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0 Éste es un capítulo de regalo del libro “LOS 7 CÍRCULOS” escrito por David Montalvo (www.davidmontalvo.com.mx ) Si deseas adquirir la versión completa del libro y despertar a la vida que realmente deseas haz click en el sitio www.sietecirculos.com *Tienes permiso para distribuir este capítulo de forma gratuita entre tus contactos, prospectos o suscriptores, siempre y cuando no realices ningún cambio a lo que estás recibiendo. Queda totalmente prohibido alterar cualquier parte de este documento. Este capítulo, el libro y la marca “LOS 7 CÍRCULOS” son Derechos Reservados.

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Éste es un capítulo de regalo del libro “LOS 7 CÍRCULOS”

escrito por David Montalvo (www.davidmontalvo.com.mx)

Si deseas adquirir la versión completa del libro y despertar

a la vida que realmente deseas haz click en el sitio

www.sietecirculos.com

*Tienes permiso para distribuir este capítulo de forma gratuita entre tus contactos,

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DAVID MONTALVO

LOS 7 CÍRCULOS

Despierta a la vida que

realmente deseas

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LOS 7 CÍRCULOS

Copyright ©2009 por David Montalvo

Copyright ©2009 por Ediciones Empresa y Cultura, S.A. de C.V.

INSPIRARE EDITORIAL www.grupoinspirare.com

[email protected]

1ª. Edición, Diciembre, 2009 Reservados todos los derechos. Queda

rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones

establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra, incluyendo la

portada, por cualquier medio o procedimien- to, comprendidos la fotocopia y el trata- miento informático.

Corrección y edición: Hugo Valdés

Diseño de portada: Roy Calvillo Impreso en México - Printed in Mexico

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Todos los encuentros son sagrados. - Helen Schucman

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Primer círculo: No te culpes

Desprendido de sí y de sus cosas, el corazón humilde entra en el

seno profundo de la libertad. Le tienen sin cuidado lo que

piensen o digan de él, y su morada permanente está en el reino de

la serenidad. Nada tiene que defender, porque nada posee. A

nadie amenaza y por nadie se siente amenazado.

Ignacio Larrañaga

El despertar pronto te revela dos naturalezas; una ilusoria que

sugiere un sentido de libertad atada exclusivamente a lo externo, y

otra objetiva que te llama a ser libre internamente, sin anteponer

pretextos ni condiciones.

Ajahn Lévi

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Y de pronto todo cambió. Mi vida estaba dando un giro inesperado de 180 grados. Me llamaron para darme la noticia de que papá acababa ser llevado de emergencia al hospital debido a un grave problema neurológico. Ese tipo de noticias llegan rápido y, en cuestión de minutos, con una llamada estaba frente a otras circunstancias que no imaginé enfrentar, al menos no tan pronto. Pasaron muchas escenas en mi mente. Como una película en velocidad rápida, empezaron a proyectarse los momentos vividos con papá. Recordé sus alegrías, enseñanzas, chistes, enojos, regaños. Su buen humor, atinado y preciso; su manía por devorarse cada parte del periódico antes que ninguno; sus antojos de algo “dulcecito-saladito y que fuera light”; sus preguntas sobre geografía e historia para ponernos a prueba en torno a nuestra cultura. Pero, sobre todo, su profesionalismo para ser abogado fuera de casa y ser buen padre dentro de ella. Mientras iba en el taxi camino al hospital, un cúmulo de pensamientos y emociones surgiendo de la nada taladraron mi mente. Sin embargo, una idea estaba superando a las demás: “Pocas veces en mi vida le he dicho a papá que lo quiero, que lo admiro, que le agradezco lo que soy”. Eran sentimientos encontrados. Los minutos se hacían eternos. Por un lado, la ansiedad y urgencia por estar ahí al lado de mamá, para saber qué estaba pasando exactamente; por otro, la impotencia por no poder ayudar.

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Llegué a la sala de urgencias del hospital. Lo primero que hice fue prácticamente correr a buscar el cubículo donde los enfermeros habían elegido poner a papá. Al llegar a verlo, ya estaba inconsciente. Me acerqué, le tomé de la mano, sentí un ligero apretón y, desde lo más profundo de mi corazón, pude decirle “Te quiero mucho, papá, gracias”. Hasta el día de hoy, estoy plenamente convencido que sí me escuchó. Durante los dos meses que pasamos en el hospital, pude reorganizar mi vida, cambiar prioridades, ajustar planes y valorar cada instante para poder conocer, convivir y amar a una persona. Nunca sabes cuándo será el último abrazo, la última caricia, el último apretón de manos. “No te culpes” es el primero de “Los siete círculos” y el primer paso hacia la búsqueda de tu bienestar. No podemos iniciar nada nuevo si no hemos cerrado lo pasado. ¿Por qué poner la no culpabilidad como un primer círculo? Porque una de las debilidades más comunes del ser humano reside en no aceptar las realidades o consecuencias de nuestras acciones. De forma natural, tendemos siempre a protegernos de cualquier situación que nos pueda causar dolor, daño o vergüenza. Con el paso del tiempo, nos volvemos en nuestro peor enemigo y somos boicoteadores de nuestros propios deseos. Desde que nacemos, en lugar de enseñarnos la responsabilidad hacia nosotros mismos y nuestras acciones, nos han querido instalar la culpabilidad como una forma sencilla de chantaje y que, para la gran mayoría que desconoce este patrón, resulta ser una de las barreras más grandes que tienen para avanzar hacia una vida más próspera y trascendente.

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En la culpa nos involucramos en un conflicto personal en donde no sabemos qué debe pesar más, si lo que deseamos o satisfacer a los demás. Aprendimos a concebir lo correcto y lo incorrecto como un profundo reproche personal y emocional. Ahí empiezan los problemas; no por nada, el dicho popular que reza que de noventa enfermedades, cincuenta proceden de la culpa y cuarenta de la ignorancia. Han existido, desde siglos atrás, muchos líderes en todos los ámbitos que para obtener control se han impuesto a su pueblo mediante el recurso de: “Siéntanse culpables, siéntanse, malos ciudadanos, para que sigan ocupados pensando por qué hicieron esto o aquello, mientras sigo gobernando”. Este procedimiento es nocivo, pero por desgracia muy común. Pero, hoy por hoy, a Dios gracias, la gente está despertando y se está dando el tiempo para hacerse preguntas fuertes como: ¿cuál es la vida que realmente quiero?, ¿estoy eligiendo o están eligiendo por mí? Y no nos vayamos muy lejos, inclusive en nuestra propia casa nos acostumbraron a frases como: “Me estás matando”, “Papá ya no te va querer si haces eso otra vez”, “Si tú me quisieras, lo harías diferente”, “¿Todavía eres capaz de sonreír cuando las cosas están tan mal?”, “¡Qué hipócrita eres!”, “¿No ves la pobreza del mundo y tú con tanto dinero?”. Hemos aprendido que la culpa es una forma correcta de pensar, una forma correcta de ser y una herramienta necesaria para educar. Queremos condicionar el amor, el bienestar, las relaciones con los hijos y hasta con nuestras amistades. Pero, sobre todo, queremos condicionar nuestra felicidad por sucesos antiguos y no por lo que somos ahora. He aprendido en estos últimos años, incluso contradiciendo muchas teorías de superación personal de cientos de autores, que la vida no se

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trata de ganar o perder, ni que todo sea impecable o perfecto. Lo que sí tiene importancia es que mientras juguemos, aprendamos los resultados, sin necesariamente sufrir o pasarla mal. Con más de diez años como conferencista y comunicador inspiracional, no puede dejar de sorprenderme que una de las grandes preocupaciones y opresiones del ser humano no está en el presente, sino en todo lo que hizo o dejó de hacer en el pasado. Una de las frases que más escucho en sesiones personales es: “Me siento culpable por lo que hice, por lo que soy, por lo que tengo, por lo que no puedo hacer por el otro”. La culpa crea divorcio con nosotros mismos y nos obsesiona con los resultados, en vez de poder disfrutar el proceso. Al terminar un curso donde tocamos el tema de la culpa, una persona se acercó conmigo para darme una carta que guardaba en su libreta desde hace algunos meses. La misiva estaba escrita por una argentina de nombre Julia Auza y me llamó la atención la capacidad que tenemos de crear, como mencionaba John Milton, un infierno en la Tierra:

Muchas veces, cuando por alguna circunstancia sentía que le había causado daño a mis seres queridos o a otros, frecuentemente me sentía culpable. A mi parecer, ésta era una loable manifestación de sensibilidad y de arrepentimiento por ese mal accionar que lastimaba profundamente mi moralidad. A su vez, me atormentaban las posibles consecuencias de esa acción y el pensar cómo ellas repercutirían en mi futuro. Imaginaba un sinnúmero de problemas y hechos negativos que seguramente me complicarían la existencia y me harían vivir momentos angustiantes y dramáticos. En cualquier caso, de ser victimaria pasaba a ser la víctima. Víctima de mis culpas primero, y de mis preocupaciones después. Mi comportamiento culposo permitía también que otros me manipularan con “lo mal que los había hecho sentir” y entonces me justificaba devolviéndoles el golpe y reclamando que las actitudes de ellos eran la causa de mis equivocaciones,

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y si no podían ser ellos entonces la culpa la tenía Dios, la vida, el país, el ministro de economía, Bush o el mundo en general. Pero el tema seguía siendo que cualquiera fuera el orden y el destinatario de mis lamentos, yo seguía sintiéndome mal, preocupada y culpable.

Si somos lo suficientemente vulnerables, podemos llegar a pensar erróneamente que los culpables del mal del mundo o las carencias de la gente somos nosotros mismos. La sociedad nos ha hecho creer que debemos de cumplir las expectativas de los demás para poder estar bien, aunque en realidad es momentáneo: terminamos descuidando nuestra paz, sacrificando aun nuestra felicidad. Raquel Levinstein, autoridad en el campo de la psicología cuántica y del espíritu, define a la culpa como

un estado mental en el que tanto los pensamientos como las emociones y los sentimientos mantienen un vínculo estrecho con estados depresivos, caóticos y destructivos que exaltan el miedo, la inseguridad, el dolor, la angustia y la soledad.

Para otras corrientes de la psicología, existe también el término „culpa residual‟, que se define como la reacción emocional que el ser humano lleva consigo desde sus memorias infantiles, pero que sigue cargando aún siendo adulto. Son el tipo de personas que no se permiten disfrutar, sentir o gozar por amarres o creencias del pasado. Inclusive se les conoce por frases como: “No sé por qué hago esto o aquello, pero mi mamá lo hacía”, “Me dijeron que era malo sentirme bien, que lo normal es sufrir”, “No puedo llegar tarde”, “Si esa persona es maravillosa, algo ha de querer malo en el fondo” En otras palabras, la culpa está tan instalada, consciente o inconscientemente, que muchos terminan pensando que todo lo todo

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lo sabroso de la vida engorda, es pecado o está mal. Y no necesariamente es así. Vale la pena cerrar este primer círculo para respirar mejor, disfrutar más, y como decía Marco Tulio Cicerón: sentir el gran descanso al estar libres de culpa. La respuesta está en clarificar que la paz llega a nuestra vida cuando no existe una obsesión por cumplir los gustos triviales o necedades de otros, sino entender de qué forma, bajo nuestro propio esquema y respetando los de los demás, podemos colaborar con el Universo siendo nosotros mismos, cumpliendo con nuestro propio código personal de ética y valores, acorde a lo que creemos. Se vale pasarla bien, reírse, disfrutar, gozar y experimentar nuevas emociones. Evitar la culpa tampoco está peleado con leyes universales e inamovibles como: “No matar”, “No dañar”, “No mentir”, “No robar”, por mencionar algunas. No significa que debemos de alejarnos de nuestros principios y perdernos en el relativismo, sino que hayamos hecho lo que hayamos hecho, si nos quedamos únicamente con el suceso y no con la lección para el futuro, nos convertimos en mártires de nuestro propio destino. Estoy a favor del arrepentimiento, de una segunda oportunidad, de un nuevo comenzar, pero no de quedarse paralizado viendo cómo sufro por lo que me pasa. En otras palabras, la culpabilidad surge cuando alguien emite un mensaje para recordarnos que hemos sido malas personas por algo que hablamos o dejamos de hablar, hicimos o dejamos de hacer, sentimos o dejamos de sentir. Muchas veces ni siquiera es una visión objetiva, sino que desde los ojos subjetivos del otro, nos emite algo que, acorde a sus propias creencias, no le pareció bien, como cuando rompemos algunas de las reglas que nos enseñaron y programaron desde niño.

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Recuerdo que un colega entrenador, me platicaba que a sus cuarenta y tantos, mientras caminaba por la calle con su hermano, se le ocurrió la fabulosa idea de ir a tocar el timbre de una casa e irse corriendo. Cuando pasó, el hermano se quedó en shock pero no le quedó otra más que quitarse culpas y ataduras, y hacer algo que no afectó a nadie, y sí les provocó una tarde llena de alegría. Llega un momento cuando crecemos, que romper una regla tiene su encanto. Y no sólo no pasa absolutamente nada en muchas de ellas, sino que hasta le dan más sabor a nuestra vida. Adrián es un familiar mío que en su primera visita a Israel, en plan turista con un grupo de amigos, al llegar a la revisión en la aduana de una de las ciudades, se topó con una judía de una belleza singular. Él quiso tener un detalle cordial cuando le tocó mostrarle su pasaporte, diciéndole: “Con todo respeto, sólo quiero decirle que está muy bonita” En ese momento, ella soltó un par de gritos de histeria que hicieron que llegara un grupo de policías para ver qué pasaba. Debido a su cultura, esa muestra de cordialidad no era muy bien vista y aun estuvieron a nada de ser trasladados con la policía y a que les prohibieran el ingreso a su destino. Sin embargo, al ver que eran extranjeros y que literalmente “tenían otro mapa”, los dejaron ir. J. J. Benítez afirma que nosotros no conocemos el ser de las cosas, sino el “parecer”. Pero este “parecer”, como bien menciona, no depende de las cosas, sino del observador. No podemos juzgar que la acción de Adrián fuera incorrecta, sino que simplemente hizo lo que en ese momento, acorde a su sentir, le pareció más apropiado. Muchas veces sucede lo mismo. Nos instalan algunas culpas, por situaciones que no hicimos o que, honestamente en nuestra conciencia,

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pensábamos que no iban a lastimar. Pero es ahí cuando nos sentimos mal, incómodos y algunos más extremistas llegan a autocastigarse para remediar lo sucedido. De hecho, si deseamos analizar cuál es nuestro índice de culpabilidad, sólo necesitamos hacer un viaje al interior para saber cuántas veces llegamos a cuestionarnos al vivir un momento desagradable con otra persona, preguntas como: “¿Qué le habré hecho?”, “¿Se habrá molestado por lo que le dije?”, “Se me hace que ya se enteró de lo que andaba haciendo”. Claro que existe la posibilidad de que la culpa surja cuando, efectivamente, hemos cometido un acto que ha lastimado a otros. En ese momento está en nosotros la responsabilidad de no quedarnos estancados, y reparar el daño ocasionado con acciones concretas. Pedir disculpas, preguntar qué se puede hacer para recompensarlo, reconocer que nos hemos equivocados, son actitudes que si bien pueden parecer difíciles o vergonzantes, en realidad tienen un efecto profundamente reparador y purificador. Sin embargo, la culpabilidad como tal es de las emociones que más desgastan y nos restan mayor cantidad de energía, porque al momento nos sentimos inmovilizados por algo que ya sucedió. Dicha inmovilización puede resultar en un mal día hasta una depresión o suicidio. Por el contrario, si obtenemos las lecciones del pasado, evitando la repetición de aquello que sabemos que no se rige conforme a nuestros valores o creencias, o que nos lastima o lastima a otros, eso no se llama culpa: simplemente es aprendizaje y modificación de los resultados que hemos obtenido para lograr mejores cosas.

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Una de mis frases favoritas lo explica de una forma directa y sin prejuicios. Es de Fritz Peris, te la comparto:

Yo hago lo mío y tú haces lo tuyo. No estoy en este mundo para llenar tus expectativas. Ni tú estás en el mundo para llenar las mías. Tú eres tú y yo soy yo. Si causalmente nos encontramos será hermoso. Si no, no importa.

¿Acaso no es reveladora? Y precisamente ése es el gran secreto para cerrar este primer círculo: no sentirnos culpables porque no ha llegado la persona que esperamos, no ha sucedido lo que anhelamos o simplemente por estar en contra de un conjunto de códigos que pueden haber quedado obsoletos para nuestras muy respetables creencias. En lugar de eso, es determinar cuáles reglas no estamos dispuestos a seguir y qué precio estamos dispuestos a pagar por no hacerlo. Los pensamientos se convierten en cosas y tu culpabilidad es una tentativa de cambiar la historia, de desear que las cosas no fueran como son. Pero quedarnos en eso, no nos lleva a nada. De lo contrario, si somos capaces de transformar esas culpas en ideas positivas y poderosas, terminaremos creando la vida que realmente estamos buscando. Paradójicamente, conozco cientos y cientos de personas que se sienten culpables por tener la vida que siempre soñaron. Se sienten mal por sentirse bien. Les pesa la idea de vivir en armonía, en paz o hasta por ganar mucho dinero, porque prefieren pensar que hay otros que no tienen que comer; se sienten mal por estar felices mientras piensan que hay otros que sufren, o por seguir sus sueños mientras hay otros que no pueden avanzar. Muchos se sienten tan culpables que ni alcanzan a disfrutar lo que la vida les dio.

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Otro tipo de culpabilidad es el que pude notar claramente desde que llegué al hospital con mi papá, en donde me pude dar cuenta que los pasillos estaban repletos de personas con el corazón lastimado o más enfermo que el propio enfermo. Lamentos, quejas y “hubieras” era lo que sonaba sin cesar por el lugar. En mi caso tenía dos opciones, quedarme con los sentimientos de culpa, hacerme víctima del destino y empezar a fantasear con ideas como “¿Qué hubiera pasado, si aquello, si lo otro?”, o hacerme responsable de lo único que me correspondía en ese momento tan difícil, que era apoyar a mi familia. Definitivamente, para muchos es más fácil permanecer en la culpa que hacerse responsable de sus acciones. Es más fácil no arriesgarse, no remediar lo que no nos gusta. La culpa es cargar algo que ni es necesario ni terapéutico, simplemente es una salida fácil, pero sin destino, a los tiempos difíciles. Culparse es llevarse a cuestas el dolor e implorar todo el tiempo un autocastigo para tratar de “disolver” el pasado. Pero, definitivamente, ninguna circunstancia del pasado nos puede hacer daño: lo que nos hace daño es como reaccionamos a ella. Puedes seguir lamentándote el resto de tu vida, pensando en lo malo que has sido y en lo culpable que te sientes, y ni el más pequeño sentimiento de culpa podrá hacer algo para modificar tu comportamiento ni cambiar tu historia. Imagina la siguiente escena: compraste un billete de lotería y ganaste un millón de dólares. Sin embargo, piensas que la situación del mundo es complicada y hay otras miles de personas que no ganaron y que también necesitarían el dinero. Y al momento de recibir el premio, lo

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empiezas a repartir por las calles hasta que te quedas sin nada. Por más caritativa que haya sido tu reacción, eso te hará no recibir lo que la vida tenía preparado para ti. Y no sólo eso, sino que ni siquiera te asegura que “tu premio” será bien utilizado por los demás. La otra escena es que te sientas tan culpable por no haber comprado un billete, porque piensas que probablemente hubieras ganado, y que estés maldiciendo contra todo y contra todos. Sin embargo, eso es lo que hace la culpabilidad. Nunca te deja en paz. Te reclama, pero nunca te lleva a la acción. Sentirte culpable por recibir o por no tener, es únicamente una forma pasiva de ver la vida. La parte activa (responsable) sería poder disfrutar del premio como tú lo desees; si parte de tu corazón dice que podrías hacer una que otra donación: adelante, es totalmente válido. La parte pasiva (culpa) hace que te reclames: ¿Por qué no lo compré?, me lo hubiera ganado yo. La parte activa te lleva a ponerte de pie a comprar al menos un boleto para el siguiente sorteo. Librarse de culpas es cambiar las cintas programadas en nuestro subconsciente e iniciar el camino a una vida en movimiento. En otras palabras, no sentirte culpable te quita las cadenas y te lleva al siguiente nivel de conciencia, donde no juzgas si está mal o bien, donde simplemente es. Y actúas conforme a ello. Desde tiempos lejanos, el ser humano ha culpado a otros injustamente. Pero la más difícil de erradicar, es la culpa que volvemos contra nosotros mismos. Nos han “instalado” la creencia que lo normal es sufrir y pasarla mal en la vida. Me pongo a pensar en un Galileo Galilei, un Che Guevara, Mahatma Gandhi o Juan Pablo II, cuyas batallas más fuertes no eran

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probablemente sólo contra quien no aceptaban sus teorías o filosofías, sino contra ellos mismos al cuestionarse: ¿estaré haciendo bien?, ¿por qué me metí en este enredo?, ¿por qué tuve que abrir mi bocota?, ¿seré el culpable? Pero estoy seguro de que ellos, tarde que temprano, encontraron la respuesta. Cuando caminamos con buena intención y enfocados en lo que realmente deseamos; cuando estamos limpios y hablamos con la verdad; cuando nos aceptamos como somos; con nuestras virtudes y defectos; con nuestras habilidades por impulsar; con nuestra esencia “esencialmente” buena; con nuestro proyecto de vida determinado; entendemos que la culpa ya no es opción. Cuando entendemos que estarnos flagelando sólo nos lleva a un pozo sin fondo y que nacimos para perdonarnos, ser felices y sentirnos bien a pesar de la adversidad, nuestra realidad empieza a tornarse más colorida. Sentir culpa no es malo, quedarse con ella, sí. Culparnos nos lleva a justificar nuestra indiferencia frente a la vida. Nos lastima cada segundo porque nos recuerda que fuimos malos, cuando en esencia estamos llamados a ser seres de luz. Nos aprisiona y estrangula la libertad porque nos hace sentirnos seres mediocres, débiles o malvados, y no sólo eso, sino que no nos permite avanzar. Lo más sorprende de todo es que existen personas que se culpan por errores que ni siquiera ellos cometieron. Recuerdo que hace algunos años, conocí en la sierra de Veracruz a una señora que creía estar casi excomulgada e imposibilitada de asistir a cualquier celebración religiosa porque uno de sus hijos había cometido un acto de adulterio. Cuando ella no tenía que deberla ni temerla, por el cariño a sus hijos se estaba otorgando un problema ajeno.

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Seguir echando al costal de nuestra vida problemas de otros, sólo hará que en cualquier momento se rompa y tengamos como consecuencia estrés y nuevas complicaciones gracias a culpas irreales e inventadas. Desde luego que podemos brindar compasión para que el sufrimiento de nuestro ser querido sea más ligero, pero no podemos vivir por otros. Por ejemplo, una madre puede transmitir amor a su hijo enfermo, pero no puede evitar su dolor ni sentirse culpable por ello. No podemos interferir en el plan perfecto de los demás, si no, el desenlace será todavía más trágico, pues ya no sería una sino dos personas las que terminan sufriendo, y la última parte porque se “colgó” al problema de un tercero. Cuántos hijos hay de padres divorciados, hijos que nacieron sin ser planeados; empleados despedidos por fraudes que no cometieron; personas que intervinieron en un accidente que les costó la vida a otros; sienten culpa, algunos para el resto de su vida. Culparnos porque nuestro esposo no tiene trabajo; un hijo cometió una imprudencia, nuestro padre hace cosas “fuera de su edad”; un amigo nos traicionó o nos robó un empleado de confianza; es sólo una manifestación del ego, deseoso de querer protagonizar. Sentirnos culpables por un suceso ajeno es querer estar en el centro. Es el ego quien busca el castigo y, lo peor aún, es que un problema totalmente ajeno termina siendo nuestro, causándonos estragos, haciéndonos cargar todo el peso del mundo en nuestros hombros. Podríamos evitar muchas de nuestras angustias si desde el principio definimos exactamente lo que nos toca a nosotros en nuestro rol de padres, hijos, empleados, jefes, compañeros, amigos, y lo que les toca a los demás en sus respectivos roles.

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Cuando uno se culpa, en lugar de disolver el suceso, lo magnifica, ya que siempre estará presente, como un diablito en el oído diciendo: “Eres lo peor, cómo fuiste capaz”. En otras palabras, gran parte del sufrimiento humano es la consecuencia de un castigo condicionado o creado por su mente, más que una fuerza divina, cósmica o ley que conspira para vernos sufrir. El Universo sirve como instrumento y Dios incluso permite que suceda, pero no es quien crea ese dolor. Dios no castiga ni nos culpa; la culpa es el fruto de la inconsciencia de los hombres. Hace tiempo, tocó a la puerta de la casa un repartidor de sushi que constantemente nos llevaba comida a domicilio. Me platicó que su esposa había sido detenida por una infracción de tránsito por las cercanías de mi domicilio, y que si le podía ayudar con 200 pesos para pagar la multa; de otra forma, le quitarían el automóvil. No lo pensé mucho, tomé mi cartera y le entregué el billete. Me hizo la promesa que en cuestión de dos horas me regresaba el dinero, ya que sólo tenía que ir a su casa. Confié. Al momento de cerrar la puerta mi intuición me dijo que ese dinero ya no iba a volver. Y así sucedió. Me robaron, con mucha amabilidad y formalidad, pero me robaron. Debo confesar que en un principio habló mi ego, sentí coraje contra mí mismo, por haber sido tan confiado con alguien que conocía muy poco. Tenía la opción de ser víctima y empezar a culpar, no sólo a mi falta de agallas para ir a perseguir el abuso, sino también al ladrón, a la madre que lo parió, al sistema, al gobierno, a la falta de trabajo que lo hace ir a buscar el dinero fácil, y tantas cosas que a uno le pueden surgir en momentos como ése.

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Sabía que la culpa no era más que una consecuencia primitiva de mi conciencia y que, sobre todo, al culparme o culpar a otros, no iba a aparecer en mi habitación fajos de billetes de 200 pesos esperando para decirme: “Felicidades, porque te quejaste y culpaste, te lo ganaste”. Preferí y elegí deshacerme del billete con bendiciones, buena vibra y energía positiva, pidiendo en el fondo de mi corazón que tuviera un fin valioso para la persona que me lo quitó. Además, dentro de mí sabía que esos 200 pesos no valían más que mi tranquilidad y que regresarían por otro medio. Desde luego que recibí la lección: encontré una valiosa aportación de la vida por medio de un sujeto inesperado. Incluso recuerdo ahora, con buen humor, que esa misma noche hasta lo anoté en una libreta como si fuera tarea: “No regalar billetes de 200 pesos a cualquiera que toque a la puerta de la casa.” Lo más sorprendente es que dos días después, en un curso que estaba tomando en la Ciudad de México sobre economía espiritual, el instructor realizó una dinámica (un poco extraña en verdad), en donde a la persona que respondiera una determinada pregunta le iba a otorgar, sin excusas ni pretextos, la cantidad de 500 pesos. Cuál fue mi sorpresa que entre la gente me eligieron a mí para responder y lo hice acertadamente. Ahí estaba yo, dándome cuenta una vez más que cuando actúas conforme a tu libertad y no a tu esclavitud, la vida te premia. No sólo recuperé mi dinero sino que inclusive “gané” un poco más, no por los 300 pesos extras, sino por el enorme aprendizaje recibido. La culpa sólo te aleja de lo que deseas. Recibir la lección de lo que te sucede para hacerte responsable, te acerca a tu felicidad.

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El círculo de “No te culpes” es iniciar el proceso de purificación en nuestra vida. No culparnos no es fingir demencia, sino es tomar conciencia. Es quitarnos la carga del martirio y el sufrimiento para encarar la vida como un conjunto de experiencias con diversos aprendizajes. Tan simple como eso. Cada paso que hemos dado en nuestra vida ha sido fundamental para llegar a donde estamos hoy. Nos guste o no, somos el resultado de lo que pensamos e hicimos ayer. Cada situación que hemos atravesado ha marcado nuestra forma de ser y de actuar. Osho decía: “La aceptación plena y consciente del presente es la única posibilidad de realización”. Estar ganchados a los fantasmas del pasado, imaginando que somos seres que necesitan ser aceptados y tener reconocimiento social, nos lleva a buscar metas vacías y superficiales. Los buenos también sufren

Todos los días los noticieros nos ponen en contacto con el sufrimiento humano: terremotos en Armenia, inundaciones en India, huracanes en el Caribe, hambre en Etiopía, gente joven que muere de cáncer, miseria, pobreza, opresión. ¿Por qué es que Dios permite estas cosas? Más específicamente, ¿por qué es que la adversidad ataca tantas veces? Pablo Deiros

La culpa también está presente en miles de hospitales, cárceles, funerarias o pláticas de café. A veces quisiéramos que alguien nos explicara lo inexplicable, o que apareciera un maestro con una pizarra y una fórmula matemática para mostrarnos por qué nos pasa lo que nos pasa. Y la sorpresa es que ni aun así lo entenderíamos.

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Cuando hablaba de cerrar el círculo de no culpabilidad, una buena amiga me cuestionó con un suceso en mi país, donde más de cuarenta infantes murieron a causa de un incendio en una guardería de Hermosillo, Sonora. Me sacudió la conciencia y puso sobre la mesa una pregunta que muchos quisiéramos responder: ¿qué culpa tenían esos niños, quienes acababan de empezar su vida, como para morir de forma tan trágica? ¿Cómo no sentir algo de culpa por las instituciones que estaban a cargo de ese centro? Desde luego que los responsables tendrán para siempre la verdad de la historia. No es nuestro caso sentir culpa, ni juzgar quién hizo mal o bien, pero sí afirmar que aun así, con momentos tan trágicos como ése, podemos cerrar este primer círculo. No tratando de cambiar o entender lo que sucede, sino obteniendo lo positivo. Claro, es difícil entender el sufrimiento humano, pero se hace más ligero cuando lo observamos a la luz de la verdad y de la vida. Es difícil entender lo que nos pasa, pero se vuelve más trascendente cuando le damos un verdadero sentido. Algunos están tan malacostumbrados a relacionar la religión o el “ser buena gente” con una vida sin problemas, que llegan a creer que por rezar, ser un buenazo o ayudar al prójimo, ya están excluidos de la lista de penas y angustias humanas. Como si se tuviera que pagar por adelantado con buenas acciones para no sufrir dolor después. La espiritualidad nos ayuda a descubrir lo sobrenatural de lo que nos acontece, no hace que no suceda. El acercarnos a Dios no es un trueque a favor del no sufrir, sino como una necesidad real de cualquier ser humano.

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Otros sufren más por lo que interpretan que por lo que realmente les pasa. Sufren más por taladrar su mente con la pregunta “¿Por qué a mí?”, que por la esencia misma del suceso. De hecho, una de las cosas con las que más me encuentro es con la falsa creencia de muchos que piensan que quienes nos dedicamos a inspirar a los demás tenemos una vida color de rosa llena de conejitos saltando y hadas madrinas volando, y que por tal razón decimos lo que decimos “y hablamos tan bonito”, como dicen algunos por ahí. Lo más sorprendente es que una gran mayoría de los que nos dedicamos a esto decidió esta vocación precisamente después de vivir el dolor en carne propia, y tiempo después lo pudo reencuadrar positivamente para compartir con la gente. En otras palabras, problemas todos tenemos. Nadie está blindado ni está exento de recibir los golpes de la vida. Todos, en algún momento, recibiremos una llamada, una carta, un correo electrónico o unas palabras que harán que nuestra vida cambie. A estas alturas, he podido entender mejor que, como menciona el novelista checo Milan Kundera “Olvidaba que Dios ríe cuando me mira pensar” y lo hace de una manera imponente pero amorosa: sabe que si bien las cosas no van a salir como nosotros humanamente las planeamos, existe algo mucho mejor por venir. ¿Qué pasaría si sólo sufrieran los malos, los asesinos, los desalmados, los culpables? Definitivamente, como menciona Maithe Ortiz, no se produciría ninguna reacción en nosotros: sentiríamos que se hizo justicia, pero no nos percataríamos de lo afortunado que somos, de lo maravilloso que es vivir. Si el dolor no estuviera presente, no valoraríamos nuestras alegrías, familia, nuestros hijos, nuestra salud.

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Si hoy estás pasando por un momento de dolor o sufrimiento, te tengo noticias: ni es castigo de Dios, ni es una jugarreta del destino. Lo que estás viviendo es simplemente una pieza del rompecabezas de tu plan perfecto. Tan perfecto que está especialmente estructurado para que toques fondo y ahí se te ofrezcan dos opciones que definirán el resto de tu vida: cambiar o estancarte. Crecer significa cambiar e implica riesgos: pasar de lo conocido a lo desconocido. El cambio tiene su momento; las flores no crecen estirándolas. Cambiar incluye dolor y placer; dolor por lo que dejas y placer por lo que estás a punto de recibir si decides dar el paso. Desde luego que en cualquier proceso de cambio también uno puede toparse cara a cara con el sufrimiento, sobre todo cuando esa necesidad de cambiar surge por un suceso inesperado. Es ahí cuando nos llevan a un mundo desconocido, pero que tenemos que conocer para ir del otro lado a una mejor experiencia. Una experiencia que ya estaba escrita para nosotros y que nos ayudará a crecer. Detrás de una experiencia negativa existe siempre una bendición. El sufrimiento trae un regalo bajo el brazo; algunos tardan más en descubrirlo, pero siempre llega, aunque ni nos demos cuenta. Un regalo que se aleja de la culpa y que nos dice: “Todo va a estar bien, esto también pasará”. Un regalo que resulta ser una mejor oportunidad, como iniciar un nuevo proyecto, encontrar una nueva y mejor pareja, unir más a la familia, conocer un lugar mágico o simplemente descubrir de qué estamos hechos. Cada lágrima derramada es señal de limpieza y purificación en el alma. Por cada lágrima, existen cientos de caricias de la vida. Todo sufrimiento visto como un tránsito de la oscuridad a la luz, del crisol al oro, representa una oportunidad de crecimiento que no sólo nos hace

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mejores seres humanos, sino más sensibles frente a las necesidades ajenas. Los buenos también sufren. Y también los malos, feos, guapos, chaparros, altos, gordos, flacos… No hay una receta para evitar las sorpresas de la vida, pero sí hay una forma para aprovecharlas como se debe y alejarse de la culpa. Todo eso que buscas está en tu interior. Todo radica en la capacidad que tenemos para transformar esa “injusticia” en una experiencia de desarrollo y crecimiento. Frente a una experiencia difícil es natural que te preguntes: ¿dolerá? Sí, lo más probable ¿Llorarás? Desde luego, e inclusive te lo recomiendo ¿Por cuánto tiempo? El que tú honestamente necesites. Los grandes hombres saben que lo que realmente importa y los hace más fuertes no es lo que les pasa, sino de qué forma observan y descubren lo bueno en lo malo de lo que les pasa. Estancarse es precisamente querer que pase lo que no pasará o regresar a esa persona que ya no estará. Estancarse es castigarse, herirse, echar la culpa a todos. Estancarse es permanecer en la negatividad. Culparse no es una opción para la gente que quiere crecer. Culparse es ir muriendo lentamente. No nos quedemos paralizados, no le tengamos miedo al cambio. No tengamos miedo a una situación inesperada y difícil. No se vale sufrir por sufrir como un mero acto de masoquismo. Mejor observemos el sufrimiento como un momento para guardar silencio y descubrir el mensaje que Dios nos quiere enviar a través del dolor. Un mensaje de amor, esperanza y transformación. No te culpes por lo que has hecho o dejado de hacer. Reconcíliate con Dios y contigo mismo. Es tiempo de limpiarnos y arrepentirnos con responsabilidad. Si es necesario cerrar un círculo con una persona,

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hazlo ahora. Acepta lo que ha sucedido, hazte responsable y realiza los ajustes necesarios para que no se vuelva a repetir. Pero, sobre todo, vuelve a amarte. Pensar que tu pasado ha sido sólo un mar de experiencias negativas y quedarte sólo con la culpa sería quedarte en la nada. Al contrario, agradece lo que te funcionó en su momento, las lecciones que te pudo dar y despídete, a partir de ahora y para siempre, de eso que te estorba. Y si te estás culpando por algo que has conseguido, al contrario: felicítate, agradécele a Dios y a la vida por tanta dicha, y contagia la emoción y ganas de vivir. Te lo mereces. Si tu culpa es por algo que hizo el otro, deja de cargar algo que no te corresponde. No te culpes por problemas ajenos a ti. Tu momento ha llegado y ellos también lo tendrán, pero no podrás vivir por ellos: lo tendrán que descubrir por sí mismos. Tienes la maravillosa oportunidad de transformar tus circunstancias y

reescribir tu historia personal. Dios tiene preparadas grandes sorpresas

para ti, porque quiere lo mejor para tu vida. Quiere tu felicidad. Cierra

el primer círculo de “No te culpes” y ábrete a la oportunidad de recibir

la paz que mereces.

¿Te gusto este primer círculo?* Descarga ahora el libro completo “LOS 7

CÍRCULOS” por David Montalvo a partir del 15 de diciembre de 2009 en

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