Estampas Oaxaqueñas...7 so de su leyenda y encerrada en el encanto de su misterio: tenue velo que...

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  • ESTAMPASOAXAQUEÑAS

    CARLOS FILIO BARZALOBREOaxaca de Juárez

    1926

    Edición digital

    Agosto de 2013

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    CARLOS FILIO BARZALOBRE

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    P R O L O G Ode

    Carlos Arturo de la Vega

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    En un alarde de bella e intensa visualidad y ostentando una policromía de vívidos colores –reminiscentes de Degás en su intensa sugerencia– y punteadas, aquí y allá, con crueles dibujos a la “aqua fortis”, a la manera de Durero o de nuestro Julio;

    Carlos Filio nos da, para regalo del espíritu y a!namiento de la emoción estética, una serie de pequeñas “telas” que forman una diminuta pinacoteca de esa vida, tan rica en emociones, tan bella en todos sus aspectos y tan nuestra, de la provincia.

    En sus Estampas Oaxaqueñas, Filio nos hace la dádiva íntegra de la emoción y del sutil encanto que tiene la si-lente ciudad de color de turquesa pálida. Ante nuestros ojos ávidos, pasan lentamente, suavemente, con desmayos románticos a veces y en otras con intensidad y fuerza dra-máticas, todas las escenas del pasado; de ese pasado pro-vinciano, ingenuo, sencillo y a la vez desbordante de emo-ción genuina, que es la médula de las dulces y melancólicas saudades.

    Filio como escritor tiene un estilo propio, muy suyo, ya corta bruscamente la frase sintetizadora de la idea, ya deja correr el adjetivo, admirablemente manejado, en los pasa-

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    jes descriptivos, ya hace que el concepto fuerte, rebelde, bronco y duro se retuerza y se enrosque en la sátira !na, elegante, pero hiriente e implacable.

    En la bellísima urdimbre que el talento del autor ha te-jido de las “Estampas Oaxaqueñas” hay el hilo de oro de la emoción pura, intensa, rutilante, mezclado con la seda roja del pathos, del dolor y de la miseria. Recorriendo toda la gama de la emotividad, el escritor-pintor nos da en esta obra, hecha más con el corazón que con la técnica escueta del escritor y del retórico, toda la palpitación íntima de ese admirable pueblo de hombres fuertes de cuerpo y de es-píritu, grandes de alma, hóspitos y pródigos, parcos en la crítica y largos en el elogio y la dádiva, y de bellas mujeres que aun conservan, en muchos casos, el sutil encanto-sua-ve perfume de viejos arcones y coloniales bargueños-de las costumbres hogareñas de hace treinta años.

    Como escritor y periodista, Filio tiene una reputación hecha, y de!nida su personalidad; pero como narrador, y narrador es ante todo en este encantador libro, tiene es-tupendos aciertos de descripción y a!rmaciones insospe-chadas de profundo observador, todo ello saturado de una dulce saudade que sólo rompe, de vez en vez, el grito de rebelión espiritual del eterno inconforme que hay en él, al rememorar la injusticia, la arbitrariedad, la sevicia de los poderosos, pero sin acrimonías, ni rencores.

    Para el lector de esta obra, la cual indudablemente los hijos de Antequera leerán más con los labios que con los ojos, pues en cada cuadro hay una !gura, una evocación, que debe llegar al alma de los oaxaqueños y provocar con la lágrima que nubla la vista, el beso que esboza el labio, resaltará ante todo el intenso, el profundo amor del autor al “terruño”; a la vieja ciudad orlada del prestigio inmen-

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    so de su leyenda y encerrada en el encanto de su misterio: tenue velo que la hace aparecer diluida en la niebla del en-sueño. Y es que Filio sabe encontrar el alma de las cosas y el encanto de la sencillez y la sugerencia de lo ingenuo. En cada descripción, en cada pasaje, como en cada concepto, siempre, siempre, se sobrepone el amor a “su Oaxaca”: des-de la sentidísima y magní!ca dedicatoria que inicia la obra, hasta la !nal descripción de los ritos hieráticos, el cariño a la provincia se impone, pero con dulzura, sin hipérboles ramplonas y exaltaciones de adjetivación.

    Filio no lo dice en su obra, pequeño joyel de la vida en Oaxaca, pero nosotros sentimos que el autor rememora con tanta !delidad, con tanta acuciosidad a la vieja Ciu-dad suriana, porque al vivir en ella dejó en cada cosa, en cada piedra, en las laderas de sus admirables montañas de esmeralda, doradas por el oro del magní!co sol de esas tie-rras, en sus lujuriosas vegetaciones, en sus desconcertan-tes iglesias y en sus edi!cios coloniales, algo de su alma, girones de su espíritu, a fuerza de amarlos y verlos tanto, y por ello como un dulce y grato ritornello, en cada estampa hay un canto de amor y el sello inconfundible de una ínti-ma y dulce melancolía.

    Desde la atractiva y profundamente sugestiva narración de las “Pozas Arcas”, que tiene todo el encanto de una le-yenda medioeval, hasta la picaresca aventura de Monseñor Ortiz, dicha con una !nura, con una delicadeza absolutas y denotantes del mejor gusto literario y dignas del drola-tismo Balzaciano; pasando por las intensas y fáciles, ¡oh la difícil facilidad de describir!, de los festejos provincianos; estas Estampas Oaxaqueñas patentizan el calibre literario de su autor y su profunda emotividad artística exterioriza-da en una forma y manera muy suyas y muy bellas.

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    Glosando la emoción del momento vívido, en forma su-gestiva y muy personal, el autor nos ha dado un bello libro, bien escrito y bien sentido que tiene suaves fragancias de albahaca y de romero y de magnolias, y el cual al leerlo-co-mo si hubiéramos descansado bajo la mandrágora que da el “mal de amores”- nos hace sentir y amar a la vieja ciudad de leyenda.

    Poeta, pintor y narrador en esta obra, Filio se da todo entero a Oaxaca; diríase que no escribe para el lector, sino para la ciudad misma, como si ésta –estupenda mujer de suavidades maternales y opulencias de hembra arrogante– pudiera leer y ver lo que su hijo, su amante, su exegeta, para ella solamente pintó, para ella rimó y para ella escri-bió.

    Carlos Arturo de la Vega

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    D E D I C A T O R I A

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    A OAXACA, ciudad materna, suave cuna de mis mayores, pueblo fatigado de lau-reles, alerta para todo esfuerzo y austero en el dolor del sacri!cio.

    A la memoria de mi madre, doña JO-SEFA BARZALOBRE DE FILIO.

    Cuenta la historia que el jacobino, agitador de multitu-des, solía decir que en su vida de desterrado había siempre llevado en la zuela de sus zapatos el espíritu de Francia; y esta bronca metáfora dantoniana que no es la manufac-tura de una frase feliz, sino la expresión acertada del sen-timiento de añoranza, bien lo conocen los que han trafa-gueado fuera del hogar nativo, cuando a su simple nombre la emoción sube a los ojos en fulgurante lágrima y se hace temblar en el alma.

    Al llegar a los altiplanos de la serenidad celebrada como un don de los dioses, hacemos el balance de ayer, y vívi-das surgen las esperanzas de la juventud y las ambiciones tempraneras que canalizó el determinismo llevándonos a hogares extraños, por tierras luengas, donde ejercitamos las más disímbolas actividades: educadores momentáneos, políticos de mitin y agitación, rebeldes armados y periodis-tas agresivos con la adarga de don Alonso al brazo; de todo

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    hicimos y en todo también hubo la reiterada intención de agreger un honesto prestigio para la tierra cuyo solo nom-bre, preclaro y dulce, vibró el corazón al pronunciarlo. ¡OA-XACA!

    Las Estampas Oaxaqueñas que aquí se publican, no preten-den ser la historia de las cosas del pasado, no tienen la vanidad de llenar un vacío en la literatura de nuestra provincia, pues son únicamente apuntes comprimidos del costumbrismo de hace cuarenta años; son cuadritos que sacamos a la exhibición pública, para verse con el deleite entretenido y sentimental con que se hojea el album de los retratos familiares.

    Estas estampas se recienten en lo que toca a la exactitud histórica y !jeza en el dato cronológico, porque fueron hechas, debemos confesarlo, sin la ruta preconcebida de un plan de for-mación, coherente y sucesivo y sin contar para su empeño con datos originales; mas si les faltaren tales abrevaderos para su mejor forma, en cambio tienen en su médula el sostén de los puntales de un corazón emocionado por su tierra y la lealtad de una memoria por Cirinie. Para su composición, además, no se aprovecharon materiales de arti!cio literario, nada hay en ellas que no sean !eles reproducciones de cosas oídas y vividas y que hoy, bajo el sortilegio de la saudade, surgen un tanto re-tocadas en sus detalles de daguerrotipo, para darles los tonos de la visión contemporánea.

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    Finalmente, nada hay en ellas de intensión oculta, de !n subalterno y descali!cado, porque hechas fueron con alto cari-ño y con la acción sencilla de mover la manija del estereoscopio para volver a verse sucesos olvidados y pretéritas escenas del costumbrismo oaxaqueño.

    Carlos Filio

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    CAPITULO I.

    Inauguración del Ferrocarril Mexicano del Sur.- Don Por-!rio se emociona.- Un banquete de Periodistas.- Juan de Dios Peza y las Sábanas del Hospital General.

    A la memoria del Gral. Gregorio Chávez benefactor de la Enseñanza Pública.

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    La inauguración del Ferrocarril Mexicano del Sur celebrada el 12 de noviembre de 1892, fué para Oaxaca un acontecimien-to insólito realzado con la presencia del Presidente de la República, Gral. Por!-rio Díaz, a quien acompañaron algunos

    miembros de su Gabinete y prominentes políticos, milita-res y diplomáticos.

    Procuraremos en esta Estampa traducir la alegría que embargó a Oaxaca al realizarse la obra de sus anhelos, por la que había pugnado la locura tenazmente constructiva de su antiguo gobernador, Luis Mier y Teran

    La vida de Oaxaca se desarrolla con penuria por su falta de vías de comunicación; es la causa de que sus riquezas permanezcan inexplotadas; que el millón de sus habitan-tes se desconozcan entre sí, pues sólo vive unido por el nexo romántico de la historia común y por el lazo débil de la organización política; pero sin las ligaduras establecidas por una comunidad de intereses y de un conocimiento ín-timo y social.

    Colocada la capital del Estado en el centro de un vas-to polígono geográ!co, no tiene fáciles conexiones con los pueblos de la Costa, de la Mixteca y del Istmo, cuyos habi-

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    tantes la consideran la ciudad asiento de los Poderes del Estado, de donde salen las autoridades y a donde van a pa-rar las recaudaciones !scales. Este papel administrativo y político es limitado y mezquino, pues deja descubiertos los renglones de la comprensión y mutuo conocimiento. Nada recibe la capital del Estado de los bene!cios de la región feraz de la Costa; el Istmo y Tuxtepec viven íntimamen-te relacionados con Veracruz; la Mixteca hace su comercio con Puebla. Igual cosa sucede en lo tocante a la vida espiri-tual; la mayoría mixteca se educa en los colegios poblanos, los istmeños y tuxtepecanos mejor conocen la ciudad de México que la capital del Estado. ¿Qué sabemos los oaxa-queños nacidos con Oaxaca de los oaxaqueños que viven en las riberas del Papaloápam; qué de la vida en su verdad económica y espiritual de las razas mixes, y qué, en !n, de los pobladores de la alta mixteca, rica en sus materias na-turales, en su arte y en su historia? Nada consistente que no provenga de la tradición y la efímera unidad política.

    Oaxaca ante estas necesidades tuvo entonces motivos para celebrar con fervoroso regocijo la terminación del Fe-rrocarril Mexicano del Sur, como hoy espera con apremio, con fe comprensiva, la ampliación de sus caminos que le incorporarán nuevos oaxaqueños. Toca a los hombres de la generación revolucionaria sostener la unidad oaxaqueña y fortalecerla para que en una an!ctionía fraterna resplan-dezca, como la cabeza de vanguardia, la ciudad materna, grande y enaltecida por el concurso amoroso de sus hijos.

    Días antes de la inauguración o!cial, el Gral. Gregorio Chávez había puesto en una sencilla ceremonia el último rail

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    del ferrocarril. Esta ceremonia que pudo haber pasado como un acto de importancia casera, tuvo su resonancia nacional y de ella se ocupó con regocijada largueza la prensa de opo-sición. Sucedió que nuestro buen don Gregorio, quien no se distinguía por la facilidad de los prontos oratorios, vióse aturullado para encontrar las palabras precisas para expre-sar su regocijo, y es fama entonces que el viejo soldado, que en los combates hablárale de tú a la muerte, todo emociona-do solamente pudo exclamar: “¡Gloria in excelsis Deo!”

    Huelga decir que los periódicos lo hicieron motivo de sus chungas. El “Hijo del Ahuizote” lo presentó vistiendo traje talar y lanzado con ademán monacal la litúrgica fra-se. Oaxaca también se sonrió de la salida peregrina de su gobernante, hizo motivo de ironía la bíblica aleluya; pero sin encono, sin mordacidad, como que a través de aquella frase estaba el amor de un hombre, que traducía su verdad; la sinceridad de una esperanza.

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    Los festejos de la inauguración se celebraron con unas sencillas maniobras militares hechas por los alumnos de la Escuela Correccional, mandados por su director, el Te-niente Coronel Juan Orozco, frente a la Estación. En el mismo lugar tuvo efecto otra !esta popular el día 10 de noviembre; al siguiente día llegó a las once y media de la noche el primer tren directo de Puebla, con los represen-tantes y corresponsales de la prensa, señores Darío Ba-landrano, director del Periódico O!cial de la Federación; Enrique Santibáñez, por el “Nacional”; Bernabé Bravo, por “El Partido Liberal”; Ramón Murgía, por “El Universal”; Ignacio Dublán Montesinos, por “El Sigo XIX”; Mastillo Clarke, por “"e Two Republics”; N. Sampson, por “L´E-cho de Mexique”; J. Arreola, por “El Tiempo”; N. Galindo, por el Periódico O!cial de Puebla y Benjamín Mora, por el “Diario”, de Puebla.

    El doce de noviembre Oaxaca amaneció engalanada, las casas lucían adornadas sus fachadas, arcos triunfales da-ban la nota decorativa, reinaba verdadero júbilo y se hacía sentir una emoción cálida para recibir al hijo pródigo, al amigo fraterno, al camarada de viejos tiempos. La llega-da del Gral. Díaz despertaba en los por!ristas un mundo de íntimo pasado que les aceleraba el corazón y anublaba los ojos con la emocionada cordialidad de los recuerdos. Quien recordábalo de mozo canijo, cenceño y de piel mo-rena, siempre paseando su bohemia provinciana con su in-separable amigo el Lic. Manuel Pazos; quien, ya hecho sol-dado republicano, cuando llamábanle “El Botudo”, por las grandes botas federicas que gastaba, narraba los episodios valerosos del primer sitio contra las fuerzas de Brincourt; quien contaba por enésima vez la fuga del convento de Santo Domingo y quien refería, en !n, el romance de amor

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    de doña Del!na Ortega y las ocurrencias peregrinas de “El Coloradito”: el Doctor Ortega, “Suegro del Ejecutivo”. Y el nemoroso “te acuerdas” brotaba con melancólico orgullo, con íntima ufanía de los labios de los viejos por!ristas.

    –¿Cómo vendrá? Dicen que ahora ya es blanco y colo-rado.

    –Desde que se caso con Carmelita se ha vuelto entonado y muy catrín. Desde que se tumbó la piocha se ve más joven.

    –Los que han ido a verlo a México dicen que se acuerda muy bien de todos, que no se le ha subido y todavía gusta de comer los antojos de la tierra. Toma “verde”, “mole ne-gro”, “chichilo”, “coloradito” y tortillas clayudas con “asien-to” que de aquí le mandan sus amigos.

    –¿Se acordará de tí?–Yo creo que no ha de haber olvidado lo último, lo de

    San Mateo Sindihui, donde nos dieron el gano los juchite-cos de Benigno Cartas.

    –Pues yo no lo veo desde Tecoac, cuando escolté a To-lentino.

    –Si éste no se voltea con sus federales, nos pega el ge-neral Alatorre.

    Estas y atrás añoranzas del ayer eran referidas con na-turalidad, sin asomo de adulación, con voz de camaradas que no eran políticos, ni esperaban graduarse de turifera-rios del Dictador.

    Y la multitud fuée incontenible, inquieta, atropellada y alegre desde las primeras horas de la tarde. Por !n se es-cuchó lejanamente el silbato del tren de invitados, y paso a paso, a vuelta de rueda entró a la estación a las cuatro de la tarde, bajando entre salutaciones de bienvenida los licenciados Rosendo Pineda, Félix Romero, Emilio Pimen-tel, Cutberto Castellanos, Roberto Núñez, Ramón Prida y

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    Justo Sierra; el Prof. Apolinar Castillo, el poeta Juan de dios Pera; el Gral. Rafael Cravioto; el coronel Lauro Carri-llo; Francisco Pérez y Rosalino Martínez; los señores mi-nistros de la República Dominicana, del Salvador y Guate-mala; los señores Antonio Ramos, Alberto Díaz Rugama, Manuel Guillén, Ricardo Honey, Eduardo Morcom, Carlos Lecoq, Guillermo Shewart y Juan Díaz.

    El tren presidencial llegó horas después con algún re-traso, por las demoras que tuvo en las estaciones donde el pueblo y las autoridades se disputaban, por curiosidad y por honor, saludar al primer Magistrado de la República. En el camino el Gral. Díaz venía de excelente buen humor, su memoria se manifestaba absolutamente lúcida, relata-ba a sus compañeros de viaje el hecho que le evocaba algún paraje o la presencia de algún viejo camarada, para quien hallaba la palabra oportuna y el halago del nombre rápi-do en los labios. Hasta dentro de su habitual compostura, apegada a conservar distancias, se permitió provocar una ligera broma del Lic. Juan Bolaños, hombre de carácter fes-tivo y de rápidos a propósitos, cuando al aproximarse el tren a Oaxaca, dijérale el jurisconsulto:

    –Compañero, hemos llegado a nuestra tierra.–¿De qué somos compañeros, señor licenciado?–De viaje, mi General.A las siete y veinte minutos de la noche el tren presiden-

    cial entró a la estación en medio de un entusiasmo popular, tumultuoso, férvido, sin nombre; las campanas tocaban con locura, la artillería disparaba sus salvas ensordecedo-ras y todos los labios traducían en vivas el entusiasmo de sus corazones. Cuando salió el viejo caudillo de las guerras liberales, fué saludado conmovedoramente, con estridente cariño, con unánimes aplausos.

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    Pasó erguido, solemne; pero cordial y conmovido por entre una lluvia de #ores y de vítores, acompañado por sus ministros Manuel Romero Rubio, Joaquín Baranda, Matías Romero y Francisco González Cosío; seguíanle después los señores Gral. Martín González, mayor Manuel González Jr. y los jefes políticos de Tecamachalco, Tehuacán, Teotit-lán del Camino, Cuicatlán y Etla.

    Los tranvías que solamente corrían de la estación a la Alameda, se extendieron hasta Palacio y se arregló un ca-rro especial para el Presidente. Cuando el Gral. Díaz subía al carro, se dió cuenta de que un numeroso grupo de gente de la clase humilde pretendía desenganchar las mulas para arrastrarlo; pero, rápidamente, con cariñosa energía, se opuso a que tal cosa hicieran y después prosiguió su mar-cha rumbo a palacio.

    Los festejos presidenciales se caracterizaron por su sen-cillez. La misma noche se dió en palacio una cena organi-zada por los jefes y o!ciales de la guarnición federal, que fué ofrecida en un brindis conceptuoso por el general Julio Cervantes, jefe de la 10 ª. Zona Militar, y contestado por el presidente con su natural prosopopeya.

    El 13 de noviembre fué día para recibir a la familia oa-xaqueña. El Gral. Díaz se presentó a las diez horas en el salón de recepciones del Palacio del Estado. Rafael Bolaños Cacho, Ignacio Candiani, regente de la imprenta o!cial y Perfecto Nieto, hicieron uso de la palabra y a todos les con-testó en tono cordial, íntimo, casi conmovedor, con esa su emoción, sincera o !ngida de la que sabía hacer buen uso hasta llegar al llanto.

    Después hizo una visita a la Casa de Cuna, a la Escue-la Normal para Profesores, a la Escuela Correccional y !-nalmente a la Escuela Normal para Profesoras, donde fué

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    objeto de una !esta literario-musical. Los mejores núme-ros del programa fueron los que estuvieron a cargo de Ju-lita Guerrero de Navarrete, de María Banuet, del Maestro Abraham Castellanos, que produjo inspirados versos y de Adalberto Carriedo que dijo un estupendo discurso. La Es-cuela Normal para Profesoras, Academia de Niñas, como siempre se le llamó, era plantel de un importante historial educativo: fué pródigo almácigo de beneméritas maestras llamadas Dolores Rodríguez, Soledad Escalante, Guadalu-pe Rojas, Aurora Ramos, Asunción Hernández, Edelmira Cuevas, Soledad Brachetti, Soledad Robles, María Zana-bria, etc. En recuerdo de que el Gral. Díaz le hubo dispen-sado cariñosa preferencia a la Academia durante su esta-da en el gobierno de Oaxaca, el cuerpo docente acordó la imposición de una medalla de oro, comisionando al ame-ritado Prof. Eliseo Granja, ciudadano que pertenecía a la vieja falange de los severos mentores integrada por Deme-trio Navarrete, Fernando Arjona Mejía, Patricio Oliveros, Eduardo Aguilar, Carlos Cerqueda, para que fuera quien expresara los sentimientos de reconocida gratitud de la Escuela, para el Presidente de la República.

    Después de ese acto escolar, se registraron por la noche festejos populares y los estudiantes del Instituto organi-zaron una manifestación, donde algunos de ellos hablaron más de la cuenta. Fuera de ese incidente causado por la vehemencia libertaria de la juventud escolar, las !estas presidenciales se dieron por bien terminadas, saliendo el Presidente y algunos miembros de su comitiva, la mañana del catorce de noviembre.

    Para los visitantes que permanecieron se organizó un paseo a las Ruinas de Mitla, presidido por el ministro de Gobernación Manuel Romero Rubio, habiendo sido bas-

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    tante agasajados por el jefe político de Tlacolula, Manuel Bustamante.

    Los representantes de la prensa capitalina fueron ob-sequiados el día quince por sus colegas de Oaxaca con un banquete en la huerta del Gral. Zertuche, donde dio la nota de galantería literaria el poeta Juan de Dios Peza, produ-ciendo una amable poesía, cuya primera estrofa decía:

    “Por esta tierra heroica, tan querida,a la que Juárez grande galardona……La amistad es el alma de la vida,y nos da su amistad como corona.”

    En la noche del mismo día quince se organizó una tertulia de con!anza en honor del Lic. Romero Rubio, a la que asistió el Oaxaca distinguido del mundo o!cial y aristocrático.

    Leyendo las crónicas dulzonas de la prensa de enton-ces, hechas con retórica altisonancia descriptiva y donde se valorizaba con adjetivos de encumbrada cotización, se encuentra, sin embargo, que el cali!cativo hiperbólico es una justicia para las virtudes de nuestras matronas, como delicada alabanza admirativa para la morocha hermosura de las oaxaqueñas.

    El claro abolengo de nuestras mujeres lució aquella no-che galanamente en el salón palaciego: cada dama invitaba al homenaje, dijeron los cronistas, y todas y cada una de ellas merecieron la admirativa reverencia que se traduce en largo y comedido murmullo.

    En la lista de la crónica social se apuntaron los nombres respetables de las señoras: Carriedo de Canseco, Guergué de Zorrilla, Mariscal de Mercado, Romero de Sodi, Rodrí-guez de Zertuche, Prieto de Meixeueiro, Ortega de Cama-

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    cho, Barrudia de Zorrilla, Filio de Rodríguez, Robles de Fe-ria, Bolaños de Garmendia.

    Y en los apuntes del rosado carnet del cronista social aparecieron escritos los nombres de la patricia juventud femenina, honestidad y hermosura en maridaje fragan-te, de: Clotilde Esperón, Ignacia Canseco, Luisa Chávez, Juanita Chávez, María Rueda, Del!na Rueda, Fidela Ro-dríguez, María Barrenqui, María Santibáñez, Elena Santi-báñez, Isabel Aguirre, Luz Mariscal, Luisa Meixueiro, Lola Barrundia, etc.

    Los festejos de la inauguración del Ferrocarril termi-naron con una nota de galante cordialidad de la sociedad oaxaqueña para con los invitados. Al retornar los viajeros a sus destinos, se les brindó una !esta de tono sencillo, donde pudo Oaxaca mostrar el relicario de su vida en el galano pudor de sus mujeres y en la franca cortesía de sus hombres, ya que adelantadamente se llevaban, como todo viajero que visita la Nueva Antequera, la visión serena de un cielo constantemente diáfano, la prodigalidad de los vergeles, la contextura monumental nutrida de historia de los templos, donde el oro y la encajería de Churrigue-ra son pasmo para los ojos y meditación interesada para el espíritu, como en el monasterio de Santo Domingo; la majestad del árbol del Tule, que certi!ca el pasado de una #ora gigantesca, y las ruinas que vocean el arte fuerte de los hombres epónimos de la raza.

    Para que las crónicas de las !estas fueran completas no faltó la nota regocijada de la murmuración, la anécdota zumbona de alegre corolario, como la que se re!rió acerca de las sábanas que se destinaron para algunos de los invi-tados. Cuéntase a tal respecto que el Gobierno del Esta-do, por autorización del Secretario General, Lic. Agustín

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    Canseco, funcionario que gozó fama de severo en el gasto de los fondos públicos, ordenó que las sábanas nuevas del Hospital General se destinaran al servicio de ropa de cama para los invitados.

    El poeta Juan de Dios Peza, que fuera objeto de expre-sivas atenciones, se hizo lenguas de la gentiliza o!cial al observar que las sábanas ostentaban dos letras: “H.G.” bordadas con hilo rojo. El poeta no salía de su confundido asombro y en su halagada y candorosa vanidad, llegó a de-cirle al Lic. Rosendo Pineda, que si aquellas rojas iniciales querrían hombres grandes.

    Pineda no aclaró de momento las dudas del Cantor del Hogar, pero tiempo después, cuando la murmuración llegó hasta la Capital, se cuenta que el famoso “eje de diaman-te” de la política por!rista, preguntó con zumba al vate de “Fusiles y Muñecas”.

    -¿Qué dicen las letras de sábanas para “Hombres Gran-des”, mi querido poeta?

    -Que yo me quedo con ellas, aún cuando otros las tra-duzcan por Hospital General.

    Gran verdad, liróforo doliente; es amable traducir en veces las letras rojas de la vida bajo el prontuario de una ilusión, con la e!cacia de una esperanza. El candor de un ensueño, como !ltro de un divino estupefaciente es de absoluta incapacidad para los trajinantes de las ventas de Sancho. No por !ngida deja de ser belleza la amplia men-tira del azul del cielo, que dijo el clásico, que ni es cielo ni es azul.

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    CAPITULO II.

    Una anécdota olvidada del Presidente Juárez. –Don Ma-nuelito Maza. –Los viejos maestros de escuela.

    A la niñez oaxaqueña, quien tiene el deber de mejorar el esfuerzo del pasado.

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    Hace algunos años murió en la ciudad de París, el Mariscal Fernandino Foch, que durante la gran guerra mandó los ejér-citos aliados de Europa y de los Estados Unidos, contra Alemania.

    Las proezas del general francés fue-ron signi!cadas, pero cuando se piensa que la guerra es el terrible azote de los pueblos, entonces sólo se admira a los caudillos para quererse a los hombres pací!cos y de buena voluntad. Por eso el Mariscal de Francia, aún cuando fué ilustre por sus campañas en defensa de su patria, más nos conmueve por su conducta de soldado de la paz y la del general muerto en la pobreza que por su victoria sobre los Imperios Centrales.

    Sus cualidades de hombre pací!co y honrado lo enalte-cen más que sus laureles de guerra. Luchar por la fraterni-dad de los hombres es una preciosa virtud, como lo es vivir honestamente cuando se han manejado muchos millones de dinero, porque ambas cosas son superiores a toda ac-ción militar.

    Cuando un ministro de Inglaterra, el prominente políti-co Lloyd George, fué a Francia, el Mariscal Foch se vió pre-cisado a cumplimentar a su amigo, ofreciéndole en su casa

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    una modesta comida. Para cubrir los gastos del banquete, el generalísimo de los ejércitos de Europa tuvo la necesidad de empeñar sus acciones de los ferrocarriles de Francia.

    ¿Verdad que estos apuros, reveladores de la clara hon-radez del hombre, valen más que todos los laureles de sus batallas?

    Para fortuna y ejemplo nuestro la Historia de la Patria nos cuenta de mexicanos que habiendo tenido bastante poder en sus manos y todo el dinero de sus puestos públi-cos, vivieron humildes y salieron limpios de toda mancha.

    Durante la guerra de tres años, llamada también de Re-forma, se desató una lucha tremenda que dividió a los mexi-canos en conservadores y liberales, es decir, entre los que querían que siguieran los privilegios de los soldados, de los ricos y de los curas –eran los conservadores– y los liberales que deseaban leyes iguales para todos; libertad para todos; libertad para escribir, libertad en las creencias, libertad de sufragio, libertad para escoger el trabajo que a cada quien mejor le conviniera, obligación de ir a la escuela primaria y otras libertades y derechos que ahora disfrutamos gracias a ellos. Fué la lucha del progreso contra la ignorancia, del esclavo contra su señor, del rico contra el pobre a quien no querían darle su parte de felicidad que le correspondía.

    Entre los liberales que deseaban el adelanto de México, hubo hombres valerosos y sin codicia a quienes hoy se les admira por haber sido paladines del pueblo, como se les venera también porque supieron ser honrados y de buenas costumbres.

    Santos Degollado, por ejemplo, que fué un general sin fortuna en los combates, pero que siempre organizaba ba-tallones al siguiente día de su derrota, vivió pobremente, siempre escaso de recursos. A “don Santitos”, como le lla-

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    maban cariñosamente, lo sorprendieron una vez sus o!-ciales remendándose los pantalones.

    Otro hombre honrado que prestó grandes servicios al país, fué el poeta Guillermo Prieto, autor de cantos de gue-rra y de lindas estrofas populares, y que llegó a ser minis-tro de Hacienda, diputado, profesor de escuelas superiores y que, no obstante haber ocupado tan elevados puestos, murió pobre, dejando solamente una casita en Tacubaya.

    Y entre todo este grupo de liberales ilustres y honrados, nadie tan grande por sus virtudes cívicas y de hombre de hogar, como Benito Juárez, el Benemérito de las Américas.

    Cuando el Presidente Ignacio Comonfort desconoció la Constitución del año 57, el licenciado Benito Juárez asu-mió, por ministerio legal, la Presidencia de la República, y la defensa de los principios liberales.

    Precisado a abandonar la ciudad de México, salió para Guadalajara, donde iba a ser asesinado; de allí continuó para el puerto de Manzanillo y se embarcó con rumbo a Panamá.

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    Como don Benito no podía abandonar al pueblo en ma-nos del clero y del ejército, volvió al país, desembarcando en Veracruz, amparado por el patriota Gobernador del Es-tado, Manuel Gutiérrez Zamora.

    Los reaccionarios fueron a combatirle, Miramón atacó por tierra Veracruz, y por mar atacarían los barcos del capi-tán Marín. Los ataques de los “mochos” no tuvieron buen resultado, pues Miramón tuvo que levantar el sitio para ir en auxilio de la Capital, que estaba amenazada por las fuer-zas de Santos Degollado. Veracruz era una vez más heroica, y Juárez expedía las famosas Leyes de Reforma, entre las que estaba la nacionalización de los bienes del clero, los bienes de manos muertas.

    Durante los días de la guerra y los escasamente tran-quilos que vinieron al triunfo de la República, don Benito conservó sus costumbres austeras y sencillas. Los puestos públicos no le marearon la cabeza y fué siempre afable y de carácter sociable.

    En Oaxaca se le recordaba, a ese respecto, como sien-do el excelentísimo señor Gobernador del Estado, vestido con la negra levita cruzada; al pasar los indios de la sierra, sus paisanos, no se avergonzaba de saludarlos en idioma y en la forma respetuosa que usan los indígenas de llevar la mano del superior a los labios y con la otra descubrirse en señal de cortesía.

    Cuando un indio de Oaxaca pasa por un colegio, cuando logra elevar su plano de cultura, no hay quien le ponga pie adelante en el vestir, ni en el exacto empleo de las más de-licadas y ceremoniosas formas de la cortesía.

    En los días de guerra, de los problemas políticos que se habían de resolver con todo patriotismo, don Benito aún tenía tiempo para hacer una modesta vida social, a cuyo

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    efecto tenía la costumbre de comer periódicamente con sus ministros.

    Para uno de estos pequeños banquetes, que al triunfo de la República serían famosas comidas de Estado que se dieron en el Palacio Nacional, en cierta ocasión se vió en aprietos el Benemérito por falta de recursos.

    Don Benito no encontraba la manera de sacar dinero para los gastos en ese día de la comida o!cial. El hombre reservado, que se complacía en guardar con esmero sus grandes angustias como sus pequeños problemas, tuvo su rato de desasosiego económico.

    Hombre que sabía guardar las distancias y la honesta majestad de la Primera Magistratura, no apeló a hacer uso de su puesto para obtener fondos del Tesoro Público para sus gastos particulares, sino que hizo lo que hacemos to-dos los pobres: emplear los bienes para remediar los males.

    Y al efecto, el caudillo de la Reforma, el hombre que aca-baba de allegar al Tesoro de la Nación los inmensos bienes de manos muertas, se vió precisado a empeñar una alhaja para cubrir sus compromisos sociales.

    ¿Verdad que esta anécdota es ejemplar? ¿Verdad que es una lección que no debe ser olvidada?

    Pues con la sencillez agradable con que cuentan los vie-jos el pasado, oímos referir a Manuelito Maza, algunas de las anécdotas de la vida íntima de su cuñado Benito Juárez. A escuchar esas charlas de don Manuelito muchas veces nos detuvimos en la sastrería de Severo Arce, situada en la esquina de la Avenida Morelos y calle del 5 de mayo, en los bajos de la casa habitación del Lic. Benjamín Peralta.

    Frecuentemente al caer la tarde, Manuelito Maza, vi-niendo de su casita de cerca de la iglesia de las Nieves, y de paso para la escuela nocturna de Santa Catarina, se detenía

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    a conversar con don Severo, que era un deslenguado profe-sional, que de todo mundo murmuraba con una acrimonía incontenida que denunciaba que el hombre se vengaba por los adefesios con que la cruel naturaleza le había ornado al hacerlo de baja estatura, patizambo, desbordante barriga y una cara de color trigueño toda picada de viruelas.

    La pulcritud de don Manuelito se asustaba de las des-templanzas del amigo sastre, pero cuando la charla tocaba los planos de los recuerdos históricos, entonces el cuñado del Benemérito era el narrador delicioso de sabrosos su-cedidos. De aquellas conversaciones episódicas sacamos el que narramos y que puede ser normativo para los hombres del presente y para los niños de hoy, ciudadanos futuros. Y don Manuelito contaba sencillamente sus recuerdos como quien hace sin saber una aportación histórica ni menos un panegírico interesado.

    Nuestro narrador fué un modesto pintor, sencillo y lla-no en su arte de la escuela pictórica de los imagineros sa-grados de los Manso y en particular de la de Miguel Cabre-ra; pintó dentro de esa pauta cuadros murales con motivos religiosos, sacados de la vida y pasión de Cristo, y cuyos cuadros existen en el ex-convento de la Merced.

    Dentro de la penuria artística de la pinacoteca de la pro-vincia, Manuel Maza representa una honesta aportación pictórica, parva en cantidad y originalidad, pero apreciable en su dibujo y colorido.

    Fuera de su arte plástico, en cuyo plano no intentamos hacer obra de crítica ni una exégesis de su producción, que-da el hombre que debe conocer la niñez oaxaqueña, queda el maestro que fué dulcemente paciente, obstinado en di-fundir los secretos del dibujo entre un alumnado de obre-ros menesterosos, en la sala de la iglesia de Santa Catarina,

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    sala larga, umbría y apenas iluminada por quinqués de mal oliente petróleo. En esta labor de difusión fué secundado Manuel Maza por mi maestro José Irigoyen, artista humil-de de su época que ofrendó la vitalidad de su juventud en las bregas cotidianas de la enseñanza.

    Al referir la anécdota de la vida jugosa en orientaciones de ética privada y pública del Patricio Benemérito de las Américas, no desaprovechamos la oportunidad de presen-tar a Manuel Maza como un educador de ayer, y como él, también recordar al maestro Irigoyen, como tiempo ten-dremos para decir de la obra buena de los maestros de es-cuela, antecesores al normalismo, y cuyos nombres fueron: Demetrio Navarrete, Eliseo Granja, Carlos Cerqueda, Ma-nuel Martínez, Gonzalo Cabrera, Eduardo Aguilar y Fer-nando Arjona Mejía.

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    CAPITULO III.

    Una casta de poetas. –Miguel Varela, el primer cantor de la Jornada del 5 de mayo.

    A mi maestro, el Lic. Manuel Brioso y Candiani.

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    Esta Estampa, colocada reverentemente en el vitral oaxaqueño, no corresponde, en realidad, al album de la provincia, porque aún cuando su marco encierra una !gura que creció en el hogar de la Nueva Antequera, ella pertenece por su

    amplitud, a los fastos de la Historia Nacional.Nuestra pleitesía pone su fervor para extraer admirati-

    vamente, por entre las crónicas chinacas, esa personalidad que tuvo como culminación cimera, los atributos singula-res de saber pulsar la lira como esgrimir la espada. Porque poeta y soldado, como los trovadores de acordado laud y bien templado acero, el rimador oaxaqueño vive en el me-ridiano de la lucha en donde le tocó actuar, como los Alta-mirano y los Riva Palacio, sin dejar a la mano las #ébiles gracias de las musas por los broncos o!cios de Belona.

    En el período apasionado por las luchas de Reforma, en los días inciertos y duros del Imperio, a Miguel Varela le tocó vivir esa existencia de solicitudes entre las amenazas de la ortodoxia y los apremios de los chinacos. De aquella juventud que tenía tiempo para ensayar mensajes líricos, dándose a las aventuras metafísicas, salía el trovador oa-xaqueño para las !las liberales con la urgencia del patriota.

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    Hurgando la genealogía de los Varela, encontramos que en ella hubo hombres que supieron enriquecer los valores literarios y culturales de Oaxaca. Posterior a nuestro poeta y soldado, brilló en la poesía y en la judicatura Manuel Ra-mírez Varela, de quien el Instituto de Ciencias del Estado se ufana con particular orgullo.

    Como los personajes de Balzac que salían de la provin-cia para ir a la conquista de Paris, el poeta fué a México con una credencial de diputado que le expidió el camino para el éxito. Desgraciadamente este poeta, que entre otros atri-butos tenía el de poseer una memoria estupenda de la que hacía gala en la Cámara, llamando de presente a los dipu-tados sin tener que ver la lista, y de quien se cuenta que repetía una poesía con sólo oírla por una vez, murió re-lativamente joven, víctima de un exceso de dosi!cación alcohólica.

    De este mismo tronco de sedas fué rama frondosa la personalidad, más popular que lírica, del poeta Joaquín Varela, a quien faltáronle lo !ltros de la ciencia y los conocimientos de las hu-manidades para clari!car la linfa de su abundante inspiración. Más que poeta, que cincelador de estrofas y paciente pulidor del estilo, fué un trovero versi!cador, fogoso rimador espontá-

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    neo. Esta misma cualidad hizo que Joaquín Varela llegara con su poesía más adentro del alma de la multitud, que sus versos contaran con el privilegio del aplauso callejero y el entusiasmo cálido de los zaraos domésticos.

    Su lira en las festividades patrióticas daba a veces con entono la nota tricolor, en otras gustó de excursionar con donaire por los campos droláticos de la sátira, y, !nalmen-te, en la intimidad de la camaradería, su musa era repen-tista, fácil y espontánea para la improvisación, y en cuyo terreno solamente era igualado por Celso Sánchez, otro oportuno versi!cador de felices aciertos.

    De tal progenie lírica fué ascendiente Miguel Varela y de quien contó la historia esta proeza singular que consumó el Cinco de Mayo del año de 1862:

    En aquel amanecer cargado de obscuras inquietudes, la primavera de mayo con sus gráciles encantos lozanamente se entreabría sobre las llanuras de Puebla. En el valle de esmeralda, en los empinados volcanes, en la Ciudad pávi-da, corría un temblor único, se sentía en todas partes la tremante agitación precursora de las tragedias colectivas.

    Nada difícil era prever que los resultados de la lucha nos tendrían que ser adversos al combatir con un enemigo tan valeroso como sabio en el arte de la guerra; pero dentro de nuestra debilidad nos sentíamos fortalecidos de espíritu, en heroica a!rmación de vida.

    En aquella mañana de nuestros ortos de primavera, del lunes 5 de mayo de 1862, el invasor francés, aliado cons-tante de la victoria, fustigador de toda bélica fortuna, se acercaba a Puebla con paso de triunfo entre polvaredas de bridones, relampagueantes destellos de aceros y cintilado en el pecho de sus bravos las cruces de Magenta y Solferi-no.

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    Los nuestros son soldados de la “leva”, indios cetrinos que visten harapos de dril moreno y con paños de sol en la nuca, nada le deben a la prestancia guerrera, son artesanos, labradores y estudiantes, y entre ellos los hay originarios de toda la República: poblanos de la sierra que defendieron los fuertes de Loreto y Guadalupe; serranos y mixtecos de Oaxaca, traídos por el Chato Díaz y Mariano Jiménez y que ha venido a mandarlos el diputado y general Por!rio Díaz; los ri#eros de San Luis, de Berriozabal; los cazadores de Morelia y los dragones de Costa Chica, de los Alvarez. To-dos son soldados improvisados e inexpertos, pero con una intuición profunda de que de!enden algo muy de ellos que los estimula para el combate.

    El general Zaragoza va y viene desarrollando dinámico entusiasmo, cuando le sorprende, a las once de la mañana, el trueno del cañón de Loreto, e inmediatamente sale de la iglesia de la Resurrección, en donde acaba de dar sus últi-mas órdenes, y montando pequeño corcel bayo seguido de su secretario Garza Ayala y el Jefe del Estado Mayor, gene-ral Colombres, va en busca de aquella novedad y se le in-forma que todo se ha reducido a un movimiento inicial que han efectuado los franceses. Todos los jefes de los puestos avanzados con!rman la noticia de que el enemigo está pre-parando su movilización de ataque desde sus posiciones de Tepozuchil y de la garita de Amozoc, con intención de echarse sobre las trincheras de Loreto y Guadalupe.

    Las fuerzas republicanas, a su vez, siguen ocupando sus posiciones de la Boca de Xonaca, El Paje, Los Remedios, la Plazuela de Román, Aranzazú y cubren el frente del cami-no de Veracruz. Las caballerías de O´Horán han salido a perseguir a una partida de traidores que anda por Atlixco, mandada por el gachupín José María Cobos.

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    Todo es ajetreo de gentes de armas que corren por las calles de Puebla, y en todas partes también se mira al ex-celentísimo señor Gobernador del Estado, general Tapia, secundando las órdenes de la suprema jefatura. Pasan las ambulancias a los puestos de socorro donde ya están listas para prestar sus servicios las enfermeras poblanas, cuyos nombres no podrán olvidarse por patriotas, y que se llamaron Guadalupe Prieto, Asunción Garay de Falcón, Rosario Rivera de Zerón, Juana Arauz de Tapia y Teresita Zahaone.

    Al mediar el día, el vigilante Alejo Ruíz, apostado en las torres de la Catedral, informa que de!nitivamente los franceses se mueven de sus posiciones. Como en un cuadro de pintura bélica, desde allí se descubre un brillante corte-jo de parada; espejean los marrazos rutilantes y son nota colorida en el paisaje los rojos dormanes, los pantalones azules y las blancas polainas.

    Son las doce y media del día. Nuestros clarines dan sus trémulas notas de guerra y suenan las primeras descargas de los fusileros franceses dirigidas sobre los fuertes. El aire se llena de duros gritos de aliento, de polvo, de humo, de ruido de bridones y de aceceos de pechos que se in#aman. La tradicional furia francesa se desata, y la columna enemi-ga parece que se desarticula, que se aclara al paso de cada metralla, pero sigue adelante, siempre subiendo la cuesta empinada de los fuertes.

    Los soldados de Miguel Negrete están untados a la tie-rra, permanecen inmóviles, como las !eras de su montaña brava en el instante cauteloso del asalto, y con toda su in-dígena paciencia así permanecen hasta que truena la voz del patriarca, el grito vibrante de ¡Viva Tetela! ¡Arriba Za-capoaxtla!

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    Y el arrogante francés, hombre de tradición guerrera, allá va cuesta abajo, mal herido y asombrado, camino de sus posiciones.

    En tanto, en la ciudad corren los más desconcertantes rumores con la retirada momentánea de los ri#eros de San Luis, atacados por el camino de México; la llegada de Juan Méndez, todo sangrante; del comandante de la policía, So-lís, casi destrozado, y de muchos soldados heridos. Ade-más, ya rehechos los franceses han vuelto a generalizar el combate en toda su línea de asalto, hasta desorganizar a las fuerzas de Mariano Jiménez, salvadas por la oportuna presencia de los lanceros de Oaxaca, a cuyo frente iba la alentadora impetuosidad del Chato Díaz, hermano mayor de Por!rio Díaz.

    En esta función de la Ladrillera los lanceros de Oaxaca tuvieron que lamentarse de algunas bajas, siendo las más sensibles las de los abanderados González y Varela, muy popular este último entre toda la o!cialidad por sus dotes caballerosas y su numen de poeta. Porque Miguel Varela, descendiente de una casta de trovadores inspirados, era en Oaxaca el amable recitador de los festines públicos y ca-seros, y más de una reja de novia enamorada supo de los decires galanos del poeta.

    Se cuenta que Varela, en el último día del vivac, bajo la techumbre clara de la noche de primavera, en torno de las fogatas a cuyo derredor departían en grupos separados soldados y o!ciales, tuvo el presentimiento de que él no saldría con vida, pero que el triunfo sería de las armas re-publicanas.

    Así lo presentía el poeta al amor de las fogatas del vivac, cuando se cantaban melancólicas valonas del bajío, broncas canciones norteñas, picarescos corridos campiranos, y se

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    hacían, naturalmente, conversaciones banales, íntimos se-cretos y rojos a propósitos para caer a la postre, en el tema indispensable sobre la suerte que cada quien correría.

    Nombre juventud fue aquella que vivió su vida de apa-sionamiento y que de todo renegó como exponente de su fuerza espiritual, y sólo juicios desdeñosos y ácidos le me-reció el pasado.

    El poeta, anonadado por la materia dió a la patria, como aquella juventud, toda su vida hecha una ofrenda lírica y roja. Fué en los momentos decisivos, entre los débiles re-ductos de la Ladrillera, cuando muerto el teniente Gon-zález le correspondió por jerarquía inmediata empuñar la bandera de su regimiento. El combate es encarnizado, bronco y terrible en toda su fuerza. Varela lucha como los buenos, es audaz como los jóvenes, es tenaz como los hombres de su estirpe zapoteca. Pero el destino le ha sido adverso, se siente herido, ya no puede empuñar el arma y antes de caer para siempre, tiene el supremo valor de re-concentrar su espíritu y en la trinchera humeante, cayendo escombros, cruzando las balas, debatiéndose los soldados en estertores de muerte, dice con inspiración mexicana, con patriótico arrobo, en agónico gesto de victoria, el poe-ma del heroísmo sorprendente de la Patria vencedora.

    El poeta anonadado por la materia que se derrumba, se sobrepone a sus dolores de muerte hasta marcar con tem-blores de alma en agonía, el primer canto bélico del 5 de mayo de 1862.

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    CAPITULO IV.

    “El Milagro de su Señoría”. – Ignacio Merlín e Hipólito Ortiz y Camacho. –Los santos protestantes–. Las confusiones de José María Montes.

    Al Senador Francisco Arlanzón.

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    Con maliciosa intención se cuenta en Oa-xaca un lance escabroso que ocurrió en-tre una piadosa doncella y un clérigo que pasó por venerable. El anecdotario oaxa-queño es copioso en el renglón picaresco, parece informar, por su sabrosa malicia,

    por su colorido y gracia, en el espíritu inquieto de Facundo. Excluyendo las vidas accidentales de sus honorables

    hombres máximos, Benito Juárez y Por!rio Díaz, que por interesantes llenan con holgura las páginas de la historia, Oaxaca tiene leyendas nutridas de interés; truculentas y pávidas como las del Chato Díaz, el viejo; sugestivas como las de la fastuosa Juana Catarina, tan opulenta y noble como una princesa zapoteca; risibles como las de Martín González, “Caclito”, gobernante ñoño y lúbrico; pero siem-pre todas ocurrentes, como las de algunos personajes que vivieron hasta el último tercio del siglo pasado, tales como las de aquel zumbón de Luis Fernández del Campo, biblio-tecario o!cial, que con donaire y gracejo hacía rabiar a todo mundo con su deslenguada musa y de quien se recuerdan aquellos versos en donde salían a colación el dentista José Calvo, el periodista José María Vidaña y la popular Mer-cedes Rodríguez, alias “La Araña”, famosa señora por su

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    comadrería y que por su condición de propietaria de una surtida tienda de sabrosas fritangas, se hizo de una clien-tela masculina esencialmente nocturna y parrandera.

    Y nuestro gracioso pícaro Fernández del Campo, glo-sando un pleito que hubiera por los escabrosos amoríos de cierta dama de por el barrio de la Sangre de Cristo, endilgó una de sus trovas que principiaba:

    Un Vidaña que no dañay un Calvo que no lo es,riñieron en cierta vezen la tienda de “La Araña”. Otro de los tipos con personalidad fué Benjamín Peral-

    ta, que gozaba de un crédito bien cimentado de hombre rico, de copiosa cultura mundana y de proverbial facilidad de palabra. Además, gustaba de la buena vida, de la buena mesa y de brindar las hospitalidades de su casa, siempre cordialmente abierta para todas sus amistades. Cuéntase que cierta vez el rumboso y culto abogado, que de paso debe decirse que estaba casado con una señora gentilísima, pero quien a la hermosura nada le debía pues las gracias no le habían sido gratas, fué urgido por su esposa doña Luz Clara Valver-de, para que dijera algu-nas palabras o algunos versos de los que él sabía hacer, en honor de los contertulios. Nuestro

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    don Benjamín aceptó y fuese a tomar su sombrero. Esta actitud no sorprendió a nadie conociendo el carácter fes-tivo del an!trión y lo dado que era a las sorpresas de buen humor. Y el jacarandoso don Benjamín, ante los expectan-tes contertulios, se dirigió a su consorte y le endilgó esta singular redondilla:

    Eres Luz y no eres clara; eres Clara y no eres luz;Pero tienes una caraque todos dicen: ¡Jesús!

    Oaxaca conserva sus amables costumbres, las de!ende y practica con cariñosa aplicación y encantador cuidado; quien en ella vivió no olvida el cielo divino que la cubre, la diafanía de sus noches claras, el azul de sus días rutilan-tes: Cielo de raso sobre la Nueva Antequera, la que un día fundaron los Tercios de Castilla; ciudad que vive y palpita con donaire fervoroso en el regocijo de sus !estas popula-res, en la amplitud de sus casonas en#oradas y en el blasón artístico de sus iglesias maravillosas y únicas, como el por-tento de Santo Domingo.

    Las tardes del lunes del cerro, enjoyadas de sol y colma-das de nardos y azucenas; los paseos en carreta al árbol del Tule, donde se baila alegremente; las noches de los rába-nos, olorosas a violeta y furtivos amores, los chachacuales, donde se toman buñuelos y se rompen platos, son alegrías que conserva la hazañosa y buena Ciudad de los presiden-tes.

    Oaxaca, como todas las viejas poblaciones mestizas, te-nía su vida dedicada a trabajar poco y a celebrar demasiado

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    las festividades religiosas. La conmemoración de los muer-tos, el aniversario de la Virgen de la Soledad, las calendas de la Merced, Consolación y San Juan de Dios, con sus “marmotas” de luces y sus canastas desbordadas de dalias y amapolas; y los “encuentros” de Jalatlaco, el Marquesa-do, Xochimilco, eran los asuntos que movían su modorra de población acogida al remanso del por!rismo.

    Entre los sucesos que en su tiempo conmovieron a Oa-xaca, se encuentra la muerte del señor obispo Fermín Már-quez y Carrizosa, hombre humilde y virtuoso que tuvo el respeto y cariño de los oaxaqueños. Toda la ciudad lamen-tó la muerte del prelado; por varios días los templos dieron la llamada de sede vacante para recordar que el obispo ha-bía fallecido.

    Automáticamente surgió entre clero y creyentes el pro-blema de la sucesión episcopal. Dos fueron los candidatos que señalaron el clero y la grey religiosa: los canónigos Ig-nacio Merlín e Hipólito Ortiz y Camacho; Ignacio Merlín era un sacerdote de gran signi!cación social, probo, auste-ro, y de abundante cultura. Hipólito Ortiz y Camacho era todo un señor canónigo, de varonil prestancia, alto de es-tatura y cautivador como un abate.

    Los partidarios de uno y otro desplegaron grandes acti-vidades a favor de sus candidatos, extendiéndolas en torno del Papa Pío IX. La propaganda fué creciendo hasta hacer-se delirante e incontenida. Clero y católicos se dividieron en sendos grupos: Merlinistas y Orticistas. A la postre, se salieron de la cordura los combatientes, pisaron el campo de la intemperancia y sembraron el desasosiego en el Esta-

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    do. Fueron tan grandes las pasiones, tan desbordadas, que Por!rio Díaz, que inauguraba su dictadura, tomó discre-tamente cartas en el asunto y con su tacto peculiar, aten-to a que no hubiera trastornos espirituales en la Repúbli-ca, encargó al Ministro mexicano en Italia, Juan Sánchez Azcona, de que explorara la opinión del Vaticano sobre el con#icto religioso de Oaxaca e insinuara la conveniencia de que se nombrara obispo a Eulogio Gregorio Gillow y Za-valza, presbítero poblano colocado al margen de las dife-rencias clericales oaxaqueñas.

    El mismo asunto fué tratado por el Guardasellos de la Se-cretaría del Estado del Vaticano, Monseñor Angelini, clérigo in#uyente en la corte Ponti!cia y que sostenía muy cordiales relaciones con el General Díaz. Este mismo diplomático de tonsura desempeñó, hasta las postrimerías de la dictadura tuxtepecana, el cargo honorario de Consul de México en Roma, en compensación a la licencia especial que obtuvo del papado para que el ex-cura de Tehuantepec, Fray Fernández, pudiera seguir o!ciando en su calidad de manco. Este fraile por faltarle un brazo fué suspendido por la curia mexicana: pero amigo particular del Gral. Díaz, a quien le había pres-tado signi!cados servicios en sus andanzas guerreras por el Istmo, consiguió la revocación del acuerdo eclesiástico.

    Logrado el nombramiento de obispo a favor de Monse-ñor Gillow, el partidarismo amainó en parte, pero sin de-jar de subsistir hasta la muerte de los pretensos. A esa cir-cunstancia obedeció que los primeros años del episcopado del señor Gillow fueran difíciles en conseguir el equilibrio entre las corrientes encontradas de los partidos que lo so-licitaban. La prudencia del nuevo prelado suavizó relativa-mente las acometidas de los vencidos y de las que alguna vez él mismo fuera víctima, pues hasta se le señaló de poco

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    fervoroso por tener un apellido extranjero y haber traído reliquias de “santos protestantes” como las de un san Gau-dencio, colocadas en San Felipe Neri.

    Re!riéndonos al señor canónigo Ortiz, motivo esencial de esta leyenda, se cuenta que sus partidarios tenían tanta seguridad en que su candidato sería el obispo, que dieron por ganado el asunto y le principiaron a dar el tratamiento de “señoría”.

    El señor Ortíz compartía la misma creencia que la de sus simpatizadores y tan segura y a mano creía tener las codiciadas bulas ponti!cias, que entre otras cosas y prepa-rativos de espera se dió a remosar su amplia casona sola-riega de la calle de Colón donde los que la visitaban podían ver que en el medio punto del interior del zaguán y en los arquitrabes de los arcos de los corredores del primer pa-tio, estaban colocados medallones, a manera de escudos heráldicos, rematados con la mitra y el báculo episcopales, signos de la futura alcurnia eclesiástica. Pero ni el opulento Hipólito Ortiz y Camacho, ni “tío Merlín” como se le llama-ba popularmente al austero, pero bilioso Ignacio Merlín, contaban con la huéspeda, es decir, con la oculta intromi-sión del Gral. Díaz, quien en lo tocante a andar de agua!es-tas siempre se escupió la mano sin que para ello fuera óbi-ce la palabra empeñada, ni los afectos de la amistad, pues tal lo hizo con su antiguo secretario Justo Benítez a quien desengañó en víspera de las elecciones de que él no era el llamado a substituirlo en la Presidencia de la República. La verdad la conoció Benítez en forma insólita y en manera desaprensiva, pues habiéndole ofrecido la Cámara de Co-

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    mercio de la ciudad de México una extraordinaria comida en el Tívoli del Eliseo, al ser impresas las invitaciones, el Gral. Díaz ordenó que fuera substituido el nombre de Be-nítez por el del Gral. Manuel González.

    Y “su señoría”, Hipólito Ortiz y Camacho, acostumbrado a descansar de las ocupaciones espirituales a que lo obliga-ban sus deberes de canónigo penitenciario de la Iglesia Cate-dral, como las de capellán del templo del Patrocinio, pasaba largas horas en la casa de su cordial amigo José María Mon-tes, donde entre cigarrillos de “La Opera” y tazas de buen café pochuteco, se entretenían en displicente charla.

    Noche por noche, al !lo de las nueve,”su señoría” salía pausada y arrogantemente, cubierto con su amplia capa de vueltas de seda, tomando camino para su casa por la calle de San Agustín. Toda Oaxaca sabía que José María Montes, comerciante en artículos piadosos, era el amigo de con!anza del señor Ortiz y el único varón a quien abría la muni!cencia de su casa.

    Montes, indígena de raza pura y comerciante laborioso, era viejo católico y llevaba una vida solitaria, de honesta viudez, en compañía de su única hija, impúber y recatada doncella. En aquel ambiente de sosiego, de recogimiento, donde la niña de mansos encantos se había hecho señorita, sucedió algo insólito que inquietó al sencillo José María.

    Y con azoro razonaba: en la casa no somos más que tres, “su señoría”, el burrito y yo. ¿Cómo sucedería esto? ¿Se ha-bría repetido el milagro bíblico de la paloma espiritual?

    Y urgida la cándida niña por los imperativos paternales, ruborosa, compungida, al oído de su progenitor hizo en-trecortada confesión: ¡De su señoría!

    El viejo cristiano inclinóse reverente, musitando: ¡Ben-dito vientre!

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    CAPITULO V.

    Las !estas patrias.- El “Grito”.- “La América”.- Manifes-taciones de estudiantes.- Los oradores espontáneos.- Los bailes populares y los saraos palaciegos.

    Al Ing. Ricardo Luna.

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    En Oaxaca tuvieron en su tiempo las !es-tas religiosas un grande interés colecti-vo. El santoral de sus barrios se celebra-ba con una religiosidad que dijéramos jocunda, porque a su amparo y pretexto había pública alegría, la gente estrenaba

    su ropa y los vecinos organizaban bailecitos rociados con el mezcal de la tierra, dulces mistelas y sabrosa cerveza de piña. En las calles ardían luminarias, había des!le de carros en#orados; mucha música, cohetes, ruedas catari-nas, palo ensebado y cucañas por la tarde en la esquina de la iglesia. La !esta era motivo de expansiones, causa para riñas de lengudos con catrines y escaparate para que lucie-ran su belleza las chinas y las catrinas.

    Mas, tampoco, no fueron menos entusiastas las !estas del quince y el dieciséis de septiembre, hasta llegar a ser tan importantes, que su celebración obligaba a estrenar al-guna prenda de vestir, como en las de Semana Santa, Año Nuevo y Lunes del Cerro.

    Los programas de las !estas patrióticas se !jaban en las esquinas de los portales y grupos de curiosos comenta-ban los números de más interés. Los programas eran vis-tosos, impresos a dos tintas, con una redacción literaria

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    constantemente igual en las frases patrióticas y siempre principiando con el anuncio de que una salva de veintiún cañonazos saludaría a la aurora del glorioso día y que mú-sicas y bandas recorrerían las calles de la ciudad. Después seguía la enumeración de los festejos y concluía el progra-ma !rmado por el Gobernador y el Secretario de Gobierno y con el pie de la imprenta del Estado autorizado por Igna-cio Candiani o José María Pereyra.

    Al rayar la aurora, la chiquillería se echaba a la calle a se-guir a las músicas de la guarnición y a la famosa Banda del Estado. El número matutino de más emoción era el de los veintiún cañonazos. La artillería salía de su cuartel de San-to Domingo con sus o!ciales y soldados de gala, bajaban por las empinadas calles de Benito Juárez caminando con estrépito marcial, doblaba por la Avenida Independencia para entrar al atrio de la Catedral, y tras de maniobras muy espectaculares para el público madrugador de cargadores, humildes menestrales, comerciantes, detallistas, gatas y placeras, la artillería en!laba sus bocas hacia la Alameda y al sonar exactamente las campanadas de las seis en el viejo reloj, el grave capitán Sierra bajaba su rutilante ace-ro y escuchábase horrísono disparo cuyo taco de petate, al golpear los fresnos producía una lluvia de verdes hojas.

    Qué grave, qué grande nos parecía el capitán Sierra cuando señalaba la pieza que le tocaba disparar. Su cuerpo chaparro, adiposo, ventrudo, la color trigueña, ornado el indiado rostro con recios mostachos y breve perilla negra, tomaba épicas proporciones dentro del vistoso dormán que le cinchaba la barriga rotunda.

    A medio día se reunían en Palacio los políticos de altura a redactar un telegrama para el Presidente, felicitándolo y deseándole “que con su mano experta siguiera llevando el

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    timón de la nave del Estado”. Este cariñoso telegrama para el paisano era !rmado por los amigos que pudieran ser Gre-gorio Chávez, licenciados Agustín Canseco y Nicolás López Garrido; Francisco Uriarte, Carlos Sodi, Guillermo Sodi, doctor Francisco Hernández, Pascual Fenochio, Francisco Pérez, Feliciano García, Romualdo Zárate.

    Los habitantes continuaban preparándose para los fes-tejos que principiaban sustancialmente, la noche del quin-ce. En las esquinas de los portales se daban los últimos retoques a los arcos triunfales, unos hechos con bastido-res forrados de manta pintada, otros manufacturados de carrizo tejido; pero los había también de verdes ramas con amapolas y dalias y todos ostentando frases patrióticas y con los retratos de los caudillos insurgentes.

    Las tiendas de ropa “Las Fábricas de Francia”, “La Ciudad de México”, “El Pabellón Nacional”, etc; las sombrerías de José Pacheco y Miguel Díaz; las sastrerías, desde las encope-tadas de Manuel Vega y Francisco Martz, hasta las del más humilde remendón; las peluquerías “La Rubia”, de Miguel He-rrera y “El Buen Tono” de Francisco Llaguno –personaje im-

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    portante que en tiempos de Emilio Pimentel llegó a regidor del H. Ayuntamiento y a vestir levita y a tocarse con sombrero masóu– hasta las del mercado de la “La Industria”, donde los peluqueros calzonudos con casquete de hoja de lata y su vela de sebo por las noches, cobraban cuartilla por la pelada y me-dio por hacer barba y pelo y poner loción de toronjil, todos tenían una actividad que cumplir, sin que olvidemos las de las coheterías que también tenían bastante trabajo.

    La ciudad iba siendo invadida por los vecinos de los pue-blos cercanos, la plaza se adornaba con farolitos de colores y de poste a poste se prendían guías de festones de laurel o de musgo. A las seis de la tarde los serenos de blanco uni-forme, que volvían de las canteras de Ixcotel de hacer la vi-gilancia de los presos rematados, salían, despachados por Barriguete, llevando al hombro una escalera de tijera y en la mano una alcuza con petróleo para encender los faroles de los barrios.

    De las siete de la noche en adelante, los estudiantes del Instituto organizaban una manifestación que resultaba siempre simpática para el vecindario. Provistos de hacho-nes, y vestidos con los trajes peorcitos que tenían, reco-rrían las calles pronunciando arengas que terminaban con vivas a los héroes de la Independencia y los indispensables mueras a los gachupines.

    Al grito de suban a fulano, el presunto orador pretendía escabullirse entre los manifestantes, pero como general-mente era alcanzado, lo subían en hombros y sin escuchar sus protestas, tenía que hablar como Dios le diera a en-tender. El orador casi siempre era interrumpido por anota-ciones hechas a gritos y por las ocurrencias de chacota del auditorio; y si para su desgracia la forzada improvisación no era del agrado del concurso, se le bajaba sin comedi-

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    miento, sobre su cabeza menudeaban golpes y caía al suelo achuchado y maltrecho. ¡Qué simpático era todo ésto! Las manifestaciones eran desfogue de la inquietud moza que sentía ahogadas sus confusas ideas dentro de las prácticas normativas del por!rismo. Fué íntegramente simpática la turba de estudiantes ensayando sus mensajes bajo las noches patrióticas, diciendo con atropellos el entusiasmo lírico de su canción de libertad.

    Sin intentar a!rmar ñoñamente que los tiempos pasa-dos fueron mejores porque en ellos vivimos, sí puede de-cirse que aquellos muchachos fueron rebeldes a su manera, como sólo podían serlo dentro de un sistema pasivo, y a lo más, solamente clerófobo, insumisos a las disciplinas en su misión de vanguardia.

    Juventud de blanco penacho que habló al pueblo sin retorcimientos retóricos ni !cciones de sabiduría, se le re-cuerda por el romántico entusiasmo que puso en su indoci-lidad para las aprobaciones incondicionales. “Desventura-da juventud que principia renegando, –dijo Barrés– que no tiene en sus actos el tic del nerviosismo, que no tiene en la voz de su mensaje la in#exión resuelta, aguda y áspera de la virilidad espiritual”.

    Evocar, no es solamente recordar el tiempo que fué, sino penetrar en lo que ha muerto, para sentir la palpitación de la vida que lo animó. Hay poesía en el #uir de esa fuente misteriosa que resucita e ilumina un mundo extinguido, que evoca los entusiasmos del pretérito.

    En ese mundo de ayer viven los entusiasmos de las mani-festaciones nocturnas del quince de septiembre, del veintiu-no del marzo y del dieciocho de julio, llenas de los mensajes premiosos de una juventud escolar, vehemente y tumultua-ria. Es José Ma. Vidaña, con Aquiles García, Aguirreolea y

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    Celso Sánchez, que con el interés de la palabra intranqui-lizan la pasividad social; fueron un pretexto las noches de literatura tricolor para que hicieran sus ensayos oratorios Adalberto Carriedo –malogrado después en el encierro im-propicio de la provincia, cuando ya era poseedor cuajado de la palabra– para que José Joaquín Varela diera sus versos efusivos, y apuntando años después, viniera la musa cleró-foba y festiva del pollo Carranza; las estrofas bien declama-das de Adolfo Arias; los poemas de Severo Castillejos, hoy estrati!cado en una lamentable esterilidad de producción; las poesías decorosas de Francisco Echeverría; las oraciones sentidas de Alberto Vargas, como la bellamente inspirada ante la tumba de Herlinda Calderón; las rimas tropicales de Enrique Cervantes Olivera y de tantos otros que hicieron preeminentemente la inquietud literaria y social de su épo-ca, ¿verdad mi querido Peje Luna?

    Y después de recorrer los estudiantes las calles princi-pales, hacían su alto en el zócalo, aparecía la comitiva de la “América” llegando frente a Palacio, momentos antes de la hora solemne de las once de la noche. Vieja costumbre fué en Oaxaca que la noche del quince de septiembre se hiciera antes del “grito” una procesión de antorchas con la “Améri-ca”, la cual llegando frente al balcón central del Palacio de los Poderes del Estado, cantaba un himno con música y versos especiales. La representación de la “América” fué asunto que tuvo sus bemoles, su encuentro estuvo sujeto a un proceso habilidoso, para que no hiriera la suspicacia de los gremios obreros femeninos que lo hacían cuestión de vanidad y de amor propio. La “América” era buscada entre el gremio de

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    las cigarreras de las fábricas “La Opera”, de Manuela Orozco y de “La Sorpresa”, de Francisco Murguía, y debía reunir es-peciales condiciones: juventud, belleza y no escasa voz. Una vez encontrada la singular doncella, de quien podríamos de-cir con el clásico: “infelíz de la que nace hermosa”, porque generalmente, del carro alegórico pasaba a la categoría de bocado de funcionarios de escaleras arriba, se comenzaban los ensayos en la casa del profesor Cosme Velázquez, con asistencia del personal del coro y de curiosos que hacían ro-mería por conocer a la nueva “América”.

    Cuando caen las once campanadas del reloj de Catedral sobre el rumoreo de la multitud, las músicas se callan, la gente se arremolina, se hace un momento de silencio y apa-rece decorativo, el balcón central de Palacio, el señor Gober-nador, seguido de funcionarios de alto presupuesto. Empu-ñando la bandera de la Patria, ondeándola, el Ejecutivo dice breves palabras y las remata con emocionados vítores para la Independencia y sus héroes. El pueblo responde con vi-vas, las bandas tocan el Himno Patrio, truenan los cañones, estallan las bombas, arden luminosos cohetes que se desgra-nan en el espacio en lluvia de feéricos colores y las campanas aturden con sus largos repiques. La ceremonia del “grito” ha terminado, pero el júbilo sigue y hay baile en el mercado “Por!rio Díaz” y acto o!cial en la primera demarcación.

    El acto o!cial que preside el Comisario, tiene importan-tes números: discursos, recitaciones, piezas de música y tribuna libre, que es lo mejor de la !esta, por los oradores espontáneos y su público de buen humor que la emprende con los mismos, poniéndose al tú por tú con ellos.

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    Autor de uno de estos sucedidos de orador de tribuna libre, fué cierta vez el popular Manuel Renero, ciudadano maduro, por los años de 1900, y muy dado a trabar amistad con estudiantes alegres y bromistas a pesar de que ya des-empeñaba las serias funciones de maestro de una escuela nocturna y de amanuense de la Secretaría General del Go-bierno del Estado, en cuyo puesto se distinguía como su contemporáneo Carlos Magro, por la pulcritud en el vestir jaquette de cola de pato y brillantes zapatos de charol ma-nufacturados por el maestro Cervantes.

    Este Manuel, a quien guardé particular estima desde que lo conocí en la casa de Mamá Chole, (Soledad Filio, es-posa del historiador Manuel Martínez Gracida) fue obliga-do en una noche de !estas patrias a tomar la palabra en la tribuna libre de la primera demarcación por unos endiabla-dos muchachos, graduados de buen humor, que se llama-ban Cecilio Ortiz, Anselmo Cortés, Paco Ballesteros, “La Rana Vasconcelos”, el “Cuete Cervantes”, el “Peje Luna”, Luis Martínez Gracida, el “Tijerilla”, el “Cabezón Martí-nez”, Fausto Márquez, Emilio García, etc.

    Habían ya terminado los números del programa o!cial, cuando estudiantes y plebe principiaron a gritar que subiera el “Sordo Renero”. –“Sí, que suba, que hable “El Sordo”– gri-taban, y Manuel, apesar de su sordera, no pudo hacerse el sordo y no tuvo más remedio que dejarse subir a la tribuna.

    El forzado orador procuró reponerse, dominar la emo-ción, entrar en quietud, darle largas a la situación para coordinar ideas y palabras; pero aquello era imposible, lo urgían demasiado los gritos de –¡ándale!, ¡ya está bien!, ¡ahora!, ¡lo que te salga!– Y al !n principió diciendo:

    –“Teñor Comisario, teñores: Era una noche de tetiem-bre, hermota…

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    –¡Muy bien, no te detengas, síguele!–“El tol en el cenit resplandetía…” y mal acaba la frase

    cuando el público se encrespa, le grita, le lanza chacotas, y entonces Renero vacila, se aturulla, quiere continuar; pero traga camote y pierde su buen humor y queriendo reaccio-nar ante los gritos que piden ¡abajo, abajo!, levanta la dies-tra que extiende con índice y cordial, y grita: ¡tos palabras, tos palabras, nada más!

    –Bueno, que hable, déjenlo que hable; pero dilas pronto, le gritan. Y Renero, empinándose, sacando el cuerpo de la tribuna, sin cerrar los dedos de la mano que los ha tenido extendidos, deja caer desde todo lo alto posible, estas pa-labras:

    –“¡Tois brutos y pendejos!”Esto es agua sobre hierro en ascuas, se hace el juicio !-

    nal, brincan los dicterios, le bambolean la tribuna y apenas se le oye decir a Renero, que está en posición decúbita:

    –¡Mi tombero, mi tombero!– Le habían volado el som-brero al orador.

    El dieciséis de septiembre se despertaba con idéntico programa al del día quince: músicas militares en las ca-lles y cañonazos en el atrio de Catedral. A las diez de la mañana salía la comitiva de Palacio presidida por los se-ñores Gobernador y general Jefe de la Zona, quien atraía la curiosidad de los espectadores por su uniforme y su sombrero montado con albas plumas. El acto o!cial era como todos los de entonces, muy largo, mucho discurso con citas de historia, pesados considerandos de Filosofía y declamados ampulosamente, la música era incompren-

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    siblemente seria, absolutamente aburrida por su factura de importación alemana, con mucha tambora y trepida-ción de latones.

    Venía el número cumbre del día que era el des!le militar presenciado desde Palacio por las autoridades, los señores acomodados y los familiares de los altos empleados. Pasa-ban primero los carros en#orados, seguía despés el de la “América”, y entonaba su patriótico canto.

    Al toque del bélico clarín, la columna militar principiaba a movilizarse; aparecía la descubierta formada de rurales de la Federación y atrás el Jefe de la columna, que se apostaba con su Estado Mayor frente a Palacio. La Banda de músi-ca del Estado pasaba tocando marcial paso doble, forman-do delante la infantería y artillería de la Guardia Nacional, mandada por su jefe el mayor Demetrio Tello. Los rurales del Estado, los famosos “Perros Rabiosos” iban pie a tie-rra; la policía urbana, con sus largos fusiles de un solo tiro, quepis con quitasol y blanca polaina de lona, era mandada por o!ciales malfajados que caminaban montando #acas ca-balgaduras; los muchachos de la Correccional, llevando ban-da de música y de guerra, los mandaba el Teniente Coronel Juan Oronós, y !nalmente venían las tropas regulares: un batallón con sus cuatro compañías de soldados vestidos de paño azul, alto chacó de cuero opaco con franjas acharoladas que terminaban en púrpura borla de estambre y al frente el número de la Corporación. Aquella vistosa columna forma-ba su retaguardia con un regimiento de caballería. El regi-miento llevaba su banda de trompetas, claras y sonoras; la banda de música, acompasada por las trompetas, tocaba su clásica marcha dragona, luego venían los pesados escuadro-nes con soldados que portaban gruesos sables y en lo alto de los chacós vistosos pompones; los dormanes vistosos de

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    obscuros alamares de los jefes y o!ciales y todo el regimien-to, levantando una bélica polvareda y produciendo acompa-sado ruido los cascos de los corceles sobre las baldosas. A la una terminaba el vistoso des!le y la “América” se soltaba cantando por su cuenta en las puertas de las casas grandes, las casa de los ricos, seguida de una turba admirativa.

    Las !estas terminaban con la clásica serenata con fue-gos arti!ciales. Damas y caballeros paseaban por la calle exterior de la Plaza de Armas; y el público de gleba; gatas, indios y artesanos, por dentro de las pequeñas avenidas de los camellones, pero con mucha alegría comiendo pepi-tas, calientes molotes y dulces canutos de caña, mientras arriba, en el quiosco, tocaban alternándose las bandas de música.

    En esta noche la clase media y la humilde se iban a ver los fuegos y a pasearse al zócalo para oír la serenata, excep-tuando la gente rica que concurría al baile de Palacio donde lucía sus encantos la belleza femenina de la aristocracia.

    Si leyéramos las notas sociales de aquellos tiempos no sería extraño que encontráramos un adorable cronicón donde se dijera que al baile de Palacio habían concurrido las respetables señoras Romero de Sodi, Carrasquedo de Chapital, Pimentel de Hernández, Larrazábal de Sandoval, Álvarez de Vasseur, Barrundia de Zorrilla, Gay de Parada, Tejada de Larrañaaga, Valverde de Esperón, Gómez de del Valle, etc., etc. Y el cronista cursi y amaneradamente ram-plón, haciendo poesía menuda con palabras almibaradas y adjetivos de usual circulación, no era remoto que escribiera diciendo que por el patio central de Palacio, convertido por la mano embrujada de un mago en un edénico salón, en un paraíso luminoso de las fantásticas mil y una noches, vieron cruzar la grácil !gura de Rosita Gavito vestida con

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    un traje azul de ensueño; por allí, cabe alto tibor de rosas #orecidas, estaba causando el enojo de las #ores, ese capu-llo del vergel de Antequera que se llama Octavia Barrundia; y que podríamos decir nosotros, humildes revisteros, de la hermosura incomparable de Rosa Cajiga, de la nórdica !gura, diáfana y leve de Clarita Fenochio y de las señori-tas Hinrichis? Y en verdad, fuera de toda altisonancia que tanto usaron las hojas de aquel entonces, sí que fueron hermosas aquellas sutiles damitas de nombres patricios en la aristocracia oaxaqueña, y que se llamaron Sodi, Es-perón, Gavito, Santaella, Grandisson, García Manzo, Ma-gro, Larrañaga, Tejada, Barrundia, Bolaños Cacho, Serret, Iñárritu, Figueroa, Sandoval, Canseco, Mimiaga, Gómez, Dominguez, etc.

    Al doblar el cabo de la vida donde las pasiones se encal-man, como las olas que fueron encrespadas mar adentro y dóciles llegan a la playa !nal, gratamente formamos esta estampa tricolor con sus cohetes detonantes y a colores; con la algarabía que pasa entre arcos pintorescos; con el paso acompasado de los soldados; con el rumor de la ale-gría de los humildes y de los bailes palaciegos; pero que por su estructura interna corre quietamente la melancolía del pasado, la linfa de la añoranza que se !ltra en cada pasaje de las !estas de ayer y que son, para quienes las vivieron, el remanso que permite nuevamente oír el eco de la vaga dulzura del ayer lejano.

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    CAPITULO VI.

    Los viejos teatros de Oaxaca.

    Para el capitán Aviador David Chagoya.

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    Cuando el ferrocarril ideado por la tor-mentosa locura de Luis Mier y Terán, pasa el bochornoso Cañón de Tomellín y con el cambio del paisaje, de hosco y molesto, aparecen las frescas planicies envueltas en una atmósfera luminosa,

    entonces se comprende aquella cálida alegría que los ca-minantes experimentaban antaño al contemplar, desde las cumbres de San Juan del Rey, la ubérrima llanura del ver-gel oaxaqueño.

    Como el camino, en parte es desolado, de continua monotonía, de sierras duras y yermas, sucesivamente ro-tas por la terquedad del Río de las Vueltas, el famoso Río Tonto que no encuentra su salida y que anda y desanda su mismo camino, haciendo eses inverosímiles- el viajero se sorprende con agrado al encontrar la ciudad, hoy toda-vía tremante de dolor y angustia, que lo recibe con cariño hóspedo y dulce que lo hace olvidar sus ideas de tránsito por las de quietud que brinda el hogar. Así es de acogedora y amorosa la suave Antequera, la ciudad extendida como una sorpresa entre las aguas del Atoyac y el cerro vigilante del Fortín, y en cuya cumbre se destaca la estatua de Beni-to Juárez, en su perentoria actitud de una sola pieza.

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    Al cruzar las calles que fueron los dominios del Mar-qués del Valle de Oaxaca, brota la sugerencia del pasado, el recuerdo se mece en el columpio azul de la emoción, y nuevamente se abre la compuerta del viejo manantial para dejar caer el agua cantarina a cuyo rumor despiertan los recuerdos. Entramos a vivir el ayer, nos ha salido a recibir el pasado que va desarrollando, con habilidosa prestidigi-tación, la cinta luminosa de la juventud.

    Estamos en la ciudad fragante, de sencillez apacible y tan propicia a toda la capacidad del ensueño, que sentimos que su quietud es un alto para remansar la existencia.

    La ciudad va prendiendo sus luces, y lentamente el rúti-lo crepúsculo desfallece, y la noche clara y azul de mayo apenas deja brillar el oro de las estrellas.

    Y aquí surge un hecho de candorosa sencillez que ha-bíamos perdido; allí, por esos jardines, vivieron los amores de las noches de retretas militares; y en estas calles empe-numbradas fueron las aventuras onerosas, y en esta caso-na glosamos una iniciación literaria, y en toda cosa y lugar habla la voz emocionada del pasado.

    Entre el desbordamiento de sugerencias que provoca nuestro Oaxaca, hallamos algo que reclama de nuestra parte, detenida complacencia, los coloquios del Teatro No-riega.

    En Oaxaca hubo varios teatros, el “Juárez”, que todavía subsiste y era el preferido de las empresas de verso, de zar-zuela y de ópera, y en cuyas temporadas brillaban los ta-lentos inspirados del maestro José Alcalá y de sus músicos Amando Fuentes, Pepe Vargas, Gabino García, Gregorio Caballero y los hermanos Sánchez.

    El Teatro “Juárez” fué el coliseo de postín, el foro único para el arte de categoría principal, como fué el escogido

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    para los concier-tos caritativos de largos programas; las reparticiones de premios, que siempre eran so-lemnes, como re-zaban las invita-ciones; y lo que no obstaba para que de vez en cuando fuera asiento de prestidigitadores de la alcurnia de los Mésmeris y los Onofrof. Además, nunca se llamó teatro “Juárez” a secas, pues los señores periodistas le hacían frases adjetivas lla-mándole siempre: “vetusto coliseo”, “viejo palomar”, etc. ¡Pobre teatro “Juárez”, todavía sigue en pie y los cronistas con la misma zaña de sus cali!cativos.

    Otro teatro era el de Francisco Bado, el popular “Chato Bado”, un viejecito que hizo mucho por la alegría de la in-fancia oaxaqueña con su compañía de títeres. Los mucha-chos se solazaban con los a propósitos escénicos de dicho viejecito; eran enredos sencillos, intrascendentes los que vivían sus héroes, tales como el pícaro de Pascualillo, la viejecita marrullera nana Catarina, el simplón de Colás y el imprescindible gendarme gruñón y atrabiliario.

    Los niños se extasiaban con candorosa alegría en aquel teatrito ingenuo, cuando aún el cine no aparecía y apenas si se conocía la linterna mágica con sus panoramas de ciu-dades o con cuadros de la Pasión de Cristo. El cine con su

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    penumbra celestina aún no abría su tela luminosa donde el niño de ahora se adelanta a la vida, para ver las artes de los pícaros habilidosos, cómo corren o persiguen los em-pistolados rancheros del Oeste americano entre huracanes de polvo y de humo, o cómo las mujercitas andróginas e inquietas de locura, rematan las escenas de amor con el ineludible beso tremante de deseo.

    Durante los entreactos no sonaba la música para los pies, que hoy se manufactura; era música para alegría o de-leite del espíritu, como hecha por músicos de saber a la par que de corazón. Los abuelos seguían siendo humanos en sus gustos, no conocieron el salto atrás de la zoología mu-sical, procuraron conservar el sentido de la distancia entre el hombre y el simio que hoy impone esa música silvestre.

    Pero volviendo a aquellos teatros oaxaqueños nos queda por mencionar el teatro de más color por su construcción particular, sus sencillos actores, sus actrices que eran, a la par, costureras y menestrales y su repertorio candoroso y emotivo. Tal fué el teatro de Perfecto Noriega, propietario permanente de un taller de hojalatería y empresario tea-tral por las temporadas de Navidad y Pascuas, de su teatro de dramas, zarzuelas y pastorelas.

    El Teatro Noriega estuvo situado en la esquina de las calles de Colón y Ocampo, por el barrio de la Defensa; era una casa con un patio tapado con tejamanil, su lunetario era de largas bancas corridas sobre un piso de tierra suelta cubierto de petates y en su derredor se alzaban los palcos y la galería.

    En las noches de función, qué cuadro tan movido presen-taba el teatro iluminado con lámparas de petróleo, con su público heterogéneo por su variedad social; pero todo uni-forme por sus hábitos durante la representación y por su

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    deseo de divertirse. Y decíamos que había uniformidad en las costumbres, porque desde la señora decente, el rico co-merciante, el grave funcionario, el pundonoroso militar, el sabio catedrático del Instituto de Ciencias y Artes del Esta-do, hasta el lengudo de sombrero de pelo, camisa albeante y pantalón apretado hasta el martirio y la donairosa china es-tanquera, rivalizaban en tomar durante la comedia sendos vasos de nieve de leche o de limón rematados con copos de nieve de roja tuna, o se comían semillas de calabaza y sabro-sas cañas de los trapiches de la Noria y de Candiani.

    A las seis de la tarde se encendían luminarias de ocote frente al teatro, tocaba una música de viento hasta las nue-ve, hora en que se daba la última llamada y, con demoras propias de todo espectáculo donde va un público de con!an-za, principiaba la farsa que podía ser el drama truculento de “Lázaro el Mudo”, donde hacía el gasto de los aplausos Manuel Mondragón, primerísimo actor de carácter en el teatro y competente maestro de escuela en la calle. Cuando se representaba el personaje bíblico de “Sansón, Juez de los Hebreos”, era la noche de Diego Noriega, un hombrachón adiposo y sencillo. Con ansia se esperaba el momento !nal cuando el desventurado Sansón, ciego y colérico de celos por la in!el Dalila, llegaba al pórtico del templo de Dagón y abrazando una de las columnas gritaba con voz de dolor y venganza: “¡Aquí morirá Sansón y todos los !listeos!”

    Hay un derrumbe de terremoto, el polvo inunda la sala, y el público emocionado aplaude y hasta pide la repetición de la escena a gritos de: ¡otro! ¡otro!

    Es