El Diario

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El diario Sin querer, se encontró pensando en la cantidad de años que llevaba en el mismo sitio, con la misma gente, sin deseos nuevos… Todo a su alrededor parecía ya casi una tradición, tan conocido le resultaba: cada día igual que el anterior, como cada fin de semana, como cada estación… Es cierto, las ilusiones de su juventud estaban casi todas cumplidas. Al menos, las que recordaba con mayor claridad por haber sido las más persistentes. Seguramente se le había quedado alguna en el baúl donde guardaba los restos de aquella época: cartas de amigos del alma a los que no volvió a ver, discos maravillosos rallados por su inagotable deseo de transportarse entre sus notas; poemas escritos en la penumbra de la habitación -que compartía con sus hermanas- al llegar demasiado tarde y ebria de sensaciones que corría a dejar en los papeles… Probablemente, si rebuscaba entre todo aquello se sorprendería de lo que una sobre-estimulada adolescente podía llegar a desear sin sospechar que, años después, otra mujer la miraría a través de esos objetos sin ningún derecho (¿o es que acaso aún le pertenecían?)

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relato breve

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El diario

Sin querer, se encontró pensando en la cantidad de años que llevaba en el mismo sitio, con la misma

gente, sin deseos nuevos… Todo a su alrededor parecía ya casi una tradición, tan conocido le resultaba:

cada día igual que el anterior, como cada fin de semana, como cada estación…

Es cierto, las ilusiones de su juventud estaban casi todas cumplidas. Al menos, las que recordaba con

mayor claridad por haber sido las más persistentes. Seguramente se le había quedado alguna en el baúl

donde guardaba los restos de aquella época: cartas de amigos del alma a los que no volvió a ver, discos

maravillosos rallados por su inagotable deseo de transportarse entre sus notas; poemas escritos en la

penumbra de la habitación -que compartía con sus hermanas- al llegar demasiado tarde y ebria de

sensaciones que corría a dejar en los papeles… Probablemente, si rebuscaba entre todo aquello se

sorprendería de lo que una sobre-estimulada adolescente podía llegar a desear sin sospechar que, años

después, otra mujer la miraría a través de esos objetos sin ningún derecho (¿o es que acaso aún le

pertenecían?)

Sin querer, se encontró buscando el escondite de aquellos recuerdos, deseando también encontrar

una tarea pendiente de aquella época, como si necesitara que fuera el pasado el que le dictara su futuro,

como si sintiera que su presente no tenía la suficiente autoridad para dictar sueños que querer cumplir. Si

lo pensaba, resultaba un poco deprimente, volver de esa manera a lo que ya no era, y esperar que algo

ya inexistente pudiera servir de base a lo que estaba por venir. Y sin embargo, ¿qué daño podían hacerle

unos recuerdos?

Así fue como encontró su viejo dietario de 3º de BUP. Se lo había regalado Clara… Mmm… No, no

fue así. Lo había comprado ella misma, pero cuando Clara lo vio, le comentó que el negro sería el color

que ella elegiría para escribir en él, que iría muy bien con el verde de la cuadrícula de las hojas… En

aquella época, había empezado a dejarse influir por Clara, una compañera nueva de clase que le llamaba

la atención porque había algo en su “aura” que no pegaba con su atuendo de niña bien. Llevaba unas

gafas con alta graduación de hipermetropía, que daban a sus ojos la sensación de estar siempre

sorprendida por algo que los demás no veían. Además, su pelo rizado y suelto, parecía querer elevarla

por los aires, como si estuviera cargado de electricidad. Aparentemente no era más que una empollona

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despistada y algo rara. Sin embargo, un comentario que le hizo una vez en el recreo, cuando las dos

coincidieron en la tienda cercana al Instituto para comprarse el desayuno, le hizo sospechar que su

mundo interior era, posiblemente, más interesante de lo que a simple vista habían intuido todos: en

aquella ocasión, Clara sostenía un donut en su mano izquierda, parcialmente envuelto en una servilleta.

La servilleta, supuestamente, debía evitar que la grasa del dulce mezclada con el azúcar dejara los dedos

pegajosos. En cambio, Clara usaba los dedos índice, corazón y pulgar de su mano derecha para arrancar

pequeños trocitos del donut e introducirlos en su boca porque, según le dijo, esa forma de comer

resultaba mucho más sexy que la tradicional a bocados… Aún podía verse a sí misma en la puerta de la

pequeña tienda de calle Gaona, escuchando sin dar crédito a su compañera, intentando explicarse cómo

habría podido llegar ella sola a una conclusión así; y lo que era más inexplicable aun: cómo podía

soltárselo a bocajarro a alguien que apenas la conocía. Ella, desde luego, jamás habría podido hacer

ninguna de las dos cosas.

Clara no formaba parte de su círculo de amistades –en realidad, no recordaba que formara parte de

ninguno-, pero a partir de entonces coincidieron en algunos recreos, y, por supuesto, ella le enseñó su

flamante dietario, y cuando le comunicó su deseo de convertirlo en diario, ella le aconsejó el negro para

escribir en él…

Efectivamente, las primeras páginas del diario estaban escritas en color negro… Dibujos, nombres de

canciones y grupos extranjeros que por aquel entonces escuchaba y tarareaba mientras hacía el trabajo

de clase para el día siguiente; también estaba la paloma de la paz que tantas veces había visto dibujada

en el cuaderno de Clara, entre sus apuntes, una versión personalizada de la de Picasso que añadió unos

puntos más en el ranking de admiración que ya sentía por la nueva: se había adueñado de ella sin dejar

pistas sobre el “copyright”…

...Y pensamientos, también. Al leer éstos, no podía evitar sentir lo que los ingleses llaman “Spanish

shame”, ese tipo de vergüenza que al parecer sólo sentimos los españoles, y que es una vergüenza

empática y totalmente gratuita, pero inevitable cuando uno cree estar asistiendo a la auto-humillación

pública de otra persona que, sin embargo, no parece darse cuenta de lo obvio. Lo normal, cuando uno se

asoma a una ventana abierta, de esa manera, al corazón de una adolescente; más aún si esa

adolescente fuiste tú una vez… Claro que, entonces, no sería “vergüenza ajena” propiamente dicha…

Pero ¿y si lo fuera? ¿No probaría eso que ella no tenía derecho a estar leyendo ese diario?

Uno no debería tener miedo de tirar… Tirar de la cuerda o de la manta, tirar de la lengua, tirarse al

mar o al vacío, tirar a dar, tirar por lo alto o por lo bajo… Tampoco de tirar a la basura, de tirarte al camino

sin el equipaje que otros dejaron para ti. Tirar sin miedo. Sin pereza también, que a veces es la excusa

para no afrontar lo que te da miedo tirar. El hábito de tirar es síntoma de salud mental, de ligereza mental,

que no es la misma que la de los cascos, porque si tienes la mente ligera, tomas las decisiones libre de

todo el peso de otras decisiones que en su tiempo también te costó tomar. Tirar para poder seguir

recibiendo lo que encuentras por el camino… ¿Pero sería ella capaz de tirar un diario que ya no le

pertenecía? ¿O podría considerarse que, al no haberlo tirado antes, era evidente que se lo había

regalado a sí misma?

Tirar, sin miedo…

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Ese mismo día de primavera, decidió que el diario ardería en la chimenea…

El próximo invierno.

Algodonales, 20 noviembre 2004 – 9 marzo 2006