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84 Músicos del Caribe El Grupo de los Sí Alineados DAVID SOSA DELGADO Nosotros los del Caribe tenemos cosas que no porque sean nuestras son más sabrosas, queremos sólo invitarte a que tú las pruebes […] de Cuba, de Venezuela, de Panamá; de aquí de Santo Domingo, de Puerto Rico, de Nicaragua, son de Colombia, de México, de Guadalupe, son de Jamaica, las traigo yo… 84 www.utadeo.edu.co • Revista La Tadeo No. 66 - Segundo Semestre 2001 • Bogotá, D.C. - Colombia

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Músicos del Caribe

El Grupode los

Sí AlineadosDAVID SOSA DELGADO

Nosotros los del Caribe tenemos cosasque no porque sean nuestras son más sabrosas,queremos sólo invitarte a que tú las pruebes […]de Cuba, de Venezuela, de Panamá;de aquí de Santo Domingo, de Puerto Rico,de Nicaragua,son de Colombia, de México,de Guadalupe,son de Jamaica, las traigo yo…

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Qué mejor manera de introducir este ensayo que

con el anterior tema, ya antológico, y que lleva

la audacia musical hasta límites insospechados, muy

experimental en el arreglo, de Juan Formell y su or-

questa cubana Los Van Van.

¿Qué son esas cosas –o sería mejor referirse a in-

gredientes– que hacen de la música caribeña un río

caudaloso con afluentes al que vienen a beber de las

más apartadas orillas? ¿Qué son, que la hacen pare-

cer tan exótica y erótica a oídos y cuerpos tan dispa-

res como los de los europeos y los japoneses? Sí, por-

que, por ejemplo, el escritor canario J.J. Armas Marcelo

ya había advertido que “por ahí le entra el agua al coco

a la costumbre de vivir y de beber, por la fantasía, por

la imaginación, que es por donde Paquito de Rivera,

Celia Cruz, Albita Rodríguez y Lucrecia, más la sopra-

no Brenda Feliciano, nos van a arrebatar hasta el Cari-

be imaginario en el Riviera de Madrid con su música

la próxima semana”.1 Es decir, la de junio. Pero igual

podría ser ésta en otro lado del mundo, en Japón, si la

Orquesta de la Luz se decide a volver a aparecer en

los escenarios, no para representar algún acto del mi-

lenario kabuki japonés, sino para tocar ¡salsa caribeña!

Pero antes tendríamos que ponernos de acuerdo

en qué es la música del Caribe. Si es la que se ha

hecho y se sigue haciendo estrictamente en los territo-

rios bañados o salpicados o circundados por el

mar Caribe, también llamado de las Anti-

llas –situado entre las

islas de este nombre y la

América Central y del Sur

(Cuba, Jamaica, Santo Do-

mingo, Puerto Rico, Panamá,

etc.)– o la que se hace (¡y se

sigue haciendo!) en los territo-

rios descendientes de los indí-

genas caribes (Venezuela y las

Guayanas, hasta el Amazonas y

aun más al sur). En este artículo

se propone el molde de la música

hecha en las islas antillanas y en las zonas con

costas del continente que miran cara a cara a “nues-

tro Mediterráneo”.

Eso sin olvidar aquella música que ha traspasado

fronteras geográficas y se ha instalado con toda la fuer-

za de los ancestros en territorios como New Orleans,

la península yucateca, Brasil, la Nueva York que vio

“nacer” a la salsa e, inclusive, en territorios imagina-

dos de Norteamérica, pero muy caribeños, como el

mítico condado de Yoknapatawpha de William

Faulkner, lo que el musicólogo Helio Orovio define

como un “Caribe extendido”. (Y se incluyen, pues no

hay que olvidar que escritores como Gabriel García

Márquez y Carlos Fuentes han detectado en las histo-

rias de Faulkner una geografía muy cercana a ese

Caribe nuestro de filibusteros, lamentos de esclavos,

percusión, atmósferas abrasantes y abrasivas, ron, caña,

azúcar, celos y traiciones…)

Esa es la tesis que se tratará aquí sin ningún embo-

zo. Y también la de la decisiva influencia negra, heren-

cia de los regímenes esclavistas comunes a todas es-

tas regiones. Pasando al vuelo por la certeza histórica

de haber compartido metrópolis como España, Ingla-

terra, Francia y Holanda, en muy pocos casos puede

decirse que lo que ha marcado como sello distintivo a

la música hecha en el Caribe –desde la rumba y el

son cubanos, pasando por el merengue dominicano y

la méringue de Haití, hasta el reggae jamaiquino– haya

sido la armonía y la poética de dichas metrópolis, sino

más bien el cepo de los esclavos, su manera de percu-

tir, sus cantos litúrgicos y todo el imaginario

que se empeñaron en no

dejar morir a pesar de ha-

ber sido trasplantados bru-

talmente de sus territorios.

En su libro, en proceso de

edición, La música en el Cari-be: factor de unión y desarro-llo, el investigador Cristóbal J.

Sosa López señala: “Este fac-

tor negro de la cultura cuba-

na es el mismo que aúna en nues-

tros días una cultura caribeña y que sir-

ve de base para nuevos y más profundos

acercamientos. Negros africanos fueron in-

sertados por la fuerza en el sur de los Esta-

dos Unidos, Santo Domingo, Haití, Puerto

1 J.J. Armas Marcelo,“La costumbre de vi-vir”, en ABC Cultural,Madrid, junio de 2001.

Nunca me acerqué a tipero sabía que andabas en las hebras de la brisa,en el eco del caracol y en el ala de la mariposa.Un tambor llamando a la danzaY una flauta despertando a las serpientes.Eras menos que una adolescenteAnsiosa de un golfo propio.¿Cómo hallarte tan niña en un sueño sin velas?

JUAN ZAPATA OLIVELLA, En azul transparente

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Rico, Venezuela y Colombia, por citar algunos de los

más importantes. También las islas anglófonas y

francófonas de hoy están pobladas por descendientes

de los negros esclavos originarios. Hay, pues, una base

común en cuanto a cultura musical”.

Ya es hora de decir que, para las zonas objeto de

estudio, estamos hablando de una música generada en

sitios donde confluyeron tres culturas básicas: la

indocaribeña, la hispánica y la de origen africano. Siguien-

do al musicólogo Argeliers León, “la configuración geo-

gráfico-económica que en cada momento adquirían esas

zonas permite hoy distinguir una etapa inicial de mero

asentamiento de una música ibérica, que se trasladaba y

reproducía desde una peculiar cultura que aquí se hacía

de dominación, pero que no pudo –no tenía por qué–

desprenderse de sus raíces populares tradicionales que

traía de Europa, y en estas tierras entremezclaba sus pro-

pias diversidades. Aquí se encontró con otra cultura do-

minada: la que traía el africano que el régimen esclavista

que se creó para la América insertó, a veces en una es-

trecha conexión de interdependencia, entre la población

colonizadora que se levantaba en el Caribe, con una par-

ticular estratificación social”.2

Nos guiaremos por tres patrones fundamentales,

aunque no únicos, de migración forzosa de negros al

Caribe:

a) Fanti-Ashanti, para la América de habla ingle-

sa y holandesa;

b) Ewe-Fon, en la parte francesa del continente

americano;

c) Yoruba, Carabalí y Congo, en la América de

habla hispano-lusitana.

Por lo cual emerge un axioma obvio, según el cual

“habría que partir, claro está, de la música litúrgica

africana, de los viejos ritmos percutidos a veces sola-

mente con las manos y el golpear sobre muslos y ca-

deras […]. De tambores sacros, de fundamento parten

muchos de los ritmos de la música popular cubana de

nuestros días y también se nutren muchos de los rit-

mos caribeños actuales”.3

2 Helio Orovio, Músicapor el Caribe. Santiagode Cuba: EditorialOriente, 1994.

3 Cristóbal J. SosaLópez, La música en elCaribe: factor de unióny desarrollo. La Haba-na (en proceso de edi-ción).

”Al oír una banda de porros característica con los instrumentos básicos–el bombardino, el trombón, la trompeta y el clarinete– estás oyendo

la banda típica de New Orleans en los entierros por sus calles tocando esos bluesdesgarradores, y muchos fraseos del porro son estrictamente de rag time ”.

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Lo anterior no significa que olvidemos de qué ma-

nera se fueron amalgamando en el Caribe instrumen-

tos pulsados como la guitarra usada para interpretar

canciones y boleros; la clave cubana, instrumento úni-

co en la región, fundamental en el son; las décimas

campesinas, en el caso de Cuba, también con la guita-

rra y el tres; la transformación del porro colombiano

en un sonido más para bandas, en una época en que

no había en el país muchos instrumentos de cobre,

algo que Colombia le adeuda a los músicos negros

norteamericanos. Anota el músico e investigador co-

lombiano Yesid Durán: “Al oír una banda de porros

característica con los instrumentos básicos –el

bombardino, el trombón, la trompeta y el clarinete–

estás oyendo la banda típica de New Orleans en los

entierros por sus calles tocando esos blues desgarra-

dores, y muchos fraseos del porro son estrictamente

de rag time. Al porro también se le introdujo el trom-

bón militar, que antes no lo tenía; de ahí vino todo lo

que sería después el fandango”.

Sea éste el momento, para no perderle el hilo a

Ariadna, de recordar que los negros norteamericanos

también nos deben otras cosas a nosotros, los del Ca-

ribe. Por ejemplo, nos deben una mezcla rítmica con

una historia que empieza en 1947 con Mario Bauzá,

Frank Grillo ‘Machito’, Luciano ‘Chano’ Pozo y el nor-

teamericano Dizzie Gillespie; todos ellos precursores

del tipo de música conocida en aquel momento como

afrocuban, una mezcla de son y jazz que después,

mucho después, le daría paso a lo que hoy conoce-

mos como latin jazz…

Otros aliños, otros ámbitos

La música que nos ocupa pasa por la bomba y la

plena de Puerto Rico, el merengue dominicano, el

biguine martiniqueño, el calypso oriundo de las islas

anglófonas del Caribe, el reggae jamaiquino, la gaita

zuliana, la cumbia, el porro y el vallenato colombia-

nos, el tamborito panameño, el palo de mayo en Nica-

ragua, el son, la guaracha, la rumba y el guaguancó

de Cuba, el bolero en todas sus variantes latinoameri-

canas, entre otros. Ritmos que, por cierto, muchos

puristas aseguran que están en bancarrota –poco

menos que el crack total–. Y se lamentan porque, di-

cen ellos, para escuchar buena música autóctona de

Puerto Rico no vale la pena encender la radio, sino

intrincarse en algún callejoncito del viejo San Juan, a

ver si en algún bar un turista gringo pasado de copas

está conminando –como Humphrey Bogart en Casa-blanca al pianista– con un “Tócala de nuevo, Sam”. O

porque en la República Dominicana el merengue des-

pués de Wilfrido Vargas y Juan Luis Guerra es una

misma letanía, es decir, el des-merengue. Y porque en

Jamaica lo único rescatable, para algunos, es The

Wailers, el grupo que siempre acompañaba a Bob

Marley. Lo que, en sentido estricto, tiene algo de fun-

damento, pero sólo algo.

Aunque no sea todo lo conocida que uno quisie-

ra, la música caribeña vive, vibra. Ya no está Bob Marley,

es verdad, pero hay un tipo fabuloso, natural de

Kingston, cuna del reggae, llamado Don Carlos & Gold

que toca un reggae fidelísimo a su herencia africana,

sin olvidar el compromiso social en las letras. De Haití

nos llega la música popular de Beethova Obas, influi-

da por la canción francesa, el jazz y canciones tradi-

cionales haitianas…

Si se menciona a Colombia, a muchos les duele

esa decadencia que ha atenazado al porro desde hace

muchos años, y no por falta de intérpretes (la culpa es

de las casas disqueras), pues está un señor llamado

Juancho Torres que tiene una big band con la que to-

davía toca el porro ‘paletiao’ y el porro sabanero

con muy buenas orquestaciones. “Si no existie-

ran ciertos festivales folclóricos en este país y

músicos aislados que quieren que el folclor

no muera, géneros como el pasillo

y el bambuco serían piezas de mu-

seo”, afirma Yesid Durán.

En el caso de Colombia, muchos

no entienden por qué, después

de un conocido auge

de su música desde

la década de los cua-

renta, no sólo en su te-

rritorio, también en toda

el área del Caribe; de ha-

ber contado con un músico ex-

cepcional como Lucho Bermúdez

Instrumentos musicales del Códex Florentino(Libro VII. Instrumentos Miscoacalli , lám. 70).

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que paseó con vestido de gala un género ‘madre’ de

la música colombiana –el porro– con formato de bigband, sólida instrumentación (si no pudo ser más in-

ternacional fue porque su contemporáneo, el “chapa-

rrito con cara de foca”, Dámaso Pérez Prado, con su

manera de componer y de armonizar el mambo opacó

su popularidad); de un José Barros, un Pacho Galán,

un Edmundo Arias, todos enmarcados en similares te-

máticas narrativas y descriptivas, en lo armónico y en

lo poético, se aprecia un descenso (¿o es un receso?)

en el sitial que ocupaba en esas décadas, y de esto

tiene mucha culpa, hay que decirlo, el poco interés

de la industria disquera por lo autóctono, la música

sin ataduras de ‘payola’ e intereses mezquinos que los

que han trabajado en radio conocen de sobra.

¿Qué pasó con los géneros de exportación de la

música colombiana? ¿Qué con la reina cumbia, de la

cual unos afirman que tiene raíces más indígenas y

otros que africanas? Se sigue haciendo, pero pocos

se enteran. ¿Cómo va a dirimirse el pleito de la deca-

dencia del vallenato? Del cual muchos dicen que per-

dió su encanto con una música muy simple, muy tri-

vial, con letras cursis y pedestres que ya saturan. Com-

posiciones con células repetitivas que no han querido

progresar. Un vallenato que, según algunos críticos,

sólo llegó hasta Alejo Durán. Lo paradójico es que haya

tenido que llegar un muchacho nacido y criado en

Santa Marta, Carlos Vives, con buen oído y buena voz,

para fungir de juez en esa pelea. Él se atrevió a meter-

se con vallenatos clásicos y convino con sus músicos

de La Provincia que no estaba nada mal introducir un

poco de reggae a esos vallenatos que tocó sin malfor-

mar nada, se trataba de adaptar la sonoridad a los nue-

vos tiempos. ¡Y los hizo evolucionar! (No a los nuevos

tiempos, sino a los vallenatos).

Otro de los que todavía cree en la música

del Caribe colombiano es Joe

Arroyo, un hombre que, aje-

no a modas, propende por

el folclor. El único artista in-

vitado al I Festival de Músi-

ca Latinoamericana y del

Caribe –único en su tipo–

que se hizo en Caracas (Vene-

zuela) a principios de la pasada década, si se ha man-

tenido, es por ser auténtico en lo que hace. Y autócto-

no. Tiene varios ritmos en su repertorio, toca algo que

él ha llamado “son Caribe”, y también ha musicalizado

muchos cantos africanos anónimos del folclor colom-

biano. Es un músico serio que hace mucho trabajo de

campo, graba cánticos poco conocidos y los moldea

después.

A pesar de los altibajos y de que, éstos sí, se han

doblegado por completo al mercado, no podría dejar

de mencionarse la música de los grupos Niche y

Guayacán, responsables de que la ‘salsa colombiana’

también haya caído en el plato caribeño.

Influencias y confluencias

En el Caribe no se ha perdido el compás. En esta

jubilosa porción nuestra de mundo, el trasiego de

músicos, música e ideas sigue como en la época de la

Colonia. El puerto de La Habana, que era uno de los

bastiones en tiempos de la Colonia española, el de

Veracruz, el de Cartagena de Indias, siempre testigos

del entra y sale de ritmos y mercancías, testigos de

todo el quehacer musical del Caribe, han mantenido

su condición. El ajiaco no ha parado de cocinarse; lo

que ocurre es que cada grupo geográfico le añade su

pimienta, su comino; le cambia el condimento, pero la

esencia sigue siendo la misma.

Algo para celebrar, y por lo que podríamos agru-

parnos en una suerte de Países Sí Alineados por la

Música, son las influencias, células rítmicas, ritmos en-

teros que viajan sin necesidad de visa y se insertan

por derecho propio en la música de tal o cual territo-

rio vecino. Ejemplos hay muchos. Liuba María Hevia,

una intérprete de música campesina cubana, carga

ahora en el repertorio vallenatos después de sus visi-

tas a Colombia; el grupo Manguaré, que toca el

son puro como nadie, no ha estado aleja-

do de las tendencias de la música

caribeña, y en la actualidad sus músi-

cos tocan danzones clásicos con partes

de rap incorporadas que usan para ha-

cer la historia de cómo surgió el danzón;

el jazz norteamericano, ya se ha dicho y

ni los más conservadores lo pueden negar,

En el Caribe no se ha perdido el compás.En esta jubilosa porción nuestra de mundo, el trasiego de músicos,

música e ideas sigue como en la época de la Colonia.

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ha influido mucho en la música cubana. El movimiento

del filin, por ejemplo, ha bebido, bebe y seguirá be-

biendo de la armonía de la música norteamericana; y

es curioso que en Curaçao una orquesta llamada La

Perfecta toque temas tan cercanos al son, y que su mú-

sica suene tan parecida (hay compases casi iguales) a

la de Willie Chirino, con su salpicón, ¿por qué no?, de

rock and roll. Si comparamos las células rítmicas de la bomba

de Puerto Rico (alguna clásica de Lavoe) con un pa-

seo vallenato (“Oye bonita, cuando me estás miran-

do…”), vemos que tienen más de una coincidencia. Si

seguimos con los ejemplos no acabamos… Pero no

pueden dejar de mencionarse dos últimos, recientes:

uno, el fenómeno de la champeta colombiana, que se

amalgamó en su variante sincrética en San Basilio de

Palenque, ahora extendida al ámbito cartagenero, pri-

mero marginal, considerada vulgar, y ahora el ritmo

de moda en todo el país, y el otro, el de la ‘timba’ cu-

bana, que enloquece más que a nadie a las mujeres

(cosa curiosa, pues sus letras se caracterizan por una

misoginia exacerbada).

La champeta tiene algo de reggae, una célula rít-

mica que también tiene el calypso. Tiene mucho de

soca también; la temática es muy ligera, las letras

inmediatistas, cotidianas; casi una prolongación del

sentido mismo de la música en los años de la esclavi-

tud: lamentos que pueden bailarse. Letras para mu-

chos chabacanas (no para ellos, que sólo reflejan un

entorno), que denuncian su origen marginal, pero que

desde hace poco más de dos años la bailan las niñas

lindas y bien criadas en sitios exclusivos de Santa Mar-

ta, Barranquilla, Cartagena y… ¡Bogotá!

Siguiendo a Yesid Durán, “la champeta es de los

pocos paréntesis musicales que ha tenido Colombia.

De por sí que el Palenque cartagenero es una zona

BOUILLANTE, COSTA DE GUADALUPE.Ruta colombina realizada por Mauricio Obregón

y Samuel E. Morison en 1963.Foto tomada del libro The Caribbean as Columbus saw it.

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que siempre ha estado aislada; son muy particulares

en sus expresiones musicales y por ahí entra la

champeta, originaria de la parte francesa de África.

La mayoría que ha llegado viene cantada en francés.

Como estos ritmos llegaron a Palenque, casi se podría

hablar de una cuna cartagenera, de barriada, margi-

nal y agresiva, y para no pocos oídos y ojos, resulta

vulgar”.

En el caso de la champeta cubana, el origen mar-

ginal y las letras agresivas también son un punto en

común, sólo que en ella la procedencia es otra: de la

misma Cuba. La timba, así llamaban los cubanos de

otra época a la guayaba en La Habana. Pero también

timba aquí viene de timbal. Se trata de mezclar la rum-

ba (“Vamos a formar una timba en casa de fulano”) con

el son, pero de una manera más agresiva. Todavía no

se puede decir que haya una partitura definida como

timba. Es una música donde tienen mucha importan-

cia las grandes secciones de metales y los músicos que

se lucen haciendo pasajes virtuosos. Todo esto con

letras hirientes con las mujeres, que incitan mucho más

a la gente a bailar.

Epílogo con salsa

Si se ha olvidado por un momento esta especia

(no especie, dada su etimología culinaria, y aquí he

escrito auxiliándome de términos culinarios) que no

es una definición sino un punto de partida, no un gé-

nero en sí misma sino un manto bajo el que se cobija

más de un género musical del Caribe, no es por mala

fe, créanme; lo que ocurre es que su solo nombre, u

olorcito, enciende la polémica. ¿Por qué decirle salsa,

se preguntan algunos, si se puede decir son, guara-

cha, rumba o bomba o son palenquero o lo que sea?

Investigadores eufóricos como Sergio Santana ase-

guran que la salsa es una “contribución moderna anti-

llana a la cultura mundial” y que con ella “se logra el

júbilo del caribeño”. Según Leonardo Padura, “con in-

dependencia de los orígenes musicales de la salsa, lo

cierto es que la nueva estética vino a llenar un vacío

¿Por qué decirle salsa, se preguntan algunos,si se puede decir son, guaracha, rumba o bomba o son palenquero o lo que sea?

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cultural para toda la música bailable del Caribe y bue-

na parte de América Latina […]. Iba a proponer y, final-

mente, a establecer, un nuevo modelo: el salsero, un

artista que, con orígenes similares o no a los de sus

antecesores, sí propondría algo que les faltó a aque-

llos: un proyecto. Un proyecto consciente. Salsa y con-

ciencia”.

Pero, en cambio, para músicos como Mario Bauzá,

“¿la salsa? No, chico, eso no es serio. ¿Quién dijo que

la salsa existe? A ver, ¿enséñame un papel con música

salsa, anda? ¿Pero quién dijo que la salsa existe? Mira,

pregúntale eso mismo a Tito Puente, que él sabe bien

de dónde salió todo eso, y te va a decir lo mismo, que

la única salsa que él conoce es la de los espaguetis…”4

Con la apreciación de Bauzá coincidieron también

en todos estos años muchos músicos cubanos residen-

tes en la isla. Es una de las pocas cosas en que logra-

ron juntar las banderas. Por eso no deja de causar ex-

trañeza que ellos, los cubanos que se la pasaron des-

conociendo a músicos que no los desconocían a ellos,

representantes de un movimiento que, quiéranlo o no,

se instaló en el desarraigo de muchos caribeños dise-

minados fundamentalmente por Estados Unidos, y que

prefieren hasta el sol de hoy seguir inútilmente acha-

cando el problema del ostracismo musical del que

hasta ahora empiezan a salir ¡al bloqueo norteameri-

cano, por Dios!, ahora prefieran ir los sába-

dos, con dólares o sin ellos, a un

lugar llamado El Palacio de la Sal-

sa, que causa furor a la en-

trada y orgasmos musi-

cales en las pistas.

Como ha dicho el mú-

sico José Luis Cortés, di-

rector de una agrupación muy popular no sólo en La

Habana, en toda Cuba: N.G. La Banda, “la salsa ahora

no está en apogeo en América Latina, pero en Cuba

sí, en un gran momento”.

¿Qué otro ingrediente añadirle a este gran ajiaco

caribeño, aderezado con sincretismos de tipo colonial,

cultural y religioso? ¿Seguiremos celebrando e

intercambiando estas influencias unos con otros; ejer-

citando como hasta ahora estas múltiples admiracio-

nes? Tenemos un siglo más para saberlo, que es lo

mismo que decir, toda una vida.

BIBLIOGRAFÍAAA.VV.: Cuba canta y baila, vol. 1: 1898-1925. (Discografía de la

música cubana). San Juan: 1994.CARPENTIER, Alejo: La música en Cuba. México: Fondo de Cultura

Económica, 1946.DÍAZ AYALA, Cristóbal: Música cubana del areito a la Nueva Trova.

San Juan: Ediciones Cubanacán, 1981.ÉVORA, Tony: Orígenes de la música cubana. Madrid: Alianza Edi-

torial, 1997.PADURA FUENTES, Leonardo: Los rostros de la salsa. Ediciones

Unión. La Habana, 1997.SOSA LÓPEZ, Cristóbal: La música en el Caribe: factor de unión y

desarrollo. La Habana, en proceso de edición.Entrevista del autor con los músicos Yesid Durán y Andrés Pedroso,

director de Manguaré.

DAVID SOSA DELGADO,investigador de música cubana y caribeña.

Redactor cultural de El Espectador.

4 Mamá, yo quiero saber… Entrevistas a músicos

cubanos. La Habana:Editorial Letras cubanas,1999, pág. 7- 20.

MONTSERRAT.Ruta colombina realizada por Mauricio Obregón

y Samuel E. Morison en 1963.Foto tomada del libro The Caribbean as Columbus saw it.

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