El uno, el otro,los demás

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Relato de ficción de Javier Velasco

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El uno, el otro, los demás

Javier Velasco

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Todo comenzó cuando iba leyendo “El otro” de Borges, en una micro camino a la

biblioteca de Santiago, a eso de las tres de la tarde un martes cualquiera de la adelantada

primavera de ese año tan largo. Termino con una sonrisa. Es la primera vez que me detengo en

el “Libro de arena” desde que leí la biografía de Borges, y por lo tanto, es la primera vez que lo

imagino como un libro dictado oralmente, y no escrito. Me imagino al hombre ciego, al erudito

al que no pueden sino leerle los miles de tomos que encierra la biblioteca de Buenos Aires, que

le han pasado como cárcel de medias luces y paraíso invisible. Había que ser Borges para

entender cómo todo era, lejos de una crueldad, una buena broma del divino laberinto de las

causas y los efectos. Aquel ciego podía construir los mismos palacios sin que las manos ajenas

los corrompieran, y esa sensación de alivio me acompaña aun hoy día. Entonces, como puede

parecer inevitable a cualquier lector (primerizo o reincidente) de “El otro”, me puse a pensar

en cómo sería el encuentro de mi versión futura y del yo que soy ahora, en un mundo onírico,

como aquel otro banco de Ginebra. Es inevitable encontrarse a sí mismo, años despuñes, en

los lugares de juventud, y con ello, es inevitable vislumbrar el abismo. Imagino las cosas que

me diría a mi mismo, puesto que no podría evitar interrogarme sobre los más ínfimos detalles

de nuestra vida. “Ufff! (me diría) pasarán años, pero llegará eso tan esperado” o “No, Javier,

entiende; no volverá” me diría a su vez, porque “El movimiento hacia afuera, no es hacia

afuera más que en tú perspectiva; para el resto, irse es avanzar, y volver es imposible” “¿O sea

que…(trataría de preguntar)” “Exacto (me interrumpiría), pero más temprano que tarde

entenderás cuán bueno es que sea de ese modo” “De hecho (le diría yo con una sonrisa

encantadora) ya estoy en eso…” “No, aun no; créeme” Y no me quedaría sino creerme. En el

futuro, pienso, seré tanto o más vanidoso incluso que ahora; en realidad lo más probable es

que me convierta en un viejo culiao insoportable.

Ahí me detuve, asombrado de mi inocente estupidez. Es imposible pensar en qué o

cómo diré tal o cual cosa. El Javier joven no puede escribir el guión del Javier viejo; hay muchos

puntos de fuga entre ambos, y “El otro” no se puede sino escribir desde la senectud, en la que

por lo demás, ya se ha perdido la perspectiva de la juventud, y el problema se revierte. ¿Puede

escribirse entonces “El otro”? Por supuesto que no puede escribirse, sobre todo si se tiene el

afán de hacerlo bien. Pero es lógico que a Borges eso no le interesara; consideraba, como

Lovecraft, al realismo como un género menor. Entonces pensé ¿Y qué vendría después del

otro? entendiendo que yo soy el uno y él es el otro, y viceversa. Ese Javier viejo pensado desde

el joven, ese ser intermedio y anacrónico ¿Qué es, ahora que lo hice existir? ¿Otro- otro? “No

Velasco; sería ‘el demás’” Me responde Damián Otárola, plantándome su rostro tranquilo a

dos metros de distancia, afirmado de uno de los tubos del vehículo que se mueve a terrible

velocidad.

- Mi nombre es Damián Otárola –me dice, luego de que nos bajamos en cueto road y

nos ponemos a caminar en dirección a San Pablo- no tengo ni que decírtelo, porque ya me

reconociste ¿Estoy en lo correcto?

- Claro –le digo embobado aun- eres tal cómo te escribí en “Damián Otárola viaja en el

tiempo otra vez”; incluso te vistes igual.

- Velasco, tenemos que hablar. Hay algo que se ha salido de control, y necesitamos que

reinsertes un patrón perdido que estabilice el flujo del tiempo.

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- ¿Cómo? ¿Qué tengo que hacer?

Otárola se ríe y me mira con un cariño familiar mientras prende un cigarrillo hecho a

mano, probablemente de esa cajetilla hindú de 1999 que le metí en el bolsillo de la chaqueta.

- No, no es nada importante en verdad, quería venir a verte, aclararte algunas cosas… y

bueno, pedirte que hagas algo; efectivamente ingresar un patrón perdido, pero eso se arregla

con esta conversación… (Se muerde el labio inferior buscando una forma compleja de explicar

algo sencillo. Eso lo heredó de mi) Esta conversación es un patrón cíclico- me dice al fin- Está

casi reingresado, de hecho.

- Ah, lógico; yo hubiese escrito lo mismo, y en términos así de grandilocuentes, por lo

demás. ¿Y qué me vas a explicar?

- Es sencillo, no soy un viajero en el tiempo. Y eso no significa que tengas que reescribir

de nuevo el cuento. Mira, es cierto, colisioné por error con un objeto fuera del tiempo y

aparecí en otro lugar, tal como está escrito; pero comprendí luego algunas cosas, sobre todo

por el nombre del objeto, que lo dice todo.

Para que no parezca el guión de un cortometraje de ficción, voy a comentar algunas

cosas del paisaje. Cae la tarde en Santiago de Chile, en uno de esos barrios fronterizos que

viñetean el centro de la capital; particularmente, Cueto es un antiguo barrio que las

retroexcavadoras no han derrotado por completo, y más allá, siguiendo la línea de sus casas

bajas, se extiende el norte de Santiago de Chile, del que tanto hablo. De norte a sur, esta

ciudad puede describirse de muchas formas. Por ejemplo, se puede decir que aparentemente,

las caderas de las mujeres se estrechan con dirección al sur, efecto físico-geográfico que

replica el modelo global de nuestro país. Con igual ritmo, pero en proporción inversa, crecen

los pechos. Es por supuesto, una tesis sin ningún asidero científico, y no pienso defenderla más

allá de la anécdota. Otra descripción posible es la del envejecimiento de la población

proletaria; los pobres se posicionaron en el norte de la ciudad, en La Chimba y las zonas más

allá del Mapocho desde el nacimiento mismo de este terruño mestizo; el gasómetro de general

Velásquez marca, por otro lado, el destino sureño de los nuevos emigrantes venidos de

poblados del centro sur, y luego, de las desertificadas salitreras (antaño sostén de nuestra

patria); ciudadanos empobrecidos y nomadizados, que terminaron por volverse un problema

para las elites dirigentes que nada podía hacer con las tomas de terreno y las callampas,

famoso modelo de reasentamiento del siglo XX chileno. Si seguimos esta línea, podemos

observar que poblaciones antiguamente pobres habitan desde siempre esta metrópolis

indiana por el norte, mientras que otras nuevas (con todo el peso que constituye la novedad

en la modernidad sudamericana) fueron rellenando las tierras de cultivo pavimentadas del sur

(la florida, Peñalolén, etc.). En términos globales, es más fácil identificar a los primeros con lo

que el cuiquerío nacional llama “humildes”; así mismo, a los segundos, con “los Flaites”. La

diferencia radica en que la cultura de larga data de humillaciones y sobreexposición a la

división social del trabajo ha hecho de los recoletanos y conchalinos personajes más agachados

en el imaginario del poderoso, más administrables y resignados. En ese imaginario, los

humildes no hacen daño, mientras que los flaites, pobretones “alzados”, roban y cobran

venganza por su situación de clase. Eso hace de Independencia una comuna para la caridad, y

de Puente alto una comuna de terror y delincuencia. Todo esto, por supuesto, no me detendré

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a defenderlo como verdadero, porque desde muchos puntos de vista carece de sentido o

sostén teórico, y por poco se me acaba de ocurrir. De oriente a poniente la cosa es mucho más

simple. Subiéndose a la cordillera, escapando del centro (la casa tomada), las casas de

República y Sazié quedan abandonadas, los colegios cambian de manos, y nacen cada vez más

lejanos reductos para el rico y el poderoso. Barrios resistentes en Pocuro o Pedro de Valdivia

norte guardan aun casas llenas de libreros e historias de enormes terrenos robados en el sur.

Más arriba, crecen las callampas prefabricadas del nuevo rico esnob, gozoso de ignorancia y

rebosante de piscinas, invisibles guardias de condominio y perros minúsculos. Todos se odian y

se enjuician. En eso se asemejan al poniente, desde donde escribo estas líneas; hogar de una

clase media ascensionista y aparatosa, con sus garajes minúsculos en que no entran los SUV

que nunca acabarán de pagar, y sus habitantes en fuga, que luchan por encaramarse a los

barrios donde llegan cuando se duermen y pasan de largo en las micros de la mañana, las que

los llevan a sus trabajos de funcionarios públicos y profesionales de poca monta, o a sus

universidades callampas, donde les faltan el respeto y les roban los pesos; son los que repletan

los lejanos malls, donde comen helados y pretzels, mirando vitrinas llenas de sueños muy

caros. Así es Santiago, cuatro esquinas, y en el centro las calles intensas de la capital, con sus

callejones fronterizos, y Otárola diciéndome “El objeto fuera del tiempo opera de un modo

distinto al que originalmente ideaste”

- ¿Y cómo es eso?

- Está fuera del tiempo, pero eso no hace que comunique lugares en otros tiempos,

como un agujero negro de esos que imaginan los científicos; una suerte de cajón donde se

mete la mano para tomar algo del otro lado. El objeto te saca del tiempo. Es un error del

destiempo, una puerta abierta por la que entré.

- Continúa (le digo, para ver si entiendo más adelante)

- La cosa es simple, existe algo que llamaremos un afuera del tiempo (por convención,

nada más), porque el tiempo es como alto, ancho y profundidad; una dimensión de la realidad.

Entonces, es posible ponerse fuera del tiempo, y ahí (aunque ahí no es muy preciso, porque

indica ubicación) todo es a la vez. Es un momento infinito que es todos los momentos.

- ¿Estás hablando como argentino, porqué? ¿No se supone que debes hablar como

chileno, porque has sido chileno por décadas?

- Javier, estoy siendo Argentino millones de años, ahora mismo; ¿Cómo no se me va a

pegar el acento bonaerense?

- Damián, esto es pal pico; el alcance de algo de estas características es

impresionante… ¿Puedes darme una prueba del “destiempo” del que estás hablando?

- Por supuesto que no. No es un lugar ni un momento, es un afuera; por eso, no hay

nada, pero lo hay todo. Por lo mismo, no puedo tomar algo de afuera y traerlo, eso sería

aceptar como cierta la dicotomía entre adentro y afuera, que no es más que una orientación

pedagógica. Es adentro y es afuera a la vez. Entonces, déjame darte un ejemplo, para que me

entiendas. Yo he sido Javier Velasco, he sido Javier Otárola y he sido Homero, cientos de veces;

infinitas veces. Lo estoy siendo ahora mismo, y lo fui y lo seré muchas veces más. Escribo la

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odisea y la borroneo antes de entregársela a las imprentas digitales del Medioevo islámico

industrializado, y me encarcelan por negarle la entrada a los chinos en la frontera rusa en el

futuro donde miles de veces el capitalismo soviético derrota al comunismo británico, ante la

pasividad de una Norteamérica neutral, asediada por aztecas furiosos que quieren

reconquistar Vancouver. Donde está todo el tiempo, están todas las posibilidades, y no

habiendo adentro o afuera, todo ocurre y puedes ser todos los hombres. Un hombre es todos

los hombres, y creo que es posible que finalmente no sea sino uno, esmerándose por superar

la soledad. Los universos paralelos en los que pensé cuando me visité siendo Javier Velasco, y

me contaste estas cosas siendo tú Damián Otárola, son más que una realidad intercambiable

en un paralelo físico, como páginas sobrepuestas o peces que no pueden mirar hacia arriba;

son realidades que se desenvuelven en el devenir del tiempo, a la vez unas y otras, al mismo

tiempo. ¿Sabes qué me preguntaste una vez en esta situación? Me preguntaste si alguna vez

he sentido que los hombres que no fui, por las decisiones que tomé, están conmigo,

caminando junto al hombre que resultó de ese infinito de sucesos azarosos y voluntarios. Esos

hombres están aquí mismo Javier, son tú mismo. El que tomó esa micro; el que no hizo tal o

cuál estupidez; el que asesinó a Marcelo; el que se hizo famoso; el que se dedicó al fútbol

profesional; el que nació en 525 y participó en un concilio para fijar el dogma de un politeísmo

secreto camuflando a los dioses menores bajo los ropajes de santos y vírgenes. Todos esos,

ahora mismo.

- Pero… -intenté sostener una pregunta, pero me resultó imposible.

Comprensivamente, Otárola me puso una mano en el hombro, mientras un perro que era

todos los perros le movía la cola. Seguramente, él había pasado por momentos peores, más

terriblemente incomprensibles. Y peor aún, por el mismo, exactamente el mismo momento,

tantas veces que me resulta escalofriante imaginarlo. En “Damián Otárola viaja en el tiempo

otra vez”; mi tesis era sencilla. Se trataba de un sujeto que en 1965 pisaba, por buena o mala

fortuna, un objeto fuera del tiempo, que en este caso, era un plátano. Se resbalaba, pero nadie

se reía de él, porque el plátano, al estar fuera del tiempo, era capaz de comunicar espacios en

los que estuviera presente, en cualquier momento del tiempo. Por un problema de la física (la

rotación de la tierra) que se suma a la inmovilidad del plátano en el espacio (por el hecho de

estar fuera del tiempo, y por ello, ajeno al roce, la potencia y finalmente el movimiento) el

resbalón en Córdoba, en 1965, podía desembocar en Singapur, en 1623. La historia partía con

Otárola cortejando a una bella mujer en el Santiago de 2004, cerca del barrio Bellavista. Todo

se desarrollaba sin mayores inconvenientes hasta una escena en una azotea, en la que una

serie de eventos desatados por una imprudencia insignificante de Valentina Salazar Sanders,

obligaban a Otárola a viajar en el tiempo (“¿Mencioné que soy un viajero en el tiempo?”

Preguntaba al lector), arrojando el plátano al suelo y resbalando, con la mala suerte de que su

peor enemigo (un marroquí que poseía otros métodos menos ortodoxos de viajar) conseguía

resbalar a la vez en el plátano. La única oportunidad de Otárola era viajar al 26 ac. a una región

húmeda del Orinoco, para que unos amigos caníbales con los que compartió unos años

devoraran a su contraparte. El cuento terminaba con Otárola encontrándose, en un Sahara del

futuro próximo, con todo un grupo de viajeros del tiempo, entre ellos, el Barón Ferdinand

Hükermann, protagonista de “parábola del voyerismo absoluto” de mi autoría también. Este

Otárola superaba mis expectativas, porque había visto más allá del tiempo, que era,

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lógicamente, más acá que cualquier intento humilde de mi literatura. “¿Te encontraste con el

Barón alguna vez?” (Le pregunté tontamente)

- Esa es efectivamente una pregunta tonta Javier (me responde con una sonrisa) pero

comprendo las razones que tienes para formularla. En efecto, me he encontrado con él.

Hemos sido enemigos incluso, en ese desierto y en otros. Sucede que el Barón corre por otro

carril, y tiene otros credos. Algunos creen que existen más afueras, fuera del afuera donde

estoy yo mismo y varios de los que conozco. Eso sería, lo admito, dejar de creer en un único

individuo que somos todos, como te decía antes; pero permite creer en otras cosas, así que es

aceptable. El Barón viaja por el tiempo pero en un afuera que él entiende y explica de forma

distinta. Ambos hemos escrito la “parábola”, no tengo que explayarme demasiado, pero lo

haré para los lectores. Cuando empieza ese cuento, el Barón camina por un mundo quieto, en

el que bajarle los calzones a una mujer en plena calle no tiene mayor efecto, porque todos

están inmóviles. Podríamos afirmar, con poca precisión, que el tiempo se detiene para todos

los seres vivos y el espacio mismo, excepto para el Barón. Entonces, el Barón es un viajero por

un tiempo infinito pero quieto. En algunas versiones, como en la que escribiste tú, puede ir

adelante y atrás en el tiempo, porque el tiempo comparte la linealidad con el espacio, y la

historia es plana. Entonces, caminando “hacia atrás” puede llegar al arca de Noé. Si bien mi

alemán clásico no es en este momento suficientemente agudo como para comunicarme con él

y desarrollar temas con tanto detalle, creo entender que para él existe tan solo un arca de

Noé, mientras que para mí existen miles, infinitas arcas e infinitos Noés. Quizás el Barón está

atrapado en una realidad, y lamentablemente no es capaz de abrirla hacia dimensiones no

lineales. Todos los Barones que he conocido están igual de atrapados, y los otros que no lo

están, son otros Barones distintos del mismo Barón, y por tanto, incomparables. Eso, por

supuesto, exceptuando a los Barones que no están atrapados y son el mismo.

- ¿Quedan más cosas? Me siento un poco superado.

- Da lo mismo, estoy en todas las posibilidades y todos los resultados son distintos.

Para mi perdió el interés definir cuál de las posibilidades se desarrolla en tal o cual instante y

lugar, y por eso, me resulta irrelevante seguir o no seguir contándote estas cosas. Estamos

ahora mismo en un supermercado, matándonos con espadas de antimateria entre latas de

bebés en conserva; y llueve sangre en los techos del imperio judío por orden del mesías

egipcio; y Hitler escribe apologías psicomágicas en un gobierno mundial en que el código penal

actúa por orden del azar de un dado, que se elige de un infinito número de dados con la ayuda

de un picaflor amarillo.

- Damián

- ¿Qué?

- Tu vida es asquerosamente fome weón, no tiene ni un brillo.

- Mátame Velasco –dice tranquila pero decididamente- por favor. (Sabe que sé que

tiene una pistola en la sobaquera y que me dejará usarla sin oponer resistencia)

- ¿Si te mato ahora, es para siempre?

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- No sé, de hecho, la sola idea de un para siempre me parece relativa. Pero hay que

probar; es necesario.