ESCUCHARTE MÁS

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Antología de cuentos y testimonios sobre la sordera. Explora como la pérdida auditiva impacta la vida de las personas. Busca conscientizar la gente sobre este problema poco conocido y que afecta un porcentaje importante de la población. Comparte testimonios de personas que viven con una pérdida auditiva.

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La primera antología de cuentos Escucharte tuvo tan buena recepción entre sus lectores que decidimos realizar otra. La hemos titulado Escucharte más porque nos falta precisamente eso: escuchar más historias y testimonios que hablen de la sordera.

Para muchos, la sordera es un tema totalmente desconocido y, para otros, es tabú.

-¿Qué me dijiste?-Yo ¿sordo? ¿Pero de qué me hablas?

Existe mucho silencio acerca de la sordera.

La mayoría de las personas esperan más de 10 años antes de buscar una solución a su pérdida auditiva. ¡Imagínense esperar 10 años para comprar lentes cuando uno ya no ve bien!

Los auxiliares auditivos de hoy ya no son los de antes. Se han visto beneficiados de avances tecnológicos importantes. Para usar una analogía, los “aparatos para la sordera” de antes eran como los teléfonos a cuadrantes, es decir, análogos y bien merecían su torpe nombre de “aparatos para la sordera”: eran aparatosos y, por ser análogos, amplificaban todas las frecuencias por igual. Por eso, nuestros abuelos se los quitaban, la amplificación indiscriminada del sonido les resultaba incómoda.

Los auxiliares auditivos, como los llamamos hoy, son digitales, es decir, gozan de la misma tecnología que los teléfonos celulares ¡nada que ver con el teléfono de cuadrante! Permiten modular la voz y amplificar sólo las frecuencias donde una persona necesita auxilio. Son soluciones muy completas con funciones múltiples y programables al tipo y grado de pérdida de cada oído de una misma persona. El sonido que proporcionan es cómodo, se escucha a gusto y se adapta de manera automática al ambiente de diferentes situaciones que van de muy tranquilas a muy ruidosas.

Hace unos meses lanzamos una nueva convocatoria con el fin de recabar textos alrededor del tema de la sordera. Muchas personas nos enviaron sus colaboraciones: algunas de ellas son escritos ficticios y otras son historias reales de tipo testimonial. La selección final, la tienen en sus manos.

Sandrine DupriezDirectora GeneralCentros AuditivosConnect Hearing México

Connect Hearing! es una empresa de la firma suiza Grupo Sonova, proveedor lider mundial en el desarrollo de soluciones auditivas innovadoras con un elevado contenido tecnológico.

Connect Hearing! cuenta con 19 Centros Auditivos en las ciudades más importantes de la República Mexicana, con el fin de ofrecer su amplia gama de soluciones a quienes padecen algún tipo de pérdida auditiva y contribuir, de esta manera, a mejorar su calidad de vida.

Una de las principales fortalezas de Connect Hearing! es su plantilla de especialistas en audición, profesionales altamente capacitados y con extensa experiencia en asesorar a sus clientes acerca de las soluciones que más le conviene de acuerdo con sus necesidades específicas.

“Queremos que cada mexicano cuente con una solución adecuada a los problemas causados por las pérdidas auditivas” esta es nuestra misión.

La vida no esta subtitulada: hay que escucharla con sus propios oídos!

www.connecthearing.com.mx

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La Asociación Mexicana para la Audición “Ayudanos a Oír”, A.C. (AMAOIR) es una institución no lucrativa fundada en 1995 por el Dr. Gonzalo Corvera Behar con el fin de llevar el tratamiento óptimo de las enfermedades de oído a pacientes que no tienen acceso a la medicina avanzada de nuestros tiempos.

AMAOIR trabaja para brindar atención médica óptima a personas con hipoacusia y capacitar a los pacientes, sus familiares y a los profesionales de la salud y de la educación, para mejorar la calidad de vida y la integración social de las personas con discapacidad auditiva. Ha establecido el programa de implante coclear con más experiencia en el país, y asesora a equipos de implante coclear y/o terapeutas en diversos estados de la República; organiza jornadas quirúrgicas anuales en comunidades donde no existe el equipamiento humano y tecnológico para realizar cirugía de oído; estableció el primer programa de enseñanza por internet para terapeutas en Método Auditivo-Verbal en español del mundo; imparte cursos y conferencias todo el año dirigidas a médicos, terapeutas, maestros y padres de niños con hipoacusia.

Para AMAOIR es de fundamental importancia incrementar la conciencia social sobre el tema de la sordera, y por ello se complace en la publicación de esta antología.

Dr. Gonzalo Corvera Behar

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La primera antología de cuentos Escucharte tuvo tan buena recepción entre sus lectores que decidimos realizar otra. La hemos titulado Escucharte más porque nos falta precisamente eso: escuchar más historias y testimonios que hablen de la sordera.

Para muchos, la sordera es un tema totalmente desconocido y, para otros, es tabú.

-¿Qué me dijiste?-Yo ¿sordo? ¿Pero de qué me hablas?

Existe mucho silencio acerca de la sordera.

La mayoría de las personas esperan más de 10 años antes de buscar una solución a su pérdida auditiva. ¡Imagínense esperar 10 años para comprar lentes cuando uno ya no ve bien!

Los auxiliares auditivos de hoy ya no son los de antes. Se han visto beneficiados de avances tecnológicos importantes. Para usar una analogía, los “aparatos para la sordera” de antes eran como los teléfonos a cuadrantes, es decir, análogos y bien merecían su torpe nombre de “aparatos para la sordera”: eran aparatosos y, por ser análogos, amplificaban todas las frecuencias por igual. Por eso, nuestros abuelos se los quitaban, la amplificación indiscriminada del sonido les resultaba incómoda.

Los auxiliares auditivos, como los llamamos hoy, son digitales, es decir, gozan de la misma tecnología que los teléfonos celulares ¡nada que ver con el teléfono de cuadrante! Permiten modular la voz y amplificar sólo las frecuencias donde una persona necesita auxilio. Son soluciones muy completas con funciones múltiples y programables al tipo y grado de pérdida de cada oído de una misma persona. El sonido que proporcionan es cómodo, se escucha a gusto y se adapta de manera automática al ambiente de diferentes situaciones que van de muy tranquilas a muy ruidosas.

Hace unos meses lanzamos una nueva convocatoria con el fin de recabar textos alrededor del tema de la sordera. Muchas personas nos enviaron sus colaboraciones: algunas de ellas son escritos ficticios y otras son historias reales de tipo testimonial. La selección final, la tienen en sus manos.

Sandrine DupriezDirectora GeneralCentros AuditivosConnect Hearing México

Connect Hearing! es una empresa de la firma suiza Grupo Sonova, proveedor lider mundial en el desarrollo de soluciones auditivas innovadoras con un elevado contenido tecnológico.

Connect Hearing! cuenta con 19 Centros Auditivos en las ciudades más importantes de la República Mexicana, con el fin de ofrecer su amplia gama de soluciones a quienes padecen algún tipo de pérdida auditiva y contribuir, de esta manera, a mejorar su calidad de vida.

Una de las principales fortalezas de Connect Hearing! es su plantilla de especialistas en audición, profesionales altamente capacitados y con extensa experiencia en asesorar a sus clientes acerca de las soluciones que más le conviene de acuerdo con sus necesidades específicas.

“Queremos que cada mexicano cuente con una solución adecuada a los problemas causados por las pérdidas auditivas” esta es nuestra misión.

La vida no esta subtitulada: hay que escucharla con sus propios oídos!

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La Asociación Mexicana para la Audición “Ayudanos a Oír”, A.C. (AMAOIR) es una institución no lucrativa fundada en 1995 por el Dr. Gonzalo Corvera Behar con el fin de llevar el tratamiento óptimo de las enfermedades de oído a pacientes que no tienen acceso a la medicina avanzada de nuestros tiempos.

AMAOIR trabaja para brindar atención médica óptima a personas con hipoacusia y capacitar a los pacientes, sus familiares y a los profesionales de la salud y de la educación, para mejorar la calidad de vida y la integración social de las personas con discapacidad auditiva. Ha establecido el programa de implante coclear con más experiencia en el país, y asesora a equipos de implante coclear y/o terapeutas en diversos estados de la República; organiza jornadas quirúrgicas anuales en comunidades donde no existe el equipamiento humano y tecnológico para realizar cirugía de oído; estableció el primer programa de enseñanza por internet para terapeutas en Método Auditivo-Verbal en español del mundo; imparte cursos y conferencias todo el año dirigidas a médicos, terapeutas, maestros y padres de niños con hipoacusia.

Para AMAOIR es de fundamental importancia incrementar la conciencia social sobre el tema de la sordera, y por ello se complace en la publicación de esta antología.

Dr. Gonzalo Corvera Behar

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1ESCUCHARTE MÁS VOLUMEN II

ANTOLOGÍA DE CUENTOS

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A todAs lAs personAs que contribuyeron A escuchArte Más.

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1a. Edición, 2011

Diseño Gráfico Drafft Diseñadores Asociados S.C.Ilustraciones: Aurora Cuevas

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento infor-mático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos.

C 2011 de todas las ediciones Connect Hearing, Reforma 382, Ed. Karma, Piso 8, Col. Juárez, Del. Cuauhtémoc E-mail: [email protected]

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historiAsMAriví cerisolA

yudi KrAvzov

ofeliA s.stAvAns

MAríA GuillerMinA quiroz

MAnuel pinoMontAno

MAripAz de lA veGA rodriGo Alberto hernández cuellAr

AMelie olAiz

ánGel bAzA MAríA esther núñez

liliAn coronA

blAncA hefferAn

victoriA ArAnA

GAbrielA soulé eGeA

testiMoniosliliAn coronA

rosA virGen sAlAzAr olverA

sAndrine dupriez

MirAndA

GinA viviAnA MorAles AcostA

virGiniA hernández retA

editAdo por:

AntoloGAdorA

María EsthEr NúñEz

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índice

próloGo, Dr. Gonzalo Corvera Behar ...............................................

cuentos.................................................................................................Mis cóMplices AMiGos, Mariví Cerisola ................................................sin decirnos tAnto, YuDi Kravzov .....................................................benditA sorderA, ofelia s.stavans ......................................................priMA donnA, María GuillerMina Quiroz ............................................yo sí te oiGo, Manuel PinoMontano .................................................hAblAndo A los despropósitos, MariPaz De la veGa ...........................sieMpre irMe, roDriGo alBerto hernánDez Cuellar ...............................el espejisMo de de shAnGri-lA, aMelie olaiz .......................................AquellA lección de escuch-Arte, ofelia s.stavans ..........................el ánGel del silencio, ánGel Baza ....................................................estropAjo, María esther núñez ..........................................................sorderA AdquiridA, lilian Corona .....................................................con el corAzón te escucho, BlanCa hefferan ...............................AMor sin pAlAbrAs, viCtoria arana ......................................................lA terApiA de lAs orejAs, GaBriela soulé eGea ....................................testiMonios .........................................................................................el silencio, lilian Corona ....................................................................desAfortunAdos inviernos, rosa virGen salazar olvera ....................tAnto AMor, sanDrine DuPriez ..........................................................cuAnto Antes Mejor, MiranDa ...........................................................el MilAGro, Gina viviana Morales aCosta .............................................nAdie nuncA piensA en beethoven, virGinia hernánDez reta ............

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PRÓLOGO

dr. GonzAlo corverA behAr

Esta nueva antología no deja de sorprenderme. Los escritos aquí reunidos ayudan de una manera creativa y maravillosa a utilizar la imaginación para comprender la realidad y vencer las principales causas del retraso en el tratamiento de la sordera, que son la ignorancia y el desinterés de quienes viven ajenos a esta discapacidad.

Sin embargo, la fantasía y la realidad siempre son diferentes, más aún cuando hablamos de sordera, ya que cuesta mucho trabajo imaginarse lo que implica no escuchar, posiblemente porque quienes escuchamos normalmente nunca vivimos la experiencia de la falta de sonido. Podemos vivir la experiencia de no ver al cerrar los ojos por la noche, o en la obscuridad, pero no podemos cerrar nuestras orejas como cerramos los ojos y, aún tapándonos con los dedos, seguimos escuchando ya que el sonido se transmite a través de cualquier medio (el aire, el agua, tus dedos).

Por momentos nos sucede escuchar mal durante una llamada telefónica, cuando nos hablan a distancia en una fiesta o cuando entramos en contacto con alguien que no articula bien o que habla muy rápido. Todos hemos sentido la desesperación que casi siempre termina en enojo al no comprender en el primer intento; esta experiencia es la que viven las personas con pro-

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blemas auditivos cada instante de su vida.

Es quizás por eso que es tan difícil imaginar lo que padece una persona que no escucha. Constantemente me he encontrado con diferentes reporteros o medios de comunicación que, al hablar de un implante coclear, mencionan la posibilidad de “escuchar los pajaritos, la risa, la lluvia, el ladrido de los perros”, sin darse cuenta que eso, por más bello que sea, es lo menos importante para una persona que no puede comprender el mensaje que se le está intentando transmitir.

Cuando la mayoría de nosotros piensa en escuchar, nos remiti-mos a los sonidos agradables de la vida diaria sin imaginar que el aislamiento de quien no escucha es producto de la falta de conocimiento sobre lo que le rodea. Es necesario comprender la falta de sonido como falta de información y, suena crudo, seco y clínico hablar así, pero nuestra facilidad de compartir información por medio del lenguaje es un fenómeno extraordi-nariamente complejo que sólo podemos desarrollarlo si perci-bimos el estímulo de forma auditiva.

Al nacer un bebé, su cerebro cuenta con el doble de neuronas de las que tendrá a los 18 años y, si bien nuestro cerebro es el órgano más voraz de nuestro cuerpo, consumiendo 20% de las calorías que ingerimos, el de un bebé consume la increíble can-tidad de 65% ya que, cuando nace, su sistema nervioso no está aún desarrollado y una parte fundamental que requerirá para desarrollarse, es el estímulo.

Tres meses antes de nacer, un bebé normo-oyente comienza a escuchar y la señal auditiva estimula sus neuronas para co-nectarse, formando la vía auditiva y “programando” su cerebro para poder comprender lo que escucha. Por lo tanto, cuando

PRÓLOGO

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un bebé nace sordo, ya lleva 3 meses de retraso y, si no po-demos proporcionarle audición útil y a tiempo, después será demasiado tarde.

El imaginario de la sordera se encuentra perfectamente ejem-plificado en el cuento ganador, “Mis Cómplices Amigos”, de Marivi Cerisola, que franquea los límites entre lo real y lo imaginario de una forma magistral y, el testimonio ganador, “El Silencio”, de Lilian Corona, nos da una muestra excelente de lo que puede sentir una persona cuando pierde la audición.

Agradezco profundamente a Connect Hearing, a Sandrine Dupriez y a todos los autores que participan en esta antología ya que, al sensibilizarnos a través de la literatura, se nos da la oportunidad real, aunque sea de forma instantánea y figurativa, de sorprendernos dentro del mundo del silencio y entender mejor a los que se encuentran dentro de él. Sólo al comprender la situación que viven quienes tienen dificultad para escuchar, podremos comenzar a integrarlos de manera completa a la sociedad. Como dijo Albert Einstein: “Hasta que todos los individuos de una sociedad no se encuentren plenamente integrados en ella, no puede decirse que sea una sociedad civilizada.”

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CUENTOS

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MIS CÓMPLICES AMIGOS

MAriví cerisolA

Mis padres se dieron cuenta de que no escuchaba cuando tenía dos años. Tuvieron varias señales que les hicieron sospechar mi sordera: no decía mamá ni papá como los demás niños de mi edad, no repetía frases de más de dos palabras, era bastante tran-quilo y no me alteraba ante los ruidos inesperados. Después de varios estudios no tuvieron más que aceptar la realidad: tenían un hijo sordo. Crecí en un medio de signos y señas. Mis padres apren-dieron el lenguaje gestual e hicieron todo lo posible para darme seguridad y evitarme esos temores que se experimentan cuando hay ausencia de oído. Dentro de todo, tuve la suerte de desarro-llarme en un sistema bien estructurado de comunicación. Cambié el mundo del “No escucho”, por el mundo del “Veo”. Aprendí a ver la vida: cada imagen me decía algo. El en-torno departía conmigo y fue así que, desde niño, comprendí muchos de los misterios de la vida. Me enfoqué en mi sentido de la vista para no extraviar la capacidad de asombro por las cosas que me rodeaban. Mi universo era de silencio absoluto. Desconocía el com-pás de las resonancias, de las voces, ondas y frecuencias. Pese a mi insuficiencia sonora, mi familia jamás me puso límites y siem-pre me llevaron a los mismos lugares a los que iban mis primos y hermanos: parques, ferias, museos, cine, etcétera. Fue precisa-mente una tarde en que fuimos a una función de circo, cuando

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tuve mi primera experiencia con, digamos, el sonido… Ya habíamos visto a los payasos, trapecistas, al tragaespa-das, la bastonera y a otros tantos personajes circenses. Yo devo-raba todo con mis ojos, disfrutando cada uno de los espectácu-los. Llegó el turno de la mujer acróbata y su elefante. Desde el primer instante en que vi salir a ese enorme animal, el más grande que jamás había visto, con su larga trompa, enormes orejas y esa cola, un delgado plumero en forma de pin-cel, sentí una conexión especial. Un sentimiento nuevo, diferente, místico. Yo estaba en mi cosmos sigiloso, observando con curio-sidad los pliegues en la piel del paquidermo cuando de pronto, algo sucedió dentro de mi cerebro: un ruido distorsionado, gra-ve. Un retumbo fuerte, penetrante. Me estremecí y giré la cabeza para mirar a las personas: nada. La gente reía y aplaudía pero yo no la escuchaba. Sin embargo, el sonido continuaba retumbando en mis sentidos. No podía entender lo que me sucedía. Tenía miedo, las manos me temblaban y estaba a punto de llorar cuando me di cuenta de que el elefante tenía su mirada puesta sobre mí. Me asusté, me asusté muchísimo ¿Cómo era posible que aquel ani-mal majestuoso se comunicara conmigo? Yo era sordo… ¿Era? Nada parecía real, podía oír la gama de sonidos que producía el elefante expresando sus diversas emociones pero, al mismo tiempo, no escuchaba ningún otro eco; sólo los infrasonidos que transmitía el elefante a través del aire estimulando mis sentidos entre su distancia y la mía. Terminó el show de la acróbata y, al fin, ella y su animal gigantesco salieron por la puerta. Volví a quedar en mi mundo silencioso. Llegó el turno del mago. Yo no podía concentrarme en sus trucos; después de la extraña experiencia auditiva, me en-contraba totalmente aturdido. No me di cuenta cuándo fue que

MIS CÓMPLICES AMIGOS

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hizo su aparición el domador de leones. De pronto, ya estaba ahí, dando órdenes a diestra y siniestra. No supe en qué momento lo empecé a odiar; tal vez, fue cuando los felinos comenzaron a emitir su enojo y desconcierto: siseos roncos, ásperos, seguidos por rugidos graves, largos. Al igual que me había pasado con el elefante, yo escuchaba las vocalizaciones de los leones. No así, al hosco domador que empuñaba su silla y fusta contra las fieras que a cada latigazo, su rugir se hacía mucho más fuerte. Cuando la función terminó yo me había convertido en otra persona: un niño con un secreto que no podía compartir con nadie. Ahora sabía cómo eran ciertos sonidos. Mi viaje a través del silencio se había, en cierta forma y de manera extraña, res-quebrajado como un rompecabezas que se ha quedado a la mitad. Empecé a tener diversas experiencias con animales dis-tintos: perros, gatos, aves… Sabía cómo era el graznido de los patos, el aullido de los lobos, el gorjeo de los canarios y has-ta el zumbido de las abejas. Me aficioné a todos los programas en donde hubiera fauna y así pude desarrollar una admirable percepción con los sonidos del Reino Animal. No tenía idea de cómo era la voz de mi madre pero conocía a la perfección los la-dridos del perro del vecino. Entablé, entonces, una amistad cóm-plice y estrecha con todos los perros del barrio, con los pájaros que cantaban en mi jardín, con las vacas que veía por la carretera y hasta con los pequeños roedores que, de vez en vez, se colaban a la cocina de casa de mi abuela. Sobra decir, pero lo digo, que no hubo familiar, amistad o cercano que no se diera cuenta de la conexión que existía entre sus mascotas y yo. Pensaron que sería cosa de mi sordera cuando, en realidad, era todo lo contra-rio. Crecí en una dualidad de sonidos que sólo yo era capaz de comprender. Mis padres toleraron mi capricho de llevarme muchos fines de semana y por vacaciones a lugares en donde abundan animales: zoológico, granjas, huertos, ranchos y cortijos. Y un día,

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ante el asombro de mi familia, decidí volverme vegetariano: los animales son mis mejores amigos y, siendo así, es antinatural que me los coma. La naturaleza siguió su curso y, entre bramidos, gruñidos, ladridos y ronroneos, fui dejando mi niñez y adolescencia atrás hasta convertirme en un adulto. Me acostumbré al regalo mis-terioso que de pronto y sin explicación la vida me dio aquella tarde de circo y enfoqué mi don a convivir y a amar a esos seres que me comprenden más que muchos humanos. Mi secreto ja-más se lo he contado a nadie. No tiene caso, nadie lo entendería. Además, para comunicarme, tengo dos perros, tres gatos, seis canarios y a todos los animales de mi barrio.

MIS CÓMPLICES AMIGOS

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SIN DECIrNOS TANTO

yudi KrAvzov

Cuando mi hermana se hizo novia de un profesor de alemán que vivía en México desde hacía unos años, mis papás pensaron que eso no iba a durar, así que el día que él le pidió casarse e ir a vi-sitar a su familia a un pueblito cercano a Berlín, mi mamá casi se desmaya y a mi papá se le ocurrió que fuera yo con mi hermana y que mantuviera los ojos bien abiertos para contarle todo lo que el amor no iba a dejar que ella viera. A mí, los viajes me encantan. Tengo recuerdos de vaca-ciones en las playas, de la Barranca del Cobre y fotos de largas estancias en Zacatecas y Michoacán donde mi papá tiene parte de su familia, pero nunca había viajado tan lejos ni a un país donde se hablara un idioma distinto y menos con mi hermana, ocho años mayor que yo. Nosotros no hablábamos mucho, poco entendía de su vida y hasta me caían gordas sus amigas; aún así estaba muy emocionado el día del viaje, era la primera vez que me subía a un avión. La idea de ir como espía me gustaba porque de grande yo quería ser detective y tomé esa oportunidad como mi primer trabajo. Cuando desperté, mi hermana intercambiaba correos con la señora que estaba sentada a su lado, es increíble cómo sabe hacerse amigos con la misma facilidad con la que yo duer-mo. Cuando bajamos del avión, por primera vez en su vida, me hizo una confesión: me estoy muriendo del miedo. Siempre la había visto tan segura de sí misma, que creí no conocía la pa-

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labra miedo. Apreté su mano. Pasamos migración y cuando me di cuenta, ya estábamos en el coche de su novio y luego con su familia sentados a una mesa donde yo no entendía una sola pala-bra de lo que se decía. No pude grabarme el nombre de ninguno de los niños, sólo el de una bebita que se llamaba Emma, que me aprendí porque era el único que se dice igual en español. Aunque en esa cena no hablé con nadie, pude observar muchas cosas. La abuela del profesor de alemán veía muy lindo a mi hermana, la mamá era muy amable con nosotros y el papá, aunque parecía un señor gruñón y malhumorado, era una buena persona. Me dormí angustiado porque no iba a poder escribir-le un reporte interesante a mi papá, pero en realidad lo único que podía decir hasta ese momento era que la familia disfrutaba mucho estar a la mesa igual que nosotros los domingos, que se toma tanta cerveza como en la casa y que todos nos habían re-cibido con gusto. Estar entre puros desconocidos y no hablar el mismo idioma me comenzó a meter en una especie de burbuja. No sólo durante las comidas, sino todo el tiempo; yo trataba de agarrar sus expresiones, aprendí a decir gracias y por favor, hola y adiós, pero después de un rato en que me enseñaban las palabras y se reían porque no podía ni pronunciarlas bien, todos se olvidaban de que yo estaba ahí y comenzaban a hablar entre ellos. A los dos días de plano me volví un poco transparente, por decirlo de alguna manera. Le escribí un correo a mi mamá diciéndole que nunca me había sentido tan solo, tan extraño; ella me contestó que en los viajes largos y a lugares desconocidos no siempre se la pasa uno feliz, que ese es el recuerdo con el que uno llega, pero que cuesta adaptarse a lo nuevo, que mantuviera los ojos bien abiertos y que cuidara a mi hermana. No quise decirle que ella andaba todo el día de un lado al otro y que no me pelaba, no quise sonar llorón… pero mantuve los ojos abiertos. Unos días después, vi a uno de los vecinos que andaba en bici, me acerqué y

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con señas le pregunté si tenía otra bicicleta. Moviendo la cabeza me contestó que sí. Le dije Danke, o algo parecido que me en-señó mi hermana, que es gracias, y me dijo que lo siguiera. Nos fuimos los dos andando en bici. Esa noche, cuando escribí el reporte para mi papá, puse que el lugar era chiquito y muy lindo. Que los niños podíamos andar en bicicleta por todos lados. Que tenía un amigo nuevo y que no importaba que no habláramos el mismo idioma porque nos comunicamos sin hablar. A mi hermana casi ni la veía durante el día. En las noches me hablaba de cómo le gustaría que mis papás vinieran a cono-cer a la familia de su novio, de lo importante que era aprender idiomas y, que si se casaba con el profesor, tendría que aprender alemán para entender a la familia. Yo la dejaba que hablara, veía cómo el miedo que sintió al principio, ya no lo sentía. El niño y yo fuimos de pesca. Comimos en un lugar don-de preparaban pizzas al horno y también fuimos a conocer una fábrica de cervezas que habían transformado en cines y librerías. Más de un día nos llevaron a Berlín a visitar museos y grandes monumentos. El no hablar el mismo idioma con él no fue una barrera para hacernos amigos, ni para saber cuál de las niñas de su cuadra era la que le gustaba. El libro de Moby Dick que me llevé al viaje, lo tenía él en alemán, así que terminamos leyendo el mismo libro. Un día, mi amigo me dijo con señas que no oye, que es sordo y en un papel escribió Fritz, se señaló a sí mismo y yo escribí David y me señalé a mí. Fritz era el primer niño sordo que conocía. Con las señas que durante mi estancia inventamos él y yo, teníamos nuestro propio idioma y aunque él no oía y yo no hablaba su idioma, nos entendimos muy bien después de dos semanas de estar juntos. En el vuelo de regreso mi hermana me contó todo lo que sentía de la familia de su novio y, cuando se quedó dormida, le es-

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cribí a mi papá contándole lo que ella me había dicho. Durante el viaje hablamos de muchas cosas, le dije que si se quedaba allá yo vendría a verla muchas veces, que me había hecho muy amigo de Fritz y que me gustó la familia de su novio. Ella me abrazó fuerte por primera vez en la vida, sin decirnos tanto, el viaje sirvió para hacernos amigos. La verdad es que llegamos tan contentos y mi hermana contó tantas cosas, que mi papá se olvidó de pedirme a mí el reporte. Yo me la pasé increíble, aprendí a que no es necesario hablar tanto y decidí que no voy a ser inspector privado porque eso de escribir reportes, simplemente no es lo mío.

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BENDITA SORDERA

ofeliA s.stAvAns

- ¿Qué haces mujer?- Estoy ocupada.- ¡Que bueno, estás animada!- Yo, recostado.- Al rato vamos a comer. - ¡Maravilloso! Vente a coger. Aquel medio día,en un santiaménella dejó la escritura,saltó a la cama y,la pareja se agasajó deleitosa

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PRIMA DONNA

MAríA GuillerMinA quiroz

Clemencia llegó siendo muy joven desde su natal Oaxaca. Su fa-milia prácticamente la echó de su casa con el pretexto de que el dinero que obtenían de la siembra no alcanzaba para los gastos de la familia y, como sus cinco hermanos menores tenían que ir a la escuela, pues… Por ser la mayor, era ella quien debía ayudar, aunque siempre supo que no era sólo eso lo que orillaba a sus padres a convencerla de ir a buscar trabajo a la ciudad de Méxi-co. Desde muy pequeña se supo diferente, todos en el pueblo la llamaban Ben’zaa, que significa “gente de las nubes” en zapoteco, porque así vivía, en las nubes, alejada de todos.Clemencia salió de su Huajuapan con la certeza de que era la última vez que vería a sus padres, a sus hermanos y a su amada tierra. Y no se equivocó. Al llegar a la ciudad, la joven campesina encontró su primer trabajo en una casa de huéspedes donde lleva más de cuarenta años encargada de la limpieza. Doña Ro-sario, la dueña, nunca ha tenido queja de ella o de su trabajo. Es hacendosa, honrada y diligente pero, sobre todo, muy discreta. A Matías Malverde no le gustan las flores ni las aves, mu-cho menos las mariposas. Detesta a los niños y, si algún perro osa acercarse a olfatearlo, recibe por toda respuesta una certera patada. Matías fue un joven alegre y muy responsable, antes de terminar sus estudios consiguió trabajo como auxiliar de conta-dor en una fábrica de ropa; sin embargo, su vida cambió después del incendio de los talleres y almacenes de la empresa.

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No volvió a ser el mismo. A pesar de todas las operacio-nes a que fue sometido, su rostro y su alma quedaron marcados para siempre. Se volvió tan introvertido y retraído que, fuera de su actual trabajo en la estación de ferrocarril, no habla con nadie a menos que sea estrictamente indispensable. Desde que salió del hospital vive completamente solo. En la habitación que ocupa en la modesta casa de huéspedes desde hace años, se puede ver lo estrictamente necesario: una cama pequeña, una mesita con una lámpara y un ropero. Su más preciada pertenencia es un viejo tocadiscos, el cual guarda celosamente en un secreter que recibió de su madre y que es el único mueble de su pertenencia en el humilde cuarto. El viejo aparato y una completísima colec-ción de discos de ópera, colocados cuidadosamente en la parte inferior del mueble, es todo lo que llena su vida. La música es su única compañía y sus verdaderos amigos: Verdi, Wagner, Rossini, Donizetti, Puccini, Leoncavallo, Bizet… no falta nadie. Todas las óperas, clásicas o contemporáneas, están ahí para hacerlo olvi-dar su tragedia y su soledad. Afortunadamente para él y, también para sus vecinos, su cuarto se encuentra en el rincón más apartado de la casa. Sólo él y Clemencia, la vieja sirvienta, llegan hasta ahí, por lo que nadie se ha dado cuenta del esmerado cuidado que ella pone en la lim-pieza de esa habitación. En cuanto el hombre sale a las siete de la mañana, la gruesa mujer entra a realizar su trabajo. Una vez que la cama queda sin una sola arruga, el piso reluciente, los escasos muebles sin huella de polvo y los cristales completamente trans-parentes, Clemencia saca de su delantal una franela, la desdobla con cuidado, la humedece y se da a la tarea de limpiar más que con pulcritud, con veneración, cada uno de los discos. Tiene es-pecial cuidado en dejarlos exactamente como su dueño los tiene acomodados. El taciturno, como llaman los vecinos a Matías, no conoce a ninguno de los demás habitantes de la casa. La única persona

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con quien trata es doña Rosario, la dueña de la pensión, para pa-garle puntualmente la renta. Por muchos años ni siquiera supo de la existencia de la mujer que con tanto esmero aseara su cuarto. Esa tarde llega como todos los días, cuelga su saco, de-sata las cintas de sus zapatos, conecta el tocadiscos y comienza a hacer su elección: qué será bueno para esta espléndida tarde. ¿Aída?... no, no es el momento. ¿Turandot?... la escuchó la semana anterior. Claro, disfrutará El barbero de Sevilla, eso significa que ha amanecido con espíritu romántico y, con Rossini por compa-ñero, será testigo del triunfo del amor al que él ha renunciado sin siquiera buscarlo. Su verdadera vida comienza por las noches en la intimidad de su pequeño mundo, con los primeros acordes de cada ópera. Fuera de la habitación, la luna comienza a coquetear con la incipiente noche. Detrás de los pliegues de la cortina que cubre la pequeña ventana, Clemencia observa a Taciturno ges-ticulando y moviendo el cuerpo al ritmo de la música. Desde la discreción del anonimato, la mujer sigue el movimiento del cuerpo y de los labios exactamente como él lo hace. Se mece al ritmo de la música cuando la sobresalta una mano en el hombro, voltea y, horrorizada, ve a doña Rosario, su patrona, quien con una carcajada y moviendo desmesuradamente los labios le grita: “¿Qué haces ahí, vieja sorda, ahora también te volviste loca?”. Clemencia cubre su rostro y sale corriendo a su cuarto, se tira en la cama y ahoga en sollozos que nunca escuchará, toda una vida de rechazo y menosprecios.

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YO SÍ TE OIGO

MAnuel pinoMontAno

Hacía mucho que no había pensado en ti y sabes bien que no por traición o por abandono, sino por sanidad mental: aquella tarde hace ya más de veinticinco años en el convento de Our Lady of Peace, al este de Londres, decidí quemar todas tus cartas, tus fotos, tus memorias. Recuerdo cómo busqué una chimenea por el convento para prenderle fuego a todo y le pregunté a una monjita anciana. Ella me dijo que mejor lo quemase fuera en el jardín, que ella me acompañaría y, en medio de unos rosales sin hojas –porqué era invierno- puse aquella caja de cartón con mis reliquias que habían vagado conmigo por varios apartamentos en la ciudad, más años de los que debían. La Hermana me miró cuando puse la caja en la tierra y me dijo que si estaba seguro de quemar aquello, que lo que uno quema no vuelve más, deja de existir y yo le respondí que precisamente por eso quería quemarlo. Luego me preguntó si quería que se fuese o que se quedase, le pedí que se quedara: necesitaba un testigo. Quemé todo lo material que tenía de ti, excepto la caja de música que tocaba Greenleaves, esa la doné a la Charity Shop de Ladbroke Grove, me daba pena destruirla y, sin darme cuenta, me quedaba con una canción como único recuerdo tuyo. El día que te conocí, en el Kings Arms, en Poland Street, me invitaste a tu club de natación y a comer a tu casa. Al llegar a tu apartamento esa era la música que sonaba en tu flaman-te estéreo plateado que acababas de comprarte. Era la canción

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preferida de Enrique VIII, me dijiste. Y no recuerdo qué me diste de comer, ni cómo estaba el agua de la piscina, ni nada más que esa melodía tocada al arpa y luego pasó lo que tenía que pasar; una llama de gas puso la tetera a hervir, dos hombres se amaron. Volar en el helicóptero, los paseos en bici, el rodaje de la película de Agatha Christie en tu casa de Balham, las cartas que nos es-cribimos el primer año: Mi primer amor. Cuando recibí la noticia de tu muerte estaba en la casa que mi familia tenía en la playa, era verano. Una carta de tu madre llegó y la confundí con una tuya –las letras eran parecidas y el remite también- estaba a punto de sentarme a la mesa a comer con mi familia. No recuerdo la excusa que me inventé, me fui a esconder a un baño, me encerré a llorar, a tirar mis lágrimas por el excusado, como si fueran una vergüenza, como si lo que de-rramase un hombre llorando por otro hombre tuviese que irse por el desagüe abajo. Nadie en mi casa se enteró de tu muerte, ninguno de mis amigos. Si ni siquiera sabían de tu existencia, por-qué habrían de saber de tu muerte. Me metí en la ducha y el agua caliente se confundió con mi llanto, acabé las lágrimas y cuando estuve seco salí, ya no quedaba nada. Luego varios gin and tonics cada tarde hicieron el resto hasta que regresé a Londres y pude estar a solas con mi dolor. Los caballeros no tienen memoria, y yo no la tuve, y si la tenía la borraba de un manotazo. En septiembre, cuando volví a Cranley Gardens, recuperé lo olvidado y entonces te busqué y te busqué y aunque no te encontraba te llevaba conmigo y así me fui desgarrando a pesar de haberlo evitado tratando de ha-cer de tripas corazón. Durante muchos años no quise soltarte, el dolor era un sucedáneo de ti mismo; el sufrimiento es mejor que nada. Fui a darle el pésame a tus padres, a tu casa, a las colinas por donde montábamos a caballo, al cementerio en Maidstone, a la iglesia, y al Kings Arms una y otra vez tratando de encon-trarte de nuevo, pero solamente encontraba más vacío. Los años

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pasaron, el dolor se había hecho un dolor sordo, me había acos-tumbrado a él, era mi compañero y evitaba celosamente que yo viviera, evitaba celosamente que alguien se acercara, pero estaba bien, eso era lo que quería. Olvidarte hubiera sido una traición. Así me quedé petrificado; tú eras un muerto vivo y yo era un vivo muerto, por eso quemé todo, fotos, cartas, recuerdos, libros, por eso aquella tarde, entre los rosales y la nieve derretida, puse toda mi vida de entonces, para que ya no doliese más, como la leona herida de los frisos de Asurbanipal, una parte de mí quería vivir, y la otra arrastraba un pesado fardo del que necesitaba desprenderme. Hoy, muchos años después, también en verano, buscaba en el iPod música para poner mientras en casa jugábamos a las cartas. También tenía un gin and tonic. Una concertista de violín que apenas conocía tocó tu música: lo único que me quedó de ti. Fue entonces cuando decidí hablarte, porque desde que te fuiste le hablo a los muertos, sí, empecé contigo, pero luego no sólo a ti, también le hablo a mi padre, a mis abuelos, a Paty. Una vez –¿sabes?- fui a Catemaco a ver a un brujo para que me hiciese una limpia y cuando entré en su gabinete el brujo me dijo que venía yo con mucha gente, le contesté que no, que venía sola-mente con dos personas, pero el brujo me dijo que no se refería a eso; que venía con muchas presencias: mi padre, mis abuelos, una amiga güera que acababa de morir y un joven rubio que murió tiempo atrás y que volaba en helicóptero. Me tuve que sentar en la silla porque las piernas me tambalearon. El hombre me dijo que no necesitaba limpia ninguna, que todos vosotros me protegíais, que me fuese tranquilo, que no tenía que pagarle nada, y que le dijese al siguiente que entrase. Así, hoy, en medio de la partida de cartas, escuchando Greenleaves, no pude evitarlo y te hablé, te pedí un favor, y te dije que si me escuchabas de verdad me dieras una señal. Juga-mos y jugamos toda la noche, no vi ninguna señal, ninguna otra

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música, ni sonó Elton John con nuestra canción favorita, ni nada parecido. Pero cuando las cartas se terminaron y fui a guardar las barajas en la mesa de juego decidí curiosear lo que había dentro: las fichas de ajedrez de mi abuelo, unas de backgamon, barajas de naipes, tapetes de cartas y unos papeles donde se contaban los puntos de partidas pasadas. Entre ellos encontré aquellas impre-siones que escribí contigo sobre la Leona Herida de los frisos de Asurbanipal, el papel tenía muchos años, escrita en una máquina Olivetti gris que aún recuerdo. Siempre creí que ese papel lo había quemado aquella tarde con las cosas que quemé en Our Lady of Peace.“…su cabeza mira hacia delante… expresando a la vez el pro-fundo dolor de las flechas clavadas en su lomo de piedra y el deseo de continuar con vida… hacia delante… su parte de atrás yace muerta, como un fardo, un pesado cuerpo inmóvil que ella debe arrastrar.” Aquellas impresiones del bajorrelieve que habíamos visto juntos…, me habías escuchado, siempre lo has hecho, me has contestado con sueños, con música, con ángeles y helicópteros, y hasta después de haber quemado todas tus cartas, me contestas con otra mecanografiada que por arte de magia burló las cenizas y a una monja testigo. Y hoy también me he acordado que justo a la semana de tu muerte fui a unos ejercicios espirituales y allí decidí confesar-me con un cura con el que encontré cierta afinidad y pensé que ese sacerdote, tan similar a mí, me entendería. Necesitaba ex-presar mi dolor con alguien, más que una confesión de pecados quería que fuese una confesión de mi vida, de esa verdad que nos hace libres. Le conté de ti, del amor profundo y verdadero que acababa de descubrir que sentía por otro hombre, de cómo tu muerte me había sumido en la más profunda desesperación, del inconmensurable dolor que producía el recuerdo de esa felicidad efímera que viví a tu lado, del verdadero amor que hasta enton-

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ces no había conocido. El Padre insistía en que no, en que nada de eso era real, que el amor entre hombres solamente podía ser platónico y que yo estaba confundido, que a muchos nos pasaba eso en la temprana juventud y que era una enfermedad curable, gracias a Dios, y eso era lo que me estaba sucediendo a mí; que si no hijo, que no es amor sino amistad, la amistad también duele, por eso estás así, pero no te confundas, estás confundido. No hay más sordo que el que no quiere oír. Una segunda, una tercera, una cuarta, quinta y sexta, insistí setenta veces siete; yo sé lo que siento, Padre, no me diga lo que siento, yo sé qué es amor... Hasta lloré. Pero el Padre seguía sordo y siguió sordo, y su sordera fue el desprecio más grande que nuestro amor su-friera, y su sordera fue un insulto, y fue una bofetada en la otra mejilla, y fue una cruz, y fueron latigazos, y fue corona de espinas. Y desde entonces te he llevado muerto, envuelto en un leve sudario, a todos lados conmigo: porque yo sí te oigo.

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HABLANDO A LOS DESPROPÓSITOS

MAripAz de lA veGA

Había una vez un lugar en donde todos escuchaban sólo lo que querían oír… -Juanito, ya está la comida, lávate las manos y ven a la mesa. -No mamá, no tengo sueño. Todavía está el sol y quiero jugar un rato más. Mira, ya llegó mi papá. -Hola familia. Les tengo una sorpresa, traje a mi prima Sonia de visita. Es hija de Eulalia, una hermana de mi padre. Hacía años que no nos veíamos. -Pero, Pablo, ¡Qué marido tan desvergonzado eres! mira que llegar con tu amante a nuestro hogar. -¡Mamá! Ya tenemos asistenta. Así no te quejarás tanto del trabajo. -Hola, soy Sonia. Me dijo Pablo que tú y el niño son sus huéspedes. Mucho gusto. -¿Desde hace cuánto son amantes tú y mi esposo? Qué dolor tan grande me ocasionan. Están tocando a la puerta. En un momento arreglaremos esto… -Buenas tardes, soy el plomero, vengo a componer la fuga de agua que hay en la cocina. -Yo soy Pablo, el hombre de esta casa, ¿Quién le dijo que necesitamos un carpintero? -Ah, mamá, ha llegado el hombre de la tintorería, pero, ¿en dónde están mis pantalones para la ceremonia de la escuela?

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-Menos mal que ha venido usted, señor Cura, mire nada más el problema que tengo yo aquí con mi marido y esta mujer-zuela. ¿Podría hacerlos entrar en razón? -No, señora, yo no he traído ninguna pizza porque no me dedico a eso. Ya le he dicho que soy plomero. -Mamá, están tocando otra vez a la puerta, ¿qué nadie escucha los golpes? -Hola, me han dicho que aquí es el salón de belleza, vengo a hacerme un peinado para la boda de mi mejor amiga. -¿Eres la esposa de Pablo? Encantada de conocerte. Yo soy Sonia, la hija de Eulalia, la tía de tu marido. -Ah, bueno, no es mala idea que me tiña el cabello. Tiene razón, de rubia me vería fantástica. -¿Y, usted, quién es? Ahora caigo… La directora del colegio de mi hijo Juanito. ¡Lo que me faltaba! ¿qué ha hecho el niño ahora? -¿En dónde dice que están las batas para que me laven el pelo? Mire que no tengo mucho tiempo, la boda es a las siete. -¿Lo quiere expulsar? Pues échelo, que la suya no es la mejor ni la única escuela del lugar. ¿No entiende que ahora estoy preocupa-da por otros asuntos? Mi marido está a punto de dejarme por otra. -¿En aquél armario? Gracias, ahora mismo me pongo una. Es que desde hace mucho tengo ganas de cambiar mi apariencia. -Mamá, papá, hay una pareja en la entrada. Preguntan por su gato que se les ha perdido. Dicen que si lo encuentro, me regalarán uno para que tenga una mascota. -Quisiéramos una habitación para pasar la noche. Nos han dicho que este es el mejor hotel de toda la zona. -Claro que sí, yo soy Pablo, esta es mi mujer, María, y nos dará mucho gusto cooperar con su Fundación. ¿Dicen que es para ayudar a los sordos? Con más motivo, qué tristeza que haya personas que no se puedan comunicar. -El precio es perfecto. ¿Tienen alguna con vista al mar? -Sí, pasen, pasen. Les haré el cheque en un momento.

HABLANDO A LOS DESPROPÓSITOS

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-¿Son ustedes los padres de la mujer de Pablo? Yo soy Sonia, la prima que nadie conocía. ¿Han venido a comer? -¿Es usted la gerente del hotel? Ah, si fuera tan amable de enseñarnos nuestra habitación. -Encantada de haberlos conocido. Voy a buscar a mi primo. -María, ¿has visto la chequera? -Está bien, Pablo, como tú quieras. Después de tantos años juntos… pero, si esa es tu decisión, no pondré dificultades. Divorciémonos. -En fin, la seguiré buscando. ¿Dónde estará la pareja de la Fundación? -No, no te preocupes. No haré ningún escándalo. Iré a hablar con el señor Cura. -¿Alguien ha visto a mi primo Pablo? Quisiera ver fotos de familia. -¿Hay alguna otra fuga de agua para componer? -¿Dónde está la mujer que me iba a pintar de rubia? -¿Quién nos da la llave de nuestro cuarto? -Mamá, mamá, tengo hambre. ¿Ya está la comida? Me voy a lavar las manos. -Por favor, Juanito, ¡Cómo crees que ya te voy a acostar! ¿Tienes sueño? Aún no es de noche. Mira, todavía hay sol. -Mamá, ahora sí ya tengo hambre. ¿Por qué hay tantas personas en la casa? -Juanito, por favor, anda, ve a jugar un rato.

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SIEMPRE IRME

rodriGo Alberto hernández cuellAr

¡Eva!, ¡dónde estás, Eva! La luz me lastima, tengo que avanzar y encontrar el soni-do de una sombra. Escuchar aves que estén sujetas invisiblemen-te a las ramas, sus cantos pausados por muros de hojas frescas. Encontrar un árbol y sentarme bajo su sombra. Qué color tiene la sombra de un árbol, no sé. De colores no sé. Árboles, pre-siento árboles, se escuchan por el carraspeo del viento. Viene un olor de madera, pero más que de madera, de hojas secas, debo seguir derecho, ahí donde me lleve el sonido de los árboles. La luz del sol me lastima. ¡Eva, Eva! Sombra, sonido de sombra, sonido de calma. Sonido del alma; el alma debe ser sólo sombra, la sombra de Dios. Tranqui-lidad que alimenta y no carcome como el sol. Quizás por eso madre no me quiera sacar tanto, quizás para que mi alma no se incendie, para que no pierda su paz. Pero yo no puedo estar tanto tiempo en casa. El sonido de la casa es monótono por más que madre me ponga la televisión o la radio en la estación 208, ella no sabe, no escucha que al fondo de la radio y de la tele hay un sonido falso, una vibración que rompe mi alma, mi silencio, mis ganas de ruido de calle, de gente. Ella no conoce la alegría del sonido que nace, no del que se crea, el cuerpo de una voz que me saluda y me trata bien, que me trata sin que fuera distinta. Madre no sabe escuchar.

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¡Eva, escúchame por favor!, ¡Eva! Ella no escuchó la melodía, no escuchó los caminos del ritmo. No escuchó lo que yo sí escuché y lo que me hizo co-menzar a avanzar sin fijarme en el golpeteo de mi bastón. Me fui porque el sonido era libre y yo quería alcanzar esa libertad de aire y melodía. Me fui avanzando, casi sin detenerme, casi, por-que es muy difícil avanzar si no se conoce el camino, si mis pies no lo reconocen. Pero qué importaba, yo iba respirando aquella melodía, uniéndome a su ritmo. Y poco a poco le fui perdiendo la pista, la melodía de aire se fue deshaciendo; humareda que se eleva al infinito. Entonces busqué la sombra, porque no estoy acostumbrada al sol, me quema muy rápido, la frente me arde y tengo sed. Madre debe de estar buscándome. ¡Eva! Por primera vez en mucho tiempo no quería pensar en pasos medidos, en que alguien me fuera guiando para caminar, en que la gente me tenga estúpidas consideraciones. Avanzar sin que me detengan. Qué sabes tú, madre, sobre hasta dónde pue-do llegar, qué sabes tú de los locutores de la radio o los progra-mas del cinco, esos sonidos me encierran, me hacen saber que hay cuatro paredes que rebotan sus vibraciones. Y aquí afuera, el sonido no acaba, sólo se va… Melodía sin principio y con un final de lejanía, donde sólo lo tocan dedos imposibles, fronteras de luz ¡Melodía que te vas y yo quiero irme contigo! Quiero escuchar sobre el viento, sin estar sentada en el sillón, sin que me digas, madre, que debo descansar, que no debo esforzarme de más. Quiero cansarme de voces, del calor y de sonidos que vengan de lejos. Tú estás cansada, madre, lo escucho, lo escu-cho desde la sombra de tu alma, así como escucho debajo de la sombra de este árbol las hojas que nacen entre hojas y ventiscas. Puedo escuchar que estás cansada de mí, pero estás más cansada de ti, y yo de mi casa… y tú no me escuchas. No escuchas. Tú

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tampoco ves, madre. ¡Por Dios, Eva, por Dios! Quiero tener alas de melodía, plumas de notas y de vo-ces. Irme… siempre irme a todas partes, escuchando. Ahí estás, Eva, qué susto, vámonos a la casa, no vuelvas a irte, no ves que es peligroso, quién sabe Dios qué te pudo haber pasado, pero ya sabía yo que no ibas a aguantar tanto con este sol, sabía que ibas a buscar sombra, pero qué locuras las tuyas… Tú no escuchas, madre.

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EL ESPEJISMO DE DE SHANGRI-LA

AMelie olAiz

Desde que vive en Tailandia Aurora casi no habla, a veces con la vista clavada en cualquier cosa, guarda silencio por periodos muy largos. Pasa su mano por el brazo en un gesto inusual, como si reconociera una piel nueva que por primera vez experimenta el tacto. Quizá todavía estaría a tiempo de volver. Piensa en Gusta-vo mirándola atento con la expresión cálida y los ojos amorosos que la hicieron algún día enamorarse de él. No tenía que fingir, era una expresión natural de su rostro. A pesar de que ya no eran unos jovencitos y algunas arrugas habían aparecido en las comisuras de sus ojos y las canas ya pintaban trazos en sus sie-nes, a él, así lo sentía ella, le seguía pareciendo bonita. No tiene la certeza de que Gustavo haya escuchado lo que ella dijo aquel día cuando hizo la cita en el spa Shangri-La. —There are no ladies available, do you mind if a man gives you the massage? —¿Te importa que sea un hombre quien me de el masa-je?— preguntó Aurora a su marido. Él simplemente negó con la cabeza y Aurora sin más con-firmó la cita. Nunca le había dado masaje un hombre, pero la técnica thai era distinta porque se hacía sobre la ropa, ropa cómoda y holgada que no la haría sentir cohibida ante la desnudez de su cuerpo, ni por la presencia de esas cicatrices de cesárea que se ha-bían hecho queloides. Tampoco importaría mucho que sus senos

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ya no fueran tan firmes y que sus muslos semejaran la piel de una naranja. La ropa tailandesa era ideal para tapar imperfecciones. Era su último día en Bangkok así que se levantaron tem-prano para conocer un par de templos que estaban cerca del hotel, caminar por Silom road, recoger un traje a la medida que se habían mandado a hacer ambos y volver a tiempo para el masaje. Infortunadamente el tuk tuk que tomaron de regreso se paró en una joyería de una de las calles aledañas negándose a continuar el camino si no compraban algo antes en dicha joyería. Después de una discusión inútil en inglés y tailandés decidieron regresar al hotel caminando bajo el sol de verano y la humedad que los hacía sudar como cascadas. Aurora iba tarde para el masaje, había pensado tomar un baño antes, refrescar su cuerpo, rasurar sus axilas y piernas, pero no tenía tiempo. Al llegar al cuarto se enfundó una bata blanca, besó a su marido y salió rumbo al Shangri-La spa. El camino le pareció interminable porque el sitio estaba en el ala posterior del hotel. Se perdió un par de veces y caminó por largos pasillos. Llegó justo a tiempo para que no le cancelaran la cita. Shangri-La era un espacio distinto al resto del hotel, estaba iluminado por luz rasante que bajaba por algunos muros, el resto procedía de las velas que, colocadas en grupos de tres o cuatro, habían distribuido en las mesas de patas cortas, muy labradas y orna-mentadas al estilo thai. Un suave olor a flores aromatizaba los pasillos y una sutil música de flauta se colaba entre las paredes. Le ofrecieron asiento en una sala pequeña y le dieron un cues-tionario, cualquier padecimiento o molestia debía quedar por escrito antes de iniciar el masaje. ¿Cómo decir que su piel año-raba la pasión de otras épocas y que su cuerpo era un insaciable buscador de caricias? Un hombre de ojos rasgados, pelo negro que caía con suavidad sobre un costado de la frente se acercó. —Sawadee ka— dijo juntando las palmas de las manos y haciendo una reverencia ante Aurora.

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—Sawadee ka— respondió Aurora entregando la forma que le habían dado para ser llenada. —¿Usted me dará el masaje?— preguntó al joven. —My name Lu-lu— contestó. Una sonrisa amable mostró una hilera de dientes blancos y parejos, una mano extendida y una nueva reverencia que le se-ñalaban a Aurora el camino a seguir. La habitación para el masaje también estaba iluminada con velas distribuidas en las esquinas y en el piso; sobre la cama había flores, una bata de toalla muy afelpada y una charola con aceites aromáticos. Con señas muy claras Lu-lu le pidió que se quitara toda la ropa y que se pusiera la bata. Le mostró un closet donde podía guardar sus pertenencias, una caja donde había calzones desechables, un cofrecito vacío para las alhajas y un gong. Pretendiendo golpear el gong, dijo: —Finish, please sound. Por primera vez Aurora se sintió cohibida, no había con-templado la idea de su desnudez. Quizá habían malentendido y le darían otro tipo de masaje, no el tahi. De cualquier manera ya no era tiempo de aclarar nada, así que siguió las instrucciones y golpeó el gong. Lu-lu llegó tan pronto que Aurora dudó que hubiese sa-lido de la habitación. En una esquina había un sillón de mimbre y en el piso una jofaina de cobre envejecido llena de agua. Introdu-jo los pies en la tibieza del agua y por primera vez sintió el con-tacto de las manos de Lu-lu. Su cuerpo se estremeció como la primera vez que la tocó Gustavo. Lu-lu lavaba sus pies como los lavó Cristo a sus discípulos. Al verlo arrodillado Aurora pensó en la humildad, virtud practicada en oriente muy común entre los budistas. Sintió ganas de llorar. Con una esponja suave Lu-lu talló sus pies, presionó el centro de las plantas, algunos puntos de las pantorrillas, jaló con suavidad cada uno de sus dedos y recorrió con los pulgares los costados de las espinillas. Al terminar secó

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con detalle cada uno de los dedos y le calzó unas pantuflas de la misma tela que la bata. Después habló en tailandés, acompa-ñando sus palabras de gestos que hacían claro y entendible un lenguaje que Aurora sólo escuchaba como un sonido más. Lu-lu se puso frente a sí la toalla, la luz estaba a sus espaldas y Aurora vio la silueta masculina recortada detrás del delgado algodón tailandés. La bata cayó a sus pies y ella se recostó boca abajo en la mesa, en la cabecera un orificio para la cara le permitía ver una vasija redonda que contenía una flor de loto blanca que posaba imperturbable para sus ojos. Lu-lu cubrió a Aurora con la toalla y presionó todo su cuerpo con las palmas se las manos. Bajó la toalla hasta la cadera dejando la espalda al descubierto y dobló los calzones desechables. La presión no era constante ni pareja, iba entrando en el músculo con las yemas de los dedos poco a poco, como pidiéndole permiso al cuerpo para oprimirlo. Sintió que cada célula de su cuerpo era valorada por aquellas manos, se preguntó cómo sería la vida al lado de un tipo como aquel. Su marido había sido el primer y único hombre de su vida. Después del masaje Aurora volvió a la habitación del hotel para decirle a su marido que no volvería con él. A pesar de que ha vivido seis meses en Bangkok habla muy poco tailandés, menos de lo indispensable. Eso la hace sen-tirse muda y sorda en un país de ruidos amorfos. Con Lu-lu se expresa en el lenguaje del cuerpo, pero no le es suficiente. ¿Cuántas veces le insistió Aurora a Gustavo en que nece-sitaba checarse los oídos?, ¿que tal vez un aparato para la sordera ayudaría a que la escuchara mejor? El hombre se negaba porque decía que ella era una exagerada. Una exagerada que repetía tres o cuatro veces las cosas para poderse comunicar con él. Aurora pensaba que su marido disfrutaba ese silencio, que vivir en una burbuja de ruidos controlados era un mundo invulnerable para él, un espacio tan personal que, a veces, aunque oyera, prefería ignorar los sonidos y dejarlos ronronear como un zumbido le-

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jano que arrullaba sus pensamientos. Tal vez nunca escuchó lo que ella dijo el día del masaje ni leyó sus labios como lo hacía habitualmente, tal vez no se enteró de que sería un hombre el encargado de destensar su cuerpo. La duda aún queda. A veces recuerda con ternura a su marido, sabe que si ella volviera, él la aceptaría. Qué sinuoso le parece el camino a Shangri-La, siempre que cree llegar, se da cuenta que falta mucho por recorrer.

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AQUELLA LECCIÓN DE ESCUCH-ARTE

ofeliA s.stAvAns

- Hola...- ¡Hola! Escucha, escúchame.- ¿Escucharé? - Sí, escúchala. Escucha do, escucha re, escucha mi. ¿Escuchaste?... ¿Qué si escuchaste? - Ponte este. Póntelo y escucha... ¿Escuchas?- Escucho.- Escucha do, escucha re, escucha mi. ¿Escuchaste?- Escuché do, re, mi.- Escuchaste. ¡Sí!- No escuché si, escuché do, re, mi.- Ya... Ahora escucha fa, escucha sol, la, si. ¿Escuchas?- Sí. Escuché la, si.- ¿Sólo la, si?- Sol, la, si.- ¿Ah, sí?... Ahora escucha fa.- Escucha fa. - Ponte este otro. Póntelo. Escucharás bien. ¡Escucha la! - La, si, do, re, mi. La, si, do, re, mi.- Hmm... Te escuchaste a ti. Escúchame a mí.- Escucho mi. Do re mi, do mi, do mi... re, mi fa fa mi re fa.

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Mi fa sol, mi sol, mi sol... fa, sol la la sol fa la. Dó.. re mi fa sol la si. Ré.. mi fa sol la si do. Mí.. fa sol la si do re. Sol mi fa, re, mi, sol, dó. - ¡Ah, sí! Te escuché. La Novicia Rebelde. Otra vez. ¿Sí?- No. Ya no.- Sí, ¿sí?- ¡Óyeme! Ya me enfadó.- ¿En-fa-do? ¡No! ¡No!

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EL ÁNGEL DEL SILENCIO

ánGel bAzA

A Romina le gusta observar. Observa los tendederos en las azo-teas, las hojas que caen sobre el empedrado, la lluvia que resbala por los coches, el resplandor del alba, la pintura deslavada, los matices cotidianos… También mira a las personas: al panadero que anda en bicicleta por la avenida, a la costurera que zurce prendas ajenas, a los albañiles, al que vende queso, chirimbolos, cuadernos para colorear, tortillas y versos para el alma. Sus per-sonas favoritas para examinar son las que van por las tardes al café de don Marcelo, ese lugar del barrio en donde se reúnen el que canta dentro de su auto, la que tiene muchos hijos, los enamorados, el hombre que en cualquier estación del año usa paraguas, la que no duerme por la noche, la niña pelirroja y los que venden zapatos, trajes usados, collares de concha, cigarros de uno por uno y trovas para el desconsuelo. Romina se hipnotiza con las pláticas ajenas, con el ir y venir de unos y otras, con los besos de esos novios que ya llevan ocho años y no tienen planes de boda, con el que sonríe, toma leche, pan dulce, bizcochos con nata y con la que sólo bebe té de tila porque le da socorro a los nervios. El lugar tiene aroma a canela, almíbar, torrijas, infusiones, hogaza caliente y vainilla. Don Marcelo, tiene tazas blancas y platos azules, servilletas de lino, vasos de vidrio soplado, azúcar en cuadritos, aguamiel y música italiana de fondo para que sus comensales aprendan el idioma del Mediterráneo. Romina no recuerda cuándo empezó a observar; quizá,

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fue en esa época de viento cuando se asomaba por la ventana a mirar las costumbres de su calle o durante sus vacaciones de playa y bosque. Tal vez, fue desde que el silencio se alojó en medio de sus padres. Su papá, su mamá, que alguna vez tuvieron una historia, ideales, un álbum de fotografías y un dibujo de una familia sonriente pegado en el refrigerador. Unos padres que tu-vieron un perro, un jarrón con flores blancas, un mantel sevillano, figuras de porcelana, pantuflas del mismo color, sueños, una can-ción y a ella. La habían concebido en el campo, custodiados por el gorjeo de los pájaros, la floresta, el aire de verano y los ojos de una vaca, que según su madre, parecía traída de los mismísimos Alpes Suizos. Y ahora ella, espectadora y amante de la vida, los colores, el tiempo y las conversaciones ajenas, observa a sus ascendien-tes existiendo en un feudo en donde el mutismo y la sordera son rey y reina ocupando un mismo trono. El silencio los ha aborda-do poco a poco: la tarde de un jueves, un domingo de asueto, una madrugada de insomnio. Empezó como principian las cosas que no se esperan, acaso el tedio, lo habitual, el deterioro o las tantas frases malgastadas que van apolillando el lenguaje entre dos que, en otra época, supieron escucharse y decirse muchas cosas. Romina intuía que la gente se daba cuenta del mutismo entre sus padres y, una tarde, decidió que contaría historias del por qué la gente se vuelve muda y sorda de repente. Fue al café de don Marcelo, se subió encima de un banco y compartió sus cuentos. La gente dejó de conversar para oír a esa niña vestida de turquesa que hablaba sobre ángeles del silencio que al rom-pérseles un ala, caían sobre los hogares llenándolos de mudez; contó de esos duendes malhechores que buscaban tesoros en los jardines y, si no había ninguno, se vengaban de la gente po-niéndoles tierra dentro de los oídos y relató la leyenda sobre una pareja de enamorados a la que una hechicera les había arre-batado el habla y, desde entonces, vagaban por los tiempos de

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los tiempos siempre envidiando las palabras ajenas y si alguien se cruzara por su espectral camino, se quedaría mudo para siempre. Romina habló sobre cuevas encantadas, pozos sombríos y la-gos embrujados. Describió lugares y sucesos hasta que, cansada de tanto hablar, guardó silencio y miró a quienes la observaban: la niña pelirroja, los novios eternos, el hombre del paraguas, la mujer que no duerme, la de los nervios ligeros, el que siempre canta y los vendedores de requesón, cuadros de paisajes desco-nocidos, almohadas rellenas de nube, rompecabezas, hierbas para cualquier mal, sueños y baladas para la melancolía. Romina les sonrió, se alisó los cabellos y, de un brinco, bajó del banco para irse a otro rumbo a contar cuentos sobre por qué las personas un día amanecen sin voz y sin oídos. Salió al sol de la tarde, con un pan de nata en su mano izquierda y ondeando su vestido turquesa bajo la cálida mirada de aquellos que, poco a poco y de tanto escuchar la música italiana de don Marcelo, iban aprendiendo el lenguaje del Mediterráneo.

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ESTROPAJO

MAríA esther núñez

Camina lenta, le duelen las viejas rodillas. Su falda larga hasta el tobillo y los flecos del chal de lana verde se agitan con el viento. Advierte una presencia, un silencio pegado a sus espaldas. Mira hacia atrás y ve que un perro la sigue a cierta distancia. Lo había visto de reojo al salir del mercado de regreso a casa. ¡Largo de aquí! Acelera el paso y lo mismo hace el animal cuyas orejas lar-gas y colgantes rozan el suelo cual bufanda. Se detiene. El perro también. Inicia su andar con un trotecito más largo presuroso, se vuelve y el animal detrás como atado a una soga inexistente pero que es. Y la acera proyectando ambas sombras como una sola mancha de seis patas. Le conmueve que esté demasiado flaco y demasiado sucio y decide llamarlo con un gesto de su mano. El animalito va hacia ella con excesiva timidez, la cabeza inclinada, acostumbrado al maltrato, piensa Elvira con un dolorcito, una congoja porque entonces la memoria y su marido y ella también inclinando la cabeza. La mujer le acaricia la cabeza como si fuera lo más natural del mundo, él se entrega alargando el cuello y de inmediato ella se arrepiente, qué error, a continuación habrá que darle una patadita y un grito para qué no la siga más. Los ojos re-dondos negros del perro tardan en levantarse con el resto de su cara y no importa, Elvira lo espera mansamente porque aún no consigue descifrar el enigma. Ella, metida siempre en su propia sombra ha olvidado muchas cosas de la vida. Le desconcierta la tibieza dulce que le colma el pecho cuando lo único que la une

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a este pobre flacuchento es ese fragmento ínfimo de tiempo en que su mano ha tocado la nuca de estropajo. Algún vecino pasa y la mira a media calle acuclillada sobre ese ser andrajoso y va-gabundo. Advierte que se ha roto el equilibrio. Con el corazón empantanado retira su mano dispuesta a la patadita, al grito, pero opta por incorporarse y cruzar la calle a toda prisa. Sin volver el rostro. Resistiendo. Entra a su casa y olvida al perro. Prende el radio antes de disponerse a lavar la fruta y la verdura. La hiedra de la música se enreda en el vago sentimiento de vergüenza que persiste, una obsesión que se gesta pequeñita sin que pueda apartarla de su cabeza. Igual a aquella de cuando adolescente al dar un giro en su primer baile en serio trastabilló y cayó arrodillada junto al más guapo de la fiesta, se puso en pie con rapidez y el raspón y la sangre en las rodillas como cualquier niña que apenas aprende a andar en bicicleta. Recordó las risas que la empujaron a correr desaforada de regreso a casa con el vestido y las rodillas y la adolescencia, todo sucio. A partir de ese suceso las rodillas se volvieron absoluta-mente íntimas, siempre ocultas, impecables, vergonzantes y aho-ra que los años las inflaman y duelen, no se dice. Porque enton-ces le vendría la vergüenza que se agolpa a medio camino entre los pies y el pubis y el rubor del rostro y las ganas de correr y su marido que a pesar de no entender se abstuvo de acariciar esas rodillas rosadas y redondas que al cabo y nunca le gustaron. Se escurren las verduras en un recipiente metálico y ella se seca las manos en el trapo de cocina con un “Lunes” borda-do en verdes y amarillos. Se quita el delantal, toma las llaves el monedero y se dirige al puesto de la esquina el periódico del sábado que le gusta leer cobijada por los muros color crema de su habitación que no tiene aroma alguno. Lo primero que ve al abrir la puerta es al flaco de estropajo echado en el portal quien de inmediato levanta el hocico y olisquea la leve corriente de

ESTROPAJO

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aire que levantan los zapatos de la mujer. ¡Vete, shuu! El flaco no se mueve. ¡Que te largues, aquí no hay nada para ti! Levanta un pie para engañarlo y que parezca que está a punto de aquella patadita. Estropajo no se inmuta ni siquiera se ha incorporado, plácido como en aquella caja de cartón cuando la madre de ocho tetas tibias. Elvira lo ignora y emprende su camino hacia el periódi-co, palpa los centavos dentro del monedero mientras su cabeza libra la batalla. Escucha en su interior el fragor de las armas que combaten la ternura porque ya sabe luego el abandono. ¡No! dice en voz alta. ¿No qué, doñita? ¿le pasa algo? No me haga caso Artemio y le extiende las monedas. Mire nomás qué des-cuidado está su animalito, ya ni la amuela. Ella vuelve el rostro y se encuentra al estropajo amarillo de pie, firme, a su lado. No es mi perro. El hombre lo mira de nuevo y Hasta pulgas ha de tener mi doña, no la friegue. Que no es mío, le digo ¿no me oyó? Los ojos de nuevo en el perro. Vete, anda o ¡qué! ¿estás sordo? Y el flaco sin moverse tieso con los ojos clavados en los suyos. En otras circunstancias le habría dado vergüenza que pensaran: es su perro, y se habría molestado y argumentos van y vienen. Pero Artemio terco y terco le parece a ella quien no insiste más porque el sordo ha de ser él igual que el perro, sonríe y sin más toma el periódico y da media vuelta seguida muy de cerca por el perro y a pesar del gesto reprobatorio del hombre del puesto y de que amenaza lluvia no le duelen las rodillas y cae en cuenta de que la vergüenza no aparece. Su andar franco de seis patas es menos lerdo más erguido y a su lado el flacuchento sordo igual que Artemio, cada cual con su historia en la cabeza y ella calla porque sabe que uno sólo escucha lo que escucha como en ese momento el resollar obsesivo de las nubes y las pisadas suaves de estropajo. Llegan al portal de su casa y le franquea el paso al perro.

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SOrDErA ADqUIrIDA

liliAn coronA

El caso más singular que se ha presentado en mi consultorio en todos los años que llevo practicando la psicología, ha sido el de la Señora Hernández y su hija. Recuerdo que terminaba de acomodar mis libros que de vez en cuando arreglo para limpiar mi mente, cuando sonó el teléfono. No iba a contestar la llamada porque aún faltaba una media hora para iniciar mis consultas, pero el timbre resonaba insistente. Decidí contestar. La voz al otro lado de la bocina era de mi secretaria quien me dijo: -Buenas tardes Licenciado perdón por molestarlo, pero se encuentran aquí una señora Hernández y su hija. Ya le expliqué que su horario de consultas es a partir de las cuatro, pero ella in-siste en que es urgente que la reciba. ¿Le doy cita para otro día? -Dile que la recibiré, contesté.Me acomodé en mi sillón y esperé a que entraran mis pacientes. Cruzó la puerta de mi consultorio una mujer de unos cuarenta años que se notaba cansada y enojada. La niña que la acompaña-ba era pequeña, delgada, de cabello rojizo largo y su cara llena de pecas. Pude advertir que su madre la sostenía fuertemente de un brazo. -Buenas tardes Licenciado Ortiz. Le agradezco que me reciba, ésta es una emergencia y no podía esperar ni un minuto más, dijo la señora. -Adelante, tomen asiento. Les puedo ofrecer algo, ¿un vaso con agua, una paleta para la niña?, pregunté.

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-No, gracias, contestó tajante.La señora Hernández colocó a la niña en un sillón y ella se sentó en el otro. La niña no se atrevía a fijar la mirada en su madre. En lo que se acomodaban crucé la pierna y recargué el bloc de notas sobre el descansabrazos de mi sillón. Tomé una pluma y comencé con la consulta. -¿Dígame, cuál es el motivo de su visita?, pregunté. -Mi hija ha perdido la razón, contestó la mujer con un sollozo. -¿Qué ha hecho la niña para que usted piense que no actúa de manera adecuada?, cuestioné. -El día de ayer me llamaron del colegio de Tea… -Tea es su hija, interrumpí. -Sí, así se llamaba mi madre -entonces hizo una pausa para tomar un pañuelo desechable de su bolso y continuó-, pues como le estaba diciendo, me llamó la directora muy preocupada y me citó para hablar sobre Tea. Me preocupé muchísimo, así que esperé a que llegara Tea del colegio y le pregunté qué era lo que había hecho. Y sabe ¿qué me contestó?”Negué con la cabeza. -¡Nada! Porque a esta niña le parece muy divertido no dirigirme la palabra desde ayer, exclamó la mujer. -Así que Tea no ha dicho ni una palabra ¿desde ayer?, pregunté. -Ni una palabra. Y sé que es un juego de ella para hacer-me enojar, porque esta niña no sabe apreciar todo lo que hago para que ella goce de la vida de princesita que tiene, continuó la señora. Aproveché para escribir en mi bloc: Razón de la consulta, niña se rehúsa a hablar con su madre. -Dígame, ¿Tea no habla con nadie o solamente con usted? La señora contestó muy molesta: -Con nadie, cuando su padre llegó del trabajo tuvo que castigarla porque tampoco quiso hablar con él.

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-¿Tea tiene hermanos? -Dos, y tampoco quiere hablar con ellos. -Ahora, platíqueme, ¿ya supo el motivo de la entrevista con la directora?, continué. Miró sentenciante a la niña y me aclaró: -Me citó porque la maestra de Tea le dijo que la niña no escuchaba. Así que me pidió llevarla cuanto antes al médico. -¿Ya la llevó?, pregunté. La mujer asintió con la cabeza. -¿Y cuál es el diagnóstico?, agregué. Entonces advertí en su rostro un gran enfado. Miró a su hija con gran desprecio y me contestó: -Tea me ha hecho pasar el día más vergonzoso de mi vida. La llevé al médico porque me preocupé por ella, incluso pensé las peores cosas. Creí que la niña había perdido el oído y que por eso no quería hablar. No sabe cuántas cosas pasaron por mi cabeza antes de llegar con el doctor. Llegué al consultorio del médico sin cita y no se imagina la que armé en la recepción para que me atendiera de inmediato. Cuando por fin me recibió le platiqué sobre los síntomas de Tea y él sacó un instrumento para revisarla, después tomó unas pinzas y, ¿sabe lo que tenía Tea? Negué con la cabeza. -¡Algodón! ¡tapones de algodón!, exclamó la señora y comenzó a llorar. Anoté en mi bloc: y no quiere escuchar. -Dígame ¿esos tapones de algodón los puso Tea dentro de sus oídos?, me atreví a preguntar. -¿Y quién más? Hace un año que no sé que le pasa. Tiene malas amistades, saca notas bajas, pelea con sus hermanos, no obedece, no nos respeta. ¿Sabe? El otro día escuché claramente por el teléfono que nos insultaba a su padre y a mí, confesó. -Y ¿qué insultos les profería? -Le dijo a mi suegra que estaba harta de vivir en la casa y

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que todos estábamos locos, especialmente su padre y yo. No hay nada de gratitud dentro de ella. Si tan sólo hubiera vivido como yo, sabría lo que es sufrir. Mis padres se separaron y desde muy joven tuve que trabajar para ayudar a mi madre con los gastos de la casa. Entonces decidí interrogar a la niña. -Tea, sé que no quieres hablar pero me gustaría que me contestaras unas preguntas para que me ayudes a explicarle a tu mamá por qué te pusiste los tapones de algodón, ella se en-cuentra muy preocupada. Se me ocurre que podrías escribirme en una hoja las respuestas de lo que te pregunte. Si estás de acuerdo asiente con tu cabeza, sugerí. Tea asintió con la cabeza, así que le entregué un bloc de notas y un lápiz. -Tea, ¿qué edad tienes? Antes de que la niña pudiera escribir algo su madre con-testó: diez años, aunque parece de doce porque ha crecido mu-cho. Es más alta que su hermano quien es mayor. No sabe cómo le suplico a Dios porque no me la haga una jirafona. Volví mi mirada a Tea y le pregunté: -Tea, ¿tú introdujiste el algodón dentro de tus oídos? Ella anotó en la hoja, sí. -Me podrías explicar qué querías lograr metiendo ese algodón dentro de tus oídos?Ella escribió en la hoja: no quiero oír. -Tea, ¿no quieres escuchar nada, ni música? Ella escribió: nada. -¿Cuándo decidiste no escuchar?, pregunté. En ese momento la voz de su madre nos interrumpió: -¿Cuándo? Desde que quiere hacer su santa voluntad en la casa. Ahora son los tapones de algodón, antes eran pedazos de servilleta que metía en sus oídos cuando la regañábamos. Es voluntariosa y caprichosa, esa es la razón.

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Entonces la niña tomó el bloc de notas y lo lanzó contra el piso. Lo recogí y lo puse sobre sus piernas. Miré sus ojos y pude ver que se encontraba triste. Decidí continuar preguntando. -Tea, ¿hay algo que te moleste de tus padres? Nuevamente nos interrumpió su madre: -No se da cuenta que no es que haya algo que le mo-leste de sus padres, le molesta tener padres. No sabe lo difí-cil que es vivir sin padre, yo me he sacrificado tanto por ella, para que no le falte nada. Usted entiende lo complicado que es el matrimonio, eso es algo que los hijos no valoran. Yo po-dría hacer tantas cosas si no fuera porque lo principal en mi vida es que ellos no sufran. Pero así me paga, haciéndome quedar como una tonta frente a sus maestros y el médico.Respiré profundamente para realizar una pregunta más a la pequeña. -Tea, ¿cómo es la relación con tus hermanos? De inmediato la madre de Tea respondió: -Mala, pero es por culpa de ella. Sabe, nunca le ha gus-tado compartir con ellos. Por más que le digo que su hermano mayor a veces rompe sus juguetes porque es niño y los adultos sabemos que los hombres son más inquietos y descuidados con las cosas, Tea no entiende. Y con su hermana menor la relación también es desastrosa. Le he explicado que como hermana ma-yor debe de cuidar de la pequeña. Así debe ser, yo siempre cuidé a mi hermano menor, incluso trabajé y no asistí a la universidad para que él pudiera terminar sus estudios. Ahora mi hermano es un gran profesionista. Aproveché para escribir en mi bloc de notas: Madre con-troladora. En seguida le pedí a la señora Hernández que saliera unos momentos del consultorio para tratar de hablar con Tea. La mujer no quería, pero insistí. La convencí al decirle que quizá Tea hablaría conmigo si ella no estaba presente. Se levantó y salió azotando fuertemente la puerta. En cuanto nos quedamos solos

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noté que Tea se acomodaba en el sillón. Sin que yo le preguntara nada tomó el bloc de notas y el lápiz y escribió: No quiero oír, no quiero hablar y fin. -Te entiendo, Tea. Acto seguido le señalé mi oreja, después saqué el auxiliar auditivo que utilizo para escuchar y tomé una hoja blanca y ano-té: Cuando estoy solo me quito este aparato y no escucho nada. Perdí mi oído por un golpe que recibí. Ella me contestó escribiendo: Que suerte tienes. Si yo tuviera un aparato así lo apagaría en mi casa. Ahí todos gritan y dicen cosas muy feas. -¿Por eso te pusiste los tapones? Ella anotó: Me los puse porque escuché a mi mamá de-cirle a mi papá que lo odiaba y que sólo se quedaba en la casa porque tenía hijos. -Ya veo, quizá yo hubiera apagado mi auxiliar auditivo para no escuchar algo así, le dije. -Y dime, Tea, ¿por qué no quieres hablar?, pregunté. Ella escribió: Porque mi mamá no cree nada de lo que le digo. Dice que soy una mentirosa. -A mí no me pareces mentirosa. Tengo veinte minutos de conocerte y veo que eres muy inteligente e ingeniosa. Voy a ayudarte conversando con tu mamá para que puedas hablar sin que ella piense que eres mentirosa, ¿te parece bien?, le indiqué.Tea asintió con su cabeza y me dedicó un hermosa sonrisa. En ese instante tomé el teléfono y le mencioné a mi asistente que le pidiera a la madre de Tea que regresara. La mujer entró con los ojos enrojecidos, hinchados y llenos de lágrimas. -¿Qué tan mal está Tea? Se lo pregunto porque en la fa-milia de mi marido tienen una larga historia de parientes locos, me dijo. -Tea se encuentra bien, pero necesito que usted venga dos veces por semana para que trabajemos en la relación que

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tiene con su hija. -Seguramente ya empezó con sus mentiras, contestó enojada. -Si le parece bien podemos comenzar mañana mismo, mi asistente le informará de los horarios disponibles, interrumpí. -Gracias por su tiempo. Tomó su bolsa mientras miraba a la niña quien de inmediato se levantó y agachando su cabeza caminó detrás de ella. Ha pasado un año desde aquella consulta y la señora Hernández jamás regresó. En el expediente escribí una nota más: Conclusión: Madre sorda y ciega.

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CON EL CORAZÓN TE ESCUCHO

blAncA hefferAn

Un día cualquiera, de esos en que parece que no va a suceder nada, me levanté y sentí la rotación de la tierra. ¡Juro que la sentí! De pronto todo fue girar a una velocidad vertiginosa. No podía encontrar el piso, ni el techo, ni las paredes, ni mi centro. Por un rato pensé que me volvería loca en ese movimiento. Lo primero fue pedir ayuda. Grité con fuerza antes que la rotación se lleva-ra mi voz. Lo siguiente era salir de emergencia a un hospital. Al parecer no había ningún remedio casero para mí. ¿Pero cómo moverme si no podía dar un paso? Todo era descontrol, caos, movimiento, girar y girar y girar. Asco, vómito. Vértigo, sinsentido. Sentí miedo. Todo el miedo del mundo concentrado en mi ser. Mi vida dejó de ser en ese momento. Se suspendió. ¿Dejaría yo de ser entonces? ¿A dónde me llevaba todo esto? ¿Habría reme-dio? Ya en el hospital me sentí protegida, pero no por ello se fue el mareo, el girar sin parar. La velocidad de la tierra en mis ojos, dentro de mi cabeza. No poder estar de ninguna manera. Ni parada, ni sentada, ni acostada. Sólo ebria de miedo, de des-concierto, de no saber qué hacer conmigo ni sin mí. Algo fuerte será esta vez, pensé. Si es que podía pensar entonces. Tal vez eso digo ahora. Cuando estás rotando no piensas. Sólo sientes. Sien-tes que la vida se te puede ir y no puedes detenerla. No sabía que pasaba conmigo. Tampoco sabía cómo parar todo eso. Aquí la voluntad no cuenta, no sirve. Sólo esperar a que el tsunami

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interno pasara para después ver los desastres que me dejó. En-tre ellos, un diagnóstico fuerte, Neuritis lo llaman los médicos. Yo no tengo nombre para tal magnitud. Sólo tengo la certeza de que fui presa de la rotación de la tierra y de que fui parte de ese girar. Como resultado, la pérdida considerable de audición. Para mayores males y desconcierto, mi vista giró 180 gra-dos, es decir, comencé a ver todo invertido. A las enfermeras ca-minando por el techo. Al doctor de cabeza sonriéndome. ¿Acaso no se daban cuenta de lo que me estaba sucediendo? Yo, incapaz de hablar para no desatar al vómito. Sola recluida en mi miedo y malestar en medio de una película surrealista y sin poderla describir. Nadie podía llegar al infierno en donde todo estaba al revés y giraba. Salí del hospital después de dos días, pero no fue de gran consuelo. Todo seguía girando despiadadamente dentro y fuera de mí. Los dioses se habían empeñado en romper mi cordura. Al llegar a casa pronto aprendí que si me quedaba inmóvil mirando un solo punto en el techo, entonces ya no giraba. Quieta, cero movimiento, sin hablar y sin que me dijeran nada. Pero, todo era perder esa inmovilidad, voltear un poco los ojos para quedar desterrada de nuevo. Desencajada, perdida en el girar sin tregua, y el vómito. ¿Qué sería de mí? Pensaba en ese entonces. No deja-ba nada al azar. Fue el destino quien me confinó a una cama para quedarme inmóvil, completamente paralizada durante dos largos meses, contando sus días y sus noches, sus horas interminables y mi quietud obligada. Tal vez en ese tiempo tenía muchas cosas para pensar y resolver. La vida misma se encarga de ponernos en situaciones en las que tenemos que hacer lo que nos toca en el momento. Mi llamado era conocer la inmovilidad de la piedra. Y lo conseguí. Sólo que una piedra la llevas a casa si es pequeña, la pones en una maceta o en un jardín. A mí no había manera de moverme. Sólo era estar en ese marasmo. A los pocos días me acompañó el desconcierto de ya no

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escuchar bien los tonos graves. Algo perdía entre las conversa-ciones, sobre todo con mi esposo. En ese tiempo no sabía que la sordera comienza con los tonos graves. Algo no hilaba dentro de mí, haciendo incoherentes algunas pláticas, hasta encontrar meses más tarde la manera de leer los labios y sin darme cuenta. Esto lo comencé a hacer sin percatarme de que buscaba cachar los sonidos con el movimiento de los labios. Así comencé a vivir, como los lisiados cuando ya no corren, pero aún anhelan hacer-lo. Lo mismo cuando me llamaban por mi nombre y no volteaba. Me seguía sin detenerme. Nadie sabía lo que pasaba dentro y fuera de mí. Herí sentimientos al no voltear la mirada cuando me llamaban. Tal vez pensaban que me volví arrogante o algo despistada después de mi enfermedad. La realidad era otra. No contesto cuando alguien me llama, si no lo estoy mirando. No contesto, porque no escucho el llamado. Tampoco consigo dis-tinguir las voces cuando en una conversación en grupo alguien hace un chiste. Tal vez no me ría. O sonría por compromiso. Algo se fue de mí y no logro recuperarlo. Y me duele. Mi rehabilitación ha sido cansada y larga. Comenzar a equilibrar un cuerpo y sus emociones no es fácil. Cuando se pierden ambos equilibrios, hay que recurrir a fuerzas internas que ahí nos aguardan para decirnos que todo va a ser mejor que antes. O al menos, lo más parecidas a cómo eran. Junto con mi pérdida de oído, mi esposo a un mismo tiempo va perdiendo su audición. Noto que algunas veces ya no platico con él. Me cues-ta iniciar una plática en tonos subidos para ser escuchada. Me cansa. O simplemente no quiero repetir lo mismo varias veces. Prefiero el silencio. Pero, éste no es un silencio de aquéllos que se vuelven sabios, sino un silencio obligado por las circunstancias. Voy comprendiendo que hay una gran diferencia entre el oír y el escuchar. El oír es tomar el ruido, la voz, la música del momento. Escuchar requiere de un esfuerzo mayor. Hay que escuchar tam-bién con el corazón, no sólo con el sentido. Escuchar es estar

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con el otro en ese momento que lo necesita. Cuando enfermé, buscaba ser escuchada, no oída. Comprendida en esa feria de mareo que nada podía de-tener, ni el curador humano más hábil, estaba embarcada en un girar que no me hacía nada de bien. Y que me llenaba de miedo. Ahora, sólo intento ser escuchada. Tal vez al escribir esto, busco ser escuchada con el ritmo del corazón de quien lee mis pala-bras. Creo que hay soluciones para esto. Lo siguiente es perder la vanidad, esculcar bien los bolsillos y correr por un aparato de amplificación de sonidos. De esos, chiquitos, para la sordera. Yo los llamo los anteojos de los oídos. Los silencios ya no me vie-nen tan bien en mi vida. Me cansan. Quiero vivir en voz alta. Ser escuchada.

CON EL CORAZÓN TE ESCUCHO

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AMOR SIN PALABRAS

victoriA ArAnA

Me enamoré de Guillermo en el mismo instante en que abrí la puerta de mi casa y lo vi ahí parado de abrigo negro y bufanda verde alrededor del cuello. Eran épocas decembrinas y el frío azotaba con fuerza aquella noche de invierno. Yo tenía diecisie-te años y era la primera vez que unos ojos me apresaban para transitar la ruta en donde los ensueños se entrelazan con la vehemencia. Le sonreí y me quedé mirándolo sin saber qué más hacer con ese cúmulo de nuevas sensaciones que se agitaban por mis adentros. Podría haberme quedado un siglo observando su silueta pero mi hermano apareció de pronto y le hizo una seña para que entrara. Antes de pasar, Guillermo me sonrió y yo me quedé como hipnotizada, con la puerta abierta, sintiendo el viento helado que acariciaba mi rostro en complicidad con las letras que empezaban a escribirse en mi historia. Hubiera querido entrar al cuarto de mi hermano y com-partir la música que oían, las risas, las pláticas y sus planes. Me paré a unos metros de la habitación tratando de descubrir cuál de esas voces era la de Guillermo. Estaban reunidos varios amigos; todos llenos de esa efervescencia adolescente que los hacía hablar al tiempo y con frecuencias juntas y medio destempladas. Por más que hice, me fue imposible averiguar cuál era la voz de aque-llos ojos que me habían bloqueado los sentidos sin previo aviso. Me dormí ensamblando una historia de amor con mis fantasías y, al día siguiente, mientras desayunábamos, le pregunté

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a mi hermano quién era su nuevo amigo; me miró con curiosi-dad, percibiendo entre líneas que yo le estaba preguntando para saber todo de Guillermo. -Uy, hermanita, mira, el Memo es buenísima onda, gran cuate, galán y todo lo demás, pero… mejor ahí ni te metas. Es sordomudo. Lo observé extrañada, sin entender del todo la informa-ción que me acababa de soltar. ¿Sordomudo? Pregunté. -Ajá, parece que fue un virus que anduvo por el hospital cuando él nació. Es primo de Ignacio y pues ya lo adoptamos en el grupo. No lo podía creer. Justo la noche anterior, antes de dor-mir, yo percibí cómo era su voz; lo escuché reír, contarme sus cosas y decirme que me amaba. Comprendí, entonces, la intensi-dad de su mirada. Esa era su manera de expresarse. Sus ojos lo decían todo, hablaban. Mi hermano se levantó de la mesa. Me dio una palmada cariñosa en el hombro. -Ay, sister, así es la vida. Mejor pon tus fanales en otro, imagínate qué bronca andar con alguien así. Ni modo. Me quedé ahí, sola, quieta, pensando… ¿Acaso no te pue-des enamorar de una persona si sus cinco sentidos no le fun-cionan al cien? No estaba de acuerdo. Tenía que hacer algo y recordé una frase que alguien por ahí había dicho: “Cuando las ganas quieren, las ganas, ganan”. Subí las escaleras de dos en dos, con el pulso acelerado, los ojos lustrosos, el alma llena de aspi-raciones y con esas ganas que ganarían cualquier batalla. Estaba enamorada. Ni modo. Durante la semana hice y deshice hasta lograr que la no-via de Ignacio, el primo de Guillermo, me hiciera una cita con él. Tenía que verlo, observarlo, sentir su presencia, reafirmar o fortalecer todo lo que me bailaba por dentro desde que lo había descubierto del otro lado de mi puerta.

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Llegué súper nerviosa a la cafetería en donde lo vería. En realidad, no tenía idea de cómo íbamos a entendernos y, aunque había estado investigando acerca de cómo comunicarse con al-guien que no escucha, yo no sabía usar el lenguaje de señas ni nunca había utilizado la labiolectura ni la lengua de signos. Cuando lo vi sentado en una de las mesas del fondo y me sonrió, me sentí reconfortada, sus ojos me tranquilizaron y supe que no tendríamos ningún impedimento para comunicarnos. Se levantó a recibirme y, al darme la mano, comprendí que no había estado equivocada. El amor es un misterio, no se planea ni se inventa; tiene su propio tiempo, sus estaciones y sus razones para ir y venir. Al ver de nuevo a Guillermo, supe que yo no iba a luchar en contra de mis sentimientos; mi hermano me había advertido: Ahí ni te metas… Pero yo no me había metido, el amor me había elegido a mí y estaba dispuesta a dejarme caer en el abismo más delicioso e intenso de todos. Pasamos una tarde increíble, cálida, diferente. No tuvi-mos dificultad alguna para expresarnos. Guillermo me escuchó a través sus ojos, su piel, su sonrisa, manos y corazón. Y yo, devol-viéndole sus gestos y risas, me mecía dentro de su universo, con mi mente dividida en un antes y un ahora; descubriendo detalles y sensaciones que jamás imaginé que existieran. Cuando nos despedimos, Guillermo tomó mi mano y la puso sobre el lado izquierdo de su pecho. Me miró profunda-mente y, sin poder resistirme, me acerqué a él y besé sus labios. Sabíamos que ahí empezaba una historia. La nuestra. Durante algún tiempo, no dije nada en mi casa, Guiller-mo y yo nos veíamos por las tardes, paseábamos tomados de la mano por el parque, compartiendo los colores, el entorno, la vida. Éramos los protagonistas de nuestra propia película, disfru-tando con nuestras escenas y guiones. Pero no podía continuar escondiendo mi relación y decidí que ya hora de enfrentar a mi familia.

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Reuní a todos en la sala y se los dije. Hablé con serenidad, cobijada por el amor que sentía por Guillermo. Mi hermano mo-vió la cabeza y me vio con esa mirada de: “Ya me lo imaginaba” pero, al segundo, me sonrió con esa complicidad que se da entre iguales, dándome su apoyo con un guiño. Mi madre se quedó ca-llada, al fin mujer, al fin conocedora en los avatares del alma, no me hizo ningún reproche. Miré a mi padre y al ver su expresión, recordé lo que había sucedido muchos años atrás, cuando era una niña y quise adoptar un perro. Habíamos ido a un refugio de animales y entre todos aquellos peludos de mirada fiel y cariño-sa, estaba un pequeño dálmata que me robó el suspiro. No quise buscar más, ya había elegido: quería a ese perrito de manchas negras que movía la cola como molino de viento. Cuando ya me iban a dar mi mascota, un joven se acercó a mi padre y le susurró algo que yo no escuché. Los dos me miraron, mi padre me tomó de la mano y me dijo que escogiera otro perro. Yo no entendía ¿Por qué? Lloré como se llora a los ocho años: desconsolada, confundida y sin defensa. No dejé de sollozar en todo el camino, ni siquiera el pequeño maltés que iba en mi regazo y me veía sin comprender podía calmar mi desasosiego y, aunque después lo quise con esa intensidad con que se ama a todos esos seres que te acompañan la infancia, lo del dálmata siguió siendo un misterio para mí. Tiempo después, en una plática de domingo, me enteré que papá no me había dejado adoptarlo porque el perrito había nacido sordo y él suponía que tener un animalito así, habría sido acarrear una sarta de problemas. Sabía que para mi padre el que yo anduviera con Gui-llermo, era algo terrible. Le pedí que me escuchara pero no con los oídos, sino con el corazón. Le expresé mi sentir haciéndole ver que si aprendes la lengua de una persona sorda se rompe una barrera muy grande. Le pregunté si no se había dado cuenta que muchos de los que sí oyen habían perdido la capacidad de escuchar a las personas con las que convivían, que esa era la

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verdadera sordera, cuando la gente no entiende lo que otros necesitan; que la magia de la comunicación va mucho más allá de las palabras, que el verdadero don para escuchar a los demás, se enfoca en las emociones y los sentimientos. Mi padre no me interrumpió y, cuando al fin guardé silen-cio, se acercó a mí y me dio un abrazo. Un abrazo que me dijo muchas cosas. Las palabras no fueron necesarias. Todos en la casa aprendieron a comunicarse con Guiller-mo. También aprendieron a quererlo. Han pasado muchos años desde aquella noche invernal en que lo vi parado con su abrigo negro y su bufanda verde. Hoy, lo veo a mi lado, andando mi camino y mi historia. Lo miro junto a nuestros hijos y mi vida. Miro a mi amor en silencio y recuerdo un sabio proverbio: “Los pensamientos humanos son aguas pro-fundas y sólo aquel que ame de verdad, podrá escucharlos”

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LA TERAPIA DE LAS OREJAS

GAbrielA soulé eGeA

Las orejas, igual que las personas, a veces se ven en la necesidad de ir a una terapia para solucionar sus conflictos existenciales y en otras ocasiones son obligadas a asistir a ella para “nor-malizar” cualquier conducta que pueda parecer “sospechosa o irregular” respecto al comportamiento de la mayoría. En esta ocasión se ha integrado un complejo grupo de orejas en el consultorio del eminente doctor Cerebro, calificado por todas las universidades del mundo y certificado como el ente más poderoso y capaz en la tierra para validar o descalificar las más complejas conductas y funciones del cuerpo, así como permitirles continuar, cesar o jubilarlas cuando ya no trabajan adecuadamente. El doctor Cerebro ha destinado un espacio amplio para dar consulta a las quejumbrosas orejas que asisten en punto de las cuatro de la tarde para su trabajo terapéutico. Una a una es recibida por el doctor, el cual las ha auscultado para conocer su estado antes de iniciar la sesión. Colocadas en un círculo para poderse escuchar mejor, Cerebro les da la bienvenida y les pregunta cómo se han sentido desde la última ocasión que se reunieron. Ordorica, la oreja con más edad, siempre es la primera en tomar la palabra. Es su cos-tumbre ser protagónica y tomar más tiempo del necesario para poder expresar sus molestias. -Doctor Cerebro, estoy desvariando porque nuevamen-

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te he crecido varias micro-micras en las últimas semanas. ¡Estoy harta de que me siga pasando! Cerebro, oxigenando todas sus neuronas para responder con calma dijo: -Ordorica, te he explicado varias veces que tú, igual que tu vecina la nariz, son las únicas partes del cuerpo que siguen creciendo a lo largo de la vida, así que es algo que tienes que aceptar. -¿Tengo que aceptar -dijo Ordorica incisiva- que me esté transformando en una manopla, además de parecer una cueva con un arbusto de pelos? Miren nada más cómo brotan más y más como si fuera un matorral. -Lo mismo le pasa a la nariz, Ordorica, le contestó Cere-bro. -¡Y a mí que me importa! La nariz es más visible y por lo tanto la cuidan más que a mí. Cerebro mandó un estímulo inmediatamente a su zona frontal para analizar la respuesta de Ordorica y grabar en los re-gistros de memoria su diagnóstico: Alteraciones en la percepción de la imagen propia, no aceptación de sí misma y baja autoestima de oreja, concluyó. En otro lado del círculo, Chore decidió compartir su ex-periencia: -¡Yo ya no soporto que me sigan utilizando! ¿Por qué los ojos que siempre han tenido una posición privilegiada respecto a los otros sentidos tienen que ensañarse conmigo? Llevo años enteros cargando los armazones que sostienen los gruesos cris-tales que les permiten a ese par de ojos hacer su trabajo. ¿Por qué tenemos las orejas que realizar ese esfuerzo? O ¿acaso no-sotras colgamos nuestros auxiliares auditivos de sus pestañas o de sus cejas? O ¿siquiera alguien nos lo agradece? Ordorica la interrumpió súbitamente: -¡Chore, ni te quejes porque el doctor Cerebro te dirá

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lo mismo que a mí!: Que la nariz comparte con nosotras la mala suerte de tener que brindarle servicio a los ojos y, si tenemos que ser justas, a nuestra vecina la nariz le va peor. Nosotras na-cemos en pares y nos repartimos el peso de los lentes, pero la nariz tiene que cargar el mayor peso solita. -Ah, ¿tú también los vas a defender? Vociferó Chore al tiempo que se ponía muy roja. ¡Esto es inaudito! Calmadamente, Cerebro, le preguntó a Chore: -¿Qué es lo que sientes? -Enojo, furia, tengo ganas de doblarme para que ninguna pata de lentes pueda sostenerse en mi.- Y enrojeció aún más. Cerebro volvió a analizar los síntomas y guardó en su memoria el diagnóstico de Chore: neurosis de oreja. Ahora vamos contigo, Oyentina, dijo Cerebro dirigiéndo-se a otra oreja atiborrada de perforaciones y aretes. -¿Qué quiere saber, doctor? Preguntó desganada Oyenti-na. -¿Cómo te ha ido esta semana? -Pues ya es lo mismo para mí, ni siquiera me preocupo por solucionarlo. Parece que me estoy acostumbrado al dolor. Desde el segundo día de mi vida me perforaron con una peque-ña arracada. Pensé que sería la única ocasión en que me dolería tanto algo, pero pasados algunos años resulta que no fue un sólo arete sino varios boquetes que aún no entiendo la razón de ha-ber recibido tan grande martirio. Alguna vez alcancé a escuchar que me veía linda así. Otras orejas no tienen ni un solo arete y me parecen hermosas. ¿Por qué yo tengo que usar todo este metal para lucir bien parecida? -Eso ya lo escuchamos varias veces, contestó Cerebro. -Ya lo sé, -respondió Oyentina- pero lo digo por si hay alguien nuevo en el grupo. Además, quiero decirles que mi sufri-miento ha aumentado durante la última semana. Todas las orejas se dispusieron a atender el nuevo capí-

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tulo trágico en la vida de Oyentina. -Resulta que durante varias horas al día me han colocado unos pequeños audífonos que invaden por completo mi ser, re-cibiendo tremendas torturas de música retumbante más allá de lo que puedo soportar. ¡El sufrimiento ha sido tremedo! Además, mis inquilinos el martillo, el yunque, el tímpano y el estribo han enloquecido y me han atacado con piquetes, zumbidos y exceso de cerumen. ¿Quién podrá con todo esto? Porque yo no, suspiró Oyentina. Para acabar, en los últimos días he estado pensado en lo triste que es haber nacido con una gemela y no poder cono-cerla jamás. Los ojos son un par también, viven juntos y pueden verse frecuentemente en un espejo. El único contacto que guar-do con mi hermana es cuando nos enviamos alguna información para completar un sonido. Es muy triste, me siento tan sola. El último comentario pareció impactar al resto de las orejas que no habían reparado en la triste verdad que Oyentina compartía con ellas. Todas quedaron muy pensativas. Cerebro, después de hacer su diagnóstico rápido: Oreja deprimida, se apu-ró a intervenir en el grupo. -Todas las partes del cuerpo tienen ventajas y desventa-jas, dijo el doctor con gran seriedad. -Estoy de acuerdo -dijo Silenciosa-, incluso cuando uno no cumple con las funciones para las que fue creada. -¿Y ahora de qué estás hablando? -gritó enojada Chore-, qué malagradecida eres, Silenciosa. Después que te han cuidado con gran esmero, te han ayudado para que te sientas bien y te han instalado un diminuto aparato auditivo para recuperar tus capacidades procurando que luzcas lo más natural posible, vie-nes con tus comentarios irónicos. ¡Pero qué torpe eres! Cómo hubiera querido Otorrina haber tenido la misma suerte que tú. Ella es todavía una niña y vive con la ilusión de poder oír algún día. Silenciosa, un poco apenada por los comentarios de Cho-

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re, se fijó en la menuda oreja Otorrina que, inocente, trataba de seguir la conversación del grupo utilizando la información que Cerebro le facilitaba. El doctor sabía que las orejas que no contaban con au-dición requerían de todos los datos disponibles que les envían los sentidos para integrar archivos, funciones y respuestas en el cuerpo que maneja. Con Otorrina, Cerebro a veces tenía pro-blemas ya que a pesar de su corta edad, solía ser muy román-tica y a veces no integraba todas las notificaciones recibidas de forma clara. En una ocasión, únicamente puso atención en los movimientos de la boca y olvidó reparar en el informe de la visión periférica de sus vecinos, los ojos. Fue entonces cuando el primer amor imposible hizo aparición en su vida: se enamoró de un muñeco que era hábilmente manejado por un ventrílocuo. Hasta que Cerebro le llamó la atención y la puso en orden exi-giéndole que estuviera más vigilante del entorno. -Me disculpo contigo -le dijo silenciosa a Otorrina. Sé lo importante que es para ti poder escuchar… yo viví esa añoranza durante muchos años haciéndome toda clase de expectativas, fantasías y anhelos respecto a la audición y la magia de escuchar la voz, la música y el aire. Incontables veces traté de despertar a todos mis inquilinos. Ya sabes, el yunque, el estribo, el martillo, el tímpano. Quería trabajar en equipo para lograr tan importante meta, pero no se podía, necesitábamos ayuda exterior. Contem-plaba horas y horas a otras orejas y, las que podían oír, tenían diferentes actitudes respecto al hecho. Algunas se interesaban sinceramente por lo que lograban captar y otras simplemente se involucraban en pasar los sonidos sin importarles nada más. No comprendía la discrepancia en sus actitudes. Un buen día recibí la noticia de que sería receptora de un auxiliar auditivo. Ni siquiera pude dormir la noche previa, creí que mi vida cambiaría y sería feliz para siempre. Fue un impacto total el primer y mara-villoso sonido que pude captar. Me retumbaron el cartílago y el

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lóbulo, y la fosa navicular se quería salir de su lugar por las diver-tidas sacudidas de las resonancias. Sin embargo, con el pasar de los días, una vez transitada la emoción de la primera experiencia, decidí no caer en la desidia que había visto con recelo en algunas orejas. Puse especial interés en cada eco, crujido, palabra y me fui dando cuenta que no todo lo que recibía me gustaba. De he-cho, varios mensajes que al no tener audición interpretaba a mi manera, ahora, oyendo, sonaban terribles, groseros y coléricos. Entendí entonces que cualquier oreja tiene la elección entre oír o escuchar lo que recibe y dependerá del empeño y la voluntad que cada una tenga, para transformar algo trivial en algo intenso y profundo. -¿Ah, sí? -dijo Oyentina mientras se acomodaba la barra que la atravesaba por el reciente piercing industrial que le habían hecho- ¿Y, cuál es la diferencia? -El escuchar tiene un sentido, un mensaje y, por lo tanto, una resonancia en el mundo interior. -Eso suena muy bien -respondió Ordorica. No encuen-tro cuál es el problema, Silenciosa. -Que por voluntad ya no quiero escuchar, prefiero dejar esa tarea de conciencia a los demás. No más congoja, no más aflicciones. Me resisto a llevar mensajes provocativos, insultos y embestidas al mundo perfecto que había diseñado antes de ser una oreja funcional. ¡Decido renunciar a la audición! Una exclamación de sorpresa sonó en toda la sala. Cere-bro lanzó un estímulo a la zona hipotalámica que se encarga de las emociones, haciendo sentir bienestar y optimismo en el áni-mo de Silenciosa. Simultáneamente envió el archivo de diagnósti-co a la memoria: Oreja con esquizofrenia y amenaza de suicidio, tratada inmediatamente con carga de serotonina, sustancia que regula el estado de ánimo. En unos pocos segundos Silenciosa, sin darse cuenta, se encontraba animada y dudando de lo que hace poco había revelado. Ahora sentía un enorme placer en

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escuchar todo lo que le rodeaba. Sin duda, Otorrina había llegado a una terapia intensiva. En pocos minutos conoció diferentes opiniones respecto al ejer-cicio de ser una oreja. En esta ocasión había puesto total con-centración en los informes que la ayudaban a entender la terapia de ese día. Comprendía que las orejas con los años se vuelven más quejumbrosas, pero invariablemente su sabiduría persiste en los momentos más críticos. Advirtió que hay compromisos esenciales que cumplir aunque no se elijan, pero cuando ofrecen asistencia y recursos a otros, la tarea suele dignificarse y repor-tar grandes satisfacciones. Otorrina hubiera sido muy feliz de poder retribuir a los ojos la información que le habían enviado durante su vida para comprender al mundo, o a la piel, que recibía las vibraciones guiándola hacia dónde debería enfocar su atención. Pero en su caso, no se le había solicitado ese apoyo. Otorrina pensó que uno de los grandes retos de las orejas es comprender que el trabajo en equipo es fundamental. Esa era una de las razones de que las gemelas de cada oreja estuvieran desterradas justo al otro lado de la cabeza: para cubrir las zonas que una sola no podría hacer. Era un verdadero trabajo de grupo guardando la individualidad de cada una. En ocasiones, la convivencia continua puede generar un poco de conflicto, meditó. De Oyentina quiso recuperar la reflexión de que la ac-titud es primordial para sortear el dolor. Todas las orejas sufren por algo, pero el pesimismo es otro problema más que solu-cionar: al ser positivas, las orejas podrán encontrar salidas más efectivas. Silenciosa le recordó que nunca hay que perder las ilusiones, menos aún cuando se tiene que confrontar la realidad que no siempre es amigable. En un segundo, Cerebro recibió noticias de su lóbulo de-recho. Era información que Otorrina mandaba sin darse cuenta. Varias zonas de Cerebro empezaron a encenderse en automáti-

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co: las regiones responsables del análisis, el aprendizaje, las emo-ciones y la acción resplandecían de una manera extraordinaria. En ese momento el ilustre Doctor Cerebro decidió abrir la zona de memorias y descubrir el expediente de Otorrina, don-de grabó inmediatamente la anotación que era necesaria para concluir el caso: Éxito total de la terapia, la paciente Otorrina es dada de alta y está lista para recibir el auxiliar auditivo.

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TESTIMONIOS

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EL SILENCIO

liliAn coronA

Silencio en la noche, ya todo está en calma,el músculo duerme, la ambición descansa.Carlos Gardel

¿Existe el silencio? En el ámbito de la expresión sonora se dice que el silencio es la ausencia de sonido mientras que, en la escri-tura musical, el silencio es figura y cada nota figurada posee su recíproca figura silenciosa. La palabra silencio proviene del latín silentium y, según el Diccionario de la Real Academia Española, es la abstención de hablar o la falta de ruido, esto es, el silencio entendido como una acción. Es el sileo, callar. Callar es dejar de hablar, de producir un sonido. Abste-nerse de manifestar verbalmente lo que se sabe o siente. Así, “guardar silencio”, evoca a quedarse callado por un tiempo determinado. Guardamos silencio cuando estamos en un concierto con la finalidad de escuchar la mágica interpretación de una melodía; guardamos silencio con el simple propósito de apreciar una obra inmejorable, resultado de la expresión de un artista. El silencio entendido así es fascinante, inevitable, intros-pectivo. Nos sirve para abstraernos con aquello que evoca nues-tro origen divino. Para el músico y compositor John Cage , el silencio no existe en tanto que vivimos en un mundo de sonidos: niños que gritan, motores de automóviles, el viento, la lluvia…

Cuando compuso su controvertida pieza 4’ 33’’, misma que pue-

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de ser interpretada por cualquier instrumento o conjunto de instrumentos, fue precisamente para demostrar que siempre hay sonido. En la partitura de esta pieza se indica al intérprete que ha de guardar silencio por 4 minutos y 33 segundos. En 1951, Cage visitó la Cámara Anecóica de la Univer-sidad de Harvard para conseguir una perspectiva del “silencio absoluto”. Aún dentro de la cámara pudo percibir dos sonidos: uno correspondía a su sistema nervioso y el otro a su corazón. Concluyó entonces que no había modo de experimentar el si-lencio mientras se estuviera vivo. Por lo tanto ¿existe el silencio? Esta interrogante me acosa des-de hace algunos meses. Fue a partir de que fui sometida a una audiometría, prue-ba que permite valorar la audición de una persona, que soy cons-ciente del silencio. Durante esta prueba se evalúa la capacidad para detectar sonidos transmitidos por medio de unos auriculares. Los soni-dos son timbres y zumbidos, agudos y graves. Al sentir una vibra-ción insonora en mi oído derecho, entendí el silencio. Mi médico me explicó que tenía un problema degenera-tivo, hipoacusia neurosensorial. Dicho de otro modo, estoy por entrar en el mundo del silencio. Ahora reflexiono el fenómeno del silencio, el cual nunca será absoluto ya que, siguiendo a Cage, aún perdiendo la capaci-dad auditiva seguiré percibiendo los sonidos de mi interior. Hace tiempo que al perderme en las conversaciones y por no ser descortés y explicar a mi interlocutor que no entien-do lo que me está diciendo, escapo a otros espacios. El otro día mi hija me contaba una historia, a la mitad de su narrativa dejé de entender lo que me decía. Ella se dio cuenta y me preguntó: ¿Estás escuchando mi historia? Yo le contesté: Sí, pero ya me fui. ¿A dónde, mamá? A mi mundo, le contesté. ¿Y, cómo es tu mundo, me invitas? me suplicó. En ese momento

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no pude explicarle “mi mundo”. Justo ahora lo descubro como un sitio único, confortable, apartado que me complace. Pero hay algo que me detiene para introducirme por completo a ese uni-verso y es la música. Me declaro una melómana. ¿Podré seguir tocando mi violín? le pregunté a mi mé-dico después de tan negativo resultado de mi audiometría. Me miró con ojos de compasión, esos que en lo personal me causan enojo. Ese día regresé a mi casa decidida a romper el arco de mi adorado instrumento, ¿para qué seguir tocando si ya no voy a escuchar la música?, me pregunté. Una voz me contestó: “no te des por vencida”. Al día siguiente mi hijo me refirió la historia de Beetho-ven quien comenzó a perder la audición a los veintiséis años: Mamá, Beethoven estaba sordo, como tú, componía y tocaba el piano, me dijo con esa vocecita divina. Es verdad, la historia nos señala a varios ilustres pacientes sordos como Juan Jacobo Rousseau, Goya, Ronsard, entre otros. Me considero afortunada, gracias a los avances médicos es posible recuperar un poco de audición. Mi médico me da la opción de colocar en mi oído interno un implante coclear. Él mismo me aclaró que de ser así, no volvería a escuchar la música de la misma forma. Mientras tanto, la vida continúa. Desconozco si existe el silencio ya que siempre hay un sonido que invade mi mente, incluso al estar dormida, muchas veces en mis sueños tarareo melodías. Cuando toco mi violín hay notas que ya no percibo, pero siento las distintas vibraciones que producen. Las composiciones musicales son matemáticas. Un, dos, tres, cuatro, y comienza una larga cuenta, si sabes contar, puedes tocar. Alguna vez leí una hermosa historia que hacía referencia a que la música nos fue dada por Dios para recordarnos nuestro origen divino y para que, a través de ella, nos comuniquemos con el Creador.

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Con respecto a la pregunta ¿existe el silencio?, he de confesar que desconozco la respuesta. De lo único que estoy segura es de querer escuchar tanta música como me sea posible, antes de entrar de lleno en él. O, como bien dijo John Cage: “Hasta que me muera ha-brá sonidos y ellos seguirán después de mí.”

EL SILENCIO

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DESAFORTUNADOS INVIERNOS

rosA virGen sAlAzAr olverA

28 de diciembre de 2007… día fatídico desde su amanecer… día que marcó mi vida, haciendo un parteaguas en ella. Ese día de vacaciones de invierno, me sucedió algo que me hubiera gustado de todo corazón hubiese sido una broma más del día de los Inocentes: de súbito y literalmente de la noche a la mañana, descendió drásticamente mi nivel de audición en el oído izquierdo, lo que aunado a la pérdida que ya tenía –y con-siderando que también en época de invierno pero del año 2005, me había ocurrido lo mismo en el otro oído– me dejó imposibi-litada para escuchar a un interlocutor a distancia normal de plá-tica entre dos personas. La verdad, no deseo a nadie lo que esa mañana, durante la ducha, sentí al darme cuenta que ni mi propia voz oía. Vinieron a mí desconcierto, sorpresa, que rápidamente se convirtieron en incredulidad, después miedo, para finalmente pasar al pánico ya que supe lo que dije porque primero pasó por mi cerebro, salió por mi boca pero… lento y casi imperceptible entró a mis oídos: había casi perdido la audición en ambos oídos. Cualquier descripción que pueda hacer de ese momento, no al-canzaría para expresar en toda su magnitud lo que sentí, así que lo dejaré en pánico. Iniciaron así los días más difíciles de mi vida, y no sólo de la mía, sino creo que también –aunque en menor proporción– de los seres que me rodean: mi esposo e hijo, después mis compa-ñeros de trabajo, pero sobre todo, mis alumnos. De todos ellos

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tuve apoyo en los días, semanas y meses que siguieron. Antes de seguir adelante con mi relato, creo necesario hacer referencia a mis antecedentes de sordera. Realmente quie-ro aclarar que no sé en qué momento de mi vida inició mi problema, que dicho sea entre paréntesis, es, según especialistas en el tema, degenerativo e irreversible. Pero creo que desde mi niñez lo poseo y al paso del tiempo ha ido en aumento sólo que lo comencé a notar después de la tercera década. Antes de ese tiempo creía que mi nivel auditivo era normal, que todas las per-sonas que me rodeaban escuchaban así. Sin embargo, pequeños y significativos detalles –como el que una persona, estando más lejos que yo, alcanzaba a escuchar un sonido, palabra o conversa-ción y yo no– me hicieron darme cuenta de mi error. Alrededor de los 39 años me adaptaron mis primeros auxiliares auditivos que no eran digitales como los de hoy, ya que por esa época – finales de los años 90– creo que aún no existían o, si los había, no estuvieron al alcance de mis recursos económicos. Así pasaron los años con las dificultades propias de escu-char menos que los demás, entre ellas impaciencia, incredulidad y sonrisitas burlescas de quienes no sabían de mi debilidad au-ditiva. Quiero recalcar que la sordera tiene la gran desventaja o ventaja, a diferencia de otras discapacidades, de no percibirse a simple vista por lo que la gente que no conoce personalmente al sordo, no se da cuenta sino hasta que intercambian palabras y aún después de eso algunas personas que no son sensibles, con-tinúan sin adecuar su trato hacia el sordo. Actualmente, a mis 52 años, puedo decir que finalmente tuve que aceptar que soy débil auditiva. Sin embrago, el proce-so no ha sido fácil ni para mí, ni para quienes me rodean que ninguna culpa tienen de mi situación, pero que viven con las consecuencias de ella. En primera instancia y aún sin aceptarlo, pero por la misma necesidad urgente, tuve que adaptarme los dos auxiliares digitales que bastante ayudan pero que jamás sus-

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tituirán el oído natural. Resultó y resulta muy doloroso ver mis audiometrías iniciales y las actuales aún a la baja. Mis expectati-vas profesionales cambiaron y me vi en la necesidad de jubilarme antes de lo que había pensado, ya que no podía permitir que mi problema siguiera perjudicando a mis alumnos. Igual o más doloroso resulta el perder un sentido que se tenía y que con el tiempo se va deteriorando; no es así el caso de quienes nacen sordos ya que, dicho con todo respeto para ellos, no pueden lamentar carecer de algo que nunca conocieron. También, con toda honestidad, quienes nacimos con audición tuvimos la venta-ja de adquirir un idioma, cultura y, en muchos de los casos, alguna profesión y trabajo, con mucha más facilidad que ellos. De esto último me di cuenta cuando finalmente acepté mi problema y comencé a buscar opciones de ayuda por si llegara a quedar totalmente sorda. Primero busqué en la red de internet sobre enseñanza de lectura de labios como ayuda anexa a mis prótesis, pero sin resultados favorables. Lo que sí encontré fue un lugar donde impartían cursos de Lenguaje de Señas Mexicano, yendo de inmediato a inscribirme. Durante el curso tuve oportunidad de conocer a niños y jóvenes sordos de nacimiento, ante quie-nes sentí que mi problema palidecía ya que ellos no tuvieron las oportunidades -a las que hago referencia en líneas anteriores- de una persona sorda poslocutiva como yo. Sin embargo, quiero resaltar que he conocido a jóvenes que son ejemplo de vida por su tenacidad y esfuerzo para prepararse pese a ser sordos y bus-can, por todos los medios a su alcance, integrarse a una sociedad oyente y en muchas ocasiones insensible a su problemática. Hoy sólo pido a Dios que me deje los residuos de au-dición que tengo y que son muy bien amplificados por las pró-tesis, lo cual me permite conversar perfectamente con una o dos personas. También que me permita ayudar de alguna forma a personas sordas. De acuerdo con mi experiencia de vida, puedo decir que

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mi deficiencia auditiva me ha aislado socialmente aunque sea de manera parcial, que me ha dado mucha inseguridad personal y que además la comunicación con mi familia se ha visto deterio-rada con el paso del tiempo, lo que ha provocado cierto distan-ciamiento. Pero todo esto hubiera sido peor sin mis prótesis auditivas que son una maravilla tecnológica. Por último, me gustaría exhortar a todas las personas que de alguna manera están relacionadas con el área de recur-sos humanos de cualquier dependencia, privada o gubernamen-tal, para que capaciten adecuadamente al personal que trabaja atendiendo al público para que hablen claro, con un volumen no muy bajo y que levanten la cara para ver de frente a quie-nes atienden, ya que deben tomar en consideración que también quienes tenemos deficiencia auditiva necesitamos hacer uso de sus servicios. Además, que cuenten con un intérprete de Lengua-je de Señas Mexicano que optimice la atención a los sordos. Así también, conmino a la Secretaría de Educación Pública para que establezca como obligatoria la enseñanza básica del Lenguaje de Señas Mexicano a niveles preescolar, primaria y secundaria, lo mismo que a la sociedad en general a que tenga mayor sensibili-dad hacia las personas con algún tipo de discapacidad.

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TANTO AMOr

sAndrine dupriez

Era un sábado soleado con un cielo azul luminoso, la mañana fresca auguraba un día excepcional y, así fue. Aquel día, Connect Hearing había organizado junto con la Fundación Amaoir, una presentación sobre las soluciones de Frecuencia Modulada di-rigida a los padres de niños con implantes cocleares. Gracias al apoyo de nuestro proveedor, Phonak, habíamos podido llevar varios equipos para realizar pruebas con los niños presentes. Antes de continuar, debo explicarles en que consiste una solución de Frecuencia Modulada (FM). Suena un poco compli-cado para neófitos y ¡lo es! La solución FM, diseñada para la gente que padece de una pérdida auditiva, es todo un sistema compuesto de un micrófono, un receptor y un procesador que permite captar sonidos y transmitirlos vía FM. ¿Para qué sirve esto? El sistema FM es particularmente útil para los niños que padecen de pérdida auditiva, en particular para los que usan un implante coclear . Les permite escuchar a una persona como si esta les hablara al oído, sin escuchar los ruidos de fondo que les impide tener una comprensión óptima. Por ejemplo, en la es-cuela la maestra usa el micrófono del sistema FM y el niño tiene el procesador y el receptor que se sincroniza con su sistema FM. Por lo tanto, escucha a su maestra con mucho más claridad que si sólo usara el implante coclear. Esta solución es excelente también para adultos que tienen pérdida auditiva y deben asistir a muchas presentaciones. Le dan el micrófono al presentador y

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así ellos lo escuchan como si sólo les hablara a ellos, evitando la distracción de los ruidos de la sala de conferencias. Aquel sábado acudieron varias familias con sus niños. Amaoir había previsto juegos y actividades para ellos mientras los padres escuchaban la presentación. Eran niños risueños y comunicativos que corrían por todos lados, se interpelaban y se reían a carcajadas como cualquier otro niño, sin importar la pe-queña antena del implante coclear que traían medio escondida entre su cabello. He asistido a muchas presentaciones de soluciones audi-tivas y les puedo decir que jamás había visto una audiencia que escuchara con tanta atención y que fuera tan conocedora del tema. Fue un placer escuchar sus preguntas y ver su interés en validar si la solución FM iba a brindar a sus hijos la comodidad de una comprensión más nítida. Aquí, debo hacer otro paréntesis. Si bien el implante co-clear permite recuperar parte de la audición, también se requie-re de una larga reeducación del oído para que puedan distinguir los sonidos y adquirir el lenguaje. Todo eso que consideramos de los más normal y automático, no lo es para los niños con pérdida auditiva. Y, si no fuera por un implante coclear y toda la rehabilitación dada por la terapeutas de Amaoir con el apoyo incondicional de los padres, el niño sería mudo además de ser sordo. Muchas veces no nos damos cuenta de la suerte que te-nemos de contar con una buena audición y todo lo que ella nos permite. Después de la presentación, nos abocamos a sincronizar los equipos FM con los implantes de cada niño para realizar las pruebas con el apoyo de las terapeutas de Amaoir y de la audióloga de Phonak. Realizar cualquier sincronización entre va-rios equipos electrónicos lleva su tiempo y sus detalles, pero la mayoría de ellos se pudieron resolver y los padres empezaron a jugar con sus niños a “Pedro dice siéntate; Pedro dice sonríe;

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Pedro dice…” con la diferencia de que el niño no veía a su mamá dándole las órdenes, sólo las escuchaba por el sistema FM. Eran maravillosas y conmovedoras las sonrisas de las parejas cuando veían las respuestas de sus niños al escuchar todavía mejor en distancias grandes. En cualquier trabajo hay momentos que se nos quedan grabados. Son los momentos donde uno sabe que aporta algo más, ser testigos de tanto amor. No olvidaré aquella mañana en Amaoir. Esos niños aún no saben la suerte que tienen al haber nacido en familias totalmente dedicadas a su bienestar, preocu-padas por su desarrollo social, decididas a darles una educación completa igual a la de cualquier otro niño. Viéndolos a todos, hubiera querido que los sistemas FM fueran más accesibles y que cada uno pudiera llevarse uno sin tener que hacer cálculos complicados. Sé que nuestra empresa continúa su labor de investigación y desarrollo en este sentido y estamos trabajando con Amaoir para que la Fundación pueda recibir más apoyos y seguir con su propósito que es devolver la audición a más personas. Como Directora General de Connect Hearing he visto muchos casos de niños que no tienen esta suerte y que, por lo tanto, no tendrán un desarrollo normal; además, su integración en la sociedad seguirá siendo un problema toda su vida. Todo esto porque sus padres no supieron dónde buscar apoyo y los consideraron limitados desde que descubrieron su pérdida audi-tiva y, lejos de buscar resolver la situación, encerraron a su hijo en el mundo glacial del silencio y del abandono.

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CUANTO ANTES MEJOR

MirAndA

Fue martes el día en que recibí la gran notica. Yo tenía a Ramón en los brazos y Ana, mi esposa, cargaba nuestras esperanzas jun-to con todos los estudios que nos había solicitado el médico experto en problemas de audición. Su hijo es candidato al implante coclear, nos dijo afirmando con ello que Ramón aprendería a escuchar y a hablar y que esta discapacidad invisible que tardamos dos años en detectar tenía solución. Si lo implantamos pronto, a los seis años podrá incor-porarse a cualquier primaria de normoyentes. Pero necesitamos apresurarnos, su hijo ya perdió dos años en el desarrollo de sus vías auditivas; cuanto más pronto sea implantado, mejores serán los resultados. Ana y yo salimos felices del consultorio. Llegamos a casa con ganas de festejar. Ramón escucharía, aprendería a hablar, su discapacidad tenía solución. Al día siguiente, cuando iniciamos los trámites que el médico había solicitado, nos enteramos del costo del implante coclear. Un cubetazo de agua fría cayó por todo mi cuerpo. No podía ni pensar. La cifra era muy grande y la premura de la que habló el médico me sometía a una presión que simplemen-te no podía manejar. Necesitaba comprar la audición de mi hijo y no tenía ni idea de cómo comenzar a juntar semejante cantidad. Ni vendiendo mi alma al diablo lo vamos a lograr, le dije a Ana quien lloraba por los dos de camino a casa, mientras yo me consumía por dentro. Tratamos de dormir y, a pesar de que

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compartimos la misma cama, cada uno se quedó encerrado en su propia frustración hasta el amanecer. Las palabras del doctor me retumbaban en la cabeza: “Cuanto antes mejor”. Al día siguiente, por fortuna, coincidí con Pablo, mi ve-cino del 7. No pude disimular mi tristeza. Nos habíamos hecho amigos desde que se mudó al edificio. Una noche, hacía como dos años, lo encontré fuera del portón llorando, tenía problemas con su mujer porque no se había podido embarazar. El abrirse así conmigo hizo que no me fuera difícil ahora contarle lo que mi familia y yo estábamos viviendo. Cómo no darle audición a mi hijo ¿te das cuenta?, le dije, está en mis manos que escuche, que hable. Que se valga por sí mismo. Le estoy fallando.No estás solo, me contestó, y en ese momento comenzó a ha-blar de la sordera de Ramón como un problema que habríamos de solucionar en plural. Juntemos a nuestros conocidos, a amigos y familiares. La junta de vecinos es el próximo jueves, vamos a pedir apoyo en todos lados. Ramón no se va a quedar sin oír por falta de lana. No me vio con lástima, sus palabras me estaban contagiando fuerza. Los mexicanos somos ingeniosos y entrones, vamos a juntar esa cantidad, porque la juntamos, concluyó. Mi actitud cambió después de oír las palabras de Pablo. Nos juntamos con mis suegros y mis papás quienes aseguraron que estaban con nosotros al pie del cañón. Ana, que estaba en el comité de madres de la escuela de nuestro hijo mayor, contó ahí nuestra situación donde también se abrió un puente. Para el jueves, Ana y yo ya teníamos otro ánimo. La junta se dio en el patio del edificio y llegaron 35 personas. Terminando los puntos que se debían tratar, me paré en el segundo escalón y tomé la palabra. Vecinos, comencé a decir, pero se me quebró la voz. Pablo me tomó del brazo. Ese simple gesto me dio valor y en seguida recomencé explicando el problema de mi hijo Ramón y mi angustia por lograr que llegara a escuchar, a hablar, que no dependiera de nadie cuando fuera mayor. El implante, expuse, es

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una computadora que hace las funciones del oído, cuesta mu-chos miles de pesos porque es de alta tecnología, pero puede cambiar una vida. Si mi hijo Ramón puede oír, aprenderá a hablar, estudiará como todos sus hijos y será un hombre independiente cuando sea mayor. ¿Cómo?, si yo lo veo normal. Preguntó Germán. Le con-testé que la sordera es una discapacidad invisible, la gente con ese problema se aísla y se mete en su mundo. Así está mi suegro, comentó Martha, la vecina, y comenzó a interrumpir constantemente preguntando asuntos técnicos más por chisme que por interés, así que tuvo a bien Pablo cortar la sección de preguntas y se dirigió a todos: Necesitamos ideas para ayudar a nuestro vecino a juntar ese dineral. ¿Qué proponen? Miré a Pablo con gran admiración. Esa semana se había comportado como un hermano. La vecina del dos propuso la recolección de botellas de plástico de pet, dijo que ella sabía donde las compraban. La del ocho propuso rifar una televisión y el vecino del 15 organizar una fiesta para jóvenes cobrando la entrada. El vecino del primer piso, un viejo gruñón al que nadie viene a visitar, sacó los primeros mil pesos y, sin decir más, se metió a su casa. No sabía cómo agradecerles a los vecinos que se involucra-ran. Ana dijo unas palabras por los dos. Nunca hubiéramos ima-ginado tanta cooperación y buena vibra. Después de la junta nos reunimos en mi casa con Pablo. Ana tomó un cuaderno y anotó: el vecino del primer piso: $1,000.00 En la primera hoja puso la fecha en la que se hizo la reunión y las ideas que habían surgi-do esa tarde: botellas de pet, rifa de televisor, fiesta con costo. Pablo sugirió abrir una página en Facebook, él le sabe mucho a lo de las redes sociales. También propuso mantener informada a la gente de nuevas ideas, de avances, poner a lado de cada evento una fecha para programarlos, dándole así un tiempo tangible y real.Ana propuso mandarles una nota a los vecinos agradeciendo

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su asistencia, sus ideas y pidiendo apoyo para la recolección de botellas de pet. No me sorprendió ver a Ana tan entrona, pero si tan organizada. Sabemos que con pet no vamos a reunir el costo del implante, dijo Pablo en corto, pero es un gran principio para un gran motivo y cada centavo cuenta. Las botellas comenzaron a llegar a casa. Eran bolsas y bolsas llenas de pet. Mandé imprimir los boletos de la rifa. Ana aprovechó el boletín de la semana en Facebook para avisar cuán-to se estaba juntando y que los boletos de la rifa ya estaban a la venta; no se vendían con facilidad pero mi suegros, mis papás y la gente del comité de madres de la escuela de mi hijo mayor nos ayudaron a moverlos. En casa teníamos botellas por todas partes, hasta guardamos unas en casa de Pablo. Y los boletos no más no salían. Al poco tiempo, guardar las botellas se volvió un pro-blema, transportarlas también. Muchas botellas y poco dinero, la frustración crecía pero no nos podíamos dejar caer. Me lo pro-metí a mí mismo, se lo prometí a Ramón y a Oscarito, mi otro hijo. Entre el pet y los mil pesos del vecino llegamos a poco más de cinco mil. Fue el primer depósito que notificamos en Facebook. Una compañera de trabajo, que me compró un bo-leto para la rifa, propuso la recolección de periódico, revistas y cajas de cartón. La idea no era mala, además era mucho menos estorboso. La cadena de ayuda crecía al igual que los amigos que se sumaban a través de Facebook. La casa se llenó de periódico en unos cuantos días. “Cuanto antes mejor”, la voz del médico seguía dándome vueltas. El viernes siguiente mandaron llamar a Ana de la escuela de Oscar. Señora, su hijo tiene piojos. Tuvimos que deshacernos de todo el periódico, del cartón y las revistas. También de algunas cobijas que se habían infestado de piojos, hasta desinfectamos la casa. Eso no se lo notificamos a nadie. Sólo avisamos la suspen-

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sión de la recolección de periódico. El proceso de la rifa seguía lento. Todos los días nos re-petíamos que los esfuerzos valían la pena, pero aquella cifra a alcanzar continuaba siendo enorme. En lo que la fecha de la rifa se acercaba, iniciamos los preparativos de la fiesta. Los guisados se prepararon en casa. Ana y sus dos hermanas se encargaron de las cazuelas y la esposa de Pablo, Regina, se encargó de los postres con una de sus amigas. Llegó un mundo de gente. El patio se puso a reventar. Ana y yo agradecimos la presencia de todos y en especial a Pablo por su confianza y su apoyo. Brindé por la amistad, por los mexicanos que sabemos ser hermanos y por la tecnología avanzada que tiene soluciones para la sordera de Ramón. Emiliano, el hijo de los del cuatro, tiene una banda y gracias a él hasta hubo, sin costo para nosotros, música en vivo. Juntamos más de lo que habíamos pensado recaudar y la pasa-mos de maravilla. La nota informativa de esa semana llevaba un dibujo de Oscar, a quien le habíamos explicado que su hermanito pronto iba a poder escucharlo. En él se veía a los dos jugando y rayitas entrando por sus oídos y saliendo por su boca. Al día siguiente llegaron al departamento notas de apoyo de invitados y familia-res de vecinos que no conocíamos. Recuerdo que eso nos animó mucho. Llegó el día la rifa. La lotería jugaba ese día y con los tres últimos dígitos se decidiría el destino de la televisión. Solamente se había vendido el setenta por ciento de los boletos. Nos reu-nimos muy animados en mi casa y, entre quesadillas y sopes, nos compraron otros más. Al final, Juan, el del 9, se la llevó. Para entonces ya habíamos juntado más de la cuarta par-te del costo total del implante que le daría audición a mi hijo y que le cambiaría la vida a él y a toda la familia. Habían pasado los primeros seis meses. Martha, la vecina que siempre me ha parecido una meti-

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che, llegó a la casa sugiriendo poner afuera del edificio un puesto de quesadillas y elotes, jueves y viernes. Si funciona le seguimos el sábado. La idea no estaba nada descabellada, mucha gente pa-saba por la casa y la portera tenía un anafre y mesas, las sillas salieron de todos lados. Me latió mucho el plan y me avergoncé de haberla visto siempre como una chismosa. Ese mismo viernes, el puesto estaba dando de cenar po-zole. Además de juntar fondos para el implante, esa noche la pasamos muy contentos. Todo va de maravilla, le decía a Pablo mientras le pasaba el orégano y el chile piquín, pero la premura del tiempo me estaba ganado, ya estábamos por cumplir un año y nos faltaba más de la mitad. ¿Por qué no hablas con tu jefe? Pide un préstamo a la empresa, me aconsejó. Le estuve dando vueltas al asunto y el lunes pedí una cita con él. Entré a su oficina y, para mi sorpresa, antes de que yo dijera nada me preguntó cómo iba el asunto de la audición de mi hijo… no sé ni cómo se había enterado de la situación. Yo le expliqué de la importancia de implantar a Ramón lo antes posible, le conté los esfuerzos que habíamos hecho hasta el momento y de la pre-mura de tiempo. En pocas palabras, le dije envalentonado, vengo a solicitarle un préstamo para darle audición a mi hijo. Ya tengo reunida más de la cuarta parte y puedo conseguir de la Asocia-ción un recibo deducible de impuestos para la compañía. Cuando llegué a la casa le conté todo a Ana. Ella no podía creerlo. Le llamamos a Pablo quien bajó de inmediato. Emociona-do sugirió no bajar la guardia, seguir con los planes para pedirle a la empresa lo menos posible, pero iniciar de inmediato los trá-mites del préstamo. En Facebook ya teníamos 257 amistades de todo el mundo, consejos de otros padres en la misma situación, opiniones, palabras de apoyo y algunas donaciones. En mi casa se respiraba un ambiente de alegría. El día que finalmente reunimos la cantidad celebramos con mole en el puesto de afuerita del edificio. Estuvieron invi-

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tados todos los vecino-amigos que iniciaron esto con nosotros. Orgullosos, avisamos que Ramón pronto escucharía. Ha sido muy grato contar con el apoyo de todos ustedes, especialmente le agradezco a Pablo quien me quitó el miedo y sugirió com-partir mi problema con todos ustedes, dije. Gracias a ustedes la próxima fiesta será con mi hijo oyendo. A Ana le daba por llorar así que no dijo nada. Recuerdo los gritos de alegría de todos, in-cluso del viejito del primer piso, quien se pasó la noche diciendo que él había sido el primero en dar dinero, que él fue la clave de todo esto. Ocho meses después, mi hijo ya estaba implantado. Lo logramos, le dije a Ana y a Pablo el día de la cirugía en el hospital. Apenas empezaba el verdadero esfuerzo de trabajar día y noche en casa con terapeutas de lenguaje y estar al pendiente de las calibraciones; había que pagar la deuda y apoyarnos fuerte unos a otros. El puesto fuera de la casa quedó abierto. Nos turnamos para atenderlo; el dinero que se junta se mete a una cuenta a nombre de: “Cuanto antes mejor” y, cuando se acabe de liquidar el préstamo, se va a usar para emergencias de cualquiera de las familias del edificio.

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EL MILAGrO

GinA viviAnA MorAles AcostA

Siempre a la espera de un milagro, me mirabas con una tristeza infinita. Cuando fui creciendo me hacías sentir culpable. En aquel momento no sabía que la culpa no existe y, cómo va a ser si la vida es tan corta que a lo único que motiva, es a vivirla. ¿Te acuerdas cuando me llevabas donde los curanderos que con hierbas lo podían hacer… lograr el milagrito? O cuando me llevabas de rodillas a las procesiones a prender un montón de velas o, incluso, a que las hormigas me picaran… las ronchas y lágrimas de dolor las tengo muy presentes. Te sorprendía gritándome a mis espaldas, esperabas una reacción pronta a tu llamado: ¡Un milagro! Pero ahora te puedo decir que el milagro hubiera sido aceptar mi sordera y hacerle caso a la doctora cuando te dio mi diagnostico y mi tratamiento. Pero te pareció antinatural o desatinado. Y no madre. ¡El milagro soy yo!, que estoy vivo.

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NADIE NUNCA PIENSA EN BEETHOVENvirGiniA hernández retA

Dicen que cuando se pierde la vista, se pierden cosas, pero cuando se pierde el oído, se pierden personas. También dicen que de lo perdido, lo encontrado y, a veces, hay pérdidas en las que algo se gana.

Miércoles 2 de febrero, 2011. Once de la noche. Mis hijos y mi esposo duermen mientras yo trabajo en la computadora. Todo es silencio. De repente, como si nada, escucho un discreto zumbido y se me tapa del todo el oído izquierdo. Como si hubie-ra escuchado un ruido muy fuerte, el zumbido –tinitus, aprendo después me acompaña hasta la cama. Meses atrás he tenido una infección de oídos, así que supongo que será consecuencia de lo mismo. Antes de acostarme me pongo una gota, sabiendo de antemano que no funcionará. Ya me lo ha dicho el último otorri-no que he consultado: cuando un oído se inflama, no entra nada. Uno no va por la vida imaginando que perderá la audición. De pequeña, con mis hermanos, jugábamos al “Qué preferirías”, como calibrando desgracias. Siempre decíamos que lo peor sería quedarse ciego o paralítico. Nunca nadie piensa en Beethoven. Jueves 3 de febrero. Consigo la primera cita, a las nueve de la mañana. El otorrino me manda un desinflamante discreto con algo de cortisona por siete días. Será un proceso lento, me advierte. Por la noche voy a cenar con amigos. Uno de ellos no oye muy bien de un lado. Por primera vez lo entiendo. El ba-rullo moderado del elegante restaurante tapa gran parte de la conversación. Me consuela pensar que tan sólo se trata de un inconveniente temporal. Domingo 6. Sigo igual. El zumbido me acompaña, dis-

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creto, a todas horas y por momentos se convierte en campani-tas. En una comida familiar el ruido exterior me parece intolera-ble. Me pregunto si mi oído izquierdo, cuando vuelva a escuchar, se abrirá poco a poco o de golpe, tal como se cerró. Lunes 7. Imposible escuchar lo que se dice por teléfo-no del lado izquierdo. Con el oído derecho me comunico con el otorrino de nueva cuenta. Cinco días de medicamento y no ha habido ninguna mejoría. Después de un breve silencio me dice con el tono de quien no contaba con algo, que se trata del ner-vio auditivo. Lejano, como se escuchan las cosas en los sueños o en las situaciones que parecen irreales, oigo que me manda una audiometría y otros estudios más. Empieza entonces la larga lista de segundas opiniones. A mediodía visito a una otorrino recomendada. Coloca un diapasón en ambos oídos. Con lentitud me explica: hipoacusia súbita posiblemente causada por un virus o un pequeño derrame. Descarta la posibilidad de un tumor ya que la pérdida de la audición ha sido súbita y no gradual. Sin embargo, se han perdido días valiosos. Sé que se trata de algo irreversible cuando agrega: Lo siento, quisiera equivocarme. Manda, con carácter de urgencia, cortisona inyectada, to-mada y diez sesiones de cámara hiperbárica, con la esperanza de que se recupere algo de la audición. Tramitar el seguro, visitar diario por una hora la cámara hiperbárica, contestar el teléfono, las llamadas de familia y amigos consternados con la situación, pedir a la farmacia la larga lista de medicamentos… Por la noche, empezar a rumiar la rabia por un primer diagnóstico equivocado. Después, la terrible certidumbre de que, de un lado, no escucha-ré nada nunca más. No escuchar nada nunca más. Después entendí que lo que más dolía de esa frase no era el no escuchar nada, sino el nunca más.

Martes 8. Las enfermeras de la cámara hiperbárica re-pitieron que era una lástima que no hubiera yo llegado durante

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las primeras 48 horas de hipoacusia, pues hubiera habido 90% de posibilidades de recuperación. Que generalmente estos casos eran considerados urgencias en el campo de la otorrinolaringo-logía, pero que no había peor lucha que la que no se hacía. Afir-mé con la cabeza. Desde la cápsula de cristal vi los rostros de las enfermeras y el doctor. ¿Nada?, preguntaban, con la esperanza de que el oído izquierdo se destapara con los cambios de presión o que el nervio auditivo se recuperara con las altas concentracio-nes de oxígeno. Nada, respondía yo. Acabada esa primera sesión di las gracias ante el desencanto de todos. Me alejé con pasos rápidos, de los cuales sólo escuchaba los del lado derecho. Las pérdidas nos dejan indefensos, nos comprueban vulne-rables. Sacan lo mejor y lo peor de uno mismo. En los momentos más bajos rocé, por segundos, la locura, esa de saberse maniatada, imposibilitada para cambiar el rumbo de las cosas. Experimenté la rebeldía de preguntarme no tanto por qué a mí, sino por qué a mis hijos les tocaba tener una mamá con cierta discapacidad. Luego, atrás de la rabia, la rebeldía o el desencanto, vino algo peor: la creciente envidia por la salud de los otros, incluso los más cercanos. Y me sentía miserable porque todos ellos seguían con su vida mientras yo continuaba sin oír. Domingo 13. Hubo antivirales, más cortisona, reso-nancias magnéticas para descartar definitivamente un tumor en la cabeza, inyecciones de cortisona directamente en el oído, es-tudios de equilibrio y audiometrías. Se había intentado todo; la cirugía y el aparato auditivo no eran opciones para un nervio dañado. A la hora del almuerzo miré a mi hijo de doce años, a mi hija de once y a mi marido. Les vi la cara de quienes han contem-plado a alguien subir y bajar emocionalmente por días. Sólo les quería pedir dos favores, les dije: que repitieran lo dicho cuando yo no lo hubiera entendido y, sobre todo, que no respondieran fastidiados que lo olvidara, que no era nada, si yo seguía sin en-

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tender. Mi hijo me preguntó si de verdad no escuchaba nada. Le dije que era verdad. Se acercó a mi oído izquierdo para decirme algo en secreto, quizá consolador. Después, alejó su cabeza y me miró. No escuché nada, le dije. No te escuché nada, le repetí len-tamente. Los vi a todos paralizados. Mi esposo comenzó a poner los platos en el lavavajillas, pero le adiviné el desconsuelo. Aban-doné la cocina, llegué a mi cuarto y lloré sin ningún pudor. Mi esposo subió a abrazarme. Quiero oír, quiero oír, pedía yo con la rabia y la desesperación de quien ha pérdido a un ser querido y que sabe que jamás podrá volver a tocar. Días siguientes. A la quinta sesión de cámara hiper-bárica todos sabíamos que se había hecho lo posible. Les pregun-té a las enfermeras qué tenían las personas que estaban progra-madas en el pizarrón antes y después de mí. Antes, entraba una mujer con cáncer de mama a la que vi sólo una vez. Después, lle-gaba en camilla un hombre, siempre acompañado por la esposa. Lo transportaban de un hospital cercano con religiosa puntuali-dad. Sufría septicemia. A la salida me despedí de las enfermeras y mis pasos se volvieron más lentos, agradeciendo a cada uno, consciente de que, después de todo, mi pena era pequeña. Amigos y familia se habían desvivido por ayudar. De re-pente todos alrededor tenían un conocido que había perdido au-dición y que lo que me pasaba no era, en absoluto, inusual. Recibí todo tipo de recomendaciones, desde quien decía que no hiciera caso, que los doctores siempre exageran, hasta los teléfonos de expertos en el Hearing Institute de Los Ángeles, sanadores, cu-radores, expertos en medicina alternativa, médicos homeópatas, doctores halópatas que habían curado milagrosamente y de lo mismo al sobrino, primo, madre, vecina... Pero el teléfono que marqué fue el de Beatriz, porque quería saber qué seguía. Beatriz perdió uno de sus oídos tras una fiesta ruido-sa. Cuatro meses después perdió el otro. A su hijo, cantante de ópera, no lo podía escuchar. Pasó 90 días en absoluto silencio,

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no como en el fondo del mar, donde se escucha la propia res-piración, sino como perdida en el espacio, escuchando sólo sus pensamientos. Se comunicaba a través de una libretita. Tomó un curso de lectura de labios. Sus hijos la llevaron al extranjero y ahí le dieron la buena noticia: era candidata a cirugía de cóclea. Aún así, tuvo que aprender a escuchar de nuevo, a identificar cómo sonaban las cosas a través de esos aparatos que metalizaban los sonidos que su cerebro, ya no sus oídos, captaba. Recuerda ha-ber estado perdida, no haber tenido a nadie que le dijera como ella lo estaba haciendo conmigo qué seguía. De noche, para dor-mir, se retira la bocina del implante y sigue siendo una astronauta en un cosmos mudo y solitario. Las cosas siempre pasan por algo, dice una amiga que per-dió a su padre en un asalto. A veces toma años descubrir por qué, agrega. O puede ser que nunca lo entiendas. No importa. Sabía un poco de lo que Beatriz hablaba. Perder un oído no es simplemente escuchar la mitad. Es por momentos no oír y, otros, escuchar diferente. El oído sano suple lo que puede, pero pierde la perspectiva y la distancia, la capacidad de entender y lo-calizar los sonidos. Así, sin el oído izquierdo, hay sonidos que sim-plemente no puedo discriminar: no sé de dónde vienen o qué son. Trabajo de noche en la computadora. Me llega un sonido a mis espaldas. Giro la cabeza y no veo nada. Descubro que el ruido no ha venido de ahí, sino de algún lugar que no puedo defi-nir. Apago la computadora porque me siento acompañada por la incertidumbre, porque no puedo defenderme de un sonido que no conozco ya. Apoyada la cabeza sobre la almohada, no escucho la alar-ma del despertador y un pájaro se ha convertido en una chicha-rra metálica parecida a un timbre de casa. Al bañarme, no escu-cho el agua cayendo de un lado. Al caminar no escucho el viento a mi izquierda. Veo pasar gente hablando, pero a la que pareciera que le han borrado las palabras de la boca. Las personas ya no se

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acercan, simplemente aparecen. No escucho más fragmentos de conversaciones. No entiendo lo que dicen canciones desconoci-das en otros idiomas. No puedo discernir las palabras que no me son familiares. Un ruido puede ser el teléfono, el perro ladrando o un objeto que se ha caído. O puede ser algo que nunca descu-briré. Entre otros sonidos, distinguir la voz humana me resulta laborioso, mientras el zumbido sigue ahí, a veces más presente. Por teléfono, escuchando por el único lado posible, los sonidos lejanos están a la mano, mientras la conversación se esconde a lo lejos, como si todo se hubiera cambiado de lugar. Si me hablan bajo, no escucho o entro en un mundo submarino que me es incomprensible. Los ruidos fuertes son insoportables. Los ruidos ambientales, fuertes distractores. A veces escucho sin entender. Cuelgo mi mirada de las bocas ajenas, hago suposiciones, imagino qué podrían estar diciendo… Después acepto que no tengo por qué oírlo todo ni entenderlo todo. Sin sentir, todo pasa, como la gente por la calle, como los días, como la vida que, implacable, no se detiene. Al inicio, abruma con su paso imperturbable. La vida sigue. Al principio es una sor-presa cruel. Con el tiempo, es una sentencia afortunada que uno termina, irrevocablemente, por agradecer. Hace poco, en el supermercado, la cajera me dijo algo sin que yo lograra entenderla. La miré en blanco. Volvió a hablarme. Me paralicé. Cruzó por mi mente disculparme y, por primera vez, explicar que sufría yo de un grado de sordera y que, por lo tanto, no le oía. Pero no lo hice. Preferí acercar la cabeza todo lo que podía, inclinada del lado que sí escucha, y escuchar.

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La primera antología de cuentos Escucharte tuvo tan buena recepción entre sus lectores que decidimos realizar otra. La hemos titulado Escucharte más porque nos falta precisamente eso: escuchar más historias y testimonios que hablen de la sordera.

Para muchos, la sordera es un tema totalmente desconocido y, para otros, es tabú.

-¿Qué me dijiste?-Yo ¿sordo? ¿Pero de qué me hablas?

Existe mucho silencio acerca de la sordera.

La mayoría de las personas esperan más de 10 años antes de buscar una solución a su pérdida auditiva. ¡Imagínense esperar 10 años para comprar lentes cuando uno ya no ve bien!

Los auxiliares auditivos de hoy ya no son los de antes. Se han visto beneficiados de avances tecnológicos importantes. Para usar una analogía, los “aparatos para la sordera” de antes eran como los teléfonos a cuadrantes, es decir, análogos y bien merecían su torpe nombre de “aparatos para la sordera”: eran aparatosos y, por ser análogos, amplificaban todas las frecuencias por igual. Por eso, nuestros abuelos se los quitaban, la amplificación indiscriminada del sonido les resultaba incómoda.

Los auxiliares auditivos, como los llamamos hoy, son digitales, es decir, gozan de la misma tecnología que los teléfonos celulares ¡nada que ver con el teléfono de cuadrante! Permiten modular la voz y amplificar sólo las frecuencias donde una persona necesita auxilio. Son soluciones muy completas con funciones múltiples y programables al tipo y grado de pérdida de cada oído de una misma persona. El sonido que proporcionan es cómodo, se escucha a gusto y se adapta de manera automática al ambiente de diferentes situaciones que van de muy tranquilas a muy ruidosas.

Hace unos meses lanzamos una nueva convocatoria con el fin de recabar textos alrededor del tema de la sordera. Muchas personas nos enviaron sus colaboraciones: algunas de ellas son escritos ficticios y otras son historias reales de tipo testimonial. La selección final, la tienen en sus manos.

Sandrine DupriezDirectora GeneralCentros AuditivosConnect Hearing México

Connect Hearing! es una empresa de la firma suiza Grupo Sonova, proveedor lider mundial en el desarrollo de soluciones auditivas innovadoras con un elevado contenido tecnológico.

Connect Hearing! cuenta con 19 Centros Auditivos en las ciudades más importantes de la República Mexicana, con el fin de ofrecer su amplia gama de soluciones a quienes padecen algún tipo de pérdida auditiva y contribuir, de esta manera, a mejorar su calidad de vida.

Una de las principales fortalezas de Connect Hearing! es su plantilla de especialistas en audición, profesionales altamente capacitados y con extensa experiencia en asesorar a sus clientes acerca de las soluciones que más le conviene de acuerdo con sus necesidades específicas.

“Queremos que cada mexicano cuente con una solución adecuada a los problemas causados por las pérdidas auditivas” esta es nuestra misión.

La vida no esta subtitulada: hay que escucharla con sus propios oídos!

www.connecthearing.com.mx

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La Asociación Mexicana para la Audición “Ayudanos a Oír”, A.C. (AMAOIR) es una institución no lucrativa fundada en 1995 por el Dr. Gonzalo Corvera Behar con el fin de llevar el tratamiento óptimo de las enfermedades de oído a pacientes que no tienen acceso a la medicina avanzada de nuestros tiempos.

AMAOIR trabaja para brindar atención médica óptima a personas con hipoacusia y capacitar a los pacientes, sus familiares y a los profesionales de la salud y de la educación, para mejorar la calidad de vida y la integración social de las personas con discapacidad auditiva. Ha establecido el programa de implante coclear con más experiencia en el país, y asesora a equipos de implante coclear y/o terapeutas en diversos estados de la República; organiza jornadas quirúrgicas anuales en comunidades donde no existe el equipamiento humano y tecnológico para realizar cirugía de oído; estableció el primer programa de enseñanza por internet para terapeutas en Método Auditivo-Verbal en español del mundo; imparte cursos y conferencias todo el año dirigidas a médicos, terapeutas, maestros y padres de niños con hipoacusia.

Para AMAOIR es de fundamental importancia incrementar la conciencia social sobre el tema de la sordera, y por ello se complace en la publicación de esta antología.

Dr. Gonzalo Corvera Behar

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La primera antología de cuentos Escucharte tuvo tan buena recepción entre sus lectores que decidimos realizar otra. La hemos titulado Escucharte más porque nos falta precisamente eso: escuchar más historias y testimonios que hablen de la sordera.

Para muchos, la sordera es un tema totalmente desconocido y, para otros, es tabú.

-¿Qué me dijiste?-Yo ¿sordo? ¿Pero de qué me hablas?

Existe mucho silencio acerca de la sordera.

La mayoría de las personas esperan más de 10 años antes de buscar una solución a su pérdida auditiva. ¡Imagínense esperar 10 años para comprar lentes cuando uno ya no ve bien!

Los auxiliares auditivos de hoy ya no son los de antes. Se han visto beneficiados de avances tecnológicos importantes. Para usar una analogía, los “aparatos para la sordera” de antes eran como los teléfonos a cuadrantes, es decir, análogos y bien merecían su torpe nombre de “aparatos para la sordera”: eran aparatosos y, por ser análogos, amplificaban todas las frecuencias por igual. Por eso, nuestros abuelos se los quitaban, la amplificación indiscriminada del sonido les resultaba incómoda.

Los auxiliares auditivos, como los llamamos hoy, son digitales, es decir, gozan de la misma tecnología que los teléfonos celulares ¡nada que ver con el teléfono de cuadrante! Permiten modular la voz y amplificar sólo las frecuencias donde una persona necesita auxilio. Son soluciones muy completas con funciones múltiples y programables al tipo y grado de pérdida de cada oído de una misma persona. El sonido que proporcionan es cómodo, se escucha a gusto y se adapta de manera automática al ambiente de diferentes situaciones que van de muy tranquilas a muy ruidosas.

Hace unos meses lanzamos una nueva convocatoria con el fin de recabar textos alrededor del tema de la sordera. Muchas personas nos enviaron sus colaboraciones: algunas de ellas son escritos ficticios y otras son historias reales de tipo testimonial. La selección final, la tienen en sus manos.

Sandrine DupriezDirectora GeneralCentros AuditivosConnect Hearing México

Connect Hearing! es una empresa de la firma suiza Grupo Sonova, proveedor lider mundial en el desarrollo de soluciones auditivas innovadoras con un elevado contenido tecnológico.

Connect Hearing! cuenta con 19 Centros Auditivos en las ciudades más importantes de la República Mexicana, con el fin de ofrecer su amplia gama de soluciones a quienes padecen algún tipo de pérdida auditiva y contribuir, de esta manera, a mejorar su calidad de vida.

Una de las principales fortalezas de Connect Hearing! es su plantilla de especialistas en audición, profesionales altamente capacitados y con extensa experiencia en asesorar a sus clientes acerca de las soluciones que más le conviene de acuerdo con sus necesidades específicas.

“Queremos que cada mexicano cuente con una solución adecuada a los problemas causados por las pérdidas auditivas” esta es nuestra misión.

La vida no esta subtitulada: hay que escucharla con sus propios oídos!

www.connecthearing.com.mx

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La Asociación Mexicana para la Audición “Ayudanos a Oír”, A.C. (AMAOIR) es una institución no lucrativa fundada en 1995 por el Dr. Gonzalo Corvera Behar con el fin de llevar el tratamiento óptimo de las enfermedades de oído a pacientes que no tienen acceso a la medicina avanzada de nuestros tiempos.

AMAOIR trabaja para brindar atención médica óptima a personas con hipoacusia y capacitar a los pacientes, sus familiares y a los profesionales de la salud y de la educación, para mejorar la calidad de vida y la integración social de las personas con discapacidad auditiva. Ha establecido el programa de implante coclear con más experiencia en el país, y asesora a equipos de implante coclear y/o terapeutas en diversos estados de la República; organiza jornadas quirúrgicas anuales en comunidades donde no existe el equipamiento humano y tecnológico para realizar cirugía de oído; estableció el primer programa de enseñanza por internet para terapeutas en Método Auditivo-Verbal en español del mundo; imparte cursos y conferencias todo el año dirigidas a médicos, terapeutas, maestros y padres de niños con hipoacusia.

Para AMAOIR es de fundamental importancia incrementar la conciencia social sobre el tema de la sordera, y por ello se complace en la publicación de esta antología.

Dr. Gonzalo Corvera Behar