación dolorosa, una injusticiaamarga…  o más sencilla y frecuentemente, un defecto de carácter, uncomplejo; es decir, un vicio contra el que se lucha y que nos aisla de losdemás, arrinconándonos en un movimiento de huida, con las renunciasque implica.

Por otra parte, no basta con entrar en un convento para ser fiel al espíri-tu que lleva al convento: muchos parecen lejos de Dios y están cerca deEL y muchos parecen cerca y están muy lejos. El claustro libera (debieraliberar) ce las preocupaciones del mundo, pero no de la preocupación dela vigilancia de las vírgenes prudentes, la más devoradora y la más frágila la vez. Debemos descansar de todo lo que no es Dios y la cruz, pero losque quieren despertarse ante estas realidades no tendrán nunca más pie-dra donde reposar su cabeza… si no es Cristo mismo.

(1) «No tengo más que un alma, que tengo que salvar.» Nos reímos de estoscánticos: temamos tales risas, aunque tengamos «mejores» cánticos. (¿Qué será deellos dentro de diez años…, dentro de un año?) 

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DUODECIMA VARIACION. EL JUEGO DE LA MISERI-

CORDIA

Quisiera terminar estas explicaciones sobre la lucha entre la vida divina yel pecado con una sola anotación, sobre la que no sabría insistir demasia-

do: nuestra suerte está decidida por el juego entre la misericordia y laconfianza. No existe otro problema, dificultad o error en nuestra vida. Esasí: no hay absolutamente otro problema.Una prueba muy sencilla es lo que sucede a la hora de la muerte. En esemomento no hay más que hacer que arrojarse confiadamente en la mise-ricordia. Sí es el único acto que debiéramos realizar en él momento de lamuerte, es él único que se nos pide para toda la vida. No tenemos nadaque hacer aquí abajo, sino comenzar a vivir de la vida eterna. Siendo la

muerte la puerta de la vida eterna, no tenemos nada más que hacer queaprender a morir en el amor de Dios. Este aprendizaje es la muerte delhombre viejo, de que hemos hablado, y él no reclama al fin y al cabo másque la confianza, la cual se requiere siempre para morir, sea espiritual ofísicamente.Ejercitarse en el amor, ejercitarse en morir o ejercitarse en la confianzaes, por tanto, lo mismo. No convendría que las dificultades de la vida nosocultaran la sencillez  — y al mismo tiempo la profunda dificultad —   deeste movimiento. Profunda dificultad, no en sí (tener confianza es tanfácil como respirar), sino a causa de nosotros que no estamos habituadosa ello.No sospechamos hasta qué punto no estamos habituados a ello, hasta quépunto estamos lejos de estar habituados. Yo quisiera denunciar la falta deconfianza que hay en nosotros, con el peligro muy real que ella, y sóloella, nos hace correr.«Es la confianza  — decía Teresa de Lisieaux —  y sólo la confianza quiendebe llevarnos al amor…» Eso parece consolador, y es muy temible, puestratamos de ir a Dios por la confianza y por otra cosa  — buscando apo-yos, signos, garantías — . Ahora bien, lo propio de la confianza es no bus-car otra cosa, no apoyarse más que en el amor y la misericordia. Si sebusca a Dios por la confianza y por otra cosa, en realidad se deja de tenerconfianza… y se pierde todo. Veis que es grave, tan grave que hay quetener el coraje de hacer frente a las cosas hasta el final… El coraje detener miedo.Si no aceptamos confesar que en cierto sentido nuestra salvación eterna

no está asegurada, es que rechazamos tener confianza. Si se ha hecho casiimposible hablar del infierno a los cristianos, no es porque tienen miedo,sino porque no quieren tener miedo. Ya no pueden soportar este dogma,

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porque no tienen confianza. Por eso, si creyeran en el infierno, no tenien-do confianza, estarían perdidos.Lo que yo llamo el coraje de tener miedo es sencillamente el coraje decreer en el infierno. Y digo que el rechazo de este coraje es un rechazo detener confianza, por consiguiente, un peligro muy grande de condenar-

se… En cierto sentido, el único. Si hay un punto en que la generaciónactual está en peligro, es ése. Sucede, ciertamente, que personas buenas seniegan a creer en el infierno porque tienen buen corazón y se sientendispuestas a salvar a todo el mundo. Como veremos más adelante, eso noes grave, si se guarda conciencia del peligro, y si no se reemplaza la con-fianza teologal por el optimismo.Abrid el Evangelio: encontraréis que habla del infierno unas sesenta ve-ces; veinte veces explícitamente, cuarenta veces indirectamente, pero

claramente (la gehenna - el fuego eterno - las maldiciones unidas a lasbienaventuranzas - el rico malo - la puerta estrecha - el juicio final, etc.).Es indiscutible (1). Si escuchamos a Cristo como él quiere ser oído, esdecir, como niños, no encontraremos en sus palabras ninguna garantíasobre el gran número de los elegidos.El Evangelio sugiere tan claramente lo contrario que, durante dieciochosiglos, la mayor parte de los padres y de los teólogos (griegos y latinos)han enseñado corrientemente la doctrina del pequeño número de los ele-gidos… Y quienes esto enseñaban eran a veces santos ardientes de cari-dad. Desde el siglo XIX, la enseñanza a este respecto en la Iglesia latinase mueve a una velocidad tal, que el infierno parece hoy una invención dela Edad Media, de la que no habría rastro en el Evangelio bien interpre-tado… Comprendo que se vacile ante el dogma del infierno, pero leer elEvangelio sin chocar nunca con él, es una hazaña cuya virtuosidad admi-ro sin ser capaz de arriesgarme a ella.Yo creo de buen grado en el gran número de los elegidos. Quiero com-partir esta esperanza hasta el punto de pedir a Dios que salve a los que se

comprometen en el camino de la perdición. Pero esta esperanza no tienesentido más que a condición de reconocer:1. Que la inmensa mayoría de los hombres se comprometen aparente-mente en el camino de la perdición.2. Que sólo una misericordia gratuita puede salvar en el último momentola masa impresionante de los que hasta el final parecen vivir apartandosus ojos de la puerta estrecha.Y esto nos lleva al punto esencial: no tenemos que apoyar nuestra espe-

ranza sobre la eventualidad del gran número de los elegidos, lo cual vie-ne, en realidad, a reemplazar la vivacidad de la esperanza por el sueño deun optimismo confortable. Si casi todos se salvan, si nos hacemos de eso

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una certeza, nos decimos: Hay pocas posibilidades de que yo vaya al in-fierno… ¡Eso no es confianza, eso es cálculo!Es, pues, esencial fundamentar nuestra confianza sobre la ausencia inclu-so de toda garantía en cuanto al número de los elegidos o de los reproba-dos. Dios no nos asegurará en absoluto sobre este respecto. Hay que

tomar en serio las amenazas de los profetas y de los santos, esperando ysuplicando a fin de que el gran número sea salvado («¿Qué será de lospecadores?», clamaba santo Domingo noches enteras).(1) A menos de «desmitologizar». Pero si los ritos de esta operación son a me- nudo oscuros, el propósito es claro y esta variación trata precisamente de definir- lo.

PARA TENER CONFIANZA, HAY QUE TEMER

De este modo, cuando se afirma la salvación del gran número, se corre elriesgo de dormirse en una seguridad engañosa. Pero cuando se piensa enla eventualidad del pequeño número, uno se siente paralizado por el te-mor, y se dice: «Pero, ¿y la misericordia? Si sus efectos son tan raros,¿podemos contar con ella?»Comprendo perfectamente que se experimente esta impresión: no es to-davía un sofisma, es solamente una grosería no inteligente de los miste-rios del amor. Pero lo que se convierte en un sofisma es el razonamiento

por el cual, a partir de ahí, nos volvemos con fuerza al optimismo tran-quilizador: «Dios es bueno, Él es misericordioso. Si yo admitiera el in-fierno y el pequeño número de los elegidos, no podría creer en su bondad.Por consiguiente, no admito el pequeño número de los elegidos ni tam-poco el infierno. Con lo que se nos dice sobre la confianza, eso no puedeser un peligro serio: no se puede tener confianza y creer que este peligroes grave.»Ahí sí que tenemos un sofisma francamente pernicioso. El espejismo queEl produce es tanto más difícil de disipar cuanto que la mayoría de lasveces no se le formula claramente: éste languidece en las profundidadesdel subconsciente, tan difícil de atacar como un parásito en nuestras en-trañas. Para purgarnos de este veneno «incapacitador» (en el sentido deque nos incapacita para guardar la vigilancia de un corazón que ama) esnecesario ponerse una vez frente a la misericordia y lo que ella implica,trazando así una especie de fenomenología del diálogo entre confianza ymisericordia. El sofisma que yo denuncio nos desvía de este diálogo, puesél sustituye la misericordia por una noción distinta, totalmente inconsis-

tente: la de una justicia que perdonaría a todo el mundo.Para implorar misericordia, hay que estar expuesto a un peligro real, ysaberlo. Si el peligro no es real, no hay necesidad de pedir perdón. La

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1. (2) El proceso, de Kafka  — y toda la obra de este autor —   es el gritodesgarrador de una conciencia que se siente condenada y rechazada sinsaber por qué… con el presentimiento, percibido a veces como un soplo,de que bastaría quizá poca cosa para que todas las murallas fueran derri-badas. Esta muy poca cosa es pedir con una confianza sin límites… La

que responde a la confianza que se pone en ella, a la súplica humilde ypaciente. Esta manifestación es infalible: Dios responde siempre a unallamada así. Yo diría que es ordinaria o normal. Quien ha encontrado laactitud de la súplica confiada está ya salvado virtualmente…, precisa-mente porque acepta con humildad no tener ningún derecho a ello.2. Si alguien no sabe rezar, no sabe ponerse bajo el influjo de la miseri-cordia, necesita una intervención especial de ésta para sacarlo de tal esta-do, convertirlo y sumirlo en la humildad. Esta intervención no es infali-ble: Dios responde a todas las llamadas…, pero cuando no existe la lla-mada, es necesaria una iniciativa nueva y gratuita de la sabiduría divinapara derribar el orgullo de su pedestal y resucitar este muerto que nosabe dialogar.Que Dios responde a quien pide, es gratuito e infalible: no puede menosde hacerlo. Pero que haga pedir a quien no pide, es gratuito, mas no infa-lible. Si no admitís esto, os burláis de la Redención. Si el peligro no esreal, no está nada claro qué es lo que Jesús vino a hacer en la cruz.La cuestión no está en saber si se es pesimista u optimista. Las personasde buen corazón tienen tendencia a pensar que Dios perdona siempre, noconsiguen creer que El pueda condenar a alguien. Tienen perfectamenterazón de concebir la bondad divina a partir de su propio corazón: y, porlo demás, es cierto que Dios perdona siempre a quienes se lo piden. Loque estas personas no comprenden  — precisamente porque no va con sutemperamento —  es el endurecimiento del corazón que, sin embargo, nosamenaza a todos… y es, en el fondo, el único pecado que denuncia la Bi-blia.

El optimismo de estas buenas gentes es, pues, bueno en la medida en quesu confianza no se apoya sobre él; por el contrario, Ja confianza, surgidade su buen corazón, es la que alimenta su optimismo. Lo que aquí denun-cio es la seguridad perezosa e insolente, que toma pretexto de la bondaddivina para afirmar: « ¡Está bien! ¡Dios es bueno! No hay necesidad depreocuparse.» Esta doctrina es mortal, porque mata la verdadera con-fianza. En la misma medida en que decimos eso, comenzamos a estar enpeligro. Si esto horroriza al lector, que me perdone: mi único deseo esdarle la verdadera seguridad, la seguridad de los pobres.

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EN QUÉ APOYARSE

Los que han abandonado todo para seguir a Jesucristo se exponen a apo-yarse en este don total para instalarse en una seguridad engañosa. Es loque se hacía fácilmente en los siglos en que se creía en el pequeño núme-

ro de los elegidos. La vida religiosa aparecía como una prenda de salva-ción que dispensaba de temer. A partir de ahí, era fácil caer en un fari-seísmo tanto más odioso cuanto que condenaba a la mayoría de los hom-bres, dando gracias a Dios de no ser como ellos. En nuestros días reac-cionamos violentamente contra este fariseísmo: pero no se ve que seguarda su fermento en la medida en que se busca una seguridad, tal vezuna seguridad diferente, pero una seguridad. Es muy difícil, en efecto, noapoyarse en las pruebas de la misericordia de Dios, las que El nos hadado ya: nuestra propia virtud, nuestros esfuerzos y nuestros sacrificios,

o incluso tal acto de confianza ya hecho («he confiado, estoy cubierto»).Pata que nuestra esperanza se purifique, será necesario que abandonetodos estos apoyos… Para reforzar nuestra seguridad, se recurría fácilmente en otro tiempo asignos como el primer viernes de mes, el escapulario de la Virgen delCarmen, etc. (sin hablar de las indulgencias). Nos equivocamos al despre-ciar estas cosas, porque nos equivocamos siempre que despreciamos cual-quier cosa (ni una sola gota de desprecio entrará en el cielo). Por de pron-

to, puesto que en estas prácticas hay algo más que la idea de meterse enel bolsillo una reserva para el cielo, tenemos en ellas un acto de confianzaque se encarna apoyándose en un signo…, y eso no está tan mal (ver lahistoria de Naamán el Sirio).Pero ¿cuál es nuestra roca, nuestro punto de apoyo supremo? ¿La bondadde Dios, o una promesa precisa a la que nos aferramos? No hay que ha-cerse propietario, ni siquiera de la promesa. Si intentamos encerrar aDios en su promesa o en su palabra, abandonamos el clima en que se dapara entrar en el clima en que se posee. Para evitar esto Dios parece aveces negar sus promesas.Y, sin embargo, es bueno, aun cuando no sea puro, apoyarse firmementeen la promesa de Dios. Esta promesa no será vana: si creemos en ella,incluso en propietario, podemos tener la certeza  — digo la certeza —  deque Dios nos agarrará y nos enseñará un día a poner nuestra confianzaen El, más allá de toda promesa.Dicho de otra manera, estemos seguros de que si tenemos confianza,Dios nos dará confianza: nos pondrá en ese estado en que no existe más

que confianza. Sólo hay que ayudarle a ello aceptando eliminar lo másposible los movimientos por los que nos apoyamos en otra cosa.

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Se decía en otro tiempo que en la vida religiosa uno se salvaba más fácil-mente. Aunque eso ya no se dice, sigue siendo verdadero. Pero hay queafirmarlo sin otorgar a tal hecho en sí una garantía que nos apartaría dela verdadera confianza. Dios obra bien, pero no puede salvar a quien no leentrega toda su confianza, y nosotros se la retiramos en la medida en que

nos apoyamos en otra cosa.Todas las impurezas espirituales se reducen a eso: apoyarse en otra cosa.He ahí por qué son necesarios el trabajo del Espíritu Santo y las purifica-ciones pasivas. Dios no puede invadirnos si no le acogemos por la con-fianza: la única respuesta adecuada a las invasiones del amor. Estas inva-siones contrarían necesariamente los falsos movimientos por los que nosapoyamos én otra cosa.Tal es el sentido de las exigencias infinitas de Dios: El no puede, final-

mente, transigir en eso, y está obligado a colocarnos sobre la parrilla desan Lorenzo, porque es instintivo el apoyarse en lo que se ve. Ahora bien,la misericordia no se ve: hace falta, pues, que ella corte los lazos que nosunen a un apoyo visible. Cada vez que lo hace, vemos que nada nos ga-rantiza la salvación, no tenemos más garantía a este respecto que Judas.No sabiendo a qué agarrarnos, la desesperación nos acecha. EntoncesDios obra dulcemente y va quitando uno por uno todos nuestros apoyos,al mismo tiempo que nos da un movimiento correspondiente de confian-za, que se hace en la noche. No hay, pues, que extrañarse de que haya

cosas que nos desconcierten… Tanto como hay que esperar la salvación, hay que esperar la santidad: noes más fácil ser salvado que ser santo, puesto que, de todos modos, notenemos ninguna garantía.Para eso, no hay que sujetarse a un cierto marco de vida, como si no hu-biera otro medio de guardar la presencia de Dios. Desde que nos sujeta-mos, nos vienen las inquietudes: «¿Qué hacer, si tal cosa ocurre?»¿Creéis, pues, poder salir bien librados por vosotros mismos? Estad tran-

quilos, Dios os colocará siempre, cualquiera que sea vuestro marco devida, en una situación tal que no habrá medio de que salgáis bien libra-dos. Cuando se está allí, se siente uno tentado de abandonar la partida,declarando que en esas condiciones no hay nada que hacer. Pero si re-nunciáis a la santidad, ¿por qué no a la salvación que anheláis?Es, a menudo, un sobresalto de desesperación quien nos arroja en la con-fianza ciega. Teresa decía: « ¡Cuánto hay que rezar por los agonizantes!Si se supiera…», simplemente porque los agonizantes están en la reali-

dad. Ellos ven que todo está perdido, si no reciben una misericordia quenada garantiza. Hay que acostumbrarse, en la vida, a padecer algunas

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agonías de este tipo: si no, el paso de la ilusión a la confianza verdadera,siempre penoso, se hará terrible.Acostumbrémonos a ponernos bajo el viento de la confianza, a dejarnosllevar por esta ola, como hace el surf. Aceptemos ponernos bajo la mare-

 jada de la misericordia, lo que es imposible sin perder pie.

TERRIBLEMENTE SENCILLO

He subrayado los obstáculos que nos impiden hacer verdaderamentefrente a la misericordia. Los sufrimientos de los santos vienen de ahí: alfin y al cabo, no hay nada más que merezca el nombre de sufrimiento.Humanamente hablando, no podemos evitar el temor. El amor perfectodestierra el temor, pero no hemos llegado hasta ahí; es un gran peligroquerer ser liberado de todo temor de otro modo que por el amor perfecto.

Mientras tanto, cultivemos el coraje de tener miedo.La sangre de Cristo es todopoderosa; no se puede invocar el nombre deJesús sin ser salvado; pedid y recibiréis: todo esto es infalible, es una roca.Pero nosotros tenemos la tentación de correr detrás de otra cosa. Cuandoalguien se agarra a un salvavidas y se le obliga a soltarlo, tiene forzosa-mente un momento de pánico. Cuando se nos habla en verdad del miste-rio de salvación, se nos obliga a soltar nuestros salvavidas. Entoncestenemos miedo, y no queriendo tener miedo, acusamos a los que nos ha-blan de jansenismo, de integrismo, etc. Y, de este modo, huimos de laverdadera seguridad: quienes acarician las ilusiones no están seguros.Cuando se tiene el peso abrumador de anunciar la Palabra de Dios, hayque decir, a pesar de todo, a estos ciegos: «Vuestro bote salvavidas haceagua: ¡subid a la barca de Cristo! Se os ofrece la salvación, no tenéis másque tomarla. Venid, comprad gratis», etc.Por ejemplo, es peligroso hacer promesas como: «Daría mi vida por Ti.»Si uno se apoya en la generosidad que ha dictado esta promesa, no seapoya en Dios solo. No es un peligro mortal, pero es un asidero ofrecido

a Satanás para que nos desvíe de la misericordia. Ciertamente, Dios venuestra buena voluntad, el pequeño grano de confianza verdadera ocultadetrás de esta ilusión, pero, al mismo tiempo, está impaciente por liberar-la de sus trabas. Él quiere que nosotros podamos decir: Es la confianza ynada más que la confianza… Así, pues, comprendamos de dónde vienennuestros fracasos y nuestras dificultades* es la impaciencia de Dios, quequiere vernos llegar a la verdadera confianza.Hablamos de construir un mundo mejor. Pero ¿dónde estaría el interés

de un mundo llamado cristiano, que no reposase sobre la confianza másloca en la misericordia de Dios? No suspiramos bastante por la Jerusalén

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celeste, no creemos bastante en ella, por eso nos conformamos con laesperanza intermedia de una humanidad mejor.Importa comprender el error que anima esta esperanza. Según este opti-mismo (que se hace pasar por la esperanza cristiana), si tomamos el mun-do actual con las fuerzas que lo trabajan desde ahora - — comprendido,

por supuesto, el fermento evangélico — , pues bien, en sí, intrínsecamente,con el auxilio ordinario de Dios, este mundo será salvado; la humanidadse orienta hacia un equilibrio saludable, a través de las crisis, sin duda,pero el proceso es seguro y se le puede otorgar confianza. ¿No es estoconfiar en el germen del Reino con su poder de crecimiento? ¿No es laesperanza cristiana?Si se contempla ese germen como el fruto del amor de Dios hacia noso-tros, si se le añade la intención divina de salvarnos, entonces es verdad,

permaneciendo gratuito y no infalible para todos. Pero si se consideraeste germen en sí mismo, en su fragilidad fundamental entregada sindefensa a la libertad humana, entonces es un error grave contar única-mente con él: eso querría decir que el mundo no tiene necesidad para sersalvado de una intervención nueva y extrínseca de Dios… Cuando el imperio de Satanás se desencadena — y cada vez que se desen-cadena — , es necesario un nuevo auxilio de Dios: «Satanás ha exigidocribaros como al trigo.» Los que comprenden esto piden auxilio, buscanel rostro de Dios y, a fuerza de suplicar, lo encuentran. Los que, por elcontrario, se dejan ilusionar por el optimismo no son empujados por laangustia a buscar el rostro de Cristo. Resultado: el encuentro con Diosno tiene lugar, porque se pierde la costumbre de pedir auxilio.Esto es verdad para la historia del mundo y lo es asimismo para la histo-ria de cada uno. «Pedid y recibiréis…», ¡pero la nuestra no está inscritaen la petición! La primera cosa que Dios espera, es que se pida auxilio, esla «oración de Jesús» de los orientales: « ¡Jesús, ten piedad de mí, que soypecador!»

Veis, es sencillo, terriblemente sencillo. Terriblemente, en dos sentidos.En primer lugar, porque hay que tomarlo o dejarlo. O todo o nada. Loabsoluto es terrible para nosotros, porque tenemos tendencia a buscarintermediarios entre lo mejor y lo peor, la desgracia eterna y la vidaeterna (3).Terriblemente también, porque la confianza que nos salva es penosa parala naturaleza humana: esta sencillez de Dios nos crucifica, nos inflige lamuerte…  y la resurrección, que pasa por la muerte y por el coraje de

tener miedo.

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DECIMOTERCERA VARIACION. LA FIESTA DE LOS

LOCOS

Cuando se comienza a comprender y a practicar lo que he dicho, Dios noslleva a otra parte y nos invita a contemplarle a El y a su amor por noso-

tros. Intentar hablar de ello es exponerse a llegar a un callejón sin salida,es decir, al silencio. ¿Cómo atreverse a hablar de Dios? Toda palabra,como toda música, es finalmente una invitación al silencio. Las más her-mosas meditaciones deben desembocar en la adoración de lo que es in-comprensible e inefable.Mientras se hable de cosas humanas, como aquellas de las que hemoshablado, se puede creer en la importancia de lo que se dice; pero tratán-dose de Dios, lo interesante es lo que no se dice, lo que no se ve, lo que

no se sabe… Esta zona impensable no es objeto de reflexión, sino de con-templación; una especie de interrogante, de prolongado grito silencioso:Dios mío, ¿quién eres Tú? O bien: ¿Qué será de los pecadores?Habría que hablar de Dios como han hecho los Padres de la Iglesia, paraque valga la pena. Pero ellos mismos se apresuraban a olvidar sus máshermosas meditaciones, pues sus miradas estaban fijas en otra parte, yprecisamente por eso decían cosas tan hermosas.A propósito de la Palabra que lleva al silencio: nunca comprendemos

suficientemente que la Palabra de Dios es una frase pronunciada por al-guien, que sale viva de su boca en un momento preciso: dicho de otromodo, un acontecimiento. Por ejemplo, Et nos dice: «¡Ven!»…, o «¿Quie-res?»… Dos palabras así de sencillas. No lo dice dentro de diez años, nolo ha dicho en otro tiempo, lo dice hoy; no es algo frío, escrito en un tex-to, es pronunciado por un rostro que nos mira, es el deseo de un corazóna otro corazón.Los protestantes de nuestro siglo han insistido en este punto antes quelos católicos. Pero si lo percibimos sin desembocar en la vida mística, nosquedamos a medio camino. Los únicos que oyen verdaderamente la Pala-bra de Dios son los testigos — esa nube de testigos —  que desde hace dosmil años buscan el rostro de Cristo con la ansiedad del esposo del Cantarde los Cantares.No es que, porque la Revelación está cerrada, Dios ha dejado de hablar.Una ciega anciana evocó un día delante de mí el grito de Jesús sobre lacruz. Y me decía: «Este grito de Jesús es su última palabra; tengo la im-presión de que no ha cesado de resonar en la Iglesia y de que estoy oyén-

dolo siempre.» La Voz del Señor, dicen los Salmos, no cesa, no se la hacecallar. A cada instante nos alcanza, se dirige a nosotros. No es nunca

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colectiva, no se dirige a los hombres en general, llama a cada uno por sunombre.A causa de ello, no hay que hacerse un «programa» demasiado preciso,fundado, digamos, sobre la Palabra de Dios: si esta Palabra es viva, nosabemos nunca lo que nos va a decir. Si pretendemos saberlo de ante-

mano, so pretexto de que «está en el texto», matamos la palabra en nues-tro corazón, y la obligamos prácticamente a callarse.No se sabe definitivamente lo que hay en la Revelación, es un secreto.Dios no puede decir nada más que no se halle ya inscrito en el depósitorevelado, pues la Revelación está cerrada desde la muerte del últimoapóstol. Pero eso no quiere decir que se haya comprendido. La profundi-dad de esta Palabra es infinita, no se mueve, pero está más viva que loque se mueve, puede reservarnos sorpresas. Dios ha dicho todo, pero

como ha dicho cosas eternas cuya profundidad es insondable, es siemprenuevo. Tales palabras, a las que nunca habíamos prestado atención, pue-den atravesarnos. Por ejemplo, hacia el fin de una de las crisis purificado-ras de las que he hablado, se puede descubrir bruscamente el poder depaz contenido en las palabras «si conocieras el don de Dios», o «vosotrosno habéis pedido todavía nada en mi Nombre…». Bruscamente, eso noshiere y nos desgarra: la Palabra viva circula a través de estas palabrascomo la corriente eléctrica a través de un conductor…, y estas palabrasse convierten verdaderamente en el canal entre Dios y nosotros, en el

instrumento de su diálogo. No es el momento, entonces, para frenar elpoder de esta Palabra yendo a buscar otra en la Biblia: hay que escucharsolamente lo que tiene un sentido para nosotros en ese momento. Lapalabra ha venido a ser la Palabra, es decir, la Realidad. Cuando una per-sona nos abre su corazón, cuanto nos dice no son palabras e ideas, sino elpeso de realidad de la persona misma. Entonces, si es Dios, hay que de-

 jarse guiar como un niño por su madre, paso a paso: «La palabra de Dioses viva y eficaz como una espada que penetra en la división del alma y del

espíritu.»LA SANTÍSIMA VIRGEN Y LA PALABRA

Cuando Cristo miró a Pedro después de su traición, era una palabra, erala Palabra: ésta penetró hasta la división del alma de Pedro, desgarró sucorazón. Pedro no intentó entonces evocar el recuerdo de las palabras deJesús, ésta bastaba con creces. Más tarde, cuando le preguntó: «Pedro,¿me amas?», era el momento de escuchar eso, de dejarse trabajar y apaci-guar por esta dulzura, no era el momento de evocar el «¡Aléjate de mí,

Satanás!» Siempre cuando Dios trata de apaciguarnos el demonio intentahacernos oir otras palabras que nos turban y nos agitan. El hecho de queeso nos turbe debería ser suficiente para iluminarnos. Cuando el diablo

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toma una palabra de Dios, ya no es una palabra de Dios, sino una palabrade Satanás, aunque materialmente se encuentre en la Biblia.El antídoto es la santísima Virgen. La santísima Virgen es ante todo unclima: ella nos pone secretamente en ciertas disposiciones. Las palabrasque recibimos son, entonces, sometidas a la prueba de este clima como

una aleación a la luz de los Rayos X, o como el polvo es filtrado por untamiz. Todo lo que es turbio o tenebroso queda infaliblemente eliminadopor este clima. Es así como la santísima Virgen destruye las herejías: nopor medio de definiciones dogmáticas, ex cathedra y desde arriba, sinodesde la base, haciéndonos detectar inmediatamente todo perfume que noes el de Cristo en las doctrinas propuestas.Tal sensibilidad «olfativa» no permite precisar lo que no está bien, nidefinir claramente la verdad que se le opone. Pero es el fermento que

moviliza, como una señal de alarma, la inteligencia del pueblo cristiano yde sus doctores.Una vez más se ve aquí, y sobre todo aquí, la colaboración íntima del

 juicio del hombre y de la intuición femenina. Es el único funcionamientosano de la inteligencia, y la Iglesia no escapa a él. Una idea huele a cha-musquina antes de que se sepa claramente por qué. Si fuera necesarioesperar a saberlo claramente para combatirla, no llegaríamos nunca: nosiempre se tiene la respuesta teológica precisa y adecuada. La Iglesia no

tiene el espíritu de sistema, tiene la intuición de los dogmas antes de de-finirlos.La santísima Virgen puede ayudarnos a ejercer cada uno por nuestracuenta esta infalibilidad de la Iglesia. Si no sois capaces de ser alertadospor una doctrina antes de haber comprendido en qué es peligrosa, habéisperdido un instinto esencial de la fe. No se ve inmediatamente la respues-ta a un sofisma: se siente que es falso mucho antes de saber por qué. Parala palabra de Dios, es lo mismo. A veces sentimos que tal o cual doctrinadesafina y permanecemos desarmados, a veces mucho tiempo, ante laargumentación de los innovadores. La santísima Virgen es el guía, el hilode Ariadna que nos conduce con seguridad durante estos períodos deconfusión.

EL ORDEN SECRETO DE LA REDENCIÓN

Para hablar de Dios, es preciso evocar el misterio de la cruz. Si hay uncampo que no hay que afrontar imprudentemente, es precisamente éste:la cruz es algo divino, es la zarza ardiente prohibida a las miradas huma-

nas. Sólo María puede enseñarnos a mirar la cruz: por eso he propuestoen primer lugar ponerse en su «clima». Ella sola ha sabido mirar la cruz

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sin desfallecimiento y cantar el Magníficat la tarde del Viernes Santo (sila Iglesia lo hace, María lo hizo antes que ella).Ahora bien, ella no lo ha hecho a base de convicciones o de heroísmo.Sólo ella tenía sobre el misterio de la Redención una mirada de una pro-fundidad y de una pureza enteramente divinas, que nosotros podemos

pedirle.Pasión: misterio sagrado, misterio solemne, misterio de bienaventuranza,de amor, de alegría (sed de esta hora), de horror y de pecado, misterio desabiduría… Lugar de encuentro del pecado y de Dios; lugar de victoria.El pecado se despliega sin freno, con libre curso, se desencadena como nolo hará más que al fin del mundo. Y el amor de Dios se ofrece a él sinresistencia, y por ahí se manifiesta y se declara a descubierto él también,y triunfante por esta sola epifanía desarmada. La mirada de María: la

admiración. Sentido de la admiración, fondo del alma cristiana, bajo ydominante fuera de la cual se está fuera del tono de la Iglesia, se desafinay suena falso (jansenismo, estoicismo). El fin de las purificaciones es libe-rar la admiración. Coraje de la admiración frente a la cruz… Pobreza dela admiración frente a todo temor o angustia personal. El cristiano recibede la Iglesia el alma misma del sufrimiento de Cristo que descansa en laadmiración de la visión, renuncia a todo miedo, angustia y sufrimientosuyos, no sabe cómo su corazón debe vibrar frente a la cruz, cómo dosifi-car en él y conciliar el amor, la alegría, el horror, la compasión, la acción

de gracias, la contrición, la paz, la adoración. Abandona todo eso en elcorazón de aquella que supo vibrar perfectamente al unísono con Dios.Ella le enseña a dejarse adoctrinar, a través de la liturgia, por el EspírituSanto, que es quien ha sabido concordar, conciliar, al ritmo mismo de laTrinidad bienaventurada, el alma de la Iglesia, de María y del mismoCristo.Es la admiración la que nos introduce en esta actitud infinitamente flexi-ble y pobre: consideravi opera tua et expavi . Aquí, menos que nunca, nada

de artificios, no nos forjemos una actitud, no insistamos en una emociónmás que en otra, dejémonos inclinar y mecer del dolor a Ja alegría en elseno de la paz de Cristo que sobrepasa todo sentimiento.María ha debido ser salvada por la sangre de Cristo como los demásmiembros de la familia humana. Sólo que ella ha sido salvada de una ma-nera más maravillosa y perfecta… antes de contraer el pecado. Pero hasido salvada de un peligro real… y el único peligro real es el del infierno,de que hemos hablado; creedme que ella lo sabía mucho mejor que noso-tros.Teresa del Niño Jesús estaba muy sorprendida por las palabras de Cristo«Aquel a quien se perdona menos, ama menos.» Se repetía en torno a ella

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que los buenos cristianos no llegan nunca a amar a Dios tan locamentecomo los convertidos. Ella no podía aceptar amar menos, y al mismotiempo sentía que era verdad, que era necesario ser perdonada de muchopara amar mucho. Entonces encontró la respuesta en su corazón: «Diosme ha perdonado mucho más aún que a los pecadores… puesto que me

ha preservado»…, lo que es el colmo de la curación.Es exactamente lo que sentía María: a ella Dios le había perdonado más,ella le costó más caro a Jesucristo. María es una perdonada, más que Ma-ría Magdalena. Cuando se miraban, lo hacían como dos perdonadas quese comprenden, pues se veían sacadas del mismo abismo. Una y otra de-rramaron las mismas lágrimas sobre los pecados de María Magdalena,pues la contrición de esta última no contemplaba sus faltas: contemplabael corazón de Cristo herido por ellas y la compasión de María miraba almismo corazón de Cristo, ella derramaba las mismas lágrimas que MaríaMagdalena, por no amar al Amor.He aquí lo que significa la solidaridad en el pecado: nosotros somos cul-pables de todo para todos, porque el amor nos empuja a querer esta soli-daridad (que es, por otra parte, real, porque Dios lo ha querido tam-bién…, pero por amor). La caridad fraterna debería ser un esfuerzo porprolongar entre nosotros el diálogo silencioso de la santísima Virgen yde María Magdalena, viniendo a ser finalmente más humildes y másaplastados por el peso de la misericordia los que tienen menos pecados

que los que han pecado mucho. No es abrumador, es magnífico para elque ama. Como decía el starets de Los hermanos Karamazov, si todos locomprendiesen, sería el paraíso en la tierra. Nosotros seríamos liberadosde nuestros complejos y de nuestros escrúpulos por la alegría del amorque asume el pecado de los otros. Y es muy cierto que si cada uno denosotros fuese mejor, el mundo entero sería mejor. El peor de los pecadoses querer ponerse aparte del pecado: tal es la definición del fariseísmo.Cuando se acepta comprender eso, se entra en el orden del amor… y la

alegría estalla en nosotros.El amor de Dios ha querido que no seamos más que uno solo, una solafamilia comparable a un solo cuerpo, donde cada uno debe sobrellevar elpeso de la miseria y del pecado de los otros. Esta solidaridad nos encierraen la desobediencia y parece volvernos incapaces de acceder a Dios.La puerta está cerrada, los hombres no tienen derecho a pasar…  ¡Peropasan, a pesar de todo!Los alquimistas de la Edad Media, cuya tradición no está extinguida,

buscaban conquistar Ja piedra filosofal, la piedra que da la sabiduría: di-cho de otro modo, el fruto del árbol de la ciencia del Bien y del Mal, elsecreto del universo. Los alquimistas comprendieron que para volver a

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encontrar este secreto deberíamos sufrir nosotros mismos un cierto nú-mero de «transmutaciones», buscar la pureza, practicar una ascesis, sufriruna iniciación. Sus esfuerzos se parecen a la búsqueda del tesoro de uncastillo… La búsqueda del Graal, en el fondo la del Edén. Los iniciadosbuscan penetrar en este lugar, encontrar la puerta. Pero hay centenares

de puertas diferentes y una sola es la buena. Y si por casualidad se laencuentra, se choca todavía con el guardián del umbral (el dragón detodas estas historias, el ángel con la espada de fuego… o el mismo Sata-nás) que dice: «¡No pasaréis!»Es, en efecto, la situación del género humano frente a la sabiduría y lasalvación; la conquista parece apasionante, los recursos del universo ili-mitados. Pero hay un momento en que los más sabios se dan con la puer-ta en las narices… 

Y, sin embargo, nosotros pasamos…, no los alquimistas, ni los filósofos,al menos como tales, sino los cristianos. A los ojos de Satanás, es un des-orden, un escándalo y una injusticia. Es que, en efecto, ahí se trata de unorden superior, rigurosamente sobrenatural, del que el demonio no puedecomprender nada; y un orden superior que no se comprende, es un es-cándalo.Este orden superior es el de la Redención. Es un orden (cf 1 Cor 1,18-31),porque es una sabiduría «desconocida para los gentiles y para los judíos»,la sabiduría del amor. La piedra angular de este orden es la caridad…, yla caridad (quiero decir la amistad trinitaria) es Dios, el secreto de Diosen lo que él tiene de más impenetrable.

VOLVERSE LOCO PARA COMPRENDER

Por consiguiente, mientras no veamos a Dios, no podemos comprender elorden de la Redención. ¿Qué hacer entonces para vivir de ella? La únicasalida es tener con Dios una cierta connaturalidad, una cierta afinidad,que nos hace cómplices de las costumbres divinas, en particular del mis-

terio de la cruz. Cuando nos parecemos a alguien, adivinamos fácilmentelo que va a hacer, tenemos el instinto de su comportamiento: es precisa-mente lo que se llama «comprender».Lo mismo aquí. La Redención es el misterio de un amor infinito, y Sata-nás no puede comprenderlo, porque no ama. La historia del mundo es uninmenso caos secretamente dominado por un orden superior. Ojos noiluminados por la fe y la caridad no pueden ver en el mundo más quecaos… O, de lo contrario se mecen en ilusiones. También a nosotros, que,

sin embargo, tenemos fe y caridad, el orden de la Redención nos pareceimpenetrable. Pero los santos tienen el presentimiento de esta sabiduríaporque lo ven todo a la luz de la caridad.

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Para descubrir el orden de un bosque, hay que encontrar un cierto puntodonde los árboles aparezcan alineados. Mientras no se encuentre esepunto, los árboles se presentan en desorden. Igualmente, es preciso en-contrar el punto central de la historia del mundo para contemplar la sa-biduría invisible que lo gobierna: este punto central es la cruz.

Inversamente, la cruz nos lleva a la sabiduría. No a la sabiduría humana,sino a la de Dios, «que no ha subido al corazón del hombre». Esta sabidu-ría sube al corazón de los santos, desde el momento en que arden en elfuego de la caridad.Hay que distinguir, pues, entre la fe y la caridad. La fe permite adherirseal misterio de la cruz, pero sin comprender nada de él, un poco a la mane-ra de los apóstoles: de ahí nuestro escándalo. Hay siempre un cierto es-cándalo en nosotros ante los sufrimientos humanos; intentamos superarlo

haciendo actos de fe, creyendo con todas nuestras fuerzas que a través delmisterio de la cruz, de generación en generación, Dios persigue un ordensuperior. Creemos en este orden, pero no lo saboreamos…, por eso nosresulta duro.Por el contrario, cuando la caridad es ardiente, nos hacepresentir y saborear algo de la sabiduría de amor que inspira la Reden-ción. Desde que entramos en el orden de la caridad, nos hacemos ininte-ligibles y como invisibles a los ojos de Satanás. Mientras el demonio pue-de vernos, él es el más fuerte: Dios le ha dado un poder tal que a todacriatura cuyos actos ve y comprende, puede impedirla pasar. Pero cada

vez que hacemos un acto de caridad o de humildad sobrenatural, entra-mos en la cuarta dimensión; desaparecemos literalmente de sus ojos, nosconvertimos en el hombre invisible, tan misterioso como Dios mismo…,pues somos transportados a la inaccesible Trinidad.Este desvanecimiento en la cuarta dimensión es rigurosamente la únicamanera de escapar del demonio. Tal es la significación profunda del ins-tinto permanente que empuja a los cristianos a refugiarse «bajo el mantode la santísima Virgen»…, es decir, en el orden invisible de la caridad.

Este amor no viene de nuestro corazón: es la columna de fuego que almismo tiempo es la columna de nube en la que nos sumergimos paradesaparecer. Cuando entramos en un monasterio ferviente (los hay toda-vía), tenemos la impresión de «sumergirnos en la oración» como nossumergimos en el agua o en la niebla. No hay que hacer esfuerzos paraorar, la oración está ahí, ante nuestros ojos, casi palpable, no hay más queentrar dentro» perderse y disolverse en ella. Es todavía el sentido delescudo de la fe de que habla san Pablo: el mundo invisible nos protege deldemonio, como las iglesias de la Edad Media ofrecían el refugio del dere-

cho de asilo a los hombres acosados.

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De este modo, la caridad nos hace presentir el sentido de las verdadesque la fe nos enseña. La fe dice que Dios quiere salvarnos porque nosama. Ahora bien, El nos ama, no porque nosotros seamos-amables, sinoporque El es el Amor y no sabe hacer otra cosa que amar. Si esta palabra«amar» la comprendemos de una manera natural, en el sentido de que el

amor es una cosa humana, no es suficiente en absoluto para hacernospenetrar en el misterio de la cruz. Aquí espreciso hacer intervenir un amor infinito, excesivo, que es la caridad:para amar a seres como nosotros, tan odiosos como nosotros al fin y alcabo (como lo entiende muy bien la literatura de la desesperación), hayque ser verdaderamente Dios. Para comprender la misericordia, hay quehaberla recibido ya un poco, tener ya una pequeña gota de esta locura quecondujo a Jesús hacia la cruz: solamente así la Redención nos aparecerácomo un orden.Para los que se quedan en la sabiduría humana, en cuanto la cruz aparece,nada va bien. Hay una sabiduría inspirada en el budismo que seduce amuchos cristianos, y puede resumirse así: comprenderlo todo, amarlotodo…  ¡No comprenderéis a Jesús crucificado con eso! Nosotros predi-camos la locura de Dios, más sabia que la sabiduría del mundo. Los quebuscan atenuar y endulzar el escándalo del Evangelio, se ven obligados avaciar la cruz. Intentando que acepten el cristianismo hombres a quienesel Padre no atrae, se parecen a un guía que mostrase una iglesia teniendo

mucho cuidado de desviar la mirada de la gente cada vez que pasan de-lante de un crucifijo… Cuando se trata de la cruz, la meditación teológica no sirve de nada.Dios, en efecto, habría podido salvarnos de otro modo. ¿Cómo compren-der por la teología que El no quisiera saber de nadie más que de Jesús, yJesús crucificado?Esta locura — o sabiduría —  incomprensible puede ser presentida por losherederos de la naturaleza divina, y sólo por ellos, pues ellos heredan al

mismo tiempo la inclinación de Dios hacia a cruz. Dios ha t sido atraídopor la cruz. No sé por qué, pero puedo presentirlo: la Trinidad ha amadoa Jesús crucificado desde toda la eternidad. Para vislumbrar un secretosemejante, hay que parecerse a Dios que ha amado una cosa semejante.Es Dios quien nos hará comprender la cruz» y no la cruz quien nos harácomprender a Dios; al contrario, la cruz nos descubre el aspecto másincomprensible de Dios y no lo explica, nos impone su vista, nos hacepadecer el escándalo de la misericordia.

Cuando esta misericordia difunde su locura en el corazón de los santos, lacruz cesa de ser un escándalo… y hace exclamar a san Andrés:

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Oh cruz inenarrable, oh cruz inestimable, oh cruz que resplandece a tra-vés del mundo, no me dejes andar errante como oveja sin pastor… Ohcruz buena, tanto tiempo deseada, y preparada desde mucho tiempo parami alma que te esperaba, yo vengo a ti alegre y seguro: acógeme de tuparte con alegría, pues he estado siempre enamorado de ti, y he soñado

largo tiempo con abrazarte, oh cruz buena.DECIMOCUARTA VARIACION. LOS TRES SUFRI-

MIENTOS

Acerquémonos temblando al misterio del sufrimiento de Cristo. Digobien el misterio del sufrimiento, y no el sufrimiento a secas. Mientras sees capaz de resistir, de hacer frente al sufrimiento, no se conoce el miste-rio del sufrimiento, no se ha entrado en el monasterio del dolor. Este

comienza precisamente en el momento en que ya no se soporta el choque,o toma proporciones de agonía y de muerte.Es importante desde el punto de vista de la caridad fraterna, pues nuncase puede saber con certeza si alguien está comprometido en el misteriodel sufrimiento o si no lo está. Ahora bien, hay un abismo entre la filoso-fía que uno puede hacerse antes de penetrar en este monasterio, y lo quequeda después. Por más que amemos a Jesucristo con todo nuestro cora-zón, nuestra concepción de la vida no puede ser la misma en los dos ca-

sos, a no ser que el mismo Jesús nos atraiga hacia la contemplación de lacruz.Los que no han penetrado en el misterio del sufrimiento, estiman que sepuede y se debe hacerle frente. Los que han entrado ven bien que no sepuede hacerle frente; entonces, todo lo más que podemos hacer es suge-rirles las consolaciones de los amigos de Job. Prestad atención a esto: hayque saber, al menos teóricamente, que no es fácil juzgar a los demás, yque no tenemos derecho a ello.

Un sacerdote depresivo había abandonado la misa un día en el momentodel ofertorio: «Mi párroco no está contento  — me decía — , pero si él ex-perimentase solamente durante cinco minutos lo que yo experimentodesde hace meses, ¡vería!» Quizá exageraba, pero tal vez no. Había sinduda un abismo entre el estado de ánimo del párroco y el de su vicario,que comportaba ciertamente pecados, pero también un misterio.En el fondo, cuando un hombre nos da la sensación de haber llegado a esepunto, aun cuando sea manifiestamente culpable hasta el punto de quehaya que resistirle sin manifestar compasión (porque la mayoría de las

veces eso no sirve para nada), siempre es posible hacer una cosa: proster-narse interiormente ante el misterio de su sufrimiento como ante algoque nos sobrepasa y que no es del mundo en el que se vive.

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Si tenemos esta actitud interior, nos arriesgaremos menos a descuidar laspequeñas cosas que se pueden hacer. Una simple sonrisa, una mirada queparece decir «Sí, lo sé»: el misterio del sufrimiento es un misterio delabandono… El humanismo no favorece mucho este desarrollo privilegiado de la cari-

dad fraterna: al rechazar lo que es sobre-humano, rechaza también elmisterio del sufrimiento. Los que se hallan sumergidos en él, están a ve-ces en regiones más inaccesibles que si hicieran un viaje al planeta Marte.Desde que la situación de los demás sobrepasa nuestras dimensionesordinarias, estamos de mal humor y somos crueles para Dios, cuyo cora-zón sufre en los miembros del Cuerpo místico.La caridad fraterna es como el resto: no es de este mundo, y los que sonde este mundo no pueden practicarla verdaderamente.

Dicho esto, no nos creamos demasiado aprisa comprometidos en el miste-rio del sufrimiento: no canonicemos lo que nos sucede. Si hay la menorduda, es que no hemos llegado todavía… Se podría distinguir de entre nuestros sufrimientos los que implican co-mo una anticipación, o una participación en la psicología del infierno, odel purgatorio, o bien del cielo: un abismo las separa.Lo que podríamos llamar los sufrimientos del cielo son los sufrimientosde la cruz. La agonía de Cristo implicaba la invasión de su ser por la ale-

gría del cielo, pues es el amor de Dios quien fue crucificado en su Perso-na, y este amor es esencialmente alegría, bienaventuranza, dulzura infini-ta… Los sufrimientos del cielo no penetran nunca hasta la región másíntima del alma, aquella donde reina la paz de Dios. Esta región no está,sin embargo, preservada del sufrimiento: está simplemente más allá delsufrimiento… como Dios mismo.Eso no quiere decir que Cristo haya sufrido menos. Por el contrario, su-fría más, padeciendo el combate entre la dulzura divina y las tinieblas del

infierno: tal es, en el fondo, la cruz. El sufrimiento es un misterio espiri-tual; aumenta con la sensibilidad. Cuanto más saboreaba Cristo la dichade Dios, más sufría al experimentar en su corazón la desgracia de loshombres que rechazan tal amor.

CRUCIFICADOS POR LA ALEGRÍA

Teresa del Niño Jesús ha conocido algo de eso. La santísima Virgen y lossantos estaban sumergidos en la unción del Espíritu Santo, más allá delsufrimiento; sólo que esta misma paz es fuente de suplicio para las regio-

nes inferiores, pues ella mantiene el sentido de esta alegría dificultada porlos asaltos del demonio y sus secuaces. Se ha dicho a menudo: es el Tabory el Calvario a la vez. Los santos sufren tanto más cuanto más dichosos

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son, se puede decir que son crucificados por la alegría y que mueren dealegría… Tal muerte es a veces terrible: se tiene la impresión de que el sufrimientolo invade todo. Es que, en efecto, la paz de Dios supera verdaderamentetodo sentimiento humano, y no hay que extrañarse de que sea impercep-

tible, tanto más imperceptible cuanto más pura… Eso explica por qué ciertas personas muy sencillas están impregnadas deDios sin darse cuenta de ello. Ponen su vida tranquilamente al servicio delos demás, siempre pacientes, siempre en la alegría. Se las cita comoejemplo al decir: «Ya veis que no hay necesidad de ser un místico paraser un santo.» Pero, precisamente, éstos son místicos. No lo sabemos yellos mismos no lo saben, porque no son más que eso. Para darse cuentade que se es místico, es necesaria una cultura y una luz más o menos ca-

rismática.El sabor de Dios es tan impensable como Dios mismo. Lo que los santosexperimentan es, pues, impensable y está más allá de todo sabor. Eso sellama alegría, si se quiere, pero se la podría también llamar no-alegría-Ángela de Foligno dice, por ejemplo: «Yo he sido introducida en Dios yhe sido hecha el No-Amor, habiendo perdido el amor que arrastraba has-ta entonces.»Dicho de otra manera, la presencia de Dios en sí no se deja bautizar con

ningún nombre: nos pone en paz sin que lo sepamos. Para decir: «tengola alegría en el fondo de mi alma», es preciso que la alegría resuene unpoco en las potencias inferiores. Si no resonase, la tendrías sin saberlo. Eslo que se llama la alegría no sentida, tan profunda que se confunde con elsilencio.Los santos sufren de alegría: la alegría les hace daño, porque está en pri-sión. Son los torrentes de amor de la Trinidad, quisieran esparcirse yestán comprimidos, oprimidos por el pecado del mundo y del individuomismo.Nosotros no comprendemos esto desde ningún punto de vista. Cuando sealababa el coraje y la generosidad de Teresa del Niño Jesús, ella respon-día sencillamente: «No es eso…»No, no es cuestión de coraje, de fuerza y de generosidad. La generosidadentra en juego, por el con-' trario, en el momento en que la cosa marchabien, cuando Dios nos propone algo: decir Sí o No. No es frente a la cruzdonde va a jugarse nuestro destino, pues cuando estemos ante el misteriode la cruz, aquél se habrá ya jugado. Nuestro destino se juega a propósito

del misterio de Dios: ¿abrimos la puerta a su amor, sí o no?

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Dios ha dado suficientes pruebas de su misericordia para que no tenga-mos nada que temer de nuestra debilidad, y temamos en cambio de nues-tra dureza de corazón. Nos preguntamos: ¿Cómo hacen los santos parasoportar? Ellos no soportan. Lo que llamamos «soportar» es reaccionarcontra el sufrimiento, rechazar acogerlo con pleno corazón porque va a

descomponer todo y a hacernos morir. Soportar el sufrimiento es lucharcontra esta descomposición… El secreto de los santos está precisamenteen no luchar: en acoger sin defenderse y dejarse descomponer.Alguien me decía a propósito de un sufrimiento físico: «No se puedecomparar con ninguno de los sufrimientos conocidos. Con los peoressufrimientos puedes todavía ser hombre, mientras que con eso, no sepuede ya ser hombre.» En el fondo, lo que se llama soportar el sufrimien-to es intentar permanecer siendo hombre bajo sus golpes. Es justamentelo que los santos y Cristo no han intentado hacer, porque no sentían ne-cesidad de intentar seguir siendo hombres; en una palabra, no teníannada que temer. Podían abandonarlo todo, porque tenían la unción delEspíritu Santo. Cuanto menos se lucha, más nos penetra esta unción, quees estable, pues es Dios mismo…, es el Ser. Entonces no hay necesidad depreocuparse: «¡Entrad, entrad!»Lo que ocurre es que nosotros no sabemos hacer ese movimiento. Cree-mos que no llegaremos a ello a causa del sufrimiento mismo y del miedoque nos causa. Pero no es verdad: lo que nos impide hacer este movi-

miento es que no estamos en estado de oblación. No hay que confundir elmiedo del sufrimiento y el rechazo del sufrimiento. El rechazo es un ce-rrar el corazón, el cual rechaza también entonces la alegría, la vida, ladicha… porque sería necesario darse. El rechazo del sufrimiento es unarebelión, que puede muy bien ejercerse aun cuando no se tenga miedo enabsoluto. Por ejemplo, Pedro rechazó siempre la cruz de Cristo, se opusoa ella violentamente… hasta el momento en que tuvo miedo, traicionó yse desfondó. Ya veis cómo el miedo es menos peligroso que el rechazo… 

Cristo tuvo mucho miedo y, sin embargo, no rechazó nada. Los santostampoco rechazan nada, ni siquiera en el primer movimiento, pues se hanhecho incapaces de esa estrechez y de ese quiste que implica el rechazo.Tienen «el corazón líquido», como decía el Cura de Ars: rechazar es coa-gularse. La carne de Cristo y de los santos se contraía ante el sufrimien-to: su alma gemía, pero no se contraía. Lo que llamamos coraje no se danunca sin una cierta retracción, un esfuerzo por protegerse; mientras queel alma de los santos, habiéndose hecho puramente oblativa permite alsufrimiento penetrar hasta el centro donde encuentra el océano de la

dulzura de Dios… y ellos atraviesan el sufrimiento, escapan a él por ladulzura, sin resistirle.

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Comenzáis quizá a vislumbrar la importancia de nuestro tema inicial:dejaos hacer. A eso nos invita el Espíritu Santo. Mientras se resiste a eso,se resiste a Dios. Imaginar los sufrimientos que han de acaecer- nos es yauna retracción y un rechazo… 

LA PUERTA QUE SE ABRE SOBRE EL ABISMO

Cuando meditamos sobre la cruz, hay que penetrar en el interior paraencontrar allí la unción. Habría que tener un poco menos miedo de lacruz y un poco más de la unción: eso sería más serio. Se ha podido hablarde «la dulzura insoportable de Cristo y de la santísima Virgen al pie de lacruz…». Cristo no resistió, no apretó los dientes, se dejó desarmar porcompleto. Cuando se asoman los ojos sobre el abismo de esta dulzura, esmucho más vertiginoso y terrible que la misma cruz…, pero es un vérti-go que atrae.Existe una atracción hacia la cruz: ella es la puerta que se abre sobre elvértigo del amor. Se puede meditar sobre esto toda una vida… La fecundidad apostólica es precisamente la descomposición de la cruzacogida sin resistencia («Si el grano no muere»). La dulzura de Dios esredentora y nada más: primero en Cristo y después en los que completanlo que falta a la Pasión de Cristo. Lo demás no es fecundidad: es el traba-

 jo del servidor cuyas obras son bendecidas o no lo son según vengan o node la dulzura de Dios. En esta dulzura nos hacemos verdaderamente pa-dre y madre en el sentido espiritual.Resumiendo, se puede distinguir:1. La actividad desplegada al servicio de Dios para el bien de los hom-bres: es el apostolado en sentido amplio.2. El carisma concedido a algunos para expresar lo que contemplan ypermitir a su contemplación sobreabundar en fecundidad gratuita. Estoscantan gratuitamente, por la alegría de cantar… y su alabanza es asumi-da por la gracia de Dios que la hace fecunda y la utiliza como instrumen-to de conversión o de edificación de los hombres.3. El sufrimiento redentor: es también otro canto, el más divino y el másfecundo de todos… 

LOS SUFRIMIENTOS DEL INFIERNO

Mientras el sufrimiento siga siendo nuestro sufrimiento (y no el de Cris-to reflejado en nosotros), no es redentor. ¡Quiera Dios que sea, al menos,purificador! Pues existen también los sufrimientos del infierno, que noso-tros conocemos en la medida en que pecamos. Son inherentes al pecadocomo tal: «Te es duro resistir contra el aguijón.»

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Este sufrimiento es a menudo atenuado aquí abajo por nuestra falta delucidez, voluntaria o involuntaria: aparece, pues, sobre todo en los que serebelan o desesperan conscientemente. El sufrimiento no es bueno: nopodemos apiadarnos, ni siquiera mirarlo. Si lo miramos, el demonio pue-de despertar en nosotros el temor y hacernos creer que Dios puede en-

viárnoslo. Entonces tendremos la impresión de ser incapaces de soportar-lo, lo cual es perfectamente verdad: en primer lugar, porque no podemossoportar nada antes de que Dios lo envíe realmente, luego y sobre todo,porque Dios no puede nunca «enviar» tal sufrimiento. Lo permite comopermite el pecado, pero no lo quiere de ninguna manera para sus hijos. Elsufrimiento del pecado presenta un rostro intolerable e indignante, preci-samente porque viene de la rebelión misma. Hay que desconfiar de lasdescripciones que hacen algunos de su sufrimiento; hacen de él una mon-taña tal, que la esperanza parece imposible en su caso. Y así es de hecho:pero precisamente porque se niegan a esperar. Existe una compasiónnatural que es buena cosa en sí, pero que puede extraviarnos. Si sentís envosotros tesoros de compasión inutilizados, volveos hacia Cristo: ahípodéis ir, vuestra compasión no será nunca excesiva. Los sufrimientos deCristo son los únicos que merecen absolutamente nuestra compasión. Enel fondo, nuestro mayor sufrimiento es el rechazo de sufrir: los santosestán libres de ese sufrimiento.Cristo sufrió más que ningún hombre, pero permaneció en la paz. Si al-

guien intenta justificar su ausencia de paz por el peso de sus tormentos, sios dice: «¡No sabéis lo que es esto!», habéis de responder en el fondo devosotros mismos: «No, no lo sé, y no quiero saberlo, porque no debo.»Entrar en el juego de tales palabras, no es ofrecer la misericordia al nau-fragado, sino comenzar a naufragar con él.No se trata de juzgar a los otros, sino de resistir a las tinieblas que losoprimen. Hay que contemplar el fondo de su alma, pero sin detenerse entorno a sus tinieblas. Estamos en peligro desde el momento en que nos

detenemos como la mujer de Lot: no hay que mirar hacia atrás.No juzgar no es excusar una conducta inexcusable. No juzgar es ignorar,pasar de largo, cerrar los ojos. Debemos saber que nuestros hermanosson amados por Dios, pero no hay que romperse la cabeza para hallarbuena una acción mala. Hay que aceptar incluso sufrir profundamentecuando se teme (sin juzgar) que alguien repugna al Espíritu Santo y queparece rechazar la luz. No digamos entonces: «Sus intenciones son quizálimpias.» Hay que cerrar los ojos y pensar que son amigos de Dios, lo quedebe bastarnos para «amar a Jesús en su corazón», como dice Teresa.

Si no conseguimos ser benévolos con nuestros hermanos (con tal her-mano), el primer acto de caridad que debemos practicar con ellos es el de

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no mirarlos… o el de mirarlos con los ojos de la fe, es decir, mirar a Jesússolo. Eso es muy importante, pues si caéis en una historia tenebrosa, nosaldréis nunca de ella:os encontraréis en la turbación y en la confusión. Para dejarse turbar, noes necesario estar de acuerdo con Satanás, con el mal: basta con mirar.

Satanás no tiene necesidad de darnos convicciones falsas, le basta sacudirnuestro juicio para hacernos perder el equilibrio. La simple mirada sobrelas tinieblas basta para ello, aunque se diga: ¡esto son tinieblas!Podría ilustrar esto con hechos precisos. Me ha sucedido escapar justa-mente a un asunto de este género. Al principio, creía deber ocuparme deello, pero pronto tuve la certeza de que nunca vería claro allí. Me dije: «Siesta luz me es inaccesible, es que debo poder vivir sin ella, sin conocer larespuesta a ciertas preguntas.» Me di cuenta entonces de que, en efecto,

yo no tenía necesidad de esas respuestas: bastaba con cerrar los ojos unpoco más radicalmente.Tengamos la prudencia de la serpiente: no saber más que lo que estamosabsolutamente obligados a saber. Temer por saber demasiado, temblarpor saber demasiado. No añadáis ni un miligramo a lo que vuestro deberos exige conocer y saber. Es preciso avanzar en la noche de la fe con laprudencia de la serpiente.Para volver a la compasión, el demonio puede hacernos contemplar su-

frimientos malos. Hay que prestar ayuda a todo sufrimiento, pero eso noquiere decir contemplar; la verdadera compasión consiste a menudo enpedir a Dios que conceda a estos hombres la gracia de comprender.

EL PURGATORIO

Acabamos de evocar los sufrimientos del infierno, nos queda por hablarde los del purgatorio o de laspurificaciones pasivas. En estos sufrimientoshay todavía un cierto rechazo de sufrir, por lo que se asemejan a los delinfierno: el hombre viejo reacciona aún, se defiende contra la muerte.

Nuestro corazón no está completamente fundido y dilatado, guarda unacierta contracción, no sabemos todavía atravesar el sufrimiento sin mi-rarlo.Pero esta agonía está alimentada en el fondo por el progreso mismo delamor de Dios. A causa de ello, estos sufrimientos se asemejan a los delcielo: en menos profundidad, porque nos protegemos contra ellos; en másaspereza y más desesperación, por la misma razón. Se parece algo a unsufrimiento de alegría, pero una alegría que no puede estallar completa-

mente, porque no conseguimos acoger con pleno corazón ni la alegría niel dolor. Ni uno ni otro llegan a tomar plenamente posesión de nuestroser: y eso mismo es el sufrimiento original del purgatorio. No podemos

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suprimirlo a nuestro antojo, lo mismo que la contracción que lo causa.Hay que esperar que todo esté consumado.A medida que el tratamiento avanza, se aprende a contemplarse cada vezmenos. Incluso los sufrimientos del purgatorio son peligrosos de con-templar. Repito, solamente los sufrimientos de Cristo y de María deben

ser contemplados en plenitud.El sufrimiento de María (la compasión) puede ser contemplado sin peli-gro, porque no ensombrece el sufrimiento de Cristo. El sufrimiento deMaría no era el suyo, como la doctrina de Cristo no era la suya, sino ladel Padre.

DECIMOQUINTA VARIACION. EN LAS PROFUNDI-

DADES DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Terminaré con estas palabras: «No temáis, pequeño rebaño, pues quiso elPadre daros el Reino.» Quisiera eliminar toda inquietud del espíritu dellector, para dejarle con esta certeza; la certeza que merece precisamentetodo lo que hemos dicho, porque no es una certeza humana, sino de arri-ba.Humanamente, podemos preguntarnos siempre si formamos parte delpequeño rebaño, y en este plano no hay respuesta; pero Dios nos ofreceuna certeza que no es de este mundo, si queremos dejarnos hacer y per-

mitirle que nos introduzca en la «nube de lo desconocido». En ese mo-mento, incluso la cuestión de saber dónde estamos no nos interesará más:estamos en una seguridad más profunda que toda certeza, la que brota dela esperanza, una certeza del corazón.Siempre es el demonio quien pregunta: «¿Estás seguro de formar partedel pequeño rebaño?» Exactamente, en el fondo, la cuestión planteada aJuana de Arco, y la respuesta es la misma, es la confianza: «Si estoy den-tro, que Dios me guarde; si no estoy dentro, que Dios me introduzca.»

He dicho que la confianza debe ser lo bastante profunda como para noexigir garantías. Cuando el demonio nos sopla: «¿Qué garantía tienes?» ynosotros respondemos: «¡Ninguna!, pero no la necesito, no exijo ningunagarantía», es como si lanzásemos una flecha al corazón de Dios: desde elmomento que oye eso, precipita en nosotros el peso de las gracias que noconsigue derramar en otra parte.Cuando la santísima Virgen se apareció a Catalina Labouré, le mostró lasgracias saliendo de sus manos en forma de rayos, y también las gracias

que no se reciben, incluso las que los hombres no piensan pedir. Yo acon-sejo pedir «descaradamente» las gracias que los otros no piensan pedir,insistiendo sobre el hecho de que no exigimos ninguna garantía.

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He dicho también que la pobreza consiste precisamente en vivir sin ga-rantía en todos los planos: abandonar lo que pudiera darnos la menorseguridad humana. Queda sumergirse en la seguridad de los pobres quees la seguridad de la santísima Virgen, y pedir todo con una audacia sinlímites. Si no se llega a ello, hay que contemplar al menos esta seguridad

en el corazón de María, que nunca ha tenido garantías y nunca las haquerido. Ella comprendía que la menor petición en ese sentido sería uninsulto a Dios: sólo el hombre viejo pide garantías.Ahora bien, la Virgen estaba en la misma oscuridad que nosotros, la os-curidad de la fe. Ella es el modelo de esta pobreza que no tiene siquiera lacerteza intelectual de ser salvada. Para las dificultades que vienen de laoscuridad de la fe hay, pues, que recurrir a ella, es la única criatura quehaya confiado en Dios hasta ese punto.

Por eso su presencia era indispensable en Pentecostés. Sabéis que hoy sefabrican hornos solares: son espejos parabólicos que concentran los rayosdel sol sobre un foco donde se obtienen fácilmente tres mil grados. Puesbien, en el momento de Pentecostés, María era ese espejo parabólico.María no es el sol, pero atraía los rayos del sol por su confianza.Lo he dicho y repetido, el amor infinito reside en nuestro corazón y te-nemos miedo de arrojarnos a él porque es infinito, y de ahogarnos en élperdiendo todo punto de apoyo. Pues bien: la santísima Virgen es la ins-piradora de la confianza ciega que realiza este movimiento a la perfec-ción, con una flexibilidad sin tacha.Debido a eso, Dios no ha concebido ni realizado nada sobre la tierra sinella… y, sobre todo, Jesucristo. Cristo y su madre constituyen un miste-rio único…, un poco como las tres Personas de la santísima Trinidad sonun solo Dios.En primer lugar, ellos constituyen por sí solos toda la perfección delgénero humano, y esto en dos personas, cada una con un nombre irreem-plazable… Nosotros tendremos en el cielo un nombre único inscrito sobre la piedrablanca del Apocalipsis, que nadie conoce más que el que lo recibe. Cuandose fabrica un instrumento de música, cada elemento contribuye a darle untimbre particular que será el suyo. Igualmente, lo que hacemos y pade-cemos sobre la tierra fabrica en nosotros una determinada tonalidad, un«timbre espiritual» que será el nuestro para toda la eternidad. Hay can-tos que no se pueden hacer oir antes de haber atravesado ciertas pruebas.Nuestras palabras celestes serán el fruto de toda nuestra vida: por ejem-

plo, Dios nos lleva a lo largo de los días a decir un cierto De profundisque no podríamos cantar nunca sin una larga preparación.

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Cada una de estas voces está hecha para entrar en relación con las otras,para «concertar» con ellas de una manera más o menos estrecha segúnlas predestinaciones divinas. No solamente habrá una multitud de voces,sino que la melodía se renovará siempre, no será nunca la misma, aunsiendo la misma. Nuestra sensibilidad tiene miedo de la inmovilidad del

cielo, pues la sed de infinito, en el plano sensible, exige el movimiento.Pues bien, tendremos movimiento, más que en la tierra: en la eternidadde Dios, tendremos el movimiento y la estabilidad.¿Podemos decir que el corazón de Cristo y el de María contienen ellossolos el esplendor de la Jerusalén celestial? En cierto sentido, sí: su diá-logo (que es ya trinitario, puesto que Cristo es el Verbo) expresa todo loque los hombres pueden decir a Dios y decirse entre sí. Cristo es el pri-mogénito de toda criatura y contiene virtualmente la perfección de losfrutos de su fecundidad.

EL ESPLENDOR DE LA VIDA DIVINIZADA

Pero precisamente Cristo está destinado a producir frutos eternos y nopuede decirse fecundo sin esos mismos frutos. Sin duda, la santísima Vir-gen es el fruto por excelencia que asegura la perfección de la fecundidadde Cristo. Pero ella está destinada a ser fecunda a su vez: el diálogo deJesús y María lo dice todo, pero tiene necesidad de nosotros, para sobre-abundar en reflejos infinitos. En cierto sentido, podemos decir con san

Pablo: nosotros completamos en nuestro cuerpo lo que falta a la pasiónde Cristo… y a la compasión de María. Sigue siendo verdad que la pleni-tud del misterio de Cristo se realiza en la santísima Virgen de una mane-ra privilegiada. Desde un determinado punto de vista, no es Cristo sóloquien contiene a todos los hombres, sino Cristo y su madre reunidos.Cristo no tiene necesidad de María desde el punto de vista del mérito, dela satisfacción, de la plenitud. Pero para expresar el esplendor de vidahumana divinizada, tiene necesidad de que sean dos, porque es esencial a

la naturaleza humana. La naturaleza humana no puede manifestar toda superfección en un hombre o una mujer solos, siendo la razón más profundaque el hombre es ya por naturaleza un reflejo de la vida trinitaria, lo quesupone un diálogo y una distinción de las personas. Sin el diálogo conotro ser humano, más precisamente con una mujer, Cristo no puede ex-plicitar todas las profundidades del misterio del hombre.Cristo es la fuente de toda gracia, especialmente de la plenitud ofrecida ala santísima Virgen. Pero la estructura misma de la gracia capital exigeque se desarrolle y se prolongue en la gracia de María. La maternidad dela santísima Virgen explícita el matiz maternal del misterio de la salva-ción: el Verbo recibe de María la humanidad sin la cual no sería sacerdo-

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te. La sangre de Cristo es la sangre de María… Ella ha comunicado a suHijo una sensibilidad profundamente femenina, particularmente receptivapara la unción misericordiosa del Espíritu Santo. Toda la debilidad de sunaturaleza, Jesús la debe a la santísima Virgen, y por consiguiente lapasión.

De ahí estas relaciones que fascinaban al padre Kolbe en el campo deAuschwitz, entre la Inmaculada y las tres Personas de la santísima Tri-nidad. Por ejemplo, entre el Espíritu Santo y María. Este diálogo se pa-rece a la procesión del Espíritu Santo, a la fecundidad de un amor recí-proco, lo cual es el sentido profundo y metafísico de la maternidad (poroposición a la paternidad, fecundidad espiritual de la inteligencia, delartista que «concibe» una obra: no hay necesidad de ser dos para eso). Acausa de este diálogo, se dice que ella ha concebido del Espíritu Santo: sumaternidad no es solamente fisiológica, sino espiritual…  y el fruto deestos intercambios, es el Verbo encarnado.Dicho de otro modo, la distinción natural entre Jesús y María (distinciónde la madre y del hijo, del hombre y de la mujer) es asumida por la graciaque transforma su diálogo en un reflejo de los diálogos trinitarios.Cristo y María son inseparables, pero uno puede ser atraído más o menoshacia el uno o el otro; contemplando a María, se puede sospechar mejor elEspíritu maternal de Cristo.

Toda gracia es desde ahora una prolongación del juego del amor entreJesús y María; ser salvado, es ser transportado a su diálogo trinitario.Cuando rezamos, podemos contemplar al Salvador como ella lo contem-plaba (ella es salvada como nosotros, más que nosotros). Pero nosotrospodemos también contemplar a la santísima Virgen como Jesús la con-templaba: «He ahí a tu Madre.» Hay matices y variedades infinitas. Asícomprendida, la «devoción a la santísima Virgen» no es un medio ofreci-do a nuestra debilidad, es ya el cielo. La corriente de amor que une a losTres nos transporta a la mar como un barco, un barco minúsculo. El

barco es transportado por la corriente, por tanto va tan rápido como ésta.Desde este punto de vista, él está a la misma altura que ella. Pero es tam-bién sobrepasado por la corriente, está perdido en el océano. En la medi-da en que el amor de Dios nos transporta y se comunica, nosotros le ha-blamos como hijos, de igual a igual: aprendemos a amarlo como El seama. Pero en la medida en que este amor nos sobrepasa, quedamos humi-llados, perdidos en este océano: aprendemos a adorar.¿Qué es más grande, el amor o la adoración? Ni lo uno ni lo otro: lo más

grande es la corriente que nos transporta. Dicho de otro modo: el Espíri-tu Santo. Lo más importante no son los efectos del amor de Dios sobrenosotros, es este amor mismo; pero este amor somos nosotros, pues más

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allá de sus dones creados, El mismo se da a nosotros, y nos incorpora a laTrinidad.La santísima Virgen no añade nada a la Trinidad, ningún esplendor, nin-guna perfección, ningún amor; pero añade una persona nueva, que con-templa a las Tres como las Tres se contemplan, con el matiz original de

su rostro propio, el de la pequeñez y la pobreza (es el sentido del Magní-ficat).Eso permite responder a la objeción más profunda que se opone a la de-voción mañana: si la santísima Virgen no es un simple espejo que lleva aDios, ella hace de pantalla. Si es un simple espejo, ¿por qué contemplarlaa ella?Yo no amo a la santísima Virgen porque es ella, la amo como un sacra-mento, como el canal de la vida trinitaria donde se encuentran las únicas

Personas que amo… Respuesta: Esto sería verdad si Dios mismo no se amase más que a El, yno la persona de María también…  y la nuestra. María (y cada uno denosotros) se hace de este modo (que se me perdone la expresión) comointerior a la santísima Trinidad.A partir de ahí cada uno de nosotros tiene su canto y su matiz particular.Algunos sienten que la santísima Virgen forma en ellos el rostro de Cris-to, se sienten hijos de María. Otros, por el contrario, serán atraídos hacia

el rostro de Cristo, a la manera como María era fascinada por él. Unoscontemplan a María con el rostro de Jesús; otros, a Jesús con el rostro deMaría… Pero todo eso no son más que matices, pues es su diálogo mis-

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