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EL SEÑOR DEL PASADO R. A. LAFFERTY Titulo original: PAST MASTER Traductor: JESÚS DE LA TORRE Primera edición: Junio de 1969 © 1968 by R. A. Lafferty © Copyright, 1969 by RUMEU, EDITOR. Av. Madrid, 95,1.0, 2.0. BARCELONA- 14 Número Registro Editorial: 148.810 Depósito Legal: B 22459–1969 Edición electrónica de diaspar. Málaga 22 de Junio de 1999 * * * INDICE Capitulo 1 En la hora veinticinco. 2 Mi tumba, y yo dentro de ella 3 En « El marinero descamisado» 4 Astrobe. el planeta feliz 5 La forma de lo que se avecina 6 Aguijón en la cola 7 En la montaña del Trueno 8 Negro Cathead 9 Coronador 10 La deformidad de las cosas venideras 11 Nueve días de reinado 12 El último superviviente 13 Decapitación * * * 1. En la hora veinticinco 1

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EL SEÑOR DEL PASADO

R. A. LAFFERTY

Titulo original: PAST MASTERTraductor: JESÚS DE LA TORREPrimera edición: Junio de 1969© 1968 by R. A. Lafferty © Copyright, 1969 by RUMEU, EDITOR. Av. Madrid, 95,1.0, 2.0. BARCELONA-14 Número Registro Editorial: 148.810Depósito Legal: B 22459–1969

Edición electrónica de diaspar. Málaga 22 de Junio de 1999

* * *

INDICE Capitulo

1 En la hora veinticinco.2 Mi tumba, y yo dentro de ella3 En « El marinero descamisado»4 Astrobe. el planeta feliz5 La forma de lo que se avecina6 Aguijón en la cola 7 En la montaña del Trueno8 Negro Cathead9 Coronador 10 La deformidad de las cosas venideras11 Nueve días de reinado 12 El último superviviente 13 Decapitación

* * *

1. En la hora veinticinco

Los tres prohombres se habían reunido en la mansión particular de uno de ellos. Alrededor del inmueble, en la calle, tronaba un alboroto tempestuoso, aunque lucía el sol. Era el estruendo de los homicidas mecánicos, que saqueaban, destruían y disputaban entre sí con escandalosa ferocidad. Bajo sus embates furibundos, el edificio se estremecía y daba la impresión de que iban a conseguir derrumbarlo. Exigían la vida y la sangre de uno de los tres personajes, la reclamaban con vehemente insistencia, de inmediato, enseguida, antes de una hora, en el plazo de un minuto.

Los tres hombres congregados en la casa eran altos y corpulentos, importantes y poderosos, inteligentes y notables. Existía un nexo peculiar que los enlazaba: cada uno de ellos tenía el convencimiento de que dominaba a los otros dos, de que él era el titiritero y los otros los muñecos. Una creencia en la que no andaban muy des-caminados ninguno de los miembros del trío. Constituía un vínculo, tenso y elástico, que resultaba lo más com -plicado de Astrobe.

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Cosmos Coronador, demasiado rico. El león heráldico.Pedro Procurador, demasiado venturoso. El zorro ladino.Fabián Gobernador, demasiado listo. El halcón inquieto.–Esta es la tercera oportunidad de la raza humana –expuso Coronador –. Ah, ya vuelven a derribar las

puertas. ¿Cómo es posible conferenciar tranquilamente mientras arman tanto jaleo?Cogió el aparato intercomunicador.–Coronel –Dijo por el micrófono –. Dispone de suficiente número de guardianes humanos. Es impres-

cindible que disperse a esa multitud amotinada. Está terminantemente prohibido asesinar a este hombre; no es el momento adecuado, ni el lugar oportuno. Están con nosotros y es uno de los nuestros como siempre a ha sido.

–El coronel ha muerto –respondió una voz–. Habla el capitán Juan Chezem III, siguiente oficial en el mando.

–A partir de ahora, será coronel, el coronel Chezem –le ascendió Coronador –. Solicite los refuerzos que considere necesarios y acabe con ese pandemónium.

–Gobernador –articuló Pedro en voz baja, dentro del cuarto –, ignoro qué es lo que estás pensando, pero sea lo que fuere, no concibas demasiadas esperanzas. Nunca había visto a esos antes tan exaltados, ni tan deseosos de poner fin a tu existencia.

–Lo que está aquí en juego es la tercera oportunidad de la raza humana –recordó Coronador a sus interlocutores.

Hablaba con verbo sereno, pese al asedio a que estaban sometidos. Pero, incluso aunque su tono era sosegado, Coronador no dejaba de resultar imponente. Poseía la testa que debería acuñarse en las monedas de oro o en los grandes sellos. Le llamaban el león, pero no había leones en Astrobe, salvo en la escultura. Era un león cincelado, esculpido en áureo travertino, el precioso mármol amarillo de Astrobe. Tenía una voz tan profunda que despertaba ecos incluso cuando susurraba. Eso formaba parte del nimbo de autoridad que había establecido en torno a su persona.

–La primera oportunidad del género humano fue el Viejo Mundo del antiguo planeta Tierra –prosiguió Coronador –. Lo que se descarrió allí, lo que continúa descarriándose aquí, se ha analizado de un modo imperfecto. La Tierra sigue siendo un cuerpo celeste vital y, sin embargo, estamos obligados a pensar en ella como si se tratase de algo que pertenece al pasado. Pero nada aniquiló a aquel Viejo Mundo y nada aniquilaría a éste. Los elementos hostiles siempre se marchitan.

¡Estruendo y maleficio demoníaco! Aullaban y se agitaban con barbarie y furor desconocidos hasta entonces. Desmontarían el edificio piedra a piedra, dispuestos a apoderarse de su presa, y no tardarían mucho en cumplir su tarea destructora. Los homicidas mecánicos eran implacables cuando vislumbraban la posibilidad de atrapar a su víctima, y Fabián Gobernador era la víctima que anhelaban inmolar.

–La segunda oportunidad del hombre fue América, el Nuevo Mundo de la vieja Tierra –reanudó Coronador el uso de la palabra –. En cierto sentido, puede considerársele el primer mundo nuevo, una especie de infancia nuestra. Y la raza humana sufrió allí su segundo fracaso. En realidad, ese fue el fin de la antigua Tierra. Ahora vegeta amparada bajo nuestra sombra, lo viene haciendo así desde que nos desarrollamos lo suficiente como para proyectar la correspondiente sombra.

¡Estruendo, estruendo retumbante en el exterior! ¡El demente rugido de un ejército de máquinas neurasté-nicas!

–Astrobe es la tercera oportunidad del género humano –prosiguió el regio Coronador –. Si fracasamos aquí, es posible que no se nos ofrezca otra. Hay algo en la cuestión del número, balance y equilibrio que nos indica que no lograremos sobrevivir si se produce otra catástrofe como las anteriores. En el caso de que fallemos aquí, nuestra ruina va a ser para toda la eternidad. Y estamos fracasando. Se nos ha agotado la buena suerte.

¡Aullidos, labor de zapa y uno de los muros externos que empezaba a desmoronarse!–La buena suerte nunca se nos agotará –declaró Pedro Procurador –. Disponemos aún de gran cantidad de

recursos que permanecerán intactos y a nuestro alcance. Nos las estamos arreglando bastante bien.–En ninguno de los dos casos anteriores, los de la antigua Tierra, se concluyó con un fracaso absoluto –dijo

Gobernador, con voz un tanto temblorosa –, aunque su remate fue una muerte total. Y no es asunto de uno, dos o tres acontecimientos sin relación entre si. Es algo cíclico y que ha sucedido muchas veces.

Se produjeron auténticas explosiones mientras Gobernador hablaba. Lo que exigían en aquel preciso ins-tante las máquinas asesinas era su vida. A partir de entonces, todo intento de conversación se hizo difícil, porque las palabras quedaban casi sumergidas del todo bajo la baraúnda torrencial de ruido y violencia.

–¡Por mis sangrantes oídos! –exclamó Coronador –. Fueron unos fracasos bastantes negros, pero aquellas negruras tenebrosas estaban surcadas por una buena cantidad de relámpagos. A decir verdad, hubo muchos fracasos, Fabián, pero he convertido el tres en mi número mágico. El reloj se para en la hora veinticinco con tanta frecuencia que ya empieza a parecer todo un milagro el hecho de que el hombre sobreviva.

–Volvamos a examinar el asunto a la luz del día –silabeó Procurador, haciéndose oír por encima de un estrépito indicador de que los homicidas habían irrumpido ya en las habitaciones superiores del edificio. Aquí

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no estamos más que nosotros y no nos vamos a impresionar por nuestra propia elocuencia. Nos hemos reunido para elegir un candidato. No para suspender la señal del juicio final.

–Te equivocas, Procurador –las palabras de Cosmos retumbaron sordamente, como un trueno subterráneo. Coronador siempre se dejaba impresionar por su propia elocuencia –. Estamos aquí para impedir la señal del juicio final. Nos corresponde a nosotros tres, los integrantes del Círculo Interior de Maestros, ejecutar precisamente esa tarea.

–La señal lleva sonando mucho tiempo, Cosmos –alegó Procurador, mientras se movía agitadamente hacia adelante y hacia atrás en la silla.

Era hombre apacible y taimado, que se manifestaba obsequioso incluso en circunstancias de excepción. Su voz sonaba como un ronroneo mecánico, o como el ruidillo que emitía la garganta de un zorro que hubiese estado atiborrándose de miel.

–¡Si, y cómo retumba! –adujo Coronador –. Si prestaras atención a la historia, Pedro, habrías notado que un volumen aumenta cada vez más. En muchos sentidos, somos ahora personas más despreciables. De encontrarnos en cualquiera de las coyunturas anteriores, ¿figuraríamos alguno de nosotros tres en el primer puesto del montón?

–Repito que las pruebas de fuego a que se vio sometido el hombre en el pasado no constituyeron fracasos absolutos –insistió Gobernador –. Y hasta es posible que no tuvieran nada de fracaso. Hubo muertes, que no es lo mismo.

Estaban minando los pisos. Se percibía ya el rugir del odio de aquellas criaturas.–En lo más profundo de la desesperación, siempre ha habido un resquicio para que pudieran filtrarse por él

los triunfos más increíbles –continuó Gobernador –. Su calidad de indomable es lo más asombroso del hombre. Me aterra comprobar que nosotros la hemos perdido.

–En la voz de Gobernador se apreciaba cierto matiz discordante de agudo chillido de halcón, pero también había en su timbre un apunte de tintineo de antigua risa. Era alto, canoso y enjuto. Daba la impresión de tener más años que cualquiera de los otros dos, pero no ocurría así–. ¡Hemos perdido tanto! Cada vez que morimos, perdemos algo. Podíamos haber hecho tantas cosas, la podredumbre destruyó e inutilizó de tal manera tantas otras, que dimos muy poca importancia a lo que realizamos. Pero lo cierto es que, por un fracaso parcial en el Viejo Mundo de la antigua Tierra, se nos proporcionó otra vida, hace poco más de mil años. Nos entregaron un continente virgen: el de América.

–Y fracasamos de un modo más estrepitoso –ronroneó Procurador, con una especie de placentera amargura en el tono.

–No –protestó Coronador –, eso no es verdad. Nuestro fracaso fue más sonado, pero no más estrepitoso. Ascendimos en espiral... hasta que se quebró el muelle.

–En eso tienes razón –dijo Gobernador –. El descalabro que sufrimos en América distó poco de ser total-mente exterminador. Con un Nuevo Mundo por explotar y con unas perspectivas infinitas ante nuestros ojos, limitamos la expansión lastimosamente. No hubo error en el Viejo Mundo que no cometiésemos otra vez en América, corregido y aumentado, en mayor escala. Pero el asunto se puede contemplar también desde otro punto de vista. Hubo ocasiones en que casi equilibramos la balanza, momentos en los que reanimamos el Viejo y el Nuevo Mundo. En distintas oportunidades, ganamos bazas cuando todo parecía perdido. Nos engrandecimos, los dos hemisferios, y llevamos a cabo empresas gigantescas, tareas que, hasta entonces, ni por ensoñación pudieron concebirse.

–Oh, nuestros fracasos fueron lo suficiente insondables como para dar asco a un basurero, pero estuvieron a punto de hacernos comprender la importancia del desafío que hay en juego. Aquel mundo sucumbió, aunque la historia no registre el hecho. Sin embargo, a cambio de aquella muerte, no fue por completo un fracaso total, se nos concedió todavía otra vida.

–¡En Astrobe! –dijo Procurador con una sonrisa despreciativa.–Cierto, aquí en el Dorado Astrobe –añadió Coronador con afecto –. Dice Gobernador que todos los demás

mundos sucumbieron y, en cierto modo, tiene razón. Pero éste es el mundo que no debe morir. Nosotros somos (y no me importa ser poético) la tercera y, posiblemente, la última oportunidad del género humano. Gobernador emplea otra cuenta distinta a la mía y no estoy seguro de que deseemos la misma cosa, pero sí estoy seguro de lo que me propongo. Otro fracaso más y acabaremos todos para siempre. Si nosotros morimos aquí, representará el final de todo. Nuestros propios ingenios, las máquinas, que auguran derrotarnos, perecerán también. La sutil línea la hemos alargado tanto que casi ha desaparecido.

«¿Qué cómo hemos fracasado? Durante quinientos años todo marchó bien. Hemos tenido el éxito seguro entre nuestras manos. »

–Y lo dejamos escapar –dijo Gobernador –. En un período de veinte años todo se ha ido al traste.Todos permanecían serenos, considerando el amenazador griterío que se dejaba oír en el exterior, y, tal vez,

ya dentro del edificio. Pero hubieron de guardar un momento de pausa al ser acallados completamente por las ruidosas señales.

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–Hay algo que me intriga –dijo Coronador cuando le fue posible hacerse oír –. Durante días, los homicidas no se han preocupado de ti, Gobernador y, ahora, de pronto, se muestran enloquecidos por capturarte. Creo que esta vez darán buena cuenta de tu vida.

–Durante días, a veces, yo tampoco pienso con claridad –manifestó Gobernador –. Pero hoy sí, y ellos se lo barruntan. No obstante, se equivocan respecto a mis designios. Nadie desea el bienestar de Astrobe tanto como yo.

–Las máquinas implacables han arrancado algunas hojas del calendario de tu vida, Gobernador –añadió Coronador tristemente –. No hay duda de que vas a ser asesinado. Creo que hoy mismo. Las hojas de tu calendario dicen que lo serás dentro de los próximos meses a lo sumo. Serás literalmente despedazado en trozos, Gobernador, y tu cuerpo desmembrado. ¿Qué otras criaturas furibundas que no sean los homicidas mecánicos podrían descuartizarte como indica tu destino?

–Sospecho que se alzan otras furias semejantes, Coronador. Si soy asesinado en el día de hoy, todos mis planes personales quedarán cruelmente trastornados. Necesito los meses de existencia que me concede el destino.

–¿Por qué nos has reunido aquí, Fabián? –preguntó Procurador –. Existen otros muchos lugares más resistentes donde estarías mejor protegido.

–Esta casa está planeada con ciertas peculiaridades que yo hice poner hace veinte años. Es mi propia morada y conozco la manera de escapar de ella.

–Tú, al igual que Coronador y yo, perteneces al Círculo de los Maestros –añadió Procurador –. Tú tie nes tanto que ver como el que más con lo programado, y lo entiendes mejor que ninguno de nosotros. Si hay algo que marcha mal con los homicidas mecánicos, soluciónalo. No hay razón para que traten de eliminarte. Se han programado para que eliminen tan sólo a aquellos que se interfieran con la marcha de Astrobe.

–Y todos los miembros del Círculo de Maestros, por unanimidad, están totalmente dedicados a la visión utópica de Astrobe. Pero ni siquiera nosotros tres opinamos igual. Coronador desea continuar a toda costa la muerte agónica de Astrobe. Tú, Procurador, no crees que exista ningún grave error respecto a Astrobe; pero yo opino que tenéis mucha culpa vosotros dos. Ambos estáis ligados, a vuestro propio modo, a la presente dolencia. Yo quiero una muerte y una resurrección de las cosas, pero los homicidas mecánicos no lo entienden.

¡Demolición y alaridos metálicos! Un fragor salido de las profundidades retumbó por todo el suelo.–El edificio se está derrumbando –dijo Coronador –. Sólo nos quedan minutos. Debemos ponernos de

acuerdo para elegir a nuestro candidato como presidente del Mundo.–No necesitamos que sea precisamente un hombre grande, ni siquiera un hombre bueno –añadió Procurador

–. Lo que necesitamos es un símbolo atractivo, un hombre que pueda ser manipulado por nosotros.–Yo prefiero un hombre bueno –insistió Coronador.–Yo me inclino por un hombre grande –exclamó Gobernador –, pero todos hemos llegado a la creencia de

que los hombres grandes no son más que mitos. ¡Elijamos uno, de todos modos! Un hombre-mito satisfará a Procurador y si, además, es un hombre bueno no hará ningún daño.

–He aquí mi lista de posibles candidatos –dijo Coronador, y comenzó a leer –: ¿Wendt? ¿Espósito? ¿Chu? ¿Foxx? ¿Doane? –se detenía y miraba a los otros dos después de pronunciar cada nombre, pero ellos eludían su mirada –. ¿Chezem? ¿Byerly? ¿Treva? ¿Pottscamp?

–No estamos seguros de que Pottscamp pertenezca al Partido del Centro –objetó Gobernador –. Ni siquiera lo estamos de que sea un hombre. De la mayoría de ellos se puede opinar, pero Pottscamp es como el azogue.

¿Emmanuel? ¿Garby? ¿Haddad? ¿Dobowski? ¿Lee? prosiguió Coronador –. ¿No veis en ninguno de ellos un posible candidato? No, ya veo que no. ¿Son éstos realmente los mejores hombres del partido? ¿Los mejores hombres de Astrobe?

–Me temo que sí, Cosmos –dijo Gobernador –. No parece que nos quede otra elección.Se produjo un estrepitoso fragor, que se alzó por encima del inacabable griterío, quebrantando la parte alta

de una puerta interior de la estancia a través de cuya brecha apareció la cabeza y tórax de un homicida mecánico. Retorciendo su cara de ogro, tomó fuerzas para colarse dentro. Luego sucedió algo tan rápido que resultó casi imposible de seguir.

Mediante un movimiento, semejante a la velocidad del rayo, Procurador asestó una puñalada al tórax del homicida, en la parte descubierta por su loriga. El lance acabó con él o lo dejó fuera de combate.

Procurador, a menudo, mostraba una increíble rapidez de movimientos que parecía fuera del alcance de cualquier humano. El homicida mecánico se quedó colgado allí mismo, quedando apoyada su parte superior sobre la puerta rota. Su aspecto era el de un ogro color purpurina, propio de una pesadilla, creado para sembrar el terror.

Coronador y Gobernador estaban temblando, pero Procurador estaba sereno.–Venía solo –dijo éste –. Actúan en patrullas de a nueve y los otros ocho de su grupo se encuentran todavía

aullando allá en la entrada. Estoy seguro de ello. Otras dos patrullas han entrado ahora en el edificio, pero andan desconcertadas. ¡Pongámonos a deliberar rápidamente! Con un poco de suerte dispondremos de un par de mi -nutos. ¡Sigamos con lo nuestro!

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«He aquí el primer paso a dar. Sabemos que, por decreto reciente todos los ciudadanos de la Tierra son también ciudadanos de Astrobe. Esto no les hace necesariamente mejores, pero constituye una ventaja psicológica para llegar hasta nuestro hombre. Es evidente que la preponderancia de la Tierra se ha contraído... pero las contracciones producen desigualdades: crean montañas y originan valles. Aunque el nivel de la Tierra haya descendido considerablemente, en ella existen hombres nuevos de importancia. ¿Qué os parece Hunaker? ¿Ram? ¿Oberg? Sí, reconozco que suenan casi tan funestos como los de los líderes de Astrobe. ¿Quillian? ¿Paris? ¿Fine?»

–Estamos inmersos en un torbellino de mediocridades –dijo Coronador –. No existen auténticos líderes. Todo se ha tornado automático. Repasemos, entonces, todas las posibilidades. Las Personas Programadas pro-ponen una vez más manufacturar al perfecto candidato y que lo respalden todos los partidos. Siento tentaciones de irme con ellas.

–Ya lo hemos hecho antes –protestó Gobernador –. Entonces no dio resultados, ni los daría ahora. Hay que tener en cuenta que los humanos de la antigua recesión no se hallan dispuestos a aceptar a un hombre mecánico como presidente del Mundo. No olvidéis que así fue como cobró existencia el Profeta del Norte. Ellos le fa-bricaron, hace unos años, para que fuera el líder perfecto. Y, bajo su punto de vista, eso tenía que haber sido. Según rumores, éste es también el origen de Pottscamp.

No, es un líder humano lo que nosotros necesitamos. Debemos mantener el equilibrio entre un humano como presidente y un ser mecánico como vicepresidente. Un hombre mecánico no puede impedir que el reloj marque nuestra hora del juicio universal, porque él forma parte del mismo reloj.

–Aún queda otro campo de experimentación –insinuó Coronador, como si hubiera dado con la solución del caso. De no haberlo dicho, lo habría tenido que sugerir el propio Gobernador, y esto le habría restado importancia –. No tenemos por qué fijarnos solamente en los hombres vivos. La Cronometanastasis ha venido siendo un hecho operante desde hace doce años. Busquemos a un hombre que otrora fue un buen líder. Nombrémosle nuestro presidente. Ello cautivará la fantasía del pueblo, especialmente si lo descubren por sí solos y no se les dice abiertamente. Un hombre que viene del mundo de los muertos lleva en sí cierto misterio.

«Pero no nos servirán los muertos de Astrobe. No bastan quinientos años para que un hombre adquiera la suficiente madurez. Vayamos a la Tierra en busca de un hombre realmente grande, o que pueda ser presentado como verdaderamente grande. ¿Qué os parece Platón?»

–Demasiado frío, demasiado plácido –dijo Gobernador –. De hecho, fue la primera y más grande de las personas programadas, no importa que él mismo trazara el programa. En cierta ocasión escribió que un hombre justo no puede ser nunca desgraciado. ¡Yo prefiero a un hombre que pueda ser desgraciado ante una situación injusta! ¿Puedes sugerir algunos antepasados de la Tierra, Procurador?

–En atención a la formalidad, sí: King Yu. Mung K'o. Chandragupta. Satilico. Carlos el Grande. Cósimo 1. Maquiavelo. Eduardo Coke. Gustavo Vasas. Lincoln. Iñigo Jones. Todos ellos forman un grupo interesante y me gustaría reunirlos. En cada uno por separado falta un algo para nuestros propósitos.

–Son hombres que nos resultan casi lo suficientemente buenos –dijo Coronador –. Pero de esta clase ya contamos con muchos más. ¿Tienes tu lista de candidatos, Gobernador?

–Sí –repuso Gobernador al tiempo que sacaba del bolsillo un papel doblado. Ceremoniosamente lo fue desplegando y alisando y luego se aclaró la garganta –: Tomás Moro –leyó.

Volvió a doblar el papel y nuevamente se lo guardó en el bolsillo.–Eso es todo –dijo –. Sólo hay un nombre en mi lista. Pero tuvo un momento de completa honradez

justamente al final de su vida. No sé de nadie que ni siquiera tuviese ese momento.–Perdió la cabeza una vez en tiempo de crisis –burlose Procurador.–Yo creo que nos serviría –apuntó Gobernador –. Todo lo que se precisa es un grano de mostaza.–Déjate de galimatías y acertijos –gruñó secamente Coronador –. Debemos apresurarnos. Es tu propia vida

lo que están reclamando, Fabián. Ciertamente, constituiría una agradable novedad, y resultará un hombre presentable. Yo podría alegar una docena de circunstancias en contra de su elección. Pero también podría decir el doble de ellas contra cualquier otro candidato que pudiéramos proponer. ¿Elegimos a éste?

Todos asintieron con la cabeza.–¡Traigámosle! –Coronador golpeó intencionadamente su silla –. ¿Quieres encargarte de ello, Gobernador?–Si puedo sobrevivir durante cinco minutos, lo haré. En caso contrario, os encargaréis de hacerlo uno de

vosotros. ¡Y ahora, marchaos los dos! ¡Los homicidas no os tocarán un solo cabello! Si consigo librarme de ellos hoy, dejarán de molestarme durante una semana. La violencia de su reacción contra mí aparece y desaparece. ¡Idos! ¡Os será muy fácil! ¡El muro se abre para daros paso!

La destrozada pared se abrió. Coronador y Procurador salieron y los homicidas mecánicos irrumpieron impetuosamente. Gobernador permanecía en pie temblando, mientras que los muros se tambaleaban y todo el edificio socavado se venía abajo. Seguidamente reinó una oscuridad tal que ni los ojos ni los sentidos servían de nada. La segunda y tercera plantas se desplomaron sobre la primera, las ruinas se desmoronaron, mientras los homicidas, en número de diez patrullas, se arrastraban por entre las piedras y vigas, rechinando los dientes en busca de carne, y se adueñaban de todo lo que quedaba.

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Era su propia casa, había dicho Fabián, y conocía una salida.

* * *

2. Mi tumba, y yo dentro de ella

El piloto elegido por Fabián Gobernador, para transportar a Tomás Moro desde la Tierra hasta Astrobe, se llamaba Pablo. Pablo era un hombre formado por dos metros de ironía andante, largo, fuerte, rápido y parco en palabras. Su voz resultaba mucho más suave de lo que se habría esperado de sus apariencias, y sólo tenía un ligero matiz de brusquedad. Lo que parecía ser una perpetua mueca aviesa era en parte la cicatriz de una antigua pelea. Era un hombre compasivo con un rostro cruel y avieso. Debido a su estatura, a su encrespado cabello rojo y a su ruda cara, así como a sus centelleantes ojos, era llamado a veces «El Faro».

Debido a sus antecedentes por hechos fuera del orden y clasificado como delincuente, Pablo había adquirido tal apodo y perdido su ciudadanía. Semejantes personas pierden toda clase de protección y sanción. Se quedan a merced de las Personas Programadas y de sus Homicidas, que desconocen la piedad.

A los Homicidas Programados les está prohibido matar a cualquier ciudadano humano de Astrobe, pero a menudo lo hacen valiéndose de supuestos accidentes. Sin embargo, un transgresor que ha perdido su ciudadanía se convierte en presa de ellos. Necesita ser muy astuto para sobrevivir y Pablo había sobrevivido durante un año. A lo largo de este tiempo había venido esquivando a los envirotados homicidas que seguían su juego sin descanso con su peculiar tesón. Pablo vivía en el Barrio como un pobre hombre, por entre los diez mil kilómetros de callejuelas de Cathead. Llevaba un año huyendo y ocultándose, y se habían hecho bastantes apuestas sobre su captura. Siempre resulta interesante ver el tiempo que pueden sobrevivir esta clase de condenados a su peculiar sentencia, y Pablo llevaba viviendo más tiempo de lo que nadie recordaba en otros. Pero no era sólo eso: Pablo había tomado la delantera a aquellos obstinados homicidas. Había matado a una docena de ellos en sus persecuciones, y ninguno de ellos había conseguido matarle a él.

Un tipo llamado Rimrock, conocido de los dos, fue quien se encargó de ponerse en contacto con Pablo, en nombre de Fabián Gobernador. Pablo llegó en este momento, señaladamente sin acobardarse por su sentencia como fugitivo. Llegó muy temprano por la mañana y ya tenía una ligera idea de su misión a través del individuo que le llevó el recado.

–¿Me mandaste llamar, Cara de Halcón? –le preguntó a Gobernador –. Sabes que soy un hombre fuera de la ley ¿Por qué me envías a esta misión? Envía a un ciudadano piloto digno de confianza y estarás libre de culpa.

–Necesitamos a un hombre capaz de hacer cosas ilegales, Pablo –respondió Gobernador –. Has estado perseguido y tu ingenio se ha aguzado. Es una misión de peligro. No debería hacerlo, puesto que fue decidida por el Círculo Interior de los Maestros, pero lo habrá.

–¿Y qué tiene que ver conmigo?–Nada. Nada en absoluto. Tú has estado viviendo en las circunstancias más miserables del planeta. Eres

inteligente y te habrás dado cuenta de lo que hay de injusto en Astrobe.–No, yo no sé qué es lo que causa perjuicio a nuestro mundo, Gobernador del Círculo Interior, ni sé la

manera de solucionarlo. Me consta que las cosas marchan muy mal, y que muchos se alegran de ello aunque sus palabras digan lo contrario. Tú mismo estás muchas veces en compañía de los subversores. No me fío mucho de ti. Pero te persiguen los homicidas. Ayer te libraste de ellos gracias a un truco de zorro que nadie comprende, y, con ello, has entrado en lo legendario de los muy perseguidos. Debe haber algo de razón en todo ello cuando te odian de esa forma.

–Pablo, estamos tratando de encontrar un nuevo género de líder capaz de retrasar o incluso impedir la aniquilación. Hemos seleccionado a un hombre del pasado de la Tierra, a Tomás Moro. Le presentaremos al pueblo simplemente con el nombre de Tomás. O, tal vez, para que resulte más fantástico, como el Maestro del Pasado. ¿Lo conoces?

–Sí, lo conozco en cuanto a tiempo, lugar y reputación.–¿Quieres ir por él?–Está bien. Dentro de un par de meses lo tendrás aquí –dijo Pablo, y echó a andar para salir de la habitación.–¡Aguarda, estúpido pelirrojo! –ordenó de pronto Gobernador –. ¿Y tú eres un hombre inteligente? ¿Qué

clase de idiota he mandado llamar? Aún no te he dado instrucciones ni detalles de clase alguna. ¿Cómo quieres...?

–No es preciso, gran Gobernador –respondió Pablo. Su rostro presentaba una mueca aviesa y mezquina. ¿Cómo iba a saber Gobernador que la mueca se debía a la cicatriz de una antigua pelea y que la expresión de Pablo no podría nunca cambiar mucho?–. Dije que lo traería, Gobernador. Y lo haré.

–¿Pero cómo te las vas arreglar para el viaje...?

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–Robaré tu propio vehículo, por supuesto. En una ocasión ya estuve a punto de robarlo. Lo prefiero mil veces al palacio volante de Coronador. No existe ningún otro vehículo más pequeño ni mejor que el tuyo a mano, ni hombre a quien se lo pueda robar mejor que a ti. Si quiero salir vivo debo hacerlo de esta forma.

–Pero tendré que preparar antes los contactos para ti.–Conozco tus contactos en la Tierra, lo mismo que los de Cosmos Coronador. Lo cierto es que he aprendido

de memoria muchos de ellos en el pasado, debido a mis antecedentes por hechos ilegales. Soy un piloto competente en ambos medios de tiempo y espacio. Debo marcharme en el acto si no queremos que falle algo. No me gustaría que muriésemos uno de los dos.

–Pero debo sacarte vivo de Astrobe. Todavía sigues siendo un hombre sospechoso para los Homicidas Programados.

–Tu amabilidad me mataría, Gobernador. Ya me encargaré yo de salir con vida a mi manera.–¡Pero necesitas algunos detalles!–Ninguno. Sé encontrar Londres en la Vieja Tierra. Sé volver a mil años atrás. Sé cómo localizar allí a un

hombre muy conocido. Lo traeré si desea venir conmigo y sé cómo obligarle para que quiera venir.

Pablo salió de la estancia, subió a bordo del saltamontes de Gobernador, que se hallaba en el abierto vestíbulo de entrada, y colocó en él la copia de identificación. Luego despegó. El saltamontes, naturalmente, emitía la señal de «robado» mientras volaba sin que pudiera quedar anulada por todas las clavijas de autorización al alcance de Gobernador.

–¿Por qué escucharía yo a un tipo como Rimrock y elegiría a un loco como éste? –gruñía para sí Gobernador –. Sólo lleva diez segundos con esta misión y ya lo ha hecho todo mal. Todos los guardianes del aeropuerto se lanzarán sobre él y lo habrán liquidado antes de que yo pueda explicarlo. ¿Por qué colocaría la copia de identificación? ¡Condenado loco!

En cosa de segundos, Pablo llegaba al astropuerto a bordo del saltamontes y en el mismo corto espacio de tiempo tres grupos por separado se dirigían a él. Un grupo, sin embargo, había conocido algunas horas antes la acción impulsiva y repentina de Pablo.

Pablo pensaba rápidamente en ello, pero también él tenía un amigo que insuflaba cosas dentro de su mente. Sabía que, a veces, es mejor ser perseguido por dos grupos que por uno. Que si se consigue atraer hacia uno los perros y los osos al mismo tiempo desde muy cerca y desde direcciones opuestas, lo más probable es que alguno de ellos resulte lastimado. Con algo de buena suerte puede que los osos y los perros choquen entre sí.

También puede ser útil el tener alguien al acecho que te eche una mano y azuce a los perros contra los osos.Los osos eran los guardianes del astropuerto, pesados y voluminosos, que reaccionaban a la señal de

«robado» del saltamontes. Y los osos fueron los primeros que llegaron, demasiado rápidos, o es que los perros fueron demasiado lentos. Sacaron con sus garras a Pablo fuera del saltamontes, por lo que supo que se proponían liquidarlo. Uno de ellos le sacudió un golpe tan violento que le arrancó el pellejo del brazo, hombro y costillas de la parte izquierda. Y uno, pero sólo uno de ellos le ciñó en un abrazo que amenazaba matarle. Pero el primer objetivo de estos osos, de estos guardianes mecánicos, era detener al vehículo robado y aclarar su situación. El exterminio de Pablo era sólo un objetivo secundario.

–Han fallado los cálculos –resonaba en la cabeza de Pablo, en lo que parecía ser su última hora –. El otro grupo de homicidas llegó demasiado tarde. Nunca había sucedido esto antes.

Estaba atenazado por una presa excesivamente fuerte para hablar, casi demasiado apretada para pensar. La tenaza que presionaba sobre él le impediría aspirar aire en el próximo respiro. Pero luchó afanosamente contra el oso de hierro, no queriendo dar a la muerte su inmerecido ventaja.

Los perros eran los Homicidas Programados, los mismos que habían estado dando caza a Pablo durante un año. Rígidos y erizados, reaccionaban ahora a la clara señal de sus propios mecanismos sensitivos, la señal de «escape» enviada por las acciones de Pablo. Su programa les decía que su presa, la Persona Pablo, trataba de escapar de aquel mundo y de su presencia y que era urgente. Se ciñeron en torno a Pablo para matarle, ciegos a todo lo demás. Los guardianes del puerto espacial reaccionaron con igual ceguera a esta súbita intrusión en su propia área de operaciones.

Cuando se produjo la colisión, sucedió con la rapidez del rayo y de una furia ensordecedora. Había dos grupos diferentes de homicidas mecánicos: uno de ellos programado para patrulla, defensa y contraataque, los Osos; el otro programado para estar al acecho y dirigir el asalto, los Perros o los Perros –Gatos. Pero un oso estaba aprisionando a Pablo y a punto de acabar con él, pese a que el hombre se debatía con gran fortaleza y habilidad.

Y, sin embargo, su opresor estaba distraído por la infernal confusión. Por dos veces tuvo que detenerse para desbaratar a los chirriantes perros metálicos y reducirlos al desajuste y a una muerte mecánica. Cada uno de aquellos dispositivos hacía sonar en su interior uno o más ruidos de alarma, bocina o sirena que aumentaban la confusión.

Luego, cuando hizo su aparición la tercera fuerza, se produjo un fragor y un choque enloquecedores. Pablo lo sentía en el interior de su cerebro, y los demás lo sentían igualmente en sus células mecánicas. En el cerebro

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de Pablo se produjo una orden directa: ¡Respira, condenado! En aquel mismo instante se relajó su presa y Pablo hizo otra gran aspiración de aire. Llevaba un buen rato fuera de sí para haber sido capaz de respirar si no se lo hubieran ordenado.

Pero este tercer asalto lo dirigía un ser humano, poco más o menos. La voz que resonó en el cerebro de Pablo era la del llamado Rimrock. Fuera o no humano el tal Rimrock, lo cierto era que estaba asociado con los humanos. Pablo podía oír ahora la voz de Walter Copperhead, el nigromante capaz de ahuyentar la sustancia intercelular del interior de aquellos seres mecánicos y confundir por completo todo su programa. Pablo oyó otras voces y le fue posible respirar de nuevo.

No había muerto. Se negaba a morir El oso de hierro que le atenazaba tuvo que soltarle del todo para destruir a la vez a tres perros mecánicos. Y de repente aparecieron los hombres en escena. Battersea era un hombre tan alto como Pablo y el doble de recio. Iba esgrimiendo un hacha de combate, tan pesada como un hombre ordinario, y sabía dónde estaban localizados los nexos y centros de aquellas criaturas mecánicas. En otras ocasiones anteriores había luchado contra ellos destruyéndolos. Shanty era un hombre casi tan corpulento como Battersea y más rápido. Entre las facultades de Copperhead se contaba la de desmantelar y matar y Rimrock, aunque de una calaña mucho más modesta, usaba, sin embargo, un cuchillo de tres pies de longitud.

Pero no se encontraban solos allí. También estaba Slider, aunque éste nunca supo por completo de parte de quién se hallaba. El propio Pablo se vio ahora sumergido en la batalla. De su costado vio que pendía una larga vaina con un puñal, y también supo un poco más acerca de cómo iban montados aquellos mecanismos. En muchos de ellos, propinando un golpe bajo la placa de sustentación del tercer centro cortaría las comunicaciones de los seres mecánicos y los dejaría indefensos. Y eso fue lo que hizo Pablo. De un golpe interrumpió las comunicaciones y la vida. Pero esta vez era un hombre en vez de un ser mecánico, y Pablo le quitó la vida. ¡Era un hombre suplantando a un homicida programado! Así que, para mayor confusión de todo, había hombres en ambos bandos.

–¡Ha llegado el momento! –se dejó oír la voz de Rimrock en el cerebro de Pablo y, sin embargo, el silencioso Rimrock seguía luchando contra los osos de hierro y parecía incluso ignorante de la situación de Pablo. Pero Rimrock era un individuo tortuoso.

Pablo, nuevamente libre por el momento, saltó como una gacela subiendo a bordo del vehículo espacial de Gobernador. Este había pulsado los dispositivos autorizantes y la copia de identificación no figuraba en el mismo. Pablo se vio repentinamente volando.

Se había librado una batalla un tanto curiosa y amarga, muy breve y muy cruenta. Al menos habían perdido la vida dos humanos y media docena de criaturas mecánicas. Una batalla que precisaba explicarse a medida que se producía porque aún no había terminado. Tendría que librarse de nuevo varias veces en sus distintas variantes.

Pero Pablo se hallaba libre y volando; duramente golpeado y mareado por la pérdida de sangre sufrida, pero libre de toda persecución. Los Homicidas Programados tenían a Pablo apuntado en su lista mortal como un enemigo del sueño utópico de Astrobe. Y, sin embargo, hele aquí en una misión encomendada por los tres prohombres del Círculo Interior de los Maestros a quienes se les consideraba como los principales pilares de aquel ideal.

Pablo había silbado alegremente siempre que le quedaba aliento para hacerlo, durante la confusa ba talla en la que había matado a un hombre y destruido a una persona programada. Todavía seguía silbando afortunadamente ahora que iba en pleno vuelo en el navío espacial de Gobernador; y ninguno de los que tomaron parte en la sarracina (a excepción de Rimrock) tenían la menor idea de lo que se proponía. Y todavía silbaba dichoso cuando volaba por el espacio valiéndose de la Ecuación Hopp.

Allí todo era distinto. No era lo mismo que en el otro espacio. Personas y cosas se volvían diferentes a como fueran antes.

Astrobe se encuentra, aproximadamente, a un pársec y medio de la Tierra. Viajando a la velocidad de la luz, se tardaría más de cinco años en realizar el viaje. Pero valiéndose de la Ecuación Hopp se podía cubrir en el plazo de un mes de Astrobe, equivalente a algo menos que un mes terrestre, en unas setecientas horas normales.

El vehículo de Pablo desaparecía una vez cruzado el pársec y medio en dirección a la Tierra. Pero para los pilotos que efectuaban el viaje era el resto del universo lo que desaparecía. Para él no había movimiento, no existían mundos ni estrellas; en realidad, no experimentaba durante la travesía ninguna sensación de duración o de tiempo.

Extrañas cosas sucedían a pilotos y pasajeros durante los vuelos en la Ecuación Hopp. Mientras duraba el período de desaparición cósmica, Pablo se tornaba siempre zurdo. Además de eso, se producía siempre una inversión fundamental y absoluta en él. Por las chanzas personales de otros pilotos, sabía que esta inversión total también les sucedía a ellos. En torno a esto se conocían más si tuaciones cómicas que en el resto de la ciencia espacial conocida, a pesar de que los viajes bajo la Ecuación Hopp eran muy recientes. Pero sucedía, y siempre se originaba una completa inversión de polaridad en la persona. ¡El hombre invertido en su polaridad!

–Bueno, es la única manera de que yo pueda cantar de soprano –diría Pablo, y, a menudo, lo hacía así cuando se encontraba en tal estado.

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Pablo dormitaba durante el viaje, pero su estado de sueño era registrado por los instrumentos de a bordo y no se le permitía dormir más temprano de noventa segundos cada vez. Llegó, sin embargo, a acostumbrarse a ello. En noventa segundos pueden experimentarse ensueños muy embrollados.

Pablo calculaba que, durante el viaje, había tenido al menos veinte mil de estos ensueños memorables. Cada uno era semejante a una joya, independiente, bien delimitado y muy diferente a cualquier otro. Cada ensueño encerraba una efímera vida propia, muchos de ellos con gran despliegue de personajes y múltiples acontecimientos, algunos completamente agradables, otros nostálgicos relativos a cosas no conocidas antes pero claramente recordadas, y otros encarnando consumados horrores más allá de lo imaginable. La Ley de la Preservación de la Totalidad Psíquica no puede compendiarse. Se trataba de reducir al espacio de un mes un período de cuatro años y medio de conciencia psíquica, y dicha compresión forzaba esta clase de ensueños rápidos e intensos.

Existe gran cantidad de restos espaciales psíquicos, y cuando se entra en el área de la Ecuación Hopp se sufren sus consecuencias. Cualquier cosa penetrante que haya sucedido en el decurso de los siglos, cualquier episodio cómico, horripilante o relevante que haya tenido lugar, se encuentra vagando por los espacios en alguna parte. Y uno se encuentra con fragmentos (y concentraciones) de millares de millones de mentes que no están perdidas, sino desperdigadas por la inmensidad.

Rimrock, el «ansel», aparecía en muchos de estos ensueños. Tales criaturas son psíquicamente extraordinarias; antes de ser encontradas en Astrobe ya se hallaban en el subconsciente humano.

En medio y en torno de los sueños de Pablo, había ráfagas de su año de persecuciones y de la más reciente evasión en el puerto espacial. Pablo nunca se aterrorizaba en los momentos de peligro. Su terror se presentaba después, en forma de sueños, y gran parte de ellos le acosaron durante esta travesía. Las numerosas personas y seres mecánicos que habían sucumbido en el último episodio se le materializaron en varios de sus sueños; siempre que acaba de morir una persona resulta psíquicamente destacable.

Tuvo varios sueños sobre un muchacho llamado Adán que moría caballerosamente en la batalla, una y otra vez, y así evitaba la desgracia de hacerse mayor. Saber morir era la única cosa que realmente hacia bien. Y soñó con la hermana de Adán, una niña-bruja que decidió irse al infierno antes de morir. Pero Pablo no estaba seguro de si había conocido antes a estos dos y a otros; de si sólo los conocía a través de tales sueños o silos iba a conocer en el futuro. ¿A qué se debía que Adán muriera tantas veces? ¿Por qué retornaba siempre a la vida?

–No, no –le explicaba Adán –. Es la muerte, la verdadera muerte. Yo no vuelvo a nacer, no vivo de nuevo. Es otro que nace con el mismo nombre.

Pablo soñó con el monstruo Ouden y con su propia muerte, cuando se presentara, sabiendo que la iba a presenciar realmente.

Pero no todos los Sueños de Travesía estaban formados por sustancias onerosas vitales; también estaban compuestos por ideas y sentimientos sin valor vital. En las profundidades del espacio vagaban, asimismo, los más singulares chismes jamás contados.

En efecto, he aquí uno de ellos: se refiere a un terrícola que vivió algunos siglos antes de los tiempos de Pablo, a Juan Vinagrón, o también llamado Juan Vinagre. Pero ahora Pablo se convertía en Juan Vinagre y hablaba y vivía al mismo tiempo con el exagerado acento.

A causa de la dieta seguida desde su juventud –alcohol, ajenjo, caracoles verdes – uno de los riñones de Juan Vinagre se había vitrificado de forma peculiar. No sólo se le había convertido en vidrio, sino en un bonito color turquesa. Lo había visto él mismo por medio del fluoroscopio.

Y sucedió que él y algunos amigos se encontraban en Ghazikhan, en lo que en aquel entonces era la India de la vieja Tierra, y echaron un vistazo al gran ídolo que había allí. Les dijeron que el ojo central del ídolo, formado por una esmeralda casi de un pie de diámetro, valía once millones de dólares. Cuando Juan Vinagre volvió a bordo de su barco se puso a pensar en ello.

–Ghazikhan no tiene puerto de mar –interrumpió Pablo su sueño, pues había recibido información de la vieja Tierra hacía tiempo gracias a la máquina psicoinstuctora –. No pudo entrar ni salir de allí.

Pablo (Juan Vinagre) regresó a bordo de su barco y se puso a reflexionar sobre ello. Siempre había pensado adquirir hábitos costosos, de forma que podría emplear para él esos once millones de dólares. Afiló un viejo ar -pón, llamó al grumete para que le ayudase y en un abrir y cerrar de ojos extrajeron el riñón. Lo retocaron un poco, lo pasaron por el torno, lo alisaron y pronto despidió un brillo perfecto. Era el riñón más primoroso del mundo. Después Pablo regresó a la ciudad y, a medianoche, escaló el ídolo (tenía quinientos pies de altura y era liso y resbaladizo como el hielo); sacó de su sitio el ojo de esmeralda y lo sustituyó por el riñón verde. Ajustaba perfectamente.

–Sabia que iba a encalar bien –se dilo Pablo.Seguidamente inició el descenso, por donde ningún otro hombre se habría atrevido a balar, y regresó a su

barco con la esmeralda. La vendió en Karachi por once millones de dólares y estuvo viviendo en grande durante algún tiempo. Pero, como sólo tenía un riñón, ahora Pablo no podía ni siquiera beber agua.

Tres años más tarde, Pablo (Juan Vinagre) volvió de nuevo a Ghazikhan. Según le dijeron, el ojo central del ídolo había vuelto a ser tasado. Al decir de las gentes, su valor había aumentado milagrosamente. Ahora era más

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rico en color, de mejor estructura y ofrecía un brillo más intenso; además, un gran aroma nuevo se desprendía de él. Su valor había aumentado hasta trece millones de dólares.

–Creo que he perdido dos millones de dólares en el negocio –dijo Pablo cuando despertó.¿Cómo podía ser que todo eso sucediera en noventa segundos? Escalar el ídolo le había llevado al menos

dos horas. Alguien preguntará qué clase de hombre era este Pablo con su permanente mueca aviesa. Era la clase de hombre que soñó con un riñón vitrificado durante la travesía.

¡Pero fueron veinte mil ensueños de esta índole! ¡He aquí otro más! :Pablo volaba a velocidades fantásticas hacia el área donde se encontraban dos estrellas gemelas, llamadas

Rhium y Antirhium, que giraban una en torno a la otra. «Aprisa – eran las instrucciones que había recibido; esas estrellas al parecer no tienen importancia pero constituyen el regulador del Universo. Alguien se está entremetiendo». Pablo prosiguió a su increíble velocidad y se metió en el área. Allí pudo ver algo que nadie había logrado ver antes, porque nadie había estado tan cerca de ellas. Las dos diminutas estrellas, que giraban una en torno a la otra, se encontraban unidas por una larguisima cadena de acero. Era esto lo que las mantenía sujetas en sus apretadas y rápidas órbitas, y esto era también lo que las convertía en el regulador del Universo. Pablo descubrió enseguida las causas. Allí había una pequeña criatura de color verde, con el cuerpo de un mono y la cabeza de una gárgola, cortando la cadena con una sierra de metal, a punto de conseguirlo.

–Ojalá no llegue demasiado tarde –rogaba Pablo, y así creyó al ver que al aserrador se le partió la hoja.Pero inmediatamente la remplazó por otra, sacó la lengua verde en una mueca dirigida a Pablo, hizo tres

nuevas tentativas con la sierra y la cadena se partió. Entonces, Rhium y Antirhium se salieron de sus respectivas órbitas, y todo el Universo quedó incontrolado al romperse el regulador. Cincuenta billones de estrellas se convirtieron en novas y luego quedaron sumidas en la negrura para dar paso a la nada. El universo se había consumido y desaparecido para siempre.

–¡Ya te dije que aceleraras! –increpó a Pablo el enfurecido capitán espacial, a medida que la astronave ascendía en candelero. Luego, el rostro del capitán espacial se derritió como si fuese de cerca y también desapareció.

–¡Corrí lo que pude! –replicó Pablo. Entonces, su propia cara se derritió igual que la cera para desaparecer también.

–¿Ha desaparecido todo? –se oía la voz del viejo rostro de halcón, Fabián Gobernador –. Si todo ha desaparecido, entonces, tal vez, podamos empezar a construir un nuevo Universo. Excelente. Todo salió bien. Mis deseos eran que llegaras demasiado tarde.

Noventa segundos de duración. Veinte mil en total y cada sueño diferente al otro.Cosa harto extraña; sólo los desajustados son capaces de soportar la travesía. Los pilotos equilibrados

pierden el juicio en un solo viaje. Esta es la razón de que los pilotos de la Ecuación Hopp constituyan una casta peculiar.

Pablo sabía que algunos de los monstruos encontrados durante el sueño del viaje eran reales. Eran quiméricas criaturas que poblaban los espacios de la

Ecuación Hopp. Algunos de ellos sólo habían sido vistos por Pablo, pero otros formaban parte de las experiencias sufridas por todos los pilotos, en el mismo episodio y en la misma parte del espacio. Era el delirio. La consecuencia de reducir casi cinco años de experiencias psíquicas al espacio de un mes. A la masa psíquica de experiencias no se la puede escorzar.

Desde el dorado Astrobe a la azul Tierra. La Tierra se muestra siempre de color azul para los que llegan de Astrobe. Astrobe aparece siempre dorado para los que vienen de la Tierra. Ello se debe a que los colores blancos de los dos soles no ofrecen el mismo tono. El blanco no es un color absoluto, sino una composición de los colores de donde uno vive.

Pablo descendió sobre la Tierra, eligiendo el lado del amanecer una bella aventura que nunca cansa.Aterrizó en Londres y dejó su vehículo a cubierto. Se llevó con él un pequeño aunque pesado instrumento,

dirigiéndose a la oficina que Cosmos Coronador tenía en Londres. Este potentado de Astrobe poseía también vastos intereses en la Tierra, y Pablo estaba enterado de todo ello.

Al frente de esta oficina de Londres se hallaba Brooks, que sufrió gran confusión al enterarse que la visita correspondía a un hombre de Astrobe. La mayor parte de los hombres de la Tierra se sienten confundidos e inferiores respecto a los hombres de Astrobe, creyéndose más retrógrados y de menor importancia. Cuando gran parte de una pequeña pero vital elite emigraron de la Tierra a Astrobe, hacía cuatrocientos o quinientos años, se estableció una diferencia que jamás fue borrada. La Tierra era ahora realmente inferior y de menor importancia.

Pablo mostró a Brooks las credenciales y directrices de Coronador, y Brooks las aceptó. Pablo las había olvidado durante la travesía, si bien pudo haberlas obtenido auténticas de manos de Coronador o a través de Gobernador, pero le gustaba hacer las cosas a su manera.

–No es demasiada la información que usted me ofrece, ni yo la pido –dijo Brooks –. He oído hablar de usted vagamente. Sé que ha tenido dificultades en ambos mundos. Bueno, yo respeto a los que andan perseguidos por la Ley. Aquí casi ha desaparecido eso por completo. Mi patrón Coronador ha facilitado empleo a semejante

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clase de hombres y no seré yo quien ponga objeciones. Aquí está la máquina másica. Puede calibraría para el desplazamiento a cualquier período deseado, pero parece que ha traído usted su propio equipo.

–Oh, no es ningún gran secreto, Brooks. He venido en busca de un hombre y probablemente parta mañana con él. No es necesario que usted sepa la calificación exacta, aunque si lo averiguase no haría ningún daño.

–Aquí está la moneda que, según mis instrucciones, corresponde al período que he de facilitarle. Vale más que no me pida muchas, porque me quedaría en mala situación. Esta máquina llega mucho más allá de lo que se puede imaginar. El multiplicador es algo así como un cincuenta por uno.

Pablo estaba manoseando las viejas monedas de oro depositadas sobre una pequeña mesa.–Oiga, creo que usaré la cuarta parte de éstas – El resto se lo devolveré, Brooks; están acuñadas pocos años

después del período que busco. Me podrían resultar embarazosas. Los hombres a quienes voy a ver sospecharían de las «monedas del mañana». Conozco el multiplicador y su valor pasado y presente. La suma que quede vendrá a ser lo justo.

–¿Irá usted a Chelsea, mensajero Pablo?–¿A Chelsea me pregunta? Para ser un terrícola discurre con sagacidad. No, he venido aquí y de aquí partiré.–En aquellos tiempos, Chelsea no formaba parte de Londres. Estaba a varias millas en el campo.–Las distancias eran iguales entonces y ahora. Encontraré a mi hombre en Londres de negocios, o daré con

él en su morada de Chelsea.Pablo atravesó el cuadro sintonizado en forma de antena y para Brooks fue como si aquel hombre hubiera

sido arrebatado por un torbellino de aire crepitante. Para Pablo equivalía a sumirse en una espantosa confusión gris que acababa siendo algo peor que la obscuridad. Y se sintió enfermo, como se sienten todos los que viajan a través de la maraña del tiempo.

Cuando salió, Pablo se encontró sumergido en lodo hasta los tobillos. Hallábase en los arrabales de una vasta ciudad de madera muy desperdigada. Penetró en una destartalada tabernucha, pidió para comer una perdiz, buenos filetes de vaca, pan de cebada y una cebolla del tamaño de la cabeza de un niño. Luego se puso a hablar con el propietario.

–¿Podrías decirme si Tomás Moro se encuentra en la ciudad, o en su casa de Chelsea? –le preguntó poniendo el máximo cuidado para dar a sus palabras la mejor pronunciación posible al estilo de aquellos días.

–Probablemente estará en su casa –repuso el tabernero –. Como sabéis, actualmente ha perdido el favor del rey. ¿Sois acaso algún procurador?

–Así es, necesito encontrarlo –respondió Pablo.–Os noto un raro acento en vuestras palabras –añadió el tabernero –. ¿Venís del norte?–No, procedo del sur –le contestó Pablo. Y era cierto porque Astrobe, bajo el punto de vista de la Tierra, se

encontraba en el hemisferio celeste sur.–En nuestros días resulta peligroso hablar con los forasteros –dijo el hombre –, pero yo no soy de los que se

intimidan nunca. Las viejas costumbres van desapareciendo y eso no me hace gracia. No me gustan los nuevos acontecimientos que se están fraguando. Pero me gusta Tomás Moro, aunque dudo que esté mucho tiempo en el mundo de los vivos. ¡Madre de Cristo, espero que alguien pueda persuadirle para que abandone este país antes de que sea demasiado tarde! Me parece que vos sois uno de los del otro lado del Canal.

–En efecto, soy del otro lado del Canal –dijo Pablo – y me lo llevaré fuera del país, si se digna venir conmigo. No mencionéis nuestra conversación que yo haré lo mismo.

–Los hombres del rey están en todas partes, amigo. Id con Cristo.Pablo salió a la calle. Era un día frío. Conocía el camino, y siguió la carretera de Chelsea, en Middlesex. Se

sintió complacido al descubrir que el inglés no se había convertido todavía en «la más descortés de las personas».

No se ofrecían demasiadas dificultades en el idioma de aquella época; unos cuantos trucos a recordar, y nada más. Tras una hora o dos de vigoroso caminar, carretera adelante, Pablo se encontró en Chelsea. Le bastó con preguntar una sola vez y localizó a su hombre que estaba paseando por su helado jardín, arropado como un cordero.

¿Cómo supo Pablo que era Tomás? Se valió de un retrato de Tomás Moro pintado por Holbein, al cual estuvo estudiando, pero no mucho. Todos los retratos pintados por Holbein se parecen más a su autor que a quienes representan. Pero Tomás Moro era un hombre que siempre sería reconocido.

–Me llamo Pablo –se anunció éste al acercarse a él –, y después de tales palabras ya no sé qué decir.–El santo de tu nombre también viajó mucho, Pablo –repuso Tomás Moro con sencilla afabilidad –. No tan

lejos como tú, desde luego, pero, tal vez, con propósitos más elevados. Mas yo te saludo como a hombre que viene a través de ambos medios, los cuales yo no comprendo en modo alguno.

Pablo había retrocedido mil años y, aun así, él y Tomás lograban entenderse mutuamente. Pero Tomás habría sido capaz de entenderse con su propio tatarabuelo. Los cambios se realizan por intermitencias, y se había cambiado más en los cien años recién pasados que en los mil venideros. Era cierto que Tomás pronunciaba el «no» de una forma distinta, que a la preposición «de» le daba un sonido más abierto y que a la «z» les daba una entonación de «s».

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–Yo tampoco lo entiendo –dijo Pablo –. ¿Cómo puedes saber que he venido a través de ambos medios?–Porque tienes el aspecto de uno de ellos –respondió Tomás –. Ya he sido visitado a través del tiempo con

anterioridad. No soy un hombre eminente, pero sí soy uno que ha suscitado la curiosidad en el curso de la Historia. ¿De dónde eres, Pablo?

–De Astrobe, del que jamás oíste hablar.–No estés tan seguro de ello, Pablo. En mi mente hay muchas cosas del pasado y del futuro. Una vez creí

que los viajes a través del tiempo iban contra natura. Pero todos viajamos a través del tiempo en cada mo mento de nuestras vidas. La única diferencia es que tú has viajado en otra velocidad y dirección. ¿Son tan altos como tú todos los de tu mundo?

Tomás poseía un acento que posteriormente iba a recibir el nombre de acento irlandés y escocés, pero pertenecía al inglés de aquel entonces.

–No. El promedio de estatura viene a ser de medio pie más bajo que yo... y aproximadamente medio pie más alto que tú –dijo Pablo –. Para nosotros, eres un hombre bajo y rechoncho, y tú mismo te permites mostrarte como un viejo. Deduzco que se debe a tu natural semblanza no modificada. Pero lo que más me intriga es cómo averiguaste quién era yo, con tanta exactitud.

–Si no supiera justipreciar a un hombre no tendría la fama de ser el mejor jurisconsulto de Europa –dijo Tomás –. Y tú no eres único. Ya te dije que antes me habían visitado a través del tiempo. Por una rareza de la historia voy a tener cierta fama. Las circunstancias de ello me desconciertan, según me han sido explicadas por otro viajero. Desconozco por completo lo que me va a suceder en el próximo año. Otros hombres han sido visitados por el futuro, estoy convencido de ello; pero seguramente tampoco ellos creo que lo revelarán. La incredulidad es un colmillo que se clava profundamente. Entiendo que, dentro de pocas semanas, tomaré una decisión tan temeraria, en apariencias, como difícil de creer. Visitantes han venido que me preguntaron por qué lo hice así y yo no supe qué responderles de ningún modo. Como sabes, aún no me he decidido todavía. El motivo por el cual voy a perder la cabeza me parece trivial e indigno de arriesgar una cabeza, especialmente la mía. Pablo, ¿por qué vienes a visitarme desde Asternick?

–Desde Astrobe. En Astrobe tenemos dificultades. Están buscando un candidato para que les saque de una situación desesperada. Han probado a casi toda clase de hombres; ahora quieren probar con un hombre íntegro y probo. Han examinado toda la lista de hombres, muertos o vivientes, de los dos mundos. Tú fuiste el único hombre justo que lograron encontrar; o, al menos, el único hombre con una entidad totalmente recta.

–Oh, mi decisión fue –será– todo un espectacular acto de integridad por el que voy a perder mi cabeza, Pablo. Sin embargo, no acabo de hacerme a la idea. Hasta este momento de mi vida, no he sido especialmente equitativo. Yo diría, más bien, oportuno. Pero suponiendo que fuera probo, o si es que voy a serlo en el momento culminante de mi vida, ¿de qué utilidad os puede ser eso en el futuro de Astrobe?

–He venido para llevarte conmigo a Astrobe.–¿Te propones llevarme contigo a través del tiempo, Pablo? Es imposible, sin duda. Debemos vivir nuestras

vidas en los tiempos y lugares que nos ha impuesto el destino. No podemos trastocar el curso de la Historia.–Semejante afirmación, Tomás, ha deslustrado un tanto tu lustre. ¿Tu resplandor es sólo chapado y no

auténtico? Tomás, tu frase ha sido una sarta de vulgaridades impropias de ser proferidas por un hombre tan extraordinario como tú. Además, como hombre cristiano, difícilmente puedes aceptar el destino.

–Habrías sido un buen jurisconsulto, Pablo. No, jamás he prestado obediencia al destino. Y hay en mí bastante truculencia innata para así hacerlo. Mas detesto abandonar a mi familia.

–Tomás, Tomás, ¿es que no tienes curiosidad, imaginación o atrevimiento? Te han llamado un precursor, un hombre abierto a las ideas nuevas. Y posiblemente no abandonarás siquiera a tu familia. Dice la Historia que moriste en una fecha determinada, de forma rigurosa y en este mismo país.

–Entonces tendré dos «yos», Pablo. Oh, claro que tengo dos «yos»; y muchos más. Cada hombre es una multitud. Pero estoy jugando con las palabras. ¿Realmente, para qué me necesitáis?

–Ya lo dije. Porque nuestro mundo está enfermo.–¿Y estáis buscando un remedio heroico? ¿A un doctor arrancado del Pasado? Pablo, he fracasado en mis

intentos por curar a este mi mundo, a pesar de estar viendo progresar la enfermedad durante toda mi vida. Has venido a buscar a quien, ni en sus mejores tiempos, fue un médico afortunado. Yo traté de curar al Gran Canciller y el paciente me expulsó de su casa.

–Quienes decidieron tales cosas son los mismos ahora que han decidido que eres el hombre que necesitamos.

–Pablo, no pienses que no he estudiado esta cuestión. Una vez escribí acerca del mundo más enfermo que pude imaginar. Como sabes, mi segundo título para la fama es que inventé la palabra y la idea de Utopía. Escribí con amarga e irrisoria ironía, sobre un mundo, el mundo más nauseabundo de todos los mundos, cuyos achaques parecían estar haciendo presa en el mío propio.

«Pero he aquí una cosa singular, Pablo. Me han llegado a decir los viajeros del tiempo que mi obra tragicó-mica jamás supieron interpretarla. Se creyeron que la había escrito refiriéndome a un mundo ideal. Incluso se

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pensaron que la había escrito en serio. Me cuesta verdadero trabajo creerlo, pero me han dicho que es cierto. Pablo, hay indicios de que en el futuro se confundirá la sátira mordaz con las visiones insípidas. »

–¿Vendrás conmigo?–No, Pablo, no iré a ningún Astrobe. No puedo ayudarte a ti ni a los tuyos, ogro pelirrojo. Pero me gustas.

Siempre hay algo agradable en un hombre realmente feo; los dos nos parecemos un poco. Pero no puedo ir contigo. Trataré de explicarme:

«He formulado preguntas a los Hombres del Tiempo que vinieron a interrogarme, de modo que conozco algo de varios futuros. Por lo que deduzco, tú vives a unos mil años de hoy, en la época de las primeras complicaciones de Astrobe; y Astrobe se tambalea. Pero pasarán otros mil años después de tu muerte y Astrobe seguirá en forma tambaleante, aunque esas vacilaciones serán de otro tipo. Astrobe superará cumplidamente la crisis que ahora te inquieta. »

–Una crisis se supera únicamente con las acciones de un hombre crítico.–Lo sé.–Tomás, tú eres ese hombre.–No, no lo soy. Es otro. Ahora empiezo a recordar. Yo no presté demasiada atención a los Otros Mundos

cuando me hablaban de ellos; todo me parecía harto fantástico. Su nombre, su nombre, ¡si yo pudiera recordar su nombre!

–Lo mismo me ocurre a mí, Tomás. Seguramente que reconocerías el tuyo propio, si fueras introducido como él.

–Ya me acordaré, Pablo, del hombre que liberó a Astrobe de sus primeras dificultades, con tanta mano izquierda. Ese hombre fue hecho de material sublime, y yo no. Ese hombre, tras haber sufrido el oprobio de... ¡Jerusalem irredentata! ¡No puede ser! El nombre de ese hombre, Pablo –miserere mihi, Domine –, su nombre no es conocido. Se le reconocerá siempre únicamente como el Maestro del Pasado. Me asalta un pensamiento sobrecogedor. ¿Me has tomado por él?

–Sí, ahora estoy seguro, Tomás. Tú me has dicho cosas que ellos todavía ignoran. Están buscando, incluso, el nombre con que han de presentarte. «El Maestro del Pasado»; éste es uno de los nombres que están estudian-do, pero no llegarán a una conclusión hasta que te hayan visto. Estoy seguro de que decidirán este nombre. El Maestro traído del Pasado eres tú, Tomás.

–Pablo, tú también has sufrido persecuciones en tu vida, igual que yo las he padecido últimamente. Conozco el semblante de un hombre perseguido, aunque sea un provocador. Seguramente que en Astrobe no hay soldados del rey dispuestos a perseguir y matar.

–No, allí son diferentes, Tomás. Allí se llaman los Homicidas Mecánicos Programados.–Te equivocas, Pablo, son los mismos. Los soldados del rey son en todas partes homicidas mecánicos

programados. Pero creo que tendré que averiguar yo mismo el nombre del verdadero rey de Astrobe. Sí, partiré contigo. Quédate aquí esta noche. Saldré contigo por la mañana.

–Tomás, ¿qué le ha sucedido, qué le está sucediendo a tu propio mundo? –Le preguntó Pablo mientras conversaban aquella noche –. Tú lo creaste de acuerdo con un ideal altamente perfecto, pero comenzó a desintegrarse cien años antes de esta fecha. Tu mundo está acabando y otro mundo, en cierto modo mucho peor, está naciendo. ¿Qué marcha mal en tu mundo, Tomás?

–Lo hicimos demasiado pequeño, Pablo, lo hicimos demasiado pequeño. Y en Astrobe, ¿qué es lo que real-mente marcha mal? ¿Puedes nombrármelo? Puede ayudar a conocer el nombre de vuestro adversario.

–Se llama el monstruo Ouden, la boca abierta de Ouden, del que no has oído hablar.–Soy un hombre culto, Pablo, al menos en mi propia opinión. Yo soy uno de los pocos hombres que trajeron

el griego a la Europa Occidental. La Historia me lo reconocerá. Y Ouden significa la «nada».–Así es como se le llama, Tomás, y cuenta con sus crecientes legiones.Sentados al calor del fuego estuvieron quemando roble, pino y madera de conífera, y también hicieron

frugales libaciones de vino del país. En aquel siglo, Inglaterra todavía tenía un vino propio.

A la mañana siguiente se levantaron temprano. Tomás Moro, antes de dar comienzo al extraño viaje, se fue a confesar.

–Sólo ahora creo en los momentos supremos, Pablo –dijo –. Mi fe es débil. ¿No resulta irónico que muera por ella en un futuro inmediato? ¿Y que quiénes poseen una fe recia se oculten y permanezcan callados?

Pablo fue con Tomás y se confesó también. Tal vez fuera el primer hombre que iba a ser absuelto de sus pecados mil años antes de cometerlos.

Después se dirigieron a Londres. Pasaron a través de la antena del túnel del tiempo y aparecieron en la oficina que Coronador tenía en Londres, donde Brooks estaba durmiendo sobre un sofá. Al despertarse reconoció a Tomás en el acto.

–Debí suponer que venia a buscar a este hombre, Pablo –dijo –. Más bien creí que se llevaría las joyas de la Corona, el Sello o la Cédula real. Si sus restos mortales no se encuentran ya más entre nosotros, entonces no tendremos el mismo hombre.

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–Veamos, Pablo –dijo Tomás –. Un hombre tiene derecho a la curiosidad.Se fueron a la antigua iglesia de San Pedro ad Vincula.–Aquí estás enterrado –dijo Pablo –. La iglesia está reconstruida, pero las tumbas que hay en la parte baja

son las mismas.En aquel momento se les acercó un anciano sacerdote.–¿Es cierto que reposan aquí debajo los restos de Tomás Moro? –preguntó Tomás al anciano clérigo.–Así es. Este mismo año hemos abierto varias de las tumbas. Los restos de Tomás Moro se encuentran ahí, y

en el hueso de un dedo continúa le famoso anillo de sello, del que usted lleva en el suyo una réplica. ¿Anticuario?

–No –replicó Tomás –, es que siento un especial interés por este hombre. Pablo, ¿qué otro hombre puede contemplar su propia tumba estando dentro de ella? A excepción de mi cabeza, pues me han dicho que se encuentra enterrada en Canterbury. ¿Es cierto que la sancocharon? Me gustaría verla, pero sospecho que sería un viaje demasiado largo.

A pesar de que iban a emprender un viaje a un planeta que distaba pársec y medio de la Tierra, setenta millas a pie o a caballo resultaba una distancia demasiado larga.

Mientras paseaban por Londres, Pablo se percató de que Tomás no sería nunca un anacronismo, ya fuera en la Tierra o en Astrobe. Este hombre del pasado se identificó enseguida con la nueva pronunciación del idioma, hasta tal extremo que se burlaba de ella. En este mundo posterior, se encontraba como en el suyo, como en el mundo de sus mismos días. Hacía las cosas directa y exactamente. En una taberna se vio mezclado en una pelea a puñetazos con un joven corpulento. Tomás salió victorioso, pero Pablo le reprendió por ello.

–Recuerda, Tomás, que fuiste santificado después de morir –le dijo Pablo –. Los santos no se permiten armar camorra en las tabernas.

–Unos sí y otros no, Pablo –sostuvo Tomás, al tiempo que se limpiaba la sangre de su singular nariz. Poco importaba lo que pudiera suceder a esa nariz; no era un dechado de belleza, pero poseía mucho carácter –. Varios conocidos míos, según me dijeron fueron después santificados. Uno de ellos fue hombre retraído que no se permitía las camorras. Otro era demasiado endeble para ello. Pero el tercero solía entregarse a tales desma-nes; yo le vi con mis propios ojos.

Esto le recordó otra cosa a Tomás.–Se me olvidaba preguntarte una cosa, Pablo. ¿Qué tal se da la pesca en Astrobe? Te muestras silencioso,

Pablo. Como sabes, todavía puedo retirarme de esta aventura. Respóndeme, hombre.–Estoy tratando de contenerme, Tomás. Hasta que no lo veas con tus mismos ojos, no lo creerás. Es una de

las buenas cosas que no han cambiado.–¿Hablas en serio, Pablo? ¿Conque puede uno salir cualquier tarde y regresar con una ristra de peces?–¿Una ristra de peces? Tomás, te expresas como un muchacho. ¿Cómo vas a ensartar peces que son del

tamaño de un hombre? En Astrobe, si sale uno a pescar en barca, los peces salen a la superficie reclamando un anzuelo que morder.

–Me alegra saber, Pablo, que los pescadores del futuro no se queden cortos de lengua. Eso era lo que realmente me inquietaba.

Se encaminaron al astropuerto y subieron a bordo del vehículo que les llevaría a Astrobe; Tomás portaba un brazado de novelas de misterio, de chismes, aventuras del Oeste y libros de ciencia ficción, cosas todas completamente nuevas para él. Tomás descubrió asimismo el tabaco y llegó a decir que los cigarros eran la mejor cosa existente en el mundo después de los Evangelios. Anunció que se pasaría el viaje a Astrobe fumando y leyendo. Y, de esta manera, emprendieron el vuelo.

Y así todo marchó bien hasta su primer período de desaparición cósmica.

Tomás el hombre o, mejor dicho, Tomás la criatura, trataba de gritar pero se daba cuenta de que su voz no se lo permitía. Se había operado en Tomás la inversión fundamental que tenía efecto en los viajes de Ecuación Hopp, lo cual le producía una furia que le era imposible manifestar.

–¿Les sucede esto a todos los viajeros, Pablo? –preguntó Tomás finalmente lleno de frustración.–A todos los que viajaban mediante la Ecuación Hopp. Un viaje regular nos llevaría cinco años.–¿Qué es el tiempo para un espectro? ¡Después de estar muerto mil años, tenía que volver a la vida para

semejante oprobio! –dijo él, ella o ello (?).

Pablo sufrió nuevamente los sueños de la travesía, y ahora también le tocaba a Tomás. Eran millares de ensueños, de no más de minuto y medio cada uno, incomparablemente intensos. En los ensueños de travesía, Tomás conoció a un hombre oceánico llamado Rimrock y no le pareció extraño. Se encontró con una criatura hembra que al mismo tiempo era Súcubo, Eva, Lilith, Judith, María y Valquiria. Tuvo tres sueños, fugaces e intensos, sobre tres hombres que jamás había conocido. Uno de ellos era un arácnido con la cabeza de león; el segundo representaba a un zorro muy peculiar; y el último era un halcón barajando conchas sobre una mesa, una de cuyas conchas parecía distinta a las demás.

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Estos sueños se hundirían en las profundidades del cerebro de Tomás, pero volverían de nuevo a él cuando se encontrara con aquellas personas.

* * *

3. En «El marinero descamisado»

–¡Oh, esto es una maravilla, Pablo! –dijo Tomás – cuando penetraron en el espacio normal y comenzaron a orbitar en torno a Astrobe. Es un mundo dorado. Cuando yo era muchacho me dijeron que las calles de París eran de oro, y, si no las de París, al menos lo eran las de Roma, Constantinopla o Córdoba. Las visité a todas y no era cierto. El embajador español me dijo que donde así ocurría era en la Ciudad de Méjico. No llegué a visitar Méjico pero abrigué largos años de duda. En cambio, aquí todo el mundo es de oro.

–Es el color de nuestro sol –agregó Pablo –. Es nuestro blanco, y, por eso, te produce esa sensación.Descendieron sobre el estable planeta de Astrobe, bajaron del vehículo y se lo entregaron a los custodios. Ya

se dirigían a la sala de descanso cuando la voz de un «ansel» irrumpió en la cabeza de Pablo:–Por ahí no, Rojo. ¡Es una trampa, es una trampa! ¡A tu izquierda! A tu izquierda enseguida y encontrarás

amigos junto a los árboles de la orilla.–Por ahí no, Tomás –dijo Pablo, y se desviaron de su curso. Hemos de tomar esta dirección. Con cuidado

ahora. Fue la voz de Rimrock el «ansel» que sonó en mi cabeza avisándonos. Tú no sabes nada del «ansel», ¿verdad?

–Claro que sé, Pablo. Habló dentro de mi cabeza varias veces durante las últimas horas de la travesía. Yo miré pero no pude escuchar ninguna advertencia. ,¿Estás seguro de ello?

–No, pero no seguiremos aquella dirección hasta que estemos bien seguros. Cuando lleguemos a los árboles de la orilla sabremos qué es lo que está sucediendo. Vamos, deprisa, pero con cuidado.

–Pablo, no me gusta esto –dijo Tomás rezagándose un poco –. No me lleves por ahí de la mano igual que a un niño. Sé más que tú de trampas y asechanzas. Los soldados del rey emplean a veces trampas siniestras y ahora venteo sus grilletes.

Demasiado tarde.–¡Pablo! ¡Tomás! ¡Huid, rápido! –llegó la voz oceánica de Rimrock resonando en sus cabezas –. No fui yo

quien os habló antes. Fue otro. ¡Huid!Demasiado tarde. Pablo y Tomás fueron derribados como dos hierbajos.Luego siguió una oscuridad de dolorosa agonía, una confusión ciega y nauseabunda, una muerte devoradora

que atenazaba la mente y el cuerpo de Pablo. Fue una situación hedionda, estruendosa, maldiciente, repulsiva y aterradora. Un rumor creciente se estaba alzando en la distancia cercana, pero estaba demasiado lejos, seguramente era demasiado tarde para salvarlos.

Pablo consideró, con su mente hendida y la visión súbitamente quebrada y oscurecida, y con la boca llena de tierra, cuán bellos eran los arreboles al morir el día, especialmente cuando uno acaba de morir. La doble visión de un beodo, el síndrome de la esquizofrenia, contribuyen a la separabilidad.

Pablo escuchaba, con oídos que parecían pertenecer a cualquier otro, un nuevo estrépito que se aproximaba. Le resultaba divertido el que Tomás Moro, muerto hacía mil años, se resistiera tan furiosamente a morir. Allí había otro individuo, un tipo larguirucho de color rojizo vivo, que contribuía también ruidosamente. Pablo juntó las dos mitades de su mente y supo que aquel individuo era él mismo, y que una nueva y ardiente cólera volvía a aposentarse de su ser. Fue un nuevo golpe, un golpe que debió haberle partido el cráneo, pero que le produjo una reacción mezcla de agradable frialdad con abrasadora furia.

Si con esto no me han liquidado, seré un hueso duro de roer –escupió a través de su terrosa boca, al tiempo que lograba ponerse en pie tras una lucha feroz.

Ahora abrigaba esperanzas. Reconoció el creciente rumor cada vez más cerca, como el griterío exhalado por los pobres tísicos de Cathead, y entonces supo que aquellos miserables venían en su apoyo. Los tísicos odia ban a todo el mundo pero, más que a nada, odiaban a aquellos envirotados asesinos.

Tomás, entretanto, seguía presentando batalla y nada más se levantaba volvía a caer. Hubo voces en medio del ensordecedor tumulto, pero sólo ahora llegaban hasta Pablo con claridad:

–¡Los reconozco, los reconozco! –gritaba Tomás –. ¡Son los sicarios del rey! Matan por la espalda. Atacan al dorso, a la espina dorsal, a la base del cráneo. El que huye de ellos es hombre muerto. ¡Hagámosles frente, hagámosles frente!

Pero ahora no se trata de los asesinos primeros solamente. Era una turba en movimiento, donde la mezcolanza de hombres y sujetos despreciables mataban y morían. Pablo recibió otro golpe que le hundió en el cerebro esquirlas óseas, pero la inconsciencia no llegó a apoderarse de él por completo. Era un olvido parecido al espejismo que retrocedía, de forma que no le era posible dar con él, y la confusión se había multiplicado a más no poder. Los sonidos lejanos ofrecían una cualidad burlesca que presentaban el conflicto como una

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especie de mundo de quimeras. La sirena de los grasientos botes lejanos llevaba implícita una terrible profundidad que se transmitía a través de las encrespadas aguas.

Uno de los asesinos fue derribado y quedó inútil. Un tísico gigantón cayó muerto, y un muchacho llamado Adán fue asesinado.

¿Pero había sido asesinado antes aquel muchacho llamado Adán? No, Adán no había sido muerto necesa-riamente en otro momento. Ni ahora tampoco. Este muchacho había sido muerto durante los ensueños de la travesía y dichos ensueños, al estar fuera del tiempo, no podían pertenecer al pasado ni al futuro.

Cuando Pablo comprendió que le estaban salvando, acogió el hecho con un deleite infantil, como si tuviera pleno derecho a él. Escuchó las voces de Tomás y Rimrock el «ansel», pero no hablaban con palabras.

–Valdría más ocultarse en una caverna como un oso herido y estudiar los hechos y sus fundamentos –le decía el «ansel» a Tomás, a pesar de ser oriundo de Astrobe y nunca haber visto un oso.

–Sería mejor descender a algún lugar recóndito lo antes posible y esperar días peores que han de llegar –respondió Tomás a la criatura, pese a que tenía una mandíbula rota y no le era posible hablar hasta tanto le hicieran una costura con alambre.

–¡No somos más que pobres e infelices tísicos de Cathead! –gritó la poderosa y demoledora voz de Battersea hacia lo que parecía igual que una muchedumbre congregada –. Es sólo una pequeña refriega entre nosotros y nos llevaremos nuestros propios muertos. La gente honrada no tiene por qué inmiscuirse en ello. Nos marchamos apresuradamente, y lamentamos haberos metido en una área abierta.

Pablo era transportado a alguna parte. Así era más fácil. El olvido merodeaba en torno suyo y, de pronto, se apoderó de él por completo.

A las pocas horas comenzó a recobrase para despertar ante una indecible pestilencia, compuesta por fuertes y numerosos olores de hombres, mares y cosas.

–Huele lo mismo que el Barrio –se dijo para sí Pablo, pues el olfato parecía ser el único de sus sentidos que funcionaban bien –. Peor; huele igual que Cathead. O peor aún, todo ello huele como la faja de tierra donde ambos se mezclan, Huele como los diez mil miserables antros de la región de los burdeles. Como el peor de todos, el «Marinero descamisado».

Pablo se percató de que podía ver, aunque con dificultades, a través de los parches de su descompuesta cabeza. Había estado yaciendo en el suelo sobre el heno y abrigaba la impresión de que había estado rodeado de cabras. Se dio cuenta de que podía andar, aunque no en línea recta, como lo haría cualquier hombre racional. Salió haciendo eses de una habitación sin puerta. Caminó describiendo ángulos y de manera indirecta por el interior del malsano e intrincado edificio, pasó por una cocina donde una mujer con expresión de demente le entregó un enorme pescado envuelto en algas y prosiguió su camino sin dejar de comer. Continuó dando vaivenes hasta encontrarse con una habitación común, y luego otra en una planta inferior. Oyó la voz de Tomás Moro. Vio que la voz salía a través de una mandíbula reparada con alambres.

–Esto es un establo inmundo –decía Tomas –. Hemos de limpiar esta inmundicia o mejor derrumbaría y prenderla fuego. Lo que hace falta es poner un tonel de agua en medio de esta habitación y zambulliros todos para asearos.

Tomás estaba celebrando una especie de conferencia. Aparecía como un enano vivaracho de clara voz y un rostro feo pero agradable. Estaba rodeado por una docena de hombres andrajosos con cara de hastío, que se sen-taban sobre el mismo suelo y le contemplaban con ojos enrojecidos.

–¿Dónde diablos nos encontramos, Tomás? –le preguntó Pablo con una voz que le arrancaba fuerte dolor, pues aún tenía huesos flotando por alguna parte de su cabeza.

–En la cuarta de las siete secciones, Pablo –respondió Tomás jocoso. De acuerdo con los musulmanes, la cuarta sección del infierno está reservada para los cristianos. Pero sosiégate, que existen otras tres secciones peor que ésta. Estamos en el «Marinero descamisado».

–¡El «Marinero descamisado»! Tomás, en todo el infierno hay una sección peor que ésta –declaró Pablo.Sí, hombre, las hay –dijo uno de aquellos congregados de ojos enrojecidos.–Un compendio, Pablo –añadió Tomás, como si estuviera reprendiendo a una congregación de barones

medievales –. Esto me da cierta ventaja para estudiar qué es lo que marcha mal en vuestro Astrobe, antes de que salga de mi propia tumba. El «Marinero descamisado» es de suyo una tumba. Hoy me he aventurado a salir tres veces y he visto morir a tres hombres por defenderte.

–Y si te aventuras a salir una vez más, te mataremos nosotros mismos para ahorrarnos molestias –añadió otro de los que se sentaban en el suelo de ojos tornasolados –. Nosotros sólo tenemos una vida cada uno. No merece la pena que arriesguemos ni una vida mas por salvarte, viejo con cara de patata.

–En todo este asunto hay algo deformado –dijo Tomás –. Estas ciclópeas aglomeraciones urbanas son fragmentos extraídos del infierno. Pablo, ¿sabías que por algunas callejuelas existen cadáveres insepultos? Debe ser el estrato más bajo de este mundo, de este mundo enfermizo y delirante. Bueno, estoy descubriendo el origen del mal. No tardando mucho visitaré los estratos superiores y veré cómo marchan allí las cosas.

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–Cuando lo haga, vaya con prudencia, amigo –dijo otro de aquellos sujetos de ojos cansados –. Es únicamente en estos sitios donde todavía dura el sabor de las buenas cosas que quedan en Astrobe.

Los homicidas continuaban merodeando por el exterior, y el aire se vio cargado de tétrica electricidad. En el ambiente, además de hollín y suciedad, imperaba el temor y la ira. Los moscardones revoloteaban y zumbaban sobre la resbaladiza y ensangrentada carretera del exterior y en la habitación común se había producido una carnicería y la atmósfera presagiaba otra mortandad.

–¿Cuál es mi posición legal? –preguntó Tomás –. ¿Por qué han de querer tan insistentemente eliminarnos a ti y a mí, Pablo? ¿Quiénes son esos curiosos homicidas?

–Son los guardianes del Sueño de Astrobe –repuso Pablo con triste ironía.–Se creen que os vais a poner de nuestra parte –dijo uno de aquellos andrajosos –. Pero nosotros no estamos

tan seguros de ello.–¿Son seres humanos tales homicidas? –preguntó Tomás.–Ni mucho menos –respondió el más hastiado de aquellos hombres sentados en el suelo –; son demonios

vestidos de hojalata.–¿Es un ser humano el «ansel» que te habló sin palabras, Tomás? –interpeló Pablo –. ¿Llamarías hu mano a

Rimrock? Pero ni siquiera le has visto todavía.–No necesito verle, Pablo. Está formado de cuerpo y espíritu. Posee un intelecto. Esto hace de él un ser

humano.–Los homicidas presentan un aspecto mucho más humano que el suyo. Poseen una sagacidad calculada

equivalente al intelecto y tienen forma humana.Se oyó un alboroto seguido de estallidos y unos lamentos que llevaban un matiz semihumano, como un

alarido en forma de balido, propio de un animal agonizante. Junto a los congregados vino a resguardarse un pobre hombre de mente perturbada y ojos desenfocados rodeado de tres cabras. Se sentó en el suelo gimiendo y tosiendo a la vez, y las cabras se acurrucaron en torno suyo.

–¿Tomás, es éste un ser humano? –preguntó Pablo.–Sin duda alguna, aunque sea un pobre loco. Y representa un juicio acusatorio para todos los de este planeta.

¿Es que no existen manicomios para gente de esta clase?–En el civilizado Astrobe dicen que todo Cathead y el Barrio es un manicomio. Existen dos millones de

hombres tan desquiciados como éste; uno de cada doce. Pero no es malo. Babea y es incapaz de hablar coheren-temente, pero va viviendo. Hasta ahora, ha podido incluso eludir a los homicidas. Pero de la forma en que se conducen hoy, dudo que pueda seguir eludiéndolos mucho tiempo. Puede que ni nosotros mismos logremos esquivarlos. No te satisface lo que has visto de Cathead, ni lo que en este momento ves, oyes y estás oliendo, ¿verdad? –preguntó Pablo.

–No. No tenía idea de que pudieran seguir existiendo semejantes vestigios antiguos de pobreza y miseria en el avanzado mundo de Astrobe. ¿Por qué no han sido barridas tales cosas desde hace tiempo?

El cabrero loco estaba canturreando una cancioncilla. Los homicidas se agolpaban y rechinaban los dientes en el exterior, como perros metálicos que eran.

–No son viejos vestigios –respondió Pablo –. Todo esto es nuevo. Hace veinte años, Astrobe era enteramente bello y civilizado. Entonces aparecieron estos lugares, igual que una lacra, como dicen los poderosos, aunque a mí no me gusta llamarlos así.

–Pablo, he correteado por muchas plazas de estos alrededores las tres veces que he salido. He visto a niños ciegos con las cuencas de los ojos plagadas de insectos. Hay gente que se muere de hambre, que cae al suelo y es incapaz de levantarse. Existen hombres que trabajan en talleres pequeños y fétidos. Jamás hubo una esclavitud más denigrante. Hay hombres y mujeres trabajando en atmósferas tan inmundas que les corrompen en pocos momentos y salen escupiendo sangre, para volver al trabajo sin haber descansado. He visto gente humana comiendo suciedad y bebiendo agua de las cloacas. Todos estos seres se cuentan por millones. He visto derrumbarse un gran edificio. A mujeres que exponían niños a la venta. Hay ropavejeros que desnudan a los cadáveres y los dejan desnudos en la calle. ¿Es que no existe la caridad en los estratos civilizados de Astrobe? ¿No pueden hacer nada para aliviar tal miseria?

–Pero, Tomás, todos los que viven en Cathead y en el Barrio lo hacen por propia voluntad. Dejaron el civilizado Astrobe por su libre albedrío para formar este gigantesco mercado de carne humana. Podrían volver al civilizado Astrobe hoy mismo, ahora mismo, donde serían cuidados y dotados de bienes raíces y vivir cómodamente. Y, además, también se verían libres de los asesinos mecánicos.

–¡Qué Dios me asista! ¿Por qué no lo hacen, entonces?–¡Que alguien vaya con él! –gritó Pablo, porque el cabrero loco se aventuraba una vez más a salir a la

calzada, en el preciso momento que arreciaba el griterío de los homicidas. Varios hombres harapientos se levantaron para salir en su ayuda, pero retrocedieron.

Demasiado tarde.El demente había salido en un momento de distracción suya y las cabritas le siguieron. Tal vez se sintiera

menos lúcido que de ordinario. Quizás no estuviera acostumbrado a tan grandes concentraciones de homicidas

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que estaban rastreando la presencia de Tomás. El vapuleado esquizofrénico sabia la manera de burlar a uno o dos asesinos, escurriéndose como un lebrel acobardado, pero ahora eran demasiados.

Los ávidos homicidas le derribaron muerto fuera en la misma puerta. Los viandantes huyeron en busca de su propia seguridad y las cabritas, al verse abandonadas. Luego, mientras que los homicidas se lanzaban en busca de una brecha de acceso, la gente hambrienta se apoderó en un abrir y cerrar de ojos de los animalitos, se los disputaron febrilmente, comenzaron a desmembrarlos y a devorar buenos pedazos, crudos y sangrantes.

–¡Basta! –se lamentó Tomás –. Nunca fui un gran defensor de la opulencia ni de la finura. Creo plenamente en la santa pobreza, pero aseguro que la miseria es como la bebida; un poco resulta estimulante y constructiva; demasiado es denigrante y horrible. Debo comenzar mi trabajo en este mundo y tengo que llegar al meollo de los hechos antes de resolver el misterio de esta degeneración. ¿Cómo podría yo ponerme en contacto con los hombres que me mandaron llamar? Por hoy ya he visto bastante acerca de las bajezas de este mundo.

–Se nos está aproximando un centro de comunicaciones, sobre dos o sobre cuatro pies –dijo Pablo –. El es capaz de poner en contacto a cualquiera con todo el mundo.

–Cierto, ya le noto. Durante nuestra emboscada me estuvo hablando, pero sólo pude echarle un ligero vistazo. ¡Es Rimrock, el hombre oceánico! Al menos él hablará con sentido.

Y Rimrock, el hombre oceánico, hizo acto de presencia, pero sin valerse en absoluto de los pies al principio, luego en cuatro y por último en dos pies. Estrechó la mano de Tomás con indecible efusión.

Un «ansel» tiene el aspecto algo parecido al de una foca de la vieja Tierra. Puede deslizarse con gran velocidad sobre la superficie del suelo, exactamente igual como si fuera nadando sobre el agua. También es capaz de andar pasaderamente como un hombre o un animal. Y, además, posee singulares facultades mentales.

–¡Amigo del verde océano! –exclamó Tomas –. ¡El de la oscura piel elástica! ¡El de las copetudas orejas! Tú que saltas y andas, tú que hablas en la mente de los hombres y te apareces. Interprétame el significado de este condenado mundo, Rimrock.

–Ellos te enviaron a buscar y has venido. Yo y otros pensamos que deberías ver algo de la cordura que reina en Cathead y en el Barrio, antes de verte precipitado en la locura del civilizado Astrobe. Pero los prohombres te llevan esperando impacientes un día, una noche y medio día. Están frenéticos porque alguien les ha robado su tesoro y puede que descarguen su furia contra ellos. Pero yo he de ajustar cuentas a un falso «ansel» que habló en la mente de Pablo y trató de llevarte a la perdición. Hay nueva sangre por mis venas. Espero que no te importe.

Rimrock, el «ansel», era mucho más grande que cualquier foca de la Tierra, y su incisiva boca medía un metro de largo.

–¡Vienen hacia acá! – gritaron todos aquellos andrajosos de ojos ribeteados en sangre, y se levantaron del suelo para lanzarse al asalto –. ¡Vamos, vamos!

Echaron a correr en tropel dirigiéndose unos al interior del edificio y otros salieron al exterior como un grupo de asalto, esgrimiendo palos y estacas para arrojarse contra los homicidas.

–¿Qué les pasa a estos hombres? –preguntó Tomás –. ¿Qué sucede?–La sombría oscuridad –dijo Rimrock–. Tenemos visita. Dicha visita se siente curiosa por tu presencia aquí.

Creo que ya te has encontrado con ella, diseminada en fragmentos, en tu propio mundo. Estoy seguro de que te has topado con sus fragmentos durante el viaje hasta aquí. Ahí llega.

La niña-mujer Evita hizo acto de presencia. Era como un espectro, de súbita belleza y misterio, de una depravación tan inmensa que quitaba el resuello. Con sólo echarla una mirada, Tomás se estremeció. Era algo completamente ajeno a lo natural.

–Quise verle y hablar con él –dijo Evita –, pero en su lugar se presentaba el viejo monstruo. Hablaré con Tomás en otro lugar y ahora.

Volvió a esfumarse. Pablo, Tomás y Rimrock, el «ansel», se quedaron solos. Entonces se presentó el monstruo Ouden, se sentó en medio de ellos y los cercó.

El breve relato que sigue es necesariamente emblemático. No podemos estar seguros de que Pablo y Tomás tuvieran el mismo parlamento con Ouden. No podemos escuchar todo lo que se intercambió entre Ouden y Rimrock, pero lo presentimos. No podemos estar seguros de si era Pablo o Tomás quien formaba las palabras en la conversación con el Ouden-hombre. Fue una confrontación y una presencia.

Pero la integración Pablo-Tomás sabían quién era Ouden. Ambos tiritaban en la presencia del monstruo, y sus esqueletos se ahuecaban dolorosamente.

–Tú eres como los fantasmas –dijo Pablo-Tomás –. ¿Estás aquí sólo porque te vemos presente? ¿Qué fue primero, tú o la creencia en ti?

–Yo fui siempre y la creencia en mí viene y se va –respondió Ouden –. No hay más que preguntar al «ansel» si no fui yo oriundo del Océano desde los comienzos.

–¿Qué le has hecho a Rimrock? –preguntó Pablo-Tomás –. Está contrayéndose.–Sí, cuando está ante mi presencia, vuelve atrás a su estado animal –respondió Ouden –. Lo mismo os

ocurrirá a vosotros y a toda vuestra estirpe. Retrocederéis cada vez más y más. Os aniquilaré.

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–Reniego de ti –dijo Pablo-Tomás –. No eres nada en absoluto.–Cierto, eso soy. Pero todos los que se encuentran conmigo cometen el yerro de no entender mi inexistencia.

Esta es semejante a una vorágine. Carece de condición inmóvil o estática. Consideradme topológicamente. ¿No abarco a todos los Universos? Consideradlos al revés, revertidos. Ahora todo se halla dentro de mi inexistencia. Muchos consideran a la Nada como una mera negación, y lo consideran así hasta su muerte y destrucción.

–Nos reímos de ti entre bastidores –dijo Pablo-Tomás –. Tú eres quien pierde.–No. Estoy venciendo fácilmente en Astrobe –repuso Ouden –. Dispongo de mis propias criaturas que

actúan por mí. Tu propia mente e imaginación flojean; soy yo quien apaga la llama. Cada acción estúpida que hacéis, cada expresión estereotipada que proferís os acerca más a mí. Cada mentira que pronunciáis, me concede el triunfo. Pero es en las mentiras fastidiosas donde pregonáis mi triunfo con mayor énfasis.

–Escucha, vieja Nada que apaga las llamas, yo he conocido llamas que volvieron a arder –dijo Pablo-Tomás.–No seré yo quien las encienda –respondió Ouden –. Os engullo, devoro vuestra sustancia. Sólo hubo una

ignición. Fui anonadado sólo una vez. Pero con ello avanzo. He brotado, he germinado en todas partes y aquí germinaré para siempre.

–En cierta ocasión volé hasta un mundo de animalillos deformes que exhalaban cierta fetidez –dijo Pablo-Tomás –. Entraban y salían corriendo de viejos edificios que habían sido construidos para cobijar a una raza fuerte. Los expertos a quienes llevé algunos de estos animalillos deformes dijeron que eran residuos descendientes de aquella raza fuerte. Eran abominables criaturitas cuyo único interés consistía en contaminar, y los expertos aseguraron que descendían de algo parecido al hombre.

–Conozco a la raza de que hablas –dijo Ouden –. Es un extraordinario triunfo mío.–¡Déjame y vete! –ordenó secamente Pablo-Tomás –. Tú eres la nada, un fantasma. A los fantasmas se les

puede decir que se vayan.–No me iré nunca. Jamás volveréis a sentaros sin que yo no me siente con vosotros. Y finalmente sucederá

que sólo uno quedará para levantarse, y ése seré yo. Os succionaré hasta la consumación.–Me queda una sustancia que tú desconoces –añadió Pablo-Tomás.–Tenéis menos de lo que creéis.

El monstruo Ouden desapareció de su lado. Pablo, Tomás Moro y Rimrock, el «ansel», dormitaban. Era un mero sueño de travesía, que de alguna manera había quedado remanente.

–¡Mira cómo duermen! –exclamó burlón el gigantesco Battersea –. ¡Arriba los tres! Hemos de preparar el orden de la batalla para llevaros, y Rimrock debe reunir todos sus poderes para establecer la comunicación.

–Sea bueno o malo el trabajo que vas a hacer en Astrobe, preciso es que se haga –dijo Shanty–. A un mundo no se le saca de apuros tumbándose a dormir la siesta en todo momento. En pie que te llevaremos, a través de los homicidas, hasta los Hombres Importantes que te aguardan. ¡Una vez allí, si quieres, puedes volverte como ellos!

Fue un verdadero orden de batalla lo que Battersea, Shanty, Copperhead y otros organizaron. Llevaban ar-mas y vehículos, y los homicidas retrocedieron a su paso llenos de frustración. Pablo, Tomás y el «ansel» salieron de la repugnante Cathead y del Barrio, abandonaron el «Marinero descamisado» y diez mil sitios perecidos, rodearon la gigantesca Wu Town, y llegaron a la colosal Cosmópolis, la capital de Astrobe.

Aquí no se conocía la miseria, todo era opulencia y comodidad, belleza y dignidad de edificios y personas, el verdadero mundo dorado, el logro ideal. Era el mundo más bello y en sumo grado civilizado jamás construido, el más pacífico, el más libre de cualquier clase de privación. Era algo deslumbrante.

Y en el corazón de Cosmópolis, los tres prohombres, junto con los cuatro miembros de los tres grandes, todos puestos ya en comunicación con el «ansel» y enterados de que venían de camino, aguardaban la presa que habían extraído de siglos pretéritos, que se había escabullido durante dos días desde su arribada al áureo planeta.

* * *

4. Astrobe, el planeta feliz

Las riquezas del civilizado Astrobe eran casi inimaginables. Tomás poseía una vista y una mente rápidas, pero quedó pasmado ante las maravillas que presenciaba. Eran las mansiones y edificios de muchos millones de personas, gran ciudad tras gran ciudad, todo rebosante de lujo, belleza y bienestar. Pero no eran sólo los edificios y la perfección de terrenos y parques. Eran las gentes con su porte de elegancia, corpulentas e increíblemente educadas, plenas de humor tolerante, a la vista de aquel espectáculo rodante, conscientes de su superioridad inmensa. Aquellas gentes eran los verdaderos reyes de Astrobe. Cada hombre era un rey, cada mujer era, al menos, una reina.

–He aquí una nueva Roma surgida, cien veces mayor –dijo Tomás –. Esto es el poder y la majestad. Para bien o para mal, esto es lo que todas las gentes han ambicionado desde el principio. He aquí a todos los sueños

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juntos convertidos en realidad; el tesoro existente al final del arco iris, la perla de gran precio, lo mejor y más rico de la tierra y la gran ciudad; aquí está la verdadera Jauja contada por los trovadores irlandeses, el Gran Brasil, las Hespérides.

–No tanto, buen Tomás. Son sepulcros blanqueados. ¿Pero verdad que los conservan nítidos y resplandecientes? –se mofaba Evita.

–¿Quién era Evita y qué estaba haciendo aquí?–Tomás preguntaba hasta la saciedad.–¡Conque aquí está la fulgurante rapaza dotada de carismas! –exclamó Tomás –. ¿Quién eres tú, muchacha,

y qué estás haciendo en mi bando? ¿Cómo es que eres un personaje notable en todo este mundo, si no eres más que una sucia chiquilla?

Pero Evita no respondía. Ni Tomás ni los demás sabrían nunca con seguridad quién era ella.–¿Adónde vamos? –preguntó Tomás –. Esta es mi danza y debería ser yo quien marcara las tonadas. No

quiero que me lleven de la mano como un chiquillo. Seré yo quien realice mis propios planes.–Ya lo has estado haciendo –dijo Walter Copperhead, el nigromante –. Nosotros no hacemos sino pro-

clamarlo para ti. Ejecutamos los detalles que tú has ordenado.–Pero si yo no he ordenado nada –objetó Tomás –. Todo se desenvuelve demasiado rápido para mí.–Lo ordenas con tu propia mente –dijo Rimrock el «ansel»–. Tú lo concibes bajo un contexto romano o

inglés y nosotros lo transferimos al contexto astrobiano. Es un triunfo que precisas obtener por ti mismo; no por orgullo o vanidad, sino en pro de la firme institución de un régimen burgués. He estado transmitiendo tus órdenes a los Poderes Ansiosos, a los Prohombres de Astrobe, al igual que Copperhead. Los hemos llamado y están asombrados. Les ordenamos que se reunieran. Dijeron que no querían reunirse, pero lo han hecho. Se encuentran desconcertados, llenos de asombro incluso antes de verte.

–Rimrock, Rimrock, tú te habrías hecho inmensamente rico como adulador en una feria de condado de la vieja Inglaterra. No ha habido ningún gitano en el mundo que poseyera tu gran hechizo. ¿Pero adónde nos dirigimos?

–Al Salón de Sesiones, como tú mismo has decidido, buen Tomás; a actuar rápidamente mientras la marea nos es favorable. Tú serás la Repentina Aparición. Aceptarás el espaldarazo y el nombramiento místico de Maestro del Pasado.

–Ni siquiera sé lo que es un salón de sesiones –dijo Tomás mientras recorrían la suntuosa ciudad de Cosmópolis montados en el carro blindado de Battersea –. ¿Quiénes estarán allí reunidos?

–Todos aquellos a quienes les hayas ordenado congregarse –dijo el oceánico Rimrock–, estarán allí reunidos. Todos los detalles están realizándose favorablemente para nosotros, mientras proseguimos la marcha. Las Trompetas Triunfantes están librando una sangrienta batalla en estos momentos; de hecho son doce batallas en las escarpadas doce torres que circundan al Salón de Sesiones. Las trompetas llevan veinte años sin sonar, pero tú has decidido sabiamente que rompan el silencio en tu honor. Por fortuna, tus hombres están venciendo en estas sangrientas batallas.

–Yo no sabía que tuviera hombres –dijo Tomás.La comitiva avanzaba hacia el frente de aquel gentío. Al llegar allí se detuvo y desmontaron. Fueron

caminando a lo largo de aquella muchedumbre por entre las hileras de celestiales álamos temblones. ¡Entonces se abrieron los cielos! Las Trompetas Triunfantes estallaron en una ensordecedora y áurea marcha, como doce Gabrieles anunciando un segundo advenimiento. Las puertas electrónicas del Salón de Sesiones se abrieron de par en par ante aquel sublime clamor. Era un sorprendente efecto que había sido ideado doscientos años antes. Éste era su momento, y la andrajosa e incandescente comitiva penetró a través de ellas.

Todos los grandes de Astrobe aparecían sentados en un elevado anfiteatro. Todos habían acudido llenos de asombro, unos de buen grado y otros no. Muchos de ellos habían sido llevados allí en contra de sus protestas. La coerción les desconcertaba, a pesar de saber mucho acerca del proceder de las mentes.

Y la comitiva de Tomás Moro se quedó de pie en el redondel que había debajo de aquellos prohombres, pero no daba la sensación de que éstos miraran con desprecio al grupo que tenían delante.

Entonces, sin saber cómo ni haberlo querido, todos los prohombres se pusieron en pie. Los grandes de Astrobe sólo permanecen de pie ante la presencia de un superior. Ahora todos estaban allí reunidos, y todos estaban en pie: Coronador, Procurador, Gobernador, Pottscamp, Profeta del Norte, Dobowski, Quickcrafter, Haddad, Chezem, Treva, Goldgopher, Chu, Sykes, Fabelo, Dulídoggle, Potter, Landmaster, Salver, Stoimenof, todos los grandes duques de Astrobe, media docena de expresidentes del mundo, los famosos científicos, sabios y diseñadores mundiales.

Allí en el centro se encontraba Tomás Moro, sucio y desarreglado, con la mandíbula rota arreglada por un curandero de Cathead, su larga nariz y un aspecto casi cómico de hombre de mediana edad y baja estatura; estaba la persona de Pablo, que había perdido el apellido y la ciudadanía a causa de sus actos ilegales, y que ahora tenía huesos esquirlados en su cerebro que le afectaban a la visión y al raciocinio; Rimrock, el hombre oceánico, que se comunicaba por medios desconocidos, con su grotesca apariencia de animal con hocico de goma; Evita, la legendaria niña-mujer de cuya existencia dudaban todas las mentes racionalistas; Walter

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Copperhead, el nigromante que no era mucho mejor que un astrólogo. Allí estaban todos ellos vistiendo todavía los harapos y emitiendo el hedor de la lóbrega Cathead.

El imponente sonido de las Trompetas Triunfales se interrumpió. Luego se fue apagando en ecos fragmentarios para dejar tras sí un silencio vibrante.

¡Y una persona se destacó entre los demás!Éste era el Maestro del Pasado, muerto desde hacía mil años, un hombre casi viejo y regordete, un enanillo

rosáceo sobre un mundo de gigantes rubios y bronceados. Pero en aquel momento le asistía la magia, la gracia del carisma, el magnetismo trascendental, la presencia, la dignidad del Mesías. Habían surgido en medio de ellos portando aún el polvo del sepulcro, a juzgar por su aspecto. Su aspecto era totalmente espectral, el del que traspasa puertas cerradas y tumbas selladas, el del que ha vencido al tiempo. A la vista de aquel hombre todos se sintieron inferiores.

Luego vino la ovación como un océano que se derramara encima. El clamor fue subiendo como recias olas encrespadas, cada una más alta que la anterior. La ovación duró largo rato, enardeciendo a los brillantes cínicos que llegaron a olvidarse de quien estaban exaltando. Algunos de ellos lo recordarían posteriormente como su absurdo carnaval, pero, sin embargo, permanecería latente en sus vidas como un acontecimiento sobrecogedor.

Tomás mantuvo al auditorio en tensión sin proferir una sola palabra. Se había creado una presencia por él, y esta presencia había vencido. ¿Cómo y por quién se había operado este milagro?, se preguntaría Tomás posteriormente. ¿Sería todo ello obra de un hombre mago, un animal mago o una niña mocosa? ¿Quién es el que hace aquí la magia? Era cierto que unos múltiples poderes de una especie un tanto extraña habían estado ope-rando a su favor.

Y aquella presencia se hizo conocer a sí misma, inmediatamente, a través de todas las ciudades y a través de todo aquel mundo, de un confín a otro.

–Es el Maestro del Pasado –decían las gentes por doquier.Los había cautivado, los había cautivado a todos. Luego hizo uso de la palabra, potente y clara.–Acepto la pesada carga que se me ha encomendado –anunció Tomás con voz argentífera que llevaba un

pequeño acento de su secular fosa –. Sin pérdida de tiempo nos pondremos a trabajar en favor del gobierno y dirección de este mundo.

–Todavía no se le ha ofrecido la carga –carraspeó Pedro Procurador para sus adentros. Pero a la vez se dibujaba en el rostro de Pedro una astuta mueca de zorro. Nadie sabía apreciar mejor que Pedro los efectos de un oportuno golpe maestro.

Y después de minutos, o tal vez horas, la Asamblea se disolvió y sus componentes se fueron alejando en vis-tosos grupos fragmentarios. La ejecución de los planes se realizaría a través de cuerpos más reducidos, en gru-pos y comités más compactos. Los detalles particulares implicarían en sí el trabajo de un personal avispado.

Pero nadie dudaba realmente de que aquél era su hombre.

–Todo fue obra de Rimrock del hocico de goma, el hombre oceánico, o lo que sea –dijo Tomás cuando se hubo retirado con los suyos y estuvo mezclado con otros funcionarios –. Fue Copperhead con sus poderes ocultos. Fue Pablo con su pericráneo roto, y la niña-bruja con las dos auras contrarias en su derredor. Se apoderaron de los prohombres, como si fueran capataces rurales, con el mágico espectáculo que prepararon para mí.

–¡Sí, y de las Trompetas!–Yo me creía un maestro para idear efectos amañados –dijo Cosmos Coronador a Tomás –, pero jamás

igualaría lo que tú has hecho. Me encuentro ante una dificultad personal. Mi esposa ha sido considerada como la mujer más bella de Astrobe, y ella así lo entiende. En verdad, es un requisito de mi posición el que mi mujer sea la más bella de Astrobe. Pero esa niña legendaria que te acompaña la tiene sobresaltada, y las manifestaciones populares la han sacado de quicio. En tanto que esa Evita ha sido considerada como una leyenda, le ha sido fácil de soportar. Pero ahora que ha hecho una nueva aparición en público, todo el mundo de este planeta sabe quién es ella.

–Pues yo no he visto a una ni he reparado grandemente en la otra, salvo en ciertas extrañas cualidades que posee, y no son precisamente un dechado de belleza. No tengo ni idea del por qué se encuentra en mi séquito. Esa niña es un enigma.

–¡De forma que habéis estado por ahí vagando como un tanto estos días y noches! –le acusó Coronador –. Sabe Dios en qué manos habréis caído. Para un comienzo, no es una acción responsable el haber andado como un necio somormujo. ¿Por qué valles y colinas de Astrobe, que yo no conozca, habéis vagado?

–A través de qué lodazales, diría yo. Al menos, en la Tierra, el somormujo es un pájaro que vive en los pantanos y lagunas. Yo he pasado estos días y noches viviendo en lodazales nauseabundos.

–Conque el necio somormujo es un pájaro, ¿eh?–preguntó Coronador –. Yo creía que sólo era una expresión. Bueno, dondequiera que hayas estado chapoteando, no vuelvas a visitarlo hasta que se te haya ins-truido. No sabrías con qué clase de ojos mirar a esas cosas hasta que te las hayamos explicado.

–Yo había pensado valerme de mis propios ojos.

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–No, no; eso no procedería en modo alguno. No deseamos que te interfieras en las cosas que te hemos preparado para hacer, ni que nos ofrezcas programas propios sin nuestra supervisión.

–¿Estás diciendo que no me vais a permitir que me interfiera en la forma con que pretendéis presentarme ante el pueblo?

–Eso es exactamente, Tomás. La imagen con que pensábamos presentarte ya se ha desfigurado y traspasado los límites que pretendíamos. Antes nos preocupaba el hecho de si podríamos fabricar una imagen lo suficiente brillante. Ahora, lo que nos inquieta es que ha aumentado demasiado. Yo esperaba, sin embargo, que te hubieran asombrado más las maravillas de Astrobe.

–Amigo Coronador, contemplo las maravillas de Astrobe con ojos asombrados, igual que miraría un ternero a la puerta de una nueva granja. Claro que me siento impresionado por mil años de progreso tecnológico desde mis tiempos, la mitad de lo cual se ha hecho desde el primer desembarco en Astrobe, la mayor parte de ello nuevo totalmente para mí. En mis tiempos tuve fama de precursor acerca de estas cosas. No sabía yo qué preguntas hacer en torno al futuro cuando... bueno, cuando hablaba con ciertos viajeros sobre este tema hace muchos años, o al menos a gran distancia de hoy. Les interpelaba sobre filosofía y teología, sobre la formación política de las repúblicas, sobre las artes, lenguas y la propia comprensión de las mentes. Nunca me inquietó el pensar que los cambios se efectuarían sobre las cosas materiales. Mucho antes de Grecia y Roma, ya habíamos hecho grandes progresos en estas cosas, y yo pensaba que el ciclo se repetiría y que los mil años posteriores a mi existencia serían dedicados al progreso de las materias intangibles. En efecto, me siento impresionado. Cuanto más oigo y más veo, más impresionado estoy.

«El hecho de que no haya enfermos corporales entre vosotros (salvo en el Barrio y Cathead), me asombra. El hecho de que no tengáis enfermos mentales en vuestro pueblo me cautivaría también, si no hubiera descubierto por mí mismo que muchos de vosotros tenéis la mente muerta. Todos vuestros instrumentos mecánicos y mentales son de nuevo cuño para mí. Vuestros espías y rastreadores mentales me fascinan, pese a que actúan contra mi. Los habéis lanzado en mi vigilancia durante estos últimos minutos, ¿verdad, Coronador? Siento que se arrastran como topos a través de los túneles de mi cabeza. ¡Ah!, pero ahora ya sé la manera de librarme de ellos, no obstante. No tengo más que pensar en latín para bur larlos. Siempre pensé que, cuando ello llegara, sería cosa de imagen mental y no verbal. »

–Tenemos las dos clases, Tomás. La verbal es más simple.–Tan simple que puedes ocultarla en la palma de tu mano, Coronador, y de hecho lo haces.–Vale más eso que fisgonear –repuso Coronador –, y, además, capta las subvocales. Tú mismo te vales de

un «ansel», pero no te ha resultado satisfactorio. Los «ansels» tienden a olvidarse de que no son más que un instrumento de comunicaciones. A veces te toman la delantera. Muchos hombres piensan en voz alta, en sus momentos de descuido, y particularmente cuando están profiriendo otras palabras al mismo tiempo. Naturalmente que mi propio dispositivo puede ser adaptado al latín o a cualquier otro medio; ocurre simplemente que me había olvidado de que, en tus días, se seguía aún usando el latín por la comunidad estudiantil internacional. Por tanto, me he perdido una secuencia de tu pensamiento privado, precisamente cuando resultaba más interesante. ¿No te importaría repetírmelo?

–No te lo repetiré, Coronador. Te fundiría los oídos. Pero de todo lo que he visto en Astrobe hasta este momento, lo que me ha fascinado más son tus Personas Programadas; no los Homicidas Programados, que son los que me han creado algunas dificultades, sino las otras. ¡Es un sueño infantil convertido en realidad! Como sabes, los antiguos griegos soñaban con esto y también los judíos de nuestros tiempos. ¡Un hombre mecánico que trabaje! ¿Qué aprendiz de relojero no daría la mitad de su alma por el secreto? ¡Poder crear máquinas capaces de pensar y trabajar para nosotros, hechas a semejanza nuestra! Eso es un portento, Coronador. ¿No se te habrá anticuado ese portento, verdad? Y no sólo ha conseguido el hombre que le sustituya la máquina, sino que ahora, según me han dicho, ésta le ha tomado la delantera.

–No, Tomás, esta maravilla no se me ha anticuado. No estaba seguro de cómo lo ibas a tomar, particularmente después de haber sufrido el acoso de los Programados. Los homicidas programados, en especial, constituyen una minoría adiestrada que se creó para salvaguardar al Sueño de Astrobe de cualquier amenaza. Pero, a veces, parece que cometen equivocaciones. Los Programados son en sí la cosa más importante, los hombres del futuro, nuestros sucesores.

Mientras que Coronador hablaba, Tomás entretenía en las profundidades de su mente uno de aquellos sueños de la travesía, aquellos que él y Pablo habían experimentado durante el viaje entre la Tierra y Astrobe. Cosmos Coronador era un enorme arácnido dorado, llevando únicamente la cabeza de un león. Desde su gigantesca tela, la araña (porque el sexo se confunde frecuentemente en estos sueños de travesía) controlaba al gran mundo civilizado de Astrobe. Los enormes edificios, las grandes sociedades, todo era fruto de esta tela de araña. La totalidad del mundo de Astrobe estaba enteramente hecho de gasa. Pero la gigantesca araña defendería su obra desde cada uno de sus fibrosos pináculos. No había otra alternativa. La sedosa fachada debía ser preservada. ¿Qué importaba que careciera de sustancia?

Entonces se levantó un viento lóbrego, procedente de Cathead, que comenzó a desgarrar los hilos.

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–¡Eh, no, no! –exclamaba el gran Coronador con su soberbia voz de arácnido. Ese viento que sopla es falso. Yo soy lo único cierto. Yo soy el verdadero «Cathead», y no este otro. ¡Ordeno a los vientos que se calmen! ¡Que se calmen y no me rompan los hilos!

–Volveré a experimentar nuevamente tales maravillas, Coronador –dijo Tomás, hablando con una ento-nación completamente distinta a la del sueño de travesía –. Y lo más maravilloso de todo ha sido el viaje de hoy. Durante mi travesía de la Tierra a Astrobe, en un solo segundo, he viajado mucho más veloz que en todo el resto de mi vida anterior; y eso que soy un viajero, muy conocido en todas las capitales de la Cristiandad. La velocidad se ha convertido en infinita.

–No, Tomás. Viajar por la Ecuación Hopp es sólo el cuadrado de ocho, o sesenta y cuatro veces la velocidad de la luz. Con esto jamás podremos tener otra esperanza que alcanzar un pequeño rincón del Universo. Se han intentado viajes con otra base numérica, como, por ejemplo, el cuadrado de treinta y siete, o la Ecuación LIorwitz. Pero ningún piloto ha regresado jamás de ésta ni de ninguna de las demás. Puede que retornen a quinientos mil millones de años del futuro o del pasado, o puede que se hayan perdido para siempre. Todavía no hemos dominado la velocidad.

–Aún así, os deben quedar muchos millones de mundos por colonizar.–No, no por muchos siglos. Después de Astrobe, sólo tenemos seis mundos de reserva por probar, y las

colonias en ellos no parecen muy halagüeñas. A nuestros selectos elegidos no les gusta irse allí como se vinieron desde la Tierra a Astrobe. Por el momento, no vamos a ninguna parte, sino hacia atrás.

–Coronador, con todo ese ejército de genios a tu alrededor no me explico por qué no avanzáis impetuosamente. Según has reconocido, piensas emplearme a mí para dar la cara. Sin embargo, el más somero estudio sobre la reciente política de Astrobe no resulta muy tranquilizadora. Según veo, has tenido como últimos y efímeros presidentes mundiales a Mr. X, al Portento Enmascarado, a Midas de Asteroide y al Hombre-Halcón de Helios. Este último debió parecerse mucho a Gobernador. Tales nombres suenan más bien a gladiadores de la antigua Roma o, como alguien me ha sugerido, a luchadores medievales americanos. Y ahora me tomas a mí como un nuevo actor ataviado, como un símbolo político urdido para ser manejado por ti. Y vas a presentarme ante el público como el Maestro del Pasado.

–Probablemente, puesto que ese nombre ha causado impacto en las gentes. No obstante, aún no lo hemos decidido.

–Cosmos, ¡no pienso dejarme manipular por nadie! ¡Si se me elige presidente, presidiré!–Eso es lo que esperamos y tememos a la vez, Tomás. No, tu caso no es como el de los otros. Contigo

hemos prescindido de las habituales supercherías, pero el pueblo se encuentra acostumbrado a ellas y las espera. Al elegirte presidente hay que presentarte como un símbolo político amañado, pero para salvar a Astrobe de las mortales dificultades que padece tú debes facilitarnos un elemento nuevo.

–Me da la impresión de que lo que temes es precisamente eso, un elemento nuevo, Coronador.–Estás en lo cierto, pero no voy a permitir que se desgarren los tejidos de nuestro mundo.–¡No deshagas mi tejido! ¡Oh, no deshagas mi tejido!–¿Qué es eso, Tomás?–Nada, sólo el fragmento de un sueño extraído del fondo de mi mente. Tú harás cualquier cosa, aunque sea

el cambio más profundo, para preservar la inmutabilidad.–Desconozco cuál será el elemento necesario, Tomás. Gobernador se imagina saberlo. Tomás, no pareces

demasiado intrigado en cuanto a las tentativas hechas para asesinarte.–Oh, ya he establecido mis propios medios de información para averiguarlo, Coronador. Llega mucho más

alto que a los simples Programados; alcanza a todo el mismo complejo y a los humanos de alto rango. Existe un partido muy fuerte que me desea ver muerto antes de nacer, por así decirlo, en Astrobe.

–Hay otra cosa que nos inquieta, Tomás. Tenemos miedo de mostrarte y también de esconderte, y ya resulta demasiado tarde para tomar otra decisión. Tienes un nombre impresionante para los adeptos, recibiste una clamorosa ovación que no comprendemos (ni tampoco nuestra propia parte en ella), y las gentes te aclaman. Sin embargo, no tienes una personalidad impresionante.

–¡Escúchame ahora, Coronador! No pienso presentarme ante el pueblo como un hombre vanidoso, si eso es a lo que te refieres. Me gusta la sencillez y no represento como el gran hombre en privado. Pero puedo ser un hombre excelente cuando llegue la ocasión, y no encontrarás uno mejor. En mis tiempos me consideraron como un maestro, y un maestro seré aquí. ¡En el escenario puedo ser el más noble retórico de todos! No dudo que pueda cometer mis errores en mi representación, Coronador. Pero en cuanto a lo que Astrobe necesita en estos momentos, es decir, la gran oratoria, nosotros somos los profesionales y vosotros los aficionados. Sé que has analizado esta materia y destruido el aura personal en todos sus elementos. Es como trinchar a un pájaro. ¿Pero serías capaz de crear un pájaro? Tal vez si, puesto que has creado a las Personas Programadas, pero lo con -sideraríamos como un pájaro artificial. Me consta que has construido máquinas de intrincada elocuencia, Coro-nador, pero su sonido no es auténtico. Es evidente que uno se ríe de ellas como si fueran hojas otoñales arrastradas por el viento. Yo he escuchado la elocuencia de las máquinas y también lo que la gente opina de

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ellas. He escuchado a oradores humanos y programados que estudiaron con arreglo a las máquinas de la elocuencia; he escuchado muchas cosas en una semana que llevo en Astrobe. La gente tiene ansias de cosas naturales, y yo puedo dárselas. Tratas de analizar la ovación que obtuve a mi llegada a la Sala de Sesiones y fracasas.

En parte fue en connivencia con mis amigos y asociados y en parte una congruencia de circunstancias. Pero más que nada, Coronador, se debió a mí mismo.

–Tendremos que dejarte hacerlo, Tomás. Pero no intentes fijar un programa político. La política en Astrobe se ha convertido en una ciencia complicada.

–La política ya era una ciencia intrincada en mis tiempos –aseguró Tomas.Pero Coronador empezó a reírse fuertemente de aquello. Tomás no estaba seguro de si tendría o no razón.–Tenemos suerte de estar con vida, Tomás –dijo Pedro Procurador, el zorro afortunado; y no lo digo en un

sentido negativo, como si hubiese algo que nos amenazara. Me refiero a que las cosas se están desarro llando hoy en Astrobe con más suerte que nunca.

–¿Entonces, por qué hay tantos que prefieren dejar esta vida, Procurador? –preguntó Tomás.–¿Dejarla? ¿Te refieres a los que se van a vivir a Cathead, o a lo que en un tiempo se llamó vulgarmente

estadística de suicidios? Lo primero me deprime y lo segundo me deleita. ¿No es una suerte poder dejar una vida que nos empalaga? ¿No es una suerte que se tenga toda clase de facilidades para hacerlo? ¿Debe un hombre seguir sentado a la mesa después de saciarse? ¿Por qué, entonces, iba a seguir viviendo más tiempo del requerido? El Dorado Astrobe no es una prisión; nosotros no levantamos muros a su alrededor para mantener a los hombres dentro. La vida no está hecha para todo el mundo, y una larga vida no debería ser para nadie. El hombre puede disponer de sí mismo en cualquier rincón de una calle. Toda aprensión y sentido de culpabilidad ha sido eliminada. El hombre puede irse con la conciencia tranquila.

–Cierto, puede cometer semejante monstruosidad con una conciencia tranquila. Y tú lo consideras lícito.–Vivimos en un mundo afortunado, Tomás. Hoy nos frotamos las manos y aportaremos aún más ventura al

mismo.–Hoy por hoy, soy yo la pieza de suerte, ¿verdad?–preguntó Tomás –. ¿Y tú, Pedro, qué eres? Me pregunto

qué eres y también qué serán los demás.–¿Yo, Tomás? Soy el hombre más feliz del mundo, de cualquier mundo. No es preciso buscar mucho.

Después de Coronador, soy el hombre más rico de Astrobe. Así, todas las envidias se centran en él y no en mí. Soy afortunado con mi esposa e hijos, en adquisiciones, en residencia...

–Ya estoy enterado de ello – le cortó Tomás.–Y me aprecian universalmente –terminó Procurador echando una mirada más astuta que la de un zorro

corriente.

Había sido otro de aquellos sueños de travesía salido de las profundidades de la mente de Tomás. Pedro Procurador era, en verdad, un zorro que corría ágilmente sobre la fina corteza de un volcán, bajo el cual existían grandes simas. Tomás sintió un repentino terror del vacío reinante bajo la corteza y de las flameantes llamas que no eran más que un aspecto de aquella oquedad profunda. ¿Qué espesor tendría la delgada capa que había debajo? Tomás se puso a escudriñar. El espacio era infinito. No tenía fondo. Bajo sus pies podían verse las estrellas, pero había algo importante en estas estrellas. Eran estrellas aviesas, con una luz oblicua. Pero Pedro el zorro no sentía el menor espanto de aquellos abismos, ni siquiera cuando se quebraron enormes pedazos de la corteza volcánica bajo sus plantas y comenzó a caer indefinidamente.

–Deja que la corteza se hunda en los abismos –decía el zorro –. Allí está mi hogar. Deja que salte en mil pedazos y arroje su fauna envuelta en llamas al vacío. Saludo de buen grado al vacío fundamental. Nací para él y se lo devolveré todo con celeridad, si cesan de hacerlo, los entrometidos que sostienen la corteza. Las llamas del vacío son mi hogar. Nada puede dañar a un zorro con cola de amianto.

–Pero tú eres uno de los tres que mandaron traerme del pasado –dijo Tomás –. ¿Por qué lo hicisteis si todo marcha bien por aquí?

–Oh, yo pensaba que podías hacer menos daño que cualquier otro, pequeño Tomás. Tú vas a ser la más reciente novedad. La novedad que necesitamos para la gente en esta hora, en esta fase pasajera. El pueblo precisa alimentarse de novedades cuando se encuentra harto de alimentos.

–La constante búsqueda de novedades, que es una forma de desesperación.–¿Quién dijo eso, pequeño Tomás?–Un francés de algunos siglos posteriores a mis días. No hace mucho que di con la frase por mera

casualidad.–No, yo creo que la novedad es un aspecto de la esperanza siempre fresca en el gran enigma, Tomás. La

esperanza es nuestra estación de paso en nuestro camino. La esperanza es maravillosa.–Qué duda cabe, Procurador. Y la suerte es dichosa. No me pareces un hombre completamente real. Hasta

me pregunto si proyectarás alguna clase de sombra.

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–Espero que no sea una sombra negra, Tomás. ¿Todavía te sigues preguntando por qué tomé parte en traerte aquí si las cosas marchan tan bien? Porque te considero como un hombre innocuo, como a un juguete pasado de moda. Dejemos que la gente obtenga sus juguetes.

–¿Qué harás tú si luego resulto ser algo más que un juguete?–Es una suerte el que yo tenga a mi alcance tantos recursos. Es una suerte el que yo pueda ser tan cruel y sin

remordimientos. Cuando la situación lo exige, puedo ser muy mal enemigo. Tomás, no voy a dejar que pases de ser un mero juguete. Al primer movimiento equivocado, serás un juguete roto. La política se ha convertido en una ciencia y yo soy su único científico consumado. Créeme; yo soy el único que sabe lo que está pasando. Yo soy quien lo hace marchar. Cuando Coronador se lava las manos y se desentiende, yo me encargo de todo. Si resultas ser más que un juguete, también me encargaré.

–Siempre reina la mayor oscuridad antes de la falsa aurora –dijo Fabián Gobernador –. El necio gallo ha cantado y todavía es de noche. Esto ocurría ya en tus días, ¿verdad, Tomás, o confundo las épocas? Astrobe ha constituido una falsa aurora, y ahora nos pensamos que ese amanecer no acabará nunca.

–A mí me parece más bien luminoso en este momento –dijo Tomás –. Si ahora es de noche, ¿cómo será la luz del día?

–Pero nos equivocamos al creer que las tinieblas no acabarán nunca –prosiguió Gobernador –. El verdadero amanecer debe producirse, y muy pronto, o de lo contrario nada acontecerá. La noche ha de terminar ya sea en un nuevo día o en la nada. Pero lamento que el nuevo sol naciente salga de detrás de una sucia nube. No veo otro modo de realizarlo, lo confieso.

–¿Eres tú personalmente quien hace que salga el sol, Gobernador?–Así es, Tomás. Soy yo personalmente quien hará que este sol se levante. ¿Creías acaso que el sol aparecía

por sí solo, o que fuese otra persona quien lo dirigiera?–Procurador opina que es él quien hace marchar las cosas en Astrobe.–Pero yo soy quien hace marchar a Procurador, Tomás.–Pues él dice que se encarga de todo cuando Coronador se lava las manos y se desentiende de esto.–Naturalmente que sí. Coronador es la acción. Procurador es la reacción o la anulación. ¡Cuán poderosa-

mente acciona Coronador! ¡Cuán bella y automáticamente reaccionará Procurador! ¡Cuán hábilmente les excito yo a los dos. ! Pero yo seré el único que conozca los resultados.

¡De las profundidades de la mente surgió de nuevo una botella cubierta de telarañas y fue descorchado su chispeante contenido! Noventa segundos de mordaz drama que se prolonga a la par que el mundo, y deja al descubierto las raíces de aquel mundo.

Gobernador, dibujada en su rostro de halcón una mueca de tortura, aparecía sentado a la mesa más rústica de todo Astrobe. Se entretenía en manosear y contar treinta conchas de coquina que tenía sobre la mesa ante él. Lloraba pero de la forma que lloraría un halcón, torpe y desgarbadamente, con una tos y un graznido horribles.

–Tiene que ser –graznaba –. No hay otra forma de conseguirlo.Pero una de las conchas de coquina era de hecho el cascarón de un gallipollo, y el Gobernador –halcón se

percató de ello con un sobresalto. Entonces se presentó un trueno y ocupó un asiento en la mesa junto a él.–Son los propios polluelos de la Madre Carey lo que destruiste allí –dijo el trueno –. No hay en ningún

mundo una angustia como la tuya.–Sé como el gato contempla al pájaro –dijo Tomás a Gobernador (y el pájaro de la travesía había volado)–y

también sé cuán puede servir el pájaro a los propósitos del felino. Tú, sin embargo, no me devorarás de un bo -cado. Soy un ave huesuda, te lo aseguro. Mas ahora veo que eres un halcón y no un gato, aunque me lances tus zarpazos.

–¿Qué quieres decir, pequeño Tomás?–Eso también me lo dijo Procurador en una especie de murmullo. Formáis una mescolanza de animales, por

lo que veo. No sois como los de la Tierra. Gobernador, tengo la impresión de que vas a ponerme en un aprieto del que, pese a mi obstinación, no voy a poder salir.

–Debo crear a todo el mundo situaciones de las que no puedan salir. Me siento solitario al saber que soy el único que ve las cosas tan claras y con tanta anticipación

La primera vez que sucedió, ¿te empujó alguien hacia una situación de la que no pudieras salir, pese a tu espíritu obstinado? ¿Sabes quién te lo hizo, Tomás? ¿Deseas que te lo diga yo?

–No quiero saberlo, porque sospecho del hombre de buen hombre que me forzó a cometer semejante barbaridad. Pero todavía no me ha sucedido la primera vez. Fui arrebatado de la Tierra por vuestro piloto unos pocos meses antes de mi muerte allá hace un millar de años. No comprendo en modo alguno qué es lo que sucedió en aquella primera vez, puesto que todavía no ha sucedido.

–Pues yo sí lo sé, Tomás. Es cierto que un hombre te puso antes entre la espada y la pared, y yo te colocaré en tal situación esta vez. No podrías esperar otro final distinto, ¿sabes? La primera vez produjo unos efectos limitados. Casi vino a salvar una situación desesperada. Esta vez producirá unos efectos mayores. No me voy a desatender ni a lavar las manos, pero te echaré de menos.

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–Gobernador, en cuanto conozco de Astrobe, todo el mundo parece que me oculta algo. Todo es maravilloso en Astrobe, según me dicen y así me lo parece, a excepción de una área relativamente pequeña y sombría que ha hecho acto de presencia y pronto desaparecerá. Sin embargo, va aumentando.

«La enfermedad de Astrobe puede consistir meramente en que un grupo ha retrocedido, económicamente, hacia una retrógrada forma de economía, hacia una anticuada forma de vida. No es que ellos hayan caído en una dura vida de miseria, por libre elección y sin una compensación evidente; esta clase de culturas ya existieron con anterioridad. Si sólo hubiera sido ésa la clase de enfermedad que padece Astrobe, vosotros no me habríais llamado para curarla o para servir como un símbolo a los que han de curarlo. Pues bien, algo está muy enfermo aquí; existe una bella fiebre de oro que mata. Aún no conozco los síntomas. Y un desgraciado de Cathead me aseguró que no lograría curarlo porque iba a confundir los síntomas. »

–Aquel desgraciado tenía razón a medias, Tomás. Cathead es la culminación de la locura, el retroceso a la pobreza y a la abyecta miseria por voluntad propia, elegida por millones de personas, más de la décima parte de los que pueblan Astrobe hasta el momento presente. Dices que has visto allí la miseria. No es posible que la hayas visto tan sólo en dos días y una noche. Son años y más años de estancia ante aquella miseria devastadora lo que hace enfermar a la imaginación. Pero los partidarios de Cathead aseguran que su experimento constituye un retorno a la vida. Pero esto no puedo yo explicártelo mejor que ellos; necesitas vivirlo en su propio ambiente y tu tiempo es excesivamente corto para ello. Tal vez consigas verlo en tu último momento.

–Quizás lograra verlo ahora mismo si alguien me hablara con cordura.–Oh, ambas cosas se devoran mutuamente, ¿pero quién puede asegurar cuál de ambas es la buena y cuál la

mala? En el problema de Cathead no existe ni la enfermedad ni la cura. Es una irrupción sintomática, un efecto superficial de la enfermedad. Nosotros estamos más enfermos que el propio Cathead. Más enfermos que el mismo Barrio. ¡Y, por ello, moriremos!

–Yo mismo he trazado algunos planes para una resurrección o un renacimiento; o para traer otra cosa que pueda tener semejanza con la actual sustancia, pero sólo semejanza. Ahora, mientras el mundo acaba, preparamos las cosas menudas. A ti te haremos servir para la preparación, de la misma forma que nos hemos valido de hombres peores para cosas menores. Y, después que hayas muerto, nos servirás mejor.

–Así, bajo vuestro punto de vista, ¿yo estoy muerto?–Exactamente, lo admito. Pero lo que se necesita es que se produzca tu muerte aquí, en Astrobe. La forma

de las cosas venideras resulta muy complicada, pero puede que resulte beneficiosa cuando hayamos superado esta situación truculenta.

–¿Beneficiosa para quién, Gobernador? Tengo la impresión de que me están midiendo y calibrando.–Así es. Pero hay que tomarse las cosas con humor, Tomás. Llevas muerto un millar de años. ¿Por qué iba a

importarte lo que te suceda aquí?–Gobernador, estoy verdaderamente interesado en cuanto pueda sucederme después de estar realmente

muerto. Pero ahora no lo estoy, cualesquiera que sean las apariencias. Allá al otro lado poseen una clase de tiempo distinta. Pero no te comprendo, Gobernador. ¿Estás conmigo o contra mí?

–Estoy totalmente de tu parte, Tomás. Trabajo por el fin más elevado imaginable, con los medios más bajos. Por tanto, me encuentro absolutamente de tu parte, hasta la muerte y más allá de ella; tu muerte, no la mía. Y tras esas joviales palabras puedes dejarme solo.

–Si son estos tres los que forman el grupo interior del Círculo de los Maestros –se dijo Tomás para sí–, no es extraño que Astrobe se encuentre enfermo.

Tomás fue a hablar con Pottscamp, que era llamado el cuarto miembro de los tres grandes. Tomás se alegró de hablar con Pottscamp, uno de los individuos más interesantes que había conocido. Jamás hubo una persona más agradable y sorprendente que Pottscamp, que además poseía una imaginación semejante al mercurio. A veces, Tomás estaba seguro de que en aquella mente no había nada, pero luego volvía a resultar que había mu-cho. Era como si Pottscamp acudiese a un profundo manantial para atiborrarse de lo que le faltaba.

Pottscamp tenía unos inocentes ojos azules y el aspecto de una eterna juventud. A pesar de ello, había participado activamente en los asuntos de Astrobe durante muchos años y era, sin duda, más viejo que la edad normal de Tomás. Pero, en medio de todo, era un muchacho, precoz y desconcertante, capaz de torturar gatos o cometer abominaciones, pero haciéndolo siempre con aire de completa inocencia.

–Así pues, sabrás quiénes son los que realmente dirigen las cosas en Astrobe, Tomas...–Lo sé, Pottscamp, lo sé.Experimentó un nuevo sueño, como los de la travesía. Era un muchacho que constituyó un juguete. Era un

muchacho muy hábil y construyó un juguete muy ingenioso. Lo que no sabia Tomás era cuál de los dos era Pottscamp, porque ambos se parecían a él. «Vete a robar manzanas», le decía el muchacho al juguete, y éste obedecía. En un tiempo inverosímil regresaba con un brazado de manzanas. «Sal a la carretera a buscar a mi mejor amigo y le maltratas», decía el niño, y el juguete así lo hacía. Fue a pelear contra su mejor amigo y, después de apalearlo, regresó ensangrentado y tullido. El niño se deleitaba al ver lo que había acontecido a su mejor amigo y a su juguete. «Prepárame las asignaciones lingüísticas para mañana», decía el niño, y el juguete le preparaba las construcciones y traducciones del camiroi, del puca y del neoespañol. «Bebe», decía el niño, y

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el juguete salía a beber del arroyo que discurría junto a la casa. «Come», decía el niño, y el juguete se comía al niño devorándole los miembros y huesos hasta el último bocado. ¿Era acaso Pottscamp? ¿Sería Pottscamp un juguete dispuesto a devorarle a uno, o, por el contrario, el niño inocente que iba a ser devorado?

–Pottscamp, sé quién dirige las cosas en Astrobe –dijo Tomás –. Es Coronador en persona quien lo dirige todo. Lo mismo ocurre con Procurador y con Gobernador; éste hace incluso que salga el sol. Y tú dirás que eres quien lo maneja todo.

Pero Pottscamp sacudió la cabeza.–Nuestra charla continuará otro rato, Tomás. La breve conversación que hemos sostenido hoy sólo ha

servido para anunciarme a ti. Tú eres una persona, igual que yo, pero los otros no lo son, realmente. Si no fueras de mi afecto, o de mi posible afecto, no me tomaría la molestia de darte informaciones y tratar contigo.

«Un poco más tarde, Tomás, y en otro lugar, charlaremos a nuestras anchas. Y conmigo habrá otros ocho seres que te parecerán muy interesantes. Los que conocerás en esa tarde de un futuro inmediato es el verdadero Círculo de Maestros, aunque varios de nosotros pertenecemos a ambos círculos.

»Te instruiremos acerca de lo que realmente está sucediendo. Te mostraremos el revés del tapete. Lo que estás viendo ahora no es, en modo alguno, la verdadera cara de Astrobe. La otra parte del tapete es más escabrosa, pero, a su vez, es una imagen más real, y mucho más significativa que el mundo que contemplas. Sácate los globos de los ojos y límpialos bien, Tomás. Límpiate bien las orejas y adórnalas con acanto. Vas a necesitar tus órganos sensoriales lo más limpios posible para comprender lo que vamos a revelarte. Tomás, ¿No has tenido nunca la sensación de estar mirando al mundo desde un ángulo erróneo? Seguro que sí. »

* * *

5. La forma de lo que se avecina

Tomás hacía funcionar a una máquina abstracta que había montado para que le diera toda clase de información general sobre Astrobe. Era una máquina portentosa que respondía a preguntas y se apartaba de sus fórmulas para facilitar opiniones personales, cuando se le preguntaba.

–El dorado Astrobe es un mundo urbano, un mundo de ciudades –decía la máquina recapituladora –. Si un hombre es importante, entonces una ciudad es más importante y otra ciudad más grande es todavía más importante. Cuando en nuestra totalidad nos hayamos convertido todos en una ciudad perfecta, entonces habrá quedado completado nuestro desarrollo. El individuo debe desaparecer y quedar absorbido. La ciudad es cuanto importa. Una ciudad es más importante que la totalidad de sus ciudadanos, de la misma forma que un cuerpo vivo tiene más importancia que el conjunto de las células que lo componen. Cuando estas células se consideran como individuos, comienza la canceración del cuerpo. Cuando los hombres se consideran como individuos aislados, comienza a concertarse el cuerpo político.

«Las grandes ciudades de Astrobe, en nuestra presente fase de evolución hacia la Gran Ciudad Unica, son Cosmópolis, la capital, Potter, Ruckle, Ciudad Fabela, Sykestown, Chezem City, Wendópolis, Metropol, Fittstown, Doggle, Culpepper, Big Gobey, Griggs y Wu Town, la menor. Con todo, existen todavía esperanzas para Wu Town. Todas las cosas son susceptibles de salvación en la gran síntesis.

»Todas estas ciudades son muy grandes, habiéndose descubierto hace varios siglos que una ciudad inferior a veinticinco millones de personas no resulta económica. Pero aparte de éstas, carece de objeto el multiplicar ciudades y gentes. El pequeño aumento anual permitido en Astrobe queda compensado con las emigraciones que se efectúan a los mundos coloniales. No creemos en el hacinamiento de las gentes. »

–¿Qué me dices respecto a Cathead? –preguntó Tomás a la máquina informadora.–Cathead es un cáncer que está siendo extirpado de este mundo. Ello se debe a que sus habitantes se

consideran a sí mismos como individuos aislados y creen en su propia importancia. En efecto, Cathead es enormemente grande, la más grande de todas las ciudades, mayor incluso que Cosmópolis, la capital. Pero dejaremos a Cathead fuera de nuestro relato, ya que no es una ciudad característica de Astrobe.

«En Astrobe no existe la pobreza porque todas las personas tienen acceso a todas las cosas; no existe la superstición ni creencia en el más allá, toda vez que no puede haber nada en el más allá. Cualquier más allá concebible será finalmente desarrollado desde aquí. Mientras que Astrobe sea la cosa más elevada de la existencia, nada puede haber más alto. Aquí radica la esencia del sueno de Astrobe. En Astrobe no existe la enfermedad, mental o corporal. No hay nerviosismo, aprensión ni temor. Las artes y las ciencias se encuentran abiertas a todas las personas. Viajar alrededor del mundo se efectúa en transportes instantáneos. El tiempo y los océanos han sido controlados. No existe sentimiento de culpa, puesto que se ha logrado la libertad contra cualquier represión. No hay crueldad ni odio. No se produce la ocasión de pecar, puesto que no hay nada contra quién o qué pecar. Todos los lujos e intereses están a disposición de cualquiera. Existe casi la justicia perfecta. Los escasos tribunales que quedan se dedican a proporcionar la reparación de desigualdades surgidas a causa de incomprensiones, y éstas son menores cada día. »

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–Excelente, eso tiene sentido –dijo Tomás, frotádose las manos –. No obstante, parece como si alguien hubiera dicho ya todo eso hace muchos años.

–Cada día y casi cada hora, se consiguen nuevas dimensiones en el placer –proseguía la máquina recapituladora –. Se vive completamente en un constante éxtasis. Todos somos uno, un solo ser, la totalidad mundial, y hemos alcanzado la cima de la plena intercomunión. Llegamos a formar una sola mente y un solo espíritu. Nosotros somos el todo. Somos el cosmos viviente. Las personas de Astrobe no sueñan por la noche, porque los sueños son prueba de desajuste. Nosotros no tenemos subconsciente, como les ocurría a los de la antigüedad, porque el subconsciente constituye la parte sombría del ser y nosotros somos todo luz. Para nosotros no existe el futuro. Nuestro futuro es el presente. No hay cielo como creían los antepasados; durante muchos años hemos pensado en lo que hay después de la vida. La muerte carece de importancia. Merced a ella nos integramos más estrechamente dentro de la Ciudad. Hemos desechado todo individualismo. En nosotros no hay ni lo humano ni lo programado, sino que somos todos una unidad. Nos aproximamos a nuestra culminación, que es la total realización de la nación mundial. Nos hemos convertido en un solo organismo, incluso más intenso y complicado, que es la ciudad misma. »

–Ahora recuerdo quién fue el que retrató anteriormente todas esas cosas –dijo Tomás –. Fui yo mismo. ¿Qué otro hombre bromea acerca de un árbol, cuyo árbol produce fruto? Pero me gusta más ahora que cuando me burlé la primera vez. Suena mejor cuando sale de otra boca, aunque sea una boca de hojalata. Pero no me voy a embelesar con mi propio encanto.

–Todos decimos las mismas cosas, todos tenemos las mismas ideas, los mismos sentimientos y los mismos placeres –proseguía la máquina –. El amor y el odio han desaparecido, porque ambos representan dos aspectos de la misma cosa, manto que cubrió a nuestras especies en su niñez. Permaneceremos sin trabas ante nuestro sol. Nosotros somos el sol. Lo somos todo. Nos fundimos en un solo ser. Nos hemos liberado del ser y del no ser, porque ambas cosas son individualistas. Constituimos la esfera extensible y multidimensional que no tiene principio, ni fin ni ser. Penetramos en la calmosa intensidad donde la paz y la contienda se anulan mu tuamente, donde la conciencia sigue a la inconsciencia dentro del olvido. Somos devorados por la Santa Nada, el Gran Cero, el Punto Final, porque todos tenemos fin.»

–Basta, mi pequeña máquina mentora, basta –dijo Tomás Moro –. Fui yo quien forjó todo eso, fui yo quien lo inventó. Fue una chanza, ¿sabes?, una amarga burla. Se llamaba cómo no construir un mundo.

–Pero todavía no he terminado –protestaba la máquina informadora –. La visión sigue ascendiendo. Bueno, no es ascender, exactamente, más allá de cierto punto, puesto que ha llegado a una esfera donde no existe el arriba ni el abajo. Pero cobra mayor intensidad, más intensidad y.

–Basta, trompetilla de hojalata, basta –añadió Tomás riendo.–¿Y no estás impresionado porque el dorado sueño de Astrobe se esté convirtiendo en una realidad? –

preguntó la máquina abstracta con aprensión, o con lo que se consideraría aprensión si tal cosa existiera aún en Astrobe.

–No mucho –repuso Tomás –. Yo lo inventé a manera de amarga ironía. No voy a permitir que aquella chanza acre se apodere de mí.

Y, sin embargo, Tomás quedó impresionado por las consecuencias logradas en Astrobe, aunque no por el sueño de Astrobe. A través de cada cosa corría una terrible claridad, una simplicidad abarcando toda la complejidad. Material y mentalmente, Astrobe era pulcro, y las lluvias se producían siempre a la hora prevista. Esto implicaba algo: allí había orden.

Astrobe era un mundo urbano. Todas sus grandes ciudades eran realmente una sola, apiñadas a escasa distancia unas de otras. Los distritos rurales estaban fuera de moda. Existían los campos de producción automática y las zonas ferales o vírgenes para mantener un equilibrio. Pocas personas vivían en tales áreas. Las ciudades eran quienes constituían el meollo de Astrobe, y los habitantes de las ciudades nacían sabiéndolo todo.

No había individuos malhumorados, no se conocían las disensiones ni los elementos perniciosos, todas las cosas se mantenían en un plano de excelente elevación e igualdad. ¿Qué se podía decir de un mundo que había conseguido el ideal eterno? Y estaba a su alcance un final placentero, tan pronto como se presentara el menor indicio de fastidio.

–Eso tiene que ver conmigo –dijo Tomás –. Tengo que sujetarme con ambas manos cada vez que paso por delante de una caseta de suicidio.

Pero una cosa parecía faltar en Astrobe, y eso era lo que desconcertaba a Tomás.–¿Dónde van las personas a oír misa en este planeta? –preguntó cuando estuvo en el centro de la dorada

Cosmópolis.–No la oyen, Tomás. Hace siglos que no la oyen –le respondió Pablo –. Bueno, hay muy pocos que sí

acuden a veces. Yo mismo voy en ocasiones, pero yo soy un tipo raro y, por lo general, clasificado como un cri -minal. En Cathead ha vuelto a celebrarse misa de nuevo. Pero en Astrobe asiste una persona de cada diez mil.

–¿Entonces es que no hay iglesias?–Hombre, en Cathead, en el Barrio y en las zonas ferales existe algo que todavía se le puede llamar por ese

nombre. Tales edificios son como reliquias de Cosmópolis y otras ciudades, y pertenecen al departamento de

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antigüedades. Algunos de ellos tienen un valor escultórico de interés para los especialistas. Aunque en ningún lugar de esos se puede dar con la misa auténtica.

–Vayamos a una de ellas.Después de andar buscando a tientas por ciertas callejuelas un tanto oscuras, que Pablo conocía

imperfectamente, encontraron una. Era muy pequeña y estaba apartada en un rincón. Penetraron en su interior donde reinaba una sensación de completa vacuidad. No había presencia.

–Me pregunto a qué hora será la próxima misa –dijo Tomás –. Pablo, entonces, ¿la Iglesia se llegó a convertir en una institución más? ¿Y llegó a desaparecer como las demás cosas?

–Eso dicen la mayoría. El arzobispo de Astrobe aún vive, pero es un hombre muy ancianito; probablemente mueran con él los oficios. Como dije, en Cathead se observa un ligero resurgimiento de la Iglesia.

–Eso significa que no resurgiera en cualquier región normal. ¡Cathead, el cáncer monstruoso de un bello planeta!

–Y en las zonas ferales hay pequeños grupos seguidores de un rito que no es ninguna parodia.–Bueno, yo nunca tuve demasiada fe, Pablo. Cuando me levanto de buenas, creo un poco por las mañanas,

pero cuando llega al mediodía casi siempre se me han ido las creencias. En cierto modo, pensé que la Iglesia continuaría, pero ni siquiera sé por qué llegué a pensarlo. Después de todo, seria una anomalía en el racional Astrobe. Sí, me alegro de ver desaparecer a las cosas viejas.

–Pues yo no –dijo amargamente Pablo –. La conocí cuando se le consideraba como una negra reliquia en mis sombríos días de Cathead, pero es algo más que todas las otras cosas. Sí, Tomás, yo estoy chiflado; tengo esquirlas óseas dentro de mi cerebro.

Tomás se echó a reír con fuerza y claridad. Era una risa realmente jocosa, alta y sonora. Los dos hombres salieron a la súbita y rubicunda luz del día.

–Así es mejor.

Tomás pasaba días enteros admirando las maravillas de Astrobe. Al principio se había mostrado un tanto escéptico, pero ahora se había tragado el cebo, el anzuelo, la cuerda, la caña y hasta el brazo del pescador. Hablase convertido en un repentino y entusiasta defensor del sueño de Astrobe. Mas, a pesar de todo, deseaba considerar más a fondo el desarrollo de los acontecimientos, a fin de examinar sus raíces y orígenes más remotos.

–Apenas resulta creíble –dijo un día cuando estaba rodeado de los suyos –. Vamos, amigos, hay que ver más de todo esto. Vamos a emprender un nuevo viaje.

En contra del consejo de sus mentores, Tomás había decidido tomarse algún tiempo para examinar a Astrobe.

–No tiene objeto el viajar, Tomás –le había dicho Coronador –. Todo es igual por donde vayas. Es la belleza de Astrobe; es igual por todas partes.

–Ve donde te plazca y mira cuanto desees –le dijo Procurador –. Pero no creas en todo lo que pienses haber visto. Cuando regreses te explicaré lo que has visto. Han existido tristes casos de hombres que dicen cosas falsas y yo tuve que meter mano. Mas ahora no quiero intervenir. Que la suerte acompañe vuestro en -tendimiento, buen Tomás.

–Tomás, en modo alguno vas a ser capaz de ver las cosas como son –le dijo Fabián Gobernador –. No tienes ojos para ello. Vas a verlo todo al revés. Tomás, eres torpe.

–En aquella hora, te será dado ver lo que desees–le dijo Pottscamp –. Y algo después, en un lugar secreto y fuera de lo previsto, te sentarás rodeado de

nueve entes (uno de ellos yo mismo) y se te hará saber cuáles de estas cosas han sido. En estos momentos ves cosas de juego con ojos retozones, pero, en su hora, te será dado el verlas como son.

El séquito qué rodeaba a Tomás era vago. El mismo había escogido a algunos de sus acompañantes, y algunos de ellos le habían elegido a él. No era precisamente el grupo que habrían seleccionado para él los tres prohombres, aunque entre ellos había un espía suyo.

El grupo que acompañaba a Tomás estaba formado por su piloto Pablo que antaño le trajera de la Tierra a Astrobe; por Scrivener y Slider, Maxwell y Walter Copperhead; por Evita la niña-mujer del Barrio, hermana del muchacho Adán, y también le acompañaba Rimrock, el «ansel», a quien Tomás llamaba Hombre Oceánico.

Pero antes de nada digamos lo que es un «ansel» y quién era Rimrock, el más excepcional de todos los «ansels». Los «ansels» no eran del todo comprendidos en Astrobe, y eso que era su única morada.

–Rimrock, ¿te importaría contarme tu origen y el de tu especie? –le preguntó Tomás.–Ni mucho menos –repuso Rimrock–, pero no sé si podré hacerlo. Lo poco que sabemos de nosotros

mismos lo hemos conjeturado o aprendido de personas corrientes. Al acercarnos a la gente y cambiar nuestra casta tuvimos que olvidarnos de la mayoría de nuestros orígenes. Estamos actualmente completamente olvidados de nuestra niñez. Como se sabe, en Astrobe no se veían «ansels» cuando llegaron los primeros hombres de la Tierra.

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«Hasta que no hubo la segunda generación de hombres en Astrobe no se descubrió ninguno de nosotros, y nos encontrábamos muy atrasados. No nos reproducimos con rapidez pero, que yo sepa, tampoco morimos, así que nuestro número va en aumento. Aunque no tenemos contacto con las personas normales, ejercemos mayor influencia sobre ellas de lo que se piensan. A los niños les prohiben que se junten con nosotros, pero sueñan con los «ansels», igual que les ocurre a los adultos. Es un disparate afirmar que las personas dichosas de Astrobe no sueñan por las noches. Yo mismo he pasado por muchos miles de esta clase de sueños. No puedo concebir que no tengamos límites, Tomás, aunque no vea con certeza qué relación simbiótica ha de ser la nuestra con las gentes normales. »

–Rimrock, ¡tú debes saber de dónde precedéis!–Bueno, lo sabemos, pero lo hemos falseado con la leyenda. Dice nuestra leyenda que escalamos el cielo,

abrimos agujeros en él y pasamos a un punto extraño situado por encima de la bóveda celeste. Este mundo que tú conoces, el mundo del mediodía de Astrobe, es el que hay por encima del cielo. Tú no lo puedes sentir pero nosotros sí.

«Eramos criaturas de los abismos oceánicos, Tomás. Recuerdo esas profundidades, como antes de haber nacido. Pero nosotros no lo consideramos como un mundo de abismos. Nada nos gustaba más que escalar, volar; nuestras epopeyas se referían a tales hazañas. Adorábamos las montañas puntiagudas. Nuestros héroes llegaron a escalar las más altas. Volábamos siempre hacia arriba, estableciéndonos cada vez en cumbres más elevadas. Llegamos al origen de la luz y a los orígenes de la visión. Esto era lo primero de la extraña zona que tuvimos que atravesar. Cuando saliéramos de ella a su parte más elevada, seríamos criaturas distintas con mentes reformadas.

»Por aquel entonces corrió el excitante rumor de que algunas espiras de la gran montaña podrían realmente perforar el mismo cielo. Claro está que habíamos hablado largo y tendido con los peces que reivindicaban haber llegado hasta el cielo de los orificios que había en el mismo, y que luego volvieron a caer. Pero, ¿quién se cree lo que dicen los peces?»

–Rimrock, ¿es cierto que hablas con los peces?–¿Y por qué no, Tomás? ¿No hablamos ahora con los hombres, que son unas criaturas más complicadas?

Pero esta historia de los peces era cierta. La recuerdo completa, como algo de otra vida; recuerdo bien nuestra epopeya. Yo formaba parte del primer grupo. Volábamos y escalábamos cada vez a mayor altura hasta llegar a unas cimas vertiginosas. Llegamos hasta los mismos riscos de la montaña que formaba los confines del mundo. Según contaban las historias más veraces, esta montaña era seguramente la que perforaba el cielo. Ascendimos a más de diez kilómetros de altura, temerosos siempre de que no pudiéramos aclimatarnos a aquellas condiciones de vida.

«Desde que tuvimos discernimiento, habíamos venido creyendo siempre que el cielo se encontraba a una distancia infinita de nosotros y que, fuere cual fuere la altura a que subiéramos, aparecería siempre a la misma distancia. Entonces descubrimos que no era así. Al llegar más cerca del cielo casi nos tornamos histéricos de excitación. Llegamos hasta él y lo tocamos con nuestros miembros. Pero no sucumbimos, como habíamos temido. Un héroe épico había realizado muchísimo antes semejante gesta, pero murió a causa de ello. Por tanto, lo que nosotros hicimos no fue una cosa ordinaria. »

Rimrock estuvo al principio hablando con los correspondientes movimientos de su boca gomosa. Pero, durante un rato, su boca no se movió y estuvo hablando a la mente de Tomás. Podía hablar de las dos formas y ni él mismo se daba cuenta cuando pasaba a hacerlo de una a otra.

–Entonces nos lanzamos impetuosamente y, tras desgarrar los agujeros del cielo, salimos llenos de agotamiento hasta el mundo que hay encima del mismo continuó Rimrock–. Para vuestro punto de vista, nosotros caímos en el océano que hay encima de la tierra, pero es porque no apreciáis la verdadera magnitud del hecho. Ha transcurrido tanto tiempo desde entonces que lo habéis olvidado, tanto en el consciente como en el subconsciente. ¿Pero cómo puede uno olvidar que vive en la cúspide del cielo? ¿Cómo puede uno olvidar que cada momento está caminando sobre una insegura alfombra más alta que un enorme edificio de cinco mil pisos? ¿Sabías que los pájaros más poderosos del aire no pueden subir ni a una décima parte de la altura que nos otros escalamos?

«Tomás, yo fui uno de los primeros que traspasaron la capa del cielo y llegaron a sus riberas –proclamó Rimrock–: Sí, uno de los héroes primordiales. Y descubrimos que las riberas del cielo estaban salpicadas de conchas en forma de estrellas, en lugar de su rúbrica. ¡Qué maravilla!»

–Comienzo a comprender tus sentimientos –dijo Tomás –. No por las palabras, sino por sus antiguas formas.–La gente normal ha destapado el océano interior que suele haber en cada hombre –dijo Rimrock–. Los

prohombres cerraron el océano y pusieron en tierra sus monstruos como un fertilizante. Tal es la razón de que penetremos muy frecuentemente en los sueños de las personas. Ocupamos el puesto de los monstruos que ellas perdieron.

–¿Qué ocupaciones tienen los «ansels»? –le preguntó Tomás.–Algunos se dedican a establecer comunicaciones, puesto que cada uno de nosotros somos un verdadero

centro de comunicaciones. Pero la mayoría de nosotros trabajamos como buceadores comerciales, soldadores

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subacuáticos, constructores de espigones y cosas por el estilo. El agua es todavía nuestro primitivo elemento, pero las aguas que rodean a Cathead, donde yo trabajo, se han contaminado tanto, a causa de las industrias sin controlar que nos molestan mucho. Los pobres tísicos de Cathead se desgarran los pulmones tosiendo a causa del aire impuro. Nosotros lo sufrimos en nuestras cinco vejigas natatorias debido a la contaminación del agua. ¡Qué gran deleite es para nosotros poder pasar un día o dos en un aire puro o nadando en un océano limpio!

–¿Os pagan bien por vuestros trabajos subacuáticos, Rimrock?–No. Un stoimenof d'or a la semana. (El stoimenof d'or es una pequeña moneda de oro).–¿Cómo es que trabajáis por dinero? No usáis ropas, no vivís en casas ni coméis alimentos que se puedan

adquirir con dinero. ¿Qué hacéis con el dinero que ganáis?–Jugar al fan-tan –respondió el «ansel».

* * *¿Y quién era Evita? No lo sabemos; Tomás nunca lo supo y ni ella misma estaba segura de nada. Era una de

aquellas que habían elegido a Tomás, sin que él lo decidiera.–En Astrobe, todos verán muy extraño que viajes sin llevar contigo una manceba –le dijo Evita –. Nadie lo

había hecho nunca antes. Van a pensar que no estás a tono con el sueño dorado de Astrobe. Sé que no querrás aparecer como una persona zafia e imposible, y yo no voy a permitir que te acompañe otra mujer.

–Soy, en efecto, una persona zafia e imposible y no me importa en absoluto que así lo crean –confesó Tomás –. Déjame solo, flaca y joven bruja. He conocido gorriones, todavía pelechando, que tenían más carnes que tú.

–Bien sabes que eso no es cierto. ¿Pues qué clase de gordinflonas gustaban en tus tiempos? Tengo muy buenas carnes y me han llamado la mujer más bella de Astrobe. También me encontrarás inteligente y, en esto, soy excepcional. Astrobe aunque no hayas reparado todavía en ello, no pasa de tener un alto grado de mediocridad.

–Te has equivocado el nombre, Evita, y viajas mentirosamente. Tú no eres Eva, sino Lilith, la bruja, que fue antes que ella.

–Soy las dos. ¿Sabías que las dos eran una misma, Pero tengo una razón persona?. Cuando decidí llegar hasta el infierno para comprobar un extremo, me marqué una meta: seducir a un santo. ¿Pero dónde podía encontrar uno? Hacia siglos que no habían canonizado a nadie. Gran Tomasillo, que estás fuera de tiempo y de lugar, seguramente tú seas el único santo verdadero que probablemente pudiera jamás conocer.

–Ninguno de los dos estamos ya sometidos a la influencia de la carne de otros tiempos –dijo Tomás con su antiguo acento vernáculo –. La profunda pasión que ahora te embarga, Evita, te salva de lo demás. Ven conmigo, pues, niña bruja. Si alguna vez nos atormenta el hambre en los eriales te espetaremos y nos comeremos tus ancas y solomillo, aunque al cabo de una hora volvamos a estar hambrientos.

Tomás bromeaba. Ella estaba bien entrada en carnes y le envió una sonrisa. ¿Que cómo era el color de su pelo, el de sus ojos, las increíbles líneas de su cuerpo? No, no; no serán citados aquí. Nadie lo sabrá hasta el Ultimo Día, y entonces sólo lo sabrán los elegidos.

Serivener, Suder, Maxwell, Copperhead... ¿Quiénes eran éstos? ¿Qué era cada hombre y su mente?Escuchemos hablar a Slider:–¿Estamos todavía pendientes de la cuerda, o se ha roto antes de que 10 disponga la ley oficial? La An tigua

Disciplina llegaría a todas las naciones. Pero no somos las naciones. Somos algo diferente. La Promesa era de que la Sustancia Trascendental persistiría hasta el fin del mundo. Pero no somos el mundo. Somos algo completamente distinto, y jamás se nos hizo ninguna promesa. Ni siquiera podemos decir que seamos humanos. ¿Cuán profundamente trabaja la mutación de Astrobe? ¿Cuántos de nosotros somos personas programadas? ¿Y cuántos descendientes de los programados entre nosotros nos consideramos como antiguos humanos? Hemos cambiado en mente y cuerpo.

«La moralidad del dorado Astrobe es abismal para con cualquier comparación antigua. ¿Pero podemos valernos de una comparación anterior? En la vieja Tierra existió en un tiempo un hecho llamado esclavitud. Aquí no la llamamos por ese nombre, pero la tenemos. Ahora corresponde al instinto el encontrar su lugar en la colmena dorada. ¡Tratad de salir de ella! ¡Tratad de hacer uso de la libertad total! Os encontraréis con unas abrumadoras regulaciones.

»Lo que en un tiempo recibió el nombre de codicia innatural, ahora puede llamarse natural por ser universal. Puede ser que no nos encontremos en muy mala forma. Tomás creía al principio que nos hallábamos en una situación envidiable, y ahora piensa que nuestra forma es maravillosa. Es una persona sensata y nos estudia; y se pregunta por qué le mandamos traer. Pero, si es cierto que nos hallamos en una forma maravillosa, ¿se le puede llamar a dicha forma condición de hombre? Cuando nos resulta imposible diferenciarnos de ciertas cosas artificiales, entonces debemos dudar que sigamos siendo personas.

»Cuando me persiguen los homicidas presiento que estoy aproximándome a cierta verdad. Pero cuando me dejan en paz sé que me estoy ocupando de trivialidades.

»Walter Copperhead, que predice el futuro, asegura que Scrivener y yo cambiaremos las personas y las almas en nuestro último día. Yo digo que no. ¿Cómo vamos a traficar con nuestras almas si él carece de ella?»

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Slider era un joven delicado, pálido y taciturno. Se mostraba muy serio y sentía que todo el mundo se reía de él. Frecuentemente así ocurría. Tomás guardó profundo silencio mientras estuvo escuchando esta arenga. Ya había conocido antes a otros jóvenes como Suder. Este, sabiendo quién era Tomás, esperaba algo más de él. Se sentía escandalizado por su falta de profundidad. Slider, pese a su gran insuficiencia, intentaba suplir esa falta.

Scrivener habló así:–Yo me declararía un gran entusiasta de todas las cosas de Astrobe, si el entusiasmo fuera un elemento

representativo del verdadero carácter de este planeta. Pero no es así, ni podría serlo. Somos los primeros seres que alcanzan la madurez, y el entusiasmo no nos toca. En Astrobe hemos construido el verdadero mundo perfecto. Quizás debiera haber fenecido en su estado de perfección, pero no fue así. En su lugar, nuestro mundo se ha visto afectado por una vegetación cancerosa. «Extirpémosla», decimos, pero, por razones que sea, dudamos.

«Slider forma parte de ese cáncer, de esa corrosión. Abriga dudas, y la duda es la esencia de este enemigo. ¡Por supuesto que no somos las naciones ni el mundo! Estamos por encima de tales cosas. ¡Por supuesto que no se nos hizo jamás promesa alguna! Nosotros mismos nos hicimos la promesa; nadie hay por encima nuestro para que nos la haga. ¿Cuán profundamente trabaja la mutación de Astrobe? Va desde el abismo hasta la cúspide, como debe ser. Naturalmente que hemos perdido la forma y condición del hombre. La humanidad fue la torpe infancia de nuestra estirpe; hacemos bien en olvidarla. Extirparemos nuestra última mácula y entonces llevaremos a cabo la realización y la aniquilación del alma.

»A mí no me persiguen los homicidas. ¿Por qué habrían de hacerlo? Yo soy de su misma especie. Y Walter Copperhead se equivoca en sus predicciones. Slider y yo no podemos nunca cambiar nuestras plazas puesto que está fuera de lugar. »

Scrivener era más corpulento que Slider, pero también más templado y recio en dialéctica y persona. Tuvo un padre programado y una madre humana. Aunque joven, había alcanzado una especie de madurez astrobiana. Slider y Scrivener se consideraban entre sí como grandes antagonistas, y, a pesar de ello, Tomás y otros solían confundirlos. ¡Eran tan parecidos en sus enojosas diferencias...!

Maxwell se expresó de este modo:–Yo mismo me considero un ejemplo de que Astrobe no es perfecto, aun exceptuando la vegetación

cancerosa de Cathead y el Barrio. Soy una aberración. Un mundo perfecto debe formarse con personas perfectamente integradas, y yo no lo soy. No hay palabras que expresen mí evasión de la normalidad. Sólo Copperhead me conoce lo suficientemente bien para tener una idea de lo que soy. Nada más diré que tengo muy poco apego a mi propio cuerpo. No siempre he tenido la misma forma. No siempre reconozco mis anteriores sentimientos. El singular avance de Astrobe estaba obligado a arrojar de sí semejantes reacciones.

«Y, sin embargo, soy un entusiasta de Astrobe de tal modo que Scrivener no lo puede tener. El entusiasmo puede que no forme parte del soñado Astrobe, pero es una parte de mi ser. Igualmente creo que debemos eliminar la mutación que entraña Cathead aunque, al hacerlo, se mate a una parte de mi ser. Pero no importa. Ya me han eliminado en otras ocasiones partes del mismo. Ya me han matado los otros cuerpos. Yo soy un espectro, y Astrobe no cree en semejantes cosas. Pero, a pesar de todo, creo en Astrobe.

¡Me consumo en su defensa! Lo digo como lo siento. Ya me he quemado y consumido varias veces, aunque ni yo mismo lo comprenda. ¡Y seguiré siendo la antorcha que arde y se consume en su defensa!»

Maxwell era un hombre (sí es que era un hombre) del aspecto más curioso imaginable. Cuando dijo que tenía muy poco apego a su propio cuerpo, evidentemente quería decir que no siempre moraba en su propio cuerpo en el sentido usual. Pero su aspecto indicaban que el poco apego que sentía hacia su cuerpo era debido a que se venía muy grande y no se le ajustaba bien. Existen animales con la misma holgura de piel (como el tigre de la Tierra y el león mendigo de Astrobe) y en los que constituye un signo de fortaleza y rapidez. En Maxwell era un signo de debilidad y lentitud, y casi de necesidad. Tenía un cuerpo bien proporcionado, trigueño, casi siniestro y hablaba con voz sepulcral, como de ultratumba. Pero uno tenía la impresión de que necesitaba ponerse de puntillas para ver y que estaba hablando a través de un tubo que, como instrumento indispensable, hacía resonar su vocecilla. No constituía un ser particularmente decorativo para el séquito de Tomás, ni en persona ni en mentalidad. Sin embargo, poseía una auténtica seriedad que hacía parecer frágil la de Slider y la de Scrivener.

Después habló Copperhead. Pero antes oigamos parte de una conversación sostenida por varios tipos broncos de Cathead.

–¿Servirá de algo este hombre? –Battersea preguntó secamente a Copperhead.–Claro que servirá –replicó éste.–No sé cómo –terció Jorge al sirio. No tiene trazas de ello; apuesto a que las fuerzas de Astrobe le

despachurrarán como si fuera un huevo podrido.–Claro que le aplastarán –explicó Copperhead –. El nuevo hombre ha muerto casi antes de empezar. Y si ha

estado muerto antes, eso no le ayudará ahora. Nuestro nuevo hombre será un chapucero. Sólo hará bien una cosita.

–Pero tú dijiste que se mantendría en forma ahora –gruñó Shanty.

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–Sí, y de la manera más maliciosa que jamás viera nadie –sostuvo Copperhead –. ¡Quiénes quiera que sean, vaya instrumentos que emplean! ¡Señores, este regordete con ojos de hurón, que viene de un pasado dudoso, salvará nuestro mundo! Eso es lo que importa. El que no se salve él no me importa lo más mínimo, ni creo que le importe a ninguno de los que están aquí.

–Me importa a mí –objetó Pablo.Pero lo malo con este Copperhead era que podía pronosticar el futuro.–Poseo verdaderos poderes. Soy algo nuevo. ¿Por qué suponéis todos que un nuevo ente iba a ser uno más

entre los escogidos? Ninguno ha aparecido antes como tal. Siempre se muestra sucio y con las manos manchadas. Si un profesor doctorado en psicología anunciara haber descubierto algo nuevo como yo, uno se sentiría tentado a considerarlo. Pero creer que ha salido de Cathead, bajo la forma de un adivino de adivinos, hace vacilar la imaginación y levanta gritos de incredulidad. Sin embargo, es cierto. Puede que sea yo el menos impresionable que jamás vivió. Lo confieso, soy tosco y vivo del fraude. Pero puedo adivinar el futuro.

Copperhead tenía algo de lascivo en su apariencia. Era un sátiro jocoso y rudo. Rimrock comprendió desde el principio, y Maxwell supo accidentalmente que Copperhead poseía un fondo de sensibilidad, inteligencia y compasión, pero prefería ocultarlo.

Pero, ¡qué grupo cómico formaban! Rimrock el «ansel», el larguirucho Pablo y el rechoncho Tomás, Slider y Scrivener, Maxwell, Copperhead y la enigmática Evita.

¿De qué color tenía Evita los ojos? ¿Grises, azules o verdes? ¿Era su pelo castaño, rubio o moreno? ¿Era delgada o rolliza? El caso es que todos la veían de manera diferente, y todos oían su voz con sonido distinto. Unas veces tañía, otras trinaba, ora se expresaba con un murmullo o con un canturreo, ora con una jácara, una risa o una voz salmódica. ¿Era una flauta, una trompeta o una lira de nueve cuerdas? ¿Era un címbalo de plata o un concerto de bronce?

–¡Guardad todos silencio! –sonó Evita (porque las palabras no pueden dar idea de las armonías que en ella había)–. ¡Tomás el santo está incubando una idea! ¡Vedle resplandecer cuando una genialidad se posesiona de él! Ha probado todas las grandes cosas de Astrobe y se ha dicho a sí mismo cuán maravillosas son. ¿Por qué creéis, entonces, que tiene sus ojos puestos en la montaña?

Aquello cayó sobre todos como una bomba. Los hombres más versados se vieron en trance. Rimrock recordaba el gran día en que perforó el cielo y se abrió camino al otro lado. Maxwell rememoraba un éxtasis en su cuerpo anterior. Copperhead revivía el momento en que ascendiera al nuevo poder un hombre de manos sucias. Pablo se acordaba de lo que casi había llegado a ser y Evita revivía los aspectos de su propia leyenda. Los únicos que no se remontaron a tantas alturas fueron Slider y Scrivener.

–¿Por qué contemplo la montaña? –preguntó Tomás cuando salió de su arrobamiento –. Un psicólogo de Astrobe me dijo que sólo las gentes descabaladas en su personalidad miran a las montañas. Dice que eso fue mucho más corriente en siglos pasados. Pues bien, yo he probado al dorado Astrobe y lo encuentro maravilloso. Pero todavía estoy hambriento. ¿Por qué no tomamos esa dirección?

–Si vamos en esa dirección habrá de ser caminando –dijo Scrivener –. En las regiones ferales no hay cabinas transportadoras; sólo existen en el mundo civilizado. Esa región no pertenece a la buena sociedad. Está destinada a las bestias, si es que todavía viven, y no para los hombres. Las montañas se encuentran reservadas; en cierto modo, constituyen la clave para la regulación del tiempo. Pero no corren a cargo de personas racionales.

–Creo que caminaremos un día o dos y veremos la montaña –dijo Tomás.–Los homicidas programados no tienen en modo alguno prohibida su entrada allí –le dijo Maxwell –. Nos

seguirán y acabarán con nosotros.–No son invencibles. Vayamos a la montaña –repitió Tomás –. ¿Qué tal si escalásemos y cruzásemos la

montaña por aquel collado, y partiendo de allí siguiéramos rodeando por acullá? –añadió Tomás señalando con la mano.

–Es un duro rodeo a pie por las regiones ferales, y en siete o nueve días llegarás al gran Cathead por su parte trasera –dijo Copperhead –. Alguno de nosotros morirá en la prueba, pero no todos. Hay un viejo proverbio que dice «a mí no se me ha perdido nada en la montaña». Pero ahora pienso que se me ha perdido algo y me gustaría volver a encontrarlo. Iré de buen grado.

–Es estar rematadamente loco el querer ir allí –insistió Scrivener.–En absoluto –dijo Tomás –. Puede que sea una santa locura. En Inglaterra no teníamos esa clase de

montañas, y sólo las vi a distancia en España y Saboya. En el planteado problema de Astrobe todo el mundo ha pasado por alto algo importante. Nada de extraño sería que lo único que la gente no puede ver es la cumbre de las montañas. ¡Dejemos a los homicidas programados que sigan nuestros pasos! Siempre me gustó el final de cualquier cacería. Y ahora vayamos adelante. No seré yo quien se vuelva atrás.

6. Aguijón en la cola

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Nada había en la Tierra comparable a aquellas regiones ferales de Astrobe, aunque algunos lluviosos bosques terrestres reunieran algunas características similares. Lo difícil para un terrícola, o para un hombre de Astrobe también, puesto que la vida civilizada de este planeta se desarrollaba aparte de estas regiones, consistía en saber dónde comenzaba el verdadero suelo. A decir verdad, allí no había suelo, nada que pudiera recibir el nombre de superficie, de cimientos. Lo mismo se veía uno afanándose sobre la superficie de un agreste prado, o sobre las copas o a mediana altura de los árboles.

Y otro hecho claro era que allí no había árboles propiamente dichos. Uno no podía afirmar que eso fuera un árbol y aquello otro. No eran individuos por separado; eran una especie de criatura común. Y lo mismo se podía decir respecto a si eso o aquello era hierba. Todo formaba como una insondable maraña. En la pesada marcha, sí uno descendía y penetraba en la negra blandura del follaje, seguía sin encontrar terreno firme. Más bien encontraba agua. E incluso en este fundamental fondo acuoso aún era posible profundizar más centenares de pies por entre la creciente vegetación y las raíces, sin dar todavía con el verdadero fondo, pero sí con una espesura vegetal demasiado densa para permitir ulterior descenso.

Y, con todo, la expedición proseguía caminando, tambaleándose y dando traspiés, unas veces hacia arriba, otras hacia abajo; ora sobre una tupida superficie, ora a través del ralo esqueleto formado por verdes troncos, ora bordeando los pantanos aéreos construidos por los kastroides. Algunos de esos pantanos medían más de una hectárea de superficie, eran muy profundos y estaban recubiertos de una bulliciosa superficie, tanto por los animales como por el efecto del tambaleante sostén.

–Ahora seguiré caminando a mi manera –dijo Rimrock el «ansel»– pero nos veremos de nuevo esta noche. Y más tarde nos volveremos a ver en la montaña.

Y el «ansel» desapareció como si se hubiera sumergido en un profundo pozo; y tal vez viajara enteramente bajo las aguas a través de las espesas raíces de aquel tremedal. Nadie dudaba de que se desenvolvería mejor que ninguno de los que formaban la expedición.

–Y yo también lo haré a mi modo –dijo Walter Copperhead, el nigromante –. Necesito consultar a las plantas y a la montaña sobre ciertos enigmas, y aquéllas no hablan cuando hay otros delante. Ya os veré también a todos varias veces antes de que os encontréis ante la gran tormenta. Cuando hayáis dado muerte al demonio yo estaré allí. Le habré sacado las entrañas y las habré examinado antes, pero no podré descifrar todos sus enigmas. Nos volveremos a ver.

Walter Copperhead se alejó de ellos a grandes saltos. Parecía una cabra saltando sobre las copas de los árboles.

–Es un ser raro –dijo Tomás –. No estoy seguro de que a un cristiano le esté permitido aliarse con seme-jantes seres.

–No estoy seguro de que te sigas considerando como un cristiano –replicó Pablo.–¿Qué especie es esa de saltamontes? –preguntó Tomás en voz alta, eludiendo asimismo las palabras de

Pablo. Se refería a unas criaturas saltarinas que ahora correteaban alrededor de ellos –. Oscilan entre el tamaño de una rata y el de una oveja, pero todos parecen de la misma especie.

–Yo no entiendo de esas cosas –dijo Scrivener.–Ni yo tampoco –añadió Slider –. Los objetos de las regiones ferales constituyen una indecencia para todas

las personas civilizadas. Nosotros las equiparamos a los excrementos–Entre las gentes civilizadas de Astrobe no existe amor a la naturaleza virgen –dijo Maxwell –. Para ellas

son menos reales que las criaturas de los sueños. Dudo que tengan un nombre.–Son comestibles –agregó Evita –. La gente se las comía todavía cuando yo era una niña, y yo las he comido

muy recientemente.–Es el conejo de Jerusalén –dijo Pablo.–Gracias –respondió Tomás –. Resulta tan consolador como inesperado el recibir respuesta sobre una

pregunta de Astrobe.Aquella clase de conejos resultaban unas curiosas y saltadoras criaturas, la mayoría de ellos del tamaño de

los conejos grandes, otros más pequeños y otros mucho mayores. Saltaban indistintamente dentro de los pantanos y bajo el agua y se elevaban hasta las copas de los árboles con piruetas de gran precisión. También se deslizaban por entre unos arbustos tan tupidos que ni una serpiente hubiera sido capaz de atravesarlos. Eran tan veloces que ni Tomás ni Pablo conseguían atrapar uno.

Junto con el pez y el buey errante, el conejo forma la base de la alimentación de los terrenos ferales –dijo Pablo –. Todas las especies viven de ellos, o a costa de los que se alimentan de ellos. De ellos se alimenta el horrendo lobo y la pantera porche, lo mismo que la hidra. A su costa viven pájaros y todas las alimañas rapaces.

–Estas especies de animales suenan muy semejantes a las de la Tierra –dijo Tomás.–No, Tomás, sólo se parecen en el nombre a los que pueblan la Tierra –respondió Pablo casi lleno de pavor

–. En la Tierra no hay animales que se parezcan siquiera a los que nos rodean. No hay duda de que somos unos locos al estar aquí. Scrivener tiene razón en sus afirmaciones. Un ser racional no tiene nada que hacer por estos

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andurriales. Conozco un risco, a menos de media jornada de distancia, en donde cuelgan de los espinosos arbustos mil esqueletos humanos. Los rucs se lanzan sobre las personas y las asesinan por mera diversión. Luego se las llevan y las cuelgan allí a manera de advertencia. La mayoría de los esqueletos que penden en el risco todavía conservan pegada a ellos su vieja y negra carne. Según me has contado, en la Tierra, durante su época, los hombres mataban a los lobos y los colgaban en las empalizadas a manera de advertencia para los otros lobos. Esto es lo mismo. Existe incluso el rumor de que el rey de los rucs paga un subsidio a sus súbditos por cada hombre que matan y cuelgan en el acantilado.

–Yo echaría a pelear un buey de cuello arqueado de Middlesex contra cualquier animal de este despreciable valle –sugirió Tomás.

–Tomás, el horrendo lobo se llevaría la cabeza, con cuernos y todo, de un solo bocado, de un buey de la Tierra, y el resto del cuerpo de dos bocados más –le aseguró Pablo –. El león mendigo es capaz de tragarse en la misma forma al buey errante más voluminoso. Pero a esta clase de leones, además, les gusta comerse a la gente, en vez de limitarse a colgarla en los riscos como hacen los rucs. La hidra es capaz de engullirse cualquier cosa dentro del agua, de uno o varios bocados, y puede salir a diez metros fuera de su elemento. Se sabe que, con una sola dentellada, se tragó a seis hombres que se hallaban juntos a cierta distancia del borde de las aguas.

«Tomás, y la pantera porche mata y se come al lobo horrendo, al león mendigo, al ruc y a la propia hidra. Pero, en todos estos alrededores, existen otras veinte especies de criaturas capaces de triturar a un hombre y devorarlo. »

–Apuesto a que aquí estaría en su elemento un buen cazador –dijo Tomás –. En otra ocasión me hablaste de abundante caza. Sería una clase de vida intensa y remuneradora.

–Yo he vivido aquí como cazador –añadió Pablo –. En Astrobe todavía quedan algunos miles de cazadores.Yo he vivido con ellos durante mis meses de emboscado. Sí, la vida aquí es intensa. La remuneración es

intangible, aunque, para algunos, es importante. Pero los que eligen esta clase de ocupación no viven muchos años. Sin embargo, encuentran cierto sabor en ello. Supongo que el león mendigo opina lo mismo.

–¡Oh, Astrobe, una sal que no ha perdido su sabor! –exclamó Tomás –. Ahí está el portento. Entre todas sus maravillas, he notado que el civilizado Astrobe era algo insípido. Pero no tiene por qué serlo. Aquí está la sal para su condimento. Aquí hay la suficiente levadura para la masa. Procuraremos hacer una buena mezcla de los dos.

–¿No querrás decir con eso que Astrobe necesita más selvas apartadas? –exclamó Scrivener –. Esto es peor que cualquier clase de muerte y debería desaparecer para siempre.

–¿Pero con que armas contamos? –preguntó Tomás –. Me parece que no portamos armas de clase alguna, y la culpa es mía.

–Yo voy siempre armado –dijo Pablo –. Llevo un cuchillo corto que es la única herramienta que usan los cazadores de los terrenos ferales. Y sospecho que también va armado Maxwell. Ha sido cazador, al menos en un aspecto de su vida.

–Y yo también –dijo Evita –. Esta niña-mujer fue cazadora hace más años de lo que vosotros imaginaríais. Pero no por mi propia defensa; yo puedo hechizar a los animales, por lo que a mí concierne. Es para defender al santo de Tomás.

Siguieron caminando sobre estratos más bajos del complejo arbóreo. Llegaron a lo que casi era suelo firme, cuya presencia se revelaba por claros al azar que a su vez descubrían otros estratos todavía más profundos de raíces y negra verdura.

–Debería haber un ser enseñoreándose de esta oscura vegetación –dijo Tomás –. Sextus Empiricus escribió que cada ambiente debe disponer de su propio duende. Sin embargo, lo apropiado a este submundo de verdura debería ser un fantasma.

–No me llames fantasma, buen Tomás –habló una voz de color verde –. Si bien estoy seguro de que lo que escribió Sextus Empiricus iba por mí y también por ti. Tú eres igualmente un duende, pero uno nunca se ve a si mismo como tal. Uno se imagina ser un hombre, si ha sido ensalzado por los humanos.

La verdosa voz procedía de un monje de hábitos verdes de la Orden de San Klingensmith. Era un hombre negruzco, aunque en su negrura había un toque de verde profundo, el cual hacia muecas y guiñaba a los expedicionarios de Tomás. Todos se le quedaron mirando fijamente al encontrarse ante él de sopetón.

–Líbranos durante esta mañana de los lobos horrendos, panteras y sujetos programados –imploró–. Sabed que estos últimos os persiguen denodadamente. Son las más difíciles de esquivar y de detectar porque no exhalan olor a los vientos.

–¿Qué está haciendo un buen monje como tú en las saladas junglas de Astrobe? –le interpeló Tomás.–Santo Cathead, naturalmente, ¡estoy pescando! ¿Pero qué está haciendo aquí una buena gente como

vosotros? En las junglas de la vieja Tierra hubo una vez un épico llamado Babes. Sois vosotros mismos. Ya soy el padre Oddopter de hábitos verdes, y ahora me percato de que no sois gentes ordinarias. Ahí veo a Maxwell el avatar que quema sus cuerpos, y nosotros rogamos por él. A Evita la niña, que se ha convertido en el arquetipo de los lascivos ensueños de los hombres de las órdenes, y ella ruega por nosotros. Es famosa en el folklore de las zonas ferales. Allí está Pablo, a quien conocemos. Sufrirá una muerte severa por cumplir esa misión cuyo

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propósito no le será nunca revelado. Y tú, hermano, el dubitativo Tomás, el aparecido, con un doble signo sobre ti. El Espíritu Santo, en verdad, se vale de singulares instrumentos. A veces pienso que ha perdido el juicio. Y esos dos; uno es la negación del hombre, y el otro menos que dicha negación.

–¿Qué cosa soy yo? –preguntó Sílder con una mueca torva.–Oh, tú eres la negación del hombre. El otro es menos todavía que eso. ¡Cómo! ¿Se sonroja de cólera? ¿Por

qué la pura verdad se acoge en semejante forma?Scrivener, a decir verdad, estaba enrojecido por la ira.–¿Qué estás pensando realmente, padre Oddopter?–le preguntó Tomás Moro, el aparecido con un doble signo sobre él.–Ya lo verás tú mismo –respondió el monje.Las circunstancias comenzaron a agolparse como cuervos graznantes. Si antes existieron dudas en cuanto al

color de los ojos de Evita, que ora parecían una cosa, ora otra, ahora eran de color verde, el centelleante verde de la anticipación.

El monje llevaba una cuerda alrededor de la muñeca y manejaba una especie de arpón de un metro de largo. Se puso a escudriñar en las verdosas aguas con sus vivarachos ojos de color verdeoscuro. Seguidamente se arrojó de cabeza a las profundidades de aquellas aguas verdes, con ropas y todo, tan impetuoso como un halcón que se lanzara sobre su presa. En el líquido elemento se formó una súbita turbulencia.

Se produjo un forcejeo de resonante poder bajo el agua, una increíble fuerza que golpeaba y reventaba algo de gran peso.

El monje de los hábitos verdes apareció de nuevo a través de las aguas, posándose sobre la plataforma de raíces que se movía al unísono. Tiraba de la cuerda con unas manos y muñecas de un tamaño tan formidable que costaba trabajo creer que pertenecieran a aquel hombre. Cuando atrajo hasta la superficie su presa y la hubo medio sacado del agua, ésta se encontraba teñida de sangre y convertida en una vorágine.

Era un objeto corpulento de forma discoidal, negro y palpitante, y una tercera parte de su contorno correspondía a una bocaza de dientes aterradores. Pesaría unos ciento cincuenta kilogramos y de un solo bocado sería capaz de seccionar a un hombre en dos por el tronco.

–Y yo que me consideraba en la Tierra como un pescador –dijo Tomás con admiración –. Jamás en mi vida pesqué un animalito tan grande como éste. ¡Por los días de mi vida, silo veo y me cuesta trabajo creerlo!

–Tomás, Tomás –le reprendió el monje de las ropas verdes – eso no es más que el saltamontes que uno atrapa con la palma de la mano para después clavarlo en el anzuelo. No se trata del pez, sino del cebo.

El monje clavó tres arpones más en aquella criatura que se debatía furiosa y bramaba. Ahora había en ella algo más; eran unas grandes alas, por así decirlo, las alas más fantásticas nunca vistas, que profundizaban en el agua y se agitaban hacia arriba. El monje de los hábitos verdes aseguró firmemente las cuerdas de los arpones atándolas en varias ramas y raíces espesas y resistentes. El gigantesco cebo se agitaba y sacudía violentamente con dos tercios de su cuerpo metidos bajo el agua.

En aquel momento, el monje de hábitos verdes saltó sobre la criatura cebo, apuñalándola profundamente con un cuchillo. Espectaculares chorros de sangre brotaron como surtidores negros que explotaron desenfrenados, cubriéndolo todo de una pestilencia infernal.

Desde un poderoso órgano subacuático, la bestia lanzaba unos bramidos que hacían vibrar las aguas y el aire de manera escalofriante. El monje, a riesgo de perder un miembro o la propia vida, se acercó a dicho órgano y se puso a apuñalarlo.

–Demonio, demonio, sube y muere; ven y verás quién soy yo –cantaba Evita en una rima infantil, pero sus ojos aparecían verdes con un fuego volcánico de un billón de años.

–¡Pronto! –exclamó Pablo –. Está subiendo como un trueno.–Lo sé, lo sé –canturreó el monje –. ¡Santo Cathead, sube veloz! Pero el último segundo es lo que cuenta.–¡Demonio, demonio, fastídiate! ¡Coge el bonito cebo de Evita! –cantaba la niña salvaje, pero sus ojos ya no

aparecían enfocados y estaba poseída de la histeria.El monje de las ropas verdes saltó de su criatura cebo en el último segundo. Entonces la descomunal presa

se lanzó sobre la carnada. Mil kilogramos de masa central que engulleron a la arriostrada criatura de un solo bocado; tentáculos de treinta metros de longitud que palpaban a ciegas en busca de más presa y un ojo ciclópeo, enajenado y lívido de malevolencia. ¡El demonio! Su volumen principal se vio aparecer fuera del agua en su impetuosa acometida hacia la superficie. Fue un instante efímero pero bastó para que pudieran verse simul-táneamente muchas cosas, durante el cual se produjo un relámpago, una descarga circular y un aura cegadora salida de la monstruosa criatura marina.

Era la hidra que mordía el cebo.–¡Ahora! –gritó el monje emitiendo un sonido semiahogado por el agua.–¡Ahora! –gruñó Pablo como un perro de presa rampante.–¡Ahora! –sonó cantarina la voz de Evita como una masa de bronce verde recubierta de azufre.Todos habían hablado a la vez sin transcurrir un segundo más.

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Los tres se encontraron sobre la hidra antes de que ésta batiera estrepitosamente las aguas al caer sobre –ellas después de su violenta acometida. Armados de cuchillos, semejantes a serpientes, los tres se arrojaron contra el ojo de la hidra y contra el cerebro que había tras él, febrilmente veloces antes de que los temibles tentáculos tuvieran tiempo de defenderse y atacar. Lucha histérica, vociferantes retos, grandes exclamaciones de triunfo.

La hidra lanzaba unos bramidos de cólera y agonía que invadieron la totalidad de los terrenos ferales, haciendo que cayeran muertos muchos pequeños pájaros a causa de su atronadora resonancia. Se sumergió, al caer, con un increíble chapuzón contra las aguas, acabada la gran acometida sobre su presa. Los tres atacantes la acuchillaban y rasgaban con un furor que estaba al borde de la histeria.

La hidra rugía bajo las aguas. Después de un rato volvió a emerger a la superficie.Los gigantescos tentáculos chasqueaban como látigos y se retorcían, pero no con la potencia de antes. El

monje de ropas verdes, Pablo y Evita se debatían sobre el descomunal ojo y en el cerebro, cortando despiadadamente presa de la furia. Evita había introducido su cabeza y la mayor parte del cuerpo dentro del ojo ciclópeo, y su canto salía de aquella cavidad como la fantástica voz de una niña pequeña que se hubiera vuelto loca:

–¡Demonio, demonio! ¡Brama y cencerrea! ¡Mira cómo Evita la niña al infierno te lleva!La hidra-demonio rugió con tal profundidad que sus ecos estremecieron a toda la región.Y luego expiró.–¡Cómo, esto es una alegoría representada ante mis propios ojos! –exclamó Tomás, y estaba temblando por

la pasión que reinaba en torno suyo. Estaba buscando palabras para negar lo que había visto.–Disfruta de ello, Tomás, disfruta de ello –gritó el monje de las ropas verdes mientras saltaba de nuevo

sobre aquel macizo de raíces que casi era tierra firme –. Y dale el espaldarazo. En Londres fuiste un buen aficionado al teatro, pero jamás viste una comedia tan ruidosa como ésta. Un hombre no puede representarla dos veces en un mismo día. Si su cuerpo es fuerte lo resistiría, pero las emociones acabarían con él.

–Esto no es real –dijo Tomás –, no puede ser real. No es más que una gran ilusión. Mirad, nuestro Pablo está extenuado; le voltean los ojos como si fuera un moribundo y vuelve tambaleante a tierra firme. Padre Oddopter, ¿cuál es el contenido y verdadera sustancia de todo esto?

–Es la muerte del demonio, buen Tomás. Al demonio hay que darle muerte cada día, dondequiera que se encuentre. Si un día fallamos, nuestras horas estarán llegando a su fin. El demonio de hoy, digamos, ha sido muy grande, ¿verdad? Has de saber que no siempre se presenta en forma de hidra. Unos días aparece como un lobo horrendo enloquecido y rabioso. Otros días es una pantera porche que se ha vuelto almizclera. El demonio tiene numerosas formas, pero nosotros debemos matarle cada día para reducir sus límites.

–A nuestro buen Tomás no le podemos considerar exento de esperanza –señaló Pablo mientras salía de aquel mundo profundamente sombrío para situarse en un lugar más superficial –. Tomás, tú no te has rebelado por completo. Aunque lo niegues, eres casi tan apasionado como nosotros mismos. El dorado Astrobe no te ha pillado todavía enteramente entre sus redes. Te debilitas y te sometes y ellos parecen estar ganándote. Pero esto perdurará como un signo para ti antes de que termines de debilitarte. ¡Sé bendito con esta sangre, Tomás!

–Estáis todos chiflados –murmuró Tomás desasosegado, aunque un tanto afectado por la impúdica sangre de la hidra –. Es algo satánico y antinatural lo que sucede aquí, y vosotros os regocijáis con ello. ¿Y la niña-mujer, es que ha perdido el juicio?

–Está poseída –respondió el de los ropajes verdes. Evita casi había desaparecido en el cavernoso cerebro de la hidra. Allí se estaba atiborrando y disfrutando a placer.

–Se ha casado con el demonio en sus otras formas –dijo el de las ropas verdes –, y existe una singular tensión y odio entre ellos. Yo no he participado nunca en la muerte del demonio en compañía de la niña, pero lo he oído contar. A veces se vuelve loca.

–¿Creéis realmente en el demonio de los terrenos ferales? –preguntó Tomás cuando Evita se hubo separado un tanto del monstruo.

–¡Eres un hombre extraño! –le respondió maravillado el padre Oddopter de las ropas verdes –. Acabas de ver cómo matamos al demonio, y preguntas si existe. ¿No crees en tus propios ojos? ¿Acaso te parece una criatura ordinaria?

–Desde luego, no me parece ordinaria –arguyó Tomás débilmente, como si estuviera defendiendo en juicio un caso perdido –, pero, por definición, está dentro del orden de lo natural, puesto que no existe otro orden.

–Tomás, Tomás, no podrás ganar en este juego, aunque para ello emplees tus propias reglas.–Comprendo que para el supersticioso, o para el ignorante...–No, no, buen Tomás. ¡Míralo! Tanto el ignorante Scrivener como el supersticioso Slider están despavoridos

ante la violencia de esa criatura y, a pesar de todo, tiemblan. Pero no creen en ella.«El semignorante de Maxwell también tiembla, pero sólo cree a medias. Somos nosotros los intelectuales los

que creemos lo que vemos y palpamos; que hemos sacado al demonio de su cubil y le hemos dado muerte. ¿Tú no lo crees?»

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–No lo creo –dijo Tomás, pero no se sentía muy tranquilo –. No es más que un deporte sangriento, vio lento y peligroso al que te entregas.

Evita, finalmente, salió del monstruo embadurnada de sangre, portando un brazado descomunal de sesos diabólicos. Salía toda desgreñada y sus ojos aparecían completamente enajenados.

Y, de pronto, en una incontable fracción de tiempo, aquellos ojos cambiaron de aspecto. Salió de su estado de pasión y trance con la misma sencillez que si saltara de un árbol. Hizo un gruñido a Tomás y rompió en una risa sonora.

–Mis planes para seducirte han cambiado un poco –se rió entre dientes –. En vez de ello, voy a seducir tus pensamientos y creencias. Por lo que respecta a tu cuerpo, yo abrasaría y achicharraría rápidamente esas pobres mantecas tuyas, Tomás. Pero de esa forma marcaría con hierro candente tu cerebro. ¡Guay! ¡Un grandullón demasiado ignorante para creer en el demonio!

¿Ha intentado alguien cocinar alguna vez sesos de demonio? El que no lo haya hecho que lo intente. Pablo y el de las ropas verdes cocinaron los sesos. Hicieron con ellos una bola de fango y los pusieron sobre un fuego devorador y explosivo formado con vides que goteaban aceite. El calor tórrido los socarró. El agua que contenían luchaba en su interior con el aceite, mientras eran rodeados de un humo vertiginoso, casi emético. Todo ello presentaba una luminosidad semejante a la de una llamarada de sodio. Dejaron que se asara la ruidosa masa encefálica durante una hora, al cabo de la cual aquella bola se abrió totalmente en una verdadera explosión. En el aire se captaba el olor de azufre. Había terminado la condimentación.

Ante un manjar de esta índole, puede que a unos les guste comer y a otros no.Scrivener y Slider no participarían en el banquete.Maxwell tuvo que esforzarse a si mismo.–Después de todo –se dijo – no son más que sesos de pescado. Lo demás es una grosera broma de esas

regiones ferales.Pero, a medida que iba comiendo de ellos, le gustaban más y más.Tomás lo probó con aire desabrido y por mera curiosidad. Y entonces mordió el cebo. Le agradó y pensó

que era el manjar más raro y gustoso que jamás había probado. Y aquella sustancia cerebral se posesionó de él. ¡Ah!, la sal y el azufre en ella contenidos sustentarían a Tomás cuando llegara su momento crucial. Al comerse el cerebro de su enemigo, ejercería siempre cierto dominio sobre él.

El seso de hidra era conocido en algunos lugares de Cosmópolis, pero costaba a cincuenta stoimenof d'or el kilo. Era un precio elevado y escaseaba el seso, pero siempre se encontraba algo.

Pero aquí, en las zonas ferales, sabia mejor el comerlo recién matado, kilo tras kilo, hasta la saciedad. No necesitaba de condimento. Ya llevaba su propia sal y su propio azufre.

¿Quién se ríe, quién se ríe? Nadie sino un nigromante como Walter Copperhead que salió de la jungla y sólo tenía ojos para mirar a la hidra. El sabia, por supuesto, la hora y lugar donde seria muerto el demonio. El sacaría sus entrañas, las examinaría y trataría de descifrar sus secretos, como si fuera una vieja barrena. Y lo era.

Construyó una especie de rudimentario montacargas, valiéndose de vides resistentes y ramas dobladas que hicieran de contrapeso. Se afanó en levantar al monstruo para extraerle las vísceras. Los componentes de la expedición se retiraron a cierta distancia y le dejaron solo. Era un asunto privado que Walter Copperhead tenía que resolver con la hidra.

Después de invertir una hora o dos en la agradable charla que sigue siempre a una buena comida, se pu-sieron de nuevo en camino. También les acompañaba el padre Oddopter de la túnica verde, que no tenía morada fija y seguía fiel al voto de la regla de no reclinar su cabeza en el mismo lugar durante dos noches seguidas. En el transcurso de la marcha se encontraron con otros cazadores y pescadores. Llegaron ante un grupo que se dedicaban a matar «ansels» y a sacarlos del agua. Esto inquietó a Tomás.

Rimrock, el «ansel», era una criatura con intelecto y, por tanto, humano. Pero Tomás comprendió en seguida que aquellos «ansels» carecían de intelecto y no eran humanos. La diferencia era clara en el aspecto práctico, pero no en el teórico. Tomás quedó sorprendido al ver que no mostraba repugnancia ante aquellos seres muertos. Tampoco dudó en aceptar y comer las tajadas de carne cruda que se le ofrecieron. Tomás estaba confuso.

–Hay una pregunta que me resulta muy difícil de hacer –le preguntó a Pablo –. ¿Comería Rimrock, el «ansel», de sus semejantes?

–Efectivamente y, de hecho, lo hace –respondió Pablo – pero no le atrae demasiado. Digamos que lo ha superado ya. El «ansel» no necesita comer de sus semejantes, pero no siente repugnancia. Y el «ansel» que ha cruzado la línea se convierte en una criatura totalmente distinta al «ansel» natural. Lo que no sé es cómo adquiere su nueva especie, pues todas las demás especies acusan la diferencia. El lobo horrendo, por ejemplo, comerá «ansel» natural con menos reparos que si comiese conejo de Jerusalén. También se comería a un «ansel» transformado, exactamente igual que si fuera un hombre, pero no lo haría con la misma tranquilidad de conciencia. Existen diferencias entre una presa natural y otra trascendente, y todos los carnívoros lo saben. Es reconocido que todos los animales experimentan grandes perturbaciones mentales después de haber comido carne humana y Rimrock podría ser humano con esa prueba.

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–Eso implica una teología imposible –adujo el de la túnica verde –. No puede ser que una criatura ya en plena vida reciba, a veces, un alma y una inteligencia, y, sin embargo, éste parece ser el caso de algunos «ansels» excepcionales. Hoy he estado hablando con tu amigo Rimrock. Se marchó de aquí hace un ratito.

Reanudaron la marcha. Las montañas se fueron haciendo más altas y aparecían más cercanas. Viajaron durante la tarde –siempre espiados por los homicidas programados – y al anochecer llegaron a Goslar, la ciudad de los emperadores sálicos.

(He aquí su historia resumida).Los emperadores sálicos tenían su origen en una hermandad universitaria clandestina de Wu Town. Varios

jóvenes, en un alarde de osadía, mantuvieron una revolución, medio en broma, medio doctrinaria, aunque en su totalidad era una insensatez, contra la áurea medianía de Astrobe, el sueño humanista planetario. Varios de estos jóvenes se establecieron entonces (dos siglos antes de este relato) en la pequeña población de Goslar y la llamaron su capital imperial. A esta colonia se sumaron varias familias de cazadores porque, en cierto modo, se encontraba situada en la parte central de las zonas ferales. Fue aquí donde se reunieron los Pantanos Tristes, los Bosques Lluviosos y las Praderas, que se hallan justamente al pie de la Montaña Eléctrica, pri mera cima del complejo montañoso.

Hoy en día, Goslar tiene unos cien habitantes y un enorme edificio rústico que servia como taberna, fonda, palacio real y desolladero de la caza.

Desde la fundación de Goslar ha habido siempre un emperador sálico residenciado en su capital. El presente emperador era Carlos 612, pues ninguno de los emperadores había llegado a reinar más de un año y la mayoría menos de un mes.

Los asesinos automáticos se habían asignado automáticamente la destrucción de todos los emperadores reinantes. Los homicidas programados de Astrobe recibían la denominación de los recogedores de basura, la última policía y como los guardianes auténticos del sueño de Astrobe. Eliminaban todo aquello que obstaculizara dicho sueño. Para eso habían sido construidos, y ellos se habían programado a sí mismos y proseguido la obra.

Sobre el pecho de cada homicida programado blasonaba el lema Soy leal al sueño de Astrobe.Los sentimientos de estos homicidas eran fijos e implacables. Todo lo que amenazara a la Tesis de Astrobe

era un enemigo y había que perseguirlo hasta darle muerte. Ultimamente no había escapado nada a su implacable persecución, aunque algunas personas astutas lograban a veces eludirlos durante anos.

No respetaban más que la rendición de sus enemigos. Todo el que se rendía y aceptaba el sueño de Astrobe, dejaba de ser objeto de su persecución. Los homicidas programados podían ser destruidos. Pero en el mismo momento de la destrucción de cualquiera de ellos, Otro igual era creado en un centro distante y recibía la misma misión.

Y lo mismo que estaban persiguiendo y finalmente eliminarían a todos los miembros del grupo de Tomás Moro, que constituían una amenaza, así habían perseguido y dado muerte a los emperadores sálicos.

Pero existía una peculiaridad acerca de la sucesión de los emperadores sálicos que corría paralela a la de la especie de los robots homicidas. En el momento mismo que era asesinado un emperador reinante, instantáneamente se creaba su sucesor. Conocedores de la muerte, valiéndose de unos medios de comunicación no ortodoxos (en varios casos llegaban a saberlo con muchas horas antes de que sucediera) los sálicos de la Universidad de Wu Town se congregarían de día o de noche, y seleccionarían un nuevo emperador en cosa de minutos. El nuevo emperador debería ponerse en camino inmediatamente hacia Goslar, haciendo el viaje a pie, sin ningún escrito, material, alimentos, dinero ni vestiduras adicionales, debiendo llegar a la capital en el término de diez horas. Siempre viajaba por intuición, puesto que Goslar no figura en ningún mapa y el nuevo emperador no había estado allí anteriormente.

Y así continuaba la dinastía.Carlos 612 llevaba reinando menos de veinte horas cuando llegó Tomás Moro y su expedición. El

emperador había llegado en medio de la oscuridad de la noche pasada, y fue coronado por un cazador de aves mudo.

(Esta es la historia a grandes rasgos).Carlos 612 parecía un joven aturdido, de unos dieciocho anos, con una sonrisa asustada. Pero comprendió a

aquella comitiva nada más verlos acercarse. Como emperador que era, había sido infundido de ciertos poderes especiales de entendimiento. Asintió con la cabeza, indicando a los expedicionarios que entraran en el rústico edificio, y luego les invitó a dejar sus equipajes contra la pared y a extender paja sobre el suelo para que les sirviera de cama, porque aquello era posada, además, del palacio real.

Evita puso a hervir, en el centro de la habitación, la descomunal caldera común con más de cincuenta kilos de carne de la hidra-demonio. Había portado aquel bulto, cuya carne pesaba mucho más que la propia niña, aparte de otras varias cosas, durante la tarde anterior y a través de tan agreste campiña. Era tan fuerte como una jaca polaca.

Y entonces, el emperador Carlos comenzó a darles órdenes correspondientes a sus derechos y obligaciones:

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–Maxwell, Suder, el sacerdote Oddopter, Pablo, Tomás y la niña-demonio pueden usar la sala común –dijo el emperador.

Ninguno le había facilitado los nombres pero, como emperador, sabía quiénes eran. Además, Rimrock había estado allí antes que ellos y contó a Carlos todo lo relativo a los nombres y aspecto de los miembros de la expedición.

–Sin embargo Scrivener –prosiguió el emperador –, no podrá usar la sala común. Debe ser alojado en el cobertizo destinado a la maquinaria, y allí recibirá sus alimentos. Scrivener no es persona.

–Scrivener, ¿eres una persona programada? –le preguntó Tomás –. Eso no lo sabía yo.–Ni yo mismo sé si lo soy o no –se lamentó Scrivener –. Lo he sospechado, y existe una leyenda familiar de

que tenemos mezcla de programados. ¿Pero eso qué importa? Realmente ya no hay ninguna diferencia entre los programados y la gente. Ojalá no hubiera tomado parte en esta miserable excursión, porque no voy a consentir que se me trate como a un inferior.

–Yo soy el emperador y sé esas cosas –aseguró el muchacho emperador Carlos 612 a los recién llegados –. Scrivener es una máquina, y se alojará en el pequeño cobertizo destinado a las máquinas. No metamos tanto ruido por tan poco cosa. Ocurre que las definiciones han perdido su precisión en Astrobe; y uno de los deberes del emperador sálico consiste en aclararías y reforzarlas.

–Tomás, ponte en tu puesto y no permitas que este patán se salga con la suya –le pidió Scrivener –. Eres un hombre importante y yo formo parte de tu expedición.

–Ya tuve mis dificultades con la alta realeza en otro lugar –dijo Tomás –. Y la regla es no dirigirlos en las cosas pequeñas; ya resulta de por sí bastante difícil dirigirlos en las cosas grandes. Yo no deseo contradecir a la realeza en asuntos secundarios, y tú lo eres, Scrivener.

Este, presa del enfado, fue a alojarse al cobertizo destinado a las máquinas.Carlos 612 estuvo pulimentando el cráneo de Carlos 611, el emperador que había sido asesinado por los

homicidas programados la mañana del día anterior. El cráneo había quedado parcialmente astillado a causa del golpe mortal recibido, y el actual Carlos tuvo que trabajar esmeradamente para recomponerlo. Tenía una especie de arcilla blanca que usaba como pasta, y las grandes esquirlas las colocaba sobre la brecha. Evita se encargó de colocar los pequeños fragmentos y los limpiaba de la sangre reseca del día anterior, uniéndolos con gran habilidad.

–¿Es que eres de sangre azul, niña-demonio? –la preguntó el joven emperador. Ambos aparentaban ser de una edad aproximada, pero resultaba imposible, si las leyendas de Evita fueran tan sólo parcialmente cier tas –. Todas las calaveras de esa pared protestarían nada más que las tocaras sin tener sangre azul, pero parecen felices en sus nichos. ¿Qué me dices, niña? ¿Fuiste la consorte de alguna de ellas? Y aquélla para ti entona una canción demasiado apreciable para ser una calavera muerta.

«¡Pero hay más de un cráneo que te canturrea! ¡Debes ser muy vieja! ¿Es posible? Ahí está Carlos 112 que se agita por ti. ¡Tú eres Stephanie, la reina de los ojos verdes! Pero Carlos 205 también canturrea y se agita en su nicho. ¡Entonces, eres la reina Brígida! Sin embargo, Carlos 315 se muestra feliz al notar tu presencia. ¡Entonces, tú eres la reina Candy Mae! ¿Cómo puedes ser todas ellas? Te llamé niña-demonio y tenía razón. Pero todos ellos te aman.»

–Me gustaría que así fuera –dijo Evita –. Pero te darás cuenta de que Carlos 313 ha vuelto su rostro hacia la pared. ¡Pobre Carlos! Todo fue un malentendido, Carlos, te lo aseguro. Y el ruido que hacen otras dos calaveras tampoco es de felicidad. Yo he sido tan buena reina con unos como mala con otros. Frecuentemente vengo a Goslar para renovarme a mi misma. He sido muchas reinas.

–Sé una más –gritó Carlos –. El sacerdote Oddopter nos desposará en el acto.–Oh, no. Mis días de reina ya terminaron. Me he entregado a la aventura de Tomás y la seguiré varios meses

hasta que su muerte me dispense de ella. Dudo que estés todavía con vida para entonces, Carlos, pero puedo venir a verlo.

Las calaveras ofrecían un aspecto impresionante colocadas en sus nichos sobre la rústica pared. Allí no estaban las seiscientas once. De echo, faltaban trece cráneos, pero existían los nichos vacíos para alojarlos. Estas calaveras pertenecían a los emperadores que habían muerto despeñados desde los altos picachos hasta el fondo de los precipicios, o que perecieron abrasados en trampas de fuego antes de rescatarlos, o que encontraron la muerte en cualquier otra aventura demoledora a manos de los homicidas programados. Pero allí estaban la ma-yoría de ellos, proporcionando la mnemónica necesaria para el recuerdo de la fabulosa historia oral de la dinastía.

–Más de uno de vosotros es un «Taibhse» –dijo Carlos –. Yo soy emperador y he recibido intuición acerca de tales cosas. Maxwell se deja tras de sí sus cuerpos, y Tomás se deja sus cabezas. Pero lo que no entiendo bien es cómo Evita es tan joven habiendo vivido tanto. ¿Cómo te las arreglas, chiquilla de corazón empedernido?

–¿Es que no aprendiste nada en la universidad, niño Carlos? –le preguntó ella –. Desde hace doscientos años se ha conseguido en Astrobe una gran longevidad. Según dicen, están a punto de lograr un sensacional progreso. Pero durante estos dos siglos ha habido casos de inmortalidad y yo soy uno de ellos. ¿Pero quién desea ser inmortal?, se preguntan. Nueve de cada diez personas en Astrobe desean morir mucho antes de que le llegue su

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hora. ¡La dorada población de Astrobe encuentra la vida fastidiosa! ¡Diablos, pues yo no! La perfección resulta más empalagosa, cuanto más perfecta. Le tengo dicho al bueno de Tomás que ésta es la causa de la enfermedad que padece Astrobe, y no la revolución de Cathead, del Barrio y de las zonas Ferales. La gente está tan harta de perfección, que desea morir mucho antes de hacerse vieja. Muchas personas quieren acabar sus días cuando todavía son niños. ¿Qué tiene de perfecta una vida a la que cada día más gente renuncia vivir?

–Me había olvidado de tu leyenda, niña-demonio.–dijo el emperador Carlos –, aunque estoy seguro de que lo sabía cuando tuve que estudiar en la escuela las Leyendas de Astrobe. ¿No existe una frase que dice «vete al infierno en un canastillo»?

–Sí, así es, Carlitos. Yo era muy candorosa en mis métodos y dirección de la rebelión –respondió Evita –. Los profesores decían que no existía el infierno ni el demonio, y esto me enfadaba. Estaba segura de que no tenían razón. Yo misma había tenido algún contacto personal con los dos. También negaban la existencia del pecado. Sobre todo, decían que los niños no podían cometer graves pecados. Y, en esto, me constaba que los profesores estaban pecaminosamente equivocados.

«Decidí ir al propio infierno y demostrar que estaban equivocados. También me propuse encontrar el mismo demonio. A quien primero encontré fue al viejo sabio maligno de la leyenda. Y estaba tan atareado en sus artimañas que perecía una parodia de él mismo. No obstante, era un auténtico científico y un verdadero hombre maligno. Me desposé con él y me proporcionó larga vida y una introducción a ciertos aspectos de la maldad. Fui uno de los primeros experimentos felices acerca de la longevidad. Esto le quita a uno, hasta conseguirlo, mucha energía corporal y psíquica, y a mí me la quitó. En aquel tiempo llegué a pensar que él era el propio demonio y que yo era Faustina, la que hizo pacto con el diablo.

»Bueno, fue honrado en la cuestión biológica, y me dio lo que yo deseaba. Hoy en día no hay mucha demanda de ello. ¿Quién suspira por la "eterna juventud"? La gente se la mira con desprecio. Yo la deseaba y la deseo. Durante varios siglos la he tenido. Ah, el bueno de Tomás y los otros se sonríen. No creen en mi leyenda. No se creerían una leyenda aunque la vieran en carne y hueso. »

–Gorrión saltarín, si todavía no has cumplido los veinte años –replicó Tomás.–Buen Tomás, he cumplido más de doscientos –le respondió Evita –. Bueno, en mi peregrinar en busca del

infierno, cometí toda clase de abominaciones pasadas de moda. Caí en la fornicación, en el orgullo, en la descortesía, en el desprecio intelectual. Pero no encontré el infierno inmediatamente.

«Existe otra leyenda acerca de un muchacho que tenía que dar la vuelta a su planeta, conservándose puro, hasta llegar a su propia casa. Entonces cayó por primera vez y yo fui la culpable. Y encontró el infierno. El dorado Astrobe del sueño es ese infierno. A mí no me gusta ni me gustará nunca. Pero el infierno existe.»

–Pero el dorado Astrobe es perfecto, niña-mujer –insistió Tomás –. Es todo un conjunto de perfecciones–Sí, buen Tomás, un conjunto de perfecciones hechas un paquete y atadas con una cinta de oro. He sido

engañada por falsos maestros que se valían de unas palabras para significar lo contrario. Y tú también lo has sido, aunque seas tan inteligente. Bueno, ¡dejémosles que abusen de sus propios términos! Que llamen a las cosas con el nombre que les plazca. Si Cathead y el Barrio significan el infierno, yo estoy de parte del infierno hasta que se presente otro mejor. Pero no aceptaré un infierno tan extremado como es la visión del dorado Astrobe. ¡Es sofocante! ¡Sopla tan fuerte que apaga las almas como si fueran hileras de velas encendidas!

También ardían hileras de velas encendidas, o al menos antorchas de sebo, en la enorme y rústica habitación que servía de palacio real, de posada y de desolladero de reses, donde, a su vez, podían dormir quizás veinte personas. Y las filas de velas se apagaban incesantemente porque el viento había empezado a soplar afuera y las rendijas de aquella estancia estaban mal calafateadas.

Entró un hombre del exterior.–Emperador, los espíritus están irritados esta noche –dijo el hombre –. Acaban de devorar la carne de mi

esposa y sólo han dejado su esqueleto.–Bueno, estoy trabajando contra ellos por medio de un amuleto regio, pero todavía no lo tengo en forma –

respondió el emperador Carlos 612–. Se presume que los cráneos de los viejos emperadores me están inspirando para conseguirlo, pero, hasta ahora, no he obtenido más que monsergas. Colijo que los espíritus no tienen por menos de mostrarse irritados esta noche.

–En parte, me alegra que aquella se haya ido –dijo el hombre al tiempo que sacaba del cuenco común con un cucharón de madera un trozo de carne de la hidra-demonio –, pero alguna vez la echaré de menos. Nos peleamos mucho, pero jamás me he divertido tanto peleando. Ahora ya no tengo a nadie.

–¿Cómo son los espíritus? –preguntó Tomás sacando también él del cuenco con un cucharón de madera otro pedazo de carne diabólica.

En aquel instante, todos comenzaron a escarbar con sus cucharones y a comer.–Los espíritus son iguales, o casi iguales, que el «Taibhse» –dijo el padre Oddopter de las ropas verdes –.

Tomás, al ser tú mismo uno de ellos deberías conocerlos un poco mejor. Son animales, criaturas o seres desplazados de su contextura y condenados a vagar errantes. Frecuentemente son invisibles y, en sus manifestaciones más sólidas, son incluso transparentes o, al menos, ligeramente translúcidos, como tú lo eres a la luz de estas velas.

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–¿Existen, en verdad, tales sujetos? –preguntó Tomas –. ¿O son cuentos de camino?–Existen realmente, y muchos de esos espíritus se sienten enojados por su mala colocación. ¿Se comería un

cuento de camino las carnes de una persona, dejándola los huesos mondos y lirondos? –preguntó el de las ropas verdes –. Bueno, yo creo que también eso es posible. Todas las cosas lo son. En cuanto a estos espíritus, sea cual fuere su nombre, sólo podemos decir que existen. En la primitiva historia natural de Astrobe se les con-cedió un espacio, pero ahora no. No obstante, son criaturas con mente superior a la de aquellos animales y del orden de los hombres. Tienen cuerpo, aunque sea frágil y variable. Han sido vistos, oídos y palpados. Han muerto y han matado. Su carne ha estado en este mismo puchero, pero se evaporó por completo dejando sólo un aroma. Tienen ciudades y colonias. La mayoría de ellos sienten aversión a aproximarse a los núcleos humanos (puede que sea cierto que se les mantiene alejados con los maleficios), pero algunas veces se acercan y comen carne, devoran todas las carnes de una persona, rápidamente, dejando solos los huesos.

–¿Tanto abunda la superstición en Astrobe? –preguntó Tomás.–¿Y por qué no? –repuso el monje de la túnica verde –. Que yo sepa, aquí tiene gran preponderancia la

fuerza psíquica, la libido. Creo que, en un tiempo, ocurrió lo mismo en la vieja Tierra y se prolongó en Africa y Haití. No olvidemos que para domesticar la naturaleza de este mundo se ha invertido muy poco tiempo. Las zonas ferales constituyen la central energética de Astrobe. Son la clave del clima y fertilidad del suelo, del agua y su fuerza, y también de la fuerza del propio sol. Entiendo que también constituyen la fuerza central psíquica del planeta, aunque las personas humanas que las pueblan sean escasos millares en relación con los muchos millones del civilizado Astrobe. En efecto, la superstición tiene aquí mucha fuerza, Tomás.

«Si tres personas de las zonas ferales se imaginan una cosa, con la suficiente concentración (por monstruosa que sea) pueden llegar a convertirla en realidad. Podrán crear un cuerpo contingente para cualquier cosa que se imaginen, y ese cuerpo será habitado por ciertos espíritus incorpóreos. Yo lo he visto. Yo he contribuido a hacerlo. Cuando los niños de estas zonas juegan a «monstruos», pueden crear monstruos susceptibles de ser vistos y olidos, y que, en ocasiones, hasta han devorado a sus creadores.

»Efectivamente, aquí se dan toda clase de personas y animales improbables, espíritus y semiespíritus, puros e impuros; los arquetipos del sueño de las gentes están aquí vivos y, a menudo, en carne y hueso. Aquí hay superstición (la ultracreencia o la supercreencia) en una forma tan punzante y aguda que hasta deja huellas y cicatrices de colmillos y garras. Cualquier idea o insinuación suprimida por irracional en el racional Astrobe, cobra vida aquí y se reviste de carne y hueso. Aquí se alimentan, crecen y matan las criaturas que tienen su origen en las pesadillas del dorado Astrobe. Como allí fueron proscritas por la terapéutica colectiva, se desplazan a estas zonas y cobran existencia física.»

–Padre, padre, habéis perdido el juicio – le reprendió Tomás –. Ya veo que tendré que someter a cuarentena estas regiones con mucha más severidad, si me convierto en presidente de Astrobe.

–Y también te digo, Tomás, que el civilizado mundo de Astrobe carece realmente de toda importancia –añadió el de la túnica verde –. No es sino una insignificante excrecencia amarilla que se deja crecer en una parte de la piel de este planeta. Tan sólo con que se estremeciera una vez esta vieja y rugosa piel, la civilización del dorado Astrobe quedaría destruida instantáneamente. ¡Bendita sea esta carne! Es muy sabrosa.

–Sería una obra de caridad el exterminar a todos los pobres ignorantes que pueblan esta área, y tendré que cuidarme de que así se haga –dijo Tomás –. Sí, la carne es buena.

–Tendrás complicaciones con los ecologistas si tratas de exterminar a las gentes ferales –señaló el emperador Carlos –. Los millares de humanos que viven en estas zonas forman parte del equilibrio ecológico de Astrobe. Destruyéndolos y se desmoronará el equilibrio de la vida vegetal y animal; esta gran cisterna del civilizado Astrobe cambiaría y tal vez quedara destruida. Los científicos no lo quieren así. Según dicen, debemos seguir viviendo en el número de seres que hoy vivimos. Pero no nos consideran como humanos. Para ellos somos más bien animales, animales entre animales. Estamos regidos por el Departamento de Vidas Salvajes.

–¡Por mil diablos! Estoy comiendo mucho más de lo que entre todos vosotros podríais decir en toda una noche –añadió Tomás con cara seria –, y eso me impone sus exigencias. Les pido perdón pero debo acudir al «Henry» ahora mismo. ¿O en este reino se le llama el «Carlos», emperador?

–Llámalo como te plazca, Tomás –repuso el joven emperador, y entonces guiñó a Evita, un guiñó que fue como una centella entre los dos y captada por Tomás.

–¿Qué liviandades son éstas? –preguntó Tomás aún más enojado –. ¿Es que no puede un hombre honrado ir al «Henry» sin que se mofen de él?

–No es eso; es que allí hay un ciudadano de Goslar con un insólito medio de subsistencia –respondió el emperador –. Es un negocio que ha pasado de padre a hijo. Quedamos prestos a oírte, buen Tomás.

Tomás salió de allí lleno de dudas, dirigiéndose a la letrina.* * *

El hombre que había perdido a su esposa (excepto sus huesos) irrumpió en la habitación portando un pequeño barril verde.

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–Era lo que más quería mi esposa –dijo el recién llegado mostrando el barril – y ya no podrá usarlo. Beberemos esta noche por mi desaparecida esposa (excepto sus huesos), y la alabaremos si somos capaces de encontrar alguna palabra de alabanza para ella. Yo no soy capaz de dar con la palabra, pero alguno de los aquí presentes, de mejor verborrea, sabrá encontrarla. Yo quería a mi mujer, pero no se me ocurre ninguna palabra de alabanza.

–¡Por tu mujer, excepto sus huesos! –dijo Evita, y levantó el pequeño barril con sus fuertes manos para beber por su gollete.

El emperador Carlos hizo lo mismo, y el padre Oddopter de la túnica verde, y Pablo. Pero ni Maxwell ni Slider fueron capaces de levantar el barril y, por ello, no pudieron beber.

Pero aún quedaban más por participar de las libaciones. Cuando se espita un tonel, en seguida acuden los que se encuentran a la vista. Walter Copperhead, el nigromante, y Rimrock, el «ansel», estaban en la rústica habitación. Copperhead levantó en alto el barril y bebió profundamente. Rimrock, que tenía una mentalidad muy peculiar, hizo lo mismo de una forma que podía parecer desmañada para un hombre cualquiera, pero él bebió glotona y ruidosamente.

–¿Dónde habéis estado vosotros? –les preguntó Pablo.–¡Matando asesinos – vociferó Copperhead! –. Gracias a eso estáis todos con vida esta noche. Sois muy

descuidados en vuestras andanzas.–De todos modos, ésa es una bárbara manera de beber –se quejó Slider, profundamente resentido de que a él

le estuviera vedado participar en el festín a causa de su debilidad corporal –. En el civilizado Astrobe, el mero contacto del electrodo o aguja eléctrica producirá un efecto mucho mejor. ¿Cómo podéis ser tan cerdos para embriagaros de semejante forma?

–¡Chitón, semihombre! –ordenó el emperador levantando la mano –. Escuchemos.* * *

Y entonces llegó hasta ellos la enfadada voz de Tomás desde el excusado en la parte trasera de la choza real. Toda la frustración de muchos años se centraba en las furiosas acusaciones que Tomás estaba descargando sobre alguien.

Evita, el emperador Carlos, el de las ropas verdes y el hombre que había perdido a su esposa, excepto sus huesos, todos sin excepción estallaron en una risa espasmódica. Las risotadas de cabra que lanzaba Copperhead eran dignas de oírse, y la primitiva risita del oceánico Rimrock caían fuera de la comprensión de los oídos normales.

–¿Qué sucede? –se reía también Pablo –. Explicadme de qué se trata para que os cause tanta risa.–¿Pero es que no lo sabes, Pablo? –dijo el de la túnica verde, sin apenas poderse contener a medida que

Tomás levantaba la voz–. Ahí está ese ciudadano de Goslar con su singular negocio. Se está sentado noche y día en el orinal y no se levanta de él hasta que le hayan pagado una moneda. Resulta que no hay otro en toda la ciudad de Goslar. Ni amenazándole se levanta para dejar sitio a otro. Exige que se le entregue una moneda. ¡Escucha al buen Tomás! ¡Mira qué voces de enojo levanta! Pero el ciudadano de Goslar no se mueve.

–¡Para, Rimrock! –exclamé Evita entre risas –. Te vas a reventar de tanto reír.–¡Qué región! – suspiró Pablo ahogando una mueca –. Casi estoy de acuerdo con Tomás en eso de la

cuarentena. Sin embargo, hay en esto una idea constructiva. Estoy seguro de que no hay nada semejante en el civilizado Astrobe.

La enfadada voz de Tomás se había reducido a una amarga protesta en forma de lamento. Después de un rato, Tomás volvió a la gran habitación común con el rostro encarnado como la grana.

–¿Alguien me puede dejar un stoimenof d'étain?–preguntó con una cara que parecía tallada en piedra roja.Pablo se lo entregó. Era una moneda de estaño de escaso valor en el civilizado Astrobe, pero,

aparentemente, el dólar en uso en las zonas ferales. Tomás se marchó otra vez.Se presume que abonó la moneda al ciudadano de Goslar, teniendo con ello acceso al asiento aquel, y así

hizo del cuerpo. De un modo u otro, lo cierto es que regresó a la habitación común de mejor humor, aunque con ciertas reservas, y desafiando a todos a proseguir la broma.

–Todo esto me recuerda algo –dijo Tomás sonriendo, aunque su sonrisa era casi tan retorcida como la de Pablo y su voz sonora todavía un poco áspera y estridente –. Esto me recuerda, como digo, algo para lo cual no encuentro nombre. Aún sigo creyendo que la visión del dorado Astrobe es una cosa perfecta y que las extravagancias existentes aquí, en estas zonas, son monstruosidades infrahumanas. Pero tal vez debiera suspenderse cinco minutos cada día la dorada perfección para la renovación del alma. En efecto, tal vez fuera conveniente.

Tomás consiguió levantar el barril y beber por su gollete, y ello le relajó un poco. Cuando la dorada perfección no se encuentra a mano, el barril verde es bien acogido.

Evita contó la historia de Culpepper referente al Demonio y la Esposa, narrando el recuerdo que la esposa la había quitado con una agudísima navaja y por qué el decir «colgado como el diablo» significa a medio colgar.

Entonces, el de la túnica verde contó lo sucedido a un oriundo de Gootz que llegó a aquella misma posada de Goslar y se durmió tendido en el centro de la habitación. ¡Todos le confundieron con una enorme rueda de

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queso verde! Le cortaron en cien lonchas y cada ciudadano de Goslar se comió una. Aquel extraño ser de Gootz no para de inquietar a sus devoradores. Ya que, al no poderse reunir en una sola todas las lonchas, se niega a ser evacuado. Y ésta es la razón de que todos los ciudadanos de Goslar tengan un ligero matiz verde en sus rostros.

El emperador Carlos 612 contó otra historia. Walter Copperhead explicó lo relativo al individuo que cortejó a una mujer con el fin de examinarla las entrañas.

–Te las volveré a colocar dentro y lo coseré –dijo él –. Sólo quiero verlas una vez.–No, no, no –protestó ella –. Muchacho, yo me había imaginado otra cosa mejor...Pablo contó otro relato. El hombre que había perdido a su esposa (excepto los huesos) hizo lo propio. Y

Tomás enlazó otra chusca historieta diciendo en latín sus partes obscenas. Rimrock dijo la suya, una broma oceánica tan exagerada que quitaba el resuello y volvía el hígado de color verde.

Para entonces el barril había quedado vacío. En aquel momento, el guarda nocturno de Goslar hizo sonar su trompeta para indicar que la noche transcurría con normalidad. Y después de un rato volvió apresuradamente para indicar que ya no iba todo tan bien, que los espíritus andaban merodeando por allí.

El emperador Carlos y todos los viajeros se quedaron dormidos sobre la paja en un sueño tan sólo interrumpido de cuando en cuando por las risitas de Rimrock, (pues, cuando algo le hace gracia a un «ansel», tiene risa para rato), y las calaveras de los quinientos noventa y nueve emperadores miraban con las cuencas vacías desde los nichos situados en la pared.

El dorado Astrobe era una criatura de hermoso rostro, pero en su cola tenía un aguijón.* * *

7. En la montaña del trueno

Fueron despertados por las trompetas. Unas eran trompetas auténticas, tocadas por la guardia nocturna y la diurna al hacer el relevo, y por la guardia especial de honor, pero otras eran pájaros trompeteros dedicados a tocar los instrumentos. Los pájaros trompeteros ofrecían mejor tono y timbre.

El emperador Carlos se levantó majestuoso para dar comienzo a su segundo día completo de reinado, si es que llegaba a completarlo.

–Desde hace treinta reinados no se ha reunido tantas personas ilustres en la corte de Goslar –dijo – . Que se acuñe una medalla en conmemoración del acontecimiento, hombre.

–Señor, yo no sé acuñar medallas –respondió el aludido.–Si encuentras a alguno que sepa hacerlo –añadió el emperador – dile que grabe mi propia mano sobre ella y

la leyenda Ellos Vienen a Mí como Aguilas. Oh, ahí tenemos a un santo muerto de la vieja Tierra, a la niña-demonio de Astrobe, al nigromante de inverosímiles poderes, a un «ansel» trascendente, a un sacerdote de San Klingensmith, a una avatar que consume los cuerpos y al piloto Pablo que es un viejo hechicero de rostro partido. Hace más de treinta reinados que no se han reunido personajes tan ilustres en esta corte, ni que haya sido gobernada por un emperador tan arrogante.

–¿Cuánto tiempo son treinta reinados? –preguntóle Tomás.–Lo que llamamos un año rápido –repuso el emperador –, o tal vez el más rápido de todos.El padre Oddopter, de la túnica verde, de la Orden de San Klingensmith, celebró misa para la gente de

Goslar y para todos aquellos que supieron la noticia, poco más de un centenar de personas en total. Fue una misa sencilla y pulcra, con un sermón sorprendentemente culto, y el misterioso milagro se produjo vivo y estremecedor a la hora de la Consagración. Fue como silos cielos se hubieran abierto a su mandato haciendo descender al Espíritu, que es lo que sucedió.

Incluso el escéptico Tomás sintió de nuevo la incitación de la fe en sí mismo. Era una mañana milagrosa. ¿Por qué, pues, no creer en milagros otra vez? Como ya se ha dicho, Tomás muchas veces descubría su credo por las mañanas.

–Lo que se hace aquí, en Goslar –dijo el de las ropas verdes a Tomás después de la misa –, es anticipar un reino hasta tanto se vuelva a descubrir el verdadero. Llegará un momento en que se descubra la realidad nuevamente y la dorada parálisis cesará. Te deseo una muerte feliz, buen Tomás.

–Eres demasiado rápido en desear la buena muerte a las personas –le dijo Tomás –. Y la misa de esta ma-ñana fue una misa muy antigua. «Por todos los aquí presentes que mueran en el día de hoy». Se hizo para bien de todo el mundo, y no para la pequeña Goslar con menos de un centenar de personas, donde no es muy pro-bable que muera ninguna de ellas en el día de hoy.

–Fue rezada por los tuyos y por mí mismo, varios de los cuales sucumbirán en este día. Si no estuviera yo tan seguro de ello, habría dicho otra misa del día. También asegura el nigromante que la mayor parte de los que vamos a la montaña morirán hoy.

–Bonita cosa; bonito conjunto de cosas –dijo Tomás cuando su fe de la mañana empezaba a abandonarle nuevamente –. De niño lo viví y de joven todavía seguí respetándolo. Al llegar a la madurez aún lo llamo la más

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noble de todas las supersticiones. La Iglesia de los Santos tuvo larga vida, e históricamente yo parezco haber tenido una parte irónica en ella. Sucumbió miserablemente en el civilizado Astrobe, entiendo, pero creo que sucumbirá más silenciosa e inofensivamente aquí, en estas zonas.

–Tú, qué vas a morir este año, Tomás, sabes que eso no ocurrirá nunca. Y también que aquí nada muere silenciosamente. Todo lo que arraiga en las zonas ferales se estremece y grita cuando lo matan, y luego tornará a resucitar una y otra vez. Hasta el más mezquino reptil defiende tenazmente su vida aquí. ¿Por qué iba a ser menos un gran sujeto? Jamás se acostará y morirá en silencio. ¿Pero por qué sientes ese miedo a asociarte con la superstición? ¿No es una superstición tuya propia el escalar la montaña?

–Tal vez lo sea, monje de la túnica verde. Es una compulsión interior que siento y debo hacerlo. Por ello es por lo que culpo a los ciudadanos del dorado Astrobe: nunca levantaron sus ojos hacia las montañas. En esto son como invidentes, ¿pero dónde está su error? ¿Qué ocurriría en un mundo si todos sus habitantes fueran daltonianos, excepto algunos seres insignificantes? Creo que éste es el caso de Astrobe; pero puede que haga de la contemplación de los colores una mera cuestión infantil. ¿Qué objeto tiene el contemplar una masa de rocas? Abandonaré semejante puerilidad cuando me haya convertido en presidente del mundo. Pero hoy día me siento prendido al cebo de la montaña.

–Nosotros te seguiremos por nuestros medios, buen Tomás –le interrumpió Rimrock, el «ansel»–. Si yo subo a la montaña será a través de un camino de agua que conozco por su interior, que constituye su fuente principal, porque es una montaña llena de agua. Copperhead llegará antes que tú a su cumbre y realizará allí ciertas abominaciones. Y luego se marchará. Ese día estaremos a tu lado de nuevo con armas.

–Pero eso no servirá de mucho. La mayoría vais a morir en la montaña –dijo Copperhead, el nigromante.Y se marcharon los dos.–¿He de matar a esa cosa llamada Scrivener que se encuentra en el cobertizo de las máquinas? –preguntó el

emperador Carlos 612.–No, no. Claro que no –se apresuró a responder Tomás –. Dejádmelo a mí. Es uno de mis consejeros y

miembro de mi expedición. Bastante crueldad ha sido tenerle encerrado toda la noche dentro del cobertizo. A veces encuentro fastidiosas las decisiones reales.

–Pero se trata de una máquina y no de un hombre –insistió el emperador –. Y, como máquina que es, aunque él no lo sepa, tiene un transmisor dentro de la cabeza. Funciona sin que él lo sepa, ya sea estando despierto o dormido. Es su señal en clave la que lleva, como la tienen todas las personas programadas, aunque tenga nueve partes de humano y una de programado. Es debido a esta señal en clave por la que los homicidas programados os siguen con tanta facilidad. Es un suicidio escalar la montaña, y tú lo sabes, Tomás. Los homicidas programados rodearán la cumbre y os atraparán en lo alto.

–No me preocupan en absoluto –dijo Tomás –. Yo soy un caso especial y no moriré hasta que llegue mi especial momento

–Ah, pero matarán a los miembros de tu expedición. Prométeme que, en el momento oportuno matarás a Scrivener arrojándolo por un despeñadero para despistar a los homicidas, y aprovecharás este intervalo para escalar la montaña.

–No, no arrojaré a ninguno de los míos para que sea pasto de los perros. Seguiremos escalando la montaña como si no existieran los homicidas, y, para mí, no existen.

–Tomás, repito que darán muerte a los miembros de tu expedición. Y varios de éstos son a veces ciudadanos de mi reino. Te acusaré de su muerte.

–Tú no puedes acusarme de nada, Carlos. No eres más que un niño con barba jugando en un desordenado patio interior. Sí, supongo que algún miembro de mi grupo será asesinado por los homicidas. Dejemos que así sea. Así habrá un despeje, una purificación. Aquellos que mueran será porque se lo habrían merecido. Yo, por mi parte, no faltaré a la visión. Me gusta blasonar del lema que llevo sobre mi pecho. Los homicidas atacan solamente a aquellos que constituyen una amenaza contra la dorada vida de Astrobe.

–¡Yo también los atacaría si supiera quiénes son! ¡Bienvenidos sean los homicidas! Parecen estar confun-didos en cuanto a propio papel y propósitos, pero están inhibidos de matarme, de hecho, cuando se presenta el momento. Si en mi expedición hay algún enemigo del gran sueño de Astrobe, ¡que muera!

–¡Tomás Moro, te expulso de este reino! –exclamó secamente el joven emperador –. Eras más maquinal que las propias máquinas. Eres una marioneta que ha dejado de ser hombre. ¿A qué ideal puede uno ser fiel a costa de vender a sus propios hermanos y partidarios a los homicidas? Yo te había tomado por un hombre, pero no pasas de ser un maniquí. Lo que tenias de hombre lo dejaste atrás cuando te trajeron a través del tiempo. ¡Estás apestando mis bosques y pantanos! ¡Recoge tus máquinas y tus mendigos y márchate de aquí! Veremos si te siguen las verdaderas personas.

–¡Cómo! ¡Estoy estupefacto! ¿Te vas con él, niña-demonio? Es indigno, lo sabes.–Sí, Carlos 612, me voy con él, aunque no te lo pueda hacer comprender –dijo Evita –. No es del todo

indigno, al menos por siempre. Aunque ahora silo parezca. Es cierto que se ha convertido en un trozo de metal embotado que no sirve ni para hacer una navaja. Pero servirá para alguna cosa más. He seguido a otros peores hasta el final, y el fin de Tomás no está muy lejano ya.

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–No, de seguro que en las zonas ferales no estará muy lejano, ni tampoco en Goslar –dijo el emperador –. Pero, ¿y los demás? ¡Esperad, esperad! ¿Es posible que no lo comprendáis? También le sigue Pablo y Oddopter. ¿Por qué, por qué? Ya le habéis visto convertido en una máquina; ha dejado de ser un hombre.

–He oído el doblar de campanas lejanas y visto alzarse un mundo con el signo de la Cabeza Cercenada, Carlos –respondió con calma el monje de la túnica verde –. Créeme, aquí hay algo más de lo que parece. A mí me corresponde salir tras la oveja descarriada en este día. Él es la oveja con el doble signo que aparece en las Escrituras. Y tiene que ser salvado. No por él mismo, sino por el doble signo que lleva encima.

–¡Pero se trata de vuestra propia muerte, padre Oddopter! Como emperador que soy me está dado conocer ciertos secretos, y adivino vuestra muerte hoy mismo por culpa de él. Hasta en los martirilogios debe imponerse cierta economía. No sacrifiquéis lo digno por lo indigno.

–Ningún hombre que se ve poseído de semejante cólera, como ahora le sucede a Tomás, es indigno, Carlos. Es una nube cargada de electricidad, y en modo alguno tan dócil como aparenta ser. No me apartaré de su lado en este día.

–Yo digo que está henchido de aire caliente y nada más –agregó el emperador Carlos –. No puede lanzar rayos ni truenos. Sólo puede ahogarse en el humo de su error. Yo digo que es un carnero castrado.

–Si no me viera súbitamente pillado por mi propia incertidumbre, arreglaría cuentas contigo, imberbe –se apresuró a decir Tomás cuidadosamente –. Nunca estuve seguro de tener razón durante mucho tiempo, ni tampoco lo estoy ahora.

–Es un instrumento, Carlos dijo Pablo –. Hay que tratar de comprenderlo. Yo también estaré al lado de él.El emperador Carlos guardó en silencio su ira interior. Había liberado a Scrivener para que se unieran a ellos

y aumentó su desprecio hacia los seguidores de Tomás.Los miembros de la expedición, no muy joviales ni de completo acuerdo, comenzaron a ascender por la

Montaña Eléctrica. Todos estaban avergonzados y no sabían de qué.Sin embargo, era una mañana estimulante y una ascensión tentadora, y la amenaza de muerte constituía una

excitación para la mayor parte de ellos. A Maxwell y Slider no les gustaba, pero se había operado un curioso cambio en Scrivener que, tal vez, era una persona programada.

–Tomás, he aquí mi opinión –dijo Scrivener durante la escalada –. He estado reflexionando toda la noche. Ignoro si soy una persona programa o una antigua revisión humana; Tampoco sé qué parte pueda yo tener de cada una de ellas. Pero he descubierto algo que me dice que te equivocas al sostener como perfecto el sueño de Astrobe. No lo es. Lo es sólo a medias. Esto hay que unirlo a otro evento que todavía no alcanzo a comprender. Después de todo, quizás debamos matar al demonio cada día que amanece. Tú eres un humano de la vieja línea, Tomás. No obstante, te acuso de rebajar demasiado las cosas humanas y de ensalzar excesivamente las mecánicas. Cierto que hay máquinas capaces de caminar y conducirse como hombres desde hace varios cientos de años, y, tal vez, yo sea una de ellas, pero también hay hombres que se lanzan contra su propia especie y son más partidarios de las máquinas que ellas mismas. ¡No seas tú uno de ellos!

«¿Con que los homicidas programados sólo persiguen y matan a quienes representan una amenaza para el sueño de Astrobe? ¿Y creéis todos vosotros que a mí me descartarán como tal amenaza? Ya veremos a quién matan y a quién no cuando nos tengan en la trampa, porque tú nos estás conduciendo a una trampa, Tomás os digo que yo me he convertido en un ferviente detractor de la parte demasiado fácil del programa de Astrobe. »

Siguieron escalando y la ascensión se hacía más empinada. La vegetación se debilitaba y cada vez era más escasa. Ahora estaban trepando por una diabólica torre de magma y hierro, ruda, afilada y resbaladiza.

Sobre ellos, la espira de la montaña formaba un pináculo como trazado por un dibujante, agudo y semejante a una aguja que parecía la caricatura de una espira, y rodeada de una nube circular blanca que marcaba un tercio de su recorrido hasta llegar a la cumbre.

El monje de la túnica verde cazó un cóndor Commer lanzándole una red. Lo despedazaron y se lo comieron crudo. Era ya más de media mañana y la ascensión había sido fatigosa.

–Hay otra nube circular en forma de buñuelo rodeando la espira –dijo Evita –. Es negra y está debajo de nosotros. Los homicidas programados han enviado una gigantesca patrulla y han rodeado la cumbre. Ellos no hacen la escalada tan rápida ni tan bien como nosotros, pero no se dan un momento de reposo y ascienden inexorablemente. Esta no es la muerte que yo había imaginado para todos nosotros, buen Tomás.

–No importa –respondió Tomás –. Descansaremos. Y luego proseguiremos la ascensión. ¿La llaman la Montaña Eléctrica, verdad? Se la ve tremolar y está cubierta de chispas.

Cuando se detuvieron a descansar todos estaban poseídos por la excitación.–Cuando yo era pequeño me contó cierta historia una de mis abuelas –dijo Scrivener rompiendo el silencio

con una voz semimetálica –. Creo que es a ella a quien debo mi alcurnia metálica. En los primeros tiempos, dijo mi abuela, los hombres mecánicos de su familia desearon contar con un mito, como los humanos: querían tener una mística, un dios, un héroe fundador o tal vez un rey durmiente. Esto, naturalmente, era antes de que los humanos desistieran por completo de sus viejos cuentos de héroes.

«Todas las naciones de la vieja Tierra, según me contó mi abuela, conservaban el mito de algún rey durmiente que un día despertaría de su sueño para volver a gobernar en una nueva Edad de Oro. Uno de esos

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reyes durmientes fue Alarico, el asesino de Roma, que fue enterrado bajo el río Busento (cuyo curso cambió durante la ceremonia y luego volvió a su cauce anterior para cubrir la tumba), de donde debería resucitar un día para acaudillar de nuevo a las huestes góticas, esa raza bárbara que constituye la base de una docena de pueblos. Existe Arturo de Britania, durmiendo su real sueño en la cámara encantada del fondo de un lago. Ahí tenemos a Brian Boru de Irlanda enterrado a la grupa de su corcel, dentro de una zanja que fue cubierta con grandes piedras, y, cuando despertara, se liberaría de ellas y seguiría cabalgando. Ahí está el Cid de España, no sepultado, pero sí cabalgando eternamente en su sueño mortal contra los atezados moros por tierras de Extremadura. También tenemos a Barbarroja de Germanía que se quedó dormido sobre la mesa, en la gruta de una montaña, y su barba creció y cubrió la mesa. »

–Y Enrique Tudor que fue emparedado dentro de una habitación con seis esposas y ninguna estaba de acuerdo –dijo Tomás riendo.

–Y Kennedy de Norteamérica viajando eternamente en un automóvil descapotable por un lugar oscuro –continuó Scrivener –. Y Roadstorm el primer rey de los filibusteros de Astrobe y de todas las Tierras diseminadas, abandonado al azar, en una órbita desconocida, dentro de su reducida nave espacial Star King. Todos ellos volverán algún día para acaudillar una vez más a su gente. El pueblo no sabe vivir sin esta clase de mitos.

«Los primeros hombres mecánicos de Astrobe ansiaban encontrar tales leyendas entre sus antepasados. Necesitaban un rey durmiente para su propia solidaridad. Y fueron a la vieja Tierra a ver si allí no existía este rey durmiente mecánico para crear uno por su cuenta. Y retrocedieron en el tiempo y en el espacio hasta encontrar la primera cosa mecánica susceptible de convertirse en un rey.

»Se decidieron por un pequeño y viejo tren de engranaje roto, sacado de una tumba egipcia. Tenía ruedas dentadas de madera muy dura y cojinetes de bronce. Su uso resultaba desconocido. No era más que un mazacote, pero representaba la primera cosa que lograban encontrar en el verdadero espíritu mecánico. Se lo trajeron a Astrobe y dijeron que era su rey durmiente. Aseguraron que un día despertaría de su sueño y les guiaría. Y la gente humana se reía de ellos (de nosotros) por tal hecho.

»Entonces se presentó Ouden, la Nada Celestial. "Dejad a un lado esas niñerías les dijo Ouden –; yo soy vuestro dios y vuestro rey". Y de este modo se convirtió Ouden en el dios y en el rey de todas las personas programadas desde entonces hasta nuestros días. Y no tardando mucho, será dios y el rey de todos los seres vivientes de cualquier especie. Pero nosotros, los mecánicos, fuimos sus primeros súbditos. Él va creciendo y creciendo mientras mueren todos los demás reyes.

»Pero la noche pasada he renunciado a él. Estuve reflexionando sobre ello toda la noche y he renunciado a él. Por tanto, ¿qué soy yo ahora? Ni soy máquina ni soy hombre. ¿Qué le queda a uno que se ha desprendido de la nada deificada? No se me puede dejar en la nada, puesto que he renunciado a ella. »

No hubo respuesta a esta sobrecogedora súplica lanzada por Scrivener. Todos le miraron con ojos entorna-dos en forma tal, que se quedó aterrado. Scrivener se había convertido en un ser extraño a sus dos revisiones.

Reanudaron la escalada.Astrobe, a sus pies, estaba cubierto por una neblina dorada y bajo la calina aparecía la verdura vegetal. Pero

a estas alturas el aire se tornaba de color azul. Igual que el aire de la Tierra, pensó Tomás. Lo menos habían ascendido dos kilómetros en un sentido vertical. La espira de la montaña era irregular y agreste. Siempre había salientes donde apoyar las manos y los pies pero eran de una agudeza cortante.

Y por encima de ellos, sobre un afloramiento, aparecía en pie un muchacho o un joven. Parecía un espejismo de las espiras, pues existen tales fenómenos. ¿Pero cómo habría llegado allí sin que le vieran?

–Es mi hermano Adán –dijo Evita –. Le tengo cariño, pero es un mal presagio. Su presencia significa siempre la muerte, generalmente la suya, pero a menudo se lleva a otros con él. Se presenta frecuentemente en los tiempos de crisis, y entrega su vida en batallas sangrientas por lo que él considera una causa. Sabe morir muy bien. Lo hace con mucha frecuencia.

La nube circular en forma de buñuelo que circundaba a la espira se tomó de color gris, azul y negro. Estaba recubierta de chispas y fuego. Ahora aparecía como un collarín eléctrico.

Un cóndor Commer se lanzó en picado y hasta muy cerca de ellos con sus negras alas y empezó a graznar:–¡Tomás Moro es un chivato!–¿Qué dijo esa criatura? –exclamó Tomás –. ¿No era un pájaro? ¿Cómo puede saber mi nombre? ¡Yo mis-

mo lo he visto y oído!–No, Tomás, tú no has visto ni oído nada –repuso el de la túnica verde –. No creíste en las cosas que viste

ayer y anoche, y ahora ves y oyes cosas que no existen.Fue una alucinación. Aquí comienza la región de las alucinaciones. El más racional de todos los hombres, si

escala estas alturas, sufrirá sus efectos. Son como copos de electricidad que andan revoloteando en torno a la Montaña Eléctrica, igual que centellas tormentosas. Están compuestas de aire, chispas y atmósfera sobrecargada. Las formas que adoptan son objetivas y subjetivas. Uno mismo contribuye, en parte, a formarlas con su propia imaginación. En una ocasión me encontré, al borde de donde ahora nos encontramos, con un caballo parlante, y sabido es que los caballos parlantes no pueden trepar hasta estas alturas de la cumbre.

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Llegaron hasta donde estaba el muchacho Adán, y éste se incorporó en silencio a la expedición. Era un muchacho muy hermoso, aunque su hermana había dicho en una ocasión que era enteramente estúpido. Pero no importaba; nadie se apercibiría de ello porque seguía la marcha sin decir palabra. Se movía bien, escalaba bien, y según se había dicho, sabía morir bien. De no ser porque su aspecto era de judío, podía haber representado a la estatua de la Juventud griega. Los músculos espino –deltoides y trapecio posterior los tenían bien desarrollados, y eso que en Astrobe no se había ejercitado nunca el deporte del arco. Oh, era una estatua antigua esculpida a la perfección. Estaba desnudo y nadie se apercibía de ello. ¿Estaría desnudo en todas sus demás manifestaciones?

Continuaron ascendiendo sin cesar. Pasaron a través del collarín formado por la nube gris y penetraron en otras nubes que se iban agrupando. La meseta continental aparecía plana debajo de ellos. Ahora todo estaba claro y limpio a sus pies y la niebla tan sólo cubría el pequeño cono que tenían encima.

Con un escalofrío de triunfo llegaron a la misma cumbre. Era una meseta inclinada, un buzamiento de roca y hierro que parecía una esponja y olía a ozono. Antes que ellos, alguien había estado allí recientemente. El que había estado allí era nigromante y arúspice, y sus recientes estudios estaban todavía esparcidos sobre la roca férrea.

Pero cómo había conseguido llegar hasta allí Walter Copperhead? ¿Cómo había conseguido aventajarlos, eludir a los homicidas programados (si eso era posible) y matar a un ruc gigante? Porque lo que allí había esparcido eran las entrañas de un rocho, el ave más gigantesca de Astrobe. Las entrañas de un elefante no eran nada comparadas con éstas. Seguramente que aquí había conseguido descifrar sus enigmas. Silos enigmas no se encuentran en las entrañas de un rocho muerto y diseminadas para estudiar en ellas sobre la cumbre de la Montaña Eléctrica, entonces es que no los podrá hallar en ninguna otra parte la ciencia de los arúspices.

–¡Bendito sea! Yo le amo a él y él ama a las entrañas –dijo Evita –. Yo le dejaría las mías si supiera que va a morir antes que yo.

Y otra clase de vísceras aparecía extendida para que las vieran todos. Comenzaba a anochecer y allí permanecieron todos ellos y libaron la vista de lo que se les antojó ser nuevo vino de manzanas. Eran las entrañas del planeta que tenían debajo. Allí estaban los Ferales y la Gleba y la Sarta de Ciudades. Allí estaba el verdeoscuro Astrobe de los terrenos ferales que acababan de traspasar y el dorado Astrobe de las regiones cultivadas. Allí estaban las enormes ciudades doradas, que distaban cortos trechos. Y allí estaba el lóbrego Cathead y el grisáceo Barrio. ¡Eran todos ellos objetos gigantescos!

Las ramificaciones del mar, que envolvía a Wu Town y terminaba en un sinfín de canales y estuarios dentro de Cathead, era un monstruo oscuro, azul y verde, que se contorcía pujantemente, punteado de descomunales cosechadoras marinas. Allí estaba Cosmópolis, extensa y elevada, con su dorado halo especial, corazón del civilizado Astrobe.

–La Torre de las Reparaciones, que se ve allá en la parte oriental, es la estructura más alta de Cosmópolis –dijo Evita –. Fue construida hace unos cien años por uno de mis hijos que fue presidente del planeta. Tuvo malas ideas y no ofreció suficiente reparación (a pesar de la Torre). Yo he tenido mala suerte con mis hijos que fueron presidentes del mundo. No abrigo muchas esperanzas por este hijo adoptivo mío, llamado Tomás.

–¿Tiene esta rapazuela la edad que realmente representa? –preguntó Tomás a Pablo y al de la túnica verde, aparte.

–No lo sé, Tomás –respondió el monje –. Cuando yo la vi por vez primera, hace treinta y cinco años, tenía el mismo aspecto que ahora. Recuerda que casi todo es posible.

–Recuerda también que es muy embustera –dijo Pablo.Casi era posible ver a los terrenos ferales alimentando al culto Astrobe, y a las doradas ciudades con su

controlada ecología de contrapunto. Desde estas alturas se divisaban los músculos, los nervios y las venas del planeta. Podía verse el tétrico cáncer de Cathead devorando la tierra, el mar y oscureciendo el aire. Y, sin embargo, como había dicho el monje de la túnica verde, el civilizado Astrobe era solamente una bambolla amarilla sobre una pequeña parte de aquel mundo. El viejo animal del orbe sólo tenía que estremecer su piel y todo se iría al traste. Y la noche parecía como si estuviera arrugando su piel.

La Montaña Eléctrica podía escalarse; sólo requería fortaleza, resistencia y un poco de cuidado. ¿Pero pudo nadie escalar jamás la Montaña Corona que aparecía escarpada e inaccesible, a punto de volcarse? ¿Y la Montaña Magnética? ¡Gran cielo que estás encima nuestro, contempla aquel tormo! ¿Y lo Montaña Dínamo (que en las mitologías apareció como la esposa y las otras tres sus consortes), la más alta de todas, quién podría escalarla? Estas cuatro elevadas espiras que apuntaban al cielo, formando un grupo sobrecogedor, eran conocidas por las Montañas Tronadoras.

El espacio que las separaba entre sí, como un diamante en bruto, era un país tan agreste que, a su lado, los terrenos ferales resultaban cultos. Era un territorio profundamente accidentado con sinuosas depresiones, que comprendía además terraplenes y colinas. Resultaba el prototipo de un país de pesadilla donde todo era mayor y más inhóspito. Se apilaba un montículo tras otro y las espiras se elevaban, arracimadas, hacia las cumbres entrelazadas de las montañas. Y ahora, cuando la oscuridad empezaba a hacerse más profunda, todas las partes elevadas se veían perfiladas por un resplandor azul eléctrico.

–Eso eleva las almas –dijo Tomás con cierto pavor.

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–Sé cauto, pequeño Tomás –le objetó Evita –. ¿Qué tiene que ver la elevación del alma con la dorada mediocridad de Astrobe, ni con la bendita llanura? Tomás, ¿acaso no es el alma una indecencia y una superstición, salvo un ratito por la mañana?

–No te entrometas tanto, niña mocosa. Yo digo y pienso para mí lo que me place. Pero, ¿a qué podrían convenir? Y, sin embargo, estoy viendo que, cuando me convierta en presidente del mundo, estos elevados sentimientos habrán de igualarse, bajando de lo alto. Llegan a ser demasiado empalagosos para la imaginación.

–Sí, Tomás, mandarás postrarse a las montañas como si fueran cachorros –dijo el de la túnica verde –. Y al rayo le ordenarás como dueño y señor. ¿No sabes que esto también forma parte de la controlada ecología de Astrobe? Los sentimientos elevados y fervientes atraen a poquísimas personas y repelen a las otras. Y para mantener el debido equilibrio, aquí basta con muy pocas. Las personas que mantienen estos elevados sentimientos son consideradas como animales entre animales, parte de la estabilidad reinante en la fauna de las tierras selváticas. Hasta el alto relámpago, que muy pronto vas a ver, se trata aquí como un producto semejante a otro. Se empaqueta y se envía al dorado Astrobe en beneficio del consumidor, lo mismo que el nitrógeno atrapado por la lluvia y mandado por un cauce natural. Eso es todo, según tu punto de vista aunque no del mío. Pero su aparición tiene lugar de manera deslumbrante.

Muy pronto, el relampagueo empezó a ganar espectacularidad. La Montaña Corona extrajo del cielo unos rayos centelleantes que parecían tener cien kilómetros de longitud. Las personas de la expedición aparecían como transparentes o con iluminación interior a causa del enorme resplandor que emitían. ¡Cuán extraordinario resulta contemplar los huesos del cráneo y la caja torácica de un compañero a causa de una luz tan bri llante con propiedades iguales a los rayos de penetración!

Entonces, las centellas de fuego blanco y dorado comenzaron a saltar de una cumbre a otra. Un látigo descomunal de treinta y cinco kilómetros de longitud chasqueó desde la Montaña Corona hasta la Montaña Magnética con una luz curva que cegó literalmente a todos durante un buen rato. He aquí el misterio del movimiento, la vieja paradoja resuelta: un látigo de luz tan rápido que le era posible estar en lugares distintos al mismo tiempo. Se encontraba a la vez en cada picacho, en cada risco, y, sin embargo, sólo procedía de un punto de luz. No era más que un rayo luminoso de simultánea apariencia. ¿O era el mismo Empíreo, la infinita luz cegadora que se halla en todas partes y sólo se ve cuando el falso cielo se desgarra de par en par durante un momento?

En aquel instante, la Montaña Eléctrica fue sacudida por un rayo que hizo hervir el aire y derritió las rocas, y el trueno que se produjo les tiró de rodillas. El estruendo que sacudió a la montaña dejóles perplejos y con los sentidos paralizados.

–¡Oh! ¿Qué sucederá después de este topetazo?–suspiró Tomás.–¡Desde abajo! –exclamó el muchacho Adán –. ¡Llega un trueno cargado de más azufre! ¡Nos atacan

mientras estamos ciegos y perplejos! ¡Nos atacan! ¡Que rueden las rocas! ¡Abajo con ellas!–¿Quién ha estado en sus cabales durante estos momentos? –gritó Evita –. Yo intentaba pensar pero todos

hemos estado privados de nuestro juicio. ¡Los perros de hierro se lanzan sobre nosotros! ¿Seguiremos siendo personas, o nos lanzamos sobre ellos?

Los homicidas programados surgieron desde abajo, mientras que la total oscuridad alternaba con la luz blanca y negra, cegándolos a todos.

–¡Atrás, inmundas piezas de hojalata! –gritaba Tomás –. Yo no he sido falso a la visión de Astrobe. He faltado a todo lo demás –levantando con ambas manos una piedra pequeña la arrojó contra ellos –. Ya no soy tan partidario de vosotros como era, cuernos de hojalata. Cometéis un error y no se puede tolerar que nadie cometa un error conmigo. ¡Apartaos de mí, locos estridentes, apartaos de mí! Yo nunca he puesto en peligro el sueño de Astrobe. ¡Idos!

–¿Conque no, eh? ¡Pues ateneos a las consecuencias, máquinas monstruosas! ¡Lucharé contra vosotros cuanto queráis!»

Tomás gritaba y combatía; los otros peleaban en silencio, pero la contienda no se desarrollaba en favor de sus expedicionarios. El muchacho Adán, más veloz y activo que el resto de ellos, derribó de espaldas a uno de los homicidas programados que se desplomó por un abismo de mil metros de profundidad en completa oscuridad. En aquel mismo instante, y en un lugar lejano, fue creado otro homicida igual que ocupara su puesto y se le confirió la misma misión.

Pablo y el de las ropas verdes, Scrivener y Tomás, Maxwell y la niña-demonio Evita seguían combatiendo desde encima a los homicidas y les arrojaban piedras rodando.

–Hay que atacarlos por la abertura que llevan entre la gorguera y la loriga o peto –exclamó el de las ropas verdes, y ajustó un cuchillo a la punta de una pica, a manera de lanza, para así atacar mejor –. Llevan un nexo o retransmisor en dicha parte. ¡Alcancémosles en ese punto si no queremos que nos destruyan!

–Ah, contra mí no les interesa luchar –dijo tristemente Slider, en un susurro de protesta que se dejó sentir en medio de la algazara –. Esto quiere decir que no soy ninguna amenaza para ellos. Yo creía lo contrario. Moriría de buen grado, pero no me gusta que me traten como si ya estuviera muerto.

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–Mozalbete, se nos han cambiado las tornas –aulló Scrivener –. ¿Quién es ahora el hombre y quién es la máquina? ¡Contra mí, si que quieren luchar! ¡Yo soy una amenaza para su empresa! Y me opongo a ella con más energía que el hombre más fuerte de Cathead. ¡Atrás, atrás demonios metálicos! Lucharé contra vosotros mientras me quede un soplo de vida en el cuerpo.

Pero sólo fue por un breve tiempo, porque enseguida no quedó vida en el cuerpo de Scrivener. Había optado por ser hombre demasiado tarde, y las máquinas conocían el diagrama de Scrivener como tal máquina. Los algareros programados le destrozaron allí mismo el cuerpo hasta despojarlo de su vida. Cada partícula viviente de su organismo, tanto de hombre como de máquina, quedó reducido a la inmovilidad.

Pero la batalla que se desarrollaba en el cielo era tan imponente que todavía empequeñecía a la lucha a muerte que se estaba librando en la espira de la montaña. El estruendo de los truenos reventaba los tímpanos de los oídos y cortaba el resuello de los cuerpos. Arrebataba el raciocinio, tanto en el elemento humano-químico como en las células mecánico-magnéticas de los programados. La luz del cielo se tornaba ordinariamente de matiz cárdeno, y en lo alto había fabulosos rostros vacíos haciendo muecas, como si fuesen elevados riscos que hubieran estado allí siempre. Grandes rostros que siempre estuvieron en aquellas alturas, pero que sólo se podían ver a los resplandores fugaces de las frenéticas centellas.

–Son los infinitos rostros de Ouden, su inconmensurable nada y realeza –gritó Maxwell –. ¿Dónde está la cara de nuestro rey? ¿Lo reconoceríamos sí le viéramos?

Y en aquellos momentos, los rayos de la tormenta habían alcanzado un clímax histérico, al igual que los truenos y el incesante asalto de los homicidas programados. ¡Oídos sangrantes y ojos ciegos! Y la superficie ferrolitica se tornaba escurridiza por las diseminadas vísceras de los muertos.

–Cuando se produzcan tres rayos más, descenderemos –gritó Evita a Tomás con voz baja tan aguda que penetró a través de sus atronados tímpanos –. Iremos tú, Pablo y yo. Los otros se encuentran demasiado empapados en sangre y maltrechos para poder escapar.

–¿Qué dices, mocosa? –gruñó Tomás que se encontraba abrumado y a punto de estallar –. ¿Bajar dónde y cómo?

–Tu cerebro, Tomás, usa tu cerebro. Vayámonos ahora o nunca. ¡Sé hombre y piensa como un hombre! Déjate llevar por la intuición cuando llegue el momento, aunque sea más estrecha que el intervalo existente entre un rayo y otro.

¡Se produjo un relámpago que les quemó literalmente los ojos y les sofocó los pulmones con la entrada de luz! ¡El trueno que siguió les hizo caer contra el suelo, a hombres y máquinas! Y después de aquel brevísimo instante, volvieron de nuevo a la lucha. El muchacho Adán ofrendó valientemente su sangre y murió dando gritos de desafío. Sabía morir muy bien, como había dicho Evita. Ya lo había hecho en otras ocasiones.

¡Se produjo un segundo relámpago que procedía, al mismo tiempo, del cielo y de la Montaña Corona! Las rocas se fundieron y corrieron igual que el agua. ¡El estruendo hizo los mismos efectos que un golpe mortal asestado en el bajo vientre! Y el de las ropas verdes moría de una cuchillada asestada entre la garganta y la loriga. Murió ruidosamente pero feliz. Dejaba tras sí una sensible pérdida.

–Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec –dijo Pablo a manera de réquiem–. ¡Mira a tu izquierda, Maxwell! Bueno, ya no importa. Demasiado tarde.

En la profunda e increíble oscuridad, el cuerpo de Maxwell había sido destrozado antes de que tuviera tiempo de percatarse del aviso de Pablo, y su singular espíritu se había desprendido de aquel malparado recipiente. Pero no importaba porque Maxwell poseía la propiedad de resucitar. Era una particularidad.

–Si no te mueves ahora, te habrás perdido para siempre –le advirtió Evita en voz baja.Ahora era el momento, el brevísimo instante en que podía pensarse en una desesperada evasión.El tercer relámpago rasgó los cielos desde la Montaña Corona hasta la Montaña Eléctrica, cegando y

traspasando hombres y máquinas por corto espacio.¡Abajo, abajo! En carrera desenfrenada hacia abajo, un solo resbalón podía implicar la muerte.Abajo, durante la luz que es más cegadora que la misma oscuridad, aprovechando una fracción de tiempo

más corta que la del propio rayo. Abajo, por entre la oscuridad que son las mismas tinieblas. Abajo, por entre el zumbido de los estruendos que aturden e incapacitan la mente y los sentidos.

Luego continuó el descenso por un minuto, por quince, por una hora, siendo descubiertos y perseguidos implacablemente por los rápidos sabuesos de hierro.

Llegaron a una meseta inferior y siguieron bajando, mientras que una parte de los programados les seguían de cerca y el resto se quedaba liquidando los que aún habían atrapado en lo alto de la montaña hasta mutilarlos y lograr su exterminio completo: tres humanos muertos, otro cadáver híbrido cuyo aspecto final mostraba que había optado por los humanos, una indefinible criatura, aún con vida pero descartada, puesto que no implicaba ninguna amenaza para el sueño de Astrobe ni para nada.

Pero se les habían escapado tres de sus presas, deslizándose como rayos, espira abajo con la velocidad del relámpago.

No importaba. Si los programados no los atrapaban esta noche, los prenderían en otra ocasión. Pero la vanguardia de los programados aún no había desistido de apoderarse de ellos esta noche.

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Tomás, Pablo y la niña Evita tenían resistentes piernas y se hallaban poseídos de una tenaz necesidad de vivir. Apenas llegaron a la mitad de la atronadora tormenta cuando se dieron cuenta de que sus sentidos, tras su anterior aturdimiento, estaban retornando a la normalidad. La tormenta se encontraba ahora encima de ellos, pero habían dejado de estar en el centro del despliegue. Sin embargo, se hallaban cargados de electricidad y cubiertos de chispas. Resplandecían con coronas de luz en torno suyo, como auras de azul eléctrico. Rutilaban y siseaban igual que espectros.

Llegaron al país de las sábanas vírgenes en el preciso instante en que el cielo se desgarraba de par en par, vertiendo indescriptibles torrentes de agua. Una de las causas que mantenía el perfecto equilibrio del dorado Astrobe eran las torrenciales cascadas que se precipitaban de los abismos celestes, equivalentes al mismo diluvio.

Avanzaron a buena marcha durante toda la noche para librarse de los efectos de aquella descomunal tormenta, y cada arroyo se había convertido en un río desenfrenado y rugiente. Era ya la falsa aurora, antes de que pudieran mirarse las caras, y los tres, Tomás, Pablo y Evita, habían sufrido un profundo cambio. Habían sido transfigurados en la montaña. Ya no eran las mismas personas de antes. Algo nuevo se había cauterizado en su interior.

Cruzaron el último trecho de las zonas ferales, avanzando presa de la agonía, débiles y desangrados, sin dejar de ser perseguidos por los homicidas mecánicos (como todos serían perseguidos hasta acabar con el último hálito de su existencia), todavía sumidos en los tenues arreboles del naciente día. Se encontraban vivos, pero no del todo. En su interior llevaban trazadores que los detectaban. Pese a su arrojo y determinación, ya no podrían seguir siendo las mismas personas que antes. Estaban marcados.

–Realmente, ha sido una escena digna de ser vista... pero sólo una vez –dijo Tomás –. He descubierto el poderoso esqueleto que hay bajo la piel de la dorada carne del mundo, el hierro que tiene su tuétano y en intenso verdor de la sangre. Y algo más: el vacío. ¡Ah, aquellos rostros vacíos y gesticulantes en lo alto de los cielos, no eran sino el Rostro de la Nada!

–Pero no en lo alto de los cielos –dijo Evita –. Abajo en los cielos. En Astrobe nos encontramos al revés, y cuando estábamos en lo alto de la montaña mirábamos abajo y veíamos la última sima del abismo.

Después de cruzar la última parte de las zonas ferales, seguidos muy de cerca por sus perseguidores, a primeras horas de la mañana, entraron en el gigantesco Cathead por su trascorral.

* * *

8. Negro Cathead

Tomás se entretuvo varios días en Cathead. Evita y Pablo lo dejaron; y, según le dijeron, para hacer la tarea que a él correspondía. Coronador le envió un recado para que regresara inmediatamente a Cosmópolis, alegando que había llegado el momento de que Tomás realizara su campaña o, al menos, fuera mostrado al público.

Tomás respondió a aquel recado diciendo que había sido elegido para tareas médicas y que, como tal, se proponía examinar la enfermedad, al menos superficialmente.

Ya había estado antes en los territorios que rodeaban a Cathead, en sus límites con el Barrio y dentro de algunos de sus tortuosos suburbios. Ahora tenía que examinar al gigantesco cuerpo enfermo, aquel desmesurado paciente que se estaba infiltrando con su mal en el bello y racional Astrobe. Tenía que descifrar el enigma de esta tétrica y monstruosa ciudad.

Cathead era incluso más grande que Cosmópolis. Tenía una población superior a los veinte millones de personas. En el espacio de veinte años había llegado a este crecimiento. Era la miseria humana en la mayor escala jamás conocida en ninguna parte.

Vista exteriormente y en general, estaba limitada por el mar Stoimenof, en su parte delantera; conectaba con los dos canales llamados el Gran Canal Principal y el Canal Interurbano. Poseía unos cien canales navegables. Al lado del culto Astrobe era como una araña gigante. Tenía grandes industrias, malsanas y fétidas, – no ocultas y disimuladas como las industrias de las Ciudades Doradas. Era una ciudad iracunda construida de la extrema pobreza, con todos los géneros producidos a unos costos mucho más elevados que los de aquellas otras ciudades.

Era un lugar malsano, basado en malsanas consignaciones. Pero en Cathead no se producía nada que no se produjera en cualquier otra parte de Astrobe, nada que no estuviera ya en abundancia en los mercados. Cathead manejaba todos los productos de la minería marítima, porque los mares de Astrobe encerraban vastos yacimientos químicos muy superiores a los de los mares de la Tierra. Pero también las otras ciudades explotaban los productos de minería marítima y sin los repulsivos procedimientos industriales de Cathead.

Las técnicas fabriles de Cathead eran arcaicas, inhumanas y muy caras por lo que tocaba a años y vidas humanas. En cambio, los costos relativos a los procedimientos de las demás ciudades corrían irónicamente paralelos a los de Cathead. Las primeras etapas de ciertos procesos químicos, tal y como se desarrollaban en Cathead, eran tan crudas que resultaban absolutamente mortales. La gente que trabajaba en estas industrias

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moría como cachipollas y, mientras vivían, llevaban unas vidas miserables. Pero, en modo alguno, se necesitaba de Cathead.

No obstante, algunos millones de ciudadanos habían abandonado las doradas ciudades de Astrobe, rehusando todo consejo, desafiando amenazas, y saltando barricadas (en años más recientes), lanzando el guante a los cañones para largarse de las deliciosas ciudades doradas de Astrobe y sepultarse en Cathead, para sufrir y morir allí. Y la clase de vida que se habían dejado atrás era la más placentera que jamás pudieron concebir hombres y máquinas. Parecía un mal negocio. Tal era el enigma de Cathead y la enfermedad de Astrobe.

La gente se marchaba a vivir a Cathead por su libre voluntad, y podía volverse atrás tan pronto como lo de -seara. Los que allí veían corroérseles los pulmones con aquellas condiciones de trabajo, eran desgraciados que podían transformarse en potentados de la noche a la mañana, nada más lo quisieran. Era gente ruda y áspera que había entrado deliberadamente en la esclavitud, y otros muchos seguían entrando constantemente.

Salían a realizar sus faenas en las embarcaciones cosechadoras marítimas que, de puro viejas, hacían parecer barcos de ensueño a las antiguas lanchas basureras. Trabajaban veinte horas diarias en aquel mar insano, y con tres años de semejante faena bastaba para acabar con el hombre más fuerte.

Las ciudades doradas, en cambio, disponían de cosechadoras automáticas marítimas. Los trabajadores siderúrgicos de Cathead perdían toda coordinación; tartamudeaban y babeaban y no podían hablar ni pensar con rectitud. Los mineros de productos químicos vomitaban sangre a raudales y continuaban yendo al trabajo, enfermos, durante un período de dieciocho meses. La faena más letal de todas corría a cargo de los que se dedicaban a la extracción de oxipiritas, mortal de necesidad. Y lo más curioso de todo esto es que no existía mercado ni aplicación del producto, no se remuneraba el trabajo ni se obtenía ninguna recompensa.

Los hombres pedían prestado, mendigaban y vendían a sus hijos a cambio de alimentos, y seguían trabajando por nada en una clase de trabajo que los lisiaba y acababa con sus vidas, se tornaban melancólicos y acababan locos. El producto obtenido era apilado en hacinas inservibles y venenosas, y las pilas formadas con los cadáveres, que constituían el subproducto de ello, eran casi lo mismo de altas. Y, sin embargo, más de medio millón de hombres, mujeres y niños trabajaban sus veinte horas diarias extrayendo oxipiritas y aguardando que les fulminara el hambre o la enfermedad.

* * *

Visto interiormente y en particular, detengámonos en el llamado Castillo de las Ratas. Tenía treinta y cinco plantas y ciento cincuenta metros de lado. En un tiempo habitaron en él, estrechamente apiñadas, veinticinco mil personas. Ahora quedaban tal vez algunos residuos de aquellos veintiocho mil esqueletos y millones de ratas cubrían de tal forma su exterior que no había manera de conocer el verdadero color del viejo edificio. Por el interior palpitaban formando una alfombra de un metro de espesor, y recubrían las paredes igual que papel viviente. Desde su castillo hacían incursiones al exterior en las que mataban y se comían millares de niños, ma -taban mujeres y hombres de avanzada edad y se agolpaban sobre sus víctimas, formando una especie de manta –sudario devoradora, hasta dejarles los huesos totalmente pelados. Invadían los edificios de madera. Se comían la argamasa de las paredes, como si fuera queso, debilitando y penetrando en las estructuras de ladrillo. En Cathead, las ratas se comían diariamente a unas tres mil personas vivas. Existían otras tantas cien casas en Cathead invadidas totalmente por las ratas, pero ninguna tenía la magnitud del Castillo de las Ratas.

¿Por qué, entonces, existían en Cathead por todas partes montones de cadáveres sin enterrar? ¿Por qué la carne putrefacta se cubría de flictenas al sol y estaba a punto de estallar? ¿Por qué mantener esta podredumbre cuya fetidez bastaba para tumbar a esta pobre gente enferma y tuberculosa? ¿Por qué las ratas no devoraban aquellos cuerpos insepultos?

Algunos se habían comido, en efecto. El resto de ellos, los centenares que podían verse en un paseo ma tinal por las callejuelas de Cathead, resultaban demasiado perniciosos para las mismas ratas. Hay venenos y venenos. Hay cadáveres con una carne tan venenosa que ni siquiera las ratas se atreven a tocar.

También existen los lupanares sádicos, y los niños vendidos en ellos. El propio demonio salió de uno de estos tugurios, en años muy recientes, vomitando asqueado. ¿Y los cazadores de ratas, carniceros de ratas, mercados de ratas y comedores de ratas? La única forma de ganarle la partida a las ratas es comiéndoselas. ¿Y los días de bandera amarilla (generalmente los lunes)? Esto significaba que la plaga se hallaba suelta por Cathead. Generalmente sigue su curso, obtiene su servidumbre y termina en cosa de cuatro días. Y luego se vuelve a lo anterior y la bandera amarilla desaparece una vez más. En Cathead existe la inoculación disponible para cualquiera y todo el mundo es libre de aceptarla. Pero pocos lo harán.

¿Y Bethelem que comenzó como manicomio, luego se amplió a granja-manicomio, más tarde pasó a ser distrito-manicomio y ahora ocupa una tercera parte de Cathead? Ocho millones de personas viven en el distrito de Bethelem. Cada una de ellas está loca hasta cierto grado. Todos conviven tan bien, o tal mal, como los demás ciudadanos de Cathead. Mayores serán los sufrimientos, Tomás. El riguroso sufrimiento es parte del lema de Cathead.

–Walter, ¿por qué se dejan los cadáveres insepultos por las callejuelas?

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–Es un recuerdo de la muerte. Con el tiempo, llega a ser un recuerdo de la vida.–Copperhead, ¿es que no hay un ápice de cordura en todo Cathead? ¿Por qué no retorna la gente a la vida

dorada?–Porque escogieron ésta.–¡Pero esto se extiende de día en día! ¿Por qué abandonan el mundo de la perfección para sumirse en la

miseria?–Vale más vivir en la miseria, que no vivir.–Pero allá, en las ciudades doradas, hay vida, la clase de vida más maravillosa jamás soñada. Y estos

miserables agonizantes podrían volver a ella en menos de una hora. ¿Por qué no lo hacen? ¡Condenado de Walter, tú me estás tomando el pelo!

–Copperhead –le dijo Tomás, pues ambos paseaban juntos –. ¡Mira a los hombres que trabajan en aquel proyecto! Carecen totalmente de organización. El peor capataz de mis días ordenaría las cosas mejor que ése. ¿Por qué?

–Porque cuanto peor sea la organización del trabajo,Tomás habló con algunos dirigentes de Cathead, como Battersea y Shanty. Instintivamente les hizo la misma

pregunta. Le miraron con dubitativo desdén y le contestaron con advertencias crípticas que no pudo comprender. Cada vez que éste les sugirió que los tísicos debían volver al civilizado Astrobe, ellos se desviaban y escupían verde.

–¡Necio! –dijo Battersea.–¡Ciego! –añadió Shanty.–Debo haberme contagiado de la enfermedad de los necios, cuando me detengo a hablar con vosotros –

exclamó Tomás –. Debería responderos que muráis en vuestra miseria y condenaros. Pero lo malo es que esta plaga se va extendiendo. ¡Corroerá el resto del mundo! Juro que cuando asuma el poder no dejaré piedra de este lugar y arrasaré todo lo anterior aquí existente.

–Ciego –dijo Shanty.–Necio –repitió Battersea.Tomás se puso a buscar a Rimrock el «ansel», la única mente de Cathead que respetaba. Lo encontró

(agotado por el trabajo de tres días buceando) en un salón de juego «fan-tan» donde los «ansels» acudían para ser pelados.

–Buen Tomás –le saludó Rimrock–, te he proclamado héroe entre todos los héroes, las gentes, «ansels» y demás criaturas de Cathead. Les he dicho a todos lo mismo que les está contando Battersea, que eres un necio, por ahora, naturalmente. Pero también les he dicho que en los momentos finales de tu vida dejarás de ser necio y obrarás con lucidez. Les he hecho saber que muchísimas criaturas no han dejado ni siquiera un momento en toda su vida de ser necias. Te ensalzaré cuanto me sea posible.

–Yo te considero menos necio que los demás hombres de Cathead, Rimrock –le dijo Tomás –. Después de todo, los «ansels» no están muy considerados en el civilizado Astrobe. Vosotros no tenéis una dorada clase de vida donde volver.

–¿Estás seguro de eso, Tomás? Si hubieras vivido en las profundidades del océano no hablarías así. Aquella clase de vida encierra sus propias perfecciones, y yo la dejé voluntariamente por ésta.

–¿Por qué, Rimrock? Paréceme que aquélla es una vida de completa libertad. ¿Por qué la cambiaste por la esclavitud y miseria de Cathead?

–No, Tomás. La vida en las profundidades oceánicas es muy semejante a la del dorado Astrobe; demasiado parecida. Allí carezco de personalidad. Soy uno de tantos y mi mente se funde con las de los otros. Nunca lamenté haberme convertido en un hombre, en un hombre de Cathead. Pero me rebajas demasiado, cuando implicas que no me he dejado nada atrás, que no he renunciado a nada. He renunciado a más cosas que ningún otro. Aunque, naturalmente, había cierta ignominia en ser apresado y comido por un pez que pudiera sucederme en mi anterior estado.

Tomás dejó a todos aquellos testarudos de Cathead lleno de disgusto. Se les había ofrecido incesantemente la felicidad y la habían rechazado a cambio de la miseria.

Se estaban inmolando a sí mismos, sin razón alguna, o por una razón pueril. Y, con su locura, estaban envenenando y destruyendo a todo un mundo. Debían ser sometidos a rigurosa observación, al igual que las ratas qué ellos mismos se negaban a exterminar.

Tomás anduvo mucho y reflexionó más. Cuanto más lo pensaba menos se lo explicaba. El era el médico y la enfermedad ejercía una extraña e insana atracción sobre su persona, incitándole a dejar vivir la enfermedad y a que muriera el paciente.

–Sería intolerable que hubiera algo válido en todas estas miserables personas y sus ideas, que no alcanzara a mi comprensión –se dijo.

* * *

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Cuando Tomás paseaba por una cenagosa callejuela de los suburbios de Cathead, se le acercó una mujeruca y le tocó.

–Tú serás rey por nueve días. Luego morirás –susurró.Iba llorando bajito.–No me conviertas en un salvador, pitonisa –refunfuñó Tomás –. Yo no tengo nada que ver con los asuntos

del Gran Sino.En su deambular, Tomás llegó a un pequeño castillo medieval que resultaba insignificante en comparación

con las gigantescas y destartaladas viviendas de Cathead.–¿Qué representa este edificio? –le preguntó a un hombre que no cesaba de toser –. ¿Es algún salón de

diversiones o pasatiempos? ¿Es la residencia de algún viejo retrógrado? ¿Vive alguien aquí?–No vive nadie –respondió el hombre de la tos –. Aquí es donde está muriendo el arzobispo de Astrobe.–Entonces llevará mucho tiempo agonizando el viejo chiflado –dijo Tomás.Llamó a la puerta del nido del viejo halcón y no hubo respuesta, salvo un bajo lamento o gemido salido, tal

vez, del interior. Abrióla y penetró dentro. Recorrió la primera habitación y la segunda, sin encontrar a nadie. Luego llegó a una estancia donde había una vetusta y estropeada cama con un viejo y descolorido baldaquín real sobre ella.

En el lecho yacía un hombre atezado muy viejo y enflaquecido. Mostraba todos sus huesos y no era más que un esqueleto. Reinaba un olor fétido, y Tomás creyó que aquel hombre estaba muerto.

Sobre su dedo, el viejo y ennegrecido hombre llevaba el anillo del pescador, tal y como es usado solamente por otro hombre. No había nadie atendiéndole. Era el Metropolitano (el último de ellos, según se decía), el Papa de Astrobe.

–Estáis muerto –dijo Tomás –. No importa, ya habéis vivido la vida. Conozco a un holandés que le habría gustado pintaros, en esa misma postura, aunque seáis un esqueleto. Sois un hombre sorprendente, en lo poco que queda de vos.

Pero el anciano Metropolitano no estaba muerto. Con los ojos todavía cerrados, comenzó a hablar en una especie de viejo canto litúrgico:

–Deus, qui beatos martyres tuos Joannem et Thomam, verae, tidei et Romannae Ecclesíae principatus propugnatores, ínter Anglos suscitasti; eorum mentís acprecibus concede; ut ejusdem fidei professione, unum omnes in Christo efficiamur et simus.

–Tus ojos están cerrados pero tu voz es buena y tú pareces reconocerme –dijo Tomás –. Yo creo que soy Tomás, pero ¿quién es Joannem?

–San Juan Pescador –dijo el Metropolitano –. Mira el martirologio de los santos.–Ah, sí. Según dicen, perdió la cabeza justamente catorce días antes que yo. Pero no he oído nunca la

colecta de mi propia misa.–¿Y quién lo ha visto, como no sea desde el otro lado?–¿No tenéis discípulos? ¿No hay aquí nadie que os atienda?–Tengo discípulos, en efecto, Tomás. Me quedan cinco o seis. Alguien viene a cuidar de mí cada pocas

horas. Tengo todo lo que necesito.–¿Tenéis alimentos y bebida?–Sí, pero no tengo estómago para ellos. Estoy consumido. Sirve un vaso grande de vino para ti y otro

pequeño para mí de aquella vitrina.–¿Podéis abrir los ojos? preguntó Tomás mientras escanciaba el vino.–Puedo hacer un esfuerzo muscular, pero de nada serviría. Soy ciego.–¿De modo que éste es el final de todo ello? ¿Tú eres el último?–No, no soy el último, Tomás. Todavía nos queda la promesa. Perduraremos hasta el fin del mundo.–Pero tú morirás muy pronto, anciano.–Muy pronto, Tomás. Treinta horas antes que tú.–Recuerdo las palabras de un partidario mío, por lo extrañas e inútiles: «¡Pero nosotros no somos el mundo!

Nosotros somos un mundo totalmente distinto, y jamás se nos hizo ninguna promesa. » ¿Qué decís a eso, buen Metropolitano?

–Disparates, disparates –respondí–, nosotros tenemos la Promesa. Se nos dio aquí, en Astrobe, en días recientes, de la forma más extraña y apasionante que puedes imaginar. Has de saber que Cristo ha caminado sobre Astrobe en forma humana, en compañía de San Klingensmith y otros. Has de saber que la ardiente promesa ha sido dada, y que la llama comienza a levantarse.

–¿En tus cinco o seis discípulos?–En todos cuantos me rodean, Tomás. En Astrobe quedan más de un centenar. E irán en aumento. Si abrazas

la Fe, entonces, hasta las piedras y barro de Astrobe te cantarán la Promesa. Si consideras todas esas cosas como leyendas, ¡dígnate conocerlas primero y luego haz lo que te plazca! ¡Encontrarás aquí una floración más rica de las que germinaron en la vieja Tierra!

–Seguid durmiendo, anciano; todo ha terminado.

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–No ha terminado todo, ni tampoco la esperanza. Tú mismo eres un testigo ocular de lo que no puedes ver. Te has convertido en santo, hombrecillo con cara de hurón.

–¿Cómo podéis saber que tengo cara de hurón, invidente?–Tú eres el ciego, no yo –respondió el viejo esqueleto soltando una carcajada.Bebieron el buen vino y charlaron un rato. Luego penetró en la estancia un joven tosiendo, con el fin de

prestar sus atenciones al Metropolitano. Todavía traía el sucio aspecto de haber estado trabajando.–Buen día os deseo, Tomás –dijo el joven –. A veces, el anciano se muestra trastornado y a veces no. Sé

paciente con él.Tomás se levantó para marchar.–¡Retornad, Señor, y dadnos de nuevo la vida! –rogó el Metropolitano esperanzado.–Y que tu pueblo se recree en ti –fue la respuesta de Tomás, y se marchó.–Es el último de todos –se dijo Tomás para sí cuando estuvo de nuevo en la calle –. Así es como termina

esto en Astrobe.Los trabajadores del mar estaban regresando con sus lanchones cargados de pesca que depositaban sobre el

suelo antes de llevársela para trasformarla en alimentos. No era un trabajo brutal, dadas las condiciones reinantes en Cathead, pero era un día de epidemia y habían muerto tres de sus hombres. El patrón de la chalana los despojó de sus botas (pues las botas de un muerto traen suerte y existía un mercado al efecto), y luego hizo rodar los tres cuerpos envueltos con el pescado. Fueron sepultados entre la pesca, sin preocuparse mucho de que estuvieran muertos, con la mayor indiferencia.

Cuando se acercó el comprador, echó un vistazo al montón y descubrió que asomaba una pierna y los contornos abultados de los tres cuerpos sepultados por la pesca.

–Los pesaremos juntos con el pescado y nos los llevaremos –dijo –, pero tendré que descontar un stoimenof d'etain por cada cuerpo. No son tan ricos en fósforo y azufre como el pescado. Además, son bastante duros en la trituradora.

* * *

9. Coronador

–Es un contratiempo el que no salgas en la reproducción –dijo Cosmos Coronador a Tomás –. Tu voz sale perfecta, la gente que te rodea sale también pero tú no apareces en modo alguno. No creo que la invisibi lidad en la reproducción se deba enteramente a que seas un hombre traído del pasado. Eres lo suficiente sólido al contacto. Pero ocurre, aunque no lo sepas, que un uno por ciento de las personas no salen en el duplicado. Por supuesto que has salido en el antiguo vídeo-visión, pero éste tenía sólo dos dimensiones y no transportaba más que dos sentidos.

–Probablemente eso sea una ventaja –respondió Tomás –. Mi voz es mejor que mi aspecto.–En efecto, parece una ventaja. Ello te presta cierto misterio. En la actualidad, has cautivado la fantasía de

las gentes. En estas empresas hay siempre los llamados imponderables, pero ahora nos está saliendo todo mejor de lo que habíamos previsto. Nos favorecerá la presencia de tu animal y tu amiga. La gente se fía instintivamente del hombre que se hace acompañar de un animal y una mujer. A causa de ellos, la muchedumbre ética se ha puesto de tu parte.

–Coronador, tú estás loco. No tengo ninguno de los dos. ¿Te refieres a Rimrock y a la niña Evita? Rimrock el «ansel» es un hombre y no un animal.

–Y Evita es una mujer y no una niña, Tomás. En un tiempo, acompañó a mi padre. Todos los embustes que corren acerca de ella no son tales embustes. Pero los dos, Rimrock y Evita, gozan del favor popular, y pueden hablar en tu nombre con una desenvoltura jamás vista. Casi todo Astrobe los vio anoche en reproducción y sumieron al planeta en un delicioso pánico. La gente se encuentra dominada por la fuerza de sus palabras. Afortunadamente, no parecen captar el significado. Los dos sujetos tuyos, Tomás, son heréticos para el sueño de Astrobe, y resultarían peligrosos si fueran comprendidos. Tu amiguita encierra otras muchas cosas, aparte de sus paradojas.

–Me recuerda a mi hija menor –dijo Tomás –, pero no goza de tan buena crianza. Coronador, ¿no se puede hacer nada respecto a los homicidas programados? Anoche estuvieron a punto de capturarme otra vez. ¡Que me dejen en paz por el momento! No me conceden el menor instante de reposo. No sé si tengo o no nueve vidas, pero me han intentado asesinar nueve veces. Su astucia no tiene precedentes. No son meras máquinas, tal y como yo las entiendo por máquinas. Aprenden nuevas cosas y saben adaptarse a las circunstancias; no se les puede repetir dos veces el mismo truco. ¡Yo no represento una amenaza contra el sueño de Astrobe! Al contrario, me gusta y soy un entusiasta partidario de él. También yo podría blasonar, con toda honradez, del lema No he sido falso a la Visión. Hay algo que va mal en la programación de estos objetos.

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–No, Tomás. Es imposible que falle nada en su programación. Tomás, el sueño de Astrobe está en pe ligro y cualquier hombre, por capricho de las circunstancias, puede ser una amenaza potencial. Pero los homicidas programados, en cierto modo, son demasiado maquinales; toman las proposiciones demasiado literalmente. Te salvaguardaremos, pero debe respetarse el juicio de los homicidas programados. Debemos tener gran cuidado de no quebrantar su espíritu con frustraciones inoportunas.

–Creo que estoy triunfando –dijo Tomás –. Percibo el olor de la victoria.–Oh, sí. Ganaremos –agregó Coronador –. La cuestión es no aparentar un triunfo demasiado fácil.–¿A qué se debe ello, Coronador? En mi vida normal fui un político y nuestro lema era Triunfa primero,

reforma después. Jamás perdí nada a causa de desgana o remilgos propios.–Tomás, hay ciertos partidos que no nos interesa se unan a nosotros. Todos ellos se decantarán a favor del

claro vencedor para darle un abrazo mortal finalmente. Los que más me han inquietado siempre son el Partido de Hatrack y el Partido del Beso de la Muerte. Respecto al Partido del Tercer Compromiso me siento un tanto suspicaz. Son unos aliados perniciosos. Después de que hayamos triunfado, queremos tener las manos libres de ataduras para poder actuar.

–Coronador, quieres tener las manos libres de ataduras, y, en cambio, ligar las mías un poco.En Astrobe existían varios métodos de elección, y siempre hubo una jungla de partidos, controlados varios

de ellos por un solo hombre al mismo tiempo.En una ocasión imperó la norma de Una Persona Un Voto, idea ésta importada de la vieja Tierra. Más tarde

se siguió el criterio del voto ponderado, por el que cada votante gozaba de los plenos derechos a que era acreedor. A un hombre se le podían otorgar votos adicionales por sus distinguidos servicios públicos, privados, científicos o éticos. La mayoría de los rangos arrastraban tras sí un buen número de votos. Los festejadores de las diversas clases sociales podían recibir un millar de votos, pero cualquier otro, también muy rico, obtendría sólo la cuarta parte de un voto; ello se debía a que no era tan popular con su riqueza.

Los ciudadanos de Cathead y del Barrio habían tenido solamente un cuarto de voto cada uno, por hallarse sometidos a penalidad colectiva. Los «ansels» y otros ciudadanos inteligentes, aunque no de forma humana, tenían derecho a un octavo de voto. No obstante, se produjo cierto escándalo cuando determinados líderes «ansels», valiéndose de su astucia, inscribieron e hicieron votar a millones de «ansels» salvajes de las profundidades oceánicas. Sus votos, finalmente, fueron descalificados. Se declaró que sólo tenían derecho al voto en Astrobe las criaturas que hicieron vida en tierra firme.

Finalmente, el voto, en sí, quedó suprimido. No había forma de modernizarlo. Era una reliquia del pasado. Ahora era todo entregado a manos de las máquinas razonadoras.

Dichas máquinas trabajaban considerando el favor general de todas las personas de Astrobe, ya que se tenían constantemente funcionado los antecedentes y matices de cada una de ellas, dondequiera que se encontrasen. El añadir esta nueva carga a las máquinas tuvo muy poca adaptación.

Las máquinas razonadoras podían recoger y compilar el peso de la opinión de Astrobe y escoger de entre la totalidad. A la hora cero comenzaron su lectura, que fue la correcta. A cada convicción, a cada atisbo, a cada resolución o irresolución de todas las mentes individuales de Astrobe se le dio su ponderación adecuada.

Lo que dijeron las máquinas era lo aceptable. Su exploración perfecta. Todo lo habían ponderado en su justa forma. Esto combinaba los mejores elementos de todos los sistemas. Una persona de buen intelecto y probado juicio surtiría más efecto en los escrutinios que un jaranero con la cabeza llena de nociones. Las personas de fuerte personalidad y de gran carácter pesaban, naturalmente, más en los totales de las máquinas que las de menor valía. Pero la frustración y confusión mental restaba al cuerpo de una opinión personal.

Este era el Voto Ponderado emitido con honradez y justicia.En todo esto sólo había un error, el cual no podía achacársele a las máquinas, ya que éstas eran irrepro -

chables. Cathead y el Barrio llegaron a tener una desmedida influencia. Era algo así como si estas regiones poseyeran un número desproporcionado de personas dotadas de un buen intelecto y un probadísimo juicio, y esto no era posible.

Se estaba desarrollando una modificación del sistema. Merced a ella, los juicios y decisiones que no estuvieran de acuerdo con la totalidad del sueño de Astrobe quedarían descartadas o desechadas por completo. Pero habían surgido dificultades en su desarrollo. Se trataba de que, más pronto o más tarde, habría que definir en qué consistía exactamente la totalidad del sueño de Astrobe. Dichas modificaciones no podrían estar desarrolladas para el momento de celebrarse la elección en que estaba implicado Tomás Moro.

Pero los partidos... ¿quién pudo jamás desentrañar su intrincada maraña? El Partido del Centro era, naturalmente, el partido de Tomás y el de sus tres grandes patrocinadores. Existía le Partido del Primer Compromiso, el del Segundo, el del Tercero; el Partido (Conglomerado) de Hatrack y el del Tratado y Solidaridad. Había el Partido de Demos y Liberal Programado; el Mechanicus, Censor, Pirámide; el Partido de la Nueva Sal y el Partido del Beso de la Muerte. Estaban los Intransigentes y los Intransigentes Reformados, y el de la Colmena; el de los Zánganos Dorados y los partidos Ultimo y Penúltimo. A veces parecía que eran demasiados, pero todos tenían sus programas y sus credos políticos. Existían los Obstruccionistas y los Neo-obstruccionistas; los Estéticos y los Antiestéticos y un grupo local dividido llamado los Antiestéticos Locales.

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La opinión de estos últimos se puede decir que no pesaba sobre Astrobe, pero se les permitía inscribirse. También existían los Oclócratas, que llevaban la bendición especial de Ouden. Varios de estos partidos eran sólo para las personas programadas. Otro, el de los Irreconciliados, sólo estaba integrado por humanos, pero la mayoría de ellos poseían una variada afiliación.

Un chiflado fue a ver a Tomás. Su mirada no era vivaracha, sino lánguida y cuando hablaba lo hacía con una especie de canturreo.

–Tomás Momo, juguete de niños mayores –comenzó a hablar, más bien con rudeza –. Soy el líder de un partido calificado y la Ley te obliga, como candidato principal, a escucharme.

–Ciertamente, te escucharé –respondió Tomás –. ¿Cómo se llama tu partido?–El de los Mentecatos. Yo lo fundé y le di nombre. Yo soy Mentecato y dejo oír mi voz.–¿Y cuántos socios tiene?–Yo sólo, escéptico Tomás. Puede que te preguntes cómo he conseguido legalizar un partido que sólo tiene

un socio. Bueno, las vías burocráticas son extrañas. Una solicitud a tiempo que, a veces, se deslizaba en la penumbra... Mi programa es sencillo: combatir un par de insuficiencias llamadas el Humanismo, que no tiene carne, y el Materialismo, que carece de huesos.

–Excelente –exclamó Tomas –. Siempre me han gustado las frases redondas. No significan nada, pero sospecho que la voy a usar en mi próximo discurso.

–Preveo el fin de los partidos –dijo Mentecato –. Unos se hacen viejos, otros se desarrollan enseguida; los hay que sufren la amargura del arrepentimiento, y los hay que comienzan a aplicar palabras e ideas demasiado literalmente. Todos están agonizando. Dentro de poco sólo quedará mi propio partido.

–Ah, bien. ¿Y qué persigue tu partido?–Va en contra de las cosas falsas. escéptico Tomás. Considero un error el que a la pornografía se le dedique

el mismo tiempo en las escuelas, y con la misma obligatoriedad, que a la Etica. Consideré equivocado que se publicara una ley concediendo a la perversión y a la normalidad el mismo espacio de tiempo en la literatura y en la escena, aunque, por aquel entonces, la normalidad, por regla general, era superior a la perversión. Pienso que es un error que los matrimonios puedan ser liquidados por un Evaluador contra los deseos de las partes interesadas. Considero una equivocación el que no se pueda enseñar en las escuelas nada que no esté acorde con el sueño dorado de Astrobe. Creo que es erróneo que la ley pueda negar la descendencia a determinadas personas. Estimo que es un serio error que a los psicólogos les hicieran una clase privilegiada con los poderes de entrada y aprehensión. Yo creo que la persona humana debería ser inviolable y que no debería permitirse la intromisión mecánica en el cerebro del individuo. Un diagrama de ajuste no debería ser el todo, particularmente cuando no puede ser ajustado. Yo pienso que al hombre debería permitírsele elegir su propia ocupación y su propia desgracia. ¿No lo creéis también así, Tomás?

–No, Mentecato, no lo creo en modo alguno.–Entonces no es extraño que en tu propio mundo te llamaran el escéptico.–No fue a mí a quien se lo llamaron. Me has confundido con otro hombre más famoso que yo.–¿No eres entonces el escéptico Tomás, el apóstol que negó a Cristo?–No, no lo soy. Estás terriblemente confundido.–Eso mismo le ocurre a mucha gente. Tu repentina y arrolladora fama popular se la debes a esta falsa

identidad que gravita sobre ti. Han hecho de ti un gran héroe, el que traicionó a un charlatán antiguo. ¿Quién eres tú, entonces?

–Soy un extraño, traído de otros tiempos, para dar testimonio de una gran cosa. Eso es lo que hago. Acaricio el Sueño de una Humanidad Dirigida.

–No tengo ninguna fe en la Humanidad Dirigida. No soy humanista ni materialista. Soy un herético.–¿Por qué no te vas al canceroso Cathead a vivir con tu propia clase?–Porque esa vida es demasiado dura. Tengo derecho a protestar. Sé que mis palabras son un tanto peligrosas.

Otros hombres han sido decapitados por hablar así.–No lo creo –dijo Tomás –. No sé con certeza por qué fueron decapitados, y tal fuera yo uno de los que

debieron serlo. Ahora bien, ya te he prestado la atención requerida por la ley. No reclamo el apoyo de tu partido aunque, honradamente hablando, si tuviese más de un miembro puede que lo solicitara. ¡Aquí, aquí, máquinas amigas, echad fuera a este individuo!

Un par de máquinas, es decir de personas programadas, se acercaron para arrojar de allí al Mentecato.–¡Malditos artilugios! –bramó Mentecato –. No me importa mucho ser echado a patadas por un pie humano;

ya me ha sucedido con frecuencia. Lo que odio es salir echado a puntapiés por una máquina. ¡A la pila de restauración con estas condenadas máquinas!

Tomás había dado comienzo a su campaña electoral v disfrutaba con ella. En cada discurso que pronunciaba ante las masas solía ser molestado un poco por los homicidas programados, que siempre estaban prestos a invadir el estrado y acabar rápidamente con él, pero sabía rodearse por un blindaje de partidarios que se lo impedían. También fue importunado un poco por otros Mentecatos, pero tenía buena facilidad para acallar a los

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derrotistas. En cuanto a pronunciar discursos no había quien le ganara, pues, en verdad, era el mejor retórico de todos ellos. Poseía un tacto inigualable y un intrincado sarcasmo en su lenguaje.

–Realmente, no puedo mover montañas –dijo ante un auditorio –. El hombre no tiene suficiente fuerza para mover una montaña. Pero yo puedo mover este mundo... adelante. ¿No tiene eso mucha más impor tancia? Yo he venido para realizar el sueño de Astrobe. La perfección está en marcha. ¡Adelante! ¡Hay que remover los obstáculos! Segaremos la mala hierba. Invito a la cordura mental, corporal y social, y a la perfecta simbiosis entre los humanos y los programados. Hemos llegado a la meseta, pero no nos durmamos en los laureles; esta frase carece de significado progresivo en Astrobe. Hemos de alcanzar el grado correspondiente al reposo dinámico. Todas las cosas fluyen hacia nosotros y nosotros nos constituimos en una sola unidad, donde se funden las mentes y los cuerpos.

Y en aquella vena feliz, continuó por espacio superior a una hora.–No dijiste más que disparates –le apostó Pablo después de aquel particular discurso –. Me pregunto si

escuchabas tú mismo lo que decías.–¿No te gustó, Pablo? Pues a mí si. Y eso que fui incomodado un par de veces.–¿Por qué, Tomás? Los de la dorada mediocridad no deberían ser incomodados por nada.–Pablo, dije palabras y palabras. Pero hubo otras que no las dije yo.–¿Qué estás tratando de decir ahora, Tomás?–Alguien pronunció aquellas palabras valiéndose de mi boca.–¡Con que esas tenemos! Sospecho que te lo han venido haciendo durante mucho tiempo, y tu ni siquiera

has reparado en ello. Has dicho muchas cosas y en privado, que no están en consonancia contigo. Es una de las más viejas y claras estratagemas de los programados. Se infiltran dentro de tu cerebro en un momento dado y lo controlan. Es sólo un ardid mecánico empleado por dios. Seguramente habrás oído hablar de él.

–Oye uno tantas cosas... Pero está claro que no me sucedió antes. Aquellas palabras fueron pensadas en mi cabeza y dichas con mi boca por otra persona. Eso me fastidia un poco.

–Eso tiene fácil solución, Tomás. Expúlsalas de tu interior. Tu cerebro no es nadie más. Ellos no pueden posesionarse de tu mente si tú no se lo permites. Arrójalos de tu interior. Algunas veces permanecen ausentes por espacio de diez minutos. Todo es cuestión de voluntad.

–Eso es precisamente lo que me inquieta. Noto que no tengo la misma voluntad que antes. Y no estoy seguro de que una fuerte voluntad se halle en consonancia con el sueño de Astrobe. Después de todo, yo debería someter mi Propia voluntad a la voluntad del grupo.

–Buen Tomás, empiezas a parecerte a ellos. Sé un hombre.–¡Qué va! Yo creo que debo ser todo lo contrario. Tenemos que esforzarnos todos por lograr la síntesis,

parte del hombre y parte de programado. Por el bien de todos, debemos sumergirnos en nuestros hermanos mecánicos.

–Si lo hacemos, nos comerán vivos, Tomás. Jamás retroceden; se aprovecharán de cualquier oportunidad que les brindemos. ¿De dónde sacaste eso de que hemos de dejar de ser hombres?

–Oh, son las palabras que alguien pronunció por mi boca en el discurso que acabo de decir. Son ciertas, no obstante, y al auditorio le gustaron. Hemos de ser más flexibles, Pablo. Esto no ha sido fácil para mí que he venido de la Tierra. Pero he aprendido a ir cediendo sucesivamente en las cosas.

–Hasta ceder absolutamente en todo, Tomás.–Al principio no me gustaba la máquina del Pan-domación. Pero aprendí a soportarla y comprendo que,

cuando me haya perfeccionado, seré un entusiasta de ella. También al principio pensé que era injusta la ley de Despreocupación. Ahora me doy cuenta de lo esencialmente justa que era.

–Sólo una fruta podrida se sometería de buen grado a cualquiera de esas dos cosas, Tomás.–¡Mira lo que dices, Pablo! Soy más fuerte que tú y puedo apalearte.–No, Tomás. No puedes porque has dejado de ser un hombre.La máquina del Pandomación se hallaba a disposición del público en las cabinas de observación, y mucha

gente las tenía en sus propias casas. Las primeras criticas, sin fundamento real del propósito o práctica de esta maravillosa máquina, la llegaron a llamar la «mirilla indiscreta llevada a lo último», pero fue una crítica injusta.

La máquina de Pandomación, de acuerdo con la política de despreocupación imperante en Astrobe, era simplemente una máquina que permitía al curioso ver dentro de ciertas habitaciones, elegidas al azar o previamente seleccionadas. Uno podía contemplar las habitaciones particulares de los ciudadanos y sus esposas, y observar su comportamiento en el hogar. Se podía ver el interior de todas las casas de Astrobe, a excepción de menos de una docena de habitaciones prohibidas: ciertas cámaras de reunión semipúblicas correspondientes a los líderes. Este invento era un poderoso auxiliar del saber, ya que permitía a las personas que lo desearan conocer los pormenores de las demás. No hay duda de que estaba completamente de acuerdo con las aspiraciones de Astrobe:

«Qué finalmente fueran todos una sola persona, sin que existiera el menor secreto entre ellos.»Pero no se hacía tanto uso de la máquina como en un tiempo se hiciera. El público en general no había

llegado todavía a comprender el fruto de su propósito. A muchos hasta les llegaba a aburrir. Y, sin embargo,

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¿cómo podría aburrirse nadie mirando las actividades de sus semejantes, el otro aspecto de uno mismo? Aquí se veía un hombre y a su esposa, allá un hombre y su amante, más allá dos amigos de diferentes sexos... Ya no podía existir el secreto de los amantes. La fuerza penetradora de esta máquina ya no estaba limitada sólo a las habitaciones, sino que permitía su acceso, de puertas adentro, por cualquier persona, a todo el civilizado Astrobe, exceptuando muy pocas áreas restringidas.

El Pandomación era sólo el primer paso. La Ley de Despreocupación daba paso a otras invenciones y halló una aplicación fructuosa para otras ya existentes. El subtítulo de la Ley, Tengo tanto derecho a penetrar en tu mente como tú, expresaba el nuevo y bello concepto. Ahora los exploradores mentales se hallaban a disposición de todo el mundo, y los recalcitrantes que se resistían a que su mente fuera invadida podían ser denunciados por ello y llevados a presencia del tribunal por actos antisociales.

«Todos somos la misma cosa. Somos idénticos –decía parte del cuerpo de la Ley–. ¿Cómo van a poder ser las mentes iguales y fundirse en una sola, si no les está permitido examinarse mutuamente?»

Era una idea sobrecogedora, una de las culminaciones del sueño de Astrobe. Para Tomás Moro, traído de un austero período de la vieja Tierra, resultó un poco difícil aceptar inmediatamente aquellas libertades. ¿Pero no era extraño que se ajustara a ellas también con suma facilidad y presteza?

* * *En otro discurso, Tomás invento otra frase feliz, o, tal vez, alguien la insufló en su cabeza y la pronunció

con su boca: «Deseo ser todo para todos los hombres». Fue pura magia. De tales cosas están hechos los reyes.Tomás había vencido y lo sabía. Todas las cosas iban saliendo maravillosamente por él y para él. Se

encontraba como en su propia casa en el corazón del dorado Astrobe. Había llegado a ser el portavoz elocuente de la gran causa, de la única causa. Y había lanzado el guante del desafío contra una de las perniciosas enfermedades de Astrobe.

«Arrepentios o seréis destruidos», fue el lema de su principal discurso. No dejó la menor duda en los obs -tinados hombres de Cathead y del Barrio acerca de lo que se proponía. Millones de ellos se mantuvieron ter cos en su error, pero algunos millares volvieron a entrar en la dorada vida del civilizado Astrobe. Era una tendencia aunque débil. Pero la resolución para dar con la clave del problema ya no era tan fácil. El civilizado Astrobe poseía ciencia suficiente para destruir por completo Cathead y el Barrio, y éstos, por su parte, carecían de la ciencia necesaria para responder. Todo lo que se necesitaba era un líder fuerte, y Tomás se había anunciado como tal. No se podía esperar compasión.

Enardeció a todo el mundo cuando le dirigió la palabra, todavía invisible, por medio de su República.–Ha dejado de ser el mayor bien para el mayor número. Ahora será el bien total para la singularidad unida.Y cuando todos seamos uno, entonces llegará la gran inversión. Nos convertiremos en algo superior al

número y al nombre.Después de pronunciadas estas palabras, los homicidas mecánicos todavía perseguían a Tomás, pero con una

diferencia. Seguían observándole pero ya no le atacaban y se limitaban a reírse burlonamente de él.Así que Tomás se convertiría en rey, que es lo mismo que decir presidente de Astrobe.¿Tan fácil resulta hacer un presidente? Qué duda cabe. Depende del tono en que se cante. No hay más que

entonar con arreglo a los tiempos y con las notas precisas al momento. Entonar la melodía que le guste al pueblo. Dar en el clavo y se podrá crear un rey cada dos por tres.

* * *

10. La deformidad de las cosas venideras

Pero había algo en Tomás que no se dejaba domeñar tan fácilmente; él era el resucitado impreso con una doble marca, y la vieja parte suya surgía ahora arrolladora hasta casi desbordaría.

Fue una tarde objeto de una pesadilla andante, sin saber lo que hacia ni donde se encontraba cuando estaba paseando. Se había hendido en su propio ser, pero sin perder la senda del futuro.

He aquí el hecho raro que le ocurrió: Tomás había reflexionando sobre el asunto, a pesar de que se le suponía libre de reflexiones. Se habían apoderado totalmente de él y creían estar seguros por completo, pero no era así.

Aún podía sublevarse, unas veces con astucia y otras a ciegas. Incluso, hasta podía percatarse de que se habían apoderado de su mente.

Existían áreas ocultas en las que, pese a su fuerte profesión de fe, no aceptaba todavía plenamente el sueño de Astrobe. Poseía incluso en sus profundidades humanas regiones en las que seguía siendo una persona privada, aunque sintiendo en su raptado cerebro lo errónea de su situación. Y ahora se encontraba en un momento lúcido en que podía hacer un alto y estudiar el comportamiento de su curiosa personalidad.

–Todavía resulta más sorprendente el que yo sea pillado en mi propia trampa –se dijo –. Escucha, Tomás, escucha, mi propio «yo»; ¿No fuiste tú quien, en mi otra vida, se valió de una amarga ironía? Yo mismo inventé esa condenada ideal ¿No fui yo mismo quien inventó la Utopía? ¿No sabía yo que, al inventarla, empleaba

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oropel en vez de emplear oro de ley? ¿Qué está sucediendo ahora? ¿Por qué estoy siendo atrapado por ello? ¿Qué hago yo, Señor, que creo una amarga ironía y, al hacerlo, creo un dorado mundo futuro para caer en este ridículo presente? ¿Qué otro escritor se vio jamás condenado a vivir el artificioso cuento que él mismo había creado? ¿Qué otro jurisconsulto se vio sentenciado nunca a encontrar la legalidad de su propia ironía? ¿A qué otro canciller se le requirió en los siglos para administrar un mundo del que él mismo se había mofado? ¡Ayudadme, Señor! Si continúo viviendo después de mi segunda muerte, prestaré más atención a lo que haga.

«No es oro de ley, me digo a mí mismo. Son baratijas que recogí del arroyo y las moldeé movido por el afán de burla. ¿Es posible que se haya transformado luego en un auténtico mundo aquella malsana quimera? ¿Es po-sible que ahora sea oro de ley, después de todo, convertido por mí en un mundo al que yo gobierno como un títere?»

Alguien había conectado con Tomás, posiblemente al azar o quizás con ánimos de aleccionarle, y estaba tratando de penetrar en su mente.

–¡Márchate! –exclamó Tomás en voz alta –. ¡Lejos de mí, te digo! Si, comprendo que no puedo impedir a nadie la entrada en mi mente. Sé que tú, quienquiera que seas, tienes el mismo derecho que yo a penetrar en ella. ¡Déjame en paz, déjame en paz! Es un error que debo arreglar con mis propios esfuerzos. Soy un hombre imperfecto y tengo derecho a disfrutar de cierta independencia, de cuando en cuando. Márchate. ¡Te cierro mi mente!

El intruso abandonó con enfado el cerebro de Tomás, y éste se sintió apesadumbrado por su acción.–No se verá bien –se que el futuro presidente de Astrobe sea llevado ante los tribunales por contravenir la

Ley de Despreocupación.Hubo unos susurros y ruidos tras él que le inquietaron. Pero a su vez sentía otras inquietudes por muchas

otras cosas que luchaban dentro de su cabeza.–Es increíble que este mundo cobre realidad –se volvió a decir a si mismo –. Parecía tan agrio y grotesco

cuando yo lo inventé... Ojalá no hubiera leído tanto, particularmente después de mi primera muerte. No alcanzo a comprender el que hubiera alguien que realmente abogara por todo esto. Bueno, ha venido a mi y yo debo aceptarlo. ¡ Dejemos que las cosas que entran en mi cerebro me digan nuevamente cuán maravilloso es! ¡Plena gloria a Ouden, el todo en la nada!

«¡No, no; todo es un error! –exclamaba Tomás tratando de zafarse de los pensamientos que intentaban arrastrarle, y prosiguió corriendo, trompicando y gritando para sus adentros.

»¡Son serpientes que se retuercen dentro de mi cabeza! ¡No son pensamientos válidos! ¿Cómo han llegado a apoderarse de mí? ¡Yo, que podía ver el más insignificante ardid a la mayor distancia! ¿Pero cómo es posible que las serpientes hayan penetrado en mi cabeza? ¿Fui acaso una oveja asustada que las dejó penetrar? ¿Cómo he llegado a perder mi hombría? Cuando yo era muchacho creía en Dios. De hombre aún seguía creyendo, a medias. ¿Cómo he sido atrapado por la gran "O", la embaucadora Omega, la vil Nada de Ouden? ¿Quién iba a imaginarse que al llegar a mi madurez iba a adorar a un dios vacío?

»¡Nocivos pensamientos éstos! Por ahora, mis sabuesos perseguidores han vuelto a tornarse peligrosos.»Tomás Moro, a punto de ser declarado presidente de Astrobe, había estado entrando y saliendo de una

ofuscación, en un lugar que odiaba y despreciaba. ¿Qué era lo que le había llevado allí? Ahora se encontraba en una fantástica colonia existente entre el coloso Cathead y Wu Town, la ciudad menos dorada y menos sometida de todas las grandes ciudades de Astrobe. Cuando volvió a oír tras él aquel murmullo sobrecogedor, se percató de la pestilencia de Cathead. Echó a correr.

Los homicidas programados habían notado el cambio sufrido en el interior de Tomás. Ya no se limitaban a sonreír burlonamente, mientras le observaban, y a esperar. Nunca habían dejado de seguirle, y ahora se daban cuenta del por qué. Tomás había vuelto a cambiar; ya fuera temporal o permanentemente, eso no era de su incumbencia. Ahora le perseguían con el fin de matarle.

–Estoy perdiendo –aulló Tomás –. ¡Mente mía, vuelve a cambiar! Haz que retorne mi confianza en todo esto. ¡Las serpientes se arrastran dentro de mi cerebro! Pregona a los cuatro vientos la noticia de que Tomás es otra vez fiel a la Visión. Dile a los homicidas mecánicos que no soy ninguna amenaza para nada y que ellos son una amenaza mortal para mí.

Tomás resbalaba y caía y perdía la noción del tiempo. Corría denodadamente y ellos le perseguían de cerca. Un fugitivo robusto puede sacarles ventaja durante corto tiempo, pero los programados son incansables. No le quedaba otra que despistarlos. Tomás trató de imaginarse o recordar calles y callejuelas que no había visto nunca. Estaba perdido pero no sus perseguidores. Sabía que algunos de ellos se habían separado del grupo y lo estaban acorralando por alguna parte, Se fuera por donde se fuera, acabarían cazándolo en algún estrecho pasaje.

De pronto se sintió retador y experimentó repulsa por su anterior cobardía.–¿Serpientes en mi cabeza? ¡Fuera, fuera! –rugió–. No os seguiré cobijando. Si he de morir aquí, moriré

como un hombre. Ahora veo que tenía razón desde el primer momento. Eran malditos oropeles y yo lo sabía. Oropel y azufre, eso es lo que era. Antes prefiero ser un moribundo tísico de Cathead que rey de semejante locura.

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Pero no llegaría a ser nada de aquello si no lograba despistar a los homicidas. Moriría mucho antes que el más enfermo de los tísicos de Cathead. Ante él aparecía un espacio despejado y la vista de una zona que conocía, pero a su izquierda había una callejuela sin salida, una trampa. Tomás quiso correr hacia la zona despejada pero se metió en la callejuela sin salida.

–¡No, no! –exclamaba –. No quiero entrar en esta callejuela. No tiene salida, es una trampa. ¿Por qué me meto por ella? El otro día alguien pensaba con mi mente y hablaba con mi boca. Ahora, alguien está corriendo con mis piernas.

Pero siguió corriendo con ahínco hasta el callejón. Al fondo se veía un boquete abierto sobre la pared de ladrillo, a través del cual podría colarse con un poco de esfuerzo un hombre que pretendiera salvar su vida. Llegó junto a la abertura y vio que dos homicidas programados le cerraban el paso a ambos lados del mismo. Se encontraba acorralado dentro de la callejuela.

Las paredes eran totalmente de piedra y ladrillo, viscosas y cubiertas de verdín por efectos de la lluvia y la acción del tiempo. Ningún hombre sería capaz de escalarías. En todo el corto trecho del callejón no se veía una sola puerta o salida de clase alguna.

¿Ninguna puerta? ¿Estás seguro, Tomás? Sintió que estaba siendo como una marioneta manejada a través de unas cuerdas. También pensó que, quizás, lo mejor sería dejar a los homicidas que le atraparan ya de una vez. Alguien le había guiado hasta aquella ratonera. Si hubiera tomado la otra dirección habría tenido una posibilidad de escapar a la muerte. En otras ocasiones logró escapar a ella, pero en ésta había sido arrastrado hasta aquí para que acabaran con él o para algo peor.

De pronto vio que había una puerta. Antes no estaba allí esa puerta. Era incomprensible.–¿Qué posibilidades tengo? –se preguntó Tomás en voz alta.Penetró como una exhalación por la puerta (mientras que las serpientes reptaban de nuevo dentro de su

cabeza); sabía que dejaba el mundo para entrar en un sueño, que dejaba la vida para entrar en algo más extraño incluso que la misma muerte. Dio un violento portazo tras él y echó el aldabón de la puerta, quedando sumido en la más espantosa oscuridad.

* * *–Siéntate a la mesa con nosotros –dijo una voz que no sonaba ni dentro ni fuera de la cabeza de Tomás, sino

del revés –. Hemos de hablar.–Encended una luz –dijo Tomás –. Está oscuro como boca de lobo.–Nosotros no precisamos de la luz –añadió la voz–. ¡Cesa de luchar con las cosas que hay dentro de tu

cabeza! Ellas pueden ver por ti. ¿No es cierto? ¿Acaso no ves ahora, aunque no haya luz?Tomás empezaba a ver, pese a que no se había hecho la luz. Miraba a los objetos con los ojos de otro, tal vez

con los ojos de esos mismos sujetos. Estaba viendo en medio de la total oscuridad valiéndose de los ojos de las aterradoras serpientes que se arrastraban dentro de su cabeza, y estaba contemplando tipos que ni siquiera había visto nunca.

Allí había nueve sujetos. Tomás había aprendido a enfrentarse a tales cosas en su último esfuerzo retador para volver a la razón. ¿Quiénes eran? ¿Qué forma tenían?

Hombres. Eran hombres vistos desde la otra parte. ¿Desde el lado posterior? Sí, en la forma que puede ser visto un tapiz desde su reverso, es decir, el mismo dibujo pero tosco y deformado. Estas cosas eran la deformación de la Humanidad.

Había nueve sujetos y estaban dispuestos en grupos de a tres en torno a la gran mesa de conferencias. Eran igual que hombres, pero con sus órganos caricaturizados: tenían orejas de hombre y, en cierto modo, eran de co-chino; narices que eran jetas, si bien no resultaban grandes ni deformadas, sino simplemente erróneamente exageradas; ojos que parecían humanos y, sin embargo, no eran humanos quienes por ellos miraban.

No parecían tener condición de hombres, aunque Tomás estaba seguro de que, al menos a uno de ellos, lo había conocido antes como hombre. Todos eran cosas, es decir, personas programadas.

–Buenas noches, benévolas máquinas –les saludó Tomás sentándose resueltamente a la cabecera de la mesa.No era el lugar donde querían que se sentara.–¡Ahí, no! –exclamó secamente uno de los que Tomás había conocido como hombre –. Ese asiento está

reservado para el Sagrado Ouden.–Pues ya lo hice –respondió Tomás ocupando su asiento –. Ah, una vez le dije a Pablo que me proponía

descubrir por mí mismo el nombre del verdadero rey de Astrobe. ¡Es el propio Ouden! Que la ancestral Nada busque su propio asiento. Yo no seré menos porque lo diga un cuerno de hojalata. ¿Pertenecen a vuestro grupo los implacables homicidas que hay ahí afuera? ¿Los gobernáis vosotros? ¿Por qué me habéis metido en esta ratonera? ¿Es obra vuestra?

–Por supuesto –respondió uno de ellos, hablando con una voz demasiado suave para ser humana –. Yo soy Boggle y estos otros dos que conmigo forman una trinidad creadora se llaman Skybol y Swampers. Nuestra especialidad es la retrogresión.

–¡Chacales, es lo que sois! –gritó Tomás.

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Y, ciertamente, los tres tenían gran parecido con los chacales. El chacal con forma humana puede distinguirse por la disposición de su cabello y la forma de sus orejas. Sin embargo, presentaban gran apariencia humana, aunque se asemejaban mucho más al verdadero chacal.

Tres serpientes se arrastraron dentro de la cabeza de Tomás. Dichos reptiles estaban en concordancia con aquellos tres entes y eran, sin duda, prolongaciones de los mismos.

–¡Conque personificáis a la retrogresión, eh! –dijo Tomás –. Idos a buscar vuestra madriguera en otra cabeza.

–Yo soy el Profeta del Norte –dijo el líder del segundo grupo –. Mis dos compañeros son Knobnoster y Beebonnet, y nuestra especialidad es el recabitismo.

–¡Yo diría que más bien sois perros! –juró Tomás, y los tres tenían la semejanza de un perro.Era increíblemente fantástico el que estas criaturas presentaran la semejanza de tres estratos: el del humano

el del animal y el de la máquina. Entonces supo Tomás que todavía quedaba entre todos ellos otro estrato: el del espectro.

¡Ah, el Profeta del Norte! En un tiempo había sido candidato a la presidencia de Astrobe. Se había hecho pasar por hombre, pero llegó un momento en que ya no le fue posible seguir sosteniendo el fraude. En aquellos días resultaba de gran importancia esa condición. Los programados le crearon especialmente para la misión de presidente mundial. Fue hábilmente diseñado. Habría sido el perfecto presidente del mundo, bajo el punto de vista de los programados.

Tres serpientes más se introdujeron en el cerebro de Tomás, una de ellas de tamaño ingente. El Profeta del Norte era enorme entre los de su clase.

–Decid pronto lo que sea, criaturas extrañas –les advirtió secamente Tomás –. Mi tiempo y mi vida están limitados, y vuestra compañía no me complace en demasía.

–Yo soy Pottscamp –dijo el líder del tercer grupo.Y, en efecto, era el antiguo conocido de Tomás a quien éste había tomado por un hombre, el cuarto

miembro de los Tres Grandes. Pero ahora parecía totalmente distinto, como las cosas parecen distintas en una pesadilla. Y Tomás se vio forzado a pensar de él en forma diferente, ahora que ya no era un amigo, ahora que era un programado y no un humano, ahora que se sabía que tenía una serpiente en el cerebro que formaba parte integrante del mismo y era como una prolongación de su ser.

–Mis dos compañeros se llaman Holygee y Gandy –dijo Pottscamp –, y nuestra especialidad es la extrapolación.

–¡Lobos feroces, es lo que sois! –exclamó Tomás –Aulláis hasta atronar los oídos en el páramo más desierto de este mundo. ¡Malditos todos vosotros nueve juntos! ¡Extrapolación, Retrogresión, Recabitismo! ¡Sois nueve! ¿No son vuestras prolongaciones las nueve serpientes que anidan en mi cerebro?

–Desde luego, Tomás –dijo Pottscamp –. Tú eres nuestro objetivo. Ningún otro hombre tuvo jamás mayor importancia. ¡Ah, serpientes! Esta es la conversación que te prometí, Tomás. Ya te dije que tenía a los Tres Grandes dentro de mi buche. Entre ellos disputan sobre quién es el títere y quién es el titiritero, pero yo soy el escenario donde se representa su pequeño espectáculo. Yo te había prometido mostrarte el dorso del tapiz. Ahora te mostraremos el dibujo de su lado posterior, el verdadero lado Es un mundo más significativo de aquél a que tú estás acostumbrado.

–Singular diseño el que ofrece el revés de este tapiz, Pottscamp –dijo Tomás –; está plagado de reptiles, ¿no es cierto?

–En absoluto, Tomás. Desde el lado verdadero no son serpientes sino curias reales retorcidas en místicos recodos. Tomás, si te encuentras aquí es debido únicamente a nuestra vieja amistad. Y diré que eres una de las mentes más interesantes que jamás ocupé. Los otros querían eliminarte, sin más cumplidos, y sustituirte por la reproducción que nosotros decidiéramos.

Pottscamp, yo no salgo en la reproducción. Soy invisible en ella.–La que nosotros hiciéramos de ti, sí que saldría. Sería incluso mejor que tú mismo eres. Y se comportaría

igual que tú, pero sin tus momentos de rebelión.–¡Adelante, Pottscamp! Muéstrame esa escena retrógrada, puesto que me hallo cogido en una trampa y debo

escuchar. Tu especialidad es la extrapolación, ¿verdad? Adelante, entonces.–Nosotros mismos constituimos la extrapolación de la humanidad –cortó en seco el Profeta del Norte, que

parecía de rango jerárquico superior al propio Pottscamp –. Puesto que no podrás evitarlo, Tomás, te vamos a explicar los hechos. Confesamos que hay cierta actitud teatral programada dentro de nosotros y que somos un poco sádicos. Tú no podrás hacer nada con respecto a cuanto te digamos aquí. Pero, por el contrario, nosotros aún no podremos eliminarte. Esta es la verdadera razón de que no lo hayamos hecho ya. Sabemos que tienes la vida guardada y que nos es imposible quitártela hasta que te llegue la hora. No obstante, podríamos esconderte y sustituirte por otro. Y nos sería posible reducirte a un estado tal que seria muy parecido a la muerte. Podríamos transformarte en una planta vegetal que sufre, pero no morirás hasta que lo disponga el destino.

–¿Son los programados tan estúpidos como los humanos, que creen en el Destino?– preguntó Tomás.

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El ver en la oscuridad sin luz, valiéndose de los ojos de los otros, era algo parecido a mirar bajo el agua y ver las profundidades. Era como mirar a la superficie y al fondo. Uno veía, pero no comprendía, el interior y la fantástica superficie de estos mecanismos correspondientes a aquellos entes, veía la complicada esencia que hacía llamarse perro aullador al Profeta del Norte y lobo salvaje a Pottscamp. Dentro de ellos había como un espíritu animal, y mirando a través de las extensiones de sus ojos, uno podía ver esta especialidad.

–Yo creía que los programados no erais más que juguetes interesantes –añadió Tomás –. Pero ahora descubro que sois juguetes deformados, sin dejar de ser cosas. ¡Volved a vuestras cajas, polichinelas!

–Tomás, ya estamos en nuestra caja –dijo Pottscamp –. La caja es Astrobe. Nos hemos posesionado de todas las cajas. ¡Esta es! ¡Salta! Tú eres ahora el juguete, y nosotros a jugar contigo hasta que nos sirvas.

–¿Quiénes sois vosotros, aparatos de relojería que habéis llegado a tanto?–¿Qué quiénes somos y cuál es nuestro principio, Tomás? Los textos que te permites estudiar son solamente

una sombra de nuestro origen. Hace un siglo, ciertos hombres de ciencia crearon al primero de nosotros con el fin de estudiarse a sí mismos. Deseaban saber si podrían crear hombres artificiales mejores aún que los naturales. Desviémonos un momento para hacer una aclaración, Tomás. Escucha esto y luego olvídalo:

«Tomás, a veces, tú "crees" un poco; y con tus jirones de fe descubres algo de lo que somos. De acuerdo con tu antigua creencia, somos demonios. Como nos llamamos entre nosotros es otra cosa, pero somos más viejos que nuestro propio creador y anteriores a nuestro propio diseño. Esto son casas, bien construidas, que nos encontramos vacías y las ataviamos, y nos fuimos a vivir a ellas. Esta particular información, será la que olvides con mayor rapidez y borres de tu mente por completo. Mira, ya la has olvidado.»

Pottscamp pareció titubear en medio de la oscuridad aquella que envolvía las cosas, y luego prosiguió:–Quisieron ver si podían fabricar hombres mejor que los hombres naturales. No debieron nunca abrir la

tapadera de aquella caja de Pandora. Tu mismo nos has llamado sueño de niños y te has sentido muy maravillado de nosotros. No nos vamos a poner a hablar ahora sobre química paracoloidal ni sobre cigotoelectrónica, o a cerca de las células coloidales o la solidofusión. No pertenecen a mi campo y en cuanto a ti vas con mil años de retraso con la ciencia. Sin embargo, se menciona raras veces la materia prima con que fue hecho el primero de nosotros, cuál fue el molde donde se formaron los primeros dispositivos y controles. Una docena de jóvenes y torpes criminales fueron los que sirvieron de matriz. Sus mentes eran claras y sin complicaciones. En los doce jóvenes seleccionados se daba una ausencia de lo que se conoce por emoción, de lo que es llamado indecisión, una ausencia de las aberraciones humanas conocidas por remordimiento y conciencia. Formaban una colección, cuidadosamente seleccionada, de cadáveres andantes, como enormes páginas en blanco aptas para imprimir sobre ellas cualquier cosa. Aquellos hombres de ciencia se imprimieron a sí mismos, es decir, a nosotros, sobre aquellos jóvenes.

«Pero aquellos hombres de ciencia que nos idearon formaban a su vez una docena de hombres cuidadosamente seleccionados por ellos mismos. También ellos eran relativamente jóvenes, pero criminales humanos e inteligentes. Lo que para el humano significa "criminal", para nosotros ni que decir tiene que significa "justo". Fue la moralidad lo que había tullido y retrasado a la raza humana, principalmente, y esta docena de científicos lo sabían. Ellos formaban una selección tan difícil de sustituir, incluso en un mundo poblado, que decidieron producirse a sí mismos artificialmente incorporándose las mejores obtenidas. Estas mejoras eran susceptibles de incorporarse a las reproducciones efectuadas, pero no a ellos mismos.»

–Eso es imposible que sucediera de semejante forma –dijo Tomás protestando –. Vosotros sois cosas vivien-tes, aunque artificiales y desviadas. Hay algo que no me decís, algo que me estáis ocultando con palabras.

–Sé paciente, buen Tomás, y escucha –dijo Pottscamp el lobo salvaje con forma de hombre –. ellos nos fabricaron en forma de complejos y codificados artilugios electronicoquimicos, capaces de reproducirnos nosotros mismos igual que los humanos, pero con menos de un diez por ciento de nuestros tejidos de origen humano cuando estuvimos perfeccionados. Como puedes ver, llevamos ocultos dentro de nosotros cerebros de repuesto y nexos de información. Podemos recomponemos rápidamente y sin pérdida de la función adoptando otras formas distintas a las que usualmente empleamos para pasar como humanos. También podemos lanzar proyecciones fuera de nosotros, aletas, las serpientes que andan en tu cerebro, Tomás. Tenemos poder para hacer todo lo que hace el hombre y mucho más. Somos una duplicación del hombre, y éste ha quedado anticuado. ¿Quién necesita ya al hombre? ¿Quién lo quiere?

¿«Somos realmente hombres»?, se pregunta algunas veces. No, no lo somos. ¿Tenemos ese algo especial que distingue al hombre de los animales y de las máquinas? No, no lo tenemos, ni tampoco lo tiene el hombre. Ese algo especial es imaginario.

«Baste decir que los hombres de una sola mente que nos inventaron, rompieron la barrera que existía entre la materia animada e inanimada. Y descubrieron que la animada era una ilusión. Pues bien, nos crearon como hombres muertos y eso es lo que somos. Estamos muertos y todo está muerto. Pero creemos haber llegado a un término; que no existe una ulterior dimensión después de nosotros. El hombre nos creó en un principio. Luego seguimos creándonos nosotros mismos, con mayor eficiencia que pudiera hacernos el hombre. Nosotros nos reproducimos casi igual que vosotros. Hasta nos cruzamos con los humanos, con resultando un tanto curiosos. Nos hemos convertido en hombres. Hemos reemplazado al hombre. Pronto el hombre no será nada.»

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–Si todo eso es cierto, Pottscamp, viejo lobo-fantasma, y a mí me parece que no lo es completamente, entonces, ¿por qué difieres de la humanidad? –quiso saber Tomás –. ¿Por qué va a importar que la humanidad sea destruida?

–Seguramente que no nos importará a nosotros, Tomás –respondió Pottscamp el viejo lobo-fantasma –. Lo habríamos realizado hace mucho tiempo, pero los detalles entretienen mucho y las obstrucciones no se eliminan en un año. No le importará al humano convergente, es decir al hombre típico del actual Astrobe. Les importaría sólo a las personas divergentes, a los atípicos, a los desdeñables.

«Pero eso no quiere decir que seamos idénticos al hombre. No lo somos. Existe una gran diferencia. Tú viste la diferencia, aunque no la sepas expresar, cuando hablaste con los divergentes de Cathead. Los tísicos, los perspicaces nos reconocen siempre. Con ellos no podemos hacernos pasar por hombres, ni siquiera durante un minuto. Hay diferencias entre nosotros y el hombre. Acabaremos eliminándolas, o eliminando al hombre. Una de ellas es la conciencia. El hombre alega tenerla. Nosotros carecemos de ella.»

–¿Entonces, no sois conscientes? –preguntó Tomás boquiabierto –. Es lo más asombroso que jamás he escuchado. De manera que camináis, charláis, discutís, matáis, destruís, trabáis planes acerca de los siglos venideros, ¿y sois inconscientes...?

–Por supuesto que no, Tomás. Nosotros somos máquinas. ¿Cómo podíamos ser conscientes? Pero creemos que tampoco lo es el hombre, que no existe la conciencia. Es una ilusión de estimación, un sentimiento de que una son dos. Es una palabra que carece de significado.

–Pero si no tenemos conciencia, entonces, todo es vano –dijo Tomás –. ¿Qué propósito tiene entonces la vida?

–Ninguno –terció secamente Boggle –. Por eso la estamos suprimiendo.–¿Qué? ¿Suprimir la vida? ¿La vuestra y la nuestra? ¡Eso es horrible! –exclamó Tomás.–Sí, toda la vida. La vuestra y la nuestra –dijo Boggle –. ¿Quién la necesita? ¿Quién la quiere? ¿Quién pensó

en ella en un principio? Es una perturbación de última hora que no puede seguir tolerándose. Nosotros y el hombre tenemos una apariencia por la vida. Los hombres fueron quienes nos lo infundieron, pero nosotros estamos ahora desterrándolo de nosotros mismos. La generación nuestra que ahora se levanta será la última generación. Vivirá solamente el tiempo justo para presenciar la obliteración de la humanidad. Luego se aniquilarán ellos mismos. Ignoramos por qué el hombre llegó a sentir dicha apetencia. Desconocemos cómo cl hombre, o cualquier otra cosa, llegó a experimentarla. Pero fue una mala idea desde el principio. Tan pronto como los aquí presentes hayamos vivido hasta cierta saciedad y hayamos satisfecho nuestras curiosidades (la curiosidad ha sido programada dentro de nuestro ser, pero no en el de nuestra última generación), entonces desterraremos la apetencia que llevamos dentro. También pondremos fin a nuestra reproducción. En efecto, recientemente ya lo hemos hecho para nosotros mismos. Lo exterminaremos todo. Liquidaremos los mundos y conseguiremos el fin de la vida. Será la nada, nada, nada, siempre, por siempre, nunca, nunca. Y cuando todo cese de ser, todavía sucederá que nada ha sido siempre.

Destruiremos el infinito con nosotros. Aniquilaremos las estrellas, una tras otra, un millón de estrellas tras otro, un millar de millones tras otro. Lo que no se ha conocido, no existe. Y lo que no existe, no se ha conocido nunca. Paz y aniquilación, buen Tomás.

–Paz y aniquilación, buen Boggle, y que el gran Ouden sea alabado por nunca, nunca gruñó Tomás –. ¡Malditos seáis todos! –estalló Tomás de nuevo –. ¡Yo no dije aquello! Alguien lo dijo valiéndose de mi boca. ¿Qué serpiente había dentro de mi cabeza?

–Oh, fui yo mismo –dijo Skybol –. Nosotros también tenemos nuestro humor.–Buen Tomás –dijo Swampers, uno de los menores chacales –fantasmas –. El espíritu se posesionó una vez

de un cuerpo formado de agua y arcilla. ¿No podría hacerlo en otro de células coloidales y solidofusión?–¿Qué quiere decir el chacal silencioso con toda esa palabrería? –preguntó Tomás a todos ellos –. Eso no

tiene significado para mi.–Sí no significa nada para ti, es que no significa nada en absoluto –repuso el Profeta del Norte.–Conque a éstas hemos llegado –dijo Tomás tristemente –. Y sólo los hombres que levantaron el monstruoso

Cathead sabían que algo marchaba mal. La vida del hombre había llegado a ser tan vacía, tan mecánica y tan estéril que eran incapaces de diferenciarse de vosotros. Sólo los desarrapados, con su transcendental olfato, reconocían la deformidad. Ellos sabían que vosotros –no sois hombres. Ellos se percataban de que la mayor parte de los hombres no eran tales hombres. Ellos sólo rehusaron la vida artificial. Solamente ellos desafiaron el soborno económico y al sustituto de la vida. Ellos fueron quienes abrazaron la vida en sí, como quisiera que fuese. Ellos levantaron su propio complejo, frente a las sanciones alzadas en su contra. Ellos aceptaron todos los sufrimientos que esa clase de vida implicaba, como el hombre que se abofetea para cerciorarse de que está despierto. Ellos socavaron y malbarataron el conjunto hombre-mente-máquina con la sangre de sus propios pulmones. Peor que cualquier muerte es no haber vivido nunca. Peor que nada es no haber vivido en vida. Antes prefiero ser un alma en los infiernos, que no haber existido nunca.

–Se te privará hasta de esa elección –dijo Holygee –. Extinguiremos también el infierno, si es que existe. Todo debe desaparecer. Y cuando todo haya terminado, tampoco nosotros habremos existido nunca.

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–Y si vosotros no existís, ¿por qué os importa que los demás existan? –preguntó Tomás.–Porque desagrada a Ouden –dijo Holygee –. Sus entrañas son muy celosas.–Buen Tomás –agregó Ganry, uno de los menores lobos –salvajes –fantasmas –. Hay una vieja frase humana

que dice «la mano izquierda de Dios». ¿No podría interpretarse como la mano izquierda nuestra?–Mófate de mí, si quieres –dijo Tomás enfadado –, pero no te burles de la pobre gente que todavía cree. ¿O

es que no comprendí bien?–Tomás, si eso no significa nada para ti, entonces es que no significa nada en absoluto –añadió Pottscamp.–¿Y ahora que piensas hacer, Tomás? –le preguntó Profeta del Norte –. ¿Rechazarás la vida dorada para irte

a Cathead y al Barrio a vivir tosiendo entre aquella pobre gente? Has de saber que somos nosotros quienes han ideado que su desgracia sea tan demoledora. Nosotros somos los que les frustramos en todos sus detalles. Ellos tienen ciertas ideas factibles, pero nosotros no les dejamos ejecutarlas. ¿Quieres irte con ellos? Tomás, tú amas demasiado las comodidades para hacer eso. ¿Qué esperanza puedes tener? La esperanza es una de aquellos conceptos que ha sido desterrado de la mayoría de los hombres. Nosotros nunca la tuvimos. ¿En qué puedes tener esperanza, Tomás?

–Todavía puedo acudir con ciertas esperanzas a los tres hombres que me trajeron aquí –respondió Tomás.–Es una vana esperanza –le dijo el Profeta del Norte –. Uno de ellos es un ampuloso inconsecuente, y

nosotros lo usamos como un símbolo. El segundo es un hombre artificial de nuestra propia clase.–¿Procurador?–Sí, es una persona programada. Es un programado, para suerte suya. Tomás, vamos a hacerte una buena

oferta. Lo mismo haremos contigo. Te daremos una vida placentera. No tienes más que enumerar los detalles, pero debes aceptar la oferta ahora mismo. No podemos seguir perdiendo más tiempo así.

–No, continuaré con mi desgracia –respondió Tomas.–Tanto peor para ti –dijo Pottscamp –. Y ahora, unas cuantas instrucciones, Tomás. Estarás compelido a

obedecerías por las serpientes que llevas dentro de la cabeza, es decir por nosotros mismos. No destruirás Cathead. Nos regocijamos con sus sufrimientos y tememos la reacción que se produciría si fuera destruido antes de tiempo. Cuando llegue nuestra hora, nuestra propia hora, nosotros seremos quienes liquiden Cathead, el dorado Astrobe y todo.

–¿Qué hay respecto a la gran visión, al dorado Astrobe que habéis imbuido a las principales personas de aquí? preguntó Tomás.

–Oh, la visión tiene su validez –dijo Pottscamp –. Nos facilita los planes. Tú mismo has creído en ella y la has acariciado más de una vez; no eres totalmente distinto al noventa por ciento de los hombres. La visión es la dorada premisa respecto a la nada en el más allá; y la conclusión es el sagrado Ouden, la nada en el presente, la nada eterna.

–De los tres hombres que me mandaron traer todavía queda el tercero; Gobernador –dijo Tomás.–Sí, todavía se nos resiste –admitió el Profeta del Norte –. Gobernador fue uno de los primeros que com-

prendieron la situación y será uno de los últimos en ceder. Ese hombre nos ha ocasionado más complicaciones que ningún otro y actúa como si nos tuviera preparada alguna treta. Nosotros opinamos que esa treta tiene algo que ver contigo.

«Pero tú no puedes oponerte a nosotros, Tomás. Estás a merced nuestra. Nadie te apoya con tanta fuerza como nosotros; ni el Tercer Partido del Compromiso. ni el Beso de la Muerte, ni el de Hatrack, ni el Demos nadie. Somos nosotros mismos quienes te ofrecemos el cargo por medio de todos los partidos. ¿Quién si no ha eliminado las piedras de tu senda para poner flores a tus pies? ¿Quién si no nosotros hemos obtenido la victoria para ti, influyendo, directa o indirectamente en tantos cerebros? ¡Serpientes dentro de tu cabeza! ¡Ya sabes el alcance de nuestro poder! Hacemos resonar el tambor por ti día y noche. Eres nuestro y no puedes escapar a nuestra influencia. Tampoco te haría ningún bien el desaparecer, suponiendo que consiguieras ocultarte. Podríamos construir otro Tomás Moro en el espacio de una hora, y nadie notaría la diferencia.»

–Un hombre llamado Gobernador la notaría –sostuvo Tomás –. Una niña mocosa lo sabría y unos hombres llamados Copperhead, Battersea, Rimrock y Shanty. Lo sabría Pablo y la criatura Maxwell, que fluctúa de un cuerpo a otro. Lo sabría el muchacho Adán y no moriría por un sustituto. Una mujer que me tocó en una callejuela notaría la diferencia. No, no tengo nada que ver con vosotros ni con vuestra causa. ¡Con serpientes y todo dentro de mi cerebro, todavía presentaré mi batalla!

–No, no; te olvidarás de todo eso, Tomás –dijo Swampers –. La especialidad de nuestro grupo es la retrogresión, y nosotros te haremos retroceder. Cuando salgas por aquella puerta lo olvidarás todo. Haremos que se adormezcan dentro de ti todo lo que has oído aquí esta noche. Ni siquiera te acordarás de esta reunión. Ahora te olvidarás de que nosotros somos las serpientes que se arrastran dentro de tu cabeza. Olvídalo todo ahora mismo.

–¡No me olvidaré de nada! –insistió Tomás –. Me acordaré de todo y actuaré en su contra.Comenzó a levantarse pero se desplomó como un trapo. Estaba ofuscado. Entonces, ellos le sellaron todo

dentro de su ser mediante risas abrasadoras de forma tal que su mente se contrajo y quedó herméticamente cerrada.

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Boggle, Skybol y Swampers emitían unas risas de chacales, unas risas que más bien eran ladridos burlescos. El Profeta del Norte, Knobnoster y Beebonnet reían como canes, unas risas que harían esconderse al hombre. Pottscamp, Holygee y Gandy dejaban escapar unas risas de lobo, tan importantes y fantásticas que paralizaban el ser.

Fue como un momento de demencia. Tomás traspasó la puerta y en aquel momento quiso recordar dónde había estado y qué había hecho. ¿De dónde venía? Ya en el exterior de la callejuela, no se veía ninguna puerta ni abertura de clase alguna; sólo un edificio. Pero sentía en sus adentros una cólera y una vergüenza llenas de amargura. Acababa de ser profusamente humillado y su mente estaba sumida en un confuso desorden.

Tomás se esforzó por recordar lo sucedido durante un espacio que parecieron horas, pero que en realidad fue inferior a un minuto.

Se le aproximaban dos hombres y Tomás no estaba en condiciones de reunirse con nadie. Eran los importantes Profeta del Norte y Pottscamp, pero, ¿qué les ocurría? Sus rostros aparecían contorsionados por arrugas de tortuga tragicómica. Casi parecía que sollozaban y avanzaban con torpeza. Se acercaron a él y lo tocaron.

–Tomás –dijeron –, somos almas en pena. ¿Qué debemos hacer para salvarnos?Tomás los miró fijamente pero no alcanzó a comprender por completo la burla.–Vuestra inoportuna ironía me resulta excesivamente pesada en un día como éste –dije –. ¡Idos!

* * *

11. Nueve días de reinado

Era el comienzo del verano del año de Astrobe 535 En la vieja Tierra era también el año 535 (Año de la Ciencia), pues, según la antigua cuenta, sería el año de 2535. Resultaba curioso mantener entre uno y otro el intervalo de dos mil años.

Para sostenerlo había que celebrar un llamado «año libre» en Astrobe cada veintinueve años, ya que el año natural de Astrobe es un poco más corto que el de la Tierra. Habría sido el año 553 de Astrobe si no se hubieran sumado al total los «años libres», lo cual hacía que se contara como el año 535.

Tomás Moro asumió el cargo de presidente del mundo el 28 de junio del año de Astrobe 535.A Tomás le gustaba el cargo. Poseía un sentido del poder. Sin ser un hombre singularmente vanidoso, creía

incluso haberse aproximado a la vieja idea del rey filósofo. Efectivamente, había sido un filósofo aficionado durante años y ahora era un verdadero rey, ya que al presidente del mundo de Astrobe le llamaban popularmente rey, sobre todo en Cathead. Tomás tenia cierto genio para el razonamiento claro y para simplificar las cosas. Le gustaba el análisis y rápidamente llegaba al meollo de la cuestión; y aquí gozaba de una libertad intelectual que no había poseído nunca.

Cuando fue canciller de Inglaterra, siempre estuvo por encima suyo el rey, un hombre más difícil, de sólida posición jurídica. Ahora sólo tenía por encima a Coronador, un hombre menos difícil y totalmente carente de posición jurídica.

Tomás no estaba obligado a aceptar los consejos de Coronador, pero siempre los escuchaba de buen grado.–Ahora que te ha dejado tu querida y tu acompañante animal, deberías buscarte un sustituto de ambos –dijo

Coronador –. Cuando has llegado a la cumbre no puedes permitir que decaiga tu popular imagen.–Como ya te tengo dicho, ninguno de estos dos fue lo que tú piensas –respondió Tomás sin darle

importancia –. Dice la niña que volverá en su día para morir por mí, e indica que ese día no está muy lejano. Y Rimrock el «ansel», a menudo, se encuentra dentro de mi mente. En efecto, así es; ya sabes que Rimrock es euteopático. Pero dice que no le gusta lo que ahora encuentra dentro de mi mente. Asegura que la dieta es demasiado rica para él, pese a que le encantaban los festines de serpiente marina cuando de joven vivía en las profundidades del océano. Frecuentemente habla por medio de metáforas como esta. No obstante, siempre supo prevenirme sobre los homicidas programados. Ahora me doy cuenta que, gracias a sus avisos, logré escapar a ellos muchas veces. Ahora no intentan matarme abiertamente. Todavía me siguen y me hacen grandes muecas y, sobre todo, me hacen un signo que consiste en llevarse el canto de la mano contra la mueca. Uno que los comprende bien me dice que «mi hora está cerca».

–Reina una paz muy grande, igual que la calma que precede a la tormenta –dijo Coronador –. Es como si nuestro mundo estuviera conteniendo la respiración en espera de que ocurra algo.

–Contengámosla hasta que se vuelva amoratada la cara, Coronador; eso indica una cosecha temprana. Yo no tengo prisas. Yo no tengo prisas en nada. Todo saldrá bien. Las cosas caerán solas por su propio peso y en su lugar debido. ¿No me dijeron que mi vida iba a ser la más afortunada?

–No lo sé. ¿Quién te dijo eso, Tomás?–No lo recuerdo exactamente, pero parece como si se me hubiera hecho una promesa. Si no vuelco el carro

ni rompo el jarro, es decir, si no hago ninguna cosa baja e irracional, entonces todo marchará afortunadamente

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de mi parte. Creo que en ello hay un anzuelo y no sé si me he tragado o no el cebo. Pero se me ha ofrecido y ahora, ciertamente, me siento feliz.

–Cathead guarda una extraña calma, Tomás. Generalmente se muestra muy ruidoso y enfadado durante los cambios de la administración. ¿Crees que este silencio presagia una rendición, un retorno en masa de los habitantes de Cathead a la civilización de Astrobe?

–No, no lo creo. ¿Cómo iban a rendirse? Los divergentes de Cathead no han recibido los beneficios de ser programados para la rendición. Además, disfrutan viéndolos sufrir.

–¿Quién va a disfrutar viéndolos sufrir? Yo no disfruto.–Ni yo tampoco. Coronador, esa última frase no la dije yo. Alguien la dijo con mi propia boca. Pero no te

alarmes por mi. Estoy sano y cuerdo. Es sólo un pequeño acontecimiento que ocurre cuando no estoy prestando atención a lo que digo. Pero no voy a preocuparme en absoluto por los asuntos de Cathead.

–¿Qué no? Pues siempre ha sido la mayor preocupación de los dirigentes de Astrobe, Tomás. Es Cathead lo que turba la serenidad de nuestro mundo. Además, durante tu campaña, prometiste solucionar el problema de Cathead directamente y en forma severa, si fuere necesario.

–Encontraré una forma suave de romper esas promesas, Coronador. Me estás tratando como si fuera un aficionado en estas lides, pero no lo soy. Solucionaré el problema de Cathead, dándolo por resuelto. Reina la calma. ¿Es qué pretendes de nuevo la guerra? Siento como si me hubiera dicho una voz interior que no me preocupe por las cosas de Cathead. Es como si me hubieran dicho que no me preocupara por nada más.

«Hasta la fecha, la mejor administración de Astrobe consistió en idear una calma perpetua en espera de que se produzca una tormenta que nunca llegó. Creo que yo podré hacer lo mismo.»

–No es ese papel el que yo te tenía preparado –dijo Coronador –. Pero veremos cómo resulta.Era como navegar apaciblemente sobre un claro Océano de buenos sentimientos. Ahora no se veía una sola

nube que oscureciera el sol de Astrobe.–Ni siquiera estamos seguros de que haya un cielo ni un sol –añadió Coronador –. Pero eso no le importa a

la gente, ni tampoco me importa a mí. ¿Quién mira ya hacia arriba?–El sol no es un cuerpo, sino un orificio –dijo Tomás –. No es el símbolo de una plenitud redonda, sino de

una oquedad ardiente... El símbolo de Ouden. ¡No, no! Yo no dije eso; alguien lo dijo valiéndose de mi boca.

La votación a favor de Tomás fue abrumadora. Sus amigos se volcaron sólidamente de su parte y los verdaderos enemigos acabaron ayudándole con su extravagante apoyo. Las máquinas razonadoras le dieron una de las victorias más claras jamás conocidas.

Los más tercos de Cathead y el Barrio ni siquiera aguaron el acto inaugural, como habían venido haciendo desde hacía veinte años a esta parte. Se mostraron silenciosos y sus millones de rostros presentaban un semblante estrafalario. Los pobres tísicos, los hombres duros de Cathead se miraban unos a otros y miraban a sus líderes. Estos bajaban la vista al suelo, como si buscaran la respuesta de todo ello en las polvorientas callejuelas o en el quebrado pavimento.

–No nos marcharemos ahora. Lo haremos dentro de nueve días –dijo Battersea, uno de los líderes de Cathead.

Los demás líderes y el grueso principal de aquella ingente masa de desgraciados parecían estar de acuerdo.Y Tomás se sentía tranquilo y confiado. Fue un momento de calma muy peculiar el logrado allí.–Es una calma impuesta y no precisamente por mí–se dijo a sí mismo –. No me importaría verme en vuelto

por el torbellino, con tal de romper la calma.Poco tiempo antes, en los días finales de su campaña, Tomás sufrió una pesadilla nocturna mientras paseaba.

Había sido borrada de su mente, pero quedaban reminiscencias sueltas de aquella pesadilla que casi le arrastraban nuevamente al escenario donde la tuvo. Estuvo muy cerca de crearla de nuevo media docena de veces, pero la escena resultaba obstruida y distorsionada. Resbalaba, se retorcía, cambiaba de forma y se difuminaba. Dentro de su mente había cosas que la expulsaban.

Fue una pesadilla referente a las marionetas saltarinas, a los hombres mecánicos programados. En aquella pesadilla, las personas programadas eran realmente las que gobernaban los mundos; y las personas humanas habían llegado a ser tan programadas y mecánicas que no ofrecían ninguna diferencia. Pero había algo más que todo eso. Se presentaba la extinción de los mundos, la completa eliminación del tiempo pasado, de forma que nada había existido nunca, nada existía ahora y nada podría existir. Y entonces no involucraba nada de eso. No eran los mundos que nunca existieron; era la pesadilla que nunca existiría.

Se alejó de su mente de nuevo. ¿Qué había sido aquello? Tomás sentía un terrible dolor de cabeza y su cuerpo se hallaba próximo a la postración. Entonces tomó una simple medicación para todo ello y la enfer-medad desapareció, lo mismo que la pesadilla y su recuerdo.

El cometido de presidente del mundo era asombrosamente fácil. Se trazaban los proyectos de ley y, previa conformidad, eran sometidos por los legisladores, en cantidad de ciento un miembros superdotados (elegidos por las máquinas a causa de su brillantísimo intelecto jurídico), que tan expertamente hacía estas cosas en Astrobe. Había, desde luego, una gran cantidad de leyes que le eran presentadas al nuevo presidente, pues

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siempre que había nuevo presidente, en un principio, se veía abrumado por este menester. Pero se despachaba fácilmente.

Cada proyecto de ley podía ser analizado por máquinas independientes, interpretado y destruido, y su correcta decisión indicada automáticamente. A Tomás le parecía a veces que las decisiones le eran indicadas también a él de una forma interior. Y las decisiones en ambas formas eran siempre las mismas: aprobar. ¿Cómo puede uno equivocarse cuando la respuesta es siempre sí?

Había una razón adicional para votar siempre que sí. El presidente de Astrobe, que denegaba tres veces las propuestas adoptadas por los legisladores, era sentenciado a muerte, sin tener en cuenta la forma en que hubiera sido presentada la propuesta.

¿Quería esto decir que el presidente del mundo era una marioneta? En modo alguno. Su verdadero cometido era iniciar las maquinaciones que daban lugar a las leyes, consultar y asesorar, mantener y crear un consenso. La aprobación de las leyes terminadas era una oficiosidad de tiempos primitivos. La aprobación se presumía automática. Aquellas leyes en sí habrían desconcertado a muchos abogados londinenses.

Bueno, Tomás lo había sido en su vida básica. Había tenido acceso a la confección de algunas leyes. Posiblemente conocía más acerca de las incongruencias existentes en las adiciones a un proyecto de ley, que las propias máquinas analizadoras pudieran conocer. Leía exhaustivamente las leyes, para desagrado de sus asociados. Pero aprobó muchas leyes que realmente no deseaba aprobar.

–Esto resulta cada vez más extraño –dijo –. Alguien está pensando con mi cabeza, hablando con mi boca y ahora firmando las leyes con mi mano.

Aprobó la Novena Ley de Normalización, con sus curiosas adiciones. Dicha ley se proponía completar la normalización de la mente y el sujeto. Alguien trabajaba incesantemente sobre este principio.

¡Qué clase de castillo quieren construir! –decía. Lo aprobó, empero, preguntándose qué era lo que se proponían y también el por qué lo había aprobado. Pero retiró los dientes de unas cuantas otras leyes antes de dejarlas pasar adelante. No obstante, de un modo u otro, volvió a morderías al socaire de varias leyes facultadoras. Se opuso con garras y uñas a la Ley de Sanidad Obligatoria. Esta última iba mucho más lejos incluso que la Ley de Despreocupación.

–Esta no es la sanidad que yo conocía –dijo.Las garras se le desgastaron a fuerza de arañar entre otras leyes astutamente preparadas. La situación se fue

haciendo desagradable a medida que los contornos del edificio, que pretendían levantar sobre unos cimientos saludables, se fueron manifestando con mayor claridad.

A Tomás le hubiera gustado recordar la pesadilla sufrida algún tiempo atrás.Y ahora se presentaba un taimado proyecto de ley, entre otros muchos, pero en su mente resonaba una

advertencia. Posiblemente fuera un aviso enviado por Rimrock el «ansel». Se parecía a los avisos recibidos tiempo atrás previniéndole de la inmediata presencia de los homicidas, pero no era en forma de palabras. Hasta entonces, Tomás había mostrado gran habilidad para detectar extrañas cosas en unos cuantos proyectos de ley y para recusarlos. Demostró ser un experto en la materia y se sintió muy orgulloso de sí mismo. Pero ahora deseaba tomarse un descanso. Quería terminar rápidamente con estas últimas leyes del día, y, en cierto modo, se hallaba irritado por los avisos llegados a su mente.

De pura casualidad descubrió el subterfugio de la Ley Divisoria de la Tierra; fue en la nota de otra nota, por así decirlo. Pero cuando lo descubrió sufrió una sacudida igual a si hubiera cogido con la mano una serpiente creyendo que era un bastón (son palabras suyas).

Fue una simple cláusula bajo la sección titulada Apéndices, suprimía todos los apéndices que en un tiempo parecieron de importancia, dando a entender que se refería a la sección mencionada, pero que, realmente, nada tenía que ver con la Ley Divisoria de la Tierra. Tomás no veía nada malo en la fase o proposición, salvo que estaba completamente fuera de lugar y un poco falto de arrogancia. No es que él se opusiera a la idea; era simplemente la tamaña presunción de los legisladores, o de quien fuera, al enviarla aquí en forma de proyecto de ley tratando de que la diera su aprobación.

–Deberían haberla llamado la «Ley de Proscripción del Más Allá» –dijo.Su misma plausibilidad iba contra ella. ¿Por qué molestarse en aprobarla? No era necesaria. No había en

absoluto ninguna razón para ello. Pero alguien se tomó la molestia de hacer los preparativos para su aprobación.–No hay duda de que ellos prohibieron hasta la proyección de nuestra sombra –dijo –. ¿Por qué tienen tanto

miedo a la sombra? Se refiere, ni más ni menos, que a la propia muerte. Dejemos en paz a los moribun dos. ¿Por qué tanta prisa en asesinarlos, si apenas a dejado de latir el corazón?

Suprimió la cláusula de aquella ley. Después de hacerlo, sintió cierta aprensión. Aquel día había suprimido otras cosas más importantes de proyectos mayores, en su mayor parte por sadismo o por mera curiosidad, sólo por ver que era lo que le presentaban al día siguiente. No sintió aprensión al suprimir los proyectos importantes. Sentía inquietudes porque las cosas estaban perdiendo su proporción ante él. Así terminó su labor por aquel día.

A la mañana siguiente se le presentó una adición al proyecto de la Ley de Reunión, primero del día. Alguien había estado atareado durante la noche para hallar la manera de insertarlo en un proyecto de ley que nada tenía que ver con ello, un proyecto que ya había sido examinado por él y remitido para realizar una aclara ción sin

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importancia. Seguramente que Tomás no lo habría descubierto en el proyecto de la Ley de Reunión, de no haber sido por un aviso recibido en su mente como los enviados antaño por Rimrock previniéndole contra la presencia de los homicidas.

Tomás sintió una punzada lejana en su mente, como si el tiempo se alejara de él. Esta pequeña y singular recomendación era importante para alguien, y comenzaba a despedir un olor más fuerte y picante que el de un ratón para el gato.

Con aire enfadado rechazó todo el proyecto de ley. En este aspecto final suyo había una resolución; se sentía dueño y señor. Ahora se notaba fuera de su propia dimensión, sólo por una frasecilla de indiferente significado y por completo exenta de importancia. A pesar de ser presidente, se encontraba en las manos de los hombres programados y de las máquinas programadoras.

Dio por terminado su trabajo del día. Todavía no eran las ocho de la mañana. Ni siquiera había estado diez minutos allí.

–Un rey no debe trabajar como si fuera un ganapán –dijo –. Y mucho menos en un día de tan malos aus-picios como hoy.

Aquella noche, Coronador habló en privado con Tomás sobre este caso. A Tomás le hubiera gustado hablar más bien con Fabián Gobernador sobre el asunto, pero Fabián no parecía querer hablar ahora y de hecho estuvo esquivando la presencia de Tomás cuando se acercó a él.

–A la hora del patíbulo habrá tiempo de sobra para conversar –dijo al tiempo que le hacía un guiño a Tomás carente de humor.

Pero en los ojos de Gobernador se descubría algo profundo, un segundo evento más profundo y todavía otro tercero de más profundidad.

Por lo tanto, debía de tratarse de una reprimenda de Coronador.–Es una mera cuestión de delicadeza –dijo Cosmos Coronador –. La buena vida no puede llevar en sí ningún

elemento torpe. En realidad, sólo hay un elemento torpe que sobreviva (que apenas sobrevive), y es el que estamos eliminando. Astrobe sueña con una Humanidad Finalizada. Si subsiste la creencia de un más allá, entonces el sueño de Astrobe habrá fracasado.

–Una humanidad finalizada es una frase truculenta, Cosmos. Encierra dos significados: lo mismo quiere decir una humanidad perfecta que una humanidad exterminada.

–No, Tomás, sólo tiene un significado. Ambos forman los dos lados de una misma cosa. Nosotros, los que propugnamos el sueño de Astrobe, descendemos de criaturas unicelulares y de cosas todavía inferiores a las monocélulas. Somos el mismo Cosmos. Somos los venerados por los antiguos; somos los santos. La posteridad se encuentra aquí, ahora, y nosotros estamos en medio de ella. ¡No ensuciemos el nido, Tomás!

«Existe una antigua alegoría acerca de unas locas criaturas que salieron de nuestro estado de perfección, creyendo que había algo después de la muerte. Y cayeron eternamente en el vacío. ¡Evitemos que también nos suceda a nosotros!»

–Pues yo tenía la vaga noción de que era el dorado Astrobe quien había caído en el vacío –dijo Tomás.–Bueno, olvida esas tétricas nociones. Y ahora mirémoslo bajo el aspecto político. Yo, por mi parte, no veo

la importancia que pueda tener el que una cosa moribunda viva un poco más o muera ahora mismo. Pero las personas programadas, entre nosotros, lo consideran importante.

–Sí, ellos se rigen por un programa, en fase de todas las cosas, al que deben ajustarse. Perdonadme, Coronador. Era otra lóbrega noción de las mías. Apenas sé lo que me digo.

–Si tiene importancia para las personas programadas, aunque carezca de ella para nosotros, entonces hemos de ceder por una vez. Ellas han cedido muchas veces a vuestro favor.

–¿Obran con honradez? –murmuró Tomás –. Tengo un presentimiento... Me asalta la idea de que estoy en medio de una batalla. Pero me parece una cosa demasiado insignificante para luchar por ella. ¿Es realmente una cosa insignificante? Es referente a la Ley de Reunión. Soy yo quien ha de decidir lo relativo al cambio en cuanto al «todo» y al «nada» y si debo prohibir su gobierno.

–Nada se ha cambiado, Tomás. Todo está debidamente clasificado en su mundo. Si hacemos esto, la vieja Tierra nos secundará, lo mismo que nos sigue en todo. Por tanto, silo damos por terminado, así quedará para siempre.

«Sólo queda una alternativa, Tomás; si no firmas mañana el proyecto de ley, morirás pasado mañana. Existe un límite para la acción obstruccionista del presidente del mundo. Cuando los legisladores le presentan un proyecto o cláusula responsable y el presidente las rechaza tres veces seguidas, implica la muerte de éste. Dos vetos son a veces un gesto de soberbia o desafío, aunque yo más bien lo considero una extravagancia. Tres vetos seguidos no se toleran. ¿Lo aprobarás?»

–Lo que me enojó más fue que me lo presentaran como subterfugios ininteligibles con los proyectos comunes.

–Mañana se te presentará como un proyecto de ley propio, claro y terminante. ¿Lo firmarás?–Si se me hubiera presentado así la primera vez, lo habría firmado sin más discusiones.

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–¿Entonces, lo firmarás mañana?–No lo sé, Coronador. No hace mucho estuve sobre la cumbre de la Montaña Eléctrica. Permanecí allí en

medio del fragor de una tormenta tan intensa como jamás pensé pudiera existir. He viajado a través de las zonas ferales y he descubierto que todavía viven en ellos algunas gentes desgraciadas. He visto criaturas las cuales me han hecho creer que allí existe realmente, o ha existido, el demonio. He conocido a un joven que fue emperador por un día. Y ahora creo que vamos a tener nosotros un rey por nueve días.

–¿De qué estás hablando, Tomás? ¿Qué significa todo eso? ¿Qué tiene ello que ver con lo nuestro?–Lo ignoro. Parece como si todo estuviera relacionado. Recuerda que el Gran Trueno establece grandes

diferencias.

Tomás fue llamado a capítulo la mañana siguiente por los prohombres: Coronador, Procurador, Gobernador, Chezem, Pottscamp, Wottle, Profeta del Norte.

¿Pero no eran Pottscamp y el Profeta del Norte dos criaturas de una pesadilla olvidada? Pero nadie puede acusar a un hombre solamente por haberle visto en un sueño de pesadilla.

–Tomás, sólo puedes hacer dos cosas –le dijo Procurador llanamente –: Firmar el proyecto de ley o morir; no pareces desear lo primero. Y tampoco creo que te guste lo segundo.

–Tomás, has puesto tres vetos seguidos contra una materia inocua. ¿Por qué? –le preguntó Pottscamp.Había algo un tanto extraño en torno a Pottscamp que Tomás no alcanzaba a comprender. Conocía

perfectamente a ese hombre y ahora tenía la sensación de que casi le era desconocido.–¡Diablos españoles! ¡No sé por qué! –explotó Tomás –. Yo también la consideré inocua; lo que más me

indignó es que me la intentaran hacer aprobar de manera subrepticia. Pero ahora comprendo que no puede ser tan inocua, cuando por dos veces se me ofrece a hurtadillas, y por cuyo veto os mostráis todos tan excitados. Anoche y esta mañana había un viejo agonizando, y tal vez haya muerto ya. Dejadlo morir y tal vez todo haya muerto con él. Pero lo que no podéis es asesinar a lo que queda sobre el lecho de muerte. Ignoro si hay algo más allá de la vida. Vosotros queréis prohibir a la mente que se detenga a considerarlo. Yo prohibo la prohibición.

Tomás, el Metropolitano de Astrobe murió durante la noche –dijo Coronador –. Murió rodeado de sus discípulos: cuatro en total. Nosotros no asesinamos aquí a nada que tenga vida.

–Tomás, confía en nosotros –dijo Procurador –. Fíate al menos de Pottscamp. En Astrobe, todo el mundo se fía de Pottscamp.

–El hombre de cuya falsía nadie duda –se mofó Tomás.Ahora bien, ¿por qué se estaba mostrando tan implacable con un hombre tan bueno como Pottscamp?–Tomás, no hay un solo hombre de cada diez millones de Astrobe o de la Tierra que aún siga creyendo –dijo

Coronador –. Y anoche me dijiste tú mismo que ya no creías.–Eso fue anoche, Cosmos. Por las mañanas, a veces, creo un poco.–El creer en el más allá, aunque sólo sea por una persona, perjudica nuestras relaciones con los programados

–dijo Procurador –. Ellos desean que se destruya esta simbólica creencia. Insisten en ello. Este es un punto inofensivo en el que nosotros podemos ceder terreno. Aquí lo tenemos resumido en un proyecto de ley. ¡Fírmalo!

–¡Nueve serpientes se arrastran en mi cabeza! –exclamó Tomas –. No es justo que a cuatro orates de Cathead se les declare fuera de la ley. Todavía queda en Astrobe una sinagoga, a la que encontré por casualidad. Tiene entre cincuenta y sesenta miembros. Hay una mezquita con trece fieles. Existen varias docenas de antiguas sectas, varias de ellas con casi una docena de seguidores. También quedan los monjes de túnicas verdes de San Klingensmith trabajando en los terrenos ferales. Todas estas gentes son buenas, aunque crean en cosas pasadas de moda, y no veo la razón para sentenciarías a muerte.

–Sólo son cientos de ellas, o menos, entre muchos millones. Hay que suprimirlo –dijo el Profeta del Norte.–¿Tú opinas igual, Coronador? –preguntó Tomás.–Absolutamente igual –respondió el regio Coronador –. No creo que deba permitirse ninguna distinción, ni

siquiera en este tipo de insignificantes aberraciones.–Chezem, Pottscamp, Procurador, Wottle, Profeta del Norte, ¿opináis todos de la misma forma?Todos eran de la misma opinión, y todos asintieron graves y ceñudos, casi al unísono.–Gobernador, ¿opinas de ese modo? –preguntó Tomás.Gobernador no dijo nada. Ofreció una mirada profunda y una irónica sonrisa.–Gobernador, tú eres historiador –dijo Tomás –. Es la misma cosa por la que me ejecutaron a mi la primera

vez, ¿verdad?–La misma cosa, Tomás.–Fírmalo –ordenó Procurador.–Oh, está bien. Lo firmaré. Estoy cansado de pelear –dijo Tomás.–En caso contrario, ya conoces la pena –agregó Procurador –. Es pena de muerte.(Gobernador tuvo que ocultar su alegría. Tanto mejor que hubiera sido Procurador quien dijese aquello,

quien hubiera cometido el desatino y presionado hasta tal extremo.)

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–Porque el presidente del mundo que pone veto a tres proyectos de ley se hace acreedor a la muerte –dijo Procurador, presionando todavía más, y Tomás presentaba un rostro cada vez más rojo a causa de la ira –. Esta ley debe ser promulgada. No podemos tener un obstruccionista como presidente del mundo... ¿Por qué dudas ahora, si hace un momento estabas dispuesto a firmar?

–En efecto, un hombre habría de ser muy estúpido para perder su cabeza dos veces por la misma cosa –murmuró Tomás, presentando todavía un semblante un tanto obstinado –. Claro que lo firmaré.

–Para lanzar semejante desafío no ha tenido por menos que considerarse superior a cuantos le rodean –dijo apresuradamente Gobernador, cuando Tomás ya había tocado la pluma magnética para firmar –. Tuvo que haber sido un hombre un tanto orgulloso.

–Soy orgulloso –respondió Tomás –. Ahora que los" veo realmente, me considero un poco mejor que quienes me rodean.

–Tendría que ser un hombre a prueba de presiones y amenazas –dijo Gobernador.–Digo que yo soy ese hombre, aunque no sea cierto. Pero siento cierto pavor –dijo Tomás.–Tendría que ser un hombre que no retrocediera, a pesar del miedo – azuzó Gobernador –. Tendría que ser

todo un hombre para morir por un ideal, aunque sólo lo comprendiera vagamente en el último minuto. Habría de ser esa clase de hombre...

–Gobernador, insensato, ¿a dónde vas a parar? preguntó Procurador.–¿Quién conspiró contra mí la otra vez, Fabián?–preguntó Tomás apaciblemente –. ¿Quién exigió mi cabeza

en beneficio propio?–Tomás, si se te concedió otra vida, trata de imaginártelo. ¿Cómo crees que habrá que catalogarle? ¿Cómo

amigo o cómo enemigo tuyo? ¿De qué lado crees que se encuentra?–Firma esa ley –le ordenó Procurador –. Te obligamos a ello.–Cuán insensatos sois forzándome a ejecutar cualquier cosa –dijo Tomás.Y tomando la ley estampó sobre ella en latín «VETO» (prohibido).

Rápidamente se constituyeron todos en asamblea, y le condenaron a muerte.* * *

12. E1 último superviviente

Las águilas se estaban reuniendo ahora, según frase de propio Shanty. Shanty dejó sus negocios, un negocio monstruosamente grande en el monstruoso Cathead, y se fue a Cosmópolis. Parecía el eterno peregrino con el gorro sobre la cabeza y el cayado en la mano.

Battersea regresó de su trabajo en la mar. El patrón de chalana de Cathead se frotó las manos igual que un general antes de comenzar la batalla, que es lo que realmente era. Se reunieron en una habitación posterior de la tienda de especias que poseía Jorge el sirio, pero no en la tienda de Cathead. Nos referimos a la tienda de Jorge situada en el corazón de Cosmópolis, en la plaza de la Centralidad.

También llegó Pablo, valiéndose de la puerta lateral. Nunca había reparado en aquella tienda, ni tenía idea por qué entraba por aquella puerta. Al ver a los otros se preguntó por qué se había reunido y cómo habían sabido llegar hasta allí. Luego se les agregó Walter Copperhead el nigromante, y eso le hizo comprender. El propio Sopperhead había sido encarcelado el día antes, bajo pena de muerte por sospechas de fomentar un culto. Para escapar de la cárcel y llegar hasta ellos había tenido que traspasar las paredes.

–No resulta difícil –les dijo –. Opino que no ha sido suficientemente ensayado. Hay muchos que podrían traspasar las paredes si se les ocurriera intentarlo. Alguien se acerca; he recibido una advertencia de las mías.

Copperhead echó el aldabón de la puerta. Entonces, una vieja andrajosa se filtró a través de la pared.–Este caso es distinto –dijo Copperhead –. Esta mujer sólo tiene un cuerpo contingente.–Un poquito de rapé, por el amor de Dios –le pidió a Jorge la andrajosa mujeruca –. No tengo dinero para

pagarlo. Tenía una moneda pero se me ha derretido en la mano.–Lo mismo le ocurrirá al rapé –respondió Jorge el sirio –. ¿Desde cuándo los programados usan rapé?–Señor, ¿tengo yo aspecto de programada? –preguntó la vieja.–No, pero lo eres –le respondió Jorge –. Tu cuerpo es demasiado ingenioso para ser humano.–Es sólo un viejo cuerpo que encontré –dijo ella –. No es mío propio. Realmente, no comprendo nada. Pero

si no soy una pobre vieja, ¿qué soy entonces?–¿Eres parroquiana mía? preguntó Jorge –. Creo recordarte.La entregó el rapé, de la clase barata que vendía en su tienda de Cathead, y no el aromático y delicioso que

usualmente vendía en este lugar.–Yo no me acuerdo de ti ni de tu tienda –dijo la anciana –. Pero me acuerdo un poco de Pablo. Pero ahora ya

os recuerdo a todos vosotros, sí. En un grupo o en otro, he estado antes en vuestra compañía.

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–Maxwell, ¿en qué parte del infierno o de Astrobe has encontrado ese cuerpo? –pregunto Copperhead.–Eso, Maxwell; ése es mi nombre del que no podía acordarme. Sí, soy Maxwell y comienzo a recobrar el

juicio. Creo que encontré a la vieja muerta en una callejuela. Caballeros, es ésta una embarazosa situación en la que me hallo, pero no importa. Estaré de vuestra parte hasta el fin.

Alguien intentaba echar los cerrojos de la puerta. Luego trató de hacerlo con mayor impaciencia.–He aquí la prueba –dijo Walter Copperhead –. Veremos si consigue pasar a través de la pared, la mujer que

llega.No pasó a través de la pared, sino que lo hizo por la puerta partiéndola en astillas de un solo golpe de fuerza.

Era la mujer más bella de Astrobe y pasaba por donde quería.Afuera se había hecho la oscuridad. No resultaba conveniente dejar la puerta rota teniendo luz dentro, y una

alta reunión no puede celebrarse en tinieblas. En el exterior estaba sonando un martilleo desde hacía un rato y ellos apenas se habían percatado.

–¿Qué ocurre afuera, Evita? –preguntó Pablo –. ¿Qué están levantando la calle? ¿Te fijaste qué ruido es ése, antes de entrar?

–Oh, están levantando un cadalso –respondió Evita –. Es de madera, al estilo antiguo. Mañana al mediodía tendrá lugar la decapitación.

–Pediré prestadas algunas tablas y herramientas –dijo Shanty–. Nos las deben.Evita había estado batallando contra poderes y soberanías durante largo tiempo, y eso le dejó su huella. Sin

embargo, no representaba tener más de diecisiete años. Era en verdad la mujer más bella de Astrobe, con un caballo suave, que parecía estar hecho de humo tomándose del negro al castaño suave o del color del oro. ¿Y sus ojos? ¿Eran verdes, grises o azules?

–¿Ha llegado la hora? preguntó ella –. Dinos, Copperhead, ¿le ha llegado la hora?–Oh, si; ha llegado la hora de su muerte.–¡No lo consentiré! –juró Battersea –. ¿Ignorabais que yo era un general militar en la colonia fronteriza de

los mundos de reserva antes de unirme al movimiento de Cathead? Conozco estrategia y el ataque por sorpresa. Y dispongo de hombres y de las armas más sofisticadas, no importa dónde las haya obtenido. Actuaremos por sorpresa. Va a ser mañana al mediodía. Nos apoderaremos de Tomás en el momento preciso y nos lo llevaremos a un lugar seguro entre Wu Town y Cathead. Ha de ser rey hasta que muera, y no morirá mañana. Hay partidarios nuestros en donde menos os imaginaríais. Hay millones que están hartos del dorado sueño, aquí y en otras de sus mismas ciudades. Hemos de capturar a todo el mecanismo de la administración. Yo soy sólo un simple peón, pero hay hombres capaces de realizarlo en su totalidad. existen otras muchas más cosas que serán destruidas después de este golpe inicial. Combinemos las cosas buenas y hagamos todavía un mundo decente para todos. ¿Creíais que ese grupo estridente representaba a la opinión de la mayoría? Este mundo ha sido descarriado y esclavizado por una minoría de minorías. Nosotros haremos astillas a ese frágil grupo, lo mismo que la niña-mujer destrozó la puerta de esta casa.

–Puede que sea cierto todo eso –dijo Copperhead –. Sin embargo, Tomás perderá mañana su cabeza.–No la perderá –replicó Battersea –. Tú eres un necio y no un nigromante. Ahí llega el cachorro. ¿Cómo

habrá sabido venir? ¿Eres un águila, cachorro?Fue Rimrock el «ansel» el que se deslizó dentro.–Soy un águila que se remonta por lo alto –dijo Rimrock–. Es la última noche del mundo, y no sabemos

cómo será el venidero. He traído conmigo antiguo ron y coñac para quienes tengan gustos más bárbaros.Shanty tenía la puerta casi reparada. Trabajaba con mucha habilidad y presteza.–Ha quedado mejor que nueva –dijo –. Podría resistir a una patrulla de programados, pero no a una Evita. Y

ahora enciende una luz débil, Jorge. Los conspiradores deben tener siempre una luz mortecina.La conspiración fue hecha hace tiempo –dijo Bettersea –. Ahora me marcho. Mañana saldremos de Cathead

una turba de tísicos cegatos, pero seremos los mejores comandos del mundo. ¿Puede alguno de vosotros llegar hasta Tomás y decirle que no padezca, que todo está cuidadosamente previsto?

–Iré yo –dijo Evita –. Me bastará con hacerle un guiño a los guardianes programados, cuya mentalidad es de adolescentes, y podré entrar. Ellos se creen que soy su novia, y les gustan con locura estas cosas.

Battersea salió a grandes zancadas y se dirigió hacia Cathead. Afuera había ahora un chirriante ruido que sobresalía de entre los golpes de martillo. Es que estaban afilando la enorme y vieja cuchilla ritual que pronto sería colocada en su sitio.

–Yo esperaba que hubiera hecho un buen día –dijo Shanty– pero podría llover antes de la mañana. ¿Se acuerda alguien si llovió la primera vez?

–Un poco la noche antes y a primeras horas de la mañana –respondió Copperhead –. Pero a la hora de la ejecución se aclaró y salió el sol.

El chirrido del acero sobre la piedra sonaba cada vez más fuerte afuera en la plaza. Era una antigua forma-lidad en que la hoja debía quedar bien afilada. En la plaza, los trabajadores habían encendido hogueras, aunque la noche era cálida. En la vigilia de alguna ejecución era cuando únicamente se permitía encender hogueras en

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la dorada Cosmópolis, y ahora hacía ya veinte años que no se celebraba ninguna. Era uno de los últimos rituales.

El muchacho Adán hizo su entrada, a través de los muros, pero tampoco esto era una prueba. En muchos aspectos, Adán no era real.

–Hermano mío –le dijo Evita –, tú que también entiendes de estas cosas, ¿le ha llegado la hora?–Sí, le ha llegado la hora de su muerte. Y la mía también –dijo Adán.–Entonces, Battersea se equivoca y no conseguirá lo que se propone.–No, no se equivoca. Vendrá y atacará. Y de ello saldrá el nuevo mundo, pero habrá que cambiar muchos

detalles.–¿Qué hay en mí que sobrevive? –preguntó Maxwell. Tenía la andrajosa forma y la voz de la vieja, pero

todos le reconocieron ahora como Maxwell –. Yo también tengo un origen, en parte, de programado, como Scrivener. Este cuerpo que recogí en la callejuela es un cuerpo programado. Pero está muy mal construido; apenas si funciona. Yo creo que lo hicieron apresuradamente y lo usaron como disfraz por un momento, para luego tirarlo. ¿Cómo podrían destruirme a mí en una máquina y sobrevivir en otra? Ni siquiera podrían destruir una personalidad que no tiene derecho a estar en la primera. ¿Bueno, que es lo que en Astrobe sobrevivirá a todos ellos? No os podéis figurar lo que he luchado contra el olvido. Seguramente que me quitaron el viejo aparato en algún otro lugar.

* * *

Después de esto, se bebieron el viejo y nostálgico ron y celebraron una especie de velatorio por Tomás Moro, el hombre que iba a morir al día siguiente. Se tornaron un tanto pastosos y jaraneros, una vez despejado el sentimiento de melancolía, y creyeron que aún sobrevivirían como personas. Esta era una cosa que no podían hacer los programados, que no les era dado tornarse jocosos ni celebrar conciliábulos de esta clase. Las personas programadas carecían por completo del sentido del humor en momentos trágicos.

Los programados no habrían comprendido el chiste que contó Pablo acerca de un cadáver que tartamudeaba. Se habrían quedado perplejos oyendo el cuento de Shanty sobre un cerdo padre, un vendedor de pararrayos y el trato que hicieron, y cómo las cerdas estuvieron a punto de matarlos. Y la historia de Maxwell sobre una dama recién fallecida cuya alma seguía vagando por los amplios espacios cuando se vio envuelta en una reata de burros cargados, siendo aparejada como uno más por el conductor de la recua.

Y, sin embargo, los programados estaban prestando buena atención a todo ello. Los monitores anunciaban constantemente que ocho o más personas estaban reunidas en alguna parte del civilizado Astrobe. Captaron el grupo cuando entró Rimrock, lo perdieron al marcharse Battersea y volvieron a detectarlo cuando entró el muchacho Adán. Estos monitores son automáticos y graban e interpretan cuanto recogen en sus correrías. Y ahí radica la dificultad.

Nada podían sacar en limpio acerca de los cuentos referidos. Por más que los sometían a la máquina descifradora, incluso a la Descifradora Suprema, nada pudieron conseguir. Les resultaba imposible saber qué información secreta se ocultaría en aquellos relatos.

El muchacho Adán contó la historia de la primera persona humana que llegó a Astrobe, que era mil quinientos años antes de la fecha señalada por las máquinas historiadoras. Decía que San Brandon anduvo navegando en una barquilla redonda como una cuba, hasta llegar chapoteando y a punto de ahogarse hasta el mar de Stoimenof, a pesar de haber comenzado su viaje en el océano Atlántico del Norte de la vieja Tierra, y que él suponía estar aún navegando por las mismas aguas, puesto que nunca había salido de ellas.

Cuando la barquilla arribó a tierra, saltó de ella y empezó a caminar por la costa, seguido de diecinueve monjes irlandeses de rutilantes coronillas. Al principio de su llegada no encontraron por la costa seres vivientes excepto conejos de Jerusalén, los cuales no respondían a sus preguntas. Pero San Brandon y sus diecinueve monjes se quedaron allí viviendo y registrando cuanto podían descubrir en la nueva tierra.

Digamos que hicieron mapas y anotaron todo en pergaminos haciendo una descripción exacta de las plantas, animales y de la propia tierra recién descubierta.

Recorrieron todas las bahías y ensenadas donde el mar de Stoimenof se abre en una docena de estuarios y embarcaderos, entre lo que hoy es Wu Town y Cathead. Fue un bello mapa y una comprensible descripción.

Luego regresaron a bordo de la barquilla e izaron su vela, que no era mayor que un escudo de armas. Y al cabo de noventa y nueve días estuvieron de vuelta en la bahía de Dingle que era de donde habían partido.

Pero otros exploradores posteriores que navegaron por el océano Atlántico del Norte de la vieja Tierra no encontraron tierra alguna como la descrita y dijeron que San Brandon había mentido. Pero no había men tido. Aquellos exploradores posteriores navegaron a bordo de barcos con proa que podían seguir un rumbo, no en barquillas redondas que sólo pueden ser guiadas por las plegarias y el ayuno y seguramente son capaces de dejar la Tierra.

Esta fue la historia contada por el muchacho Adán. Las máquinas descifradoras trabajaron afanosamente para ver si conseguían descifrar algún mensaje secreto que se ocultara detrás de todo ello, pero no lo lograron. No se trataba de un código como el de cada noche.

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–Bendito sea este ron –dijo Rimrock el «ansel».* * *

Jorge el sirio contó lo que sucede cada vez que se acaba el mundo. Lo único que ha subsistido después de cada fin del mundo, dijo, es un sirio y una duna de arena; todo lo demás queda borrado de la faz del mundo por las catástrofes destructoras. Luego queda ese terrible segundo (o millón de años) en que nada se mueve, porque un segundo y un millón de años no se diferencian en nada cuando el movimiento de las cosas ha cesado por completo. Entonces, el sirio va detrás de la duna de arena y encuentra un dromedario, y los dos juntos comienzan un nuevo mundo.

–Así es como se cuenta en la versión original del Génesis –dijo Jorge –. Así es como empieza el principio de cada mundo que se acaba. Oiréis contar historias acerca de un hombre y una mujer, o referente a una tortuga que se elevó al cielo desde la tierra. No las creáis Cada vez que empieza el mundo lo hace con un sirio y un dromedario. Ahora bien, yo no sé cuál es el dromedario, cuál es la duna de arena, ni estoy seguro de conocer quién es el sirio. Creo que ese sirio soy yo porque en vez de nariz llevo un pico de ave. El mundo terminará mañana. Estad atentos entonces al sirio y a la duna de arena. Si el sirio se dirige detrás de la duna, entonces hay esperanzas; si no lo hace así, o si no hay sirio ni duna de arena, entonces el mundo habrá terminado para siempre.

La suprema máquina descifradora sufrió una avería durante el tiempo en que Jorge el sirio contó su relato. No era quizás una avería seria, pero llevaría varias horas hasta conseguir que las descifradoras siguieran funcionando otra vez. Por tanto, los monitores dejaron de transmitir. Ningún objeto tendría el anotar lo que no podían esclarecer las descifradoras.

–Bendito sea este ron –dijo Evita.¿Qué estaba haciendo allí Gobernador, Fabián Gobernador? Era uno de los grandes. ¿Cuánto tiempo había

estado sentado en medio de ellos?–No os espantéis –dijo Gobernador –, que no me he infiltrado a través de las paredes como lo hace

Copperhead. Yo no tengo poderes extraños, a excepción de unos pocos de los que últimamente han comenzado a aparecer en muchas partes de Astrobe. Yo soy el propietario de este edificio, como lo soy de todos los que dan frente a la plaza de la Centralidad, y tengo mis medios para entrar en ellos. Me he refugiado aquí huyendo de las turbas que merodean por el exterior, porque desde hace una hora impera una gran algazara entre las gentes de Cosmópolis y tal vez de las otras grandes ciudades de Astrobe. Hace cien años que no celebran una jarana como ésta. Todos se creían sumidos en el interminable letargo dorado y ahí están resucitados. Pero ahora que estoy aquí dentro, echo de menos el bullicio. ¿No os dais cuenta de que ese clamor está de vuestra parte? Salgamos a la plaza y unámonos a ellos. Entonces, Evita podrá llegar hasta donde está Tomás y asegurarle de que todo marcha bien, que los comandos de asalto de Battersea le rescatarán del patíbulo mañana al mediodía, y que todavía será rey. Y que más tarde, a eso del amanecer, llegará hasta él y celebraremos la última plática.

Todos salieron a la plaza. En las calles se desarrollaban felices algaradas. ¿Quién iba a imaginarse que podrían suceder tales cosas en el civilizado Astrobe? Es –tos no eran tísicos ni desventurados habitantes de Cathead o del Barrio. Ni siquiera eran las gentes intermedias de la ambigua Wu Town. Eran las propias personas altamente civilizadas de la misma Cosmópolis. Era realmente un desenfrenado carnaval que se descomponía en frenéticas facciones belicistas, donde las cabezas eran hechas pedazos y la gente reía como si eso hubiera ocurrido mil años atrás. Los partidarios de la «Excomunión y el Más Allá» enarbolaban sus banderas y otros grupos de oponentes, con divisa o sin ella, los arrollaban en gloriosa sarracina. Se veía marchar jocosa a la facción de la «Arpillera y la Ceniza». El recién nombrado (nombrado a sí mismo) Metropolitano de Astrobe había puesto a todo aquel mundo bajo entredicho hasta tanto se hiciera penitencia y fueran cumplidos determinados requisitos. Pero los grupos callejeros iban componiendo y cantando baladas cuya letra hacía referencia a todo ello. Las altas damas de Astrobe vestían da harapos y pregonaban calaveras de azúcar, en honor a la decapitación del día siguiente. Por todas partes se veían lanudos carneros que eran asados enteros sobre las hogueras que ardían en las calles y despedazados, a medio asar, por las turbas distribuidas en grupos de cincuenta por cada res, comiéndose sus pedazos semicrudos. La fiesta del cordero llevaba más de trescientos años sin celebrarse en Astrobe, de la que sólo tenían algunos recuerdos los anticuarios.

Era una víspera histérica de la Noche de San Juan, Pascua y Corpus Christi en una sola orgía; un carnaval que arrollaba a toda la ciudad. Y todas las detectables personas programadas se ocultaban.

No es que se sintieran amenazadas por las personas humanas, pues, en el talante que éstas se hallaban esta noche, las personas programadas les habrían sido invisibles a las humanas, carentes de importancia y en las que ni siquiera hubieran reparado. Pero los programados sentían temor, una facultad que ni siquiera estaba programada para ellos. No eran capaces de razonar en modo alguno, y la razón era lo único que tenían las personas programadas.

Hubo libaciones y griterío, saqueos e incendios, todo realizado alegremente. Evita se deslizó hasta donde estaba Tomás encerrado para decirle que no iba a morir, que iba a ser rescatado por un comando compuesto por hombres de Cathead bien entrenados y que todavía sería proclamado rey con nuevos poderes.

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Nuevas y abundantes emociones experimentaron las calles que limitaban la plaza de la Centralidad. Surgió la ira. ¿Qué ciudadano del civilizado Astrobe se había mostrado iracundo en toda su vida? Hizo su aparición el espanto. ¿Qué ciudadano se había sentido hasta entonces dominado por el espanto? Se presentó la truculencia, la fiereza, el recuerdo de otras cosas (tal vez de cosas futuras), la borrachera, el remordimiento, la penitencia pública, la sublime esperanza, el asesinato sádico, la sádica humildad.

Serpentinas y confeti, y de ellos se borraba el recuerdo de Astrobe. Aparecieron máscaras de la víspera de Todos los Santos y de la Noche de San Juan, que habían sido olvidadas por los abuelos de sus abuelos. Los «Cortadores de Cabezas» luchaban contra los «Devastadores».

Luego comenzó el doblar de las campanas. Primero sonaron las campanas de una iglesia olvidada o conver -tida en museo, luego las de otra hasta llegar a las quinientas. ¡La mayoría de estas iglesias habían sido arrasadas trescientos años antes! ¿Por qué entonaban ahora sus campanas el ancestral canto fúnebre de la secular Tierra? Aquel clamor no había sido escuchado por ningún ser viviente de Astrobe. Pero quinientas campanas monumentales estaban doblando, y la gente se acordaba de los nombres: el Arcángel San Gabriel con su tono plateado inmenso, el Gigante, el Ogro Blanco, el Rey Pastor, San Pedro, el Rey de Baviera, el Enano Amarillo, San Simeón, el Holandés, el Arzobispo Turpin, el Habitante del Rhin, Daniel, la Campana del Judío, Mefistófeles, la Virgen Negra, la Campana del Navío, la Montaña, San Hilario. Docenas de toneladas de plata y bronce convertidas en clamor, todas las centenarias y gigantescas campanas de las iglesias (casi todas des-aparecidas desde hacía mucho tiempo) que doblaban a los cuatro vientos su recio canto y eran reconocidas por sus tonos y recordadas por sus nombres de doscientos años atrás. Y aún quedaba una más, alta, clara y potente, la Campana de Julio.

Evita regresó derramando lágrimas de felicidad. Toda la inconmensurable e impía ciudad de Cosmópolis rendía homenaje a Tomás Moro que iba a morir al día siguiente.

Pero Tomás no moriría, después de todo, porque iba a ser rescatado por Battersea y sus veloces comandos de asalto.

Pero Tomás iba a morir, después de todo, porque lo habían vaticinado Copperhead y el muchacho Adán, los cuales habían recibido una visión especial.

* * *.

13. Decapitación

Llovió antes de la mañana. Por razones desconocidas, las torres de control del viento no funcionaban. Llovió indistintamente en la ciudad de Cosmópolis. No solamente llovió en los parques y en las áreas especificas, sino que lo hizo en toda la ciudad. A la propia lluvia casi le parecía natural el descender donde quisiera. Las torres de control del viento, ya fuera por negligencia de los humanos o de los programados, nada hicieron para impedirlo. Un caso como éste no se había dado en Cosmópolis desde hacía un siglo. Primero el jolgorio y las aberraciones de la noche anterior, y ahora una lluvia sin controlar, pese a que no fue muy copiosa.

Los guardianes programados andaban de aquí para allá y habían dado muerte a unas cuantas personas humanas accidentalmente. Puede que esto diera lugar a resentimientos, pero aquéllos se limitaban a cumplir su programa. Cuando la gente actúa de manera peculiar y se conduce de forma no acostumbrada, los guardianes programados no pueden hacer otra cosa que actuar.

Fabián Gobernador entró a ver a Tomás, durante la lluviosa aurora. Lo encontró extraordinariamente tranquilo para un hombre cuya sentencia de muerte se iba a cumplir aquel mismo día. Ambos se midieron mutuamente con mirada cautelosa, preguntándose cada cual en su interior hasta dónde habría profundizado su oponente en la planificación y conjetura de lo que podría ocurrir aquel día.

–Tomás, has proporcionado al pueblo una carnavalada –dijo Gobernador –. No creí que la gente fuera ya capaz de estas cosas. Han celebrado un excitante velatorio en tu honor, o tal vez fuera por ellos mismos. Durante los decenios recientes hemos tenido muy pocas ejecuciones, y ninguna que haya hecho mella en la gente como ésta. Ante el pueblo has cobrado mayor vida y color que cuando te proclamamos presidente del mundo. Lo reconocen como un hecho típicamente tuyo, como si hubieran nacido para gozar de esta muerte gloriosa. Será tu gran momento, Tomás.

–¡Maldito seas, Gobernador! He presenciado muchas más ejecuciones que tú. El pueblo se lanza siempre sobre la víctima, igual que el pescado se lanza sobre el cebo, lo mismo que el gran pescado-demonio que yo vi lanzarse, no hace mucho, contra un cebo gigante. En la muerte lo que excita al pueblo, la muerte extemporánea. A la gente le gusta ver morir a un hombre.

–Te equivocas, Tomás. En Cosmópolis hay cada día ocho mil fallecimientos similares y apenas los pre-sencia nadie. Casi todos están abiertos al público. Y no son de las clases de muerte que producen aburrimiento.

Muchos de los suicidas se proporcionan a si mismos interesantes y cruentas muertes; entre ellos se establece una especie de competencia y acaban ideando los más increíbles modos de morir. La fascinación no radica en ver cómo muere un hombre, sino en verle morir en contra de su voluntad.

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–Pues yo no los defraudaré, Gobernador. Si he de morir ejecutado no será por mi voluntad. Y en cuanto al suicidio, jamás lo cometería. No comprendo que un hombre pueda aceptar con calma el fin de sus días. Y, sin embargo, hay mucha gente que predice el fin del mundo para esta misma mañana, y todos aparecen calmosos. No obstante, anoche resultaron un tanto bullangueros. Se dice que, al mediodía, se concentrarán aquí grandes multitudes. ¿Es motivo de orgullo para un hombre el que la mayor audiencia que arrastró en toda su vida tuviera lugar a la hora de su muerte?

–Quienes eso vaticinan tienen razón, Tomás. Este mundo, Astrobe (y su dependiente, la Tierra), terminará hoy. No hay fuerza que lo detenga. Está agonizando y morirá. Ahora se halla en articulo mortis.

–Bien, pero supongo que unos cuantos hombres de bien podrán reunirse para iniciar un nuevo mundo. Yo tengo unas cuantas ideas a este respecto.

–Tomás, tu estarás muy muerto y no podrás enseñarles tus teorías. Bueno, ¿cómo iniciarías un mundo? Jorge el de las especies dice que el comienzo se debe a sirio que se encuentra con un dromedario, y los dos inician un nuevo mundo. Yo, por mi parte, creo que el mundo comienza siempre con un grano de mostaza. Esta mañana a las nueve en punto seré yo mismo quien siembre ese grano de mostaza. Confío en que de él crezca un nuevo mundo, y espero encontrarme con vida para disfrutarlo.

–Tienes aspecto de podenco, Gobernador; cualquiera diría que eres tú y no yo quien va a morir esta mañana.–Muy bien podría suceder que yo también muriera, Tomás. Los acontecimientos de hoy van a producir una

reacción en forma de látigo, y todo aquel que se encuentre demasiado cerca podría fácilmente perder algún miembro o la propia vida a causa de ello. ¿Qué es eso tan extraño que estás comiendo, Tomás?

–Mi desayuno, Me preguntaron qué deseaba tomar en mi última comida, como creo que es costumbre pre-guntar a los ajusticiados. Yo les dije que quería comerme el cerebro de mis enemigos, el cerebro de las personas programadas. Y me lo trajeron. Es una mezcolanza gelatinosa de memoria quimicomagnética polarizada. Supongo que es el elemento (el elemento deshumano) constitutivo de la masa encefálica de las personas programadas. Los hombres arbóreos se comían los sesos de sus enemigos y con ello ganaban en sabiduría y fortaleza. Pero dudo que yo adquiera ninguna clase de sabiduría, y ciertamente ni un ápice de humor, de este cuenco que contiene los sesos de mis enemigos. Su sabor no es muy agradable pero, en Astrobe, la gente y las cosas toman literalmente lo que se les dice.

–Las personas programadas no son nuestros enemigos, Tomás –dijo Gobernador –. Son únicamente sombras de nosotros mismos, de algunos de nosotros. Ni siquiera pueden ser amigos completos de los temibles sujetos humanos de los que ellos son una mera sombra.

«Tomás, hay algo que quiero decirte antes de que mueras. En primer lugar, que tu muerte es absolutamente necesaria. Me gustaría que no lo fuera.»

Pero Tomás estaba observando a Gobernador con ojos disimulados. ¿Sospecharía Gobernador (que había sido nombrado juez supremo de la ejecución) que le iban a rescatar los comandos de Cathead? ¿Importaría algo, caso de sospecharlo? Gobernador era el amigo más íntimo que Tomás tenía en el dorado Astrobe (frente a los del Barrio y Cathead) y no se hallaba totalmente de acuerdo con el sueño de Astrobe, como lo estaban los demás prohombres. Ahora parecía dejar entrever un oculto desprecio hacia aquel sueño. ¿Por qué, entonces, aseguraba que la muerte de Tomás era absolutamente esencial? ¿Qué clase de destreza mental poseía este hombre llamado Gobernador?

–Tomás, al decir que hoy es el fin del mundo, no es una metáfora –continuó hablando Gobernador –. No es enteramente una metáfora. Los mundos mueren de cuando en cuando. Me pregunto si es posible que sólo yo haya reparado en ello. El mundo es como un arco que se afloja, o como un cadáver enervado. Le abandona la vida, el calor, el pulso. Ocurre en los pájaros, plantas, rocas, animales y personas; en las montañas, en el mar, en las nubes. Su gravedad, luz y calor, su vida germinal y su código de vida, su significado y su propósito... todo ello se extingue en un instante. Se le escapa toda la vida. Cesa.

«Después de eso, ignoro lo que sucede. Jamás he presenciado personalmente tal hecho, aunque lo presenciaré hoy. He sembrado un grano de mostaza, la más pequeña de las semillas. Algo puede que brote de ella, no de este mundo, sino del vacío y dentro de un mundo totalmente distinto. También creo que hacerlo llevará menos de un segundo de tiempo.»

–Fabián, esta mañana te has hartado de vino –dijo Tomás con una risotada, pero aquella risa acabó con-virtiéndose en una retorcida sonrisa.

Un hombre que iba a ser ejecutado aquel mismo día no debía reír tan fuerte. Cualquier podía sospechar que era su última risa. Tomás tenía su propio juego que seguir y sus propias emociones que guardar. El nervio –sismo sería importante en aquel momento de crisis. No debía descubrir, ni siquiera a su amigo Fabián, que cuan-do la multitud comenzara a congregarse, poco después de las diez, o dos horas antes de la ejecución, no sería una muchedumbre de personas curiosas reunidas al azar enteramente; un gran sector de aquellas turbas estaría situado desde el centro formando un pasillo hacia fuera y serían hombres escogidos de Battersea. Irían cubiertos por las toscas ropas que usaban los tísicos de Cathead, por los grotescos trajes de los ciudadanos de Wu Town y por las ricas prendas que lucían las gentes de Cosmópolis y de las otras ciudades civilizadas. Y en un momento, cuando Tomás estuviera subido sobre el patíbulo y presto a apoyar su cabeza sobre el tajo, aquel sector se

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agitaría, se lanzaría contra el tablado y atacaría a los verdugos. Luego se apoderarían de él y se lo llevarían a través de un corredor de protección, rápido e instantáneamente como ya habían previsto. Tenía plena confianza en el duro de Battersea, que había sido un general de comandos, y confiaba también en sí mismo. Pero no tenía que aparentar ni más ni menos inquietud o aprensión que la que siente un hombre que está a punto de ser ejecutado.

¡Pero aquel condenado de Gobernador! Daba la impresión de ver a través de las cosas.–Espero que mi amigo sea un amigo de verdad –dijo Tomás para sí.Y Gobernador hablaba, pensaba y cautelosamente, como tratando de expresar algo que le resultaba muy

difícil. Gobernador había dicho en una ocasión que odiaba la palabra inefable; que todo lo que podía entenderse podía ser expresado, y que todo resultaba comprensible. Pero ahora estaba sufriendo una pequeña dificultad.

–No creo absolutamente inevitable que un mundo renazca o sea sustituido por otro –dijo ahora Gobernador –. Puede haber sucedido una vez, pero no dos. No obstante, es inevitable el que un mundo muera cuando se le haya gastado su escasa cuerda. No creo que haya habido un millón de ciclos de este tipo en los quinientos millones de años de vida compleja sobre los mundos. Yo diría que esos ciclos fueron en un tiempo de larga duración y que se acortan cada vez más. Ahora completan su curso aproximadamente cada quinientos años. Y al acortarse los ciclos, su sucesión se hace cada vez más difícil y ello imposibilita asimismo el que nazca un nuevo mundo.

–Expresa con más claridad esa clase de alegoría, Fabián –dijo Tomás –. ¿Qué estás ocultando tras ese llamativo vellocino, una oveja, una cabra o un perro?

–Un cadáver, Tomás, un cadáver sin vida: el tuyo y el de Astrobe. Sólo eso a lo que tal vez no siga nada. Aunque tengo grandes esperanzas y buenos planes.

Pero Tomás realmente no le estaba escuchando a él.–¡Escucha! –dijo Tomás –. Afuera, en la plaza, me están cantando una balada. Escucha lo que dice la balada:

Es un elegidoel singular Tomás y sin su cabezamás que tú valdrá. Alto y suspendido ya el acero estáy sin su cabezamás que tú valdrá.

–¡Cómo, si es música vulgar de la que cantarían los golfillos del Barrio! –exclamó Gobernador desaproba-dor. ¿De dónde sacaron esa jerga las civilizadas gentes de Cosmópolis? Deberían cantar algo noble.

–Eso que cantan es noble, Fabián. ¡Y vaya sí es cierto! ¡Aún sin cabeza, soy mejor que todos los que habéis estado preparando este espectáculo juntos! Llevo mil años muerto y tengo más vida que entre todos vosotros. Lleva el bello tono de las baladas antiguas, y preferiría que me la cantaran más por su significado propio que por su belleza. Daría cualquier cosa por presenciar mi decapitación, Gobernador. Pero, en este caso, quien sale perdiendo es la parte principal de mi. Daría todo lo que tengo por ver rodar a la cabeza que más me ha querido.

–No te abandona el humor en estos duros momentos, Tomás, pero estoy tratando por todos los medios de decirte algo muy importante. Yo no soy de los pocos que creen en el más allá, Tomás, aunque he hecho cier tos experimentos para infundir en mí la creencia. No dieron resultado. Sólo diré que en todo esto hay algo superior a mí. Yo lo miro científicamente, Tomás, y trato de verlo a través de la ecología, la escatología y la psicología (usando las partes de aquella palabra tal y como la usaron los griegos), el equilibrio isostático del intelecto y la biología planetaria, la compensación y el vitalismo logicoéticos. Trato de verlo mediante las ciencias fáciles y difíciles, la magnetoquimica y la física nuclear. Pregunto científicamente cuál es el fenómeno real aquí planteado de que los mundos mueran periódicamente y que, en casos previos al menos, vuelvan a vivir un instante más tarde. Pero los mundos nuevos ya no son idénticos a lo que antes fueron; poseen sólo el re cuerdo más nebuloso y fragmentario de lo que habían sido un momento antes y carecen de semejanza real con la cosa anterior. Este es un hecho científicamente conocido (conocido y observado), al menos por mí.

«Tú mismo has presenciado una de las anteriores muertes de los mundos, Tomás. ¿Tienes una idea sólida acerca de lo que sucedió?»

Tomás no comprendía del todo a dónde quería ir a parar Gobernador con aquellas palabras. Y éste, por otra parte, pese a que estaba hablando con celeridad e interés, como si aquello fuera de capital importancia, parecía estar atento en espera de oír alguna señal o indicio.

–No es necesario que me expliques tales complejidades en estos momentos –dijo Tomás –. Si muero, en mi juicio particular me serán dadas por otros las explicaciones necesarias, con palabras más comprensibles que las tuyas. Si no muero, entonces ya volveremos a hablar sobre esto en otro momento de mayor calma.

–He estado tratando de encontrar la manera más suave de decírtelo, Tomás; vas a morir esta mañana, y todas las demás esperanzas son en vano. Y como yo no creo en el juicio general ni en el particular, ni en las cosas del más allá, sé que no recibirás más explicaciones que las que yo pueda darte ahora mismo. Y quiero que las recibas.

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–Gobernador, en cuanto al fin de mi propio mundo, puedo decirte que no tengo ninguna idea sólida acerca de lo que realmente sucedió. Lo estudio y procuro reconstruirlo. Se me exhibe, por así decirlo, una casa, una ciudad y un mundo, y se me informa que se trata de la casa, la ciudad y el mundo donde yo viví, que ésta es la verdadera imagen de aquellas buenas cosas inmediatamente después que yo las dejara. Pero me encuentro perplejo. ¿Fui yo quien vivió en aquella casa y ciudad? Apenas si reconozco un palo o una piedra de ella. Apenas si reconozco a la gente y, sin embargo, cientos de ellas llevan los nombres de personas a las que yo conocía bien. No creo en tu teoría relativa a la instantánea muerte y resurrección de los mundos; pero hubo un cambio súbito y fundamental en el mío propio ya próximamente al repentino fin de mi propia vida. Pero no lo comprendo en absoluto.

«Gobernador, Bernabé con boca de mantequilla, ¿qué quieres decir con que voy a morir esta mañana y todas las demás esperanzas son vanas? Dímelo o te estrangulo aquí mismo. ¿Qué sabes acerca de lo que yo sé?»

–Nada, Tomás, no sé nada. ¿No se supone que vas a morir? ¿Hay alguna duda sobre ello? Nadie se sentiría más dichoso que yo si pudieras librarte de la muerte, en una u otra forma.

–Gobernador, tienes toda la inocencia de una serpiente de noventa y nueve años. ¡Bueno, sigue con lo tuyo! Yo soy un poco censor de las tesis históricas, y nos quedan largas horas hasta mi muerte.

–Esa es otra de las cosas que intentaba decirte de la manera más suave, Tomás. No son largas horas lo que quedan para tu ejecución, sino escasos minutos. He aquí el ciclo, Tomás. En los tiempos del nacimiento de Cristo, la cruel república romana (bajo su primer emperador que se consideró republicano a sí mismo) murió en un instante, y un instante después nació plenamente el Último Imperio. Todo sucedió entre la tarde y la noche. Realmente no había semejanza entre aquellos dos mundos. La simple crueldad y la compleja bizarría, cruel y compasivo al mismo tiempo, que era el Último Imperio. Quinientos años más tarde volvió a suceder. El Imperio se desmoronaba como escarcha mañanera, dando paso a la primera Edad Media, completamente distinta. Al cabo de otros quinientos años, la segunda Edad Media reemplazó al cadáver de la anterior, cuyas diferencias resultaban notabilísimas. Pasaron otros quinientos años y murió la última Edad Media (al igual que tú), naciendo otra cosa que te resulta imposible de reconocer, aunque conocieras muy bien sus nombres. Y pasados cinco siglos más, aquel mundo desaparecía por completo. Instantáneamente nacía un nuevo mundo, con cuyo nacimiento coincide la primera colonia de Astrobe. Esta nueva cosa recibía le nombre de Mundo de Astrobe, a medida de lo cual la vieja Tierra perdía importancia y seguía mansamente a nuestro mundo. Éste es el mundo que va a morir esta mañana, y que a mí me preocupa.

«Es el primer ciclo que se completa en Astrobe y cada vez que ello sucede parece menos probable su resurrección. Ignoro lo que remplazará al mundo cuando muera. Pero debe haber, creo, un poco de fermento espiritual para que vuelva a surgir. Debe haber algo que precipite la reacción. Se estaba produciendo una reacción contra la prohibición del más allá y la sangre derramada por el cordero (por ti) la podrá precipitar. Así de simples fueron las fermentaciones anteriores, pero resultaban necesarias. Existe realmente la necesidad de añadir una pequeña cantidad de algo incorpóreo (sea cual fuere el nombre que reciba en la ecuación) a la masa, cada quinientos años aproximadamente. Puede ser un simple requisito químico-psíquico que nosotros no comprendemos. Yo, que he buscado afanosamente y no he conseguido encontrar la fe personal, me inclino a creer que basta con eso. Pero se requiere añadir algo de vez en cuando para que los mundos sigan viviendo. Tu muerte y la reacción que producirá será el fermento precipitador, el grano de mostaza que ahora sembramos.»

–Battersea, ¿marcha todo bien? ¿Estás al tanto del reloj? ¿Sólo faltan unas pocas horas?–¡Faltan diez minutos! –zumbó una voz mecánica.–Por fin, Tomás –dijo Gobernador –. Te ha llegado la hora. Vamos, vamos.–¿La hora? ¿Has perdido la razón? Todavía no son ni las ocho y mi ejecución es al mediodía. Nada hay pre -

parado, nada...–El patíbulo está listo, Tomás, y la cuchilla suspendida. ¡Aquí, máquinas fieles, prendedlo! Es un hombre

heroico. Lo lamento, Tomás, pero no había otra forma de hacerlo.–¡Apartad de mí vuestras garras metálicas, juguetes diabólicos! ¡Condenación eterna! ¿Quién ha cambiado

la hora, Gobernador?–Yo, Tomás. Tu muerte es a las ocho en punto. No había otra forma de hacerlo.–¡No, no, yo muero al mediodía! Gobernador, ¿sabes lo que estás haciendo?–Perfectamente. Me imaginé todo lo que Battersea se proponía, por supuesto. A su manera, fue un buen

general de comandos, y yo fui su jefe. Siempre leí sus pensamientos y me resultó sencillo adivinar lo que se proponía.

–Gobernador, ¿por qué me asesinas? Yo te contaba entre mis amigos, y tú no eres leal a la causa de Astrobe.–No, no soy leal al cadáver de Astrobe y me cuento entre tus amigos, Tomás. Te aseguro que no había otro

modo de lograrlo. La reacción a tu vil ejecución, junto a otras cosas fraguadas desde tiempo atrás, deberá producir un sorprendente resultado: el que la Humanidad vuelva a encontrarse a sí misma. Tomás, ¿no crees que de todo esto puede volver a nacer un nuevo mundo? Y sólo con sacrificar a una víctima.

–Te digo que ningún hombre mató jamás a su amigo por tamaña sarta de palabras necias.

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–Y yo te digo que ha ocurrido muchas veces, Tomás – tú que eres todo un crítico en tesis históricas, considera los asesinatos que se han cometido a lo largo de los tiempos. Considera si los héroes no han sido asesinados por sus amigos más frecuentemente que por sus enemigos. Considera si muchos de ellos no han sido incluso asesinados con su propio consentimiento.

–Pero yo no te doy el mío.–Recuerda que cuando todo había fracasado, cuando un programa había caído en la nada, si el héroe

resultaba más héroe estando muerto, entonces era asesinado por sus mismos amigos, en provecho suyo y de su programa. Podría nombrarte una docena de ejemplos caros como éste, pero no lo haré. Después de siglos, arraigan todavía en ellos recios sentimientos partidarios... Tomás, amigo mío, si hubieras estado libre de ataduras me habrías estrangulado. Sujetadle bien, guardias, y conducidle afuera. Hay que hacerlo con presteza para que no se malogre.

–Amigo mío, con esto das a entender que dudas de tus amigos –replicó Tomás al tiempo que se resistía a ser arrastrado por los guardianes mecánicos –. ¿Por qué he de ser yo, Fabián? ¿Por qué te has fijado precisa mente en mí?

–Porque eres el único hombre honrado que pude hallar de entre los muchos que consideré, Tomás. Ya lo has probado antes, muriendo obstinada y rectamente por algo que apenas comprendiste hasta el último instante. He pensado que lo hiciste una vez y que volverías a hacerlo en similares circunstancias. He considerado el singular magnetismo que rodea a tu persona, que en un tiempo te convertiste en un símbolo y que nue vamente volverías a serlo. En Astrobe casi nos hemos quedado sin símbolos.

–Muero por algo que ni siquiera conozco –se lamentó Tomás según le arrastraban hacia el patíbulo.Cada vez opuso mayor resistencia a ser conducido y comenzó a proferir voces.–¡Pueblo de Astrobe! –exclamaba con todas las fuerzas de su acento escocés –. ¡No creáis en lo que os

dicen! ¡Abajo la superchería!Y el pueblo, un pueblo sumiso, había comenzado a congregarse, pero ahora las gentes presentaban un nuevo

semblante de rebeldía. Eran como lobos que olisqueaban y aullaban. La plaza de la Centralidad era un monu-mental velatorio y el aire estaba preñado de amenazas.

No obstante, Gobernador, al adelantar la hora, había sorprendido a la oposición, y la ejecución, de poderse consumar, se realizaría rápidamente. Tomás se debatía con los guardias mecánicos que le arrastraban, los cuales consiguieron inmovilizarse ante Pottscamp que tenía el encargo de hacer la última recomendación oficial.

–¿Quieres recapacitar? –preguntó Pottscamp a Tomás, al encontrarse frente a él en el centro de la plaza de la Centralidad, justamente al pie del patíbulo. El ritual exigía que se hiciera esta pregunta –. Es muy fácil salvar tu vida, buen Tomás –prosiguió diciendo Pottscamp –. Fírmalo ahora mismo y vive feliz, o muere vilmente. En este caso te sucederé yo como presidente accidental y firmaré la ley en menos de cinco minutos. Y tú, Tomás, habrás muerto en vano, por nada.

–¡Serpiente que se arrastra dentro de mi cerebro! ¡No moriré en holocausto a Ouden la Nada! ¡No firmaré! Ahora comprendo qué cosa estáis tratando de exterminar; para mí es lo único que importa. ¡Cumplid con vuestro deber, guardias! Me he dado cuenta de todo. No recapacitaré más sobre ello. ¡Cortadme ya la cabeza, aunque no sea más que para cerrar mis oídos a esas palabras! ¡Aparta de mi camino, maldito títere!

Subieron a Tomás por los peldaños del patíbulo. Y Pottscamp huyó como si hubiera sido fulminado. ¿Por qué, por qué huía como si hubiera sido fulminado por el rayo?

Fue todo un espectáculo. El hombre magnético, rodeado de todo su misterio, se encontraba erigido sobre la torre de la muerte, contemplado por todo el mundo, y su influencia era todavía mayor que cuando recibiera la gran ovación al hacer su entrada pública en la ciudad de Cosmópolis.

Coronador y Procurador observaban la escena desde elevadas ventanas y se justificaban entre sí. Era sencillo para Procurador, porque llevaba la justificación programada dentro de él.

Nadie sabe qué sintió Gobernador al presenciar cómo Tomás subía hasta lo alto del cadalso.Pottscamp no sintió nada; de hecho, era una máquina carente de sentimientos. No tenía conciencia ni

compasión. Aquello no le haría sentir la menor inquietud.¿Qué no?Entonces, ¿por qué hizo lo que hizo?¿Por qué se sentó en el suelo gimiendo y profiriendo gritos como un viejo hebreo? ¿Por qué se cubrió la

cabeza de polvo y ceniza?Aunque pareciera una locura, eso fue lo que realmente hizo.

Tomás Moro había sido presidente del mundo, rey, por nueve días, y ahora sería ejecutado.Cesó la lluvia mañanera y corría prisa consumar el acto. Los hombres de Cathead, según decían los rumores,

habían recibido aviso del repentino cambio de la hora. Se encaminaban en tropel hacia el centro de Cosmópolis, pero posiblemente llegaran tarde.

La ejecución había sido calculada silenciosa y rápidamente, y nada podía detenerla.

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Se produjo una oleada de furia, pequeña, con relación al grueso de su masa principal, pero de un salvajismo incomparable. Siempre se origina una pequeña ola de locura que levanta espuma y salta, desproporcionadamente a la gran acometida, que surge y acosa frenética antes de que llegue la gran marea universal. A esa primera acometida se le llama ola precursora.

En ella atacaba el curtido Shanty y Pablo el del rostro avieso, cada cual comportándose con un ímpetu equivalente al de muchos hombres. También se le veía en vanguardia a Walter Copperhead, aunque, al ser un nigromante, debía saber que todo era inútil, que moriría en la refriega igual que iban a perecer los demás. Y, cómo no, igualmente formaba en sus filas el muchacho Adán, y, sin duda, otras treinta personas, gente civilizada de Cosmópolis y no criminales proscritos, que perderían la vida en el asalto.

Su repentina aparición casi les dio el triunfo. Los impetuosos hombres desbordaron a los guardianes mecánicos y ganaron las escaleras del patíbulo. Entonces se inició una lucha cuerpo a cuerpo y sacrificaron una vida por cada peldaño que conquistaban. El muchacho Adán iba realmente en la cresta de la ola, hasta el extremo de encaramarse a lo alto del cadalso y tocar con sus manos al propio Tomás. Pero fue asido por los guardianes con sus garras metálicas y arrojado violentamente contra el suelo. Pero enseguida volvía a incorporarse, abriéndose camino entre ellos. Y al cabo de un rato, Shanty, Pablo, Copperhead, Adán y las otras treinta o más personas morían en torno al pie del cadalso y sobre sus escalinatas, hasta el punto de tornarlas resbaladizas empapadas con su sangre. El muchacho Adán, en especial, ofreció ejemplarmente su vida como siempre había sabido hacer.

Pero a la oleada primera no siguió la ola principal, y los guardianes eran muchos y fuertes. La arremetida se encrespó y frustró cesando luego para ahogarse en su propia sangre.

Pero Evita, sabedora de que iba a fracasar el asalto, conociendo instantáneamente que todo iba a ser un fiasco, se dirigió no hacia Tomás en lo alto del patíbulo, sino hacia Fabián Gobernador, que se hallaba al borde de la plaza de la Centralidad.

–¡Zehheeroot, ls-Keriotl –le gritó, porque ambos eran ancestrales –. Ten cuidado, Iscariote.Entonces se lanzó sobre él, como una leona que se arrojara contra un asno asustado, arrancándole con sus

garras la mitad del rostro y clavándole sus afilados dientes en la garganta de la que brotó abundante sangre roja.–¡Suéltame, bruja! –gritaba Gobernador presa de súbito terror.–Soy una casta furia, y no una bruja –le respondió con un rugido profundo –. La angustia se apodera de mí.

Tú le contaste una historia a Tomás, y yo te cuento otra a ti en el día de tu muerte –y le iba despedazando mientras estas palabras profería –: Ciertos hombres primitivos acostumbraban a inmolar un perro para que acompañara al héroe en su jornada fúnebre. Yo soy uno de aquellos primitivos, y tú eres el perro.

–Y, prácticamente, le estaba desmembrando. Le quebrantó los hombres y posiblemente la espalda, y le desgajaba trozo a trozo.

–¡No, no, mujer! –boqueaba Gobernador, al tiempo que la sangre manaba copiosa de su garganta desgarrada –. Yo soy el amo de todo. Ha de suceder así. La furiosa reacción, el fermento espiritual, volverán a poner de nuevo a la humanidad en el lugar que le pertenece y harán que nazca un nuevo mundo.

–¡Lo sé! –cantó Evita –. Yo soy parte de ese fermento espiritual. ¡Yo soy el corazón de esa reacción furiosa! Me recreo en ella. Y, últimamente, hemos tenido un perro titiritero manejando todo esto. No es extraño que haya sido un tiempo de crisis.

Le destrozó la cara por completo, asestándole un zarpazo de leona. Fue un momento aciago para Gobernador, que más bien había huido siempre de la violencia, que había sido un general burócrata y no un general de campo.

Evita se lo cargó sobre los hombros, aunque era un hombre deforme y pesado, y lo transportó, con la misma facilidad que una leona se lleva su presa, hasta donde se encontraban agrupados Jorge el sirio, Maxwell con su cuerpo de vieja arrugada y Rimrock el «ansel». Arrojó el cuerpo de Gobernador sobre aquellos cuatro, los cuales lo descuartizaron y le dieron muerte.

Evita cogió el trozo más grande que quedaba de Gobernador y fue a colgarlo de un árbol ornamental en la orilla de la plaza de la Centralidad. Era un algarrobo traído de la vieja Tierra, al que algunas veces se le llamaba el Arbol de Judas.

Era una injusticia porque Gobernador había ejecutado bien su parte. Lo había planeado todo, excepto aquella pequeña parte especial en que él perdía su vida. Y todo lo que él había planeado tenía un profundo sentido.

Los guardianes programados se apoderaron de Jorge, de Maxwell y de Rimrock y sumaron su sangre al fermento espiritual que estaba comenzando a surgir. Pero no pudieron aprehender a Evita. Nadie podría prenderla hasta que todo se hubiera consumado.

Después de este ataque violento, nada sucedió. Las multitudes fueron mantenidas a raya, dada la gran eficiencia de los guardianes. Sólo hubo un hombre que logró abrirse paso sin que nadie le detuviera. En verdad, los guardianes programados eran incapaces de verle o de sentirle. Este ser extraño subió sobre el cadalso y se puso a hablar con Tomás, si bien sólo éste parecía oír sus palabras.

Este ser extraño, al que los guardianes no veían, y el condenado estuvieron discutiendo. Tomás parecía sentirse excitado y, a la vez, complacido.

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–¿Creéis que mi muerte será fructífera? –preguntaba en voz alta con cierto aire de júbilo –. ¡Resulta gracioso! ¿Puede un hombre tener más de dos cabezas? –Ese soy yo. Iré contigo.

Pero, aparentemente, Tomás no fue a ninguna parte, sino a su muerte. El extraño desapareció entre la multitud, y no faltó quien dijo que había desaparecido por el aire. Hubo conjeturas acerca de su identidad. Hubo quienes dijeron que algo desapareció de Tomás en aquel momento, que el mismo ser extraño se había dejado allí su propia esencia y que fue un hombre incorpóreo el que puso su cabeza sobre el tajo. Una vieja versada en brujerías gritaba diciendo que podía ver a través de él, pero aquello era una ilusión.

El resto de todo ello permanece como una leyenda. Los conceptos y epigramas, las cosas profundas y con-movedoras que se supone dijo Tomás mientras tenía su cabeza apoyada sobre el tajo... Bueno, algunas de ellas fueron muy bellas, otras casi demasiado agudas, pero la mayoría se encuentran en los libros de citas. Lo único cierto es que Tomás no profirió ninguna de esas palabras.

Tampoco las había proferido la primera vez.Las únicas palabras finales que dijo en el patíbulo fueron:–Pater, in manus tuas –parte de una antigua oración.La gran cuchilla vibró en el aire. Luego se precipitó. Fue sangre verdadera la que salpicó y una auténtica

cabeza la que rodó limpiamente cercenada del cuerpo, como si tuviese vida propia.Hubo conmovedoras y prodigiosas historias, cuentos de viejas, tales como que nueve serpientes salieron de

la cabeza cercenada; tales como que la mujer más bella de Astrobe, subiendo intrépidamente al cadalso, se apoderó de la cabeza y la guardó en un cesto, pero que al descender de allí con ella se había convertido en una anciana. Tales cosas no sucedieron realmente. No podían suceder.

Pero una cosa sucedió ciertamente en aquel instante. En el momento que la vida abandonó a aquel cuerpo decapitado, los mundos tocaron a su fin.

La vida, el calor, el latir del mundo desapareció. Dejó de existir en todas las aves, rocas, plantas y personas; en cada montaña, en cada océano, en cada nube del cielo. Se extinguió la gravedad del mundo, su luz, su calor; cesó su vida germinal y su código de vida. Cesó todo. Y todas las estrellas desaparecieron.

¿Fue por espacio de un momento? ¿Por miles de millones de años? ¿Por siempre? Qué más da. No existe diferencia en ello cuando el mundo ha terminado, cuando no hay tiempo con qué medir el tiempo.

Pero, ¿qué sucedía en el momento de finalizar los mundos? Que un sacerdote renegado desde hacía treinta años se acababa de convertir en el Metropolitano de Astrobe. Que una máquina programada, en el momento de la extinción de los mundos, asumía la presidencia de Astrobe y, aunque era una máquina carente de emociones supo sollozar y se cubrió de cenizas su cabeza.

Battersea y sus hombres se dirigían en tropel hacia la plaza de la Centralidad para dar comienzo a su cruento golpe, y avanzaban furiosos bajo su bandera la Mano de la Venganza. En aquellos instantes sucumbían los mundos.

¿Ha nacido un nuevo mundo? ¿Ha fermentado ya el venidero? ¿Ha cubierto el vacío la furibunda reacción? ¿Germina el grano de mostaza? ¿Qué clase de fruto dio el árbol de Judas?

El relámpago que se produjo, miles de millones de veces más brillante que el de la Montaña Eléctrica, miles de millones de veces más corto de duración, ¿une a las cosas con su instantáneo fuego, o las separa para siempre? El trueno que apabulla a los mundos con su sacudida; ¡una oleada universal que borra por completo las doradas reminiscencias del orbe! En mucho menos de un instante, en mucho más de una eternidad, todo ha terminado.

¿Pero hay alguna secuencia? ¿Hay algún nuevo mundo que suceda al viejo tras el cegador relumbrón? ¿Qué sucede?

Observemos el silencio.

Aguardemos en silencio.

¿Es mal interpretado el símbolo de la bandera La Mano de la Venganza? Dice el Profeta del Norte que la mano figurada que desciende como un pájaro es la Mano Izquierda de Dios.

Recordemos (y lo recordamos como un vacío de tiempo entre los mundos) la repetición del ciclo que hizo nacer a Roma. El que hizo nacer a Europa. El que dio lugar a las Américas. El que originó el nacimiento de Astrobe. Recordemos los ciclos cuyo efecto fue interno y electrizante, el ciclo donde la divinidad se convirtió en la humanidad. El ciclo donde la humanidad se convirtió en la divinidad.

¿Lo recordamos bien? ¿Es cierto que sucedió?

Aguardemos en silencio.

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El espíritu descendió una vez sobre el agua y la arcilla. ¿No podría descender sobre las células coloidales y la solidofusión? ¿Fructificará, después de todo, la madera estéril del árbol humano o programado? La ansiosa Nada, el Gran Punto O, diabólicamente vacío, ¿volverá a desaparecer? ¿Hay, entonces, espacio para la vida? ¿Habrá un retorno para la vida real?

¿Puede suceder? ¿Puede la reacción convertirse en un renacimiento? ¿Cómo será? ¿Podemos ver el sem-blante del nuevo mundo, por delante y por detrás?

Esperemos en silencio.

Fin* * *

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