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7/17/2019 Escrituras de Frontera http://slidepdf.com/reader/full/escrituras-de-frontera 1/9 Quaderns de la Mediterrània 34 7 nos de derecho y de legislación es muy imprecisa, puesto que, como recordaba el diputado árabe del Parlamento israelí Azmi Bishara, la acción de matar civiles para objetivos políticos «es calicada, según el contexto, de delito terrorista, acto de violencia, acción de guerra, daño colateral, crimen de guerra o de resistencia legítima»–, debería enseñar a los países de la Unión Europea a establecer unas re- glas de convivencia con el islam, dentro y fuera de nuestras fronteras. Fuera, mediante el apoyo a las fuerzas democráticas que, en condiciones a menu- do difíciles, luchan en los países arabomusulmanes por un Estado moderno respetuoso de los derechos humanos e impulsor del progreso de la sociedad, en vez de pactar por razones de provecho económico con regímenes que encarnan la negación de dichos principios. Dentro, facilitando la educación religiosa optativa y el respeto a las costumbres tradicionales de los inmigrantes, siempre y cuando no choquen con las leyes y derechos individuales vigentes en la Unión Europea. Una apostilla nal: el tan traído y llevado deba- te sobre el multiculturalismo debería partir, como señaló José María Ridao, de un consenso mínimo acerca de lo que entendemos por cultura, pues una cosa es ésta y otra muy distinta son los usos y costum- bres tradicionales, buenos o malos, de la sociedad española y los de los países musulmanes de donde provienen nuestros inmigrantes (llevar pañuelo en la cabeza, como la niña marroquí de El Escorial, no forma parte de la cultura de nuestros vecinos del Sur sino de una tradición que, por cierto, también existía en la España rural de mi infancia). Hablar de multiculturalismo en el primer sentido sería una redundancia, pues toda cultura  –la española, la francesa, la italiana o la árabe– es la suma de las inuencias exteriores que ha recibido a lo largo de su historia, y la lista de éstas es en la nuestra larguísima. En cuanto a los usos y costum- bres de otros países, musulmanes y no musulmanes, que no choquen con los principios del Estado de derecho, pueden ser enriquecedores para el conjunto de nuestra sociedad globalizada. El contacto con la música, la cocina y diversas expresiones artísticas del Magreb, Oriente Próximo o el África subsahariana favorecen una percepción más amplia del mundo y de su diversidad. Acostumbrado como estoy a esta variedad, común a las ciudades en donde ha transcurrido la mayor parte de mi vida adulta (París, Nueva York, Marraquech), coneso que el carácter homogéneo y compacto de las ciudades hispanas las excluía a mis ojos hasta fecha reciente de la idea de cives en la que caben voces, lenguas, aromas, indumen- tarias y ritmos de vida nuevos y estimulantes. Por fortuna, las cosas han cambiado y en algunos ba- rrios de Barcelona y Madrid me siento ciudadano de un mundo más vasto y diverso. La experiencia histórica nos enseña que debemos siempre sumar y no restar. Escrituras de frontera Claudio Magris. Escritor italiano En una página irónica y sin embargo amable, Kafka narra su encuentro, ocurrido en un tren antes de la Gran Guerra, con un ocial alemán. 1  El ocial es súbdito del Imperio Germánico, Kafka es súbdito del Austrohúngaro, que comprendía numerosas nacionalidades diversas. Los dos se ponen a hablar; en un momento dado, el ocial le pregunta de dónde viene y luego de qué nacionalidad es. Kafka respon- de, pero el otro no llega realmente a entender cuál es su nacionalidad. Kafka ha nacido en Praga, pero no es checo; es ciudadano austriaco, pero el ocial no lo puede identicar simplemente como austriaco; 1. Una primera versión de este artículo se publicó en Revista de Occidente, n.º 316, septiembre 2007, pp. 5-23.

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nos de derecho y de legislación es muy imprecisa,puesto que, como recordaba el diputado árabe delParlamento israelí Azmi Bishara, la acción de matarciviles para objetivos políticos «es calicada, según

el contexto, de delito terrorista, acto de violencia,acción de guerra, daño colateral, crimen de guerrao de resistencia legítima»–, debería enseñar a lospaíses de la Unión Europea a establecer unas re-glas de convivencia con el islam, dentro y fuera denuestras fronteras. Fuera, mediante el apoyo a lasfuerzas democráticas que, en condiciones a menu-do difíciles, luchan en los países arabomusulmanespor un Estado moderno respetuoso de los derechoshumanos e impulsor del progreso de la sociedad, en

vez de pactar por razones de provecho económicocon regímenes que encarnan la negación de dichosprincipios. Dentro, facilitando la educación religiosaoptativa y el respeto a las costumbres tradicionalesde los inmigrantes, siempre y cuando no choquencon las leyes y derechos individuales vigentes en laUnión Europea.

Una apostilla nal: el tan traído y llevado deba-te sobre el multiculturalismo debería partir, comoseñaló José María Ridao, de un consenso mínimo

acerca de lo que entendemos por cultura, pues unacosa es ésta y otra muy distinta son los usos y costum-bres tradicionales, buenos o malos, de la sociedadespañola y los de los países musulmanes de dondeprovienen nuestros inmigrantes (llevar pañuelo enla cabeza, como la niña marroquí de El Escorial, no

forma parte de la cultura de nuestros vecinos delSur sino de una tradición que, por cierto, tambiénexistía en la España rural de mi infancia).

Hablar de multiculturalismo en el primer

sentido sería una redundancia, pues toda cultura –la española, la francesa, la italiana o la árabe– esla suma de las inuencias exteriores que ha recibidoa lo largo de su historia, y la lista de éstas es en lanuestra larguísima. En cuanto a los usos y costum-bres de otros países, musulmanes y no musulmanes,que no choquen con los principios del Estado dederecho, pueden ser enriquecedores para el conjuntode nuestra sociedad globalizada. El contacto con lamúsica, la cocina y diversas expresiones artísticas del

Magreb, Oriente Próximo o el África subsaharianafavorecen una percepción más amplia del mundo yde su diversidad.

Acostumbrado como estoy a esta variedad,común a las ciudades en donde ha transcurrido lamayor parte de mi vida adulta (París, Nueva York,Marraquech), coneso que el carácter homogéneoy compacto de las ciudades hispanas las excluía amis ojos hasta fecha reciente de la idea de civesen la que caben voces, lenguas, aromas, indumen-

tarias y ritmos de vida nuevos y estimulantes. Porfortuna, las cosas han cambiado y en algunos ba-rrios de Barcelona y Madrid me siento ciudadanode un mundo más vasto y diverso. La experienciahistórica nos enseña que debemos siempre sumary no restar.

Escrituras de frontera

Claudio Magris. Escritor italiano

En una página irónica y sin embargo amable, Kafkanarra su encuentro, ocurrido en un tren antes de laGran Guerra, con un ocial alemán.1 El ocial essúbdito del Imperio Germánico, Kafka es súbditodel Austrohúngaro, que comprendía numerosas

nacionalidades diversas. Los dos se ponen a hablar;

en un momento dado, el ocial le pregunta de dóndeviene y luego de qué nacionalidad es. Kafka respon-de, pero el otro no llega realmente a entender cuáles su nacionalidad. Kafka ha nacido en Praga, perono es checo; es ciudadano austriaco, pero el ocial

no lo puede identicar simplemente como austriaco;

1. Una primera versión de este artículo se publicó en Revista de Occidente, n.º 316, septiembre 2007, pp. 5-23.

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es judío, pero un judío desarraigado de los orígenesdel judaísmo. La identidad de Kafka desorienta almilitar, ocasional compañero de viaje. Kafka es ensí mismo una frontera: su cuerpo es un lugar en el

que se encuentran, se cruzan y se superponen, comocicatrices, muchas fronteras diversas.Este episodio es, creo, uno de los muchos que

se podrían citar para subrayar un aspecto comple-jo y contradictorio de la identidad de frontera, ladicultad que experimenta para hacerse entender,para expresarse. La incomprensión acompaña confrecuencia al intelectual o al escritor de frontera,pero tal vez haya también cierta complacencia por suparte en sentirse incomprendidos. Todo esto indica

que de algún modo quieren encontrar su identidadauténtica precisamente en esa imposibilidad de serentendidos.

A comienzos del pasado siglo, en 1911, un escri-tor de Trieste, Scipio Slataper, iniciaba su libro Il mioCarso, en el que en cierto modo creaba, inventaba,el paisaje literario triestino, con tres frases, todasellas abiertas con las palabras «Quisiera contaros»(«Vorrei dirvi»). Trieste era entonces una realidadcompleja: una ciudad italiana que pertenecía desde

hacía siglos al Imperio de los Habsburgo; una ciudadplurinacional incluso por la presencia de otras na-cionalidades, de la minoría eslovena a la comunidadaustroalemana, de la griega a otras numéricamentemenos importantes, como la armenia o la serbia,por no hablar del gran papel desempeñado por lacomunidad judía, a su vez formada por individuosllegados de los más diversos países de Europa yrápidamente italianizados, y del contacto, a travésde la Istria véneta y eslava, con el mundo croata.Una ciudad que vivía esta naturaleza compleja biencomo una riqueza, bien como una dicultad, bien co-mo una obsesión; una ciudad que vivía contradic-ciones, en la que no por casualidad muchos de losmás apasionados patriotas italianos irredentistas,que deseaban la separación de Austria y la unióncon Italia, llevaban, como Slataper, nombres esla-vos, alemanes, griegos, armenios o de cualquier otroorigen. El mestizaje caracteriza a Trieste, que unas

veces se siente orgullosa de él y otras lo niega aira-

da, proclamándose más pura que el resto de Italia.De algún modo el intelectual a menudo se pareceun poco a un «pachuco»2 que a un tiempo exhibe ydisimula, arma y niega la identidad propia –existe

una «triestinidad», verdadera y falsa, creativa y es-tereotipada como todas las análogas metafísicas dela identidad, del «Deutschtum» a la «mexicanidad»pasando por la «negritud».

Los primeros tres párrafos de Il Mio Carso  se ini-cian con las palabras «Quisiera contaros». Slataperquisiera decir que nació en el Carso –el pedregosoterritorio que rodea Trieste–, quisiera decir que na-ció en Moravia, quisiera decir que nació en Croacia.Naturalmente, no es verdad. Nació en Trieste, pero

expresa el deseo de hablar a los otros, a los italia-nos; aunque también él es italiano y poco despuésmorirá en la Gran Guerra, por la causa de la italia-nidad de Trieste. Slataper hace entender que, paraexpresar su propia condición –de italiano, aunqueno del todo, un italiano especial en relación con suscompatriotas–, debe hacer lo que, según los griegos,solían hacer los poetas, es decir mentir. A menudolas mentiras, o lo que es lo mismo algunas metáfo-ras, son el único modo de expresar determinadas

verdades, de decir qué es uno, cuál es su aventura.El escritor triestino –y, antes que el escritor, el ha-bitante de Trieste que conoce su ciudad– tiene unfuerte sentimiento (unas veces, desasosegado; otras,complacido, casi narcisista) de la propia alteridad,como diría Octavio Paz.

En Trieste uno no sabía muy bien quién o quéera, y ello provocaba constantes escenicaciones dela identidad propia. Ésta es la razón de que Triestehaya tenido una gran literatura, pues la literatura esel lugar donde buscar, encontrar, inventar, construiro también disolver, hacer añicos la propia identidad.Es este desasosiego el que agradaba tanto a Joyce,que vivió 10 años en Trieste, donde empezó a escribirel Ulises, y que hablaba normalmente el dialectotriestino. Joyce se sentía en Trieste en su casa porquela encontraba tan insoportable como Irlanda.

Trieste formó parte del Imperio de los Habs-burgo hasta la disolución de éste, al término de la

Primera Guerra Mundial en 1918, y después siguió

2. En los Estados Unidos de principios y mediados del siglo XX, persona de origen mexicano, antecedente del «chi-cano».

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teniendo una historia dramática. Allí han existidomuchas tensiones nacionales: hasta la PrimeraGuerra Mundial, tensiones entre los austriacos ylos triestinos patriotas italianos que querían que

Trieste se separase del Imperio de los Habsburgo y seincorporase a Italia. Después de la Primera GuerraMundial, tensiones entre los italianos y los eslavos,primero con las agresiones fascistas italianas contralos eslavos, luego con los horrores de la ocupaciónnazi (en Trieste estuvo el único campo de extermi-nio nazi de Italia) y más tarde, al acabar la SegundaGuerra Mundial, con las violencias de los eslavosque, con Tito, ocuparon los territorios orientales deItalia, expulsando de ellos a los italianos.

Creo que el único modo de hablar, de contaralgo de la propia experiencia, es hablar de otros. Porello elegí como lema de un libro mío, Microcosmos ,una parábola de Borges. Borges habla de un pintorque representa paisajes –montes, ríos, árboles– y alnal advierte que ha pintado su autorretrato, y noporque haya deformado con prepotencia subjetiva larealidad, sino porque su ser consiste precisamente enel modo en que vive la experiencia de los otros.

No es casual que eligiese la parábola de Borges

como lema de Microcosmos, que –como otro libromío, El Danubio  – tiene mucho que ver con lafrontera. La experiencia de la frontera fue funda-mental para mí, incluso antes de tener concienciade ella. Cuando era niño –nací en el 39– la frontera,cercanísima, no era una frontera cualquiera, sinouna frontera que dividía el mundo en dos. Era elTelón de Acero; al término de la Segunda GuerraMundial Occidente y la Unión Soviética se habíanrepartido Europa y el límite entre ambos mundospasaba por Trieste. Al acabar la Segunda GuerraMundial, con la derrota de Italia, la Yugoslavia deTito había ocupado territorios de la Italia orientaly exigía también Trieste, que a su vez Italia noquería ceder. Trieste, que no pasaría a formar partede Italia hasta muchos años después, en 1954, eraun Territorio Libre provisional gobernado por losestadounidenses y los ingleses. Una ciudad en la quetodo era incierto; no se sabía cuál sería su futuro

político, a qué Estado acabaría perteneciendo, yesto suscitaba un ambiente de incertidumbre y deviolenta tensión. La ciudad parecía una tierra denadie entre dos barreras fronterizas. Cuando yo salíaa pasear o a jugar veía la frontera del Carso. Y tras

ella se extendía un mundo desconocido, inmenso,amenazante; el mundo del Este bajo el dominio deStalin, un mundo al que no se podía acceder, porquela frontera, en aquellos años, era infranqueable, al

menos hasta 1948, cuando se produjo la ruptura en-tre Tito y Stalin. Era el Este –ese Este que en Europaes con tanta frecuencia ignorado, rechazado, temido,despreciado. Todo país europeo tiene un Este quehay que mantener alejado. Al mismo tiempo, tras lafrontera había un mundo que yo conocía muy bien,aquellas tierras que habían formado parte de Italiay que la Yugoslavia de Tito se había anexionado alacabar la Segunda Guerra Mundial; tierras en lasque había estado de pequeño, y que eran por tanto

un mundo familiar, conocido.En cierto modo sentía que al otro lado de la

frontera había algo conocido e ignorado, y creoque esto es fundamental para la literatura, que amenudo consiste en un viaje de lo sabido a lo ignoto,pero también de lo ignoto a lo sabido, un territoriodesconocido del que nos apropiamos. Siempre pue-de ocurrir que algo hasta ese momento familiar semanieste extraño e inquietante, o bien que algo oalguien, una cultura que creíamos lejana y diferente,

resulte ser por el contrario afín y próximo.La misma Trieste era, en aquella época, un pues-

to olvidado, una especie de cul de sac del Adriático;allí nos sentíamos en la periferia de la historia yde la vida, y al mismo tiempo esta periferia era elcentro del mundo, porque era la línea en que seencontraban el Este y el Oeste.

Trieste era un mundo del que no se sabía biencuál sería su futuro, si tendría un futuro, cuál sería suadscripción nacional (lo que implicaba, en tiemposde la Guerra Fría, la pertenencia a Occidente o alsistema estalinista); un mundo que muchos debíanabandonar para encontrar un trabajo; se percibía enél un sentimiento de extrema precariedad.

Exilios, éxodos, fronteras perdidas y reconstrui-das formaban y forman parte de la experiencia deun triestino. Pienso en los 300.000 italianos que altérmino de la Segunda Guerra Mundial debieronabandonar Istria, Fiume y otros territorios que se

habían incorporado a Yugoslavia, para escapar auna situación insostenible, en el momento en que,tras las violencias inigidas por los italianos, loseslavos vivían la hora de la reconquista y tambiénde su venganza, que, como todas las venganzas, era

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indiscriminada. Los prófugos italianos lo dejabantodo y lo perdían todo, viviendo incluso duranteaños la experiencia de los campos de refugiados,convertidos en extranjeros en su propia patria, mi-

rados con desconanza por los otros, italianos comoellos, en las ciudades donde intentaban reconstruirseuna vida. Algunos, en su dolor, en su comprensiblepero regresivo resentimiento, volvían a levantaren sus corazones nuevas fronteras de soledad, deaislamiento y de rencor, sintiéndose extranjeros atodos –a los compatriotas que habían quedado ensus tierras, a los eslavos, a los italianos que eran susvecinos en las ciudades donde habían venido a vivir.Otros en cambio se abrían a entender que, sobre todo

en aquellas mezcladas y complejas regiones del AltoAdriático –como en cualquier tierra en la que semezclan y entrecruzan las fronteras– sólo el diálo-go y el encuentro entre culturas y pueblos diversospueden permitir una vida libre y civilizada.

A veces la experiencia de la frontera llevaba adescubrir que uno pertenecía a «la otra parte»: es elcaso, por ejemplo, de Marisa Madieri, que en Verdeagua (1987) narró la historia de su familia y de suinfancia. Al contar cómo de niña abandonó con los

suyos Fiume, su ciudad natal, y vivió durante añosla difícil existencia marginada de un campo de re-fugiados, Marisa Madieri descubre los orígenes enparte también eslavos y húngaros –y olvidados– desu familia, una familia italiana perseguida enton-ces como italiana por los eslavos. Descubre así quepertenece también al otro lado: que, parcialmenteal menos, forma parte del mundo que la amenaza.Descubre pues el sentido de una identidad plural;que es italiana, pero, por decirlo así, una italiana conuna marcha de más. Esta estimulante y dramáticasituación de frontera ha creado una rica literatura,lo mismo italiana que eslovena o croata.

La frontera es doble, ambigua; unas veces sirvede puente para encontrar al otro, otras de gran mu-ralla para mantenerlo a distancia. Con frecuenciaes la obsesión de situar algo o a alguien del otrolado; la literatura, entre otras cosas, es también unviaje en el intento de librarse de este «mito del otro

lado», de entender que todos nos encontramos unasveces aquí y otras allá, que todos somos el «otro».La literatura es pues la capacidad de situarse delotro lado de la frontera; en algunas novelas de lafrontera triestina, por ejemplo, hay personajes que

son considerados italianos por los eslavos y eslavospor los italianos.

Otra experiencia de frontera perdida, a la queme he referido en otras ocasiones y de diferentes ma-

neras, es la historia de los cerca de 2.000 trabajadoresitalianos de Monfalcone, un pequeña ciudad muypróxima a Trieste, militantes comunistas que habíanconocido las cárceles fascistas, y en muchos casos laguerra de España y los lager nazis, y que, llevadospor su fe comunista, inmediatamente después de laSegunda Guerra Mundial pasaron voluntariamentea la Yugoslavia de Tito, para contribuir, en el paísgeográcamente más cercano, a la construcción delsocialismo. Se cruzan así, en una especie de éxodo

invertido, con los 300.000 que huyen del régimendel socialismo real para refugiarse en Italia. Estos2.000 obreros participan con entusiasmo y abne-gación en la construcción de la nueva Yugoslavia,pero, en 1948, cuando Tito –con un gesto al que lahistoria mundial siempre estará agradecida– rompecon Stalin, ellos protestan contra Tito, pues Stalinrepresenta a sus ojos la causa de la revolución y dela liberación mundial, y Tito se convierte, a sus ojos,en un traidor. Por otra parte, Tito y su régimen, por

temor a algún golpe de Estado estalinista, los depor-tan a dos pequeñísimas, deliciosas y terribles islas delAlto Adriático, Goli Otok (isla desnuda, calva)y Sveti Grgur (San Gregorio), donde se instalansendos gulags que no tienen mucho que envidiar ala ferocidad de los gulags estalinistas y de los lagernazis. En tales gulags estos hombres son sometidosa todo tipo de persecuciones, torturas y vejaciones,a la violencia y a la muerte. Resisten en nombre deStalin, que, de haber vencido, habría convertido elmundo entero en un gulag, para intentar domeñara los hombres libres y valerosos como ellos.

Viven su terrible odisea ignorados por todos.Cuando, años después, los supervivientes sean libe-rados y vuelvan a Italia, algunos encontrarán suscasas de Monfalcone adjudicadas a los exiliados deIstria y Fiume que habían abandonado Yugoslavia ylo habían perdido todo: amargo y tremendo símbolode un éxodo cruzado, de un doble destino trágico.

Por otra parte, esos hombres serán maltratados porla policía italiana por ser comunistas que regresandel Este y hostigados por el Partido Comunistaitaliano, en cuanto incómodos testimonios de lapolítica estalinista del mismo Partido Comunista

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italiano, que éste quería hacer olvidar. Se trata dehombres que se encontraron en el otro lado, en ellado y el momento equivocados: que combatierontambién por una causa equivocada y creyeron en

una mentira, en Stalin, pero con una inmensa fuer-za moral, con una capacidad heroica de sacricio yde abnegación, con la voluntad de inmolarse en elcombate por la liberación de toda la humanidad,virtudes que constituyen una grandísima herenciaespiritual, que deberíamos hacer nuestra. Podríacontar otras historias, pequeñas o grandes, de exiliosy éxodos fronterizos; la historia de Goli Otok estápresente en mi libro Otro mar, en Microcosmos yen otras páginas; es una gran historia, a la que soy

obstinadamente el y que es la sustancia de miúltima novela, A ciegas.

Creo que de todo esto deriva mi sensibilidadhacia los temas del exilio, del éxodo, del desarrai-go, de las fronteras desaparecidas y reconstruidas,levantadas de nuevo: tantas cosas que surgen repe-tidamente en lo que llevo escrito. Muchos de mislibros se ocupan, de maneras diversas, de fronterasde todo tipo: nacionales, políticas, psicológicas, so-ciales; también de las fronteras que están dentro

de nosotros, separando los diversos componentes denuestro yo, que a menudo no quieren saber nadaunos de otros. El Danubio, por ejemplo, es sobre todoun viaje a través de la Babel contemporánea, con suschances y sus peligros, y a través de los meandrosescondidos en lo profundo.

No es casual que mi primer libro, Il mito as-burgico nella letteratura austriaca moderna, seocupase de un mundo que, como el plurinacionalImperio Austrohúngaro, estaba constituido, com-puesto de fronteras. Escribí este libro en Turín,la gran capital cultural de la Italia de hace unosaños, «la ciudad moderna de la Península», comola denió Gramsci tiempo atrás, que vivía a fondolas transformaciones sociales que caracterizabanItalia y su signicado político-cultural. No habríaescrito este libro sin Turín, donde aprendí a crecer ya pensar, pero desde luego tampoco lo habría escritosin Trieste, sin la educación triestina en la situación

de frontera vista como una condición de indeniblepertenencia o de angustiada falta de pertenencia en

la que sin embargo puede encontrarse una verdaderaidentidad.

Aprendí la importancia del mundo habsbúrguicono de la nostalgia de los viejos austriacanti,3 sino

más bien de los viejos irredentistas italianos quelo habían combatido y descubierto después de con-tribuir a destruirlo. Uno de ellos fue Biagio Marin,poeta del que fui amigo, que, en un recuerdo escritoen 1968 para conmemorar el cincuentenario de laPrimera Guerra Mundial y el retorno de Trieste aItalia, vuelve a evocar –describiendo su apasionadapersonalidad de entonces a partir del conocimien-to de lo ocurrido en los 50 años transcurridos des-pués– una tumultuosa jornada en la Universidad

de Viena, en la primavera de 1915, cuando ya sehabía desencadenado la Primera Guerra Mundiale Italia aún no había entrado en ella, aunque notardaría en hacerlo.

En esta evocación Marin cuenta cómo, tras laspeleas en la universidad vienesa entre los estudian-tes de las distintas nacionalidades –él era uno de loscabecillas del grupo italiano– es convocado por elrector de la Universidad de Viena, que cuando entraen su despacho lo saluda en alemán y le pregunta

qué es lo que pretende: «Jünger Mann. Was wollenSie? » Marin le responde, también en alemán y contoda la fogosidad de su juventud, que él desea laguerra contra Austria y la incorporación de Triestea Italia. El rector lo invita a sentarse y le dice, em-pezando a hablar en un perfecto italiano, que hacursado sus estudios en Italia, que ama a Italia y laconoce bien, pero que una guerra, incluso si acabaseen victoria, podría resultar peligrosa para las estruc-turas sociopolíticas del Estado italiano. Marin quedaun instante desconcertado, como si por un momentopercibiese vagamente el destino que de hecho esperaa Italia y a Europa después de la Primera GuerraMundial. Luego su arrogancia juvenil –que 50 añosmás tarde sabrá describir tan bien– le hace recupe-rar bruscamente el dominio de sí mismo y se poneen pie, diciendo, esta vez en alemán: «Excelencia,nosotros derrotaremos a Austria.» Entonces el rectorse levanta a su vez e, indicándole la puerta, le dice,

también él en alemán: «Jovencito, le deseo a ustedy a su país toda clase de bienes.» Algunas semanas

3. Partidarios de la presencia austriaca en Italia.

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más tarde, Marin atraviesa ilegalmente la frontera yse alista como voluntario en el ejército italiano, queentre tanto había entrado en guerra contra Austria.Durante las primeras maniobras, un ocial insulta

soezmente a los jóvenes voluntarios. Marin sale delas las y le dice: «Señor capitán, tendría usted queavergonzarse. Nosotros los austriacos estamos acos-tumbrados a otro estilo.»

Marin, italiano y patriota, se siente italiano enViena y austriaco en Italia; la frontera, en la quevive, le crea el sentimiento de ser otro en relaciónconsigo mismo, pero de un modo abierto, creativo.La frontera le enseña a negar cualquier identidadrígidamente denida; a oponerse, en caso necesa-

rio, al poder que pretende representar la identidad.Semejante comportamiento libera de cualquieridolatría fetichista, de cualquier obsesión de pure-za étnica. En otros casos, en cambio, muy a menudola frontera no es un puente sino un muro de odio yresentimiento, que separa a los hombres y los aíslaen el miedo y la agresividad. También en estasregresiones, en estas violencias y en estas fobias hasido muy rica la frontera triestina.

Al escribir Il mito asburgico nella letteratura

austriaca moderna encontré otra cultura de fronte-ra, la judeo-oriental; de ella nació el libro Lejos dedónde surgido del gran interés por Roth, pero sobretodo por Singer, a quien conocí personalmente, unode los grandes encuentros de mi vida. El libro naciósobre todo de una historia judeo-oriental, la historiade dos judíos en una pequeña ciudad de la Europadel Este a comienzos del siglo XX. Uno encuentra alotro lleno de maletas en la estación y le pregunta:«¿Dónde vas?» y el otro dice: «Me voy a Argentina.»Y el primero: «¡Vas lejos!», y el otro «¿Lejos de dón-de?» Ésta es una respuesta talmúdica, en el sentidode que contesta con una pregunta; quiere decir poruna parte que el judío de la diáspora, al vivir en elexilio, está siempre lejos de todo, porque no tieneuna patria, vive exactamente en el exilio, y por otraque, al tener una patria no en el espacio sino en eltiempo, en el libro, en la tradición, en la ley, nuncaestá lejos de nada. Esta cultura me interesaba y me

interesa mucho. Es una cultura que ha sufrido conenorme violencia el desarraigo, el exilio, la perse-cución, la amenaza de aniquilación de la identidad,pero que tiene su contrapeso en una extraordinariaresistencia individual. Este tema de la dispersión,

del exilio, de la pérdida del yo, vinculado al de suincreíble resistencia, siempre me ha interesado,obsesionado si ustedes quieren.

Esta cultura judía sin fronteras ha poseído

también sin embargo una acusada conciencia dela necesidad de fronteras morales. Se cuenta queuno de los más importantes rabinos, Rabbi Meir,profundamente ortodoxo (en la medida en que sepuede hablar de ortodoxia y de herejía en el ju-daísmo) fue discípulo de un gran maestro herético,Elisha ben Abiyuh, conocido como Akher. Un díalos dos discutían animadamente, como sucedía confrecuencia, y cada uno de ellos intentaba, siempredentro del mayor respeto mutuo, convencer al otro

de la validez de sus ideas. El discípulo exhortabaal maestro a no traspasar los límites de la ley y susprescripciones, el maestro exhortaba al discípulo aabrir su pensamiento a perspectivas más amplias.En el calor de la discusión, se habían ido acercando

 –era sábado– al límite de una milla que un judíoortodoxo no puede sobrepasar ese día de la semana.Rabbi Meir, llevado del calor de su argumentación,estaba a punto de superar el límite sin darse cuen-ta, pero el maestro, que, hasta un segundo antes,

le había exhortado a no quedar prisionero de laortodoxia, le cerró el paso, diciéndole: «¡Alto! Hasllegado a tu frontera.»

De una experiencia de frontera perdida y reen-contrada, guardada dentro de mí durante muchosaños, nació mi primer relato o novela breve, Conje-turas sobre un sable.El invierno del 44-45, el últimoaño de la guerra, lo pasé en Udine con mi madre. Mipadre estaba enfermo en el hospital y Udine habíasido ocupada por los alemanes y los cosacos de Kras-nov, gentes que los nazis habían recogido en partehaciéndolos prisioneros durante el ataque a la UniónSoviética y en parte entre los exiliados blancos quehabían abandonado Rusia con la Revolución. Losalemanes les habían prometido un Estado cosaco,un Kosakenland, que según el proyecto original hu-biera debido situarse en la Unión Soviética. Pero amedida que los alemanes y sus aliados retrocedían,esa patria era empujada cada vez más hacia el oeste,

hasta que durante algunos meses se creó en Italia,en Friuli, en Carnia, un fantasmagórico Estadocosaco. Así pues, una parte del Friuli, de donde miabuelo había venido siendo un muchacho a trabajara Trieste, había pasado de repente a ser cosaca. En un

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hotelito de una aldea minúscula, Villa di Versegnis,Krasnov –el atamán cosaco que los alemanes habíanrescatado del olvido y puesto a la cabeza de esteejército– había implantado, entre míseras alquerías,

una pequeña corte cosaca.Una situación extremadamente compleja, por-que mostraba cómo un deseo legítimo –el deseode tener una patria, de tener raíces– había sidopervertido, a través de la alianza con el mal nazi,en su contrario: en primer lugar, los cosacos veníana robar una patria a otros y, además, este deseo deautenticidad se convertía en algo falso y articial,pues nada podía ser más articial que una patriacosaca en las cercanías de Udine.

Desde entonces siempre me ha fascinado la bús-queda de autenticidad y el peligro de que ésta noslleve –si uno está privado de la conciencia irónica denuestras limitaciones, que no nos permiten aferrarlo absoluto y menos aún la absoluta pureza– a lasdeformaciones y falsicaciones más articiosas.

Creo que también mi pasión, existencial y li-teraria, por los viajes nació de algún modo de lafrontera. El título de un libro de viajes mío, Ítaca

 y más allá, indica los dos viajes posibles. Plantea

la pregunta de si al finalizar el viaje –el viajede la vida, naturalmente, pues desde La Odiseael viaje es el símbolo por excelencia de la vida– elprotagonista, como el Ulises de Homero y de Joyce,vuelve a casa cambiado por las experiencias que hatenido a lo largo del camino pero conrmado en lapropia identidad, al haber rearmado el sentido y launidad de la existencia, o si por el contrario, comoocurre en Musil, la experiencia del viaje de la vidase ha convertido en un viaje en línea recta en el quesiempre se sigue hacia delante, hasta perderse porel camino, dejando atrás partes de uno mismo, sinpoder regresar a casa nunca y experimentando lainsensatez y la incoherencia del mundo.

Incoherencia del mundo que supone la incohe-rencia del yo: no es casual, una vez más, que la li-teratura mitteleuropea haya sondeado con especialintensidad la pluralidad centrífuga del yo, que dejaver que no es uno sino múltiple, o, como escribe

Musil, «un delirio de muchos»; un hombre sin atri-butos, es decir un conjunto de atributos carentes deun sujeto que les conera su unidad orgánica. Enlos años veinte y treinta la literatura mitteleuropeaestuvo a la vanguardia de este gran viaje al interior

del yo plural, entre las nuevas fronteras del sujeto.La Viena de Musil y de Canetti se convierte

en el escenario de este proceso, paisaje y espejometropolitano del yo centrífugo, como se dice en

un pasaje de El hombre sin atributos: «No se deberendir tributo especial al simple nombre de la ciu-dad. Como toda metrópoli, estaba sometida a riesgosy contingencias, a progresos, avances y retrocesos,a inmensos letargos, a colisión de cosas y asuntos, agrandes movimientos rítmicos y al eterno desequi-librio y dislocación de todo ritmo, y semejaba unaburbuja que bulle en un recipiente con edicios,leyes, decretos y tradiciones históricas.» La másalta literatura del mundo entero vive esta crisis-

metamorfosis: en Pedro Páramo, por ejemplo, Rulfoelimina al sujeto que narra, estremecedora ausenciaque puede recordar la del Auto de fe de Canetti. Estamutación antropológica se reeja a menudo en lasrepresentaciones de la metrópolis, como ya ocurríaen Döblin o Dos Passos.

Cuando Nietzsche decía que su superhombre,Übermensch, no era otro que el hombre del subsuelode Dostoievski, decía lo mismo que algunos de susintérpretes dirían más tarde, que Übermensch no

signica superman, no es un superindividuo, unindividuo tradicional que ha multiplicado sus ca-pacidades, sino «ultrahombre», un oltreuomo, comoha dicho Gianni Vattimo, un estadio de la evoluciónhumana proyectado más allá de los connes tradicio-nales de la identidad: identidad plural, que se resistea la conciencia unitaria. El hombre del subsuelode Dostoievski habla de la conciencia como de unaenfermedad y arma no tener «carácter», porque elcarácter se concibe como una coraza represiva, unaespecie de camisa de fuerza.

Casi toda la literatura del novecientos, de Piran-dello a Pessoa, gira en torno a este tema. Todo estopuede ser vivido, y ha sido vivido, unas veces comoangustia y otras como liberación. En ocasiones inclu-so un mismo escritor puede hacer que sea percibidode ambas maneras, que se corresponderían con dosmomentos de testimonio existencial. En El elixir deldiablo de Hoffmann, por ejemplo, el protagonista,

Bruder Medardus, vive angustiado por la pérdidade su identidad; quisiera ser uno, tener una iden-tidad precisa, y cuando la pierde lo vive todo comoun espanto terrible. Otro personaje, Schöenfeld/Belcampo, vive en cambio la misma experiencia

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como una liberación, y arma que la conciencia –esdecir la identidad– es un aduanero que está sentadoen alto y no deja pasar gran cantidad de cosas quede otro modo la vida nos traería, o bien que es un

ejército en un desle, obligado a marchar en las;mientras que el auténtico yo –valiente loco– seríaun carnaval, una esta, una multitud que va por lacalle como le parece.

La crisis y/o liberación del yo, la fragilidad, laresistencia del yo, son temas que siento profunda-mente. El Danubio y Microcosmos, por ejemplo,creo que son el intento de contar la historia de unyo que casi no existe, que está siempre a punto de de-saparecer, como un poco de agua puesta en otro poco

de agua, pero que de algún modo sigue conservandotodavía una individualidad. En dos de mis últimoslibros, La exposición y A ciegas, se lleva al extremoesta fragmentación lingüística y psicológica del yo,esta agitación de todas las fronteras.

También El Danubio es un libro de frontera,nacido sin un propósito previo. Al principio, comoen el caso de Il mito asburgico nella letteraturaaustriaca moderna, no sabía lo que quería hacer. En1982 hicimos un viaje a Eslovaquia. Recuerdo que

estábamos entre Viena y Bratislava, junto a aquellafrontera oriental con lo que todavía se llamaba la«otra» Europa (creo que gran parte de lo que heescrito ha nacido del deseo de acabar con ese adjetivo«otra», de hacer entender que también ella es Euro-pa). Veíamos correr el Danubio, lo veíamos brillar,un esplendor indistinguible del de la hierba de losprados; no se veía bien dónde empezaba y dóndeacababa el río, qué era río y qué no lo era. Vivíamosun momento feliz de armonía, de felicidad, uno deesos raros momentos de conformidad con el uir dela existencia. De pronto vimos un letrero: «Museodel Danubio». Esta palabra, museo, resultaba muyextraña, en el encantamiento de la naturaleza deaquel momento; era como si surgiese la duda de sino formaríamos parte, sin saberlo, de algún museoya montado, haciendo que surgiese, de repente, unapregunta imprevista: «¿Qué ocurriría si siguiésemosadelante, vagabundeando hasta llegar a la desem-

bocadura del Danubio?» Y así dieron comienzo esoscuatro años de viajar, escribir, reescribir, vagabun-dear, en los que desde luego el Danubio sería una vezmás el símbolo de la frontera, porque el Danubio esun río que atraviesa muchas fronteras, es por tanto

símbolo de la necesidad y de la dicultad de atrave-sar fronteras, no sólo nacionales, políticas, sociales,sino también psicológicas, culturales, religiosas. Elviaje danubiano es un viaje a los propios Inernos,

en esta Babel del mundo de hoy que ciertamentetiene en Mitteleuropa un símbolo especial, pero quees una Babel del mundo entero.

Si El Danubio abarca un vasto territorio geográ-co e histórico, Microcosmos  es el descubrimientode otros lugares, cada vez más pequeños, cada vezmás limitados, pero en los que centellea, en contrade cualquier indiferente minimalismo, la grandezade la vida, el sentido irrepetible de toda existencia.Una vez más, historias de frontera también míni-

mas, cambiadas de lugar y desaparecidas, en unviaje que el protagonista sin nombre lleva a caboa través de los lugares –reales y simbólicos– de suexistencia, etapas provisionales y eles demorasen su paso por la tierra, en su constante traspasarconnes. Este hombre anónimo viaja abriéndose ala vida como una botella abierta bajo el agua, lleno,colmado, constituido por las cosas que llegan a él,por las historias ajenas que se cruzan con la suya y seconvierten en la suya, por los paisajes que se reejan

en su mirada y pasan a ser su rostro.La frontera es unas veces un puente para en-

contrar al otro, y otras, con mayor frecuencia, unamuralla para rechazarlo e ignorarlo. Milosz cuentaque en Vilnius, a 200 metros del café donde él sereunía con sus amigos, había un café en el quese encontraban dos extraordinarios poetas yiddish. Pero dice que se enteró de su existencia y conociósus obras sólo muchos años después, a través detraducciones francesas; para superar aquellos 200metros fue necesario un largo viaje por el tiempoy el espacio.

Fronteras: no sólo nacionales y culturales, sinotambién entre la vida y la muerte, entre la tierra yel mar, entre la búsqueda de la «vida verdadera» y ladestrucción de esta última, como ocurre en Otro mar; entre el miedo y la defensa que –como en la construc-ción de la muralla china, que el miedo hace cada vezmás gruesa hasta que lo único que consigue es destruir

y oprimir en vez de defender la tierra– pierde la vidaen vez de salvarla, como escribe Canetti en una de suspáginas. Fronteras entre la utopía –la exigencia deredimir el mundo– y el desencanto que, corrigiendoy a veces desmontando cualquier ingenua receta utó-

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Quaderns de la Mediterrània 355

pica que se ilusiona con redimir el mundo de una vezpor todas, refuerza la exigencia de corregir y mejorar,en medida siempre provisional, el mundo –SanchoPanza ayudando, en el fondo, a Don Quijote a buscar

el yelmo encantado de Mambrino.Una de las fronteras más importantes para unescritor es la lengua en la que escribe. Alguna vez laexperiencia del exilio –buscado o repentino– con-duce a un escritor a cambiar de lengua, a escribiren una lengua que no es su lengua materna y enocasiones ni siquiera aquella en la que habla con sufamilia. Joseph Conrad fue un polaco que se convir-tió en uno de los más grandes escritores ingleses, yse podrían citar otros muchos ejemplos. En algunos

casos el desgarramiento se sitúa en el interior de lalengua materna. Paul Celan, el gran poeta judío ale-mán cuyos padres fueron asesinados en Auschwitz,escribía con cierto horror en alemán, su lengua ma-terna, decía, que era la de los asesinos de su madre.Alguna vez esta frontera que une y divide el yo pue-de ser percibida como dolorosamente culpable, tantocuando la cruzamos como cuando omitimos el deberde cruzarla: Leon Lalen, poeta de Haití originario deSenegal, escribe su poesía en defensa de su tierra

contra los colonizadores franceses, pero expresa supasión senegalesa en francés, en la lengua de la so-ciedad contra la cual combate. Fronteras entre losgéneros literarios, entre las lenguas y los registroslingüísticos y estilísticos; sobre todo en algunos demis últimos libros, como La exposición y A ciegas,

en los que domina la Babel de las lenguas, el des-garramiento rompe cualquier límite y parece hacerañicos la vida a golpes de hacha, pero sin extinguiruna luz acongojante. Quizás la frontera que, en los

últimos años, tengo cada vez más presente es la quesepara y/o relaciona las dos escrituras que ErnestoSábato, del que he tenido la suerte de ser amigo,ha llamado «diurna» y «nocturna». Esta última selas entiende con las verdades más desconcertantes,aquellas que no osan confesarse abiertamente, y delas que tal vez sin embargo el autor nos dé cuen-ta, aunque frecuentemente le sorprendan, ya quepueden descubrir lo que él mismo no siempre sabelo que es y siente; una escritura que es a veces el

encuentro, provocador de extrañeza, creativo, conun doble que habla con otra voz y al que hay quedejar hablar aunque se preferiría que dijese otrascosas. A esta escritura nocturna pertenecen desdeluego dos de los últimos libros que he escrito, Laexposición y A ciegas.

No existe ninguna oposición entre lo particulary lo universal, entre el amor a la propia frontera ya la humanidad que no respeta ninguna frontera.Dante decía que después de haber bebido toda su

vida el agua del Arno –el río que atraviesa Florencia,su ciudad natal, su patria– había aprendido a amarprofundamente a Florencia. Pero, añadía, nuestraverdadera patria es un agua más vasta; nuestra pa-tria, decía, es el mundo, igual que el mar es la patriade los peces.

Entre Rusia y el Mediterráneo

Esa Aallas. Periodista y escritor 

Mis raíces familiares se encuentran en Carelia,en Finlandia Oriental, a orillas del mayor lagode Europa, el Ladoga, al que a veces se calica demar. Ya en el siglo XI se produjeron contactos con

Bizancio y el mundo eslavo, cuando los comercian-tes y soldados carelios recorrieron las rutas uvialesrusas hacia el mar Negro y Constantinopla. Entrelas tribus nlandesas, los carelios fueron los únicosque abrazaron la fe ortodoxa. La epopeya nacional

nlandesa Kalevala, cuyos versos se recopilaron apartir de los cantos de las tierras de Carelia, contienenumerosas evidencias de dichos viajes y de la fe dela población local.

Como muchos otros pueblos de la región fronte-riza, los carelios también han sufrido la maldición detoda frontera. Durante la Segunda Guerra Mundial,Stalin quiso engullir mi país dentro de su reino. Sinembargo, Finlandia logró mantener su independen-