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Publicada en 1887, Estudio enescarlata es la primera entrega dela serie, en la que John H. Watsoninicia las memorias de susaventuras. Todo comienza cuandoél y Holmes van a compartir casaen la ya famosa dirección del 221Bde Baker Street. Allí, Watsonconvivirá con las excentricidades deHolmes y será testigo de suasombrosa habilidad para obtenerinformación sobre todo lo que lerodea. Aturdido en ocasiones por lapersonalidad del detective, Watsonse verá, sin embargo, deslumbradopor su genialidad.

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Fernando Vicente ha recreado estecaso y ha dado vida gráfica a estosdos míticos personajes.

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Arthur Conan Doyle

Estudio enescarlata

(Ilustrado)Sherlock Holmes - 1

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Título original: A Study in ScarletArthur Conan Doyle, 1888Traducción: Esther TusquetsIlustrador: Fernando Vicente

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PRIMERA PARTE

REIMPRESIÓN DE LAS MEMORIASDE JOHN H. WATSON, DOCTOR EN

MEDICINA Y EXMÉDICO DELEJÉRCITO

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EL SEÑOR SHERLOCK HOLMES

El año 1878 me doctoré en Medicinaen la Universidad de Londres y metrasladé a Netley con el fin de asistir alcurso obligatorio para cirujanos delEjército. Al terminar mis estudios allí,fui destinado al 5.º de Fusileros deNorthumberland como cirujano auxiliar.Por aquel entonces el regimiento estabadestacado en la India y, antes de que yopudiera incorporarme, estalló la segundaguerra de Afganistán. Al desembarcar en

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Bombay, me enteré de que mi unidadhabía cruzado la frontera y se habíaadentrado ya en territorio enemigo. Sinembargo, seguí viaje, con otros muchosoficiales que se encontraban en la mismasituación, y conseguí llegar sano y salvoa Candar, donde encontré mi regimientoy me incorporé en el acto a mi nuevopuesto.

La campaña proporcionó honores yascensos a muchos, pero a mí sólo metrajo desdichas y calamidades. Mesepararon de mi brigada y me destinaronal regimiento Berkshire, con el queparticipé en la desastrosa batalla deMaiwand. Allí fui herido en el hombropor una bala jezail, que me destrozó el

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hueso y me rozó la arteria subclavia.Habría caído en manos de los asesinosgazis a no ser por la lealtad y el valor deque dio muestras Murray, mi ordenanza,que me tendió sobre un caballo de cargay logró llevarme a salvo hasta las líneasbritánicas.

Consumido por el dolor y debilitadopor las prolongadas penalidades, metrasladaron, en un gran convoy deheridos, al hospital de la base Peshawur.Allí me restablecí y, cuando ya podíapasear por las salas e incluso tomar unpoco el sol en la veranda, caí enfermode tifus, ese flagelo de nuestrasposesiones de la India. Durante mesesme debatí entre la vida y la muerte, y,

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cuando por fin reaccioné e inicié laconvalecencia, estaba tan débil yextenuado que un consejo médicodictaminó que se me enviara de regresoa Inglaterra sin perder un solo día. Porconsiguiente, me embarcaron en eltransporte militar Orontes, y un mes mástarde tomaba tierra en el muelle dePortsmouth, con la salud dañada sinremedio, pero con un permiso delpaternal Gobierno para intentarrecuperarla en los siguientes nuevemeses.

Yo no tenía parientes ni amigos enInglaterra, y era por lo tanto libre comoel aire, o todo lo libre que se puede sercon una asignación diaria de once

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chelines y seis peniques. En talescircunstancias me dirigí, como eslógico, a Londres, gran sumidero al queson arrastrados inevitablemente todoslos haraganes y desocupados delImperio. Durante un tiempo me alojé enun buen hotel del Strand, y llevé unaexistencia incómoda y sin sentido,gastando el dinero de que disponía conmucha mayor liberalidad de lo quepodía permitirme. El estado de misfinanzas llegó a ser tan alarmante quepronto comprendí que, o abandonaba lametrópoli y me iba a languidecer alcampo, o tenía que cambiar porcompleto mi estilo de vida. Elegida lasegunda alternativa, mi primera decisión

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fue abandonar el hotel e instalar miscuarteles en un alojamiento menospretencioso y menos caro.

El mismo día en que llegué a estaconclusión estaba en el Criterion Bar,cuando alguien me dio un golpecito en elhombro y, al volverme, reconocí aljoven Stamford, otrora ayudante mío enel hospital. Ver un rostro amigo en elinmenso páramo de Londres esrealmente un placer para un hombresolitario. En el pasado no habíamos sidoespecialmente amigos, pero ahora loacogí con entusiasmo, y él, por su parte,pareció encantado de verme. Llevado demi arrebato de alegría, le invité aalmorzar en el Holborn, y hacia allí nos

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dirigimos en un coche.—¿Qué ha sido de su vida, Watson?

—me preguntó, sin ocultar su asombro,mientras traqueteábamos por lasconcurridas calles de Londres—. Estátan delgado como un fideo y tan morenocomo una nuez.

Le hice un breve resumen de misaventuras, y apenas había terminadocuando llegamos a nuestro destino.

—¡Pobre amigo! —me dijo él entono compasivo, tras escuchar misdesdichas—. ¿Y qué hace ahora?

—Busco alojamiento —respondí—.Intento resolver el problema deconseguir habitaciones confortables a unprecio razonable.

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—Qué curioso —observó miacompañante—. Es usted la segundapersona que me habla hoy en estostérminos.

—¿Y quién ha sido la primera? —pregunté.

—Un colega que trabaja en ellaboratorio químico del hospital. Selamentaba esta mañana de no encontrar anadie con quien compartir unas bonitashabitaciones que había encontrado, yque eran demasiado caras para subolsillo.

—¡Por Júpiter! —grité—. ¡Si estábuscando de verdad a alguien con quiencompartir las habitaciones y los gastos,yo soy su hombre! Prefiero tener un

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compañero a vivir solo.El joven Stamford me miró de un

modo raro por encima de su vaso devino.

—Usted no conoce todavía aSherlock Holmes —dijo—. Tal vez nole guste tenerlo constantemente decompañero.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?—¡Oh, yo no he dicho que tenga

nada malo! Alimenta ideas un pocoraras, le entusiasman determinadasramas de la ciencia. Pero, que yo sepa,es un tipo decente.

—Estudia Medicina, supongo.—No. No tengo la menor idea de lo

que pretende hacer. Creo que domina la

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anatomía, y es un químico de primera,pero, que yo sepa, nunca ha seguidocursos sistemáticos de Medicina. Susestudios son poco metódicos y muyexcéntricos, pero ha acumulado grancantidad de conocimientos insólitos queasombrarían a sus profesores.

—¿No le ha preguntado usted nuncaa qué piensa dedicarse?

—No, no es hombre que se dejellevar fácilmente a confidencias, aunquepuede mostrarse comunicativo cuando leda por ahí.

—Me gustaría conocerlo —dije—.Si he de compartir alojamiento, prefieroa un hombre estudioso y de costumbrestranquilas. No estoy lo bastante fuerte

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todavía para soportar mucho ruido ybarullo. Tuve bastante de ambas cosasen Afganistán para lo que me resta devida. ¿Cómo podría conocer a ese amigosuyo?

—Seguro que está en el laboratorio—respondió mi compañero—. A vecespasa semanas sin asomar por allí, yotras veces trabaja allí desde la mañanahasta la noche. Si usted quiere, podemosir en coche después del almuerzo.

—Claro que sí —contesté.Y la conversación tomó otros

derroteros.Mientras nos dirigíamos al hospital

tras abandonar el Holborn, Stamford meinformó de otras peculiaridades del

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caballero con quien me proponía yocompartir alojamiento.

—No me eche a mí la culpa si no sellevan bien —me dijo—. Sólo sé de éllo que he averiguado en nuestrosocasionales encuentros en ellaboratorio. Ha sido usted quien hapropuesto este arreglo, de modo que nome haga responsable.

—Si no nos llevamos bien, será fácilsepararnos —respondí—. Pero meparece, Stamford —añadí, mirándolefijamente—, que debe de tener ustedalguna razón concreta para lavarse lasmanos en este asunto. ¿Tan insoportablees ese individuo? Hable sin rodeos.

—No es fácil explicar lo

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inexplicable —respondió, riendo—.Holmes es un poco demasiado científicopara mi gusto… Raya en la falta dehumanidad. Puedo imaginarloofreciéndole a un amigo una pizca delmás reciente alcaloide vegetal, no pormalevolencia, entiéndame, sinosimplemente porque su espíritu curiosoquiere formarse una idea clara de susefectos. Para hacerle justicia, creo queingeriría él mismo la droga con idénticatranquilidad. Parece sentir pasión porlos conocimientos concretos y exactos.

—Lo cual está muy bien.—Sí, pero puede alcanzar extremos

excesivos. Si llega hasta el punto degolpear con un palo los cadáveres de la

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sala de disección, toma una formaciertamente chocante.

—¡Golpear los cadáveres!—Sí, para verificar qué

magulladuras se pueden producir en uncuerpo después de la muerte. Se lo vihacer con mis propios ojos.

—¿Y dice usted que no estudiaMedicina?

—No. Sabe Dios cuál será elobjetivo de sus estudios. Pero ya hemosllegado, y usted podrá formarse supropia opinión.

Mientras él hablaba, doblamos porun estrecho callejón y traspusimos unapuertecilla lateral, que daba a un ala delgran hospital. El terreno me era familiar,

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y no necesité guía para subir la lúgubreescalera de piedra y recorrer el largopasillo de paredes encaladas y puertascolor pardusco. Casi al final se abría unbajo pasadizo abovedado que llevaba allaboratorio de química.

Era una sala de techo muy alto, conhileras de frascos por todas partes.Sobre varias mesas, bajas y anchas, seagolpaban retortas, tubos de ensayo ypequeñas lámparas Bunsen de vacilantesllamas azules. En la habitación sólohabía un estudiante, que se inclinabasobre una mesa apartada, absorto en sutrabajo. Al oír el sonido de nuestrospasos, dio media vuelta y se levantó deun salto con una exclamación de alegría.

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—¡Lo he encontrado! ¡Lo heencontrado! —le gritó a mi compañero,corriendo hacia nosotros con un tubo deensayo en la mano—. He encontrado unreactivo que se precipita con lahemoglobina y sólo con la hemoglobina.

Si hubiese descubierto una mina deoro, su rostro no hubiera reflejadomayor satisfacción.

—El doctor Watson, el señorSherlock Holmes —nos presentóStamford.

—¿Cómo está usted? —me dijoHolmes cordialmente, estrechándome lamano con una fuerza que yo habríaestado lejos de atribuirle—. Veo que haestado en Afganistán.

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—¿Cómo diablos lo sabe? —pregunté atónito.

—Carece de importancia —dijo,sonriendo para sí mismo—. Ahora setrata de la hemoglobina. Sin duda ustedpercibe la importancia de midescubrimiento, ¿verdad?

—Es interesante desde el punto devista de la química, claro está —respondí—, pero desde el punto de vistapráctico…

—Pero, hombre, ¡es eldescubrimiento más práctico de lamedicina legal de los últimos años! ¿Nove que nos proporciona una pruebainfalible para las manchas de sangre?¡Venga conmigo!

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En su impaciencia, me agarró por lamanga de la chaqueta y me arrastró hastala mesa donde había estado trabajando.

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—Tomemos un poco de sangrefresca —dijo, clavándose en el dedo unagruesa aguja y dejando caer en unaprobeta la gota de sangre—. Y ahoraañado esta pequeña cantidad de sangre aun litro de agua. La proporción desangre es como mucho de unamillonésima parte. Y estoy seguro, noobstante, de que podremos obtener lareacción característica.

Mientras hablaba, echó unoscristales blancos en el recipiente, ydespués agregó unas gotas de un líquidotransparente. Al instante, el contenidoadquirió un apagado color caoba y unpolvillo pardusco se precipitó en elfondo del recipiente de cristal.

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—¡Ajá! —exclamó, batiendopalmas, tan contento como un niño conzapatos nuevos—. ¿Qué me dice deesto?

—Parece una prueba muy delicada—observé.

—¡Magnífico! ¡Es magnífico! Lavieja prueba del guayaco resultaba muyburda e insegura. Lo mismo ocurre conel examen microscópico de loscorpúsculos de sangre. Este últimocarece de valor si las manchas tienenunas horas. Pues bien, mi pruebafunciona por igual con sangre nueva ycon sangre vieja. De haberse inventadoantes, cientos de personas que ahoraandan sueltas por ahí habrían pagado

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hace tiempo sus crímenes.—Ah, ¿sí? —murmuré.—Las causas criminales giran

constantemente alrededor de este punto.Meses después de haberse cometido uncrimen, las sospechas recaen en unindividuo. Se examinan sus trajes y suropa interior, y se descubren unasmanchas pardas. ¿Son manchas desangre, o manchas de barro, o manchasde óxido, o manchas de fruta, o qué son?Es una cuestión que ha desconcertado amuchos expertos, y ¿por qué? Porque noexistía un análisis fiable. Ahora tenemosla prueba de Sherlock Holmes y ya nohabrá problemas.

Al hablar le brillaban los ojos; se

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llevó una mano al corazón y se inclinó,como si correspondiera a los aplausosde un público imaginario.

—Sin duda hay que felicitarlo porello —observé, bastante sorprendidoante su entusiasmo.

—El año pasado tuvo lugar enFránkfurt la causa contra Von Bischoff.No cabe duda de que le hubieranahorcado, si hubiera existido estaprueba. Y los casos de Mason enBradford, y el famoso de Muller yLefevre en Montpellier, y de Samson enNueva Orleáns. Podría citar unaveintena de casos en los que mi pruebahabría sido decisiva.

—Parece usted un almanaque

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viviente de delitos —dijo Stamford conuna sonrisa—. Podría iniciar unapublicación en esta línea y llamarla«Noticias policiales de antaño».

—Pues su lectura sería muyinteresante —comentó Sherlock Holmes,aplicándose un pequeño parche en elpinchazo del dedo—. Debo andar concuidado —añadió, volviéndose hacia mícon una sonrisa—, porque manejovenenos con mucha frecuencia.

Extendió la mano mientras hablaba,y vi que estaba salpicada de pedacitosde parche similares, y descolorida porlos ácidos corrosivos.

—Hemos venido para tratar unasunto —dijo Stamford, sentándose en

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un alto taburete de tres patas yempujando otro con el pie hacia mí—.Mi amigo anda buscando alojamiento y,como usted se lamentó de no encontrar anadie con quien compartir un alquiler,pensé que lo mejor sería ponerlos encontacto.

A Sherlock Holmes parecióencantarle la idea de compartir sualojamiento conmigo.

—Tengo echado el ojo a unashabitaciones de Baker Street que nosvendrían que ni pintadas. Espero que nole moleste el olor del tabaco fuerte.

—Yo mismo fumo siempre tabaco dela Marina —respondí.

—Vamos bien. Suelo llevar conmigo

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sustancias químicas y a veces hagoexperimentos. ¿Le molestará esto?

—En absoluto.—Veamos qué otros defectos tengo.

A veces me deprimo y no abro la bocadurante días. Cuando esto ocurra, nodebe pensar que estoy enfadado. Déjemesolo y pronto se me pasará. Y ahora,¿qué tiene que confesarme usted a mí?Es conveniente que dos individuosconozcan lo peor del otro antes deponerse a vivir juntos.

Este interrogatorio de segundo gradome arrancó una sonrisa.

—Tengo un cachorro —dije—, y memolesta el barullo porque tengo losnervios deshechos, y me levanto a las

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horas más intempestivas, y soyextremadamente perezoso. Tengo unsurtido de vicios distintos cuando meencuentro bien de salud, pero en elpresente estos son los principales.

—¿Incluye usted el violín en lacategoría de barullo? —me preguntó conansiedad.

—Depende de quién lo toque —respondí—. Cuando el violín se tocabien, es un placer de dioses…, cuandose toca mal…

—De acuerdo, pues —exclamó, conuna alegre sonrisa—. Creo que podemosconsiderar zanjado el asunto. Si lashabitaciones le gustan, claro.

—¿Cuándo las veremos?

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—Venga a recogerme mañana a lasdoce del mediodía. Iremos juntos ycerraremos el trato —me respondió.

—De acuerdo, a las doce en punto—le dije, estrechándole la mano.

Le dejamos trabajando con susproductos químicos, y regresamoscaminando a mi hotel.

—Por cierto —pregunté de repente,parándome y dirigiéndome a Stamford—, ¿cómo demonios supo que vengo deAfganistán?

Mi compañero sonrió con unaenigmática sonrisa.

—Esta es precisamente su pequeñapeculiaridad —dijo—. Mucha gente seha preguntado cómo descubre ese tipo

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de cosas.—Vaya, ¿se trata de un misterio? —

exclamé, frotándome las manos—. Esmuy excitante. Le estoy reconocido porhabernos puesto en contacto. «El másapropiado tema de estudio para lahumanidad es el hombre», usted ya sabe.

—Entonces estudie a Holmes —dijoStamford, al despedirse de mí—. Meparece que le va a resultar un problemapeliagudo. Apuesto a que él averiguarámás cosas de usted que usted de él.Adiós.

—Adiós —le respondí.Y seguí caminando hacia mi hotel,

muy intrigado por el individuo al queacababa de conocer.

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LA CIENCIA DE LA DEDUCCIÓN

Nos encontramos al día siguiente,como habíamos acordado, einspeccionamos las habitaciones delnúmero 221 B de Baker Street, a las quese había referido en nuestra entrevista.Consistían en dos cómodos dormitoriosy una única sala de estar, espaciosa,ventilada, amueblada con gusto eiluminada por dos amplias ventanas. Tansatisfactorias eran las habitaciones entodos los aspectos, y tan moderado nos

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pareció el precio cuando lo dividimosentre dos, que cerramos el trato allímismo y tomamos inmediatamenteposesión de ellas. Aquella misma tardetrasladé mis cosas desde el hotel, y a lamañana siguiente llegó Sherlock Holmescon varias cajas y maletas. Durante undía o dos estuvimos muy ocupadosdeshaciendo el equipaje y colocandonuestras cosas del mejor modo posible.Hecho esto, empezamos gradualmente aaposentarnos y a adaptarnos a nuestronuevo entorno.

Ciertamente, Holmes no era unapersona con la que resultara difícilvivir. Sus modales eran tranquilos y suscostumbres regulares. Era raro que

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estuviera fuera de casa después de lasdiez de la noche, e invariablementehabía desayunado y había salido antesde que yo me levantara por la mañana. Aveces pasaba el día en el laboratorio, aveces en las salas de disección, y enocasiones dando largos paseos, que alparecer le llevaban a los barrios másbajos de la ciudad. Nada excedía suenergía cuando le daba la fiebre deltrabajo, pero de tanto en tanto seproducía una reacción violenta, ypermanecía días enteros tumbado en elsofá de la sala, sin apenas pronunciarpalabra ni mover un músculo desde lamañana hasta la noche. En talesocasiones, advertía yo en sus ojos una

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mirada tan absorta y ausente que, si latemplanza y la integridad de su vida nome lo hubieran impedido, habríasospechado que era adicto a algúnestupefaciente.

Con el transcurrir de las semanas, miinterés por Holmes y mi curiosidad porsaber cuáles eran los objetivos de suvida se fueron acrecentando yprofundizando. Ya su mero aspectobastaba para atraer la atención delobservador menos atento. Medía más deseis pies ochenta y era tanextremadamente delgado que parecíatodavía más alto. Sus ojos eran agudos ypenetrantes, salvo en los intervalos desopor a los que he aludido; y su fina

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nariz aguileña confería a todo susemblante un aire vivaz y decidido.También su barbilla, prominente ycuadrada, revelaba a un hombreresuelto. Aunque sus manos estabaninvariablemente manchadas de tinta ycubiertas de marcas causadas porproductos químicos, Holmes poseía unaextraordinaria delicadeza de tacto, comotuve ocasión de observar con frecuenciaal verle manipular sus frágilesinstrumentos de trabajo.

El lector tal vez me tome por unentrometido impertinente si le confiesolo mucho que aquel hombre excitaba micuriosidad y en cuántas ocasionesintenté romper la reserva que mostraba

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en cuanto le concernía. Sin embargo,antes de emitir un juicio, debe recordarhasta qué punto estaba mi vida vacía deobjetivos y cuán pocas cosas atraían miatención. Mi salud me impedíaaventurarme al exterior, a menos que eltiempo fuera excepcionalmente benigno,y no disponía de amigos que vinieran avisitarme y rompieran la monotonía demi vida diaria. En tales circunstancias,acogí con avidez el pequeño misterioque envolvía a mi compañero y paségran parte de mi tiempo tratando dedesvelarlo.

No estudiaba Medicina. Él mismo,respondiendo a una pregunta mía, habíaconfirmado lo que Stamford ya me

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dijera sobre esta cuestión. Tampocoparecía haber seguido el tipo de lecturasque pudiera llevarle a licenciarse enCiencias ni en ninguna otra formaciónacadémica. Pero era notable el celo quemostraba en determinados estudios, ysus conocimientos, dentro de excéntricoslímites, eran tan extraordinariamenteamplios y detallados que susobservaciones me asombraban. Sin dudanadie trabajaría con tanto ahínco ni seprocuraría una información tan precisa amenos que persiguiera un objetivoconcreto. Los lectores poco metódicosse distinguen rara vez por la exactitud desus conocimientos. Nadie carga su mentede minucias sin tener una buena razón

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para hacerlo.Su ignorancia era tan notable como

sus conocimientos. De literaturacontemporánea, de filosofía y depolítica no parecía saber apenas nada.En cierta ocasión cité a Thomas Carlyle,y me preguntó con toda ingenuidad quiénera el tal Carlyle y qué había hecho.Pero mi sorpresa alcanzó su puntoculminante cuando descubrí casualmenteque ignoraba la teoría copernicana y lacomposición del sistema solar. Que aprincipios del siglo XIX, un hombrecivilizado pudiera no saber que laTierra gira alrededor del sol me parecíaun hecho tan insólito que apenas podíadarle crédito.

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—Parece usted estupefacto —medijo, sonriendo ante mi expresión deasombro—. Pues bien, ahora que lo sé,haré lo posible por olvidarlo.

—¡Olvidarlo!—Mire —me explicó—, considero

que el cerebro del hombre esoriginalmente un pequeño desván vacío,que uno debe ir llenando con los enseresque prefiera. El necio mete en él todoslos trastos que encuentra, de modo quelos conocimientos que podrían serleútiles no disponen de lugar o, en elmejor de los casos, están mezclados contantas otras cosas que es difícil dar conellos. Ahora bien, el artesano habilidosopone mucho cuidado con lo que

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introduce en su cerebro-desván. Sólotendrá las herramientas que puedanayudarle en su trabajo, pero de éstastendrá un buen surtido, y todasdispuestas en un orden perfecto. Es unerror creer que el cuartito tiene paredeselásticas y puede dilatarse sin límite.Créame, llega un momento en que todoconocimiento añadido supone el olvidode algo que antes sabías. Es, por tanto,de máxima importancia no permitir quedatos inútiles desalojen a los útiles.

—Pero el sistema solar… —protesté.

—¿Qué diablos me importa a mí? —me interrumpió impaciente—. Usteddice que giramos alrededor del sol. Si

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girásemos alrededor de la luna, ello nosupondría la más insignificantediferencia para mí o para mi trabajo.

Estuve a punto de preguntarle en quéconsistía el tal trabajo, pero algo en suactitud me indicó que la pregunta nosería bien recibida. Sin embargo,reflexioné sobre nuestra breveconversación, y me esforcé en sacar mispropias deducciones. Él había dicho queno adquiriría ningún conocimiento queno sirviera a su objetivo. Por lo tanto,todo el saber que poseía le era útil.Enumeré mentalmente las variadascuestiones sobre las que me habíademostrado estar excepcionalmente bieninformado. Incluso cogí un lápiz y las

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puse por escrito. Cuando concluí eldocumento, no pude evitar una sonrisa.Decía lo siguiente:

SHERLOCK HOLMES. SUSCONOCIMIENTOS.

1. De literatura: ningunos.2. De filosofía: ningunos.3. De astronomía: ningunos.4. De política: escasos.5. De botánica: desiguales.

Conoce bien la belladona, elopio y los venenos en general.No sabe nada de jardinería…

6. De geología: prácticos perolimitados. Distingue de un

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vistazo los diferentes tipos desuelos. Después de suspaseos, me ha mostrado lassalpicaduras de sus pantalonesy me ha explicado, a partir desu color y consistencia, de quéparte de Londres procedían.

7. De química: profundos.8. De anatomía: precisos, pero

poco sistemáticos.9. De literatura sensacionalista:

inmensos. Parece conocertodos los detalles de todos loshorrores perpetrados en estesiglo.

10. Toca bien el violín.11. Es experto en el criquet, el

boxeo y la esgrima.

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12. Posee buenos conocimientosprácticos de la ley inglesa.

Al llegar a ese punto de mi lista, latiré, desesperado, al fuego. «Si conciliartodos estos conocimientos y discurriruna profesión en la que se precisen es el

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único modo de averiguar los objetivosde ese individuo», me dije, «ya puedodarme por vencido».

Veo que antes he aludido a susfacultades para el violín. Eran realmentenotables, pero tan excéntricas como elresto. Yo sabía bien que era capaz deejecutar piezas musicales, y piezasdifíciles, porque, a petición mía, habíatocado lieders de Mendelssohn y otrasde mis obras favoritas. Pero, si se ledejaba a su aire, rara vez ejecutabaverdadera música o intentaba tocarpiezas reconocibles. Recostado toda unavelada en su sillón, solía cerrar los ojosy pasaba descuidadamente el arco porlas cuerdas de su violín, cruzado sobre

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las rodillas. A veces los acordes eransonoros y melancólicos. Otras,fantásticos y alegres. Evidentementereflejaban los pensamientos que leocupaban, pero no me atrevería adeterminar si la música le ayudaba apensar o si lo que tocaba era sólo elresultado de un capricho o fantasía.Aquellos solos exasperantes hubieranpodido sublevarme, a no ser por quesolía rematarlos tocando, en rápidasucesión, toda una serie de mis piezaspreferidas, como leve compensación porhaber puesto a prueba mi paciencia.

Durante la primera semana norecibimos ninguna visita, y empecé apensar que mi compañero andaba tan

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falto de amigos como yo mismo. Peropronto descubrí que tenía muchasrelaciones, y en las más distintas capasde la sociedad. Una de ellas era un tipocetrino, de cara de rata y ojos oscuros,que me fue presentado como el señorLestrade y que vino a casa tres o cuatroveces la misma semana. Cierta mañanallegó una jovencita, elegantementevestida, y se quedó media hora o más.Aquella misma tarde vino un visitanteraído, de pelo canoso, con apariencia debuhonero judío, que me pareció muynervioso. Y fue seguido por una ancianade aspecto descuidado. En otra ocasiónse entrevistó con mi compañero uncaballero de cabello blanco, entrado en

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años; y, en otra, un mozo de estación consu uniforme de pana. Cuando uno deesos personajes inclasificables hacíaacto de presencia, Holmes solía pedirmepermiso para utilizar la sala, y yo meretiraba a mi dormitorio. Siempre sedisculpaba por ocasionarme molestias.«Tengo que utilizar esta habitación comodespacho», me decía, «y estas personasson clientes míos». De nuevo se mepresentaba la ocasión de hacerle unapregunta a quemarropa, y de nuevo midelicadeza me impedía forzar lasconfidencias de otra persona. En aqueltiempo yo imaginaba que Holmes teníauna razón de peso para no aludir altema, pero pronto disiparía él mismo

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esta impresión trayéndolo a colación porpropia iniciativa.

Un 4 de marzo, y tengo un buenmotivo para recordar la fecha, meencontré, al levantarme un poco antes delo habitual, con que Sherlock Holmes nohabía terminado todavía de desayunar.La casera estaba tan acostumbrada a queme levantara tarde que ni había puestomis cubiertos ni me había hecho el café.Con la irracional petulancia de los sereshumanos, toqué el timbre y le notifiquécon sequedad que ya estaba listo.Después cogí una revista de encima dela mesa e intenté entretenerme con ella,mientras mi compañero masticaba ensilencio su tostada. Uno de los artículos

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tenía una marca a lápiz junto alencabezamiento y, naturalmente, le echéun vistazo.

Su título, algo ambicioso, era «Ellibro de la vida», y pretendía demostrarlo mucho que un hombre observadorpodía aprender mediante un preciso ysistemático examen de cuantoencontraba a su paso. Me pareció unacuriosa mezcolanza de ingenio ydisparate. El razonamiento era estricto yprofundo, pero las conclusionesresultaban rebuscadas y exageradas. Elautor pretendía deducir lospensamientos más ocultos de un hombrea partir de un gesto fugaz, la contracciónde un músculo o una mirada. Según él,

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era imposible engañar a un hombreadiestrado en la observación y en elanálisis. Sus conclusiones eran taninfalibles como las proposiciones deEuclides. Y tan sorprendentes serían susresultados para los no iniciados que,hasta conocer los procesos mediante loscuales había llegado a estasconclusiones, bien podían considerarloun nigromante.

«A partir de una gota de agua»,decía el autor, «el hombre que razonacon lógica puede inferir la posibilidadde un Atlántico o un Niágara sin habervisto ni haber oído hablar de uno ni deotro. Toda la vida es una gran cadena,cuya naturaleza se nos muestra en cada

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uno de los eslabones. Como todas lasotras artes, la Ciencia de la Deducción yel Análisis sólo puede adquirirsemediante un estudio paciente yprolongado, y no hay vida lo bastantelarga para permitir a un mortal alcanzarsu grado máximo de perfección. Antesde ocuparse de los aspectos morales ymentales de la materia, que presentan lasmayores dificultades, el investigadordebe empezar por dominar losproblemas más elementales. Debeaprender, al encontrarse con otro mortal,a distinguir de una mirada cuál es supasado, y a qué oficio o profesión sededica. Por muy pueril que parezca, esteejercicio aguza la facultad de

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observación y le enseña a uno dóndedebe mirar y qué debe buscar. Las uñasde las manos, las mangas de la chaqueta,las botas, las rodilleras de lospantalones, las callosidades de losdedos índice y pulgar, la expresión delrostro, los puños de la camisa, cada unade estas cosas revela claramente laprofesión de un hombre. Que todas ellasjuntas no consigan dar la clave a uninvestigador competente resultainconcebible».

—¡Qué inefable estupidez! —grité,lanzando la revista encima de la mesa—. Jamás en la vida había leído tantasbobadas.

—¿De qué se trata? —preguntó

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Sherlock Holmes.—De este artículo —dije,

señalándolo con la cucharilla mientrasme sentaba a desayunar—, veo que ustedlo ha leído, puesto que lo ha marcado.No niego que está escrito con ingenio. Y,sin embargo, me exaspera. Se trata,evidentemente, de la teoría de undesocupado que elucubra esas pequeñasy bonitas paradojas en la reclusión de supropio estudio. No tiene aplicaciónpráctica. Me gustaría encontrarme a estetipo metido en un vagón de tercera delmetro y preguntarle el oficio de suscompañeros de viaje. Apostaría mil auno contra él.

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—Perdería usted su dinero —comentó Holmes con calma—. Encuanto al artículo, lo escribí yo mismo.

—¡Usted!—Sí, tengo dotes para la

observación y la deducción. Las teoríasque he expresado aquí, y que a usted leparecen tan quiméricas, son de hechoextremadamente prácticas, tan prácticasque me dan de comer.

—¿De qué modo? —pregunté sinpoder contenerme.

—Bien, tengo una profesión muypersonal. Supongo que soy el único quela practica en el mundo. Soy undetective-consultor, si usted entiende loque es esto. Aquí en Londres hay un

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montón de detectives del Gobierno y unmontón de detectives privados. Cuandoesos señores andan desorientados,acuden a mí, y me las ingenio paraponerlos en la pista acertada. Mesuministran todas las pruebas, ygeneralmente soy capaz, con ayuda demis conocimientos de la historia delcrimen, de indicarles el camino a seguir.Existe un estrecho parecido familiarentre los delitos y, si conoces al dedillotodos los detalles de mil de ellos, esraro que no puedas desentrañar el miluno. Lestrade es un detective muyconocido. Hace poco andabadesorientado en un caso de falsificación,y esto fue lo que le trajo hasta aquí.

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—¿Y los demás?—En su mayor parte los envían

agencias privadas de investigación. Sonpersonas, todas ellas, que tienenproblemas y necesitan una pequeñaorientación. Yo escucho su historia,ellos escuchan mis comentarios y acontinuación me embolso mishonorarios.

—¿Pretende decirme que, sinabandonar su habitación, usted puederesolver enigmas que otros hombres nohan sido capaces de resolver, a pesar dehaber visto todos los detalles por símismos?

—Así es. Tengo una especie deintuición para ello. De vez en cuando se

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presenta un caso un poco más complejo.Entonces tengo que moverme y ver lascosas con mis propios ojos. Como sabe,poseo gran cantidad de conocimientosespeciales, que aplico al problema y quefacilitan maravillosamente su solución.Las reglas deductivas que expongo en elartículo que ha suscitado su despreciotienen un valor inconmensurable en mitrabajo práctico. La observación es enmí una segunda naturaleza. Ustedpareció sorprendido cuando le dije, ennuestro primer encuentro, que venía deAfganistán.

—Alguien se lo habría dicho, sinduda.

—Nada de eso. Yo sabía que usted

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venía de Afganistán. A fuerza de hábito,los pensamientos fluyen tan aprisa pormi mente que llegué a la conclusión sintener conciencia de los pasosintermedios. Los hay, sin embargo. Elcurso de mi razonamiento sería: He aquíun caballero con aspecto de médico,pero con aire castrense. Se trata, pues,de un médico militar. Acaba de llegardel trópico, porque tiene el rostromoreno y ese no es el tono natural de supiel, ya que sus muñecas son blancas.Ha padecido infortunios yenfermedades, como muestra claramentesu rostro macilento. Le han herido en elbrazo izquierdo. Lo mantiene rígido y enuna postura poco natural. ¿En qué lugar

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del trópico ha podido pasar muchascalamidades y ser herido en el brazo unmédico del ejército inglés? Obviamenteen Afganistán. Toda esta secuencia depensamientos no me llevó un segundo. Yentonces comenté que usted venía deAfganistán, y le dejé asombrado.

—Tal como lo cuenta parece muysencillo —dije, sonriendo—. Merecuerda al Dupin de Edgar Allan Poe.No imaginaba que tales individuospudieran existir fuera de las novelas.

Sherlock Holmes se levantó yencendió su pipa.

—Sin duda usted cree hacerme uncumplido al compararme con Dupin —arguyó—. Pero, en mi opinión, Dupin no

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valía gran cosa. Ese truco suyo deirrumpir en los pensamientos de susamigos con una observación pertinente,tras un cuarto de hora de silencio, esrealmente muy artificioso y superficial.No carece, sin duda, de cierto talentoanalítico, pero no era, en modo alguno,el prodigio que Poe parecía imaginar.

—¿Ha leído usted a Gaboriau? —lepregunté—. ¿Se ajusta Lecoq a su ideade un detective?

Sherlock Holmes resopló consarcasmo.

—Lecoq era un chapucerolamentable —dijo con enojo—. Sólotenía una cualidad recomendable, y erasu energía. Ese libro me puso

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literalmente enfermo. El problema eracómo identificar a un presodesconocido. Yo habría podido hacerloen veinticuatro horas. A Lecoq le llevóunos seis meses. Podría servir de textopara enseñar a los detectives lo que nodeben hacer.

A mí me pareció bastante indignanteque tratara con tanto desdén a dospersonajes que habían suscitado miadmiración. Me acerqué a la ventana yestuve contemplando el ajetreo de lacalle. «Este tipo puede ser muy listo»,me dije, «pero no hay duda de que es unengreído».

—En nuestros días ya no haycrímenes ni hay criminales —se lamentó

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—. ¿De qué sirve en nuestra profesión lainteligencia? Sé bien que dispongo de lasuficiente para hacer famoso mi nombre.No existe ni ha existido hombre algunoque aportara al descubrimiento delcrimen tantos estudios y tanto talentonatural como yo. Y ¿para qué? No haycrimen que descubrir; a lo sumo algunatorpe fechoría con un móvil tantransparente que hasta un funcionario deScotland Yard puede reparar en él.

Yo seguía molesto por elengreimiento con que Holmes hablaba.Me pareció preferible cambiar deconversación.

—¿Qué buscará ese tipo? —pregunté, señalando a un individuo

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robusto, modestamente vestido, quebajaba despacio por el otro lado de lacalle, mirando ansioso los números delas casas.

Llevaba en la mano un gran sobreazul y era evidentemente portador de unmensaje.

—¿Se refiere a ese sargento retiradode la Marina? —preguntó SherlockHolmes.

«¡Cuánta jactancia y fanfarronería!»,me dije para mis adentros. «Él sabe queno puedo verificar su conjetura».

Apenas me había cruzado por lamente este pensamiento, cuando elhombre que observábamos distinguió elnúmero de nuestra puerta y cruzó

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corriendo la calzada. Oímos un fuertealdabonazo, una voz grave procedentedel vestíbulo y pesados pasos queascendían por la escalera.

—Para el señor Sherlock Holmes —dijo, entrando en la habitación yentregándole la carta a mi amigo.

Se me brindaba la oportunidad dedomeñar la arrogancia de Holmes.¡Poco podía él imaginarlo cuando lanzósu conjetura!

—¿Puedo preguntarle, amigo —dijecon suavidad—, cuál es su profesión?

—Conserje, caballero —rezongó—.Tengo el uniforme arreglando.

—¿Y antes? —pregunté, lanzandouna mirada maliciosa a mi compañero.

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—Sargento de infantería ligera de laMarina Real. ¿No hay respuesta?Perfectamente, caballero.

Entrechocó los talones, levantó lamano en un saludo y se largó.

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3

El MISTERIO DE LAURISTONGARDENS

Confieso que quedé atónito anteaquella nueva prueba de la eficaciapráctica de las teorías de mi compañero.Mi respeto por su capacidad analíticaaumentó extraordinariamente. Con todo,todavía anidaba en mi mente cierta vagasospecha de que pudiera tratarse de unmontaje con el propósito dedeslumbrarme, aunque escapaba a micomprensión qué podía pretender con

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ello. Cuando le miré, había acabado deleer la nota, y sus ojos habían adquiridola expresión ausente y apagada delensimismamiento.

—¿Cómo demonios lo dedujo usted?—le pregunté.

—¿Qué deduje? —dijomalhumorado.

—Pues que era sargento retirado dela Marina.

—No tengo tiempo para fruslerías—respondió con brusquedad, y añadiócon una sonrisa—: Disculpe midescortesía. Ha roto el curso de mispensamientos, pero tal vez dé lo mismo.Así pues, ¿de verdad no ha sido capazde ver que ese individuo era un sargento

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de Marina?—Claro que no.—Era más fácil darse cuenta de ello

que explicar cómo me di cuenta yo. Si austed le pidieran que probara que dosmás dos son cuatro, tal vez se viera enapuros, y, sin embargo, está seguro delhecho. Incluso desde el otro lado de lacalle, pude distinguir una gran ancla azultatuada en el dorso de la mano delindividuo. Eso olía a mar. Pero su porteera militar y llevaba las patillasreglamentarias. Ya tenemos, pues, almarino. Era un hombre con ciertasínfulas y ciertos aires de mando. Habráusted observado lo erguida que manteníala cabeza y cómo balanceaba el bastón.

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Un hombre sólido, respetable, demediana edad… Todo indicaba quehabía sido sargento.

—¡Asombroso! —grité.—Trivial —dijo Holmes, pero me

pareció, por la expresión de su rostro,que le complacían mi evidente sorpresay admiración—. Acababa de decir queya no había criminales. Al parecerestaba equivocado… ¡Vea esto!

Y me tendió la nota que había traídoel mensajero.

—¡Dios mío! —exclamé, trasecharle una ojeada—. ¡Es terrible!

—Parece salirse un poco de locomún —observó Holmes sin perder lacalma—. ¿Le importaría leérmela en voz

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alta?La carta que leí decía:

Mi querido señor SherlockHolmes:

Esta noche ha tenido lugar unfeo asunto en el número 3 deLauriston Gardens, junto a BrixtonRoad. Al hacer la ronda, nuestropolicía vio allí una luz hacia las dosde la madrugada y, como la casaestá deshabitada, sospechó quepasaba algo. Encontró la puertaabierta, y en el salón de la partedelantera, sin amueblar, descubrió elcadáver de un caballero bienvestido, que llevaba en el bolsillounas tarjetas con el nombre «EnochJ. Drebber, Cleveland, Ohio, U. S. A.». No han robado nada, ni

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hay indicios de cómo ese hombrepudo encontrar la muerte. Haymanchas de sangre en la habitación,pero el cuerpo no presenta ningunaherida. No entendemos qué hacía lavíctima en la casa vacía. De hecho,todo el asunto es un galimatías. Sipuede pasar usted por aquí encualquier momento, antes de lasdoce, le estaré esperando. Hedejado las cosas in statu quo hastatener noticias suyas. Si le fueraimposible venir, le proporcionaríadatos más precisos y consideraríauna gran gentileza por su parte queme favoreciera con su opinión.

Su atentísimoTobias Gregson

—Gregson es el tipo más listo de

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Scotland Yard —comentó mi amigo—.Él y Lestrade constituyen lo mejorcitode una panda de ineptos. Ambos sonrápidos y enérgicos, peroespantosamente convencionales.Además no se pueden ver ni en pintura.Sienten tantos celos uno del otro comoun par de bellezas profesionales. Serádivertido este caso si los dos se ponen aseguir la pista.

Yo estaba atónito al ver la calma conque Holmes desgranaba suscomentarios.

—Creo que no hay momento queperder —exclamé—. ¿Desea que vaya apedir un coche?

—No estoy seguro de querer ir. Soy

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el tipo más irremediablemente perezosodel mundo… Bueno, cuando me da porahí, porque en ocasiones puedo serbastante activo.

—¡Pero si es precisamente laoportunidad que tanto esperaba!

—¿Qué supondrá eso para mí,querido amigo? Aun admitiendo queresuelva el caso, puede tener la certezade que Gregson, Lestrade y compañía seatribuirán todo el mérito. Son lasconsecuencias de actuar en privado.

—Pero suplica su ayuda.—Sí. Sabe que soy mejor que él, y

lo reconoce ante mí. Pero se cortaría lalengua antes que confesarlo ante otros.De todos modos, podemos ir a echar un

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vistazo. Trabajaré por mi cuenta. Así, almenos, podré reírme un poco de ellos, sino saco otro provecho. ¡Vamos!

Se puso aprisa el gabán y empezó amoverse de un lado a otro con unaenergía que daba muestras de que habíadejado atrás su anterior crisis de apatía.

—Coja su sombrero —me dijo.—¿Quiere que vaya con usted?—Si no tiene algo mejor que hacer,

sí.Un minuto más tarde estábamos

ambos en el interior de un cabriolé queel cochero conducía a toda prisa haciaBrixton Road.

Era una mañana nubosa y con niebla,y un velo de color apagado pendía sobre

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los tejados de las casas, cual un reflejodel barro que debajo cubría las calles.Mi compañero estaba del mejor humordel mundo, y parloteaba acerca de losviolines de Cremona y las diferenciasentre un Stradivarius y un Amati. Yo memantuve callado, porque aquel tiempogris y lo melancólico del asunto que nosocupaba me deprimían el ánimo.

—No parece prestar usted muchaatención al caso que tiene entre manos—le dije por fin, interrumpiendo susdisquisiciones musicales.

—Faltan datos —me respondió—.Es un error garrafal teorizar sin disponertodavía de todas las pruebas. Altera eljuicio.

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—Pronto tendrá usted sus datos —observé, señalando con el dedo—.Estamos en Brixton Road y, si no meequivoco mucho, esta es la casa.

—Sí lo es. ¡Pare, cochero, pare!Estábamos todavía a unas cien

yardas, pero insistió en que bajáramos, yterminamos el camino a pie.

El número 3 de Lauriston Gardenstenía un aspecto sórdido y maléfico.Formaba parte de un grupo de cuatrocasas un poco alejadas de la calle, dosocupadas y dos vacías. Estas últimastenían tres hileras de ventanas desnudasy sin adornos, salvo, aquí y allá, unosletreros de «se alquila», extendidoscomo una catarata sobre los mugrientos

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cristales. Un jardincillo salpicado poruna erupción de plantas enfermizasseparaba cada casa de la calle, y locruzaba un sendero amarillento, queparecía una mezcla de arcilla y grava.La lluvia caída durante la noche habíaconvertido todo el lugar en un barrizal.Rodeaba el jardín un muro de ladrillo detres pies, rematado por una cerca demadera. Contra el muro se recostaba unfornido agente de policía, rodeado de ungrupito de desocupados que estiraban elcuello y esforzaban la vista con la vanaesperanza de alcanzar a ver algo de loque ocurría en el interior.

Yo había supuesto que SherlockHolmes entraría a toda prisa en la casa y

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se sumergiría de cabeza en el estudiodel misterio. Nada parecía más lejos desu intención. Con un aire displicenteque, dadas las circunstancias, considerérayano en la afectación, anduvo arriba yabajo por la acera, mirandodistraídamente el suelo, el cielo, lascasas de enfrente y la hilera de verjas.Terminado ese escrutinio, avanzódespacio por el sendero, o mejor dichopor la franja de césped que lo bordeaba,sin levantar los ojos del suelo. Sedetuvo dos veces, y en una ocasión le visonreír y le oí lanzar un grito desatisfacción. Había muchas huellas depisadas en el húmedo suelo de arcilla,pero, como los policías habían ido y

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venido por el sendero, yo no entendíaque mi amigo esperara sacar algo deallí. Había tenido, no obstante, pruebastan extraordinarias de la agudeza de susfacultades perceptivas, que no dudabafuera él capaz de ver muchas cosas quepara mí estaban ocultas.

En la puerta de la casa nosencontramos con un hombre alto, pálido,de pelo rubio, con un cuaderno en lamano, que se abalanzó hacia nosotros yestrechó efusivamente la mano de micompañero.

—¡Cuánto le agradezco que hayavenido! —dijo—. Lo he dejado todo talcomo estaba.

—¡Excepto esto! —replicó Holmes,

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indicando el sendero—. Ni el paso deuna manada de búfalos hubieraocasionado mayores destrozos. Claroque usted habría sacado ya susconclusiones, Gregson, antes de permitirque esto ocurriera.

—He estado muy ocupado en elinterior de la casa —dijo evasivamenteel detective—. Está también aquí micolega, el señor Lestrade. Pensé que élcuidaría de ese detalle.

Holmes me miró y enarcó las cejascon sarcasmo.

—Con dos hombres como usted yLestrade en la brecha, no restará grancosa que descubrir a una tercera persona—dijo.

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Gregson se frotó las manos,satisfecho de sí mismo.

—Creo que hemos hecho cuanto eraposible hacer —respondió—. Sinembargo, es un caso extraño, y sé que austed le gustan estas cosas.

—¿Usted no ha venido hasta aquí encoche de alquiler? —preguntó SherlockHolmes.

—No, señor.—¿Tampoco Lestrade?—No, señor.—En tal caso, vayamos a examinar

la habitación.Tras este comentario incongruente,

Holmes entró en la casa a zancadas,seguido por Gregson, en cuyo rostro se

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reflejaba el asombro.Un corto pasillo, polvoriento y con

el entarimado gastado, llevaba a lacocina y a la despensa. Dos puertas seabrían a uno y otro lado. Era obvio queuna de ellas llevaba cerrada semanas.La otra correspondía al comedor, y allíhabía tenido lugar el misterioso crimen.Holmes entró, y yo le seguí con esaopresión en el pecho que provoca lapresencia de la muerte.

Era una habitación grande ycuadrada, que parecía todavía másespaciosa debido a la ausencia total demuebles. Un papel vulgar y chillónornaba las paredes, pero estaba cubiertode manchas de humedad, y en algunos

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puntos se había desprendido y colgaba atiras, dejando al descubierto el revocoamarillo. Frente a la puerta había unaaparatosa chimenea, coronada por unarepisa de mármol blanco de imitación.En una esquina de la repisa sobresalía elcabo de una vela roja. La única ventanaestaba tan sucia que la luz era tenue eimprecisa, y lo teñía todo de un grisapagado, intensificado por la espesacapa de polvo que recubría la habitaciónentera.

En todos estos detalles reparé mástarde. En aquellos momentos mi atenciónse centró en la solitaria, macabra einmóvil figura que yacía sobre elentarimado, con los ojos ciegos y vacíos

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fijos en el techo descolorido. Era lafigura de un hombre de cuarenta y tres ocuarenta y cuatro años, de medianaestatura, ancho de hombros, conencrespado y rizado cabello negro y unabarba corta. Vestía levita, un chaleco depaño grueso, pantalones de color claro ycamisa de cuello y puños inmaculados.A su lado, en el suelo, había unsombrero de copa, bien cepillado y enbuen estado. El cadáver tenía los puñosapretados y los brazos extendidos,mientras que las extremidades inferioresestaban trabadas una con otra, como sihubiera padecido una agonía muydolorosa. En su rígido rostro había unaexpresión de horror y, me parecía a mí,

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de odio, como jamás la había visto en unser humano. Esa maligna y terriblecontorsión, unida a la estrecha frente, lanariz aplastada y el prognatismo de lamandíbula, daba al cadáver un curiosoaspecto simiesco, acentuado por supostura retorcida y forzada. He visto lamuerte bajo muchas formas, pero nuncacon una apariencia tan terrible como enaquella habitación sucia y oscura, quedaba a una de las principales arteriasdel Londres suburbano.

Lestrade, tan flaco y parecido a unhurón como siempre, estaba de pie en elumbral y nos saludó a mi compañero y amí.

—Este caso armará mucho ruido —

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comentó—. Supera todo lo que he visto,y no nací ayer.

—¿No hay ninguna pista? —inquirióGregson.

—Ninguna en absoluto —respondióLestrade.

Sherlock Holmes se aproximó alcuerpo y, arrodillándose a su lado, loexaminó con atención.

—¿Están seguros de que no tieneninguna herida? —preguntó, mientrasseñalaba las numerosas gotas y manchasde sangre que rodeaban el cadáver.

—¡Absolutamente seguros! —exclamaron ambos detectives.

—En tal caso, es obvio que lasangre pertenece a un segundo

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individuo, presumiblemente al asesino,si es que ha habido un asesinato. Estome trae a la memoria las circunstanciasde la muerte de Van Jansen, en Utrecht,el año treinta y cuatro. ¿Recuerda ustedel caso, Gregson?

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—No, señor.—Pues léalo, debería usted leerlo.

No hay nada nuevo bajo el sol. Todo seha hecho ya antes.

Mientras hablaba, sus ágiles dedosvolaban aquí y allá y a todas partes,palpando, oprimiendo, desabrochando,examinando, aunque sus ojos tenían lamisma expresión ausente que ya hecomentado. El examen fue tan veloz quese hacía difícil adivinar la minuciosidadcon que se había llevado a cabo. Porúltimo, olisqueó los labios del muerto yechó un vistazo a las suelas de sus botasde charol.

—¿No lo han movido en absoluto?—preguntó.

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—Sólo lo imprescindible paranuestro examen.

—Pueden llevarlo ya al depósito —dijo Holmes—. No queda nada queaveriguar.

Gregson tenía a punto una camilla ycuatro hombres. A su llamada, entraronen la habitación, levantaron aldesconocido y se lo llevaron. Mientraslo movían, un anillo cayó tintineando yrodó por el suelo. Lestrade lo cogió y lomiró desconcertado.

—Aquí ha habido una mujer —exclamó—. Es el anillo de boda de unamujer.

Nos lo mostró, mientras hablaba, enla palma abierta de su mano. Nos

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agolpamos todos a su alrededor y loobservamos. No cabía duda de queaquel aro de oro puro había lucidoalguna vez en el dedo de una novia.

—Esto complica más las cosas —dijo Gregson—. Y sabe Dios que yaeran lo bastante complicadas antes.

—¿Está seguro de que no lassimplifica? —inquirió Holmes—. Noaveriguaremos nada más mirando elanillo. ¿Qué han encontrado en susbolsillos?

—Todo está aquí —dijo Gregson, yseñaló los objetos colocados en uno delos peldaños más bajos de la escalera—. Un reloj de oro, número 97163, deBarraud, de Londres. Una cadena de oro

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Príncipe Alberto, muy pesada y sólida.Un anillo de oro macizo, con emblemamasónico. Un alfiler de oro en forma decabeza de bulldog, con rubíes por ojos.Un tarjetero de piel de Rusia contarjetas de Enoch J. Drebber deCleveland, que coinciden con las E. J. D. de la ropa interior. Ningúnmonedero, pero sí dinero suelto porvalor de siete libras y trece chelines.Una edición de bolsillo del Decamerónde Boccaccio, con el nombre de JosephStangerson en la guarda. Dos cartas, unadirigida a E. J. Drebber y la otra aJoseph Stangerson.

—¿A qué dirección?—Al American Exchange del Strand,

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para quien pasase a buscarlas. Ambasson de la Guion Steamship Company yhacen referencia a la salida de susbarcos desde Liverpool. Es obvio queeste desdichado estaba a punto deregresar a Nueva York.

—¿Han hecho alguna averiguaciónacerca del tal Stangerson?

—Inmediatamente —dijo Gregson—. He enviado anuncios a todos losperiódicos, y uno de mis hombres ha idoa la American Exchange, pero todavíano ha regresado.

—¿Han preguntado en Cleveland?—Esta mañana hemos enviado un

telegrama.—¿Cómo se plantearon las

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preguntas?—Simplemente expliqué

detalladamente lo sucedido, y dije queagradeceríamos cualquier informaciónque pudiera sernos útil.

—¿No pidió detalles acerca dealgún punto que le pareciera crucial?

—Pedí informes sobre Stangerson.—¿Nada más? ¿No hay algún detalle

sobre el que parece girar todo el caso?¿No quiere telegrafiar de nuevo?

—He dicho todo lo que tenía quedecir —replicó Gregson con enojo.

Sherlock Holmes rio entre dientes, yparecía a punto de hacer unaobservación cuando Lestrade, que habíapermanecido en la sala mientras

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nosotros manteníamos esta conversaciónen el vestíbulo, apareció de nuevo enescena, frotándose las manos conpomposa autosatisfacción.

—Señor Gregson —dijo—, acabode hacer un descubrimiento de máximaimportancia y que se nos hubiera pasadopor alto si yo no hubiera examinadocuidadosamente las paredes.

Al hombrecillo le centelleaban losojos mientras hablaba, y era evidenteque experimentaba un oculto júbilo porhaberse apuntado un tanto sobre sucolega.

—Vengan conmigo —dijo, mientrasvolvía a meterse apresuradamente en lasala, donde parecía respirarse un aire

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más limpio desde que se habían llevadoa su lúgubre ocupante—. ¡Ahorapónganse aquí!

Prendió una cerilla en la suela de suzapato y la acercó a la pared.

—¡Miren esto! —dijo en tonotriunfal.

Ya he comentado que el papel sehabía desprendido en algunos puntos. Enaquel rincón de la sala colgaba una largatira, que dejaba al descubierto unrecuadro amarillo de tosco revoco. Enel espacio vacío habían garrapateado enletras rojo sangre una sola palabra:

RACHE

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—¿Qué les parece esto? —exclamóel detective, con los aires de unpresentador que exhibe su espectáculo—. Había pasado inadvertido porqueestá en el rincón más oscuro de lahabitación y a nadie se le había ocurridomirar aquí. El asesino o la asesina lo haescrito con su propia sangre. ¡Vean elgoterón que se ha escurrido pared abajo!En cualquier caso, esto descarta la ideadel suicidio. ¿Por qué escribieronprecisamente en este rincón? Se lo diré.Fíjense en la vela de la repisa de lachimenea. En aquel momento estabaencendida, y, al estar encendida, esterincón que ahora es el más oscuro era elmejor iluminado de la pared.

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—¿Y qué significa esto, ahora queusted lo ha encontrado? —preguntóGregson con desdén.

—¿Qué significa? Significa quealguien iba a escribir el nombrefemenino Rachel. Pero algo leinterrumpió o la interrumpió antes deque le diera tiempo a terminar.

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Recuerden esto: cuando el caso seresuelva, comprobarán que una mujerllamada Rachel está involucrada. Ríasecuanto le venga en gana, señor Holmes.Usted será muy hábil y muy inteligente,pero no olvide que más sabe el diablopor viejo que por diablo.

—¡Le ruego de veras que medisculpe! —dijo mi compañero, que alestallar en una carcajada había enojadoal hombrecillo—. Usted tiene el méritoindiscutible de haber sido el primero endescubrir esta inscripción, que, comodice, tiene todas las trazas de haber sidoescrita por el otro participante en elmisterio de la última noche. Yo no hetenido aún tiempo de examinar la

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habitación, pero, con su permiso, voy ahacerlo ahora.

Mientras hablaba, se sacó delbolsillo una cinta métrica y una gruesa yredonda lente de aumento. Con esos dosinstrumentos, recorrió silenciosamentede un lado a otro la estancia,deteniéndose unas veces, arrodillándoseotras y tumbándose incluso en unaocasión de bruces en el suelo. Tanembebido lo tenía su tarea que parecíahaber olvidado nuestra presencia,porque estuvo todo el tiempomascullando para sí mismo, en un fuegograneado de exclamaciones, gruñidos,silbidos y breves gritos de ánimo y deesperanza. Mientras lo observaba, no

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pude evitar pensar en un perro de caza,de pura raza y bien adiestrado, queavanza y retrocede entre los matorrales,gañendo con impaciencia, hastaencontrar de nuevo el rastro perdido.Continuó su exploración durante almenos veinte minutos, midiendo contodo cuidado la distancia entre huellasque eran completamente invisibles paramí, y aplicando a veces la cinta métricaa las paredes de forma igualmenteincomprensible. En cierto lugar recogiócon gran cuidado del suelo unmontoncito de polvo gris y lo guardó enun sobre. Por último, examinó con sulupa la palabra escrita en la pared,revisando cada una de las letras con

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minuciosa exactitud. Hecho esto,pareció darse por satisfecho, puesvolvió a meterse la cinta métrica y lalupa en el bolsillo.

—Dicen que la genialidad consisteen una infinita capacidad de esfuerzo —observó con una sonrisa—. Es unapésima definición, pero se aplica bien altrabajo del detective.

Gregson y Lestrade habíanobservado las maniobras de su colegaamateur con notable curiosidad y ciertodesdén. Era evidente que no habíanllegado a comprender, como yoempezaba a hacerlo, que incluso losactos más insignificantes de SherlockHolmes tenían una finalidad determinada

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y práctica.

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—¿Qué opina usted de todo esto? —le preguntaron los dos.

—Si me permitiera ayudarles aresolver el caso, les robaría el méritoque les corresponde —observó miamigo—. Lo están haciendo tan bien quesería una pena que alguien seentrometiera —al decir esto su vozrezumaba sarcasmo—. Pero si me tienenal corriente del curso de la investigación—siguió—, será un placer para míayudarles en lo que pueda. Entretanto megustaría hablar con el agente queencontró el cadáver. ¿Pueden darme sunombre y dirección?

Lestrade consultó su cuaderno.—John Rance —dijo—. Ahora no

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está de servicio. Lo encontrará en el 46de Audley Court, Kennington Park Gate.

Holmes anotó la dirección.—Venga conmigo, doctor —me dijo

—. Iremos a verle. Les diré algo quepuede ayudarles en este caso —prosiguió, dirigiéndose a los dosdetectives—. Ha habido un asesinato, yel asesino ha sido un hombre. Mide másde seis pies, está en la flor de la edad,tiene pies pequeños para su estatura,calzaba recias botas de punteracuadrada y fumaba un cigarroTrichinopoly. Llegó aquí con su víctimaen un coche de cuatro ruedas, tirado porun caballo con tres herraduras viejas yuna nueva en la pata delantera derecha.

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Es muy probable que el asesino tuvieraun rostro rubicundo, y llevaba las uñasde la mano derecha extraordinariamentelargas. No son más que unos pocosdatos, pero tal vez les sean útiles.

Lestrade y Gregson se miraron eluno al otro con una incrédula sonrisa.

—Si este hombre fue asesinado,¿cómo lo hicieron? —preguntó elprimero.

—Veneno —dijo Holmeslacónicamente, mientras echaba a andar—. Una cosa más, Lestrade —añadió,volviéndose desde la puerta—: «Rache»es la palabra alemana que significa«venganza»; de modo que no pierda eltiempo buscando a una tal señorita

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Rachel.Y tras este dardo imprevisto,

lanzado a la manera de los jinetes partosen su huida, se marchó, dejandoboquiabiertos a sus espaldas a los dosrivales.

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4

LO QUE JOHN RANCE TENÍA QUECONTAR

Era la una cuando abandonamos elnúmero 3 de Lauriston Gardens.Sherlock Holmes me llevó a la oficinade telégrafos más cercana, desde dondeenvió un largo telegrama. Después tomóun coche y ordenó al cochero que nosllevara a la dirección que nos habíadado Lestrade.

—No hay nada como los datos deprimera mano —comentó—. Lo cierto

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es que ya me he formado una ideacompleta del caso, pero no estará demás que averigüemos todo lo que sepueda averiguar.

—Me sorprende usted, Holmes —ledije—. Sin duda no puede estar tanseguro como pretende de los datos queles dio.

—No cabe el menor error —respondió—. Lo primero que observé alllegar fueron las dos huellas que lasruedas de un carruaje habían dejado.Ahora bien, hasta la noche pasada nohabía llovido en toda la semana, demodo que las ruedas que dejaron esasmarcas tan profundas tuvieron quehacerlo la última noche. También había

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huellas de cascos de caballo, y el perfilde una de ellas estaba más nítidamentemarcado que el de las otras tres, lo cualindica que la herradura era nueva.Puesto que el coche estuvo allí despuésde que empezara a llover y no estuvoallí en ningún momento de la mañana,según asegura Gregson, tuvo que estarallí en el curso de la noche y, porconsiguiente, llevó a los dos individuosa la casa.

—Parece bastante claro —dije—.Pero ¿y la estatura del otro hombre?

—Bien, en nueve de cada diez casosla estatura de un hombre puedededucirse de la longitud de sus pasos.Es un cálculo bastante sencillo, pero no

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voy a aburrirle con números. Yodisponía de las huellas que los pies deese individuo habían dejado en la arcilladel exterior y en el polvo del interior dela casa. Además había un medio deverificar mi cálculo. Cuando un hombreescribe en la pared, suele hacerloinstintivamente a la altura de los ojos.Las letras se hallaban a poco más deseis pies del suelo. Era un juego deniños.

—¿Y la edad?—Mire, si un hombre es capaz de

dar sin el menor esfuerzo zancadas decuatro pies y medio, no puede haberalcanzado la edad de las arrugas y lascanas. Esa era la anchura de un charco

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del sendero del jardín por el que tuvoevidentemente que pasar. Las botas decharol lo rodearon, pero las de punteracuadrada lo traspusieron de un salto.Todo esto no encierra ningún misterio.Me limito a aplicar a la vida cotidianaalgunos de los preceptos de observacióny deducción que propugnaba en aquelartículo. ¿Hay algo más que todavía letenga intrigado?

—Las uñas de los dedos y el cigarroTrichinopoly.

—La inscripción de la pared se hizocon un dedo índice bañado en sangre.Gracias a mi lupa observé que alhacerlo habían rayado el enlucido, locual no habría ocurrido si el hombre

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hubiera llevado las uñas cortas. Recogíun poco de ceniza esparcida por elsuelo. Era de color oscuro y formabaescamas… Sólo un cigarro Trichinopolyproduce ese tipo de ceniza. He hecho unestudio sobre las cenizas de tabaco. Dehecho, he escrito una monografía sobreel tema. Me vanaglorio de poderidentificar de una ojeada las cenizas delas distintas marcas de cigarro ytabacos. Es precisamente en detallescomo este donde se diferencia undetective experto de tipos como Gregsony Lestrade.

—¿Y el rostro rubicundo?—Ah, eso fue una conjetura más

osada, aunque estoy seguro de llevar

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razón. No debe preguntarme esto en elpunto en que se halla ahora el caso.

Me pasé la mano por la frente.—La cabeza me da vueltas —

comenté—. Cuanto más piensa uno en él,más misterioso se vuelve. ¿Cómoentraron aquellos dos hombres, si fuerondos hombres, en una casa deshabitada?¿Qué se hizo del cochero que los llevóhasta allí? ¿Cómo puede un hombreobligar a otro a ingerir veneno? ¿Dedónde salió la sangre? ¿Cuál fue elmóvil del asesinato, ya que no se tratade un robo? ¿Cómo fue a parar allí elanillo de la mujer? Y, sobre todo, ¿porqué escribió el segundo hombre lapalabra alemana «Rache» antes de

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largarse? Confieso que me sientoincapaz de conciliar todos estos datos.

Mi compañero sonrió conaprobación.

—Ha resumido usted los puntosdifíciles de la cuestión de forma concisay acertada —dijo—. Quedan todavíamuchos aspectos oscuros, aunque tengoya formada una opinión acerca de loshechos principales. En cuanto aldescubrimiento del pobre Lestrade, setrata sólo de una añagaza para lanzar ala policía por una pista equivocada,sugiriendo que el crimen es obra desocialistas y sociedades secretas. Lainscripción no fue hecha por un alemán.Habrá observado que la A estaba escrita

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al modo alemán pero, cuando un alemánauténtico escribe en letras de imprenta,utiliza caracteres latinos. Podemosafirmar con certeza, pues, que no fueescrito por un alemán, sino por un torpeimitador que se excedió en la imitación.Fue simplemente una artimaña paradesviar la investigación hacia pistaserróneas. No voy a contarle mucho másde este caso, doctor. Usted sabe que unprestidigitador pierde crédito en cuantoexplica el truco y, si le muestrodemasiados elementos de mi método detrabajo, llegará a la conclusión de que, afin de cuentas, soy un individuo bastantecorriente.

—Nunca haré tal cosa —le respondí

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—. Usted ha aproximado tanto lainvestigación detectivesca a una cienciaexacta como nadie podrá hacerlo en elfuturo.

Mi compañero se sonrojó de placerante mis palabras y ante la seriedad conque las pronuncié. Yo ya habíaobservado que, en lo concerniente a suarte, era tan sensible a los halagos comocualquier muchachita en lo concernientea su belleza.

—Le confiaré algo más —dijo—.Botas-de-charol y punteras-cuadradasllegaron en el mismo carruaje, yrecorrieron juntos el sendero comobuenos amigos, probablemente cogidosdel brazo. Una vez dentro, recorrieron

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arriba y abajo la habitación, o mejordicho, botas-de-charol permanecióinmóvil, mientras punteras-cuadradasrecorría arriba y abajo la habitación.Pude leer todo esto en la capa de polvo,y pude leer que mientras andaba seexcitaba más y más. Lo prueba que dierazancadas cada vez más largas. No paróde hablar ni un instante y se fueenardeciendo hasta ponerse, sin duda,hecho una furia. Entonces tuvo lugar latragedia. Le he contado todo lo que sé eneste momento, el resto son suposicionesy conjeturas. Disponemos, no obstante,de una buena base de trabajo comopunto de partida. Y ahora debemosapresurarnos, porque quiero ir esta tarde

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al concierto de Halle para oír a NormanNeruda.

Esta conversación había tenido lugarmientras nuestro coche discurría a travésde una larga sucesión de sucias calles ysombríos callejones. El cochero sedetuvo de pronto en el más sucio ysombrío de ellos.

—Ahí dentro está Audley Court —dijo, señalando una estrecha hendiduraque se abría en la línea apagada deladrillos—. Aquí me encontraránustedes cuando vuelvan.

Audley Court no era un lugaragradable. El estrecho callejón noscondujo a un cuadrángulo enlosadorodeado por sórdidas viviendas. Nos

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abrimos paso entre grupos de niñossucios y cuerdas con sábanasdescoloridas tendidas a secar, antes dellegar al número 46, cuya puertaostentaba una chapita de bronce dondeestaba grabado el apellido «Rance». Alpreguntar, nos dijeron que el agenteestaba en la cama, y nos hicieron pasar auna salita que había en la entrada, paraque le esperásemos allí.

Apareció poco después y parecía unpoco molesto porque hubiéramosperturbado su sueño.

—Presenté mi informe en comisaría—dijo.

Holmes se sacó medio soberano delbolsillo y jugueteó con él meditabundo.

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—Pensamos que nos gustaría oírlotodo de sus propios labios —dijo.

—Tendré mucho gusto en contarlestodo —contestó el agente, sin apartar losojos del pequeño disco de oro.

—Cuéntelo todo a su modo y talcomo sucedió.

Rance se sentó en el sofá de crin yfrunció el entrecejo, como si estuvieradecidido a no omitir nada en sunarración.

—Se lo contaré desde el principio—dijo—. Mi turno es desde las diez dela noche hasta las seis de la mañana. Alas once hubo una pelea en El CiervoBlanco, pero menos esto todo estuvobastante tranquilo durante mi ronda. A la

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una empezó a llover, y me encontré conHarry Murcher, el que tiene la ronda deHolland Grove, y estuvimos juntos en laesquina de Henrietta Street de palique.Después, quizá a las dos o un poco mástarde, pensé que iría a echar un vistazo ya ver si todo iba bien en Brixton Road.Aquello estaba muy sucio y solitario. Nome tropecé con alma viviente en todo elcamino, aunque pasaron uno o doscarruajes por mi lado. Iba yo andandosin prisa, pensando, dicho sea entrenosotros, lo bien que me vendría un buenlatigazo de ginebra caliente, cuando derepente el brillo de una luz me atrajo losojos desde la ventana de esa casa.Bueno, yo sabía que esas dos casas de

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Lauriston Gardens estaban vacías,porque resulta que el propietario deellas no quería cambiar los desagüesaunque el último tipo de todos que vivióallí la palmó de tifus. De modo quequedé turulato al ver la luz y sospechéque algo iba mal. Cuando llegué a lapuerta…

—Se detuvo usted, y regresó a laentrada del jardín —le interrumpió micompañero—. ¿Por qué lo hizo?

Rance se sobresaltó y miró fijamentea Sherlock Holmes, con el asombroreflejado en el semblante.

—Bueno, eso es verdad, señor —dijo—, aunque Dios sabe cómo ha hechousted para saberlo. Mire, cuando llegué

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a la puerta de la casa estaba todo tansilencioso y tan sólo que me dije que nome vendría mal que alguien estuvieraconmigo. A este lado de la tumba nadame asusta, pero pensé que quizá el tipoque la palmó de tifus andaba por allívigilando los desagües que lo mataron.Eso me dio una especie de mareo y mefui a la verja para ver si veía la linternade Murcher, pero no había rastro ni deMurcher ni de otro.

—¿No había nadie en la calle?—Ni un alma viviente, caballero, ni

un perro pulgoso. Bueno, después mereuní los ánimos y volví atrás y empujéla puerta. Todo estaba en silencio, asíque entré en el cuarto donde ardía una

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lucecita. Había una vela en el mármol dela chimenea, una vela de cera roja queparpadeaba, y a su luz vi…

—Sí, ya sé lo que vio. Dio unasvueltas por la habitación, y se arrodillójunto al cadáver, y después cruzó lahabitación y trató de abrir la puerta de lacocina. Y después…

John Rance se levantó de un salto,con cara asustada y ojos suspicaces.

—¿Dónde estaba usted escondidopara ver todo esto? —gritó—. Meparece que sabe un montón más de loque tendría que saber.

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Holmes se echó a reír y le tiró sutarjeta al agente a través de la mesa.

—¿No irá usted a arrestarme por elasesinato? —dijo—. Soy uno de losperros de la jauría y no el lobo. El señorGregson y el señor Lestrade puedenatestiguarlo.

Sigamos, pues. ¿Qué hizo usted acontinuación?

Rance volvió a sentarse, sin perder,no obstante, su expresión dedesconcierto.

—Volví a la verja y toqué mi silbato.Eso hizo venir a Murcher y a dos más.

—¿Seguía la calle desierta?—Bueno, sí seguía, por lo menos de

alguien que pudiera hacer algo útil.

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—¿Qué quiere decir?Las facciones del agente se

distendieron en una sonrisa burlona.—He visto tipos trompas a manta en

mi vida —dijo—, pero ninguno tanescandalosamente trompa como ese.Estaba apoyado en la verja cuando yosalí y cantaba a grito pelado algo de unaNueva Bandera Columbina de Barras oalgo por el estilo. No se aguantaba depie y de poder ayudarme nada.

—¿Qué tipo de hombre era? —preguntó Sherlock Holmes.

Esta digresión pareció irritar unpoco a John Rance.

—Era un borracho fuera de serie —dijo—. De no estar nosotros metidos en

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tanto jaleo, se habría encontrado élmetido en chirona.

—¿No se fijó usted en su rostro, ensu ropa? —le interrumpió Holmesimpaciente.

—Claro que tuve que fijarme. Situve que aguantarlo, yo y Murcher entrelos dos, para que no se cayera. Era untío larguirucho, con la cara roja, con laparte de abajo cubierta…

—Esto me basta —exclamó Holmes—. ¿Y qué fue de él?

—Ya teníamos bastante trabajo sinocuparnos de él —dijo el policía, entono ofendido—. Seguro que se lasarregló para llegar a su casa sinproblemas.

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—¿Cómo iba vestido?—Con un gabán marrón.—¿Llevaba un látigo en la mano?—¿Un látigo? No.—Debió de dejarlo dentro —

rezongó Holmes—. ¿Y después de estono oyeron ni vieron pasar un carruaje?

—No.—Aquí tiene su medio soberano —

dijo mi compañero, levantándose ycogiendo el sombrero—. Mucho metemo, Rance, que usted no ascenderá enel cuerpo. Debería utilizar para algomás que como adorno esta cabeza quesostiene sobre los hombros. La últimanoche pudo ganarse los galones desargento. El individuo que sostuvo entre

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sus brazos es el hombre que tiene laclave de este misterio y al que andamosbuscando. De nada sirve discutirloahora, pero le aseguro que es así.Vámonos, doctor.

Anduvimos juntos hacia el coche,dejando a nuestro informador incrédulo,pero obviamente inquieto.

—¡Pobre idiota! —rezongó Holmescon acritud, mientras regresábamos acasa—. ¡Pensar que tuvo un golpe desuerte tan extraordinario y que no suposacarle provecho!

—Sigo sin acabar de entender nada.Cierto que la descripción del hombreencaja con la idea que usted tenía delsegundo participante en el misterio. Pero

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¿por qué tuvo que regresar a la casa? Noparece la conducta propia de uncriminal.

—El anillo, amigo mío, el anillo.Por eso volvió. Si no tenemos otraforma de pillarlo, siempre podremosutilizar el anillo como cebo. Loatraparé, doctor; le apuesto doble contrasencillo a que lo atraparé. Y a usted leestoy muy agradecido por todo. De noser por usted, no habría salido de casa yme hubiera perdido el estudio del casomás interesante con que me heencontrado. Estudio en escarlata, ¿no?¿Por qué no utilizar un poco la jergaartística? En la madeja incolora de lavida encontramos la hebra escarlata del

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asesinato, y nuestro deber consiste endesenredarla, separarla de las restantesy sacar a la luz hasta el menor de susdetalles. Y ahora a comer, y luego aNorman Neruda. Su ejecución y suforma de pulsar las cuerdas sonmaravillosas. ¿Cuál es la piececita deChopin que toca tan estupendamente?Tra-la-la-lira-lira-la.

Y aquel sabueso aficionado siguiógorjeando cual una alondra, reclinado enel asiento del coche, mientras yomeditaba acerca de las múltiples facetasdel alma humana.

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5

NUESTRO ANUNCIO ATRAE A UNVISITANTE

Nuestras actividades matinales habíansido excesivas para mi delicada salud, ypor la tarde estaba exhausto. Después deque Holmes se fuera al concierto, metumbé en el sofá e intenté dormir un parde horas. Fue inútil. Mi mente estabademasiado excitada por todo loocurrido, y en ella se agolpaban las másextrañas fantasías y conjeturas. Cada vezque cerraba los ojos, veía ante mí los

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crispados rasgos del hombre asesinado.La impresión que me había producidoaquel rostro era tan siniestra que se mehacía difícil no sentir cierta gratitud porquien lo había borrado de la faz de latierra. De haber facciones que reflejaranlos vicios más detestables, estas eran,sin duda, las de Enoch J. Drebber, deCleveland. Sin embargo, yo reconocíaque debía hacerse justicia, y que ladepravación de la víctima no implicabaque la ley dejara impune al asesino.

Cuantas más vueltas le daba, mássorprendente me parecía la hipótesis demi compañero de que aquel hombrehabía sido envenenado. Recordaba quele había olisqueado los labios, y no me

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cabía duda de que había detectado algoque le hizo concebir esta idea. Además,si no había sido un veneno, ¿qué habíacausado la muerte de aquel hombre queno tenía heridas ni marcas deestrangulamiento? Pero, por otra parte,¿de quién era la sangre que cubría elsuelo? No había señales de lucha, ni lavíctima tenía un arma con la que hubierapodido herir a su antagonista. Mientrasno se resolvieran todas estas cuestionesme parecía que dormir no iba a ser cosafácil, ni para Holmes ni para mí. Lacalma y la seguridad en sí mismo que élmostraba me convencieron de que yahabía forjado una teoría que explicabatodos los hechos, pero no tenía la idea

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más remota de cuál podía ser.Holmes regresó muy tarde, tan tarde

que comprendí que el concierto no lepodía haber ocupado todo ese tiempo.La cena ya estaba servida antes de queél apareciera.

—Ha sido magnífico —dijomientras tomaba asiento—. ¿Recuerdausted lo que dice Darwin sobre lamúsica? Afirma que la capacidad deproducirla y de apreciarla existió en laraza humana mucho antes que lacapacidad de hablar. Tal vez por esoinfluye en nosotros de un modo tan sutil.Persisten en nuestras almas vagosrecuerdos de aquellos siglos nebulososen que el mundo estaba todavía en su

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niñez.—Es una idea bastante amplia —

observé.—Nuestras ideas tienen que ser tan

amplias como la naturaleza si debeninterpretar la naturaleza. ¿Qué le ocurre?No tiene usted buen aspecto. Ese asuntode Brixton Road lo ha trastornado.

—Sí lo ha hecho, la verdad. Misexperiencias en Afganistán deberíanhaberme endurecido más. Vi a mispropios compañeros hechos pedazos enMaiwand sin perder por ello losnervios.

—Lo entiendo perfectamente.Estamos ante un misterio que estimula laimaginación, y donde no hay

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imaginación no hay horror. ¿Ha visto elperiódico de la tarde?

—No.—Da una versión bastante correcta

del asunto. No menciona el hecho deque, al levantar el cuerpo, cayó al sueloun anillo de compromiso de mujer.Mejor así.

—¿Por qué?—Mire este anuncio —me respondió

—. Lo envié esta mañana a todos losperiódicos, inmediatamente después desalir de la casa del crimen.

Me tendió el periódico y miré elpunto que me señalaba. Era el primeranuncio de la columna de «ObjetosPerdidos». Decía:

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«Encontrado esta mañana enBrixton Road un anillo de oro purode pedida, en plena calle, entre lataberna El Ciervo Blanco y HollandGrove. Dirigirse al Dr. Watson,221 B, Baker Street, entre las ocho ylas nueve de esta noche».

—Discúlpeme por usar su nombre—me dijo Holmes—. Si hubierautilizado el mío, alguno de esos zoqueteshubiera podido reconocerlo y pretenderentrometerse en el asunto.

—De acuerdo. Pero, suponiendo quealguien acuda, yo no tengo el anillo.

—¡Oh, claro que lo tiene! —dijo,tendiéndome uno—. Este puede servir.Es casi una copia exacta.

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—¿Y quién espera usted que acuda?—Pues el hombre del gabán marrón

y el rostro rubicundo, nuestro queridoamigo de las punteras cuadradas. Y, sino viene él, enviará a un cómplice.

—¿No le parecerá demasiadopeligroso?

—En absoluto. Si mi visión del casoes correcta, y tengo buenas razones paracreer que lo es, ese hombre correrácualquier riesgo antes que renunciar alanillo. En mi opinión, se le cayó alinclinarse sobre el cadáver de Drebber,y no lo advirtió en aquel momento. Trasabandonar la casa, descubrió que lohabía perdido y regresó a toda prisa,pero la policía, alertada por la vela que

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él insensatamente había olvidadoencendida, se había adueñado del lugar.Tuvo que fingirse borracho para disiparlas sospechas que podría habersuscitado su presencia junto a la verja.Póngase en el lugar de ese hombre. Alexaminar detenidamente lo sucedido, sele tuvo que ocurrir que también eraposible que hubiera perdido el anillo enla calle después de salir de la casa.¿Qué hacer entonces? Esperar ansiosolos periódicos de la tarde con laesperanza de encontrarlo entre losobjetos perdidos. Desde luego, habráreparado en mi anuncio. Y no cabrá en síde gozo. ¿Por qué habría de temer que setratara de una trampa? A sus ojos no hay

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razón alguna para que el hallazgo delanillo se relacione con el asesinato.Verá cómo sí viene. Vendrá. Lo tendráusted aquí antes de una hora.

—¿Y entonces?—Oh, puede dejar que sea yo quien

me ocupe de él. ¿Dispone usted de unarma?

—Mi viejo revólver reglamentario yalgunos cartuchos.

—Será mejor que lo limpie y locargue. Nos enfrentaremos a un hombredesesperado y, aunque lo pilledesprevenido, más vale estarpreparados para cualquier cosa.

Fui a mi dormitorio e hice lo que mepedía. Cuando regresé con el revólver,

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habían quitado la mesa, y Holmes seentregaba a su ocupación favorita:rascar las cuerdas de su violín.

—La cosa se complica —dijo alverme entrar—. Acabo de recibirrespuesta al telegrama que envié aEstados Unidos. Mi visión del caso eracorrecta.

—¿Y consiste en…? —pregunté conimpaciencia.

—Mi violín mejoraría con cuerdasnuevas —observó Holmes—. Métase elrevólver en el bolsillo, Watson. Cuandollegue este individuo, háblele en tononormal. El resto déjemelo a mí. No loalarme mirándole con demasiadainsistencia.

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—Ahora son las ocho —dije,consultando mi reloj.

—Sí. Probablemente estará aquíantes de unos minutos. Abra un poco lapuerta. Así está bien. Ahora ponga lallave por dentro. ¡Gracias! Mire estecurioso libro viejo que encontré ayer enun tenderete, De jure inter gentes,editado en latín en Lieja el año 1642. Lacabeza del rey Carlos todavía seguíasobre sus hombros cuando se imprimióeste librito de lomo marrón.

—¿Quién lo imprimió?—Philippe de Croy, quienquiera que

fuese. En la guarda, escrito en tintaborrosa, se lee: «Ex libris GuliolmiWhyte». Me pregunto quién sería el tal

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Guliolmi Whyte. Un pragmático juristadel siglo XVII, supongo. Su escrituratiene rasgos legalistas. Pero parece queahí viene nuestro hombre.

Mientras hablaba, sonó coninsistencia la campanilla. Holmes selevantó sin hacer ruido y aproximó susilla a la puerta. Percibimos los pasosde la criada a través del vestíbulo y elseco chasquido del pestillo al abrirlo.

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—¿Vive aquí el doctor Watson? —inquirió una voz clara pero un pocoáspera.

No pudimos oír la respuesta de lacriada, pero la puerta se cerró y alguienempezó a subir las escaleras. Los pasoseran inseguros y nuestro visitantearrastraba los pies. Al oírlos, cruzó porel rostro de mi compañero una expresiónde sorpresa. Avanzaron despacio por elpasillo, y sonó un golpecito en la puerta.

—Adelante —exclamé.A mi requerimiento, en lugar del

individuo violento que esperábamos,entró renqueando en la habitación unamujer muy vieja y arrugada. Parecíadeslumbrada por el súbito resplandor de

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la luz y, tras doblar la rodilla en unareverencia, se nos quedó mirando conojos legañosos y parpadeantes, mientrassus dedos temblorosos hurgaban en subolsillo. Eché una mirada a micompañero, cuyo rostro había adquiridouna expresión tan desolada que me costóun esfuerzo contener la risa.

La vieja sacó un periódico de latarde y señaló nuestro anuncio.

—Es esto lo que me ha traído aquí,buenos caballeros —dijo, haciendo otrareverencia—. Un anillo de oro depedida en Brixton Road. Pertenece a mihija Sally, casada desde hace sólo eltiempo de doce meses y con un maridoque es camarero en uno de los barcos de

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la Union Line, y no quiero ni pensar loque dirá si va y vuelve y la encuentra aella sin anillo, porque ya es bastantebruto cuando está bien, pero cuando estátrompa es brutísimo. Para que ustedessepan, Sally fue al circo anoche con…

—¿Es este el anillo? —pregunté.—¡Gracias sean dadas a Dios! —

gritó la vieja—. Sally será esta nocheuna mujer feliz. Sí, este es el anillo.

—¿Y cuál es su dirección? —pregunté, cogiendo un lápiz.

—El 13 de Duncan Street, enHoundsdtich. Muy lejos de aquí.

—Brixton Road no cae entre ningúncirco y Houndsdtich —dijo SherlockHolmes con acritud.

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La vieja dio media vuelta y lo mirófijamente con sus ojillos enrojecidos.

—El caballero me preguntó midirección —dijo—. Sally vive en el 3de Mayfield Place, Peckham.

—¿Y el apellido es…?—El mío es Sawyer, el de Sally es

Dennis, porque se casó con Tom Dennis,que es un tipo listo y honrado cuandoestá en el mar, todo hay que decirlo; nohay camarero al que aprecien más en lacompañía, pero en tierra, con lasmujeres y las tabernas…

—Aquí tiene su anillo, señoraSawyer —la interrumpí, obedeciendouna señal de mi compañero—. Esevidente que pertenece a su hija, y me

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alegra poder devolverlo a su legítimodueño.

Farfullando bendiciones y gestos deagradecimiento, la vieja se lo metió enel bolsillo y se fue, arrastrando los pies,escaleras abajo. En el preciso instanteen que ella salió de la habitación,Holmes se levantó de un salto y corrió asu dormitorio. Regresó enseguida,arropado en un amplio abrigo y unabufanda.

—Voy a seguirla —me dijoapresuradamente—. Tiene que ser sucómplice y me llevará hasta él.Espéreme levantado.

La puerta del vestíbulo acababa decerrarse de golpe, cuando Holmes

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bajaba ya las escaleras. Mirando por laventana, pude ver que la vieja caminabapenosamente por la acera de enfrente yque su perseguidor la seguía a pocadistancia. «O toda su teoría esequivocada», me dije, «o está a punto deintroducirse en el corazón del misterio».No hacía falta que me pidiera que leesperara levantado, porque sentía que noiba a poder conciliar el sueño hastaconocer el resultado de su aventura.

Eran casi las nueve cuando Holmesse marchó. Yo no tenía ni idea deltiempo que podía tardar, pero me sentéimpasible, dando chupadas a mi pipa yhojeando Vie de Bohème, de HenriMurger. Dieron las diez, y oí los ligeros

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pasos de la criada yendo a acostarse.Las once, y cruzaron ante mi puerta lospasos más solemnes de la casera, que sedirigía también a la cama. Eran casi lasdoce cuando oí el seco sonido de lallave de mi compañero. Supe al instante,al ver su expresión, que no había tenidosuerte. La contrariedad y el regocijoparecían luchar en su interior, hasta quede pronto se impuso el sentido delhumor y prorrumpió en una estrepitosacarcajada.

—Por nada del mundo quisiera quelos de Scotland Yard se enteraran deesto —exclamó, desplomándose en susillón—. Me he burlado de ellos tantasveces que no dejarían de echármelo en

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cara el resto de mis días. Yo puedopermitirme reír, porque sé que a la largame saldré con la mía.

—¿Qué ha pasado, pues? —pregunté.

—Oh, no me importa narrar unepisodio que me deja en mal lugar.Aquella criatura había andado un trecho,cuando empezó a cojear y dio clarasmuestras de que le dolían los pies.Entonces se paró y detuvo un coche quepasaba por allí. Me las arreglé paraestar lo bastante cerca para oír ladirección que le diera al cochero, peromi esfuerzo fue innecesario, porque lagritó en voz tan alta que hubiera podidooírla desde el otro extremo de la calle.

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«Lléveme al 13 de Duncan Street.Houndsdtich», gritó. «Esto empieza aparecer cierto», pensé, y, tras verlainstalada en el interior, me encaramé ala parte trasera del coche. Es un arte quetodo detective debería dominar. Puesbien, hacia allí traqueteó el carruaje, sinque el cochero tirara una sola vez de lasriendas hasta que llegamos a la calle encuestión. Yo bajé de un salto antes deque estuviéramos ante la puerta, yrecorrí con aire despreocupado y sinapresurarme lo que restaba de camino.Vi que el coche se detenía. El cocherobajó del pescante, y le vi abrir laportezuela y quedarse esperando. Perono salió nadie. Cuando llegué donde él

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estaba, buscaba frenéticamente a tientasen el interior vacío, mientras sedesahogaba con el repertorio mejorsurtido de palabrotas que he oído en mivida. No había el menor rastro ni señalde la pasajera, y me temo que pasarábastante tiempo antes de que cobre elimporte del viaje. Al preguntar en elnúmero 13, resultó que la casa pertenecea un respetable fabricante de papelespintados, llamado Weswick, y que nuncahabían oído los nombres de Sawyer oDennis.

—¿No pretenderá usted decirme —exclamé asombrado— que aquella débilvieja tambaleante fue capaz de saltar delcoche en plena marcha y sin que ni usted

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ni el cochero se dieran cuenta?—¡Al diablo lo de vieja! —dijo

Sherlock Holmes con brusquedad—.Nosotros sí nos comportamos comoviejas bobas dejándonos engañar de esemodo. Se trata con seguridad de unhombre joven y enérgico, además de serun actor fuera de serie. Lacaracterización era inimitable. Advirtiósin duda que le seguían, y utilizó esetruco para darme esquinazo. Esodemuestra que el hombre queperseguimos no está tan sólo comoimaginaba, sino que tiene amigosdispuestos a arriesgarse por él. Bueno,doctor, parece usted agotado. Hágamecaso y acuéstese.

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Verdaderamente me sentía exhausto,de modo que seguí su indicación. Dejé aHolmes sentado ante los rescoldos de lachimenea, y a altas horas de la nochepude escuchar los melancólicos yapagados sones de su violín, indicioseguro de que seguía reflexionandosobre el extraño problema que se habíapropuesto resolver.

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6

TOBIAS GREGSON MUESTRA DELO QUE ES CAPAZ

Al día siguiente los periódicosinformaban ampliamente de lo quellamaban el «Misterio de Brixton».Todos traían un largo relato de loocurrido, y algunos le dedicaban ademássus editoriales. Había datos que yodesconocía. Todavía conservo en miálbum de recortes abundantesfragmentos y extractos referentes alcaso. He aquí un resumen de alguno de

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ellos.El Daily Telegraph señalaba que

pocas veces se había dado en la historiadel crimen una tragedia decaracterísticas tan extrañas. El nombrealemán de la víctima, la ausencia decualquier otro móvil y la siniestrainscripción en la pared, todo apuntaba aque era cosa de refugiados políticos yde revolucionarios. Los socialistastenían muchas ramificaciones en EstadosUnidos, y sin duda el difunto habíainfringido alguna de sus leyes noescritas y habían terminado con él. Trasaludir al Vehmgericht, al aqua tofana, alos carbonarios, a la marquesa deBrinvilliers, a la teoría de Darwin, a los

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principios de Malthus y a los asesinatosde Ratcliff Highway, el artículo concluíaponiendo en guardia al Gobierno ysolicitando una vigilancia más estrechade los extranjeros residentes enInglaterra.

El Standard comentaba que estasatrocidades criminales son frecuentesbajo los gobiernos liberales. Surgíancomo consecuencia de la irritación delas masas y el consiguientedebilitamiento de toda autoridad. Eldifunto era un caballero americano quehabía residido unas semanas en lametrópoli. Se había alojado en lapensión de madame Charpentier, enTorquay Terrace, Camberwell. Le

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acompañaba en sus viajes el señorJoseph Stangerson, su secretarioparticular. Los dos se despidieron de supatrona el martes, 4 de este mes, y semarcharon a Euston Station con elmanifiesto propósito de tomar elexpreso de Liverpool. Más tarde fueronvistos juntos en el andén. Nada más sesupo de ellos hasta que se descubrió elcadáver del señor Drebber, como hemoscontado, en una casa deshabitada deBrixton Road, a muchas millas deEuston. Cómo llegó hasta allí y cómoencontró la muerte son cuestionesenvueltas todavía en el misterio. Nadase sabe del paradero del señorStangerson. Nos alegra saber que el

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señor Lestrade y el señor Gregson, deScotland Yard, se ocupan conjuntamentedel caso, y podemos esperarconfiadamente que estos famososagentes resuelvan pronto el misterio.

El Daily News señalaba que nocabía la menor duda de que se trataba deun crimen político. El despotismo y elodio al liberalismo que animaban a losgobiernos del Continente habíanarrojado a nuestras costas a un montónde hombres que podrían haberseconvertido en excelentes ciudadanos, deno haber estado amargados por elrecuerdo de todo lo que habían sufrido.Entre esa gente regía un estricto códigodel honor, y cualquier infracción al

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mismo era castigada con la muerte. Nodebían escatimarse esfuerzos paraencontrar al secretario, Stangerson, ypara averiguar algunos detalles de loshábitos del difunto. Se había dado ya ungran paso al descubrir la dirección de lacasa donde se había alojado, éxito quese debía sin duda exclusivamente a laperspicacia y la energía del señorGregson de Scotland Yard.

Sherlock Holmes y yo leímos juntosestas noticias durante el desayuno, y a élparecieron divertirle mucho.

—Ya le dije que, pasara lo quepasara, Lestrade y Gregson saldrían bienlibrados.

—Dependerá de cómo vayan las

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cosas.—Oh, ¡eso carece de importancia!

Si atrapamos al hombre, será gracias asus esfuerzos; si se nos escapa, será apesar de sus esfuerzos. Si sale cara ganoyo y si sale cruz pierdes tú. Hagan loque hagan, tendrán partidarios. Un sottrouve toujours un plus sot qui l’admire.

—¿Qué demonios es esto? —exclamé, pues en ese instante nos llegódesde el vestíbulo y desde la escalera elrumor de muchos pasos apresurados,acompañados de audibles muestras dedisgusto por parte de nuestra patrona.

—Es la división del Cuerpo deDetectives de Baker Street —dijo mi

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compañero muy serio.Y, mientras hablaba, irrumpió en la

habitación media docena de los golfillosmás sucios y desarrapados que he vistoen mi vida.

—¡Firmes! —gritó Holmes conbrusquedad.

Y los seis inmundos pilletes sealinearon como otras tantas estatuillasindecorosas.

—En adelante, enviadme sólo aWiggins para que me informe, y el restode vosotros que espere en la calle. ¿Lohabéis encontrado, Wiggins?

—No, señor, qué va —dijo uno delos muchachos.

—Tampoco lo esperaba. Debéis

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insistir hasta conseguirlo. Aquí tenéisvuestra paga —le dio a cada uno unchelín—. Bien, ahora largo de aquí, yvolved la próxima vez con mejoresnoticias.

Los despidió agitando la mano y loschicos corrieron como ratas escalerasabajo, e instantes después oímos susagudas voces en la calle.

—Se puede sacar más de uno deesos pequeños mendigos que de unadocena de policías —comentó Holmes—. La mera presencia de una personacon aspecto de funcionario sella loslabios de cualquiera. Estos chicos, encambio, se meten por todas partes y seenteran de todo. Y son más listos que el

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hambre; lo único que les falta esorganizarse.

—¿Los está utilizando en el casoBrixton?

—Sí. Hay un punto que me gustaríacomprobar. Y sólo es cuestión detiempo. ¡Vaya, ahora sí que vamos aenterarnos de algunas novedades! Ahíviene Gregson calle abajo, con lasatisfacción reflejada en cada rasgo desu rostro. Seguro que viene a vernos anosotros. Sí, se ha detenido. ¡Ahí está!

Sonó con violencia la campanilla dela calle, y unos segundos después eldetective de cabello rubio subía de tresen tres las escaleras e irrumpía ennuestra sala.

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—¡Mi querido colega —gritó,estrechando la mano inerte de Holmes—, felicíteme! He dejado todo el asuntotan claro como la luz del día.

Un asomo de ansiedad pareciócruzar por el expresivo rostro de micompañero.

—¿Quiere decir que ya está en lapista correcta? —preguntó.

—¡La pista correcta! Señor mío,¡tenemos a nuestro hombre bajo sietellaves!

—¿Y cómo se llama?—Arthur Charpentier, alférez de la

armada de Su Majestad —exclamópomposamente Gregson, frotándose lasmanos regordetas y sacando pecho.

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Sherlock Holmes suspiró aliviado yse relajó con una sonrisa.

—Tome asiento y pruebe uno deestos cigarros —dijo—. Estamosansiosos por saber cómo lo ha logrado.¿Quiere un poco de whisky con agua?

—No diré que no —respondió eldetective—. Los tremendos esfuerzosque he realizado los dos últimos días mehan dejado exhausto. No tanto elesfuerzo físico, ya me entiende, como latensión mental. Usted se haráperfectamente cargo de ello, señorSherlock Holmes, pues ambostrabajamos con la mente.

—Me honra usted demasiado —dijoHolmes muy serio—. Oigamos cómo ha

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llegado a un resultado tan satisfactorio.El detective se sentó en el sillón y

empezó a dar chupadas complacido a sucigarro. De repente, prorrumpió en unacarcajada y se dio una palmada en elmuslo.

—Lo divertido del caso —exclamó— es que el tonto de Lestrade, que secree tan listo, ha seguido desde elprincipio una pista equivocada. Andatras el secretario Stangerson, que notiene más relación con el crimen que unniño de pecho. Seguro que a estasalturas ya le ha echado el guante.

La idea divirtió tanto a Gregson querio hasta quedar sin aliento.

—¿Y cómo dio usted con la clave?

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—Ah, se lo contaré todo. Porsupuesto, doctor Watson, esto debequedar entre nosotros. La primeradificultad con que nos enfrentamos fueaveriguar los antecedentes delamericano. Algunas personas habríanesperado a obtener respuesta a losanuncios o a que individuos interesadosse presentaran a suministrarvoluntariamente información. Pero esteno es el estilo de Tobias Gregson.¿Recuerda el sombrero que había allado del cadáver?

—Sí —dijo Holmes—, de JohnUnderwood e Hijos, 129 de CamberwellRoad.

Gregson pareció un tanto alicaído.

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—No creí que hubiera reparadousted en ello —dijo—. ¿Ha estado allí?

—No.—¡Ajá! —gritó Gregson con alivio

—. Nunca se debe desperdiciar unaoportunidad, por pequeña que parezca.

—Para una gran mente no hay nadapequeño —observó Holmes en tonosentencioso.

—Pues bien, fui a la tienda deUnderwood y le pregunté si habíavendido un sombrero de esa talla ycaracterísticas. Consultó sus libros y loencontró enseguida. Había enviado elsombrero a un tal señor Drebber, que sealojaba en la pensión Charpentier, enTorquay Terrace. Así conseguí su

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dirección.—¡Ingenioso, muy ingenioso! —

murmuró Sherlock Holmes.—A continuación visité a madame

Charpentier —siguió el detective—. Laencontré muy pálida y afligida. Su hijaestaba también en la habitación, unamuchacha de belleza extraordinaria.Tenía los ojos enrojecidos y letemblaban los labios mientras yohablaba. No se me pasó por alto.Empecé a pensar que había gatoencerrado. Ya conoce usted la sensaciónque le invade a uno, señor SherlockHolmes, cuando husmea el rastrocorrecto, una especie deestremecimiento nervioso.

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»—¿Se ha enterado usted de lamisteriosa muerte del señor EnochJ. Drebber, de Cleveland, que fuerecientemente su huésped? —pregunté.

»La madre asintió con la cabeza.Parecía incapaz de articular palabra. Lahija se echó a llorar. Tuve más quenunca la sensación de que aquella gentesabía algo.

»—¿A qué hora salió el señorDrebber de su casa para tomar el tren?—pregunté.

»—A las ocho —dijo ella, tragandosaliva para dominar su nerviosismo—.Su secretario, el señor Stangerson, dijoque había dos trenes, uno a las nuevequince y otro a las once. Pensaba tomar

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el primero.»—¿Y fue esta la última vez que le

vio?»Al hacerle esta pregunta, se

produjo en el rostro de la mujer uncambio terrible. Una lividez mortalinvadió sus facciones. Pasaron variossegundos antes de que pudierapronunciar un simple “sí” y, cuando lohizo, su voz era ronca y forzada.

»Hubo un momento de silencio, ydespués habló la hija con voz clara ytranquila.

»—Nada bueno puede venir de lafalsedad, madre —dijo—. Seamosfrancas con este caballero. Sí volvimosa ver al señor Drebber.

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»—¡Que Dios te perdone! —gritómadame Charpentier, alzando las manosy derrumbándose en el sillón—. Hasasesinado a tu hermano.

»—Arthur preferiría que dijéramosla verdad —replicó con firmeza lamuchacha.

»—Será mejor que ahora me locuenten todo —dije—. No hay nadapeor que las medias palabras. Además,ustedes ignoran lo que nosotros sabemosdel caso.

»—¡Que las culpas recaigan sobreti, Alice! —exclamó su madre, ydespués, dirigiéndose a mí—: Se locontaré todo, señor. No vaya usted acreer que la inquietud que siento por mi

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hijo se debe a que tema que hayaparticipado en este terrible asunto. Escompletamente inocente. Lo que measusta es que a sus ojos y a los de losdemás pueda parecer implicado. Lo cuales, sin embargo, imposible, si tenemosen cuenta su carácter, su profesión y susantecedentes.

»—Lo mejor que puede usted haceres confesar los hechos —observé—.Tenga la seguridad de que, si su hijo esinocente, no saldrá perjudicado.

»—Alice, quizás sea mejor que nosdejes solos —dijo, y su hija se retiró—.Bien, señor —siguió diciendo la madre—, yo no tenía intención de contarletodo esto, pero dado que mi pobre hija

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ha confesado, no me queda otraalternativa. Una vez decidida a hablar,se lo contaré todo sin omitir detalle.

»—Es lo más sensato que puedehacer.

»—El señor Drebber estuvo connosotros casi tres semanas. Él y susecretario, el señor Stangerson, habíanviajado por el Continente. Observé entodos sus baúles una etiqueta deCopenhague, lo cual indicaba que era laúltima ciudad donde se habían detenido.Stangerson era un hombre discreto,reservado, pero siento decir que su jefeera muy distinto. De hábitos groseros ymaneras brutales. Ya la primera nochede su llegada agarró una borrachera

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descomunal, y era muy raro verlo sobriodespués de las doce del mediodía.Trataba a las criadas con una libertad yuna familiaridad muy desagradables. Ylo peor fue que pronto adoptó la mismaactitud con mi hija, Alice, y más de unavez le habló de un modo que ella,afortunadamente, es demasiado inocentepara entender. En cierta ocasión laestrechó por la fuerza entre sus brazos,insolencia que obligó a su propiosecretario a reprocharle su conducta,impropia de un hombre.

»—Pero ¿por qué toleraron todoesto? —inquirí—. Supongo que ustedpuede deshacerse de sus huéspedescuando quiera.

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»La señora Charpentier se ruborizóante mi pertinente pregunta.

»—¡Ojalá le hubiera despedido elmismo día que llegó! —dijo—. Pero latentación era muy grande. Me pagabanuna libra diaria cada uno, catorce librasa la semana, y estamos en temporadabaja. Soy viuda, y situar a un hijo en laArmada sale caro. Me dolía perder estedinero. Obré como creí másconveniente. Pero lo último que hizopasaba de la raya y le comuniqué quetenía que irse. Ese fue el motivo de sumarcha.

»—¿Qué más?»—Sentí un gran alivio cuando le vi

irse. Mi hijo está ahora de permiso, pero

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yo no le había contado nada, porquetiene un carácter violento y adora a suhermana. Así pues, me quité un peso deencima al cerrar la puerta tras ellos.Pero, ay, antes de que transcurriera unahora sonó la campanilla de la calle y meenteré de que el señor Drebber habíaregresado. Estaba muy nervioso yevidentemente borracho como una cuba.Entró por la fuerza en la habitacióndonde yo estaba sentada con mi hija ehizo algunos comentarios incoherentesasegurando que había perdido el tren.Después se volvió hacia Alice y, delantede mí, le propuso que se fugase con él.“Eres mayor de edad”, le dijo, “y no hayninguna ley que te lo impida. Yo tengo

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dinero de sobra. No te preocupes por lavieja y vente ahora mismo conmigo.Vivirás como una reina”. La pobre Aliceestaba aterrada y trató de alejarse de él,pero la aferró por la muñeca y quisoarrastrarla hacia la puerta. Yo grité, y enel acto entró en la habitación mi hijoArthur. Ignoro lo que sucedió después.Oí juramentos y el confuso rumor de unapelea. Estaba demasiado aterrada paralevantar la cabeza. Cuando alcé losojos, vi a Arthur en el umbral, riendo,con un garrote en la mano. “No creo queeste caballerete vuelva a molestarnos”,dijo. “Iré tras él para ver lo que hace”.Con estas palabras, cogió su sombrero yse lanzó calle abajo. A la mañana

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siguiente nos enteramos de la misteriosamuerte del señor Drebber.

»Esta declaración salió de los labiosde la señora Charpentier entre muchaspausas y vacilaciones. A veces hablabatan bajo que yo casi no podía captar suspalabras. Sin embargo, tomé notataquigráfica de cuanto dijo, para que nohubiera posibilidad de error».

—Es realmente emocionante —dijoSherlock Holmes con un bostezo—.¿Qué sucedió después?

—Cuando madame Charpentier dejóde hablar —prosiguió el detective—,comprendí que todo el caso dependía deun solo punto. Mirándola fijamente, deun modo que siempre me ha dado

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resultado con las mujeres, le pregunté aqué hora había regresado su hijo.

»—No lo sé —me dijo.»—¿No lo sabe?»—No. Tiene su propia llave y entra

sin llamar.»—¿Fue después de que usted se

acostara?»—Sí.»—¿Cuándo se acostó usted?»—Alrededor de las once.»—De modo que su hijo estuvo

fuera al menos dos horas, ¿verdad?»—Sí.»—¿Y no pudieron ser cuatro o

cinco?»—Sí.

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»—¿Y qué hizo durante todo esetiempo?

»—No lo sé —respondió, blancacomo el papel.

»Después de esto, claro, no faltabanada más. Averigüé el paradero delteniente Charpentier, me llevé dosagentes conmigo y le arresté. Cuando ledi un golpecito en el hombro y le pedíque me acompañara sin armar jaleo, noscontestó con tranquilidad: “Supongo queme arrestan por estar implicado en lamuerte del canalla de Drebber”.Nosotros no le habíamos dicho nada delcaso, y su modo de aludir a él era de lomás sospechoso».

—Mucho —dijo Holmes.

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—Llevaba todavía el pesado garrotecon que su madre le describe al verlosalir tras Drebber. Una gruesa tranca deroble.

—¿Cuál es, pues, su teoría?—Mi teoría es que siguió a Drebber

hasta Brixton Road. Una vez allí, seenzarzaron en una trifulca, en el curso dela cual Drebber recibió un golpe delgarrote, quizás en la boca del estómago,que le mató sin dejar señal. La noche eratan lluviosa que no había nadie por allí,de modo que Charpentier arrastró elcuerpo de la víctima hasta el interior dela casa deshabitada. La vela, y la sangre,y la inscripción en la pared, y el anillo,pueden ser otras tantas tretas para lanzar

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a la policía tras una pista falsa.—¡Buen trabajo! —dijo Holmes,

con voz alentadora—. Hay que ver,Gregson, cómo progresa. Todavíaharemos de usted un hombre deprovecho.

—Me jacto de haber llevado el casolimpiamente —contestó el detective conorgullo—. El joven declaró porvoluntad propia que, tras haber seguidoun rato a Drebber, este le vio y tomó uncoche para escapar. Cuando él regresabaa casa, se encontró con un viejocamarada de tripulación, y dieron unlargo paseo juntos. Al preguntarle dóndevivía ese viejo compañero, fue incapazde dar una respuesta satisfactoria. Creo

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que todas las piezas del caso encajanahora extraordinariamente bien. Lo quemás me divierte es pensar que Lestradepartió de una pista equivocada. Me temoque no llegará muy lejos. ¡Pero,caramba, aquí tenemos a nuestrohombre!

Era, en efecto, Lestrade, que habíasubido las escaleras mientras nosotroshablábamos, y entraba ahora en lahabitación. Sin embargo, el aplomo y ladesenvoltura que caracterizaban, por logeneral, su porte y su vestimenta habíandesaparecido. Su rostro alteradoreflejaba preocupación, y traía la ropadesaseada y en desorden. Era evidenteque había venido con la intención de

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consultar a Sherlock Holmes, pues alver a su colega pareció incómodo ydesconcertado. Permaneció de pie en elcentro de la habitación, manoseandonervioso su sombrero y sin saber quéhacer.

—Es un caso extraordinario deveras —dijo al fin—, un asunto de verasincomprensible.

—¡Ah! ¿Eso cree usted, señorLestrade? —exclamó Gregson en tonotriunfal—. Ya me parecía que llegaría aesta conclusión. ¿Ha conseguido dar conel secretario, el señor JosephStangerson?

—El secretario, señor JosephStangerson —dijo Lestrade con

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gravedad—, ha sido asesinado estamañana, hacia las seis, en el HotelHalliday.

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7

LUZ EN LA OSCURIDAD

La noticia que nos daba Lestrade eratan decisiva y tan inesperada que lostres quedamos atónitos. Gregson selevantó de un salto, derramando lo quequedaba de su whisky con agua. Yomiraba en silencio a Sherlock Holmes,que tenía los labios apretados y elentrecejo fruncido.

—¡También Stangerson! —murmuró—. La trama se complica.

—Ya era lo bastante complicada

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antes —masculló Lestrade, cogiendo unasilla—. Parece que he caído sin quereren una especie de gabinete de crisis.

—¿Está usted seguro… —tartamudeó Gregson—, está usted segurode la veracidad de esta noticia?

—Vengo ahora mismo de suhabitación —dijo Lestrade—. Fui elprimero en descubrir lo que habíaocurrido.

—Gregson nos ha expuesto su puntode vista en la materia —observóHolmes—. ¿Le importaría explicarnoslo que usted ha visto y ha hecho?

—No tengo inconveniente —respondió Lestrade, tomando asiento—.Confieso sin reparos que sustentaba la

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opinión de que Stangerson estabaimplicado en la muerte de Drebber. Estenuevo acontecimiento me muestra queestaba equivocado. Obsesionado con miprimera idea, me propuse averiguar quéhabía sido del secretario. Los habíanvisto juntos en Euston Station hacia lasocho y media de la noche del día 3. Alas dos de la madrugada habíanencontrado a Drebber en Brixton Road.La cuestión que me planteé era descubrirqué había hecho Stangerson entre lasocho y media y la hora del crimen, y quéhabía sido de él después. Telegrafié aLiverpool, dando una descripción delindividuo, y advirtiéndoles quevigilasen los barcos americanos.

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Entonces empecé a visitar todos loshoteles y pensiones de lasinmediaciones de Euston. Verá usted,pensé que, si Drebber y su acompañantese habían separado, lo más probable eraque este último buscara un lugar cercanopara pasar la noche y a la mañanasiguiente esperarle de nuevo en laestación.

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—Lo más probable es que hubieranestablecido de antemano un lugar deencuentro —observó Holmes.

—Así ha resultado ser. Pasé toda latarde de ayer haciendo averiguacionescompletamente inútiles. Esta mañanacomencé muy temprano, y a las ocho

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llegué al Hotel Halliday, en LittleGeorge Street. Al preguntar si se alojabaallí el señor Stangerson, me contestaroninmediatamente que sí.

»—Sin duda usted es el caballero aquien está esperando —me dijeron—.Lleva dos días esperando a uncaballero.

»—¿Dónde está ahora? —pregunté.»—Arriba, en la cama. Pidió que le

despertaran a las nueve.»—Voy a subir ahora mismo —dije.»Esperaba que tal vez mi súbita

aparición le alterara los nervios y lehiciera decir algo imprudente. Elbotones se ofreció a mostrarme lahabitación: estaba en el segundo piso, y

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conducía hasta ella un estrecho pasillo.El botones me indicó la puerta, y sedisponía a bajar las escaleras cuando vialgo que, a pesar de mis veinte años deexperiencia, hizo que me sintiese mal.Por debajo de la puerta salía un reguerode sangre roja, que había serpenteado através del pasillo y había formado uncharquito junto al zócalo de la paredopuesta. Di un grito, que hizo regresar albotones. Casi se desmayó al ver aquello.La puerta estaba cerrada por dentro,pero empujamos con el hombro y laderribamos. La ventana de la habitaciónestaba abierta y, junto a ella,acurrucado, yacía el cuerpo de unhombre en ropa de noche. Estaba

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muerto, y llevaba muerto un tiempo,porque tenía los miembros rígidos yfríos. Al ponerlo boca arriba, el botonesreconoció en el acto al caballero quehabía ocupado la habitación con elnombre de Joseph Stangerson. La causade la muerte era una profunda puñaladaen el costado izquierdo, que tenía quehaber penetrado en el corazón. Y ahoraviene lo más curioso del caso. ¿Quésuponen ustedes que había encima delcadáver?».

Sentí un hormigueo en el cuerpo ytuve el presentimiento de que algohorrible se avecinaba, antes incluso deoír la respuesta de Holmes.

—La palabra RACHE escrita en

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letras de sangre —dijo.—Exactamente —admitió Lestrade

con voz atemorizada.Y quedamos unos momentos en

silencio.Había algo metódico e

incomprensible en el modo de actuar deaquel asesino desconocido que hacía suscrímenes aún más espantosos. Misnervios, bastante templados en el campode batalla, se estremecían al pensar enello.

—Alguien vio al asesino —prosiguió Lestrade—. Un repartidor deleche, que iba de camino a la lechería,pasó casualmente por el callejón quelleva a las caballerizas de la parte

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trasera del hotel. Advirtió que unaescalera, habitualmente tirada por allí,estaba apoyada contra una de lasventanas del segundo piso, abierta depar en par. Después de pasar pordelante, miró hacia atrás y vio que unhombre descendía por la escalera.Bajaba con tanta calma y aplomo que elmuchacho supuso que se trataba de uncarpintero o fontanero que trabajaba enel hotel. No le prestó demasiadaatención, y sólo pensó que era tempranopara que hubiera iniciado ya la jornada.Le parece que el hombre era alto, teníael rostro colorado y llevaba un largogabán de color marrón. Tuvo quequedarse algún tiempo en la habitación

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después del asesinato, porqueencontramos agua sucia en la jofaina,donde se había lavado las manos, ymanchas de sangre en las sábanas, dondehabía limpiado cuidadosamente elcuchillo.

Eché una mirada a Holmes al oír ladescripción del asesino, que coincidíatan exactamente con la suya, pero noadvertí en su rostro señales de júbilo osatisfacción.

—¿No encontró nada en lahabitación que pudiera suministrarnosuna pista del asesino? —preguntó.

—Nada. Stangerson llevaba lacartera de Drebber en el bolsillo, peroal parecer esto era lo normal, puesto que

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hacía él todos los pagos. Conteníaochenta y tantas libras, pero no habíantocado nada. Sean cuales sean losmóviles de estos extraordinarioscrímenes, desde luego el robo no figuraentre ellos. En los bolsillos del muertono había papeles ni documentos, exceptoun telegrama, fechado en Cleveland haráaproximadamente un mes, con laspalabras: «J. H. está en Europa». Elmensaje no llevaba firma.

—¿Y no había nada más? —inquirióHolmes.

—Nada realmente importante. Lanovela que el hombre leyera antes dedormir yacía sobre la cama, y la pipaestaba en una silla al lado. Había un

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vaso de agua encima de la mesa, y en elalféizar de la ventana una cajita demadera para ungüento con dos píldoras.

Sherlock Holmes se levantó de unsalto con una exclamación de júbilo.

—El último eslabón —gritóexultante—. Para mí el caso estácerrado.

Los dos detectives lo miraronatónitos.

—Tengo ahora en mis manos —dijocon convicción— todos los hilos de esteenredo. Faltan, desde luego, algunosdetalles, pero estoy tan seguro de cómose desarrollaron los acontecimientosprincipales, desde que Drebber seseparó de Stangerson en la estación

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hasta que se descubrió el cadáver deeste último, como si los hubierapresenciado con mis propios ojos. Lesdaré una prueba. ¿Podría disponer deesas píldoras?

—Aquí están —dijo Lestrade,sacando una cajita blanca—. Las cogí,junto con la cartera y el telegrama, paraguardarlas en lugar seguro en comisaría.Fue pura casualidad que las trajeraconmigo, pues debo confesar que no lesatribuyo la menor importancia.

—Démelas —dijo Holmes—.Díganos, doctor —prosiguió,dirigiéndose a mí—, ¿se trata depíldoras corrientes?

Evidentemente no lo eran. Eran

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pequeñas, redondas, color gris perla ycasi transparentes a contraluz.

—Por su poco peso y sutransparencia, imagino que son solublesen agua —observé.

—Exactamente —respondió Holmes—. Y ahora, ¿le importaría bajar ytraernos a ese pobrecito terrier que llevatanto tiempo enfermo y a cuyossufrimientos le pidió la patrona quepusiera usted fin ayer?

Bajé al piso inferior y subí lasescaleras con el perro en brazos. Supenosa respiración y su mirada vidriosaindicaban que estaba próximo a su fin.Su hocico blanco como la nieveproclamaba, en efecto, que había

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rebasado el límite habitual de laexistencia canina. Lo puse sobre unalmohadón, encima de la alfombra.

—Ahora partiré en dos una de estaspíldoras —dijo Holmes, y, sacando sunavaja, hizo lo que había anunciado—.Una mitad la vuelvo a meter en la cajapara ulteriores propósitos. La otra laecharé en este vaso, que tiene unacucharadita de agua. Ya ven que nuestroamigo, el doctor, llevaba razón y que sedisuelve rápidamente.

—Puede que esto sea muyinteresante —dijo Lestrade, en el tonoofendido de quien teme que le esténtomando el pelo—, pero no veo quérelación puede tener con la muerte del

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señor Joseph Stangerson.—¡Paciencia, amigo mío, paciencia!

Comprobará usted a su debido tiempoque sí tiene relación. Ahora añadiré unpoco de leche para que la mezcla tengabuen sabor, y veremos que el perro lalame de buena gana.

Mientras hablaba, vertió elcontenido del vaso en un platito y locolocó delante del terrier, que lo apuróen un instante. La seriedad con queactuaba Holmes era tan convincente quepermanecimos sentados en silencio,observando atentamente al animal yesperando algún efecto sorprendente.Pero no ocurrió nada. El perro seguíatumbado en el almohadón, respirando

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penosamente, pero su estado no eramejor ni peor que antes de ingerir elbrebaje.

Holmes había sacado su reloj y, amedida que transcurrían los minutos sinresultado, una expresión de pesar ycontrariedad se apoderaba de susemblante. Se mordía los labios,tamborileaba con los dedos en la mesa ymostraba otros síntomas de profundaimpaciencia. Tan afectado estabaHolmes que yo le compadecísinceramente, mientras los dosdetectives sonreían socarrones, nadaentristecidos por su fracaso.

—No puede tratarse de unacoincidencia —exclamó por fin mi

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compañero, levantándose de un salto yrecorriendo la habitación de un lado aotro—. Es imposible que se trate de unamera coincidencia. Las mismas píldorasque yo sospechaba que se habíanutilizado en el caso de Drebber se hanencontrado después de la muerte deStangerson. Y, sin embargo, son inocuas.¿Qué significa esto? Sin duda toda micadena de razonamientos no puede estarequivocada. ¡Imposible! Y, no obstante,ese pobre bicho no ha empeorado. ¡Ah,ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!

Con un grito de júbilo, se abalanzósobre la cajita, partió en dos la otrapíldora, la disolvió, le agregó leche y sela ofreció al terrier. Apenas había

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humedecido la desdichada criatura lalengua en el brebaje, cuando un temblorconvulsivo recorrió todos sus miembros,y quedó tan rígido e inerte como si lohubiera fulminado un rayo.

Sherlock Holmes dio un profundosuspiro y se enjugó el sudor de la frente.

—Debería tener más fe —dijo—. Aestas alturas debería saber que, cuandoun hecho parece oponerse a una largaserie de deducciones, es siempresusceptible de ser interpretado de otramanera. De las dos píldoras, unacontenía el más mortal de los venenos yla otra era completamente inocua.Debería haberlo sabido antes incluso dever la caja.

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Esta última afirmación me pareciótan sorprendente que me costaba creerque mi amigo estuviera en su sanojuicio. Allí yacía, sin embargo, elcadáver del perro, para demostrar quesu conjetura había sido correcta. Tuve lasensación de que gradualmente se ibandisipando las brumas que enturbiaban micerebro y empezaba a tener una vaga eincierta percepción de la verdad.

—Todo esto les parece extraño —dijo Holmes—, porque al comienzo dela investigación no supieron percibir laimportancia de la única pista real que seles ofrecía. Yo tuve la suerte de asirme aella, y todo cuanto ha acontecido acontinuación ha venido a confirmar mi

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suposición original, pues era, de hecho,su lógica consecuencia. De ahí quecosas que a ustedes les dejabanperplejos y les complicaban todavía másel caso fueran para mí esclarecedoras yreforzaran mis conclusiones. Es un errorconfundir lo extraño con lo misterioso.El más vulgar de los crímenes es amenudo el más misterioso, porque nopresenta características nuevas oespeciales que permitan extraerdeducciones. Este asesinato hubiera sidoinfinitamente más difícil de resolver siel cuerpo de la víctima hubieraaparecido simplemente en la calle, sintodos estos aditamentos outré ysensacionalistas que lo han hecho

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extraordinario. Estos detalles extraños,lejos de hacer el caso más difícil, hanproducido el efecto de facilitarlo.

El señor Gregson, que habíaescuchado esta disertación con notoriaimpaciencia, no pudo contenerse pormás tiempo.

—Mire, señor Sherlock Holmes —dijo—. Todos estamos dispuestos areconocer que es usted un hombreinteligente y que tiene sus propiosmétodos de trabajo. Pero ahoranecesitamos algo más que meras teoríasy discursos. Tenemos que apresar alasesino. Yo expuse ya mis conclusiones,y parece que me equivocaba. El jovenCharpentier no puede estar involucrado

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en el segundo crimen. Lestrade iba trasStangerson, y parece que se equivocótambién. Usted ha dejado caerinsinuaciones aquí y allá, y parece estarmás enterado, pero ha llegado elmomento en que tenemos derecho apreguntarle sin rodeos todo lo que sabedel caso. ¿Conoce el nombre delasesino?

—No puedo menos de creer queGregson tiene razón, señor —observóLestrade—. Los dos lo hemos intentadoy los dos hemos fracasado. Desde queestoy en esta habitación, usted haafirmado en más de una ocasión quedispone de todos los datos precisos.Supongo que no nos los ocultará por más

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tiempo.—Todo retraso en detener al asesino

—observé yo— puede darle tiempopara cometer una nueva atrocidad.

Ante nuestra insistencia, Holmes diomuestras de irresolución. Siguiópaseando arriba y abajo de lahabitación, con la cabeza hundida en elpecho y el entrecejo fruncido, actitudque solía adoptar cuando reflexionaba.

—No habrá más asesinatos —dijopor fin, deteniéndose de pronto ymirándonos—. Pueden descartar talposibilidad. Me han preguntado si sé elnombre del asesino. Lo sé. Pero conocersu nombre es poca cosa en comparacióncon la posibilidad de atraparlo. Lo cual

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espero lograr muy pronto. Tengo grandesesperanzas de conseguirlo por mispropios medios, pero es un asunto quenecesita ser manejado con delicadeza,pues nos enfrentamos a un hombre astutoy desesperado que, como he tenidoocasión de comprobar, dispone de laayuda de otro tan inteligente como él.Mientras este hombre no sospeche quealguien le sigue la pista, habrá algunaposibilidad de detenerlo, pero, sialberga la más mínima sospecha,cambiará de nombre y desaparecerá enun instante entre los cuatro millones dehabitantes de esta gran ciudad. Sinánimo de herir susceptibilidades, meveo obligado a decir que estos hombres

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no son contrincantes con los que puedacompetir la policía, y por esa razón noles pedí a ustedes ayuda. Si fracaso,asumiré, por supuesto, toda laresponsabilidad derivada de estaomisión, y estoy preparado para ello.Por el momento les prometo que, en elpreciso instante en que puedacomunicarme con ustedes sin poner enpeligro mis propios planes, lo haré.

Gregson y Lestrade no parecían enabsoluto satisfechos ni con esta promesani con la despectiva alusión a la policía.El primero se sonrojó hasta la raíz de sucabello rubio, mientras los ojillosredondos del otro brillaban decuriosidad y resentimiento. Sin embargo,

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ninguno de los dos tuvo ocasión deformular palabra, pues sonó un golpecitoen la puerta, y el portavoz de losgolfillos callejeros, el joven Wiggins,introdujo su insignificante ydesagradable presencia.

—Con permiso, caballero —dijocon una reverencia—. Tengo el cocheabajo.

—Buen chico —dijo Holmes conafabilidad—. ¿Por qué no adoptan estemodelo en Scotland Yard? —continuó,mientras sacaba de un cajón unasesposas de acero—. Observen lo bienque funcionan los resortes. Se cierran degolpe.

—El modelo antiguo también

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funciona —comentó Lestrade—, siencontramos el hombre a quienponérselas.

—Muy bien, muy bien —dijoHolmes con una sonrisa—. El cocheropodría ayudarme a bajar el equipaje.Pídele que suba, Wiggins.

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Me sorprendió que mi compañerohablara como si estuviera a punto deemprender un viaje, ya que no me habíadicho nada al respecto. Había en lahabitación una maleta pequeña, quecogió y empezó a atar con una correa.Estaba afanosamente ocupado en ello,cuando entró el cochero en lahabitación.

—Écheme una mano con estahebilla, cochero —pidió, apoyando unarodilla en la maleta y sin volver enningún momento la cabeza.

El individuo avanzó con gesto hoscoy desafiante, y bajó las manos paraayudar. En aquel preciso instante se oyóun chasquido seco, un tintineo metálico,

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y Sherlock Holmes se puso en pie de unsalto.

—Caballeros —exclamó, con ojoscentelleantes—, permitan que lespresente al señor Jefferson Hope, elasesino de Enoch Drebber y de JosephStangerson.

Todo fue cosa de un instante…Ocurrió tan deprisa que ni tiempo tuvede darme cuenta. Conservo dosrecuerdos: la expresión triunfal deHolmes y el timbre de su voz, y el rostroaturdido y furioso del cochero, quemiraba iracundo las relucientes esposasque habían aparecido como por arte demagia en torno a sus muñecas. Duranteun par de segundos permanecimos

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inmóviles como un grupo de estatuas.Luego, con un bramido de rabia, elpreso se liberó de un tirón de las garrasde Holmes y se precipitó contra laventana. Madera y cristal cedieron anteél, pero, antes de que su cuerpo seproyectara fuera, Gregson, Lestrade yHolmes cayeron sobre él como perrosde presa. Lo arrastraron al interior de lahabitación y empezó una pelea terrible.Era tan fuerte y tan feroz que una y otravez se liberó de nosotros cuatro. Parecíatener la energía convulsiva de unhombre en pleno ataque de epilepsia.Sus manos y su cara estabanterriblemente laceradas tras haberatravesado el cristal, pero la pérdida de

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sangre no había disminuido suresistencia. Sólo cuando Lestradeconsiguió cogerlo por la corbata y casiestrangularlo, comprendió que susesfuerzos eran inútiles. Y, aun así, nonos sentimos seguros hasta que lotuvimos atado de pies y manos. Hechoesto, nos levantamos sin aliento yjadeantes.

—Disponemos de su coche —dijoSherlock Holmes—. Nos servirá parallevarlo a Scotland Yard. Y ahora,caballeros —prosiguió con una amablesonrisa—, hemos llegado al final denuestro pequeño misterio. Puedenhacerme cuantas preguntas quieran, y nohay el menor peligro de que me niegue a

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contestarlas.

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SEGUNDA PARTE

EL PAÍS DE LOS SANTOS

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1

LA GRAN LLANURA DE ÁLCALI

En la parte central del gran continentenorteamericano se extiende un desiertoárido y repulsivo, que durante muchosaños sirvió de barrera contra el avancede la civilización. Desde Sierra Nevadahasta Nebraska, y desde el ríoYellowstone al norte hasta el Coloradoal sur, se extiende una zona dedesolación y silencio. Pero la naturalezano muestra el mismo talante en toda ella.Consta de altas montañas cubiertas de

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nieve y de valles lúgubres y escondidos.Hay ríos de rápida corriente que seprecipitan por dentados cañones, y hayenormes llanuras, blancas en inviernopor la nieve y grises en verano por elpolvo del álcali salino. Pero todopresenta, no obstante, las característicascomunes de aridez, inhospitalidad yaflicción.

No hay habitantes en esta tierra dedesesperanza. Alguna que otra partidade pawnees o de piesnegros la atraviesaalguna vez en busca de nuevos terrenosde caza, pero hasta los más audaces sealegran de perder de vista esasespantosas llanuras y de encontrarse denuevo en sus praderas. El coyote acecha

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entre la maleza, el busardo aletea contorpeza en el aire y el desmañado osopardo se mueve pesado por lossombríos barrancos buscando el sustentoque puede encontrar entre las rocas. Sonlos únicos habitantes de aquel desierto.

No existe en el mundo panorama másmonótono que el que se divisa desde laladera norte de Sierra Blanca. Hastadonde alcanza la mirada se extiende lavasta llanura, salpicada de manchonesalcalinos y surcada de matas de arbustosenanos. En el último límite del horizontese alza una larga cordillera, con losescarpados picos moteados de nieve. Eneste extenso territorio no hay signoalguno de vida, no hay nada que se

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relacione con la vida. No hay pájaros enel cielo azul acero, no hay movimientoen la tierra de un gris mortecino, y reinael silencio más absoluto. Por mucho queescuches, no hay ni sombra de sonido enel enorme desierto: sólo silencio,silencio total y sobrecogedor.

Hemos dicho que no hay en laextensa llanura nada que se relacionecon la vida. Pero no es enteramentecierto. Desde lo alto de Sierra Blanca sedistingue un sendero que cruzaserpenteando el desierto hasta perderseen la lejanía. Ostenta surcos de ruedas ylo han pisado muchos aventureros. Aquíy allá yacen desperdigados unos objetosblancos que brillan al sol y destacan

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sobre el monótono depósito alcalino.¡Acercaos y examinadlos! Sonosamentas: unas, grandes y toscas; otras,más pequeñas y más delicadas. Lasprimeras pertenecieron a bueyes, y lassegundas a hombres. A lo largo de milquinientas millas se puede rastrear esaespantosa ruta de caravanas por losrestos dispersos de aquellos quecayeron al borde del camino.

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El 4 de mayo de 1847, un viajerosolitario contemplaba desde lo alto estemismo panorama. Por su aspecto habríapodido tomárselo por el genio o eldemonio de la región. A un observadorle hubiera sido difícil afirmar si estabamás cerca de los cuarenta o de los

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sesenta. Su rostro era enjuto y macilento,y la oscura y apergaminada piel recubríatirante los salientes huesos; sus cabellos,largos y castaños, y su barba estabanveteados y salpicados de blanco; susojos hundidos ardían con un brillo poconatural, y la mano que empuñaba el rifleera apenas más carnosa que la de unesqueleto. Mientras estaba allí de pie seapoyaba en su arma para sostenerse,pero su elevada estatura y su potenteestructura ósea denotaban unaconstitución fuerte y vigorosa. Sinembargo, su rostro demacrado y susropas, que colgaban holgadísimas sobrelos consumidos miembros, proclamabanla razón de aquel aspecto senil y

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decrépito. Aquel hombre se estabamuriendo…, se estaba muriendo dehambre y de sed.

Había avanzado penosamente por laquebrada hasta subir a este pequeñopromontorio, con la vana esperanza deencontrar indicios de agua. Ahora seextendía ante sus ojos la gran llanurasalada, y la distante cadena de agrestesmontañas, sin el menor rastro de plantaso árboles que indicaran la presencia dehumedad. En todo aquel extenso paisajeno había un resquicio de esperanza. Elhombre observó con ojos extraviados einquisitivos el norte, y el este, y el oeste,y comprendió que su vagabundeo habíallegado a su fin y que iba a morir allí, en

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aquel árido peñasco. «¿Qué más da aquío en un lecho de plumas dentro de veinteaños?», se dijo, mientras se sentaba alabrigo de un peñasco.

Antes de sentarse, había depositadoen el suelo el inútil rifle y también unfardo voluminoso envuelto en un chalgris, que llevaba colgado del hombroderecho. Pareció ser demasiado pesadopara él, porque al descargarlo chocócontra el suelo con excesiva violencia.Surgió al instante del fardo gris un levegemido y apareció una carita asustadade ojos marrones muy brillantes, y dospuñitos pecosos y con hoyuelos.

—¡Me has hecho daño! —dijo unavoz infantil, en tono de reproche.

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—¿Sí? —musitó el hombre conpesar—. Ha sido sin querer.

Mientras decía estas palabras,desenvolvió el chal gris y sacó a unahermosa niñita de unos cinco años,cuyos elegantes zapatitos, su vestiditorosa y su delantalito de hilo denotabanlos cuidados de una madre. La niñaestaba pálida y macilenta, pero sussaludables brazos y piernas reflejabanque había sufrido menos privaciones quesu acompañante.

—¿Todavía te duele? —le preguntóel hombre con ansiedad, viendo que laniña se seguía frotando los apretadosrizos dorados que le cubrían el dorso dela cabeza.

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—Dame un besito y se me pasará —dijo con toda seriedad, señalándole laparte donde había recibido el golpe—.Es lo que hacía mamá. ¿Dónde estámamá?

—Mamá se ha ido. Me parece quevolverás a verla dentro de muy poco.

—Se ha ido, ¿eh? Es raro que no medijera adiós. Siempre me decía adiós,aunque sólo se marchara al lado a tomarel té a casa de la tía, y ahora se ha idotres días. Qué seco está todo, ¿verdad?¿No hay agua ni nada para comer?

—No, no hay nada, cariño. Sólodebes tener un poquito de paciencia másy después estarás bien. Apoya la cabezacontra mí y te sentirás mejor. No es fácil

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hablar cuando se tienen los labios comosi fueran de cuero, pero creo que esmejor que te exponga cuál es lasituación. ¿Qué es esto que has cogido?

—¡Cosas muy bonitas, cosaspreciosas! —exclamó la niña conentusiasmo, mostrando dosresplandecientes fragmentos de mica—.Cuando volvamos a casa, se las daré ami hermano Bob.

—Pronto verás cosas más preciosasque estas —dijo el hombre conconvicción—. Sólo tienes que esperarun poco. Iba a decirte… ¿Recuerdascuando abandonamos el río?

—Claro.—Bien, nosotros creíamos que

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íbamos a encontrar otro río enseguida,¿comprendes? Pero algo funcionó mal:la brújula o el mapa o lo que fuera,porque no lo encontramos. Nosquedamos sin agua. Salvo unas gotaspara alguien como tú, y… y…

—Y no te pudiste lavar —leinterrumpió su acompañante congravedad, alzando la mirada hacia surostro mugriento.

—No, ni beber. Y el señor Benderfue el primero en marcharse, y despuésel indio Pete, y después la señoraMcGregor, y después Johnny Hones, ydespués, cariño, tu mamá.

—Entonces mamá también estámuerta —gritó la niña, ocultando el

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rostro en el delantal y sollozandoamargamente.

—Sí, todos se fueron, menos tú y yo.Pensé que había alguna posibilidad deencontrar agua en esta dirección, demodo que te me cargué al hombro y nospusimos en camino. No parece haberservido de mucho. ¡Sólo nos queda unaminúscula posibilidad!

—¿Quieres decir que también nosvamos a morir? —preguntó la niña,dejando de llorar y levantando el rostrocubierto de lágrimas.

—Me temo que se trata, más omenos, de eso.

—¿Por qué no me lo has dichoantes? —exclamó la niña, riendo

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alegremente—. Me habías dado unsusto. Porque nosotros, claro, novolveremos a estar con mamá hasta quehayamos muerto.

—Sí, entonces tú volverás a estarcon mamá, tesoro.

—Y tú también. Le contaré lobuenísimo que has sido. Seguro que salea recibirnos a la puerta del cielo con ungran jarro de agua y unos pasteles detrigo, calientes y tostados por los doslados, como nos gustan a Bob y a mí.¿Cuánto falta?

—No lo sé. No mucho.Los ojos del hombre miraban

fijamente el horizonte del norte. En labóveda azul del cielo habían aparecido

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tres puntitos, que se acercaban con tantarapidez que aumentaban de tamaño pormomentos. Las manchas se convirtieronenseguida en tres grandes pájarosmarrones que, tras trazar varios círculossobre las cabezas de los dos caminantes,se posaron al acecho sobre unas rocas.Eran busardos, los buitres del oeste,cuya llegada presagia la muerte.

—Gallos y gallinas —exclamódivertida la chiquilla, señalandoaquellas figuras de mal agüero ybatiendo palmas para hacerles levantarel vuelo—. Dime, ¿este país lo hizoDios?

—Pues claro que lo hizo —respondió su acompañante, algo

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sorprendido ante una pregunta taninesperada.

—Hizo, allí abajo, el país delIllinois, y el Missouri —siguió la niña—. Pero tuvo que ser otro el que hizoesta tierra. No está ni mucho menos tanbien hecha. Se olvidó el agua y losárboles.

—¿Y si rezaras una oración? —propuso el hombre con timidez.

—Todavía no es de noche.—No importa. Quizás no sea lo

normal, pero a Él no le importará. Rezalas oraciones que solías rezar en lacarreta cada noche cuando cruzábamoslos llanos.

—¿Por qué no las rezas tú mismo?

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—preguntó la niña, con ojos deasombro.

—Las he olvidado. No he rezadoninguna desde que medía la mitad queeste fusil. Pero supongo que nunca esdemasiado tarde. Tú rézalas en voz alta,y yo escucharé y haré de coro.

—Entonces tienes que arrodillarte, yyo también —dijo la niña, tendiendo elchal en el suelo con este propósito—.Tienes que levantar las manos así. Haceque te sientas bueno.

Era un extraño espectáculo, de haberhabido alguien más que los busardospara contemplarlo. Codo con codo, losdos viajeros, la niña parlanchina y elaventurero audaz y empedernido, se

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arrodillaron sobre el estrecho chal. Lacara regordeta de la primera y el rostromacilento y anguloso del segundo sevolvieron hacia el cielo sin nubes en unaferviente plegaria al Ser Terrible al quese enfrentaban, mientras las dos voces—una fina y clara, la otra profunda yáspera— se unían en un ruego demisericordia y perdón. Terminada laplegaria, volvieron a sentarse a lasombra del peñasco, hasta que la niñaquedó dormida, acurrucada contra elancho pecho de su protector. Este velóel sueño de la pequeña durante un rato,pero la naturaleza pudo más que él.Llevaba tres días y tres noches sinpermitirse un momento de tregua ni de

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reposo. Lentamente se le empezaron acerrar los párpados sobre los ojosfatigados, y la cabeza cayó más y mássobre el pecho, hasta que la barbaentrecana del hombre se mezcló con lastrenzas doradas de su compañera, yambos durmieron el mismo sueñoprofundo y sin ensueños.

Si el caminante hubiera permanecidodespierto media hora más, sus ojoshabrían contemplado un extraordinarioespectáculo. A lo lejos, en el bordeextremo de la llanura alcalina, se alzóuna nubecilla de polvo, al principio muydelgada y apenas distinguible entre lasnieblas, pero poco a poco más alta ymás ancha, hasta formar una nube sólida,

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compacta y nítida. La nube siguiócreciendo y se hizo evidente que sólopodía provocarla una multitud decriaturas en movimiento. En tierras másfértiles, el observador hubiera llegado ala conclusión de que se aproximaba unade esas grandes manadas de bisontesque pastan en las praderas. Lo cual era,obviamente, imposible en aquellosáridos desiertos. Cuando el remolino depolvo se acercó más al solitariopeñasco donde reposaban los dosdesdichados, empezaron a distinguirseentre la bruma los toldos de lona de lascarretas y las figuras de hombresarmados, a caballo, y la apariciónresultó ser una gran caravana que se

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dirigía hacia el oeste. Pero ¡quécaravana! Cuando su cabeza huboalcanzado la base de las montañas,todavía no se distinguía su final en elhorizonte. La extensa formación cubríala enorme planicie: galeras y carros,hombres a caballo y hombres a pie,innumerables mujeres que setambaleaban bajo la carga, y chiquillosque caminaban con paso inseguro junto alas carretas o asomaban bajo sus toldosblancos. Evidentemente no se trataba deun grupo habitual de inmigrantes, sinomás bien de un pueblo nómada forzadopor las circunstancias a buscarse unnuevo país. Por el aire claro se elevabadesde aquella gran masa de seres

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humanos un confuso estruendo y unsordo rumor, junto al chirrido de lasruedas y los relinchos de los caballos.Pero ni siquiera ese estruendo bastópara despertar a los dos fatigadoscaminantes.

Encabezaba la columna una veintenao más de hombres graves, de rostroimpasible, vestidos con ropas oscurashechas en casa y armados de rifles. Alalcanzar el pie del risco, se detuvieron ysostuvieron entre ellos una brevediscusión.

—Los pozos están a la derecha,hermanos —dijo uno de ellos, de bocaenérgica, rostro afeitado y cabellocanoso.

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—A la derecha de Sierra Blanca… yasí llegaremos al Río Grande —dijootro.

—No temáis por el agua —exclamóun tercero—. Aquel que pudo hacerlamanar de las rocas no abandonará ahoraa su pueblo elegido.

—¡Amén! ¡Amén! —respondierontodos.

Estaban a punto de reanudar el viajecuando uno de los más jóvenes yperspicaces del grupo lanzó unaexclamación y señaló el escarpado riscoque había sobre ellos. En la cima seagitaba un trocito de tela rosa, quedestacaba nítidamente sobre el fondo derocas grises. Al verlo, frenaron los

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caballos y los hombres se descolgaronlos rifles del hombro, mientras acudíanal galope otros jinetes de repuesto parareforzar la vanguardia. La palabra«pielroja» estaba en todos los labios.

—No es posible que haya muchosindios aquí —dijo el hombre de másedad, que parecía estar al mando—.Hemos dejado atrás a los pawnees, y nohay otras tribus hasta que crucemos lasgrandes montañas.

—¿Me adelanto y veo de qué setrata, hermano Stangerson? —preguntóuno del grupo. «Y yo», «y yo», gritó unadocena de voces.

—Dejad vuestros caballos abajo ynosotros os esperamos aquí —respondió

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el mayor de ellos.En un instante los jóvenes

desmontaron, ataron los caballos yempezaron a subir la empinadapendiente, camino del objeto que habíadespertado su curiosidad. Avanzabandeprisa y sin ruido, con la seguridad ydestreza propias de exploradoresconsumados. Quienes los observabandesde el llano los vieron saltar de rocaen roca hasta que sus figuras sedibujaron contra el horizonte. Losguiaba el joven que había sido elprimero en dar la alarma. Los que leseguían le vieron alzar de pronto lasmanos, como desbordado por elasombro, y, cuando se unieron a él,

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descubrieron algo que les causó idénticaimpresión.

En la pequeña meseta que coronabala árida planicie se erguía un granpeñasco solitario, y apoyado contra élyacía un hombre alto, de larga barba yfacciones duras, pero extremadamentedelgado. Su plácido rostro y surespiración regular indicaban que estabaprofundamente dormido. A su lado yacíauna chiquilla, que rodeaba con susbracitos blancos y gordezuelos elmoreno y nervudo cuello del hombre, yapoyaba la cabeza de cabello doradosobre su guerrera de pana. La niña teníaentreabiertos los labios sonrosados,mostrando una hilera regular de dientes

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blancos como la nieve, y una sonrisadivertida retozaba en sus faccionesinfantiles. Sus piernecitas regordetas yblancas, que terminaban en unoscalcetines blancos y unos bonitoszapatitos de hebillas relucientes,ofrecían un extraño contraste con losmiembros largos y resecos de sucompañero. En el saliente del peñascoque protegía a la insólita parejaacechaban tres solemnes busardos, que,al ver a los recién llegados, lanzaronestridentes gritos de disgusto y sealejaron con malhumorados aletazos.

Los gritos de los pajarracosdespertaron a los durmientes, quemiraron con asombro a su alrededor. El

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hombre se puso en pie y observó lallanura, que había estado tan desiertacuando cayó dormido y por la que ahorapululaba aquella enorme masa dehombres y animales. Su rostro adquirióuna expresión de incredulidad y se pasóla huesuda mano por los ojos…

—Esto debe de ser lo que llamandelirio —murmuró.

La niña permanecía a su lado,agarrada a los faldones de su chaqueta, yno decía palabra, pero miraba a sualrededor con esos ojos asombrados yllenos de preguntas de la infancia.

El equipo de rescate convenciórápidamente a los dos vagabundos deque cuanto veían no se trataba de una

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alucinación. Uno de ellos cogió a la niñay se la subió a los hombros, mientrasotros dos sostenían a su depauperadoacompañante y lo llevaban a lascarretas.

—Me llamo John Ferrier —explicóel caminante—. Yo y esta pequeñasomos lo que queda de un grupo deveintiuna personas. Los demás murierontodos de hambre o de sed allá abajo enel sur.

—¿Es hija tuya? —preguntó alguien.—Creo que ahora sí —exclamó el

otro, desafiante—. Es mía porque la hesalvado yo. Nadie me la quitará. Desdehoy es Lucy Ferrier. Pero ¿quiénes soisvosotros? —prosiguió, lanzando una

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mirada de curiosidad a sus fornidos ymorenos salvadores—. Parecéis unmontón.

—Casi diez mil —dijo uno de losjóvenes—. Somos los hijos perseguidosde Dios… los elegidos del ángelMoroni.

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—Nunca he oído hablar de él —dijoel caminante—. Parece que ha elegidoun buen puñado de gente.

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—No bromees con lo que es sagrado—replicó el otro con sequedad—.Somos los que creemos en los textossagrados, escritos en caracteres egipciossobre planchas de oro batido que fuerondadas a san Joseph Smith en Palmira.Venimos de Nauvoo, en el estado deIllinois, donde habíamos fundadonuestro templo. Buscamos un refugiodonde escapar de los hombres violentose impíos, aunque sea en el corazón deldesierto.

Obviamente, el nombre de Nauvootrajo recuerdos a John Ferrier.

—Ya veo —dijo—, sois losmormones.

—Somos los mormones —

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respondieron sus acompañantes a la vez.—¿Y adónde vais?—No lo sabemos. La mano de Dios

nos guía bajo la persona de nuestroProfeta. Tienes que comparecer ante supresencia. Él dirá lo que hay que hacercontigo.

Habían llegado ya al pie del cerro yse vieron rodeados por multitud deperegrinos: mujeres pálidas de aspectosumiso, niños robustos y sonrientes, yhombres preocupados, de ojos graves.Cuando vieron la corta edad de uno delos desconocidos y el desvalimiento delotro, dejaron escapar numerosasexclamaciones de asombro y compasión.Su escolta no se detuvo, sin embargo,

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sino que siguió adelante, acompañadapor una muchedumbre de mormones,hasta llegar a una carreta que destacabapor su tamaño y por su aspecto ostentosoy elegante. Llevaba uncidos seiscaballos, mientras que las demásdisponían sólo de dos o, a lo sumo, decuatro. Junto al conductor se sentaba unhombre que no podía tener más detreinta años, pero cuya imponentecabeza y expresión resuelta lo señalabancomo jefe. Estaba leyendo un libro delomo marrón, pero lo dejó a un lado alver aproximarse a la multitud y escuchóatentamente el relato de lo sucedido.Después se volvió hacia los dosviajeros.

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—Sólo podemos llevaros connosotros —dijo en tono solemne— sicompartís nuestro propio credo. Noqueremos lobos en nuestro redil. Mejorque vuestros huesos se blanqueen en estedesierto a que resultéis ser la pizca depodredumbre que acaba por corrompertodo el fruto. ¿Vendréis con nosotrosbajo estas condiciones?

—Iré con vosotros bajo cualquiercondición —dijo Ferrier, con tantaconvicción que los solemnes ancianosno pudieron evitar una sonrisa.

Únicamente el jefe mantuvo suexpresión severa e impresionante.

—Llévatelo, hermano Stangerson —dijo—, dale comida y bebida, y también

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a la niña. Ocúpate también tú deenseñarle nuestras sagradas creencias.Nos hemos entretenido demasiado. ¡Enmarcha! ¡Adelante, hacia Sión!

«¡Adelante hacia Sión!», gritó lamuchedumbre de mormones, y laspalabras se propagaron como una olapor toda la caravana, pasando de bocaen boca, hasta morir en la lejanía comoun leve murmullo.

Entre chasquidos de látigos ychirriar de ruedas, las grandes carretasse pusieron en movimiento, y prontotoda la caravana serpenteaba de nuevopor la llanura. El anciano a cuyocuidado habían sido confiados los dosviajeros los condujo a su carreta, donde

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les aguardaba ya comida.—Os quedaréis aquí —les dijo—.

Dentro de unos días os habréisrecuperado de vuestras fatigas.Entretanto, recordad que desde ahora ypara siempre pertenecéis a nuestrareligión. Lo ha dicho Brigham Young, yha hablado con la voz de Joseph Smith,que es la voz de Dios.

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2

LA FLOR DE UTAH

No es este el lugar adecuado pararememorar las desdichas y privacionesque tuvieron que sobrellevar losemigrantes mormones antes de llegar asu refugio definitivo. Desde las orillasdel Mississippi hasta las vertientesoccidentales de las Montañas Rocosas,se habían abierto camino con unaperseverancia sin parangón en lahistoria. Con tenacidad anglosajonahabían superado cuantos obstáculos

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interpuso la naturaleza a su paso:hombres, fieras, hambre, sed, fatiga yenfermedad. Sin embargo, el largo viajey los horrores acumulados habíanestremecido los corazones de loshombres más templados. No hubo ni unoque no cayera de rodillas y entonara unaplegaria cuando vieron a sus pies elextenso valle de Utah, bañado por la luzdel sol, y oyeron de labios de su jefeque aquella era la tierra prometida y queaquellos acres de terrenos vírgenes ibana ser suyos para siempre.

Young demostró enseguida ser tanhábil administrador como jefe resuelto.Se dibujaron mapas y se trazaron planosdonde se proyectaba la futura ciudad. A

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su alrededor se distribuyeron yasignaron granjas, según las condicionesde cada cual. Al comerciante se lecolocó en su comercio y al artesano ensu taller. En la ciudad surgieron calles yplazas como por arte de magia. En elcampo se abrieron zanjas y selevantaron setos, se plantó y se limpió, yal siguiente verano la cosecha de trigocubría de oro la región. Todoprosperaba en aquel extrañoasentamiento. En primer lugar, el grantemplo que habían erigido en el centrode la ciudad se hizo cada vez más alto yespacioso. Desde las primeras luces delamanecer hasta la caída del crepúsculo,no dejaron de oírse nunca los golpes de

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martillo y el chirrido de la sierra en elmonumento que los emigranteslevantaron en honor de Aquel que loshabía guiado sanos y salvos entre tantospeligros.

Los dos viajeros, John Ferrier y laniña que había compartido su suerte y ala que había adoptado como hija,acompañaron a los mormones hasta elfinal de su largo peregrinaje. Lapequeña Lucy Ferrier tuvo un viajeagradable en la carreta del viejoStangerson, que compartía con las tresmujeres del mormón y con su hijo, unterco y atrevido muchacho de doce años.Una vez superada, con la flexibilidadpropia de la infancia, la conmoción

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causada por la muerte de su madre, seconvirtió muy pronto en el objeto de losmimos de las mujeres y se adaptó a sunueva vida en aquel hogar ambulantecon techo de lona. Entretanto, Ferrier serecuperó de las penalidades sufridas ydemostró ser un buen guía y un cazadorincansable. Se ganó el aprecio de susnuevos compañeros con tanta rapidezque, cuando alcanzaron el término de superegrinaje, se acordó por unanimidadque se le asignara un terreno tan extensoy fértil como a todos los colonos, conexcepción del propio Young y deStangerson, Kemball, Johnston yDrebber, que eran los cuatro principalesAncianos.

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En el terreno así conseguido, JohnFerrier se construyó una sólida cabañade madera, que en años siguientes fueampliada tantas veces que se convirtióen una espaciosa villa. Ferrier era unhombre con sentido práctico, hábil enlos negocios y dotado para lasactividades manuales. Su constitución deacero le permitía trabajar de la mañanaa la noche mejorando y cultivando sustierras. De ahí que su granja y todas suspertenencias prosperaran de formaextraordinaria. En tres años estaba enmejor situación que sus vecinos, en seisera una persona acomodada, en nueveera rico y en doce no había mediadocena de hombres en toda Salt Lake

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City que pudieran comparársele. Desdeel gran mar interior hasta los distantesMontes Wasatch no había nombre máspopular que el de John Ferrier.

Había una cosa, y sólo una, en la quehería la susceptibilidad de suscorreligionarios. Ningún razonamientoni intento de persuasión le indujeron atomar varias mujeres como hacían losmormones. Nunca explicó los motivosde su persistente negativa; se limitó amantener su decisión con firmeza einflexibilidad. Hubo quienes le acusaronde tibieza en su nueva religión, yquienes lo atribuían a su codicia deriquezas y su renuencia a incurrir engastos. Otros, por su parte, hablaban de

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cierto primer amor y de una muchachade cabellos de oro que se habíaconsumido a orillas del Atlántico. Seacual fuere la razón, Ferrier se mantuvoestrictamente célibe. En todos losaspectos restantes se ajustó a la religióndel nuevo asentamiento y se granjeófama de ser un hombre ortodoxo y derecta conducta.

Lucy Ferrier creció aislada en lacabaña, y ayudaba a su padre en todassus tareas. El leve aire de las montañasy el balsámico aroma de los pinoshicieron las veces de niñera y de madrepara la muchachita. Con el paso de losaños creció y se hizo más fuerte, susmejillas se colorearon y sus andares se

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tornaron más vivaces. Muchosviandantes que pasaban por la carreteracontigua a la granja de Ferrier sentíanrevivir en su mente pensamientosolvidados hacía mucho tiempo alvislumbrar su esbelta figura juvenil enlos trigales, o al encontrarse con lajoven montada en el mustang de supadre, al que cabalgaba con la gracia ysoltura de una genuina hija del Oeste.Así pues, el capullo se hizo flor, y elmismo año en que su padre pasó a ser elmás rico de todos los granjeros, ella sehabía transformado en el mejor ejemplarde muchachita americana de toda lacosta del Pacífico.

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No fue el padre, sin embargo, elprimero en descubrir que la niña sehabía hecho mujer. Ocurre raras veces.El misterioso cambio es demasiado sutily demasiado gradual para medirse porfechas. Y menos que nadie lo advierte lapropia muchacha, hasta que el tono deuna voz o el contacto de una manoestremecen su corazón y descubre, conuna mezcla de orgullo y de temor, queuna naturaleza nueva y más amplia hadespertado dentro de ella. Son pocas lasque no recuerdan ese día y el pequeñoincidente que les indicó el comienzo deuna nueva vida. En el caso de LucyFerrier, el incidente fue lo bastantegrave en sí mismo al margen de su futura

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influencia en su propio destino y en elde otras muchas personas.

Era una cálida mañana de junio, ylos Santos del Último Día andabanatareados como las abejas cuya colmenahabían elegido por emblema. De loscampos y de las calles brotaba el mismozumbido de humana actividad. Por laspolvorientas carreteras desfilaban largasreatas de mulas con pesadas cargas,todas hacia el Oeste, porque habíaestallado la fiebre del oro en Californiay la ruta cruzaba por la ciudad de losElegidos. También había rebaños deovejas y novillos, procedentes de tierrasde pastos más lejanas, y caravanas deinmigrantes, hombres y caballos

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exhaustos por igual tras los rigores delviaje interminable. En medio de tanabigarrada multitud, abriéndose pasocon la pericia de un consumado jinete,galopaba Lucy Ferrier, el bello rostrosonrojado por el ejercicio y el largocabello castaño ondeando al viento. Ibaa la ciudad para hacer un encargo de supadre y, como en muchas ocasionesanteriores, se apresuraba a cumplirlocon la intrepidez de la juventud,pensando únicamente en su cometido yen el mejor modo de llevarlo a cabo.Sucios tras el viaje, los aventureros lamiraban atónitos, y hasta los impasiblesindios, que andaban de aquí para allácon sus pieles, moderaban su habitual

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estoicismo y se maravillaban ante labelleza de aquella muchacha de rostropálido.

Ya había llegado a las afueras de laciudad cuando encontró la carreterabloqueada por una gran manada deganado, conducida por media docena devaqueros de las llanuras de aspectosalvaje. Llevada por la impaciencia,intentó superar el obstáculo lanzando sucaballo por lo que le pareció unabrecha. Sin embargo, en cuanto seintrodujo entre el ganado, las reses larodearon y se encontró completamenteaprisionada en aquella corrientemovediza de novillos de feroz mirada ylargos cuernos. Como estaba habituada a

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tratar con ganado, la muchacha no searredró ante la situación, y aprovechócuantas oportunidades se le presentaronpara espolear a su montura, con laesperanza de abrirse paso a través de lamanada. Por desgracia, los cuernos deuno de los animales, ya fuera porcasualidad o aposta, chocóviolentamente contra el flanco delmustang, que enloqueció.Inmediatamente se alzó sobre las patastraseras, con un furioso relincho, y saltóy corcoveó de un modo que hubieraderribado a un jinete menos diestro. Lasituación estaba llena de peligros. Cadasalto del caballo lo precipitaba denuevo contra los cuernos, y lo enfurecía

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todavía más. Lo único que podía hacerla muchacha era tratar de mantenerse enla silla, porque caer de la mismasignificaba una muerte espantosa bajolas pezuñas de aquellos animalesindómitos y asustados. Como no estabahabituada a situaciones inesperadas deeste tipo, la cabeza empezó a darlevueltas y aflojó la presión de sus manosen la brida. Sofocada por la nube depolvo y por el vaho que desprendían losanimales, estaba a punto de abandonar,desesperada, sus esfuerzos, cuando unaamable voz, a su lado, le prometióayuda. En aquel preciso instante, unamano fuerte y morena agarró al asustadocaballo por el freno y, abriéndose paso

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entre la manada, no tardó en sacarla deallí.

—Espero que no esté usted herida,señorita —dijo respetuosamente susalvador.

La muchacha levantó la mirada haciaaquel rostro moreno y decidido, y seechó a reír.

—No estoy herida —dijo confranqueza—; estoy terriblementeasustada. ¿Quién iba a pensar quePoncho se aterrorizaría de ese modo porun puñado de vacas?

—Gracias a Dios, usted se mantuvoen su montura —dijo él con gravedad.

Era un muchacho alto, de aspectoaudaz, que montaba un poderoso caballo

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ruano, vestía ropas de cazador y llevabaun largo rifle al hombro.

—Creo que es usted la hija de JohnFerrier —observó—. La he visto salir acaballo de su casa. Pregúntele si seacuerda de Jefferson Hope de SaintLouis. Si se trata del mismo Ferrier, mipadre y él eran grandes amigos.

—¿Por qué no va usted a nuestracasa y se lo pregunta personalmente? —propuso ella con cierta picardía.

Al joven pareció gustarle laproposición, y sus oscuros ojosbrillaron de alegría.

—Eso haré —dijo—. Hemos pasadodos meses en las montañas, y no estamosdemasiado presentables para hacer

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visitas. Tendrá que aceptarnos así.—Mi padre tiene un motivo

importante para estarle agradecido, y yotambién —dijo la muchacha—. Meadora y, si esas vacas me hubieranpisoteado, no se hubiera consoladonunca.

—Ni yo tampoco.—¡Usted! Bueno, no veo por qué

razón habría de importarle a usted. Nisiquiera somos amigos.

El rostro moreno del joven cazadorse ensombreció de tal modo que LucyFerrier no puedo contener la risa.

—No he querido decir eso —seexcusó—. Claro que ya somos amigos.Tiene que ir a visitarnos. Ahora debo

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seguir adelante, o mi padre no volverá aencargarme nada nunca más. ¡Adiós!

—Adiós —respondió el muchacho,quitándose el sombrero de ala ancha einclinándose sobre la manita de lajoven.

Lucy hizo dar media vuelta a sumustang, le dio un golpe con la fusta ysalió disparada carretera adelante entreuna temblorosa nube de polvo.

El joven Jefferson Hope siguiócabalgando con sus compañeros,pensativo y taciturno. Juntos habíanrecorrido las montañas de Nevada enbusca de plata, y ahora regresaban a SaltLake City esperando reunir capitalsuficiente para explotar algunos filones

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que habían descubierto. Al joven leentusiasmaba el proyecto tanto como alos demás, pero ahora aquel repentinoincidente había desviado suspensamientos hacia otros objetivos. Laimagen de la hermosa muchacha, tanfresca y saludable como las brisas deSierra Nevada, había conmovido hastalo más profundo su corazón volcánico eindómito. Cuando ella ya habíadesaparecido de su vista, se dio cuentade que su vida pasaba por una crisis, yde que ni las especulaciones sobre laplata ni ninguna otra cuestión podíantener ya para él tanta importancia comoesta realidad recién descubierta queabsorbía todas las demás. El amor que

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había brotado en su corazón no era elrepentino y cambiante capricho de unmuchacho, sino la intensa y ardientepasión de un hombre de fuerte voluntady temperamento autoritario. Se habíahabituado a tener éxito en cuantoemprendía. Se prometió a sí mismo que,si el esfuerzo humano y la humanaperseverancia podían servirle de ayuda,tampoco fracasaría en esta ocasión.

Aquella misma noche visitó a JohnFerrier, y volvió otras muchas veces,hasta que su rostro fue familiar en lagranja. John, encerrado en el valle yabsorbido por su trabajo, había tenidopocas oportunidades de recibir noticiasdel mundo exterior durante los últimos

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doce años. Jefferson Hope podíacontarle muchas, y lo hacía de tal modoque a Lucy le interesaban tanto como asu padre. Había sido pionero enCalifornia, y podía contar raras historiasde fortunas amasadas y rápidamentedilapidadas en aquellos días felices einsensatos. También había sidoexplorador, cazador, buscador de plata yestanciero. Dondequiera que hubieraaventuras emocionantes, allí había idoJefferson Hope a buscarlas. Pronto seganó las simpatías del viejo granjero,que hablaba elocuentemente de suscualidades. En tales ocasiones, Lucypermanecía callada, pero sus mejillassonrojadas y sus ojos brillantes y felices

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decían a las claras que ya no era dueñade su joven corazón. Era posible que suhonrado padre no hubiera reparado enestos síntomas, pero seguro que alhombre que había conquistado el cariñode la joven no le pasaron por alto.

Cierta tarde de verano, el jovenllegó galopando por la carretera y sedetuvo delante de la puerta. Lucy estabaen el umbral y salió a su encuentro.Jefferson pasó las bridas por la valla yavanzó a pie por el sendero.

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—Me voy, Lucy —dijo, cogiéndoleambas manos y mirando su rostro conternura—. No voy a pedirte que vengasconmigo ahora, pero ¿estarás dispuesta aacompañarme cuando yo vuelva?

—Y eso, ¿cuándo ocurrirá? —preguntó ella, sonrojándose y riendo.

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—Dentro de un par de meses comomucho. Entonces vendré a buscarte,cariño mío. Nadie podrá interponerseentre nosotros.

—¿Y mi padre?—Ha dado su consentimiento,

siempre que logremos poner esas minasen funcionamiento, lo cual no mepreocupa en absoluto.

—Bien. Si mi padre y tú lo tenéistodo resuelto, no hay nada más que decir—susurró Lucy, apoyando la mejilla enel amplio pecho del joven.

—¡Gracias sean dadas a Dios! —exclamó Jefferson, con voz ronca,inclinándose para besarla—. Deacuerdo, pues. Cuanto más tarde en

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irme, más duro me será hacerlo. Meesperan en el cañón. Adiós, tesoro mío,adiós. Dentro de dos meses nos veremosde nuevo.

Mientras decía estas palabras, seapartó de ella a toda prisa, saltó sobresu caballo y se alejó al galope, sinvolver la cabeza, como si temiera verflaquear su decisión en caso de echaruna mirada a lo que dejaba atrás.

Lucy permaneció en el umbral,siguiéndole con la mirada hasta que loperdió de vista. Entonces volvió a entraren la casa. Se sentía la muchacha másfeliz de todo Utah.

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3

JOHN FERRIER HABLA CON ELPROFETA

Habían transcurrido tres semanasdesde que Jefferson Hope se marcharacon sus compañeros de Salt Lake City. AJohn Ferrier se le encogía el corazón alpensar en el regreso del joven y en lainminente pérdida de su hija adoptiva.Pero contemplar el rostro radiante yfeliz de la muchacha lo reconciliaba conaquel acuerdo más de lo que hubierapodido hacerlo cualquier argumento.

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Había decidido desde siempre, en lohondo de su resuelto corazón, que nadalo induciría a casar a su hija con unmormón. Semejante casamiento no leparecía en absoluto un casamiento, sinouna vergüenza y una desgracia. Pensaralo que pensara de las doctrinas de losmormones, en este punto era inflexible.Sin embargo, debía mantener los labiossellados, porque exponer una opiniónheterodoxa era en aquellos tiempos unasunto peligroso en el País de losSantos.

Sí, un asunto peligroso… tanpeligroso que ni siquiera los más santosse atrevían a cuchichear, conteniendo elaliento, acerca de sus opiniones

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religiosas, por miedo a que algúncomentario pudiera ser mal interpretadoy pudiera acarrearles un rápido castigo.Los que habían padecido persecución sehabían convertido ahora enperseguidores a su vez, y enperseguidores de la peor especie. Ni laInquisición de Sevilla ni la Vehmgerichtalemana ni las sociedades secretas deItalia fueron capaces de poner en marchauna maquinaria tan formidable como laque ensombrecía el estado de Utah.

Su invisibilidad y el misterio que laenvolvía hacían esta organizacióndoblemente terrible. Parecía seromnisciente y omnipotente, y, sinembargo, nadie podía verla ni oírla.

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Todo aquel que se resistía a la Iglesiadesaparecía, sin que se supiera dóndehabía ido o qué le había sucedido. Suesposa y sus hijos lo esperaban en casa,pero ningún padre regresó jamás paracontarles qué habían hecho con él sussecretos jueces. Una palabra imprudenteo un acto precipitado suponían elaniquilamiento, y nadie sabía cuál era laíndole de ese terrible poder que pendíaamenazante sobre sus cabezas. No eraextraño que los hombres vivieranencogidos y temerosos, y que ni siquieraen el corazón del desierto se atrevierana cuchichear las dudas que los oprimían.

Al principio ese poder vago yterrible se ejercía sólo contra los

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recalcitrantes, que, tras abrazar la fe delos mormones, pretendían luegopervertirla o abandonarla. Pronto, sinembargo, se extendió su ámbito.Escaseaban las mujeres adultas y, sinuna población femenina lo bastanteextensa, la poligamia es una doctrinaestéril. Entonces empezaron a circularextraños rumores sobre inmigrantesasesinados y campamentos saqueados,en zonas donde jamás se había vistoindios… Aparecieron mujeres nuevas enlos harenes de los Ancianos, mujeresque languidecían y lloraban y llevabanimpresas en el rostro las huellas de unhorror inextinguible. Algunos viajerosde las montañas hablaban de bandas de

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hombres armados, enmascarados,sigilosos, que pasaban cerca de ellos enla oscuridad. Esas historias y rumoresfueron tomando forma y consistencia, yfueron corroborados una y otra vez,hasta concretarse en nombres precisos.Hasta el día de hoy, el nombre de laBanda de los Danitas o los ÁngelesVengadores conserva, en los ranchosaislados del Oeste, resonanciassiniestras y nefastas.

El poco conocimiento de laorganización que producía resultados tanterribles, lejos de disminuir el horrorque inspiraba a la gente, no hacía sinoacrecentarlo. Nadie sabía quiénpertenecía a esa implacable sociedad.

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Los nombres de quienes tomaban parteen acciones de sangre y de violencia ennombre de la religión se mantenían enprofundo secreto. El mismo amigo aquien comunicabas tus dudas acerca delProfeta y de su misión podía ser uno delos que aparecieran por la noche paraexigir a sangre y fuego un terriblecastigo. De ahí que todo hombre temieraa su vecino y no confiara a nadie lossecretos de su corazón.

Una hermosa mañana, cuando estabaa punto de salir hacia sus trigales, JohnFerrier oyó el chasquido del pestillo dela cerca y, al mirar por la ventana, vioque un hombre corpulento, de cabellorubio y mediana edad, ascendía por el

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sendero. El corazón le dio un vuelco,porque se trataba del mismísimoBrigham Young en persona. Lleno deinquietud —pues sabía que nada buenopodía resultar de tal visita—, Ferriercorrió a la puerta para recibir al jefe delos mormones. Este, sin embargo, acogiósu saludo con frialdad, y le siguió hastala sala con expresión adusta.

—Hermano Ferrier —le dijo,tomando asiento y mirando fijamente algranjero por entre sus pálidas pestañas—, los verdaderos creyentes hemos sidobuenos amigos para ti. Te recogimoscuando te estabas muriendo de hambreen el desierto, compartimos nuestracomida contigo, te condujimos sano y

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salvo al Valle de los Elegidos, te dimosuna buena parcela de tierra y permitimosque te enriquecieras bajo nuestraprotección. ¿No es así?

—Así es —respondió John Ferrier.—A cambio de todo esto sólo te

pusimos una condición: que abrazaras lafe verdadera y ajustaras tu vida anuestras costumbres. Prometiste hacerloy, si los rumores son ciertos, no lo hascumplido.

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—¿En qué no he cumplido? —preguntó Ferrier, extendiendo las manosen ademán de protesta—. ¿No hecontribuido al fondo común? ¿No heasistido al Templo? ¿No he…?

—¿Dónde están tus esposas? —inquirió Young, mirando a su alrededor—. Llámalas para que pueda saludarlas.

—Es verdad que no me he casado —admitió Ferrier—. Pero había pocasmujeres, y eran muchos los que teníanmás derecho a ellas. Yo no vivía solo:tenía a mi hija para atenderme.

—De tu hija precisamente quierohablarte —dijo el jefe de los mormones—. Al crecer se ha convertido en la florde Utah, y se ha ganado el favor de

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muchos hombres importantes de estepaís.

John Ferrier gimió para susadentros.

—Corren rumores sobre ella que noestoy dispuesto a creer —prosiguió elProfeta—, rumores de que se hacomprometido con un gentil. Se trata sinduda de habladurías sin fundamento.¿Cuál es la regla decimotercera delcódigo de san Joseph Smith? «Que todadoncella adicta a la verdadera fe se casecon un elegido; pues, si se casa con ungentil, cometerá un grave pecado».Siendo esto así, no es posible que tú,que profesas el santo credo, permitasque tu hija lo viole.

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John Ferrier no contestó, y se puso ajuguetear nervioso con su fusta.

—Este será el único punto en quepondremos a prueba tu fe. Así lo haacordado el Sagrado Consejo de losCuatro. La chica es joven, y no laqueremos casar con un viejo ni privarlade toda elección. Nosotros los Ancianostenemos muchas esposas, pero tambiéntenemos que proporcionárselas anuestros hijos. Stangerson tiene un hijo,y Drebber tiene un hijo, y cualquiera delos dos acogería con agrado a tu hija ensu casa. Deja que ella elija entre ambos.Son jóvenes y ricos, y profesan la feverdadera. ¿Qué dices a esto?

Ferrier permaneció en silencio unos

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instantes, con el ceño fruncido.—Concédenos un poco de tiempo —

dijo al fin—. Mi hija es muy joven, casino tiene edad para casarse.

—Dispondrá de un mes para decidir—dijo Young, levantándose de suasiento—. Concluido este plazo, tendráque dar una respuesta.

Estaba ya cruzando el umbral,cuando se volvió con rostro encendidode ira y ojos llameantes.

—¡Y hubiera sido mejor paravosotros, John Ferrier —rugió—, yacercomo esqueletos blanqueados en SierraBlanca que oponer vuestras débilesvoluntades a las órdenes de los CuatroSantos!

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Con un gesto amenazador, Young,traspuso la puerta, y Ferrier oyó suspesados pasos en la grava del sendero.

Ferrier estaba todavía sentado, conlos codos en las rodillas, considerandocómo le mencionaría el asunto a su hija,cuando una mano suave se posó en lasuya y, al levantar la mirada, la vio depie a su lado. Le bastó contemplar surostro pálido y asustado para saber quehabía escuchado la conversación.

—No lo he podido evitar —dijo lamuchacha, en respuesta a su mirada—.Su voz atronaba toda la casa. Oh, padre,padre, ¿qué vamos a hacer?

—No te asustes —dijo él,atrayéndola hacia sí, y pasando su mano

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ancha y áspera por el rubio cabello de lamuchacha—. De una forma u otra, loresolveremos. A ti no se te va de lacabeza ese muchacho, ¿verdad?

Un sollozo y un apretón de manosfue la única respuesta de Lucy.

—No, claro que no. Y no lamentooírtelo decir. Es un joven prometedor yes cristiano, mucho más desde luego queesta gente de aquí, con todos sus rezos ysermones. Mañana sale una expediciónpara Nevada y me las arreglaré paraenviarle un mensaje explicándole en quéaprieto nos vemos. O no conozco enabsoluto a ese muchacho o regresará amayor velocidad que la del telégrafoeléctrico.

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Esta descripción de su padre hizosonreír a Lucy a través de las lágrimas.

—Cuando él llegue, nos aconsejarálo mejor —dijo—. Pero quien mepreocupa es usted, padre. Se oyen…, seoyen historias tan espantosas sobreaquellos que se oponen al Profeta.Siempre les sucede algo terrible.

—Pero nosotros no nos hemosopuesto todavía a él. Ya nospreocuparemos cuando lo hagamos.Disponemos de todo un mes. Cuandoeste mes termine, lo mejor será largarsea toda prisa de Utah.

—¡Irnos de Utah!—En eso pienso.—Pero ¿y la granja?

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—Conseguiremos todo el dinero quepodamos, y renunciaremos al resto. Adecir verdad, Lucy, no es la primera vezque me planteo hacerlo. No me gustasometerme a ningún hombre, como sesomete esta gente a su maldito Profeta.He nacido americano libre, y todo estoes nuevo para mí. Supongo que soydemasiado viejo para aprender. Si esetipo viene a merodear por losalrededores de la granja, se arriesga aencontrarse con una carga de perdigonesque viaje en dirección opuesta.

—Pero no permitirán que nosvayamos —objetó la hija.

—Espera a que llegue Jefferson, yenseguida lo arreglaremos. Entretanto,

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no te preocupes, cariño, y que no se tehinchen los ojos de llorar, no sea quecuando él te vea me eche las culpas amí. No hay motivo para sentirseasustado, no hay peligro alguno.

John Ferrier hizo esos consoladorescomentarios en tono confiado, pero Lucyno pudo dejar de advertir que aquellanoche ponía una atención especial alcerrar las puertas, y que limpiaba ycargaba cuidadosamente la viejaescopeta oxidada que colgaba de lapared de su dormitorio.

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4

HUYENDO PARA SALVAR LA VIDA

La mañana que siguió a su entrevistacon el Profeta, John Ferrier fue a SaltLake City y, tras encontrar a un conocidoque se dirigía a las montañas deNevada, le entregó un mensaje paraJefferson Hope. En él comunicaba aljoven el inminente peligro que lesamenazaba y lo indispensable que era suregreso. Hecho lo cual, se sintió menosinquieto y volvió a casa en mejor estadode ánimo.

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Al acercarse a su granja, lesorprendió ver sendos caballos atados alos dos postes de la entrada. Todavía sesorprendió más cuando se encontró, alentrar en la casa, con que dos jóveneshabían tomado posesión de su sala. Unode ellos, de cara larga y pálida, estabarecostado en la mecedora, con los piesencima de la estufa. El otro, un tipo decuello de toro y facciones toscas yabotargadas, permanecía en pie delantede la ventana, con las manos hundidas enlos bolsillos y silbando un himno muypopular. Ambos saludaron a Ferrier conuna inclinación de cabeza, y el de lamecedora inició la conversación.

—Quizás usted no nos conozca —

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dijo—. Él es hijo del Anciano Drebber,y yo soy Joseph Stangerson, que viajócon ustedes por el desierto cuando elSeñor alargó su mano y los acogió en elauténtico redil.

—Como lo hará a su debido tiempocon todas las naciones —añadió el otrocon voz nasal—. El Señor mueledespacio, pero muy fino.

John Ferrier se inclinó con frialdad.Había adivinado quiénes eran susvisitantes.

—Hemos venido —prosiguióStangerson—, por consejo de nuestrospadres, para solicitar la mano de su hijapara aquel de nosotros dos que a usted ya ella les parezca mejor. Como yo sólo

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poseo cuatro esposas y el hermanoDrebber siete, creo que mi solicitudtiene prioridad.

—De eso nada, hermano Stangerson—gritó el otro—. La cuestión no escuántas mujeres tenemos, sino cuántasmujeres podemos mantener. Mi padreme acaba de ceder sus molinos, y soy elmás rico de los dos.

—Pero mi futuro es mejor —dijo elotro acaloradamente—. Cuando el Señorse lleve a mi padre, serán mías sucurtiduría y su factoría de artículos decuero. Además soy mayor que tú, yocupo un puesto más elevado en laIglesia.

—Es la chica quien tiene que decidir

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—replicó el joven Drebber, sonriendo asu propia imagen reflejada en el cristal—. Dejaremos en sus manos la elección.

Durante todo este diálogo, JohnFerrier había permanecido furioso en elumbral, conteniéndose a duras penaspara no descargar su fusta sobre lasespaldas de sus dos visitantes.

—Oídme bien —dijo por fin,avanzando hacia ellos—. Cuando mihija os invite, podéis venir a esta casa,pero hasta entonces no quiero volver aver vuestras caras.

Los dos jóvenes mormones lemiraron atónitos. A sus ojos, esacompetición entre ellos por la mano dela muchacha representaba el máximo

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honor, tanto para ella como para supadre.

—La habitación tiene dos salidas —gritó Ferrier—: la puerta y la ventana.¿Cuál preferís?

Su oscuro rostro tenía un aspecto tanfurioso y sus enjutas manos un gesto tanamenazador, que los dos visitantes selevantaron de un salto y se batieron atoda prisa en retirada. El viejo granjerolos siguió hasta la puerta.

—Cuando hayáis decidido cuál delos dos va a ser, me lo comunicáis —dijo con sarcasmo.

—¡Pagará usted esto muy caro! —gritó Stangerson, lívido de ira—. Hadesafiado al Profeta y al Consejo de los

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Cuatro. Lo lamentará hasta el fin de susdías.

—¡La mano del Señor caerápesadamente sobre usted! —gritó eljoven Drebber—. ¡Él se alzará y legolpeará!

—Pues entonces yo mismo empezarécon los golpes —exclamó Ferrierfurioso.

Y se habría precipitado escalerasarriba en busca de su rifle, si Lucy no lohubiera retenido cogiéndolo por elbrazo. Antes de que pudiera liberarse deella, el ruido de los cascos de loscaballos le indicó que los visitantesestaban ya fuera de su alcance.

—¡Jovenzuelos hipócritas y

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granujas! —exclamó, secándose el sudorde la frente—. Preferiría verte en latumba, hija mía, que casada con uno deellos.

—Y yo también, padre —dijo lamuchacha con vehemencia—. PeroJefferson estará pronto aquí.

—Sí. No tardará en llegar. Y cuantoantes mejor, pues no sabemos cuál serála siguiente jugada de estos granujas.

Ya era hora, en efecto, de quealguien capaz de aconsejar y de prestarayuda acudiera en auxilio del anciano yvaleroso granjero y de su hija adoptiva.En toda la historia del asentamiento nose había dado un caso tan flagrante dedesobediencia a la autoridad de los

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Ancianos. Si el menor error eracastigado tan severamente, ¿qué suertele esperaba a este máximo rebelde?Ferrier sabía que su riqueza y suposición no le servirían de nada. Otraspersonas tan conocidas y tan ricas comoél habían desaparecido con anterioridady sus bienes habían pasado a la Iglesia.Era un hombre valiente, pero temblabaante los vagos e imprecisos horrores quese cernían sobre él. Podía enfrentarsecon ánimo sereno a un peligro conocido,pero aquella incertidumbre ledestrozaba los nervios. Sin embargo,ocultó sus temores a su hija, fingiendono conceder excesiva importancia a lacuestión, aunque la joven, con la

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clarividencia del amor, se daba perfectacuenta de su ansiedad.

Ferrier esperaba recibir algúnmensaje o reconvención de Young apropósito de su conducta, y no seequivocaba, aunque llegó de modoimprevisto. Al levantarse a la mañanasiguiente encontró, para su sorpresa, unpedacito de papel prendido en la colchade su cama, justo encima de su pecho.En él se leía, en letras grandes ydesmañadas: «Se te concedenveintinueve días para que te enmiendes,y después…».

Los puntos suspensivos inspirabanmás miedo que cualquier amenaza. AFerrier le dejó perplejo que esta

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advertencia hubiera podido llegar hastasu habitación, pues sus criados dormíanen una dependencia fuera de la casa, ylas puertas y ventanas estaban biencerradas. Estrujó el papel y no le dijonada a su hija, pero el incidente le helóel corazón. Los veintinueve días eranobviamente lo que restaba del mes queYoung le había concedido. ¿De quéservían la fortaleza y el valor ante unenemigo armado de tan misteriosospoderes? La mano que había prendido elpapel hubiera podido atravesarle elcorazón, sin que él llegara a saber nuncaquién lo había asesinado.

Mayor fue su sobresalto a la mañanasiguiente. Se habían sentado a

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desayunar, cuando Lucy lanzó un grito deasombro y señaló hacia arriba. Enmedio del techo alguien habíagarrapateado, quizás con el extremo deun tizón, el número veintiocho. Para suhija aquello resultaba ininteligible, y élno se lo aclaró. Durante la nochepermaneció levantado y montó guardiacon su escopeta. No vio ni oyó nada y,no obstante, por la mañana habíanpintado un gran número veintisiete sobrela puerta de la casa.

Así fueron pasando los días, y con lamisma certeza con que amanece todaslas mañanas comprobó que susinvisibles enemigos llevaban la cuenta eiban anotando en algún sitio bien visible

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cuántos días le quedaban del mes degracia. A veces los fatídicos númerosaparecían en las paredes, a veces en elsuelo, en ocasiones en pequeños cartelesfijados en la puerta del jardín o en lavalla. Pese a su vigilancia, Ferrier nologró descubrir el origen de estos avisosdiarios. Al verlos, se adueñaba de él unhorror casi supersticioso. Estaba cadavez más ojeroso e inquieto, y sus ojosadquirieron la ansiosa mirada de unanimal acorralado. Sólo le quedaba unaesperanza, y era la llegada del jovencazador desde Nevada.

El veinte se transformó en quince, yel quince en diez, pero no había noticiasdel ausente. Uno tras otro fueron

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descendiendo los números, y seguía sindar señales de vida. Cada vez que se oíael paso de un jinete o que un cocheroazuzaba a sus caballos, el viejo granjerocorría a la puerta, creyendo que por finle llegaba ayuda. Por último, cuando vioque el cinco daba lugar al cuatro y estedaba lugar al tres, se descorazonó yabandonó toda esperanza de escapar. Sinayuda de nadie y con sus limitadosconocimientos de las montañas querodeaban el asentamiento, sabía que nocabía hacer nada. Los caminos mástransitados estaban estrictamentevigilados y controlados, y nadie podíatransitar por ellos sin una orden delConsejo. Por muchas vueltas que le

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diera, no veía modo de escapar al golpeque se cernía sobre su cabeza. Sinembargo, no vaciló un solo instante ensu resolución de perder la vida antesque aceptar lo que consideraba ladeshonra para su hija.

Un atardecer estaba sentado solo,reflexionando profundamente en susproblemas y buscando en vano unasalida. Aquella mañana había aparecidoel número dos en la pared de su casa, yel día siguiente sería el último del plazoasignado. ¿Qué sucedería entonces? Unaserie de vagas y terribles fantasíasdesfiló por su imaginación. Y su hija…¿qué sería de su hija cuando él faltara?¿No había modo de escapar a la

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invisible red que iba estrechando elcerco a su alrededor? Dejó caer lacabeza sobre la mesa y sollozó al pensaren su propia impotencia.

¿Qué era aquello? Había oído enmedio del silencio de la noche, muydébil pero con toda claridad, un ruidocomo si alguien arañara suavemente.Procedía de la puerta de la casa. Ferriersalió sigiloso al vestíbulo y escuchó conatención. Hubo una breve pausa, ydespués se repitió aquel ruido quedo einsidioso. Obviamente alguien dabasuaves golpecitos en uno de los panelesde la puerta. ¿Sería un asesino demedianoche que venía a cumplir lascriminales órdenes del tribunal secreto?

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¿O acaso un agente que estabanotificando la llegada del último día degracia? John Ferrier sintió que unamuerte instantánea sería preferible a esaincertidumbre que le destrozaba losnervios y le paralizaba el corazón. Dioun salto hacia adelante, descorrió elcerrojo y abrió la puerta de par en par.

Fuera reinaban la calma y elsilencio. La noche era agradable, y en loalto centelleaban intensamente lasestrellas. Ante los ojos del granjero seextendía el jardincito delantero, cerradopor la valla y la verja de entrada, peroni allí ni en el camino se veía a nadie.Con un suspiro de alivio, Ferrier miró aderecha e izquierda, hasta que, echando

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por casualidad una mirada hacia suspropios pies, descubrió con asombroque en el suelo yacía un hombre debruces, con los brazos y las piernascompletamente extendidos.

Aquella visión lo turbó de tal modoque tuvo que apoyarse en la pared, ycubrirse la boca con una mano paracontener un grito. Lo primero que pensófue que se trataba de un hombre herido omoribundo, pero, mientras locontemplaba, vio que reptaba por elsuelo y se deslizaba dentro del vestíbulocon la rapidez y el sigilo de unaserpiente. Una vez dentro de la casa, elhombre se levantó de un salto, cerró lapuerta, y el asombrado granjero

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reconoció el rostro audaz y el gestodecidido de Jefferson Hope.

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—¡Dios mío! —dijo John Ferriercon voz entrecortada—. ¡Qué susto mehas dado! ¿Por qué has entrado así?

—Deme algo de comer —dijo elotro con voz ahogada—. En las últimasochenta y cuatro horas no he tenidotiempo de echar un bocado ni bebernada.

Se precipitó sobre la carne fría y elpan que habían quedado encima de lamesa después de la cena, y los devorócon avidez.

—¿Resiste bien Lucy esta situación?—preguntó, una vez saciado su apetito.

—Sí. Ignora el peligro que corremos—respondió su padre.

—Mejor así. La casa está vigilada

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por todas partes. Por eso he tenido quellegar reptando hasta ella. Puede quesean condenadamente listos, pero no lobastante para atrapar a un indio washoe.

Ahora que contaba con un fielaliado, John Ferrier se sintió otrohombre. Cogió la curtida mano del joveny la estrechó efusivamente.

—Eres un hombre de quien se puedeestar orgulloso —le dijo—. Pocoshabrían venido a compartir nuestrospeligros y nuestros problemas.

—Verá usted, amigo —respondió eljoven cazador—. Yo le tengo a usted unrespeto, pero, si estuviera usted solo eneste lío, me lo pensaría muy mucho antesde meterme en este avispero. Es Lucy la

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que me trae aquí y, antes de que a ella lepase algo malo, habrá en Utah un Hopemenos.

—¿Qué vamos a hacer?—Mañana es su último día, y si no

hacen algo esta noche están perdidos.Hay una mula y dos caballosesperándonos en el Barranco del Águila.¿De cuánto dinero dispone usted?

—Dos mil dólares en oro y cincomil en billetes.

—Bastará. Yo tengo otro tanto.Debemos ir a toda prisa a Carson City,pasando a través de las montañas. Mejorque despierte a Lucy. Y menos mal quelos criados no duermen dentro de lacasa.

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Mientras Ferrier estuvo ausente,preparando a su hija para el inminenteviaje, Jefferson Hope metió todos losvíveres que pudo encontrar en unpaquete y llenó de agua un cántaro, puessabía por experiencia que en lasmontañas los manantiales son escasos yestán distantes entre sí. Apenas habíaconcluido estos preparativos cuandoregresó el granjero con su hija, vestida ya punto para la marcha. El saludo entrelos enamorados fue cariñoso, perobreve, pues cada minuto era precioso yrestaba mucho por hacer.

—Tenemos que irnos enseguida —dijo Jefferson Hope, en el tono bajopero resuelto de alguien que ha

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calibrado la gravedad del peligro y hadecidido afrontarlo—. Las entradas dedelante y de detrás están vigiladas, pero,si nos movemos con cautela, podemosescapar por la ventana lateral y correr acampo traviesa. Una vez en la carretera,estaremos sólo a dos millas de lacañada donde nos esperan los caballos.Al amanecer nos encontraremos a mediocamino, en plena montaña.

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—¿Y si nos cortan el paso? —preguntó Ferrier.

Hope dio una palmadita en la culatadel revólver que sobresalía de la partedelantera de su camisa.

—Si son demasiados para nosotros,nos llevaremos a dos o tres porcompañía —dijo con una sonrisasiniestra.

Habían apagado todas las luces delinterior de la casa, y desde la ventana ensombras Ferrier vislumbraba loscampos que habían sido suyos y que ibaa abandonar para siempre. Sin embargo,llevaba mucho tiempo preparándosepara el sacrificio, y la honra y lafelicidad de su hija le importaban mucho

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más que las riquezas perdidas. Parecíatodo tan tranquilo y tan feliz, lossusurrantes árboles y los vastos ysilenciosos trigales, que era difícilcobrar conciencia de que por doquieracechaba la muerte. Pero la palidez y lagrave expresión del joven cazadoratestiguaban que, al acercarse a la casa,había visto lo suficiente para estarconvencido de ello.

Ferrier llevaba la bolsa con el oro yel dinero, Jefferson Hope cargaba conlas escasas provisiones y con el agua, entanto que Lucy había reunido en unhatillo sus pertenencias más preciadas.Abrieron la ventana despacio y conmucho cuidado, esperaron a que una

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nube oscura ensombreciera la noche, yuno a uno se deslizaron por la ventana alpequeño jardín. Conteniendo el aliento yagachados, lo recorrieron a trompiconesy se refugiaron al amparo del seto, quefueron rodeando hasta encontrar unaapertura que daba al trigal. Justo alllegar a este punto, el joven agarró a susdos acompañantes y los arrastró a lasombra, donde permanecieronsilenciosos y temblando.

Era una suerte que el adiestramientoen sus praderas le hubieraproporcionado a Jefferson Hope el oídode un lince. Acababan de agazaparse ély sus amigos, cuando se oyó a pocasyardas el melancólico aullido de un

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búho, que fue inmediatamente contestadopor otro muy próximo. En este momentoemergió del claro hacia el que sedirigían una figura vaga y difusa, yrepitió el lastimero grito que les servíade señal. Y un segundo hombre surgió delas sombras.

—Mañana a medianoche —dijo elprimero, que parecía estar al mando—.Cuando el chotacabras grite tres veces.

—De acuerdo —asintió el otro—.¿Tengo que decírselo al hermanoDrebber?

—Comunícaselo a él y que él locomunique a los demás. ¡Nueve a siete!

—¡Siete a cinco! —respondió elotro.

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Y las dos figuras se separaron endistintas direcciones. Sus últimaspalabras habían sido, obviamente, unaespecie de santo y seña. En cuanto suspasos se desvanecieron en la lejanía,Jefferson Hope se levantó de un salto y,tras ayudar a sus compañeros a pasarpor el hueco que había en el seto, losguio a toda prisa a través de los campos,sosteniendo y casi cargando con lamuchacha cuando parecían fallarle lasfuerzas.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —decía devez en cuando con voz sofocada—.Estamos cruzando la línea de centinelas.Todo depende de nuestra rapidez.¡Deprisa!

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Una vez en la carretera, avanzaroncon facilidad. Sólo en una ocasión seencontraron con alguien, y consiguieronrefugiarse en un trigal y evitar que losreconocieran. Antes de llegar a laciudad, el cazador se desvió por unasenda estrecha y escarpada que conducíaa las montañas. Dos negras cumbresdentadas surgieron ante ellos en mediode la oscuridad, y el desfiladero quecruzaba entre las dos era el Barrancodel Águila, donde les esperaban loscaballos. Guiado por su certero instinto,Jefferson Hope se abrió camino entrelos grandes peñascos y a lo largo de loscauces secos de los ríos, hasta llegar alrincón apartado, protegido por rocas,

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donde estaban atados los fielesanimales. La chica montó en la mula, yel viejo Ferrier, con la bolsa de dinero,en uno de los caballos, mientrasJefferson Hope conducía al otro por unsendero escarpado y peligroso.

Era un camino desconcertante paraquien no estuviera habituado aenfrentarse a la naturaleza en susaspectos más agrestes. A un lado seerguía un enorme risco de más de milpies de altura, negro, severo yamenazador, cuya rugosa superficieestaba cubierta de largas columnasbasálticas, como costillas de unmonstruo petrificado. Al otro lado, undelirante caos de enormes pedruscos y

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detritus impedía el paso. Entre ambosdiscurría el irregular sendero, tanestrecho en algunos puntos que habíaque avanzar en fila india, y tanaccidentado que sólo un jinete muyexperto podría pasar por él. Noobstante, a pesar de todos los peligros ydificultades, los fugitivos sentían elcorazón ligero, pues cada pasoaumentaba la distancia entre ellos y elterrible despotismo del que veníanhuyendo.

Pronto, sin embargo, tuvieron unaprueba de que no habían abandonadotodavía la jurisdicción de los Santos.Cuando ya habían alcanzado la zona másagreste y desolada del paso, la

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muchacha dio un grito de sobresalto yseñaló hacia arriba. Sobre una roca quedominaba todo el paraje destacabaclaramente contra el cielo la figura de uncentinela solitario. Los vio en el mismoinstante en que ellos lo descubrían a él,y su enérgico y marcial «¿Quién vive?»resonó en el silencioso barranco.

—Viajeros a Nevada —dijoJefferson Hope, con una mano en el rifleque colgaba de la montura.

Pudieron ver que el solitariovigilante mantenía el dedo puesto en elgatillo de la pistola, y los escudriñabadesde las alturas, como si la respuestano le satisficiera.

—¿Con permiso de quién? —

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preguntó.—De los Cuatro Santos —respondió

Ferrier.Su experiencia con los mormones le

había enseñado que era esta la máximaautoridad a la que podía remitirse.

—Nueve a siete —gritó el centinela.—Siete a cinco —respondió

Jefferson Hope de inmediato,recordando la contraseña que había oídoen el jardín.

—Adelante y que el Señor osacompañe —dijo la voz desde arriba.

A partir de este puesto de guardia elsendero se ensanchaba, y los caballospudieron empezar a trotar. Al mirarhacia atrás vislumbraron al solitario

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vigía apoyado en su fusil, ycomprendieron que habían dejado atrásel último puesto del pueblo elegido yque les esperaba la libertad.

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5

LOS ÁNGELES VENGADORES

A lo largo de toda la nocherecorrieron intrincados desfiladeros ysenderos desiguales sembrados derocas. Más de una vez se extraviaron,pero el profundo conocimiento queHope tenía de las montañas les permitióvolver a encontrar el camino. Alamanecer, se extendía ante ellos unpaisaje de belleza maravillosa aunquesalvaje. Estaban rodeados en todasdirecciones por altas cumbres cubiertas

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de nieve, que parecían empinarse unapor encima de otra hacia el lejanohorizonte. Las pendientes eran tanescarpadas a ambos lados que losalerces y los pinos parecían suspendidossobre sus cabezas, como si bastara unaráfaga de viento para derribarlosestrepitosamente encima de ellos. Y nose trataba de un temor totalmenteilusorio, pues el árido valle estabadensamente salpicado de árboles ypeñascos que habían caído de modosimilar. Cuando ellos pasaban, una rocarodó pendiente abajo con gran estrépito,que despertó ecos en los silenciososcañones y asustó a los fatigadoscaballos, que se lanzaron al galope.

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A medida que el sol se alzabadespacio por encima del horizonte deleste, los casquetes de las grandesmontañas se iluminaron uno tras otro,como los faroles de una fiesta, hastaestar todos arrebolados yresplandecientes. La magnificencia delespectáculo alegró los corazones de lostres fugitivos y les dio nuevas energías.Al llegar a un impetuoso torrente que sedeslizaba por un barranco, hicieron unalto y dieron de beber a los caballos,mientras ellos compartían un apresuradodesayuno. Lucy y su padre hubieranquerido quedarse un poco más, peroJefferson Hope fue inexorable.

—A estas horas ya estarán tras

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nuestras huellas —dijo—. Todo dependede nuestra rapidez. Una vez a salvo enCarson, podremos descansar durante elresto de nuestras vidas.

A lo largo de todo el día se abrieronpaso penosamente a través dedesfiladeros, y al anochecer calcularonque estaban a más de treinta millas desus enemigos. Para pasar la nocheeligieron la base de un risco cuyas rocasles ofrecían cierta protección contra elgélido viento, y allí, apiñados paradarse calor, disfrutaron de unas pocashoras de sueño. Antes del amanecer, sinembargo, ya estaban en pie y se poníande nuevo en camino. No habían vistosigno alguno de sus perseguidores, y

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Jefferson Hope empezó a pensar queestaban fuera del alcance de la terribleorganización en cuyas iras habíanincurrido. Poco imaginaba lo lejos quepodían llegar sus garras de hierro ni lopronto que iban a cerrarse sobre ellos yaplastarlos.

Hacia la mitad del segundo día de suhuida empezaron a acabarse las escasasprovisiones. Sin embargo, eso noinquietó demasiado al cazador, ya queen aquellas montañas abundaba la caza yen el pasado había tenido que dependera menudo de su rifle para procurarsealimento. Eligió un rincón protegido,amontonó unas ramas secas y encendióun buen fuego para que sus compañeros

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pudieran calentarse, pues se hallaban acasi cinco mil pies sobre el nivel delmar y el aire era cortante y glacial.Después de atar los caballos ydespedirse de Lucy, se echó el rifle alhombro y salió en busca de lo que secruzara en su camino. Al mirar haciaatrás, vio al anciano y a la muchachainclinados sobre la brillante hoguera, y alos tres animales inmóviles al fondo.Después se interpusieron unas rocas ylos ocultaron a su vista.

Anduvo un par de millas, pasandosin éxito de un barranco a otro, aunque,por las marcas que había en la cortezade los árboles y por otros indicios,dedujo que abundaban los osos por los

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alrededores. Por último, tras dos o treshoras de búsqueda infructuosa, pensabaya, desesperanzado, en volver atrás,cuando, al mirar hacia arriba, vio algoque le llenó de alegría. A trescientos ocuatrocientos pies por encima de él, enel borde de un saliente, había un animalque tenía la apariencia de una oveja,pero que iba armado con un par deenormes cuernos. El cuernos-grandes, ocarnero de las Rocosas, pues así sellama, montaba seguramente guardiapara una manada invisible al cazador,pero por fortuna estaba apostado endirección contraria y no había advertidola presencia de Hope. Este se tumbó debruces, apoyó el rifle en una roca y

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apuntó con firmeza un buen rato antes deapretar el gatillo. El animal dio un salto,se tambaleó un instante al borde delprecipicio y cayó con estrépito a lahondonada.

Era demasiado pesado para cargarcon él, de modo que el cazador secontentó con cortar una pata y parte dellomo. Con este trofeo al hombro, seapresuró a volver sobre sus pasos,porque empezaba a anochecer. Sinembargo, en cuanto se puso en caminoadvirtió la dificultad a la que seenfrentaba. Llevado de su afán porencontrar una presa, se había alejadobastante de los parajes que conocía, y noresultaba fácil identificar el sendero por

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el que había venido. El valle donde seencontraba se dividía y subdividía envarias cañadas, tan parecidas unas aotras que era imposible distinguirlas.Siguió una de ellas a lo largo de unamilla o más hasta llegar a un torrente demontaña que estaba seguro de no habervisto nunca. Convencido de habertomado el camino equivocado, intentóotro, pero con el mismo resultado. Lanoche se echaba rápidamente encima, ycasi reinaba la oscuridad cuando seencontró por fin en un desfiladero que leera familiar. Ni siquiera entonces leresultó fácil seguir la ruta correcta,porque todavía no había salido la luna ylos altos riscos que había a ambos lados

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hacían más profundas las sombras.Abrumado por su carga y exhausto porel esfuerzo, avanzó a trompicones,infundiéndose ánimos al pensar que cadapaso le acercaba más a Lucy y quellevaba comida suficiente para el restodel viaje.

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Había llegado a la boca deldesfiladero donde había dejado a suscompañeros. Incluso en la oscuridadpodía reconocer el perfil de lospeñascos que lo rodeaban. Pensó quedebían de esperarle ansiosos, porquehabía permanecido ausente casi cincohoras. Estaba tan alegre que se colocólas manos alrededor de la boca e hizoresonar en toda la cañada el gritoclamoroso con que anunciaba suregreso. Se detuvo y esperó unarespuesta. No llegó ninguna, sólo supropio grito, que ascendió por lossombríos y silenciosos barrancos, ytornó a sus oídos en ecos innumerables.Gritó de nuevo, con más fuerza incluso

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que antes, y de nuevo no le llegó ni unleve murmullo de los amigos a los quehabía dejado hacía tan poco tiempo. Unpavor vago y sin nombre se apoderó deél, y echó a correr frenéticamente haciaadelante, dejando caer, en su agitación,el precioso alimento.

Al doblar un recodo, apareció antesus ojos el lugar donde había encendidoel fuego. Todavía quedaba un brillantemontón de ascuas, que evidentemente nohabía avivado nadie desde su partida. Asu alrededor reinaba el mismo silenciomortal. Con sus temores trocados encertezas, aceleró el paso. Cerca de losrestos de la hoguera no se veía ningúnser viviente: los animales, el hombre, la

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muchacha, todo había desaparecido. Eraevidente que un repentino y terribledesastre había tenido lugar durante suausencia, un desastre que los habíaalcanzado a todos ellos, pero que, sinembargo, no había dejado rastro.

Atónito y anonadado por el golpe,Jefferson Hope sintió que le dabavueltas la cabeza y tuvo que apoyarse ensu rifle para no caer. Era, no obstante,esencialmente un hombre de acción, y serecuperó enseguida de su transitoriaimpotencia. Cogió un leño medioconsumido de la humeante hoguera,sopló hasta hacer brotar la llama yprocedió a examinar con su ayuda elpequeño campamento. El suelo estaba

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pisoteado por cascos de caballos,prueba de que un nutrido grupo dejinetes había alcanzado a los fugitivos, yla dirección de las huellas demostrabaque después habían regresado a SaltLake City. ¿Se habrían llevado a sus doscompañeros consigo? Jefferson Hopeestaba casi convencido de que eso era loque había ocurrido, cuando su miradacayó en un objeto que le trastornó hastalo más profundo de su ser. No muy lejos,a un lado del campamento, había unmontículo de tierra rojiza, queindudablemente no estaba allí antes.Sólo podía tratarse de una tumba reciénexcavada. El joven cazador advirtió, alaproximarse, que habían clavado en ella

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una estaca, con un pedazo de papelsujeto en la horquilla del extremo. Lainscripción del papel era breve, peroelocuente.

«John Ferrier, otrora ciudadano deSalt Lake City, murió el 4 de agosto de1860».

Así pues, el animoso anciano, delque hacía tan poco se había separado,estaba ahora muerto, y ese era todo suepitafio. Jefferson Hope miró frenético asu alrededor, para ver si había unasegunda tumba, pero no había rastro deella. A Lucy se la habían llevado susterribles perseguidores en su camino deregreso, para que cumpliera su destinoinicial: convertirse en una de las

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mujeres del harén del hijo de unAnciano. Cuando el joven tuvo lacerteza del destino de la muchacha y desu propia impotencia para impedirlo,deseó yacer junto al anciano granjero ensu última silenciosa morada.

De nuevo, no obstante, su espírituactivo se sacudió el letargo producidopor la desesperación. Si ya no lequedaba nada, al menos podía dedicarsu vida a la venganza. Además de unapaciencia y una perseveranciaindomeñables, Jefferson Hope poseíauna capacidad para persistir en el furorreivindicativo que tal vez habíaaprendido de los indios entre los quevivió. En pie junto a la hoguera

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desolada, comprendió que lo único quepodía mitigar su dolor era una plena ytotal represalia, llevada a cabo por suspropias manos contra sus enemigos.Decidió que su férrea voluntad y suinfatigable energía se destinarían a esteúnico fin. Con rostro adusto y pálido,volvió sobre sus pasos hasta el puntodonde había dejado caer la carne y, trasavivar el humeante fuego, asó lasuficiente para alimentarse varios días.La envolvió luego en un hato y, a pesarde su cansancio, emprendió el caminode regreso por las montañas, siguiendolas huellas de los Ángeles Vengadores.

Caminó penosamente durante cincodías, con los pies hinchados y muerto de

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fatiga, por los desfiladeros que anteshabía atravesado a caballo. De noche setumbaba entre las rocas y dormía unaspocas horas, pero antes de queamaneciera ya estaba de nuevo encamino. Al sexto día llegó al Barrancodel Águila, de donde partió sumalograda fuga. Desde allí podíacontemplar el hogar de los Santos.Agotado y exhausto, se apoyó en su rifley amenazó con un gesto de su enjutamano a la silenciosa ciudad que seextendía a sus pies. Mientras la miraba,observó que había banderas y otrasseñales festivas en algunas de las callesprincipales. Estaba haciendo conjeturassobre lo que aquello podía significar,

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cuando oyó sonar cascos de caballo yvio que un jinete cabalgaba hacia él.Mientras se acercaba, reconoció en él aun mormón llamado Cowper, al quehabía hecho favores en varias ocasiones.Lo abordó, pues, a fin de averiguar cuálhabía sido la suerte de Lucy Ferrier.

—Soy Jefferson Hope —le dijo—.Seguro que me recuerda.

El mormón le miró sin ocultar suasombro. Realmente era difícilreconocer en aquel caminante andrajosoy desgreñado, de rostro mortalmentepálido y ojos feroces y desorbitados, alpulcro y joven cazador de otros tiempos.Sin embargo, cuando se convenció de suidentidad, la sorpresa del hombre se

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trocó en consternación.—¡Está usted loco viniendo aquí! —

gritó—. Y mi vida no vale más que lasuya si nos ven juntos. Los CuatroSantos han dictado una orden de arrestocontra usted por ayudar a huir a losFerrier.

—No les tengo miedo, ni a ellos ni asu orden de arresto —dijo Hope conconvicción—. Usted debe de saber algode este asunto, Cowper. Le conmino porlo que más quiera en este mundo a queconteste a unas preguntas. Nosotros dosfuimos siempre amigos. Por el amor deDios, no se niegue a responderme.

—¿Qué quiere saber? —preguntó elmormón, incómodo—. Dese prisa. Las

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rocas tienen oídos, y los árboles, ojos.—¿Qué ha sido de Lucy Ferrier?—Se casó ayer con el joven

Drebber. Ánimo, hombre, ánimo. Parecehaberse quedado usted sin sangre en lasvenas.

—No se preocupe por mí —dijoHope con voz tenue. Estaba mortalmentepálido, y se había dejado caer al pie delpeñasco en que se apoyaba—. ¿Dice quese ha casado?

—Se casó ayer. Por eso ondeanbanderas en la Casa Fundacional. Hubopalabras entre el joven Drebber y eljoven Stangerson sobre cuál de los dosse quedaría con ella. Ambos habíanparticipado en el grupo que les dio caza,

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y Stangerson le había pegado un tiro alpadre, lo cual parecía darle másderecho, pero, cuando hubo una reuniónen el Consejo, los partidarios deDrebber fueron más fuertes, de modoque el Profeta se la entregó a él. Aunquedentro de poco no será de nadie, porqueayer vi la muerte en su rostro. Parece yamás un fantasma que una mujer. ¿Semarcha usted?

—Sí, me voy —dijo Jefferson Hope.Se había puesto en pie. Su rostro

tenía una expresión tan dura y firme quese hubiera dicho cincelado en mármol,mientras brillaba en sus ojos un ardorsalvaje.

—¿Dónde va?

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—No se preocupe.Se colgó el arma al hombro,

descendió por el desfiladero y seadentró en el corazón de las montañas,donde tienen su guarida las fieras. Yninguna de ellas era tan feroz y peligrosacomo el propio Jefferson Hope.

La predicción del mormón secumplió muy pronto. Ya fuera por laterrible muerte de su padre o a efectosdel odioso matrimonio a que se habíavisto forzada, la pobre Lucy no volvió alevantar cabeza, se consumió de pena ymurió antes de un mes. Su embrutecidomarido, que se había casado ante todocon ella para apoderarse de los bienesde John Ferrier, no demostró demasiado

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pesar por la pérdida, pero sus otrasesposas la lloraron y la velaron la nocheanterior al entierro, como es costumbreentre los mormones. Estaban agrupadasen torno al ataúd a primeras horas de lamadrugada, cuando, ante su indecibletemor y asombro, se abrió de golpe lapuerta, y un hombre de aspecto salvaje,curtido por la intemperie y con la ropahecha jirones, se precipitó en lahabitación. Sin dirigir una mirada ni unapalabra a las atemorizadas mujeres, seacercó a la blanca y silenciosa figuraque había contenido el puro espíritu deLucy Ferrier. Se inclinó sobre ella, posósus labios con veneración en su fríafrente y, cogiéndole la mano, le quitó del

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dedo el anillo de boda.—No la enterrarán con esto —gruñó

ferozmente.Y, antes de que nadie pudiera dar la

alarma, bajó a saltos las escaleras ydesapareció. Tan extraño y breve habíasido el episodio que a las mujeres quelo presenciaron les hubiera sido difícilcreerlo o persuadir a otros de surealidad, a no ser por el hechoincuestionable de que el aro de oro queatestiguaba la condición de casada deLucy había desaparecido.

Durante unos meses Jefferson Hopepermaneció en las montañas, llevandouna vida extraña y salvaje, yalimentando en su corazón el ardiente

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deseo de venganza que lo poseía.Corrieron rumores por la ciudad acercade una misteriosa figura que merodeabapor los suburbios y rondaba por lossolitarios desfiladeros de las montañas.En cierta ocasión, una bala entrósilbando por la ventana de Stangerson yfue a incrustarse en la pared, a menos deun pie de donde él estaba. En otra,cuando Drebber pasaba por debajo deun risco, le cayó encima un peñasco, ysólo escapó a una terrible muerteechándose de bruces en el suelo. Losdos jóvenes mormones no tardaron enadivinar la razón de estos atentadoscontra sus vidas, y encabezaronreiteradas expediciones a las montañas

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con la esperanza de capturar o darmuerte a su enemigo, pero siempre sinéxito. Entonces adoptaron la precauciónde no salir nunca solos ni después deanochecer, y de proteger sus casas.Transcurrido un tiempo, pudierondisminuir estas precauciones, porquenadie volvió a ver a su adversario ni aoír hablar de él, y confiaron en que eltiempo habría aplacado sus ansias devenganza.

Lejos de esto, el tiempo no hizo otracosa que acrecentarlas. El cazador teníaun carácter duro e inflexible, y lapredominante idea de venganza se habíaadueñado tan por entero de su mente queno restaba lugar para ninguna otra

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emoción. Era, no obstante, por encimade todo, un hombre práctico. Prontoconstató que ni siquiera su constituciónde hierro podía soportar la incesantetensión a la que estaba sometido. Lavida a la intemperie y la falta de comidasana le estaban consumiendo. Si moríacomo un perro en las montañas, ¿en quéquedaría su venganza? Y sin duda estaera la muerte que le aguardaba sipersistía en su empeño. Comprendió quesería hacerles el juego a sus enemigos,de modo que regresó de mala gana a lasviejas minas de Nevada, para recuperarallí la salud y reunir dinero suficientepara perseguir su objetivo sin pasarprivaciones.

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Su intención había sido permanecerausente a lo sumo un año, pero uncúmulo de circunstancias imprevistas leretuvo en las minas casi cinco. Noobstante, transcurrido este tiempo, elrecuerdo del daño sufrido y su ardientedeseo de venganza eran tan intensoscomo la noche memorable en que estuvojunto a la tumba de John Ferrier.Disfrazado, y bajo un nombre supuesto,regresó a Salt Lake City, sin preocuparlequé sería de su propia vida, con tal deconseguir lo que consideraba hacerjusticia. Allí le aguardaban malasnoticias. Unos meses antes se habíaproducido un cisma en el PuebloElegido. Algunos de los miembros más

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jóvenes de la Iglesia se habían rebeladocontra la autoridad de los Ancianos, y elresultado había sido la secesión decierto número de descontentos, quehabían abandonado Utah y se habíanconvertido en gentiles. Entre ellosfiguraban Drebber y Stangerson, y nadiesabía adónde habían ido. Corríanrumores de que Drebber se las habíaingeniado para convertir en dinero granparte de sus bienes y que al marcharseera un hombre rico, mientras que sucompañero, Stangerson, era pobre encomparación. No existía, sin embargo,ninguna pista sobre su paradero.

Muchos hombres, aun siendovengativos, hubieran abandonado sus

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propósitos justicieros ante tamañadificultad, pero Jefferson Hope nodesfalleció un solo instante. Con el pocodinero que había reunido,complementado con los empleos quepudo encontrar, viajó de ciudad enciudad por Estados Unidos, en busca desus enemigos. Pasó un año tras otro, sucabello negro encaneció, pero él siguióadelante, cual un sabueso humano, contoda el alma puesta en el único objetivoal que había consagrado su vida entera.Finalmente su perseverancia se viorecompensada. Fue tan sólo la fugazvisión de un rostro en una ventana, perobastó para que supiera que enCleveland, Ohio, estaban los hombres a

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los que perseguía. Regresó a su míseroalojamiento con su plan de venganzaperfectamente trazado. Ocurrió, sinembargo, que Drebber, al mirar por laventana, había reconocido al vagabundoque vio en la calle, y había leído lapalabra muerte en sus ojos. Se apresuróa acudir ante un juez de paz,acompañado por Stangerson, que sehabía convertido en su secretario, y leaseguró que sus vidas corrían peligro acausa de los celos y el odio de unantiguo rival. Aquella misma noche fuedetenido Jefferson Hope y, como nopudo depositar fianza, estuvo en lacárcel varias semanas. Cuandofinalmente fue puesto en libertad, se

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encontró con que la casa de Drebberestaba deshabitada, y con que este y susecretario se habían marchado a Europa.

Una vez más el vengador habíafracasado, y una vez más su odioconcentrado le impulsó a proseguir lapersecución. Sin embargo, sus fondos sehabían agotado, y durante algún tiempotuvo que volver a trabajar, ahorrandohasta el último dólar para el próximoviaje. Finalmente, cuando tuvo losuficiente para subsistir, partió haciaEuropa y siguió el rastro de susenemigos de ciudad en ciudad,trabajando en cualquier cosa, pero sinalcanzar nunca a los fugitivos. Cuandollegó a San Petersburgo, habían partido

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hacia París, y cuando los siguió hastaallí, se enteró de que acababan deemprender viaje a Copenhague. Llegóuna vez más a la capital danesa con unosdías de retraso, porque se habían ido aLondres, donde por fin logró dar conellos. En cuanto a lo que allí sucedió, lomejor será reproducir el relato del viejocazador, tal como consta en el diario deldoctor Watson, al que expresamosnuestra profunda gratitud.

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6

CONTINUACIÓN DE LASMEMORIAS DE JOHN H. WATSON,

DOCTOR EN MEDICINA

La furiosa resistencia de nuestroprisionero no parecía indicar ningunaanimadversión personal hacia nosotros,pues, al verse ya impotente, sonrió conafabilidad y expresó su esperanza de nohabernos lesionado en el curso de lapelea.

—Supongo que van a llevarme a lacomisaría —le comentó a Sherlock

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Holmes—. Mi coche está en la puerta.Si me desatan las piernas, bajaré hastaél por mi propio pie. Ya no soy tanligero como antes para que carguenconmigo.

Gregson y Lestrade intercambiaronuna mirada, como si pensaran que lapropuesta era una temeridad, peroHolmes aceptó de inmediato la palabradel prisionero y soltó la toalla que lehabía atado alrededor de los tobillos.Hope se levantó y estiró las piernas,como para asegurarse de que las teníade nuevo libres. Recuerdo que pensé,mientras le miraba, que en pocasocasiones había visto a un hombre deconstitución tan poderosa, y que su

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bronceado rostro tenía una expresiónresuelta y enérgica tan formidable comosu fortaleza física.

—Si queda vacante una plaza de jefede policía, creo que es usted el hombreadecuado para ocuparla —dijo, mirandocon franca admiración a mi compañerode alojamiento—. El modo en que me haseguido la pista es asombroso.

—Será mejor que me acompañen —les dijo Holmes a los dos detectives.

—Yo puedo conducir —dijoLestrade.

—Muy bien. Y Gregson puede irconmigo en el interior. Usted también,doctor. Se ha interesado en el caso, ypuede unirse a nosotros.

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Asentí encantado y bajamos todosjuntos. Nuestro prisionero no hizoningún intento de fuga. Subió con todacalma al coche que había sido suyo ynosotros le seguimos. Lestrade seencaramó al pescante, fustigó al caballoy nos llevó en muy poco rato a nuestrodestino. Nos hicieron pasar a una salita,donde un inspector de policía anotó elnombre del preso y los nombres de loshombres de cuyo asesinato se leacusaba. El funcionario era un tipopálido e impasible, que desempeñabasus funciones de modo mecánico yrutinario.

—El preso comparecerá ante losmagistrados en el curso de esta semana

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—dijo—. Entretanto, señor Jefferson,¿desea hacer usted alguna declaración?Debo advertirle que se tomará nota desus palabras y que podrán ser utilizadasen su contra.

—Tengo muchísimo que decir —afirmó nuestro prisionero pausadamente—. Quiero, caballeros, contarles todo lorelativo al caso.

—¿No sería mejor que lo reservarapara el proceso? —preguntó elinspector.

—Quizás no haya ningún proceso —respondió—. No ponga esa cara deestupor. No estoy pensando en elsuicidio. ¿Es usted médico?

Mientras formulaba esta última

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pregunta volvió hacia mí sus ferocesojos negros.

—Sí lo soy —respondí.—En tal caso, ponga su mano aquí

—dijo con una sonrisa, señalando supecho con las muñecas esposadas.

Así lo hice, y advertí al instante lapalpitación y la conmociónextraordinarias que reinaban en supecho. Las paredes parecían temblar yestremecerse como lo harían las de unfrágil edificio en cuyo interiorfuncionara una potente máquina. En elsilencio de la habitación, pude percibirun bordoneo y un zumbido sordo queprocedían del mismo punto.

—¡Pero si sufre usted un aneurisma

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aórtico! —exclamé.—Así lo llaman —dijo con placidez

—. La semana pasada fui a ver a unmédico, y me dijo que no tardaríamuchos días en estallar. Ha idoempeorando con el paso de los años. Locontraje debido a las muchas noches quepasé a la intemperie y mal alimentado enlas montañas de Salt Lake. Ahora heconcluido mi tarea, y no me importa eltiempo que me reste, pero no quisierairme sin dejar testimonio de lo ocurrido.No me gustaría ser recordado como unvulgar asesino.

El inspector y los dos detectivesmantuvieron una atropellada discusiónsobre la conveniencia de permitirle

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relatar su historia.—¿Considera, doctor, que el peligro

es inminente? —preguntó el primero.—Desde luego que lo es —respondí.—En tal caso es evidentemente

nuestro deber, en interés de la justicia,tomarle declaración —dijo el inspector—. Está usted autorizado, señor, acontarnos los hechos, de los que leadvierto de nuevo que se tomará nota.

—Con su permiso, me sentaré —dijo el preso, uniendo la acción a lapalabra—. Mi aneurisma hace que mecanse con facilidad, y la pelea quesostuvimos hace media hora no hamejorado mi estado. Estoy a un paso dela tumba y no pienso mentirles. Todas

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las palabras que diga serán la puraverdad, y no me importa el uso quehagan de ellas.

Tras estas palabras, Jefferson Hopese recostó en su silla y empezó lasorprendente declaración que sigue.Hablaba de un modo tranquilo ymetódico, como si los hechos quenarraba no se salieran de lo corriente.Puedo garantizar la exactitud del relato,porque he tenido acceso al cuaderno denotas de Lestrade, donde las palabrasdel preso fueron anotadas con precisióna medida que las pronunciaba.

—A ustedes no les importademasiado por qué odiaba yo a estoshombres —dijo—. Les bastará saber

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que eran culpables de la muerte de dosseres humanos, un padre y su hija, y que,por consiguiente, habían perdido elderecho a sus propias vidas. Dado eltiempo transcurrido desde el crimen, meera imposible conseguir pruebas paraque se los condenara ante un tribunal.Pero yo sabía que eran culpables, ydecidí que debía ser a un tiempo juez,jurado y verdugo. De haber estado en milugar, ustedes hubieran hecho lo mismo,caso de tener una mínima hombría.

»La muchacha de la que hablo iba acasarse conmigo hace veinte años. Sevio forzada a casarse con el tal Drebber,y esto le rompió el corazón. Yo quité elanillo de boda del dedo de la difunta y

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juré que ese hombre, al morir, lo tendríadelante de los ojos y que su últimopensamiento sería para el crimen por elque era castigado. Lo he llevadosiempre conmigo, y les he seguido, a ély a su cómplice, por dos continentes,hasta que los atrapé. Imaginaban queacabarían con mi paciencia, pero no loconsiguieron. Si muero mañana, lo cuales bastante probable, moriré sabiendoque he hecho lo que tenía que hacer eneste mundo, y que lo he hecho bien. Hanmuerto, y por mi propia mano. No mequeda nada que esperar ni nada quedesear.

»Ellos eran ricos y yo era pobre, demodo que no me fue fácil seguirlos.

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Cuando llegué a Londres, mis bolsillosestaban vacíos y tuve que buscar trabajopara sobrevivir. Conducir un carruaje ocabalgar es para mí tan natural comocaminar. Me dirigí a una oficina decoches de alquiler y conseguí enseguidaun empleo. Tenía que entregar unacantidad semanal al dueño y el resto delo que recaudaba quedaba para mí. Casinunca era mucho, pero me las arreglabapara vivir. Lo más difícil fue aprender aorientarme, porque de todos loslaberintos ideados por la mente humanaLondres es el más desconcertante. Perosiempre llevaba un mapa y, una vezlocalizados los principales hoteles yestaciones, me desenvolví bastante bien.

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»Pasó algún tiempo hasta quedescubrí dónde vivían mis doscaballeros, pero pregunté y preguntéhasta que finalmente di con ellos.Estaban en una pensión de Camberwell,al otro lado del río. En cuanto losencontré, supe que los tenía a mimerced. Me había dejado crecer labarba y no había posibilidad de que mereconocieran. Me pegué a ellos y losseguí hasta que surgió la ocasión. Estabadecidido a que no escaparan de nuevo.

»A pesar de todo, estuvieron a puntode lograrlo. Dondequiera que fueran enLondres, yo les pisaba los talones. Aveces los seguía en mi coche y a veces apie, pero era mejor el coche, porque

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entonces no podían despegarse de mí.Sólo podía ganar algún dinero a primerahora de la mañana o a última hora de lanoche, y empecé a retrasarme en lospagos a mi patrono. Pero eso no meimportaba, con tal de poder echar manoa los hombres que perseguía.

»Sin embargo, eran muy astutos.Debían de pensar que cabía laposibilidad de que alguien los siguiera,pues nunca salían solos ni después deanochecer. A lo largo de dos semanas fuitodos los días tras ellos en mi coche, yno se separaron ni una sola vez. Drebberestaba borracho la mitad del tiempo,pero a Stangerson no era posible pillarledesprevenido. Yo los vigilaba

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incansable, sin ver nunca la más remotaposibilidad, pero no desesperaba,porque algo me decía que mi hora estabaa punto de llegar. Mi único temor eraque esta cosa que tengo en el pechoestallara demasiado pronto y no medejara concluir mi tarea.

»Finalmente, un atardecer en que yorecorría en mi coche Torquay Terrace,que así se llama la calle donde sealojaban, vi que un coche de punto sedetenía ante su puerta. Sacaron elequipaje y poco después salieronDrebber y Stangerson y se marcharon enel coche. Arreé a mi caballo y les seguísin perderlos de vista, porque temía quelevantaran el vuelo. Se apearon en

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Euston Station, y yo, tras encargar a unmuchacho que cuidara de mi caballo, losseguí hasta el andén. Oí que preguntabanpor el tren de Liverpool, y el empleadoles respondió que acababa de salir uno yque no habría otro hasta dentro de unashoras. Stangerson pareció muycontrariado, pero Drebber se mostrómás complacido que otra cosa. Enmedio del bullicio, me acerqué tanto aellos que podía oír todas las palabrasque intercambiaban. Drebber dijo quetenía un asuntillo personal que resolvery que, si el otro le esperaba, se reuniríaenseguida con él. Su compañero leregañaba y le recordaba que habíanacordado no separarse nunca. Drebber

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replicó que el asunto era delicado y quetenía que ir solo. No pude captar lo queStangerson respondió a esto, pero elotro le lanzó una serie de improperios yle recordó que sólo era un empleado asueldo y que no era nadie para darleórdenes. Ante esto, el secretario dio porperdida la cuestión y se limitó aconvenir con él que, si no alcanzaba elúltimo tren, se reunirían en el HotelHalliday, a lo que Drebber respondióque estaría de regreso en el andén antesde las once. Y se largó de la estación.

»Por fin había llegado el momentoque yo llevaba esperando tanto tiempo.Tenía a mis enemigos en mi poder.Juntos, podían protegerse el uno al otro,

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pero separados estaban a mi merced. Sinembargo, no actué con indebidaprecipitación. Ya tenía trazado mi plan.La venganza no es satisfactoria si elofensor no tiene tiempo de darse cuentade quién le hiere y de por qué se lecastiga. Yo había dispuesto mis planesde modo que tuviera oportunidad dehacer comprender al tipo que me habíaagraviado que su viejo pecadoterminaba finalmente con él.Casualmente, un caballero, encargado deinspeccionar unas casas de BrixtonRoad, había perdido en mi coche lallave de una de ellas. Fue reclamada ydevuelta aquella misma tarde, pero en elintervalo saqué un molde de la misma y

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conseguí un duplicado. Así tenía yoacceso a un lugar de esta gran ciudaddonde podía confiar en que no meinterrumpieran. Ahora debía resolver eldifícil problema de cómo llevar aDrebber a aquella casa.

»Él anduvo calle abajo y se metió endos o tres tabernas, en la última de lascuales permaneció casi media hora.Cuando salió, se tambaleaba y estaba sinduda muy bebido. Cogió un cabriolé quehabía justo delante de mí. Le seguí tande cerca que el hocico de mi caballoestuvo durante todo el viaje a menos deuna yarda de su cochero. Cruzamostraqueteando el puente de Waterloo yrecorrimos un montón de calles, hasta

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que, para mi sorpresa, nos encontramosde nuevo ante la casa donde se alojara.No podía imaginar cuál era su intenciónal regresar allí, pero proseguí adelante yme detuve a unas cien yardas. Drebberentró, y su coche se fue. Denme un vasode agua, por favor. Tengo la boca secade hablar».

Le di el vaso y se lo bebió entero.—Eso está mejor —dijo—. Bien,

había esperado un cuarto de hora, o más,cuando de repente llegó desde el interiorde la casa el ruido de una pelea. Alinstante siguiente, se abrió de golpe lapuerta y aparecieron dos hombres, unode los cuales era Drebber, y el otro unjoven al que yo nunca había visto. El

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individuo tenía a Drebber agarrado porel cuello del gabán y, al llegar a lo altode la escalera, le propinó un empujón yuna patada que lo mandaron al centro dela calzada. «¡Canalla!», le gritó,amenazándole con su bastón. «¡Yo teenseñaré a no ofender a una chicadecente!». Estaba tan furioso que creíque iba a golpear a Drebber, pero estecorrió dando tumbos calle abajo, a todala velocidad que le permitían suspiernas. Llegó hasta la esquina, y allí, alver mi coche, me llamó y subió de unsalto. «Lléveme al Hotel Halliday»,dijo.

»Cuando lo tuve dentro del coche,mi corazón dio tales saltos de alegría

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que temí que en aquel último momentoestallara mi aneurisma. Condujedespacio, dando vueltas en mi mente alo que sería mejor hacer. Podía llevarlosin más al campo, y allí, en un caminoapartado, mantener mi últimaconversación con él. Casi habíadecidido hacerlo de este modo, cuandoel propio Drebber resolvió el problemapor mí. La obsesión de beber se habíaapoderado de nuevo de él y me ordenóque me detuviera ante una taberna. Entróen ella, diciéndome que le esperara.Permaneció dentro hasta que cerraron ypara entonces estaba tan borracho quesupe que yo había ganado la partida.

»No imaginen que pretendía matarlo

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a sangre fría. De hacerlo así hubierasido un acto de estricta justicia, pero nopodía decidirme a ello. Había resueltohacía tiempo que él debía tener unaoportunidad de salvar su vida, si queríaintentarlo. Entre los muchos empleosque desempeñé en Estados Unidosdurante mi vida errante, figuraba el deconserje y barrendero del laboratoriodel York College. Un día el profesorestaba dando una clase sobre venenos ymostró a los estudiantes ciertoalcaloide, así lo llamó, que habíaextraído de un veneno de flechasenvenenadas de Sudamérica, tan potenteque un mísero grano suponía la muerteinmediata. Observé dónde guardaban la

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botella que contenía el preparado y,cuando todos se fueron, cogí unapequeña cantidad. Yo era bastante buenboticario, de modo que introduje elalcaloide en pequeñas píldoras solubles,y metí cada píldora en una caja, junto aotra similar que no contenía veneno.Decidí entonces que, cuando llegara mioportunidad, mis caballeros tendrían quecoger cada uno una píldora de la caja,mientras yo me tomaría la restante. Seríatan letal y bastante menos ruidoso quedisparar a través de un pañuelo. Desdeaquel día siempre llevé conmigo lascajitas con las píldoras, y ahora habíallegado el momento de utilizarlas.

»Estábamos ya más cerca de la una

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que de las doce, y la noche eraborrascosa y desapacible. Soplaba unviento fuerte y llovía a cántaros. Latristeza del exterior igualaba a la alegríaque yo sentía por dentro, una alegría tanintensa que hubiera podido gritar depura exultación. Si uno de ustedes,caballeros, hubiera anhelado algo porespacio de veinte largos años y luego,de pronto, lo tuviera al alcance de lamano, entendería mis sentimientos.Encendí un cigarro y di una chupadapara calmarme los nervios, pero metemblaban las manos y las sienes melatían de excitación. Mientras conducíael coche pude ver, con tanta claridadcomo los veo a ustedes en esta

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habitación, que el viejo John Ferrier y ladulce Lucy me miraban desde laoscuridad y me sonreían. Fueron delantede mí a lo largo de todo el trayecto, unoa cada lado del caballo, hasta que medetuve ante la casa de Brixton Road.

»No se veía un alma ni se oía elmenor ruido, salvo el gotear de la lluvia.Cuando le miré a través de la ventanilla,vi que Drebber se había acurrucado adormir su borrachera. Le sacudí por elbrazo.

»—Es hora de bajar —le dije.»—Está bien, cochero —dijo.»Supongo que pensó que habíamos

llegado al hotel, pues bajó del coche sindecir palabra y me siguió a través del

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jardín. Tuve que caminar a su lado parasostenerlo, porque todavía tenía un pocopesada la cabeza. Cuando llegamos a lapuerta, la abrí y le hice entrar en lahabitación delantera. Les doy mi palabrade que durante todo el trayecto el padrey la hija caminaron delante de nosotros.

»—Esto está condenadamenteoscuro —dijo Drebber, avanzandodentro de la habitación.

»—Pronto tendremos luz —dije,encendiendo una cerilla y aplicándola auna vela que había llevado conmigo—.Y ahora, Enoch Drebber —proseguí,volviéndome hacia él y acercando la luza mi rostro—, ¿quién soy yo?

»Me miró un momento con turbios

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ojos de borracho, y de pronto surgió enellos una expresión de horror, y susfacciones se crisparon, lo cual meindicó que me había reconocido.Retrocedió tambaleándose, con el rostrolívido, y vi que el sudor brotaba de sufrente y que le castañeteaban los dientes.Apoyé la espalda contra la puerta ylancé una larga y estremecedoracarcajada. Siempre había sabido que lavenganza sería dulce, pero nunca habíaesperado una satisfacción como la queentonces me embargaba.

»—¡Maldito canalla! —le dije—. Tehe seguido el rastro desde Salt Lake Cityhasta San Petersburgo, y siempreescapaste de mí. Pero ahora por fin tus

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correrías han terminado, porque uno delos dos no verá amanecer mañana.

»Él siguió retrocediendo mientras yohablaba, y pude ver en su rostro que mecreía loco. Y en aquellos momentos loestaba. Las sienes me latían como si lasgolpearan con un martillo, y creo quehabría sufrido un colapso si no mehubiera salido la sangre por la narizdisminuyendo la presión.

»—¿Qué piensas ahora de LucyFerrier? —grité, cerrando la puerta yagitando la llave ante su rostro—. Elcastigo ha tardado en llegar, pero te haatrapado por fin.

»Vi cómo le temblaban los cobardeslabios mientras yo hablaba. Habría

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suplicado por su vida, pero sabíaperfectamente que era inútil.

»—¿Vas a asesinarme? —tartamudeó.

»—No es un asesinato —respondí—. ¿Quién llamaría asesinato a matar aun perro rabioso? ¿Qué compasióntuviste tú de mi pobre y querida Lucy,cuando la arrancaste del lado de supadre asesinado y la metiste en tumaldito y vergonzoso harén?

»—¡No fui yo quien mató a su padre!—gritó.

»—Pero sí fuiste tú quien rompió suinocente corazón —exclamé,mostrándole la cajita—. Sometámonosal juicio del Altísimo. Elige y trágatela.

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Una contiene la muerte y la otra la vida.Yo me tomaré la que tú dejes. Veamos sihay justicia en el mundo, o si nosgobierna el azar.

»Drebber se encogió y retrocedió,profiriendo espantosos gritos y pidiendoclemencia, pero yo saqué mi cuchillo yse lo puse en la garganta hasta que meobedeció. Entonces me tragué la otrapíldora, y permanecimos unos instantesmirándonos en silencio cara a cara,esperando ver quién iba a vivir y quiéniba a morir. ¿Olvidaré jamás laexpresión de su rostro cuando losprimeros espasmos le revelaron que elveneno estaba en su organismo? Meeché a reír y le puse el anillo de boda de

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Lucy delante de los ojos. Duró sólo unmomento, porque la acción del alcaloidees rápida. Un espasmo de dolor contrajosus facciones, extendió los brazos haciaadelante, se tambaleó y, con un roncogrito, cayó pesadamente al suelo. Le dila vuelta con el pie y le puse una manoen el corazón. No latía. Estaba muerto.

»La sangre había seguido brotandode mi nariz, sin que yo me diera cuenta.No sé qué fue lo que me indujo aescribir con ella en la pared. Tal vez lamaliciosa idea de poner a la policía trasuna pista falsa, porque me sentía alegrey eufórico. Recordé que en Nueva Yorkhabían encontrado a un alemán con lapalabra RACHE escrita junto a él, y que

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los periódicos de entonces habíanatribuido el crimen a las sociedadessecretas. Supuse que lo que habíadesconcertado a los neoyorquinosdesconcertaría también a loslondinenses, de modo que mojé un dedoen mi propia sangre y escribí la palabraen un punto adecuado de la pared.Entonces volví a mi coche, y comprobéque no había nadie por la calle y que lanoche seguía tormentosa. Habíaavanzado ya un trecho, cuando metí lamano en el bolsillo donde solía guardarel anillo de Lucy y descubrí que noestaba. Me dejó trastornado, porque erael único recuerdo que me quedaba deella. Pensé que se me podía haber caído

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al inclinarme sobre el cadáver deDrebber, volví atrás y, tras dejar micoche en una calle lateral, me encaminédecidido hacia la casa, pues estabadispuesto a arrostrar cualquier riesgoantes que perder el anillo. Cuandollegué, me di de bruces con el policíaque salía, y sólo conseguí disipar sussospechas fingiendo estar perdidamenteborracho.

»Así acabó Enoch Drebber. Sólo merestaba hacer lo mismo con Stangerson,y la deuda de John Ferrier quedaríasaldada. Sabía que se alojaba en elHotel Halliday, y merodeé por allí todoel día, pero él no salió. Supongo quesospechó algo cuando Drebber no

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compareció. Era astuto el tal Stangerson,y siempre estaba alerta. Pero, si creyóque podía escapar de mí permaneciendodentro del hotel, estaba muy equivocado.Averigüé enseguida cuál era la ventanade su dormitorio y, a la mañanasiguiente, muy temprano, utilicé unaescalera que estaba tirada en lacallejuela de detrás del hotel y meintroduje en su habitación con lasprimeras luces del alba. Lo desperté y ledije que había llegado la hora de querindiera cuentas por la vida que habíadestruido tanto tiempo atrás. Le describíla muerte de Drebber y le di la mismaoportunidad de elegir entre las píldoras.En lugar de aprovechar la posibilidad

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de salvarse que yo le ofrecía, saltó de lacama y se precipitó a mi garganta. Enlegítima defensa, le clavé el cuchillo enel corazón. De todos modos, el resultadohabría sido el mismo, pues laProvidencia no hubiera permitido que sumano culpable eligiera otra píldora quela envenenada.

»Poco me queda por decir, y esmejor que sea así, porque estoyexhausto. Seguí con mi coche durante unpar de días, con la intención de trabajarhasta ahorrar lo suficiente para volver aAmérica. Estaba un día en lascaballerizas cuando un golfilloandrajoso me preguntó si había uncochero llamado Jefferson Hope, porque

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un caballero solicitaba su coche en elnúmero 221 B de Baker Street. Acudísin la menor sospecha, y cuando quisedarme cuenta este joven aquí presenteme había puesto las esposas en lasmuñecas, con una habilidad que no habíavisto en mi vida. Esta es toda mihistoria, caballeros. Tal vez meconsideren un asesino, pero yo sostengoque soy un mero funcionario de lajusticia, lo mismo que ustedes».

El relato de aquel hombre había sidotan conmovedor y su actitud tan solemneque le habíamos escuchado callados yabsortos. Hasta los detectivesprofesionales, hastiados de cuanto serelaciona con el crimen, parecieron

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interesarse vivamente por la historia.Cuando concluyó, permanecimos unosminutos en silencio, sólo roto por elchirriar del lápiz de Lestrade, que dabalos últimos toques a su informetaquigráfico.

—Únicamente resta un punto sobreel que me gustaría recibir información—dijo por último Sherlock Holmes—.¿Quién fue el cómplice que fue a buscarel anillo, en respuesta a mi anuncio?

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El preso guiñó jocosamente un ojo ami amigo.

—Puedo contar mis propios secretos—dijo—, pero no creo problemas a losdemás. Leí su anuncio y pensé que podíatratarse de una trampa o podía tratarsedel anillo que yo buscaba. Mi amigo seofreció a comprobarlo. Creo que ustedreconocerá que lo hizo con ingenio.

—Sobre esto no cabe duda —dijoHolmes, cordialmente.

—Ahora, caballeros —observó elinspector con gravedad—, hay quecumplir con las formalidades de la ley.El preso comparecerá el jueves ante losmagistrados, y se requerirá la presenciade ustedes. Hasta entonces yo seré

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responsable de él.Tocó el timbre mientras hablaba, y

una pareja de guardias se llevó aJefferson Hope, al tiempo que mi amigoy yo salíamos de la comisaría ytomábamos un coche hacia Baker Street.

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7

CONCLUSIÓN

Se nos había advertido a todos quedebíamos comparecer ante losmagistrados el jueves, pero cuando llegótal día no hubo ocasión para testimoniar.Un juez más alto se había hecho cargodel caso, y Jefferson Hope había sidollamado a declarar ante un tribunal quele aplicaría la más estricta justicia. Lamisma noche de su captura reventó elaneurisma, y por la mañana loencontraron tendido en el suelo de su

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celda, con una plácida sonrisa en elrostro, como si en los momentosanteriores a la muerte hubiera miradohacia atrás y hubiera visto una vidaprovechosa y una tarea bien realizada.

—Esta muerte enfurecerá a Gregsony a Lestrade —observó Holmes, cuandohablamos del caso la tarde siguiente—.¿En qué quedará ahora la fama que lesiba a procurar?

—No veo que ellos hayandesempeñado un gran papel en lacaptura —respondí.

—En este mundo no importademasiado lo que uno haga —replicó micompañero con amargura—. Loimportante es lo que uno es capaz de

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convencer a la gente de que ha hecho. Lomismo da —prosiguió, después de unapausa, en tono más animoso—. No mehabría perdido esta investigación pornada del mundo. No hay un caso mejorentre todos los que recuerdo. Aunqueera sencillo, presentaba algunos puntosmuy instructivos.

—¡Sencillo!—Bien, la verdad es que no puede

calificarse de otro modo —dijoSherlock Holmes, sonriendo ante misorpresa—. La prueba de su intrínsecasencillez es que, sin otra ayuda que unasdeducciones de lo más corrientes, hepodido echarle mano al criminal enmenos de tres días.

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—Es verdad —reconocí.—Ya le había explicado a usted que

todo lo que escapa a lo corriente esantes un indicio que un estorbo. Pararesolver un problema de esta índole esde capital importancia razonar haciaatrás. Se trata de una práctica muy útil, ymuy sencilla además, pero la gente no laejercita demasiado. En los asuntoscotidianos es más útil razonar haciaadelante y por ello se desdeña la otraposibilidad. Por cada cincuentaindividuos capaces de razonarsintéticamente hay uno capaz de razonaranalíticamente.

—Confieso —dije— que no acabode comprenderlo.

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—No esperaba que lo hiciese.Veamos si puedo exponerlo con másclaridad. La mayoría de la gente, siusted le describe una serie de hechos, ledirá cuál va a ser el resultado. Soncapaces de unir estos hechos en su mentey deducir de ellos lo que va a ocurrir.Hay, no obstante, pocas personas que, siusted les expone un resultado, soncapaces de extraer de su propiaconciencia los pasos que han conducidoa él. A esa facultad me refiero cuandohablo de razonar hacia atrás, oanalíticamente.

—Ya entiendo.—Pues bien, este era un caso en que

se nos daba el resultado y teníamos que

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descubrir todo lo demás. Deje que leexponga los diferentes pasos de mirazonamiento. Empecemos por elprincipio. Como sabe, me dirigí a lacasa a pie y con la mente completamentelibre de toda sensación. Empecé, claroestá, por examinar la calzada de la calley, como ya le expliqué, vi nítidamentelas huellas de un coche, que, segúndeduje de mis investigaciones, tenía quehaber estado allí en el curso de la noche.Por la escasa distancia entre las ruedastuve el convencimiento de que no setrataba de un carruaje privado sino de uncoche de alquiler. El habitual coche depunto londinense es considerablementemenos ancho que la berlina particular de

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un caballero.»Ese fue el primer paso. Después

avancé despacio por el sendero deljardín, que resultó estar compuesto dearcilla, especialmente apropiada paraque se graben en ella las huellas. Sinduda a usted le pareció una simplefranja de barro pisoteado, pero para misexpertos ojos cada marca de lasuperficie tenía un significado. No hayen la ciencia detectivesca rama tanimportante y tan desdeñada como el artede distinguir pisadas. Por suerte, yosiempre me he interesado en él, y lamucha práctica lo ha convertido en míen una segunda naturaleza. Vi lasprofundas pisadas de los policías, pero

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también las huellas de los dos hombresque habían cruzado primero por eljardín. Era fácil deducir que habíanestado allí antes, porque en algunospuntos sus huellas se habían borrado porcompleto al pasar los otros individuospor encima. Así construí el segundoeslabón de la cadena, y supe que losvisitantes nocturnos habían sido dos, unode ellos de considerable estatura, segúncalculé a partir de la longitud de lazancada, y el otro vestido a la moda, ajuzgar por la pequeña y eleganteimpresión dejada por sus botas.

»Al entrar en la casa se confirmóesta última deducción. El hombre deelegante calzado yacía ante mí. El alto,

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por tanto, había cometido el asesinato, side asesinato se trataba. El cadáver nopresentaba herida alguna, pero lacrispada expresión de su rostro me dabala certeza de que había visto llegar sufin. Nadie que muera de un ataquecardíaco o de cualquier muerte repentinapor causas naturales muestra este gestodesencajado. Olfateé los labios delmuerto, percibí un ligero olor acre yconcluí que le habían obligado a ingerirun veneno. También deduje que lehabían obligado por el odio y el miedoque se leía en su rostro. Había llegado aeste resultado valiéndome del método deexclusión: ninguna otra hipótesis seajustaba a los hechos. No vaya usted a

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imaginar que era una suposicióninaudita. La ingestión forzada de venenono es una novedad en los anales delcrimen. Los casos de Dolsky en Odesa ode Leturier en Montpellier acudirían deinmediato a la memoria de cualquiertoxicólogo.

»Y ahora llegamos a la gran preguntaacerca del motivo. El objetivo delcrimen no había sido el robo, pues no sehabían llevado nada. ¿Sería, pues, lapolítica, o habría por medio una mujer?Esta era la cuestión a la que meenfrentaba. Desde un principio meincliné por la última suposición. Losasesinos políticos sólo quieren hacer sutrabajo y largarse cuanto antes. Por el

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contrario, este asesino había actuadocon mucha parsimonia y había dejadosus huellas por toda la habitación, locual indicaba que había estado allí largorato. Tenía que haber sido un agraviopersonal y no político el que habíaprovocado una venganza tan metódica.Cuando se descubrió la inscripción en lapared, me ratifiqué todavía más en miopinión. Aquello era evidentemente unaañagaza. Y el hallazgo del anillo zanjóla cuestión. Era obvio que el asesino lohabía utilizado para que la víctimarecordara a alguna mujer muerta oausente. Al llegar a este punto, lepregunté a Gregson si, en su telegrama aCleveland, había solicitado información

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acerca de algún aspecto concreto delpasado del señor Drebber. Ustedrecordará que respondió que no.

»Entonces procedí a escudriñar concuidado la habitación, y el resultadoconfirmó mi opinión acerca de laestatura del asesino, y me proporcionólos detalles adicionales del cigarroTrichinopoly y la longitud de las uñas.Como no vi señales de lucha, habíallegado ya a la conclusión de que lasangre que cubría el suelo había brotadode la nariz del asesino, a consecuenciade la excitación. El rastro de sangrecoincidía con las huellas de sus pisadas.Es raro que un individuo, a menos quesea muy vigoroso, pueda sufrir este

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efecto a causa de la emoción, y aventuréla opinión de que el asesino era unhombre robusto de rostro rubicundo. Loshechos han demostrado que mideducción era correcta.

»Tras abandonar la casa, hice lo queGregson había omitido. Telegrafié aljefe de policía de Cleveland,limitándome a pedir información sobrelas circunstancias relacionadas con elmatrimonio de Enoch Drebber. Larespuesta fue concluyente. Me notificóque en cierta ocasión Drebber habíasolicitado la protección de la ley contraun antiguo rival en amores, llamadoJefferson Hope, y que el tal Hope estabaactualmente en Europa. Ahora yo sabía

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que tenía la clave del misterio en mismanos y que lo único que faltaba eradetener al asesino.

»Había llegado a la conclusión deque el hombre que entró en la casa conDrebber no era otro que el conductor delcoche. Las huellas de la calle mostrabanque el caballo se había movido de unlado a otro, cosa que no habría hecho dehaber estado alguien a su cuidado. Y¿dónde podía encontrarse el cochero, sino estaba junto a su caballo? Además, esabsurdo suponer que un hombre en susano juicio cometa un crimenpremeditado ante los ojos, por asídecirlo, de una tercera persona, que conseguridad lo denunciará. Por último,

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suponiendo que un hombre quieraperseguir a otro a través de Londres,¿qué mejor recurso puede adoptar queconducir un coche público? Todas estasconsideraciones me llevaron a laineludible conclusión de que encontraríaa Jefferson Hope entre los cocheros dela metrópoli.

»Si lo había sido, no había razónpara suponer que había dejado de serlo.Por el contrario, desde su punto de vistacualquier cambio repentino podía atraerla atención sobre él. Era probable que,al menos por un tiempo, siguiesedesempeñando su trabajo. No vi motivospara suponer que lo hiciera bajo unnombre falso. ¿Por qué iba a cambiar su

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nombre en un país donde este no eraconocido por nadie? Así pues, organicémi cuerpo detectivesco de golfos y losenvié sistemáticamente a todos lospropietarios de coches de alquiler deLondres, hasta que localizaran alhombre que buscaba. Usted guardatodavía el recuerdo reciente de lo bienque desempeñaron su cometido y de larapidez con que yo saqué provecho deello. El asesinato de Stangerson fue unincidente completamente inesperado,pero, en cualquier caso, nos hubierasido difícil impedirlo. A través de él,como usted sabe, conseguí las píldoras,cuya existencia ya había conjeturado.Como ve, todo consiste en una cadena

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de secuencias lógicas, sin rupturas nigrietas».

—¡Es asombroso! —exclamé—. Susméritos, Holmes, deberían serpúblicamente reconocidos. Deberíapublicar una relación del caso. Si no lohace, lo haré yo por usted.

—Haga usted lo que quiera, doctor—respondió—. ¡Mire! —prosiguió,tendiéndome un periódico—. ¡Fíjese enesto!

Era el Echo del día, y el párrafo queme señalaba estaba dedicado al caso encuestión.

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«El público», decía, «se ha perdidoun caso sensacional con la repentinamuerte de un tal Hope, sospechoso dehaber asesinado al señor Enoch Drebbery al señor Joseph Stangerson.Probablemente ya no se conocerán nuncalos detalles del caso, aunque sabemosde buena fuente que el crimen ha sidoconsecuencia de una antigua y románticaenemistad, en la que el amor y elmormonismo desempeñaron un papelprincipal. Al parecer las dos víctimaspertenecieron, de jóvenes, a los Santosdel Ultimo Día, y Hope, el presofallecido, también procedía de Salt LakeCity. Aunque el caso no hubiera tenidootros efectos, pone al menos de

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manifiesto de modo destacado laimpresionante eficacia de nuestrocuerpo de policía, y servirá de lección atodos los extranjeros, para que tengan laprecaución de dirimir sus conflictos ensus propios países en lugar de traerlos asuelo británico. No es un secreto paranadie que el mérito de esta rápidacaptura corresponde por entero a losfamosos funcionarios de Scotland Yard,señores Lestrade y Gregson. Elindividuo fue detenido, al parecer, en lashabitaciones de un tal señor SherlockHolmes, que ha demostrado, comoaficionado, cierto talento detectivesco, yque, junto a estos maestros, podríaadquirir con el tiempo hasta cierto punto

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su misma destreza. Es de esperar que seofrezca algún tipo de homenaje a estosdos detectives de Scotland Yard, comojusto reconocimiento a sus servicios».

—¿No se lo dije desde el principio?—exclamó Sherlock Holmes, echándosea reír—. Este es el resultado de nuestro«estudio en escarlata»: ¡Que les haganun homenaje!

—No importa —respondí—. Tengotodos los hechos anotados en mi diario,y el público los conocerá. Entretanto,confórmese con el propioconvencimiento de su éxito, como elavaro romano al que no le importa eldesprecio de la gente, mientrascontempla en casa sus monedas:

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Populos me sibilat, at mihiplaudo

Ipse domi simul ac nummoscontemplor in arca.

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TRAS LA PUBLICACIÓN en estamisma colección de El perro de losBoskerville, con ilustraciones deJavier Olivares, seguimos connuestro propósito de publicar todaslas novelas de Conan Doyle quetienen como protagonistas aldetective más famoso de todos lostiempos, Sherlock Holmes, y a suinseparable doctor Watson.

Publicada en 1887, Estudio enescarlata es la primera entrega de laserie, en la que John H. Watsoninicia las memorias de susaventuras. Todo comienza cuando ély Holmes van a compartir casa en laya famosa dirección del 221B deBaker Street. Allí, Watson convivirá

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con las excentricidadesde Holmes y serátestigo de suasombrosa habilidadpara obtenerinformación sobre todolo que le rodea.Aturdido en ocasionespor la personalidad deldetective, Watson severá, sin embargo,

deslumbrado por su genialidad.Fernando Vicente ha recreado

este caso y ha dado vida gráfica aestos dos míticos personajes.

«Decidí que me hubiera gustado serSherlock Holmes, y en elprotagonista de Estudio en escarlatasiguen centrándose misaspiraciones, más de cuarenta años

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después».Luis Alberto de Cuenca, El

Ciervo

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ARTHUR IGNATIUS CONAN DOYLE(Edimburgo, 22 de mayo de 1859-Crowborough, 7 de julio de 1930)1 fueun escritor y médico británico, creadordel célebre detective de ficciónSherlock Holmes. Fue un autor prolíficocuya obra incluye relatos de cienciaficción, novela histórica, teatro y poesía.

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Nació el 22 de mayo de 1859 enEdimburgo. Su madre lo envió a laEscuela preparatoria de los Jesuitas enHodder Place (Stonyhurst) a los nueveaños. Arthur permaneció allí hasta los16 años (1875), edad a la que empezó aestudiar medicina hasta 1881 en laUniversidad de Edimburgo, dondeconoció al profesor que le inspiraría lafigura de su famoso personaje, SherlockHolmes, el médico forense Joseph Bell.Destacó en los deportes, especialmenterugby, golf y boxeo. En este períodotambién trabajó en Aston (actual distritode Birmingham) y Sheffield.

A principios de 1880 se embarcó en un

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ballenero llamado The Hope paraejercer de cirujano en sustitución de unamigo suyo y a los 22 años (1881) segraduó cómo médico naval, aunquerecibió el doctorado cuatro años mástarde. Fue en estos años cuando hizo unagran amistad con el también escritorescocés J. M. Barrie.

Mientras estudiaba comenzó a escribirhistorias cortas. La primera, «TheMystery of the Sasassa Valley»,apareció publicada en 1879 en el Chambers’s Edinburgh Journal antes deque cumpliera los 20 años. En Plymouthinstaló una consulta junto con sucamarada y socio George T. Budd; pero

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ajeno a los métodos comerciales deBudd terminó por establecerse por sucuenta en junio de 1882, ya con 23 años,en Portsmouth. Debido al poco éxitoinicial, dedicó su tiempo libre a escribirhistorias nuevamente.

Después de su etapa universitaria seempleó como médico del buque SSMayumba en su viaje a las costas deÁfrica Occidental en 1885. Ese mismoaño se casó con Louise Hawkins, másconocida como Louie, y tuvieron doshijos: Mary Louise (1889-1906) yAlleyne Kingsley (1892-1918). Tras unalarga estancia en Suiza de la familiadesde 1893 para que la madre se

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repusiera, Louise murió de tuberculosisel 4 de julio de 1906; un año más tarde,después de 20 años de amor platónicocon una mujer llamada Jean Leckie,Arthur y ella se casaron y tuvieron treshijos más: Jean Lena Annette, DenisPercy Stewart (1909-1955) y AdrianMalcolm. Su segunda mujer moriríaaños después que él, el 27 de junio de1940.

En 1891 se mudó a Londres para ejercerde oftalmólogo. En su biografía, aclaróque ningún paciente entró a su clínica.Por lo tanto, esto le dio más tiempo paraescribir.

En 1900, escribió su libro más largo,

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«La guerra de los Bóers». Ese mismoaño, se presentó como candidato para laUnión Liberal; a pesar de que era uncandidato muy respetado, no fue elegido.Tras La Guerra de los Bóers escribió unartículo, «La guerra en el sur deÁfrica: causas y desarrollo»,justificando la participación de GranBretaña, que fue ampliamente traducido.En su opinión, fue esto lo que provocóque le nombraran Caballero del ImperioBritánico en 1902 otorgándole eltratamiento de Sir.

Murió el 7 de julio de 1930, con 71años, de un ataque al corazón, enCrowborough, East Sussex (Inglaterra).

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Una estatua suya se encuentra en esalocalidad donde residió durante 23años. Fue enterrado en el cementerio dela iglesia de Minstead en New Forest,Hampshire.

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FERNANDO VICENTE (Madrid,1963). Comienza su trabajo deilustrador a principios de los años 80colaborando en la desaparecida revistaMadriz. Gana el Laus de oro deilustración en 1990.

Colabora asiduamente con el suplemento

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cultural Babelia del diario El paísdesde el que muestra su trabajo másliterario cada sábado y donde ha idoperfilando su actual estilo comoilustrador. Con este trabajo haconseguido tres Award of Excellence dela Society for News Design.