El filibustero. Eligio Ancona.

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Sabemos que es responsabilidad de nuestro gobierno construir alterna-tivas que propicien condiciones más justas para quienes habitan esta tierra. Parte importante de este compromiso es la opción a los bienes culturales, entre ellos, los libros, patrimonio que revela saberes y trayec-torias, y que salvaguarda la historia y la identidad de un pueblo.

Ivonne Ortega PachecoGobernadora Constitucional del Estado de Yucatán

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Gobierno del Estado de YucatánIvonne Ortega PachecoGobernadora Constitucional

Secretaría de Educación de YucatánRaúl Humberto Godoy MontañezSecretario de Educación

Instituto de Cultura de YucatánRenán Alberto Guillermo GonzálezDirector General

Biblioteca Básica de YucatánVerónica García RodríguezCoordinadora

El filibusteroPrimera edición en Biblioteca Básica de Yucatán, 2010

D.R. © de esta edición:Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de YucatánCalle 34 No. 101 A por 25, Col. García Ginerés, Mérida, Yuc.

Coordinación editorialSecretaría de Educación del Gobierno del Estado de Yucatán

Corrección:Martín Sobrino Gómez

Imagen de a portada:El naufragio. M.R. Oleo sobre tela. Colección Gómez-Castilla

Xilograbados originales:Benjamín Diseño del libro:Gabriela Castilla Ramos

ISBN 978-607-7824-16-9

ComentariosCoordinación del programa Biblioteca Básica de YucatánAv. Colón No. 207 por calle 30, Colonia García Ginerés, Mérida, Yucatán.Tel. (999) 9258982, 83 Ext. [email protected] www.bibliotecabasica.yucatan.gob.mx

© Reservados todos los derechos. Se prohibe la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio electrónico o mecánico sin consentimiento del legítimo titular de los derechos.

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Los grandes desafíos de la sociedad actual pueden resolverse sólo con la participación de los ciudadanos. Esto significa para las instituciones, y para ti, una acción consciente e informada, no por mandato de ley sino por convicción. Entender lo que vivimos y los procesos que nos rodean para tomar decisiones con pleno conocimiento de quiénes somos es lo que nos hace hombres y mujeres libres.

El libro, que se complementa con las diversas y nuevas fuentes de infor-mación, sigue siendo el mejor medio para conocer cualquier aspecto de la vida. En México, la industria editorial tiene hoy un amplio desarrollo; sin embargo, los libros todavía no son accesibles a todos.

El Gobierno del Estado ha creado la Biblioteca Básica de Yucatán para poner a tu alcance libros en varios formatos que te faciliten compartir con tu familia conocimientos antiguos y modernos que nos constituyen como pueblo. Para esto, se ha diseñado un programa que incluye la edición de cincuenta títulos organizados en cinco ejes temáticos: Ciencias Naturales y Sociales, Historia, Arte y Literatura de Yucatán; así como libros digitales, impresos en Braille, audiolibros, adaptaciones a historietas y traducciones a lengua maya, para que nadie, sin distinción alguna, se quede sin leerlos.

Los diez mil ejemplares de cada título estarán a tu disposición en todas las bibliotecas públicas del estado, escuelas, albergues, hospitales y centros de readaptación; también podrás adquirirlos a un precio muy económico o gratuitamente, asumiendo el compromiso de promover su lectura.

A este esfuerzo editorial se añade un proyecto de fomento a la lectura que impulsa, con diferentes estrategias, una gran red colaborativa entre instituciones y sociedad civil para hacer de Yucatán una tierra de lectores.

Te invitamos a unirte, a partir del libro que tienes en tus manos y desde el lugar y circunstancia en que te encuentres, a este movimiento que desea compartir contigo, por medio de la lectura, la construcción de una socie-dad yucateca cada vez más justa, respetuosa y libre.

Raúl Godoy MontañezSecretario de Educación

Presentación

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Prólogo

lA visión sociAl dE un filibustEro

Quien dibuje el mapa literario del Caribe,encontrará en él todos los nombres de los poetas,

los novelistas, los dramaturgos, como si hubiera sido un sueño para ellos

armar su república de las letras dondetenían sus tiendas los bucaneros o

encendían los bandidos sus fogatas.

Germán Arciniegas

La aparición del pirata como figura literaria en Hispanoamérica se re-monta a los tiempos de la conquista del nuevo mundo. El exotismo de las nuevas tierras y las historias de los aventureros del mar se mezclaron y fueron pocos los escritores que escaparon a la seducción de contar his-torias sobre viajes y piratas que tuvieron como escenario preferencial el mar de los Caribes y las tierras que lo rodeaban.

Durante la época colonial, Cristóbal de Llorona, Juan de Castella-nos, Silvestre de Balboa, Rodríguez Freyre, Oviedo Herrera, Singüenza y Góngora y el Obispo Lizarrága son algunos de los autores que abrieron un espacio en sus obras para relatar la vida de los forajidos del mar. Sin embargo, para estos autores el pirata no era, todavía, un personaje de connotaciones positivas y, mucho menos, una figura con una legitima-ción tal que le permitiera plantear un discurso de crítica social.

En pleno romanticismo literario (finales siglo xviii e inicio del siglo xix) y en estrecha relación con las luchas independentistas, el pirata se convirtió en el héroe por excelencia. Su histórica relación con la coro-na inglesa lo revistió de una intención libertaria que hizo perdonable, dentro de los textos literarios, sus ataques, asesinatos y saqueos. Así, el pirata ‘literario’ se trasformó en vocero de la causa libertaria y en crítico del antiguo régimen.

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Dentro del ámbito literario peninsular, la narrativa del pirata cobró importancia en el siglo xix y los autores volvieron la vista al pasado (escrito y oral) en busca de aventuras de piratas para novelar. Si bien es cierto que El filibustero (1864) de Eligio Ancona es la obra que asegura la pertenencia de Yucatán a la narrativa de la piratería, lo es también el hecho de que desde 1841 se publicaron en Yucatán novelas y noveletas inspiradas en la sangrienta “hermandad de la costa”. La tía Mariana, El Filibustero y Un año en el Hospital de San Lázaro de Sierra O’Really; al igual que Un sacerdote y un filibustero del siglo xvii y Juan de Venturate escritas por Rafael de Carvajal, son algunas de ellas.

El filibustero de Eligio Ancona es una novela histórica de corte ro-mántica que se sirve de la recreación de algunos escenarios del Yucatán colonial para hacer llegar al lector la propuesta política y social del li-beralismo. Esta obra tiene claros antecedentes literarios en El pirata de Walter Scott –por lo que a la visión romántica del pirata se refiere– y en El filibustero de Sierra O’Really, en cuento a la adaptación de episodios de la historia peninsular al formato europeo. Partiendo de estos mode-los, Eligio Ancona creó un pirata totalmente romantizado que crece, página a página, dentro de la novela, mientras presenta al lector una visión crítica del Yucatán del siglo xvii.

Como toda novela histórica decimonónica, El filibustero pretende una revivificación poética de las fuerzas sociales que actuaron en un lu-gar y un tiempo determinado. Dicha reconstrucción, no intenta sólo dar a conocer lo sucedido sino establecer redes de significación que permitan al lector vincular la historia que se narra con el Yucatán decimonónico. Estamos ante una novela que dialoga con un lector a quien se intenta convencer de que aquellos acontecimientos perdidos en la memoria lo afectan, porque forman parte de una maquinaria social que seguía ope-rando y que era necesario transformar.

Así, pues, para Ancona escribir sobre piratas no es sólo una moda literaria, sino una necesidad política y social. En su Historia de Yucatán el autor señala que el examen de la presencia de filibusteros en las costas de Yucatán era útil y necesario para la perfecta comprensión de nuestra historia y, también, para solución de algunas dificultades de la Repú-blica Mexicana. Además serviría para explorar las relaciones de México con uno de los países más poderosos de Europa.1 Resulta, pues, que

1 Ancona, Eligio. Historia de Yucatán, 1978, Tomo II: 368.

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el filibusterismo en la perspectiva del autor se encuentra fuertemente vinculado con el presente social del Yucatán decimonónico, ya que so-lamente entendiendo sus verdaderos orígenes podrá describir parte de la problemática que enfrenta a la República Mexicana, concretamente a Yucatán, con la poderosa corona británica. De ahí la importancia de lle-var este análisis a la literatura en aras de difundir sus orígenes y explicar sus causas.

Ahora bien, cuando el lector tome el texto El filibustero verá trans-currir un muy buen número de páginas antes de encontrarse con algún pirata. Esta es otra de las características de la narrativa decimonónica y se relaciona con la dificultad que tuvieron los historiadores/literatos para exaltar totalmente a aquellos bandoleros del mar que tantos saqueos y muertes habían causado. Por ello, Ancona no plantea su novela como una obra de aventuras piráticas, sino como la historia de vida de un pirata. Esta distinción resulta importante ya que no pretende exaltar la piratería sino, a partir de la figura del pirata, condenar a ciertas institu-ciones sociales del Yucatán colonial.

....La estructura de la novela muestra, en forma clara, dos etapas: en la primera, el lector asiste a la infancia y juventud de Leonel, un niño huérfano que es recogido por una pareja de encomenderos y criado al lado de la única hija del matrimonio de la cual –como consecuencia casi lógica– acabará enamorado. La segunda etapa se encuentra a partir del capítulo número XI, en donde aparece en forma súbita el filibustero Barbillas, que no será otro que el buen Leonel transformado en un feroz pirata.

El joven Leonel es un héroe romántico por excelencia. Sus capacida-des son casi ilimitadas y cuando se le presenta un obstáculo la fuerza de su carácter indómito lo lleva a vencer. Por lo que se refiere a ejercicios y habilidades físicas, Leonel resulta ser sobresaliente; sus largas camina-tas por los montes de la hacienda le habían proporcionado habilidad y destreza suficientes: “[…] Robusto, enérgico y audaz, levantaba fardos enormes, montaba los potros más indómitos, aventajaba en la carrera a cuantos deseaban medirse con él y en todos los ejercicios de fuerza deja-ba siempre vencidos a sus contrarios […]”2

Como si esto no fuera suficiente, poseía, también, una esmerada ins-trucción muy por encima de la que se podía obtener por aquella época

2 Ancona, Eligio; 1950, Tomo I:17

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en tierras yucatecas, la cual había llegado hasta él por mano de un de-dicado fraile que iba, tarde con tarde, hasta la hacienda para enseñarle.

Por una de esas raras coincidencias que producen grandes capitanes, el alma de Leonel estaba ricamente dotada como su cuerpo y encontraba el mismo placer en los ejercicios de fuerza que el estudio y la meditación… En pocos años aprendió filosofía, historia, matemáticas, teología y cáno-nes, todo lo que sabía y pudo enseñarle su maestro.3

Además de poseer un espíritu metódico, gran facilidad para el estudio y los ejercicios físicos, Leonel poseía también una ardiente imaginación que, en palabras del autor: “fácilmente degeneró en romántica”.4 Así, cuando llegó el momento de elegir una profesión que le permitiera ga-nar un nombre para ofrecer a Berenguela, eligió la carrera de las armas, deslumbrado por las historias de caballería y las acciones militares de algunos poetas.

[…] Cuando fray Hernando puso en mis manos la histo-ria de España, ninguna lectura me deleitaba tanto como las hazañas de Bernardo de Carpio, del Cid Campeador y del Gran Capitán. Cuando leía las comedias de Calderón y de Lope, menos presente tenía a sus héroes que al poeta que los había creado. Si veía en un libro los nombres de Velázquez y de Murillo, devoraba todo lo que concernía a ellos. Yo com-prendía la gloría del guerrero, del poeta y del artista. Pero eso no es todo, me pareció que empezaba a descubrir cierta analogía entre mis pensamientos y las acciones y pensamien-tos de esos hombres, que el mundo apellida grandes […]5

El destino le proporcionará estos elementos a Leonel, pero en forma muy distinta a la que había imaginado (el nombre que ganará en batalla será el de “Barbillas”), su nombre gozará de negra fama causando temor a quien lo oyere: Su bandera no será azul sino negra, su escudo de armas será una calavera. El joven que soñó dirigir la Armada de Su Majestad española encontrará fama y fortuna al mando de un grupo de filibuste-ros que atentan contra el poder político-económico de dicha Corona: Al prodigioso Leonel, acosado por sus padres adoptivos y su maestro,

3 Ibíd: 18.4 Ibídem.5 Ibíd: 73.

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envuelto en un velo en el que pierde su libertad, su honra, la piratería se le presenta como la única forma de escapar de la sociedad que lo per-sigue. Su fortuito encuentro con los piratas determinará su futuro en un momento en el que el suicidio pareciera única alternativa. Leonel se “suicida” para la sociedad uniéndose a aquellos despatriados a los cuales inicialmente mira a través de una lente romántica.

Sois vosotros esos famosos filibusteros que sobre un leño recorréis el océano, desafiando las tempestades de la natura-leza y el poder de los hombres; que sois libres como el aire porque vais donde os impulsen las olas; que vivís atraídos de esa sociedad perversa, en donde quien os debe proteger os sacrifica a sus infames pasiones, en donde las más dulces y más santas afecciones ceden a la insaciable codicia de oro y al vil influjo del poder6.

....La mente de Leonel se desborda hasta concebir al pirata como un símbolo que encierra la visión titánica del individuo que desafía con su valor y temeridad a la naturaleza y a la sociedad, el anhelo de una nueva sociedad muy distinta a su sociedad “perversa” y el sueño utópico de la libertad. Este romantizado pirata se declara en lucha abierta contra la sociedad colonial, porque en ella no existe un lugar para él, porque la ha rechazado y ofendido. Su lucha, aunque individualista7, es vocera de otras facciones sociales que exigen un cambio en su estructura social. Pero ni aún el desprecio que siente por su sociedad le hace olvidar los principios de su educación y la nobleza de sus sentimientos. Su venganza está dirigida únicamente a un sector de esa sociedad.

[…] seducíame ver, en cada barco, un pedazo de la socie-dad que me había proscrito en su seno y, con feroz alegría, desnudaba mi acero para batirme mientras encontraba resis-tencia: Pero repugnábame ver aquel despojo insaciable que iba a buscar hasta los miserables cuartos que el infeliz mari-nero guardaba en sus bolsillos. Repugnábame, sobre todo, la sangre que se vertía después del combate., y llegó un día en

6 Ibíd: 110.7 Se hablaba de individualismo porque la lucha de Barbillas, aunque conectada directamente con la problemática de su tiempo, es una lucha aislada. Él es un luchador social que va sólo por el mundo, sus acciones no cobran eco en los demás piratas.

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que ambicioné ser capitán de aquella gente, para poner fin a su capacidad y sus crueldades […]8

....Y es precisamente su espíritu caballeroso el que le da oportunidad de cumplir su deseo en el momento en que una mujer prisionera le pide ayuda ante el hostigamiento del jefe pirata Agramón. Mediante un com-bate en el que sale vencedor se convierte en el capitán de los filibusteros. Así, este singular capitán-pirata aparece como un verdadero “Quijote del mar”, pues sus acciones cotidianas están plagadas de caballerosidad, valentía y honor. Venganza y justicia van de la mano en los combates del romantizado pirata.

....La aguda crítica que el pirata hace a la estructura social de la colo-nia se justifica perfectamente en la novela, ya que los ultrajes que el no-ble pirata ha recibido han venido de mano de personajes que representan a instituciones claves en la “maquinaria colonial”. El Estado colonial será fuertemente atacado por medio de la crítica del pirata y la situa-ción para los frailes y los encomenderos no resultará más favorable si se toma en cuenta que Leonel resulta hijo de fray Hernando (su maestro y confesor de los padres adoptivos) y de doña Blanca (esposa del enco-mendero y aparentemente su madre adoptiva). Los frailes, en la figura de fray Hernando, son totalmente humanizados y alejándolos de toda autoridad divina y confiriéndoles las más humanas pasiones. Aún más, su organización religiosa es severamente cuestionada por el pirata:

(...) Hay un medio infalible de conseguir abundantísi-mos frutos: aliarse con los frailes. Como estos por el espíritu del cuerpo se ayudan mutuamente en sus necesidades, cada uno de los franciscanos que populan en la corte, es un acé-rrimo de lo que haya hecho (...) cualquier otro franciscano en el rincón más ignorado del mundo. Si a esta red tan bien extendida se añaden los gobernantes sus propias relaciones, no hay duda que podrán hacer lo que quieran de los pobres provincianos, pues por más quejas que eleven a la corte, en donde nadie los conoce, siempre serán vencidos por sus te-rribles contrarios (...)9

Según la cita, la red de asociaciones fraile-gobernador será la perdi-ción de los “pobres provincianos yucatecos”, ya que dada su influencia

8 Ibíd: 112.9 Ibíd:162

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en la Corte resultarán enemigos mucho más terribles que los piratas. La encomienda, y sobre todos los repartimientos, serán considerados en la novela como verdaderas minas de oro y servirán para resaltar el poco control que existía con los “repartidores”, y la desvergüenza con que éstos se aprovechaban de la pobreza del indio yucateco.

Clero, Encomienda y Estado constituirán una pesadilla para este joven pirata por lo que acometerá con dureza contra ellos. Su análisis social concluye con una necesidad de cambio en las estructuras sociales, y con la búsqueda de un régimen social igualitario, todo esto desde la perspectiva de un hombre culto que conoce el comportamiento humano.

El ‘Barbillas’ literario de Ancona representa, sin duda, con su actuar fuera de la ley y su discurso de crítica social, el espíritu de cambio de los liberales yucatecos de la segunda mitad del siglo XIX. El filibustero se inscribe una particular concepción de la historia y la literatura en donde la primera no consiste en una forma de evasión sino en un arma política que debía ser utilizada para conducir los destinos de la sociedad.

Celia Rosado Avilés

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Introducción

Desde la conquista de la Península, de que hablamos en La cruz y la espada, hasta la época de que trata el presente libro, ha transcurrido el espacio de ciento sesenta años.

Ciento sesenta años en la vida de un pueblo es un espacio mucho mayor del que se necesita para cambiar su condición, sus costumbres y sus tendencias. Por eso es completamente distinta la escena, aunque el escenario sea el mismo.

Al valiente conquistador, que pelea por la cruz cometiendo crímenes y crueldades muchas veces, pero haciendo olvidar sus efectos con el servicio que presta a la humanidad abriendo paso al imperio de la civilización, ha su-cedido el indolente encomendero que, encerrado en sus inmensas posesiones, como un barón feudal de la edad media, sólo cuida de explotar al miserable aborigen para sacar de su trabajo toda la utilidad posible, sin cuidarse de re-tribuirle sus afanes, siquiera con los primeros rudimentos de una instrucción de cualquier clase. Al celoso misionero que penetra sin temor alguno en países desconocidos, habitados por millares de idólatras, para lavar con el agua del bautismo la sangre derramada en los sacrificios, ha sucedido el fraile o el cura convertido en publicano, que gastaba la mayor parte de su tiempo en inspec-cionar el cobro de sus rentas, y en aumentar sus matrículas, y que en lugar de dedicarse a la santa obra de civilizar al pueblo conquistado, para cumplir con la ley y su conciencia, cree haber llenado sus obligaciones cuando martiriza y humilla con el suplicio infamante de los azotes al feligrés que por indolencia ha olvidado el cumplimiento de alguno de sus deberes religiosos.

A los grandes aventureros, que se despojan hasta de lo que no tienen para llevar a cabo grandes empresas a costa de campañas homéricas, han sucedido los gobernadores y capitanes generales, que con muy honrosas excepciones sólo se dedican a obtener de su posición toda utilidad posible, y que en sus constan-tes luchas con los Cabildos, con los frailes y los obispos, llenan de escándalo y duelo a la pobre provincia.

Al fiero aborigen que lucha incesantemente para conservar su indepen-dencia, que resiste con valor la superioridad de sus enemigos, que consigue lanzarlos varias veces del suelo de sus mayores y que al fin sucumbe después de una lucha tan noble como gloriosa, ha sucedido el indio pupilo, hipócrita y disimulado, que sufre su yugo con aparente conformidad, que se deja abofetear

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del encomendero y del fraile y que no opone resistencia a los innumerables agiotistas que pululan en el país y que le arrancan el pan de la boca. Pero cada azote, cada humillación, cada rapiña arranca de sus ojos una lágrima sorda, que derrama silenciosamente por la noche en su reducido tugurio o en la soledad de sus bosques.

Estas lágrimas son tantas que forman un río, cuyos débiles diques amenaza romper constantemente la abundancia de sus aguas.

Ciento cuarenta y seis años más tarde ya no hay poder humano que conten-ga ese río, los diques se rompen, la Península entera se inunda con la sangre de sus hijos, y después de diecisiete de una lucha constante y sangrienta, todavía un resto de las hordas salvajes desafía desde un rincón del Oriente el poder de la civilización. En vano la emancipación de la metrópoli los ha hecho entrar en la gran familia mexicana, concediéndoles los mismos derechos que a todos los hijos de México; la costumbre es más poderosa que la ley y con poca diferen-cia quedan en pie por mucho tiempo los mismos abusos. Una imprudencia les pone las armas en la mano, cuando no se les ha hecho comprender la dignidad del ciudadano, y en vez de reclamar sus derechos, lanzan gritos de exterminio y la lucha comienza, no la lucha de una raza contra otra, sino de la barbarie contra la civilización. Al cabo de pocos años sus recursos disminuyen, el exter-minio es ya imposible y se entregan al pillaje. Como si los males que acabamos de apuntar no hubiesen sido suficientes para hacer de la Península yucateca uno de los países más infelices de la América española, desde el siglo mismo de la conquista se presentó en la escena un nuevo elemento de destrucción que fue el colmo de todos sus sufrimientos. Hablamos de los piratas o filibusteros que infestaron nuestras costas durante el gobierno colonial y que dieron origen a la población de Belice, que nos causa ahora más daño que sus antecesores, con el criminal comercio que mantiene con los forajidos de Santa Cruz. Las huellas que dejaron sembradas en la Península aún se conservan bastante vivas en la memoria de todos, para que creamos necesario recordar aquí los templos que profanaron, las riquezas que fueron objeto de su rapiña, las poblaciones que saquearon y redujeron a cenizas, y el reguero de sangre con que marcaron su tránsito, donde quiera que se posaron sus inmundas plantas.

En medio de ese cuadro de desolación y abatimiento que llena de angustia al que se propone estudiar el conjunto de la época que vamos bosquejando ligeramente, se presentan, como ángeles bajados al infierno de la tierra en que se agitan las pasiones más bastardas del corazón humano, algunos caracteres nobles, grandes y filantrópicos; tanto más hermosos cuanto que forman un contraste notable con todo lo que les rodea.

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Entre esos bienhechores de la colonia, honra del país y de la época en que vivieron, justo es mencionar en primer lugar a la mayor parte de los obispos que gobernaron la diócesis yucateca. Porque, en efecto, como si la Providencia, condolida de la serie de males que sufrían nuestros antepasados, hubiese que-rido enviarles de tiempo en tiempo un varón justo que enjugase sus lágrimas, casi todos los prelados elegidos para la Mitra de Yucatán, apenas se presentaban en la provincia, cuando escandalizados de los abusos que veían erigidos en sis-tema, se proponían en su corazón atacarlos valerosamente por cuantos medios estuviesen a su alcance. Pobres medios en verdad, comparados con el poder de los gobernadores y de los Cabildos, con el oro de los encomenderos y con el influjo que los franciscanos gozaban en la provincia y fuera de ella. Por eso, apenas los santos prelados se preparaban a cortar aquellos abusos con las armas de la Iglesia y con informes elevados al Soberano, los que vivían de ellos ponían el grito en el cielo, ocurrían a la Corte o a la Real Audiencia de México, po-nían en juego el oro, la intriga y el favoritismo, y la causa de la justicia y de la humanidad quedaba ordinariamente burlada. El obispo fray Francisco Toral manda moderar los tributos, y se propone arrancar a los indios de las garras de los franciscanos; el padre Landa, el fanático provincial que dio el último golpe a las antigüedades del país en el célebre auto de fe que celebró en Maní, marcha al instante a la Corte, se vale de cuantos medios le proporciona su posi-ción y su irascible carácter, y el buen obispo pierde ignominiosamente su causa. Don Juan Gómez de Parada se propone cortar el abuso de los repartimientos, celebra un sínodo diocesano para prohibirlos y fulmina graves censuras contra los repartidores; el gobernador, los Cabildos, los encomenderos y los frailes, que ven arrebatarse su presa, prodigan el oro, intrigan, calumnian y la filantró-pica medida del obispo queda revocada por orden superior. ¡Cuántos ejemplos semejantes a éstos pudiéramos citar!

Nosotros no escribimos una diatriba contra nadie. Cuando hemos dicho hasta ahora aquí del gobernador, del fraile y del encomendero, se halla consig-nado en todo lo que en varios tiempos se ha escrito sobre la historia del país, y nosotros somos los primeros en admirar y venerar las honrosas excepciones que se presentan entre aquel caos de injusticias. Pero como las excepciones no forman la regla, nosotros, que debemos describir a nuestros lectores el escenario en que va a desarrollarse el drama que vamos a escribir, nos hemos creído en la obligación de bosquejarle ligeramente según el aspecto general que presenta.

Por lo demás, el que espere encontrar en nuestra humilde novela un cuadro completo de la época a que se refiere como parece prometerlo esta introducción, de seguro quedará tristemente burlado. Ni nos sentimos con las fuerzas necesa-

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rias para emprender una obra de tal magnitud y responsabilidad, ni creemos que la bondad del público fuese tan constante, que nos permitiese publicar con un libro de cierta extensión o más bien un libro tras otro. Pues no hay duda que el encomendero, el fraile, el gobernador, el obispo, el pirata, cada uno, en fin, de los tipos de la época que acabamos de apuntar, merece un libro aparte, que no carecería de originalidad ni de interés.

Porque si la época de la conquista puede compararse a esa edad fabulosa del antiguo mundo, en que las hazañas cantadas por sus poetas exceden de tal manera el poder y las fuerzas del hombre, que ha sido necesario atribuirlas a los dioses y semidioses, no hay duda que la época del gobierno colonial en la América española tiene el mismo interés que presenta la edad media en Europa, como época de transición en que la humanidad parece hacer una parada para lanzarse con nuevas fuerzas al alcance de la civilización, y como campiña en que se siembra el germen que un día produce el hermoso árbol de la libertad; pero en que brota y crece también la cicuta que envenena todavía la existencia de las antiguas colonias.

El campo es vasto y seductor para el historiador, para el poeta y para el no-velista. Desgraciadamente, la mayor parte de los escritores latinoamericanos, en vez de cultivar este campo casi virgen todavía, han ido, como Calderón y García de Quevedo, a buscar sus inspiraciones a la vieja Europa.

Lamartine ha predicho que no está muy lejano el día en que salga de la América española un gran genio literario, engendrado en la aureola de luz que brilla hace medio siglo sobre nuestro horizonte. Mientras se presenta ese hom-bre extraordinario que sin duda pagará a la patria el tributo de sus talentos, descubriendo al mundo sus tesoros, permítasenos presentar al público nuestros humildes ensayos, con la esperanza, acaso temeraria, de que los acogerá con la indulgencia que nos ha dispensado hasta aquí.

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Primera parte

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Capítulo I. El Olimpo

Empezamos a escribir cometiendo una profanación. Nuestra pluma se ve obligada a trazar en esta primera parte el cuadro que ha inspirado a García Gutiérrez su drama: Los alcaldes de Valladolid.

En dos palabras daremos nuestra disculpa.La historia es una fuente pública cuyas aguas pagan la sed del rico y del

pobre, del hombre y del niño, del grande y del pequeño. García Gutiérrez se llegó a esa fuente en 1845 y bebió; nosotros nos acercamos a ella en 1864, tenemos sed y bebemos también.

¿Por qué no?Esto no arranca una sola hoja a la corona del ilustre poeta español, ni

saca de su oscuridad al pobre novelista yucateco, que lucha con inmensas dificultades para publicar un libro, en el estrecho círculo que constituye su teatro. Además de esto, en el pecado, llevaremos la penitencia, porque al comparar Los alcaldes de Valladolid con El Filibustero, la única esperanza que nos alienta es la de que el ruido de los aplausos prodigados al gran poeta apague el de los silbidos lanzados al audaz novelista.

Por último, el asunto principal del drama y de nuestra novela son ente-ramente distintos. Aquél entra de lleno en la historia y nosotros no lo to-camos más que por incidencia; de manera que aun a riesgo de que se diga que cometemos una segunda profanación, diremos de ese episodio de la historia del país lo que Dumas dice de Enrique VIII en Catalina Howard: no es más que un clavo al cual hemos colgado nuestro cuadro.

Ahoguemos, pues, nuestros escrúpulos y entremos atrevidamente en materia. A las inmediaciones de la villa de Valladolid, cuna de don Pablo Mo-

reno, existía en 1701 una casa de campo, cuyo nombre, más poético que verosímil, no tardarán en conocer nuestros lectores. Esta casa de campo, o hacienda, como se llama a esta clase de fincas en el lenguaje peculiar de la América española, era el centro de una rica encomienda de indios, cuyo actual propietario era el ilustre caballero don Gonzalo de Villagómez.

Y decimos ilustre caballero, no porque estemos seguros de que el des-cendiente del conquistador Bernardino de Villagómez tuviese en sus venas

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sangre de los Pelayos y de los Alfonsos, –de quienes pretende descender hasta el último patán de Asturias– sino porque en la villa de Valladolid, lo mismo que en toda provincia y en todos los países conquistados por la España, cada encomendero rodeado de sus indios se creía tan grande como Felipe II en sus inmensos dominios, y se daba más importancia en su encomienda, que un Guzmán o un Montmorency.

Habitaban a la sazón esta hacienda además de la numerosa servidum-bre de la casa, cuatro personas que pasamos a describir ligeramente.

El jefe de la familia, a quien acabamos de nombrar y del cual sólo añadiremos que era un anciano de noble presencia y de tranquila mirada.

La esposa de éste, doña Blanca de Palacios, descendiente, acaso, del conquistador Juan de Palacios, noble matrona de cuarenta años, que con-serva todavía notables vestigios de su antigua hermosura.

La hija de este matrimonio, Berenguela, linda niña de trece primaveras, de talle esbelto, de cabello y ojos negros, de moreno cutis, de frescas meji-llas, de boca preciosa, de sonrisa angelical y mirada divina.

Pero su precoz desarrollo, debido al ardiente clima de los trópicos, ha-bía dado ya a ese cuerpo esbelto las voluptuosas formas de la juventud, sustituido a la mirada audaz de la niña, la mirada tímida de la mujer y cambiado la hechicera sonrisa de la inocencia en la embriagadora sonrisa del amor.

Porque es de saber que la niña amaba. ¿A quién? A esa cuarta persona que nos falta por describir: a un hermoso mancebo de ojos tan negros como los de Berenguela, pero que tenían de resolución y de energía, todo lo que de dulzura tenían los de la niña: de cutis más moreno, de ancha frente, de alta estatura y de robustas formas. Pero lo que imprimía un rasgo característico a su fisonomía, era un bigote largo, negro y espeso, que sombreaba ya su labio superior, a pesar de que sólo contaba dieciocho años escasos, y que sentaba admirablemente a su boca desdeñosa.

Este hermoso joven se llamaba Leonel. ¿Y quién era Leonel?Un huérfano, un nadie, un pobre diablo sin nombre, un Antony si

se quiere, con la enorme diferencia de que Antony ha sido creado por Dumas y Leonel borroneado por nosotros; pero con la ventaja de que es más posible el nuestro en el siglo xviii en las densas tinieblas del gobierno colonial, que el de Dumas en París, en pleno siglo xix, en el centro de la civilización europea.

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Al abrir don Gonzalo, una mañana, la puerta de su casa, se había en-contrado con un niño expuesto a sus umbrales en una cesta de mimbres sin papel, carta ni señal alguna, que manifestase su procedencia. Don Gonzalo y doña Blanca, que no tenían hijos a pesar de llevar cuatro años casados, adoptaron a aquel niño y le idolatraron como a hijo, hasta el momento en que el nacimiento de Berenguela les forzó a dividir su amor.

Tal era el origen de Leonel. Desde aquel día reinó entre los dos niños una simpatía mutua, muy fácil

de concebir. Leonel, inclinado sobre la cuna de Berenguela, fue el que ace-chó su primera sonrisa, el que sostuvo sus débiles manecitas para que diese los primeros pasos en el aposento en que había nacido, el que oyó primero su voz infantil y que algún tiempo después corría con ella bajo los sombríos árboles de la huerta.

Desde entonces se estableció también entre ambos niños una unión ín-tima y estrecha en cuya descripción osaríamos entrar si Saint–Pierre no hu-biese descrito la de Pablo y Virginia y Scribe la de Carlos Broschi y Juanita. Así, pues, nos limitaremos a apuntar lo más necesario para la inteligencia de nuestra relación.

Como muchos de esos seres que deben su existencia a un rapto de amor, a un momento de embriaguez o de delirio, Leonel estaba dotado de mil cua-lidades sobresalientes, que la naturaleza había derramado ricamente sobre él, como para recompensarle de la vergüenza de su nacimiento. Robusto, enér-gico y audaz, levantaba fardos enormes, montaba los potros más indómitos, aventajaba en la carrera a cuantos deseaban medirse con él y en todos los ejercicios de fuerza dejaba siempre vencidos a sus contrarios. Si no manejaba la espada y el florete como el mejor espadachín, consistía en que la villa no tenía un solo maestro de esgrima; pero en cambio había cobrado tal afición a las armas de fuego, que a pesar de sus cortos años, era el mejor cazador de Valladolid y sus contornos.

Por una de esas raras coincidencias que producen a los grandes capitanes, el alma de Leonel estaba tan ricamente dotada como su cuerpo, y encontra-ba el mismo placer en los ejercicios de fuerza que en el estudio y la medita-ción. Fray Hernando de Plasencia, guardián del convento de franciscanos del barrio de Sisal, venía todas las tardes de la villa, montado en una mula, y se encerraba dos horas con Leonel para enseñarle todo lo que podía.

Es bien sabido que en aquella época en América, como sucedía aún en muchos pueblos de Europa, toda la sabiduría del mundo estaba encerrada

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en los conventos de los frailes. Ahora bien, por poco que se juzgue que pu-diese saber un guardián del Convento de Valladolid de la pobre provincia de Yucatán en el tiempo de que vamos hablando, siempre era, sin duda, suficiente para las circunstancias de su alumno. Añádase a esto que fray Hernando no había contado para educarse con los pobres elementos de la provincia. Se había formado en España, en la célebre Universidad de Sala-manca, y había venido a Yucatán por los años de 1680, en una de tantas remisiones de frailes, que no sabemos si para bien o para mal de la colonia, nos enviaba de cuando en cuando el católico celo de los monarcas españoles.

Leonel aprovechó prodigiosamente las lecciones del franciscano y en pocos años aprendió filosofía, historia, matemática, teología y cánones, es decir, todo lo que sabía y pudo enseñarle su maestro.

Fray Hernando profesaba a su discípulo todo ese amor dulce y tran-quilo que los ancianos célibes, privados de los placeres de la paternidad, suelen concebir por los niños y adolescentes, con quienes se ponen en contacto. Mas no se crea que fray Hernando era lo que en rigor se llama un anciano: apenas contaba de cuarenta a cuarenta y cinco años, aunque sólo aparentaba treinta y cinco, gracias a la buena vida que se daba en el convento. A pesar del afecto que su paternidad profesaba a los dueños de la casa, muchas veces se iba sin saludar a los señores encomenderos; tal era la prisa que se daba para principiar sus lecciones al llegar, y tal solía ser de avanzada la hora en que se retiraba. Es verdad que se habían suscitado algunas serias desavenencias entre el discípulo y el maestro durante el estu-dio de la teología, merced a ciertas disputas que promovía atrevidamente el espíritu algo libre del primero y que sólo podía resolver con una mirada severa la inquebrantable ortodoxia del segundo. Pero estas eran nubes li-geras que sólo empañaban por momentos la armonía natural que reinaba entre dos inteligencias que se comprendían y estimaban.

Gracias a esta aplicación del bastardo, cuando Berenguela cumplió ocho años Leonel declaró que él solo se encargaría de la educación de la niña. Don Gonzalo y doña Blanca suscitaron algunas dificultades, no porque desconfiasen de la idoneidad del maestro, sino porque estaba de moda en aquel tiempo dejar en la ignorancia al bello sexo, así como ahora se ha hecho de moda declamar a favor de su educación. Pero después de un acalorado debate, como se dice hasta en las actas de pronunciamiento donde nunca se discute nada, debate en que Leonel vindicó los derechos de la mujer con el calor y la inteligencia de un Severo Catilina, los señores encomenderos se dejaron persuadir por aquel acento irresistible y la instruc-

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Berenguela, linda niña de trece primaveras, de talle esbelto, de cabello y ojos negros, de more-no cutis, de frescas mejillas, de boca preciosa,

de sonrisa angelical y de mirada divina...

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ción de Berenguela fue confiada a un pedagogo de trece años, su compañero de juego.

Y sea que la discípula poseyese altas cualidades intelectuales, sea que el maestro tuviese un método superior a las teorías de Rousseau, sea, en fin, que tuviese algún atractivo mayor que el de un maestro vulgar, lo cierto es que Berenguela aprovechó portentosamente las lecciones de Leonel, como éste había aprovechado las de fray Hernando. El maestro estaba encantado de la discípula y la discípula del maestro. Jamás se vio igual armonía entre la severa mirada del que enseña y la impaciente actitud del que aprende.

En los primeros años de estudio ocurrió el bautizo de la casa de campo, de que hemos prometido informar a nuestros lectores.

Se trataba de escribir a una amiga, residente en la villa, que deseaba juz-gar por sí misma los progresos de Berenguela. La niña apenas había trazado algunas letras en el papel cuando arrojó la pluma sobre la mesa con un mo-vimiento de mortal disgusto.

–¡Cómo! –exclamó Leonel con una sonrisa que contrastaba agradable-mente con el sentido de sus palabras–. ¡Te atreves a arrojar así la pluma delante de tu maestro a quien debes respeto y obediencia!…

La niña hizo un gesto desdeñoso, de lo más hechicero del mundo: –¡Oh! –respondió– Si mi maestro supiera lo que debe saber, ya me habría

enseñado cómo debe escribirse el horrible nombre de esta casa de campo, que apenas acierto a pronunciar todavía. Ka…

–¡Basta! –interrumpió Leonel– No quiero oír ese nombre desde que has dicho que es horrible… Y tienes razón… esas palabras indígenas son detes-tables… Llamemos a esta casa de campo… ¿cómo?… ¿cómo?… ¡Ah! Por ejemplo: el Olimpo.

–¡El Olimpo! ¡Es un nombre muy lindo!… Pero ¿qué quiere decir? ¿Será el de algún castillo, como el de Luna, en que el rey don Alfonso el Casto mandó encerrar al Conde de Saldaña por sus amores con la infanta doña Ximena, según me has contado?

–No. El Olimpo es la mansión deliciosa en que los poetas fingieron que habitaban los dioses del paganismo.

–¡Idólatra! Si te oyera fray Hernando, tu maestro…–Le diría a mi maestro fray Hernando, que el nombre está puesto con

todas las reglas de la analogía. Si en el Olimpo habitaban Venus y Minerva, aquí habita Berenguela que…

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–¿Y bien?…–¡Oh! no necesito decirte, para que lo sepas, que Berenguela vale más

que todas las diosas juntas. La niña se ruborizó, volvió a tomar la pluma y escribió en el papel des-

tinado a la carta: “Olimpo, 7 de abril de 1699.”Leonel, que había seguido el movimiento de la pluma, prorrumpió en

aplausos, y desde entonces ninguno de los dos jóvenes volvió a pronunciar el antiguo nombre aborigen de la casa de campo.

Como se ve por este rasgo, Leonel tenía entre sus cualidades o, si se quiere, defectos, una imaginación ardiente, que fácilmente degeneró en romántica.

Cuando don Gonzalo había estado en España a seguir un litigio, que aumentó considerablemente sus riquezas, había encontrado en las librerías de Madrid las obras de Lope de Vega, de Calderón y de otros poetas del siglo de oro de la literatura española, gracias a que la dinastía de los Bor-bones no había venido a introducir la moda de despreciar a los príncipes del teatro español, con el pretexto de que no habían seguido servilmente a los grandes modelos de la antigüedad.

Leonel se apoderó de estas obras desde que pudo leerlas, y su ima-ginación viva y ardiente encontró un alimento delicioso en su lectura. Berenguela fue el confidente de sus impresiones, como lo era de todas las que experimentaba, de manera que antes de que supiese leer, la niña ya conocía el teatro de Calderón y de Lope, al menos cuanto puede conocerle un muchacho. Con toda esa avidez con que los niños se sientan con la boca abierta alrededor de una nodriza a escuchar los cuentos de brujas y aparecidos, Berenguela se pasaba horas enteras oyendo referir a Leonel las maravillosas y caballerescas aventuras de la Hija del aire, de la gran Ceno-bia y de García del Castañar.

Cuando Berenguela se halló en estado de leer, se entregó a la lectura de lo que había oído contar, y merced a esta comunicación de ideas, los niños empezaron a vivir en un mundo ideal, que distaba mucho del mundo real, en que por desgracia se encontraban.

Ellos no habitaban una hacienda a las inmediaciones de Valladolid, rodeados de sucios y desnudos indios, sino en un castillo feudal, edificado sobre una roca, con sus torreones, fosos y puentes levadizos, custodiados por sus numerosos vasallos. El mismo nacimiento de Leonel, rodeado de misterios, de que no había aprendido a ruborizarse, porque aún no com-

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prendía su desgracia, les había dado pábulo para entregarse a maravillosas conjeturas. Acaso se presentaría una mañana en la sala de armas del casti-llo un rey o príncipe desconocido, reclamando a su hijo Leonel, a quien se hubiese visto obligado a abandonar por una predicción semejante a la que obligó al rey de Polonia a encerrar a Segismundo en una torre, vestido de pieles. En el caso de que llegase este día, Leonel había ofrecido anticipa-damente a Berenguela su mano y su corona, y la niña había aceptado con una sonrisa, después de hacerse rogar un instante.

No se crea, por lo que acabamos de decir, que Leonel perdiese vana-mente su tiempo en locas ilusiones. Había dividido el día con tal método y arreglo que si tenía horas señaladas para sus pasatiempos, también las tenía para sus trabajos, para perfeccionar sus estudios con fray Hernando y para dar lecciones a Berenguela.

Esta última ocupación era lo que más le absorbía, y ya hemos visto los grandiosos resultados que produjo esta aplicación. Antes de los dos años la niña leía como un doctor de Salamanca y escribía con una letra digna del mejor calígrafo del mundo. En este ramo había hecho Berenguela los mayores progresos, porque el bribonzuelo del maestro siempre tenía entre sus dedos la blanca y suave mano de su discípula, con el pretexto de que nunca llevaba la pluma con todas las reglas del arte.

Leonel escogió en seguida entre sus conocimientos, los que creyó pro-pios para la educación de su bella alumna y se los enseñó con el mismo aprovechamiento. Pero al cabo de algún tiempo empezó a ponerse triste y sombrío. ¿De qué dimanaba esto? El infeliz había comprendido que la educación del bello sexo exige imperiosamente la música, y él no sabía música… peor que esto; no se sentía ni con inclinación ni con aptitud para aprenderla. Entre los ricos dones con que la naturaleza le había ador-nado, se había olvidado de colocar un pedazo del talento con que Orfeo logró ablandar a las divinidades infernales para que le devolviesen a Eurí-dice, su esposa.

Leonel pensó un instante en llamar a uno de los rasgadores de vihuela, que abundaban en la villa, para que diese lecciones a Berenguela. Pero apenas concibió esta idea, cuando un sentimiento hasta entonces desco-nocido oprimió por primera vez su corazón. ¡Cómo! ¿Un extraño había de venir a sentarse al lado de su discípula, poner entre sus manos el arpa o la vihuela, tocar sus dedos, rozar su vestido con el de ella, hablaría, mirarse en la pupila de sus negros ojos y robarle por una o dos horas diarias la compañía de Berenguela?

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–¡No, por vida mía! –murmuró el joven al hacer esta reflexión–. Yo aprenderé la música para enseñársela. Yo forzaré a mi grosera y ruda na-turaleza a percibir y comprender las delicias de la armonía, y una mirada de sus ojos, una sonrisa de sus labios recompensarán con usura todos mis trabajos.

Y aquella voluntad indomable que no se arredraba ante ningún obstá-culo, se halló en poco tiempo en disposición de dar a su discípula algunas lecciones de música, y los salones del Olimpo empezaron a resonar con la voz fresca y armoniosa de Berenguela. No hay qué decir que este fue el único ramo en que la discípula aventajó considerablemente al maestro.

...Al año, ya la niña leía como un Doctor de Salamanca...

Gracias a la distribución del tiempo, debida al espíritu metódico de Leonel, los dos niños disfrutaban todos los días algunas horas tan agrada-bles, como las destinadas a su educación. Eran las horas de la mañana en que se tomaban de las manos para recorrer juntos las huertas del Olimpo y los bosques circunvecinos. La soledad del campo, la verdura de las hojas, la altura de los árboles, el silbido del viento y el silencio de la naturaleza, im-presionaban fuertemente la imaginación de los dos niños y muchas veces caminaban una hora entera bajo la espesa bóveda que se levantaba sobre sus cabezas, sin haberse dirigido una sola palabra. Allí era donde su poéti-ca imaginación evocaba las sombras de los pastores de Garcilaso, mientras sus labios murmuraban en voz baja los hermosos versos del gran poeta.

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En aquellos paseos solitarios, cuando el espíritu de Leonel, cansado de recorrer los mundos imaginarios, volvía la vista a su graciosa compañera, que no era menos bella por pertenecer al mundo real, se decía a sí mismo que si los poetas hubiesen conocido a Berenguela, habrían hecho versos más lindos que los que a cada instante le recordaba su memoria. Entonces él, que no se encontraba con fuerzas ni con aptitud para hacer un verso digno de su compañera, nunca dejaba de encontrar una flor para adornar su hermoso cabello, ni de aprisionar alguna pudorosa tortolilla para que Berenguela tuviese el placer de devolverle la libertad.

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Capítulo II. La primera nube

Así transcurrieron los primeros años de la vida de Leonel y de Berenguela. Infancia dichosa, pasada lejos del bullicio de la sociedad, entre los dulces juegos de la inocencia, entre los cuidados de una educación tan agradable y, por lo mismo, tan provechosa; entre las ilusiones de sus grandes poetas, entre los sueños de su rica imaginación.

Pero desgraciadamente dura muy poco aquella edad primera de la vida, en que todo sonríe, en que nada aparece difícil, en que no hay una sola nube que empañe el horizonte del porvenir. Los años fueron transcurrien-do insensiblemente, hasta que llegó el de 1701, época en que empieza nuestro relato, y en que, según hemos dicho, Leonel tenía dieciocho años y Berenguela trece.

Insensiblemente, también, todo había cambiado en el Olimpo, sin que ninguno de sus habitantes pudiese fijar con exactitud y precisión la fecha en que el cambio había acaecido.

Leonel ya no daba lecciones a Berenguela. ¿Por qué? Era difícil asignar la verdadera causa; pero en primer lugar, el maestro había empezado a fastidiarse de que don Gonzalo o doña Blanca se apareciesen siempre a la hora de la lección, como si quisiesen aprender también algo de lo que enseñaba. En segundo lugar, los buenos encomenderos habían creído ad-vertir que Berenguela no hacía los rápidos progresos que en otro tiempo, porque el maestro se pasaba minutos enteros en mirarse como en un es-pejo, en los hermosos ojos de aquella, y la discípula, que había empezado a comprender estas lecciones como las de historia, se ruborizaba y bajaba la cabeza, llena de confusión. Estas dos circunstancias principales habían sido causa de que se declarase terminada la educación de Berenguela.

También los paseos solitarios al campo se habían terminado. ¿Por qué? Unas veces porque doña Blanca encontraba una ocupación precisa para la niña a la hora misma del paseo. Otras, porque la niña misma experimenta-ba un embarazo, de que no podía darse cuenta al escuchar la invitación de Leonel, y se negaba, ruborizándose, a darle la mano, como en otro tiempo, para caminar y meditar por la sombría soledad del bosque.

¿Y sus sueños y sus delirios?… ¡Ah! Si Berenguela los conservaba, Leo-nel, que llegaba a la edad de la razón, había empezado a desterrarlos. Ya no

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se figuraba que un gran señor se presentaría un día para reclamar a su hijo y sacarle de la oscuridad en que vivía. Había comprendido, al contrario, que las sombras de su nacimiento encubrían, acaso, alguna mancha, que debía influir en el porvenir de toda su vida.

Berenguela, hija de padres nobles y ricos, cuanto podían serlo en la pro-vincia, ¿había de aceptar a Leonel, que no tenía padres, nombre, ni riquezas? Porque es de advertir que en aquella época, Berenguela era todo el porvenir de Leonel. ¿Qué otra ambición puede alimentar un corazón de dieciocho que unos ojos bellos que miren, unos labios que sonrían y una voz de ángel que diga: “te amo”?

Desde entonces Leonel empezó a mostrarse más serio y reflexivo que el día en que se trató de buscar un maestro de música para su discípula. Pero él, que tenía la conciencia de su propia fuerza; él, que se admiraba de que se dispensasen tantas consideraciones a ciertos nobles encomenderos, que sólo se diferenciaban de los pobres indios en la blancura de su piel, se preguntó un día si el noble corazón de Berenguela no sería superior a todas estas preocupaciones para resistirlas juntamente con él.

Era preciso averiguarlo para caminar con alguna seguridad en el porve-nir. Pero ¿cómo? Hacía tiempo que Leonel había advertido que era objeto de una vigilancia indirecta, por cuyo motivo hacía algún tiempo también que no se encontraba a solas con su bella amiga. El obstáculo era pequeño, y el joven no se detenía ante los obstáculos, por grandes que fuesen.

Una mañana que doña Blanca y su hija habían salido a dar un paseo por el bosque, Leonel, en lugar de tomar su escopeta para seguirlas, como lo hacía a menudo, se constituyó en el cuarto de Berenguela, resuelto a esperar su regreso.

Una hora después la niña entraba sola en el cuarto tarareando alegremen-te una de las primeras piezas de música que Leonel le había enseñado.

La oportunidad era magnífica para entrar en materia, recordando el feliz abandono de los tiempos pasados. Leonel comprendió esta oportunidad, pero no acertó a aprovecharla. Se contentó simplemente con adelantarse al encuentro de Berenguela para que notase su presencia.

La niña le miró con sorpresa, como si no pudiese comprender la osadía del que había venido a buscarla en su propia habitación. Sintió luego que el rubor iba a sus mejillas, y por un movimiento instintivo de pudor dio un paso hacia la puerta por donde acababa de entrar.

Leonel le dirigió una mirada suplicante y la niña se detuvo a dos pasos de la puerta, apoyando una de sus manos sobre una mesa de caoba. Era que

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sentía latir precipitadamente su corazón y temía caer sin fuerzas en medio del aposento.

El joven comprendió, entonces, que había llegado el momento de ha-blar. Pero antes de exponer francamente su situación, como había imagi-nado, para interrogar a Berenguela sobre sus sentimientos, comprendió que para tener ese derecho, era necesario contar previamente con su amor.

¿Y Berenguela le amaba, por ventura? ¿Cuándo lo había dicho ella? ¿Cuándo le había preguntado él?

Nuevo obstáculo que aumentó el embarazo de Leonel y que le hizo arrepentirse un instante del paso que acababa de dar. El pobre loco había venido confiado en ese amor de dos corazones inocentes, que se compren-de y se siente, pero que nunca se dice. Ahora, a la presencia de la bella niña, comprendió que ésta podía recibir sus reflexiones con un encogi-miento de hombros o con una carcajada, y que él tendría entonces que retirarse con la conciencia de haber desempeñado un ridículo papel.

Esas reflexiones lo hacían palidecer y ruborizarse sucesivamente, cuan-do un movimiento de Berenguela le volvió de su enajenamiento.

–¡Oh! –exclamó el joven–. No te vayas, te lo suplico. Quiero… tengo que comunicarte un secreto.

Berenguela bajó la cabeza, para huir la mirada de su amigo, porque sentía que se aumentaban los precipitados latidos de su corazón.

–Pero antes –continuó Leonel–, necesito hablarte de un recuerdo de nuestra infancia, que acaso habrás olvidado ya. ¡Eras tan niña!…

Y empezó a acercarse insensiblemente a Berenguela con la secreta ale-gría de no tener que resistir su mirada para lo que iba a decir. En seguida, con el placer del recluta bisoño que toma un recodo para llegar lo más tarde posible al campo de batalla, prosiguió de esta manera:

–Apenas tenías cinco años. Acabábamos de comer bajo uno de los ár-boles de la huerta, cuando tus padres nos revelaron por primera vez mi orfandad y el modo conque había sido expuesto a sus puertas.

Tú te volviste hacia mí, y mirándome con tus ojos arrasados de lágri-mas me dijiste:

–“¿Oyes eso, Leonel? Dice papá que no somos hermanos.” Yo no acerté a responderte, porque sentí oprimido de tristeza mi corazón. –“Pero no te dé cuidado –continuaste tú–. Cuando seamos grandes, nos casaremos para no separarnos nunca.”

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Un vivísimo encarnado cubrió las mejillas de Berenguela, y aunque hizo un movimiento para escaparse, la detuvo la persuasión de que no habría tenido fuerzas para llegar a la pieza inmediata.

Leonel, que parecía adivinar estas impresiones en la actitud de la niña, cobró nuevo valor y prosiguió:

–Tu padre soltó una alegre carcajada al escuchar tus palabras; ¡pero doña Blanca!… Oh; estoy seguro que no se rió. Antes creo que te dirigió una mirada severa, luego te tomó de la mano y salieron ambas de la huerta.

Leonel calló al terminar estas palabras, diciéndose a sí mismo que aquella era la segunda ocasión magnífica que se le presentaba de entrar en materia, y que sin duda debía ser muy cobarde cuando no la aprovechaba. Y la actitud de Berenguela, que permanecía inmóvil, aunque ruborosa y embarazada, debía darle valor. Pero el pobre loco continuó andándose por las ramas:

–Si doña Blanca no fuera mi bienhechora te diría que es muy… Pero… ¿por qué hablar de doña Blanca, cuando podemos hablar de nosotros… de ti, que cuando eras niña, no fue esa la única vez que me tendiste tu mano, diciéndome tan bellas palabras?… ¿No te acuerdas que cuando soñába-mos con nuestros poetas favoritos, tú te dignabas amarme, aun cuando fueses una reina?

Al terminar estas palabras, Leonel cayó de rodillas, se apoderó sin obs-táculo de la mano de la niña, y sintió que por primera vez, el contacto de aquella piel suave y perfumada llegaba hasta su corazón con una emoción extraordinaria.

–¿Por qué, –dijo entonces con voz apagada–; por qué hace tres años… tres años terribles que esas dulces palabras no llegan a mis oídos?

Y como Berenguela presa de una emoción poderosa, tardase en res-ponder, Leonel creyó que tal vez el fuego de sus labios lograría animar la frialdad de aquella estatua, y se atrevió a levantar la mano de la niña a la altura de su boca.

En aquel momento se oyó un ruido en la pieza inmediata y doña Blanca apareció en el umbral de la puerta.

Berenguela sintió, más bien que vio, aquella aparición, y confusa y avergonzada, sin comprender muy bien su delito, temió un instante mo-rir allí de vergüenza; pero la misma inminencia del peligro, le prestó una fuerza de que se creía incapaz y huyó por la puerta más inmediata.

Leonel era demasiado orgulloso para huir. Se levantó con desembara-zo y se volvió hacia doña Blanca, resuelto a resistir su cólera, aunque se

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admiraba de no haberla oído estallar todavía. Pero ¡cuál fue su asombro cuando encontró a la pobre señora, pálida como un papel, y apoyada en el dintel de la puerta!

Se adelantaba ya a ella para socorrerla, cuando doña Blanca, introdu-ciendo la cabeza en la pieza inmediata, exclamó:

–¡Gonzalo! ¡Gonzalo!El viejo encomendero se presentó en el aposento.–Mis temores se han cumplido, antes de lo que esperabas –le dijo

doña Blanca–. He encontrado a ese loco a los pies de Berenguela… aquí… en la habitación misma de mi hija.

Leonel vio brillar en los ojos del encomendero el rayo de cólera que se había admirado de no encontrar en los de doña Blanca. Era induda-ble que aquella tempestad iba a estallar al instante. Y el joven se alegró interiormente, porque la lucha era su elemento.

–Leonel– le dijo el anciano–; desde este momento vas a dejar de ha-bitar en el Olimpo.

–Señor, –respondió el mancebo–; conozco que he abusado bastante de vuestras bondades, permaneciendo dieciocho años en esta casa y co-miendo en ella vuestro pan sin retribución alguna de mi parte.

–¡Insensato! ¿Soy un niño para que me hables de esa manera?–No os comprendo.–Pues bien, ya que lo quieres oír, óyelo. Si mis bondades se han ex-

tendido hasta a quererte como a hijo y a darte el pan durante dieciocho años, como has dicho, no se extenderán hasta dar la mano de mi hija a un hombre, cuyo nombre no conozco.

–¿Y si le conocierais algún día?Don Gonzalo miró al joven con una sonrisa irónica. Doña Blanca se ha-

bía ya repuesto de su primera emoción; sin embargo, Leonel creyó advertir que volvía a demudarse.

–Si conocieseis algún día mi nombre –repitió el mancebo– por ejemplo, dentro de cinco o seis años… Berenguela es una niña todavía… ¿promete-ríais esperar hasta entonces para concederme su mano?

–¿Y qué vas a hacer en esos cinco o seis años? –preguntó doña Blanca entre irónica y conmovida–. ¿Vas, acaso, a escalar el cielo, para preguntar a Dios el nombre de tus padres?

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–No es el nombre de mis padres el que voy a buscar en ese tiempo, pues-to que cuando mis padres me lo negaron, es que no me creyeron digno de llevarle. Voy a buscar, señora, el nombre que satisface más al justo orgullo del hombre. Voy a buscar el nombre que se forma por los propios méritos, no el que se toma prestado de los ajenos.

–¡Bravo! –exclamó don Gonzalo, dudando si debía reírse o admirarse de la naturalidad nada afectada con que Leonel pronunciaba estas palabras–. Sólo te advierto que en la pobre provincia de Yucatán, no podrás encontrar un nombre que te haga digno de la mano de Berenguela.

–He mirado en derredor de mí y me he encontrado estrecho en la pobre provincia de Yucatán. He puesto la mano sobre mi corazón y me he creído con las fuerzas suficientes para adquirirme un nombre en la Corte de Felipe V, que acaba de ser exaltado al trono de España.

–Pero para adquirirte ese nombre, necesitas saber siquiera quién eres. –Cuando Antonio de Leyva tenía dieciocho años, como yo, nadie sabía

quién era; y sin embargo un día llegó a general y ganó a Francisco I la batalla de Pavía.

El cardenal Jiménez de Cisneros era un oscuro franciscano, y no sólo llegó a gozar de la privanza de Fernando y de Isabel, sino que gobernó algún tiempo solo la España.

Mientras que los labios del anciano encomendero se contraían para ex-presar una nueva sonrisa de ironía, Leonel creyó ver cruzar un rayo de inte-rés por los ojos de doña Blanca, seguido de una lágrima que se desprendió de sus párpados. El pobre joven se hizo la ilusión de que la noble señora le comprendía, y acercándose a ella y tomando una de sus manos, en que im-primió un beso respetuoso:

–Señora –le dijo–; veo que a pesar del orgullo de vuestra sangre, mi amor ha conmovido la ternura de vuestro corazón. Persuadid a mi bienhechor a que espere cuatro años solamente. Yo no exijo que deis a Berenguela un esposo sin nombre, y si en esos cuatro años no me he adquirido uno, dad su mano a quien queráis… siempre me quedará el recurso de morir.

–Lo que exiges, Leonel, es imposible –respondió doña Blanca, cam-biando una mirada con su esposo–. Ya la mano de Berenguela está com-prometida a un ilustre caballero.

–¡Prometida la mano de Berenguela! –exclamó Leonel, pálido de asombro. –Y empeñada nuestra palabra –añadió el encomendero, devolviendo su

mirada a doña Blanca.

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...Al terminar estas palabras, Leonel cayó de rodillas, se apoderó sin obstáculo de la mano de Berenguela, y sintió que por primera vez...

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–¿El nombre de ese ilustre caballero? –preguntó Leonel con acento tembloroso.

–Demasiado he condescendido en escucharte –respondió con altanería don Gonzalo– para que crea necesario responderte.

–¿Reside, siquiera, en la villa? –continuó, imperturbable, el joven.–Sí, por desgracia tuya.–Está bien. Muy pronto sabré su nombre. Y volviendo las espaldas con indiferencias y tranquilidad, Leonel dio

algunos pasos hacia la puerta por donde había salido Berenguela.–¡Creo que este loco nos amenaza! –exclamó, colérico don Gonzalo.–A vosotros –respondió Leonel, volviéndose–; a vosotros que sois mis

padres… mis bienhechores, de ninguna manera; a otro, quizá. Don Gonzalo iba a replicar cuando se oyeron pasos en un corredor

inmediato y la puerta se abrió para dar paso a fray Hernando, el guardián del Convento de Valladolid.

–Llega a tiempo vuestra paternidad –le dijo el anciano encomende-ro–. ¿Recibiríais un donado en vuestro convento? –añadió, lanzando sobre Leonel una mirada rápida, mezclada de burla y de ironía.

El joven dio un paso hacia el encomendero para protestar contra aque-lla medida. ¡El servir de lacayo!… ¡Encerrarse en un convento, donde la falta de aire le ahogaría… sepultar bajo la capucha de un franciscano su amor, su ambición y sus esperanzas!

Leonel abría ya los labios para rebelarse y reclamar la libertad del bas-tardo, que si no tiene nombre ni fortuna, nadie tiene, en cambio, el dere-cho de sujetarle, cuando recordó que el hombre a quien se decía prome-tida Berenguela, residía en la misma villa en que se levantaban los muros del convento de fray Hernando. Entonces se dijo a sí mismo, para acallar los latidos de su orgullo, que admitiendo momentáneamente el asilo del convento, no cedía a una orden impuesta por quien no tenía derechos sobre él, sino que se iba a colocar de centinela en un punto avanzado para observar las operaciones del enemigo y salir sin dilación a su encuentro.

Todas estas reflexiones fueron hechas con la rapidez de pensamiento que caracterizaba el espíritu del joven, de manera que cuando el fran-ciscano se volvió hacia él, lleno de asombro por aquel cambio repentino ocurrido en el Olimpo, Leonel le miró tranquilamente y le dijo:

–La misma pregunta iba a haceros, padre mío, ¿no os causaría embara-zo tener un donado más en vuestro convento?

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–¿Y serías tú ese donado? –preguntó el guardián, que aún no acababa de salir de su estupor.

–Algo menos que eso, o algo más, si os parece, Con tal que no me exi-jáis vestir el ropón azul de la orden, tocaré el órgano del convento en las festividades, completaré mi instrucción en vuestra librería… permanece-ré, en fin, a vuestro lado… hasta que determinemos otra cosa.

Un rayo de triunfo pasajero brilló en las pupilas de don Gonzalo. –Espero –dijo– que no se ahogará en su celda el que se cree estrecho en

la pobre provincia de Yucatán. Leonel hizo un esfuerzo sobre sí mismo para permanecer tranquilo. –El buzo renuncia al aire –respondió– y baja a las profundidades del

océano para arrancarle los tesoros que esconde en su seno. Yo estoy avaro de un rico tesoro y renuncio al aire para encontrarle.

Mientras se cruzaban estas palabras entre el joven y el anciano, doña Blanca había llamado al guardián con una mirada, y después de deslizar algunas palabras en su oído, fray Hernando había dirigido una mirada de expresión indefinible al mancebo.

Entonces se acercó a él y tomándole de la mano: –¡Vamos! –le dijo con voz breve e imperiosa. Leonel le miró asombrado, porque esta era la primera vez que le ha-

blaba de aquella manera. Pero le sacó de su distracción la voz de don Gonzalo, que decía:

–Lleváoslo, padre y, sobre todo, cuidadle bien para que no le den ten-taciones de presentarse otra vez en el Olimpo.

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Capítulo III. Don Fernando Hipólito de Osorno

Leonel pasó los primeros días en el convento entregado a una angustia mortal. El único fin con que había consentido en su encierro, era con el de buscar al hombre que osaba disputarle el amor de Berenguela. ¿Pero cómo hallar a este dichoso mortal, a quien se creía digno de la hermosa niña, si hasta su nombre le era desconocido?

Después de devanarse inútilmente los sesos para encontrar la resolu-ción de este problema, Leonel tuvo que conformarse con un medio, que aunque bastante tardío, no por eso dejaría de dar algún día resultado se-guro.

Desde el momento en que, según la costumbre diaria, las puertas de la iglesia del convento se abrían antes de romper el alba, el joven se cons-tituía en un rincón, oía sin atención todas las misas de los frailes y asistía con impaciencia a todos los oficios, hasta que entraba en el templo alguno de los numerosos sirvientes del Olimpo, lo que raras veces dejaba de su-ceder. Entonces se salía recatadamente, esperaba en el atrio al sirviente, y en el momento en que éste salvaba el umbral de la puerta, le llamaba con una señal y le hacía algunas preguntas que casi siempre eran las mismas.

–¿Ha estado algún caballero extraño en el Olimpo?–Ninguno.–¿Qué hacen los señores encomenderos y su bella niña?–Los señores encomenderos rezan y pasean como siempre; la niña

siempre tiene lágrimas en los ojos, su arpa y sus canciones tienen una me-lodía muy triste y cada día come menos.

Leonel hacía un gesto de inteligencia y despedía al criado con estas palabras: –No digas a nadie que nos hemos visto. –¡No tengáis cuidado!… se nos ha prohibido que os hablemos. Leonel se retiraba entonces a la pequeña biblioteca del convento y se

pasaba el resto del día sobre un grueso volumen forrado en pergamino. ¿Leía? Sí, merced al dominio que ejercía sobre sí mismo, se había di-

cho que era una locura entregarse a una inacción dolorosa y que, como el

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soldado detenido en el cuerpo de guardia mientras se llega el momento de obrar, bien podía ocupar el tiempo con utilidad para matar su impacien-cia, que de lo contrario le hubiera devorado.

Y sostenido por esta máxima saludable, Leonel fortificaba más de día en día su espíritu con la lectura de aquellos libros nada vulgares, que el tino y los conocimientos de fray Hernando habían reunido en aquel lugar.

Así pasaba el joven su vida en el convento, y aunque estaba muy lejos de creerse feliz, no derramaba una sola lágrima, no mostraba a nadie su dolor y parecía ocultárselo así mismo.

Una mañana, después de haber hablado en el atrio con un anciano sirviente del Olimpo, en lugar de subir a la biblioteca, entró en el cuartito que llamaba su celda, cerró cuidadosamente la puerta y sacó de su pecho un papel.

Una expresión de alegría brillaba en todo su semblante; su corazón latía con violencia; sus manos temblaban al romper el papel alrededor del lacre que lo cerraba. Era que recordaba estas palabras con que el anciano lo ha-bía puesto en sus manos: “La niña me ha dado esto para vos.”

¡Una carta de Berenguela! Un papel por donde se habían deslizado sus finos y rosados dedos. Unos caracteres negros y fríos, pero trazados por ella… para comunicarle sus pensamientos, para conversar con él… con él, que hacía un mes había vivido sin verla, sin oírla, sin hablarle!…

¡Oh! ¡Cómo bendijo el momento en que había tenido la feliz inspira-ción de enseñarle a escribir! Sin este pensamiento que había parecido leer en el porvenir, el anciano encomendero, resguardado en su rutina y en sus preocupaciones, la habría dejado ignorarlo todo, y el pobre Leonel, el huérfano desterrado de su presencia, no hubiera visto sus lágrimas, ni oído sus sollozos…

El joven cayó en una silla anonadado de felicidad, pasó una mano por su frente humedecida por el sudor de su emoción y leyó:

“¡Leonel… amigo mío!… Ayer me dijo mamá que me preparase a re-cibir a un ilustre caballero español, a quien estaba prometida mi mano. ¿Lo entiendes bien, Leonel?… ¡prometida mi mano, sin consultarme, sin!… Me dejó tan aterrada esta noticia que no acerté a pronunciar una palabra… Pero hoy ha sido diferente: he abrazado a papá y a mamá y les he dicho que todavía me creía muy joven para casarme. Mi padre se ha enternecido con mis lágrimas y aun creo que ha vacilado un instante. Pero mi madre… ¡oh! cualquiera diría que tiene prisa para casarme…

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me ha devuelto mi abrazo, sonriéndose, y me ha dicho: Eres una loca. Ya mudarás de opinión cuando veas a don Fernando Hipólito de Osorno… es un apuesto caballero y un esposo que todas las mujeres te envidiarían. Después, Leonel, he oído decir que goza de una influencia poderosa en el país… pero eso, ¿qué me importa? No le conozco, no deseo conocerle. Encerrada desde que nací con mis padres, contigo, con mis flores, con nuestros sueños, nunca he sabido ni deseado saber lo que pasa fuera del Olimpo… Leonel, ¡sálvame!… ¡tú eres mi único amigo!”

Cuando Leonel concluyó la lectura de esta carta la expresión de su semblante había cambiado completamente, no porque se hubiese puesto triste, sombrío o colérico; sino porque a una alegría había sucedido otra: a la dulce dicha de recibir el primer billete de amor, había sucedido el feroz placer del que encuentra a un enemigo de quien tiene necesidades de vengarse.

¡Por fin, aquel nombre aborrecido se le revelaba! Es verdad que después de reflexionar un instante, advirtió que se hallaba casi en el mismo esta-do de ignorancia que Berenguela. Encerrado, como ella, en el Olimpo, teniendo demasiada felicidad en su recinto para pensar en lo de afuera: sepultado luego en el convento, ocupado únicamente en estudiar y en atis-bar a los criados del Olimpo, no sabía más que don Fernando Hipólito de Osorno era, hacía un año, teniente de gobernador y alcalde de primer voto de la villa, es decir, la primera autoridad de Valladolid; pero no le conocía. Ignoraba si la influencia que disfrutaba era debida a sus buenas acciones o al miedo que inspiraba su posición. Pero al fin y al cabo, ¿qué importaba todo esto? Sabía su nombre y dentro de una hora podía hallarse en su presencia. El primer fraile con quien topase en el claustro iba a decirle su casa, y sólo necesitaba la ligereza de sus pies para llegar a ella.

Leonel tomó su sombrero, abrió la puerta de su cuarto y apenas había dado algunos pasos en un corredor, cuando se encontró enfrente de un joven donado, de gallarda estatura, de ojos azules muy vivos y de hermo-sos cabellos rubios, lastimosamente trozados por el formidable cerquillo de la orden. Tenía tal aspecto de pilluelo en todos sus movimientos y tal vivacidad en su fisonomía, que era fácil conocer a la primera ojeada que no había nacido para secarse entre las paredes de un convento ni para do-blegarse bajo el peso de una capucha. Leonel comprendió que el cielo se lo enviaba, pues era de seguro el mejor guía que pudiese encontrar.

–Amigo mío –le dijo–; vos, que con vuestra cualidad de donado, re-corréis diariamente las calles de la villa ¿podríais decirme dónde vive la persona de que voy a hablaros?

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–Preguntad hermano; preguntad –respondió alegremente el donado–. ¡Oh!, y perdonad –añadió en voz baja–; perdonad que os hable en lengua-je frailesco, porque si el padre guardián me oyese hablar de otra manera, era capaz de sentenciarme una docena de silicios y una gruesa de azotes. ¿Comprendéis vos que el sacarse sangre del cuerpo, es decir, la sangre que Dios nos ha dado, pueda contribuir a la salvación del alma? Yo… si he de deciros francamente mi opinión…

–Mi querido amigo –interrumpió Leonel para cortar aquel torrente de palabras–; el nombre de hermano es muy dulce y me agrada oírlo de los labios de todo el mundo.

–¡Oh! si eso es así… ¡Pero hablad, hablad! Parece que estáis de prisa…–¿Sabéis dónde vive don Fernando Hipólito de Osorno?Y Leonel, que por primera vez pronunciaba este nombre, creyó advertir

que salía tembloroso de su garganta.–¡Toma! –respondió el donado–. ¿Quién no sabe eso en la villa? –¿Luego le conocéis? El donado miró lleno de asombro a su interlocutor, con el aire de un

hombre a quien se pregunta si ha visto las paredes de su casa. –¡Oh! –prosiguió Leonel– si le conocéis, dadme sus señas, para que no

se me escape, si lo encuentro en la calle. –Figuraos a un hombre de treinta a treinta y cinco años…–Casi un viejo –interrumpió Leonel, sonriendo con satisfacción. –¡Casi un viejo! –exclamó el donado–. Os aseguro que apenas le veáis,

mudaréis de opinión. Tiene la presencia más gallarda que he visto: con su semblante pálido, sus grandes ojos garzos y su estatura… igual a la vues-tra, aunque es un poco más delgado. Tiene las maneras distinguidas de un caballero y las muchachas de la villa están locas con él.

A la conclusión de estas palabras, Leonel había cambiado su sonrisa por una palidez más notable de lo que le convenía.

–¡Las muchachas de la villa locas con él! –exclamó sin saber lo que de-cía, y dejando vislumbrar en sus ojos un relámpago de odio.

–¡Calle! Cualquiera diría que eso os incomoda. –¡A mí!… ¿y por qué?… pero, una palabra más: ¿dónde vive?–Al lado de don Gregorio de Anaya, frente a…–¡Perdonad! Eso es lo mismo que decirme que vive en su casa, porque

como yo no conozco a nadie en la villa…

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–Pues bien. Id a la plaza principal, tomad la calle de San Juan y a la segunda esquina, una casa de zaguán, a la izquierda…

–¡Gracias! –exclamó Leonel, dando un paso para alejarse.–Una palabra –dijo el donado, deteniéndole familiarmente por el bra-

zo–. O yo soy un topo, o vos aborrecéis a don Fernando…–¡Adiós! –gritó Leonel a cuatro pasos de distancia, tal era la prisa que

se daba para alejarse. –¡Oh! –exclamó el tenaz donado–. Yo sólo os lo preguntaba para ad-

vertiros que si le aborrecéis, tendréis de vuestra parte a la mitad de la villa, que tiene buenos deseos de concluir con él.

Leonel no sólo se detuvo esta vez, sino que volvió de prisa a reunirse con el donado.

–Es decir, que ese hombre será muy malo… algunos de esos hambrientos adláteres que acompañan a los gobernadores y que le ayudan a empobrecer la provincia en unión de los frailes y de los encomenderos…

El donado movió la cabeza en ademán negativo. –Decís que tiene muchos enemigos –añadió Leonel. –Sí. Los enemigos más ruines, los que excita la envidia; los que aborrecen

al bueno, porque no se sienten capaces de serlo, o porque les ha sentado la vara de la justicia.

–Es decir, que don Fernando…–En dos palabras lo comprenderéis todo. Don Fernando es un caballero

español de ilustre nacimiento, que no se parece a otros muchos nobles, que tienen más vanidad en el corazón que sesos en la mollera. No creyó deshon-rar el lustre de su casa, con venir a ejercer el comercio en América y ya se re-tiraba a España con veintidós mil pesos, honradamente ganados, cuando el año de 1700 se encontró en Veracruz con el Ilustrísimo señor don fray Pedro de los Reyes Ríos de la Madrid, que venía a tomar posesión del obispado de esta provincia. Se habían conocido en España, renovaron sus relaciones, el obispo le invitó a seguirle a Yucatán y en el mes siguiente ambos amigos se hallaban en Mérida. don Martín de Urzúa y Arismendi, el gobernador y ca-pitán general, se prendó tanto de sus buenas cualidades que no necesitó más que de una ligera insinuación del obispo para conferirle la tenencia de esta villa, don Fernando entró a desempeñar su destino, arrebatando el corazón de todos los vecinos de la villa.

–¿Dónde están, entonces, sus enemigos? –interrumpió Leonel con im-paciencia.

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–No tardaron en presentarse –respondió el donado–; y os los voy a enu-merar por orden. En primer lugar el gobernador…

–¡Don Martín de Urzúa!–Don Martín de Urzúa, que lo elevó al principio. –Cometería algún desaguisado don Fernando.–Vais a juzgarlo por vos mismo. Cuando cesó actividades hace algunos

meses la encomienda de Pixoy, se opuso a ella don Rodrigo de Alcocer, des-cendiente de los primeros conquistadores, pero pobre como Job.

–Le conozco perfectamente –interrumpió Leonel.–El gobernador hizo a don Pedro Alcayaga, criatura suya, que se opusie-

se a la misma encomienda, sin tener más derecho a ella que el preste Juan, porque es forastero.

Pero esperaban que Alcocer se retirara del litigio, por falta de dinero para seguirlo, y Alcayaga hablaba ya de anticipación de su triunfo. ¡Mas cuál fue su sorpresa cuando vieron a Alcocer seguir tenazmente el litigio, derramando a manos llenas el oro! Alcayaga juró buscar al que cumplía con su contrario una de las obras de misericordia, para vengarse cruelmen-te y no tardó en encontrarle. Una mañana compró a un pillo de Valladolid por dos libras de cacao y dos pesos en plata, un papel que se le había caído a Alcocer jugando trucos, al sacar del bolsillo su cigarrera. Este papel era una carta en que don Fernando le decía al pobre señor que si no le ha-bían bastado los cuatro mil pesos que le había dado para seguir el litigio, podía disponer de otra cantidad que le había aprontado en Mérida. Dos días después sabía ya el gobernador quién era el que hacía la guerra a su protegido, dando dinero a Alcocer, y he aquí el origen de la enemistad de don Martín.

–¿Con que don Fernando es caritativo, como un san Francisco? –¡Justo!… preguntádselo a todos los pobres de la villa. Pero pasemos a

su segundo enemigo. ¿Conocéis a don Miguel Ruiz de Ayuso?–Sí, el alférez mayor de la villa, que también tiene sus influencias. –¡Y muy poderosas! Pero vamos al caso. Ayuso visitaba a una señora prin-

cipal, cuyos favores gozaba –añadió el donado con los ojos brillantes de envidia…

–Y a quien no me nombraréis –interrumpió Leonel– para no tener que confesar ese pecado mañana.

–Tenéis razón. Voe scandalum, como dice la escritura.

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–¡Adelante!–Ayuso, al entrar una noche en casa de su diosa, se encontró en ella con

don Fernando, a quien la dama sonreía, como es natural que sonreían las damas al que es a la vez rico, noble, gallardo y generoso.

Leonel sintió subírsele la sangre a la cara, porque creía ya ver al noble don Fernando gozar de la sonrisa de una mujer que él solo había gozado hasta entonces.

–¡Bueno! –exclamó– lo que me contáis se parece a una comedia de capa y espada, porque supongo que Ayuso desnudaría su acero, pidiendo venganza.

–Lo que os cuento es la historia verdadera de un pobre diablo, como Ayuso, que en vez de sacar la espada, salió con el rabo entre piernas, por-que ya desde entonces sabía que don Fernando era un valiente caballero.

–¡Vive Dios! –exclamó Leonel, pálido de indignación– que aunque no sea yo el ofendido, me avergüenzo de que ese indigno alférez no se haya vengado.

–Ayuso sí se vengó; pero como se venga un corchete. Armó una noche con garrotes a siete pillos y le cayeron a don Fernando cuando pasaba a caballo por una calle solitaria. El noble caballero no hizo más que requerir sus pistolas, y Ayuso y los suyos corrieron como una bandada de aves, espantadas por las pisadas de un cazador.

–¡Oh! os suplico que calléis, porque esa relación me sonroja. El donado se hizo el sueco y continuó imperturbable: –Los enemigos de Osorno se indignaron como vos y empezaron a azu-

zar al capitán general, que no se hizo rogar mucho tiempo y mandó quitar sus empleos a don Fernando, a pesar de la poderosa mediación del obispo. Cuando don Fernando lo supo, se vistió de capa negra y vara larga, se despojó de sus insignias militares y pasó al salón del Cabildo, donde ya le esperaban triunfantes sus enemigos juntamente con don Francisco Solís, a quien debía entregar la vara de teniente gobernador. El secretario del Cabildo leyó en plena sesión el derecho de despojo, lanzado por el capitán general, y cuando hubo concluido, don Fernando, sin alterarse, entregó en manos de Solís su vara de teniente; pero se negó a despojarse de su empleo de alcalde de primer voto, alegando que teniendo aquel destino por elección misma del Ayuntamiento de que era presidente, creería hacer un agravio al mismo cuerpo, obedeciendo de plano el decreto de despojo. Tan digna y prudente conducta hizo enmudecer al Cabildo y a todos los

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circunstantes, pero cierto caballero montañés alzó la voz en medio del silencio que reinaba en el salón y dijo: “No se le manda más que obedezca lo que ordena el gobernador.” Don Fernando sintió subírsele la sangre a la cara a este ataque indirecto, levantó la mano y dio tan terrible bofetada al montañés que le derribó cuan largo era a los pies del secretario.

–Y el montañés sacaría al instante la espada y se armaría entre los dos un sangriento combate en el mismo salón del Cabildo…

–¡Dale! –exclamó el donado–. Vos no veis en derredor vuestro más que héroes de Lope y de Calderón y he ahí un defecto de que os aconsejo que os corrijáis. El montañés se quedó con su bofetada, como Ayuso con el desaire de su dama, y tanta leña han puesto ambos al fuego que arde en el pecho de don Martín de Urzúa, que todos están admirados de que no haya ardido la hoguera que debe achicharrar a don Fernando.

–Espero que ahora habréis agotado vuestra provisión de noticias.–A no ser que…–Gracias, amigo mío –interrumpió Leonel–. Voy a buscar a ese don

Fernando Hipólito de Osorno a quien odia medio Valladolid, y de quien espero dar mejor cuenta que Ayuso y el montañés.

–¡Tened cuidado! Ese gallardo y digno caballero es más valiente que todos los doce pares de Francia.

Leonel no oyó muy bien estas palabras, porque cuando el donado las acabó de pronunciar en el claustro, ya aquél estaba en la calle, a cuarenta pasos de la puerta del convento.

Algunos minutos después, el joven llegaba a la casa de don Fernando y pasaba el umbral de la puerta. Un caballero sentado en una silla de brazos reclinada hacia la pared, leía atentamente un libro que tenía en la mano. Leonel no necesitó preguntar quién era. El retrato que le había hecho el donado era tan parecido al hombre que tenía delante, que se dirigió a él sin vacilar:

–Caballero –le dijo, sentándose en la silla que le designaba con los ojos don Fernando–, perdonad que interrumpa vuestra lectura por un asunto, importante para mí, pero acaso desagradable para vos.

Leonel sentía que su voz temblaba al pronunciar estas palabras y se indignaba contra sí mismo, temeroso de que se atribuyese a miedo la emo-ción mezclada de placer y de cólera, que experimentaba frente al enemigo.

–He sabido esta mañana –continuó al cabo de un instante– que don Gonzalo de Villagómez os ha ofrecido la mano de su hija.

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–¡Encantadora niña! –exclamó con entusiasmo don Fernando–. ¡Be-renguela! ¿La conocéis?

–He vivido a su lado en el Olimpo desde que nació. –¡Vos!... no recuerdo haberos visto esta mañana. –¿Habéis estado en el Olimpo? –preguntó Leonel, alzando la voz sin

advertirlo. –Hoy, como os he dicho, por primera vez. Pero… a propósito… vos

que tenéis motivos para conocerla mejor que yo, ¿podríais decirme la cau-sa de su sufrimiento? Delante de mí no ha derramado una lágrima; pero he conocido en sus ojos que las ha derramado con abundancia. Confieso que es la primera vez que he visto tan marcada la huella del dolor en el semblante de una niña.

Don Fernando creyó ver brillar un rayo de satisfacción en las pupilas de Leonel y empezó a mirarle con mayor atención.

–Caballero –respondió el joven–, precisamente he venido a explicaros el origen de esas lágrimas.

–Hablad –dijo don Fernando, sin apartar la vista de los ojos de Leonel. –Berenguela –repuso éste, sosteniendo aquella mirada sin ningún es-

fuerzo–; Berenguela ha necesitado de todo el poder de su voluntad para no llorar en vuestra presencia, porque sólo os recibía, violentada por sus padres.

–Adivino ya lo que vais a decirme. Berenguela, a pesar de ser tan niña, ha conocido el amor antes de verme. Alguien anduvo más ligero que yo y se le presentó primero.

–Dios le presentó, caballero y le colocó en tal situación, que le hubiera sido preciso ser insensible para dejar de amarla.

Y al pronunciar estas palabras, las mejillas de Leonel se tiñeron de un ligero encarnado que no se escapó a la perspicaz vista de don Fernando.

–Sois demasiado joven –dijo éste entonces– para que podáis continuar hablando del mismo modo. Habéis vendido vuestro secreto, antes, quizá, de lo que os convenía.

–No le he vendido, caballero, puesto que, como os he dicho con an-ticipación, he venido a explicaros la causa de las lágrimas de Berenguela.

–¿Para suplicarme, acaso, que me retire? –preguntó don Fernando, mi-rando al joven con cierta sonrisa maliciosa.

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–He creído que acogeríais con desdén semejante súplica, como lo haría yo mismo en vuestro caso, y soy demasiado orgulloso para exponerme a un sonrojo.

–Entonces venís…–A suplicaros que me hagáis el honor de batiros conmigo. Don Fernando miró al joven con una expresión en que se leía clara-

mente el interés que le inspiraba y la complacencia con que le oía hablar de aquella manera.

–¿Quién sois? –le preguntó entonces. Leonel palideció súbitamente a esta pregunta e hizo un movimiento

para levantarse. –Caballero –le dijo– ,¿necesitáis, acaso, saber mi nombre para matarme?–No ha sido ese el motivo de mi pregunta. No ignoráis, sin embargo,

que la costumbre y las leyes del duelo hacen que un caballero repugne cruzar su espada con el que no lo es.

–La primera que se me había hecho de vos, me hacía esperar que seríais superior a esas exigencias de la costumbre y de las leyes, y que cuando un hombre se os presenta a deciros: “Caballero, os suplico que me matéis, porque no puedo vivir sin mi amor”, vos no habríais más que vuestra espa-da o vuestra pistola para dejarle siquiera el consuelo de morir con honor.

–Dos veces habéis soltado ya la frase de que voy a mataros. Espero, sin embargo, que tendréis la cortesía de defenderos.

–Haré lo posible por salir vencedor. Pero como vos, educado en la Cor-te de Carlos II, habéis tenido, sin duda, maestro de esgrima, lo que falta absolutamente en el lugar donde me he educado…

–Yo tengo la elección de las armas, ¿no es verdad?–Sin duda alguna. –Pues bien, usaremos de un arma, que o soy ciego, o debéis manejar

con primor. Nos batiremos a la pistola. –Habéis interpretado mal mis palabras. No creo haberos dado motivo

para que me humilléis con esa concesión. –No es una concesión la que os hago. Soy tan diestro en la pistola,

como en la espada, y vos que tenéis tanta delicadeza, comprenderéis, sin duda, que me repugnaría batirme con alguna ventaja respecto de mi ad-versario.

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–Sea –repuso Leonel–. ¿Y si os dignaseis fijar la hora y el sitio? –¡Oh! Lo más pronto posible, porque como tengo tantos enemigos en

la villa, podría suceder que se os adelantasen de un modo que os privara de vuestra venganza.

–Si no tenéis ningún embarazo en que sea al instante…–Ninguno, –respondió don Fernando. Y se levantó de la silla que ocupaba, entró en una pieza inmediata y

volvió al instante, trayendo en la mano dos pistolas que presentó a Leonel. El joven retrocedió un paso. –Caballero –le dijo–; viniendo de vos esas pistolas, os haría una injuria

examinándolas.Don Fernando saludó con una sonrisa, colocó las pistolas en un bolsi-

llo interior de su traje y tomando el brazo del joven, salió con él a la calle. En la puerta de una casa que se veía en la acera opuesta, se hallaban

sentados dos hombres, jugando a las tablas. –¿Me permitiréis –dijo don Fernando– hablar cuatro palabras con mi

vecino?Leonel por toda respuesta soltó el brazo del caballero, se acercó a uno

de los jugadores, se sentó en una silla próxima a la suya y empezaron a hablar en voz baja.

En aquel momento desembocaron a derecha e izquierda de la calle dos partidas de hombres armados, encabezada, una de ellas, por el alguacil mayor de la villa, don Nicolás Pacheco.

–Caballero –dijo éste a don Fernando–; vengo a intimaros una orden de prisión.

Leonel, que había visto el aparato de la justicia y oído estas palabras, se acercó a don Fernando y le dijo:

–No olvidéis que tenéis dos pistolas en el bolsillo y en mí un hombre que os ayudará contra vuestros enemigos.

Don Fernando se sonrió tranquilamente y sacó de su vestido una de las pistolas.

–¡Favor al Rey! –gritó el alguacil mayor, retrocediendo algunos pasos. –Menos ruido y más nueces, mi querido señor –le dijo don Fernando–.

Enseñadme la orden de que sois portador, y si está en regla, yo mismo os presentaré mi brazo para hacerla cumplir.

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El alguacil mayor le presentó un papel que traía en la mano. Don Fernando pasó un instante los ojos por esta orden, volvió a me-

terse la pistola en la faltriquera, se puso de pie y devolviendo el papel al alguacil mayor:

–Estoy pronto a seguiros –le dijo. –¡Cómo! –exclamó indignado, Leonel–. ¿Os dejáis vencer de ese modo

por vuestros enemigos?–Amigo mío –respondió don Fernando– y os doy este nombre porque

me sale del corazón; la orden está firmada por don Martín de Urzúa y Arismendi, y soy un vasallo bastante leal de Su Majestad don Felipe V para que resista el cumplimiento de una orden firmada por su capitán general. Por lo demás, mi causa es justa, las puertas de la cárcel se abrirán muy pronto y entonces pagaré la deuda que he contraído con vos.

Leonel se inclinó ligeramente, admirando la serenidad, el pundonor y la delicadeza de aquel hombre. Don Fernando hizo una señal, como si fuera el amo, en vez de ser prisionero, y el alguacil mayor y sus esbirros tomaron con él el camino de la cárcel de la villa.

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Capítulo IV. Los asesinos

El corazón humano tiene misterios incomprensibles. Leonel había entra-do en la casa de don Fernando, aborreciéndole profundamente. Media hora después había salido de ella, cambiado de tal manera, que ya le he-mos visto ofrecerle su apoyo contra sus enemigos.

Una sonrisa, un apretón de manos, una palabra atenta, habían bastado para verificar aquel cambio. ¿Se necesitaba más, acaso, para convertir en amor el odio que había tenido a aquel hombre que a pesar de pertenecer a las clases más elevadas de la colonia, le había dado el nombre de amigo en vez de echarle en cara, como los demás, su falta de nombre, su pobreza y su pretendida inutilidad?

Además, Leonel, corazón recto y caballeroso, veía indignado la injusta persecución que don Fernando sufría de sus enemigos, y creía que éstos le arrebataban sin justicia el derecho que él sólo imaginaba tener para ven-garse del que osaba disputarle el amor de Berenguela.

No tardaremos en ver el extremo a que le condujeron estos sentimientos. El 15 de julio de 1702, es decir, pocos meses después de la escena que

hemos referido en el capítulo anterior, un joven salió del Convento de Si-sal y se dirigió hacia la plaza mayor, mientras algunas campanas de la villa hacían oír el toque de queda.

Algunos minutos después, el joven se paraba delante de la parroquia y dirigía una mirada al atrio, sepultado en la oscuridad de la noche. Enton-ces advirtió que no estaba solo. Algunos hombres arrimados a las paredes de la iglesia y otros sentados en los pretiles, conversaban en voz baja, pero animada. A los que no estaban embozados, que eran tres o cuatro sola-mente, les servía de embozo la oscuridad que era profunda.

El joven iba ya a retirarse, contrariado, al parecer, por aquel encuentro inesperado, cuando sintió el peso de una mano que se posaba familiar-mente sobre su hombro. Volvió vivamente la cabeza y se encontró frente a tres hombres embozados en sus capas, que acababan de desembocar por la misma calle que había traído.

–¿Dónde están vuestras armas? –le preguntó uno de los embozados. –¡Mis armas! –exclamó el joven–. ¿Y para qué las necesito?

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—¡Una hacha, una hacha! —gritó Ayuso que deseaba recrear su vista con el cadáver de su enemigo...

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–¿Para qué? ¡Me gusta la pregunta!… ¿Creéis que esos condenados no se defiendan?

–¡Callad! –terció otro embozado–. No es de los nuestros. –Sois un necio –replicó el primero–. ¿No estáis viendo que es el joven

que se iba a batir con el bribón de Osorno la mañana misma en que se le prendió?

–¿Quién ha dicho que yo iba a batirme con don Fernando? –pregun-tó Leonel, que no era otro el joven de que hemos hablado.

–Yo, mi querido joven. Y notad que no hago más que repetir lo que me ha dicho Aguilar, a quien don Fernando hizo no sé qué encargo por si no volvía después del duelo, lo cual prueba el miedo que os tenía.

A esta última suposición, injuriosa para don Fernando, Leonel iba a gritar con todas sus fuerzas: ¡mentís!, cuando le detuvo un pensamiento.

–Señores –dijo entonces–; puesto que sabéis que no soy amigo de Osorno, no os opondréis, sin duda, a que yo entre en la iglesia.

–De ninguna manera –respondió el primero que había hablado–. Al contrario, íbamos a suplicároslo, como animoso que sois. Entrad, pues y salid luego a decirnos la cara que tienen esos pobres diablos con el miedo que debe hacer allí dentro.

Leonel se retiró, al instante, pasó entre los embozados del atrio, sin volver la cabeza, y un momento después daba dos golpes ligeros en puer-ta de la sacristía. Leonel oyó por toda respuesta el ruido que hace el disparador de un arma de fuego en el momento de montarla. Entonces pegó los labios en el agujero de la cerradura y deslizó por él estas pala-bras:

–¡Abridme! Yo soy, don Fernando. Espero que no hayáis olvidado el sonido de mi voz.

En el mismo instante se oyó el ruido de una tranca que se apartaba de la madera, luego el de una llave que se torcía y la puerta se abrió el espacio suficiente para que pudiese pasar un hombre. Leonel entró y la puerta volvió a cerrarse con las mismas seguridades.

–Casi os esperaba –murmuró una voz en la profunda oscuridad que reinaba en la pieza, y en la cual el joven reconoció al instante la de don Fernando.

–Con que contabais conmigo. Gracias –respondió Leonel. –Seguidme –repuso la voz.

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58 Literatura

Una mano apretó entonces la del joven y le empezó a guiar a través de las tinieblas. Al cabo de algunos instantes sintió bajo sus plantas el mar-co saliente de una puerta, a tiempo que hería sus pupilas una lucecilla débil y temblorosa que se veía bajo un farol entre una lámpara de plata. Se hallaba bajo la majestuosa bóveda de la iglesia parroquial y la lucecilla que divisaba era la de la lámpara sagrada que ardía perennemente ante el altar del Sacramento.

Leonel, profundamente religioso, como toda alma elevada, arrojó le-jos de sí su sombrero, y dirigió una mirada al interior del templo, sedu-cido por una impresión que súbitamente se había apoderado de él.

–He aquí mi única defensa –le dijo don Fernando. –¿Cuál? –preguntó el joven. –La sanidad de este templo. –Había oído decir que estaba refugiado con vos…–Sí, don Gabriel de Covarrubias, a quien odia personalmente don

Francisco de Tovar y Urquiza, alcalde de la villa, como sabéis sin duda. –He allí, probablemente, la causa de por qué Tovar se ha aliado con

Ayuso, vuestro enemigo y alcalde también de la villa, para levantar con-tra vos a todo el populacho.

–¡A todo el populacho!–He encontrado en el atrio más de cincuenta personas y he averigua-

do antes de venir, que Ayuso y Tovar deben presentarse aquí a la media noche a la cabeza de cien hombres para sacaros de la iglesia.

–¡Ciento cincuenta hombres contra dos! –exclamó don Fernando con sonrisa desdeñosa y triste a la vez–. No me parece muy dudoso el éxito del combate. ¡Ciento cincuenta contra dos!

–Contra tres, si os parece, don Fernando. –Joven –repuso solemnemente el caballero– no expongáis vuestra

existencia por una causa perdida, con vuestra mediación o sin ella. Ale-jaos antes que los asesinos vengan a forzar las puertas del templo.

–Me alejaré, pero con una condición. –¿Con cuál? –Que consintáis en seguirme para huir.–Vos mismo acabáis de decirme que hay cincuenta hombres en el

atrio.

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–Pero aunque nosotros seamos tres solamente, advertid que los co-geremos desprevenidos y que podemos salir por la puerta del costado iz-quierdo, donde encontraremos pocos, o tal vez a nadie. Pero hay otro medio más seguro.

Les diré que queréis confesaros, iré al convento, donde yo y un joven que os admira, nos vestiremos de frailes, vendremos aquí, cambiaréis vues-tro traje de caballero con los nuestros y huiréis a favor de la oscuridad de la noche.

Don Fernando apretó afectuosamente la mano de Leonel y le dijo: –¿Creéis que si hubiese querido fugarme me habría faltado un medio?

Escuchadme. Apenas el alguacil mayor me entregó en la cárcel del alcai-de, don Antonio de Argaiz, que era mi enemigo como vos, éste me quitó los grillos de que se me había cargado ignominiosamente y me dio tanta libertad, que habría podido huir sin necesidad de un gran esfuerzo. Pero hubiera sido una villanía comprometer a un enemigo tan generoso.

–Como aquí no comprometéis a ninguno…–Aguardad. Algunos días después, mis amigos de Mérida, y principal-

mente el obispo, influyeron de tal manera en el ánimo del capitán general, mi enemigo también como sabéis, que éste me mandó decir que burlase la vigilancia de mi carcelero, si podía, y huyese sin temor de verme persegui-do algún día. Ya comprenderéis la indignación y el desdén con que escuché esta proposición, porque ¿qué me importaba la libertad, si no se declaraba mi inocencia? Poco tiempo después don Gabriel de Covarrubias, que ya se hallaba refugiado desde entonces en este templo, me mandó avisar que mis enemigos premeditaban asesinarme en la cárcel, y que para evitar esta catástrofe, me fugase o viniese a acogerme al asilo de la parroquia.

–Y vos, conociendo la villanía de vuestros enemigos, habéis adoptado el último extremo.

–Sí, pero para esperar aquí, fuera del alcance de sus tiros, que se decla-rase mi inocencia.

–Pero ya veis que no respetan la santidad de vuestro asilo. –El santo obispo lo había previsto, y pocos días hace que recibí de él

una carta en que me conjuraba a que me fugase, brindándome un refugio en su palacio de Mérida. Cedí a la tentación y don Gabriel de Covarrubias me dijo: –“¿No os parece vergonzoso huir sin delito? –¿Y no os parece –le respondí– que nos confesamos delincuentes huyendo?...” Y bastaron estas reflexiones para que nos regresásemos la misma noche a la iglesia.

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...Y, levantando su brazo, el sacrílego alcalde, se la introdujo a Covarrubias por el lado del corazón. El infeliz dio un grito

terrible, la sangre empezó a salir a borbotones de su herida y manchó primero las columnas y

las cortinilas del sagrario...

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–Y habéis regresado para que os asesinen… ¿No oís? En efecto: en aquel momento se dejaron oír en la puerta de la sacristía

varios golpes dados en la madera con el pomo de alguna espada. Covarrubias apareció pálido y demudado, en el umbral de la puerta,

que comunicaba la sacristía con el cuerpo principal de la iglesia. –Amigo mío –le dijo en voz baja a don Fernando–; según el ruido de

las armas y de las pisadas, hay allí cerca de doscientos hombres, que vienen a asaltar, como una fortaleza, el santo templo del Señor.

–¡Venid! –dijo don Fernando–. Acaso tendremos fuerzas suficientes para impedir que sea profanado.

Y seguido de Covarrubias y de Leonel, desapareció entre la oscuridad en que estaba envuelta la sacristía.

Los golpes de la puerta se repitieron con mayor fuerza que la primera vez y algunas voces injuriosas a los encerrados se dejaron oír entre la turba.

Aquellos, entretanto, no tenían más armas que un puñal, que Leonel había traído oculto entre sus vestidos, y un arcabuz que la noche anterior habían traído de su casa a don Fernando.

El bravo caballero puso el dedo en el disparador de su arma y apuntó con ella a la puerta. Leonel desnudó su puñal.

Entonces los golpes que habían aumentado considerablemente, hicie-ron rechinar la madera, como si lanzase un gemido, la puerta se estreme-ció, el pestillo saltó repentinamente y las dos hojas se abrieron de golpe, estrellándose ruidosamente contra las paredes del alféizar.

Los sitiadores lanzaron un grito de triunfo y se precipitaron en tro-pel hacia la sacristía. Pero aún no habían salvado el umbral de la puerta, cuando el interior se iluminó repentinamente y la fuerte explosión de un arcabuz hizo bajar la cabeza a todos los asesinos.

–¡Son tres no más! –gritó la voz de Ayuso en medio de la confusión general.

–¡Y están desarmados! –añadió Tovar con cobarde alegría.–¡Adelante, pues! –gritó otra voz.Y el tropel de los asesinos salvó entonces el umbral de la puerta. Pero

por más que alumbraron todos los rincones con algunas hachas que traían encendidas, no tardaron en convencerse de que la sacristía estaba desierta. Corrieron entonces a la iglesia, pero encontraron cerrada la puerta de co-municación. Era un nuevo obstáculo que los refugiados habían interpues-

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...Y alzando otra vez el brazo, sepultó el hierro de la lanza en el pecho de Covarrubias...

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to entre ellos y sus enemigos, pero que éstos vencerían en cinco minutos. Asestaron, pues, todas sus armas contra la puerta y empezaron a forzarla.

En aquel momento, Covarrubias, don Fernando y Leonel, conferencia-ban en voz baja, agrupados bajo la lámpara del Sacramento.

–La defensa es ya imposible –dijo don Fernando–. No tenemos armas, nuestros enemigos son innumerables, y vienen armados como para un asalto.

–¡Y la muerte es segura! –añadió Covarrubias–. ¿No oís esos golpes? Den-tro de pocos minutos habrá cedido esa puerta como cedió la de la sacristía.

–Hay un medio –dijo Leonel–. La iglesia tiene tres puertas; salgamos por una de ellas.

–Donde nos encontraremos con otro número de asesinos. –Siempre será menor que el que va a invadir el templo dentro de algunos

instantes. –Y donde se nos asesinará más fácilmente, porque al fin algo debe valer

para esos miserables la santidad del lugar. –Aguardad –dijo don Fernando– creo que ese valiente joven tiene razón.

Acaso sea tiempo todavía. Y precedido de Leonel y arrastrando en pos de sí a Covarrubias, corrió a

la puerta de la derecha que daba para la plaza. Leonel levantó, como si fuera una pluma, el pesado madero que la atrancaba, don Fernando torció la lla-vecilla que por fortuna estaba en la cerradura, y levantó, para descorrerlo, el enorme pie del cerrojo de hierro.

Pero en aquel momento, la puerta de la sacristía cayó en tierra, hacien-do un estruendo espantoso, y sobre los pedazos a que había sido reducida aparecieron cincuenta asesinos, armados con garrotes, espadas y arcabuces.

–¡Huid! –les dijo Leonel–. Escondeos donde podáis. La oscuridad os protegerá.

Don Fernando corrió a lo largo de la pared, llegó a la puertecilla de la escalera de caracol que conducía al coro y desapareció por ella al instante.

Covarrubias corrió por el extremo opuesto, salió ligeramente al altar del sagrario y se abrazó de las columnas que sostenían la urna de plata del Sa-cramento.

Leonel, pálido, pero sereno, se quedó parado junto a la puerta que estuvo a punto de salvar a sus amigos, y empezó a acariciar con la mano derecha el mango del puñal que había vuelto a ocultar entre su vestido.

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Los asesinos se detuvieron un instante, como si a pesar de las siniestras intenciones que traían, la majestad del lugar que pisaban hubiese sido sufi-ciente para contenerlos. Nada era, en efecto, más propio en aquel instante para introducir en sus almas el arrepentimiento.

Toda esa grandeza y majestad del culto católico, que habla al mismo tiempo al corazón y al entendimiento, que convence y persuade, que se siente y se explica a la vez, se experimentaba a la vista de aquel templo modesto y sencillo, sumido en la misteriosa oscuridad de la noche, que apenas bastaba a disipar la luz de la lamparilla que ardía en su recinto. Su inmensa bóveda blanca que carecía de todo adorno, los altares con sus re-tablos de madera sobredorada o pintada, los confesionarios con su espesa celosía, los grandes cuadros colgados de las paredes con sus tintes velados por las tinieblas, las cortinas encarnadas que cubrían en parte la desnudez de algunas columnas, los paños blancos y bordados de los altares, cada uno, en fin, de los objetos que adornaban el templo parecían que se expli-caban con un lenguaje mudo, para recomendar el silencio y la meditación. Y luego, aquella lucecilla contenida en un vaso de vidrio, que ardía allí desde tiempo inmemorial y que se reflejaba débilmente en las cadenas de la lámpara que la sostenían y en los adornos de plata de algunos altares, ¿no parecía significar el ojo de la Providencia que no se cierra nunca para mirar y juzgar todo lo que pasa en el universo?

Pero todo esto no bastó más que un minuto para detener a los asesinos. Repentinamente se alzó la voz de Tovar que gritó:

–Mirad el adorno que ha adquirido nuevamente la urna del Sacramen-to. Por vida mía que es bastante feo y es preciso ser muy mal cristiano para dejarlo en tan santo lugar.

Todas las miradas siguieron la dirección del dedo de Tovar y se encon-traron con Covarrubias abrazado de las columnas del sagrario.

Una carcajada universal y sacrílega hizo estremecer las bóvedas del tem-plo. Entonces Tovar empuñó una lanza y adelantándose hasta la platafor-ma del altar:

–¡Hola! –le gritó a Covarrubias–. ¿Crees que porque tocan tus dedos una cortinilla de seda con su cruz de oro, vas a librar el pellejo para conti-nuar revolviendo a la villa con tus chismes de rábula?

–Tú eres, Tovar, tan rábula como yo –respondió Covarrubias– y a buen seguro que no puedes envanecerte, como yo, de que tus chismes hayan logrado siempre el apoyo de la justicia.

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–Todo tu apoyo ha estribado hasta aquí en ese pícaro teniente gober-nador, tu compadre y tu cómplice. Pero llámale ahora… que te defienda si puede.

Y levantando su lanza el sacrílego alcalde, se la introdujo a Covarrubias por el lado del corazón. El infeliz dio un grito terrible, la sangre empezó a salir a borbotones de su herida y manchó primero las columnas y las cor-tinillas del sagrario, corrió luego sobre el ara santa, y acabó por enrojecer los blancos manteles del altar.

–¡Este perro tiene clavada el alma en el cuerpo! –exclamó Tovar, viendo que Covarrubias permanecía abrazado a las columnas–. Aguardad.

Y alzando otra vez el brazo, sepultó todo el hierro de la lanza en el pecho de Covarrubias. El herido abrió entonces los brazos, su cuerpo se bamboleó en el altar, rodó luego sobre las gradas y cayó, al fin, a los pies de su asesino, presa ya de las convulsiones de la agonía.

–¡Bien muerto está ya el pobre diablo! –exclamaron algunos asesinos acercándose a Covarrubias y punzándole de paso con sus espadas y puñales.

–¡Pues al otro! ¡Al otro! –aullaron los demás, desparramándose por el templo y alumbrando con sus hachas todos los rincones.

–¿Qué haces tú aquí? –preguntó el alguacil mayor a Leonel, que per-manecía junto a la puerta de que hemos hablado.

–¡Yo! –respondió Leonel–. Yo… os miro hacer. –¿Y por qué no haces con nosotros? ¡Vamos… síguenos! Y Leonel, que por reservarse para don Fernando no había acudido a

la defensa de Covarrubias, defensa que por otra parte hubiera sido inútil, creyó que era preciso seguir usando de prudencia y se confundió entre los asesinos.

Un viejo de aspecto repugnante que caminaba delante de todos con un hacha en la mano, se detuvo frente a la puerta de la escalera de caracol que conducía al coro.

–¡Eh! –le dijo una voz–. Tú no debes subir por delante. –¿Por qué razón? –preguntó el viejo. –Ese bribón de Osorno, que conoce sin duda tus cualidades, ha sido

siempre tu protector, y te atreves a cambiar tus harapos con su capa para que pueda fugarse.

–¡Yo defenderle!…

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–Además, hace pocos días que te regaló una casa que acababa de com-prar para que te recojas con tu mujer e hijos y te dio mil reales para el comercio de cera en que te ejercitas.

–Todo eso es verdad, –repuso el repugnante viejo–; pero yo soy del sol que alumbra, y como don Miguel de Ayuso y don Francisco Tovar son ahora los alcaldes, he venido aquí, siguiendo los pasos de la justicia… Y por último… ya se verá quién es el primero que encuentra a ese pícaro teniente.

Y seguido el viejo de todos los asesinos, subió la escalera de caracol. Pero ni en el coro, ni en la torre, ni en la azotea pudieron encontrar a

don Fernando. Leonel mismo estaba maravillado de esta súbita desapari-ción, y empezaba ya a dar gracias al cielo en el coro donde había perma-necido cuando empezó a invadirlo la turba que volvía de la torre. El viejo venía sufriendo con impaciencia las chacotas de sus compañeros.

–¡Cuando te digo que deseas salvar a ese pillo! –le decía una voz. –Mirad –añadió otra– cómo le ha escondido valiéndose de sus brujerías. –Todavía no hemos salido de la iglesia –respondió el viejo–. Aguardad. Algunos asesinos empezaron a descender la escalera. El viejo, después

de andar un instante por el coro, se acercó al órgano y bajó su hacha hasta el suelo.

Entonces se presentó a sus ojos una escena que hubiera enternecido a una fiera.

Don Fernando, puesto de rodillas, con la cabeza encorvada y las manos juntas en ademán de súplica, le hizo una señal para que callase. Nadie más le había visto, y con sólo acordarse de sus beneficios podía salvarle la vida.

Pero el viejo se sonrió horriblemente para gozar un instante con la hu-millación de su víctima y gritó luego con todas sus fuerzas:

–¡Venid! ¡Aquí está este pícaro!Pero no había acabado de hablar, cuando un hombre se apoderó con

sus dos manos de los brazos y de las piernas del miserable, le meció un instante en el aire y desde la altura en que se hallaba, le arrojó sobre las bal-dosas de la iglesia, donde cayó sin exhalar un gemido… ¡Estaba muerto!

¡El vengador era Leonel!Entre tanto la turba de asesinos había llegado ya al lugar donde había

sonado el grito, y a pesar de la prisa que se dio don Fernando, recibió la primera herida al salir de su escondite. Pero a pesar de la sangre que em-pezaba a derramar, montó la barandilla del coro y sin calcular su altura saltó a la iglesia.

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Inmediatamente otro hombre montó también la barandilla y saltó tras él. Don Fernando se volvió a aquel hombre y con voz adolorida: –Matadme –le dijo– antes que me despedacen. –¡Mataros! –respondió la voz de Leonel. –¡Vos, amigo mío! ¡Vos!–Huid, antes que bajen. Id a la sacristía, decid que sois uno de los ase-

sinos y huid, huid… La noche es oscura. –Me he fracturado una pierna al caer. –Dadme el brazo y os sacaré hasta la calle. Y Leonel, después de tomar la espada que había saltado de los dedos

del miserable viejo al caer a la iglesia, tomó con don Fernando la dirección de la sacristía.

Entre tanto los asesinos, lanzando aullidos de rabia y de venganza, em-pezaron a precipitarse por la escalera de caracol. Cuando llegaron al lugar en que habían visto caer a don Fernando, divisaron un cuerpo, tendido sin movimiento a la vacilante claridad que arrojaba la luz de la lamparilla.

–¡Una hacha, una hacha! –gritó Ayuso que deseaba recrear su vista con el cadáver de su enemigo.

–Todas las hachas se apagaron en la torre –dijo una voz. –Pues encended una en esa lamparilla. En aquel momento, dos hombres que caminaban con dirección al altar

mayor, se acercaron a la lámpara del Sacramento y la apagaron. –¡Maldición! –gritó Ayuso–. ¿Por qué habéis apagado esa lámpara? –El que ha hecho eso –dijo Tovar– no puede ser otro que Osorno. –¡Osorno! ¿Y este cadáver?–¿No recordáis que saltó tras él otro hombre? Este puede ser el muerto.–¡Vive Cristo que tenéis razón! –exclamó Ayuso–; ¡corramos tras ese

miserable!Y todos los asesinos, extendiendo las manos por delante de su cuerpo,

tomaron a tientas el camino de la sacristía. Repentinamente un grito lanzado entre la turba, interrumpió la mono-

tonía de aquella marcha. –¿Qué hay? –preguntó Ayuso. –¡Me han herido! –gritó una voz.

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Y se oyó el ruido de un cuerpo que caía pesadamente sobre el pavimento. Todos los asesinos se detuvieron un instante; pero a la voz de Ayuso

que gritaba “¡adelante!”, siguieron caminando a tientas. Pero entonces sin-tieron una espada, blandida en la oscuridad, y que hería cruelmente a todo el que se adelantaba. No se oía ni respirar a aquel espadachín invisible y sólo se adivinaba su existencia por los cuerpos que retrocedían o caían, heridos por su terrible acero. Era Leonel, que con una espada en la mano defendía la entrada de la sacristía en la puerta que la comunicaba con la iglesia, y que no se daba a conocer para que don Fernando tuviese tiempo de huir. Pero aquella lucha desigual no podía durar mucho tiempo. Las espadas y lanzas que se esgrimían contra él empezaron a tocarle y hubo un momento en que, acribillado de heridas, le tocó su turno de caer pesada-mente sobre el pavimento al lado de sus víctimas.

Los asesinos lanzaron un grito de triunfo y pasaron sobre su cuerpo para entrar en la sacristía.

En aquel momento un segundo grito lanzado en la parte exterior lla-mó la atención general. Un instante después apareció en la puerta de la sacristía que daba a la calle un hombre que traía en la mano una antorcha encendida. Detrás de él marchaban otros dos hombres, sosteniendo a don Fernando, que venía débil, pálido y ensangrentado.

Los asesinos lanzaron a su aspecto un grito general de asombro, porque creían haber muerto al teniente gobernando en la defensa desesperada que habían encontrado al entrar en la sacristía.

–¿Dónde habéis encontrado a ese hombre? –preguntó Tovar a los con-ductores.

–En el atrio –respondió uno de ellos–, en el momento de bajar las es-caleras para fugarse.

Ayuso arrebató la antorcha de las manos del conductor y corrió al lugar del combate. Había seis hombres caídos entre los cuales se hallaba Leonel, inmóvil como un cadáver. Pero ¿cómo había de adivinar que aquel joven, conocido generalmente por enemigo de Osorno, era el que los había dete-nido cinco minutos delante de una puerta?

Después de reflexionar un instante, el alcalde se encogió de hombros, mandó transportar a la cárcel a Osorno y a Covarrubias, y algunos minu-tos después el templo profanado con el doble asesinato de aquella noche, había quedado completamente vacío.

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Capítulo V. La juventud, el amor y sus ilusiones

Tres días después de las escenas que acabamos de referir, dos mujeres traspa-saban el umbral de la puerta del convento de la villa, y aventuraban algunos pasos vacilantes por la especie de zaguán a que daba entrada la puerta.

La primera, es decir, la que caminaba delante, empujada por su com-pañera, era una anciana respetable, cuyo cabello gris desaparecía en parte bajo su toca blanca, porque es de advertir que vestía el traje sencillo y pintoresco de las mujeres aborígenes. La segunda, es decir, la que cami-naba detrás, pero la que rigurosamente debe ser considerada la primera, puesto que era la que dirigía la evolución, era una joven de talle esbelto, que sin duda para ocultarse a las miradas indiscretas, cubría casi todo su semblante con su mantilla negra, dejando únicamente en descubierto dos ojos negros, vivos y seductores, que se dirigían con una expresión interro-gadora a todos los ángulos del zaguán.

Pero como estos ojos, por más que miraban y remiraban, no se encon-traban más que con blancas paredes, con cuadros de pintura sagrada y con unos cuantos escaños de madera, la joven seguía empujando suavemente a la anciana, que parecía carecer de toda la energía que sobraba a su compa-ñera. Caminando de este modo, llegaron a un claustro estrecho y sombrío, que se propusieron atravesar al instante. Pero súbitamente se detuvieron ambas, lanzando, al mismo tiempo, una exclamación de sorpresa.

Esta exclamación era infundada, sin embargo; puesto que lo que la causaba era la aparición de un fraile al extremo del claustro, y ciertamente que la aparición de un fraile en un convento de franciscanos no es cosa que debe sorprender a nadie. Pero las dos mujeres tenían, sin duda, sus razones para hacer lo contrario de lo que cualquier otra persona habría hecho en su lugar.

El fraile, desde el momento en que divisó a las invasoras, avanzó rá-pidamente hacia el zaguán, atravesó en pocos segundos el claustro y se detuvo delante de ellas, lanzándoles una mirada de prevención.

La joven ocultó su busto cuanto pudo tras del cuerpo de la anciana. Por consiguiente, el fraile sólo pudo ver a la primera ojeada, la cara algo avina-

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grada de ésta, y aunque haciendo un ligero gesto de contrariedad, como el que se ve defraudado en sus esperanzas, la preguntó alegremente:

–¿Qué queréis, abuelita? –Yo –respondió titubeando la vieja–, yo… no quiero nada. O más bien

–añadió al instante haciendo una mueca de dolor que le arrancaba un pe-llizco que acababa de aplicar a sus espaldas la joven–, o más bien yo… deseo pediros una gracia.

Pero el fraile, a quien no se ocultó la pantomima de la anciana, y que acababa de descubrir tras el blanco vestido de ésta la mantilla negra de su compañera, adelantó dos pasos para colocarse en frente de la joven y clavó en ella su mirada.

La joven, espantada de esta audacia, se cubrió de tal manera el semblante con su mantilla, que sólo dejó descubierto un ojo. Pero este ojo era más de lo que se necesitaba para encender la curiosidad del monje, lo que se com-prenderá fácilmente cuando digamos que éste era el joven donado, antiguo conocido nuestro, que dio a Leonel las noticias que deseaba sobre el teniente gobernador de la villa.

–Señora –dijo el donado, inclinándose ligeramente ante la joven y de-vorando con la vista aquel ojo negro y brillante, que gracias a su ardiente imaginación, se figuraba ya clavado en el rostro más hechicero del mundo–, señora ¿en qué puedo tener la dicha de serviros?

En aquella época no se había inventado todavía la palabra señorita, que las generaciones modernas han parodiado del mademoiselle de los franceses.

–Mi nodriza y no yo –respondió la joven con una voz dulce y armoniosa que estremeció de placer al donado–, mi nodriza –repitió– es la que desea un servicio de vuestra paternidad.

El donado hizo un gesto al oír la última palabra. –Señora –dijo con una sonrisa de picaresca ironía–; no merezco todavía

el venerable tratamiento de paternidad, porque aún no he recibido las sa-gradas órdenes…

–¡Como gustéis!… ¡Pero no escucháis a mi nodriza!–¡Que hable, que hable!Y el donado se volvió a la anciana. –Señor –dijo la pobre mujer, titubeando–, esta niña desea…–Señor –interrumpió la joven–, la majestad de este santo lugar trastorna

a mi pobre nodriza, y para no exponeros a perder el tiempo con ella, voy a explicaros el objeto de su visita de modo que ella misma me lo ha explicado.

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–¡Oh, hablad, señora, hablad! –dijo el donado con una prontitud que indicaba que no le era indiferente el cambio de orador.

La joven guardó silencio. Luego, como dominando una emoción que se había apoderado repentinamente de ella.

–Mi nodriza –dijo– lo es también de un joven lego retirado hace un año a este convento.

El donado miró fijamente a la joven y creyó advertir que la pequeña parte de su cutis que precedía al ojo que le fascinaba, se cubría de un ligero tinte de rubor.

–¡Atención! –murmuró. –Ayer ha sabido –continuó la joven– que ese lego fue herido gravemente

en la parroquia la noche del asesinato de Osorno y de Covarrubias, y… ya comprenderéis… como es tan natural que ame a ese joven como a hijo, desea ardientemente verle y consolarle.

El donado hizo un ademán de duda, que quería decir: –Si vuestra nodriza es la que únicamente desea verle, ¿por qué estáis vos aquí?Sin duda que la joven comprendió esto tan bien como nosotros, porque

se apresuró a añadir: –Mi nodriza había pensado venir sola; pero después de reflexionar un

instante, me dijo: “Soy una pobre anciana; si voy sola, me despedirán; si vos me acompañáis, acaso logremos llegar hasta mi pobre Leonel.”

Le pareció al donado que la voz de la joven se apagaba ligeramente al pronunciar la última palabra. Entonces, con su más agradable sonrisa:

–Vuestra nodriza –dijo– creyó, sin duda, que asida de las alas de un án-gel podría subir hasta el paraíso, lo que ciertamente prueba su fe; pero por desgracia en un convento de frailes sucede lo contrario que en el paraíso: no entran en él los ángeles.

–¡Qué decís! –exclamó la joven, que a través de la galantería del donado empezaba a comprender la verdad.

–Digo, señora, por más que me pese decirlo, y principalmente a vos, que está prohibida a vuestro sexo la entrada en este convento… Y ya os lo hubiera dicho el hermano portero, si le hubieseis encontrado en su puesto. Pero… qué queréis… el bendito padre suele tomar en la misa más vino del que permiten los cánones, y como apenas hace una hora que la dijo…

–¿Es decir –interrumpió la joven con espanto– que mi nodriza puede ya retirarse, sin esperanza de conseguir su objeto?

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–¡Oh, esperad, esperad!… La impaciencia es un pecado mortal. Decís que el lego a quien deseáis…

–Yo no, recordadlo… mi nodriza. –¿El lego a quien desea ver vuestra nodriza está gravemente herido? –Sí. –Por consiguiente, debe estar en la enfermería. Ahora bien; cuando un

hermano está en la enfermería puede ser visitado hasta por las mujeres con una licencia expresa del padre guardián, luego… ¡Ah! Perdonad señora, ya iba a formar un silogismo para probaros que no está enteramente perdida vuestra causa, es decir, la causa de vuestra nodriza.

–¿Decís que se necesita una licencia expresa del padre guardián?–Sí, pero…–Pero el padre guardián no está en el convento. –¡Con que lo sabéis! El donado creyó advertir que su interlocutora volvía a ruborizarse. –Vivo en Valladolid –respondió la joven al cabo de un instante de si-

lencio–, y no es extraño que sepa que ha ido esta mañana a decir una misa a Chichimilá.

–¡Oh! Yo no os pido explicaciones. –Ni yo las doy, padre mío, pues creo que nada de eso se necesita para

que prestéis a mi nodriza el favor que ha implorado de vos. –Cuyo favor se reduce ahora…–A que solicitéis la licencia que necesita del que sustituye al padre guar-

dián en estos casos. Y como al pronunciar estas palabras cruzó por el ojo de la que hablaba

una cosa en que era fácil adivinar una sonrisa hechicera, el donado no tuvo más recurso que dar media vuelta, diciendo:

–¡Aguardadme!Y echó a andar en dirección de una puerta, que empujó suavemente

para entrar, y que inmediatamente se cerró tras él. Cinco minutos después la misma puerta volvió a abrirse y dio paso

a un anciano religioso de venerable aspecto. Ahuecó éste la palma de su mano izquierda sobre sus dos ojos, y después de haber mirado de este modo a las dos mujeres, les hizo seña de que le siguiesen.

La joven y la anciana echaron a andar tras el franciscano.

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El filibustero 73

Pocos momentos después llegaron a una puerta. Salvado el umbral, se encontraron en una pieza amplia y ventilada, cuyos muebles consistían en seis camas, colocadas a lo largo de las paredes. Una sola estaba ocupada. En el alféizar de una ventana, un religioso, recostado en una silla de bra-zos, leía atentamente un gran libro forrado de pergamino.

Las dos mujeres examinaron estos detalles con una rápida ojeada. Su conductor se acercó al religioso de la ventana, le dijo algunas palabras en voz baja y se retiró, haciendo a la joven y a la anciana una seña para que se acercasen al cuerpo que descansaba en la cama.

Ambas se aproximaron lentamente, como si temiesen despertarle con el ruido de sus pasos, porque su inmovilidad indicaba que dormía. La joven fue la primera que arrojó una mirada sobre el lecho.

Un mancebo envuelto en una sábana, cuya blancura podía competir con la palidez de su rostro, dormía tranquilamente, con los ojos medio abiertos a causa, sin duda, de la debilidad.

–¡Leonel, Leonel! –repitió la misma voz, elevándose gradualmente. El enfermo hizo un movimiento, abrió los ojos completamente y miró

lleno de asombro hacia el lugar en que sonaba la voz, como admirado de que semejante eco le hubiese despertado.

–Leonel, soy yo. ¡Mírame! –añadió la joven.El semblante del mancebo se cubrió de un fugitivo rubor, sus ojos

brillaron con un rayo de suprema alegría y tendiendo a la joven su mano derecha:

–¡Berenguela! –le dijo con un acento que en vano intentaríamos des-cribir.

La joven tuvo que abandonar su mantilla para estrechar la mano que se le alargaba y descubrió a los ojos de Leonel, el semblante de la bella niña que hacía un año había dejado en el Olimpo. ¡Pero qué notable era el cambio que se había operado en ella!

La había dejado alegre, viva, decidora, con los colores de la juventud; y volvía a encontrarla pálida, triste y con huellas de lágrimas en los ojos.

A la vista de esta mudanza, un suspiro involuntario se escapó de los labios de Leonel.

–¿Sufres mucho? –preguntó Berenguela, llevándose un pañuelo a los ojos para hacer desaparecer las lágrimas que empezaban a brotar de sus párpados.

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–¡Que si sufro! –exclamó Leonel–. ¿Y me lo preguntas, Berenguela? ¿No se necesita, acaso, tener un corazón de acero para no llorar cuando se te ve derramar una lágrima… principalmente yo… yo, que sólo te oía cantar de alegría en el Olimpo?

–¡Oh, yo no te pregunto eso! ¿Merecen acaso mis lágrimas que te ocu-pes de ellas? Ya comprenderás que no he venido para contártelas… Ayer supe que habías sido herido la noche de ese sacrílego asesinato y ya ves… creo que no he perdido el tiempo, viniendo hoy. Hubiese debido venir antes, pero…

–Comprendo, Berenguela. Tú no eres libre, estás vigilada, como un criminal, y no encontraste pronto un pretexto para salir del Olimpo. Pero ¿cómo has hecho para traerme hoy la alegría a mi triste soledad?

–¡Cómo!… De un modo muy sencillo. No creas que he trabajado mu-cho. ¿Te acuerdas de aquella amiga, a quien escribí mi primera carta desde el Olimpo?

–¿Elena? –¡Elena! Ayer llegó al Olimpo a las siete de la mañana, y aunque pensé

morir de dolor cuando me habló de tus heridas, acerté a reponerme pron-to para comprometerla a que me trajese hoy a pasar el día en la villa.

–Pero don Gonzalo y doña Blanca…–No opusieron ningún embarazo. Sabiendo que tú no podías salir del

convento a causa de tus heridas y creyendo, sin duda, que fray Hernando era un guardián muy idóneo para negarme entrada, no se imaginaron que pudiésemos vernos. Pero hicieron la cuenta sin la huésped –añadió la joven sonriendo por primera vez–, esta mañana, al llegar a la villa supe que fray Hernando acababa de salir para Chichimilá, donde va a decir una misa, y sin perder tiempo me vine aquí con tu nodriza.

–¡Mi nodriza! –exclamó Leonel, mirando lleno de asombro a la anciana. –¡Oh! te aconsejo que no digas lo contrario a un frailecito rubio, que

me ha encontrado por allí, para no desconceptuarme con él…Leonel se sonrió esta vez. –Berenguela, –le dijo–, ¿sabes que el curandero de la villa es un topo? –¡Ya! no se habrá educado ciertamente en Salamanca, como fray Her-

nando. –Tampoco yo me he educado en Salamanca, ni me he ocupado jamás

de la ciencia de Hipócrates, y sin embargo acabo de encontrar una receta inmejorable.

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El filibustero 75

–¿Cuál?–Tu presencia, tus palabras y tu sonrisa. –¡Cuidado! No hay que intentar halagarme para que deje pasar la men-

tira. Tú estás malo, Leonel. Es preciso que me lo confieses todo. Y la pobre niña hizo un esfuerzo para cubrir con una sonrisa las lágri-

mas que sentía agolparse tras de sus párpados. –¡Bah! Lo que tengo que contarle no es muy terrible para que abrigue

algún temor. La mañana que siguió al asesinato, cuando el cura de la pa-rroquia entró a ver su iglesia profanada, me encontró tendido sin conoci-miento en la puerta de la sacristía, donde los asesinos me habían dejado, sin duda como muerto.

Berenguela dejó oír un suspiro. –Pero aquel desmayo –continuó Leonel– provenía más de la pérdida de

sangre que de la gravedad de mis heridas. Así lo comprendió el buen cura al examinar mis heridas. Entonces, mientras él recogía los paños y el ara ensangrentada del altar, donde Covarrubias había recibido la muerte, para mandarlos al obispo, y mientras disponía que el templo fuese cerrado y to-das las campanas de la villa anunciasen la profanación, se prepararon unas angarillas para transportarme a este convento, donde aún no se había echa-do de ver mi falta, porque todavía empezaba a amanecer. El movimiento de las angarillas me devolvió un instante el conocimiento. Y digo un instante, porque al pasar frente a la cárcel, de cuyas rejas colgaban dos cadáveres, en quienes reconocí a don Fernando y a Covarrubias, fue tal la impresión que me causó este espectáculo, que volví a perder el conocimiento.

Berenguela hizo lo posible por ahogar un segundo suspiro. –Cuando recobré los sentidos –prosiguió Leonel–, estaba tendido en

este lecho. Fray Hernando enjugaba sus lágrimas a la cabecera y el curan-dero de la villa tenía mi pulso entre sus dedos. Mi buen maestro me dijo entonces, procurando disimular su emoción, que aquel hombre respondía de mi vida, con tal que me dejase curar, siguiendo el régimen que iba a prescribirme. La curación será larga, principalmente si es esta la última vez que nos vemos. Pero espero su término sin fastidiarme… casi con alegría.

–¿Con alegría? –¿Por qué no? ¿Ignoras, acaso, que si desde mi salida del Olimpo he

permanecido en Valladolid, en Yucatán, en la América, ha consistido en otra cosa que en la misión que me tenía clavado en este convento? Pues

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bien, esa ambición ha terminado ya. Mi ambición adormecida un instan-te, ha despertado ahora más poderosa que nunca, y sólo espero levantarme de este lecho para correr en pos de mi sueño.

–Leonel, ¡tú me haces temblar! ¿Qué misión es esa de que me hablas? –¿Lo ignoras? –Tiemblo de sólo pensar que la he adivinado–¡Explícate! ¡Explícate!–¿Esa misión no era, acaso, la de vengarte de don Fernando, a quien

estaba prometida mi mano? –preguntó Berenguela con voz temblorosa. –¡Y bien! Muerto ya don Fernando, mi misión no tiene objeto.–¡Leonel! ¿Sabes qué es lo que se dicen en la villa? –¿Qué?–Que una mañana retaste a don Fernando en su casa. –Es verdad.–Y como ha sido asesinado en la parroquia… –Asesinado, sí; pero muerto en desafío no. –Sin embargo, eso ha dado pábulo a la maledicencia del vulgo para

sospechar que tú eres uno de los… –¡Berenguela! –exclamó Leonel, incorporándose súbitamente en la

cama–. ¿Qué es lo que iban a pronunciar tus labios?La joven retrocedió dos pasos con un ademán de asombro, mezclado,

no obstante, de placer. –Leonel –respondió–, yo sólo te repito lo que dice el vulgo. No he

creído necesario decirte que te amo demasiado para que dude un instante de ti.

–Bien lo sé, Berenguela; y por eso he extrañado que des importancia a lo que murmuran los necios.

–Pero tú tienes muchos enemigos, y un día pueden manchar tu nom-bre con esa calumnia.

–No lo harán ahora, porque ese asesinato se ha cometido invocando a la autoridad. El día en que lo hagan, si se atreven a hacerlo algún día, yo ya estaré donde no puedan alcanzarme sus tiros.

Berenguela movió tristemente la cabeza en ademán de duda. Leonel alargó su brazo, volvió a estrechar la mano de la joven y le dijo:

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–Escúchame, Berenguela. Nunca he tenido tiempo para abrirte com-pletamente mi corazón, porque mientras viví a tu lado nunca dudé del porvenir. Pero desde que se me dijo que necesitaba un nombre para hacer-me digno de ti y que yo no tenía ninguno, me sentí con las fuerzas sufi-cientes para adquirirlo, y desde entonces abrigué en mi pecho una ambi-ción. Y esa ambición, que ha permanecido oculta en mi espíritu, excepto un momento de embriaguez en que la dejé escapar para no recoger más que una sonrisa de ironía; esa ambición, Berenguela, te va a ser revelada al instante. Porque ¿no es verdad que tú no te burlarás de mí?

–¡Burlarme de ti! –exclamó la joven–. ¿Y cómo he de osar burlarme de lo que Dios ha hecho? Si tú sueñas, como dices, ¿quién otro que Dios puede inspirarte esos sueños?

–¡Oh!… tus palabras me alimentan para decírtelo todo. Cuando fray Hernando puso en mis manos la historia de España, nin-

guna lectura me deleitaba tanto como las hazañas de Bernardo de Carpio, del Cid Campeador y del Gran Capitán. Cuando leía las comedias de Cal-derón y de Lope, menos presente tenía a sus héroes que al poeta que los había creado. Si veía en un libro los nombres de Velázquez y de Murillo, devoraba todo lo que concernía a ellos.

Yo comprendía la gloria del guerrero, del poeta y del artista. Pero no es esto todo. Me pareció que empezaba a descubrir cierta analogía entre mis pensamientos y las acciones y pensamientos de esos hombres, que el mundo apellida grandes.

¡Oh! no te rías, Berenguela, porque voy a llegar a la parte más penosa de mi confesión. Hacía algún tiempo que estas locas ideas bullían en mi imaginación, cuando salí del Olimpo con el corazón despedazado. Enton-ces, encerrado en una estrecha celda de este convento, comprendiendo la necesidad que tenía de engrandecerme para llegar a ti, aguijoneado por mis sueños de ambición que no me abandonan un instante, caí un día de rodillas en medio de mi aposento y oré con un fervor de que jamás me hubiera creído capaz.

¿Cuántas veces oré así?… no lo sé. Pero una noche… una noche en que mi sufrimiento y mis dudas llega-

ron a su colmo, tuve un sueño misterioso. Soñé que me hallaba mirando el cielo. La atmósfera estaba limpia, como en una mañana de primavera. Súbitamente, a considerable altura, se interpuso entre mis ojos y el cielo una sombra. Era una gran bandera del color del firmamento, y que, sin

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embargo, distinguía yo perfectamente. En el centro estaba escrito mi nom-bre con grandes caracteres. Debajo del nombre se veía un trofeo de armas. Largo tiempo hacía que miraba extasiado aquella aparición, cuando advertí que el asta se hallaba sostenida por un ángel. Volví los ojos hacia el mensa-jero celestial que me miraba con una sonrisa y vi que era bello, como todos los ángeles, aunque tenía negros los ojos y el cabello… ¡Eras tú!

–¡Yo! –exclamó Berenguela, sonriendo y ruborizándose a la vez. –Cuando desperté de aquel sueño –continuó Leonel como si no hu-

biese oído esta interrupción–, me sentí con fuerzas sobrenaturales para desafiar el porvenir. Yo, me dije, como tú, que Dios que me había inspi-rado aquel sueño, no podía engañarme, y que yo debo hacer mi suerte en el ejercicio de las armas. En él está cifrada mi gloria, mi dicha en tu amor. Lo uno es inseparable de lo otro. Ahora bien, respóndeme Berenguela. ¿Tienes fe en mi porvenir?

–Leonel, ¿he dudado de ti alguna vez? –Bien. Yo necesito seis años para hacer mi fortuna… o más bien para

buscarme un nombre. Es lo que nos basta. Creo que seis años no es exigir demasiado.

–¡Somos tan jóvenes todavía!…–Entonces escúchame. Estamos a 18 de julio de 1702. Si el 18 de julio

de 1708, a las nueve de la mañana, no me he presentado a las puertas del Olimpo…

La emoción cortó a Leonel la conclusión de su frase. –¿Qué? –preguntó Berenguela con voz temblorosa. –O habré muerto en la demanda, o no habré podido elevarme para

llegar a tu altura. Berenguela hizo un movimiento para hablar. Leonel adelantó hacia ella

la palma de la mano para detenerla y continuó: –Entonces, Berenguela, ¡olvídame!… ama al primer noble a quien te

presenten… yo no lo sabré nunca… y además: ¿qué derecho tendría para exigirte que cerrases tu corazón al amor de otro hombre, cuando yo no podría nunca hacerte feliz?

–Leonel, yo no comprendo lo que dices. ¿Por qué he de olvidarte des-pués de seis años? Yo te juro, al contrario, que no te olvidaré nunca… que te amaré siempre, como te amo ahora.

Leonel dio un grito de satisfacción e hizo un movimiento para arrojarse de su lecho.

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–¡Berenguela, Berenguela! –exclamó con voz balbuceante…– ¡Oh, Dios mío… la felicidad me ahoga!… Ser amado así por ti… y oírlo de tus labios… por la primera vez… porque ¿no es vedad que nunca me lo habías dicho?… ¡Oh! repítelo para que lo crea… voy a volverme loco… Dame tu mano para que estreche… para que pueda convencerme de que no soy juguete de una ilusión… ¿no ves que no puedo arrojarme a tus plantas para darte las gracias?

Y mientras Berenguela, encarnada de rubor, con los ojos húmedos y el corazón palpitante, extendía su mano a Leonel, que la estrechaba entre las suyas y las llevaba a sus labios con movimientos convulsivos, el joven continuaba con voz entrecortada:

–Ser amado por ti… Dios mío; ¡Dios mío!… ¿Cómo no he de conse-guir ahora todo lo que intente? Un hombre alentado por el amor de una mujer como tú, ¿cómo no ha de encontrar fuerzas para elevarse? Unos ojos como los tuyos ¿acaso no bastan para iluminar la senda más sembrada de precipicios?… ¡Berenguela, me siento fuerte con tu amor! Si antes conser-vaba un resto de duda, tus palabras lo han disipado todo. Pero necesito una promesa solemne para no desmayar.

–Habla. –Tus padres van a tentar todos los medios para separarte eternamente

de mí. Muerto don Fernando, muy pronto buscarán otro hombre para obligarte a que le des la mano. Júrame, hermosa mía, que durante los seis años de mi ausencia no abrigarás un solo pensamiento que ofenda la pu-reza de nuestro amor.

Berenguela extendió la vista en derredor de sí, y señalando a Leonel un cuadro de la Virgen, colgado de la pared enfrente de su lecho:

–¿Ves esa imagen? –le preguntó. –Sí –respondió el mancebo.–Pues por la pureza de la madre de Dios, a quien representa, te juro

conservar siempre puro en mi espíritu el amor que te profeso. Leonel estrechó con mayor fuerza la mano de la joven y continuó: –No me basta eso, Berenguela. Júrame que resistirás siempre el esposo

que te presenten y que si llegan a arrastrarte hasta el altar, responderás ante el sacerdote: ¡No!

–Necesito de otro juramento –respondió la joven–, antes de pronun-ciar el que me propones, Leonel, yo soy débil: nadie está más distante

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de tener tu fortaleza que yo: cuando mi padre manda, sólo sé obedecer; cuando mi padre me mira, me siento anonadada. Nunca he tenido fuerzas para rebelarme contra ellos. Únicamente tu presencia puede infundirme valor; sola, sucumbiría al peligro. Júrame que donde quiera que te halles, a mi primer llamamiento volarás a socorrerme. Yo, que no sé negarme, sabré conseguir un plazo.

–Lo juro –dijo Leonel con solemnidad.–Y yo te juro ahora –repuso Berenguela–, que te esperaré hasta el fin

del plazo que te señalé, o moriré al pie de los altares antes de mi perjurio…Un momento después, Berenguela, ruborizada y enjugándose las lágri-

mas, salía del convento acompañada de la anciana nodriza. El religioso, que leía escondido en el alféizar de una ventana, no había

levantado un instante los ojos de las páginas de su libro…

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Capítulo VI. La prisión

Una mañana del mes siguiente de agosto, Leonel, ya convaciente, se halla-ba sentado en su lecho, cuando se presentó en la puerta de la enfermería un hombre, que se adelantó a él con la sonrisa en los labios.

Este hombre, que llevaba vestido el traje de los caballeros de la época, después de haber apretado la mano de Leonel con la afectada cordialidad de un antiguo conocido, ocupó cerca de la cama una silla de vaqueta, que el joven, poco cumplimentero, acababa de señalarle con un ademán.

–Amigo mío –le dijo el desconocido–, veo que no me habían engañado. –¿Respecto de qué, caballero? –preguntó Leonel. –Respecto de la gravedad de vuestras heridas. Hoy hace un mes que las

habéis recibido, y sin embargo os encuentro en cama todavía. –Algo he sufrido, en efecto, ¿pero qué importa eso cuando se tiene la

conciencia de haber cumplido con un deber? –Permitidme, amigo mío, que vuelva a estrechar vuestra mano, porque

son muy pocos ahora los que se explican como vos.–Esto consiste, sin duda… séame lícito decirlo, aunque parezca jac-

tancia… eso consiste en que acaso sean muy pocos los que hayan obrado como yo.

–¡Muy pocos los que hayan obrado como vos! –exclamó el desconoci-do–. Por fortuna, si ellos lo han olvidado, yo tengo muy presentes en la memoria ciento cincuenta nombres; tan comprometidos como el vuestro y el mío, en el suceso de la noche del 15 de julio.

Leonel miró de un modo particular al caballero, como si no hubiese comprendido muy bien lo que acababa de oír.

–Es claro –continuó éste–. Yo puedo nombrar uno a uno a los cientos cincuenta hombres que concurrieron con nosotros a la parroquia. ¿Y vos?

–Lo único que me atrevería a afirmar es que asciende a esa cifra el nú-mero de los asesinos; pero…

–¡De los asesinos! –interrumpió el desconocido–. Notad que es dura la palabra de que os valéis.

–Dura, pero justa.

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–¿Llamáis asesinos a los que han cumplido con una orden de la justicia de la villa?

–No ignoráis que la justicia humana puede también cometer asesinatos. –Es decir que vos sois un…–¿Qué cosa? –preguntó Leonel, viendo que su interlocutor titubeaba. –¿Lo permitís? –Cuando os lo pregunto…–¡Pues bien! Si habéis asistido a la parroquia a lo que vos llamáis asesi-

nato, y habéis luchado con Osorno, vuestro enemigo personal y el único que se defendió, es claro que sois… ¡un asesino!

Leonel hizo un movimiento en su lecho, como si intentara arrojarse sobre su interlocutor. Pero reponiéndose súbitamente:

–¿Cómo os llamáis? –le preguntó. –¡Cómo! ¿no me conocéis a pesar de habernos visto la noche?… Leonel interrumpió al desconocido con un ademán negativo. –Soy don Francisco de Tovar y Urquiza, alcalde de segundo voto de la villa. –Pues vos, don Francisco de Tovar y Urquiza, alcalde de segundo voto

de la villa, a pesar de la repugnancia que debe causar un asesino a todo hombre honrado, me debéis una reparación por haberme juzgado cómpli-ce vuestro, y tendréis el honor de batiros conmigo.

Una sonrisa irónica y maliciosa cruzó por los labios de Tovar. –Os comprendo –dijo al cabo de algunos instantes–. Ha llegado a

vuestros oídos la última noticia que corre en la villa y empezáis a negar desde ahora vuestra participación en el suceso de la parroquia para no veros comprometido.

–Me sucede ahora lo contrario que a vos. No os comprendo. –¡Queréis hacerme creer que ignoráis que ha llegado anoche a la villa el

nuevo teniente gobernador!–Lo ignoraba, en efecto. –¿Y que ese nuevo teniente, don Alonso de Ramos, trae orden del

capitán general de averiguar lo acaecido en la noche del 15 de julio y de prender y conducir a la Real Cárcel de Mérida a los que resulten culpables?

–También lo ignoraba –repuso Leonel–; pero me alegro sinceramente de que don Martín de Urzúa, a quien se acusaba de cómplice en ese ase-sinato, hubiese tomado una medida tan acertada para cerrar la boca a los calumniadores.

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–Pero ¿comprenderéis las consecuencias de esa medida que aprobáis?… –¿Las consecuencias?… –Es decir, la prisión de todos los que concurrieron armados a la pa-

rroquia la noche del 15 de julio, en cuyo número os contáis vos, como lo probará todo el mundo, por más que intentéis negarlo.

–Nunca he negado haber asistido con armas a la parroquia. –Entonces tendréis qué acompañarnos a la Real Cárcel de Mérida, por-

que no creo que logréis matar a todos los que os acusen y no comprendan vuestros misterios, aunque los desafiéis a todos, como a mí.

Al terminar estas palabras, Tovar se levantó de la silla que ocupaba, y se inclinaba ya para despedirse fríamente de Leonel, cuando fray Hernando, el guardián, entró apresuradamente en la enfermería.

–Hijo mío –le dijo a Leonel, sin advertir de pronto en el alcalde–, ¿sabes las nuevas que se corren desde el amanecer en todos los corrillos de los curiosos?

–¿Habláis de la llegada del teniente Ramos? –Sí; ¿pero sabes también que ha prendido ya a algunos de los asesinos

de Osorno? –Eso, sin duda, iba a decirme este caballero cuando habéis entrado. Fray Hernando volvió vivamente la cabeza hacia la dirección que se-

ñalaba el dedo de Leonel y se encontró con la repugnante figura de Tovar, que en aquel momento se inclinaba ligeramente para saludarle.

–¡El asesino! –murmuró el franciscano, olvidándose de corresponder a aquella muestra de atención.

–En efecto –dijo Tovar–, esa noticia venía a daros para preveniros que no os alarmaseis ni os resistieseis si venían a prenderos.

–Caballero –dijo fray Hernando con visible repugnancia–, don Miguel Ruiz de Ayuso acaba de decirme lo mismo que estáis aconsejando a Leo-nel. ¿Os parece justo que se deje prender un hombre que no ha cometido delito alguno?

–Ninguno de los que ejecutaron a Osorno y a Covarrubias ha cometi-do ningún delito, puesto que no hicieron más que cumplir con una orden de la justicia, autorizada por el capitán general. Ya veis, sin embargo, que nos dejamos prender.

–Caballero –dijo Leonel, cuya paciencia había ya agotado el alcalde–, no deben tener muy limpia la conciencia los que asesinaron a Osorno y

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a Covarrubias; puesto que si don Martín de Urzúa hubiera autorizado la ejecución, como decís, no mandaría a prender ahora a los perpetradores.

–He ahí lo que no me habéis dado tiempo de explicaros a pesar de ser el motivo principal de esta entrevista. Empezaré por probaros la participa-ción del capitán general en el suceso de la parroquia. Sabéis, sin duda, que don Martín de Urzúa aborrecía a Osorno…

–Sí.–¡Pues bien! Ayuso tiene en su poder unas cartas escritas por Ongay,

secretario de don Martín, en que le pone: “Dice el amigo que tardan mu-cho las colgaduras”. ¿Comprendéis?… Don Martín estaba impaciente de que no se hubiese colgado todavía a Osorno, como había convenido con Ayuso. Y la prueba, –añadió Tovar, sacando de su faltriquera un papel–; y la prueba es que aquí está una de las cartas de Ongay en que se ha subra-yado las palabras que os acabo de citar.

–¿Pero qué me importa todo eso? –preguntó Leonel, rechazando la carta que le presentaba el alcalde.

–¿Qué os importa?… Dejadme acabar y lo comprenderéis. Existiendo en poder de Ayuso estas cartas, don Martín ha comprendido que si pro-cede contra nosotros por el suceso de la parroquia nos queda el recurso de presentarlas a un poder superior para que se proceda igualmente contra él. En virtud de este temor ha escrito a Ayuso otra carta, que espero no rehusaréis leer, como la de las colgaduras. ¡Miradla!

Y Tovar metió de nuevo la mano entre su vestido y sacó de su faltrique-ra otro papel. Fray Hernando se apoderó de él y leyó:

“Si no procediese contra los autores de lo que ha empezado a llamarse el asesinato de Osorno y Covarrubias, la Corte mandaría probablemente a la provincia otro capitán general, que nos comprometería gravemente. Dejaos prender sin ningún escándalo; y os empeño mi palabra de caba-llero de que de un modo o de otro, en poco tiempo estaréis en libertad.”

–¡De un modo o de otro! ¿Comprendéis?… ¿Comprendéis? –preguntó Tovar, concluida la lectura de la carta–. Es decir, “si no puedo probar la justicia de nuestra causa, nunca faltará un medio de quebrantar los cerro-jos de la Real Cárcel de Mérida”.

Y después de esta cínica interpretación, a que, por otra parte, daba lugar la carta que acababa de leerse, Tovar se inclinó ligeramente con su re-pugnante sonrisa y no tardó en desaparecer por la puerta de la enfermería.

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–Leonel –dijo entonces fray Hernando–, ¿te encuentras con fuerzas para caminar?

–Ayer he paseado diez minutos por el claustro, apoyado en el brazo del padre enfermero.

–He aquí mi brazo. Levántate y sígueme. –¿A dónde vamos? –¿A dónde? A cualquier rincón en que no puedan encontrarte los agen-

tes del teniente gobernador. ¿Quieres, por ventura, ser conducido a la Real Cárcel de Mérida y verte confundido con los asesinos de Osorno?

–¡Pero huir! –exclamó Leonel, que sentía sublevarse todo su orgullo a la simple idea de una fuga–. ¡Huir!…

–¿Por qué no, hijo mío?–¿Huir?… ¿Acaso no es lo mismo que confesarse culpable? –¿Y no quedo yo aquí para probar tu inocencia?–¡Vos!… ¿Y de qué medios os valdréis para probarla, cuando yo mismo

no tengo ninguno?Fray Hernando echó una mirada en derredor de sí para convencerse de

que nadie los escuchaba en la enfermería. Bajando, sin embargo, la voz: –¡Yo sí tengo uno! –respondió. –¿Tenéis uno? –¡Infalible!Y el guardián, metiendo la mano en la ancha manga de su ropaje, sacó

un papel plegado en cuatro dobleces que Leonel le arrancó de los dedos. El joven lo desdobló y arrojó una exclamación de sorpresa. El papel

contenía seis líneas escritas con sangre y trazadas con mano temblorosa. –¡Lee! –dijo fray Hernando. –Leonel se pasó una mano por los ojos y leyó: “Declaro que el joven llamado Leonel, hijo adoptivo de don Gonzalo

de Villagómez y de doña Blanca de Palacios, a pesar de haber sido en algún tiempo mi enemigo, me ha defendido, con riesgo de su propia vida, de Ayuso, de Tovar y de todos los asesinos que los acompañaron a la parro-quia–. Don Fernando Hipólito de Osorno.”

Leonel miró lleno de asombro al guardián. –¿Quieres saber –preguntó éste–, cómo ha llegado a mis manos tan

precioso documento?

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El joven respondió con un ademán afirmativo. –El hermano fray Ventura–, continuó entonces el guardián–, se hallaba

la noche del 15 de julio, auxiliando a un moribundo en una casa del barrio de la Candelaria. A las dos de la madrugada se le presentó un hombre, in-timándole de orden de Ayuso, que le siguiese a la cárcel de la villa, donde tendría que confesar a otro moribundo. Fray Ventura siguió al agente de Ayuso, llegó con él a la cárcel, entró en un calabozo que le señalaron, y a la escasa claridad de un farol que alumbraba su recinto, vio a don Fernando cubierto de sangre, postrado en una silla y guardado, sin embargo, por dos esbirros.

–Padre mío, –dijo el caballero–, dad orden de que nos dejen solos, porque deseo confesarme al instante.

El sacerdote hizo una señal y los dos esbirros evacuaron el calabozo.–Antes de confesarme, padre –continuó entonces don Fernando–, ne-

cesito cumplir con un deber de cristiano y de caballero. ¿Tenéis ahí recado de escribir?

Fray Ventura escudriñó con los ojos el calabozo. Pero no había allí otro mueble que el sillón que ocupaba el moribundo. Registró luego inútil-mente su vestido y al cabo de un instante respondió:

–No tengo en mi hábito más que mi breviario. Pero si queréis, pode-mos proporcionarnos al instante recado de escribir.

–¿De qué modo? –Pidiéndolo al alcalde. –Guardaos de eso; porque vos, yo y otra persona que os nombraré, de-

ben saber solamente lo que quiero escribir. Decís que habéis traído vuestro breviario.

–Sí. –Pues si no tenéis inconveniente en romperle una hoja blanca…El sacerdote, por toda respuesta, sacó el breviario de su manga, rompió

una hoja y se la presentó a don Fernando. –Ahora, –continuó el caballero–, tened la bondad de arrancar una as-

tilla del brazo de este antiguo sillón y dádmela. Fray Ventura arrancó la astilla del sillón sin grande esfuerzo y don Fer-

nando, remojándola varias veces en la sangre de sus heridas, consiguió escribir sobre la hoja del breviario las palabras que acabas de leer.

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–¡Noble corazón! –interrumpió Leonel, enjugándose una lágrima. Fray Hernando continuó:–Cuando el buen caballero hubo acabado de escribir se volvió al sacer-

dote y le dijo: –Debéis conocer a un joven llamado Leonel, que habita en vuestro

convento. –Sí, el discípulo del padre guardián. –Ese joven ha sido herido gravemente esta noche en la parroquia…

¡acaso habrá muerto ya!… No importa. Muerto, su honor necesita una re-paración: vivo, es necesario vigilar por su honor y su seguridad. ¿El padre guardián le ama bastante?

–Le adora. –¡Pues bien, padre mío! Bajo el sigilo de la confesión os confío este

papel para que se lo entreguéis a fray Hernando, a fin de que use de él en tiempo oportuno.

–Y al día siguiente, –concluyó el guardián–, ya tenía en mis manos el papel a que don Fernando había consagrado los últimos momentos de su vida, pues, como sabes sin duda, no alcanzó ni la extremaunción.

Leonel, que había escuchado esta relación con la cabeza inclinada, le-vantó entonces los ojos y dijo:

–Teniendo esta prueba debida a la nobleza de don Fernando, no com-prendo por qué me aconsejáis la fuga. Con presentar el papel al teniente gobernador quedará probada mi inocencia y se me dejará tranquilo…

–¡Niño, niño! –exclamó fray Hernando–. ¿No ves que este papel, al mismo tiempo que prueba tu inocencia, acusa a Ayuso y a Tovar?

–¡Ah!–Y como el teniente gobernador, de acuerdo con el capitán general,

trata de salvar a los alcaldes de un modo o de otro, antes que la verdad del caso llegue a la Corte, harán pedazos en tu presencia este papel, y para vengarse del que osó defender a su enemigo, fraguarán un sumario en que se te haga aparecer, como motor principal del asesinato de Osorno. ¿Les falta, acaso, modo de probar que deseaste un día acabar con el desgraciado caballero?

Leonel bajó la cabeza sin pronunciar una palabra. –De esta prueba podrá usarse únicamente, –continuó el guardián–,

cuando conozca de la causa un Tribunal a que no llegasen las influencias de don Martín de Urzúa. El asesinato ha sido demasiado escandaloso, y

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ese caso no tardará en presentarse. Para entonces reservo el papel de don Fernando. Ahora, repito, no queda otro remedio que huir.

–¿Y a dónde queréis que huya?–De pronto te llevaré a cierta casa de la villa, donde no podrán encon-

trarte todos los esbirros del mundo. Cuando te restablezcas, pasaremos juntos al puertecillo de la Ascensión, y allí no dejarás de encontrar alguna embarcación para salir de la provincia bajo un nombre supuesto.

–Estoy a vuestras órdenes, padre mío. En aquel momento apareció en la puerta de la enfermería el anciano

religioso que había guiado a Berenguela el mes anterior hasta aquel lugar. Al ver a fray Hernando, cruzó los brazos sobre su pecho y bajó los ojos.

–¿Tenéis algo qué decirme, hermano? –preguntó el guardián. –Un indio anciano, –respondió el fraile–, que dice ser conductor de

una carta urgente para vuestra paternidad, se halla en la portería solicitan-do hablaros.

–Hacedle entrar hasta aquí. –Se lo he propuesto y lo ha rehusado. –Tomadle entonces la carta y traédmela. –Se lo he propuesto igualmente y también ha rehusado. Insiste, sin

embargo, en que necesita hablar a vuestra paternidad. El guardián vaciló un instante, volviéndose en seguida a Leonel: –Vuelvo al momento, –le dijo: Y seguido del anciano religioso, salió apresuradamente de la enfermería. Regularmente el que espera con ansia algún acontecimiento, clava los

ojos en la muestra de un reloj para seguir con la vista el tardío paso del tiempo.

Esto fue lo que ejecutó Leonel, esperando la vuelta del guardián con los ojos fijos en el reloj de arena que había en un rincón de la enfermería.

El joven no tardó en empezarse a sentir devorado por la impaciencia. Un cuarto de hora hacía que veía tristemente pasar la arena de una a otra ampolleta, y el guardián no volvía. ¿Qué asunto tan importante podía detenerle fuera en el momento en que los agentes del teniente gobernador podían presentarse a las puertas del convento?

Leonel se devanaba inútilmente los sesos para descifrar este enigma, cuando sintió pasos en la puerta. Levantó la cabeza para mirar al que en-traba y arrojó una exclamación de sorpresa.

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El que entraba era fray Hernando; pero pálido, demudado, con los ojos bajos, y estrujando entre sus dedos un papel.

Leonel hizo un esfuerzo para levantarse de la cama y se adelantó al encuentro del guardián.

–¿Ocurre alguna desgracia, padre mío? –le preguntó con solicitud. El franciscano, sin levantar los ojos para mirar al que le hablaba, retro-

cedió, como por instinto, algunos pasos. –¡Oh! explicaos, –añadió el joven–. Algún mal debe haberos sobreve-

nido. –Leonel, –dijo el guardián, siempre con la cabeza inclinada–; ¿por qué

te has levantado?… vuelve a tu cama… ¿no temes?… –¡No tengáis cuidado! Mirad con qué libertad ando ya. Y Leonel se alejó y volvió a acercarse al franciscano, caminando sin

vacilar. –Puedo huir al instante sin temor de que me abandonen las fuerzas –

añadió después de esta prueba. –¡Huir! –exclamó el franciscano–. ¡Imposible!Leonel retrocedió un paso. –¿Qué estáis diciendo? –¡Qué es lo que digo!… ¿Acaso lo sé yo? El joven miró fijamente al guardián. Pero era imposible penetrar en

el interior de aquel hombre que no le había mirado un instante desde su vuelta a la enfermería.

–¿Conque decís que es ya imposible huir? –preguntó Leonel después de un momento de silencio, haciéndose la ilusión de que podía haber comprendido mal.

–¡Imposible! ¡Imposible! –repitió el franciscano–. Para llevarte a la casa de que te he hablado… ya comprendes… sería… sería atravesar algunas calles y… antes de que llegásemos… ¿no lo crees así? antes de que llegáse-mos… hubiéramos sido sorprendidos y… conducidos ambos a la presen-cia del teniente gobernador.

Habría sido preciso ser muy necio para no comprender que fray Her-nando estaba mal fraguando una mentira.

Leonel, que lo había comprendido desde el principio de su explicación, se sentó en la cama y se puso en actitud de reflexionar. Muy pronto volvió a levantarse. Había tomado una resolución.

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–Padre mío, –dijo al guardián–, ya veis que mis heridas no me impiden caminar. Voy a salir al instante del convento.

–¡Tú! –interrumpió el franciscano, levantando los ojos por la primera vez. –¡Yo! –repuso, admirado, Leonel–. ¿Habrá alguien, acaso, que intente

impedírmelo? –Sí. –¿Quién? –¡Yo!Este yo que el franciscano pronunció con notable firmeza, hizo que

Leonel volviese a retroceder ante su presencia. Pero al cabo de un instante: –Señor, –dijo al guardián–, bien sabéis que siempre os he amado y res-

petado, como a mi padre y maestro. Pero ahora que sin razón ninguna os oponéis a que salve mi honor y mi vida…

–¿Qué? –preguntó fray Hernando. –¡Oh! espero que no solamente no os oponéis a que salga al instante

del convento, sino que me entregaréis el papel escrito con la sangre de don Fernando para que pruebe mi inocencia cuando lo crea necesario.

–¿El papel de don Fernando? –gritó el guardián–. ¡Mira! Y como con la mano derecha estrujaba todavía la carta con que había

vuelto a entrar en la enfermería, llevó la izquierda al interior de su ropaje y sacó el papel que ambicionaba el joven. Aproximándolo, entonces a la llama de una bujía que ardía frente al cuadro de la virgen de que hemos hablado en el capítulo anterior, miró Leonel con una expresión amenaza-dora y le dijo:

–¡Al primer paso que des para salir de la enfermería o para apoderarte de este papel, la prueba de tu inocencia quedará convertida en cenizas!

Leonel sintió que por la primera vez se apoderaba de su corazón un movimiento de odio contra aquel que le retaba.

–Padre mío, –le dijo, haciendo lo posible para que la voz saliese tran-quila y sosegada de su garganta–; no he intentado conseguir nada de vos por medio de la fuerza. Lo que deseo es persuadiros, porque creo que por primera vez en vuestra vida, no os asiste la razón en lo que hacéis.

–Entonces, vuélvete a arrojar a tu lecho, porque es inútil que intentes persuadirme.

–¡Oh! –exclamó Leonel, pálido de contrariedad–. Pongo a Dios por testigo de que sólo la necesidad me obliga a emplear la fuerza contra vos.

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Y dio un salto hacia el franciscano. Pero contaba demasiado con su salud. Aquel esfuerzo le hizo exhalar un grito de dolor y caer de rodillas en medio de la enfermería.

El papel ardía ya entre los dedos de fray Hernando. –¡Gracias! –gritó Leonel–¡Es tarde ya! –murmuró con voz sorda el franciscano. Y volviéndose a Leonel, le señaló con los ojos el último fragmento de

papel que ardía sobre el pavimento. El joven dejó oír un aullido de rabia y se puso en pie inmediatamente

con secretas tentaciones de ahogar entre sus brazos al franciscano. Pero en aquel instante se oyeron los pasos apresurados de un hombre

en el claustro inmediato, y el anciano religioso volvió a presentarse en la puerta de la enfermería, dando en su semblante señales del asombro que experimentaba.

–¿Qué queréis? –le preguntó con voz desapacible al guardián. –Varios hombres armados se han presentado a las puertas del convento,

–respondió, agitado y balbuciente, el anciano–, y el que parece el jefe de ellos solicita hablar con vuestra paternidad.

El guardián se puso pálido como un cadáver, y dirigió al cielo una mi-rada. Pero respondiéndose súbitamente:

–Decidle que entre, –dijo al anciano, despidiéndole con un ademán. El buen viejo se retiró, asombrado, murmurando entre dientes una

oración. Entonces Leonel miró atentamente el semblante demudado del guar-

dián y con un acento afectado de tranquilidad, le dijo: –Sin duda estaréis satisfecho por el éxito que ha coronado vuestra obra.

Porque acaso comprenderéis, como yo, que el jefe de esos hombres arma-dos es el teniente gobernador que me dispensa la honra de venir a pren-derme en persona.

El guardián dio un paso hacia Leonel, retrocedió luego y dejó caer los brazos con abatimiento. Pero levantándolos en seguida, como en ademán de súplica, hizo patente a los ojos del mancebo la carta que continuaba arrugando todavía entre los dedos de su mano derecha.

Este movimiento hizo brillar en el espíritu de Leonel una idea. –¡Ah, ya comprendo! –exclamó dándose una palmada en la frente–.

Os remuerde lo que habéis hecho. Pero esa carta que acabáis de recibir,

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os impide obrar de otro modo… os impide seguir el primer impulso que experimentasteis… el de salvarme… ¡Oh! ¡Daría diez años de mi vida por poseer esa carta!

El guardián hizo un gesto de espanto, retiró los brazos y ocultó su mano derecha entre los pliegues de su vestido.

Ya Leonel intentaba tal vez un nuevo acto de violencia para apoderarse de la carta, cuando un caballero con una espada ceñida a la cintura, se presentó en la enfermería, dándose a conocer por el teniente gobernador, don Alonso de Ramos.

–¡Leonel de Villagómez! –exclamó, dirigiéndose al joven–. Daos preso en nombre del Rey.

–El nombre de Villagómez no me pertenece –respondió éste–. Me lla-mo simplemente Leonel. Pero tranquilizaos… soy el hombre que buscáis y estoy pronto a seguiros.

El joven se volvió entonces al guardián, y con un acento imposible de describir, y que participaba a la vez de ternura y de ironía:

–¡Adiós, padre mío! –le dijo. fray Hernando cayó de rodillas frente al altar de la Virgen, levantó el

brazo y acercó su mano a la llama de la bujía con intención de quemar en ella la carta que había perdido a Leonel. Pero súbitamente exhaló un grito y cayó desmayado sobre el pavimento.

El joven corrió hacia él, le arrancó de los dedos la carta, y mientras el teniente gobernador salía a la puerta para llamar a sus hombres, Leonel leyó apresuradamente estas líneas:

“Se han visto… ella ha burlado mi vigilancia y la vuestra; ha entrado una mañana al convento y ha hablado media hora con él. Lo he averigua-do todo… Lo que teníamos por un capricho de niños, es en realidad una pasión… Si oyerais la osadía con que se explica desde entonces, alentada, sin duda, por ese loco… Ya comprenderéis que esto no puede continuar así. Los exponemos a un crimen, y vos y yo seremos los culpables. Es preciso poner entre ambos una barrera, que nunca puedan salvar. ¡Oh!… y sólo hay un medio… cruel, horrible, que despedaza mi corazón… que despedazará el vuestro; pero es seguro… es infalible y… ¡es preciso! Se dice que asistió a la parroquia la noche del 15 de julio, se le acusa de haber asesinado a don Fernando… ¡mentira infame! ¡Leonel nunca pue-de asesinar a nadie!… Pero no importa: es necesario aprovecharse de esa mentira… Dejad que le prenda el teniente gobernador: si tenéis alguna

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prueba de su inocencia, gemid… gritad… blasfemad, como yo… ¡pero destruidla!… ¡Es necesario que se abran para él las puertas de una cárcel! Después… después… Dios tal vez se compadecerá de nosotros y nos dará una llave para abrírselas… ¡Entretanto, valor… valor!”

La carta no tenía firma. Pero para Leonel era inútil. Acaba de reconocer la letra de doña Blanca. Ocultó apresuradamente el papel entre su vestido, se apoyó en el bra-

zo de un soldado que acababa de entrar, y precedidos ambos del teniente gobernador, salieron de la enfermería.

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Capítulo VII. Pedro de Cifuentes

Ahora el lector tendrá que trasladarse con nosotros a la Muy Noble y Muy Leal ciudad de Mérida, a cuya cárcel habían sido conducidos los asesinos de Osorno y Covarrubias en virtud de la sumaría formada por don Alonso de Ramos. El viaje será de corta duración. En la tercera parte de este libro será donde tengamos oportunidad de hablar detalladamente de la capital de la provincia. Entretanto, contentémonos con decir dos palabras sobre la cárcel.

Hasta principios del siglo XVII los presos de la ciudad eran encerrados en unas piezas bajas de la casa consistorial. Pero poco menos de cien años antes de la época de los acontecimientos que vamos refiriendo a nuestros lectores, es decir, en el espacio comprendido desde el 11 de agosto de 1604 hasta el 29 de marzo de 1612, tiempo que duró el gobierno del mariscal don Carlos de Luna y Arellano, este caballero, que tan buena memoria dejó en el país por mil razones y principalmente por las mejoras que llevó a cabo, segregó una parte del inmenso local que ocupaba entonces el Pala-cio de Gobierno, y se construyó el nada bello edificio que desde entonces se llamó: la Real Cárcel de Mérida.

La causa del asesinato fue iniciada ante la Real Audiencia de México por acusación del licenciado don Fernando Falcón, como tío de Osorno, de doña Rosa de Argáis, viuda de Covarrubias, y el obispo La Madrid por la violación del sagrado asilo, a que se habían acogido las víctimas.

El capitán general, viendo su nombre manchado en tan escandaloso asunto y excomulgado por el obispo con todo el aparato de que la Iglesia se valía entonces para lanzar sus anatemas, mandó a Valladolid, como he-mos dicho, al teniente Ramos, para que averiguase lo acaecido y prendiese a los culpables. Pero se limitó a este acto de justicia, premeditado acaso, con la intención de encubrir así, de alguna manera, su complicidad.

Y decimos que se limitó a este acto, porque una vez trasladados los asesinos a la cárcel de la capital, en lugar de ser guardados con todas las seguridades legales, se les permitió convertir su encierro en una especie de café, a que concurría diariamente la gente principal de Mérida, donde había juegos, música y canto y donde se charlaba estrepitosamente. Por la noche se abrían las puertas de la cárcel y los presos, después de rondar por

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las calles y plazas el tiempo que se les antojaba, volvían humildemente a su encierro.

Tal, al menos, lo aseguran los apuntes que seguimos para trazar esta historia, añadiendo que en las cuaresmas de 1703 y 1704, Tovar y Ayuso anduvieron públicamente las estaciones con su cruz a cuestas. Pero era tan completa la confianza que tenían en la palabra del gobernador, que nunca intentaron aprovecharse de la libertad que gozaban para fugarse de Méri-da, según se los aconsejaron algunos.

No tardaron en arrepentirse de esta confianza. Al año siguiente de su prisión, don Martín de Urzúa fue depuesto por el Virrey de México, que lo era a la sazón el Duque de Albuquerque, y el gobernador marchó a España, bien provisto de dinero y recomendaciones para afrontar la acusa-ción que pesaba sobre él y los alcaldes de Valladolid.

El maestre de campo don Álvaro de Rivaguda Enso y Luyando, que le sucedió en el cargo y tomó posesión el 3 de junio de 1703, sabiendo algún tiempo después el estado que guardaba en la Real Audiencia la causa del asesinato, mandó asegurar a los reos con todas las formalidades de la ley, sin que bastasen a hacerle cejar un instante todos los empeños que se interpusieron a favor de aquéllos.

No se desanimaron por estos asesinos. Sabían que quedaba en Mérida doña Juana Bolio, esposa de Urzúa, y un hijo suyo llamado don Joaquín, y esperaban a que emplearan todos los recursos posibles para defenderlos hasta el último trance. ¿Por ventura don Martín de Urzúa y Arismendi, que había autorizado el asesinato, podría abandonarlos en la hora del pe-ligro?…

Pero ya es tiempo de hacer a un lado la historia para volver al héroe principal de la novela.

Leonel no había pasado por ninguna de las peripecias que acabamos de apuntar. Encerrado desde el primer día en una pieza baja y retirada de la cárcel, –pobre huérfano olvidado en medio de aquellos ilustres criminales, que se llamaban don Miguel Ruiz de Ayuso y don Francisco de Tovar y Urquiza–, ningún habitante de Mérida había solicitado entrar a visitarle en su prisión. Ningún carcelero le había abierto una noche siquiera las puertas de su calabozo.

Verdad es que Leonel no deseaba ni lo uno ni lo otro. Hubiera despe-dido a la visita que se le hubiese presentado y dado las gracias al carcelero que hubiese querido darle una libertad momentánea.

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El joven pasó los primeros días de su prisión, abismado en una especie de letargo, del que sólo salía algunos instantes para satisfacer la necesidad material de comer un pedazo del pan grosero de la cárcel y de beber un vaso de agua. Sentado en un banco, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre los puños, no separaba un momento los ojos del papel que había extendido sobre el suelo de su prisión. Este papel era el que había arrancado a fray Hernando, desmayado, al salir, quizá para siempre, de la enfermería del convento. ¿Cómo era posible que aquella carta escrita por la suave y blanca mano de una mujer fuese la causa de su perdición?

Pero si hasta en cierta manera podía explicarse la crueldad de aquella mujer, que no se detenía en medios de ninguna clase para interponer un abismo entre él y Berenguela, ¿cómo era posible que fray Hernando, su maestro, su amigo, su segundo padre, consintiese en la horrible maldad, maquinada por aquella, no solamente poniéndola en ejecución, sino des-truyendo, además, la única prueba que existía de su inocencia?

Leonel perdió en un mar de dolorosas conjeturas en medio de la inmo-vilidad a que le había reducido la gravedad de su situación. Después de haber aprendido de memoria aquella carta fatal, a fuerza de leerla y releerla mientras había luz en su calabozo, le pareció que encerraba un secreto horrible en que le dio miedo de penetrar. ¿Por qué doña Blanca era la más empeñada en alejarle de Berenguela? ¿Por qué aquélla y no don Gonzalo, había escrito a fray Hernando? ¿Por qué fray Hernando la había obede-cido inmediatamente contra todos los impulsos de su corazón, como lo probaba el hecho de haberse desmayado en el momento en que había visto consumada la perfidia con el éxito más completo?

Pero nosotros haremos lo que el joven. Nos da miedo penetrar en el abismo de maldad que encierran ciertos corazones y nos retiramos de la cuestión por temor de equivocamos o de mancharnos…

Leonel tenía la presunción de creer que la prisión no era para él lo que hubiera sido para cualquier otro en su caso. Una prisión significa para todo el mundo la pérdida de la libertad; pero para él, bastardo arrojado al mundo por un crimen tal vez, recogido y educado por la caridad, obligado a hacerse un lugar en el mundo, aguijoneado por su amor y ambición, la cárcel significaba, además, para él: la oscuridad, la pérdida de todas sus esperanzas, la ignominia… ¡la desesperación!

¡Vegetar en una cárcel a la edad de diecinueve años como vegeta inú-tilmente una encina en la soledad de un bosque! ¡Vegetar en una cárcel

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cuando se tiene necesidad de trabajar día por día, hora por hora, para formarse un porvenir! ¡Vegetar en una cárcel a que os ha arrastrado una perfidia para llevar toda la vida impresa sobre la frente una mancha que la sociedad nunca perdona! ¡Vegetar en una cárcel, cuando la mujer que os ama y a quien amáis, se halla en poder de vuestros enemigos!

¡Y sobre todo esto: no ver en el horizonte que se despliega ante vuestra vista, cuando sujetáis la imaginación al raciocino, sino una nube amena-zadora que vela vuestra existencia, o un rayo que desciende sobre vuestra cabeza y os aniquila!

Porque, en efecto: ¿qué fin podía tener aquella acusación de asesinato y sacrilegio lanzada contra él? Probar su inocencia después de la destrucción del papel escrito con la sangre de Osorno, era humanamente imposible. La Real Audiencia de México, iba, sin duda, a sentenciarle. Y si el sacrílego y el asesino escapaban de la pena de muerte, lo que era bastante dudoso por las terribles apariencias que militaban contra él, ¿dejaría, cuando me-nos, de ser condenado a presidio o a galeras por toda una vida?…

Sumergido en tan tristes reflexiones, los días, los meses y aún los años transcurrían llenos de desesperación para el desgraciado prisionero. Por ventura ¿cada día que pasaba no era una nueva hoja arrancada a ese rami-llete de brillantes flores, que es el perfume de la existencia y que se llama la esperanza?

Una mañana se interrumpió la monotonía dolorosa de aquella vida. Repetidamente se abrió la puerta de la prisión, la mano del carcelero em-pujó hacia dentro un hombre, volvió a cerrar y se retiró sin pronunciar una palabra.

Leonel echó una mirada sobre este hombre, que por su parte le consi-deraba ya con marcada atención. Era un joven que representaba poco más o menos la edad de veinticinco años: era delgado y de alta estatura: tenía azules los ojos, rubio el cabello y delicado el cutis.

Después de un instante de muda contemplación, el desconocido fue el primero que tomó la palabra:

–Mi querido joven, –dijo a Leonel con agradable sonrisa–, no sé si ten-dré la fortuna de que experimentéis a mi vista lo que yo siento a la vuestra. Seis meses hace que he estado encerrado en un calabozo parecido a este y os confieso que la soledad empezaba a fastidiarme horriblemente. Por fortuna, o por desgracia, si os parece mejor, hoy han traído de Valladolid unos veinte de vuestros cómplices en el asesinato de Osorno…

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...Leonel se perdía en un mar de dolorosas conjeturas en medio del marasmo a que le había reducido la gravedad de su situación...

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A estas últimas palabras, Leonel frunció las cejas con tan marcada señal de disgusto, que el desconocido se vio obligado a interrumpirse por un instante.

–¡Ah! –continuó luego–. Perdonad que os hable con cierta franqueza; pero ya que os disgustáis, me limitaré a deciros que aumentado conside-rablemente el número de los presos con vosotros… digo, con los reclutas hechos en Valladolid, ha sido necesario colocar dos, tres y aún más, en cada prisión. Os doy todos estos pormenores, porque como mi carácter me arrastra a conversar con todo el que se me acerca, mi carcelero me comunica todo lo que pasa. Y según he llegado a entender, me envían a acompañaros de preferencia, para no reunir bajo un mismo techo a dos acusados del mismo delito.

–Según esos informes, –dijo Leonel–, nosotros permaneceremos jun-tos… por un tiempo indeterminado.

–Probablemente hasta que os sentencien. Leonel sintió correr por todo su cuerpo un estremecimiento súbito.

Pero reponiéndose al instante: ¡Pues bien! –repuso–. Sea cual fuere el tiempo que permanezcamos jun-

tos, os suplico que nunca me habléis para nada del asesinato de Osorno. El desconocido miró fijamente a Leonel. –¿Experimentáis, acaso, remordimientos? –Responder a esa pregunta sería hablar del asunto, y como espero que

accederéis a mi súplica… –¡Cómo gustéis!… Pero en verdad que eso es faltar a la franqueza que

debe reinar desde ahora entre nosotros… tanto más cuanto que sé vuestra historia por el carcelero. Osorno era vuestro rival: él, noble y poderoso; vos, joven y oscuro, habréis sido ofendido. Entonces le desafiasteis noble-mente, y estoy seguro que si asististeis a la parroquia la noche del asesina-to, no habréis dado una sola pinchada a traición.

–¡Sois un joven excelente! –exclamó Leonel, tendiendo su mano al des-conocido.

Éste se abstuvo de presentar la suya. Leonel le miró con extrañeza. –Mirad, –dijo aquel respondiendo a esta muda objeción–, que vais a

estrechar la mano de un hombre condenado a un año de prisión por un delito vergonzoso.

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–¿No estoy también en la cárcel, próximo a ser condenado?–Pero vos no tenéis otra falta, si falta puede llamarse, que la de haber

muerto o herido lealmente a un hombre que os había ofendido, porque, ¡Vive Cristo! que no tenéis cara de asesino.

–Ni vos la de haber cometido una falta que pueda avergonzar a un hom-bre honrado.

–No os precipitéis. Voy a referiros la causa de mi prisión y mi condena, y si después de mi relato me tendéis la mano, os juro que apretaré con todas las fuerzas de que me creo capaz.

–Os escucho con atención. –Al principio de toda historia, –dijo entonces el desconocido con una

sonrisa–, se hace preciso decir el nombre del héroe, y como yo soy el héroe de la humilde historia que voy a referiros en dos palabras, os diré que me llamo Pedro Cifuentes. Mi madre quedó en la indigencia desde la muerte de su marido acaecida hace dieciocho años en la ocasión que me permitiréis os cuente, para que comprendáis mejor la injusticia de que ha sido víctima.

–Hablad sin temor de cansarme.–Sin duda habréis oído hablar de Laurent Graff, conocido vulgarmente

bajo el nombre de Lorencillo. –En mi niñez me entretenían con la relación de las hazañas de ese célebre

pirata. –Entonces sabréis también que el 18 de julio de 1685, atacó a la villa

de Campeche y la tomo después de una resistencia desesperada, que hizo el vecindario y la corta tropa que guarnecía el Castillo de San Carlos. ¿Habéis estado alguna vez en Campeche?

–Nunca. –El pequeño Castillo de San Carlos, cuyos muros besan las aguas del

mar, era entonces la única defensa con que contaba la villa, porque aún no se había construido ni el de Santa Rosa.

Entre la tropa que guarnecía el castillo al mando del teniente de goberna-dor don Felipe de la Barrera, se hallaba mi padre defendiendo heroicamente el honor de la villa. Tan heroicamente que perdió la vida antes que Loren-cillo desembarcara.

–Vos estaríais entonces en Campeche con vuestra madre. –Sí, pero como el saqueo que hizo Lorencillo en la villa nos redujo a la

indigencia, mi madre se vino conmigo a Mérida, a solicitar al gobernador,

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don Juan Bruno Tello de Guzmán, la pensión a que se creía acreedora, como viuda de un militar muerto gloriosamente en la defensa de Cam-peche. Pero el desamparo en que nos hallábamos hizo que el gobernador desatendiese la solicitud de mi madre, como la desatendieron sus suceso-res, hasta don Martín de Urzúa y Arismendi que acaba de ser depuesto y reemplazado por don Álvaro de Rivaguda.

–¡Hola! –exclamó Leonel–. He ahí una noticia que no había llegado hasta mí. Pero continuad:

Cifuentes prosiguió: A pesar de los desengaños que había sufrido mi madre, quiso ver a

Urzúa, algún tiempo después de haber llegado a la provincia. No tenía un vestido para presentarse en palacio. Me preguntaréis, acaso, por qué no trabajaba yo para proporcionar a mi madre todo lo que necesitaba. Voy a responderos con franqueza, por vergonzoso que me sea daros una respuesta semejante. El mimo de mi pobre madre y mi débil complexión produjeron el funesto resultado de que hasta ahora no sepa hacer otra cosa que charlar con el primero que se me presenta.

Leonel dejó ver en sus labios una triste sonrisa. La primera que se le escapaba desde el día de su prisión.

–Cuando vi la aflicción que mostraba mi madre por no poderse presen-tar al gobernador, –continuó Cifuentes–, me salí de casa prometiéndola que al día siguiente tendría un vestido. Siendo España la única que puede comerciar con sus colonias, ya sabéis lo caro que cuesta vestirse en la pro-vincia. Después de haberme convencido de que me era imposible adquirir honradamente lo que deseaba, tomé un partido desesperado. Me intro-duje en la tienda de un mercader catalán que acababa de llegar a Mérida, y me ingenié de tal manera, que al cabo de algunos instantes salía de la tienda con una pieza de terciopelo, oculta bajo mi vestido.

Un fugitivo rubor cruzó por el semblante del joven al pronunciar las últimas palabras, y fue necesario que Leonel le alentase con una mirada para que prosiguiera:

–Mi madre palideció al ver el rico presente que la hacía y me conjuró a que le revelase dónde le había encontrado. Yo le confesé lisa y llanamente la verdad. Ella tomó entonces la pieza de terciopelo, se la llevó al mercader y le dijo que un hombre sospechoso le había ido a vender aquel género, que imaginaba le pertenecería por ser el único que podía tener a la sazón en Mérida semejante mercancía. El catalán le dio las gracias, y luego que se retiró mi madre, se puso a reflexionar. Recordó haberme visto entrar en

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la tienda, dio mis señas a los primeros compradores que se le presentaron, y algunas horas después entraba yo por la fúnebre puesta de la cárcel.

Leonel volvió a extender su mano al joven y le dijo: –¡Cuando os decía yo que no teníais cara de criminal!…Cifuentes estrechó la mano que se le alargaba. Y desde aquel día reinó entre los dos jóvenes, si no una amistad estrecha,

al menos una estimación sencilla, que les hizo más soportable las largas ho-ras de su encierro.

Pasaron seis meses. Una noche en que Leonel medía a largos pasos la corta extensión de su

calabozo, mientras su compañero dormía tranquilamente en una estrecha tarima, se dejaron oír repentinamente dos golpes ligeros en la puerta.

El acontecimiento era tan extraordinario, que Leonel, en lugar de correr a la puerta, se detuvo en medio de su prisión, sin dudar por temor de ha-berse equivocado.

Los golpes se repitieron después de un corto intervalo. Leonel se aproximó a la puerta. Entonces una voz deslizó por el agujero

de la cerradura estas palabras: –¿Está despierto vuestro compañero? –¿No le oís roncar? –respondió Leonel. –Le había oído ya, pero necesitaba convencerme de que erais vos con

quien hablaba. Ahora que he reconocido vuestra vos, abrid el postigo. Leonel reflexionó un instante y obedeció. Entonces, por la reja del posti-

guillo apareció una mano con una carta y una bolsa y la misma voz añadió: –¡Tomad!El joven se apoderó de la carta y de la bolsa. Entonces se retiró la mano y

apareció en su lugar tras de la reja una cara de hombre, que Leonel no pudo reconocer a la escasa claridad de una lámpara que ardía en un rincón de su calabozo.

–¡Sigilo y prudencia! –dijo aquel hombre. Y desapareció entre las tinieblas del patio a que daba la puerta de la prisión. Leonel corrió de puntillas hasta el rincón en que ardía la lámpara, rom-

pió, apresurado, la cubierta y leyó estas palabras: “Nadie resiste al oro. Tenéis demasiado talento para que yo necesite

indicaros el uso que podéis hacer de los cuarenta mil reales que os envío

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y que os ruego aceptéis. Sólo tengo que haceros una recomendación. La persona que se interesa por vos tiene noticias seguras de que dentro de muy pocos días debe llegar la sentencia de la Real Audiencia de México. Apresuraos… no perdáis el tiempo.”

La letra era desconocida. Leonel trataba ya de torturar su memoria y su imaginación para ver si podía reconocer la letra, cuando se acordó de la bolsa, y ya iba a vaciarla sobre el pavimento cuando advirtió que había olvidado cerrar el postigo.

Corrió a la puerta, y antes de reparar su descuido, aventuró una mirada a través de la oscuridad. Ningún ser viviente aparecía en el patio: ningún rumor llegaba a sus oídos.

Entonces cerró cuidadosamente el postigo, dejó la bolsa sobre un ban-co y tendió sobre el pavimento la frazada de Cifuentes para apagar el ruido que las monedas, sin esta precaución, habrían hecho al caer.

Permaneció inmóvil un instante para escuchar los ronquidos de su compañero, y seguro de que dormía profundamente, vació el contenido de la bolsa sobre la frazada.

Miró, y el pobre mancebo, que de tarde en tarde veía una moneda, quedó deslumbrado a la vista del oro. Se arrodilló junto a la frazada y contó ciento veinticinco onzas de oro españolas.

Leonel reflexionó un instante. Era indudable que la carta decía la verdad en cuanto a la suma y que el

mensajero era un hombre digno de toda confianza. Pero ¿quién había escrito aquella carta? ¿Qué persona se interesaba por

el pobre huérfano, perseguido por sus padres adoptivos, acusado por su maestro y desconocido de todo el mundo? ¿Quién, a favor de un extraño, se deshacía tan fácilmente de cuarenta mil reales, cantidad enorme y casi fabulosa, considerados los recursos de la provincia?

Leonel aproximó la carta cuanto pudo a la llama de la lámpara. Lo que se notaba a primera vista era que la letra estaba contrahecha. El joven clavó los ojos tenazmente en el papel y se sumió en un mar de

conjeturas. Repentinamente lanzó una exclamación de sorpresa. A pesar del cui-

dado que había tomado para contrahacer su letra el que había escrito la carta, Leonel creyó reconocer algunos rasgos característicos de cierta mano que conocía demasiado, como se descubren bajo un disfraz un rizo, un ojo, un ademán de la persona que lo lleva.

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¡Esta mano era la de fray Hernando!Leonel arrojó lejos de sí la bolsa en que había vuelto a meter el oro

y estrujó la carta entre sus dedos. Pero luego le parecía que aquel papel quemaba su mano y lo arrojó en pos de la bolsa a un rincón del calabozo.

¡Cómo! ¡Fray Hernando, el ruin, el miserable, el hombre cruel, que debiendo amarle como un hijo, del mismo modo que él le amaba como padre, le había vendido a la simple insinuación de una mujer, sepultándo-lo en un calabozo, manchado su nombre y cortado su porvenir!

¡Oh! ¡Antes de deberle un favor a fray Hernando, era preferible renun-ciar al porvenir, pudrirse en un calabozo, subir a un cadalso!…

Después de un instante de reflexión, el pensamiento del prisionero cambió de dirección.

¿Por qué fray Hernando, que había tenido la crueldad de arrojarle a la cárcel, había de gastar cuarenta mil reales para sacarle de ella? ¿Era esto posible? ¿No era un contrasentido?

¡Sin dudad se había engañado!Una letra contrahecha era muy difícil que presentase algunos puntos de

semejanza con otra cualquiera. Leonel se dirigía ya al rincón a que había arrojado la carta para estu-

diarla mejor, cuando se detuvo rápidamente, llevándose la mano al pecho. Acababa de sentir un vuelco terrible en su corazón. Un pensamiento doloroso acababa de cruzar por su mente. Doña Blanca y fray Hernando habían urdido el horrible complot que

le tenía en la cárcel, para que su presencia no estorbase los planes que la primera había concebido sobre Berenguela.

Y si el matrimonio de Berenguela era el que había inspirado a ambos aquella maldad, que partía de dolor su corazón, ¿no era muy fácil de con-cebir que tentasen todos los medios posibles para sacarle de la cárcel, luego que el porvenir de Berenguela estuviese asegurado?

Y como si algún ángel malo estuviese soplando en aquel momento so-bre la cabeza de Leonel todas las particularidades que pudiesen contribuir para corroborar aquella idea que destrozaba su corazón, el joven recordó en seguida aquellas palabras con que terminaba la carta de doña Blanca:

“Es necesario que se abran para él las puertas de una cárcel… des-pués… después… Dios tal vez se compadecerá de nosotros y nos dará una llave para abrírselas… Entretanto, ¡valor… valor!

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Pero su memoria podía engañarle… tal vez la carta no decía así… Leonel metió la mano en su faltriquera, sacó aquel papel que se caía ya

en pedazos, y los aproximó a la luz de la lámpara. ¡Oh! no había duda… su memoria era fiel… ¡la frase era la misma!Leonel cayó de rodillas en medio de su calabozo para pedir a Dios que

le diese fuerzas para soportar aquella desgracia, más grande que su encie-rro, que su deshonra, que la pérdida de su porvenir, que la muerte misma.

Pero en el estado a que se hallaba reducido, le era imposible orar… ¡había demasiada hiel en su alma para que pudiese elevarla a Dios!

Al cabo de un instante, sin embargo, creyó que el cielo se compadecía del desgraciado que se humillaba, abatido por el dolor, para invocar su poder.

Una idea consoladora iluminó repentinamente su espíritu, como un relámpago ilumina por un momento la atmósfera en una noche tempes-tuosa.

El porvenir de Berenguela no podía estar asegurado. Berenguela no podía haber consentido en dar su mano, Berenguela le amaba, Berenguela no podía ser perjura.

Y si no había dado su mano, si la amaba, si no podía ser perjura, la car-ta no podía ser de fray Hernando, porque fray Hernando y doña Blanca debían poner todo el empeño posible para que permaneciese en la cárcel.

Leonel, alegre, risueño, transformado, se levantó al instante, corrió al rincón en que yacía la carta que un momento antes había estrujado, la recogió, la extendió entre las palmas de sus manos para quitarle todas las arrugas y volvió a examinarla a la luz de la lámpara.

Entonces se admiró de haberse engañado hasta el punto de habérsela atribuido a fray Hernando. ¿Qué indicios le habían precipitado a juzgar de aquel modo? ¿Qué tenían de común aquellos caracteres mal trazados y desiguales, con la elegante letra de fray Hernando?…

Pero si la carta no era de fray Hernando ni de doña Blanca, ¿de quién podía ser?… Leonel pensó un instante en don Gonzalo. Pero el encomen-dero tenía los mismos proyectos que su esposa sobre Berenguela, y no po-día cometer la torpeza de proporcionarle un medio para salir de la cárcel.

Leonel se dijo entonces que tenía un protector desconocido. No podía atinar con su nombre… pero ¿qué importaba? Aquel oro venía de una mano generosa y podía usar de él sin temor.

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Entonces la cuestión se presentaba bajo distinto aspecto. Ya no se trata-ba de saber si debía hacer uso de aquella cantidad. Se trataba ahora de dis-currir el destino que debía dársele o, más bien, el modo de emplearla, para hacerla servir al objeto a que la había destinado el protector desconocido.

El primero que ocurrió a Leonel, como el más sencillo y natural, fue el de corromper a alguno de los soldados que hacían la guardia de la cárcel. Cualquiera de estos soldados que hacían la parte de las tropas de infante-ría que guarnecían la ciudad y que tenían una corta asignación mensual, para hacer un servicio tan penoso, ¿resistiría a la tentación de cuarenta mil reales para proteger la fuga de un preso?

¡Y aquella era tan fácil!Con proporcionarle un uniforme de aquella guardia que entraba y salía

de la cárcel con entera libertad, ¿no podía quedar libre al día siguiente? El protector desconocido tenía razón. Nada resiste al oro. Pero…Vamos a asentar una frase que probablemente excitará la risa de los que

pasen los ojos por estas líneas, pero cuya exactitud nos atrevemos a garan-tir, por poco que blasonemos de conocer el corazón humano.

Un hombre honrado repugna corromper a otro. Experimenta una repulsión secreta a la idea de llenar de oro las manos

de un semejante suyo para hacerle faltar a su deber. Ninguna consideración le basta para avasallar esa repulsión. Por grande

que sea la utilidad que pretenda sacar de aquella corrupción, su conciencia no deja de punzarle, como aquel implacable anillo de la fábula, que hería el dedo del que lo usaba, cada vez que se deslizaba por el camino del mal.

Tal fue lo que experimentó Leonel. Comprendió que de corromper a un carcelero dependía su vida…

cuando menos su libertad… y, sobre todo, su amor. Pero a la idea de lle-garse a un hombre y decirle: “te doy cuarenta mil reales para que faltes a la confianza que en ti ha depositado la ley”, el joven sentía que la sangre le subía a la cara. Más aún, estaba persuadido de que nunca tendría valor para pronunciar aquellas palabras.

Era que Leonel juzgaba el corazón de los demás por el suyo propio. Y Leonel estaba seguro de que si un hombre cualquiera le hacía a él

mismo semejante proposición, le destrozaría la boca antes que acabase de pronunciar su frase.

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Y luego… aquella fuga que no rehabilitaba su honra, sino que la com-prometía más y más ¿cómo no había de repugnar a un hombre, que la estimaba más que a su propia vida, como sucede con todo aquel que tiene la noble aspiración de formarse un porvenir glorioso?…

Leonel vio entrar los primeros albores del día por la ventanilla de su calabozo, sin que hubiese tomado ninguna resolución.

Arrojó una mirada sobre la blanca claridad que iluminaba el pavimen-to, asombrado de que hubiese sido tan corta la noche, y descubrió en un rincón la bolsa que contenía los cuarenta mil reales.

Se abalanzó a ella, arrojando al soslayo una mirada sobre Cifuentes, que dichosamente roncaba todavía, y después de buscar inútilmente un lugar propio para esconderla, la guardó dentro de su vestido.

Se acostó en la tarima al lado de Cifuentes, y merced a esa fuerza de la juventud, que reclama poderosamente el sueño, media hora después sus ronquidos se confundían con los de su compañero.

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Capítulo VIII. En que se trata del uso que hizo Leonel de los cuarenta mil reales del protector desconocido

Cifuentes tenía entre sus cualidades –no nos atrevemos a decir si buenas o malas–, la de dormir de dieciséis a dieciocho horas de las veinticuatro de que consta del día. De esta cómoda costumbre, adquirida en su vida sedentaria y holgazana, resultó que aunque se había acostado desde las seis de la tarde del día anterior, siguió durmiendo tan profundamente como Leonel, que acababa de acostarse.

Uno y otro fueron despertados a eso de las nueve de la mañana por el ruido que hacía al abrirse la puerta de su calabozo.

Leonel se incorporó apresuradamente sobre la tarima. Cifuentes abrió perezosamente un ojo y miró hacia la puerta.

Entonces ambos vieron dos soldados, uno en pie en el umbral mismo de la puerta, otro detrás del primero. Uno y otro llevaban al hombro su arcabuz.

A pesar de lo imponente que era esta aparición, Cifuentes no le dispensó la honra de abrir el otro ojo.

–¡Seguidnos! –dijo uno de los soldados, mirando a Leonel. El joven, en lugar de obedecer, miró lleno de asombro al que le hablaba.

Después de las declaraciones dadas un año antes en la sumaria de la causa ante el asesor del virrey, don Carlos Bermúdez, comisionado por la Real Audiencia, Leonel, no había sido sacado por ningún motivo de su calabozo.

–¡Seguidnos! –repitió el soldado al ver la inmovilidad de Leonel. El joven se levantó entonces, tomó su sombrero y se dirigió a la puerta. Los soldados le dejaron pasar por delante, el primero volvió a cerrar la

puerta y ambos le siguieron. Cifuentes, luego que se vio solo, cerró el ojo que había abierto un instan-

te, se volvió del otro lado y no tardó en quedarse dormido otra vez. Pero apenas habrían transcurrido veinte minutos cuando volvió a des-

pertarle el importuno ruido de la puerta, que gemía al abrirse.–Decididamente –murmuró Cifuentes–, parece que hoy se ha pro-

puesto todo el mundo interrumpir mi sueño. ¡Ah! estos pícaros carceleros no tienen conciencia.

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Interrumpieron su monólogo los pasos de un hombre que entraba en la prisión. Entonces le fue necesario abrir los ojos y mirar.

Era Leonel el que entraba; pero como nunca le había visto. Estaba quebrado el color de su semblante, sus ojos tenían una expre-

sión terrible, imposible de describir; todas sus facciones aparecían demu-dadas. Caminaba en dirección de la tarima, pero como si no hubiese visto, ni a él, ni nada, porque su vista parecía extraviada.

Cifuentes, conciliando su pereza con su buen corazón, abría ya los la-bios sin levantarse, para preguntarle la causa de aquella mudanza, cuando uno de los soldados que habían traído a Leonel y que no había pasado el umbral de la puerta, le dijo con acento imperativo:

–Ahora os toca a vos. ¡Seguidnos! –¡Yo! –exclamó Cifuentes. El soldado se dignó hacer con la cabeza un ademán afirmativo: –¡Malo, malo! –continuó el joven–. Es decir, que tendré necesidad de

levantarme. ¡Cuando digo que estas gentes no tienen conciencia! Si se les figurará que un pobre habitante de la Real Cárcel de Mérida no tiene ne-cesidad de dormir, como todo hijo de vecino…

Y dirigió al soldado una mirada suplicante, que hubiera hecho llorar a una piedra. Pero el soldado permaneció frío e impasible con toda la seve-ridad de un veterano que cumple con su consigna.

Cifuentes exhaló un suspiro, se sentó en la cama, bostezó con fuerza y se restregó los ojos con los dedos.

El militar, impaciente, golpeó con la palma de la mano derecha la llave de su arcabuz, y el ruido que produjo hizo tal impresión en Cifuentes, que de un salto se lanzó de la tarima al suelo. Arrancó de la cabeza de Leonel el sombrero que llevaba, sin que éste diese muestras de haberse apercibido del despojo, y salió de la prisión, seguido de los soldados.

Diez minutos después volvía a entrar en la prisión. Cuando se encontró a solas, encerrado con su compañero, se sentó en

la tarima, cruzó sus pies, apoyó el codo derecho sobre una de sus rodillas y empezó a roerse las uñas con los dientes.

Él también había vuelto a entrar pensativo en su calabozo. Por lo que toca a Leonel, no sólo no había cambiado de sitio, sino que

tampoco había abandonado la postura en que le había dejado al salir.

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Reinó, entonces, en el calabozo, un largo espacio de silencio, que nin-guno de sus huéspedes parecía dispuesto a interrumpir. Pero este estado era violento para Cifuentes, y por necesario que le fuese entregarse a su propio pensamiento, fue el que primero rompió el silencio.

–Mi querido amigo –dijo a Leonel–, parece que el día no ha estado feliz para ninguno de nosotros.

Leonel levantó la cabeza y miró a su compañero, como si acabara de salir de un sueño.

–Ya veis si tengo razón –continuó Cifuentes–. Vos me miráis como si yo fuera un espectro, y yo me he estado diez minutos despierto sin pro-nunciar una palabra.

Leonel se pasó la mano por la frente y dijo: –En efecto, ahora noto que no os halláis en vuestro estado natural.

Supongo que nada malo os habrá sucedido. –Así es –respondió Cifuentes, después de vacilar un instante–. Vos, al

menos, en lugar mío, estaríais ahora bailando de alegría…–Entonces os felicito. –¡Oh no os deis prisa! Escuchadme y calificaréis… En la sala a que

me condujeron los soldados que me sacaron de aquí, me encontré con un buen señor enjuto de carnes y cargadillo de espaldas, que tenía bajo el brazo un enorme cúmulo de papeles.

–¡Ah! ya… el escribano…–¿Le conocéis? –Acabo de tener esa honra; pero continuad. –El buen señor, después de haberme echado un largo sermón en nom-

bre de mi madre y de la ley, me recordó que estamos hoy a 10 de mayo; es decir, me lo hizo saber, porque confieso que yo lo ignoraba completamen-te, por extraña que os parezca mi ignorancia sobre este punto.

–¡Oh, nada de eso!… Yo también lo ignoraba del todo. –Y como el 10 de mayo de 1703 me condenaron a un año de prisión,

como he tenido el honor de deciros otra vez, el señor fiel de hechos me ha señalado con el dedo la puerta de la cárcel.

–¡Libre! –exclamó Leonel, tendiendo la mano a su interlocutor. –¡Libre como el aire! –repuso Cifuentes.–¿Y por qué no estáis ya en la calle… en vuestra casa, abrazando a

vuestra madre?

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–Porque, como hice ver al alcaide que quería expulsarme, mi vestido no se encuentra en estado de presentarse en las calles a la faz del sol.

Y Cifuentes enseñó a Leonel su camisa y su chupa, convertidas en ji-rones no muy limpios, por cuyos intersticios se descubría la blancura de su piel.

–Amigo mío –dijo Leonel–; no dilatéis por más tiempo a vuestra ma-dre el placer de abrazaros. Tomad mi camisa que aún se conserva entera…

–Señor émulo de sanMartín, –interrumpió Cifuentes–; ¿no adivináis que el mal estado de mi vestido ha sido sólo un pretexto, y no la verdadera causa, para no querer salir de la cárcel tras del escribano? La verdadera causa es el deseo que tengo de conversar con vos el resto del día y…

Cifuentes se detuvo un instante para rascarse la cabeza con la uña del dedo meñique, cerca de la oreja izquierda.

–Mi querido amigo –continuó–, voy a abriros hasta el último rincón de mi pecho. La idea de la libertad, es decir; la idea de verme libre al lado de mi madre, me llena… ¿de qué os diré?… de miedo… de embarazo… de dolor.

¿Por qué? –Por una razón muy sencilla. Creo haberos dicho un día que no sé

trabajar. –Lo recuerdo, en efecto. –No sabiendo trabajar ¿os parece que estaré tranquilo al lado de mi

madre, viéndola carecer de todo y sin poder socorrerla… a ella, que me ha sostenido durante veinticinco, y que va caminando a la tumba, bajo el peso de su ancianidad?

Y el bueno de Cifuentes se llevó un dedo a los ojos para enjugar sus lágrimas, las primeras, acaso, que había derramado en el transcurso de su vida.

–Amigo mío –dijo Leonel conmovido–; no os aflijáis así en el día más feliz de vuestra vida. Ensayad, tened voluntad, y os aseguro que trabajaréis.

–¿Y en qué? ¿No veis que soy un esqueleto ambulante, cubierto con un pergamino? ¿No consideráis que si tuviese fuerzas para ensayar, como nada sé, mi aprendizaje duraría un año… seis meses y en todo ese tiempo vería diariamente a mi madre en la indigencia?… ¡Oh! si hubiera quien me diese… para ella, no para mí… la miseria de diez mil reales… yo… yo subiría en lugar suyo a un cadalso.

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Leonel se dio una palmada en la frente, y avanzó un paso hacia su in-terlocutor, mirándole con una fijeza extraordinaria.

–Decís, –tartamudeó–, decís que subiríais al cadalso por… –¡Por quien me dé la miseria de diez mil reales para mi madre! ¡Oh! no

es mucho, pero creo que es lo suficiente para no morirse de hambre dos o tres años. ¡Es tan barato vivir en el país!

Leonel llevó la mano a su pecho, y al golpear suavemente con sus de-dos, produjo un sonido lleno y argentino, que hizo levantar a Cifuentes de la tarima.

–¿Qué es eso? –preguntó, mirando lleno de asombro a Leonel. –Cuarenta mi reales –respondió éste–, que pueden hallarse mañana en

las manos de vuestra madre con sólo que vos lo queráis. –¡En poder de mi madre! ¡Oh, hablad, hablad!–Habéis dicho que subiríais al cadalso por quien os dé diez mil reales. –Y lo repito. –Yo no os doy diez mil sino cuarenta mil, no para que subáis al cadal-

so, sino… qué sé yo… quién sabe la pena que os impondrán por vuestra buena acción… tal vez alguna cosa peor que el cadalso.

–¡Cuarenta mil reales!… ¡Admitido! ¡Admitido!–Es horrible… es repugnante la proposición que voy a haceros. Yo de-

bía alargaros esta bolsa y mandaros al lado de vuestra madre, sin hablaros de la infame condición que voy a exigiros.

–¡Pero hablad! ¡Explicaos por Dios!–Si sólo me hubieran condenado a muerte o a prisión perpetua, no

cometería el crimen de sacrificaros; pero… ¡escuchad, escuchad!Leonel se enjugó el sudor que brotaba de su frente y continuó: –Yo también, como vos, fui conducido a la sala en que se hallaba el

escribano, que os ha anunciado vuestra libertad. Tovar, Ayuso, Trasgallos y todos los acusados por el asesinato de Osorno y Covarrubias, se hallaban reunidos allí cuando yo llegué.

Se nos anunció inmediatamente que iba a darse la lectura a la sentencia pronunciada en nuestra causa por la Real Audiencia de México, y se nos previno que nos pusiésemos de rodillas para escucharla.

Todos obedecimos.

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Entonces, en medio del silencio sepulcral que reinaba en la sala, el es-cribano tomó de una mesa un enorme legajo, le abrió por las últimas fojas y leyó. Yo procuraba contener mi respiración para escuchar mejor.

Después de un largo preámbulo, cuya lectura duró un cuarto de hora por lo menos, la Real Audiencia comenzó por condenar a la pena de horca a los alcaldes don Miguel Ruiz de Ayuso y don Francisco Tovar; a don José Tresgallos, don Juan Pérez y Miguel Martínez, a la de destierro perpetuo a la Florida; a Valdés, Pacheco y otros, a tres años de presidio; y a los restan-tes, incluso yo, a dos años de presidio y… ¡y a ser azotados públicamente!

¡Oh, cuando yo oí esa terrible frase de ser azotado públicamente, me pareció que me clavaban un hierro candente en el corazón, y sin darme cuenta de lo que hacía, me puse en pie inmediatamente, como si hubiese intentado huir de aquella pena infamante!

Pero en aquel momento sentí sobre mis hombros dos brazos de acero, que me obligaban a que volviese a arrodillarme. Eran los brazos del sol-dado encargado de mi custodia. Yo caí de rodillas, obedeciendo a aquel impulso, como el ciego sigue la dirección que le da el lazarillo.

Yo no pensaba, no veía, no escuchaba… no sentía nada, en fin. Aque-lla horrible frase de la sentencia que me concernía, tenía absorbida tan completamente mi atención que… os lo juro, no puedo darme razón de cómo me encuentro ahora en este calabozo. Vuestra voz es la que acaba de despertarme del enajenamiento en que me había sumergido.

Leonel se detuvo un instante. Luego, exaltándose a medida que habla-ba, continuó de esta manera:

–¡Ser azotado públicamente!… ¿Comprendéis lo que es eso? ¿No sentís que se subleva todo lo que hay de noble, de digno, de honrado en vuestro corazón, a la idea de ser atado a un poste en medio de cuatro esquinas, o en una plaza pública… y ante la brutal muchedumbre que anda siempre a caza de las horribles emociones que humillan a la especie humana… ante la brutal muchedumbre que se agolpa a vuestro encuentro para veros la cara… ante la brutal muchedumbre que contesta a cada azote con una sonrisa o una carcajada, ser expuesto medio desnudo a la avidez de sus miradas y degradado por el látigo inmundo del verdugo, que lastima bárbaramente vuestras espaldas y saca a vuestro rostro los colores de la vergüenza?…

¡Oh, amigo mío!… os lo repito… si me hubieran condenado a muerte o a destierro perpetuo, os daría la libertad con los cuarenta mil reales que llevo sobre mi pecho. ¡Pero condenado a azotes… a azotes!… Antes que el

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verdugo me hubiese tocado habríame ahogado con mis propios dedos, o des-pedazado mi cabeza contra el poste… ¿pero hubieran respetado mi cadáver?

Y por eso soy un egoísta… ¡por eso soy un miserable, un infame!… ¡por eso compro vuestra libertad por cuarenta mil reales!

–Y yo que he prometido vendérosla, –dijo entonces Cifuentes–, no retiro mi palabra.

–¡Oh, no me maldigáis!… Gracias… ¡acepto!… Tomad. Y sacando Leonel de su pecho la bolsa que contenía los ciento veinti-

cinco doblones la presentó a Cifuentes. Éste se contentó con meter dos dedos en la bolsa y sacar un doblón,

como si necesitara persuadirse con la vista de que era realmente dinero lo que contenía.

–¡Muy bien! –exclamó al cabo de un instante, mirando lleno de com-placencia aquel doblón–. Arreglado lo principal, pasemos a lo accesorio.

–Os escucho. –Al toque del Avemaría, vendrá el alcaide a abrirme la puerta de la

prisión. –Y en lugar de salir vos, saldré yo. –Para lo cual será necesario que os despojéis de vuestro vestido y os

pongáis mis harapos. –¡Perdonad, no creo que baste eso!… Como será ya noche, al alcaide,

que nada tiene de lerdo, querrá alumbrarme la cara con su candileja. –Tenéis razón. Entonces… –¿Qué?–Antes de efectuar el cambio, me saldré a la puerta para que me mire,

hablaré con él dos palabras para que conozca mi voz, y con cualquier pretexto volveré a meterme para que me sustituyáis y salgáis en lugar mío.

–Tenéis la imaginación de un poeta. ¡Acordado!–¡Acordado! –repitió Cifuentes con una sonrisa–. Mañana correréis

por esos mundos de Dios mientras que mi madre cuente sus cuarenta mil reales. Es verdad que yo tal vez a la misma hora seré azotado en la plaza…

–¡Azotado! –exclamó Leonel. –¿De qué os admiráis? ¿No sabéis acaso que al que protege la fuga de

un preso se le impone la misma pena a que éste se hallaba sentenciado?–¡Pero azotado, azotado!

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¡Eh! ¿y qué importa? Mi madre no morirá de hambre, y esto me alenta-rá a sonreír a cada azote para insultar al verdugo y la muchedumbre.

–¡No, por Dios!… No haya nada de lo dicho. –¡Cómo!… –Tomad esos cuarenta mil reales, id a abrazar a vuestra madre y rezad

por el descanso de mi alma. ¿Creéis que me será imposible morir antes de ser sacado a la vergüenza?

–Pero… –Es inútil que insistáis. Si yo no he querido ser azotado, ¿creéis que

tendré fuerzas para exponeros a la misma infamia? –¡Aguardad! ¡Aguardad! ¿Hemos de ser tan desdichados que no encon-

tremos un medio de que yo no aparezca protector de vuestra fuga? –Mirad que si no es muy seguro…–¡Ah, escuchad!… Vos sois robusto y podéis hacer lo que se os antoje

de mí que soy un alfeñique. Atadme de pies y manos en la tarima con una de vuestras sábanas, que haréis pedazos; sepultad en mi boca un pañuelo y mañana, cuando se abra la puerta de este calabozo, me creerán una víc-tima de vuestra fuerza y sagacidad.

–Pero si os ato y pongo la mordaza ¿cómo podréis presentaros al alcaide y hablarle?

–¡Diablo, diablo, no había caído en eso!… Atarme después es imposi-ble, la operación requiere tiempo y… ¡Imposible!

–¿Por qué? Fingiréis que no encontráis vuestra frazada y yo roncaré mientras os ato para quitar toda sospecha al alcaide, si es que concibe alguna.

–¡Perfectamente! Dios, que debe protegeros, hará lo demás. –Casi creo, como vos, que Dios ha decidido protegerme esta vez, –re-

puso Leonel–. ¡Y si no, mirad!Y metiendo la mano en su faltriquera sacó de ella un papel. –¿Qué es eso? –preguntó Cifuentes.–Un billete que deslizó en mi bolsillo el mismo soldado que me cus-

todiaba al encontrarme solo con él en el patio. Y mirad… ha sido tal la impresión que ha producido en mi ánimo esa horrible pena de azotes, que lo había olvidado completamente. Leamos:

“Todo está preparado para vuestra fuga. Cuando salgáis de la cárcel, tomad la calle real de Izamal. Contad bien las esquinas. Luego que paséis

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la cuarta, llamad a la puerta de la segunda casa de la izquierda. Un anciano os abrirá. Llevad a vuestros labios el índice y el pulgar de la mano derecha y os entregará un caballo. Montaréis en él y huiréis a escape al puertecillo de Chuburná. Procurad llegar entre una o dos de la madrugada. Encon-traréis un hombre paseándose a la orilla del mar. Os llegaréis a él, haréis la misma señal que al anciano, y os hará entrar en una barca. Fiaos en él y os salvaréis.”

–¡Diablo! –exclamó Cifuentes–. Parece que hay alguien que se interesa extraordinariamente por vos.

–Sí –murmuró Leonel–; y la letra es la misma que la de la carta anterior. –Decís…–Digo, amigo mío, que antes de fugarme esta noche, dejaré caer este

billete en el suelo de nuestra prisión. La puerta no volverá a abrirse sino hasta mañana a las once del día, y según lo que reza esta carta, ya entonces estaré yo en alta mar.

–Os exponéis a que os persigan…–Tengo mis razones para creer que la persecución no me perjudicará. –Entonces –dijo Cifuentes–, el cielo os proteja. –¡Amén! –respondió Leonel. Los dos jóvenes se pusieron a esperar con impaciencia la noche… El lector recordará que era entonces el 10 de mayo. A las siete, cuando acababa de extinguirse en la Catedral el último re-

pique del Avemaría, los pasos de un hombre sonaron junto a la puerta, la lleve rechinó en la cerradura y se entreabrió una hoja.

Se presentó en el umbral un hombre que llevaba en la mano una linterna. Un rayo de luz que proyectó ésta dentro del calabozo iluminó la tarima

en que se hallaban los hombres. El primero dormía, roncando tranquila-mente; el segundo acababa de incorporarse.

–¡Pedro de Cifuentes! –dijo el hombre de la linterna.–¡Mandad, señor alcaide! –respondió el que acababa de sentarse en la

tarima. Y levantándose apresuradamente corrió a la puerta. –Supongo, –le dijo el alcaide–, que la oscuridad de la noche será sufi-

ciente para disfrazar el mal estado de vuestros harapos, y que, por consi-guiente, no tendréis embarazo en salir ahora de la cárcel.

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–Ninguno, señor alcaide, ¡ninguno!… Permitidme únicamente, entrar a buscar mi frazada, porque debe haber frío allí afuera.

–¡Frío en el mes de mayo!–Para un hombre que hace un año está encerrado entre las cuatro pa-

redes y que está delgado como un huso, creo que no estará demás la pre-caución de cubrirse.

–Pues daos prisa, porque empiezo a caerme de sueño. ¡Ha sido tan duro el trabajo de hoy!

–Al momento. Pero permitidme antes encender un cigarro en vuestra linterna para alumbrar algo el calabozo. ¡Está tan oscuro!

Cifuentes metió la mano en su faltriquera y se acercó a la linterna que acababa de abrir el alcaide. Pero antes, que aquél lograse encender el ciga-rrillo, una ráfaga de viento se coló dentro del farolillo y mató la luz.

–¡Hum! –refunfuñó el alcaide. –Perdonad –dijo Cifuentes–. Buscaré a tientas la frazada en un mo-

mento y nada habremos perdido. Y entró al calabozo. Leonel estaba ya en pié, teniendo ya preparados en la mano los jirones

de la sábana que había despedazado, y roncando todavía con tranquilidad. Cifuentes se acostó en la tarima y Leonel empezó a atarle. Pero como la operación tardaba demasiado –¡Diablo! –exclamó–. ¿Dónde habrá ido a refugiarse la pícara frazada?

Apostaría a que el bribón de mi compañero se la ha puesto de almoha-da… Y ronca como un lirón. Nadie creería que mañana ha de ser azotado públicamente.

–¡Bah! –dijo el alcaide–. Un pillastre de Valladolid, cuyas espaldas ha-brá tocado tantas veces el verdugo…

En aquel momento quedó terminado el trabajo de Leonel. –¡Listo! –dijo Cifuentes. Y no tuvo tiempo de añadir más, porque en aquel instante sintió que

su compañero le sepultaba en la boca un enorme pañuelo. Entretanto, el alcaide decía, poniendo una mano en la llave.–¡Venid!Un hombre cubierto hasta los ojos con una frazada se le presentó al

instante.

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–Pasad –añadió el alcaide. Y luego que el encubierto traspasó el umbral, aquél cerró cuidadosa-

mente la puerta del calabozo y echó a andar por delante. El encubierto, o sea Leonel, le siguió con paso seguro. A los pocos

instantes de marcha llegaron a la puerta principal de la cárcel. Un soldado con su arcabuz al hombro estaba junto al postigo que se hallaba abierto.

–Dejad paso –dijo el alcaide. Leonel se inclinó para saludar y salió por el postigo. El joven desconocía completamente la topografía de la ciudad; pero

había tenido cuidado de informarse de Cifuentes sobre la ruta que debía seguir.

Una vez en la plaza mayor, tomó a la izquierda, en la esquina que se llama hoy de Las Dos Caras, para tomar la calle que desde entonces se llamaba ya la Calle Real de Izamal.

Cuando llegó al lugar en que ochenta y seis años después debía de construir don Lucas de Gálvez la alameda, creyó que podía apresurar el paso sin comprometerse, y empezó a avanzar rápidamente.

Tres minutos después llamaba a la puerta de la casa designada en la segunda carta de su protector.

El anciano le abrió la puerta, y mediante la señal convenida, le enseñó un caballo, atado a la reja de una ventana, que escarbaba con impaciencia el polvo de la calle. Leonel lo examinó un instante con un gesto de satis-facción y volviéndose al anciano:

–¡Si estimáis en algo vuestra libertad –le dijo–, abandonad al momen-to esta casa!

–¡Abandonar mi casa!–¡Como queráis! He dejado por descuido en mi calabozo un papel que

puede comprometeros.Tras estas palabras, Leonel desató el caballo de la reja y montó. Pero en

el momento de partir volvió a dirigirse al anciano. –Escuchad –le dijo–. Un hombre debe pasearse mañana entre la una y

dos de la madrugada a orillas del mar, en la vigía de Chuburná. –Lo sé –respondió el anciano. –Pues bien, si deseáis salvar a ese hombre de algunos años de cárcel,

como yo os he salvado de lo mismo, montad a caballo al instante.

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120 Literatura

–¿Para qué? –Para llegar al puerto a la hora que os he dicho y decir al barquero que

huya, porque el plan ha fracasado. Y dejando al anciano atónito y asombrado, Leonel partió al galope…

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Capítulo IX. Doña Blanca de Palacios

¿Necesitaremos decir ahora que el plan del protector desconocido había fracasado, merced a la voluntad del protegido? ¿Necesitaremos añadir que Leonel, había dejado en su calabozo la carta de aquél, con la intención de que, al encontrarla el alcaide al día siguiente, le mandase buscar por Chu-burná mientras él corría por el camino de Valladolid?

Leonel había formado este plan desde el momento en que leyó a Ci-fuentes el billete que el soldado le había entregado en el patio.

En virtud de esta resolución, salió de la ciudad por el camino que aca-bamos de indicar. Pero había gastado dos horas en los preparativos de su fuga y en las instrucciones dadas al anciano. Eran, pues, las nueve de la noche, cuando llegó al sitio en que hoy se alza lo que se llama la Cruz de Gálvez, sencillo monumento levantado por la posteridad a la memoria del desgraciado cuanto benéfico intendente, a quien deben Mérida y la Península entera tantas medidas útiles y provechosas.

En el mes de mayo las noches apenas tienen diez horas. Perdidas dos, sólo quedaban ocho. Era preciso aprovecharlas, como el único tiempo de que se podía disponer.

Porque la luz del sol produce al fugitivo el mismo efecto que al pez el aire libre. Uno y otro no pueden respirar fuera de su elemento.

Hemos dicho que Leonel partió al galope. Izamal dista de Mérida quince leguas, según tradición respetable transmitida de padres a hijos. Esto no impide, sin embargo, que diste dieciocho.

Aunque Iriarte no hubiese escrito todavía su fábula de La mula de al-quiler, Leonel procedió en este caso, como si la hubiese sabido de me-moria. No quiso correr demasiado al principio para no verse obligado después a caminar a pie.

Andando tres leguas por hora, llegó a Izamal a las tres de la madrugada. Ni el hombre ni el bruto estaban fatigados. Podía continuarse la marcha y la continuó sin dilación.

El Oriente empezaba a cubrirse de rosadas tintas de la aurora, cuando divisó las primeras chozas de ese pueblo de Tunkás –tan tristemente céle-bre, ahora, por sus padecimientos en la guerra de castas–.

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122 Literatura

El joven tomó una callejuela excusada para apartarse del camino real, y a los pocos minutos de marcha se detuvo frente a una cabaña de ruinosa apariencia. Echó una mirada en derredor de sí y advirtió que era la única que se veía en la calle.

Hizo un gesto de satisfacción, se apeó, y ya iba a llamar a la puerta de la cabaña, cuando advirtió que traía una maleta a la grupa del caballo. La desató apresuradamente, la entreabrió y divisó en el interior un rollo de género azul de lana, atado con un cordón blanco, grueso y nudoso. Soltó una exclamación de sorpresa; ¡era un hábito de franciscano!

Volvió a lanzar una mirada sobre toda la extensión de la calle. Estaba solitaria, como un desierto.

Entonces sacó el hábito de la maleta y lo desplegó ante su vista para convencerse de que no se había equivocado. Una bolsa cayó a sus pies, produciendo sobre las piedras de la calle un retintín metálico.

Leonel la recogió y la abrió vivamente. Estaba llena de monedas de oro y plata.

El joven reflexionó un instante. Era indudable que su protector desconocido era un Creso muy previsor. Porque a él indudablemente se le debía aquel hábito y aquella bolsa. El disfraz de un fraile era, sin duda, el que convenía más a un fugitivo.

Un fraile viajando en el año de gracia de 1704, era una cosa tan común y tan vulgar, como un sargento o un teniente de guardia nacional en la época de ilustración que atravesamos. Añádase a esto que el fraile infundía entonces tanto miedo y respeto, como ahora un sargento y un teniente, y se comprenderá lo que valía el presente del protector desconocido.

Leonel, sin vacilar un instante, se vistió al punto el ropón azul, se cu-brió muy bien la cabeza con un pañuelo para no presentar el fenómeno de un fraile sin cerquillo, ocultó la bolsa en su manga, volvió a montar a caballo y se dirigió resueltamente a la iglesia.

Tunkás no era entonces curato. Pertenecía a ese número de aldehuelas, que cada quince días o tres semanas son visitadas por un sacerdote.

El joven lo sabía muy bien, y como aquel día no era domingo ni feria-do, estaba seguro de que no se encontraría con ningún individuo del clero.

En la puerta de la sacristía se hallaba sentado un indio, tejiendo un sombrero de guano. Por su aspecto bonachón, el joven comprendió que debía ser el sacristán.

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Leonel iba ya a apearse, cuando el indio, que acababa de divisarle, se levantó apresuradamente y vino a tenerle el estribo. El joven le abandonó, entonces, el caballo, seguro de que le trataría, como a cuerpo de Rey.

–¿Vuestra paternidad va a decir misa? –preguntó el sacristán. –No –respondió el pseudofranciscano–. He pasado toda la noche a la

cabecera de un moribundo, y sólo vengo a descansar algunas horas para continuar mi viaje a las tres de la tarde.

–Creía, que como ayer, a pesar de ser día de la Ascensión del Señor, no tuvimos misa…

–Retiraos –repuso Leonel con severidad. El sacristán se retiró con los ojos bajos, conduciendo respetuosamente

de las riendas el caballo de su paternidad. Leonel entró entonces en la sacristía, atracó cuidadosamente la puerta,

se despojó del hábito que empezaba a hacerle sudar, pero no del pañuelo que cubría su cabeza para evitar cualquier sorpresa, y se acostó en una hamaca que encontró colgada en un rincón.

Media hora después dormía profundamente… De súbito se despertó al ruido de dos golpes que sonaron en la puerta. El joven se incorporó apresuradamente, echó una mirada en derredor

de sí, y después de sacudir esa especie de embriaguez, que sigue inmedia-tamente al acto de despertar, recordó su fuga, el lugar en que se hallaba y el peligro que corría. Miró hacia la ventanilla de la sacristía que estaba abierta, y advirtió con espanto que el sol estaba próximo a ocultarse en el horizonte.

En aquel momento se repitieron los golpes en la puerta. Leonel se levantó, volvió a vestirse el hábito y abrió. Un hombre que llevaba el traje de un caballero entró sin ceremonia en

la sacristía. Pero al levantar los ojos para mirar a Leonel, retrocedió un paso. –Perdone vuestra reverencia –dijo descubriéndose respetuosamente la

cabeza–. Al oír que un franciscano se hallaba en la sacristía, creí que era el padre fray José, del Convento de Izamal, que suele venir a decir misa la pueblo…

–Nada se ha perdido, hermano –dijo Leonel–. Y si yo puedo prestaros el servicio que veníais a solicitar del Reverendo fray José…

–Venía a pedirle hospitalidad por la noche de hoy, porque como he caminado veinticuatro leguas en ocho horas, necesito descansar.

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–¡Veinticuatro leguas! Luego venís… –De Mérida, y salí a las nueve de la mañana. Considerad la fatiga que

debo traer. Leonel se estremeció interiormente. –Retardé hasta esa hora mi salida –continuó el caballero– porque aun-

que necesito llegar mañana a Espita, tenía deseos de presenciar la ejecución de Ayuso y de Tovar, condenados a pena de horca por la Real Audiencia de México. ¿Sabía vuestra paternidad que han sido sentenciados?

–Sí –tartamudeó Leonel–. ¿Y tuvo lugar la ejecución? –A las ocho y media de la mañana, en el patio de la cárcel. –¿Estuviste presente? –El oficial de la guardia me permitió entrar y mirar por la reja. En el

patio estaban únicamente los reos, los soldados que los custodiaban, seis sacerdotes, el verdugo… Y don Álvaro de Rivaguda.

–¡El capitán general! –exclamó Leonel lleno de asombro. –El capitán general. –¿Estáis seguro de no haberos equivocado? –Escúcheme vuestra paternidad, y dígame luego si he podido equivo-

carme. La horca estaba formada por dos maderos clavados en el centro del patio. Tovar subió primero, y poco tuvo que trabajar el verdugo, porque casi al instante quedó muerto, abrazado de una imagen de María, entre las tantas exhortaciones que dirigían los sacerdotes.

Leonel palideció ligeramente y elevó los ojos al cielo un instante. –Ayuso subió después –continuó el caballero–. Pero apenas estuvo le-

vantado en el aire, cuando cayó en tierra, sentado. ¡La cuerda se había roto!–¡Ah! –exclamó Leonel. –El reo se levantó, miró con ojos extraviados a los hombres que le ro-

deaban y se limpió el sudor que le corría por la frente. El capitán general sacó entonces otra cuerda de su faltriquera y entregándosela al verdugo.

–¡Concluye con ese miserable! –le dijo. –¡Él, él! –interrumpió Leonel. –El verdugo volvió a echar el lazo a la garganta de Ayuso. Pero apenas

le había levantado del suelo, cuando la segunda cuerda gimió como la primera y se rompió. Esta vez el reo cayó de rodillas.

Leonel sintió correr por todo su cuerpo un estremecimiento indefinible.

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–Entonces, –continuó el caballero–; los sacerdotes, los soldados y el verdugo mismo lanzaron un grito de horror. Sólo el capitán general per-maneció impasible. Ayuso se levantó, volvió a enjugarse el sudor que cu-bría su rostro, y con los ojos casi saltados de sus órbitas, miró a los sacer-dotes.

–¡Jesús me valga! –exclamó con voz sepulcral. Y volviéndose luego al capitán general, a los soldados y al verdugo: –¿No hay perdón para un hombre honrado? –preguntó. –El mismo que vos distéis a Osorno y Covarrubias –respondió Riva-

guda. Y sacó de su bolsillo otra cuerda. El verdugo se apoderó de ella, la echó al cuello de Ayuso, y el desgra-

ciado murió, al fin, como Tovar, entre las exhortaciones de los sacerdotes. Leonel sentía que el sudor inundaba su frente. –Pero –dijo al cabo de algunos instantes–, ¿comprendéis vos por qué

el capitán general haya llevado su rigor hasta el punto de asistir perso-nalmente a la ejecución, y de reemplazar con otras cuerdas las que se le rompían al verdugo?

–Dícese que temía que doña Juana Bolio, la esposa de Urzúa, y los demás amigos de los reos, hubiesen comprado a los soldados y al verdugo. Y la sospecha era tanto más profunda, cuanto que doña Juana había ofre-cido poco antes al mismo Rivaguda, para que los salvase, la cantidad de doscientos cuarenta mil reales.

–De modo que…–De modo que comprendió que no era nada difícil que el verdugo o la

guardia se valiesen de algún ardid para dejarlos escapar. Leonel dejó vagar en sus labios una sonrisa melancólica. –¡Lo dudáis! –exclamó el caballero–. La prueba de que la cosa no era

difícil es que en la noche se ha escapado otro de los asesinos, condenado a azotes y a presidio.

El franciscano miró fijamente a su interlocutor y retrocedió un paso hacia la puerta de la sacristía.

–En la mañana de hoy se ha encontrado a su compañero de calabozo, atado de pies y manos en su cama y con un pañuelo entre los dientes.

El fraile avanzó otro paso en la misma dirección.

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–Parece –continuó el narrador–, que por un papel encontrado en la misma prisión, se presumió que había huido a la vigía de Chuburná; pero el alcaide que es perro viejo, no se ha contentado con mandar vigilar por ese lado, sino que ha hecho despachar mandamientos a otros puntos de la provincia.

Leonel estaba ya en la puerta de la sacristía. –Muy entretenidas son las noticias que traéis de Mérida –dijo al caba-

llero–, pero la necesidad que tengo de llegar temprano a mi Convento de Izamal, me hace tener el sentimiento de separarme de vos.

–Luego me dejáis libre la sacristía. –Está enteramente a vuestra disposición. Y mientras el caballero se inclinaba para dale las gracias, Leonel echó

una mirada a la plaza. A veinte pasos de él, el sacristán, devotamente des-cubierta la cabeza, tenía de las riendas a su caballo.

El joven estrechó entonces la mano de su huésped, montó a caballo, sacó de su manga una moneda de plata, que dejó caer en las manos del sa-cristán y espoleó a su cabalgadura, que tomó un paso corto y majestuoso, cual convenía a la de un humilde hermano de la seráfica orden de nuestro padre san Francisco.

Pero luego que salió al camino real, tomó la dirección de Valladolid y partió a galope.

Las campanas de la parroquia dejaban oír el melancólico toque de la queda cuando entró en la villa que tenía para él tan espantosos recuerdos. Torció hacia el barrio de la Candelaria, anduvo algunas calles y se internó en un sendero ancho y practicable.

Media hora después se detenía ante la reja que daba entrada a una casa de campo. Se apeó, escondió el caballo entre sus árboles, lo ató a una rama, desató la cuerda con que se aseguraba la reja, y entró en un patio.

Pero cuando quiso pasar adelante, sintió que las fuerzas le abandona-ban, y tuvo necesidad de apoyarse en el tronco de un cocotero para no caer de rodillas.

Aquella emoción era fácil de explicar. Leonel se hallaba en el Olimpo: en el Olimpo, donde había jugado

en su infancia, donde había sido educado, donde había brotado su amor, donde había halagado los primeros sueños de su ambición; en el Olimpo, de cuyo risueño recinto le tenía apartado hacía tres años la desgracia: en el

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Olimpo, donde habitaba Berenguela, ese ángel que le arrastraba a sus pies en el momento en que debía fugarse y salir de la Península para huir de la prisión, del presidio y de la infamante pena de los azotes.

¿Qué había sido de ella en los dos años que no la había visto? ¿Vivía? ¿Se conservaba fiel a su amor? ¿Le dirigía una mirada para alentarle? ¿Le hablaría dos palabras para consolarle?

Leonel hizo un esfuerzo supremo, soltó el tronco del cocotero y echó a andar.

La silueta de la casa principal se dibujaba entre la oscuridad de la noche, a treinta pasos de distancia, al fin de una calle de árboles.

Leonel anduvo estos treinta pasos en sesenta y subió la ancha escalera de piedra, que conducía al terraplén, sobre el que estaba edificada, deteniéndo-se un instante en cada uno de los escalones.

Pero al fin logró vencer su emoción. Luego que llegó al corredor en que remataba la escalera, advirtió un débil rayo de luz que salía de la reja de madera de una ventana y que iluminaba el último arco de la izquierda. Él conocía demasiado esta ventana: pertenecía al cuarto de Berenguela.

Se acercó de puntillas, pegó la cara a la reja, y por un postiguillo que estaba abierto, aventuró una mirada en el interior.

Pero nada vio o, por mejor decir, no encontró lo que esperaba ver. El cuarto estaba vacío. Berenguela no estaba allí. Pero entonces se puso a considerar que desde el lugar en que se hallaba,

no podía dominar con la mirada todos los lados del aposento, y que cuan-do había luz en él, era indudable que la joven estaba despierta. Sin duda se hallaba en algún rincón, embebida en la lectura de alguno de sus poetas favoritos, ocupación a que solía consagrarse por las noches en otro tiempo, cuando se habían recogido ya todos los habitantes del Olimpo.

La ocasión no podía ser más propicia. La vería sin testigos, hablaría con ella un instante, le volvería a jurar amor eterno y se alejaría del Olimpo con el corazón henchido de felicidad. Su dicha no dejaría huella… ¿quién, al día siguiente, había de sospechar que Leonel, el huérfano desamparado, el reo condenado y fugitivo, había estado cinco minutos a los pies de su amada?

Leonel dio gracias al cielo por aquel rayo de felicidad que hacía penetrar en su corazón en medio de la noche de sus padecimientos, y acercando sus labios, cuanto era posible, a la reja de la ventana, dijo en voz baja y conmo-vida:

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–¡Berenguela! Nadie respondió. Leonel dejó pasar algunos instantes y repitió su lla-

mamiento, alzando un poco la voz. Pero tampoco obtuvo respuesta. –¡Berenguela! ¡Berenguela! –exclamó entonces con su tono natural. Pero esta última tentativa tuvo el mismo resultado que las anteriores. Probablemente Berenguela había sido vencida por el sueño en medio

de su lectura, y dormía en algún rincón con el libro abierto sobre su pecho. Era imposible alzar más la voz. Cualquier habitante del Olimpo, que

tuviese el sueño ligero, podía oírle y todo estaba perdido. No quedaba más que un recurso.

¡Entrar en el aposento! Leonel avanzó algunos pasos, llegó a una puerta, la empujó suavemente

y advirtió que cedía. Tembló un instante de emoción y de alegría. Pero al fin se resolvió.

La abrió silenciosamente y entró. Miró en derredor de sí. La luz que iluminaba el aposento, procedía de una lámpara asentada so-

bre la mesita de caoba en un ángulo, que no se distinguía desde la ventana. Pero Berenguela no se hallaba sentada junto a la luz, como había ima-

ginado. Miró con mayor cuidado a todos los ángulos. Nada… ¡el cuarto estaba

vacío!Pero, ¿por qué había luz en aquel aposento si la que lo habitaba se ha-

llaba ausente? Era indudable que la ausencia debía ser corta. Y por extraña que fuese aquella ausencia a las once de la noche, Leonel se dijo que era preciso dominar la inquietud que experimentaba, y esperar allí la vuelta de Berenguela.

Salir de aquel cuarto para buscarla en las demás habitaciones del Olim-po, era exponerse a una sorpresa para perderlo todo.

Una vez formada esa resolución, Leonel intentó sentarse en una silla que tenía al alcance de su mano.

Pero cuando, aplazada para más tarde su entrevista con Berenguela, dejó de ocupar ésta exclusivamente su pensamiento, sus ojos empezaron a recorrer con más atención cada uno de los objetos que tenía ante sí, y a la presencia de aquellos muebles con que había jugado tantas veces en

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compañía de Berenguela durante su niñez; ante aquel farolillo, cuyos vi-drios había roto un día con su pelota, ante aquella mesa en que él apoyaba sus codos, mientras Berenguela se había aproximado, cuando conmovida y ruborosa, escuchó la primera confesión de su amor; ante aquellos libros que devoraban juntos, formando castillos en el aire, ante aquel bastidor en que bordaba; ante aquel pañuelo con que acaso se había enjugado por la mañana las lágrimas; ante aquella rosa seca que se había marchitado, sin duda, al calor de sus cabellos o de su pecho. Leonel sintió que le faltaba el valor, le pareció que su corazón se convertía en lágrimas, como la nieve se liquida al calor del día, sus piernas flaquearon con la embriaguez de la emoción, y con el rostro bañado en llanto y una mano en los labios para no estallar en gritos, cayó de rodillas en medio del aposento.

Y después de luchar un instante con sus lágrimas y sus sollozos, se acer-có sin cambiar de postura al pañuelo que había herido su vista, lo estrechó contra su corazón y lo cubrió de besos. En seguida acercó su mano a aque-lla rosa marchita olvidada sobre una mesa, la tomó, la llegó a sus labios, la humedeció con sus lágrimas y la escondió en su pecho.

En aquel momento le pareció oír cerca de sí un sollozo. Permaneció inmóvil un instante, y tras un segundo sollozo, oyó el murmullo de algu-nas voces.

Leonel se levantó vivamente y se acercó de puntillas a una puerta cerra-da. Esta puerta era la que comunicaba la habitación de doña Blanca con la de su hija y en aquella dirección habían sonado los sollozos y las voces que acababa de escuchar.

Pegó entonces el oído al agujero de la cerradura y esperó. Un instante después oyó estas palabras que pronunciaba la voz de doña

Blanca:–¿Lloras, Berenguela? –Perdona mamá –respondió otra voz, que estremeció de placer al jo-

ven–. Me había dormido un instante; tuve un sueño espantoso y sollocé en medio de mi sueño.

–Hija mía, tú me engañas. –¡Engañarte yo!… –¡Ah!… Y no hay necesidad. Estoy tan familiarizada con la idea de la

muerte. –¡Mamá!–Dos meses hace que el físico de la villa me hizo perder toda esperanza.

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Leonel volvió a estremecerse al escuchar estas palabras, y se puso frente a la puerta para mirar por el agujero de la cerradura el interior del aposen-to de doña Blanca.

Desde el lugar en que se hallaba sólo podía distinguir dos objetos. En primer lugar, una mesa cubierta con un paño de altar, sobre la cual

descansaba un crucifijo, cuya cruz era de plata cincelada. Sobre esta mesa se hallaba igualmente un candelabro del mismo metal, sosteniendo una bujía, que era la única que daba luz al aposento.

No lejos del altar se veía una cama, cuyas cortinas levantadas, a causa, sin duda, del calor de la estación, dejaban mirar a la mujer que descansa-ba en ella. Aunque la luz de la bujía no iluminaba su semblante, Leonel comprendió que era doña Blanca, porque en aquella dirección había oído sonar su voz.

La de Berenguela se había dejado escuchar por el lado opuesto, al cual, desgraciadamente, no podían alcanzar los ojos de Leonel.

–Por otra parte –continuó después de un instante de silencio la voz débil y balbuciente de doña Blanca–, ¿Qué necesidad tengo yo de vivir en el mundo? Mi buen Gonzalo ha tomado antes que yo el camino de la eternidad… no tengo ya qué temer nada respecto de tu porvenir y…

Leonel no pudo acabar de oír la frase de doña Blanca. Sintió que un calofrío recorría todos sus miembros y necesitó asirse de los barrotes de la puerta para no caer.

¡Muerto don Gonzalo!… ¡Ningún temor respecto del porvenir de Be-renguela!

¿Qué significaban estas horribles palabras, mejor dicho las últimas, en los labios de doña Blanca?

Leonel no tuvo tiempo de entregarse a sus reflexiones, porque en aquel instante se dejó oír un suspiro ahogado por el lado en que se hallaba Be-renguela.

Tras este suspiro, se escuchó la voz de doña Blanca. –Sí, hija mía: llora… déjame ver tus lágrimas y escuchar tus sollozos.

¿No necesito ver todo eso ante mi lecho de muerte para persuadirme de que me has perdonado?

Leonel oyó crujir un vestido de mujer. Inmediatamente se interpuso un cuerpo entre la luz de la bujía y el lecho de doña Blanca.

El joven clavó los ojos con ansiedad en aquella sombra y reconoció a Berenguela.

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Apenas había tenido el tiempo suficiente para hacer este reconocimien-to, cuando Berenguela, que continuaba avanzando, se dejó caer de rodillas junto al lecho de la enferma.

–¡Perdonarte! –exclamó con voz conmovida–. ¿Acaso una madre puede nunca causar mal a sus hijos para que éstos tengan necesidad de perdo-narla?

–¡No, no!, nunca pueden causarle un mal… pero si los hijos son jóve-nes… si tienen pasiones… ¿no amabas… no amas a ese loco?

Berenguela sólo respondió con un sollozo. –Y sin embargo esta mañana –continuó doña Blanca–, esta mañana…–Mamá, mamá –interrumpió la joven–, ¿para qué hablar más de eso?…

¿Quieres hacerme creer que dudas de mi corazón?Doña Blanca sacó una mano seca y enjuta por debajo de las sábanas y

estrechó con ella las de su hija. –Berenguela –repuso al cabo de un instante–, sí… todavía tenemos

qué hablar un poco de ese desgraciado, a quien en mal hora tuve la debi-lidad de abrigar en el Olimpo.

Doña Blanca llevó una mano a los ojos para enjugar sus lágrimas. –Estoy próxima a morir –continuó–, la muerte puede sorprenderme

de un instante a otro, y necesito vigilar por ti aún más allá de la tumba… Ahora estamos solas… dentro de un momento, quizá, sería demasiado tarde.

Doña Blanca se incorporó trabajosamente en la cama, llevó las manos a su pecho y sacó de su vestido un relicario de oro, que pendía de su gar-ganta por medio de una cadena del mismo metal.

–Levanta tu cabeza –dijo a Berenguela.La joven obedeció y doña Blanca pasó entonces a su garganta la finísi-

ma cadena de que pendía el relicario. –Escúchame –continuó entonces–. El relicario que descansa ahora so-

bre tu pecho se abre por medio de un resorte, hábilmente disfrazado entre los adornos por el cincel del artista. Es una rica joya adquirida en España por uno de mis antepasados. Júrame que no tocarás ese resorte, sino en el momento en que temas no poder vencerte a ti misma.

Berenguela hizo un además de asombro, porque no le fue posible com-prender la última frase de la enferma.

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132 Literatura

Esta prosiguió: –Yo conocí a los padres de ese desgraciado… –¡Tú! –interrumpió Berenguela. –Sí, –repuso doña Blanca, haciendo un esfuerzo para continuar ha-

blando–. Sí… los conocí… y sé que no retroceden ante el crimen… Si Leonel no ha muerto, si Leonel no muere en su calabozo, un día se te presentará a recordarte tus insensatos juramentos de niña…

–¡Él! ¡Él!… ¿Pero no existe ya entre él y yo una barrera invencible? –Pero él no retrocederá ante el crimen, como sus padres. Júrame que

antes de sucumbir, levantarás el resorte de ese relicario que llevas en mi memoria y que te defenderá mejor que tu esposo.

En aquel momento se oyó girar sobre sus goznes la puerta que quedaba enfrente del lecho de doña Blanca.

Ésta levantó la cabeza, lanzó un grito y mostró sus facciones trastorna-das por el espanto.

Berenguela se puso de pie llena de asombro, miró hacia la misma di-rección, lanzó un grito más agudo que el de la enferma, y volvió a caer de rodillas.

En el umbral de la puerta que acababa de abrirse se hallaba un religioso de la orden de sanFrancisco con los brazos cruzados sobre su pecho. Pero la luz de la bujía que caía de lleno sobre su semblante pálido e inundado de sudor, iluminaba las nobles y varoniles facciones de Leonel.

En la actitud que guardaba, vestido con aquel ancho ropaje que las gentes del país estaban acostumbradas a venerar, parecía el ángel de la venganza, caído súbitamente del cielo, para cumplir con alguna misión terrible.

Doña Blanca, cuyo semblante se había cubierto con la amarillenta pa-lidez de la muerte, lo miraba con una expresión imposible de describir.

Berenguela dirigía hacia él sus brazos en ademán suplicante y en voz baja murmuraba:

–¡Perdón! ¡Perdón! –¡Perdón de qué! –exclamó Leonel avanzando algunos pasos en el inte-

rior del aposento–. ¿Acaso esa horrible palabra que acabo de oír?… Y el joven se interrumpió súbitamente, porque tuvo miedo de terminar

su frase. Ni doña Blanca ni su hija acertaron a pronunciar una palabra.

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El filibustero 133

Reinó un instante de silencio en el aposento. Leonel se acercó a Berenguela y apretando con su mano derecha uno

de los brazos de la joven: –Responde –le dijo–, respóndeme que he oído mal; respóndeme que

no tienes esposo… ¡respóndeme que no puedes ser perjura! –¡Leonel, Leonel! –exclamó la joven sollozando. –Leonel –dijo a su vez doña Blanca, que empezaba a reponerse de su

estupor–, aléjate de aquí antes que te sorprendan y te vuelvan a tu prisión, de donde sin duda has huido.

–Os pregunto y no me respondéis –exclamó el joven–. Esta mujer… –¡Huye! –continuó doña Blanca–. Nada tienes qué hacer aquí. Esa mujer…–¡Concluid, por Dios! –Esta mujer se ha desposado esta mañana con un caballero español en

la capilla del Olimpo. Berenguela dio un grito, levantó sus brazos hacia el mancebo y cayó

desplomada. Leonel no dio señales siquiera de haber advertido este accidente. Soltó

el brazo de Berenguela y se adelantó al lecho de doña Blanca con la mirada fija y terrible.

–¡Desposada! –exclamó casi tocando con su mano levantada el sem-blante cadavérico de la enferma–. ¡Desposada!… Y forzada por vos y fray Hernando… ¡Pues bien, escuchad!: yo he podido perdonaros el que me arrojéis a una cárcel, destruyendo la única prueba de mi inocencia… yo he podido perdonaros el que me arrebatéis mi porvenir, mi honra… y aún mi muerte os hubiera perdonado; pero que me arrebatéis a Berenguela… ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Mirad! esa mujer está desmayada… voy a levantarla en mis brazos y… tenéis razón: es preciso huir antes que me sorprendan… Huiré… ¡huiré con ella! Y vos no levantaréis la voz para pedir socorro, y os perdonaré todo el mal que me habéis hecho… De lo contrario… temed que me acuerde de mi venganza.

Y al terminar estas palabras, Leonel se aproximó a Berenguela, la tomó en sus brazos y se dirigió hacia la puerta por donde acababa de entrar.

A la vista de este espectáculo, doña Blanca, que había permanecido muda de estupor ante la osadía del mancebo, sintió que recobraba el uso de la palabra y con un tono de voz de que se le hubiera creído incapaz, gritó tres veces:

–¡Socorro, socorro, socorro!

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134 Literatura

Leonel dejó deslizar de sus brazos a Berenguela, y con ademán amenaza-dor se adelantó al lecho de doña Blanca.

Con el esfuerzo que ésta acababa de hacer para gritar, le había sobreveni-do una agitación extraordinaria.

–¡Huye! –balbuceó–. Ya vienen… ¡Perdón!… ¡Per…dón!La enferma echó hacia atrás su cabeza, sus labios se contrajeron horrible-

mente, sus ojos sin brillo se fijaron un instante en el semblante del mancebo y quedó inmóvil.

¡Estaba muerta!Leonel retrocedió ante el lecho con el cabello erizado. En aquel instante se abrió una puerta en el extremo del aposento y dos

hombres se presentaron en el dintel. El primero era fray Hernando con un libro en la mano. El segundo un caballero con una espada ceñida a la cintura. Más allá, entre las sombras de la galería a que daba el aposento, se veían

algunos criados del Olimpo, que sin duda por el respeto al guardián y al caballero, no salvaban presurosos el umbral de la puerta.

Estos eran los hombres atraídos por los gritos de doña Blanca. Al ruido que hizo la puerta al girar sobre sus goznes, Leonel, con el ins-

tinto de tigre que ve arrebatarse su presa en el momento de devorarla, de un salto se colocó junto a Berenguela y se inclinó para recogerla en sus brazos.

A la vista de este joven pálido y desencajado, que vestía el hábito de sanFrancisco, que tenía el cabello erizado sobre la frente y que se arrojaba sobre Berenguela desmayada, el caballero llevó la mano a la guarnición de su espada y avanzó hacia el grupo que formaban ambos jóvenes en el centro de la habitación.

Todo esto había pasado en menos tiempo del que se necesitaba pare leer estas líneas.

El mancebo levantó la cabeza para mirar a aquel hombre. –¡Leonel! –exclamó fray Hernando. –¡Leonel! –repitió el caballero, sacando la mitad de su espada fuera de su

cubierta de acero.El joven llevó las manos sobre su cuerpo y buscó inútilmente entre sus

vestidos un arma cualquiera. Miró en derredor de sí.

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En un rincón del aposento había una mesa triangular cubierta de fras-cos y redomas en que sin duda se hallaban los medicamentos destinados a doña Blanca. Entre estos objetos brillaba a la luz de la bujía la hoja de un largo cuchillo, que hirió sus pupilas con siniestro resplandor.

Leonel corrió hacia la mesa; pero en el momento en que levantaba el brazo para apoderarse del puñal, una mano de acero le sujetaba por el puño y una voz deslizaba en su oído estas palabras:

–Cien ojos siguen tus movimientos. En el momento en que empuñes un arma cualquiera, esos hombres se arrojarán sobre ti, te maniatarán y te volverían a la cárcel de que acabas de huir.

Leonel miró al que hablaba y con una emoción imposible de describir reconoció a fray Hernando.

–Si se arrojan sobre ti, –continuó éste–, no habrá lucha, la muerte será imposible, tus enemigos se reirán de ti, porque serás impotente para vengarte…

...vestido con aquel ancho ropaje que las gentes del país estaban acostumbradas a venerar, parecía el ángel de la venganza, caído

súbitamente del cielo, para cumplir con alguna...

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136 Literatura

El joven se sacudió violentamente. Pero no logró desasirse del puño de fray Hernando. Entonces alargó la mano izquierda y se apoderó con ella del puñal.

–Pero si huyes, –prosiguió el guardián–, si quedas en libertad, un día podrás vengarte de mí… de Berenguela… del hombre con quien acaba de desposarse…

No tuvo tiempo de acabar. Vio brillar frente a su rostro la hoja del pu-ñal y soltó la mano de Leonel, antes que lograse herirle.

Pero en aquel momento los hombres que se hallaban en la galería, en-traron en la habitación y se agruparon en derredor del mancebo.

Su venganza había fracasado. La fuga era imposible. fray Hernando había tenido razón. Pero creyó que le quedaba el recurso de morir.

Dirigió una mirada a Berenguela. Acaso sería la última. Entonces vio que el caballero la levantaba en sus brazos, caminaba con

ella y desaparecía por una puerta, que inmediatamente se cerró tras él. Leonel dio un paso hacia aquella dirección. Pero algunos hombres se

arrojaron entonces sobre él y le desarmaron. Fray Hernando hizo en seguida una señal, y él y los criados desapare-

cieron al instante del aposento. Leonel se quedó solo con el cadáver de doña Blanca. Mil pensamientos se agolparon al instante en su cerebro. Era indudable que todo su valor, todo su odio, toda su cólera, todos

sus esfuerzos no le bastarían en aquel momento para remediar el mal que le habían hecho, ni para morir siquiera.

Y luego, aquella idea de venganza, mezclada con la de la fuga, que fray Hernando había deslizado con tanta habilidad en su oído… si huyes, si quedas en libertad, un día podrás vengarte de mí, de Berenguela, del hom-bre con quien acaba de desposarse, tenía una lógica tan irresistible; aquel raciocinio satánico era tan halagador, que la vacilación de Leonel no duró más que el tiempo que necesitó para reflexionar.

Corrió a la puerta por donde había entrado, atravesó el cuarto de Be-renguela desierto, el corredor inmediato, el patio, traspasó la reja, y sin acordarse del caballo que había escondido entre los árboles, se internó en el campo.

Tenía necesidad de las tinieblas de la noche y de la soledad de las selvas para ocultar su dolor.

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Capítulo X. Algunos apuntes para la historia del suicidio

La aurora del día siguiente sorprendió a Leonel en lo más intrincado de la selva. Se había internado en ese desierto que se extiende desde Valladolid hasta el mar, y había caminado toda la noche sin objeto ni dirección de-terminada.

Necesitaba calmar la agitación de su espíritu y había creído poder con-seguirlo con andar errante entre las sombras de la noche, sin más testigos que la exuberante naturaleza de los trópicos que le rodeaban.

Logró, por fin, empezar a coordinar sus ideas. Había salido del Olimpo arrastrado por un solo deseo. Sin este deseo, sin este pensamiento, no se hubiera separado jamás del

lugar en que quedaba Berenguela en poder de fray Hernando y del hom-bre con quien se había desposado la mañana anterior.

Este pensamiento, este deseo, era la venganza. Leonel, en efecto, necesitaba vengarse de tres personas. fray Hernando era un hombre muy hábil y experimentado que conocía

a fondo el corazón humano y que leía en el de su discípulo, como en un libro abierto.

En el momento en que había deseado salvarle, no había necesitado más que deslizar a su oído la idea de la venganza y de dejarle un instante solo entregado a sus reflexiones, para que huyese del Olimpo, animado por aquel deseo.

Leonel, decíamos, necesitaba vengarse ahora de tres personas. Decimos ahora, porque doña Blanca, que completaba el número cua-

tro, había muerto: Dios se había anticipado a castigarla, haciéndola morir casi en la desesperación a la presencia del hombre a quien había ofendido tanto.

Téngase presente que Leonel es el que habla y no nosotros. Si hay algún error o alguna monstruosidad en lo que vamos diciendo, no tenemos más culpa que la plancha que recibe en el daguerrotipo con demasiada fideli-dad las sombras del objeto que se le presenta.

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Leonel necesitaba vengarse en primer lugar de fray Hernando. De fray Hernando, de ese hombre misterioso e incomprensible, que

participaba a la vez de la naturaleza de ángel y de demonio… que unas veces era cruel, como un forajido, y otras compasivo, como un santo.

Pero si el bien podía explicarse, porque todo corazón bueno y honrado comprende y se explica todo el bien que existe sobre la tierra: ¿cómo podía explicarse el mal que le había hecho? Este hombre que gozaba de una po-sición independiente en la guardianía de su convento y que era respetado de cuantos le conocían, como un sacerdote sabio y virtuoso: ¿por qué se había prestado tan servilmente a las pérfidas y crueles insinuaciones de don Gonzalo y de doña Blanca, particularmente de la última, para arreba-tarle su porvenir y su dicha… a él, pobre, huérfano y desamparado, que no tenía más patrimonio que su honradez y amor?

Pero cualquiera que fuese el origen de su complicidad, Leonel sentía que el recuerdo de los años que fray Hernando había empleado en edu-carle, no bastaba para calmar su sangre en el momento en que bullía a la idea de su venganza.

¿Cuáles eran los otros dos seres de que necesitaba vengarse? Berenguela… esa mujer, cuya imagen había visto tantas veces aparecer

en su calabozo en sus momentos de mayor angustia, para disipar las tinie-blas que le rodeaban, para enjugar el sudor que inundaba su frente, para darle valor, para infundirle esperanza, para impedirle que blasfemase de Dios; ese ángel que había iluminado su infancia y su juventud, jurándole un amor eterno, ¿había tenido un momento de debilidad o de olvido para alargar su mano a un desconocido en la capilla del Olimpo, de ese Olimpo en que cada rincón, cada árbol, cada piedra, cada átomo de polvo debía ser para ella un remordimiento?

Es horrible la cantidad de odio que atesora el corazón del hombre en el momento en que acaba de ser burlado por aquel a quien le atan los lazos de una afección tan poderosa como el amor. Que os burle, que os engañe un enemigo, un desconocido, un indiferente, eso hace hervir la sangre en vuestras venas; pero que os burle el amante, el amigo… ¡no encontráis pa-labras para expresar el sentimiento que despedaza vuestro corazón!… Hay momentos en que se comprende el crimen de ciertos monstruos, a quienes la ley, cruel como ellos, castiga con la pena del talión en el cadalso….

Y aquel hombre que se había desposado con Berenguela, sin sospechar tal vez la existencia de su primer amor: ¿no le debía dar cuenta del más mí-

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nimo sentimiento de felicidad que disfrute a su lado, felicidad que pesaba sobre su corazón, como pesaría una montaña sobre el corazón del niño?

Leonel dedicó la primera mitad del día, como la noche anterior, en vagar caprichosamente por la selva. Pero cuando el sol empezaba a decli-nar en el horizonte, el decaimiento que experimentaba y la laxitud de sus miembros le hicieron recordar que había pasado veinticuatro horas sin disfrutar un momento de reposo.

Se tendió, entonces, a la sombra de un árbol y durmió… Cuando despertó algunas horas después, se encontró ya envuelto entre

las tinieblas de la noche. Se incorporó en su lecho de hierbas y empezó a traer a su memoria

todos los acontecimientos de su vida. Entonces, ante la oscuridad que le rodeaba, ante esos árboles que levan-

taban sus espesas copas sobre su cabeza, ante esos ruidos de la noche que tienen tan fúnebre poesía para el desgraciado, le pareció ver que todo el curso de su juventud había estado cubierto con un velo negro y sombrío, como el paño conque se cubre el catafalco en los funerales de los poderosos.

La desgracia se había apoderado de él desde el momento en que alum-bró su espíritu el primer destello de la razón.

Una sola luz iluminaba en lontananza esas sombras en que se agitaba. Una sola esperanza le alimentaba para creer en el porvenir. La luz era Berenguela, y acababa de apagarse para siempre.La esperanza era una posición en el mundo, y la necesidad de andar

fugitivo y, sobre todo, la mancha de asesino que cubriría siempre su frente, había hecho naufragar esta seductora ilusión, halagada en los últimos años de su vida, hasta en la estrechez de su calabozo.

¿Para qué era, entonces, vivir?¿Con qué objeto llevaría en adelante esa pesada carga que se llama la

existencia? ¿Con el de vengarse de sus enemigos? ¿Cómo? ¿Vivir única y exclusivamente para hacer el mal? Vengarse de Berenguela, de esa mujer que le había amado, rica, bella y

poderosa… a él, pobre, bastardo y miserable, ángel que había endulzado las amargas horas de existencia con sus palabras, con sus miradas, con sus sonrisas; ¡de esa deidad que le había levantado un altar junto al suyo, cre-yéndole grande y digno, cuando todos le rechazaban!

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¡Vengarse de fray Hernando, de ese filantrópico sacerdote, que hacía un viaje diario al Olimpo para revelarle los secretos de la ciencia, que se había desvelado para hacerle algo, cuando no era para él más que un ex-traño; que le había recogido en su convento, cuando sus padres adoptivos le despidieron de su casa!

¡No! Esto era horrible, indigno, impío. Debía tener un corazón muy negro el que abrigaba y acariciaba seme-

jantes sentimientos. Pero lo que sobre todo le imprimía un sello de maldad inaudita era

vivir únicamente para consagrar su existencia entera a preparar y llevar al cabo su venganza.

La juventud tiene una elasticidad asombrosa en sus pasiones. En el momento del golpe adquiere proporciones gigantescas. Pero muy pronto vuelve a su natural estado, cuando se ha dirigido al camino del mal. La naturaleza, que nos ha creado buenos y generosos conserva tanto más im-perio en nuestro corazón, cuanto más próximos nos hallamos a la aurora de la vida.

La venganza es una carga demasiado pesada para un corazón de veinte años, y como un arbolillo que se ha cargado de frutos, que sólo podría sostener cuando la naturaleza hubiese robustecido sus ramas, se inclina bajo aquel peso superior a sus fuerzas, y no recobra su lozanía hasta que se le ha desembarazado de él.

Leonel, pues, concibió un horror indecible por los pensamientos que había acariciado durante el día.

Pero si su vida no tenía objeto, ni ningún fruto podía sacar de la carga que soportaba, ¿a qué fin había de conservarla?

Entonces, por primera vez en su vida, cruzó en su mente la idea del suicidio.

Hay situaciones en que el hombre contempla el porvenir, como un paralítico contemplaría desde la llanura la pendiente de una montaña eri-zada de espinas, de rocas y de precipicios.

Leonel aventuró una mirada en el porvenir y se sintió impotente para dar un solo paso. Además de las espinas, de las rocas y de los precipicios, de que encontraría sembrado su camino, además de esos obstáculos repre-sentados por la necesidad de andar fugitivo y por la mancha que deshon-

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raba su nombre: ¿acertaría a subir la pendiente con la pesada carga que le abrumaba?

Y si lograba llegar a la cumbre: ¿qué encontraría en ella? Nada. El amor de Berenguela estaba muerto: él no tenía ya ningún porvenir. Y luego… esa horrible idea del suicidio tiene una lógica tan fascinadora

cuando se ha llegado a cierto grado de exaltación, que se siente una espan-tosa complacencia en halagarla y en hacer su autopsia.

Primero os arrastra por una pendiente suavísima de que no os aperci-bís, sino demasiado tarde, mostrándoos por un lado todos los sinsabores de la vida, que os abruman, todos los escollos que os hacen estremecer, todas las vanidades del mundo que os hastían; y por el otro la nada que no goza, pero que tampoco padece, la inanimación de la piedra que no siente los golpes del cantero, la embriaguez de un sueño de que no se despierta jamás.

Y cuando os tiene prendido en las redes de ese dilema diabólico, cuan-do sólo os estremecéis ante el dolor material de la muerte, ataca vuestra vanidad con la poderosa arma del ridículo, y tras una carcajada espantosa, oís gritar a vuestro oído estas palabras:

“Sufres; y no tienes valor para abrir tu pecho con un puñal, para le-vantarte los sesos con una pistola, para estrangularte con una cuerda, para arrojarte a un precipicio. ¡Cobarde, cobarde, cobarde!…

Hay dos armas poderosas para combatir la idea del suicidio. La religión y la filosofía. ¿Pero qué son la filosofía y la religión para el que no quiere escuchar

su voz? La filosofía, un juguete de niños que el hombre debe mirar con desdén. La religión, una burla cruel que encadena al hombre toda su vida, y

que mira del mismo modo que el esclavo contempla sus hierros. Leonel estaba decidido. No aguardaría más que la aurora próxima. Quería hacer al día testigo de su muerte. Era una especie de reto dirigido a la naturaleza. Se acostaría en la tumba al mismo tiempo que el sol se elevase sobre el

horizonte...

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Se levantó y empezó a andar a la ventura. No se trataba más que de esperar el día. Repentinamente llegó a sus oí-

dos un estruendo inusitado. A fuerza de fijar la atención, le pareció que las ráfagas del viento traían en pos de sí el rumor de un carruaje que caminaba apresuradamente. Pero ¿qué carruaje podía atravesar aquella selva virgen, en que no se hallaba abierta ninguna carretera?

Siguió avanzando hasta el punto en que se percibía. Cinco minutos después, el estruendo había aumentado de tal manera, que no parecía ya el de un carruaje, sino el de un número considerable, rodando estrepitosa-mente sobre una calzada, o sobre un puente de piedra.

En la oscuridad de la noche, en medio de aquella selva solitaria, un hombre cualquiera, para quien aquel estruendo fuese desconocido, habría por lo menos vacilado un instante.

Leonel continuó avanzando. Entonces el rumor volvió a cambiar de carácter. Parecía el de infinitas y grandes vaciantes de agua, que caían con fuerza sobre sí mismas.

Al mismo tiempo y después de trasponer un montecillo, cuyo piso blanco y poco sólido le llamaba la atención, se encontró enfrente de un espacio inconmensurable, infinito, de superficie tersa y limpia, que tenía por únicos límites el cielo y con cuyas bóvedas se confundía allá en lon-tananza.

Leonel retrocedió un paso, lleno de pavor. Pero al instante se detuvo por la magia poderosa del grandioso espectáculo que tenía ante la vista.

Aquel espacio formaba un declive aparente, cuya parte superior, en for-ma de semicírculo, termina en el firmamento. Las estrellas que esmaltaban la bóveda que parecía resguardarlo, en vez de reflejarse, se quebraba sobre el espejo de la superficie. Porque era una masa líquida que no se hallaba en calma un instante. El agua, movida por una fuerza sobrenatural, se levantaba a cada momento en caprichosos montecillos que se adelantaban hacia la orilla en grandes ondulaciones, desaparecían repentinamente para convertirse en una inmensa sábana de espuma, blanca como la nieve, y ve-nía a estrellarse a los pies del mancebo para volver a desaparecer al instante con la misma furia que los había traído.

Leonel retrocedió otro paso y cruzó los brazos sobre su pecho. El espectáculo que tenía ante sus ojos era una poesía incomprensible,

que seducía y aterrorizaba simultáneamente. Era bello y terrible a la vez: bello, como el relámpago que ilumina el firmamento en una noche tem-

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pestuosa; terrible, como el rayo que desciende de la atmósfera y convierte en átomos lo que toca.

Repentinamente una ráfaga de la brisa matutina cruzó el espacio y arrojó sobre la arena el sombrero de Leonel.

El mancebo dio un grito y cayó de rodillas. Acababa de comprender. ¡Se hallaba ante el imponente espectáculo del mar! La ráfaga de viento que se había llevado su sombrero, era el aliento de

la naturaleza, que le obligaba a descubrirse ante la obra más grandiosa de la creación, porque si en la tierra hubiera un altar digno de la grandeza del Eterno, sería sin duda la inmensa y cristalina superficie del mar.

Decimos que Leonel acababa de comprender, porque era la primera vez que se encontraba frente a frente de la inmensidad de las aguas. Antes sólo conocía el océano por las descripciones que había leído en los libros. ¡Cuán mezquinas le parecieron entonces aquellas páginas! ¡Qué pálidas en comparación de la realidad! ¡Qué pretenciosos y hasta ridículos los esfuer-zos de los sabios para explicar aquel movimiento incesante de las aguas!

Leonel, más artista que sabio, llamó locos y vanos a los que osaban penetrar en el examen de tanta grandeza. ¿Qué otra prueba podía dar allí el hombre de su sabiduría, que palpar a Dios en el cielo, en el mar y en el estruendo de las olas?

En aquel momento las sombras de la noche empezaron a disiparse. La atmósfera se cubrió de una luz blanquecina, y la sombría masa de las aguas empezó a adquirir el color de la esmeralda.

Un instante después el globo del sol mostró su faz rojiza allá en lonta-nanza entre las aguas y el cielo, y el mar pareció convertirse un momento en un lago de fuego.

Leonel dio un grito de admiración. Dios se le acababa de mostrar en todo su esplendor. Pero repentinamente se cubrió de una palidez mortal y dejó caer su

frente sobre la arena. Acababa de recordar que en aquel momento había dispuesto acostarse

en su tumba. ¿Cómo ese átomo imperceptible de la creación, que se llama hombre,

había osado concebir tan horrible pensamiento a la presencia de Aquel cuya grandeza le tenía anonadado?

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Leonel oró un instante con la frente humillada. En seguida levantó la cabeza. Tenía el rostro inundado de lágrimas. ¡Se había salvado! ¡Cuánta poesía hay en el corazón de la juventud! Y esta poesía es la fe.

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Segunda parte

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Capítulo XI. En que el lector verá que nuestra novela empieza, por fin, a justificar su título

–Decís, capitán, que llegamos a Campeche…–En la tarde. –Es decir, entre seis y ocho horas. –Siempre que no haya algún contratiempo. –¡Ya! El navegante está sujeto a mil eventualidades que no le permiten

asegurar cosa alguna. Pero como acabáis de decir que la atmósfera no presa-gia ninguna desgracia…

–Bien sabe Vuestra Señoría que en el Golfo de México hay peligros mu-cho más temibles que en el desencadenamiento de una tempestad.

–¡Bueno! Apostaría a que vais a hablarme otra vez de los filibusteros. –Tratando de peligros, me permitirá Vuestra Señoría decirle que nada es

más natural y preciso que hablar en primer lugar de esa canalla. –Ocho días hace que no me habláis de otra cosa. –Lo cual no encontrará Vuestra Señoría muy digno, sin duda, del capitán

de un buque de guerra de Su Majestad católica. –No tal. El mejor soldado puede preocuparse de un ataque en que se

encuentre con elementos inferiores a los de su contrario. –Y entonces… –Estando ya tan próximos a las costas de Yucatán… –Mientras más próximos estemos a las costas de la Península, mayor será

el peligro que corramos. Dígnese Vuestra Señoría escucharme un instante y acaso tendré el honor de persuadirle.

Este diálogo tenía lugar en la cámara de un buque pequeño de la Armada española, llamado La Isabel, entre dos individuos, de quienes nos permiti-rán nuestros lectores decir unas cuantas palabras.

Era el primero un caballero de tez pálida y morena, de ojos negros, de mediana estatura, y que manifestaba hallarse en el séptimo lustro de su edad.

Este caballero era el maestre de campo don Fernando Meneses Bravo de Saravia, que acababa de obtener de la Corte el nombramiento de go-

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bernador y capitán general de la provincia y que venía a tomar posesión de su destino.

Era el segundo un anciano de cabellos grises y de bigote cano, que a pesar de sus años conservaba ese continente marcial que se adquiere entre el humo de los combates.

Con esto, y con añadir que era a la sazón el 3 de agosto de 1708, es decir, cuatro años tres meses después de los sucesos que dejamos referidos en el capítulo anterior, creemos que ya es tiempo de anudar el diálogo que acabamos de interrumpir, para escuchar al viejo capitán, que se disponía a hacer a don Fernando una revelación importante.

–Os escucho, mi querido capitán, dijo el maestre, recostándose có-modamente en un escaño de seda, rehenchido de blandas plumas, que ocupaba casi toda la testera de la cámara.

–Sabe Vuestra Señoría –dijo entonces el anciano–, que en la discordia que agita actualmente a la Europa con motivo a la sucesión a la corona de España, esta potencia se halla hace seis años en guerra con la Inglaterra, que protege al partido del Archiduque de Austria, don Carlos.

–Me parece, capitán, que tomáis de bastante lejos los acontecimientos. –No se impaciente, Vuestra Señoría Ahora vamos a pasar de lo conoci-

do a lo desconocido, como se dice en el lenguaje escolástico. –Ya veo que sabéis algo más que mandar la maniobra –dijo don Fer-

nando con una sonrisa, que parecía pedir perdón al capitán por esta chan-zoneta.

–En mi juventud cursé algo de Humanidades en la Universidad de Toledo –repuso con otra sonrisa el anciano.

–¡Calle!… si os habréis dedicado a la jurisprudencia, como yo… –No, a Dios gracias –interrumpió el capitán. –¡Hum! –murmuró el maestre con un gesto que indicaba que no era de

la opinión de su interlocutor–. Pero continuad. –La guerra de sucesión no se hace solamente en Europa, sino también

en América, al menos por dos de las potencias beligerantes: la de España y la de Inglaterra.

–Advertid que no habéis pasado todavía a lo desconocido. Todo eso lo sé también, como que soy americano.

–Sí, natural de Lima… no lo ignoro. Pero de algún modo he de descen-der a la importante noticia que voy a comunicaros.

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–La aguardo con impaciencia. –Los navíos ingleses armados en corso recorren continuamente las cos-

tas de todas las colonias españolas, para causar a nuestro comercio todo el perjuicio posible y para impedir que lleguen a España los auxilios que aquéllas le pueden enviar.

–¿Y qué relación hay entre los corsarios y los piratas? –La siguiente: como la mayor parte de los filibusteros que infestan el

Golfo de México son ingleses, no encuentran mucho embarazo para con-seguir del gobierno británico, patente de corso, que les sirven para disfra-zarse en ciertos casos. Si se encuentran, por ejemplo, con un navío inglés, que les es superior en fuerzas, el jefe de los bandidos muestra su patente de corso, y el inglés y el pirata se saludan como buenos amigos.

Si son vencidos por un buque de la marina española, el jefe de los bandidos muestra su patente y en lugar de ser colgados de las antenas de su queche, son tratados con todas las consideraciones debidas a los prisio-neros de guerra. Si ellos son los vencedores, entonces sea inglés, español o chino el buque apresado, iza su bandera negra, cuyo escudo es una calave-ra que descansa sobre dos canillas en forma de cruz, asesinan a toda la tri-pulación y a todos los pasajeros varones que no prometan un rico rescate, y el buque, con todo su cargamento, incluyendo a las mujeres, es llevado a remolque por la mejor embarcación de esos bandidos a la primera isla o costa desierta en que encuentran abrigo seguro.

–Me parece muy natural y consecuente todo lo que me decís. Sólo tengo que haceros una ligera observación.

–¿Cuál? –¿El gobierno británico concede patentes de corso a cualquiera que las

solicita bajo un nombre inglés? –No tal; pero sí las concede a los que le son recomendados por el go-

bierno de cualquiera de sus colonias. –¿Y el gobierno de las colonias se atreve a recomendar a un pirata, sa-

biendo que lo es? El capitán dejó vagar en sus labios una sonrisa, que seguramente hu-

biera sido un casus belli para cualquier inglés, que le hubiese sorprendido. –Vuestra Señoría –dijo el capitán al cabo de un instante de silencio–,

¿no amará sin duda a los ingleses? –¡Yo! –respondió el maestre–. ¿Y qué obligación tengo de amarlos? Los

aborrezco de todo corazón, como debe hacerlo un buen español; primero,

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porque están en guerra con nosotros; y segundo, porque son unos perros herejes que se atreven a llamar a nuestro santo padre el Papa: el obispo de Roma.

–De suerte que no os desagradará la respuesta que voy a daros. –¡Adelante! –Pues bien. Yo no osaré deciros que el gobierno inglés o el de sus co-

lonias sepan que son filibusteros los que tienen tales patentes. Pero hay un hecho que inclina a creerlo: los filibusteros establecidos en las costas de Yucatán reciben la protección decidida de las autoridades de Jamaica.

–¿Los filibusteros establecidos en las costas de Yucatán? ¡Por vida mía, que me llama la atención esa frase!

– Pues es la más propia para expresar lo que pasa. Hay piratas estable-cidos en las costas del futuro gobierno de Vuestra Señoría, como yo estoy establecido hace seis años en la cámara de La Isabel. Dos son los estableci-mientos principales a donde conducen todo el fruto de sus depredaciones; uno en el Golfo de Honduras, que es Walix; y otro en el de México, que es la Isla de Tris, como la llaman los extranjeros, o de Términos, como la llamamos nosotros.1

–De manera que mientras más nos acercamos a las costas de Yucatán, mayor es el peligro que corremos de tener un mal encuentro con esos desalmados.

–¡Justamente! He allí la conclusión a que quería llevar a Vuestra Señoría. En aquel momento se oyó gritar al marino colocado en el tope: –¡Vela! –¡Vela!… ¡Veamos! –exclamó el capitán. –¡Malo!Y se lanzó fuera de la cámara. Don Fernando le siguió, algo preocupado del gesto con que el anciano

había recibido la revelación del marinero. Entonces vio que el capitán, con una ligereza de que se le hubiera creí-

do incapaz en sus años, subía al tope sin ninguna dificultad, arrebataba el anteojo de las manos del marinero y se ponía a observar el horizonte.

1 Ya comprenderá el lector que la pronunciación defectuosa de Walix fue la que convirtió este nombre en Belice, que es el que damos ahora a aquella posesión británica. En cuanto al nombre de Tris, con que fue conocida antiguamente la Laguna de Términos, se derivó de la abreviatura Trs. con que los españoles la escribían en sus mapas. El de Isla del Carmen con que se le conoce ahora, no lo adquirió sino hasta el 16 de julio de 1717 en memoria de la festividad de aquel día, en que fue recobrada de los piratas por el sargento mayor don Felipe Alonzo de Andrade (nota del autor).

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Al cabo de cinco minutos de examen, en que el anteojo no se apartó ni un instante de sus ojos, el capitán descendió ligeramente, y echando una mirada en derredor suyo, apercibió a don Fernando, que le miraba con una expresión interrogadora.

Entonces se acercó a él y le dijo: –No es una sola, son dos, y acaso dentro de pocos instantes divisare-

mos tres. –¡Y bien!–Aunque sólo el número basta para hacer sospechosas esas embarcacio-

nes, las hace más todavía el rumbo que traen. –¿Cuál? –El de la Isla de Tris, que como he dicho a Vuestra Señoría, es una

madriguera de piratas. –¿Qué hacer entonces? –preguntó don Fernando. –Eso es lo que dentro de veinte minutos consultaré con Vuestra Seño-

ría –respondió el capitán. Y volviendo a colocar el anteojo en sus ojos, se puso a mirar hacia la

dirección en que ya con la simple vista se distinguían las dos velas, como dos puntos que interrumpían allá en el lejano horizonte la tersa y lisa su-perficie del mar.

De súbito se le oyó exclamar: –¡Por sanTelmo que ya la duda se acabó!–¿Cómo? –Mirad –repuso el capitán. Y puso el anteojo en las manos de don Fernando. El maestre miró en silencio hacia la misma dirección. –¿Veis? –preguntó el capitán. –Lo mismo que con la simple vista. Dos velas que parecen clavadas en

el mar. El capitán sonrió. –Es verdad –repuso–. Eso sólo puede verlo el ojo ejercitado de un marino. –¿Qué? –Que esas embarcaciones han largado todas sus velas y se dirigen hacia

nosotros.

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–¿Y eso os parece sospechoso? –Como un hombre que se arrojase sobre mí, puñal en mano. Sin duda

nos acaban de divisar, porque han virado. –¿Eso es todo? –Dadme el anteojo y os responderé. El capitán se puso a mirar con el anteojo por tercera vez. Permaneció dos minutos tan inmóvil, que se le hubiera tomado por

una estatua. Al cabo de estos dos minutos se volvió hacia su interlocutor: –La embarcación que viene por delante –dijo–, se parece como una

gota de agua a otra, al queche de Barbillas. –¿Quién es Barbillas? –El pirata más famoso que cruza hace tres años el Golfo de México. Al escuchar esta explicación, se dejó oír un murmullo de espanto entre

los pasajeros que habían venido a agruparse poco a poco alrededor de los dos interlocutores.

–Dos palabras –continuó el capitán–, porque no hay tiempo qué per-der. La Isabel es un pobre patache, destinado al correo de las colonias, que sólo cuenta con su corta tripulación, cincuenta soldados y cuatro cañones de a ocho. Es una presa que costará al queche de Barbillas el mismo traba-jo que cuesta a un águila despedazar a una paloma.

–¿Y entonces?… –preguntó don Fernando. –Consulto con Vuestra Señoría según mi promesa, –respondió el capitán. –Vos tenéis el mando del patache, y debéis saber mejor que nadie lo

que conviene hacer en este caso. –¡Huir! –Huyamos, pues. El capitán se separó entonces de don Fernando y corrió a dar las órde-

nes necesarias para ejecutar este acuerdo. Algunos minutos después La Isabel había virado y se deslizaba rápida-

mente sobre la superficie del mar delante de las dos embarcaciones piratas, que por grados empezaron a disminuir de volumen en el lejano horizonte.

Por un momento reinó a bordo una completa tranquilidad. El capitán volvió a incorporarse al grupo que formaban todavía los pasajeros alre-dedor de don Fernando, y observó la satisfacción pintada en todos los semblantes.

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–Capitán –le dijo el maestre cuando le hubo distinguido–, parece que el señor Barbillas tendrá que renunciar a hacer conocimiento con nosotros.

El capitán dejó vagar en sus labios una sonrisa, de cuyo carácter era imposible dudar.

–¡Cómo! –exclamó el maestre–. ¿No participáis de mi opinión? –No, desgraciadamente. Barbillas es el pirata más terco que ha cruzado

jamás el Golfo de México, y hará todos los esfuerzos posibles para darnos caza. –Pero no lo conseguirá. –¿Por qué? –Ved cuánto nos hemos apartado de él en diez minutos. –Porque en vez de ir a su encuentro, como antes, llevamos ahora el

mismo rumbo que él. Dentro de una hora se habrá aclarado lo que tene-mos qué temer o esperar de esa gente.

Transcurrida esta hora se puso en evidencia una verdad espantosa. El queche de Barbillas hacía más camino que el patache. Su volumen

había aumentado insensiblemente de tal manera, que ya se distinguían con la simple vista su arboladura, casco y aparejo.

–Esos malditos piratas, –exclamó el capitán–, tienen en todo más suer-te que Su Majestad el rey de las Españas. El último de sus barcos es siem-pre más ligero que cualquier nave de la Real Armada.

–¡Y bien! –dijo don Fernando–. Puesto que a pesar de todos vuestros esfuerzos, es imposible evitar un encuentro con ese canalla, no nos queda otro recurso que batirnos, o entregarnos como corderos.

–No tenga Vuestra Señoría cuidado de que olvide mi deber. Nos bati-remos.

–¡Armas, pues! –exclamó el maestre. –¡Armas! –repitió la mayor parte de los pasajeros. El capitán dio una voz y se vio flotar al instante sobre el masdados, la

tripulación y los pasajeros estaban provistos de diversas clases de armas. Reinaba a bordo una gran confusión. Algunas señoras que venían en La

Isabel habían notado los preparativos que se hacían para el combate, oído el terrible nombre de Barbillas, y se escuchaban sus gemidos y sollozos entre el ruido de las armas y las voces del capitán que continuaba dando sus órdenes.

Transcurrieron dos horas de indecible ansiedad.

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A pesar de la ligereza con que La Isabel se deslizaba sobre las aguas, el queche enemigo aparecía a cada instante más y más. La embarcación que le seguía casi se había perdido de vista.

De súbito se vio surgir una columna de humo de un costado del que-che: tres hombres de La Isabel cayeron heridos sobre cubierta y un estam-pido lejano se mezcló con el ruido de las olas.

Barbillas había disparado su primer cañonazo. El capitán dio una voz y se vio flotar al instante sobre el mastelero de

popa el pabellón español. La embarcación enemiga tremoló entonces una bandera negra, en que campeaban los emblemas de la muerte de que he-mos hablado.

–¡Miserable! –exclamó el capitán–. Conoce nuestra debilidad y ni se toma el trabajo de izar la bandera inglesa, que yo le he visto izar otra vez.

Un momento después el combate se había trabado encarnizadamente. La explosión de los cañones y arcabuces formaban un estrépito horrible y la cubierta del patache se llenaba de cadáveres y se enrojecía con la sangre.

De súbito se oyó una voz varonil e imperiosa que dominando el es-truendo del combate, gritaba desde el queche:

–¡Al abordaje! Inmediatamente cruzó el espacio que separaba a las dos embarcaciones

una multitud de garfios, cables y cadenas, y ambos quedaron unidas y entrelazadas, como dos gigantes que en el apogeo de su cólera se abrazan estrechamente con la intención de ahogar cada uno a su contrario.

En medio de la confusión que producía esta escena, se oyó la voz del capitán que mandaba a las señoras bajar al entrepuente. Esta orden fue obedecida al instante y sólo quedaron sobre cubierta los combatientes.

Repentinamente se oyó crujir esta cubierta bajo el peso de un cuerpo que caía sobre ella. Acababa de saltar a La Isabel un hombre que llevaba una espada desnuda en la mano y dos pistolas a la cintura.

Dos palabras acerca de este hombre. Era de alta estatura, de tez morena y de ojos negros dotados de una

firmeza que rayaba en temeridad. Representaba hallarse entre el quinto y sexto lustro de su edad. Pero lo que sobre todo se notaba en aquel hombre desde el momento en que se echaba sobre él la primera mirada era un bigote descomunal, que cubría su labio superior y una gran parte de sus mejillas.

Esta particularidad que marcaba su fisonomía con un carácter de im-ponente fiereza, infundía a la vez miedo y respeto a cuantos le miraban. A

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esa circunstancia debía igualmente el que se hubiese olvidado su verdadero nombre y se le designase con el mote de Barbillas o Bigotes. Y como por otra parte la historia no le designa de otra manera, continuaremos noso-tros dándole indistintamente cada uno de estos dos nombres, por poco bellos que parezcan a nuestros lectores.

El primer efecto que produjo en La Isabel la súbita aparición del fili-bustero, fue que todos los que se hallaron cerca de él retrocedieran instin-tivamente ante su brillante espada, su actitud amenazadora y su mirada impregnada con la embriaguez del combate.

Pero este efecto fue instantáneo. Marineros, soldados y pasajeros, se repusieron del primer estupor y dirigieron sus armas contra el pirata.

Entonces empezó un combate desigual, que no por eso ofreció ninguna ventaja a los que le atacaban.

Barbillas retrocedió con destreza algunos pasos y se apoyó contra la pared de la cámara. Su espada, que jugaba alrededor de su cuerpo con increíble velocidad, haría implacablemente al que osaba avanzar un paso dentro del semicírculo que constituía su defensa.

Y en medio de aquel combate en que por la sonrisa que brillaba en su semblante, parecía que el filibustero jugaba con algún obstáculo pueril, se oyó salir de sus labios una voz irónica y tranquila que decía:

–¿Tendréis, señores, la bondad de decirme quién es el capitán de este patache?

–El capitán de este patache –respondió otra voz tranquila y digna entre el pelotón que rodeaba al pirata– es el que va ahora mismo a tener el placer de hundirte en los infiernos.

–¡Sois vos! –exclamó el filibustero, mirando a un anciano que montaba su pistola y le apuntaba luego–. Me parecéis bastante viejo para el oficio.

A la conclusión de estas palabras se oyó una explosión, y el lugar del combate quedó un momento oscurecido por el humo.

El pirata había caído de rodillas. Un grito de alegría salió de todos los labios. –Te lo había prometido –dijo el anciano. –¿Qué cosa? –preguntó tranquilamente el pirata–. ¿Matarme? Pues os

juro a fe de Barbillas, que tenía formado mejor concepto de los oficiales de la Real Armada. Ya veo que ni siquiera saben cumplir su palabra.

Y el pirata, que se había arrodillado en el momento de la explosión,

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para librar su cabeza de la bala del capitán, se puso en pie con agilidad y ligereza y continuó defendiéndose con la misma habilidad y sangre fría de que estaban admirados sus adversarios.

–Señor capitán –prosiguió un instante después–; por sacrílego o risible que os parezca lo que voy a deciros, es sin embargo tan exacto, como una demostración matemática: Dios me ha puesto en el Golfo de México, como puso a Atila en el mundo, y defenderá mi vida de los ataques de mis enemigos hasta que concluya la misión que tengo que desempeñar. Esta convicción es la que constituye mi fuerza y la que me inclina a ser generoso un momento… Mirad, señor capitán: ya mis bravos muchachos empezaron a saltar a La Isabel: pronto habrá dos de los míos para cada uno de los vuestros, y la cubierta de este bello patache se anegará inútilmente de sangre.

Apenas había acabado Barbillas de pronunciar estas palabras, cuando el círculo que le rodeaba se abrió tumultuosamente, dejando oír algunos gritos de dolor y de rabia, y dio paso a quince o veinte piratas, que se co-locaron inmediatamente junto a su caudillo con la espada desenvainada.

–Cuando os lo decía yo –continuó éste sin dejar de combatir–. ¿Pero dónde diablos se ha metido ese buen capitán? –añadió mirando en derre-dor de sí.

En aquel momento sobrevino una nueva irrupción de filibusteros y los defensores de La Isabel se vieron acosados por todas partes. Marineros, soldados y pasajeros se encontraron dispersos en un instante y se hallaron obligados a defenderse aisladamente de una multitud de piratas que los acometía con rabia.

El combate no tardó en generalizarse. La cubierta del patache gemía bajo el peso de tantos combatientes. Algunos cadáveres embarazaban ya sus movimientos. La madera empezaba a cubrirse bajo una capa de sangre. Los gritos de los moribundos empezaban a desalentar a los más ani-

mosos; se empleaban, a la vez, el puñal y la espada, el arcabuz y la pistola. Los piratas cantaban, reían y juraban, como en una orgía. Los agredidos invocaban a Dios y maldecían a la vez a sus enemigos. Cinco minutos más de combate, y ningún marinero, ningún soldado,

ningún pasajero habría quedado con vida. Por fortuna se oyó repentinamente una voz, que sobreponiéndose al

estruendo de las armas y a los gritos de los combatientes, llamó tres veces:

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–¡Capitán, capitán, capitán!Pero como ninguna voz respondiese a la de Barbillas, mostrándole al

anciano, que apoyado en uno de los mástiles, se defendía valerosamente de seis filibusteros.

Barbillas dejó oír un terrible juramento y gritó con todas sus fuerzas: –¡Williams! ¡Delmont!… ¡Miserables! ¡Seis hombres contra un ancia-

no!… ¡con vuestra cabeza me respondéis de su vida! Capitán –añadió al instante, viendo que los seis piratas habían retrocedido a su voz–; dos minutos de tregua y arreglaremos estos al instante.

Y llevándose a los labios un cuerno guarnecido de oro y piedras pre-ciosos, dejó oír un toque particular que apenas se prolongó por medio minuto.

Todos los piratas retrocedieron entonces dos pasos delante de sus ene-migos y retiraron sus armas.

Los defensores de La Isabel, admirados de este movimiento, iban ya a arrojarse sobre aquéllos, cuando se dejó oír un toque de la corneta del patache y quedaron inmóviles, como los filibusteros.

El combate había cesado. Barbillas se adelantó al capitán y le dijo: –¿Estáis persuadido de que si el combate continúa, habréis muerto to-

dos dentro de cinco minutos? –Habremos muerto, cumpliendo con nuestro deber. –¿Y si os garantizara a todos la vida bajo una ligera condición? –Hablad. –La que me entreguéis a uno de los pasajeros que conducís. –¿A quién? –preguntó, admirado, el capitán.–A don Fernando Meneses Bravo de Saravia, gobernador y capitán

general de la provincia de Yucatán, –respondió tranquilamente Barbillas. El anciano retrocedió un paso, y mirando en derredor de sí, hizo una

seña a un soldado que se hallaba a corta distancia. Este soldado se llevó a los labios una corneta. –¿Qué hacéis? –preguntó Barbillas. –Mandar que continúe el combate –respondió el capitán. –Luego la proposición que os he hecho…

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–Es inadmisible. Mi deber es dejar a don Fernando en su gobierno, y aún no le he desembarcado en las costas de Yucatán.

–Yo os relevo de ese deber –dijo una voz que salió de un grupo de pa-sajeros.

Y se vio avanzar hacia los dos interlocutores un caballero, que con aire de indiferencia llevaba las manos metidas dentro de los bolsillos.

Era don Fernando. –Señor –dijo el capitán–; si Vuestra Señoría me permite advertirle…–Nada, mi querido capitán –respondió don Fernando. El anciano se encogió de hombros y se retiró. El gobernador y el pirata se quedaron frente a frente, examinándose

recíprocamente. El primero con curiosidad y el segundo con una sonrisa llena de impertinente ironía.

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Capítulo XII. Donde se prueba que era una verdadera ganga la capitanía general de esta provincia en los tiempos del gobierno colonial

Al mirar aquella sonrisa, la altiva sangre española se rebeló en don Fernan-do, y mirando con altanería al pirata le dijo:

–Soy tu prisionero. ¿Qué es lo que exiges de mí? Barbillas, sin abandonar su sonrisa, levantó la gorra que cubría su cabe-

za e inclinándose profundamente ante don Fernando: –Señor –respondió–, lo que de pronto suplico a Vuestra Señoría es que

nos retiremos a hablar en la cámara. –No tengo ningún embarazo, –repuso don Fernando–. Espero única-

mente que antes cumplas tu palabra. –¡Mi palabra! –Has prometido que si se te entregaba al pasajero que exigieses, garan-

tizabas la vida de todos los que se hallan a bordo de este patache. –Y bien. –Me he constituido tu prisionero, y no te he visto dar una sola orden

para impedir que esos cuatrocientos o quinientos piratas, armados como están, se arrojen cuando les plazca sobre todo lo que les rodea.

–Es justo, –repuso Barbillas. Y mirando en torno de sí, llamó sucesivamente a tres hombres que se

le acercaron al instante. –Cuidad –les dijo– de que nadie se mueva de su puesto mientras dura

mi conferencia con Su Señoría, el gobernador de Yucatán, con quien voy a encerrarme en la cámara.

Don Fernando hizo un gesto de aprobación y abriéndose paso entre la multitud:

–Seguidme –dijo a Barbillas. El pirata volvió a calarse la gorra y atravesando a su vez entre la multi-

tud no tardó en entrar en pos de don Fernando por la puerta de la cámara. Este se sentó con dignidad en su escaño, como si fuera a dar una audien-

cia, y sin invitar al pirara a que se sentara, le hizo una seña que quería decir:

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–¡Habla!Barbillas se aproximó a la silla que cuatro horas antes había ocupado el

capitán, y saludando ligeramente a don Fernando se sentó en ella sin más cumplimiento.

–Vuestra Señoría perdonará –le dijo en seguida con un ligero tinte de ironía, –Vuestra Señoría perdonará que un bandido, como yo, se siente sin previa invitación ante un maestre de campo, como vos, y gobernador y capitán general por añadidura. Pero hace más de cuatro horas que me hallo de pie, maniobrando como el último marino, y batiéndome como el último soldado, y ante una exigencia de la naturaleza debe cesar toda la etiqueta del mundo.

–Ten presente –dijo don Fernando–, que hay más de seiscientas per-sonas que esperan impacientes el resultado de esta conferencia. Ahorra, pues, palabras inútiles y vamos a lo que importa. ¿Qué es lo que exiges de tu prisionero?

–¿No lo adivina Vuestra Señoría? –Un rescate, sin duda. –Vuestra Señoría ha dado en el hito. Yo me dije desde el momento en

que conocí la pequeñez del buque en que navegaba Vuestra Señoría, ese miserable patache ha salido de un puerto de España con el exclusivo ob-jeto de traer a don Fernando a su gobierno. Como no es buque mercante, no debe traer cosas que merezcan la pena; en cuanto a las personas, traerán entre lo más elevado a su capitán, un oficial de la Real Armada, que debe tener los bolsillos limpios como una patena. ¡Oh! Nunca los soldados del Rey nadan en la abundancia, porque los servicios hechos a la patria no son los que se pagan mejor. La sangre humana tiene muy poco precio en el mercado del mundo.

–¡Diablo! –interrumpió don Fernando–. He allí una frase que yo man-daría imprimir con mucho gusto, aunque no estoy seguro de que se deja-ría correr el libro en que anduviese estampada.

–Sin contar con que expondríais vuestra cabeza, o al menos vuestra libertad. Cosas, como esas, sólo están bien en los labios de un pirata.

–¡Ya! porque si los soldados reflexionaran mucho en ellas, no serían pocos los que se decidiesen a seguir tus huellas.

–Y aseguro a Vuestra Señoría que no tendría de qué arrepentirse, como lo prueba el plan que he formado ahora y que con licencia de Vuestra

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Señoría continuaré desarrollando. En cuanto a los pasajeros del patache, continuaba diciéndome a mí mismo, no deben ofrecer más garantía que los militares. ¿Quiénes pueden ser? Unos cuantos de esos europeos desca-misados, que no teniendo sobre qué caerse muertos en su país, vienen al Nuevo Mundo a buscar una de esas fortunas fabulosas que se improvisan en América. Tres o cuatro de estos señores serán empleados del nuevo gobernador, que por lo mismo se hallan en peor estado que todos los demás, porque es preciso que el hombre esté desesperado para abdicar su libertad en una oficina. No hay allí, por consiguiente, otra presa, digna de consideración, que Su Señoría el gobernador y capitán general de Yucatán.

–¿Pero cómo diablos sabías que yo venía en el patache? –Porque necesitaba saberlo, como que soy yucateco. –¡Yucateco!–Tengo por lo menos dos posesiones en las costas de la Península:

Walix y la Isla de Términos. Deseaba conocer antes que nadie a mi futuro gobernador y ya ve Vuestra Señoría cómo lo he conseguido. Porque a la verdad, quién sabe si con el tiempo os tentará la ambición como a don Martín de Urzúa, a quien vais a relevar y tengamos que encontrarnos otra vez en un campo de batalla. 2 Y si como aquél ha conseguido que el Rey le haga presidente de Manila, Conde de Lizarraga, señor de horca y cuchillo y Adelantado del Petén por haber conquistado a los indios de esta provin-cia, a Vuestra Señoría puede ocurrírsele conquistar la Isla de Términos o Walix para ser nombrado también señor de horca y cuchillo, presidente de alguna audiencia y Conde de cualquiera cosa.

–Y ahora –dijo don Fernando, procurando disimular su impaciencia–, ahora que te he dejado hablar hasta por los codos, me parece que ya es tiempo de que te resuelvas a fijar la cantidad de mi rescate.

–Al instante, al instante –repuso el pirata–. Pero tengo que hacer pre-viamente una advertencia a Vuestra Señoría.

–¿Cuál?

2 En la primera parte de esta obra dejamos a don Álvaro de Rivaguda gobernando la provincia en lugar de don Martín de Urzúa, que había pasado a España a sincerar su conducta. Pero absuelto éste por la Corte volvió a presentarse para acabar el tiempo de su gobierno y tomó posesión de él a 6 de junio de 1706 (nota del autor).

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–Acaso le choque la pequeñez de la cantidad que voy a fijar para el rescate. –En cuanto a eso…–Vuestra Señoría me ha comprendido mal… mejor dicho, yo no me

he explicado bien. Si es demasiado corta la cantidad que voy a señalar, no consiste en que estime en poco a Vuestra Señoría sino en que tengo pre-sente su calidad de soldado y la pobreza del país que va a gobernar.

–¡Basta! –exclamó don Fernando con el acento de altanería que suele adoptar el avaro cuando teme que se le tache de tal–. Ten presente que un caballero español no regatea jamás.

–He ahí una frase que cualquier otro en mi lugar sabría aprovechar sin escrúpulo. Pero no tenga Vuestra Señoría ningún cuidado. No seré yo quien abuse.

–En fin…–Lo único que pido por el rescate de Vuestra Señoría es la miseria de

quinientos mil reales. Don Fernando dio un salto en el escaño y miró al filibustero con una

expresión de cólera y asombro, que explicaba toda su angustia. Barbillas sostuvo esta mirada con su eterna sonrisa de ironía, y tras un

momento de silencio acercó su silla al escaño y preguntó al maestre con afectado interés:

–¿Vuestra Señoría se siente malo? Pero don Fernando no dio señales de haber comprendido esta afectuo-

sa solicitud, y con un acento imposible de describir, exclamó enseguida: –¡Quinientos mil reales!–¡Oh! –repuso Barbillas–. Si a Vuestra Señoría le parece demasiado

poco medio millón para un hombre de su categoría…–Poco ¿eh? ¿poco, miserable? ¿Te parece que un pobre soldado, como

yo, puede sacar de su bolsillo medio millón, como sacar un cartucho de pólvora de su escarcela?

–De su bolsillo… no, eso sería pedir peras al olmo. Pero de seguro que puede sacarlo de las arcas reales.

–¡De las arcas reales! ¿Y quién soy yo para que el Rey dé un ardite por mi rescate?

–Vuestra Señoría es muy modesto. ¿Olvida, acaso, que está nombrado gobernador y capitán general de la provincia de Yucatán?

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–¡Valiente dignidad por cierto! ¿Pretenderás por ventura que esa pobre provincia pague el rescate de su nuevo gobernador?

–Exactamente. Y por poco digno que le parezca a Vuestra Señoría prin-cipiar por un impuesto de medio millón, yo le aseguro que habrá hecho menos que otros gobernadores que han empezado por no exigir nada, y que al poco tiempo se han retirado preñados de oro.

–Pero para sacar esa suma de Yucatán, es necesario, no solamente ago-tar el erario de la provincia, sino también esquilmar a todos sus habitantes.

–Vuestra Señoría me permitirá dudarlo. –La pobreza de la Península es proverbial. Tú mismo acabas de confe-

sarlo. –Vuestra Señoría sabe sin duda el refrán castellano que dice: “No es

todo oro lo que reluce.”–Y bien. –Aplicado por antítesis este refrán a las presentes circunstancias, diré a

Vuestra Señoría que Yucatán no es tan pobre como se cree y, sobre todo, que sus gobernadores pueden sacar de él tanto provecho, como en cual-quier otra parte.

Un relámpago pasajero de codicia cruzó por los ojos de don Fernando. Pero por instantáneo que fuese, el astuto pirata lo sorprendió, y compren-diendo por él el pie de que cojeaba el maestre, añadió al instante:

–Esto necesita de pruebas… ¿no es verdad? Pues bien, voy a dar de pronto a Vuestra Señoría las primeras que me ocurran… tomadas, por supuesto, de la historia de la provincia. Aunque pirata, detesto de todo corazón la mentira.

Don Fernando no respondió. Era la primera vez que no se mostraba impaciente en el discurso del

diálogo. Barbillas comprendió que iba a ser escuchado con interés y deseando

aprovechar a en virtud de orador inteligente, la buena disposición de su auditorio, comenzó de esta manera:

–En un país, como Yucatán, situado a inmensa distancia de la Cor-te, los gobernadores pueden hacer impunemente su voluntad; y como su voluntad sea hacer dinero, no necesitan mucho tiempo para acumular riquezas. Hay un medio infalible de conseguir abundantísimos frutos: el de aliarse con los frailes. Como éstos por el espíritu de cuerpo se ayudan

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mutuamente en sus necesidades, cada uno de los franciscanos que pululan en la Corte, es un defensor acérrimo de lo que haya hecho, quier a tuerto quier a derecho,3 cualquier otro franciscano en el rincón más ignorado del mundo. Si a esta red tan bien extendida añaden los gobernadores sus propias relaciones, no hay duda que podrán hacer lo que quieran de los pobres provincianos: pues por más quejas que eleven a la Corte, en donde nadie los conoce, siempre serán vencidos por sus terribles contrarios.

–¡Diantre! –exclamó don Fernando con una sonrisa que no se avenía muy bien con las palabras que iban a pronunciar–. ¿Sabes que si estuviera en el ejercicio de mis funciones tendría necesidad de mandarte ahorcar por el poco respeto con que hablas de los gobernadores, y sobre todo de la justicia del Rey?

–Habría sido una lástima que Su Señoría hubiera incurrido en tal pen-samiento –respondió el pirata–, porque os juro que es de perlas lo que queda por oír.

–¡Qué diablos! –repuso el maestre–. Ya que no se puede hacer otra cosa… ¡oigamos!

–Para probar a Vuestra Señoría –continuó el filibustero– con un ejem-plo práctico uno de los modos más expeditos de administrar justicia en la provincia, voy a referir un caso que sucedió en una villa de las más principales.

A mediados del siglo anterior vivía en Valladolid un tal Miguel Moreno de Andrade, de origen bastante humilde, pues se asegura que era hijo de un negro y de una india. Esto no obstante, o por esto mismo quizá (porque ha de saber Vuestra Señoría que yo profeso la descabellada máxima de que los hijos del vulgo, son comúnmente más inteligentes y virtuosos que los que nacen en rica y elevada cuna) por esto mismo, decía, Andrade era muy vivo y poseía algunas virtudes. Una de éstas era la de respetar a su madre, –¡pobre india!–, como a una reina: pues aunque por su talento o instrucción, fue sucesivamente alcalde de primer voto y teniente gobernador de la villa, le besaba respetuosamente la mano, donde quiera que la encontraba, con esa humildad monástica que constituye la educación española.

No quiero decir por esto que Andrade fuese un hombre que anduviese siempre derecho, como lo prueba el caso que he prometido referir a Vues-tra Señoría y es el siguiente.

3 Ya tuerto, ya derecho.

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Aborrecido por sus compatriotas, como sucede ordinariamente con todo el que se eleva demasiado, reunieron contra él un cúmulo de acusaciones, verdaderas y falsas, y las elevaron en 1653 al gobernador de la provincia, que lo era entonces el frey don Martín Robles.4 Indignado éste contra aquel monstruo, que tal pintaban a Andrade sus enemigos, se trasladó a Valladolid dispuesto a hundirle y nulificarle bajo el peso de su cólera.

La noche de su llegada a la villa, notó al acostarse, que las almohadas eran duras, como si fuesen de piedra.

–¡Andrés! –gritó a su paje, que dormía en la pieza contigua. El paje se presentó al instante. –¿Cómo se acostumbra recibir a los gobernadores de esta villa? –pre-

guntó colérico don Martín. –Con todas las consideraciones debidas a su alta dignidad –respondió

el paje. –¿Y se cuenta entre esas consideraciones la de henchirles con guijarros

las almohadas de la cama? El paje dejó ver en sus labios una sonrisa llena de malicia, y respondió: –La poca suavidad de esas almohadas es debida a Miguel Moreno de

Andrade, que es quien las ha traído aquí para el lecho de Vuestra Señoría –¡Miserable! –gritó el gobernador–. ¡Ese infame no sabe todavía quién

es don Martín de Robles! Y en el apogeo de su cólera dio con el puño un terrible golpe a cada una

de las almohadas. Pero éstas resistieron el golpe con un sonido distinto del que esperaba, que volviéndose inmediatamente al paje, le dijo:

–¡Vete!–Señor –le dijo el paje animado con la transformación que había su-

frido el semblante del gobernador; –ese pícaro de Andrade ha tenido la desvergüenza de solicitar una audiencia de Vuestra Señoría para el día de mañana, con el fin, según me dijo, de besarle las manos.

–¡Le harás entrar apenas se presente! –respondió el capitán general. Y despidió al paje con un gesto de impaciencia.

4 Frey es un tratamiento usado entre los religiosos de las órdenes militares, equivalente a fray (nota del editor).

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Apenas se encontró solo don Martín rasgó con su puñal la cubierta de las almohadas y vació su contenido en la misma cama. Su dureza no era ex-traordinaria, tenía en su centro, en lugar de plumas, tres mil pesos en plata, que el gobernador, lleno de alegría, depositó en el fondo de sus baúles.

Al día siguiente Moreno se presentó a la audiencia, cuando ya la cáma-ra del gobernador estaba invadida por sus enemigos, que habían acudido demasiado temprano con el deseo de verle humillado a presencia de todo el mundo. Pero no fue poco su asombro cuando vieron que don Martín le salía al encuentro, le echaba los brazos al cuello y le decía con ese acento amistoso que da a conocer la privanza:

–Amigo mío, estoy convencido de que la gente de esta villa, que son en su mayor parte unos calumniadores, no puede marchar bien, sino tenién-doos a su cabeza. Dignaos representarme en ella y aceptar la tenencia, de que os hacen digno vuestros méritos…

–No puedo negar –dijo entonces don Fernando– que la anécdota está referida con gracia. Pero si a eso se reduce todo el negocio que hizo don Martín de Robles durante su gobierno, no valía la pena de comprometer su reputación por la miseria de sesenta mil reales, ni prueba esta suma otra cosa que la miseria del país.

–Tenga presente Vuestra Señoría que no he referido más que un ejem-plo –repuso Barbillas–, que casos, como éste, se repiten todos los días; y que no es culpa del país el que los gobernadores no los sepan aprovechar. Además, todavía nos quedan en el tintero las dos vetas más importantes: las encomiendas y los repartimientos.

–Pero, ¿y a mí que me importa todo eso? –preguntó don Fernando con una entonación de voz que le filibustero tradujo de la manera siguiente:

–¡Habla, habla!… te escucho con ansia.Así continuó imperturbable: –¡Cómo! ¿Qué os importa eso a vos? Y si recibís del Rey la comisión

de residenciar a alguno de vuestros predecesores, que se han entregado valerosamente a tan lucrativo tráfico, ¿creéis que no os servirán de mucho las noticias que os estoy dando?

–Eres un pirata de talento… Continúa. –A propósito de los predecesores de Vuestra Señoría, no será fuera del

caso advertirle que don Martín de Urzúa conquistó a los indios del Petén y compró su título de Conde con sólo el producto de los repartimientos.

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–¡Hola! Según eso, el tal don Martín de Urzúa no debe ser muy querido. –Un ardite se le da de que le quieran o no le quieran en la provincia.

Además de la granjería de los repartimientos, tiene la nota de complicidad en un asesinato sacrílego, cometido en la misma villa de Valladolid, de que acabo de hablar a Vuestra Señoría, a propósito de Andrade. Pero después de haber ahorcado a dos pobres alcaldes de la villa, que acaso sólo fueron instrumentos suyos, la justicia real quedó satisfecha, y no contenta con absolver a Urzúa y devolverle su gobierno, le colmó de todos los honores de que creo haber hablado ya a Vuestra Señoría.

–¡Qué felicidad es ser pirata para hablar con tanta libertad! –Y para hablar más todavía, cumpliendo con la palabra que he dado a

Vuestra Señoría escogeré dos ejemplos: don Arias, Conde de Lozada y Ta-boada, sólo gobernó dos años la provincia; pero en estos dos años se dio tal maña para sacarle cuanto provecho podía dar, que en 1621 se embarcó en el puerto de Santa Clara, llevando en sacos y cajones el dinero que había acumulado durante su gobierno. La suma no debía ser flaca, porque con ella restableció en España el lustre de su casa que había ya empezado a caer en el negro olvido de la pobreza.

–Adelante. –El segundo ejemplo es el del ilustre Conde de Peñalva, que en el año

de 1652 fue asesinado misteriosamente en su mismo palacio. –¡Eh! ¿Tan luego has escogido para tus ejemplos a dos condes? –No es culpa mía que los condes hayan sido los gobernadores más

vivos de la provincia. –¡Veamos! ¿Qué es lo que hizo el Conde de Peñalva? –Seguir las huellas de sus predecesores. Pero como tenía más talento

que todos ellos, a su muerte se encontraron en sus arcas sesenta mil pesos en numerario y cuarenta mil que tenía depositados en México, como pro-ducto de los repartimientos.

–¡Cien mil pesos! –exclamó don Fernando, dejando sorprender al pi-rata el segundo relámpago de codicia que brillaba en sus ojos–. ¿Y cuánto tiempo duró su gobierno?

–Dos años y algunos meses. –¿Y de qué varilla mágica se valió ese ilustre Conde para sacar un mi-

llón por año a la pobre provincia de Yucatán? –¡Un millón por año! Vuestra Señoría es bastante moderado. ¿Pues y lo

que gastaba el buen don García de festines, saráos, comilonas y amoríos?

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–Tanto más escandaloso. ¡Vamos!… contesta. –¿De qué sacaba todo eso? De varias fuentes. Además de las encomien-

das y repartimientos de que he hablado a Vuestra Señoría, había obligado a los…

–¡Hum! ¡Hum! Aunque abogado, no soy muy fuerte en la legislación de indias. Explícame qué es eso de encomiendas y repartimientos. Puedo verme obligado a hacer alguna residencia y quiero aprovechar tus conoci-mientos. ¡Vamos!… ya te escucho.

–¿Vuestra Señoría no sabe lo que son encomiendas? –preguntó el pirata con su impertinente ironía.

–¡Eh! sí –respondió el maestre con impaciencia–. Sé que las encomien-das consisten en cierto número de indios que se señalaron a los conquista-dores y sus descendientes para que disfrutasen sobre ellos ciertos derechos, parecidos a los que tuvieron sobre sus vasallos los barones feudales. Pero lo que no acierto a comprender es cómo han podido sacar alguna utilidad de esta institución los gobernadores de Yucatán.

–De un modo muy sencillo, no confiriendo la encomienda al nuevo sucesor, sin exigir previamente un derecho. Este derecho ha sido vario en los distintos gobiernos que se han sucedido en la provincia; pero el Conde de Peñalva lo tasó en una cantidad igual a la renta de un año de la enco-mienda vacante.

Don Fernando tosió ligeramente para disimular su emoción. –¿Y los repartimientos? –preguntó al cabo de algunos instantes. –En cuatro palabras voy a explicar a Vuestra Señoría lo que son. Con

muy raras excepciones, los indios de la Península se dedican generalmente a la agricultura. Pero como todos los pobres, carecen siempre de recursos para emprender sus trabajos los curas, los frailes, los encomenderos y los agentes de los gobernadores, son los que se encargan de proporcionárselos. Así, para que el indio pueda formar sus sementeras en el tiempo debido, es necesario que alguno de éstos les adelante cantidades en numerario o en especie.

–Hasta aquí –dijo don Fernando–, no veo en los repartimientos otra cosa que un acto de caridad que consiste en socorrer al necesitado.

–Si todo parase en esto –repuso el pirata–, nada tendría qué explicar a Vuestra Señoría Pero no sucede así. A la hora del pago el repartidor tasa el precio del efecto, y como no admite en numerario, sino en especie, las

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cantidades adelantadas con el rédito que haya tenido a bien señalar, el pobre agricultor tiene que deshacerse al fin de sus trabajos, de la mayor parte de sus cosechas. Pero eso no es todo. No puede disponer siquiera del resto de sus frutos, porque el repartidor que ha explotado su miseria mientras sus sementeras llegaban al estado de cosecha, se la ha comprado ya toda al pre-cio que ha querido señalarle. Esto que sucede con el maíz y el algodón, por ejemplo, se reproduce con la cera, la miel y la vainilla, que los indios cogen en los campos, y con los tejidos que las mujeres fabrican en sus casas.

–De ese modo –dijo don Fernando– los repartidores hacen un negocio seguro, comprando a dos, por ejemplo, y vendiendo a ocho o a diez.

–O a veinte o cuarenta –añadió Barbillas–. Como ellos son los únicos que sacan del país estos efectos, siempre comprarán como quieran y ven-derán al precio que tengan en los mercados foráneos.

–Pero un comercio tan lucrativo necesariamente debe de producir competencias, que no pueden menos que redundar a favor de los indios.

–¿De qué modo? –De un modo obvio y sencillo. Si tú y yo somos repartidores, yo procu-

raré comprar más caro para que el indio me sirva a mí y no a ti.–¡Eh!… qué poco conoce Vuestra Señoría el país que va a gobernar. Los

repartimientos han producido, en efecto, competencias ruidosísimas, que sólo han servido para que los repartidores se rompan entre sí la crisma; y en que el pobre trabajador no ha entrado para nada. Esto consiste en que aquellos obligan a los indios al trabajo, valiéndose de los varios medios de poder que ejercen sobre ellos. El gobernador se vale de los caciques, el encomendero de sus derechos y el cura y el fraile de sus obvenciones, que exigen en especie cuando están escasos los frutos de que acabo de hablar, y en numerario, cuando no tienen valor en los mercados.

–¡Vive Dios! –exclamó el maestre–, ¡que tienes la lengua más viperina que he conocido en mi vida!

–Vuestra Señoría no tardará en mudar de opinión, –repuso con calma el pirata.

–¿Pero quién diablos eres tú para conocer tan a fondo, como afectas, la historia y las costumbres de la Península?

–¿Yo?… Ya lo ve Vuestra Señoría… un pirata. –Un pirata que el capitán de este patache me había asegurado que era

inglés.

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–Creo que ya habrá tenido tiempo Vuestra Señoría de convencerse de lo contrario.

–En efecto, nada tiene de británico tu acento, y hablas con tanta per-fección el español, que nada de absurdo tendría el tomarlo por un caste-llano viejo.

–Vuestra Señoría me permitirá observarle que tiene poco delicado el oído. –¡Cómo! –Un castellano viejo no confunde la pronunciación de la c y de la z

con la de la s, ni la de v con la de b, ni la de y con la ll. No hubiera dicho, por consiguiente, como yo, Ursúa, ejersen, obcerven ni aqueyos. De mí, por consiguiente, podía burlarse un castellano, como aquel gramático se burlaba de los habitantes de no sé qué provincia romana, diciendo que qué podía esperarse de unos hombres para quienes era lo mismo bibere que vivire, beber que vivir.

–¿Quién diablos eres, entonces, que afectas por añadidura el pedantis-mo de un estudiante de Salamanca?

–Un pirata que espera con impaciencia que Vuestra Señoría se decida a pagarle la miseria de quinientos mil reales, en que ha tasado su rescate.

–El maestre miró un instante en silencio a su interlocutor, y forzando sus labios a producir una sonrisa, le dijo:

–Espero que no insistirás en semejante locura. –¡Insistir! ¿Y para qué? Como un caballero español no regatea jamás,

me parece que ya siento en mis bolsillos el peso de los quinientos mil reales.

–¡Vamos!… Seamos razonables. Como además de mi rescate te harás sin duda de La Isabel para venderla en Jamaica, o en cualquier colonia inglesa, creo que con darte doscientos cincuenta mil reales, habrás hecho uno de los mejores negocios de tu vida.

No queremos fastidiar al lector con referirle palabra por palabra del diálogo mercantil que se entabló, entonces, entre el maestre y el pirata a fin de sacar el mejor partido posible en la posición que recíprocamente guardaban. Bastará decir que al cabo de un cuarto de hora de discusión el rescate se fijó definitivamente en doscientos ochenta mil reales, o sean catorce mil pesos, bajo las condiciones siguientes:

Primera–. Que La Isabel quedaría a disposición de Barbillas. Segunda–. Que todos los pasajeros, soldados y marineros del patache,

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serían puestos en libertad, obligándose el filibustero a desembarcarlos en el lugar que designasen.

Tercera–. Que sólo se exceptuasen interinamente de esta regla, los em-pleados de don Fernando, sus familias y la familia misma del maestre, que permanecerían a bordo del queche en calidad de rehenes, hasta que se entregasen a Barbillas los catorce mil pesos del rescate.

Cuarta–. Que para conseguir el cobro de esta cantidad, don Fernan-do pasaría con el pirata al puerto de Campeche, donde en su calidad de gobernador exigiría el pago a quien quiera que tuviese dinero e impediría que se hiciese mal alguno a Barbillas.

Quinta–. Que mientras ambos permaneciesen en tierra, el queche es-taría a la vista del puerto para socorrer al filibustero en caso de necesidad.

Sexta–. Que si a las veinticuatro horas de haber desembarcado Barbillas no volvía al queche, los piratas saquearían e incendiarían el puerto, si les fuere posible, y en todo caso pasarían a cuchillo a los rehenes.

Arreglado así el convenio, don Fernando prometió cumplirlo al pie de la letra, empeñando al efecto su fe de caballero, y Barbillas prometió lo mismo, empeñando a falta de otra cosa mejor, su palabra de pirata.

Ambos salieron entonces de la cámara. Reinaba sobre cubierta el mayor silencio posible. Ningún pirata había

quebrantado la consigna en los tres cuartos de hora que duró la conferencia. Barbillas dio las órdenes necesarias para desocupar el patache. Toda la

gente que había traído a su bordo empezó a pasar entonces al queche. Cuando llegó el caso de que pasasen las señoras, Barbillas, que tenía

fama de mirar con indiferencia al bello sexo, o más bien de sentir hacia él una repugnancia inexplicable, volvió las espaldas desde que divisó a lo lejos a la primera saya, y empezó a hablar con uno de sus tenientes.

Don Fernando conversaba en aquel momento con uno de los caba-lleros de su comitiva, a quien había prometido ya su nombramiento de secretario.

–Aseguro a Vuestra Señoría –le decía en voz baja– que no podíamos salir mejor librados. Catorce mil pesos por dejarnos a todos en libertad con nuestras respectivas familias…

–¡Diablo! –exclamó don Fernando–. Bien se conoce lo que amáis a vuestra mujer en el empeño que tomáis por la familia.

–Vuestra Señoría sabe muy bien que todo hay que temerlo de este ca-nalla, que vive sin Dios ni ley.

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–Pues os equivocáis, mi querido don Sancho. Mirad lo descortés que ha andado con las damas ese desalmado de Barbillas, volviéndose las es-paldas al divisarlas.

El semblante del futuro secretario se iluminó con una sonrisa. –¿De veras? –preguntó. –Está a la vista. Mirad y convenceos. –¡Es que no conozco a ese condenado pirata!–Allí le tenéis inclinado sobre el primer cañón a la derecha, hablando

con otro pirata… ese que lleva el bigote más descomunal que habréis visto seguramente en el discurso de vuestra vida.

Don Sancho siguió con los ojos el movimiento del dedo con que el maestre había acompañado sus instrucciones. Pero apenas los había fija-do un instante sobre el rostro del pirata, cuando quedó inmóvil y pálido como un cadáver.

–¡Hola! –dijo don Fernando–. Parece que no os producen muy buen afecto los bigotes de ese bribón.

Don Sancho, en lugar de responder, corrió a incorporarse al grupo que formaban las señoras, las ayudó a pasar por la especie de puente que los piratas habían puesto entre las dos embarcaciones, y un momento después se le vio desaparecer con una dama por la escalera que conducía al entre-puente de queche.

Al cabo de media hora el transporte había terminado. El patache, com-pletamente vacío y tripulado únicamente por algunos piratas, se hizo a la vela para la Isla de Término, conforme a las órdenes de Barbillas.

El queche tomó el rumbo de Campeche y a las siete y media de la no-che anclaba enfrente del puerto.

Inmediatamente se desprendió un bote de uno de sus costados, dos hombres descendieron a él, e impelido por cuatro remeros vigorosos, se deslizó rápidamente sobre la superficie del mar con dirección al barrio de San Francisco.

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Capítulo XIII. Lo que discutía acaloradamente el Cabildo de la villa de Campeche en la sesión de la noche del 3 de agosto de 1708

Por mucho que gritemos los que blasonamos de progresistas, contra las cosas y las costumbres de nuestros venerables abuelos, preciso es convenir, sin embargo, que tenían algunas virtudes, de que mucho distamos ahora y, lo que es peor todavía, de que tenemos a orgullo carecer, en virtud de hombres despreocupados.

Nos ha sugerido esta reflexión el hecho de que aunque acababan de to-car la parroquia y en San Francisco las oraciones de la noche de que acaba-mos de hablar en el epígrafe de este capítulo, ya se hallaban, no obstante, reunidos en el salón de las sesiones de la casa municipal, los seis regidores de que únicamente se componía entonces el Cabildo de la villa.

Citad ahora a cualquiera junta, sesión o conferencia, y aunque tengáis la previsión de citar para las cinco, si deseáis que la reunión tenga lugar a las seis, probablemente os darán las ocho, sin que hayan llegado al lugar de la cita más de la mitad de los individuos que deben concurrir.

Mirad los congresos, los consejos, los Ayuntamientos y las sociedades filantrópicas, agrícolas, mercantiles, etc.

En el primer mes de su elección, los miembros asisten a las sesiones casi con puntualidad; en el segundo ya se hacen esperar una hora, en el tercero dos, y del cuarto en adelante ya se hacen desear, como el Mesías de los judíos.

Y cuando se considera que nuestros abuelos no se fastidiaban de cum-plir con su deber, aunque permanecían toda su vida en los Ayuntamien-tos, mientras nosotros nos fastidiamos a los pocos días, aunque sea tan corto el tiempo por el que la patria reclame nuestros servicios.

Es verdad que nuestros venerables antepasados tenían que pagar una bonita suma a las arcas reales para conseguir el derecho de sentarse en las salas capitulares, lo que sin duda les hacía estimar bastante la carga, y que nosotros nos hacemos rogar demasiado antes de decidirnos a aceptar un destino semejante… ¡cuando no tiene cien pesos mensuales de honorarios!

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Es verdad también que nuestros honrados abuelos se creían colocados en lo más elevado de la escala social cuando conseguían atrapar un regi-miento, y que nosotros apenas creemos recompensados nuestros méritos, cuando se nos da una cartera de ministro o una banda de general.

¡Oh tempora! ¡oh mores! Pero basta de digresiones y sermones inútiles. Volvamos a nuestra na-

rración. El salón de sesiones se hallaba iluminado por seis bujías de cera de Cas-

tilla que ardía sobre dos candelabros de plata. La mesa en que descansaban estos candelabros estaba cubierta con un tapete de paño oscuro adornado en sus orillas con pasamanerías de hilo de oro. Una escribanía de plata, algunas plumas y unos cuantos legajos se veían sobre el tapete.

Las sillas de los capitulares, cubiertas de terciopelo color de grana, ro-deaban la mesa a alguna distancia. Sobre el respaldo de la silla principal que ocupaba el centro de la testera del salón, se veía suspendido el escudo real de las Españas.

En el momento en que introducimos en el salón a nuestros lectores, el alcalde de primer voto, que era el presidente nato del Ayuntamiento, agitaba entre sus dedos una campanilla de plata, y los capitulares se aco-modaban gravemente en sus sillas para dar principio a la sesión.

Todos eran ancianos. La sociedad antigua, que buscaba la prudencia y la sabiduría, o acaso

las preocupaciones, que se arraigan más fácilmente en la vejez, ponía siem-pre a los ancianos al frente de los negocios públicos. La sociedad actual, que se precia de su fuerza y blasona de despreocupada, ha adoptado el extremo contrario y generalmente se apoya en la juventud.

Nosotros no abogamos a favor de uno ni de otro sistema: conocemos las ventajas y desventajas de cada uno.

Solamente hacemos notar una diferencia característica de ambas épocas. El secretario empezó a dar lectura al acta de la sesión anterior. Pero no

había tenido tiempo de concluirla, cuando el portero del Cabildo entró apresuradamente en el salón, y colocado en el círculo de luz que proyec-taban las seis bujías, todos los capitulares pudieron notar en el instante la alteración pintada en su semblante.

El Cabildo de la villa no tenía entonces más que portero. El derecho de tener maceros no lo adquirió hasta el año de 1777, en que también aumentó a diez el núm14gente pudiese ver lo que hacía.

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Como si estas palabras hubiesen tenido la rara virtud de sacar al presi-dente de su enajenamiento, en aquel instante se le oyó exclamar con voz agitada:

–¡Los filibusteros!… ¡los filibusteros en la villa!…Y apoderándose de la campanilla que había dejado un momento sobre

la mesa, la hizo repicar convulsivamente y añadió: –¡Se levanta la sesión!–¡Una palabra! –exclamó Barbillas, avanzando algunos pasos en direc-

ción al presidente. Y tendiendo hacia adelante la palma de la mano derecha, los buenos

regidores, sin saber lo que hacían obedecieron aquella señal y permanecie-ron inmóviles en sus sillones.

Entonces el pirata, con cierta mezcla de ironía y respeto, se expresó de esta manera:

–Me permitiréis advertiros, señor presidente, que no hay motivo al-guno para levantar la sesión. Vuestra alarma no tiene fundamento. Los filibusteros permanecen a bordo de mi queche, que acaba de anclar a una legua de la villa. Yo soy el único que ha tenido necesidad de desembarcar. Pero como ya comprendéis que un hombre solo no puede presentarse con ninguna intención siniestra en una población de doce a quince mil habi-tantes, os advierto que he venido con una misión importante, de que va a daros cuenta al momento el personaje que me acompaña.

Y haciéndose atrás algunos pasos para dejar visible al segundo emboza-do, el filibustero, inclinándose ligeramente ante él, añadió:

–Dígnese Vuestra Señoría asegurar al ilustre Cabildo de esta villa que, aunque pirata, no he faltado en lo más mínimo a la verdad en cuanto acabo de decir.

El embozado adelantó los pasos que había retrocedido el pirata, y de-jando caer con dignidad el albornoz que le cubría, presentó a los ojos de los capitulares una figura noble y gallarda, que todo el Cabildo miró con interés y curiosidad.

Barbillas se inclinó por segunda vez, y con el énfasis de un ujier que anuncia a un alto personaje desde la antecámara de un rey, pronunció con voz clara y distinta las palabras siguientes:

–¡El maestre de campo don Fernando Meneses Bravo de Saravia, nom-brado por Su Majestad don Felipe V, gobernador y capitán de campo de esta provincia!

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Los dignos capitulares dejaron ver en su semblante la impresión que le causaba esta nueva y se miraron unos a otros llenos de asombro.

El presidente hizo ademán de levantarse, pero volvió a quedar inmóvil en su sillón, dejando adivinar en su postura el embarazo que experimentaba.

El caso no era para menos. Era aquella, seguramente, la situación más apurada en que se había

encontrado en el largo curso de sus funciones capitulares. ¡Un gobernador nuevo conducido por un pirata!El más encopetado pelucón de aquellos tiempos y de los actuales se

hubiera visto en el mismo atolladero que el digno presidente. Sacó a todos de su embarazo el que había recibido de Barbillas el nom-

bre de don Fernando, quien llevando la mano a su faltriquera, extrajo de ella unos papeles, que presentó al instante al escribano, que funcionaba de secretario en el Cabildo.

El secretario hojeó los papeles; pero apenas hubo echado sobre ellos la primera mirada, cuando se levantó presuroso y exclamó en alta voz:

–¡Un despacho firmado por Su Majestad!Todos los capitulares se pusieron inmediatamente en pie, como movi-

dos por un resorte, y miraron alternativamente al presidente, al secretario, al pirata y al presunto gobernador.

–Deseo –dijo éste al presidente– que mandéis dar lectura a ese despacho. Avasallado el secretario por la firmeza con que don Fernando había

pronunciado estas palabras, consultó con una mirada al presidente; pero éste, que a cada nuevo incidente de aquella aventura singular, veía sur-gir una nueva dificultad, se halló completamente embarazado con esta consulta, y permaneció impasible. Entonces el escribano, que debía saber muy bien aquello de: quien calla otorga, se afirmó los espejuelos sobre los ojos, y sin que nadie opusiese la menor resistencia, empezó a leer con voz gangosa los papeles.

Los capitulares, sabiendo que lo que contenían eran letras de Su Ma-jestad, se quedaron en pie, inclinaron la cabeza, se llevaron al pecho una mano, y mudos como unas tumbas, e inmóviles como unos troncos, escu-charon la lectura del despacho.

Era un nombramiento en forma de don Fernando Meneses Bravo de Saravia para gobernador y capitán general de Yucatán. El sello real y la firma del refrendatario, tan conocidas por el escribano del Cabildo, no dejaron lugar a ninguna duda.

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Pero en aquel momento surgió una grave sospecha en el atribulado áni-mo del presidente y se apresuró a hacer uso de la palabra para manifestarla:

–¿Quién nos asegura, –dijo, paseando una mirada sobre todos los regi-dores; –quién nos asegura que este caballero sea don Fernando Meneses?

–¿Negaréis vuestro crédito a una cédula de Su Majestad? –preguntó, exasperado, don Fernando.

–Venís escoltado por un pirata, – repuso el presidente, acercando sus labios al oído del maestre–. Ese pirata pudo haber asesinado en el mar al verdadero Meneses y despojádole de esos papeles con que os presentáis ahora.

Don Fernando reflexionó un instante; pero encontrando, sin duda, justa la observación, se acercó a la mesa, tomó una pluma y trazó rápida-mente sobre el papel algunas palabras. Sacó en seguida de su faltriquera otros papeles y poniéndolos sobre el tapete, frente al secretario, juntamen-te con lo que acababa de escribir.

–Confrontad –le dijo. Lo que don Fernando había escrito era su nombre y su rúbrica. El pa-

pel que acababa de sacar de su faltriquera era un pasaporte en toda regla, a cuyo calce estaba la firma del portador, igual en un todo a la que acababa de trazar con su puño. Constaba, además, en el pliego, la filiación del maestre, de un modo que acabó de disipar todas las dudas del Cabildo.

Cuando don Fernando vio convencidos de su identidad a todos los capitulares, se volvió al presidente y le dijo:

–Tengo que hablaros de un negocio importante como urgente. Pero para hacerlo con mayor libertad, desearía que suspendieseis por un mo-mento la sesión.

–A fe mía, que hace algunos minutos que lo está de facto –respondió el presidente–. Vuestra Señoría ha visto con qué libertad nos hemos expresa-do todos. Sin embargo…

Y volviendo a empuñar la campanilla, la hizo repicar un instante, pro-nunciando las palabras sacramentales:

–Se suspende la sesión.Entonces don Fernando se arrellanó familiarmente en uno de los si-

llones capitulares y con grande asombro y escándalo de todo el Cabildo, invitó a Barbillas a que se sentase en otro. El pirata no se hizo de rogar y tomó asiento entre los dignos regidores.

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El maestre tomó en seguida la palabra y explicó enseguida cómo había sido apresado por Barbillas el patache en que venía, el rescate que había exigido por él y las condiciones con que había admitido, con todo lo de-más que hemos referido al lector en los capítulos anteriores.

Los señores capitulares le escucharon con la boca abierta, y cuando hubo concluido, un alcalde le preguntó:

–¿Y está Vuestra Señoría en disposición de pagar esa enorme cantidad de catorce mil pesos?

–¡Que si me hallo en disposición de pagarla! –exclamó el maestre, ad-mirado de la candidez del alcalde–. Y si no lo hago antes de las doce horas, o por mejor decir, antes de once, porque ha transcurrido ya una hora des-de nuestra partida del queche, el señor Barbillas que como él dice, tiene palabra aunque de pirata, tendrá derecho de asesinar a los rehenes que han quedado a bordo y aun de saquear e incendiar la villa de Campeche.

–¡Hum! –refunfuñó el alcalde. –Se me figura –dijo Barbillas, mezclándose con desenfado en la con-

versación–, se me figura que vuestra merced duda que yo pueda saquear e incendiar la villa.

El alcalde, en lugar de indignarse con esa osadía a que seguramente no estaba acostumbrada su merced, miró con sonrisa compasiva al pirata y repuso:

–Señor Barbillas, se han pasado ya los tiempos de Diego el Mulato y de Lorencillo, en que los piratas tomaban a Campeche como engullirse una empanada. Es decir –añadió el buen alcalde, viendo el gesto con que acogían esta frase los demás capitulares, celosos defensores de la honra de la villa–, es decir, en que los piratas tomaban a Campeche después de una vigorosa resistencia y pasando sobre los cadáveres de todos sus defensores.

–¿Y por qué se han pasado esos tiempos? ¡Se dignará vuestra merced decírmelo!

–Por una causa muy obvia. En aquella época, Campeche era una po-blación abierta que no tenía más que un miserable reducto para su defensa y que sólo podía resistir con algunos de sus vecinos que armaba de prisa.

–Sí –repuso Barbillas con una sonrisa que hizo hervir la sangre de al-gunos capitulares–. Y ahora cuenta en primer lugar, con el castillejo de San Carlos, reparado y fortificado en 1676 por el gobernador y capitán general, frey don Sancho Fernández de Angulo y Sandoval. Y, sin embar-go, esto no impidió que Lorencillo saquease durante dos meses la villa nueve años después. En segundo lugar, cuenta con el bastión de Santa

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Rosa, construido en 1690 por el gobernador, maestre de campo don Juan José de la Bárcena, destinado para formar el primer baluarte de la futura muralla. Cuenta, en tercer lugar, con algunos otros reductos empezados por el mismo Bárcena, y que con el tiempo tendrán el mismo destino que el de Santa Rosa; pero que ahora no le sirven, sin duda, para mucho, como lo prueba el hecho de haber podido yo penetrar hasta este salón, sin que nada ni nadie me hubiese detenido en mi tránsito.

–Muy instruido parecéis en la crónica monumental de la villa, –dijo el alcalde, contemplando con cierta admiración al pirata–. Os habéis olvida-do, sin embargo, de mencionar, dos de los principales medios de defensa con que contamos.

–¿Cuáles?… ¿La compañía de guardias presidiales que existe desde 1688 y que creo que ahora se ha aumentado hasta medio batallón, gracias al amor que su Su Majestad el rey de España profesa a la villa de Campe-che, tan castigada el siglo pasado por los filibusteros?

–¡Pardiez! No os olvidéis de las piezas de artillería que trajo a la villa el gobernador don Miguel Franco Condóñez del Soto ni de los treinta caño-nes de diversos calibres con que la dotó también el mismo don Juan José de la Bárcena, de quien acabáis de hablar.

–Mucha importancia le da vuestra merced a la artillería. Pero sea de ello lo que fuere, os protesto a fe de barbillas, que a pesar de sus baluartes, guardias, presidiales y cañones, a las ocho de la mañana rompo mis fuegos, si al romper el alba no me ha entregado el Cabildo los catorce mil pesos del rescate de don Fernando.

–¡El Cabildo! –exclamó asombrado el alcalde–. ¡El Cabildo entregaros catorce mil pesos! Señor presidente; oíd la nueva arribajada con que se descuelga ahora nuestro huésped. Pretende que el Cabildo sea quien le pague los catorce mil pesos.

El presidente, que no había escuchado la discusión del alcalde con Bar-billas, porque había empleado este tiempo en hablar en voz baja con don Fernando, levantó la cabeza a esta interpelación y miró fijamente al fili-bustero, como para preguntarle si era cierto lo que acababa de oír.

Barbillas comprendió este lenguaje mudo y se apresuró a satisfacer a la pregunta:

–Y si el Cabildo no me paga –dijo–, ¿quién me pagará? Su señoría, el capitán general, se servirá manifestar a estos señores que no tiene un cuar-to en sus bolsillos para pagar su rescate.

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Don Fernando se vio en la necesidad de confirmar lo que decía el pira-ta, añadiendo que sólo el Cabildo podía librar a su familia y comitiva que habían quedado de rehenes.

Los capitulares pusieron el grito en el cielo, y como todos los indivi-duos y todos los Cabildos de todos los siglos, cuando se les pide dinero, manifestaron que estaba exhausto su tesoro. Pero Barbillas, que parecía tener en la uña todo lo que pasaba en cualquier rincón de la Península, contestó a las quejas del Cabildo con su acostumbrada volubilidad.

–Alto ahí, señores. El regimiento de la villa tiene fondos y lo voy a probar:

1º–. Sus propios y arbitrios, con que tiene para ocurrir a todas sus necesidades.

2º–. El derecho de cuatro reales, impuesto desde 1692 a cada fanega de sal que este puerto embarca para el de Veracruz.

–Pero ese derecho impuesto para amurallar la villa –interrumpió un regidor– se ha gastado conforme se ha ido recaudando en el objeto a que fue destinado desde su creación.

–Me permitirá vuestra merced advertirle que todas las obras de for-tificación de la villa, se han construido con otros fondos: con diez mil pesos que en 1680 cedió el Cabildo y vecindad de esta villa; con trece mil quinientos pesos que después del saqueo de Lorencillo se recogieron por derramas voluntarias a moción del gobernador don Juan Bruno Tello de Guzmán; y con diez mil pesos que Su Majestad don Carlos II mandó dar de las reales cajas de México. No creo imposible que los cuatro reales por fanega de sal se hubiesen empleado hasta aquí en la misma obra; pero puesto que vais a seguir cobrando ese derecho, que es una mina inagota-ble, podéis hacer al vecindario el préstamo de los catorce mil pesos, y en uno, dos o tres años, habréis acabado de pagarlos. Destinaréis así la canti-dad a librar a la villa de los filibusteros, que al fin y al cabo, no es distraerla del objeto de su creación.

No es fácil explicar la impresión que produjo en el Cabildo la insolencia con que Barbillas había formulado esta proposición. Los honrados conce-jales no habían salido todavía de su asombro, cuando el portero entró de nuevo en el salón y habló algunas palabras en secreto con el presidente. Éste se levantó al instante de su silla, echó a andar seguido del portero y no tardaron en desaparecer ambos por la puerta de la antesala.

Al cabo de cinco minutos volvió a presentarse con el semblante trans-

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formado por una súbita alegría, que en vano se esforzaba a disimular. Llamó a don Fernando, y con voz baja se entabló entre ambos el diálogo siguiente:

–Vuestra Señoría puede vengarse al momento, si quiere, de ese inso-lente bandido.

–¿De qué manera? –preguntó el maestre. –Acabo de hablar en la antesala con Diego Florentino, quien asegura

que es la cosa más sencilla del mundo meter el queche en el puerto y…–¿Quién es Diego Florentino? –Un experto y valiente marino que tiene a su mando el guardacostas

del puerto, que es una embarcación fuerte, ligera y bien equipada. Muchos jóvenes de la villa, que se han reunido en la casa del teniente gobernador a la noticia de que el queche de Barbillas había anclado frente al puerto, han ofrecido acompañar a Florentino en la expedición, que seguramente produ-cirá buen éxito. Y mientras el guardacostas navega al encuentro del queche, nosotros podremos prender aquí al señor Bigotes y descuartizarle mañana.

–No encuentro más que un inconveniente –repuso don Fernando. –¿Cuál? –Para que el guardacostas pueda meter al queche en el puerto, necesa-

riamente se ha de empañar un combate. –Vuestra Señoría puede estar tranquilo. El guardacostas lleva a bordo

buen número de gente. –No digo que no. Pero apenas se rompan los fuegos, los piratas van a

asesinar fríamente a mi familia y a mi comitiva, conforme a lo estipulado en el convenio.

El presidente inclinó la cabeza y se rascó un instante las cejas en ade-mán meditabundo. Pero al cabo de un minuto de reflexión, volvió a le-vantar los ojos y dijo:

–La objeción es fuerte. Hay, sin embargo, un medio de componerlo todo. –Veamos ese medio. –Diego Florentino llevará los catorce mil pesos al queche. –¡Hola! –exclamó el maestre–. Según eso, ya podéis disponer de esa

enorme cantidad. –¡Bah! –replicó algo cortado el presidente–. El comercio de la villa la

proporcionará fácilmente, sabiendo que al romper el alba estará ya rein-tegrada.

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–¿Reintegrada al romper el alba? –Es claro, porque luego que Diego Florentino entregue los catorce mil

pesos en el queche y que le sean devueltas la familia y la comitiva de Vuestra Señoría conforme a lo pactado, romperá sus fuegos y cumplirá su palabra de hacerse del queche de esos forajidos.

–Surge otra nueva dificultad en la ejecución de ese plan. He empeñado a Barbillas mi palabra de caballero de que no se cometería contra él nin-gún atentado.

El presidente miró lleno de sorpresa a su interlocutor. –¿Y cree Vuestra Señoría, –le dijo al cabo de un instante– que un caba-

llero está obligado a cumplir a un pirata la palabra que le ha dado en un momento de peligro?

–Mientras el pirata cumpla la suya, como lo ha hecho Barbillas, ¿por qué no? ¿Queréis que un pirata sea más hombre de bien que un caballero?

El digno presidente se encogió de hombros y se separó del maestre, di-rigiéndole una mirada llena de frialdad. Esta mirada era el preludio de las dificultades que algunos días después debía encontrar don Fernando para hacerse cargo de su gobierno.

Vista la oposición de éste a toda medida que se apartase un ápice del convenio que había celebrado con el pirata, los miembros más caracteriza-dos del Cabildo habían entablado una conferencia secreta para discutir los medios de reunir, en la noche, los catorce mil pesos. Barbillas esperaba el resultado de esta conferencia, arrellanado cómodamente en un sillón, en que fingía dormitar.

Media hora había durado la discusión, cuando fue interrumpida por el portero, que entraba por tercera vez en el salón. Interrogado por el presidente, manifestó que venía motu proprio a hacer presente al Cabildo, para lo que pudiera convenirle en el asunto de que se ocupaba, que los filibusteros acababan de invadir el pueblecillo de Lerma.

Barbillas se enderezó rápidamente en su silla para escuchar esta revelación. –¡Esa noticia es falsa! –pronunció mirando severamente al portero. –El teniente gobernador, –respondió éste–, acaba de recibirla por un

conducto fidedigno. –¡Vea Vuestra Señoría cómo los piratas cumplen sus palabras! –exclamó

el presidente, dirigiendo a don Fernando una mirada triunfante. Barbillas se había puesto ya en pie, y afectando no haber oído esta

exclamación:

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–¿Alguno de Vuestras Mercedes –dijo– puede proporcionarme al ins-tante un caballo?

–¿Para qué le quieres? –preguntó el maestre. –Para ir a Lerma a convencerme de la verdad. –¿No tienes un bote con cuatro vigorosos remeros? –¿El que nos ha traído y nos ha dejado frente al Convento de San

Francisco? –Sí. –Ese bote y esos remeros deben quedarse en el puerto para un caso

imprevisto. Si a las cuatro de la mañana no he vuelto a la villa, uno de esos hombres, que es de toda mi confianza, vendrá a buscar los catorce mil pesos para conducirlos al queche. Le conoceréis por este anillo que traerá puesto en el índice de la mano izquierda, y que podéis examinar ahora para no equivocaros.

Y Barbillas tendió su mano a los capitulares para que examinasen un grueso diamante que brillaba en uno de sus dedos a la luz de las bujías.

Cuando se hubo concluido este examen, a que se vieron arrastrados todos los circunstantes por esa pícara atracción que la riqueza ejerce en toda la humanidad, Barbillas, que no dejó de mostrarse impaciente un momento, reiteró su petición.

Don Fernando, que comprendió cuán necesaria era la presencia de Barbillas en Lerma para contener a los filibusteros, que habían salido del queche, merced, sin duda, a alguna sublevación, no tardó en averiguar que en el patio mismo de las casas consistoriales, había un caballo en que Diego Florentino había andado de barrio en barrio excitando el valor de los habitantes de la villa.

Mandó que fuese puesto al instante a disposición de Barbillas, y el fili-bustero salió con paso rápido de la sala del Cabildo.

–¡Y bien! –exclamó entonces un capitular–. ¿No pretende ese bribón que se le paguen los catorce mil pesos aunque no ha cumplido su palabra, como lo prueba la invasión de Lerma?

–Advertir –dijo don Fernando– que él ha ido a contener a esos piratas precisamente en cumplimiento de su palabra.

–¿Y quién puede asegurarnos eso? –terció el presidente–. Ahora sería la ocasión más oportuna de que Diego Florentino se metiese en el guarda-costas para habérselas con el queche.

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–Pensad lo que os plazca –replicó el maestre–. Pero tened presente que aunque el queche fuese metido esta noche en el puerto, quedan a Barbillas tres embarcaciones en la Laguna con que puede venir mañana a incendiar el puerto. Me equivoco: son cuatro contando con el patache que apresó en la tarde.

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Capítulo XIV. Brazo de acero Vamos a ver ahora lo que había ocasionado la invasión de Lerma. Para esto el lector tendrá que acompañarnos a bordo del queche y retro-ceder cronológicamente las tres horas que había durado la conferencia de Barbillas con el Cabildo.

Se recordará sin duda, que el futuro secretario del gobernador, llamado don Sancho, había palidecido al mirar por primera vez a Barbillas, y se ha-bía apartado rápidamente de don Fernando para acompañar a las señoras al queche, por cuyo entrepuente había desaparecido con una de ellas al cabo de algunos instantes.

Pues bien, mientras duró la navegación hasta el momento en que el barco ancló frente a Campeche, nadie le vio la cara sobre cubierta al con-sabido don Sancho.

Pero en el momento en que sonaron en el mar los primeros golpes de los remos del bote que conducía a tierra a don Fernando y a Barbillas, la cabeza del secretario asomó por el boquerón de la escalera del entrepuente, y primero con una rápida ojeada y después con más detención, examinó escrupulosamente lo que pasaba sobre cubierta.

Esta parte de la embarcación se hallaba únicamente iluminada por la luz de dos faroles, colocados cerca de las extremidades y en lugar bajo, probablemente para que no se divisasen desde el puerto.

La maniobra del anclaje se había ya terminado. Un gran número de piratas, tendidos aquí y allá sobre frazadas y man-

tas, empezaban a conciliar el sueño, rendidos por la fatiga del día, y se les oía roncar pausadamente.

Dos centinelas con el arcabuz al hombro se paseaban de popa a proa y de proa a popa.

Por último, un pirata sentado sobre una silla de tijera y recostado con-tra un mástil, se ocupaba bonitamente en trasegar de una botella a su vientre, una buena cantidad de ron.

El secretario se puso a mirar detenidamente a este adepto de Baco, y no tardó en reconocer en él al oficial con quien hablaba Barbillas en el momento en que don Fernando se lo hizo notar por primera vez.

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Don Sancho cerró los ojos un instante para reflexionar. Después de dos minutos de duda, acabó de subir la escalera y atravesó sin vacilar el espacio que le separaba del pirata.

Al ruido de los pasos, levantó éste la cabeza y mirando con torvo ceño a don Sancho:

–Vuélvase vuestra merced a su agujero –le dijo con una voz, cuya firmeza le hizo temblar–. El capitán al marcharse ha dado orden de que ningún pri-sionero ande sobre cubierta.

–Amigo mío –dijo el secretario con dulzura–, yo no soy prisionero sino rehén.

–Un rehén es más preciosos que un prisionero. –Voy a volver al instante al entrepuente, de donde sólo he salido un mo-

mento para advertiros que perdéis el tiempo con ese mal aguardiente, pudien-do tomarlo mejor.

–¡Malo, eh!… Pruébelo vuestra merced y no tardará en mudar de opinión. Y el pirata, llenando un vaso que tenía en la mano, lo puso entre los dedos

del secretario. Don Sancho se llevó el licor a la boca, humedeció sus labios con él, y devolviendo el vaso:

–Lo dicho –repuso con un gesto–. Tenéis a bordo un aguardiente de seis grados más.

–¡Diablo! –exclamó estupefacto el filibustero–. Sería curioso que vuestra merced supiese mejor que yo los grados del aguardiente que traemos a bordo.

–Nada tiene de extraño. El aguardiente de que os hablo es el que traía para su uso el capitán del patache, y que yo he tomado anoche antes de acostarme.

–¿Y ese aguardiente? –Un pira… digo –añadió al buen don Sancho espantado de la palabra

que iba a pronunciar–, uno de vuestros soldados lo tomó de la cámara en que estaba, y lo trajo ocultamente al queche.

–Voto a… ¿Y quién diablos va a averiguar ahora dónde lo puso ese la-drón?

–Por fortuna ya estaba yo aquí y pude verlo todo… aguardad: os lo voy a traer al instante.

Y don Sancho se levantó con agilidad, corrió a la escalera del entrepuen-te, desapareció por ella, y un momento después volvió a presentarse con una botella en la mano.

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El pirata se apoderó de esta botella, la empinó sobre sus labios y se estuvo un instante mirando las estrellas.

–¡Por vida mía que vuestra merced tiene razón! –exclamó al cabo de este tiempo, mirando con complacencia la botella–. El néctar es de supe-rior calidad.

Y volviendo a empinar la botella, se tragó sin pestañear hasta la tercera parte de su contenido.

Don Sancho seguía con ojos ávidos esta maniobra, y a buen seguro que el filibustero hubiera refrenado su charla y sus libaciones si la oscuridad de la noche no le hubiese impedido mirar la expresión de su semblante. Pero absorto, como buen bebedor, en hacer los honores a aquel magní-fico aguardiente, estaba muy lejos de concebir la menor sospecha; y así, después de hacer chasquear su lengua contra el paladar con un gesto de satisfacción, volvió a exclamar:

–¡Vive Dios que hay placeres en el mundo! Pero ninguno puede com-pararse al de apurar una botella de aguardiente a la luz de las estrellas, sobre la cubierta de un buque que se balancea entre el agua salada.

–Os gusta, según eso, la vida de marino. –Es decir, la de pirata. No tiene para mí ningún atractivo la cadena del

esclavo. –¡Toma! ¡Como si aquí no fuerais tan esclavo como en un buque mer-

cante o en una galera del Rey! El pirata no entendió muy bien, sin duda, la exclamación del secreta-

rio, porque después de mirarle un instante en silencio, empinó por tercera vez la botella para aclarar sus ideas. El remedio fue eficaz, porque no tardó en replicar:

–Mire vuestra merced si será esclavo el que puede beber cada vez que tenga sed.

–¡Bah! –repuso don Sancho–. Hasta el gato de una bodega puede co-mer todas las veces que sienta hambre.

–Pero el gato de una bodega no puede hacer lo que yo. –¿Qué? –Ahorcar a vuestra merced, si me viene en mientes, –repuso tranqui-

lamente el pirata. Don Sancho sintió estremecerse hasta la última fibra de su cuerpo al

escuchar estas palabras, y haciendo un esfuerzo supremo para que no se le conociese el miedo por la voz:

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–No lo haréis –le dijo. –¿Qué no? –Tenéis que obedecer a vuestro capitán; y como el señor Barbillas ha

garantizado la vida de sus rehenes bajo su palabra de honor…–¡Valiente dificultad! Le diré al señor Barbillas… le diré, por ejemplo,

que vuestra merced ha intentado cohecharme y se limitará a darme las gracias.

Don Sancho, espantado del giro que iba tomando la conversación, tuvo necesidad de un instante para reponerse. Pero sacando fuerzas de su propia flaqueza, no tardó en anudar el diálogo, diciendo:

–¡Ya lo veis! Tendríais necesidad de recurrir a una mentira, lo que… perdonad que os lo diga, es indigno de un hombre de vuestro mérito; cuando si no os ligara ningún eslabón de esa cadena de esclavo, que con-fesáis odiar…

–¿Qué? –preguntó el pirata, mirando sin pestañear a su interlocutor. –Haríais en el queche lo que os viniese en mientes, como decís, sin dar

después otra razón que esta: lo hice, porque me dio la gana. El filibustero, que se encontró embarazado al escuchar esta respuesta,

ocurrió a su remedio ordinario, vaciar en su estómago una buena cantidad de aguardiente.

–La razón sería excelente –dijo entonces–. La mejor que pudiese dar-se… ¡la más concluyente! Pero ya comprenderá vuestra merced que delan-te de Barbillas…

–Es justo –interrumpió don Sancho–, es el amo y debéis tenerle miedo. –¡Miedo, eh! –prorrumpió el pirata en un tono tan alto, que hizo vol-

ver la cabeza a los centinelas, que como hemos dicho, se paseaban de popa a proa–. ¡Miedo yo!

–Advertid que habéis alzado la voz de tal manera que ha llamado la atención de esos tunos.

El pirata levantó la botella con un ademán de cólera hasta la altura de sus ojos, y amenazando con ella la cabeza del infeliz secretario:

–¿Por quién me toma vuestra merced? –le preguntó exasperado–. ¿Se figura, acaso, que tengo miedo de gritar en este queche?

Pero como el temor tuviese embargada la voz de don Sancho, satisfe-cho el pirata de haberle intimidado, hizo bajar hasta sus labios el cuello de

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la botella, y de un solo sorbo apuró el resto de su contenido. Arrojando entonces la botella con un ímpetu de rabia sobre la cubierta que quedó regada con los pedazos del cristal:

–¡Miedo yo! –exclamó con el frenesí ascendente a que le había condu-cido su cólera y el licor que había tragado–. ¡Pues bonito soy yo para tener miedo!

En el estado en que habían llegado las cosas, el secretario creyó pruden-te una retirada momentánea. Voló al entrepuente y un momento después volvió a subir con dos botellas de aguardiente en la mano.

El pirata se apoderó de una, puso el cuello entre los dientes y se sorbió la mitad del licor.

–¡Excelente! –exclamó colocando la botella entre sus pies que tenía cru-zados sobre la cubierta.

El secretario comprendió que aquel era el momento más oportuno para llevar al cabo sus designios; y aunque el miedo hacía castañetear sus dientes, temió que no volviese a presentarse una ocasión semejante y dijo:

–Hablabais hace un instante de ciertas palabras que no os atreveríais a pronunciar delante del señor Barbillas.

–¡Hem! –murmuró el pirata–. Lo cierto es que el señor Barbillas tiene en ciertos momentos un gesto, que impondría a todos los leones del África.

–¿A los leones?… Convengo; pero a un marino valeroso e inteligente, como vos…

–¡A mí! Voto a… que cuantas veces ha fruncido el ceño o levantado la voz, he sentido correr por mis venas un fuego que…

–Que…–A vuestra merced voy a confesárselo únicamente. ¡Qué diablos! Todo

el mundo puede tener su ambición y algún día me había de cansar de ser siempre segundo… segundo y obedecer a otro hombre.

–Tenéis razón. Aut Coesar, aut nihil.5

–Perdone vuestra merced. Aunque hace tres años que me ando entre ingleses, no he podido aprender una sola palabra de su horrible dialecto. Si fuera francés… o latín, que el señor Barbillas habla como un doctor de Salamanca, ya… ya sería otra cosa.

5 O César o nada.

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–¡Bueno! No os volveré a hablar en inglés. Pero volviendo a nuestro asunto, decíais que las impertinencias del señor Barbillas os daban impulsos de…

–De hacerle ver cuántas son cinco… sí señor, y si se me ofreciera una ocasión…

Y el filibustero interrumpió su frase para apurar el licor que quedaba en la botella que tenía entre los pies.

–¿La aprovecharíais? –preguntó don Sancho. –A fe de Brazo de acero.–¿Brazo de acero es vuestro nombre? –O mi apodo, si os acomoda mejor. Los piratas no usamos nombre. –Pues bien, señor Brazo de acero, si yo os ofreciera esa oportunidad que

tanto deseáis…–¿Cuándo? –Al instante. El pirata se apoderó de la tercera botella, bebió unos cuantos tragos, y

golpeando con ella la cubierta: –No vacilaría un instante, –respondió con resolución. –Entonces… ¡atended!–Soy todo orejas para escuchar a vuestra merced. Don Sancho tomó la botella de manos de su interlocutor, como si ne-

cesitara de aquel estimulante para volver a hablar; pero apenas hubo hu-medecido sus labios con el aguardiente, devolvió el frasco con un gesto de repugnancia. No obstante pareció armarse del valor que necesitaba, porque dijo al punto:

–Dad, por ejemplo, libertad a algunos rehenes. –¿Dar libertad a algunos rehenes? –Y como lo que vais a hacer no es más que una prueba, contentaos con

poco. Sabéis los términos del convenio celebrado por don Fernando con el señor Barbillas.

–Sí. –¡Pues bien! Lo que más debe interesar a este es la familia del gobernador.

No toquemos a ningún miembro de ella y apelemos a los individuos de la comitiva. Me parece que dos es un número suficiente para hacer la prueba.

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–Apuesto a que vuestra merced querrá ser contado el primero en ese número dos.

–Siempre se desliza algún egoísmo en nuestras más inocentes acciones. Y puesto que os habéis dignado conferenciar conmigo sobre vuestros resenti-mientos contra el señor Barbillas, me parece justo que reclame la preferencia.

–¿Y quién será el segundo? –¡Ah! perdonad que continúe abusando de vuestras bondades. Me ha

acompañado en este infausto viaje mi anciana madre, que desde que oyó pronunciar el nombre de Barbillas se ha desmayado seis veces.

–Y vuestra merced quiere…–Que nos mandéis meter en un bote, que nos arroje al punto más cer-

cano de la costa. El pirata soltó una gran carcajada, y tras un terrible juramento exclamó: –Por vida mía, señor don… ¿pero cómo os llamáis? –Don Sancho de Villaviciosa. –Pues por vida mía, señor don Sancho de Villaviciosa, que no es poca la

astucia que habéis desplegado para seducirme. El buen don Sancho se quedó tan helado con esta repentina salida, que

por mucho tiempo no aceró a pronunciar una palabra.El pirata, que vio confirmadas sus sospechas con este silencio, prosiguió:–Pero como yo soy perro viejo, no me faltan uñas para agarrarme y no

caer. –Mi querido amigo –dijo entonces don Sancho con afectada tranquili-

dad–; no sé en qué podéis fundar la sospecha de que he querido seduciros. Hablabais de una ocasión y yo os presentaba la primera que se me ocurrió. ¿Tenéis razón para rechazarla?... no hablemos más del asunto.

–¡Oh! Lo que son razones…–Así como así, la prueba no era otra cosa que adelantar seis u ocho horas

mi libertad y la de mi madre. Y don Sancho se levantó y echó a andar. Pero no tardó en detenerle la

voz del pirata. –¡Qué diablos, señor Villaviciosa! No se vaya vuestra merced tan enoja-

da. Vuelva y concluyamos siquiera esta botella en buena armonía. –Perdonad, señor Brazo de acero –respondió don Sancho, deteniéndo-

se–. Necesito estar al lado de mi madre para infundirle alguna tranquilidad.

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–Casi me inspira ya lástima vuestra merced –respondió el pirata–, y en verdad que a pesar de la manera poco franca con que me ha propuesto el negocio…

–No se hable más de él –interrumpió el secretario–. La poca utilidad que sacaría ya no merece la pena de que nos amosquemos. Vos, que en todo caso, seríais el que tuviese de su parte todas las ventajas…

–¡Yo! –Pues es claro. –¡Vamos! Tengo curiosidad de saber cómo me explicaría eso vuestra

merced.–En dos palabras –dijo el secretario, acercándose otra vez al pirata–. En

primer lugar…–Primera ventaja. –Esto es, primera ventaja. Demostraríais al señor Bigotes que no le

tenéis miedo. –¡Excelente! ¿Segunda? –Segunda ventaja: os embolsaríais catorce mil pesos, o doscientos

ochenta mil reales, como decís vosotros los españoles. –¡Diablo! Habla vuestra merced del rescate del gobernador. –Precisamente. –¿Pero cómo habría de ser yo el que me embolsase tan enorme suma? –¿Cómo? Cuando el señor Barbillas traiga al queche los catorce mil

pesos, admitiréis a bordo la cantidad y arrojaréis al mar al portador. –¿Al mar al señor Barbillas? –Pero como probablemente será un nadador de primer orden y no

querréis que salga del agua para pediros cuentas, tendréis la precaución de clavarle antes un puñal en el pecho o de atarle a los pies una bala de veinticuatro.

–Más para hacer eso, necesito la cooperación de toda la gente del queche. –¿Quién lo duda? –Sí… pero para llegar a ese resultado, es necesaria una completa suble-

vación. –¡Eh! En eso consiste precisamente la tercera y la mayor ventaja. –¿En que yo sustituya completamente al señor Bigotes, me haga dueño

de sus embarcaciones, de su tesoro, de la Isla de Términos, de Walix?…

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–¡Tenéis una comprensión admirable!El pirata se colocó la botella entre los dientes y en menos de medio

minuto apuró hasta la última gota del aguardiente que contenía. Se puso entonces en pie con un movimiento rápido y arrojando al mar la botella vacía:

–¡Estoy pronto! –le dijo a don Sancho. –¿Decís?… –preguntó el secretario, revelando en esta sola palabra la

súbita alegría que se había apoderado de él. –Digo –repuso el filibustero –que pude ir vuestra merced en busca de

esa señora, porque dentro de cinco minutos estará en el agua el bote que debe llevaros a tierra.

Don Sancho tuvo que contenerse para no echar los brazos al cuello del pirata.

Se contentó, pues, con inclinar la cabeza en ademán de asentimiento, y colocando la mano sobre su pecho para contener los latidos de su co-razón, que palpitaba con fuerza, se dirigió a la escalera del entrepuente y desapareció al instante.

–¡Cuatro remeros! –gritó entonces el pirata con vigoroso acento. Uno de los hombres que se hallaban echados sobre cubierta, se incor-

poró al momento. Tocó en el hombro a los tres piratas que encontró más próximos, y poniéndose los cuatro en pie, se adelantaron a Brazo de acero.

Este les transmitió en voz baja una orden. Los cuatro hombres se diri-gieron a un costado del queche y algunos minutos después se oyó el ruido de un bote que caía sobre el agua.

A este ruido, se abrió la puerta de la cámara y un hombre que apareció en el umbral, se acercó rápidamente a la obra muerta, e inclinándose sobre ella:

–¿Qué hacéis? –preguntó a uno de los remeros que acababa de sentarse en el bote.

El remero conoció la voz de un oficial inglés, llamado Smith, uno de los pocos hombres que merecía todas las confianzas de Barbillas.

–Ya lo veis –respondió el remero, que era del Canadá, en un dialecto que participaba a la vez del inglés, del francés y del español–.Cumplimos con una orden del señor Brazo de acero.

–¿El señor Brazo de acero os ha dado orden de que echéis al mar ese bote? –preguntó admirado el oficial, que había escuchado las recomenda-ciones de Barbillas.

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–¿Tenéis que objetar algo a esa orden, señor Smith? –preguntó una voz que el oficial oyó sonar a sus espaldas.

Se volvió con viveza y se encontró frente a frente con Brazo de acero. –Ciertamente –respondió el inglés. –¿Y qué? –Que como el capitán dejó dispuesto que no se moviese una mosca

hasta su vuelta…Y el oficial interrumpió su frase al ver aparecer sobre cubierta a don

Sancho, que traía de la mano a una dama cuidadosamente cubierta bajo un largo velo.

Don Sancho, que caminaba rectamente hacia Brazo de acero, levantó la cabeza al oír la voz del oficial, y viendo dos hombres en vez de uno, se detuvo prudentemente.

–¿Y quién es el que manda aquí? –preguntó con altanería Brazo de acero.

–Vos; puesto que se halla ausente el capitán. –Pues si yo soy el que manda, os ordeno que deis la mano a esa señora

para que entre al bote. El inglés retrocedió un paso. –¿Vais a dar libertad a esa señora y a ese caballero? –preguntó admirado. –¿Y qué? –¡A dos rehenes!–¿Y qué más? –Que estando eso prohibido expresamente por el capitán, mi deber no

es obedeceros. –Puesto que soy el único que manda, la responsabilidad es solamente

mía. ¡Obedeced!El oficial dejó oír un juramento en inglés, que no pudo entender su

interlocutor y añadió: –Lejos de obedeceros, tentaré todos los medios para impedir que os

burléis de esa manera de las órdenes del capitán. Y con los brazos cruzados en además de reto, se colocó entre Brazo de

acero y la escala de madera, que acababan de poner los remeros para que bajase la dama.

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El filibustero 195

Brazo de acero sacó tranquilamente de su faltriquera una pistola, la amartilló y presentándola al pecho del oficial, con el dedo en el disparador:

–¡Apartaos! –le dijo. El inglés dirigió una mirada en derredor de sí y vio en la puerta de la cá-

mara a tres de los piratas principales con quienes un momento antes jugaba a los dados sobre una mesa.

–Amigos míos –les dijo con serenidad; –os pongo por testigos que la violencia que se quiere ejercer conmigo y que me obliga a rebelarme contra un superior.

Y metiendo la mano entre su vestido, sacó una pistola. –¡Apartaos! – repitió Brazo de acero sin dignarse volver la cabeza para ver

a qué clase de gentes había dirigido el inglés su interpelación. El oficial, en lugar de responder, preparó su pistola. Pero no había tenido

tiempo de levantar el brazo, cuando la cubierta del queche se iluminó súbi-tamente y se oyó una explosión.

El inglés vaciló un instante sobre sus piernas, y sin exhalar un grito cayó de espaldas con la cabeza ensangrentada. ¡Estaba muerto!

Brazo de acero se volvió entonces a los tres piratas que contemplaban esta escena desde la puerta de la cámara con la indiferencia del bandido familiarizado con el crimen y la muerte, y enseñándoles la pistola humeante todavía, con que acaba de sacrificar al inglés:

–¿Hay alguien que tenga qué objetar algo a lo que acabo de hacer? –pre-guntó con acento amenazador.

–¿De qué se trata? –interrogó con socarronería uno de los piratas.–Sabéis –respondió Brazo de acero –que dentro de algunas horas debe

estar de vuelta Barbillas con los catorce mil pesos del rescate del gobernador. –Dinero que irá al supuesto tesoro, de que siempre nos habla, y del cual

no veremos un ardite. –¡Pues bien! Se trata de dividir entre nosotros cuatro esos catorce mil

pesos. –Entonces –repuso el pirata que había hablado primero–, nada tengo

que objetar de mi parte. –Ni de la mía –añadieron los otros dos. –Caballero –dijo entonces Brazo de acero, volviéndose a don Sancho–,

el bote os espera. Permita vuestra merced que ofrezca la mano a esa señora para ayudarla a bajar.

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196 Literatura

–No os molestéis –dijo el secretario–. Se ha desmayado al oír el pisto-lazo y voy a bajarla en mis brazos.

Entonces con una fuerza de que no se le hubiera creído capaz, levantó entre sus brazos a la dama que descansaba sobre su pecho y se dirigió lige-ramente hacia la escalera.

Brazo de acero advirtió entonces que llevaba echado el velo y creyendo que el aire libre podía hacerla volver de su desmayo, se aceró a ella excla-mando:

–¡El velo! ¡El velo! –No, no –interrumpió vivamente don Sancho, retrocediendo dos pa-

sos–. La brisa es demasiado fuerte y la dañaría. Y ganando la escala bajó ligeramente los peldaños, saltó al bote, y sin

soltar a la dama, tomó asiento entre los remeros. –¡Vamos! –exclamó entonces con una ligera mezcla de temor y de

triunfo. –Aguardad un instante –gritó Brazo de acero. Y acercándose a uno de los piratas que habían salido de la cámara del

inglés, le dio en secreto algunas órdenes y añadió en voz alta: –Acompañadlos hasta Lerma. El pirata saltó al bote y los cuatro tripulantes dejaron caer sus remos

en el agua.

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El filibustero 197

Capítulo XV. Lerma

Hemos dicho que Barbillas salió rápidamente de la sala consistorial de la villa. Encontró en el patio el caballo de que le había hablado don Fernan-do, montó en él, pasó por el barrio de San Francisco a dar sus órdenes a los remeros y poniendo al galope su cabalgadura, tomó el camino de Lerma.

Reinaba en la villa una agitación extraordinaria. Se había divulgado la noticia de que el queche de Barbillas se hallaba anclado a corta distancia del puerto, y aún se empezaba a susurrar su presencia en las casas consis-toriales. Pero gracias a lo extraordinario de esta última nueva, todos los buenos campechanos la escuchaban con sonrisas de incredulidad.

El pirata pasó con indiferencia entre los corrillos de curiosos que em-pezaban a formarse en las puertas de las casas, a pesar de lo avanzado de la hora, y no hubo quien no le tomase por un oficial que iba a encargarse de la defensa de Lerma.

El camino que conduce de Campeche a este pueblecillo es, seguramen-te, uno de los sitios más pintorescos de la Península.

Desde que el viajero deja a sus espaldas las últimas casas del barrio de San Román, encuentra a su izquierda la montaña, cubierta de añosos ár-boles y escarpada de precipicios. La eterna verdura de estos árboles y de las sementeras de maíz, cuyas débiles cañas se agitan al impulso de la brisa, se ve interrumpida de trecho en trecho por los tejidos pajizos de unas cuan-tas cabañas de pescadores y de campesinos. Los angostos senderos que conducen a sus puertecillas de mimbres, forman caprichosas curvas en la pendiente para buscar los sitios en que es más accesible.

A la derecha muge el mar a tan pocos pasos del camino que el viajero puede ver sus espumosas olas que vienen a estrellarse en la arena o en las piedras, de que a grandes trechos se halla cubierta la playa.

Caminando así entre esos dos panoramas espléndidos de la naturaleza, como aprisionado entre el mar y la montaña, el viajero que ha recibido de Dios el precioso don de sentir y de pensar, experimenta un verdadero disgusto cuando se encuentra con las primeras chozas del pueblecillo, a pesar de que su aspecto es tan pintoresco como el del camino.

Excusado nos parece advertir que Barbillas, preocupado con la noticia que acababa de recibir en la sala capitular de la villa, había devorado en

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media hora este camino, sin parar poco ni mucho la atención en las belle-zas que encierra, a pesar de que la luna acababa de asomar su dorado disco sobre los árboles que coronaban la cima de la montaña.

Lerma, no tiene ni puede tener más que dos calles: una a la orilla del mar, otra en la falda del monte. La proximidad de estos dos muros inex-pugnables de la naturaleza, de los cuales, uno le ciñe al Oriente y otro al Occidente, sólo le permiten agrandar su población, prolongándose de norte a sur.

Apenas entró Barbillas en la primera calle, comprendió que no había sido engañado por el portero del Cabildo. La brisa nocturna traía a sus oídos, mezclado con el estruendo de las cercanas olas, el eco de algunas voces y gritos humanos que salían del lado de la plaza. La campana de la pequeña iglesia de paja dejaba oír sus tañidos de arrebato, interrumpidos de cuando en cuando por algún tiro de arcabuz.

Poco era lo que había andado por la calle, cuando divisó no lejos de sí a un hombre que descargaba sendos golpes de hacha contra una puerta que se mantenía sólidamente cerrada. La casa a que correspondía esta puerta, permanecía muda como una tumba, y el bandido juraba horriblemente en el idioma de Racine y de Corneille.

Barbillas se acercó rápidamente a este hombre, y tocando casi sus talo-nes con los cascos de su caballo:

–¡Hola, Chagrín! –le gritó colérico. Sepamos de qué se trata. El que había recibido el nombre de Chagrín levantó vivamente la ca-

beza para mirar al que le hablaba, y al notar a la claridad de la luna los descomunales bigotes que adornaban su semblante, dejó caer su hacha y retrocedió, algunos pasos, ante la terrible aparición, murmurando entre dientes:

–¡Monsieur Moustaches! –¡Responde, bribón! –volvió a gritar Barbillas, amenazando al francés

con el látigo de montar–. ¿Qué haces aquí? ¿Qué escándalo es este? –¡Pardon, Capitaine! –exclamó Chagrín, cayendo de rodillas a los pies

del caballo. –¿Por qué diablos me hablas en gabacho? ¿Pretendes acaso que los ha-

bitantes de esta casa me crean en connivencia contigo? –No, Capitaine, pourque je soy tirbado –respondió Chagrín, persuadido

firmemente de que había hablado en español.

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–¡Vamos! Ya eso es algo más fácil de entender. Levántate y responde… en castellano y sin mentir: ¡Por qué te encuentras en Lerma, forzando una puerta!

Chagrín se levantó, y en una jerigonza de que haremos gracia a nuestros lectores, traduciendo en lo sucesivo sus frases, respondió estas palabras:

–Me hallo aquí, porque el señor Brazo de acero me mandó en un bote en clase de remero.

–¡Y qué diantres vino a hacer a Lerma ese bote!–A traer a un caballero y a una dama. –¿A una dama y a un caballero?–Y al señor Milton, bajo cuyas órdenes vinimos los cuatro remeros. Para que el autor no se figure que se hallaba ejerciendo la honrosa pro-

fesión de pirata algún pariente del autor del Paraíso perdido, nos apresura-mos a manifestarle que los filibusteros daban este nombre al oficial inglés que había acompañado a don Sancho en el bote que le condujo a Lerma, por la sencilla razón de que componía versos, que siempre eran recibidos en el queche con general aplauso.

–¿Y quiénes son ese caballero y esa señora? –preguntó, admirado, Bar-billas, al cabo de un instante.

–Ignoro sus nombres –respondió Chagrín; –pero puedo asegurarnos que pertenecen a la comitiva del gobernador que quedó en rehenes en el queche.

–¡Ira de Dios! –gritó Barbillas–. ¿Y es ese bribón de Brazo de acero quien les dio libertad?

–El mismo. –¿Y por ventura se ignoraba de tal manera mis órdenes, que no hubo

uno que se opusiese al atentado de ese miserable? –El señor Smith lo intentó; pero Brazo de acero le levantó la tapa de los

sesos de un pistoletazo y arrojó su cadáver al mar ante toda la gente que se había agrupado sobre cubierta.

–¿Y tan cobarde asesinato no exasperó a mis bravos? –¡Cá! El señor Brazo de acero ofreció a los señores Milton, Duval, Pérez y

Conti, dividir entre ellos los catorce mil pesos del rescate de don Fernando…–¡Los catorce mil pesos del rescate!… Luego el señor Brazo de acero me

da por muerto.

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–¡Y todos, capitán… todos! La prueba es que esos señores admitieron la propuesta, dando por bien castigada la insolencia de Mr. Smith, y que nadie ha chistado desde entonces una palabra.

–¡De suerte que todo el queche está en este momento sublevado contra mí!–Hasta el muchacho de cámara, capitán. –¡Eh! –exclamó Barbillas con un horrible fruncimiento de cejas, que

Chagrín pudo observar a la claridad de la luna–. ya les haré arrepentirse de que no me hayan convidado a ese arreglo. Y para eso… ¿cuántos hombres tenemos en Lerma?

–De treinta a treinta y cinco. –¡Cómo! Yo había creído que sólo habían venido con los cuatro reme-

ros, Milton, el caballero y la dama. –Así es, en efecto; pero un cuarto de hora después tocó en la playa otro

bote cargado con veinte y tantos hombres que vinieron al mando del señor Brazo de acero.

–¡Cómo! ¡De Brazo de acero! –En persona. –¿Y quién se quedó en el queche al mando de los amotinados? –El señor Conti. –¡Por la Cruz de Gestas, que el asunto se va complicando! ¿Qué razones

han podido obligar a ese bribón a abandonar el queche, cuando tan nece-saria debe ser allí su presencia?

–Cabeza de lobo, que vino en el segundo bote, y que es quien me ha contado gran parte de lo que os he referido, cree que el señor Brazo de acero trata de hacer un reconocimiento en las cercanías de Campeche, aunque ignora el objeto.

–Luego se habrá ido ya. –No… permanece en Lerma. –¿Y cómo ha permitido que os entreguéis todos al pillaje, cuando esto

debe perjudicar al silencio de que necesita sin duda para la ejecución de sus planes?

–¡Psé! –respondió con acento despreciativo el francés–. Él no lo ha permitido; pero ha dado ocasión a ello. El señor Brazo de acero, si forma planes, los forma muy mal y no tiene energía ni inteligencia para condu-cirlos hasta su conclusión.

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–¡Vamos! ¡Cuéntame todo eso!, pero en breves palabras, porque el tiempo es precioso.

–Mientras el bote en que yo vine de remero hizo la travesía del queche a la playa, el señor Milton advirtió que la dama trajo echado el velo cons-tantemente, a pesar del calor que nos sofocaba.

Apenas saltamos a tierra, el caballero y la dama echaron a andar segui-dos de nosotros, llegaron a una casa de bonita apariencia, entraron en ella y nos dieron con la puerta en los hocicos, sin decir agua va.

–“¡Voto a cien mil legiones de demonios! –exclamó el señor Milton, exasperando por esta acción–. Señor caballero, muchas gracias por la aten-ción que me dispensáis.”

–“Perdonadme, amigo mío –dijo el caballero, apareciendo en el um-bral de la puerta–, mi madre está poseída de un terror pánico y necesita estar sola para reponerse.”

–“¡Vuestra madre! Apuesto mi cabeza, señor caballero, a que hace una hora que estáis sosteniendo una solemne mentira.”

–“¡Yo!”–“¡Vos! Vuestra madre debe tener sesenta años, según vuestra catadura,

y juro por las once mil vírgenes que la dama que os acompaña no pasa todavía de los veinte.”

El caballero retrocedió un paso hacia el interior de la casa. –“¡Eh! –continuó el señor Milton–. ¿Se os figura que no he observado

lo airoso de su talle, la frescura de sus brazos, la aristocrática belleza de sus manos y aun el negro azabache de su cabello?”

Esta ligera descripción debida al númen poético del señor Milton, hizo retroceder otro paso al caballero y poner una mano a la puerta, con inten-ción, sin duda, de cerrarla.

–“Poco a poco, señor caballero –le dijo el señor Milton–. Para purgar vuestra mentira vais a ponerme al instante a los pies de esa dama para ofrecerle mis respetos.”

El caballero se mantuvo inmóvil, como si no hubiese comprendido estas palabras.

–“¿No habéis oído?” –gritó el señor Milton montando en cólera.–“Amigo mío –dijo el caballero con afectada dulzura–; esa señora acaba

de volver de un desmayo y vuestra presencia va a empeorar su situación.”

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202 Literatura

–“¿Soy algún oso para inspirar miedo a una dama?” –preguntó el señor Milton.

–“Pero como estáis armando de los pies a la cabeza…”–“¡Ah! ¿Es por eso?… Aguardad.”Y el señor Milton arrojó a la calle su espada, metió la mano bajo sus

vestidos y arrojó también una pistola y un puñal que sacó de su faltriquera. El caballero echó entonces a andar y el señor Milton le siguió, desar-

mado, al interior de la casa. Tal era, sin duda, la turbación del primero, que dejó abierta la puerta.

Aposté a mis dos compañeros en el umbral, porque David se había queda-do al cuidado del bote, y entré en pos del señor Milton.

La pieza estaba iluminada por la luz de un farol clavado en la pared. La dama estaba sentada en una silla y tenía la cabeza reclinada en el respaldo. Se había levantado el velo y el señor Milton y yo nos paramos a contem-plarla, mudos de admiración.

Perdonad, capitán, que exceda los límites que me fijasteis; pero me dio tal golpe la dama…

–¡Adelante! –exclamó brevemente Barbillas. –Se conocía que el señor Milton –continuó Chagrín– había quedado

también prendado de la señora. Pero sin duda su misma belleza y su ac-titud llena de dignidad, le infundían respeto… o cobardía. Ignoro qué desenlace habría tenido esta escena, que comenzaba a inspirarme el mismo interés que el último acto de una tragedia de Monsieur Corneille, porque en aquel momento se oyó un rumor en la puerta de la calle y el señor Bra-zo de acero se presentó súbitamente a nuestra vista.

–“Señor Milton –dijo de pronto, sin hacer alto en los objetos que le rodeaban–; acabo de saltar a tierra, y lo primero que me ha llamado la atención es que no habéis cumplido con mis órdenes de pasar inmediata-mente a Campeche.”

–“Señor Brazo de acero –respondió en voz baja el interpelado para que no le oyese la dama–;me he quedado algunos minutos en Lerma para cas-tigar al que os ha ofendido.”

–“¡A mí!”–“¿No os había dicho ese caballero que era su madre la dama que he

traído en el bote?”–“Sí.”

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–“Pues bien, mirad a la dama y decidme si pueden ser la madre de ese bribón.”

Y el señor Milton señaló con el dedo a la joven que completamente ajena a lo que pasaba en derredor suyo, no había mudado un instante de actitud.

El señor Brazo de acero la miró, brillaron sus ojos, se adelantó a la dama, y quitándose la gorra:

–“Hermosa señora –le dijo–, perdonad que no se os hayan hecho en el queche los honores debidos a vuestra belleza; pero culpad a ese caballero que nos la ha ocultado hasta aquí.”

La joven pareció salir del éxtasis en que se hallaba sumergida, y echan-do una mirada rápida sobre el que la hablaba, le dijo con un ligero acento de disgusto:

–“Caballero, os suplico que me dejéis sola con mi esposo.”–“¡Cómo! –exclamó el señor Brazo de acero–. ¡Tanto os disgusta la

presencia del que desde ahora se confiesa admirador y esclavo de vuestra hermosura!”

La dama se levantó de la silla que ocupaba, sin manifestar cólera, arro-gancia ni temor, y sin mirar al señor Brazo de acero no al señor Milton ni a su esposo siquiera; caminó lentamente y con la dignidad de una reina hasta una puertecilla que se veía al extremo de la pieza, la empujó suave-mente, entró y desapareció de nuestra vista, cerrándola tras sí.

El señor Milton soltó una gran carcajada y aplaudió con estrépito.El señor Brazo de acero se volvió vivamente y mirándole con ojos cen-

tellantes: –“¿Por ventura os reís de mí, señor poeta?” –le preguntó colérico. –“No; de vuestra derrota” –respondió Mister Milton. ¡Oh! el señor Brazo de acero no sabe mantener la disciplina como vos

–continuó Chagrín–. Vos en su lugar hubierais roto la cabeza de un pis-tolazo al que os faltara al respeto. Él se contentó con replicar, haciendo lo posible por disimular su rabia.

–“No tardaréis en aplaudir mi victoria.”–“¿Vais a intentar un nuevo asalto?”–“Sí, forzando a vuestra vista la puerta que se ha interpuesto entre ella

y nosotros.”–“Me opongo a ello.”

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204 Literatura

–“¿Vos?”–“Es claro. La dama ha querido mi corazón, como al vuestro.”–“Es decir que tendré que pasar sobre vuestro cadáver para salvar esa

puerta.”–“Ni más ni menos.”El señor Brazo de acero desenvainó su espada y se arrojó sobre su adver-

sario. Mister Milton buscó inútilmente sobre sí las armas que un momento

antes había arrojado a la calle para entrar a la casa. Retrocedió entonces al-gunos pasos, y deteniendo con un ademán al señor Brazo de acero:

–“Un momento, capitán –le dijo sin duda para halagar su orgullo con ese tratamiento”

–“¿Alguna excusa?” –preguntó con sorna el señor Brazo de acero, sin retirar su espada.

–“¡Psé! Ya sabéis que no tengo costumbre de darlas.”–“¿Y entonces?…”–“Acabo de recordar que hay entre nosotros dos un marido, a quien

como a enemigo común, debemos despachar previamente, uniendo nues-tras fuerzas.”

El señor Brazo de acero soltó una ruidosa carcajada, que escandalizó has-ta al bribón de vuestro servidor, y volviéndose hacia el caballero, que sudaba la gota gorda en un rincón y palidecía como un cadáver:

–“No se defenderá mucho” –dijo, midiéndole de pies a cabeza con una mirada.

–“Con todo –repuso el señor Milton– dadme vuestro puñal y una pisto-la, por si el recuerdo de los negros ojos de esa deidad le infunde algún valor para defenderse. He perdido tontamente mis armas.”

El señor Brazo de acero le entregó los objetos que pedía, diciéndole: –“Serán inútiles. Escuchad, don Sancho –añadió entonces, dirigiéndose

al caballero–; he cumplido el compromiso que contraje con vos. Estáis ya en tierra y podéis ahora dirigiros a donde os plazca.”

El caballero permaneció mudo e inmóvil, como si no hubiese oído una palabra.

–“¡Vive Dios! –exclamó Brazo de acero–. ¿Me habéis comprendido? ¿Ne-cesitáis que os diga que me interesa esa linda señora y que es preciso que dejéis libre el campo?”

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El filibustero 205

Don Sancho palideció todavía más hasta quedarse blanco como un papel, y acercándose, lentamente al señor Brazo de acero, como meditan-do detenidamente lo que iba a hacer, imprimió en su mejilla derecha la más solemne bofetada que haya salido jamás de los puños de un hombre poseído por el miedo.

–“¡Por las once mil vírgenes! –exclamó el señor Milton, dejando oír otra carcajada–. Mirad lo que pueden influir los ojos de una mujer her-mosa en el corazón más pusilánime.”

No creo que el señor Brazo de acero haya escuchado estas palabras, porque en aquel momento se hallaba ya acometiendo con su espada a don Sancho, que paraba sus golpes con un grueso madero que había encontra-do por casualidad.

Pero un instante después se abrió la puerta por donde había desapare-cido la dama, y dos hombres armados que salieron por ella acudieron al socorro del caballero. Mister Milton tomó entonces parte en la contienda por el señor Brazo de acero y empezaron a menudear los golpes y las es-tocadas.

–¡Qué queréis, señor capitán, –añadió Chagrín, dando fin a su narra-ción: –este espectáculo me hizo recordar la profesión. Salí de la casa, invité a los camaradas y desde entonces empezamos a andar a picos pardos con las cosas y los hombres de este pueblecillo!

–¡Vamos! –dijo entonces Barbillas–. Sírveme de guía. –¿A dónde? –preguntó Chagrín. –A la casa de que acabas de hablar. Chagrín levantó su hacha, y echándosela al hombro a guisa de arca-

buz, echó a andar hacia la izquierda. Barbillas le siguió a pocos pasos de distancia.

Tres minutos después se detenían ambos delante de una casa, por cuya puerta entreabierta se desliza el rumor de las armas. Barbillas se apeó, ató su caballo a una escarpia y sin cuidarse más de Chagrín, entró en la casa.

Dos cadáveres yacían en tierra. Eran, sin duda, de los dos hombres, que según Chagrín, habían acudido al socorro de don Sancho. Éste, cubiertas las espaldas por una pared, se defendía con un espadón de los ataques de sus adversarios, empleando al efecto tal destreza inspirada por su misma cólera, que los tenía llenos de admiración. No obstante, Brazo de acero y Milton se dirigían a cada instante, palabras y chanzonetas picantes que centuplicaban la rabia y por consiguiente el valor del caballero.

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206 Literatura

–Os repito –decía el primero en el momento en que entró Barbillas, –os repito que su orgullo y su desdén es lo que me gusta más de esa dama, que si no es vuestra mujer, no será de seguro vuestra madre.

–Lo mismo digo –añadió Milton–, aunque pase por plagiario. Cuando vaya a vivir a la Corte, no me ocuparé más que de las princesas y de las duquesas: no por ambición, sino por probar a qué sabe el orgullo de raza.

–¿De qué se trata, señores? –dijo Barbillas, adelantándose tranquila-mente al grupo que formaban los combatientes–. ¿Me será permitido to-mar parte en la cuestión?

No es imposible explicar el efecto que produjeron estas palabras en cada uno de los individuos a quienes iban dirigidas. Milton y Brazo de acero volvieron vivamente la cabeza y se encontraron frente a frente de Barbillas, que con los brazos cruzados sobre el pecho y sin ningún arma en la mano, los miraba con una sonrisa más bien de sorpresa y de ironía, que de cólera. No tuvieron fuerzas para sostener la limpidez de su mirada e inclinaron la cabeza, llenos de confusión.

El caballero, ante aquella aparición que le había causado en el queche el espanto de que hemos hablado, dejó caer al suelo su espada, y no pudien-do retroceder porque la pared se lo impedía, quedó pegado al muro como un adorno de relieve.

Reinó un instante de silencio, en que Barbillas, sin hacer alto en don Sancho, abrumó a los dos filibusteros con su sardónica sonrisa y su impla-cable mirada.

–Os felicito, señor Brazo de acero –dijo al cabo de este tiempo–; os felicito, por el motín que habéis encabezado. Valéis algo más de lo que yo creía, pero mucho menos de lo que os figuráis. ¿Queréis probarlo al instante? –Caballero, –añadió entonces, fijando los ojos por primera vez en don Sancho–, ¿Tendréis la bondad de darme un instante vuestra espada para castigar a este pobre diablo?

Pero en el momento de inclinarse para recoger la espada, que como hemos dicho se hallaba en el suelo, Barbillas, que pudo mirar más de cerca al caballero, se enderezó súbitamente, retrocedió un paso y clavó los ojos en su semblante con una fijeza extraordinaria.

–¡Vos! –exclamó al cabo de un instante, con un acento que no intenta-remos describir–. ¡Vos!… Sí. Vuestras facciones no se han borrado de mi memoria, aunque sólo me he encontrado frente a vos un momento duran-te mi existencia, porque no hay un solo día que mi odio no las evoque… Recoged vuestra espada, caballero: hace cuatro años que hay aplazado en-

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El filibustero 207

tre nosotros un duelo a muerte y no seremos tan locos que perdamos la primera ocasión que se nos presenta.

Y volviéndose hacia Brazo de acero: –Dadme vuestra espada –le dijo con voz breve e imperiosa. Y sin aguardar su asentimiento, le arrancó la espada de la mano. El rostro de Barbillas había sufrido una transformación completa. A

la alegría y al sarcasmo que mostraba siempre en todos los lances en que se encontraba, había sucedido una palidez sombría y la ausencia de toda sonrisa.

Era evidente que alguna cosa extraordinaria pasaba en su corazón. Brazo de acero y Milton no acertaban a reconocer en aquel hombre,

frío y severo, al alegre camarada que se reñía franca y estrepitosamente, luchando con los hombres en un combate naval y desafiando el poder de Dios en las tempestades del océano.

El caballero, cada vez más pálido y agitado, recogió la espada que yacía a sus pies y se puso en guardia con un ademán de negligencia y de pavor, como si le causara remordimiento el combate que iba a empeñarse.

Barbillas se acercó inmediatamente y se cruzaron las espadas. Brazo de acero y Milton se consultaron entonces en voz baja, y después

de haberse atravesado unas cuantas palabras, salieron silenciosamente de la casa, sin que ninguno de los combatientes hiciese el menor alto en su fuga.

Barbillas se batía por primera vez sin pronunciar una palabra. Acome-tía fría y concienzudamente a su adversario, sin apartarse un ápice de las reglas del arte. El caballero se limitaba a defenderse; pero aunque estaba muy lejos de poseer la serenidad y la confianza del pirata, se conocía en su bien organizada defensa que su maestro de esgrima no había perdido el tiempo.

Un ruido vino a mezclarse repentinamente al retintín de las espadas. El de una puerta que se abría. En aquel momento saltaba la espada de los dedos de don Sancho e iba

a caer a diez pasos de distancia, dividida por mitad. Barbillas levantó entonces la cabeza y miró hacia aquella puerta, que

era la misma por donde había desaparecido la esposa del caballero. La dama se presentó en el umbral, atraída, sin duda, por el silencio que reina-ba en la pieza y abarcó con una mirada la escena.

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Sus ojos se encontraron con los del pirata y de los labios de ambos partió un grito simultáneo.

–¡Leonel! –exclamó la dama. –¡Berenguela! –gritó el pirata. La joven, pálida y agitada por aquel encuentro repentino, se dejó caer

en una silla próxima. Barbillas arrojó su espada lejos de sí, con un movimiento de repugnan-

cia, voló al encuentro de la dama, y sin darse cuenta de lo que hacía, como por un movimiento instintivo, intentó apoderarse de una de sus manos. Pero la viveza del ademán con que la retiró la joven, le hizo retroceder in-mediatamente y cruzar los brazos sobre su pecho para contemplarla.

El caballero había desaparecido. ¡Barbillas y la dama, o sea Leonel y Berenguela, se hallaban solos en la

estancia!

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Capítulo XVI . Amor y deber

Berenguela había cambiado notablemente. La risueña niña del Olimpo, de brillantes miradas, encendidas mejillas y esbeltas formas, se había con-vertido en una mujer pálida, aristocráticamente delgada, de cutis transpa-rente, y cuyos grandes ojos y negras pestañas resaltaban admirablemente entre la blancura de su tez.

A la hermosura de la juventud había sucedido la belleza de la distinción. Si antes era preciso amar a aquella niña que rebosaba de juventud, de

gracia y de belleza, ahora era preciso sentirse conmovido y rendir adora-ción ante aquella mujer que excitaba a la primera mirada el doble interés, la doble poesía de la belleza y de la desgracia.

Había en aquella palidez una simpatía que arrastra, en aquellos ojos de mirada lánguida un fluido que magnetizaba, en aquel continente digno y abatido, un poder inevitable que imponía dulcemente.

Leonel también había cambiado, como se habrá notado ya en la ligera descripción que hemos hecho de Barbillas en uno de los capítulos pre-cedentes. Su tez se había tostado con el sol del océano, la costumbre del mando había dotado de mayor firmeza su mirada, y la negra espesura de su barba, cuidada como la de un hombre de Corte, estaba muy lejos de darle ese aspecto huraño y desaliñado, que adquieren comúnmente los hombres que se destierran de la sociedad.

Reinó un instante de silencio en que Berenguela, con la cabeza incli-nada y Barbillas con los ojos clavados en su semblante, permanecieron inmóviles y descoloridos, como si los hubiese convertido en mármol el recuerdo del pasado que cada uno evocaba en su pensamiento.

El pirata aprovechó este momento para concentrar en su corazón todos sus celos, todo su despecho, toda su cólera, todos sus sufrimientos de cuatro años de martirios. Cuando la hiel que contenía le pareció suficiente para dominar por un minuto siquiera el sentimiento más poderoso que le ava-sallaba, envolvió a la joven con una mirada glacial, la primera que le dirigía de aquella naturaleza, y acentuando con afectada intención cada una de sus palabras:

–Señora –le dijo con calma–, ¿os acordáis del 18 de julio de 1702? Un ademán mudo de asentimiento fue toda la respuesta de Berenguela.

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210 Literatura

Barbillas, entonces, sin advertir que su estudiada tranquilidad se con-vertía insensiblemente en amarga ironía, continuó de esta manera:

–En ese día, señora, postrado por la desgracia en el lecho del dolor, pero rico de amor, de ilusiones y de esperanza, tenía a mi lado un ángel que se compadecía de mí, y que juraba amarme toda la vida. Yo no qui-se aceptar aquel juramento; manifesté que sólo necesitaba seis años para formar mi porvenir y nos citamos para el 18 de julio de 1708. Hoy, con pocos días de diferencia, nos reúne la casualidad al fin de aquel plazo, pero hace más de cuatro años que el ángel, olvidado de su promesa sagrada…

–¿A quién habláis, caballero? –interrumpió súbitamente Berenguela, levantándose con dignidad y lanzando al pirata una mirada, que en vano intentaríamos describir.

Sea porque Barbillas no comprendiese la naturaleza de aquella mira-da, sea por inadvertencia, sea, en fin, porque le fuese imposible seguir sosteniendo el papel frío, irónico y severo que había adoptado, adelantó un paso hacia Berenguela, y tendiendo hacia ella sus brazos en ademán suplicante:

–Berenguela –le dijo–, he devorado dos años de impaciencia, he sufri-do cuatro años los tormentos de la ira, de los celos, de la desesperación: ¿es extraño que emplee estos primeros instantes en reconvenirte, por lo mis-mo que mi amor se mantiene ileso, como el día en que salí del Olimpo?

La joven, sin manifestar en su semblante la menor emoción caminó hacia la puerta por donde había salido y la empujó para entrar. Pero en el momento de pasar el umbral, volvió la cabeza hacia el pirata, aunque sin mirarle.

–Caballero –le dijo–, si conocierais mejor a mi esposo, comprenderíais que están en peligro vuestra libertad y vuestra vida y huiríais al instante.

–Señora –repuso el filibustero–, si alguna vez he tenido apego a la vida, hace cinco minutos que lo he perdido completamente.

Estas palabras que habrían parecido poco delicadas a un oído extraño, fueron pronunciadas, sin embargo, con tanta sencillez y naturalidad, que Berenguela vio en ellas el reflejo del alma de Leonel.

La joven dio todavía algunos pasos en el interior del aposento a que conducía la puerta; pero deteniéndose súbitamente, se atrevió a levantar los ojos hasta el semblante del pirata. Éste, que no apartaba de ella su mi-rada, vio entonces dos lágrimas que corrían lentamente por sus mejillas.

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Dio un grito de alegría, atravesó ligeramente el espacio que los sepa-raba y se apoderó de la mano que la joven extendía. Pero en el momento en que quiso apretarla suavemente entra las suyas, ella la retiró vivamente y le dijo:

–Cuando dos amigos antiguos vuelven a encontrarse después de mu-chos años de ausencia, deben siquiera estrecharse las manos. Sería muy cruel el deber si llegase a exigirles que se separen tras una mirada fría y algunas palabras de vana reconvención. Verdad es que yo no sé si aún me juzgas digna de llamarme amiga…

–Berenguela, ¿conoces tan poco mi corazón que te atreves a dudar?… –Leonel –interrumpió con viveza la joven–, ninguna palabra más en

ese sentido, si no quieres que termine al instante esta corta entrevista. Temo mucho tu odio, y me he detenido un instante para desvanecerlo, pero mucho más tu…

El semblante del pirata expresó una satisfacción tan viva que Berengue-la, comprendiendo su ligereza, se detuvo súbitamente en el momento en que iba a pronunciar la palabra amor.

Reinó otro instante de silencio, que Barbillas, radiante de felicidad y de esperanza, no tuvo intención de interrumpir, esperando en vano que la joven terminara su frase. Pero Berenguela aprovechó esta tregua para re-ponerse, y su semblante, de que ya se habían borrado las lágrimas, expresó una calma digna y tranquila.

–Leonel –dijo entonces con un acento en que no se notaba la menor emoción–; bendigamos a la casualidad, que nos ha permitido reunirnos un instante, y separémonos. Corres aquí un peligro que sin duda no se te oculta, colocado entre un hombre a quien acabas de desarmar y esos terribles piratas que se han amotinado contra ti; porque… ¿no eres tú ese capitán a quien llaman Barbillas?

–¡Ah! –exclamó el filibustero con amarga sonrisa–. Me has hecho des-cender del cielo a la tierra… has borrado el primer instante de felicidad que disfruto desde que nos separamos. Había olvidado siete años de mi vida… me creía trasladado al Olimpo, donde podíamos hablar horas en-teras, sin que nadie se opusiese a nuestra dicha. Ahora he vuelto a ser el hombre que tiene que vengar una ofensa, el jefe que tiene que sofocar un motín. Berenguela ¿no te has cansado de ser cruel con el pobre bastardo?

–Nuestra antigua amistad me da derecho para vigilar por tu seguridad. Por eso te he advertido el peligro que corres.

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–Señora –repuso barbillas con amargura–, ya que tanto valor damos al presente, hagámosle, siquiera, la justicia de recordarlo tal cual es. No debéis decirme: separémonos… huye. Debéis decir: ya te sigo.

El semblante de Berenguela se armó, a estas palabras, de una expresión de severa dignidad, que se estrelló, sin embargo, en la firme ironía de que se había armado el del pirata.

–Es claro, señora, –continuó éste con calma–. Cualquiera que sea la suer-te que corra ahora en el motín que ha estallado en el queche durante mi ausencia, no es menos cierto que tengo derecho sobre vos, como sobre los demás rehenes que me dejó don Fernando, puesto que el Ayuntamiento de Campeche no me ha entregado todavía los catorce mil pesos del rescate.

En aquel momento se oyeron en la pieza inmediata los pasos de un hom-bre que entraba recatadamente.

La expresión del semblante de Berenguela se cambió al instante, y le sucedió una viva inquietud, que no tuvo intención o poder de disimular.

–¿Lo oyes? ¿lo oyes? –exclamó con viveza. Y empujando suavemente con la mano al filibustero para que se apartase

de la dirección de la puerta, por temor de que fuese visto desde la pieza principal, aventuró una mirada hacia el lugar en que habían sonado los pasos.

Un pirata se hallaba parado en el centro de la pieza. Berenguela le vio echar una rápida ojeada en derredor de sí, y convencido, sin duda, de que no se hallaba allí lo que buscaba, procuraba a sondear con los ojos el aposento, desde donde ella hacía estas observaciones.

–¡Es uno de esos miserables! –dijo a Leonel rápidamente y en voz baja–. ¡Sálvate!

Pero el filibustero, que había mirado también por la puerta entreabierta, se separó de la joven y exclamó:

–¡Hola, Chagrín! ¡Adelante! El hombre que causaba tanto sobresalto a Berenguela, salvó en tres zan-

cadas la distancia que le separaba de Barbillas y aproximándose todo lo po-sible:

–¡Huid, capitán! –le dijo en voz baja y precipitada. –¿Qué sucede? –preguntó Barbillas. –¿Qué? –repuso el pirata–. Que el esposo de esa hermosa dama que salió

de aquí hace cinco minutos, corriendo con tanta prisa como si llevara tras

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sí una legión de seres infernales, no tardó en alcanzar a los señores Brazo de acero y Milton, que corrían también precipitadamente, camino de la villa.

–¡Y qué! –Como yo os estimo mucho, capitán, se diga lo que se quiera, y mu-

cho más todavía desde que me habéis perdonado generosamente, cuando podíais haberme abierto la cabeza…

–¡Adelante! –Comprendí que entre aquellos tres hombres iba a tramarse algo con-

tra vos, y ocultándome entre las sombras de las casas y los árboles, corrí hacia el lugar en que se hallaban con intención de pescar siquiera unas cuantas palabras. Pero cuando llegué, los tres hombres se estrechaban ya las manos para separarse y se decían: “Al instante.”

–Y entonces…–Entonces me bastó un instante para observar que cada uno tomó dis-

tinto camino y empezaron a reunir a los camaradas que se hallaban dis-persos por la calle.

Como el pueblo no es ninguna Babilonia, en un abrir y cerrar de ojos se hallaron reunidos unos diez que empezaron a avanzar para acá. Pero al instante los detuvo la voz del señor Brazo de acero, que decía:

–“¡Aguardad, señor Milton! Aguardad. Ninguna precaución está de-más con ese hombre. Pronto reuniremos otros y caminaremos con mayor seguridad.”

Y yo aproveché esta tregua –concluyó Chagrín– para deslizarme a favor de las sombras que me habían protegido y vengo a daros cuenta de todo.

Berenguela, que había escuchado esta relación, llena de ansiedad, a pesar de que había sido hecha en voz baja, se volvió entonces a Barbillas, y temerosa de que Chagrín adivinase lo que pasaba en su interior, se con-tentó con dirigir a aquél una mirada suplicante, que parecía decirle, con la más persuasiva elocuencia:

–¿Lo oyes?… aún es tiempo… ¡huye!Barbillas se contentó con corresponder a este solícito cuidado con otra

mirada llena de gratitud, y volviéndose a Chagrín, que empezaba a com-prender esta pantomima:

–¿Dónde se halla ahora tu bote? –le preguntó. –Donde lo dejé.

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–¿Y dónde lo dejaste? –Muy cerca. Unos cincuenta pasos de esta casa a barlovento. –¡Bueno! Ve allí un instante: avanza mar afuera, sólo lo necesario para

que no se distinga el bote desde la orilla a la claridad de la luna, y aguarda diez minutos en la dirección de esta casa. Si pasan esos diez minutos y nada nuevo ha ocurrido, haz de ti y del bote lo que te parezca.

Chagrín dio un paso hacia la puerta y se detuvo indeciso. –¡Vamos! ¿Qué aguardas? –le preguntó Barbillas. –¿Me permitís una observación, capitán? –Habla. –Si me siguierais al instante al bote, os lo garantizaría todo. –A propósito, –exclamó Barbillas, como si no hubiese escuchado estas

palabras–. ¿Con cuántos hombres contamos en el bote? –Con uno solo, con David. Los demás se hallan entre los rebeldes y…–Nos basta –interrumpió Barbillas. Y con ademán que no admitía réplica, señaló la puerta a Chagrín. El francés se inclinó y salió rápidamente. –¿Por qué no habéis seguido a ese hombre? –preguntó con inquietud

Berenguela. –Lo vais a saber al instante, señora –respondió con sequedad Barbillas. Y acercándose a la puerta que comunicaba el aposento con la pieza prin-

cipal, la cerró, dando dos vueltas a la llave, y atracándola con un recio made-ro que encontró a mano. Volviéndose entonces a Berenguela, la dijo:

–En este aposento hay, como veis, dos puertas: la que he cerrado para detener a mis enemigos y la que voy a abrir para castigarlos luego.

Y acercándose a otra puerta que se veía al extremo opuesto, enfrente de la primera, la abrió silenciosamente y miró hacia fuera un instante.

Daba a un extenso patio, cuyos muros, formados de débiles maderos, impedían que se les distinguiese desde la calle que corría a la izquierda, y desde el mar que hacía oír a la derecha el mugido de sus olas.

El cielo se había cubierto de negros nubarrones, que empezaban a dejar caer algunas gotas de agua sobre la arena y que interceptaban completamen-te la claridad de la luna.

El filibustero volvió a meter la cabeza, y mirando fijamente a Berenguela:

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–¿Me preguntáis –le dijo, – por qué no he seguido a Chagrín? Y bien: no le he seguido porque tenemos una retirada más segura por esa puerta.

–¡Tenemos!… –¿Olvidáis, señora, los derechos que Barbillas tiene sobre vos? Berenguela miró con espanto al filibustero. Pero no había tenido tiem-

po de pronunciar una palabra cuando exhaló un débil grito y se dejó caer sobre una silla.

Era que acababa de percibirse en la pieza inmediata un ruido de pasos y de armas, acompañado del confuso susurro de algunas voces.

–¡Huye! –murmuró Berenguela. –Señora –respondió el pirata–. Barbillas necesita presentarse ante los

suyos con la cautiva que le ha arrebatado el motín, para mostrarles su poder. Si se presenta solo, se reirán de él, y le arrojarán al mar. Y muerte por muerte, prefiere morir aquí, para tener el consuelo de mirar hasta el último instante a la mujer a quien ama.

Un momento antes, estas palabras habrían bastado a Berenguela para huir rápidamente de la presencia del filibustero. Pero como las circunstan-cias habían variado:

–¡A la mujer que ama! –repitió mirándole con una mezcla de ironía y desdén–. Si amara a esa mujer no se complacería en atormentarla de un modo tan…

–¿Tan cobarde? –interrumpió Barbillas con una sonrisa–. Convendría con vos, señora, si pudiese persuadirme de que la vida o la felicidad de ese hombre le interesa un ardite. Pero como me han bastado unos cuantos minutos para persuadirme de lo contrario…

La joven vaciló un instante. Un fugitivo rubor cruzó por sus mejillas, pero pronto volvió a quedar más pálida que nunca. Se levantó entonces con resolución y acercándose al pirata:

–Nunca hubiera creído –le dijo– que el corazón de Leonel se endure-ciese hasta ese grado.

–Leonel ha muerto, señora, desde el día en que perdió en el Olimpo su última ilusión. El pirata que ha renacido de sus cenizas, Barbillas, ese terrible, Barbillas, a cuyo sólo nombre tiemblan todas las poblaciones del Golfo de México, el que diariamente aspira el olor de la pólvora y de la sangre en los combates, el que juega con el elemento poderoso de la tempestad, sin tener ordinariamente un puerto para acogerse; el que se

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ha familiarizado con la muerte, con el incendio y con el crimen… no tiene corazón… no debe tenerlo.

Berenguela escuchó con la cabeza inclinada. Cuando el pirata hubo pro-nunciado sus últimas palabras, levantó lentamente sus ojos y le dijo:

–Y si esa mujer a quien decís que no le importa un ardite vuestra vida o vuestra felicidad, os dijiste… os dijiste…

Sacaron a la joven de su embarazo las palabras siguientes pronunciadas en la pieza inmediata por la voz de Brazo de acero.

–Esta puerta está cerrada. –¡Llamad! ¡Derribadla! –respondió otra voz en que era fácil conocer la

de don Sancho. –¡Huye! ¡Huye! –exclamó con espanto Berenguela. Leonel no dio muestras de haber escuchado estas palabras, no las que

sonaron en la pieza principal, y tomando a la joven una mano murmuró en voz baja:

–Continúa: decías que si esa mujer me dijese…–Si esa mujer te dijese…–¡Abrid! –gritó la voz de Brazo de acero, acompañando esta palabra con

un fuerte golpe dado en la madera con el pomo de una espada. –Si te dijese –continuó Berenguela, temblando de emoción y de espan-

to–; ¿si te asegurase que tu vida y tu felicidad me interesan como deben interesarme la felicidad y la vida del amigo, del hermano más querido?

–Os, respondería, señora, –repuso Leonel, soltando la mano de la joven con un impulso de cólera: –os respondería que la amistad y el cariño fra-ternal son bien poca cosa para que merezca un sacrificio de esta naturaleza.

–¡Oh! ¡Qué cruelmente te vengas! –balbuceó la joven con despecho. Pero como en aquel momento resonasen en la puerta varios golpes tan

rudos que indicaban la intención de derribarla: –¿Y si yo te dijese –continuó como fuera de sí–, si yo te dijese que hace

seis años son en vano todas mis oraciones, todas mis súplicas para borrarte un instante siquiera de mi memoria?

–¿Y qué más? ¿qué más? –preguntó implacablemente el pirata, volviendo a apoderarse de la mano de la joven.

–¡Dios mío! ¡Dios mío! –murmuró Berenguela, levantando al cielo sus ojos.

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–¿Qué más? ¿Qué más? –insistió Barbillas. Nuevos golpes hicieron estremecer la puerta y se oyó rechinar el pestillo

de la cerradura. Berenguela cayó de rodillas. –¡Huye! –clamó de una manera tan dolorosa, que su acento más pareció

un gemido que una palabra. Pero viendo la muda y cruel impasibilidad con que el pirata escuchó

esta súplica, se incorporó vivamente, y acercando sus labios al oído de aquel hombre implacable, como si temiese que el aire mismo escuchase las pala-bras que iba a pronunciar, murmuró en voz baja:

–Si yo te dijese que he necesitado de todo el poder de mi voluntad, de toda la conciencia de mi deber para no gritar desde el momento en que te vi: ¡te amo, te amo!…

El pirata iba a su vez a caer de rodillas, cuando se dejó oír en la pieza inmediata la explosión de un arcabuz, que hizo experimentar una violenta conmoción a toda la casa.

Barbillas se detuvo súbitamente, se llevó la mano al brazo izquierdo y la retiró manchada de sangre.

Berenguela dejó escapar un débil grito y dio un paso para aplicar a la herida un pañuelo que tenía en la mano; pero tantas emociones reunidas influyeron de tal manera en su delicada sensibilidad, que antes de lograr su deseo, cayó sin sentido a los pies del pirata.

Una sonrisa de triunfo cruzó por los labios de Barbillas. –¡Ya era tiempo! –murmuró entre dientes. Entonces, después de vendar ligeramente su herida con el mismo pa-

ñuelo que Berenguela había destinado para aquel efecto, levantó a la joven en sus brazos, y con aquella carga, que le pareció ligera como una pluma, se dirigió a la puerta que había dejado abierta, atravesó el patio, derribó fá-cilmente con el pie un pedazo del muro de madera y se encontró a la orilla del mar.

En aquel momento cruzaron simultáneamente el espacio cuatro detona-ciones de arcabuz y un grito de desesperación, lanzado de varias bocas.

El grito de desesperación partía de la casa, y había sido exhalado por los piratas al encontrar desierto el aposento en que acababan de entrar, después de haber forzado la puerta.

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218 Literatura

Los cuatro tiros de arcabuz habían sido disparados por otros tantos pi-ratas, apostados en la puerta exterior de la casa para cualquier evento ines-perado.

Barbillas vio y comprendió todo esto en un segundo. Sujetó entonces a la joven con el brazo izquierdo, a fin de que el derecho le quedase libre para nadar, y se lanzó al agua, ebrio de amor y de felicidad. Cuando faltó el fondo a sus pies, se tendió sobre las olas, como sobre el lecho más seguro y delicioso y empezó a avanzar rápidamente con su preciosa carga.

La orilla del mar se había cubierto en aquel instante con una veintena de filibusteros, que entre juramentos y amenazas horribles, dispararon sus arcabuces en dirección de aquel grupo ya informe, que hendía velozmente las olas.

Barbillas oyó el silbido de las balas que pasaron sobre su cabeza. Luego el rumor de algunos gritos y voces humanas que llegaron confusamente a sus oídos, pero que no pudo comprender.

Este incidente sólo sirvió para que redoblara sus esfuerzos. Pero no tar-dó en comprender en que, a pesar de su vigor y destreza, muy pronto iba a correr un inminente peligro.

La herida empezaba a atormentarle demasiado, y había momentos en que, a pesar de todo el poder de su voluntad, se aflojaba el brazo con que rodeaba la cintura de Berenguela, y la pálida cabeza de la joven se sumer-gía en el agua.

Barbillas arrojaba un grito involuntario, reunía todos sus esfuerzos, ase-guraba de nuevo su preciosa carga y con nuevo vigor volvía a luchar con las olas.

De súbito resonó un grito a su lado. Leonel se estremeció hondamente, como nunca había temblado en su vida. Aquel grito había sido lanzado por Berenguela, que acababa de reco-

brar los sentidos. –Nada temas –le dijo el pirata, conmovido, a pesar suyo–. Soy yo el

que te conduce: Leonel… tu amigo… tu hermano…–¡Perdón! –murmuró con voz débil Berenguela–. Creí que soñaba. Vuelta la joven de su desmayo en medio de aquel peligro espantoso,

que hirió primeramente sus sentidos, no acertó por mucho tiempo a coor-dinar sus ideas. Sólo comprendió que se hallaba ente la inmensidad de las aguas, sostenida por el vigoroso brazo de Leonel y helada de terror y sin hablar más palabra, se dejó conducir sin la menor repugnancia.

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Repentinamente lanzó otro grito. Sintió que le faltaba el apoyo que la sostenía y que su cuerpo empezaba a hundirse en el agua. Por un movi-miento instintivo rodeó a su vez con el brazo la cintura del pirata.

–¡Así, así! –exclamó entonces Barbillas, tranquilizado y, por lo mismo feliz–. De ese modo no correrás ningún peligro.

–Pero ¿a dónde vamos? –preguntó la joven. –A ese bote que nos trae Chagrín, –respondió el filibustero. Y le señaló el bote de Chagrín que aparecía ya en corta distancia, y que

desde que divisó aquel grupo que se movía sobre las aguas, avanzó rápida-mente para recogerlo.

A este nombre de Chagrín, Berenguela pareció evocar un recuerdo y se estremeció. No obstante, se dejó meter en el bote que no tardó en alcan-zarlos, y aun se sentó tranquilamente en uno de los listones de madera al lado de Barbillas.

Pero por tercera vez lanzó súbitamente otro grito, se puso en pie e in-dudablemente se habría arrojado al mar, si el pirata, que pareció leer en su pensamiento, no la hubiese detenido fuertemente por el vestido.

–¿Qué ibas a hacer, Berenguela? –le preguntó éste, temblante todavía de emoción.

–¿A dónde me conduces? –interrogó la joven en vez de responder. –A mi queche. –¿Y mi esposo? –Ha quedado en tierra con mis enemigos. Berenguela miró con inquietud a los piratas que remaban vigorosa-

mente hacia el queche, que empezaba a percibirse confusamente en el horizonte. Volviéndose entonces a Barbillas, con voz firme y tranquila, le dijo:

–¿Comprender que no hay poder humano que me impida arrojarme al agua y morir en el primer momento de descuido?

–Pero… –Pues bien, juro no volver al intentarlo; pero bajo una condición. –¿Cuál? Berenguela volvió a mirar a los remeros y tras un instante de duda

respondió: –Que me otorgues la merced que te pida, cuando podamos hablar li-

bremente en tu queche.

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–¿Necesitas acaso pedir de esa manera para conseguir cuanto desees? –¿Juras otorgármela? –insistió la joven. –Lo juro por ti misma –respondió el pirata. Berenguela iba a replicar, pero comprendió, sin duda, que era inútil

exigir otro juramente al pirata, se levantó del lado de éste donde la había hecho volver a caer el movimiento del bote, y fue a sentarse en el extremo opuesto.

Ninguna palabra, ninguna sonrisa, ninguna mirada volvió desde en-tonces a cruzarse entre los dos.

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Capítulo XVII. En que Barbillas se ve obligado a ocurrir el númen poético del señor Milton para acabar de sofocar el motín

Seguro Barbillas de que la joven permanecería tranquila en adelante, se acercó a Chagrín, y mientras éste remaba, empezó a darle en voz baja sus órdenes. De modo que cuando llegaron al queche, el francés, completa-mente enterado del papel que bebía desempeñar, se reía de todo corazón, gozándose anticipadamente en el éxito que pensaba producir.

Cuando el bote se halló al alcance de la voz: –¡Quién vive! –le preguntó desde el queche el centinela de popa. –¡Je suis, mon amí! –respondió Chagrín. –¡Quién vive! –repitió imperiosamente el centinela, que trabajosamen-

te comprendía el español, porque era un indio comanche. –¡Téte–Dieu! –repuso el francés–. Amigos… yo soy Chagrín. El comanche dejó oír un gruñido de satisfacción y dejó caer una cuer-

da, cuyo cabo tocó hasta la superficie del mar. Llegado el bote a emparejar con el queche, Chagrín subió por esta

cuerda con la agilidad del más consumado marino. Barbillas, David y Berenguela, se quedaron en el bote. –¡Ea! –exclamó Chagrín, poniendo el pie sobre cubierta. La escalera es excelente para que yo suba; pero no todos pueden decir

lo mismo. Poned la de madera para que suba esa dama.–¡Esa dama! –exclamó una voz, que Chagrín conoció al instante. Era la de Conti, que al ruido del bote había subido a adquirir noticias,

pues como recordará el lector, era el que había quedado con el mando del queche, durante la ausencia de Brazo de acero.

–¡Esa dama! –continuó el italiano–. ¿De quién quieres hablar, majadero? –¿De quién? –repuso Chagrín, poco satisfecho del epíteto–. De la mis-

ma dama a quien el señor Brazo de acero dio hace pocas horas libertad. –¿Y quién se ha atrevido a deshacer lo hecho por el señor Brazo de

acero?

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–¡Bah! Vos mismo lo hubierais deshecho a presenciar de ese prodigio. Ya veréis la metamorfosis que ha sufrido la dama. ¿Vos la creíais una vieja espantosa… una especie de dueña quintañona?

–Sí. –¡Pues bien! Es la joven más bella que he visto en mi borrascosa vida. –¡Oh! Ya sé entonces quién ha vuelto a hacer la presa… Nuestro poeta. –¿El señor Milton? ¡Psé!… Todo lo que hubiera hecho por ella, habría

sido un soneto a su belleza… para maldita la cosa. La dama no debe de saber una jota de inglés… ¡A propósito! ¿Sabéis si

se hacen sonetos en inglés? –¿Cómo diablos quieres que yo sepa semejante niñería? Pero…–¡Ah! –interrumpió Chagrín–. Es una lástima que yo no lo sepa tam-

poco, porque ya no se lo podemos preguntar al señor Milton. –¿Por qué? –Por un percance muy natural: porque ha muerto. –¡Muerto! –exclamó, asombrado, el italiano. –Por una bala que se llevó consigo los sesos –añadió con cachaza el

francés. –¿Y quién le ha muerto? –El mismo que mató al señor Brazo de acero. –Conti retrocedió un paso y miró fijamente a su interlocutor. Pero

serenándose al instante: –¿Cuánto va –dijo– a que te has emborrachado en Lerma y vienes a

contarme tus visiones? –¡Eh! –exclamó Chagrín, con quien visiblemente no simpatizaba el ca-

rácter del italiano–. No deja de ser curioso el que se tome por borracho a un hombre por el simple hecho de traer noticias importantes.

–¡Hum! –refunfuñó Conti–. ¿Quién es, entonces, el que ha muerto al señor Brazo de acero?

–El mismo que ha recobrado a la dama –repuso con impertinencia el francés.

–¿Y quién es el que ha llevado a cabo tan portentosas hazañas? –Uno que es capaz de otras mayores. –¿Acabarás, bribón?

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–En una palabra, el señor Barbillas. –¡El señor Barbillas! –gritó Conti, lleno de espanto–. Pero ¡bah! –aña-

dió al cabo de un instante, reponiéndose y dejando percibir una risita falsa: –lo dicho… ¡tú estás borracho!

–¿Queréis que suba hasta el mastelero de gavia para que juzguéis? –¡Pero sólo un borracho puede soltar noticias tan inverosímiles! ¿Hacer

tales cosas por una dama… el señor Barbillas, que jamás ha fijado los ojos en una mujer?

–Perdonad. Esa no es una mujer. ¡Es una diosa! Además… –añadió el pobre francés, que conocía que cada vez que se trataba de la dama, olvi-daba sus instrucciones para seguir los impulsos de su galantería–, además, el señor Barbillas no se ha apoderado de la dama, como mujer, sino como un rehén a que tiene derecho.

–Pero en fin –dijo el italiano tras un instante de silencio–, ¿cómo un solo hombre ha podido deshacerse de Brazo de acero y de Milton, tenien-do éstos a sus órdenes treinta de nuestros más bravos veteranos?

–Muy sencillamente. Cuando los señores Brazo de acero y Milton se disponían a romperse la cabeza por los negros ojos de esa dama, el señor Barbillas se presentó súbitamente en la escena, tomó de la mano a la seño-ra, que temblaba de espanto, y a vista de los dos rivales intentó sacarla de la casa en que se hallaba. Pero antes de llegar a la puerta, el señor Milton, espantado de esta osadía, se le puso delante y le previno que no le dejaría pasar. El señor Barbillas, sin hablar una palabra, sacó de su faltriquera una pistola, la amartilló y se la disparó a boca de jarro.

–Y el señor Brazo de acero ¿qué hizo, entonces? –Advertir que la casa tenía dos puertas y huir rápidamente por la que

quedaba libre. –¿Cómo murió entonces? –¡Oh! De una manera trágica. Cuando los camaradas oyeron el pisto-

letazo y el grito que dio en seguida la dama, entraron todos de tropel en la casa, y al ver al señor Barbillas con una pistola en la mano y al señor Milton bañado en sangre, prorrumpieron en un grito unánime.

–¿Y cuál fue ese grito? –“¡Viva el capitán! ¡Viva el capitán!”–¡Diablo! –murmuró el italiano. –El señor Barbillas –continuó Chagrín– saludó a los muchachos con

un ademán de emperador.

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–“¡Muera Brazo de acero!” –gritaron entonces todas las bocas. –“Muchachos –dijo el capitán–, puesto que ese bribón se ha dejado

tentar por la codicia de los catorce mil pesos, es justo destinar una parte de la suma para el que me vengue de él. Compro en veinte mil reales su cabeza.”

Los muchachos dieron un aullido de alegría y se lanzaron a la calle, donde no tardaron en encontrar al señor Brazo de acero. Entonces em-pezó una especie de cacería muy divertida. El señor Brazo de acero corría a tontas y a locas por la calle, buscando en vano dónde guarecerse. Los muchachos, animados por la oferta del capitán y la novedad del caso, le cercaron por todas partes, lanzando frenéticos gritos de júbilo, disparando sus arcabuces y pinchándole con sus espadas. Al cabo de media hora Da-vid se presentó al capitán, reclamando los veinte mil reales. Traía clavada en la punta de una lanza la cabeza del señor Brazo de acero.

A la luz de los faroles de que hemos hablado, pudo ver Chagrín la pa-lidez que inundaba el semblante del italiano.

–¿Y el capitán –tartamudeó éste al cabo de un instante– dio a David los veinte mil reales?

–Ya comprenderéis que no podía tener en los bolsillos tan enorme can-tidad. Pero le prometió pagárselos antes del nuevo día: y como David sabe cómo cumple el capitán su palabra, se descubrió la cabeza y le dijo:

–“Capitán ¿no podéis proporcionarme otro medio para ganar otros veinte mil reales?”

–“¿Quién es el otro cabecilla del motín?”–“El señor Conti.”–Pues bien –repuso el capitán–. Aunque el señor Conti no valga lo que

el señor Brazo de acero, doy la misma cantidad por su cabeza. Y luego me dio la comisión de traer al queche a la dama para que no le

embarace en sus futuras operaciones. –He ahí todas las noticias que traigo. –¡Corpo di Dio! –exclamó el italiano–. Es decir, que ese hombre, que ha

puesto precio a mi cabeza, se ha quedado maquinando alguna intentona… Y miró en derredor de sí, como si temiese que algún nuevo David se le

aproximase con la codicia de los veinte mil reales. –Al fin y al cabo –añadió–; él sólo tiene treinta hombres, y yo debo dis-

poner de trescientos. ¡Hola! –gritó entonces con voz imperiosa–. ¡Arriba todo el mundo!

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Cinco minutos después todos los piratas estaban alineados sobre cu-bierta.

Como no era Conti un modelo de elocuencia militar, creemos que nuestros lectores nos dispensarán del trabajo de transmitir a la posteridad el discurso que pronunció entonces para animar a los amotinados. Sólo diremos que tuvo el poco tacto de repetirles la fábula que acababa de refe-rirle Chagrín, de manifestarles el peligro que corría su preciosa existencia y de hacerles advertir que en el remoto caso de un choque con Barbillas, sería diez contra uno.

Los piratas en lugar de prorrumpir en el grito de “¡Viva Conti!” –como había esperado el italiano– se pusieron a cuchichear entre sí y a sonreír de la manera más impertinente, sin el menor respeto a la presencia del nuevo jefe.

Le pareció a Conti de mal agüero este resultado, y creyendo desvane-cerlo, concluyó su arenga con estas palabras:

–Pero ¡bah! Bien se guardará el señor Barbillas de volver al queche… Demasiado hará con buscar un rincón para esconderse.

–¡Un bote! –exclamó en aquel instante una voz. –¡Un bote! –repitió el italiano con espanto.Y de un salto se colocó al lado del pirata que había soltado esta excla-

mación. Efectivamente, en el radio del círculo que podía abarcar la vista de un

hombre a la claridad de la luna, que acababa de aparecer sobre una nube, se veía balancearse sobre las olas un bulto casi informe todavía, que avan-zaba rápidamente en dirección del queche. Pero el ojo ejercitado de Conti había ya descubierto en este bulto informe un bote henchido de piratas.

–¡Hola, Walter! –gritó al instante. Un pirata de cabello y patillas casi rojas salió de las filas y se presentó

al italiano. –Descubre tu Dinazarda –le dijo éste– y húndeme en el abismo a esos

temerarios. Dinazarda era el mejor cañón del queche y la disposición de Conti no

era mala del todo. Pero Walter permaneció impasible. –¡Miserable! ¿No me has oído?El inglés se encogió de hombros con toda esa flema inalterable de los

hijos de Albión.

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226 Literatura

–¡Ah! –murmuró Conti–. ¿Dónde diablos tengo la cabeza que olvido que no sabe el español? ¡Hola! –añadió al punto–; ¿hay alguien allí que hable el inglés?

–¡Yo! –respondió la voz de un hombre que en aquel momento saltaba sobre la cubierta.

El italiano retrocedió vivamente ante aquel hombre que se adelantaba a él, y levantó los ojos para mirarle.

–¡El capitán! –tartamudeó con voz sorda. –Sí –respondió Barbillas–, el capitán que desea economizar los veinte

mil reales que ha ofrecido por tu cabeza y viene a rompértela en persona. Y Conti le vio sacar entre sus vestidos una pistola y oyó el ruido que

hacía el disparador al montarlo. El italiano volvió a retroceder y dirigió una mirada a las filas de los pi-

ratas. Pero al verlos inmóviles como unos troncos, cayó de rodillas. Barbillas soltó la carcajada. –¡Vamos! –exclamó en seguida–. Explicad vuestro súbito arrepenti-

miento a esos bravos muchachos. Acaso les toque también la gracia en el corazón.

–¡Viva el capitán! –gritó el italiano, incorporándose.–¡Viva! –respondieron en coro los piratas. Barbillas correspondió a esta ovación con un ademán que arrancó nue-

vas aclamaciones. Hizo luego subir a Berenguela y puso a su disposición la cámara. La

joven reclamó a dos mujeres de su servidumbre, que se hallaban en el queche entre los rehenes, y otorgada esta solicitud, se encerró con ellas en su nuevo alojamiento.

En aquel instante el bote que avanzaba hacia el queche, se hallaba ya a tan corta distancia que podía distinguirse perfectamente a un hombre que venía en pie sobre los listones de madera, guardando el equilibrio con esa fácil habilidad que pertenece únicamente a los marinos.

–Señor Conti –dijo Barbillas–, averiguad qué clase de gente nos trae ese bote.

El italiano dio un paso. –Aguardad –añadió aquel–. Habladles como si fuerais todavía el jefe

de los conjurados y, sobre todo, no deis muestra de espanto, si oís la voz de algún muerto.

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El filibustero 227

Conti miró lleno de asombro a Barbillas; pero a una señal de éste se aproximó a la obra muerta. Barbillas le siguió y se ocultó tras él.

–¡Hola! –gritó el italiano a los del bote. –¡Amigos! –respondió la voz del que venía a pie. Conti dejó ver un movimiento de espanto. –¡Milton! –murmuró con voz sorda. –¡Y bien! –dijo Barbillas–. Preguntadle qué se ha hecho de Brazo de acero. –¡De Brazo de acero! Pues no dijo Chagrín… –El señor Chagrín es un solemne embustero… ¡Preguntad!–¿Qué me decís de Brazo de acero? –volvió a gritar el italiano a los del bote. –Se ha quedado en Campeche, –respondió Milton–. Y a vuestro turno

¿qué me decís vos del señor Barbillas? ¿No os han arrojado las olas su ca-dáver por acá? ¡Oh!… porque nadie nada dos leguas con una herida en el cuerpo y una mujer en las espaldas…

Conti no había inventado la pólvora y quedó mudo como una tumba. –¡Qué hombre! –continuó Milton–, se nos apareció de improvisto en

Lerma y se fugó luego, engañándonos como a unos niños. ¡Uf! ¡es un ver-dadero demonio!

–Os equivocáis, señor poeta –dijo Barbillas, apareciendo junto al ita-liano–. La prueba de que no tengo nada de diablo es que me compadezco de vos y que os perdono.

Fue tal el espanto que causó a Milton la voz que pronunciaba estas palabras, que cayó sentado sobre los listones de madera.

Pero no tardó en reponerse y un instante después, se vio virar el bote y volver por el mismo rumbo que había traído.

–¡Voto al chápiro!– gritó entonces Barbillas–. Si no queréis aprovecha-ros de mi perdón, voy al instante a enviaros mi venganza.

Milton no volvió a oír ninguna palabra, pero un momento después vio bri-llar sobre la cubierta del queche una mecha que despedía multitud de chispas.

El inglés, aunque por su cualidad de poeta, podía dispensarse de la de tener valor, poseía en alto grato el amor propio, como todos los hijos de Apolo, y tenía por momentos ciertos raptos de coraje, que le hacían pasar por valiente.

Esta vez, sin embargo, el amor propio se fue a pasear y el rapto no se presentó. Temió oír de in instante a otro el estampido de un cañón y gritó con todas sus fuerzas.

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228 Literatura

–¡Un momento, capitán! La luz de la mecha desapareció entonces, el bote volvió a virar con di-

rección al queche, y un momento después, Milton saltaba sobre cubierta. Se encontró frente a frente a Barbillas, que le miraba con una sonrisa en-

tre irónica y despreciativa. Pero Milton, que nunca perdía su buen humor: –¿Queréis que os dé las gracias en un cuarteto? –preguntó al capitán. –Os dispenso de ese trabajo –respondió Barbillas–, aunque no tardaré

quizá en ocurrir a vuestro númen para salir de un atolladero. –Mi númen y todo lo que me pertenece está a las órdenes de mi capitán. –¡Hum! Mientras no sintáis cosquillas de amotinaros otra vez… Pero

volviendo a nuestro asunto, antes de necesitaros como poeta, os necesito como historiador.

–¿Cómo historiador? –Ya sabéis que en la antigüedad la historia y la poesía andaban tan

hermanadas, que no había poeta que no fuese historiador, ni historiador que no fuese poeta.

–Cuando vos lo decís. Capitán, debe ser cierto, como que tres y dos dan cinco. Por lo que a mí me toca, ya sabéis que a excepción de Shakes-peare y de Milton, no he leído otros libros en mi vida.

–Eso no impide que sepáis de la cruz a la fecha la historia de que voy a hablaros.

–¡Oh! si la sé…–Pero os prohíbo que os acordéis que sois poeta para mezclar la men-

tira con la verdad. ¿Qué hicisteis todos, cuando entrados en el aposento, después de forzar la puerta, le encontrasteis vacío?

–Salir a la orilla del mar, y persuadidos de que era imposible alcanzaros en vista de lo que avanzabais…

–¡Cuidado!… Empezáis a olvidar la prohibición. –Es justo –repuso Milton–. Persuadidos de que os ahogaríais, porque

vimos en el aposento la sangre de vuestra herida, y los centinelas apostados en la calle vieron a la dama que conducíais, creímos inútil perseguiros, a pesar de los gritos del caballero que nos ofrecía montes de oro porque salvásemos a su cara esposa.

–Os aconsejo una cosa, señor Milton –interrumpió Barbillas al notar la sonrisa con que el inglés había pronunciado sus últimas palabras.

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–¿Cuál? –Que no volváis a hablar nunca de esa dama, porque os juro que me

olvidaré de mi perdón para cortaros la lengua. Y ahora continuad. ¿Qué hicisteis cuando os asegurasteis de que era inútil perseguirme?

–Volar a Campeche… Supongo que las metáforas no estarán excluidas de mi narración.

–Adelante. –Llegados a la villa, nos encontramos frente a San Francisco con el bote

en que os habíais llevado a don Fernando. Apenas nos acercamos a él, dos hombres que se hallaban ocultos entre las sombras de unos edificios, sa-lieron de su escondite y se nos presentaron. Reconocimos en ellos a Jonás y a Derly y tomamos informes. Los otros dos remeros del bote habían pasado a la sala capitular a recoger los catorce mil pesos, según las órdenes de que habíais dado a Montalván. Este no tardó en aparecer, acompañado del cuarto remero y de otros dos hombres, que traían en sacos la cantidad.

–¡Hola! Bien temprano la reunieron los buenos capitulares. –No tanto, capitán, advertid que empieza ya a amanecer. –Tenéis razón… continuad. –Brazo de acero se presentó a Montalván para que le entregara los ca-

torce mil pesos. El remero se negó, alegando que según sus órdenes, sólo a vos los podía entregar. Brazo de acero le contó entonces lo sucedido y le invitó a entrar en la sedición.

–Si hay eso –dijo Montalván–, mis órdenes son terminantes. Me mete-ré en el bote, remaré tres millas y arrojaré el dinero al fondo del mar.

–¡Bravo Montalván! –interrumpió Barbillas. –Tan bravo le pareció a Brazo de acero, –continuó Milton–, que le

atravesó con su espada y le dejó muerto en el acto. –¡Oh! –exclamó Barbillas con sorda voz–. Ese miserable ha muerto en

pocas horas a Montalván y a Smith, mis más leales amigos. –No doy ahora un comino por la vida de Brazo de acero. –Señor Milton, ni vos ni Conti hubierais alcanzado vuestro perdón, si

no fuera por una circunstancia que ha hecho de mí esta noche el hombre más feliz del universo. Pero continuad…

–Sólo me resta añadir que Brazo de acero, poseído del miedo de vues-tra sombra, porque no cesa de decir a los muchachos que ya los tiburones

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230 Literatura

deben conocer el gusto que tiene vuestra carne, poseído de miedo, digo, me ha mandado por delante para averiguar lo que pasa.

–Y bien, señor Milton, se ha llegado ya el momento de que cumpláis con las órdenes de Brazo de acero y de que me sirváis al mismo tiempo con vuestro ingenio. ¡Mirad!

Milton siguió la dirección del dedo de Barbillas, y a la luz del nuevo día que luchaba ya con la de la luna, vio balancearse sobre el agua un bote de cuatro remeros, que hacía rumbo para el queche. Tomó luego un anteojo que acababa de traer Chagrín, y distinguió a Brazo de acero, sentado en el bote entre una veintena de piratas.

Volviéndose entonces a Barbillas: –¿Qué mandáis, capitán? –le preguntó. –Escuchadme –respondió éste–. Como no trato de perdonar a Brazo

de acero, luego que sepa que estoy aquí, huirá sin tardanza. –¡Y haréis lo que ibais a hacer conmigo: dispararéis sobre el bote la

Dinazarda!–Y los catorce mil pesos se hundirán en el mar con Brazo de acero.–Es verdad. –Pues bien, se trata de que hagáis entrar en el queche la cantidad y

luego a Brazo de acero. Yo me comprometo a despacharle al instante a la eternidad.

–¿Pero de qué medios queréis que me valga? –¡Eh, inventadlos! ¿Para qué sois poeta? Yo, sin haber hecho un verso

en toda mi vida, he inventado una novela que Chagrín ha referido después a Conti.

El inglés inclinó la cabeza para reflexionar. Al cabo de un instante: –Respondo de todo –dijo levantando los ojos. Y fue a reclinarse sobre la obra muerta para esperar el momento de

obrar. Barbillas se guareció tras de su cuerpo, como lo había hecho antes con el italiano.

Diez minutos después el bote se hallaba al alcance de la voz. Brazo de acero, que vio a Milton esperando tranquilamente su llegada: –¿Qué hay? –le preguntó, agitando un pañuelo. –¿Sobre qué? –dijo con sorna el inglés. –¡Eh! sobre ese condenado de Barbillas.

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–Amigo mío, como los tiburones no han inventado todavía el correo, no os puedo dar las noticias que deseáis.

Brazo de acero juntó sus manos y aplaudió, lanzando una carcajada. –¡Bravo! –exclamó–. ¡Vaya si son ingeniosos los poetas!Luego, cuando el bote se hubo acercado al costado del queche, se apo-

deró del cabo de la cuerda por donde un cuarto de hora antes había subido Milton.

–Un momento, –le dijo el inglés. –¿Qué?–Sed más galante con el todopoderoso de nuestro siglo. –¿Con los catorce mil pesos? –Sí. Dadme de uno en uno los sacos y subiréis luego a hacer las distri-

buciones. ¿Eh? ¿Me explico? Brazo de acero respondió con una sonrisa de asentimiento, y un ins-

tante después se hallaban sobre cubierta los pequeños sacos que contenían el dinero.

El jefe de la sedición se apoderó entonces de la cuerda, y sin ninguna oposición de parte de Milton, saltó sobre cubierta con los ojos radiantes de codicia.

Pero al echar una ojeada en derredor de sí para buscar el tesoro, se en-contró con Barbillas que le miraba severamente en su actitud favorita, esto es, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Brazo de acero retrocedió de espanto, montó sobre la obra muerta, e indudablemente se habría arrojado al mar para buscar su salvación en las olas, si el mismo Barbillas no le hubiese detenido a tiempo por el cuello del vestido.

–No me opongo a que os arrojéis al agua –le dijo– pero tengo presente que sabéis nadar, y necesito tomar una precaución. ¡Hola, David!

El remero se acercó mientras Barbillas continuaba: –Habéis faltado a la obediencia que me debíais por poseer una parte

de ese dinero. Yo soy más generoso con vos, que vos mismo, y os lo voy a dar todo… los catorce mil pesos. David, ata esos sacos a los pies de este miserable.

Brazo de acero, con los ojos saltados de espanto, hizo un esfuerzo inútil para zafarse de los puños de Barbillas.

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232 Literatura

–¡Muchachos! –gritó entonces a los piratas que contemplaban en si-lencio esta escena–. Van a ser arrojados al mar los catorce mil pesos que habéis ganado a riesgo de vuestra vida. ¿Lo consentiréis?

Estas palabras encontraron eco en la mayor parte de los filibusteros y se oyó salir de sus filas un murmullo de indignación.

–¡Chagrín! –gritó Barbillas–. Te nombro desde ahora mi teniente. Toma mis pistolas y manda a la eternidad al primero que deje oír un gruñido.

Hizo luego avanzar una compañía de cincuenta hombres, en que tenía mayor confianza, la colocó frente a los demás piratas y les hizo preparar sus armas.

–Si el murmullo es general –añadió volviéndose a Chagrín– ¡fuego so-bre todos!

Un silencio sepulcral sucedió a estas palabras. En aquel momento David concluía de atar los sacos a los pies de Brazo

de acero. El mismo David le levantó entonces por los brazos; Cabeza de lobo por

los pies, y empezaron a mecerle sobre la obra muerta. –¡Amigos míos! –gritó el infeliz sedicioso–, ¡me dejáis matar!… ¿os

dejáis robar estos catorce mil pesos, que yo hubiera distribuido entre vo-sotros hasta el último maravedí?…

Los piratas, subyugados menos por las armas de Chagrín y de su com-pañía, que por la mirada de Barbillas, que sentían clavada sobre sus sem-blantes, no pronunciaron una sola palabra, no hicieron un solo movi-miento.

–A la una –dijo la voz de David–; a las dos…Y entre el silencio que reinó entonces sobre cubierta, esperando la últi-

ma palabra del remero, se oyó abrir la puerta de la cámara y luego una voz dulce y suave, como la de un ángel, que decía:

–Capitán, os pido la vida de ese hombre. Barbillas levantó vivamente la cabeza y encontró parada en el dintel a

Berenguela, bella y arrobadora, como una visión celestial. Se acercó entonces a Brazo de acero, desató de sus pies los sacos, y ha-

ciendo una seña a David y a Cabeza de lobo, que le pusieron en pie: –Dios os ha perdonado, –le dijo con voz solemne. Se dirigió entonces a la puerta de la cámara. Berenguela le invitó a que

pasase adelante y la obedeció, lleno de alegría. La joven entró en pos de él, cerrando tras sí la puerta.

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El filibustero 233

Capítulo XVIII. El pasado

¿Estás contenta de mí? –preguntó entonces el pirata, embriagado de felicidad. –Leonel, eres tan bueno ahora, como lo eras en el Olimpo. –¡Oh! no tardarás en saber que soy un pirata muy singular. Ya había

perdonado en tu nombre a todos los amotinados. Pero necesitaba castigar al jefe de la sedición y vengar la muerte de dos de mis amigos más fieles. Y si no hubiera sido porque al oírte, recordé la palabra que te había dado en el bote…

–La vida de ese hombre –interrumpió la joven– no es la gracia que has jurado otorgarme.

–¿No? –La vida de ese hombre fue pedida ante trescientos piratas; y la gracia

que has jurado otorgarme, debe ser pedida sin testigos. –Es decir, que ahora que estamos solos…–Con ese objeto te he invitado a entrar. –Habla, ángel mío, habla. –Leonel –dijo Berenguela pasando una mano sobre su frente–, sin duda

te parecerá muy injusto que exija de ti el cumplimiento de una promesa, la mujer que, según tu juicio, ha faltado a un juramente sagrado.

La expresión de felicidad pintada en las facciones del filibustero, des-apareció a estas palabras, y una nube sombría pareció cubrir todo su sem-blante.

–Berenguela, ¿a qué evocar tristes recuerdos cuando somos hoy tan felices?

La joven ahogó en su pecho un suspiro. –Desde el día en que te separaste del Olimpo –respondió–, no he cesa-

do de ver tus lágrimas y de escuchar tus sollozos… desde el día en que me casé, no he cesado de escuchar tus maldiciones, dormida o despierta, en la soledad y en el bullicio, en la ciudad, en el campo, en el mar… en todas partes y a todas horas. Permíteme, pues, remover las cenizas del pasado para que quede tranquila y para que no te parezca muy dura la gracia que voy a solicitar. Escúchame.

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234 Literatura

Leonel se sentó en el escaño que ocupaba la testera de la cámara, y aunque había espacio suficiente para otra persona, Berenguela acercó una silla y se sentó a cierta distancia. Entonces dijo:

–Después de nuestra entrevista en el Convento de Valladolid, me retiré al Olimpo, no dichosa, pero sí tranquila. Tenía confianza en que te cura-rías pronto y saldrías de la Península a buscar tu fortuna. Muy pronto, sin embargo, lo perdí todo. Cuando supe tu prisión, lloré sin descanso mu-chos días y muchas noches, me desesperé y creo que hasta llegué a dudar de la bondad divina. Mil veces imaginé correr a Mérida para arrojarme a los pies del capitán general y jurarle tu inocencia, a falta de otra prueba. Pero pronto me persuadí de la inutilidad de este paso y me limité a llorar.

En medio de mi llanto, era no obstante feliz en cierta manera. No se había vuelto a hablar de matrimonio, estaba segura de tu amor y confiaba en el porvenir. Pobre niña, que ignoraba hasta qué grado se atreve a llegar el mal, tenía confianza en que tu inocencia se patentizaría en alguna hora, y saldrías de la cárcel lavado de la vil calumnia y coronado con la aureola del martirio.

Este pensamiento solía arrancar una sonrisa a mis labios, mientras mis ojos rebosaban en lágrimas. ¡qué raudales de alegría atesoraba en mi cora-zón para aquella hora! ¡Qué millones de gracias para elevar a la !

Alimentada con tan grata esperanza, diariamente recorría sola las huerta y los bosques del Olimpo, donde nos paseábamos juntos durante nuestra infancia. ¡Qué ilusiones tan halagüeñas acariciaban mi mente en aquellos momentos! Tras de cada tronco me parecía ver que se deslizaba tu sombra; cada ráfaga de aire traía envuelta entre sus pliegues tus quejas, tus súplicas, tus protestas de amor; el susurro de las hojas no cesaba de murmurar a mis oídos tu nombre. Y a tu sombra, a tus palabras, a tu nombre, yo respondía en mi pensamiento:

“Confianza, Leonel, Dios es justo y Berenguela te ama más que nunca…”Murió mi padre, y el cielo no me ha perdonado todavía el crimen

que cometí entonces. Le lloré, porque le amaba mucho; pero el dolor de aquella muerte se mitigó muy pronto en mi pecho para dar lugar al sentimiento más poderoso que me avasallaba. Y sin embargo, continué llorando delante de mi madre y delante de todo el mundo. La muerte de mi pobre padre me servía de pretexto para las lágrimas que de continuo inundaban mis mejillas.

¿Logré engañar a mi madre?… No lo sé.

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El filibustero 235

Pero una mañana me llamó a su aposento, me hizo sentar y me dijo: –“Berenguela, llorar la muerte de un padre es un dolor santo que debe

respetarse; pero dejarse abatir por ese dolor, es ofender a la que ha estable-cido para todos los seres la ley de la muerte.”

Recuerdo que no le respondí más que con un sollozo. –“Te digo esto –continuó–, porque dos veces se ha presentado en el

Olimpo don Sancho de Villaviciosa, y otras tantas te has negado a recibirle con el pretexto de tu dolor.”

–“¿A qué mostrar nuestras lágrimas a una persona extraña, que aunque tenga la enfadosa atención de consolarnos, quizá después se reirá de ellas a sus solas?”

–“Don Sancho no es una persona extraña para nosotros. Tu padre le conoció en Madrid, y aunque era entonces un niño, conserva de él todavía gratos recuerdos.”

A la mañana siguiente recibí a don Sancho, y algunos días después me anunciaba mi madre que había arreglado con él mi matrimonio.

Decirte lo que lloré, lo que supliqué, las excusas que di para ocultar la verdadera causa de mi oposición, no es nada importante para lo que me he propuesto referirte. Mi madre respondió a todo:

–“Don Sancho te ama, es rico, tiene un nombre distinguido y te hará feliz. Lo he consultado con fray Hernando, el sabio y juicioso director de tu conciencia, y ha aprobado mi proyecto.”

Cuando se hubieron agotado mis recursos para persuadir a mi madre de que aquel enlace iba a labrar mi eterna desventura, resolví tentar el último esfuerzo.

Me encerré en mi cuarto y tomé un pliego de papel. ¡Oh! La carta que escribí entonces, llevaba en sus líneas mi más cara

esperanza, y no se borrará nunca de mi memoria. “Leonel” –te decía en ella…–¿Cómo? –interrumpió el filibustero–. ¿Me has escrito una carta? –¡Muchas! –respondió Berenguela. –¡Muchas! ¡muchas!… pero yo no recibí nunca una sola. La joven levantó los ojos al cielo. –Dios perdone, –murmuró–, a los que han labrado tu eterna desgracia,

la de don Sancho y la mía. ¡Oh, porque él también es muy desgraciado!–¡Una carta! ¡Una carta! –balbuceaba el pirata.

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236 Literatura

–Sí –repuso Berenguela–; y en ella te decía: “Leonel, ha llegado el momento que tanto temíamos. Muerto don

Fernando, mi madre ha encontrado otro caballero español para ofrecerle mi mano. Mis fuerzas se han agotado inútilmente en oponerme; pero he cumplido mi juramento, consiguiendo el plazo más largo que me ha sido posible; cuatro meses. A ti te toca cumplir ahora el tuyo, volando a mi primer llamamiento para socorrerme. Sé que estás en una cárcel, guarda-do por soldados y cerrojos; pero también sé que has recibido del cielo el privilegio de no encontrar nunca dificultades en tu camino. Rompe tus cadenas y ven. Berenguela te ama y te ayudará con sus débiles fuerzas.”

Barbillas quiso hablar, pero sólo pudo producir un suspiro. –Cerrada y sellada esta carta –continuó Berenguela–, se la entregué al

anciano criado que te había llevado antes al convento de la villa otro papel semejante. Pero como tenía que hacer un viaje a Mérida, como acostum-braba hacerlo algunas veces para vender ciertos productos de su industria, me quité del cuello una cadena de oro y se la entregué en premio de su trabajo, recomendándole, sobre todo, el secreto. Poco faltó para que el anciano se volviese loco al verse dueño de tan rica joya, y dándome un millón de gracias, partió para la capital.

Ocho días después se presentó en mi cuarto, cubierto de polvo y de lodo. Me aseguró que había conseguido del alcaide de la cárcel licencia para hablarte, como yo le había recomendado, y que en la entrevista te había entregado la carta.

–“¿Y no os ha dado ninguna respuesta?” –le pregunté asombrada. –“No tenía en su prisión recado de escribir – me respondió–; pero

después de calmar los ademanes de cólera con que leyó la carta, me dijo que quedaba impuesto de su contenido y que yo os dijese que os amaba.”

Palpitó mi corazón de alegría, regalé al anciano un anillo y le despedí. Desde aquel día me sentí tranquila. Los pormenores que daba el mensa-

jero sobre el modo con que habías recibido la carta, me hicieron creer que no me había engañado. Entonces, confiada en que sabrías romper muros más fuertes que los de la cárcel de Mérida, me sentaba todas las noches en la ventana de mi aposento y te aguardaba allí hasta las horas más avanzadas.

¡Loca de mí, que dejé pasar dos meses en esta vana confianza!Al cabo de este tiempo escribí la segunda carta. Me valí del mismo

mensajero, recompensé ricamente su trabajo y volvió con una respuesta que no dejó de asombrarme.

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–“Ha leído la carta –me dijo–, con las mismas muestras de cólera que la primera, y luego me ha encargado que os dijese que todavía faltan dos meses para el asunto de que le habláis y que el tiempo es bastante largo para que Dios le ilumine sobre lo que debe hacer.”

Esta respuesta, que no dejó de inspirarme confianza al principio, me pareció luego tan extraña, que a los quince días escribí la tercera carta, previniendo al anciano que llevase oculto en su vestido recado de escribir, para que pudieses contestarme con otra carta. Volvió, sin embargo, con las manos vacías, como en los viajes anteriores.

Interrogado sobre esto: –“El preso se halla incomunicado –me respondió– por haber intentado

fugarse.”Yo di a la vez un grito de alegría y de dolor. Leonel pensaba cumplir su

juramento, puesto que había intentado fugarse de la cárcel. ¿Qué impor-taba que estuviese incomunicado? Él se reiría en su interior de este nuevo obstáculo.

–“De suerte que no has entregado mi carta” –dije al anciano. –“Sí, tal –me respondió–. Descuidé un instante al centinela y arrojé el

papel por la claraboya de su calabozo.”Aguardé dos semanas inútilmente. Desde entonces escribí tantas car-

tas y con tan diversos mensajeros, que me sería imposible dar cuenta de su número. Sólo que estos mensajeros eran siempre criados del Olimpo, porque la enfermedad de mi madre, que empezaba a agravarse, me tenía clavada a la cabecera de su lecho. Además, fray Hernando, que ya vivía casi en el Olimpo, ejercía sobre mí una vigilancia indiscreta, que empezaba a infundirme sospechas.

Es indecible la ansiedad con que vi transcurrir hora por hora el último mes del plazo otorgado por mi madre. La víspera del día en que debía cumplirse pasé la noche más intranquila de mi vida. Aprovechaba todos los momentos en que mi madre cerraba los ojos para volar a mi aposento y mirar por la ventana. El más ligero rumor que llegaba a mis oídos hacía palpitar de esperanza mi corazón; ya que parecía escuchar el lejano galope de un caballo, ya los pasos de alguno que se acercaba recatadamente, ya una voz que pronunciaba confusamente mi nombre.

Hubo un instante en que, sintiéndome morir de impaciencia tras la reja de mi ventana, salí al patio, atravesé la calle de árboles, me apoyé en uno de los pilares que sostienen la reja y miré hacia el camino que conduce

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a la villa. Pasada una hora, que había empleado inútilmente en sondear con la vista las tinieblas que me rodeaban, caí de rodillas, y con los ojos fijos en el estrellado manto del cielo, oré con todo el fervor de que es capaz el espíritu en sus momentos de mayor angustia…

Una hora después me hallaba al lado de mi madre. Acababa de desper-tar, y al ver el rayo de sol que se colaba por la rendija de una puerta:

–“Berenguela –me dijo–, Dios me ha permitido vivir hasta este día para tener el consuelo de ver, antes de mi muerte, asegurado tu porvenir.”

Adiviné lo que significaba esta introducción e incliné la cabeza para di-simular las lágrimas que habían brotado de mis ojos. Mi madre continuó:

–“Don Sancho y yo hablamos anoche mientras tú dormías en tu apo-sento, y hemos convenido en que vuestro matrimonio se celebrará maña-na al amanecer en la capilla del Olimpo.”

Me arrojé de rodillas junto a su lecho y humedecí sus manos con mis lágrimas.

–“¿Qué significa ese llanto?” –me preguntó mi madre con un acento de aspereza que en vano intentó disimular.

–“Madre mía, ese matrimonio es imposible” –respondí balbuciente. Un gesto de impaciencia se pintó en su semblante. Pedí a Dios las fuerzas necesarias para hablar en voz alta por primera

vez de mi amor, y sin abandonar la postura en que me hallaba, continué: –“Tú has enseñado a tu hija a ser religiosa, y no querrás, sin duda, que

quebrante la religiosidad del juramento que se opone a ese matrimonio.”–“¿Y a quién ha sido hecho ese juramento?” –me preguntó mi madre,

mirándome con fijeza. Quise responder; pero tu nombre quedó ahogado en mi garganta. Mi madre dejó pasar un instante de silencio, esperando, sin duda, mi

respuesta. Pero conociendo que aguardaba en vano: –“¡Y bien! –añadió–, voy a decirte yo misma ese nombre que tus labios

se niegan a pronunciar.”Ignoro el ademán que hice al escuchar estas palabras; pero mi madre

continuó: –“El de esa serpiente que locamente he alimentado en el Olimpo.”Levanté los ojos para mirar a mi madre. –“¿De quién hablas?” –le pregunté con un acento de despecho que no

fui dueña de reprimir.

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–“De Leonel –me respondió–; de ese ingrato a quien sus bienhechores han prohibido que piense en ti, y que, sin embargo, ha matado al primer hombre a quien se prometió tu mando.”

Me levanté con un ademán de indignación. –“Tú sabes como yo –dije con firmeza– que Leonel no ha cometido el

crimen que se le imputa.”–¡Oh, lo juro! Dos lágrimas brotaron de los ojos de mi madre al escu-

charme y estrechó mi mano, como por un impulso de reconocimiento. Parecía alegrarse de que hubiese otro corazón que, como el suyo, no duda-se de tu inocencia. Pero reponiéndose al instante:

–“Hija mía –me dijo–, ¿estás persuadida del amor de tu madre?”Por toda respuesta besé su mano, que todavía guardaba entre las mías. –“¿Crees –continuó– que pueda salir una mentira de los labios de un

moribundo?”Esta vez respondí con un sollozo. –“Pues bien –concluyó mi madre–. Por lo que hay de más sagrado te

juro que tu matrimonio con Leonel es imposible.”Comprendí que nada me quedaba qué hacer al lado de mi madre. So-

licité entonces de don Sancho una audiencia secreta, y dos horas después nos hallábamos sin testigos en mi aposento.

–“Caballero –le dije– mi madre os ha prometido mi mano, sin consul-tar mi voluntad, y ahora quiere llevar a cabo nuestro matrimonio, a pesar de toda mi repugnancia. Creo inútil deciros que no os amo, pues demasia-do os lo he dado a entender desde nuestra primera entrevista. ¿Insistiréis todavía en aceptar la oferta de mi madre, a pesar de esta confesión?”

–“Mi querida niña –me respondió don Sancho–; tengo empeñada mi palabra a doña Blanca y mi honor me veda retirarla.”

–“Os autorizo para que repitáis a mi madre lo que acabo de deciros; y tiene demasiada delicadeza para no comprender que ese mismo honor que invocáis, os impide aceptar la mano de una mujer que no puede amaros.”

–“Os suplico que no insistáis –repuso don Sancho– porque al contrario de vos, tengo el placer de confesaros que os amo.”

–“Pero ¿si yo os jurara que no será nunca correspondido vuestro amor?”–“Tengo treinta y cinco años, Berenguela y la experiencia me ha de-

mostrado que nunca es imposible alcanzar el amor de una mujer.”

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Y acompañó estas palabras con una sonrisa de tan impertinente con-fianza en sí mismo, que acabó de fortalecerme en el propósito que tenía.

–“¿Estáis, pues decidido –le dije– a aceptar mañana mi mano en la capilla del Olimpo?”

–“Decidido firmemente” –me respondió. Extendí entonces mi mano hacia un crucifijo de marfil, que resaltaba

sobre una cruz de ébano, pendiente de la pared.–“Por esa santa imagen –le dije– os protesto que si no me hacéis la

promesa que voy a exigir de vos, responderé mañana ¡no! al sacerdote que me interrogue.

–“¿Cuál es esa promesa?”–“Caballero, amo a otro hombre; me ligan a él juramentos sagrados y

le pertenezco de derecho. Pero como no puedo negaros mi mano para no acarrearme la maldición de mi madre, quiero guardar en parte a Leonel la fe que tantas veces le he jurado. ¿Prometéis no exigir otra cosa que el que guarde incólume vuestro honor de marido?”

Una nueva sonrisa de petulancia se dibujó en los labios de don Sancho. –“Supongo –me dijo– que eso no impedirá que parta de vos misma el

quebrantamiento de esa promesa, cuando logre persuadiros de mi amor.”–“Promesa por promesa” –le respondí, tendiéndole mi mano. Don Sancho se apoderó de ella e intentó besarla. –“Empezáis a faltar a la vuestra” –le dije, retirándola con viveza. –“Os prometo que no volveré a incurrir en semejante descuido, –me

respondió sonriéndose.”A la mañana siguiente nos desposábamos en la capilla del Olimpo. En la noche te apareciste en el aposento donde agonizaba mi madre y

la viste morir. Cuando volví del desmayo que me había causado tu presencia, don

Sancho se hallaba a mi lado. Pero cuando le hube asegurado que estaba bien, se retiró, recomendándome a María, aquella anciana que me acom-pañó al convento de la villa el 18 de julio.

A la noche siguiente, después de los funerales de mi madre, don San-cho se presentó en mi aposento.

–“No creas –me dijo– que he olvidado mi promesa. Vengo a anunciar-te que necesito retirarme quince días del Olimpo para asegurar los bienes

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El filibustero 241

que te han quedado en Valladolid y en Mérida por la muerte de tu madre. Espero que a mi vuelta podré darte una cuenta satisfactoria, que te pruebe el interés con que miro todo lo que te pertenece.”

–“Esos bienes son vuestros, caballero –le respondí–. Disponed de ello como queráis y nunca me habléis de cosas que ignoro y que deseo siempre ignorar. Me alegraría, sin embargo, de que me remitáis cada mes las can-tidades que mi madre empleaba en sus limosnas y de que Marta os puede informar.”

Tres semanas después, estaba de vuelta don Sancho. Un mes perma-neció en el Olimpo, haciendo cuanto puede inventar el amante más apa-sionado para captarse el amor de una mujer. Pero tan cruel le pareció, sin duda, mi obstinación, que al cabo de aquel tiempo partió para España.

Desde entonces cada correo que llegaba de la Corte, me traía un pa-quete de cartas de mi esposo. Decíame en ellas que había tomado parte por Felipe V en la guerra de sucesión y que bendeciría el momento en que le matase una bala enemiga, porque mi crueldad le hacía insoportable la existencia.

Esta especie vertida en todas las cartas que me escribió durante tres años y medio, produjo en mí tal especie de compasión hacia aquel desgra-ciado, que sólo pudo tranquilizarme la gran distancia que nos separaba.

Una mañana recibí una carta, que abrí con lágrimas en los ojos. Pero cuál fue mi asombro al leer entre protestas de amor estas palabras: “Su Ma-jestad me ha nombrado, en premio de mis servicios, secretario del nuevo gobernador de Yucatán, don Fernando Meneses Bravo de Saravia, y no tardaré en tener el placer de estrecharte en mis brazos.”

Después de meditar largo tiempo lo que debía hacer para evitar la pre-sencia de don Sancho, resolví retirarme a un Convento de Puebla, de que es superiora una hermana de mi madre. Escribí a mi esposo mi resolución y ya iba a enviarle la carta, cuando recibí otra suya, fechada en La Habana, que sólo tenía estas líneas:

“Al llegar a esta ciudad me ha atacado una dolencia, que los facultativos han calificado de mortal. Deseo estrechar tu mano antes de morir. ¿Te negarás a mi súplica?”

Dos semanas después me embarcaba en Campeche en el primer buque que se presentó. Cuando llegué a La Habana, don Sancho, salvado por una especie de milagro, se hallaba todavía convaleciente. Y a los ocho días nos hacíamos a la vela en el patache que ha aprensado tu gente.

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–Leonel –dijo Berenguela poniendo fin a su narración– he olvidado por un instante mi deber de esposa para disculparme ante tus ojos y re-ferirte lo que he sufrido por mi amor. ¿No es verdad que en cambio vas a otorgarme lo que te pido?

Hacía mucho tiempo que el pirata escuchaba a la joven de rodillas. Al oír esta pregunta, levantó su semblante inundado de lágrimas, pero de lágrimas de felicidad.

–¿Qué quieres de tu esclavo? –preguntó con voz conmovida. –¿Puede ir tu queche sin riesgo a Veracruz? –A donde lo mandes. –No abusaré de tu bondad. Me contentaré con que me dejes en las

playas de Veracruz. Desde allí me dirigiré a Puebla a pedir hospitalidad a mi tía.

El filibustero, en señal de asentimiento, estrechó la mano que Beren-guela le extendía. Pero no intentó besarla, porque la joven había adquirido en su pensamiento las proporciones de un ángel.

Un instante después salía de la cámara con el corazón inundado de felicidad.

Chagrín se le presentó inmediatamente y le mostró al costado izquierdo del queche una canoa que había venido del puerto a buscar a los rehenes, en nombre de don Fernando. Todos fueron entregados, menos Berenguela y las dos mujeres de su servidumbre que había escogido.

Cuando llegó la noticia de esta excepción a Campeche, se mesó don Sancho con desesperación los cabellos y maldijo la hora en que había lla-mado a su esposa desde La Habana.

En aquel momento, el queche de Barbillas zarpaba para Veracruz.

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Tercera parte

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El filibustero 245

Capítulo XIX. El amor y la Inquisición

¿Te acuerdas lector, de aquel bueno de Cifuentes, que mediante la can-tidad de cuarenta mil reales, quedó preso en lugar de Leonel, en la Real Cárcel de Mérida?

Pues bien, por violenta que te parezca la antítesis que encierra el epí-grafe de este capítulo, no tardarás en convenir en que es la más propia para bautizar la historia de aquel buen muchacho, que te vamos a contar en seguida.

Cuando Leonel hubo salido del calabozo, Cifuentes, atado como esta-ba y con un pañuelo entre los dientes, se durmió bonitamente hasta las siete de la mañana del día siguiente, en que entró el carcelero y se descu-brió el cambio.

A eso de las ocho, su madre, que le había aguardado sin dormir toda la noche y parte de la mañana, se presentó en el calabozo, bañado en lágri-mas el semblante. Cuando estuvieron a solas, Cifuentes sacó de su pecho la bolsa que contenía los cuarenta mil reales.

–Madre mía– le dijo, entregándosela–; he vendido mi libertad por cua-renta mil reales; cantidad enorme si se considera que es el precio de la libertad de un holgazán, que no hubiera ganado igual suma en todos los días de su vida. Tomadla, gastadla y vivid con holgura. Figuraos que me he ido a España a buscar fortuna, con la ventaja de haberla encontrado anticipadamente; y no lloréis más nuestra separación. Mi delito no es tan grande para que pueda pasar de cuatro años de prisión la pena que se me imponga.

Y Cifuentes no se engañó. Aunque su juez estaba casi convencido de su complicidad en la fuga de Leonel, no había más prueba de ella que el testimonio del alcaide que juraba haber escuchado su voz antes de sacarle del calabozo. Le condenó, pues, a tres años de prisión, pero le libró de los azotes.

Al cabo de estos tres años, Cifuentes salió de la cárcel, algo preocupado con lo que haría en delante de su persona y corrió a abrazar a su madre. ¡Pero cuál no fue su asombro, cuando la buena anciana puso en sus manos los cuarenta mil reales en la misma bolsa que tres años antes le había dado Leonel!

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246 Literatura

–Pero, madre mía –dijo Cifuentes con un acento de tierno despecho–, yo no os he dado esta cantidad para que la guardéis os dejéis morir de hambre.

–No me he dejado morir de hambre, –respondió la anciana– puesto que he vivido de sus réditos.

–¡Ah! ¿La habéis dado a usura? –Sí, al tres por ciento; y ayer la he retirado para entregártela. Cifuentes meditó un instante. –Pero eso no es posible –repuso–. Vos me mandabais a la cárcel cons-

tantemente viandas, dulces y aun algunos vestidos.–¿Y qué? –¿Cómo hacíais todo eso y os manteníais con cinco pesos mensuales? –¿Y cómo lo hacía antes sin nada? La reflexión no tenía réplica y Cifuentes abrazó a su madre llorando de

gratitud. Pero he aquí que surgió la grave dificultad en su cerebro. ¿Qué hacer con aquellos cuarenta mil reales? Cifuentes se encontraba más embarazado con el dinero que sin él. ¿Gastarlos en ocho días, como calavera? Pero además de que, buen hijo, pensaba en su madre anciana, no sabía

ser calavera. ¿Darlos a usura, como había hecho su madre? Pero además de que su rédito era una miseria, por mejor que se co-

locase la cantidad –lo que era bien dificultoso en aquellos tiempos–, a Cifuentes le pareció humillante vivir de sus rentas y acostarse a dormir. Magüer holgazán, comprendía que el trabajo ennoblece al hombre, y se propuso trabajar.

Pero aquí entraba precisamente el busilis. ¿En qué? Si ahora nos encontramos bastante embarazados al dirigirnos esta pre-

gunta, ¿qué diremos de esta época remota, en que eran casi del todo nulas la agricultura, el comercio y la industria?

En fin, después de meditarlo detenidamente, cambió sus cuarenta mil reales por una tienda de pulpería, y se metió en ella al engorroso oficio de medir y vender.

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Ya tenemos a Cifuentes en posesión de lo único que creía ambicionar en el mundo: tener con qué hacer vivir a su anciana madre y con qué vivir él mismo.

¿Era feliz? ¡Quizá! Además de la trillada sentencia, que saben hasta los chicos de

escuela, de que nadie lo es por completo en el mundo, cada hijo de vecino necesita para ser feliz un poco siquiera de esa alma universal, difundida por el universo, que imaginaron los filósofos antiguos, y que nosotros admitire-mos para darle el nombre de amor. Y Cifuentes, fuera del amor santo de su madre, no tenía, no había tenido otro amor en el mundo.

¿Verdad que os parece una paradoja, hijos del ardiente suelo de mi patria, que os apresuráis a vivir en los placeres, y por eso, acaso, os sorprende la muerte cuando vuestros hijos necesitan todavía de vuestros desvelos; verdad que os parece una paradoja que Cifuentes hubiese entrado en la cárcel a la edad de veinticuatro años, sin conocer el amor, sin haber hablado, acaso, con otra mujer que con su madre?

¿Verdad que os parecerá también una paradoja el que yo os diga, que a los veintiocho años, su corazón era todavía un tesoro de ilusiones, como lo era el vuestro, cuando sólo teníais la mitad de su edad?

Era un hecho, sin embargo. Esa naturaleza apática de Cifuentes, aque-jada por la miseria y las dificultades de la vida, adormecida luego entre los hierros de un calabozo, no había experimentado ese sublime sacudimiento del amor, que tanto cambia la faz de la existencia.

Pronto, empero, se halló en camino. Bajo un aspecto no ha cambiado Mérida de ciento cincuenta años a esta

parte, y bajo el cual, felizmente para nuestros hijos, no cambiará nunca. El ser el emporio de las mujeres bonitas. Colocado Cifuentes en el centro de la ciudad, diariamente veía pasar

ante sus puertas esas tropas de ángeles, que, gracias a la sencillez de nuestras costumbres, se lanzan todavía a la calle, llenas de confianza, a respirar el aire puro de la mañana.

Entonces, como ahora, las señoras andaban por las calles, con la cabeza descubierta.

Lástima que actualmente, por esa pícara manía de adoptar sin examen todo lo que es extranjero, hayan adoptado algunas el velo y el sombrero.

Si la naturaleza nos ha dado calor en lugar de frío, ¿a qué buscar para vues-tra cabeza un abrigo, que hace desaparecer la hermosura de vuestro cabello?

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Si nuestro pueblo morigerado respeta la belleza, en vez de insultarla, ¿a qué ocultar bajo un velo vuestra pupila de fuego, vuestras mejillas de rosa, vuestros labios de carmín?

Cifuentes, primero desde su mostrador y luego desde la puerta de su tienda, empezó a seguir con miradas llenas de avidez esos talles flexibles y esbeltos, esas cabezas morenas o rubias, ese no sé qué, que inspira el andar de la mujer bonita y que a él empezaba a trastornarle la cabeza. Y cuando sus ojos se encontraban con otros ojos negros o azules, experimentaba una conmoción desconocida, que le hacía andar a caza de otras miradas semejantes.

Pronto le apreció que era demasiado poco lo que veía desde su tienda, y se propuso asistir a todas las fiestas, a que concurría el poderoso imán que le arrastraba.

En Mérida no había absolutamente teatro y los bailes eran muchos más raros que ahora.

Pero había toros con mayor frecuencia. Existía la bárbara y sacrílega costumbre de honrar a los santos en sus

festividades con corridas de toros, y el extraño modo de dar gracias a la Providencia con el mismo espectáculo, por el nacimiento de un príncipe, o por el advenimiento al trono de un nuevo Soberano.

¿Por qué la Inquisición, que quemaba al que nunca bebía vino, por sospechas de mahometismo, no condenaba a la hoguera al que daba un espectáculo sangriento a las puertas de su templo?

Pero volviendo a nuestro asunto, diremos que lo contrario de lo que sucedía ahora, las señoras más lindas, las más jóvenes, las más encopetadas, asistían a los toros.

¿Por qué?… Dios nos libre de hacer una injusticia al corazón de la mujer que atesora raudales de sensibilidad. Asistía a los toros, porque la mujer, creada para embellecer todos los círculos de la vida social, expe-rimenta la necesidad natural del espectáculo, y no había, entonces, más espectáculo que los toros.

Y asistiendo la mujer, asistía también Cifuentes. El pobre muchacho sentía que se abría ante sus miradas un ancho cam-

po, cuya existencia no había sospechado jamás. Si cerraba los ojos cuando se hallaba solo, veía, no obstante, brillar ante

sí esas miradas que le habían conmovido, esa tez fina y delicada que había

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admirado, esas sonrisas que le habían alucinado, esas boquitas frescas y he-chiceras que habían hecho nacer en su corazón deseo insensatos.

Esta ciudad, que en su miseria le pareció una cueva de ladrones y en su prisión una horda de asesinos, parecíale ya una jarra de las más deliciosas flo-res, un vaso de los más suaves perfumes, un coro de ángeles, un jardín supe-rior al paraíso, pues allí no había más que una Eva y aquí las veía a millares.

Mucho tiempo permaneció, como aletargado, por la embriaguez que le causaba el perfume de tantas rosas, la vista de tantos ángeles. Le parecía imposible decidirse por una para no tener el sentimiento de renunciar a las demás.

Felizmente para la mujer y para la sociedad en general, esta embriaguez que produce la indecisión, no se prolonga demasiado.

Llega un día en que se ve entre esas rosas una que parece de más brillantes colores, entre esos perfumes uno que parece exhalar una esencia más deli-cada, entre esos ángeles uno que parece más divino, entre esas Evas una que parece más tentadora, y a cuyo lado no hay corazón que no comprenda y disculpe al padre del género humano.

Este es el primer síntoma de amor, y el que no piensa dejarse arrastrar, escoge este primer momento para tocar retirada.

Pero Cifuentes, que no pensaba oponer resistencia, vio sin alarmarse el segundo síntoma y pensó en tomar informes.

Mérida es una población demasiado corta y demasiado comunicativa para que esto cueste algún trabajo.

Cifuentes, pues, no tardó en adquirir los siguientes informes: La rosa, el perfume, el ángel, la Eva, en fin, que había distinguido entre

las demás, era una preciosa niña llamada María, de tres o cuatro lustros de edad, que vivía en una casita de la calle de la Candelaria, en compañía de su anciano padre y de una vieja criada, especie de dueña, si las dueñas hubiesen sido conocidas en el país de Montejo.

Tenía para Cifuentes las siguientes ventajas: era pobre, su padre no con-servaba memoria de ningún pergamino de nobleza e idolatraba grandemen-te a su hija.

Por otra parte, la niña merecía con razón esta idolatría. Con todo ese valor de que da pruebas algunas veces el corazón privilegiado de la mujer, María se había armado de todo el que necesitaba para aceptar la posición que le había tocado ocupar en la sociedad.

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¿Pobre? Trabajaba día y noche. ¿Su padre enfermo? No salía, sino muy raras veces… ¿Achacoso y delicado?… Ella era su médico y su enfermero.

Creemos que no hace aquí ninguna falta la descripción de su belleza. Hay tantos géneros de belleza en la mujer y tan diversamente la compren-de cada uno, que tememos producir una pálida pintura, que no contente a nadie. Limitémonos a decir que era simpática, graciosa y bella. ¿Qué más puede desear bajo este aspecto la mujer?

La joven sólo tenía un pero, y cuidado que el pero de las cosas buenas suele ser terrible. ¡Tenía un tío canónigo!

Y llamamos pero al canónigo, no precisamente por su calidad de ecle-siástico –porque ninguno respeta más que nosotros al hombre investido con el sagrado carácter del sacerdocio– sino por la influencia que ejercía en la familia de la joven.

Los canónigos eran, en aquel tiempo, ricos, y el tío destinaba una parte de las rentas de su prebenda para socorrer a su hermano, el padre de Ma-ría, que no podía trabajar desde que estaba enfermo.

El tal tío en sus mocedades y antes de ordenarse, había sido un calave-rón muy dado a los amoríos y, como todos los que han tenido una juven-tud disipada, no tenía fe absolutamente en la virtud de la mujer. Respecto del hombre creía firmemente que no podía casarse, sino por el cebo de mejorar de fortuna.

De estos dos principios había deducido lógicamente que María corría un riesgo inminente de perderse, puesto que no tenía bienes de fortuna para aspirar al matrimonio.

De esta conclusión había deducido una doble consecuencia, formando una especie de prosilogismo, con esa lógica, a su parecer incontestable, que caracteriza a los ergotistas.

No pudiendo casarse María, y corriendo grave riesgo de perderse, su único porvenir debía ser el convento; y él, a quien no se ocurrió un mo-mento la idea de dotarla para que se casase, ofreció pagar su dote de monja.

Tomada esta resolución, fue comunicada al padre, no para que le dis-cutiese, sino para que pusiese los medios de que fuese llevada al cabo. El padre le comunicó en seguida a la hija, la niña hizo un gesto de indiferen-cia y el sacrificio fue acordado nemine discrepante.6

6 Sin discrepancia ni oposición alguna.

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Si María permanecía aún en ese mundo tentador, sembrado de peli-gros, que se llama casa paterna, era porque el padre había suplicado que se la dejase en su compañía mientras necesitaba de sus cuidados. Pero, en cambio, se le había impuesto una reclusión perpetua, que se extendía a impedirle que asomase su hermosa cabeza por el postigo de la ventana.

¿Cómo, entonces, la había conocido Cifuentes? De este modo: El padre, como todos los viejos, tenía su devoción particular a una

imagen. Esta imagen era la Inquisición de San Sebastián. De esta circuns-tancia resultaba que las mañanas de todos los sábados del año, rompiendo toda clase de imposibles, el buen viejo se armaba de una capa –aunque fuese el mes de julio–, se apoyaba en el brazo de su hija, llegaba a San Se-bastián jadeando, oía su misa en un sillón y volvía a casa a las diez del día.

Cifuentes, que se había permitido el lujo de tener dos dependientes, a los cuales abandonaba su tienda para dar largos paseos, había visto dos veces a la joven en sus correrías, y esto había bastado para que se declarase también devoto de la Inquisición de San Sebastián y oyese, en consecuen-cia, todos los sábados, la misa que se le decía.

Ningún joven, pudiendo vestirse bien, gusta de presentarse desaliñado ante la mujer que ama. Cifuentes, en consecuencia, se ponía su mejor vestido todos los sábados, y con su camisa resplandeciente de blancura, que resaltaba bajo el color oscuro de su chupa, se presentaba siempre ante María y su padre.

¿No es verdad que os parece muy trivial esta circunstancia? Retenedla, a pesar de eso, en vuestra memoria, porque influyó más en el porvenir de Ci-fuentes, que lo que influyó la batalla de Waterloo en la suerte de Napoleón.

Muy pronto se ofreció a aquél una ocasión excelente para entablar re-laciones con María y su padre. Una mañana, acabada la misa, vio tam-balearse al anciano al levantarse de su sillón, y al grito que dio la joven, corrió a socorrerle. Le ofreció luego su brazo para caminar y el viejo aceptó con reconocimiento. Una vez en la calle, sucedió una cosa muy natural. Cifuentes presentó a la muchacha el brazo que le quedaba libre, y la mu-chacha pasó por él su hechicera manecita, ruborizada y conmovida.

No es nuestro ánimo seguir paso a paso la marcha de esta pasión. Baste decir que desde aquel día, Cifuentes acompañó siempre al anciano

y a su hija desde San Sebastián a su casa, y que, invitado ordinariamente por aquel a pasar adelante después del paseo matutino, tuvo ocasiones de

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conversar largamente con María y de apreciar el rico tesoro que encerraba su corazón. Jóvenes ambos, que por primera vez llevaban a sus labios la dulce copa de amor, se olvidaron del fantasma del tío canónigo, que se interponía entre ellos, como una serpiente entre dos tortolillas, y se entregaron a hacer castillos al aire con esa dulce embriaguez con que los hace el amor.

Pero el fantasma del tío no dormía. Pronto averiguó lo que pasaba y ordenó terminantemente a su hermano que despidiese a Cifuentes. El viejo, franco y honrado, llamó aparte al joven, le confesó los beneficios que debía al canónigo, la voluntad de éste respecto de María y concluyó suplicándole no siguiese comprometiendo su porvenir ni el de su hija.

Cifuentes, que hasta entonces no había hablado de su amor al anciano, respondió a esta súplica:

–María me ama; María no tiene vocación para el convento, y puesto que el único deseo que anima a vuestro hermano es el muy noble de no dejarla expuesta a los peligros del mundo, casándose conmigo, creo que cumpliré su deseo y a la vez el voto más querido de mi corazón.

Trasmitidas al tío estas palabras, dejó ver en sus labios una sonrisa de compasivo desdén y murmuró para sus adentros:

–¡El tal Cifuentes deber ser un pobre diablo! ¡Sacrificarse por una mu-chacha que no tiene sobre qué caerse muerta! ¡Si se le figurara al muy necio que los canónigos pueden testar su prebenda y que mi sobrina heredará un día!… Sólo por darle chasco, es preciso consentir en el matrimonio.

Y consistió en el matrimonio, previniendo, sin embargo, a su hermano, que lo poco que ahorraba de sus rentas no sería nunca de María, como varias veces le había dicho, sino de otro sobrino suyo, que, fiel a sus man-datos, acababa de ordenarse.

María, su padre y Cifuentes, elevaron al cielo un himno de gracias y empezaron a preparar su felicidad.

Pero he aquí que dos días después se presenta al canónigo en casa de su hermano, hecho un basilisco de cólera, y previene por segunda vez que Cifuentes sea despedido.

–¿Saben ustedes quién es esa alhaja? –exclamó furioso–. ¡Un ladrón que ha estado cuatro años en la cárcel!

María, a quien Cifuentes no había ocultado los pormenores de su des-gracia, disculpó al joven e intentó demostrar cómo su buena conducta posterior había borrado el ligero desliz a que su amor filial le había arras-trado en su miseria.

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El canónigo llamó bachillera a su sobrina e insistió en su resolución. –Confiesa, hermano mío –le dijo el anciano padre–, que no quieres

renunciar al deseo de ver a María con su velo de religiosa. –Te equivocas –respondió el canónigo–. Y la prueba es que vengo a

ofrecerte otro matrimonio, no con un pobre diablo, como ese raterillo, sino con un señorito de la primera nobleza, que llegó de España hace pocos meses.

He aquí lo que había sucedido, y de lo que es fácil suponer que el canó-nigo no referiría sino una parte a su hermano y a su sobrina.

Un tal don Jaime Hinestrosa, recién llegado de La Habana, había visto a María, y enamorado de su belleza, había tomado informes, como Ci-fuentes. Pero aunque los informes fueron los mismos, Hinestrosa tomó diverso camino, como perro viejo acostumbrado a la intriga. Fue a ver al canónigo, en lugar de avistarse con María y su padre.

El canónigo y el caballerete tenían muchos puntos de contacto y en cinco minutos se comprendieron. Hinestrosa habló de su valimiento en la Corte y dejó ver al eclesiástico la posibilidad de hacerle ocupar la silla episcopal de la Península. El canónigo habló de sus rentas y dejó ver la posibilidad de testar veinte o treinta mil pesos –a pesar de todas las prohi-biciones de la Iglesia–, a favor de aquel de sus sobrinos que contribuyesen al mayor lustre de su familia.

De esta entrevista dimanó que el canónigo se presentase media hora después en casa de su hermano y hubiese tenido lugar la escena que aca-bamos de referir.

Informado Cifuentes de esta escena, sintió nacer en su corazón el tor-mento devorador de los celos, y animado a la lucha por esta pasión, pro-puso al anciano un medio.

–¿Para qué necesitáis de vuestro hermano? –le dijo–. ¿Por qué sois po-bre y no tenéis con qué vivir? Y bien, cáseme yo con María, y aunque es poco lo que poseo, yo me doblaré al trabajo y todos tendremos con qué vivir, sin exceptuar mi madre.

El anciano se estremeció al escuchar este proyecto, que encerraba nada menos que una rebeldía contra su hermano, a quien debía tantos beneficios. Idolatraba, sin embargo, a su hija, como hemos dicho, y para conciliarlo todo, ocurrió al medio de los corazones pusilánimes: esperar. Contaba conque en poco tiempo podía persuadir a su hermano, y pidió a Cifuentes dos meses de plazo para resolverse.

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254 Literatura

El joven accedió suspirando, y en estos dos meses en que no podía presentarse en casa del anciano, se contentaba con ver a María todos los sábados en San Sebastián.

Estos dos meses fueron también de horrible martirio para la joven, por-que tras la ausencia de su amante, se vio obligada a recibir algunas visitas de Hinestrosa.

Al vencimiento del plazo, Cifuentes se presentó en casa de María.Como sucede siempre en semejantes casos, el anciano no había deci-

dido nada. Entonces Cifuentes propuso otro medio, de acuerdo con María. Casar-

se con todo el sigilo posible para que no lo supiese el canónigo, que había pasado por un mes a Campeche. Este matrimonio podía mantenerse se-creto, puesto que todo el mundo vería al joven diariamente en su tienda, según costumbre. Al cabo tendría que descubrirse, pero sería cuando todo el poder del canónigo y de Hinestrosa fuesen nulos para romper un lazo atado por la Iglesia. Si este matrimonio no se verificaba, aquel poder se emplearía para separar a los dos jóvenes, y el anciano estaba seguro de que esta separación sería la muerte de su hija.

Después de mil dudas y vacilaciones, accedió, en fin, a las instancias de ambos, y el matrimonio se celebró una madrugada en la Ermita de San Juan.

Cifuentes fue por quince días el hombre más feliz del universo. El canónigo e Hinestrosa, ignorantes de esta felicidad, estaban persua-

didos de que el padre de María, obediente a las órdenes de su hermano, había prohibido a Cifuentes volver a su casa, y que éste, conociéndose débil para la lucha, había cedido el terreno a sus enemigos.

Hinestrosa, pues, se hizo la ilusión de que pronto iba a ser amado. Pero he aquí que una noche lloviznosa, al dirigirse a la casa del anciano,

se encontró con un hombre que entraba en la misma casa, y a la luz de la bujía con que María salió a recibirle, reconoció el rostro de Cifuentes.

Comprendió que se estaba burlando de él, y aunque creyó que su rival iba a una simple visita, se retiró a su casa, rabioso de celos, para meditar una horrible venganza. Comprendió, además, que todo el poder del ca-nónigo era insuficiente para impedir la felicidad de dos jóvenes que se amaban, hasta el grado de resistir por su amor toda suerte de peligros, y se resolvió a fijarse únicamente de su astucia.

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A la mañana siguiente, el canónigo, antes de levantarse, vio un papel cerrado en forma de carta, junto al alféizar de su ventana, que le había sido arrojado por el postigo durante la noche.

Se levantó, rompió la cubierta, después de asegurarse de que el sobres-crito contenía su nombre y leyó las palabras siguientes:

“A vos, señor, que sois el comisario del Santo Tribunal de la Inquisi-ción en esta provincia, se os hace saber que el mercader llamado Pedo de Cifuentes, natural de esta ciudad, más de un año hace que está dando vehementísimas sospechas de judaísmo, poniéndose ropa limpia todos los sábados y paseando de este modo por calles y plazas, con grave escándalo de las sanas costumbres y de la pureza y santidad de la verdadera religión. A pesar de ser el hecho público y notorio, de que podía dar fe, por consi-guiente, cada uno de los habitantes de la ciudad, pueden ser examinados especialmente los señores…”

Y aquí el denunciante nombraba a una docena de las personas más caracterizadas de Mérida.

La denuncia no tenía firma; pero bien sabido es que el Santo Tribunal no se paraba en pelillos.

El canónigo trató de procurar conocer la letra; pero por lo bien desfi-gurada que estaba, se conocía que el denunciante deseaba guardar el in-cógnito.

El buen tío meditó un instante y una sonrisa de triunfo cruzó por los labios. Se le presentaba un medio de separar a su sobrina de Cifuentes, de ese bribón de Cifuentes que se había atrevido a amarla y a luchar con él. Él no había buscado este medio. La , decía, lo ponía en sus manos, y él no iba a hacer otra cosa que cumplir con su deber.

Se vistió apresuradamente, metió la denuncia entre la sotana y corrió a ver a sus colegas.

El Tribunal de la Inquisición nunca existió, realmente, en la Península. Pero residía en Mérida un comisario, dependiente del Tribunal de Mé-

xico, cuyas atribuciones se reducían a sustanciar los procedimientos de las causas que se presentaban en la Península. Cuando los procedimientos se terminaban, causa y reo eran enviados a México y todo quedaba envuelto en el más tenebroso misterio.

Este pequeño Tribunal se componía de un comisario, que lo era ordi-nariamente un canónigo, de un consultor o coadjutor, que lo era de facto un dominico, –si lo había en la provincia–, y si no algún eclesiástico carac-

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terizado, y del mismo obispo diocesano, bajo cuya inspección procedían aquellos.

La noche del mismo día, cuando Cifuentes, cerrada ya su tienda, se dirigía a su casa a besar la mano de su anciana madre para retirarse luego a la de María, cuatro hombres le salieron al encuentro en una calle oscura, como lo eran entonces todas las de Mérida, y sin decir una palabra se apo-deraron de él y le arrastraron al Palacio Episcopal. Le encerraron luego en una pieza baja y húmeda y se retiraron, dejándole entregado, más bien al asombro, que al dolor y a la desesperación.

¿Qué significa aquella prisión repentina, hecha misteriosamente en las sombras de la noche? ¿Por qué en lugar de ser conducido a la cárcel, había sido llevado al Palacio Episcopal?

De súbito se dio Cifuentes una palmada en la frente y arrojó un grito terrible que retumbó siniestramente en las paredes de su estrecho calabozo.

Acababa de recordar la Inquisición, ese terrible Tribunal de la Inqui-sición, que helaba de pavor a nuestros abuelos, y que a nosotros nos hace hervir todavía la sangre en las venas, no ya cuando repasamos sus abusos, sino cuando leemos simplemente los estatutos de aquella formidable ins-titución.

La historia de Cifuentes no forma más que un ligero episodio, nece-sario para la inteligencia de nuestra narración; y así como hemos pasado hasta aquí rápidamente sobre todos sus pormenores, pasaremos del mismo modo sobre las penas y procedimientos inquisitoriales.

A la noche siguiente, a eso de las nueve, el preso fue sacado de su pri-sión y conducido al estrado del Tribunal.

Cifuentes, se encontró en una sala tapizada enteramente de negro y alumbrada débilmente por la luz de dos bujías, que ardían sobre una mesa colocada en el centro. Alrededor de esta mesa, cubierta con un tapete de paño rojo, se veían las tres sillas de los miembros del Tribunal. La de la presidencia, que correspondía al obispo, estaba vacía. Las de los dos lados estaban ocupadas por el comisario y el secretario.

Cifuentes empezó a ver un poco claro en el motivo de su prisión al reconocer en aquél al tío de María. Respondió, no obstante, con entereza a las primeras preguntas que le hizo, relativas a su edad, estado, naturaleza y profesión.

Cuando, siguiendo el orden del interrogatorio, el canónigo le preguntó: –¿Sabéis por qué estáis preso?

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–No –respondió Cifuentes con voz clara y terminante. El inquisidor le miró un instante en silencio y continuó: –¿Creéis que el Mesías vino al mundo, según las promesas hechas por

Dios a su pueblo, y que este Mesías es Jesucristo? –Sí, creo –respondió, admirado, Cifuentes. –¿Creéis, por consiguiente, que todas las prescripciones de la ley he-

braica desaparecieron, como vanas sombras, ante la luz radiantemente de la ley de gracia?

–También. –Y siendo una de esas prescripciones la santificación del sábado, ¿creéis

que todo aquel que con algún acto demuestra el deseo de santificar este día, es delincuente de judaísmo?

–Sin duda alguna. El comisario dejó brillar en sus pupilas una expresión de triunfo y guar-

dó un instante de silencio para dar tiempo al secretario, de que acabase de escribir las respuestas del presunto reo. Al cabo de esta ligera pausa:

–Ya que habéis confesado… –continuó. –¡Confesado! –interrumpió Cifuentes–. ¿Confesado qué? –Que sois culpable. –¿Culpable de qué? –De judaísmo. Cifuentes palideció y retrocedió un paso, porque comprendió que de

aquella confesión a la hoguera, no mediaría más que el buque que le con-dujese a México.

–No recuerdo haber hecho tal confesión –repuso con sobresalto. –¿Os retractáis? –preguntó con severidad el comisario. –¡Que me retracto! ¿Y de qué? ¡Dios mío! ¿Qué misterio es este que no

comprendo? Los estatutos de la Inquisición previenen a los jueces, además de una

multitud de supercherías legales, adoptar el tono que crean necesario para hacer caer en el garlito a los reos.

El canónigo creyó llegado el momento de mostrar compasión, y con voz melosa:

–Hijo mío –repuso–, en la sumaria levantada hoy mismo por este San-to Tribunal con toda la actividad que exige el santo celo que le anima por

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la pureza de la fe y extirpación de la herejía, aparecen contra vos doce declaraciones, que unidas a vuestra confesión, prueban irrecusablemente el error lamentable en que habéis incurrido.

–¿Doce declaraciones? –De otras tantas personas, las más caracterizadas de la ciudad. Vais a

oírlas. Y a una señal del comisario, el coadjutor dio lectura sucesivamente a

doce declaraciones, en que aparecía el testimonio uniforme de que Ci-fuentes se ponía ropa limpia todos los sábados y se presentaba de esta ma-nera en los sitios más públicos de la ciudad. De dichas actas sólo suprimió el lector los nombres de los testigos, porque como se sabe o no se sabe, la Inquisición no los daba a conocer a los reos, sino en casos extraordinarios.

Esto no inquietó en manera alguna a Cifuentes, porque no comprendía cómo podían comprometer aquellas declaraciones. Así, cuando el secreta-rio concluyó su lectura, el semblante del reo estaba completamente sereno.

–¿Por qué os mudabais la camisa todos los sábados y nunca los domin-gos? –preguntó luego el comisario.

Esta segunda parte de la pregunta, no estaba comprendida ni en la denuncia ni en las declaraciones; pero era una consecuencia legítima que el inquisidor deducía de la primera para el mejor esclarecimiento de la verdad.

–¿Por qué? –insistió el comisario mirando al joven con severidad. A cualquiera otro que no hubiese sido el juez instructor, Cifuentes

hubiera declarado la verdad. ¿Pero cómo declarársela al canónigo, tío de María?

–Me mudaba la camisa –repuso–, porque cuando llegaba el sábado, no la tenía ya limpia.

–Anotad, –dijo el canónigo, volviéndose al secretario–; anotad que el reo vuelve a retractarse.

Cifuentes hizo un ademán de asombro, que no se escapó al canónigo. –Según las reglas de este Santo Tribunal –continuó–, son sospechosos

de judaísmo los que mudan de camisa en sábado, sospecha en que habéis incurrido un año entero, según las declaraciones que se os acaban de leer. Pero esta sospecha se ha convertido en certidumbre en virtud de vuestra misma confesión, en que habéis asegurado no ignorar que todo acto que tienda a mostrar el deseo de santificar el sábado, hace al que lo ejecuta, culpable de judaísmo.

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Torturaba Cifuentes su inteligencia para comprender este raciocinio, cuando el comisario, tras un instante de silencio que le dio sin duda para descifrarlo:

–¿Os confesáis, pues, judío? –añadió. –De ninguna manera –respondió el reo. –Hijo mío –repuso el canónigo, con un gesto de afectada compasión, –

el interrogatorio ha terminado por hoy. Entre ocho días le continuaremos. Reflexionad bien en esos ocho días sobre la necesidad de confesar vuestros errores, y para que os ayude. ¿Quién es vuestro confesor?

Cifuentes palideció a esta nueva pregunta, porque desde su salida de la cárcel, no recordaba haberse confesado.

–No tengo ninguno –respondió al cabo de un instante. –¡Desgraciado! ¿Cuánto tiempo hace, pues, que no cumplís con el pre-

cepto de confesar y comulgar? –Cuatro años. El canónigo levantó los ojos y las manos al cielo con un ademán, que

en cualquiera otra circunstancia hubiera hecho reír a Cifuentes, y mandó volver al reo a su calabozo.

Ocho días después volvió a ser conducido al estrado del Tribunal e in-terrogado como la primera vez. Pero vista su obstinación en negar que era judío, los dos eclesiásticos se levantaron, echaron a andar, seguidos del reo, que iba custodiado por cuatro esbirros, y entraron en una sala, que causó a Cifuentes una sensación indefinida de terror.

La cámara estaba entapizada de negro, como la del estrado: en el centro se veían una enorme rueda, dos barreños de agua y un fogón en que se en-rojecían algunos hierros. Algunos garfios y otros instrumentos de madera y de metal se veían colgados de las paredes o esparcidos por el suelo.

Era la cámara del tormento. El comisario tomó a Cifuentes de la mano, le llevó junto a una cama

baja, sobre la cual se veía una caja angosta de metal, caja que en términos técnicos se llamaba el borceguí, y mostrándole ambos objetos.

–Hijo mío –le dijo–; con sumo dolor se ve obligado el Santo Tribunal a ocurrir a estos medios extremos para arrancar al reo contumaz la confesión de la verdad. ¿Os obstináis en no confesar?

–Os he dicho, padre –respondió Cifuentes–, que no puedo confesar delito que no he cometido.

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El comisario hizo una seña, dos esbirros levantaron a Cifuentes y le acostaron en el lecho, mientras el tercero le introducía en una pierna el borceguí y el cuarto se armaba de un mazo enorme y de una cuña de ma-dera.

–Un momento –dijo el reo–, ¿de qué se trata? –De haceros confesar la verdad –respondió el canónigo–, introducien-

do a fuerza de golpes esa cuña entre el borceguí y vuestra pierna. –Si no confesáis con la primera cuña –continuó el comisario–, se os

pondrá la segunda; si ni ésta basta, se os pondrá otra y otra hasta comple-tar el número de cinco.

–Pero cuando las cuñas se hayan completado a cinco, ya yo tendré triturados los huesos.

–Es muy probable. –Pues bien, ahorraos de esa molestia. Confesaré todo lo que queráis. –¡Oh! No os expreséis de esa manera. Cualquiera creería que sólo bus-

cáis un pretexto para libraros del tormento. Confesad simplemente que habéis santificado el sábado.

–¿Y con esa confesión me libro del borceguí? –Y del potro… y de la rueda… y del fuego…–Basta, he santificado el sábado. Los estatutos de la Inquisición son determinantes: el reo que confiesa

en el tormento es considerado como hereje arrepentido y el hereje arre-pentido es condenado a cárcel perpetua.

Se añade a esto el delito de haber permanecido voluntariamente cuatro años en la excomunión en que incurre el que no cumple con el precepto de la confesión anual, y se comprenderá el peligro que corría el desgracia-do Cifuentes.

El canónigo redondeó ejecutivamente el proceso y lo mandó a México. Pero el Santo Tribunal de México tenía cosas más importantes de qué ocuparse, y al ver el proceso de un pobre diablo de la remota provincia de Yucatán, que gustaba de andar limpio los sábados, arrojó a un rincón los papeles garabateados con tanto esmero por el comisario.

Entretanto Cifuentes se pudría en una pieza baja del Palacio Episcopal. Cerca de dos años habrían transcurrido de su encierro, cuando por uno

de esos milagros que Dios permite algunas veces a favor de los desgracia-dos, el preso recibió una carta.

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La carta era de María y contenía noticias importantes. En primer lugar, había dado a luz una niña.En segundo lugar, su padre había muerto. En tercer lugar, ella se había retirado con su hija al rincón de un arra-

bal, donde sufría todas las consecuencias de esa espantosa desgracia que se llama la miseria.

En cuarto lugar, su tío, el canónigo, que la llenaba de improperios y la dejaba morir de hambre, había sentido una ráfaga de compasión al saber su matrimonio. Pero dos días después había muerto repentinamente, y como en su testamento no se hablaba una palabra de su sobrina, María había perdido hasta la esperanza de ablandar un corazón en su favor.

Por último, la madre de Cifuentes había muerto, acaso de hambre, porque dos días después de la prisión de su hijo, su tienda había sido confiscada por la Inquisición. Los bienes de los herejes eran unos bienes malditos, cuya posesión habría dañado a cualquier cristiano, menos a los inquisidores.

Había respecto del mismo Cifuentes, otra circunstancia que María no mencionaba en su carta, porque no lo sabía. El canónigo había llegado a averiguar que Hinestrosa era el que había denunciado a Cifuentes. Ha-biendo sabido luego que era un badulaque que no tenía el influjo que pretendía, ni en la Corte ni en ninguna parte, había intentado librar al esposo de su sobrina de las garras de la Inquisición. Pero ya era tarde: la causa había sido elevada al Tribunal de México y era imposible retroceder.

Cifuentes necesitó invocar el nombre de su esposa y de su hija, como un talismán, para no suicidarse.

Un año después, el carcelero, al arrojarle por la ventana la comida, le había dicho: –En la madrugada de mañana saldréis para México, de donde os llama el Santo Oficio. En la noche vendrá a confesaros un sacerdote, para que hagáis el camino en gracia de Dios. ¡Preparaos!

Al cabo de algunas horas la puerta de la prisión se abrió y se presentó un franciscano. El preso iba a arrodillarse a sus plantas, cuando el francis-cano levantó su capucha.

Entonces a la luz de un candil, que por respeto al confesor se le había concedido aquella noche, Cifuentes pudo echar una mirada sobre su sem-blante.

Inmediatamente dio un grito y se arrojó a sus brazos.

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Pero para que el lector sepa quién era este fraile, y por qué había ido a la prisión de Cifuentes, necesita leer todavía algunos capítulos de esta novela.

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Capítulo XX. En donde se prueba que hasta para los más desgraciados se abren por momentos las puertas del paraíso

Refieren los apuntes que seguimos para trazar esta historia que el 10 de mayo de 1711, el famoso filibustero Barbillas llegó a Sisal, y dirigió desde allí un recado insultante y amenazador al capitán general don Fernando Meneses Bravo de Saravia, su antiguo prisionero.

Pero hay una circunstancia que no refieren estos apuntes, y que noso-tros vamos a referir, usando del privilegio que desde tiempo inmemorial se han arrogado los novelistas de desenterrar los hechos entre las tinieblas del pasado.

Esta circunstancia es la siguiente: Dos horas después de haber anochecido, se desprendió del queche del

filibustero un bote y protegido por la oscuridad, tomó el rumbo de tierra sin que nadie lo notase. Cuando hubo llegado a la orilla a cosa de quinien-tas varas o barlovento del lugar que ocupa hoy el muelle, dos hombres saltaron sobre la arena y el bote se volvió a la embarcación principal.

Entonces los dos hombres encaminaron sus pasos hacia la población, que por aquel tiempo era un lugarejo que no contenía arriba de veinte chozas de paja, diseminadas acá y allá sin orden ni concierto.

Cuando llegaron a una de esas chozas, uno de los piratas, pegó sus labios a la puerta y deslizó unas cuantas palabras por el agujero de la ce-rradura. Cinco minutos después, la puerta se abrió y salieron por ella dos caballos ensillados que conducía un anciano. Los dos hombres montaron y tomaron a un paso regular el camino de Mérida. Pero cuando hubieron dejado atrás la última choza, pusieron al galope sus caballos.

Eran entonces las diez de la noche. El reloj construido nueve años antes por el guatemalteco don Marcos

de Ávalos, dejaba oír desde la torre izquierda de la Catedral el toque de las tres de la madrugada, cuando los dos viajeros se detenían en la plaza de Santiago, frente a la iglesia, y se cruzaban en voz baja algunas palabras, después de haberse apeado uno de ellos.

Al cabo de un instante se separaron, estrechándose las manos.

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–Estaré de vuelta antes que amanezca –dijo el que había desmontado. –Os espero –respondió el otro. Este torció hacia la izquierda, conduciendo del diestro el caballo de

aquél, y no tardó en perderse en una de las callejuelas que desembocan en la plaza.

El primero se dirigió resueltamente al centro de la ciudad. Carecemos de los datos suficientes para determinar a punto fijo lo que

sería en 1711 esa calle recta, ancha y espaciosa, que conduce de Santiago a la Mejorada, y que por estas y otras razones se ha hecho hoy la principal de la ciudad. Sólo diremos que sesenta años antes, Cogolludo, al escribir su historia de Yucatán, llamaba a Santiago un pueblo de indios, que era considerado como un arrabal de Mérida.

El pirata se aventuró por aquellas calles sin el menor recelo. Ciertamente que no había razón para abrigar ninguno, porque además

de lo avanzado de la hora, así ésta como las demás calles, estaba envuelta en la más profunda oscuridad.

Mérida no conoció el alumbrado público hasta la época memorable en que fue gobernador don Lucas de Gálvez, esto es, en los años comprendi-dos de 1789 a 1792.

El pirata, pues, en lugar de disfrutar de ese bello golpe de vista que hoy presenta la calle de Santiago con sus cien lámparas de gas, contemplada desde cualquiera de sus extremidades, no vio otra cosa que una confusa hilera de árboles, descollando tras toscos muros de piedra suelta, e inte-rrumpida a cortos intervalos por una casita de mampostería o por una cabaña de palmas.

Las tinieblas y la oscuridad le hicieron caminar con la mayor confianza hasta la plazuela de El Jesús, en donde torció hacia la izquierda para tomar la calle de Santa Lucía. Antes de llegar a esta ermita, se detuvo en medio de la calle inmediata, y después de mirar detenidamente hacia la acera derecha, como para ayudar a su memoria con aquel examen, se adelantó resueltamente a una casa de zaguán, aplicó los ojos y los oídos por un instante a las rendijas de las puertas y ventanas, y convencido entonces, sin duda, de que nada se veía no se oía, se embozó en la ancha capa que había traído bajo el brazo y se sentó en la acera que corría frente a la casa.

Media hora después, y cuando el hombre empezaba a impacientarse, porque era ya la hora en que los devotos y los mozos de las panaderías

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empiezan a aparecer por las calles, se dejó sentir en el interior del zaguán el ruido de algunos pasos y luego el de una llave que entraba en la cerradura.

El pirata se levantó vivamente, se colocó en el dintel de la puerta y esperó.

La llave rechinó en la cerradura durante el espacio de unos treinta se-gundos, lo cual probaba que no era muy experta la mano que la hacía obrar. Al cabo de este tiempo se abrió el postigo.

El pirata avanzó un paso, empujó hacia adentro un bulto de mujer que se adelantaba con una linterna en la mano y se halló dentro de la casa.

La mujer se tambaleó al retroceder, dio un grito, dejó caer la linterna, que por fortuna no se apagó, e intentó huir al interior de la casa. Pero el pirata la detuvo al instante por el vestido, y a pesar de los esfuerzos que hacía para zafarse, deslizó a su oído algunas palabras.

La mujer hizo un ademán de asombro, levantó la linterna y alumbró con ella el semblante de aquel hombre, que acababa de desembozarse.

–¡Ah! –exclamó entonces–, ¿me permitís que os abrace? –De muy buena voluntad –respondió el pirata.Y éste, que era joven, se dejó abrazar con estoicismo por aquella mujer,

que frisaba ya en los sesenta. –Y ahora, dime –añadió el pirata–, ¿está despierta? –Despierta… como que pensaba ir a la misa primera de Santa Lucía a

donde yo iba a preguntar al sacristán…–Comprendo. Pero ahora es preciso que vayas a otra parte a preguntar

a otra persona. –¿A ella?–Sí, a ella. Ve a decirle que aquí estoy y que sólo puedo hablarle a esta hora. –¡Ah! ¿todavía continuáis en aquel condenado oficio?… Pero eso es

malo. Ella llora, como una Magdalena, cada vez que recuerda el estado en que os encontró, aunque no deja también de disculparos, porque dice que sólo la desesperación pudo conduciros a él.

–Tus informes son preciosos. Pero el tiempo vuela y… –¡Al instante, al instante! Y la anciana puso la linterna sobre un banco, atravesó rápidamente

un corredor y no tardó en desaparecer por una puerta que se abría en el extremo opuesto.

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Se oyó una exclamación de sorpresa en el cuarto a que correspondía esta puerta, y un instante después volvió a aparecer la anciana, llamando al pirata con un ademán, que éste pudo notar a la luz de la linterna.

El pirata a su vez atravesó rápidamente el corredor, empujó la puerta y se encontró en una pieza espaciosa, amueblada graciosamente e iluminada por una sola bujía, que ardía sobre una mesa de caoba, frente a un lindo cuadro de la Virgen.

Junto a esta mesa y sentada en una silla, se veía a una joven vestida con un traje completamente negro, que hacía resaltar admirablemente la blancura de su piel. Por la ligera agitación que levantaba su pecho, se adi-vinaba que había caído en aquella silla a causa de alguna emoción violenta. Sin embargo, por una reacción tan súbita como aquélla, se puso en pie el advertir que no estaba sola en su aposento.

El pirata se adelantó vivamente y la estrechó en sus brazos. La joven, ruborizada y llorosa, no opuso ninguna resistencia. Apoyo

su hermosa cabeza sobre el pecho de aquél y humedeció su vestido con algunas lágrimas de felicidad, que brotaron repentinamente de sus ojos.

El semblante del pirata expresaba una satisfacción suprema. Por debajo de sus negras pestañas de donde parecía que sólo podían salir rayos de cólera, brotaron también algunas lágrimas, que corrieron libremente por sus mejillas.

–¡Ah! –exclamó al cabo de un instante–. ¡Conque al fin puedo estre-charte en mis brazos! ¡Conque al fin permite Dios que volvamos a abrigar una esperanza!

–Sí, Leonel –dijo la joven. Desprendiéndose de los brazos del pirata–. ¿Pero cómo has sabido esto tan pronto?

–¡Cómo! –repuso el pirata, mientras una ligera nube cambiaba la ex-presión de su semblante–. No eres tú ciertamente la que me ha participa-do nada; y si no fuera por la inmensa felicidad que se apodera de todo mi ser al encontrarme a tu lado, te diría que he venido a reconvenirte.

–Es que… desde que nos vimos hace tres años… –¿En Lerma? –Sí, en Lerma. –Y bien. –Desde entonces cada vez que pienso en ti, te veo de tan distinto modo

de lo que en otro tiempo te veía en mi pensamiento… se me oprime tan dolorosamente el corazón… ¡Oh! yo también tengo que reconvertirte.

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–Comprendo– dijo el pirata, mirando fijamente a su bella interlocuto-ra–. Comprendo, Berenguela, –repitió–, y prometo satisfacerte del todo.

–Lo anhelo ardientemente –repuso Berenguela. Y se sentó en la silla de que se había levantado al entrar el pirata. Este ocupó otra silla inmediata. –Ante todo –dijo la joven–, sepamos si no corres aquí ningún peligro. –¡Oh! con que yo me retire antes de la aurora…–Es decir –repuso Berenguela ahogando un suspiro–, que podemos

disponer de una hora. ¿No oyes? Se oyó, en efecto, en aquel instante, el clamor de algunas campanas que

interrumpían el silencio de la noche, tocando simultáneamente las cuatro de la mañana.

–Sí, dijo Leonel– de una hora hoy; ¿pero en adelante?… ¿No se han roto ya todos los obstáculos que nos separaban? ¿No tenemos ante noso-tros la eternidad?

–¡Quién sabe!… ¿No tenemos qué reconvenirnos mutuamente? El acento con que Berenguela pronunció estas palabras, pareció tan

extraño al pirata, que guardó un instante de silencio para mirar con aten-ción su semblante. Los labios de la joven se hallaban contraídos con una sonrisa que hubiera bastado para tranquilizarle, si no hubiere creído que esta sonrisa sólo servía para disfrazar alguna preocupación secreta.

–¡Berenguela! –exclamó–, no me hables, por Dios, así, porque te juro que me estremeces.

–De ti depende que todo cambie al instante. –Pues… ¡habla! ¡habla! –No… tú primero: de tu reconvención saldrá probablemente la mía. –¡Reconvertirme yo! –Tú lo has dicho. –Pero era un insensato cuando lo decía… ¿qué reconvención puedo

hacer a la mujer más pura y santa que existe sobre la tierra? No… no… olvida mi locura… ¡y perdóname!

–¡Vamos! Ya que tú no te atreves a decirlo, voy a hacerlo yo misma. Ve-nías a reconvenirme porque no te di noticia de mi separación del convento y de mi viaje a Yucatán al saber la gravedad de mi esposo.

–Pero…

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–Y porque luego no te participé su muerte, acaecida en esta ciudad, antes que yo desembarcase en Campeche.

–Sí, sí; esas eran las convenciones que un instante imaginé hacerte… ¡loco de mí!… perseguido siete años por la desgracia… ¿es extraño que la más leve circunstancia levante entre tú y mi amor el fantasma de la duda?… Pero no te disculpes… yo lo comprendo todo.

–¿Cómo? –Sí, sí. Quince días hace que estuve en el convento a que te retiraste,

y hablé con la superiora. Ella me informó que seis meses antes te habías marchado violentamente a Puebla a causa de una carta de tu esposo en que te pronosticaba su próximo fin. Me mostró luego una carta que le habías escrito dos meses después, anunciándole que te era imposible volver al convento, porque la muerte de tu esposo te obligaba a cuidar personal-mente de los bienes que posees en la provincia. Pero al saber que no le habías dejado para mí el más mínimo recuerdo… te lo repito, Berenguela: la duda devoró mi corazón, como el día en que por primera vez te vi des-posada.

La joven hizo un movimiento para responder. El pirata la detuvo con la palabra y el ademán. –Pero no tardé en comprender –continuó–, que habías obrado bien,

como siempre. ¿Qué necesidad había de revelar nuestro amor, de darlo a sospechar siquiera… a aquella buena superiora, a aquella mujer extra-ña?… Tú me habías permitido que fuese a conversar contigo cada año tras la reja del locutorio. ¡Y bien! Tú te dijiste: Leonel vendrá, preguntará por mí, mi tía se lo dirá todo, y sin que haya entre nosotros otro remedio que el ángel de nuestros amores, nuestras almas se comprenderán y él volará a encontrarme. ¿No es verdad que así ha sido todo? Dime que sí y perdó-name.

La joven inclinó la cabeza con un ademán que dejaba traslucir el emba-razo del que teme dar una respuesta.

–¡Cómo! –exclamó Leonel–. ¿Me habré equivocado? ¿No es esa tu dis-culpa?

–Leonel –respondió la joven–, seis meses hace que me dejó viuda la muerte de don Sancho; el honor de esposa no me obligaba ya a ocultar mi amor, y en esos seis meses he tomado mil veces la pluma para participarte mi libertad.

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–¿Y esas cartas?… Las he roto todas antes de concluirlas. El pirata dejó ver un ademán de asombro. –Sí –añadió Berenguela–. Lo comprendo… te asombras y me pregun-

tas por qué las he roto. ¡Ah! desde el día que apresaste la nave en que yo venía a Campeche, no acierto a evocar tu sombra, sin verte envuelto entre una nube de humo y rodeado de aquellos feroces piratas que blasfemaban y regaban la muerte en derredor de sí… Y así ha sido siempre… Por más esfuerzos que he hecho para recordar al Leonel del Olimpo, siempre se me ha presentado el terrible Barbillas sobre la cubierta de un buque… entre el horror de un combate… Y eso hacía caer de mis dedos la pluma y arrasaba de lágrimas mis ojos… ¿No es verdad?, –añadió al cabo de un instante en que el pirata guardó silencio con la cabeza inclinada–, ¿no es verdad que me perdonas el que te hable de esta manera?

–Berenguela –respondió Leonel, apoderándose de una mano de la jo-ven–, si tú no te hubieras adelantado yo mismo habría promovido esta conversación para disculparme. Comprendo cuánto ha debido sufrir tu sensibilidad de mujer al considerarme manchado con ese cúmulo de crí-menes que el vulgo me atribuye. No intentaré justificarme a tus ojos; pero si merece alguna compasión el que ha sido vendido en todas las afecciones y desechado de la sociedad, cuando de ningún mal le remuerde la con-ciencia, si es digno de disculpa el que entre el suicidio y la lucha con la sociedad prefiere esta lucha; si merece algún galardón el que, pudiendo hacer impunemente el mal, practica, sin embargo, el bien, cuando puede; si es, por último, digno de perdón el que se laza del fango en que ha estado sumergido para volver a ser honrado y reparar sus errores; acaso tú no de-jes de concederme ese átomo de compasión, esa piedad, ese galardón, ese perdón de mis pasados extravíos. Escúchame, Berenguela, voy a referírtelo todo… el bien y el mal, mis crímenes y mis virtudes… ¡Oh! porque no he sido tan malo, que el recuerdo de mi amor no me hubiese inclinado algunas veces a hacer algún beneficio… ¿Quién sabe si al terminar mi confesión, no me creerás indigno de ser amado?

El pirata guardó un instante de silencio y luego continuó:–Sabes, Berenguela, que la naturaleza me dotó de una sensibilidad ex-

tremada. Desde niño alimenté en mi corazón un amor a la equidad tan ardiente y quizá tan exagerado, que me contrariaba horriblemente la más leve injusticia, el más ligero acto de crueldad que se cometía ante mi vista.

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Yo no podía ver que se humillase ante mí a un inferior con palabras ásperas o que se le castigase con la cruel pena de los azotes, porque estos azotes y aquellas palabras sublevaban en mi interior un sentimiento que hacía hervir la sangre en mis venas.

Antes de comprender que te amaba, permíteme que te confiese hasta mis ridiculeces, sufría mucho mi corazón de niño, al ver que tus padres te colmaban de caricias y a mí me dejaban olvidado en un rincón, como si no se hubiesen apercibido de mi existencia.

Había momentos en que la tierra me parecía un lugar más horrible que el infierno. Me indignaba ver al pobre doblarse al trabajo noche y día para alcanzar un miserable jornal, mientras el rico nadaba en la abundancia, sin hacer cosa alguna a mis ojos. Me indignaba ver llorar a unos mientras otro reía, de que éste fuese hermoso y aquél feo, de que uno fuese inteligente y otro necio, de que éste hubiese nacido en una casa solariega y aquél en la humilde cabaña de un campesino.

Las desigualdades naturales y sociales me irritaban igualmente. Acusa-ba a Dios de no haber formado un mundo mejor y a los hombres de haber empeorado la obra de Dios.

Lo que todos llamaban necesidad, yo le llamaba injusticia; en donde otros veían un castigo severo, pero justo, yo veía un acto de crueldad: las pequeñeces que a todos causaban risa, me herían a mí vivamente.

Las lecciones de fray Hernando me ilustraron; pero no me convencie-ron de que no tenía razón para juzgar de aquella manera todo lo que me rodeaba.

Yo deseaba tener poder algún día para vengar al pobre y al desgraciado de los ultrajes de la sociedad, y sentía mucho no poder llegar nunca a la altura de un Dios para formar un mundo a mi manera.

¿No es verdad que esto te parece ridículo y hasta sacrílego? Era necesario, sin embargo, este ligero preámbulo. Esa contrariedad

continua agrió mi carácter y me predispuso para aprovechar la primera ocasión que se me presentase de luchar con la sociedad.

Pero tenía un corazón honrado y era muy noble aún la ambición que alimentaba.

El amor empezó a regenerarme, me hizo más justo con Dios y con los hombres, y engrandeció mi espíritu. Si en lugar de haberme faltado, cuando más lo necesitaba, para olvidar los dos años de cárcel a que me ha-

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bía arrastrado la maldad; si en lugar de haberme faltado, digo, lo hubiese encontrado como lo dejé, mi regeneración habría sido completa y en lugar de un pirata, hubiese sido acaso un soldado para honrar a mi patria.

Pero la revelación de tu matrimonio, unidad a lo que acababa de pade-cer, decidió de mi porvenir.

Salí del Olimpo aquella noche en un estado deplorable, loco, deses-perado, embriagado de odio, maldiciendo de todo, vagué por los campos durante treinta horas, sin saber a dónde iba, sin saber lo que deseaba. Todas las malas pasiones que pueden agitar el corazón de un hombre, se apoderaron tempestuosamente de mí en aquellas treinta horas, y carecien-do de la fe en tu amor, que me había sostenido hasta entonces, acabé por determinar mi muerte.

Pero me detuvo el poder de Dios a la orilla del precipicio… me detuvo en el momento mismo en que iba a consumar aquella horrible determi-nación. Me condujo ante el gracioso espectáculo del mar y me hizo ver sus espumosas olas coloreadas por el sol naciente de la mañana. Caí de rodillas, conmovido, besé la arena y oré.

No sé cuánto tiempo permanecí arrodillado y abismado en la grandeza de Dios.

Pero repentinamente resonaron cerca de mí unas carcajadas estrepito-sas que me obligaron a levantar la cabeza para mirar.

Algunos hombres de aspecto siniestro, con el rostro tostado por el sol y vestidos de una manera singular, que repugnaba, se hallaban diseminados sobre la arena del mar, o sentados sobre algunos médanos de arena, y me contemplaban con alguna atención que parecía divertirlos mucho. La risa que rebosaba todavía en todos los semblantes, me indicó que la carcajada que me había despertado de mi sueño, había sido universal.

Me levanté apresuradamente, sacudí de mis rodillas la arena que se había pegado a mi vestido y miré en conjunto a aquellos hombres, que ignoraba de dónde habían salido.

Creo que hasta abrigué por un segundo la insensata idea de que me ha-bía suicidado y de que me hallaba entonces entre un corro de divinidades infernales.

Pero no tardó en sacarme de mi error una segunda carcajada, tan uni-versal como la primera, y que sin duda había sido arrancada por el azora-miento con que había mirado.

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Recobré entonces el uso de mis facultades mentales, comprendí que aquellos hombres se burlaban de mí, y mirándolos con toda la cólera que me había producido este pensamiento:

–“Señores –les dije–, ¿se puede saber de qué os reís?”Nadie se rió entonces. En cambio percibí algunos gestos amenazadores

que se dirigían contra mí, y unas cuantas palabras que no pude compren-der llegaron tumultuosamente a mis oídos.

–“¡Hola! –exclamé al cabo de un instante con una sonrisa impertinente que no fui dueño de reprimir–. ¿Os sabéis reír a carcajadas y no sabéis responder al que os pregunta?”

Uno de los hombres levantó su arcabuz, me apuntó con él y puso el dedo en el disparador. Pero el que se hallaba inmediato a él, alargó el brazo e hizo cambiar la dirección del arcabuz en el momento de salir el tiro. La bala cruzó silbando sobre las olas.

–“Joven –me dijo entonces en un lenguaje que comprendí trabajosa-mente; porque se hallaba adulterado con palabras de otros idiomas–. No juguéis de esa manera con gentes que se hallan en lucha abierta con la sociedad, porque ya habéis visto que os puede costar la vida.”

–“¡En lucha abierta con la sociedad! –exclamé, halagado por aquella frase–. ¿Quiénes sois, pues?”

–¿No lo adivináis por nuestro aspecto? –No. –Pues somos piratas. –“¡Piratas! –volví a exclamar, halagado nuevamente y de una manera

extraña por aquella palabra–. Con que sois vosotros esos famosos filibus-teros que sobre un frágil leño recorréis el océano, desafiando las tempes-tades de la naturaleza y el poder de los hombres; que sois libres como el aire, porque vais a donde queréis o a donde os impulsan las olas; que vivís abstraídos de esa misma sociedad perversa, en donde el hermano vende al hermano, en donde el que os debe proteger os sacrifica a sus infames pasiones; en donde las más dulces y las más santas afecciones ceden a la insaciable codicia del oro o al vil influjo del poder.”

–“Y en donde, sobre todo –terció uno de los piratas lanzando una car-cajada–, no se puede enriquecer un valiente sin trabajar, como sucede entre nosotros.”

–“Ved allí la parte infame de vuestra profesión –repuse entonces–, y la que me obligaría…”

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No pude concluir mi frase. El filibustero que me había apuntado con su arcabuz, se acercó a mí e imprimió súbitamente en mi mejilla una bo-fetada, diciendo:

–“Infame sería el que no castigase a un mequetrefe como tú, que viene a insultarnos.”

¿Qué fue de mí en aquel momento? ¿Quién puso en mis manos una espada? ¿Hubo combate? ¿Cuánto duró? Nada de esto sé.

Sólo recuerdo haber oído una especie de ¡hurra! Que me aclamaba ven-cedor. Entonces advertí que el filibustero que me había insultado yacía exánime a mis pies y que la espada que tenía en la mano estaba teñida de su sangre. Los piratas, formados en círculo al derredor de nosotros, habían presenciado el combate y me contemplaban con cierta admiración.

–“Joven –me dijo el que me había hablado primero–, el hombre que acabáis de matar era uno de los más temibles de la compañía. ¡Sois un valiente! ¿Queréis ser de los nuestros?”

–“¿Qué significa eso de ser de los vuestros?” –pregunté con disgusto. –“¡Oh! no se ofenda vuestro orgullo. Venid con nosotros… batíos,

como os acabáis de batir, cada vez que haya combate, y no se os exigirá otra cosa.”

Aquel momento decidió de mi suerte. ¿Qué podía hacer un infeliz, que acababa de fugarse de la cárcel y que

indudablemente sería buscado presto por todos los rincones de la provincia?La idea del suicidio estaba ya muy lejos de mi imaginación. Salir de la

Península por donde salía todo el mundo, era imposible, porque se hacía preciso un pasaporte.

No quedaba otro medio que aceptar la hospitalidad de los piratas, y la acepté.

Algunos días después me hallaba en la Isla de Términos, inscrito en la lista de maese Agramón, que era el capitán pirata que había sucedido al famoso Lorencillo en el Golfo de México.

Desde entonces anduve en compañía de los piratas, sin serlo yo en realidad. Verdad era que peleaba como un desesperado en todos los com-bates, pero jamás admitía la parte de botín que me tocaba en el reparto. Me sentaba en la mesa común, y esto era cuando exigía en galardón de mis servicios.

No me hallaba bien, sin embargo, entre aquella gente. Las contrarieda-des que había sufrido en la sociedad, empezaba a sentirlas allí con mayor

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viveza. Sólo lograba disipar mi pena y mi fastidio durante los combates que se presentaban a menudo, porque Agramón era un valiente.

Me seducía ver en cada barco que apresábamos un pedazo de la socie-dad que me había proscrito de su seno, y con feroz alegría desnudaba mi acero para batirme mientras encontraba resistencia. Pero me repugnaba ver aquel despojo insaciable que iba a buscar hasta los miserables cuartos que el infeliz marinero guardaba en sus bolsillos. Me repugnaba, sobre todo, la sangre que se vertía algunas veces después del combate, y llegó un día en que ambicioné ser capitán de aquella gente para poner fin a su rapacidad y a sus crueldades.

No tardó en presentárseme una oportunidad. Acabábamos de saltar a la cubierta de un bergantín, que se nos había

rendido a discreción. Agramón andaba dando sus órdenes cuando oyó los sollozos de una

mujer que cubría parte de su semblante con un pañuelo que tenía en las manos. Fijó los ojos en ella y advirtió que era joven y hermosa. Se le acercó entonces, apartó de su rostro el pañuelo y se atrevió a imprimir un beso en sus mejillas.

La joven retrocedió vivamente, pálida de indignación y de cólera. –“Nos hemos rendido –dijo– para que se nos exija un rescate y no para

que se nos insulte.”–“Muy linda te pone tu desdén –dijo Agramón mirando a la joven con

impudencia– y juro por los ángeles del paraíso que todo el oro del mundo no será suficiente para pagar tu rescate.”

Y con un nuevo movimiento intentó acercarse a la joven. Ésta volvió a retroceder, y después de mirar en derredor suyo, sin duda para buscar un apoyo, fijó los ojos en mí, que en aquel instante miraba distraídamente el mar, reclinado sobre la obra muerta.

–“Caballero –me dijo tocándome el brazo–; el que se titula vuestro capitán ha insultado mi pudor. ¿Tendréis la independencia suficiente para defenderme?”

Volví la cabeza y me encontré a Agramón, pálido de contrariedad, que me miraba fijamente a pocos pasos de distancia. La dama parecía próxima a caer de rodillas ante mí.

–“Señora –le dije tomándola de la mano para impedir aquella demos-tración–; nada temáis; ningún desgraciado ha implorado nunca en vano mi protección.”

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–“¡Cómo se entiende! –gritó Agramón, montado en cólera–. ¿Hay al-guien que se atreva a oponerse a mi voluntad?”

–“Ya lo veis: ¡yo!” –le respondí secamente. –“¿A vuestro capitán, miserable?”–“No os comprendo. Yo me bato cuando hay peligro, pero no tengo

capitán. Seis meses hace que estoy en vuestra compañía, pero sabéis que no pertenezco a ella.”

–“¡Apartad!”–“Es inútil que insistáis” –repuse desenvainando mi espada. Agramón desnudó la suya y al instante se cruzaron nuestros aceros. La joven dio un grito, y aun creo que hizo un movimiento para impe-

dir el combate. –“Nada temáis, señora” –le dije–. Aunque pirata, creo que Dios prote-

ge alguna vez la justicia.”El combate no duró más que un momento. Agramón, poseído de cóle-

ra, pareció perder en aquel trance toda su destreza y no tardó en caer con el corazón traspasado.

Los piratas, Berenguela, no estiman más que una cosa en el mundo: el valor.

Los que habían presenciado el combate aplaudieron mi victoria, como me habían aplaudido en un acto semejante el día en que me sorprendieron a la orilla del mar.

Siguió a los bravos un murmullo instantáneo que acabó por un grito unánime.

–“¡Viva el capitán Barbillas!” –gritaron todos arrojando al aire sus gorras. Sentí que el rubor subía a mis mejillas. ¡Yo capitán de piratas! ¡Yo al

frente de aquella horda criminal que sellaba su paso con el robo y el ase-sinato!

Hasta allí… ya te lo he dicho, Berenguela, hasta allí no había sido más que un asilo la compañía de los piratas. Proscrito de la sociedad, necesita-ba una égida que me protegiese de su persecución… eso era todo.

Pero ahora se me ofrecía vengarme. Se ponía en mis manos un arma terrible para devolver a los hombres el mal que me habían hecho.

¿Qué debía yo a la sociedad para respetarla? Mis padres me habían abandonado en la cuna, mi madre adoptiva me

había arrebatado mi felicidad y mi porvenir, mi maestro me había ence-

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rrado en una cárcel y el único ser que me había amado en el mundo… perdóname, Berenguela, yo te acusaba también entonces, porque aún no comprendía la grandeza de tu alma; el único ser que me había amado en el mundo se había aliado a mis enemigos para renegar de mí.

Por otra parte, aquel poder independiente, que hasta entonces había sido empleado en el crimen, ¿no podía emplearlo en humillar al poderoso, en enjugar las lágrimas del desgraciado, en arrancar a la sociedad algunas de sus víctimas?

Vivir independiente… ¡ser poderoso para corregir las desigualdades que me habían chocado desde mi cuna! ¡Ah! No era esta la ambición que me había halagado desde mi cuna y que no había logrado ver realizada porque la sociedad me había cortado las alas. Pero era un pálido reflejo de ella y mi vacilación no podía durar demasiado. Así sucedió, en efecto.

Cuando hubieron cesado los gritos que me habían aclamado por capi-tán, extendí mi mano.

–“Acepto” –les dije. Desde aquel día. –¿Y la joven a quien habías salvado? –interrumpió Berenguela. –La joven a quien había salvado –respondió Leonel–, continuó su via-

je para La Habana en el bergantín que acababa de rendírsenos. Porque deseando desde aquel instante realizar mi pensamiento, no quise apresar aquella nave, al saber que constituía el único patrimonio de un bravo ma-rino, que había envejecido en el océano.

Desde entonces aquella compañía, acostumbrada a toda clase de mal-dades, varió notablemente de conducta.

Apenas se divisaba una vela en el mar, se hacía lo posible por darle alcance. Pero antes de romper los fuegos, se intimaba rendición con la bocina.

Si no se rendía, se trababa el combate; pero alcanzada la victoria, se procedía con el vencido del mismo modo que si se hubiera rendido sin disparar un tiro.

El capitán empezaba por averiguar la condición y fortuna de cada uno de los pasajeros, si no lo sabía con anticipación, como sucedió en el caso del gobernador Meneses. Entonces separaba al poderoso del humilde, al rico del pobre y al noble del plebeyo. Exigía a los primeros un rescate, y a los segundos no sólo les daba generosamente la libertad, sino que solía hacer pasar a sus bolsillos una parte del rescate que había salido del de aquéllos.

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Si el buque pertenecía a la Armada Real o alguno de esos cresos que tienen el corazón duro como un diamante, era declarado buena presa; o echado a pique, si se hallaba en mal estado; si pertenecía a un hombre honrado que lo había adquirido con el producto de su trabajo, se le dejaba continuar su viaje con todo su cargamento.

El capitán tenía, además, algunos caprichos, que su gente llamaba ra-ros, y que dieron origen a varias sublevaciones.

Tenía prohibido expresamente el pillaje, el incendio, el asesinato y, so-bre todo, atropellar al débil. Así, cuando se presentaba de improvisto en alguna población, él era el único que tenía derecho de escoger a sus vícti-mas y de imponerles una contribución según sus principios. Verdad es que cuando éstas se oponían, les solía abandonar al furor de los piratas, pero en cambio al día siguiente los pobres al despertarse encontraban algunas monedas de oro esparcidas por el suelo de su cabaña.

Solía también presentarse en algunas poblaciones el día de una eje-cución por sólo el placer de burlar a la justicia humana, arrancando al sentenciado del cadalso.

En aquel momento el reloj de la Catedral volvió a interrumpir el silen-cio que reinaba todavía en la ciudad y dejó oír cinco campanadas.

–¡Las cinco! –exclamó Berenguela con espanto. –Nada temas –respondió el pirata–. Aunque me alumbrase el sol en la

calle, nadie me conoce aquí. –Pero llamarías, por lo menos, la atención. Porque como un forastero

es en Mérida casi un fenómeno… –Voy a concluir en dos palabras. Te he confesado sin temor el bien y

el mal que creo haber hecho, y sólo me resta una circunstancia. Desde que comprendí la posibilidad de ser feliz algún día con tu amor, empecé a avergonzarme de llevar el nombre de Barbillas.

Por primera vez sentí remordimientos, por primera vez dudé de la misión que me había impuesto. Me dije que el que tocase tu mano pura debía ser tan puro como tú. Si antes creí que era una misión noble despo-jar al rico para socorrer al pobre, humillar al poderoso para dar aliento al desgraciado; ya me preguntaba qué derecho tenía para pretender regenerar esta sociedad, cuando Dios no la regeneraba y permitía que continuase avanzando con las injusticias y los crímenes que me chocaban.

Y ahora, Berenguela –añadió–, ¿qué me importan los hombres, la so-ciedad, el universo entero, cuando todas mis acciones y todos mis pensa-

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mientos deben dirigirse a nuestro amor?… ¿Cuándo cien años de vida que tuviese serían muy cortos para consagrártelos?

Así es que hace mucho tiempo que formé el proyecto de que voy a darte cuenta.

A excepción de la península de Yucatán y de algunas provincias de la Nueva España, donde podría ser reconocido el proscrito Barbillas, el mundo entero nos pertenece.

Alma sencilla, corazón de artista, ¿quieres contemplar de cerca la natu-raleza? Habitaremos en el campo. La tierra abunda en alegres y pintores-cos sitios, donde la mano de Dios ha derramado con profusión todos sus dones. Construiremos una bonita casa a la orilla del mar, a los márgenes de un río, en la falda de una montaña, en el fondo de un valle… a las in-mediaciones de un lago para escuchar el murmullo de sus aguas.

Joven y bella; ¿amas la sociedad, gustas del bullicio de las grandes ciu-dades? Magníficas capitales hay en Europa, donde pueden apurarse todos los placeres, todas las comodidades de la vida social.

En la Isla de Términos tengo depositados algunos millones de reales en un rincón que yo sólo conozco. En ese tesoro, no hay un solo maravedí arrancado al pobre. Es el valor del rescate de los poderosos aprisionados por el terrible Barbillas. Leonel, que no piensa ya como el capitán pirata, desearía volver a esos ricos las sumas que les ha arrancado. Pero ya com-prenderás que esto es imposible.

Ahora bien, si Berenguela perdona al pirata y le tiende la mano, Be-renguela reparará con ventaja las depredaciones de Barbillas. En la ciudad o en el campo, o donde quiera que se establezca, encontrará desvalidos qué socorrer, y pobres que necesiten un pequeño capital para trabajar. Ella dispondrá de esos millones para distribuir según se lo dicte su buen corazón, y acaso las bendiciones que le tributen los desgraciados, alcancen al antiguo filibustero y disipen las dudas que han atormentado su corazón.

¿Me perdonas? –concluyó Leonel, arrojándose a las plantas de Beren-guela.

La joven por toda respuesta le tendió su mano, y Leonel la cubrió de besos y de lágrimas.

–Ahora –continuó éste–, es preciso separarnos; será la última vez. Voy a la Isla de Términos, recogeré nuestros millones y dentro de veinte días estaré de vuelta.

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–Te aguardaré pensando en la eterna felicidad que el porvenir nos reserva. Leonel se levantó, la joven le tendió sus brazos, y después de confundir

sus lágrimas, las más dulces que habían derramado en su vida, salieron to-davía con los brazos entrelazados hasta la puerta de la calle. Allí el antiguo pirata volvió a estrechar y besar la mano de Berenguela y se retiró con el corazón henchido de felicidad.

...¡Ah! desde el día en que apresaste la nave en que yo venía a Campeche, no acierto a evocar tu sombra sin verte envuelto entre una nube de humo y rodeado de aquellos

feroces piratas que blasfemaban y regaban la muerte alrededor de sí...

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Capítulo XXI. Donde se demuestra lo pasajero que son las alegrías de este mundo

Veinte días después, Leonel estaba de vuelta.

Como la primera vez, se detenía frente a la casa de Berenguela, antes que las campanas de la ciudad despertasen a los vecinos con el solemne toque de las cuatro de la mañana.

Pero al mirar por las rendijas de la puerta, notó que había luz en el zaguán.

–¡Ángel mío! –murmuró con alegría–. ¡Se ha desvelado por esperarme!Y llamó suavemente con el aldabón. Al momento se sintieron tras el zaguán los débiles pasos de una mujer,

la llave rechinó en la cerradura y se abrió un postigo. Leonel atravesó ligeramente el umbral y mirando a la que había abierto

la puerta: –Buenos días, querida Marta –le dijo alegremente–, buenos días. Tem-

prano te has levantado. Y hablando todavía, continuó avanzando hacia el interior. –¿A dónde vais? –preguntó la anciana. –¿A dónde? ¡Vaya una pregunta! –exclamó Leonel sin dejar de andar. –Oíd… ¡esperad! –clamó la anciana, andando tras él. –¡Ah! –dijo el joven, deteniéndose súbitamente–. ¿Acaso no habrá des-

pertado? –Difícil sería averiguarlo. –¡Cómo!… Pues yo lo averiguaré, y ella me perdonará mi indiscreción

cuando sepa que tú…–Pero dónde vais a averiguarlo…–¿Dónde? –¿Cuando no está en casa?… –¡Que no está en casa! –exclamó Leonel con acento que hizo temblar

a la anciana–. ¿Que no me ha aguardado?… Pero tú estás loca… ¡eso es imposible!

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–Tranquilizaos y os lo contaré todo. –¿Todo?… ¿y qué es?… ¡Vamos… di!…–Hacía tres días que os habíais ido…–¡Al diablo con tus historias! –interrumpió, impaciente, Leonel–.

Dime sencillamente dónde está…–¡Pues bien!… tarde o temprano os lo había de decir, aunque os enfa-

déis y…–¿Acabarás? –Está en el convento. –¡En el convento!… ¿Acaso se dice misas en el convento antes de las

cuatro? –Es que la señora no ha ido a misa. –¿Y a qué? ¿a qué? –¡A qué!… hace muchos días que está encerrada allí. La poca luz que daba la linterna impidió ver a Marta la palidez que a

estas palabras inundó el semblante de Leonel. Y aprovechándose del silen-cio que su mismo asombro le hacía guardar, la buena anciana continuó de esta manera:

–Tres días después de haberos idos, la señora se fue a confesar. Se fue tranquila y alegre, como había estado aquellos tres días, y volvió pálida… agitada… casi loca. La interrogué, la abracé y lloré… y a fuerza de tanto preguntar, hubo de responderme que al día siguiente debía entrar en el convento y vestir el hábito de novicia.

–¡Vestir el hábito de novicia! –exclamó Leonel, a quien estas palabras parecieron sacar de su enajenamiento.

–Yo me asombré como vos, mi querido señor; le dije que era imposible aquella resolución violenta, y aun le recordé la promesa que os había he-cho. Pero ella sólo me contestó con lágrimas y sollozos y empezó a hacer sus preparativos.

Leonel, que había inclinado la cabeza para meditar, la levantó repenti-namente.

–Sin duda –dijo– Berenguela te habrá dejado para mí un papel… un recado… alguna palabra siquiera para explicarme todo esto.

–Justamente, señor, –respondió Marta–. Cuando vi que aquellos pre-parativos iban de veras, le insinué eso mismo, diciéndole: el señor Leonel

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vendrá, como ha prometido, y no encontrándoos, querrá que yo le expli-que la causa de vuestra fuga al convento.

–¿Y bien?… –Ella, en medio de sus lágrimas y sollozos, me dijo que le estaba pro-

hibida toda comunicación con vos; pero después de luchar toda la noche consigo misma, según la pude observar por la luz que no se apagó un instante en su aposento y por los gemidos y palabras incoherentes que llegaron hasta mí, se decidió al fin a escribiros un papel, y a la mañana siguiente, antes de marcharse, lo puso en mis manos con la mayor reserva.

–¡Y no me lo habías dicho! –exclamó Leonel, alargando la mano–. Dame… dame…

–¿Pero qué? –preguntó Marta. –¡Vive Dios!… ¡ese papel!–Pero si… –¿Qué? –¡Ya no lo tengo! –¡Que no lo tienes!–Ahí veréis. Yo lo guardaba con mucha reserva. Pero algunos días des-

pués me fui también a confesar… –¿Y qué? –El confesor me obligó a declarar la existencia de aquel papel a fuerza

de preguntas a que no podía responder mintiendo; me dijo que era un crimen el que iba yo a cometer y tuve que entregárselo.

Leonel exhaló un grito y se dio una fuerte palmada en la frente. –¿Quién es ese confesor? –preguntó al instante. –Mi querido señor –respondió Marta, temblando–. Tened compasión

de mí, y no me preguntéis más. –¿Quién es ese confesor? –repitió imperiosamente el antiguo pirata. –¡Ah! ¡bien me lo decía!… Él había previsto todo esto, y por eso sin

duda, me aconsejó que huyese… para que encontraseis deshabitada la casa… Y yo, ¿lo oís?… Yo os tuve compasión, y resistiendo su cólera me quedé para…

–¡Pronto! ¡pronto! –interrumpió Leonel–, ¡responde!La anciana levantó sus manos y las juntó en ademán de súplica.

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Leonel se apoderó de uno de sus brazos, y apretándolo con fuerza entre sus dedos.

–¿Quién es ese confesor? –gritó colérico. Marta, en fuerza del dolor, cayó de rodillas exhalando un gemido. Pero

no respondió. –¡Y bien! –continuó Leonel–. Yo voy a decirte quién es ese mal sacer-

dote que así abusa de su ministerio con dos mujeres débiles, como tú y Berenguela… Y tú… ¿Lo entiendes?... tú vas a decirme dónde podré en-contrarle. ¡Ese confesor es fray Hernando!

La anciana no respondió. Pero Leonel sintió temblar su brazo entre la mano con que la oprimía.

–Ahora –prosiguió éste–, ahora vas a decirme a qué lugar se ha retirado fray Hernando, después de haber abandonado a Valladolid, sin duda para perseguir a Berenguela… Responde… ¿está encargado de alguna iglesia?… ¿Se halla en el Convento de San Francisco?… ¿En el de Mejorada?…

Como se ve, Leonel había dejado pasar un corto intervalo después de cada una de sus preguntas, para dar lugar a Marta de que respondiese. Pero como permanecía obstinadamente en silencio, la anciana le vio sacar entre sus vestidos un objeto que brilló a la luz de la linterna.

¡Era un puñal!–¡En San Francisco! –balbuceó con espanto Marta–. ¡En San Francisco! Leonel meditó un instante, sin soltar el brazo de la anciana. –¡Bien! –dijo luego–. ¿Hay en esta casa alguna pieza retirada, donde

pueda encerrarse alguna persona, sin que se le pueda ver ni oír desde la calle?

–Sí –respondió Marta, creyendo que el antiguo pirata deseaba buscar un refugio en aquella casa–. Entre el patio que veis y el siguiente, hay un cuartito que sólo tiene para éste una puerta, y para el otro, una claraboya cerca del techo.

–Me conviene –repuso Leonel–. ¡Sírveme de guía!Y levantando la linterna, que descansaba sobre un banco, echó a andar

precedido de Marta. Al cabo de un instante, y después de atravesar el patio que se extendía

frente el zaguán, llegaron a una puerta que Marta abrió con la llave que se veía en la embocadura.

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Leonel entró y examinó el cuarto a que correspondía esta puerta. Era exacta la descripción de la anciana. Salió luego, y empujando a Marta al interior, cerró tras ella la puerta, dando una vuelta entera a la llave. La pobre mujer exhaló un grito de espanto.

–Si te dejara en libertad, –dijo Leonel–, lo primero que harías sería irte a confesar para revelar a fray Hernando lo que ha pasado.

–¡Os juro que no!–No te desesperes. Tu prisión no debe durar arriba de dieciocho horas.

A las diez de la noche vendré a abrirte la puerta: si me has dicho la verdad, para dejarte libre; si me has mentido, es decir, si no he encontrado a fray Hernando en San Francisco, para coserte a puñaladas, si no me confiesas dónde se halla.

Marta volvió a exhalar un segundo grito y se le oyó caer detrás de la puerta.

Leonel empezó a alejarse; pero no tardó en detenerle la voz de la anciana que se deslizaba por el agujero de la cerradura.

–¡Señor! ¡Mi querido señor! –llamaba con voz adolorida. –¿Qué quieres? –preguntó Leonel, volviéndose a aproximar a la puerta. –Os he llamado para advertiros que si preguntáis en San Francisco por

fray Hernando, nadie sabrá daros razón. –¡Hola! ¿Conque has mentido y empieza el encierro a surtir efecto? –No, no señor, sino que… Dios me perdone si hago mal en decirlo,

porque…–En fin. –Fray Hernando mudó de nombre al establecerse en San Francisco. –¿Mudó de nombre? –Sí, y la señora cree que de miedo de volveros a encontrar alguna vez. –¡Hum! Nada tiene de extraño… como que él mismo me animó a la

venganza, –murmuró entre dientes Leonel–. ¿Y qué nombre usa ahora? –preguntó en voz alta.

–Se hace llamar fray José de Estebanez –¡Fray José de Estebanez!… no lo olvidaré, –repuso el joven. Y Marta le oyó retirarse, atravesar el patio y un instante después, cerrar

con llave la puerta del zaguán. Sin duda se había retirado para no volver hasta las diez de la noche, como había dicho. Pero la anciana se equivocaba en sus conjeturas.

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Leonel estaba de vuelta antes que el crepúsculo de la mañana iluminase las calles de la ciudad, y entraba silenciosamente en la casa de Berenguela con un lío bajo el brazo. Se encerró luego en el cuarto donde veinte días antes había hablado con la joven y descubrió lo que traía en el lío. Era un hábito de fraile que colocó sobre una silla, juntamente con un puñal y dos pistolas.

–San Francisco –murmuró– es a la vez convento y fortaleza. Seamos, pues fraile para los frailes y soldado para los soldados. El filibustero Bar-billas, a quien ahorcaría con mil amores el señor capitán general, no se ha de meter en la boca del lobo sin ciertas precauciones.

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Capítulo XXII. Fray Hernando

Leonel tenía razón. San Francisco presentaba ya desde aquella época el extraño fenómeno que hoy presenta todavía lo que nosotros llamamos la Ciudadela de San Be-nito.

¡Un convento de franciscanos encerrado entre los muros de una fortaleza!La historia explica el fenómeno de la manera siguiente: El Adelantado don Francisco de Montejo escogió el lugar que hoy ocu-

pa dicha ciudadela para construir una de las dos fortalezas que, según la capitulación celebrada con el emperador Carlos V, debía levantar en la Península donde le pareciese más necesario.

Pero así en este punto, como en otros varios de la capitulación, el Ade-lantado anduvo remiso y la fortaleza no se construyó.

Los franciscanos vieron el sitio, les pareció deliciosa y pintoresca aque-lla eminencia en cuya cima se veía un gran templo de deidades aborígenes, arguyeron que los fundamentos de la nueva religión debía zanjarse donde habían existido los de la antigua, para que el verdadero Dios fuese ado-rado donde se había dado culto al demonio; y vencido por tan poderosas razones el Adelantado, accedió a los ruegos de fray Luis de Villalpando y le cedió el lugar para edificar el principal convento de su orden, como en efecto se edificó en el año de 1547.

Tras de fray Luis de Villalpando vinieron otros provinciales, y como el número de religiosos aumentaba diariamente, cada uno de aquéllos fue añadiendo a la primitiva fábrica otros edificios más o menos capaces, que comunicaban entre sí por medio de galerías, gradas, pasadizos y hasta sub-terráneos. De aquí resultó un confuso hacinamiento de viviendas, en que no consultándose más que la necesidad, conforme se iba presentando, excusado será decir que ni reina en él el buen gusto, ni se siguió jamás, ni en el todo, ni en las construcciones parciales, ninguna de las reglas de la arquitectura.

Los buenos de los padres gozaron pacíficamente de la posesión de su convento hasta el año de 1669, en que el gobernador don Rodrigo Flores Aldana, resucitando el antiguo pensamiento del conquistador de la Penín-sula, pensó construir en aquel sitio la fortaleza que tenía orden de levantar

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en la ciudad. La orden era nada menos que del Rey, y dimanaba de ciertas tentativas de levantamientos de indios que se habían experimentado en los años anteriores.

Como se pensó se hizo. Pero como las vastas proporciones del conven-to tenían ocupada casi toda el área que se necesitaba, se ocurrió al extraño expediente de construir los muros alrededor del gigantesco edificio, y en diecinueve meses que duró la fábrica, los franciscanos se encontraron en-cerrados en el recinto de una fortaleza.

Por de contado, los frailes no vieron sin alarmarse esta especie de aten-tado contra su libertad, de que eran celosos. En virtud de las perpetuas contiendas que sostenían acaloradamente con la autoridad civil, no les pareció muy halagüeño quedar sujetos a puertas de que el capitán general tendría únicamente las llaves.

Pusieron, pues, el grito en el cielo desde el principio de la fábrica. Pero el buen don Rodrigo, que no quería oír, se hizo sordo como una tapia, y continuó impávido sus muros.

Mas los franciscanos, que no cejaban y defendían palmo a palmo su libertad, buscaron un pretexto. Dijeron que todas las horas de la noche estaban saliendo del convento grande los agonizantes y confesores, y de la vivencia de los doctrineros los curas y ministros de San Cristóbal, cuya parroquia les pertenecía; y como no creían que los soldados que guardasen las puertas de la fortaleza, serían tan humanos que atendiesen a todos los llamamientos que llovían durante la noche, ni que a los franciscanos se les diese siempre el santo para entrar y salir con libertad a cualquier hora, juzgaban que el señor gobernador cometía un atentado contra la piedad y los deberes de su ministerio, encastillándolos en la ciudadela. Don Ro-drigo se dejó ablandar esta vez y abrió en los muros tres puertas: una para la soldadesca y servicio del castillo, otra para el gobierno económico y ordinario del convento en particular, y la tercera para la administración de San Cristóbal.

El castillo permaneció con sus tres puertas durante el gobierno de Al-dana.

Pero su sucesor, don Frutos Delgado, que debía tener sus razones para el caso, preparó una noche albañiles, peones y materiales, fingió un rebato que obligó a los frailes a encerrarse en sus celdas, y cuando el sol del día siguiente iluminó los muros de la fortaleza, se vieron tapiadas las dos puer-tas que hasta hoy permanecen así, y abierta únicamente la principal. Ya se

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deja entender que los padres harían todo lo posible para recobrarlas; pero no lo consiguieron jamás.

Tal era el estado de San Francisco en la época a que llega nuestro relato. Un convento rico y floreciente, habitado por un centenar de religiosos

y engastado entre los muros de una fortaleza. Terminaríamos aquí nuestros apuntes arqueólogo–históricos, si no

creyésemos necesario decir unas cuantas palabras sobre el grave aconte-cimiento que convirtió aquel convento rico y floreciente en el confuso montón de escombros y ruinas a que le vemos reducido ahora.

El 3 de octubre de 1820 acaeció en esta ciudad un tumulto con motivo de cierta petición dirigida a la Junta Provincial por el reverendo padre fray Juan Ruiz Madueño, provincial de San Francisco. El tumulto fue sofocado por el comandante militar don Mariano Carrillo y Albornoz, y entre otras personas notables, como el célebre don Lorenzo de Zavala, mandó pren-der al provincial Madueño. El resultado inmediato de este suceso fue una resolución audaz que don Juan Rivas Vértiz y el mencionado Carrillo se propusieron llevar a cabo, resistiendo todos los obstáculos que presentaba y echando sobre sí toda la responsabilidad del acto.

El 18 de enero del año siguiente la poderosa orden de san Francisco fue extinguida en la Península, una gran parte de los religiosos se secularizó, otros emigraron y algunos, por último, se refugiaron en la Mejorada.

El colosal Convento de San Francisco quedó abandonado. De 1821 a 1827 estuvo ocupado por los enfermos de San Juan de Dios; pero luego que se concluyó la reforma de este hospital, las vastas habitaciones de aquel edificio quedaron para siempre entregadas a la soledad y al más punible abandono.

Causas que todos saben, y que no creemos oportuno referir aquí, preci-pitaron su ruina cuando la mano destructora del tiempo respetaba todavía sus ennegrecidos muros.

Desde entonces se alza en el centro mismo de la ciudad ese coloso de-rruido y fatídico, como un espectro de la antigüedad que marca una época memorable en nuestra historia…

La noche del día de que hablamos en el capítulo anterior, poco antes del toque de queda, un franciscano joven, cubierto hasta las narices con su capucha, subía con paso grave y mesurado la explanada de la ciudadela.

Cuando llegó a la cima, echó una mirada rápida hacia la puerta.

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Un solo postigo se hallaba abierto. En la parte interior, hacia el lado derecho, se veía parado un centinela con el arcabuz al hombro.

El fraile se cubrió mejor con su capucha, atravesó el umbral de la puerta y pasó frente al soldado, tocando con los dedos el ala de su sombrero de paja con ese ceremonioso respeto de los antiguos españoles que veían hasta en el último centinela un representante del Rey.

El soldado, por su parte, correspondió a este saludo, inclinando devota-mente la cabeza con esa veneración fanática que nuestros abuelos profesa-ban a la poderosa orden de san Francisco.

¡Cosa rara! El fraile parecía no conocer absolutamente la topografía del convento.

Decimos esto, porque al llegar al patio del castillo se detuvo indeciso. Dos templos colosales se alzaban frente a él, cuyas fachadas, alumbradas

débilmente por la claridad de las estrellas, le parecieron soberbias. Pero sus puertas estaban cerradas.

A su izquierda, y en línea paralela con uno de los templos, que formaba un solo cuerpo con la vasta fábrica del convento, vio un corredor, cuya elegante arquitectura podía examinarse a la luz de un farol, colocado en el primer piso.

El fraile atravesó la calzada diagonal de piedras desiguales que dirigía a este corredor, pues por un raciocinio que como se ve, no carecía de funda-mento, creyó que siendo ésta la única parte iluminada que se ofrecía a su vista, aquella debía ser la entrada ordinaria del convento.

Frente al último arco de la derecha del corredor se abría una puerta en la que se veía dormitar a un fraile, sentado en una silla de brazos, reclinada cómodamente en el dintel.

Era el hermano lego que desempeñaba en San Francisco el oficio de por-tero.

El religioso que por primera vez visitaba el convento que, como sin duda habrá comprendido ya el lector, no era otro que Leonel, creyó prudente pasar ante el hermano portero sin despertarle, y pasó, en efecto, sin que éste hiciese ademán alguno para indicar que le hubiese notado.

Salvada aquella puerta, no encontró ya dificultad ninguna para orientar-se. Un cuarto de hora antes, Marta le había hecho la topografía interior del convento, marcándole con precisión su camino.

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Se aventuró, pues, con aplomo y seguridad por ese laberinto de claustros, pasadizos, galerías y escaleras, en que nosotros no nos atreveríamos a en-trar ahora, sin poseer el hilo de Ariadna.

No le seguiremos, pues, por temor de extraviarnos. Diremos única-mente que al cabo de unos cuantos minutos se detenía frente a una puerta, que según los hábitos monásticos no estaba cerrada más que a medias. Por el intersticio que mediaba entre las dos hojas de la puerta salía la débil claridad de una bujía, que proyectaba una línea luminosa en el pavimento del corredor inmediato.

Leonel juzgó conveniente no entrar sin examinar previamente el terreno. Se acercó con esta intención a la puerta y pegó un ojo al agujero de la

cerradura. Sentado frente a una mesa y leyendo atentamente en un libro abierto

sobre el tapete, se veía a un hombre, cuyo carácter religioso sólo podía conocerse por la gran corona de la orden que adornaba su cabeza; pues seguramente a causa del calor de la estación, no tenía sobre su camisa otro vestido, que un ligero chaquetín de color oscuro.

Aunque se hallaba sentado de espaldas a la puerta, Leonel reconoció en él a fray Hernando.

Entonces echó la última mirada a la galería en que se hallaba, y advir-tiendo que estaba desierta, empujó silenciosamente la puerta, entró en la celda y volvió a cerrar aquélla, sin hacer ruido. Se adelantó luego de pun-tillas a fray Hernando, y tocándole ligeramente en el hombro:

–Buenas noches, mi querido maestro –le dijo en voz baja. Fray Hernando se estremeció en su silla, miró hacia donde había so-

nado la voz, y al ver ante sí a aquel franciscano, cuya capucha cubría la mitad de su semblante, hizo un movimiento para levantarse. Pero pronto volvió a quedar inmóvil, avergonzado, sin duda, de este primer acto de debilidad, de que pocos pueden librarse, principalmente los que no tienen muy tranquilidad la conciencia.

–¿Quién sois? –preguntó entonces al franciscano, mirándole fijamente. El visitante, en lugar de responder, echó hacia atrás su capucha para

dejar descubierto su semblante. Fray Hernando palideció súbitamente, se levantó de la silla que ocupa-

ba y retrocedió algunos pasos ante la noble figura de Leonel, que le miraba tranquilo y severo.

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–Mucho siento interrumpir vuestros estudios –dijo Leonel arrojando una ligera mirada sobre el libro que había quedado abierto en la mesa–. Pero de vos depende que esta conferencia termine al instante… ¿Verdad que adivináis el asunto de que voy a trataros?

Fray Hernando dejó ver un signo casi imperceptible de afirmación. –Muy bien –prosiguió Leonel–. No será culpa mía el que tardemos

demasiado. ¿Sois vos quien ha obligado a Berenguela a entrar en el con-vento?

–Sí –respondió secamente fray Hernando. –Vos, por consiguiente, podéis hacerla salir cuando queráis–Sí. –Pues bien; vos que sabéis las formalidades que se necesitan para entrar

y salir de la prisión que la habéis dado, espero que la haréis salir al instante. –¡No! Estos tres monosílabos habían sido pronunciados por fray Hernando

con la notable firmeza de que sabía revestirse en ocasiones solemnes. Una sonrisa de cólera crispó los labios de Leonel, y adelantando un

paso hacia su interlocutor, que esta vez permaneció inmóvil y frío: –¿Sabéis quién soy ahora, mi querido maestro? –le preguntó con voz

alterada. –Perfectamente, –respondió fray Hernando. –No es posible –repuso Leonel–. De lo contrario no os atreveríais a

obrar de este modo. –¿Quieres que te cuente día por día lo que has hecho desde el momento

en que nos vimos por última vez en el Olimpo? ¿Quieres que te cuente de qué modo encontraste un asilo entre los piratas que infestan nuestras cos-tas? ¿Quieres que te refiera la anécdota que hizo de ti el capitán Barbillas?

–No, mi querido maestro. Veo que el santo sacramento de la confesión es un arma poderosa para el que sabe manejarla con tanto talento como vos. Porque ¿no es verdad que es a la pobre Berenguela a quien habéis arrancado este secreto? ¡Ah, reverendo fray Hernando, que os hacéis lla-mar fray José de Estebanez para que no os encuentre el hombre cuyo por-venir habéis sacrificado!… Dios se ha cansado de vuestros sacrilegios y ha permitido que una mujer sea menos débil que Berenguela para enseñarme el camino de vuestro refugio.

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–Supongo que habrás acabado. –No os hagáis ilusiones, mi querido maestro. Me resta deciros todavía

que puesto que sabéis quién soy y de lo que seré capaz, retiraréis ese adver-bio que habéis pronunciado con tanto calor.

–¿Tendrás la bondad de decirme por qué? –No os creo tan poco apegado a la vida que queráis exponeros a per-

derla, negándoos a las exigencias de un pirata, que tiene fama de haber derramado tanta sangre.

–¿Me amenazas? –Tomadlo como queráis. –Desgraciadamente para ti, no creo que pases más allá de la amenaza. –¡Hola!… Es bien curioso lo que me decís. Sin que esto os parezca jac-

tancia, nadie hasta ahora me había dirigido semejantes palabras. –Porque todos, sin duda, te han tenido miedo. –Y como vos…–¡Oh! no me precio de valiente, como tú. Pero estoy firmemente con-

vencido de que nunca se comete un crimen, sin alguna utilidad real o aparente.

–¿Y creéis que no sacaré ninguna utilidad de vuestra muerte? –Ninguna. –¿Creéis que muerto vos, Berenguela no saldría mañana del convento? –No… no saldría. –¿Tendréis la bondad de explicarme eso, mi querido maestro? –pregun-

tó Leonel, cubriendo con una sonrisa de ironía la rabia que sentía hervir en su pecho.

–Mi querido discípulo –respondió fray Hernando, parodiando las pa-labras y la sonrisa del joven– el deber que me exige separarte de Berengue-la, me obligó a encerrarla en el convento. Pero previendo lo que sucede ahora, porque a pesar de mis medidas, siempre creí que no descansarías hasta encontrarme, tomé mis precauciones. Al pedir al obispo de esta dió-cesis la licencia necesaria para que Berenguela empezase su noviciado, puse en sus manos bajo el sigilo de la confesión un paquete cerrado y sellado, diciéndole: “Puedo morir antes que la novicia tenga tiempo de profesar, y si entonces ella desease volver al mundo, Vuestra Señoría Ilustrísima se dignará abrir este pliego para impedirlo. ¿Querrás saber ahora lo que con-tiene el pliego cerrado?

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Leonel hizo con la cabeza un signo afirmativo. –Diez líneas únicamente –añadió fray Hernando–. “La novicia Beren-

guela de Villagómez sólo puede pretender volver al mundo para despo-sarse con el pirata Barbillas, como lo declarará ella misma, escuchándola en confesión un sacerdote. Creo que Vuestra Señoría Ilustrísima, que ha excomulgado a ese bandido, no sólo impedirá que la novicia salga del con-vento, sino que hará un bien a la humanidad, haciendo lo posible para que se prenda a Barbillas que sin duda debe andar en la capital, cuando vuestra Vuestra Señoría Ilma. se vea obligada a abrir este pliego.”

–¿Esas son todas vuestras precauciones? –preguntó Leonel con una sonrisa desdeñosa.

–Todas –repuso fray Hernando. –¡Ah, mi adorable maestro! No se os puede negar la falta de voluntad

para sacrificar al pobre Leonel hasta donde os parezca posible. Desgra-ciadamente para vos, vuestra inteligencia empieza a flaquear y no habéis acertado a atar todos los cabos.

Una nueva sonrisa crispó los labios de fray Hernando. –¿Lo dudáis? –exclamó Leonel–. ¡Pues vais a ver cómo concluimos al

instante!Y acercándose a la mesa en que había recado de escribir, tomó una

pluma, trazó ligeramente algunas palabras sobre un pliego de papel, y volviéndose a fray Hernando:

–¡Firmad! –le dijo. Fray Hernando se inclinó sobre el papel y leyó: “Han cesado los mo-

tivos que me obligaron a depositar en manos de Vuestra Señoría Ilma. el pliego sellado que debía leer para el caso de que Berenguela de Villagómez pretendiese dejar el noviciado. Con este motivo, espero que Vuestra Seño-ría Ilma., se dignará entregarlo al portador.”

Fray Hernando tomó el papel, lo estrujó entre sus dedos, y arrojándolo en un rincón:

–He allí mi firma –dijo, mirando con severidad a Leonel. Esta acción y estas palabras no produjeron ningún efecto aparente en el

semblante del antiguo pirata. Se acercó al lugar a que había sido arrojado el papel, lo levantó, lo colocó entre sus manos para hacer desaparecer en lo posible la señal de los pliegues que había adquirido, y volvió a ponerlo

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sobre el tapete. Sacó luego de entre sus vestidos dos puñales y los colocó junto al papel. Volviéndose, entonces, a fray Hernando:

–Señor –le dijo–, antes de haceros la proposición que ya sin duda os indican estos preparativos, necesito deciros unas cuantas palabras para que no os parezca repugnante que os desafíe el hombre a quien habéis educado.

Ocho años hace que me estáis haciendo todo el mal que podéis, y adelantado, sin duda, por la impunidad, continuáis cerrándome todas las puertas para llegar al objeto que ambiciono: la mujer a quien amo. Pero se ha colmado la medida, he dejado de ser niño y quiero alcanzar cuanto deseo. Tuvisteis en vuestras manos el único medio de probar que era ino-cente en el asesinato sacrílego de Valladolid: le destruisteis, sin embargo, y me arrojasteis a la cárcel. Sabíais cuánto amaba a Berenguela, y no sólo ayudasteis a sus padres a separarla de mí, sino que os encargasteis de sus-traer todas las cartas que Berenguela me dirigía a la cárcel, valiéndose del influjo que os daba vuestro carácter de confesor sobre todos los criados del Olimpo.

Fray Hernando hizo un movimiento para hablar. –No os disculpéis –continuó Leonel con calor–. Marta me lo ha con-

fesado todo. –No he pensado disculparme –repuso fray Hernando con dignidad–.

Cumplía con mi deber. –¡Con vuestro deber! Sí, con el deber que se imponen todos los corazo-

nes pusilánimes y egoístas de coadyuvar a todas las preocupaciones entro-nizadas en vuestra pobre sociedad; con el deber de obedecer ciegamente las órdenes de don Gonzalo y doña Blanca que llenaban de limosnas vuestro convento, y que acaso os ofrecían otra recompensa que ignoro, para el día de vuestro triunfo. ¿Qué era todo esto comparado con el pobre bastardo que se podría en un calabozo?… ¡Confesad, confesad, querido maestro, que eso fue lo que tomasteis por deber, y os lo perdono todo!

–Continuad –dijo fríamente fray Hernando. –¿Os da vergüenza confesar? –repuso Leonel–. Tanto peor para vos,

porque dais lugar a que crea otras cosas peores y a que he estado pregun-tándome qué causa os puede obligar ahora a interponeros otra vez entre dos jóvenes que se aman, cuando ya nadie tiene ningún derecho sobre ellos; y en vano he torturado mi imaginación para encontrar una solución cualquiera, porque creo como vos, que ningún mal se comete sin ninguna utilidad. Al fin he encontrado una, que no sé si me atreveré a decirla.

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–Dila, te perdono anticipadamente. –Acaso en su testamento los padres de Berenguela dejan sus bienes a

la orden de san Francisco en el caso de que su hija muera sin herederos. El rubor de la indignación coloreó un instante las mejillas de fray Her-

nando; pero reponiéndose al momento y alzando los ojos al cielo en ade-mán de resignación.

–He prometido perdonarte –dijo–. Concluye de una vez. –¡Oh, mi buen maestro! No adoptéis recursos jesuíticos, porque voy

haceros una proposición. Los bienes de Berenguela ascenderán escasamen-te a cincuenta mil pesos. Yo poseo treinta veces esa cantidad. ¿Queréis una indemnización?

Un vivo ademán de cólera se pintó en el semblante de fray Hernando y adelantó dos pasos hacia Leonel con los puños crispados.

–¡Basta, desgraciado! –le dijo–. Si no comprendiera que mi silencio te autoriza a hablar de ese modo; si no creyera que es una penitencia que Dios me impone por mis culpas… pero acaba, acaba: ¿Qué es lo que quie-res ahora de mí?… ¿Matarme?

–No, mi buen maestro, quiero, simplemente, que firméis este papel. –¿Y si rehúso firmarlo? –No rehusaréis batiros. –¡Batirme! ¿Y con qué objeto? –¿No lo comprendéis? –No: porque supongamos lo mejor para ti y lo más natural… es decir,

que el joven mate al anciano, el soldado al religioso. ¿Qué conseguirías? –¿Y no os parece mucho, librarme para siempre de vos… vengar anti-

guas ofensas?… –¡Venganza estéril! Moriría sin firmar este papel y Berenguela se queda-

ría por toda su vida en el convento bajo la salvaguardia del santo obispo. –¡Eh, mi querido maestro! ¿Olvidáis que soy un bandido, como decís,

y que una noche cualquiera puedo asaltar con quinientos hombres de mi calaña el santo asilo de las vírgenes del Señor?

Una palidez instantánea invadió el semblante de fray Hernando. Pero no tardó en sustituirle una ligera sonrisa, que en vano intentó disimular.

–¡Os reís! –exclamó Leonel con impertinencia: –¿Queréis, señor, que os explique la satisfacción interior que saca a vuestros labios esa sonrisa?…

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Os habéis dicho: “este atolondrado me revela sus planes, aprovechémonos de su ligereza… mañana estará Berenguela lejos del convento…” ¿Eh? ¿No es esto lo que habéis pensado?…

Desgraciadamente para vos os he revelado mis planes precisamente porque tengo seguridad de que no podréis dañarme mañana. Porque una de dos: o me firmáis ese papel o…

–¿No he dicho que nunca? –O aceptáis el desafío. –¡Tampoco! –¡Tampoco! ¿Qué no os batís? –¡Batirme yo!… ¿Un pobre franciscano que no sabe manejar otras ar-

mas que el breviario y el hisopo? –Y sin embargo os batiréis. –Pierde la esperanza. –No, porque yo sabré obligaros. ¡Cómo! Un hombre… por no sé qué

intereses bastardos que no es preciso examinar… se propone perseguiros, calumniaros, interponerse siempre en vuestro camino para robaros la feli-cidad, os arrebata el porvenir, hace de vos un miserable cuando pudisteis ser un día la honra de vuestro suelo… y cuando os presentáis a él para pedirle satisfacción: ¿creéis que va a olvidar todos sus rencores y a permitir que se le siga sacrificando, sólo porque ese hombre le dice: nunca he em-puñado un arma, no sé batirme, mi estado me prohíbe derramar una sola gota de sangre?… ¿Lo creéis? ¿lo creéis? ¡Oh! poned la mano sobre vuestro corazón y respondedme.

–Leonel, a esa víctima le queda un recurso. –¿Cuál? ¿asesinar a su verdugo? –Sí –respondió con sorda voz el franciscano. –¡Ah! –exclamó Leonel–. ¿Y si el miserable rehúsa batirse, porque co-

noce el pundonor del hombre a quien ha injuriado y sabe que es incapaz de un asesinato?… No: le queda un recurso más seguro que yo conozco, y que me veré obligado a emplear con vos.

–¿Cubrirme de improperios? ¿Afrentarme con una bofetada? –pregun-tó fray Hernando, forzando a sus labios a producir una sonrisa de ironía.

–Creo que, en ese caso, mi buen maestro, con gusto trocaríais el hisopo por una espada.

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–¡Pobre loco! ¡Pobre mundano, que mide por sus pasiones el corazón de todos los hombres!

–Vais a hacerme creer, hombre que os disfrazáis bajo el hábito de un santo, ¿vais a hacerme creer que, como os aconseja el evangelio, presen-taréis la mejilla izquierda al que os abofetee la derecha?… Venerable fray Hernando, nos conocemos mucho… he vivido bastante junto a vos para no ignorar que arden en vuestro pecho todas las pasiones de un hombre bajo el tosco sayal de san Francisco que cubre vuestro cuerpo.

Fray Hernando volvió a levantar los ojos al cielo, como para implorar el valor de que necesitaba revestirse en aquella prueba terrible. Bajó luego la cabeza, miró a Leonel un instante con tranquilidad y cruzó los brazos sobre el pecho.

El joven soltó una carcajada. –¿Queréis que hagamos la prueba? –preguntó después. El franciscano permaneció en una inmovilidad muda y sombría. Leonel adelantó, entonces, un paso y enarboló su brazo. Pero en el

momento en que iba a tocar con su mano extendida el rostro de fray Her-nando, éste, pálido como un cadáver y con las facciones descompuestas, levantó a su vez, el brazo, y deteniendo aquella mano con un puño vigo-roso todavía:

–¡Desgraciado!… ¿te atreverías a abofetear a tu padre?… ¿al que te ha dado el ser?

Leonel retrocedió vivamente. –¡Mi padre! –exclamó con espanto. Fray Hernando, en lugar de replicar, dejó caer sus brazos en ademán de

abatimiento como si le pesase haber pronunciado aquellas palabras, y fijó una mirada, entre tímida y dolorosa, en el semblante de Leonel.

Éste, como los ojos clavados en el pavimento, pareció entregado a una tenaz meditación. Pero de súbito se desarrugó su frente, una sonrisa se dibujó en sus labios y levantó la cabeza.

–¡Mi padre! –repitió con acento irónico y mirando fijamente a fray Hernando–. ¿Mi padre?

El franciscano hizo un ademán de asombro, imposible de describir. –¡Mi padre! –continuó Leonel, dejando oír una risa sarcástica–. ¡No

deja de ser graciosa la invención! Desgraciadamente soy muy incrédulo para que se desarme de ese modo mi cólera.

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–¿Lo dudas, desgraciado? –gritó fray Hernando. –No lo dudo… ¡lo niego!Algunas lágrimas brotaron de los ojos del franciscano. Éste se apresuró

a enjugarlas con sus dedos. Pero Leonel no pudo adivinar si eran de ter-nura o de cólera.

–¡Sí, lo niego! –prosiguió con ardor–. Concibo que mi padre me hu-biese expuesto y abandonado a manos extrañas, que me hubiese negado durante veinte y siete años, que no me hubiese dado nunca el nombre de hijo para pasar ante todo el mundo por un sacerdote ejemplar, para no perder su reputación de santo. Pero mi padre no me hubiera sacrificado a una preocupación, mi padre no hubiera preferido dos extraños a mí; mi padre no me hubiera vendido a la justicia humana, ¡mi padre no me hu-biera cubierto de infamia!

–¡Hijo mío! ¡Hijo mío! –exclamó fray Hernando, juntando sus manos en ademán de súplica.

–Hijo vuestro… mentís. ¡Esa invención grosera es hija de vuestro miedo!–Escúchame, –dijo el franciscano, bajando la voz–. Yo no puedo sin-

cerarme, porque un compromiso sagrado ata mi lengua. Pero puedo darte pruebas.

–¡Pruebas! –repitió Leonel con sarcasmo. –¡Sí!… ¿Quién si no tu padre pudo imponerse la faena diaria de hacer

un viaje para educarte… para educarte con el esmero que yo? –Estabais recompensado largamente con las liberalidades de don Gonzalo. –¿Quién si no tu padre pudo librarte de ser atado una noche por los

criados del Olimpo para volverte a la cárcel? –Experimentasteis un instante de remordimiento ante el cadáver de

doña Blanca. –¿Y se deberá a un instante de remordimiento haber reunido con inde-

cible trabajo los cuarenta mil reales que recibiste en la cárcel y que rom-pieron tus cadenas?

–¡Ah! –exclamó Leonel, cambiando notablemente el tono de su voz–. ¿Sois vos el que me mandó los cuarenta mi reales?

–Sí, sí –respondió fray Hernando, cuyos ojos brillaron con un rayo de esperanza–. Por fortuna eso es más fácil de probar. ¡Oh! tengo presente, como si la hubiera escrito hoy, la carta con que te remití el dinero: “Nada resiste el oro. Tenéis demasiado talento para que no necesite indicaros…”

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–Mi padre –interrumpió súbitamente Leonel– no hubiera tenido la exquisita crueldad de darme la libertad apetecida en el momento mismo en que Berenguela se desposaba en el Olimpo.

Fray Hernando se aproximó al joven y aun intentó tomarle una mano. –¿Y quién si no tu padre –le dijo–, podía sufrir tus insultos y tus ame-

nazas, cuando por aislada que se halle esta celda del resto del convento, un grito mío bastaría para atraer aquí a todos los religiosos, cuando el nombre de Barbillas, arrojado por ese balcón, atraería en pos de aquéllos a toda la guarnición de la ciudadela?

–Lo que os impide arrojar ese grito y pronunciar ese nombre es la con-vicción que tenéis de que antes que el grito se extinga en vuestra garganta, ya Barbillas se habrá convertido en asesino… ¡Ah, mi querido maestro! Me conocéis muy bien, y extraño que insistáis todavía en sostener esa mal forjada invención de la paternidad.

Fray Hernando inclinó la cabeza sobre su pecho. –¡Dios lo quiere! –murmuró con abatimiento. Leonel le miró un instante en silencio, dejando vagar una sonrisa sar-

cástica en los labios. –Por última vez –le dijo luego–, ¿firmáis ese papel? El franciscano se encogió de hombros en ademán de desprecio. Leonel se acercó entonces a la mesa, recogió uno de los puñales y se lo

presentó a fray Hernando. A la vista de aquella hoja que brillaba a la claridad de la bujía, el fran-

ciscano se sintió iluminado por una idea repentina y creyó que el cielo se la enviaba.

–Soy yo el provocarlo –dijo– y debo tener, por consiguiente, la elección de las armas.

–Sin duda –respondió Leonel. –Ya he dicho que no soy hombre de arma tomar. Pero una pistola la

puede disparar cualquiera, y sólo me batiré con pistola, para que no co-metas un asesinato.

–Comprendo –dijo Leonel–. La pistola hace ruido, y esperáis que el temor de ser sorprendido después del duelo, me haga desistir de él… ¡Aguardad!

Y se acercó al único balcón que daba aire a la celda, se inclinó en el antepecho y miró hacia fuera un instante.

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–Este balcón –dijo volviéndose, –cae a un patio de árboles. ¿Tiene al-guna salida este patio?

–Una pequeña puerta para el patio de la ciudadela. –Me basta,–repuso el joven. Y metiendo entonces los dos puñales entre su hábito, sacó en su lugar

dos pistolas. Retuvo una y presentó la otra a fray Hernando. Éste, que había vuelto a inclinar la cabeza con abatimiento, tomó la

pistola y la arrojó sobre el pavimento con un ademán de horror. Una viva expresión de contrariedad se pintó en el semblante de Leonel

y osó amenazar otra vez al franciscano con la afrenta de una bofetada. –¡Basta! ¡Basta! –exclamó éste con voz sorda. Y con un movimiento convulsivo levantó la pistola que acababa de

arrojar. Leonel, entonces, retrocedió hasta la pared opuesta, preparó su pistola

y tendió el brazo. Fray Hernando, sin moverse del lugar que ocupaba, preparó maquinal-

mente su arma y, más pálido que nunca, con una expresión de indecible terror pintada en el semblante, levantó, a su vez, el brazo hacia su adver-sario.

–Señor –dijo Leonel–; las circunstancias especiales de este duelo nos privan de la formalidad de los padrinos. Permitidme que yo desempeñe en parte tus funciones. A la tercera voz haremos fuego simultáneamente.

–¡Dios te perdone! –murmuró entre dientes fray Hernando. –¡Una! –dijo Leonel–, ¡dos!… ¡tres!La explosión de una pistola hizo estremecer las puertas de la celda. Fray Hernando rodó por el suelo, y la blanca tela de su camisa se cubrió

del vivo color de la sangre, hacia el lado del corazón. –¡Perdónale Señor! –murmuró al caer–. ¡El crimen es mío! Leonel, agitado por una sospecha, arrojó su pistola junto al franciscano

y examinó la de éste, que se había deslizado de sus dedos al caer. ¡El cebo estaba intacto! –¿No habéis disparado? –exclamó con asombro. –Un padre nunca quiere matar a su hijo –respondió fray Hernando. Leonel retrocedió con el cabello erizado sobre su frente. Por la primera

vez empezaba a comprender aquella terrible verdad.

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En aquel momento se sintieron algunos pasos precipitados en la galería inmediata.

Era la mayor parte de la comunidad, sorprendida en medio de su sueño o de sus oraciones, que volaba a averiguar la causa de aquella detonación extraordinaria, que acaso por la primera vez hacía retumbar sus ecos entre los dos altos muros del monasterio.

Leonel, preso de una vacilación terrible, que le tenía clavado junto al cuerpo ensangrentado ya de fray Hernando, no dio señales de haber sen-tido aquellas pisadas que se aproximaban por momentos.

–¡Huye! –balbuceó fray Hernando. –¡Vos! –exclamó el joven–. ¡vos me mandáis que huya! Y como si sus dudas hubiesen terminado con estas palabras, hizo un

movimiento para arrodillarse. –¡Pero pronto! ¡pronto! –añadió fray Hernando. Leonel voló al balcón, montó el antepecho y se dejó deslizar hasta una

azotea baja, que había observado anticipadamente. Iba a pasar adelante cuando oyó las voces de los religiosos que empeza-

ban a invadir la celda de fray Hernando, y habiendo llamado algunas de ellas su atención, inclinó la cabeza para no ser visto por el balcón, que se levantaba apenas a cuatro pies de altura, y se puso a escuchar.

–¡Jesús nos valga! –exclamó el que logró llegar primero–. ¡El bendito padre fray José ensangrentado y tendido en el suelo!

–¡Un médico! ¡Un médico! –gritó una voz. –¡Pero esto tiene todas las apariencias de un asesinato! –terció otra. –¡De un asesinato! –balbuceó fray Hernando–. Nada de eso, reverendo

padre. Estaba examinando cuidadosamente esta arma traidora, cuando disparó tan repentinamente…

–¿Pero dónde ha hallado vuestra paternidad esas pistolas? –¿Dónde? Se las he exigido a un penitente mío, que me ha confesado

haber sentido tentaciones de suicidarse. Pero… confesadme… me mue-ro… me mue…

Leonel ahogó un gemido en su garganta, porque comprendió que sólo el corazón de un padre podía vengarse tan noblemente. Tuvo un instante tentaciones de volver a saltar por aquel balcón, regar con sus lágrimas los pies del franciscano y confesar la verdad de aquella muerte.

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Pero el instinto de la propia conservación, superior a todas las conside-raciones, la poderosa afección del amor, superior a todas las afecciones, a todos los pensamientos y hasta al espectro del remordimiento que empe-zaba a levantarse entre sus ojos, le hicieron comprender que aquella habría sido una acción heroica, pero inútil, que le habría perdido para siempre, sin aprovechar a ninguno.

Entonces se arrancó, por decirlo así, de la balaustrada del balcón que había ya asido con los dedos, saltó de la azotea al patio, cuyo piso cubierto de hojas apagó su caída, y miró en derredor de sí. No tardó en distinguir a la claridad de las estrellas la puertecilla de que le había hablado fray Hernando; corrió a ella, la abrió y no tardó en encontrarse en el cuerpo de guardia del castillo.

Allí el centinela le abrió un postigo, y después de un mutuo saludo, salió, como salían a cualquier hora de la noche todos los frailes que iban a auxiliar a los moribundos.

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Capítulo XXIII. El relicario de oro

Cuando Leonel hubo salvado el umbral de aquella puerta y descendido la explanada de la ciudadela; cuando el temor de ser descubierto dejó de ocupar su imaginación; cuando el aire húmedo de la noche hubo secado el sudor que inundaba su rostro, una agitación extraordinaria, que expe-rimentaba por primera vez, se apoderó de su corazón; su pecho se sintió oprimido bajo el peso de un recuerdo sangriento; y aunque le envolvían las tinieblas de la noche en las calles que atravesaba, le parecía ver caminar ante sí a fray Hernando, con el vestido ensangrentado, iluminado por la luz de una bujía, que marchaba también.

El primer remordimiento se apoderaba con fuerza de aquel hombre que había pasado siete años de su vida entre escenas de sangre, robo y exterminio. ¿Por qué?

Él mismo no acertaba a comprenderlo ni explicarlo. En vano se decía que la muerte de fray Hernando debía pesar sobre

su conciencia, como la de tantos soldados y marinos, que habían muerto frente a él en los innumerables combates que había presentado el capitán Barbillas. ¿Por ventura no había sido aquél un duelo leal, en que los dos combatientes se hallaron con iguales armas en la mano? ¿Qué culpa tenía él de la inesperada generosidad de fray Hernando?

Pero apenas formulaba este raciocinio una voz vaga que parecía cerner-se en el aire, traía repetidas veces a su oído esta terrible palabra: ¡Parricida! ¡Parricida!

Y en vano volvía a raciocinar y a decirse que había tenido razón en dudar de que fuese su padre el hombre a quien debía todos los males que le habían agobiado desde su pubertad.

El raciocinio era impotente contra el remordimiento. El vocabulario criminal tiene ciertas palabras que hielan de pavor la

sangre en las venas…Hay en la naturaleza gritos espantosos que ninguna voz humana puede

acallar. El corazón se estremece al escucharlos y se hace sordo a los argu-mentos de la razón.

Por eso, aunque Leonel se decía que había herido a su padre sin cono-cerle, le parecía que la tierra se estremecía bajo sus plantas, como indig-

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nada de que la hollase un monstruo semejante… que los edificios de las calles por donde transitaba inclinaban sus muros sobre su cabeza, como si pretendiesen sepultarle bajo sus escombros… que las estrellas que borda-ban el manto azul del firmamento, descendían convertidas en globos de fuego para abrazarle.

Y con el corazón oprimido, la respiración anhelante y el paso vago y precipitado, anduvo media hora por las calles de la ciudad, sin saber a dónde iba… empujado por una fuerza invisible… huyendo de la fatídica visión de fray Hernando, que tenazmente le perseguía.

Y con el cabello erizado y la frente inundada de sudor, se detuvo repen-tinamente delante de un edificio, cuya vista hizo cambiar completamente el curso de sus ideas.

Era la casa en que veinte días antes había hablado con Berenguela. ¡Berenguela! Este nombre que por primera vez en su vida había olvi-

dado durante media hora, hirió entonces su imaginación, como hiere la vista del navegante el faro del puerto largo tiempo anhelado en una noche tempestuosa.

Y en un instante ese nombre de Berenguela, que pronunciaba con deli-cia, no solamente ahuyentó el especto de fray Hernando moribundo, sino que hizo suceder al remordimiento, no una completa tranquilidad pero sí una duda legítima.

Berenguela estaba encerrada en el convento. ¿Y a quién debía este encierro? A fray Hernando, que por algún motivo tenebroso, que había tenido

vergüenza de confesar hasta sus últimos instantes, no había perdonado medio alguno para apartarla siempre de su presencia.

¡Y qué! ¿Era posible que un padre, por desigual que fuese este amor a los ojos del mundo, se hubiese prestado a perseguir encarnizadamente a su hijo hasta exponerle a la muerte y al crimen?

¡No! Ese nombre de padre, invocado por fray Hernando, válido de las tinieblas que rodeaban el nacimiento de Leonel, había sido inspirado sin duda por el miedo, puesto que no había sido invocado sino al comprender que no había otro medio de esquivar el duelo.

Y tras estos argumentos, Leonel amontonó tantos y tantos, que no sólo se hizo la ilusión de creer que había disipado todos sus remordimientos, sino que acabó por alegrarse de haber muerto a aquel enemigo implacable que no volvería ya a oponerse a su felicidad.

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Pero apenas formuló este pensamiento cuando recordó el pliego sella-do, depositado en las manos del obispo para que las puertas del claustro no se abriesen nunca para Berenguela.

¡Ah! El que se había atrevido a invocar el nombre de padre, había in-tentado oponerse a su dicha hasta más allá de la tumba.

Pero Leonel osó soltar una carcajada para burlarse de su víctima, que antes le causaba tanto miedo, y exclamó:

–Veamos si un vivo es más poderoso que un muerto. Y tras estas palabras entró en la casa y corrió al aposento de Berenguela. Un hombre le salió al encuentro. –¿Mi buen Chagrín? –exclamó Leonel–. ¡Conque al fin llegaste!–A las diez, según vuestras órdenes, capitán. –Es verdad. Yo fui el que se anticipó… ¡Era tanta mi impaciencia!…

¿Pero traes la escala de cuerdas? –Aquí está, –respondió el pirata. Y presentó a Leonel un objeto, que aunque abultaba demasiado, éste

pudo ocultarlo bajo el ancho ropaje que vestía. –¿Y la linterna sorda? –También. Y Chagrín entregó a Leonel la linterna que traía en la mano. –Ahora –continuó éste–, sólo me resta que me des tus pistolas, porque

he perdido las mías. El pirata desprendió de su cintura un par de pistolas, que Leonel se

apresuró a ocultar bajo su vestido. –¡Qué diablos! –continuó entonces riendo–. Parece que ninguno de

los objetos del arsenal que desembarcamos anoche, nos ha sido inútil. ¡Si supieras cuánto me ha servido este santo hábito de san Francisco! Y a pro-pósito: ¿están preparados los dos caballos que te dije que podía necesitar?

–Tres, contando con el mío. –¡Perfectamente! Las probabilidades de necesitarlos se han convertido

en seguridad. Con este motivo vas a volver al instante a la casita de Santia-go, donde me esperarás con los caballos ensillados.

–¡Muy bien!

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–¡Ah!… Antes de irte, abrirás con esta llave la puerta del cuarto que ves aquí, enfrente de nosotros, y darás libertad a la mujer que se halla encerrada allí.

Y Leonel, después de dar a Chagrín una llave, se trasladó en algunos saltos a la calle.

Una vez en ella, caminó hasta la esquina del Palacio de Gobierno, cru-zó rápidamente la plaza de armas, en cuyo centro se levanta desde hace algunos años el hermoso jardín debido al joven jefe político, don Joaquín Castillo Peraza, tomó la calle de las Monjas, faldeó el muro del convento hasta el ángulo suroeste y torciendo entonces a la derecha, entró en la ca-llejuela que se extiende a espaldas de este edificio.

Leonel examinó la callejuela a la claridad de las estrellas. A juzgar por el aspecto de las cinco o seis casas que se levantan frente al muro del conven-to, no es difícil comprender que algunas ya existían allí en el año de 1711. Pero como eran aproximadamente las doce de la noche, puertas y ventanas estaban completamente cerradas.

Además, Leonel dio una vuelta entera tras el convento para buscar un sitio más adecuado, y no lo encontró.

Se decidió, pues, por la callejuela. Seguro de que nadie le veía, sacó de su vestido la escala de cuerdas, la

desenrolló y examinó con satisfacción el gancho colosal atado a una de sus extremidades.

Se trataba de arrojar la escala con la habilidad necesaria para que el gancho trabase en la parte superior del muro.

La operación no era difícil para un pirata. Así es que en un instante quedó terminada con éxito completo. La extremidad inferior de la escala se arrastraba por tierra. Leonel subió rápidamente, montó sobre el muro cuando terminó su

ascensión, pasó a la parte interior de la escala y descendió. Se encontró en un patio. Descubrió entonces la luz de la linterna, que no había abandonado un

instante, para examinar el terreno. En el muro opuesto al que había escalado, o más bien, en el tabique

que separaba el patio del resto del convento, se abría un arco, que proba-blemente lo comunicaba con algún pasadizo o galería cerrada, según la completa oscuridad que reinaba en el seguimiento.

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Caminaba ya Leonel a averiguarlo, cuando le detuvo un pensamiento. Desconociendo completamente el monasterio e ignorando por con-

siguiente, la celda que encerraba a Berenguela; ¿cómo era posible encon-trarla a aquella hora avanzada de la noche en que no podía encontrar una sola religiosa, criada o doncella a quién dirigir la palabra, para obligarla a confesar con el soborno o la amenaza?

Leonel empezaba ya a maldecir la torpeza de su imaginación que no le presentaba ningún recurso para salir de aquel atolladero cuando entre el silencio de la noche se desprendió el sonido de una campana.

Era la del reloj de la Catedral, que tocaba grave y paulatinamente las doce.

A la primera campanada, el joven se dio una palmada en la frente. Acababa de recordar que en todos los monasterios se anuncia con una

campanada el rezo de maitines. Ahora bien: esta campanada debía ser tocada por alguna monja, y esta

monja, cualquiera que fuese, debía saber el lugar en que residía Berenguela. Pero ¿dónde estaba situado el campanario? Apenas había tropezado Leonel con esta nueva dificultad, cuando oyó

tocar tan cerca de sí una campana, que no dudó fuese la del convento. Su sonido duró el tiempo suficiente para calcular el punto de que partía.

El joven cubrió de nuevo la luz de la linterna y se lanzó a aquel arco que era la única salida visible del patio, y que, además, se hallaba en la dirección que debía seguir.

Atravesó entonces a la ventura un laberinto de pasadizos, patios y gale-rías, sin que en su tránsito hubiese encontrado una puerta cerrada, gracias, sin duda, a la confianza que alimentaban las religiosas en la elevación de sus muros, y más que en todo, en la moralidad de los habitantes de la ciu-dad, a quienes creían incapaces de profanar su retiro.

Leonel se detuvo repentinamente al pie de una escalera, no porque temiese subirla, sino porque en la meseta en que remataba el tramo que tenía a la vista, vio oscilar la luz de una bujía.

Un instante de examen le bastó para comprender lo que pasaba. La bujía se hallaba en las manos de una mujer que descendía con pre-

caución la escalera. No se le veía el rostro, porque tenía extendida ante él la palma de la mano, a fin de que la luz no la ofendiese e iluminase a la vez su camino.

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Leonel corrió a ocultarse tras una pared inmediata y aguardó. Dos minutos después salía bruscamente de su escondite, con una mano

detenía por el brazo a la monja que pasaba y con la otra le apretaba los labios para impedir que gritase.

La mujer experimentó un ligero estremecimiento, y en lugar de soltar la bujía, como había esperado Leonel, la levantó a la altura de su rostro.

¡Era Berenguela! Leonel estuvo próximo a soltar el grito que había intentado impedir a

la novicia. –Te esperaba –dijo la joven, apagando la bujía. –¡Me esperabas! –exclamó Leonel. –Sí, amigo mío. Hubiera sido necesario dudar de tu amor para no

aguardarte. Y como siempre creí que me perdonases mi fuga, no he duda-do un instante.

Leonel, ebrio de alegría, no supo responde de otro modo, que estre-chando con efusión la mano que Berenguela le abandonaba.

–Sabía que para ti no había muro inexpugnable –continuó–, y una secreta esperanza me decía que no tardarías en presentarte en el locuto-rio o en llamar a la puerta de mi celda. ¿Cómo? Yo no lo sabía… Pero confiaba… Y desde hace veinte horas, es decir, desde el momento en que debías presentarte en la puerta de mi casa, no he sentido un ruido, no he escuchado una palabra lejana, que no haya hecho palpitar mi corazón de alegría y sobresalto a la vez.

Era tan dulce la voz con que Berenguela pronunciaba estas palabras; había tanto candor y poesía en aquella mujer joven y hermosa, que aban-donaba la mano a su amante al pie de una escalera sombría; iluminada únicamente por la claridad de las estrellas; era tan extraño el placer de escuchar palabras de amor en aquel recinto murado de altos paredones donde sólo debían hablar la oración y la penitencia, que Leonel, delirante, embriagado, más dichoso que nunca, no se sentía con fuerzas para pro-nunciar una sola palabra.

–¡Oh! –continuó Berenguela al cabo de un instante–. Yo temblaba, Leonel, porque temía que al no encontrarme en el lugar de la cita, rompie-ses por todo, olvidases tu propia seguridad, y a la luz del día te presentases en este convento, o en la celda de fray Hernando.

Un ligero estremecimiento recorrió todo el cuerpo de Leonel y soltó bruscamente la mano de Berenguela.

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–¡Ah! –exclamó, sorprendida la joven–. ¿Qué es esto, amigo mío? ¿Tan-to mal te causa oír el nombre de fray Hernando?…

–¡Oh, no! –interrumpió vivamente Leonel–. Continúa, continúa…–Pero si ya no sé lo que te decía… ¡ah, sí, sí!… Te decía que temía te

presentases en público, y fray Hernando me cumpliese su amenaza. –¡Su amenaza! ¿Fray Hernando ha osado amenazarte? –Sí… ¡y una amenaza terrible! ¿Pues crees que sin ella me hubiera atre-

vido a consentir en este encierro? –¡Oh, cuéntame! ¡Cuéntame todo eso! –¿Pues no te lo había dicho? –No, nada… yo no he oído nada.–Y yo que había imaginado pedirte perdón antes que nada… Pero ya lo

ves: tu presencia me ha causado tanta alegría, que casi me ha hecho perder la razón.

Leonel imprimió un beso ardiente en la mano de la joven. –Sí, sí, –dijo con voz ahogada– cuéntame todo eso. Acaso así consiga

aclarar ese horrible misterio. –¿Qué misterio? –Después te lo diré todo… di tú… di. –Apenas le revelé a fray Hernando nuestro proyecto, creyendo que ya

no tendría ningún eco en su corazón las preocupaciones que habían obli-gado a mi pobre madre a casarme con don Fernando, cuando poniéndose pálido como un difunto, me dijo que su conciencia le obligaba a separar-nos para siempre.

–¿Y te propuso el convento? –Me lo mandó so pena de condenación eterna. –¡De condenación eterna! Pero al menos te habrá dado alguna explica-

ción sobre lo que te conducía al infierno. –Me dijo que como filibustero estabas excomulgado por la Iglesia. –Y la palabra excomulgado… ya comprendo. –Me hizo temblar pero no ceder. –¿Entonces?–Entonces fray Hernando me dijo que si rehusaba entrar en el conven-

to, daría cuenta al capitán general de quién eras tú, y que éste entonces

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ocultaría en mi misma casa una guardia de soldados para que te prendie-sen al presentarte en ella la mañana de la cita.

–¡Miserable! ¡Miserable! –murmuró entre dientes el joven. –Y… perdóname, Leonel –concluyó Berenguela–. Yo que iba a sacrifi-

carte hasta la salvación de mi alma, no pude resistir a la idea de verte preso y conducido a la horca.

Leonel reflexionó un instante en las inicuos medios de que se había valido fray Hernando para apartarle de Berenguela, y se admiró de haberse creído hijo suyo un momento.

–Todo eso se ha acabado ahora, –dijo a Berenguela. –¿Por qué? –preguntó la joven–. Fray Hernando…–¿Y qué nos importa ya fray Hernando? ¿No eres libre como el aire? –Pero, ¿cómo he de salir del convento sin que él lo sepa? –Saliendo por donde he entrado yo. –¿Por dónde entraste tú?… En efecto, ese ropaje azul… ¿entraste como

confesor de la madre sor Inés, que está moribunda? –No. –Entonces, ese hábito…–Lo vestí, Berenguela, porque hasta al llegar a las puertas del convento

mantuve la esperanza de que saldría alguien a tiempo a buscar un confesor para esa religiosa, por quien había oído tocar la campana del convento durante la tarde. Pero no habiéndome llamado nadie, me resolví a escalar el muro.

Berenguela experimentó un estremecimiento nervioso. –¿Y quieres que yo salga de ese modo? –Yo te sostendré en mis brazos. –¡Vamos! –repuso la joven. Leonel no pudo contener una exclamación de alegría, estrechó viva-

mente la mano de la joven y la cubrió de besos y de lágrimas. –¡Oh! ¡Qué bien le hicieron aquellas lágrimas de felicidad, después de

la terrible media hora que había vagado por la calle perseguido por los remordimientos!

–No perdamos el tiempo –dijo Berenguela, retirando dulcemente su mano.

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–¡Perder el tiempo! –exclamó Leonel–. Vuélveme esa mano que nece-sito para guiarte.

Y asidos entonces de la mano, sin que podamos decir a punto fijo quién guiaba a quién, Leonel y Berenguela cruzaron poco más o menos por los mismo pasadizos, patios y galerías que un momento antes había cruzado solo el primero, hasta que llegaron al muro de que pendía la escala de cuerdas.

La joven, al examinar a la luz de la linterna que descubrió un instante Leonel, aquella escala pegada a un muro tan elevado.

–No tendré valor para subir –exclamó estremeciéndose. –Nada temas –dijo Leonel–. Yo seré quien suba por ti. Dame tus ma-

nos… crúzalas una sobre otra. Berenguela obedeció y el joven, después de liarle ambas muñecas con

un pañuelo, añadió: –Pasa ahora tus brazos alrededor de mi cuello. De esa manera, aunque

te desmayes, no podrás caer. Berenguela no hizo la menor objeción. ¿Qué podía temer conducida por Leonel? Pasó sus brazos sobre la cabeza de éste y ocultó su rostro entre los plie-

gues del hábito para no ver el peligro. Leonel, con tan preciosa carga, subió poco a poco la escala. Llegó feliz-

mente a la parte superior del muro. Montó en la pared como la primera vez, conteniendo el equilibrio a pesar de su carga y pasó la escala al otro lado.

Empezó a descender. Berenguela, que hasta entonces había permanecido callada, soltó súbi-

tamente una exclamación de dolor.–Perdona –dijo antes que Leonel tuviese tiempo de interrogarla–. Sé

que no he debido gritar para que no nos sorprendan. ¡Pero ha sido tan repentino y tan agudo el dolor!…

–¿El dolor? –Sí, sí, en el pecho… como una herida. Pero no temas… no es nada. –Ya estamos en salvo –dijo Leonel, poniendo los pies en tierra–. Pode-

mos averiguar al instante lo que es. Y desató el pañuelo de las manos de la joven.

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En aquel instante, creyó oír el ruido de una puerta o ventana que se abría recatadamente en la callejuela.

Entonces hizo a la joven una señal de inteligencia, dejó en tierra la lin-terna, sacó una de sus pistolas, y montando el disparador, se dirigió hacia donde se había dejado salir el ruido.

Entre tanto Berenguela, alarmada por aquel dolor repentino que la había herido en el momento del descenso, comprendió que había sido causado por algún objeto extraño interpuesto entre su pecho y la espada de Leonel, en que se había apoyado poseída de terror.

Recordó entonces que de su garganta pendía una cadena de oro y que de esa cadena pendía una cruz y un relicario.

Introdujo la mano entre su pecho y su vestido, y sacó entre sus dedos manchados de sangre, un objeto que de pronto no conoció.

Pero repentinamente lanzó un grito. Aquel objeto era el relicario que le había dado doña Blanca un momen-

to antes de su muerte, y si de pronto no le había reconocido, era porque a causa de la presión ejercida por su pecho sobre un resorte oculto, la tapa del relicario se había levantado.

La joven recordó entonces con espanto las palabras con que su madre le había entregado aquella joya en su lecho de agonía:

“Leonel no retrocederá ante el crimen… Júrame que antes de sucumbir a tu amor, levantarás el resorte de este relicario… que te defenderá mejor que tu esposo…”

Desde aquel momento la joven no había vuelto a acordarse del resorte del relicario ni de las palabras de la moribunda. La noche en que había tenido lugar esta escena, había sido la más angustiosa de su vida, y su úni-co pensamiento –el del matrimonio perjuro que acababa de contraer–, le había impedido ver y oír nada de lo que pasaba en su derredor.

Pero en aquel momento en que se hallaba próxima a sucumbir a su amor, como había temido su madre, la Providencia se había encargado de adver-tirla por medio de aquella ligera herida que manchaba de sangre su vestido.

Berenguela arrancó la cadena de su garganta, descubrió la luz de la linterna, y a la vacilante claridad que arrojaba, advirtió que el centro del relicario contenía un papel.

Lo extrajo de la caja con dos dedos que temblaban de emoción, lo desdobló convulsivamente y fijó sus ojos extraviados en las pocas líneas escritas que contenía.

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Pero al momento lanzó un grito de terror, que nos sería imposible des-cribir; arrojó la cadena y el relicario junto a la linterna, corrió a la escala, se asió de las cuerdas, y destrozándose los dedos contra las piedras del muro, empezó a subir con la extraordinaria agilidad que le prestaba su exaltación.

Cuanto acabamos de decir había pasado en tan corto espacio de tiem-po, que cuando Leonel, tranquilizado sobre el ruido que había creído sentir, volvía a reunirse con Berenguela, la joven había subido ya las tres cuartas partes de la escala.

Soltó Leonel una exclamación de sorpresa, y olvidando la prudencia que su situación exigía, desde el lugar en que se hallaba, la gritó dos veces por su nombre.

Pero como si esta voz tan querida le hubiese dado alas, Berenguela re-dobló su agilidad, subió algunos peldaños más de la escala y logró asir la parte superior del muro.

Pero sea que entonces hubiese experimentado un desvanecimiento, sea que sus manos destrozadas fuesen ya impotentes para sostenerla, su cuer-po se desprendió de aquel momento de la escala, cruzó el espacio, lanzan-do un grito penetrante, y cayó pesadamente al pie del muro.

Otro grito agudo correspondió al suyo, y Leonel sin saber lo que decía se precipitó junto a ella. Pero en el momento en que le tendía sus brazos para levantarla, la joven hizo un esfuerzo inútil para incorporarse y le re-chazó con estas palabras:

–¡Huye!… ¡Es un crimen!…–¡Un crimen! ¡Que yo huya! –repitió Leonel sin saber lo que decía–.

¿Pero qué locura ha sido esta?… ¡Vamos, aún es tiempo!E intentó nuevamente levantar a Berenguela en sus brazos. –¡Aparta! –balbuceó la joven con espanto–. El relicario… ese papel…

lee… ahí… junto a la linterna. Pero como Leonel, en vez de intentar comprender estas palabras, asiese

a la joven de los brazos para levantarla y huir con ella, ésta se sacudió vio-lentamente exclamando:

–¡No! ¡No! Ese papel… el relicario de mi madre. Leonel retrocedió vivamente, y sin saber por qué sintió que el cabello se

le erizaba sobre la frente. Acababa de recordar confusamente aquel relica-rio que doña Blanca había entregado a su hija, mientras él, que había en-trado furtivamente en el Olimpo, las escuchaba escondido tras una puerta.

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316 Literatura

Miró en derredor de sí, vio en tierra un papel alumbrado por la luz de la linterna, lo acercó a sus ojos, y leyó estas palabras, escritas por la mano de doña Blanca:

“No desprecies mi memoria… no me maldigas, hija mía… Tu amor a Leonel es un crimen, porque Leonel es mi hijo. Si me crees un monstruo de iniquidad, por no haberte revelado antes este secreto, la carta de fray Hernando que depositó también en este relicario, te explicará el motivo de mi conducta… ¡Perdóname!”

Leonel arrojó, como Berenguela, un grito, dio un paso para lanzarse hacia la joven… pero al instante un sentimiento extraño le dejó clavado en aquel sitio, y abatido, cayó de rodillas, ocultando el rostro entre las manos.

¡Oh! y entonces… en el espacio de pocos segundos cruzaron por su mente mil ideas terribles, crueles, dolorosas, sacrílegas, que creyó que iban a trastornar su cerebro.

Esa horrible revelación trazada por la mano de una madre, esa horrible revelación que parecía salir del fondo de una tumba, esa horrible revela-ción del crimen de una mujer a quien no podía maldecir, esa horrible re-velación que tras todas las persecuciones de que había sido víctima, venía a arrebatarle su triunfo cuando ya lo tocaba con la mano… le pareció por un momento un sueño… un delirio… un extravío de su imaginación…

¡No! Berenguela no podía ser su hermana, porque de lo contrario, Dios no hubiera permitido que la amase con aquel amor tan grande, tan apa-sionado y tan extraordinario, que había sobrevivido a todas las vicisitudes que pretendieron destruirle.

Pero cuando este pensamiento le animaba a levantarse para correr al lado de Berenguela, una fuerza invisible parecía detenerle en su sitio, y un poder sobrenatural hacía brillar a sus ojos con caracteres de fuego las líneas trazadas por doña Blanca.

Y en medio de aquella lucha espantosa, que le hacía olvidar hasta la cruel caída que acababa de sufrir Berenguela… en el momento en que se decía que era un delirio ese nombre de hermana, porque no creía que hubiese una razón bastante poderosa para obligar a doña Blanca a guardar este cruel secreto durante su vida y después de su muerte, sabiendo que de él dependía la tranquilidad y la dicha de sus hijos, recordó que una carta de fray Her-nando, depositada en el relicario, debía explicar el motivo de este silencio.

Y entonces una nueva sospecha, acallada hacía algún tiempo por el amor, hirió con fatídica luz su imaginación, y volvió a erizar sus cabellos sobre su frente.

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El filibustero 317

¿Por qué una carta de fray Hernando debía aclarar aquel misterio sobre su nacimiento?

¿Acaso fray Hernando le había dicho la verdad? ¿Acaso era un parricida? Levantó convulsivamente el brazo, buscó el relicario, extrajo de él una

carta y leyó. Según la fecha, había sido escrita en la época en que Leonel se hallaba

relegado en el Convento de Sisal de Valladolid. Pero sólo contenía estas palabras escritas por fray Hernando:

“En lugar de quemar vuestra carta, como decís, os la devuelvo para que voz misma la queméis. Ha llegado el tiempo, porque hoy mismo pensaba revelar a Leonel el nombre de sus padres, a quienes quizá acusará en secreto.”

El reverso del papel era una carta de doña Blanca, que decía: “Acaba de morir casi repentinamente en el Olimpo el único confidente

de nuestra debilidad. El pobre Bautista llamó a su lecho de agonía a don Gonzalo, y creyó descargar su conciencia, revelándole la infidelidad de su esposa durante su viaje a España. Os ha nombrado, ha dicho que Leonel es nuestro hijo, y que cediendo a mis ruegos le habéis expuesto a mis puertas poco después de su vuelta de España. Ha creído, en fin, mitigar su enojo, asegurándole nuestro arrepentimiento. Mi esposo me ha visto luego, me ha dicho que era necesaria nuestra separación y ha hablado de llevarse a mi hija. Me he arrojado a sus pies y los he regado con lágrimas, para que revoque su determinación. Con una condición ha consentido: me ha dicho que el honor de un esposo es tan delicado como el cristal que al más leve soplo se empaña; que si me conserva a su lado era porque no se sospechase que una infidelidad nos separaba; y luego me ha hecho jurar que ni antes ni después de su muerte, ni por ningún motivo, revelaríamos vos y yo a nadie el secreto del nacimiento de Leonel, para que en ningún tiempo padeciese su honor y descansase tranquilo en su tumba. Yo he jurado por ambos y os escribo por orden suya esta carta que quemaréis… No pudiendo ya revelar a Leonel el nombre de sus padres para impedir su amor incestuoso, espero que le mandaréis a España, como habéis imagina-do. Desde hoy dirigiréis la conciencia de Berenguela para que me ayudéis a arrancar de su corazón ese amor criminal.”

Bajo de estas líneas se veía una especie de nota escrita también por doña Blanca:

“Hija mía, la revelación de Bautista ha llevado a tu padre en pocos meses a la tumba. Sólo me ha perdonado en el momento de morir, hacién-dome reiterar mi juramento.”

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318 Literatura

Apenas había concluido Leonel la lectura de esta carta, cuando llegó a sus oídos un débil gemido escapado del pecho de Berenguela.

El joven sintió estremecerse hasta lo más profundo de su corazón, como si aquel gemido le hubiera vuelto a un mundo de que hacía mucho tiempo hubiesen huido sus pensamientos, y murmurando en voz baja su nombre, se precipitó al lugar en que Berenguela permanecía inmóvil.

Pero asombrado de que no le respondiese ni le rechazase, le tomó una mano con un sentimiento de amor y terror a la vez, imposible de describir.

Pero este sentimiento desapareció al instante y le sucedió un estremeci-miento más terrible todavía.

Aquella mano no correspondió a la que la estrechaba con el más ligero movimiento.

Leonel creyó que la sangre se le enfriaba en las venas. Llevó una mano sucesivamente al pecho y al pulso de la joven y sintió

que ya no latían…¡Berenguela estaba muerta! Leonel ya no tuvo voz para gritar; su pensamiento desordenado no

tuvo fuerzas para medir la extensión de su dolor; su espíritu, que se rebe-laba en las adversidades, no supo ya acusar ni maldecir.

En medio del caos que se había apoderado de sus ideas, de sus senti-mientos, de todo su ser, sólo comprendió una verdad espantosa.

¡Lo que más amaba en el mundo… el alma de su vida… yacía exánime a sus pies!…

Por un momento creyó que sin cometer un sacrilegio podía dar gracias a Dios de aquella muerte.

De Berenguela viva se había visto obligado a huir. Pero de un cadáver… ¿Por qué? En el amor a un cadáver podía confundirse sin crimen el amor del

amante y el amor del hermano. Él se llevaría aquel cadáver que nadie había visto, escogería un rincón

ignorado del mundo para sepultarle, construiría junto a la tumba una cabaña, y allí, al lado de Berenguela… conversando diariamente con ella, esperaría tranquilo y feliz el fin de sus días.

El desgraciado creyó que el cielo le enviaba este pensamiento y se incli-nó sobre el cadáver para recogerlo.

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Pero en aquel instante se volvió a dejar oír el ruido de una puerta que se abría en la callejuela.

Como la primera vez, Leonel, que vigilaba por Berenguela muerta como por Berenguela viva, preparó una de sus pistolas y marchó dispuesto a matar al que osase disputarle aquel cadáver.

Esta vez no se había equivocado. Una mujer que acababa de salir de una de las casas peor paradas de la callejuela, avanzó ligeramente hacia él y se precipitó a sus plantas.

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Capítulo XXIV. Cómo Leonel pagaba sus deudas

¡Padre mío! –le dijo aquella mujer con voz compungida–. En nombre del Dios a quien representáis en la tierra, ¡amparadme!

–¡Levantaos! –exclamó secamente Leonel. –No me levantaré –repuso la mujer con firmeza, –hasta que me hayáis

prometido vuestro amparo. –¿Qué no? ¡Pues no solamente os levantaréis, sino que al instante vais

a volver a vuestra casa y a encerraros en ella! –¡Jamás! ¡Jamás! –¿Jamás? –preguntó Leonel, presentado a la frente de la mujer la boca

de su pistola. La mujer se levantó vivamente y retrocedió horrorizada de ver tal dije

en las manos de un religioso. –Continuad, continuad –dijo Leonel. Y sin apartar la pistola de la frente de la mujer, éste fue retrocediendo

paso a paso hasta la puerta de su casa, en cuyo umbral se detuvo. –Ahora –agregó Leonel–, vais a darme la llave de vuestra puerta, entra-

réis y yo cerraré por fuera. –¿Y a qué hora me abriréis? –preguntó temblando la mujer. –Yo no os abriré. Cuando amanezca daréis gritos y los vecinos echarán

abajo la puerta. La mujer lanzó un grito de espanto y exclamó: –Pero, ¿qué os he hecho para que me obliguéis así? –¿Qué? ¿Juráis que no habéis visto nada esta noche? –¡Oh, sí!… visto nada. Sólo he oído tres gritos. –¡Basta! –interrumpió Leonel–. Entrad y dadme la llave. –¡Imposible! –repuso la mujer con firmeza. Leonel volvió a presentar la pistola. Entonces aquélla se arrojó de nuevo a sus pies y con voz dolorida y

llena de terror a la vez:

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–Señor, –le dijo–, tened compasión de una pobre mujer, que va a ha-blar por última vez con su esposo.

–¡Hablaréis mañana! –¡Pero mañana sería imposible! –¿Qué me importa? ¡Entrad os digo! –¡Ah, por Dios!… Dejadme ir. Las bendiciones de los desgraciados

llegan al cielo y estoy segura que mi pobre Pedro os bendecirá–¿Pedro se llama vuestro esposo? –Sí, Pedro de Cifuentes. –¡De Cifuentes! –exclamó Leonel–. ¿Y decís que es muy desgraciado? –¡Oh, sí, sí!–¡Hablad! ¡Hablad!–Padre mío; tened presente que el secreto que os voy a confiar es terri-

ble, y que sólo puedo revelarlo bajo el sigilo de la confesión. –¡Adelante! Entonces la pobre María –a quien habrá reconocido el lector–, refirió

rápidamente a Leonel lo que nosotros hemos referido en el primer capítu-lo de esta parte, y concluyó su relato con estas palabras:

–Un paje del obispo, que es mi hermano de leche, fue quien arrojó hace un año al calabozo de Pedro la carta de que os acabo de hablar, y él mismo ha venido hoy antes de la queda a decirme que esta noche deben sacarle de su prisión para conducirle al Tribunal de México. Le pregunté desesperada si no habría algún medio de darle el último adiós a mi esposo, y él me respondió que cuanto podía hacer en mi favor era darme la comi-sión, que él mismo había recibido, de ir a llamar al sacerdote que debía confesar a Pedro antes de su marcha.

–Ya comprendo –interrumpió Leonel–. Ésta será la hora que os ha señalado el paje, e ibais, sin duda, a buscar al sacerdote para que hablase por vos a vuestro esposo.

–Y para suplicarle, padre mío, que le llevase este pequeño retrato de su hija, que he mandado hacer a pesar de mi pobreza. ¡Oh, no sabéis cuán doloroso es no haber visto nunca a un hijo!

–¿Tenéis una hija, señora? –preguntó Leonel con lágrimas en los ojos. –Hermosa como un sol, padre mío; pero que ha nacido y crecerá en la

desgracia.

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–¡Oh, no! Porque yo me encargaré de su porvenir. –¿Vos, padre mío? –¡Yo!… Sí… digo… ¿No buscáis un sacerdote que vaya a confesar a

vuestro esposo? –¿Y vos seréis ese sacerdote? –Sí y acaso no solamente…Leonel se interrumpió súbitamente, y con no poco asombro de María,

cayó de rodillas, elevó las manos y los ojos al cielo, y pareció entregado por un instante a una profunda meditación.

–Sí –repitió después a la joven, levantándose: –acaso no solamente yo le vea, sino también vos.

–¡Yo, yo!… ¡Gran Dios!–Acaso consiga hacerle salir un instante…–¿Para que venga aquí?… ¿Para vea a su hija? –preguntó María balbu-

ceante de regocijo. –¡Sí, sí! Por tercera vez se arrojó María a los pies de Leonel, se apoderó de una

de sus manos y antes de que éste pudiese impedirlo, lo cubrió de besos y lágrimas.

–¡Padre, mío! –exclamó–. ¿Con qué servicio os podré pagar tan inmenso beneficio?

–Con uno muy grande, señora. –¡Oh! por difícil que sea, os juro que no os quejaréis. –¿No hay nadie en vuestra casa? –No más que mi hija que duerme en su cuna. –¡Pues bien! Entrad, encended luces y esperadme. –¡Luces! ¿Creéis que la pobre María tenga dinero para comprar siquiera

una vela? –Entonces seguidme. Y Leonel seguido de María, caminó hasta el lugar en que yacía el cadáver

de Berenguela. La luz de la linterna que Leonel había olvidado cubrir, ilu-minaba sus facciones descoloridas.

–¡Un cadáver! –exclamó María, retrocediendo. –Nada temáis, señora –dijo Leonel con voz sorda–.Era un ángel como

vos, y ruega en el cielo por nosotros.

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Y alzando entre sus brazos el cadáver, añadió: –Tomad esa linterna y caminad delante. La joven iba a obedecer, cuando notó la cadena de que pendía el relica-

rio, y los papeles esparcidos por el suelo. –¿Y esta cadena… este relicario? –preguntó. Leonel se estremeció hondamente. –Han descansado muchos años, señora, sobre el pecho de este ángel…

que ahora descansen sobre el mío. María levantó la cadena y la pasó al cuello de Leonel. –¿Y estos papeles? –Quemadlos, sin leer, María. La joven acercó los papeles a la luz de la linterna, y la brisa de la noche

dispersó sus cenizas. –¡Buen don Gonzalo! –murmuró entonces Leonel–. El secreto de tu

deshonra ya sólo yace sepultado entre cinco tumbas… ¿No es, acaso, una tumba mi pecho?

Y con su fúnebre carga echó a andar en pos de María, que le precedía ya con la linterna.

Un momento después entraban ambos en la casa de ésta, y la joven cerraba la puerta.

Leonel depositó el cuerpo de Berenguela en el pobre lecho de María, que ella misma le ofreció.

–¿A qué hora deben sacar a vuestro esposo de su prisión? –preguntó entonces a la joven.

–A las dos, padre mío –respondió ésta. –Yo no he podido oír nada; pero creo que apenas será la una de la

mañana. –Está dando… ¿no lo oís? –Es verdad… entonces hay tiempo todavía… Señora, necesito escribir

unas cuantas líneas antes de despedirme de vos. ¿Tendréis la bondad de orar por ese ángel mientras yo escribo?

María, por respuesta, se arrodilló junto al lecho en que descansaba el cadáver, inclinó la cabeza y oró.

Leonel se acercó a la única mesa que se veía en la estancia, aproximó

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una silla, sacó de su vestido una cartera, y se puso a escribir con un lápiz sobre un pliego de papel.

Diez minutos después había concluido. Se levantó y se dirigió a María. La joven se levantó también, enjugándose las lágrimas de los ojos. –¿Lloráis? –preguntó Leonel. –¡Ah, padre mío! ¿Quién no ha de llorar a la vista de esa mujer hermo-

sa… con las facciones dulces como las de un ángel… muerta en la flor de su juventud?

Leonel sintió que el corazón se le derretía en lágrimas. Al cabo de un instante:

–Tomad, señora –dijo con voz conmovida. –¡Un papel cerrado! –exclamó la joven. –Que entregaréis a vuestro esposo, María, antes que intente volver a

su calabozo. La joven sintió un estremecimiento. –Y ahora –añadió Leonel–, permitidme orar a mi vez. Y el joven se arrodilló en el lugar que acababa de abandonar María,

besó la frente ya yerta de Berenguela, luego su mano… inclinó la cabeza sobre su pecho. Pero ninguna lágrima brotó de sus ojos, ningún sollozo escapó de su garganta.

Un instante después se levantó, se dirigió a la puerta y la abrió. Pero en el momento de salir, se volvió a María y le dijo:

–¿Oraréis hasta que llegue vuestro esposo? –Oraré, padre mío. –Sois un ángel –repuso Leonel. Y se lanzó a la calle. Cinco minutos después, entraba por un postigo en el zaguán del Palacio

Episcopal. Un hombre rebozado en una ancha capa le salió al encuentro. –¿Sois el sacerdote llamado para confesar al reo? –preguntó con voz

misteriosa. –Sí, a Pedro de Cifuentes –respondió Leonel. –Habéis tardado demasiado, y ya se pensaba en llamar a otro confesor. –Pero una vez que estoy aquí…–Seguidme.

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Y Leonel, precedido de su misterioso guía, pasó a un corredor, subió los tres tramos de una escalera, atravesó otros dos corredores, bajó otra escalera, cruzó un patio y se detuvo frente a una puerta. Su guía sacó bajo el embozo una llave, abrió la puerta y la empujó hacia dentro.

Leonel se encontró delante de Cifuentes y a la vacilante claridad del candil que iluminaba la prisión, pudo examinar su tez amarillenta, sus ojos hundidos… sus descarnadas mejillas.

Se recordará que el preso al reconocerle, se había arrojado a sus brazos, exhalando un grito.

–¡Mi querido Leonel! –exclamó–. ¡Conque os vuelvo a ver! –No lo esperabais, ¿es verdad? –preguntó éste–. Es tan común la ingra-

titud en los hombres…–¡Oh, Dios sabe que no lo decía por eso!–¡Y yo también, amigo mío! Conozco la bondad de vuestro corazón…

Pero reconozco también mi ingratitud, y vengo a indemnizaros ligeramen-te el inmenso servicio que me habéis prestado en otra ocasión.

–¡Ah, sí! Venís a confesarme. ¿Sois sacerdote? –No, mi querido amigo, –respondió Leonel–. Pero acaso el servicio

que voy a prestaros, os sea más grato que la confesión. –¿Más grato que la confesión? ¡Hablad! ¡Hablad! –Acabo de ver a vuestra esposa. –¡A mi María! –exclamó Cifuentes con el rostro radiante de alegría. –Bajad la voz… pueden escucharos tras esa puerta… –¡Sí!… tenéis razón… ¿Y qué os ha dicho? –Que os ama…–¡Ah! –Y me ha dado para vos… esto. Y Leonel presentó a Cifuentes el pequeño retrato de su hija, que le

había dado María. –¿Y qué es esto? –preguntó el preso. –El retrato de vuestra hija. –¡De mi hija, gran Dios! –gritó el pobre padre sintiéndose vacilar sobre

sus piernas. Y sin escuchar a Leonel, que volvía a recomendarle prudencia, corrió a

donde estaba el candil, se arrodilló, clavó los ojos sobre el retrato; una luz

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divina pareció iluminar su semblante, las lágrimas corrieron libremente por sus mejillas, alzó los ojos al cielo, y como si se sintiese ahogar por la emoción, puso la mano sobre su pecho para exhalar un grito.

–¡Mi hija, Dios mío! –exclamó–. ¡Mi hija!–En nombre de esa misma hija, os suplico que os reportéis, –le dijo

entonces Leonel. Cifuentes levantó los ojos para mirar al joven. Pero se quedó admirado

al notar que los instantes que había empleado en llorar sobre el retrato de su hija, Leonel los había aprovechado en despojarse de su hábito de franciscano.

–¡Pronto! –añadió éste–. Vestíos ese ropón azul y corred a abrazar a vuestra esposa y a vuestra hija.

Cifuentes dio un grito, se precipitó sobre el hábito y lo levantó en sus manos. Pero en el momento de vestirlo:

–Decís –balbuceó–, que yo me ponga este ropaje…–Sí –respondió Leonel.–¿Para salir en lugar vuestro? –Y para abrazar a vuestra hija. –¿Y vos os quedáis en lugar mío? –¡Oh, por un instante!… –Sí, ya comprendo… el que tarde en ver a mi mujer, en besar a mi

hija…–Y en leer un papelito que he dejado a María. –¿Sabéis a lo que os exponéis? –¿A qué? –De un momento a otro deben venir a sacarme para conducirme al

Santo Oficio de México, y si yo no he vuelto, os llevarán a vos. –Todo lo sé, ¿pero qué hora es?–Acaba de tocar la una de la mañana. –¡Y bien! Debéis ser sacado a las dos; y creo que no tardaréis una hora

en abrazar a vuestra esposa y en comeros a besos a vuestra hija.–¿Dónde viven? –En la callejuela que queda a espaldas del Convento de Monjas, la

última puerta al sur.

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Cifuentes vistió precipitadamente el hábito y se arrojó a los brazos de Leonel.

–Amigo mío –le dijo–. ¡Cómo podré pagaros tan inmenso beneficio! –¿No me habéis prestado vos otro mayor? –¡El cielo os bendiga! –repuso Cifuentes. Y se lanzó fuera de la prisión. Cinco minutos después empujaba la puerta que le había designado

Leonel y se precipitaba en su casa.Aún no había tenido tiempo de arrojar una mirada en derredor de sí,

cuando se sintió oprimido entre los brazos de una mujer que pronunciaba su nombre.

–¡María! ¡María! –exclamó sollozando y confundiendo sus lágrimas con las de la joven.

Pero ésta se desprendió súbitamente de su garganta, voló a una pieza inmediata y en un segundo volvió con una niña entre sus brazos.

–¡Mi hija!¡Mi hija! –gritó Cifuentes. Y arrebatándola de los brazos de su madre e inundándola de besos y de

lágrimas, corrió a la mesa donde ardía la linterna, y se postró de rodillas, para mirarla a su satisfacción.

–¡Que bella es! –exclamó al cabo de un instante. Y levantó la cabeza para buscar a María con los ojos. Pero en aquel

instante sus miradas tropezaron por primera vez con el cadáver de Beren-guela, tendido en el lecho.

–¿No estamos solos? –preguntó a María. –¡Oh, sí! –respondió ésta. Lo que hay allí es un cadáver. –¡Un cadáver! –¡Silencio, Dios mío!… Es el que me recomendó el sacerdote que fue

a confesarte. –¡Leonel!… ¿Él te ha entregado ese cadáver? –Y esta carta para que leas antes de marcharte. –¡A ver! –exclamó Cifuentes. Y arrebatándola de las manos de María, la abrió precipitadamente y leyó. Pero apenas había recorrido las primeras líneas, cuando dejó escapar un

grito, arrojó la carta sobre la mesa y se lanzó a la calle.

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María pretendió lanzarse sobre él… pero… ¿Y su hija que había des-pertado y lloraba en sus brazos? ¿Y aquel cadáver que le había recomenda-do el buen religioso?

A su vez se precipitó entonces sobre la carta y leyó: “Mi querido amigo; no tenéis más porvenir que la hoguera o una cárcel

perpetua. Tenéis, sin embargo, una esposa y una hija que os aman, y que necesitan vivir. Yo no tengo a nadie… más aún, ningún lazo me ata al mundo. Si no hubiera sabido a tiempo vuestra desgracia, me hubiera dado una muerte infructuosa… Ahora es diferente, mi sacrificio, si tal puede llamarse, no será estéril. Pagaré con él la deuda sagrada que hace siete años contraje con vos y que tenía olvidada en mi frío egoísmo.

No os levantéis de vuestra silla cuando leáis estas líneas porque cuando entréis en vuestra casa, ya yo habré cesado de existir. Creerán vuestros ver-dugos que os ha faltado valor para marchar las cárceles del Santo Oficio de México, y que con tal motivo os habéis suicidado antes de la partida. Para hacer más fácil el engaño cuidaré de destrozarme la cara con la pistola.

Os repito que no me sacrifico por vos, porque aún sin encontraros me hubiera matado. Pero si todavía creéis que he hecho algo por vos, pres-tadme, en cambio, el mayor servicio que puedo ya exigir de los hombres. No se da sepultura cristiana al cadáver de un suicida. No le negarán, por consiguiente, el mío, a María cuando vaya a pedir el cadáver de su esposo. Haced que cuando amanezca vaya a reclamarlo al palacio del obispo, y le daréis sepultura en vuestra casa juntamente con el de Berenguela, que encontraréis allí. Juntos, ¿entendéis? Haced que los que no pudieron vivir unidos en el mundo, descansen unidos en la tumba.

Cuando concluyáis de leer esta carta, id a la plaza de Santiago, torced a la derecha y caminad hasta la tercera casa de la calle que desemboca en la plaza. Llamad, y el hombre que os abra la puerta, se llama Chagrín. Enseñadle esta carta, y os entregará treinta millones de reales, que era toda mi fortuna. Creo que esta cantidad os bastará para vivir en cualquier país extranjero con vuestra esposa y vuestra hija, pues sin duda tendréis que desterraros algún tiempo, para evitar que os reconozcan algún día la Inquisición. Si os sobra algo, repartidlo entre los pobres.

Decir a vuestra esposa, que es una santa, y a vuestra hija, que es un ángel, que oren alguna vez por Berenguela y por vuestro amigo Leonel.”

María había visto, sin comprenderlo, el dolor mudo de Leonel, com-prendió que su resolución era irrevocable… No obstante, cien veces inte-

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rrumpió la lectura de esta carta con deseos de lanzarse en pos de su esposo. Pero el llanto de su hija la detenía.

Algunos minutos después, Cifuentes se precipitó en la estancia, pálido y desfigurado.

–¡Todo ha concluido! –exclamó con voz sorda. –Ese pobre joven…–Cuando llegué al palacio del obispo, ocho o diez hombres detenidos

frente a la puerta, discutían acaloradamente en voz baja. Me acerqué y oí: –“¿Con que ya no habrá viaje?” –decía uno. –“Toma –respondió otro–. ¡Si el judío por quien íbamos a hacerlo se

ha dado muerte!…”–“¡Uf! ¡Qué cara le habrá quedado al condenado!”“Ninguna –dijo un tercero–. ¡Porque mordió la boca de pistola y se

desfiguró completamente el semblante!”María cayó de rodillas y oró. Cifuentes estrechó a su hija contra su pecho.

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Epílogo

Tres años después de los sucesos que acabamos de referir, Cifuentes, María y su hija se presentaron en Valladolid como una familia isleña que venía a establecerse en la villa.

Por aquel tiempo, los parientes de don Gonzalo de Villagómez, que le habían heredado, pusieron en venta el Olimpo.

Cifuentes compró aquella finca y se trasladó a vivir en ella con su fa-milia.

Poco tiempo después, entre un pequeño cercado de flores, se alzaba en el Olimpo una tumba. Descansaban en ella los restos de Leonel y Beren-guela, exhumados de la casita de Mérida, en que tres años antes habían sido sepultados.

Hacía algún tiempo que a espaldas del convento de las religiosas de esta ciudad, se levantaba otro monumento en memoria de Berenguela. La superiora había mandado colocar una cruz –que existe hasta ahora– en el sitio donde al día siguiente de la fuga de la joven, se había encontrado pendiente del muro una escala de cuerdas.

Desde que Cifuentes se trasladó al Olimpo, sus habitantes se convir-tieron en una especie de para aquel distrito. El labrador, el proletario, el huérfano, el anciano y, en general, todos los necesitados, encontraban allí un remedio seguro en sus adversidades. Y cuando estos desgraciados que-rían arrojarse a los pies de sus bienhechores para bendecirlos, Cifuentes y María les enseñaban la tumba cercana de las flores y les decían:

–Id a rezar sobre ese sepulcro. En él descansan vuestros bienhechores. Y la tumba estaba siempre regada de las lágrimas de los pobres, que

son las aguas más preciosas con que se lavan las culpas a los ojos de Dios.

FIN

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¿Sabías que...?

Eligio Jesús Ancona Castillo nació el 30 de noviembre de 1835 en Mérida. Fue maestro y abogado. Luchó en defensa de la Constitución y fue secretario general del gobierno del Estado. En 1868 fue gobernador y comandante militar de Yucatán, más tarde fue diputado del Congreso de la Unión, repitió el cargo de gobernador en 1874, y ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en 1891. Entre sus novelas se encuentran El filibustero (1866), La cruz y la espada (1866), Los mártires del Anáhuac (1870), El conde de Peñalva (1879), La mestiza (1891) y Memorias de un Alférez (obra póstuma, 1904). También escribió obras teatrales como Nuevo método de casar a una joven y La caja de hierro y Las alas de Ícaro. Murió el 3 de abril de 1893 en la ciudad de México.

¿Quieres saber más?Visita www.bibliotecabasica.yucatan.gob.mx o escríbenos a [email protected]

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El filibustero 335

ÍndicePresentación 7Prólogo 9Introducción 17

Primera parte Capítulo I. El Olimpo 23 II. La primera nube | 33 III. Don Fernando Hipólito de Osorno 43 IV. Los asesinos 55 V. La juventud, el amor y sus ilusiones 69 VI. La prisión 81 VII. Pedro de Cifuentes 95 VIII. En que se trata del uso que hizo Leonel de los

cuarenta mil reales del protector desconocido 109 IX. Doña Blanca de Palacios 121 X. Algunos apuntes para la historia del suicidio 137

Segunda parte XI. En que el lector verá que nuestra novela empieza, porfin,ajustificarsutítulo 147 XII. Donde se prueba que era una verdadera ganga la capitanía general de esta provincia en los tiempos del gobierno colonial 159 XIII. Lo que discutía acaloradamente el Cabildo de la villa de Campeche en la sesión de la noche del 3 de agosto de 1708 173 XIV. Brazo de acero 185 XV. Lerma 197 XVI . Amor y deber 209 XVII. En que Barbillas se ve obligado a ocurrir el númen poético del señor Milton para acabar de sofocar el motín 221 XVIII. El pasado 233

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Tercera parte XIX. El amor y la Inquisición 245 XX. En donde se prueba que hasta para los más desgraciados se abren por momentos las puertas del paraíso 263 XXI. Donde se demuestra lo pasajero que son las alegrías de este mundo 281 XXII. Fray Hernando 287 XXIII. El relicario de oro 305 XXIV. Cómo Leonel pagaba sus deudas 321

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El filibustero

La impresión de este libro se realizó en los talleres de Compañía Editorial de la Península, S.A, de C.V., calle 38 No. 444-C por 23 y 25 Col. Jesús Carrranza. Mérida, Yucatán, en octubre de 2010. La edición consta de 10,000 ejemplares en papel lux cream de 105 grs. en interiores y forros en cartulina couché de 170 grs. en selección de color. [email protected]

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