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Ejercicio de territorialización problema: Territorios afectivos movilizados por las víctimas en el marco del conflicto armado en el departamento del Quindío Mateo Parra Giraldo 1 Un territorio, partiendo de su conceptualización como espacio significado, debe llevar consigo inherentemente la marca de la experiencia. En este sentido, si consideramos la experiencia como una construcción subjetiva y diversos componentes situacionales, es inherentemente un elemento emocional. Las emociones, consecuentemente, están investidas, en sentido freudiano, por catexias o contenidos de los diversos estratos de la psique (Freud, 1923), y esto indefectiblemente no significa otra cosa que afecto. En ese orden de ideas, se hablaría aquí de territorios afectivos en la medida de espacios significados específicamente desde la apropiación simbólica desde el afecto impuesto a los mismos, en sentidos que bien pueden ser positivos en términos de percepción o negativos por una introyección inadecuada de estos. Así, cuando se produce dicha simbolización o percepción del afecto contenido en dichos territorios, hay una movilización, es decir, una dinámica interrelacional entre lo interno y lo 1 Psicólogo. Estudiante Maestría en Territorio, conflicto y cultura. 2015. Universidad del Tolima. Trabajo entregado al Profesor Jorge Luis Gonzales. Seminario Teorías del territorio.

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Ejercicio de territorialización problema: Territorios afectivos movilizados por las

víctimas en el marco del conflicto armado en el departamento del Quindío

Mateo Parra Giraldo1

Un territorio, partiendo de su conceptualización como espacio significado, debe llevar

consigo inherentemente la marca de la experiencia. En este sentido, si consideramos la

experiencia como una construcción subjetiva y diversos componentes situacionales, es

inherentemente un elemento emocional. Las emociones, consecuentemente, están

investidas, en sentido freudiano, por catexias o contenidos de los diversos estratos de la

psique (Freud, 1923), y esto indefectiblemente no significa otra cosa que afecto. En ese

orden de ideas, se hablaría aquí de territorios afectivos en la medida de espacios

significados específicamente desde la apropiación simbólica desde el afecto impuesto a los

mismos, en sentidos que bien pueden ser positivos en términos de percepción o negativos

por una introyección inadecuada de estos.

Así, cuando se produce dicha simbolización o percepción del afecto contenido en dichos

territorios, hay una movilización, es decir, una dinámica interrelacional entre lo interno y lo

externo del sujeto, que confluye en ese instante con la percepción del lugar y su

adaptabilidad al mismo. En otros términos, dependería del sujeto en algún punto de su

introyección simbólica del espacio que habita o ha recientemente empezado a habitar, darle

un sentido, ya que como diría Heidegger citado por Santos (2000): “el donde determina el

cómo del Ser, porque Ser significa presencia” (p.78). En el caso específico que concierne al

presente escrito, serían las víctimas del conflicto armado quienes hacen esta construcción, a

partir de eventos con un matiz bélico que modifican sustancialmente las construcciones

previas sobre el territorio, y por ende, un segmento de su ubicación vital en el mundo. La

especificidad territorial, nos llevará indefectiblemente a considerar la unidad territorial en el

departamento del Quindío, ya sea como receptor de hechos victimizantes como el

desplazamiento forzado, o productor a partir de su población residente de sus propios

1 Psicólogo. Estudiante Maestría en Territorio, conflicto y cultura. 2015. Universidad del Tolima. Trabajo entregado al Profesor Jorge Luis Gonzales. Seminario Teorías del territorio.

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flagelos en términos de las lógicas de la guerra de cualquier otro hecho victimizante

consignado en la Ley de víctimas.

Cuando se hace un escalamiento de lo más inmediato a lo global en cuanto a repercusión

de la población en lo que respecta a la territorialización del evento, es menester considerar

en primer término la percepción inmediata del hecho, esto es, como ese primer

acercamiento o encuentro con lo real (Lacan, 1953) determina posteriormente contenidos

simbólicos, sentidos, emergencias, siendo estas últimas, “propiedades o cualidades surgidas

de la organización de elementos o constituyentes diversos asociados en un todo,

indeductibles a partir de las cualidades o propiedades de los constituyentes aislados, e

irreductibles a estos constituyentes” (Morín, 2003, p. 333), de lo que se desprenden

acciones sobre el territorio. Se podría hablar entonces de una primera movilización, como

se ha dicho ya, de lo interno con relación a lo externo y la sobredeterminación en la manera

como se empieza a pensar el espacio después de un hecho que vulnera desde el momento

que se ejecuta, un segmento de la subjetividad. Las cosas, desde entonces, resultan distintas

(radical o superficialmente partiendo de la intensidad percibida o ejecutada) y el territorio,

que era fuente de intercambio cultural, influencia económica, desarrollo de intereses y

habilidades, comunales e individuales, pasa ahora a ser foco de incertidumbres,

modificaciones, readaptabilidades y sobre todo, un punto en donde la guerra se ha situado

yuxtaponiendose a las poblaciones y sus remanentes simbólicos.

El conflicto armado, afecta territorialmente entonces, en primera instancia, un imaginario

previo frente al espacio habitado, una manera particular de entender hasta ese momento lo

que se ha construido. Una percepción afectiva, que desde su configuración personal

(individualmente), hace de cada víctima, un sujeto inscrito en un sufrimiento particular y

que llevaría necesariamente al principio hologramático Moriniano que subraya que no solo

la parte está en el todo, sino que el todo está inscrito en la parte (Morín, 2003) y es allí

donde empieza una construcción macro de los alcances territoriales del flagelo.

Como el individuo o el sujeto, es un sistema dentro de los subsistemas y estos a su vez son

los constituyentes de un sistema mayor que regidos bajo una auto-organización, es decir,

bajo la capacidad de ser lo suficientemente autónomos para extraer energía de su entorno, e

incluso para extraer información e incorporarla a su organización (Morín, 1990) producen

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modificaciones a partir de su funcionamiento particular, se dice que el conflicto armado y

como tal el hecho bélico, tiene una percepción inicial, un investimiento de afecto como se

ha dicho, que subsecuentemente va al entorno inmediato del sujeto, a la envoltura cultural

que le da su forma mayoritariamente. La familia, en especial aquella que cohabita con el

sujeto, se ve modificada por las percepciones de este, y este a su vez por las percepciones

de su familia; se trata de una inter-retroacción- dialógica (Morín, 1990), en la cual las

consecuencias retornan a las causas e influyen sobre estas, lo que viene a formar una

movilización territorial afectiva de las familias víctimas.

De esta manera, la familia, viene siendo la segunda capa en sentido ascendente que desde

su afectividad como grupo, se territorializa de una manera emergente, dando pie, por

correspondencia, a nuevos hábitos, dinámicas económicas, sentimientos frente al lugar

habitado y frente a los mismos miembros de la familia. Supongamos dicha territorialización

en el hecho victimizante específico del desplazamiento forzado de tipo rural-urbano; la

familia está en un proceso de modificación espacial radical, en donde los lugares que se

habitan son como diría Milton Santos (2000), tensiones entre la permanencia del pasado y

el surgimiento de la velocidad; ésta misma, determinada en el caso que nos compete, por la

aceleración de las dinámicas de guerra, influenciadas al tiempo por procesos de

territorialización de los grupos en pugna. De suyo, los roles se ven violentados en sus

funciones: la madre que antes se ocupaba del hogar, ahora debe ser proveedora

paulatinamente con el padre, ya que económicamente el dinero no alcanza para sobrevivir a

las dinámicas de mercado de la ciudad. Los niños o adolescentes se ubican frente a pares

con historias de vida particularmente distintas y eminentemente más peligrosas que en las

áreas rurales. De allí, que el territorio en relación con el espacio, lo ratifique como

“envoltorio material de las relaciones de poder, y pueden ser muy diferentes de una

sociedad a otra” (Giménez, 2000, p. 22) y siempre esté acompañado de los afectos sea la

movilización efectuada que sea.

Avanzando de lo local a lo global, o como puede ser entendido aquí, de lo micro a lo macro

(teniendo en cuenta la circularidad como principio y nunca la linealidad), la situación del

cambio espacial, que repercute en la percepción del territorio como nocivo o esperanzador

en las víctimas, se hace patente como tal en lo que significan los remanentes simbólicos a

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nivel comunitario, lo que principalmente abarca la productividad y su componente

identitario a la par con lo económico, pues “el trabajo constituye la actividad humana

primordial y el marco de referencia crucial que define el sentido de la existencia de los

seres humanos” (Martín Baró, 1988, p. 183), y con las prácticas culturales. Aquí, la

conjunción de lo humano y lo no humano, o de los sistemas de objetos y sistemas de acción

(Santos, 2000) como aspectos de configuración territorio-espacial, se ven plenamente

influenciados por efecto de la guerra, lo que incluye el destierro, las prácticas de

dominación, los cambios administrativos y la necesidad de niveles de producción más altos,

que a menudo reemplazan a los tradicionales, ejemplo de ello, la siembra de mata de coca

en reemplazo de productos como café, cacao o palmera. De la mano entonces de la

mutación de la producción, la apropiación tradicional en el plano de la dinámica

recreacional también cambia ya que el corpus inseparable entre economía, tradición

musical, ocupacional y de espacios comunales se afecta en uno de los subsistemas dando

lugar a cambios en los demás. Las zonas rurales no se ven, por decir algo, inscritas a los

mensajes de la música antioqueña sino que se ven reemplazadas por las emergencias

juveniles actuales, principalmente la música urbana. Ahora bien, el dinero y la presión

ejercida por grupos armados viene a tachar la importancia del producto tradicional y su

función religadora de la familia, principalmente entre una generación y otra, evidenciando

el quiebre de la función socializadora del trabajo tradicional en las familias, que aunque

trajese menor remuneración, arrojaba a mediano y largo plazo valores fuertemente

arraigados para las siguientes formaciones familiares. Estos valores que trascienden a lo

comunitario y su carencia en el marco del conflicto, niega la posibilidad de pertenencia y

poco a poco el sentido de unidad, debilitando las prácticas culturales; el dinero acerca los

productos de afuera y aleja cada vez más lo ortodoxo, en una especie de reemplazo de lo

local por lo global o en términos de Giménez (2000), “la muerte por asfixia de los

particularismos locales y la supresión de las excepciones culturales, imponiendo en todas

partes la lógica homologante, niveladora y universal del mercado capitalista” (p. 19).

Un siguiente nivel territorial se adjudicaría al municipio propiamente dicho o vereda/

corregimiento receptor (cuando hay desplazamientos) o contenedor de la población, el cual

en últimas empieza a guardar efectivamente una relación distinta con el sujeto o la

comunidad. Partiendo del desconcierto personal y pasando por la pérdida de funciones

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familiares y elementos culturales de lo comunitario, el municipio se ubica en el no-lugar o

por lo menos, en uno distinto, ya que tras la violencia, ha habido negaciones y

deconstrucciones de lo previo; lo anterior en la percepción de la vida de cada sujeto o

familia y lo ancestral de un lugar. La ciudad, el barrio o cualquiera sea la circunscripción

geográfica, puede llegar a ser el elemento que anuda traumas más allá de ser el espacio que

anteriormente se había construido para el desarrollo personal, educativo y productivo.

Teniendo en cuenta que el afecto trabaja por medio de asociaciones en la construcción de

sus significados, podría en el caso de las víctimas, empezar a entenderse como

convergencia de miedos y prospecciones. En el caso de los territorios que actúan como

receptores de población, estos son investidos de significaciones particulares, y

posiblemente como espacios muertos o el espacio de otros, no de ellos mismos. No

obstante, una apropiación de significados o amalgama de necesidades sentidas y

necesidades satisfechas, posiblemente haga de este espacio un territorio precisamente

movilizado por afectos positivos en cuanto a percepción de nuevos comienzos o lugar de

oportunidades.

Si se considera que el territorio como noción constructiva, compleja y sobre todo

relacional, traspasa en cualquier caso a los sujetos, incluso cuando se habla de espacialidad

como en el caso del municipio o barrio, el cuerpo viene siempre a territorializar el conflicto

armado. Es este el espacio ontológico más visible en la vertiente bélica del territorio, así

pues se dice que “el cuerpo humano incorporado en el quehacer social se separa de su

forma somática, se niega en su ‘somaticidad’ material y a través de un proceso de

transformación representativa se reconoce en la cosa, en el territorio invadido” (Velásquez,

J. et al. 2008, p. 98) y representa una capa más amplia en la territorialización del

problema, pues la pérdida de todos los elementos que se han mencionado, lleva

indefectiblemente a involucrar la salud mental , tanto de comunidades, como de familia,

individuos y población en general, como es el caso del conflicto armado como problema de

salud pública en las ciudades. La manera de asimilar o en términos previos, introyectar lo

que ha pasado, determina frente a ello una saludable o patológica manera de seguir

afrontando la existencia de allí en adelante. En ese sentido, el espacio se connota como

bueno o malo si se poseen suficientes recursos personales protectores o no en sincronía con

la satisfacción de necesidades de origen biológico. Movilizar significa entonces atribuir

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significados, y como un territorio es un espacio significado, es a la vez, un espacio de

atribución de emociones, de afectos. Por lo tanto, existe también un abanico de

posibilidades: diversas connotaciones y crisoles, evidenciados en primer término en la

percepción de territorio al momento del acontecimiento violento, la posterior repercusión

en la familia y la subsecuente configuración comunitaria de lo que ha pasado en el lugar.

Todo ello, potencialmente peligroso para la consecución de bienestar o como principio de

oportunidad para una resignificación afectiva apropiada. De suyo, el cuerpo, propiedad del

sujeto cogitante y computante como diría Morín, por medio de sus asociaciones adquiere

lugar y es por ello, territorio entre los territorios.

De todo lo anterior, el escalamiento más alto a nivel de territorialización de las víctimas con

respecto a los hechos victimizantes, está precisamente y de modo paradójico, en un

territorio indistinto, es decir, sin una espacialidad específica, pero atiborrado de

significados sobre la vida, la subsistencia (como proceso de existencia forzada), la calidad

de las relaciones interpersonales ahora implementadas, y en sentido general, sobre su

cotidianidad, la cual ya no es igual. Todo este investimiento, entendido en un sentido de

movilización de afecto, viene a ser, como se ha dicho anteriormente, positivo o negativo

dependiendo de los símbolos impuestos sobre cada una de las esferas. Así, el territorio que

se afecta desde una percepción inicial, hasta una acción visible sobre los cuerpos, termina

por abarcar una noción de territorio global, es decir, toda una renovación de las víctimas

con respecto a lo que se entiende ahora por ello. Las prácticas no son las mismas, las

identidades han sufrido cambios, y sobre todo, las velocidades de locomoción en ese

espacio (las libertades) se han visto afectadas. Por eso, sea cual sea el lugar, el mismo

geográficamente o uno completamente nuevo, es indistinto en cuanto a su espacialidad

material, considerando que lo que prima es la simbolización efectuada sobre las nuevas

prácticas que los sujetos se ven obligados a realizar y que para ellos determina casi como

un vacío en aras de ser llenado de nuevo.

El tránsito, entre una escala y otra, cuya especificidad individual es denotada por las

hegemonías impuestas en términos de desigualdades de poder, teniendo en cuenta sobre

todo que las migraciones y los cambios de actividad cultural y económica por lo general

vienen impuestos desde afuera, esto es, desde dinámicas territoriales inmersas en lógicas de

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guerra (cambio de cultivo, de lo rural a lo urbano, de la pequeña producción a la

informalidad), implica movilidades varias. Las victimas transitan por la demanda de ayuda

estatal, la itinerancia espacial que muchas veces implica recorrer grandes distancias del país

o la separación familiar, abarcando múltiples mecanismos: recorridos colectivos, recorridos

individuales, desplazamientos a pie, en transportes informales por la ausencia de recursos,

transporte formal, cambio de residencia al interior del lugar habitado o hacia espacios

distintos; mismos que bien pueden ser indistintos (nunca antes conocidos) o distinguidos.

De ésta manera, los limites están dados aquí a razón de intensidad afectiva en términos de

sufrimiento y de representación, así como de rangos de colectividad (el individuo, la

familia, la comunidad, el lugar de asentamiento o reasentamiento). Así, una movilización

afectiva da lugar a la siguiente, y esto, a una evolución no-lineal en cuanto a la manera de

habitar. Se trata pues, de un reconocimiento del espacio a partir de la victimización y una

concepción de las prácticas a desarrollarse allí, lo que viene a denotar la frontera en

movimiento con respecto al conflicto armado en el departamento.

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Anexo: Gráfica de escalas de territorialización del problema.

Percepción inmediata del hecho victimizante en relación al territorio

Afectación territorial de la familia nuclear

Afectación de los remanentes simbólicos de la comunidad (sustento económico y prácticas culturales)

Municipio (Quindío), barrio o vereda receptora de la población victimizada

(incluyendo el mismo territorio entendido simbólicamente de otra manera

cuando no ha habido desplazamiento)

Salud mental comunitaria, familiar e individual de víctimas y terceros.

Territorio indistinto (sin espacialidad específica) afectivamente investido por significados sobre la vida, la subsistencia, la calidad de las relaciones interpersonales y la cotidianidad. En sentido negativo o positivo dependiendo de la construcción simbólica.

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Referencias bibliográficas

Freud, S. (1923). El yo y el ello. Obras completas. Tomo XIX. Buenos Aires: Amorrortu editores.

Giménez, G. (2000). Territorio, cultura e identidades. En Rosales Globalización y regiones en México.

Lacan, J. (1953). Discurso de roma. En Función y campo de la palabra. Escritos I. Buenos Aires: Siglo XXI.

Morín, E. (2003). El Método 5. La humanidad de la humanidad, Madrid: Cátedra.

Morín, E. (1990). Introducción al pensamiento complejo. Barcelona: Gedisa.

Santos, M. (2000). La naturaleza del espacio. Barcelona: Editorial Ariel.

Velásquez, J.F; [et al.]. (2008). Conflicto armado: memoria, trauma y subjetividad. Medellín: La Carreta Editores, Nueva Escuela Lacaniana NEL.