El Mal y su Remedio

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Arzobispado de Arequipa

Domingo 12 Octubre

2014

LA COLUMNADe Mons. Javier Del Río Alba

EL MAL Y SU REMEDIO

Dios es infinitamente bueno y todas sus obras son buenas. Sin embargo, nadie escapa a la experiencia del sufrimiento, de la enfermedad u otros males en la naturaleza y, sobre todo, del mal moral. En su libro Confesiones, san Agustín nos relata que pasó mucho tiempo buscando el origen del mal y no lo encontraba, hasta que se hizo cristiano y entonces comprendió que el misterio del mal sólo se comprende a la luz del misterio de la piedad de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado. Para comprender la cuestión del origen del mal hemos de examinarla a la luz de Jesucristo, que es su único vencedor y está dispuesto a hacernos partícipes de su victoria. Si procedemos así, descubriremos que en el origen del mal está el pecado del hombre, presente a lo largo de la historia. Lamentablemente, en nuestros días son muchos los que niegan la existencia del pecado en el hombre y pretenden explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, una debilidad psicológica, un error o una consecuencia de estructuras sociales inadecuadas, etc. Quienes piensan así, desconocen el vínculo profundo del hombre con Dios y, por tanto, no entienden que el pecado es un abuso de la libertad que Dios nos da a los seres humanos para que podamos amarle y amarnos mutuamente. Así nos lo presenta el relato de la caída del hombre, presente en las primeras páginas de la Biblia a través de diversas imágenes: Adán y Eva, el árbol de la ciencia del bien y del mal, la serpiente seductora, etc.

Conforme a la tradición de la Iglesia, la famosa serpiente es la imagen de un ángel, Luzbel, que se rebeló contra Dios al conocer el designio de amor que Él tiene para con los hombres y que consiste en elevarlos a su propia vida divina. La rebelión de Luzbel y sus secuaces tiene en su origen la envidia contra el hombre y, como

consecuencia de ella, se encamina a apartar al hombre de Dios para evitar de esa manera que se cumpla ese designio de amor. Por eso, dejó de llamarse Luzbel y se le llama Satanás o Diablo, que significa «el que divide», porque se ha autoimpuesto la tarea de dividir o separar al hombre de Dios. Esto es lo que hizo con nuestros primeros padres, Adán y Eva, y lo que pretende hacer con todos los hombres de todos los tiempos, para lo cual nos quiere hacer creer que Dios no nos ama y que, por el contrario, nos quiere tener siempre sometidos y limitados para ejercer su poder sobre nosotros.

Con razón Jesucristo llama al diablo «mentiroso y padre de la mentira», porque la verdad es que Dios nos ama tanto que nos ha creado para vivir en amistad con Él y para que, a partir de una relación de confianza, lo reconozcamos como nuestro creador y como quien mejor nos puede guiar en el uso de la libertad que Él mismo nos ha dado, de modo que usándola de modo adecuado alcancemos la felicidad para la que nos ha creado. Sin embargo, la maldad y la astucia del diablo son tan grandes que, desde los inicios de la historia se las ha ingeniado para hacernos caer en su mentira, hacernos desconfiar de Dios y llevarnos a desobedecerlo y a no dejarnos conducir por Él. Gracias a Dios, el poder del demonio no es infinito. Si bien el diablo es un espíritu puro, y por tanto tiene más poder que el hombre, no deja de ser una criatura limitada y, por más mal que haga, jamás podrá impedir la edificación del Reino de Dios y el cumplimiento de su designio de amor sobre los hombres, para beneficiarnos de lo cual basta con que usemos rectamente nuestra libertad, lo que es posible gracias a que Jesucristo ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado para nuestra justificación.

+ Javier Del Río AlbaArzobispo de Arequipa