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FRANCISCO LÓPEZ HERRERA HOJAS AL VIENTO (RELATOS DE CAZA) Editorial MaJa

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FRANCISCO LÓPEZ HERRERA

HOJAS AL VIENTO

(RELATOS DE CAZA)

Editorial MaJa

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FRANCISCO D. LÓPEZ-HERRERA

HOJAS AL VIENTO

(Relatos de caza)

Editorial MaJa

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Segunda edición, 2017 (Cibertextos)

© Del texto: Francisco D. López-Herrera

© Portada y fotos: Francisco D. López-Herrera

© Ilustraciones: Dr. Clark Magruder

Otras ilustraciones o fotos: Internet

Editorial MaJa

801 W. Green Valley Circle

Payson, AZ 85541

Teléfono 480-415-1661

[email protected]

Imprime: PostNet.

DEDICATORIA

A mi padre,

hombre de gran corazón

y maestro de cazadores.

Si cazando me siento libre,

escribiendo sobre caza reproduzco fielmente

aquella placentera sensación,

torno a sentirme libre.

(Miguel Delibes)

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Índice

Prefacio 5

1. Dos amigos 6

2. La cazadora 12

3. “Javelinas” 16

4. Apertura 24

5. Día de novedades 31

6. Senderos 38

7. Un mal año de caza 43

8. La venadita 51

9. El herido de la suerte 56

10. Tosca: de garrapatas y codornices 63

11. Perros, conejos y una jaca en La Cantincharia 69

12. Galgos 73

13. El cachorro 76

14. La caza de reclamo de la perdiz ibérica 80

15. Codornices a lo rico 90

16. Palomas y cazadores en el sur de Texas 97

17. Cazando jabalíes o sus semejantes 109

18. Tierra de patos 118

19. También se matan venadas 125

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Prefacio

Ésta es una colección de 19 relatos de caza, publicados cuatro de ellos hace

muchos años en dos revistas españolas de caza, y los restantes entre 2011 y 2013

en dos revistas de Internet (catorce en Club de Caza y uno en Caza y Safaris).

Muchas de las narraciones se publicaron con dibujos a pluma de mi amigo,

profesor de arte y artista profesional, Dr. Clark Magruder; a él mi profundo

agradecimiento. O se publicaron con fotos viejas, algunas no muy bien

reproducidas, que el autor tiene en sus archivos fotográficos.

Ahora, en el presente libro, el autor ha hecho pequeños cambios y correcciones del

original y ha insertado los dibujos de su amigo Clark y fotos propias y de Internet,

según su gusto y deseo, no como fueron publicados por los primeros editores. La

portada es una acuarela y diseño del autor.

El escritor ya no es cazador activo. Los cuentos presentes son entonces

experiencias propias; por tanto, lo aquí escrito son recuerdos más o menos

embellecidos por el interés literario y cambiados por el tiempo. Todos los relatos

están escritos en español, la lengua materna del autor. Estas narraciones se

presentan aquí sin un orden particular.

Ojalá que estas páginas distraigan y merezcan la aprobación de los amables

lectores.

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Dos amigos

urante varios meses al año salimos de caza con frecuencia. Empezamos

la temporada en septiembre con la paloma, y luego pasamos a la caza

mayor; a veces interrumpimos ésta con la caza de la codorniz, excitante

y de movimiento, con la que siempre acabamos en febrero. Dividimos, según las

varias circunstancias, trabajo, gastos, caza. Somos amigos.

—Fíjate, Jaime, —me dice— ya llevamos tres años cazando juntos.

—¡Ya! Y este año va a ser bueno. Extraoficialmente lo empezaste muy bien con el

varetón aterciopelado.

* * *

La mañana del segundo día de "tirada" (o caza del venado entre la población

hispana) es apacible y suave; la temperatura es un poco más calurosa de lo que

normalmente deseamos para cazar venado, pero típica en el sur

de Texas. El tiempo transcurre lento, tenso, lleno de ocultas

esperanzas. Apenas si hace viento.

Desde el mirador contemplo un largo sendero a mi izquierda,

interrumpido sólo por el comedero automático, pintado de

D

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camuflaje, sobre sus tres largas patas

metálicas; frente a mí una larga trocha,

hacia una hondonada y a lo

largo de una cerca de alambre

espinoso; a mi derecha se extiende

un enorme bancal, con buen pasto, de

más de doscientos acres, todo casi limpio de matorrales; detrás, una corta colada a

lo largo de la misma cerca.

Un correcaminos salta al sendero a cosa de treinta yardas. Se para y me mira; su

larga cola, tan larga como todo el cuerpo, sube y baja rítmica y lentamente. Parece

una pequeña y delgada gallina de no cortas patas; de barriga gris claro y el resto

pintado de marrón con algunas plumas casi negras en la cola y, sobre todo, en la

cabeza con un medio moño y algo achatada. Anda un poco; luego, rápido como el

viento, corre hacia un matorral donde pronto coge con su largo pico algún insecto o

gusano, base de su alimentación. ¿Qué haría si en lugar de un gusanito viera una

serpiente de cascabel? Dicen por estos campos que el correcaminos, peleando,

mata a la serpiente de cascabel.

Corre de nuevo, esta vez juguetón, sin aparente norte. ¡Qué rapidez! "¡Bip, bip!",

casi digo al recordar los dibujos animados en que el correcaminos triunfa sobre el

coyote en el folklore americano. No hay duda, da la impresión de velocidad al

convertirse en una horizontal que, veloz, se desliza

paralela a pocas pulgadas del suelo. De pronto algo le

asusta y, entonces, en movimiento infrecuente, desaparece

volando a poca altura del suelo.

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El suave viento del sureste mueve los cabellos de mi cogote. Las breves y débiles

hojas del mezquicopal, ya cercanas a su muerte otoñal, tiemblan. El sol,

desgraciadamente más afectuoso que el hermano viento, corre inexorable; hace

más de media hora que mi reloj dio las nueve con su sonido agudo, apenas

perceptible. De pronto, al fondo, un poco a mi derecha, con la hierba hasta media

pata, veo avanzar hacia la cerca dos venados. Por cruzar un lugar tan abierto y

limpio y a hora tan avanzada, naturalmente pienso que son dos venadas; por otra

parte, a esa distancia y a simple vista no se pueden distinguir cuernos. "Voy a

entretenerme mirándolas", me digo.

Con sorpresa observo por la mira telescópica

de mi rifle que el más grande de los animales

es un macho. Palpita emocionado mi

corazón. Los venados van acercándose al

rancho en donde mi compañero y yo

cazamos. Caminan en una dirección paralela a

mi puesto; las doscientas yardas de

distancia no se podrán acortar de ninguna

manera. A las cuatro o cinco yardas después de cruzar la cerca habrán

desaparecido. Entonces, cuando sólo faltan treinta o cuarenta yardas para llegar al

alambrado, el tiro de mi .270 rompe el silencio de la mañana. Los animales

brevemente se paran, pero pronto siguen animadamente andando. Un segundo más

tarde otro tiro suena cuando el primer venado está a punto de salvar la cerca. Y

cuando medio cuerpo desaparece en la fuerte maleza de mi rancho la tercera bala

cruza el aire sereno y cálido de la campiña.

No pierdo la calma; busco al otro animal para ver qué hace y así aprender a

conocer las reacciones de los venados. Inquieto y asustado mira en derredor;

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temblor de miedo y nerviosidad corre por su cuerpo. Al moverse descubro que

tiene unas puntas pequeñas. Pero cuando voy a tirarle, el venado se aleja corriendo.

Treinta yardas más adelante se para. Parece que busca con la vista la cerca vecina.

Cuando rápido y certero le disparo, el pobre animal salta y cocea con dolor de

muerte; diez o doce yardas más adelante cae sin vida.

Mi rifle semiautomático está sin balas. Aunque le caben cinco, el día anterior

disparé a un coyote lejano y aullador al caer la tarde. Nunca pensé que pudiera

necesitar más balas y me subí así al puesto; por comodidad, tampoco me puse la

cartuchera. Al bajarme del

mirador me acerco a la

camioneta de mi amigo a recoger

el 30/30 para, preparado,

acercarme al fondo de la

hondonada y lograr el venado

que yace en terreno prohibido; le

tiré y cayó en el rancho vecino; si

hubiera esperado, podría haberle

disparado en lo mío, pero el

entusiasmo, la excitación, el temor a perderlo me hicieron olvidar un precepto

cinegético. Mientras camino en dirección a mi presa decido buscar por donde

disparé al primer venado; estoy seguro que le di. Recuerdo lo que me dijo mi

compañero de caza la primera vez, tres años atrás, cuando disparé a una venada y

corrió, herida, cuarenta o cincuenta yardas dejando un claro reguero de sangre en la

montaña: "Jaime, busca siempre en el suelo donde le dispares a un venado; busca

sangre; son animales muy fuertes y duros, y, frecuentemente, corren bastante

después del tiro". Al llegar al lugar por donde entró el ciervo más grande,

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exactamente donde ya desaparecía y le disparé el tercer tiro, está muerto un

hermoso venado de siete puntas. El último tiro fue tan certero que el animal no dio

un solo paso; se desplomó en el sitio.

No puedo gozar de la emoción de la buena pieza conseguida. Un sexto sentido me

impulsa a ir rápidamente a conseguir la otra presa. Casi corriendo la corta distancia

y cruzando experto la cerca espinosa, agarro el venado pequeño —cuatro puntas

tiene— y presto ando las pocas yardas que

hay hasta mi coto tirando de la preciada

carga. Entonces lo llevo hasta donde está el

amigo más grande y los contemplo

orgulloso. Ni Tarzán daría un grito más

gozoso.

Examinando el primer venado descubro un

pequeño agujero en el centro del cuerpo por

donde pasó mi segundo tiro; aquella bala

cruzó por lugar sin hueso, sin romper tejido

vital alguno. Sin la bala última el animal

hubiera muerto, pero quizás lejos y horas

después.

Cuando empiezo a arrastrar uno de los venados para subirlo a la camioneta, llega

mi amigo. Ha oído los tiros, naturalmente, y ha pensado que he debido tirar a

coyotes o a javelinas. ¡Qué gran sorpresa en su cara y en sus palabras! Mi amigo

es noble y dice lo que siente:

— ¡Qué suerte, Jaime!

—Sí. ¡Increíble! Ayúdame a arrastrarlos.

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—Espera; vamos a subirlos en la "troca".

—El sendero está muy cerrado y hay muchos espinos. Se te va a rozar.

—No importa; es parte de la tirada.

Mi compañero es testarudo también. Y no insisto. Por otra parte, los animales

pesan bastante y a esta hora de la mañana, con calor y cansados de cuatro horas de

larga sentada, no es de sabios querer trabajar cuando se pueden hacer las cosas con

menos esfuerzo. Subimos, pues, a recoger la camioneta mientras doy detalles de lo

ocurrido a mi amigo.

Aunque la ancha senda no está muy limpia, la “troca” azul, con tracción a las

cuatro ruedas, no tiene problema alguno en llegar a donde están tendidos los

venados, compañeros para siempre unidos en trágica muerte. Y pronto los

colocamos, orgullosos, en la parte trasera de la pequeña y alegre camioneta.

Después dos amigos se dirigen hacia el campamento.

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La cazadora

ajo los casi deshojados mezquites y huisaches del Rancho Santa Cruz,

entre espinosa fronda y chumberas numerosas, la hermosa gata salvaje

camina silenciosa, ya lenta, ya rápida, medio agazapada, en busca de su

cena. Sus garras y colmillos van preparados aunque escondidos. Parece una bella

diosa cazadora de los bosques americanos.

El bobcat (animal parecido al lince) se encuentra con dificultad. En el sur de

Texas, normalmente en terrenos de mucha maleza, en terreno lleno de muchos

árboles, arbustos y matorrales, habita el bobcat americano. El gato vive solo; la

gata sigue con las crías hasta que se independizan. El bobcat es un felino de unos

tres pies de largo por más de uno de alto. Su piel, con largo y suave pelo cuando ha

pasado épocas de frío, está manchada con varias tonalidades oscuras sobre lomo

apenas pardo, cuerpo amarillo suave y blanco en el vientre. Una característica

curiosa de este felino, y por lo que recibe su nombre, es su corto y recio rabo, de

cinco a siete pulgadas de largo. El gato es gran cazador nocturno, que sale al

atardecer y se recoge en su madriguera o árbol por la mañana temprano. Su dieta

fundamental se compone de conejos, codornices y otros roedores y pájaros; come

lo que caza.

* * *

Es una tarde fría dos días antes de comenzar el invierno; día gris, todo nublado,

húmedo. Ha lloviznado todo el día anterior mientras soplaba el desapacible viento

norte. Otro cazador, sentado en una camioneta, busca su placer, su alimento, su

B

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trofeo. Sus colmillos y garras son dos rifles (para el tiro largo y corto,

respectivamente) que descansan junto a sí uno, el otro en sus diestras manos. Está

estacionado oblicuamente en una encrucijada de senderos estrechos que forman

casi un túnel, de manera que puede, casi sin moverse, tirar en tres direcciones.

Sueña con el venado de hermosos cuernos; y si no, quizás pase alguna “javelina”

deseosa de probar el maíz que ha caído del comedero automático cercano. El

cazador apenas si mueve de izquierda a derecha la cabeza, cubierta con aislante

gorra.

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De pronto, lo inesperado acaece. Aunque lo ha oído mencionar a algún otro

cazador, el que ahora acaricia un Marlin 30/30 duda de lo que ven sus ojos.

Mientras las codornices comen y juguetean bajo el comedero, mientras un conejito

mira inmóvil, la gata cazadora cruza con alguna premura el sendero a la izquierda

del cazador. Agazapada, cautelosa, fijos sus sentidos en la posible víctima, no

siente la presencia humana ni ve la camioneta azul. Y eso que está a solo veintitrés

yardas. El suave viento sopla en dirección al cazador. Ya éste tiene el rifle

dispuesto a disparar. Dos pies más y la gata montés habrá desaparecido. En ese

preciso momento, la ágil y silenciosa cazadora se detiene. Un segundo más tarde

la bala destructora le atraviesa las patas

delanteras; la gata ruge y salta cual

fiera herida por desconocido

peligro. El cazador introduce otra bala

en la cámara del rifle

semiautomático y, rápido, acaba con la

vida de la fiera que tantos conejos

tímidos y juguetonas

codornices destrozó en su vida.

El canto de los pajaritos desaparece. El jugar de las codornices se detiene. El

conejito eleva las temerosas y largas orejas y corre a esconderse. Una paloma vuela

a lo lejos. ¡Silencio profundo en el bosque!

* * *

Al día siguiente el cazador se despierta un poco más tarde de lo acostumbrado. La

noche anterior visitó a otros cazadores y departió con ellos; lució su trofeo y su

suerte. ¡Sabrosos comentarios de historias de caza! Luego limpió su pieza y, con su

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compañero de cacerías, cocinó al fuego carne de venado. Destruido el frío

penetrante junto al brillo caliente del fuego, pasó la noche rápida.

Llovizna muy suavemente mientras sopla un poco el viento norte. Por cierta pereza

y por el helado frío, otra vez el cazador se estaciona en el mismo lugar anterior en

la camioneta, en lugar de subirse al puesto. A las siete y cinco de la mañana,

cuando aún se ve poco, cree descubrir un conejo ("¡muy grande parece para

conejo!" —se dice, sin embargo) y sospecha pueda ser un mapache. Rápido baja

parcialmente el cristal de la puerta de la "troca" y coge el rifle. Cuando mira al

sendero no ve nada; breves segundos pasan y, entre dos matorrales, curiosa y como

husmeando algo del suelo, asoma medio

cuerpo otra bobcat, algo más pequeña

que la anterior. El tiro es rápido, al

cuerpo, queriendo evitar la cabeza. Sin

una queja o movimiento cae la gata.

Posiblemente iba buscando a la del día

anterior, quizás su madre; el lugar por

donde ha pasado está apenas a dos

yardas de donde murió ayer la otra Diana. La muerte es curiosa.

* * *

No se encuentran frecuentemente gatos monteses; se matan pocos; a corta distancia

y por pareja es muy infrecuente. El cazador ha tenido suerte...y ha ganado dos

bonitos trofeos.

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“Javelinas”

l fuego, intenso y crujiente esta noche, alarga hacia el fin de su luz las

sombras de varios cazadores sentados a su alrededor. Hace frío.

Diciembre se acerca a su término.

A diez yardas del fuego cuelga del gran mezquite cercano al tanque de agua un

pecarí o saíno. Pesará unas cincuenta libras. Es como un jabato de medio año, con

rabo muy corto, orejas pequeñas y paradas; con cerdas recias y largas, casi negras,

con una banda o collar blanco y estrecho; con fuertes colmillos de unas dos

pulgadas de largo. Su carne, sobre todo la de la hembra, es apreciada por algunos

cazadores. Pero una glándula abierta en lo alto del lomo de forma de ombligo

segrega un humor desagradable. Los habitantes del sur de Texas llaman a este

paquidermo “javelina”, corrupción de la palabra “jabalina”.

El héroe de la tarde habla:

—Cuando la vi salir al comedero decidí que quería

un tiro limpio a la cabeza. Así aprovecharíamos

toda la carne. Y le apunté al ojo.

—Pues no pudiste darle más cerca, Feliciano —

contesta uno de los amigos—. Media pulgada a la

izquierda y le rompes el ojo izquierdo. Tu 30.06 se

portó bien. Hay más de ochenta yardas.

E

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—Eso creo. ¿Os habéis fijado que le falta una mano? La debió perder en una pelea

o de un disparo hace mucho tiempo.

El padre Guerrero, un viejo y experto cazador español residente del pueblo texano

de San Isidro donde está enclavado el Rancho Santa Cruz, visita a sus compatriotas

para divertirse —dice— en esas pláticas que tanto gustan a los cazadores.

Recuerda cuando siguió durante más de una hora a un pecarí herido. El rastro de

sangre era débil pero continuo. Con su Smith & Wesson, 38 especial, y un amigo

con un rifle, buscaron inútilmente al peligroso animal por la espesa vegetación.

Sólo ya abandonada la búsqueda pensaron que estos animales heridos se hacen

doblemente más temibles.

Marcos, el único México-americano entre los cuatro cazadores alrededor de la

lumbre y, a la vez, cuñado del narrador, cometió también una imprudencia en sus

comienzos cinegéticos. Estaba subido a un grandísimo tanque de petróleo crudo en

un rancho cerca de Freer cuando vio pasar a unas seiscientas yardas más de veinte

“javelinas”, grandes y pequeñas, unas detrás de otras. Cuando, por fin, disparó a

una de las últimas, el tiro fue bajo. Pero entonces decidió perseguirlas. En medio

de media hora se encontró casi rodeado de estos animales. Apenas un sendero a su

espalda y algún pequeño mezquite y huisache cercanos le ofrecían posibilidad de

dudoso escape si los animales hostigados y nerviosos decidían atacar. Los oía muy

cerca de él, pero no los veía; la vegetación

era tupidísima. Poco a poco el silencio fue

rodeando al afortunado inexperto. Si

alguna de las “javelinas” adultas hubiera

creído en peligro a sus crías, Marcos lo

habría pasado realmente mal.

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Marcos se dio cuenta de lo valientes y fuertes que son estos mamíferos al ver,

meses después, un documental en que una “javelina” adulta se mantenía firme

frente a un joven león americano. Cuando llegó su pareja, los dos saínos hicieron

huir al puma.

—Por ese espíritu combativo —dice el escritor, Jaime, un español que enseña en la

Universidad del Sur de Texas—, por su valentía y tesón y por los muchos que

existen en la zona, el pecarí ha sido nombrado mascota de mi universidad. Antes

de los partidos de fútbol, cuando desfila la banda, un pecarí enjaulado es paseado

ante los espectadores; el nombre del equipo es “los javelinas” y han ganado

numerosos campeonatos. Es ya como un símbolo de mi universidad.

Cuenta entonces el profesor su más extraña aventura en busca de estos valientes y

lejanos parientes de los cerdos salvajes. A él le gusta andar lenta y silenciosamente,

con los sentidos al máximo de su capacidad, en busca de caza. Con su manejable y

rápido Marlin 30/30 y un revólver en el costado izquierdo anda por los claros

arenosos del coto, por las zonas menos tupidas de vegetación y por los caminos y

senderos mirando, escuchando atento, olfateando como viejo sabueso. Una

mañana de primeros de enero en que había lloviznado bastante, se bajó temprano

del cómodo puesto en el rancho donde ahora se encuentran después de aguardar

inútilmente el paso de algún venado. El suelo, de fértil tierra arenosa, estaba

blando y esponjado como nunca lo había sentido. Habría andado unas cien yardas

cuando al girar sobre sus talones descubrió a unas cinco yardas una “javelina” casi

adulta.

Nunca había visto un animal salvaje libre tan cerca y tan bien. El viento estaba

muerto. Por experimentar algo nuevo y aprender de la naturaleza, el cazador

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permaneció absolutamente inmóvil. La “javelina”, de pobre vista aunque agudo

olfato, no pareció notar su presencia. Dio una vuelta alrededor de un arbusto de

forma ovalada. Tampoco notó al cazador en ésta ni en seis más que completó.

Mientras el animal estaba detrás del arbusto, el cazador acortaba la distancia; se

acercaba paulatinamente al punto por donde el pecarí pasaba. El mamífero siguió

impasible sus circuitos.

Por fin, cuando el hombre ya casi le cortaba el paso, el animal se detuvo, torció la

cabeza y olió la presencia humana. El cazador, con las piernas entreabiertas, tenía

su rifle apuntando al pecarí, preparado a todo, aunque sin intención de disparar;

pretendía sólo defenderse si era atacado. El saíno le olió una pierna después de

otra, desde las rodillas hacia abajo; luego las botas sucias, húmedas, con viejas

manchas de sangre. Entonces pasó por entre sus piernas y se detuvo en ese breve

círculo de nuevo ante el cazador. Y comenzó a morderle el cordón de la bota

izquierda. En ese momento el tirador le apartó suavemente con el cañón de su rifle

y le dijo unas suaves palabras para que se fuera. Por breves instantes el animal

intentó seguirlo.

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¿Por qué esta actitud —se preguntaba el profesor— tan extraña en un animal

salvaje? ¿Se habría escapado de algún corral donde estuviera semidomesticado?

¿Sería huérfano reciente, traumatizado por algo inusitado? ¿Estaría enfermo?

Una semana después el profesor descubrió a esta “javelina” muerta. Tenía una

marca rara en la cabeza, sobre un ojo; por ello no dudó de que se tratara del mismo

animal.

—Y aunque sea difícil de creer —concluye Jaime— y os parezca historia de

cazador os aseguro que es la verdad. Hoy creo que el animal estaba enfermo, pues

he oído rumores al respecto.

—Pues yo —dice Marcos— la “javelina” viva que he visto más cerca fue en mi

primer día de caza, con rifle prestado, en el rancho de un amigo en las montañas

del oeste de Texas. La vi desde el puesto donde estaba al aguardo debajo de un

pino, cubierta por las finas ramas y hojas de sus faldas. Estaría a veinte yardas y en

ocasiones le descubría un ojo. Lloviznaba apenas. Yo esperaba que se mostrara del

todo, pues temía, ignorante, que la bala pudiera ser desviada por alguna ramilla del

pino. Cuando se movió fue para irse por detrás del árbol y ya la espesa vegetación

no me permitió verla más. Al contarlo a los compañeros de caza se reían de mí.

Aquello me enseñó, quizás, más que si la hubiera matado.

Feliciano menciona una ocasión cuando apostado en el mismo puesto alto de

madera de hoy mató otras dos “javelinas” a cien yardas. Un rato después de que el

comedero automático arrojara maíz aparecieron dos “javelinas”, una de ellas

pequeña. Llegaron al sonido de los granos de maíz golpeando la plataforma

metálica circular que irradiaba el cereal. Le disparó a la grande; la pequeña se

escondió rápida. Quince minutos después salió otra vez la pequeña y enseguida una

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mayor que la muerta. Otro rápido disparo a la cabeza y se quedó con la pareja.

Aunque después pudo disparar a la cría, no lo hizo.

Esta historia le recuerda a Marcos cuando encontró seis o siete saínos en un medio

sendero en un tibio día de diciembre. Iba andando cauta y lentamente cuando los

divisó hozando y comiendo raíces. De dos certeros disparos consiguió su cupo

cinegético anual. Dos y tres veces volvieron los saínos restantes alocados en busca

de los caídos. Se sintió triste al descubrir que su caza eran dos hembras preñadas;

¡son tan bonitos esos inocentes fetos con la nariz y las patas de blanco cartílago!

El sacerdote cazador ha cogido frecuentemente pecaríes con trampa. Ahora ofrece

una que tiene desocupada detrás de su rectoría. Es una jaula de fuertes barrotes de

hierro con forma de hexaedro irregular de tres pies de alto, tres de ancho y seis de

largo. La puerta baja automáticamente cuando el animal pisa una trampilla del

interior al ir a comer maíz, frutas o verduras con que lo ceban. Indica el cazador

que la ferocidad del animal es increíble cuando se acerca a contemplarlo. Casi

asusta por sus saltos y gruñidos. En un momento determinado le dispara un limpio

tiro de revólver a la cabeza. Toda la carne se aprovecha así y el animal no sufre

como cuando el tiro no es certero.

Jaime cuenta de la única vez en su vida que fue de caza con zapatos de tenis. Como

era primavera pensó que iría más cómodo así. Feliciano, su compañero de

aventuras, lo hacía alguna que otra vez. Fueron al rancho de Sabas, un rectángulo

arenoso de dos millas y media de largo por casi una de ancho con bastante

vegetación, muchos arbustos grandes y caminos hechos por vehículos de tracción a

las cuatro ruedas. Había llovido dos horas antes.

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Pararon la camioneta al ver lejos un pecarí. Se separaron paralelamente intentando

encontrar al animal que parecía no haberles descubierto. Jaime siguió lento y con

creída cautela absoluta un camino estrecho, justo para que pasara un coche por

entre la espesura. Andaba por un carril arenoso u otro según le fuera más fácil para

no rozarse con las espinosas y en ocasiones ruidosas ramas de los huisaches y otros

arbustos. Después de media milla intentando descubrir al pecarí, los dos amigos se

encontraron de nuevo y regresaron de vacío hacia la pequeña camioneta por el

camino que había traído el profesor. A las cien yardas, mientras comentaban el

pequeño fracaso, Feliciano detuvo con el brazo y la voz los pasos de su

compañero. A tres pies de distancia, en el centro de hierba del camino, estaba

enroscada y dormida una mediana serpiente de cascabel.

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Cuando Feliciano le tiró a quemarropa con su 30/30 el ofidio destrozado casi rozó

la cara de Jaime al saltar por los aires por la fuerza del impacto y quedó colgado y

sangrante de la rama espesa de un cercano arbusto casi detrás del profesor.

—Y ésa fue la primera y última vez —dice el narrador— que he ido a un rancho

sin botas. Y también las yardas que me separaban de nuestro vehículo fueron las

últimas que anduve aquel día por el rancho. Estaba seguro de haber pasado unos

minutos antes a menos de ocho pulgadas de un crótalo.

El fuego, que ha sido avivado y alimentado frecuentemente durante la velada,

sigue trémulo, enérgicamente rojo. Su calor esparce en el grupo de hombres una

atmósfera agradable. Las historias, todas verdaderas historias de entusiastas

cazadores, entretuvieron. Pero la noche no es ya joven y en pocas horas empezará a

reír el alba. Y con ella un nuevo día de aventuras. El sacerdote amigo se despide.

Entonces los cazadores se acuestan en su caravana. Y el fuego, sin sombras ni

sustento, silencioso, lentamente languidece.

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4

Apertura

(La caza del venado en el sur de Texas)

a llegado el anhelado comienzo de la “tirada” o caza del venado en

Texas. Es un sábado a mediados de noviembre. Miles de cazadores se

trasladan el viernes por la tarde o por la noche a sus cotos en ranchos

propios o arrendados.

Camionetas y trailers o roulottes se agrupan en los campamentos. Pronto las

lumbres avivan el lugar. Las barbacoas esparcen el aroma de las fajitas y chorizos

que serán comidos en tacos de ricas tortillas de harina de trigo; estofados de carne

guisada o caldos picantes calman el

hambre de los esperanzados y alegres

tiradores que están seguros de cobrar

al día siguiente el venado más grande.

Las historias de cacerías pasadas

surgen fáciles y exageradas en muchas

bocas. Los amigos recuerdan

experiencias cinegéticas de pasadas

temporadas. Las bromas se mezclan

con los sueños.

Durante las semanas o meses

anteriores se han ido alzando los

H

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puestos en lugares estratégicos por los que conjeturan los cazadores que andan

frecuentemente los venados a lo largo de cercas, en cruces de caminos, en brechas

y estrechos senderos.

Por estos lugares abundan las huellas del Odocoileus virginianus, el ciervo de rabo

blanco, el animal de caza mayor más numeroso en Norteamérica. El macho, un

animal de recogida cornamenta, reina entre mezquites, huisaches, chumberas y

otros muchos arbustos y matorrales del sur de Texas.

No importa que el venado no distinga los colores; la

mayoría de los puestos están pintados de verde o de

camuflaje. Generalmente estas cajas de madera de

unos cuatro pies cuadrados de ancho por seis de alto,

con pequeñas ventanas o miradores a los cuatro

lados, están generalmente levantadas de cuatro a diez

pies de altura sobre patas de madera o, a veces, de

hierro. En ocasiones, se colocan directamente sobre

la tierra, sin patas. Desde ellas los lentos y breves

movimientos del tirador rara vez serán detectados

por los ciervos. Otros tiradores prefieren trípodes

metálicos portátiles. Y aun disparar desde sus vehículos

preparados para “la tirada”.

Los cazadores sueñan siempre con tener frío durante “la tirada”. Pero el sur texano

es climatológicamente caluroso; en el tardío otoño rara vez hace frío. Abundan las

teorías sobre el tiempo ideal para la caza del venado. Y sobre la hora y la manera

de cazarlo y los trucos más eficaces, como los orines o extracto del sexo de las

venadas, el entrechocar de cuernas, los silbatos para imitar el gruñido y brama de

los ciervos, etc. Los más filósofos concluyen que todo es cuestión de estar en el

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lugar justo a la hora exacta, pues en todas partes, también en la caza del venado,

donde menos se espera, salta.

Sin duda alguna, este primer fin de semana de cacería del venado es la mejor

época; los animales no han oído tiros, el tráfico de “trocas” o pequeñas camionetas

es mínimo y el trabajo en los ranchos limitado... Pero la tarde del viernes ha sido

ventosa y la calma no llega durante la noche. También la luna parece querer salir

pronto y clara. Malos augurios, a juicio de algunos, que son desechados fácilmente

por los más; es el primer fin de semana y eso basta.

Poco a poco, las conversaciones se van apagando, los ruidos extinguiendo, las

lumbres, abandonadas, consumiendo. Hace falta descansar; en breves horas la

suave cortina del alba comenzará a descorrerse para dar paso a la jornada anhelada.

* * *

A las cuatro y media de la mañana un impaciente golpea la puerta de un pequeño

vagón, o trailer, sólido, abrigo y confortable, construido de madera. Pero al

comprobar lo temprano de la hora los dos ocupantes continúan su interrumpido, ya

ligero, sueño entre rumores y voces de los muy madrugadores. En la cercana

distancia los hambrientos coyotes, frecuentes gallos de estos ranchos, repiten sus

penetrantes y escalofriantes aullidos. Media hora más tarde se levanta Jaime; no

puede aguantar más.

Mientras cumple con la llamada de la naturaleza habla a su amigo que está

levantándose:

— Feliciano, mucha luna, mucho viento y mucho calor. Y fuerte niebla también.

Mal comienzo.

Los catorce o dieciséis cazadores del campamento del Rancho Las Escobas se han

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ido levantando contentos y parlanchines. Degustan ahora el caliente café mañanero

y alguna torta de azúcar o pan dulce. Ponen sus rifles, revólveres, prismáticos y el

resto del equipo de caza en sus vehículos; en distintas direcciones pronto salen para

sus potreros donde se colocarán en los puestos elegidos. Las alegres palabras

“buena suerte” surgen repetidamente de numerosas gargantas cuyos sonidos

lentamente se van apagando.

* * *

En un puesto de madera pequeño, en la esquina noroeste del potrero “El

papalotito”, deja Feliciano a su camarada. A la espalda de este blind se extiende un

gran pastadero; a la derecha del cazador, el potrero vecino, ligero de árboles.

Enfrente, arbustos y maleza. Llega el momento en que las sombras cercanas van

cobrando cierta forma en el arenoso y blanquecino sendero. Al rato, una liebre

grande se mueve a corta distancia del cazador que no divisa más de cincuenta

yardas. La niebla parece ser más

intensa y húmeda. Cinco minutos

después, con poca visibilidad, Jaime

divisa una venada con su bien crecida

cría. A menos de treinta yardas su

mueven intranquilas y pronto

desaparecen.

El cazador sigue silencioso en el

puesto. Sus ojos, con lentos y

continuos movimientos

semicirculares, intentan penetrar el

brumazón. A pocos pasos un gran

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mezquite cubre parcialmente el largo y recto sendero frente a él. Sin niebla, a estas

horas podría descubrir suficientemente cualquier venado que cruzara por los

senderos y los claros del rancho hasta casi trescientas yardas; pero no hoy. ¡Ojalá

la caza se mueva lenta mientras esta niebla sea tan baja e intensa!

Pero los deseos del cazador no se realizarán. Como tantas veces sucede, sin ser

notado, un venado ha ido acercándose desde el rancho vecino de arbustos bajos

hacia el gran mezquite. Pasa por entre la

cerca detrás del árbol y, a buen paso, cruza

el sendero. Jaime descubre sus cuernos en

las últimas dos o tres yardas en que la niebla

apenas le deja ver al animal. Más que

descubrir sus cuernas, nota su andar

gallardo, con el cuello alzado. Es muy tarde

para que el tirador reaccione. Al dejar el

sendero, la densa y alta vegetación le impide

ver al animal. ¡Lástima de oportunidad! Pero

—se consuela el cazador— no parece animal

muy grande ni de muchas puntas; quizás

salga otro mejor; todavía no son las siete y

media de la mañana.

Pasa el tiempo. Como a un kilómetro largo de distancia a su izquierda, ya después

de las ocho, Jaime oye un tiro que parece haber dado en el blanco. ¿Sería al ciervo

que le pasó por delante? Sonó en la dirección en que iba su venado. ¡"Su venado"!

Sólo por el hecho de que pasó cerca de él y que, en otras circunstancias, podría

haberlo matado, ya lo llama suyo...

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La espera continúa. La niebla ha ido perezosamente levantándose de su cama de

arbustos y matorrales. La mañana es ya bella y cada vez más luminosa. Y más

aburrida también. Y menos tensa. Ahora se ve bien pero no se ve nada. Es decir,

nada que valga la pena. Algún conejo juguetón, unas codornices que cruzan los

senderos y picotean semillas silvestres, bellos pájaros multicolores... La última

hora de espera no produce fruto. Sólo muy de tarde en tarde algún tiro aislado y

lejano. Como dicen los hispanos de estas tierras, es una mañana despacio.

Finalmente, Feliciano llega con su “troca” azul a recoger a su camarada. Tampoco

ha visto nada importante. Sólo una venada, pero decidió no tirarle a las hembras

hasta más adelante.

Sin embargo, los dos amigos van alegres en este cambio de impresiones. También

es interesante ver lo que los otros cazadores han traído al campamento. Por horas

tal vez se oirán repetidamente detalles, con exageraciones y mentiras de cazador,

de los éxitos

conseguidos.

Cuando cinco

minutos más

tarde

estacionan la

camioneta

sólo

descubren,

colgados de

sendos

mezquites,

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una venada y un venado de siete puntas relativamente pequeñas. Pesará 175 libras

a lo más. ¿Sería éste el venado que vio Jaime? Cuando Cansino le da detalles de su

cacería, Jaime piensa que efectivamente la víctima más valiosa de esta pobre

mañana fue el ciervo que él habría matado en circunstancias normales. Pero así es

la caza.

Sólo queda preparar el fuego para hacer el temprano almuerzo. Los cazadores

tienen hambre. Madrugaron y el desayuno fue ligero; no como suele ser de

ordinario en estas tierras americanas.

Cocinan al fuego carnes y frijoles; calientan tortillas; beben sodas, té helado, la

mayoría cerveza. Las bromas y chistes se mezclan a las historias de caza. Luego

algunos se echan por un buen rato en sus camas, catres o sacos de dormir; hasta

muy después de las tres raro es el cazador que vuelve a los puestos de tarde,

especialmente si el tiempo es caluroso, como ocurre en esta primera semana de

“tirada”. Y sueñan con lo que la tarde puede depararles…

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5

Día de novedades

evantada la veda del venado en este segundo día de mediados de

noviembre voy a un puesto en el Rancho Las Escobas. Mi amigo

Feliciano lo construyó con

primor y él es un ebanista de primera.

Su tamaño es de 4 x 4 pies, con

miradores a cada lado cubiertos cada

uno con dos rectángulos de

plástico transparente. Puerta

cómoda y fuerte y un techo también de

plancha de madera prensada recubierto

de teja de asfalto, fibra de vidrio y

gravilla. Las patas son postes

cuadrados de cuatro pulgadas de grueso

y diez pies de altura. Una sólida escalera

se adosa al puesto por el lado de la

puerta, naturalmente, que es

el lado sur.

Es un mirador nuevo en un sitio nuevo. Mi cuñado Marcos estuvo el año pasado en

este lugar en su puesto metálico portátil. Al no seguir con nosotros en “El

papalotito” (una sección de Las Escobas), Feliciano y yo pusimos inmediatamente

este blind en el cruce de senderos de la zona este del potrero. Marcos me contó que

vio dos venados jóvenes a los que no les pudo tirar; supone naturalmente que este

año también anden por estos terrenos.

L

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Es la primera vez, pues, que cazo el lugar en este puesto nuevo, pintado de

camuflaje. Estoy entusiasmado, muy ilusionado y lleno de optimismo. “Hoy —le

he dicho a Feliciano cuando lo dejé en su puesto— es mi día; caerá uno bueno”. A

Feliciano le hace gracia mi confianza en tantas ocasiones repetida, las más

equivocadamente.

Me subo al puesto nuevo que tiene alfombra nueva y una cómoda silla giratoria,

casi nueva también, nunca usada en la caza. Como dice mi compañero de aventuras

cinegéticas, este año no nos privamos de nada. Que no nos privemos de matar

bastante y bueno es lo que yo deseo. Este año tiene que ser fabuloso; hasta

permiten por primera vez en mucho tiempo que se maten dos venados y dos

venadas en la temporada.

La tarde antes Feliciano y yo echamos maíz por los senderos que se cruzan bajo el

puesto. También, al rato largo de amanecer, el comedero automático situado a

ochenta yardas al oeste

esparce maíz en un

círculo de unas cuatro o

cinco yardas de diámetro

con su distintivo sonido

metálico. Diez minutos

después, como si

brotaran de la tierra, una

venada y un pequeño

varetón comen cerca del

comedero. Durante

media hora se nutren

lentamente de maíz

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mientras se acercan paulatinamente al puesto.

Por el extremo opuesto del sendero, por la zona donde escondí la camioneta de

Feliciano, aparece entonces un manojo de codornices.

Son más de quince, ya bien crecidas y gordas. En este trozo de camino no echamos

maíz; suponemos que los animales no se acercarán al lugar próximo a la “troca”.

Efectivamente, las codornices se internan entre los matorrales y vienen a salir casi

debajo de mi puesto y, al oler el maíz húmedo por el rocío mañanero, corren raudas

en dirección a los dos venados que siguen paciendo tranquilos e imperturbables.

¡Qué espectáculo en

breves segundos! Las

grandes codornices

texanas, la bobwhite o

colín de Virginia, se

mezclan con los

venados y se meten

repetida y

atrevidamente entre las

patas de los cuadrúpedos. Con frecuencia, con su rápido picoteo, casi quitan el

maíz de la boca de los ciervos. A cincuenta yardas, con una cámara fotográfica con

teleobjetivo, ¡qué foto tan extraordinaria! Nunca había visto tan reposada y

claramente un espectáculo tan singular. Poco a poco las codornices se internan en

la espesura. Los venados comienzan a recelar al acercarse a unas treinta y cinco

yardas del puesto y, moviendo de vez en cuando el rabo, señal de intranquilidad, se

encaminan también hacia los arbustos al suroeste del cazador.

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Casi inmediatamente, por el oeste, aparece un coyote. Como las codornices

anteriormente, se interna en la espesura. Sale al sendero del norte y se acerca

rápidamente a un pequeño comedero que tenemos colgado de un arbusto; mi

cuñado lo usó el año anterior y lo había rodeado de alambre espinoso para que el

ganado vacuno no se comiera el grano. ¡Increíble! Lo nunca creído ni jamás oído

sucede: el coyote empieza a comer del maíz del bote metálico y parece que lo hace

con gusto. ¡Cuánta hambre tendrá! Pronto, sin embargo, no comerá maíz; la

temporada de caza ha comenzado y en breves días, quizás horas, los coyotes

comerán de los animales, venados y javelinas principalmente, que se pierden

heridos y mueren horas o, a veces, días más tarde.

No hay duda; hoy es un día de novedades.

Intenso, paciente, feliz continúo mi espera. Las siete de esa única mañana dieron

hace bastante tiempo. De pronto, al girar la vista, veo la cabeza y el cuello de un

hermoso venado, al menos de seis puntas, que asoma al sendero más estrecho y

cerrado, el del sur, el que da a la puerta del puesto, el que parece menos transitado

por los animales del rancho. En ese momento mira hacia el suelo, quizás hacia

algún grano de maíz. Viene del mismo cuadrante del bosque de donde salieron y

adonde volvieron la venada y el joven varetón. La paciente espera y el no disparar

a los venados anteriores han dado fruto.

Con movimiento rapidísimo que el amplio puesto facilita tomo mi Winchester .270

y me lo encaro. Un segundo después la rauda bala da certera en el cuello del

animal que se desploma instantáneamente muerto en el mismo lugar en que estaba

parado. Sin lugar a dudas éste ha sido el mejor disparo de mi vida, el primero en

que le tiro a un ciervo al cuello. Son ya siete años de caza de venado usando el

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mismo rifle y tengo confianza en mí mismo y en mi equipo. Además el animal

estaba a cincuenta yardas.

Espero diez minutos contemplando al ciervo, al principio preparado con el rifle por

si acaso. El balazo suele derribar al venado, pero, a veces, si el tiro no es en algún

lugar especialmente vital, el ciervo se levanta y hasta corre por breve tiempo y

puede ser difícil

encontrarlo después.

Luego bajo del puesto y

me acerco lentamente a

examinar mi presa.

Efectivamente, tiene seis

puntas, recias, paralelas,

iguales; la cornamenta

forma tres cuartas partes

de un círculo. Está gordo.

El cuello mismo lo tiene

algo hinchado;

posiblemente ya va detrás

de venadas. Sin embargo,

en el cálido sur texano la

berrea no comienza

normalmente hasta mediados de diciembre.

Son las ocho menos cuarto. Todavía he de esperar una hora bien larga para recoger

a Feliciano. Vuelvo entonces a la “troca”, dejo el rifle y el resto del equipo y me

voy con mi navaja de monte a limpiar tranquilamente al animal.

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Mi navaja es nueva. El año anterior estuve más

de once meses en España en visita sabática de mi

universidad. Entonces, con el fruto de mi primer

artículo en una revista cinegética española, compré en El Corte Inglés de Murcia

una navaja alemana hecha a mano; una Puma, modelo “Duque”. Mango recubierto

de hueso, acero alemán de primera. Es una herramienta extraordinaria. Corta

limpia y suavemente la piel del animal. Como no tiene nada roto en el cuerpo y

como corto sin prisas y con cuidado, nada se rompe en el interior del cuadrúpedo;

apenas si la sangre me mancha la mano izquierda. Luego arrojo lejos los intestinos

del ciervo; en uno o dos días habrán desaparecido; es decir, habrán sido devorados

por coyotes, quizás, entre ellos el hambriento de esta mañana. Cuando regresemos

seis días después no quedará ni el olor.

Vuelvo a la camioneta, me limpio las manos y, marcha atrás, llevo el vehículo

hasta el venado. No hay por qué trabajar arrastrando un venado que bien puede

pesar ya limpio más de 190 libras. No me es fácil subir un animal así muerto los

dos pies de altura a la abierta puerta de la caja de la camioneta; cuando levanto una

parte del cuerpo, la otra se me escurre y cae. Por fin, ato los cuernos a un lado de la

camioneta subiendo la cabeza y cuello lo más alto posible y, entonces, aunque con

algún trabajo, meto el resto del cuerpo en la “troca” azul, que ya empieza a

ensuciarse con lo que tanto gusto da. Después, lentamente, con el corazón gozoso y

la sonrisa, abierta y grande, a flor de boca, me dirijo en busca de mi amigo.

Parabienes, comentarios, detalles, preguntas, información... Lo de siempre. Me

siento alegre, pero, en cierto modo, incompleto; ¡desearía tanto que también

Feliciano hubiera matado ya!

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Ya en el campamento se comprueba que mi venado es el más grande y con los

mejor formados cuernos de los conseguidos este fin de semana. Después de

muchas preguntas y de otras tantas respuestas aclaratorias detallando mi éxito

cinegético, después de enhorabuenas y apretones de mano, mi amigo y yo

limpiamos la sangre de la camioneta, preparamos un rápido almuerzo y vamos

también colocando nuestro equipo en el vehículo. Queremos salir del rancho

inmediatamente después de comer, pues tenemos dos horas de carretera. Y como

es domingo, deseamos dedicar unas horas a nuestras familias.

Ansío contar a mi esposa mi éxito y las novedades de este día.

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Senderos

"Se hace camino al andar" (A. Machado).

oy con un amigo a un rancho desconocido del sur de Texas. Después de

dormir poco y mal en su Blazer, nos levantamos a las cinco de la

mañana.

Hace frío con ganas. Un rápido café y mi amigo me conduce hasta un árbol grande

que tiene cruzadas unas tablas a manera de asiento en ramas a nueve pies del suelo.

La tarde antes descubrimos el lugar, en el extremo opuesto al campamento. Está a

veinte yardas de un sendero que corre paralelo a la cerca de alambre espinoso.

Pensamos que sería un buen lugar para cazar al aguardo.

Está oscuro cuando me subo a mi puesto a la intemperie. Media hora larga pasa

antes de que rompa el alba. En los largos minutos del lento y cada vez más frío y

húmedo amanecer oigo dos venados peleándose; es a mediados de diciembre y en

el sur de Texas los ciervos empiezan la berrea por estas fechas. Al cabo de un rato

los ruidos cesan. El frío se intensifica. Noto en ocasiones cierto rechinar de

dientes. Mi equipo no es nada bueno; es la tercera vez que voy a cazar venado.

Inmóvil y tembloroso miro en todas direcciones. Durante los veinte minutos que

siguen a la salida del sol la frigidez del ambiente aumenta; tirito ahora

frecuentemente. El rocío en el árbol cae en ocasiones, movido por el viento, sobre

mis insuficientes ropas y mi sencilla gorra de lienzo.

Pasa el tiempo. Son ya casi las nueve de la mañana y no he visto nada. Estoy

entumecido por el frío y el largo, inútil acecho, sin moverme, desde un árbol

V

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azotado por un suave, constante y gélido viento norte. No aguanto más y me bajo

del puesto rústico e inhóspito.

* * *

En el rancho el sendero que sigo ahora es largo. Ando lentamente. A mi derecha

corre una cerca de estacas de mezquite y alambre espinoso. Media milla después,

siempre alerta y con el Winchester .270 en las manos, veo un joven venado que

sale al camino y me mira. Cuando lo hace, yo ya tengo el rifle encarado y descubro

nervioso y temblando las cinco pequeñas puntas de mi primer ciervo. Está de lado,

con el cuello y la cabeza dirigidos hacia mí, fijos sus ojos en mi inmovilidad,

tenso, a unas treinta yardas. El rifle con mira telescópica pesa. El primer disparo de

mi nuevo rifle suena solitario y fuerte en la tersa mañana. Espero ver caer al

animal, pero éste salta alocada y limpiamente la cerca de cuatro pies de altura.

Me doy a los demonios. ¿Cómo pude fallar un tiro así? Pero pienso: ¿Y si le

hubiera herido?

Me aproximo a la cerca por donde desapareció el venado. A ochenta yardas lo

descubro parado, mirándome. ¿Cómo puede ser esto? ¿Son así de incautos estos

animales?

Mientras estos pensamientos cruzan raudos mi mente, he vuelto a apuntar, inquieto

y molesto a la vez, al animal que inexplicablemente fallé un par de minutos antes.

Después de un segundo disparo veo apenas cómo el ciervo desaparece en la

distancia. Pero entonces cruzo la cerca; debo seguirlo; insisto en que puede estar

herido. Diez minutos más tarde, a cien yardas a mi izquierda, el joven rumiante de

pelo gris y cola blanca está mirándome asustado pero firme.

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Ahora estoy seguro: el animal tiene que estar herido. Después de dos disparos no

seguiría cerca en condiciones normales. Entonces tomo mi tiempo, me preparo

despacio, apunto cuidadosa y lentamente intentando controlar bien el peso del rifle.

Y veo por el visor en el momento de oír el disparo cómo el esbelto animal se

desploma en vertical.

Nerviosismo y alegría se unen mientras corro a cobrar mi pieza. Cuando llego al

animal descubro que mi primer disparo le

dio en la boca; el segundo le melló

media pulgada de carne en la parte baja

del pecho; el definitivo le rompió

el espinazo.

Arrastro el ciervo al sendero. Y espero a

mi amigo que no tardará ya.

Una hora después, con el venado

colgado y destripado, practicando sobre

una diana, descubro que mi rifle no estaba

puesto a tiro. Cuando lo compré el día

antes, el vendedor lo alineó en su

trastienda. Luego me indicó que

posiblemente necesitaría una puesta a tiro más exacta.

* * *

Pasan dos semanas. Mi mujer me sugiere en Nochevieja que vayamos a la mañana

siguiente al cercano rancho donde estrené mi rifle. Aunque sin mucho entusiasmo,

acepto su deseo. En cuarenta minutos escasos llegamos al lugar. Alrededor de las

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seis y media de la mañana sitúo mi Volvo azul en una esquina del rancho, en la

confluencia de dos senderos a lo largo de típicas cercas texanas.

A ratos, muy despacio y en absoluto silencio, ando los senderos: por el que sube

hacia el norte, o por el horizontal que va al oeste donde maté mi primer venado.

Otras veces estoy apoyado en la cerca, casi detrás del coche, mirando en ambas

direcciones, en pacífico aguardo.

En cierto momento de la soleada mañana dejo a mi mujer junto al coche y subo

cautelosamente por el camino unas trescientas yardas. No descubro nada entre los

árboles ni en los tramos medio cubiertos de maleza. Con igual lentitud y cuidado

vuelvo hacia nuestra parada. Al fondo diviso a mi esposa que se mueve

entretenida, olvidada del fin que nos llevó a este rancho del condado Duval. A

veces el azul metálico y los embellecedores cromados del coche irradian luz en mi

dirección. De pronto, a setenta yardas, asomado al sendero, diviso la cabeza y el

cuello de un hermoso ciervo que, curioso e imprudente, mira hacia mi distante

compañera. No oye mis pasos leves y lentos en el sendero. Cuando me echo el rifle

a la cara veo que mi mujer está en la

línea de tiro. Me muevo hacia la

izquierda, casi pegado a la cerca

espinosa. Ahora no hay peligro.

La silueta del venado se vislumbra y

adivina a través de las pequeñas ramas

y hojas de un árbol junto al animal.

Apunto cuidadosamente y aprieto

lentamente el gatillo. La bala suena de

otra forma, como cuando ha golpeado

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en sólido. El fuerte animal salta hacia adelante, hacia la cerca, y retrocede

instantáneamente. Corro al lugar sin perder de vista el poste de la cerca próximo al

animal cuando le disparé. En el sendero, junto a la hendidura hecha por la pezuña

de la bestia, veo unas gotas de sangre. ¡Le di!

Espero a mi mujer. Cuando llega buscamos en líneas paralelas hacia el interior de

la espesura. Al cabo de unos breves minutos, ella descubre al venado. Sus cuernas

tienen sólo ocho puntas, pero son bellas, de buen tamaño, absolutamente

simétricas. El tiro fue en la parte alta del brazuelo. Y a pesar de todo el ciervo tuvo

energía suficiente para correr unas cincuenta yardas.

* * *

Hoy tengo montada esta cabeza de venado en mi despacho. El casquillo y el

permiso con el nombre del rancho y la fecha del trofeo cuelgan sobre su hombro en

el centro de mi biblioteca. Cuando levanto

la cabeza de estas líneas, mi premio es lo

primero que contemplan mis ojos.

Desde estos dos días de caza, pasear los

senderos de los cotos a donde voy es mi

preferencia. Y —con el poeta— sigo a

través de los años haciendo camino,

andando senderos.

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7

Un mal año de caza

(La importancia de la cornamenta)

l cazador experimentado coincidirá conmigo en que a pesar de haber

matado bastante, creo que éste ha sido un año malo. El que no entiende

mucho dirá: ¿Cómo un año malo habiendo conseguido tantas piezas y

disparado tanto?

He aquí un recuento del año: maté primero un bobcat o lince americano. Vi dos

juntos de distinto tamaño, pegué un tiro, y no quedé muy satisfecho. Bajé del

puesto a mirar y no encontré nada ni señales de sangre. Pero entonces cuando

dudaba si buscar o no, oí suaves rugidos. El sonido venía de una dirección; pensé ir

en esa dirección y oí de nuevo otro rugido en lugar diferente. Me quedé entonces

dudando qué hacer. Y en ese momento, como a diez metros de distancia, apareció

en la orilla del sendero el animal esperado. No llevaba más que el revólver, mi

Smith & Wesson, 38 especial. Sin perder tiempo le disparé al hombro y quedó

tendido en el lugar, sin moverse. Era una gata grande. ¿Por qué salió gruñendo?

¿Sería por defender a su cría? ¿Estaría el animal pequeño muerto? ¿Quizás herido?

¿Volvía simplemente al lugar de acecho donde codornices y palomas comían el

maíz del comedero automático? No sé. Busqué en la otra dirección pero no

encontré ningún otro bobcat herido ni huellas

de sangre. El caso es que a principio de

temporada, como a las cuatro y media de la

tarde, conseguí un preciado trofeo.

E

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Otro día, a ciento sesenta y cinco yardas de mí, salieron dos venadas y una cría.

Dudé un poco a cuál tirarle; al final elegí la que estaba más separada de las otras

para así evitar herir a dos. Desde el puesto nuevo de la esquina del fondo del

rancho le disparé y allí la maté; no se movió del sitio. Como cosa curiosa noté que

diez minutos después la otra venada y la cría estaban comiendo a siete u ocho

yardas al lado de la muerta. Me entretuve haciendo algunas fotos. Cuando fui a

mirar por qué había

caído tan

perfectamente a esa

distancia descubrí

que aunque el tiro le

había entrado por la

parte alta del

hombro, el hueso

había desviado la

bala y se había

clavado en la parte

alta del espinazo.

Una mañana de finales de noviembre, yendo en la “troca” de mi compañero de mi

puesto al suyo, como a las diez de la mañana, descubrí en su sendero diez o doce

“javelinas” a cien yardas de distancia. El viento soplaba de ellos hacia mí. Me bajé

de la pequeña camioneta, agarré el rifle y decidí acercarme a los animales.

Andando con cautela, ¿cuánto me dejarían acercarme? Tenía curiosidad por

saberlo. Los animales, grandes y pequeños, comían maíz confiadamente. En pocos

minutos llegué hasta menos de treinta yardas; su fuerte y desagradable olor llegaba

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claramente hasta mí. ¡Qué buenas fotos pude haberles hecho! ¿Por qué no tomaría

la cámara en lugar del rifle, pues no tenía intención de dispararles?

A mediados de diciembre, un sábado por la mañana fui al Rancho Las Escobas. Al

llegar al campamento descubrí que no había ningún cazador. Decidí quedarme

entonces en el mirador que está más o menos en el centro del coto. El silencio era

absoluto. A las siete y cuarenta, como a quinientas yardas de distancia, por el gran

sendero totalmente recto de de dos kilómetros de largo, venía en mi dirección un

animal negro, que claramente se veía por el tamaño que no era un pecarí o

“javelina” americana. Otro sendero cruza a unas doscientas cincuenta yardas el

sendero por el que venía el marrano, pues para entonces ya sabía que era un cerdo

salvaje. Entonces ajusté el compensador de balas de la mira telescópica del rifle

para esa distancia, porque suponía que al llegar al cruce el animal se iría a la

derecha, hacia la presa o estanque que hicieron en el rancho. Efectivamente, el

marrano al llegar a ese cruce, se paró un segundo mirando en mi dirección e

inmediatamente dobló hacia la derecha; en ese momento disparé. A los cinco

minutos me bajé del puesto. Conté los pasos y eran doscientos treinta largos hasta

el lugar. Había sangre, pero sólo la encontré por siete u ocho yardas en la dirección

en que el animal había salido herido; las huellas no eran muy claras y pronto se

perdieron. Fui en dirección al estanque intentando encontrar al animal; cuando

están heridos buscan la humedad. No lo

encontré. Pero mientras regresaba, lo

hallé muerto a treinta yardas de donde

le había pegado el balazo, en un sitio

fácilmente visible.

Una tarde, justamente el Día de Reyes,

ya finalizando la caza, me salió una

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venada al puesto pequeño y viejo, desde el que he matado tanto en el pasado

cuando cazaba en San Isidro. Apenas lo he usado este año, pues al principio me

picó un tabarro en la espalda y perdí simpatía por el mirador. Eché un poco de

maíz en los caminos como hasta ciento cincuenta yardas. Ya cuando apenas

quedaba luz, a las seis menos cinco, salió a un sendero una venada mediana.

Mientras esperaba a ver qué ocurría vi asomar la cabeza de otra que me pareció

más grande. Quedaron juntas. Busqué el cuello de la de atrás y como estaba a unas

ochenta y cinco yardas el tiro fue certero.

Una mañana bien temprano estaba en el puesto de Sims. Entonces salió una cierva

como a ciento sesenta yardas. Le apunté al cuello y fallé el tiro. Después, como a

doscientas yardas, salió otra y

también fallé mientras le

apuntaba al pescuezo. Por eso

es por lo que luego disparé a

un coyote a doscientas yardas

justas para reforzar y

comprobar mi puntería.

Efectivamente allí se quedó, sin mover un pelo; ni siquiera se le cayó un trozo de

carne que llevaba en la boca.

Dos minutos después, sin apenas darme cuenta, salió otro coyote al lado del

muerto, le quitó la comida al primero y desapareció. No le pude tirar, pero al poco

llegó otro, quizás el mismo, y entonces estando pegado al muerto le disparé y lo

maté. Cuando acabé el puesto, fui a investigar; ¡había visto tantos coyotes esa

mañana! Algo raro ciertamente. Descubrí entonces que a diez yardas de los

coyotes muertos había una venada medio comida; la sangre estaba casi fresca y la

carne no dura ni tiesa. Por eso había tantos coyotes por los alrededores.

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Sin excusarme por los fallos, he de decir

que fallé venadas por tirarles al cuello a

más de ciento cincuenta yardas. Hay que

considerar que tienen el cuello bien

delgado. Creo que es una tontería disparar

así, a no ser a últimas horas de la tarde;

nunca en el centro del día o por la

mañana, como fueron esos casos.

En prueba de lo dicho, en diciembre, cuando sólo había matado una venada y

notaba que estaban todas muy nerviosas y salían muy lejos, estando en el puesto de

la esquina, me salió a trescientas veinte yardas una. Eran las cinco y media de la

tarde. Le busqué el cuerpo, ajusté el compensador de la mira telescópica y disparé.

Como luego me dijo Feliciano que estaba a un kilómetro escaso de distancia: “¡qué

tiro tan bonito, Jaime! Se oyó el ¡pim, pam! por haberle dado al animal

claramente.” Medí la distancia, vi la sangre, encontré ramas quebradas de un

arbusto donde la venada cayó en su huida, busqué y rebusqué la pieza, pero al poco

tiempo ya no se veía. Al día siguiente, Feliciano, desde el mirador en que se

encontraba, oyó muchos coyotes y aun vio que se acercaban en la dirección general

por donde yo había perdido el rastro de la venada. También yo descubrí, dos días

después, auras y otras aves de rapiña volando alrededor y posándose en árboles de

la zona. Busqué un poco más, pero nada encontré. En estos ranchos del sur de

Texas el arbolado es tan tupido, todo es tan igual, sin alturas, ni árboles

especiales... Es muy difícil precisar distancias y direcciones; hasta es fácil

perderse.

Otro día laborable, todavía de vacaciones, estaba en un puesto. Me entretenía

ajustando el compensador de balas, jugando un poco con él, cambiándolo con

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frecuencia; en un momento determinado, me pareció que la ruedecilla de ajuste de

distancia estaba demasiado suave. Seguí a la espera. Por fin, salió una venada a

doscientas yardas, le apunté al brazuelo, y el tiro fue alto. Después empecé a andar

por el coto; estaba solo y sin vehículo; Feliciano había tenido que ir a Laredo.

Cansado de andar casi todo el día, como a las dos de la tarde llegué al mirador de

Víctor, me senté para descansar un rato, y a los veinte minutos, cuando pensaba

bajarme, vi salir al sendero como a cien o ciento veinte yardas una venada y algo

más detrás, entre la maleza, lo que resultó ser un varetón de cornamenta de tres

pulgadas de largo. Le tiré también al cuerpo y el tiro fue igualmente alto.

Feliciano, que llegó una hora después, me dijo: “algo te ocurre, tú no fallas así a

estas distancias; algo le pasa a tu rifle. Toma mi 30/30 que para doscientas yardas o

cosa así está bien.” Pero ya no vi nada. Luego, de noche, examinando el anteojo

de puntería, descubrí que estaba roto; se le había quebrado el tornillo de plástico

que sujeta la ruedecilla del ajuste. Por eso fallé aquel día los dos tiros. Al regresar a

casa, arreglé el anteojo. Después lo comprobé y ajusté en el lugar de tiro que existe

fuera de la ciudad de Rexton. Descubrí que tiraba seis pulgadas por lo alto a cien

yardas de distancia.

Dos días después, miércoles por la noche, volví al rancho. A la mañana siguiente

de ese seis de enero me salió un macho con cuernos de una pulgada escasa de

largos. Dudé si tirarle al pequeño varetón, pero la temporada tocaba a su fin. El

animal se acercaba comiendo maíz mientras le seguía por la mira telescópica. De

pronto sonó un tiro; eran las nueve y veinte. Animado por ello decidí tirarle. Lo

hice a la cabeza, a una distancia de unas ochenta yardas. Ahora tenía confianza en

mi rifle y en mí. Cayó al suelo instantáneamente y se levantó tambaleándose.

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Lo busqué por más de dos horas, siguiendo un rastro de sangre, a veces grande,

otras casi imperceptible, por más de una milla, hasta que las huellas pasaron al

rancho vecino. Volví al campamento, hablé con los amigos, comí algo y decidí

buscar de nuevo al animal herido. Pero después de una hora más, de dos a tres de la

tarde, con intenso calor, perdí definitivamente el rastro. Noté una cosa curiosa: el

ciervo herido huyó siempre en dirección norte con precisión magnética.

La mañana del último día de caza me subí a un árbol. A las siete salieron a un

sendero seis marranos de unas cinco o seis arrobas, cuatro negros y dos rojos, y,

durante una hora, estuvieron comiendo frente a mí desde cincuenta hasta ciento

ochenta yardas. No quise tirarles. ¡Pero disfruté enormemente durante una hora!

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Hasta que un viento norte, frío, que soplaba en dirección a los cerdos, llegó poco

después de las ocho, y los animales, casi inmediatamente desaparecieron del

sendero al llegarles mi olor.

Por todo lo narrado, digo que el año ha sido malo. Pero ¿por qué si conseguí un

bobcat, dos venadas, un marrano grande y maté dos coyotes, otra venada y un

pequeño varetón? ¿Por qué, si aprendí más sobre las “javelinas”? ¿Por qué, si pude

matar dos o tres marranos más y acabar con broche de oro la interesante

temporada? ¿Por

qué el año fue

malo? El lector

experto sabe que

digo esto,

simplemente,

porque lo que el

cazador

normalmente busca

es un macho, un

venado con

cuernos, y cuantas

más puntas mejor. Esa es la razón fundamental. Por ejemplo, Víctor, un ministro

bautista, cuyo mirador fue montado en un sitio aparentemente malo a juicio de

todos y a mediados de temporada, mató un nueve puntas (el animal más grande que

se llevó al campamento en toda la temporada) y, desde un mirador portátil, un

cinco puntas. ¿Cuántas veces cazó el amigo Víctor? Echó sólo seis o siete puestos,

en los cuatro días que fue al rancho. Y otro conocido que echaría diez o doce

puestos, unas veces bebido y otras borracho, disparó a un venado de ocho buenas

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puntas una tarde en que estábamos los dos en el mismo sendero largo. Sólo

encontró un lado de la cornamenta; yo la tuve en la mano; estaba cortada casi a ras

de la cabeza. ¡Mala suerte! Pero vio y tiró a venado que, cornudo de un solo lado,

ha ido esta temporada detrás de venadas. Yo, sin embargo, hice nueve viajes al

rancho, estuve allí un total de quince días, eché treinta puestos; hasta pasé dos días

enteros, de casi trece horas seguidas, andando y a la espera. Y lo que se dice

venado venado, ni verlo.

Conclusión: en mi estimación, el año no fue bueno, aunque sí variado y muy

interesante. Y, además, con esta historia se quiere sugerir lo importante que es la

cornamenta. ¿Es realmente así?

8

La venadita

a cerca corre entre el Rancho Eleuterio y el de Santa Cruz. Quinientos

metros de alambre espinoso y postes de madera algo torcidos separan

ambos terrenos. Los puestos, desde los que cazamos el viejo coronel, en

el suyo bajo y de madera, y yo, en el mío alto, de patas de hierro y amplio, son

símbolos de la lucha y ambición humanas: buscamos la misma carnada esperando

que la suerte, la rapidez o la habilidad decidan quién conseguirá el triunfo.

L

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El rancho vecino tiene buenos y limpios senderos; Eleuterio es un hombre aseado,

cuidadoso, que se preocupa del detalle. El rancho que mi amigo y yo rentamos es

pequeño, con mucha maleza, mal cuidado; su dueño es un hombre gordo y bueno,

pero abandonado. En los dos años últimos Feliciano y yo hemos trabajado como

mojaditos, a base de machete y hacha, en el terrible calor de muchos días

veraniegos del sur de Texas, abriendo brechas, anchas algunas, pero no tan limpias

ni claramente tan usadas como las del rancho vecino.

* * *

Está oscuro cuando subo al puesto a las seis menos veinte. A las seis en punto

Eleuterio y sus dos hijos —muchachos entusiasmados por la caza desde temprana

edad— pasan en su camioneta junto a mi puesto, por su sendero. Cuando los veo

aparecer a doscientas yardas brevemente les enciendo mi linterna: me gusta que

sepan dónde estoy; las balas que usamos, son tan destructoras. Aún no han pasado

diez minutos cuando otra “troca” texana viene por el mismo sendero y se para

junto al “puesto del coronel”; también le

lanzo rápida ráfaga de linterna y más

rápida pero callada maldición: alguien,

quizás el viejo coronel anglosajón, va a

cazar desde ese puesto, a diez yardas del

mío. Pero, en fin, cada uno tiene derecho

a hacer lo que quiere en su propio lugar.

Es una mañana suave y llena de sol a

principios de la segunda semana de

noviembre. Este año la "tirada" ha

comenzado más temprano que de

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ordinario. Pienso a ratos y deseo en todo momento que si algo sale del Rancho

Eleuterio pase rápidamente al mío para que el otro tirador no tenga tiempo de tirar;

o que si sale del mío se entretenga lo suficiente en el camino y yo sea rápido y

certero. Y el tiempo corre su marcha segura hacia el futuro incierto...

Despierto sobresaltado de mi cabeceo de segundos. A más de ciento cincuenta

metros, esbelto y atento, se muestra un gato montés en el sendero vecino. Quizás

también por ello reacciono lento; no puedo tirarle y menos con otro cazador a ese

lado.

Cuando cruza la cerca desaparece en un abrir y cerrar de ojos entre la maleza de la

margen de mi brecha. ¡En mala hora!, pienso; ¡mala suerte! Debí prepararme al

verlo. . . y esperar. Pero aprendo para otra vez, para algo más importante y valioso.

Y también me digo casi en alta voz: “No hay mal que por bien no venga”.

Mi atención es ya total. Cuarenta minutos después (son las ocho y cuarto de la

mañana), a sesenta metros a mi izquierda una

“venadita” aparece en el sendero del cazador

vecino. Atenta, inmóvil, las orejas rectas,

escruta el sendero sin torcer la cabeza.

Inmediatamente me echo el Winchester .270 a

la cara: yo tengo

permiso para

matar una venada y quiero hacerlo pronto en el año —

como recomiendan los biólogos, para que así haya

más comida para los venados restantes—. Treinta

segundos después, andando, cruza bajo la cerca. ¡Oh,

alegría! Cuando mete la cabeza entre los alambres, al

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echar las orejas atrás, descubro dos puntas: ¡es un varetón! Se yergue y sigue

andando. Sin esperar más (en dos yardas desaparecerá de mi vista), aprieto el

gatillo. El estampido y la caída del animal parecen simultáneos. Inmediatamente se

levanta y vuelve a cruzar bajo la cerca; busca el refugio en el terreno conocido que

breves minutos antes anduviera cauteloso. A través de la mira telescópica de mi

rifle le veo una naranja de sangre junto a la pata donde comienza ésta a separarse

del cuerpo. ¡Es mío!

El coronel se sale de su puesto; entonces yo me bajo del mío.

—Lo hirió, me dice.

—Sí, no hay duda.

—Vamos a buscarlo.

—¡Lástima! Fue un tiro algo bajo, no muy bueno.

—Todo tiro que consigue su pieza es buen tiro, añade generosamente el coronel

jubilado.

Veo que hay sangre donde el venado cayó. Vuelvo a la camioneta y cambio de

rifle. Me gusta usar el Marlin 30/30 para andar por entre la maleza; es pequeño y

más ligero. También me pongo el cinturón con el revólver —no se sabe cuándo

hay que rematar al animal— y cruzo la cerca en el lugar donde está el coronel.

Seguimos el rastro claro y abundante de sangre. A las veinte yardas mi “venadita”

está tendida inerte, sin vida. Y entonces le descubro que de un cuerno salen dos

pequeñas puntas donde se podría colgar un anillo. La “venadita” tiene, pues, cierta

cornamenta.

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El herido de la suerte

l amigo Cansino es un viejo cazador. Entre sus puestos en el Rancho Las

Escobas tiene uno todo de hierro. Es un trípode de redondas, fuertes y

altas patas. Un círculo pequeño de metal sirve de soporte para los pies.

Una tarde de primeros de diciembre subo a su trípode y me siento en el sillón con

asiento de plástico. Me acomodo bien y seguro; una caída desde diez o doce pies

de altura, y más con un arma, podría ser grave. Preparo el rifle sobre el breve

soporte frente al sillón. Estando totalmente al descubierto es importante no

moverse para no ser detectado por los venados o cualquier otro tipo de caza que

pueda salir. Y empieza la espera en una tarde cálida y soleada.

El viento apenas sopla. La copa de los huisaches y los mezquicopales apenas se

rizan; rara vez cae una hoja. La vegetación es espesa; espero, naturalmente, que

algún venado salga a uno de los tres senderos que parten de la base del trípode. El

de enfrente y el de la izquierda son mis preferidos; no necesito girar o he de

hacerlo muy poco; están además en el coto del que

soy arrendatario. Frecuentemente los venados cruzan

lentamente los senderos; antes de cruzar, a veces, se

detienen medio cubiertos en la espesura; otras veces

suelen pararse cuando van a cruzar bajo la cerca de

alambre espinoso. Para incitarles a que se detengan,

antes de subirme al puesto, he esparcido maíz en el

sendero.

E

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Una hora después, a mi izquierda, asoma un joven varetón. Está tan cerca que

inmediatamente le noto una herida en el anca derecha, grande como un plato y

bastante profunda; el animal se mueve con imprecisa cojera. Me mira; un rato

después de no notar movimiento alguno se aproxima a la cerca, la cruza y

comienza a comer maíz, ya en mi potrero. Diez minutos más tarde se interna en la

espesura.

No quiero disparar todavía a un varetón; aún menos si está herido. Tengo la

impresión de que, si nadie le mata, este animal se curará; come con apetito y

parece alerta; sólo una infección grave lo destruiría.

Ha sido ésta una interesante experiencia. Un tanto triste, a la vez. Algún cazador

debió tirarle a ese ciervo y no fue certero en su disparo.

El resto de la tarde transcurre sin acontecimiento alguno digno de notar. El sol se

pone delicado, con tenues colores, mientras cardenales y sinsontes llenan el aire de

bellos sonidos y colores. Con el rifle en bandolera desciendo poco después del

puesto, poniendo cuidadosamente los pies sobre las cortas barras soldadas a una de

las patas del trípode a manera de rústica escala. A la distancia se divisa la

camioneta azul de Feliciano, compañera y testigo de muchas tardes mejores.

* * *

Esa noche en el campamento uno de los yernos de la dueña del rancho dice que

cuando la caza está herida se debe matar y enterrarla; así se impiden las infecciones

posibles que las moscas, entre otros insectos, pueden transmitir, por ejemplo, a un

ciervo sano.

* * *

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A la mañana siguiente Feliciano y yo nos situamos en puestos a media milla de

donde estuve la tarde anterior.

El amanecer templado es excepcional. Una suave brisa riza el firmamento. El

pincel daliniano nunca fue tan delicado para crear el cielo. El sur de Texas es

generoso con su belleza para el cazador que sabe usar sus sentidos al cien por cien.

El sol anaranjado se alza lento. Cerca oigo un tiro a las ocho de la mañana; poco

después, en la dirección en que está mi compañero suena otro disparo. Por el

sonido parece que ambos erraron su objetivo. ¿A que le tiraría Feliciano? Por fin,

sin ver nada, a las nueve y media monto en la camioneta de mi camarada y lo

recojo; disparó al venado herido, a unas ciento diez yardas y falló; quiso matarlo

instantáneamente y le tiró al cuello como yo había hecho días antes a un hermoso

seis puntas. Reconoce que a esa distancia hay que buscar el brazuelo o el centro del

cuerpo.

* * *

Han pasado ocho días desde que viera al venado herido. Mientras tanto he contado

a un guarda de caza mi experiencia. Piensa que es mejor dejar actuar a la

naturaleza; si el animal es fuerte, en condiciones normales se recuperará

totalmente; en pocos meses será un animal como los demás, como antes de la

herida. Y me cuenta un par de anécdotas al respecto.

Cuando me subo al puesto, el mejor y más grande que ha construido Feliciano, la

luna está casi en el final de su cuarto creciente. No hace frío. El lucero de la

mañana brilla intenso. Se ve la sombra del puesto bien recortada en el sendero. Los

coyotes ululan con más intensidad que en otros amaneceres; y también más

cercanos. Cantan bella o desafinadamente muchos pájaros cuando las sombras se

van difuminando. En la distancia un resplandor, una palidez luminosa, se extiende

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por los claros del bosque; es una suave niebla que avanza. La luna amarilla

blanquea ya, quizás por los efectos de la boria. Los senderos nacarados expresan

animadas sombras por piedras y pequeños matorrales. El movimiento y el ruido en

los árboles aumentan. El día está naciendo lleno de promesas. Como dice el refrán

sobre la niebla ratera, buen día espera.

La ligera neblina levanta pronto. Casi detrás de ella una cierva aparece por el

sendero y se acerca a comer del comedero automático. A los pocos minutos

desaparece. Corre el tiempo en busca del sol que avanza. En el sendero más tupido

y oscuro, cuando todavía no se ve bastante, descubro un venado no grande a unas

ciento cuarenta yardas. Me aseguro con los prismáticos; es un varetón. Dudo qué

hacer. Pero me quedan sólo tres semanas de caza y Feliciano me insiste que no

espere; puede que ni siquiera salgan varetones. Así le ocurrió a él el año anterior.

Decido entonces tirarle al cuello; si fallo será porque voy a tener otra oportunidad.

Pero mi tiro es certero. El Winchester .270 se porta perfectamente. El animal cae

en el mismo lugar donde estaba, cuando iba a cruzar la brecha. Dejo pasar cinco

minutos mientras sigo alerta, con el rifle medio encarado y mirando al animal

caído por la mira telescópica. No se mueve. Entonces bajo del puesto y me

aproximo a mi triunfo. Está gordo —pienso— y limpio. Pero, ¡ay!, al darle la

vuelta descubro que tiene una herida como un plato pequeño, no profunda y

recubierta de una concha sucia de hierbas y arena. ¡Es el varetón de la semana

anterior! ¡Qué pena! Siguiendo la opinión del guarda estatal no pensaba matarlo,

sino dejar que la sabia naturaleza actuara. Ahora tendré que hacer lo que dicen los

rancheros. Limpiarlo y arreglarlo no puedo; como creen ellos, el animal tiene

fiebre; la carne no es ahora buena.

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Arrastro entonces al animal a una

zona tupida y alejada del puesto.

Si el sábado próximo quedaran

restos de este venado, quizás no

espantarían a otros ciervos que se

pusieran a tiro desde el puesto de

hoy. Aunque, estoy casi seguro,

los coyotes darán cuenta del

pobre animal en un par de días.

La espléndida mañana, como fruta estragada, ahora amarga.

* * *

Esa tarde, la del domingo trece de diciembre, Feliciano me deja otra vez en el

puesto del trípode.

Pienso en la otra tarde, la del ciervo herido, ahora muerto. "¿Por qué no podría

haber salido un venado grande y sano en aquella ocasión? ¿Por qué no podría

salirme hoy el animal que deseo? Es fácil soñar despierto en la soledad y el

silencio de estos inmensos y monótonos ranchos texanos.

En los árboles, cada vez más deshojados, cantan con voz desagradable varios

Green Jays, especie de arrendajos americanos. ¡Qué bello es este pájaro travieso y

arisco, posiblemente el ladrón más hábil del maíz que echamos en caminos y

comederos, con su fuerte color verde, mezclado de amarillo en la cola, y el negro

que le tapa los ojos y parte de la gorda cabeza a manera de antifaz! Como en otras

ocasiones, algún cardenal, de intenso rojo con negro alrededor de ojos y pico, y

algún sinsonte, de tonos gris, blanco y negro, gran imitador de sonidos de varias

especies de animales, entretienen mi espera.

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"¡Si se repitiera lo del otro día, pero sin heridas...! Vamos, vena..." Mis

pensamientos quedan interrumpidos cuando por el sendero a mi izquierda, como a

cien yardas, asoma un hermoso ciervo, grande, bien formado, posiblemente de

ocho puntas. Como aquel herido parece que quiere asegurarse que no hay peligro

al cruzar el sendero. Viene del potrero vecino; marcha en dirección al mío. Es

decir, tengo unas diez yardas para poder dispararle cuando comience a andar.

Mientras me mira, enhiesto y curioso, permanezco como una estatua; ni siquiera

parpadeo. Luego mueve ligeramente la cabeza como si oliera algo que viene del

norte, de la dirección que lleva. “¿Estará siguiendo el rastro de alguna venada? Al

fin y al cabo estamos ya en la berrea”. El escaso minuto que el venado está parado,

con medio cuerpo en la espesura, y sin dejar de otear en mi dirección, parece un

siglo. Por fin, da unos pasos cautos, recelosos. Un arbusto lo tapa cuando se

aproxima a la cerca de alambre espinoso. No tiene prisa ni viene hostigado; por

ello no salta la cerca, sino que hace ademán —percibo confusamente— de

agacharse para cruzar por entre los alambres. Es este el momento que he estado

esperando. Cuando el animal se alza y comienza a cruzar a buen paso el sendero

limpio de mi rancho, la cruz del anteojo de puntería de mi Winchester está fija en

su brazuelo. Ni

un segundo más

pasa cuando el

sonido del

disparo rompe la

quietud de la

tarde.

Como me ocurre

en ocasiones,

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cierro instantáneamente los ojos. Cuando los abro veo al animal coceando en el

aire herido de muerte.

Dejo pasar siete u ocho minutos. Luego, con el rifle siempre preparado, recorro el

sendero hasta llegar al lugar donde estaba el venado. Efectivamente, en el suelo

hay huellas violentas y sangre. Con cautela sigo el rastro. Veinte yardas más

adelante, caído sobre un pequeño arbusto con ramas recién quebradas, está mi

venado de la suerte.

“¿A qué santo le rezas?”, me preguntará Feliciano. Como rezar, no, pero desear

con fuerza, sentirme optimista y con una actitud positiva mientras estaba a la

espera, soñando, sí que lo hice. Donde ocho días antes tuve una experiencia nueva

y actué con integridad de buen cazador, hoy me sonrió la suerte como una bella

dama a la que persiguiera decidida, fogosa y largamente.

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Tosca: de garrapatas y codornices

ue su primera dálmata. Y no una dálmata ordinaria. Era una dálmata con

manchas de color marrón claro y ojos también muy claros. El veterinario

del pueblo cercano a la histórica iglesia de St. Ambrose jamás había visto

un perro dálmata de ese color. Sabía esto sólo por libros.

Era de raza pura y, en cierto

sentido, única. Y, sin

embargo, no tenía papeles;

no era una perra registrada.

Sus primeros dueños, por

dejadez o alguna otra

dificultad, nunca los

solicitaron o consiguieron.

Eran aquéllos una pareja

mayor que no podía ya cuidar bien a la perra. Se enteraron por amigos comunes

que Jaime buscaba perro. Entonces, generosamente se la regalaron. Debía tener un

par de años escasos. Parece que su nombre era Sally. Como no le gustaba el

nombre, el nuevo dueño —quien recordaba ese nombre de una gran perra de caza

que su padre había tenido de joven— la bautizó con el nombre poético y musical

de Tosca.

¡Cuántas alegrías y compañía le dieron aquella perra durante dos inolvidables

años! Vivía solo y aislado entre grandes campos de patatas y cereales y de monte

bien cerrado, y frecuentemente paseaba hasta el cercano cementerio de la iglesia a

F

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lo largo de un camino limitado por espesa vegetación y grandes árboles llenos de

“Spanish moss”. Tosca era su diaria y, a veces, única compañía.

Recuerda un día en que fue a la ciudad cercana para asuntos o compras, como

hacía con alguna frecuencia. Al vivir en un campo cercano al pueblecito de

Hastings (Potato Capital of Florida”), San Agustín, la ciudad española más antigua

de los Estados Unidos, situada en el nordeste de Florida y a sólo dieciséis millas,

era un lugar obligado para todo lo que no fuera su trabajo directo como trabajador

social con la gente de la zona. Dejó a Tosca perfectamente bien, frente a la casa; le

gustaba corretear por los amplios terrenos y campos vecinos. Podía refugiarse bajo

la casa elevada sobre sólidos pilares. Tenía amplia sombra bajo aquellos robles

centenarios donde se veían y frecuentemente oían retozonas ardillas dando saltos,

acumulando golosas los deseados frutos y buscándose continuamente.

Cuando regresó dos o tres horas más tarde, Jaime no encontró a su perra que

siempre le esperaba saltando o moviendo el largo rabo de alegría y afecto. La

llamó repetidamente y no vino a él. Finalmente oyó unos gemidos que salían de

debajo de la casa. Al agacharse, la descubrió tumbada intentando acercársele. Se

arrastraba literalmente entre dolores que le impedían ponerse erecta. Cuando

finalmente la pudo tocar y le ayudó a pararse la examinó pensando que quizás

alguien podría haberla golpeado o haber peleado con algún otro animal. Nada raro

encontró.

En esos momentos pasó por allí una amiga que venía de visitar a su madre, guapa

viuda con bastantes hijos que era su vecina más cercana, a trescientos o

cuatrocientos metros. Como es típico en estos lugares, por la mucha vegetación, su

casa no era visible desde la suya. Su amiga le preguntó si tenía algún problema con

la perra. Al narrarle los síntomas y decirle que iba a meterla en su coche para

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llevarla al veterinario, la joven le mencionó que por aquellas zonas había unas

garrapatas llamadas “dagger ticks” que si se prendían del lomo de un animal,

tocándole quizás algún nervio fundamental, lo paralizaban lentamente hasta

matarlo, aunque fuera un caballo. Debía, pues, examinarla bien.

Y efectivamente, al comienzo del lomo, al acabar el cuello, Tosca tenía una

garrapata blancuzca, gorda y reluciente. Pronto se la quitó. Un cuarto de hora

después la perra corría retozonamente como si nada le hubiera pasado.

Años después, ya en la Universidad del Sur de Texas, Rexton, donde enseñaba,

Jaime explicaba un cuento de Horacio Quiroga, titulado “El almohadón de plumas”

(publicado por primera vez en 1907 en Caras y

Caretas), sobre una especie de garrapata

descomunal que poco a poco “chupa” la vida de

una joven casada. Este es un cuento que puede

o no inspirarse en la realidad. Pero también por

esta época, leyó en un periódico algo verídico:

un niño, ya varios días en un hospital

neoyorquino, cuya vida poco a poco se iba apagando sin que los médicos supieran

la causa. Sin embargo, tuvo suerte cuando una

enfermera que regresaba de tomar un curso sobre

reznos y garrapatas lo examinó y descubrió una

garrapata en su cuero cabelludo. Pronto el niño

mejoró totalmente.

Descubrió de esta manera nuevos indicios de cierta

barbarie de la naturaleza en aquella América, parte

del Nuevo Mundo, su segunda patria. ¡Tantas cosas

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nuevas y grandes y peligrosas que un español no podía conocer o comprender

sencillamente por venir de un país viejo donde la naturaleza estaba más

domesticada y no era tan salvaje como la de aquellos lugares!

Al paso del tiempo empezó a llevarse a Tosca de caza. Poco a poco la iba

enseñando a rastrear y echar gordas y multicolores codornices. Más adelante, salía

con un hombre mayor que pidió acompañarle. Éste le enseñó (y Jaime a él

también) algunos interesantes lugares en los bosques del condado St. John. El viejo

Ambrose, así bautizado por haber nacido a la vida del

espíritu en aquella iglesia vecina, le llevaba más de

treinta años. Cuando iban de caza, el joven cazador le

sugería a veces separarse y cazar por zonas paralelas

para luego encontrarse en otro sitio; así aprovechaba

para ir un poco más despacio y descansar de tanto

andar. Ambrose, con más de sesenta años, casi le

agotaba. Y eso que siempre fue un buen andador.

Claro, Ambrose había sido cartero por muchos años,

cuando los carteros andaban más y montaban menos

en coche. Le costaba trabajo decirle que en la caza no

hay que ir muy rápido; no es lo importante cubrir

grandes distancias.

Un día de caza, mientras descansaban a instancias del joven sentados en dos

hermosos troncos de unos caídos árboles, Ambrose, que llevaba aquel día un perro

de un amigo, no particularmente bueno para aquella caza, comentó que ya Tosca

iba mejorando, pero que no sabía mantener la muestra. Era la verdad. Cuando su

perra tomaba el rastro de las codornices andaba casi corriendo y se alejaba más de

lo que él quisiera. Le era muy difícil dominarla; él tenía que andar también con

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rapidez para poder disparar a la codorniz que echaba. Claro que había cazado

solamente cuatro o cinco veces.

Ambrose le ofreció entonces un caramelo. Era un caramelo gordo y redondo, del

tamaño de una castaña. Cuando empezaba a chuparlo y lo tenía en el lado derecho

de la boca, entre los dientes y la mejilla, se levantaron y empezaron a andar. Casi

inmediatamente Tosca se puso de muestra. Jaime le dijo a su viejo amigo:

—¿Qué? ¿No dices que no mantiene las muestras? ¡Mírala!

Y entonces la dejó que mantuviera la muestra posiblemente durante un minuto.

Finalmente, le mandó que avanzara. La

hermosa codorniz salió a menos de

quince metros de distancia, derecha,

baja, alejándose de ellos. Cuando se

echó la Winchester automática del 12 a

la cara se hizo daño con la culata

golpeándose el carrillo al presionarle el

caramelo contra los dientes. Entonces

separó la escopeta, abrió la boca y con la mano izquierda presionó sobre la mejilla

derecha para pasar el caramelo al centro de la boca. Con todo esto, tardó mucho en

disparar a la veloz codorniz que ya se había alejado demasiado. Marró. Fue una

auténtica lástima: si hubiera matado aquella codorniz, Tosca le habría traído la

pieza, como bien sabía hacerlo, y después de grandes aspavientos y elogios la perra

habría ido descubriendo lo que el cazador quería que siempre hiciera. De todas

formas, la acarició y se rio mucho con Ambrose.

En aquella ocasión, el joven cazador tuvo también que animar a Ambrose al

enterarse que, años antes, éste accidentalmente disparó durante una cacería con tan

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mala suerte que algunos perdigones se impactaron en la espalda de un amigo. Por

esto, cuando Ambrose le pidió acompañarle al ir de caza, iba como de mirón,

aunque llevaba escopeta. A Jaime le costó algún tiempo infundirle confianza.

Otro día cazaba solo con su perra a cien metros de su casa en una zona muy tupida

de monte bajo lleno de bajas palmeras (o palmettos, corrupción del español

“palmito”) y otras muchas y desconocidas plantas medio tropicales de ese

increíblemente fértil estado americano donde tan frecuentemente llueve. Tosca iba

sólo a cuatro o cinco metros de distancia por la dificultad en moverse y porque

Jaime la obligaba a mantenerse cercana.

De pronto hizo una magnífica muestra.

El cazador se situó lo mejor posible para

quizás ver así la codorniz volando.

Cuando mandó a la perra y saltó ésta

sobre la pieza, nada voló. Grande fue su

sorpresa cuando Tosca levantó la cabeza

con una codorniz en la boca. Jaime dejó

cuidadosamente la escopeta en el suelo

y la llamó. La perra fue acercándose lenta,

la cabeza levantada por los muchos arbustos que obstaculizaban su marcha, la

presa en su hermosa boca. Cuando él estiró la mano para coger la codorniz, su

perra abrió la boca y la codorniz voló rauda y libre fuera del alcance de ambos.

Apenas pudo dispararle ya muy lejos recogiendo del suelo la escopeta. Su Tosca

tenía la boca suave; era una perra gentil y amable.

Meses después, en enero de 1968, Jaime dejó su profesión y se fue a Florida State

University a hacer estudios graduados en literatura española. Tuvo que dejar a

Tosca mientras se instalaba en casa nueva y resolvía otros muchos asuntos del

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traslado y nuevo estilo de vida. La dejó con Susie, su vieja cocinera negra. Al cabo

de tres meses, regresó a su antiguo lugar y habló con ella. Tenía malas noticas. Una

serpiente de cascabel le picó a la perra que acostumbraba a meterse por los bosques

de los alrededores; iba sola, como de caza. Parece ser que las serpientes huelen de

modo parecido a las codornices u otros tipos de caza. La perra estuvo hinchada dos

o tres días, pero como no recibió ayuda médica alguna no sobrevivió a la crisis.

11

Perros, conejos y una jaca en La Cantincharia.

n un día veraniego fui con mi padre y creo que con mi tío, “el cazador a

la espera” (pues a este tipo de caza empezó mi tío Faustino a dedicarse y

así tener algún éxito), a una finca de uno de sus mejores amigos distante

una legua larga de la nuestra. Era famosa por su abundante caza de conejos en sus

montes y tupidos barrancos.

Como estaba lejos, llevamos un caballo (o jaca) no grande, pero sí mal encarado y

algo peculiar, que tenía mi abuelo. Allí llevábamos los pertrechos de caza.

E

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Bajamos al río por la empinada senda que daba a los

chopos debajo de la casa principal de La Boticaria, la que

ocupaban mis abuelos y dos tías con sus familias. Lo

cruzamos y seguimos la senda casi en dirección a la casa de

El Murciano. Entonces, joven de doce o trece años, todavía vistiendo pantalón

corto, que creía poder y saber hacer más de lo que sabía y podía, intenté subirme a

la jaca saltando por detrás en una cuesta arriba. Por la situación física de la jaca y

por no ser especialmente ágil, no pude llegar a colocarme en la grupa del animal.

Por instinto y protección del cielo, al ver que me caía, para no rozar a la jaca,

empujé con fuerza sobre las ancas de la

bestia con ambas manos y salté así hacia

atrás. El mal caballo tenía la

peculiaridad, desconocida para mí, de

cocear al tocarle en las ancas. Una

herradura del caballo me rozó la piel de

una espinilla, haciéndome un levísimo

arañazo, que yo, temeroso de alguna

bronca, oculté a mi padre.

Hice, como los demás, todo el recorrido andando y charlando. No teníamos que

molestarnos en mantener los perros cercanos o atados, pues perros no llevábamos.

Finalmente, a hora todavía relativamente temprana, llegamos a la finca de los

amigos. Y así pudimos echar un par de horas largas de caza en zonas no lejanas a

la casa solariega. Los perros, desconocidos, de nombre sin importancia y que antes

de regresar a La Boticaria ya había olvidado pues no tenía interés en recordarlos

siquiera, se movieron bien entre la maleza. Se metían como podían en aquellos

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grandes chaparrales y otras matas, sin casi ver nunca conejos, sólo oliéndolos y

haciéndoles salir. Cuando los conejos salían, los varios cazadores cercanos,

generalmente en las laderas de aquellos anchos y fértiles barrancos, disparaban con

cuidado y gritos de “¡ahí va!, ¡por allí!, ¡mío!, ¡cuidado!” con harta frecuencia. Yo

contemplaba aquella cacería, nunca antes experimentada por lo abundante, y sentía

ser demasiado joven para acompañar a los adultos en tal tiroteo.

Y llegó la hora del almuerzo. Algún rato charlé con Alfredito, el sobrino de Pepe

(el gran amigo de mi padre), y de nombre como su padre, el cuñado de Pepe. Era

éste un señor que no vivía de ordinario en Lavinia. De él recuerdo, especialmente,

sus fuertes botas de caza, con las que andaba sin peligro y bien protegido en la

abundante maleza. Nosotros, todos los demás, íbamos calzados con las clásicas

alpargatas o zapatillas de cáñamo o esparto y lona, sin calcetines, como se hacía

por entonces en nuestra tierra. ¡Qué retrasados pueblerinos!

Deseaba que acabara la comida, abundante y buena, pero de la que no recuerdo

detalles. Deseaba que acabara porque quería llevar al caballo a una fuente a más de

un kilómetro de distancia cuya agua llegaba hasta la casa. Quería montar en la jaca,

cuidando ¡claro! no tocarle en las ancas, ya que no había podido hacerlo en el viaje

mañanero.

Y así fue. Al acabar de comer, mientras los adultos estaban de sobremesa,

contando sus hazañas y disparos de la mañana, me fui al corral y solté el ramal del

caballo que estaba sin aparejos y bajo techado, medio dormitando en el calor de la

siesta. Y así, a pelo y conduciéndolo forzadamente, sin bocado ni riendas, sin

estribo ni espuelas, con sólo una soga sobre la boca, fuimos muy lentamente hacia

la dichosa y en apariencia bien lejana fuente donde hacer que el rocín bebiera de la,

para mí, muy deseada, sana y refrescante bebida.

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Cuando llegamos, por más que

insistí, el caballo no quiso beber.

Entonces, siempre sobre él, di la

vuelta para regresar a la casa de

la finca. Apenas le toqué en los

ijares con mis alpargatas cuando

el caballo se puso al trote largo,

casi al galope. Apenas si podía

mantenerme sobre su lomo. Iba más bien, agarrado a la corta crin del mal bicho,

casi echado sobre el pescuezo del animal, al que le urgía llegar a su destino como

alma que se llevara el diablo. A los pocos minutos, cuando ya me iba manteniendo

un poco más erecto sobre el caballo, llegamos al corral. Lo último que vi cuando el

animal entraba bajo el techado fue un recio larguero de madera a la altura de mi

frente que con celeridad se me venía encima. Instintivamente bajé la cabeza y me

salvé, creo, de milagro.

En aquel momento, mi juventud recibió una luz de prudencia y ya jamás intenté

montar en aquella mal encarada jaca. Por la mañana, el animal me pudo fácilmente

romper una pierna; por la tarde, me pudo romper la cabeza. Sin duda alguna, Dios

o mi ángel de la guarda estaban conmigo.

El resto de la tarde fue como la mañana: más conejos, más tiros, más muertes, más

perros cuyos nombres olvidé antes casi de conocerlos y que no importan hoy, ni

aun ayer.

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Galgos.

erdaderamente, la caza del galgo la conozco más por narraciones y

reportajes que por haberla experimentado. Sólo recuerdo una vez que

mi padre trajo a la finca de La Boticaria un par de galgos y por las

faldas de El Lomo cazamos unas horas. Creo que echamos un par de liebres y casi

quiero ver que conseguimos una. Los galgos corrieron, los vi un poco en la

distancia, pero nada muy excitante. Por esto, mi recuerdo es hoy bien nebuloso.

Ciertamente, en muchas ocasiones he echado liebres

y deseado haber tenido un buen galgo, o dos, para

haber experimentado otra forma del apasionante

mundo de la cinegética.

Como, por ejemplo, en una ocasión muy significativa

para mí. Apenas tenía catorce años cuando mi padre me dejó su bella escopeta de

la casa Éibar, del 12, de cañones paralelos, repujada y con el cañón derecho liso. Y

me dijo:

—Jaime, hijo, eres casi un hombre. Ya puedes usar mi escopeta. Recuerda mis

enseñanzas y sé prudente.

Casi siempre, en aquellos veranos inolvidables,

cuando íbamos de caza, mi tío Faustino, casado

con la gemela de mi madre, era parte integrante

del grupo. Nunca aprendió a cazar ni a disparar

V

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bien, pero era un gran entusiasta y siempre estaba dispuesto. Era, además,

entretenido cazar con él, pues hablaba mucho y exageraba un poco.

En la ocasión que menciono, mi tío y yo salimos temprano de casa. En quince

minutos llegamos a las laderas de Los Chopos, el coto de un gran amigo de la

familia, colindante con nuestra finca y con derechos de agua del río Lavinia como

la de mi abuelo, aunque con menos horas, pues la finca de regadío era más

pequeña. Estos montes, que lindaban por un lado con la carretera que llevaba al

interior de la provincia a lo largo de unas cuestas con curvas por el barranco,

generalmente con muy poca agua, llamado El Agüica, y por otro con el río Lavinia,

eran estupendos para cazar. Con buena tierra y bancales cercanos donde los

animales podían comer, con zonas tupidas y otras muy ligeras de arbolado, con

colinas, algunos cerros y bastantes peñascos y madrigueras, huella de antiquísimos

terremotos en la zona, era un coto precioso para la caza de conejos y perdices,

particularmente, que ya conocía bastante bien cuando cazaba con mi padre y que,

con el paso de los años, llegaría a conocer como la palma de la mano.

Eran las siete de la mañana, lo recuerdo bien. De pronto oí un tiro a mi izquierda.

Claramente era de mi tío. Algo habría visto y, casi seguro, lo que fuera, y lo digo

sin ánimo de ofender la memoria de mi tío, de quien guardo agradable recuerdo,

seguiría corriendo o volando, con cierto sobresalto, por el lugar.

Yo ascendía la leve pendiente dando cara a la carretera que quedaba a quinientos o

más metros a mi derecha. Iba por una senda ancha, todavía con poca vegetación, en

busca de la altura y de lugares donde podría abundar —pensaba— la caza. A los

pocos segundos del disparo, viniendo en mi dirección, un poco por mi izquierda, se

acercaban corriendo alocadamente dos liebres, sus orejas bien levantadas y con

punta negra, saltando, quizás sin ver que yo, silencioso y atento, iba en dirección

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opuesta. Venían, sin duda, buscando la senda por la que mejor y más desenvueltas

alejarse del peligro, alejarse de mi tío.

Jamás en mi vida había visto dos liebres vivas juntas. Jamás volví a ver dos liebres

juntas en el resto de mis cacerías en el viejo mundo, aunque sí en el nuevo. El

corazón me saltaba de emoción. Rápidamente me encaré la escopeta y, aun antes

de que llegaran a mi altura, disparé a una que cayó fulminada. Aquello me bastó.

Levanté la escopeta e hice caso omiso a la otra liebre que siguió corriendo pasando

cerca de mí hasta perderse en la distancia. ¡Mi primer disparo con una escopeta del

12! ¿Cómo iba a disparar por segunda vez a otra liebre? Eso era casi imposible por

la emoción del momento, por la primicia de mi disparo.

Hoy día pienso que si hubiera esperado un par de

segundos, al estar alineadas en mi dirección, con un solo

disparo podría haber abatido las dos liebres.

Nunca más dejé de disparar los dos tiros si la ocasión se

presentaba. Más de una vez dispararía a dos conejos, uno

después de otro, sin recargar. Muchas veces disparé a dos

perdices o dos codornices o dos palomas… Cada vez que

surgió la ocasión, siempre descargué los dos cañones. Una vez me salió una perdiz

y la maté de un tiro. Al caer al otro lado de aquel pequeño barranco, salió un

conejo al que le descargué el segundo cañón del arma; sin embargo, marré este

segundo tiro.

Pero aquella vez, aquella mañana con mi tío, aunque no disparé el segundo tiro, fue

única e inolvidable. Fue mi primer tiro con la escopeta grande de mi padre. Ya a

los catorce años, como cazador, empezaba a ser un hombre.

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Aquella mañana bien pudo ser una mañana para llevar un par de galgos a mi lado y

soltarlos al ver las dos liebres acercándose. ¡Qué experiencia tan especial habría

sido entonces! Pero no llevaba galgos; nunca llevé personalmente galgos. Dudo,

sin embargo, que la emoción con dos galgos pudiera haber sido más intensa para

mí. Habría sido más bonita, sin duda alguna, diferente, con seguridad, pero no más

aguda.

Mi tío llegó pronto y, alegre y sincero, me dio la enhorabuena. Y casi empezó,

exageradamente, a compararme con mi padre, por el éxito de mi primer tiro.

Aquel episodio sucedió, sí, a las siete de una mañana veraniega, lo recuerdo bien.

13

El cachorro.

“Remi, iam itum”.

pareció un día, gorda, cansada, bien preñada. Era hermosa, de pelo

largo todavía invernal, orejas puntiagudas, con el morro negro. La

entrada de La Boticaria, llena de pinos plantados por el abuelo a finales

de los años cuarenta, era un lugar acogedor para su situación. ¿La abandonaron allí

mismo? ¿La dejaron por el cruce de la Autovía del Noroeste-Río de Mula y la

carretera vieja de Caravaca? ¿La echaron de algún lugar no lejano? El caso es que

al día siguiente de llegar parió ocho perritos, cuatro machos y cuatro hembras,

A

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éstas últimas sin vida. A las dos semanas dos cachorros murieron ahogados a pesar

de que un joven agricultor de la finca intentara salvarlos repetidamente.

Cuando vi por primera vez a la perra loba y a sus dos cachorros, le di la

razón a mi hermano, que me había recogido en mi coche en el aeropuerto de

Barajas: parecía la loba capitolina con su Rómulo y Remo. Por ello, y como no se

sabía el nombre de la perra, días después decidí, con permiso o aceptación

imprecisa del nuevo dueño, llamarla Roma.

En pocas semanas se llevaron al cachorro más grande, el de pelo muy

parecido a la madre. Pero al más pequeño nadie lo quiso y se quedó en la finca, con

su madre y al lado de Kan, el perro joven, basto, feote, destrozador, más o menos

cuidado por el aparentemente desinteresado empleado del Estado

que vivía, ya largo tiempo, en la vetusta casa de la finca,

antiguamente casa de caseros, reconstruida hacía pocos años

después del terremoto que a finales de siglo hiciera tanto daño en

la antigua Lavinia y sus alrededores.

El cachorro parecía totalmente un gordo osito de lana negra, con pequeños

ojos casi aún más oscuros y orejitas todavía medio caídas. Pero, como decía el

joven agricultor, era de raza y pronto tendría las orejas bien puntiagudas.

Y así fue. Apenas tenía el mes y ya mostraba las orejas bien paraditas,

atentas, delanteras. Naturalmente estaba siempre con la

paciente madre, de la que mamaba frecuentemente. A

manera que pasaba el tiempo le mamaba menos y

comía más alimentos sólidos. Era un poco tímido y

huraño, pero siempre juguetón; le gustaba mordisquear

el bajo de los pantalones, los cordones de los zapatos, las patas y casi el cuello de

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la madre y de Kan. Como le traíamos restos de comida de nuestro almuerzo en la

Casa de Paco, un restaurante de aldea cercano, se iba haciendo más y más

amigable; al silbarle venía corriendo a disputarse las sobras con la madre, a la que

dábamos comida extra por su lactancia. Y así, con cierta ferocidad y rapidez,

comían juntos.

La madre y cada vez más el cachorro daban paseos con mi esposa. Se venían

a la casa, pocos meses atrás construida, que estábamos acabando por dentro. Y el

cachorro crecía; se veía, se notaba casi a diario cómo ganaba peso. Y seguía

siempre negro, con las orejas triangulares erectas y los ojitos azabache.

Hasta que un día al regresar del almuerzo le silbé, como de costumbre; le

silbé repetidamente, y lo esperé… pero el cachorro no venía. Y no vino. Le

pregunté al indiferente dueño, habitante habitual de la dos veces centenaria casa de

su madre, pero no sabía nada y no hizo comentario alguno sobre el asunto. Lo

busqué por la balsa y la piscina de la finca temiendo un final semejante al de sus

dos hermanos, pero, gracias a Dios, no lo encontré allí. Pregunté al joven

agricultor, dueño de un trozo de La Boticaria, pero no lo había visto en unos días.

Como yo, pensaba que no lo habría matado ningún coche en la vecina carretera;

habríamos notado algo en el pavimento. Con mi mujer, empecé a creer, como

última alternativa, que lo habían robado. ¡Sería irónico que no habiéndose

encontrado a nadie interesado en el cachorro —si es que de verdad se le buscó

dueño, como siempre oí— ahora, quizás, lo hubieran robado!

Pasaron las horas. Sentía una continua intranquilidad, cierta preocupación

por el paradero del cachorro. Andaba por la finca mirando, por si acaso, con mis

orejas como de perro en acecho, paradas, observando a la madre…

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Al atardecer de todo aquel día en que no habíamos

visto al cachorro la madre se fue de mi lado, andando de

forma extraña hacia ningún lugar en concreto. Con más

preocupación seguí el paseo vespertino con mi esposa,

charlando y, a la vez, escuchando lejos. Y de pronto, como

a las nueve, oí como un medio llanto, un apagado quejido que mi mujer creyó ser

de algún niño. Pero no; era la débil, lejana llamada de socorro del cachorro en

medio de la huerta, entre los albaricoqueros, cuyo fruto quería ya tomar color y

tamaño.

Cuando escuchando y llamando llegué junto al cachorro lo encontré en una

arqueta honda para el riego, un pozo rectangular de cemento de un metro de

profundidad, intentando inútilmente salir.

Sacarlo y llamar a la madre, que no andaba lejos, fue todo uno. Entonces

¡qué de suspiros y ladridos y lloros y saltos y mordiscos y retozos del cachorro a

Roma! A manera que andábamos hacia la vetusta casa en busca de agua y alimento

para el cachorro, éste repetía incansable, feliz, quizás traumatizado, intensas

muestras de cariño hacia la madre.

El cachorro bebió agua largo y tendido. Y luego saltaba y gemía, pequeño y

lanudo escarabajo, junto a la madre, mientras continuábamos todos, ya tranquilos y

serenos, nuestro diario paseo por La Boticaria.

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14

La caza de reclamo de la perdiz ibérica

u cuarto hermano es muy aficionado a la caza. La del reclamo le gusta

particularmente y es muy entendido en esta variedad. A lo largo del año

cuida siete u ocho pájaros de perdiz para luego pasar algunas semanas

cazando con varios amigos. En los últimos años de la década de los 80 alquilaba

con varios amigos un gran coto a unos diez kilómetros al nordeste de Caravaca de

la Cruz.

La ciudad del noroeste de la comunidad

murciana, famosa por sus fiestas

primaverales dedicadas a la Santa

Cruz, está bastante más alta que la capital;

es por ello, a la vez, fría en invierno. Pero

es una de las ciudades más interesantes y conocidas de la región; por aquí dejó su

honda huella el frailecico y extraordinario poeta místico del Siglo de Oro, San Juan

de la Cruz. Desde joven, Jaime le tiene afecto a este gran pueblo. A sus diez años

pasó allí, en su instituto, un examen especial de ingreso; ganó y por ello le dieron

matrícula gratuita el año siguiente. En realidad, nunca supo qué beneficio auténtico

trajo a sus padres o a él. Tuvo también un buen amigo caravaqueño en su primer

año de estudiante en Roma; Jesús le ayudó mucho en aquellos comienzos italianos

cuando era su guía y compañero en su Lambretta azul y

blanca, pesada, fuerte y segura.

El coto o finca El Estrecho de la Encarnación, de muchas

S

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hectáreas de monte atravesado por el río Quípar, que nace no muy lejos del lugar,

tiene varias casas, para dueños y para hacenderos. Ninguna está en buen estado,

pero todas muestran la categoría que esta finca debió tener a mediados del siglo

pasado.

En enero de 1987, durante su año sabático de la Universidad A&I, en Rexton,

Texas, su hermano llevó a Jaime de caza dos o tres veces a esta finca. La primera

vez llegaron un jueves por la tarde después de que acabara el trabajo en su negocio.

Entraron en la casa donde otros cazadores se alojaban y, como es natural entre

gente de bien, le dieron cordial bienvenida. Todos amablemente le ofrecieron lo

que tenían. Como es costumbre en estas ocasiones se comía de lo que todos traían,

se bebía abundante café, se hablaba por los codos de todo, con algún que otro taco,

y se fumaba menos que antiguamente pero más de lo que él hubiera querido.

Algunos de aquellos cazadores estaban allí ya varias semanas. Todos eran

conocidos y algunos eran medio amigos de Jaime de muchos años atrás. Allí

estaban su primo Octavio, buen procurador, de recios anteojos que le daban un aire

más oficinesco; Esteban, dentista de Lavinia y casado con una prima suya;

Roberto, el mayor de todos, jubilado y sin haber tenido profesión definitiva que él

conociera; el chato Botía, pequeño y más bien regordete, siempre sonriente;

Antonio, el molinero, y un par más. Hablaban con orgullo de sus pájaros de perdiz,

de cómo habían cantado cuando se oía a lo lejos alguna que otra perdiz, pocas en

general aquel año, de que éste había echado un par volando cuando se acercaba al

puesto, de que si el guardia civil del coño, abusando de su autoridad, seguía

tomándoles el puesto ya preparado el día antes, de que hacía mucho frío por la

mañana temprano… Ciertamente se discutió aquella noche el plan para la mañana

siguiente. Cada uno tenía un sitio en mente. Y se acostaron en camas no muy

cómodas ni particularmente limpias; eran catres metálicos o de madera y lona,

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normal entre cazadores. Al fin y al cabo, no es lo esencial ni aun lo más importante

la comodidad ni el alimento. Otro “alimento” es el significativo y el que buscaban

todos: un buen reclamo del macho de perdiz y que entraran muchas congéneres esa

fría mañana que se avecinaba.

Antes que saliera el sol ya su hermano —siempre intranquilo y madrugador—

había preparado el café que, con alguna magdalena o rollo, calentó pronto sus

estómagos. Una rápida lavada de gato, ropa para el frío y cada uno a recoger su

pájaro y escopeta. Alguno que otro andando, los más en su vehículo, los cazadores

salieron para distintos puntos de la gran finca. A su hermano le gustaba siempre ir

lejos. Y así salieron cruzando el pequeño río y subiendo el largo, empinado y

estrecho camino en dirección, no sabía cuál, pero hacia la altura y la soledad.

Después de más de veinte minutos, dejaron el coche, agarraron los bártulos, el

pájaro a la espalda en su jaulero tapado con una lona verde y la escopeta en la

mano, y ¡andando! Llevaba una escopeta que su hermano le había dejado: una

paralela del 12 que tenía ya por algún tiempo. El hermano llevaba la escopeta de su

padre, la que le recordaba de sus años de cazador a su vera, la que había usado con

frecuencia desde que a los 14 años se estrenó con ella matando con su primer tiro

una liebre de dos que le salieron juntas. Era una buena Éibar bien repujada, ya

vieja, posiblemente demasiado usada y a la que había que tratar con cuidado. La

escopeta de papá le había “tocado” al cuarto hermano.

Esto de la herencia paterna es un tema delicado nunca de verdad enfrentado.

Cuando él murió Jaime estaba, ya desde muchos años atrás, en Estados Unidos. Su

madre no quiso que le avisaran cuando murió. A lo mejor pensó que ya había

gastado bastante dinero cuando en octubre de 1975 pasó una semana a su lado,

cuando estaba en el gran hospital murciano de la Arrixaca. De cualquier manera,

cuando su padre murió el 31 de marzo de 1976, él, su primogénito, no estuvo

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presente. Otros decidieron por él, otros quizás explicaron a tantos familiares,

conocidos y amigos por qué el hijo mayor no estaba allí, en el funeral, en el dolor y

el respeto de todos. Y para empeorar las cosas, cuando le llamaron tres días

después para decirle que su padre estaba muerto y enterrado lo hicieron quizás el

peor día para él: el día de su cumpleaños, antes de las seis de la mañana, por boca

de su tercer hermano, en nombre de la madre. Cuando cogió el teléfono pensó de

inmediato que su madre, que los suyos tenían prisa por felicitarle en el día que para

él, ya desde hacía muchos años, era “su día”. El día de su santo lo tenía ya medio

olvidado, pues no es lo que se celebra en USA donde vivía ya quince años.

Fue un rudo golpe. Muchas semanas después su segundo hermano, con el que tanto

reñía de niño pues se llevaban poco más de dos años, le contó detalles del funeral.

Segundo, quien le acompaña siempre, más que nadie, más que todos los demás

hermanos juntos, en sus visitas a la madre patria, quien le hace agradable sus viajes

y le obliga con su cariño y trato a seguir yendo a España, le contó algo de lo que

necesitaba saber sobre la muerte y funeral de su padre. Antes Segundo no podía;

quizás Jaime tampoco podía oír lo que le tenía que decir.

Nadie le contó nunca nada de las particiones.

Ni siquiera su madre. Aun hoy día ignora

realmente lo que ocurrió. ¿O lo habrá

olvidado? Cuando volvió a España en el

verano de 1978 su madre le dio una corbata

del padre, roja y muy usada, y una especie de

chaleco de lana beige, abierto y con botones,

de manga larga y ya tocado por la polilla, que

su padre usaba últimamente. Y luego, en

junio de 1980, en su primer viaje a América,

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su madre le dio una pequeña moneda de oro, de su padre, conmemorativa de los 40

años de Franco. Toda su herencia material paterna se cifra en estas tres cosas que

aún conserva, valora y no usa. Supone que sus hermanos heredaron algo más. Pero

prefiere no saber ni preguntar; así ese cierto malestar existente puede ser menor.

Pero la escopeta, ahora que Jaime recuerda la caza aquella, remueve algo en su

interior. ¿Le molestó entonces verla en manos de su hermano, el cuarto de ellos?

¿Siente alguna amargura cuando a veces ve o se menciona la escopeta del padre?

¿Se siente incómodo cuando no tiene ni prestada una escopeta cualquiera en los

viajes a su casa, La Franja, una escopeta que le haga sentirse seguro, real o

presuntamente, en la soledad y en la noche por las que a veces pasa preocupación y

desasosiego, por las que atraviesa su amada y bien recordada España, tan insegura,

tan sin leyes protectoras de los buenos y pacíficos ciudadanos y turistas en los

últimos años de gobierno socialista?

En aquella fría mañana de enero de once años después de la “herencia” subían la

empinada ladera de la montaña en busca de un lugar que su hermano considerara

bueno para echar un puesto. Él era el experto. Aunque Jaime le aventajaba en

muchos años de edad y de caza de distintos tipos, la caza de reclamo era

experimentalmente desconocida para él. Sólo a sus trece o catorce años había

pasado unas horas dentro de un puesto con su padre en La Higuerica, un coto de la

Sierra de Ponce donde solía pasar un mes de invierno con su sobrino Jerónimo y

dos mozos que les preparaban los puestos. Cazaban “a lo señorito”, claro. Mientras

su padre miraba de vez en cuando por la mirilla del puesto, él estaba liado en una

manta y sentado en el duro suelo, en absoluto silencio y leyendo una novela del

Oeste que su padre tenía. Aún recuerda el título: Murieron con las botas puestas,

sobre las últimas aventuras del General George Custer hasta su muerte a manos de

Sitting Bull en la batalla de Little Bighorn. ¿Qué podía Jaime saber con semejante

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experiencia de la caza de reclamo? Apenas recuerda si en un par de ocasiones el

pájaro de perdiz de su padre cantó intentando atraer otras perdices.

Su padre le pudo enseñar mucho de la caza de reclamo. Ciertamente, le oyó hablar

frecuentemente de ello. Era un magnífico tirador y cazador, tenía pájaros de perdiz,

tenía instinto para la caza. Pero no lo hizo. En la época de esa caza (siempre en

invierno), Jaime tenía que estar en el colegio. El padre sí podía dejar el negocio (y

si no podía, lo hacía) durante un mes en manos de su sobrino Paco. La tienda

marchaba así suficientemente bien, con Cristóbal y Luisa, y con alguna pequeña

ayuda “echándose un ojo” de su madre. La caza normal de conejos, liebres,

perdices al vuelo y algo de codorniz se las enseñó su

padre en tantos veranos inolvidables. A su lado

aprendió y experimentó mucho. Por eso, cree, se hizo

buen cazador y, sobre todo, gustó hasta el extremo el

placer de la cinegética.

Finalmente, su hermano descubrió una zona de

cuarenta o más metros de largo de monte bajo, romeros

y algún que otro pequeño pinato, con un pino

esponjado y más grande en la parte de atrás y con algunas piedras a su alrededor,

en un rellano del monte, bien alto y con grandes vistas; hasta Caravaca se

vislumbraba en la distancia. Recogieron piedras grandes y las colocaron en un

semicírculo delante del pino y con más ramas de pinos y romeros fueron

disimulando y medio tapando aquel rústico redondel de más de un metro de alto

donde había de meterse.

Se sintió orgulloso de su primer puesto, hecho, claro, con la ayuda de un veterano.

A unos veinte metros delante hicieron con piedras y más romeros un alto de 30 ó

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40 centímetros donde había de colocarse el pájaro de perdiz

que había llevado a su espalda en la ascensión al monte.

Cuando su hermano se fue a buscar otro lugar a un kilómetro

o más de distancia para hacerse allí su puesto, Jaime,

instruido por él, puso su escopeta en el puesto, luego colocó

el macho de perdiz en su asiento, lo aseguró bien y

finalmente, en silencio y con lentitud quitó la cubierta del jaulero. El Garrones

apareció en toda su hermosura. Apuesto, bien parado, tranquilo, apenas sin notar su

presencia, pues a este género de aventuras estaba bien preparado, miró a su

alrededor, curioso y alerta. Su pequeño pico rojo brillaba y sus ojos relucían a

ambos lados de la redonda cabeza más arriba del sedoso cuello blanco. Jaime se

retiró pronto y se metió en el puesto.

Y empezó a correr el tiempo. No perdía ojo de su pollo de perdiz. Esto era

auténticamente su bautismo de fuego. Por la pequeña y triangular mirilla, bien

sentada y firme en su base, había metido los cañones de la escopeta. Por encima de

ellos se veía perfectamente el macho de perdiz y una zona de varios metros a todos

lados. No recuerda que llevara ninguna novela o algo para distraerse; la

contemplación del pájaro, de lo que veía de monte, del firmamento en la distancia,

pues estaba a gran altura y a cincuenta o sesenta metros caía un gran precipicio, le

bastaban para llenar su espíritu. Soñaba, anticipaba, deseaba, casi veía lo que

quería que ocurriera. En su silencio total, a los pocos minutos empezó a oír un

suave “cuchi, cuchi” del pollo enjaulado. A manera que pasaban los minutos el

canto de su perdiz y su fuerza aumentaban considerablemente. A ratos callaba y

torcía la cabeza, como poniendo el oído en dirección a lo que él todavía no oía.

Pero más adelante empezó a oír la respuesta de alguna que otra perdiz. No sabía

aún la dirección de los cantos de respuesta o reto de otras perdices; el sonido no era

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fuerte y el pino ancho y tupido que tenía a su espalda impedía el paso limpio del

sonido.

Más de una hora transcurrió con cantos de invitación y respuesta, de provocación y

reto, y con períodos de silencio y giros de cabeza. De pronto, el Garrones cambió

la forma de cantar y sobre todo empezó a girar de manera rara dentro de su jaulero.

Sus movimientos eran ahora más invitadores y fanfarrones. Parecía desafiar

valerosamente a alguien. Y luego parecía avenirse o intimidarse. Pero, en general,

el Garrones parecía un bravucón retando con el pecho fuera y alto al macho que se

le venía encima, valiente y defensor de su terreno y su hembra.

Ante su vista apareció “el otro”, el enemigo, aquel con el que su pájaro llevaba

media hora de faena “cantante”. Era un macho

hermoso, también con el pecho echado afuera, en

actitud desafiante y peleona, que se dirigía sin

titubeos hacia el macho enjaulado. Ni uno ni otro

parecía darse cuenta que el contacto físico no

podría ser completo por la separación metálica entre

ambos. Pero el instinto y el celo les cegaban. Sólo veían al enemigo, al camorrista

y ladrón por una parte, al lugareño y defensor de lo suyo por otra.

No estaba seguro de cuánto tiempo debía dejar a la otra perdiz alrededor de su

macho. Debieron pasar apenas cinco minutos de cantos y retos y vueltas y

acercamientos y revueltas en el jaulero cuando apretó el gatillo de su escopeta,

asegurándose antes que la perdiz libre estuviera bien fuera de la línea de fuego de

su buen pájaro. Si uno no es cuidadoso, es posible que algún perdigón pueda darle

al pájaro enjaulado.

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Pocos segundos pasaron del sonido del tiro

cuando ya estaba el Garrones cantando de nuevo a

la perdiz muerta que apenas si revoloteó

brevemente. Parecía ahora decir que él era el

triunfador, que se atreviera a más, que él estaba

listo para continuar la pelea. Pero, naturalmente,

no hubo respuesta.

Y siguió el Garrones retando y buscando nuevas aventuras con redoblados cantos.

Pero ahora la calma había regresado a la montaña. Nada se oía; sólo su pájaro,

cantando a ratos; silencio inmenso en la altura, otros. Y siguió lento el paso del

tiempo. Quizás más lento para Jaime, y, ciertamente, menos excitante. Él ya tenía

su víctima, sus primicias en la caza de reclamo. Ya no tenía la expectativa, el

sueño, el deseo urgente de cobrar nueva pieza.

Ahora se preguntaba cómo le iría a su hermano en su puesto. Debía esperarle a que

se acercara y le diera una voz. Pero ya hacía mucho que dos horas habían pasado.

Y se sentía intranquilo. Ahora deseaba recoger y sopesar la víctima en su mano y

enseñar la perdiz muerta. Ahora anhelaba hablar y contar a los otros cazadores

cómo había sido su experiencia. Ahora venía el gran rato de alardear y lucirse del

pájaro y de su faena. Ahora tenían que comparar notas y reír por el éxito. Y, por

otra parte, tenía que ser parco y sobrio; no era correcto o educado, a su entender,

ufanarse demasiado siendo como era un invitado; aquel año se estaban matando

pocas perdices. Entonces que un visitante, sin pagar nada, se llevara lo que tanto

costaba a todos, estaba simplemente mal.

Salió del puesto, mostró la perdiz muerta a su macho que la miraba receloso, le

alabó el trabajo, y le puso la caperuza al jaulero. Y se sentó a esperar a su hermano,

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que pronto apareció. El hermano, naturalmente, se alegró con él, y mientras

bajaban del monte hasta el coche, escuchó más detalles de su experiencia. Por

supuesto, Jaime le alabó el trabajo de su macho de perdiz; él pasaba el año

preparando, cuidando y gastando en sus perdices. Para él era, en gran parte, el

mérito. Jaime había sido un sencillo participante con suerte de lo que su hermano

merecía y hacía.

* * *

Hoy, cuando escribo estas páginas e intento recordar y conjeturar y poetizar este

episodio de la vida de Jaime, han pasado unos veinticinco años. Hoy intento

recoger experiencias y pensamientos cambiados por el tiempo y las circunstancias.

Hoy es un esfuerzo y un gran gozo escribir sobre esto que pensé haber hecho pocos

meses después de que Jaime fuera a la caza de reclamo en la finca de El Estrecho

de la Encarnación a unos diez kilómetros de Caravaca de la Cruz aquel invierno de

su año sabático en La Boticaria, cerca de Lavinia, cuando escribía su novela

Dentelladas y creaba, recopilaba y publicaba muchos poemas en sus Mares

humanos.

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Codornices a lo rico

uando era profesor de gramática y literatura española en la Universidad

del Sur de Texas conocí un día a Mick Jarina. Su esposa trabajaba con la

mía en unas oficinas administrativas de la universidad. Alguien invitó a

Mick “y a un amigo” a cazar codornices en el famoso King Ranch, el rancho más

grande de EE.UU. y uno de los más grandes del mundo.

El rancho King había crecido a partir de donaciones (parte del

sistema de encomiendas) de Carlos III a gente importante del

antiguo virreinato de Nueva España. El

rancho fue fundado por el capitán, o

piloto de río, Richard King y un socio

suyo en 1853; luego añadieron otras muchas haciendas

mexicanas que consiguieron de distintas formas más o menos controversiales hasta

llegar a tener 4.900km2 (1 millón 200 mil acres) distribuidos por seis condados

diferentes del estado de Texas. A lo largo de los años, adquirió gran fama,

especialmente en ese enorme estado, por la creación de la

primera raza de ganado vacuno para carne,

oficialmente reconocida en 1940: la raza “Santa

Gertrudis”; por el petróleo y gas natural encontrado en

enormes cantidades a partir de 1933, y por sus quarter

horses y caballos de pura sangre. Quien haya visto la

película Giant (1956), con Rock Hudson, Elizabeth

Taylor y James Dean tiene una idea de lo que es este

C

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gran rancho retratado en la cinta (con el nombre de “Reata”), con la actual ciudad

de Rexton en su centro y en la práctica controlada por el rancho.

Cuando llegué a la universidad en 1970, el King Ranch también obtenía fondos

alquilando la caza de ciervos, codornices, animales exóticos y, más tarde, del

antílope de la India llamado nilgai (la especie más grande de Asia).

Mick y yo nos dirigimos una mañana a una de las cuatro divisiones o secciones del

rancho, a la zona sur de la de Santa Gertrudis (a menos de 20 millas de nuestras

casas), situada al oeste del pueblo de Riviera. En esta división, Bob Newton, amigo

de los dueños del gran rancho, tenía alquilado —creo que con otros socios— un

coto para cazar codornices.

Después de los saludos de rigor,

montamos en su gran jeep

dispuesto con todas las

comodidades y aparejos

convenientes para la caza. Íbamos

dos cazadores delante y dos

detrás y un poco más altos. En la parte trasera, en dos grandes jaulas, iban cuatro

perros: Duz, Seidi, Sandi y Chico. Las escopetas iban metidas en amplias fundas

adosadas al jeep. Y nos dirigimos ilusionados (yo bastante sorprendido por aquel

desconocido sistema) hacia la zona elegida para la caza de aquella mañana.

En algún momento a solas, “Oso” Solís, ayudante de Bob, y posiblemente un

kineño o trabajador del King Ranch, me preguntó en español, con palabras inglesas

entremezcladas (los otros dos cazadores apenas sabían lo suficiente de la lengua

española para seguir una conversación a ritmo normal) si yo tenía algún “lease” o

coto arrendado para la caza. Le indiqué que cazaba con un amigo por el condado

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de Zapata, cerca del pueblo de San Isidro, en un pequeño coto de unos 300 acres.

Me indicó suavemente que el coto en el que empezábamos a cazar esa mañana era

“de 20”. A lo que yo, torpemente, le pregunté no sé por qué y a manera de

aclaración:

—¿Dos mil acres?

—Veinte mil— contestó como el que no decía nada. No me pareció que lo dijera

en plan de lucirse o hacerme quedar mal. Pero sí me sentí un poco avergonzado.

Claro que para cazar en mi pequeño coto yo pagaba como un señor, sin deber nada

a nadie; él cazaba, o ayudaba a cazar, como peón o criado pagado de un hombre

rico.

Para mejor entendimiento de lo dicho, se debe aclarar sobre estas medidas

americanas para la tierra que el tamaño del coto era de 81 km2 o casi 9 hectáreas

de superficie. Prácticamente una insignificancia dentro de los 3.340 km2 de todo el

rancho King en el momento presente; por eso teníamos que usar un vehículo para

movernos de una zona a otra.

Para no quedar peor, no añadí nada sobre el sistema que Feliciano y yo usábamos

para la caza: andando, sin perro, silbando a las codornices y cuando por fin

echábamos un manojo y matábamos con suerte alguna nos fijábamos muy bien

dónde se tiraban las demás y hacia

allí íbamos los dos para seguir

echando codornices y disfrutando de

más tiros.

En ocasiones, matábamos el límite

diario, diferente según los años, pero

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alrededor de 16 por cazador. Pero nuestra caza era, sin duda alguna, el sistema del

que no tiene medios para cazar a lo rico. Por lo que nosotros pagábamos

anualmente en nuestro pequeño coto, alquilar uno del tamaño de aquél dentro del

King Ranch sería, sin duda, algo prohibitivo para sólo dos cazadores de clase

media.

El jeep marchaba lento por los amplios senderos de la propiedad con los cazadores

tranquilos sobre el descapotado vehículo. Tranquilos, pero con cierta tensión y

vigilando a dos perros que iban siempre a una prudente distancia en busca de

rastros y olores de

bobwhites. Sobre

todo, era “Oso”

Solís quien

controlaba a los

perros que bien

conocía.

De las muchas

clases de codornices

en el nuevo mundo,

en Texas existen cuatro: la mencionada y extendida por más lugares, muy parecida

en el plumaje a la perdiz española; luego la codorniz scaled (así llamada por la

especie de escamas que dibujan sus plumas, de color gris azulado y una pequeña

cresta como de algodón); la codorniz gambel (así llamada por el naturalista y

explorador del suroeste de los EE.UU en el siglo XIX; una codorniz azulada y con

una pluma curva sobre la cabeza); y, finalmente, la montezuma o arlequín (por su

curioso diseño), poco abundante, por alguna zona del oeste de Texas.

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De vez en cuando, algún perro hacía una muestra. Bob paraba su jeep y todos nos

bajábamos y nos acercábamos cuidadosa y rápidamente a los perros. “Oso” daba

una voz al perro y comenzaban los tiros. Y entonces los dos perros y algunos de

nosotros en su seguimiento buscábamos otras codornices que habían volado no

muy lejos. La escena anterior se repetía, hasta que Bob indicaba que dejáramos ese

mermado manojo para buscar otro en lugar distinto. Había que cazar pensando

bien, cuidando no exterminar, sino más bien dejando pájaros en el manojo para

otras ocasiones o para el año siguiente. En esto, Bob era estricto. Ya nos dijo antes

de empezar lo que podíamos hacer y no hacer; claramente, podríamos sólo disparar

a las codornices cuando

él lo dijera. Como

invitados suyos no se

nos ocurría ni

pensábamos otra cosa.

En este sentido, un par

de horas más tarde,

siguiendo un manojo de

codornices me encontré

con un bobcat (el lince americano del sur de los EE.UU). No le disparé por las

órdenes de Bob, a pesar que me habría gustado hacerlo, como he hecho con

frecuencia en los cotos que he tenido con mi amigo Feliciano. El bobcat mata

mucha caza, empezando con los huevos y crías de la codorniz. Curiosamente, Bob

me preguntó luego que por qué no le disparé; hasta sugirió que debía haberlo

hecho. Le aclaré que no lo hice siguiendo sus indicaciones de primera hora. Quedé

con la sospecha que me estaba probando.

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En algún momento y

después de darles

agua, metíamos los

dos cansados perros

en su jaula y “Oso”

sacaba los dos

frescos, que se

adelantaban al jeep

en busca de caza.

Nosotros, de nuevo

en nuestros asientos, los seguíamos atentos para hacer lo anterior cuando

encontrábamos nuevas y hermosas codornices. Hay que notar que la codorniz

tejana, sobre todo de las tres primeras variedades indicadas, es bastante más grande

que la española.

Dos perros que cazaban y dos que descansaban, cazadores atentos en el jeep

siguiéndoles con la vista y luego, en el terreno, disparando y matando codornices.

Esta era la escena que se repetía una y otra vez.

Finalmente, se acabó el

tiroteo. Nos acercamos a

una balsa circular, típica en

los ranchos tejanos,

utilizada para dar agua al

ganado vacuno. Una rústica

noria, movida por el viento,

sacaba el agua del subsuelo.

Sin ella, el ganado sufriría

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enormemente, pues en el sur de Texas llueve muy poco, excepto en la época de

huracanes y tormentas tropicales. Gracias a estas norias, o papalotes, como les

llaman los méxico-americanos, los mismos animales salvajes tienen una fuente

inagotable de agua, cuando llega el caso. Junto al embalse, había una mesa y unos

botes grandes para la basura, pues, en general, el cazador americano es limpio y

cuida estos lugares. Allí limpiamos las casi dos docenas de gordas codornices que

habíamos matado.

Y, si mi recuerdo de hoy, después de unos treinta años, es correcto, Mick y yo nos

despedimos con las manos vacías. Por cierto decoro, no nos llevamos caza alguna,

a pesar de lo sabrosas que son las codornices. Esperábamos que el viejo señor nos

regalara algunas. Pero su generosidad se limitó a permitirnos cazar y a que

disfrutáramos del tiroteo en un estilo nuevo de caza, un cazar a lo rico.

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Palomas y cazadores en el sur de Texas

exas es un gran estado americano, como todo el mundo sabe. Y es

grande; se puede meter toda España dentro y sobra una tercera parte del

estado. En muchos aspectos, es también rico. Entre sus riquezas, para

nuestro interés presente, destaca su variedad en la caza. A lo largo del año, se

pueden cazar legalmente, entre otros, animales considerados grandes, ciervos (el de

cola blanca y el mulo), antílopes o berrendos, javelinas o pecaríes, cerdos salvajes

y pavos; entre los pequeños, conejos, liebres, ardillas, mapaches, zarigüeyas,

rinteles, armadillos; entre los de piel valiosa, zorras y

linces; entre los depredadores, panteras, coyotes y

tejones; y entre las aves, patos, gansos, becadas,

faisanes, perdiz de chukar, codornices y palomas.

Hay una época para cazar caimanes. Y, además, en

algunos ranchos hay animales que llaman exóticos,

que se pueden cazar en cualquier momento, como nilgai y otras varias especies de

ciervos. Algunos de los animales mencionados se consideran “no de caza”. Su

regulación es menor y, en la práctica, se pueden cazar en cualquier momento en la

mayoría o en muchos condados del estado.

Según las últimas estadísticas, el 78% de los americanos aprueba el ejercicio de la

caza, pero sólo un 6% de personas lo practica. Posiblemente, en Texas sea mayor

la proporción de cazadores.

La caza de la paloma es variada y muy entretenida. Como ocurre en cualquier país

moderno, para poder cazar hay que tener permisos y licencias, quizás no tanta

T

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documentación como en España, pero sí la

suficiente. A la licencia ordinaria de caza, hay que

añadirle un sello para cazar palomas. También las

fechas de caza son diferentes según la zona

elegida. Para la paloma, Texas está dividida en tres

zonas: la del norte, la central y la del sur (con el mismo número aproximado de

condados). En la del sur, una sección estrecha del sur, llamada zona especial, se

dedica para la caza de la paloma de ala blanca. La caza de la paloma se practica en

cotos y ranchos privados y, aunque menos, en lugares controlados por el estado

desde, aproximadamente, el amanecer hasta el atardecer en los días permitidos.

Según el año, así es el número de palomas que se pueden matar. Esto depende,

fundamentalmente, de cómo ha sido el año climatológicamente. En algunos años,

la lluvia cae en los momentos adecuados, la agricultura ha ido mejor y las palomas

han tenido más crías. Por esto, los biólogos y las agencias estatales relacionadas

con la cinegética establecen anualmente unos cupos. Por ejemplo, para este año

2012 que empieza a primeros de septiembre, se pueden matar 15 palomas por día y

poseer un máximo de 30 en cualquier otro momento.

De una manera general, las fechas ordinarias para cazar paloma en el estado son

algunas semanas de septiembre y octubre y luego de diciembre y enero. Las dos

primeras semanas de septiembre se dedican a cazar sólo paloma de ala blanca en la

zona especial del sur, a lo largo del río Grande o Bravo. Como se sabe, el nombre

del río es distinto, según lo mencionen los americanos o los mejicanos.

Curiosamente también, realmente este río ni es particularmente grande (se usa

mucho para el regadío en los dos países contiguos) ni es bravo (apenas tiene zonas

de fuertes corrientes).

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La paloma más abundante, de un tamaño un poco

menor a la doméstica, es la que se llama “morning

dove” o paloma mañanera. La de ala blanca es

menos abundante; ésta puede tener bastantes plumas

blancas en las alas (“white-winged doves”) o sólo en

las puntas de las alas (“white-tipped doves”). La paloma de ala blanca abunda en

zonas cercanas al río, más calurosas y cercanas a Méjico.

En los últimos años, sin embargo, cada vez se ven más palomas de éstas en el

norte de la zona sur, pues, según ha experimentado este cazador, el calor ha ido

aumentando. Por poco observador que uno sea, hay aves canoras y multicolores

que hace veinte años nunca se veían a 100 ó

150 millas al norte del río Grande; hoy día es

frecuente disfrutar de sus bellos colores.

Si uno no quiere gastar mucho dinero yendo a un

coto privado, bien cuidado, con grandes

bancales sembrados para atraer a las palomas, con charcas naturales en la tierra,

con una zona residencial con cómodas habitaciones, restaurante, jeeps y guías, sólo

hay que pasearse por distinto lugares tejanos en busca de terrenos controlados por

el estado, o por caminos estrechos entre pequeños ranchos, o acercarse a rancheros

a quienes no importe mucho que amables cazadores cacen en su propiedad, y más

cuando éstos tienen una palabra cordial, un par de cigarrillos o una botella de fría

cerveza. Por estos senderos, a lo largo de alambradas que impiden que el ganado

vacuno se salga del rancho y se vaya a la carretera, suelen haber muchos árboles

que sirven para cubrir al cazador.

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Es bueno ir con ropa de camuflaje, gorra que reduzca el

brillo de las gafas y la escopeta sin que brillen mucho los

cañones. Las palomas tienen una gran vista. Por esto hay

que cuidar esos detalles y reducir también el

movimiento. O sea, lo que normalmente se hace en

muchos otros tipos de caza.

Al igual que el estado, también son grandes los bancales o campos tejanos.

Fácilmente, se encuentran muchos de varios kilómetros cuadrados plantados a

veces de especies atractivas para la paloma. Éstas prefieren siempre las semillas de

girasol. Pero tampoco ponen mala cara al milo (“grano”, entre los hispanos, usado

para follaje de animales, fundamentalmente), al maíz y a campos de otros cereales,

sobre todo trigo. También hay vegetación nativa muy atractiva para estas aves. A

más comida, sin duda alguna hay más palomas y más oportunidades de disfrutar

disparando muchos tiros.

La paloma, que vuela quizás más aún por la tarde cuando se dirige a sus lugares a

pasar la noche, es un ave migratoria. Méjico es su base ordinaria. A veces, el

cazador se acerca a un campo con todas las condiciones perfectas para atraerlas y,

desgraciadamente, apenas vuelan. Y luego vuelve uno al mismo lugar, y

difícilmente tiene tiempo para recargar y recoger las palomas muertas y prepararse

para disparar de nuevo. Con frecuencia, en este

último caso, cuando el cazador va a recoger la

paloma muerta, ha de tirar de nuevo y, con suerte,

recoge así dos o más piezas.

* * *

Recuerdo muchas horas cazando palomas. ¡Qué

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excitante, en ocasiones, esas horas esperando bajo algún árbol, sentado en una

pequeña silleta hasta el último momento, apretando el gatillo de mi paralela! Al

principio disparaba con una Winchester automática del 12, con la que podía

descargar tres cartuchos a varias palomas volando a mi alcance; sólo tres

cartuchos, pues la ley obliga a que sean sólo tres y no los cinco que el arma puede

disparar en teoría. Posteriormente, conseguí una Browning de cañones paralelos

del 20, más ligera y rápida, más de mi estilo, que me recordaba la forma en que

aprendí a cazar de joven. Además, si no le aciertas a una paloma con dos tiros,

quizás es mejor dedicarse a otro deporte.

Recuerdo alguna ocasión, en que después

de acabar el trabajo del día, mi esposa y yo

montábamos en nuestro viejo Volvo y

media hora después, a lo largo de algún

sendero tejano, medio escondidos entre la

maleza y a la sombra de algunos árboles,

rociados con espray anti mosquitos,

pasábamos un par de horas entretenidos para regresar a última hora de la tarde con

diez o doce palomas en el morral. En esa época de la caza de la paloma, rara era la

semana en que Juanita no cocinaba cinco o seis palomas en una sabrosa receta que

le había dado su jefe en la universidad. Y, siempre, sus pequeños corazones los

disfrutaba alegre nuestra pequeña Maricarmen.

Mis cazas habituales eran con mi amigo Feliciano. Por años, Feliciano y yo,

viajando en su camioneta Toyota azul claro, con su capota para ocultar su interior y

dormir en ella si se presentaba la ocasión, pasábamos unos seis meses del año

cazando casi todos los fines de semana. Después de la paloma, cazábamos

codornices. Luego la caza más excitante: ciervos, donde a la vez podíamos

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encontrar pecaríes, cerdos salvajes, linces… En diciembre-enero podíamos

disparar a las codornices y palomas durante algún rato, en el centro del día, si nos

apetecía. Naturalmente, antes de la temporada de caza, íbamos al coto que

alquilábamos para prepararlo: cortábamos algunas ramas de árboles, arbustos y

nopales demasiado crecidos de algún sendero, arreglábamos, o reponíamos si era

necesario, los viejos puestos de madera y los limpiábamos de porquería de búho si

alguno había anidado dentro; terrible el cuidado y la limpieza que en ese caso era

necesario hacer.

Cazando palomas, tuvimos ocasiones fenomenales de matar más del límite diario

exponiéndonos a que la guardia

forestal pudiera multarnos.

Tuvimos también tardes

pegajosas, comidos por los

mosquitos en el calor

septembrino del sur de Texas, sin

apenas pegar un tiro. Recuerdo,

en particular, una mañana en un

camino que frecuentemente cruzaban las palomas. Feliciano y yo nos situamos a

50 ó 60 metros uno de otro, para cubrir más terreno, en aquel camino donde

también se posaban, tentadoras, algunas palomas en los alambres eléctricos de los

recónditos ranchos tejanos. A veces, venían por la derecha, pero las más eran

palomas que iban a comer temprano, casi antes de salir el sol, al enorme bancal que

teníamos delante. Había estado sembrado de grano la temporada anterior. Estas

palomas aparecían inesperadamente sobre nuestras cabezas; antes de darnos cuenta

estaban fuera de tiro. Con suerte podíamos disparar una vez, pues son

particularmente rápidas. Luego, después de un rato bien largo, mientras alguna que

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otra rezagada iba a comer, ya venían otras con el estómago lleno de grano en

nuestra dirección. Recuerdo, digo, aquella mañana porque repetidas veces le

vinieron a Feliciano algunas palomas que parecían entrar ya muertas, como

diciendo: “aquí estoy, recógeme”. Pero no venían muertas, ni mucho menos.

Venían, sí, derechas y bajas pero rápidas como ellas solas. Y Feliciano disparaba y

marraba. Hasta tres tiros seguidos en varias ocasiones. Hasta que una de las veces,

aburrido y mortificado ya, finalmente y a todo pulmón, con sonoridad y fuerza

desusada, soltó tres veces, después de los tres disparos al aire, un “shit” fuerte y

monosilábico que me hizo reír pues nunca se lo había oído gritar tan venido a

cuento. El taco tan frecuente entre los americanos, en este caso con un suave dejo

español, quedó como danzando por el aire fresco de aquella mañana, que al final

no quedó mal, pues conseguimos nuestro cupo diario, creo que de 12 palomas

aquel año. Aquel triple taco, repetido cada vez con más rabia y disgusto no lo he

olvidado al cabo de los muchos años. Veo aún la cara de disgusto y desánimo de

mi amigo. Los tres tiros a la misma paloma “muerta” que sobrevolaba su cabeza a

poca altura, los tres disparos demasiado rápidos, habían ido a parar o “dar” detrás

de la paloma. Feliciano no se daba cuenta que la paloma se le venía encima con

mucha rapidez. Para cuando apretaba el gatillo con la paloma en su mira,

necesariamente el tiro tenía que ser trasero. Cuando un ave rápida nos viene de

frente hay que disparar —se suele decir— como un palmo delante de la pieza. No

sé si Feliciano lo sabía o no, o si en el momento del entusiasmo, olvidó, como otro

cazador cualquiera o menos hábil, lo que tenía que hacer.

A veces, pienso también (y lo comento en ocasiones, sobre todo cuando me pongo

el traje de profesor de lengua) en la musicalidad de las varias lenguas. Y pienso en

los muchos tacos españoles, sonoros y claros como ellos solos, tan frecuentes.

Nuestra lengua, la que, quizás, usa más tacos y palabrotas en el mundo, pero no

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generalmente de una sílaba, queda, en ocasiones, corta frente a la inglesa, una

lengua con muchísimos más vocablos o palabras monosilábicos, por lo que suele

ganar en sonoridad y rotundidad en algunas situaciones. Pero sea como fuere,

aquella ocasión, aquella mañana quedó para siempre plasmada en mi recuerdo por

la voz de mi amigo.

* * *

Una o dos veces fui con Feliciano a cazar palomas de ala blanca al “Valle”, como

llaman impropiamente a la zona del sur de Texas a lo largo del Río Grande. Digo

impropiamente porque no hay valle alguno. Está el río al sur; el resto, a cualquier

otro lado, es llano, sin montañas ni aun

colinas por ningún lado; sólo terrenos de

arbolado y campos de cultivo, desde naranjos

y otros frutales hasta toda clase de hortalizas.

Es una zona variada y fértil. De cualquier

manera, en zonas cercanas al río, muchos

rancheros y labradores cultivan también

girasoles, a veces otras plantas, para atraer a las palomas de ala blanca durante su

caza esas dos primeras semanas de septiembre. Es un negocio que tienen muy bien

montado. Un par de individuos te detienen en el camino de entrada a sus bancales

cercados para que nadie entre a escondidas. Allí se paga. Y te sitúas en cualquier

lugar desocupado del sembrado, ya sea de pie o, mejor, en una silleta de aluminio y

lona.

Recuerdo que por los años de la primera década de 1980 cobraban 40 dólares por

escopeta durante las dos o tres horas en que se podía disparar. Aquella tarde,

seríamos 30 ó 40 cazadores en un enorme bancal, entre girasoles, con escopetas

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escupiendo plomo, casi con humo por la frecuencia del tiroteo. Cada uno ocupaba

un lugar de no muchos metros de diámetro. Disparábamos y nos cuidábamos de los

tiros. La cercanía no hacía imposible algún perdigón perdido en nuestra dirección.

Por supuesto, pronto cubrimos el cupo estatal del día. Mi amigo y yo matamos más

del cupo, pero perdimos alguna paloma muerta entre los girasoles. Y las contamos

con cuidado. Lo más curioso para mí fue ver a varios guardias del departamento de

caza y pesca de Texas en las alturas de los estrechos caminos de salida esperando a

los cazadores que salían. Nos paraban, claro. Y contaban las palomas que

llevábamos. Sé de muy buena tinta que si te pasabas de lo permitido por la ley te

quitaban la escopeta mientras se hacía el expediente. Tenías que regresar al lugar,

en nuestro caso más de 100 millas de distancia, para pagar una buena multa y

quizás recuperar el arma. Sólo algún loco atrevido o mentecato se atrevía a

contravenir las órdenes estatales en aquel ambiente concreto.

Con este sistema, cada paloma de ala blanca costaba un ojo de la cara. Al permiso

privado de cazar aquella tarde había que añadir los gastos del viaje, los cartuchos y

la cena fuera de casa; a más de la licencia ordinaria de caza y el sello especial para

las aves migratorias. Por lo demás, aquella cacería fue una experiencia que se

mantiene fresca en mi memoria después de 30 largos años.

* * *

Un amigo de descendencia mejicana, pero con nombre italiano, de la Universidad

del Sur de Texas, donde yo enseñaba literatura española, me comentó un día que a

unas 20 ó 30 millas de Rexton tenía un trozo de tierra —una pasta, le llamaba—

para unas vacas que criaba o quería criar. Eran quizás sólo cinco acres limpios de

maleza que se unían a un trozo de bosque cerrado, con una pequeña laguna o

charca grande, única por muchos kilómetros a la redonda, por lo que al atardecer

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venían muchas palomas a beber antes de irse a dormir. Podía ir a cazar cuando

quisiera, me dijo. Si él no estaba por allí, debía saltar la cerca dejando el coche en

la carretera.

Fui entonces con mi esposa a conocer el lugar. Y me gustó. La charca era como la

tierra prometida de las palomas de varios kilómetros a la redonda. Maté el cupo

diario de aquel año, y mi mujer se lució como un gran perro “trayendo” las

palomas muertas, hasta sin saliva ni estropeadas por tener la boca dura. Y como

algunas palomas caían en el agua, sabía sacarlas sin mojarse. Los huisaches y

mezquicopales que nos rodeaban ofrecían largas y flexibles ramas para usarlas

como caña de pescar. Casi parecía que cazábamos y pescábamos al mismo tiempo.

Hasta que descubrimos, por desgracia, que había muchas tortugas hambrientas y

carnívoras que empezaron a morder y hasta hundir las palomas medio rotas por

tantos mordiscos.

Otro día invité a mi

amigo Juan a

acompañarme. Juan

era el capellán

católico de la

universidad y

enseñaba, en

ocasiones, algún

curso de español

pues tenía su

doctorado de la

gran Universidad de

Texas en Austin.

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Como buen castellano, de recia voz y clara mirada, de joven y en algún viaje a la

madre patria había cazado distintas especies de animales; es decir, sabía disparar,

aunque no tenía escopeta. Pero yo tenía las dos escopetas anteriormente

mencionadas. Con nuestras armas colgadas de los hombros y cartuchos en las

bolsas, nos adentramos en la maleza después de cruzar el pequeño ranchito. La

charca tenía bastante agua y estaba rodeada de arbolado bien tupido. No era

necesario esconderse debajo de ningún árbol, ni siquiera llevar ropa de camuflaje.

Para cuando la paloma asomaba para tirarse a beber agua en la gran poza, ya no le

era posible escapar sin darnos cómoda oportunidad para dispararle, al menos una

vez.

Pronto empezó el

tiroteo. A veces, se hizo

bastante frecuente. Y

las palomas empezaron a

caer cerca de nosotros y en

la gran charca. Si caían en el

agua, pero relativamente

cerca, rápida y fácilmente las

recogíamos como había hecho Juanita anteriormente. Cuando caían más dentro,

esperábamos para recogerlas después, quizás creando un pequeño oleaje —

pensábamos.

Pero, de nuevo, la (para Juan) desagradable sorpresa, mostró su fea testuz. Las

tortugas que yo ya conocía, con la cabeza un poco más grande que una canica,

daban urgentes mordiscos y fuertes tirones a las palomas muertas y flotantes en la

superficie del agua. Esta situación se repitió demasiado frecuentemente y perdimos

unas cuantas palomas, por las muchas tortugas hambrientas. Teníamos ya que

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disparar pensando en dónde debían caer las palomas heridas o muertas. Finalmente

abandonamos el lugar después de haber pasado una tarde entretenida y conseguido

algunas “morning doves”.

Regresamos al mismo lugar, por lo menos otra vez.

Creo recordar que las tortugas eran más voraces y

rápidas que las veces anteriores. Claramente

estaban cebadas a la fácil comida; no había duda que la

sangre y la carne las atraía, algo que yo ignoraba.

Aquel lugar y aquella forma de cazar palomas apenas la había practicado antes de

aquellas pocas ocasiones. Sin duda, un charco con agua en medio de varios ranchos

tejanos es un lugar privilegiado, cómodo y tranquilo para cazar la paloma tejana,

especialmente cuando hace calor y no ha llovido mucho.

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Cazando jabalíes o sus semejantes

orría ya el año del Señor de 1969 cuando Jaime empezó a cazar en

EE.UU. Esto fue después de ocho años de vivir en el país. Desde tierna

edad había aprendido del ejemplo de su progenitor; y su propio instinto

le había convertido en celoso y experto cazador. Pero su caza había sido, hasta

llegar al Nuevo Mundo, de inocentes y canoros pajaritos cuando niño, luego de

conejos y liebres, perdices, codornices y palomas. Ahora, ya asentado en el nuevo

continente, trabó amistad un día con unos jóvenes carpinteros, que poco antes

habían creado su fábrica de construcción de muebles antiguos en la vecina ciudad

de Corpus Christi. En una fiesta de la colonia española en la costera ciudad texana,

Feliciano y su hermano lo invitaron a su pequeño rancho a 50 millas largas de su

casa.

En una camioneta Toyota

azul, propiedad del menor de los

hermanos, que eran originalmente

de un pueblecito de Burgos, tan

pequeño que después de buscar

por horas y horas en un atlas detallado

al final no lo encuentras,

charlaban animadamente

haciendo camino. El buen

ebanista prometió entonces a

Jaime llevarlo a cazar ciervos en el

C

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rancho lejano de otro español asentado en la misma ciudad como maestro

mecánico. La promesa cumplida fue el comienzo de una larga amistad y de su

dedicación a la caza mayor en el estado de Texas.

Los nuevos camaradas pasaron unas horas cazando gordas codornices. Y

planeando o soñando en su futuro cinegético.

* * *

Meses después, Jaime y Feliciano, y quizás algún otro amigo, fueron a distintos

lugares a cazar y después alquilaron un rancho para entretenerse a lo largo del año.

Jaime encontró frecuentemente lo que en Texas llaman “javelinas”. Realmente, son

pecaríes, una especie de pequeños jabalíes o cerdos salvajes. Pero ni su carne es

auténticamente sabrosa ni se buscan tanto como aquéllos. Pero se cazan, sobre todo

cuando uno está empezando sus experiencias de caza mayor. Así lo hizo Jaime por

algún tiempo y tiene relatos y recuerdos en abundancia. En este sentido, ha escrito

sobre el tema un relato, con muchos detalles, titulado “Javelinas” y publicado en

Caza y Pesca (junio de1987) y otro cuento, titulado “Un mal año de caza”, en Club

de Caza (18 de enero de 2012), que trata parcialmente de los pecaríes y cerdos

salvajes en Texas. Frecuentemente, por este gran estado se ven cerdos de todos los

colores (del marrón al gris y al negro) y tamaños, muchos que fueron domésticos

en alguna ocasión y que luego se convirtieron en salvajes o se cruzaron con ellos.

Su carne es, sin duda, mucho más apreciada que la de las “javelinas”. Algunos de

estos cerdos son enormes de tamaño y pueden ser casi tan peligrosos como los

auténticos jabalíes europeos, que en América se llaman “Russian boars”. Estos

cuatro millones de cerdos salvajes en el país causan graves daños a la agricultura y

a algunas aves por valor de unos 800 millones de dólares, por lo que se consideran

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una especie invasora y dañina; de aquí que muchos estados permitan la caza de

estos animales sin licencias, con cualquier arma y en cualquier momento.

Los cerdos salvajes se introdujeron en los EE.UU. como deporte cinegético al

principio del siglo XX. Y, mezclados con otros cerdos domésticos, aquí están cada

vez más numerosos pues pueden criar dos veces por año, desde los seis meses de

edad, pariendo hasta diez cerditos. Por otra parte, no tienen realmente

depredadores.

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* * *

Mientras cazaban venados en un rancho texano, Jaime le contó un día a su amigo

Feliciano su cacería de un jabalí español: “De mis experiencias con los pecaríes y

cerdos salvajes en Texas —que nosotros gustamos frecuentemente— había

hablado con mi cuarto hermano. Una vez que me llevó a cazar perdices al reclamo,

mi hermano se animó, por mis comentarios después de haber visto jabalíes en

aquel hermoso coto de El Estrecho de la Encarnación, a intentar cazarlos conmigo

de noche. Fue una experiencia sin éxito. Yo casi maté un perro al que le disparé

confundiéndolo en la oscuridad con un jabalí. De cualquier manera, la semilla

estaba plantada.

Más adelante, Faustino estudió el tipo de rifle que deseaba para cazar jabalíes y me

pidió que se lo comprara en Texas. Así lo hice y lo llevé conmigo en una caja de

madera que me habías regalado tiempo atrás para llevar mi .270. Hasta tenía mis

iniciales, que tú grabaste, y que coincidían con las de mi hermano. Cuando llegué

al aeropuerto de Barajas, nadie me preguntó qué llevaba en aquella caja de

ebanistería. Ya casi en la puerta de la aduana indagaron sobre su contenido. Y tuve

que dejar allí el rifle. Empezó, entonces, el complicado proceso, durante muchos

meses, para que mi hermano pudiera legalizar aquella arma.

Quizás un año después, Faustino me llevó a La Boticaria, la finca, o casi mejor

debería decir el monte, familiar, el que mi abuelo había adquirido casi 100 años

antes y que luego, con el tiempo, empezaría a producirnos algo más valioso que

caza. Por algunos meses había ido preparando un puesto cerca de la casa del tío

Jeromo, al comienzo del barranco de Ruiz. Era un sencillo y no profundo socavón

alargado donde echaba diesel que atraía a los jabalíes para revolcarse y así quitarse

las pulgas y garrapatas; cerca, semanalmente, echaba almendras, maíz, frutas o

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verduras que pudieran atraer a los puercos salvajes. Había notado ya que el lugar

estaba tomado; los jabalíes visitaban el sitio y se comían el cebo que les ponía.

A menos de treinta metros había un arbusto y piedras grandes que podían

ocultarme parcialmente. En aquella noche de luna se podría distinguir

suficientemente al jabalí cuando se acercara, si yo tenía aquella suerte que

deseábamos.

Antes de una hora de espera, con el rifle americano que le había traído a mi

hermano en mis manos, vi en la distancia una sombra que avanzaba hacia el

profundo bache que olía a diesel y a las almendras y algunas verduras frescas que

habíamos echado al principio de aquella noche. La sombra se paraba a veces y de

nuevo, siempre en profundo silencio, continuaba aproximándose. Ya le olía, pues

el viento venía hacia mí.

Por fin iba a disparar a un auténtico jabalí, no a una “javelina” ni a un cerdo salvaje

americano. Era ésta una nueva especie

que añadir a mi experiencia cinegética.

Cuando el jabalí llegó al sitio cebado y

se cruzó, ofreciéndome todo su cuerpo

como blanco, le disparé. La sombra

larga apenas se movió del lugar en que

empezaba a comer las viejas almendras

esparcidas por el lugar.

A los pocos minutos llegó mi hermano,

con su perrita dachshund, muy feroz y

sin miedo alguno frente a este tipo de

animales. Comentamos sobre la

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experiencia. En concreto, le indiqué que aquel pequeño punto verde de luz

fluorescente colocado a lo largo de la mira del rifle me ayudó mucho para acertar

con el tiro. Después de meter en su furgoneta el jabalí muerto, nos dirigimos a

nuestra casa de verano.

A la mañana siguiente, mis hermanos y sobrinos pudieron ver colgado de un pino

el mediano jabalí muerto unas horas antes”.

* * *

Posteriormente, en la misma gran finca al norte de Caravaca de la Cruz, El

Estrecho, Faustino y Jaime buscaron y cazaron jabalíes.

Con el paso del tiempo, Faustino adquirió una gran maestría en este tipo de caza.

Encontraba buenos lugares y sabía cebar bien a los jabalíes. Pronto se encontró con

media docena de puestos donde se podía distraer preparándolos y cebando a los

jabalíes; frecuentemente veía sus huellas y disparaba a los feroces animales. Con

su fiel y apreciado rifle, bien preparado para disparar en las noches de luna, o en

ocasiones con una potente linterna, Faustino era un hacha, el enemigo de los

jabalíes en gran parte de la provincia. Todos sus amigos lo celebraban como tal.

Cuando no cazaba perdices, en sus frecuentes paseos por el monte buscaba lugares

donde preparar algún puesto para los jabalíes.

Jaime solía viajar a España cada dos años. Y su hermano le preparaba siempre

alguna cacería. ¡Cuánto disfrutaba en aquellas ocasiones! Siempre apreció y

agradeció los preparativos de su hermano. Hoy día recuerda con frecuencia y casi

nostalgia estos gestos fraternos.

Uno de los puestos más interesantes que su hermano le preparó a Jaime fue en la

finca ya mencionada, a una hora aproximada de donde vivían. El socavón mojado

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con diesel y las almendras y demás frutos esparcidos por los alrededores era lo

normal de aquellos puestos. Pero el lugar donde colocarse y esconderse era muy

distinto al del la cacería primera, ya mencionada. El lugar fue un hermoso pino

desde el que se podía ver un gran espacio de terreno alrededor del comedero.

Una tarde se dirigieron al lugar elegido. Y ya oscureciendo se subieron al árbol,

Faustino con una escopeta y una linterna, Jaime con el rifle. Llevaban también

alguna cosucha para comer por si la espera se alargaba más de lo deseado.

El tiempo pasaba lento y sin novedad. La débil luna apenas iluminaba el gran

bancal. Todavía no se veía animal alguno. Pero, de pronto, el hermano menor,

quizás con mejor vista para la oscuridad, tocó a Jaime suavemente en el brazo.

Descubrió éste, entonces, apenas una sombra que, recelosa y lenta, avanzaba medio

zigzagueando en su dirección. Faustino había instruido a su hermano: “Cuando el

jabalí se ponga de lado, en el momento en que vayas a dispararle, encenderé la

linterna para que dispares mejor”.

Pero el hermano se impacientó cuando Jaime seguía esperando a que el animal se

cruzara. Siempre es peligroso tardar en disparar, pues el olfato de estos cerdos

salvajes es extremadamente delicado, al igual que su oído. De cualquier manera,

cuando encendió la linterna, el animal se movió y Jaime no fue suficientemente

rápido en disparar. Faustino casi se adelantó con la escopeta, cargada con bala.

Dispararon casi simultáneamente. Pero no descubrieron al jabalí muerto como

deseaban y esperaban. Buscaron por un radio de 30 metros y no encontraron nada

entre la escuálida y tiempo atrás acabada siembra.

Algunas palabras casi de reproche salieron de los labios de Faustino. No hubo más

sino un triste retorno a casa en la ya muy avanzada noche.

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Una semana después, los dos hermanos, comprobando si los otros puestos estaban

o no tomados, pasaron cerca del lugar donde habían disparado al jabalí de noche.

Notaron, curiosamente, algunas aves de rapiña en las inmediaciones. Y poco

después percibieron un fuerte mal olor. Buscaron con redoblado interés por el

bancal. A menos de 40 metros del famoso pino carrasco había un jabalí muerto,

medio comido por las alimañas, maloliente. ¿Quién de los dos hermanos fue

certero con su disparo? ¿Quizás los dos?

Este misterio, no importante en sus vidas, permanecerá para siempre.

* * *

Jaime no recuerda cuándo. Pero en El Estrecho de la Encarnación, una mañana

larga se preparó una gran cacería de jabalíes con una jauría. La enorme ladera

principal de la finca, de varios kilómetros de larga y un kilómetro de ancha, llena

de grandes riscos, pinos, sabinas, chaparras y otros muchos arbustos, se llenó por

un par de lentas horas de fuertes ladridos, gritos de los que controlaban a los

perros, en raras ocasiones un bufar y gruñir de jabalíes y algunos disparos;

realmente, pocos. Por donde yo estaba preparado con una escopeta con postas, no

pasó ningún animal. Creo que se mataron dos jabalíes. La ocasión sirvió más para

que algunos lugareños y cazadores de la capital lucieran sus rifles con su mira

telescópica, pavoneándose de lo mucho que habían pagado por un arma que,

quizás, no sabían particularmente usar bien.

* * *

¿Son los jabalíes de España más interesantes de cazar que las “javelinas” y los

cerdos salvajes de los bosques texanos? Ciertamente los jabalíes son más

peligrosos; quizás también más astutos, aunque Jaime tiene sus dudas al respecto.

La carne de jabalí es, sin duda, más apreciada que la de los pecaríes, aunque la de

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los cerdos salvajes americanos es muy similar. Y, en tamaño, los jabalíes son

mucho más grandes que los pecaríes. Pero una caza y otra son interesantes y

difíciles. Claramente, para hacerlo bien y disfrutar, para tener éxito, hace falta

experiencia, astucia, instinto, saber, dedicación. Y ya sea en España o en EE.UU.,

gracias a Dios, existen muchos lugares y muchos animales para el sustento y el

entretenimiento de una buena parte de los cazadores de ambos países.

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Tierra de patos

or muchos años viví en un lugar del sur de Texas conocido por tener el

rancho más grande de los EE.UU. y uno de los más grandes del mundo, el

famoso King Ranch. Su superficie es aproximadamente de un millón de

acres. Parte del rancho limita con una bahía amplia y de muy poca profundidad,

Baffin Bay, que desemboca en el Golfo de México. También es esta bahía notoria

como lugar de pesca. A veces, fui a pescar a este lugar, con amigos o solo, y rara

vez volví a casa decepcionado.

Esta zona ofrece también lugares particularmente excelentes para la caza del pato.

Se podría decir que, en verdad, es tierra de patos. El pato de la costa del Golfo de

México tiene características y normativas propias para su caza, que no coinciden

totalmente con las de otros lugares. Estos terrenos bajos y arenosos, con apenas

ondulaciones o matorrales, y el agua salada de la bahía que forma canales o

vericuetos curiosos en algunos lugares, donde abundan las hierbas y carrizos altos

a lo largo de la ribera, ofrecen comida abundante para muchas aves acuáticas y

lugares adecuados para su refugio.

Una fría mañana de invierno, húmeda como suele ser por la comarca, mi amigo Joe

y yo salimos temprano para cazar patos. A pesar del

abrigo, el gélido sereno calaba hasta los huesos.

Antes de las siete ya buscábamos lugares

apropiados para hacer dos puestos. Buscábamos

sitios entre hierbas altas o sembrados, a la vez

P

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lugares relativamente secos, sobre el agua, con tierra, broza y plantas suficientes

para que nos sirvieran de asientos. Aunque llevábamos botas de agua, no teníamos

un equipo bueno para defendernos del agua y poder estar metidos en ella, como a

veces se cazan estas aves. Tampoco teníamos una barca donde sentarnos, pegada a

la orilla, tras algún arbusto o altura del terreno.

Creo recordar que la tarde antes tuve que comprar cartuchos del calibre 4, pues los

patos son muy duros. Y, ya en esa época, los cartuchos no podían ser de plomo;

tenían que llevar perdigones de acero. Muchos de los patos heridos, que se pierden,

serán luego comidos, quizás, por algún ave de rapiña. Éstas, al comerse la carroña,

se tragan los perdigones. Y el plomo les causa, o

puede causar, la muerte.

En este país, al menos, el asunto de la caza con

perdigones de plomo cada vez se prohíbe más,

especialmente en algunas áreas con aves en peligro

de extinción, como pasa con las águilas y los

cóndores en el estado de Arizona, donde resido ya

por más de siete años. En aquella ocasión de mi primera cacería de patos, no

acababa de entender totalmente la razón de aquella ley, y pensaba que quizás era

una manera de sacar más dinero de los cazadores mientras se favorecía otra

industria. Hoy he visto el daño que el plomo hace y la necesidad de todos de

contribuir al mantenimiento de una población sana en el reino animal. Hemos de

cobrar conciencia, pues somos simples administradores de las riquezas de este

mundo. Así, nosotros, y las futuras generaciones, podremos disfrutar de la caza

bien regulada, entre otras cosas.

* * *

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Sabemos que hay muchas especies de patos. Éstos, usando su pico tan peculiar

(con su especie de peine), comen hierbas terrenas y acuáticas, peces, insectos,

pequeños anfibios y moluscos, gusanos... Algunas variedades comen bajo el agua,

como el pato zambullidor y los patos de mar; otras, en la superficie, como el pato

chapoteador. Unas pocas especies pueden cazar y tragar peces grandes, como el

pato serreta.

También hemos visto en la realidad o en fotos patos de colores muy bellos, sobre

todo los machos. El mandarín y el mallard son claro ejemplo de ello.

Los patos son monógamos generalmente por un año, pero las especies más grandes

y sedentarias tienden a serlo por varios

años. Normalmente, antes de aparearse durante las estaciones húmedas, hacen el

nido una vez por año. La madre suele ser muy protectora de sus crías. Las hembras

se comunican con el clásico graznido (que los machos nunca usan) aunque,

además, pueden dar silbidos, arrullos, gruñidos y cantos a la tirolesa. En general,

su hábitat es por todo el mundo, excepto en la Antártica y algunas islas oceánicas.

Casi todas las especies de patos son aves migratorias, pero no las que viven en los

trópicos. Y algunas (donde llueve muy poco) son nómadas y van temporalmente a

lagos después de fuertes lluvias. En áreas muy pobladas, a veces una pareja de

patos cría lejos del agua.

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Los patos tienen muchos enemigos, entre peces, reptiles, algunas aves de rapiña y

mamíferos, como zorras y coyotes; especialmente los muy jóvenes, que no pueden

todavía volar, son las víctimas más frecuentes. Y, por supuesto, el pato tiene como

enemigo fundamental al hombre.

* * *

En aquella mañana de febrero, me pareció que Joe no tenía gran experiencia en la

caza de aves acuáticas; yo no tenía ninguna. Tampoco era aquel un lugar preparado

con antelación o para ser usado repetidamente. Pero fue un experimento

entretenido. Recuerdo bien la frialdad del ambiente, lo desabrido del lugar, el

viento, el andar por agua o hierba mojada buscando situarnos en aquellas franjas

medio pantanosas y, sobre todo, lo difícil que era encontrar cobijo suficiente para

ocultarnos de los patos que veíamos en la distancia.

Apenas llevábamos media docena de señuelos, claramente insuficientes para tener

gran éxito. Sin ellos, los recelosos patos no se acercan a cualquier lugar ya sea de

tierra o de agua. Pero si los “patos falsos” están nadando o están colocados en

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algún bancal o sembrado, entonces los patos reales intentarán posarse cerca de los

señuelos, pues suponen que no hay peligro y sí alimento al ver allí a otros de sus

congéneres. Y, claro, si no descubren al cazador por estar bien oculto en el puesto,

o si lo descubren ya tarde, cuando están a tiro de aquél, existe entonces la buena

oportunidad de disparar con cierta garantía de éxito. Pero no hay que olvidar que

los patos son muy fuertes; el tiro ha de ser certero; no caen por un par de

perdigones que apenas pasen sus fuertes y compactas plumas. También, vuelan a

gran velocidad, por lo que el disparo es más difícil. En concreto, el halcón

peregrino, el ave más rápida del reino animal, es uno de los pocos enemigos

naturales del pato adulto, al que cazan en vuelo.

Tampoco llevábamos pito para, posiblemente, atraer a algunos patos por el sonido.

En la caza del pato, el camuflaje es de primera importancia. Nosotros llevábamos

chaqueta, pantalones y gorra de camuflaje; nada más. Para tener más oportunidad

de disparar, es conveniente llevar guantes y la cara tapada con una sutil tela de

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ocultamiento. También es

conveniente quitar brillos a la

escopeta, camuflarla de

alguna manera.

Total, que aunque vimos

bastantes patos, la mayoría

volaban algo lejos, por lo que nuestros disparos fueron pocos, fuera de tiro,

fallando frecuentemente. Herimos algunos y recogimos dos, pues al caer en la

bahía no era fácil recuperar la pieza; no llevábamos perro.

* * *

Por lo desagradable que me pareció aquel

tipo de caza, en aquella ocasión, cazar patos

no ha sido en mi vida de cazador un deporte

o práctica importante ni frecuente. Pero he

disfrutado y disfruto disparando a los patos

con mi cámara fotográfica. Hoy día tengo el

privilegio de vivir en el bellísimo estado de Arizona, y mi casa está a menos de

diez metros de uno de los tres lagos que la ciudad construyó hace unos 15 años.

Los patos y gansos canadienses, entre otras aves acuáticas, abundan tanto, sobre

todo en los meses de invierno, que casi llegan a ser una mortificación cuando uno

sale a pasear. Pero el vuelo cercano y el “aterrizaje” de estas aves sobre la tersa

superficie del lago, con su ruido característico, son un gran placer contemplados

desde el gran ventanal o desde el balcón de mi morada.

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También se matan venadas

ace unos días se levantó la veda del ciervo en el sur de Texas. Por

segunda vez es legal matar hasta cuatro animales; sólo dos pueden ser

machos. Y en este comienzo de temporada cinegética me pregunto de

nuevo si tendré valor para matar alguna venada. No hay duda que, en general, hay

demasiadas hembras y es importante conseguir un mejor balance matando venadas.

También es cierto que mi familia

necesita durante el año

normalmente la carne de tres

animales. Sin embargo,

recuerdo experiencias

propias y ajenas al matar venadas

que me dejaron mal sabor de

boca.

La peor debe ser la de aquel individuo que fue a cazar en junio. En esa época la

“tirada” está prohibida. Cuando le salió una venada, no lo pensó y le disparó. El

tiro al brazuelo hizo que cayera muerta veinte yardas más adelante. La

desagradable sorpresa fue cuando abrió al animal para limpiarlo. Dentro tenía dos

venaditos, un Bambi nonato y su pareja, con las típicas y bellas manchas de

pequeños, cuando son más atractivos, cuando no se concibe que nadie intente

dañar a estos esbeltos y gráciles rumiantes. Parecían de porcelana, brillantes y

mojaditos, suaves, toda inocencia, belleza y bondad natural. Sí, belleza... y horror a

H

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un mismo tiempo. Me dijo el arrepentido cazador, y lo creo, que pasó un rato

malísimo y que allí prometió no tirar jamás en esa época a ninguna venada; quizás

no les tiraría ya nunca. ¡Y todo por un rato de diversión! ¿Necesitaba acaso la

comida?

¿Has visto lo que a veces hace la venada para defender a su cría? El año pasado

estaba esperando en un sendero inexplorado desde un puesto portátil que le

hicieron a un amigo en México: un trípode de metal revestido de hule de

camuflaje, sin cubierta alguna. A eso de las cuatro y media, un cervato, que pocas

semanas antes tendría manchas en la piel, empezó

a comer a menos de veinte yardas de mí del maíz

que una hora antes había echado en el sendero. El

puesto había sido colocado en el lugar dos días

antes. Cuando me entretenía contemplando la

gracia y esbeltez de tan bello animalito, oí un

discordante y descomedido berreo y, casi a la vez,

una venada entró en el sendero cargando y como

atacando al pequeño. Este desapareció

inmediatamente de mi vista. “¡Naturalmente —me

dije—, la madre defendiendo a su criatura!” No especialmente sorprendente

quizás. Pero la cierva no se fue del sendero en seguimiento del cervato, no; la

venada permaneció mirando en mi dirección, estremeciéndose visiblemente, con

cierta postura desafiante, como diciéndome: Atrévete conmigo, grandullón; no con

un pequeño. Unos segundos después dejaba de ver a la valiente y generosa madre,

ejemplo en la naturaleza tantas veces imitado en la sociedad humana.

Si hubiera disparado a la venada, ¿qué habría pasado a su cría? A veces una

manada de coyotes hambrientos aprovecha la orfandad... También me pregunto a

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veces si no tendrá algún tipo de sentimientos de dolor, de soledad, de abandono

semejante a los humanos un venadito como el que ante mí comía. Vacas he visto

en estos ranchos tejanos mugiendo incesante y lastimosamente buscando la becerra

que el ranchero se había llevado al matadero o a venderla el día antes en su

camioneta. ¿Cómo actúa la perra a la que le tiran sus cachorros que aún no han

abierto los ojos? Para mí no hay duda; hay un tipo de sufrimiento entre los seres

del reino animal no bien conocido ni estudiado.

En fechas pasadas compré una cámara fotográfica con un buen teleobjetivo. Y, con

el rifle, me la llevaba también al puesto. He hecho algunas fotos interesantes de

codornices y otros pájaros;

también de algunas venadas.

Pero ninguna tan interesante

como la hecha una feliz

mañana dominguera en que a

unas cien yardas salieron a un

sendero una venada con dos

juguetones cervatos. Pacían

de la hierba de la orilla cuando de pronto uno de los pequeños se lanzó raudo hacia

la madre. Algo me dijo que estuviera alerta. ¡Bello episodio! Por brevísimos

segundos el venadito estuvo mamando de la madre como un ternero de paciente y

soñolienta vaca. Sabemos que por seis u ocho meses las crías maman de la madre.

Lo hacen hasta que la venada busca al macho en la berrea, en el tardío diciembre

en el sur de Texas. Entonces, con un ímpetu cariñoso, las ciervas alejan, modestas

y enceladas, a sus crías. Quizás ya no les mamen cuando se juntan después de la

breve y urgente llamada de la naturaleza.

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Al contemplar la apreciada foto me pregunto

en ocasiones: ¿Qué pasa cuando muere la

madre de estos cervatos? ¿Qué suerte siguen

frente a tantas fuerzas enemigas en su medio

ambiente? Sabemos que en general

sobreviven, siguen adelante a veces solos, las

más juntándose a otros cervatos y a sus

madres. La naturaleza es generosa y el

instinto maternal es bello y amplio entre las venadas. Pero, ¿qué les pasa

sentimentalmente a los venaditos huérfanos, delicados y vivaces? ¿Sufre su

espíritu? ¿Comprenden la crueldad de la vida? ¿Piensan que el dominador de

animales y plantas, según el mandato bíblico, es cruel y acaso no digno de tal

gobierno? ¡Quién pudiera ser temporalmente uno de estos animales para

entenderlos mejor y así, quizás, actuar en consecuencia!

¿Cómo explicar lo que me pasó otra tarde, un

viernes del penúltimo fin de semana de

la misma temporada? En el potrero

“El papalotito” del Rancho Las Escobas hay un

pequeño puesto de madera en el ángulo

noroeste. Mirando hacia el este todo lo que se

ve a mano izquierda es un gran pastizal donde

con frecuencia comen los venados, a veces

al lado del ganado vacuno. Apenas habían

dado las cuatro y media cuando a unas cien

yardas de distancia pasaron del monte al pasto

una venada seguida de dos pequeños de distinto tamaño. Andaban cautelosos

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internándose en diagonal cada vez más en el pasturaje. A veces corrían unas

yardas; luego se paraban nerviosos.

La temporada tocaba a su fin. Dudaba qué hacer, pero yo necesitaba carne y ésta

era la oportunidad. A la cuarta parada, con rapidez busqué la base del cuello de la

cierva y disparé rápidamente. El tiro del Winchester .270 a unas 165 yardas fue

básicamente certero. Los cervatos, espantados y asustados, corrieron un poco, pero

al no ver a la madre se pararon. No sabían adónde ir, parecían perdidos. Miraban a

su alrededor, se iban, volvían a pararse. Sus carreras parecían círculos erráticos y

rotos, adelante y atrás, de izquierda a derecha, una y otra vez, mirando de acá para

acullá, deteniéndose, esperando, maravillándose. Se sentían perdidos. ¿Dónde

estaba su guía? ¿Adónde se había ido? ¿Qué estaba haciendo?

El más pequeño de los animales empezó a buscar, oliendo, a la madre, a la que no

podía ver caída por la altura de la hierba. Parecía tener miedo, miedo a lo

desconocido, miedo a un sonido estentóreo y a un movimiento de hierba alrededor

de un determinado lugar. Se aproximó cautelosamente. Cuando se paró, noté más

movimiento, algo blanco, algo movible que intentaba levantarse: era el rabo de la

venada. Estaba mortalmente herida y no podía erguirse para recibir a sus cervatos,

para acompañarlos y enseñarles, para guiarlos y alejarlos del peligro. La más

grande de las crías, ya prácticamente huérfanas, estaba lejos, temerosa, intranquila,

deseando escapar de la posible e invisible amenaza.

¡Triste suerte! Pero yo soy cazador. Cumplo con las leyes, acepto lo que los

biólogos dicen: hay que matar venadas, hay muchas, una gran desproporción con

respecto al venado; muchas mueren de hambre, otras no se desarrollan sanas... Sí,

soy cazador.

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La venada continuaba sus vanos, raros intentos por levantarse, por consolar la

confusión de sus pequeños. Sus ojos se movían tristes, erráticos; su blanca barriga

se alzaba en suave y muelle movimiento; su rabo coleteaba brevemente. Y el

pequeño a su lado —deseo creer que era un pequeño macho— le pasó la lengua

pulida y mimosa por la cara inmóvil; y el posible, futuro rey del monterío tejano le

olía su cuerpo cálido y daba a la mama sutil y caliente y breve una larga lengüetada

delicada y amorosa... Y luego huyó de nuevo confuso, asustado, a juntarse con su

hermana temerosa. Atrás y adelante, de derecha a izquierda, una vez y otra los

venaditos corrían y se paraban confusos, sentidos, sin guía. De nuevo el más bravo

de los dos, en un círculo más amplio, se acercaba, siempre cauto, siempre con las

orejas apuntando hacia donde olía a la madre. Al poco se paró frente a ella dándole

la espalda y mirando alrededor como en actitud desafiante. Parecía un ciervo

grande que quería defender a la madre, aunque no sabía de qué ni cómo. Era quizás

el heredero, el que sería algún día defensor de su familia futura y que ahora parecía

proteger a la que le dio vida. Luego se volvió y la miró. Y se acercó hasta tocarla.

Levántate, parecía decirle con un suave empujón de cabeza; ven con nosotros,

guíanos, madre

siempre buena,

siempre presente;

vamos, vámonos de

aquí, de este pastizal

grande y sin resguardo y

escalofriante.

Pero era en vano. La

venada — descubrí

después— tenía el

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espinazo roto por el balazo cruel. Sus ojos estaban alertas y podía mover el rabo;

eso era todo. Pero sus ojos... ¡qué mirar tan piadoso, desgarrador, animoso! Y

sobre todo tan amonestadores. Aconsejaban a sus pequeños, para que se fueran, se

escondieran, se cuidaran... Al fin, tras unos veinte minutos eternos, éstos

parecieron comprender y desaparecieron de la vista del enemigo.

Cuando media hora más tarde fui a recoger mi pieza, recibí otra desagradable

sorpresa. Los ojos oscuros y profundos de la venada me recibieron pacíficos;

estaba viva. ¿Qué me decía...? Debió querer escapar, pero todo su esfuerzo se

tradujo en un breve movimiento del rabo. ¿Cómo había vivido tanto? ¡Una hora

sufriendo...!

Sí, soy cazador. Pero casos como los aquí mencionados no animan a seguir en el

ejercicio cinegético; al contrario. Episodios así añaden leña seca al fuego latente de

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una mentalidad ya de años protectora de las hembras, consideradas como débiles,

amables, maternales.

Sin embargo, también he visto algunas veces una venada muerta y a su alrededor

otras vivas, grandes y pequeñas, sabrosamente paciendo aparentemente olvidadas

de la muerta cercana. ¿Qué indica esto?

Soy cazador y, repetidamente, me pregunto: ¿Volveré a matar alguna venada en el

futuro? La teoría, la ciencia fría, las estadísticas que prueban a veces demasiado me

impelen a seguir matando venadas; el sentimiento experimentado en ocasiones me

urge a no tirarles más. ¿Qué hacer? ¿Qué haré?

La pregunta sigue presente hoy, con incesante golpeteo, sin respuesta. Y sigo la

senda trazada y el hábito adquirido desde tierna y quizás cruel infancia. Y me digo

que la caza es un deporte, un entretenimiento y una manera de alimentación.

Pienso también que muchas venadas mueren más cruelmente de hambre. O

comidas por coyotes u otros animales de rapiña. Y, además, que los animales están

para el servicio del hombre... Pero, de verdad, ¿lo están hasta este punto?

PD/ Para satisfacer la curiosidad de alguno, quiero decir que desde que escribí

este cuento en 1988 he seguido cazando por bastantes años. También

frecuentemente he disparado a venadas…pero sólo con mi cámara. Y, realmente,

ésta es la única manera en que he disparado a una criatura de Dios desde enero de

2001.

Page 133: FRANCISCO LÓPEZ HERRERA - Duke Universitypeople.duke.edu/~garci/cibertextos/LOPEZ-HERRERA-F/HOJAS...un enorme bancal, con buen pasto, de más de doscientos acres, todo casi limpio

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