Entrevista Anatxu Zabalbeascoa - Alvaro Siza

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Anatxu Zabalbeascoa. 2 OCT 2011 Álvaro Siza es de los escasos arquitectos capaces de combinar mano de escultor y conciencia social. Su mensaje: ni lo creativo tiene que ser extravagante, ni lo social, duro. Más allá de reconstruir el Chiado lisboeta tras el incendio de 1988 y de levantar edificios en Alemania, Holanda o Corea, ha trabajado mucho en España. El Centro de Arte Gallego o el rectorado de la Universidad de Alicante precedieron a la ampliación del eje Prado- Recoletos en el que trabaja. Tras más de 50 años de profesión, asegura que la arquitectura no debe ser arrogante. ¿Qué la hace arrogante? Ignorar donde está trabajando. Uno no está solo. Hay tramas de relaciones humanas. Continuarlas es la razón de ser de la arquitectura. Eso no quiere decir que la arquitectura deba ser prudente. Pero lo que traiciona el contexto es arrogante ¿Últimamente se ha construido demasiada arquitectura arrogante? Así ha sido. Pero no ligo la condición de arrogante a la arrogancia de quien la hace. A veces se trata simplemente de incompetencia. Frente a la arrogancia, sus edificios quieren ser tranquilos. No me gustaría que se entendiera que creo que la arquitectura debe generar solo lugares de reposo. Debe ofrecer abrigo y reposo, pero también, un lugar de convivencia. Trabajar durante la dictadura de Salazar en un segundo plano, sin hacer ruido, ¿marcó su arquitectura? Marcó las restricciones en el acceso al trabajo, a la formación y al aprendizaje. Pocos arquitectos podían realizar obra pública institucional. ¿Debían ser afines al régimen? Bueno... tenías que ser aceptado por el régimen. Querían hacer una arquitectura nacional con referencias a lo que para ellos era la arquitectura portuguesa, como si hubiera una tradición, porque, aunque Portugal es un país pequeño, había y hay muchas arquitecturas. Se pretendía dar al exterior una imagen falsa, pero homogénea. No era la única mentira. La ideología prefería mantener un país pobre conformado, y así, consentían la emigración para evitar conflictos sociales. ¿Hasta qué punto su arquitectura es biográfica? Pienso en la enfermedad que tuvo de niño, que lo obligó a vivir con sus abuelos. ¿Allí se acostumbró a enmarcar los paisajes con las ventanas? Sí, pero también hay otros aprendizajes. Esa de niño fue una experiencia que me hizo pensar la casa y su relación con el exterior. Yo no estaba autorizado a salir. Tuve que permanecer encerrado dos meses, y eso me obligó a mirar por la ventana. La arquitectura debe ofrecer abrigo, reposo y un lugar de convivencia ¿Qué enfermedad tenía? Yo tenía, todos teníamos entonces, una "primera infección", la antesala de la tuberculosis. Todavía no había antibióticos y la única posibilidad de recuperación era el reposo absoluto. Total, que estaba en un pueblo muy pequeño. Y me acercaba a la terraza para tomar aire. Desde allí se veía un paisaje maravilloso. La falta de desarrollo se traducía allí en la falta de deterioro del paisaje. El pueblo era un pueblo

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Entrevista realizada por la periodista Anatxu Zabalbeascoa al arquitecto portuguén Álvaro Siza

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Anatxu Zabalbeascoa. 2 OCT 2011

Álvaro Siza es de los escasos arquitectos capaces de combinar mano de escultor y

conciencia social. Su mensaje: ni lo creativo tiene que ser extravagante, ni lo social, duro.

Más allá de reconstruir el Chiado lisboeta tras el incendio de 1988 y de levantar edificios en

Alemania, Holanda o Corea, ha trabajado mucho en España. El Centro de Arte Gallego o el

rectorado de la Universidad de Alicante precedieron a la ampliación del eje Prado-

Recoletos en el que trabaja. Tras más de 50 años de profesión, asegura que la arquitectura

no debe ser arrogante.

¿Qué la hace arrogante? Ignorar donde está trabajando. Uno no está solo. Hay tramas de

relaciones humanas. Continuarlas es la razón de ser de la arquitectura. Eso no quiere decir

que la arquitectura deba ser prudente. Pero lo que traiciona el contexto es arrogante

¿Últimamente se ha construido demasiada arquitectura arrogante? Así ha sido. Pero no

ligo la condición de arrogante a la arrogancia de quien la hace. A veces se trata

simplemente de incompetencia.

Frente a la arrogancia, sus edificios quieren ser tranquilos. No me gustaría que se

entendiera que creo que la arquitectura debe generar solo lugares de reposo. Debe ofrecer

abrigo y reposo, pero también, un lugar de convivencia.

Trabajar durante la dictadura de Salazar en un segundo plano, sin hacer ruido, ¿marcó

su arquitectura? Marcó las restricciones en el acceso al trabajo, a la formación y al

aprendizaje. Pocos arquitectos podían realizar obra pública institucional.

¿Debían ser afines al régimen? Bueno... tenías que ser aceptado por el régimen. Querían

hacer una arquitectura nacional con referencias a lo que para ellos era la arquitectura

portuguesa, como si hubiera una tradición, porque, aunque Portugal es un país pequeño,

había y hay muchas arquitecturas. Se pretendía dar al exterior una imagen falsa, pero

homogénea. No era la única mentira. La ideología prefería mantener un país pobre

conformado, y así, consentían la emigración para evitar conflictos sociales.

¿Hasta qué punto su arquitectura es biográfica? Pienso en la enfermedad que tuvo de

niño, que lo obligó a vivir con sus abuelos. ¿Allí se acostumbró a enmarcar los paisajes

con las ventanas? Sí, pero también hay otros aprendizajes. Esa de niño fue una experiencia

que me hizo pensar la casa y su relación con el exterior. Yo no estaba autorizado a salir.

Tuve que permanecer encerrado dos meses, y eso me obligó a mirar por la ventana.

La arquitectura debe ofrecer abrigo, reposo y un lugar de convivencia

¿Qué enfermedad tenía? Yo tenía, todos teníamos entonces, una "primera infección", la

antesala de la tuberculosis. Todavía no había antibióticos y la única posibilidad de

recuperación era el reposo absoluto. Total, que estaba en un pueblo muy pequeño. Y me

acercaba a la terraza para tomar aire. Desde allí se veía un paisaje maravilloso. La falta de

desarrollo se traducía allí en la falta de deterioro del paisaje. El pueblo era un pueblo

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agrícola, y es la arquitectura la que hace el paisaje. Por tanto, el paisaje era precioso. Pero, a

pesar de eso, tras 15 días de reposo ya no soportaba verlo. Por eso, años después, evité la

tentación de crear una gran cristalera con una gran vista y preferí orientar las aberturas de

una forma intencionada, pedazo a pedazo.

¿Los clientes lo entienden? Protestan. Frente a un gran paisaje creen que hay que hacer un

gran mirador. Y yo les contesto que no, porque cansa. El paisaje no debe ser una

imposición permanente, debe ser una elección.

Fue su tío quien le enseñó a dibujar. Vivía con nosotros. Las familias eran grandes. En

nuestro caso estaba la abuela, mis padres, las hermanas y ese hermano de mi padre, que era

soltero, además de nosotros. Los escenarios eran los de una gran familia. Las cenas o las

comidas eran siempre en mesa grande. Las madres de entonces tenían más recursos que hoy

porque había siempre unas tías solteras que ayudaban en todo. Teníamos también dos

empleadas, porque por aquella época se pagaban prácticamente con la comida y nada más.

La vida era así. Las relaciones vecinales eran muy distraídas, pero limitadas también. Ese

fue el ambiente en el que crecí. Y después de cenar, cuando las mujeres se ponían a hacer

punto y mi padre preparaba sus clases..., ese tío soltero que vivía con nosotros y que era un

negado absoluto no sé por qué me sentaba a dibujar.

Creía que su padre era ingeniero. Lo era. De día trabajaba en una fábrica de azúcar, pero

por la tarde-noche daba clases en una escuela de electricistas. Los salarios eran bajos, y la

familia, grande.

¿Sus hermanos también dibujaban? Mi tío me sentaba a la mesa en cuanto se terminaba la

cena y quitaban el mantel. No me enseñó a dibujar. Pero me animó a hacerlo. Mis cinco

hermanos... el mayor se diplomó en Medicina. Era deportista, jugaba al baloncesto, y luego,

en un estúpido accidente, murió. Justo había terminado Medicina, y, claro, eso marcó

mucho a la familia. El que va detrás de mí es ingeniero. Y luego van mis hermanas, la que

es monja y la que estudió filosofía.

¿Fue una familia religiosa la suya? En aquellos tiempos todos éramos religiosos... [se ríe]

pero la versión practicante eran las mujeres. Sobre todo las tías solteras. Los hombres... el

domingo, para acompañar a la mujer. Pero durante la homilía salían a fumar un cigarro...

Siza lo dice fumando. En realidad, sostiene un cigarrillo apagado. No lo enciende -aunque

se le insista en que lo haga- porque la entrevistadora está acatarrada y ha tenido un ataque

de tos. Tras fumarse dos cigarrillos Gitanes deja de fumar, pero no deja el cigarrillo.

Durante una hora y media de conversación, este permanecerá entre sus dedos.

El tiempo es un gran arquitecto. Quien no cuenta con él se pierde

¿Iban a misa como un ritual? Hubiera sido un escándalo no ir a misa. Los niños también

íbamos. En mi generación fuimos hasta los 15 años. Luego empezamos también a esperar

fuera, fumando el cigarrillo, y ahí acababa la cosa.

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¿Es cierto que quiso ser cantante de ópera? Es una exageración. Sabe que de niños

queremos ser bomberos... A mi padre le gustaba mucho la ópera. Incluso estudió canto, y

durante las fiestas de Navidad, una de las tías -que era profesora de piano y daba lecciones

en casa- tocaba el piano. Y con ella, mi padre cantaba un aria.

¿Lo hacía bien? Muy bien. Yo empecé a cantar con él porque me gustaba cómo lo hacía.

Luego, en la escuela de arquitectura me ridiculizaron, porque la ópera era algo bufo y lo

intelectualmente correcto era la música clásica. Pero años después, los mismos amigos

pasaron a valorarla como arte democrático. Las cosas y las opiniones están sujetas a

momentos.

En medio de esa familia, ¿por qué decidió ser arquitecto? Porque durante algunos años

pasamos las vacaciones en España. A mi padre le gustaba mucho y, no menos importante,

un escudo valía dos pesetas. Así, la forma más económica de asegurarse unas vacaciones

era venir a España. Mi padre, que nunca condujo, alquilaba un coche y cada año

visitábamos una región.

¿Toda su infancia? Hasta que España empezó a desarrollarse y ya no pudimos continuar.

A mi padre le gustaba llevarnos a los museos. Era culto. Tenía libros de todos los clásicos

portugueses. Llegó a tener incluso un periódico, El Pelícano, que informaba sobre la vida

en Matosinhos. Él lo dirigía y tres amigos más lo producían y lo vendían. Mi padre fue un

tipo interesado por todo, pero tal vez no tanto por la arquitectura.

¿Entonces? Yo le cuento. Cuando visitábamos las ciudades, lo primero que quería ver era

el mercado. Decía que la vida del mercado daba el tono de la ciudad. De modo que cuando

pensé dedicarme a la escultura, mi padre me habló de la imagen que entonces había de lo

que era un escultor: alguien sin futuro. Sucedía que mi padre era una persona encantadora.

Así que no era cuestión de hacer la revolución y matar al padre. De modo que decidí hacer

las cosas de una forma pacífica. Entré en Bellas Artes con la idea de regresar a la escultura.

Solo que el momento en la escuela de arquitectura era muy interesante: un tiempo de

profunda renovación.

¿Por qué siempre le ha preocupado hacer vivienda social? Sucedió en abril de 1974 [la

revolución de los claveles], y eso afecta a los intereses de las personas. La escuela de

arquitectura era abiertamente crítica con el régimen. Ya en 1962, antes de Mayo del 68,

hubo una crisis académica en las universidades y muchos profesores fueron encarcelados.

La escuela tenía mucha relación con los barrios pobres del centro de Oporto que la

rodeaban. Eran viviendas obreras, levantadas en los jardines burgueses formando filas que

se llamaban islas. Eran muy pequeñas, malísimas, pero, al final del siglo XIX, el 50% de la

población de Oporto vivía en esas islas.

¿Era una manera de forzar la convivencia? No. El nombre isla está bien puesto. Ya antes

de la revolución se había decidido erradicarlas porque no cumplían condiciones de

habitabilidad. Pero eso se convirtió en una hábil operación para retirar a esas masas

"peligrosas" del centro de la ciudad. Buscaban llevarlas a la periferia, a barrios separados.

Eso destruyó las comunidades del centro. En las islas, las familias obreras tenían un

régimen habitacional muy duro. No podían tener gatos, por ejemplo. Tenían siempre a la

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policía política infiltrada, y todo eso creó una enorme revuelta. De modo que los

estudiantes de arquitectura empezaron a trabajar con esa gente. Era el momento del interés

por la sociología, que pasó a ser una disciplina universitaria en los años sesenta. Los

estudiantes ayudaron, y cuando llegó la revolución de los claveles, el terreno estaba

abonado.

Tras la revolución, el secretario de Estado de Vivienda, Nuno Portas, organizó los

cambios a partir de la semilla de los estudiantes. Se llamaba Servicio de Apoyo Local y

eran brigadas de arquitectos, juristas e ingenieros. El origen estuvo más en las manos de los

estudiantes que en las de los arquitectos. Y no fue fácil porque había muchos intereses. La

expropiación del suelo del centro había sido organizada para enviar a los obreros a la

periferia y para especular con el suelo.

¿Usted era uno de esos estudiantes? No. Yo ya era profesor y algunos alumnos, como

Eduardo Souto de Moura, me vinieron a buscar porque necesitaban un arquitecto para

firmar y dirigir el equipo. El proyecto me entusiasmó. Luego, la idea de mantener las

comunidades se extendió por todo el país. A partir de ahí se conoció en otros países la

arquitectura portuguesa.

El último Pritzker, Souto de Moura, trabajó con usted cinco años, hasta que lo echó para

que espabilara. Necesitaba su propia vida. Además, yo no tenía trabajo como para pagarle

bien porque la gente que participó en ese programa de las islas entre 1974 y 1976 quedó

marcada, absolutamente marginada, por quienes habían salido perjudicados en su ambición

de hacer negocios especulativos: propietarios, inmobiliarias y técnicos. Así que Souto se

fue. Había trabajo. Pero a nosotros nos habían sacado del mapa.

Luego le invitaron a trabajar en otros países. En España, en Alemania y en Holanda hice

vivienda social participada. Siempre me pedían casas en las que el usuario da ideas para el

diseño explicando su vida y sus necesidades. Quedé marcado como especialista en

participación social, una cosa repugnante.

¿Repugnante? Sí, porque, ¿qué es eso de especialista en participación?

Parece heroico. Arquitectos como Oscar Niemeyer no hicieron nunca vivienda social. Y

eso siendo comunista... Sí, pero yo creo que es social una ciudad que tiene detrás un

programa no solo de modernización, sino también de democratización. No es necesario

hacer siempre la vivienda que es solo una célula. Los cambios llegan con la construcción de

la ciudad. Tuve que hacer concursos porque no quería ser un especialista en vivienda social.

Tenía necesidad de experimentar otros programas, otra escala.

Matosinhos, la ciudad donde creció, es casi un barrio de Oporto. Oporto tiene un millón

de habitantes y las ciudades se han ido añadiendo formando un continuo urbano. Lo que

desarrolló Matosinhos fue la arquitectura y la pesca, porque el puerto fluvial de Oporto se

trasladó a un nuevo puerto pesquero artificial allí. Así, durante la II Guerra Mundial, se

enriqueció mucho con fábricas de conservas que enviaban latas hacia los dos frentes,

porque Portugal se mantuvo neutral, como Suiza. Luego, esos mismos empresarios de la

pesca empezaron a explotar el wolframio. Con eso se hicieron las grandes fortunas de allí.

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¿Y cómo las gastaron? Las hicieron en poco tiempo y las gastaron en menos. La ciudad

creció mucho. Aumentó la población y el puerto se convirtió en el primero en pesca de

sardina hasta que comenzó la decadencia por la competencia con Marruecos. Hoy solo

queda una fábrica de conservas, pero había una calle entera...

¿Siente nostalgia? ¿Le preocupan los cambios? Sí. Nos creímos modernos porque tiramos

el tranvía a la basura para dejar pasar a coches y autobuses. Fue un error. El tranvía regresó

tímidamente. Pero hoy es una alternativa limpia.

¿Su relación con la ciudad era mejor cuando era niño que la que han tenido luego sus

hijos? En ciertos aspectos hemos perdido. En otros, vivimos mejor. Hay más

equipamientos. Para los estudiantes existe ese programa Erasmus, que es de las pocas cosas

buenas que hizo la Comunidad Europea.

¿Es crítico con Europa? El valor de las cosas aflora en los momentos difíciles. Hoy, las

relaciones de vecindad y de la calle se han perdido. Están en fase de transición y vivimos de

manera primaria, en condominios cerrados al barrio que son una plaga para las ciudades,

para las personas y para los niños también. Por eso no es posible todavía hablar con

esperanza de las ciudades.

Su hijo Álvaro es arquitecto. ¿No trabaja con usted? Quiso ser independiente. Y lo

entendí. Si eres hijo de un arquitecto conocido, con razón o sin razón, tienes problemas.

Tiene talento y hoy es difícil acceder a trabajos. Así que a veces me gustaría decirle: vente.

Pero no quiere. Aun así, ha quedado contento con algunos proyectos y le dieron dos

premios en Rusia.

Usted perdió a su mujer, María Antonia Marinho Leite, en 1973. ¿La dedicación a la

arquitectura ha sido un refugio? No lo creo. Pero claro que fue un trauma muy grande y

tal vez eso me empujara hacia una mayor concentración. No sé. Prefiero no analizarlo. Mis

hijos eran pequeños cuando mi mujer murió y es posible que no los haya acompañado con

la intensidad que sería necesaria. Pero estuvieron viviendo siempre conmigo.

¿Cómo hizo para criarlos? Tenía ayuda de las abuelas.

Otra vez la familia grande. Sí, pero no es lo mismo que en otras épocas porque, en

determinado momento, los abuelos tienen una experiencia de vida que ya no puede ser

traducida a otra generación. Pero ayudaron mucho. Si me tenía que ir fuera, los niños se

quedaban con una u otra abuela. Pero, claro, yo tengo la sensación de que no me

desempeñé bien respecto a su educación y compañía. Que otra opción hubiera podido ser

mejor, pero... era difícil.

Tal vez uno siempre tiene esa sensación ante los hijos, la de no haber hecho lo suficiente. Sí, sí.

En este punto, Siza enciende un cigarrillo. Voy a intentar fumar ahora dice disculpándose.

Creo que yo dejé un poco abandonado el dibujo, que siempre me apasionó, porque mi

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mujer dibujaba tan bien... Era una dibujante extraordinaria y pensé que era inútil ponerse a

dibujar a su lado. Por edad, no tuvo tiempo de madurar en el aspecto de la pintura. Tiene

algunas magníficas, pero poquísimas. Tiene sobre todo dibujo figurativo, y realizado en una

época en la que lo figurativo estaba en crisis. Incluso dentro de la escuela, donde era

reconocida por los maestros por su talento, no fue muy apoyada. Ella siempre iba a

contracorriente y también en el arte actuó a contracorriente. Por eso su gran talento no fue

reconocido hasta años más tarde, póstumamente, cuando regresó el movimiento figurativo.

¿Sigue siendo viudo? Sí. Probablemente fue un error. Tal vez para la ecuación de los hijos

hubiera sido mejor no serlo. Pero también podría haber sido peor [se ríe]. Fue una

experiencia muy dolorosa.

No ha querido construir en China ni en Dubai. ¿Razones políticas? No. Casi siempre, un

arquitecto necesita tener en su actividad cierto distanciamiento de sus opciones políticas,

con límites, para poder ejercer su actividad. No fue por eso. Las condiciones no eran

atractivas.

Entre los madrileños, sus proyectos como el eje Prado-Recoletos o la finalizada plaza

frente al Congreso tienen fama de duros. ¿Por qué tanto hormigón? Cuando uno

interviene en la ciudad siempre queda inacabado porque hay algo que hace el tiempo que

ningún arquitecto puede hacer. El tiempo es un gran arquitecto. Solo si tiene una buena

estructura organizativa, el proyecto nuevo podrá absorber las futuras intervenciones y eso

se transformará en riqueza, en la complejidad que tienen las ciudades antiguas. En cambio,

si un proyecto, de entrada, parece muy acabado, normalmente está mal. Quien no cuenta

con el tiempo se pierde.

El nuevo Museo Iberé Camargo en Porto Alegre (Brasil) es austero, pero, a la vez,

sensual y alegre. Parece como si se hubiera guardado una carta por jugar. La carta por

jugar es porque no había tenido acceso a esa carta. El acceso me lo dio trabajar en Brasil en

unas condiciones fantásticas. Un promotor inteligente, bueno, rico y buena persona formó

una comisión de amigos del pintor Iberé Camargo. Estaban muy interesados en la calidad

del edificio por amistad con el pintor y con la viuda, que todavía vive. El principal mecenas

es un industrial de Porto Alegre, un ingeniero muy entusiasta que organizó la construcción.

Ese trabajo, para mí, solo tiene un problema, y es que con los que he hecho después me ha

quedado su recuerdo.

Últimamente ha construido también en Corea, pero Souto de Moura dice que aunque

usted viaje mucho, sus proyectos son siempre portugueses. Es natural, porque la

formación deja sus marcas. Pero no quisiera eludir esa responsabilidad: trato de mantener

una relación con el lugar. Es una necesidad. Porque las máquinas y las manos que trabajan

en Corea no son las mismas que las que trabajan en Alemania o en España. El ambiente

también es muy distinto. Como decía Kennedy, uno que llega a Berlín y ve la fuerza que

tiene la ciudad, pasa a ser un berlinés.