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ENSAYOS Y NOTAS MISTICOS EN LOS SIGLOS XVI y XVII. EL PROBLEMA DE LA PALABRA* Michel de Certeau Una configuración mística “moderna” A partir del siglo XIV, el tejido social del medioevo se desintegra. Transformaciones de todo tipo sacuden el paisaje de la civilización occidental: una burguesía co- merciante y técnica comienza a reorganizar el espacio social; una economía de la productividad sustituye pau- latinamente el orden cósmico anterior; las experiencias subjetivas, singulares, a menudo solitarias e inquietas en medio de un universo en mutación, escapan a la órbita de los marcos sociales y de las instituciones religiosas o políticas; la Reforma, el descubrimiento del Nuevo Mun- do, la invención de la imprenta, los inicios de la ciencia moderna, la aparición de los nacionalismos, cambian la relación de una sociedad consigo misma. Se derrumba un universo; se levanta otro. Por doquier se oye el estrépito de las ruinas y el sonido de las obras. Los períodos de crisis y mutaciones son momentos idóneos para la mística, que es.un retomo .a las:cuestiones radicales de la existencia, cuando se replantean los pun- tos de referencia y las grandes opciones defina sociedad. Durante la llamada época del Renacimiento .(que'es pre- ciso extender desde fines del .siglo .XIII al; segundo tercio del siglo XVII) se forma un • “país”, místico, vasta xed que, a lo largo y a lo ancho de Europa, tiene sus propios mo- # Versión castellana de Pastora Rodríguez Aviñoá.

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ENSAYOS Y N O TA S

M ISTICOS E N LOS SIGLOS XVI y XVII.

EL PROBLEMA DE LA PALABRA*

Michel de Certeau

Una configuración mística “moderna”

A partir del siglo XIV, el tejido social del medioevo se desintegra. Transformaciones de todo tipo sacuden el paisaje de la civilización occidental: una burguesía co­merciante y técnica comienza a reorganizar el espacio social; una economía de la productividad sustituye pau­latinamente el orden cósmico anterior; las experiencias subjetivas, singulares, a menudo solitarias e inquietas en medio de un universo en mutación, escapan a la órbita de los marcos sociales y de las instituciones religiosas o políticas; la Reforma, el descubrimiento del Nuevo M un­do, la invención de la imprenta, los inicios de la ciencia moderna, la aparición de los nacionalismos, cambian la relación de una sociedad consigo misma. Se derrumba un universo; se levanta otro. Por doquier se oye el estrépito de las ruinas y el sonido de las obras.

Los períodos de crisis y mutaciones son momentos idóneos para la mística, que es.un retomo .a las:cuestiones radicales de la existencia, cuando se replantean los pun­tos de referencia y las grandes opciones d e fin a sociedad. Durante la llamada época del Renacimiento .(que'es pre­ciso extender desde fines del .siglo .XIII al; segundo tercio del siglo XVII) se forma un • “país”, místico, vasta xed que, a lo largo y a lo ancho de Europa, tiene sus propios mo-

# Versión castellana de Pastora Rodríguez Aviñoá.

vimientos sociales (los grupos espirituales), sus héroes (los “santos”, como se decía, o místicos), sus teorías (innum e­rables “teologías místicas’), sus modos de circulación (una sarta de intercambios escritos u orales). Se trata de una configuración histórica propia. Desde entonces, todas las aventuras “místicas” se refieren a este conjunto que va de Hadewijch d’Anvers (siglo XVIII, Países Bajos) a Angelus Silesius (siglo XVIII, Silesia) o a Madame Guyon (siglo XVII, Francia) y que comprende a las más grandes figuras de la mística italiana (Catalina de Siena, Catalina de Genes, Magdalena Passi, etc), espa­ñola (Teresa de Avila, Juan de la Cruz, Luis de León, Juan de Avila, etc.), francesa (Bérulle, Benoit de Canfeld, Surin, etc), inglesa ( The Cloud of Unknowing) o ale­mana (Suso, Tauler, Jacob Boehm, Arnold, etc.). Esta experiencia que ha llegado hasta nosotros bajo la forma de una literatura “mística” presenta un cierto número de caracteres comunes:1.— En duración, corresponde a la profesionalización de la teología, que va acompañada de una ruptura creciente entre una elite técnica y los medios populares. Constitu­ye su contrapunto. Mientras que los problemas funda­mentales de la existencia, (que son todavía los de la fe) se convierten en tema de especialistas (los teólogos), los “espirituales” o místicos rehúsan esta apropiación de lo esencial por parte de los clérigos. Dirigen su atención a la cultura ordinaria y al lenguaje común, desarrollando una problemática del pobre, del niño, del loco. Forman movimientos antiintelectuales, anti-elitistas y a menudo anti-institucionales con miras a llevar a todos los problemas que son de todos. De ahí la bien conocida historia del “iletrado” que sabe más que el especialista.2.—Dado que se articula al deseo del Otro, la mística presta un lugar esencial a la diferencia sexual y a la expe­riencia amorosa. Aun obedeciendo reglas y elaborando una ciencia propia, se centra en lo que eliminan los técnicos del saber: la relación personal, la pasión, el deseo, las

desazones y sorpresas del amor. Es asimismo la teoría. Rasgo significativo: mientras los hombres dominan la teo­logía, las mujeres, “Amantes de Dios”, son las Amazonas y las pioneras de la mística: representan el deseo en fe­menino.

3.—A diferencia del saber que trata de independizarse de las personas y que se juzga únicamente según el valor de sus enunciados, la mística se basa en una experiencia exis- tencial; busca transformar la vida 'prácticase ocupa de las comunicaciones personales; toma como decisivos to­dos los mudos lenguajes del cuerpo. La sinfonía de los sentidos entra en juego en el conocimiento del otro. El cuerpo se convierte en el teatro del amor. Se ve alterado por el placer o por la ausencia: es el libro en el que se leen las llegadas y las partidas del “Amado”.

4.—Finalmente, por medio de innumerables tratados so­bre la oración o sobre la relación, serrata de saber si al­guien habla según las cosas o según el lenguaje, y de sa­ber quién habla y a quién. La cuestión esencial no es tanto la verdad o falsedad de las proposiciones y del dis­curso sino la posibilidad de dirigirse a alguien o de escu­charlo. Por ejemplo, San Juan de la Cruz define al Espí­ritu, que es el meollo de la vida mística, como “el que habla”. Tener una experiencia “espiritual” significa en­trar en una comunicación que “habla”, es convertirse en un sujeto hablante, es nacer o renacer de una palabra.

L a t r a d i c i ó n h u m i l l a d a

Una situación social

La literatura mística define primero una topografía. En la Europa moderna tiene sus lugares privilegiados: regiones, categorías sociales, tipos de grupo, formas de tra­bajo, y, más aún, modos concretos de relaciones pecuniarias (mendicidad, fondos comunitarios, comercio, etc.), se­xuales (celibato, viudez) y de poder (gratitud a los bienhe­

chores, responsabilidades eclesiásticas, pertenencias fami­liares y políticas, etc.)* Antes de nada es necesario pre­guntarse qué constantes aparecen de los datos provistos por los trabajos que salen de un sueño “ahistórico” o de una historia puramente ideológica. Me detendré en algu­nos elementos relativos al lugar de los místicos, más con- cretamento a sus orígenes y situación social. En los si­glos XVI y XVIII, en la mayoría de los casos pertenecían a regiones y a categorías en vías de recesión socio-econó­mica, desfavorecidos por el cambio, marginalizadas por el progreso o arruinadas por las guerras. Este empobreci­miento trae a la memoria un rico pasado perdido. Lleva hacia el mundo de la utopía, del sueño o de la escritura las aspiraciones ante las que se cierran las puertas de las responsabilidades sociales. Goldmann, a propósito de Port- Royal, trataba de explicar la espiritualidad jansenista por la situación de sus autores, leguleyos paulatinamente des­pojados de sus atribuciones anteriores. El hecho (que no constituye una explicación) se constata asimismo en el mismo período entre muchos místicos franceses, vincula­dos por la familia a la decadencia de la pequeña no- >eza provinciana del suroeste (tales como Surin o La- icdie), a la pobreza de los hidalgos pueblerinos, a la de­

valuación de los “oficios” parlamentarios, v sobre todo “a un ambiente de aristocracia mediana, rica en vitalidad y necesidades espirituales pero de una utilidad y servicio :ocial reducidos, o bien, en los albores del siglo, a los fra­casos de los partidarios de la Liga” ( l ) (tales como los Acarie) o a los de los emigrados (como el inglés Benoit de Canfeld). La misma geografía de pertenencias, con excepción de los parlamentarios, se encuentra entre los ermitaños. Aparte de algunos místicos en vías de promo­ción (como el intendente René d’Argenson), la mayoría, incluso Marguerite-Marie Alacoque, se sitúa en los ambien-

1 En tiempos de Enrique II de Francia.

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tes o “partidos” en retirada. Los reflujos parecen dejar al descubierto las playas donde florece la mística.

En la España del siglo XVI, Teresa de Avila perte­nece a una hidalguía desprovista de cargos y bienes, Juan de la Cruz, enfermero en los hospitales de Salamanca, a una aristocracia arruinada y desclasada. Pero más que la jerarquización social, cuenta la discriminación étnica, la raza. Ahora bien, próximos a la tradición marrana (la de los gespaltete Seelen, almas divididas, vidas separadas, que instaura una interioridad escondida), los “cristianos nuevos”, conversos cuyo rostro cristiano continúa siendo pa­ra sus contemporáneos la máscara. del excluido, son nu ­merosísimos entre los alumbrados. Representan las fi­guras más excelsas: Melchor, los Cazalla, los Ortiz, etc., y muchas beatas. Vedados de ciertas órdenes (jerónimos, benedictinos), sospechosos para los dominicos, esos “me­nospreciados” se convierten en los grandes franciscanos espirituales (Diego de Estella), agustinos (Fray Luis de León), jesuítas (Laínez, Polanco), carmelitas (el abuelo de Santa Teresa se había convertido al judaismo y fue obligado a abjurar en 1485). De Juan de Avila (que hace de la universidad de Baeza el refugio de los “cristia­nos nuevos”) hasta Molinos, una extraña alianza articula la palabra “mística” con la sangre “impura”. De hecho, el reencuentro en ellos de dos tradiciones religiosas, la una reprimida e interiorizada, la otra pública pero distendida por su mismo éxito, permitió a los cristianos nuevos el ser en gran parte los creadores de un discurso nuevo, libera­do de la repetición dogmática, a semejanza de lo que pasó en Alemania en el siglo XIX con la adopción masiva de la cultura alemana por los judíos que permitió inno­vaciones teóricas y una excepcional productividad intelec­tual, resultado de la diferencia mantenida en el ejercicio de una lengua común.

En Alemania, la mística del siglo XVII es también el resultado de hombres provenientes de una nobleza ru­

lo?

ral empobrecida (J.T . von Tschech, A. von Frankenberg, F. von Spee, Catharina von Greiffenberg, . J. Scheffler alas Angelus Silesius, e incluso Daniel Czepko por su medio ambiente laboral) o de un pequeño artesanado urbaso (J. Boehme, Q. Kuhlmann, J.G. Gichtel, J.L. Gifftheil, etc.), es decir, los dos grupos más desfavorecidos por el pro­greso de otras categorías (sobre todo la burguesía urbana). Su decadencia va acompañada de una independencia más grande respecto a las autoridades religiosas, y de una ne­gación del orden nuevo. Silesia, tierra privilegiada de místicos (Boehme, Frankenberg, Czepko, Silesius) era, en el este del imperio, la provincia más castigada por la Guerra de los Treinta Años (entre 60 y 70% de pérdidas), y a la que agobiaba el deterioro social de la condición campesina, la competencia económica de Polonia y Cur- landia, la enajenación política de sus derechos bajo Car­los VI. Sectas, teosofías y místicos proliferan en ese país desheredado por la historia.

Esta topografía, que no puede sistematizarse ni federa- lizarse, indica puntos de desequilibrio particular y de for­mas de desapropiamiento. En una sociedad donde reina la ideología de la estabilidad, donde salir de su “estado” no es nunca bueno, la regresión social y familiar es una señal de decadencia. Perjudica un orden vivido como lucha contra una pérdida incesante en relación a los orígenes. Es incapaz de proteger la herencia en contra del des­gaste del tiempo. Una tradición se aleja: se transmuta en un pasado. Esto es lo que experimentan, más que otros, esos grupos convencidos de que se acerca un fin. Sus extremos se mueven entre el éxtasis y la rebelión campesi­na. Las garantías que “poseían” legadas por las generacio­nes anteriores se disgregan, dejándolos a su suerte, sin bienes heredados y sin seguridad ante el porvenir, re­ducidos a ese presente desposado con la muerte. Con­trariamente a lo que se haya podido decir, el presente no es ese lugar peligroso que la seguridad frente al porvenir

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y las adquisiciones del pasado les haría olvidar; es el escenario exiguo ¿onde se representa su fin escrito en los hechos (una ley), y la posibilidad de un nuevo comienzo (una fe). Su presente no es sino un exilio.

Si los místicos se encierran en el círculo de una “na­da” que puede ser “origen”, se debe en primer lugar a que se hallan acorralados por una situación radical que to­man en serio. La señalan en sus textos no sólo por la re­lación que mantiene una verdad innovadora con el dolor sino, más explícitamente, por las figuras sociales que domi­nan sus discursos, los del loco, del niño, del iletrado, co­mo si actualmente los héroes epónimos del conocimiento fueran los desechos de nuestra sociedad: los viejos o los emigrados.

La reforma de lo “corrupto”

Esta situación reforzaba a otra, indisociable para los creyentes de los siglos XVI y XVII: la humillación de la tradición cristiana. Dentro de la cristiandad hecha añicos, experimentan una regresión fundamental, la de las insti­tuciones del sentido. Presencian la descomposición de un mundo sagrado, es decir, un exilio. Son expulsados de su tierra por la historia que la degrada. Super fhimina Babylonis: temática, indefinidamente repetida, de un due­lo que no consuela la embriaguez de nuevas ambiciones. Ahí también falta una permanencia referencia!. Las igle­sias y las Escrituras se hallan igualmente corrompidas. Deterioradas por el tiempo, empañan la Palabra cuya presencia deberían representar. Por supuesto, señalan todavía su lugar, pero en forma de “ruinas”, esa palabra que obsesiona el discurso de los reformistas. Indican asi­mismo los lugares dónde esperar ahora un nacimiento de Dios al que es preciso distinguir de todas sus señales, conde­nadas al deterioro, y al que no le afecta el paso del tiempo puesto que está muerto. Nacimiento y muerte: los dos polos

ríe la meditación evángelica entre los místicos. Además no rechazan las ruinas que los rodean. Allí se quedan. Allí se van. Gesto simbólico, Ignacio de Loyola, Teresa de Avila y muchos otros quisieron entrar es un orden “corrom­pido”, no por gusto de la decadencia, sino porque esos luga­res descompuestos, representativos de la situación dramática del cristianismo contemporáneo, les señalaba, a semejanza del portal de Belén, dónde buscar la repetición de una sor­presa instauradora. Es más, impuesta por las circunstan­cias, pero querida, buscada como prueba de la verdad, la solidaridad con una miseria histórica y colectiva indica el lugar del “padecer” místico, “herida'” indisociable de un malestar social.

Indudablemente hay que vicular esta experiencia religiosa y social al movimiento que impulsó a eruditos y teólogos “espirituales” hacia testigos que humillaban su talento: sirvientes, pastores, aldeanos. Personajes reales o ficticios, son las peregrinaciones de una “iluminación” distinta. Mientras los eruditos constituyen islotes científi­cos a partir de los cuales rehacen el escenario mundial, esos intelectuales convertidos en “bárbaros” atestiguan el desarrollo de su saber ante la desdicha que alcanza a un sistema de referencias; tal vez admitan también una trai­ción de los clérigos. Entran completamente en el pensa­miento que consolaba a Occam: promissum Christi per párvulos baptizatos posse salvari. Al igual que Berulle subiendo al cuarto de una sirvienta, esos reyes magos van a los “humildes” a oir lo que todavía habla. U n saber de­ja a sus “autoridades” textuales para mudarse a la exé- gesis de voces ' salvajes”. Produce las innumerables biogra­fías de pobres “muchachas” o de “iletrados ilustrados” que constituyen un fondo importante de la literatura espiri­tual de la época. Una tradición asimismo humillada, tras haber ejercido una magistratura de la razón, espera y re­cibe de su otro las certezas que se le escapan.

U n a P r o b l e m á t ic a d e l a C o m u n ic a c ió n :

Los C u e r p o s P a r l a n t e s .

Fundar lugares

Es preciso adoptar una visión más amplia, evocar al menos la inestabilidad socio-política y la fragmentación de los marcos de referencia, a fin de situar el proceso que substituye lentamente a las unidades nacionales políticas en la cristiandad dividida y que miniaturiza en sectas,*'retiros” y comunidades “espirituales” la organización social de creencias universales. En efecto “el momento maquia­vélico” (H.A.A.- Pocock) y “la invasión mística” (H . Bre- mond) coinciden. La tarea de construir un orden en me­dio de los azares históricos (la cuestión de una razós po­lítica) y la búsqueda por oir en el lenguaje descompuesto del mundo la Palabra vuela inaudible (la cuestión del sujeto espiritual) nacen al mismo tiempo de la desarti­culación del lenguaje cósmico y del Locutor divino. Esas dos restauraciones complementarias recurren, por otra parte, a la misma herencia “eclesial” de una modalidad en base a registros ya especializados, aquí en razón de estado, allá en “comunidad de los santos”. La ambición de tota - lizar sienta asimismo las bases del enciclopedismo erudito, el neo-platonismo filosófico, la poesía metafísica, la uto­pía urbanista, etc. Pero se ejerce únicamente en esferas particulares necesariamente rivales.

El gesto de separarse carece de valor como objetivo. Se trata más bien de la condición impuesta a esos proyec­tos por el desorden del que es preciso distinguirse a fin de circunscribir el lugar de un nuevo comienzo. Apare­cen de este modo una multitud de microcomos, reduc­ciones y substitutos del macrocosmos desmembrado. Les obsecionán dos imágenes bíblicas: una, mítica, del paraíso perdido, y otra, escatológica o apocalíptica, de una Jeru­salem por fundar. Desde ese punto de vista, las produc­ciones racionales — políticas o científicas— e irracionales

—espirituales o poéticas— surgen de la misma utopía, diri­gida a una “gran instauración (Ch. W ebster) que, par­cializada en sectores (la participación del mundo es la experiencia del tiempo) lleva a cada una de esas tentati­vas recapituladoras a articularse en una referencia unitaria: un origen común en la historia, una ley general de los astros y la jerarquía sagrada del poder cuyo símbolo con­tinúa siendo el rey. La mística responde, también, al deseo de “reducir todo en mío” (John W allis) que persiste en sostener las investigaciones “experimentales” bastante después del reflujo del neo-platonismo. Al igual que otras, más que algunas, la “ciencia de los santos” se en­frenta a la necesidad de conciliar contradicciones: la particulaiidad del lugar que delinea (el sujeto), y la uni­versalidad que ambiciona (el absoluto). Tal vez se de­fina por esta misma tensión que se juega en la oposición entre nada y todo, o entre “el entendimiento” (que no co­noce sino lo particular) y la “notizia” ( “universal y con­fusa”).

Tampoco sobrevivirá al gran proyecto recapitulador que tiene su última figura en la mathesis universalis y el trabajo ecuménico de Leibniz, antes de reaparecer con Holderlin y Hegel, pero fuera del campo religioso, en la Alemania romántica del siglo XIX. La mística es la anti-Babel, búsqueda de un habla común tras su ruptura, invención de una “lengua de los ángeles” ya que la de los hombres se disemina.

Hablar-oir, esa es la cuestión que circunscribe el lugar particular donde se desarrolla el proyecto universal de los “santos”.

¿Cómo hablar?

Los objetos que ocupan su discurso tienen valor co­mo síntomas. Consisten esencialmente en la oración (de la meditación a la contemplación) y la relación “espiritual” (bajo forma del intercambio comunitario o de la “direc-

ción espiritual”). Por todas partes, cual falla a colmar, la “comunicación” (la de Dios, que se establece entre santos) se centra en relatos o tratados. Se producen a partir de esa carencia. La ruptura, el equivoco y la mesotira que la pluralidad introduce por doquier apelan a la necesidad de restaurar una interlocución. Ese cólloquium será pues­to bajo el signo del Espíritu ( “el que habla”, dice Juan de la Cruz) puesto que la “letra” ya no lo permite. ¿Cómo oír lo que, en los signos hechos cosas, depende de un querer decir único y divino?. ¿Cómo el deseo en búsque­da de un tú va a calar un lenguaje que lo engaña al trans­mitir al destinatario otro mensaje o al sustituir el enuncia­do de una idea en la enunciación misma de un yo? “Es recia y trabajosa cosa en tales sazones no entenderse mi alma ni hallar quien la entienda”: como la subida al Mon­te Carmelo, los textos místicos nacen de esta “pena”, deso­lación a la espera de lo que genera un diálogo. Acaban en el poema en el que se expulsa a todos los mensajeros que no son tú:

Acaba de entregarse ya de veroNo quieras enviarmeDe hoy ya más mensajeroQue no saben decirme lo que quiero.

Esto corresponde en Angelus Silesius a la “pulsión invocante” que rechaza la Escritura, positividad opocn, del lado de una “nada” y reclama ese “esencal” de la Palabra de tú en mí: .

Die Schrift ist Schrift, sonst nichts.M ein Trost ist Wesenheit

U nd dass Gott in mir spricht das VVort der Ewigkeit (1 )

La invacatio es desde hace tiempo el primer momento del conocimiento religioso. Por ejemplo, en su Pros- logion, San Anselmo la usaba como el tiempo inicial y

1 La escritura, es escritura, no más./ Mi consolación es la esencia- ttdad/ y que Dios hable en mí palabra de eternidad.

el campo donde se desarrollaban sucesivamente una neo- mática y luego una racionalidad de la fe. Pero desde entonces ocurren nuevos fenómenos: el corpus cristiano se aleja, vivido v leído “en la distancia”, convertido en objeto de un tratamiento, ya sea lógico (por la filosofía escolásti­ca), ya histórico (por la filosofía positiva); el Dios de los nominalistas se ha desligado (por su voluntas absoluta) del lenguaje y ya no lo garantiza; el cosmos se diversi­fica al infinito dejando de ser la red de analogías que remitían a un único referente y locutor. Por consiguiente, la invocatio y el auditio fidei se aíslan. Definen un ‘ esen­cial”, como dice Angelus Silesius, que ya no se inscribe en el interior de un itinerario del conocimiento pero al lado del saber. La enunciación se distigue de la organización ob­jetiva de los enunciados. Otorga su formalidad a la mís­tica, especificada por la instauración de un lugar (el “yo”) y por las operaciones de intercambios (el espíritu), es de­cir por relación necesaria que el sujeto mantiene con las comunicaciones La “experiencia” connota esta relación. Contemporánea de la gesta que crea; junto a una histo­ricidad ilegible, el espacio “utópico” al brindar a una razón nueva el no-lugar en el que desplegar su capacidad de crear un mundo como texto, un lugar “místico” se abre al lado de saberes (pobre en bienes y en ciencia) donde se produce el trabajo escriturario que engendra el trastorno del lenguaje por el deseo del otro.

Inicialmente, este lugar no añade una nueva área a la organización de las disciplinas. Sólo posteriormente, desde fines del siglo XVII, cuando las obras hagan olvidar la interrogación que las ha suscitado, se transformarán esas escrituras en. una ciencia “aplicada” (o “práctica) de la “especulación” teológica. De hecho, el no-lugar de la locución al márgen de los contenidos objetivos confiere una diferencia entre la teoría y la práctica, pero se trata de saber si es que se puede y cómo-practicar el lenguaje que es verdadero en teoría, tratar con Dios los enunciados que hablan de él conversar de tí a mí con el otro o con

otros, oir (.Audi, filia') los enunciados considerados ins­pirados. Se replantea la antigua narración cosmológica de la tradición teológica y bíblica en base a ciertos puntos estratégicos: 1) la capacidad presente de hablar (el acto de hablar aquí y ahora); 2) el yo que se dirige a un tu (la relación interpersonal; 3) los convenios por establecer entre interlocutores (presupuestos y contratos del discur­so); 4) manifestación lingüística de la actividad alocucio- naria (de ahí el privilegio otorgado por los textos místi­cos a los elementos *'‘indicíales”, o sea, pragmáticos o sub­jetivos de la lengua. Esos puntos dependen de la enun­ciación. La “'experiencia” mediante la cual las escrituras místicas se definen tiene como características esenciales, de una parte, el ego que es precisamente “el centro de la enunciación .............

No se trata, como lo hace la teología, de constituir un conjunto particular y coherente de enunciados organi­zados según criterios de “verdad”, y no más, como lo ha­ce la teosofía entonces, de dejar el orden violento del mun­do expresarse a sí mismo en una narraicón (que resta to­da pertinencia a la experiencia personal), sino de tra­tar el lenguaje común (y no de los sectores técnicos) en base a la interrogación que cuestiona la posibilidad de ésto de transmutarse en una red de alocuciones y de alian­zas presentes. Doble fisura. Una, ruptura inicial, sepa­ra del dicho (lo que ha sido o es enunciado) el decir (el acto de hablarse). La otra, producida por el trabajo “espiri­tual” traspasa la compactibilidad del mundo para convertir­lo en un discurso dialogal: tu y yo buscándose en el espesor del mismo lenguaje.

¿A dónde te escondisteAmado y me dejaste con gemido? •

fdos términos cuya diferencia vuelta a encontrar y mante­nida, se perderá en la relación que. los sustenta).

De ahí surgen un cierto número de dispositivos. Análogos a los signos linguísticcs de Ir. enunciación, no remiten a un objeto o a una entidad (no son referenciales

y carecen de una función denominativa) sino a la distan­cia misma del discurso. El “yo”, forma “vacía”, declara solamente el locutor. Es un “lugar” (M . Serres) que guarda una analogía con ]a fragilidad del lugar social o la incertidumbre de los referentes institucionales. La cuestión tratada no es del orden de Ja 'competencia”. Se enfoca al ejercicio del lenguaje, a una “actuación”, y por ende, en sentido estricto, a la “conversión de la lengua en discurso”. Entre los elementos que, en los textos místicos, atañen a la enunciación, me limitaré a citar sólo tres ejem­plos, pero decisivos. Se refieren a los preámbulos del dis­curso (una ruptura instauradora de contratos), su estatu­to (un lugar donde habla el Espíritu) y su figuración en el contenido (una imagen del “yo”). Sobre esos tres mo­dos —las convenciones a restaurar, un. lugar de locución a establecer, una representación a narrativizar— se repite la relación de un lenguaje tradicional con su posibilidad de ser hablado y, más fundamentalmente, la relación del significante con la constitución del sujeto: ¿existimos por rabiar al otro o prque el otro nos habla?.

El rasgo esencial es el esfuerzo para determinar las elecciones que posibilitan los “contratos enunciativos”. A falta de poder suponer el cosmos recién vivido como un reencuentro (lingüístico) del locutor divino y de los cre­yentes que responden, es necesario producir las convencio­nes que van a circunscribir los lugares donde se “oye” y donde “se le oye”. Una parte esencial de la mística trata de explicar y obtener las condiciones en las cuales se puede “hablar a” o “hablarse”. Es preciso asegurarse un “circunstancial”. Los místicos, en este punto comparables a los juristas, ocupados en edificar la lista más completa posible de situaciones y destinatarios que proporcionarán a un trámite un funcionamiento “acertado” (cf. Austin) emprenden una política de la enunciación. Esta “políti­ca”, a la manera de la retórica contemporánea, elabora las reglas de operaciones que determinan el uso relacional de

no

una lengua incierta de lo real. Reestructura de este mo­do los lugares de comunicación social donde se deshaceo-la estabilidad ontológica de las relaciones entre las cosas y las palabras. Es obvio que no se halla dictada por un “querer persuadir” político, sino por un “querer oir” espi­ritual (distinción que, por otra parte, no es tan clara). En los dos casos, sin embargo, una proliferación de “mé­todos” genera y garantiza los tipos de intercambio, tales como son, para Teresa de Avila, la comunidad o compa­ñía, la relación con la autoridad o “dirección espirituar, y la oración o coloquio con Dios. Las prácticas construyen los lugares enunciativos ( “fundaciones o “retiros”.

El establecimiento de esos espacios dialogales obecede a una primera regla, esencial que tiene valor de condición de posibilidad. Tiene forma de restricción exclusiva (no. . . más que. . . ) : la relación no tolera más que personas ente­ramente resueltas. Todo se juega en un volo, raya sin la cual no hay palabra. Este presupuesto señala el destinata­rio requerido: “no me dirijo más que a los. . dice el místico, o: “Dios no habla sino al que. . . ” De Juan de la Cruz a Surin, se exige por doquier esta “convención”. Clausura: recorta una circulación y una cincunscripción en el lenguaje. Ese postulado invierte el del discurso apo­logético o predicador, sostenido por la convención (también lo es) que atribuye a los enunciados un valor autónomo que les permite superar las diferencias entre grupos. El umbral que crea se halla especificado en un verbo volitivo: "volo. “No yo quisiera. . . sino: yo quiero”, precisa el Maestro Eckhart. Tres siglos y medio más tarde, Surin requiere asimismo un interlocutor, “el primer paso”: una voluntad determinada o no rehusar nada a Dios”, y esto “de repente”, aunque sostenga, al gual que Eckhart, que el “querer hacer” no es idéntico a la “posibilidad de hacer”. Ese volo no implica un objeto preciso; es a la vez nihil vo­lo ( “nada quiero”) y “yo no quiero sino a Dios” (a saber, “que Dios” vele por mí”). En otras palabras, “es preciso formar el deseo “ligado a nada”.

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