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El pequeño vampiro Angela Sommer-Bodenburg Ilustraciones de Amelie Glienke

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El pequeño vampiroAngela Sommer-BodenburgIlustraciones de Amelie Glienke

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Este libro es para Burghardt Bodenburg, quien con sus blandos dientes nunca podría llegar a ser un vampiro, y para Ada-Verena Gass, que domina magistralmente la mirada del vampiro y, además, para Katja, que sabe gritar “¡Ayyy, un vampiro!” de forma admirable, ¡y para todos aquellos a los que les gusta tanto como a mí leer historias de vampiros!

Angela Sommer-Bodenburg

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A Anton le gusta leer historias emocionantes y espantosas, especialmente, las de vampiros, de cuyas costumbres está totalmente al corriente.

Los padres de Antonno creen del todo en

los vampiros. Su padre trabaja en una oficina y su

madre es maestra.

Rüdiger es el pequeño vampiro desde hace al menos 150 años, y es pequeño porque se convirtió en uno de ellos cuando era niño. Anton lo conoció un día en que se encontraba solo en casa.

Anton temblaba de miedo, pero el pequeño vampiro le aseguró que ya había “comido”. Es más, le cayó muy bien después de que Rüdiger le confesara su predilección por las historias de vampiros y su temor a la oscuridad. Por si fuera poco, Rüdiger regaló a Anton una capa, y juntos volaron hacia el cementerio y la Cripta Schlotterstein. Desde ese momento, la monótona vida de Anton se transforma y se vuelve emocionante.

Personajes

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Anna es la hermana de Rüdiger…, su hermana “pequeña”, como a él le gusta resaltar. Pero Anna es casi tan fuerte como Rüdiger, sólo que más valiente y decidida. También a ella le gusta leer historias espeluznantes.

Tía Dorothee es la vampiresa más sanguinaria de todos. Encontarse con ella después de ponerse el sol puede resultar mortalmente peligroso.

Geiermeier y Schnuppermaul.El primero es el guardián del cementerio; el segundo es el jardinero. Los dos persiguen a los vampiros.

Lumpi el Fuerte, hermano mayor de Rüdiger, es un vampiro muy irascible. Su voz, a veces grave, a veces chillona, demuestra que él se encuentra en los años de crecimiento. Lo único malo es que no saldrá nunca de este difícil estado, porque se convirtió en vampiro durante la pubertad.

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Jürgen Schwartenfeger es psicólogo. La madre de Anton espera de él que cure a su hijo de la “obsesión” que tiene por los vampiros. Lo que ella no sabe es que el señor Schwartenfeger también siente un gran interés por ellos, ya que ha desarrollado un programa de aprendizaje para ayudar a la gente a superar sus fobias y quiere experimentarlo con algún vampiro.

Igno Rante es el primer paciente del señor Schwartenfeger que participa

en el programa de aprendizaje. Anton duda que sea realmente un vampiro:

Igno Rante tiene el aspecto de un vampiro, pero siempre llega a la

consulta antes de la puesta del sol.

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La cosa en la ventana

Era sábado: el día en que sus padres salían de casa por la noche.

—¿Adónde irán hoy? —quiso saber Anton por la tarde, cuando su madre se estaba poniendo los rizadores en el baño.

—Ah —dijo la madre—: primero vamos a cenar y luego, quizá, a bailar.

—¿Cómo que “quizá”? —preguntó Anton.—No lo sabemos todavía —le dijo la madre—.

¿Acaso es tan importante para ti?—Nooo —gruñó Anton. Prefería no confesar

que quería ver la película policiaca que empezaba a las once. Pero su madre ya había sospechado.

—Anton —dijo volviéndose de tal manera que podía mirarlo fijamente a los ojos—: no querrás, por casualidad, ver la televisión…

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—Pero, mamá —exclamó Anton—, ¿cómo se te puede ocurrir eso?

Afortunadamente, su madre había vuelto a la tarea de rizarse el pelo, de modo que ya no podía ver cómo el rostro de Anton se ponía colorado.

—Quizá vayamos también al cine —dijo ella—. En todo caso, no volveremos antes de medianoche.

Se había hecho de noche y Anton estaba solo en la casa. Estaba en pijama, sentado en la cama; se había subido el edredón hasta la barbilla y leía La verdad sobre Frankenstein. La historia sucedía en una feria anual. Un hombre con un abrigo negro ondeante acababa de salir a escena para anunciar el nacimiento del monstruo. Entonces sonó el desper-tador. Molesto, Anton levantó la vista de su libro. ¡Oh! ¡Ya casi son las once!, quedaba el tiempo justo para encender la televisión.

Anton saltó de la cama y prendió la televisión con el control remoto. Entonces volvió a arrellanar-se en su edredón y esperó a que, lentamente, apare-ciera la imagen. Pero aún no terminaba el programa deportivo. La habitación estaba bastante lóbrega y sombría. King-Kong, en el póster de la pared, ha-cía una mueca horrenda que iba bien con el estado

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de ánimo de Anton: se sentía salvaje y abando nado, como el único superviviente de una catástrofe ma-rítima, náufrago en una isla del sur habitada por caníbales. Y la cama era su madriguera, suave y cá-lida, y si quería podía esconderse en ella y no de-jarse ver. Había un montón de víveres delante de la entrada de la cueva; sólo faltaba el agua. Anton pensó con avidez en la botella de jugo de manzana que había en el refrigerador, ¡pero el camino hasta allá era largo, a través del oscuro pasillo! ¿Debería regresar nadando al barco, pasando al lado de los tiburones sedientos de sangre que sólo esperaban a sus víctimas? ¡¡Uyyy!! Pero ¿no morían los náufra-gos mucho más por la sed que por el hambre?

Por tanto, se puso en marcha. ¡Odiaba el pasillo, con la lámpara eternamente rota que nadie repa-raba! ¡Odiaba los abrigos que se balanceaban en el ropero y que parecían ahogados! Y ahora le daba miedo incluso la liebre disecada del cuarto de tra-bajo de su madre, a pesar de que otras veces a él le encantaba asustar con ella a otros niños.

Finalmente había llegado a la cocina. Sacó del refrigerador la botella de jugo de manzana y cortó una gruesa rebanada de queso. Mientras, escuchaba

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con atención por si había comenzado la película policiaca. Oyó una voz de mujer. Probablemente la presentadora que anunciaba el comienzo de la pe-lícula. Anton se puso la botella bajo el brazo y echó a correr.

Pero no llegó lejos, porque cuando ya estaba en el pasillo de repente advirtió que había algo que no estaba bien. Se quedó parado y escuchó atenta-mente… y de pronto supo lo que era: ¡ya no oía la voz de la televisión! Eso sólo podía significar una cosa: ¡alguien debía de haberse colado en su habi-tación y había apagado la televisión! Anton notó cómo el corazón le daba un salto y después le latía como loco. Y desde el estómago le subía hacia arri-ba un extraño hormigueo que se le quedaba en la garganta. Ante él surgieron imágenes horrorosas: ¡imágenes de hombres con medias en la cabeza, con cuchillos y pistolas, que se introducían de no-che en casas abandonadas para saquearlas y que tiraban al suelo lo que se interponía en su camino! La ventana de la habitación estaba abierta, recordó Anton. El ladrón podía, pues, haber trepado desde el balcón de los vecinos.

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De repente se oyó un ruido: la botella de jugo de manzana se le había caído y había rodado por el pasillo justo hasta la puerta de la habitación. An-ton contuvo la respiración y esperó… pero no pasó nada. ¿Acaso lo del ladrón eran sólo figuraciones suyas? Pero entonces ¿por qué ya no funcionaba la televisión?

Levantó la botella y abrió cautelosamente la puerta de su habitación. Hasta su nariz llegó un olor curioso, raro, como el del moho, o como si se hubiera quemado algo. ¿Vendría de la televisión? La desenchufó rápidamente. Probablemente se habían quemado los cables.

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Entonces Anton oyó un extraño crujido que pa-recía venir de la ventana. Y de pronto creyó ver detrás de las cortinas una sombra que se perfilaba en la clara luz de la luna. Muy lentamente, con las rodillas temblándole, se aproximó de puntillas. El extraño olor se hizo más fuerte; olía como si al-guien hubiera quemado una caja de cerillos entera. También el crujido se hizo más fuerte. De repen-te, Anton se quedó parado como si hubiera echado raíces: en el alféizar de la ventana, delante de los visillos que se agitaban con la corriente de aire, es-taba sentado alguien que lo miraba fijamente. Te-nía un aspecto tan horrible que Anton pensó que moriría. Dos ojos pequeños e inyectados de sangre relampagueaban frente a él, enmarcados por un rostro blanco como la cal; una cabellera peluda le colgaba en largos mechones hasta una capa negra y sucia.

La gigantesca boca, roja como la sangre, se abría y se cerraba, y los dientes, que eran extraordinaria-mente blancos y afilados como puñales, entrecho-caban con un rechinido atroz. A Anton se le erizó el pelo y se le detuvo la sangre en las venas. ¡La co-sa de la ventana era peor que King-Kong, peor que

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Frankenstein y peor que Drácula! ¡Era lo más es-pantoso que Anton había visto jamás!

A la cosa parecía divertirle ver temblar a Anton presa de un miedo de muerte, pues hizo una mueca horrorosa con su gigantesca boca, con lo cual dejó completamente al descubierto sus colmillos, agu-dos como agujas y muy salientes.

—¡Un vampiro! —gritó Anton.Y la cosa contestó con una voz que parecía salir

de las más lóbregas profundidades de la Tierra:—¡Sí, señor, un vampiro! —y de un salto ya es-

taba en la habitación, colocándose delante de la puerta—. ¿Tienes miedo? —preguntó.

Anton no pudo articular ni un sonido.—¡Pues estás bastante flacucho! No hay mucho

que exprimir, creo yo —el vampiro lo examinó con una mirada salvaje—. ¿Y dónde están tus padres?

—En el ci… cine —tartamudeó Anton.—Vaya, vaya. Y tu padre, ¿está sano? ¿Tiene bue-

na sangre?Al decir esto, el vampiro se rio para sí y Anton

vio brillar los colmillos a la luz de la luna.—¡Como tú seguramente sabes, nosotros nos

alimentamos de sangre!

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—Yo tengo una sangre muy ma-mala —tartamu-deó Anton—. Siempre tengo que tomar pa-pastillas.

—¡Pobre de ti! —el vampiro dio un paso hacia Anton—. ¿Eso es verdad?

—¡No me toques! —gritó Anton, intentando hacerse a un lado. Chocó precisamente con la bolsa de los ositos de goma que estaba delante de su cama y estos rodaron por la alfombra. El vampiro soltó una ruidosa carcajada. Sonó como un trueno.

—Mira, ositos de goma —exclamó, apaciguán-dose—, ¡qué monada! —agarró uno—. Antes yo también tenía siempre algunos —susurró—, de mi abuela.

Se metió el osito de goma en la boca y lo masticó de un lado a otro durante un rato. De repente lo escupió, lanzándolo lejos, y empezó a dar graznidos y a toser. Al mismo tiempo profería las más espan-tosas palabras y maldiciones. Anton aprovechó la ocasión para refugiarse detrás del escritorio. Pero el vampiro se había quedado tan débil por el ataque de tos que se hundió en la cama y no se movió du-rante minutos. Luego sacó de debajo de la capa un gran pañuelo manchado de sangre y se limpió larga y detenidamente la nariz.

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—Esto sólo puede pasarme a mí —sollozó—. Mamá me lo había advertido categóricamente.

—¿Qué te advirtió? —preguntó curioso Anton. Detrás del escritorio se sentía considerablemente mejor.

El vampiro le lanzó una mirada colérica.—¡Es que uno, como vampiro que es, tiene un

estómago sensible, tonto! Lo dulce es veneno para nosotros.

A Anton le dio mucha lástima.—¿Entonces sí toleras el jugo de manzana? —qui-

so saber.El vampiro dio un grito de espanto.—¿Quieres envenenarme? —bramó.—Perdóname, por favor —dijo Anton avergon-

zado—, sólo pensaba que…—Está bien.Al parecer, el vampiro no se lo había tomado a

mal. “Realmente es un vampiro muy simpático”, pensó Anton, “a pesar de su aspecto tan horroroso”. De cualquier modo, él se había imaginado mucho más horribles a los vampiros.

—¿Ya eres viejo? —preguntó.—Viejísimo.

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—Pero si eres mucho más bajo que yo…—¿Y qué? Es que morí precisamente cuando era

niño.—Ah, vaya.Anton no había pensado en eso.—¿Y ya estás…? Quiero decir, ¿también tienes

una tumba?El vampiro reprimió la risa.—Y puedes visitarme cuando quieras. Pero sólo

después de ponerse el sol. Durante el día dormimos.—Lo sé —presumió Anton. Al fin podía demos-

trar que lo sabía todo sobre vampiros—. Cuando los vampiros se exponen al sol mueren. Por eso por las noches tienen que apresurarse para estar de nuevo en la tumba antes del amanecer.

—Qué chico tan listo —dijo sarcástico el vam-piro.

—¡Y cuando se sabe dónde yace alguno, se le de-be atravesar el corazón con una estaca de madera! —prosiguió Anton.

No debió decir esto , porque el vampiro soltó un alarido desgarrador y se abalanzó sobre Anton. Pe-ro Anton fue más rápido. Con la velocidad del rayo se deslizó por debajo del escritorio y corrió hacia la

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puerta, seguido de cerca por el vampiro, que bufaba de coraje. Poco antes de llegar a la puerta, el vampi-ro lo había alcanzado.

“Se acabó”, pensó Anton, “¡me va a morder!”.Todo su cuerpo temblaba. El vampiro estaba de

pie ante él, respirando con dificultad. Sus dientes hacían un atroz clic-clac y sus ojos relucían como carbones ardientes. Agarró a Anton y lo zarandeó.

—Si vuelves a mencionar la estaca de madera —chilló—, puedes ir haciendo tu testamento, ¿en-tendido?

—S-s-sí —tartamudeó Anton—. N-n-no quería molestarte en absoluto, de verdad que no.

—¡Siéntate! —ordenó bruscamente el vampiro.Anton obedeció y el vampiro empezó a andar de

un lado a otro de la habitación.—¿Y ahora qué haré contigo? —preguntó.—Pues podríamos escuchar discos —propuso

Anton.—¡No! —gritó el vampiro.—O jugar al Endemoniado.—¡No!—¿O te enseño mis postales?—¡No, no y otra vez no!

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—Entonces tampoco se me ocurre nada —dijo Anton desconcertado..

El vampiro se había quedado parado delante del póster de King-Kong. Se le escapó un grito salvaje.

—¡Este mono! —gruñó arrancando el cartel de la pared y rompiéndolo en mil pedacitos.

—Eso es un atropello —protestó Anton—, ¡mi póster favorito!

—Bueno, ¿y qué? —respondió el vampiro.Ahora había descubierto los libros de King-Kong

en el librero y los estaba rasgando, página por pági-na, y arrojaba los pedazos hacia la cama.

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—¡Mis libros! —gritó Anton—, ¡todos compra-dos con el dinero de mis ahorros!

De pronto, el vampiro se detuvo; una sonrisa de satisfacción apareció en su rostro.

—¡Drácula! —leyó a media voz—. ¡Mi libro fa-vorito!

Miró a Anton con ojos radiantes.—¿Puedo tomar éste prestado?—Por mí… Pero tienes que devolverlo, ¿enten-

dido?—Claro que sí.Satisfecho, se metió el libro bajo la capa.—Por cierto, ¿cómo te llamas?—Anton. ¿Y tú?—Rüdiger.—¿Rüdiger?Anton estuvo a punto de desternillarse de risa,

pero pudo reprimirse a tiempo. Definitivamente no quería volver a encolerizar al vampiro.

—Pues es un nombre bonito —dijo.—¿Tú crees? —preguntó el vampiro.—De verdad. Y tan apropiado.El vampiro parecía muy halagado.—Pues Anton también es un nombre bonito.

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—No lo creo en absoluto —dijo Anton—; en el colegio siempre se ríen al oírlo. Pero mi padre tam-bién se llama Anton, ¿sabes?

—Ah, vaya.—Y también mi abuelo se llamaba Anton. ¡Co-

mo si eso me importara!—En realidad, hasta ahora siempre me había pa-

recido que Rüdiger sonaba bastante estúpido —dijo el vampiro—. Pero uno se acostumbra.

—Sí, se acostumbra uno —suspiró Anton.—Dime, ¿estás a menudo así, solo en casa? —pre-

guntó el vampiro.—Todos los sábados.—¿Y no tienes miedo?—Sí.—Yo también. Sobre todo en la oscuridad —de-

claró el vampiro—. Mi padre siempre dice: “Rüdi-ger, tú no eres un vampiro, ¡eres una gallina!”.

Se miraron y se rieron.—¿Tu padre también es vampiro? —preguntó

Anton.—¡Claro que sí! —dijo el vampiro—. ¿Qué pen-

sabas?—¿Y tu madre también?

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—Naturalmente. Y mi hermana y mi hermano y mi abuela y mi abuelo y mi tía y mi tío…

—¡Cielos! —exclamó Anton—. ¿Toda tu familia?—¡Toda mi familia! —dijo el vampiro lleno de

orgullo.—Mi familia es completamente normal —dijo

Anton con tristeza—. Mi padre trabaja en una ofi-cina, mi madre es profesora, hermanos no tengo… puedes imaginarte lo aburrida que es nuestra casa.

El vampiro lo miró con compasión y explicó:—En nuestra casa siempre pasa algo.—¿Qué? ¡Cuéntame! —¡al fin oiría una auténti-

ca historia de vampiros!—Pues bien —dijo el vampiro—: fue el invierno

pasado. ¿Te acuerdas aún del frío que hizo? Bueno, pues nos despertamos; el maldito sol acababa de ponerse. Yo tenía un hambre horrible y quería le-vantar la tapa del ataúd, ¡pero no se podía! La gol-peé con los puños, empujé con los pies… ¡nada! Y escuchaba cómo mis parientes se esforzaban exac-tamente igual en las tumbas de alrededor. ¡Ima-gínate: durante dos noches no logramos abrir los ataúdes! Después el hielo empezó por fin a derre-tirse y con el mayor esfuerzo del mundo pudimos

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abrir las tapas. ¡Casi nos morimos de hambre! Pero eso no es absolutamente nada en comparación con el asunto del guardián del cementerio. ¿Quieres oírlo también?

—¡Claro!—Bien: ocurrió en un… —empezó el vampiro,

pero se interrumpió de pronto—. ¿No oyes nada? —susurró.

—Sí —dijo Anton.Un automóvil que se aproximaba se detuvo. So-

naron las puertas del coche.—¡Mis padres! —exclamó asustado Anton.De un salto, el vampiro ya estaba en el alféizar

de la ventana.—¿Y mi libro? —preguntó Anton—. ¿Cuándo…?Pero el vampiro ya había extendido su capa y flo-

taba en el aire: una oscura sombra ante el claro halo de la luna.

Rápidamente, Anton cerró los visillos y se desli-zó bajo el edredón. Oyó cómo abrían la puerta de la casa y su padre decía:

—¿Ya lo ves, Helga? Todo en calma.Segundos después, Anton ya estaba durmiendo.

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