ANCONA Eligio -El Filibustero

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  • Sabemos que es responsabilidad de nuestro gobierno construir alterna-tivas que propicien condiciones ms justas para quienes habitan esta tierra. Parte importante de este compromiso es la opcin a los bienes culturales, entre ellos, los libros, patrimonio que revela saberes y trayec-torias, y que salvaguarda la historia y la identidad de un pueblo.

    Ivonne Ortega PachecoGobernadora Constitucional del Estado de Yucatn

  • El filibusteroEligio AnconA

  • Gobierno del Estado de YucatnIvonne Ortega PachecoGobernadora Constitucional

    Secretara de Educacin de YucatnRal Humberto Godoy MontaezSecretario de Educacin

    Instituto de Cultura de YucatnRenn Alberto Guillermo GonzlezDirector General

    Biblioteca Bsica de YucatnVernica Garca RodrguezCoordinadora

    El filibusteroPrimera edicin en Biblioteca Bsica de Yucatn, 2010

    D.R. de esta edicin:Secretara de Educacin del Gobierno del Estado de YucatnCalle 34 No. 101 A por 25, Col. Garca Giners, Mrida, Yuc.

    Coordinacin editorialSecretara de Educacin del Gobierno del Estado de Yucatn

    Correccin:Martn Sobrino Gmez

    Imagen de a portada:El naufragio. M.R. Oleo sobre tela. Coleccin Gmez-Castilla

    Xilograbados originales:Benjamn Diseo del libro:Gabriela Castilla Ramos

    ISBN 978-607-7824-16-9

    ComentariosCoordinacin del programa Biblioteca Bsica de YucatnAv. Coln No. 207 por calle 30, Colonia Garca Giners, Mrida, Yucatn.Tel. (999) 9258982, 83 Ext. [email protected] www.bibliotecabasica.yucatan.gob.mx

    Reservados todos los derechos. Se prohibe la reproduccin total o parcial de esta obra por cualquier medio electrnico o mecnico sin consentimiento del legtimo titular de los derechos.

  • El filibustero 7

    Los grandes desafos de la sociedad actual pueden resolverse slo con la participacin de los ciudadanos. Esto significa para las instituciones, y para ti, una accin consciente e informada, no por mandato de ley sino por conviccin. Entender lo que vivimos y los procesos que nos rodean para tomar decisiones con pleno conocimiento de quines somos es lo que nos hace hombres y mujeres libres.

    El libro, que se complementa con las diversas y nuevas fuentes de infor-macin, sigue siendo el mejor medio para conocer cualquier aspecto de la vida. En Mxico, la industria editorial tiene hoy un amplio desarrollo; sin embargo, los libros todava no son accesibles a todos.

    El Gobierno del Estado ha creado la Biblioteca Bsica de Yucatn para poner a tu alcance libros en varios formatos que te faciliten compartir con tu familia conocimientos antiguos y modernos que nos constituyen como pueblo. Para esto, se ha diseado un programa que incluye la edicin de cincuenta ttulos organizados en cinco ejes temticos: Ciencias Naturales y Sociales, Historia, Arte y Literatura de Yucatn; as como libros digitales, impresos en Braille, audiolibros, adaptaciones a historietas y traducciones a lengua maya, para que nadie, sin distincin alguna, se quede sin leerlos.

    Los diez mil ejemplares de cada ttulo estarn a tu disposicin en todas las bibliotecas pblicas del estado, escuelas, albergues, hospitales y centros de readaptacin; tambin podrs adquirirlos a un precio muy econmico o gratuitamente, asumiendo el compromiso de promover su lectura.

    A este esfuerzo editorial se aade un proyecto de fomento a la lectura que impulsa, con diferentes estrategias, una gran red colaborativa entre instituciones y sociedad civil para hacer de Yucatn una tierra de lectores.

    Te invitamos a unirte, a partir del libro que tienes en tus manos y desde el lugar y circunstancia en que te encuentres, a este movimiento que desea compartir contigo, por medio de la lectura, la construccin de una socie-dad yucateca cada vez ms justa, respetuosa y libre.

    Ral Godoy MontaezSecretario de Educacin

    Presentacin

  • El filibustero 9

    Prlogo

    lA visin sociAl dE un filibustEro

    Quien dibuje el mapa literario del Caribe,encontrar en l todos los nombres de los poetas,

    los novelistas, los dramaturgos, como si hubiera sido un sueo para ellos

    armar su repblica de las letras dondetenan sus tiendas los bucaneros o

    encendan los bandidos sus fogatas.

    Germn Arciniegas

    La aparicin del pirata como figura literaria en Hispanoamrica se re-monta a los tiempos de la conquista del nuevo mundo. El exotismo de las nuevas tierras y las historias de los aventureros del mar se mezclaron y fueron pocos los escritores que escaparon a la seduccin de contar his-torias sobre viajes y piratas que tuvieron como escenario preferencial el mar de los Caribes y las tierras que lo rodeaban.

    Durante la poca colonial, Cristbal de Llorona, Juan de Castella-nos, Silvestre de Balboa, Rodrguez Freyre, Oviedo Herrera, Singenza y Gngora y el Obispo Lizarrga son algunos de los autores que abrieron un espacio en sus obras para relatar la vida de los forajidos del mar. Sin embargo, para estos autores el pirata no era, todava, un personaje de connotaciones positivas y, mucho menos, una figura con una legitima-cin tal que le permitiera plantear un discurso de crtica social.

    En pleno romanticismo literario (finales siglo xviii e inicio del siglo xix) y en estrecha relacin con las luchas independentistas, el pirata se convirti en el hroe por excelencia. Su histrica relacin con la coro-na inglesa lo revisti de una intencin libertaria que hizo perdonable, dentro de los textos literarios, sus ataques, asesinatos y saqueos. As, el pirata literario se trasform en vocero de la causa libertaria y en crtico del antiguo rgimen.

  • 10 Literatura

    Dentro del mbito literario peninsular, la narrativa del pirata cobr importancia en el siglo xix y los autores volvieron la vista al pasado (escrito y oral) en busca de aventuras de piratas para novelar. Si bien es cierto que El filibustero (1864) de Eligio Ancona es la obra que asegura la pertenencia de Yucatn a la narrativa de la piratera, lo es tambin el hecho de que desde 1841 se publicaron en Yucatn novelas y noveletas inspiradas en la sangrienta hermandad de la costa. La ta Mariana, El Filibustero y Un ao en el Hospital de San Lzaro de Sierra OReally; al igual que Un sacerdote y un filibustero del siglo xvii y Juan de Venturate escritas por Rafael de Carvajal, son algunas de ellas.

    El filibustero de Eligio Ancona es una novela histrica de corte ro-mntica que se sirve de la recreacin de algunos escenarios del Yucatn colonial para hacer llegar al lector la propuesta poltica y social del li-beralismo. Esta obra tiene claros antecedentes literarios en El pirata de Walter Scott por lo que a la visin romntica del pirata se refiere y en El filibustero de Sierra OReally, en cuento a la adaptacin de episodios de la historia peninsular al formato europeo. Partiendo de estos mode-los, Eligio Ancona cre un pirata totalmente romantizado que crece, pgina a pgina, dentro de la novela, mientras presenta al lector una visin crtica del Yucatn del siglo xvii.

    Como toda novela histrica decimonnica, El filibustero pretende una revivificacin potica de las fuerzas sociales que actuaron en un lu-gar y un tiempo determinado. Dicha reconstruccin, no intenta slo dar a conocer lo sucedido sino establecer redes de significacin que permitan al lector vincular la historia que se narra con el Yucatn decimonnico. Estamos ante una novela que dialoga con un lector a quien se intenta convencer de que aquellos acontecimientos perdidos en la memoria lo afectan, porque forman parte de una maquinaria social que segua ope-rando y que era necesario transformar.

    As, pues, para Ancona escribir sobre piratas no es slo una moda literaria, sino una necesidad poltica y social. En su Historia de Yucatn el autor seala que el examen de la presencia de filibusteros en las costas de Yucatn era til y necesario para la perfecta comprensin de nuestra historia y, tambin, para solucin de algunas dificultades de la Rep-blica Mexicana. Adems servira para explorar las relaciones de Mxico con uno de los pases ms poderosos de Europa.1 Resulta, pues, que

    1 Ancona, Eligio. Historia de Yucatn, 1978, Tomo II: 368.

  • El filibustero 11

    el filibusterismo en la perspectiva del autor se encuentra fuertemente vinculado con el presente social del Yucatn decimonnico, ya que so-lamente entendiendo sus verdaderos orgenes podr describir parte de la problemtica que enfrenta a la Repblica Mexicana, concretamente a Yucatn, con la poderosa corona britnica. De ah la importancia de lle-var este anlisis a la literatura en aras de difundir sus orgenes y explicar sus causas.

    Ahora bien, cuando el lector tome el texto El filibustero ver trans-currir un muy buen nmero de pginas antes de encontrarse con algn pirata. Esta es otra de las caractersticas de la narrativa decimonnica y se relaciona con la dificultad que tuvieron los historiadores/literatos para exaltar totalmente a aquellos bandoleros del mar que tantos saqueos y muertes haban causado. Por ello, Ancona no plantea su novela como una obra de aventuras pirticas, sino como la historia de vida de un pirata. Esta distincin resulta importante ya que no pretende exaltar la piratera sino, a partir de la figura del pirata, condenar a ciertas institu-ciones sociales del Yucatn colonial.

    ....La estructura de la novela muestra, en forma clara, dos etapas: en la primera, el lector asiste a la infancia y juventud de Leonel, un nio hurfano que es recogido por una pareja de encomenderos y criado al lado de la nica hija del matrimonio de la cual como consecuencia casi lgica acabar enamorado. La segunda etapa se encuentra a partir del captulo nmero XI, en donde aparece en forma sbita el filibustero Barbillas, que no ser otro que el buen Leonel transformado en un feroz pirata.

    El joven Leonel es un hroe romntico por excelencia. Sus capacida-des son casi ilimitadas y cuando se le presenta un obstculo la fuerza de su carcter indmito lo lleva a vencer. Por lo que se refiere a ejercicios y habilidades fsicas, Leonel resulta ser sobresaliente; sus largas camina-tas por los montes de la hacienda le haban proporcionado habilidad y destreza suficientes: [] Robusto, enrgico y audaz, levantaba fardos enormes, montaba los potros ms indmitos, aventajaba en la carrera a cuantos deseaban medirse con l y en todos los ejercicios de fuerza deja-ba siempre vencidos a sus contrarios []2

    Como si esto no fuera suficiente, posea, tambin, una esmerada ins-truccin muy por encima de la que se poda obtener por aquella poca

    2 Ancona, Eligio; 1950, Tomo I:17

  • 12 Literatura

    en tierras yucatecas, la cual haba llegado hasta l por mano de un de-dicado fraile que iba, tarde con tarde, hasta la hacienda para ensearle.

    Por una de esas raras coincidencias que producen grandes capitanes, el alma de Leonel estaba ricamente dotada como su cuerpo y encontraba el mismo placer en los ejercicios de fuerza que el estudio y la meditacin En pocos aos aprendi filosofa, historia, matemticas, teologa y cno-nes, todo lo que saba y pudo ensearle su maestro.3

    Adems de poseer un espritu metdico, gran facilidad para el estudio y los ejercicios fsicos, Leonel posea tambin una ardiente imaginacin que, en palabras del autor: fcilmente degener en romntica.4 As, cuando lleg el momento de elegir una profesin que le permitiera ga-nar un nombre para ofrecer a Berenguela, eligi la carrera de las armas, deslumbrado por las historias de caballera y las acciones militares de algunos poetas.

    [] Cuando fray Hernando puso en mis manos la histo-ria de Espaa, ninguna lectura me deleitaba tanto como las hazaas de Bernardo de Carpio, del Cid Campeador y del Gran Capitn. Cuando lea las comedias de Caldern y de Lope, menos presente tena a sus hroes que al poeta que los haba creado. Si vea en un libro los nombres de Velzquez y de Murillo, devoraba todo lo que concerna a ellos. Yo com-prenda la glora del guerrero, del poeta y del artista. Pero eso no es todo, me pareci que empezaba a descubrir cierta analoga entre mis pensamientos y las acciones y pensamien-tos de esos hombres, que el mundo apellida grandes []5

    El destino le proporcionar estos elementos a Leonel, pero en forma muy distinta a la que haba imaginado (el nombre que ganar en batalla ser el de Barbillas), su nombre gozar de negra fama causando temor a quien lo oyere: Su bandera no ser azul sino negra, su escudo de armas ser una calavera. El joven que so dirigir la Armada de Su Majestad espaola encontrar fama y fortuna al mando de un grupo de filibuste-ros que atentan contra el poder poltico-econmico de dicha Corona: Al prodigioso Leonel, acosado por sus padres adoptivos y su maestro,

    3 Ibd: 18.4 Ibdem.5 Ibd: 73.

  • El filibustero 13

    envuelto en un velo en el que pierde su libertad, su honra, la piratera se le presenta como la nica forma de escapar de la sociedad que lo per-sigue. Su fortuito encuentro con los piratas determinar su futuro en un momento en el que el suicidio pareciera nica alternativa. Leonel se suicida para la sociedad unindose a aquellos despatriados a los cuales inicialmente mira a travs de una lente romntica.

    Sois vosotros esos famosos filibusteros que sobre un leo recorris el ocano, desafiando las tempestades de la natura-leza y el poder de los hombres; que sois libres como el aire porque vais donde os impulsen las olas; que vivs atrados de esa sociedad perversa, en donde quien os debe proteger os sacrifica a sus infames pasiones, en donde las ms dulces y ms santas afecciones ceden a la insaciable codicia de oro y al vil influjo del poder6.

    ....La mente de Leonel se desborda hasta concebir al pirata como un smbolo que encierra la visin titnica del individuo que desafa con su valor y temeridad a la naturaleza y a la sociedad, el anhelo de una nueva sociedad muy distinta a su sociedad perversa y el sueo utpico de la libertad. Este romantizado pirata se declara en lucha abierta contra la sociedad colonial, porque en ella no existe un lugar para l, porque la ha rechazado y ofendido. Su lucha, aunque individualista7, es vocera de otras facciones sociales que exigen un cambio en su estructura social. Pero ni an el desprecio que siente por su sociedad le hace olvidar los principios de su educacin y la nobleza de sus sentimientos. Su venganza est dirigida nicamente a un sector de esa sociedad.

    [] seducame ver, en cada barco, un pedazo de la socie-dad que me haba proscrito en su seno y, con feroz alegra, desnudaba mi acero para batirme mientras encontraba resis-tencia: Pero repugnbame ver aquel despojo insaciable que iba a buscar hasta los miserables cuartos que el infeliz mari-nero guardaba en sus bolsillos. Repugnbame, sobre todo, la sangre que se verta despus del combate., y lleg un da en

    6 Ibd: 110.7 Se hablaba de individualismo porque la lucha de Barbillas, aunque conectada directamente con la problemtica de su tiempo, es una lucha aislada. l es un luchador social que va slo por el mundo, sus acciones no cobran eco en los dems piratas.

  • 14 Literatura

    que ambicion ser capitn de aquella gente, para poner fin a su capacidad y sus crueldades []8

    ....Y es precisamente su espritu caballeroso el que le da oportunidad de cumplir su deseo en el momento en que una mujer prisionera le pide ayuda ante el hostigamiento del jefe pirata Agramn. Mediante un com-bate en el que sale vencedor se convierte en el capitn de los filibusteros. As, este singular capitn-pirata aparece como un verdadero Quijote del mar, pues sus acciones cotidianas estn plagadas de caballerosidad, valenta y honor. Venganza y justicia van de la mano en los combates del romantizado pirata.

    ....La aguda crtica que el pirata hace a la estructura social de la colo-nia se justifica perfectamente en la novela, ya que los ultrajes que el no-ble pirata ha recibido han venido de mano de personajes que representan a instituciones claves en la maquinaria colonial. El Estado colonial ser fuertemente atacado por medio de la crtica del pirata y la situa-cin para los frailes y los encomenderos no resultar ms favorable si se toma en cuenta que Leonel resulta hijo de fray Hernando (su maestro y confesor de los padres adoptivos) y de doa Blanca (esposa del enco-mendero y aparentemente su madre adoptiva). Los frailes, en la figura de fray Hernando, son totalmente humanizados y alejndolos de toda autoridad divina y confirindoles las ms humanas pasiones. An ms, su organizacin religiosa es severamente cuestionada por el pirata:

    (...) Hay un medio infalible de conseguir abundantsi-mos frutos: aliarse con los frailes. Como estos por el espritu del cuerpo se ayudan mutuamente en sus necesidades, cada uno de los franciscanos que populan en la corte, es un ac-rrimo de lo que haya hecho (...) cualquier otro franciscano en el rincn ms ignorado del mundo. Si a esta red tan bien extendida se aaden los gobernantes sus propias relaciones, no hay duda que podrn hacer lo que quieran de los pobres provincianos, pues por ms quejas que eleven a la corte, en donde nadie los conoce, siempre sern vencidos por sus te-rribles contrarios (...)9

    Segn la cita, la red de asociaciones fraile-gobernador ser la perdi-cin de los pobres provincianos yucatecos, ya que dada su influencia

    8 Ibd: 112.9 Ibd:162

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    en la Corte resultarn enemigos mucho ms terribles que los piratas. La encomienda, y sobre todos los repartimientos, sern considerados en la novela como verdaderas minas de oro y servirn para resaltar el poco control que exista con los repartidores, y la desvergenza con que stos se aprovechaban de la pobreza del indio yucateco.

    Clero, Encomienda y Estado constituirn una pesadilla para este joven pirata por lo que acometer con dureza contra ellos. Su anlisis social concluye con una necesidad de cambio en las estructuras sociales, y con la bsqueda de un rgimen social igualitario, todo esto desde la perspectiva de un hombre culto que conoce el comportamiento humano.

    El Barbillas literario de Ancona representa, sin duda, con su actuar fuera de la ley y su discurso de crtica social, el espritu de cambio de los liberales yucatecos de la segunda mitad del siglo XIX. El filibustero se inscribe una particular concepcin de la historia y la literatura en donde la primera no consiste en una forma de evasin sino en un arma poltica que deba ser utilizada para conducir los destinos de la sociedad.

    Celia Rosado Avils

  • El filibustero 17

    Introduccin

    Desde la conquista de la Pennsula, de que hablamos en La cruz y la espada, hasta la poca de que trata el presente libro, ha transcurrido el espacio de ciento sesenta aos.

    Ciento sesenta aos en la vida de un pueblo es un espacio mucho mayor del que se necesita para cambiar su condicin, sus costumbres y sus tendencias. Por eso es completamente distinta la escena, aunque el escenario sea el mismo.

    Al valiente conquistador, que pelea por la cruz cometiendo crmenes y crueldades muchas veces, pero haciendo olvidar sus efectos con el servicio que presta a la humanidad abriendo paso al imperio de la civilizacin, ha su-cedido el indolente encomendero que, encerrado en sus inmensas posesiones, como un barn feudal de la edad media, slo cuida de explotar al miserable aborigen para sacar de su trabajo toda la utilidad posible, sin cuidarse de re-tribuirle sus afanes, siquiera con los primeros rudimentos de una instruccin de cualquier clase. Al celoso misionero que penetra sin temor alguno en pases desconocidos, habitados por millares de idlatras, para lavar con el agua del bautismo la sangre derramada en los sacrificios, ha sucedido el fraile o el cura convertido en publicano, que gastaba la mayor parte de su tiempo en inspec-cionar el cobro de sus rentas, y en aumentar sus matrculas, y que en lugar de dedicarse a la santa obra de civilizar al pueblo conquistado, para cumplir con la ley y su conciencia, cree haber llenado sus obligaciones cuando martiriza y humilla con el suplicio infamante de los azotes al feligrs que por indolencia ha olvidado el cumplimiento de alguno de sus deberes religiosos.

    A los grandes aventureros, que se despojan hasta de lo que no tienen para llevar a cabo grandes empresas a costa de campaas homricas, han sucedido los gobernadores y capitanes generales, que con muy honrosas excepciones slo se dedican a obtener de su posicin toda utilidad posible, y que en sus constan-tes luchas con los Cabildos, con los frailes y los obispos, llenan de escndalo y duelo a la pobre provincia.

    Al fiero aborigen que lucha incesantemente para conservar su indepen-dencia, que resiste con valor la superioridad de sus enemigos, que consigue lanzarlos varias veces del suelo de sus mayores y que al fin sucumbe despus de una lucha tan noble como gloriosa, ha sucedido el indio pupilo, hipcrita y disimulado, que sufre su yugo con aparente conformidad, que se deja abofetear

  • 18 Literatura

    del encomendero y del fraile y que no opone resistencia a los innumerables agiotistas que pululan en el pas y que le arrancan el pan de la boca. Pero cada azote, cada humillacin, cada rapia arranca de sus ojos una lgrima sorda, que derrama silenciosamente por la noche en su reducido tugurio o en la soledad de sus bosques.

    Estas lgrimas son tantas que forman un ro, cuyos dbiles diques amenaza romper constantemente la abundancia de sus aguas.

    Ciento cuarenta y seis aos ms tarde ya no hay poder humano que conten-ga ese ro, los diques se rompen, la Pennsula entera se inunda con la sangre de sus hijos, y despus de diecisiete de una lucha constante y sangrienta, todava un resto de las hordas salvajes desafa desde un rincn del Oriente el poder de la civilizacin. En vano la emancipacin de la metrpoli los ha hecho entrar en la gran familia mexicana, concedindoles los mismos derechos que a todos los hijos de Mxico; la costumbre es ms poderosa que la ley y con poca diferen-cia quedan en pie por mucho tiempo los mismos abusos. Una imprudencia les pone las armas en la mano, cuando no se les ha hecho comprender la dignidad del ciudadano, y en vez de reclamar sus derechos, lanzan gritos de exterminio y la lucha comienza, no la lucha de una raza contra otra, sino de la barbarie contra la civilizacin. Al cabo de pocos aos sus recursos disminuyen, el exter-minio es ya imposible y se entregan al pillaje. Como si los males que acabamos de apuntar no hubiesen sido suficientes para hacer de la Pennsula yucateca uno de los pases ms infelices de la Amrica espaola, desde el siglo mismo de la conquista se present en la escena un nuevo elemento de destruccin que fue el colmo de todos sus sufrimientos. Hablamos de los piratas o filibusteros que infestaron nuestras costas durante el gobierno colonial y que dieron origen a la poblacin de Belice, que nos causa ahora ms dao que sus antecesores, con el criminal comercio que mantiene con los forajidos de Santa Cruz. Las huellas que dejaron sembradas en la Pennsula an se conservan bastante vivas en la memoria de todos, para que creamos necesario recordar aqu los templos que profanaron, las riquezas que fueron objeto de su rapia, las poblaciones que saquearon y redujeron a cenizas, y el reguero de sangre con que marcaron su trnsito, donde quiera que se posaron sus inmundas plantas.

    En medio de ese cuadro de desolacin y abatimiento que llena de angustia al que se propone estudiar el conjunto de la poca que vamos bosquejando ligeramente, se presentan, como ngeles bajados al infierno de la tierra en que se agitan las pasiones ms bastardas del corazn humano, algunos caracteres nobles, grandes y filantrpicos; tanto ms hermosos cuanto que forman un contraste notable con todo lo que les rodea.

  • El filibustero 19

    Entre esos bienhechores de la colonia, honra del pas y de la poca en que vivieron, justo es mencionar en primer lugar a la mayor parte de los obispos que gobernaron la dicesis yucateca. Porque, en efecto, como si la Providencia, condolida de la serie de males que sufran nuestros antepasados, hubiese que-rido enviarles de tiempo en tiempo un varn justo que enjugase sus lgrimas, casi todos los prelados elegidos para la Mitra de Yucatn, apenas se presentaban en la provincia, cuando escandalizados de los abusos que vean erigidos en sis-tema, se proponan en su corazn atacarlos valerosamente por cuantos medios estuviesen a su alcance. Pobres medios en verdad, comparados con el poder de los gobernadores y de los Cabildos, con el oro de los encomenderos y con el influjo que los franciscanos gozaban en la provincia y fuera de ella. Por eso, apenas los santos prelados se preparaban a cortar aquellos abusos con las armas de la Iglesia y con informes elevados al Soberano, los que vivan de ellos ponan el grito en el cielo, ocurran a la Corte o a la Real Audiencia de Mxico, po-nan en juego el oro, la intriga y el favoritismo, y la causa de la justicia y de la humanidad quedaba ordinariamente burlada. El obispo fray Francisco Toral manda moderar los tributos, y se propone arrancar a los indios de las garras de los franciscanos; el padre Landa, el fantico provincial que dio el ltimo golpe a las antigedades del pas en el clebre auto de fe que celebr en Man, marcha al instante a la Corte, se vale de cuantos medios le proporciona su posi-cin y su irascible carcter, y el buen obispo pierde ignominiosamente su causa. Don Juan Gmez de Parada se propone cortar el abuso de los repartimientos, celebra un snodo diocesano para prohibirlos y fulmina graves censuras contra los repartidores; el gobernador, los Cabildos, los encomenderos y los frailes, que ven arrebatarse su presa, prodigan el oro, intrigan, calumnian y la filantr-pica medida del obispo queda revocada por orden superior. Cuntos ejemplos semejantes a stos pudiramos citar!

    Nosotros no escribimos una diatriba contra nadie. Cuando hemos dicho hasta ahora aqu del gobernador, del fraile y del encomendero, se halla consig-nado en todo lo que en varios tiempos se ha escrito sobre la historia del pas, y nosotros somos los primeros en admirar y venerar las honrosas excepciones que se presentan entre aquel caos de injusticias. Pero como las excepciones no forman la regla, nosotros, que debemos describir a nuestros lectores el escenario en que va a desarrollarse el drama que vamos a escribir, nos hemos credo en la obligacin de bosquejarle ligeramente segn el aspecto general que presenta.

    Por lo dems, el que espere encontrar en nuestra humilde novela un cuadro completo de la poca a que se refiere como parece prometerlo esta introduccin, de seguro quedar tristemente burlado. Ni nos sentimos con las fuerzas necesa-

  • 20 Literatura

    rias para emprender una obra de tal magnitud y responsabilidad, ni creemos que la bondad del pblico fuese tan constante, que nos permitiese publicar con un libro de cierta extensin o ms bien un libro tras otro. Pues no hay duda que el encomendero, el fraile, el gobernador, el obispo, el pirata, cada uno, en fin, de los tipos de la poca que acabamos de apuntar, merece un libro aparte, que no carecera de originalidad ni de inters.

    Porque si la poca de la conquista puede compararse a esa edad fabulosa del antiguo mundo, en que las hazaas cantadas por sus poetas exceden de tal manera el poder y las fuerzas del hombre, que ha sido necesario atribuirlas a los dioses y semidioses, no hay duda que la poca del gobierno colonial en la Amrica espaola tiene el mismo inters que presenta la edad media en Europa, como poca de transicin en que la humanidad parece hacer una parada para lanzarse con nuevas fuerzas al alcance de la civilizacin, y como campia en que se siembra el germen que un da produce el hermoso rbol de la libertad; pero en que brota y crece tambin la cicuta que envenena todava la existencia de las antiguas colonias.

    El campo es vasto y seductor para el historiador, para el poeta y para el no-velista. Desgraciadamente, la mayor parte de los escritores latinoamericanos, en vez de cultivar este campo casi virgen todava, han ido, como Caldern y Garca de Quevedo, a buscar sus inspiraciones a la vieja Europa.

    Lamartine ha predicho que no est muy lejano el da en que salga de la Amrica espaola un gran genio literario, engendrado en la aureola de luz que brilla hace medio siglo sobre nuestro horizonte. Mientras se presenta ese hom-bre extraordinario que sin duda pagar a la patria el tributo de sus talentos, descubriendo al mundo sus tesoros, permtasenos presentar al pblico nuestros humildes ensayos, con la esperanza, acaso temeraria, de que los acoger con la indulgencia que nos ha dispensado hasta aqu.

  • Primera parte

  • El filibustero 23

    Captulo I. El Olimpo

    Empezamos a escribir cometiendo una profanacin. Nuestra pluma se ve obligada a trazar en esta primera parte el cuadro que ha inspirado a Garca Gutirrez su drama: Los alcaldes de Valladolid.

    En dos palabras daremos nuestra disculpa.La historia es una fuente pblica cuyas aguas pagan la sed del rico y del

    pobre, del hombre y del nio, del grande y del pequeo. Garca Gutirrez se lleg a esa fuente en 1845 y bebi; nosotros nos acercamos a ella en 1864, tenemos sed y bebemos tambin.

    Por qu no?Esto no arranca una sola hoja a la corona del ilustre poeta espaol, ni

    saca de su oscuridad al pobre novelista yucateco, que lucha con inmensas dificultades para publicar un libro, en el estrecho crculo que constituye su teatro. Adems de esto, en el pecado, llevaremos la penitencia, porque al comparar Los alcaldes de Valladolid con El Filibustero, la nica esperanza que nos alienta es la de que el ruido de los aplausos prodigados al gran poeta apague el de los silbidos lanzados al audaz novelista.

    Por ltimo, el asunto principal del drama y de nuestra novela son ente-ramente distintos. Aqul entra de lleno en la historia y nosotros no lo to-camos ms que por incidencia; de manera que aun a riesgo de que se diga que cometemos una segunda profanacin, diremos de ese episodio de la historia del pas lo que Dumas dice de Enrique VIII en Catalina Howard: no es ms que un clavo al cual hemos colgado nuestro cuadro.

    Ahoguemos, pues, nuestros escrpulos y entremos atrevidamente en materia. A las inmediaciones de la villa de Valladolid, cuna de don Pablo Mo-

    reno, exista en 1701 una casa de campo, cuyo nombre, ms potico que verosmil, no tardarn en conocer nuestros lectores. Esta casa de campo, o hacienda, como se llama a esta clase de fincas en el lenguaje peculiar de la Amrica espaola, era el centro de una rica encomienda de indios, cuyo actual propietario era el ilustre caballero don Gonzalo de Villagmez.

    Y decimos ilustre caballero, no porque estemos seguros de que el des-cendiente del conquistador Bernardino de Villagmez tuviese en sus venas

  • 24 Literatura

    sangre de los Pelayos y de los Alfonsos, de quienes pretende descender hasta el ltimo patn de Asturias sino porque en la villa de Valladolid, lo mismo que en toda provincia y en todos los pases conquistados por la Espaa, cada encomendero rodeado de sus indios se crea tan grande como Felipe II en sus inmensos dominios, y se daba ms importancia en su encomienda, que un Guzmn o un Montmorency.

    Habitaban a la sazn esta hacienda adems de la numerosa servidum-bre de la casa, cuatro personas que pasamos a describir ligeramente.

    El jefe de la familia, a quien acabamos de nombrar y del cual slo aadiremos que era un anciano de noble presencia y de tranquila mirada.

    La esposa de ste, doa Blanca de Palacios, descendiente, acaso, del conquistador Juan de Palacios, noble matrona de cuarenta aos, que con-serva todava notables vestigios de su antigua hermosura.

    La hija de este matrimonio, Berenguela, linda nia de trece primaveras, de talle esbelto, de cabello y ojos negros, de moreno cutis, de frescas meji-llas, de boca preciosa, de sonrisa angelical y mirada divina.

    Pero su precoz desarrollo, debido al ardiente clima de los trpicos, ha-ba dado ya a ese cuerpo esbelto las voluptuosas formas de la juventud, sustituido a la mirada audaz de la nia, la mirada tmida de la mujer y cambiado la hechicera sonrisa de la inocencia en la embriagadora sonrisa del amor.

    Porque es de saber que la nia amaba. A quin? A esa cuarta persona que nos falta por describir: a un hermoso mancebo de ojos tan negros como los de Berenguela, pero que tenan de resolucin y de energa, todo lo que de dulzura tenan los de la nia: de cutis ms moreno, de ancha frente, de alta estatura y de robustas formas. Pero lo que imprima un rasgo caracterstico a su fisonoma, era un bigote largo, negro y espeso, que sombreaba ya su labio superior, a pesar de que slo contaba dieciocho aos escasos, y que sentaba admirablemente a su boca desdeosa.

    Este hermoso joven se llamaba Leonel. Y quin era Leonel?Un hurfano, un nadie, un pobre diablo sin nombre, un Antony si

    se quiere, con la enorme diferencia de que Antony ha sido creado por Dumas y Leonel borroneado por nosotros; pero con la ventaja de que es ms posible el nuestro en el siglo xviii en las densas tinieblas del gobierno colonial, que el de Dumas en Pars, en pleno siglo xix, en el centro de la civilizacin europea.

  • El filibustero 25

    Al abrir don Gonzalo, una maana, la puerta de su casa, se haba en-contrado con un nio expuesto a sus umbrales en una cesta de mimbres sin papel, carta ni seal alguna, que manifestase su procedencia. Don Gonzalo y doa Blanca, que no tenan hijos a pesar de llevar cuatro aos casados, adoptaron a aquel nio y le idolatraron como a hijo, hasta el momento en que el nacimiento de Berenguela les forz a dividir su amor.

    Tal era el origen de Leonel. Desde aquel da rein entre los dos nios una simpata mutua, muy fcil

    de concebir. Leonel, inclinado sobre la cuna de Berenguela, fue el que ace-ch su primera sonrisa, el que sostuvo sus dbiles manecitas para que diese los primeros pasos en el aposento en que haba nacido, el que oy primero su voz infantil y que algn tiempo despus corra con ella bajo los sombros rboles de la huerta.

    Desde entonces se estableci tambin entre ambos nios una unin n-tima y estrecha en cuya descripcin osaramos entrar si SaintPierre no hu-biese descrito la de Pablo y Virginia y Scribe la de Carlos Broschi y Juanita. As, pues, nos limitaremos a apuntar lo ms necesario para la inteligencia de nuestra relacin.

    Como muchos de esos seres que deben su existencia a un rapto de amor, a un momento de embriaguez o de delirio, Leonel estaba dotado de mil cua-lidades sobresalientes, que la naturaleza haba derramado ricamente sobre l, como para recompensarle de la vergenza de su nacimiento. Robusto, enr-gico y audaz, levantaba fardos enormes, montaba los potros ms indmitos, aventajaba en la carrera a cuantos deseaban medirse con l y en todos los ejercicios de fuerza dejaba siempre vencidos a sus contrarios. Si no manejaba la espada y el florete como el mejor espadachn, consista en que la villa no tena un solo maestro de esgrima; pero en cambio haba cobrado tal aficin a las armas de fuego, que a pesar de sus cortos aos, era el mejor cazador de Valladolid y sus contornos.

    Por una de esas raras coincidencias que producen a los grandes capitanes, el alma de Leonel estaba tan ricamente dotada como su cuerpo, y encontra-ba el mismo placer en los ejercicios de fuerza que en el estudio y la medita-cin. Fray Hernando de Plasencia, guardin del convento de franciscanos del barrio de Sisal, vena todas las tardes de la villa, montado en una mula, y se encerraba dos horas con Leonel para ensearle todo lo que poda.

    Es bien sabido que en aquella poca en Amrica, como suceda an en muchos pueblos de Europa, toda la sabidura del mundo estaba encerrada

  • 26 Literatura

    en los conventos de los frailes. Ahora bien, por poco que se juzgue que pu-diese saber un guardin del Convento de Valladolid de la pobre provincia de Yucatn en el tiempo de que vamos hablando, siempre era, sin duda, suficiente para las circunstancias de su alumno. Adase a esto que fray Hernando no haba contado para educarse con los pobres elementos de la provincia. Se haba formado en Espaa, en la clebre Universidad de Sala-manca, y haba venido a Yucatn por los aos de 1680, en una de tantas remisiones de frailes, que no sabemos si para bien o para mal de la colonia, nos enviaba de cuando en cuando el catlico celo de los monarcas espaoles.

    Leonel aprovech prodigiosamente las lecciones del franciscano y en pocos aos aprendi filosofa, historia, matemtica, teologa y cnones, es decir, todo lo que saba y pudo ensearle su maestro.

    Fray Hernando profesaba a su discpulo todo ese amor dulce y tran-quilo que los ancianos clibes, privados de los placeres de la paternidad, suelen concebir por los nios y adolescentes, con quienes se ponen en contacto. Mas no se crea que fray Hernando era lo que en rigor se llama un anciano: apenas contaba de cuarenta a cuarenta y cinco aos, aunque slo aparentaba treinta y cinco, gracias a la buena vida que se daba en el convento. A pesar del afecto que su paternidad profesaba a los dueos de la casa, muchas veces se iba sin saludar a los seores encomenderos; tal era la prisa que se daba para principiar sus lecciones al llegar, y tal sola ser de avanzada la hora en que se retiraba. Es verdad que se haban suscitado algunas serias desavenencias entre el discpulo y el maestro durante el estu-dio de la teologa, merced a ciertas disputas que promova atrevidamente el espritu algo libre del primero y que slo poda resolver con una mirada severa la inquebrantable ortodoxia del segundo. Pero estas eran nubes li-geras que slo empaaban por momentos la armona natural que reinaba entre dos inteligencias que se comprendan y estimaban.

    Gracias a esta aplicacin del bastardo, cuando Berenguela cumpli ocho aos Leonel declar que l solo se encargara de la educacin de la nia. Don Gonzalo y doa Blanca suscitaron algunas dificultades, no porque desconfiasen de la idoneidad del maestro, sino porque estaba de moda en aquel tiempo dejar en la ignorancia al bello sexo, as como ahora se ha hecho de moda declamar a favor de su educacin. Pero despus de un acalorado debate, como se dice hasta en las actas de pronunciamiento donde nunca se discute nada, debate en que Leonel vindic los derechos de la mujer con el calor y la inteligencia de un Severo Catilina, los seores encomenderos se dejaron persuadir por aquel acento irresistible y la instruc-

  • El filibustero 27

    Berenguela, linda nia de trece primaveras, de talle esbelto, de cabello y ojos negros, de more-no cutis, de frescas mejillas, de boca preciosa,

    de sonrisa angelical y de mirada divina...

  • 28 Literatura

    cin de Berenguela fue confiada a un pedagogo de trece aos, su compaero de juego.

    Y sea que la discpula poseyese altas cualidades intelectuales, sea que el maestro tuviese un mtodo superior a las teoras de Rousseau, sea, en fin, que tuviese algn atractivo mayor que el de un maestro vulgar, lo cierto es que Berenguela aprovech portentosamente las lecciones de Leonel, como ste haba aprovechado las de fray Hernando. El maestro estaba encantado de la discpula y la discpula del maestro. Jams se vio igual armona entre la severa mirada del que ensea y la impaciente actitud del que aprende.

    En los primeros aos de estudio ocurri el bautizo de la casa de campo, de que hemos prometido informar a nuestros lectores.

    Se trataba de escribir a una amiga, residente en la villa, que deseaba juz-gar por s misma los progresos de Berenguela. La nia apenas haba trazado algunas letras en el papel cuando arroj la pluma sobre la mesa con un mo-vimiento de mortal disgusto.

    Cmo! exclam Leonel con una sonrisa que contrastaba agradable-mente con el sentido de sus palabras. Te atreves a arrojar as la pluma delante de tu maestro a quien debes respeto y obediencia!

    La nia hizo un gesto desdeoso, de lo ms hechicero del mundo: Oh! respondi Si mi maestro supiera lo que debe saber, ya me habra

    enseado cmo debe escribirse el horrible nombre de esta casa de campo, que apenas acierto a pronunciar todava. Ka

    Basta! interrumpi Leonel No quiero or ese nombre desde que has dicho que es horrible Y tienes razn esas palabras indgenas son detes-tables Llamemos a esta casa de campo cmo? cmo? Ah! Por ejemplo: el Olimpo.

    El Olimpo! Es un nombre muy lindo! Pero qu quiere decir? Ser el de algn castillo, como el de Luna, en que el rey don Alfonso el Casto mand encerrar al Conde de Saldaa por sus amores con la infanta doa Ximena, segn me has contado?

    No. El Olimpo es la mansin deliciosa en que los poetas fingieron que habitaban los dioses del paganismo.

    Idlatra! Si te oyera fray Hernando, tu maestroLe dira a mi maestro fray Hernando, que el nombre est puesto con

    todas las reglas de la analoga. Si en el Olimpo habitaban Venus y Minerva, aqu habita Berenguela que

  • El filibustero 29

    Y bien?Oh! no necesito decirte, para que lo sepas, que Berenguela vale ms

    que todas las diosas juntas. La nia se ruboriz, volvi a tomar la pluma y escribi en el papel des-

    tinado a la carta: Olimpo, 7 de abril de 1699.Leonel, que haba seguido el movimiento de la pluma, prorrumpi en

    aplausos, y desde entonces ninguno de los dos jvenes volvi a pronunciar el antiguo nombre aborigen de la casa de campo.

    Como se ve por este rasgo, Leonel tena entre sus cualidades o, si se quiere, defectos, una imaginacin ardiente, que fcilmente degener en romntica.

    Cuando don Gonzalo haba estado en Espaa a seguir un litigio, que aument considerablemente sus riquezas, haba encontrado en las libreras de Madrid las obras de Lope de Vega, de Caldern y de otros poetas del siglo de oro de la literatura espaola, gracias a que la dinasta de los Bor-bones no haba venido a introducir la moda de despreciar a los prncipes del teatro espaol, con el pretexto de que no haban seguido servilmente a los grandes modelos de la antigedad.

    Leonel se apoder de estas obras desde que pudo leerlas, y su ima-ginacin viva y ardiente encontr un alimento delicioso en su lectura. Berenguela fue el confidente de sus impresiones, como lo era de todas las que experimentaba, de manera que antes de que supiese leer, la nia ya conoca el teatro de Caldern y de Lope, al menos cuanto puede conocerle un muchacho. Con toda esa avidez con que los nios se sientan con la boca abierta alrededor de una nodriza a escuchar los cuentos de brujas y aparecidos, Berenguela se pasaba horas enteras oyendo referir a Leonel las maravillosas y caballerescas aventuras de la Hija del aire, de la gran Ceno-bia y de Garca del Castaar.

    Cuando Berenguela se hall en estado de leer, se entreg a la lectura de lo que haba odo contar, y merced a esta comunicacin de ideas, los nios empezaron a vivir en un mundo ideal, que distaba mucho del mundo real, en que por desgracia se encontraban.

    Ellos no habitaban una hacienda a las inmediaciones de Valladolid, rodeados de sucios y desnudos indios, sino en un castillo feudal, edificado sobre una roca, con sus torreones, fosos y puentes levadizos, custodiados por sus numerosos vasallos. El mismo nacimiento de Leonel, rodeado de misterios, de que no haba aprendido a ruborizarse, porque an no com-

  • 30 Literatura

    prenda su desgracia, les haba dado pbulo para entregarse a maravillosas conjeturas. Acaso se presentara una maana en la sala de armas del casti-llo un rey o prncipe desconocido, reclamando a su hijo Leonel, a quien se hubiese visto obligado a abandonar por una prediccin semejante a la que oblig al rey de Polonia a encerrar a Segismundo en una torre, vestido de pieles. En el caso de que llegase este da, Leonel haba ofrecido anticipa-damente a Berenguela su mano y su corona, y la nia haba aceptado con una sonrisa, despus de hacerse rogar un instante.

    No se crea, por lo que acabamos de decir, que Leonel perdiese vana-mente su tiempo en locas ilusiones. Haba dividido el da con tal mtodo y arreglo que si tena horas sealadas para sus pasatiempos, tambin las tena para sus trabajos, para perfeccionar sus estudios con fray Hernando y para dar lecciones a Berenguela.

    Esta ltima ocupacin era lo que ms le absorba, y ya hemos visto los grandiosos resultados que produjo esta aplicacin. Antes de los dos aos la nia lea como un doctor de Salamanca y escriba con una letra digna del mejor calgrafo del mundo. En este ramo haba hecho Berenguela los mayores progresos, porque el bribonzuelo del maestro siempre tena entre sus dedos la blanca y suave mano de su discpula, con el pretexto de que nunca llevaba la pluma con todas las reglas del arte.

    Leonel escogi en seguida entre sus conocimientos, los que crey pro-pios para la educacin de su bella alumna y se los ense con el mismo aprovechamiento. Pero al cabo de algn tiempo empez a ponerse triste y sombro. De qu dimanaba esto? El infeliz haba comprendido que la educacin del bello sexo exige imperiosamente la msica, y l no saba msica peor que esto; no se senta ni con inclinacin ni con aptitud para aprenderla. Entre los ricos dones con que la naturaleza le haba ador-nado, se haba olvidado de colocar un pedazo del talento con que Orfeo logr ablandar a las divinidades infernales para que le devolviesen a Eur-dice, su esposa.

    Leonel pens un instante en llamar a uno de los rasgadores de vihuela, que abundaban en la villa, para que diese lecciones a Berenguela. Pero apenas concibi esta idea, cuando un sentimiento hasta entonces desco-nocido oprimi por primera vez su corazn. Cmo! Un extrao haba de venir a sentarse al lado de su discpula, poner entre sus manos el arpa o la vihuela, tocar sus dedos, rozar su vestido con el de ella, hablara, mirarse en la pupila de sus negros ojos y robarle por una o dos horas diarias la compaa de Berenguela?

  • El filibustero 31

    No, por vida ma! murmur el joven al hacer esta reflexin. Yo aprender la msica para ensersela. Yo forzar a mi grosera y ruda na-turaleza a percibir y comprender las delicias de la armona, y una mirada de sus ojos, una sonrisa de sus labios recompensarn con usura todos mis trabajos.

    Y aquella voluntad indomable que no se arredraba ante ningn obst-culo, se hall en poco tiempo en disposicin de dar a su discpula algunas lecciones de msica, y los salones del Olimpo empezaron a resonar con la voz fresca y armoniosa de Berenguela. No hay qu decir que este fue el nico ramo en que la discpula aventaj considerablemente al maestro.

    ...Al ao, ya la nia lea como un Doctor de Salamanca...

    Gracias a la distribucin del tiempo, debida al espritu metdico de Leonel, los dos nios disfrutaban todos los das algunas horas tan agrada-bles, como las destinadas a su educacin. Eran las horas de la maana en que se tomaban de las manos para recorrer juntos las huertas del Olimpo y los bosques circunvecinos. La soledad del campo, la verdura de las hojas, la altura de los rboles, el silbido del viento y el silencio de la naturaleza, im-presionaban fuertemente la imaginacin de los dos nios y muchas veces caminaban una hora entera bajo la espesa bveda que se levantaba sobre sus cabezas, sin haberse dirigido una sola palabra. All era donde su poti-ca imaginacin evocaba las sombras de los pastores de Garcilaso, mientras sus labios murmuraban en voz baja los hermosos versos del gran poeta.

  • 32 Literatura

    En aquellos paseos solitarios, cuando el espritu de Leonel, cansado de recorrer los mundos imaginarios, volva la vista a su graciosa compaera, que no era menos bella por pertenecer al mundo real, se deca a s mismo que si los poetas hubiesen conocido a Berenguela, habran hecho versos ms lindos que los que a cada instante le recordaba su memoria. Entonces l, que no se encontraba con fuerzas ni con aptitud para hacer un verso digno de su compaera, nunca dejaba de encontrar una flor para adornar su hermoso cabello, ni de aprisionar alguna pudorosa tortolilla para que Berenguela tuviese el placer de devolverle la libertad.

  • El filibustero 33

    Captulo II. La primera nube

    As transcurrieron los primeros aos de la vida de Leonel y de Berenguela. Infancia dichosa, pasada lejos del bullicio de la sociedad, entre los dulces juegos de la inocencia, entre los cuidados de una educacin tan agradable y, por lo mismo, tan provechosa; entre las ilusiones de sus grandes poetas, entre los sueos de su rica imaginacin.

    Pero desgraciadamente dura muy poco aquella edad primera de la vida, en que todo sonre, en que nada aparece difcil, en que no hay una sola nube que empae el horizonte del porvenir. Los aos fueron transcurrien-do insensiblemente, hasta que lleg el de 1701, poca en que empieza nuestro relato, y en que, segn hemos dicho, Leonel tena dieciocho aos y Berenguela trece.

    Insensiblemente, tambin, todo haba cambiado en el Olimpo, sin que ninguno de sus habitantes pudiese fijar con exactitud y precisin la fecha en que el cambio haba acaecido.

    Leonel ya no daba lecciones a Berenguela. Por qu? Era difcil asignar la verdadera causa; pero en primer lugar, el maestro haba empezado a fastidiarse de que don Gonzalo o doa Blanca se apareciesen siempre a la hora de la leccin, como si quisiesen aprender tambin algo de lo que enseaba. En segundo lugar, los buenos encomenderos haban credo ad-vertir que Berenguela no haca los rpidos progresos que en otro tiempo, porque el maestro se pasaba minutos enteros en mirarse como en un es-pejo, en los hermosos ojos de aquella, y la discpula, que haba empezado a comprender estas lecciones como las de historia, se ruborizaba y bajaba la cabeza, llena de confusin. Estas dos circunstancias principales haban sido causa de que se declarase terminada la educacin de Berenguela.

    Tambin los paseos solitarios al campo se haban terminado. Por qu? Unas veces porque doa Blanca encontraba una ocupacin precisa para la nia a la hora misma del paseo. Otras, porque la nia misma experimenta-ba un embarazo, de que no poda darse cuenta al escuchar la invitacin de Leonel, y se negaba, ruborizndose, a darle la mano, como en otro tiempo, para caminar y meditar por la sombra soledad del bosque.

    Y sus sueos y sus delirios? Ah! Si Berenguela los conservaba, Leo-nel, que llegaba a la edad de la razn, haba empezado a desterrarlos. Ya no

  • 34 Literatura

    se figuraba que un gran seor se presentara un da para reclamar a su hijo y sacarle de la oscuridad en que viva. Haba comprendido, al contrario, que las sombras de su nacimiento encubran, acaso, alguna mancha, que deba influir en el porvenir de toda su vida.

    Berenguela, hija de padres nobles y ricos, cuanto podan serlo en la pro-vincia, haba de aceptar a Leonel, que no tena padres, nombre, ni riquezas? Porque es de advertir que en aquella poca, Berenguela era todo el porvenir de Leonel. Qu otra ambicin puede alimentar un corazn de dieciocho que unos ojos bellos que miren, unos labios que sonran y una voz de ngel que diga: te amo?

    Desde entonces Leonel empez a mostrarse ms serio y reflexivo que el da en que se trat de buscar un maestro de msica para su discpula. Pero l, que tena la conciencia de su propia fuerza; l, que se admiraba de que se dispensasen tantas consideraciones a ciertos nobles encomenderos, que slo se diferenciaban de los pobres indios en la blancura de su piel, se pregunt un da si el noble corazn de Berenguela no sera superior a todas estas preocupaciones para resistirlas juntamente con l.

    Era preciso averiguarlo para caminar con alguna seguridad en el porve-nir. Pero cmo? Haca tiempo que Leonel haba advertido que era objeto de una vigilancia indirecta, por cuyo motivo haca algn tiempo tambin que no se encontraba a solas con su bella amiga. El obstculo era pequeo, y el joven no se detena ante los obstculos, por grandes que fuesen.

    Una maana que doa Blanca y su hija haban salido a dar un paseo por el bosque, Leonel, en lugar de tomar su escopeta para seguirlas, como lo haca a menudo, se constituy en el cuarto de Berenguela, resuelto a esperar su regreso.

    Una hora despus la nia entraba sola en el cuarto tarareando alegremen-te una de las primeras piezas de msica que Leonel le haba enseado.

    La oportunidad era magnfica para entrar en materia, recordando el feliz abandono de los tiempos pasados. Leonel comprendi esta oportunidad, pero no acert a aprovecharla. Se content simplemente con adelantarse al encuentro de Berenguela para que notase su presencia.

    La nia le mir con sorpresa, como si no pudiese comprender la osada del que haba venido a buscarla en su propia habitacin. Sinti luego que el rubor iba a sus mejillas, y por un movimiento instintivo de pudor dio un paso hacia la puerta por donde acababa de entrar.

    Leonel le dirigi una mirada suplicante y la nia se detuvo a dos pasos de la puerta, apoyando una de sus manos sobre una mesa de caoba. Era que

  • El filibustero 35

    senta latir precipitadamente su corazn y tema caer sin fuerzas en medio del aposento.

    El joven comprendi, entonces, que haba llegado el momento de ha-blar. Pero antes de exponer francamente su situacin, como haba imagi-nado, para interrogar a Berenguela sobre sus sentimientos, comprendi que para tener ese derecho, era necesario contar previamente con su amor.

    Y Berenguela le amaba, por ventura? Cundo lo haba dicho ella? Cundo le haba preguntado l?

    Nuevo obstculo que aument el embarazo de Leonel y que le hizo arrepentirse un instante del paso que acababa de dar. El pobre loco haba venido confiado en ese amor de dos corazones inocentes, que se compren-de y se siente, pero que nunca se dice. Ahora, a la presencia de la bella nia, comprendi que sta poda recibir sus reflexiones con un encogi-miento de hombros o con una carcajada, y que l tendra entonces que retirarse con la conciencia de haber desempeado un ridculo papel.

    Esas reflexiones lo hacan palidecer y ruborizarse sucesivamente, cuan-do un movimiento de Berenguela le volvi de su enajenamiento.

    Oh! exclam el joven. No te vayas, te lo suplico. Quiero tengo que comunicarte un secreto.

    Berenguela baj la cabeza, para huir la mirada de su amigo, porque senta que se aumentaban los precipitados latidos de su corazn.

    Pero antes continu Leonel, necesito hablarte de un recuerdo de nuestra infancia, que acaso habrs olvidado ya. Eras tan nia!

    Y empez a acercarse insensiblemente a Berenguela con la secreta ale-gra de no tener que resistir su mirada para lo que iba a decir. En seguida, con el placer del recluta bisoo que toma un recodo para llegar lo ms tarde posible al campo de batalla, prosigui de esta manera:

    Apenas tenas cinco aos. Acabbamos de comer bajo uno de los r-boles de la huerta, cuando tus padres nos revelaron por primera vez mi orfandad y el modo conque haba sido expuesto a sus puertas.

    T te volviste hacia m, y mirndome con tus ojos arrasados de lgri-mas me dijiste:

    Oyes eso, Leonel? Dice pap que no somos hermanos. Yo no acert a responderte, porque sent oprimido de tristeza mi corazn. Pero no te d cuidado continuaste t. Cuando seamos grandes, nos casaremos para no separarnos nunca.

  • 36 Literatura

    Un vivsimo encarnado cubri las mejillas de Berenguela, y aunque hizo un movimiento para escaparse, la detuvo la persuasin de que no habra tenido fuerzas para llegar a la pieza inmediata.

    Leonel, que pareca adivinar estas impresiones en la actitud de la nia, cobr nuevo valor y prosigui:

    Tu padre solt una alegre carcajada al escuchar tus palabras; pero doa Blanca! Oh; estoy seguro que no se ri. Antes creo que te dirigi una mirada severa, luego te tom de la mano y salieron ambas de la huerta.

    Leonel call al terminar estas palabras, dicindose a s mismo que aquella era la segunda ocasin magnfica que se le presentaba de entrar en materia, y que sin duda deba ser muy cobarde cuando no la aprovechaba. Y la actitud de Berenguela, que permaneca inmvil, aunque ruborosa y embarazada, deba darle valor. Pero el pobre loco continu andndose por las ramas:

    Si doa Blanca no fuera mi bienhechora te dira que es muy Pero por qu hablar de doa Blanca, cuando podemos hablar de nosotros de ti, que cuando eras nia, no fue esa la nica vez que me tendiste tu mano, dicindome tan bellas palabras? No te acuerdas que cuando soba-mos con nuestros poetas favoritos, t te dignabas amarme, aun cuando fueses una reina?

    Al terminar estas palabras, Leonel cay de rodillas, se apoder sin obs-tculo de la mano de la nia, y sinti que por primera vez, el contacto de aquella piel suave y perfumada llegaba hasta su corazn con una emocin extraordinaria.

    Por qu, dijo entonces con voz apagada; por qu hace tres aos tres aos terribles que esas dulces palabras no llegan a mis odos?

    Y como Berenguela presa de una emocin poderosa, tardase en res-ponder, Leonel crey que tal vez el fuego de sus labios lograra animar la frialdad de aquella estatua, y se atrevi a levantar la mano de la nia a la altura de su boca.

    En aquel momento se oy un ruido en la pieza inmediata y doa Blanca apareci en el umbral de la puerta.

    Berenguela sinti, ms bien que vio, aquella aparicin, y confusa y avergonzada, sin comprender muy bien su delito, temi un instante mo-rir all de vergenza; pero la misma inminencia del peligro, le prest una fuerza de que se crea incapaz y huy por la puerta ms inmediata.

    Leonel era demasiado orgulloso para huir. Se levant con desembara-zo y se volvi hacia doa Blanca, resuelto a resistir su clera, aunque se

  • El filibustero 37

    admiraba de no haberla odo estallar todava. Pero cul fue su asombro cuando encontr a la pobre seora, plida como un papel, y apoyada en el dintel de la puerta!

    Se adelantaba ya a ella para socorrerla, cuando doa Blanca, introdu-ciendo la cabeza en la pieza inmediata, exclam:

    Gonzalo! Gonzalo!El viejo encomendero se present en el aposento.Mis temores se han cumplido, antes de lo que esperabas le dijo

    doa Blanca. He encontrado a ese loco a los pies de Berenguela aqu en la habitacin misma de mi hija.

    Leonel vio brillar en los ojos del encomendero el rayo de clera que se haba admirado de no encontrar en los de doa Blanca. Era induda-ble que aquella tempestad iba a estallar al instante. Y el joven se alegr interiormente, porque la lucha era su elemento.

    Leonel le dijo el anciano; desde este momento vas a dejar de ha-bitar en el Olimpo.

    Seor, respondi el mancebo; conozco que he abusado bastante de vuestras bondades, permaneciendo dieciocho aos en esta casa y co-miendo en ella vuestro pan sin retribucin alguna de mi parte.

    Insensato! Soy un nio para que me hables de esa manera?No os comprendo.Pues bien, ya que lo quieres or, yelo. Si mis bondades se han ex-

    tendido hasta a quererte como a hijo y a darte el pan durante dieciocho aos, como has dicho, no se extendern hasta dar la mano de mi hija a un hombre, cuyo nombre no conozco.

    Y si le conocierais algn da?Don Gonzalo mir al joven con una sonrisa irnica. Doa Blanca se ha-

    ba ya repuesto de su primera emocin; sin embargo, Leonel crey advertir que volva a demudarse.

    Si conocieseis algn da mi nombre repiti el mancebo por ejemplo, dentro de cinco o seis aos Berenguela es una nia todava promete-rais esperar hasta entonces para concederme su mano?

    Y qu vas a hacer en esos cinco o seis aos? pregunt doa Blanca entre irnica y conmovida. Vas, acaso, a escalar el cielo, para preguntar a Dios el nombre de tus padres?

  • 38 Literatura

    No es el nombre de mis padres el que voy a buscar en ese tiempo, pues-to que cuando mis padres me lo negaron, es que no me creyeron digno de llevarle. Voy a buscar, seora, el nombre que satisface ms al justo orgullo del hombre. Voy a buscar el nombre que se forma por los propios mritos, no el que se toma prestado de los ajenos.

    Bravo! exclam don Gonzalo, dudando si deba rerse o admirarse de la naturalidad nada afectada con que Leonel pronunciaba estas palabras. Slo te advierto que en la pobre provincia de Yucatn, no podrs encontrar un nombre que te haga digno de la mano de Berenguela.

    He mirado en derredor de m y me he encontrado estrecho en la pobre provincia de Yucatn. He puesto la mano sobre mi corazn y me he credo con las fuerzas suficientes para adquirirme un nombre en la Corte de Felipe V, que acaba de ser exaltado al trono de Espaa.

    Pero para adquirirte ese nombre, necesitas saber siquiera quin eres. Cuando Antonio de Leyva tena dieciocho aos, como yo, nadie saba

    quin era; y sin embargo un da lleg a general y gan a Francisco I la batalla de Pava.

    El cardenal Jimnez de Cisneros era un oscuro franciscano, y no slo lleg a gozar de la privanza de Fernando y de Isabel, sino que gobern algn tiempo solo la Espaa.

    Mientras que los labios del anciano encomendero se contraan para ex-presar una nueva sonrisa de irona, Leonel crey ver cruzar un rayo de inte-rs por los ojos de doa Blanca, seguido de una lgrima que se desprendi de sus prpados. El pobre joven se hizo la ilusin de que la noble seora le comprenda, y acercndose a ella y tomando una de sus manos, en que im-primi un beso respetuoso:

    Seora le dijo; veo que a pesar del orgullo de vuestra sangre, mi amor ha conmovido la ternura de vuestro corazn. Persuadid a mi bienhechor a que espere cuatro aos solamente. Yo no exijo que deis a Berenguela un esposo sin nombre, y si en esos cuatro aos no me he adquirido uno, dad su mano a quien queris siempre me quedar el recurso de morir.

    Lo que exiges, Leonel, es imposible respondi doa Blanca, cam-biando una mirada con su esposo. Ya la mano de Berenguela est com-prometida a un ilustre caballero.

    Prometida la mano de Berenguela! exclam Leonel, plido de asombro. Y empeada nuestra palabra aadi el encomendero, devolviendo su

    mirada a doa Blanca.

  • El filibustero 39

    ...Al terminar estas palabras, Leonel cay de rodillas, se apoder sin obstculo de la mano de Berenguela, y sinti que por primera vez...

  • 40 Literatura

    El nombre de ese ilustre caballero? pregunt Leonel con acento tembloroso.

    Demasiado he condescendido en escucharte respondi con altanera don Gonzalo para que crea necesario responderte.

    Reside, siquiera, en la villa? continu, imperturbable, el joven.S, por desgracia tuya.Est bien. Muy pronto sabr su nombre. Y volviendo las espaldas con indiferencias y tranquilidad, Leonel dio

    algunos pasos hacia la puerta por donde haba salido Berenguela.Creo que este loco nos amenaza! exclam, colrico don Gonzalo.A vosotros respondi Leonel, volvindose; a vosotros que sois mis

    padres mis bienhechores, de ninguna manera; a otro, quiz. Don Gonzalo iba a replicar cuando se oyeron pasos en un corredor

    inmediato y la puerta se abri para dar paso a fray Hernando, el guardin del Convento de Valladolid.

    Llega a tiempo vuestra paternidad le dijo el anciano encomende-ro. Recibirais un donado en vuestro convento? aadi, lanzando sobre Leonel una mirada rpida, mezclada de burla y de irona.

    El joven dio un paso hacia el encomendero para protestar contra aque-lla medida. El servir de lacayo! Encerrarse en un convento, donde la falta de aire le ahogara sepultar bajo la capucha de un franciscano su amor, su ambicin y sus esperanzas!

    Leonel abra ya los labios para rebelarse y reclamar la libertad del bas-tardo, que si no tiene nombre ni fortuna, nadie tiene, en cambio, el dere-cho de sujetarle, cuando record que el hombre a quien se deca prome-tida Berenguela, resida en la misma villa en que se levantaban los muros del convento de fray Hernando. Entonces se dijo a s mismo, para acallar los latidos de su orgullo, que admitiendo momentneamente el asilo del convento, no ceda a una orden impuesta por quien no tena derechos sobre l, sino que se iba a colocar de centinela en un punto avanzado para observar las operaciones del enemigo y salir sin dilacin a su encuentro.

    Todas estas reflexiones fueron hechas con la rapidez de pensamiento que caracterizaba el espritu del joven, de manera que cuando el fran-ciscano se volvi hacia l, lleno de asombro por aquel cambio repentino ocurrido en el Olimpo, Leonel le mir tranquilamente y le dijo:

    La misma pregunta iba a haceros, padre mo, no os causara embara-zo tener un donado ms en vuestro convento?

  • El filibustero 41

    Y seras t ese donado? pregunt el guardin, que an no acababa de salir de su estupor.

    Algo menos que eso, o algo ms, si os parece, Con tal que no me exi-jis vestir el ropn azul de la orden, tocar el rgano del convento en las festividades, completar mi instruccin en vuestra librera permanece-r, en fin, a vuestro lado hasta que determinemos otra cosa.

    Un rayo de triunfo pasajero brill en las pupilas de don Gonzalo. Espero dijo que no se ahogar en su celda el que se cree estrecho en

    la pobre provincia de Yucatn. Leonel hizo un esfuerzo sobre s mismo para permanecer tranquilo. El buzo renuncia al aire respondi y baja a las profundidades del

    ocano para arrancarle los tesoros que esconde en su seno. Yo estoy avaro de un rico tesoro y renuncio al aire para encontrarle.

    Mientras se cruzaban estas palabras entre el joven y el anciano, doa Blanca haba llamado al guardin con una mirada, y despus de deslizar algunas palabras en su odo, fray Hernando haba dirigido una mirada de expresin indefinible al mancebo.

    Entonces se acerc a l y tomndole de la mano: Vamos! le dijo con voz breve e imperiosa. Leonel le mir asombrado, porque esta era la primera vez que le ha-

    blaba de aquella manera. Pero le sac de su distraccin la voz de don Gonzalo, que deca:

    Llevoslo, padre y, sobre todo, cuidadle bien para que no le den ten-taciones de presentarse otra vez en el Olimpo.

  • El filibustero 43

    Captulo III. Don Fernando Hiplito de Osorno

    Leonel pas los primeros das en el convento entregado a una angustia mortal. El nico fin con que haba consentido en su encierro, era con el de buscar al hombre que osaba disputarle el amor de Berenguela. Pero cmo hallar a este dichoso mortal, a quien se crea digno de la hermosa nia, si hasta su nombre le era desconocido?

    Despus de devanarse intilmente los sesos para encontrar la resolu-cin de este problema, Leonel tuvo que conformarse con un medio, que aunque bastante tardo, no por eso dejara de dar algn da resultado se-guro.

    Desde el momento en que, segn la costumbre diaria, las puertas de la iglesia del convento se abran antes de romper el alba, el joven se cons-titua en un rincn, oa sin atencin todas las misas de los frailes y asista con impaciencia a todos los oficios, hasta que entraba en el templo alguno de los numerosos sirvientes del Olimpo, lo que raras veces dejaba de su-ceder. Entonces se sala recatadamente, esperaba en el atrio al sirviente, y en el momento en que ste salvaba el umbral de la puerta, le llamaba con una seal y le haca algunas preguntas que casi siempre eran las mismas.

    Ha estado algn caballero extrao en el Olimpo?Ninguno.Qu hacen los seores encomenderos y su bella nia?Los seores encomenderos rezan y pasean como siempre; la nia

    siempre tiene lgrimas en los ojos, su arpa y sus canciones tienen una me-loda muy triste y cada da come menos.

    Leonel haca un gesto de inteligencia y despeda al criado con estas palabras: No digas a nadie que nos hemos visto. No tengis cuidado! se nos ha prohibido que os hablemos. Leonel se retiraba entonces a la pequea biblioteca del convento y se

    pasaba el resto del da sobre un grueso volumen forrado en pergamino. Lea? S, merced al dominio que ejerca sobre s mismo, se haba di-

    cho que era una locura entregarse a una inaccin dolorosa y que, como el

  • 44 Literatura

    soldado detenido en el cuerpo de guardia mientras se llega el momento de obrar, bien poda ocupar el tiempo con utilidad para matar su impacien-cia, que de lo contrario le hubiera devorado.

    Y sostenido por esta mxima saludable, Leonel fortificaba ms de da en da su espritu con la lectura de aquellos libros nada vulgares, que el tino y los conocimientos de fray Hernando haban reunido en aquel lugar.

    As pasaba el joven su vida en el convento, y aunque estaba muy lejos de creerse feliz, no derramaba una sola lgrima, no mostraba a nadie su dolor y pareca ocultrselo as mismo.

    Una maana, despus de haber hablado en el atrio con un anciano sirviente del Olimpo, en lugar de subir a la biblioteca, entr en el cuartito que llamaba su celda, cerr cuidadosamente la puerta y sac de su pecho un papel.

    Una expresin de alegra brillaba en todo su semblante; su corazn lata con violencia; sus manos temblaban al romper el papel alrededor del lacre que lo cerraba. Era que recordaba estas palabras con que el anciano lo ha-ba puesto en sus manos: La nia me ha dado esto para vos.

    Una carta de Berenguela! Un papel por donde se haban deslizado sus finos y rosados dedos. Unos caracteres negros y fros, pero trazados por ella para comunicarle sus pensamientos, para conversar con l con l, que haca un mes haba vivido sin verla, sin orla, sin hablarle!

    Oh! Cmo bendijo el momento en que haba tenido la feliz inspira-cin de ensearle a escribir! Sin este pensamiento que haba parecido leer en el porvenir, el anciano encomendero, resguardado en su rutina y en sus preocupaciones, la habra dejado ignorarlo todo, y el pobre Leonel, el hurfano desterrado de su presencia, no hubiera visto sus lgrimas, ni odo sus sollozos

    El joven cay en una silla anonadado de felicidad, pas una mano por su frente humedecida por el sudor de su emocin y ley:

    Leonel amigo mo! Ayer me dijo mam que me preparase a re-cibir a un ilustre caballero espaol, a quien estaba prometida mi mano. Lo entiendes bien, Leonel? prometida mi mano, sin consultarme, sin! Me dej tan aterrada esta noticia que no acert a pronunciar una palabra Pero hoy ha sido diferente: he abrazado a pap y a mam y les he dicho que todava me crea muy joven para casarme. Mi padre se ha enternecido con mis lgrimas y aun creo que ha vacilado un instante. Pero mi madre oh! cualquiera dira que tiene prisa para casarme

  • El filibustero 45

    me ha devuelto mi abrazo, sonrindose, y me ha dicho: Eres una loca. Ya mudars de opinin cuando veas a don Fernando Hiplito de Osorno es un apuesto caballero y un esposo que todas las mujeres te envidiaran. Despus, Leonel, he odo decir que goza de una influencia poderosa en el pas pero eso, qu me importa? No le conozco, no deseo conocerle. Encerrada desde que nac con mis padres, contigo, con mis flores, con nuestros sueos, nunca he sabido ni deseado saber lo que pasa fuera del Olimpo Leonel, slvame! t eres mi nico amigo!

    Cuando Leonel concluy la lectura de esta carta la expresin de su semblante haba cambiado completamente, no porque se hubiese puesto triste, sombro o colrico; sino porque a una alegra haba sucedido otra: a la dulce dicha de recibir el primer billete de amor, haba sucedido el feroz placer del que encuentra a un enemigo de quien tiene necesidades de vengarse.

    Por fin, aquel nombre aborrecido se le revelaba! Es verdad que despus de reflexionar un instante, advirti que se hallaba casi en el mismo esta-do de ignorancia que Berenguela. Encerrado, como ella, en el Olimpo, teniendo demasiada felicidad en su recinto para pensar en lo de afuera: sepultado luego en el convento, ocupado nicamente en estudiar y en atis-bar a los criados del Olimpo, no saba ms que don Fernando Hiplito de Osorno era, haca un ao, teniente de gobernador y alcalde de primer voto de la villa, es decir, la primera autoridad de Valladolid; pero no le conoca. Ignoraba si la influencia que disfrutaba era debida a sus buenas acciones o al miedo que inspiraba su posicin. Pero al fin y al cabo, qu importaba todo esto? Saba su nombre y dentro de una hora poda hallarse en su presencia. El primer fraile con quien topase en el claustro iba a decirle su casa, y slo necesitaba la ligereza de sus pies para llegar a ella.

    Leonel tom su sombrero, abri la puerta de su cuarto y apenas haba dado algunos pasos en un corredor, cuando se encontr enfrente de un joven donado, de gallarda estatura, de ojos azules muy vivos y de hermo-sos cabellos rubios, lastimosamente trozados por el formidable cerquillo de la orden. Tena tal aspecto de pilluelo en todos sus movimientos y tal vivacidad en su fisonoma, que era fcil conocer a la primera ojeada que no haba nacido para secarse entre las paredes de un convento ni para do-blegarse bajo el peso de una capucha. Leonel comprendi que el cielo se lo enviaba, pues era de seguro el mejor gua que pudiese encontrar.

    Amigo mo le dijo; vos, que con vuestra cualidad de donado, re-corris diariamente las calles de la villa podrais decirme dnde vive la persona de que voy a hablaros?

  • 46 Literatura

    Preguntad hermano; preguntad respondi alegremente el donado. Oh!, y perdonad aadi en voz baja; perdonad que os hable en lengua-je frailesco, porque si el padre guardin me oyese hablar de otra manera, era capaz de sentenciarme una docena de silicios y una gruesa de azotes. Comprendis vos que el sacarse sangre del cuerpo, es decir, la sangre que Dios nos ha dado, pueda contribuir a la salvacin del alma? Yo si he de deciros francamente mi opinin

    Mi querido amigo interrumpi Leonel para cortar aquel torrente de palabras; el nombre de hermano es muy dulce y me agrada orlo de los labios de todo el mundo.

    Oh! si eso es as Pero hablad, hablad! Parece que estis de prisaSabis dnde vive don Fernando Hiplito de Osorno?Y Leonel, que por primera vez pronunciaba este nombre, crey advertir

    que sala tembloroso de su garganta.Toma! respondi el donado. Quin no sabe eso en la villa? Luego le conocis? El donado mir lleno de asombro a su interlocutor, con el aire de un

    hombre a quien se pregunta si ha visto las paredes de su casa. Oh! prosigui Leonel si le conocis, dadme sus seas, para que no

    se me escape, si lo encuentro en la calle. Figuraos a un hombre de treinta a treinta y cinco aosCasi un viejo interrumpi Leonel, sonriendo con satisfaccin. Casi un viejo! exclam el donado. Os aseguro que apenas le veis,

    mudaris de opinin. Tiene la presencia ms gallarda que he visto: con su semblante plido, sus grandes ojos garzos y su estatura igual a la vues-tra, aunque es un poco ms delgado. Tiene las maneras distinguidas de un caballero y las muchachas de la villa estn locas con l.

    A la conclusin de estas palabras, Leonel haba cambiado su sonrisa por una palidez ms notable de lo que le convena.

    Las muchachas de la villa locas con l! exclam sin saber lo que de-ca, y dejando vislumbrar en sus ojos un relmpago de odio.

    Calle! Cualquiera dira que eso os incomoda. A m! y por qu? pero, una palabra ms: dnde vive?Al lado de don Gregorio de Anaya, frente aPerdonad! Eso es lo mismo que decirme que vive en su casa, porque

    como yo no conozco a nadie en la villa

  • El filibustero 47

    Pues bien. Id a la plaza principal, tomad la calle de San Juan y a la segunda esquina, una casa de zagun, a la izquierda

    Gracias! exclam Leonel, dando un paso para alejarse.Una palabra dijo el donado, detenindole familiarmente por el bra-

    zo. O yo soy un topo, o vos aborrecis a don FernandoAdis! grit Leonel a cuatro pasos de distancia, tal era la prisa que

    se daba para alejarse. Oh! exclam el tenaz donado. Yo slo os lo preguntaba para ad-

    vertiros que si le aborrecis, tendris de vuestra parte a la mitad de la villa, que tiene buenos deseos de concluir con l.

    Leonel no slo se detuvo esta vez, sino que volvi de prisa a reunirse con el donado.

    Es decir, que ese hombre ser muy malo algunos de esos hambrientos adlteres que acompaan a los gobernadores y que le ayudan a empobrecer la provincia en unin de los frailes y de los encomenderos

    El donado movi la cabeza en ademn negativo. Decs que tiene muchos enemigos aadi Leonel. S. Los enemigos ms ruines, los que excita la envidia; los que aborrecen

    al bueno, porque no se sienten capaces de serlo, o porque les ha sentado la vara de la justicia.

    Es decir, que don FernandoEn dos palabras lo comprenderis todo. Don Fernando es un caballero

    espaol de ilustre nacimiento, que no se parece a otros muchos nobles, que tienen ms vanidad en el corazn que sesos en la mollera. No crey deshon-rar el lustre de su casa, con venir a ejercer el comercio en Amrica y ya se re-tiraba a Espaa con veintids mil pesos, honradamente ganados, cuando el ao de 1700 se encontr en Veracruz con el Ilustrsimo seor don fray Pedro de los Reyes Ros de la Madrid, que vena a tomar posesin del obispado de esta provincia. Se haban conocido en Espaa, renovaron sus relaciones, el obispo le invit a seguirle a Yucatn y en el mes siguiente ambos amigos se hallaban en Mrida. don Martn de Urza y Arismendi, el gobernador y ca-pitn general, se prend tanto de sus buenas cualidades que no necesit ms que de una ligera insinuacin del obispo para conferirle la tenencia de esta villa, don Fernando entr a desempear su destino, arrebatando el corazn de todos los vecinos de la villa.

    Dnde estn, entonces, sus enemigos? interrumpi Leonel con im-paciencia.

  • 48 Literatura

    No tardaron en presentarse respondi el donado; y os los voy a enu-merar por orden. En primer lugar el gobernador

    Don Martn de Urza!Don Martn de Urza, que lo elev al principio. Cometera algn desaguisado don Fernando.Vais a juzgarlo por vos mismo. Cuando ces actividades hace algunos

    meses la encomienda de Pixoy, se opuso a ella don Rodrigo de Alcocer, des-cendiente de los primeros conquistadores, pero pobre como Job.

    Le conozco perfectamente interrumpi Leonel.El gobernador hizo a don Pedro Alcayaga, criatura suya, que se opusie-

    se a la misma encomienda, sin tener ms derecho a ella que el preste Juan, porque es forastero.

    Pero esperaban que Alcocer se retirara del litigio, por falta de dinero para seguirlo, y Alcayaga hablaba ya de anticipacin de su triunfo. Mas cul fue su sorpresa cuando vieron a Alcocer seguir tenazmente el litigio, derramando a manos llenas el oro! Alcayaga jur buscar al que cumpla con su contrario una de las obras de misericordia, para vengarse cruelmen-te y no tard en encontrarle. Una maana compr a un pillo de Valladolid por dos libras de cacao y dos pesos en plata, un papel que se le haba cado a Alcocer jugando trucos, al sacar del bolsillo su cigarrera. Este papel era una carta en que don Fernando le deca al pobre seor que si no le ha-ban bastado los cuatro mil pesos que le haba dado para seguir el litigio, poda disponer de otra cantidad que le haba aprontado en Mrida. Dos das despus saba ya el gobernador quin era el que haca la guerra a su protegido, dando dinero a Alcocer, y he aqu el origen de la enemistad de don Martn.

    Con que don Fernando es caritativo, como un san Francisco? Justo! preguntdselo a todos los pobres de la villa. Pero pasemos a

    su segundo enemigo. Conocis a don Miguel Ruiz de Ayuso?S, el alfrez mayor de la villa, que tambin tiene sus influencias. Y muy poderosas! Pero vamos al caso. Ayuso visitaba a una seora prin-

    cipal, cuyos favores gozaba aadi el donado con los ojos brillantes de envidia

    Y a quien no me nombraris interrumpi Leonel para no tener que confesar ese pecado maana.

    Tenis razn. Voe scandalum, como dice la escritura.

  • El filibustero 49

    Adelante!Ayuso, al entrar una noche en casa de su diosa, se encontr en ella con

    don Fernando, a quien la dama sonrea, como es natural que sonrean las damas al que es a la vez rico, noble, gallardo y generoso.

    Leonel sinti subrsele la sangre a la cara, porque crea ya ver al noble don Fernando gozar de la sonrisa de una mujer que l solo haba gozado hasta entonces.

    Bueno! exclam lo que me contis se parece a una comedia de capa y espada, porque supongo que Ayuso desnudara su acero, pidiendo venganza.

    Lo que os cuento es la historia verdadera de un pobre diablo, como Ayuso, que en vez de sacar la espada, sali con el rabo entre piernas, por-que ya desde entonces saba que don Fernando era un valiente caballero.

    Vive Dios! exclam Leonel, plido de indignacin que aunque no sea yo el ofendido, me avergenzo de que ese indigno alfrez no se haya vengado.

    Ayuso s se veng; pero como se venga un corchete. Arm una noche con garrotes a siete pillos y le cayeron a don Fernando cuando pasaba a caballo por una calle solitaria. El noble caballero no hizo ms que requerir sus pistolas, y Ayuso y los suyos corrieron como una bandada de aves, espantadas por las pisadas de un cazador.

    Oh! os suplico que callis, porque esa relacin me sonroja. El donado se hizo el sueco y continu imperturbable: Los enemigos de Osorno se indignaron como vos y empezaron a azu-

    zar al capitn general, que no se hizo rogar mucho tiempo y mand quitar sus empleos a don Fernando, a pesar de la poderosa mediacin del obispo. Cuando don Fernando lo supo, se visti de capa negra y vara larga, se despoj de sus insignias militares y pas al saln del Cabildo, donde ya le esperaban triunfantes sus enemigos juntamente con don Francisco Sols, a quien deba entregar la vara de teniente gobernador. El secretario del Cabildo ley en plena sesin el derecho de despojo, lanzado por el capitn general, y cuando hubo concluido, don Fernando, sin alterarse, entreg en manos de Sols su vara de teniente; pero se neg a despojarse de su empleo de alcalde de primer voto, alegando que teniendo aquel destino por eleccin misma del Ayuntamiento de que era presidente, creera hacer un agravio al mismo cuerpo, obedeciendo de plano el decreto de despojo. Tan digna y prudente conducta hizo enmudecer al Cabildo y a todos los

  • 50 Literatura

    circunstantes, pero cierto caballero montas alz la voz en medio del silencio que reinaba en el saln y dijo: No se le manda ms que obedezca lo que ordena el gobernador. Don Fernando sinti subrsele la sangre a la cara a este ataque indirecto, levant la mano y dio tan terrible bofetada al montas que le derrib cuan largo era a los pies del secretario.

    Y el montas sacara al instante la espada y se armara entre los dos un sangriento combate en el mismo saln del Cabildo

    Dale! exclam el donado. Vos no veis en derredor vuestro ms que hroes de Lope y de Caldern y he ah un defecto de que os aconsejo que os corrijis. El montas se qued con su bofetada, como Ayuso con el desaire de su dama, y tanta lea han puesto ambos al fuego que arde en el pecho de don Martn de Urza, que todos estn admirados de que no haya ardido la hoguera que debe achicharrar a don Fernando.

    Espero que ahora habris agotado vuestra provisin de noticias.A no ser queGracias, amigo mo interrumpi Leonel. Voy a buscar a ese don

    Fernando Hiplito de Osorno a quien odia medio Valladolid, y de quien espero dar mejor cuenta que Ayuso y el montas.

    Tened cuidado! Ese gallardo y digno caballero es ms valiente que todos los doce pares de Francia.

    Leonel no oy muy bien estas palabras, porque cuando el donado las acab de pronunciar en el claustro, ya aqul estaba en la calle, a cuarenta pasos de la puerta del convento.

    Algunos minutos despus, el joven llegaba a la casa de don Fernando y pasaba el umbral de la puerta. Un caballero sentado en una silla de brazos reclinada hacia la pared, lea atentamente un libro que tena en la mano. Leonel no necesit preguntar quin era. El retrato que le haba hecho el donado era tan parecido al hombre que tena delante, que se dirigi a l sin vacilar:

    Caballero le dijo, sentndose en la silla que le designaba con los ojos don Fernando, perdonad que interrumpa vuestra lectura por un asunto, importante para m, pero acaso desagradable para vos.

    Leonel senta que su voz temblaba al pronunciar estas palabras y se indignaba contra s mismo, temeroso de que se atribuyese a miedo la emo-cin mezclada de placer y de clera, que experimentaba frente al enemigo.

    He sabido esta maana continu al cabo de un instante que don Gonzalo de Villagmez os ha ofrecido la mano de su hija.

  • El filibustero 51

    Encantadora nia! exclam con entusiasmo don Fernando. Be-renguela! La conocis?

    He vivido a su lado en el Olimpo desde que naci. Vos!... no recuerdo haberos visto esta maana. Habis estado en el Olimpo? pregunt Leonel, alzando la voz sin

    advertirlo. Hoy, como os he dicho, por primera vez. Pero a propsito vos

    que tenis motivos para conocerla mejor que yo, podrais decirme la cau-sa de su sufrimiento? Delante de m no ha derramado una lgrima; pero he conocido en sus ojos que las ha derramado con abundancia. Confieso que es la primera vez que he visto tan marcada la huella del dolor en el semblante de una nia.

    Don Fernando crey ver brillar un rayo de satisfaccin en las pupilas de Leonel y empez a mirarle con mayor atencin.

    Caballero respondi el joven, precisamente he venido a explicaros el origen de esas lgrimas.

    Hablad dijo don Fernando, sin apartar la vista de los ojos de Leonel. Berenguela repuso ste, sosteniendo aquella mirada sin ningn es-

    fuerzo; Berenguela ha necesitado de todo el poder de su voluntad para no llorar en vuestra presencia, porque slo os reciba, violentada por sus padres.

    Adivino ya lo que vais a decirme. Berenguela, a pesar de ser tan nia, ha conocido el amor antes de verme. Alguien anduvo ms ligero que yo y se le present primero.

    Dios le present, caballero y le coloc en tal situacin, que le hubiera sido preciso ser insensible para dejar de amarla.

    Y al pronunciar estas palabras, las mejillas de Leonel se tieron de un ligero encarnado que no se escap a la perspicaz vista de don Fernando.

    Sois demasiado joven dijo ste entonces para que podis continuar hablando del mismo modo. Habis vendido vuestro secreto, antes, quiz, de lo que os convena.

    No le he vendido, caballero, puesto que, como os he dicho con an-ticipacin, he venido a explicaros la causa de las lgrimas de Berenguela.

    Para suplicarme, acaso, que me retire? pregunt don Fernando, mi-rando al joven con cierta sonrisa maliciosa.

  • 52 Literatura

    He credo que acogerais con desdn semejante splica, como lo hara yo mismo en vuestro caso, y soy demasiado orgulloso para exponerme a un sonrojo.

    Entonces vensA suplicaros que me hagis el honor de batiros conmigo. Don Fernando mir al joven con una expresin en que se lea clara-

    mente el inters que le inspiraba y la complacencia con que le oa hablar de aquella manera.

    Quin sois? le pregunt entonces. Leonel palideci sbitamente a esta pregunta e hizo un movimiento

    para levantarse. Caballero le dijo ,necesitis, acaso, saber mi nombre para matarme?No ha sido ese el motivo de mi pregunta. No ignoris, sin embargo,

    que la costumbre y las leyes del duelo hacen que un caballero repugne cruzar su espada con el que no lo es.

    La primera que se me haba hecho de vos, me haca esperar que serais superior a esas exigencias de la costumbre y de las leyes, y que cuando un hombre se os presenta a deciros: Caballero, os suplico que me matis, porque no puedo vivir sin mi amor, vos no habrais ms que vuestra espa-da o vuestra pistola para dejarle siquiera el consuelo de morir con honor.

    Dos veces habis soltado ya la frase de que voy a mataros. Espero, sin embargo, que tendris la cortesa de defenderos.

    Har lo posible por salir vencedor. Pero como vos, educado en la Cor-te de Carlos II, habis tenido, sin duda, maestro de esgrima, lo que falta absolutamente en el lugar donde me he educado

    Yo tengo la eleccin de las armas, no es verdad?Sin duda alguna. Pues bien, usaremos de un arma, que o soy ciego, o debis manejar

    con primor. Nos batiremos a la pistola. Habis interpretado mal mis palabras. No creo haberos dado motivo

    para que me humillis con esa concesin. No es una concesin la que os hago. Soy tan diestro en la pistola,

    como en la espada, y vos que tenis tanta delicadeza, comprenderis, sin duda, que me repugnara batirme con alguna ventaja respecto de mi ad-versario.

  • El filibustero 53

    Sea repuso Leonel. Y si os dignaseis fijar la hora y el sitio? Oh! Lo ms pronto posible, porque como tengo tantos enemigos en

    la villa, podra suceder que se os adelantasen de un modo que os privara de vuestra venganza.

    Si no tenis ningn embarazo en que sea al instanteNinguno, respondi don Fernando. Y se levant de la silla que ocupaba, entr en una pieza inmediata y

    volvi al instante, trayendo en la mano dos pistolas que present a Leonel. El joven retrocedi un paso. Caballero le dijo; viniendo de vos esas pistolas, os hara una injuria

    examinndolas.Don Fernando salud con una sonrisa, coloc las pistolas en un bolsi-

    llo interior de su traje y tomando el brazo del joven, sali con l a la calle. En la puerta de una casa que se vea en la acera opue