El último tango en París.

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Je connais pas son nom, je connais pas son nom... Por Marco Antonio Núñez Los amantes son siempre extraños. Extraños en la noche sobre la cama del cuarto anónimo de un motel o extraños muy de mañana que se encuentran de visita en un piso en pleno centro de París cuando suenan los teléfonos y no hay nadie al otro lado. Los amantes no son más que un cuerpo forastero para el otro, un cuerpo alienado para sí mismo al que sólo otro cuerpo cómplice y desconocido puede salvar. El cuerpo anónimo sin anclajes simbólicos, sin nombres propio ni apellido, a solas con la verdad de la carne. Cuando se dan nombres, direcciones, cifras y planes, los amantes devienen otra cosa. El compromiso no es más que una forma de sanción social y un compartir gastos. Así empieza El último tango en París (Last Tango in Paris, 1972; Bernardo Bertolucci), con dos cuerpos que se encuentran y un deseo solidario, en una súplica de acercamiento no formulada por las bocas. Pero el cuerpo es sabio. Así también termina El último tango en París, cuando ella sabe que él es Paul (Marlon Brando) y él sabe que ella es Jeanne (Maria Schneider), y ambos pretender compartir un futuro, comer del mismo plato frío hasta que la muerte los separe. Y así acaba siendo, en efecto, Jeanne, horrorizada por la idea, dispara contra un extraño que la sigue, parece que, con la intención violarla. Aún con el arma humeante en las manos, el revólver de su padre, ensaya la versión para cuando la policía llegue. “Je connais pas son nom.” Son las últimas palabras que alcanzamos a oír sobre el solo de saxo de Gato Barbieri. Porque en eso nos convertimos cuando traicionamos al deseo, cuando dejamos de escuchar al cuerpo, en un nombre, un número, una identidad, una nada aterida sobre el terrazo de un balcón abierto a la tarde parisina. El tiempo de los besos ya pasó. Comienza el tiempo de las parejas o la muerte. Curiosa disyuntiva. Claro que para Jeanne es una falsa evasión. Aquí entra la lectura política de sobra conocida. No puedo evitar declarar mi amor incondicional al film de Bertolucci. No puedo evitar sentir un escalofrío cuando escucho contra el rugido metálico de un tren que pasa ese Fucking God! gritado por Brando. La compleja coreografía visual que abre el film es uno de los momentos más bellos de la historia del cine, la armonía entre travellings, panorámicas y el montaje es total, estas escenas tienen la fluidez, la ligereza, la liviandad de una pieza de Mozart, de una frase de Proust. Asistimos a una serie de encuentros fortuitos, cruces de caminos entre estos dos desconocidos que hablan lenguas distintas y cuyos pasos se encaminan fatalmente hacia un viejo piso en alquiler y sin muebles en la Calle Julio Verne, que en adelante y no por mucho tiempo será su cuarto de juegos, punto de escape y una huida del mundo y el dolor hacia un territorio en el que él puede ser simplemente un hombre y ella, no más que una mujer. Algo muy difícil de conseguir. Naturalmente, lo mejor que podemos hacer hombres y mujeres es dejar los mandos al cuerpo, que es sabio, y ahorrarnos la cháchara y las mentiras, las crónicas biográficas y los recuerdos de familia. Por cierto, que el personaje de Brando ofrece una lección magistral de qué hacer con los recuerdos de familia.

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Je connais pas son nom,je connais pas son nom...

Por Marco Antonio Núñez

Los amantes son siempre extraños. Extraños en la noche sobre la cama del cuarto anónimo de un motel o extraños muy de mañana que se encuentran de visita en un piso en pleno centro de París cuando suenan los teléfonos y no hay nadie al otro lado. Los amantes no son más que un cuerpo forastero para el otro, un cuerpo alienado para sí mismo al que sólo otro cuerpo cómplice y desconocido puede salvar. El cuerpo anónimo sin anclajes simbólicos, sin nombres propio ni apellido, a solas con la verdad de la carne. Cuando se dan nombres, direcciones, cifras y planes, los amantes devienen otra cosa. El compromiso no es más que una forma de sanción social y un compartir gastos.Así empieza El último tango en París (Last Tango in Paris, 1972; Bernardo Bertolucci), con dos cuerpos que se encuentran y un deseo solidario, en una súplica de acercamiento no formulada por las bocas. Pero el cuerpo es sabio. Así también termina El último tango en París, cuando ella sabe que él es Paul (Marlon Brando) y él sabe que ella es Jeanne (Maria Schneider), y ambos pretender compartir un futuro, comer del mismo plato frío hasta que la muerte los separe. Y así acaba siendo, en efecto, Jeanne, horrorizada por la idea, dispara contra un extraño que la sigue, parece que, con la intención violarla. Aún con el arma humeante en las manos, el revólver de su padre, ensaya la versión para cuando la policía llegue. “Je connais pas son nom.” Son las últimas palabras que alcanzamos a oír sobre el solo de saxo de Gato Barbieri. Porque en eso nos convertimos cuando traicionamos al deseo, cuando dejamos de escuchar al cuerpo, en un nombre, un número, una identidad, una nada aterida sobre el terrazo de un balcón abierto a la tarde parisina. El tiempo de los besos ya pasó. Comienza el tiempo de las parejas o la muerte. Curiosa disyuntiva. Claro que para Jeanne es una falsa evasión. Aquí entra la lectura política de sobra conocida.No puedo evitar declarar mi amor incondicional al film de Bertolucci. No puedo evitar sentir un escalofrío cuando escucho contra el rugido metálico de un tren que pasa ese Fucking God! gritado por Brando. La compleja coreografía visual que abre el film es uno de los momentos más bellos de la historia del cine, la armonía entre travellings, panorámicas y el montaje es total, estas escenas tienen la fluidez, la ligereza, la liviandad de una pieza de Mozart, de una frase de Proust. Asistimos a una serie de encuentros fortuitos, cruces de caminos entre estos dos desconocidos que hablan lenguas distintas y cuyos pasos se encaminan fatalmente hacia un viejo piso en alquiler y sin muebles en la Calle Julio Verne, que en adelante y no por mucho tiempo será su cuarto de juegos, punto de escape y una huida del mundo y el dolor hacia un territorio en el que él puede ser simplemente un hombre y ella, no más que una mujer. Algo muy difícil de conseguir. Naturalmente, lo mejor que podemos hacer hombres y mujeres es dejar los mandos al cuerpo, que es sabio, y ahorrarnos la cháchara y las mentiras, las crónicas biográficas y los recuerdos de familia. Por cierto, que el personaje de Brando ofrece una lección magistral de qué hacer con los recuerdos de familia. Es significativa la secuencia en la que Paul responde con gruñidos a las preguntas constantes de Jeanne, en un elocuente intento de abolir la tiranía del lenguaje. No obstante Paul acaba por violar su propia norma. Una relación así sólo puede funcionar en los márgenes de las respectivas vidas, su esencia es la de los sueños, la de las plegarias, bien están siendo lo que son. Pero el espectador quiere saber, y sabe. La historia de Jeanne no tiene mayor interés, es una burguesita prometida a un cretino interpretado por nuestro adorado Jean-Pierre Lèud, personaje que satiriza ciertos aspectos del cine de Truffaut (Bertolucci fue siempre más de Godard), y que presumiblemente tendrá una larga e insulsa vida, cargada de niños y agradables recuerdos de familia.La historia de Paul es otra cosa. Nunca antes Brando se había fundido con un personaje del modo en que lo hace con Paul. Nunca antes ni después he visto tanta verdad y tanto dolor en el rostro y las palabras de un actor mientras, no diré que interpreta, vive el diálogo, desnudando impúdicamente su alma ante el objetivo de la cámara. Y jamás unas lágrimas vertidas en la pantalla han sido tan amargas. Bertolucci saca de Brando todo lo que a Kazan se le quedó en el frasco, lo sacude, lo vacía y nos lo pone ante los ojos roto y hombre: Ecce Homo.Paul acaba de recibir una dura lección de Rosa, su mujer, los demás constituyen un mundo del que apenas llegamos a saber nada. Puedes convivir durante años y seguir siendo un perfecto extraño para el otro. Un mal día Rosa ha decido suicidarse, dejando en herencia un millón de preguntas y un amante, Marcel (Massimo Girotti), huésped del hostal que regentaba, y cuyo cuarto era una reproducción mimética del de ella y Paul. Se ve que Rosa sintió también la necesidad de escapar de su vida, de su marido, refugiarse en otro hombre que no fuera demasiado diferente de Paul, sólo lo justo. Se ve que Rosa necesitó, lo que todos necesitamos en algún momento, un amante que nos haga sentirnos queridos, volver descubrirnos en otros ojos, escuchar por primera vez nuestro nombre en otra voz. A fin de cuentas, ya lo dijo Quevedo, el amor es un “amar solamente ser amado” . Pero en la huida de Rosa se cruzó el filo de la navaja barbera de Paul: Fucking God. Rosa, como la Rebeca de Hitchcock (la referencia no creo que sea casual), abruma con su presencia fantasmal

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todas las secuencias de Paul fuera del piso de la Calle Julio Verne. Ante su cadáver remozado para camuflar la palidez de la muerte, Paul podrá decir todo aquello que se le empieza a pudrir en el pecho y conciliarse con ella, y aceptar. Un nuevo Paul en paz con sus demonios está libre para salir al encuentro de Jeanne, rompe el pacto de soledad compartida y silencio mutuo. Le habla de él, de su vida, sus negocios y le declara sus intenciones. Ya no es un hombre ante una mujer, ya no son meramente dos cuerpos deseantes y deseados, ahora son dos nombres. Ya sabemos que la respuesta de la joven es una bala directa al hígado. En fin, no sé que más decir, Bernardo Bertolucci nos regaló una obra maestra.