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INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA Acercamos a los estudiantes algunos textos de filósofos en los que abordan problemas filosóficos. Habla nuestra tradición filosófica Carlos Mora

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enfoque filosófico.

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Introducción a la filosofía

Acercamos a los estudiantes algunos textos de filósofos en los que abordan problemas filosóficos.

Habla nuestra tra-dición filosófica

Carlos Mora

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Curso

Filosofía y ética2012

SumillaDesarrolla en el estudiante el pensamiento que le permitirá tener una cos-movisión del mundo dentro del cual se ubica y actuar en su vida cotidiana y profesional. Asimismo, esclarece los principios que definen el comporta-miento social e individual dentro del entorno en el cual al estudiante le toca desenvolverse.Materiales educativosa) Textos clásicos de Filosofíab) Textos seleccionados de éticac) Artículos periodísticosd) Videose) Multimediaf) Pizarra, tiza o plumón y mota

Actividades Lectivas del curso1. Lecturas: La cuestión de la autenticidad en la filosofía actual (2). Los fa-

bricantes de Dios (16). Pensar la humanidad como un todo (28). Juan Abugattas.

2. Lecturas: Aprender a filosofar desde el contexto del diálogo de las cultu-ras (38). Raúl Fornet – Betancourt.

3. Lecturas: Aproximaciones a una ética de la cultura (50). La alteridad ina-ceptable (74). Estadios en el reconocimiento del otro (84). Luis Villoro.

4. Lecturas: Fundamentos filosóficos de los derechos humanos (97). El transporte como metáfora moral (122), Bioética y persona en Peter Singer (138). Miguel Polo.

5. Lecturas: El factor estimativo y antropológico en las ciencias sociales (151). Augusto Salazar Bondy.

6. Lectura: Ética, Política y Sociedad (162). Miguel Gusti.7. Lecturas: Notas características de la tecnología occidental (178). Anto-

nio Peña.

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La cuestión de la autenticidad en la filosofía actual

Juan Abugattas

La filosofía tiene dos modos de generar sus problemas. Uno, el más básico, el que le da su vida y sustento permanente, el que marca su dinamismo, es la aparición de aporías en el curso normal de su reflexión. Son, pues, las trampas que el pensamiento mismo coloca en su camino las que proporcio-nan la savia de la que se alimenta la filosofía.Pero hay un segundo tipo de cuestiones, no menos relevan-tes y que por momentos parecen ser más urgentes. Son aquellos que la realidad, que el entorno, natural o histórico, ofrecen como reto a la reflexión filosófica. Las más de las veces, tales retos aparecen porque es la vida misma de la especie la que se pone en cuestión. Las formas de aparición de la vida se ven complicadas o entrampadas, asumen apa-riencias o entran en cursos oscuros y confusos, de los que los medios usuales de administración y conducción de los asuntos humanos no pueden zafarlas.Sólo en rarísimas ocasiones, en momentos inusuales y, en sentido estricto, cruciales, confluyen las dos esferas de la problemática filosófica y entonces, las aporías se hace vital y la vida depende del pensamiento. El despliegue de la energía no puede continuar libremente sin la guía prudente de un pensamiento desentrampado y ligero. Sin claridad in-telectual no hay vitalidad. Tal es el momento en que nos encontrarnos.Nunca ha sido más evidente, para quien tenga voluntad y la capacidad de ver, que sin una nueva forma de pensar el curso actual de la vida de la especie conducirá irremedia-blemente a un descalabro. Tal vez haya sido esa la más im-portante intuición del pensamiento de Heidegger. El recono-ció que el orden vital actual está fabricado por el saber científico, y se percató también de que ese orden encontra-

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ría unos límites de los cuales solamente podría escapar con formas nuevas de pensar. Es la naturaleza de ese nuevo pensamiento, que obviamente debe incluir y superar al de la ciencia, lo que hoy está por determinar.Pero hay una tarea previa a resolver, a saber, la superación de la ilusión absolutamente suicida, pero arrogante, que la forma tradicional del pensar científico puede ella sola gene-rar las bases para sacar a la especie de su aporía vital.En un artículo relativamente reciente, destinado a mostrar que la filosofía nada tiene que aportar a la ciencia y que el avance de ésta es totalmente autosuficiente. Richard Wein-berg – premio Nobel de Física – dice que la madurez de la técnica de indagación de las ciencias empíricas, pero tam-bién la imagen del mundo fabricada por ella, son tan com-plejas que cualquier interrogante que se genere podrá ser resuelto sin necesidad de recurrir a otras formas del pensar.Esta misma arrogancia, producto de comprensibles pero exagerados entusiasmos pasajeros, es la que llevó a Fuku-yama a proclamar el fin de la historia. Una ciencia emanci-pada del saber filosófico difuso e inexacto, aparece como el correlato perfecto de formas políticas y económicas triun-fantes.El pensamiento puede dejar de indagar sobre sí mismo, puede descansar y olvidarse de los arduos trabajos de in-vención. El futuro, que en esencia será la repetición cada vez más refinada de los mismo, está ya enmarcado, las vías y los caminos trazados, sólo queda por ende transitarlos una y otra vez hasta el fin de los tiempos.Estas dos actitudes son las que marcan y poner los paráme-tros para el pensar filosófico actual. Ya la dicotomía idealis-mo/materialismo no es la más relevante. Ahora el dilema que colorea el espíritu del filosofar es el que contrapone un preguntar radical y sin cortapisas a un preguntar menguado y prudente. Detrás de cada una de estas posibilidades hay, como pensaba Fichte del dilema anterior, una actitud frente a la vida y un tipo de ánimo determinado.

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Los espíritus conformistas y temerosos optan generalmente por el preguntar menguado, que equipara la filosofía a la ciencia y que busca rigor a costa de la profundidad. Los es-píritus inquietos optan por un preguntar como el que tradi-cionalmente caracterizó a la filosofía, una indagación sin pausa ni limitaciones preestablecidas, que puede ser tanto o aún más rigurosa que la anterior, pero que no sacrifica la radicalidad.Esta actitud corresponde a su vez a convicciones sobre la marcha futura de la sociedad humana. Unos creen que no se avecinan cambios importantes en la condición humana o, que si tales cambios han de venir, es el quehacer mecá-nico el que los provocará y eventualmente generará una re-solución adecuada a los problemas que se planteen. Otros creen que tales cambios no podrán ser favorables espontá-neamente a la especie, sino que deberán ser diseñados y, por ende, inventados para acomodar las demandas que las necesidades y la historia propongan.Como es evidente, en esta segunda interpretación las ideas son cruciales, pues res solamente con ideas nuevas y apro-piadas que podrían construirse un mundo capaz de albergar ventajosamente a la especie. Tales ideas tendrían además que estar referidas a todas las esferas relevantes de la exis-tencia, empezando ciertamente por la más importante: la moral.Es en este contexto y en estos términos que, a mi juicio, debe plantearse hoy la cuestión de la autenticidad del pen-sar filosófico. Se trata de una triple autenticidad: el recono-cimiento explícito de parte del filósofo de las premisas de su pensamiento, el carácter del compromiso con su oficio y el compromiso con su entorno. En este sentido, la búsqueda de la autenticidad no es ni más ni menos que la búsqueda de la verdad en la versión más amplia y plena del término.

El dictum “La verdad es revolucionaria”La filosofía – especialmente la moderna – ha mantenido siempre una relación tensa y ambigua con la noción de

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“verdad”. Quizá el momento de mayor problema fue cuan-do los utilitaristas y muy enfáticamente Hume – al priorizar las ansias de eficacia – optaron por recusarla, relegarla al saco de los conceptos desechables, y sustituirla para todos los fines prácticos y teóricos relevantes por la noción de “utilidad”.Una filosofía que busca la utilidad del saber y no la verdad, es ante todo un pensar de horizontes estrecho. La ligazón, el diálogo inmediato con el entorno, es el que cuenta. El presente adquiere en ese caso un peso preponderante so-bre las otras dimensiones del tiempo. La vida misma se convierte en nada más que una sucesión, mejor dicho, en una yuxtaposición de presentes. Se alcanza así la versión humanamente factible de la temporalidad.No es de extrañar, por eso que los intentos de principio de siglo de recuperar las perspectivas tradicionales que valora-ban la noción de verdad, corrieran, por lo general, parejas con la revalorización de la temporalidad. El redescubrimien-to del tiempo fue el correlato natural del redescubrimiento de la verdad.Pero si la tradición utilitarista se tendió a minimizar el con-cepto de verdad, ha habido, en el transcurso de la filosofía moderna, una posición intermedia que ha querido salvar a la vez las nociones de verdad, temporalidad y utilidad. La expresión más destacada y notable de esta actitud es la frase de Carlos Marx: “la verdad es revolucionaria”.Vista la realidad por quien estima insoportable su condición y aspira a dotarse de un entorno vital más favorable, la idea de que no haya seguridad alguna de que el instante venide-ro sea mejor que el actual, es aterradora. Se requiere una cierta garantía de que exista un camino que conduzca a si-tuaciones mejores. Que los esfuerzos bien enrumbados de hoy producirán mañana efectos beneficiosos. Tal cosa ocu-rre solamente si el buen pensamiento coincide plenamente con el bien y con la buena vida. La verdad es entonces ga-rantía de felicidad. Tal es el sentido del profundo del Dictum marxista. La cuestión es si podemos hoy mantener la mis-ma certeza.

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En el caso de Hume, la verdad no puede encontrarse. Por-que, strictu sensu, no existe en el sentido clásico o, si exis-te, es irrelevante. En el caso de Marx, la verdad, una vez encontrada, nos conduce por la buena senda. Algo queda allí – a pesar, o tal vez debido justamente a los resabios kantianos – de la noción kantiana de la “vía real a la ver-dad”. Pero, ni la condición de Hume ni la de Marx eran abis-males. La nuestra lo es. Por ello, la verdad tiene que ser útil, pero antes que nada, tiene que ser verdad. Veamos en qué sentido es sensato afirmar eso.La prescindencia de la noción de “verdad”, en el caso utili-tarista, no afectaba sustantivamente su optimismo vital. Los utilitaristas compartían, en dicho sentido, plenamente el mito moderno del progreso. La confianza plena de que el futuro sería mejor que el presente, se basa no en una apuesta a la bondad intrínseca del entorno, sino en las po-tencialidades de la “naturaleza humana”, como la llamaba Hume. Parecería que esta interpretación está en contradic-ción evidente con la que tradicionalmente se acepta de las doctrinas utilitarias, especialmente con la negación expresa de que exista una generosidad natural en el hombre. No es ese el caso, sin embargo.En efecto la noción que sirve de tabla de salvación para el optimismo utilitarista es el de la “mano invisible”, tan bien aplicada contemporáneamente por autores como Nosick y otros que comparten esta perspectiva filosófica. Los seres humanos – superadas las trabas artificiales – en-contrarían en el juego libre de las pasiones niveles de equilibrio y de armonía suficiente como para garantizarles una existencia cada vez mejor.La expresión más lograda de esto la encontraremos en el optimismo progresista de J.S. Mill. La fórmula: un máximo de libertad, más ciencia y educación (es decir, la posesión de más conocimiento útil) librarán a la especie de todos sus males tradicionales (hambre, enfermedades, etc.) y permiti-rán establecer un orden en el cual la búsqueda de la felici-dad individual coincida plenamente con la promoción de la felicidad colectiva.

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Hay aquí una profunda confianza en el espontaneísmo. Las cosas llegarán por su propio peso, pues, en cierta medida, la naturaleza humana está programada para alcanzar la fe-licidad.La posición marxista – y por cierto la positivista, con la cual tiene una deuda innegable – pone su confianza en la natu-raleza misma. El hombre, como parte y continuación de la naturaleza, no puede desligarse de ella y comparte su des-tino. La naturaleza signada por el dinamismo interno, hace así avanzar a la especie, a la que sirve de motor oculto. En la medida que la especie aclare sus términos de relación con la naturaleza – para lo cual requiere cobrar plena con-ciencia de sus mecanismo internos, es decir, descubrir “la verdad” – y aprenda a utilizarla en provecho propio, podrá alcanzar mejores niveles de vida. La verdad asegura el futu-ro.Tal es la confianza que desde la condición abismal en que hoy nos encontramos ya no es posible mantener, pues la causa primera y más importante de la condición abismal es la aplicación sistemática de la “verdad” de los modernos. El abismo ha sido el fin del recorrido de la modernidad. Cual-quier orden “posmoderno”, por ende, tendrá que estar ba-sado en una postverdad, y no podrá estarlo en nada que signifique una modificación meramente cosmética de la posturas modernas, ya sea que provenga de la tradición uti-litarista o de la racionalista, por llamarla de alguna manera.A estas alturas, es obvio que hay que aclarar qué se entien-de por condición abismal en este contexto. Sin entrar en mayores detalles, podemos decir que abismal es una condi-ción vital, en la cual está en cuestión la posibilidad misma de subsistencia de la especie, ya sea en las formas en que tradicionalmente ha venido desarrollándose o, más drásti-camente, en sí misma, porque su extinción está planeada como una probabilidad relativamente alta.Últimamente – aunque todavía de manera marginal y tímida – se han planteado ambas posibilidades. Las dudas sembra-das por quienes han llamado la atención sobre una posible catástrofe ecológica apuntan en una dirección; voces de

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alarma, como las de Viviane Forrester respecto del fin del mundo del trabajo, apuntan en la otra.La pregunta relevante, desde el punto de vista de la filoso-fía, para una especie que ha alcanzado una situación límite es: ¿Qué tipo de conocimiento se requiere poseer?Los que anunciaron el peligro de que seamos barridos por un incontenible oleaje irracionalista, si las dudas sobre la pertinencia de las formas actuales del conocimiento se ge-neralizan, no dejan de tener razón. Ciertamente la amenaza mayor - condiciones abismales – es el irracionalismo, enten-dido como la apuesta a formas de conocer basadas en fan-tasías, emociones desbordadas o formas de razonamiento poco críticas y reflexivas. La amenaza existe y es suma-mente peligrosa. Más aún, en las actuales circunstancias, sería suicida.Pero la respuesta a la pregunta ¿Qué tipo de conocimiento necesitamos? No puede dejarse mediatizar por el temor al irracionalismo. Es en este sentido que la filosofía no puede renunciar a su esencia radical, a su animadversión instinti-va a cualquier cosa que quiera limitar su compromiso con la búsqueda de nuevas formas y variaciones del conocimien-to. Frente a quienes quieren que la filosofía se mediatice, la única respuesta sensata es, por ende, una reafirmación del compromiso de la filosofía consigo misma; con su proyecto de radicalidad en la búsqueda de la verdad.

¿Con qué está comprometida la Filosofía?Sucede que la frase “la filosofía está comprometida con la verdad” es tan verdadera como oscura. ¿Qué podemos ob-jetarles por ejemplo a las ciencias contemporáneas? ¿Ha-bremos de pretender que no han permitido conocer alguna verdad? Eso sería absurdo pues, es obvio que la compren-sión del mundo que se puede poseer hoy, tras varías centu-rias de ejercicio de la ciencia moderna, para hablar sola-mente de ella, es muchísimo mejor que la que se tenía poco antes del renacimiento.

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El tener modelos plausibles para explicar la composición de la materia, la reproducción de los seres vivos, la formación de las estrellas y del universo mismo no es poca cosa. Más impresionante aún es percatarse del hecho que estos mo-delos respetan la exigencia platónica de ser capaces de “salvar los fenómenos”, es decir, de dar cuenta de modo más o menos consistente de los hechos más relevantes del entorno.No es pues en la producción de modelos plausibles en lo que ha fallado la ciencia moderna. No es por eso que nos ha conducido al borde del abismo. Su falla mayor reside en dos ámbitos: no ha logrado plasmar su ideal principal, aquel que animó su producción, a saber, convertir al hombre en amo y señor de la naturaleza; y no ha logrado tampoco te-ner éxito en la tarea de la cual Hume hacía depender todas las demás: el conocimiento de la naturaleza humana.Las limitaciones principales de la ciencia contemporánea están vinculadas a su actuación como plataforma básica para la acción colectiva. Es en el ámbito de la práctica don-de se revelan mejor las carencias y deficiencias de la cien-cia como productora de conocimientos. Si la finalidad ex-presa de la ciencia moderna hubiera sido simplemente per-mitir una mejor contemplación del universo, sus fallas tal vez serían hoy menos notorias.Pero las cosas hay que juzgarlas en función de sus propios objetivos, sobre todo cuando su naturaleza es, como en el caso que nos ocupa, autoimpuesta. La ciencia moderna na-ció para que el hombre dominara la naturaleza. Hoy la natu-raleza está a punto de destruir a su presunto dominador, justamente debido a la acción desarrollada por ese domina-dor sobre ella, con ayuda de lo que debió ser el instrumento de dominación.Esto hay que aclararlo así, pues lo que está en cuestión no es el sentimiento de pequeñez de Pascal. Cualquier pedazo de piedra, de eso que pululan por millones en el espacio, bastaría para producir la extinción de la especie humana. Pero lo que interesa aquí no es examinar la pequeñez hu-mana en sí misma ni su exposición permanente al azar. Lo

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que interesa es examinar los resultados de un proyecto de dominación encarnado por la ciencia moderna.Quienes hoy pretenden liberar a la ciencia moderna de su proyecto fundacional y hacernos creer que se trata simple-mente de una apuesta más a la búsqueda de la verdad, simplemente no saben lo que hacen, pues ni siquiera po-drán comprender el método mismo de las ciencias que de-sarrollan. El método de Galileo y de Newton es un método diseñado para generar un conocimiento que sea verdadero porque permite buscar la verdad y la felicidad simultánea-mente.Así pues, si quienes debían hacerse felices por sus accio-nes, terminan sien-do aniquilados por ellas mismas, obvia-mente equivocaron de dirección y de método. Pero la cues-tión mayor está en ese segundo punto señalado arriba: que él éxito relativo en el conocimiento de la naturaleza no haya correspondido a un éxito similar en el conocimiento de la naturaleza humana. El debate sobre las ciencias del hom-bre, aunque por lo general esté totalmente mal planteado, no es un debate menor o marginal, por el contrario, es el gran debate actual sobre las ciencias y su utilidad.Durante siglos se ha esperado que se cumpliera la predic-ción brillan-temente inferida por Vico de las premisas de la ciencia moderna: si el hombre es el fabricante de su en-torno social, es posible construir una ciencia, un conoci-miento profundo de ese entorno que sea a la vez muchísi-mo más riguroso que el de las ciencias naturales, que está referida a una realidad no hecha por el hombre.La promesa ha quedado incumplida y además se ha en-trampado en el ejercicio para hacerla realidad. El debate en torno a los proyectos reduccionistas es simplemente absur-do y no está destinado a producir nada bueno, pues ni si-quiera permite la superación de las premisas dualistas que lo originaron.La cuestión no es si las ciencias del hombre son distintas a las ciencias de la naturaleza. La cuestión es por entero otra: ¿puede el proyecto humano desarrollarse sin unas ciencias del hombre maduras y rigurosas? Si las ciencias de la natu-

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raleza han de ser funcionales para la búsqueda de la felici-dad, entonces, son ellas las que dependen de las ciencias del hombre y no al revés. Tal vez la clave para comprender el fracaso de la ciencia moderna, para evitar la situación ac-tual de crisis terminal, esté precisamente en el hecho que no se haya podido alcanzar el objetivo planteado por Vico.La pregunta siguiente es si ese fracaso se debe fundamen-talmente a una cuestión metodológica o si hay asuntos más profundos y complejos de por medio.La naturaleza humana, entendida como naturaleza, es de-cir, como el conjunto de mecanismo bioquímicos y sociales que hacen posible la existencia humana son, en realidad, bastante menos complejos que lo que se tiende a imaginar. Esto significa, simplemente, que de ellos es posible ya pro-ducir una descripción básica plausible. El descubrimiento de la célula y de los mecanismos de almacenamiento y trans-misión de información biológica nos permite tener una idea bastante clara de cómo funciona la vida.Una teoría general de la acción social, que muestre las con-diciones de posibilidad de la vida social humana, dará cuen-ta, por su lado, de la relativa simplicidad de la moralidad, esto es, de los fundamentos universales de la conducta so-cial humana. Allí, ciertamente, no está el problema.Recordemos la tesis central de este debate: vivimos o esta-mos a punto de vivir una situación abismal. Para un biólogo y/o moralista que esté a punto de decidir si debe o no arro-jarse al abismo, y que tenga en su bolsillo un disquete con toda la información necesaria para comprender cabalmente las condiciones de posibilidad de la existencia biológicas y de la vida moral en general, lo relevante no es ese saber, sino las razones que podría alegar ante sí mismo para de-sistir de sus propósitos suicidas.Lo que se demanda – en términos de conocimiento relevan-te para la especie hoy, y siguiendo la analogía anterior has-ta donde es sensato hacerlo – es un saber que permite un reconocimiento de su condición real y de sus posibilidades efectivas de subsistencia, pero, que a la vez proporciones indicios sobre las mejores alternativas a seguir.

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Vistas las cosas hacia atrás desde una situación terminal, resulta claro que el conjunto de acciones realizadas, pero sobre todo – para ser consecuentes con las preocupaciones multiculturales de hoy – los conjuntos de fines y objetivos que los distintos grupos humanos trazaron para sí mismo, han tenido perspectivas y horizontes limitados. Y si bien eso no los invalida de manera absoluta, ciertamente los torna absurdos e inelegibles como opciones valorativas para el fu-turo.La perspectiva que se impone a una especie que en su con-junto está ante el abismo, es una perspectiva de innegable e inevitable universalidad de fines y objetivos. Esto no se debe a que se presuma la existencia ya de ninguna forma real de solidaridad universal, sino simplemente al hecho de que todos los grupos humanos comparten o están a punto de compartir una misma condición: la de la posibilidad efec-tiva de extinción.Es necesario recalcar esto, porque el problema moral hoy es otro. Uno que con mucha claridad Vivian Forrester ha re-cordado en su libro reciente. En un mundo escindido cada vez más entre privilegiados y marginales – en el cual estos marginales avanzan a pasos agigantados a tornarse “dese-chables” – la posibilidad de que se rompan los frenos que todavía las morales tradicionales imponen a la acción de los poderosos y privilegiados, que impiden que estos opten por el aniquilamiento de los desechables, es creciente. Si así fuera, sin embargo, lo que estén a punto de morir deberán recordar a sus verdugos lo que Sócrates mando decirles a los suyos “la naturaleza los ha condenado a ustedes tam-bién a la extinción.Y podrán decir eso, justamente porque el problema actual del saber se ubica en dos niveles. Respecto de las ciencias llamadas naturales, cuyo conocimiento son la base para la administración de la vida material, distinción de la vida ma-terial, distinguimos dos niveles de problemas: el primero, relativo al método que genera conocimiento difícilmente in-tegrables en una imagen de conjunto de la realidad; y el se-gundo, que esta relativa dispersión de los conocimientos no

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permite una acción predictiva suficientemente poderosa como para controlar el entorno sobre el cual se actúa.La integración de conocimientos en la ciencia actual se hace solamente a partir de procedimientos de reducción su-cesivos. La reducción supone siempre niveles de simplifica-ción que, si bien facilitan la comprensión en algunos casos y la acción sobre la realidad comprendida en otros, resultan inadecuados para un manejo global de esa realidad, esto es, para un manejo que permita prever el conjunto de com-binaciones que cada acción producirá de manera simultá-nea en todos los niveles de la realidad.De otro lado, todos los sistemas de valores existentes sin excepción, incluidos aquellos que postulan la universidad en principio, adolecen de un contenido fuertemente exclu-yente, es decir, no son aptos en la práctica para servir de base a ningún proyecto cosmopolita. La literatura filosófica y sociológica actual tiende a diagnosticar este problema como un producto del autocentrismo.La receta curativa que se recomienda, por ende, pasa por alguna forma de multiculturalismo, aunque en la práctica sea muy difícil comprender en concreto que sea eso. La mera yuxtaposición de culturas y la tolerancia mutua, aun-que fuera la más absoluta, no garantiza de modo alguno que se solucionen los problemas que son percibidos como centrales en la actualidad. Por ejemplo, no es claro que con esta fórmula se puedan resolver la contradicción principal, a saber, la que enfrenta la globalización cultural con la de-manda de identidad particular que muchas comunidades parecen exigir. Más aún, en el debate actualmente parecen confundirse dos cuestiones por entero diferentes. Una cosa es el análisis del proceso de disolución del orden anterior y otra muy diferente, la caracterización del orden futuro, con-cebido ya sea como deseable o como posible en la práctica.En efecto, la preeminencia del modelo político moderno del estado-nación, implicó una fuerte presión homogenizante. Las culturas “espontáneas” y nativas fueron erradicadas ora sometida en los procesos de invención y creación de “nacionalidades”. Frecuentemente se olvida que tales pro-

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cesos han sido básicamente políticos y, por ende, su conte-nido represivo era bastante alto y determinante.En muchos casos – dado el acelerado ritmo de desarticula-ción y pérdida de vivencia de los estados nacionales – son las nacionalidades espontáneas las que afloran ahora con ímpetu contestatario y autoafirmativo. Pero es al mismo tiempo obvio que tales ímpetus poco o nada pueden hacer frente a la fuerza dominante de la época, que es la homo-genización globalizante. Serbios y croatas se matan por el control de determinadas zonas, pero ambos grupos contrin-cantes visten a sus milicianos con zapa-tillas “Reebok” y pantalones “Levis”. Lo mismo ocurre en el África, cuando se pelean a muerte entre sí hutus y tutsis.Otro fenómeno que puede minimizarse es el de las reaccio-nes en el ámbito de la cultura frente a occidente. Es obvio que estamos ante los estertores del fenómeno colonial e imperialista. No podemos olvidar que para proporciones de la humanidad, la descolonialización ha sido un pro-ceso muy reciente. A este fenómeno de búsqueda desesperada de la propia identidad, como mecanismo central de cons-trucción o reconstrucción de la propia autoestima y digni-dad, ha venido a sumarse la reacción frente a una universa-lización que tiene dos características.Es, en primer lugar, la imposición de una nueva cultura, sino la imposición de una cultura altamente contaminada por los venenos generados durante la experiencia colonial e imperialista. La globalización cultural aparece como una contraofensiva de la cultura de Occidente, la misma ante la cual se debería rendir pleitesía de manera humillante hasta hace poco tiempo en muchos de los pueblos de los que so-lía llamarse el Tercer Mundo.Adicionalmente, como para añadir más ofensa a la injuria, resulta que este proceso de globalización cultural viene acompañado por una intensificación de la polarización entre poderosos y débiles. Los poderosos son en su mayoría, to-davía, herederos de occidente. No es de extrañar que revi-van y se reactiven, por ende, como regresión a las tradicio-nes. Tal es la naturaleza del fundamentalismo, especial-

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mente en regiones en las cuales la experiencia en la época postindependencia con la cultura occidental y los modelos económicos sociales de occidente ha sido catastrófica y ne-gativa desde todo punto de vista.Al respecto, vale la pena considerar un ejemplo. El funda-mentalismo japonés, muy poderoso y activo en las primeras etapas de la consolidación del poder económico nipón en los años inmediatamente posteriores a la postguerra, se ha ido diluyendo conforme se consolidaba la posesión del Ja-pón como potencia mundial reconocida. Lo contrario ha ocurrido en lugares como Egipto, Irán y otros, donde la occi-dentalización de la clase dirigente ha ahondado los proble-mas, antes que contribuido a su solución.Lo que no podemos saber hoy es hasta cuando durarán es-tos procesos, ni hasta qué extremo pueden conducir. Cier-tamente sería temerario afirmar que no se seguirán produ-ciendo conflictos sangrientos y terribles debido a la exacer-bación de conflictos culturales. Pero parecería que es igual-mente temerario pretender – como lo hace brillantemente pero equivocadamente Samuel Huntington – que los princi-pales conflictos del futuro, serán de tipo de conflictos.Bien puede ser que si la humanidad se divide en bloques antagónicos cada uno de ellos desarrolle una cultura más o menos diferenciada. Pero lo que sí puede saberse, es que esas culturas serán en lo sustantivo enteramente diferentes a cualquiera de las presentes, puesto que todas han sido concebidas para ayudar a las gentes a vivir en situaciones y circunstancias radicalmente superadas y distintas a las que priman en una situación terminal y abismal como la actual.La cultura dominante del futuro seguramente recogerá mu-chísimos elementos de las culturas actuales. Pero su nú-cleo, su sentido vital, su dinamismo, tendrá características totalmente novedosas. Cualquier diversificación posterior a la afirmación de esa nueva cultura universal, deberá hacer-se como un proceso de diferenciación tomando como punto de partida elementos comunes básicos. La diferenciación será producto de la emergencia de exotismo, pero no es en

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base a exotismo que puede construirse la cultura que en el futuro pueda sostener la vida sobre el planeta.El aporte de la filosofía, en este contexto, es central. Ella está llamada a cumplir a cabalidad con sus tareas tradicio-nales. La creación de una nueva cultura, es decir, de bases y criterios para organizar y guiar la conducta colectiva de los miles de millones que habitan el planeta en el futuro, deberá estar basada en una nueva concepción de la natura-leza de la sociedad; deberá, a su vez, traducirse en la for-mulación de nuevas tablas y sistemas de valores.Esta es, pues, una hora de privilegio para un pensar filosófi-co dispuesto a volar alto. Aquí no hay que esperar a que los hechos se desarrollen para que vuele el búho de minerva. Necesitamos un pájaro que sepa anticipar el día y que pue-da asegurar con un cantar fuerte, nítido, potente y enérgi-co, que el día será soleado y propicio”.

Los caminos principales a recorrerEntonces, la pregunta puede ser ¿qué debemos pretender para disponer de un filosofar auténtico aquí y ahora? Para responderla volvamos al principio. Tenemos, en primer lu-gar, un pensamiento plagado de aporías y preso de las pre-misas que sirvieron de plataforma de vuelo en otras épocas y circunstancias.Todo el pensar constituido a partir de la idea de “individuo” se muerde ahora la cola, tanto en el ámbito de la compren-sión de la naturaleza, como en el del mundo humano. La fanfarria triunfalista que acompaña hoy los debates, cada vez más escolásticos, sobre la sociedad y la naturaleza, simplemente sirve para impedir una visión descarnada y precisa de las fuerzas que están a pinto de borrar del uni-verso, no solamente al individuo, sino también a toda la es-pecie como tal.Tenemos un pensar sobre el hombre que no da cuenta de su nueva con-dición en el cosmos, y un pensar sobre la na-turaleza que apenas si la comprende por trozos y que al pretender mejorarla, logra sólo arañarla.

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La tarea más urgente, más difícil y más importante, es en consecuencia la comprensión de la condición humana y la situación de la especie en el cosmos. Esto equivale a pedir una refundación, una más de las varias que ha tenido el pensamiento filosófico. Pero la demanda, como se tiene di-cho, surge a la vez de la lógica interna del desenvolvimien-to del pensamiento y de las exigencias que la condición hu-mana, intuitivamente comprendida ahora, impone a ese mismo pensamiento.Consideremos dos situaciones límite. Supongamos en pri-mer lugar que un cometa de grandes dimensiones ha sido descubierto y se establece que su curso lo lleva indefecti-blemente a una colisión con nuestro planeta. Entonces, los que vamos a morir simplemente tendríamos que saludar al cosmos, mientras que nuestras últimas reflexiones apenas podrían estar encaminadas a evaluar el paso de la especie por el mundo visible. La historia, entonces, sí que habría terminado y la filosofía no podría sino tratar de construir uno o muchos relatos más o menos sofisticados sobre el sentido o sinsentido de la existencia.La otra situación es más parecida a aquella en que nos en-contramos. Se ha construido la torre de Babel y es cada vez más difícil mantenerla enhiesta. Porque no poseen técnicas de cálculo ni materiales adecuados para ase-gurar la firme-za de estructuras de una dimensión tan grande, ni se ha ge-nerado habilidades y procedimientos administrativos capa-ces de ayudar a manejar ordenadamente a las crecientes multitudes que, al adicionar pisos nuevos, se suman a los residentes de la torre.Quien crea –ofuscado por la gritería y el desorden y abru-mado por las dificultades – que los habitantes de la torre están condenados a persistir en el proyecto o a parecer, simplemente no está en capacidad de comprender las alter-nativas de otro tipo que se le ofrecen a quien, parado en la cima de la torre, vea los espacios aledaños. Será un mal fi-lósofo.La cuestión es si tomamos o no en serio dos ideas extraor-dinariamente simples sobre las que se ha gestado el pensa-

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miento moderno y que sí parecen corresponder a rasgos importantes de la condición humana en general: que los se-res humanos somos libres y que lo somos especialmente en relación a nuestras obras.La situación en la que se encuentra la humanidad hoy es producto de su propia acción. De una acción en parte deter-minada por fuerzas naturales, es cierto, pero en última ins-tancia dependiente de las opciones vitales, de las imáge-nes, de las ilusiones y expectativas que los seres humanos de cada época, y principalmente de las más recientes, se ha ido forjandoSi nos dejamos abrumar por el peso de la historia o por co-modidad pasajera que pueda brindarnos la persistencia en lo familiar, sin duda nos negaremos a nosotros mismos la posibilidad de hacer una filosofía conveniente para enfren-tar a los retos y las demandas de nuestra condición actual. No hay lugar en el pensamiento serio para timoratos.Así como fue la imaginación filosófica la que permitió dar el gigantesco paso que origino el desarrollo de la ciencia mo-derna, será hoy un des-pliegue aún más audaz de la imagi-nación filosófica el que permitirá construir un pensar capaz de ayudarnos a encontrar nuevas vías de salida al entram-pamiento en que hoy se encuentra la vida humana en el planeta”.Abugattas, Juan. "La cuestión de la autenticidad en la filoso-fía actual". En Logos Latinoamericano, Año 3, Nº 3, UNMSM - FLCH, Lima, 1998. Páginas 179-1991

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Los fabricantes de DiosJuan Abugattas

La cuestión de Dios ha sido siempre, en su formulación más interesante y provocadora, la cuestión del sentido de la existencia de la especie. Y es en esos términos que parece pertinente replantearla ahora, más de un siglo después que Nietzsche lo proclamara definitivamente muerto. El propio autor de Gaya Ciencia reconocía que durante miles de años la “sombra” de Dios seguiría apareciendo en algunas remo-tas cavernas(1). Su error de visión, comprobable por do-quier, es que, lejos de debilitarse, la demanda de sentido se ha extendido con inusitada fuerza y se reconoce, disfrazada de múltiples maneras, en el ánimo de la inmensa mayoría de las personas con capacidad de reflexión. Tal demanda de sentido no es, por cierto, incompatible con el pleno reco-nocimiento que reclamaba Nietzsche de que los hombres somos naturales y parte de una “naturaleza pura, descu-bierta y emancipada”. Ni es incompatible tampoco con la convicción que el estado normal de la naturaleza es la au-sencia de “orden, de estructura, de forma, de bondad, de sabiduría y demás estetismo humanos”. Lo que sucede es que la muerte de Dios, seguida del desvanecimiento de la confianza ciega en el “progreso” y en la infalibilidad de la ciencia, ha generado lo que Castoriadis ha denominada ap-tamente “un ascenso de la insignificancia” (2), pero de una sensación de insignificancia no solamente relativa al valor de la sociedad, sino de la existencia misma de la especie.Es pues primariamente desde la condición humana actual que debemos preguntarnos por el significado de nuestra existencia colectiva, siendo los más débiles y pobres, aque-llos que aparecen como “disfuncionales” al sistema social, quienes con mayor urgencia y ahínco debe formularse tal pregunta, pues son ellos lo que aparecen como menos sig-nificantes y más prescindibles.

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Es obvio que cabe la posibilidad que la existencia de la es-pecie carezca por completo de sentido. Y seguramente, vis-ta las cosas desde la perspectiva de los procesos aleatorios que al parecer van determinando la trayectoria del universo en todos sus niveles, esa posibilidad es la más sensata. No es de extrañar, por ello, que la mayor parte de los científi-cos actuales adopten ese punto de vista. Pero, hacerlo, im-plica simplemente volver al error de óptica más antiguo y persistente de la tradición intelectual de Occidente. Es me-nester, por ello, indagar sobre este error antes de empezar cualquier reflexión propositiva sobre el tema. Podemos reconocer a grandes rasgos dos maneras tradicio-nales de abordar la cuestión del sentido de la existencia a partir de la idea de “Dios”. Una primera es imaginar un Dios personalizado que preexiste al mundo y que ora lo crea de la nada, ora le da forma a partir de un caos original y, al ha-cerlo, le impone un cierto sentido a su evolución. La otra, imagina a Dios como consustancial a la materia, de modo que él mismo se realice en el curso de su desenvolvimiento. La historia es la historia de Dios y su fin la autorrealización de Dios. El Panteísmo, pero de cierta manera el hegelianis-mo, participan de esta perspectiva. Quisiera argumentar brevemente a favor de la idea que ninguna de estas opcio-nes es conveniente. La noción de Dios que preexista a la materia, implica que se conciba a la naturaleza como amarrada a un proceso deter-minado de desenvolvimiento, cuyos pasos están previstos y se suceden uno a otro en un orden necesario. La aparición de la especie humana y de cualquier otra especie de seres dotados de conciencia estaría entonces prevista desde siempre y su sentido estaría dado por la función que Dios le haya reservado. Esta manera de ver las cosas entrampa inevitablemente el debate acerca del sentido de la especie en un complejo la-berinto de aporías. Una primera tiene que ver con las nece-sidades de "probar" la existencia de Dios, no simplemente como un principio de la física, es decir, como un primer mo-tor, sino como un ente cuya existencia es imprescindible

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para comprender todo proceso físico y metafísico. La filoso-fía cristiana enmarcó esta cuestión en la pregunta sobre el "mal físico". Pero si algo ha demostrado la historia de la ciencia natural en los últimos siglos es que, como decía Laplace, la hipóte-sis de Dios no es imprescindible ni para explicar el origen de la materia, ni para dar cuenta de su desenvolvimiento, es decir de los procesos dinámicos en los que está envuel-ta, ni para explicar el surgimiento de la vida en sus formas consciente, sintiente e inconsciente. La gran maniobra teó-rica del padre George Lamaítre, al abrirle un espacio a Dios a partir de la teoría del “átomo primordial”, hoy convertida con el nombre de teoría del Big Bang en el modelo estándar de explicación de los procesos cosmológico, no resuelve la cuestión, pues es posible imaginar opciones explicativas a partir ora del supuesto que tales átomos son infinitos y que por ende existen infinitos universos, ora de una tesis que suponga el movimiento cíclico de la materia. Pero aun en el caso de que exista un solo universo y que se quiera explicar su inicio a partir de un suceso singular, tal explicación, como es sabido, puede construirse plausiblemente extrapo-lando premisas de la teoría de los cuanta. Los fenómenos físicos en general parecen tener un dinamis-mo intrínseco que no requiere ser explicado a partir de orí-genes extra-físicos. La racionalidad de la naturaleza, la lógi-ca de su funcionamiento es perfectamente comprensible en términos de una combinación de procesos aleatorios que al-canzan etapas de equilibrio con niveles diversos de preca-riedad y de un sistema de reforzamientos mutuos y de re-troalimentación. Ni la formación de átomos, como forma fundamental de la materia, ni la de la molécula ni siquiera la de moléculas vivas o autoreplicadoras necesita de un es-quema explicativo más complejo. Los recientes empeños de Daniel Dennett, Richard Dawkins(3) y otros pensadores con sensibilidad filosófica para defender este punto de vista contrastan con la sutil idea de Etienne Gilson y de Teilhard de Chardin(4) en el sentido de percibir en el curso de la na-turaleza cierto nivel de diseño o de finalidad. Gilson, quien se da perfecta cuenta que esa tesis no puede ser probada

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en sentido estricto y que ni siquiera es imprescindible para explicar los procesos naturales, se refugia en la postura más sutil según la cual la noción de “finalidad” es una “ine-vitabilidad filosófica”(5). A mi juicio, ese debate es innece-sario para tratar la cuestión del sentido o significado de la existencia de la especie humana, pues como punto inicial de la reflexión es suficiente lo que el propio Chardin llama el “fenómeno humano”, es decir, la existencia real de seres humanos sobre la tierra, sin necesidad siquiera de suponer que sean “eje y flecha de la evolución”, Lo cierto es que si hubiera un Dios anterior al universo para realizar sus propios fines, siendo ese Dios omnipotente nada debió haberle impedido realizarlo de inmediato, ins-tantáneamente, sin necesidad de tomarse la molestia de esperar tanto el largo proceso de desarrollo de la materia, como el de la historia universal. Un Dios Que se tome la molestia motivado por alguna generosidad divina, es un Dios poco interesante. Tiene más utilidad filosófica poner un Dios al final del proce-so, esto es, como una criatura producida por la propia histo-ria, pero carente de toda preexistencia. Algunos de los fe-nómenos que acaecen en el universo, y algunas de sus cria-turas pueden “fabricar a Dios”. Lo que hay que demostrar es que tal esfuerzo vale la pena y que aporta algo sustanti-vo e importante a sus ejecutores, incluyendo al género hu-mano. Desde siempre se ha tenido la intuición que la existencia de seres humanos sobre la tierra es un hecho con más carga significativa que la existencia de otras especies animales y otras formas de materia. Esa intuición, que bien podría co-rresponder a una suerte de narcisismo de especie, de nada vale si no va acompañada de una argumentación sólida so-bre la posibilidad de que la existencia humana pueda tradu-cirse en un cambio sustantivo en la naturaleza. Es decir, la existencia de la especie será significativa si a) se puede de-mostrar que la naturaleza sin su presencia se conformaría de una manera distinta a la que, de hecho, su presencia im-

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pone y b) que la conformación que incluye a la especie es, en algún sentido importante, mejor que la que no la incluye. Hay aquí un serio peligro de dejarnos llevar por un com-prensible entusiasmo narcisista. En su celebérrimo Himno a la Alegría, ya Schiller exclama, movido por el éxtasis de la alegría, que en el cielo debe haber un padre amable, y Chardin dice que le es inconcebible que el pensamiento y la capacidad de invención existan por gusto, sin ninguna fina-lidad ulterior. En el mismo sentido, en un libro relativamen-te reciente, Paul Davis afirma que tiene dificultades en aceptar que “nuestra existencia en el universo sea casuali-dad, un accidente de la historia, un fogonazo incidental en el gran drama cósmico… La especie física homo puede no contar para nada, pero la existencia de una mente en algún organismo sobre algún planeta en el universo ha generado autoconciencia. Esto no puede ser un detalle trivial, un su-bproducto menor de fuerzas inconscientes, carentes de es-píritu. Está verdaderamente dispuesto que estemos aquí”(6). Pues bien, esto es justamente lo que hay que de-mostrar racionalmente pues de otro modo se corre el riesgo de cometer esa vieja falacia que da por probado lo que se tiene que probar. Para empezar, decir que “esta dispuesto” que estemos aquí, tiene un sentido plenamente aceptable si lo que indica es que el entorno es tal que nuestra existencia en él es comprensible, o dicho de otro modo, que estamos aquí por-que desde un inicio las fuerzas forjadoras del universo han conspirado para que así sea, el juicio resulta obviamente in-fundado y, según lo que se tiene dicho, infundable. Decir esto es pertinente, pues últimamente se ha puesto de moda insistir en la utilidad de los llamados “principios an-trópicos”. Tal hipótesis puede tener un gran valor metodoló-gico, si de lo que se trata es de comprender, de sacar a luz las condiciones generales que hacen que la vida pueda for-marse en la tierra o algún otro punto del universo. Carece empero de significación alguna, tanto su formulación débil (Robert Dicke) como en la fuerte (Brandon Cartes) cuando se pretende que lo que significa es que el universo entero

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existe y se ha formado y ha evolucionado como lo hace pri-mariamente para que el hombre aparezca sobre la tierra. Baste recordar al respecto que así como si se alteran las condiciones mínimas vigentes hoy, microcósmica, el univer-so no sería compatible con la vida, tampoco lo sería con muchísimo otros fenómenos conocidos. Por lo tanto, mien-tras no se demuestre que entre todos los mundos posibles, el que contiene al ser consciente es mejor, todos los univer-sos posibles seguirán teniendo el mismo valor. Sucede que justamente es un atributo del ser consciente el poder de comparar y valorar. Por lo tanto, aquí estamos nuevamente ante un peligro inminente de caer en un razo-namiento falaz. El problema se suscita porque, sin quererlo, quienes razonan a partir de la versión fuerte del principio antrópico están presos de la metafísica tradicional, de ca-rácter marcadamente antropocéntrico. Decíamos que lo que hay que probar es que la acción cons-ciente del hombre puede incidir de alguna manera relevan-te sobre el entorno. Si tal incidente fuera solamente con la finalidad de asegurar su subsistencia como ser biológico, resultaría irrelevante para los fines metafísicos que estamos discutiendo, aunque ya constituiría un importante indicio de cómo debiera funcionar un mecanismo de producción de sentido último. En este contexto, hipótesis como la de J.E. Lovelock(7), tan duramente criticado por algunos biólogos y naturalistas, no deja de ser interesante. Pues es evidente que el sistema que sostiene la vida sobre la tierra no sola-mente es un sistema cerrado y autorregulado, sino que sin una fina cadena de interrelaciones mutuas y de retroali-mentaciones simplemente no funcionaría de modo que la subsistencia de la vida quedara asegurada. La pregunta que podemos formularnos en este punto es: ¿por qué habría de pensarse que la especie homo tiene, en-tre todas las conocidas, una significación potencial mayor para el universo? Hoy sabemos que, desde el punto de vista de la sobrevivencia estrictamente biológica no hay diferen-cia sustantiva entre una especie y otra. Esto es, cualquiera podría ser tomada como ejemplificadora del fenómeno vida,

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siendo la diferencia entre unas especies y otras apenas me-dibles en términos de la complejidad de sus estructuras de ADN. Cabe imaginar, en este sentido, como se ha hecho frecuen-temente en el pasado, que la existencia de las otras espe-cies, aun de las más complejas, es funcional a la supervi-vencia de la especie humana. Esa manera de pensar las co-sas es tan admisible como la tesis discutidas anteriormente elaboradas sobre la base de lecturas peculiares y sesgadas del principio antrópico. El ser humano se ha impuesto de facto sobre las demás especies, lo que queda demostrado no solamente porque ocupa la mayor parte de la superficie terrestre, sino porque se ha dotado de medios que le permi-tirían aniquilar a casi todas las demás especies animales. Aquella que no puede todavía aniquilar, le puede causar desde dolor hasta la muerte, como por ejemplo ciertas bac-terias. Pero el hombre, constituido como lo quería Descartes en “amo y señor de la naturaleza”, tiene que evitar, si desea pensar rectamente, la falacia de deducir derechos de situa-ciones de facto. Equivocaron malamente el camino los filó-sofos modernos cuando pensaron que la prueba máxima y más contundente de la superioridad de la especie humana sobre las demás se mediría en relación al grado de someti-miento que aquella le impusiera a estas. El verdadero reto legitimador de la existencia de la especie lo afronta ésta en relación a su propia capacidad de autodestruirse. Es por ello que los dilemas que verdaderamente debe enfrentar la es-pecie se han dibujado con mayor nitidez solamente a partir del momento en que se tomó conciencia de la posibilidad de autoaniquilación por medio de la guerra con armas de destrucción masiva, o cuando se realizaron proyecciones sobre la posibilidad de una extinción a lo dinosaurio a partir de un desastre cósmico o de la contaminación terminal del entorno natural, es decir, a partir del dislocamiento de Gaia. En otras palabras, el reto moral final no está en la relación con las otras especies, sino en relación a la capacidad de autocontrol, de autorregulación de las pasiones destructi-vas que caracterizan a la especie homo.

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Consciente de que puede autoaniquilarse, la humanidad de-berá decidir si le conviene hacerlo o no, si debe suicidarse colectivamente o no, o, dicho en mejores términos, si su vida tiene sentido o no. He allí el sentido más profundo y serio de un debate sobre el significado último de la vida hu-mana. La decisión colectiva de preservar la vida no tiene porque responder necesariamente a una lógica similar a la que po-dría aplicar un sujeto individualmente. El más grande defec-to, la limitación más importante de muchas teorías de la éti-ca se percibe justamente en la confusión de planos a este nivel. Tomemos como ejemplo el utilitarismo. La capacidad del individuo aislado de alcanzar el placer, que puede ser tomada como un criterio individual para marcar el curso de la vida, extrapolada a la especie en general, aún aplicado la clausula adicional común que incluye que la felicidad del mayor número de personas es deseable, no proporciona de modo alguno un criterio suficiente para optar por la preser-vación de la especie en casos de plantearse el dilema radi-cal antes mencionado. Que la humanidad deba existir en función de su capacidad de generar placer para sí misma es una tesis insatisfactoria a todas luces, pues de ella no pue-de derivarse que su existencia pueda contribuir significati-vamente a la generación de un universo intrínsecamente mejor que ningún otro poblado de seres vivo con capacidad de gozo, pues en algún sentido importante el gozo de cada especie es estrictamente equiparable al de las demás. La cuestión central aquí radica en que la capacidad de gozo no es sino el mecanismo más eficiente con el que cuenta todas las especies sentientes para indicarse a sí misma la ausencia de problemas orgánicos de envergadura. El placer no es nada más que un mecanismo corporal que, como de-cía Aristóteles, corona una acción biológica exitosa. El pla-cer supone cierto grado de pasividad respecto al entorno, mientras que, como veíamos arriba la autorrealización de la especie en su sentido más alto supone una alta capacidad de incidencia y de transformación deliberada sobre él.

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Históricamente se ha podido comprobar, por lo demás, que una acción colectiva de la especie sobre el entorno guiada centralmente por el afán de placer lo que genera es una distorsión significativa y peligrosa de las condiciones míni-mas requeridas para subsistencia de la especie. Tales dis-torsiones demandan justamente la intervención de la razón, de la conciencia cognitiva y de la regulación racionalmente determinada de la acción para ser corregidas. Es por allí, por ende, por donde debe buscarse la posible contribución positiva de la humanidad del universo. No basta tampoco postular como mecanismo central de la autojustificación de la existencia de la especie la capacidad contemplativa y el goce que naturalmente se deriva de ella. Que el universo se pueda contemplar a sí mismo a través de la conciencia humana es, sin duda, un hecho valioso, pero la contemplación pasiva de un orden de cosas domina-do por el caos y el azar, que alcanza apenas niveles de es-tabilidad precarios, como aquel que implica la formación de la vida, no proporciona mayor justificación a la especie que realiza la observación y eventualmente el registro de los hechos extraordinarios, que el que un turista puede darse a sí mismo visitando lugares exóticos. Si la humanidad ha de ser algo más que un turista en el universo, si ha de ser algo más que un notario, entonces deberá estar en condiciones de juzgar sobre el valor de lo que en sí mismo sería contin-gente y de actuar de modo que aquello que haya sido esti-mado valioso pueda ser preservado. Es pues en la capaci-dad de acción de la especie, y no en sus dotes para la reali-zación pasiva y receptiva con el entorno, donde hay que buscar sus ventajas comparativas. Dios, es decir, el significado profundo de la existencia de la especie, puede así ser definido como la principal criatura, el principal producto de la acción consciente del hombre o de cualquier especie consciente sobre el entorno. Dios es así, como bien lo había percibido Feuerbach, una proyección del hombre fuera de sí mismo, pero no una proyección que se alimente a costa de su creador, sino que crezca y se perfec-cione a partir del crecimiento y perfeccionamiento de su creador. Dios no devora al hombre. Es más bien el caso que

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ambos se retroalimentan. Desde esta perspectiva, no vale en absoluto el duro dictum de Feuerbach: “Para enriquecer a Dios, el hombre debe empobrecerse; para que Dios sea todo, el hombre ha debe ser una nada” (8). Dios no es sino aquello que el hombre, con su acción vital racionalmente determinada sobre el universo, puede lograr para darle a éste un valor que en sí mismo no puede poseer. Si existie-ran otras especies similares a la humana, tal tarea de crea-ción de Dios sería por ende colectiva y cooperativa. Es pro-bable que Dios se esté fabricando desde innumerables rin-cones de nuestro universo. La incidencia colectiva de seres racionales sobre procesos físicos, en la medida en que tien-da a darle mayor seguridad a esas especies y a potenciar su capacidad de acción sobre el universo, es la creación de Dios, es decir, de un estado de cosas que esas mismas es-pecies puedan valorar como objetivamente superior a cual-quier estado de cosas que no las incluya. La religión no es, entonces, más que la confianza en que esta posibilidad es realizable. La religión no demanda una mala metafísica, no es un sustituto de la metafísica. De-manda por el contrario, contra lo que suponía Scho-penhauer, la mejor de las metafísicas, aquella que permita al hombre y a cualquier especie racional percibirse a sí mis-ma como actor principal en el drama universal. “La religión, decía el pensador alemán, es la metafísica de las masas” (9). Pero sucede que las masas requieren, hoy más que nunca, de la mejor metafísica, es decir de una que les per-mita concebir la vida como una empresa con sentido. Es precisamente en este punto que la concepción de Dios como un producto de la incidencia de la conciencia sobre el universo resulta bastante más útil que las concepciones tra-dicionales. Entre las tradicionales, sin contar las panteístas, podemos, a grandes rasgos, distinguir tres formas de repre-sentación: a) el Dios del ama de casa, el Dios de la Haus-frau de Kant; b) el Dios de los eventos, el Dios impulsor de la historia; c) el Dios redentor. El primero de esos dioses, el de la Hausfrau, tiene una ven-taja enorme, pues es interlocutor directo del más humilde,

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es capaz de preocuparse por cada uno que lo invoca y que le formule promesas o peticiones. Pero ese Dios es indiscri-minado, excesivamente dadivoso y, por ende, no funciona como un referente útil para distinguir el bien del mal ni, me-nos aún, para ayudar a precisar el rumbo de la historia. Ese Dios de la cotidianidad resulta además abusivamente repre-sor de las grandes olas de transformación y renovación, que chocan en un momento dado con las normas y los prejui-cios establecidos. Apenas sirve para responder a las de-mandas inmediatas y a las aspiraciones más limitadas. Tie-ne la virtud de servir a todos, pero de manera arbitraria. El Dios de los grandes eventos, el Dios de la historia es el Dios del sacrificio, del “costo social”, como se dice ahora. Es un Dios capaz de sacrificar generaciones en aras de un “progreso” que bien puede que nunca llegar y que, funcio-nalmente, ha servido más a la represión y a la justificación de la injusticia, que a la emancipación de la humanidad. Por lo demás, es un pésimo interlocutor de los más débiles y de aquellos que tienen una preocupación o un temor o un de-seo pequeño. El Dios redentor es el menos útil, pues su mera existencia implica la noción de una malformación congénita de la es-pecie, de un mal original por el que habría que pagar en vida. Es pues, contrario a una ética de autoafirmación y de elevamiento. Obviamente, la caracterización de cada una de estas moda-lidades de Dios requeriría un debate muchísimo más deta-llado y preciso, que no es momento de desarrollar. Aquí de lo que se trata es simplemente de mostrar la ventaja de po-ner a Dios, es decir, al sentido de la existencia, al final del camino y concebir esa finalidad como algo que debe cons-truirse, pero que podría frustrarse. La vida, así entendida se convierte en un reto colectivo de envergadura, reto respec-to del cual nadie, ningún ser humano es de por si ajeno. Cualquiera de nosotros, desde el más humilde hasta el más encumbrado, puede ser partícipe, si así lo desea, de esta misma aventura. Pues mientras que la Hausfrau, aparente-mente ajena y desconectada de los grandes eventos, dedi-

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ca su vida a la preservación y reproducción de la vida, el lí-der imprime un curso a la historia. Pero, lo importante es que no cualquier rumbo es igual desde esta perspectiva, que hace aparecer el mal como la más neta negación de la vida y, sobre todo, de la posibilidad de un despliegue libre y pleno de las potencialidades de la conciencia. En efecto, un proyecto histórico que corresponda a la tarea de construir significados o de dar sentido a la existencia de la especie debe ser por necesidad inclusivo y universalizan-te, en el sentido que no deje a nadie de lado, que no propi-cie el enfrentamiento de uno contra los otros, y en el senti-do más firme, que perciba el conjunto de los esfuerzos por desplegar la conciencia en su máxima potencialidad, sin im-portar la forma exterior o particular que ese despliegue asu-ma, como bien en sí mismo. Podría objetarse aquí que el valor de la conciencia es relati-vo, y que, por ende, se está dando un salto lógico injustifi-cado al pretender atribuirle un valor absoluto. Lo cierto es que la conciencia, en su modalidad original más primaria fue, sin duda, un instrumento de sobrevivencia del mismo modo que podría serlo las garras, o las alas. Una teoría del conocimiento que ignore este hecho carece por entero de validez. El asunto es que la conciencia se ha mostrado ca-paz de trascender ese uso original, su naturaleza inicial y que ha agregado a sus funciones elementales otras más significativas. Así como se lleva dicho, de ser un instrumen-to diseñado para la sobrevivencia de la especie, y tomando como punto de partida su capacidad crecientemente desa-rrollada para construir un entorno artificial, ha trascendido sus funciones y propósitos originales y se ha convertido en un instrumento capaz de incidir sobre la propia naturaleza. Si su relación inicial con la naturaleza era difícil y conflicti-va, pues debía aprender a arrancar de ella condiciones no dadas inicialmente para la supervivencia del cuerpo huma-no, hoy su relación con la naturaleza puede basarse en lo que Prigogine ha llamado un nuevo pacto, es decir, el hom-bre puede actuar sobre la naturaleza como un elemento for-jador de órdenes inesperados, pero más estables que los que se generan de manera espontánea.

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Esa es la tarea que está por emprenderse. Por ahora vivi-mos en una encrucijada, pues esa tarea podría dejar de de-sempeñarse en la medida en que actitudes que correspon-den a la conciencia original y primaria se mantengan y se lleguen a imponer sobre actitudes más innovadoras. Nada asegura que la posibilidad de continuar la construcción de Dios sobre la tierra se mantenga vigente. El mal, en la for-ma de una actividad consciente, pero destructiva de la vida podría prevalecer y, si todo se mantiene como hasta ahora, si las mismas fuerzas e ideas que hacen andar al mundo hoy se mantienen vigentes y dominantes, esto último es lo más probable. La creación de Dios, es decir, la instauración de una cierta racionalidad y de una garantía de permanencia de los siste-mas sostenedores de la vida consciente en el mundo, de-pende entonces de un mayor desarrollo de la conciencia en-tendido como una mayor claridad sobre las posibilidades de despliegue de las potencialidades humanas, un orden más inclusivo en los ámbitos diversos de la vida social, y, sin duda, una ciencia más potente y que garantice un manejo más eficiente y fluido del entorno. Esta perspectiva es evidentemente contradictoria con el en-diosamiento de cualquier tipo de espontaneísmo. Dios es un artificio, una creación deliberada, o no es nada. Es por ello que los criterios para evaluar las opciones abiertas a la ac-ción humana son de tanta importancia. Hasta ahora tales criterios o no han existido o han sido arcaicos. Hoy vemos que mantener esa situación puede ser funesto en el muy corto plazo, especialmente si tenemos en cuenta que se es-tá abriendo la puerta a la posibilidad más grande de mani-pulación, a saber, la automanipulación de la naturaleza, a través del manejo deliberado del código genético. Las re-percusiones potenciales de este fenómeno relativamente novedoso son incalculables, y serán infinitamente negativas si las decisiones que haya de adoptarse sobre este punto se toman sobre la base de valores, criterios y prejuicios que corresponden a una infravaloración de las potencialidades de la conciencia para construir a Dios. Una manipulación genética que busque, por ejemplo, maximizar el placer o la

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acumulación de bienes con ese fin, o que apunte a consoli-dar estructuras jerárquicas de dominación hoy más o me-nos inestables, sería catastrófico. Ante tal panorama, la reflexión sobre Dios y el sentido últi-mo de la vida se torna más urgente y demanda una preci-sión de criterio cada vez mayor. Pero esa reflexión, como tenemos dichos, no puede seguirse basando en las disconti-nuidades y parcelaciones que son hoy todavía el marco dentro del cual se desarrollan las ciencias y la filosofía. En la medida en que la acción consciente del hombre incide sobre el entorno con más fuerza, en esa misma medida la separación de regiones de la realidad se hará menos preci-sa y sus reflejos intelectuales menos útiles. La metafísica ya no puede desligarse de la física, pero tampoco puede la ciencia natural desentenderse de las reflexiones sobre la sociedad y los valores. Pareciera, pues, que estuviéramos condenados a un pensamiento unitario, globalizante, y que ese pensamiento esté marcado por una impronta ética. Lo cierto es que si bien Dios no es un ser necesario, sí es posi-ble y es cierto también que la realización de esa posibilidad depende de nosotros y de cuanto ser racional exista en el universo. Introducir a Dios en el universo, esa es nuestra ta-rea más interesante y más revolucionaria, pues el orden de cosas actual es absolutamente incompatible con su realiza-ción.

Notas1 Cf. F. Nietzsche, La gaya ciencia (Madrid, 1998), p. 119 2 Cf. Cornelius Castoriadis, El ascenso de la insignificancia (Madrid, 1998) 3 Cf R. Dawkins, River Out of Eden. A Darwinian view of live. (New Yrok, 1995) y D. Dennett, Darwin´s Dangerous Idea. (New York, 1995) 4 T. de Chardin, El fenómeno humano. (Madrid, 1974) 5 Cf. E. Gilson, De Aristoteles a Darwin (y vuelta. (Pam-plona, 1976)

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6 Cf. Paul Davis, The Mind og God. The Scientific Basis for a Rational World. (New York, 1992) p.232 7 Cf. J.E. Lovelock, Gaia, una visión de la vida sobre la tie-rra. (Madrid, 1985) 8 Cf. Ludwig Feurbach, La esencia del cristianismo. (Bs. As., 1941), p.41 9 Cf. A. Schopenhauer, The Complete Essays. (New York, s/f) Especialmente, "Diálogo sobre la religión".

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Pensar la humanidad como un todo

Juan Abugattas

Hay dos factores que definen en la actualidad las condicio-nes de existencia de la humanidad. En primer lugar está el número. A pesar de todo el esfuerzo realizado en los últi-mos decenios para controlar el crecimiento de la población, es evidente que ha aumentado en gran medida el número de perso nas y que en una o dos generaciones vamos a ser ya no seis mil millones, sino ocho mil y tal vez diez mil mi-llones. Este solo hecho crea condiciones sin precedentes para la subsistencia de la especie en la Tierra y, por lo tanto, gene-ra un tipo de exigencia al pensamiento y a las técnicas de organización que jamás se había planteado antes. Todas las formas de pensamiento que conocemos hasta hoy (las dis-tintas manifestaciones culturales), fueron elaboradas para una cantidad de humanos muchísimo menor, incluyendo en este conjunto al proyecto moderno.El otro hecho es que los términos de la relación entre la es-pecie y la naturaleza, pero también entre los seres huma-nos, están hoy condicionados más que nunca por esos pro-ductos de la actividad humana que son la ciencia y la técni-ca modernas, hasta el punto que afectan sin excepción los campos de la vida y se presentan de manera cada vez más acelerada en un pro ceso que podríamos denominar como “artificialización del medio”. Cada vez es más evidente que la subsistencia de la especie en la Tierra ya no depende del medio natural, sino de la capacidad que tengamos para se-guir modificando ese medio.En los discursos ecologistas pode mos valorar una llamada de atención sobre el impacto negativo que la actividad pro-ductiva ha tenido sobre el medio natural en los últimos dos

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siglos; sin embargo, hay ciertas manifestaciones suyas que simplemente son irrealizables y que proponen una especie de retomo a las condiciones antiguas de relación entre la especie y el medio que en gran medida es imposible, por-que diez mil millones de seres humanos no podrían prescin-dir, por ejemplo, de sistemas de producción masiva de ali-mentos y otros bienes. Otra cosa es decir “hay que cam-biar, mejorar o perfeccionar tales sistemas o reemplazarlos por otros”; pero pretender que podamos volver a formas más simples de organización y existencia es simplemente una ilusión.Parecería que la humanidad, en la medida en que logre sub-sistir, tendrá que depender cada vez más de su capacidad para crear artificialmente un medio que la naturaleza por sí misma no puede producir. Y quizá se deba pensar también en la necesidad de modificar artificialmente las propias ca-racterísticas biológicas del ser humano. El debate serio so-bre el futuro uso de las tecnologías derivadas de la biología y la genética no podrá descuidar ese aspecto, más allá de las actuales resistencias de origen ideológico que han en-trampado esas discusiones y que las amarran a detalles de poca trascendencia o hasta de gran frivolidad. De otro lado, la más importante contradicción de la época es que el pro-yecto moderno y su principal instrumento -la ciencia y la técnica-, han generado una serie de necesidades y retos que, tal como están hoy, no pueden manejar ni resolver.Por primera vez en la historia de la humanidad los retos que confronta la especie no son propuestos a un grupo dentro de ella, sino a la totalidad. Por primera vez estamos todos los seres humanos en el mismo bote, aunque no lo reconoz-camos así debido al modo de organización política que aún permanece. Lo que está en cuestión no es saber si una par-te de la humanidad se encuentra en riesgo de perecer; es saber si el conjunto de ella va a encontrar o no formas de organizarse y de relacionarse con el entorno que le permi-tan subsistir. Y no hay en consecuencia asunto más impor-tante que la necesidad de una ética mundial, por que los meros particularismos ya no tienen sentido.

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Modernidad y nacionalidadEn la práctica, la humanidad de comienzos del siglo XXI si-gue estando organizada sobre la base de obsoletos esque-mas excluyentes. Entre ellos ha primado (por lo menos has-ta 1989), el “Estado Nacional”, que tuvo sentido cuando po-dían unificarse y diferenciarse gentes que hablaban un mis-mo idioma o profesaban una religión y poseían un destino particular, presupuestos que chocan con la condición huma-na actual, que exige pensar al conjunto de la humanidad como una sola unidad con retos específicos.Occidente inventó la idea de nación aproximadamente en el siglo XIV, y a partir de ello comenzó un lento proceso de creación de los Estados Nacionales. El esquema de organi-zación política del siglo XIII fue del mismo tipo que existió, por ejemplo, en el Islam, por que se pretendía que todos los creyentes se organizasen socialmente bajo una sola autori-dad religiosa y política. Cuando se deslegitimó la autoridad política del Papado, se hizo un intento por mante ner la uni-dad a partir de la autoridad del emperador, pero el experi-mento se frustró debido a que ya habían comenzado a con-solidarse pequeños principados, ligas de ciudades y reinos independientes con suficiente poder militar y riqueza como para afirmar su autonomía.Fue entonces cuando Marsilio de Padua y otros, se plantea-ron el problema de cómo encontrar una forma de organiza-ción política que no se sustentase en criterios de diferencia-ción religiosa. A Marsilio se le ocurrió que la antigua idea de nación, entendiendo por ella un grupo de personas que ha-blase alguno de los idiomas vulgares, es decir, una lengua distinta del idioma culto que era el latín, podría desempeñar en esto un papel interesante. En consecuencia, propuso que se reconociera el derecho de cada una de esas naciones a organizarse políticamente, con lo cual se legitimaba su res-pectiva autoridad, fuese rey, príncipe o cualquier otro. Se-gún este criterio, el rey de Francia tenía derecho a gobernar sobre los territorios donde se hablaba francés, y en la prác-tica tenía la capacidad de obligar a todos en su territorio a

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utilizar ese idioma para afirmar su autoridad, pues desde un principio se trató de un modelo homogenizador.El diseño para el mundo moderno fue propuesto en forma madura a fines del siglo XVIII por Inmanuel Kant quien creía, como muchos filósofos y científicos de su tiempo, que la humana no es la única especie racional existente en el universo, pero como en la Tierra sólo estamos nosotros, es lógico que ocupemos la mayor parte del espacio habitable. La naturaleza ha evitado que los seres humanos hablemos un solo idioma y profesemos una única religión, es decir, nos ha dividido en grupos nacionales y hemos inventado la guerra de manera que mientras los vencedores se afianzan en las mejores tierras, los pueblos derrotados y expulsados no tienen otro remedio que ocupar zonas inhóspitas (como sería el caso de Noruega).En opinión del filósofo, la lógica de la historia ha cambiado con el advenimiento de la ciencia y la técnica moderna, pues si la guerra tuvo anteriormente una función benéfica o positiva, con la modernidad empieza a convertirse en un fe-nómeno negativo dado que la introducción de técnicas avanzadas la convierten en un asunto intolerablemente mortífero. Kant estudió las guerras de su época y notó que el número de muertos crecía de generación en generación, de manera que haciendo una proyección previó que inde-fectiblemente se llegaría al momento en que la humanidad tendría los medios técnicos suficientes para autoaniquilar-se.Como racionalista, pensaba que la humanidad terminada optando por la paz perpetua, tal como expuso en un peque-ño libro donde intenta diseñar el modelo que en cierta for-ma se ha procurado aplicar en el siglo XX, con la Sociedad de Naciones y la Organización de Naciones Unidas. De acuerdo a su esquema, es preciso reconocer a cada grupo nacional el derecho a controlar el territorio dentro del cual ejerce su autodeterminación y establece un Estado sobe-rano. Es preciso respetar escrupulosamente las fronteras de cada Estado y los derechos de los habitantes de toda na-ción; pero como, según Kant, los humanos tendemos al

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comportamiento egoísta y conflictivo, es muy probable que se suscite guerras, por lo que será necesario crear una au-toridad supranacional a la cual denominó Liga de las Nacio-nes, cuyo poderío militar sería superior a cualquier nación específica y tendría la función de resolver pacíficamente los conflictos, de manera tal que si una nación se mostrara rea-cia a una solución pacífica, existiría una fuerza militar capaz de imponérsela.En cierto modo este modelo estuvo vigente hasta fines del siglo pasado (1989), y en ese orden existió un fundamento que era la creencia en el progreso, una especie de religión secular de Occidente, según la cual la ciencia garantiza que inevitablemente todo futuro será mejor.

Ciencia y progresoPara Aristóteles, y en general para los antiguos, la ciencia tenía por propósito el placer intelectual y era algo clara-mente distinta de un saber inferior como la técnica. Confor-me al criterio aristotélico, la técnica sirve para que cada persona resuelva y maneje necesidades de la vida cotidia-na, pero como en un momento dado, alrededor de los 40 años, el hombre ha resuelto sus necesidades, entonces dis-pone de tiempo libre, una posibilidad de ocio que puede de-dicar a la especulación y al conocimiento de la realidad sin ningún fin práctico: es la ciencia cuyo objetivo es la teoría o contemplación gozosa de la realidad, menes ter propio de la gente sabia, tal como se entendió durante la Antigüedad y la Edad Media.El cambio más profundo que se aprecia entre la época anti-gua y la moderna, es justamente la aparición de una nueva concepción de la ciencia, que llega a ser un instrumento al servicio del individuo en su afán de vivir mejor. Durante el Medioevo, el propósito de la existencia no era vivir bien en la tierra sino salvar el alma; pero a partir del Renacimiento, y hasta hace poco, el objetivo que nos hemos propuesto es precisamente vivir bien y nuestro instrumento central ha sido el saber científico-técnico entendido como una forma de poder.

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Francis Bacon fue una especie de modelador de la ciencia moderna, y entre sus conceptos se encuentra el afirmar que no se sabe nada, salvo que el conocimiento aumenta nuestro poder de transformar y dominar la naturaleza. “Sa-ber es poder”, fue la contundente fórmula con la cual sinte-tizó su concepción.Leonardo da Vinci afirmó lo mismo, pero de otra manera, pues según él sólo se sabe algo cuando se conoce cómo ha-cer las cosas, cuando se tiene la garantía de que el conoci-miento es útil. Y es que los modernos han pensado que en-tre todos los bichos el más endeble es el ser humano y, por lo tanto, tiene que contrarrestar esta debilidad innata me-diante su capacidad de dominio sobre la naturaleza. Para Leonardo, si el ser humano no puede volar, lo que debemos hacer es examinar científicamente cómo vuelan los pájaros y construir un pájaro artificial. Por su cuenta diseñó un avión de despegue vertical que no llegó a construir. Quiso también aprender de los peces y concibió un submarino que podría suplir nuestras carencias. En resumen, se trata de pensar la ciencia como un instrumento eficaz para mejorar las condiciones de vida del individuo.La idea del progreso surge de suponer que el conocimiento no tiene límites y aumenta de generación en generación, de manera que la gente obtiene cada vez mejores condiciones para crear un entorno favorable. En realidad nadie cuestio-nó en Occidente la idea de progreso hasta mediados del si-glo XX; por el contrario, el siglo XIX llegó a ser el período de mayor optimismo, caracterizado por propuestas que supe-raban por ejemplo a Adam Smith y David Ricardo, quienes creían en la existencia de un límite en el aumento de la ri-queza, de manera que el avance nunca alcanzaría a ser to-tal.La revolución industrial produjo un optimismo sin parangón, y así se ve en todos los pensadores del siglo XIX, sean libe-rales o socialistas, cuya discrepancia no estaba en el objeti-vo de alcanzar la prosperidad, sino en la forma de llegar a ella. Supuestamente la revolu ción industrial había demos-trado que todo límite en la acumulación de riquezas es arti-

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ficial y que puede ser demolido mediante una reforma so-cial o administrativa. Todos estos pensadores consideraron que la aplicación sistemática de conocimientos y de máqui-nas en la producción conduce a un aumento de riquezas, de ma nera que es factible el proyecto de un progreso ilimita-do.

El sueño del desarrolloEn el siglo XX se llamó “desarrollo” al progreso, pero en su séptima década comenzaron a descubrirse ciertos proble-mas inicialmente imperceptibles. En primer lugar, antes de la primera crisis del petróleo (combustible que en cierto modo sigue determinando nuestras vidas), algunos exper-tos se perca taron de que la economía dependía de ciertos recursos y decidieron hacer un cálculo sobre el fu turo de la relación entre consumo y disponibilidad de materias primas. Para llevar a la práctica el ideal del desarrollo, todas las fa-milias del planeta deben llegar a los mismos niveles de con-sumo sin importar en que país vivan. El llamado Club de Roma (que fue el organismo interesado en estas averigua-ciones) descubrió que por desgracia si se tratase de produ-cir lo necesario para que la totalidad de familias del planeta con su miese lo mismo que una familia promedio de los Es-tados Unidos, no alcanzarían todos los recursos descubier-tos y por descubrir.El debate durante una primera etapa se concentró en el problema de los recursos, posteriormente se discutió el tema de la contaminación (incluyendo lo referido a la capa de ozono, la lluvia ácida y la contaminación de las aguas), y en todos los casos la conclusión fue que el ritmo del desa-rrollo y el consumo es a la larga insostenible. Un libro titula-do El Camino, de Edward Goldsmith, uno de los más desta-cados ecologistas, publicado a fines de los 80, sostuvo que la humanidad no tiene asegurado ni siquiera un siglo por delante, porque está ocurriendo el cambio ecológico más

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profundo en las condiciones generales que sostienen la vida sobre la tierra desde la aparición de los mamíferos.En definitiva se ha puesto en duda la idea del progreso, y sin embargo no faltan optimistas que todavía consideran salvables las dificultades apelando a nuevos recursos; por ejemplo, reemplazando el motor a petróleo por otro que tra-baje con hidrógeno. Con esta esperanza existe un núcleo de investigadores en el Instituto Tecnológico de Massachussets muy entusiasta con la nanotecnología, que consiste en crear máquinas di minutas capaces de imitar a esas maravi-llas de la naturaleza que son las proteínas.Pero parece ser que no basta con aumentar la eficiencia. Iván Illych, un científico que además es sacerdote, decidió hace un tiempo estudiar los mejores sistemas modernos de los Estados Unidos y encontró graves deficiencias en el pun-to de partida. Por ejemplo, al sistema de transporte de Los Angeles se le considera como el más avanzado porque tie-ne más autos que seres humanos y magníficas carreteras. Pero ocurre que un buen señor que tiene que ir al trabajo todos los días se compra un carro de 15 mil dólares (que le sale por 20 o 30 mil, agregando impuestos, seguros, multas y refacciones), y está entusiasmado porque puede ir a 180 km/h, y sin embargo ingresa a un autopista a las 7:30 a.m. y su velocidad promedio, debido a la supercongestión, es de sólo 5 km/h. Entonces, ¿no sería mejor comprar una bici-cleta, que es más saludable y le puede llevar a más sitios, a mayor velocidad? Hay que preguntarse a quién be neficia el sistema, si será al individuo, o más bien a una especie de máquina que se autoalimenta.Lo mismo se encontrará, dice este investigador, en el siste-ma médico estadounidense, pues examinando la informa-ción archivada de los hospitales se descubre que la primera fuente de enfermedades infecciosas es precisamente el sis-tema hospitalario, porque engancha a los pacientes por el resto de sus vidas, curándoles una enfermedad, pero produ-ciéndoles otras que necesitan una nueva atención y así su-cesivamente. La verdadera revolución de la salud se produ-jo en la primera mitad del siglo XX, con el uso generalizado

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de vacu nas, sulfas y antibióticos; posteriormente las cifras muestran que la atención es cada vez más costosa y menos eficiente. Aquí también estaríamos ante un sistema cuyo beneficiario no es el individuo, como quería el proyecto mo-derno, sino que se ha creado lo que este autor llama “mo-nopolios radicales”, públicos o privados, que se alimentan a sí mismos a costa del individuo.

Nueva jerarquía de paísesEl debate, como ya dije, comenzó en los años 70, cuando el mundo se organizaba todavía conforme a los resultados de la Segunda Guerra y existían dos potencias con capacidad de destrucción mutua asegurada, porque entre las dos te-nían suficientes bombas atómicas almacenadas para des-truir el planeta 36 veces. Obviamente, la guerra no era po-sible, y se estableció un cierto orden basado en el temor, el mismo que comenzó a resquebrajarse también en esos años, al crearse las condiciones para que uno de los rivales fuera derrotado en la guerra fría. Algunos estrategas nor-teamericanos descubrieron que la Unión Soviética, a pesar de haber formado una extraordinaria élite científico—técni-ca, poseía un sistema burocrático que impedía la utilización en beneficio propio de tales capacidades, lo que trajo como resultado el atraso tecnológico de la URSS. La idea de los estadounidenses fue reactivar la competencia militar con la confianza de que siendo la Unión Soviética un país econó-micamente tercermundista, no podría soportar la compe-tencia militar y terminaría quebrándose al no disponer de presupuesto suficiente para afrontar nuevos gastos milita-res. Así fue: Rusia perdió la guerra y está siendo tratada como un país derrotado.La derrota de la URSS, facilitó que se generalizara la ilusión sobre el carácter definitivamente superior de las formas de organización económica y política de los Estados Unidos. Por entonces, Madelaine Albright, Secretaria de Estado del presidente Clinton, propuso una nueva clasificación de los países del mundo, donde se deja a un lado la teoría del desa rrollo y se establece una jerarquía de países de cuatro

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niveles. En el nivel superior se ubicarían los llamados “paí-ses decentes o civilizados”, aquellos que han alcanzado el desarrollo económico y tienen una economía de mercado consolidada en un sistema democrático representativo ple-namente funcional. Por debajo de este nivel se encontrarían los llamados “países semidecentes”, es decir, aquellos a los que les falta uno de los dos signos de avance (pueden estar atrasados en términos del sistema representativo de go-bierno, pero hay esperanza de que consigan consolidarlo); más abajo se encuentran los casos rotundamente negati-vos: son los países “delincuentes”, aquellos que se atan al margen del sistema internacional y para los cuales debe es-tablecerse mecanismos de intervención orientados al casti-go (en este rubro colocó a Irak, Irán y Corea del Norte, en-tre otros).Por último, se encuentra la gran mayoría de los países, a los cuales denomina no muy finamente, “países fracasados”: aquellos que por razones culturales, de inviabilidad econó-mica o lo que sea, nunca podrán desarrollar económica mente ni alcanzar una democracia estable. Con estos últi-mos no hay nada que hacer, salvo que se estén matando entre ellos y se hace necesario intervenirlos para resolver a medias sus problemas. Los países decentes y semidecentes tendrán el derecho de rediseñar el mapa político cuantas veces lo necesiten. Y, si se quiere, podrán colocar a los hu-tus y tutsis en el mejor lugar posible o dividir Yugoslavia en tantas partes como haga falta. Lo importante es aco modar la situación de los países fracasados a los intereses de los decentes, porque se admite que la universalización del de-sarrollo no fue más que un sueno.

Globalización de los privilegiosEn el presente hay dos globalizaciones posibles y la que vi-vimos consiste en la creación de un orden internacional que conviene a los intereses de los más poderosos. Existe, ade-más, otra posible globalización que sería el establecimiento de un orden jurídico, político y eventualmente económico que realmente acomode al conjunto de la humanidad. Quie-

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nes propician el primer tipo de globalización saben perfec-tamente que dentro de los esquemas hoy vigentes de orga-nización económica no entra toda la humanidad, y de hecho ha sucedido en los últimos años que las diferencias entre los más ricos y los más pobres se han agudizado. Hoy en día existe un 20% de seres humanos en situación de privile-gio, el resto no tiene ninguna posibilidad de acceder a ese círculo de oro, que incluso se reduce crecientemente al in-terior de los propios países altamente industria lizados.A principios de la época moderna, John Locke expuso que el principal derecho humano es el derecho de propiedad, adu-ciendo que como el individuo no nace con un pan bajo el brazo, tiene derecho de apropiación sobre ciertas cosas que se encuentran en el entorno, y si le niegan el derecho a esa propiedad le niegan el derecho a la vida. A mediados del si-glo XIX, Luis Blanc, pensador francés, afirmó que en la prác-tica el número de propietarios es tan pequeño que la in-mensa mayoría de los seres humanos accede a la riqueza a través del trabajo y, por lo tanto, hay que reivindicar princi-palmente ese derecho al trabajo. Pero la perspectiva laboral es inquietante: un cálculo reciente parece mostrar que la revolución electrónica en los Estados Unidos conducirá, ha-cia el año 2020 o 2025, a que todas las tareas productivas y administrativas puedan realizarse con el 20% de la pobla-ción más altamente calificada, quedando el resto en condi-ción de inempleable.Los cambios de gran envergadura que se encuentran en marcha no pueden ser afrontados con los esquemas actua-les. En la época de Clinton, Estados Unidos todavía pensaba en la existencia de un grupo de países privilegiados cuyas normas debía comprometerse a respetar, por ejemplo en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Ahora con Bush, Estados Unidos ya no se ocupa más que de sus pro-pios intereses, y se propone rediseñar el mundo mediante el uso indiscriminado de la fuerza valiéndose de su inmensa ventaja militar: para la ocupación de Irak el Parlamento es-tadounidense autorizó incluso el empleo de armas nuclea-res.

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Se ha llegado, pues, a una situación donde lo inadmisible se convierte en necesario en función de defender un sistema global de privilegios. Tal es la gravedad de lo ocurrido en Irak, donde el problema no fue la maldad del dictador, sino en que por primera vez en la historia de la humanidad un grupo de personas puede eliminar de la faz de la tierra al resto sin que éste pueda defenderse porque carece de me-dios técnicos y militares. Por eso es tan importante crear las condiciones para establecer lo que podríamos llamar frenos morales.Por último, conviene considerar otro aspecto de los cambios científicos. En este caso se trata ya no de la electrónica, sino de las ciencias biológicas, la biotecnología, mediante la cual dominarán algu nos seres humanos el proceso de re-producción y el diseño mismo de la estructura biológica de los seres vivos, incluyendo al ser humano. Tenemos que preguntarnos cómo los privilegiados del mundo utilizarán esta revolución científica si quienes toman decisiones no están dispuestos a limitar sus acciones sobre la base de principios morales.Finalmente, no hay pregunta más importante sobre la con-dición humana actual que la referida al poder inmenso que algunos seres humanos están alcanzando sobre otros. Es obvio que el mundo con diez mil millones de personas no se parecerá al actual porque no hay esquemas políticos, eco-nómicos y ni siquiera científicos que permitan manejar este nuevo volumen de la población humana sin excluir a nadie. Los sistemas actuales funcionan en beneficio de los que ex-cluyen. Así, Europa o Estados Unidos pueden rodearse de muros y poner al resto afuera, y si algunos fastidian mucho, basta con lanzarles unas cuantas bombas. Esa es una op-ción; pero existe otra opción que es moralmente superior y consiste en imaginar un orden que incluya a todos. Lamen-tablemente, en la actualidad no hay indicios de que un nue-vo orden esté en marcha, salvo la voluntad de aquellas per-sonas que, por ejemplo, se manifestaron contra la invasión de Irak, o las que se movilizan por los proyectos de alter-globalización. Estos movimientos son por naturaleza diver-sos, porque participa gente de ideas y creencias distintas,

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que simplemente intuyen que el orden vigente no puede ni debe mantenerse, y sin embargo no han diseñado una al-ternativa.La alternativa no puede consistir en una vuelta al pasado ni en un mero sistema político. Tiene que ser una civilización sustentada en valores distintos a los que rigen en la actuali-dad. Sobre todo es inaceptable recurrir al fundamentalismo, porque es un retorno al pasado, aunque resulte natural su aparición en tiempos de incertidumbre. Cuando mucha gen-te se aferra a lo que más conoce, uno de los resultados es la aparición de fundamentalismos cristianos, judíos, musul-manes o hinduistas. Pensando en alternativas, la realidad es que todavía vamos hacia adelante sin una propuesta de-finida.

La gran tarea del presente es precisamente imaginar las formas que puede tener un mundo distinto*.

Aprender a filosofar desde el contex-to del diálogo de las culturas

Raúl Fornet-Betancourt

Con ocasión de la apertura del I. Congreso Internacional de Filosofía Intercultural, celebrado en México del 6 al 10 de marzo de 1995, señalaba la idea de que con esta iniciativa se intenta consolidar una plataforma internacional para el fomento de una nueva forma de filosofar cuya práctica, su-perando el horizonte de la filosofía comparada, vaya reali-zando la transformación de la filosofía que nos exige hoy el diálogo de las culturas.(1)

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Y ahora, en la apertura de este II. Congreso Internacional de Filosofía Intercultural, quiero comenzar subrayando de nue-vo esa idea para poner en relieve que se trata, en lo funda-mental, de fraguar, con la ayuda de estos congresos, los instrumentos y medios efectivos adecuados para la realiza-ción de la transformación intercultural de la filosofía, enten-diendo por ésta la práctica de un filosofar que, estando a la altura de las exigencias reales del diálogo de las culturas, rehace la filosofía en todas sus dimensiones desde nuevas experiencias de interfecundación entre las distintas culturas filosóficas de la humanidad.No se me oculta que con esta idea estoy esbozando, cierta-mente, un programa de trabajo filosófico de largo aliento; y que, además, nos encontramos todavía dando los primeros pasos. Pero por esto mismo, porque estamos aun comen-zando nuestro camino, conviene cerciorarse de la finalidad que perseguimos. Y esta finalidad, insisto, no es otra sino la de la transformación intercultural de la filosofía.Como coordinador de esta iniciativa me permitiré entonces aprovechar la oportunidad de esta introducción temática al congreso para precisar al menos algunos puntos de lo que entiendo como nuestra tarea en los próximos años.Ya he dicho que, de forma muy general, la transformación intercultural de la filosofía debe entenderse, primeramente, esto es, en su fase inicial, como un poner la filosofía a la al-tura de las exigencias reales del diálogo de las culturas. Y, para evitar cualquier malentendido culturalista abstracto, debo precisar de entrada que ese poner el filosofar a la al-tura de las exigencias reales del diálogo de las culturas im-plica que la tarea de la transformación intercultural de la fi-losofía no puede considerarse como una meta en sí misma; pues si se intenta ponerla a la altura de los reclamos históri-cos con que nos confronta hoy el diálogo de las culturas, es precisamente para que pueda responder mejor a los desa-fíos del mundo de hoy y contribuir así a la planificación de un mundo transformado interculturalmente.Cierto, si hablamos de transformación intercultural de la fi-losofía es porque queremos una filosofía mejor; una filosofía

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más “colorida“, pluricromática, pluriforme y plurivisional; pero si queremos operar en ella esta transformación es para que esté mejor preparada y equipada para cumplir su función como factor de cambio en nuestro presente históri-co.Importante es, por otra parte, precisar que cuando habla-mos de un filosofar a la altura de las exigencias reales del diálogo de las culturas entendemos por ello una tarea que no debe hacer abstracción del marco histórico en el que se lleva a cabo el llamado diálogo de las culturas. Es más, debe tomar ese marco histórico como la referencia funda-mental para la averiguación de las exigencias reales del diálogo de las culturas. Y creemos que no constatamos sino lo evidente cuando decimos que este contexto histórico real está siendo determinado por ese proceso que se suele resu-mir en nuestros días con la palabra “globalización“; o sea, por el proceso resultante de una política económica que se expande mundialmente como la única opción civilizatoria de la humanidad y que, justo por entenderse y quererse im-poner como el único proyecto globalizable, no tolera dife-rencias culturales con planes alternativos, esto es, culturas con alternativas propias, ni en Occidente ni en ninguna otra región del mundo.Y hablamos conscientemente de que la globalización tam-poco tolera alternativas en Occidente, porque no la identifi-camos sin más con un fenómeno occidental. Entendemos más bien la globalización como la política y estrategia eco-nómicas de los grupos dominantes que controlan hoy el po-der en Occidente y que, reduciendo a Occidente a una cul-tura o civilización del mercado y del consumo, pretenden también domesticar todas las culturas del mundo en el mis-mo sentido.Al menos a este nivel del impacto cultural, el contexto del proceso de globalización nos confronta así con una ideolo-gía totalitaria que roba a las culturas de la humanidad el eje estructural básico para cualquier desarrollo ulterior propio, a saber, el derecho a determinar las formas de dominio so-bre su tiempo y espacio. Pues en la ideología de la globali-

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zación el mercado, como punto de cristalización del modelo civilizatorio sin alternativa, dicta la forma de generar el tiempo y cierra el horizonte de nuestra percepción espacial. El mercado se ofrece aquí como el punto de vista desde el cual el tiempo y el espacio cobran sentido.Esta caracterización de la globalización nos muestra enton-ces que, hacerse cargo de este proceso de globalización como contexto histórico-real del diálogo de las culturas, sig-nifica reconocer que hoy en día el diálogo de las culturas se nos presenta más como el desafío de un horizonte alternati-vo de esperanza, que como un hecho de nuestra realidad histórica o como un factor configurante del rostro actual de nuestro mundo. En el contexto actual de globalización de un proyecto civilizatorio que se impone por la fuerza del dictado de una política económica neoliberal, no hay tanto diálogo o interacción cultural como conflicto de culturas; porque, si miramos bien, lo que se constata es que no po-cas culturas de la humanidad están siendo arrasadas por ese “huracán de la globalización“(2) en que se manifiesta hoy la hegemonía de poder de los representantes y defen-sores del “Occidente reducido“; un huracán que, justo por ser a la vez expresión y vehículo propagador de una hege-monía de poder que va desde lo económico hasta lo militar, pasando por el control de los organismos internacionales, se expande hoy con una fuerza uniformadora de tal poten-cia y coherencia que su paso está marcando el comienzo de un proceso de colonización sin precedentes en la historia de la humanidad.A la luz de este “huracán de la globalización” podemos, pues, precisar la idea de poner la filosofía a la altura de las exigencias reales del diálogo de las culturas indican-do que dicha tarea tiene que comenzar por aclarar las condiciones reales bajo las cuales se propaga hoy el diálogo entre las culturas de la humanidad.Por eso hemos tenido cuidado en formular el título de estas reflexiones introductorias en el sentido de un “aprender a filosofar desde el contexto del diálogo de las culturas“; pues entendemos que el programa de transformación de la filo-

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sofía desde la experiencia del diálogo de las culturas tiene que ocuparse previamente con la cuestión de la contextua-lidad fáctica del diálogo intercultural, esto es, con el contex-to histórico en cuyo marco se proyecta el diálogo. Dicho en otros términos: no hay que empezar por el diálogo, sino con la pregunta por las condiciones del diálogo. O, dicho todavía con mayor exactitud, hay que exigir que el diálogo de las culturas sea de entrada diálogo sobre los factores económi-cos, políticos, militares, etc. que condicionan actualmente el intercambio franco entre las culturas de la humanidad. Esta exigencia es hoy imprescindible para no caer en la ideolo-gía de un diálogo descontextualizado que favorecería sólo los intereses creados de la civilización dominante, al no te-ner en cuenta la asimetría de poder que reina hoy en el mundo.(3)Así la primera exigencia de las exigencias reales del diálogo de las culturas es ésta que pide y reclama la revisión radical de las reglas del juego vigentes para crear las bases reales de un diálogo en condiciones de igualdad.Formular y articular esta exigencia debe ser también tarea de un filosofar que quiere estar a la altura del diálogo inter-cultural; es una “tarea previa” en la que la filosofía debe comprometerse tratando de contribuir con sus medios es-pecíficos a la aclaración crítica de las condiciones contex-tuales del diálogo de las culturas.Concretamente nos parece que correspondería a la filosofía ayudar a desenmascarar la contradicción latente fundamen-tal en una contex-tualidad histórica que convoca al diálogo, pero sin querer fragmentarse culturalmente, esto es, sin querer promover al mismo tiempo la equitativa repartición cultural del poder real de ordenar y configurar la contextua-lidad del mundo; esto por una parte. Y por otra parte sería también asunto de la filosofía contribuir a explicitar de ma-nera constructiva el reordena-miento de las condiciones del diálogo en el sentido de que éstas deben ser condiciones en las que se reconozca y respete el derecho de cada cultura a disponer de la materialidad necesaria para su libre desarro-llo.

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De esta suerte podría, pues, la filosofía ayudar a poner en relieve que la “cuestión previa” de las condiciones contex-tuales del diálogo no es una cuestión meramente de orden práctico, de secundaria importancia para el asunto mismo del diálogo intercultural, sino que se trata, por el contrario, de una cuestión decisiva y perteneciente a la dinámica in-terna de las exigencias del diálogo de las culturas. O sea que no es una cuestión “anterior” o externa, sino que debe ser asumida y ventilada como parte del proceso de comuni-cación de las culturas. Y la razón de ello ya está insinuada en lo que acabamos de esbozar como posible compromiso de la filosofía con esta “cuestión previa”, a saber, que en la cuestión por las condiciones contextuales del diálogo se de-bate el punto de arranque decisivo que es el del espacio material para la práctica del derecho que tiene cada cultura a que se la tome realmente en serio.Creemos, en efecto, que el aporte de la filosofía puede pro-fundizar y radicalizar esta pregunta por el contexto del diá-logo de las culturas, insistiendo precisamente en la cone-xión intrínseca que existe entre las condiciones contextua-les y la posibilidad de tomar las culturas en serio; ya que to-mar una cultura en serio implica necesariamente reconocer-le y respetarle su derecho a tener mundo propio; y también, por consiguiente, su derecho a no ser impedida por coer-ción en sus posibilidades de desarrollo real.Pero esto es justo - conviene subrayarlo - lo que las condi-ciones contextuales actuales no permiten, ya que fortale-cen un sistema de poder que tiende a la anulación de la ca-pacidad de las culturas para modelar y constelar su mate-rialidad desde sus propios valores y metas.En un sentido todavía más positivo y concreto podríamos resumir este posible aporte de la filosofía diciendo que su compromiso con la tarea crítica de denunciar la asimetría de poder consagrada en el contexto mundial dominante tie-ne que cumplirse al mismo tiempo como un intento de ex-plicitar el programa del diálogo de las culturas en el sentido profundo de la calidad intercultural que debe caracterizarlo, a saber, como modelo alternativo al modelo vigente de la

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globalización. Es, pues, también de la competencia de esta filosofía comprometida formular el plan de la crítica o, si se prefiere, mostrar que la crítica del monoculturalismo con-textual y de la globalización uniformadora del mundo tiene un plan: la alternativa de un mundo constelado por relacio-nes interculturales basadas en la observación práctica del derecho de cada cultura a ser sí misma.Por otra parte cabe señalar que la filosofía podrá hacer este aporte sólo si comprende que su compromiso con esta ta-rea es ya parte integrante de su propia transformación in-tercultural. O sea que la cooperación de la filosofía en la aclaración crítica de las exigencias reales del diálogo de las culturas hoy constituye para la filosofía, evidentemente, una exigencia frente a sí misma; por cuanto que, cumplien-do dicha tarea, la filosofía se ve impelida a revisar todas sus referencias, a rehacer el árbol genealógico de sus concep-tos y métodos y a discernir, en fin, su posible encerramien-to teórico en el horizonte de un determinado ámbito cultu-ral. Y es que la tarea de la aclaración crítica de las exigen-cias reales del diálogo de las culturas hace que la filosofía participe de un movimiento crítico que la confronta no sola-mente con la contextualidad determinada por la globaliza-ción, sino también con las fuerzas culturales que animan ese movimiento crítico y que se expresan en él en forma de resistencia y de modelos alternativos. Participando de este movimiento crítico la filosofía aprende a ver la otra cara de la contextualidad de la globalización: la lucha de culturas vi-vas por sus propios espacios contextuales; lucha que es a su vez expresión de que en el mundo actual, a pesar de la uniformidad que refleja su superficie, hay realmente con-textos con interpretaciones propias. Dicho en breve: en el marco de ese movimiento crítico la filosofía se ve confronta-da con una verdadera pluralidad de contextos y de formas de interpretación de los mismos que la desafía a superar su posible ubicación monocultural, para abrirse cabalmente al mensaje que le comunican otras formas de vida en su ma-nera contextual de organizar, pensar, ver, sentir y reprodu-cir todo lo que comprenden como su “mundo”; esto es, el mensaje de sus metas y valores.

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Se notará que estamos suponiendo una concepción de cul-tura en la que cultura no significa una esfera abstracta, re-servada a la creación de valores “espirituales”, sino el pro-ceso concreto por el que una comunidad humana determi-nada organiza su materialidad en base a los fines y valores que quiere realizar. O sea que no hay cultura sin materiali-dad interpretada u organizada por fines y valores represen-tativos y específicos de una sociedad o etnia humana. En positivo: hay cultura allí donde las metas y valores por los que se define una comunidad humana, tienen incidencia efectiva en la organización social del universo contextual-material que afirman como propio porque están en él.(4) Y por eso decimos que en la lucha de las culturas por su con-textualidad o materialidad la filosofía se ve confrontada, en el fondo, con diferentes visiones del mundo y de la vida; esto es, con formas socialmente estructuradas de actuar y de pensar que la desafían como sujetos de interpretación que dicen una palabra propia que debe ser escuchada. Las culturas, aún allí donde aparecen como marginadas y ex-cluidas, no son nunca realidades mudas, simples objetos de interpretación, sino que son fuentes de interpretación y de sentido de lo real; y por ello confrontan a la filosofía con la necesidad de tomarlas en serio también a este nivel de ser portadoras de palabras que tiene el derecho de configurar también el discurso filosófico y que pueden, por tanto, im-pulsar desde sí mismas movimientos de universalización en filosofía.En resumen, pues, en el marco de la lucha por la contextua-lidad propia como exigencia real concreta del diálogo inter-cultural, la filosofía encuentra no sólo el desafío, sino tam-bién la posibilidad histórica de rehacerse a partir de la inter-conversación de los universos culturales de la humanidad; porque en ese diálogo por el que se comunica lo propio y se participa en lo diverso, encuentra la filosofía la base históri-ca necesaria para universalizarse realmente; esto es, para superar la etapa monológica de ubicación preferencial en un universo cultural específico, rearticulándose como un movimiento de universalización compartido que crece des-de cada universo cultural específico;(5) pero que, precisa-

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mente por ser compartido, supera las limitaciones propias de lo específico o particular correspondiente y va esbozan-do así un horizonte tejido por la comunicación de las visio-nes del mundo.La interculturalidad o, mejor dicho, la práctica de la filosofía desde el contexto y las exigencias reales del diálogo de las culturas se presentan de este modo como la gran oportuni-dad para que la filosofía logre una verdadera universalidad. Pues universalidad real no es descontextualización del pen-samiento, como parece suponer Jaspers con su interpreta-ción de la “philosophia perennis”,(6) ni tampoco expansión de un universo específico, sino el proceso abierto de la co-municación entre los distintos movimientos de universaliza-ción impulsados por los universos culturales. Pero así como señalábamos que la transformación intercultural de la filo-sofía no es un fin en sí misma, debemos indicar aquí que tampoco la universalidad debe representar un valor por sí misma en la filosofía intercultural; pues si ésta busca la real universalidad, es, en definitiva, como camino para aproxi-marnos mejor a las diferencias culturales; y, dado el caso, para poder enriquecernos mutuamente desde la diversidad comprendiéndola como fuente de posibilidades que tam-bién podemos hacer nuestras.Hasta el momento hemos hablado sobre todo del desafío que implica para la filosofía el aprender a ejercitarse desde las exigencias concretas del diálogo de las culturas, insis-tiendo en que la filosofía debe asumir un claro compromiso con la lucha de las culturas por su derecho a no ser violadas en su identidad ni invadidas en su territorio ni impedidas en su desarrollo. Hemos subrayado además que, trabajando en esa tarea, la filosofía se trabaja a sí misma; pues ése es el comienzo de su transformación intercultural. Sin embargo en este proceso hay otro aspecto complementario que re-quiere ser mencionado ahora.A nuestro modo ver una filosofía que acomete su transfor-mación intercultural, no es sólo desafiada por la diversidad de los universos culturales y la legitimidad de sus aspiracio-nes - como hemos acentuado hasta el momento -, sino que

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es por su parte - y ello en medida directamente proporcio-nal al grado de transformación intercultural alcanzado - un desafío para cada universo cultural específico. Nos en-contramos entonces ante un proceso de doble sentido; por-que si, por una parte, la filosofía no puede ponerse a la altu-ra de las exigencias del diálogo de las culturas sin ser trans-formada por éstas; tenemos que, por otra, la filosofía en transformación intercultural se convierte en fermento de transformación de las culturas en diálogo. Pues esta filoso-fía fomenta en cada cultura las potencialidades críticas, for-taleciendo en ella la base que hace posible, en los casos lí-mites, el fenómeno de la “desobediencia cultural” al interior de la misma. En analogía con el concepto de “desobedien-cia civil” queremos acuñar aquí el término de “desobedien-cia cultural” para resumir, en su expresión extrema, la fun-ción de la filosofía (intercultural) como fermento de trans-formación en tradiciones culturales estabilizadas. Pero an-tes de explicar qué entendemos por esta función de la filo-sofía (intercultural), debemos advertir que la comprensión de la misma tiene que ver con otro aspecto de nuestra vi-sión de las culturas. Por eso debemos complementar lo an-tes dicho sobre nuestra concepción de la cultura explicitan-do ahora que entendemos las culturas como universos ori-ginarios, pero sin vincular originariedad con aislamiento, encerramiento solipsista o autóctonia intransitiva.(7) La ori-ginariedad de las culturas no excluye la interacción; al con-trario, la supone como uno de los factores que la posibilita como originariedad histórica, es decir, como originariedad que no se da de una vez por todas, cual entidad metafísica caída del cielo, sino que va naciendo de procesos en los que se discierne precisamente el “dentro” y el “afuera”, lo “pro-pio” y lo “extraño”, etc., esto es, en los que va cuajando una apropiación específica del mundo, una forma específica de tratar con él y de organizarlo. Y es evidente que esos procesos históricos son procesos en frontera; y por eso las fronteras que separan a los universos culturales específicos, son al mismo tiempo el territorio donde se pueden descu-brir los puentes para transitar de una a otra y constatar la interacción entre ellas.(8)

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Por otro lado debemos explicitar que nuestra concepción de la cultura, precisamente por ser histórica, supone además que las culturas no deben considerarse como bloques mo-nolíticos; como manifestaciones del desarrollo de una tradi-ción única que crece sin conflictos ni contradicciones. Supo-nemos más bien que en cada cultura hay una historia de lu-cha por la determinación de sus metas y valores; porque, debido a los procesos de interacción por los que va nacien-do, genera, al menos como posibilidad, no una sino una plu-ralidad de tradiciones. Suponemos entonces que detrás de la cara con que se nos ofrece una cultura como una tradi-ción estabilizada en un complejo horizonte de códigos sim-bólicos, de formas de vida, de sistema de creencias, etc., hay siempre un conflicto de tradiciones; un conflicto de tra-diciones que debe ser leído a su vez como la historia que evidencia que en cada cultura hay posibilidades truncadas, abortadas, por ella misma; y que, por consiguiente, cada cultura pudo también ser estabilizada de otra manera como hoy la vemos. De aquí además que en cada cultura deban ser discernidas sus tradiciones de liberación o de opresión.Teniendo en cuenta lo que acabamos de decir, podemos precisar nuestra concepción de la función de la filosofía (in-tercultural) como fomentadora de la “desobediencia cultu-ral” en el interior mismo de cada universo cultural específi-co con las observaciones siguientes.Entroncando con la historia del conflicto de las tradiciones en el seno de cada cultura, así como con los procesos de in-teracción que supone, la filosofía (intercultural) fomenta, primero, la “desobediencia intercultural” como actitud que se genera desde el interior mismo de una cultura y que apunta a la crítica de su forma de estabilización.(9) Se tra-ta, segundo, de fortalecer el derecho de cada miembro de una cultura determinada a ver en su cultura un universo transitable y modificable; es decir, un mundo que no se agota en sus tradiciones pasadas o en su forma de estabili-zación actual, sino que tiene un futuro que debe ser refun-dado desde nuevos procesos de interacción.

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De aquí, tercero, que la filosofía (intercultural) fomente la “desobediencia cultural” mostrando concretamente, o sea, en base a la experiencia del contraste de los universos cul-turales, que toda cultura tiene el derecho a ver el mundo por sí misma, pero no a reducirlo a su visión. Es decir que no tiene derecho a imponerse a sus miembros como la úni-ca visión que pueden o deben compartir.Por eso, cuarto, la filosofía (intercultural) cultiva la “desobe-diencia cultural” como la perspectiva de fondo a cuya luz cada persona humana debe hacer de su cultura “propia” una opción. Cierto, toda persona humana está y es en una cultura; pero no la sufre como una dictadura que le prescri-be totalitariamente su forma de hacer y de pensar, ni la pa-dece como una cárcel de la que es imposible evadirse. Por-que la forma de estar y ser una persona humana en eso que llama su cultura, es la de ser sujeto en y de esa cultura. La cultura en la que el ser humano está y es, hace al ser hu-mano; pero al mismo tiempo éste hace y rehace su cultura en constantes esfuerzos de apropiación. La cultura, aun la que se llama propia, debe ser apropiada por sus sujetos. Y es precisamente en estos constantes esfuerzos de apropia-ción donde la cultura llamada “propia” se revela en el fondo como una opción del sujeto que crece en ella; pues en esos procesos participa del conflicto de tradiciones latente en su universo cultural y tiene que aprender a discernir su “pro-pia” cultura, a optar y tomar partido dentro de su universo cultural. Así el sujeto humano nace culturalmente situado; pero esta situatividad no es un destino; porque, por los pro-cesos de apropiación indicados, cada sujeto humano puede resituar su situatividad cultural; es más, puede reposicionar la posición o estabilización de su cultura, y optar por una vía alternativa; sea ya recuperando la memoria de tradicio-nes truncadas u oprimidas en la historia de su universo cul-tural, sea recurriendo a la interacción con tradiciones de otras culturas, o sea inventando perspectivas nuevas a par-tir del horizonte de las anteriores.De lo anterior se desprende, quinto, que la filosofía (inter-cultural) potencia la “desobediencia cultural” porque consi-dera necesario agudizar en cada cultura la conciencia de

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que sus sujetos deben retomar constantemente el conflicto de tradiciones que trata de ocultar la cara estabilizada de su cultura, para leerlo en la clave de la dialéctica de libera-ción y opresión - pues nos parece que es esta dialéctica la que da la clave del conflicto de tradiciones -, y optar por continuar o, dado el caso, por invertir su cultura desde las memorias de liberación que guarde. “Desobediencia cultu-ral” es, pues, praxis cultural de liberación.Lo que significa, sexto, que la filosofía (intercultural) cumple su función de transformación de las culturas desde una op-ción ética universalizable, que es la opción por los oprimi-dos en todos los universos culturales. La „desobediencia cultural“ que fomenta la filosofía (intercultural) cumpliendo dicha tarea, es, por tanto, la actualización de las opciones éticas liberadoras con la que se debe responder, desde cada cultura, a toda cultura cuya estabilización vigente im-plique un sistema de opresión y de exclusión para la mayo-ría de sus sujetos reales. Desde esta óptica, dicho sea de paso, liberación e interculturalidad se presentan como dos paradigmas complementarios.Y por último cabe señalar que la “desobediencia cultural” promovida por la filosofía (intercultural) quiere ser un ins-trumento para evitar la sacralización de las culturas. Identi-dades culturales son procesos conflictivos que deben ser discernidos, y no ídolos a conservar o monumentos de un patrimonio nacional intocable. Con esto, dicho sea también de paso, se indica que la perspectiva del multiculturalismo no es convergente con la de la filosofía (intercultural), pues aquel quiere lograr una „cultura común“ por la yuxtaposi-ción, mientras que ésta, como se desprende de su función fermentadora de la “desobediencia cultural”, busca la transformación de las culturas por procesos de interacción, es decir, convertir las fronteras culturales en puentes sin casetas de aduana.(10)Con las reflexiones anteriores hemos querido indicar algu-nos aspectos de la tarea en que estamos empeñados. Y me parece que ha quedado claro al menos que esta tarea de poner la filosofía a la altura de las exigencias reales del diá-

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logo de las culturas trabajando en su transformación inter-cultural, es una tarea que exige de nosotros un doble com-promiso; pues hemos visto que, por una parte, hemos de aprender a filosofar y a reubicar nuestra filosofía desde el contexto del diálogo de las culturas y desde nuevas expe-riencias de comunicación cultural; pero que, por otra parte, hemos de convertir esa filosofía que vamos transformando interculturalmente, en factor de transformación de las cul-turas en que nos movemos; y con ello, en momento de libe-ración y de esperanza para el mundo de hoy.En este sentido, pues, me permitiré recalcar que veo en es-tos congresos una oportunidad única para emprender la ta-rea que nos desafía; y por ello deseo terminar rogando la cooperación de todos los presentes para que la iniciativa vinculada a estos congresos vaya cuajando en realidad tan-gible.* Palabras pronunciadas en la apertura del II. Congreso In-ternacional de Filosofía Intercultural, São Leopoldo, Brasil, del 7 al 11 de abril de 1997.

Notas1. Cfr. Raúl. Fornet-Betancourt (ed.), Kulturen der Philoso-phie. Dokumentation des I. Internationalen Kongresses für Interkulturelle Philosophie, Aachen 1996, pp. 7-13.2. Cfr. Franz J. Hinkelammert, „El huracán de la globaliza-ción: la exclusión y la destrucción del medio ambiente vis-tos desde la teoría de la dependencia“, en Pasos 69 (1997) 21-27.3. Cfr. Ulrich Duchrow, „Dialog - oder Kampf der Kulturen?“, en epd. Entwicklungspolitik 18 (1996) 26-30.4. Cfr. Herbert Marcuse, Etica de la revolución, Madrid 1969, pp. 157 y sgs. En alemán: Kultur und Gesellschaft 2, Frankfurt 19065, S. 147ff.5. Usamos el término „movimiento de universalización“ en el sentido que le daba Sartre. Cfr. Jean-Paul Sartre, Situa-tions, IV, Paris 1964, pp. 79 y sgs.

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6. Cfr. Karl Jaspers, Weltgeschichte der Philosophie. Ein-leitung, München-Zürich 1982, pp. 20 y sgs.7. Cfr. José Antonio Antón, Ensayo sobre el tiempo axial, Se-villa 1997, pp. 9 y sgs. Señalamos de paso que con estas observaciones estamos en diálogo con Hans-Jörg Sandküh-ler quien entre las preguntas que planteaba a la filosofía in-tercultural, formulaba la cuestión sobre el concepto de cul-tura que se suponía. Cfr. Hans-Jörg Sand-kühler, “4 Fragen zur interkulturellen Philosophie”, en News ‘n ‘Tools. Mittei-lungsblatt der Wiener Gesellschaft für interkulturelle Philo-sophie 2 (1995) 10-118. Se notará que desde este punto de vista el planteamien-to de la interculturalidad no tiene como base una concep-ción monádica de la cultura, como quiere hacer creer Wol-fgang Welsch. Cfr. Wolfgang Welsch, „Transkulturalität. Lebensformen nach der Auflösung der Kulturen“, en Infor-mation Philosophie 2 (1992) 5-20. Por su parte parece olvi-dar Welsch que la condición posibilitante de su propuesta de la “transculturalidad” no puede ser otra que la intercul-turalidad. Sin vivencias interculturales no tiene sentido ha-blar de la posibilidad de la “transculturación”. Por ello ha-blamos en su día de “inter-transculturación“. Cfr. Raúl For-net-Betancourt, “Las relaciones raciales como problema de comprensión y comunicación intercultural. Hipótesis provi-sionales para una interpretación filosófica“, en Cuadernos Americanos 18 (1989) 108-119.9. En este punto estamos también en diálogo con Hans-Jörg Sandkühler que preguntaba igualmente por el significado de la „crítica“ en la concepción intercultural. Cfr. Hans-Jörg Sandkühler, op. cit., p. 11.10. Tomamos “puente” en el sentido que le da María Zam-brano, cuando anota: „El puente es camino, y además une caminos que sin él no conducirían sino a un abismo o a un lugar intransitable.“ María Zambrano, Los bienaventurados, Madrid 1990, p. 107.

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Aproximaciones a una ética de la cul-tura

Luis Villoro

Ética en una realidad pluricultural

Una cultura mundial se anuncia; al mismo tiempo, una plu-ralidad de culturas reivindica sus diferencias: la relación en-tre una y otras obliga a una reflexión renovada.No sólo es un problema teórico: ¿es el conocimiento univer-sal o relativo a cada cultura? Es también una urgencia prác-tica: ¿cómo debemos actuar en relación con las distintas culturas? En primer lugar, se plantean alternativas de accio-nes colectivas. Tienen que ver con la elección de políticas culturales; a nivel nacional, en países que comprenden en su seno culturas diversas; a nivel internacional, entre Esta-dos con culturas mayoritarias diferentes. En segundo lugar, es un desafío personal; todo individuo debe saber cómo contribuir a su propia cultura y relacionarse con las ajenas. En la vida nos encontramos con opciones culturales diver-sas. ¿Qué relación guardan entre ellas?El problema de que hablamos plantea alternativas de elec-ción i respecto de las culturas y supone las preguntas: ¿qué comportamientos culturales son preferibles?, ¿cuáles son valiosos? Se refiere, en consecuencia, a un deber ser. Impli-ca la idea de que, en la creación y transmisión de una cultu-ra, así como en su relación con otras, debemos tener cier-tas disposiciones, proyectar ciertas metas y seguir ciertos comportamientos de preferencia a otros. Si ética es la disci-plina que se ocupa del deber ser de nuestras disposiciones y acciones, el problema que mencionamos formaría parte de una ética de la cultura.

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Una ética sólo puede referirse a comportamientos y disposi-ciones conscientes e intencionales. Incluiría, por lo tanto: 1) una ética de las creencias, que habría de referirse a las ma-neras cómo la voluntad debe incidir en la justificación, la adopción y el rechazo de las creencias comunes a una cul-tura; 1 2) una ética de las actitudes, que se preguntaría por los valores a los que debería dar preferencia una cultura, y 3) una ética de las intenciones, sobre los fines que deben fi-jarse para una cultura y las acciones conformes con esos fi-nes.¿Cuál sería el sujeto de una ética semejante? Es claro que sólo la persona humana es susceptible de tener disposicio-nes conscientes, intencionales y conformes a razón. Sólo el individuo es un agente moral. En este caso preguntamos por las disposiciones de las personas en relación con la cul-tura; pero también preguntamos por cuáles deberían ser las relaciones entre culturas diferentes para ser moralmente correctas. En ese sentido, asumimos la comunidad detenta-dora de una cultura como un sujeto moral. Intentemos acla-rar este punto.Una cultura no es un objeto entre otros, sino un conjunto de relaciones posibles entre ciertos sujetos y su mundo circun-dante. Está constituida por creencias comunes a una colec-tividad de hombres y mujeres; valoraciones compartidas por ellos; formas de vida semejantes; comportamientos, costumbres y reglas de conducta parecidos. No son exacta-mente iguales en todos los sujetos, pero presentan rasgos de familia semejantes; son intersubjetivos. Esas disposicio-nes dan lugar a un mundo propio constituido por una red de objetos (artefactos, obras de consumo o de disfrute), de es-tructuras de relación conforme a reglas (instituciones, ritua-les, juegos), animado por un sistema significativo común (lengua, mito, formas artísticas). Ése mundo es el correlato colectivo del conjunto de disposiciones intersubjetivas.Con ese mundo se encuentra el individuo cuando nace; él lo precede y aún está allí cuando muere. Es el medio en que toda persona crece y llega a ser «ella misma»; como el pez en el mar, la vida del hombre transcurre en un ámbito que

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lo engloba: una cultura. Al llegar al mundo se encuentra ya inmerso en una estructura de significaciones que le dan sentido, en instituciones y formas de vida que no ha creado; tiene que aprender a conformar su propio mundo sobre la base de creencias y actitudes transmitidas por una comuni-dad preexistente. La cultura es una totalidad que rebasa la vida de una persona, es el contexto en el que se cumplen sus deseos se ejercen sus decisiones.Podríamos insistir, sin embargo, en que una cultura no es más que el producto de acciones de agentes individuales. Sin duda, pero rastrear el origen de esas características co-lectivas en disposiciones y acciones individuales es una ta-rea imposible. Tendríamos que conocer, para ello, la totali-dad, innumerable, de relaciones de los millones de millones de sujetos individuales, pasados y presentes, que origina-ron cada rasgo cultural. Por consiguiente, tenemos que tra-tar la totalidad de una cultura como una unidad colectiva, con características propias, que trasciende al individuo y es atributo de una común identidad. Una comunidad cultural no es, como el individuo, un agente moral, porque no es una especie de «superyó», con una conciencia y una inten-cionalidad propias. Pero es una entidad real, que compren-de y rebasa a los individuos, como contexto y condición ne-cesarios para que cualquier agente moral elija y realice su vida.El término «cultura» suele usarse para referirse a entidades colectivas de distinta amplitud. Se habla, por ejemplo, de culturas de clase («burguesa», «campesina»); de la que comparten practicantes de una actitud política, una fe reli-giosa o una connotación sexual., («cultura democrática o autoritaria», «católica o protestante», «cultura gay o femi-nista», etc.). En ese uso, el término abarca ciertas creencias y formas de vida comunes a un grupo en un contexto preci-so. Pero su aplicación tiene limitaciones. Resulta imposible delimitar a ese grupo en el tiempo y en el espacio de tal modo que se le pueda atribuir una unidad. Por otro lado, to-das esas «culturas» forman parte de una misma sociedad y, aunque difieran en algunos puntos específicos, comparten con una comunidad más amplia muchas más disposiciones,

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reglas y objetos; todas son, en realidad, variantes de un mismo mundo cultural. Podemos considerarlas «subcultu-ras» de una cultura que las abarca.Esa cultura más amplia es la que corresponde a un «pue-blo». Un pueblo consiste en un conjunto de grupos y asocia-ciones que comparten una cultura común, limitada en el tiempo y en el espacio; en el tiempo, por una historia y un proyecto colectivos; en el espacio, por un territorio, hábitat de esa cultura. El pueblo puede ser una nación o una etnia conscientes de su identidad y de su relación con un territo-rio; no siempre coincide con un Estado. Un Estado puede ser multicultural: comprende entonces varios pueblos; o un mismo pueblo puede estar repartido en varios Estados [véa-se «Del Esta-do homogéneo al Estado plural», en este volu-men].También se emplea el término «cultura» en referencia a un ámbito muy extenso que puede abarcar varios pueblos. Por ejemplo, cuando se habla de «cultura occidental u orien-tal», de «cultura cristiana o islámica» o de «cultura antigua o moderna». Entonces retenemos; de una cultura unos cuantos rasgos básicos, generales, presupuestos en mu-chos otros, que son comunes a varias naciones y etnias. És-tos constituyen supuestos últimos, creencias y valoraciones que sirven de base a todas las demás, sobre lo que existe y lo que debe considerarse racional y valioso en el mundo. Son un fundamento sobre el que se levantan las culturas de muchos pueblos en una época histórica determinada. Con-sisten en lo que en otros lugares he llamado una «figura del mundo». Pero ésta es demasiado amplia para que una ética de las relaciones entre culturas se restrinja a ella; las rela-ciones entre diferentes figuras del mundo serían un caso más general de las que destaquemos entre las culturas de distintos pueblo.La cultura de un pueblo no debe considerarse reducida a sus manifestaciones efectivas en un momento dado. Es un espacio de posibilidades abiertas que rebasan las que se realizan de hecho. Ofrece a los individuos un abanico de elecciones posibles de fines y valores, y muchas de ellas

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pueden entrar en contradicción con las formas de vida exis-tentes en una sociedad. Tanto las creencias y comporta-mientos que se conforman a la realidad social como los que la subvierten, forman parte de las posibilidades de una mis-ma cultura. Jesús pertenece a la misma cultura que los fari-seos que condena y Danton a la misma que Luis XVI. Las normas éticas que pueden regular las formas de vida de una cultura no se expresan, por lo tanto, solamente morali-dad social efectiva (la Sittichkeit), sino también en su críti-ca. Porque una cultura no es un mundo fijo, lleva en sí las posibilidades de su propio cambio.En suma, una ética de la cultura tendría dos dimensiones: 1) puesto que el único agente moral es el individuo, debe poder señalar derechos v deberes de éste ante la cultura a la que pertenece y ante las culturas ajenas, y 2) puesto que la cultura de un pueblo es condición necesaria de las elec-ciones y acciones de un agente moral, una ética de la cultu-ra debe poder determinar los derechos y deberes de una comunidad cultural, es decir, de un pueblo, frente a otros. Esos derechos y deberes concernirán a todo individuo en cuanto miembro de ese pueblo.Derechos y deberes tendrían que derivarse ele principios generales. ¿Generales?, ¿aplicables a toda cultura?, ¿exis-ten principios universales?

Universalismo y relativismo culturales Hay una tradición del pensamiento moderno cuya más clara expresión se dio en la Ilustración: el criterio para distinguir la objetividad de las normas éticas sería su universalidad. Una ética debería ser válida para todo sujeto racional en cuanto tal, independientemente de la cultura a la que per-tenezca. La universalidad de las normas éticas implica ne-cesariamente la existencia de valores transculturales. La cultura que cumpliera esos valores sería válida con carácter universal. La occidental ha pretendido ser identificada con esa cultura universal,

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Pero la marcha hacia la universalización de la cultura no ha sido obra de la comunicación racional y libre, sino de la do-minación y la violencia. La imposición de esa pretendida cultura universal ha significado para muchos pueblos la enajenación en formas de vida no elegidas. De allí que la aceleración de la tendencia a una cultura global se acompa-ñe a menudo de una reacción contra la imposición de la cul-tura occidental Se reclama entonces la libertad de cada cul-tura de determinar sus propios fines, el valor insustituible de las diferentes identidades culturales. Frente al papel he-gemónico de la cultura occidental, se insistirá en el valor semejante de todas las culturas.Este conflicto se expresa en dos líneas de pensamiento. La tendencia a la unión in-vita a insistir en los valores transcul-turales comunes; la reacción de las identidades culturales, a destacar la relatividad de creencias y valoraciones en cada cultura. Estaríamos ante un conflicto de valores que pretenden ser generales. La tendencia a la universalidad cultural realizaría el sueño de una comunicación y una co-munidad que abarcara a todos los hombres, la afirmación de la relatividad de las culturas, en cambio, querría preser-var la libertad, la autenticidad y la singularidad de todo pueblo.El relativismo levanta una barrera contra las pretensiones del universalismo occidental: la cultura universal no puede identificarse con una cultura; pero él mismo no puede ex-cluir todo principio transcultural. En efecto, si todas las cul-turas tuvieran el mismo valor, no tendríamos razón alguna para rechazar la validez de una cultura que se considerara universal y se impusiera por la fuerza a las demás. Un rela-tivismo cultural absoluto está obligado a aceptar la igual va-lidez de cualquier cultura dominante y discriminadora. Para rechazarla tiene que argumentar que una comunidad cultu-ral libre es preferible a una esclava y que vale más el respe-to a la pluralidad que la imposición de las propias actitudes y creencias. Si reivindica el valor de autonomía cultural ase-vera que la libertad es preferible a la dominación, si afirma su identidad, establece la superioridad moral de ser auténti-co; si rechaza que el sentido de su vida sea determinado

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por otros, proclama el derecho de todos a elegir sus propios fines. Esos valores no pueden ya ser relativos; si lo fueran, no habría justificación racional para rechazar una cultura que les fuera contraria. Sin proclamarlo, si su conducta está fincada en razones y no sólo en impulsos ciegos, el relativis-ta tiene que admitir ciertos valores transculturales para jus-tificar su propio relativismo, ¿Cómo determinar esos valores sin caer en una falsa postura universalista? Partiré de dos supuestos que, según creo, serían aceptables sin dificultad.Primer supuesto: una cultura satisface necesidades; cumple deseos y permite realizar fines del hombre. ¿Cómo? Me-diante varias funciones: 1) expresa emociones, de-seos, modos de ver y de sentir el mundo; 2) señala valores, per-mite preferencias y elección de fines; 3) da sentido a actitu-des y comportamientos. Al hacerlo presta unidad a un gru-po, íntegra a los individuos en un todo colectivo, y 4) deter-mina criterios adecuados para la implantación de medios para realizar esos fines y valores; garantiza así, en Laguna medida, el éxito en las acciones emprendidas.Segundo supuesto: Una cultura será preferible a otras en la medida en que cumpla mejor con esas funciones de expre-sar, dar sentido, integrar a una comunidad y asegurar el po-der de nuestras acciones.Podemos preguntarnos entonces ¿cuáles serían las condi-ciones de posibilidad, a priori, para qué una cultura realice mejor sus funciones? Esas condiciones podrían verse como principios normativos para la realización de una cultura va-liosa. Señalarían los requisitos de una cultura ideal que cumpliera a la perfección sus propósitos. De hecho, ninguna cultura particular cumple cabalmente esos requisitos. Siem-pre existirá una distancia entre el orden normativo expresa-do por los principios de una cultura ideal y la situación real de cada cultura particular. Esa distancia hace posible siem-pre la crítica de la situación existente a partir de la exigen-cia normativa no cumplida,Esos principios son universales, puesto que enuncian condi-cione para que cualquier cultura cumpla sus funciones ca-balmente. Pero son universales por ser formales. Nada di-

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cen acerca de los contenidos que deberían tener las cultu-ras, los fines y valores que deberían elegir, las creencias bá-sicas que deberían compartir.El contenido de los valores que se consideran superiores, de los fines concretos que es preferible alcanzar y aun de los criterios específicos para determinar esos valores, pue-de variar de una cultura a otra. Valores supremos pueden ser, para unas, la armo-nía cósmica, la unión con lo Sagrado o la redención personal; para otras, el honor, la gloria, el or-den o el poder; para algunas más, la libertad, la igualdad, la felicidad. Unas culturas pueden apreciar como fin superior la realización plena del individuo; otras, el servicio de éste a la comunidad; algunas seguirían como criterio de valoración un mensaje divino, otras tratarían de regirse por la razón; algunas más, por variadas intuiciones y experiencias mora-les. Si es difícil encontrar valores comunes entre los miem-bros de una misma cultura, aún lo es más entre culturas distintas. Pero cualesquiera quesean los valores proyecta-dos por cada una, para que se realicen, todas deberán sa-tisfacer ciertas condiciones. Así, es preciso distinguir entre dos órdenes de valores: los proyectados y aceptados por cada cultura singular y los que son condición de la posibili-dad de realización de cualesquiera de ellos. Los primeros son relativos a cada cultura, los segundos son transcultura-les. Esta distinción correspondería a la diferencia entre lo «bueno» (good) y lo «correcto» o «justo» (right), destacada por W.D. Ross y recogida, en el campo de la ética, por John Rawls [Ross y Rawls]. La discusión sobre universalismo sue-le confundir esos dos rangos de valores,Los principios normativos que serían válidos para cualquier cultura pueden considerarse como hipotéticos o categóri-cos. No es indispensable, para mi propósito actual, pronun-ciarnos sobre este punto. Podríamos considerarlos como principios hipotéticos. Su obligatoriedad estaría condiciona-da a una regla utilitaria que podría formularse así: si un su-jeto quiere contribuir a que una cultura cumpla mejor con sus funciones, entonces deberá guiarse por los siguientes principios… O bien, podríamos juzgar que la realización de una cultura que cumpla mejor con sus funciones es un im-

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perativo ético incondicionado, entonces los principios para realizarla se verían como normas categóricas.Creo que los principios en cuestión pueden reducirse a cua-tro, de cada uno de los cuales podrían deducirse otros me-nos generales, Los llamaré principios de autonomía, de au-tenticidad, de finalidad y de eficacia.

El principio de autonomíaUna cultura tendrá la posibilidad de cumplir con las funcio-nes de expresar a una comunidad, de otorgar sentido a su vida y de asegurar el éxito de sus acciones si y sólo si tiene la capacidad de: 1) fijar sus metas, elegir sus valores priori-tarios, establecer preferencias y determinarse por ellas; 2) ejercer control sobre los medios a su alcance para cumplir esas metas; 3) sentar los criterios para juzgar la justifica-ción de sus creencias y atenerse, en el proceso de justifica-ción, a las razones de que esa comunidad dispone, y 4) se-leccionar y aprovechar los medios de expresión que juzgue más adecuados.A esta primera condición la podemos llamar principio de au-tonomía, con tal de tomar este término en su sentido más amplio, como capacidad de autodeterminación sin coacción ni violencia ajenas. Para que una cultura se realice cabal-mente, es menester que la comunidad que la sustenta ten-ga la capacidad de decidir sobre los fines y valores preferi-bles, los medios para realizarlos, la justificación de sus creencias y sus formas de expresión.Del principio de autonomía se siguen ciertos deberes y de-rechos de todo agente ante la cultura a la que pertenece y ante las culturas ajenas, principalmente el deber de todo sujeto de procurar la autonomía de su propia cultura. Deber de contribuir, en la creación y transmisión de la cultura, a que las creencias actitudes y expresiones culturales estén basadas en las decisiones libres de la propia comunidad; de luchar, por lo tanto, contra la imposición de formas cultura-les como instrumentos de dominación. Se sigue también, por otra parte, el deber de respetar la autonomía de las for-

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mas cultura-les ajenas; de no imponer a otras comunida-des, sin su libre con-sentimiento, nuestras creencias, actitu-des y fines; deber de respetar formas de vida que no com-partimos; deber, en suma, de tolerancia.A esos deberes corresponde el derecho de toda comunidad de cultura a la mayor autonomía compatible con el marco constitucional asumido libremente en convenio con otras comunidades culturales. Comprende el derecho a la autono-mía de expresión: utilización de la propia lengua y de sus recursos expresivos; el derecho a usar los conocimientos y técnicas que considere convenientes; fijar sus metas y pro-gramas co-lectivos, y determinar las instituciones sociales y los procedimientos de decisión para cumplirlos. Contrario a la autonomía cultural no es la aceptación de productos culturales de otras comunidades, si no la sumi-sión a la dominación por otras culturas. La apropiación de un elemento cultural ajeno puede formar parte de una cul-tura libre. Lo opuesto a la autonomía no es la adopción de lo ajeno, sino su imitación ciega, que supone la sumisión a dictados heterónomos.Las formas culturales pueden ser utilizadas como instru-mentos ideológicos al ser inducidas en otras comunidades. Ejercen entonces una función de dominación. En las situa-ciones de dependencia, la enajenación en la cultura del do-minador suele ser mayor en los grupos privilegiados de la comunidad dominada. Se origina a menudo en una capa so-cial cuyos intereses están ligados al dominador, en forma consciente o inconsciente, y que sólo es capaz de producir y transmitir una cultura imitativa, reflejo y repetición de la metrópoli. La cultura de la metrópoli puede servir, a su vez, a la dominación de esos grupos privilegiados sobre otros grupos.Pero es fácil confundir el diagnóstico de una cultura enaje-nada. No es tal por aceptar formas culturales oriundas de otra cultura, sino por imitarlas o seguirlas de modo heteró-nomo. La aceptación de ideas ajenas puede favorecer, por el contrario, en determinadas circunstancias, la propia auto-nomía frente a la dominación. Ha sido el caso de los movi-

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mientos libertarios o ilustrados en naciones dependientes, que se alimentaron con la incorporación de ideas y actitu-des provenientes de la misma metrópoli dominante. La ena-jenación cultural no consiste en la apropiación de creencias ajenas, sino en su aceptación sin discusión ni justificación por la propia razón; no estriba en el seguimiento de fines y valores distintos a los de la propia tradición, sino en su adopción por autoridad, por fascinación ciega o por interés, y no por decisión libre y personal. Tampoco consiste la ena-jenación cultural en adopción de productos, técnicas o cos-tumbres importadas del exterior, sino en su falta de control. Por el contrario, la apropiación de técnicas, instrumentos o procedimientos de trabajos ajenos, su integración y control por comunidades técnicamente más atrasadas, ha sido un factor frecuente de progreso, por haber ampliado el ámbito de poder de esas sociedades, La sujeción a técnicas y a pro-cedimientos de trabajo cuyo dominio escapa a una comuni-dad dependiente es un factor de enajenación; en cambio, su asimilación y manejo en provecho propio afirma su auto-nomía, No es por ende, la procedencia externa de un pro-ducto o instrumento la causa de enajenación, sino su pérdi-da de control.En este punto se ve claro el error de considerar la autono-mía de una cultura como equivalente al descubrimiento de algo «peculiar» o «propio» que la constituya. En ciertas cir-cunstancias, mantener los rasgos culturales «peculiares» de una cultura y negarse a aceptar otros, hasta ahora ajenos, puede disminuir las capacidades de decisión de una cultura sobre su entorno y favorecer, por consiguiente, su hetero-nomía.Por otra parte, la propia herencia cultural puede convertirse en instrumento de dominación en el interior de una socie-dad, al imponerse por los grupos privilegiados al resto de la sociedad para mantener el sistema existente. La defensa de la «idiosincrasia» de un pueblo frente a las «ideas disolven-tes» venidas del exterior ha estado casi siempre al servicio de las formas de poder establecidas. La repetición irreflexi-va de las convenciones heredadas es un factor de enajena-

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ción tan poderoso como la imitación ciégamelas formas de vida ajenas.En consecuencia, la defensa contra la función dominadora de una cultura ajena no consiste en el regreso a una forma de vida «propia», que nos distinga frente a ella, sino en el ejercicio de la decisión y las razones personales tanto teóri-cas como prácticas. Pretender superar una forma de cultura «imitativa» con el regreso a lo «peculiar» puede conducir, en cambio, a otras formas ideológicas de dominación, al re-forzar estructuras de opresión internas.3Notemos, por último, que la pareja conceptual autonomía-heteronomía cultural no coincide con la de cultura nacional-cultura ajena. En efecto, a veces la cultura nacional, utiliza-da como factor unificador de los distintos sectores de un país, suele ser un instrumento de enajenación frente a las diversidades culturales de las regiones, grupos o etnias. Y son las culturas nacionales las que suelen acudir al concep-to de «peculiaridad» nacional. La realización de la autono-mía cultural de ciertos grupos puede tomar entonces el ses-go de una ruptura con la cultura nacional aceptada. Es el caso de los movimientos disruptivos, libertarios, o de las lla-madas «contra-culturas».4En el caso de las etnias, tampoco coincide la autonomía con la preservación de una cultura «propia», ni la heteronomía con la aceptación de una cultura nacional más amplia. En efecto, el apego a los usos y costumbres heredados, por el mero hecho de pertenecer a la propia tradición, no es nece-sariamente un rasgo de autonomía. Por otra parte la acep-tación de una cultura nacional puede ser factor de someti-miento a otra cultura cuando es imitativa, pero también puede servir de estímulo de liberación cuando se asimila li-bremente para romper con una tradición enajenante.

El principio de autenticidadUna cultura sólo puede cumplir sus funciones1 si y sólo si es expresión de las disposiciones reales de los miembros de una comunidad, si es consistente con los deseos, propósitos

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y actitudes de sus creadores. Puesto que esos deseos, pro-pósitos y actitudes están en relación con sus necesidades, una cultura cumplirá mejor con sus funciones si responde a esas necesidades.Solemos calificar a una persona de «auténtica» cuando es «ella misma», es decir, cuando corresponde a la identidad que ha elegido para sí. Esto implica: 1) su comportamiento -incluyendo el verbal¬- es consistente con sus creencia, ac-titudes e intenciones conscientes; un componente de la au-tenticidad es la veracidad o sinceridad, y 2) su comporta-miento y las creencias que profesa son consistentes con sus emociones, de-seos y preferencias efectivas -sean cons-cientes o no-; expresan su verdadera personalidad. Será tanto más auténtica una persona cuanto más profundos y permanentes sean los rasgos de la personalidad que expre-sa su comportamiento. Un segundo componente de la au-tenticidad es la coherencia interior. Lo contrario a la «au-tenticidad» aplicado a una persona sería un tipo cualquiera de inconsistencia entre sus expresiones y comportamientos y sus verdaderas actitudes, creencias e intenciones. La inautenticidad podría calificarse entonces con adjetivos ta-les como «insincero», «falso», «mendaz»; o bien, cuando no es coherente con su identidad profunda: «superficial», «frí-volo», «vano», etcétera.Por analogía, podríamos calificar a una Cultura de «auténti-ca» cuando: 1) sus manifestaciones externas son consisten-tes: con los deseos, actitudes, creencias y propósitos efecti-vos de sus miembros. Será tanto más auténtica cuando res-ponda de manera adecuada a disposiciones permanentes y profundas y no a otras cambiantes y pasajeras, y 2) puesto que esas disposiciones están condicionadas, a su vez, por necesidades, otro rasgo de autenticidad de una cultura será su adecuación a las necesidades de la comunidad que la produce.5El concepto de autenticidad cultural es, por supuesto, relati-vo. Pueden señalarse varios niveles de autenticidad según consideremos la consistencia de creencias y comportamien-tos en relación con las disposiciones y necesidades de gru-

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pos reducidos, o con las de una comunidad más amplia. Por ejemplo, una cultura de élite, propia de sectores hegemóni-cos dentro de una sociedad, puede responder a necesidad y actitudes auténticas de una clase privilegiada, pero no ser consistente, en cambio con, la realidad del país en su con-junto. Se trata entonces de una cultura escindida de la so-ciedad, expresión de una sociedad en sí misma escindida. Cuando algunos pensadores latinoamericanos han plantea-do el problema de una cultura enajenada o inadaptada, se refieren a este caso. Situación distinta es la de culturas mi-noritarias que expresan necesidades y modos de ver el mundo de una etnia o nacionalidad, no compartidos por el resto del país. A la inversa del caso anterior, se trata de cul-turas de una comunidad unida. Su dificultad para identifi-carse con una cultura nacional más amplia no haría más que reflejar su falta de integración plena al Estado-nación. Aun en este caso, el grado de autenticidad varía en las dis-tintas capas sociales. En las etnias minoritarias suele haber también grupos sociales —general-mente los de situación privilegiada— que sucumben a la imitación burda de las for-mas de vida hegemónicas y son incapaces de guardar una cultura auténtica.Es claro también que no tendría sentido calificar a una cul-tura en bloque como «auténtica» o «inauténtica». Lo fre-cuente es que se hallen en toda cultura sectores de mayor o menor autenticidad. Por ejemplo, en una sociedad agríco-la tradicional, la cultura comercializada, proveniente de la metrópoli, puede estar inadaptada a las necesidades reales; ser, por lo tanto, menos auténtica que las expresiones reli-giosas o artesanales correspondientes a manifestaciones genuinas de esa sociedad.Este principio supone el anterior: condición necesaria de au-tenticidad parece ser la autonomía. Difícilmente podríamos concebir una actitud auténtica que no esté funda-da en la propia decisión y basada en las propias razones. Tampoco podemos concebir que una cultura «heterónoma» (es decir, que sigue decisiones ajenas) pudiera ser auténtica. Pero la inversa no es correcta. Podernos imaginar actitudes cultura-les autónomas que no reflejen los verdaderos deseos ni sa-

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tisfagan las necesidades reales de la totalidad de una socie-dad. Por ejemplo, muchos retornos a formas culturales del pasa-do pueden responder a movimientos de libertad frente a una cultura extranjerizante y, sin embargo, resultar ina-daptados a las necesidades actuales, justamente por co-rresponder a una época rebasada. Serían autónomos, pero no podríamos calificarlos de auténticos.6De este principio pueden seguirse ciertos deberes y dere-chos de cualquier sujeto hacia la cultura de las distintas co-munidades de que forma parte. Se referirán, ante todo, a la comunidad a la que el sujeto ha elegido integrarse. Cual-quier persona que participe en la creación y transmisión de la cultura estaría obligada a procurar su autenticidad, evi-tando el transplante de formas de cultura que no respondan a las necesidades, deseos y fines de la propia comunidad, sino a necesidades de otras sociedades. La adaptación de los elementos ajenos a las propias necesidades, su asimila-ción y transformación para volverlos consistentes con las actitudes de la comunidad son, en cambio, formas de re-cepción auténtica de una cultura.Es claro que no puede haber un deber semejante respecto de culturas distintas a las que el sujeto pertenece, pues el miembro de una cultura no puede contribuir a la autentici-dad de otra. Sin embargo, habría una forma de aplicación del principio de autenticidad a la relación de un sujeto con culturas ajenas: todo sujeto tendría el deber de atribuirle autenticidad a otra cultura, mientras no tenga razones sufi-cientes para ponerla en duda; es decir, tendría la obligación de suponer que las expresión es (verbales o no) de otra cul-tura son consistentes con sus deseos, creencias, actitudes o intenciones, mientras —repito—no tenga razones en contra de esa suposición. Es un deber de confiabilidad.De este deber podría inferirse otro: el deber de comprender y juzgar a los miembros de una cultura ajena de acuerdo con sus expresiones auténticas; esto es, deber de compren-der y juzgar al otro según sus propias categorías, valores y fines, y no según los propios de nuestra cultura. Sólo así el otro es comprendido y juzgado como sujeto y no como obje-

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to. El deber de comprender al otro como sujeto no implica naturalmente aceptar lo que el otro expresa, sino sólo con-fiar en él, lo que incluye comprenderlo y juzgarlo según sus propios criterios de juicio, sin imponerle los nuestros.A este deber es correlativo el derecho de toda cultura a ser considerada según sus propias categorías y valores, sin ser juzgada —condenada o absuelta— por el tribunal de una cultura ajena. El principio de autenticidad nos abre, así, a la posibilidad de reconocimiento del otro como sujeto. ¿No fue éste el problema central en el encuentro entre la cultura oc-cidental y las culturas americanas, que no lograron superar ni siquiera los más benévolos de los misioneros?La noción de autenticidad, tal como la he presentado, difie-re de la «peculiaridad». Lo peculiar, aquello que nos distin-gue de las demás culturas, es mantenido por la tradición, tiene su base en la continuidad de una herencia. Supone una sociedad cuyos cambios son lentos y no establecen rupturas con el pasado inmediato. Pero la tradición deja a menudo de ser consistente con nuevas necesidades, con fi-nes y valores elegidos por ciertos sectores o capas sociales. En ese caso, para esos sectores sociales, los con-tenidos peculiares de una cultura singular se volverán cascaras va-cías o vestigios inoperantes; serán sentidos, por lo tanto, como inauténticos. Lo que era una forma de vida o una ex-presión genuina en una época, puede dejar de serlo en otra que presenta necesidades distintas, pues toda sociedad es dinámica. En los momentos de transformación social, mu-chos rasgos culturales provenientes de otras culturas po-drán corresponder mejor a las nuevas necesidades y a los nuevos valores elegidos. Para esos sectores sociales, la aceptación autónoma de rasgos de una cultura ajena y su adaptación a la propia situación cumplirán con el principio de autenticidad, mientras que atenerse a la tradición será un rasgo de falsedad.Por último, la autenticidad cultural no está reñida con la universalidad. Ya notamos cómo la adaptación o apropia-ción de elementos de otras culturas puede ser una manera de satisfacer necesidades propias. Además, las expresiones

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más auténticas de una cultura, es decir, aquellas que ex-presan disposiciones más profundas y permanentes de la condición humana, son generalmente las más universaliza-bles.

El principio de finalidadToda cultura proyecta un abanico de fines últimos que dan sentido a la vida personal y colectiva. Al hacerlo, establece un ámbito en el que pueden florecer ciertos valores. La pro-puesta de fines y valores preferenciales por una cultura orienta la vida de cada individuo y lo integra en la comuni-dad. Una cultura cumplirá su función específica si y sólo si es capaz de señalar fines y establecer valores preferencia-les. Y la cumplirá mejor en la medida en que esos fines y valores aseguren la realización de formas de vida más per-fectas. Podríamos llamar a este principio, condición de ra-cionalidad valorativa o de finalidad.Una función esencial de la cultura es integrar un grupo so-cial y mantener su cohesión. Esa función no es indepen-diente de la de dar un sentido a la vida en común, mediante la propuesta de fines colectivos. El individuo se integra en una comunidad mediante la aceptación de comportamien-tos y reglas orientados por metas comunes que les otorgan un sentido. Cada cultura ofrece un abanico de fines y valo-res realizables por el individuo, entre los males éste puede elegir su plan de vida. A la vez, la pertenencia a una socie-dad suministra varias imágenes de nuestro papel en ella; al sopesar-las, podemos dibujar nuestra propia identidad. Así, el acceso a ella está ligado a la proyección de fines y valo-res en el ámbito de una cultura [véase «Sobre la identidad de los pueblos», en este volumen].Pero el espacio que ofrece una cultura para la elección de un plan personal de vida no se reduce a los valores y fines vigentes en un momento dado. Cada cultura estable-ce cri-terios para juzgar cuáles serían fines y reglas superiores a los aceptados de hecho por su sociedad, los cuales permiti-rían formas de vida más perfectas que las que se dan en ese momento. Los valores que puede proponer no coinci-

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den necesariamente con los consensuados en un momento por la sociedad existente; no se identifican, por lo tanto, con la moralidad social efectiva de un pueblo (la Sittlichkeit de los filósofos alemanes). Abarcan también ideales de vida no realizados ni consensuados. Así, la integración de un in-dividuo a la comunidad no se realiza exclusivamente por la aceptación de los fines y valores establecidos, sino también por la elección de formas de vida superiores, aún no realiza-das, pero posibles según criterios de esa cultura.El cabal cumplimiento de este principio supone los anterio-res. En efecto, sólo pue-den contribuir al perfeccionamiento de la vida humana, los fines y valores que hayan sido elegi-dos en forma autónoma por el sujeto y que respondan a sus verdaderas actitudes y creencias ante el mundo, es decir, que sean auténticos. Con todo, autonomía y autenticidad son condiciones necesarias pero no suficientes para la reali-zación plena de este principio. Pueden concebirse, en efec-to, culturas autónomas y auténticas que sean in capaces, en un momento histórico determinado, de otorgar sentido a la vida de sus miembros. Es lo que ha acontecido, en mayor o menor medida, en algunos pueblos, en periodos de nihilis-mo o de desesperación generalizados.7De este principio se deducen varios deberes. En primer lu-gar, el deber de todo sujeto de contribuir a que en su cultu-ra prevalezcan los fines y valores más altos. Puede interpre-tarse como la obligación de contribuir a la realización de los fines que, de hecho, mantienen integrada a la sociedad, le otorgan un sentido colectivo y permiten la realización de valores sociales compartibles. Pero implica también el de-ber de oposición y denuncia contra las formas culturales que se consideran falsas, insuficientes o irracionales. Un movimiento semejante puede conducir a la recuperación de valores y formas de vida de la propia tradición, sepultados y olvidados. Puede inducir, por el contrario, a una actitud de ruptura frente a la herencia cultural y a una elección de cambio social. En este último caso, el contacto con otras culturas suele ser un estímulo importante para la propuesta de nuevos valores. La influencia de los criterios de valora-ción de otras sociedades puede favorecer el abandono de

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formas de vidas represivas o limitantes y la adopción de otras en que la vida humana pueda realizarse mejor. El principio de finalidad obligaría, en esos casos, a optar por esas valoraciones "superiores y a regirse por ellas.Frente a otras culturas, se sigue de este principio el deber de no imponerles nuestros fines y valores y, al mismo tiem-po, de comunicar los nuestros cuando los consideremos su-periores. Deber de información, difusión y aun instrucción de las creencias y formas de vida que ayudarían a una emancipación y realización mayor del hombre, sin imponer-las, con respeto a la autonomía del otro. A estos deberes corresponden los derechos a la comunicación entre cultu-ras.

El principio de eficaciaUna última condición para que una cultura cumpla adecua-damente sus funciones es que ponga en práctica los medios requeridos para garantizar el cumplimiento de los fines ele-gidos. Podríamos llamarla condición de racionalidad instru-mental o de eficacia.Toda cultura ofrece ciertos medios para alcanzar los fines propuestos y realizar los valores elegidos. Una racionalidad instrumental o de medios exigiría utilizar en cada caso los instrumentos más eficaces, que permitan un dominio ma-yor. La racionalidad instrumental se refiere, por supuesto, a varios géneros de técnicas: las aplicadas al entorno natural o social, las técnicas de comunicación en la interrelación humana y las de expresión en el arte.El principio de eficacia afecta de una manera especial al sis-tema de creencias de una comunidad. Toda comunidad tie-ne interés en que sus creencias sean conformes a la reali-dad y, por ende, le presten una garantía de que las accio-nes, dirigidas por esas creencias, tengan éxito. Las creen-cias que cumplen con esos requisitos son considera-das ra-cionales.Cada comunidad cultural establece criterios para tener por racional una creencia. Una creencia es racional en la medi-

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da en que se funda en razones objetivas, aceptables por una comunidad determinada. Podemos nosotros llamar «ra-cionalidad» a la tendencia a procurar la justificación mejor para nuestras creencias. Justificación mejo-res aquella que garantiza, de manera más firme, alcanzarla realidad y, en consecuencia, asegurar el éxito de nuestras acciones guia-das por esas creencias. La racionalidad responde a un inte-rés básico: el interés por garantizar que nuestras acciones tengan éxito, al ser conformes con la realidad [véase Villoro 1, pp. 280-281].El principio de eficacia exigiría, en cada caso, utilizar los medios más eficaces, sean éstos producto de la propia co-munidad cultura o de sociedades ajenas. En el dominio de las creencias, propondría buscar la mejor justificación para las creencias colectivas y rechaza las injustificadas. El suje-to podría así poner en duda los criterios de racionalidad aceptados en su cultura y proponer otros que garanticen mejor el acierto en las acciones. El contacto con otras cultu-ras, cuya ciencia y técnica estén más avanzadas, suele fa-vorecer el proceso. En este caso, el principio de eficacia exi-giría adoptar los criterios de racionalidad más efectivos y regirse por ellos.En relación con culturas diferentes, el principio de eficacia implica el deber de recibir, aquilatar, someter a crítica las ideas y técnicas ajenas y adoptar —después de sopesar sus ventajas— las que se juzguen más racionales. A otras cultu-ras les impone el deber de informar, transmitir las creen-cias y técnicas más racionales a culturas consideradas me-nos eficaces y, en caso de que las culturas receptoras lo de-cidan de manera autónoma, asistirlas en el cambio.A estos deberes corresponde el derecho de toda cultura a la información, comunicación y discusión libre de los logros de otras culturas y, si así lo deciden, a su colaboración para el cambio.

Derechos humanos

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Los cuatro principios que he expuesto valdrían para toda cultura. En los países occidentales, muchos políticos e inte-lectuales se inclinan por considerar otro principio como váli-do para toda cultura: el respeto a los derechos humanos fundamentales. ¿Hasta qué punto se sostiene esa preten-sión?Para contestar, debemos desahogar un par de puntos pre-vios. La discusión sobre el fundamento de los derechos hu-manos es sumamente rica. Sería impertinente entrar, en este momento, en ella. Me limitaré a recordar algunas posi-ciones teóricas, en un resumen bárbaro pero útil, tal vez, para nuestro tema.Todo «derecho» supone un orden normativo. Hablar de «de-rechos naturales» re-mite ese orden a la «naturaleza». Pero esa tesis es difícil de aceptar, salvo si concedemos supues-tos teológicos, pues no puede racionalmente responderse al problema de la instancia que dictaría «normas naturales». Pero la tesis contraria, la del formalismo jurídico, suscita también serias dificultades. Si todo derecho está fundado en un acto de legislación positiva, los derechos humanos serían obra de los distintos Estados; no serían, por lo tanto, transculturales; variarían de una cultura a otra.Para evitar ambos escollos, se han propuesto, al menos, dos caminos teóricos: 1) los derechos humanos no serían derechos jurídicos sino morales. Pertenecerían, por ende, a un orden ético independiente del ordenamiento estatal y anterior a él. Valdrían aun si no existiera una legislación po-sitiva. Admitir su validez para toda cultura comprometería simplemente a sostener que constituyen normas de una éti-ca universal, y 2) cabe una variante a la tesis anterior: los derechos humanos consistirían en el reconocimiento, por la legislación positiva de un Estado, de valores o necesidades objetivas, propias de todo hombre. En esta propuesta, el ca-rácter objetivo de los valores sería una razón para sostener la validez universal de las normas que los promulgan.8 En mi opinión, cualquiera de esas dos concepciones daría solu-ción al dilema entre jusnaturalismo y formalismo jurídico. No estoy en posibilidad de contribuir actualmente a su dis-

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cusión. Me limitaré ahora a derivar algunas conclusiones que se imponen para el problema específico que nos ocupa: ¿son transculturales los derechos humanos?La primera tentación sería intentar derivarlos de los cuatro principios formales, válidos para toda cultura, que señala-mos. Pero la cuestión no es tan simple. Habría que distin-guir entre distintos enunciados posibles de esos derechos. De hecho, su formulación actual es producto de una cultu-ra: la occidental. Ni siquiera corresponde a todas sus etapas históricas; es característica de un periodo de la modernidad y sólo se expresa con claridad a fines del siglo XVIII. Esta delimitación es un signo de su dependencia de una cultura particular. Aun así, no sería una objeción invencible contra su universalidad. En efecto, he insistido en que una cultura no se reduce a proponer valores y normas vigentes en su comunidad histórica, sino también valores que la rebasan; por lo tanto, éstos podrían, en principio, ser válidos también para otras culturas.Pero, de hecho, en otras culturas no se encuentra una for-mulación de derechos humanos equivalente a la occidental. Por ejemplo, en la tradición de pensamiento de las culturas india, japonesa o americana precolombina, pueden identifi-carse conceptos que se referirían a valores semejantes a los de las declaraciones occidentales de los derechos huma-nos; sin embargo, presentan variantes importantes. Podría-mos resumir éstas en dos rubros: 1) los derechos están siempre ligados a deberes y no pueden en-tenderse sin ellos. El agente moral es visto primordialmente como un su-jeto de obligaciones ante su sociedad y aun ante el cosmos; sólo si las cumple tiene méritos. No me-rece tener derechos si no acepta deberes, y 2) los derechos de la comunidad se consideran de igual valor, incluso en algunas formulaciones, superiores a los del individuo. No pueden concebirse estos últimos más que en el contexto del cumplimiento de un ser-vicio debido a los otros. Entre estas ideas y la concepción occidental moderna de los derechos humanos hay analo-gías a la vez que diferencias.9

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Tanto la concepción de los derechos humanos del Occiden-te moderno como las de culturas no occidentales, darían lu-gar a formulaciones relativas a una cultura particular. Pero, siguiendo las analogías entre ellas, podría intentarse una formulación nueva, que trascendiera esas particularidades y se refiriera exclusivamente a valores objetivos y normas éticas aplicables a toda comunidad cultural. Por mi parte, no estoy en posibilidad de precisar cuál sería esa formula-ción, pero creo que los principios formales enunciados an-tes darían la base para emprender esa tarea. Un enunciado de valores humanos o normas morales transculturales de-bería comprender, al menos, los siguientes puntos:1) Puesto que toda cultura debe suministrar el contexto en el que sus miembros puedan desempeñarse como agentes morales, tiene que permitirles la elección y realización li-bres de un plan de vida, dentro del marco que ella les pres-ta. Los principios de autonomía, autenticidad y finalidad su-ponen la capacidad de autodeterminación. De ellos se sigue un núcleo mínimo de derechos que aseguren esa capacidad para los miembros de cualquier cultura. Ese mínimo com-prendería los derechos individuales indispensables para que un sujeto pueda elegir un plan de vida entre los valores y fi-nes que le ofrece su cultura. Los derechos individuales bási-cos de la tradición moderna occidental (derecho a la vida, a la seguridad, a la libertad de expresión y de asociación) res-ponderían a esa exigencia.102) Esos derechos individuales tienen que contener la perte-nencia a una comunidad cultural. Ella es una condición ne-cesaria al acceso a la identidad personal y a la elección de fines y valores. Por consiguiente, la capacidad de una co-munidad y/o cultura de ser autónoma y auténtica y de pro-yectar fines valiosos forma parte de los derechos funda-mentales del hombre, al mismo nivel que los derechos indi-viduales, pues sin aquélla no podrían cumplirse éstos [su-pra, cap. 3]. Así como el cumplimiento de los derechos indi-viduales pretende garantizar la libertad de la persona frente a la intromisión del poder público, la vigencia del derecho de los pueblos intenta evitar la dominación de una comuni-dad por otras. Las formulaciones usuales de los derechos

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humanos olvidan con demasiada facilidad esta dimensión colectiva, presente, en cambio, en otras culturas menos in-dividualistas.Es claro que ambos órdenes de derechos no pueden opo-nerse, son complementarios. El individuo no puede tener derecho a una libertad contraria a la libertad de otros suje-tos y, por lo tanto, a la de su comunidad; la comunidad, a su vez, no puede alegar derechos que se opusieran a los de un agente moral. Una formulación transcultural de derechos humanos debería establecer, a la vez, la interrelación y la demarcación entre unos y otros.3) El individuo se realiza en el seno de una totalidad que lo trasciende. Debe contribuir al buen funcionamiento de la comunidad cultural a la que pertenece. Es, por lo tanto, su-jeto de deberes hacia ella tanto como de derechos. Deberes hacia los demás miembros de su comunidad: cooperación en tareas comunes, solidaridad; deberes hacia la comuni-dad en cuanto totalidad: servicio. El justo equilibrio entre derechos individuales y deberes hacia la totalidad será de-terminado de acuerdo con los sistemas de creencias de cada cultura.La atención a estos puntos podría conducir a una formula-ción de los deberes y derechos fundamentales del hombre, válida transculturalmente. Ella no podría contener algo que no correspondiera a las condiciones de funcionamiento de cualquier cultura. No incluiría, por lo tanto, ciertos pretendi-dos «derechos» que suelen aparecer en algunas proclama-ciones de los derechos humanos en Occidente, desde las clásicas declaraciones del siglo XVIII; por ejemplo, los «de-rechos» a la propiedad individual o a la felicidad personal. La propiedad individual —salvo si se restringe a los bienes de uso indispensables para vivir y trabajar— no es un requi-sito necesario para considerar a alguien un agente moral; tampoco forma parte de las características que debe tener una cultura para que sus miembros puedan elegir con auto-nomía su plan de vida. De hecho, muchas culturas conside-ran indispensable la propiedad colectiva para la subsisten-cia de la comunidad. Por otra parte, considerar la felicidad

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personal entre los derechos fundamentales de todo hombre forma parte de una concepción individualista de la vida hu-mana que no es compartida por muchas culturas.Un enunciado transcultural de los derechos humanos prohi-biría también algunas prácticas propias de ciertas culturas no occidentales, como la discriminación y opresión de las mujeres o la interdicción de profesar religiones distintas de la mayoritaria. Esas prácticas forman parte de costumbres que de hecho se siguen en algunas sociedades, pero no es-tá excluido que pudieran ser puestas en entredicho por una moral crítica dentro del marco de la propia cultura. De cual-quier modo, no se trata de requisitos necesarios para el me-jor funcionamiento de cualquier cultura.

¿Conflictos entre principios?Los cuatro principios que he señalado son de igual rango. No sólo son compatibles sino complementarios, porque cada uno se refiere a un aspecto distinto de la cultura.Sin embargo, en el choque entre culturas, surge un conflic-to entre los principios de autonomía y autenticidad, por una parte, y el de eficacia, por la otra, que tendría que dirimir el de finalidad. Lo que Occidente considera progreso está liga-do a la asimilación de técnicas que permiten un control ma-yor sobre el medio, criterios de racionalidad más seguros y formas de convivencia social más libres y equitativas. Todo ello rompe las formas culturales limitantes de las socieda-des tradicionales. Los principios de finalidad y eficacia obli-garían a superar la inercia de las formas de vida heredadas y adoptar las que se dan en otras civilizaciones posibles. Pero éstas no se ofrecen como una opción a la libertad, sino como parte de una maquinaria de dominación. La adopción de una cultura «moderna» ajena es también la de esa cultu-ra de dominación. Conduce, por lo general, a la destrucción de las creencias y formas de vida auténticas, que le daban una cohesión interna a la comunidad, reforzaban su resis-tencia ante grupos más fuertes y otorgaban un sentido a su vida, conforme con su tradición. La aceptación de formas culturales más eficaces e ilustradas ha supuesto, a menudo,

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la pérdida de la autonomía y la enajenación de sociedades tradicionales.Por los principios de autonomía y autenticidad, una comuni-dad se vería impulsada a resistir la influencia de la cultura de dominación y a preservar sus formas culturales propias. Por el principio de eficacia, en cambio, estaría inclinada a adoptar formas de la cultura dominadora. Pero es claro que el conflicto entre principios se origina por la relación de do-minación. En una relación igualitaria entre culturas no se presentaría. Una situación exenta de dominación permite la elección, por un pueblo débil, de las técnicas, creencias y formas de vida de otro más eficaz; ésta se daría en la medi-da en que ese pueblo lo decidiera libremente, por convenir a sus necesidades; no implicaría, por ende, sujeción. A la in-versa, la fidelidad a la propia herencia, al no tener ya la fun-ción de defensa contra la dominación exterior, podría adap-tarse a la recepción de formas culturales más eficaces, pro-venientes de otras civilizaciones. Es la dominación y no la comunicación entre culturas la que introduce un conflicto entre la fidelidad a la tradición y la exigencia del cambio.El conflicto entre principios causado por la dominación exte-rior oculta su origen al disfrazarse con los términos de una falsa antinomia: el dilema «peculiaridad»-«universalidad». La contradicción aparece entonces porque el primer tér-mino, «peculiaridad», suele sugerir —para algunos— un grado de atraso e irracionalidad y el segundo, «universali-dad», una forma de heteronomía e inautenticidad. Pero son los conceptos oscuros empleados los que generan la antino-mia. Como muchos otros seudoproblemas filosóficos, éste es producto del mal uso del lenguaje.Ni la «peculiaridad» ni la «universalidad» son valores de-seables por sí mismos. Al optar por la «peculiaridad» en la cultura, en realidad lo que queremos preservar es la capaci-dad de autodeterminación y la consistencia de los elemen-tos de la cultura, entre ellos la no disonancia, es decir, su autonomía y su autenticidad. Lo que nos urge evitar no es la universalización, sino la cultura de dominación (propia o ajena) y la enajenación cultural. Porque la búsqueda de lo

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«propio», de lo «peculiar», no siempre es afirmación de au-tonomía; puede ser una forma de servidumbre al pasado o a los poderes dominantes. Tampoco es siempre auténtica; puede conducir a formas culturales in-adaptadas a las nece-sidades cambiantes y, por lo tanto, a un desgarramiento en-tre contenidos culturales de la tradición y otros más moder-nos.Por otra parte, al optar por una cultura «universal», lo que en realidad desearíamos es la realización de la razón y, por ende, la posibilidad de emancipación de todos los hombres. La universalidad cultural es una consecuencia y aun un su-puesto hipotético de la realización de una comunidad plane-taria emancipada, pero no es claro que sea un valor por sí misma. Podría, en efecto, concebirse una universalidad cul-tural indeseable, por irracional. De hecho, esa forma de uni-versalidad ya empieza a existir en la cultura comercializa-da, de consumo, difundida por los medios masivos de co-municación al servicio de intereses económicos o de domi-nación política. Universalidad de facto no implica, pues, ra-cionalidad.El falso dilema peculiaridad-universalidad debe, pues, trans-formarse en otro: autonomía y autenticidad frente a efica-cia. ¿Pero es éste un dilema? En teoría no. Porque el princi-pio de eficacia exige la adopción y transmisión a otras cul-turas de medios más útiles, pero no incluye la coacción. A su vez, el principio de finalidad invita a elegir valores supe-riores para la realización de la persona, que sólo podrían lo-grarse en forma autónoma. El respeto a los principios de autonomía y autenticidad obligarían, pues, a que todo pro-greso en la racionalidad y el sentido se realizase por la per-suasión, sin violentar al otro. Los principios de autonomía y autenticidad no obligan al rechazo de las formas culturales ajenas, incitan, en cambio, a su adopción cuando ésta es li-bre, responde a las propias necesidades y se considera más racional. El principio de eficacia no impone la destrucción de medios considerados impropios, sino su reemplazo, li-bremente decidido, por otros más útiles.

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Política culturalLos principios de una ética de la cultura trazarían una orien-tación a cualquier política cultural. Puesto que el conflicto entre autonomía y autenticidad, por una parte, y progreso material, por la otra, sólo se genera por la utilización de la cultura como instrumento de dominación, una política cultu-ral ideal estaría dirigida contra cualquier forma de domina-ción mediante la cultura. Su ideal sería la emancipación y realización plena de la sociedad, tanto en su interior como en su relación con otras comunidades.Como hemos visto, la condición de posibilidad para que una cultura cumpla adecuadamente su función es la autonomía; ese principio está supuesto en todos los de-más. El principal objetivo de una política cultural debe ser la promoción de las actividades libres y creativas. Esto entraña el respeto a todas las diferencias culturales, lo contrario de la imposi-ción de patrones y criterios homogéneos para toda la socie-dad. Al mismo tiempo, para que florezca una cultura diver-sificada, el Estado debe facilitar el ámbito de comunicación más extenso entre las diversas culturas, dentro y fuera de su propia sociedad.En segundo lugar, el principio de autenticidad incitaría al fo-mento de las formas culturales ligadas a las necesidades reales de los distintos sectores de la sociedad e intentaría disuadir de la sumisión a formas culturales manipuladas por los intereses mercantiles. Ante la influencia de países más poderosos, evitaría la repetición de formas culturales imita-tivas y propiciaría la innovación creativa, que exprese mejor las necesidades propias y aumente el control sobre el en-torno sin poner trabas a la comunicación. Su acción no esta-ría dirigida contra la introducción de formas culturales aje-nas, sino contra su imitación servil y su imposición. La intro-misión de formas vulgarizadas y homogeneizadas de una cultura media, favorecida por intereses comerciales trans-nacionales y difundida por los medios masivos de comuni-cación, desplazando las expresiones culturales auténticas de las naciones desprovistas del control de los sistemas de comunicación mundial, es la mistificación más acabada de

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una cultura universal. Contrarrestar el dominio de esa vul-garización cultural seudo universal, luchar contra la cultura mercantilizada y fomentar las manifestaciones culturales creativas y auténticas sería tina línea clara de una política cultural,Esa orientación no equivale a un nacionalismo cultural. El nacionalismo, en efecto, obedece al equívoco de confundir la autonomía y autenticidad culturales con el refugio en «lo peculiar». Como vimos, esa postura no sólo oculta el peligro del regodeo satis-fecho en las propias formas de vida, tam-bién puede servir de instrumento de dominación interna frente a toda ruptura cultural de las convenciones que afianzan un sistema. Una política cultural que buscara la emancipación y, por lo tanto, aceptara la crítica disruptiva y la innovación, tendría como metas principales, a la vez, la protección de la creación cultural autónoma en todos los sectores de la sociedad y el fomento de la comunicación y apropiación libre de los conocimientos y técnicas de otros países. Su fin debería ser el acceso a una cultura planetaria libre de dominación, basada, por lo tanto, en la determina-ción autónoma de cada pueblo.La política cultural tiene que enfrentarse también al proble-ma de la relación de las formas culturales hegemónicas en un país, con las de sus minorías. Frente a las culturas mino-ritarias y a las de etnias o nacionalidades existentes en el interior de un Esta-do, éste debería, a la vez, respetar ple-namente su autonomía, juzgarlas según los parámetros de sus propias culturas y propiciar su acceso a instrumentos más eficaces para lograr sus propósitos. Tendría la obliga-ción de Suministrarles toda la información y asistencia ne-cesarias para que cambien, de manera que hagan más efi-caz su cultura, tanto para lograr un perfeccionamiento de la persona como para obtener mejores conocimientos y técni-cos que les aseguren la realización de sus fines, Pero todo ello en el respeto a la decisión libre de la comunidad con-cernida.Pero éste es el ideal. Es una meta regulativa de la política cultural que, al chocar con la práctica, se ha visto mil veces

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distorsionada. La pretensión de ayudar al progreso de las culturas consideradas más atrasadas oculta a menudo una política de subordinación a una cultura nacional homogé-nea, establecida por el poder central. Tiene entonces el sentido de una ideología de dominación y conduce, de he-cho, a la destrucción o sujeción paulatina de las culturas más débiles.La política frente a las culturas minoritarias de un país se enfrenta a un dilema: la integración a la cultura nacional conduce a la destrucción de las culturas minoritarias, pero el respeto a sus formas de vida mantiene su atraso. La solu-ción sólo puede ser romper con la idea de la equivalencia entre integración y homogeneización cultural. La verdadera integración sólo puede lograrse como resultado de la deci-sión autónoma de las comunidades minoritarias, que vean en ese proceso su propio beneficio. Pero entonces no se tra-ta de que las culturas minoritarias se conviertan a una cul-tura nacional hegemónica, sino que ésta resulte de la co-municación entre todas. Por ello un Estado multicultural se realiza sólo si acepta el derecho de las comunidades minori-tarias a la diferencia. Cultura nacional no implica homoge-neización, pero sí posibilidad real de que las comunidades minoritarias se apropien de los valores y técnicas de la cul-tura hegemónica, las incorporen a su propia concepción del mundo y ejerzan control sobre ellas.El conflicto no surge, pues, entre los principios éticos, sino entre sus formas de aplicación en la práctica concreta. Es allí donde una política cultural debe intervenir para evitar la perversión de esos principios por los intereses contrapues-tos. Su fin sería doble; 1) avanzar hacia formas culturales que permitan el progreso en la realización de una vida hu-mana más valiosa y con mayor poder sobre su entorno y aseguren, a la vez, la mayor autonomía y autenticidad en la vida comunitaria, pero no preservar oscuras «identidades» nacionales, y 2) propiciar el advenimiento de una cultura planetaria, basada en la comunicación de las diversas cultu-ras, pero no aceptar una «universalidad» que oculta una nueva forma de dominación.

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La alteridad inaceptable

Luis Villoro

Cuando los españoles llegaron a México quedaron atónitos frente a un mundo extraño, donde la belleza y el horror se confundían. Hernán Cortés no acertaba a hablar «de la grandeza, extrañas y maravillosas cosas de esta tierra», se resignaba a decir como pudiere cosas «que, aunque mal di-chas, bien sé que serán de tanta admiración que no se po-drán creer, porque los que acá con nuestros propios ojos las vemos no las podemos con el entendimiento comprender» [Cortes, T. II, p. 198], Bernal Díaz del Castillo recorría el país en un estado de admiración ante un mundo «en cantado», como los de Amadís de Gaula: «Algunos de nosotros se pre-guntaban si todo lo que veíamos no era un sueño» [Díaz del Cas tillo, T. II, p. 87]. Todo era extraño, «nunca visto». Uno y otro alaban sus grandes ciudades, como Tlaxcala, «tan grande y de tanta admiración que aunque mucho de lo que de ella podría decir deje, lo poco que diré creo es casi in-creíble...» [Cortés, T. II, p. 156], o Tenochtitlán, «la cosa más bella del mundo», con sus edificios y jardines «tales y tan maravillosos, que me parecería casi imposible decir la bondad y grandeza de ellos» [Cortés, T. II, p. 207]. Extraor-dinarios les parecen sus trabajos de oro y plata, de piedras y plumas, «que no basta juicio para comprender con qué instrumento se hiciesen tan perfectos» [Cortés, t. II, p. 206]. Tanto Cortés como Bernal Díaz ensalzan las capacidades de los indios, su sabiduría en la paz, su bravura en la guerra, Pero lo más extraño es su religión. Su aspecto exterior pro-voca horror y repugnancia: la fealdad amenazante de sus «ídolos», los sacrificios sangrientos, la antropofagia: nada más «horrible y abominable» [Cortés, T. I, p. 123). Con todo, asombra su celo religioso, su devoción y su entrega, que «si con tanta fe, fervor y diligencia a Dios sirviesen,

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ellos harían muchos milagros» [Cortés, T. I, p. 124]. Surgido del océano, como un espejismo o un sueño, el mundo nue-vo tiene algo de incomprensible y, a la vez, de fascinante. Es refinado y abominable, hermoso y terrible al mismo tiempo. A los ojos del hombre occidental es lo extraño, lo «otro» por excelencia.

Una sola generación después de la llegada de Cortés, de ese mundo cuya grandeza causaba admiración y espanto, no quedaban sino ruinas. Sus majestuosas ciudades, arrasa-das; sus jardines, desiertos; los libros que guardaban su sa-biduría, quemados; sus instituciones y ordenamientos, los colores de sus danzas, el esplendor de sus ritos, borrados para siempre. Los celosos sacerdotes, los nobles guerreros, los dueños de «la tinta roja y la tinta negra» con que pinta-ban sus códices, los artífices del oro, los constructores de templos, toda la élite de la civilización azteca había sido aniquilada. Sobre el cuerpo descabezado de la gran cultura indígena, los antiguos dioses guardaron silencio. ¿Cómo fue eso posible? ¿Por qué los vencedores, pese a la fascinación que esa civilización les causaba, se vieron im-pulsados a asesinarla? ¿Por qué esa cultura, elevada y com-pleja, no fue capaz de detener la mano de los hombres ex-traños, llegados del oriente? ¿O estará la respuesta en la extrañeza misma? Pues sí para los españoles el mundo az-teca era lo otro por excelencia, para los indios, esos hom-bres poderosos y bárbaros pertenecían a un orden diferente del tiempo y del espacio. Quizás existen culturas que no pueden aceptar la presencia de lo otro. La civilización azteca era profundamente religiosa. Lo sagrado ordenaba su tiempo y su espacio, impregnaba sus instituciones, sus actividades cotidianas, sus creaciones ar-tísticas, estaba en la base de todas sus creencias. Pero lo sagrado no era lejano y distante. Estaba presente allí, a la mano; podía sentirse, olerse, tocarse, como la materia orgá-nica. La liga con lo divino, la vía de comunicación con él, era el líquido de que toda vida está hecha: la sangre. El quinto sol, «sol de movimiento», que preside la era en que vivimos, nació del sacrificio de los dioses, la sangre divina

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le otorgó la fuerza para ponerlo en su camino, Los hombres que ahora habitan la tierra nacieron de una masa ósea so-bre la cual el dios Quetzalcóatl, para darles vida, derramó la sangre de su sexo. Desde entonces los hombres alimentan el movimiento cósmico con su preciado líquido. Se punzan las orejas, el sexo, ofrecen su sangre a la tierra, a las cuatro direcciones, al sol, participando así en la fuerza que impulsa el universo. El orden divino les impone un destino: el sacrifi-cio. Sólo la savia de los corazones abiertos permite que la vida continúe; sin ella, el sol se detendría. Todo muere y re-nace por el sacrificio. Por él, el hombre repite el acto de fundación originario y participa en la creación continua del universo. La misma sustancia fluye por todo el mundo, enla-zando todas las cosas. Por la sangre los hombres entran en comunión con lo sagrado, se unen a él, se divinizan. El sa-crificado se convierte en dios. Su cuerpo puede ser enton-ces consumido en una ceremonia ritual en que la carne divi-nizada del sacrificado es ingerida y pasa a formar parte del cuerpo de los hombres. Lo que los españoles horrorizados vieron como vil antropofagia, era para los aztecas comu-nión con el dios, teofagia. Otras veces, los sacerdotes revis-ten su cuerpo con la piel del dios, el sacrificado a Xipe To-tec. Lo sagrado está cercano, puede tocarse, sentirse, de-glutirse. Está hecho de la misma sustancia de que estamos hechos los hombres. Lo sagrado tiene un aspecto carnal.Los dioses son una presencia tangible en todas las cosas: los árboles, los ríos, las montañas, los momentos del tiem-po, las dimensiones del espacio, las actividades cotidianas de los hombres. Todo es hierofanía. Aunque existe en el úl-timo cielo Ometéotl, la divinidad dual, la creadora, su fuerza originaria se manifiesta en una muchedumbre de dioses. Los dioses cubren los cielos y la tierra. Para los aztecas, el mundo no es un objeto por transformar según los proyectos humanos. Por el contrario, el hombre está al servicio de las fuerzas en las que participa. Sus fines le son señalados por el orden cósmico. Cierto, el hombre debe «merecer» del dios. Pero sus méritos no son el resul-tado de sus obras, ni de su fe tampoco. Merece al aceptar su destino: comulgar con lo sagrado por el sacrificio [León-Portilla 1, p. 9]. El orden cósmico no sería lo que es sin los

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dones del hombre, y el hombre carecería de sentido separa-do de ese orden. Las acciones de los hombres no transfor-man el mundo, son una parte de su respiración sagrada. A la inversa del dios trascendente de los monoteísmos de origen bíblico, los aztecas vivían la inmanencia de lo sagra-do. No había para ellos una diferencia ontológica profunda entre las fuerzas divinas y las que animan a los hombres. Dios está cerca, entre nosotros, en nosotros. Es esta proxi-midad de lo sagrado lo que aterrorizó a los españoles. Es ella la que les hizo insoportable la religión indígena. La religión católica alberga un elemento de carnalidad. Dios se hizo hombre, se comunicó en un momento directamente con los otros hombres; más aún, por su sacrificio sangrien-to, «mereció» por todos. Desde entonces, el cristiano ingie-re la carne y la sangre del sacrificado, en la misa. Pero ese núcleo carnal está reducido a un individuo, el Cristo, y a un lapso del tiempo lineal. Después fue sublimado en un rito conmemorativo. El cuerpo y la sangre de Cristo se ocultan bajo las apariencias que corresponden a otras sustancias que los sustituyen. Sobre ese núcleo carnal triunfó la con-cepción espiritual —tanto judía como neoplatónica— de un único Dios trascendente separado infinitamente de sus creaturas. No les faltaba razón a los politeístas romanos cuando interpretaban el cristianismo como una forma vela-da de ateísmo, porque la divinidad se había alejado de los hechos del mundo. Con los monoteísmos trascendentes em-pezaba, de hecho, la desacralización de la naturaleza y de la sociedad. El alejamiento de lo sagrado se acentuó a par-tir del Renacimiento. La naturaleza empezó a verse, ya no como huella y signo de la divinidad, sino como objeto mani-pulable, destinado a ser dominado y moldeado por el hom-bre. La sociedad y la historia empezaron a presentarse como resultado de las acciones libres de los hombres. La religión azteca inquieta a los españoles por la proximi-dad que concede a lo divino. Donde hay comunión no pue-den ver sino bestialidad; donde hay armonía con las fuerzas cósmicas, sólo perciben superstición. Pero, al mismo tiem-po, esa religiosidad les recuerda el elemento carnal del cris-tianismo. Es como si la encarnación del hijo de Dios se am-

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pliara a nivel cósmico, como si en todo hombre y en todo hecho pudiera realizarse. Entonces la religión azteca apare-ce como una imagen monstruosa de la cristiana. En los es-critos de los misioneros abunda la idea de que la religión in-dígena contrahace y desfigura la cristiana, como un mono los gestos humanos. Sería una especie de inversión antagó-nica de la religión verdadera. Otra dimensión en que el mundo del indígena aparece opuesto al occidental es en su vivencia del tiempo y de la historia. El tiempo de las civilizaciones americanas es cícli-co. Periódicamente el mundo se destruye y renace. Entre los mexicas, el universo ha pasado por cinco «soles». Al fi-nal de cada uno fue aniquilado, retornó al caos y recibió de los dioses un nuevo orden y movimiento. Nuestro sol es el quinto y tendrá fin como los anteriores. Todo movimiento está amenazado de muerte, corre sin remedio hacia su tér-mino, cesará para renacer en un nuevo ciclo, en otro orden distinto. Mientras los hombres hagan merecimientos, el «sol de movimiento» seguirá su curso, pero en cualquier mo-mento podría regresar a la inmovilidad del caos originario. Cada 52 años el tiempo se renueva. Cumplido ese lapso, puede iniciarse un nuevo siglo. Pero nadie puede estar se-guro de que así suceda. La vida en la tierra está pendiente de su destrucción final. El fin del mundo puede estar al término de cualquier vuelta del tiempo. Ninguna civilización vivió jamás con una con-ciencia tan honda la posibilidad del fin. Para ninguna tuvo la vida, por lo tanto, un carácter tan impermanente e insegu-ro. La vida es un tránsito fugaz, amenazado de extinción, en la renovación perpetua del tiempo. Inestable, en peligro continuo de muerte, su sino es ser borrada mañana para siempre, ¿cómo podría entonces no sentirse como si estu-viera hecha de la materia evanescente de los sueños? El az-teca piensa el mundo como un movimiento perpetuo o un equilibrio inestable, donde se contraponen principios de vida y muerte. La vida no puede ser pensada sin la muerte, ni la creación sin la destrucción. Todo lo que es habrá de acabarse, todo lo que perezca habrá de renovarse. Gran parte de la poesía náhuatl es un largo canto, melancólico y

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sensual, a la fugacidad de la vida, a la vanidad del paso del hombre en la tierra, y también a su belleza fulgurante. Transitorio, abocado a su destrucción final, todo poder en la tierra ha sido concedido en préstamo. Nadie posee un go-bierno permanente. El tlatoani que rige el imperio azteca ha recibido el mando del dios Quetzalcóatl y gobierna en su nombre. Es el representante del dios, «de quien él usa como de una flauta, y en quien él habla, y con cuyas orejas él oye» [Sahagún, T, I, p, 494], El dios podrá reclamar su poder en un giro del tiempo. La concepción del mundo de la civilización invasora es opuesta a la del indígena. Los conquistadores anuncian ya la actitud del hombre moderno, su individualismo y su afán de dominio. Para ellos, la naturaleza y la historia son un es-cenario donde el individuo debe ejercer su acción transfor-madora; son instrumentos, medios para los fines que él pro-yecta. Sobre la naturaleza, el hombre crea una «segunda naturaleza» a su imagen y semejanza; contra las fuerzas ciegas de la «fortuna», que rigen la historia, el hombre do-blega su curso con su arrojo. La acción de los individuos se impone a la naturaleza y a la historia. Esta última es gesta, victoria de la libertad y la capacidad individuales sobre los obstáculos que se le oponen. Otras son las metas de la civi-lización azteca: la armonía de la vida con las fuerzas cósmi-cas y los ritmos históricos, la integración del individuo a la comunidad y al orden universal. Cultura de la dominación aquélla, de la armonía ésta. La oposición puede ilustrarse en sus distintas concepciones de la violencia. Ambas culturas dieron muestra de una terri-ble crueldad. La cultura renacentista española tenía una ac-titud dividida ante la violencia. Una de sus caras, la de las órdenes religiosas, ensalzaba y practicaba, hasta la nega-ción de sí mismo, la misericordia, la caridad cristianas; la otra, la de conquistadores y funcionarios, llegó a ejercer, en cambio, la más horrible violencia sobre los indios, Entre los aztecas, la crueldad tomó un cariz bárbaro y sangriento: las mortificaciones practicadas cotidianamente sobre sí mis-mos, las hecatombes humanas para ofrecer a los dioses co-razones vivos, la presencia constante de la muerte en el

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seno de la vida, hacían de la violencia un ingrediente conti-nuo del mundo indígena. Sin embargo, el sentido de la crueldad era del todo distinto en uno y otro mundo. Entre los aztecas era una crueldad ritual; otra forma, desviada, de oración, en que el individuo se sometía al orden divino e in-vocaba su redención. No estaba al servicio de la persona que ejercía la violencia, sino al contrario: buscaba eliminar la codicia del yo individual y entrar en comunicación con la totalidad de lo sagrado. En los conquistadores, en cambio, la violencia estaba al servicio de la dominación sobre el otro, la crueldad extrema afirmaba el poder del vencedor, la anulación del vencido. En el indígena, la crueldad nace de una actitud de ofrenda, de comunión con un orden superior; en el occidental es resultado de la afirmación de sí mismo como dominador y de la conversión del otro en su instru-mento. La visión de la historia en una y otra civilización es igual-mente opuesta. Los españoles tienen una concepción lineal del tiempo, propia de la concepción judía y cristiana del acontecer humano. La historia es un conjunto de aconteci-mientos enlazados, irrepetibles, que cobran sentido en fun-ción del fin último al que tienden. En lo sobrenatural, la eta-pa final es la predicación del evangelio a todas las naciones y la victoria universal de la Iglesia de Cristo; en lo temporal, es la realización del imperio mundial del rey católico. Los dos fines se complementan, pues el segundo es instrumen-to del primero. Esa etapa final podría durar mucho tiempo, a su término vendría la aparición del Señor, la parusía. Pero aunque se dirija a un término marcado por la economía divi-na, la historia humana es profana, está constituida por las acciones de los hombres en lucha por transformar la socie-dad en conformidad con sus proyectos. En algunos frailes de la orden franciscana, la espera del fin último de la histo-ria está presente, pero en la mayoría de los españoles, la conquista de América cobra sentido a la luz de un proyecto más inmediato: la instauración del reino de la Cristiandad entre los infieles. Todo es medio para la realización de ese designio. Las civilizaciones americanas son consideradas exclusivamente bajo esa luz, que otorga un sentido a su en-cuentro. El descubrimiento de tantas «almas» en el error es

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una invitación a la extensión de la evangelización y una promesa del dominio universal del rey católico. Los indios están allí para cumplir un fin ajeno a ellos; son una prenda del alcance universal del evangelio y una garantía de la do-minación universal del poder católico. En la sociedad indígena había ya los inicios de una historia profana, destinada a registrar acontecimientos tales como sucesiones de gobernantes, guerras, conquistas o migracio-nes de pueblos. En la mayoría de estas narraciones, los he-chos reales se mezclaban con relatos legendarios, pero con-forme se acercaban al presente, los hechos registrados te-nían un carácter realista y correspondían a acontecimientos profanos. Sin embargo, esa historiografía no reemplazaba aún la historia mítica. Según ésta, todo acontecimiento está determinado por su situación en una estructura de sentido, que corresponde a un orden sagrado. Los hechos históricos repiten esa estructura ya determinada, narrada en los mi-tos; el hombre debe descifrarla. Todo acontecimiento puede entenderse si se ve como una instancia particular de la es-tructura mítica que le da un sentido. Comprender un hecho histórico consiste en descubrir en él la actualización de un mito originario [Florescano]. Para el occidental moderno, la historia cobra sentido como cadena de acontecimientos que conduce a la realización de un fin proyectado; para el azte-ca, la historia cobra sentido como realización de una estruc-tura narrativa (el mito) que pertenece al orden cósmico. Para aquél el hombre proyecta y construye su propia histo-ria, la historia es hazaña; para éste, la historia realiza un or-den al que el hombre debe integrarse, la historia es destino. Todas las culturas comprenden ciertas creencias básicas, presupuestas en todas las demás, que no pueden ponerse en cuestión sin minar la imagen del mundo de esa cultura. Esas creencias básicas, poco precisas y a menudo incons-cientes, se muestran en las más diversas actitudes y com-portamientos de los miembros de esa cultura. Pueden llegar a expresarse en conceptos, pero también en imágenes y en sentimientos compartidos. Constituyen el núcleo de la «fi-gura» que una cultura se forma del mundo y del hombre, el marco en el que se encuadran sus creencias y actitudes. Para comprender cualquier hecho nuevo, una cultura debe

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poder encuadrarlo en ese marco. Pues bien, el encuentro entre el Occidente y las civilizaciones americanas nos sumi-nistra el mejor ejemplo de la enorme dificultad de una cul-tura de rebasar su propio marco de creencias básicas. Fren-te a la alteridad extrema, cada una de las dos civilizaciones trató de comprenderla a partir de su propio marco cultural, integrándola en su propia figura del mundo. Pero esa em-presa fue inútil. La cultura extraña resultó una alteridad ina-ceptable. Veamos primero como tratan de comprender los aztecas a los invasores. La llegada de los extranjeros es un hecho in-sólito que parece romper el orden. Son distintos a todo lo conocido por los indios, sus acciones son imprevisibles. Las primeras descripciones de los indígenas los presentan como seres de otro mundo: tienen el cuerpo cubierto de pelos, es-tán extrañamente vestidos, montan animales desconocidos semejantes a venados y habitan en altas torres que se des-plazan por el mar. La extrañeza es aún mayor cuando los ven de cerca, oyen sus curiosas palabras que hablan de un origen lejano y de un dios desconocido, escuchan el es-truendo de sus tubos de hierro y el ladrido de sus bestias feroces. La única manera de comprenderlos es situarlos en el orden ya conocido, que rige la vida del azteca. Vienen de allende el inmenso mar, de donde nace el sol; tal vez sean, entonces, de la naturaleza de los dioses, lo cual no contra-dice sus comportamientos humanos, pues según las cate-gorías de los aztecas, los dioses están cercanos a los hom-bres y la distinción entre unos y otros es imprecisa. Hay, por lo demás, un viejo mito que podría aplicarse a este he-cho concreto. Hace mucho, el sumo sacerdote y dios Que-tzalcóatl partió hacia el oriente; antes de cruzar el mar, anunció que regresaría para tomar nueva posesión de su reino. Desde entonces, los tlatoani mexicas gobiernan en su nombre. Las palabras de Moctezuma al recibir a Cortés muestran que, para comprender lo que está pasando, acu-de a ese mito. Piensa que Cortés podría ser Quetzalcóatl que regresa, o un enviado de él, y lo invita a su palacio. Para entender la novedad histórica ha tratado de darle un lugar en el orden conocido. Al ver el acontecimiento como instancia de una estructura de sentido narrada por el mito,

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deja de ser incomprensible y gratuito. Pero entonces el acontecimiento ya no es estrictamente singular e irrepeti-ble; es un elemento en una narración ordenada, ligada con otras en el ciclo del tiempo; está determinado, desde anti-guo, por ese orden mítico; puede, por lo tanto, ser predicho. Muchos augurios terroríficos anunciaron la llegada de los extranjeros. Todos son ominosos, anuncian la inminencia del fin de una época. Por el hecho de estar anunciado, el acontecimiento toma su lugar en un orden previsible, deja de ser absurdo. Es posible que esos anuncios de la llegada de los extranjeros y de la inminencia de la propia destruc-ción hayan sido inventados después de los hechos. Pero eso mostraría justamente que, para conjurar lo incomprensible, los aztecas hayan tenido que incorporarlo en una estructura narrativa en la que ese acontecimiento pudiera ser predicho [Todorov]. Pero hay una evolución en la concepción de los extranjeros. Pronto se muestran ávidos de oro, crueles y mendaces. So-bre todo, los indios comprueban que son mortales como ellos mismos. Su carácter extraño ya no puede interpretar-se como divino, son hombres codiciosos. Lejos de venir a servir a los dioses, como lo hubiera hecho Quetzalcóatl, quieren destruirlos. Es entonces el momento de la perpleji-dad, de la angustia: si esos seres extraños no son enviados del dios, no pueden ser más que una fuerza desconocida y maligna que trata de destruir nuestro mundo. ¿No será en-tonces el comienzo del fin del ciclo del tiempo que está anunciado? La alteridad se niega a ser integrada en el or-den cósmico conocido, pues está fuera de nuestro ciclo temporal, no pertenece quizás a nuestro «sol», viene de le-jos tal vez para ponerle fin. Después de todo, siempre ha-bíamos esperado esta destrucción final. Aquí está ya. El comportamiento de los extranjeros confirma esa premoni-ción: su sed de destrucción, su obsesión por humillar a los dioses, su negativa a compartir el mundo nuestro, pero so-bre todo el silencio de lo divino ante su sacrilegio, son los signos manifiestos del fin de nuestro mundo. Los aztecas in-tentaron comprender al otro desde el interior de su propio marco cultural, trataron de acogerlo en su mundo, pero el otro se reveló como la fuerza destructora de ese mundo.

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Sólo les queda a los aztecas asumir con dignidad su propio destino. En los españoles la reacción es análoga, pero de sentido contrario. La cultura extraña debe ser comprendida por las categorías propias de la civilización occidental cristiana y debe tomar el lugar que le corresponde en la economía uni-versal. Pero la cultura indígena presenta una dimensión opaca a esas categorías y resistente a ocupar un lugar en el logro de esos fines. Imbuida de una religiosidad inmanente, aparece como la negación de la religión occidental, cual una imagen invertida. Y en el mundo cristiano el símbolo de la negación lleva un nombre: Satanás. Es él quien goza imi-tando a la divinidad para confundirnos. La única manera de comprender la alteridad dentro de nuestro marco cultural es concebirla como pura negatividad, es decir, como demo-niaca. De allí la interpretación de la religión indígena como obra de Satán. Los indios creían adorar a la divinidad y, en realidad, rendían homenaje al diablo. Es el hombre occiden-tal quien revela ahora, a la luz de la Escritura, su engaño. Una vez calificado el otro de satánico, sólo cabe proponerle una alternativa: renegar de su mundo sagrado o ser des-truido. Cierto, muchos misioneros vieron en los indios hermanos que salvar. Los protegieron de sus expoliadores, trataron de asimilarlos a los valores cristianos más elevados; en ocasio-nes intentaron crear —como en el caso de Vasco de Quiro-ga o de Sahagún— nuevas formas de comunidad adaptadas a su mentalidad y costumbres. Es más, algunos trataron de salvar la memoria de su cultura, de transmitir a las futuras generaciones la imagen de su anterior grandeza. Esa fue la otra cara de la conquista. Pero no pudieron dejar con vida la cultura indígena porque había en ella una dimensión ina-ceptable para los misioneros: su religión «otra». Así, se con-sagraron con celo a destruir a sus dioses; prohibieron sus danzas, sus ritos; quemaron sus libros sagrados. Y la cultu-ra azteca no podía sobrevivir a la muerte de sus dioses, pues no era más que una forma de comunión con ellos. Para comprender al otro, cada cultura hubiera tenido que superar su propio marco de creencias básicas y transfor-

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marlo. La cultura azteca tenía quizás una posibilidad de ha-cerlo. Después de todo su actitud inicial fue invitar al otro a ocupar un lugar privilegiado en su propio mundo. El dios cristiano podía ser integrado en su creencia en la universali-dad de lo sagrado; además, la religión cristiana presentaba rasgos que los sabios indios podían comprender por analo-gía con las ideas de su propia religión. Una cultura como la suya, dirigida por el deseo de integración y de armonía, es-taba dispuesta a someterse al destino señalado por los dio-ses; su imagen del tiempo la preparaba para renacer en una nueva era histórica. Fue El hombre occidental el que se impuso como una fuerza destructora que no podía ser com-prendida en las categorías de la cultura indígena porque la rechazaba en su integridad. Él fue quien planteó el dilema de la sumisión o la muerte. En el marco conceptual de la modernidad occidental no ha-bía lugar para un pluralismo real. La razón es una, idéntica en todos, es universal, no hay diferentes perspectivas sobre la realidad con pretensiones de validez. Sólo hay una vía hacia lo bueno y lo verdadero, todas las demás conducen al error. Y el hombre occidental está seguro de haber recorri-do ese camino. Su visión de la realidad coincide con el sa-ber. Ese «monismo» del conocimiento es aún más rígido en el campo de la religión. El dios de una cultura es el Dios uni-versal y único. De hecho, el monoteísmo eligió en el catoli-cismo occidental una interpretación según la cual lo sagra-do sólo tenía una forma de manifestación verdadera, la de su revelación en una cultura. El politeísmo podía conceder un sitio a los dioses extraños y, en consecuencia, a las cul-turas diversas, pues lo sagrado podía estar presente en to-das partes y bajo formas diferentes. Sobre el supuesto del monoteísmo trascendente, en cambio, el carácter universal de Dios condena todas las otras formas de lo sagrado a la ilusión o al engaño. La aniquilación de las grandes culturas americanas era el resultado inevitable de la imposibilidad de una cultura de aceptar la alteridad. Fue una hazaña de la mentalidad mo-derna.

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Villoro, Luis. Estado plural. Pluralidad de culturas, México, Paidós, 1998. Págs. 169-180.

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Estadios en el reconocimiento del otro

Luis Villoro

El Problema principal de una pluralidad de culturas es la di-ficultad de su reconocimiento recíproco. El encuentro entre la cul tura occidental y las culturas aborígenes de América ha sido el acontecimiento de la historia del hombre en el que se mostró con mayor fuerza el terrible drama a que puede conducir ese problema. Este capítulo y el siguiente tratan de aquel momento. Su testimonio servirá, espero, para arrojar alguna luz sobre el desafío, en nuestra época, del reconocimiento del otro.Al llegar a la meseta del Anáhuac, los europeos se encuen-tran, por primera vez en su historia, con una compleja civili-zación que les es del todo ajena. De las otras culturas paga-nas; por alejadas que estuvieran de Occidente, habían acu-mulado en el curso de los siglos, noticias que les permitían situarlas. Siempre, había algún rasgo de ellas que podía po-nerse en parangón con otro análogo de la cristiana. Algu-nas, como el judaísmo o el Islam, tenían raíces espirituales comunes o eran, al menos, un contendiente bélico probado; otras más remotas, como la hindú o la china, eran conoci-das por relatos de historiadores y viajeros, por esporádicos contactos comerciales o diplomáticos, o aun por la influen-cia indirecta de su vieja sabiduría en algunos pensadores de Occidente; durante siglos, desde la antigua Grecia, Europa sabía de su remota presencia; había aprendido a vivir y a soñar con ellas. Ahora, en cambio, le sale al encuentro una realidad humana distinta. Primero son los indios desnudos, que parecen sali-dos del paraíso, en el primer instante de la creación. Luego, es el choque más fuerte: una civilización extraña, que con-juga el refinamiento más sutil con la crueldad más san-grienta. No se parece a nada conocido ni recuerda nociones aprendidas. Carece de los elementos que parecerían condi-ciones de toda civilización superior: desconoce el hierro, la

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rueda, el caballo, por ejemplo. Sin embargo, alcanza una elevación moral y artística, una «policía» política inusitadas. Orden y sabiduría coexisten con acciones sangrientas en honor de espantosas imágenes de piedra. El europeo ya no sabe si está frente a la civilización o a la barbarie. En todos los relatos de conquistadores y cronistas se refleja la fasci-nación ante un mundo del todo «nuevo», surgido de las aguas, impoluto y extraño, inasible y ajeno; sentimiento mezclado y contradictorio, de admiración y horror al mismo tiempo. La cultura india es «lo nunca visto», lo otro radical. No es posible tratar con el otro sin comprenderlo, ello es aun más cierto si queremos dominarlo. La necesidad de comprender la cultura ajena nace de una voluntad de domi-nio. Por primera vez en su historia, Occidente se plantea en América el problema de la diferencia. ¿Es posible, en princi-pio comprender lo enteramente diferente? ¿Cuáles son los límites de esta comprensión? ¿Serán éstos irrebasables? El siglo XVI, en la Nueva España, ofrece un laboratorio privile-giado para contestar a estas preguntas. Si el sistema de creencias de toda cultura se basa, en últi-mo término, en una manera de ver el mundo según ciertos valores y categorías básicas, en un intento de comprensión del otro podríamos distinguir, al menos, tres niveles distin-tos. El primer nivel de comprensión de lo otro consiste en conjurar su otredad, es decir, en traducirla en términos de objetos y situaciones conocidos en nuestro propio mundo, susceptibles de caer bajo categorías y valores familiares, dentro del marco de nuestra figura del mundo. Comprender al otro mediante las categorías en que se ex-presa la propia interpretación del mundo supone establecer analogías entre rasgos de la cultura ajena y otros semejan-tes de la nuestra, eliminando así la diferencia. Es lo que ha-cen los europeos, desde Colón y Cortés. Los infieles ameri-canos se asimilan a los moros y su conquista prolonga la cruzada del cristianismo; un «cacique» es un rey, cuando no un enviado del Gran Khan; el «tlatoani» es un emperador al modo romano; un templo azteca es una mezquita; sus

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ídolos, otros Moloch; sus ciudades, nuevas Venecias o Sevi-llas. Pero la analogía con términos conocidos tiene un lími-te. Hay rasgos profundos de la cultura ajena que se resisten a caer bajo las categorías usuales, porque no caben dentro de la figura del mundo del sujeto, la cual establece el marco y los límites de lo comprensible. Esos rasgos no traducibles constituyen, entonces, lo negativo por excelencia. Puesto que están fuera de nuestra figura del mundo, tienen que ser juzgados o bien como algo anterior a toda cultura e his-toria, o como algo que contradice y niega la cultura. Así, la interpretación oscila entre dos polos. En uno, el indio en su alteridad es visto como el ser natural, adámico, previo al establecimiento de cualquier república y, por ende, de cual-quier historia. Es el inocente que ignora el pecado, pero también la ciencia y la ley. Ésta es la visión que tiene Colón en su primer contacto con los americanos, la misma que se prolonga en muchas plumas más tarde; la más notable, la de fray Bartolomé de las Casas. Pero si esta interpretación puede, en rigor, aplicarse a las tribus del Caribe, mal podría adecuarse al complejo Estado azteca. Lo irreductible de lo otro tiene ahora que entender-se de manera distinta. Ya no es lo anterior a la historia, sino lo que la contradice. Puesto que no puede reducirse a nues-tra figura del mundo, es aquello que la niega, su «reverso». Si el sentido de la historia es el triunfo final del cristianismo, si su marcha está regida por el designio de la Providencia, lo irreductible al cristianismo sólo puede ser lo contradice ese designio, Y el contradictor tiene, en nuestra tradición cultural, un nombre: Satanás. La cultura del otro, en la me-dida en que no pueda traducirse a la nuestra, sólo puede ser demoniaca. Es la interpretación más común, entre mi-sioneros y cronistas. La creencia básica de Occidente esta-blece que sólo puede haber una verdad y un destino del hombre. Esa creencia básica marca los límites de lo com-prensible. Sobre ella se levanta una interpretación conven-cional, que no se pone en cuestión: si otra cultura pretende tener otra verdad y otro destino, niega nuestra figura del mundo. Sólo puede comprenderse, por lo tanto, corno pura negatividad. Lo otro es lo oscuro y oculto, lo que dice «no»

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al mundo, lo demoniaco. Es, por definición, lo que no puede integrarse a nuestro mundo y cabe destruirlo. Hasta aquí, en este primer nivel de comprensión, la cultura ajena es un objeto determinable por las categorías del úni-co sujeto de la historia, el miembro de una cultura occiden-tal, dentro del marco de la única figura del mundo conside-rada válida. La voz del otro sólo se escucha en la medida en que pueda concordar con nuestros conceptos y valores co-múnmente aceptados en nuestra sociedad, porque el mun-do real sólo puede tener significados que no difieran de los que el único sujeto válido, el occidental, les preste. El otro no puede darle al mundo un significado diferente, reconoci-do como válido. El otro, en realidad no es aceptado como sujeto de significado, sólo como objeto del único sujeto. Sobre este primer nivel puede levantarse un segundo. Es el que recorre, solitario, Las Casas, quien parte del nivel de comprensión anterior. Tampoco él puede rebasar la figura del mundo que incluye la creencia básica en providencia como donadora de sentido a la historia. También él tiene que reducir la cultura ajena a rasgos conformes con su figu-ra del mundo. Pero su figura del mundo contiene principios que permiten juzgar al otro como un igual. No se reduce a las creencias convencionales, comúnmente acepta das por la mayoría de la sociedad; también hay ideas del cristianis-mo que permiten poner en cuestión esas creencias y some-terlas a crítica. Todos los hombres son hijos de Dios; todos, libres y racionales, por distintos que parezcan. Todos tienen ante la Ley de Gentes y los designios divinos, los mismos derechos. El otro no se reduce a un puro objeto sometido a la explotación. Puesto que es depositario de derechos invio-lables que lo hacen igual al europeo, es como él, un sujeto. Entre sujetos se requiere establecer un diálogo. El sino de la colonización es la conversión de los indios a Cristo, pero ésta debe realizarse respetando la libertad del otro, nuestro igual, nuestro hermano. Ha de lograrse por el convenci-miento y nunca por la opresión o la violencia. Las Casas pide que, se escuche al otro, que se oiga su propia voz. Este es un primer reconocimiento del otro como sujeto. Sin em-bargo, el reconocimiento tiene un límite.

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Las Casas no puede admitir la posibilidad de una verdad múltiple. El interlocutor indio no tiene más que una alterna-tiva: ser convencido o ignorado. Sería impensable para Las Casas que el indio lo convenciera de la validez, así fuera li-mitada, de su propia visión del mundo. La posición de Las Casas está en el extremo opuesto de la de Fernández de Oviedo o de Sepúlveda. Ellos justifican la dominación sobre los indios y la destrucción de su cultura; aquél condena a España por esos actos, la maldice por haber traicionado su verdadera misión, que consistía justamente en atraer sin violencia a los indios, para que libremente abrazaran el cris-tianismo. Pero por grandes que sean sus diferencias, Las Casas comparte con sus adversarios un supuesto; todos ar-gumentan sobre la base de un presupuesto que no puede ponerse en cuestión: el otro no puede tener más, sentido ni destino que convertirse al mundo cristiano. Por consiguien-te, el mundo real no puede tener la significación que el otro creía darle, sino únicamente la que cobra en nuestra figura de! mundo. El diálogo sólo admite al otro como igual, para que voluntariamente elija los valores del único que conoce el verdadero sentido de la historia, Admitir que el punto de vista ajeno fuera, por sí mismo, capaz de dar un sentido vá-lido al mundo sería, renunciar, tanto para Las Casas como para Sepúlveda, al marco de creencias que les permite comprenderlo. Reconocer al otro como sujeto de derechos ante Dios y ante la ley —como lo hace Las Casas— es reconocer un sujeto abstracto, determinado por el orden legal que rige en nues-tro propio mundo. La alteridad más irreductible aún no ha sido aceptada: el otro no puede determinar el orden y los valores conforme a los cuales podría ser comprendido. El otro es sujeto de derechos, pero no de significados. Podría-mos decir que Las Casas reconoce la igualdad del otro, pero no su plena diferencia. Para ello tendría que aceptarlo como una mirada distinta sobre él y sobre el mundo y tendría que aceptarse como susceptible de verse, él mismo, a través de esa mirada. Queda abierta la posibilidad de un tercer nivel en la com-prensión del otro. Sería el reconocimiento del otro a la vez

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en su igualdad y en su diversidad. Reconocerlo en el senti-do que él mismo dé a su mundo. Este nivel nunca fue fran-queado. Sin embargo, hubo quienes lo vislumbraron, para retroceder en seguida. El primero y más notable fue fray Bernardino de Sahagún. Él abrió una ventana y se encontró con la mirada ajena, pero no pudo verse a sí mismo en ella. Sahagún es el primero en escuchar con toda atención al in-dio, en darle sistemáticamente la palabra. Llama a los an-cianos que guardaban el recuerdo de su cultura, les pide que expresen en sus propias pinturas, tal como lo hacían antes de la conquista, sus creencias sobre su mundo. Reú-ne luego a sus mejores discípulos, indígenas también ellos, para que trascriban en náhuatl las pinturas interpretadas por los ancianos. Durante más de cuarenta años de intenso trabajo reúne testimonios inapreciables sobre todos los as-pectos de la cultura azteca, en los cuales se oye la voz di-recta, sin intermediarios, del otro. El mismo escribe en la lengua del vencido y dedica años enteros a dialogar con sus interlocutores indios, para entender y descubrir su mundo. Por fin el otro tiene la palabra, su palabra. Es el cristiano quien escucha. ¿Y cuál es el mundo que revelan las palabras del otro? Pin-tan una civilización elevada, perfectamente adaptada a sus condiciones y necesidades. Sahagún describe la fuerza que construye y nutre esa sociedad: una educación ascética y rigurosa, capaz de domeñar las inclinaciones naturales y edificar una república virtuosa. Ella descansaba, sobre todo, en el cultivo de una virtud: la fortaleza «la que entre ellos era más estimada que ninguna otra virtud y por la que su-bían al último grado del valer» [Sahagún, T. I, p. 13]. El ri-gor de sus castigos, la austeridad de su vida, la disciplina y frugalidad que en todo se imponían, su laboriosidad diligen-te, les permitió mantener —escucha Sahagún— un régimen social adecuado que contrarrestara sus inclinaciones. Sólo así lograron levantar una gran civilización. Sahagún comen-ta: Era esta manera de regir muy conforme a la filosofía natural y moral, porque la templanza y abundancia de esta tierra, y

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las constelaciones que en ella reinan, ayudan mucho a la naturaleza humana para ser viciosa y ociosa y muy dada a los vicios sensuales, y la filosofía moral enseñó por expe-riencia a estos naturales, que para vivir moral y virtuosa-mente, era necesario el rigor, austeridad y ocupaciones continuas, en cosas provechosas a la república. (Sahagún, T. II, p. 242] Las ideas morales de la sociedad azteca se expresan en preciosos discursos, «donde hay cosas muy curiosas tocan-te a los primores de su lengua, y cosas muy delicadas to-cante a las virtudes morales» [Sahagún, T.I, p. 443]. Los pa-dres enseñaban a sus hijos templanza y humildad, castidad y amor al trabajo, persuadiánles el respeto a sus mayores, la honestidad y el recato en todo su comportamiento. El có-digo moral, basado en la fortaleza y la austeridad, se man-tenía en la sociedad gracias a una justicia inflexible y proba, y al ejemplo de una nobleza recta y virtuosa, capaz de pre-sentarse como modelo a todo el pueblo. Fue su república, en opinión de Sahagún, gobierno de sabios y esforzados. Pero esa moral y policía estaban estrechamente tejidas con su religión, pues no hubo, tal vez, pueblo más consagrado a sus dioses. Al tratar de las costumbres e instituciones de la sociedad azteca, la religión aparece en todo momento como una manifestación cultural que permea toda la educa-ción y la moral y les da sentido a los ojos del indio. Estaba presente en todas las actividades de la sociedad indígena, articulaba todos sus discursos, daba significación a su com-portamiento social. Si la civilización mexica, en lo social, en lo práctico, se presenta como obra de la razón humana en lucha contra viciosas inclinaciones, ¿cómo podrá Sahagún excluir de ese edificio a uno de sus más fuertes cimientos, la religión? Al transcribir las palabras del otro, aun en el campo de la religión que el misionero está vocado a destruir, encontrar-nos conceptos de extraordinaria altura. Su máximo dios se reviste de atributos más cercanos al dios del cristianismo que a los paganos. Decían —transcribe Sahagún— que era creador del cielo y de la tierra, todopoderoso, invisible y no

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palpable, como oscuridad y aire. Estaba en todo lugar y to-das las cosas le eran manifiestas y claras. Poder ilimitado tenía el dios «a cuya voluntad obedecen todas las cosas, de cuya disposición pende el régimen de todo el orbe, a quien todo está sujeto» [Sahagún, T. 1, p. 447]. No sólo era fuen-te de todo poder, sino también liberalidad y bondad sumas. «¡Oh señor nuestro —le rezaban— en cuyo poder está dar todo contento y refrigerio, dulcedumbre, suavidad, riqueza y prosperidad, porque vos sólo sois el señor de todos los bienes!» [Sahagún, T. I, p. 452]. Pensaban que los designios de Dios son ocultos y concebían a la divinidad como uno un ser autónomo por antonomasia, como libertad absoluta, A pesar de su distinto espíritu y de algunas ideas que debie-ron parecer a un católico grandes errores; a pesar sobre todo de sus prácticas crueles, como los sacrificios humanos y la antropofagia ritual, la moral y la religión indígenas pre-sentan una elevada figura, sublime a ratos, que debería asombrar incluso al más ortodoxo franciscano. El otro ha hablado y lo que oímos es un mundo fascinante. La invitación hecha al otro para revelar su propio mundo podría haber llevado a su reconocimiento. Sin embargo, algo detiene a Sahagún para dar ese último paso. El partici-pa de la interpretación del mundo común a su época, que suministra un paradigma para comprender la historia. La única significación de América le está dada por su papel en la economía divina. Ésta señala como fin de la historia el advenimiento del reino de Cristo y la conversión de todos los pueblos al evangelio. La evangelización de América es el único acto que permite comprender su existencia. Dios ha-bía mantenido oculta a América hasta el momento de su descubrimiento: «También se ha sabido por muy cierto —escribe Sahagún— que nuestro Señor Dios (a propósito) ha tenido ocultada esta media parte del mundo hasta nuestros tiempos, que por su divina ordenación ha tenido por bien de manifestarla a la Iglesia Romana Católica» [Sahagún, T. I, p. 13]. ¿Cómo podría admitir entonces que los indios hubieran llegado por sí solos a una forma elevada de religión, compa-rable en puntos a la cristiana, si habían estado ocultos a la revelación y a la gracia? Tendría Sahagún que aceptar que,

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después de todo, no andaban tan extraviados. ¿Qué sentido tendría entonces la presencia europea en América? ¿Qué sentido la evangelización? ¿Y la vida misma de Sahagún y de sus hermanos? No. Sahagún puede admitir el discurso del otro hasta un lí-mite: hasta el momento en que niega la creencia básica que otorga sentido a su propia vida y a la presencia de la cristiandad en Amé rica. No puede negar lo que el otro le muestra, pero tampoco puede rechazar su propia interpre-tación del mundo, que constituye. Tiene entonces que con-jurar la visión del mundo que el otro le presenta para incar-dinarla en la propia. Su solución es un desdoblamiento. Los que parecían dioses a los ojos del indio, eran en reali-dad demonios. Al punto de vista del otro se opone un crite-rio de verdad que le es ajeno: «La verdadera lumbre para conocer al ver dadero Dios —argumenta Sahagún— y a los dioses falsos y engañosos consiste en la inteligencia de la divina Escritura»- (Sahagún, T. I, p. 78], No nos extrañemos de que deduzca la malignidad de la religión ajena de los textos sagrados, más que de la observación directa. El silo-gismo reemplaza ahora la experiencia. «Por relación de la divina Escritura sabemos que no hay, ni puede haber más Dios que uno [...] Síguese de aquí claramente que Huitzilo-pochtli no es dios, ni tampoco Tlaloc, ni tampoco...», etc. [Sahagún, T. I, p. 78]. El mundo indígena aparecerá enton-ces como antípoda del cristiano. Mientras en éste se da cumplimiento a la Escritura, en aquél se la niega. Pueblo en pecado será el indígena; pueblo redimido por la gracia, el cristiano; reino de Satán aquél, de Cristo éste. Así, Tezcatli-poca, ese gran dios que presentaba atributos tan eleva dos era... Lucifer enmascarado. «Ese [Tezcatlipoca] —proclama Sahagún a los indígenas— es el malvado de Lucifer, padre de toda maldad y mentira, ambiciosísimo y superbísimo, que engañó a vuestros antepasados» [Sahagún, T.I, p. 83]. Todos los objetos de la religión del indio adquieren enton-ces una doble cara: en la mente del indígena aparecen Tez-catlipoca y Huitzilopochtli como divinos, ornados de subli-mes atributos, pero ¿lo eran de hecho? La ley dictada por el verdadero Dios nos dice, por el contrario, que eran demo-

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nios. Lo santo, según la intención, se convierte en nefando. Ya no se reviste ahora el dios con los significados que el in-dio le otorga, sino con los trazos que el católico revela en su faz. Se dobla el mismo objeto, se establece una distinción entre el objeto intencional de la creencia del indio y ese mismo objeto como realidad exterior a él, ante los ojos del cristianismo. Pero ambas facetas no pueden ser reales. Sahagún, con tal de salvar su propia figura del mundo, de-clarará apariencia la del indio y realidad la que la Escritura revela. Así podrá nuestro misionero reconocer la belleza y elevación de las preces del indio, sin dejar de pensar en su radical engaño. Con su actitud, deja a salvo la intención del otro y el valor, a sus ojos, de su mundo, pero a la vez con-dena su verdadero ser. Sahagún ha querido escuchar al otro sujeto, pero cuando las visiones de ambos entran en choque, sólo un criterio, el del evangelizador puede revelar, por principio, la realidad; el otro sólo puede ser ilusorio. El ver-dadero ser de la cultu-ra ajena no es el que sus propios sujetos le otorguen, sino el que revela una mirada distinta. Al dejar que el otro revele su propio mundo, Sahagún se ha enfrentado a una contradicción insalvable. El mundo ajeno, tal como él lo interpreta, pone en cuestión el único marco en que él puede comprenderlo. No puede aceptarlo, debe reinterpretarlo para poder 1ntegrarlo en su propia visión. No sólo en su interpretación de la religión indígena, tam-bién en sus propuestas prácticas se ve claro este movimien-to. La civilización azteca, sostiene Sahagún, estaba adaptada a las inclinaciones naturales de sus creadores. Por ello alcan-zó gran virtud. Los españoles, en cambio, destruyeron el re-gimiento que el indio había laboriosamente edificado, ani-quilaron su estructura social e intentaron reemplazarla por otra del todo distinta. Sujetas como estaban sus inclinacio-nes personales por costumbres, leyes y creencias, al des-truirse éstas, los indios cayeron en el vicio, la sensualidad y la pereza. Nadie puede sobrevivir, sin perderse, a la des-trucción de su mundo cultural. La superioridad de la educa-

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ción y regimiento antiguos se prueba en el escaso éxito de la colonización. Señala Sahagún: Es una vergüenza nuestra que los indios naturales, cuerdos y sabios antiguos, supieron dar remedio a los daños que esta tierra imprime en los que en ella viven, obviando a las cosas naturales con contrarios ejercicios, y nosotros nos va-mos al agua abajo de nuestras malas inclinaciones; y cierto que se cría una gente así española como in diana, que es intolerable de regir y pesadísima de salvar. [Sahagún, T. I, p. 83) Sahagún propugna, entonces, por regresar a un régimen social análogo al azteca, dentro de formas de educación e instituciones que pudieran ser equivalentes en el cristianis-mo: Si aquella manera de regir no estuviera tan inficionada con ritos y supersticiones idolátricas, paréceme que era muy buena; y si limpia da de todo lo idolátrico que tenía, y ha-ciéndola del todo cristiana, se introdujere en esta república indiana y española, cierto sería gran bien, y sería causa de librar así a la una república como a la otra, de' grandes ma-les y trabajos a los que las rigen. [Sahagún, T, I, p, 83] En su monasterio, Sahagún trató de realizar esa idea, al in-troducir prácticas semejantes a las que los indios tenían en sus escuelas, el tepochcalli y e! calmecac, traducidas natu-ralmente a las creencias y usos cristianos. Pero fracasó. El mundo del indio era distinto; al faltarle su propia dimensión religiosa y su propia mentalidad, las nuevas prácticas resul-taron vacías e ineficaces. Sahagún comprendió la causa de su fracaso. El régimen antiguo estaba íntimamente ligado al mundo religioso del indio. Su cultura constituía un todo; sin fisuras; destruida su religión, tenían que perecer, sin reme-dio, su educación moral y la práctica de sus virtudes cívi-cas. Y Sahagún reconoce que la destrucción de Toda la cul-tura indígena era inevitable, una vez que se había decidido erradicar su «idolatría». Con un dejo de amargura comprue-ba: Porque ellos [los españoles] derrocaron y echaron por tierra todas las costumbres y maneras de regir que tenían estos

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naturales, y quisieron reducirlos a la manera de vivir de Es-paña, así en las cosas divinas como en las humanas, tenien-do entendido que eran idólatras y bárbaros; perdióse todo el regimiento que tenían; necesario fue destruir todas las cosas idolátricas y todos los edificios, y aún las costumbres de la república, que estaban mezcladas con ritos de idola-tría, y acompañadas con ceremonias y supersticiones, lo cual había casi en todas las costumbres que tenía la repú-blica con que se regía, y por esta causa fue necesario des-baratarlo todo, y ponerles en otra manera de policía, de modo que no tuviesen ningún resabio de cosas de idolatría. [Sahagún, T. II, p. 243] Tratar de retener una parte del mundo del otro sin aceptar el todo era imposible. De allí el fracaso del intento de Saha-gún. ¿Qué ha pasado? La figura del mundo tiene una función vital, no sólo teórica sino práctica. Supone una elección de sentido y valor últi-mos. Negarla, para Sahagún, sería negar su propia identi-dad, como euro peo, como cristiano; sería renunciar al pro-yecto global que presta sentido a su vida. Sería, por otra parte, quedarse vacío e inerme ante una mirada ajena; ten-dría entonces que verse como el otro lo ve, correría el ries-go de ser dominado por él. Tiene entonces que interpretar su propio mundo como real, y como ilusoria la visión ajena, lo cual equivale, después de intentar descubrir al otro como sujeto, a negarlo y sujetarlo a nosotros, es decir, a dominar-lo. La figura del mundo no puede ser negada en la medida en que nos protege de ser dominados por el otro y asegura nuestro dominio sobre él. Esta función es paladina en con-quistadores y juristas, como Cortés, Fernández de Oviedo o Sepúlveda, quienes sostienen el derecho de España de so-meter a los indios. El otro sólo puede ser comprendido en cuanto se le niega su papel de sujeto y se reduce a un obje-to determinado por las categorías del europeo. Puede en-tonces ser dominado. Pareciera que en Las Casas y Saha-gún, al abrirse al indio como sujeto de su propio mundo, al concederle derechos iguales y al escucharlo, desapareciera

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esa actitud de do minio. De hecho, Las Casas impugna con denuedo la dominación política de los españoles sobre las indias y su derecho a conquistarlas. Frente al discurso ideo-lógico de conquistadores y cronistas al servicio de la Coro-na, su lenguaje es disruptivo, es visto por todos como sub-versión e incluso traición a los intereses de España. Aunque con menos acritud, la obra de Sahagún también es percibi-da como peligrosa para la empresa colonizadora, tanto por la Corona como por la jerarquía eclesiástica. La difusión del punto de vista de los indios sobre su mundo, de sus creen-cias y aun de su lengua es considerada subversiva. Un de-creto de Felipe II, de 1577, prohíbe expresamente conocer y, con mayor razón, difundir la obra de Sahagún. De hecho, ésta quedará inédita durante toda la época colonial y sólo se publicará, parcialmente, en el siglo XIX. Nada más peli-groso que concederle la palabra al otro cuando se quiere dominarlo. Sin embargo, ni siquiera estos autores subversivos ante el colonizador pueden librarse, frente al otro, de una incons-ciente voluntad de dominio. Las Casas acepta al Indio como su igual y le concede los derechos que la Ley de Gentes da a todo hombre, pero no reconoce plenamente su diferencia, por no poder concebir otro paradigma de interpretación del mundo que el suyo. Sahagún, por el contrario, escucha, comprende la diferencia del mundo del indio, pero no puede concederle igual validez que al suyo. En ambos, la propia fi-gura del mundo es irrebasable. El inter-cambio con el otro sujeto sólo puede conducir a reafirmarla. La discusión se realiza, desde el inicio, en los límites que señala un solo pa-radigma, el del euro peo, y éste jamás podrá concebir que el resultado del diálogo fuera ponerlo en cuestión. Sólo el colonizado puede «convertirse», nunca el colonizador. Cuando percibe ese riesgo, como Sahagún, de inmediato tiene que ponerle un límite. De lo contrario, pondría en peli-gro su identidad. ¿No hay aquí actitud inconsciente de do-minio, previa a cualquier intercambio con el otro? El estudio de la obra de Las Casas y de Sahagún puede ilu-minar los límites en el descubrimiento y reconocimiento de otro sujeto. Justamente porque sus obras impugnaban la

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dominación a que el otro estaba sometido, porque sus vidas fueron ejemplo de la voluntad de apertura hacia él, su fra-caso en reconocerlo cabalmente es más significativo. No puede atribuirse a mala fe ni a intereses egoístas, debe te-ner un origen más profundo: la imposibilidad de poner en cuestión una creencia básica que asegura una función vital: afirmarse a sí mismo como dominador y protegerse del do-minio del otro. Ésa es una función ideológica. Lo que hemos llamado «figura del mundo» es el último reducto ideológico que impide el reconocimiento cabal del otro, como igual a la vez que diferente. Si Las Casas y Sahagún señalan límite en la aceptación del otro, ¿sería posible superarlo? Sólo sería factible sobre el supuesto de otra figura del mundo radicalmente distinta a la de ellos y de Todos los hombres de su época. Sólo sería posible si partiéramos de una creencia básica que aceptara, por principio, que la razón no es una, sino plural; que la ver-dad y el sentido no se descubren desde un punto de vista privilegiado, sino que pueden ser accesibles a otros infini-tos; que el mundo puede comprenderse a partir de diferen-tes paradigma. Para ello habría que aceptar una realidad esencialmente plural, tanto por las distintas maneras de «configurarse» ante el hombre como por los diferentes va-lores que le otorgan sentido. Habría que romper con la idea, propia de toda la historia europea, de que el mundo históri-co tiene un centro: En un mundo plural cualquier sujeto es el centro. Sólo una figura del mundo que admita la pluralidad de la ra-zón y del sentido puede comprender la igualdad a la vez que la diversidad de los sujetos. Reconocer la validez de lo igual y diverso a nosotros es renunciar a toda idea previa de dominio; es perder el miedo a descubrirnos, iguales y di-versos en la mirada del otro. ¿Es esto posible? No lo sé. Y sin embargo, sólo ese paso permitiría conjurar para siempre el peligro de la destrucción del hombre por el hombre, sólo ese cambio permitiría elevar a un nivel superior la historia humana.

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* Villoro, Luis, Estado plural, pluralidad de culturas, México, Paidós, págs.1998. 155-168.

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Fundamentos filosóficos de los dere-chos humanos

Miguel Ángel Polo Santillán

Resumen: Los derechos humanos se han vuelto expresión corriente en el mundo actual, así como de políticos, juristas, religiosos, etc., pero es desde la filosofía que tiene una de sus fuentes primarias. Y desde esta disciplina, una de sus preocupacio-nes ha sido pensar en la posibilidad de su fundamentación. Hasta el momento, son tres las grandes respuestas sobre la fundamentación: los que sostienen que es posible tal em-presa, los que la niegan y los que adoptan una posición in-termedia. Quizá ésta última posición sea la más razonable para nuestra época. Palabras claves: Derechos humanos, fundamentación.

Introducción La expresión “derechos humanos” forma parte del lenguaje de nuestros tiempos, tanto de políticos, abogados, religio-sos, así como de la ciudadanía. Y cuando pasa a ser pensa-da, puede tener muchas perspectivas. Sin embargo, ha sido desde la filosofía donde se comenzó a pensarlos, sea desde su fundamentación, sustento epistemológico, implicaciones antropológicas e importancia moral. En este artículo quere-mos presentar el primer problema: la fundamentación filo-sófica de los derechos humanos, especialmente desde la fi-losofía contemporánea. Antes de empezar, es necesario aclarar el mismo término “fundamentación”. ¿Qué significa fundamentar? Siguiendo las ideas de Miró Quesada pode-

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mos decir que la fundamentación filosófica “se refiere a la justificación racional de una creencia que pretende ser ver-dadera” [1]. Es dar razones a la afirmación sobre algo, en nuestro caso, de los derechos humanos. Podemos agrupar los distintos planteamientos realizados sobre los derechos humanos en tres grupos: a) los que afir-man que dicha fundamentación absoluta es posible, b) aquellos que han negado el valor de la fundamentación filo-sófica, especialmente la absoluta, y c) los que han buscado una vía intermedia entre el absolutismo y el relativismo, en-tre el universalismo y el particularismo.

La fundamentación absoluta de los derechos humanos Aunque parezca curioso, dos de las tendencias que afirman fuertemente los derechos humanos son las posiciones neo-tomistas y la ética del discurso, claro que con argumentos diferentes. En el primer caso veremos la fundamentación de Jacques Maritain, para el segundo las principales ideas de Jürgen Habermas. Maritain[2] afirma el origen clásico y cristiano de la idea del derecho natural. Da por sobreentendido que tenemos una naturaleza humana, la misma en todos los seres humanos. Ser inteligente que comprende lo que hace y obra de acuer-do a fines, los que “corresponden a su constitución natural y que son los mismos para todos”[3]. Este marco aristotéli-co-escolástico presupone un orden que la razón humana puede descubrir, a los que la voluntad humana debe seguir. Completa el orden el que éste (orden natural, naturaleza y ley eterna) tiene su origen en Dios. Sostiene además que el hecho de creer en la ley no escrita no significa conocer qué es esa ley. Y añade que los “hom-bres la conocen con mayor o menor dificultad, y en grados diversos, y con riesgo de error en ella como en otra cosa”[4]. Es decir, nuestro conocimiento psicológico del de-recho natural, de la ley no escrita, es contingente a las cul-turas y nuestros condicionamientos. Sin embargo, el hecho

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que nuestro conocimiento de la ley natural sea débil no va en contra de dicha ley[5]. Así, nuestro conocimiento progre-sivo de esa ley es también el progreso de nuestra concien-cia moral. Maritain ve que ese progreso es indefinido y se-guirá “en tanto dure la humanidad”[6]. Pero detrás de todo ello tenemos una intuición común, que el filósofo francés llama “el único conocimiento práctico”, el cual es: “es preciso hacer el bien y evitar el mal”. Sin em-bargo: “Este es el preámbulo y el principio de la ley natural; pero no es la ley misma. La ley natural es el conjunto de cosas que debe hacerse y no hacerse, que surgen de una manera necesaria del solo hecho de que el hombre es hombre, en ausencia de toda otra consideración.”[7] ¿Qué tiene que ver esto con los derechos humanos? La con-ciencia moral no prescribe solo deberes (hacer o no hacer) sino también derechos. Ambos están ligados a la misma na-turaleza humana. Así, las personas tienen derechos por el solo hecho de ser personas. Esta es claramente una funda-mentación iusnaturalista de los derechos humanos: “la ver-dadera filosofía de los derechos de la persona humana des-cansa, pues, sobre la idea de la ley natural”[8], dice Mari-tain. Este pensador tiene como adversario teórico a la fun-damentación liberal de los derechos humanos, que desco-noce el orden natural y todo lo funda en la libertad de la vo-luntad. Esto “haría perecer a la vez su autonomía y su dig-nidad”[9], es decir, sería contraproducente. Además, se sirve de la distinción antigua entre derecho na-tural, derecho de gentes y derecho positivo. El primero sir-ve como fundamento, el segundo como intermediario, el tercero como concreción fáctica del derecho natural. “Pero, es en virtud del derecho natural que el derecho de gentes y el derecho positivo tienen fuerza de ley y se imponen a la conciencia”[10]. El derecho de gentes y el derecho positivo son determinaciones, objetivaciones, del derecho natural in-determinado. O también se puede decir que hay una transi-ción entre el derecho natural, el derecho de gentes y el de-recho positivo.

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Las determinaciones del primero son: el derecho del hom-bre a la existencia, a la libertad personal y a la búsqueda de perfección moral. Las determinaciones del segundo son: el derecho a la propiedad privada. Las determinaciones del derecho positivo son la libertad de la miseria, del terror y el derecho del sufragio. Finalmente señala tres categorías de derechos dentro de los derechos del hombre: los derechos de la persona, los derechos de la persona cívica y los derechos de la persona obrera. Sin duda, el primero como fundante de los demás. Para el filósofo alemán, J. Habermas, el concepto de dere-chos humanos no se originó en la moralidad, sino de las fuentes jurídicas. “Los derechos humanos son jurídicos por su verdadera naturaleza”[11]. Ellos pertenecen estructural-mente a un orden legal positivo y coercitivo, que fundamen-ta las pretensiones de acciones legales. Sin embargo, a pe-sar que ellos se hayan originado fuera del ámbito moral, no impide que puedan ser justificados moralmente, a partir del principio de universalización. Para eso, el filósofo alemán cree que parte del significado de los derechos humanos es el concepto de “derechos básicos”, a partir de los cuales in-tenta hacer una fundamentación absoluta de la mayor parte de esos derechos básicos. Habermas sigue la perspectiva kantiana para la cual los hombres tienen derechos inaliena-bles e irrenunciables. El filósofo de la ética del discurso incluye en la fundamenta-ción los conceptos de “forma jurídica” y “principio del dis-curso”. Con el primer concepto hace referencia al ámbito del derecho, constituida por la libertad subjetiva de acción y por la coacción. El principio del discurso hace referencia al concepto de ra-cionalidad comunicativa. Este principio tiene diversas for-mulaciones en sus trabajos. En Facticidad y validez la for-mula así: “Válidas son aquellas normas (y sólo aquellas nor-mas) a las que todos los que pudieran verse afectados por ellos pudiesen prestar su consentimiento como participan-tes en discursos racionales”[12].

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En la interrelación entre el principio del discurso y de la for-ma jurídica se encuentra la génesis de lógico de un sistema de derechos, constituido por cinco derechos fundamentales. Tres primeros son producto de la aplicación de los derechos humanos, los otros son aspectos de la forma jurídica. Los tres primeros son: 1) Derechos fundamentales que resultan de la configura-ción políticamente autónoma del derecho a la mayor medi-da posible de igual libertad subjetiva de acción. Tales dere-chos exigen como correlatos necesarios: 2) Derechos fundamentales que resultan de la configura-ción políticamente autónoma del status de un miembro en una asociación voluntaria de personas que están bajo el de-recho. 3) Derechos fundamentales que resultan inmediatamente de la posibilidad de postulación judicial de derechos y de la configuración políticamente autónoma de la protección jurí-dica individual.[13] El principio del discurso da legitimidad al primer principio, es decir, la igualdad de distribución de las libertades subje-tivas de acción, que no se pueden deducir de la forma jurí-dica. “La simple forma de los derechos subjetivos no permi-ten resolver la legitimidad de esas leyes. Entretanto, el principio del discurso revela que todos tienen derecho a la mayor medida posible de igual libertad de acción subjeti-va”[14]. Como ejemplo histórico señala: “Los derechos libe-rales clásicos a la dignidad del hombre, a la libertad, a la vida y a la integridad física de las personas, a la liberalidad, a la elección de la profesión, a la prosperidad, a la inviolabi-lidad de la residencia.”[15] El derecho de pertenecer a una comunidad señalado en el item 2, también está de acuerdo al principio del discurso. Como ejemplos históricos están la prohibición a la extradi-ción y el derecho de asilo. Los derechos fundamentales que resultan del ítem 3 expre-san la abdicación del individuo al uso de la fuerza. Como ejemplos históricos se encuentran las garantías procesales

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fundamentales, la prohibición del efecto retroactivo, la prohibición del castigo repetido por el mismo delito, la prohibición de los tribunales de excepción, además de la garantía de independencia personal del juez. De la institucionalización de la forma jurídica del principio del discurso surgen los derechos del item 4: “derechos fun-damentales a la participación, en igualdad de oportunida-des, en procesos de formación de la opinión y de la volun-tad, en los cuales los civiles ejercitan su autonomía política a través de los cuales ellos crean legítimo derecho.”[16] Este derecho se manifiesta en la forma de “libertad de opi-nión e información, libertad de reunión y asociación, liber-tad de fe, de conciencia y de confesión, de participación en elecciones y votaciones políticas, de participación en parti-dos políticos o movimientos civiles.”[17] Los derechos fundamentales del ítem 5, de contenido social y ecológico, son formulados como “derechos fundamentales a las condiciones de vida garantizada social, técnica y eco-lógicamente, en la medida en que eso fuera necesario para un aprovechamiento, en igualdad de oportunidades, de los demás derechos consignados entre los items 1 y 4.”[18] Al contrario de los anteriores, que son fundamentales de modo absoluto, esos otros derechos son fundamentales de modo relativo. Son exigidos por los anteriores, pero su rela-tividad reside en el hecho de que se hacen efectivos en una sociedad dada. Claro que esos derechos deberían ser deci-didos en una comunidad de comunicación. En resumen, toda sociedad debería garantizar los derechos de 1 a 4, ya que remiten a la propia estructura discursiva de la racionalidad comunicativa, lo que permite la legitimi-dad del ordenamiento jurídico.

Crítica a la fundamentación absoluta de los de-rechos humanos En esta parte, desarrollaremos las ideas de Bobbio, MacIn-tyre y Rorty al respecto. Norberto Bobbio (1909-2004), des-tacado filósofo de la política, ha sido uno de los críticos más

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duros de las posibilidades teóricas de fundamentación de los derechos humanos. Sus principales argumentos los en-contramos en su obra El problema de la guerra y las vías de la paz (1979)[19]. En el capítulo III titulado “Sobre el funda-mento de los derechos del hombre”, enfrenta el problema de la fundamentación absoluta de los derechos del hombre. Cuando desde la filosofía se piensa en la fundamentación de los derechos humanos, no se va a reflexionar sobre “un derecho que se tiene”, sino sobre “un derecho que se de-searía tener”. Porque si es el primer asunto, basta con el or-denamiento jurídico positivo. Para el segundo caso se bus-cará buenas razones para su legitimidad y convencer sobre su aplicación en el ordenamiento jurídico. Seguimos pensa-do en su fundamentación porque ellos, a pesar de ser de-seables, no han sido reconocidos en todas partes: “Partamos del presupuesto de que los derechos humanos son cosas deseables, es decir, fines que merecen ser perse-guidos y que, pese a su deseabilidad, no han sido aún reco-nocidos todos en todas partes y en igual medida, y nos ve-mos impulsados por la convicción de que encontrar su fun-damento, o sea aducir motivos para justificar la elección que hemos hecho y que quisiéramos fuese hecha también por otros, es un medio adecuado para obtener su más am-plio reconocimiento.”[20] Motivados por encontrar buenas razones para los derechos humanos, se ha terminado pensado en el fundamento abso-luto de los mismos, lo cual es una ilusión. Ilusión de que “acabaremos por encontrar la razón y el argumento irresis-tible al que ninguno podrá negarse a adherir”[21]. Compara el “fundamento irresistible” con el “poder irresistible”, ante el cual nuestra mente y acciones, respectivamente, se do-blegan. “El fundamento último no es discutible ulteriormente, así como el poder último debe ser obedecido sin discutir. Quien resiste al primero se pone fuera de la comunidad de las per-sonas razonables, así como quien se rebela al segundo que-da excluido de la comunidad de las personas justas o bue-nas.”[22]

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Esta ilusión ha sido frecuente entre los iusnaturalistas, quie-nes pretendieron derivan esos derechos de la naturaleza del hombre. Bobbio sostiene que la naturaleza humana se mostró frágil como fundamento absoluto de los derechos irresistibles. El fracaso de la fundamentación absoluta es el fracaso del isnaturalismo que no han podido fundamentar los derechos en la naturaleza humana. Hoy día tal preten-sión es infundada. El filósofo italiano presenta cuatro dificul-tades a la búsqueda de un fundamento absoluto de los de-rechos humanos. i) La expresión “los derechos del hombre” es muy vaga. Cuando se trata de definirlos se obtienen tautologías o ex-presiones de deseos o incluimos términos valorativos en su definición. Si no podemos obtener una definición clara de los derechos del hombre, ¿cómo pensar en plantear el pro-blema de la fundamentación? ii) La segunda dificultad es que los derechos del hombre es una “clase variable”, tiene una historia tan cambiante como las condiciones históricas mismas. Los derechos como el de la propiedad que se pensó como sagrada e inviolable, ya no lo son hoy día; los derechos individuales de los siglos pasa-dos, han dado paso a nuevos derechos de corte social. Nada nos impide pensar que en el futuro surjan nuevos de-rechos humanos. “Todo esto prueba que no existen dere-chos fundamentales por naturaleza”[23]. No puede haber fundamento absoluto de los derechos históricos y relativos. Bobbio dice que no hay que temerle al relativismo. iii) La tercera dificultad es que los derechos humanos se han mostrado como heterogéneos e incompatibles, además de estar apoyados en razones diversas. Así las cosas, más que hablar de un fundamento, se debería hablar de funda-mentos, de “diversos fundamentos según el derecho cuyas buenas razones se desea defender.”[24] Y es que los dere-chos tienen status diferentes, por lo que no todos pueden tener el mismo fundamento, ni todos ser fundamentales, ni pueden tener fundamento absoluto. iv) Además, los sujetos pueden invocar derechos que son antinómicos, como lo son los derechos individuales de los

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derechos sociales. Los primeros son libertades que exigen obligaciones puramente negativas, mientras los segundos son poderes que exigen obligaciones positivas. “Son antinómicos en el sentido de que su desarrollo no pue-de ocurrir paralelamente: la realización integral de los unos impide la realización integral de los otros. Cuanto más au-mentan los poderes de los individuos, más disminuyen las libertades de los mismos individuos.”[25] Así, los argumentos para cada tipo de derechos son distin-tos. No puede haber fundamentos absolutos a derechos antinómicos. Y si se pretende establecer fundamentos abso-lutos estos pueden impedir el surgimiento de nuevos dere-chos, como en el caso de los derechos sociales con respec-to al derecho a la propiedad. “El fundamento absoluto no es sólo una ilusión; a veces es también un pretexto para de-fender posiciones reaccionarias.”[26] Bobbio añade una crítica pragmática: de haber una funda-mentación absoluta, ¿se conseguirá más rápidamente y con más eficacia el reconocimiento y la realización de los dere-chos humanos? La crítica va dirigida contra el racionalismo ético que cree que con una fundamentación se garantiza su realización. Pero la experiencia histórica desmiente tal pre-tensión. El filósofo italiano es tajante, después de que go-biernos tan dispares se han puesto de acuerdo en la Decla-ración Universal de los Derechos del Hombre, el problema de la fundamentación “ha perdido gran parte de su interés” y de lo que se trata ahora no es buscar la razón de las razo-nes, sino “de poner las condiciones para una más amplia y escrupulosa realización de los derechos proclamados”[27]. Pero para ello hay que estar convencidos que la realización de los derechos humanos es deseable. Así: “El problema de fondo relativo a los derechos del hombre es hoy no tanto el de justificarlos, como el de protegerlos. Es un problema no filosófico, sino político.”[28] El filósofo italiano termina con unas reflexiones sobre la filo-sofía misma. La crisis de los fundamentos es también un as-pecto de la crisis de la filosofía. Reconoce el valor ya no de una búsqueda de fundamentos absolutos, sino de “distintos

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fundamentos posibles”[29], pero esta búsqueda deberá es-tar acompañada por las ciencias históricas y sociales, que ayudarán a aclarar sobre las condiciones, los medios y las situaciones en que un derecho pueda realizarse. Otro de los filósofos que ha hecho duras críticas a los dere-chos humanos y a su fundamentación ha sido MacIntyre. En su reconocido libro Tras la virtud (1984) hace serias obser-vaciones a tales derechos, entendidos no como leyes positi-vas o costumbres sociales, sino a los que “se dicen pertene-cientes al ser humano como tal y que se mencionan como razón para postular que la gente no debe interferir con ellos en su búsqueda de la vida, la libertad y la felicidad”[30]. El lenguaje de “derechos humanos” surgió en el siglo XVIII, para conferirlos a los individuos sin importar las diferencias, además de intentar proveer de fundamento a las opciones morales concretas. MacIntyre es tajante, dice que la expre-sión “derechos” no se encuentra antes del 1400. Añade: “Naturalmente de esto no se sigue que no haya derechos humanos o naturales; sólo que hubo una época en que na-die sabía que los hubiera. Y como poco, ello plantea algunas preguntas. Pero no necesitamos entretenernos en respon-der a ellas, porque la verdad es sencilla: no existen tales derechos y creer en ellos es como creer en brujas y unicor-nios.”[31] Dura expresión sin duda. Las razones para demostrar que son ficciones son las mismas que para afirmar que no hay unicornios ni brujas. Y como no se puede probar tal cosa, lo que nos queda es “el fracaso de todos los intentos de dar buenas razones para creer que tales derechos existan”[32]. A pesar de decir “todos los intentos de dar buenas razo-nes”, que es el asunto de la fundamentación, él está en-frentándose a un tipo de fundamentación: pensar en ellas como si fuesen verdades axiomáticas, las cuales no existen. Para el filósofo escocés, recurrir a “intuiciones” es “señal de que algo funciona bastante mal en una argumentación”[33]. Se refiere a las opiniones de Ronald Dworkin, quien afirma que los derechos humanos no pue-den ser demostrados, lo que no implica que no sean verda-

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deros. Y añade MacIntyre en tono sarcástico: “Lo que es cierto, pero podría servir igualmente para defender presun-ciones sobre los unicornios y las brujas.”[34] Lo peculiar es que los derechos humanos o naturales, así como la utilidad, son ficciones morales con “propiedades muy concretas”: “se proponen proveernos de un criterio ob-jetivo e impersonal, pero no lo hacen”[35]. Eso produce una brecha entre sus significados y los usos reales. Esto también permite entender el fenómeno de la “incon-mensurabilidad de las premisas en el debate moral mo-derno”. Los propósitos de los conceptos de “derechos” y “utilidad” son diferentes. El primero, el concepto de dere-cho, surge con la invención del “agente moral autónomo”; el segundo, el concepto de utilidad, con la organización bu-rocrática de la sociedad. Ambos surgen como sustitutos de la moral tradicional. Ahora, cuando se invocan derechos contra la utilidad, o una de ellos o ambos contra la moral tradicional, no hay modo racional de resolver dichos conflic-tos. “La inconmensurabilidad moral es ella misma producto de una peculiar conjunción histórica.”[36] Y si los “derechos” y la “utilidad” son ficciones, el discurso moral sobre ofrecerá un “simulacro de racionalidad” al “proceso político moderno”, pero no a su realidad. Una ra-cionalidad práctica que no influye en nada en la realidad so-cial, podríamos agregar. “La fingida racionalidad del debate oculta la arbitrariedad de la voluntad y el poder que se ocu-pan en su resolución.”[37] Quizá podemos ponerlo en estos términos: los derechos humanos ocultan la voluntad del in-dividuo, mientras que la utilidad oculta el poder de las orga-nizaciones actuales. Otro crítico interesante de los fundamentos de los derechos humanos es Richard Rorty. En una conferencia titulada “De-rechos humanos, racionalidad y sentimentalidad” (1993)[38] traza las líneas centrales de su crítica a la fundamenta-ción de los derechos humanos. Empieza citando un informe enviado desde la guerra en Bosnia donde un grupo trató al otro como pseudohumanos, que trazaban una línea diviso-ria entre verdaderos humanos y no humanos. ¿Cómo hablar

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de derechos humanos en ese contexto? ¿Qué sentido tiene fundamentar los derechos humanos? Basándose en Rabossi afirma que “el fundacionalismo de los derechos humanos es anacrónico”[39]. Y es que el fundacionalismo supone una idea de ser humano racional, con pretensiones universalis-tas. Pero la racionalidad en sentido de Rorty es una forma de alcanzar coherencia entre la red de creencias. El intento de fundamentar los derechos humanos está pasado de moda, por lo que la tarea es otra: “Consideramos que nuestra tarea consiste en hacer nuestra cultura, la cultura de los derechos humanos, más conscien-tes de sí y más poderosa, en lugar de demostrar su superio-ridad sobre otras culturas mediante la apelación a alguna realidad transcultural.”[40] Este filósofo pragmático aspira que la filosofía realice un compendio de nuestras intuiciones culturales de lo que debe hacerse en distintas situaciones, llegando a obtener generalizaciones. Claro que la generalización “no sustenta nuestras intuiciones sino que las compendia”[41]. Añade: “Consideramos que la formulación de estas generalizacio-nes incrementa la previsibilidad y por tanto el poder y la efi-ciencia de nuestras instituciones, con lo cual se intensifica el sentimiento de identidad moral compartida que nos hace una comunidad moral.”[42] El problema ha residido en que los filósofos fundacionalistas como Platón, Tomás de Aquino y Kant han pensado en una fundamentación autónoma de tales generalizaciones, inde-pendientes de las intuiciones morales. Sostenidos tales ge-neralizaciones en premisas superiores, se obtenía una ver-dad sobre la naturaleza humana, un conocimiento de lo que el hombre es. Afirmar tales conocimientos de la naturaleza humana es creer que ello puede corregir nuestras intuicio-nes morales. Sin embargo, el cambio de nuestras intuicio-nes morales no se produce por el incremento del conoci-miento sino por la “manipulación de nuestros sentimien-tos”. La emergencia de la cultura de los derechos humanos no debe nada al conocimiento moral, en cambio, “lo debe todo a la lectura de historias tristes y sentimentales”[43].

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De aquí se genera una pregunta inevitable: ¿Por qué el co-nocimiento moral se ha vuelto menos importante? ”¿Por qué, en suma, la filosofía moral se ha convertido en una parte tan discreta de nuestra cultura?”. La respuesta pare-ce ser que se ha pretendido un conocimiento del ser huma-no que le garantizaba jerarquía y superioridad. Por eso ve importante transformar la pregunta “¿Qué es el hombre?”, por “¿Qué clase de mundo podemos preparar para nuestros bisnietos?”[44]. Fundar la obligación en la verdad o en la racionalidad como poderes ahistóricos impide comprender el papel del amor, la amistad, la confianza y la solidaridad social. Por eso el autor apuesta por la educación sentimental. “Este tipo de educación familiariza a personas de distintas clases de suerte que estén menos tentadas a pensar en los otros como cuasihumanos”[45]. Ese tipo de educación puede per-mitirnos ponernos en el lugar de los humillados y ofendidos. “Producir generaciones de estudiantes amables, tolerantes, prósperos, seguros y respetuosos con los demás en todas partes del mundo es justamente lo que se necesita, todo lo que se necesita, para alcanzar la utopía ilustrada. Mientras más jóvenes así podamos criar, más fuerte y más global se-rá nuestra cultura de los derechos humanos.”[46] No definir a las personas en términos excluyentes, como se-res “irracionales”, sino ampliar nuestra simpatía. Esas per-sonas no son más o menos racionales que nosotros, el pro-blema es que son personas desposeídas no de la verdad y del conocimiento moral sino de seguridad y simpatía. “La seguridad y la simpatía van juntas, por las mismas razo-nes que la paz y la prosperidad económica van juntas. Cuanto más duras son las cosas o más miedo se siente o más peligro se experimenta, menos tiempo y esfuerzo pue-de dedicarse a pensar en la condición de las personas con las cuales no te identificas de inmediato. La educación sen-timental funciona únicamente cuando las personas pueden relajarse lo suficiente como para escuchar.”[47]Así las cosas, el progreso de la cultura de los derechos hu-manos dependerá de un progreso de los sentimientos. Eso

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implica aprender a ver nuestras pequeñas semejanzas y no medirnos con nuestras creencias de un yo verdadero. Tam-bién implica superar la idea que los sentimientos es una fuerza débil frente a la razón. El conocimiento de la verdad y la racionalidad no son condiciones de la educación moral, sino la manipulación de los sentimientos como el de amis-tad. De este modo, la pregunta no es “¿Por qué debo ser moral?” sino “¿Por qué debo preocuparme por un extraño, cuyas costumbres me parecen detestables?”. Una pregunta que reta nuestra imaginación. La respuesta tradicional tien-de a subvalorar el parentesco y las propias costumbres, a favor de las obligaciones de la especie. No hay una respues-ta universalista, sino historias tristes y sentimentales. Final-mente interpreta estos dos últimos siglos no como el avan-ce del conocimiento moral y la racionalidad sino como “una etapa en la que ha ocurrido un progreso sorprendentemen-te rápido de los sentimientos y se ha vuelto mucho más fá-cil para nosotros movernos a actuar gracias a las historias tristes y sentimentales.”[48] En ¿Esperanza o conocimiento? (1997)[49], en el capítulo III titulado “Una ética sin obligaciones morales”, comienza sos-teniendo que los pragmatistas explican el saber –en la física y en la ética- como una “búsqueda de un ajuste y, en parti-cular, del tipo de ajuste con nuestros congéneres”[50]. Ade-más sostiene que el pragmatismo es antiesencialista y bus-ca entender las cosas de modo relacional, superando las distinciones tan típicas en filosofía como realidad-aparien-cia, rasgos internos-rasgos externos, razón-experiencia, moralidad-prudencia, etc. También añade que la diferencia entre los humanos y los animales –que se expresa a través del lenguaje-, aunque es importante, es sólo de grado. Es-tos presupuestos, aplicado a la ética, lo lleva a tratar de su-perar la distinción entre moralidad y prudencia. La primera relacionada con la propuesta kantiana de una moral de de-beres universales, la segunda de tradición aristotélica aten-ta a las circunstancias y sin dejar de lado opiniones, senti-mientos y deseos. Apoyado en Dewey y Baier afirma que la obligación moral no tiene una fuente distinta de la tradi-ción. “la moralidad es, sencillamente, una costumbre nueva

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y discutible”[51]. Rorty sostiene que lo contrario está acom-pañado del “mito del yo como no relacional”, sin contexto, “como un psicópata frío al que se necesita forzar para que tome en cuenta las necesidades de las demás personas”[52]. Esto ha favorecido a la distinción entre ra-zón y pasiones, lo que ha marcado la historia de la filosofía moral. Así, postular deberes universales supone un yo “psi-cópata autointeresado y frío”. Este filósofo está pensado es-pecialmente en Platón y Kant. Rorty acentúa la diferencia entre “hacer lo que se está obli-gado” y “hacer lo que resulta natural”. Atender a las necesi-dades de la familia es natural porque ella forma parte de nuestra autodefinición. Sin embargo, no quiere añadir que esas acciones sean morales, dado que está identificando moral con obligación universal. Veamos este texto impor-tante en su planteamiento: “No querríamos estar bien alimentados mientras nuestros hijos pasan hambre. Eso sería antinatural. ¿Sería también inmoral? Decirlo suena un poco extraño. Uno sólo emplearía ese término si se topara con un padre que es también un egoísta patológico, una madre o padre cuyo sentido del yo nada tiene que ver con sus hijos, el tipo de persona entre-vista por la teoría de la decisión, alguien cuya identidad es-tá constituida por órdenes de preferencia más que por la simpatía”.[53] Por salvar la importancia de la simpatía, de los sentimien-tos, Rorty cae en el mismo error que pretendía superar: acentuar la diferencia entre lo moral y lo natural. Considera que la moral se aplica a una exigencia que va más allá de lo natural, como alimentar a personas hambrientas que no son nuestros hijos. Claro, eso depende de si los demás no están incorporados dentro de mi propia imagen. Si lo están, entonces se puede hablar de desarrollo moral: “El desarrollo moral en el individuo y el progreso moral en la especie humana como un todo tienen que ver con adver-tir otros yos humanos de modo de extender las variadas re-laciones que los constituyen.”[54]

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Así, en este filósofo norteamericano encontramos dos extre-mos, uno el comportamiento natural, el otro el actuar de manera desinteresada donde uno se identifica con los de-más. Un extremo “natural” y el otro “ideal”. ¿Qué busca Rorty con esto? ¿Qué vayamos de lo natural a lo ideal? ¿Qué procuremos un equilibrio entre ambos? Sigamos vien-do sus argumentos. Claro que Rorty no apunta a una mora-lidad completa porque hasta los términos como “moralidad” u “obligación” desaparecerían, ya que no habría como cons-trastarlos. Sin embargo, sigue afirmando los opuestos: “Los términos “moral” y “obligación” se tornan cada vez más y más apropiados cuando se trata de privar a nuestros hijos de algo que quieren para enviar dinero a las víctimas de una hambruna en un país que nunca hemos visto…”[55] No vemos cómo Rorty supera la distinción entre el “punto de vista moral” y el “mero autointerés”, entre lo moral y lo natural, los que han estado bien marcados en la filosofía moral kantiana. Para esta filosofía, la moralidad empieza donde el autointerés termina. La clave de su propuesta está aquí: “El pragmatista considera el ideal de hermandad humana no como la imposición de algo no empírico sobre lo empíri-co ni de algo no natural sobre lo natural, sino como la cul-minación de un proceso de ajuste que es también un proce-so de renovación de la especie humana.“[56] Ni naturalismo ni no naturalismo, ni particularismo ni uni-versalismo, sino una propuesta de una educación de los sentimientos como medida de nuestro progreso moral es la propuesta de Rorty. No como un aumento de la racionalidad ni una superación de los prejuicios, sino responder a las ne-cesidades de mayor cantidad de personas. “De modo que lo mejor es pensar el progreso moral como un incremento de la sensibilidad, un aumento de la capaci-dad para responder a las necesidades de una variedad más y más extensa de personas y cosas…consideran el progreso moral como un estar en condiciones de responder a las ne-cesidades de grupos de personas más y más abarcativos.”[57]

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Y vuelve a insistir más adelante que el progreso moral “tie-ne que ver con ampliar al máximo la simpatía”[58]. ¿Re-suelve esto el problema entre la moral y el autointerés? No, simplemente lo deja señalado. Quizá porque considera que no tiene importancia que sea solucionado teóricamente. Sin embargo, hay un problema: ¿cómo saber que estamos res-pondiendo a las necesidades de más personas si no lo me-dimos con criterios morales previos? Si no existieran, podría justificarse la intervención de los países como Estados Uni-dos a cualquier país extranjero en defensa de la humanidad o con el argumento de defender a la mayoría de la pobla-ción indefensa. O parafraseando al propio Rorty, el proceso de ajuste requiere de criterios morales, debatibles sin duda, pero criterios previos necesarios. Rorty opone lo “no huma-no” (los ideales, los deberes, los valores) a la idea de “abar-car a más y más seres humanos en nuestra comunidad”, los ideales vs. los seres humanos concretos. En lo no humano predominan las metáforas verticales, en la consideración por el otro las metáforas horizontales. De ese modo, se puede sustituir la idea kantiana de una Voluntad Buena por una idea de ser humano cálido, sensible y compasivo.[59] Con todo este planteamiento pragmático quedará claro el rechazo de Rorty a la noción incondicional de derechos hu-manos, al rechazo a la idea de una fundamentación de los mismos. Para él, hablar de “derechos humanos inaliena-bles” es como hablar de la “obediencia a la voluntad divi-na”, es pensarlos como motores inmóviles que mueven a las personas y que no pueden ser cuestionados. Los derechos humanos más que entidades ideales hacen re-ferencia a “una comunidad de personas que piensan como nosotros”, en la cual se ha dado el proceso de construcción social de tales derechos. Esto lleva a este pensador a limi-tarse a debatir sobre “la utilidad de los constructos socia-les”. “Debatir la utilidad del conjunto de constructos sociales que llamamos “derechos humanos” es debatir la cuestión de si las sociedades incluyentes son mejores que las excluyen-tes…la mejor señal de nuestro progreso hacia una cultura

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de derechos humanos plenamente realizada puede ser la medida en la que dejamos de interferir en los planes matri-moniales de nuestros hijos en función del origen nacional, la religión, la raza o la riqueza del candidato, o porque el matrimonio va a ser homosexual en vez de heterosexual.”[60] Es curioso que la medida de una cultura de derechos huma-nos sea, por los ejemplos, mayor libertad para el individuo. La crítica al egoísmo patológico que subyace a las propues-tas universalistas kantianas, puede terminar justificando el egoísmo patológico de los individuos pragmáticos, porque no son ellos los que deben consider a los otros sino que los otros deben considerar sus intereses económicos o sexua-les. Mejor hubiesen sido ejemplos de derechos humanos so-ciales o ecológicos. Rorty critica la idea de una fundamentación racional de los derechos humanos, a aquellos que quieren encontrar un factor común a todos los humanos, sea en la razón, el dolor o en el lenguaje. Mejor es dejar de lado la “búsqueda de la comunalidad”, dejar de pensar que alguna fórmula genérica pueda comprender la existencia humana: “Dicho enfoque (el pragmático) es antiuniversalista, en el sentido de que desalienta los intentos de formular generali-zaciones que abarquen todas las formas posibles de exis-tencia humana. Tener esperanza en un futuro humano me-jor, actualmente inimaginable, es tener esperanza de que ninguna generalización que podamos formular ahora será adecuada para abarcar el futuro.”[61] No buscar algo común a los seres humanos ni ideales uni-versales, sino resolver problemas específicos que nos divi-den. Tarea más modesta para la ética. Para ello debemos servirnos de la imaginación, “bisturí de la evolución cultu-ral”, el poder para hacer del futuro humano mejor, “más rico”, que el pasado.

Las vías intermedias de fundamentación

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Sin embargo, requerimos comprensiones prudenciales, que recojan lo mejor de ambas tradiciones éticas, para com-prender que el fenómeno moral es más complejo que las declaraciones éticas y filosóficas. Y hasta, en sentido prag-mático, más eficientes. Esas salidas intermedias se han es-tado ensayando por autores como Rawls, Cortina, Walzer, Etxeberria, entre otros. Ellos buscan una salida intermedia, pero algunos, como diría Aristóteles, más a la izquierda, otros más a la derecha. En esta parte desarrollaremos los argumentos de Walzer y de Etxeberria. Michael Walzer ha trabajado una versión intermedia entre universalidad y particularidad en su obra Moralidad en el ámbito local e internacional (1994). En su texto clásico Las esferas de la justicia (1983), distinguía entre derechos uni-versales y derechos culturales. Nos decía: “Ciertamente, los individuos poseen derechos no sólo acer-ca de la vida y de la libertad, pero éstos no son resultado de nuestra común humanidad; son resultado de una concep-ción compartida de los bienes sociales: su carácter es local y particular.”[62]

Once años después plantea el problema más claramente. Parte de la distinción entre una moralidad maximalista, “densa”, propia de las tradiciones culturales, y una morali-dad minimalista, “tenue”, de carácter universal, que propo-ne como guía de las relaciones interculturales y de la políti-ca internacional. No se trata de dos moralidades, sino que los conceptos morales “tienen significados mínimos y máxi-mos. Podemos ofrecer descripciones de los mínimos en tér-minos tenues o densos”[63]. Estos, piensa este filósofo, se encuentran en toda moralidad. Por ejemplo, el caso de tor-tura estaríamos de acuerdo en rechazarla los habitantes de casi todos los países (esto sería una moral mínima), pero cuál sería una política justa de salud corresponde a cada país (moral máxima). Define el minimalismo así: “El minimalismo…es menos un producto de la persuasión que del mutuo reconocimiento entre los protagonistas de diferentes culturas morales completamente desarrolladas.

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Consiste en principios y reglas reiterados en diferentes tiempos y lugares y que se consideran similares aun cuando se expresan en diferentes idiomas y reflejan historia diver-sas y visiones del mundo distintas.”[64] La moral minimalista tiene sus raíces en la moralidad maxi-malista. Más aún, la “moralidad es densa desde el principio, culturalmente integrada, completamente significativa, y se revela tenue sólo en ocasiones especiales, cuando el len-guaje moral se orienta hacia propósitos específicos”[65]. Por eso, la referencia de los mínimos a los máximos lo hace ser moralmente significativo. Además, la moral mínima sim-plemente “designa algunos rasgos reiterados de las morali-dades máximas o densas”[66]. Ese universalismo de la rei-teración hace que las morales máximas no sean simple ex-presiones relativistas. La universalidad la enraíza en la hu-manidad, lo particular en la sociedad. Es la sociedad la que tiene memoria, cultura, prácticas, formas de vida, la huma-nidad no. Porque somos seres humanos nos podemos reco-nocer unos a otros y responder ante peticiones de ayuda. Por lo anterior, no entiende la moralidad mínima como abs-tracta, formal, neutra y descontextualizada, sino es “reite-radamente particularista y localmente significativo, íntima-mente ligado con las moralidades máximas creadas aquí y allá, en los lugares y tiempos específicos.”[67] Es decir, se pueden encontrar esos mínimos en la reiteración de deter-minados rasgos en las diversas culturas. Él tiene en mente especialmente la verdad y la justicia. No se trata pues de mínimos abstractos ni dominantes. El minimalismo moral ofrece una perspectiva crítica, pero en tanto expresión de la moral máxima o densa, así como expresión de nuestra soli-daridad. Walzer rechaza la posibilidad de hacer una doctri-na moral universal y densa, es decir, no puede haber una sola forma de interpretar o argumentar moralmente. Pode-mos unirnos a los manifestantes de Praga, Walzer pone como ejemplo, pero surgirán muchas argumentaciones que dependerán de nuestras comprensiones morales y puede permitir, en casos extremos, una justificación de interven-ción internacional.

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En resumen, Walzer no se opone a la moralidad mínima, aunque sí a la interpretación procedimental de la misma. Considera al minimalismo moral “extremadamente impor-tante” porque permite y facilita los encuentros, sin embar-go “no puede sustituir ni reemplazar la defensa de valores densamente concebidos”[68]. Tampoco puede fundar una moral de máximos, más bien es una expresión de ellos. Xavier Etxeberria, filósofo español de la universidad de Deusto, ha sido otro de los que constantemente ha pensado sobre los derechos humanos. En su artículo “Universalismo ético y derechos humanos”[69] plantea el problema de la universalidad de los derechos frente a la reivindicación del pluralismo, donde cada uno se ve con sospecha, tratando de encontrar una respuesta intermedia. Este filósofo reco-noce el valor de ambas perspectivas, así como sus límites. El pluralismo es la perspectiva que atribuye la misma vali-dez a las propuestas morales de las personas y de las cultu-ras, por lo que ven el universalismo una imposición de una cierta perspectiva. Sin embargo, sostiene que el pluralismo hace referencia a valores que pugnan por ser universales, como los de autonomía de las personas y de los grupos identitarios. Además, el pluralismo requiere de un mínimo normativo, el cual también tiene una “vocación de univer-salidad”. Es decir, la “vocación universalista” no es anulada por el pluralismo moral, sino que subyace en su propuesta. “Y si se desea la viabilidad no traumática de la pluralidad, deben postularse inevitablemente normas que regulen creativamente los conflictos que aparecen entre las particu-laridades de los individuos, entre la particularidad del indivi-duo y la dominante en su grupo de pertenencia y entre las particularidades intergrupales.”[70] El universalismo tiene una característica: “pretende ser un universalismo de mínimos que ampara equitativamente el mayor espacio de pluralismo de máximos”[71]. Este univer-salismo puede presentar dos caras: una teleológica y otra deontológica. Tomando como referencia a la Conferencia de Viena (1993), ve en los documentos de esta conferencia una parte referi-

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da al contenido de los derechos humanos y otra a su funda-mentación. En esta conferencia, se hacen referencia a los derechos universales y la importancia de las particularida-des regionales. De ese modo, se puso sobre el tapete el tema de la diferencia cultural. Y entre universalismo y cultu-ralismo, Etxeberria busca una “tercera posibilidad”. Para explorar esta posibilidad, revisa la fundamentación de los derechos humanos. Como otros autores, señala que la justificación tradicional es iusnaturalista, que desde el pre-supuesto del individuo abstracto se afirmaba que los seres humanos tenemos dignidad y nacemos libres e iguales. El enfoque culturalista pone en crisis esta concepción, por lo que “el iusnaturalismo se revelaría hoy incapaz de fundar unos derechos y una ética universal.”[72] La tercera posibi-lidad la entiende como una reformulación articulada y crea-tiva de las dos formas de fundamentación, incluyendo plan-teamientos culturalistas. Este pensador está convencido que si no se conservan unos mínimos señalados por los ius-naturalistas, “no parecen posibles unos derechos y corres-pondientes deberes universales en sentido fuerte”[73], que giren en torno a la “esencial” dignidad de los seres huma-nos. En otras palabras, el iusnaturalismo es “imposible y ne-cesario”; imposible por las críticas culturalistas, necesario como mínimo de valores fundados en la dignidad humana.[74] El modelo constructivista le sirve para salvar esta con-tracción: “Lo justo y lo bueno se definen a través de la interpretación de convicciones (se salva así la “intención iusnaturalista”, aunque en forma de intuicionismo) que se legitiman racio-nalmente (la convicción no basta) haciéndolas pasar por el tamiz de un constructo que implica un procedimiento deli-berativo público (argumentación) en condiciones ideales (contrato social o similares).”[75] Claves de este modelo son las convicciones, las narraciones culturales, la deliberación, la argumentación y el diálogo críticos. Aplicando este modelo a los derechos humanos, tendríamos:

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“reconocemos que la verdad trasnhistórica de la común dig-nidad de los humanos, desde la que podemos exigirnos de-beres comunes, ha necesitado una gran purificación herme-néutica y reflexiva a lo largo de la historia, y por la misma razón, reconocemos que ese fondo durable de nuestras convicciones sigue pidiendo ajustes y reformulaciones en las actuales contextualizaciones. Fundamentaciones de este tipo no pueden ser consideradas absolutas ―tarea que hoy se nos muestra en general imposible― pero sí suficien-tes.”[76] Desde ese punto de vista, lo que se fundamenta como uni-versal no es un código de derechos/deberes, sino un “nú-cleo básico de derechos-principios y unos preceptos míni-mos fuertes”[77], como dignidad, libertad, igualdad y fra-ternidad. No se trata de una universalidad que se impone a la particularidad, sino que ésta última es una “encarnación plural” de los principios, una realización imperfecta de los mismos, una universalidad como impulsora de lo mejor de la particularidad. Es interesante que considere a la univer-salidad no como el punto de partida ni de llegada, sino “de “recorrido”, abierta al cambio y a la pluralidad”[78]. ¿No puede darse el caso que con la excusa de una concreción particular se vuelva a justificar intervenciones estatales contra los derechos de algún grupo? Sostiene Etxeberria que no hay que confundir entre cultura y expresión domi-nante de una cultura, ni cultura y Estado. Las culturas no son monolíticas ni estáticas, por lo que tienen derecho a en-carnaciones específicas como forma de afinar la universali-dad de recorrido. En resumen, partiendo de una conciencia crítica de la histo-ricidad de los derechos, su dependencia a culturas, se reco-noce su apertura al cambio y a la pluralidad. Pero esta vi-sión particularista es matizada con el reconocimiento de momentos de trashistoricidad y trasculturalidad, “mostran-do que lo nuclear de los derechos no es mera construcción arbitraria, y convirtiéndose de ese modo en referente inspi-rador, crítico y normativo de lo que es”[79]. La forma de mediar esta intuición con la particularidad es el diálogo in-tercultural, el cual nunca se acaba.

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¿Adiós a la fundamentación filosófica? Es opinión de Miró Quesada que la filosofía, como disciplina racional, intenta alcanzar soluciones últimas y aunque éstas no se hayan alcanzado, y quizá no puedan alcanzarse, “no sólo no la invalida como disciplina racional sino que consti-tuye su mayor incentivo para seguir tratando siempre, en forma denodada, de alcanzar la meta”[80]. Así, la imposibi-lidad de una fundamentación última, definitiva, absoluta, no anula otro tipo de fundamentación, sea relativa, o una plu-ralidad de fundamentaciones, más en diálogo con las distin-tas tradiciones culturales. No cabe duda que muchas de las objeciones de los críticos a la fundamentación absoluta o última de los derechos hu-manos son razonables, pero ello no debe llevarnos a pensar en la inutilidad de tal empresa, ni menos pensar en la inuti-lidad o irracionalidad de tales derechos. Por ello, las funda-mentaciones que adoptan una posición intermedia es una camino modesto que ofrece muchas posibilidades. Ahora, teóricamente el problema sigue en pie, porque com-prende una multiplicidad de problemas que no son tan fáci-les dejarlos de lado, como los antropológicos y morales. En otras palabras, ¿cómo asumir al ser humano y sus derechos en una época donde el mismo concepto de naturaleza hu-mana y humanismo han sido puestos en cuestión? ¿Gene-ran los derechos humanos una ética universal o son dos asuntos diferentes? ¿Cuál es la naturaleza de las normas expresadas en los derechos humanos? ¿En qué consiste esa dialéctica entre derechos y deberes insertos en los dere-chos humanos? Preguntas todavía válidas que apuntan a seguir pensando en una renovada fundamentación filosófica de los derechos humanos.

BIBLIOGRAFÍA BEUCHOT, Mauricio. Filosofía y derechos humanos. Los de-rechos humanos y su fundamentación filosófica. México. Si-glo Veintiuno editores, 1993.

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BOBBIO, Norberto. El problema de la guerra y las vías de la paz. Barcelona. Gedisa, 1992. BORGES, María de Lourdes, et al. Ética. Rio de Janeiro. DP&A Editora, 2003. ETXEBERRIA, Xavier. “Universalismo ético y derechos hu-manos”, en RUBIO-CARRACEDO, José, et al. Retos pendien-tes en ética y política. Madrid. Trotta, 2002. GILSON, Etienne. Santo Tomás de Aquino. Buenos Aires. Aguilar, 1964. HABERMAS, Jürgen. Facticidad y validez. Madrid. Trotta, 1998. MACINTYRE, Alasdair. Tras la virtud. Barcelona. Crítica, 2001. MARITAIN, Jacques. Los derechos del hombre y la ley natu-ral. Buenos Aires. Biblioteca Nueva, 1943. MIRÓ QUESADA C., Francisco. Ensayos de filosofía del dere-cho. Lima. Universidad de Lima, 1988. RORTY, Richard. “Derechos Humanos, racionalidad y senti-mentalidad”, en SHUTE, Stephen y HURLEY, Susan. De los derechos humanos. Madrid. Trotta, 1998. RORTY, Richard. ¿Esperanza o conocimiento? Una introduc-ción al pragmatismo. México. FCE, 2001. WALZER, Michael. Las esferas de la justicia. México. FCE, 1997. WALZER, Michael. Moralidad en el ámbito local e internacio-nal. Madrid. Alianza Editorial, 1996.

NOTAS[1] Miró Quesada Cantuarias, F.. Ensayos de filosofía del de-recho. Lima. Universidad de Lima, 1988, p. 14. Capítulo I “Fundamentación filosófica de los derechos humanos”. Nuestro filósofo nacional distingue entre fundamentación absoluta y fundamentación relativa.

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[2] Maritain, Jacques. Los derechos del hombre y la ley na-tural. Buenos Aires. Biblioteca Nueva, 1943. [3] Ibid., p. 89. [4] Ibid., p. 91. [5] Ibid., p. 92. Dice Maritain: “Todo esto no prueba nada contra la ley natural, del mismo modo que una falta en una suma nada prueba contra la aritmética, o que los errores de los primitivos, para quienes las estrellas eran agujeros en la carpa que recubría el mundo, nada prueba contra la astro-nomía.” Ibid., p. 92. [6] Ibid., p. 93. En la misma línea aristotélico-tomista escri-bía E. Gilson: “Los principios de la ley natural son, pues, los mismos para todos; en cuanto a sus consecuencias más ge-nerales, son comúnmente también las mismas para todos; pero a medida que se desciende hacia prescripciones cada vez más particulares, las causas del error en la reducción se acrecientan en proporción; la pasión interviene, los malos hábitos se mezclan, de tal suerte que razonando a partir de los principios de la ley natural el hombre llega a desear ac-tos que contradicen la ley.” Etienne Gilson. Santo Tomás de Aquino. Buenos Aires. Aguilar, 1964, p. 280. [7] Ibid., p. 91. Subrayado del propio autor. Esto es un eco de las palabras de Tomás de Aquino, quien escribió: “He aquí, pues, el primer precepto de la ley: es preciso hacer el bien y evitar el mal y sobre este se fundan todos los otros preceptos de la ley natural, de tal suerte que todas las co-sas que es necesario hacer o evitar derivan de los precep-tos de la ley natural, en tanto que la razón práctica los aprende naturalmente como bienes humanos.” (Suma Teo-lógica, I, II, q. 94, art. 2. Concl.) [8] Ibid., p. 96. [9] Ibid., p. 97. [10] Ibid., p. 103. [11] Habermas, J. Die Einbeziehung des Anderen. Studien zur politischen Theorie. Frankfurt am Main. Suhrkamp,

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1997, p. 222. Citado por Borges, M. et al. Ética. Rio de Janei-ro. DP&A Editora, 2003, p. 126. [12] Habermas, J. Facticidad y validez. Madrid. Trotta, 1998, p. 172. [13] Habermas, J Die Einbeziehung des Anderen, p. 159. Ci-tado por Borges, M. et al. Op. Cit., ps. 129-130. [14] Ibid., p. 160. Citado por Borges, M. et al. Op. Cit., p. 130. [15] Ibid., p. 162. Citado por Borges, M. et al. Op. Cit., p. 130. [16] Ibid., p. 159. Citado por Borges, M. et al. Op. Cit., p. 131 [17] Ibid., p. 165. Citado por Borges, M. et al. Op. Cit., p. 131 [18] Ibid., p. 160. Citado por Borges, M. et al. Op. Cit., p. 131. [19] Bobbio, Norberto. El problema de la guerra y las vías de la paz. Barcelona. Gedisa, 1992. El capítulo III se titula “Sobre el fundamento de los derechos humanos” y el IV “Presente y futuro de los derechos del hombre”. [20] Ibid., p. 118. [21] Ibid., p. 118. [22] Ibid., p. 119. [23] Ibid., p. 122. [24] Ibid., p. 123. [25] Ibid., p. 125. [26] Ibid., p. 126. [27] Ibid., p. 127. [28] Ibid., p. 128. Posteriormente añade que el problema de los derechos humanos no es filosófico sino jurídico, es decir, político. El problema de la fundamentación es “ineludible” pero no “urgente”. Más aún, el asunto de la fundamenta-ción es “de tal naturaleza que no debemos preocuparnos más por su solución. En efecto, se puede decir que hoy el

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problema del fundamento de los derechos del hombre ha tenido su solución en la Declaración Universal de los Dere-chos del Hombre aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948.” Ibid., p. 130. En otras palabras, el fundamento filosófico ha sido reempla-zado por el fundamento político, sus valores resultan justifi-cados por el “consenso general”. Este es un tipo de funda-mentación histórica, no absoluta. 29] Ibid., p. 128. [30] MacIntyre, A. Tras la virtud. Barcelona. Crítica, 2001, p. 95. [31] Ibid., p. 95. [32] Ibid., p. 96. [33] Ibid., p. 96. [34] Ibid., p. 96. [35] Ibid., p. 97. [36] Ibid., p. 97. [37] Ibid., p. 97. [38] Rorty, Richard. “Derechos humanos, racionalidad y sentimentalidad”, en Shute y Hurley, De los derechos hu-manos. Madrid. Trotta, 1998. [39] Ibid., p. 120. [40] Ibid., p. 121. [41] Ibid., p. 121. [42] Ibid., p. 122. [43] Ibid., p. 123. [44] Ibid., p. 126. [45] Ibid., p. 127. [46] Ibid., p. 130. [47] Ibid., p. 131. [48] Ibid., p. 136.

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[49] Rorty, Richard. ¿Esperanza o conocimiento? Una intro-ducción al pragmatismo. México. FCE, 2001. [50] Ibid., p. 77. [51] Ibid., p. 84. [52] Ibid., p. 84. [53] Ibid., p. 87. [54] Ibid., p. 88. [55] Ibid., p. 89. [56] Ibid., p. 91. [57] Ibid., p. 91. [58] Ibid., p. 93. [59] Ibid., p. 94. [60] Ibid., p. 98. [61] Ibid., p. 99, nota n° 19. [62] Walzer, M. Las esferas de la justicia. México. FCE, 1997, p. 13. [63] Walzer, M. Moralidad en el ámbito local e internacional. Madrid. Alianza Editorial, 1996, p. 35. [64] Ibid., p. 49. Más adelante sigue sosteniendo la misma idea de la fuente de los mínimos: “Aunque tenemos histo-rias diferentes, tenemos también experiencias comunes y, a veces, respuestas comunes, y es con éstas con las que ela-boramos, si es necesario, el mínimo moral.” Ibid., p. 50. [65] Ibid., p. 37. [66] Ibid., p. 42. [67] Ibid., p. 40. [68] Ibid., p. 49. [69] Etxeberria, Xavier. “Universalismo ético y derechos hu-manos”, en Rubio-Carracedo, José, et al. Retos pendientes en ética y política. Madrid. Trotta, 2002, p. 305.[70] Ibid., p. 305. [71] Ibid., p. 305.

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[72] Ibid., p. 308. [73] Ibid., p. 309. [74] Ibid., p. 309. [75] Ibid., p. 310. [76] Ibid., p 310. [77] Ibid., p. 311. [78] Ibid., p. 312. [79] Ibid., p. 319. [80] Miró Quesada, Op. Cit., p. 13. De similar idea de Beu-chot, quien sostiene que “el filósofo puede interesarse legí-timamente en su fundamento (sea absoluto, relativo, etc.). Puede hacerlo junto con las ciencias sociales y ayudándose de ellas, como quiere Bobbio, pero como un aspecto del fi-losofar”, Filosofía y derechos humanos., México. Siglo Vein-tiuno editores, 1993, p. 158.

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El transporte como metáfora moralMiguel Polo

“El hombre sin ley ni justicia es el peor de los animales.”Aristóteles

IntroducciónLuego de la década autoritaria y violenta de los 90, el resul-tado pretende ser el olvido y la continuidad. Aunque hay quienes quieren moralizar el país, este mensaje en valores no encuentra acogida debido a que no toca la fibra de nues-tras instituciones sociales ni de sus prácticas. En lugar de promover el debate sobre cuestiones morales fundamenta-les, se prefiere seguir en las prácticas que nos llevaron a la misma inmoralidad de los 90. Tenemos que debatir las mis-mas bases de nuestra moral social que no nos permiten avanzar hacia una ética cívica. No es tanto el relativismo moral como las costumbres que conforman formas de vida, que en lugar de promover el desarrollo intelectual y moral, producen egoísmos y desencuentros que desarticulan la so-ciedad.En este artículo pretendo reflexionar sobre nuestra moral social, sirviéndome del transporte como metáfora. El trans-porte público es tanto un problema social como una buena metáfora para hablar de la condición moral de nuestra so-ciedad; con este término incluiremos también el comporta-miento de los peatones. El transporte en nuestra capital se ha vuelto un gran problema social, pero que no solamente hace referencia a la falta de planificación técnica ni decisión política. Con el problema del transporte también podemos leer nuestra cultura y nuestra moral, por lo tanto, nuestros problemas morales. Esta reflexión se mueve tanto en el pla-no político, social como personal, factores que podemos dis-tinguir pero interrelacionados, presentes todos ellos en el

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trasfondo moral. Con ello, la intención final es revisar y re-plantear nuestras erradas concepciones morales, uno de los graves obstáculos de nuestro estancamiento social. Pero como nuestra condición social es tan compleja, no preten-demos haber tocado todos los factores relevantes de nues-tra moral. Quedará suficiente espacio para seguir pensado este fenómeno complejo.

El toreo peatonal de la ley Comencemos con una experiencia cotidiana: Mediodía. La policía de tránsito permite el pase del transporte por la ca-rretera central. Los peatones tienen que esperar (o debe-rían) que la policía autorice el cruce de los peatones, pero impulsados no sé por qué instinto, comienzan a cruzar. Tie-nen que hacer a veces como cuatro paradas antes de cru-zar definitivamente, mejor dicho, lo que hacen es “torear” los vehículos que vienen. De veinticinco personas que que-rían pasar, se han arriesgado quince. Y sin exagerar, hom-bres de diferentes condiciones y características: jóvenes, adultos, señoras con sus hijos menores, etc. Los observo y me pregunto ¿qué los lleva a moverse casi al unísono? ¿Im-paciencia? ¿Ganar al tiempo? ¿Asuntos importantes? ¿Algu-na urgencia? ¿Simplemente desafiar el peligro? ¿Instinto ta-nático? Cualquiera sea la respuesta, también manifiesta una tensión entre vida personal y autoridad pública. Por eso, también tiene que ver con la forma como entendemos las normas y la autoridad, es un asunto de violación de la ley, en este caso encarnada por la autoridad del policía. A partir de ahí quiero reflexionar sobre nuestro incumplimien-to de la ley. ¿De dónde deriva la ley? Generalmente creemos que desde los demás (individuos pasados o presentes) hacia mí. Si hubo un contrato, otros lo decidieron. La ley es entonces sentida como algo externo, claro que el presupuesto de este sentimiento es la dualidad individuo-sociedad. Trazo mis límites en mi corporalidad y mi vida mental, fuera de ello no soy “yo”. La externalidad de la ley hace que la viva-mos como imposición, obligación y sospecha. ¿Cómo no

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sospechar de ella cuando a través de nuestra historia las le-yes han servido como armas de dominio de un grupo sobre otro? Volveremos sobre ello. Pero se requiere pensar de nuevo la fuente de la ley y aprender a discernir entre distin-tos tipos de leyes. La ley puede ser interpretada de tres maneras diferentes. En primer lugar, las leyes pueden ser entendidas como ex-presión natural del hombre y la sociedad. Las leyes resultan siendo condiciones naturales de nuestra existencia, razón por la cual Sócrates se negó a escapar de la cárcel [1]. En segundo lugar, la ley como una condición formal, dada por hombres libres, que hace posible todo contrato social [2]. Desde este punto de vista, no podemos vivir desde los sim-ples hechos y acciones, requerimos de leyes formales que protejan los derechos de los individuos. En tercer lugar, desde la perspectiva del individualismo moderno, la ley como algo externo, un instrumento externo de presión so-cial y de dominio exterior para controlar nuestros instintos tanáticos. Parece que ninguna de estas formas de entender la ley funciona en nuestra mentalidad y sus formas de vida sociales, especialmente en las ciudades. Requerimos re-crear el sentido de las leyes que revaloren tanto la comuni-dad, la libertad personal y la justicia. Es en ese encuentro que la ley puede tener un sentido renovado. Como veremos más adelante, las leyes sociales básicas contienen distincio-nes cualitativas morales, es decir, distinciones sobre lo que está bien o mal, si una acción es justa o no, correcta o no. Las leyes resultan de esas distinciones previas. De esa ma-nera, el no respetar las normas de tránsito significa que no reconocemos o no queremos asumir dichas distinciones mo-rales, es decir, que todo vale. Cotidianamente debemos aprender a discernir entre los dis-tintos tipos de leyes, no es lo mismo una norma de tránsito o el derecho a la libertad de reunión que una ley que autori-za explotar petróleo. Hay leyes que sustentan a las demás, que en las sociedades democráticas se encuentran plasma-das en la constitución política, cuyo sustento moral son los derechos humanos. Sin embargo, en distintos tipos de le-yes, éstas expresan distinciones morales previas. El hecho

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que en nuestro país cada gobierno quiera reformular la constitución política ya es un indicador de nuestra inestabi-lidad moral y la falta de conciencia en la necesidad de esta-blecer patrones morales claros y estables. Sin embargo, el principal problema de la “ley de leyes” ha sido que la ciuda-danía no se siente identificada en esa carta magna, ella no expresa sus intereses, existiendo una brecha entre legali-dad y cotidianeidad. ¿Cómo disminuir esa brecha? No hacer de la constitución un asunto de expertos, de técnicos ni de políticos, sino requiere convocar a la sociedad civil y abrir un debate sobre lo que realmente queremos los peruanos, dialogar para encontrar esos mínimos comunes en los cua-les podamos reconocernos. Mientras no seamos conscientes de cuáles son nuestros bienes fundamentales, todo proyec-to será una ilusión. Sin identificarnos con esos bienes fun-damentales, cada uno querrá imponer sus bienes particula-res a los demás. Si una comunidad política no sabe cuál es su finalidad última ni su jerarquía de bienes, entonces no tendrá identidad ni trabajará para un proyecto común. Sin embargo, dada nuestra escasa tradición de debate mo-ral, alguien podría preguntar: ¿podremos ponernos de acuerdo? Más aún, ¿por qué requerimos leyes? ¿Por qué ne-cesitamos derechos? ¿No es mejor que cada uno haga lo que quiere? Un principio práctico y orientador que puede satisfacer nuestro espíritu de sospecha puede ser valorar la ley en tanto que tienda a una mejor interrelación social y cuidado personal. Por ejemplo, cruzar con el automóvil cuando está en rojo, o violar las normas de un concurso pú-blico para favorecer a allegados, o manejar en estado de ebriedad, o colocar a determinadas personas por favores personales o políticos, va en contra de ese principio. De lo contrario, la “protesta” y la “desobediencia civil” son siem-pre puertas abiertas ante las leyes injustas y arbitrarias, así como ante las violaciones de las leyes. Mientras haya leyes políticas que vayan en contra de las distinciones básicas previas, la desobediencia civil se convierte en un arma de la ciudadanía.

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Autoridad, ni amo ni padre La ley requiere de cierta autoridad. Así como la ley es con-cebida de distinta manera, también la autoridad es vista y sentida de distintas maneras. Una de las formas negativas que los peruanos vemos a la autoridad es como alguien que tiene poder al cual hay que desafiar. Una interpretación pa-recida es asumir la autoridad con una mentalidad paterna-lista. Solemos ver como los transportistas violan las reglas, no respetan las señales ni los semáforos, salvo cuando amenaza la presencia de la autoridad. Y cuando conversan con la autoridad suelen actuar de modo infantil: “jefecito, disculpe”, “mi capitán, la señora quiso bajar”, etc. Como cuando ante la presencia del padre, el niño de abstiene de hacer sus travesuras o se disculpa de ellos. La imagen re-presiva de la autoridad hace que descuidemos nuestra acti-vidad y que la misma pierda su sentido orientador. Esta visión negativa de la autoridad no permite ver que toda autoridad requiere nuestra autorización. En otras pala-bras, si no nos interesa la vida ni su dignidad, entonces nos importa muy poco autorizar a alguien ser vigilante de la vida social. La autoridad sin nuestra autorización (lo que le da legitimidad) carece de sentido. Por eso, aunque el policía no haya autorizado el cruce, nosotros cruzamos porque nos es indiferente la autoridad para nuestras vidas. Aunque el burócrata sabe que hay inspectores o supervisores, comete sus fechorías porque no siente a la autoridad como expre-sión suya ni como agente necesario para las actividades so-ciales, sino como enemigo al cual hay que vencerlo. Mien-tras el profesor sabe que no es controlado, hace lo que me-jor le parece, es decir, pasar el tiempo. Esa misma visión negativa de la autoridad es asumida por aquellos que la representan. ¿No ha visto Ud. a los patrulle-ros y motocicletas de la policía faltando las reglas de tránsi-to? ¿O policías que en plena campaña de moralización insti-tucional siguen recibiendo coimas? Y es que la misma auto-ridad cree que está autorizada para faltar a la ley. La ley es para los demás, no para quien tiene algún poder. Lo mismo ocurre con funcionarios y políticos que teniendo alguna au-

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toridad, creen que ello les permite faltar a las reglas. Más aún, utilizan su autoridad para elaborar sus propias reglas a la medida de sus propios intereses. Y es que asocian autori-dad con poder y no con servicio ni con una finalidad común. Es el mismo sentimiento de poder y superioridad que sien-ten algunos chóferes cuando manejan, sin respetar ni nor-mas ni peatones. Estar al volante les da poder, que les per-mite competir con otros, sin atención a las personas que viajan. Dicho sentimiento de poder bloquea nuestra percep-ción de fragilidad de la vida humana.

Máquinas versus personas Un aspecto que suele no tenerse en cuenta es que cuando violamos la ley generalmente no pensamos que eso afecta a los demás. El sujeto que cruza la calle cuando no está au-torizado, falta el respeto al conductor que tiene la autoriza-ción de pasar, pone en riesgo al otro y a sí mismo. Sin em-bargo, el cumplimiento de la ley no es un asunto entre mi “yo” y la “ley”, sino un asunto interpersonal. Otra forma de tratar el mismo asunto es pensar que el cum-plimiento de la ley tiene que ver con el otro y no con uno mismo. Así, la ley es para el otro ¾para el que tiene vehícu-lo¾, no para nosotros, los transeúntes. Es el otro el que debe cumplir la ley, uno no se siente involucrado. La ley es extraña a nuestras vidas individuales, hasta llega a ser un obstáculo. No es un factor a tener en nuestros proyectos in-dividuales, sólo cuentan los propios intereses. Desde hace unos años se están sancionando a los conduc-tores que no cuentan con cinturón de seguridad ni por ha-cer que sus copilotos también lo tenga. Pero en la práctica encontramos una burla. Buena parte de cinturones de segu-ridad están malogrados. ¿No hemos visto a chóferes de “custers” que sólo tienen cruzados los cinturones sin llegar a abrocharlos? El cinturón no cumple su función real sino que ahora tiene otra función: evitar las multas. Asimismo, los choferes hacen que sus copilotos sólo crucen sus cintu-rones. ¿Qué poco respeto existe por la vida del otro y por la propia? Importan más las apariencias que la realidad. Claro,

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¿qué podemos esperar en un mundo donde la realidad se ha transformado en apariencia y ésta es creada por nuestra subjetividad? Estar al frente conduciendo una máquina da a las personas con poca autoestima una sensación de poder. Son dueños de la máquina, del poder, por eso, lo que hagan dentro de su movilidad es expresión de su voluntad de poder: música con volumen alto, tocar el claxon a cada momento, movili-dad en mal estado y hasta han cometido violaciones dentro de su “feudo”. Por eso, las relaciones que establece un con-ductor de tránsito son generalmente son relaciones de po-der. Las peleas físicas y verbales de los conductores con los pasajeros, transeúntes y otros conductores son claros ejem-plos. Estas relaciones de poder son las mismas que estable-cemos en nuestro mundo social, especialmente citadino. La violencia que sufren las esposas por parte de sus maridos, la indiferencia de los funcionarios frente a las necesidades ciudadanas, el cobrar coimas para agilizar un trámite, la im-posición de trabajo adicional a los empleados los cuales tie-nen que aceptar por temor a ser despedidos, la negativa de los conductores y cobradores a dejar subir a los estudiantes de colegio, la intimidación a sus víctimas con palabras soe-ces por parte de los delincuentes, etc. ¿Cómo poder trans-formar estas relaciones de poder en relaciones humanas? Gran problema que tenemos como sociedad, especialmente porque esas relaciones también han sido agudizadas por una tradición militar en el gobierno y por la pobreza cons-tante de grandes sectores sociales. ¿Cómo revertir esta ten-dencia? Gran parte es reconociendo el sentido de la acción, es decir, el para qué hacemos tal cosa. El transporte público es para dar un servicio a las personas, atender una necesi-dad que tienen. Pensar en eso es pensar en qué tipo de ser-vicio damos, qué hacemos para alcanzar eso lo mejor posi-ble. Sin embargo, cuando lo que interesa es el dinero del día, ya no importa la calidad de servicio. Ese mismo razona-miento se puede aplicar a las actividades sociales. La otra parte de ese cambio consiste en rescatar la otra historia, la historia civil de lucha moral por parte de madres, jóvenes, iglesias, comunidades campesinas, que no se rinden ante

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las tendencias negativas. Afirmar la otra historia para ver que es posible otras relaciones entre los seres humanos (solidarios, tolerantes, comprensivos) y poder enfrentar esas circunstancias.[3]

Rojo y ámbar, ¿por qué no? Desde el colegio se nos enseña que el rojo en el semáforo significa detenerse, mientras que el ámbar es ir disminu-yendo la velocidad, ser precavido. Pero, ¿no vemos casi to-dos los días que eso no se respeta? La libertad de los indivi-duos se afirma más ante la violación de la ley. ¿Qué hace posible la libertad? Desde la perspectiva liberal, que el esta-do garantice el respeto de mínimos legales sobre los cuales puede extenderse la libertad del individuo. Desde la perspectiva comunitarista, la libertad individual es posible porque la comunidad y sus horizontes de sentido son pre-vios al individuo, condición de toda individualidad y liber-tad. En ambos casos, la libertad individual requiere de con-diciones no individuales para su realización. ¿Existe otra posibilidad de fundamentar la libertad del indi-viduo? Ha habido quienes han pensado que la condición no viene de fuera, sino de las posibilidades infinitas de cada in-dividuo, tanto a nivel de su razón como de su deseo e ima-ginación. Por eso, el científico, el hedonista y el artista no admiten ser apresados en normas morales o políticas. En cualquier caso, se trata de la afirmación moderna de la vo-luntad infinita del hombre. Esta postura tiene presupuestos que contradicen su misma postura: para que el individuo exprese su voluntad infinita requiere del reconocimiento so-cial de dicha libertad, porque de lo contrario el mismo indi-viduo se convertiría en instrumento de otros individuos, lo cual anularía su libertad. Aunque teóricamente insostenible, esta postura está presente en las formas de vida moderna. Esa libertad misma puede expresarse en el nihilismo. Quizá estamos aburridos de nuestra existencia individual, por eso sentir que estamos vivos, sentir esa sensación de ser gana-dores en un mundo de tanta competencia, sentir que el otro no nos puede ganar, etc., todo eso experimentando el peli-

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gro. Sin embargo, los factores subjetivos pueden ser tan va-riados. Experimentamos de forma degradada la libertad, porque la afirmamos pero no queremos asumir las consecuencias de nuestras acciones. Sentimos que libertad y responsabilidad son categorías irreconciliables. ¿Cuántas veces no hemos visto que luego de los accidentes de tránsito los conducto-res suelen darse a la fuga si tienen la primera oportunidad? Ni siquiera las policías femeninas de tránsito se han escapa-do a estas personas irresponsables. Ser detenido por una infracción y darse a la fuga atropellando a la policía es co-meter una triple falta, y con ellas se mezclan tanto las san-ciones legales como morales. Más aún, atropellar a una per-sona y darse a la fuga es una fuerte experiencia de inhuma-nidad: escasa o nula conciencia del daño y de culpa, ade-más de una falta de compasión. Las mismas características se presentan en las acciones de los delincuentes, tanto de los asesinos de taxistas como de los ladrones de los recur-sos públicos.

¿Dónde está el paradero? ¿Se ha puesto a pensar dónde está el paradero realmente? Pues lamentablemente donde queremos, es decir, en cual-quier parte: en medio de la cuadra, en la siguiente esquina, en medio de la pista, encima de la acera, etc. Los verdade-ros paraderos son fierros oxidados que estorban en la calle o sólo son espacios de publicidad. Otra vez hemos cambia-do la función de las cosas. Que el paradero esté en cualquier lugar puede servirnos para hablar de los valores. Nuestra tradición contiene valo-res, pero ellos son adornos o cosas pasadas de moda que casi nadie hace caso. Cada uno vive con sus propios valores sin importar los valores compartidos. No queremos asumir un marco común de referencia para poder orientar nuestras acciones. Cada uno dice dónde bajar y subir sin importar el orden social o cósmico. Y es que pensamos que creer en un orden es poner en riesgo nuestra libertad y creatividad. Así,

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creemos que el conductor debe parar donde nosotros que-remos que pare y no donde debe parar. Los paraderos oxidados se parecen a nuestros valores oxi-dados, pero no están gastados por el uso sino justamente por la falta de uso. Que nuestras tradiciones tienen valores fundantes es indudable, el problema es que ni siquiera lo-gramos tomar conciencia de ellos y vivir de acuerdo a ellos. ¿Qué nos impide seguir nuestros valores más fundamenta-les? ¿Qué le impide a los conductores y ciudadanos parar y bajar donde están los paraderos? ¿Será la misma existencia desarticulada de tradiciones culturales con valores diferen-tes? Si es eso, requerimos espacios civilizados de encuen-tros, para resolver nuestros posibles conflictos o para en-contrar nuestros mínimos comunes que permitan una convi-vencia pacífica y la realización de proyectos personales y/o comunitarios. Al olvidar la necesidad de valores comunes, optamos por los valores personales, los intereses individuales que desar-ticulan la vida moral, pero no por ser individuales sino por no reconocer ni al otro ni los valores comunes con el otro. En nuestro país no funciona la creencia moderna de que el desarrollo de la libertad individual produzca beneficios para todos. No sé si es porque hemos degradado las formas mo-dernas como la libertad individual (que nunca fue pensada para agredir al otro) o se debe a la viveza criolla que siem-pre gozó de la libertad de aprovecharse si se le presenta la menor oportunidad. Quizá sea ambas cosas: la viveza crio-lla encontró justificación en la libertad liberal.

Baches, huecos, desmontes... Buena parte de las pistas de nuestra Lima están en pésimo estado. Encontramos huecos, baches y hasta desmontes. Todos los transportes se sirven de ellas pero pocos quieren asumir su cuidado. “Es asunto de la autoridad”, pensamos. Hasta no han faltado personas que han encontrado un modo de ganar dinero en el parchado de pistas.

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Nuestras fibras morales a veces se parecen a estas pistas li-meñas. No hay ni hábitos que permitan continuidad de nuestras cualidades morales ni asumimos responsabilida-des colectivas para construir esas estructuras morales. Sólo encontramos personas “bien intencionadas” que lo único que pueden hacer es “parchar” nuestra condición moral. De estos baches morales somos responsables todos, padres de familia, maestros, medios de comunicación, Estado, clases sociales, empresarios, etc. Hemos creído que podíamos vi-vir y lograr lo que deseamos sin tener en cuenta nuestras “pistas morales”, lo tomamos sólo como un medio que sim-plemente está ahí y que si hay “baches morales” es culpa de los otros. Ahora debemos percatarnos y ser más cons-cientes de que parte del sistema del tránsito son las pistas, es decir, que no podemos vivir humanamente sin tener en cuenta nuestra estructura moral social. ¿Ha transitado por la avenida Nicolás Ayllón? Parece una tierra de nadie, olvidada tanto por pobladores como por au-toridades. Los comerciantes hacen sus negocios y al final de la jornada dejan todo sucio, esperando que otros lim-pien. ¿Por qué no mantienen limpios sus espacios de mane-ra organizada? Hasta la suciedad del pasado ahora es parte de la pista. Lo mismo se repite en otras calles limeñas. La forma como mantenemos nuestro espacio es un buen indi-cador (aunque no el único) de nuestras fibras morales.

Asientos reservados Casi todos los transportes públicos tienen asientos reserva-dos para mujeres gestantes, madres con bebés, minusváli-dos y ancianos. Sea con letras o mediante dibujos los asien-tos están señalados. Sin embargo, pocas veces he visto ce-der estos asientos, salvo si el mismo cobrador los pide. No se trata de una simple norma de cortesía, sino de normas dirigidas a ciudadanos que requieren actos de solidaridad para seguir con sus modos de vida. Es decir, son normas que señalan mínimas condiciones humanas de convivencia. Normas claras y acciones contrarias a ellas son parte de nuestra hipocresía moral. Esta hipocresía toma muchas for-

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mas: saber lo que está bien y hacer lo contrario, reconocer las leyes como justas y obrar olvidándolas, discursos flori-dos y acciones ocultas, hasta la separación entre el poder político (como toda una red de leyes, relaciones y negocios) y la sociedad es una expresión de la hipocresía nacional[4]. ¿Cuántas veces no hemos escuchado a los políticos decir que están para servir al pueblo? Sin embargo, es un secreto a voces que los intereses de los partidos, los negociados, las presiones de los grupos de poder, las ganas de llenarse los bolsillos, entre otras cosas, pasan a ser las prácticas ha-bituales. “Por Dios y por la plata” refleja muy bien esa ocul-ta aspiración de algunos políticos. Dios para que limpie sus malas conciencias después de aprovecharse de los recursos del Estado.

Las formas de vida Socialmente también estamos condicionados a no respetar la ley. No creo que sólo se trate de que los peruanos sea-mos desorganizados e irresponsables. Existe un factor más fuerte. La experiencia republicana ha dejado su huella en la mente colectiva del pueblo peruano: la ley es para los que tienen poder económico o político. ¿Por qué hemos de res-petar la ley cuando al final los poderosos son los que salen ganando? En esas condiciones, en un país de mayoría po-bre, ¿por qué respetar la ley cuando no se ha vuelto parte del imaginario colectivo? Las acciones de las generaciones pasadas se han vuelto formas de vida presentes. Tenemos una mezcla chicha de distintos órdenes. El orden premoderno, tanto andino como colonial, se ha mezclado con el orden moderno, pero el resultado no es una “crea-ción heroica” sino un “caos chicha”. Los conductores mane-jan como les viene en gana sin respetar señales, los transe-úntes orinan donde les viene la necesidad, inescrupulosos sujetos botan basura y desmonte en plena vía publica oca-sionando un caos vehicular, los vendedores no cuidan el es-pacio público en el que están trabajando, etc. Las acciones, la ley y las instituciones se dan en esta mezcla de órdenes culturales.

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Todo esto hace imposible la formación de una democracia real, es decir, con justicia social. Requerimos actos de ver-dadera justicia, donde la ley se muestre imparcial, de lo contrario seguiremos combinando democracia con autorita-rismo. Ilusamente creeremos ¾tanto los gobernantes como los ciudadanos¾ que la ley debe imponerse y de ese modo crear orden y tranquilidad. Gobernantes y sociedad civil tienen gran responsabilidad. Si bien es cierto que, aunque no se quiera reconocer, los go-bernantes se convierten en modelos que dejan una impron-ta que se manifiesta en la vida social, la sociedad civil debe constituirse en mayor protagonista. Los políticos en el po-der no sólo son responsables de la correcta administración del Estado, sino de la salud moral de la población. Pero frente a un estado injusto, los ciudadanos tenemos que or-ganizar nuestras propias seguridades, bienestar material y resistencias contra la injusticia del poder político. Si hay ba-rrios de delincuentes donde ellos se apoyan y resisten a la autoridad, ¿por qué los ciudadanos no podemos tomar más iniciativas para tener espacios públicos, formas de vida más seguras y decentes? Ello requiere recuperar nuestro sentido de pertenencia a los espacios en los que vivimos, espacios familiares, barriales, sociales, laborales y políticos. Porque sin sentirnos ligados vitalmente a estos espacios no sentire-mos la necesidad de vivir solidariamente. Nuestro país está politizado, en el siguiente sentido. Con político quiero decir toda actividad que parte de los partidos políticos en torno al poder estatal. Todo gira alrededor de las actividades de los políticos: los medios tienen como tema central a la política (actividades, problemas, escánda-los, etc., de los funcionarios públicos, la política como es-pectáculo), todo problema social encuentra solución en la política, los partidos políticos ocupan las organizaciones so-ciales, etc. De ese modo, la sociedad civil se ve subordina-da al poder político. Sólo los delincuentes escapan a dicho poder (hasta cuando necesite de sus servicios). Requerimos expandir, crear, fortalecer y enriquecer los espacios públi-cos de la sociedad civil, donde el mismo poder político sien-ta que su poder realmente depende de la voluntad general.

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Sin duda, esto pasa por superar muchos de nuestros proble-mas morales.

Logos que funda el ethos La recuperación de estos lazos vitales pasa por comprender que el marco moral requiere palabra y encuentro con el otro. En uno de los párrafos más valiosos de la filosofía práctica que se haya escrito, Aristóteles nos dice lo siguien-te: “...el hombre es entre lo animales el único que tiene pa-labra (logos)...Pero la palabra está para hacer patente lo provechoso y lo nocivo, lo mismo que lo justo y lo injusto, y lo propio del hombre con respecto a los demás animales es que él solo tiene la percepción de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto y de las otras cualidades semejantes, y la participación común en estas percepciones es lo que constituye la familia y la ciudad.”[5] Dejando de lado su comparación con los animales, porque sería meternos en problemas etológicos, quisiera resaltar lo siguiente: a) El hombre es un animal con logos, término griego que significa tanto palabra como razón. Es con la palabra que nos hacemos racionales, pero una palabra que se comparte, que se dirige a otro que nos escucha. Por ello mismo, la pa-labra griega legein (hablar) derivaba de logos. b) Hablar para aprender a pensar racionalmente, pero no primariamente sobre cuestiones abstractas y formales, sino palabra racional que nos permite distinguir y ponernos de acuerdo sobre lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, lo conveniente de lo inconveniente y sobre todas las demás cualidades morales. Esto se hace imprescindible en una so-ciedad multicultural como la nuestra, es decir, dialogando, comunicando nuestras creencias, necesidades e intereses es que podemos entendernos y encontrar dichas cualidades comunes, que no anulen nuestras diferencias sino posibili-ten su convivencia. c) El conjunto de estos significados morales es lo que nos hace encontrarnos y conformar una familia, una comunidad

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política, una humanidad. Es decir, sin acuerdos morales sustantivos como sobre lo bueno y lo justo no puede haber comunidad humana alguna. En otras palabras, las normas de una ciudad presuponen dichas distinciones cualitativas, las cuales heredamos pero que requieren ser revitalizadas (encontrarles renovadas fundamentaciones o cambiarlas) por las nuevas generaciones. Palabra racional-ethos-comunidad se encuentran enlazados en el tejido de nuestras vidas sociales, tanto en sus institu-ciones como en sus prácticas. Lo cual supone que en las si-tuaciones de inmoralidad social, estos factores se encuen-tran desarticulados. Los simples llamados a la moralización, que no toman en cuenta estos tres factores, tienen poca importancia. Un ejemplo de esa desarticulación. Un viernes a la diez de la mañana fui testigo de la siguiente situación. Una señora quería bajar de la custer cruzando la avenida, es decir, en un lugar donde no hay paradero. El conductor cruzó y no paró, siguió hasta la esquina. La señora protestó: “¡He avi-sado con tiempo. No me pueden dejar donde ustedes quie-ran!”. Mientras el conductor replicó: “Señora, ahí no hay pa-radero”. Así que ella bajó en la esquina protestando. Y en la siguiente esquina un señor dijo: “Bajan en la esquina”, es decir, en un lugar donde hay paradero. Y el conductor no paró y lo hizo cruzando la pista, donde no hay paradero. El sujeto bajó sin protestar. Esta historia es interesante por varias razones: i) muestra la incoherencia de nuestras prác-ticas, decimos una cosa y hacemos otra, en situaciones nor-males; ii) la palabra se vuelve irracional cuando no respeta mínimas reglas ni tiene en cuenta finalidad alguna; iii) las relaciones basadas en el poder tienden a corromper las re-laciones. El conductor tiene el poder y cree que puede ha-cer lo que quiera. La sociedad civil tiene que poner en debate sus presupues-tos morales. ¿Cuáles son nuestras finalidades? ¿Qué finali-dades son dignas para que sirvan de orientación de nues-tras vidas sociales? ¿Qué queremos realmente como comu-nidad civil? ¿Qué estilos de vida son coherentes con las fi-

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nalidades? ¿Qué virtudes personales y públicas debemos cultivar para ser consecuentes con esos valores? ¿Qué impi-den revisar nuestros presupuestos morales? ¿Qué impiden realizar nuestras creencias morales? El primer gran obstá-culo es la indiferencia y ello quizá pueda vencerse con una mirada que vaya más allá de nuestras cuatro paredes físi-cas o mentales.

Estado moralizador y moralización del estado Cada cierto tiempo escuchamos a los políticos decir: “tene-mos que moralizar el país”, parece similar a los empresarios del transporte público cuando en sus paros dicen: “quere-mos mejorar el trasporte de la ciudad”. Parece ser una de-claración bien intencionada. Sin embargo, ¿quién moraliza a los demás?, ¿quién moraliza a los moralizadores?, ¿quién tiene "autoridad moral" para moralizar?, ¿se quiere cambiar la estructura social inmoral o a los inmorales? Cuando la inmoralidad forma parte de las "sociedades civili-zadas", del "orden vigente", se retroalimenta y reproduce. Cuando la inmoralidad escapa al control de las autoridades y atenta contra lo establecido, entonces viene la intención de moralizar. Si es por eso que se busca moralizar, enton-ces seguimos dentro del juego de la hipocresía. ¿Qué se quiere decir con “moralizar”? ¿Se trata sólo para activida-des públicas o políticas?, ¿puede el Estado intervenir en la moralización de los ciudadanos, especialmente cuando se cree que la moral es asunto privado?, ¿tendremos que vivir en esa inevitable dualidad? Desde los presupuestos aristotélicos, la moralización re-quiere revisar nuestras configuraciones morales, por lo tan-to hablar sobre nuestras percepciones morales, poner en evidencia nuestras “ontologías morales” que no nos permi-ten convivir sensatamente. Nuestro caos moral (en el senti-do de que no tenemos ni siquiera verdaderos acuerdos mo-rales mínimos. Y cuando los hay, como en el Acuerdo Nacio-nal, el gobierno los ignora) está presente en la forma como hemos organizado nuestra sociedad, con instituciones para-sitarias que sostienen prácticas inmorales. No tengo duda

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que esto es uno de los factores de nuestras limitaciones del bienestar material, es decir, que el producto son las desi-gualdades económicas y las injusticias. Las instituciones so-ciales y políticas juegan un rol importante en el manteni-miento, realización o corrupción de la moral social. La experiencia nacional ha mostrado el poder corruptor del Estado, ¿cómo este Estado puede dejar de serlo? Las pro-puestas sólo han mirado a la reducción del mismo, lo cual tiene ventajas organizativas y económicas, pero no necesa-riamente moral. El Estado tiene que asumir la tarea no sólo de colaborar con la moralización de la sociedad sino de sus propias instituciones. Pero como el Estado es de una socie-dad, ésta debe tener un rol protagónico. La sociedad civil también tiene la tarea de moralizar el Estado, mediante for-mas como la vigilancia de las acciones estatales en diferen-tes rubros. El poder corruptor del Estado puede disminuirse con la acción de la sociedad civil. Así, frente a campañas estatales por el deber ciudadano, deberían promoverse des-de la sociedad civil campañas por el deber político. Y no se trata de vigilarse mutuamente por sospecha, sino porque el asunto político es un asunto público, donde está en juego hasta la vida y la dignidad de los ciudadanos. Estructuras y relaciones sociales En la vida social hay un cruce e interacción de estructuras sociales y vida personal. La estructura social son las dife-rentes formas en que se ha organizado la sociedad, en nuestra experiencia nacional marcada por lo estatal. Lo in-teresante es que nuestras estructuras sociales y políticas continúan formas premodernas y modernas de organización marcadas por una falta de perspectiva u horizonte común. La idea de bien común no forma parte de la vida de nues-tras instituciones públicas. Claro ejemplo son la desarticula-ción académica entre las universidades entre sí, cada uno defendiendo su feudo y sin interesarse por las necesidades reales del país. Todo es dejado a la oferta y a la demanda en el mercado de la educación superior. Y habiendo un pro-yecto o varios de una nueva ley universitaria, ¿por qué no se inicia el debate con los sectores implicados? ¿Intereses?

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Vaya usted a saber quienes impiden eso. Lo cierto es que no se actúa teniendo en cuenta el bienestar de la colectivi-dad, las necesidades nacionales. Otra vez se defienden sólo los feudos. Con instituciones así, las prácticas que contienen dichas instituciones terminan siendo corrompidas, como la coima al policía de tránsito, los pagos indebidos de empresas ga-nadoras de licitaciones a las autoridades respectivas, la lu-cha de grupos de poder de tantas instituciones para mante-ner sus privilegios, etc. Pierden el sentido de la actividad, la realización del bien interno de la práctica, convirtiéndola en un espacio de logros personales (estatus social, fama, pres-tigio, dinero) y de privilegio de grupos (¿dónde quedó la idea moderna de igualdad de oportunidades si los cargos son ocupados por allegados de autoridades o para mante-ner el poder de los grupos políticos?). Así la palabra se co-rrompe, los discursos morales sirven para encubrir nuestros intereses personales o grupales, con ello la moral de la hi-pocresía se hace costumbre. Las prácticas se corrompen, se vuelven habituales y no son cuestionadas. Por eso es razonable pensar que Fujimori, Montesinos y compañía no corrompieron a la sociedad y al Estado peruano, ellos ya estaban corrompidos. Lo que sí han hecho es extender y profundizar la corrupción. Eso debe llevarnos a repensar sobre el sentido de nuestras ins-tituciones sociales y las prácticas contenidas en ellas. Se habla demasiado de la reforma del estado y nunca se ve su inicio. Pero el poder de una estructura social sólo funciona si la cultura que la mantiene se ha interiorizado en las personas que participan en ella. Este es el otro lado que no debe olvi-darse: el ethos personal, la forma de ser y actuar, es decir, de vivir. Este ethos requiere formación, educación, pero ha sido de poca preocupación de las familias, los medios de co-municación y de las instituciones educativas. Podemos ser excelentes profesionales y técnicos, pero tener un ethos muy pobre. Algunos creen que con poca intervención exte-rior, el sujeto gana mayor libertad, pero, ¿existe tal abismo

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entre la sociedad y el individuo? No lo creemos. Aristóteles, basado en la lógica del todo y la parte, sostenía que lo más importante es el todo, y que la parte es tal de un todo. Po-nía el ejemplo del cuerpo y la mano, ésta última sólo tiene sentido en el cuerpo. Mientras que la modernidad sobreva-lorizó las partes, los individuos, ya que de su suma hay una totalidad. La totalidad se subordina a las partes. En el siglo XX, la física cuántica ha enseñando que en cada parte está el todo. Por lo que sostenemos que la vida personal no es individual ni debe estar subordinada a la totalidad, sino uni-total, centro particular de encuentro de infinitas interaccio-nes. Quiere decir que si tenemos una lectura individualista de nuestras acciones, ellas estarán sometidas a cálculos in-dividuales o quizá grupales, pero siempre perdiendo el hori-zonte el bien común. Por ejemplo, una persona puede ser respetada y culta, inta-chable, un buen padre de familia, pero ha aceptado la divi-sión entre los diversos seres humanos como los nacionalis-mos, las ideologías separatistas, las creencias racistas, inte-reses económicos o políticos egoístas, todo lo cual le permi-te mantener las causas de la inmoralidad social. ¿Dónde es-tán los límites ontológicos entre su individualidad y la socie-dad? No se trata de anular la vida personal por la invasión de los intereses sociales, ni desconocer la dimensión social para una libertad sin límites. Reconocer y respetar esas di-mensiones humanas es tan indispensable para una vivencia armónica. Sin embargo, lo que he querido subrayar en este artículo es la necesidad de promover la participación ciuda-dana en los asuntos que les interesa y desde ese encuentro con múltiples intereses y creencias ir creando nuevas rela-ciones interpersonales, nuevos lazos sociales y políticos, es decir, una ética cívica.

Notas [1] Recordemos la prosopopeya de las leyes de Sócrates en el Critón, cuando las leyes le dicen que ir contra ellas es ir contra la patria y que a ésta última se debe respetar más que a los padres o a uno mismo. De esa forma, las leyes es-

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tán dentro de todo el entramado socio-personal, ir contra ellas es ir contra la comunidad misma. Alguien puede pre-guntar: ¿y si las leyes son malas? No hay en esa época una idea de la “objeción de conciencia”, sin embargo, existía la posibilidad, por lo menos en la Atenas democrática, de de-fenderse ante los tribunales, cosa que Sócrates hizo y per-dió. Eso abre otros problemas: ¿hasta qué punto los jueces aplican la ley imparcialmente, sólo guiados por la ley? ¿no estaban ellos influenciados por la condición de decadencia que vivía Atenas y por los influyentes acusadores? [2] Esta es la versión moderna y liberal que viene desde Lo-cke hasta nuestros días. Dworkin, filósofo liberal, sostiene que el gobierno debe ser neutral con respeto a la buena vida. HAMPSHIRE, S. (compilador). Moral pública y privada. México, FCE, p. 148. [3] En el plano del transporte, las instituciones encargadas de dar el brevete o autorización para conducir deberían ofrecer cursos de derechos humanos, de humanización en el servicio de transporte, compartir experiencias ganadas en otros países en ese rubro, de principios éticos mínimos que deberían respetar, para disminuir la visión del transpor-tista de asumir su trabajo sólo como un negocio personal convirtiendo a los pasajeros en meros medios de sus intere-ses de lucro, además para que tengan una percepción dis-tinta del peatón. [4] Jorge G. LLOSA sostiene que eso nos viene desde la co-lonia, donde la metrópoli elaboraba leyes, a veces mesura-das y justicieras, y en América eran letra muerta. Así, se acataba pero no se cumplía. “Más hubiera valido la ausen-cia de las leyes “protectoras” o de la franca rebeldía. Ello hubiera permitido las definiciones y los saludables enfrenta-mientos.” La dificultad de ser latinoamericano. La Paz, Uni-versidad Nacional Mayor de San Andrés, 1976, p. 61. [5] Política, I, I. Subrayado nuestro.

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Bioética y persona en Peter SingerMiguel Polo

Introducción

Existe un problema bioético que ha causado muchos deba-tes, tanto a nivel teórico como sus consecuencias prácticas. Es el problema de la relación ser humano y persona, es de-cir, saber si todos los seres humanos son personas. ¿Son to-dos los seres humanos personas? Este simple problema abarca otros como los siguientes: ¿Cómo establecer los cri-terios de diferenciación? ¿Desde una teoría filosófica, desde los datos de la ciencia, desde una doctrina religiosa? ¿Qué consecuencias genera hacer tal distinción? ¿Podemos en realidad hacer tal separación? ¿Qué estatus moral tendrían un ser humano y una persona? ¿Qué consecuencias mora-les y jurídicas podría traer dicha separación? Desde los inicios de la bioética por lo años 70, muchas res-puestas se han dado, tanto por teólogos, filósofos y científi-cos. Nombres como Tooley, Harris, Singer y Engelhardt se han hecho famosos por ese debate, especialmente por sus respuestas negativas. Sin embargo, el problema sigue abierto e inquietando la mente de los pensadores. Ya no se trata de comprender un poco más sobre el misterio que so-mos, sino que las respuestas tienden a orientar las acciones de los científicos, políticos y juristas. Y es que los avances de la biotecnología cuestionan nuestros conceptos tradicio-nales, especialmente los antropológicos: ser humano, per-sona, vida, muerte, etc. En este panorama, la filosofía tiene un especial papel: el de clarificar los conceptos e interpre-tarlos a la luz de los contextos culturales. No se trata de jus-tificar los cambios tecnológicos mediante la modificación de nuestros conceptos antropológicos, sino ofrecer una refle-xión serena sobre el devenir humano y su tecnología.

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Vamos a presentar los argumentos de Peter Singer para dis-tinguir entre ser humano y persona y añadir las críticas más importantes que pueden hacérseles. Hemos tomado en cuenta dos obras suyas: Ética práctica (1980) y Repensar la vida y la muerte (1994).

La persona según el utilitarismo de la prefe-rencia de Singer Una forma peculiar de defender a la persona fuera de los marcos cristianos es la de Peter Singer, filósofo australiano que trabaja en EE.UU. y es reconocido como uno de los filó-sofos animadores del debate bioético. Desde la publicación de su libro Ética práctica (1980), ha sido objeto de muchas críticas. En el capítulo 4 de dicha obra, titulado “¿Qué hay de malo en matar?”, el argumento central que defiende es i) Las personas son caracterizadas por su autoconciencia, son estos los que tienen derechos; ii) existen seres humanos que no tienen autoconciencia como los embriones, niños y dementes; iii) los seres humanos que no son personas (es decir, sin au-toconciencia) son iguales a los animales, por lo que no go-zan de derechos. Veamos sus argumentos. a) Ser humano y persona.- Singer parte de una creencia co-mún: la vida es sagrada. Él hace la precisión que esa afir-mación se refiere a la vida humana. Pero “¿por qué ha de tener la vida humana un valor especial?”. Para ello hace precisiones del concepto “ser humano”. El primer uso que se le da es como miembro de una especie biológica distinta de otras: “Es posible dar un significado preciso a “ser humano”. Po-demos utilizarlo como equivalente a “miembro de la espe-cie homo sapiens”.” (Singer 1995, 107) La biología nos permite saber cuando alguien pertenece a una especie determinada. Un embrión, una persona mental-mente discapacitada y un niño anencefálico son biológica-

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mente seres humanos, porque han sido engendrados por un óvulo y un espermatozoide humanos. Existe otro uso de “ser humano”. Para ello ve los antece-dentes en el teólogo Joseph Fletcher, quien había señalado como “indicadores de la condición humana” los siguientes aspectos: conocimiento y control de uno mismo, sentido del futuro, sentido del pasado, capacidad de relacionarse con otros, preocupación por los demás, comunicación y curiosi-dad. Este significado es el que se tiene en mente cuando se dice “un verdadero ser humano” y no simplemente que haga referencia a la especie biológica a la que pertenece. Ambos sentidos “se superponen pero no coinciden”. La elección de uno de ellos puede hacer una “diferencia impor-tante” en el debate bioético, como por ejemplo en el tema del aborto. Para marcar las diferencias, Singer habla de “ser humano” y “persona”: “Para el primer sentido, el biológico, simplemente utilizaré la molesta pero precisa expresión “miembro de la especie homo sapiens”, mientras que para el segundo utilizaré el término “persona”.” (Singer 1995,109) Reconoce Singer que suelen confundirse ambos términos en el habla cotidiana, pero hace la siguiente salvedad: “Sin embargo, los dos términos no son equivalentes, ya que podría haber una persona que no fuera miembro de nuestra especie del mismo modo que podría haber miembros de nuestra especie que no fueran personas.” (Singer 1995, 109) El precedente filosófico es Locke, quien había definido a la persona como “un ser pensante inteligente que tiene razón y reflexión y puede considerarse a sí mismo como sí mismo, la misma cosa pensante, en diferentes tiempos y lugares”. En otras palabras, racionalidad y conciencia de sí mismo ca-racterizarían a la persona. En síntesis: “yo propongo utilizar el término “persona” en el sentido de ser racional y consciente de sí mismo, para englobar los elementos...que no entran dentro de la expresión “miembro de la especie homo sapiens”. “(Singer 1995, 109-110)

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b) El valor de la vida del homo sapiens.- La idea que sostie-ne Singer es que la injusticia contra cualquier ser no puede justificarse según la especie a la pertenezca. La pertenencia a la especie homo sapiens no es criterio moral, no tiene “pertinencia moral”: “Dar preferencia a la vida de un ser simplemente porque di-cho ser pertenece a nuestra especie nos pondría en la mis-ma posición que los racistas que dan preferencia a los que son miembros de su raza.” (Singer 1995, 110) En una lectura sesgada, el autor dice que la relevancia mo-ral de la especie se debe al cristianismo porque creyó que Dios es dueño de la vida humana y matarla es ir contra Dios, además el Creador había puesto a los animales bajo el dominio del hombre. Sostiene que estas creencias que algu-na vez fueron dominantes en la mentalidad europea, ahora deben ser examinadas. Examinar la concepción especieísta y con ello el valor de la vida de los miembros de la especie. c) El valor de la vida de una persona.- Si bien es cierto que la vida humana en tanto miembro de una especie tiene el mismo valor que cualquier otro miembro de otra especie (argumento “indefendible” según Singer), eso lleva al autor a buscar otro criterio moral para respetar la vida de un ser humano. Y lo encuentra en el concepto de persona, en el ser racional y autoconsciente. Para ello, Singer recurre al utilitarismo, tanto en su versión clásica como en una nueva versión. Para el utilitarismo clásico, que juzga las acciones en la me-dida que tiendan a maximizar el placer o la felicidad y mini-mizar el sufrimiento o la infelicidad, no existiría una “cone-xión directa” entre la condición de “persona” y lo que hay de malo en matar. Pero de forma indirecta sí sería impor-tante para el utilitarista clásico. “De ahí que el utilitarista clásico pueda defender una prohi-bición de matar a las personas obre la base indirecta de que esto aumentará la felicidad de la gente que de otra for-ma se preocuparía de que se les pudiera matar. Denomino a esto base indirecta porque no se refiere a ningún daño di-

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recto a la persona a quien se mata, sino más bien a una consecuencia de ello para otra gente.” (Singer 1995, 113-4) Aunque esta versión no es satisfactoria del todo para Sin-ger, al menos le da un motivo para tomar en serio el matar a una persona que a uno que no lo es. Si se trata de un ser que no es capaz de tener conciencia de sí mismo como existente en el tiempo, no podrá preocuparse por la inte-rrupción de su vida. Singer prefiere otra versión del utilita-rismo, denominado “utilitarismo de la preferencia” porque da “un mayor peso a la distinción” (Singer 1995, 117). Este tipo de utilitarismo juzga a las acciones por el acuerdo con las preferencias “de cualquier ser afectado por la acción o sus consecuencias” (Singer 1995, 117). Es este tipo de utili-tarismo que armoniza mejor con el liberalismo, porque hay que considerar los intereses de una persona, eso requiere tener en cuenta sus preferencias. Sostiene Singer: “Según el utilitarismo de preferencia, toda acción contraria a la preferencia de cualquier ser es mala, a no ser que exis-tan preferencias contrarias que tengan más peso que ésta...Para el utilitarismo de preferencia, quitar la vida de una persona será normalmente peor que quitar la vida de cualquier otro ser, ya que las personas están muy orienta-das hacia el futuro de sus preferencias.” (Singer 1995, 118) Queda claro pues que los seres capaces de preferencias son las personas, mientras que las otras entidades no la tienen porque no son capaces de representarse un futuro. Por esa razón es “especialmente malo matar a una persona”. Si pueden darse razones de no matar a otros seres, no esta-rán basadas en las mismas por las cuales se defiende la vida de una persona. d) Persona, ser existente en el tiempo.- ¿Tiene derecho a la vida una persona? Basándose en Tooley, para quien hay una conexión entre deseos y derechos, Singer afirma que “sólo un ser que sea capaz de concebirse a sí mismo como una entidad distinta existente en el tiempo ¾es decir, sólo una persona¾ podría tener este deseo. Por tanto, solamen-te una persona podría tener derecho a la vida.” (Singer 1995, 121)

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Es la persona quien tiene interés en la vida y puede conce-birse como “existencia continuada” quien tiene derecho a la vida: “Para tener derecho a la vida, uno debe tener, o al menos haber tenido alguna vez, el concepto de tener alguna exis-tencia continuada. Hay que resaltar que este razonamiento evita cualquier problema que trate de personas dormidas e inconscientes.“ (Singer 1995, 122-3) De este modo, las razones de por qué una persona tiene derecho a la vida se sustentan en: i) su capacidad de con-cebir el futuro; ii) tener deseos relacionados en él. Ahora pasa a incluir otra razón: la autonomía de las personas. e) El respeto por la autonomía de la persona.- Singer pasa a incluir entre sus argumentos el de respeto a la autonomía de la persona, idea de origen kantiano. Entiende por “auto-nomía” como “la capacidad de elegir, de hacer y actuar se-gún las propias decisiones” (Singer 1995, 124). Son las per-sonas (entendidas como seres racionales y autoconscien-tes) las que tienen esa capacidad: ”...matar a una persona que no ha elegido morir supone la violación más grave posible de la autonomía de esa perso-na.” (Singer 1995, 124) Pero hace un par de precisiones. La primera es que desde el nivel crítico los argumentos utilitaristas no asumirían que la autonomía sea un principio moral básico ni independiente. La segunda precisión es que desde el nivel intuitivo “el utili-tarismo de ambas clases (clásico y de preferencia) proba-blemente abogaría también por el respeto por la autono-mía” (Singer 1995, 125). En una obra posterior, Singer justifica su posición sostenien-do que busca una nueva ética que pueda reemplazar a la vieja ética. Identifica la vieja ética con la moral cristiana. Es-pecialmente crítico con la imagen judeocristiana de ver el mundo y al hombre, propone una donde el hombre ya no tenga primacía ontológica. Por eso, su primer nuevo man-damiento es “reconocer que el valor de la vida humana va-ría” (Singer 1997, 188). Tendrán valor y dignidad las perso-

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nas, caracterizadas éstas por tener autoconciencia, raciona-lidad y sentido del tiempo. Y en esta definición de Singer pueden entrar seres que no son humanos. Mientras los se-res humanos que no tienen esas características (embriones, fetos, niños, seres con severo retraso mental, seres en coma persistente, etc.) son identificados como simples se-res biológicos, con menor valía. Las personas y no los seres humanos tienen derecho a la vida, nos dice Singer. ¿Qué consecuencias morales trae esto? ¿Realmente representa una nueva ética frente a la vieja? Buscando superar la idea de superioridad y valor de la vida humana, ¿no está llegan-do a proponer otro tipo de superioridad, la de las personas? La respuesta al problema a si todos los hombres son perso-nas, genera consecuencias morales importantes no sólo para la teoría filosófica sino para la práctica biomédica, en especial referidos a los temas de inicio y fin de la vida hu-mana. Especialmente sensible es el tema del estatus moral del embrión humano, a la cual suelen aplicarse las respues-tas a esta pregunta planteada. Crítica a la separación ser humano-persona Muchas críticas se han hecho a la idea de Singer, aunque también hay quienes lo han seguido. Podemos formular el principal problema en los siguientes términos: ¿se puede sostener la separación ser humano-persona? Voy a servir-me de las ideas de Charles Taylor para argumentar que tal posición no es posible asumir. ¿Es posible aceptar la separación ser humano-persona? Di-cha separación es entre el aspecto biológico, por lo tanto neutral (ser humano) y el aspecto subjetivo, racionalidad y autoconciencia (persona). Los seres que son simplemente humanos no tienen más derecho a la vida que cualquier animal. Mientras que los seres considerados personas tie-nen derecho a la vida, no importando si son humanos o ani-males. Esta distinción hecha por el utilitarismo de Singer presupo-ne el naturalismo, con lo cual, como sostiene Taylor, traspo-lamos el razonamiento de las ciencias naturales a la moral. La consecuencia de ello es entender la constitución humana

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como factor natural sin necesidad de considerar las concep-ciones del bien y de la vida buena. Así, Singer hace dos di-secciones aparentemente neutrales: la primera entre ser humano y persona, la segunda entre racionalidad/autocon-ciencia y moral. La moral resulta un añadido, el de tener en cuenta las preferencias en el caso de Singer, una cualidad de la cual se puede prescindir en el plano natural, en nues-tra condición de ser humano. La propuesta de Singer y otros es consecuencia de la forma moderna de entender al ser humano, en la cual el hombre se quiere entender a partir de su propia subjetividad sin ningún marco de referencia. Sin embargo, parece ignorar toda la crítica al paradigma moderno hecha desde el segun-do Wittgenstein, la fenomenología y la hermenéutica. De ese modo, podemos sostener que la propuesta de Singer está enmarcada dentro de la tradición del pensamiento mo-derno, por lo que casi todas las críticas al pensamiento mo-derno pueden ser críticas a su filosofía de la persona. Taylor ha presentado su tesis de que la identidad personal y el bien “van inextricablemente entretejidos” (1996, 17), es decir, que la imagen de nosotros mismos, la opinión de lo que es un ser humano, va tejido y presupone una ontología moral, un trasfondo a partir del cual podemos tener una identidad. Es pues falso pensar que alguien puede vivir sin un marco referencial. “Saber quién soy es como conocer dónde me encuentro. Mi identidad se define por los compromisos e identificaciones que proporcionan el marco u horizonte dentro del cual yo intento determinar, caso a caso, lo que es bueno, valioso, lo que se debe hacer, lo que apruebo o a lo que me opongo. En otras palabras, es el horizonte dentro del cual puedo adoptar una postura. “ (Taylor 1996, 43) La pregunta por quiénes somos requiere tener en cuenta dos cosas: i) el “lugar desde donde hablo”, es decir ser yos con percepciones del bien; y ii) “a quién hablo”, una comu-nidad definidora, en la cual logramos identidad. Ambos as-pectos indisolublemente relacionados. Eso implica que no podemos tratar a la persona como si fuese un objeto. Uno

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es una persona entre otras en una comunidad lingüística. Y en esa comunidad lingüística, somos introducidos a ser per-sonas por medio de la “iniciación en un lenguaje” (Taylor 1996, 51). Somos personas que comparten un lenguaje con otras personas. Así: “...no es posible ser un yo en solitario. Soy un yo sólo en re-lación con ciertos interlocutores: en cierta manera, en rela-ción a esos compañeros de conversación que fueron esen-ciales para que lograra mi propia autodefinición...El yo sólo existe dentro de lo que denominó la “urdimbre de la interlo-cución”. “ (Taylor 1996, 52) Mientras que en la cultura moderna con sus concepciones individualistas se ha separado, neutralizado o independiza-do el yo de esa “urdimbre de interlocución”, haciéndolo que se caracterice por su autoconciencia. Ese “yo” neutro, sin marco referencial y con control racional, es el que respalda la definición de persona de Singer, que después de todo es una idea atomista de persona. Percepción de sí mismo y ra-cionalidad son los dos factores que definen a una persona en Singer, sin embargo, en tanto se desprenden de la co-munidad definidora de la posición frente al bien, se convier-ten en atributos arbitrarios. Por eso mismo, Singer y otros defensores de la separación generalmente tienen que aña-dir otras características como la individualidad, la capaci-dad de sentir, sentido de futuro, curiosidad, etc., sin nunca haberse puesto de acuerdo en aquello que caracteriza a una persona. Y si entre ellos mismos no hay acuerdo, es de-cir, si no sabemos a ciencia cierta que alguien es un ser hu-mano, ¿no es mejor sostener como Spaemann que ante la incertidumbre mejor es respetar la vida? Los debates sobre la cuestión hombre-persona han hecho evidente dos grandes grupos: la llamada posición liberal con una visión funcionalista-actualista porque hace depen-der la persona de la realización de algunos de sus atributos (como es el caso de Singer) y la posición tradicionalista, que tiene una visión sustancialista (aristotélico-tomista) o también denominado personalismo ontológico. En ambos casos con matices importantes.

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Sin embargo, ¿es el término “persona” un concepto que debe ser definido estipulativamente o es un nombre que hace referencia a un sujeto de actividades? Los liberales han apostado por lo primero, el problema es que los crite-rios que han planteado para que alguien pueda ser conside-rado persona han sido diversos, a veces sostenidos dogmá-ticamente, olvidando la distinción entre “ser una persona” y “funcionar como una persona” (Kreeft). Ahí es donde el tra-dicionalismo sostiene que uno no puede funcionar como persona sin ser previamente una persona, pero puede ser una persona sin necesariamente actualizar algunas de sus atributos. Por eso, Spaemann sostiene: “Si sólo fueran personas los seres que disponen actualmen-te, de hecho, de esas propiedades, sería legítimo matar a un hombre durante el sueño e impedirle despertar, pues mientras duerme no sería persona.” (Spaemann 1992, 72) Por ello, para Spaemann el término persona antes de ser un concepto hace referencia a un nombre, al yo único, al indi-viduo, claro que ahora dentro de un tiempo y con historia. “Persona” es una “constitución esencial”, el “yo” que no cambia y está detrás de todos los cambios. Ese “yo” no es idéntico a las funciones de sus propiedades como racionali-dad, memoria, autoconciencia, etc., sino el sujeto que sos-tiene todas las actividades. Más aún, los estados personales de conciencia requieren de la identidad entre hombre y per-sona, de lo contrario no se podría entender cuando alguien dice: “yo nací en tal sitio”. Tiene que haber cierta unidad entre ese yo que habla y ese yo que nació hace cierto tiem-po para poder entender la expresión, de lo contrario serían dos acontecimientos sin conexión alguna y la expresión de-jaría de tener sentido. Ello no excluye de ningún modo el carácter relacional o interpersonal del “yo”. Esa es la di-mensión relacional de la persona, porque donde hay perso-na hay un “yo”, un “tú” y un “nosotros”, por lo tanto hay una comunidad lingüística en la cual voy ejerciendo mis cualidades humanas, voy realizando mi personalidad. Sin duda, la tradición aristotélico-tomista tiene que tomar en cuenta los nuevos planteamientos filosóficos para dar una

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respuesta más convincente a los problemas que plantea las teorías liberales. Finalmente, es curioso como Singer se base en Fletcher quien hablaba de “indicadores de humanidad” para luego transformarlos en “indicadores de la persona”, dejando al término “ser humano” con un pobre significado puramente biológico, lo cual es justamente objeto de sus críticas cuan-do hablan de “especiesismo”. En otras palabras, el conteni-do o características típicas de un “ser humano” pasan a de-finir a una “persona” y con ello fabrica su propio opositor para desprestigiarlo lo mejor posible. El estatus moral del ser humano En esta parte queremos continuar con la crítica ética de la separación ser humano-persona. Siguiendo a Taylor pode-mos sostener que el concepto de “persona” nunca ha fun-cionado de modo puramente descriptivo, el término siem-pre ha implicado una concepción del bien, por ello ha tenido una connotación normativa. ¿Cuál es el significado moral de la cuestión ser humano-persona? Vamos a servirnos de las críticas de Jenny Teichman a los pensadores liberales. Esta autora divide sus observaciones en cuatro partes, la prime-ra referida a la relación entre humanismo y religión, la se-gunda tiene que ver con la filosofía de Locke al cual se re-miten los autores, la tercera es hacer referencia a la multi-vocidad del término persona. Y la cuarta tiene que ver con la relación entre personismo y justicia. Denomina a quienes definen a la persona a partir de ciertas capacidades menta-les (razón, reflexión, memoria, autoconciencia) de “perso-nistas”, que no deben ser confundidos con el personalismo cristiano ni con el personalismo político. Pero empecemos por su observación inicial, la de los derechos humanos. a) Los derechos fundamentales.- Ella se ha percatado que los liberales están cuestionando la idea de derechos huma-nos universales. La razón de ello lo encuentra en que “los li-berales adoptan a menudo una posición utilitarista en éti-ca” (Teichman 1998, 47), cuyo fundador Bentham ya consi-deraba a los derechos naturales como un “pomposo sinsen-tido”. Esta distinción fuerte entre ser humano y persona ha

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hecho que autores como Norbert Hoerster proponga cam-biar la expresión “derecho humano” con “derecho de la per-sona”, ya que sólo las personas tendrían derecho a la vida. Un derecho fundamental, como el derecho a la vida, expre-sa valores o bienes contenidos en determinadas ontologías morales. ¿Qué bienes pretendemos defender con el derecho a la vida sólo de las personas? Pues la libertad individual, la libertad de determinado grupo privilegiado de seres huma-nos. ¿Qué bienes pretendemos defender con el derecho a la vida de los humanos-personas? Pues la respuesta puede im-plicar una diversidad de bienes, como la plenitud de la exis-tencia. La pluralidad de bienes es indispensable para la mis-ma realización de los derechos, de lo contrario volvemos a caer en el exclusivismo. Sin embargo, aunque identifique-mos hombre y persona, la defensa del derecho a la vida no es absoluta, aunque sí valiosa, importante y necesaria. b) Humanismo y religión.- Uno de los argumentos del perso-nismo es que el valor especial por la vida humana tiene ori-gen religioso cuyos dogmas no pueden demostrarse. Singer mismo cree que la insistencia en el valor de la vida humana es de origen cristiano, lo cual revela ignorancia del judaís-mo y de algunos pensadores griegos como los pitagóricos y tradiciones orientales podríamos incluir. Además, no se puede identificar la defensa de la vida humana con posicio-nes religiosas: “Desde el punto de vista de la lógica, la proposición según la cual la vida humana tiene valor intrínseco no está inextri-cablemente conectada con una religión particular ni con una religión en absoluto. Es consistente tanto con el huma-nismo religioso como con el humanismo agnóstico y ateo.” (Teichman 1998, 51) El horror cometido contra los seres humanos, como en el caso de la “limpieza étnica”, no es un horror religioso sino un horror humano. El primer argumento de los liberales no es sostenible, además, porque “deja de lado los hechos bio-lógicos que ayudan a dar sentido a la idea de que nuestras vidas humanas son intrínsecamente valiosas” (Teichman 1998, 51). Hechos como que los animales tienden a conser-

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var su propia especie, que las criaturas gregarias se empa-rejan con la de su misma especie, no dejan de ser benefi-ciosas a pesar de la guerra y la pobreza. c) La filosofía de Locke.- Locke había distinguido entre “ser humano” y “persona”. La primera es considerada una “sus-tancia viviente”, mientras que la segunda tenía que ver con capacidades mentales como razón, conciencia y recuerdos. Si otros seres que no sean humanos poseen esas capacida-des deberían ser considerados personas. A pesar de ello, las consecuencias éticas no son serias en Locke. “Una vez que ha trazado una distinción entre personas, por una parte, y la humanidad, por otra, permanece completa-mente inequívoca la opinión de Locke acerca de qué lado de la división contiene a los portadores de derechos. Es la igualdad natural de los seres humanos, y no cualquier igual-dad supuesta o real entre personas, lo que constituye el fundamento de su teoría del derecho natural.” (Teichman 1998, 54) Los derechos naturales no son sostenidos por Locke basán-dose en el concepto de persona, sino de “estado de natura-leza”, a partir del cual todos los seres humanos somos igua-les e independientes. Sin embargo, los personistas se sirven de Locke hasta cierto punto, porque hacen la distinción en-tre los humanos, entre aquellos que son personas y hay que respetar su vida, y aquellos que no son personas, por lo que no tienen ese derecho. d) Definiciones de “persona”.- Teichman hace referencia a los distintos usos que se le da al término persona, tanto en el diccionario, como en el derecho, la gramática y la zoolo-gía. Y añade: “Está claro que la palabra persona no es en modo alguno unívoca. Sin embargo, resulta bastante obvio que en la vida ordinaria se consideran como una misma cosa las personas y los seres humanos. Los estudiantes de filosofía, por ejem-plo, usan siempre los términos ser humano y persona de forma intercambiable hasta que sus profesores de filosofía les enseñan a no hacerlo.” (Teichman 1998, 55)

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Así, el uso general es a no diferenciar entre dichos térmi-nos. ¿Por qué hacerlo en filosofía? Los términos “semitécni-cos” o nuevas definiciones tienden a desempeñar un papel dentro de un sistema filosófico. La necesidad de la palabra “persona” es teológica, porque surgió en el contexto cristia-no de la Trinidad. “Su migración a la ética es un fenómeno relativamente reciente” (Teichman 1998, 56). A pesar de lo que dice esta autora, podemos encontrar en la filosofía es-toica y las filosofías modernas la presencia de este término. Sin embargo, esta autora no encuentra problema en usar este término en las investigaciones dentro de problemas específicos, pero no debe ignorarse su uso ordinario: “...sería arbitrario y peligroso en la filosofía ética y política. Es algo que no puede ser sino arbitrario apropiarse de las grandes cuestiones de la dignidad humana y los derechos naturales sobre la base de una definición específica que ig-nora el uso ordinario. “ (Teichman 1998, 56) Irse contra el uso ordinario hace que el personismo termine rechazando los derechos humanos universales, hasta desli-zarse en propuestas como el infanticidio. Por eso, Sun tam-bién sostiene que la posición liberal contradice las intuicio-nes morales fundamentales en la vida diaria (Sun 2000, 37). Y es que el uso ordinario tiene un contenido moral y como tal presupone el bien de los seres humanos. Es proba-ble que las intuiciones comunes pueden estar equivocadas y necesiten corrección mediante la reflexión teorética, pero “cuando una teoría seriamente viola y ultraja las intuiciones de la humanidad, tiene que haber algo errado en la teoría” (Sun 2000, 37). Más aún, como lo han señalado otros autores, detrás del criterio de persona de los liberales está el “modelo de adul-tos humanos de mediana edad, saludables y jóvenes” (Sun 2000, 38), los cuales tienen funcionando sus capacidades de racionalidad, autoconciencia etc., constituyéndose en un grupo de élite. e) Personismo y justicia.- La autora hace una crítica a Arthur Danto quien hablando sobre el derecho también afirmaba ideas personistas, sosteniendo que una persona sólo es

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aquella que posee “derechos y deberes jurídicos”, llegando a la conclusión que no todo ser humano es persona (como en los niños y los idiotas). Teichman dice que eso es un error porque en los sistemas jurídicos británico, estadouni-dense y europeo, “los niños y los idiotas son personas”, por lo que tienen derechos. La autora se pregunta por qué los personistas sólo eligen un concepto de persona y si ello es razonable o arbitrario. La idea de derechos humanos universales presupone una idea de igualdad y sin ella no hay justicia posible. Ella (la justicia) resulta imposible bajo la perspectiva personista. “Determinar, en un caso particular, si un individuo es una “persona en un sentido filosófico” o no requiere necesaria-mente tomar decisiones ad hoc sobre los límites. Ahora bien, en algunos ámbitos de la vida las decisiones arbitra-rias son perfectamente legítimas. No hay nada incorrecto en trazar una línea arbitraria entre, por ejemplo, hombres calvos y no calvos...Pero la justicia es diferente. En un siste-ma en que las decisiones legales fueran arbitrarias no ha-bría justicia en absoluto...todas nuestras intuiciones nos di-cen que la justicia, para ser tal, debe obrar tanto a favor de los seres humanos débiles como de los fuertes.” (Teichman 1998, 59) Así, la posición personista que otorga valor y derechos sólo a las personas es arbitraria, por lo tanto injusta. Y ésta es quizá la principal crítica que se le puede hacer a estas posi-ciones liberales, porque deja vulnerables a grupos humanos como los niños, los ancianos, las personas con deficiencias mentales, etc., a los cuales el derecho y la justicia deben proteger. De lo contrario, sería aceptar una vez más nuevas formas de marginación e injusticias entre seres humanos.

Bibliografía SUN, Johannes. “Are All Human Beings Persons?”, en Becker, Gerhold K. The moral status of persons. Amster-dam. Rodopi, 2000.

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SINGER, Peter. Ética práctica. Cambridge: Cambridge Uni-versity Press. 1995. SINGER, Peter. Repensar la vida y la muerte. Barcelona. Pai-dós, 1997. SPAEMANN, Robert. “¿Todos los hombres son personas?”, en AA. VV. Bioética. Consideraciones filosófico-teológicas sobre un tema actual. Madrid. RIALP, 1992. TAYLOR, Charles. Fuentes del yo. Barcelona. Paidós, 1996. TEICHMAN, Jenny. Ética social. Madrid. Cátedra, 1998.

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El factor estimativo y antropológi-co en las ciencias sociales

Augusto Salazar Bondy

1. En diversos niveles se insertan los conceptos de valor y valoración en la investigación de las ciencias sociales o hu-manas. Esto ocurre, en primer lugar, en un nivel metodoló-gico. El investigador acota su campo de estudio y determi-na su objeto planteándose un cierto género de cuestiones y problemas que implican una selección de objetivos en los que se hace presente un interés dominante, una estimación rectora. Esta selección previa traza un curso a la investiga-ción con un trasfondo valorativo del cual no siempre toma conciencia el investigador. Los problemas sociológica o an-tropológicamente interesantes, los que van dando conteni-do y forma a la ciencia que se construye concretamente, re-sultan ser así, en cada momento del desarrollo de las disci-plinas humanas, los problemas que interesan al hombre que hace la ciencia y a su grupo. No se reduce por cierto a este punto de partida la ingeren-cia de la estimativa en la metodología social. A lo largo de la investigación misma, la descripción y la explicación de la realidad social en que el investigador está empeñado proce-den resaltando ciertos fenómenos, considerando importan-tes o influyentes determinados hechos y relaciones, esta-bleciendo el valor cultural, social e histórico de tales o cua-les instituciones o creaciones, es decir, enunciando juicios de valor que implican una preferencia y una elección.Dos cosas deben ser observadas aquí a propósito de esta ingerencia de la estimativa en la metodología de las cien-cias humanas. La primera es que se trata de una estimativa instrumental metodológica, o sea, de juicios de preferencia y atribución de valor que no se sitúan en el nivel de la expe-riencia ordinaria, aunque lleven su carga de influencias so-

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ciales generales y específicas, sino en el nivel de la refle-xión científica. Constituyen así algo que podemos llamar va-loraciones reflejas o de segundo grado con respecto a las valoraciones primarias que se sitúan en el nivel del objeto de la investigación. No son sin embargo tampoco valoracio-nes críticas, las cuales, como hemos de ver más adelante, requieren el auxilio de una crítica universal de la valoración. Por un cambio de enfoque el investigador social puede sin embargo llegar a ella poniéndose en contacto con la crítica filosófica,Queremos observar, en segundo lugar, que esta situación no es privativa de las ciencias humanas. La elección de los temas y problemas, la selección del campo de estudio, la determinación de lo válido e inválido, con toda su carga es-timativa, ocurre, también en las demás ciencias. Sin embar-go, en las ciencias no humanas las opciones valorativas es-tán circunscritas a unas pocas alternativas y los valores atribuidos y seleccionados se encuadran fácilmente en los límites de las exigencias mínimas de la teoría. En las cien-cias humanas la situación es distinta. Las valoraciones ins-trumentales de que hace uso el investigador social desbor-dan el marco estricto de lo verdadero y lo falso, de lo verifi-cado y lo no verificado, de lo cierto y lo probable, es decir, el repertorio básico de la lógica de la comprobación. Y esta no es una situación fortuita ni que puede ser cambiada —como se pensó en el pasado cuando se elaboraron los pro-yectos frustrados de asimilar la metodología de las ciencias humanas a la de las ciencias físico-matemáticas y naturales—, sino que deriva de la naturaleza misma del objeto de las ciencias sociales, o sea, de la realidad histórico-cultural o humana. Lo cual nos lleva a considerar el segundo nivel en que se inscriben los temas del valor y la valoración en la in-vestigación social,Hemos aludido a los proyectos que se hicieron en el pasado para asimilar la metodología social a la de las ciencias físi-co-matemáticas y naturales. Estos proyectos no eran sino un aspecto y una consecuencia de un plan más vasto y am-bicioso: unificar la comprensión total de la realidad median-te la aplicación de una misma serie de categorías y relacio-

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nes explicativas. En esta unificación pasaban a ser privile-giadas, ganando el status de conceptos universales las ca-tegorías del objeto natural. El incentivo para este ambicioso plan lo dio el buen éxito alcanzado por el trabajo de las ciencias de la naturaleza, las cuales, aplicando métodos ri-gurosos y bien probados, penetraban segura y constante-mente en el dominio de lo objetivo. Se creyó entonces posi-ble y conveniente entregar al trabajo de ciencias del mismo género los dominios hasta ese momento reservados a las disciplinas históricas, especie de parientes pobres de la ciencia genuina. Pronto se vio, sin embargo, que el progre-so en todas las direcciones no estaba asegurado por los métodos que se habían probado eficaces en el dominio na-tural. El fracaso de este ensayo abrió los ojos con respecto a la naturaleza propia del mundo humano, del mundo de la historia y la cultura. De regreso de la aventura naturalista, la filosofía ha aprendido a ver y a entender de modo distin-to, con categorías sui generis y por el uso de métodos espe-cíficos, la realidad histórico-cultural y a destacar en esta realidad aquellos caracteres que la singularizan por oposi-ción al mundo natural. Con lo cual se ha allanado al mismo tiempo el camino para una nueva fundamentación de las ciencias que estudian al hombre y para el reconocimiento consiguiente de su singularidad como ciencias.Esta realidad así vista en su originalidad es la de un ser so-cial que se construye a sí mismo en el proceso histórico-temporal, sobre el fondo de una naturaleza física y biológica originaria. Frente al carácter fijo y determinado de la cosa, el ser humano se singulariza por la apertura al mundo, por la integración personal y por la libertad. Las categorías de la cosa, que comportan un elemento esencial de exteriori-dad, fijeza y hermetismo, no pueden dar cuenta cabal de una realidad en la cual ocupan el primer plano ontológico la interioridad, el dinamismo y la proyección trascendente. De allí que en el ser humano sea determinante esencial la con-ciencia teórica y práctica, como aprehensión objetiva del mundo, de los demás sujetos y de la propia individualidad, pero esto no sólo en una dimensión temporal de presente, sino con una versión fundamental hacia el pasado que per-

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mite la construcción permanente de la unidad de una histo-ria personal y social y también hacia el futuro, con lo cual el hombre se ofrece como un ser que anticipa y prevé, proyec-ta y trata con lo posible, que es la manera complementaria de integrar la historia y fundar la unidad del desenvolvi-miento individual y colectivo.La previsión de lo posible, destacado del continuo real de lo afectivo y ya consumado, se articula en el hombre con el momento esencial de la racionalidad del lenguaje, esa ca-pacidad de doblar el mundo por el nombre y manejarlo a través de la designación y de la elaboración, abierta al infi-nito, de signos, en los que las cosas alcanzan un nuevo sta-tus. La función simbolizadora y significante es el principio en que se funda la creación de un mundo nuevo, que es ta-rea emprendida por nuestra especie desde sus más remo-tos orígenes, desde la producción del primer útil hasta las resonantes construcciones de la cultura científica y técnica de hoy. Pero estas creaciones que el hombre emprende y consuma son en cada caso parte de un proyecto y tienen un sentido. El hombre hace cosas siempre con un propósito, planteándose metas y persiguiendo en esas metas un polo de valor. Se destaca de este modo, frente al mecanismo es-encial de la naturaleza, el finalismo esencial de la conducta humana. Proyectado a lo inmediato o a lo remoto, forjando planes simples o complicados, planteándose metas indivi-duales o compartidas por grupos más o menos amplios, la humanidad está siempre en plan télico. La realidad que conforma tiene una estructura en la cual la motivación y el sentido finalista constituyen el momento fundamental. Comprender la existencia de los individuos y los grupos equivale de este modo a penetrar en esa estructura de la motivación y la finalidad valiosa que da sentido a su acción concreta.Entender la vida humana, describiendo y explicando los he-chos y estructuras que la conforman, es la meta de la cien-cia social. Y puesto que esta estructura es ideológica e im-plica metas de valor, de modo que ella no puede aprender-se cabalmente sin considerar estos polos valorativos, tam-bién por esto resulta el tema del valor inscrito inevitable-

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mente en la agenda del conocimiento social. Por la natura-leza propia de su objeto, las ciencias humanas tienen, pues, que vérselas con las instancias estimativas, con las valora-ciones y con los valores que éstas ponen en juego. Porque su objeto se lo impone, no puede la mirada del sociólogo, del antropólogo o del historiador dar la visión de un mundo neutral, de simples existencias o regularidades fácticas, sin jerarquías y oposiciones cualitativas, como es el caso do la visión científico-natural, ni puede por con siguiente renun-ciar el investigador social al tema del valor que se le ofrece inserto en su objeto, a menos que quiera renunciar a pene-trar efectivamente en el dominio de la realidad humana. ¿Cómo, en efecto, el sociólogo habría de entender la diná-mica de un grupo, o el antropólogo hacer transparente el sentido de una institución, o el economista descubrir la arti-culación de los hechos y procesos que provocan un cambio, por ejemplo, en la estructura del mercado, si no clarifica y ordena el conjunto de los datos disponibles por referencia a las metas y polos de atracción que condicionan las conduc-tas en cada caso estudiadas y si, yendo más allá de la mera referencia a un valor rector, no penetra en el mecanismo mismo de la valoración, en la rica gama de grados de la asignación de valor, en toda la articulación del razonamien-to axiológico que permiten comprender y clarificar las con-ductas opuestas, las excepciones, los casos límites?Este carácter esencial de la temática axiológica en las cien-cias humanas, pese a ser la llave de la comprensión de la realidad social, no deja sin embargo de provocar problemas importantes en el desenvolvimiento de la investigación. Quiero referirme sólo a algunos de los principales. El prime-ro procede de lo que podríamos llamar la homogeneidad del sujeto y del objeto de la investigación. El investigador social está inmerso en un mundo valorativo que ha asumido como propio; es un sujeto que reconoce la preeminencia de cier-tos valores y tiene ciertos hábitos de valoración que son se-guramente en gran parte los del grupo o los grupos sociales en que desenvuelve su vida ordinaria. Por su parte, la reali-dad social está también, como hemos visto, penetrada de valor. Se produce de esta suerte una confrontación de dos

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realidades axiológicas, de la cual puede resultar sea un con-flicto que entorpezca la comprensión de la realidad estudia-da, sea una armonía entre las apreciaciones del investiga-dor encuadradas dentro de su propio sistema de valor y ciertos sectores de la realidad estudiada que, por esta ra-zón, serán destacados y sujetos a un tratamiento especial, probablemente en perjuicio de otros sectores del conjunto social. Hay pues, así, el peligro de una deformación del ob-jeto derivada de las concordancias y discordancias posibles entre el investigador como sujeto valorante y la existencia social como realidad valorativa. Puesto que, de otro lado, no puede postularse una investigación ajena a la experien-cia estimativa, el conflicto tiene que resolverse por recurso de ciertos medios de control internos de orden axiológico, con lo cual se plantea la importante problemática de los cri-terios del juicio de valor que lleva más allá de la ciencia so-cial propiamente dicha.Otro problema digno de subrayarse es el de la conciliación del doble propósito descriptivo y explicativo, que define la tarea de una ciencia social como ciencia positiva, con el tipo de objeto que tiene que ser investigado, en tanto que éste implica valores e instancias normativas de varios géne-ros. Fiel a su sentido de investigador positivo, el sociólogo, el etnólogo o el historiador tiene que considerar fácticamen-te la realidad social. Ahora bien, los valores y las instancias normativas no son perceptibles por una mirada únicamente atenta a los hechos. La descripción y la explicación de los hechos da sólo hechos y nunca instancias valorativas. Estas instancias requieren una aprehensión estimativa, es decir, una toma de posición con respecto al valor de cosas, acon-tecimientos e instituciones. Resulta entonces que si el in-vestigador se mantiene en el plan descriptivo y explicativo que le exige la ciencia positiva, deja escapar el tejido de va-loraciones que forma la vida social. Pero si, de otro lado, adopta una actitud estimativa, abandona el plan de la cien-cia positiva e ingresa al terreno de la valoración y la pres-cripción, es decir, al terreno del quehacer normativo y prác-tico. Este es el dilema de la investigación social con dos al-ternativas igualmente peligrosas. La sustitución de la acti-

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tud cognoscitiva rigurosa por la apreciación y la prescrip-ción puede llevar al sectarismo y a la prédica doctrinaria o moral. Con ello el investigador corre el riesgo de quedar di-vorciado de las conexiones reales. Pero también la actitud neutral a ultranza, la indiferencia con respecto a lo caracte-rístico de las instancias de valor, cierra el camino de la comprensión de la realidad. De hecho, esta ceguera está en la base de muchos de los tropiezos e impasses que han en-contrado en su camino las ciencias humanas. La tentación naturalista ha triunfado en estas ciencias cada vez que la temática estimativa ha sido puesta de lado por el investiga-dor. Ahora bien, la solución de este decisivo problema pare-ce exigir la adopción de una vía media entre los extremos igualmente defectuosos, la cual no puede ser, sin embargo, trazada sin el auxilio de una crítica universal del valor que clarifique su status propio y los principios y alcances de su aprehensión. Sólo por el examen de la consistencia ontoló-gica del valor y de las bases de sustentación de los enun-ciados valorativos puede, en efecto, decidirse sobre la posi-bilidad de integrar en un solo cuerpo conceptual las afirma-ciones de hecho y las de valor. Pero eso está también fuera del radio de acción de la ciencia social propiamente dicha.Íntimamente vinculado con el anterior se halla el problema de la apreciación comparativa de diversos sistemas de va-lor a que frecuentemente se ve conducido el investigador social. El tema de la superioridad o inferioridad de unas cul-turas en relación con otras, el tema del progreso y la deca-dencia y el tema de la trasculturación y sus efectos positi-vos o negativos están conectados directamente con esta problemática, A ella se remite la polémica del etnocentris-mo y el relativismo que ha dejado tan honda huella en la antropología contemporánea y que todavía no parece posi-ble superarse. En la misma línea se sitúan las cuestiones to-cantes a la confrontación de ideologías como expresión de intereses de grupos sociales y las tan importantes y no sufi-cientemente estudiadas de la mistificación del valor. Toda esta temática, a la que es inevitablemente conducido el in-vestigador social y que compromete grandemente su traba-jo, no puede ser abordada adecuadamente sin un análisis

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previo y fundamental de los criterios y bases de la valora-ción, que no prescinda por cierto del registro de los hechos, pero que tampoco quede absorbida por el enfoque mera-mente fáctico y positivo.Lo anterior hace visible la necesidad que tiene la ciencia so-cial, justamente en la medida en que asume su tarea como una investigación diferente de la ciencia natural por sus métodos y sus objetos, de recurrir a la crítica filosófica como complemento y auxilio eficaz. »Las ciencias humanas deben ser filosóficas para ser científicas», escribe Lucien Goldman, y este aserto puede ser cabalmente entendido y aceptado, sin riesgo de confundir el quehacer científico y el filosófico, pensando en el respaldo que la investigación axiológica puede dar a la descripción y explicación de la realidad humana. Abocado como está el sociólogo o el an-tropólogo al estudio de realidades que implican conexiones valorativas, es fácil comprender, por lo que hemos visto, que mucho tiene que ganar en rigor y seguridad teóricas re-mitiendo sus propios planteos empíricos de la problemática del valor al planteo que en otro nivel y con otro horizonte teórico hace el filósofo, cuyos incentivos de reflexión no ne-cesitan por lo demás ser meramente especulativos sino que pueden surgir, y de hecho surgen cada vez más frecuente-mente, del conocimiento y la acción sociales. Para no citar sino unos pocos ejemplos, mencionemos tan sólo aquí las cuestiones relativas a la lógica inherente al lenguaje valora-tivo, al fundamento subjetivo u objetivo del valor, al carác-ter cognitivo o de mera actitud de la apreciación o el juicio estimativo, a la relación entre las propiedades descriptivas y axiológicas de las cosas, o a la posibilidad de reducir toda instancia valorativa a una normativa y viceversa, cuestio-nes todas cuya discusión critica, tal como en la filosofía es asumida por la axiología, la ética, la estética y otras discipli-nas conexas, ha de servir al investigador social como un complemento teórico indispensable para el tratamiento de su propia temática. Se hace visible de este modo un vasto terreno de colaboración muy fructífera entre la filosofía y las ciencias sociales, que así como permitirá a la reflexión filosófica enriquecer su base teórica por un acceso directo

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al contenido del conocimiento social y disponer de una ex-periencia complementaría de la sociedad y la historia, hace posible una clarificación filosófica del trabajo de las ciencias humanas y abre a éstas el horizonte de una comprensión diversa de la existencia.Señalada esta vinculación entre la investigación social y la reflexión filosófica en lo que toca al tema del valor, que es el que hemos estado considerando hasta aquí, conviene despejar al mismo tiempo una posible mala inteligencia acerca de la contribución que la crítica filosófica puede ha-cer a la comprensión de la existencia social. No debe enten-derse esta contribución en el sentido de que el filósofo y no el sociólogo o cualquier otro investigador social posea la ca-pacidad de la valoración justa, es decir el único apto para formular juicios de valor, para determinar lo bueno o lo malo, lo correcto o lo incorrecto en general o con respecto a una determinada situación histórico-cultural. Esto sería un grave error. El formular juicios particulares de valor, bastos o depurados, no compete al filósofo. No debe confundirse la reflexión crítica con la estimación o la prédica moralizadora. El filósofo no colabora con el investigador social trasmitién-dole juicios de valor o apreciaciones concretas probadas. Su aporte es otro. Es justamente la reflexión sobre los princi-pios, fundamentos y alcances de toda apreciación, sobre el lenguaje y la lógica del valor y las condiciones de posibili-dad de los enjuiciamientos valorativos. Todo ello, cuando se cumple en la forma debida, permite ver desde una nueva perspectiva los casos concretos de enjuiciamientos estima-tivos que el investigador social encuentra en la experiencia objeto de estudio y también los que él formula por su propia cuenta y eventualmente lo capacita para formular nuevos enjuiciamientos desde un nuevo horizonte de comprensión universal. La filosofía ayuda, pues, a la ciencia social pro-porcionándole los instrumentos necesarios para superar los rezagos de actitud ingenua que puedan haber quedado en ella y hace posible así una visión mejor fundada de la reali-dad social y, llegada la oportunidad, hacer una opción más segura y realista entre varias posibilidades valorativas. Pero la valoración misma y la decisión consiguiente son cosa que

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cada investigador, como persona singular, debe asumir por su cuenta.2. Decíamos que la realidad humana implica la acción de un sujeto consciente, intencionalmente relativo al mundo, a los demás sujetos y a sí mismo, y que con esta proyección in-tencional está dada la estructura finalista y valorativa de la vida social. La articulación del valor con la referencia del su-jeto a sí mismo y a los demás pone el tema del valor en re-lación estrecha con otro tema de decisiva importancia: la concepción del hombre. A través de sus valoraciones coti-dianas, de las reglas y principios de conducta sancionadas por la comunidad, de las instituciones y formas de organiza-ción, de los movimientos tendientes a mejorar la existencia común, cada hombre hace patente la idea que de su propio ser como instancia valiosa acepta y defiende. Estudiar la existencia histórico-cultural es, de este modo, descubrir esa idea implícita en los hechos y las obras de los individuos y los pueblos. Y descubrirla no sólo como una idea realizada como una realidad consumada y estática, sino como un principio dinámico, como un motor de la acción, como una meta hacia la cual tienden las conductas singulares y según la cual se ordenan, conformando un cuadro que tiende a ser coherente, los múltiplos aspectos de la existencia social. De allí que las insuficiencias en la conformación de esta idea, la pugna entre varias imágenes del hombre, la falta de inte-gración entre los modelos de humanidad propuestos a la acción de diversos grupos dentro de la sociedad global, de-terminan el defecto, la escisión o la crisis de la vida comuni-taria.Al realizar su trabajo propio, el investigador social tiene, pues, ante sí uno o varios proyectos o modelos antropológi-cos, cuyo sentido debe comprender y de cuyo valor absolu-to o comparativo tiene que dar cuenta. La problemática del valor, que antes se había considerado como problemática vinculada a las valoraciones particulares separadas, se uni-fica aquí en una interrogación axiológica que abraza el con-junto de la existencia social. Y así como antes resultaba ser una valladar de la investigación la confrontación de las va-loraciones particulares estudiadas y de las valoraciones pro-

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pias del investigador como sujeto humano, aquí encontra-mos las dificultades más graves aún de posible enfrenta-miento de la idea del hombre asumida como propia por el investigador y los modelos de humanidad que tiene ante sí como objeto de su investigación. Dos riesgos igualmente peligrosos corre la ciencia social en esta situación, que es por lo demás inevitable, pues no puede suprimirse ninguno de los términos enfrentados. Uno de estos riesgos es el dogmatismo de la idea absoluta e incambiable del hombre, con que en el pasado tropezó tantas veces la investigación social e histórica por el uso no crítico de conceptos apriorís-ticos como el de “naturaleza humana”. El otro es la disper-sión e igualación relativista de los modelos antropológicos, que en sus últimas consecuencias hace imposible no sólo la comparación de las culturas –con los cual se pone de lado indispensable categoría científica de la relación–, sino inclu-sive la comprensión histórica de los diversos procesos inter-nos de desenvolvimiento social y cultural.También aquí necesita el investigador social salir de su es-fera propia y situar la problemática que le toca encarar en el horizonte más vasto de una meditación antropológico-fi-losófica encaminada a lograr una visión crítica de las condi-ciones de posibilidad y los límites de la autocomprensión del hombre. Lo deseable es igualmente, en este caso, pasar de la actitud ingenua, sumergida en las apreciaciones con-cretas singulares, a la visión clarificada de los fundamentos de la comprensión y apreciación del hombre. Se trata de traer a la conciencia reflexiva las teorías implícitas y de so-meter a examen crítico sus alcances y sus bases de validez. Con esta nueva actitud, el investigador no habrá adquirido una apreciación preconformada, ni habrá asimilado una idea del hombre ya montada con todas sus piezas, sino que habrá adquirido la capacidad de apreciar y construir las ins-tancias antropológicas con la conciencia de las posibilida-des y límites de su empresa. Desde esta nueva perspectiva, podrá realizar su tarea de descripción y explicación de la vida social sin ser, de una parte paralizada por la aprensión escéptica respecto de todo pronunciamiento relativo a la idea del hombre y de su valor ni, de otra, enceguecido por

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la imposición dogmática de un modelo apriorístico de hu-manidad.3. De hecho, según hemos observado, el investigador social está obligado a hacer opciones valorativas y a tratar con predicados de valor, si bien dentro de los límites señalados por la teoría. Sin embargo, al presente la ciencia social está siendo cada vez menos reductible al simple menester teóri-co. De una investigación descriptiva y explicativa de la rea-lidad humana, está pasando a ser una técnica social, es de-cir, un saber práctico que interviene en los cambios de la vida colectiva. Y este creciente lado práctico de la investi-gación social no se reduce a la determinación de las posi-bles direcciones en que van a actuar las fuerzas sociales, sino al establecimiento de normas y métodos de acciones eficaces, y al señalamiento de objetivos por lograr y de me-dios que hay que usar para alcanzarlos. El Sociólogos, el an-tropólogo y el economista intervienen en la planificación del desarrollo social, y de este modo resultan agentes en la provocación de los cambios sociales, aunque no sean ellos sino los políticos quienes ejecutan las medidas aconsejadas. Ahora bien, si considerando tan sólo la tarea del investiga-dor social como teórico encontramos que en ella estaba im-plicado un trato constante con instancias valorativas, lo cual hizo patente que el investigador fuera conducido nor-malmente a optar entre valores particulares y entre esas constelaciones de valor que son los modelos antropológi-cos, ¡Cuánto más directo y comprometedor será el trato con los valores que habrá que tener el investigador en tanto que planificador del desarrollo social! Y, si en el primer caso se trataba de opciones preeminentemente intelectuales, ahora se trata de opciones definidamente prácticas. Lo que está llamado a hacer el investigador es en intervenir en la vida del grupo social, descartar ciertas realidades y reem-plazarla por otras, en suma, operar socialmente, y esto comporta un conjunto de valoraciones de determinaciones de fines y medios y de proyectos parciales coordinados en razón de una cierta idea del hombre y su destino. Puesto a la obra de planificar, el investigador social está irremedia-blemente instalado en plena acción social y debe perder to-

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das las ilusiones de teoretismo puro. Porque no se puede in-tervenir, ni siquiera muy lateralmente, en la planificación y contribución a ella prescindiendo de todas las implicaciones estimativas de la acción. En último caso, que no es cierta-mente el mejor, el investigador valorará, elegirá medios y fines, e intervendrá en el proceso social sin conciencia de los alcances de su acción, y entonces hay razones para du-dar de si su contribución será provechosa. En verdad, la única actitud coherente es la de asumir francamente el compromiso moral que supone la planificación. Y es justa-mente en esta actitud de franca aceptación en donde de-ben operar en el investigador todos los resortes de la crítica que, según se vio, pueden ayudarlo en su faena teórica. Porque si debe ganar una visión clarificada del hacer huma-no para comprender las situaciones concretas de la existen-cia social, ahora, ante el compromiso y las consecuencias de la acción, debe armarse de todos los expedientes de la crítica para hacer de su praxis una operación que no sólo está fundada en las realidades comprobadas sino que pue-de ser además presentada como la mejor encaminada en el sentido del bien humano previsible.A lo largo de todas estas páginas hemos hablado un poco en abstracto del investigador social, de sus tareas y sus exi-gencias y de cómo él encuentra al valor y al hombre en el centro de sus preocupaciones teóricas y prácticas. Pero no podemos dejar de considerar que hay un contexto social in-mediato que da su colaboración especial a nuestro interés por el tema. No podemos dejar de considerar la situación peruana como trasfondo de nuestras inquietudes teóricas y de nuestro análisis de las condiciones y exigencias del co-nocimiento y la praxis sociales. Y no se crea que esta refe-rencia a la circunstancia nacional es un agregado de opor-tunidad que no tiene vinculación esencial con el tema. Todo lo contrario. Nuestra condición de país desarrollado, con sus características genéricas y específicas, demanda más que cualquier otra el planteamiento de la problemática axiológi-ca y antropológica que está inscrita en el trabajo de las ciencias sociales. Y esto es así debido a que, en este caso, los contrastes entre los valores aceptados por los diversos

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grupos y los modelos de humanidad que operan en el con-junto de la vida nacional están llamados a provocar con toda su agudeza las dificultades que, según hemos visto, amenazan a la teoría y sobre todo a la praxis social. El in-vestigador está constantemente enfrentado con valoracio-nes particulares, sistemas estimativos y normativos y pro-yectos de vida que no solamente se oponen muchas veces a sus propias apreciaciones y concepciones antropológicas, sino que se ofrecen como una multiplicidad de sistemas dis-pares, difícilmente conciliables dentro de un cuadro orgáni-co de existencia, capaz de extenderse al conjunto de la so-ciedad global. Ante esta multiplicidad el investigador se ve obligado a optar, descartando una y conservando otras, so-bre todo cuando se trata de proponer reformas y promover cambios sociales. Una situación como la nuestra siembra las más grandes inquietudes en quien trabaja en el campo de las ciencias sociales, pues a su conciencia se impone la negación tajante de ciertos valores, la erradicación drástica y completa de ciertos hábitos y costumbres y la remodela-ción de determinadas instituciones y formas de organiza-ción, perentoria y sin titubeos. Se hace clara entonces la responsabilidad de quienes tienen que presentar el cuadro real de la situación social y de sus exigencias.Aquí, pues, más que en cualquier otro ambiente, por ser la realidad un semillero de problemas y por remitir estos pro-blemas a la idea de radicales transformaciones, la seguri-dad critica del investigador demanda imperativamente ser reforzada y ampliada, pero no en el sentido de una inhibi-ción de la acción, puesto que las motivaciones humanistas se hacen sentir también aquí con mayor fuerza, en la medi-da en que la miseria, la ignorancia, el sufrimiento y la de-gradación rodean al investigador y no dejan reposo a su sensibilidad intelectual y moral en la hora de las opciones decisivas.

Augusto Salazar Bondy, Para un filosofía del valor, Editorial Universitaria, Santiago, 1971. Pags. 188-201

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Introducción a la filosofía

Ética, Politica y SociedadMiguel Giusti

Si nos hacemos la pregunta simple de por qué necesitamos una “educación en valores”, podríamos decir, también de manera simple, que la respuesta es doble: la necesitamos porque los valores se han perdido y debemos recuperarlos, o la necesitamos porque los valores no existen aún y debe-mos buscarlos. Esta doble respuesta subyace, en cierto modo, a las teorías morales contemporáneas que tratan de ofrecer una respuesta a la relación entre la ética, la política y la sociedad. Algunas de estas teorías consideran, efectiva-mente, que el problema principal radica en que hemos abandonado los valores tradicionales y que deberíamos ha-cer un esfuerzo por retornar a ellos. Vuelven por eso la mi-rada hacia el pasado, y proponen un ideal moral de recupe-ración de las tradiciones. Diremos que este primer grupo de autores defiende una concepción nostálgica de la vida mo-ral. Otras teorías, en cambio, consideran que el problema principal radica en que la sociedad contemporánea no ha hallado aún los valores que necesita para vivir en paz o en armonía, por lo que el esfuerzo que debería hacerse consis-tiría en encontrar nuevos valores. Estos autores dirigen por eso la mirada, no hacia el pasado, sino hacia el futuro, y proponen un ideal moral de construcción de una ética pla-netaria. Diremos entonces que este segundo grupo de auto-res defiende una concepción utópica de la vida moral.Propondremos, pues, en esta conferencia una lectura siste-mática de los debates de la moral contemporánea, siguien-do el hilo conductor que se acaba de indicar, según el cual el ideal de la vida moral oscila entre la nostalgia y la utopía: entre la nostalgia de un consenso que tuvimos en el pasado y que debiéramos recuperar, y la utopía de un consenso que sólo podemos encontrar en el futuro.

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La conferencia tendrá tres partes. En la primera parte, me ocuparé del paradigma del consenso utópico, que es en buena cuenta el paradigma del universalismo moral. Expli-caré allí en qué sentido el ideal moral que se propone pue-de ser caracterizado como un consenso futuro o por inven-tar. Como modelos representativos de este paradigma ana-lizaré la noción de “comunidad ideal de comunicación” del filósofo alemán Jürgen Habermas y la idea de una “sociedad justa y bien ordenada” del filósofo norteamericano John Rawls. Luego de presentar sus ideas centrales, expondré lo que considero son las paradojas, o las limitaciones, en las que incurre la concepción utópica del consenso. En la se-gunda parte, me ocuparé del paradigma del consenso nos-tálgico, que es en buena cuenta el paradigma del contex-tualismo moral. También en este caso analizaré primero las propiedades que los mismos filósofos contextualistas consi-deran propias de su concepción ética, y mostraré luego las paradojas que enfrenta este modo de concebir la concerta-ción moral. Finalmente, en la tercera parte, abogaré en fa-vor de una síntesis, o de una conciliación, entre los dos pa-radigmas anteriores, como único modo de superar las para-dojas anteriores, que son en realidad constitutivas de nues-tra propia condición humana en la actualidad.

1. El paradigma del consenso utópico1.1. El modeloComencemos por preguntarnos en qué medida el ideal mo-ral del universalismo puede ser considerado en términos de un consenso proyectado hacia el futuro. Retomemos para ello el hilo de esta madeja y recordemos una idea central presente en los filósofos modernos, desde Descartes y Hob-bes: la idea de que el individuo moderno debe cuestionar los presupuestos y las convenciones de su sociedad tradi-cional. Debe hacerlo porque sólo así podrá afirmar su liber-tad y su autonomía como individuo. Este hecho es constitu-tivo de la constelación conceptual de la moral moderna, aunque, como veremos, no necesariamente es reconocido y asumido como tal. En efecto, para todas las teorías univer-

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salistas, el punto de partida y el valor central de la moral es la autonomía del individuo. Nada debe haber -ni la tradi-ción, ni la religión, ni el orden del mundo- que anteceda al individuo como causa de determinación de su voluntad, es decir, que perturbe su capacidad de decidir por sí mismo lo que conviene a su felicidad.Pero, con la autonomía sola no se construye ninguna moral. La moral es un asunto que concierne a la convivencia con los otros, tanto más en el contexto de las teorías univer-salistas, que pretenden justamente abarcar entre los “otros” a todos los seres humanos. El desafío mayor para este modelo es pues imaginar, a partir de la defensa de la autonomía individual, una forma de concertación colectiva que pueda ser aceptada por todos los individuos o que pue-da incluso ser asumida por ellos como norma vinculante. La pura autonomía conduce, simbólicamente hablando, a la guerra de todos contra todos. La pura concertación, sin legi-timación por parte de los individuos, niega su autonomía y su libertad. El objetivo del modelo es por eso, aunque pa-rezca paradójico, hacer surgir la concertación a partir de la autonomía, construir el consenso a partir del disenso.No sorprende por eso que los dos recursos conceptuales, metafóricos, más frecuentes entre las teorías universalistas de la actualidad para afrontar este desafío sean el contrato y el diálogo. En ambos casos se presupone la existencia de interlocutores aislados que entran en contacto unos con otros con la finalidad de instaurar un acuerdo que impida la violencia y legitime la convivencia pacífica. El contrato es una categoría jurídica que difícilmente se deja desligar de la idea de la negociación y del conflicto de intereses. El diálo-go es una categoría antropológica, sólo en fecha reciente empleada para fines de justificación moral. En la moderni-dad ha habido además otros dos recursos argumentativos destinados a legitimar el consenso utópico, pero que ya prácticamente han caído en desuso, a saber: la teoría del derecho natural y los postulados metafísicos sobre la razón práctica. Entre todos estos recursos hay diversos tipos de parentesco, pero como lo que nos interesa ahora son las teorías contemporáneas, voy a concentrarme sólo en los

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dos primeros, para lo cual me referiré a las concepciones de John Rawls y de Jürgen Habermas.John Rawls sigue defendiendo en la actualidad una teoría moral de tipo contractualista. Su estrategia argumentativa no difiere en lo esencial de la estrategia clásica de Hobbes, pues lo que nos propone es nuevamente un experimento mental que nos transporte a una “posición originaria” -una nueva versión del “estado natural”- en la que los individuos sean finalmente intercambiables unos con otros. Allí, pre-munidos de una condición igualitaria o, mejor dicho, despo-jados de toda diferencia relevante por efecto del velo de la ignorancia, los individuos (o las partes que los representan) deberán elegir los principios morales que han de regir su vida social. Lo que los individuos acuerdan en esa situación contractual es, en pocas palabras, cuál es el modelo de so-ciedad justa y ordenada que todos están dispuestos a acep-tar en la medida en que no atenta contra sus intereses par-ticulares. El resultado del acuerdo contractual es el consen-so utópico que va a servir como norma moral vinculante de la teoría.En sus últimos trabajos, especialmente en su libro Liberalis-mo político, Rawls ha hecho algunas precisiones y algunas concesiones ante las críticas de sus adversarios comunita-ristas, sobre las que nos ocuparemos en el punto siguiente. Pero ha vuelto a insistir en su propósito de reactualizar el modelo contractualista de la moral. En particular, ha dado marcha atrás -aunque, a mi entender, sólo en modo aparen-te- con respecto a las pretensiones universalistas de su teo-ría, pues ahora se imagina que el consenso utópico de la justicia imparcial sería válido en principio sólo para la socie-dad democrática occidental. Si ello es así o no, puede dejar-se por el momento de lado, pues lo que me interesa subra-yar aquí es ante todo la idea de un consenso proyectado al futuro sobre la base de una situación originaria de disper-sión y atomización individual. Y, en ese punto, la posición de Rawls no ha variado.Jürgen Habermas no es un contractualista en sentido estric-to, sino más bien un partidario del consenso argumentativo,

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es decir, su teoría se vale del segundo de los recursos me-tafóricos mencionados hace un momento: del recurso del diálogo. Este hecho es muy importante porque nos sitúa con más claridad aún en el contexto de la filosofía práctica de la segunda mitad del siglo XX. El diálogo al que Haber-mas, al igual que muchos otros filósofos morales, se refiere deriva en buena cuenta del giro lingüístico efectuado por la filosofía gracias a la influencia tanto de la filosofía del se-gundo Wittgenstein como de la obra de Husserl. Es pues la dimensión pragmática del lenguaje lo que se halla aquí en el primer plano. Es por su intermedio que se trata de re-plantear el tránsito de la autonomía individual a la genera-ción del consenso. Que esto sea así se debe, como el mis-mo Habermas lo reconoce, a que ya no es posible seguir as-pirando a una fundamentación deductiva de la universali-dad de la norma moral ni, menos aún, a una postulación metafísica de algún principio de universalización, como era el caso de Kant. Pero se sigue, sí, manteniendo como meta la búsqueda de un procedimiento que, en forma análoga al imperativo categórico, haga las veces de criterio inductivo capaz de someter a examen los propósitos morales de los individuos comprometidos en la acción.El consenso utópico de Habermas se llama la “comunidad ideal de comunicación”. Una tal comunidad se caracteriza por el hecho de que todos los miembros que forman parte de ella se hallan en igualdad de condiciones, discuten entre sí formulando pretensiones de validez criticables y suscepti-bles de fundamentación, y sólo admiten la validez de algu-na opinión en virtud de la fuerza de los argumentos. Es mu-cho lo que se puede decir sobre este ideal de consensuali-dad. Pero, lo más interesante con respecto al tema de nues-tra conferencia es el modo en que se accede a dicha comu-nidad ideal a partir de la definición previa de los individuos como sujetos autónomos. Porque, dadas las pretensiones universalistas del modelo, dicho acceso tiene que obtenerse por medio de un procedimiento de fundamentación que po-sea un carácter irrefutable. Así se explica que la vía llamada “pragmático-trascendental” de fundamentación sólo se de-tenga en la constatación de una presunta “contradicción

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performativa”, es decir, en la contradicción en que incurriría el interlocutor que pusiese en duda la validez de la norma universal que sirve de condición de posibilidad al juego mis-mo de la argumentación.Más de una vez ha sostenido Habermas que la ética discur-siva se propone ofrecer una alternativa profana al ideal de solidaridad propagado por las grandes religiones monoteis-tas. Se trata de darle a ese ideal una justificación racional, independiente de las hipotecas fundamentalistas de aque-llas religiones, y por ende universalmente válida. Entre los requisitos que debe satisfacer semejante concepción de la ética -requisitos que pueden hacerse extensivos a la ética de Rawls y a la mayor parte de las concepciones univer-salistas- considera por eso los siguientes: la ética debe ser deontológica, cognitivista, formalista y universalista(1). Y estas cuatro propiedades pasan a ser naturalmente tam-bién propiedades del consenso utópico que la ética se pro-pone concebir.La ética ha de ser deontológica en el sentido en que se ocu-pe sólo del deber-ser de las normas relativas a la acción, es decir, que se ocupe sólo de su obligatoriedad. En esto se di-ferencia de las éticas clásicas, para las cuales el objeto de la reflexión eran los asuntos relativos al “bien” o a la "bue-na vida". Para la ética discursiva, en cambio, el problema se restringe exclusivamente a la rectitud (o a la jusiticia) de las acciones humanas. Lo que se trata de determinar, en este caso, es la validez de las acciones respecto de ciertas normas o la validez de las normas respecto de ciertos prin-cipios. Debe ser una ética cognitivista porque entiende la rectitud de las normas en analogía con la verdad de las pro-posiciones. Por cierto, no identifica ambas cosas, pero inter-preta sí las pretensiones prescriptivas de una norma de modo análogo a las pretensiones descriptivas de una ver-dad: lo que se quiere destacar en ambos casos es la necesi-dad de recurrir argumentativamente a buenas razones que sirvan de fundamento a las pretensiones de validez norma-tiva o veritativa. Sostiene por eso Habermas que la pregun-ta central de una ética cognitivista es: "¿cómo fundamentar los enunciados normativos?"(2). (Esta propiedad, habría

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que aclarar, no se aplica al caso de Rawls, quien se resiste explícitamente a admitir el cognitivismo en su teoría.) Debe ser, además, una ética formalista porque propone un princi-pio de justificación de las normas que no diferencia a éstas últimas respecto de su contenido, sino tan sólo respecto de las condiciones de su universalización posible. Emula, en tal sentido, el principio kantiano del imperativo categórico, por medio del cual no se establece qué acción específica es buena, sino qué condiciones debe satisfacer cualquier ac-ción para poseer dignidad moral. Pero se separa de Kant para evitar el problema del carácter monológico y solipsista de la actitud subjetiva que examina las propias máximas y propone a cambio un criterio diferente, llamado, en térmi-nos generales, "el procedimiento de la argumentación mo-ral" ("das Verfahren der moralischen Argumentation"). Es sobre esta base que se establece el famoso “principio U” (de “Universalización de las normas”). Debe ser, finalmen-te, una ética universalista en el sentido en que aspira a pro-poner un principio moral que posea validez universal y que no sea vulnerable, por tanto, a las críticas del relativismo cultural y del relativismo histórico. "Hay que poder demos-trar -escribe Habermas- que nuestro principio moral no se li-mita a reflejar los prejuicios de los actuales europeos adul-tos, blancos, varones y provenientes de las capas burgue-sas"(3). La vía alternativa de fundamentación es la vía “pragmático-trascendental” ya comentada del discurso ar-gumentativo.El listado de estas propiedades de la ética no hace sino acentuar el carácter utópico del consenso que se pretende alcanzar, y corrobora lo que venimos diciendo con respecto a esta primera caracterización de las teorías morales con-temporáneas. Pero, habíamos anunciado que este modelo incurría en ciertas paradojas o mostraba ciertas limitacio-nes, que podían poner en cuestión su validez. Veamos cuá-les son dichas paradojas.1.2. Las paradojasPara facilitar su revisión, voy a servirme de las mismas ca-racterísticas que Habermas consigna como definitorias del

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consenso utópico y de la ética que lo promueve, a saber: que ésta debe ser deontológica, cognitivista, formalista y universalista. Sobre cada una de tales propiedades podría darse una conferencia, de modo que no me queda sino pre-sentar sucintamente los problemas a los que aludo.Deontológicas son, en realidad, todas las éticas, al menos en un sentido que podríamos llamar genérico o débil, es de-cir, en el sentido en que se ocupan de la valoración de la realidad o del carácter prescriptivo de nuestros juicios. Pero cuando Habermas nos habla de la propiedad deontológica de la ética o del consenso, lo hace en un sentido que debe-mos llamar fuerte, es decir, como una propiedad que se opone per definitionem a la realidad empírica y que estable-ce, por tanto, una relación estricta de exclusión entre ser y deber-ser. Es más, justamente este carácter excluyente de la relación es el que permite establecer la obligatoriedad del consenso moral. Pero eso significa entonces que la nor-ma moral nos coloca en la paradójica situación de coman-darnos distorsionar el deber-ser al exigirnos convertirlo en mero ser, ya que desvirtuamos de ese modo su pureza. El deber-ser reposa sobre una estructura lógica tal que puede simultáneamente ordenarnos y prohibirnos su realización; la pureza normativa del deber-ser y la imposibilidad de su puesta en práctica no son más que las dos caras de una misma moneda.En segundo lugar, que la ética o el consenso deban ser cog-nitivos o cognitivistas significa que deben ser asimilables al discurso veritativo. Ya advertí que John Rawls toma distan-cia de este rasgo porque él mismo percibe las dificultades a las que me referiré enseguida. Asimilar el discurso moral al discurso científico tiene por finalidad introducir en la ética un tipo de razonamiento claramente discriminatorio que ga-rantice la aceptabilidad o la no-aceptabilidad de las preten-siones de validez. Por eso es tan importante para Habermas seguir una estrategia de fundamentación pragmática en la que el peso recaiga sobre una teoría de la argumentación. Pero, al proceder de ese modo, nos vemos en la paradójica situación de tener que introducir también criterios de apo-dicticidad y de eliminación del error en la ética. Quien no

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acepta el procedimiento de fundamentación, se contradice. Quien discrepa sobre las condiciones del lenguaje moral, comete un error. Es demasiado lógico lo que pasa a ser considerado ético, y es demasiado lo que queda así exclui-do de la ética.En tercer lugar, el consenso debe ser formalista en el senti-do en que concibe a los interlocutores del contrato o del diálogo como sujetos desarraigados y porque evita delibe-radamente pronunciarse sobre los asuntos concernientes a la valoración de la vida. Es a este respecto que se han he-cho notar con más fuerza las paradojas del modelo utópico. En resumen, las dificultades son de tres tipos: un consenso de esa naturaleza es teóricamente inconsistente, práctica-mente inservible y políticamente encubridor. Es teórica-mente inconsistente porque incurre en una petición de prin-cipio o en una argumentación circular, es decir, porque sólo logra asegurar el proceso de fundamentación al que aspira, o bien postulando la vigencia previa de ciertos principios normativos, o bien atribuyéndole a los sujetos dialogantes la voluntad de concertar que ellos tendrían en realidad que producir recién por medio del diálogo. Es prácticamente in-servible porque la única norma que el modelo llega a produ-cir es una especie de supernorma, que nos dice, sí, qué re-quisitos de aceptabilidad debe satisfacer cualquier norma, pero no nos sabe decir qué contenido debería ésta tener, ni qué finalidad, ni qué sentido. Y es políticamente encubridor porque al definir a los individuos como participantes ideales de un acuerdo originario, corre el peligro de legitimar implí-citamente las condiciones reales en que viven tales indivi-duos, que son condiciones de desigualdad, o acaso no per-mite tematizar el desencuentro, tan conocido por nosotros, entre la legalidad y la realidad.

Finalmente, en cuarto lugar, la pretensión universalista del consenso se enfrenta a una dificultad muy simple, pero no por ello fácil de resolver, que consiste en atribuirle validez suprahistórica a una representación moral surgida histórica-mente. No digo que no se entienda la intención que anima

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a este universalismo o el papel que puede tocarle jugar en el contexto internacional -pensemos, si no, en el papel que desempeña la defensa de los derechos humanos-, pero ni la intención ni la funcionalidad política son suficientes para evitar la paradoja mencionada. Como diría Goethe: “El men-saje, lo entiendo muy bien. Lo único que me falta es la fe.” (“Die Botschaft verstehe ich wohl, mir fehlt nur der Glau-be.”)

2. El paradigma del consenso nostálgico2.1. El modeloEs hora de que volvamos la mirada del futuro al pasado y recordemos que, en el escenario inicial que nos había servi-do de inspiración, podíamos considerar nuestra situación moral actual no sólo como una búsqueda, sino también como una pérdida de los valores (o de la felicidad). En tal caso, el ideal moral es también el de un consenso tras el cual nos hallamos pero esta vez en el sentido en que lo he-mos dejado atrás. Y debemos entonces recuperarlo. No es difícil caracterizar de esta manera a las concepciones con-textualistas, tanto en su vertiente neoaristotélica como en su vertiente comunitarista. Si el punto de partida del uni-versalismo lo veíamos en la definición del individuo como sujeto autónomo, el punto de partida del contextualismo debe verse exactamente en la posición inversa: en la defini-ción del individuo como miembro de una comunidad. Es esa comunidad de creencias morales compartidas la que consti-tuye el núcleo del consenso nostálgico.Como en el caso anterior, tratemos de reseñar sucintamen-te las características de este modelo de consenso valiéndo-nos de algunas propiedades que sus propios defensores proponen como esenciales, y veamos luego en qué medida el desarrollo de dichas propiedades conduce a dificultades paradójicas en la argumentación(4). Voy a referirme básica-mente a tres de ellas, y mencionaré esta vez a los autores que las defienden sólo de modo ocasional: hablaré de la perspectiva teleológica en la definición del individuo, de la idea de comunidad y de la noción de tradición. Estas tres

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propiedades se relacionan estrechamente unas con otras; juntas componen el cuadro del consenso que estoy llaman-do nostálgico.En casi simétrica oposición al punto de partida de los uni-versalistas, es decir, a la definición del individuo como suje-to autónomo, los contextualistas invocan la raigambre co-munitaria del sujeto como único y último marco de referen-cias de la teoría moral. Al yo desarraigado de los neokantia-nos, contraponen la caracterización teleológica del indivi-duo a la usanza aristotélica. En términos estrictamente éti-cos, aunque un tanto esquemáticos, el contextualismo se inspira en una concepción sustancialista, material, eudemo-nista de la ética, en la que el eje conceptual es la visión co-mún de la vida buena o de la felicidad. Es decir, está aso-ciado a una concepción de la moral de acuerdo a la cual lo más importante es definir el sentido de la vida, explicar de qué manera podemos llegar a ser felices y vivir mejor. Mi-chael Walzer nos invita a permanecer en la caverna, com-partiendo el destino del común de los mortales, en lugar de seguir imitando la ilusión platónica de salir de ella para in-ventar un bien trascendente(5). Lo que encontramos enton-ces en la caverna no son individuos aislados con capacidad de elegir en principio cualquier cosa, sino miembros de co-lectividades que de hecho han elegido ya valores o fines co-munes, es decir, que comparten, en su vida cotidiana e ins-titucional, un sistema específico de normas morales. Los in-dividuos mismos no son pensables al margen de estos con-textos vitales o culturales, en los que obtienen su identidad a medida que internalizan el sistema de creencias en el pro-ceso de socialización. Otros tantos argumentos análogos podemos encontrar en la obra de Charles Taylor, de Michael Sandel o de Alasdair MacIntyre.El giro teleológico del contextualismo se expresa con mayor claridad aún en su definición de la comunidad de creencias morales. A diferencia de lo que ocurre en el modelo univer-salista, donde el sujeto es definido como voluntad autóno-ma incluso frente a sus propios fines, en el modelo contex-tualista el sujeto es definido dentro de un marco teleológico específico, al que se otorga prioridad con respecto a las vo-

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luntades individuales. En sentido estricto, los individuos no optan por una u otra comunidad de valores, sino que ésta última les es prioritaria, pues ella predetermina en cierto modo la naturaleza de los fines en los que ellos se sociali-zan y con los que se identifican. No hay modo pues de defi-nir a los individuos sin incorporarlos a un contexto teleológi-co específico. Para ellos -escribe Michael Sandel-, "la comu-nidad no se refiere simplemente a lo que como conciudada-nos poseen, sino también a lo que son, no se refiere a una relación que ellos eligen (como en una asociación volunta-ria) sino a una adhesión que descubren, no meramente a un atributo sino a un elemento constitutivo de su identi-dad"(6). En la definición de la comunidad, la idea metodoló-gica central que parece decisiva es que la acción individual debe interpretarse desde la perspectiva de la praxis colecti-va pues es ésta la que otorga sentido a aquélla. En el caso específico de los comunitaristas, habría sin embargo que hacer una salvedad que, como veremos enseguida, no con-tribuye precisamente a aclarar las cosas. Los comunitaris-tas pretenden -quizás con la excepción de MacIntyre- que la comunidad que sirve de base a su modelo teleológico posee rasgos democráticos y no debe por eso confundirse con otros modelos autoritarios o jerárquicos de asociación. So-bre las dificultades que comporta este criterio de demarca-ción volveremos enseguida.El tercero de los rasgos del consenso nostálgico que quería subrayar es la noción de tradición. La revalorización de la tradición no es, en realidad, más que una consecuencia del cambio de perspectiva de la teoría moral, pues uno de los rasgos esenciales de toda comunidad es justamente la idea de una tradición que le sirve de sustento y le otorga perma-nente vitalidad. También en este punto se pone de mani-fiesto la actitud polémica del contextualismo frente a los defensores del consenso utópico, pues para éstos, como buenos ilustrados, la tradición es un lastre que reprime la expresión de la libertad individual. Si la comunidad del pa-sado, en cambio, es el punto de referencia, entonces es a ella a la que habrá que remitirse para buscar las fuentes de la motivación, la renovación o incluso la crítica moral. Esto

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es lo que hace, por ejemplo, Michael Walzer con sus estu-dios sobre el significado moral y político del Éxodo en la tra-dición profética del pueblo judío. Estos estudios son particu-larmente interesantes porque lo que él cree observar allí no es tan sólo un caso específico de la capacidad de autocríti-ca que posee una tradición común, sino que es, sobre todo, un caso paradigmático de lo que debería constituir, en su opinión, la crítica moral en cualquier sociedad, incluida na-turalmente también la sociedad occidental(7). Y bastante más lejos que Walzer va aún Alasdair MacIntyre, quien en cierto modo parece poner en práctica lo que Hegel dice so-bre la perspectiva nostálgica de definición de la felicidad. En efecto, MacIntyre considera que el proyecto moderno de fundamentación de la moral ha de entenderse como un in-fructuoso intento por explicar el sentido de la vida (buena) sin recurrir a telos alguno, un vano intento que, con el tiem-po, ha terminado por instaurar en los hechos una civiliza-ción individualista, caótica y sin sentido. La empresa es ab-surda, en su opinión, porque se ha abierto camino prescin-diendo de un elemento esencial de la visión aristotélico-to-mista precedente: de la idea de "virtud", que es la única que da sentido al comportamiento moral. Por lo mismo, sólo podrá reconstituirse el mundo moral, tanto en sentido teóri-co como práctico, si logra restaurarse aquella tradición per-dida. La tradición de la que habla MacIntyre debe entender-se pues como un paradigma de vida moral alternativo fren-te a la civilización moderna en su conjunto.Con el llamado a volver la mirada hacia las fuentes de nues-tra identidad moral, con la representación de una comuni-dad de valores que da sentido a nuestra orientación en el mundo y con el cultivo de una tradición que vivifica nues-tras raíces culturales, los contextualistas nos proponen pues un ideal moral consensual de rememoración. Es la nostalgia de los valores perdidos la que anida en el fondo de este proyecto y la que explica la sorprendente fuerza de su inspiración moral.2.2. Las paradojas

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Paso a considerar las paradojas a las que se enfrenta el in-tento de definir el consenso como una felicidad que hemos dejado atrás. Para ello, revisaré, como he anunciado, las tres propiedades del consenso nostálgico presentadas hace un momento, del mismo modo que lo hice en el caso del modelo anterior. Recordemos: ese consenso se propone como un giro teleológico de la filosofía moral, asume como núcleo la idea de la comunidad y revalora la noción de tra-dición.Al efectuar el giro teleológico asumiendo un rol de oposi-ción ante la concepción universalista de la moral, el contex-tualismo pretende establecer, como nuevo punto de partida de la ética, el sistema de valores de una colectividad. Pero, al tratar de satisfacer esta pretensión, se enfrenta al proble-ma de cómo definir con mayor precisión la instancia comu-nitaria elemental y de cómo establecer claros límites entre ella y las demás. ¿Hasta dónde se debe retroceder, por así decir, para llegar a la comunidad que podremos considerar como auténtica y genuina? Ante una situación tal, la disyun-tiva parece ser, o bien decretar, consecuentemente, la irre-levancia de la propia concepción para abordar las cuestio-nes del pluralismo, o bien adoptar, inconsecuentemente, un punto de vista transcomunitario que permita efectuar una reconstrucción histórica de la inconmensurabilidad impe-rante.En segundo lugar, si la comunidad se define por medio de los criterios que ofrece la concepción eudemonista, es de-cir, estableciendo la primacía de los valores colectivos (y su función identificatoria) por sobre las voluntades individua-les, no hay razón alguna para privilegiar una forma de co-munidad sobre las otras, en otras palabras, no hay manera de justificar, como pretenden hacerlo algunos comunitaris-tas por ejemplo, que la comunidad de la que se habla deba ser democrática. Pretender que la comunidad en cuestión sea democrática, es hacer uso de un criterio de demarca-ción entre formas de comunidad para el cual la teoría no dispone de justificación. Sin la postulación de este criterio, comunidades de muy diversa índole podrían considerarse como casos del modelo contextualista, y no habría cómo

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someter a examen sus contenidos valorativos específicos. Pero, además, una postulación así equivale a una petición de principio, que presupone como válido justamente aque-llo que ha de constituir la identidad de los individuos. Final-mente, la comunidad es concebida como una colectividad con un grado tan alto de cohesión moral, que no puede es-tar habitada más que por ciudadanos virtuosos.En tercer lugar, la noción de tradición, en contra de lo que podría parecer a primera vista, es una noción muy proble-mática para el contextualista, porque para definir una tradi-ción hay que estar, por así decir, dentro y fuera de ella. Si sólo estuviésemos dentro, no tendríamos perspectiva en sentido estricto, o, lo que es peor, tendríamos sólo una perspectiva etnocéntrica. Y para adoptar una perspectiva desde fuera, tenemos que abandonar los parámetros de la propia tradición, lo que nos está vedado por principio en el modelo. De otro lado, es evidente que también en el inte-rior de las tradiciones se replantea el problema del criterio de demarcación entre lo justo y lo injusto, pues, como lo se-ñalan con frecuencia todos los críticos del comunitarismo, en las tradiciones hay un vasto muestrario de formas de re-presión de la libertad: contra los negros, contra los indios, contra las mujeres, contra los homosexuales. Pero, para im-plantar semejante criterio de demarcación es preciso, nue-vamente, introducir criterios de valoración que no pueden restringirse a los sistemas de creencias morales previstos por la tradición misma. Por último, es muy problemático re-currir a la noción de tradición en el contexto multicultural de la sociedad contemporánea, en el que resulta simple-mente artificial imaginar a una colectividad cultural encap-sulada, aislada de la red compleja de sistemas o subsiste-mas de relaciones internacionales de los más diversos ti-pos, o inmune a las influencias del resto de las tradiciones culturales.

3. Hacia un nuevo consenso (un consenso “dialéctico”)3.1. El reconocimiento de las paradojas

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Vistas así las cosas, es decir, habiendo pasado revista a las dificultades que afrontan los paradigmas del consenso mo-ral cuando éstos se desarrollan unilateralmente en la direc-ción de la utopía o de la nostalgia, lo que cabría quizás es-perar es que intentáramos formular alguna suerte de sínte-sis entre ambos, reconociendo el valor parcial de cada uno de ellos. Pero no hay que hacerse muchas ilusiones. Sínte-sis de esta naturaleza abundan en realidad en los mismos debates en los que hemos detectado las paradojas, y por lo general las síntesis vuelven a reproducir, en un metanivel de mayor abstracción, las oposiciones que dieron lugar a las propuestas de conciliación.Lo que debiéramos hacer es quizás buscar formas más rea-listas y, por lo mismo, más prometedoras de consenso. Po-dríamos quizás llamar “dialécticas” a esas formas en el sen-tido en que Aristóteles emplea este término en su filosofía práctica. Para Aristóteles, como sabermos, la dialéctica es un método de resolución de conflictos, lo cual quiere decir que es un método que sólo se emplea cuando no hay acuer-do entre los interlocures o entre las posiciones en disputa, y se emplea justamente para conseguir ese acuerdo. Pero, para solicitar la intervención de un método semejante, hay que reconocer, en primer lugar, que la situación inicial es conflictiva, paradójica, incierta. Y esto es lo primero que de-beríamos hacer en relación a nuestra situación y a nuestro discurso moral.Es preciso que reconozcamos ante todo que nuestra condi-ción moral es una condición paradójica, tal como lo atesti-guan indirectamente las aporías a las que conducen los de-bates de la moral contemporánea. Es preciso, digo, que re-conozcamos ese carácter paradójico, no que tratemos en vano de ignorar o de resolver unilateralmente el conflicto. La situación de extrañamiento del hombre moderno es una situación necesaria y sin retorno que no tiene sentido pre-tender ocultar tras el ropaje de las tradiciones ni tras el velo de la ignorancia.“Haber perdido los valores” quiere decir haber dejado atrás el consenso originario, haber perdido la ingenuidad natural

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o tradicional -también la identidad latinoamericana-, pero quiere decir igualmente, en contra de lo que suponen los universalistas, seguir dependiendo de manera esencial, aunque no fuese más que en el sentido de la pérdida, de esas raíces culturales que nos constituyen fragmentaria-mente como individuos, como comunidades o como nacio-nes. Y “tener que buscar o inventar nuevos valores” quiere decir estar en condiciones -o, si se quiere: estar obligados- a construir un nuevo ethos, pero quiere decir igualmente, en contra de lo que suponen los contextualistas, estar en condiciones de imaginar nuevas formas, más amplias, de solidaridad humana que no se restrinjan necesariamente a los lazos tribales.A lo que voy es a que debemos hacer lo posible por recupe-rar una noción de moral que revierta la distinción casi canó-nica establecida por los modernos entre las cuestiones de la justicia y las cuestiones de la vida buena. Lo que he dicho sobre el reconocimiento del carácter paradójico de nuestra condición humana contemporánea no es, en realidad, más que un modesto punto de partida para el replanteamiento de muchos problemas de la moral, con respecto a todos los cuales debemos procurar conjugar la dimensión individual y la dimensión universal del sentido de la vida. En este empe-ño me siento, por lo demás, bastante bien acompañado por los filósofos morales de este fin de siglo, porque muchos de ellos, incluyendo recientemente a no pocos de filiación uni-versalista, están redescubriendo el sentido de la reflexión eudaimonista y publicando textos sobre moral ligados a su propia experiencia.Decía que era preciso comenzar por reconocer el carácter conflictivo del punto de partida, admitir la relatividad o la fragilidad de la propia condición. Pero hacerlo, reconocer el conflicto, no quiere decir aún haber hallado el camino de su solución. Para eso hace falta un paso más. Un nuevo con-senso (un consenso dialéctico) sería aquél que resultase del reconocimiento de un sustrato común en el que las partes en disputa pudiesen encontrarse, en la medida en que di-cho sustrato es más elemental que el desacuerdo de la su-perficie. Si proyectamos esta idea de un consenso dialécti-

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co, aunque no sea sino intuitiva y estipulativamente, al pro-blema del ideal moral que hemos venido discutiendo, lo que debiéramos hacer es reflexionar sobre el proceso pluricultu-ral de entrecruzamiento de tradiciones en la historia de la modernidad. En este proceso no puede constatarse hoy en día prácticamente ninguna comunidad o tradición comple-tamente encapsulada, de modo que todos los individuos de-ben pasar por la compleja experiencia de la yuxtaposición de identidades, aun cuando ésta varíe en intensidad en cada tradición particular. La cuestión de la relación moral adecuada entre las tradiciones o entre las formas de comu-nidad no es pues en la actualidad una cuestión puramente hipotética o formal, sino que ella es parte esencial del pro-ceso de autocomprensión de cualquier tradición colectiva, aunque no sea sino por la experiencia histórica que le ha to-cado vivir. La comunicación entre tradiciones heterogéneas es en realidad un proceso que se halla ya hace mucho tiem-po a nuestras espaldas, y es sobre este proceso que debe-ríamos reflexionar desde una perspectiva política y moral -sobre sus múltiples dimensiones y consecuencias ontológi-co-sociales, como son, por ejemplo, las condiciones univer-sales de la investigación científica, las reglas compartidas del derecho internacional, o las estructuras mundialmente vigentes del orden económico liberal. Pero este proceso glo-bal de interconexiones entre los diferentes mundos vitales no deja tampoco de tener consecuencias sobre la cuestión de la vida buena.Qué sea el bien, es algo que no puede decirse ni sólo indivi-dualmente ni sólo tradicionalmente. Si toda mujer y todo hombre pasan por la experiencia de la yuxtaposición de identidades, entonces la insistencia en un universo teleoló-gico tradicional -cuyos límites son, por lo demás, artificiales- puede llegar a ser opresivo para ellos, mientras que la idea de que poseen una capacidad de decisión completamente autónoma no parece ser por lo general más que el revesti-miento ideológico de su desarraigo. La división del trabajo entre la política y la moral, propuesta por el liberalismo e invertida (es decir, asumida) por el comunitarismo -a saber: que la política se ocupe de la justicia y la moral del bien- no

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parece tampoco dar cuenta en forma adecuada de las com-plejas repercusiones que ha tenido el proceso histórico mencionado. En efecto, ni el orden moral justo puede cons-tituirse prescindiendo de las convicciones éticas de los indi-viduos concernidos, ni la idea de la vida buena es un asunto puramente arbitrario o subjetivo. Para definir una cosa y la otra debemos recurrir a criterios éticos y morales transco-munitarios, es decir, a criterios que todos nosotros presupo-nemos ya en razón de la experiencia histórica acumulada y en razón de las múltiples relaciones interculturales que nos son actualmente constitutivas.

Caracas, Cátedra de Educación en Valores, septiembre 2001

Notas(1) Habermas, Jürgen, “¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la ética del discurso?”, en: H.,J., Escritos so-bre moralidad y eticidad, Barcelona: Paidós, 1991, pp. 100-102.(2) Ibidem, p. 101.(3) Ibidem, p. 102.(4) Me remito a un trabajo amplio publicado sobre este tema: “Topische Paradoxien der kommunitaristischen Argu-mentation”, en: Deutsche Zeitschrift für Philosophie, 42 (1994), pp. 759-781. Versión castellana: “Paradojas recu-rrentes de la argumentación comunitarista”, en: Cortés, Francisco y Monsalve, Alfonso (Eds.), Liberalismo y Comuni-tarismo. Derechos Humanos y Democracia, Valencia: Col-ciencias/Edicions Alfons El Magnànim/Generalitat Valencia-na, 1996, pp. 99-126.(5) WALZER, Michael, Las esferas de la justicia, México: FCE, 1993, p. 12. Lamentablemente, el traductor al caste-llano echa a perder el sentido filosófico de la referencia de Walzar al traducir “cave” por “gruta”!

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(6) Sandel, Michael, Liberalism and the Limits of Justice, Cambridge/MA: Cambridge University Press, 1982, p. 150.(7) Cf. Walzer, Michael, Exodus and Revolution, Nueva York: Basic Books, 1985, e "Interpretation and Social Criticism", en: The Tanner Lectures on Human Values, vol. VIII, edición de Sterling M. McMurrin, Cambridge/Salt Lake City: Cambri-dge University Press/University of Utah Press, 1987, pp. 1-80

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Notas características de la tecnología occiden-tal

Antonio Peña

1. Hay una técnica que está bajo el dominio del hombre: es la instrumental. El hombre no podría vivir sin ello; es como su segunda naturaleza. El hombre reemplaza sus deficien-cias físicas y orgánicas con respecto de los demás animales mediante la técnica. Donde hay hombre hay técnica. En po-cas palabras: el hombre es un animal técnico. La técnica moderna es sin embargo distinta de la meramente instru-mental: es un tejido unitario con base científica, un proceso de autorregulación permanente, cuya planificación determi-na incluso la invención tecnológica. La invención tecnológi-ca no está más dejada a la inspiración de genios aislados. (1)El desarrollo tecnológico está estipulado por el conocimien-to científico, por la competencia industrial y por el ejercicio del poder. Pero hay una ratio technica que define su desa-rrollo. En efecto, el desarrollo tecnológico obedece a exi-gencias como la perfectibilidad, la exactitud, la eficacia, la rapidez, etc., que son en verdad características inmanentes de la técnica misma. La relación estrecha e interactuante entre la ciencia, la téc-nica, la industria y el poder industrial, acaso recién en el si-glo pasado. La ciencia moderna, concretamente la física – que no tiene más de tres siglos de historia – se ha originado en una sociedad que conocía ya el reloj mecánico, él péndu-lo, las armas de fuego (2), que soñaba con la realización del perpetuum mobile, que había comprobado mediante la bombas aspirante que el vacío podía producirse (3). Estas realizaciones servirán de base para una nueva imagen del universo enteramente diferente de las que se habían tenido hasta entonces. La nueva imagen del universo es la meca-nicista, que se funda en la idea de un espacio recto e infini-

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to, en un concepto corpuscular de la materia y en la posibi-lidad teórica de un movimiento inercial puro. Para todas es-tas ideas o suposiciones no habrían sido siquiera pensables sin los adelantos tecnológicos en el Renacimiento y en los albores de la Época Moderna. Ahora bien, es la imagen me-canicista del universo lo que posibilita y fundamenta los principios teóricos en que se basa la física moderna. Con lo que antecede hemos querido indicar que la ciencia moder-na ha sido posible recién con el desarrollo tecnológico de los siglos XV y XVI, y no al revés como suele pensarse co-múnmente.2. La técnica antigua es diferente de la que comienza a de-sarrollarse en el Medioevo, Características de esta última es que transfiere el esfuerzo muscular humano al animal y a la máquina y que se le usa con propósitos industriales. Si bien se conocían en el mundo antiguo los molinos de agua y de viento, no se les usó más que para la pequeña agricultura. En el Medioevo se los emplea perfeccionando para moler granos, mover los fuelles de las fraguas, agitar martillos hi-dráulicos, comprimir cueros y posteriormente en la explota-ción de las minas. En el Medioevo propiamente la mecani-zación del agro con el empleo del arado de ruedas de triple función halado por caballos en vez de bueyes, con lo que se multiplica la fuerza de tracción: Pero el uso del caballo en su máxima potencialidad exigía a su vez aparejos adecua-dos: se inventa la collera y los arneses. Antiguamente la fuerza de tracción del caballo era utilizada en forma dismi-nuida: el animal tiraba desde un collar y una cincha en el vientre que amenazaban estrangularlo si halaba con fuerza cosas pesadas. La pólvora como es sabido la inventaron los chinos, pero no la utilizaron sino para juegos artificiales. Los medievales que la reinventaron en el siglo XIII (se dice que un monje de Friburgo, Berthold Schwarz descubrió la capa-cidad destructiva de una mezcla de salitre, carbón y azufre, que había sido formulada poco antes por otro momje, Roger Bacon), la usaron con fines expansivos y de dominación. Pa-rece también que los chinos inventaron el reloj mecánico mucho antes que los europeos, pero no lo utilizaron sino para medir las revoluciones de los astros; los europeos en

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cambio lo usan para medir las jornadas de trabajo, indepen-dizándose así de los ritmos de la naturaleza. Las jornadas de trabajo eran más largas en verano y más cortas en in-vierno, por razones obvias. El invento del reloj mecánico, que se produce en Europa quizás es la segunda mitad del siglo XIII (4) contribuye además a tener una idea lineal del tiempo al independizar su flujo de las periodicidades de la naturaleza. Esta actitud lleva a ver no el tiempo en la natu-raleza sino la naturaleza en el tiempo, lo que va a ser deci-sivo para concebir la naturaleza como una máquina.Los ejemplos podrían multiplicarse, pero los mencionados bastan para dar idea de los propósitos que animan a la téc-nica europea. Como se ve, hay en ésta desde el inicio el propósito de liberar al hombre del trabajo muscular, pero también de enriquecer a la naturaleza, esto es, de aprove-char las potencialidades de ella para hacerla producir más y diferentemente de los que se da en estado natural. Pero la liberación de la fuerza muscular no significa por modo al-guno la liberación del trabajo, sino el comienzo de la racio-nalización y división del mismo. Se ha buscado en la tradi-ción judeocristiana la explicación de la nueva actitud del hombre frente a la naturaleza. Hay en esta tradición dos ideas que pueden haber influido en el comportamiento del hombre medieval europeo: la creación está al servicio del hombre y el trabajo es un medio de expurgación del pecado original. Se puede discutir sobre la relevancia que tuvieron estas dos ideas en el hombre europeo. Hay incluso la creen-cia de que en el Medioevo, al igual que en la Grecia Clásica, hubo desprecio por el trabajo manual y práctico. La historia prueba sin embargo, que los conventos y monasterios me-dievales fueron emporios de actividad manual e industrial, además de intelectual (*). Las ideas cristianas de que la creación ha sido hecha para el hombre y que el trabajo es un castigo pero medio inevitable de su salvación, ha llevado seguramente al concepto de que la naturaleza está allí para ser dominada. En efecto, en la época moderna y como re-sultado quizás de ese transfondo mítico religioso al que acabamos de aludir, comienza a considerarse a la naturale-za como objeto, opuesto a un sujeto. Objectus en latín es el

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participio pasado de obiceno que significa arrojar a, poner frente a. El término alemán Gegenstad tiene una etimología semejante: lo que está delante de, frente a. La naturaleza está pues allí frente al hombre como algo distinto. La distin-ción cartesiana entre res cogitans y res extensa expresa elocuentemente esa separación. El proyecto de conocimien-to científico de la naturaleza en el plan moderno se funda en esa distinción, que empero establecida mucho antes por la praxis tecnológica del hombre medieval europeo, según hemos visto. El proyecto de conocimiento científico en plan moderno significó una ruptura epistemológica con la tradi-ción escolástica, mucho más difícil de llevarse a cabo. La asimilación del pensamiento griego y la estructuración de una teología intelectualista sobre la base de esa tradición hacía casi imposible que el pensador medieval pudiera con-cebir un proyecto de dominación de la naturaleza, en con-cordancia con lo que venía ocurriendo en el terreno de la técnica. En el horizonte intelectual greco-escolástico se con-cebía a la naturaleza como inmodificable y subsistente por sí misma. La hyle es algo que tiene en sí un principio de movimiento y desarrollo. Los escolásticos veían en la natu-raleza una capacidad creadora (natura maturans) si bien un tanto sacralizada, pues el orden natural se apoya en el so-brenatural del que depende como de fuente original y final. En un afán de adoptar el pensamiento griego al mensaje cristiano – que en puridad del mensaje debió considerar a la “naturaleza” como un concepto anticristiano – el pensador medieval concibió la naturaleza como vicario Del opificis (5). De toda suerte, para el pensador medieval, “sujeto” es lo que para los modernos será “objeto”, objetivo es lo que después será subjetivo. Para ser más claros: sujeto es la substancia, la cosa entendida como res (das Ding), objeto en cambio es lo que se da en el sujeto cognoscente como ese intentionale, (es lo que después será llamado concep-to). El intelectual antiguo y medieval se entre cosas y no entre objetos. Al conocerlos se asimila a ellas, se vuelve se-mejante a ellas. En este sentido, verdad es ser como la cosa realmente es. Esta idea de verdad está incluso hasta en los que la definen como una adaequatio rei et intellec-

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tus, pues en último término de lo que se trata en esta defi-nición es de la adaequatio intellectus ad rem antes que rei ad intellectum. Cuando menos esto es así a nivel humana. Otra es la relación de las cosas con Dios en la que vale la comparación con el artista y su obra. Las cosas son como Dios las ha pensado. El científico moderno, al contrario del escolástico y del griego clásico, al conocer la cosa de dis-tancia de ella mediante la representación que tiene de ello. La operación sobre la representación se vuelve la presenta-ción del fenómeno de la naturaleza. En otros términos, la verdad de una teoría científica no procede de la mera ob-servación sino de la construcción mental a partir de la cual se considera el fenómeno. La característica del hombre mo-derno – dice Heidegger – no es que tenga una imagen del mundo, sino que toma el mundo como imagen (sonder die Welt als Bild). Ahora bien, ¿qué es lo que Heidegger entien-de por “imagen”? El mismo lo dice: es la formación del pro-ducir representado (6). Al final pues, la verdad es para el moderno lo que él hace: verum et factum convertuntur. De esa manera conocer la naturaleza es preguntarle para que ella responda mediante el experimento. La ciencia moderna es esencialmente experimental. Para Kant, en quien la rela-ción sujeto-objeto es por primera vez consciente, el mundo es un artefacto: está condicionado y determinado por la subjetividad, si bien el sujeto también está incluido en esa relación. De esa manera vemos que el proyecto científico en plan moderno es en el fondo el mismo que el de la técni-ca: el dominio de la naturaleza. “El conocimiento de la natu-raleza es un presupuesto para su dominio”, dice Francis Ba-con (1620) (tantum possumus quantum scimus). Y Descar-tes piensa que el conocimiento científico tiene sentido sólo si nos hace “moitres et posseurs de la nature” (1637).La naturaleza devenida objeto es inanimada. El propio Des-cartes dice despectivamente que entiende por naturaleza no un ser divino o imaginario sino la materia misma “en tanto que la considera con todas las cualidades que le atri-buyo” (7). La naturaleza, lo sabemos ahora es extensión: algo cuantificable. La cantidad reemplaza y expresa la cua-lidad en el proceso de explicación de la naturaleza. Pero al

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proceso de cuantificación de la naturaleza no escapa el hombre mismo. Al hombre se le mide por su capacidad de trabajo. El salario corresponde no a las necesidades huma-nas sino a los rendimientos y a la utilidad. “Con la moderni-dad – dice Klemm – aparece el principio de la ganancia, des-preciándose el viejo principio de las satisfacciones corpora-les del trabajador” (8). Al trabajador, esto es, al hombre se le ha vuelto objeto: se le ha “cosificado”.3. Actualmente la ciencia, la técnica, la industria y el poder político se hallan de tal modo imbricados en un proceso de producción que es casi imposible concebirlos separados. La ciencia le da a la técnica una unidad y amplitud inusitada y le abre enormes posibilidades de explicación. La técnica de otro lado, hace posible la investigación científica patenti-zando y hasta creando fenómenos para la observación y consideración científicos. La competición industrial y el po-der político son estimuladores de progreso científico-técni-co. Sería falso sin embargo, suponer que antes del siglo XIX la ciencia, la técnica, la industria y el poder político marcha-ran separadamente. Al contrario: todos ellos convergen y se definen por el proyecto del hombre occidental: la domina-ción de la naturaleza.En la idea cristiana de la creación, la naturaleza aparece como sierva del hombre. Pero el hombre es también parte de la creación. Al final el hombre terminará siendo siervo o esclavo de su propio proyecto de dominación. Si en un pri-mer momento estas implicaciones no eran claras, ahora son bastante manifiestas. En la época de la ilustración se pensó que el progreso científico corría parejo con la emancipación del hombre mediante la razón. Por la ciencia se salvarían no sólo los pueblos que la crearon, sino todo lo humanidad. En el proyecto de Condorcet Tableau des progres de l´esprit humain el entusiasmo es desbordante: “Europa – dice Con-dorcet – ha desarrollado una civilización científica que está en camino de convertirse en una civilización universal: Nin-gún poder será capaz de impedir la propagación de la ilus-tración; incluso las grandes religiones de Oriente están ya en decadencia. Europa y América Libre serán los maestros del mundo, cuyos pueblos sólo deberán esperar de nosotros

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los medios de la civilización”. Y agrega: “Su progreso será más rápido y más seguro que el que la fue para nosotros, pues ellos solamente recibirán lo que nosotros debimos descubrir; y porque para conocer aquellas verdades simples y aquellos métodos seguros, que nosotros hemos consegui-do luego de seguir caminos difíciles y tortuosos, a veces equivocados, sólo requerirán leer las pruebas y explicacio-nes de nuestros tratados y libros”. Este credo del racionalis-mo iluminista es expresado en otra forma, pero en el fondo con el mismo contenido, por el positivismo del siglo XIX y hasta forma el fundamento ideológico de las diferentes mo-dalidades de “ayuda para el desarrollo” que vienen como asistencia de los países industrializados para sacar a los países del Tercer Mundo de su atraso. En suma, se supone que por la ciencia y la técnica el hombre se libertará del tra-bajo y gozará de bienestar y libertad plena. Pero acaso sea cierto lo contrario. Gilbert Simondon nos advierte: “La má-quina es un esclavo que sirve para hacer otros esclavos” (9). 4. Si como hemos visto, en el comienzo de la modernidad las cosas fueron absorbidas por los objetos, hoy los objetos están siendo absorbidos por la función. Una estación de ser-vicio, una guía de teléfonos no son cosas con propiedades intrínsecas, ni tan siquiera son objetos: se los conoce y va-loriza por su función y nada más. Naturalmente que a una estación de servicio se le reconoce por su ubicación, por la disposición de sus surtidores, pero todo ello no es más que indicador de su funcionabilidad, pues lo importante es el servicio que presta y todo se acomoda a ese fin. Igual con la guía telefónica, que no es un libro aunque tenga páginas impresas: ella sólo indica número que corresponden a nom-bres que son procesados por una central de conexiones múltiples. Si cambia el sistema o se modifica, la guía se inu-tiliza. Es sólo su función. Los objetos tenían todavía caracte-rísticas propias y relativamente permanentes, no obstante su dependencia. Pero en el mundo operacional todo se vuelve unidimensional: las cosas pierden fondo. Los nom-bres no son más que indicadores de los modos de funcio-nar. De esa manera, la función está por el objeto, esto es, el

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objeto se reduce a su función. En lo que respecta al hombre ya no importa su individualidad, las propiedades esenciales de éste frente a su ser personal e intransferible, sino sólo sus aptitudes y el fin para el que sirve. “también el hombre es observado científicamente y probado en su idoneidad como cualquier instrumento una vez que no es más útil para el fin deseado”. (10). Robert Musil ha escrito una nove-la famoso de crítica a la sociedad científico-técnica actual. El título de la obra reza: Der Mann ohne Eigenschaften que en español aparece impropiamente bajo el título: El hombre sin atributos. En verdad se trata de “El varón sin propieda-des”. Pero el machismo hispanoamericano sigue monopoli-zando la palabra “hombre” para el varón. En fin, estos ca-sos al margen. En la novela se trata de alguien (Ulrich) que renuncia a los atributos que la sociedad le impone, atribu-tos que están dados por la funcionalidad que se mide por éxito, el dinero y el poder. La búsqueda de la autenticidad debe comenzar con la renuncia de esos atributos.No es extraño pues que todo el proceso del proyecto de do-minación del hombre europeo y desarrollado con más vigor por el americano del Norte y el japonés está cerrándose en el imperio totalitario de las computadoras y de los mecanis-mos de autorregulación, que son en verdad procedimientos sutiles y muy eficaces de autoconservación y autoafirma-ción del sistema de dominación. La pérdida de la identidad y de la privacidad de las personas por los registros y la ree-laboración automática de datos de las computadoras, es cada vez más manifiesta e inquietante en los países alta-mente industrializados. El control viene exigido por la natu-raleza misma del sistema que busca autorregularse. A las personas se les segmenta – al igual que las cosas – por las funciones que desempeñan en un contexto social. Las lectu-ras son ahora contextuales. A las cosas se las ubica según sus relaciones estructurales y no según lo que son. El cen-tralizador y manipulador de la información es el funcionario. No debe llamar entonces la atención que el funcionario ocu-pe un alto lugar en la jerarquía del Estado tecno-burocrático moderno, y que el experto (el especialista) haya reemplaza-do al sabio de los tiempos antiguos.

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F. G. Junger (11) ha notado bien que la absorción del objeto en la función ha llevado a la desaparición de las relaciones sujeto-objeto en la que se había afirmado el hombre euro-peo desde el inicio de la modernidad. La fusión de esa rela-ción en la función convierte al hombre en instrumento de un enorme proceso transindividual de dominación, frente al cual sólo siente impotencia y anonimidad. El poder detrás de la función es el anónimo de la empresa y del Estado mo-derno. Pero el ejercicio de ese poder no está en manos ni del capitalista, ni del accionista, ni del político sino del em-presario y el tecnoburócrata, quienes a su vez son instru-mentos de grandes aparatos cuyo funcionamientos respon-den a un poder oculto, pero real.El concepto de una naturaleza controlable, que es lo que está en la base del proyecto de dominación del hombre oc-cidental desde fines de la Edad Media, ha llevado a un con-cepto de naturaleza como materia en función de… Esto quiere decir que para el hombre occidental la naturaleza es materia bruta. Ya hemos visto que para Descartes “natura-leza” es la materia “avec toutes les qualitáz que je luy ay attributé”. La naturaleza es algo que se puede hacer y des-hacer. El hombre moderno, el de la sociedad científico-téc-nico-industrializada, destruye ciudades como Hiroshima y las vuelve a construir. En América del Norte hay ciudades que desaparecen de la noche a la mañana y en su lugar se levantan otras con fines secretos. El hombre crea una mate-ria artificial y la hace girar alrededor de la Tierra como un satélite más. Hay desiertos que se vuelven feroces por ac-ción de la química y el riego artificial, pero hay también bosques que se convierten en desiertos por la acción depre-datorio del hombre. Por acción del ácido desoxirribonucleico pueden transformarse las características de la célula, modi-ficaciones que son luego hereditarias, esto es, puede no só-lo manipularse la información genética sino alterarse. El hombre construye seres mecánicos dotados de sensorios suprahumanos con acciones programadas. El hombre es en-tonces un creador. Pero a diferencia del Dios Creador de la Biblia que al fin de la creación la mira y exclama que es muy buena, esto es, que nada hay que agregarle, al hom-

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bre no le está permitido poner sus manos en el regazo y de-cir que su creación es completo. Inquietud e insatisfacción por su obra hay en el él, pues la obra humana es siempre perfectible. “detrás de cada puerta que abrimos – lo decía un químico americano a R. Jungk – hay un pasadizo con otras puertas, que al abrirlos conduce a otros pasadizos con muchos otros puertos y así sin término”. La producción pide más producción, cada invención exige más invenciones. Es el movimiento por el movimiento. La ciencia –decía Víctor Hugo – ha buscado afanosamente el perpetuum mobile y lo ha encontrado: en ellos mismos.

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