El Parricidio Parmenides

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EL PARRICIDIO DE PARMÉNIDES

En su intento de definir al sofista, Platón acaba situándolo entre los

magos e ilusionistas, «siendo un imitador de los seres (mimêtês ôn tôn

ontôn)» (235a). Su poder de encantamiento consiste en inducir en los jóve-

nes la opinión de que es el más sabio respecto de todo. Aparece ante ellos

pareciendo sabio; de lo contrario, no habría gente dispuesta a pagarle. Pare-

ce conocer todo aquello en que disputa. En consecuencia, aparece ante sus

discípulos como sabio en todo, pero sin serlo, pues esto es imposible. «El

sofista, entonces, se nos ha revelado con cierta ciencia opinativa (doxastikê

epistêmê) acerca de todo, pero sin tener la verdad» (233c). Para ello, se sirve

de una técnica de imitación. La técnica de producción de imágenes (eidôlon)

es doble: la técnica figurativa elabora un retrato, un parecido (eikôn) de lo

real (235d); la técnica simulativa, por el contrario, elabora una apariencia

(phantasma) que no se parece a lo real (236b-c). El sofista produce simula-

cros (apariencias, simulaciones, que aparentan, que hacen pasar por ser lo

que no es), dice y piensa lo falso, opina cosas falsas. Hasta aquí el veredicto

de Platón sobre el sofista. Pero esta acusación está llena de dificultades:

«En realidad, bienaventurado joven, estamos ante un examen extremadamente difícil, pues aparecer y parecer, pero no ser (to phainesthai, to dokein, einai mê), y decir algo, aunque no verdadero, todas estas expresiones están envueltas en dificultades, tanto antiguamente como ahora. Pues cómo se pueda decir (legein) u opinar (doxazein) cosas realmente falsas, y pro-

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nunciar esto sin incurrir necesariamente en una contradicción, es, Teeteto, enormemente difícil. ¿Por qué? Este discurso (logos) se atreve a sostener que «lo que no es», es (to mê on einai), pues, de otro modo, lo falso no podría llegar a ser. Pero el gran Parménides, hijo mío, cuando noso-tros éramos jóvenes, desde el principio hasta el fin testimoniaba lo siguiente, tanto en prosa como en verso:

«Que esto nunca se imponga, que sean los que no son (einai mê eonta); tú, cuando investigues, aparta tu pensamiento de este camino».

Esto queda testimoniado por él, y el argumento mismo, una vez puesto a prueba como corresponde, lo mostrará mejor que nada. En consecuencia, esto es lo primero que debemos analizar, si no opinas lo contrario. En lo que a mí respecta, procede como quieras; en lo que se refiere al discurso, observa cómo avanzará mejor, ve adelante, y condúceme también a mí por el mismo camino» (236d-237b).

¿Acaso existe la falsedad o un mundo de apariencias? Parménides lo

niega. Luego estamos atribuyendo al sofista algo imposible, al menos a la

luz de la tesis parmenidea. Platón se propone en primer lugar argumentar lo

dicho por Parménides. El primer argumento se apoya en la naturaleza inten-

cional del conocimiento y del lenguaje:

«Es necesario proceder así. Y dime: ¿nos atrevemos a hablar de «lo que no es de ningún modo» (to mêdamôs on)? ¿Cómo no? Si alguno de los oyentes, sin espíritu de discusión y bromas aparte y con la debida seriedad, después de haber reflexionado, mostrara a qué debe aplicarse este nombre de «lo que no es», ¿a qué pensaríamos que lo aplicaría, y qué presentaría a quien lo interrogara? Lo que preguntas es difícil y casi completamente imposible de responder por parte de alguien como yo. Pero esto, por lo menos, es evidente: «lo que no es» no se aplica sobre los que son. ¿Cómo sería posible? Pero si no se aplica sobre «lo que es», tampoco sería correcto que alguien propusiera apli-carlo sobre «algo» (to ti). ¿Cómo? Para nosotros es evidente que la palabra «algo» la decimos siempre respecto de «lo que es». Decirla sola, como desnuda y aislada de todos los que son, es imposible, ¿no es así? Es imposible. Si concuerdas con mi punto de vista, ¿no es necesario que quien dice algo, diga algo uno (hen ti)? Así es. Se podría decir, pues, que «algo» (to ti) es signo de uno, que «ambos» (to tine) lo es de dos, y que «algunos» (to tines) lo es de muchos. ¿Y cómo no? Es totalmente necesario, entonces, según parece, que quien dice no-algo (mê ti legonta), diga nada (mêden legein). Es totalmente necesario. ¿No debe acaso admitirse, entonces, lo siguiente: que, ya que quien dice algo de este modo, en realidad dice nada, ha de afirmarse, por el contrario, que ni siquiera dice quien intenta pronunciar «lo que no es»? En esta afirmación consistiría el fin de la dificultad» (237b-e).

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Decir lo que no es es decir no-algo. Y decir no-algo es decir nada.

Pero decir nada es no decir. Luego el no-ser es indecible. El segundo argu-

mento se apoya en la imposibilidad de enunciar el no-ser sin atribuirle ca-

racterísticas propias del ser:

«No alces todavía la voz, bienaventurado, pues aún quedan dificultades, y, entre ellas, la mayor y primera, pues ella afecta al principio mismo de la cuestión. ¿Cómo dices? Habla y no temas. A «lo que es», por cierto, ¿podría advenirle algo diverso de los que son? ¿Cómo no? Pero, ¿diremos que es posible agregar algo de los que son a «lo que no es»? ¿Y cómo? Suponemos que el número, en su conjunto, es de los que son. Si hay algo que es de ellos, es él. No intentemos, entonces, aplicar algo de él —ni la pluralidad ni la unidad— a «lo que no es». Según parece, y como afirma el argumento, no sería correcto intentarlo. Pero, ¿de qué modo podría alguien pronunciar por medio de su boca o captar en forma ab-soluta con el pensamiento los que no son, o lo que no es, prescindiendo del número? ¿Cómo? Dilo. Aun cuando hablemos de los que no son, ¿no intentamos aplicarles el plural de número? ¿Cómo no? Y decir «lo que no es», ¿no aplicamos lo uno? Evidentísimo. Y, no obstante, decimos que no es justo ni correcto intentar ajustar (prosarmottein) «lo que es» con «lo que no es». Es la máxima verdad. ¿Comprendes, entonces, que no es posible, correctamente, ni pronunciar, ni afirmar, ni pen-sar «lo que no es» —en sí y de por sí—, puesto que ello es impensable, indecible, impro-nunciable e informulable? Así es, completamente» (238a-c).

El no-ser no puede enunciarse sin predicar de él, por el hecho mismo

de enunciarlo, el número. Pensar y decir el no-ser o los no-seres es pensarlos

y decirlos aplicando el número. Pero se numeran las cosas que son. Como el

ser no puede predicarse del no-ser (como testimonia Parménides en el frag-

mento citado), el no-ser es por ello mismo inefable, indecible e impronun-

ciable. Estos dos argumentos dan, pues, la razón a la diosa: «tú, cuando in-

vestigues, aparta tu pensamiento de este camino». Estas palabras son tan

verdaderas, que incluso cuando el pensamiento toma este camino del no-ser,

aunque sólo sea para refutarlo, no puede evitar caer en contradicción:

«¿Acaso mentí hace poco cuando dije que iba a enunciar la mayor dificultad respecto del mismo? ¿Qué? ¿Queda aún por enunciar alguna mayor?

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¿Y qué, admirable amigo? ¿No piensas, sobre la base de lo que ya hemos dicho, que «lo que no es» coloca en dificultad a quien lo refuta, pues, apenas alguien intenta refutarlo, se ve obligado a afirmar, acerca de él, lo contrario de él mismo? ¿Cómo dices? Habla con mayor claridad. No es en mí en quien debe buscarse mayor claridad. Pues yo, que supuse que «lo que no es» no debe participar (metechein) ni de lo uno, ni de lo plural, acabo de enunciarlo, no obstante, como uno, pues dije «lo» que no es. Entiendes, sin duda. Sí. Y del mismo modo había dicho, un poco antes, que él «es» impronunciable, indecible e informulable. Te sigo. ¿Cómo no habría de hacerlo? Cuando intenté aplicarle el «ser» (to einai), ¿no dije lo contrario de lo anterior? Parece. ¿Y qué? Al aplicárselo, ¿no era referirme a él como uno? Sí. Y también cuando dije que era «informulable, indecible e impronunciable», le dirigíamos la palabra cual si fuera uno. ¿Cómo no? Pero decíamos que, si se quiere hablar con corrección, es necesario no definirlo ni como uno, ni como muchos, e incluso ni llamarlo «él» (to auto), pues esta expresión lo denotaría con la forma de uno. Completamente. ¿Quién osaría dirigirme todavía la palabra? Pues me encontraría ya derrotado, tanto antes como ahora, en la refutación de «lo que no es». No busquemos, entonces, en lo que yo afirmo, como te dije, corrección al hablar sobre «lo que no es». Vamos, pues: busquémosla ahora en ti. ¿Cómo dices? ¡Adelante, entonces, con elegancia y nobleza! Tú, que eres joven, esfuérzate e intenta pro-nunciar correctamente algo sobre «lo que no es», sin agregarle ni ser (ousia), ni lo uno ni una pluralidad numérica. La osadía de tal propósito sería enorme y absurda, pues ya veo lo que te ocurrió al intentar-lo. Si te parece, entonces, hagámonos a un lado tú y yo. Y, hasta que encontremos a alguien que pueda llevar a cabo esta tarea, digamos que el sofista, con la mayor astucia, se ha es-condido en un lugar muy difícil. Así parece, sin duda alguna» (238d-239c).

En la sentencia «el no-ser es impronunciable, indecible e informula-

ble», el uso de sujeto (mediante el «el»), de cópula verbal y de predicado,

contraviene la prohibición de ajustar el ser con el no-ser. El sofista se escon-

de en los dominios del no-ser. De ahí la dificultad de apresarlo en una defi-

nición. En concreto, no parece que pueda decirse de él que dice y piensa lo

falso. ¿Y qué hay de otra de las acusaciones, la de producir simulacros?

«Pues si afirmáramos que posee un arte simulativo (technê phantastikê), será fácil para él, compartiendo incluso nuestro empleo de los argumentos, orientarlos en sentido opuesto, de tal modo que, cuando lo llamemos fabricante de imágenes, preguntará a qué llamamos con-cretamente imagen (eidôlon). Es necesario encontrar una respuesta para oponer a las pre-guntas de este insolente, ¡oh Teeteto! Es evidente que hablaremos de las imágenes que vemos en el agua y en los espejos, e inclu-so aquéllas dibujadas o grabadas, y todas las otras cosas por el estilo. Lo que es evidente, Teeteto, es que tú nunca has visto a un sofista.

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¿Por qué? Te hará creer que tiene los ojos cerrados, o que no tiene ojos en absoluto. ¿Cómo? Cuando le respondas de ese modo, refiriéndote a algo que se ve en los espejos o que está modelado, se reirá de tus argumentos, dados para hombres que ven. El, en cambio, fingirá ignorar espejos, aguas, e incluso la vista, y sólo te preguntará sobre lo que se obtiene de tus ejemplos. ¿Qué? Sobre lo que está presente en la multiplicidad que tú mencionaste y que lograste enunciar al pronunciar un solo nombre, «imagen», que se extiende sobre aquella totalidad como una unidad. Habla, pues, y defiéndete, sin retroceder ante este individuo. ¿Qué podríamos decir que es una imagen, Extranjero, sino otro por el estilo (heteron toiouton) que ha sido hecho semejante a lo simplemente verdadero? ¿Tu «otro por el estilo» lo llamas simplemente verdadero, o qué quieres decir con «por el estilo»? Que no es simplemente verdadero, sino parecido. ¿Entendiendo por simplemente verdadero lo que realmente es (ontôs on)? Así es. ¿Y qué? Lo no simplemente verdadero, ¿no es acaso contrario a verdadero? ¿Y cómo no? Llamas entonces a lo parecido lo que no es1, si afirmas que no es simplemente verdadero. Pero es. ¿Cómo? Y bien, pues, dirás que es verdaderamente…2. ¡No, ciertamente!, si bien es realmente una imagen (eikôn ontôs). Luego no siendo realmente, es realmente eso que llamamos imagen (ouk on ara ontôs, éstin ontôs hên legomen eikona). Es de temer que «lo que no es» esté entretejido (peplechthai) con «lo que es» mediante un entrelazamiento (symplokên) de este tipo, lo cual es muy insólito. ¿Cómo no ha de ser insólito? Al menos ves que también ahora, y gracias a este entrelaza-miento, el sofista de muchas cabezas nos obligó a admitir, a pesar nuestro, que «lo que no es», en cierto modo, es. Lo veo, y muy bien» (239d-240c).

La argumentación funciona porque Platón está dando al ser el sentido

de verdadero. En la perspectiva de este logicismo, lo parecido, en tanto que

no-verdadero, será lo que no es. Pero no siendo realmente, es realmente por-

que es realmente una imagen. Lo parecido es realmente una imagen de lo

que no es realmente. De nuevo, violamos la prohibición de Parménides de

ajustar el ser a lo que no es. El sofista, amparado en Parménides, niega algo

1 ouk on TY: ouk ontôs ouk on W, ouk ontôs [ouk] on Burnet. Fue Hermann en 1851 quien rehabilitó la lectura del códice W, inferior a los códices B y T (aquí el importante códice B ofrece un texto co-rrupto: ouk ontôn oukon). Lo parecido vendría a ser «un irreal no-ser» (Diès), algo no realmente (ouk ontôs) no existente (ouk on), intermedio entre el ser y el no-ser. Burnet cuestiona esta lectura median-te un corchete. La nueva edición de Oxford suprime el corchete y lee sin más ouk ontôs on, que tam-bién puede adoptarse, pues no entra en conflicto con TY. 2 La traducción habitual es: «aunque no verdaderamente, según dices», siguiendo el códice W. En consonancia con la decisión anterior, aquí se sigue también TY, como hace Cordero en su edición francesa. La frase adquiere un tono irónico. En este caso, el cambio no afecta al sentido de la argu-mentación.

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así como la imagen. A continuación, Platón revisa la acusación de que el

sofista opina cosas falsas:

«¿Y qué? ¿Seremos capaces de determinar cuál es su arte, poniéndonos de acuerdo con nosotros mismos? ¿Qué es lo que temes, cuando hablas así? Cuando afirmamos que él engaña con sus apariencias (phantasma), y que su arte es engaña-dora, ¿diremos, entonces, que es gracias a su arte por lo que nuestra alma opina cosas fal-sas, o qué diremos? Eso. ¿Qué otra cosa podríamos decir? Y la falsa opinión (pseudês doxa) opinará las cosas contrarias a las que son, ¿o qué? Las contrarias. ¿Afirmas, entonces, que la falsa opinión opina los que no son (ta mê onta)? Necesariamente. ¿Es porque opina que «los que no son», no son, o porque opina que «lo que de ningún modo es», de algún modo es? Sí, es necesario que «los que no son», sean de algún modo, si alguien se equivoca respecto de algo, aunque sea poco. ¿Y qué? ¿ No opinará también que «los que son completamente» (ta pantôs onta) no son de ningún modo (mêdamôs einai)? Sí. Y esto también es una falsedad (pseudos). Lo es. Y, se me ocurre, un discurso será considerado falso, tanto cuando afirme que «los que no son», son, como cuando diga que «los que son», no son. ¿De qué otro modo llegaría a ser falso? De ninguna otra manera. Pero el sofista no lo aceptará. ¿Cómo podría admitirlo alguien que sea coherente con su propio pensamiento, cuando aceptó que lo que antes se discutió [a saber, «lo que no es»] es impronunciable, indecible, informulable e impensable? ¿Com-prendemos lo que dice, Teeteto? ¿Cómo no comprenderemos que dirá que nosotros afirmamos ahora lo contrario que antes, y que nos atrevemos a sostener que lo falso existe tanto en las opiniones como en los discursos? Pues a menudo estamos obligados a unir (prosaptein) «lo que es» a «lo que no es», aun cuando acabamos de convenir en que esto es completamente imposible. Tu recuerdo es correcto. Pero ya es tiempo de decidir qué debe hacerse con el sofista, pues si para escrutarlo colocamos su arte entre el de los falsificadores y magos, las objeciones y los problemas, como ves, son muchos y muy difíciles. Por cierto. No obstante, apenas hemos pasado revista a una pequeña parte, y ellos son, según parece, infinitos. Si es así, parece imposible, al fin y al cabo, capturar al sofista. ¿Y qué? ¿Acaso abandonaremos ahora, acobardados? Yo digo que no es necesario, mientras tengamos una posibilidad —por pequeña que sea— de capturar de algún modo a ese individuo» (240c-241c).

El sofista niega que haya algo así como juicios u opiniones falsas. La

única manera de capturar al sofista es negar validez al testimonio de Parmé-

nides. Para librarnos de un discurso tan poderoso, es preciso llevar a cabo

una suerte de parricidio de Parménides. Pero, ¿acaso no tiene validez la ar-

gumentación llevada a cabo al principio en favor del testimonio de Parméni-

des? Sí la tiene, en la medida en que pretendemos pensar el no-ser como su-

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jeto («lo» que no es) y como contrario (enantion) del ser. Pero ser es lo ver-

dadero, y no-ser, lo falso. Y en esta «lógica del ser», el discurso de Parmé-

nides es inaceptable. «Perdóname entonces, y como acabas de decir, ¿te contentarás si intentamos librarnos, aunque sea débilmente, de un discurso tan poderoso? Por supuesto que lo haré. Entonces te pediré un favor mayor. ¿Cuál? Que no me tomes por una suerte de parricida. ¿Por qué exactamente? Porque, para defendernos, será preciso poner a prueba el discurso de nuestro padre Parmé-nides, y forzar (biazesthai) a «lo que no es», a que sea en cierto modo, y, recíprocamente, a «lo que es», a que en cierto modo no sea. Es evidente que en los discursos habrá que sostener con energía algo de esta índole. ¿Cómo no será evidente, que hasta un ciego, como suele decirse, lo vería? Pues hasta que no se refute o no se admita lo dicho, será difícil pretender hablar de discursos o de opinio-nes falsas, y de imágenes, figuras, imitaciones y apariencias, así como de las artes que se ocupan de ellos, sin caer en el ridículo al verse uno obligado a contradecirse a sí mismo. Es muy verdadero. Por eso ha llegado el momento de osar enfrentarse al discurso paterno, o de dejarlo absolu-tamente, si algún escrúpulo nos impide hacerlo. Nada hay que nos lo impida. Te pediré, entonces, por tercera vez, un pequeño favor. Dime. Afirmé hace poco que, en lo que respecta a la refutación de estas cosas, siempre me sentí impotente, y lo mismo me ocurre ahora. Lo dijiste. Temo que a causa de lo que dije me tomes por un loco, tornándome ya hacia arriba, ya hacia abajo. Es para satisfacerte por lo que procederemos a la refutación del discurso, si hay refutación. En lo que a mí respecta, jamás pensaré que te extralimitas si emprendes esta refutación y demostración; avanza, pues, sin temor. Y bien. ¿Cuál será el punto de partida de un discurso tan peligroso? Yo creo, mi joven amigo, que el camino que necesariamente habremos de emprender es el siguiente. ¿Cuál? Examinar, en primer lugar, las cosas que ahora pasan por evidentes, no vaya a ser que, encontrándonos en un estado de cierta confusión con respecto a ellas, fácilmente nos pon-gamos de acuerdo, como si estuvieran bien juzgadas. Explícate con mayor claridad» (241c-242c).

En el orden metafísico del ser, estrictamente no hay cosas falsas, por-

que todo es y es lo que es. Pero en el orden lógico del pensar, lo falso sí

existe, porque es un juicio llevado a cabo por el alma en su intento de ade-

cuarse a lo real: lo falso es decir de lo que es, que no es, o decir de lo que no

es, que es. Quien no distingue ambos órdenes, el metafísico y el lógico, o

mejor, quien reduce el orden lógico al metafísico, será incapaz de dar cuenta

de la falsedad y de la apariencia, a no ser que se decida a “matar” a Parmé-

nides. Esta es la gran lección de Platón. O, si se prefiere: el discurso radical-

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mente metafísico de Parménides es insuficiente porque no sabe atender a las

exigencias legítimas de una Lógica del ser.

El final del pasaje anuncia que la refutación de Parménides, si quiere

ser completa y radical, exige que retrocedamos hasta el mismo punto de par-

tida de su discurso, pues seguramente allí se encuentra el error fundamental.

Es lo que veremos a continuación.