El fractalista, B. Mandelbrot. Primeras páginas

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Libros para pensar la ciencia Colección dirigida por Jorge Wagensberg * Alef, símbolo de los números transfinitos de Cantor *

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Libros para pensar la cienciaColección dirigida por Jorge Wagensberg

* Alef, símbolo de los números transfinitos de Cantor

*

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Benoît Mandelbrot

EL FRACTALISTA Memorias de un científico inconformista

Traducción de Araceli Maira Benítez

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Índice

Agradecimientos, por Aliette Mandelbrot. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11Introducción. Belleza e irregularidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

Primera parte. Cómo me convertí en científico1. Raíces: del cuerpo y de la mente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 232. Infancia en Varsovia (1924-1936) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 403. Adolescencia en París (1936-1939). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 544. Colinas míseras en la Francia de Vichy no ocupada (1939-1943) 665. Lyon: avance de la ocupación y autodescubrimiento (1943-1944) 786. Mozo de cuadra cerca de Pommiers-en-Forez (1944). . . . . . . . 887. ¡Aleluya! La guerra se aleja y una nueva vida se acerca . . . . . 93

Segunda parte. Mi larga y sinuosa educación en la ciencia y en la vida

8. París: exámenes infernales, angustia de la elección y un día enla École Normale Supérieure (1944-1945) . . . . . . . . . . . . . . . . 99

9. Un (entonces raro) estudiante extranjero en la École Polytech-nique (1945-1947) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113

10. Pasadena: estudiante en Caltech durante una edad de oro (1947-1949) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125

11. Oficial de reserva en formación, en el cuerpo de Ingenieros delEjército del Aire francés (1949-1950) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139

12. Adicción creciente a la música clásica, la voz y la ópera . . . . . 14613. Vida de estudiante de posgrado y trabajador de Philips Electro-

nics (1950-1952) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15014. Primer momento kepleriano: la distribución Zipf-Mandelbrot de

la frecuencia de las palabras (1951) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16115. Mi gran tour posdoctoral comienza en el MIT (1953) . . . . . . . 17016. Princeton: el último investigador posdoctoral de John von Neu-

mann (1953-1954) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17817. París (1954-1955) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18618. Noviazgo y boda con Aliette (1955). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 192

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19. En Ginebra con Jean Piaget, Mark Kac y Willy Feller (1955-1957) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205

20. Un inquieto inconformista que rinde por debajo de su capaci-dad arranca sus poco profundas raíces (1957-1958) . . . . . . . . . 210

Tercera parte. La fructífera tercera etapa de mi vida21. En el departamento de investigación de IBM durante su edad de

oro en las ciencias (1958-1993) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21722. En Harvard: un agitador recién llegado a las finanzas hace un

descubrimiento revolucionario (1962-1963) . . . . . . . . . . . . . . . 23223. Camino a los fractales: mi paso por IBM, Harvard, MIT y Yale

gracias a la economía, la ingeniería, la matemática y la física (1963-1964) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245

24. Con base en IBM, voy de sitio en sitio y de disciplina en dis-ciplina (1964-1979) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 260

25. Annus Mirabilis en Harvard: el conjunto de Mandelbrot y otras incursiones en las matemáticas puras (1979-1980) . . . . . . . . . . 267

26. Una palabra y un libro: «fractal» y La geometría fractal de la naturaleza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 281

27. En Yale: asciendo al rango más alto de la universidad: la Cáte-dra Sterling (1987-2004) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 295

28. ¿Ha fundado mi trabajo la primera teoría general de la irregu-laridad?. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 301

29. Belleza e irregularidad: el círculo se cierra . . . . . . . . . . . . . . . 307

Epílogo, por Michael Frame . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 319

ApéndicesÍndice onomástico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 327Créditos de las ilustraciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 333

[Ilustraciones] . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . [193-200]

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Mi largo y sinuoso recorrido por la vida ha sido solitario y, de ordinario, muy irregular. Sin la ayuda del afecto, habría sido corto,

desagradable e improductivo. Pero he tenido suerte. Mi padre y mi madre me enseñaron el arte de la

supervivencia. Mi tío me acogió como alumno revoltoso pero agradecido. Aliette se les unió más tarde, y ella, nuestros hijos y

nuestros nietos me enseñaron a sonreír. A mis faros seguros están dedicadas estas escenas de una vida.

Éstas son las memorias de una búsqueda ardiente, aunque accidentada, de orden y belleza dentro de la irregularidad —en las matemáticas, la

economía, las ciencias, la ingeniería y las artes—. Tal busca me ha llevado a conocer en el camino a muchísimas

personas de una variedad y una energía inusuales. Muchas fueron cálidas y acogedoras; muchas fueron indiferentes,

despectivas, hostiles, abominables incluso. Este libro no puede de ninguna manera mencionarlas a todas, pero todas me enseñaron

algo y a todas les debo mucho.

A la memoria de Johannes Kepler, que combinó datos antiguos con juguetes antiguos y fundó la ciencia.

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agradecimientos

Mi marido falleció poco antes de que El fractalista llegase a la edi-torial. Benoît pasó varios años escribiendo estas memorias. Fue una labor realizada con amor, y mi gratitud más profunda es para quienes permitieron que sus palabras siguiesen vivas.

Sin Merry Morse, la eficaz asistente de Benoît, estas memorias no se habrían acabado nunca. Merry puso en juego su sorprendente destreza para la corrección de textos y para la solución de problemas, mientras preserva- ba las palabras, el estilo y el espíritu de Benoît. Gracias, Merry, por todo tu trabajo, las horas incontables, la coordinación con la editorial y tu amistad.

Michael Frame, amigo íntimo de Benoît y su colega en Yale, escribió el epílogo, nos asesoró sobre las imágenes fractales y las secciones téc-nicas del libro, y estuvo siempre ahí con respuestas rápidas a nuestra aparentemente interminable lista de preguntas.

Richard Voss, compañero y amigo en el departamento de investiga-ción de IBM de Yorktown Heights, revisó y aclaró la sección sobre los primeros gráficos por ordenador en IBM, y explicó la tecnología que está detrás de las imágenes que él generó.

Alan Norton, otro compañero de Benoît en el departamento de inves-tigación de IBM, revisó las partes del libro relacionadas con los conjun-tos de Julia y sugirió imágenes para acompañarlos.

El colaborador de Benoît en Fractales y finanzas, Richard Hudson, revisó las secciones sobre finanzas.

Lisa Margolin buscó muchas horas hasta dar con un mapa de Bie-lorrusia de 1938 que muestra Połoczanka, donde Benoît pasó un verano de su infancia.

Irene Greif, directora del departamento de investigación de IBM de Cambridge, y Charles Lickel, anterior vicepresidente del departamento de investigación de IBM de Hawthorne, generosamente dieron tiempo a Merry Morse para trabajar en este libro.

Maida Eisenberg brindó una calurosa acogida a Benoît en el depar-tamento de investigación de IBM de Cambridge, ofreciéndole un entorno agradable y cómodo en el que trabajar en estas memorias.

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Paul Moody, diseñador investigador en el departamento de investi-gación de IBM de Cambridge, preparó algunas de las imágenes frac-tales de este libro.

Jane Olingy, administradora del departamento de investigación de IBM de Cambridge, preparó todos los borradores y los envió a la editorial.

Vaya mi gratitud especial para Dan Frank, de Pantheon Books, por su incalculable ayuda en el desarrollo de este libro.

Por último, agradecemos a la Fundación Alfred P. Sloan la ayuda que brindó a este libro.

Aliette Mandelbrot

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IntroducciónBelleza e irregularidad

La práctica totalidad de los patrones comunes en la naturaleza son irre-gulares. Su aspecto es exquisitamente desigual y fragmentario, no sólo más elaborado que la maravillosa geometría antigua de Euclides, sino de una complejidad enormemente superior. Durante siglos, la mera idea de medir la irregularidad fue un sueño vano. Éste es uno de los sueños a los que he dedicado toda mi vida científica.

Permitan que me presente. Soy una suerte de guerrero científico, ahora anciano, y he escrito bastante pero nunca he tenido un público predecible. Así pues, en estas memorias, déjenme decirles quién creo que soy y cómo es que llegué a trabajar durante tantos años en la primera teoría de la irre-gularidad, y a tener la recompensa de ver su transformación en un aspecto de una teoría de la belleza.

* * *

El matemático Henri Poincaré (1854-1912), un científico de menta-lidad abierta, señaló que uno decide plantear algunas preguntas, mientras que otras son «naturales» y se plantean solas. Mi vida ha estado llena de preguntas como éstas: ¿qué forma tiene una montaña, una costa, un río, o la línea que separa dos cuencas fluviales?, ¿qué forma tiene una nube, una llama o una soldadura?, ¿qué densidad tiene la distribución de ga-laxias en el universo?, ¿cómo describir (para poder actuar sobre ella) la volatilidad de los precios cotizados en los mercados financieros?, ¿cómo comparar y medir los vocabularios de escritores distintos? Los números miden el área y la longitud. ¿Podría algún otro número medir la «irregu-laridad total» del hierro oxidado, o de una piedra, un metal o un vidrio rotos?, ¿o la complejidad de una pieza musical o del arte abstracto? ¿Puede la geometría proporcionar lo que la raíz griega de su nombre parecía prometer: una medición fiel, no sólo de los campos de cultivo a orillas del río Nilo sino también de la indómita Tierra?

Tales preguntas, entre otras muchas, están diseminadas en multitud de ciencias y hace poco que han sido planteadas... por mí. En mi ado-

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lescencia, durante la segunda guerra mundial, llegué a venerar un im-portante avance de un matemático y astrónomo de hace varios siglos, Johannes Kepler (1571-1630). Kepler combinó las elipses de los anti-guos geómetras griegos con un error de los antiguos astrónomos griegos, quienes creían que existían «anomalías» persistentes en el movimiento de los planetas. Kepler utilizó sus conocimientos de dos campos distin-tos —la matemática y la astronomía— para mostrar mediante el cálculo que este movimiento de los planetas no era una anomalía. Era, de hecho, una órbita elíptica. Descubrir algo así se convirtió en el sueño de mi infancia.

¡Qué aspiración tan poco práctica! No conducía a una carrera en ninguna profesión organizada, ni permitía brillar en la vida, una aspira-ción que mi tío Szolem, eminente matemático, calificaba con insistencia de completamente pueril. De algún modo, sin embargo, el destino per-mitió que dedicase mi vida a perseguir aquel sueño. Gracias a una ex-traordinaria buena fortuna, y en el curso de una larga y dolorosamente complicada trayectoria profesional, mi sueño finalmente se hizo realidad.

En mi búsqueda kepleriana afronté numerosos desafíos. Lo bueno es que salí victorioso. Lo malo o, quizá, más de lo bueno, es que mi «vic-toria» suscitó gran cantidad de problemas nuevos y diferentes. Por otra parte, mis aportaciones a disciplinas en apariencia inconexas guardaban, de hecho, una estrecha relación, y terminaron por llevar a una teoría general de la irregularidad, desafío que se remonta a la Antigüedad. El filósofo griego Platón había planteado el reto hace miles de años, pero nadie sabía cómo enfrentarse a él. ¿He sido yo esa persona?

* * *

Entre mis conocidos se contaba el enérgico rector de una universidad importante. Un día que nos cruzamos en un pasillo atestado, se detuvo para hacer un comentario que nunca he olvidado:

—Está usted haciéndolo muy bien, aunque ha tomado un camino solitario y difícil. No deja de correr de disciplina en disciplina, llevando una vida impredecible, sin echar raíces para disfrutar de lo que ha con-seguido. Un canto rodado no coge musgo y, a sus espaldas, la gente co-menta que está usted completamente loco. Pero yo no creo que esté loco en absoluto, y debe seguir con lo que hace. Para alguien que piensa, la enfermedad mental más grave es no estar seguro de quién se es. Ese problema no le aqueja a usted. Usted nunca necesita reinventarse para adaptarse a los cambios de las circunstancias: sencillamente, sigue avan-zando. En ese sentido, es el más cuerdo entre nosotros.

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Con calma, respondí que no estaba corriendo de disciplina en disci-plina, sino trabajando en una teoría de la irregularidad. Yo no era un tipo con un martillo enorme a quien todos los problemas le parecían clavos. Su comentario, ¿pretendía halagarme o sólo animarme? Pronto lo supe: estaba apoyando mi candidatura para un importante premio.

¿Es compatible la salud mental con estar poseído por una inquietud apenas contenida? En la Divina Comedia de Dante, los muertos condena-dos a una búsqueda eterna son empujados a las profundidades del Infierno. Pero en mi caso, una eterna búsqueda a través de incontables campos científicos sin conexión obvia entre sí consiguió proporcionarme una vida feliz. Un canto rodado quizá, pero no insensible. Hiperactivo y siempre motivado, me encantaba rodar, detenerme a escuchar y a predicar en toda suerte de monasterios seglares, algunos espléndidos e imponentes, otros desolados y apartados.

* * *

A la edad de 20 años, fui uno de los veinte alumnos que consiguieron ser admitidos en la más exclusiva de las universidades francesas, la École Normale Supérieure. Cuando me retiré, a los ochenta, ocupaba la Cátedra Sterling en el departamento de matemáticas de Yale, uno entre los cerca de veinte puestos más altos de esa universidad. Entré y salí de la «vida activa» en las condiciones más exclusivas e indisputables posibles. Y, entre medias, sí que cogí algo de «musgo».

Mi vida después de los treinta y cinco años —punto de inflexión— ha sido muy atípica en sentidos distintos pero fructíferos. Me recuerda aquel cuento de hadas en el que el héroe ve un hilo pequeño en un lugar ines-perado, y tira de él, cada vez más fuerte, y logra desenredar gran cantidad de maravillas increíbles… y totalmente insospechadas. Examinadas una a una, mis maravillas «pertenecían» a campos del conocimiento muy dis-tantes. Cabría abordar cada una de ellas por separado, con grandes resul-tados, como hice yo al principio de mi carrera. Pero más tarde adopté un punto de vista más general, por lo cual fui bien recompensado. Todas aquellas aportaciones a campos distintos resultaron más sencillas de estu-diar cuando las reconocí como «perlas de un collar», perlas de todos los tamaños en un collar muy largo.

La distancia entre esos campos, ¿se hace excesiva? ¿Desperdigó mis esfuerzos un contraproducente exceso de actividad? Posiblemente. Un autocontrol tenso y deliberado me mantuvo concentrado en aquellas for-mas irregulares que carecían de nombre común pero lo pedían con insis-tencia. El acercar esos campos distantes me brindó, poco a poco, la ines-

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perada, rara y peligrosa ocasión de abrir un campo nuevo y adquirir el derecho a bautizarlo. Lo llamé geometría fractal.

Cada una de las facetas clave de la geometría fractal padece un dilema que los físicos de principios del siglo xx calificaban de «catástrofe». Las teorías de la época predecían un valor infinitamente grande de la energía emitida por ciertos objetos. En realidad, no era ése el caso, como se demostró con el tiempo. La resolución de aquel dilema correspondió a la mecánica cuántica, una de las principales revoluciones de la física del siglo xx y pilar de buena parte de la tecnología moderna, incluidos el ordenador, el láser y el satélite.

Lo que unificó todas mis «perlas» fue el extremo opuesto del mismo dilema. Muchas de las disciplinas científicas a las que me didicaba giraban en torno a cantidades que, se suponía, tenían valores finitos bien defini-dos, como la longitud de una costa. Sin embargo, esos valores finitos se resistían a ser determinados. Al medir la longitud de una costa con varas de medir más cortas se detectan características más pequeñas, lo cual lleva a mediciones más largas. Lo que me permitió estudiar esas disci-plinas fue la corazonada de que había que dejar que esas cantidades clave fuesen infinitas.

* * *

¿Cómo fue todo esto posible? Tanto mi tío Szolem como yo nacimos en Varsovia. Ambos teníamos buen ojo y nos convertimos en matemáticos de renombre. Pero los tiempos demasiado interesantes que desbarataron su adolescencia, y después la mía, hicieron de nosotros personas total-mente distintas. Él encontró satisfacción como integrante esmerado del establishment, mientras que yo salí adelante como un inconformista di-fícil de encasillar.

En su adolescencia, durante la primera guerra mundial, mi tío Szolem vagó por una Rusia sumida en la Revolución y la guerra civil. Le pre-sentaron pronto un tema bien definido y no visual: el análisis matemático clásico, al estilo francés. Szolem se enamoró con pasión de aquel tema para el resto de su vida y se acercó a sus fuentes. Poco después le pasa-ron su antorcha y él la mantuvo encendida, tanto en los buenos tiempos como en los malos.

En mi adolescencia, durante la segunda guerra mundial, yo encontré cobijo en las aisladas y empobrecidas tierras altas del centro de Francia. Allí me encontré un mundo de imágenes en anticuados libros de mate-máticas repletos de ilustraciones. Tras la guerra, al ser aceptado en la École Normale Supérieure, me di cuenta de que las matemáticas desligadas de

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los misterios del mundo real no eran para mí, así que opté por un camino distinto.

* * *

Medio siglo antes de que yo naciese, Georg Cantor (1845-1918) de-fendía que «la esencia de las matemáticas reside en su libertad». Sus co-legas inventaron —o eso creyeron— una serie de formas llamadas «mons-truos», o «patologías», y su estudio condujo a las matemáticas hacia una huida deliberada de la naturaleza. Con la ayuda de los ordenadores, yo dibujé aquellas formas e invertí diametralmente su propósito original. Des-pués inventé muchas más, y descubrí que algunas de ellas podían ayudar a enfrentarse a multitud de problemas, muchos de ellos antiguos, «pregun-tas en un tiempo reservadas a los poetas y a los niños».

Dentro de las matemáticas más puras, mi desenfadado juego con «pa-tologías» abandonadas me condujo a varios hallazgos inusitados. Una forma exquisitamente compleja, conocida ahora como conjunto de Man-delbrot, ha sido descrita como el objeto más complejo de las matemáticas. He sido pionero en el examen de multitud de imágenes, de las cuales extraje muchas conjeturas abstractas que demostraron ser extremada-mente difíciles, provocaron arduo trabajo y dieron buenos réditos.

Dentro de las ciencias naturales, inauguré el estudio de numerosísi-mas formas familiares, entre ellas las montañas, las costas, las nubes, los remolinos de las turbulencias, los cúmulos de galaxias, los árboles y el clima.

Dentro del estudio de las obras del hombre, comencé por una rareza: una ley para la frecuencia de las palabras. Mi mayor logro fue un asunto extremadamente práctico: el «mal comportamiento» observado en la va-riación de los mercados especulativos. Y añadí mi grano de arena al es-tudio del arte visual.

Entonces, ¿a qué me dedico yo de verdad? Siempre evito responder que a todo, lo cual se transforma con demasiada facilidad en a nada. En vez de ello, cuando me apuran, me califico a mí mismo de fractalista. Un problema con que me he topado a menudo (y al que nunca supe bien

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cómo enfrentarme) es el de hacer justicia a las partes y al todo. En estas memorias, me esfuerzo mucho en lograrlo.

En general, la anticuada irregularidad pura en la ciencia y el arte ya no es territorio de nadie. Yo la he provisto de una teoría y he mostrado que ahora un sorprendente número de cuestiones distintas pueden ser abordadas con poderosas herramientas nuevas. Tales cuestiones desafían la visión convencional de la naturaleza en la geometría clásica, que con-sidera informes las formas irregulares. Parece que, respondiendo a la antigua invitación de Platón, he ampliado la esfera de la ciencia racional a otra sensación básica del ser humano, una que durante largo tiempo había permanecido irreductible.

La estabilidad básica, en una vida con muchas más interrupciones de las que yo habría querido, fue posible gracias a los treinta y cinco años

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que pasé en el departamento de investigación de IBM, y después, a los muchos años de Yale, y he vivido lo bastante para ver que mi obra se valoraba mucho más espléndidamente de lo que nunca imaginé.

Puede que escribir estas memorias antes hubiese facilitado algo mi vida profesional. Pero el retraso ha sido fructífero. Ha borrado los deta-lles menos importantes y ha vuelto más nítido el curso de mi vida, incluso para mí.

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Primera parteCómo me convertí en científico

Todas las verdades son fáciles de comprender una vez que son descubiertas; lo importante es descubrirlas.

Galileo

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1Raíces: del cuerpo y de la mente

En los países tranquilos y prósperos, los hijos de los terratenientes, los panaderos o los banqueros tienen una alternativa sencilla: seguir las tradiciones y el oficio familiar. Pero yo nací en Polonia y mi familia era de Lituania, países ni tranquilos ni prósperos. Como señaló un escritor natural de esa parte de Europa, «Pobre del poeta nacido en un punto geográfico interesante en una época violenta».

Los principales bienes heredables de mis antepasados consistían en libros desgastados por el uso. De hecho, a lo largo de muchas generacio-nes, la tradición familiar ha sido rechazar la codicia y venerar las obras de la mente.

Ser científico, pensador, inventor, era considerado una llamada superior, algo casi divino. Una mente científica o creativa se calificaba de «inmensa». Para los jóvenes de nuestra casa y para mis amigos, el poder pensar y dedicar la propia vida a la ciencia constituía un privilegio increíble, extraordinario. El dinero contaba poco y uno no [buscaba] el camino hacia la riqueza o una carrera profesional. ¡En absoluto! Al contrario, queríamos sacrificarnos por la ciencia.

El autor de estas palabras es mi tío Szolem. De maneras muy distin-tas, tanto él como yo hicimos ese sacrificio. Él llegó a ser un erudito renombrado dentro de las matemáticas dominantes. Puede que sus pala-bras parezcan ingenuas, cursis incluso. Yo encuentro que describen una amalgama extraordinaria de tradiciones judías y rusas, en muchos sen-tidos uno de los momentos culminantes de la disposición humana a encarar cuestiones insolubles. Su mundo no conocía el significado de la palabra «cursi», lo cual dio lugar a muchas formas de heroísmo... y de destrucción.

Para los jóvenes con talento, aquel entorno no alentaba la sensación de tener derecho a nada ni ofrecía estímulo alguno mediante el halago. No sólo no daba cobijo frente a la trágica realidad de la vida, sino que imponía una pesada carga: brillar o al menos tratar de convertirse en

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estudiosos de algún tipo, aunque no sin dejar tiempo para la familia y la diversión.

¿Cómo reaccioné yo? En pocas palabras, presté oídos a la llamada. Pero, al contrario que mi tío e influido por la segunda guerra mundial en Francia, tomé un camino que nadie que yo conociese había seguido antes.

Una cena memorable

A menudo la importancia de un acontecimiento no se reconoce hasta que es demasiado tarde para registrarlo como es debido. Además, muchas piezas teatrales o relatos históricos recrean una escena temprana que re-cuerda el pasado y reúne a los actores principales. En mi vida, una escena así tuvo lugar y fue debidamente registrada en junio de 1930, en la casa familiar en la que nací el 20 de noviembre de 1924.

Aquel acontecimiento extraordinario reunió en torno a una mesa a varias de las personas más importantes de mi vida. Por mediación de los allí presentes, ciertas ideas matemáticas originadas a fines del siglo xix tendrían una mayor y más directa influencia en mi vida y en mi obra que la que ejercería un invento del siglo xx, el ordenador.

El escenario fue el comedor de nuestro piso familiar, en el 14 de Ulica Muranowska, en el gueto de Varsovia. Al otro lado de un parque minúsculo se erguía el armazón abandonado de un edificio grande en construcción, que probablemente aún no estaba terminado cuando la se-gunda guerra mundial arrasó toda aquella zona, todo aquel mundo.

Un fotógrafo profesional, contratado para la ocasión, creó una reli-quia familiar instantánea, admirada y comentada desde que tengo memo-ria. Documentaba buena parte de la historia de mi familia y el hecho de que creciese en lo que cabe llamar una casa de matemáticos.

Todos los que estuvieron en aquella cena influyeron profundamente en mi sangre o en mi espíritu. En momentos diferentes han sido ejemplos a seguir, acicates inflexibles o jueces severos. Como soy un inconformista con raíces poco profundas en el presente, también he encontrado en ellos una fuente duradera de alivio. Permítanme presentar primero a todos los actores, para regresar después con más detenimiento a aquellos que de-sempeñaron un papel principal.

La anfitriona y única mujer de la fotografía es la tía Helena Loterman. De las cuatro hermanas de mi padre (entre ellas dos dentistas), era la tercera y la única con inclinación y capacidad para llevar una casa. Así pues, en un entorno en que las mujeres recibían educación formal antes que los hombres (y donde se esperaba que trabajasen fuera del hogar si podían),

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Helena era una satisfecha ama de casa sin hijos. También era la impertur-bable cuidadora del octogenario patriarca de barba blanca de esta fotogra-fía, su padre y mi abuelo, Szlomo, quien falleció cinco años después.

El abuelo sólo hablaba yidish, y yo sólo polaco, así que no podíamos comunicarnos. Pero su influencia en nuestra familia era profunda. Nació en una ciudad antigua, no pequeña, del imperio ruso, a la que una histo-ria cruel había dotado de múltiples nombres alternativos. Él la llamaba Vilna. En polaco su nombre se escribe «Wilno» y se pronuncia «Vilno». Tras reclamar un nombre antiguo, Vilna, es de nuevo la capital de una Lituania independiente, pequeño estado báltico hoy, pero en su tiempo un poderoso gran ducado que se extendía hasta el mar Negro y tenía vínculos con Polonia. Napoleón Bonaparte, en su desventurado viaje a la conquista de Moscú, en 1812, la llamó la Jerusalén del norte. Las dos ramas de mi familia llevaban cinco siglos viviendo allí, practicando una variante intelectual del judaísmo, en cierto modo calvinista en compara-ción con las variantes hasídicas cercanas a la Iglesia baptista que surgie-ron hacia el sur, en Ucrania. Las oportunidades económicas llevaron a Szlomo a una Varsovia en apogeo, donde nació mi padre.

Las pocas familias que comparten, con variantes ortográficas, nuestro apellido pueden o no estar relacionadas con nosotros. Pero es desde luego una palabra asquenazí genuina; John Hersey le puso este apellido a un héroe de su libro sobre el gueto de Varsovia durante la segunda guerra mundial.

Cuentan que todos los varones antepasados de mi padre pertenecían a la casta religiosa y que fueron hombres de gran sabiduría, algunos fa-mosos incluso entre los judíos. Siguiendo la tradición, todos se asegura-ban de que su hija favorita se casase con su discípulo predilecto; así fue como el maestro de mi abuelo se convirtió en mi bisabuelo.

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