François Jullien Lo Íntimo

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François Jullien Lo íntimo Lejos del ruidoso Amor

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filosofía contemporánea psicoanálisis

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François Jullien

Lo íntimo

Lejos del ruidoso Amor

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A la que se reconozca

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¿Qué mutación se impuso en mi trabajo? Porque este ensayo me llegó con la

misma necesidad que los anteriores – o de manera incluso más fuerte. Sigo un hilo o tal

vez una veta que había empezado a examinar por diversas puntas y desde diversos

lados, a partir de las cuestiones del “tiempo” y de lo “negativo”, así como de la crítica

de la idea de “felicidad” y que, en cada ocasión, me condujo más cerca del borde:

alrededor del pozo que después llamé globalmente el “vivir”. Este ensayo es entonces

el tomo II de mi Filosofía del vivir (Gallimard, 2011): ¿qué significa vivir por y en su

relación con el “Otro”? Es lo que intento abordar aquí indagando lo que llamaré el

recurso de lo “íntimo”. Pero abordar algo tan singular como lo íntimo, ¿no implicará

“filosofar de otro modo”? Puesto que lo íntimo, ¿no designa precisamente aquello que

más se resiste a la abstracción y por ende al concepto?

Y la “China”, me preguntarán, ¿ya no volverá más a ella? (“Usted ya no es

sinólogo”, etc.). China sigue actuando, aunque ya no temáticamente, sino

subterráneamente: como punto de retaguardia y de sostén. Para atreverse a más, tal

vez. En todo caso, ya no me contentaré con responder ahora, una vez más, haciendo

que actúe la separación entre pensamientos que durante tanto tiempo se ignoraron, a

fin de que podamos mantener a distancia nuestras propias referencias culturales, en

Europa, para releerlas desde afuera y por contraste, a la vez desde más lejos y en

mayor detalle – lo que no significa “comparar”. Sino que en adelante insistiré más en

la necesidad que tenemos ahora, cuando Europa se deshace, aun cuando sus categorías

mentales ya no unifican sino que estandarizan el mundo entero; la necesidad de volver

a pensar la inventividad de la cultura europea y en primer lugar evaluar su

historicidad. Para lo cual la aparición de lo íntimo servirá como un revelador. En

efecto, hace falta salvar al mundo del pensamiento tedioso que toma lo uniforme por lo

universal. Aunque para ello es preciso asumir una perspectiva oblicua sobre lo

“impensado”. Especialmente volver sobre aquello que aceptamos tanto en nuestro

pensamiento, cuyos prejuicios ocultamos tanto, que lo consideramos como evidencia y

ya no lo pensamos más – y ya no pensamos más en pensarlo.

Y esto es justamente “el Amor”, gran mito de Occidente por excelencia. Pero,

¿cómo salir de ese mito? ¿Cómo no tanto “liberarse” de él sino más bien desestancarse

de allí?

De modo que no se tratará de un proyecto puramente especulativo. Sino más

bien descubrir en un nivel intenso, nuevo, nuestra experiencia y tal vez desarrollar una

posibilidad que ha permanecido demasiado inactiva. En todo caso, se trata de

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abordarla a la vez más nítidamente y menos desprovistos, a través de menos filtros

culturales, así como adquiriendo más herramientas conceptuales, forjadas en varios

crisoles para poder aprehenderla. En suma, se tratará el gran tema del Amor, tan

ruidoso, desglosándolo de soslayo - ¿cómo abordarlo de frente? –, un tema que

monopolizó nuestro pensamiento del Otro en Occidente, para pensar con nuevos bríos,

siguiendo el discreto hilo de lo íntimo, cómo vivir de a dos; y a partir de allí, pensar en

cómo constituir un punto de partida de la moral.

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I – En tren, en el campo

1. 10 de mayo de 1940. La historia fatalmente es simple.

Un hombre, su mujer, su hija, toman el tren, valija en mano. Como todos los

demás, en masa o más bien en rebaño. Dejan su pequeña ciudad del norte de Francia.

En la estación, el éxodo es masivo. Por un lado, se agrupan los hombres, por el

otro, las mujeres y los niños. Al azar de los cambios de vías, con el correr de las

maniobras, en el caos de órdenes y contraórdenes, el tren queda cortado en dos. El

hombre se encuentra solo en un vagón atestado (la historia está en Simenon, El tren).

Hay allí una mujer también sola, sin equipaje – no se sabe ni dónde ni cómo ha

subido a ese vagón. Una mirada se detiene en ella, unos fragmentos de frases

intercambiadas y en primer lugar una botella vacía recogida del suelo y que él le ofrece

para que ella la llena de agua en una parada: poco a poco, de instante en instante,

prudentemente, reptilmente, se acercan. Él sólo sabrá de ella que acaba de salir de

prisión, que partió de prisa esa misma mañana con los demás, sin haber tenido tiempo

de llevarse nada. No llegará a saber más. Espera. No se sabe adónde va. El tren se

detiene, vuelve a partir, nunca se sabe adónde va; varias veces el tren es bombardeado.

Pero vuelve a arrancar. Pasan por pequeñas estaciones desconocidas. Luego, cuando

llega la noche, cada cual debe buscarse un rincón para dormir en el vagón superpoblado:

campamento sórdido – la escena es propia de todos los éxodos. Promiscuidad sofocante

de los cuerpos amontonados; y sin embargo un comienzo de vida se organiza. Él se

acuesta al lado de ella. En la oscuridad, se da vuelta sobre ella; con un gesto nítido, no

brutal, que ella consiente, la penetra.

Hay penetración de un cuerpo en el otro para abrir, para emplazar allí, en medio

de todos esos cuerpos extraños, en ese extraño dormitorio ambulante y amenazado, en

ese sitio de impudor en donde están bestialmente hacinados, algo que sea su reverso:

algo así como una intimidad. O lo que quisiera llamar, más precisamente, el recurso de

lo íntimo: abrir lo íntimo entre ellos dos como potencia y como resistencia - ¿las únicas

que quedan? Pues, ¿en qué medido hubo efectivamente deseo? Habrá hecho falta para

que ese acto tenga lugar, pero no es lo importante. Pues, ¿qué puede haber todavía allí

que sea propiamente “erótico”? Lo que en adelante se ha vuelto primordial o, mejor

dicho, lo que se ha vuelto vital, crucial, en el extravío que comienza, en ese Éxodo que

nadie sabe adónde conduce ni cuándo podrá detenerse, es que el Afuera en el que

derivan pueda convertirse en un interior compartido. Entre ellos dos han promovido un

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adentro secreto donde pueden refugiarse contra ese Exterior en debacle, acechante,

amenazante, en el que son arrastrados.

Porque no pueden refugiarse en ninguna parte, ni tampoco en sí mismos, cada

uno para sí, ¿no se daría entonces más bien la angustia? No pueden encontrar refugio

sino en ellos, en los dos o más bien entre ellos dos, abriendo entre ellos ese espacio

íntimo donde ampararse. Como bajo un dosel invisible con el cual se taparan. Porque la

promiscuidad en el interior del vagón, donde cada uno está a la vista de todos y en

contacto con todos, donde toda vida privada es suprimida, es un afuera todavía más

insoportable que el otro, ya que es más inmediato. Ante lo cual, contradiciendo ese

Afuera impuesto, esa violencia o más bien esa violación continua a la cual los somete la

situación, el gesto de penetración se toma revancha. Discreta pero decididamente. En

efecto, no es la expresión de un “sálvese quien pueda” ante la derrota, ni tampoco el

último goce sustraído antes de que caiga el diluvio, como si en un mundo que se

precipita a su perdición la libido cayera sobre el primer objeto que aparece y se

contentara con él. No, más bien se trata de sellar entonces la alianza, de afirmarse

(probarse), en la carne, solidarios y coaligados.

En ese mundo sin el menor acuerdo interno, totalmente puesto bajo el dominio

del Afuera, ese acto por sí solo restaura el adentro y lo exige. Vale decir que dicho

gesto de penetración equivale a una rebelión; a partir de un acuerdo común pero tácito -

¿qué más habrían podido decirse? – deciden abrir en ese Afuera un “más adentro”

donde retirarse, donde recuperarse. No pueden hacerlo sino de a dos. Entre esos cuerpos

amontonados, en la suciedad que se establece, ese gesto que parecería en principio

improbable, o sólo debido a una pulsión súbita, expresa de hecho una decisión lógica.

En ese mundo desamparado, equivale a un freno. Cuanto ya todo se ha vuelto vacilante

y amenazado, cuando ya nada depende de uno mismo, cuando ya ningún derecho es

válido, cuando todo es expropiado, se trata de convertir ese Éxodo, ese “camino del

afuera”, en su opuesto: invertir el Exilio y desafiarlo. Tal es el poder de lo “íntimo”,

cuyo camino de acceso descubren entre los dos.

Por supuesto, como suele suceder, el acto precedió al pensamiento: harán falta

varios días para que lo íntimo se ahonde, se profundice entre ellos – como dos niños en

la playa que cavan a cuatro manos, asiduamente, un pozo donde el agua del mar

finalmente se va a extender. Por cierto, hay un deseo que planea, merodea y regresa.

Pero no parece más que un coadyuvante, algo que es más un pretexto, o una base,

digamos, que una causa o un motivo verdadero. En todo caso, se ve superado –

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arrastrado – por algo muy distinto. Mientras que el afuera desconocido del exilio no

deja de renovarse, de una parada a otra, mientras la presión de los otros y de los

acontecimientos demora tanto en dar tregua, resulta que de día en día, de estación en

estación, de un centro de recepción al siguiente, en ese mar de vicisitudes donde no se

deja de partir para arribar una y otra vez, cada vez más indiferentes ante el Diluvio, ellos

pasean su botecito, esquife invisible, sobre el cual se han subido. En el último campo de

alojamiento, reiteran, aunque más sistemáticamente, como ya habituados, su ritual de

una vida apartada y salvada del gran oleaje. Cuando él sabe que ella está desnuda bajo

su vestido después del lavado, ya no se trata sólo de una mirada cómplice o que se

complace burlonamente entre ambos. Frente al mundo, frente a todo lo que amenaza,

esas miradas que se intercambian son una muralla, frenan todo acontecimiento.

2. Porque de entrada lo íntimo que se instaura entre ambos ha neutralizado al

menos dos cosas. La cuestión de la fidelidad (a su mujer separada) por un lado ya no se

plantea; o más bien ya no tiene que plantearse. No tiene sentido sino para los demás; por

supuesto, siempre está presente alguien que se mofa; pero para ellos está anulada. Han

pasado más allá. Lo íntimo en lo cual se introducen muy rápidamente – donde se

deslizan – para salvarse y que luego progresivamente eligen, donde se comprometen, no

compite ni rivaliza con nada, porque no es comparable a nada. Aun cuando empieza a

instalarse en la duración y regresa lo ordinario, cuando se torna sedentario, lo íntimo no

tiene nada que ver con la vida de pareja, sus cálculos, sus presiones, tensiones y

relaciones de fuerza, sus planes proyectados. Él va todos los días a la oficina de

informes a averiguar noticias de los suyos y ella lo acompaña, fiel, en esas gestiones.

Por lo tanto, no “traiciona” a “su mujer”. La sempiterna cuestión de las pasiones y las

exclusiones, los celos o la rivalidad, resulta expulsada de entrada.

Por otra parte, lo íntimo que se instaura entre ellos supera – o más bien franquea,

deja de lado – la curiosidad que podrían abrigar con razón uno por el otro. Porque no

saben casi nada uno del otro: tan sólo que ella sale de prisión y no tiene dinero; que él

está casado y que su mujer espera un segundo hijo. Pronto queda claro que ella necesita

ayuda. Pero, ¿es judía? ¿Es extranjera? ¿Será acaso una espía? Pero durante esos meses

de desamparo, él no intentará saber más. No se interrogan. No por indiferencia, sino

porque lo íntimo va acompañado de discreción y porque es de otra índole: no apunta

necesariamente a decirlo todo o simplemente a confesarse. Durante esas horas tan

largas, con todos esos lapsos de espera, nunca se ponen a contar sus historias, a

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“charlar”. ¿De qué les serviría? Se contentan con permanecer juntos, a veces tomándose

las manos; miran los dos juntos el mar, el agua que chapotea, los barcos que salen del

puerto. Eso íntimo con que hicieron un pacto exime de toda charla o más bien la

deshace. La deja muy atrás.

3. A veces él le dice: “Te amo”. Nada más, por otra parte. Pero entonces ella le

pone el dedo sobre los labios y le dice: “shh”. Ella no prosigue con ese tema demasiado

fácil. Esa palabra pegada allí como una etiqueta resulta en efecto incongruente. No

porque se pueda sospechar que no es sincera, sino porque resulta a la vez, de manera

extraña, exagerada y reductiva. No solamente no aporta nada, sino que es un tanto

ampulosa y ya mistificadora. Parece lanzada entonces como quien quisiera

desembarazarse de lo más desconcertante que tiene la situación, aunque también sea lo

más exigente, y se procurara ponerse a salvo de la demarcación que fija esa palabra para

tranquilizarse. Porque perciben que fatalmente, cuando esa palabra llega, es como si

estuvieran posando. ¿No se encuentran uno al lado del otro en efecto porque fueron

arrastrados hasta allí por la Historia, llevados por la misma multitud? No se sedujeron,

ni siquiera se eligieron. Por lo tanto, esa palabra no puede agregar nada e incluso oculta

lo esencial con su comodidad: que ellos hacen causa común y se mantienen juntos uno

por el otro, conectados en adelante uno con el otro, con el correr de los días y de las

amenazas, en ese refugio compartido, y por razones que superan todo lo que se podría

relatar porque son elementales, las más básicas.

Ciertamente que ella, sin dinero, sin papeles, no tiene otro medio de

supervivencia más que seguirlo como un perro fiel. Por cierto que también él encuentra

finalmente en ella un misterio en el que sumergirse, el mismo que no conoció ni tan

siquiera imaginó en su vida de pareja. Por lo tanto, se podrán atribuir a su acercamiento

todas las justificaciones que se quieran, considerarlos a ambos como interesados en esa

relación, pero tales razones, esas sospechas de hecho no tienen importancia; no socavan

para nada, no corroen en nada el zócalo o el fondo de acuerdo que se ha erigido entre

los dos, en ese mundo desamparado, y como si fuera por toda la eternidad. Aunque

sepan que en pocos días, no se sabe cuándo, tal vez en la próxima parada, serán

separados. Porque de repente algo se encuentra a su alcance, algo se descubre en ellos,

entre ellos, por medio de esa apertura de lo íntimo que ya no tiene nada que ver con el

orden de las cosas. Aunque tendrían muchas y buenas razones para lamentarse

(Simenon por otro lado tiene el buen gusto de no recargar el cuadro de la desgracia), por

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el mero hecho de que sitúan así uno junto al otro, del mismo lado, por el simple hecho

de que se han vuelto conniventes y ya ni siquiera tienen verdadera necesidad de hablarse

(o si les incomoda no tener nada que decirse, todavía es por pudor o por costumbre),

alcanzan finalmente lo inaudito de existir. Lo que por una vez en la literatura – y para lo

cual servía todo el despojamiento precedente – es señalado sin pathos: “pasamos así tres

horas en una estación minúscula junto a un albergue pintado de rosa […]. Si tuviese que

describir el lugar, sólo podría hablar de manchas de sombra y de sol, del rosado del día,

del verde de la viña y de los groselleros […] y me pregunto si aquel día no llegué lo más

cerca posible de la felicidad perfecta”.

En ese mundo que se tambalea, en pleno trastorno, lo íntimo a su vez, como

respuesta, trastorna y hace tambalear. Debido a que en el éxodo forzado hicieron caer

toda barrera entre ellos; debido a que se pusieron del mismo lado frente al Afuera del

mundo y de la vida errante, debido a que permanecen juntos experimentando,

observando, diríamos que se encuentran “sobre una nube” – la expresión coloquial es

acertada. En el seno de esa dependencia total, los dos pueden recobrar cierta

independencia: al suprimir la distancia entre ellos, pueden volver a poner ese mundo a

distancia - ¿podrían hacerlo de otro modo? Esa frágil y pequeña nube es arrastrada por

el viento de la Historia, sacudida por los acontecimientos; pero debido a que

experimentan eso de a dos, se tornan leves, se vuelven alertas, en lugar de dejarse

paralizar por el miedo o por el interés. Los dos han trasladado la barrera que separa a

cada uno de su Afuera, con una misma maniobra, más allá de ellos: la bolsa de

intimidad que abrieron se despliega sobre ellos como una tienda donde alojarse. Eso

íntimo no se reduce a la complicidad puesto que finalmente supera al mismo tiempo el

cálculo y la intención. Se abstiene asimismo del placer charlatán de la confidencia, pues

es cierto que lo íntimo no se constituye por el hecho de contarse algo. Finalmente, no se

deriva sólo de la simpatía o del afecto: la experiencia, como vemos, adquiere un giro

metafísico; da acceso. Habrá que decir a qué.

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II. Adentro/afuera: cuando cae la barrera

1. Partamos al ras de la lengua. Desconfiemos del arrebato que amenaza con

arrastrarnos por la pendiente de la metafísica. Para no dejarnos llevar por la tentación

efusiva que se cierne sobre este caso, sobre este tema, actualmente convertido en tan

prolífico, de una “apertura” al otro, aclaremos la noción, circunscribamos el término. O

para decirlo de manera preventiva, curativa (en términos wittgensteinianos): partamos

de lo único de donde podemos partir – de los “usos” del lenguaje ordinario. Pero resulta

que respecto de lo íntimo el uso nos pone delante de esos dos sentidos, nos coloca sin

mediación en esa bifurcación. Lo íntimo se dice de aquello que está “contenido en lo

más profundo de un ser”; y así hablamos de un “sentido íntimo” o de la “estructura

íntima de las cosas”. Pero también es aquello que “vincula estrechamente por medio de

lo más profundo que existe”: unión íntima, tener relaciones íntimas, ser íntimo de… El

diccionario (el Robert) enumera luego esos dos sentidos y los sitúa juntos, sin más

glosas, sin pestañear, pero, ¿qué relación hay entre ellos? ¿Y no se oponen además?

Porque uno expresa lo apartado y lo oculto, y el otro expresa la relación. Virtud del

Diccionario que estira la lengua en todos los sentidos y según sus posibilidades, pero,

¿hasta dónde puede llegar en este caso el desmembramiento? ¿Equivale a una verdad

esa virtud extensiva? Íntimo se llama en efecto “lo que es totalmente privado y

generalmente oculto a los demás” (así ocurre con la vida íntima, con una convicción

íntima o con lo que llamamos “diario íntimo”). Pero al mismo tiempo, igualmente,

íntimo expresa lo que reúne a dos personas y favorece la armonía entre ellas. Por

ambiente, por pregnancia, de manera tácita: comida íntima, fiesta íntima; o incluso

hablamos de un rincón íntimo, a salvo del mundo, apartado de las miradas y de la charla

de las personas que pasan – la pareja en éxodo durante la noche del último campamento

se encontrará allí.

Debemos pues empezar escuchando la lengua, los diversos usos de la lengua,

diversos hasta la disyunción; aunque por eso mismo también debemos seguir lo que nos

hace pensar entonces correlativamente y tal vez incluso deducir un sentido del otro: (1)

que lo íntimo es lo más esencial al mismo tiempo que lo más retirado y lo más secreto,

que se oculta a los otros; (2) que lo íntimo es lo que asocia más profundamente con el

Otro y conduce a compartir con él. ¿Cómo se pasará entonces de un sentido al siguiente

debajo de lo que parece, a primera vista, nada menos que una contradicción? ¿O bien

qué esclarece esa contradicción? El hecho de que el diccionario establezca los dos

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sentidos rivales sin explicarse, sin rechistar, contentándose con yuxtaponerlos, nos

dejaría sumidos en la aporía si no advirtiéramos en cambio, en el llamado a franquear

esa separación, algo así como una revelación – por medio de ese desgarramiento

“vemos detrás”. O digamos que percibimos entonces lo que se ofrecería para pensar de

modo más crucial, lo que repentinamente nos da un asidero al pasar, sin previo aviso, en

el seno de una palabra, en ese gap, sobre nuestro ser como humanos.

La lengua piensa. Habrá que empezar entonces deteniéndonos en lo que dice (y

hace) la lengua, sin que por ello lo conciba de modo suficiente, en todo caso sin

explicitarlo. Porque no se encuentra un superlativo para “exterior” (a ello sólo responde

“último”). Pero hay un superlativo para “interior”: “íntimo”. Intimus, dice el latín: lo

que es “muy” o “más interior”. Nos vemos remitidos pues un paso más allá ante lo que

nos hace falta pensar o, más precisamente, dialectizar, para superar esta aporía. Porque

lo íntimo es lo intensivo o la radicalización de un interior, que lo retrae en sí mismo y lo

sustrae de los otros, y lo íntimo al mismo tiempo expresa también su contrario: la unión

con el Otro, unión “íntima”, un afuera que se vuelve adentro, “lo más adentro” – y

genera la exigencia de compartir. “Íntimo” efectúa esa inversión de un sentido al otro:

aquello que es lo más interior – porque es lo más interior lleva lo interno a su límite – es

aquello que por eso mismo suscita una apertura al Otro; por lo tanto, lo que hace caer la

separación provoca la penetración.

2. Resulta entonces que por medio de lo íntimo se quiebran las relaciones

tradicionales del adentro y del afuera; e incluso estos ya no parecen reconocibles a

primera vista. En efecto, por la inversión que contiene lo “íntimo”, que se convierte de

lo más secreto en aquello que más puede vincular, es decir, de lo que es más interior en

cada uno – “íntimo” en él – en aquello que puede fundar más profundamente, a la vez

justificar y provocar, su unión con el Otro (según la expresión banal, aunque enseguida

envidiosa: “son íntimos”), el interior y el exterior se revelan de pronto en las antípodas

de lo que concebimos con ellos (manteniéndolos separados). Porque resulta que, según

lo íntimo, lo interior parece comunicarse en el fondo con su opuesto. De allí, la hipótesis

expuesta para aclarar la paradoja: ¿no será que cuando más se ahonda, se profundiza lo

interior, menos puede extenderse aparte y aislarse? Cuanto más se aprehende en sí

mismo el interior de nosotros mismos, en su trasfondo, como suele decirse, en tanto que

“muy” o “más interno”, tanto más se encamina hacia su desclausura. Más da indicios

“de lo Otro” que ya no es entonces el otro, sino su contrario: inversión que no puede ser

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más significativa y que no hago más que constatar – y es lo que me propongo explorar

aquí en la estela de lo íntimo.

Porque veo allí un hilo que se puede seguir con curiosidad para considerar lo que

viene después. Tal vez nada menos que la necesidad de volver a pensar lo que

entendemos como nuestra “interioridad” y por ende también una relación con el “otro”

que ya no resulte forzada por la moral. ¿O acaso la moral no sea solamente el

despliegue de lo íntimo en un principio, cuando todavía no está maniatada por la

obligación? O digamos: ¿no sería acaso la misma moral, en el fondo, aquello en cuya

senda nos pone el “recurso” de lo íntimo? Y de manera suficiente, porque basta para

romper la clausura interior, en la cual un “yo” se encerró. De manera mucho más

probatoria, menos dolorista en todo caso, en tanto que positiva, de la que efectuó

tradicionalmente la piedad como “fundamento” de la moral.

Puesto que sabemos que el problema que le planteó la “piedad” a la filosofía es

precisamente que no se comprende cómo puedo experimentar “en mi interior”, para

retomar los términos de la antinomia clásica, el mal que le ocurre al Otro “en el

exterior”. Pues, ¿cómo se “traslada” uno mismo al otro (a su sufrimiento)? ¿Acaso por

medio de la “imaginación”, acaso por la “representación” (Rousseau, Schopenhauer? Y

entonces, ¿cómo explicar el carácter inmediato de la reacción? De allí surge su

“misterio”, como se lamentó (Schopenhauer en El fundamento de la moral). Lo íntimo

por su parte es la oportunidad, en cambio, por el mero hecho de la alteración que se

efectúa en él, de extender correlativamente su adentro al exterior, de tener la propia

interioridad también en el Otro, cuanto más se intensifica, fuera de uno mismo,

derribando la clausura de un “sí mismo”.

Habitualmente, en efecto, en el estadio más rudimentario, el de lo “natural”,

digamos, el adentro y el afuera confinan y se yuxtaponen, cada cual por su lado, y por

ello se ignoran. Ese contacto es al mismo tiempo separación – como la piel. Uno y otro

yacen para sus adentros, a uno y otro lado de la frontera, y se mantienen aislados, cada

cual siguiendo su orden propio. Existen así el interior del cuerpo y el exterior del

mundo: fisiológico por una parte, físico por otra. Uno puede herir y cortar al otro (el

cuchillo). A lo sumo, hay un intercambio entre ellos: el cuerpo inspira-expira; absorbe y

eyecta – la relación sólo es utilitaria. O bien, si las categorías de lo interior y lo exterior

comienzan a entrecruzarse como en el trabajo (recordemos a Hegel), el interior del

pensamiento que transforma el exterior del mundo y recíprocamente, ese proceso del

que proviene la Historia, diferenciándose de lo natural, sin embargo los mantiene

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separados. Aun cuando enlazan entre sí un devenir común, no por ello dejan de

permanecer cada uno de su lado, y cada uno conserva su distancia. Pero lo que hace

suponer lo íntimo, radicalizando la inversión dialéctica entre los sujetos que somos, es

que en su caso, desde el momento en que se profundiza en sí mismo, pretende ser lo

interior de lo interior, “lo más interior”, y ese interior hace caer la frontera en la cual se

encerró una interioridad. Al mismo tiempo que se retira en sí mismo, apela a “lo Otro”

(mantengamos tanto como sea posible el efecto genérico del neutro) para que penetre en

ese adentro, para que se le una y se inmiscuya; y la delimitación adentro/afuera llega

entonces a borrarse.

Lo íntimo designa entonces dos cosas que mantiene asociadas: el retiro y el

compartir. O antes bien, debido incluso a la posibilidad del retiro, surge la solicitación

de compartir. No sólo, evidentemente, porque cuanto más íntimo es lo que está en

juego, más profundo es lo compartido. Sino sobre todo porque sólo lo que es íntimo

quiere ofrecerse y puede hacerlo. Es porque nuestras partes “íntimas”, según la

denominación usual, son las más retiradas, no exhibidas, e incluso deben vestirse, deben

ocultarse, que podemos descubrirlas y llevarlas ante la mirada del Otro; exponerlas es

ya ofrecer que salgan así de la neutralidad y la indiferencia que hacen permanecer a

cada cual de su lado y que convoquen a la penetración y la mezcla. Debido a que se

profundiza como íntimo, lo interior incita a su franqueamiento por un afuera; del mismo

modo que a cambio aspira a su propia expansión. En tanto que se torna superlativo de sí

mismo, ese interior renunciar a seguir siendo interno y reclama su superación para no

chocar – deshacerse o agotarse – contra el límite.

O bien, dicho al revés, esa apertura al exterior parece inscrita en el seno de la

profundización del interior, convirtiéndolo en su contrario. “Repartición” a la que

además tiende lo íntimo, al yuxtaponer esos dos sentidos opuestos y poner en juego su

mismo ambigüedad. Compartir es dividir partes, donde cada cual tendrá la suya sólo

para sí, como se reparte una torta. Pero compartir es igualmente tomar parte en algo, ya

no estar más solo y participar. Comparto un pastel, o bien comparto sentimientos o

ideas. De tal modo que ser íntimo es compartir un mismo espacio interior – espacio de

intencionalidad: de pensamiento, de sueño, de sentimiento – sin que ya nos preguntemos

a quiénes pertenecen estos últimos. Allí se evoluciona como a partir de un fondo común

que cada uno de los dos reaviva, mediante una frase, un gesto, una mirada, como en el

tren de los exiliados, pero sin apropiárselo – sin siquiera pensarlo.

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3. Porque de nuevo se hace presente lo que prescribe la lengua y cuya lógica hay

que pensar. Cuando hablo de una cosa “íntima”, cuando íntimo es un epíteto, lo íntimo

remite a su primer sentido: apunta hacia un retiro a salvo de los otros, designa en esa

profundización del adentro lo que esencialmente es tanto más difícil de comunicar en la

medida en que se mantiene apartado. Pero cuando digo: “yo soy íntimo”, cuando íntimo

se vuelve atributo, cuando se lo predica y se le confiere un sujeto, su sentido de pronto

se invierte, el punto de vista se altera nuevamente. Descubro que no puedo ser “íntimo”

en mí mismo, que no puedo ser íntimo solo. Soy necesariamente íntimo con: no puedo

“ser íntimo” sino para un “tú” – se requiere un plural (dual), se evoca un Afuera. Es

decir que lo “muy interior” o “lo más interior” que constituye lo “íntimo” no se piensa

sino desencerrando al yo que se enuncia en relación con un partenaire y dentro de una

relación. Pero no se trata entonces, como dije, de dar pruebas de una buena voluntad

ética hablando así de apertura al Otro; no cedo entonces, como puede resultar tentador,

al tema eminentemente moral (demasiado ostensiblemente moral) del “hay que

compartir”. Aunque la lengua lo piensa y lo implica por sí misma, fríamente y sin

rechistar. Se trata entonces, por mi parte, de emprender una “analítica” (a partir de lo

que dice y obliga a pensar la lengua), pero no predicar.

“Soy íntimo contigo” significa en efecto que te abrí un “más adentro” de mí, que

ya no mantengo con respecto a ti mi sistema habitual, tentacular, de defensa y de

protección – aquel con el cual nos blindamos frente al exterior, y que hacemos variar,

por supuesto, según los partenaires y las situaciones, pero usualmente sin renunciar por

completo a él. En lo íntimo, no me prevengo ni me excluyo más. Vale decir que somos

íntimos entre nosotros en la medida en que hemos derribado nuestros cálculos y

nuestras razones y está suspendida la machaconería del interés, que no por ello deja de

seguir rondando normalmente, como suele decirse, “adentro de la cabeza”, aun cuando

ya no nos guíe, aun cuando ya no pensemos más en ello. Lo íntimo es el compartir

subterráneo que ya ni siquiera necesita mostrarse ni probarse. Entramos en lo íntimo

como quien penetra en una tienda, retomando esa imagen, que un buen día encontramos,

cuya entrada alzamos y en adelante un mismo dosel nos cubre y traza este “nosotros”.

Que el abrigo sea común a los dos y remita la clausura más allá de ellos hace que

se evolucione en adelante “a cubierto”, a gusto, sin coerción, sin prescripción, sin

obligación, como en un elemento o un medio compartido, en vez de continuar

cruzándose cada cual confinado en su frontera y enfrentándose. Bajo ese dosel invisible,

aun si no se “hace” nada (del tipo “¿qué hicimos hoy?”), aun si no se “dice” nada (ya no

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es necesario decir algo para “llenar” la conversación), el recurso de lo íntimo no se

agota: en el entre que abre, se “entre-tiene”. Porque lo íntimo es un estadio que se

alcanza, no un estado; pertenece a lo que llamaría el auge, no a la calma. Difiere por

ello de la ternura, porque la relación no es solamente de sentimiento o de apego; razón

por la cual habitualmente somos menos sensibles y apenas nos detenemos en ello. No se

piensa en lo íntimo; uno ni siquiera piensa que se vuelve íntimo. Luego un día

constatamos, ponderamos, que de hecho nos hemos vuelto así. Por otra parte, como no

es ni virtud ni cualidad, no tiene determinación ni objetivo, en suma, como no tiene fin

(y la vía ética desde los griegos quería un “fin”, telos), lo íntimo se ha sustraído

igualmente a la captación de la filosofía. Por tal motivo, como comprobamos, se han

interesado tan poco en ello, se lo pensó tan escasamente después de todo.

No obstante, lo íntimo me parece que merece que nos detengamos en ello tanto

más en la medida en que vemos lo que nos hace ganar con respecto a todo pensamiento

de la intro-(sección) y de lo interior (la famosa “vida interior”, etc.). Es incluso a lo que

más me aferro aquí: poner de relieve lo íntimo en contra de la interioridad y de su culto,

para desembarazarnos de ellos. Pues mientras que la noción de interioridad de entrada

es sospechosa por lo que deja entrever, o sea ruptura y rechazo del mundo exterior, y

por ende encierro en sí mismo y debilitamiento por confinamiento (del mismo modo

que todo subjetivismo siempre hará sospechar que ignora la objetividad), resulta que lo

íntimo, al excavar algo más profundo, más interior que lo interior, al mismo tiempo

invierte esa tentación del repliegue con su vuelco, la lima y la subvierte. Se produce un

rebote que enlaza la relación y hace surgir una aventura; mediante lo cual genera lo

inaudito. Lo más interior, e incluso “lo más interior” de todo, se halla atravesado por

una tentación de desconocimiento y abandono; se libera de sí mismo aspirando al

exterior de sí que abolirá la frontera limítrofe de uno: “uno mismo” ya no está apretado,

no se estanca, sino que se desborda y se vuelve expansivo. Lo íntimo es ese elemento o

ese medio donde un yo se despliega y se exterioriza, pero sin forzarse, sin pensarlo – lo

que en verdad significa “efusión”. No se podría ser restringido, mezquino, mediocre

cuando se accede a lo íntimo.

Lo que entonces nos hace descubrir lo íntimo, en consecuencia, aunque

discretamente, sin alertar, no es nada menos que aquello que de golpe, por la posibilidad

que abre, desbarata la concepción de un Yo-sujeto bloqueado en su solipsismo – la

misma contra la cual se sublevó tanto, como es sabido, la filosofía contemporánea. La

psicología nos decía que solamente me relaciono con el Otro, afuera, y puedo abordarlo,

Page 16: François Jullien Lo Íntimo

por una proyección-abstracción a partir del “yo”. Freud también… Vemos con asombro

que Freud pertenece a ese partido. Aunque sin embargo hizo tanto para derribar la

concepción de un sujeto insular y que pretende ser autárquico, no deja de seguir preso

del prejuicio de la “representación” como facultad maestra a partir de la cual un sujeto

se relaciona con el mundo del mismo modo que dominó la filosofía clásica. Como si

sólo accediera a la conciencia del Otro (al hecho de que el Otro tenga conciencia)

mediatamente y por deducción: “que otro hombre tenga igualmente una conciencia –

dice – es una inferencia que se obtiene per analogiam” (El inconsciente, 1915). Es decir

que respecto de todo hombre fuera de uno mismo, “la hipótesis de la conciencia se basa

en una inferencia” y por ende “no puede merecer la certeza inmediata que tenemos de

nuestra propia conciencia”. Pero la posibilidad de lo íntimo basta precisamente para

desmentir y demoler esta aserción, sirviendo de piedra de toque para su contrario. Diría

incluso que la finalidad de lo íntimo, si tuviera una, sería precisamente hacer

experimentar lo inverso: que el otro es conciencia al unísono conmigo mismo, lo que

entonces se aprehende de manera inmediata y no por deducción, no per analogiam, en

ese adentro compartido.

Debido a que en lo íntimo la frontera entre nosotros se difumina y hasta se borra,

y el Otro se deshace de su exterioridad y recíprocamente, resulta que compartimos

efectivamente la conciencia; la “con”-ciencia que se promueve de acuerdo con el Otro

ya no es propiedad de un sujeto; o digamos que en lo íntimo nuestras conciencias

encajan tan bien que se desapropian; ya no hay “tu” o “mi” conciencia, sino que “la”

(también optamos aquí por el genérico) se extiende entre nosotros, abriendo ese “entre”.

No es tanto que “me haces falta”, como se suele decir habitualmente, cómodamente

(posesivamente), sino más bien que “me siento en ti”. En la medida de esa intimidad,

nos volvemos co-conscientes y co-sujetos. Con lo cual lo íntimo levanta una punta del

velo que nos ocultaba la co-originariedad de los sujetos que pretende pensar el

pensamiento moderno y según el cual, como empezamos a ver, la moral se puede

considerar de modo muy distinto. Lejos de ser entonces un aspecto particular de la

experiencia humana, o aun cuando fuese su intensificación, lo íntimo desestabiliza

aquello en lo que basamos tradicionalmente nuestra aprehensión del Yo-sujeto y es en

verdad “revelación”, tal como afirmé – pero una revelación completamente empírica y

muy modesta, hecha al pasar, furtiva, reservada. Por consiguiente, nos será preciso

avanzar más dentro de lo que no dudaré en llamar lo inaudito de lo íntimo, tanto más

inaudito en la medida en que es discreto, para abrir con nuevo impulso, siguiendo ese

Page 17: François Jullien Lo Íntimo

hilo, un camino hacia lo humano y hacia la moral, sondeando el “nosotros” que esto nos

descubre.

Page 18: François Jullien Lo Íntimo

III – La palabra, la cosa

1. Es una bella palabra en francés: “ín-timo”. In- abre, hace alzar la voz, brinda

el timbre: la i armónica resuena. Luego –timo repliega, cierra ese impulso – ese acento –

suavemente y lo torna discreto. La e muda1 que se retira hace que se termine

indefinidamente: hace murmurar. Por un lado, las dos sílabas reverberan, la expiración

responde a la aspiración, pero por el otro, no funciona sin cierta asimetría: a la elevación

breve, que crea un efecto de llamado, le sucede un descenso de la voz que la absorbe y

la prolonga en sordina. El intimo italiano, por ejemplo,2 disperso en tres sílabas y

continuamente sonoro, no posee este recurso. Por una vez la lengua francesa, a la que

habitualmente se le reprocha que sea tan poco musical, resulta justa (como se dice

“justa” en música). ¿No basta acaso con pronunciar de nuevo la palabra mentalmente,

una vez más, nada más que para escucharla, para obtener placer en cada ocasión? “In-

time”: fonetistas y poetólogos no terminarán de descubrir sus recursos; y no se podría

concebir mejor, en efecto, ni imaginar un acuerdo más perfecto, entre la palabra y la

cosa, entre el sonido y el sentido: por una vez, el significante transporta

maravillosamente su significado.

Y en cuanto al significado, lo hemos visto desarrollarse desde el latín siguiendo

sus dos vías paralelas: por un lado, diciendo lo que está más adentro, lo más profundo,

lo más retirado; por el otro, que unas personas están ligadas de la manera más estrecha y

perdurable. Por una parte, el núcleo de la cosa; por la otra, la intensidad de la unión.

Vemos que Cicerón habla tanto del fondo íntimo de un santuario, sacrarium intimum, o

del íntimo secreto del arte, ars intima, como de sus amigos íntimos, mei intimi,

familiares intimi. Pero como ya empezamos a sospecharlo, cuando estos dos sentidos

salen de su paralelismo, dejan de ser compartimentos estancos entre sí y se cruzan,

entrando dialécticamente en relación uno con el otro, es cuando nace su fecundidad –

cuando ese término súbitamente hace pensar; cuando el retiro en el interior de uno

mismo desemboca en la relación con el Otro; o para decirlo también a la inversa,

cuando por la apertura al Otro se descubre algo más interior en uno, cuando la

profundización de lo íntimo dentro de mí se efectúa por medio del acceso al Afuera de

mí.

1 En la palabra francesa intime, donde la última vocal es muda [T.].2 Tal como su equivalente en castellano, que se pronuncia igual [T.].

Page 19: François Jullien Lo Íntimo

De modo que ese Otro, ese Afuera que excava lo íntimo dentro de mí y lo revela,

¿qué podría ser en primer lugar si no Dios – lo que llamamos “Dios”? ¿No es acaso, en

primer lugar, para lo que sirve Dios, al menos el Dios cristiano? Lo leemos

directamente en las Confesiones de Agustín, que representan el gran giro en la materia.

Sin duda alguna, el contexto cristiano fecundó lo íntimo y lo hizo prosperar. Puesto que

Agustín lo concibe en adelante unitariamente así: “Estando advertido de ello, de volver

sobre mí mismo, entré en mi intimidad bajo tu guía y pude hacerlo porque te convertiste

en mi sostén” (Confesiones, VII, 10). En “mi intimidad”, dice Agustín, o más bien en

“mis intimidades”, en neutro plural, así como también dice las “vísceras íntimas de mi

alma”, y bajo tu guía, “conduciéndome tú”, duce tu. ¿Y qué percibí al entrar en “mis

intimidades”? Ya no una cosa, sino “la luz”, una luz inmutable, lux incommutabilis: no

la luz vulgar que percibe la carne, ni tampoco una luz superior que colma todo el

espacio, sino una luz distinta, “verdaderamente otra”, la misma que me creó – ipsa fecit

me.

En el curso de las Confesiones, Agustín trabaja los dos aspectos a la vez en

cuanto a lo íntimo. Por una parte, profundiza lo “más interior” en mí y le da

consistencia, intima mea; lo convierte en el fondo y la forma de la subjetividad cuyo

concepto vemos así surgir en Occidente. Pero por otra parte, invoca a Dios como

esclarecedor interno de lo íntimo al que rige: Dios es el “maestro” o el “médico” íntimo

propiamente dichos (tu medice meus intime, docente te magistro intimo). A partir de lo

cual Agustín puede afirmar que Dios es incluso “más interior que mi intimidad”,

interior intimo meo, del mismo modo que es superior a mi cumbre. Dios, que es lo

Exterior absoluto, el Totalmente otro que reveló la Creación, es al mismo tiempo Aquel

que me revela lo más interior de mí; a la vez me lo hace descubrir y lo despliega.

Agustín llama “Dios” a ese Otro, o a ese Afuera, que funda mi intimidad en lo “más

adentro” de mí, abriéndolo a Él. El resto – “la fe”: credo – no es más que una

consecuencia.

Para el discurso cristiano, por lo tanto, ya no quedará más que profundizar uno

por medio del otro. Por una parte, hundiéndose cada vez más en lo íntimo dentro de sí

mismo y radicalizándolo, sobrepasando ese superlativo, aunque sea insuperable, es

decir, dándole un superlativo al superlativo. Bossuet: “Dios ve en lo más íntimo del

corazón”; “ven a recogerte en lo íntimo de tu intimidad”; y por otra parte, llamando al

hombre a salir de sí para encontrar la verdad de su conciencia y de su condición, es

decir, “fuera de sí mismo y en lo íntimo de la voluntad de Dios” (Pascal, en la carta

Page 20: François Jullien Lo Íntimo

sobre la muerte de su padre, 1651). Lo íntimo, lo íntimo de lo íntimo, es el término

último, término clave, que enlaza los dos y los hace comunicarse desde adentro, la

Exterioridad y lo más interno del alma, la trascendencia de la primera que se revela así,

en lo íntimo, como inmanente a la segunda. En adelante, “íntimo” conjuga ambas cosas.

Por ello lo íntimo constituye la bisagra de lo religioso cristiano y allí encuentra –

comprueba – al mismo tiempo su razón y lo que configura su recurso.

Lo íntimo se utiliza entonces como nombre, erigido en noción, aunque para que

sea la noción menos “noción” posible, en todo caso la menos especulativa, ignorada

como tal por la filosofía, por estar en el límite de lo concebible. Es inaceptable al menos

para una lógica del entendimiento: lo interior se ahonda, pero para abrirse a su Afuera; o

el yo no se profundiza sino para salir de sí. Al evocar ese enlace de la conciencia en

Dios, lo íntimo señala hacia el fondo, origen y profundidad, de la experiencia humana.

De modo que el trabajo de la filosofía moderna, aunque sonsacando su pensamiento de

la subjetividad, ¿no fue acaso trasponer ese sentido cristiano, i. e., cargado por el

cristianismo, en un sentido propiamente “humano”, es decir que descubra y desarrolle lo

que promueve lo humano? Como si a partir de allí ese Otro o ese Exterior al que se abre

lo íntimo en lo más profundo de sí pudiera ya ser simplemente Ella o Él, sujetos

humanos como yo, y ya no requiriese para hacerlo que se apele a “Dios”. Pero no dejó

de conservar de “Dios” la potencia de hacer aspirar al desborde de sí en el interior de sí,

cuya idea instauró el cristianismo, haciendo creer en la posibilidad de ese vuelco en el

“Otro”, en ese enlace con un más allá de lo que conforma su “persona”, y además en

otra “persona” tal como podemos encontrarla personal, efectivamente en todo momento.

Al mismo tiempo, se puede evaluar lo que ya pierde la “intimidad” con respecto

a lo íntimo, es decir, frente a esa superación de la frontera, esa aspiración al absoluto,

porque ya no se manifiesta entonces sino en cosas o en estados, deteriorándose en

propiedad o en calidad; hasta qué punto la intimidad hace caer el impulso que ahonda lo

íntimo de nuestro ser íntimo, promoviendo un sujeto y tornando rígidos sus rasgos.

Como debe ser, ese determinativo (de la intimidad) es lisa y llanamente un resultado,

hace olvidar el auge que está en su origen y que lo vuelve efectivo. Como entre lo Bello

y la belleza, esta última apacigua a aquél. Pero, ¿no vemos acaso que “intimista” da un

paso más en esa disminución, que ya sólo se difunde en las cosas como un decorado y

que llega incluso a la inversión? Al abolir la apertura al otro en la cual se profundiza lo

íntimo, se diluye en género, en manera, en atmósfera. Desde el momento en que se

olvida la intrusión de un Afuera que hace caer la frontera, la interioridad se repliega

Page 21: François Jullien Lo Íntimo

sobre sí misma y se complace consigo misma. Lo “intimista” debe denunciarse: a decir

verdad, ese kitsch no es tanto lo contrario de lo íntimo, sino más bien su perversión.

Término latino, término cristiano, lo íntimo es un término europeo. Aunque es

tiempo, en la hora de la uniformización del mundo, de dedicarse a una geografía de las

palabras. Desde el momento en que pienso las lenguas y las culturas no en términos de

identidad, sino de fecundidad, tengo que explorar hasta dónde lo “íntimo” desplegó sus

recursos en la diversidad de las culturas. ¿Se encuentra acaso en otra parte? ¿Es algo

culturalmente marcado? Intimo, intima, intímate, intim: las lenguas de Europa

concibieron lo íntimo en proporción a su afiliación con el latín. Pero, ¿y si salgo de

Europa? Puesto que no se trata solamente de sondear genealógicamente lo que pertenece

a nuestra concepción moderna de la subjetividad en su relación con el Otro, y con

respecto a lo que llamamos usualmente y por comodidad la “herencia” cristiana, que se

puede discernir tanto mejor en la medida en que sale de su “evidencia” y actualmente

está en vías de replegarse – su retiro la vuelve singular. Pero también habrá que

considerar, si es verdad que íntimo es un término europeo, qué espacio teórico esboza

en el estado presente del mundo. Pues si se lo disimula, corremos el riesgo de elaborar

hoy lo universal (de lo humano) a un precio en verdad demasiado barato.

2. Por otra parte, está la “cosa” – aunque no sea más que un gesto íntimo como

un apretón de los dedos: “… Me preguntaba si me atrevería a tomar la mano de Anna

cuyo hombro sentía contra el mío…” (El tren). Retirado, reservado, furtivo e incluso

ocultándose a los demás, el gesto íntimo saca de oficio a lo íntimo de sus sentidos

paralelos y conjuga ejemplarmente ambos, afuera y adentro – lo hace a la vez más

estrechamente y más densamente. Con un solo movimiento, expresa a la vez el retiro y

el compartir. Proviene de un sentimiento interior y que incluso es el más interior, el más

secreto, al mismo tiempo que no se contenta con dirigirlo al Otro, sino que se lo impone

físicamente. A la vez el más discreto y el más directo; que trae consigo lo más

imperceptible de la subjetividad, que es lo más retirado, al mismo tiempo que lo encarna

en lo más tangible y lo más exterior – el cuerpo.

O bien tomemos una frase íntima. En la banalidad de las palabras y de las

representaciones que transmiten, aun usando palabras y representaciones que se dicen

usualmente sin cargarlas más, arriesgando entonces lo que más se aprecia, la frase

profundiza entonces a cubierto una relación de tal modo que no importa tanto lo que se

dice como a quien se le dice y la manera en que se es comprendido: penetra allí una

Page 22: François Jullien Lo Íntimo

significación aparte, retirada, que antes que comunicar hace comulgar (communicare

decía igualmente el latín antes de que el término se cristianizara). No informa sino que

antes bien crea la alianza; aunque se produzca verbalmente, no deja de actuar

tácitamente. O bien se trata de una mirada íntima, connivencia en el sentido propio: un

solo plegamiento de los párpados que se juntan (connivere dice también el latín) basta

para transmitir una intención secreta, tan secreta que no se la puede formular. Lo que

cuenta entonces en la mirada se ha invertido insidiosamente: en lugar de lo que ve en el

otro es lo que el otro ve en ella. Deja percibir un adentro tanto como percibe un afuera.

Más aún, la mirada íntima no mira tanto como se deja mirar – como a menudo la mirada

de la Virgen en los cuadros de iglesia. Tanto unos como otros, frase, mirada o gesto,

resulta pues que instauran un atajo con respecto a su funcionalidad establecida y la

desvían; y esa disidencia con relación a lo habitual, esa distancia frente a lo banal, los

repliega en un adentro compartido, que traspasa de un ser al otro como un túnel o bien

los cubre a ambos bajo un mismo abrigo.

En verdad, un gesto íntimo es algo extraño. Su “eficacia” es asombrosa.

Mediante un desplazamiento mínimo en el espacio externo, hace cruzar de golpe la

barrera interior, anula la frontera del Otro, su reserva. Es a la vez tangible, físico,

expuesto (aun cuando se disimule) y por consiguiente señalable, al mismo tiempo que

está impregnado de una subjetividad a tal punto que resulta indecible, que no se atreven

o no pueden formular. Lo que se trae en lo más profundo de sí, revelándonos algo más

profundo que uno mismo, y que se mantiene a resguardo de los otros, es precisamente lo

que produce entonces a cubierto una apertura al Otro, dentro del gesto íntimo, de tal

modo que penetra en su fondo, en lo profundo, y se lo revela; su avance, por más

discreto que sea, equivale a una intrusión y lo hace dar vueltas. Porque un gesto íntimo

no puede hacerse a solas; implica en efecto a “Otro”, exige que haya dos. Así como

tampoco se puede ser íntimo con uno mismo, no se puede hacer un gesto íntimo para sí

mismo (uno puede tocar sus “partes íntimas”, pero no por ello el gesto es íntimo); y aun

cuando sea yo solo quien toma su mano, ese gesto, cuando es íntimo (es incluso aquello

en lo cual vemos que es íntimo), se efectúa de a dos.

De tal modo, aun si parece habitual, banal y hasta de todos los días, un gesto

íntimo es “inaudito”. Aun si no nos damos cuenta de ello o no se le presta atención,

siempre constituye un acontecimiento en cuanto tal: un gesto íntimo es siempre nuevo,

no se gasta, o bien ya no es íntimo porque no es eficaz. Es incluso el anticipo de la

relación: antes de que la intimidad se declare, sirve como precursor y desencadenante.

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Mientras la situación (la relación) no ha salido a la luz, es incluso estratégicamente

conativo. A menudo la intimidad del gesto precedió a la palabra. Frase de novela:

“entonces le tomó la mano, después le dijo…”. No es sólo que anticipa, sino que

además precipita; es lo que decide de golpe entre las posibilidades, le pone fin a lo

incierto, saca del aplazamiento y hace precipitar súbitamente en el adentro compartido.

Gesto decisivo como pocos; el acontecimiento que crea ya nada más lo vuelve a cerrar

ni lo borrará, nada más podrá hacer que objetivamente no haya existido, aun si es

renegado – arrastra consigo la vida entera.

3. Especialmente dos rasgos caracterizan el gesto íntimo. Por un lado, es

portador de intencionalidad, a diferencia del gesto de aproximación que se efectúa por

descuido (o del gesto médico aunque actúe sobre las partes íntimas). Por otro lado,

puede imponerse al otro, pero no pretende ser (ni es válido) sino consentido por éste.

Dicho al revés: si ejerce violencia, pues tiene algo de agresión, dicho gesto no deja de

ser íntimo desde el momento en que es aceptado por el otro y se vuelve un lenguaje

entre ellos (Julien Sorel cuando toma la mano de Madame de Rênal en Vergy). ¿Qué

relación tiene entonces con lo sexual? Por una parte, el gesto íntimo puede ignorar lo

sexual (“no querer saber nada”: cuando se sostiene la mano del enfermo en el hospital e

incluso entonces se lo acaricia); y por otra parte, cuando está teñido de sexualidad,

enseguida lo vemos bifurcarse respecto de lo erótico.

Puede ser el mismo gesto, por otra parte, la caricia o el roce. Pero ya sea que

excite (y se excite); ya sea que penetre, se insinúe e invada. Ya sea vector de erotismo y

permanezca en el estadio reactivo, donde entonces se abroquela la pulsión; ya sea que se

haga portador de intimidad, que lo atraviese y vaya detrás, va a hacer resonar la

interioridad del Otro bajo el arco de la caricia (comparación banal aunque insuperable),

buscará lo interior de su interior y se lo hará experimentar. Por lo tanto, o bien hay

ganancia de deseo-placer, Lust; o bien hay ganancia de acuerdo tácito y de expansión. O

bien hay un antes y un después (lo que convencionalmente se llama el “acto” sexual): la

tensión erótica antes/la connivencia después). ¿Hasta qué punto son excluyentes uno del

otro? ¿Hasta qué punto lo erótico acalla momentáneamente todo lo íntimo y lo íntimo

llega a hacer olvidar lo erótico, disolviéndolo en su infinitud? Lo suficiente, en todo

caso, como para que lo sexual se difracte entre los dos y para que aquello que contradice

lo erótico ya no sea tanto lo “espiritual”, según la oposición fijada, demasiado cómoda,

heredada de nuestros viejos dualismos, sino esa dimensión íntima que, cuanto más se

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extiende, más sustrae la condición de posibilidad – o sea, de hecho, de exterioridad – de

lo erótico.

Sin embargo, no podemos ocultar que el gesto íntimo, aun si lo que pretende

establecer es la dulzura de una connivencia, actúa primero como una intrusión frente al

otro, vale decir, una penetración. Pero, ¿intrusión en qué? Diría: en el campo de

pertenencia o de lo que llamaría “privacía” (en inglés, privacy), tal como se constituye

para cada uno a partir de su propio cuerpo, cuya barrera no está marcada pero que se

conoce de entrada, y que cada uno transporta consigo, en donde cada uno se envuelve y

se agazapa. El gesto íntimo hace una brecha en esa frontera invisible mediante la cual

cada uno se conserva y se apropia de sí. Porque lo que importa no es tanto que el gesto

sea expresivo (muchos de nuestros gestos lo son: de cólera, de odio, de piedad – la

semiótica de los gestos no constituye un problema) sino el hecho de que el gesto íntimo,

que irrumpe en el campo de pertenencia del Otro, mediante el cual éste se reconoce y se

apropia, deshace – hace caer – la barrera entre el Otro y uno mismo, entre afuera y

adentro; de manera que un adentro se extiende a través del otro, en lugar de toparse con

su exterioridad provocativa – provocativa porque mantiene la distancia y hasta la

incrementa, como lo querría el erotismo.

El gesto íntimo era en principio una audacia: me atrevo, me permito hacer, sólo

con el desplazamiento discreto de la mano, lo que otros – tal vez todos los otros – no

tienen o no tendrán derecho a hacer en su vida, no piensan o no pueden arriesgarse a

hacer, y a lo que sólo yo me autorizo. Pero esa usurpación impuesta, que se introduce

entre dos peligros, la indecencia y la violencia, en una apuesta que cuenta con el

consentimiento del Otro para hacer caer la delimitación con uno mismo, ha logrado de

golpe hacer que se altere la relación; al extender la “privacía” a nosotros dos, invierte

los datos: de una efracción del afuera en un adentro compartido; o de lo que siempre al

comienzo tiene algo de un forzamiento en una dulzura infinita (volveré sobre esta

“dulzura” de lo íntimo para sustraerla de la cursilería psicológica). Resulta fascinante

ese punto de trastocamiento donde todo se decide, donde la transgresión se convierte en

recibimiento, e incluso descubre una espera, así como el impulso súbito se hace

vibración, eco, que no se extingue. Lo que hace que el gesto íntimo, aun si se ha vuelto

familiar, nunca sea rutinario; conserva siempre, como ya dije, algo de un

acontecimiento inaudito, de milagro. A lo cual se debe que, aun cuando se muestra,

nunca puede ser completamente develado; que se preserve del prójimo para no ser

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profanado; que aun si se realiza en público, siga estando en un código “secreto”. O de lo

contrario, resulta deshabitado de sí mismo, ha perdido su eficacia y ya no es más íntimo.

Pues entonces, cuando el gesto no se realiza más, o cuando hacerlo se torna una

carga, se expresa ya una reticencia que restablece la frontera invisible (Fabrizio y la

Sanseverina en el lago, tras el episodio de la torre Farnese). Por lo tanto, si que se

advierta y por ende sin que se piense en hablar de ello, ha comenzad de facto,

físicamente, la separación: el hombro que ya no se roza, la mano que no se tiende más.

El cese del gesto íntimo no solamente traduce (trasluce) el fin, o al menos el deterioro,

del entendimiento tácito y de la connivencia, sino que también lo anticipa y lo precipita.

Advierte lo que está destinado a deshacerse y ya lo inicia. A semejanza del atreverse al

gesto, pero esta vez en sentido contrario, ya no por una apertura sino mediante la

retracción de lo posible. El gesto que no se hace más, o incluso apenas retirado, ya

significa – suficientemente – que devolvemos al Otro a su afuera, lo abandonamos a su

exterioridad.

4. Está pues, por una parte, la singularidad que nos descubre la palabra –

“íntimo”: tan adecuada en francés, común a las lenguas europeas a partir de su factura

latina, signada por el giro cristiano, aunque todavía habrá que comprender hasta dónde y

por qué. Y por otra parte, está la “cosa” que a su vez parece tan común y que incluso no

podemos concebir que no haya existido siempre y en todas partes: el simple apretón de

los dedos, o la mirada, o la frase, que hace pasar de golpe mi sentimiento interior, el

más interior, a la interioridad de Otro, borrando la frontera entre nosotros y ofreciendo

lo íntimo en mí – abriéndome lo íntimo suyo. ¿Qué límite cultural puedo imaginar para

esa experiencia? ¿O acaso no sería tan simple?

Dicho de otro modo, en lo íntimo, ¿se trata de una categoría cultural e

históricamente marcada, cuya noción surgió y se desplegó en un determinado contexto

de civilización, en un determinado momento de su desarrollo y conservaría su

impronta? Todos nuestros conceptos “llegaron a ser”, decía Nietzsche, que era en eso

heredero de Hegel. No podré entonces desentrañar lo “íntimo” sino indagando esa

singularidad cultural y explorando su coherencia; no podré comprenderlo sin esa

historia y esa aculturación. Así como no podemos comprender, por ejemplo, la saudade

portuguesa más que volviéndonos, en pleno paisaje mediterráneo, hacia el océano y sus

más distantes costas, resultando entonces embarcados hacia viajes muy diferentes; o la

Sehnsucht de la lengua alemana, que “nostalgia” traduce muy mal, salvo penetrando en

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la fisura romántica y su sueño, no tanto formado de Burg altivos, de brumas y de

leyendas, como de obsesiones a la Novalis y de aspiraciones donde lo finito es “alusión”

a lo Infinito; o bien como no podemos penetrar el iki japonés sino asociando al sentido

del honor y de la seducción (ikiji-bitai) el renunciamiento budista, akirame, como tan

exactamente lo describió Kuki Shuzo.

Pasemos a China, que permaneció por mucho tiempo ajena a Europa tanto por la

lengua como por la Historia y que me sirve así como palanca o, digamos, como

“abrelatas” filosófico: ¿cómo traducir allí “íntimo”? Puesto que no encuentro allí un

término donde se reúnan “la esencia íntima de” y “la relación íntima con”, es decir,

donde el ahondamiento de un interior en uno mismo pueda revelarse al mismo tiempo

como acceso al Otro, como en Agustín donde Dios se descubre “más interior que lo

íntimo mío”, interior intimo meo. En China, debería elegir una cosa o la otra: o bien

expreso la realidad más interna, privada, oculta (si-mi, yin-mi), o bien designo la

profundidad del lazo (quin-mi), salvo que la misma idea de intensidad por compacidad

se encuentra en ambos términos (mi, en estos compuestos del chino moderno).

¿Deberemos creer en consecuencia que los chinos, al menos hasta el encuentro con

Europa, habrían vivido de otro modo la experiencia que para nosotros (el “nosotros” que

se mostraría entonces europeo) es la de lo “íntimo”, o bien que en cierta medida la

habrían ignorado? Pero esta última, a partir de Agustín, ¿no ha sido crucial en la

construcción de la subjetividad? Y asimismo, o en primer lugar, volviéndonos sobre

nosotros mismos y remontándonos en nuestra historia, ¿qué pasa con los griegos,

“nuestros” griegos, ya que la palabra es latina, si sólo fuera latina: intimus? ¿Los griegos

entonces desconocieron lo “íntimo”?

Se plantea finalmente la cuestión del género adecuado para llegar más lejos: ¿no

debería más bien escribir una novela? Lo íntimo, es sabido, es lo más singular, lo “más

interior” y se agazapa antes del análisis y el enunciado. ¿Puedo acaso imaginar algo más

resistente – recalcitrante – a la captación del concepto y a la abstracción? Una vez más

se verifica en este caso que, según la vieja formulación escolástica, la existencia está

hecha de singulares (existentia est singularium), mientras que la “ciencia”, el discurso

del conocimiento, “se refiere a” los universales (scientia est de universalibus), y por lo

tanto estaría condenada a permanecer a distancia de dicha existencia. De modo que lo

íntimo sería por principio reacio a la filosofía – ¿qué filósofo habló de ello? Tendré que

hacer entonces mi propio camino no sólo entre la palabra y la cosa – entre lo que se

halla implicado por la “palabra” y lo que se encuentra manifestado por la “cosa”, gesto,

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frase o mirada – sino también aventurarme entre la noción y la situación: pasar de la

historia cultural en gran escala a lo individual de este momento, esta vida, y apelar al

relato, variándolo incluso mediante la ficción. ¿Pero no es acaso, de hecho, la condición

de todo pensamiento del vivir? ¿Y podrá hacernos creer además, a su respecto, en

alguna ruptura entre ambas, literatura y filosofía?

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IV – No existió lo íntimo griego

1. Héctor y Andrómaca, al encontrarse en las murallas de Troya (en la Ilíada,

canto VI), ¿son íntimos entre sí? Después de tantas disputas y combates entre valientes,

de discursos encendidos y llamados a la venganza, después de tanto estrépito y tanta

sangre derramada intensamente, los dos esposos se buscan, se apresuran uno delante del

otro y se encuentran sobre la muralla; junto a ellos, una nodriza tiene en brazos a

Astianacte, el niño nacido de su unión. Abajo, en la llanura que levanta polvo bajo los

carros, no ha terminado el combate en el que se han inmiscuido los dioses. Admito que

esa escena, leída en el griego titubeante de mi juventud, como la leyeron hasta entonces

tantos adolescentes de Europa (una educación ya caduca, como se sabe), me pareció

definitiva, y que sellaba de entrada lo que sería – lo que habrá de ser – lo humano.

Como por una escotilla, veríamos allí al “hombre mismo”, según la expresión fetiche,

en sus resortes básicos y sus afectos.

La prueba de ello, nos dicen, es la súbita conmoción de nuestros afectos cuando

leemos la escena; conmoción que se produce en cadena con el correr de los siglos,

igualmente, tácitamente, de generación en generación: ¿quién no reaccionaría a ello? ¿Y

hay algo más elemental que lo “reactivo”? (¿O con qué otra palabra puedo intentar

extraer esto más radicalmente?) ¿No es acaso la prueba de que lo vivido en un tiempo

tan remoto nos ha “tocado” como por medio de una onda que no se pierde – onda que

trasmitiría lo “humano”? Independientemente entonces de todo condicionamiento – y

por ende también de todo ocultamiento – que provendría de la lengua o de la ideología,

de la historia y de la cultura, o más en general de lo que se ha convenido en llamar,

desde Foucault, el “discurso”. Sin embargo, estamos todos de acuerdo en reconocer que

las maneras de ver e incluso de sentir han mutado después de tantos siglos. Pero

justamente ya no se trataría tanto de ideas o de sentimientos sino de tipos y de

situaciones, o bien, digamos, de “estructuras” de humanidad tales como las habría

logrado alcanzar Homero, “el primer poeta”, antes de lo concebido y lo afectivo; y una

vez orientadas como lo están desde ese momento en un plano básico, casi

milagrosamente se ha como anulado la distancia de ellos a nosotros.

Pero en este argumento se habrá reconocido el último coto cerrado defendido

por el viejo humanismo. Una página como esa, de las páginas que se van “recolectando”

con el correr de los siglos y de las literaturas, que también se llaman de “antología”,

sería la expresión directa de una misma condición, independiente de cualquier otra

Page 29: François Jullien Lo Íntimo

condición – la famosa “condición humana”. Al leerla, cada cual verifica enseguida su

justeza, y lo hace, como dije, “reactivamente”, para sí mismo, y tal vez incluso a pesar

suyo – por lo tanto sin que para ello se necesite ninguna mediación o interpretación.

Digamos que el proceso de “identificación”, en el doble sentido del término, psicológico

y cognitivo a la vez, en este caso, no cuesta nada: uno se identifica (se asimila) de la

manera más directa con esas situaciones y esos personajes; y la identificación general

con lo que corresponde “al hombre”, su determinación básica, se realiza al mismo

tiempo a través de ellos, que lo hacen resaltar ejemplarmente en su simplicidad.

Se sabe por lo tanto que también hay páginas que – gracias a la materia a la vez

sensible y marmórea en la que han sido grabadas, porque están en condiciones de

movilizar todo lo humano y no solamente su intelecto, porque son narrativas y poéticas

a la vez, porque escenifican y no prescriben – no tienen fecha (no pasan): páginas en las

cuales todo el tiempo acumulado después no condensó y ni siquiera arrojó ninguna

sombra; que se descubren frescas como el primer día: “El mundo nace, Homero

canta…” Con mayor razón captamos esa humanidad ingenua – nativa y definitiva –

cuando se trata de Héctor y de Andrómaca encontrándose sobre los muros de Troya. Ya

nada histórico y cultural lo impedía, o bien lo histórico y lo cultural ya no eran más que

un decorado, a lo sumo un soporte, y al respecto los comparatistas han hablado, como es

sabido, de “invariantes” (tanto en el espacio como en el tiempo – mixtura de “universal”

y de “eterno”). La noción desde entonces resultó fructífera. Resulta muy cómoda. Pero,

¿podemos fiarnos de ella?

Porque comprendemos bien que no se trata de una simple apreciación de la

literatura y que la apuesta es más decisiva para lo “humano”: aun para los más

escépticos en cuestión de humanismo, ¿no tendría la literatura ese derecho y ese poder?

Pero mientras que toda una construcción del “Hombre” se sirvió de ella efectivamente

como piedra de toque, o como elemento probatorio, digamos, para llegar a validar una

“naturaleza humana”, advierto que los mismos que pretendieron trastocar hace más de

un siglo la concepción de una identidad del hombre – y sabe Dios que fueron numerosos

y decididos – lo hicieron permaneciendo dentro del juego nocional propio de la filosofía

(“existencia” contra “esencia”, etc.), siguiendo la vieja esquizofrenia europea entre lo

filosófico y lo literario, y casi no se aventuraron en ese terreno. Como si se pudiera estar

entonces milagrosamente de vacaciones de toda historicidad. Acordaríamos sin rencor,

in petto, y de modo más bien cómplice, en abandonar ese jardín (de lo “literario” – que

Homero inaugura) a los otros, a los devotos de la literatura eterna (¿para qué arruinarles

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su fiesta?), puesto que no se basa directamente en el concepto y en su dignidad. Por ello,

las grandes páginas permanecieron “intocables”, su abordaje inmutable, se las querría

inscribir en el “patrimonio mundial” de la humanidad, según la manía contemporánea,

para conservarlas para siempre en su inocencia. ¿El mismo Foucault no se acercó a ello?

Por detrás del relato guerrero, en efecto, todo lo hace aquí el poeta con mano

maestra, para que se destaque el potente vínculo que une a esos dos seres que al fin se

encuentran apartados de los demás, vueltos uno hacia el otro y sabiendo que ciertamente

será por última vez. En esa página inaugural de la literatura europea, por cierto, se

alcanza de entrada un punto extremo con respecto al arte de manejar la emoción,

haciendo fluctuar lo tierno y lo patético, lo afectuoso y lo heroico. Porque no falta nada.

Ni el gesto cómplice de cercanía: Andrómaca toma la mano de su esposo y éste, luego

de haberle devuelto el niño, también la acaricia con su mano (cheiri katerexen). Ni

tampoco el cuidado y la preocupación por el otro: Héctor empieza incluso a pensar en

Andrómaca cuando, una vez destruida Troya, como ambos prevén, ella terminará siendo

llevada como esclava, reducida a urdir la tela bajo el mando de otro o ir a buscar el agua

para el servicio. Con un arte consumado del contraste y del crescendo, la tensión y la

distensión, Homero por su parte, el primer poeta, supo captar entonces el juego

necesario de las expectativas y las reacciones. ¿Se habrá hecho algo mejor después?

¿No sería todo el resto – el desarrollo de la literatura – más que una variación o, peor

aún, una complicación?

No obstante, por más “conmovedora” que se la escena (¿no hizo todo Homero

en este sentido?), los dos personajes se encuentran en tanto que caracteres, en tanto que

tipos y condiciones; o bien, digámoslo de una vez, en tanto que esencias. Uno encarna

el valor guerrero y el heroísmo, la otra es la noble esposa afligida. O bien, me pregunto,

¿acaso se encontraron efectivamente? El acontecimiento del encuentro – de persona a

persona –, ¿tuvo lugar un día entre ellos? ¿Se encontraron en sus vidas pasadas y se

encuentran ahora mismo? O bien, digamos, ¿en qué medida están juntos, en ese

momento, están “de a dos”? Aun cuando para Andrómaca sea verdad que Héctor lo es

“todo”, efectivamente, su “padre”, su “madre”, su “hermano” así como su “joven

esposo”. Su pasado común, a decir verdad, no es más que el de su raza y su linaje, nada

singular parece poder ocurrir entre ellos. O si la situación entre ellos es extremadamente

patética, no vemos sin embargo nada que pase en ese “entre”.

Por cierto, el espanto repentino del niño ante la cimera rutilante de su padre, a

través de la anécdota, crea un momento de ternura compartida, sabiamente ejecutado, y

Page 31: François Jullien Lo Íntimo

que hará “reír” a la madre, se dice, en medio de su “llanto” – ya el oxímoron hace su

juego retórico. Sin embargo, esa brecha de ternura que aparece en el drama no siempre

logra conformar un acontecimiento que abra paso entre uno y otro. Porque, ¿qué

interioridad puede ahondarse entre ellos antes de que exista en ellos? Preguntémonos: a

pesar del gran componente de piedad que Homero emplea tan bien, ¿qué los mantiene

definitivamente apartados uno de otro, cada uno en su ethos, y por ende nos separa para

siempre a nosotros de ellos? Tal vez no sea tanto la desigualdad entre los sexos o el

honor tan pesado de llevar, la importancia concedida a la gloria, hasta la idea del

Destino que domina sus vidas – que sigue siendo ideología. Sino que está el hecho más

esencial de que cada uno permanece encerrado en su tipo y su condición, que clausura

su yo y lo aísla. La unicidad de algo más individual, que genere lo más interior, y en

relación con el “Otro”, cualquiera sea, no aparece. Además, a pesar del lazo de afecto, la

posibilidad de lo íntimo no se despliega. Y ni siquiera podrían imaginarla.

Cada cual entonces vuelve a irse por su lado, hacia la guerra o hacia el hogar; de

hecho, se van tal como vinieron. No ganaron nada con la entrevista. Nada pasó – se

pasó – entre ellos. Nos quedamos en lo patético, en el artificio en el que Homero es un

maestro, y los griegos después de él. Pero no pudieron rememorar el menor recuerdo

común – sin memoria cómplice – ni tampoco llegaron a lo que llamaría “soñar juntos”.

El régimen de lo emocional – lo trágico mediante la piedad – no fue superado. Pero lo

íntimo, como dije, no corresponde al orden de lo afectivo ni depende del sentimiento.

Por lo tanto, dos cosas impiden aquí el despliegue de una intimidad: por una parte, la

búsqueda de la intensidad dramática que explota los papeles – lo que ya es teatro; por

otra parte, el discurso demostrativo, que pretende convencer, doblegar y hacer ceder al

otro: se trata, de punta a punta, de un discurso-alegato (interesado, que tiene un fin:

renunciar o no a la guerra, aunque, ¿había opción en verdad?). Por un lado, entonces, la

escena está dispuesta demasiado sistemáticamente, es ya demasiado hábil en sus

efectos, demasiado controlada, como para que le deje tener su oportunidad a la

ingenuidad de lo íntimo; y por el otro, los roles están demasiado bien distribuidos,

definidos, como para que el gesto de connivencia liberado pueda empezar a enlazar una

alianza implícita. Sólo están presentes lo patético y la persuasión, ya son pathos y

peitho, los dos rasgos griegos por excelencia. Y lo íntimo no surge sino cuando ya no

hay una meta proyectada; cuando no se busca ningún efecto, cuando se ha renunciado a

presionar al otro y ya no se cumple ningún papel. O bien una intención semejante, si la

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hubo, se ha dejado atrás. Desde el momento en que se ha franqueado la barrera de lo

íntimo, ya no se fantasea más.

2. Ahora bien, si pensamos que ese límite griego ante lo íntimo, a lo que llamaría

más precisamente el no-despliegue griego de lo íntimo, se debe al carácter primigenio y

por lo tanto primitivo de Homero, nos equivocamos. ¿Podríamos imaginar, en efecto,

una escena más compartida que ésta? En Eurípides, la joven Alcestis acepta morir en

lugar de su marido, Admeto, y ahí están sobre el escenario, uno cerca del otro, por un

último instante (Alcestis, v. 273-392). Ella va a morir o más bien está muriendo ante

nuestros ojos. Pero la joven esposa sólo piensa en su honor y en sus hijos; y el esposo,

por su lado, no piensa más que en el dolor de quedarse solo: “cómo me priva tu

muerte…”. Por lo tanto, una se sacrifica por el otro y éste otro lo lamenta amargamente,

sin que Eurípides ahorre nada, por supuesto, para llevar tan lejos como pueda la

explotación sistemática de semejante abatimiento: “Muero porque mueres…”, etc. –

sigue siendo retórica, el juego de lo extremo y de lo patético. No obstante, cada cual

sigue estando para sí mismo: ella sacrifica su vida, claro, está orgullosa de hacerlo, pero

no comparte por ello con el hombre por el cual se inmola – no vive con él – ese último

momento que les es dado. No es que su yo se tense y se retracte ante su muerte, sino que

no piensa en ello, no vislumbra esa posibilidad de abrir su vida al otro, sobrepasando su

“yo”, y no solamente cederle su vida, que no es más que una suerte del Destino. Ella

(se) muestra todavía (en su generosidad), pone de relieve su sacrificio (teatralmente); lo

que sirve de lección para los demás: nada de expansión.

“Y viviríamos los dos por el resto de nuestra vida…”, le hace decir sin embargo

el traductor a la esposa (Méridier, Les Belles Lettres, v. 295). Pero miremos bien, el

griego no lo dice, aun cuando sea lo que esperemos. Me parece incluso que esa

inflexión de la traducción es sintomática. Porque el griego dice exactamente: “Yo habría

vivido y tú también por el resto del tiempo…”, Kago t’an ezon kai su ton loipon

chronon. Nunca tuvo oportunidad de aparecer semejante “nosotros dos” en ese diálogo

final que pretende ser lo más punzante posible (y Dios sabe que Eurípides es un maestro

en el arte de conmover). Cada cual ha permanecido en su papel – postura – y en su

ethos. Tampoco hay “nuestra vida” que se sostenga, ni “vida” que se considere pasar

juntos – el griego no dice ese posesivo común: sólo se considera el “tiempo”, la suerte

impartida a cada uno, en la que cada cual está encerrado.

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Por más que Eurípides nos haga vivir esa muerte en directo, ante nuestra vista, el

último diálogo entre los esposos no supera la barrera de la moral y de lo patético. Ethos

y pathos siguen estando presentes. Sin embargo, el esposo, paralelamente al elogio de

su mujer, llevará la elocuencia de la no-separación tan lejos como pueda. Jocosidad

griega: no solamente prometer no volver a casarse (llevar luto para siempre, renunciar a

toda alegría, etc.), sino también acostarse con la estatua de su esposa, abrazando el

mármol frío con sus manos, ¡hasta tal punto no quiere abandonarla! O incluso, no

contento con evocar el retorno de su mujer acechando sus sueños, se compromete a

hacerse enterrar con ella en el mismo ataúd de cedro, lado a lado - ¿qué placer encuentra

Eurípides en esas imágenes que llevan el realismo hasta lo estrambótico? No obstante,

que lo dramático sea llevado así al colmo y la teatralidad a su efecto máximo no cambia

nada. O más bien es precisamente esto lo que obstaculiza lo íntimo. También entonces,

en la escena de despedida, escena última por excelencia, intercambian sus vidas, pero no

se intercambia nada entre sus vidas. Una acepta reemplazar al otro en la muerte – un

don que no puede ser más generoso – pero esa sustitución no equivale a una apertura al

Otro; o más bien la impide. La fuente de lo íntimo – del compartir que hace encontrar al

Otro despojándose cada cual de sí mismo – no se ha alcanzado.

Preguntémonos entonces qué es lo que siempre aleja así de nosotros a los

griegos, aun cuando seamos “herederos de los griegos”, como se repite y como todos

saben (¿o acaso alguna vez sabemos hasta qué punto somos sus “herederos”?). ¿Y no

sería en primer lugar y esencialmente esto? Aquello que lo “íntimo” finalmente puede

nombrar. Los griegos desarrollaron lo que llamaría, con un solo concepto, lo patético-

retórico, es decir, antes que nada el arte de “exponer”, la ekphrasis, el de construir

sistemáticamente un caso y hacerlo demostrativo y convincente, conmovedor, el más

“presente”, a la vez con un máximo de claridad y de intensidad (la enargeia); pero no lo

que súbitamente descubrimos, en cambio, como lo que constituye diametralmente su

contrario y que lo “íntimo” designa globalmente.

¿No es acaso lo que provoca en efecto que por la noche, cuando agarramos por

gusto un libro del estante para suscitar el ensueño, como suele decirse y la fórmula es

discreta, nunca sea uno de ellos? ¿O que cuando ya no leemos para aprender o para

emocionarnos, ya sin un “para qué” ni justificación, sino que nos dejamos llevar por el

flujo que nos atraviesa, sin querer dominarlo, no nos inclinemos hacia ese lado? Durante

mucho tiempo me lo pregunté, dado que amo a los griegos (o más bien el griego). Los

griegos siguieron siendo hombres del discurso argumentativo, por consiguiente público,

Page 34: François Jullien Lo Íntimo

y de la teatralidad, a la vez del agora y de la orchestra. Los griegos no promovieron lo

íntimo porque lo exponían todo, mostraban todo, exploraban todo, a pesar de su culto

por lo impenetrable y por el adyton. Pero lo íntimo no se expone ni se representa;

escapa al dominio de la mimesis. Una subjetividad ingenua, secreta, evasiva, no se

desarrolló entre ellos en lo “más adentro” de “uno mismo” que se abandona a sí mismo,

y el otro pertenece definitivamente al afuera, no se cruza la frontera entre adentro y

afuera. Por tal motivo, además, los griegos se sintieron tan cómodos para pensar la

institución y las relaciones políticas, estableciendo ese Afuera autónomo en el marco de

la Ciudad. No existe un espacio “más interno”, en cambio, connivente y ya no

conocedor, que puedan penetrar.

Esencialmente, en Grecia dos razones mantienen al “otro” en su afuera y lo

confinan allí. Por un lado, la tensión del deseo y de la aspiración es concebida según el

modo específico del eros. Y el eros, como señalé, no tiene asidero o no puede

movilizarse sino enfrente de otro al que se mantiene exterior, a distancia, separado de

uno mismo, con el cual no se pacta. Si se cae en lo íntimo, la incitación erótica,

conquistadora y captadora, tendrá dificultades para mantenerse. Por otro lado, los

griegos permanecieron obsesionados por el cuidado de establecer a la vez el límite y la

medida, peras y metron; o dicho negativamente, su obsesión se orienta contra lo

“indefinido” y el “exceso” que franquean el límite, el apeiron y la hybris. Lo que los

lleva a recortar determinaciones que aíslen lo que llamaron el “ser” y que lo asignen (en

“esencias-presencias”, las ousiai) de tal modo que, en ese mundo de rasgos delimitados

por la “definición”, el horismos, la luz no podría aclarar de manera ambiental y

nebulosa, sino que hace resaltar los contornos por su caída a pique (el sol de Platón en la

Politeia); y esa estanqueidad de principio, que dispone entre los entes del mundo,

también es válida entre el otro y uno mismo.

Vale decir que, cualquiera sea mi reticencia con respecto a entidades culturales

que se manipulan a granel, me pregunto si no es precisamente éste el elemento, o el

ámbito propio, en cuyo seno nos sume de entrada, claro que sin anunciarlo, todo texto

griego. Sin anunciarlo, puesto que no se sondea su carácter implícito y sus prejuicios;

dicho horizonte permanece insospechado al mismo tiempo que es insuperable; que

actúa, por otra parte, cualquiera sea el delirio, mania platónica, que arrastre a ese

pensamiento o la manera en que roce, fascinado, su contrario, lo que se le resiste o

contra lo cual se bate, lo demónico y el alogon. Pero con lo íntimo se trata entonces no

de su inverso, sino de lo inviable; no de aquello que lo desafía (lo estimula), sino de lo

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que no imagina (“imaginar”, en este sentido, que antecede a pensar), cuyo carácter

“posible”, por lo tanto, no se le aparece. No puede entonces salir a la luz, ni se

sospecha, insisto, el recurso al mismo tiempo del oleaje y del infinito que borran la

frontera entre lo interior y lo exterior o que la tornan fugaz, en donde lo íntimo conduce

a precipitarse.

3. Propondré pensar entonces lo íntimo como aquello cuyo concepto define

negativamente a los griegos, es decir, como lo que no desarrollaron, al lado de cuya

posibilidad pasaron. Lo que nos hemos acostumbrado a rotular con el término de

“intelectualismo griego”, y que tan a menudo sirve como denominación cómoda para

desembarazarnos de su enigma, ¿no podría también ser retomado – recuperado – desde

esta perspectiva? Porque los griegos, como lo comprobamos más en general, conocieron

la relación de intelecto a intelecto, o bien entre maneras de vivir y de comportarse, de

virtudes y caracteres que se enfrentan (aretai y ethé), pero no de sujeto a sujeto. O si le

dieron lugar a la necesidad de un sujeto, “su-jeto” pensado como “sub-yacente” (el

hypokeimenon de Aristóteles), es decir, como sustrato que permanece debajo del cambio

en la física, o como aquello cuyos atributos se predican en la lógica, ese “sujeto” nunca

es más que un soporte de accidentes o de cualidades. Sin que por lo tanto se mezcle con

el “alma”, el fondo sin fondo del alma; o sin que se encuentre con el Otro, ambas cosas

que evidentemente van juntas. Es decir sin que se pueda creer que la relación con el

Otro pueda ser también una revelación, ya que se permanece preso entonces entre el

régimen patético del afecto y, por otra parte, la elevación autárquica a la sabiduría y la

formación ética.

Pues el alma, psyché, puede ser planteada como principio vital o concebida

como función moral, “que se sirve del cuerpo” como de una herramienta, dijo Platón,

podemos dotarla de conciencia e incluso especular sobre su inmortalidad, pero no por

ello los griegos la dotan de la capacidad apropiada, al entrar en relación con el Otro, de

experimentar lo infinito. Precisamente lo que descubre y promoverá el cristianismo, y

que convertirá en su recurso. Los griegos no consideraron otro acceso al absoluto sino

por medio del conocimiento y la capacidad del famoso “intelecto”. De tal modo, cuando

Sócrates le dice a Alcibíades que “tú y yo intercambiando frases es el alma que le habla

al alma” (tei psychei pros ten psychen, Alcibíades, 130 d), advertimos de pronto, al

pasar, incidentalmente, pero con tanta mayor crudeza, tanto más violentamente, cuán

lejos está esa fórmula de significar lo que posteriormente, en la cultura europea, se

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habrá llegado sin embargo a hacerle decir. De pronto tenemos la sensación brutal de que

los “griegos” están efectivamente muy lejos de nosotros; de pronto advertimos el foso,

el gap; que el alma que te “habla”, cuando ya no es un principio de vitalidad, tampoco

puede ser entendida entonces sino como instancia de racionalidad; y que el diálogo

entablado no podrá ser más que un intercambio “teórico”.

O bien cuando Plotino, heredero de Platón, evoca el “hombre interior” (ho iso

anthropos, Enn. V, 1); cuando apela al desarrollo de un “adentro del alma” (to endon)

que se aparte de las cosas exteriores; o también cuando sólo considera el lenguaje

hablado como una “imagen del lenguaje que está en el alma” (Enn. I, 2) - ¿habría ya

dado un paso hacia lo íntimo? Me parece que no, a pesar de lo que esas fórmulas

podrían hacer creer, porque ese “adentro” no se entiende sino por oposición a los

sentidos y por tanto rechaza todo compromiso con el cuerpo; no tiene consistencia

subjetiva que le sea propia. No, también, porque esa alma interior es de la misma

naturaleza que el Alma del mundo, que introduce el orden en lo sensible y mueve el

cielo con un movimiento eterno. No, además, porque la perspectiva sigue siendo una

elevación, por purificación y conversión de la mirada, hacia una felicidad de

contemplación por abstracción. Los griegos no salen de esa exigencia ética donde uno

no se forma sino por sí mismo, imitando el modelo divino y por medio del

renunciamiento ascético; el “otro”, el prójimo, puede acompañar ese perfeccionamiento,

pero permanece ajeno a su principio.

Pero lo íntimo, surgido del encuentro con el Otro y que nos revela por su

franqueamiento, a través suyo, la infinitud de un “sí mismo” que se despoja de sí, es lo

que se obtiene sin intención, como dije, no es regido por finalidad alguna, e incluso en

su misma infinitud se experimenta de punta a punta de manera sensible, aun cuando no

se pueda individualizar en un sentimiento ni se reduzca a lo afectivo. E incluso lo

íntimo, ¿no es acaso en primer lugar eso, lo sensible “más interior” que se desplegará,

por el acto de compartir, subjetivamente al infinito o que hace descubrir lo infinito

mediante su recurso? Y en Plotino lo que el alma “ve”, aquello a lo cual accede

volviéndose hacia el “interior de sí misma”, no es más que la “inteligencia” (nous) que

constituye su forma y de la cual procede, sin ser a su vez más que su “materia” y su

“receptáculo”, según los viejos acoplamientos griegos que corresponden a la demiurgia

y la imitación. Plotino no sale de la opción teórica donde el acceso al absoluto sólo se

realiza por medio de la intelección; en él toda aspiración, por más que esté signada de

religiosidad (y para nosotros esta es la paradoja que lo vuelve tan conmovedor en el

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final del helenismo), sigue siendo una aspiración a la abstracción. Así son

definitivamente los griegos y es lo que nos separa de ellos.

El Dios al cual accedo entonces “rezándole a solas” (Enn. V, 1) – ¿acaso

creeríamos que se trata de un Dios personal? – no es sin embargo un Dios-conciencia,

un Dios de Llamamiento, Dios que me escucha y con el que me encuentro, sino el Uno

primero hacia el cual retrocede el espíritu para admirar, al cabo de esa ascensión, su

trascendencia última, i. e., que ya de ninguna manera puede ser trascendida: ¿con qué

recurso de lo íntimo podría entonces gratificarnos o tan sólo ser su mediador? O bien si

en el Más allá celeste hay una “transparencia” de todos con respecto a todos, según

proyecta Plotino, y cada uno se manifiesta a todos “hasta en su interior” (en su

“intimidad”, como traduce Bréhier, eis to eiso: “cada uno tiene todo en sí y ve todo en

cada otro”, Enn. V, 8), ese otro que entonces se puede atravesar por la mirada está

desencarnado, en sentido propio, no ya no posee rasgos ni un destino que lo

singularicen: ya no tiene nada individual-existencial, y por lo tanto acontecimiental, con

lo cual está ligado lo íntimo; de donde lo íntimo extrae su posibilidad. Los griegos, para

enlazar su física del devenir con su preocupación ontológica, comenzaron por instaurar

un dispositivo de lo “sub-yacente” o del “su-jeto”, pero este último, que sólo es un

soporte de atributos y de predicados, está despojado de toda expansividad que lo

desplegaría liberándolo de su reserva; al no tener la experiencia del encuentro con el

Otro, se encierra en una intención solipsista. Se elevará a la sabiduría solitariamente.

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V – Vida flotante/vida anclada

1. Prosiguiendo la indagación, si para esbozar lo que sería una geografía cultural

de lo “íntimo” vuelvo momentáneamente a la cultura china, me temo que también la

investigación en ese caso quede trunca; o que haga falta primero ser un tanto más

paciente y buscar en sus márgenes. Por ejemplo, es marginal aunque infinitamente

conmovedor lo que leemos en los Seis relatos de la vida flotante de Shen Fu (Fu sheng

liu ji). Tenemos pues un texto que data de fines del siglo XVIII, por consiguiente el

último momento en que la cultura china todavía no ha sufrido la influencia de

concepciones occidentales, y que está compuesta, más que de relatos propiamente

dichos, de recuerdos y de notas tomadas “al correr de los días”, que se añaden y se

desgranan luego sin un orden estricto ni globalmente clasificados por temas; la trama

resulta entonces más disponible y puede captar lo incidental y lo apartado. Porque

habitualmente de China se conoce sobre todo la importancia que le otorga al ritual y por

ende a la separación de los sexos que garantiza la moralidad; y como es sabido que las

relaciones humanas, adaptadas a la gran regulación natural del Cielo y de la Tierra,

están fuertemente jerarquizadas, relaciones de benevolencia por un lado, de sumisión

por el otro, sospecharemos con razón que el acontecimiento de lo íntimo tuvo

dificultades para hacerse reconocible, ya que aparece como singular, ya que deshace a la

vez la desigualdad de rango entre las personas y sólo pertenece a la vida privada. ¿No

introduciría acaso una disonancia, algo así como un desgarro, en el seno de esa gran

funcionalidad social y de su suprema “armonía”?

Pero resulta que el texto mencionado está escrito en primera persona y se

presenta como unas “notas” tomadas con el correr de los días. Su autor pertenece a un

momento de reacción en contra del gran aparato normativo de la cultura china;

momento en el que se apunta a librarse del autoritarismo del poder, cuando se pretende

darle lugar a lo individual, cuando se pregona el retorno a lo emocional y a lo

“auténtico” (pu, dice la literatura taoísta). Porque sólo la expresión teñida de

espontaneidad (xing ling) puede captar algo, “algo” efectivo, por más fortuito, por más

tenue que sea, y en contra de la literatura oficial, en primer lugar de la disertación

escolar, esclerosada y aún más rígida bajo el poder censor de los manchúes. El autor es

a su vez un letrado, aunque no siguió esa carrera; vive modestamente de trabajos

menores, con pocos gastos. De allí que su atención se dirija íntegramente a lo que se

puede conservar de la vida, en su particularidad, la vida frágil que no deja de disiparse;

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vida “fugaz” que, una vez superada la ilusión del orden estático impuesto, se descubre

sin constancia y sin consistencia, sin un gran objetivo al que se crea que puede

dedicarse, sin una causa reputada como noble a la cual vincularse. Vida “flotante”,

inestable, evanescente, donde todo pasa y es arrastrado. Y lo íntimo, ¿no es lo que sólo

puede conservarse modestamente (mínimamente) de todo ese fluir? El primer capítulo

se refiere a la vida de a dos.

El título de ese capítulo, por sí solo, nos aproxima a lo íntimo: “Notas de la

alegría del dormitorio” (gui feng ji le), entiéndase: de la vida matrimonial. Pues contra

el fondo de la vida que pasa, completamente dentro de la esfera de lo privado, sin

grandes hechos, donde no se inscribe nada memorable, histórico ni importante, sólo

cuenta en efecto la pequeña historia, la que se vive de a dos, apartados de los demás y

en primer lugar de la gran familia china, y más aún del estruendo de los acontecimientos

y los grandes sismos del mundo – sobre los cuales por otra parte Shen Fu se calla. ¿Qué

se puede mencionar si no en primer lugar esas emociones fugitivas que surgen contra un

fondo de entendimiento, en el intervalo de los negocios, y que se comparte entre

esposos debido a la unión tácita, el retiro y la connivencia? O digamos más bien que

esas ocasiones-emociones sólo se perciben de a dos y gracias a su connivencia, en el

“entre” de su conversación [entretien]: el ser de a dos las hace sobresalir, por poco

sobresalientes que parezcan. Si en este caso el autor no realiza pues un relato continuo

que por su trama le conferiría demasiada consistencia, sino que anota al capricho del

pincel (bi ji), es porque lo anecdótico es lo único apreciable o porque lo accidental tiene

valor indicial; a fin de cuentas, es lo más destacable dentro de su discreción, por lo que

conlleva de emoción no afectada, de acontecimiento fortuito y que aún no está

construido – y endurecido – por una perspectiva impuesta. De la vida “flotante” (fu

sheng), dice Shen Fu, no conservamos sino aquello que en principio consideraríamos no

esencial, puesto que sólo en esos alveolos excavados por lo cotidiano, en el hueco de

esos pequeños hechos, se guarda lo vivido: lo emocional y tan furtivo, tan fugaz, que al

menos no es artificial.

2. No obstante, releyendo un texto así, me pregunto: ¿por qué entonces, cuando

están presentes tantos ingredientes de una conciencia de lo íntimo, eso íntimo

finalmente no abre nada – no “prende” en nada? Se encuentran condiciones y

manifestaciones de lo íntimo, incluso de manera típica, pero resultan desgranadas a lo

largo de las páginas y a fin de cuentas no esbozan ninguna salida. Hay verdadera ternura

Page 40: François Jullien Lo Íntimo

entre los esposos, e incluso resulta conmovedora, ya que están ligados entre sí como “la

sombra y el cuerpo”, o “sienes contra sienes”, como dice delicadamente el chino; pero

ese lazo conserva algo, digamos, de sororal (se casaron jóvenes y por consentimiento de

las familias). No ocurre súbitamente el acontecimiento que cambia todo, que hace pasar

bruscamente del afuera indiferente al adentro de la intimidad. No interviene la decisión

– la aventura y el riesgo – de una conversión a lo íntimo, que lo destaque como

experiencia propia y que, según dije, en su principio es inaudito. Del mismo modo, hay

también complicidad de gestos mencionados al pasar: la mano que se toma bajo la

mesa, el día de bodas; hay apartes en el corredor, el miedo a la intrusión de los otros y

todo lo furtivo de una relación que intenta ponerse a resguardo de las agresiones del

mundo. Pero todos esos rasgos siguen estando en el orden de la inclinación, no

coagulan, por así decir, como opción; no se constituyen en una posibilidad disidente

frente al orden del mundo y a las elecciones o no elecciones de los demás –

“posibilidad” que forme un cimiento sobre el cual se apoyarían y que produciría una

revolución en la vida.

O también existe entre los dos el anhelo, formulado en la frontera de la creencia

y la convención, de que su unión pueda durar para siempre, incluso en otras vidas, a

través de otras reencarnaciones. Pero podemos preguntarnos primero si en cada uno de

ellos se produjo el encuentro con el Otro. Encontrar al “otro”, el otro en tanto que otro

en tanto que singular: el Otro que al mismo tiempo puede, porque primero es percibido

como absolutamente exterior, por su intrusión en nuestro espacio interior, hacer surgir

algo más adentro de uno mismo; y que puede servir a partir de entonces como asidero,

el único confiable, para ese “uno mismo”. En otros términos, no se ha realizado por la

mediación de Otro que se alza de pronto del fondo del mundo y se destaca, un “otro”

que ya no es el prójimo, la revelación de un infinito posible en lo más interior de sí

mismo, un sí mismo que ya no esté limitado a “sí”, es decir que haga surgir un recurso

infinito en ese nosotros compartido. Quizás no sea entonces tanto el ritual o la

desigualdad de las condiciones, tales como son tradicionales en China, los que

obstaculizan lo íntimo en este caso, aun cuando el autor, según confiesa al pasar,

considera a su esposa todavía demasiado apegada a ellos, sino en primer lugar el hecho

de que no salimos de lo emocional y lo afectivo, es decir que de esa relación no se

desprende la posibilidad de ninguna gran inversión o alteración. La relación con el otro

abre un margen, un repliegue, un retiro, pero ninguna esperanza loca. En ella no se

anuncia una Buena Nueva.

Page 41: François Jullien Lo Íntimo

Es decir que la universal impermanencia en la que esas vidas se descubren y que

las arrastra, sin un “Ser” al que aferrarse, impide la constitución de una subjetividad,

como “sub-yacimiento” de un yo, donde lo íntimo, mediante el encuentro con el Otro,

sea a la vez el revelador y la profundización. ¿Hay acaso “alma” propiamente dicha,

como soporte de lo íntimo? Cuando se traduce, con motivo del reencuentro de los

esposos: “Nuestras manos se estrecharon, nos quedamos sin voz, extraviados, los oídos

zumbando, y nuestras dos almas se unieron en una nube, olvidadas de sus cuerpos”

(Pierre Ryckmans, p. 23), no hay que olvidar que “alma” en China sólo designa un vago

principio vital (con la muerte, se dice popularmente, hay tres que regresan al cielo, siete

a la tierra) y que tampoco figuran allí, en chino, ni “nosotros” ni “nuestras” así como no

se expresa la “unión”. Si se traduce con más precisión (porque no hay que apresurarse a

asimilar y volver a hallar lo que se espera al traducir): “De dos seres humanos, alma(s)

vagamente transformarse en humo volverse nube”. La fórmula expresa un éxtasis por

sustracción de la limitación física y fusión con el flujo decantado – en continua

transformación – de las cosas, pero no una comunión entre dos “sujetos” que perdura en

el devenir.

Si el fondo de religiosidad que entrevemos en esas páginas nunca es explicitado,

ni mucho menos dogmatizado, no por ello dejamos de sospechar en efecto de qué

sincretismo emana, hecho de budismo, como es común en esa época en China, con el

que se mezcla el “taoísmo” del Zhuangzi tan familiar para los letrados apartados del

mundo. Pero como no se percibe la vida humana, al igual que el curso de las cosas, sino

arrastrada en una continua “flotación” y vacilación, sin un absoluto al que aferrarse, se

torna entonces imposible que la ternura así como la connivencia que se entablan entre

esas personas, dado que no encuentran sostén, puedan cristalizarse en una perspectiva

de vida y una razón de ser. Incluso me preguntaría, en el fondo, si la atracción que

ejercen los esposos uno respecto del otro, así como su carácter infinitamente

conmovedor, se distinguen nítidamente de lo que leemos en los capítulos siguientes

sobre el delicado atractivo sentido por los arreglos florales y los paisajes. La humanidad

del Otro (¿pero se ha constituido verdaderamente como “otro”?), ¿se destaca tan

radicalmente, se separa por completo, en el seno de esa rapsodia continua de

sensaciones-emociones? Vale decir que, para lo íntimo supere el estadio del sentimiento

y se promueve como experiencia que hace mutar la existencia, haría falta que se

encontrase un soporte, o un “sub-yacimiento”, que funde la condición de posibilidad de

lo sub-jetivo y de su expansión.

Page 42: François Jullien Lo Íntimo

3. A la vida “flotante” (fu sheng), la que se desgrana con el correr de los días,

sólo siguiendo ese encadenamiento de los días como único medio, que por lo tanto no se

relaciona con nada más que sí misma, no se funda en nada, no es atribuible a nada, se

basa íntegramente en su reiteración de noches y mañanas, de días y horas, de estaciones

y de emociones, Shen Fu se abstiene en efecto de añadirle nada que la rija, la guíe, la

salve y le sirva de fin – que la transforme en destino. Solamente están las puestas y las

salidas de los astros, los encuentros esperados o acaecidos, los hábitos adquiridos y las

sorpresas, hojas que caen y flores que despuntan, el viento que inunda de tibieza el

borde del agua o que se convierte en tormenta. También están las dos existencias tan

tiernamente enlazadas entre sí, pero que a su vez no son nada más que esa evanescencia

común. O más bien no se contienen a “sí mismas”, no tienen un en sí firme que las

estabilice: leves briznas que están siendo arrastradas. De modo que lo que se enlaza

entre ellas, en el seno de ese flujo generalizado, no desemboca en nada, no les descubre

nada. Si hay intimidad, no existe perspectiva en la que pueda desembocar.

Porque en el curso “flotante” de la vida que se contenta con relatar Shen Fu y

que no se deja encorsetar en ninguna verdad que se sostenga, no hay ninguna elección

que verdaderamente se imponga, no se encuentra una alternativa o un momento crucial

a partir de donde se resuelva el juicio, donde la vida se decida y pueda erigirse. En

resumen, no hay una gran “apuesta” que valga. O si hay elección, será solamente la

apuesta mínima como la única que cuenta, la elección del gusto: entre sabores de

comidas u olores de plantas, en el arte refinado de adornar el momento, variarlo y

hacerlo durar, destacando, más que el decorado, su ambiente y su intensidad. Puesto que

sólo importa el momento, que sólo lo fenoménico existe, y dado que no hay otra función

para la interioridad, en definitiva, más que transformar la sensación en emoción, o el

hecho en afecto. En efecto, afuera no existe nada más que el agua que se irisa o la luz

que declina; adentro, sólo su impresión. Una elección que se refiere pues a una

infinidad de “pequeñas cosas”, próximas, buscadas con simplicidad, según una

apreciación cultivada, hecha por preferencia y no por exclusión, pero que basta para

hacer la diferencia. Son (constituyen) el canto de la evanescencia de la vida: “encanto”

de lo que ya siempre se va; que atrae tanto más en la medida en que se retira, ya teñido

de nostalgia, y que solamente podemos “recoger”, como lo dijo el estetismo en toda

época y en todo lugar. “Recoger”: la fórmula se queda allí, se niega a la profundización.

Page 43: François Jullien Lo Íntimo

Porque justamente no se podría profundizar sino construyendo alternativas, erigiendo

opciones, es decir, instaurando la “verdad”.

Shen Fu representa así, en la culminación de la tradición china, el extremo de la

vida flotante, aunque no “errante” (en el sentido de la “conciencia errante” en el

lenguaje teológico europeo), a la vez con su explotación estética del curso de los días –

a merced de las impresiones – y con su registro afectivo pero que se abstiene de lo

patético, pues mantiene delicadamente la mesura entre ambos. Vida frágil, inestable, no

orientada, salvo por la declinación que la amenaza de entrada, la sustracción que ya

socava toda aparición; ninguna ontología, ni tampoco ningún Mensaje, está detrás. La

vida desaparece tal como apareció; aun cuando se queman palos de incienso y se dicen

plegarias, no se “cree” tener en verdad asidero en ese flujo - ¿se plantea además la

cuestión? El estetismo no deja de complacerse en ese ritualismo, aunque tampoco se

abstiene de investirlo y de reducirlo. Porque no hay nada que tome efectivamente a su

cargo esa inmanencia; tampoco por lo tanto algo sobre lo cual la conciencia de lo

íntimo, en su relación con el “otro”, pueda basarse para desarrollarse.

4. Frente a lo cual, si vuelvo a Agustín, éste instaura el más violento contraste:

para sacar a su existencia de la vacilación generalizada, Agustín escoge fijarla de

manera definitiva. Calzarla sobre lo eterno, pero que también sea personal, integrarla en

una Historia, pero que sea de la Salvación y pueda servir así de estuche y de receptáculo

para su interioridad en deriva. Una vida ya no tenue, sino sostenida – vida resuelta. Al

efectuar la articulación, después de ya dos siglos de patrística, entre la ontología y la

escatología, entre el Ser y el Fin, entre la fundación en el Ser (que viene de los griegos)

y la afirmación de un Sentido (“judeocristiano”), Agustín se implica por completo en

esa decisión, que interviene de una vez por todas, decisión abrupta, tal total como

arbitraria, de terminar con el tambaleo de la vida – de anclar la vida. Entre los dos, si se

nos permite sacarlos de su contexto y que los pongamos uno junto al otro, estos

pensamientos abren de modo ejemplar el abanico de los posibles, por su diferencia, e

incluso forman una alternativa en su abstracción. Y además, ¿no se trataría de la

alternativa por excelencia? Erigen antípodas entre las cuales escogemos nuestras vidas.

Porque Agustín, por su lado, al menos ha decidido, y sin dejar de repetir y de

justificar ese gesto, con ese anclaje forma la “verdad”. Agustín en el fondo no hace nada

más que mostrar el puerto al cual arribar para salir de esa “flotación” y llegar a arrojar el

ancla. No solamente todos los predicados considerados positivos son retirados de lo

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efímero y de lo ambiguo, y absolutizados como tales, puesto que sólo “son” en verdad

el Ser, lo eterno, lo absolutamente bueno (y por tal motivo Agustín se enfrenta tanto con

el maniqueísmo, tras haber sido seducido por él, ya que éste los opone a sus contrarios,

a los que hace existir igualmente). Pero resulta que esa idealidad se encuentra inscripta

por el cristianismo en una Alianza donde cada vida adquiere su sentido, encarnada en

una Persona a la que cada uno se dirige, planteada ya no como principio, sino como

Sujeto primero, el mismo del cual procede toda subjetividad. El Ser se ha vuelto el Otro;

el Otro, el “Tú”. Ya no se accede al absoluto por la senda de la teorización y la

abstracción, como entre los griegos, sino confiándose a “Él”, el Dios de “vida”. Y una

vez tomada esta resolución, toda vida – toda la vida – se deja entusiasmar por esa

adhesión.

Agustín convierte a “Dios” en el lugar de todo recibimiento y de todo destino, y

su resolución equivale a conversión. Necesito anclar mi vida, sacarla de ese tránsito,

poner fin a su fugacidad y su “flotación”, y para ello, supongo a Dios. “Dios”, como

Otro y como Exterior, es (nombra) la base o el cimiento de mi vida: ya no vivo una vida

que “va”, sino una vida referida, atrapado por aquello que la fija, y a esa indexación la

llamo “fe”. No me pregunto si “creo” en Dios, o la pregunta sólo aparece a posteriori,

en un discurso retrospectivo de justificación; sino que decido, porque ya no estoy en lo

efímero y la vacilación, instaurar a “Dios” como compañero de mi vida y única

referencia – Agustín nunca sale de esa arbitrariedad inicial que, en las Confesiones, no

hace más que comentar. La pregunta: “¿existe Dios?” (“¿Y si Dios no existiera?”) no lo

afecta. Más exactamente, no la encuentra en esa necesidad de expandirse en Él de donde

proviene lo íntimo.

5. Es decir que esa manera de plantear a “Dios”, según creo, por la revolución

que realiza, abrió – descubrió – la posibilidad de lo íntimo en Occidente. Porque ya es

tiempo de pensar el cristianismo no desde el punto de vista del dogma y de la fe (“creer”

en él o no); ni tampoco con respecto a la historia de las religiones o de las sociedades

(como forma del monoteísmo o bien, por ejemplo, en la relación que mantuvo con lo

político); ni tampoco sólo según la historia de las ideas así como la influencia que

ejerció en Europa sobre el desarrollo de la filosofía (es sabido, por ejemplo, que el

inicio del mismo cogito está en Agustín). Distingamos también de la tradicional

filosofía cristiana lo que sería esta filosofía del cristianismo. La que haría considerar el

cristianismo desde un punto de vista que ya no sea propiamente interno (dogmático) ni

Page 45: François Jullien Lo Íntimo

tampoco externo (cultural y social), sino preguntándonos lo que promovió como recurso

y posibilidad dentro de lo humano: en qué medida nos ha “formado”, como decía

Nietzsche, ya independientemente de toda creencia, es decir, en qué transformó e hizo

mutar nuestra experiencia. Y creo que podemos recapitular al menos tres aspectos en los

cuales el cristianismo promovió lo íntimo. En primer lugar, porque aportó la idea de un

acontecimiento que cambia todo y de tal modo que puede hacer tambalear la existencia;

luego, porque hizo levantar la barrera, por medio del acontecimiento del encuentro,

entre el Otro y uno mismo; y finalmente, porque produjo un lugar propio de lo íntimo al

desplegar una subjetividad infinita. Otras tantas condiciones de posibilidad que hay que

evaluar hasta qué punto son inventivas.

Porque le debemos al cristianismo – “debemos” significa que lo obtenemos de él

– la conciencia (confianza) de que una decisión puede irrumpir en nuestras vidas y

llevarse todo con su acontecimiento. Pero, ¿qué significa ese “todo”? Que una alteración

– un vuelco – puede efectuarse en la relación con el Otro, que se elige asumir, es decir,

arriesgar; que se deje así invadir todo el resto, que ya no es más que el “resto”, hasta el

punto en que uno sea desapoderado de “sí” para poder encontrarse más. Hasta el punto

en que se espera todo, cuando nada más queda aparte. Hasta el punto en que aquello que

yo no pensaba – no imaginaba – efectivamente se realiza. Una posibilidad que no

imaginaba se abre de pronto ante mí. Pero eso no es posible, según enseña el

cristianismo, sino con y por Otro. Sin embargo, nada parece haber cambiado para los

demás, la alteración es tanto mayor en la medida en que todo parece seguir su curso

habitual y que nada necesita exhibirse. Inversión de arriba abajo, como suele decirse,

pero en lo más interior – que buscará ese fondo y lo da vuelta (Pablo en el camino a

Damasco): de pronto ya nada será como antes, aun si eso no se muestra.

Ahora bien, esa historia excepcional, ¿no puede ser también la más ordinaria?

Tan inaudita como lo es, ¿no está acaso siempre a nuestro alcance, como lo afirma el

cristianismo? Hasta entonces estaban entre ellos en una relación en suma bastante banal,

hecha de inclinación, hasta de seducción, aunque también de reserva, que incluía

también lo aparente y el interés. Cada cual conservaba la mesura, su “actitud reservada”,

y se preservaba – se pertenecía. Luego, de pronto un día, aunque ese día es por supuesto

un resultado, hacen caer la barrera, tal es el acontecimiento de lo íntimo, o más bien la

barrera se cayó entre ellos, y ellos aceptaron progresivamente que hubiera caído: se

emplazó un puente, se perforó un túnel, de un sitio al otro – “sitio” como quien dice

fortaleza. Ya sea que se llama soledad o autarquía a ese aparato de defensa de todos y

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cada uno (que forma a “cada uno”), en su caso, se encuentra abolido; es desmantelado

piedra por piedra; no solamente se cruza el pantano de lo social, la frontera del

“prójimo”, sino que también se sobrepasa el límite de lo que uno se debe a sí mismo, de

lo que conformaba la propiedad de un “sí mismo”. Como por encanto, aunque les cueste

creerlo y titubeen por la novedad – frente al “mundo”, al “otro” –, se encuentran del

mismo lado.

De hecho, no es tanto que ocurra algo importante (que una noche ella se haya

“entregado”), sino que sean llevados más o menos temprano a asumirlo: que sea

generado un “tú” totalmente distinto; que ellos lleguen a extraer las consecuencias de

esa penetración abriendo un interior compartido. Si el desencadenante pudo ser que se

encontraran cuerpo a cuerpo, lo importante es que lo conviertan en el acontecimiento

que cambia todo, que dejen (o acepten) que sus vidas resulten alteradas. Y el

cristianismo aportó la dimensión del acontecimiento “loco”, reconociéndose como loco

(la “locura” de la Cruz, moria), o de lo que llamaría lo “demoledor”; implantó pues la

posibilidad de un milagro proveniente del Otro y que procede de una decisión-

aceptación semejante. Se podrá evaluar con tiempo, a posteriori, todo lo que condujo a

ese resultado mediante una transformación silenciosa y por transición, hasta el punto de

no ver más que un afloramiento sonoro, madurado largo tiempo, que de pronto hace

tambalear todo, aunque sin dejar de afirmar que lo inaudito – lo increíble – puede pasar;

y que por irrupción-mediación del Otro puede comenzar un curso diferente de las cosas

dentro de mi vida: lo que se llama “encuentro”.

6. Por otra parte, que en la experiencia de lo íntimo el otro pueda revelar así que

me habita resulta aportado por el cristianismo de dos maneras o en los dos sentidos.

Pues, por un lado, “Dios” denomina a ese Afuera inconmensurable (el que pone en

escena la Creación) y que por ese trastocamiento se muestra súbitamente vuelto hacia

mí y dirigiéndose a mí; incluso me descubre al penetrar dentro de mí algo “más

adentro” de mí. Cuanto más se lo supone exterior al mundo y lo trasciende, tanto más

me revela una posible interioridad, en mí mismo, y la ahonda; por tal motivo, lo íntimo

que me descubre es al mismo tiempo infinito. O bien diría: la Exterioridad infinita (del

Infinito) abre en mí una interioridad que ya no está cerrada, sino que también es infinita.

Lo que expresa la encarnación de Cristo, a la vez totalmente hombre y totalmente Dios

(la idea original del cristianismo): que aquel que es uno con Dios pueda experimentar

mi pena o mi alegría, en mí, como yo – en mi humanidad. Por otro lado, en cambio, ese

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interior que se siente más adentro de mí (que “yo”), por la irrupción de un Afuera en mí,

se convierte a su vez en apertura a ese Afuera y en un llamado al Otro. Al bucear en

“mí”, no puedo seguir encerrado en ese “yo”, y descubro la necesidad de invocar a un

“Tú”. Se trata de la experiencia que configura la universalidad del cristianismo; la que

puede hacer cualquiera, a la luz de lo que describe Agustín, la que cualquiera puede

vivir en todo momento con quien ha decidido, aunque sea el primero que aparece,

entablar una relación “íntima”.

Por este motivo es que Agustín sólo puede empezar sus Confesiones con estas

palabras: “Eres grande, Señor…”. No se puede hablar de Dios (que se retrae enseguida

en lo inefable), pero en cambio no se deja de hablar a Dios, de dirigirse a él: es el Otro a

quien le hablo. Por lo tanto, es ante quien me descubro; al dirigirme a “ti”, me encuentro

en “mí”; porque un “tú” (Dios) es erigido (sentido) al comienzo de mi existencia (lo que

significa que fui “creado”), “yo” puedo efectivamente existir, un yo puede instaurarse.

Dios, que “ve” todo de mí (“Tú que has contado mis cabellos…”), es al mismo tiempo

quien otorga su condición de posibilidad a un sujeto efectivo. Dios (“Tú”) es lo que me

hace ver mi verdad, hace que haya una verdad posible de ese “yo”: “¿Quién podría

enseñármelo sino aquel que ilumina mi corazón y lo libra de tinieblas?”. En la medida

en que Dios me conoce, yo adquiero su consistencia: la profundidad mía que abre en el

fondo de mí es aun más sólida puesto que puede ser erigida en adelante como “templo”

donde rogarle.

En sus notas de la “vida flotante”, Shen Fu nunca se detuvo en lo que sería su

“yo”, aun cuando esté haciendo lo que llamaríamos una autobiografía. E incluso el

budismo desgarra de golpe el velo de Maya que hace creer en un “yo”, remitiendo a la

vez al yo y al mundo dentro de la ilusión del deseo. De modo que detengámonos en esa

originalidad, o más bien digamos ese recurso (porque se trata de sacarle partido), que el

cristianismo nos muestra, y liberémoslo de aquello que lo oculta históricamente o

dogmáticamente. Su “verdad” es la posibilidad que instaura: un “yo” sale de su

“flotación” y de su vacilación gracias a un “Tú”. Precisamente porque (en la medida en

que) se constituyó ese Tú descubierto en mí (“Dios”), puede desplegarse una

subjetividad del yo, que desborda ese “yo”. Por la intimidad de Dios en mí, vale decir,

al ser Dios incluso “más interior que lo íntimo en mí”, es que “yo” puedo acceder al Ser,

un sujeto puede conocerse en su verdad y descubrirse comprometido en un devenir

infinito al mismo tiempo que es singular.

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Una vez que apareció esta fuente de lo íntimo en la Historia, ya sólo quedaba

explotarla en un plano propiamente humano. “Ya sólo quedaba…”: por supuesto, la

fórmula es irónica de mi parte. Porque eso llevó tantos siglos en Europa, e incluso es lo

que intelectualmente y en primer lugar conformó a “Europa”. Tanto trabajo - ¿acaso

todo su trabajo? – consistió en ello. De las Confesiones de Agustín a las Confesiones de

Rousseau. Mientras que el arte de Shen Fu consistía en recoger impresiones personales

que se desgranaban con el curso inconstante de los días, incluso en la vida en pareja, por

la misma época Rousseau no sólo procura conocerse, como pretendió hacerlo una larga

tradición en Europa, que desemboca en Montaigne; sino que promueve así lo íntimo

humano. Conservando el dispositivo de Agustín, que será el gran dispositivo del

pensamiento europeo; dado que se realiza ante “Dios”, en relación a “Ti”. Pero ese “tú”

va a desligarse del Dios que lo produjo. Tal desvinculación, como se sabe, es la historia

de nuestra modernidad que comienza en Rousseau.

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VI – Acceder a lo íntimo – Rousseau

1. No solamente es preciso que un “yo” hable de “sí”, que se describa y que

cuente, que se dedique a representarse e incluso que se complazca en ello, para que

acceda a la fuente de lo íntimo en el interior de sí. Tampoco le basta con “sacarse la

máscara”. Ni siquiera alcanza con que pretenda confesarse y “decirlo todo”. Lo prueba

Montaigne. Se conoce la regla que se impuso el autor de los Ensayos: “Me ordené

atreverme a decir todo lo que me atrevo a hacer…” (“Sobre unos versos de Virgilio”).

“La peor de mis acciones y condiciones no me parece tan fea como considero feo y

cobarde no atreverme a confesarla.” Montaigne no dudará en hacer “ver su vicio y

estudiarlo para reiterarlo”. Pero, ¿qué puede significar entonces esa “confesión”? A

diferencia de la confesión “privada y auricular”, la que denigran los hugonotes en contra

de los católicos, “yo me confieso en público – dice el autor de los Ensayos – religiosa y

puramente”. Por otra parte, ¿por qué sospecharíamos que no es tan sincero como

pretende? En resumen, tomémoslo literalmente: “Estoy ávido de hacerme conocer…”.

Yo “me veo” y “me busco hasta en las entrañas” y sé “lo que me pertenece”.

Sin embargo, sinceridad no es intimidad. Es posible, como pretende Montaigne,

“obligarse a decir todo”, pero, ¿en qué consiste ese “todo” que pensamos decir? ¿Cuál

es el “todo” o aun solamente ese algo al que abro así un acceso en mí? ¿Es

verdaderamente decir “todo” lo que importa – no ocultaré nada – o es más bien hasta

dónde logro (“pienso”) decir – y en primer lugar captar – lo que hace ese “yo”

(exclaustrándose de sí mismo)? Porque el “todo” por “publicar” puede corresponder a

sus “acciones” y aun a sus pensamientos “impublicables”; se puede querer confesar,

como también lo dice Montaigne, los errores no sólo de sus “opiniones”, tal como lo

hacen Agustín y los Padres, sino también de sus “costumbres” – sin embargo, no es ésa

la radicalidad o penetración de lo íntimo. No por ello se accedió a la posibilidad de lo

íntimo en sí mismo. Porque lo que Montaigne “confiesa” sobre él todavía depende de la

observación moral; aspira a estudiarse para comportarse mejor; lo personal que ofrece

responde a la generalidad de la máxima e induce a ella. De modo que el “yo” que

produce Montaigne es un yo que todavía se posee, no tiene la gratuidad de lo íntimo que

va a expandirse, a entregarse, y que no tiende más que a compartir. Caso contrario,

Pascal, en quien se puede confiar, no le habría reprochado a Montaigne el “necio”

proyecto de “describirse”. No se habría equivocado. Lo íntimo es algo muy distinto.

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Porque, ¿qué es “lo más interior” que brinda lo íntimo? Es lo que se alcanza en

uno mismo, pero no necesariamente lo que estaría más oculto, sino lo que está más

retirado, al mismo tiempo que es lo menos poseído, y que tampoco es guiado siquiera

por una meta o intención: lo íntimo no procura instruirse más. Lo hallamos en un modo

o en un espíritu que no es tanto especulativo, inquisidor, como sí “pensativo” o

“soñador”; actúa en consonancia con el pensamiento que se relaja, que está más

inclinado a recoger que a capturar – vale decir que aquello que produce entonces como

desprendimiento lo torna más difícil de captar. Porque tiene pregnancia y no es aislable,

el más fugaz y al mismo tiempo expansivo; es evasivo y por consiguiente inapropiable;

al mismo tiempo que es lo más personal, se asocia a un lugar, a una hora, se impregna

del paisaje, se aprehende circunstancialmente y por el ambiente. Por lo cual, se estudia

menos de lo que se lo recuerda; o más bien lo recordamos menos de lo que vuelve

incidentalmente a la memoria; y cuando nos vuelve, quisiéramos menos “confesarlo”

que confiarlo. De allí que tiende menos a hacerse “conocer” que a hacerse compartir.

Ahora bien, Montaigne se describe, se relata, se recuerda, se pertenece, pero no

deja que su memoria vuelva, que salga a la superficie. Su “yo” ilustra, sirve para

conocer(se), sigue estando en el orden del exemplum y de la propiedad. Su “decir todo”

sigue siendo el “decir todo” – la parresia – de los estoicos, con intención moral y

edificante. No va más lejos; incluso su relación con La Boétie, por más privilegiada que

fuera, no accede a lo íntimo. Pero si el cristianismo rompió con ese yo autárquico de la

sabiduría, que sigue siendo independiente, es porque promovió un yo abierto al

encuentro-acontecimiento, que se experimenta singularmente al mismo tiempo que

desposee de ese “yo” en lo más profundo de sí. Por tal motivo, contiene una verdad más

íntegra, aun siendo singular, en tanto que deja pasar más allá del yo y lo desborda: el

íntimo no es solitario, sino el más solidario, debido a esa desapropiación. Al mismo

tiempo, si lo íntimo apela a compartir, ¿se puede tener/dar acceso a eso íntimo

confesándose “públicamente” ante el “prójimo” (aun si “no me importa a cuántos”,

como dice Montaigne)? ¿O no hace falta más bien, para buscar eso íntimo en el fondo

de sí, apelar no indiferentemente al prójimo, al otro en general, sino a Otro, y dirigirse a

un “Tú”? Hace falta un “Tú” frente al “yo”, aunque ese “tú” fuera solamente de

apelación o de invocación, para ir a sondear lo íntimo en uno mismo – esta es la otra

enseñanza del cristianismo.

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2. A partir de allí, nos preguntaremos por qué ese acceso íntimo a sí mismo, o

más bien lo íntimo en uno mismo, contra el fondo de un “tú”, tardó tanto tiempo en

emerger en el seno del pensamiento europeo. Y en primer lugar por qué no se promovió

una relación íntima allí donde sin embargo más naturalmente se la habría esperado: en

la literatura novelesca, en la medida en que está dedicada a la relación amorosa.

Preguntémonos: los personajes de la Época clásica están más dotados de psicología, y

por tanto de determinación interior, que los de la Antigüedad, porque cargan con menos

destino sobre ellos, pero, ¿están por ello más avanzados en la exploración-explotación

de lo íntimo? Antes bien creeríamos que, debido a que el recurso de lo íntimo no se

descubre, la novela clásica sigue siendo lo que es: se limita a la persecución del objeto

deseado así como a su estrategia de asedio, sorpresa, asalto, derrota y búsqueda de

debilidades, y no va más allá. Porque se abstiene efectivamente de concluir. Puesto que

el teorema básico es, como se sabe, que cuanto más se rehúsa la mujer, más deseada es;

si por el contrario se entrega (“cae”), ya sólo podrá ser abandonada. Por lo tanto, si el

único motor de la narración es el de los obstáculos que provienen del mundo o de la

resistencia interior, no salimos de esa dialéctica, antigua pero recuperada por el

cristianismo, ya que le servía también al ascetismo, del placer de la caza que concluye

en la presa, vale decir, de la decepción inherente a la satisfacción, del “deseo” saciado

que se vuelve “asco”. Pero, ¿por qué los amantes estarían condenados a escapar uno del

otro para seguir siendo amantes? ¿No es acaso porque no pudieron acceder a lo íntimo?

¿Porque no lograron producir lo íntimo entre ellos?

Madame de La Fayette puede conducir al duque de Nemours al punto

culminante de la conquista, llegando hasta el arrobamiento, e incluso el proyecto de

penetración apenas está velado: la noche en que se introdujo furtivamente en el recinto,

tras haber cruzado la cerca y llegar a la ventana abierta, descubre, viendo sin ser visto, a

la princesa de Clèves que se levanta para iluminar un retrato suyo, pensando en él con

pasión… También él puede permanecer días enteros pensando en ella, detrás de la

ventana, anhelando lo inalcanzable: de una y otra parte, cada cual se eleva y se

engrandece, se heroifica, por medio de esa ascesis y esa privación. Pero cada uno

permanece en sí mismo, encerrado en su perspectiva y su intención. Madame de Clèves

sigue siendo una presa para el señor de Nemours: “… sintió sin embargo un placer

notable al haberla reducido a ese extremo”. En cuanto a ella, sabe que su amante sólo es

ferviente porque sigue siendo “contrariado”, que sólo la persigue en tanto que su deseo

Page 52: François Jullien Lo Íntimo

no es saciado - ¿y después? Los amantes no ingresan en presencia – en confianza – uno

del otro. El acceso al “tú” no ocurrió.

No obstante, hay momentos en que los amantes están a punto de precipitarse en

lo íntimo. Cuando son llevados a encerrarse juntos para rehacer la carta esperada, se

demoran y no desaprovechan ese momento de complicidad, obteniendo placer – un

placer robado – en ese “aire de misterio y de confidencia”. Saben su precio. Está sobre

todo la escena final donde habría podido iniciarse una vida compartida: Madame de

Clèves es libre y se arregla una cita con el duque. Finalmente están solos, uno frente al

otro, apartados de las consideraciones, las miradas y los intrusos. Y Madame de Clèves

en efecto se entrega por primera vez, se enternece y confía. Pero lógicamente

(¿perversamente?) para no seguir adelante. Y si Madame de La Fayette encierra y fija a

su heroína en esa convicción de que el amor satisfecho sólo puede ser decepcionado, no

es tanto por pesimismo (jansenismo), como tantas veces se dijo, sino porque ella misma

no considera un posible más allá de la pasión. De modo que cada uno de sus personajes,

en ese momento extremo que apelaba a la superación-desbordamiento de sí, no deja de

argumentar; ni uno ni la otra salen de su alegato razonado y de su intencionalidad. Ni

una vez llegan sencillamente a decir “nosotros”, el nosotros del compartir,

proyectándose en una vida de a dos. Porque su autora no concibe cómo hacer surgir lo

íntimo entre ellos, el recurso de lo íntimo sigue siendo inviable y su historia

lógicamente no tiene continuidad. ¿O acaso podríamos creer que la novelista

conscientemente evitó lo íntimo como aquello que de todas maneras anularía la

narración?

Pues es verdad que lo íntimo se sustrae del relato dramático, y no brinda bastante

aspereza narrativa, peripecias, a las que pueda adherirse, pero, ¿podemos adjudicarle a

la novelista esta percepción? Más bien hay que ver allí lo que encierra definitivamente a

la Época clásica en su pasado y la aleja igualmente de nosotros, a semejanza de la

Antigüedad. ¿O cómo nombrar entonces, si no así, aquello que la separa de la

modernidad? Ya que lo que se descubre con el romanticismo, y que constituye la

modernidad, me parece que no es otra cosa que el recurso de lo íntimo y está dentro de

su concepto. En ese aspecto, un giro es indicado por Rousseau al hacer cambiar el

sentido mismo de la “confesión”. O digamos también que la modernidad se inventa al

hacer que se pase de la famosa profundidad psicológica, introspectiva, de la escena

clásica, que aísla a cada uno en su yo, a la promoción de lo íntimo que la deshace.

Porque está claro que no estamos ahora sólo en la historia de las ideas. Lo íntimo hace

Page 53: François Jullien Lo Íntimo

pasar de lo que se llamaba tradicionalmente el “corazón”, como lugar de la pasión, su

sufrimiento y su desencadenamiento, a lo que en adelante se llamará el “alma” y que no

es otra cosa que la propia capacidad para lo íntimo y su vibración infinita. Por lo tanto,

si algo puede convencernos de una historicidad de lo humano, en definitiva, de la

manera más general, que va de lo sensible a lo metafísico, es precisamente esto.

3. De tal modo, cuando Rousseau declara de entrada, en la primera línea de las

Confesiones, que su proyecto es nuevo e incluso que “nunca tuvo antecedentes”, se

pueden burlar todo lo que quieran (Dios sabe que lo hicieron) – pero no se equivoca.

Hay que creer en la posibilidad de lo nuevo en la Historia, incluso en el ámbito

tradicionalmente más recalcitrante en ese aspecto: lo que llaman el “corazón humano”.

Por supuesto, siempre se podrán buscar (encontrar) precursores y predecesores de

Rousseau (especialmente entre los poetas). Por supuesto que también Rousseau no sitúa

esa novedad en donde se debe (no tiene la distancia adecuada para hacerlo). Porque no

es que se describa exactamente “del natural”, cosa que ya Montaigne pretendió hacer;

tampoco es que se atreva a confesar lo inconfesable (“despreciable y vil cuando lo he

sido…”), y que incluso pueda encontrar placer en esa autoacusación, porque ya Agustín

lo hizo.

No, su novedad está en que Rousseau mantiene, en ese comienzo, el dispositivo

de dirigirse y de invocar a un “Tú”, el Dios de Agustín, pero desplazando su postura,

remitiéndolo a lo humano. “Dios” nombra al Otro o a lo Exterior ante lo cual un yo-

sujeto se descubre. Éste se halla pues iluminado de entrada por una relación con el “Tú”

que lo conduce a la expansión, al mismo tiempo que se tiende hacia lo absoluto en la

aspiración a compartir: “Revelé mi interior tal como tú mismo lo viste…”. Porque

“Dios” (el Dios cristiano) está a la vez separado de lo humano, no comprometido por él

(el Padre), y es el más profundamente humano, Aquel (el Hijo) al que nada de “lo más

interior” de lo humano se le podría escapar, ya que él mismo lo experimentó. En una

forma dramática y declamatoria, aunque sin dudas hacía falta toda esa retórica para

atreverse a hacerlo, ese incipit plantea de entrada la instancia gracias a la cual, aunque

sea una ficción, el descubrimiento del sí mismo más interno se desembaraza, en su

principio, de los miramientos y las reservas, en resumen, se desprende del compromiso

y de la apariencia, y sobre todo de cualquier interés, adquiere dimensión de “eterno” y

de “verdad” (los mismos términos de Rousseau en ese comienzo): se atreve no tanto a

“conocerse”, según el viejo principio heredado, sino a confiarse.

Page 54: François Jullien Lo Íntimo

Mediante esa puesta en escena, que aunque tenga eficacia no deja de ser un

decorado, Rousseau establece entonces en un plano humano las condiciones de

posibilidad de un habla de expansión y de compartir – vale decir, de intimidad: no

solamente ya no la amenazan, al menos en su principio, ni el juicio de los destinatarios

ni la prudencia y la contención de su autor, sino que sobre todo resulta finalmente

disuelta la frontera entre ellos. De entrada, se erige un “Tú” que ya no es el lector

anónimo y plural, que ya no es “otro” sino el Otro. La inmanencia de lo íntimo sólo se

afirma contra un fondo de trascendencia; “confesión”, tal como hace variar su sentido

Rousseau, significa eso, cualquiera sea el obstáculo que se ponga luego a esa

transparencia. Hace falta que se suponga esa luz en el Exterior de uno mismo

otorgándole estatuto a ese Otro, a ese Tú, para llegar a extraer “lo más interior” y en

primer lugar hacer que surja la fuente. Su justificación ante los hombres – y se

comprende que se atenga a ella enfermizamente al proporcionársela –es que Rousseau

pudo (supo) instaurar esa relación íntima con ellos. ¿Por qué se toma tanto trabajo

entonces para defenderse y disculparse? ¿No es acaso que su error, al volver a pensar su

vida entera, fue buscar una intimidad con los otros, a menudo tan poco adecuada, cosa

que lo martirizó – esa misma intimidad que finalmente estableció con el lector? En todo

caso, la promovió, y eso basta.

A partir de allí, si comprendemos la mutación que efectúa, ya no sorprende el

hecho de que Rousseau no pudiese llevar a cabo esa promoción de lo íntimo, y en

primer lugar la puesta a punto de sus condiciones, sino bajo la forma de una figuración

un tanto demente. Toda gran operación del espíritu, y el pensamiento vive más de

grandes operaciones que de verdades, “avanza enmascarada”, como nos dijo Descartes

(y como Nietzsche lo justificó ampliamente): a través de un señuelo y un simulacro. E

incluso aquel que encuentra, lo sabemos bien, es el que no sabe exactamente lo que

busca o bien que cree buscar en otra parte. Esa simulación fácil, en este caso, es la

justificación moral (que Rousseau tenga que defender su causa, responder a la maldad

de los hombres). Salvo que esa teatralización (“iré con este libro en la mano a

presentarme ante el soberano juez…”), que puede ser tan ridícula como se quiera,

infantil o aun delirante, no por ello deja de tener la virtud de instaurar lo siguiente: lo

previo a lo íntimo. La fórmula latina colocada como exergo no ha mentido al respecto:

intus et in cute: “en el interior y en (bajo) la piel”. Sobre todo si tomamos en cuenta la

expresión en su totalidad, su juego de tú y yo: “Yo a ti, interiormente y bajo la piel, te

conocí”, Ego te intus et in cute novi.

Page 55: François Jullien Lo Íntimo

O sea que si considero insensatas las críticas que tan frecuentemente se le

hicieron a Rousseau, en torno a su “terror obsesivo” y a su arrogancia, e igualmente a la

cantidad de justificaciones condescendientes expuestas para absolverlo, es porque hay

que entender por qué Rousseau, a lo largo de todas las Confesiones, pasa lógicamente de

un registro al otro, por qué necesita lo teatral, el revestimiento dramático, lo

exclamativo invocatorio o la grandilocuencia lacrimógena. Sucede que para proteger al

otro necesita lo murmurado de la intimidad. Lo uno es necesario para cubrir y alimentar

lo otro. Lo uno es el biombo tras el cual puede abrigarse lo otro. Lo ampuloso permite

lo discreto. Hay que caer en lo más declamatorio de uno mismo para luego – a

resguardo – brindar lo más íntimo de sí. Hace falta toda esa teatralidad derrochada para

que aparte, o en el intersticio, en tensión con ella, a resguardo de ella y de lo que ella

acapara, su contrario pueda también abrirse camino. Ya que por supuesto éste es el

camino. Con lo cual Rousseau abre efectivamente la vía hacia el romanticismo y la

modernidad: hace falta lo exclamativo y lo declamatorio – incluso en Baudelaire – para

darle lugar a su opuesto.

4. Pero, ¿qué es eso íntimo, tan insignificante a primera vista, tan fugaz, que no

pensaríamos en detenernos en ello, en señalarlo, y a la vez con tanta pregnancia

humana? ¿Cómo sacarlo del desinterés o de su surgimiento inesperado, y pensar en

captarlo, o más bien en recogerlo, en decirlo o más bien en murmurarlo, dejándolo que

sobrevenga en la mente para sondear allí una verdad frente a la cual toda explicación se

anula, no porque sea falsa, sino porque no tiene importancia, no tiene asidero ni sirve de

nada? ¿Qué es entonces, por ejemplo, dejar que ascienda así dentro de uno mismo, pues

hablar estrictamente entonces de memoria sería ilusorio, una canción de infancia que se

ha olvidado, tal como lo hace Rousseau en esas primeras páginas, y reconocer sin

ambages que uno está infinitamente conmovido, sin molestarse tampoco en decir por

qué? Sin la caución de una razón o una justificación. Pero eso es lo íntimo; y Rousseau

se arriesga a ello. Se arriesga a mostrarse ante quien ya no puede ser únicamente “otro”,

se entiende, “mascullando” esas pequeñas melodías como un niño; expresa su

enternecimiento que llega hasta las lágrimas y deja aparecer algo más interior que lo

interior, que tiene sus raíces previamente a un “yo” y que por ello lo libera de su

exigüidad. Aunque semejantes “lágrimas” no sean más que una manera de decir, sin

embargo ese “enternecimiento” fue desconocido tanto por Montaigne como por

Agustín; ellos no supieron dejar surgir, retener y captar esa dimensión y ese recurso de

Page 56: François Jullien Lo Íntimo

algo más interior que, en ese punto de ensanchamiento, ya nada puede codificar, que por

consiguiente es tan discreto que no se deja clasificar por ningún uso o finalidad. No

supieron (pudieron) tirar de ese hilo y ver allí un filón que descubre lo humano.

Una melodía que cantaba una tía en nuestra infancia y que nos viene a la cabeza,

lancinante, en la cercanía de la vejez, pero cuya letra completa no logramos recuperar,

de la que siempre se nos escapa algo y que queda, como tan a menudo en la vida, en

puntos suspensivos: ese rasgo tenue, lo emocional discreto, es lo que Rousseau hace

llegar al reconocimiento sin apoyarlo. No lo impone (mediante explicaciones), se

contenta con plantearlo, disponible para cada uno. Porque está claro que, por más tenue

que parezca, lo anecdótico hace visible – deja aflorar – más fondo de humanidad que

cualquier introspección; por más singular que sea, es algo enseguida compartido o más

bien es lo que abre al compartir; e incluso basta de entrada con borrar la frontera del

interés y de la propia reserva. Hace remontar a un sitio previo a la separación con

respecto a un “tú”. Da el tono – el “la” – de lo íntimo. Al hacer precipitar al lector desde

su afuera en ese adentro compartido, crea el “entendimiento” humano sin tener que

explicitarlo. Ese rasgo no instruye, no sirve para convencer ni tampoco para conmover,

sino que crea – de entrada – condiciones de intimidad.

Es cierto que, en cuanto a la confesión, Agustín ya había entrado en la

confidencia, eliminando el pudor y confesando lo impúdico. ¿Y qué puede ser lo

inconfesable si no es siempre lo mismo, ya sea en Agustín o en Rousseau, y por lo cual

es preciso comenzar: el deseo adolescente que todavía no encontró su objeto de

investidura que lo torne aceptable? “Se exhalaban vapores de la fangosa concupiscencia

de mi carne, del hervidero de mi pubertud…”: Agustín no retacea, como vemos, en lo

superlativo negativo y la imaginería repulsiva en la denuncia de sí mismo; por el

contrario, estos se prestan tanto mejor a los efectos retóricos. Pero, ¿no hay allí

justamente un modo de aclarar mejor la distancia entre Agustín y Rousseau? Porque

Agustín no arriesga nada al hacerlo: se confiesa, pero como hombre que todavía no

había encontrado a Dios. Así es el “hombre” – el hombre por esencia o maldición –

hundido en la carne, y la autoacusación a la que se aboca ya no lo alcanza. No es más

que un ejemplo (que hay que rechazar). Hace ver de qué se apartó. Y la finalidad de su

confesión lo guía: relata su estado de pecado (pasado) para convencer(se) mejor de su fe

y hallar – probar – su salvación.

Pero en Rousseau lo inconfesable ya no puede ser apologético. La confidencia

sobre lo sexual, la de las “primeras explosiones de un temperamento combustible”, ya

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no tiene a su cargo ninguna finalidad demostrativa, Rousseau ya sólo está ante sí mismo

y debe afrontar la dificultad de decir aquello de lo que ya nada lo salva. Ya ni siquiera

puede contar con la virtud de lo extremo y de lo singular, pero en sus gustos no queda

más que lo “bizarro”, solamente raro por depravación (“mis ineptas extravagancias”).

Lo indecente todavía puede ser alegremente confesado, en la medida en que provoca;

pero cuando se retira lo que podía suscitar fascinación, no subsiste más que lo

“ridículo”, y eso es lo más difícil de confesar, porque ni siquiera tiene la grandeza del

Mal. De modo que si no hubiese introducido desde el comienzo del juego el dispositivo

de dirigirse al Otro, al “Tú” que no juzga, o que más bien juzga pero desde un Exterior

de lo humano que al mismo tiempo puede comprender lo humano desde “más adentro”

de lo que los hombres son capaces de hacer, en lo cual efectivamente es heredero de

Agustín, Rousseau no habría podido entrar en lo íntimo de la confesión. No el dato

alegre de la primera paliza por la que obtiene placer demasiado evidentemente bajo la

mano de la señorita Lambercier, sino lo que se convirtió en vicio, vivido en solitario,

debido a su fijación; y que aun en “la más íntima familiaridad” (la primera vez que

aparece “íntimo” en las Confesiones) debió callar. Por eso, al atreverse a tal confesión,

¿no hizo saltar el último cerrojo bajo el cual se mantiene a resguardo un yo? – al menos

siempre creemos que es el último… En todo caso, la vía de lo íntimo, tras esa prueba, en

adelante está libre.

5. Lo que constituye la condición de ingreso en lo íntimo, en suma, ya sea que se

experimente en uno mismo o que se lo confíe al Otro, pues ambos se muestran

inseparables, es efectivamente que ya no se tenga un objetivo en el Otro, que ya no

proyecto un designio sobre él; es decir que ya no se quiera ni se espere nada de él; que

se desprenda esa relación de toda finalidad y de todo interés. Si la finalidad se retira,

puede sobrevenir la compartición de lo íntimo. Rousseau decididamente liberó la

existencia de esa finalidad con que los griegos habían invadido todo, en su alegría de

vincular todo con todo, y de la cual luego el pensamiento europeo tardó tanto tiempo en

desembarazar a la Naturaleza, en su física, pero que se remitió entonces a la Historia.

Por tal motivo no se contenta con celebrar la oportunidad del momento que pasa

(“aprovecha el día”), sino que también hace acceder a lo simple, al elemental

sentimiento de existir (en el lago, Paseo Vº). En este caso, precedido por Montaigne

(según el famoso: “¿No ha vivido usted?”). También por ese motivo puede liberar de la

finalidad la relación humana y pensar el acceso a lo íntimo. Pues en lo íntimo la

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condición de posibilidad se debe simplemente a que se esté uno junto al otro, sin

intención sobre el otro, porque esa intención, en tanto que es mi intención,

inevitablemente separa; y que el Otro simplemente esté allí, cerca – no delante

(conduciendo) sino simplemente “allí”, al lado.

Se entiende entonces que lo íntimo se descubra originalmente, y tal vez incluso

preferentemente, fuera de la relación amorosa, que es apasionada, captadora, desde el

inicio y en su principio, siempre interesada. Su tiempo propio es anterior, pertenece al

comienzo. Pertenece a la infancia, cuando la separación con respecto al Otro aún no está

consumada: la intimidad del seno. Sería incluso muy fácil entonces considerar que

Rousseau no dejó de intentar reparar y colmar esa falta primera, irreparable, de la madre

muerta en el momento de su nacimiento, con la búsqueda de lo íntimo que duró toda su

vida – y a menudo tan inconveniente, con frecuencia hasta la locura, lo que lo torna

“insociable. Ya no deja de querer (deber) trasponer eso íntimo que quedó vacante:

“estaba siempre con mi tía, viéndola bordar, oyéndola cantar, sentado o parado a su

lado, y estaba contento”. Simplemente “a su lado”; y “contento”, es decir, ya sin buscar

nada lejos y sin tener otra meta. Además, de la tía Suzon le viene nostálgicamente por

fragmentos, en su vejez, la canción que ella cantaba.

“Intimidad” también en Bossey, donde el término es y se vuelve clave, bajo el

techo del pastor Lambercier. Pero el placer sentido con la paliza ya provoca una ruptura

y provoca la separación (concretamente, le hace tener un cuarto aparte). Ese paraíso

perdido, que como todo paraíso está destinado a ser perdido (en este caso, la catástrofe

que causa la perdición es un peine roto), no tiene en efecto otra esencia que la pérdida

de lo íntimo, es decir, precisamente el hecho de que un Exterior trascendente a él mismo

ya no se descubre en lo más interior de sí mismo, sino que se retira. Al pastor y a su

hermana, después de la Caída y antes de que comience el Exilio, “ya no los miramos

más” en adelante “como Dioses que leían en nuestros corazones”.

Por otra parte, si es que nuestra imaginación todavía se aferra a ese “paraíso”,

¿podríamos concebirlo de manera general y rigurosa en otros términos que no sean los

de lo íntimo? Porque los teólogos, mucho antes de Madame de La Fayette (que ella no

hizo más que continuar), con Agustín a la cabeza, se vieron enfrentados a este dilema

para pensar su beatitud - ¿y acaso pudieron resolverlo? O bien en el paraíso todavía hay

deseo, y por lo tanto carencia, y se sigue sin estar satisfecho; o bien el deseo encuentra

satisfacción, pero enseguida llega por eso el hastío. Si no hay satisfacción, hay

frustración; pero la satisfacción aburre. Y sólo lo íntimo, pensándolo bien, haría posible

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salir de la alternativa del deseo y el tedio. Si es que no se concibe ya solamente el

paraíso como la transparencia de Plotino, que era la del alma intelectiva, sino más bien

como una presencia “cerca”, sencillamente al lado. El cerca: lo que no falta ni cansa, y

por ende no se abisma en la duración. Y este “cerca” se analiza: porque en lo íntimo el

Afuera se descubre también como lo más adentro o, digamos, que su inmanencia se

encuentra siempre habitada de trascendencia, y lo íntimo por su parte no se agota. No

tiene fondo ni fin.

Lo íntimo no tiene un punto previo ni un origen. Cuando imagina la escena

originaria para comenzar el relato de su vida, Rousseau no proyecta la conquista, sino

ya la intimidad de sus padres: “Sus amores habían comenzado casi con sus vidas…”.

“Nacidos tiernos y sensibles, los dos sólo esperaban el momento de encontrar en otro la

misma disposición, o más bien ese momento los esperaba a ellos, y cada uno lanzó su

corazón hacia el primero que se abrió para recibirlo.” Pero que no fueran ellos quienes

esperasen el momento, sino que el momento los esperaba, ¿no desplazaría ya la

iniciativa? Reside menos en la elección previa de la persona, elección siempre cargada

de incertidumbre y de interés, que en la “disposición” según la cual se realiza el

encuentro y que lo vuelve dichoso. Porque en lo íntimo la cuestión es la siguiente: no la

cuestión del “quién” (“¿Quién será?”: la pregunta, digamos, de las chicas soñadoras),

sino de lo que se hace con la relación, de lo que se arriesga en ella y de lo que se genera

en ella. Basta entonces con Otro, que haya Otro, el “primero que se abra”. Que puede

ser el primero que llegue. Por lo tanto, lo que importa no es tanto “lo que es” el otro, lo

que nunca es conjeturado sino a partir de mis fines, sino hasta dónde estoy listo,

“dispuesto”, a comprometerme y arriesgarme con él. Hasta dónde soy capaz de llegar,

de entregarme y de precipitarme desde mi afuera en ese adentro compartido, para

promover entre nosotros un “más adentro” nuestro donde poder “existir”.

Lo íntimo es innegablemente un sentimiento de infancia: ¿con qué nostalgia nos

afecta? Pero, sobre todo, ¿en qué se convierte como adulto? ¿O sigue siendo infantil?

¿Nos hace regresar? O bien, de lo contrario, ¿en qué elección y en qué responsabilidad

nos vemos situados por ello? Aunque ya no esté delante del otro, en un enfrentamiento

guerrero, interesado, sino “al lado”, “presente”; aunque ya no quiera conquistarlo, y por

consiguiente hacerlo objeto de mi deseo, sino que esté “contento” sólo con estar

“cerca”, y que el mundo esté entonces “en orden”, no se trata sin embargo de pasividad,

como nos dice en efecto Rousseau, sino en verdad de una promoción del sentimiento de

“existir”. Si es que entendemos entonces “existir” en su viejo sentido teológico, aunque

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ahora trasladado a lo humano. Dado que existir, es decir, “estar a partir de” (“ex-

sistere”), significó en un principio el modo de ser de quien recibe su ser de Otro, se

consignaba justamente así el modo propio de la criatura de Dios, que depende de Él.

Pero invertir su sentido, como lo hizo el existencialismo, no conduce necesariamente a

pensar el “ex-istir” como proyectarse “afuera”, “delante” de sí, sich vorweg, es decir,

afrontando la condición de un “ser lanzado”, la del desamparo y la preocupación, y

precipitándose “hacia” (el “hacia”, zu, del futuro, Zu-kunft), en un perpetuo avance.

Porque “existir” podría significar por el contrario, en lo íntimo que le deja su lugar al

Afuera de donde procede efectivamente lo más adentro de sí mismo, activar el recurso a

una trascendencia semejante del Otro en la inmanencia de su vida – y allí, en la decisión

de vivir así y de comprometerse a ello, hay una elección.

6. En Rousseau, lo íntimo a la vez no tiene nombre y lleva un nombre propio que

le sirve de epónimo, que a la vez lo fija y lo consagra: Madame de Warens. Pero hay

que seguir lo que relata Rousseau de esa relación singular, en el libro III de las

Confesiones, para profundizar mejor en lo más original que presenta lo íntimo a la vez

que no está delimitado, pues uno y lo otro obstaculizan su reconocimiento, quiero decir

con ello su articulación con lo sexual. Rousseau primero no puede considerar lo íntimo,

en efecto, sino negativamente, por lo que no es, desarmando la vieja oposición entre el

amor y la amistad y enviando cada uno por su lado a los dos términos para agenciarle su

lugar: “Me atreveré a decirlo: quien sólo siente amor no siente lo más dulce que hay en

la vida. Conozco otro sentimiento, menos impetuoso tal vez, pero mil veces más

delicioso, que a veces está unido al amor y que a menudo está separado de él. Tal

sentimiento tampoco es sólo amistad; es más voluptuoso, más tierno; no imagino que

pueda actuar para alguien del mismo sexo; al menos he sido amigo como ningún

hombre lo fue, y nunca lo experimenté cerca de ninguno de mis amigos”.

Llamemos entonces “lo íntimo” a ese sentimiento en torno al cual todo gira en

esas páginas, pero que Rousseau precisamente no nombra; al que le da lugar, e incluso

el primero, pero cuyo concepto no encontró y que por lo tanto no se puede abordar sino

en el intersticio de oposiciones habituales a las que se sustrae. Porque el “entre” por el

cual se introduce no es sin embargo un equilibrio, un justo medio o término medio, aun

cuando se presente también como menos que uno y más que la otra: menos “impetuoso”

que el amor, pero más “voluptuoso” que la amistad. No es que sea el amor sosegado o

reabsorbido, vuelto menos intenso, porque también tiene su preeminencia: “mil veces

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más delicioso”; ni tampoco es que sea su sublimación, pues el hecho de que sea tan

“voluptuoso” lo mantiene dentro del orden de lo sensual y de un placer inmediato. No,

lo que torna tan delicado su análisis es precisamente que obliga a desatar la conexión

entre deseo y placer, que mantiene a este último bajo el dominio de aquél; lo que

singulariza lo íntimo es que ya no está ligado a la falta, por lo tanto a la búsqueda, y por

consiguiente al encadenamiento de la satisfacción-decepción; afloja al fin ese tornillo

(con lo cual bien podría servir, en efecto, como soporte conceptual para la imaginación

del paraíso). Podríamos decir, para subrayar la aparente paradoja, que es sexuado (ya

que debe intervenir la diferencia de los sexos), pero sin embargo no es sexual; o que no

ignora lo sexual y la inclinación amorosa (“a veces unido al amor”), pero ya no está

bajo su dominio, por lo que instaura otra lógica. “Esto no está claro”, concluye

Rousseau. Procuremos en efecto esclarecer esa lógica.

Aunque “amistad” designe la relación que permanece en el seno del mismo sexo,

como lo entiende Rousseau, seguimos estando entonces en un “adentro” nativo, no se

tiene allí la experiencia de una exterioridad y del encuentro; el otro sólo está en una

prolongación de sí, en una extensión de lo mismo: no se ha salido de uno mismo, uno no

fue “abierto” por el Otro, no se alcanzó la alianza con él. Aunque “amor”, a la inversa,

nombre la relación con el otro sexo, dicha relación halla entonces su objeto en el

exterior de sí misma y debe dejarlo allí; nos mantiene dentro de la perspectiva de la

conquista y de la captación; por consiguiente, dentro del encadenamiento fatal de la

frustración-posesión-decepción. Decepción debido a que el otro, desde el momento en

que es poseído, ya no es suficientemente “otro”, porque su exterioridad se ha dejado

reducir, su alteridad es como absorbida: la seducción ya no funciona. Si su exterioridad

ya no es activa, esa relación de deseo en efecto se debilita: en el “amor”, el otro debe ser

mantenido en su exterioridad para que subsista la seducción; al mismo tiempo que el

deseo, que es deseo de posesión, quiere destruir esa exterioridad – contradicción que lo

vuelve un camino sin salida, cuya misma constatación establece justamente Madame de

La Fayette.

Se deduce entonces en qué medida lo íntimo escapa igualmente a ambos

términos, ya que implica realizar el encuentro de un Afuera, abrirse a su exterioridad,

pero en lugar de querer absorber ese afuera en uno mismo y por ende echarlo en falta

(que haga falta la falta), lo hace introducirse en un adentro compartido – es decir que no

está ya dado, en este caso, como en la amistad, sino que es producto del compartir. Ese

adentro común es conquistado. Ya no ocurre entonces que el otro no sea más lo

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suficientemente otro, que su exterioridad desfallezca, como teme el deseo; sino que la

relación de exterioridad en sí misma ya no es pertinente: se ha levantado la barrera de la

separación y la reserva, se ha dejado atrás, relegada o superada.

Puesto que la cuestión no está “clara”, como dice Rousseau, describámosla en

sus “efectos”, y armemos una tipología. En primer lugar, reiteremos cuál es la condición

y la primera definición de lo íntimo: “estar cerca”. Cerca es su preposición-concepto

(leitmotiv de esas páginas: “pasar mis días cerca de ella”). Su primer predicado es tierno

(sus propios padres habían nacido “tiernos”). Pero si “tierno” se sustrae tanto ante

nuestra mirada conceptual porque no es ni moral ni psicológico, ni virtud ni facultad, no

por ello dejamos de comprender lo que significa en esa relación adentro/afuera en tanto

que capacidad de volverse accesible al otro así como de dejarse penetrar por él – lo

propio de la expansión; deriva pues menos de lo afectivo que del ethos, que genera lo

“ético”, o lo que Rousseau llama la “disposición”, que a su vez vuelve porosa la frontera

con respecto al Otro. Su corolario es lo “dulce” que, a diferencia de lo cursi, posee

también un sentido que llamaría metafísico; su contrario es lo “seco”, tal como en la

“sequedad de conversación”. También lo propio de lo íntimo, a diferencia de la relación

amorosa, consiste en crear una estabilidad, dándole asidero a un sujeto: de entrada y

para siempre, ella es “Mamá”, él es “Pequeño”. Escapando del encadenamiento de la

satisfacción-decepción, al que está condenado el deseo amoroso, no teme ser

considerado en la duración, que incluso se quiere eterna: “Habría pasado así mi vida y

aun la eternidad sin aburrirme ni un instante”. Lo íntimo, por último, es necesariamente

exclusivo (“nunca veía más que a ella”), pero sin embargo no es egoísta, porque no es

posesivo: puede ampliar su compartición más allá, ensanchar su “adentro” (así, en la

casa de Madame de Warens, se extiende a “toda su pequeña familia” reunida en la

misma habitación). Puesto que impregna, emana, forma un ambiente, bajo su influencia,

toda separación se aligera.

En lo íntimo, a la vez una nadería importa e incluso todo está hecho de

pequeñeces, de nadas, pero esa “nada” de lo íntimo puede volver a caer enseguida en lo

inaudito y recordar el trastocamiento – e incluso la sinrazón – de donde salió, la

clausura más inveterada, la del adentro/afuera, que logró hacer caer o al menos mermar.

Porque en lo íntimo, es decir, en el seno de su compartición, todo lo que se haga resulta

atravesado por ello, por consiguiente surge precisamente como es, eximiéndose al

mismo tiempo de la finalidad, sin estrépito, con poco esfuerzo. Lo íntimo se alimenta

con poco, le basta con “naderías”. Ningún rasgo se fuerza allí, no necesita probarse ni

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por ende tensarse. Por tal motivo, lo íntimo es “encantador”, su otro predicado

rousseauniano (aun el “refunfuño” gruñón es “encantador”); su dimensión no es lo

heroico-dramático, sino algo cotidiano que no cansa.

Pues lo íntimo no es desintensificación (sosegamiento), porque siempre ronda en

él la tentación de una superación de la frontera, por lo tanto su confrontación con el

límite. Nunca se olvida tampoco el golpe de fuerza de su acontecimiento (advenimiento)

ni la audacia de su penetración en un interior. En el seno de lo cotidiano, conserva así su

vértigo y hace hacer “locuras”. Porque siempre está dispuesto a recordar, rozando lo

extremo, el sacrificio de la frontera abolida: “Mamá” (Madame de Warens) arroja en el

plato el trozo que tenía en la boca y el “Pequeño” (Rousseau) se apodera ávidamente de

él y se lo come – figura que no podría ser más ejemplar de un afuera que se vuelve

adentro… “En una palabra, entre el amante más apasionado y yo no había más que una

única diferencia, aunque esencial, y que vuelve mi estado casi inconcebible para la

razón”.

Casi “inconcebible” porque desarma las categorías de las que disponemos

tradicionalmente para expresarlo y por lo tanto hay que abrirse paso conceptualmente

para construirle su lugar. Por eso es que lo íntimo no puede más que hacer jugar los

contrastes, bajo su propia tensión, pero sin que ningún término resulte concluyente: “yo

estaba en una calma arrebatadora, gozando sin saber de qué”. Es también el motivo por

el cual sólo puede parecer ambiguo respecto de las apelaciones usuales, haciéndolas ir y

venir e intercambiándolas alternadamente: “… veía en ella a una tierna madre, una

hermana querida, una deliciosa amiga”; y (pero) “nada más”. Al mismo tiempo que,

obviamente, todo gira en torno a ese “más” – aunque por cierto sin bloquearse en ello.

Aunque sea fácil entonces reprocharle a Rousseau que no deje de girar en torno a ese

“más”, queriendo evitarlo, y extraer de allí la intensidad de una relación semejante sin

confesarlo (y un buen día terminará, a pesar de la denegación, en la cama de Madame de

Warens), eso sería no hacerle justicia a la manera en que muestra, con perseverancia,

hasta qué punto todas las manifestaciones de sensualidad que están presentes, e incluso

que están listas para desbordarse, no dejan de esbozar una vocación diferente a la

erótica. Al distanciarse de lo sexual, se ahondan como recurso propio que promueve ese

adentro compartido.

En el análisis de lo íntimo emprendido por Rousseau, principalmente tres rasgos

constituyen ese adentro compartido. En primer lugar, lo que ya denominé la

connivencia y que crea un entendimiento implícito en todos los momentos al mismo

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tiempo que se capitaliza en la duración. Entendimiento silencioso o a medias palabras, y

que no necesita explicarse ni exponerse más: connivencia, como ya dije, no es

transparencia. Porque no se trata de decir todo, forzando la introspección, exhibiendo su

sinceridad o exigiéndola del otro. Tal imperativo aniquila lo íntimo (en el relato que

hace de su escapada con su amigo Bacle, Rousseau no duda en suprimir “algunos

artículos”). Luego, lo íntimo está amenazado por el intruso. Porque si lo íntimo diseña

un interior, y aun puede ampliar ese adentro, resulta lógico también que no tema nada

más que el afuera que puede irrumpir, el importuno. Tal intrusión puede parecer

adventicia y su manifestación anecdótica, pero de hecho es tan consubstancial a lo

íntimo, al que le sirve de negativo, como el diablo, dicen, es indispensable para la

acción de Dios: a la vez la ocasiona y la revela. Por último, lo que Rousseau llama el

“parloteo inagotable” es el habla propia de ese adentro compartido. Es a la vez la

modalidad inversa de la connivencia que establece una relación tácita y su

complemento, pues ambas desbordan el habla ordinaria. Pueden entenderse sin hablar

(basta un “guiño”), y por otro lado, cuando se hablan, no es para comunicarse: el habla

íntima no le enseña nada al otro, a decir verdad, no informa. En lo íntimo, no se habla

para decir algo porque se tenga “algo” que decir (el habla seria que se opone al

“parloteo”); pero tampoco para no decir nada (la palabra hueca de la conversación

mundana); ni siquiera es para intercambiar, sino más bien para “con-versar” [entre-

tenir]3 el entre de la intimidad. De modo que esa habla no “se agota”.

3 El juego de palabras, que ya el autor ha utilizado antes, no permite traducir la ambivalencia del verbo entretenir, cuya descomposición también alude al sentido de “mantener entre”, “sostener entre”, además de sus sentidos literales más comunes: “conversar” y “mantener” [T.].

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VII – Cambiar de moral

1. Se deducirá que es tiempo de cambiar de moral. Cuando digo “es tiempo”,

significa que fue incrementándose una ruptura, al menos desde hace dos siglos, entre la

moral declarada, implantada, o al menos a la que se supone que se adhiere, y las

justificaciones que la harían creíble: sin darnos cuenta o sin aceptar verlo, vivimos sobre

vestigios. Aunque nos abstengamos del tono de anuncio apocalíptico que le gustaba a

Nietzsche, no por ello habrá que dejar de creer que es posible una mutación decisiva en

la Historia, y en primer lugar en lo espiritual, aun cuando ésta demore tanto tiempo para

luego traducirse en una visión y una “solución” comunes. En efecto, es tiempo de pasar

de una moral de la obligación, y por ende de la sumisión, tal como la que reinó durante

milenios, a una moral de la promoción: de la obediencia a un orden, el que se suponía

que derivaba de la “naturaleza” del “Hombre”, a lo que empecé a llamar la “promoción

de lo humano”. Dicho de otro modo, es tiempo de pasar de una moral del mandato, tal

como todavía ronda en los corazones y en las costumbres ya sin convencer más, moral

de la ley divina y el imperativo categórico, a una moral de la expansión del sujeto

emancipado que queremos ser. Porque a decir verdad, ¿acaso tenemos otra esperanza en

mente? Pero no basta con exponer que esa nueva moral ya no es negativa (punitiva),

dependiente de la veda y la prohibición, sino positiva, que apela a la “buena voluntad”.

Porque no puede contentarse con ser incitación o aliento, siempre jugando más o menos

con el poder de sugestión, ni contar con alguna “bondad” natural - ¿por qué hoy existiría

más que ayer? – en contra de las maldiciones de antaño. Sino que puede ser la

explotación de un recurso efectivo y tal como lo descubre lo íntimo.

En verdad es un “recurso”. Me atengo al término de recurso. Significa que se

halla impartida una posibilidad que permite hacer frente a algo (como quien habla de un

“hombre de recursos”) y que se puede o bien ponerla de relieve o bien desatenderla. Por

eso, pensar la moral ya no en términos de reglas, sino como recurso, a lo cual conduce

lo íntimo, nos hace salir de los atolladeros en los cuales es sabido que en Europa se

atascó tradicionalmente la moral. Porque entonces ya no estamos atados al gran

forzamiento de una idealidad impuesta, ni dependiente de una trascendencia que va a

obstruir el impulso espontáneo de un yo-sujeto o bien, digamos, la inmanencia de

nuestras vidas. Ya no hay que confiarse tampoco a la gran antinomia del Bien y del Mal,

que sabemos hasta qué punto contribuyó, resolviendo mediante su absoluto el curso de

nuestros deseos y nuestros afectos en oscilación continua, a lo arbitrario sobre lo cual se

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apoyó la metafísica, como demostró Nietzsche. Asimismo, ya no hay que incomodarse

con la ambigüedad de nuestras motivaciones, inciertas cuando no sospechosas, cuando

hacemos el “bien” y seguimos la “virtud”.

Pues es cierto, en primer lugar, que no se puede prescribir lo íntimo; por ello se

escapa de toda moralidad del mandato o de la coacción; luego, lo íntimo tampoco

procede de ninguna dicotomía ni de ningún dualismo de valores; por último, lo íntimo

no puede ser sospechado de ninguna presunta idealidad, puesto que consiste

íntegramente en el efecto de apertura que reduce la frontera entre dos seres y sólo tiene

que responder por ese interior compartido. Explotarlo es ponerlo en funcionamiento y

valorarlo, como se hace valer una tierra o un capital – lo íntimo es un capital humano

que se arriesga y se acumula. Lo contrario no es el “vicio” opuesto a la virtud, o la

“falta” opuesta a la cualidad, sino más bien la pérdida (de su recurso). Se ha soslayado

ese filón existente; se ha perdido la posibilidad que abre y cuya fuente percibida en el

terreno de nuestras vidas ya sólo requiere a continuación surgir y fecundar. De otro

modo, la vida es estéril.

Es decir que es tiempo de convertir la moral en una cuestión no tanto de

prescripción como de descripción; y por consiguiente es lógico que esa moral por venir

se encuentre menos en códigos y catecismos que en las Confesiones de Rousseau.

Cuando se describe, como lo hace Rousseau, el recurso humano que constituye lo

íntimo, ya no se proyecta un deber ser, sino que se discierne, en el seno de una

experiencia decantada y que vuelve a la mente, lo posible que se abre en ella y que

efectivamente la califica. De allí que la moral se vuelve objeto de una indagación que

llamaremos fenomenológica, según el uso extendido del término, y ya no directamente

axiológica, que dicte valores o que codifique virtudes. Una moral que a partir de allí

cambia de aspecto y de meta, ya no es grandilocuente, infatuada, sino discreta: está más

preocupada por minima moralia que por la “Gran moral”, está atenta a lo ínfimo que

revela lo íntimo, pero cuyo despliegue es infinito. Porque es sabido que una moral que

predica, reprime, prohíbe u ordena, en adelante se nos cae de las manos; ya no llega sino

a hacer que subsista una apariencia de conformismo moral (de orden social) - ¿se puede

esperar incluso de ella tal comodidad? – que no convence más. El velo que la

sacralizaba, o al menos con el que revestía su autoridad, se ha desgarrado. Ya no

podemos habitar ese palacio en ruinas. Tanto Nietzsche como el psicoanálisis pasaron

por allí.

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Lo que en adelante está caduco en cuanto a la moral, para decirlo entonces desde

un punto de vista estratégico, es que se pretenda abordarla de frente, dictándola e

imponiéndola. Hay allí demasiada presunción o “pesadez” que la aplasta, demasiado

poco “refinamiento” o sutileza, decía Nietzsche; hace falta más moderación, desvío o

sesgo, más oblicuidad para abordarla. Porque la moral es resultativa, es preciso

circunscribirla previamente – discernirla. Y la moral que deriva de lo íntimo es en

verdad consecuente. Quien ha conocido, vivido una relación íntima, ha reducido

demasiado la frontera que lo separaba de Otro como para seguir proyectando sobre él

visiones interesadas, como para permanecer todavía un tanto al acecho con respecto a

él, en adelante hay cosas que sabe que “ya no puede hacer”. No porque se (o me) lo

prohíba, no hay allí un forzamiento, sino porque simplemente se ha vuelto imposible:

con, por y para ese Otro, hay “cosas”, cálculos o abusos, que desde entonces ya no

cometo. Una vez que ingresé en ese compartir, ya no puedo soportar tales relaciones de

perjuicio o incluso solamente de indiferencia. Porque él ya no es “él”, alguien externo,

ya no es “el prójimo”. La situación comprometida, la intimidad a la que accedimos, por

sí misma me lo impide, no porque “quiera” (el celo de la “buena voluntad”) ni tampoco

porque pretenda ser “virtuoso” (no hay nada más sospechoso que las consignas

altruistas), sino porque comencé a encontrar a ese Otro, dado que los dos hemos caídos

de un “mismo lado”, y toda mi conducta, no solamente con respecto a él, resulta

transformada en sí misma.

Lo que efectúa lo íntimo en definitiva, y por lo cual podemos situarlo en el punto

de partida de la moral, es entonces que invierte su acceso: hace pasar – por cierto que

subrepticiamente y de golpe – del punto de vista de lo individual, contra el que chocaba,

al de lo relacional, que es su condición y su legítima función. Lo que significa que ya

no es el mérito atribuido a “mi” acción lo que está al comienzo de la moral (el que sea

culpable o bienhechor), sino la cualidad de la relación entablada. Del hecho mismo de la

apertura efectuada por y en la relación, y por ende de la abrogación de las fronteras que

encierran un “yo”, se deriva la moralidad; de otro modo no es más que un forzamiento

de los sujetos. Y es sabido que contra esto tropezaron tradicionalmente las

construcciones de la moral, ya que partían de un sujeto supuestamente primero, y por lo

tanto solitario, insular, al que luego forzaban a la moralidad, sin perjuicio de pretender

que sea por su bien y con miras a educarlo – de allí el acento puesto sobre sus virtudes y

su buena voluntad. Lo íntimo, en cambio, parte de lo arriesgado que pasa – se pasa, se

enlaza – entre sujetos para hacerlo el inicio de la moral. Soy moral porque (en la medida

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en que), en relación con el Otro, y no puede ser en primer lugar más que en relación con

Otro encontrado, promuevo mi capacidad de “existir”, según el sentido que ya

mencioné (ex-sistere): “estoy” no confinado en mí, dependiendo sólo de mí, sino

proyectado “fuera de” mí y desbordando mi frontera por ese adentro compartido. Por lo

tanto, soy moral entonces por estricta inmanencia, aunque abriéndome a la

trascendencia del Otro, es decir, respondiendo a la necesidad de ex-istir. Lo que también

se lee en sentido inverso, pues la intimidad a la cual accede la relación lleva en sí misma

al despliegue y al auge de los sujetos. Con lo cual lo íntimo efectivamente es un

“recurso”.

2. Proponer lo íntimo como un inicio posible de la moral seguramente suscita

objeciones por todos lados – a las que no podría estar ciego. Y además, en ese estado de

despojamiento, ¿qué queda todavía de su gran edificio? No se mueve una piedra sin

sacar las otras, ¿y no se hace derrumbar por eso todo? Tomemos pues dichas obsesiones

punto por punto y refutémoslas. Pero en primer lugar aclaremos: dije “inicio” (posible)

de la moral y no “fundamento” (necesario), ya que este último término pertenece a la

metafísica, puesto que ahora ya no se trata de anclar la moral, como para Agustín (y

también Kant) en el Ser y en lo divino; sino de volver a pensar su condición de

posibilidad – o digamos que de viabilidad – con respecto a las sospechas que la han

socavado, que son conocidas, sin piedad pero con rigor, ya fueran nietzscheanas o

freudianas. En adelante hay que hallar otra “entrada” a la moral.

Pero primero preguntémonos si lo íntimo puede ser una categoría moral aun

cuando, como indiqué, no es un valor ni mucho menos una virtud, aun cuando no se

valga en suma de ningún deber ser. A lo que responderé que si lo íntimo efectivamente

no puede ser situado como valor, con lo cual al mismo tiempo tiene el mérito de escapar

del “perspectivismo” y por tanto del relativismo de los valores, sin embargo por su

intermedio hay una valorización de los sujetos que podemos ser o, como preferí decir,

su promoción. Vale decir, lo íntimo no es una “cualidad” (de la cual uno se felicitaría),

sino que efectivamente es cualificador. Tanto más cualificador quizás en la medida en

que no es posible jactarse de ello y que esa promoción interna que lo íntimo emprende

se sustrae del influjo y el dominio de un “yo”, por lo tanto también de los méritos con

que se reviste, méritos siempre dudosos, y no brinda pretexto para el otorgamiento de un

excelente felicitado – que sólo puede ser complaciente (¿no abusó de ello la moral

ordinaria?).

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¿Hemos observado ya, simplemente considerándolo desde afuera, que lo íntimo

nunca es vulgar, aun en esos gestos íntimos que se dejan ver en público, quizás

indecente pero nunca mediocre? Señalarlo no es dar pruebas de un exceso de estetismo.

En una vida que se entregó a lo íntimo, es decir que se aventura en él, siempre se

descubre una vida original y ya nunca más una vida banal, pues para mí las dos forman

una alternativa. Puesto que se ha despegado – por cierto que sin escándalo – no

solamente de lo ordinario y lo convenido, sino también de lo prudente y de lo posesivo.

Arriesgó y se arriesgó. Al romper el encierro, “encapsulamiento” dice aún más

fuertemente el alemán (Verkapseln, un término heideggeriano), en el cual se recoge, se

machaca y se encoge un “yo”, es decir, al abrir una brecha en su clausura, lo íntimo

produce un desborde que, por sí solo, es superación. O digamos que, al inducir al

abandono de los fines interesados, en ese adentro compartido, despojando al ego de lo

que se arroga de entrada para garantizar su salvaguarda y que constituye su “justo

derecho”, es decir, al deshacer el sistema de seguridad y quitar esa garantía, lo íntimo

provoca, ya sea que nos repela o no el término, algo así como una elevación: “… una

conversación íntima de otro modo y más destacada que la que escuchan nuestros oídos”,

dice el novelista (Stendhal) sobre sus dos personajes que permanecen apartados, y no

piden nada más, en un rincón del baile. Pero lo “destacado” que atañe a lo íntimo debe

entenderse con toda su fuerza. No solamente aparta de los otros, del “prójimo”, no sólo

es fuente a la vez de una distinción y una intensificación, sino que “destaca”

metafóricamente y sobre todo metafísicamente hablando: destaca del debilitamiento en

el que se va hundiendo y se va encerrando la vida.

En consecuencia, lo íntimo hace surgir, como en toda moral, una división

(incluso que haya una división es lo que constituye la moral); o sea que esa división en

este caso arrastra todo consigo. Hay quienes nunca han accedido a lo íntimo en sus

vidas, incluso en pareja o casados. Vivieron durante años uno con el otro, aun podría

decirse que durante siglos, pero sin haber socavado la frontera de su reserva. Vivieron

“uno con el otro”, pero no entre ellos; no hay un “entre” que se desprendiera de ello,

que haya podido prosperar. Ni siquiera sospecharon su posibilidad – ¿es preciso

decirlo? – y nunca franquearon ese umbral, ni lo pensaron. Nunca imaginaron penetrar

ni un poco en el espacio interior del Otro; ¿y acaso alguna vez consideraron que

existiera dentro de él un “espacio interior” semejante? Y esto a pesar de - ¿o habría que

decir a causa de? - su frecuentación constante. Porque estar uno al lado del otro no es

estar “junto a”. Ese Otro pudo volverse un ser familiar, pero no íntimo. Por supuesto

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que saben todo del Otro, el “todo” registrado con el correr de los días, las caras, los

gestos, los tics y las reacciones, los enojos y las entonaciones, hasta el punto de que

resulta obsceno, y ni siquiera pueden prescindir de ello, por tanto que se acostumbraron,

incluyendo sus molestias. Pero cada cual permaneció de su lado; nunca se

“encontraron”.

Se cruzaron, y aun durante toda su vida, pero nunca se abordaron. Como quien

aborda en el mar a otro barco que viene de otra parte, o como se aborda una isla en una

mañana; o como quien aborda un puerto, una costa. Con lo que dicho abordaje siempre

supone de inesperado: se “aborda”, según define el diccionario, “un lugar desconocido o

que presenta dificultades” – tampoco borramos ese peligro frente a los seres al igual que

frente a las cosas. Para abordar se viene de más lejos, se emerge de la propia extrañeza y

nos hundimos en la del otro. Si vuelvo a la novela de Simenon por la que comencé, El

tren, es cierto, aun cuando no sepamos gran cosa, que él “ama” y que amará a su mujer

(así como la detestará también in petto, según la vieja ambivalencia que yace agazapada

en todo amor). Pero también es cierto, con la certeza que constituye la verdad de una

novela, que no hubo y que no habrá nunca nada íntimo entre ellos. Puede haber

entendimiento, incluso complicidad y satisfacción en estar juntos y en reencontrarse,

pero no la apertura – aventura – de un “sí mismo” que penetra en el Otro (así como el

Otro que lo penetra) y que es lo único que permite estar luego “juntos”; ya no uno al

lado del otro, sino del mismo lado, por ejemplo, frente a la debacle. Para compadecer,

por así decir, y es entonces cuando la moral recobra sus derechos, a aquellos para

quienes el Otro no es tanto extraño (porque existiría lo extraño por descubrir) sino que

les sigue resultando sencillamente exterior. Y están entonces quienes accedieron a lo

íntimo.

3. Lo íntimo sin embargo no puede ser una categoría moral, me objetarán, puesto

que no procede de una elección deliberada; de entrada, no remite a una responsabilidad.

¿Pero hasta qué punto es cierto? ¿Hasta qué punto no nos comprometemos en lo íntimo,

o esto no exige una resolución? Porque hay que atreverse a lo íntimo; animarse al

encuentro con el Otro, romper el confort de la reserva, arriesgarse en esa aventura donde

se abandona el caparazón de las fronteras que fijan el “yo” y dentro de las cuales éste se

pertenece y se atesora. A menudo, uno se detiene en el camino. Porque tenemos miedo

de ir demasiado lejos, preferimos seguir siendo “realistas”; nos dedicamos a cuidar la

seguridad donde el yo no corre riesgos de deshacerse por la sustracción de su objetivo y

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de su interés. Se puede responder, o no, al llamado de lo íntimo. Si bien no hay una falta

(y por consiguiente un “mal”) en no explotar el recurso de lo íntimo, no deja de ser

cierto que aquellos que no pudieron desarrollar lo íntimo dejaron escapar algo o más

bien lo esencial. Tal vez fracasaron en todo; pasaron al lado. Pues el mal, decía Plotino,

que no sería algo efectivamente deseado, deliberadamente intencional, es siempre una

“falla”.

No obstante, se responderá que lo íntimo no puede ser una categoría moral ya

que está ligado al encuentro adventicio, por ende a lo aleatorio, por ende a la suerte.

Pero también entonces, ¿hasta qué punto es cierto? Es cierto que habría podido no

cruzarme con ella nunca en la vida. Pero al mismo tiempo el no cruzármela es lo que

constituye el encuentro y ahonda lo íntimo entre nosotros. E incluso no es tanto uno u

otro de los dos lo que importa, como tal o cual que es, con sus cualidades que se

enumeran y más o menos se fantasean, sino lo que somos llevados a hacer en común

para entablar y “mantener” [entre-tenir] lo íntimo. Por lo tanto, la pregunta de hecho es

la siguiente: ¿hasta dónde arriesgamos – apostamos – uno y otro (una versión ya

estrictamente humana de la famosa apuesta) para salir de nuestro aislamiento-

frecuentación (el paralelismo de las soledades) y caer “de un mismo lado” frente al

“prójimo” del mundo? Importan menos la virtud o los dones de uno o del otro que el

punto – el estadio – adonde cada cual, en su vida, ha llegado y que está dispuesto a

arriesgar. Porque siempre es ante un “recién llegado”, lo quiera o no, que uno se abre a

la intimidad, como ya lo decía Rousseau de sus padres. Por eso, la pregunta se torna aún

más radical: ¿acaso puedo entablar lo íntimo con respecto a cualquiera? Tal vez… Tal

vez, en tanto que lo íntimo es diferente del amor, no se trata de preferencia y de

seducción, no tiene en vista nuestra propia satisfacción, sino que es más bien la decisión

progresivamente madurada de hundirse juntos en el fondo sin fondo de un interior

compartido.

La pregunta además se invierte. Dicha al revés (y volviéndose brutal): ¿uno es

culpable entonces de su soledad? Porque la alternativa es simple: se es íntimo o se está

solo (solo incluso dentro de su “amor”). Pues si decimos que la soledad es mala suerte,

que no hemos “encontrado”, o bien que no teníamos las “cualidades que hacen falta”,

resulta entonces fácil contestar que todo el mundo en su vida se ha cruzado con alguien

que bastaba con abordar. Uno es responsable de su soledad por el hecho de no haber

sabido empujar (forzar) la puerta del Otro, no haber podido dirigirse y acceder a él,

hablarle como a un “Tú” – permanecimos más acá, respetamos la frontera, temimos

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exponernos o bien agredir. Por otra parte, aun si el otro nos es sustraído, si ha muerto,

sin embargo podemos seguir siendo íntimos con o más bien hacia él, y ese recurso

capitalizado no está perdido. Sea cual sea su naturaleza, una separación no destruye lo

íntimo. Porque lo íntimo no es contacto (frecuentación), sino interioridad, o antes bien

algo “más interior que lo interior”. Por tal motivo, no requiere la presencia, puede

desarrollarse en la ausencia. En la ausencia, se puede seguir estando “junto a”.

4. Queda una crítica fundamental y que a su vez parecerá irrefutable: lo íntimo

no posee la universalidad que se sabe que requiere la moral, e incluso la contradice. Uno

es íntimo con respecto a tal Otro, y hasta lo íntimo posee un efecto ambiental (como

junto a Madame de Warens), pero deja de lado a todos los demás, que no por ello son

“intrusos”. A lo cual respondería que cuando se aborda la moral, a la inversa, mediante

una universalidad supuesta de entrada, como tan bien lo hace Kant con su imperativo

categórico, tal moral no puede más que conducir, según comprobamos, a un

forzamiento existencial, debido a su carácter incondicional, cosa que la vuelve tan poco

convincente, vale decir, poco movilizadora desde el punto de vista de los sujetos (crítica

que se le hizo a Kant a partir de Schopenhauer); y que por otra parte semejante moral no

escapa de la contradicción respecto de lo que entonces se torna, quiérase o no, su

“aplicación” (a la situación); como lo prueba la posición insostenible – insostenible por

intolerable con respecto a nuestro sentido de lo humano – en la cual se encerró Kant en

su debate con Benjamin Constant, empujado a defender el principio de inaceptabilidad

absoluta de la mentira. Y ese punto “insostenible” ayuda a levantar retrospectivamente

el velo sobre el conjunto de su construcción ética; y en primer lugar a sospechar de lo

que entonces es preciso llamar justamente su “inhumanidad”, no a causa de su

idealidad, como suele creerse (de máximas demasiado elevadas), sino al contrario por su

deshumanización tal como es segregada por la Razón bajo la cobertura plácida –

estancada – de lo universal. Por más que se “funde” así, tan necesaria, tan

“apodícticamente” como se quiera, no podemos entrar efectivamente por allí en lo que

constituye la justificación de la moral.

Por eso es que en lugar de dicha moralidad “fundada” en la universalidad, una

universalidad planteada arbitrariamente desde un principio, preferiré lo que llamaría una

moral de la indicialidad, es decir que señala localmente hacia algo posible de donde

luego va a sacar partido y cuyo recurso explotará más globalmente (tomé la idea, en

parte, del pensamiento chino, especialmente de Mencio, siguiendo el tema de una

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“meta”, duan [colocar ideograma, p. 142], que al surgir se vuelve perceptible y cuyo

hilo hay que tirar a partir de entonces para desplegar su efecto). Porque lo íntimo

emprendido para con un determinado Otro es el indicio de una vocación moral que

también puedo desplegar con cualquiera abriendo un interior con él. Por supuesto, en

dicha extensión, la relación cambia de orden y de naturaleza, pues ese interior

compartido ya no es el mismo; pero sigue estando la disposición de apertura que hace

caer la frontera, y esta es lo propiamente moral. Lo íntimo indicial y el acontecimiento

del encuentro al que da lugar ponen en camino; apuntan a una puesta en común y un

compartir cuyo contenido es lo “humano” y cuyo horizonte, a fin de cuentas, puede

volverse la humanidad.

En efecto, durante mucho tiempo me pregunté, escéptico y al mismo tiempo un

tanto irónico, por qué la ONU finalmente no había hallado nada mejor, para justificar la

universalidad de su Declaración de los derechos del hombre, que invocar a la gran

“familia humana”, tal como se lee en su preámbulo. Pues salvo que la pueda considerar

en un sentido genealógico, obviamente irrisorio (todos descenderíamos de Adán…),

¿qué puede significar todavía la “familia”, que no sea una ideología tradicionalista

demasiado marcada y caduca? Es algo que nos dejará perplejos, en efecto, salvo que nos

preguntemos si en tal caso “familia” no es el simple indicador de un “adentro”. Pues, ¿a

qué se puede apelar en última instancia para instaurar derechos universales del hombre,

sin perderse en un interminable debate sobre los valores entre culturas, si no

precisamente a lo que se califica (o bien, de lo contrario, se traiciona) como un interior

compartido (por toda la humanidad) – y que designa ejemplarmente la “familia”, es

decir, lo que en suma no es más que una “intimidad” de lo humano – propio del

humano, a escala del humano? Lo que por otra parte hace visible a contrario que el mal

extremo que hiciera surgir la Segunda Guerra mundial y que resultó tan radicalmente

(sistemáticamente) puesto en práctica en la Shoah, un mal del que no podemos dar

cuenta sino excepcionalmente mediante lo patológico y unas desviaciones monstruosas,

y que pretende rechazar para siempre esa Declaración, tal vez no sea en el fondo más

que eso: haber tratado al hombre como completamente exterior, es decir, no haber

reconocido ya ningún adentro que se pudiera compartir con él – o más bien para con él.

A partir de lo cual se dispuso de él efectivamente, ya sin ninguna humanidad.

Porque es inobjetable, y cotidianamente, al nivel de la experiencia, que uno se

dirige en principio a los demás de acuerdo con la única medida de intimidad que

experimentamos hacia ellos, es decir, en proporción con el “adentro” que conocemos

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(que sentimos) y que podemos compartir con ellos. Esta cotidianidad, ¿es pasible de

excepciones? Todavía hace falta distinguir dos maneras de promover dicho interior de la

intimidad – y entonces volvemos a hallar, por el otro extremo, la división a la que

obedece efectivamente la moral. O bien promuevo ese adentro produciendo al respecto

un afuera negativo que hace resaltar por contraste la compartición íntima: al desmerecer

y expulsar a ese otro, cierro y refuerzo la intimidad que lo excluye. Tal es el tercero

cómodo del que se ocupan tan a menudo en la mesa familiar, y que se necesita

determinar para sentirse unidos. Y todos tenemos un afuera que hay que hacer

funcionar, al menos ficticiamente, para fortalecer ese adentro reducido; y si la

humanidad globalizada llega a carecer de un exterior semejante, siempre podrá inventar

marcianos amenazantes. O bien positivamente, y mediante la cualidad del entre-nos,

activo esa intimidad. Lo íntimo entonces sólo es fecundo porque hace surgir en lo más

profundo de uno mismo algo más profundo aún – la fórmula misma de lo íntimo –, que

anula la frontera entre adentro/afuera y descubre en sí mismo ese Afuera mediante el

cual se despliega un “sí mismo”. Lo universal ya no es entonces proyectado

imperativamente, como en el formalismo kantiano, sino aquello con lo cual, por sí

mismo, i. e., por lo más interno de sí mismo, ese “sí mismo” vuelve entonces a ligarse.

5. En Europa, conocimos dos clases de moral. Por un lado, morales de

regulación, morales sociales, esencialmente negativas, que limitan los deseos de cada

uno para hacerlos compatibles con los del otro; morales que se consideran necesarias,

aunque puramente restrictivas, que no se preocupan por un absoluto ni por la educación

de los sujetos. Por el otro, morales que llamaría de vocación, con pretensiones de

promoción, que apuntan al despliegue del yo-sujeto vinculándolo, a través de su

educación moral, con el objeto último de toda aspiración, planteado más allá de todo

condicionamiento, vale decir, lo “incondicionado” (unbeding) o lo absoluto. Pero esta

última clase de moral, a pesar de la autonomía del sujeto que afirma, sigue dependiendo

de un supuesto teológico, como lo vemos notoriamente en Kant. De allí surge la

pregunta banal, pero cuya banalidad conforma nuestra misma modernidad: ¿cómo

separar tal vocación moral de lo religioso y del mandato que, a pesar de las

elaboraciones de la razón, siguen implicados en su “fundamento”?

Pero es precisamente allí donde la experiencia de lo íntimo me parece que puede

indicar una salida. Porque lo religioso cristiano que lo hiciera emerger y que desplegó

su recurso se convirtió en moral de lo humano que ya no es más que humano (el Otro es

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otro hombre, se borra toda referencia a Dios); pero al mismo tiempo, un humano más

humano, que despliega lo humano, es decir, desplegando su recurso, a tal punto que se

descubre lo que llamé, a falta de un término mejor, un fondo sin fondo de humanidad:

su filón encamina hacia algo inconmensurable en el seno de nuestra experiencia, o más

bien digamos que inintegrable, y que en su relación con el Otro es a su vez tensión hacia

lo incondicionado. Por tal motivo, le veo un porvenir a la moral que le abre una

perspectiva de absoluto, aunque desprendiéndola de las sospechas que tan justamente la

cuestionaron.

El primer mérito de lo íntimo es por lo tanto que nos saca – nos libera – de las

morales de la interioridad y de su confinamiento. Pero sin que por ello nos haga caer en

el positivismo social, el otro demonio de los últimos siglos. Digamos igualmente que

despliega una subjetividad, que ha sido tan atacada, y le devuelve un sostén y una

viabilidad, pero evitando justamente todo subjetivismo. Si vuelvo a las fórmulas que

intenté alternativamente en el trayecto para aproximarme a ello, diría finalmente que, al

mismo tiempo que “encuentro” al Otro, que me abro íntimamente a él, es decir que

descubro en el Afuera del Otro algo “más interior” de mí (que yo), ese “yo” sale a su

vez de su confinamiento porque es llamado a desbordarse. Lo íntimo es la irrupción

continua de una inmensidad del Exterior, pero en lo más interior de (que) mi interior y

que lo promueve. Lo íntimo reconfigura así lo humano y lo tensa – ese humano que ya

no extiende a partir de allí sino por sí mismo – en torno a su única paradoja: en lo

íntimo, la interioridad se profundiza, pero saliendo de sí misma; se experimenta como

más adentro porque accede a un Afuera. Pues entendamos que, al acceder al afuera del

Otro, a cambio no accedo a “mí” como si se tratara de un rebote, o incluso de algún

movimiento interno de la dialéctica, sino más bien a la fuente, exterior/más interior, a

partir de la cual todo sujeto puede desarrollarse, extrae su recurso y su capacidad.

Se rearticula así, en lo íntimo, nada menos que la oposición por la cual se

escindió la filosofía entre inmanencia y trascendencia, ese viejo par cuya disputa tanto

se ha reiterado a lo largo de los siglos, que se cree conocer íntegramente y del que ya no

se espera nada. ¿Hay que descartarlo entonces? Pero en lugar de que inmanencia y

trascendencia se sigan pensando como mutuamente exteriores entre sí, cada cual por su

lado, y que la afirmación de una no se realice entonces sino en detrimento de la otra,

que cada una entonces deba defender su recinto cerrado a tal punto que haya un partido

de un lado frente al partido opuesto, lo íntimo no solamente conjuga ambas sino que

además esclarece la necesidad de su conjunción. Puesto que, una vez descartado lo

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teológico, la trascendencia por su parte no es sin embargo eliminable si se pretende

pensar lo “humano” – el propio Nietzsche lo reconoció al mismo tiempo que ya no supo

dónde ubicar esa trascendencia desconectada de lo religioso (su Voluntad de poder no

es más que un mal sucedáneo). Pero en lo íntimo, esa trascendencia en tanto que

llamado de un Afuera, se descubre en el seno y aun en lo “más interior” – en el hueco

del hueco – de la interioridad inmanente según la cual va desarrollándose y renovándose

la vida. Por eso es que una interioridad propiamente humana no adquiere consistencia y

no se detenta, no se sostiene, más que abriéndose al Otro; o por eso la vida humana no

es humana sino por una aspiración de lo absoluto y de lo incondicionado: no es

solamente metabolismo y renovación tal como la vida biológica, sino en verdad

promoción (de lo humano), y por lo tanto tiene una “vocación” hacia la moral.

Por tal motivo, lo íntimo es lo contrario de lo que se cree, y se disimula bajo su

opuesto – tal es el precio que debe pagar por su paradoja. No es cursi, empalagoso,

plácido, sino lo más exigente. Mientras que se lo imagina generalmente como una

comodidad de sentimientos, un retiro lejos de las agresiones del mundo exterior, la

puesta a salvo de sus choques y de sus violencias – cortinas corridas y alfombras

gruesas, la paz bajo la lámpara (una escena a lo Schiller) –, lo íntimo en sí mismo es

perturbador. Lejos de ser el cosy del “estar juntos”, lo hace naufragar en lo inaudito.

Debajo de lo fenomenológico de lo íntimo, se trasluce muy rápidamente la dimensión de

lo metafísico; o lo brutal bajo su discreción. Lo íntimo, como ya anuncié, es lo contrario

de lo “intimista”. No es un decorado, sino que abre un “fondo del fondo”. Porque es la

vez absolutizador y monopolizante, lo íntimo es violento en su principio. Ya que no

detenerse en el camino, entregándose al Otro, ir más lejos, resulta peligroso; si se lo

consideró fácil, se han engañado sobre él. Porque es enfrentamiento continuo del límite:

¿hasta dónde puedo llegar con y al mismo tiempo hacia ti para hacer saltar el cerrojo

interior de mi “yo” eliminado la frontera usual y para conformar un adentro

compartido? Aunque por consiguiente también esa precipitación en lo íntimo por sí sola

cambia todo: una vez que uno se comprometió, se sumergió en lo íntimo, ya nada más

escapa, todo resulta claro, el resto de la vida queda atrapado.

Por consiguiente, habrá que describirlo, ya que no se lo puede prescribir –

escena de novela. Él le dirá esa noche, cuando se reencuentren, hasta qué punto siente,

cuando está lejos de Ella, todos los detalles de su vida con ella, que lo han invadido –

aunque es cierto que a la luz de lo íntimo ya no hay más “detalles” en su vida, todo

cuenta. No solamente los imagina, una capacidad que sigue siendo demasiado

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voluntaria, sino que se siente transportado por ellos, sumergido en sus elementos; no

solamente su temblor cuando ella golpea la puerta, sino como ella dejó vagar antes sus

pensamientos durante el trayecto, perdiéndose y regresando, observando alguna cosa

pero también fantaseando, soñadora. Sentirse “adentro” de ella, aquello contra lo cual

llegaba a chocar la inteligencia de la piedad dentro de la filosofía clásica, en lo íntimo

ya no es un “misterio” por su reacción insólita, sino que se vuelve una manera de ser, un

ethos. Porque incluso puedo saber mejor que ella – no es para nada una fanfarronada

decirlo – lo que piensa y lo que ella es. No por una intuición privilegiada o pretensión

analítica, sino porque, al no estar preso en el confinamiento del yo, lo revelo en sí

mismo desde mi exterior, y porque brota entre nosotros, de uno al otro, eso más adentro

que uno mismo.

De entrada, conocemos su condición: suprimir la frontera con el Otro significa al

mismo tiempo eliminar toda visión interesada, y aun dejar de proyectar visiones sobre

él, dejándolo que “ex-sista”. Con lo cual la intimidad se disocia radicalmente –

diametralmente – de la conquista amorosa, aun si la palabra “amor”, por convención y

debido a su prestigio, sigue impregnando frecuentemente a ambas. Por más que ésta

pueda convertirse en aquélla, la conquista amorosa en intimidad, esa transformación no

deja de hacer aún más visible su distancia; con ello resulta que pasamos

subrepticiamente a un terreno stendhaliano. Porque es mérito de Stendhal haberle dado

un lugar a lo íntimo e incluso haberle conformado un “mundo”, como superación de la

pasión. Y si hemos abandonado la idea de una moral que predique, no debe sorprender

que tengamos que seguir a Stendhal, luego de Rousseau, para leer allí la vocación moral

en su descripción de situaciones; además, si lo íntimo siempre es una aventura de lo

singular, hay mucho provecho que se puede sacar nuevamente del esclarecimiento de la

novela, no a modo de ilustración que busque en ella imágenes, sino antes bien como

exploración. Porque hace falta lo que llamaremos, mediante un oxímoron, una

inteligencia sensible (stendhaliana) para abordar lo íntimo.

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VIII – En el Cazador verde

1. El alma romántica, siguiendo su fisura interna (“Mi alma está agrietada”),

desdobló a la mujer. Distante, “vaga”, “angelical”, apenas se deja entrever, ataviada con

todas las perfecciones y “nimbada” de misterio: apenas pertenece a este mundo y hace

soñar con Otro lugar. O bien está cerca, en cambio, familiar, fresca y alegre, brindando

lo simple, invitando a la vida. Ella es “la flor de la noche abierta bajo el pálido fulgor de

la luna”, soporte de todas las nostalgias; o bien la joven pueblerina con la cual se va a la

fiesta una mañana de verano, corriendo por los campos. Revelación de lo inmediato o de

lo infinito. En Nerval: Adrienne o Sylvie. En Baudelaire, es la mulata entregándose a la

voluptuosidad del mal; o bien es la Madona, a la que no roza deseo alguno – sólo le será

solicitada su intercesión para elevarse al ideal. Pero en Stendhal la bipartición es

completamente distinta: la división no se da entre el sueño y lo carnal, lo lejano y lo

familiar, conforme la mujer se entregue o permanezca inaccesible; únicamente se juega

en el acceso a lo íntimo. Stendhal aborda la mujer siguiendo esas dos relaciones

contrarias: de conquista o de intimidad. No conoce otra alternativa. O más bien, en un

caso, la única relación posible seguirá siendo la conquista; en otro, la relación de

conquista se precipita en lo que se revela como su contrario: lo íntimo – las dos se

excluyen.

Dicha bipartición también coincide con la de dos espacios (los dos volúmenes de

la novela stendhaliana). Puesto que París es el teatro de la relación que se exhibe y de la

ambición, París es el lugar destinado sólo a la conquista amorosa. Tales son las mujeres

que hay que conquistar teniendo a mano una pistola cargada: Mathilde de La Mole,

Madame Grandet. Ni una ni la otra serán nunca íntimas, aun en la cúspide de su pasión,

y esa incapacidad para lo íntimo alcanza para definirlas; no se ocupan más que de su

satisfacción, no salen de los objetivos interesados (aun cuando sueñan con ser

dominadas). No podrían acceder a lo íntimo porque ni siquiera imaginan ese recurso. En

cambio la provincia (Nancy, Verrières), aun siendo aburrida, no obstante le deja por ello

sitio al retiro, por ende también a la expansión discreta, que huye de la hipocresía, así

como a compartir ensueños en el silencio de la noche o en los grandes bosques; por lo

tanto, se presta a lo íntimo: Madame de Rênal, Madame de Chasteller brindan acceso a

ese otro mundo.

Por tal razón, las dos novelas (Rojo y negro, Lucien Leuwen) están construidas

cada una en dos volúmenes que trazan el ascenso (o el nuevo ascenso) de la provincia a

Page 79: François Jullien Lo Íntimo

París, es decir, el pasaje de una eclosión de lo íntimo a su contrario, obstinadamente

encerrado en la estrategia. Pero siempre la primera relación, donde se descubrió la

posibilidad de lo íntimo y que la hizo despertar, obsesiona a la otra y se hace extrañar,

aun hasta hacer que se abandone a esta otra - ¿acaso se trata de un sacrificio? – en el

mismo momento de su triunfo. Lo propio del héroe stendhaliano – aquello que lo hace

efectivamente un “héroe” – consiste en que se revela, a pesar de su ambición o de su

pasión, y en primer lugar ante sí mismo, como quien está dispuesto a entregarle todo a

lo íntimo. En La cartuja de Parma, en cambio, esa estructura París-Provincia no

interviene y tampoco aparece la precipitación en lo íntimo: en el marco bendito del lago

italiano, la intimidad llega por sí misma, e incluso no necesita llegar, ya estaba allí,

dada, nativa, como en el paraíso terrestre; sólo se evoca su desaparición – su deserción.

En efecto, en el destino de los dos personajes se verifica que es preciso acceder a

lo íntimo, que lo íntimo promueve al sujeto y lo educa, que sería una categoría moral y

tal vez la única eficaz. Si no hubiera alcanzado lo íntimo, Julien habría seguido siendo

un pequeño ambicioso, a lo sumo un “plebeyo rebelde”. Pero el descubrimiento de lo

íntimo junto a Madame de Rênal lo liberó de la “sequedad de alma” (el confinamiento

de su “yo” voluntario) en la cual su anhelo de revancha social lo encerraba hasta

entonces. De igual modo, sin lo íntimo Lucien habría seguido siendo un “fatuo”, sólo

preocupado por sus caballos y sus pelajes, contento de hacer temblar las casas de

madera de Nancy con el ruido de sus carruajes, orgulloso de sus planes de conquista y

creyéndose hábil. En verdad, sólo lo íntimo lo cualifica. Ya que es preciso revelarse

como lo contrario, hacer que surja de lo más profundo de sí mismo algo totalmente

distinto, en suma, (re)hacerse “simple”, “niño”, “tímido”, “ingenuo”, para entrar en lo

íntimo.

La pasión, en efecto, no elevaría por encima de sí mismos a estos personajes

stendhalianos. Puesto que su pasión, como debe ser, resulta fría, cínica, calculadora y

por eso egoísta, permanece dentro de la lógica de su ambición. En cambio, cuando se

abre poco a poco, a su pesar, un espacio de correspondencia con la mujer encontrada,

ya no la ven como un objeto de conquista o de satisfacción, y el recurso que se descubre

entonces en lo más interno de sí mismos, en lo más interior que su interioridad,

despliega inagotablemente su cualidad – una cualidad que de otro modo habría resultado

insospechada. En Stendhal, tal es lo que en definitiva, bajo la divisa de la “persecución

de la felicidad”, produce una división entre los seres; hace que sepan, o no, ir más allá

del papel que se supone que tendrían y que usualmente se los hace tener; hace que sepan

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sortear las conveniencias y los pudores impuestos, desdeñar las prudencias y los planes

proyectados y dejar que el mundo se cierre sobre ellos dos, sobre ellos solos, ignorando

soberbiamente al prójimo y su irremediable mediocridad, que es “mediocre” porque ni

siquiera tiene idea de lo íntimo. Tampoco procuran siquiera desafiarlo. Al aceptar que

caigan las defensas entre ellos, al abandonar su desconfianza, aboliendo las murallas

con las cuales cada uno se protege y provee a su yo, promovieron el entre inagotable, de

donde sólo puede emerger un “más adentro” que “uno mismo”. Junto a ella, Julien ya

no desconfía, se confía. O bien ya ni siquiera importa confiarse: compartir “secretos”

sería todavía limitar lo compartido; sino que al comprender que encuentra todo en esa

“cercanía”, ya sin poder desear nada más, al fin puede comenzar a “existir” – aunque

sea después de que acaba de ser condenado a muerte.

2. Por consiguiente, entrar en lo íntimo es dejar algo; es renunciar a los objetivos

que se tenían con el otro, despojarse de toda estrategia a su respecto, desembarazarse de

los proyectos de anexión y de captación, abstenerse incluso de toda intención. En suma,

es dejar lo que se conoce, y que poseemos, como lo que es el “yo”. Empezamos en Don

Juan y terminamos, al descubrir lo íntimo, en Saint-Preux (Del amor, cap. LIX). Porque

no debemos olvidar que el héroe stendhaliano, Julien, Lucien, que empieza con un

proyecto de conquista que corresponde a su ambición, primero maniobra alrededor de

su presa, se obliga a marcar puntos. Julien se impone la tarea de recobrar la mano que

Madame de Rênal le entregó por un instante. Quiere imponer su designio a la otra,

hacerle reconocer su derrota para cumplir una etapa hacia la posesión: “La observaba

como un enemigo con el cual será preciso batirse”. Igualmente, el subteniente Leuwen

se cree un agudo estratega al envolver a Madame de Chasteller en las redes de sus

maniobras concertadas y de sus cartas de siete páginas.

Pero resulta que el ambicioso se torna en su contrario y allí descubre su verdad.

“Descubre”, en efecto, pero sin extraer verdaderamente esa lección, porque justamente

no es algo que haya que pensar en términos de lección de la que se podría sacar partido,

sino que al abandonar sus proyectos sobre el Otro es cuando se progresa, cuando se lo

“encuentra”; vale decir, cuando llega a nosotros lo que no se esperaba. O más bien lo

que no se sabía que se esperaba. Es cierto que en ese camino del “existir” la amante

siempre lo precedió: “En cuanto a Madame de Rênal, con su mano en la de Julien, no

pensaba en nada, se dejaba vivir”.

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Ya sin pensar en llevar adelante sus asuntos y tomar el lugar, un “héroe”

semejante ya no puede estar en adelante más que en la simple espera de lo que llega

solo, lo que no llega más que por sí solo, sin la dirección ni el dominio de un “yo”: el

retorno – que se quisiera eterno – de una velada de intimidad. Ya no ve – ya no hay –

más allá. Porque presiente que toda gestión de su parte desencadenaría de nuevo el ciclo

infernal del ataque y la defensa, de la trampa tendida al otro donde cada cual piensa en

sí mismo – donde cada uno se encontraría de su lado. Lucien se acostumbra poco a poco

a esa verdad durante sus veladas en el hotel de Pontlevé; cualquier maniobra sólo podría

volverse en contra de esa felicidad de estar cerca (en el saloncito de persianas verdes);

se perdería el estado de gracia de la intimidad – ese paraíso de intereses suspendidos. A

partir de entonces, ya no hay “acontecimiento”. Pero entonces, para el novelista, ¿cómo

seguir? Nada más ocurre, efectivamente, nada “pasa” en la intimidad. Por eso es que

Stendhal no sabe cómo terminar sus novelas; si ya no hay una voluntad agresiva que

haga avanzar la historia, ¿qué contar? Y aun en esa intimidad todo va a callarse, ya nada

necesita divulgarse: ¿sobre qué informar? De modo que Stendhal no tiene otra salida

que inventar el final estrafalario de Lucien en Nancy para poder dar vuelta la página y

salir del paso.

Si lo íntimo implica renunciar a la voluntad conquistadora, una vez vislumbrado

su recurso, si ordena que se abandone entonces toda pretensión de un “sí mismo” para

acoger esa inmanencia en uno mismo de algo más interior en sí que el Otro desobstruye,

también exige previamente que uno se arriesgue a él. Pues, como dije, hay que atreverse

a lo íntimo. No sólo atreverse a dejar caer los pudores y las convenciones, sino sobre

todo desdeñar todos los sistemas de protección con que se rodea el yo y mediante los

cuales se pone a salvo y se cuida. Hay un momento en que uno se decide, o no, a

levantar las últimas defensas, a dejar de lado las últimas intenciones, como único medio

por el que se puede entrar en lo íntimo. Lo hago o no lo hago. Por ello, lo íntimo no

solamente produce una división sino que también es objeto de una elección; tiene

entonces vocación moral. En Lucien Leuwen, Stendhal señaló ese momento en que los

personajes finalmente se aventuran sin cargarse más de sagacidad o aunque sólo fuera

de prudencia. “Le ruego que perdone – dice entonces Lucien – esta manera de hablar

demasiado íntima”; y Madame de Chasteller “hizo un gesto de impaciencia que parecía

decir: ‘Siga, no me detengo en esas miserias’.”.

Finalmente abandonaron, de golpe, las costas de la sociabilidad ordinaria

siguiendo las cuales se navega siempre a la vista; donde todo se desliza, todo es liso,

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donde no se pesca – ni se predica – nada más que lo amable y lo bien pensante. De

golpe acaban de cruzar las boyas, liberándose de las coerciones y de las restricciones.

Acaban de embarcarse solitarios, valientes, audaces, en el mar de un habla que se ha

vuelto inmensa, aunque un habla esencialmente tácita, donde todo lo que se dice resulta

de nuevo aventurado, pero que se cierra sobre ellos, donde ya no son más que ellos dos

y donde son los únicos que escuchan.

Todo testigo, cualquier tercero (el primo Blancet), no comprende nada, por

supuesto, pues ha quedado en las redes limitadas de la conversación. No puede abordar

ese intercambio ni hacer pie allí, considerándolo fatalmente “chocante y casi

ininteligible”. No accede a ello. Porque ellos se dirigen entonces uno al otro, “de alma a

alma” (¿y no veremos acaso fascinados la profundización subjetiva que recibió la

fórmula desde Platón, aun cuando fuera él quien introdujo esa ruptura que promueve el

ideal?): “… como conviene a dos almas de igual alcance, cuando se encuentran y se

reconocen en medio de este innoble baile de máscaras que llamamos mundo”. “Alma”:

¿todavía hacía falta en verdad el “alma”? Porque después de que designó todo principio

vital, luego de que sirvió – se comprometió – como soporte metafísico de la

inmortalidad, creíamos que la palabra había muerto. Servicios prestados, pero

concluidos. Pero Stendhal (el romanticismo) la recupera, la resucita, e incluso la vuelve

indispensable para apuntar hacia la interioridad sensible que excede su límite, y que en

lo íntimo, porque ya entonces no se distinguirá entre sus dos bordes, lo íntimo de la

“privacía” y lo íntimo de la relación, se experimenta – se descubre – infinita en sus

alcances.

3. Dado que sigo sumido en Lucien Leuwen, es tiempo de que me pregunte: de

todas las novelas de Stendhal, ¿no es acaso Lucien Leuwen la que circunscribió más de

cerca lo íntimo (vol. I; mientras que el vol. II lo trata a contrario)? ¿O no lo sería entre

todas las novelas del mundo, aunque no pudiera afirmarse sin arriesgar demasiado?

(También es tiempo de que me explique a mí mismo por qué conservé sobre mi mesa la

mayor parte del tiempo Lucien Leuwen y las Confesiones de Rousseau durante los años

de mi exilio hongkonés.) “Nancy” o el acceso a lo íntimo. Como Fabricio, de alguna

manera, Lucien había conocido primero lo íntimo sin saberlo en el salón parisino de su

madre, paraíso de una infancia resguardada, sustraído de todo esnobismo parisino y

donde todavía se sabe ser sincero. Pero cuando terminó expulsado de la Escuela

politécnica y es preciso emprender una carrera, se dirige fatalmente a Nancy como a un

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exilio. Pues allí no hay adónde ir por la noche, después del servicio. Sigue pesando la

coerción, bajo el régimen tan puntilloso de la monarquía de Julio, de permanecer en

guardia enfrente del prójimo, por miedo a comprometerse; en cuanto a la gente honesta,

sermonean y son aburridos.

Lucien Leuwen es la novela de la búsqueda de un adentro compartido. Porque

cuando Lucien llega a ser admitido e incluso celebrado en la buena sociedad del lugar, y

las barreras sociales se levantan, finalmente hay un adentro que se abre, franquea un

umbral, pero que sólo es social. De modo que ese adentro pronto ha de convertirse de

nuevo en afuera; otra vez conviene controlar todo lo que se hace o se dice entre esos

nobles de provincia para no chocar con sus prejuicios de otro siglo. Un nuevo régimen

de sospecha que condena el compartir: es preciso fingir, de otro modo se corre el riesgo

de ser expulsado. Pero Lucien no posee a su vez otro mérito que su gusto por las

matemáticas y ser hijo de un gran banquero. No tiene la gracia aristocrática de un Del

Dongo con el lago italiano de fondo; tampoco posee la fuerza plebeya, casi

sobrehumana, de un Sorel, capaz de querer desmesuradamente para ascender.

Es entonces cuando la novela se urde por una precipitación en lo íntimo: dentro

de sí se descubre un acceso a algo más interior que “uno mismo” porque se abre al Otro

en un adentro compartido. Ese momento en que se anula la frontera, cuando el afuera se

vuelve adentro, cuando el otro ha penetrado el espacio interior y termina por invadirlo

totalmente, Stendhal no puede dudarlo, es el más intenso - ¿el único “interesante”? –

que sea dado vivir, el único que hace existir; aquel donde lo humano súbitamente se

sacude, agita lo que encerraba en su silencio, lo hundía en su soledad, lo condenaba a la

chatura, y reacciona a flor de piel. Podría creerse que bastó con una excitación súbita

para que dicho umbral sea franqueado, arrastrado como se puede serlo entonces por la

alegría inesperada de una noche de baile y después de haber bebido un poco – pero,

¿acaso es suficiente? ¿Es suficiente con penetrar lo que pasa y lo que se entreabre? Sin

pensar en “lo que ella se atrevía a decir”, resulta que Madame de Chasteller rompe de

golpe la palabra, a la vez de charloteo y de buena educación, con la cual usualmente se

paga su cuota a la sociedad y se arriesga.

De hecho, como en toda historia, detrás de la “pequeña” historia está la grande,

vigilando; la cualidad – capacidad – más interna de dos seres, por tanto tiempo

contenida, se abre una brecha entre ellos y finalmente se libera. ¿Imaginaban tan sólo

que fuera posible? ¿O más bien habían soñado con imaginárselo? Lo inaudito – inaudito

en sentido propio – los fascina como a menudo los insectos son fascinados por la luz de

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la lámpara que se prende. Hay entonces un acontecimiento que ocurre, no en sí (¿de

dónde vendría?), sino entre sí, por el único recurso del “entre”. La frase que le dice

entonces Lucien es pronunciada con un “tono tan verdadero”, “una intimidad tan tierna”

que Bathilde (¡qué nombre para la íntima!) al mismo tiempo es capturada y encantada

por ella; encantada por lo que ella no sabía que esperaba. Aun cuando todavía (siempre)

tengan que resolver cosas juntos, ya están embarcados en un diálogo aparte que se

bambolea y donde se olvida todo lo demás, del que ya no querrán volver más. El tercero

(el intruso), por más ingenio que sea, esta vez no se engaña. En referencia a De Blancet:

“estaba celoso hasta la locura por esa atmósfera de intimidad…”.

Y una vez que se ha abordado el puerto de lo íntimo, llevado por ese instante de

audacia, cuando se alcanzó ese recurso, aunque sin medir bien todavía sus

consecuencias, es preciso poder arrojar el ancla; después de los primeros transportes de

una “felicidad joven y sin sospechas”, llega el tiempo más precisamente stendhaliano de

la inmersión en ese bolsón de felicidad con el que de pronto se acaba de chocar sin estar

preparado, pero que ya no se puede soportar que algún día pueda volver a cerrarse. El

Café-hauss del Cazador verde, en las inmediaciones de Nancy, es su marco modesto

pero privilegiado (ya evocado más prosaicamente en Rosa y verde, donde hay como un

resto de sentimentalismo alemán a lo Werther); con sus grandes bosques atravesados

por el sol poniente, las sendas en las cuales se internan del brazo, cornos de Bohemia

como fondo, tocando a Mozart o a Rossini, y la familia de Serpierre en torno a ellos,

como niños buenos y que a la vez sirven de compañía y de entretenimiento – hay

efectivamente figurantes benévolos alrededor para evitar la inmovilización en un

enfrentamiento para el que no están listos. Notación simple (frase simple) o “detalle” de

lo íntimo: “Su felicidad de hallarse juntos era íntima y profunda. Lucien casi tenía

lágrimas en los ojos. Varias veces, con el correr del paseo, Madame de Chasteller había

evitado darle el brazo, aunque sin afectación ante la vista de los Serpierre ni dureza para

con él”. A decir verdad, Stendhal no abusa en esas páginas del término “íntimo”,

aunque hubiese podido ponerlo en cada línea. Una expansión tanto más impactante en la

medida en que se sabe que Stendhal es usualmente irónico respecto de sus personajes, y

hace todo su esfuerzo, según él mismo dice, para ser “seco” (y lo seco es lo contrario de

lo íntimo), porque siempre teme haber “escrito un suspiro” en lugar de una verdad y

desconfía de los sentimientos. Pero también es cierto que lo íntimo es lo inverso de la

hinchazón.

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4. Si recordamos que Stendhal situaba La princesa de Clèves “por encima de

todo”, entonces advertimos mejor ambas cosas, a la vez la filiación y su superación, y

entonces lo íntimo puede nombrar aquello que distingue a su novela de la de su

predecesora y lleva la exploración más lejos. Porque Madame de Chasteller es en

verdad hermana de la princesa de Clèves, hermana en el don de la emoción y de la

ingenuidad, también en la manera en que el sentimiento a la vez irrumpe en ella y se

disimula; cuando su pasión la arrastra a pesar de su resolución, y ella se justifica al

ceder prometiéndose a continuación la más extrema severidad – al mismo tiempo que

ella misma se asombra por verse llevada así. En ese mundo de salón, donde siempre se

está en una representación, tanto una como la otra temen por encima de todo ofrecerse

como espectáculo; las dos viven con el mismo miedo al exterior y al prójimo. De

manera que no hay una mejor escena lafayettista en Stendhal que entre las dos mujeres

convertidas en rivales y Lucien: Madame de Chasteller se mantiene rígida para ocultar

el movimiento libidinal que por poco la arrebata; Lucien, ignorando su felicidad, intenta

tímidamente acercarse para hacerse perdonar la audacia de la víspera; Madame de

Hocquincourt los espía a los dos y sigue en los mínimos gestos lo que ella

alternativamente ve como su ruptura o su derrota. Pero Stendhal no se queda ahí.

No se queda en ese juego de figuras estratégicas, hecho de buena psicología

clásica, que alternativamente vela y revela en sus maniobras la evolución de los

sentimientos interiores. Aun cuando se vigilan mutuamente y se espían, y cada cual

permanece en guardia, los dos seres están constantemente al borde del desahogo; no

tienen otra expectativa que hacer que se detenga esa guerra de trincheras donde cada

cual se ha encerrado dentro de su perspectiva y su interés. No es que la moral de

Madame de Chasteller, el sentimiento de que ella “se debe a sí misma”, sea menos

estricta que la de Madame de Clèves, incluso teñida de jansenismo; no es que la heroína

stendhaliana le tema menos que ella a Dios y al Infierno; ni tampoco es que Lucien sea

menos emprendedor que el señor de Nemours – o bien se trata de una variable que

importa poco. Pero el hecho es que, aun en medio del salón donde todo les es hostil, los

dos seres siguen llevando con ellos – entre ellos – los momentos de intimidad conocidos

en el Cazador verde, o más bien son estos últimos los que los siguen llevando. Por más

que se pueda fingir toda la frialdad que se quiera, de hecho son imborrables.

¿Por qué resulta imposible tal vuelta atrás entre ellos dos? Porque esos

momentos de intimidad existieron como nada más puede existir y porque a ese respecto

la denegación es impracticable. Bien podemos olvidar las palabras de amor que se dicen

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imperecederas, e incluso pueden convertirse en lo contrario, pero no podemos hacer que

la intimidad descubierta, aun si su acceso luego pudo volver a cerrarse, no haya sido

abierta, ni aspire en adelante a reabrirse. Porque no pertenece al orden de la palabra o

de la pulsión, no depende de la pasión ni de la seducción – pero resulta que cada uno de

ellos ya no posee un espacio interior que le sea propio y que pueda mantener separado

del Otro. El entre abierto por lo íntimo se repliega momentáneamente, pero tácitamente

sólo busca reaparecer. En la escena en casa de su rival, al fijarse en su postura frente a

Lucien, para no traicionarse, Madame de Chasteller, no sólo “no puede impedir

sonreírle con extrema ternura”; sino que además, cuando Lucien se está por ir, y aunque

amenace tanto su tranquilidad, Madame de Chasteller quiere conservarlo junto a ella,

que se quede sencillamente cerca de la mesa, a su lado, ya sin que tengan que hablar ni

que moverse. Ese “cerca” es más importante que todo, a tal punto sigue necesitando de

él para protegerse de él. Al mismo tiempo que ella se bloquea en su pánico y debe

precaverse, ya no está en condiciones de restablecer la frontera, de regresar a su reserva.

Si finalmente, en el estadio de lo íntimo, ya no hay nada que contar; si en ese

“entre” que se abrió ya no pasa nada esencial que relatar, puesto que en adelante sólo

cuentan esas “nadas” de lo íntimo; si por consiguiente lo íntimo sólo se puede “man-

tener” [entre-tenir] y sólo se modifica, de un día para el otro, lo que Stendhal designa

tan acertadamente, en Del amor, el “matiz de existir”, entonces el novelista ya no puede

hacer más, ante aquello a lo que ha sido conducido, excepto irse en puntas de pie (véase

también, en Balzac, entre d’Arthez y la princesa de Cadignan, al final de la novela del

mismo nombre). O si no, debe poner fin arbitrariamente al episodio (el final

rocambolesco de Lucien en Nancy). Por eso es que siempre hay novelas de “amor” y no

de lo íntimo. Anteriormente, en cambio, el entrenamiento en lo íntimo no ha dejado de

ser minado por la duda y la sospecha, oscilando entre la “alarma” y el “abandono”. No

es que haga falta, como en la pasión amorosa, inquietar la satisfacción, que de otro

modo se volvería enseguida decepción, restaurar la privación para recrear la tensión y

salvar a los amantes saciados del cansancio; porque lo íntimo, por su parte, no (se)

cansa, sino que se inquieta, no por saber egoístamente si nos “aman”, sino por si el Otro

merece que desarmemos a tal punto nuestras fronteras y nos entreguemos de ese modo.

Ante el miedo a perder la comodidad de nuestro yo, de pronto nos amonestamos y nos

preguntamos si aquello sin fondo que se abre no será un precipicio.

Esa sospecha recurrente en cuanto al riesgo de haber deshecho demasiado de

“sí”, es decir, haber dejado en demasía que el afuera del Otro desprotegiera la propiedad

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de “uno mismo”, es entonces el único motivo posible de la narración – antes que la

estabilización de lo íntimo encuentre su base y entonces ya no requiera más que su

“man-tenimiento” [entre-tien]4, silencioso o balbuceante, poniéndole fin al relato.

Porque una vez más no hay que confundir el móvil de la intimidad naciente con el de la

pasión amorosa donde el triunfo se efectúa en base al egoísmo del orgullo y el miedo

estratégico a perder las ventajas (como con Mathilde de La Mole y con Madame

Grandet, tan lentas en sacrificar su vanidad). Aquello sobre lo cual vuelve Madame de

Chasteller de manera recurrente es si acaso Lucien, después de todo, no será un “fatuo”,

como dicen malévolamente los rumores, y si efectivamente es capaz de acceder a eso

más interior que ella le descubre. Pero, ¿qué se puede sospechar en cambio con respecto

a la inmaculada Bathilde? De modo que Stendhal inventa ese mal mecanismo de novela

sucia: ¿no había ella antes, según el chisme escuchado el primer día (¡y de boca de un

cartero burlón!), tenido una relación con un teniente coronel, noble por añadidura, del

regimiento precedente? ¿Tenía Stendhal verdadera necesidad de llegar a esto: Bathilde

como mujer fácil y Lucien como un pobre sustituto? Porque después Lucien tenía mil

oportunidades para disipar esa duda. Pero si vuelve a ello, si se repliega allí es porque lo

apresa el miedo y quiere vengarse (asegurarse) de que la exigencia de un adentro

compartido, sin una prenda dada a cambio, desestabilice su yo forzado en su personaje,

en su rol de amante conquistador, y lo obligue a sacrificar sus intenciones de captura.

5. Lo que Stendhal (en Del amor) lleva también a la reflexión es entonces el

hecho de que la caída en lo íntimo sería el momento decisivo alrededor del cual todo

gira, que hay por lo tanto un “antes” y un “después” de la intimidad y que ese pasaje

dentro de la historia de la relación que enlaza a dos seres constituirá un acontecimiento,

el único. Pero, ¿cuál es ese acontecimiento, propiamente dicho, del ingreso en lo

íntimo? ¿Es sexual o moral, afectivo o metafísico? Curiosamente, no se puede decidir

(Stendhal no se preocupa por aclararlo), porque lo más importante en lo íntimo, o

digamos que aquello que lo íntimo vuelve más importante es el pasaje que rompe todos

esos planos: del afuera indiferente al adentro que se entre-abre y se brinda al compartir.

Y ese “adentro” (de la “penetración”) no se deja circunscribir en ningún lado. Hay en

verdad un “antes” y un “después”, la intimidad configura un umbral: “la intimidad no es

tanto la felicidad perfecta como el último paso para llegar a ella” (Del amor, cap.

4 El término francés, que el autor descompone a menudo para resaltar la preposición entre, también significa “conversación” [T.].

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XXXII, “De la intimidad”). Si no hay intervalo, en efecto, entre el instante en que surge

un sentimiento de preferencia y lo que Stendhal llama, con una imagen de su cosecha

que le impone, la “primera cristalización” (cuando la mente llega a obtener en todo lo

que se presenta el descubrimiento de nuevas perfecciones del ser al que se apega) –

“después de la intimidad”, en cambio, resulta que uno se encuentra frente a sí mismo, el

“sí mismo” que ya no está seguro de sí. Se ve obligado entonces a justificar un

“movimiento tan extraordinario” como aquel al que se acaba de arriesgar, tan “decisivo”

como contrario a todos los hábitos de “contención” (“pudor”) a los que se está atado y

que mantienen generalmente a cada uno a salvo en su reserva interna.

De allí surge, tras el acontecimiento de entrada en lo íntimo, una segunda etapa

de cristalización que reviste al Otro a su antojo y es “mucho más fuerte”. Porque

entonces no solamente hay una monopolización del sentimiento sino también una

conversión a lo que Stendhal designa con el concepto más global del “ensueño”:

preocupación constante por el Otro, que en adelante obsesiona a un sujeto, que se gesta

en sí mismo y que invade cada instante de su vida, al cual siempre está dispuesto a

volver, donde su yo se deshace – que lo mece en ese estado de suspensión de sí y deja

surgir algo más interior que sí mismo. “Ensueño” expresa por supuesto la infinita

dulzura (es decir, “dulzura” que hace experimentar lo infinito), el despliegue sin

coerción y sin voluntad, el “dejarse llevar” por “sensaciones tiernas”, a gusto, en la

duración, ya que el “otro” en adelante está tan mezclado con el propio espacio interior

que ya no ofrece resistencia o tan siquiera aristas para el trabajo de la imaginación

vagabunda. Pero ensueño también expresa la indeterminación y la no-fijación, la

oscilación y por ende también la inversión que amenaza y cuya eventualidad, en ese

momento de eclosión, no ha desaparecido. Pues “el momento de la intimidad es como

los bellos días del mes de mayo, una época delicada para las más bellas flores, un

momento que puede ser fatal y marchitar en un instante las más bellas esperanzas…”.

En el capítulo “De la intimidad” (en Del amor), Stendhal sin embargo trata poco

sobre lo íntimo – habrá que preguntarse por qué: por qué hay todavía como una evasión

aun en aquel que señala con el dedo más precisamente hacia allí, o quizás sólo fuera un

desvío, que hace que no lo alcance – que sigue estando más allá, o más bien en el paso

previo de la reflexión. Stendhal trata principalmente sobre lo “natural”. Pero lo natural

no es más que lo previo o la puerta de acceso a lo íntimo. En todo caso, es la táctica

adecuada que conduce a ello – táctica sin táctica, que desarma cualquier táctica. O que

conduce allí sin conducir, corrijamos una vez más, puesto que lo íntimo no tiene

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finalidad o más bien no puede sobrevenir sino por el abandono de toda finalidad. No es

que haga falta superarse (lo que seguiría reforzando el prestigio de un “sí mismo”), sino

al contrario porque hay que desembarazarse de lo que ese “sí mismo” impide: “Sin

dudarlo, un hombre verdaderamente conmovido dice cosas encantadoras, habla una

lengua que no sabe”. Hablar esa lengua que no se sabe es hablar una lengua que no se

aprendió porque no se la puede aprender, y por lo tanto que no se sabe que se sabe: una

lengua que no se sabe, precisamente, sino cuando se ha desaprendido la lengua

aprendida y que proviene de lo más interior de sí mismo (que sí mismo), que aún no ha

sido encorsetada por el “sí mismo” y la convención.

Porque allí es donde se revela en verdad la singularidad de lo íntimo: “uno

mismo”5 no se opone a la convención, como lo dramatizara un romanticismo fácil, sino

que ya está alienado en ella. “Uno mismo” ya está siempre embebido del mundo, en un

compromiso con los otros; y por lo tanto, solamente al romper con ese otro (anónimo)

por medio del acceso al Otro (singular) se puede dejar que advenga la lengua de la

intimidad, de lo más adentro de sí mismo que su Afuera hace así emerger. No se puede

pues hablar la lengua de lo íntimo sino cuando se sabe “suavizar el alma” de “lo

almidonado del mundo”, dice Stendhal, y así dejarla que se abra paso de manera nueva.

Para ello, la exigencia, o mejor dicho la medida de vigilancia, es no darle ningún sitio a

lo diferido, que no produce solamente – desagradablemente – lo recitado, sino que sobre

todo restablece enseguida el cálculo y la intención: “… más vale callarse que decir

cosas demasiado tiernas fuera de tiempo” (ibid.). Porque la menor prórroga crea el

desdoblamiento de sí, en vez de dejar que algo advenga de lo más profundo que uno

mismo, y por ende hay afectación. Y como tiene que ser, la afectación es lo contrario de

lo natural y conduce a la “sequedad”, que a su vez es lo antinómico de lo íntimo y de su

desahogo que desemboca en lo indiviso del compartir: “Si existe lo natural perfecto, la

felicidad de dos individuos llega a confundirse con ello”.

Stendhal le indica entonces su lugar, luego de Rousseau, a la posibilidad de algo

“íntimo” contrario a la “intriga”, pero donde el relato va agotándose y que todavía no

encontró su concepto: “… pero cuando el amor pierde su vivacidad, es decir, sus

temores, adquiere el encanto de un completo abandono, una confianza sin límites; una

dulce costumbre viene a atenuar todas las penas de la vida y le brinda a los goces otro

tipo de interés”. Pero dado que mantiene esa posibilidad a la sombra de otra cosa: “el 5 Como se habrá advertido, traducimos el pronombre soi, de acuerdo con el contexto, como “sí mismo”, “uno mismo” y, en contadas ocasiones, “sí”. Dado que el autor suele entrecomillar el uso filosófico del término, no es necesario subrayar su reiteración [T.].

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Amor”, resulta que no puede despejar sino por instantes los contornos de ese recurso

más secreto, que va separándose del pathos del sentimiento, de sus lamentos y de sus

puntos álgidos. En todo caso, se compone de una tentación de absoluto, puesto que allí

el abandono es “completo”, o tiende infinitamente a serlo, pero se introduce todavía

debajo de aquello que, a falta de algo mejor, se sigue llamando, desgraciada,

tristemente, como Stendhal, “costumbre”, por no saber cómo llamar positivamente a ese

flujo discreto de lo cotidiano, que por su legato se distancia de los accidentes que hacen

surgir lo sobresaliente (lo “destacado”) sobre lo cual se charla.

6. Por lo tanto, no nos sorprenderá releer Lucien Leuwen y volver a encontrar

allí, a falta de una filosofía de lo íntimo, todos los rasgos de la analítica rousseauniana.

Y en primer lugar, de la manera más flagrante, hasta el punto de resultar cómico, el

conflicto entre lo íntimo y el intruso (el rostro de víbora de la señorita Bérard cuya

maledicencia evoca la misma Bathilde para expulsar toda intimidad de su salón). Así

como también el efecto ambiental de lo íntimo (y en principio junto a la joven

Thédolinde, benévola en su rivalidad secreta e incluso púdicamente cómplice): porque

lo íntimo, al mismo tiempo que es monopolizador, tiene pregnancia; inunda

generosamente aquello que lo rodea. O reencontraremos además la exigencia de

“simplicidad”, porque es condición de lo “natural” y se opone a la “fatuidad” cuyo

énfasis se cree conquistador, pero en realidad produce los peores estragos y el peor

hastío; mientras que su contrario, la “timidez”, es lo que hace avanzar con su renuncia.

Hay que señalar, una vez más, que dicha simplicidad de ser se distingue en lo

que quisiéramos denominar su pudor de la gran consigna impuesta (afectada) de la

transparencia. Aun en lo más íntimo de su relación, cuando ya quedan apretados,

acurrucados, aislados del mundo y no quieren que nada más vaya a ocurrirles, es decir,

antes de que Stendhal ya no encuentre con qué abastecer al relato y lo abandone con una

mala pirueta (Lucien se va de Nancy), Madame de Chasteller se abstiene de confiarle a

Lucien los enojos que soporta diariamente de su padre y por su causa; ni Lucien puede

confesarle la sospecha que tiene siempre en la punta de la lengua. Porque lo íntimo

preserva un retiro, recela de una luz demasiado cruda que pretendería iluminar todo del

mismo modo bajo su imperativo; y también de la confidencia obligada que ya no dejaría

surgir el afecto por forzar, con hostigamiento, la tendencia al desahogo. Se prefiere la

connivencia que calla antes que esa confidencia que se ostenta. A la vez no se molesta

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al otro con el propio “yo”, y por otra parte, el evitar decir, el mantener la reserva,

contribuyen fuertemente a lo íntimo.

En efecto, a la inversa de la declaración amorosa, que como se sabe es prolija, lo

íntimo prefiere la “contención”. Prefiere el silencio que habla a la palabra que glosa. En

el Cazador verde: “No agregue ni una sílaba – dice ella con resolución severa – o me

disgustará, y paseemos. Lucien obedece, pero la miraba, y ella veía todo el esfuerzo que

le costaba obedecerle y guardar silencio. Poco a poco, ella se apoyó en su brazo con

intimidad…”. Porque lo íntimo utiliza activamente el silencio, hace que hablen los

gestos, las miradas, una sonrisa, un tono de voz. Los gestos, más que las palabras, son

vectores y relevos de lo íntimo; es decir que los gestos realizan lo íntimo y lo hacen

efectivo, frente a lo cual el habla es charlatana y limitada. Debido al hecho de que

enuncia, frena, crea bloqueo y resistencia, en lugar de dejar pasar. A tal punto que

abstenerse de estar completamente “en claro”, de explicarse (la famosa “explicación”

luego de la disputa amorosa), cataliza lo íntimo y lo densifica debido que permanece

más acá de la codificación de las palabras. Lo no-dicho vuelve cómplices. Con lo cual

se comprueba, por si hiciera falta, que lo íntimo no es algo griego y que constituye el

mayor desafío lanzado al imperio del logos: porque no se deja llevar a la facilidad de

decir e incluso de “decirlo todo”, de determinar y de creer controlar, sino que infiltra,

enlaza tácitamente por el asentimiento, lo propaga y lo hace avanzar.

De allí surge la otra conversación que atraviesa el habla ordinaria, que es a la vez

la más interior y que señala hacia un Afuera de este mundo, lo que sabemos que es

propio de lo íntimo. Proviene infinitamente de más lejos al mismo tiempo que llega

tanto más cerca. Siempre a propósito de Madame de Chasteller (y citando esta vez más

ampliamente el pasaje): “Pero veo brillar en el fondo de sus ojos, a pesar de toda la

prudencia que ella se prescribe, algo misterioso, sombrío, animado, como si siguieran

una conversación mucho más íntima y elevada que la que escuchan nuestros oídos”.

Entiéndase más adentro, más en profundidad, al mismo tiempo que más allá de las

palabras intercambiadas, allí está la canción sin letra, sin amplificación, de lo íntimo:

bajo la superficie del habla pronunciada, avanza en disidencia un intercambio implícito.

Como tal, al habla íntima le gusta desdoblarse, no según el juego tradicional de lo

concreto y lo figurado, de lo propio y lo simbólico, ni tampoco según el conflicto de la

apariencia (de la disimulación) y la verdad, sino por la tensión que introduce entre lo

patente, lo obvio, abierto a todos, que todo el mundo puede oír y, por otro lado, lo

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latente, selectivo y aun exclusivo en su orientación, y que sólo un destinatario puede

escuchar.

Puesto que el repliegue en lo íntimo es al mismo tiempo una evasión fuera de la

conversación común, del intercambio aburrido de los salones o aun sólo del parloteo de

la banalidad, “sus ojos [de Bathilde] parecían velados de tristeza”; señalan

nostálgicamente hacia un lugar ideal, un verdadero Afuera recortado de esto último y no

comprometido allí. De modo que Stendhal no vacila en hablar de “éxtasis” a propósito

del encuentro que instaura lo íntimo (sobre Bathilde también: “volvió como de un

éxtasis”). Tampoco vacila ante esa habla mística, aunque sea tan poco místico: “Así se

hablarían unos ángeles que hubieran salido del cielo por alguna misión y se encontraran

por casualidad aquí abajo”. Pero, ¿acaso poseemos otro lenguaje en Occidente que no

sea el religioso y el de la Revelación para expresar lo inaudito o lo desconcertante que

surge súbitamente por un gesto o por una mirada en la inmediatez del aquí? (Y en otro

contexto cultural, ¿se podía representar, sin producir semejante ruptura de planos, el

acceso a lo íntimo?) Pues en definitiva es preciso creer, según nos dice Stendhal, en la

posibilidad de lo íntimo que va a trastocar sus datos y condiciones. Pero en silencio,

caminando furtivamente, en lugar de prodigar declaraciones. De tal modo, tras haber

sido conducidos por tantos meandros, es tiempo de preguntarnos al fin abiertamente,

animándonos a tocar al coloso, si el “amor”, ese gran cajón de sastre que atraviesa de

igual modo todas las épocas, no aplastará este recurso. En todo caso, hay en el “Amor”

demasiadas sedimentaciones confusas sobre las cuales se exagera y se dramatiza como

para que sigamos contentándonos con ello.

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IX – “Amor”, ¿no es un término falso?

1. Es un rasgo distintivo de la ideología francesa contemporánea, distintivo por

su insignificancia, el retorno - ¿o deberíamos decir el repliegue – al viejo tema del amor,

el “más viejo del mundo”, que a su vez aparece como tranquilizador. Pero, me pregunto:

¿se trata en verdad de algo que resulta tan tranquilizador? ¿O bien qué se procuraría

compensar con ello? En todo caso, cada cual ha arribado allí en los últimos tiempos con

su manifiesto o con su panfleto (Del amor, Elogio del amor, Y si el amor durase mucho

tiempo, etc.). En el mundo histórico en retracción que constituye Europa, donde se van

achicando las posibilidades, aunque se pretenda creer que sólo es una crisis (la “crisis”,

como es sabido, todavía implica vitalidad, y dado que se ha “entrado” en ella, algún día

se debería “salir”…); es decir, en un entorno cada vez más invadido por el demonio de

la negación (ante las transformaciones silenciosas que sordamente transportan a otra

parte el potencial de la Historia), el “amor” sería la última concertación de esperanzas y

de voluntades, la única manera que nos queda, en suma, de afirmar nuestra iniciativa

como sujetos. Cuando el compromiso político está roto o ya no es sostenible para llegar

a sus últimas consecuencias, cuando se toma vacaciones o, más grave aún, ya no se sabe

por qué protestar, ¿quién no está contento, después de todo, al ver que se reactiva ese

viejo mecanismo? El “amor” es el tema de recambio y de recarga. Tema de auxilio y de

salida – un tema tan cómodo, en efecto, en la medida que ya no es más que un tema de

desarrollos esperados, un topos. Con él, en todo caso, se está seguro de recomponer la

plenitud de la voz y de los lectores.

En el mercado de ideas, siempre se harán buenas recaudaciones con él. Se

acaban las incertidumbres y las desesperanzas. Retocando ese viejo zócalo de

humanidad, de nuevo se pone en “positivo”, de golpe, sin pausa, se está pues en el

consenso. Frente a otro filón del marketing ideológico contemporáneo que es la

“indignación”, un filón que también se ha vuelto rutina de tanto que se ha explotado sin

pudor ni discernimiento, en el “Amor” se encuentra el costado risueño y su

contrapartida salvadora. ¿Qué puede resultar más cómodo, en efecto, vuelvo a este

término, que volver a poner en marcha así, con tan poco esfuerzo, la máquina de

superlativos, hacer que se reactiven bajo cuerda los viejos dispositivos – viejos resortes

– de lo ético y de lo patético, devolverle al hombre, todavía y siempre, su unidad

perdida, reconciliar en el Amor lo carnal y lo ideal e indicar un camino lateral – camino

de salida correcto – para la moral? Al mismo tiempo que se vuelve a poner en marcha la

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bomba del deseo, se deja oír, como fondo sonoro o voz de fondo, la vibración del

absoluto. Resulta pues que se puede volver a poner en escena la vieja metafísica

platónica, y sin peligro, e incluso parece algo siempre nuevo. La radicalidad resulta

poco costosa y por una vez todo ello no habrá de suscitar hostilidades. Todo es

irreprochable. Con el “amor”, el humanismo, que se proclama “post-“, “segundo” o

incluso “anti-“, está asegurado.

Pero entonces me pregunto: ¿acaso el “amor” puede ser esa noción apenas

unitaria sobre la cual nos entenderíamos? ¿Sobre la cual la unanimidad (del humanismo)

podría finalmente instalarse ya sin resultar ingenua y tanto más sectaria sin saberlo?

Porque no basta con querer acordar una vez más a su respecto o por su intermedio

ambos lados de las grandes divisiones mediante las cuales ingresamos comúnmente en

lo humano en Europa; intentando reconciliar, como lo vemos alternadamente, la pulsión

y la afección (alias el deseo y el sentimiento); o la acción y la pasión (la audacia del

proyecto amoroso o el sufrimiento que se experimenta por ello); o el acontecimiento y

la duración: la conmoción de uno (el “flechazo”) y la extensión en la otra (la “vida

conyugal”). O digamos también: el surgimiento en el instante (lo repentino del

descubrimiento) y su profundización, o su achatamiento, debilitamiento, en el tiempo –

entre la emoción y su desgaste. Cada cual produce su variante: se dice que existen el

“amor sororal” y el “amor acontecimiento”. O se hacen actuar y se reactivan a propósito

del “amor” todos estos dualismos como si allí se resolvieran o al menos encontrasen su

conciliación, y en primer lugar entre lo “sexual” y lo “espiritual”, y se termina haciendo

crecer esas entidades que oponen para luego poder unirlas mejor. Es decir que no cesan

de restablecer la alianza, a propósito de él y por su intermedio, en esos viejos pares

nocionales que vemos disputarse todos los días, aunque sin pensar hasta qué punto sus

figuras contrarias han sido recortadas ambas de la misma estofa; y que por lo tanto son

solidarias de entrada, como sucede entre lo libidinal y lo ideal; o bien entre lo “físico”

(los famosos “deseos físicos”) y lo “metafísico”, donde el Amor nos guía, como es

sabido, hacia lo absoluto.

2. Entonces me pregunto: ¿qué tiene todo esto en común, efectivamente, desde el

momento en que uno no se deja capturar en la trampa de los que se han doblegado ante

esos emparejamientos, desde el momento en que salimos de la gran facilidad de los

pares a partir de los cuales hemos concebido tan “lógicamente” – confortablemente – las

cosas? Por un lado, está Safo; el deseo (pothos) es el efecto de un choque y una

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conmoción; reclama su satisfacción, el fenómeno es fisiológico: “Un espasmo me

oprime el corazón el pecho. Pues si te miro, siquiera un instante, ya no puedo hablar. Mi

lengua está rota, un fuego sutil súbitamente corrió estremeciéndose bajo mi piel…”.

Esta descripción echó raíces, como es sabido, en la cultura europea, y hasta dentro de la

impúdica pudicia clásica (Nerón en Racine). Pero no es tan desnuda o brutal como para

no reconducir primero todo, en cuanto al “amor”, hacia la exigencia de un sujeto que

consuma, goza de ello y se consume con ello. Por otro lado, dice el Evangelio, “el amor

es magnánimo, servicial; no codicia […]; no realiza nada inconveniente, no busca su

interés…”. Preguntémonos: ¿de qué manera se conjugan ambos o si tan sólo tienen una

oportunidad de encontrarse? Y como tiene que ser, cuando más el “amor” es

heterogéneo por naturaleza, tanto más resulta masivo luego su efecto de monopolización

por compensación. Por más que luego se diga que cada uno de nosotros actúa

libremente, de un costado al otro, moviendo el cursor, no estoy seguro de que hayamos

avanzado más con ello. Pues, ¿qué nos garantiza que se trata en verdad de costados o de

polos en correlación, y no de bloques erráticos que derivan cada uno a partir de su

propia historia y que en suma no tienen nada que ver entre sí?

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