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31 Infancia y vulnerabilidad en las zonas cocaleras MARÍA DEL PILAR MEJÍA FRITSCH * Jaime Rázuri El juguete rabioso.

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Infancia y vulnerabilidad en las zonas cocalerasMaría del Pilar Mejía Fritsch*

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La necesidad de atender a sus seis hijos, obliga a Clementina Flores —mujer viuda y sin tierra desterra-

da por el terrorismo— y a cuatro de sus pequeños a esperar desde muy temprano el camión que los trasladará a su centro de trabajo, un cocal ubicado en las afueras de Palmapampa, al sur del Valle del Río Apurímac Ene (VRAE).1 Reciben S/.0,80 céntimos por kilo de hoja cosechada, pero en épocas de mayor demanda pueden ganar hasta S/.1,50 por kilo.

Al norte del valle, en el distrito de Sivia, José y Óscar nos muestran sus manos secas y con heridas producto del deshierbe, deshoje y embolsado de la hoja de coca que luego comprará el narcotráfico para producir drogas. Ambos salieron de Huancavelica con sus padres buscando un futuro mejor. En el valle fueron contra-tados por un parcelero que tenía cocales. Ellos trabajan al lado de sus padres, pues los niños que lo hacen solos suelen ser maltratados por los propietarios si toman un descanso.

Al igual que a Clementina y sus hijos, encontramos a Rosa, una niña de 9 años. Estaba en el paradero de Kimbiri espe-rando junto a otras niñas un camión en ruta a una finca de coca donde, al igual que José y Óscar, también es explotada. Por ser mujer y niña le pagan menos y está expuesta a que atenten contra su in-tegridad física y sexual. Una amiga suya le contó que en una ocasión un jornalero la violó al fondo del cocal. Supo de otra a la que le ofrecieron volver a darle trabajo si accedía a tener sexo con el encargado de la finca, y de una a la que le inventaron deudas que tuvo que pagar con sexo.

Una mañana en el paradero, Rosa vio que su compañera conversaba con un hombre; le estaba ofreciendo un mejor trabajo, pero tenía que irse lejos. Prometió regresar para contarle su aventura. Nunca más la volvió a ver.

Al igual que José, Óscar, Fermín y Rosa, el 99% de niños que viven en las zonas cocaleras son explotados en los campos de coca,2 que en el Perú tienen una extensión de 59 000 hectáreas.3 Solo el 1% de la producción de hoja de coca es legal; el 99% va para el narcotráfico. Otros niños trabajan en las pozas de ma-ceración transformando hoja de coca en drogas que luego serán comercializadas por el narcotráfico. Estas actividades son consideradas entre las peores formas de explotación infantil según la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

Martha, una niña que cuando conversa oculta las heridas de sus dedos, vive en un

* Socióloga. Especialista en temas de infancia y vulnerabilidad social. Cuenta con experiencia en gerencia, monitoreo y evaluación de proyectos de desarrollo social en organismos no guberna-mentales y de cooperación internacional.

1 La información y los testimonios presentados en este artículo fueron recogidos por la autora en sus visitas al VRAE, el Huallaga, el Trapecio Amazónico y el valle de La Convención. Los nombres de los informantes fueron cambiados para preservar sus identidades.

2 UNICEF, Niños en zonas cocaleras. Un estudio en los valles del río Apurímac y Alto Huallaga. Lima, 2006.

3 UNODC, Perú: monitoreo de cultivos de coca 2009. Lima, 2010.

EL OMBLIGO DEL PERÚ

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“El prostibar es la puerta de entrada a otras formas de explotación.”

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lugar donde se concentran las “firmas del narcotráfico”. “Siempre cuando deshojas la coca así te salen las heridas, luego te acostumbras. Cuando pisas la coca en la poza, también te salen así heridas en tu pie, se te pela la planta del pie y te arde porque usan amonio”, declara.

La coca es la fuente de ingresos más importante para las familias, que son en su mayoría pobres. No hay otro cultivo más rentable que este y que dé cuatro cosechas al año. En el VRAE, el Huallaga Central y Juanjuí, la población registra tasas de pobreza y pobreza extrema por encima del promedio nacional, que en el 2009 fueron de 38,4% y 11,5% respec-tivamente.4 “Con la coca rápido tienes plata, vendes al toque; con el café, cacao no se gana mucho, tenemos que esperar bastante, y después quién lo compra…mientras, cómo comemos”.

Martha y su familia están condenadas a ser pobres. Solo salen de la pobreza quie-nes durante su infancia tuvieron nutrición adecuada, atención en salud, acceso a educación, agua potable, electricidad, saneamiento, entre otros.5

Según los padres, el trabajo en los cocales no interfiere con la escuela, pero los niños no piensan igual: “Estamos can-sados en las clases y faltamos por ir a la chacra, ni hay tiempo para las tareas”.6 “Ni luz hay, hacemos la tarea con vela cuando hay para comprar”. Al igual que Óscar y José, uno de cada dos niños en el VRAE no cuenta con energía eléctrica en casa.7

A José y Óscar no les gusta su profesor, no le entienden y además comentan que es “pegalón”. Sus clases nunca comienzan a tiempo, arrancan en mayo, antes los niños están en la chacra cosechando coca. También se quejan porque cada vez que

hay cosecha de coca (que es cuatro veces al año), las clases se suspenden.

En las zonas cocaleras, los niños se encuentran uno o más grados por debajo de la media para su edad. El porcentaje de los que abandonan la escuela es más alto que el promedio nacional. Hay in-cluso quienes deberían ser colocados en grados inferiores al que están cursando. A la secundaria van muy pocos. La mayoría se queda en la primaria, y ni siquiera la termina.

Ayuda poco el hecho de que los maestros no sean de las zonas cocaleras; consideran que trabajar en estos territorios es un castigo de Dios. En el VRAE se ha encontrado maestros que tienen cocales y que emplean a sus alumnos en la cosecha y pisado de la hoja; también llevan a cabo, junto a sus alumnos, faenas de recolección de hoja de coca para solventar la compra de material educativo y excursiones.8

Al igual que los padres y las autorida-des, los maestros defienden y alientan el trabajo de los niños en los cocales. Sostie-nen que la coca da de comer a la familia y ayuda a costear la educación de los niños. La coca también sirve para contratar pro-fesores cuando estos no llegan a tiempo

4 INEI, Encuesta Nacional de Hogares (ENAHO) 2009.

5 GRADE/Banco Mundial, “¿Está el piso parejo para los niños? Medición y comprensión de la evolución de las oportunidades”. Lima, 2012.

6 Mejía F., María del Pilar, “Condenados a la ex-clusión. Niños y niñas peruanas que trabajan en la coca”, Boletín Encuentros, año VII, n.° 2. Lima: Programa Internacional para la Erradicación del Trabajo Infantil (IPEC/OIT), 2007.

7 INEI, Censo Nacional de Población y Vivienda 2005.

8 Mejía F., María del Pilar, “Los niños de la coca: flagrante violación de los derechos de la infancia”, Narcotráfico y Gobernabilidad, año 4, n.° 36. Lima: Instituto de Estudios Internacionales (IDEI-PUCP), 2010.

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9 Devida, Observatorio Peruano de Drogas.10 Antezana, Jaime,” Narcotráfico en el Perú, efecto

globo, narco poder y narco guerra”, ppt., 2012.11 Mejía F., María del Pilar, “Perú: Relación entre

narcotráfico, explotación sexual de niñas y ado-lescentes y exclusión en zonas cocaleras. El caso del Valle del Río Apurímac Ene y el Trapecio Amazónico”, Boletín Encuentros n.° 14. Lima: IPEC/OIT, 2012.

para las clases o cuando el Ministerio de Educación no envía maestros. Ayuda a que los niños se eduquen.

Los padres consideran que la educa-ción que reciben sus hijos en la escuela es mala y prefieren que se dediquen a trabajar en la coca porque en esta actividad “aprenden más”.

El entorno donde viven José y Óscar es violento y la seguridad es un concepto hueco. En distritos con altos índices de violencia e inseguridad como Sivia y Llochegua no hay comisarías ni personal policial que protejan a la población.

En la comunidad en la que habita Óscar se convive con el narcotráfico y el terroris-mo. Constantemente hay gente que muere por ajustes de cuentas, y en los lugares donde están los remanentes de Sendero, siempre hay feroces ataques terroristas en los que pierden la vida militares y civiles. El número de enfrentamientos armados entre sicarios/narcos y policías ha ido en aumento. Según la Policía Nacional, entre el 2005 y el 2008 se observa un incremento del 40% en el número de delitos asociados al narcotráfico.9 Asimismo, la cifra de las víctimas de ataques y emboscadas en el VRAE ha crecido considerablemente. En el 2010 se registró la mayor cantidad de estos incidentes respecto de años anteriores, la mayoría de ellos en las rutas de la droga.10

En todo el Apurímac Ene, desde Pichari hasta Santa Rosa, pasando por Llochegua, San Francisco, Kimbiri y Sivia, funcionan cantinas donde las niñas son explotadas sexualmente.11 Estos negocios han ido en aumento conforme ha cobrado ma-yor importancia la actividad económica derivada del narcotráfico. Los bares son atendidos por niñas provenientes de Cusco, Ayacucho y Junín que han sido

captadas con engaños por gente que les ofreció trabajo en el negocio de la coca y un futuro mejor.

En las cantinas conocidas como ‘prosti-bares’, las niñas se encargan de despachar la cerveza y de estar atentas a los requeri-mientos de los clientes, y están obligadas a atenderlos cuando estos quieren algo más. “Trabajan bajo la atenta mirada de sus patronas, con quienes no las une lazo sanguíneo o de parentesco”. El prostibar es la puerta de entrada a otras formas de explotación. La estancia de las niñas en la cantina es temporal, pues la lógica es rotarlas para que los clientes no se abu-rran e ir insertándolas en el circuito del narcotráfico. La explotación sexual de las niñas en el VRAE sucede en un contexto de permisividad absoluta. La comunidad no protesta, la policía no vigila ni sanciona. Se enfrenta también el problema de la corrupción de funcionarios del Estado: los tratantes estarían operando bajo la protección de las autoridades.

En la triple frontera Perú, Colombia y Brasil, lugar donde el narcotráfico convive con la guerrilla colombiana, las niñas que llegan con engaños a trabajar en la movida de la coca también acaban en manos del narcotráfico siendo explotadas sexual y laboralmente.

Las mochilas no son solo cargadas por las que están secuestradas por el narcotráfico. También las llevan niños y adolescentes que como Óscar y Pedro

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viven con sus familias. En ellas transpor-tan entre ocho y diez kilos de droga ya procesada. Ganan cien dólares por viaje. Para el transporte de la droga, los niños cuentan con el apoyo de la policía y de los grupos alzados en armas.

En el valle de La Convención, la ex-plotación sexual de niñas tiene su centro de operaciones en la capital provincial de Quillabamba. Los prostibares, donde las niñas trabajan soportando los efectos del alcohol y de la cocaína que les pro-veen para mantenerlas en vela y resistir el ritmo de trabajo, están en la zona este de la ciudad, cerca de los terminales de transporte.

Este problema se ha acentuado con las operaciones del Consorcio Camisea, que

atrajo a miles de operarios a la zona com-prendida entre Kimbiri y Quillabamba e incrementó los ingresos de los nuevos trabajadores de los municipios de la zona, principalmente de Echarate. Kepashiato (Echarate), a 130 kilómetros de Kimbiri, es la zona por donde pasa el gasoducto de Camisea, la que se ha visto reciente-mente invadida por el narcoterrorismo gracias a la nueva carretera que une San Francisco y Quillabamba. En este lugar, las motos, conducidas por adolescentes, vienen cargadas de drogas de Kimbiri. Descargan en Ivochote, a orillas del río Urubamba, y la droga continúa su viaje rumbo a Brasil.

Para nadie ya es un secreto que en el VRAE los niños son utilizados por Sendero

Niños asháninkas, entrenados militarmente, forman parte de un pueblo sometido y vejado por Sendero Luminoso. (Foto: Caretas)

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en el Vizcatán. Esto no es nuevo. Según el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, el 12% de víctimas de la violencia política en el Perú fueron meno-res de 18 años, quienes fueron asesinados, desaparecidos, sufrieron reclutamiento forzoso, violaciones y secuestros.12

Me pregunto si no es también un horror que los niños sean esclavos del narcotráfico, que estén involucrados en la cadena de producción, transformación y tráfico de drogas, que sean parte de esta actividad delictiva, que su educación sea solventada por el narcotráfico, que las niñas sean ex-plotadas sexualmente por el narcotráfico, que su vinculación con el narcotráfico traiga efectos perversos en su salud y educación, que sea una actividad que deja un efecto pernicioso en el campo valorativo y que afecta la formación de la moral.

¿No es igual de indignante saber que son pobres y que estén condenados a serlo, que no accedan a servicios básicos, que además de convivir con el narcotráfico sus días transcurran en medio del terror que infunde la violencia de los grupos alzados en armas, que sean tolerantes al crimen, que sean testigos de ajustes de cuentas y de enfrentamientos por la posesión y control de las drogas?

El problema es que los niños no están en la agenda pública. El Estado ha pri-vilegiado políticas específicas antes que políticas públicas universales para toda

la infancia. Ha focalizado las políticas y destinado fondos que se dedican de ma-nera exclusiva a sectores de la población especialmente desposeídos de recursos para solucionar cuestiones básicas. A la larga y paradójicamente, la ayuda especí-fica a poblaciones consideradas especial-mente vulnerables refuerza una peligrosa tendencia: identificar lo público con lo inferior.13 Esta cuestión tiende a reforzarse más debido a la existencia de paradigmas culturales hegemónicos que consideran al niño como un “menor” antes que como un sujeto de derechos, como lo señala la Convención de los Derechos del Niño.

Por otro lado, se observa debilidad en las políticas públicas para generar un entorno de crecimiento económico con equidad. Subsisten brechas de exclusión económica, social, política y cultural que, desde el punto de vista de la infancia, afectan el ejercicio real y concreto de sus derechos. Se requiere de una política pública destinada a toda la infancia que comprenda aspectos como educación, salud, nutrición y buen trato, y que con-tribuya a cerrar las brechas de exclusión existentes que colocan a los niños en las actuales condiciones de vulnerabilidad y riesgo. Esto también tiene que ver con políticas que promuevan la redistribución del ingreso y también la mejora de los ingresos de las familias más necesitadas con la elevación de la calidad de la mano de obra adulta.

En este contexto, el papel de Estado como garante de los derechos humanos es fundamental. El Estado tiene el deber y la obligación de adoptar las políticas y ac-ciones necesarias para asegurar a todos los niños y niñas, sin discriminación alguna, el cumplimiento de sus derechos. n

12 Save the Children UK, La violencia contra las niñas y los niños. Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Lima, 2005.

Toche, Eduardo, “Los niños de la guerra”, Que-hacer n.° 180. Lima: Desco, 2011.

13 Mannarelli, María Emma, “Tensiones en el ejercicio de los derechos de la infancia”. En: Relaciones con condiciones. El Estado peruano frente a su infancia. Lima: Proyecto Niños del Milenio, 2007.