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I. EL AFÁN TRANSCULTURAL En los años cincuenta del siglo XX se inició un esfuerzo sistemático por comprender al “otro”, a ese ser diferente de cuya existencia sabían los europeos desde tiempos de Marco Polo, pero al que descubrieron cuando tuvieron lugar las luchas descolonizadoras en África y Asia. A partir de los años sesenta, surgió una importante pro- ducción teórica que abrió nuevas perspectivas para el estudio de grupos sociales cuyas referencias estaban más allá de las hegemónicas: las mujeres, los indios, los negros. Gracias a esos esfuerzos por crear un pensamiento dife- rente, aprendimos a poner en duda nuestras premisas ideológicas y nuestros paradigmas respecto a los demás, a nosotros mismos y a la cultura en general. Hoy día, los grupos progresistas en las universidades norteamericanas han dado un salto mayor y hacen, a partir de aquellas teorías, lo que llaman lecturas “trans- culturales”. Eso significa tratar de entender los produc- tos de otras culturas, tanto filosóficos, religiosos, artís- ticos y literarios, como de la vida cotidiana y de las formas de pensar en general. Se trata de una propuesta teórica y metodológica que tiene un doble origen: el primero, un deseo genuino de conocer al otro, ya sea porque interesa, porque atrae, porque causa placer o porque sirve para algún fin. Hay incluso quien llega más lejos hasta afirmar, como hace Jameson, que la razón de este interés es que “la cultura del capitalismo tardío no está nada más empobrecida sino destinada estructuralmente a la debilidad, de donde surge su desesperada necesidad de revitalizarse con trans- fusiones de afuera”. El segundo origen es un deseo genuino de “reparar” (“curar las heridas”, dice Marie Louise Pratt). La repara- ción tiene a su vez dos sentidos: por una parte, reparar para ese “otro” al que tanto tiempo se descalificó, se trató mal y hasta se olvidó. Es decir, “nosotros”, los que hasta hoy hemos sido el centro del mundo —blancos, varones, adultos, heterosexuales, europeos y norteame- ricanos—, debemos empezar a considerar que existen los demás y que ellos también tienen algo que decir. (“¿Pueden los subalternos hablar?”, es la célebre pregunta de Spivak y la no menos célebre respuesta de Santos es “Sí, sólo que no los han querido escuchar”.) Y por otra parte, reparar se refiere también a hacerlo para “nosotros mismos”, esos blancos, varones, adultos, heterosexua- les que de pronto han descubierto que ya no son el cen- tro, que ya no encarnan el canon y el modelo únicos al REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 77 Exigencias imperiales y sueños imposibles Del transculturalismo al multiculturalismo Sara Sefchovich

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I. EL AFÁN TRANSCULTURAL

En los años cincuenta del siglo XX se inició un esfuerzosistemático por comprender al “otro”, a ese ser diferentede cuya existencia sabían los europeos desde tiempos deMarco Polo, pero al que descubrieron cuando tuvieronlugar las luchas descolonizadoras en África y Asia. Apartir de los años sesenta, surgió una importante pro-ducción teórica que abrió nuevas perspectivas para elestudio de grupos sociales cuyas referencias estaban másallá de las hegemónicas: las mujeres, los indios, los negros.Gracias a esos esfuerzos por crear un pensamiento dife-rente, aprendimos a poner en duda nuestras premisasideológicas y nuestros paradigmas respecto a los demás,a nosotros mismos y a la cultura en general.

Hoy día, los grupos progresistas en las universidadesnorteamericanas han dado un salto mayor y hacen, apartir de aquellas teorías, lo que llaman lecturas “trans-culturales”. Eso significa tratar de entender los produc-tos de otras culturas, tanto filosóficos, religiosos, artís-ticos y literarios, como de la vida cotidiana y de lasformas de pensar en general.

Se trata de una propuesta teórica y metodológica quetiene un doble origen: el primero, un deseo genuino de

conocer al otro, ya sea porque interesa, porque atrae,porque causa placer o porque sirve para algún fin. Hayincluso quien llega más lejos hasta afirmar, como haceJameson, que la razón de este interés es que “la culturadel capitalismo tardío no está nada más empobrecidasino destinada estructuralmente a la debilidad, de dondesurge su desesperada necesidad de revitalizarse con trans-fusiones de afuera”.

El segundo origen es un deseo genuino de “reparar”(“curar las heridas”, dice Marie Louise Pratt). La repara-ción tiene a su vez dos sentidos: por una parte, repararpara ese “otro” al que tanto tiempo se descalificó, setrató mal y hasta se olvidó. Es decir, “nosotros”, los quehasta hoy hemos sido el centro del mundo —blancos,varones, adultos, heterosexuales, europeos y norteame-ricanos—, debemos empezar a considerar que existenlos demás y que ellos también tienen algo que decir.(“¿Pueden los subalternos hablar?”, es la célebre preguntade Spivak y la no menos célebre respuesta de Santos es“Sí, sólo que no los han querido escuchar”.) Y por otraparte, reparar se refiere también a hacerlo para “nosotrosmismos”, esos blancos, varones, adultos, heterosexua-les que de pronto han descubierto que ya no son el cen-tro, que ya no encarnan el canon y el modelo únicos al

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Exigenciasimperiales y sueñosimposiblesDel transculturalismo al multiculturalismo

Sara Sefchovich

cual todos aspiran y quieren imitar, y que entonces yano saben cuál es su lugar en el mundo, dentro de la mul-tiplicidad de culturas y voces que han salido a reivin-dicar su existencia y su diferencia y entre las cuales, do-lorosa paradoja, ahora resulta que son la minoría.

El interés transcultural nace, pues, de un deseo huma-nista, es decir, de una voluntad por entender los códi-gos, las lógicas, las gramáticas y los símbolos distintosde los propios, así como de reparar el silencio y el olvidohistóricos en que se los dejó. Pero también nace de undeseo egoísta, es decir, de una voluntad por ponerleslímites a todas esas novedades y encerrarlas dentro delas certezas de una conceptualización y un orden cono-cidos. Dicho de otro modo: quienes esto proponenquieren efectivamente entender al otro, pero al mismotiempo quieren hacerlo de tal forma que quepa en susesquemas previos, quieren mirar y escuchar a las otrasculturas pero desde un lugar y en una forma que encajedentro de lo que ellos pueden entender, manejar e in-cluso controlar. En la buena voluntad que alimenta eldeseo de conocer al otro, de escucharlo y de leerlo, esposible encontrar aún la vieja ideología paternalista delimperialismo: “Yo”, que siempre fui el patrón, que siem-pre tuve el poder, te miro hoy a ti y te digo lo que tútienes que saber de ti mismo; te digo cómo debes

pensarte, te lo organizo y ordeno según mis propios es-quemas y criterios, le doy a lo tuyo la medida de su im-portancia. Una lectura (o una mirada o una escucha)transcultural se podría pues sintetizar así: cuando losque no tenían el poder de hablar lo adquieren, los quese los habían negado quieren seguir siendo quienes selos den y quienes les digan, además, cómo tienen quehacerle para ser escuchados (leídos, mirados).

Que lo anterior es cierto se infiere de que, hastaahora, los estudios transculturales se han llevado a caboen las universidades del primer mundo, usando para elloimponentes aparatos críticos, teorías y metodologíaspara abarcar el objeto de estudio, en este caso, las pro-ducciones culturales de los “otros” ya sean grupos socia-les como los negros, indios o mujeres, ya sean regionesdel mapa como América Latina, India, China, África.

Esto significa de suyo un punto de partida implícito:que esos “otros” no producen teoría —o que si la pro-ducen no es significativa— y en cambio hacen una ex-celente literatura, pintura, danza, música, mientras queellos hacen una teoría de alto nivel a la cual, sin embargo,por decirlo de algún modo con Jameson, “le queda chica”la producción cultural de sus países.

Es interesante, pero este modo de ver las cosas reiteray reproduce la circunstancia que priva en el mercado

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Mano de una novia sikh decorada con intrincados dibujos pintados con henna, India

entre la tecnología y ciencia que producen unos y losproductos primarios que producen otros. Se trata, en elterreno de la cultura, de la misma división del trabajo enla cual unos producen las buenas herramientas teóricasy metodológicas con las cuales se puede conocer a losotros, que son los creadores de lo que se va a estudiar.

Por supuesto, este implícito (sobre el que por ciertoni los negros ni los indios ni los latinoamericanos oafricanos fuimos consultados) no sólo puede decons-truirse como se dice hoy, sino incluso destruirse. Por-que no sólo mucha teoría se produce en esos grupossociales y en esas regiones, sino también excelentes pro-ductos culturales salen de ese primer mundo blanco,varón, adulto y heterosexual que, supuestamente (segúnJameson), es débil estructuralmente.

Pero el verdadero argumento para deconstruir y des-truir ese tipo de propuestas es otro: ni siquiera existenesas unidades llamadas “los negros” o “las mujeres” o“América Latina” o “África”.

Y es que ¿acaso todos los que tienen la piel oscura son lomismo y aspiran a lo mismo? ¿Acaso todo lo que se escribe(se pinta, se compone) en el inmenso territorio al sur delrío Bravo es suficientemente homogéneo como para hablarde una “literatura (o pintura o música) latinoamericana”?

Para sólo hablar de este último ejemplo: decir quelas diferencias en el continente americano son abismales

no es decir nada nuevo, ¿qué tienen en común Cuba yArgentina, México y Haití, Nicaragua y Brasil?, ¿acasono son diferentes sus geografías, sus civilizaciones, sumanera de vivir la cultura? En todo caso, lo único queesos países tienen en común es lo que el imperialismoles ha hecho tener: una historia de colonización y deexplotación. Y quizá por eso (y sólo por eso) es que losde “afuera” se permiten hablar en bloque de nuestrospaíses y hasta nos han hecho concebirlos así. ¿Por quéno se habla de la literatura europea sino de la francesa,inglesa, alemana o italiana?, ¿por qué no se habla delarte norteamericano sino de lo que se hace en Canadáy en Estados Unidos y, más todavía, en cada una de susdiferentes regiones y en sus distintos grupos sociales?En cambio, en los países colonizados se toma todo enbloque ¡como si no fuera ya bastante difícil hablar deuna literatura o música brasileña o mexicana!, conside-rando que son países con tan marcadas diferencias eco-nómicas, sociales y culturales internas, en los que pocotiene que ver por ejemplo el modo de vida y los interesesy preocupaciones de un indio chiapaneco con los deuna mujer clasemediera de la capital; los de un nordestinopaupérrimo con los de los funcionarios en Brasilia.

El problema pues, más que hablar de lecturas (escu-chas, miradas) transculturales es al contrario, ¿cómo es-tablecer los límites de lo que es una literatura nacional?,

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Pescadores, Sudán

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¿es la que se escribe detrás de unas fronteras políticas o unterritorio geográfico?, ¿es la que usa el idioma oficial deun país?, ¿se la puede distinguir por su relación con unacomunidad, con una historia, con una cultura, con unpaisaje?, ¿o se la define por el lugar donde nació su autoro por un modo de ver el mundo, “whatever that means”?

Y es que ya desde el siglo XVIII los iluministas se hicie-ron esa pregunta por primera vez, cuando en el marcode la construcción de las naciones europeas les urgíasaber qué era la “alemanidad” o la “francesidad”. Y enotros países también se han cuestionado el asunto. Porejemplo, en el México de los años cuarenta del siglo XX,cuando la Revolución había terminado y se reconstruíala nación, la búsqueda de una respuesta a la preguntade qué era la mexicanidad y en qué se diferenciaba de laargentinidad y la chilenidad, hizo gastar mucha tinta alos filósofos.

Curiosamente, mientras los pensadores hacen tra-bajar sus cerebros, cualquier guatemalteco, boliviano oparaguayo sabe muy bien lo que es y sabe también queel vecino peruano o colombiano o uruguayo es diferente.Como lo saben el indio, el negro, la mujer, aunque mu-chas veces no lo puedan definir.

Y porque el problema es que la cuestión de la iden-tidad es todavía más compleja, ya que se compone dedos partes: una identidad real y una en la que nos colo-caron otros pero, que nos hemos creído. Es decir, quela identidad está formada por una serie de elementos

que son reales pero que también y al mismo tiempo, yase han convertido en estereotipos. Por ejemplo, consi-derar que en los países latinoamericanos todo es extre-moso, que la naturaleza es grandiosa y exagerada, quela gente tiene pasiones incontrolables, que la violenciaes endémica. Estas ideas se han vuelto lugares comúnesque se repiten una y otra vez, y que se han convertidoen implícitos según los cuales los productos culturalesde esos “otros” que somos los mexicanos, brasileños operuanos son interesantes en razón precisamente deeso, de lo extremoso, lo apasionado, lo que en unas pa-labras podríamos llamar con Jameson “lo extranjero ylo exótico”, que por supuesto, sólo lo son a ojos del deafuera y sólo lo son porque les parecen diferentes.

Y ahora resulta que la literatura (la música, la pintura,el cine) que se considera representativa de “lo latinoa-mericano” debe recoger y reiterar esos estereotipos. Yesto no sucede solamente en relación a los temas que setratan sino también al modo de ponerlos sobre el papel.Se exige a esta literatura que represente la totalidad dela vida nacional, en la que debe jugar un papel impor-tante el pasado remoto, la religiosidad profunda y sin-crética, el autoritarismo, la corrupción y la violencia yuna concepción cíclica del tiempo. Se le exige tambiénun lenguaje altamente poético y barroco. Todo tiene queser muy grande, muy arquetípico, muy telúrico, muyfundacional, muy mítico, muy retórico, aquí no debehaber economía de recursos ni eficiencia, sino el más

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Mujeres beduinas hilando en el desierto, Egipto

espléndido derroche. Y por supuesto, eso ha conducidoa un círculo, pues esa literatura no sólo nace de estereo-tipos, sino que los reproduce para que se siga concibien-do de ese modo a nuestros países. Ésta es la mercancíaque hoy exportamos, es la literatura que se espera queescribamos y la música que se quiere que componga-mos y la pintura que se espera que pintemos.

Y es la única que tiene éxito, es decir, que nos com-pran, en el mercado mundial. A nadie le interesan lasnovelas sobre la vida cotidiana de una persona claseme-diera urbana que ve televisión, que vive sus relacionesde pareja como cualquier europeo, que tiene dudas exis-tenciales, que trabaja o estudia, que es “normal”, “comúny corriente”. Paul Auster no cabe en lo que se espera deun escritor latinoamericano (o africano o hindú o negroo indio), lo que se espera es Luis Sepúlveda, Jorge Reyes,Botero y Toledo, González Iñárritu (o Salman Rushdie,Arundhati Roy, Zadie Smith, Amy Tan).

Resulta paradójico que esos mismos europeos y nor-teamericanos que le exigen ese exotismo a las letras, alcine, a las esculturas o a la música de los “otros” sean losmismos que quieren, a la hora de la política y la econo-mía, que esos “otros” sean racionales, eficientes, mo-dernos, democráticos, negociadores. Y la misión que sehan asignado es la de obligarlos a ser así, a tener valorescomo los suyos: sus gobiernos quieren que todos ten-gan alternancia partidista y elecciones libres; sus em-presarios quieren que todos abran sus mercados y sus

bolsas de valores; sus artistas quieren que todos veansus programas de televisión; sus inventores quieren quetodos usemos su tecnología y sus criterios de eficienciay de organización; sus académicos quieren que todosusemos sus teorías y metodologías.

De modo que, a fin de cuentas, no es extraño que eseafán de “leer”, “escuchar”, “mirar” y hasta “comprender”al “otro” haya surgido precisamente en el momento de lallamada globalización, cuando los países ricos y los gran-des capitales comerciales y financieros necesitan que seabran los mercados —para que ellos no se ahoguen ensus propios excesos de mercancías y de dinero— y noshan obligado a creer que esto es lo correcto y adecuadopara nosotros.

Y nosotros lo hemos creído. Nosotros, los “otros”, losllamados subalternos, hemos sido permeados por esosmodos de pensar y pensamos, imaginamos, soñamos ydecimos esas cosas, sin darnos siquiera cuenta. ¿Cuántosescritores, pintores, músicos y cineastas se la pasan in-ventando míticos personajes prehispánicos, violentasrevoluciones, paisajes devastadores, amores lujuriosos,venganzas póstumas, todo en el afán desesperado deconquistar aquellos mercados, pero también porquede verdad creen que eso es lo nuestro?

Y es que, a fin de cuentas, resulta muy difícil librarsede una educación y una cultura que nos han hecho creerque lo que se hace, se piensa y se dice en los países ricos(llamados centrales) es lo mejor, y que todos tenemos

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Tres generaciones de una gran familia, Mongolia

no nada más que vivir como ellos sino que desear vivircomo ellos. ¿Qué otra cosa son los poetas modernistaslatinoamericanos de principios del siglo XX que buenoslectores de los franceses?, se pregunta José Emilio Pache-co, ¿y qué otra cosa son los pensadores hindús de me-diados de ese mismo siglo que profundos creyentes enlos valores ingleses, se pregunta Rabindranath Tagore?,¿qué otra cosa es la obsesión por abrir un teatro paraópera en medio de la selva tropical del Brasil y asistir alas funciones vestidos de frac y cubiertos de pieles?, sepregunta Werner Herzog, ¿qué otra cosa es el reiteradoesfuerzo por convertir nuestras universidades de masaspobres en centros de excelencia académica y de investi-gación científica de punta cuando ni siquiera contamoscon los recursos para hacerlo ni con una educación pri-maria bien estructurada y accesible a todos?, ¿qué otracosa son los tirajes de treinta mil ejemplares que hacen losgobiernos de México, India, Egipto, Turquía en paísesdonde las mayorías son analfabetas?

Entonces, el problema radica en quién ha definidoy fijado los parámetros de lo correcto e incorrecto, delo bueno y lo malo, de lo bello y lo feo, de lo central y lomarginal, de lo importante y lo secundario, de lo deadentro y lo de afuera. El problema es que nuestra me-dida ha sido y sigue siendo la de ellos.

Las propuestas transculturales tendrían que enten-der esto y romper con esto y entonces, sin que sea para-

doja, dejarían de existir. El mundo es uno solo (“el sistemamundo” le llama Wallerstein) y es el mismo proceso elque convirtió a unos en ricos y a otros en pobres, a unosen centrales y a otros en marginales, a unos en supuestosteóricos serios y a otros en supuestos imaginativos exó-ticos. Si entendiéramos esto sabríamos que no se tratade hacer lecturas, miradas y escuchas transculturales,sino de cambiar la idea de qué es el canon y de dóndeestá el centro y de cuáles son o deben ser los paráme-tros. Y si lográramos hacerlo estaríamos logrando laverdadera descolonización y la verdadera ruptura conel imperialismo.

II. EL SUEÑO DEL MULTICULTURALISMO

El término multiculturalismo tiene resonancias del ante-rior, pero se refiere, exactamente, al otro lado de la mismamoneda: al hecho real de que no existe una sociedad queno sea multicultural. Para ejemplo basta con uno: en elamplísimo territorio de América, desde el extremo norteen Canadá hasta el extremo sur en Argentina, radicantantas sociedades diferentes con culturas tan diversas quees válida la expresión que escribiera hace quinientos añosBernardo de Balbuena en el sentido de que en el conti-nente “se junta España con la China, Italia con Japón yfinalmente un mundo entero en trato y disciplina”.

Sin embargo, si al término multicultural lo definimospor el hecho de que distintas culturas ocupen un mismoterritorio, entonces el mosaico que es América sí lo es.Pero si aceptamos, como se hace hoy día, que el conceptova cargado de algo más: el hecho de que al diferente —yasea por su origen étnico, color de piel, religión, lengua,nacionalidad, costumbres, preferencia sexual, estética,ritmos, valores y hábitos— se le otorgue reconocimien-to y aceptación completos e incondicionales con todoslos derechos y deberes, para que vivan en convivencia(en lo que un autor llama en coherencia), preservándosey reproduciéndose, florececiendo y evolucionando, en-tonces ya no podemos asegurar que América sea mul-ticultural, pues muy lejos estamos de haber logrado esaarmonía. O como decía el filósofo Wittgenstein, noporque existe el sustantivo existe la sustancia.

Estamos pues frente a un concepto con dos signifi-cados, uno referido a la realidad práctica y otro al deseo.Y para diferenciarlos resulta útil la distinción que haceLeón Olivé entre “multiculturalidad”, como un términoque se refiere a una situación de hecho, y “multicultura-lismo”, como un concepto normativo.

Vista así, la cuestión de la multiculturalidad no es laque queremos abordar, pues es un hecho tan real como(afortunadamente) inevitable en todas las sociedades,mientras que la del multiculturalismo sí la queremosabordar precisamente porque no existe en la mayoría

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Niña probando leche de cabra en el desierto, Etiopía

de las sociedades, aunque exista el discurso (y hastamuchas veces la formalidad institucional y legal) quehace manifiesto el deseo de su existencia, un deseo utó-pico por romper con lo que ha sido la historia y por pro-poner un mundo nuevo, en el que sea posible vivir juntosen la diferencia y con las diferencias.

Y entonces resulta que, lo mismo que en el caso de laspropuestas transculturales, el multiculturalismo es unoptimismo que desde hace un cuarto de siglo ha pren-dido entre ciertos grupos de intelectuales progresistasde las clases medias y altas de los países occidentales, quesuponen que, con el arma de la razón, todos los pueblosentenderán que pueden y deben aceptar al otro y todosrechazarán la exclusión del otro. Y esto ha dado lugar aun amplio desarrollo teórico en filosofía y epistemolo-gía, ética y moral. La idea del multiculturalismo, comodice un autor, “recicla una vez más la fantasía de que sepuede superar la tendencia autodestructiva de la so-ciedad” y “se adelanta al deseo de superar la opresión”.

Ahora bien: el concepto de multiculturalismo está car-gado de muchas paradojas y contradicciones. Destacosólo las que me parecen más significativas: la primera,lo extraño que resulta que en América Latina nos preo-cupe ahora este tema, siendo que precisamente nuestracultura está construida sobre el hecho de que desde quellegaron los conquistadores todo lo que encontraronles desagradó y lo consideraron salvaje e inferior, demodo que hicieron lo posible, por la buena y por la mala,para cambiarlo, pues estaban convencidos de que sumodo de ser, pensar, creer, comer, amar y temer era eladecuado y el que todos tenían que seguir. El hecho deque nuestra entrada al mundo occidental y a su historiahaya sido aplastando, humillando, asesinando, evange-lizando y convirtiendo a quienes lo habitaban, borran-do sus civilizaciones y silenciando su voz, dio por resul-tado que, a pesar de que el nuestro es un territorio conmulticulturalidad, nuestra realidad no es de multicul-turalismo porque si bien aquí conviven diversas cultu-ras, no lo hacen en armonía, sino todo lo contrario.

Sin embargo, desde el siglo XVII, y por la necesidad delos americanos de forjar una identidad y de encontrarunas raíces, se estableció un discurso según el cual losindios son nuestro pasado y se les reivindicó como civili-zaciones de grandeza incomparable, sin que ello afectarapara nada el hecho real y concreto de que a los indios selos maltrataba, explotaba y humillaba, y que esto se pro-longa hasta hoy, dando lugar a una situación que se po-dría calificar de esquizofrénica, en el sentido que le dan lospsicoanalistas a esta palabra, es decir, que una cosa es loque es y otra lo que se dice o lo que se quiere que sea.

Tan profundamente arraigada está la creencia deque los indios son “gente insuficiente en calidad”, comose decía en el siglo XIX que la historia de nuestros paísesestá atravesada de esfuezos por traer extranjeros “de tez

pálida y raza rubia”, para supuestamente “mejorar” lasangre de los naturales, sus cualidades físicas y sobretodo, como también se decía, sus cualidades morales.Asimismo, está también atravesada de esfuerzos por in-tegrar a los indios a la sociedad que habla “castilla”, paraquitarles sus costumbres y lenguas. En México, en Bra-sil, en Perú, el racismo y no el multiculturalismo son laforma de ver, entender y vivir al prójimo y al mundo,pues como dice Braunstein, llevamos el racismo insertoen la piel y debajo de la piel, como un modo de pensary de sentir, además de como un modo de dominación,como ha señalado Taguieff.

Y esto se hizo en gran medida extensivo a los mesti-zos, a quienes una corriente filosófica que se desarrollóen los años cuarenta y cincuenta del siglo XX consi-deró como suma y cima de defectos y complejos, gentementirosa, taimada, falsamente servil. “El mexicano—escribió Octavio Paz— se excede en el disimulo, nocamina, se desliza, no propone, insinúa, no replica, re-zonga”. Ese “sentir lo propio como algo inferior” segúnlo describió Leopoldo Zea tiene, como otra cara de lamisma moneda, la admiración exagerada por aquéllosa quienes se considera superiores y ellos han sido y sonlos extranjeros, los que según el Diccionario de la Len-gua Española “vienen del país de otra soberanía”, paraimponer sus costumbres, para invertir sus capitales, paraponernos a trabajar a su servicio. Llámense españoles

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Grupo de hermanos montados en su motocicleta, Mali

que pisaron estas tierras durante el ahora llamado “en-cuentro de dos mundos” hace medio milenio, o italia-nos que se trajeron para trabajar la agricultura, o judíosy libaneses que llegaron como refugiados para ponerun comercio, o norteamericanos e ingleses que adqui-rieron minas, industrias, transportes y bancos. La nues-tra es una historia de agua y aceite en la que Américaresulta, como dijo Darío, la ingenua de sangre indígena,mientras que Europa es, según escribió Gutiérrez Nájera,la madre de todos los pueblos y el bálsamo que consuela.

Y allí está nuestra literatura para dar cuenta del embe-leso con que se mira a un míster, al dueño, al patrón ya su mujer “blanca como la nube, con cabellos de elotey nariz imperceptiblemente levantada, boca pequeña,

dentadura magnífica y ojos azules, duros como el cielo”,según escribió Magdaleno.

Guillermo Bonfil lo advirtió con lucidez: en nues-tros países nunca se dio ni se da ahora una “simbiosisde culturas” que permita hablar de multiculturalismo,pues tanto la relación hacia los nativos como hacia losextranjeros está marcada por la desconfianza.

La segunda paradoja es que el tema del multicultu-ralismo llegue precisamente de los imperios, del centroy corazón mismo de los países que han hecho todo poraplastar la multiculturalidad y que han sido los quehan señalado a los otros, que los han querido cambiar,que los han explotado y humillado y masacrado porqueno son como ellos, no viven como ellos, no tienen sus

“El mexicano —escribió Octavio Paz— se excede en el disimulo, no camina, se desliza,

no propone, insinúa, no replica, rezonga”.

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Niños refugiados de guerra en un campamento, Tailandia

mismos valores. Parecería extraño que sea allí donde hasurgido el tema y de donde ha salido para situarse en laagenda internacional.

¿Por qué sucede esto? Encuentro varias causas queconvergen para explicarlo. Ante todo, que se trata de lacontinuación lógica de procesos y pensamientos queiniciaron con el siglo XX, desde las grandes migracioneshasta la descolonización (todo lo cual, como afirmaSartori, alteró a las sociedades occidentales) y desde ladefensa de los derechos humanos como esencia de lamodernidad hasta las militancias a favor de la incorpo-ración de segmentos de la sociedad antes no tomadosen cuenta, como las mujeres y los pobres. De maneramás directa, el concepto y la idea derivan del esfuerzoque emprendieron en el último cuarto del siglo pasadoalgunos intelectuales de origen tercermundista que vi-vían en los países ricos de Occidente —hindús comoGayatri Spivak, palestinos como Edward Said, latino-americanos como Walter Mignolo— por introducir enla academia la propuesta de pensar al mundo desde otraperspectiva, una que ponía en duda a la cultura domi-nante con su mirada homogeneizadora sobre la socie-dad. Así fue como se pasó del derecho a la igualdad quereivindicaban las feministas, al derecho a la diferencia.

Se trató de propuestas teóricas que nacieron de un de-seo genuino por conocer y entender al otro, al diferente,al que se hizo visible gracias a lo que Said llamó “el pro-ceso globalizador puesto en movimiento por el imperia-

lismo moderno”, el cual, gracias a la tecnología, permitiódesde desplazamientos rápidos y fáciles hasta la comuni-cación entre todos los rincones del planeta, para mos-trar un mundo vasto y complejo, pleno de diversidad.

De ese deseo de conocer al otro siguió, según Bell,el deseo de establecer una “conversación cultural” con él(una lectura, una escucha, una mirada consideradas“transculturales”) y de allí, afirma Sartori, al de empren-der acciones y políticas concretas para, como apuntóPratt, reparar, curar las heridas. Es algo así como decir“nosotros, los que hasta hoy hemos sido el centro delmundo, el modelo y el canon físico y moral —los blan-cos, varones, adultos, heterosexuales, casados, altos, del-gados, rubios, cristianos, europeos y norteamericanos—hemos descubierto que existen los demás —las mujeres,los viejos, los negros, los africanos, los musulmanes, losgordos, los chaparros, los homosexuales—, es decir, cual-quiera con género, país, color de piel, etnia, lengua, cos-tumbres, sexualidad o religión diferentes y que ellos tie-nen formas de vida propia y algo que decir.

En segundo lugar, la idea y el concepto de multicul-turalismo surgieron de manera inevitable en el mundode la globalización, uno que apunta a terminar con laseparación y los compartimentos geográficos, económi-cos y culturales para convertir al planeta todo en un soloy vasto mercado.

En tercer lugar, el concepto alcanzó éxito porque de-bido al aburrimiento de los intelectuales de las sociedades

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Niño de la Amazonia con la cámara del antropólogo

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afluentes, de esa Europa blanda de la que habla HenryLevy, desacostumbrada a las guerras y saciada —Inglate-rra, Francia, Alemania— o de ese “cuerno de la abundan-cia de la cultura norteamericana”, como le llama Brzezinski,cuya vida orientada al hedonismo (“a la obligación de serfeliz” de la que habla Bruckner o a la “supresión de la ne-gatividad” a que se refiere Levy), la gratificación inmedia-ta y el consumo, resulta poco interesante y entonces bus-can eso que Jameson califica de “lo extranjero y lo exótico”en culturas que, como las de América Latina, India, África,China, les resultan fascinantes por cualidades que elloscalifican como opuestas a las suyas y por lo tanto atracti-vas: un supuesto desorden (que en realidad sólo es otroorden), pasiones aparentemente desatadas, la existenciade la aventura, en fin, todo lo que imaginan existe allá,todo eso que quisieran que existiera.

Lo mismo que en el caso de la lectura transcultural,en el afán de reivindicar el multiculturalismo, lo que haymás que una realidad es un deseo de ciertos grupos pro-gresistas e ilustrados (liberales les llaman Sartori y Said)que construyen una utopía en la que suponen que es

posible conocer de cierta manera al “otro” y todavía más,aceptarlo, a aquel que, como escribió Conrad, “tiene unacomplexión ligeramente distinta a la nuestra o una narizligeramente más chata que la nuestra”.

Pero no nada más. Porque esta utopía romántica nosaldría de los libros y de los cenáculos intelectuales, sino fuera porque coincide con los deseos, intereses y con-veniencias del gran capital que pretende convertir alplaneta en un solo mercado. Y entonces nos damoscuenta de que eso que Pierre Bourdieu llamó “el campocultural” no está, como se creía en el Renacimiento ycomo muchos siguen creyendo, allá arriba, fuera de larealidad del mundo, como algo inocente y libre de la ló-gica económica y por eso se le tiene que reconocer comoun “teatro en el que se enfrentan causas políticas e ideo-lógicas”, como bien afirma Edward Said. Es decir, quelejos de constituir un plácido rincón de convivenciaarmónica, la cultura pone de manifiesto —tanto por loque dice como por lo que calla, pero también por lo quesueña— las causas de los humanos. Y esto es particular-mente pertinente con el tema del multiculturalismo,porque mientras los imperios colonizaban, oprimían yexplotaban, sus poetas y pintores elaboraban exquisitasobras de ficción, de filosofía, de arte, como si ellos notuvieran que ver con lo que estaba sucediendo, como sifueran “un departamento aparte”. Pero para que lospersonajes de una novela inglesa del siglo XIX puedandedicar todo su tiempo y energía al amor romántico, esporque recibían ingresos de sus plantaciones en algunaisla del Caribe en las que miles de esclavos eran trata-dos como ya sabemos. Y para que José López Portillo yRojas pudiera relatar la existencia idílica en las hacien-das mexicanas de tiempos del porfiriato, fue gracias a laservidumbre de los indios, aunque él prefirió atribuir esacondición miserable a su falta de deseo de mejorar y a sucarencia de ambición de bienestar y de objetos materiales.

En este punto no sobra recordar que por buena vo-luntad que se tenga para entender los códigos, las lógicas,las gramáticas, las estéticas, las narrativas, los rituales y lossímbolos del “otro”, no por eso se puede uno librar delas formas de pensar propias y de los valores que asignansuperioridad a lo nuestro sobre lo ajeno. Sí ahora nosreímos porque cuando Charles Darwin llegó a la Pata-gonia les dio como regalo a los semidesnudos habitantesde esos lejanos parajes hermosas vajillas de porcelanainglesa, convencido de que las apreciarían tanto como él.Pero hoy eso aún sigue existiendo y la duquesa de Yorkles manda a los niños de Kosovo, desnutridos, aterra-dos por la guerra, que han perdido a sus padres y sus ho-gares, ositos de peluche con la suposición de que eso losconsolará de la misma forma que consuela a cualquierniña bien en Londres.

Con todo y las buenas intenciones que seguramentesustentan el deseo de considerar al multiculturalismo

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Niña moliendo maíz, Etiopía

como forma nueva de enfocar el mundo y las relacionesdentro de él, no podemos perder de vista que, en la me-dida en que es un discurso elaborado en los centros depoder, también se trata (y ésta es una tercera paradojainevitable) de encerrar lo diferente dentro de las certezasde una conceptualización, una metodología, un ordeny unos límites conocidos. Es decir, que aunque lo que sepretende es poner en duda las perspectivas occidentalesy abrirse a lo nuevo con respeto, no por eso significa quedichas formas de mirar y entender el mundo y la vidano estén allí en el fundamento de los buenos deseos, y enocasiones tan arraigadas, que sin darnos cuenta nos esimposible abrirnos a otros códigos, a otras historias, aotras narrativas, a otras aspiraciones, a otros valores. Poreso, Touraine insiste en que el único verdadero puntode partida para lograr el multiculturalismo sería acabarcon el principio según el cual la organización social o lavida personal en cierta sociedad “es considerada normaly superior a las demás”.

La cuarta paradoja consiste en el hecho innegable—por menos que lo queramos aceptar— de que mien-tras más nos imponen la globalización económica, ideo-lógica y tecnológica y mientras más nos quieren homo-geneizar y masificar, más se aferran los grupos socialesa sus culturas, a sus religiones, a sus lenguas, a sus tradi-ciones, a sus nacionalismos. El mundo entero vive pur-gas étnicas, fundamentalismos religiosos, nacionalismosagresivos y muchos “ismos” más: sexismo, racismo, cla-sismo, etcétera. Nada de esto ha desaparecido, al con-trario, como señala Berlin, está muy vivo en India y enFilipinas y en Ruanda y en Argelia y en el sureste deMéxico y en Europa Oriental. Y más todavía, los euro-peos occidentales los tienen dentro de su casa: a los nora-fricanos en Francia, a los turcos en Alemania, a loshindús y árabes en Inglaterra, quienes no sólo preten-den adecuar las instituciones a sus necesidades sino quese niegan a la integración de tipo cultural, étnico, reli-gioso y lingüístico. Cuando cayó Sadam Hussein, per-sonas que hacía más de medio siglo habían abandona-do Irak y que vivían confortablemente en otros sitios,manifestaron su deseo de volver a casa y “probar los ex-quisitos platillos de su comida y oler el aroma de sutierra”, la que recordaban con nostalgia porque nunca sehabían realmente integrado a sus nuevos países. ¿Quiereesto decir que los humanos no tenemos el deseo delmulticulturalismo?, ¿acaso la brutal limpieza étnica enpleno centro de Europa en el último cuarto del siglo XX

o el renacimiento del antisemitismo en el viejo conti-nente podrían hacernos creer que, aunque pasen mu-chos años y aunque en apariencia los pueblos se puedanintegrar, en el fondo siempre permanecerá la diferenciay la negativa a aceptar al otro?

La quinta paradoja tiene que ver con los límites mis-mos del concepto y la idea del multiculturalismo: ¿hasta

dónde debe llegar el respeto al otro?, ¿hasta dónde debellegar la aceptación de sus modos de vida y de lo queotras culturas deciden hacer?, ¿o debe insistirse en la in-tervención del Estado y de la sociedad para evitar quese lleven a cabo actos que en nuestras culturas resultaninadmisibles y hasta repugnantes? Los ejemplos abun-dan: desde el trato a las mujeres en ciertos países islámi-cos hasta el caso de ciertos grupos religiosos que se nie-gan a aceptar los avances científicos en la salud; desdeel caso de las familias lacandonas que venden a sus hijasa algún hombre y en adelante éste puede, si así lo desea,esclavizarla y maltratarla sin piedad, hasta el caso de loscastigos que por usos y costumbres se imponen en cier-tas comunidades a quienes ellos consideran delincuentes.Entonces, tendríamos que preguntarnos si para todomundo debe ser válida una misma forma de gobernary hacer justicia, de tratar a las mujeres y a los niños, deresolver las cuestiones de la salud o de la fe, etcétera.Tiene razón Touraine cuando insiste en el principio bá-sico de no imponer como superior ninguna forma deorganización social o de práctica cultural. Por ejemplo:

MULTICULTURALISMO

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Mujeres de Girahya, India

¿es de verdad superior la democracia a otras formas degobierno?, ¿es válida la libertad de elegir una religióncomo sucede en aquellas regiones en las que grupos decampesinos han abandonado el catolicismo oficial yhan buscado en otra religión su camino?, ¿puede unmarido golpear a su esposa, un padre a sus hijos?, ¿pue-de alguien decidir suicidarse?, ¿hacemos mal dejandoque cada quien llegue hasta donde quiera y pueda lle-gar en sus formas civilizatorias?, ¿dónde está la fronteraque marca lo válido y lo inválido, lo correcto y lo equi-vocado, lo sano y lo enfermo, lo normal y lo anormal, loético y lo inmoral?, ¿tenemos respuesta a esto?, ¿hastadónde pueden llegar la tolerancia y, sobre todo, el res-peto que es la única verdadera forma de multiculturalis-mo?, ¿cuáles son los criterios que fundamentan los prin-cipios morales, las normas jurídicas, los procedimientos,

las prácticas?, ¿o será, como creen muchos, que lo queestamos realmente defendiendo es el modo de vida delos países ricos?

Encontrar la respuesta a estas interrogantes es sinduda la prueba de fuego del concepto y la idea del mul-ticulturalismo, pero no hemos dado con ella a pesar delos ríos de tinta filosófica que se han invertido en in-tentarlo. Porque por lo demás —y he aquí otra parado-ja— el respeto irrestricto a otros usos y costumbres nosiempre es el mejor de los caminos, pues podría termi-nar por negar la fuerza universal de avances obtenidospor las culturas occidentales como es el respeto a los de-rechos humanos, al estado laico, a la existencia de legis-laciones e instituciones que se pretenden neutrales yaptas para amplios grupos sociales, etcétera.

De modo que, en sentido riguroso y paradójico, no sepuede llegar hasta el fondo del multiculturalismo, puesello significaría, en muchos casos, aceptar la oposicióna los valores más queridos que fundamentan la idealiberal según la cual, precisamente, el multiculturalis-mo es algo deseable. Y esto es así porque la esencia deeste planteamiento es el respeto irrestricto al individuoy a su cultura, pero como se puede ver, resulta en extremoabsurdo que entre más se tenga disposición a aceptar ladiversidad, más conservadores tendremos que ser, por-que de otro modo terminaríamos encerrados en el círcu-lo sin salida de que cualquier grupo que considera losuyo como lo mejor, por sus particularidades, nieguelo que nosotros consideramos como lo mejor precisa-mente por su carácter universal. La pregunta es en-tonces ¿debemos permanecer ciegos ante las consecuen-cias de nuestros hermosos y perfectos principios?, ¿odebemos reconocer que no hay principios aplicables atodas las sociedades? Y este “relativismo cultural ex-tremo”, como le llama Touraine, ¿a dónde conduce?

La respuesta nos vuelve a un círculo cerrado de la fi-losofía, pues no puede sino ser aquella que insiste en queno hay teorías ni principios ni deseos neutrales, abso-lutos, universales y eternos, ni siquiera los que tienenque ver con el respeto irrestricto al otro, porque ello ter-minaría por llevarnos a un callejón sin salida.

III. DE LA EXIGENCIA IMPERIAL AL SUEÑO IMPOSIBLE

Sin embargo, tiene razón Fabelo cuando dice que en-tender los condicionantes y los límites de un discursoaún no nos dice nada acerca de su legitimidad. Es el casode los conceptos de transculturalismo y multicultura-lismo. Sabemos que estos forman parte del proyecto demodernidad de los países occidentales ricos (incluyen-do su idea de cultura y de mercado que no siempre re-sultan adecuados y convenientes a todos) y sabemosque tienen que ver con un paradigma humanista utó-

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Curandero, Etiopía

pico (que según Lévi-Strauss no debería ser el motivopara reconocer al otro) y sabemos que están atravesa-dos de paradojas y de contradicciones irresolubles (dealgunas de las cuales hemos dado cuenta más arriba), quegeneran tensiones provocadas por la serie de fuerzasque jalan a cada grupo hacia valores y formas de vida quea otro le resultan ofensivos (muchas veces aun si en suvoluntad consciente quisieran aceptarlos) y que en estaincompatibilidad está la semilla de la violencia que nin-guna buena fe ni utopía pueden eliminar.

Y aún así, el concepto y la idea del transculturalismoy del multiculturalismo, aunque de suyo imposibles,nos siguen atrayendo porque apuntan a algo que que-remos y que nos parece importante: a una sociedadabierta, secular, en la que quepan la diversidad y el di-senso y la legitimización del otro, en la que haya esoque Sartori llama “paz intercultural”.

Hay quien está convencido de que esto es posible, deque se puede lograr un auténtico diálogo, cooperacióny solidaridad entre las culturas, el respeto a la identidadde cada una y su derecho a la sobrevivencia y al floreci-miento. Hay autores que juran por la posibilidad de lainteracción fructífera y la construcción de una sociedaden la que tomen parte todas las culturas y hasta propo-nen caminos para lograrlo: que si hacer cambios en la

educación de las personas, dice Olivé, que si escucharel discurso de los subalternos, dice Beverley, que si per-mitir a los intelectuales que sean los que convenzan asus sociedades, dicen Said y Naipaul. Sartori habla deprocesos de negociación entre intereses y mentes dis-crepantes que permitan llegar a consensos, Toffler ase-gura que el conocimiento es la herramienta para la pazy los liberales plantean que sólo son necesarios algunosprincipios básicos e irrenunciables, como el respeto alindividuo contra cualquier abuso de poder de la autori-dad. O, como lo pone Touraine, que lo único que con-denamos es lo que afecta a la dignidad del individuo, alderecho de cada uno a ser un sujeto y a que lo reconoz-can como tal con su integridad física y mental.

Lo que resulta cierto en todo este debate de la lecturatranscultural y del multiculturalismo tan deseables, tanimpecables desde un punto de vista racional, tan difícilesde rebatir desde una perspectiva moderna, es que al mis-mo tiempo terminan siendo uno más de esos callejonessin salida tan típicos e inevitables a que conduce el modode pensar occidental y que, como bien apuntó Semprini,lanza a las sociedades contemporáneas un fabuloso retode civilización, el más reciente, ahora que las utopíascomo la de las vanguardias artísticas, la revolución o elsocialismo no parecen existir más.

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Mujeres macusi lavando en el río, Guyana