Fotografia y memoria
-
Upload
jesus-angel-sanchez-moreno -
Category
Education
-
view
73 -
download
2
Transcript of Fotografia y memoria
“Desde mediados del siglo XIX, el hombre se encontró así en condiciones
no sólo de rodearse de imágenes sino también de poblar su existencia con
las imágenes que él mismo creó”
Pierre Sorlin
El presente artículo se escribe desde la yustaposición de una serie de instancias: las lecturas críticas
sobre el significado social de la fotografía; la personal práctica fotográfica; la didáctica, y más
concretamente la de las Ciencias Sociales.
1. No soy un androide. Soy un ser humano.
Cuando me pidieron esta colaboración sobre la relación entre la fotografía y la memoria me vino
inmediatamente al recuerdo la película Blade Runner. Cuando Rachel ha de argumentar su
condición humana y no su reducción maquinal en androide se sirve, como argumento de fuerza, de
una serie de viejas fotos. Son fotografías de su pasado. Son recuerdos. Sus recuerdos. Esas
fotografías constituyen no sólo su memoria, sino la prueba fehaciente de que ella es una persona
normal, no una máquina extraordinaria. Mira mis fotos, ellas son testimonio de mi pasado, son mi
vida, soy yo. Estoy en ellas, luego existo... como ser humano. Más allá del hecho anecdótico
inscrito en la lógica del filme de Riddley Scott, esta relación íntima entre vida y fotografía a través
de la consideración de las fotos como vestigios del pasado, recuerdos, memoria encarnada, no nos
es ajena pues domina el imaginario cultural de todas las sociedades que venimos siendo en la
fotografía.
2. Espejo con memoria.
La irrupción de la fotografía en la vida de las sociedades que estaban construyendo su modernidad
se vio acompañada por una serie de metáforas que tuvieron, y tienen, un valor que va más allá de la
floritura literaria. Cuando Fox Talbot, el inventor otro de la fotografía, acuñó la expresión lápiz de
la naturaleza estaba sentando los cimientos de esa patología de la imagen que confunde la visión
con la mirada, que naturaliza la mirada y la convierte en mecanismo de captación objetivo y neutro
que nos muestra lo que es, ni más, ni menos. De igual manera, la consideración de la fotografía,
desde su arqueohistoria como daguerrotipo, como espejo con memoria ganó enseguida el favor
popular y ya desde entonces y hasta hoy textos como el que sigue no supondrán objeción alguna
entre la inmensa mayoría de quienes hacen uso de la fotografía: <<“La fotografía es un espejo
porque nos dice un sitio, una situación y lo dice en un instante. Pero la foto es algo más, porque su
ahora será ayer y entonces usurpará su tarea a la memoria, que será nuestro camino al ayer durante
largo tiempo...”. Este texto, que es el que presenta la exposición, nos introduce en dos ideas claves:
el carácter documental de la fotografía y la memoria.>> (Cabildo de Tenerife. 2009) Documento de
memoria. Toda fotografía nos remite a un pasado. Es un recuerdo (¿o un souvenir?) Aunque en el
texto que acompañaba a la exposición Espejo y Memoria se produce un pequeño desliz. Se dice en
él que la foto usurpará su tarea a la memoria. Es decir, que una foto no es en sí memoria, sino un
artilugio que ocupa el lugar de la memoria. Tampoco debe de extrañarnos. Algo parecido venía a
decir Platón respecto de la irrupción de la escritura y del efecto devastador que ésta iba a tener
sobre la memoria. De todas las maneras, y como señalaremos más adelante, el texto no va
desencaminado, pues si bien las fotografías son tomadas como la visibilización del recuerdo, la
encarnadura de la memoria no son propiamente memoria sino contenidos de la memoria. Ésta sería
una facultad encargada de organizar y construir un relato de vida, bien de biografía individual o de
historia de una comunidad. Las fotos serían las piezas del puzzle. Como las cartas o como esas
grabaciones de voz en las que alguien desgrana un fue una vez.
Pero volvamos al espejo con memoria. Nadie discutió entonces, nadie parece discutir ahora, a la
vista de la proliferación de eventos y publicaciones ligadas a lo que se ha dado en llamar memoria
visual, el valor de las fotos como recuerdos, como recordatorios. En una obra clásica, y creo que
algo sobrevalorada, sobre la fotografía, Roland Barthes (1990), da patina intelectual de altos vuelos
a la metáfora decimonónica. Para el pensador francés “la fotografía no dice (forzosamente) lo que
ya no es, sino tan sólo y sin duda alguna lo que ha sido” (Barthes. 1990; 149) Casi como si se
tratara de un slogan de la defenestrada CNN+, para Barthes toda fotografía “es el testimonio de que
lo que veo ha sido” (Barhes. 1990; 145). Testimonio, además, irrefutable, porque a diferencia del
lenguaje, que es ficcional por naturaleza, “la Fotografía (sic) es indiferente a todo añadido: no
inventa nada; es la autentificación misma” (Barthes, 1990; 150). Para Barthes la irrupción de la
fotografía cambia sustancialmente nuestra relación con el pasado, una relación que hasta la llegada
de esas imágenes nacidas de las máquinas de visión venía mediada por la palabra con su carga de
incertidumbre. Era posible, según el francés, dudar del pasado. Pero desde la aparición de la
fotografía “el pasado es tan seguro como el presente, lo que se ve en el papel es tan seguro como lo
que se toca” (Barthes, 1990; 152).
El discurso de Barthes, con tonalidades cambiantes y matices no excesivamente sustanciales, es el
que se apodera del imaginario social sobre el papel de la fotografía como un acto cuasi mágico en el
que alguien desde el más absoluto presente está construyendo un pasado innegable para el futuro.
Pero antes que él, y desde casi su mismo instante inaugural, la fotografía es entendida por un sector
importante de la población como un proceso eminentemente ligado a la preservación de lo sido. Así,
http://www.google.es/search?q=espejo+con+memoria&ie=utf-8&oe=utf-8&aq=t&rls=org.mozilla:es-ES:official&client=firefox-a
por ejemplo, Baudelaire, según relata Pierre Sorlin (2004; 58), sostenía que “la vocación de la
fotografía era recordarnos lo que fue”
3. Memoria media
A la hora de abordar la íntima relación de la fotografía con la memoria es necesario recalar en
algunos aspectos propios. Por ejemplo la noción de realismo instrumental que acompaña a la
fotografía desde sus mismos orígenes y que sitúa a esta técnica de la modernidad en el contexto de
las corrientes positivistas y en los usos institucionales y cotidianos de la cámara fotográfica y de las
fotografías producidas como bienes informativos de densidad variable (desde el simple souvenir
hasta la intensidad del documento). Esta noción es importante porque también ha de servirnos para
entender un aspecto que no debemos pasar por alto. Aún hoy, la fotografía es el proceso que más
hondo y más rápidamente ha calado en las personas. Ese arte medio del que hablaba Bourdieu
(2003) en los años 60 del siglo pasado. Un arte medio por su gran capacidad de penetración en
todas las esferas de la vida y por la permanente agregación de adeptos a medida que los procesos
tecnológicos facilitaron cámaras más baratas y sistemas de contemplación y archivo de las fotos
más asequibles. También porque “la inclinación (y no solamente la aptitud) a utilizarlas no es fruto
de un aprendizaje ni de una educación determinados” (Bourdieu; 2003, 88), o lo que es lo mismo,
triunfo de ese slogan con el que Kodak, a finales del XIX, dio el salto para conquistar el mercado de
masas: “usted apriete el botón; nosotros haremos el resto”. De todas las encantadoras tecnologías
surgidas al calor de la modernidad industrial, la fotografía parecía, y sigue pareciendo, la más fácil,
aquella que no requiere más habilidad que mirar por algún visor y apretar un botón. Hay pocas
actividades tan estereotipadas como la fotografía, señala Bourdieu. Y no le falta razón. Pero en gran
medida el éxito social de la fotografía va acompañado por unas razones inscritas en el genoma de
los grupos humanos. De todas estas razones merece la pena que destaquemos cuatro ámbitos de
actuación que, como se verá, están intrínsecamente ligadas al papel de la memoria como
atesoradora de recuerdos y al de la fotografía como memoria objetiva antes que fábrica de
recuerdos. Antes de esbozarlas quisiera introducir aquí y ahora un aspecto que es fundamental para
el argumentario que se defiende en este texto. Víctor Burgin en su texto “Mirar Fotografías”, dentro
de una obra colectiva (1997), señala que el poder de la fotografía, tanto como vehículo ideológico
como en su dimensión de elemento de mediación social de primer orden, se basa precisamente en
“su aparente ingenuidad”. A veces, quienes nos dedicamos a la práctica fotográfica y a la
reflexión sobre el significado de la misma, nos olvidamos de esto. Construimos análisis teóricos de
gran calado pero que no alcanzan a poner en cuestión a la fotografía y a sus usos estereotipados
porque ignoran lo fundamental: para la mayoría de la población, una fotografía es algo tan evidente,
tan simple y asequible que cualquier análisis que fluya por cimas demasiado altas resulta absurdo.
De hecho entiendo que el mejor sistema de cuestionar el uso institucionalizado, hasta en la más
mínima textura de la cotidianeidad, pasa por descender a preguntas concretas sobre lo que
podríamos denominar los usos domésticos de la fotografía. Éste ha de ser el punto de partida de un
viaje que, desde luego, habrá de llevarnos muy lejos; pero no debemos olvidar nunca que cuando
alguien cree en lo que vehícula una fotografía pública (prensa, propaganda política o publicidad) lo
hace porque está pensando en sus fotografías, en toda esa gran panoplia de imágenes con las que
vestimos nuestra pequeña historia.
Situándonos ya en esas tres razones o cimientos sobre los que se construye el gran poder de
convocatoria que tiene la fotografía. La primera de todas ellas es, indudablemente, esa capacidad
del dispositivo fotográfico de operar sobre aspectos relevantes de la vida humana: el tiempo y el
acontecer. La fotografía se presentaba como puro vestigio nacido de un milagro de la técnica: la
invención del instante. No es casual que uno de los nombres que se les ha dado a las fotografías
sea, precisamente, el de instantáneas. Podemos hacernos una pregunta que no debe ser interpretada
como mera pregunta retórica: ¿existía el instante antes de que Niepce, Daguerre y Fox Talbot nos
mostraran imágenes de tiempo detenido? Es innegable que antes existían los acontecimientos, pero
no los instantes que vendrían a ser como la unidad mínima con significado de cuanto acontece, es
decir, de cuanto ha sido (y al permanecer fijado en una eternidad de negativo o píxel, es). La
fotografía operaba en y sobre el tiempo para captar, atrapar, lo que acontece y preservarlo para el
futuro. Una de las líneas de trabajo que vengo siguiendo es el análisis de cómo las máquinas de
visión, con la fotografía a la cabeza, ha sido esenciales en el proceso de constitución de este tiempo
en el que vivimos dominado por rasgos que según qué autor leamos tendrán una u otra
denominación: modernidad líquida, sociedad de la inmediatez, sociedad del espectáculo..., pero un
mismo denominador común, la velocidad de vértigo, el aquí y el ya, la levedad (pues ésta garantiza
rapidez)... Sociedad soluble que se deshace en noticias sin poso, en datos sin cuerpo, en opiniones
sin argumentos. La acción de la fotografía sobre el tiempo y el acontecer no podía pasar
desapercibida y sin que el usuario común de esta técnica sea consciente, cada vez que se ubica en el
acto fotográfico está realizando una operación que entraña una enorme paradoja: cuando fotografío
lo hago siempre en presente, pero con la vocación de retener un pasado que será pasado en el
futuro. Instantes. Fragmentación. La memoria como un puzzle de piezas por armar, pero que, como
veremos, o nos son dadas ya con claras instrucciones para que no nos equivoquemos en su
ensamblaje, o las fabricamos al tiempo que las vamos requiriendo para dar sentido a una memoria
prevista. Las máquinas de visión como espacios de eternidad. Demasiado tentador. Y, además,
simple. Bazin, citado por P. Sorlin, señalaba que, por ejemplo, la fotografía de una persona “antes
de ser un retrato, la fotografía es una huella, inmoviliza un instante y lo hace durar” (2004; 59).
Un segundo aspecto tiene que ver con una instancia social de gran calado, la familia. Institución
próxima en la que la estabilidad, el orden y la reproducción son factores de notable importancia. Si
la historia como gran relato nacional surge en el XIX para, entre otros servicios, servir de
confirmación a las identidades nacionales que, pese a ser tan recién nacidas, convenía dotar de una
larga y memorable vida; la fotografía primero, el cine doméstico después, contribuirán a confirmar
la identidad del grupo familiar. “Las imágenes del pasado guardadas en un orden cronológico, el
<<orden de las razones>> de la memoria social, evocan y transmiten el recuerdo de sucesos que
merecen ser conservados porque el grupo ve un factor de unificación en los monumentos de su
unidad pasada o, lo que viene a ser lo mismo, porque toma de su pasado la confirmación de su
unidad presente” (Bourdieu; 2003, 69). “La fotografía, fabricación casera de emblemas
domésticos” (Bourdieu; 2003, 67). Cierto, fabricación casera, pero conformada por un régimen
visual de representación que es todo menos improvisado, natural o casual. Los álbumes familiares
no son sólo un memorándum privado, en ellos, o desde ellos, podemos asistir a la evolución del
orden social a través de los cambios que se operan en esas puestas en escena que son las fotos de
familia, las fotos domésticas. Si no hay ingenuidad en el acto fotográfico, no la hay ni en las fotos,
ni mucho menos en su ordenamiento sistematizado. El álbum familiar es un cuerpo de archivo. El
poderoso empirismo visual al que alude Allan Sekula (VV.AA.; 1997, 149) cuando se refiere a la
instrumentalización de la fotografía en la identificación de las personas, las fotos de carnet, se
apodera también de los álbumes familiares que vienen a ser el carnet de identidad de un grupo que
vive en una permanente concordia y dicha (si acaso algún miembro muestra un rictus serio la
explicación que se ofrece no deja lugar a dudas de que el problema no está en el grupo y su
armonía). La familia, primera piedra del orden social burgués, se muestra y se ofrece a los demás
desde esos libros públicos de una privacidad seleccionada, organizada y dispuesta para transmitir
una idea, en forma de mosaico de imágenes, construida con el fin de encajar en lo que debe de ser.
Serge Tisseron (2000; 133) apunta un aspecto de gran relevancia para lo que será la parte final de
este artículo, algo que está perfectamente vinculado a los álbumes de familia como una operación
de diseño, de puesta en escena, en la que si bien cuenta mucho lo que se muestra, no deja de ser
menos relevante aquello que se oculta: “Las fotos de familia -y más aún los álbumes de fotos de
familia- no cumplen la función de crear imágenes que sustituyan a los recuerdos, contrariamente a
lo que escribió Hervé Guibert. Están destinadas a favorecer el borrado de ciertos recuerdos para
destacar otros”. Interesante aportación a la función social del álbum familiar, aunque tal vez
convenga realizar algún matiz. Es evidente que la ausencia de una fotografía, por sí sola, no borra
un recuerdo de algo que ocurrió y que no ha sido fotografiado. La imagen fotográfica no impone
una amnesia encauzada, al menos en un primer momento. Pero sí es evidente que cuando se
privilegian unos momentos en lugar de otros o cuando se muestran unas fotos, y no otras que o
acaban en una caja que se extravía en el fondo de un armario o son destruidas para no dejar rastro,
se empieza un proceso de construcción e implantación de una memoria concreta, organizada con un
fin, instrumentalizada con una intención. A base de ver una y otra vez esas fotos presentes en el
álbum es posible que el olvido de aquello que no quedó recogido en foto o que, habiendo sido
recogido, ha sido censurado, se imponga de forma taxativa. Si escapamos de la nostalgia y sus
mercaderías. Si no caemos en la memoria mecanicista y simplona. Si aceptamos el papel de la
memoria que en este mismo número expone Raimundo Cuesta, deberíamos ser conscientes del uso
patológico que se viene haciendo del presunto rescate de tantas y tantas fotos familiares (los rastros
están llenos de puestos con fotos a la venta), de viejos álbumes que, en ocasiones, se usan para
ilustrar historias escritas o museizadas, tan desvaídas como las propias fotos que ofrecen como
simples cromos al servicio de un relato del que se ha expurgado toda trastienda. Aún queda mucho
por hacer en el terreno de poner en cuestión de manera clara el uso de la fotografía para dar sentido
a la historia oficial (bien sea de un ente superior como es la Nación, bien de grupos de base como
son las familias), impugnar ese aserto que que señala Tisseron (2000, 137): “Dado que es una
representación que pasa por ser <<objetiva>>, la fotografía sostiene los grupos familiares”, y tantas
otras cosas sostiene. Este mismo autor concluye el capítulo que tiene una relación más directa con
el tema de nuestro artículo de una forma que debe ser recogida aquí de manera destacada, pues de
alguna forma constituye uno de los núcleos centrales de nuestra crítica a los usos de la fotografía
como memoria y recuerdo:
“Así pues, el reagrupamiento de fotografías, ya sea en un álbum de familia o para una
exposición, obedece siempre a la misma lógica. Se trata de confirmar ciertas
representaciones y excluir otras. En la medida en que dicha exclusión obedece a la vez a
razones personales y razones sociales, todo conjunto fotográfico se encuentra a medio
camino entre la falsificación (donde lo que importa es engañar a los demás) y la novela
familiar (donde el autoengaño pasa a primer plano).” (2000; 138)
Una segunda razón que sirve de cimiento para dar sentido a la intrínseca relación, que trasciendo a
las simples condiciones de uso, entre la fotografía y la memoria tiene que ver con esa idea
expresada también mediante metáfora en los primeros años de andadura de la primera de las
máquinas de visión de la modernidad. Fox Talbot no dudó en publicar sus primeros trabajos bajo un
título efectista y efectivo: el lápiz de la naturaleza. La fotografía se ofrecía, en pleno éxtasis
positivista, como un producto que se transmitía mediante un lenguaje natural y, por lo tanto,
capaz de llegar a todos los rincones y a cualquier persona, fuera ésta de la condición que fuera, sin
que la formación o el idioma fueran barreras que hicieran imposible su uso universal. Si hasta ese
momento la memoria se había concretado en la oralidad y sus erosiones y olvidos; en la escritura,
muro infranqueable para la inmensa mayoría de la población en pleno XIX; o en las obras plásticas
tradicionales, muy marcadas por el subjetivismo y la pericia propia del artista; la llegada de la
fotografía nos ofrecía un producto que congregaba todos los requisitos exigibles a algo tan valioso
como la memoria. Si penetramos en los senderos por los que nos hace transitar la expresión de Fox
Talbot nos topamos con todos los lugares comunes que hasta el día de hoy siguen imprimiendo
carácter a la fotografía: objetividad (y, por lo tanto, credibilidad); lingua franca (y por lo tanto
inmediatez). Los recuerdos atesorados en forma de fotografías representaban la aspiración máxima
de la memoria: todo cuanto merece la pena ser conservado queda registrado, conservado y tiene
portabilidad1 máxima. Memoria objetivada, fiable y (trans)portable. La noción de transporte
también es importante porque si uno de los rasgos de la modernidad ha sido el de la movilidad de
las poblaciones, las fotos remitidas al migrante, como las fotos que éste envía son de alguna forma
garantía de continuidad del grupo, tanto familiar como nacional.
Boris Kossoy (2001) recoge este aspecto ligado al poder de la fotografía como documento
fidedigno. “La información visual del hecho representado en la imagen fotográfica nunca es puesta
en duda. Su <<fidedignidad>> suele aceptarse a priori, debido al grado privilegiado de credibilidad
que la fotografía siempre mereció desde sus orígenes” (2001; 79). Del texto anterior merece
destacar la palabra credibilidad, pero en lugar de quedarnos en ella, como simple constatación del
poder que ejercen las fotografías, conviene dar un paso más y señalar que el régimen de
representación visual de la modernidad logró en este terreno el más difícil todavía: sostener, en
pleno apogeo del objetivismo positivista, un principio, el de credibilidad, tan fácilmente
confundible con el de simple credulidad. Así, la credibilidad de la fotografía se sostiene desde la
credulidad de la población que, aún hoy, conocedora de todos los procesos de manipulación de las
imágenes fotográficas, duda pero cree. Aunque para una autora de gran rigor como Martine Joly,
este proceso paradójico siga el itinerario preciso de una “deriva generalizada de un deseo de
creencia hacia su deseo de credibilidad (y no a la inversa)” (2003; 132). No es éste el momento de
enfrascarnos en una disquisición sobre el sentido de la deriva, lo que interesa es que incluso hoy, en
1 En términos informáticos, la portabilidad se entiende como la potencialidad que tiene un determinado software para ejecutarse sin problemas ligados al código en distintas plataformas.
no sé si merece la pena citar el libro
plena fase de apogeo de la foto digital y todo lo que ésta entraña, parece existir tal deseo de creer en
algo que sea incuestionable, sólido, sobre todo en el terreno de la producción de memoria, que esa
necesidad en la creencia nos vuelve crédulos a sabiendas, y mantiene casi intacto el valor de la
fotografía como huella, vestigio, testimonio, documento, recuerdo.
La tercera de las razones que han ido dando fuerza a la fotografía en su dimensión de contenido
material, tangible y probatorio de la memoria, va asociada a un elemento que nos puede ayudar más
a entender el motivo de que las fotografías sigan perviviendo hoy con ese valor testimonial que
adquirieron en su origen casi totalmente intacto. Una de las primeras aplicaciones de la fotografía,
además, del registro visual de personas (el retrato), es la captación y mostración de realidades
lejanas hasta las que uno ha viajado para traernos, de vuelta, la imagen de un mundo que pasa a
tener existencia y, por lo tanto, puede empezar a formar parte del repertorio de la memoria tanto de
lo que uno sabe o dice conocer, como de la propia experiencia personal del viaje. Este aspecto muy
pronto se institucionalizaría en un modo de mostrar lo real lejano y de convertirlo en contenido
memorable: National Geographic (fundada en 1888) puede ser el paradigma de una mirada que ha
pasado a conformar un sistema de registro visual inoculado a ese sector de la población que, sobre
todo a partir de los años sesenta del siglo pasado, se iban a convertir en turistas. La producción de
esos recuerdos que son el souvenir máximo, la prueba de que estuve allí, la memoria, el recuerdo de
que hice ese viaje, se convierte en muchos casos en casi la finalidad misma del viaje. Se ha escrito
muchas veces: hay un porcentaje importante de personas que viajan para poder recordar y
espectacularizar ese recuerdo con todo lo que esto supone de pavoneo, prestigio etc. “La fotografía
no es sólo lo que se ha hecho durante las vacaciones, sino ellas mismas: << sí ésa es mi mujer
caminando por una calle; por supuesto, estábamos de vacaciones, puesto que hicimos esa foto>>
(empleado, París, 28 años, mostrando sus álbumes de fotos de familia)” (Bourdieu, 2003; 75)
Repárese en el puesto que hicimos esa foto. La cámara fotográfica era no sólo capaz de conservar
vivos a los muertos y a los emigrados; la cámara también podía, mucho más que el típico souvenir
comprado en un puesto para turistas, fabricar la memoria del viaje(ro). Y es que, como se apunta en
el citado libro dirigido por Bourdieu, “la fotografía es todo menos un pasatiempo
insignificante” (2003; 332)
Relación de fuerzas biunívoca. El peso de la representación fotográfica en los imaginarios de la
memoria tiene mayor solidez por la forma en que ha logrado calar entre la población. Es sólo desde
ahí que se sostiene sin demasiados problemas para sus gestores y productores una memoria pública
que se encarna en eso que algunos dan en llamar fotohistoria.
4. EL USO PÚBLICO DE LA FOTOGRAFÍA EN LA CONSTRUCCIÓN DE LA MEMORIA HISTÓRICA.
Horacio Fernández, en el prólogo del catálogo “Imágenes de historia” se lanza a realizar un alegato
fervoroso del poder de las fotografías como productos “que poseen un vigor retórico que puede ser
inexplicable, pero no refutado (...). Documentos fidedignos o testimonios notariales (...) A veces son
monumentos, pero no siempre laudatorios, y otra plantean cuestiones como la persistencia de la
memoria...” (2004; 12). La fecha de la cita no es, en este caso, una mera cuestión de forma. El
discurso de Fernández no altera una coma de lo que desde los primeros pasos de la fotografía se
dijo de ella. Si podía eternizar como recuerdo siempre vivo y tangible la vida de los individuos y de
los grupos familiares, también estaba destinada a ser tenida como el principal sustento de una
memoria colectiva que, poco a poco, fagocitaba el concepto mismo de lo histórico. La fotografía al
servicio de la construcción de una identidad supraindividual, esencializada, fue una de las
principales tareas de la fotografía. Y al dar cuerpo a esa identidad colectiva (pueblo, nación, Estado,
cultura...) se erigía también en memoria, es decir, en tesorera del recuerdo, en registro de la historia,
y para algunos, en la historia misma. Una imagen vale más que mil palabras. Dicen. La imagen
como instante que nos devuelve a hechos que requieren no ser olvidados. La imagen como
memorial de personajes que han de formar parte del panteón de quienes no han de ser olvidados.
Paradójicamente, el autor que acabo de citar, comienza los párrafos de los que he entresacado las
palabras anteriores, con una frase que abre, sin embargo, un cuestionamiento, una refutación de ese
vigor retórico y de ese poder de las fotografías. Dice Fernández: “Las imágenes generan
historias” (2004; 12). Generan, no dice son. No tiene demasiado sentido que insistamos aquí en
todo lo que ha servido para articular el discurso en favor de esa memoria congelada en instantes
materializados. Todo lo que hemos apuntado en el apartado tercero para explicar el éxito de la
fotografía en el imaginario de las gentes del común (o sea, todos nosotros) y su rápida identificación
con el recuerdo y la memoria, sirve para explicar los usos públicos de la fotografía en su papel de
cuerpo de memoria. Casi todas las citas que pudiéramos traer aquí repetirían para el colectivo lo que
es válido para la persona. Aquello pasó porque alguien hizo una foto. O el recurso a esa
ejemplificación de la aniquilación total del sujeto, no sólo de su aniquilación física, también de su
lugar en la memoria, llevada a cabo por Stalin: Trotsky desaparece de las fotos donde estaba al lado
de Lenin en los días de la Revolución de Octubre. Peter Burke ( ), por citar otro texto reciente y de
una autoridad prestigiosa, no dudaba del valor de la fotografía porque, entre otras cosas, si ya era
admitida como testigo de cargo en un proceso judicial no podríamos negarle su relevancia como
testimonio de historia. Puede, a veces, sorprender la simplicidad, y casi estulticia, de los argumentos
Citar aquí el libro que comenté
empleados para defender la identificación fotografía-memoria-historia, pero es que el campo está
tan abonado que no hace falta un gran discurso. Si yo estoy dispuesto a creer en la verdad como
memoria de ese álbum de fotos que es efigie viva de mi vida, no hace falta que nadie se esfuerce
para que crea en la historia como una sucesión de fotos en el gran álbum de la nación.
De hecho no deja de ser interesante traer a colación el que justamente en un momento como el
actual, cuando ya debiéramos tener la sospecha avivada y la desconfianza armando un
cuestionamiento de la fotografía como espejo con memoria y lápiz de la naturaleza, no dejan de
proliferar las fotohistorias y las exposiciones en las que la memoria es una fuente de la que manan
fotos desvaídas. Es cierto que el poder de la nostalgia es enorme y de él se aprovechan quienes
traficando con ese material peligroso, conforman nuestra identidad para dominar nuestra vida. De
ahí que sea de una urgencia enorme el, desde posiciones de didáctica crítica y en el ámbito de las
Ciencias Sociales, construyamos discursos sencillos, nada alambicados, para cuestionar lo obvio y
abrir cauces a una nueva concepción no sólo de la fotografía, también de la historia y, por supuesto,
de la memoria que, como nos advirtiera Todorov, se ve amenazada debido a los grandes abusos a
los que es sometida.