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El testimonio profético de la Iglesia EMILIO LOSPITAO

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El testimonio profético de la Iglesia

E M I L I O L O S P I T A O

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Prólogo

La presente publicación corresponde a la ponencia expuesta en el 42º Encuentro Nacional de las Iglesias de Cristo en España, llevado a cabo en Torrevieja (Alicante) los días 29 al 31 de agosto de 2011. Con esta publicación cumplimos la promesa de hacerla accesible en este formato y respondemos a las solicitudes que recibimos durante dicho Encuentro; sobre todo porque la ponencia, por la limitación del tiempo programado, no pudo ser expuesta en su totalidad.

A pesar de que el título que figuraba en el programa del evento era “El testimonio en la profecía”, el contenido de la ponencia derivó en “El testimonio profético”; título que usamos en la presente exposición.

La adaptación literaria de esta ponencia ha exigido realizar algunos cambios en la forma aunque no en el fondo, así como algunas adiciones necesarias; estamos seguros de que el lector que estuvo presente en el Encuentro lo sabrá entender.

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Nota preliminar

Con la Introducción que sigue a esta Nota preliminar damos paso a cuatro breves reflexiones que, aunque aparentemente heterogéneas, tiene el testimonio profético como hilo conductor. Además de un Apéndice al final:

1. La “intrahistoria” como teoría hermenéutica;

2. El Espíritu Santo y los procesos históricos;

3. Heliocentrismo, crisis de un nuevo paradigma;

4. El testimonio profético de la Iglesia, y

5. Apéndice: Cuatro rivales del testimonio profético.

La primera reflexión tiene que ver esencialmente con la hermenéutica. Dios se revela “en” la Historia condescendiendo a las costumbres, a las leyes y a las instituciones socio-políticas del entorno geográfico donde se lleva a cabo la historia bíblica (Oriente Medio). Entender esto es fundamental para “validar” el testimonio de sus protagonistas. Hoy, en nuestra sociedad occidental, no veríamos bien el tipo de familia de Jacob, casado con dos mujeres, que eran hermanas y además primas carnales del patriarca (Génesis 29-30); y nos extrañaría mucho recibir como herencia un par de esclavos (Levíticos 25:44-46), por citar solo dos ejemplos. La segunda

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reflexión aglutina tres situaciones distintas del libro de Hechos, pero relacionadas por un común denominador: el protagonismo del Espíritu Santo. Y aun cuando parezcan que estas situaciones están al margen del “testimonio” al que nos referimos aquí, creemos que aquella “actuación” del Espíritu Santo arroja luz de cómo debe de ser su intervención en el siglo XXI, lo cual tiene mucho que ver con el testimonio de la Iglesia ante las vicisitudes históricas que debe afrontar. La tercera reflexión apunta a la “crisis” hermenéutica que sufrió la Iglesia ante el cambio de paradigma del geocentrismo al heliocentrismo, donde la Iglesia no estuvo a la altura de las circunstancias, cambiando su papel de “profeta” encarcelado a “carcelera” de profetas. Y esto tiene mucho que ver también con el “testimonio”. La cuarta reflexión está relacionada con la naturaleza de cierto tipo de “pietismo”, presente también en nuestras iglesias (evangélicas), lejos del talante y de la actitud del Galileo, y que tantas veces ha sido un obstáculo al verdadero testimonio profético. Y, finalmente, el Apéndice expone cuatro de los “rivales” a los cuales el testimonio profético se enfrenta hoy.

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Introducción

El Dios de la Biblia se manifiesta en los acontecimientos de la historia; fue a través de estos “hechos acontecidos” que los hagiógrafos le percibieron, le reivindicaron y le interpretaron en la narrativa de dichas historias (el fundamentalismo preferirá creer que Dios hablaba física y verbalmente con los autores de los relatos). No carece de importancia el hecho de que la Palabra “hecha carne” (el Cristo) se manifestara también y especialmente a través de los hechos; no en vano el evangelista Juan se refiere a los acontecimientos milagrosos de Jesús como “señales” (Juan 2:11; 21:25). Según los relatos del AT, los acontecimientos históricos les llevaron a creer y a confiar en el Dios que se manifestaba a través de ellos (Deuteronomio 3:23). Son los mismos testimonios que le llevaron a creer y a confiar a los cristianos testigos de Cristo (Juan 21:25; 1 Juan 1:1-4). El testimonio de la Iglesia, pues, se nutre, o debería de nutrirse, de este testimonio bíblico-profético, que se fundamenta en los acontecimientos salvíficos de la historia del Israel bíblico y culmina en el testimonio por antonomasia de la Palabra “hecha carne”: Jesucristo.

En este trabajo usamos el adjetivo “profético” como una evocación del profetismo del antiguo Israel, especialmente desde el período pre-exílico hasta el post-

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exílico, es decir, desde el siglo VIII aC hasta el siglo V aC, el período de los profetas escritores. El "testimonio profético" al que nos referimos aquí, pues, no es aquel que se caracteriza por "adivinar" eventos futuros, sino aquel por el cual los profetas reivindicaron el carácter de un Dios que se preocupaba –y se preocupa– por la justicia social y la conducta humanizadora, aspectos en los que los dirigentes religiosos y políticos tantas veces fallaron.

Por ello, cuando hablamos del testimonio (profético) de la Iglesia, no nos referimos solo al anuncio (el kerigma) primordial, sino a las actuaciones de la Iglesia en su peregrinar histórico, que deben ser luminares que guían el camino a la sociedad en la que vive. Dicho de otra manera: que en su devenir la Iglesia encarne el testimonio de Dios como hicieron los profetas del antiguo Israel. Un testimonio que demanda justicia, liberación, restauración, humanización…; si el testimonio de la Iglesia no es así, entonces ni siquiera es un testimonio, y su anuncio carecerá de credibilidad.

Ahora bien, la historia es dinámica, innovadora…, los contextos espacio-temporales no son siempre los mismos. En su testimonio la Iglesia tiene que interpretar los tiempos, comprender los cambios que sufre la sociedad en la que vive. Lo que es “normal” en una época determinada puede que no lo sea en una época posterior, como ha ocurrió con la esclavitud. Y así las múltiples instituciones que vertebran cualquier sociedad. Es decir, la sociedad es dinámica, el testimonio por lo tanto también lo debe de ser. Matar será siempre un crimen, pero cubrirse la cabeza con un velo no siempre será malo o bueno. Que una mujer hable en público será considerado

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“honroso” o no dependiendo de la cultura, del tiempo y del lugar. Este dinamismo de la historia y de la cultura exige de una hermenéutica que contextualice los textos que, una vez escritos, quedan fijados en el papel, ajenos a la evolución que prodiga el tiempo. El aspecto hermenéutico, pues, es el eje primordial de cualquier exégesis. Por ello, en este trabajo desarrollamos un itinerario pedagógico para ubicar los acontecimientos de la narrativa bíblica en el tiempo y en el espacio. La descontextualización del texto bíblico es una falta de respeto al texto mismo, a su autor y, en última instancia, al Autor por antonomasia: Dios.

Las reflexiones que exponemos aquí –¡una reiteración en Restauromanía (revista predecesora de Renovación)!– tiene el propósito pedagógico de explicar, una vez más, la importancia de la hermenéutica. Solemos decir que cualquier lector de la Biblia –¡que no haya sido todavía adoctrinado!– entiende perfectamente que la narrativa bíblica pertenece a un tiempo muy lejano y a una sociedad muy diferente a la suya. Es decir, se hace cargo de que lo que lee no tiene la misma significación para él, o para ella, como la tuvo para las gentes de la época de la narración en cuestión (creemos que no hace falta extenderse en este aspecto). ¿Por qué, entonces, después de adoctrinada, esta persona pierde esa natural capacidad hermenéutica para interpretar la narrativa bíblica? ¿No será subversivo el adoctrinamiento que desarrollamos en nuestras iglesias? ¿No seremos culpables directos –con intención o sin ella– del infantilismo teológico en nuestras feligresías? ¿…?

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C A P Í T U L O 1

La "intrahistoria" como teoría hermenéutica

Dios “en” la Historia

Con este título no estamos proclamando una nueva teoría hermenéutica. Es solo una cuestión de sentido común (aunque sea el menos común de los sentidos). Lo “intrahistórico”, según el filósofo y pensador español Miguel de Unamuno –término que parece haber introducido él en el vocabulario–, se refiere a todo aquello que ocurre en lo cotidiano de la vida social, pero que no sale en los periódicos; contrapuesto a la historia oficial, que da cuenta de ella los titulares periodísticos. Pues bien, el testimonio de Dios, como no podía ser de otra manera, es “intrahistórico”, acontece y se hace visible en las entretelas de la vida cotidiana, desde las insignificantes costumbres de la cultura, hasta las leyes y los códigos que rigen los pueblos: no suprimiendo o anulando dichos códigos, sino condescendiendo a ellos, dándoles carta de naturaleza… Dios no impuso ninguna cultura singular, extraterrestre, celestial, a los clanes, a las familias, a los personajes de las historias que relatan las Escrituras. Dios trascendió y condescendió a la cultura y a las costumbres de dichos personajes con todas las consecuencias. Hasta tal punto condescendió que los hagiógrafos, cuando

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narran los acontecimientos históricos o míticos, implican directamente a Dios y le atribuyen actitudes y comportamientos que flaco favor le han hecho; ejemplos: el exterminio de pueblos enteros con mujeres, ancianos y niños incluidos; la ley del talión; la esclavitud; la poliginia; la sangre de honor; la lapidación; y un larguísimo etcétera imposible de enumerar aquí; basta leer una página sí y otra también del Antiguo Testamento. Todo esto está en las páginas de la Biblia porque todo esto formaba parte de la vertebración legislativa y cultural del entorno geográfico donde el testimonio de Dios se hizo vida. Simplemente.

El fundamentalismo religioso (“porque la Biblia lo dice”) tiene dificultad para entender esta “intrahistoria” en la que se halla el “testimonio” (inmanencia) de Dios. Cree más bien que dicho “testimonio” es ajeno a la historia misma, como si Dios hubiera clamado al mundo desde su Olimpo Sagrado, y los hagiógrafos se hubieran limitado a “transcribir”, cuales taquígrafos, lo que Dios les “dictaba”. Lamentablemente, este es el concepto que muchos cristianos –entre ellos “maestros” de la Biblia– tienen de las Escrituras; sobre todo los de la “sana doctrina”. La lectura crítica de estas Escrituras, sin embargo, más bien nos muestra que el “inmanente testimonio” de Dios se desarrolla “a través de” los acontecimientos, acorde con las instituciones socio-políticas de la época, las cuales son asimiladas y reguladas en la jurisprudencia del pueblo judío-israelita. No hay una sola página, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, que no dé cuenta de esta “intrahistoria” (la realidad suele ser muy tozuda). Salvo las instrucciones

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típicamente religiosas concernientes al culto judío, la dieta y otros preceptos relacionados con los códigos de santidad (muy propios de la época también), que corresponden netamente al pueblo liberado, el resto de costumbres e instituciones sociales y políticas encuentran eco en las propias del entorno geográfico al que pertenece. Pero sabemos que esta percepción histórica supera al fundamentalismo, que atribuye a Dios todas y cada una de las proposiciones textuales tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.

Independientemente de la exactitud de las fechas, podemos decir que las categorías desde la cuales están escritos los libros de la Biblia pertenecen a aquellas de entre los siglos XIV aC hasta el siglo I dC y en un lugar muy concreto del planeta: Medio Oriente (Mesopotamia, Egipto y Asia). Todas las instituciones sociales y políticas que encontramos en el texto bíblico se corresponden a las existentes en dicha región del mundo. Lo cual es absolutamente comprensible; lo incomprensible sería lo contrario: que Dios hubiera impuesto una cultura especial, singular, celestial, extraterrestre, diferente de la que existía en dicho entorno geográfico.

Son desde estas categorías culturales de Medio Oriente que tienen sentido las normas, las leyes, los códigos… que están en la trama narrativa del Antiguo y del Nuevo Testamento. La Biblia, literariamente hablando, es un Libro de Oriente Medio. Los lectores occidentales necesitan documentarse de la historia, de la cultura, de las costumbres, de las leyes de aquel entorno geográfico, especialmente de las fechas antes citadas, para acercarse al texto bíblico y buscar la significación de lo

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que leen. Leer el texto, y sacar conclusiones desde nuestras categorías occidentales del siglo XXI, es faltarle el respeto al texto y a sus autores materiales.

Medio Oriente como escenario

La historia de Abraham parte de un bosquejo teológico previo: la elección del “hijo de la promesa”, que se irá plasmando narrativamente hasta culminar con el pueblo elegido, liberado milagrosamente (Éxodo) y puesto en camino hacia la “tierra prometida”, precedido de una purificación-instrucción en el desierto (Sinaí): historia bíblica desde el capítulo 12 de Génesis hasta el libro de Jueces. Los profetas posteriores, cuando tuvieron que amonestar al pueblo, evocaron estos dos eventos: el Éxodo y el Sinaí (la libertad-responsabilidad y la ley-obediencia). Pero aparte de este bosquejo literario-teológico, la historia misma de Abraham (y siguientes patriarcas) se desarrolla en el contexto socio-cultural del tiempo y del lugar: Oriente Medio. Abraham tiene siervos (esclavos); también Sara. Ésta, por causa de su esterilidad, y su ansia de tener un hijo, ofrece su sierva a Abraham para que copule con ella y poder tener así un hijo “propio”. Bajo la ley de la esclavitud, los hijos de los esclavos eran pertenencias de los amos. Sara podía considerar “su” hijo el nacido de la sierva. En este caso con más motivo: sería engendrado por Abraham, el marido de Sara (ver Génesis 16).

Jacob se casa con dos hermanas (Lea y Raquel), que eran primas carnales suyas. Además, tiene hijos con las esclavas respectivas de ambas (Zilpa y Bilha). Jacob llegó a un acuerdo con su suegro (que era también su tío por parte de madre) para desposarse con una de sus hijas (que

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resultó ser Lea); para esta “adquisición” Jacob tuvo que trabajar siete años gratis para su suegro. Después trabajó otros siete años más por otra de sus hijas: Raquel, la preferida de Jacob. Según la costumbre de la época, los desposorios eran formalizados por los padres (el paterfamilias); los cuales emparentaban a sus hijos, cuando estos aún eran adolescentes, con los hijos de otras familias con las que deseaban unir intereses materiales, territoriales, de conveniencias… Los hijos (en particular las hijas) venían a ser “moneda de cambio” para lograr estos intereses. Jacob, lejos de su parentela, asume él mismo la responsabilidad del contrato matrimonial con el aval de su propio trabajo. La descendencia que sus dos esposas deseaban tener la lograron utilizando a sus esclavas respectivas, las cuales copularon con Jacob para dicho fin (ver Génesis 29-30).

Estas rocambolescas historias se explican desde tres instituciones políticas de la época: el contrato matrimonial (nuestro contrato de “compra-venta”), la esclavitud y el concubinato.

La Iglesia comparte el mismo escenario institucional

La comunidad cristiana –en un paradigma diferente al de Abraham y de Jacob– vivió inmersa en una sociedad cuyo patriarcalismo seguía vigente, tanto en la cuna donde nació el movimiento cristiano (la Palestina romana), como en el mundo greco-romano donde el evangelio emergió (Asia y Europa). Los tres pilares institucionales sobre los que se fundamentaba la vida social y política del mundo del Nuevo Testamento eran: la esclavitud, la patria potestad absoluta y la tutela

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permanente de la mujer. Como la prioridad de la Iglesia –debido al inminente “regreso” de Cristo– era la misión y la pastoral, se exhorta a los cristianos a ser obedientes cumplidores de tales instituciones: ¡no se cuestionan! (Efesios 5:21-6:1-9; Colosenses 3:18-4:1-5; y otros).

–A Pablo no le podía pasar por la cabeza que algún día (muchos siglos después) la esclavitud estaría abolida y prohibida. ¡La esclavitud abolida y prohibida! En Europa, hasta el siglo XV (que se convirtió en “servidumbre”) la esclavitud era la mano de obra que permitía la actividad de la vida en todos los servicios. ¡Durante quince siglos –sin contar los milenios anteriores– la esclavitud era tan obvia, necesaria, legítima, generalizada y normal, que nadie podía imaginar el funcionamiento de la vida, la economía… sin ella! ¡Incluso la esclavitud negrera, reavivada tras el descubrimiento del Nuevo Mundo, fue finalmente abolida, no por alguna “bondad” cristiana (aunque hubo algunos abolicionistas que eran cristianos, pero también hubo cristianos anti-abolicionistas) sino porque el surgimiento de la era industrial, con su novísima tecnología, necesitaba mano de obra “motivada” para funcionar; motivación de la cual carecían los esclavos (la relación esclavitud-economía está documentada).

–A Pablo no le podía pasar por la cabeza que algún día los hijos, con la mayoría de edad, 18 años, según las leyes de los diferentes países, pudieran gestionar sus propias vidas libremente; elegir ellos mismos a la mujer con quien desean casarse… Pero sobre todo, lo que no le podía pasar por la cabeza al Apóstol es que la mujer, cumplida esa mayoría de edad, pudiera elegir personalmente su estilo de vida; enamorarse del hombre

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con quien pasar el resto de su vida, o parte de ella; viajar sin pedir permiso a nadie; ganar su propio dinero y administrarlo por sí misma... ¿Una mujer sin la tutela de un varón? ¿Libre para hacer lo quiera? ¿Viajar sola? ¿Unirse en matrimonio con un desconocido de la familia? ¿…? ¡Esto era inimaginable, inaceptable, inaudito, en los días de Pablo! ¡Pero todo esto es posible, legítimo y visto con normalidad, hoy!

Y así podríamos continuar describiendo leyes, normas y códigos presentes en el texto bíblico, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Leyes, normas y códigos que hoy están obsoletos en nuestra sociedad. No tienen ningún significado para nosotros, a pesar de que estén grabados con fuego en las páginas de la Biblia. Respecto a estas instituciones que estamos hablando, la Biblia es un simple registro literario que se limita a dar fe de que así eran las costumbres, las leyes y las normas en aquella época. Implicar más de este registro es ir más allá de la pretensión del Libro. Así de sencillo.

La “intrahistoria” como comprensión hermenéutica

Esta comprensión hermenéutica nos evita atribuir a Dios acciones, actitudes e instituciones que, aun estando presentes en las páginas de las Escrituras, no reflejan alguna ética que corresponda al testimonio del Dios que se revela “en” la Historia, especialmente en la persona de Jesucristo. ¿Cómo entender que Dios “mande” una ley en virtud de la cual se pueda lapidar a un hijo, aunque éste sea rebelde y desobediente a los padres (Deuteronomio 21:18-21)? ¿Cómo asimilar que un “profeta”, que ha tenido misericordia de una viuda y sus hijos (2 Reyes

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4:1-7), se encolerice hasta tal punto –por una insignificante ofensa de unos párvulos: ¡le llamaron calvo!– que los maldiga, y como consecuencia de esta maldición surjan dos osos que acabaron con la vida de nada menos que 42 de ellos, y en cuyo relato está implícito lo “sobrenatural”, es decir, Dios (2 Reyes 2:23-24)?

Estos dos ejemplos, tan diferentes uno del otro, que se repiten a lo largo del texto bíblico, especialmente en el Antiguo Testamento, en nada representa el carácter santo, justo y misericordioso de Dios. Se entienden solo desde teologías específicas atendiendo a la época y al lugar en que dichos relatos se gestaron, y, sobre todo, al propósito pedagógico y ejemplar que tenían para sus coetáneos. Tampoco están ajenos a este tipo de relatos los géneros literarios que tienen su base asimismo en la pedagogía puntual (a este género pertenece el libro de Job: un “justo” que “sufre”, cuyo desarrollo literario es una apología que cuestiona la teología popular de que el que “sufre” es porque “ha pecado” –ver Juan 9:1). El hecho de que los hagiógrafos busquen un respaldo divino a sus relatos forma parte del género literario y de la pedagogía de aquella época. La hermenéutica “intrahistórica” redime a estos autores y, de paso, a Dios a quien ellos han implicado en sus relatos.

Pues bien, el testimonio (intelectual-teológico) de la Iglesia depende de esta importante disciplina: la hermenéutica. La catequesis (la enseñanza) que resulta del literalismo, que no solo justifica, sino que quiere otorgar continuidad a estas instituciones obsoletas –porque están en el texto bíblico, en especial las relativas a la mujer:

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silencio, tutela…–, dibuja un horizonte muy pesimista, sombrío, al hombre y a la mujer del siglo XXI. ¿Hemos de extrañarnos que haya tantos “anticlericales”, tantos “escépticos”, tantos “ateos” y tantos “irreverentes” con lo “religioso”? ¿Hemos de extrañarnos que haya tantos intelectuales que ridiculizan las historias que narra la Biblia, que exhibe a un “dios carnicero”, “vengativo”, “cruel”…? El testimonio profético de la Iglesia en el siglo XXI depende mucho de la hermenéutica que la Iglesia utiliza para la exégesis bíblica, especialmente con todo lo que tiene que ver con la vida social, familiar y eclesial. ¿Estarán los líderes (“teólogos”) de las Iglesias dispuestos a investigar, a repensar…? ¿O seguirán enrocados en: “lo dice la Biblia”?

Esta “intrahistoria”, como teoría hermenéutica, debería ser la primera lección de cualquier “Estudio de la Biblia”, sea éste presencial o a distancia; pero, sobre todo, en las Escuelas Dominicales de las iglesias, y en los hogares, donde los niños empiezan a familiarizarse con la lectura de la Biblia.

El milenarismo como eje hermenéutico de la pastoral

Todavía un aspecto más hemos de añadir a todo lo expuesto más arriba sobre la hermenéutica, de manera particular en el texto del Nuevo Testamento: el milenarismo que fluye en cada una de sus páginas.

Jesús de Nazaret dio a luz un movimiento “intrajudío”, pero ajeno al templo y al culto sacerdotal judíos. En su primera fase, no-institucionalizado aún, el movimiento cristiano tuvo un perfil típicamente milenarista: ¡el Mesías resucitado venía en breve!

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(“Maranata” –“el Señor viene”– debió de haber sido un saludo entre los cristianos del primer siglo – 1Corintios 16:22). Por ello, la prioridad de la primitiva comunidad cristiana era esencialmente misionera y pastoral. Era de sumo interés “estar preparados”, el tiempo apremiaba, todo lo concerniente a este sistema de cosas (el mundo) era relativo porque estaba por finalizar (1Corintios 7:24-31); tan relativo era todo que daba igual comprometer o no a los hijos en matrimonio (1Corintios 7:37-38); éste, incluso, podría constituirse en un obstáculo para la “preparación” de los cónyuges ante la inminente Parusía (1Corintios 7:33-34). Esta “preparación” llevaba implícito un “testimonio” digno ante el mundo; para ello se instituyó ministerios específicos “a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluc-tuantes” (Efesios 4:11-14; 1Pedro 2:11ss. Etc.).

El eje hermenéutico para entender el “testimonio” cristiano en sus inicios (además de todo lo dicho acerca de las instituciones), cuyo marco literario es prácticamente todo el Nuevo Testamento, es el milenarismo. Se pierde la visión global de la exégesis neotestamentaria si no tenemos en cuenta este aspecto milenarista, del cual el capítulo 7 de 1ª Corintios es solo un botón de muestra. El “testimonio” neotestamentario está marcado por este elemento crucial (1Tes. 4:13 ss.; 2Tes. 2:1 ss. y otros) . Ahora bien, todo movimiento milenarista tiene una vida corta: espera la escatología en su propia generación. Ésta

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era una característica de la Iglesia primitiva también; ¡pero el Resucitado no llegaba! Así que, ante la “desbandada” que debió de producirse (Ver Hebreos 10:23-25) fue necesario una reinterpretación del “regreso”: “El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento… [Pues] para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día” (2Pedro 3:8 ss.). En cierto sentido, el cristianismo primitivo (en su primer siglo de historia) hizo lo mismo que hacen los movimientos milenaristas de cualquier época: estos, a cada fallo de sus cálculos sobre la Segunda Venida de Cristo, primero, lo racionalizan para mitigar la desbandada de los defraudados; y, segundo, vuelven a “recalcular” dicha Venida para levantar nuevas euforias en los fieles que se quedan, y motivar así la “evangelización”. Desgraciadamente, en el mundo “evangélico” se oyen ecos con esta misma dinámica… ¡Mal testimonio profético estamos dando!

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C A P Í T U L O 2

El Espíritu Santo y los procesos históricos

Una aclaración

Al abordar este capítulo declinamos la exposición histórico-crítica del libro de Hechos (donde basamos la mayor parte del mismo), como exigiría cualquier estudio. Con esta declinación asumimos el riesgo de la simplificación, pero ganamos en la sencillez requerida en atención al público al que va dirigido este escrito, que es muy heterogéneo en su formación teológica. Por ello, nos detenemos en las implicaciones críticas más visibles de los relatos elegidos para nuestro propósito; y todo esto desde una lectura simple, la que se suele realizar en nuestras iglesias (evangélicas). No obstante de la declinación crítica citada, apuntamos lo que sigue:

1. Una vista general del libro de Hechos nos sugiere que uno de los propósitos principales de su autor fue señalar la “manera” en la que el evangelio se abrió camino para alcanzar el mundo gentil (Hechos termina con Pablo predicando el evangelio en la capital del imperio: Roma –ver Hechos 28:17-31).

2. Esta “apertura” al mundo gentil necesitó de un “proceso” socio-religioso, que Lucas estructura literariamente mediante tres elementos: a) Los prejuicios

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judíos que obstaculizaban la misión (Hechos 10:28; 11:18-19); b) La crisis que se produjo cuando los gentiles aceptaron el evangelio – y el intento de imponerles la ley (Hechos 15:1-2); y c) El concilio donde se deliberó sobre esta imposición (Hechos 15; ver 21:25).

3. Este "proceso" marcó el antes y el después de la misión de la Iglesia primitiva; "proceso” que le sirvió a Lucas de hilo conductor para llevar a cabo su obra.

4. Este “proceso” explica suficientemente, además, por qué Lucas se limita a exponer en su obra solo los “hechos” de Pedro (el evangelio de la circuncisión –Iglesia judeocristiana), y los “hechos” de Pablo (el evangelio de la incircuncisión – la Iglesia gentil). Gálatas 2:7-8 es un texto afín al “proceso” del cual estamos hablando aquí.

No obstante, para Lucas, el protagonista único de aquel “proceso” fue el Espíritu Santo (Hechos 10). Lo que intentamos señalar aquí es la “manera” en que el Espíritu Santo fue encauzando la misión de la Iglesia. La comprensión de la misión totalizadora fue entendida por los líderes de la comunidad primitiva a través de procesos y situaciones históricas. Pues bien, de explicar estos procesos y estas situaciones históricas se encargó Lucas escribiendo el libro de Hechos, que es una continuación de su Evangelio.

Preámbulo

Jesús había prometido a los discípulos que, tras su partida, el Espíritu Santo les enseñaría “todas las cosas” (Juan 14:26). Creemos que esta promesa no se circunscribió solo a los Doce y al tiempo que ellos vivieron, sino para la Iglesia en todas las generaciones.

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Otra cosa es cómo enseñó el Espíritu Santo “todas las cosas” y cómo enseña a la Iglesia en cada circunstancia, lugar y tiempo. En los casos bíblicos que exponemos en este capítulo percibimos que el Espíritu Santo “enseñó” a la Iglesia a través de situaciones sociológicamente normales, cuyas excepciones confirman esta regla. En el presente capítulo, pues, nos detenemos en tres situaciones diferentes de la época apostólica: a) Pedro en casa de un gentil; b) Soluciones de un concilio; y c) Pablo rumbo a Europa (en el libro de Hechos); y en Romanos 12:1-2, un texto iluminador de Pablo para analizar cómo “enseñó” el Espíritu Santo “todas las cosas” y cómo esperaba el Apóstol que los cristianos “anduvieran” en la “voluntad” de Dios.

En cuanto a la “manera” en que el Espíritu Santo “hablaba” a los protagonistas de los relatos citados más arriba, habrá teorías de todos los gustos; las mismas que para la “inspiración” de las Escrituras. Creemos que, sin negar alguna por la cual el Espíritu Santo daba conformidad de su voluntad en las decisiones que los protagonistas debían optar, ello no implica que dicha conformidad fuera manifestada por medio de una voz física y audible. “Le dijo el Espíritu Santo” no pasa de ser una frase estereotipada para indicar que la decisión no procedía en última instancia de las personas mismas, sino del Espíritu Santo, o la implicación de éste (Hechos 15:28). Lo mismo podemos decir de “así dice el Señor” profético del Antiguo Testamento. El episodio de la confesión de Pedro, en el camino de Cesarea de Filipos (en la versión de Mateo), ilustra cómo percibían la “revelación” (la voz) de Dios o del Espíritu Santo. Cuando

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Pedro confiesa: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”, Jesús le dice: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16:17). Es decir, Dios estaba interactuando en la impulsiva respuesta de Pedro, sin saberlo él mismo, para declarar una verdad mesiánica (eludimos cualquier otra crítica teológica y redaccional de este texto). Una puesta en escena cotidiana de Hechos 10 nos permite comprender que la presión que vivió Pedro al saber que unos emisarios de Cornelio solicitaban su presencia en un ambiente estrictamente gentil (no-judío), le hizo caer en la cuenta (en un profundo estado de ansiedad – Hechos 10:10-16) que todas esas circunstancias era un mensaje claro del Espíritu Santo para que accediera a la petición de estos gentiles, y superara sus prejuicios étnicos; es decir, en esas circunstancias Pedro “oyó” la voz del Espíritu de una manera nítida. ¡El Espíritu Santo “habla” mediante los procesos históricos! Lucas usa el estereotipo literario antes citado: “una voz”, “la voz”, “dijo el Espíritu” (Hechos 10:13-15, 19-20, 28).

Por otro lado, para aquellos lectores que se estarán diciendo para sí que hoy el Espíritu Santo nos habla solo a través de la Biblia, les dejo estas tres consideraciones: Primera, los escritos del Nuevo Testamento, aparte de que algunos de ellos fueron reconocidos en el canon muy tarde (siglos II-III) no contienen normas casuísticas acerca de las mil diferentes situaciones que la vida plantea, sino principios; contiene, sí, formulaciones cristológicas que obviamos; en este sentido, los escritos neotestamentarios son la referencia válida para la fe y la práctica religiosa

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cristiana; y esto como una consecuencia circunstancial de la existencia de dichas Escrituras. Segunda, Jesús no prometió dejarnos un Libro, sino el Espíritu Santo (el "Paracletos", el que está “al lado de”), el cual es el Vicario único de Cristo (Juan 14:16-26). Esto es así independientemente de que Jesús citara las Escrituras –el Antiguo Testamento–; y fueran estas Escrituras las que la Iglesia primitiva usó y citó (Romanos 15:4; 1ª Timoteo 3:16; etc.). Tercera, salvo excepciones, el Espíritu Santo se inmiscuyó a través de los acontecimientos históricos, interactuando con la razón, la lógica y el sentir cristiano (Filipenses 3:14-15). Hoy, por supuesto, con la orientación de las Escrituras cristianas mismas (NT), las cuales reclaman una hermenéutica que contextualice el texto bíblico.

Las situaciones históricas a las que hemos aludido son éstas: a) Pedro en casa de un gentil (Hechos 10-11); b) Pablo rumbo a Europa (Hechos 16:6-10); c) Soluciones de un “concilio” (Hechos 15); y d) Pablo y el testimonio (Romanos 12:1-2).

A) PEDRO EN CASA DE UN GENTIL (Hechos 10-11)

La historia

La historia que narra Lucas en Hechos 10 y 11 es sorprendente desde un punto de vista crítico. Pedro estaba de gira por las iglesias de Judea, Galilea y Samaria, que entonces “disfrutaban de paz y crecían fortalecidas por el Espíritu Santo” (Hechos 9:31). Durante esta gira, Pedro fue requerido desde Jope (Hoy Tel Aviv-Yafo), una aldea

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en la costa del Mediterráneo oriental, donde se quedó “muchos días” (Hechos 9:36-43). Mientras oraba en la azotea de la casa (de un tal Simón, curtidor) donde se hospedaba, a mediodía, sintió hambre. A mediodía siempre se siente hambre. En éxtasis, tuvo una visión en la cual “algo semejante a un gran lienzo, que atado de las cuatro puntas era bajado a la tierra; en el cual había de todos los cuadrúpedos terrestres y reptiles y aves del cielo”. Una voz exclamó: “Levántate, Pedro, mata y come”. Pedro, como escrupuloso judío, rehusó comer animales impuros. Una vez más, la voz dijo: “Lo que Dios limpió, no lo llames tú común”. Mientras todo esto sucedía en Jope, en Cesarea, a un día de camino de Jope, un centurión romano, llamado Cornelio, estaba dando órdenes a sus siervos para que fueran a buscar a Pedro, para oír de su boca lo que éste tuviera que decirles. Lucas dice que, en la confusión que se encontraba Pedro, el Espíritu Santo le dijo: “Levántate, pues, y desciende [a Cesarea], y no dudes de ir con ellos [los siervos de Cornelio], porque yo los he enviado” (10:19-20). Pedro, finalmente, se dirigió a la casa del gentil Cornelio con algunos otros discípulos judíos. Cuando el centurión y “su casa” estaban reunidos, dispuestos para escuchar a Pedro, lo primero que el apóstol quiso dejar muy claro es “cuán abominable era para un varón judío juntarse o acercarse a un extranjero” (10:28). La lectura acrítica de este relato completo simplemente es conmovedora: ¡un centurión romano ha aceptado el evangelio, aleluya!

Las implicaciones

Una lectura “crítica”, sin embargo, pone de relieve cuestiones exegéticas muy significativas y sorprendentes.

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La observación que Pedro hace en casa de Cornelio, antes de empezar a anunciarles el evangelio, implica que es la primera vez que él se acerca a un gentil con tal propósito. Y no por falta de oportunidad, sino por prejuicios étnicos: ¡a Pedro, como a cualquier judío de su época, le resultaba abominable acercarse a un extranjero, a un no-judío, aun para predicarle las buenas nuevas! ¡Pedro nunca hubiera predicado a un gentil si no hubiera pasado por la dramática experiencia de la visión del lienzo en aquella azotea en Jope! Que esto es así lo certifican dos hechos ineludibles: Uno, el enfado de los líderes de la iglesia en Jerusalén cuando se enteraron que Pedro había entrado en la casa de un gentil (Hechos 11:1-3). Dos, la perplejidad con la que respondieron estos líderes a la explicación de Pedro: “¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida! (Hechos 11:18).

Lo que nos enseñan estas implicaciones

Una lectura crítica de este relato de Lucas nos enseña, al menos, tres cosas: Primera, que la misión totalizadora cristiana fue “aprendida” a través de los “acontecimientos históricos” que siguieron al día de Pentecostés. Ciñéndonos a este caso: una “velada” de oración privada en una azotea, un estomago vacío y una visión en éxtasis (Hechos 10:9-20). Todo parece indicar que, durante bastante tiempo (¡años!), los judeocristianos (la iglesia primitiva) predicó el evangelio “solo a los judíos” (Ver Hechos 11:19). Segunda, que fue a través de este acontecimiento en Jope que el Espíritu Santo “enseñó” a los líderes cristianos que las “buenas nuevas” también eran para los no-judíos. Tercera, y por lo tanto,

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que la “gran comisión” de la que hablan los Sinópticos está construida, pos t e v entum , a partir de los acontecimientos que siguieron a Pentecostés, como fue éste del que estamos hablando. Pero sobre todo, la irrupción de Saulo de Tarso quien dio un giro radical a la misionología cristiana primitiva (Hechos 11:25-26; 13:1-3; ver 26:16-18).

Obviamente, estas implicaciones de los relatos de Lucas (referente tanto a la conversión del centurión, como al mismo “concilio” de Jerusalén – Hechos 10 y 15), modifican sustancialmente el concepto que tenemos de los orígenes de la Iglesia, y de la “gran comisión”, que suele ser muy romántico, muy idealista y… ¿simplista? Las implicaciones de estos relatos muestran que la realidad de los primeros pasos de la “misión” de la Iglesia primitiva, y del concepto misionero de sus líderes, debieron de ser muy diferentes de la percepción que tradicionalmente tenemos de ellos. El punto que queremos destacar en este relato es que fue necesario un "proceso" socio-religioso para la misión a los gentiles y a través de dicho proceso el Espíritu Santo "enseñó" a los principales líderes de la Iglesia apostólica.

B) SOLUCIONES DE UN CONCILIO (Hechos 15)

Motivos del concilio

Durante los primeros años del cristianismo, la iglesia “primitiva” estaba compuesta por judíos exclusivamente; su piedad religiosa se caracterizaba por la observancia de la ley (ver Hechos 21:24-25). Como hemos visto más arriba (Pedro en casa de Cornelio), los judeocristianos no

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hablaban del evangelio a nadie “sino solo a los judíos” (Hechos 11:19). Fue gracias a unos “varones de Chipre y de Cirene”, judíos helenistas, con mentalidad más abierta y con menos prejuicios, que “hablaron también a los griegos”, muchos de los cuales aceptaron el evangelio (Hechos 11:20). Cuando el evangelio alcanzó a los gentiles, la Iglesia judeocristiana (la “iglesia primitiva”) se planteó si los gentiles debían observar la ley, como ellos hacían (Hechos 15). En cualquier caso, la aceptación del evangelio por parte de los gentiles llevó consigo dos cuestiones, una doctrinal, y otra, derivada de ésta, pastoral: primero, ¿debían observar la ley los gentiles que se convertían a Dios? Y, segundo, ¿podía tener comunión un judeocristiano que observaba la ley con un gentilcristiano que no la observaba?

Soluciones del concilio

El “concilio” logró solucionar este conflicto que estaba poniendo en peligro la unidad estructural de la Iglesia en el siglo primero. La solución fue doble: primero, los gentiles “no” necesitaban observar la ley; segundo, y sin embargo, para facilitar la fraternidad entre judeocristianos y gentilcristianos, estos debían observar al menos varios preceptos de la ley, por una cuestión meramente fraternal (Hechos 15:28-29).

Metodología del concilio (el Espíritu Santo)

A esta “solución” llegaron a través de "mucha discusión" (Hechos 15:7). Entendemos por "discusión", no el enojo, o la riña, sino el compartir y debatir diferentes ideas u opiniones acerca de algo. La naturaleza parlamentaria de aquella discusión lo evidencian las

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exposiciones que presidieron el concilio: Una, la exposición de un “acontecimiento” histórico: “vosotros sabéis cómo ya hace algún tiempo que Dios escogió que los gentiles oyesen por mi boca la palabra del evangelio y creyesen. Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos…” (Hechos 15:7-9). Dos, la exposición de un argumento teológico: “Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos...” (Hechos 15:10-11). Y tres, la hermenéutica; la interpretación de los acontecimientos pasados y presentes. Por ello, en el documento que escribieron, en nombre de todos los reunidos, para las iglesias gentiles, dice: "Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros…" (Hechos 15:28).

En esta ocasión, el Espíritu Santo les “enseñó” lo que debían saber mediante “mucha discusión”; es decir, mediante la experiencia, la hermenéutica, la razón y la lógica. ¡Así enseña también el Espíritu Santo hoy! ¡Él es el mismo ayer, hoy y siempre!

C) PABLO RUMBO A EUROPA (Hechos 16:6-10)

La situación

Después de concluido el “concilio” en Jerusalén (hablaremos de él más adelante), Pablo y sus colaboradores decidieron volver a los lugares donde

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habían estado en su primer viaje misionero, para confirmar a las iglesias fundadas por ellos (Hechos 13-14). Tras pasar por Siria y Cilicia llegaron a Derbe y a Listra, en cuyas iglesias entregaron las “ordenanzas que habían acordado los apóstoles y los ancianos que estaban en Jerusalén, para que las guardasen” (Hechos 16:1-4). Pablo tiene intención de seguir su viaje dirección norte, hacia Bitinia, pero “el Espíritu Santo no se lo permitió” (vss. 6-7). Lucas no dice exactamente “cómo” les “impidió” el Espíritu Santo que predicase el evangelio en esa zona geográfica concreta. Algunos comentaristas sugieren (otros incluso afirman) que fue por medio de un profeta, como en Hechos 11:27-28. Pero, a la luz de lo que venimos exponiendo aquí, creemos lo más probable que dicho “impedimento” consistiera en “dificultades” concretas que Lucas no determina, como sugieren otras teorías convincentes (p. ej. Willian Barclay).

De cualquier manera, se deduce del relato de Lucas que Bitinia no era un campo “preparado” para recibir las buenas nuevas en ese momento; quizás porque en Grecia habría más receptividad al evangelio; o porque era más económico viajar hasta allí; o porque era más accesible llegar al continente europeo por contar con mejores caminos…; u otros aspectos que nosotros ignoramos, pero todos ellos exegéticamente compatibles con la idea que aquí defendemos: que el Espíritu Santo les fue dirigiendo a través de los acontecimientos históricos. A Lucas le era más elíptico y sencillo decir: “les fue prohibido por el Espíritu Santo”. Optamos por creer, pues, que fueron “circunstancias” históricas, mediante las cuales el Espíritu Santo les “prohibió” acceder a Bitinia. Por supuesto, en

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un caso muy específico, las “dificultades” fueron precisamente el motivo justo para anunciar el evangelio en Galacia, pero en este caso las “trabas” (indisposición de Pablo) les obligó a “permanecer” en un lugar concreto (Gálatas 4:13-14). En el caso que nos incumbe fue diferente, pues las supuestas “dificultades” les obligaron a cambiar de rumbo, que es distinto pero también justificado.

Así que se dirigieron hacia Troas, ciudad marítima próxima a la mítica Troya de Homero, un viaje que, según la orografía del terreno, debió de haber durado muchas semanas. Estando ya en Troas, Pablo (¿en sueño?), tuvo la visión de un macedonio que le rogaba: “Pasa a Macedonia y ayúdanos” (Hechos 16:6-10). Después de esta “visión”, Pablo y sus colaboradores empezaron a comprender el significado de las posibles “dificultades” que fueron encontrando mientras se dirigían a Bitinia, lo cual les hizo tener la convicción de que debían dirigirse hacia Macedonia (primera región oriental europea) “dando por cierto que Dios los llamaba para que anunciaran el evangelio” allí (v10).

Deducciones

Descartada la acción de un “profeta”, todo hace pensar que la obediencia a la “visión” en Troas solo fue la culminación de una serie de decisiones que fueron tomando en vista de los “impedimentos” (del Espíritu Santo) que habían estado encontrando mientras se dirigían a Bitinia. Más que por mensajes milagrosos (que fueron excepcionales), fue a través de los acontecimientos

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históricos que el Espíritu Santo aleccionó –y alecciona– a la Iglesia, infundiéndole discernimiento.

¿Qué tienen que ver estas tres situaciones, que acabamos de exponer, con el testimonio profético?

Estas tres situaciones en particular, aisladamente, ciertamente tienen poco que ver con el “testimonio” del cual venimos hablando. Sin embargo, nos vienen a mostrar la manera en que el Espíritu Santo guía normalmente a la Iglesia. Así pues, independientemente de que el Espíritu Santo, mediante el ejercicio de dones específicos y excepcionales, diera instrucciones particulares a la Iglesia alguna vez (vg. Hechos 11:27-30; 21:10-11), creemos que cuanto se deriva de estas tres situaciones históricas paradigmáticas (que no son las únicas), expresa cuál era la manera por la que el Espíritu Santo intervenía –e interviene– en los procesos históricos, ofreciendo la luz que la Iglesia necesita para encarnar el testimonio profético de cualquier época y lugar. Y esto exige de los (líderes) cristianos una sensibilidad exquisita ante los acontecimientos históricos, sean del tipo que sean, para que las decisiones que tome la Iglesia resulte un “testimonio” adecuado ante el mundo.

¡Sí tienen mucho que ver!

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D) PABLO Y EL TESTIMONIO PROFÉTICO (Romanos 12:1-2)

La exhortación en el tiempo

Cuando Pablo escribe la carta a los Romanos, la mujer estaba bajo la tutela del varón (padre o marido), y carecía de personalidad jurídica de por vida. Los hijos eran comprometidos en matrimonio con los pretendientes que el padre hubiera elegido para ellos, desde la adolescencia. Había cristianos que tenían esclavos, y cristianos que eran esclavos. En esta situación socio-cultural, el Apóstol declara: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio [testimonio] vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta (Romanos 12:1-2).

En principio, la “transformación” que el Apóstol pedía a los cristianos de su tiempo era aquella que les permitiera discernir lo “bueno” de lo “malo” en “aquella” sociedad. Y, por lo que se deduce, la esclavitud era no solo legítima sino compatible con la ética cristiana en la época de Pablo. Lo mismo podemos decir de la patria potestad absoluta y de la tutela de la mujer. Nada de esto violaba el “testimonio profético” en la época del Apóstol. Que esto era así lo confirman las exhortaciones dirigidas hacia el buen “cumplimiento” de tales “costumbres” (Efesios 5:21-6:1-9; Colosenses 3:18-4:1-5; y otros). ¡Pero mal testimonio daríamos hoy, en el siglo XXI, si hubiera

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cristianos que tuvieran a personas en estado de esclavitud; si hubiera padres cristianos que obligaran a sus hijos a contraer matrimonio con personas que sus hijos rechazan; y si hubiera maridos cristianos que impusieran a sus esposas a vivir en una condición de sometimiento y tutela perpetua!

Teología de una exhortación

Sin embargo, la exhortación de Romanos 12:1-2 deja una expectativa de libertad personal, de madurez espiritual, mediante la cual los cristianos debían “comprobar” cuál era la voluntad de Dios en cada una de las diferentes situaciones de su vida. Las situaciones en la vida, sean individuales o eclesiales, pueden ser complejísimas: no existe ningún “manual” en el cual podamos buscar por orden alfabético qué quiere Dios que hagamos ante un caso particular, específico, puntual y, muchas veces, excepcional. La Biblia, ciertamente, contiene principios, buenos principios, los mejores principios, pero no normas casuísticas. El cristiano –en su lugar, la iglesia– “tiene que” tomar decisiones desde el ejercicio de la libertad y la responsabilidad. Esta libertad y responsabilidad no sólo es compatible con, sino que es consuetudinaria con la vocación cristiana (Gálatas 5:1, 6). Esta responsabilidad y discernimiento personal están implícitos en las exhortaciones de los capítulos 14 y parte del 15 de la misma carta a los Romanos. Pablo no les remitió a ningún “Libro-Manual” para que buscaran “allí” cómo resolver un caso específico, Libro del cual carecían (Cuando Pablo evoca las “Escrituras” –Antiguo

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Testamento– lo hace para que, en las historias narradas allí, encontraran inspiración y fortaleza moral para arraigar su fe y su esperanza, pero esto es otra cosa –Romanos 15:4; ver 2 Timoteo 3:16).

“Transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios” conlleva la idea de “confrontar” nuevas leyes o costumbres, y aceptarlas cuando éstas dignifiquen al hombre y a la mujer: por ejemplo, extinguiendo la esclavitud, reconociendo la mayoría de edad de los hijos, aceptando la individualidad y la libertad de la mujer, etc., aunque no haya referencias específicas en el texto bíblico en este sentido… ¡lo dicta el sentido común, la lógica y la razón humana, la hermenéutica y el espíritu cristiano! En cierta medida, esto es lo que ha venido haciendo la Iglesia –muchas veces en contra de su voluntad– en los cambios de paradigmas sociales, políticos y filosóficos. Esta “transformación” es fundamental para el “testimonio profético” de la Iglesia.

A modo de conclusión

Con las tres situaciones de Hechos y la exhortación de Romanos 12:1-2 hemos querido señalar, por un lado, la manera en la que interviene el Espíritu Santo en los procesos históricos, y, por otro, el papel ineludible de los protagonistas humanos en dichos procesos. Cada generación de cristianos tiene la obligación moral de revisar la exégesis que hicieron sus ancestros y las conclusiones que sacaron para validar su testimonio en el contexto de la sociedad en la que ellos vivieron. El testimonio profético es dinámico, tiene que afrentar las

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innovaciones de cada generación: moral y éticamente. Y para ello la Iglesia cuenta con algo más que con un Libro, cuyas letras son inamovibles y, a veces, ajenas a la realidad subsiguiente; la Iglesia cuenta con la guía del Espíritu Santo, prometido por Jesús, que ilumina la razón y la lógica humanas, con las que interactúa, y, sobre todo, con la hermenéutica y el sentir cristiano (Filipenses 3:15). Nuestro “discernimiento” consiste en entender que los tiempos no son los mismos, ni las situaciones son iguales a las que describen la Escritura. El Espíritu Santo está ahí, "al lado de" la razón, la lógica y el sentir humanos para acoger a las Escrituras como fuente de inspiración y guía, no como una Ley distanciada de la realidad. Los grandes errores históricos de la Iglesia consistieron tanto en el abandono de las Escrituras, cual espejo donde mirarse, como convertir a éstas en un Tótem donde cimentar el fanatismo que tanto daño ha hecho a la fe.

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C A P Í T U L O 3

Heliocentrismo, crisis de un nuevo paradigma

DOS MANERAS DE ENTENDER EL MUNDO

El descubrimiento más importante de la Historia durante milenios fue el del sistema heliocéntrico, que inauguró un nuevo paradigma en la manera de ver y de entender el Mundo y el Universo. Los protagonistas fueron el polaco Nicolás Copérnico (1473-1543), que expuso la hipótesis heliocéntrica, y el italiano Galileo Galilei (1564-1642), que la confirmó empíricamente. Con éste comenzó la llamada ciencia moderna.

Perspectiva del viejo paradigma

Cosmología

Hasta Galileo Galilei, la física, las matemáticas, la metafísica, la política, la filosofía… se fundamentaban en Aristóteles (384-322 aC), de quien tomó nombre la ciencia conocida hasta entonces. La cosmovisión que se tenía del Mundo antes del descubrimiento del s is tema heliocéntrico, seguía la teoría de Claudio Ptolomeo (siglo II dC), según la cual todos los cuerpos celestes giraban alrededor de la Tierra. Hasta esta fecha, la Ciencia, la Filosofía y la Teología eran unánimes en cuanto a los conceptos cosmológicos: la Tierra era el centro del

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Universo, y todos los cuerpos celestes giraban alrededor de ella. Ésta era también la cosmovisión de los autores de los libros de la Biblia, cuyos comentarios cosmológicos tienen sentido desde la teoría geocéntrica del viejo paradigma… ¡no podían tener otra cosmovisión! Josué 10:12-13 es un ejemplo. (Ver “El mundo simbólico de la Biblia” en la web de la revista Renovación). La supuesta “inerrancia” de la Biblia es un concepto de la dogmática ajeno a la Biblia misma, la cual no reclama para sí tener alguna información que solo le corresponde a las disciplinas de la ciencia experimental. Lutero imprimió en la Biblia –que él mismo tradujo al alemán– un dibujo representando el sistema geocéntrico, con la Tierra como el centro del Mundo y todos los demás cuerpos celestes, incluidos el Sol y la Luna, alrededor de ella. Ésa era también la cosmovisión del Reformador. Nosotros, si hubiéramos vivido en la época de Copérnico, también hubiéramos creído que la Tierra era el centro del Universo (Telmo Fernández Castro, Historias del Universo).

Geografía

Si la cosmología geocéntrica situaba la Tierra en el centro del Universo, y todos los demás cuerpos celestes giraban a su alrededor, geográficamente, en el mapamundi de la época, solo figuraban los tres continentes conocidos hasta 1492, fecha en que Cristóbal Colón descubrió el Nuevo Mundo: Europa, Asia y África, ¡el Viejo Mundo! De manera que, en el viejo paradigma, la Tierra era el centro del Universo y el mundo habitado se limitaba a tres continentes, en cuyo ombligo se desarrollaron –y se desarrollarían– todas las gestas

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bíblicas: el Edén, la historia de los Patriarcas, la historia del Pueblo elegido, el Armagedón…

Nuevo paradigma e Ilustración

El cambio del geocentrismo al heliocentrismo dio paso al movimiento cultural llamado Ilustración, que supuso una revolución en la ciencia, en la filosofía y en la política, e influyó en todas las áreas del conocimiento humano, especialmente en el pensamiento de las clases cultas de aquella época. Su fundamento era la razón y la libertad, que hacían posible el progreso, mejoraba el bienestar de los seres humanos y los liberaba de la ignorancia. La Ilustración postulaba que la ciencia y la tecnología eran los instrumentos necesarios para transformar el mundo (¡y, materialmente, así ha sido!). Su espíritu de aquel momento era el valor del conocimiento y los derechos naturales del hombre. Coherente con estos axiomas, la Ilustración era contraria a los métodos filosóficos que proponían una metafísica dogmática, al poder eclesiástico y a los gobiernos opresores.

Pero los logros de la modernidad que patrocinaba la Ilustración solo fueron parciales. En el plano socio-económico la racionalidad científica y técnica no pudieron –no han podido– responder a las necesidades de subsistencia y de bienestar de grandes sectores de la población. En el plano socio-político la racionalidad no ha podido plasmar una sociedad en justicia, libertad y fraternidad para todos, que eran los valores democráticos de la modernidad. No obstante de esta parcialidad en sus logros, debemos a la Ilustración el avance científico y tecnológico, en todas las áreas de la vida. Como

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contrapartida, la Ilustración, y la modernidad derivada de ella, ha venido originando un vacío existencial y espiritual en el mundo occidental, industrial y tecnológico. Un vacío que, ante el descrédito que el cristianismo se ganó a pulso, especialmente representado por las Iglesias históricas, lo ha venido llenando las sectas, las filosofías orientales, el esoterismo, los videntes… (Pluralismo religioso II, Sectas y nuevos movimientos religiosos – Sociedad de Educación Atenas, 1993).

La Iglesia ante el nuevo paradigma, o la paradoja del testimonio profético

Ha sido típico, en la historia del testimonio profético, tanto en el Israel bíblico como luego en la Iglesia, que los “testigos” proféticos sufrieran el acoso, la cárcel, incluso la muerte, por parte de la oficialidad religiosa y política de la época. Esta experiencia ha sido una constante. La paradoja radica en ver a los que representan el “testimonio profético” convertidos en carceleros y verdugos de los auténticos profetas, cualquiera que sea la época. Esto ocurrió en el caso de Galileo Galilei, en cuanto a la teoría heliocéntrica se refiere.

Aparte de las luchas de poder religioso, y de las disputas doctrinales de los primeros siglos entre oriente y occidente (no digamos de la división entre Bizancio y Roma en el año 1054), la primera vez que el cristianismo se enfrentó a un tema verdaderamente serio y profundo fue lo que aquí venimos llamando “cambio de paradigma”, del geocentrismo al heliocentrismo. Con este cambio de paradigma la Iglesia se enfrentó nada menos que a la ciencia moderna, que es experimental; a la

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filosofía, con sus nuevos puntos de vista sobre la historia y la vida; a la política, que abrió la puerta a Estados modernos… ¿Qué paso con la Iglesia?

La Iglesia no estuvo a la altura de las circunstancias

La Inquisición católica obligó a Galileo a retractarse de su enseñanza heliocéntrica y, además, le condenó a reclusión domiciliaria perpetua. El científico murió prácticamente solo, olvidado de todos excepto de algunos, pocos, amigos a quienes permitían su visita. Tuvieron que pasar exactamente 350 años después de su muerte para que un Papa (Juan Pablo II, 31 de octubre de 1992) emitiera una disculpa formal por todos los errores cometidos por “algunos católicos” en los últimos 2.000 años de historia de la Iglesia Católica, incluyendo el juicio de Galileo, entre otros; ¡pero la ciencia ya había redimido a este científico poco después de su muerte! ¡La Iglesia siempre va por detrás de la historia varios siglos! (usamos el singular para englobar a todas). No obstante, los hermeneutas católico-romanos de la Historia niegan que la Iglesia Católica Romana encarcelara a Galileo por el descubrimiento en sí del heliocentrismo, sino por “transgredir” una prohibición cautelar de dicha enseñanza. Pero el libro de Antonio Beltrán Marí –“Talento y poder”, Laetoli, 2006– es una apología documentada de todo lo contrario: lo condenaron por enseñar una teoría (confirmada) que creían contraría a la Biblia. Simplemente. La teoría heliocéntrica no solo parecía una locura para la Ciencia, la Filosofía y la Teología de la época, sino que, sobre todo, contradecía lo que la Biblia “enseñaba” (literalmente) sobre la

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cosmología: "Se paró el sol", porque era el que se movía (Josué 10:12-13).

El protestantismo (Lutero, Melanchton…) reaccionó exactamente igual que había hecho la Iglesia Católica Romana. Partían de los mismos y únicos presupuestos científicos, filosóficos y teológicos: el geocentrismo. Así pues, rechazaron el descubrimiento científico por el mismo motivo: ¡estaba en contradicción con la Biblia! Johannes Kepler, contemporáneo de Galileo, luterano, fue expulsado del colegio teológico de Tubinga, y tuvo que huir de sus correligionarios que lo juzgaban de blasfemo por defender la teoría copernicana: ¡Los rescoldos de la hoguera que quemó a Giordano Bruno (1548-1600), por enseñar que el Sol solo era una estrella entre otras muchas y la existencia de otros mundos, aún estaban vivos!

Ciencia, Fe y Hermenéutica

La raíz del problema no era –ni es– “Fe vs Ciencia”. Esta “batalla” nunca debió haber comenzado. La verdadera ciencia (los hechos demostrables, evaluables…) no puede estar en contradicción con la fe (metafísica, teología…) verdadera. Ambas disciplinas tienen como aspiración la Verdad (sea esto lo que sea) aunque con metodologías distintas. El enfrentamiento entre la Fe y la Ciencia, por lo tanto, es una disputa estéril e innecesaria. La Biblia no reclama para sí ser una fuente de conocimiento natural o científico. Esta atribución es una afirmación dogmática basada en una deducción teológica del fundamentalismo literalista, que no puede asumir que la Biblia, “la palabra de Dios”, no contenga verdades científicas, naturales, astronómicas… ¡La Biblia no es un

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libro de ciencia, aunque pueda contener afirmaciones que sean científicas, como cualquier otro libro de la antigüedad, sea “sagrado” o “profano”! La Ciencia, por su lado, no dispone de elementos para afirmar ni para negar la existencia de Dios; tampoco está en su banco de trabajo esa tarea; la negación de Dios es una cuestión ideológica. La ciencia en general se limita a interpretar y utilizar las leyes de la naturaleza que descubre, y, en general, lo hace muy bien. La Ciencia, con mayúsculas, no es enemiga de la Fe. Ambas deben seguir trabajando y reformulando sus contenidos, de manera paralela y respetándose. La cuestión de lo que venimos diciendo es que el “testimonio profético” representado por las Iglesias históricas de aquel momento, encarceló a un “profeta” que declaraba una verdad científica. Y lo encarceló en el nombre de Dios, de la Religión y de la Verdad. El error de fondo de la Teología que condenó al científico era hermenéutico; fue el fundamentalismo teológico, el literalismo de la exégesis bíblica, lo que le encarceló. Es ese mismo fundamentalismo el que hoy sigue censurando, condenando, excluyendo y, si puede, encarcelando. Lamentablemente, a partir de ahí, y tras los siguientes acontecimientos científicos, filosóficos, políticos… la Iglesia continuó ofuscada en su fundamentalismo. La Iglesia Católica Romana se opuso en su día a la Declaración de los Derechos Humanos. Hoy, en el siglo XXI, de los 103 convenios internacionales sobre derechos humanos, solo tiene ratificado 10. Es decir, “la Santa Sede es de los Estados menos comprometidos en todo el mundo en la defensa de los derechos humanos” (Antonio Gómez Movellán - http://www.europalaica.com/colaboraciones/

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anteriores/movellan4.htm -07/10/2011). Pero la Iglesia Católica Romana no está sola en este quehacer.

Ante las injusticias político-sociales que se produjeron durante la revolución industrial en Inglaterra (siglos XVIII-XIX), tanto la Iglesia nacional inglesa (con la Cámara de los Lores), la jerarquía católico-romana y la Iglesia nacional Luterana, defendían el “orden querido por Dios”, que no era otro que las inmutables verdades e instituciones del viejo y obsoleto paradigma. El informe de William Booth, fundador del Ejército de Salvación, mostró a las Iglesias hasta qué punto llegaba la miseria de las masas en los suburbios industriales, las condiciones de trabajo de niños y de mujeres… ¡Fatal “testimonio profético” el de las Iglesias en aquella época!

Es verdad que la Ilustración, y la corriente filosófica que desencadenó (el enciclopedismo), tenía como objetivo sustituir a la religión por la ciencia y a la fe por la razón. Su idea rectora era la naturaleza; de aquí extrajo el programa de una religión natural, una filosofía natural, una ética natural, una psicología natural… ¡Pero descontextual izamos sus pretens iones cuando condenamos a los ideólogos naturalistas desde una ausencia total de autocrítica del cristianismo de la época! ¡Y éste es uno de nuestros pecados como “testigos proféticos”: la ausencia de autocrítica! Dadas aquellas circunstancias, de endogamia e integrismo religioso, ¿qué incentivos ofrecían las Iglesias a la intelectualidad para que reconsideraran sus posturas naturalistas y, sobre todo, materialistas? ¿Qué mesa de diálogo, que no fuera el fundamentalismo teológico, abrieron las Iglesias con los ilustrados, para darse el tiempo necesario para repensar

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sus proposiciones recíprocas? Hoy, siglos después, y visto lo que la Ilustración ha aportado a las ciencias, a las políticas sociales y a las tecnologías, y que tanto ha cambiado el mundo más bien que para mal ¿no hemos de poner en la balanza los logros positivos que se han derivado de aquella filosofía naturalista? ¿Seguimos metiendo los dedos en las heridas que el progreso naturalista produjo, sin mirar las que el cristianismo ha producido quemando “herejes”? ¿Ha hecho en su conjunto el cristianismo, en el umbral del siglo XXI, una autocrítica de su papel durante los profundos cambios sociales, políticos y científicos derivados de la Ilustración en los siglos posteriores a ésta? En cualquier caso, ¿no ha sido un alarde de etnocentrismo prepotente limitarse a condenar todo proceso que surgía de las diferentes áreas: científica, política y social? Salvo la actitud a título personal de algunos individuos – ¿"disidentes", "profetas"?–, ¿están las instituciones eclesiales dispuestas a dialogar los grandes temas: sociales, políticos, científicos… que suscitan el siglo XXI?

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C A P Í T U L O 4

El testimonio profético de la Iglesia

UNA BREVE RECAPITULACIÓN

En la primera parte (“La intrahistoria como teoría hermenéutica”) hemos disertado acerca de la hermenéutica, la disciplina que nos permite hacer una exégesis contextualizada de los textos bíblicos, y las consecuencias que pueden revertir sobre el testimonio de la Iglesia. En la segunda parte (“El Espíritu Santo en los procesos históricos”) hemos analizado tres testimonios del libro de Hechos y expuesto una reflexión sobre Romanos 12:1-2, donde es evidente el protagonismo tanto del Espíritu Santo como de los protagonistas humanos mismos. En la tercera parte (“Del geocentrismo al heliocentrismo…”) hemos constatado el mal testimonio que dieron las Iglesias históricas (tanto católica como protestante) ante el nuevo paradigma que supuso el descubrimiento del sistema heliocéntrico.

Que el testimonio de la Iglesia se ha visto afectado durante su peregrinar por la Historia en relación con estas áreas que hemos analizado, especialmente en la tercera, no tenemos la menor duda. Que el testimonio de la Iglesia del siglo XXI se está viendo afectado ante las nuevas innovaciones, tenemos aún menos duda; particularmente

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por los grandes cambios sociales que se han producido en los últimos dos siglos, en todos los órdenes, los cuales ha puesto a prueba a la Iglesia, la cual se ha encerrado en una hermenéutica "biblicista", especialmente en el entorno evangélico-protestante (por supuesto, obviamos las obras buenas y positivas que a otro nivel han llevado –y llevan– a cabo ciertos sectores de estas mismas Iglesias, pero ello no justifica el mal testimonio institucional). En efecto, el problema subyacente institucional ha sido –y es– de carácter hermenéutico, dos maneras diferentes de leer y de entender la Biblia: una, desde una hermenéutica literalista (“porque la Biblia lo dice") y, la otra, desde una hermenéutica interdisciplinar (que se pregunta: “por qué lo dice"). La primera (“porque la Biblia lo dice”) desestima el contexto socio-cultural de los enunciados bíblicos, sacralizando y absolutizando el texto. La segunda (“por qué lo dice”) reconstruye y escenifica “lo que dice”, es decir, busca en el contexto sociológico, histórico y cultural el significado de “lo que dice” para entender, primero, qué significado tuvo en su contexto, y luego evaluar qué significado tiene para nosotros, que puede ser distinto e incluso no tener ninguno. Obviamente, optamos por la segunda, y esta es la razón de ser de Restauromanía (revista que precedió a Renovación).

Pues bien, en esta cuarta parte vamos a ocuparnos, con la misma brevedad, de la inexorable implicación por la que la Iglesia debe optar ante los acontecimientos históricos en la sociedad donde vive y testifica.

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EL TESTIMONIO PROFÉTICO NO ES AJENO AL MUNDO

Cierto tipo de pietismo, tanto católico como protestante, ha hecho un flaco favor al testimonio profético. La interiorización del concepto “los del mundo”, a la larga, ha hecho mucho daño al testimonio cristiano (ver “Acento hermenéutico” en e-Librería de la web de revista Renovación). Un reducto de este pietismo fosilizado lo vemos representado en algunos grupos religiosos cristianos, como los Amish. Este grupo pietista, siguiendo la exégesis literalista, se aisló física y culturalmente del resto de la sociedad, viviendo en comunidad cerrada, para no “contaminarse” con el mundo. Es cierto que hay textos evangélicos (Mateo 19:21 y otros) que incitan a “excluirse del mundo” (de ahí los primeros anacoretas en el cristianismo a partir del siglo III, pero esto es otra historia). Por supuesto, no condenamos el positivo estilo de vida que practica dicho grupo religioso, la solidaridad de los unos con los otros que fomentan, el sentido de la justicia que muestran, la obediencia a las leyes, etc. Pero sí cuestionamos su aislamiento “del mundo”.

Ahora bien, el aislamiento al que nos referimos no necesita que sea necesariamente físico; puede ser –y lo es– también moral e ideológico, que es peor si cabe que aquel, por el fariseísmo que lo intoxica. Este pietismo heredado, practicado y fomentado en muchos sectores del protestantismo evangélico no tiene su raíz ni en las enseñanzas ni en la vida de Jesús (a pesar del texto citado). La sociedad en la que vivió Jesús estaba dividida moral y religiosamente entre los “puros” y los “impuros”. Los

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“puros” eran los fariseos y los doctores de la ley, que conocían bien los entresijos de las prácticas religiosas inspiradas en la Ley. La lista de los “impuros” la engrosaban, primero, los ignorantes de la ley que, por su ignorancia, no podían cumplir sus demandas (Juan 7:48-49); segundo, los recaudadores de impuesto (al servicio de Roma) y demás personas a cuyos oficios se les imputaba impurezas ceremoniales (Marcos 2:16); y, tercero, por supuesto, las “prostitutas” y demás diferenciados por la sociedad… Todos estos eran los “impuros”… ¡los del mundo!

Pues bien, ocurrió que Jesús optó por los “impuros”, por los diferenciados, por los desheredados, es decir, por “los del mundo”. No existe una sola palabra en boca de Jesús que conlleve ese despectivo concepto de “los del mundo”, y cuando se refirió a ellos, evocando las palabras de los religiosos de su época, declaró que él había venido para rescatarlos, para sanarlos, para ganarlos para el reino de Dios…. ¡por eso se juntaba y comía con ellos! (Marcos 2:13-17). Jesús nunca dijo nada por lo que esos “impuros” pudieran sentirse lastimados en su autoestima; al contrario: con su aceptación, con su compañía compartiendo mesa con ellos, los elevó moralmente e hizo que recuperaran la autoestima mil veces estigmatizada por los “puros” religiosos (Ver Lucas 19:1-10). ¿Hemos pensado alguna vez cómo se sentirán las personas (padres, hijos, hermanos, amigos…) que no "creen" como nosotros, cuando estos perciben que el concepto que tenemos de ellos es ése: “los del mundo”?

Éste es un concepto meramente teológico que en ninguna manera debe trascender al trato personal, a la

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empatía, ni siquiera al vocabulario respecto a las personas “no creyentes”. Primero, porque nuestro concepto de “creyente” es muy restringido (a veces, etnocéntrico): ¡creemos que solo los “protestantes” –¿los “evangélicos”, los de las “Iglesias de Cristo”…?– somos los únicos verdaderos creyentes; todos los demás son “del mundo”. Este sentir pietista lo socializamos a través del lenguaje religioso, las oraciones de grupo, la arenga litúrgica y, sobre todo, por medio del adoctrinamiento. ¡Grave error! ¡Terrible y fatuo error! ¡Y tal es así, que nos extraña, por ejemplo, que un católico-romano que disiente de los dogmas, o de ciertos dogmas, de su Iglesia, no se convierta en “evangélico” (o “cristiano” de la Iglesia de Cristo)! ¡Otro error! ¿No deberíamos analizar mejor exegéticamente Juan 17:14; Gálatas 6:14 y otros textos afines, sobre todo a través del prisma de la “cara humana” de Dios en la persona de Jesús? Sobre el testimonio profético, el de verdad, tenemos mucho que aprender de Jesús, el Jesús de los Evangelios, el Exegeta de Dios, el que vino para servir y no para ser servido, para salvar y no para condenar, para incluir y no para excluir…

EL TESTIMONIO PROFÉTICO TIENE QUE ESTAR IMPLICADO “CON” EL MUNDO

La identidad judía de la diáspora fue preservada por cuatro elementos esenciales: el nacimiento, la circuncisión, el sábado y las normas de pureza de los alimentos (leyes kosher) (“cumplid mis normas y guardad mis leyes, comportándoos de acuerdo con ellas. Yo soy el Señor vuestro Dios” – Levítico 18:4). Podemos decir que el

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pueblo judío ha mantenido su identidad como tal gracias a estos cuatro elementos que comportan toda su vida social y religiosa. ¿Cómo preservará su identidad la Iglesia (los cristianos), si está exenta del sábado, de la circuncisión y de la pureza de los alimentos (“todos los alimentos son puros” – Marcos 7:19; Hechos 10:15)? ¿Cómo saber ahora qué comportamiento determina la frontera entre la iglesia y “el mundo”? Sobre este particular Pablo se encontró con algunos problemas, si bien por la manera en que los solucionó parece que no los consideraba tales problemas, al menos a largo plazo, sin duda por la inminente venida de Cristo. El Apóstol plantea este tema de manera bastante ambigua: ¿Qué puede contaminar al cristiano? En cuanto a los alimentos (que han sido sacrificado a los ídolos) Pablo dice, unas veces, tajantemente que no se deben comer (1Cor. 10:21-22); otras veces dice tajantemente que sí se pueden comer (1Cor. 8:4-6; 10:25-27); y, otras, que depende (1Cor. 8:13; 10:28-30). Este marco de posibilidades que presenta Pablo ofrece al cristiano una libertad basada en la responsabilidad y el discernimiento, muy lejos del “blanco-negro”, sí-no”, que algunos gurús cristianos imponen a los fieles. En definitiva, lo que distingue a un cristiano de un no-cristiano es la ética, no el aislamiento, cualquiera que sea éste.

Dicho esto, afirmamos que estar “en” el mundo significa implicarse “con” el mundo en todos los proyectos que dignifican al ser humano… Cualquier forma de “piedad” debe recordar el ejemplo y la persona de Jesús, el espíritu de las buenas nuevas de su mensaje. En principio, Jesús evocó y encarnó el profetismo

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veterotestamentario. Y el mensaje de este profetismo era profundamente humano, social... ¡de este mundo! Era una denuncia activa contra los opresores de los materialmente pobres, y contra los príncipes políticos y religiosos en connivencia con ellos. Era un mensaje que producía un agudo e inevitable conflicto, no solo con aquellos príncipes y opresores, sino con los profetas funcionarios de la corte y del culto (pseudoprofetas); un conflicto que llevaba al auténtico profeta al aislamiento y a la marginación (Amós 7:10 ss.; Oseas 9:7-9; Miqueas 2:6 ss.; Isaías 8:11 ss.). Jesús muy pronto se vería en esta misma situación (Juan 7:1; 11:54). El testimonio profético que corresponde a la Iglesia no será profético si no denuncia las manipulaciones, políticas o religiosas, que atentan contra la dignidad del ser humano en su conjunto (y no solo de los “creyentes”), ya sea por causa de las leyes injustas de cualquier gobierno, la opresión y el fraude económico que puedan ejercer los poderosos, o el simple desamparo que puedan sufrir los indefensos de la sociedad… ¡La Iglesia debe convertirse en la voz de los sin voz! ¡Y solo puede ser voz de Dios en el mundo si está implicada “en” y “con” el mundo!

Dos conceptos dogmáticos, acerca de la "soberanía de Dios", mueven la balanza de la acción o no-acción de las Iglesias respecto "al mundo", que plantean dos opciones totalmente distintas: una, aquella que minimiza el esfuerzo humano y deriva en una postura inevitablemente quietista (y pietista); otra, contraria, que acentúa el valor de la acción humana para trabajar y asegurar la cara amable y positiva del reino de Dios aquí y ahora. Ante esta tensión que surge de estas dos posturas,

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las Iglesias tienen que responder de una manera inequívoca con su actitud. ¿Sabrán mantener, afirmar y hacer valer la paradoja fundamental del Evangelio que consiste en influir eficazmente en la civilización, en formarla, transformarla y penetrar en ella, sin confundirse con ella o perderse en ella?”.

Pues bien, siguiendo el espíritu de esta interrogante, y por primera vez después de la Reforma, se reunieron en Estocolmo, los días 19-30 de agosto de 1925, 610 delegados oficiales representando 31 comuniones cristianas de 37 países con el objeto de discutir aspectos importantísimos que tenían que ver con la sociedad, con el mundo de aquella generación.

La Conferencia de Estocolmo se dividió en cinco comisiones, todas relacionadas con los problemas sociales, culturales, económicos, políticos…: a) La Iglesia y las cuestiones económicas e industriales; b) La Iglesia y los problemas morales y sociales; c) La Iglesia y las relaciones internacionales; d) La Iglesia y la educación cristiana; e) La Iglesia y los métodos de cooperación y federación (Héctor Vall, SJ, “A la búsqueda de una nueva sociedad” – Sociedad de Educación Atenas, Centro Ecuménico Misioneras de la Unidad - 1997).

El espíritu de aquella Conferencia es todo lo contrario al pietismo que practican y fomentan desde sus púlpitos algunas iglesias que, además de aislarse del mundo, se limitan a condenar todo lo que surge en el mundo y que no está dentro de sus estrechos parámetros mentales, morales, teológicos… Pero la piedad entendida desde el ejemplo de Jesús se esfuerza por entender a los

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“diferentes”, se ofrece para abrir sendas donde puedan caminar todos sin discriminación, se involucra para levantar puentes que unan las riberas del desenten-dimiento…

Es decir, solo podemos ser “testigos de Dios” si les mostramos a las gentes (“el mundo”), de una manera práctica, que sus problemas son también nuestros problemas, sus lágrimas son nuestras lágrimas, sus alegrías son nuestras alegrías, sus anhelos humanos son nuestros anhelos… Implica reconocer que sufrimos las mismas enfermedades, los mismos dolores, las mismas injusticias que sufren ellos; implica, por lo tanto, abandonar la arrogancia de creer que por ser cristianos estamos libres de esos “castigos” divinos.

Implica también que cuando nos acerquemos a las personas "del mundo" éstas perciban que nuestro interés, nuestro sincero interés, es el de ayudarles personalmente en sus problemas morales, espirituales y sociales, y no solo para “salvar su alma”. Jesús buscó al hombre (y a la mujer) total, completo; a Jesús le vemos sanando el cuerpo y el espíritu de los quebrantados, dándoles pan para saciar el hambre físico, acercando a las personas a Dios, ayudándoles a hallar en su interior el poder y la virtud reparadora y terapéutica que tienen dentro de sí, por el hecho de ser creados a imagen y a semejanza de Dios. ¡Jesús, el Verbo, vino a “este” mundo y habitó “entre” nosotros y “con” nosotros! ¡La Iglesia debe hacer lo mismo: estar "en" el mundo, “entre” las gentes y “con” las gentes! ¡Y solo así podemos ser testigos proféticos!

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Apéndice:Cuatro rivales del testimonio profético

Sin embargo, como testigo ante el mundo, la Iglesia tiene varios rivales reales, militantes. Los que aquí reseñamos no son los únicos, pero los señalamos como ejemplos. Algunos de ellos los tenemos dentro de casa.

1. EL EXCLUSIVISMO

La raíz del exclusivismo es el convencimiento axiomático de poseer la Verdad absoluta: ¡hay que convertir al otro, porque NO es de los "nuestros"! Hasta el Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica Romana predicaba que fuera de ella no había salvación. A partir de dicho Concilio reconocieron que había "otras realidades eclesiales" que tenían de suyas verdades salvíficas, y llamaron a sus feligreses "hermanos separados". Hoy, en las reuniones ecuménicas, afines al espíritu de dicho Concilio Vaticano II, se habla simplemente de "hermanos", sin adjetivo. Al menos, entre los católicos-romanos progresistas, se ha eliminado una barrera teológica muy importante para el diálogo. Pero esta barrera no es la única que estos progresistas han eliminado; para conocer en profundidad este marco de

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posibilidades desde el diálogo hay que acercarse a estos círculos y conocer a sus protagonistas personalmente. Esto significa que en el marco religioso se está abriendo un nuevo paradigma también. Pues b ien, como contraposición, el exclusivismo es la antípoda de esta nueva realidad religiosa. Creemos que el ecumenismo (¿profético?) es aquel que está dispuesto a confraternizar libre y personalmente sin subyugar ni ser subyugado. El diálogo con otros cristianos, entendido así, no resta ni divide los principios de las respectivas identidades religiosas que comparten su fe, antes bien suman lo que de espiritualidad contienen. Tampoco es un sincretismo, porque cada uno conserva lo propio sin hipotecarse a aceptar lo ajeno.

La huída del exclusivismo, por otro lado, exige reevaluar el concepto “misionología” para no caer en el simple proselitismo. Fuera de nuestro “aprisco” hay otras ovejas halladas por el Pastor, que oyen y conocen Su voz; aunque no pisen nuestros particulares locales de culto. Pero sabemos que el exclusivismo es proselitista por necesidad: ¡no son de los nuestros –dicen los exclusivistas–, hay que evangelizarlos, enseñarlos nuestras “sanas doctrinas”! Pero también sabemos que la evangelización es por naturaleza humanizante, todo cuanto aúna es para dignificar a las personas; redimir, en el lenguaje de Jesús, es humanizar. El exclusivismo no humaniza: aliena y fanatiza. El exclusivismo es un verdadero rival de la verdadera Iglesia y de la misión de ésta.

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El Consejo Ecuménico de las Iglesias en su documento “Testimonio común y proselitismo” define a éste de la manera siguiente:

“El proselitismo es la corrupción del testimonio – Se corrompe el testimonio cuando se usan sutil o abiertamente la adulación, el soborno, la presión indebida o la intimidación para provocar la aparente conversión; cuando colocamos el éxito de nuestra iglesia antes que el honor de Cristo; cuando cometemos la deshonestidad de comparar el ideal de nuestra iglesia con los logros reales de otra; cuando tratamos hacer adelantar nuestra causa levantando falso testimonio contra otra iglesia; cuando personal o colectivamente reemplazamos el amor por cada alma individual que nos concierne por el afán de conquista. Tal corrupción del testimonio cristiano indica falta de confianza en el poder del Espíritu Santo, falta de respeto a la naturaleza del hombre y falta de reconocimiento del verdadero carácter del Evangelio. Es muy fácil reconocer estas faltas y pecados en otros, pero es necesario reconocer que todos estamos expuestos a caer en uno u otro de ellos.”

2. EL SECULARISMO

Actualmente vivimos en un proceso de reavivamiento de lo secular (¿laicismo?) que fomenta la indiferencia hacia la "ortodoxia religiosa" (Iglesias históricas). ¡Pero no hacia lo "trascendente"! Esta paradójica realidad deberíamos tenerla muy en cuenta. La ausencia de autocrítica histórica, desde el comienzo de la modernidad, les ha ofuscado a las Iglesias en la idea de que, cuando la gente no acepta el "evangelio" que aquellas predican, se debe a

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la perversión, el engreimiento y la irreverencia hacia Dios. Posiblemente entre esos millones de personas que “rechazan” el evangelio haya muchos que pertenecen a esas categorías, pero no pueden ser todos. Solemos exhibir una percepción bastante distorsionada de la realidad por causa de nuestra deformación teológica social. Desde nuestro no disimulado etnocentrismo religioso nos satisface creer que la gente es perversa porque no acepta nuestras prédicas; nos falta honradez intelectual para el análisis profundo de la realidad misma.

¿Cómo explicar que tantos miles de personas que ridiculizan la religión (de la Familia religiosa que sea) busquen, sin embargo, un sentido transcendente a sus vidas en tantas ofertas paralelas a la religión? ¿Es su maldad lo que les lleva a dichas alternativas? ¿No habremos de hacer una autocrítica y preguntarnos por qué hemos perdido credibilidad como cristianos ante nuestra sociedad? ¿Qué credibilidad puede tener una iglesia que predica la marginación y la subestima de la mujer por ser mujer? ¿Qué credibilidad puede tener una iglesia que es indiferente a los problemas del mundo porque “son del mundo”? ¿Qué credibilidad puede tener una iglesia que niega las posibilidades de controlar la natalidad en la familia? ¿Qué credibilidad puede tener una iglesia que habla de libertad espiritual y luego controla la vida de sus feligreses? ¿Qué credibilidad puede tener una iglesia que habla de justicia, de comprensión y de amor si luego excomulga a quienes no rubrican todos y cada uno de sus dogmas? ¿…? ¿No deberíamos de hacer una profunda autocrítica sobre la hermenéutica de nuestra exégesis bíblica, de la actitud que nos caracteriza

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al encarar los problemas sociales de nuestro entorno, “el mundo”, y los planteamientos éticos que suscitan nuestro siglo, en la vida individual, familiar, social, eclesial…? ¿No deberíamos de dialogar con las gentes “del mundo”, preocuparnos por las cosas que a ellos les preocupa, hacerles sentir que estamos ahí para ayudarles a superar los trances de la vida, antes que condenarlos, censurarlos… y evitar que tengan la percepción –no sin motivo– de que solo nos importan para “evangelizarlos” y hacerles miembros de nuestra “feligresía”? Aun así, de cualquier manera, el secularismo es nuestro rival. El secularismo militante, obtuso, deliberado. Y solo éste.

Terminamos este apartado con un breve párrafo del discurso de investidura en el acto de nombramiento como doctor honoris causa del ex-jesuita y antiguo profesor José Mª Castillo en la universidad de Granada, titulado “La humanidad de Dios” – 13 de mayo de 2011):

"Mucha gente no ha dejado de creer en Dios por causa de la degeneración moral y de los pecados, de los que tanto suele hablar el clero. Ni es correcto decir que se ha perdido la fe porque vivimos en una cultura laicista, secularizada y relativista, en la que se han perdido los “valores absolutos” porque los avances incontrolados de la ciencia y la tecnología han desplazado a Dios del centro de la vida. Sin duda, hay personas que, en sus problemas de fe, están influenciadas por todo eso. Y por otras posibles causas que nadie se imagina. Pero el centro del problema no está en nada de eso. Como muy bien ha escrito recientemente el profesor Juan de Dios Martín Velasco, "la actual crisis de Dios sólo ha podido desencadenarse debido a la forma falseada de presentar a

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Dios y de vivir la relación con él, que se había extendido por las Iglesias cristianas sobre todo en la época moderna”. Mucha gente no ha abandonado su creencia en Dios porque se trata de gente que se ha pervertido, sino porque a la gente se le ha ofrecido una imagen de Dios tan deformada, que Dios, para muchos ciudadanos, resulta inaceptable o incluso insoportable..."

3. EL SECTARISMO

Secta es una palabra polisémica; su acepción depende del contexto que se usa en una literatura particular, en el tiempo y en el espacio. Aquí nos referimos a los grupos pseudoreligiosos destructivos por su forma de captar a los adeptos, por la dinámica despersonalizadora que ejercen sobre ellos, además del engaño y del fraude de los cuales sus adeptos son objetos. No nos referimos por secta, pues, a los grupos religiosos que se escinden de un grupo mayor por cuestiones secundarias. En cualquier caso, la proliferación de las sectas, del tipo que sean, y el auge de los movimientos pseudoreligiosos, ponen en evidencia la necesidad que las personas sienten de algo trascendente (¡el Dios que llevan dentro – Hechos 17:27-28!).

Después del efecto negativo de los estupefacientes, nada hay más destructivo que las sectas. Por el poder deshumanizante que ejercen sobre los individuos, despersonalizándolos, robándoles el don más precioso que Dios les ha dado: la libertad, la capacidad crítica, el uso libre de la razón… Como cristianos de mentes abiertas debemos ser capaces de entender que nuestros rivales no son otros cristianos, no importa de qué Familia sea

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(bautista, pentecostal, presbiteriano, católico…). Podemos discrepar teológicamente con los postulados que ellos defienden, con sus tradiciones, etc.; pero esas discrepancias no los convierten en rivales nuestros. Como nosotros tampoco deberíamos serlo para ellos. El Señor es uno; Su Iglesia es una; la Gracia por la cual somos salvos es compartida… ¡Tanto ellos, como nosotros, creemos en ese único Señor, nos sentimos parte de esa misma y única Iglesia, y damos gracias y alabamos al mismo y único Dios! ¡Nuestros rivales son las sectas! (Siento que los hermanos de Latinoamérica usen este vocablo con sentidos diferentes a los que yo le atribuyo aquí).

La división religiosa, especialmente la cristiana, da alas a las sectas. Sus argumentos en la captación de seguidores posiblemente serían los mismos aunque no hubiera división entre las Iglesias cristianas; pero las divisiones, a veces con luchas evidentes por el poder entre ellas, y el mal testimonio que proyectan hacia afuera, es aprovechado por las sectas para desmoralizar aún más a los posibles ingenuos que retengan alguna esperanza de cambio en aquellas (Para una información amplia sobre la pluralidad religiosa, las sectas y los nuevos movimientos religiosos: “Pluralismo religioso” – Sociedad de Educación Atenas – Centro Ecuménico “Misioneras de la Unidad” – Madrid, 1993).

4. EL FUNDAMENTALISMO

Por fundamentalismo nos referimos al pensamiento filosófico-teológico que se caracteriza por una hermenéutica bíblica literalista, lectura acrítica de la

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Biblia ("Lo dice la Biblia"). El fundamentalismo es, primero, una herencia de la ausencia de autocrítica desde el comienzo de la edad moderna (tema expuesto en otro capítulo de este trabajo: "Del geocentrismo al heliocentrismo…"). Después, en el siglo XIX, deviene en un movimiento teológico que se aferra al literalismo como mecanismo de defensa contra el liberalismo extremo, que cuestionaba todo valor de lo religioso. Hoy, creemos que el fundamentalismo es el estancamiento de un diálogo que todavía no se ha producido, entre la hermenéutica literalista y la exégesis bíblica desde las ciencias sociales (hermenéutica interdisciplinar). Lo incluimos en la lista de “rivales” porque, si bien en algún tiempo pudo haber sido un “frente de defensa” para la fe, hoy se ha convertido en un obstáculo para dicha fe. Salvo para los adoctrinados, el fundamentalismo es un auténtico tropiezo para los candidatos a aceptar a Jesús como el Hijo de Dios.

Precisamente la Ilustración, a pesar de las bajas que produjo entre las filas de los creyentes en su día, es la que nos ha aportado un enorme desarrollo en todos los campos del conocimiento humano, no solo en las ciencias físicas y tecnológicas, sino también en las ciencias bíblicas modernas. Conocimientos, algunos de los cuales, son irreconciliables con las proposiciones "bíblicistas", donde el heliocentrismo es solo un botón de muestra. ¿No merecerá la pena abrir ese diálogo?

A MODO DE CONCLUSIÓN

La argumentación global de las cuatro partes de que consta este Apéndice está dirigida hacia el testimonio de la Iglesia en la Historia, especialmente en nuestra historia

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particular. Como cristianos creemos que la Iglesia es una “agencia” divina, con una misión específica: el testimonio. Mediante este testimonio Dios continúa manifestándose al mundo (cosa que no siempre ha sido así por causa de la falta de visión de la Iglesia y el autismo ante los cambios de paradigmas históricos). En muchos casos fue el fanatismo, o el ansia de poder político y social de los representantes de la Iglesia, etc. lo que hizo que dicho testimonio profético fuera opacado e incluso anulado ante el mundo. El futuro de la Iglesia se dilucida en el presente. La Iglesia vive en un mundo convulsivo, en un nuevo cambio de paradigma, con muchos y más complejos asuntos con los que lidiar, pero no puede, como alternativa, huir del mundo, sino involucrarse en la travesía con el resto de los que navegan en el mismo barco: el mundo.

Creemos que desde el cambio de paradigma del geocentrismo al heliocentrismo (y los cambios profundos sucesivos como consecuencia de él, científicos, tecnológicos, sociales…), la Iglesia, o cierto sector influyente de ella, vive todavía enrocada en el fundamentalismo teológico correspondiente al viejo paradigma. Su mensaje cristológico quizás sea “bíblico”, pero su testimonio, no.

FIN

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