Fronteras de lo imposible (Mund - JIMENEZ, IKER.pdf

1155

description

Perú, Argentina, Egipto, Jordania, Israel, Portugal, Italia, Túnez... son algunos de los destinos de una ruta donde se cruzan, en un telón de fondo, la profesión de periodista con las aventuras del viajero. Y en el escenario, como protagonistas absolutos, se dan cita lugares, casos y sucesos asombrosos, inexplicables, impos ibles, muchas veces perdidos, o sencillamente tratados desde la desinformación y en otras desde el olvido.

Transcript of Fronteras de lo imposible (Mund - JIMENEZ, IKER.pdf

IKER JIMÉNEZ

FRONTERASDELO IMPOSIBLE

Un viaje de 150.000 kilómetros tras elmisterio

MUNDO MÁGICO YHETERODOXO

ISBN de su edición en papel: 978-84-414-0898-2

© 2001. Iker Jiménez

Diseño de la cubierta: © Miguel yBernardo Rivavelarde

© 2001 - 2011 Editorial EDAF, S.L.U.,

Jorge Juan 68. 28009 Madrid (España)

www.edaf.net

Primera edición en libro electrónico(epub): noviembre de 2011

Conversión a libro electrónico: DigitalBooks, S. L.

ISBN EPUB: 978-84-414-3069-3

No se permite la reproducción total oparcial de este libro, ni su incorporacióna un sistema informático, ni sutransmisión en cualquier forma o porcualquier medio, sea este electrónico,mecánico, por fotocopia, por grabaciónu otros métodos, sin el permiso previo ypor escrito del editor. La infracción delos derechos mencionados puede serconstitutiva de delito contra lapropiedad intelectual (Art. 270 ysiguientes del Código Penal)

El camino es la única meta.

Peregrino anónimo del siglo XIII

Y tan solo escribí la mitad de lo que vi.

MARCO POLO, El libro de lasmaravillas del mundo

Agradecimientos

A Carmen Porter, Manuel Delgado,Enrique de Vicente y LorenzoFernández, en representación de todoslos viajeros con los que en ocasiones hetenido la fortuna de compartir aventura.

A los comandantes Luis PrietoMugaburu y José Zabaleta Estrada, deNazca, Perú.

A Dante, de Cuzco.

A Nabil Habbkar, de Egipto.

A Joachim, de Petra, Jordania.

A «Crazy Taxi», de El Cairo.

A Aníbal Anacami, de Chauchilla.

Al doctor Cabrera Darquea, de Ica.

A Carlos Paz (r.i.p.), del mítico jirónJunín 402, Lima.

A Rosa Puno, de Bolivia.

A Marco, de Turín.

Al ingeniero Rudolf Gantembrink.

A Paco «Maradona» y los chicos delgrupo Hemisferios, de Córdoba,

Argentina.

A Akhmet, de Cartago.

A Isabel Vives, de París.

A Pierre Colombel, del Museo delHombre de París.

A Saib, jinete de la frontera argelina.

A José Garrido y Ana Da Conceiçao, enLisboa y Oporto.

A todos mis amigos. Y a los que hanhecho el esfuerzo de escribirme unasletras tras haber leído alguna pasada

aventura. Todas conforman el mayortesoro de este reportero.

Gracias.

0

Cuaderno abierto...

CUADERNO DE CAMPO, de bitácora,de viaje. De aventura. Nombres no lefaltan. Cada uno le pone el suyo y bajoel brazo va aferrado, como si fuera fiel y

único depositario de lo más íntimo delbuscador.

Un objeto mítico, sagrado, entre losinvestigadores de pura cepa. Un mazo dehojas donde el que sigue la mágica ydifícil pista de los misterios va anotandolos pormenores de la pelea que suponellegar al dato, a la persona, al lugar.

Un recipiente de secretos que jamás sedeja leer a nadie.

En él se han escrito los hallazgos y losfracasos, las alegrías y el miedo.

Se han escrito muchas cosas que jamásse escriben en los libros.

En sus cuartillas, a veces emborronadaspor la prisa o el peligro, vanacomodándose entrevistas y datos avuelapluma, descripciones y dibujos deaquellos que un día vieron lo imposible.

Y en cada trazo una sensación, en cadafrase un recuerdo vivo.

Antes de que la noticia y la aventuravean la luz, siempre ha habido unperiodo indefinido en el quepermanecieron en el interior delcuaderno de campo. O de bitácora. O delo que ustedes quieran. Ahí ha estado,como si fuese un pequeño tesoro en cajafuerte, navegando entre billetes deavión, visados de aduanas, acre-ditaciones de prensa o direcciones de un

lugar al que ya nunca se regresará.

Ahora, en el deseo de contarles todo loque se vive de verdad en un viaje tras loinsólito, me he permitido el sacrilegio—que los investigadores y reporterosme perdonen— de abrir de par en par ami viejo amigo. De compartir todas lasexperiencias en las que me acompañócomo un escudero en esta aventura largae inolvidable. Un periplo intenso,agitado, vívido, que me demostró, entreotras muchas cosas, que los misterios ylos enigmas sin resolver se expandenpor todo el mundo. O para ser exactos,que no hay un rincón en el que falte supresencia. En el pasado y en el presente,en el cielo y en la tierra firme.

Incluso, y ya se irán dando cuenta, hetenido la sensación de que esa sombrade lo extraño ha acompañado al hombredesde el inicio de los tiempos. Desde elmismo instante en que se estableció enlugares concretos y observó asustado lospropios misterios de la vida.

Recomiendo avanzar con paso firme ysin prejuicios por las hojas que vienen acontinuación. En muchas de ellas leerány comprobarán cosas que discuten los«ortodoxos». Y aquí lo único que sediscute es a los propios ortodoxos; aaquellos que, encaramados en un falsoconcepto de la ciencia y la realidad,piensan que ya lo sabemos todo. Enestas páginas habrá herejías para unos y

realidades como puños para otros.Porque esto ni es un libro de texto ni esun panfleto sectario de los adoradoresde lo paranormal. Solo pretende ser lacrónica de un periodista que harecorrido 150.000 kilómetros —iniciodel trayecto en el sur del Perú y final enla castellana Si-güenza— en busca dealgunos de los más grandes enigmasesparcidos por este mundo. De algunosenclaves míticos de los que todoshabíamos oído hablar y de otros queeran injustamente desconocidos.

Y en cada una de esas investigaciones, apesar de tratarse de casos con miles deaños a la espalda, ha surgido siempre lanoticia, la novedad, lo inesperado.

De las líneas jamás vistas en Nazca a lacolección secreta de arcillas de Ica.Desde el día que rompimos el cerrojode la Gran Pirámide a los últimosanálisis sobre el enigmático hombre«irradiado» en la Sábana Santa deTurín.

Ocurrió casi siempre lo que no estabaprevisto —lo insólito es así— y tuve lafortuna de estar en primera línea. Con lacámara presta, la inquietud a flor de piely el cuaderno abierto.

Esta es, en definitiva, la crónica dealguien que ha pisado esos sitios parapoder contarles no solo el misterio, sinotodo lo que lo rodea.

Ha sido una aventura irrepetible querompió muchos de mis esquemas y queen más de una ocasión me hizo correr,llorar de alegría, sentir el frío del miedoo arrodillarme ante la grandeza de loinsólito.

El veterano colega, con las tapas rotaspor el intenso trajín, ha recorrido losdesiertos y montañas, ha atravesadomares y brumosos bosques, se ha posadoen viejas mesas a conversar con lasgentes y ha cabalgado a trompiconessobre lomos de burros, caballos,camellos, carromatos, autobusesrenqueantes, barcazas y avionetas.

Por eso he decidido adecentarlo,cambiarle el traje de batalla y ponerlo

guapo para la ocasión, colocándole lasimágenes que pasaron por delante demis ojos, captadas fielmente por la viejacámara, que ha acabado, como no podíaser de otra manera, suplicandojubilación definitiva después de lamisión.

Al dar por finalizadas estas hojas mesobrevienen también recuerdos dealguna senda o tortuoso camino, noche otormenta, en las que mi despiste hizo quelo dejara huérfano y olvidado,extraviado en algún que otro accidente.Y juro que en ese tiempo la angustia másprofunda me invadió. Una angustia comola de quien pierde su memoria y supasado. Como la de quien queda

desnudo y despojado de casi todos susrecuerdos.

Milagrosamente, en las situaciones másrocambolescas y de las maneras másinverosímiles, el viejo bloc siempreacabó regresando a mis manos como porarte de magia. Como si nos uniese a losdos un lazo invisible.

Ya saben, la casualidad.

Han sido muchas las vivencias junto ami inseparable compañero de inocenteshojas blancas. Ahora, con él latiendo enrecuerdos y sorpresas entre las manos,comienza su propio y genuino viaje almisterio. Espero que lo disfruten y quese animen a seguir las pistas.

Les aseguro que aún queda mucho pordescubrir.

NAZCA:

EL LUGAR MÁS MISTERIOSO DELMUNDO

La Cessna 547 entra en la zonaprohibida...

... Longitud oeste 75o, 6’, 48’’.

Once y cincuenta y ocho minutos.

La aparición surge como un fantasmade arena. Es una criatura tan altacomo un edificio de doce pisos quealguien grabó antes del nacimiento deJesucristo.

Un ser imposible provisto de cascoovalado a modo de escafandra, ojosredondos como lupas, botas anchas yun brazo que saluda a los cielos...

¡Es «El Astronauta»! —me grita elpiloto.

1

Nazca: El lugar más misterioso

del mundo

Lugar de pena y sufrimiento.—Panamerica-na, kilómetro 433.—Líneas sobre el desierto rojo.—Figuras ocultas.—Un hallazgosensacional.—Rumbo a la zonaprohibida.—Encuentro con «ElAstronauta».—Imágenes de pesadilla.—¡Perseguidos!—Caminando sobreun misterio.—Mensaje del futuro.HACE MUCHOS SIGLOS, antes de quelos pies metálicos de los conquistadoresllegasen a estas arenas, la región,inmensa y solitaria, fue bautizada con elnombre de Nanazca: lugar de pena ysufrimiento.

Nadie sabe aún por qué.

Desde el inicio del tiempo hubo algoaquí que sobrecogió el alma de loshombres. Algo que les hizo preguntar alcielo cosas que no tienen ni tendránjamás una respuesta.

Desde aquella época, aventureros yexploradores de todos los lugares ycreencias han jurado que este es el másmisterioso rincón del mundo.

En Nazca hay una realidad huérfana deexplicación. Un enigma que está ahí,desafiante, solo comprensible a vista depájaro.

Y hasta él decidí viajar.

El vuelo transcurrió en una ocasionalavioneta de carga que hacía el trayectoCuzco-Ica. En su interior había un chinosonriente, orondo, al que no quisepreguntar qué hacía allí ni cuál era surumbo. A pesar de mi nula intención deiniciar conversación, el individuo latomó con mi nombre, visible en laetiqueta blanca que colgaba de mi bolsade viaje.

—Iker... —masculló, trazando variasletras con aparente dificultad en sucuadernillo—... su nombre significa... ¡ira por ello!

Dibujó una sonrisa, volvió a verificaruno por uno aquellos garabatos y lanzóun alarido propio de alguien con una

tasa muy superior al 0,8 % de alcohol ensangre:

—¡Ir-a-por-e-llooooo!... ¡a por elloooo!

Así es Nazca. Lejos de todo... y con unode los mayores misterios del planeta ensus entrañas.

He de admitir que aquel personaje era elprimero que traducía mi nombre. Hastaentonces nadie. Ni siquiera al chino.

Le devolví su sonrisa ajustándome elraído cinturón del asiento, comprobandocómo el balanceo del ala izquierda eracada vez más acentuado y en direcciónal suelo. Lo que vulgarmente se dicecaer en picado.

El hombre amarillo se empotró contra elfondo, se descompuso, perdió por unosinstantes el color y habló, durante uneterno minuto, en perfecto eincomprensible mandarín. En aquelmomento me pregunté si estaría rezando.

Debajo de la panza blanca de laavioneta aparecía el sinuoso trazado dela costa. Era curioso comprobar cómo eldesierto más seco del mundo, donde nollueve hace cuatrocientos años, moría en

aguas tan azules y frías. El colega chinollevaba una guía gruesa. Volvió aaproximarse, agarrándose a amboslados, hasta plantarme en las narices lafoto de un gigantesco pez martillo.Luego indicó con el dedo hacia abajo,hacia el mar. Se me cortó la risa decuajo.

Transcurrida media hora tomamos tierraa rebrincos en un helipuerto deminiatura. Había tres palmeras y doscasetas de madera con las puertascerradas. Jocosamente sobre ellas uncartel: «Información». No había unalma.

Recuperado el ánimo, el amigo viajero

saludó agitando la mano. Después montóen un viejo Jeep descapotable conaspecto militar y conducido por otrohombre al que no pude ver el rostro.

—¡Ir a por ello... ir a por ello! —merepetía.

Después tuve la impresión de que noshacía varias fotos con su Nikon desde laprudente lejanía.

El viento peinaba Ica a esa hora de lamañana. Y la arena fina de la duna másgrande del mundo —151 metros de alto— iba desgranándose en dirección a losojos de dos forasteros europeos quecargaban con sus maletas en la únicapista de aquel lugar fantasmal.

Estábamos tan solo a mitad de camino.Quedaban tres horas para llegar alobjetivo.

Manuel Delgado, compañero en estalarga aventura, se mesó la barba canosay decidió que lo mejor era tomar uncarro. Dicho en cristiano, alquilar uncoche de los que hacen la ruta a travésde la carretera Panamericana, la míticacalzada sembrada de atracadores conmetralleta presta y, hasta hace muy poco,dominada por el grupo terrorista mássanguinario que conoció el continenteamericano: Sendero Luminoso.

No había más opción si queríamos pisarNazca. Nos detuvimos frente a una tapiade ladrillo blanco. Allí, un hombre con

aspecto de estar recién salido de laprisión, incluida camisa corta que dejaentre-ver dos tatuajes, nos dijo queestaba dispuesto a llevarnos. Trasacordar precio, abrió su viejo y pesadocarruaje marrón.

Ante el parabrisas delantero, un hilo deasfalto que se adentraba en lo másprofundo del desierto.

Aquel inesperado cicerone, patibulariode los zapatos al sombrero, cerró de unportazo y sonrió a dos compañeros quele devolvieron el gesto apoyados en elmuro. Algo no me gustaba un ápice. Peroya no había vuelta atrás. El verdaderoviaje comenzaba en aquel instante.

Carretera Panamericana, kilómetro433, 15:00 horas

Nazca queda lejos de todo. El camino eslargo, eterno... y más a bordo de unantediluviano Chevrolet Malibú del 54que devoraba los kilómetros conirritante parsimonia. Por instinto agarrélas cámaras con fuerza, aplastándolascontra el vientre. Salimos de Ica, perono del todo. A las afueras, en un tumultorectilíneo de casas apretadas, sonó elchirriar de los frenos.

La puerta de una choza estaba abierta.Empecé a vislumbrar la trampa que nosestaban tejiendo. Nuestro siniestrochófer paró, bajó y, sin decir esta boca

es mía, desapareció en el interior de lanegrura. Fuera resonaba algo parecido alas chicharras. Tan alto que retumbabanen el gong de los tímpanos. Sin saberbien qué hacer le agarré el hombro aDelgado, como recriminándolo…

—¿Lo ves? Ya hemos caído. Adiós a losreportajes. Ya te lo decía yo… ¡y nadamás llegar!

Pasamos unos segundos eternos dentrodel Malibú, sin saber si salir opermanecer, si huir o abrir el portón yapropiarnos de lo que era nuestro. Quizános detuvo el observar aquel poblado enmedio de las llanuras amarillas.¿Adónde diablos íbamos a ir?

Tras unos alaridos, que parecían mitadpelea y mitad algarabía, salieron alexterior cuatro peruanos desnutridosdignos de un filme de terrorsudamericano. Estupenda compañía.

El viaje está a punto de comenzar.Entre una turba de curiosos,vendedores y desocupados... aparece elChevrolet marrón que nos conduciráhasta Nazca a través de laPanamericana.

Parecían ir hasta las cejas de agua defuego y portaban cada uno una bolsablanca que se meneaba como si en ellasfueran atrapados los espíritus de algúndifunto. Miraron fijamente a losforasteros —nosotros— y se metieronen el coche sin saludar, al tiempo que elconductor volvía a trazar su mueca desonrisa de gángster. El motor bramó y elacelerón dejó una nube marrón allí atrás.Sin duda, aquello no era lo quehabíamos pactado.

Caía una tarde más roja de lo normal, yyo mentalmente ya le-vantaba las manosdándome por atracado... o algo peor. Lapalabra «magia negra» martilleaba enmis sienes. ¿Qué llevarían aquellos

delincuentes en sus alforjas? ¿Acasoniños que sacrificar? Les aseguro queesa sensación con el coche en medio deun poblado sin asfaltar en una de laszonas «calientes» de Sudamérica era elmiedo en estado puro.

Cuando me giré sobre el respaldo parasaludar —pensé que con cortesía algo seapiadarían en su ritual—, vi al póquerde ases. Extremadamente bajitos, negrosde piel y luchando por acomodar losbultos. Uno de ellos agujereando un asacon un pequeño puñal. Fantásticopanorama.

—Son para la pelea de esta noche —soltó el más bajo del cuarteto—. Esperoque no les molesten.

Comprendía más bien nada. Pero mesentí aliviado al comprobar la docilidadde la respuesta. Incluso noté cómo lapresión sanguínea descendía. Empecé aintuir el malentendido. Esa madrugada,según me indicaban con alegría, era unade tantas en las que Nazca se convertíaen improvisado ring donde el ardientepisco y las apuestas prohibidas corríanveloces al margen de todas las leyes.Eran genuinos gallos peruanos de pelea.Una raza tan apreciada como prohibida.Y estábamos sirviendo de transporteclandestino a aquellas aves gladiadoras.

Una de ellas había perforado la bolsacon las garras y se afanaba por salir y

atacar a su contrincante. En un momentopensé en aquella fiera revoloteando enel interior de un coche con sietepasajeros. El sonido de sus cacareos eraviolento y estridente, y la escandaleraalgo tan surrealista que me resisto adescribirla con palabras.

A todo esto el Chevrolet ya corría por lacarretera bacheada, dando algún queotro bandazo. Unas cuantas plumas poraquí, una herida en la pierna por allá,juramentos en castellano, aimara yquechua... en fin, un númeroindescriptible. Éramos el camarote delos Marx rodando por el desierto másseco del mundo y, a pesar de todo,Manuel Delgado, haciendo gala de su

profunda conducta de recio español, eracapaz de echar la siesta a plenoronquido situado en el asiento centraldelantero. Ni cuatro gallos rojospeleando a un centímetro de su nuca, nilos gritos superpuestos durante doshoras y pico, ni las curvas y recurvas,dignas del París-Dakar a cincuenta ycinco grados en aquel hervidero demetal marrón, perturbaban la placidezde mi amigo. Sentí sana envidia.

Tan solo una exclamación pronunciadaen diferente tono le hizo abrir los ojosde par en par. Como un resorte. Yoclavé mi vista en la ventanilla derechacontra la que iba literalmente aplastadoy cogí la cámara con las dos manos,

instintivamente. El conductor decelerópisando el freno poco a poco...

—¡Allí están las muy cojudas! —repitió,mientras sacaba el brazo por laventanilla y clavaba el índice en «algo»que surcaba aquel suelo huérfano devida.

Y era cierto. Las legendarias líneas deNazca comenzaban a hacer acto depresencia a la vera del camino.

Líneas sobre el desierto rojo

«Es el Lagarto», dijeron los de atráscasi al unísono, refiriéndose a una de las

74 imágenes catalogadas hasta elmomento en la llamada «Pampa de SanJosé».

Efectivamente, aquel reptil grabado enel suelo con precisión hace unos dos milaños era una de las pocas figuras cuyotrazado podía ser parcialmentedistinguible desde el suelo. Un sectormás claro que el resto de la areniscapedregosa y casi granate se abría pasojunto a la propia Panamericana.

Era una recta milimétricamente trazada.Y juro que el corazón me dio un vuelco.Si en aquel momento alguien volase porencima de nosotros, a unos trescientosmetros de altura, vería a un viejo cocherodando, diminuto, paralelo a la

gigantesca cola de un animal de fábuladibujado allí para ser contemplado solopor el ojo de los dioses.

Siguiendo el cuerpo, girando a laizquierda, vimos aparecer una colmenade casas blancas y techumbre gris,apiñadas unas contra otras a orillas deun río que solo transporta tierra seca. Lamayoría de las viviendas estabanderruidas, con las estancias al aire.

Había edificios de tres plantas partidospor la mitad; uno convertido enguijarros, el otro con familias intentandovivir a pesar de todo. Aquello eraNazca, un lugar peligroso donde laviolencia, los atracos, el desempleo y la

desesperación convivían a la sombra delas misteriosas líneas del desierto.

La tensión se respiraba en cada esquinade este enclave remoto, devastado hacíatan solo dos semanas por la maldiciónde un huracán que pasó a la posteridadcomo «El Niño» y que nació comoinfernal torbellino en el oscuro Pacífico,justo enfrente de la región.

Tras pagar los correspondientes soles alconductor del viejo Chevroletcaminamos por la Avenida Bolognesi,calle principal y a la vez sendero sinasfaltar, que desemboca en la plazacentral. Algunos niños ponían pie atierra, descabalgando sus bicicletasoxidadas para observarnos con

detenimiento. Éramos la noticia del día.Una ranchera sin ruedas y unantediluviano Peugeot 404 estiloambulancia componían el único parqueautomovilístico en la gran arteria. Trasella nos aguar-daba el Hostal LasLíneas, que sería campamento centraldurante aquella nueva aventura. Unedificio que, como casi todo en este surdel Perú, representaba un viaje directoal epicentro de los años setenta.

Tumbado en el camastro, espartanocomo el resto de la habitacióndesangelada, coloqué mis libros,cuadernos y apuntes en disposiciónestratégica. El silencio era total entre lascuatro paredes envueltas en viejo papel

pintado. Tan absoluto que me permitiósumergirme de inmediato en aquellahistoria. La historia de uno de los másprodigiosos misterios.

Un hallazgo sensacional

Aquella mañana, Toribio Mejía Xesspequedó intrigado junto a la franja claraque atravesaba el suelo. La misma quehoy transcurre junto a la Panamericana.Las piedras habían sido cuidadosamenteapartadas para dejar visible la tierrainterior, de tonalidad casi blanquecina.El contraste sorprendía. Caminó unospasos y comprobó que aquella recta quese perdía hacia el horizonte era

simplemente colosal. ¿Cómo no se habíadado cuenta nadie? Y sobre todo, ¿cuálsería su cometido?

Unos metros hacia el este había más.Cuatro, cinco, diez... trazadas desde unpunto al azar y que se perdían sin rumbodefinido en mitad de aquel paraje lunar.No era una casualidad orográfica.Aquello era obra de los hombres.Transcurría el verano de 1927 y elarqueólogo, vivamente afectado por loque había presenciado en una zonaconocida como Valle del Ingenio, hablóemocionado a sus colegas del tropiezocasual con unos «curiosos canales deirrigación» que merecían un estudio másdetallado.

Desgraciadamente, aquel estudio, día adía, año tras año, se fue postergandoindefinidamente, diluido entre laburocracia y la desgana.

Las insólitas rectas trazadas en el suelode la pampa continuaron envueltas en elolvido hasta que el estudioso PaulKosok, profesor de Historia en launiversidad neoyorquina de Long Island,logró verlas por fin con otra perspectivamuy distinta.

El 22 de junio de 1939 su avioneta de laFawcett Line atravesaba este sectorolvidado de la costa peruana. Algo,según sus escritos, le hizo mirar abajocomo en un presentimiento. Lo que viole dejó mudo, alucinado, casi

atemorizado. En el suelo del desierto ysobre algunas lomas aparecíanperfiladas figuras de animales diversos—un mono, una araña, un perro, variospájaros...—, miembros humanos desiniestro aspecto —manos de cuatrodedos, cabezas extrañas y amputadas...— y figuras geométricas de las quesurgían colosales pistas que iban de unlugar a otro, con trazado perfecto,partiendo de la nada para llegar hastaninguna parte. La escena se extendía a lolargo de cientos de kilómetros.

Era la primera vez en la Historia quealguien podía contemplar aquellapanorámica tal y como en verdad sehabía concebido: para ser vista desde

las alturas.

Desde el cielo, el secreto de las líneascobraba sentido y forma tras dos millargos años de abandono. Figuras demás de trescientos metros, como lasaves fragata, los extraños símbolos aúnsin traducción o las entidadesdesconocidas, semejantes a algas yelfos, componían, en palabras delprofesor universitario, «el libro deastronomía más grande del mundo». Estafrase la pronunció emocionado en elsolsticio del verano, cuando el astro reyapareció, con la precisión de un relojsuizo, justo al final de una de las líneasmás anchas e interminables para ponersehoras después en otra idéntica y trazada

varios kilómetros más allá.

«El Colibrí», una gigantesca figura deproporciones exactas y solo visibledesde cientos de metros de altura. Esuna de las imágenes que se muestran alos turistas.

Para Kosok no había duda: estefenómeno representaba la demos-tracióndefinitiva de que un puebloprotohistórico, con una técnicadesconocida y asombrosa, se dedicó

durante años a la magna obra con lafinalidad de estudiar los misterios deaquel cosmos infinito, repleto de diosesy demonios, al que miraban condevoción y miedo.

Figuras ocultas

El siguiente acto en la crónica delhallazgo lo protagonizaría MariaReiche, «la dama de la pampa»,desgarbada alemana de cabellos blancosque llegó a este confín del desierto dosaños después, abandonando su puesto enla Universidad de Hamburgo. El rumorde que en el Perú se habían hallado losdibujos de los dioses caló tan hondo en

su alma que abandonó de inmediato laseguridad que se le ofrecía en aquelcampus. Sin pensarlo dos veces, cambióel clima helado de Alemania por el solinmisericorde. Fue recogida, casi porcaridad, por algunas personas de la zonay durante varias décadas, sin apoyosins-titucionales, se dedicó a trabajar desol a sol en aquel lugar donde no lluevedesde hace cuatro siglos. Lo hizo sindescanso, sin faltar un día. Durantecincuenta largos años.

Con una vieja escoba de paja y unaescalera limpiaba impurezas alojadas enalgunas de las líneas e iba midiendo, unapor una, cada nueva formaciónencontrada. Su catálogo, extensísimo,

fue publicado y causó una conmoción enla comunidad científica internacional. Apartir de ese momento el Gobierno delPerú tuvo la decencia de ayudarla,aunque fuese mínimamente. Sus estudios,pormenorizados con el detallismo casienfermizo propio de los teutones, arrojócada año nuevos e interesantesdescubrimientos. Había figuras trazadasen un periodo anterior al nacimiento deCristo, realizadas por una cultura de laque, con las pruebas históricas en lamano, no se tenía constancia alguna.Para la anciana María, obsesionada conencontrar un sentido a todo aquello, losllamados Nazca, tejedores de mantos yceramistas excepcionales, habríansacrificado sus vidas para dedicarse por

entero a idear y posteriormente ejecutarcon técnica sorprendente este mosaicovivo en el corazón de la pampa. Unaobra que jamás pudieron ver.

Los desvelos de Reiche captaron laatención de los principales estamentoscientíficos, lográndose así que la zonaarqueológica fuese proclamada en 1994Patrimonio de la Humanidad.

Medio ciega, por estar continuamenteexpuesta al sol, con la piel casitumefacta y sin fuerzas para caminar,realizó sus últimas investigaciones en1998. El 8 de junio fallecía poniendo deluto a todo el país.

Había transcurrido solo un mes... quizá

por eso la gris Nazca parecía aún másoscura. Durante cuatro décadas estamatemática germana dedicó todo sutiempo a edificar una teoría según lacual la antigua civilización que allí seestableció hace unos 2.500 años realizóla soberbia obra de ingeniería con el finde reflejar en las arenas un idea-lizadomapa del cielo. Un calendarioastronómico de gran complejidad que,durante siglos, habrían grabado en elsuelo persiguiendo el movimiento de lasestrellas.

La «Dama de la pampa» vivió desde1940 hasta su muerte en el llamadoParador de los Turistas, al final de unacalle polvorienta que lindaba

directamente con el inicio de las pistas.

Y allí, sin perder un segundo, dirigí mispasos con el objetivo de flanquear elumbral de la habitación 130, un recintocasi sagrado que, según me confirmó eldirector del hotel, Gustavo Santini, no sehabía abierto desde el fallecimiento dela añorada profesora.

En aquel lugar callado encontré losutensilios con los que Reiche habíabuscado «su verdad» hasta los 95 años.Daba la impresión de que la muertehabía truncado nuevos estudios quejamás pudieron salir de esas cuatroparedes. Allí estaban sus carpetas, susapuntes, sus trajes sencillos colgados dela percha... la vieja máquina donde

tecleó Geheimnis der Wuste —elsecreto de la pampa—. Aquello era untanto sobrecogedor. Casi como profanaruna tumba egipcia.

Según me confirmaba Santini, hasta suúltimo suspiro y poco antes de serleconcedida la Orden del Sol, el más altogalardón de la comunidad peruanaotorgado por el presidente Fujimori,mantuvo con fuerza sus teorías a pesarde que ella misma sabía que otrosmuchos investigadores no estaban deacuerdo con sus apreciaciones.

Quizá —pensaba para mis adentroshojeando los centenares de papeles queallí dejó la venerable germana de

pupilas blancas—, parte de la culpa deestos disentimientos radicaban enalgunas figuras que al parecer jamáshabían sido publicadas y quedesbarataban por completo la ordenada,modélica y tranquilizadora hipótesisgeneral establecida por la alemana yaceptada sin miramientos por la ciencia.

Esas formaciones, como un escolloinsalvable que rompían tesis elaboradasdurante años, estaban saliendo a la luzen los últimos meses.

Como si clamasen venganza.

Desde mi llegada a Nazca habíaescuchado, aquí y allá, comentariossobre «los nuevos dioses» que habían

sido encontrados en emplazamientosdonde, hasta la muerte de Reiche, estabaabsolutamente prohibido el sobrevuelo.

Dioses cuyo significado nadiecomprendía a ciencia cierta.

Y un rumor general se expandió envarios sectores de la ciudad como unvirus... ¿Por qué no habían salido a laluz anteriormente? ¿Por qué lasfotografías y diapositivas de losdossieres oficiales no reflejaban susextraños rostros?

No había más que pulsar mínimamenteel sentir de la gente. En el comedor delhostal un grupo hablaba de «figurascomo extraterrestres y más antiguas que

las demás».

Ni que decir tiene que la sangre meretumbó con fuerza en las sienes. Eranya varias las conversaciones que habíaescuchado apuntando en la mismadirección. Dejé mi plato en la mesa amedio terminar y me planté en lahabitación. En una mano la bolsa de lascámaras, en la otra los cuadernos. Mirumbo: el aeródromo. El objetivo: quelos propios pilotos —los verdaderostestigos de elite de aquella región— meconfirmasen la existencia de losmilenarios dibujos que no encajaban enninguna teoría.

Y bajando las escaleras del estrechoedificio bendije la «casualidad» de

encontrarme allí en el momentooportuno. Tenía que confirmar lasensacional noticia con mis propiosojos.

Rumbo a la zona prohibida

A aquellas horas nadie paraba en elpuesto de Aeroparacas, compañía quesobrevolaba diariamente las líneas ydonde estaban contratados los másexperimentados comandantes de la zona.Todo estaba inmerso en una quietudfuera de lo normal. Quizá —pensabacaminando por una pista de la que se ibasuspendiendo gran cantidad de polvoocre—, el turismo había cortado su flujo

vital por la situación económica de lanación y la bolsa de desastresinesperados que trajo el soplo de «ElNiño». O quizá también influían losvarios muertos provocados por unacadena de accidentes de estas mismasavionetas hacía pocos meses. El miedoes libre y rotundamente lógico.

Caminando entre las Cessna que allíestaban aparcadas sin rastro de clientelame vino a la mente la frase de unestudioso, César Corbacho, con el quetuve la oportunidad de charlar en Limaalgunos días antes. Sus palabras,pronunciadas de manera casi colérica,se me presentaron como una repentinarevelación:

—Mire usted lo que le digo, Reiche nohizo absolutamente nada en Nazca.Nada. Solo ocultar... que para eso fueenviada. Aquí solo investigaban ella ysu gente, el resto tenía prohibido elpaso. Hizo creer al mundo que aquellosgigantescos monigotes eran simplesgarabatos con los que seguir los astros.Y nada más falso. La clave está en lafigura de «El Astronauta». Ella ocupa elcentro exacto en la pampa y está en unasituación de superioridad sobre lasdemás. Durante años, hasta que salió ala luz, se dijo que no había figurasantropomorfas en Nazca. Investigue ahí,querido amigo..., porque ese astronauta

que saluda a los cielos es la clave detodo este asunto. Y hay otras muchasparecidas, con el mismo significado, yque nadie parece querer ver... porqueles desbaratan el negocio.

Corbacho —queda claro— era uno delos críticos con las teorías «comúnmenteaceptadas» que hasta la misma muertede Reiche se habían defendido casi amarchamartillo. Lo cierto es que no erael único que pensaba así.

Casi sin darme cuenta, imbuido en estospensamientos, tropecé con varios pilotosque discutían —incluso con aspavientos—, en uno de los hangares.

Me aproximé para arrimar el oído...

Hangar principal de Aeroparacas,Aeródromo de Nazca, 9:05 horas

Aquello era realmente intrigante. Loscomandantes de vuelo estabanenzarzados en el tema de las líneas, susignificado y los nuevosdescubrimientos. Presentí que habíallegado a tiempo.

En aquel momento me convertí en unsimple curioso que quería sobrevolar lazona, pero un poco más tarde, «cuandoel sol estuviese aún más alto».

Me senté y asistí al diálogo acaloradoque mantenían aquellos hombres.

Según hablaban, comprendí lo que yavenía siendo una gran sospecha: variasfiguras misteriosas habían sidoapartadas de los circuitos turísticos ysistemáticamente obviadas por Reiche ysus continuadores.

Debí disimular muy mal, o mostrardemasiado interés para un turista, ya queal cabo de unos minutos todos losintegrantes de aquel grupo ya intuían queyo era más que un simple viajero des-pistado. No pareció importarles. Elsecreto sobre los nuevos hallazgos deNazca venía rompiéndoseprogresivamente en las últimas semanas.

Jorge Echeandía, el historiador oficialque se encontraba en aquellaimprovisada tertulia, alzó su botella deInka-Kola —la bebida nacional— ypidió la palabra para dirigirse «alperiodista»...

—Nazca se ha convertido en una fuentede ingresos para el Perú —afirmó,clavándome la mirada y ante elasentimiento del resto— y todo estáestable y controlado. Se aceptan lasteorías de Reiche y se las proclamapatrimonio de la humanidad. Y así elpueblo genera trabajos directos eindirectos. Perfecto. Los historiadores yarqueólogos asienten y el misterio de las

líneas sigue ahí... como el primer día. Escomo una decisión de no hacer ruido. Amí me gustaría —grita colocándose enademán de mitin político— que alguienme explicase qué demonios tienen quever, en ese calendario de astronomía quenos han querido hacer creer, figurascomo «El Degollador» «Las caritas» o,sobre todo, «El Extraterrestre»...

Me quedé mudo. Y espero que el lectorlo entienda. ¿De qué figuras estabanhablando? ¿El Extraterrestre? ¿Cuál erasu misterio? ¿A quién representaban?...Mis preguntas inundaron la estanciasemicubierta y generaron una risacómplice entre los presentes. Aquellagente, ante mi asombro, se refería a

seres gigantescos provistos deescafandras, antenas y grandes ojos. Elexacto y milimétrico retrato de lassupuestas entidades que han aparecidojunto a los ovnis en rincones de loscinco continentes. El «problema» es quelos de aquí habían sido dibujados hacíamás de veinte siglos.

No pude evitar sentir un nudo en latráquea cuando, tras una hora denegociación, dos de los pilotos meofrecieron ir a visitar aquel enigmaescondido y retador.

—¡Prepárese para ver algo raro deveras! —gritó uno de los comandantes.

La avioneta Cessna 547 abandonó la

ruta habitual —de la que estáterminantemente prohibido desviarse—y enfiló rumbo sur para acudir ante «ElDegollador». Me acomodé en un lateralde la aeronave, aflojé el cinturón deseguridad para volcarme hacia laderecha, desenfundé la Nikon y esperé aque lentamente transcurriesen lossegundos...

Encuentro con «El Astronauta»

El piloto Luis Prieto Mugaburu —14.000 horas de vuelo surcando aquellasinmensidades— se volvió hacia atrás y,tal y como habíamos acordado en tierra,me abrió la compuerta de par en par. Mi

invitación a saltarse las normas mientrasestuviésemos alejados del itinerariohabitual no le pareció tan mal y cumpliólo pactado con precisión. El viento queentraba por el lateral me obligó aatrapar las cámaras —queindefectiblemente se deslizaban endirección al vacío— haciendo de tenazacon las piernas.

Las dos viejas palancas de la avionetafueron tensadas hacia abajo y aquello seelevó más y más hasta alcanzar un lugarconcreto en el mapa del cielo. Clavé losojos en los indicadores...

... Estabilización a doscientos quincemetros.

Vislumbro algo que empieza a perfilarseen el horizonte.

… Descenso de sesenta y tres metros enuna corriente fría.

Miro hacia abajo. Allí están las líneasgeométricas. Se juntan, se entremezclan,crean signos jamás comprendidos...

... Latitud sur 14o, 42’, 26”.

La Cessna 547 deja atrás la llanura. Nosaproximamos de frente a una especie deloma. Se incrementa la velocidad. Acuatrocientos seis metros sobre el sueloentramos en la «zona prohibida».

... Longitud oeste 75o, 6’, 38”.

Me aferro con una mano a la barra de lapuerta abierta y con otra a la cámara defotos. Aprieto el visor al ojo derecho,como si quisiera soldarlo al cuerpo. Midedo índice tamborilea sobre eldisparador.

El ruido de las hélices hace que el gritodel comandante Luis Prieto Mugaburu seconvierta en algo lejano yentrecortado…

—¡Allí está! ¡ Allí está!

Veo cómo sus brazos, sus galones, secolocan rectos señalando un punto en elsuelo.

La avioneta desciende girando en «U»,

como una hoja muerta, y queda flotandosobre la ladera de este desiertoinhóspito.

—¡Mire allí!…

Once y cincuenta y ocho minutos. Laaparición surge como un fantasma dearena en el rectángulo que enmarca mivista.

Me invade un vértigo, un mareo, unahumedad en los ojos. Pero no loprovocan la altura, ni el torbellino depolvo que golpea la carcasa. Es aquellafigura que aparece haciéndose gigante enmitad de aquel paraje infinito. Unacriatura tan alta como un edificio dedoce pisos que alguien grabó en la arena

antes del nacimiento de Jesucristo.

Un ser imposible al que el tiempo no hadeformado uno solo de sus trazos,provisto de casco ovalado a modo deescafandra, ojos redondos ysobredimensionados como lupas, cuerporobusto rematado en dos botas anchas yun brazo que saluda a los cielos... a lainmensidad del futuro.

—¡Este es «El Astronauta»! —me indicael piloto, revolviéndose en el aparatobiplaza y girando su cabeza hacia miasiento.

—¡As-tro-nau-ta! —repite mirando alfrente.

Ciento treinta y siete metros.Ascendemos. Aumenta el ruido delmotor. Dejamos atrás la gran loma.

En ese instante, agarrándome para nocaer sobre la puerta abierta, me sientopor unos segundos el ser humano másfeliz de la Creación.

Y el más asustado. Y el más confundido.

Estoy siendo testigo del misterio conmis propios ojos.

La avioneta desciende cerca de la

loma, abro la compuerta, pulso eldisparador de la cámara. Allí está elcolosal «Astronauta», un viajero deltiempo, centinela de la «zonaprohibida» que saluda a la inmensidaddel cielo.

Imágenes de pesadilla

Se acababa de producir una de lasconmociones más fuertes en la vida deeste reportero. Aquella criatura, lafuerza simbólica de sus trazos queparecían despegarse de la propiamontaña, era absolutamente imposible.Absurda, fuera de su tiempo.

Intentaba digerirlo, pero Mugaburu nome dio tiempo para ello. Descendiócomo si estuviésemos embarcados enuna montaña rusa. El nudo del estómagome llegó al cerebro. Su siguienteafirmación también fue un grito...

—¡Ahí tiene al monstruo Degollador!

En una primera ojeada al exteriorapenas distinguí nada. Comencé adisparar fotos como un posesointentando dar caza al intruso. Eso por siacaso. Pero aquel comandante —bruscoy esforzado a partes iguales— hizo elmilagro con una nueva bajada en planeo.

Efectivamente, allí estaba. Una criaturahorrenda provista de ojos gigantescos y

cráneo desproporcionado y oval nosmiraba desde una llanura. Parecía unfeto humano envuelto en una especie dehileras compuestas de signos.

Al igual que su hermano mayor —«ElAstronauta»—, estaba reali-zada enligera pendiente y con aspecto derelieve, como dominando las planiciesdonde se gestaron los dibujos restantes.¿Por qué ese lugar de privilegio? Ysobre todo, ¿por qué aquel ser dibujadohace unos 2.200 años me parecía la vivaimagen de una criatura ajena a la Tierra?

Era un ser angustioso. Lo fusilé sinmisericordia con la cámara. El sonidode los disparos fotográficos y el de lashélices se unieron.

El piloto y el periodista callaron.

Los brazos largos y finos flanqueaban uncuerpo provisto de piernas cortas queparecían flotar en los aires. Todo sucuerpo estaba rodeado de lenguas defuego que se proyectaban serpenteantespor entre los montes. En todasdirecciones. Como un símbolo deenergía que partiese del mismo centrode aquel individuo deforme y grotesco.Las «serpentinas» que aparecían junto alser eran el símbolo del fuego para losNazca.

Lo reconozco, el espectáculo me dejópetrificado. Era el vivo retrato de losllamados humanoides de los que tantas

veces había dado noticia en España.Incluso, una pequeña boca sonriente ymaliciosa parecía lanzar un saludodesde la tierra árida. Una sonrisa lejana.

—Esto sí que es raro, ¿eh? —me gritóMugaburu desde el puesto de mando,observando mi rostro pálido.

Minutos después, y como siefectuásemos un desfile ante las miradasde aquellos seres proscritos, volvimos aaproximarnos a otras figuras como «LasCaritas» o «El Extraterrestre». Tocadascon cascos de las que se proyectabanfinos haces rectilíneos y provistos decabezas ahuevadas de las que emergíanantenas o tentáculos.

Sobran las palabras. El«Extraterrestre», de 41 metros de alto,descubierto recientemente por MateoHerrau.

Aquello, sencillamente, se mepresentaba como una auténtica herejíapara la ciencia arqueológica. ¿Quédemonios pintaban aque-llos dibujos enel desierto? ¿Con qué intención losplasmaron los nazcas en un desoladorincón que luego bordearon de pistarectas? Mientras me lo cuestionaba en

las entrañas de aquella avioneta vi unasmanos de cuatro dedos —los mismosque cuentan la mayoría de las figuras—flotando en la nada, surgidas de uncuerpo conocido como «Elfo»,despidiendo aquella zona apócrifa ynunca visitada por el turis-mo. Lasmanos, delirantes y agarrotadas, eran lasúltimas guardianas de un secreto que, endirección sur, muy probablemente aún seextiende hasta territorios aún no pisadospor el hombre.

Empieza el misterio. Hacia el sur nostopamos con dibujos que no tienen

nada que ver con lo anterior. Son las«Manos del Elfo». ¿Qué o a quiénrepresentan?

Con el cerebro aún en ebullición, por lamezcla de calor, emoción y confusasideas, efectué un nuevo vuelo por lasfiguras clásicas y más conocidas. «ElCóndor», «La Araña», «El Perro», «ElColibrí»... que, llegando a envergadurasde más de 280 metros, no eran menossorprendentes, pero apenas nada teníanque ver con «El Astronauta» y sushermanos pequeños.

Quizá ahí —me preguntabadescendiendo a tierra— radica el

problema suscitado ahora en Nazca.Durante años, la «Pampa de San José»había sido un recinto casi restringidopara la alemana y su séquito. Erasospechoso que desde que ella cesó ensus actividades se hubiesen producidonuevos descubrimientos a los queapenas se les prestó atención y queresultaban cruciales para dar un nuevoenfoque al enigma. Un ejemplo flagranteera la figura de «El Extra-terrestre»,hallada por el explorador Mateo Herrauhace apenas dos años. Su nombre es fielreflejo de lo que parece representar.Aunque quizá «ser de pesadilla»también le hubiese ido como anillo aldedo. De 41 metros de largo y situadosobre otra loma en dirección a Palpa,

era la última sorpresa que no encajabaen lo escrito durante décadas. Cabezaoval, ojos circulares, cinturón conhebilla, manos con aparentes tenazas,dos antenas o filamentos que salían delcráneo... Para algunos, como los que separapetaban bajo el toldo deAeroparacas, él solito tiraba por laborda otra buena porción de estudios ytras-nochadas tesis.

En suelo arenoso pero firme volví a lacarga. Había nuevas dudas quecompartir con los pilotos. Algunos,como José Antonio Zabaleta Estrada,habían sobrevolado las líneas más demil veces y tenían secretos quecompartir conmigo.

¡Perseguidos!

Puse un Nuevo Sol —unas 50 pesetas—sobre el tronco de madera que hacía lasveces de barra de bar en aquel cobertizoen mitad de la planicie. La camarera,una chiquilla de unos once años con ojosrasgados, trajo al instante dos botellasde Pepsi envueltas en hielo.

—El recorrido que nos asignan —medecía Zabaleta, apoyando el codo enaquel árbol muerto— es siempre elmismo; las figuras que se ven son lasclásicas. No está previsto salirse de laruta. Los turistas que llegan hasta aquísuben, ven, bajan y en treinta minutos se

marchan tan contentos. Así se haestablecido...

—Esa es la ruta clásica —le digo—. Sinembargo, lo que yo acabo de ver es otracosa... digamos que ¿figuras aún enestudio?

—Muchas jamás saldrán a la luz, estoyseguro. Existen muchos misterios en estapampa que nadie sabe ni imagina. Tansolo nosotros, que día tras díaplaneamos en la zona y nos laconocemos como la palma de la mano.

La más espantosa y secreta de lasfiguras: «El Degollador», que con suabombado rostro sarcástico y suapariencia de feto humano nos vigiladesde su ladera hace más de dos milaños. No es ningún dios. No es nadaconocido...

Abre la suya y me la muestrasonriendo...

—Incluso ocurren cosas extrañas, sinexplicación...

—¿Cosas? —le pregunto, esperandomejor respuesta.

—Cosas como luces increíbles —sentencia, dando un golpe con el culo dela botella en la barra.

Salimos fuera, me señala el cielo sin unasola nube a esas horas del mediodía...

—Hemos visto cosas muy raras aquí.Hemos percibido sombras circulares,como discos, que han perseguido anuestras avionetas en pleno día. Somosmuchos. Pero está prohibido hablar.

—¿Objetos sólidos? —le pregunto, altiempo que le extiendo el cuaderno paraque trate de dibujarme aquellas formasvolantes...

—Son algo muy extraño y que no es

ningún aparato nuestro. Van rápidas y noemiten sonido alguno. Se colocan detrásde la cola. En alguna ocasión, a algúncompañero en la zona de Palpa se lepusieron casi junto al ala derecha. Pudover el disco negro, reluciente, sinventanas ni escudos. Ha ocurridomuchas veces y han sido seguidas desdetorre de control. Incluso algo de eso sehabló cuando se produjo el accidentedel año pasado. Unos dicen que sonovnis... y otros simplemente callan paraevitar problemas. No son los mejoresmomentos para hablar aquí de estascosas.

En agosto de 1997 dos avionetas, una dela compañía Aero Cóndor y otra

precisamente de Aero Paracas, sehabían estrellado misteriosamente.Murieron los pilotos y varios turistasitalianos. Un recorte del periódico localque llevaba entre las hojas de micuaderno recor-daba aquella historia.

Volamos hacia el corazón del Valle delIngenio. Yelmos relucientes, haces deluz, figuras que no aceptan ningunacatalogación... son «Las Caritas».

José Zabaleta Estrada con su Cessna:«Aquí todos los pilotos hemos vistoovnis», afirma sin tapujos.

—Aquella tarde la pampa se llenó defuego —me indicó José con expresióntriste—. Uno de los fallecidos era miinstructor.

Intentó decir algo y, como arrepentido,detuvo las palabras antes de quebrotaran de la boca. Permaneció unminuto en silencio y yo lo respete,caminando unos pasos hacia atrás.Desde donde nos encontrábamos se veía

la llanura donde ocurrió el extrañochoque en el cielo.

—Es imposible, y solo nosotros losabemos, que algo así ocurra.Totalmente ilógico. Pasó algo antes deese accidente. Es un misterio más quequeda aquí... junto a las líneas.

Caminando sobre un misterio

Pampa Colorada, 31 de julio de 1998,18:00 horas

—¡Que nos pueden meter en la cárcel!

¡Desgraciado! —volvió a gritarme elconductor que habíamos contratado paradesplazarnos por aquellas latitudes.

La verdad es que a aquel pobre hombre,Manuel Delgado y servidor le dimos unmal día. Y no fue el último.

Fernando Jiménez del Oso, buenconocedor de estos pagos, además dedirector de la revista en la que trabajo,me hizo un encargo insólito antes departir hacia Nazca. «Debes traerte fotosde cómo son las líneas por dentro ¡Avista de suelo! Eso es lo que casi nadieconoce.»

Había conseguido importantes primiciasen aquel viaje, pero no me resistí a

realizar aquel último encargo. Unencargo que aún no sé si tenía truco, yaque cabe la posibilidad de que miquerido jefe me quisiera ver entrebarrotes. No lo pongo en duda.

Me encontraba dentro de una de lasladeras con dibujos, a pesar de quesabía que aquello era poco menos queun sacrilegio para las autoridades. Lasfotografié, las observé, me metípiedrecillas en los bolsillos. Caminépor ellas como un funambulista de cortasdistancias. Aquel lugar era mágico.Manuel Delgado me grababa con lacámara y hacía lo propio avanzandohacia el sur. Éramos completamentefelices. Estar allí era un privilegio que

personalmente jamás soñé cumplir.

Sin embargo, los gritos de Aníbal, elguía, me acabaron por ponercompletamente nervioso. He dereconocer que en un principio no le hiceel menor caso, adentrándome aún máspor aquella línea clara que grababa eldesierto.

Hasta que un muro de piedras y unasletras escritas junto a un escudo oficialfrenaron el ímpetu de mi excursión.Aquello fueron palabras mayores...

Zona Arqueológica Nasca.

Prohibido ingresar a pie o en vehículosal terreno plano.

Multas: 2 millones de soles,

5 años de cárcel.

Escueto y bien clarito. Miré bajo misbotas. Aquello era terreno plano. Mireal horizonte, donde ya minúsculo seinternaba Delgado.

Aquello era lo más plano que habíavisto en mi vida.

La advertencia que me frenó en eldesierto más desolado y seco delplaneta.

Tenía razón el guía. Estábamos en plenazona de intangibilidad.

Me volví y lo vi mesarse los cabellosuna y otra vez...

—¡Vamos a ir todos a Lurigancho por suculpa! ¡Cojudo!

La verdad es que la cárcel de Lima, lamás temida de toda Sudamérica, no

debía ser una buena morada para aquellanoche.

En un momento pensé en la noticia deltelediario peruano la noche anterior.Motín en Lurigancho. Los presos hanjugado un partido en la galería 4 conla cabeza de un funcionario. Se mequebró el gesto.

Pero en Nazca no se está todos los días—pensé—. Y, como movido por unresorte, penetré aún más en aquellaberinto de trazos rectilíneos con lavista fija en el mirador donde hacían suronda los guardias de seguridad. Digracias a las alturas. No asomaban sussiluetas sobre la torre.

En el interior de la pampa, con losmíticos dibujos bajo mis pies, todos lossonidos desaparecieron como cortadospor un filo invisible. Bajando la mano aun palmo del suelo pude notar esacorriente de aire caliente que, segúntodos los estudiosos, recorre cada unade las pistas y dibujos impidiendo quela arena y las piedras sepulten laformidable creación.

Las líneas de Nazca desde el suelo erantan sorprendentes, solitarias ymisteriosas como a vista de pájaro. Sinembargo, nadie desde estas distanciascortas podría siquiera intuir el misterioque representaban desde el aire.

Los pequeños guijarros parecían

ordenados y dispuestos enimperceptibles depresionesdiferenciándose del resto de la planicieocre. Era increíble pensar que durantemilenios habían estado así, y que ni «ElNiño» ni cualquier otro furibundotemporal las había podido mover unápice.

Colocando la palma en una recta gruesaque iniciaba su extraño rumbo allímismo, recordé cómo algunosarqueólogos incluso me habían habladode una presencia notoria de magnetitaque producía un efecto rebote queseparaba las piedras. Hay quien seaventuraba aún más y afirmaba que elconocimiento superior de aquella

civilización preincaica surgida hace2.500 años fue el generador de este«milagro» que parecía enfrentarse atodas las leyes conocidas. Las líneasjamás se borran ni modifican, aunqueparezca imposible en una de las mayoreszonas sísmicas del mundo.

Y así continuarán quién sabe hastacuándo.

Mensaje del futuro

Una imagen única. Las líneas de Nazcaa pie de bota. Imperceptibles, difusas.Solo desde las alturas adquieren susignificado y enigma.

En el interior del vehículo, con la nocheya tendida sobre la interminablecarretera Panamericana y nuestroconductor mucho más calmado, encendíla pequeña lamparilla de la guantera yacerqué varias fotos que días atrás habíaobtenido en diversos museos del Perú.Allí estaban las imágenes de lascerámicas y mantos de las culturasNazca y Paracas arrojando un nuevomisterio sobre el tapete. Extraños«dioses voladores» aparecían en

decenas de obras de artecontemporáneas a las líneas. Rostrosverdes y rojos, cuerpos que planeabansobre el suelo. Hombres dibujados enescala inferior y que parecían adorarlesconscientes de su superioridad. Aquellome recordó a las deidades de Tassili-n-Azyer, en Argelia, en el corazón de otrogran desierto. Allí se repetía la escena.

Seres «fuera del tiempo» sobrevolandoa los pobres y aterrorizados mortales.Entidades que no aparecían en lasmuestras de ninguna otra cultura de estafranja costera de los Andes.

¿Acaso adquirieron los antiguoshabitantes de aquellos páramos los

conocimientos y medios suficientes paraelevarse por los aires y diseñar elmilenario mosaico? ¿O se tratabasimplemente del vivo retrato de losindividuos que en tiempo remotollegaron hasta el desierto y dejaron suhuella en la arena para crear un inmensojeroglífico sin solución?

Las caras enigmáticas de esos hombresingrávidos, reflejados hasta la saciedaden los tejidos y antiguas vasijas, se mepresentaban suge-rentes y, ante todo,desafiantes.

Para no pocos estudiosos hubo un día enque los dioses del futuro llegaron hastaeste mismo lugar. Los primitivos nazcalos adoraron y crearon las líneas en su

honor. Año tras año, esperando suretorno, dibujaron no solo formasgeométricas, sino las efigies de aquellosseres de luz, reclamándoles de nuevo supresencia a través de aquel mensajepóstumo.

Pero «ellos» jamás regresaron.

Sería al menos una teoría para explicaruna tarea titánica repleta de técnica,esfuerzo y sacrificio de la que no nosquedó un vestigio explicativo. Ni unasola pista de aquel absurdo que jamáspudo ser observado en su tiempo y quesobrevivió a sus supuestos creadores.

Me revolví en el asiento... ¿O acaso losnazca sí que llegaron a ver sus dibujos

hace 2.500 años?

Le di mil vueltas en silencio.Demasiadas en aquel incómodorespaldo de copiloto tras variasjornadas de trabajo ininterrumpido. Mimente reclamaba descanso. Y micorazón respuestas.

Bajé la ventanilla y vi cómo las llanurasocultaban su misterio entre mantos denegrura. A esas horas uno podía rodarpor aquel camino pensando que cruzabaun desierto más.

En mitad de la noche nadie sospecharíaque estábamos atrave-sando el corazóndel lugar más misterioso del mundo.

Las culturas Nazca y Paracas nosdejaron en sus tejidos y cerámicas elretrato de extraños seres monstruososque volaban y eran venerados por loshombres. ¿Son ellos los protagonistasverdaderos de la Pampa Colorada?

CHAUCHILLA:

EN EL DESIERTO DEL MIEDO

La vida de los muertos está en lamemoria de los vivos.

CICERÓN

2

Chauchilla: En el desierto del miedo

Una sonrisa macabra.—35 kilómetrosal interior.—Terroríficos centinelas-Tanu-lu.—Luces de muerte.—Encuentro en el cementerio.—Labestia negra. ESA DEBE SER la

sonrisa de la muerte. Las mandíbulasabiertas, dejando que el viento deldesierto penetre entre los dientesprovocando un silbido, un lamento. Lascuencas vacías, negras, como si en ellas,hace tanto tiempo, se hubiesen alojadorecuerdos y visiones del pasado.

Hacia atrás la melena de pelo lacio eindígena. Una mata que aún crece añotras año partiendo de la calavera blanca,pulida espectralmente por el roce de lasarenas de estas planicies desoladas. Unroce prolongado y diario a lo largo delos últimos dos mil años.

Me estremeció el dato, el mismo día enque Jesús de Nazaret era crucificado enel Monte del Calvario ellas ya estaban

aquí, en la misma posición, con lamisma mueca, con su grito congelado enel tiempo y lanzado a ese cielo de dondejamás caía el agua.

Quizá por eso, por encontrarnos en elenclave más seco del planeta, losmismos mantos primorosamentetrenzados por los nazca, los mismosamuletos sagrados y algunas tinajas consencillos dibujos, tal y como las dejaronel último día en que todos murieron,permanecían igual. Cada cosa en susitio. Cada cual acompañada de unahistoria jamás contada.

Todo está exactamente como aquellanoche en que estos hombres y mujeres

despertaron al otro lado de la vida,como en una fotografía macabra de lamuerte.

Hubo otra evidencia que aún mesorprendió más. Y la anoté en elcuaderno: los huaqueros —ladrones detumbas—, implacables en otros lugares,respetaban este cementerio viviente. Esoera lo extraño. No se atrevían a robarallí, en el poblado maldito dondeocurrían cosas terroríficas. En elcamposanto fantasmagórico querespondía al nombre de Chauchilla y queno aparecía escrito en ningún mapa.

Aquel era un lugar del que no sehablaba, al que nadie te guiaba, del quecasi todos callaban.

35 kilómetros al interior

El hombre me apretó fuerte. Más de locorriente en el noble arte del regateo.

—¿Que no le valen diez soles? —legrité apoyando las manos en su viejoToyota Corolla de chapa colorada ycorroída.

Y no le valieron. Era un tipo de ideasfijas. Argumentaba que Chauchilla era

un sitio peligroso para adentrarse a esashoras de la tarde. Y me argumentabatambién que los asaltantes habían hechosu agosto hacía un par de díasdesvalijando a un autocar entero dealemanes que intentó desviarse de laruta que se sale de la carretera general.

Por un momento imaginé la escena delos teutones saliendo del colectivo apunta de metralleta e intenté comprenderpor qué en palabras de aquel fulano loque le proponía eran ni más ni menosque treinta y cinco kilómetros «a preciode oro».

Después de decir no e intentardisuadirme de mis propósitos, el tipo,huesudo y de bigote bruñido, se quedó

mirando al frente, obviándome porcompleto, subiendo el volumen de unaradio de la que surgía el vozarrón de undiscípulo del gran Kiko Ledgard —elpresentador peruano que hizo historia enla televisión española de los sesenta—narrando con intensidad un duelo en lacumbre del fútbol. Allí estuvo superdición. Yo no me iba a ir de allí sinpisar Chauchilla, y como ni con quinceaceptaba el cholo, tiré por la estrategiaque pocas veces falla. Tras un par desencillas preguntas descubrí que era unhincha devoto del Sporting Cristal, clublimeño célebre por su dureza extrema ysus añejos éxitos.

—El Unión Nazca está en segundadivisión, ¿sabe usted? ¡Son peleles! —me dijo con lástima, echándose un tragode un brebaje gasificado imbebiblellamado Bimbo—, por eso yo soy delSporting de mi corazón... ¡VamosCristal! ¡Vamos Cristal!

Tocó la bocina tres veces.

Sonreí. Aquello del balompié, comoocurre en muchas partes del mundocuando uno se queda sin argumentos, seconvirtió en la llave directa para ponerrumbo a Chauchilla. El siguiente paso,nunca mejor dicho, sirvió para dar unacelerón en el espíritu de aquel hombre

demasiado tranquilo. Le recordé algunosjugadores que hicieron historia —algunos llegaron a jugar en España— yse echó una buena carcajada.

—¡Vaya con el español! —me dijo yacon otros ojos y otro ánimo más cordial.

Sorprendido de que le recordase ajugadores como Héctor Chumpitaz, queera tan leñero que, a pesar de haberdejado de jugar hacía quince añostodavía era recordado por los confinesde este desierto, o al «Loco» Quiroga —este resultó definitivo para mi cometido

—, un arquero que se rompió variasveces la crisma contra el larguero y quese ganó a pulso el apodo, me tendió lamano para aceptar aquellos soles.

—¿Se acuerda del Quiroga? ¡Pero quéfuerza que tenía el Loco! Pues ahoritamismo que le llevo, no faltaría. ¡Y quenos vamos para allí!…

Volvió a tocar el claxon. Cerré la puertay le entregué los soles, no fuese a haberdescontentos en mitad del desierto.

Ya estábamos en camino. Y por

supuesto que durante el trayectoseguimos hablando de fútbol, elverdadero esperanto, el idioma con elque, con un poco de suerte y sinequivocarse de equipo, se puedeentender a cualquiera en cualquierrincón del globo.

El Toyota daba unos saltos de aúpaentre loma y loma, mientras poco a pocoNazca, la demolida ciudad reciénarrasada por «El Niño», se hacía máspequeña en el retrovisor. Salimos de lavía secundaria e ingresamosdirectamente en la arena dura deldesierto. Ni sendas, ni raíles, nicaminos. Nada. El viejo coche por mitadde aquella llanura sin indicativos.

El sonido bronquítico del motor era elúnico en aquella planicie. Al fondo, enla línea del horizonte, las lomas setornaban más oscuras, más rojas. En esadirección había que ir.

Nuestro objetivo estaba a 35 kilómetrosal interior de ese desierto al que, creoya haberlo escrito, decidieron llamarNanazca, lugar de pena y sufrimiento.

Rápidamente cesaron todos los ruidosdel exterior, como si la vida animal yhumana hubiese quedado definitivamenteatrás. En tan solo unos minutos me vienvuelto en un mar amarillo, casiblanco, donde el sol reflectaba confuerza y era casi imposible mirar enninguna dirección. Todo era de una

claridad hiriente que traspasaba loscristales negros de las gafas. A pesar deello, el conductor, sabedor de su oficio,procuraba estar al tanto, girando elcuello adelante y atrás, por si se nosaproximaba algún individuo extraño o eltípico furgón que los atracadores y losúltimos irreductibles de SenderoLuminoso utilizaban en sus fechorías.Según me confesaba el hincha acérrimodel Sporting Cristal, en la siguiente dunasiempre podía aguardar la desagradablesorpresa en forma de metralleta.

Ni que decir tiene que inmediatamenteme sumé a su vigilancia.

Terroríficos centinelas

Cuentan las antiguas crónicas que undestacamento dirigido por JerónimoLuis de Cabrera el conquistador llegóhasta este lugar tras abrirse paso enbatallas en las que brotó sangre de losindígenas y los españoles tiñendo laarena sedienta.

Tras fundarse Villa Valverde y partiruna expedición histórica con Pedro deValdivia en dirección a las tierras delsur para descubrir Chile, variossoldados se adentraron en estas tierrasestériles que no otorgaban ningunafuente de riqueza para los nuevosgobernantes. El único cometido era

explorar.

Al llegar a las últimas poblaciones delllamado Valle del Ingenio, fueron lospropios nativos quienes confesaron sustemores ancestrales. Según susindicaciones, había un lugar desiertodentro que estaba maldito. Unemplazamiento que había quedadointacto desde hacía por lo menos milaños y al que nadie osaba aproximarse.La aldea, convertida en macabranecrópolis, fue bautizada comoCahuache Chauchia y considerada«castigada» por los dioses que, según elrelato popular, convirtieron a sushabitantes —incluyendo mujeres y niños— en verdaderas estatuas de sal. La

leyenda, transmitida de padres a hijos,contaba como a todos se les pudrieronlas carnes al mismo tiempo y como susesqueletos quedaron tal y como en aqueldía final, componiendo un retratofantasmal de la misma cara de la muerte.

Pero las indagaciones de los españolesen Chauchilla no fueron muchas. Másbien, y echando mano de los documentoshistóricos, se podría afirmar que sealejaron del tétrico lugar para noregresar jamás. Los motivos sedesconocen.

Lo único que se supo es que todopermaneció en perpetuo silencio, sin unalma, con las momias esparcidas yvigilantes como dueñas de aquel lugar

sin tiempo ni espacio, controlando cadauna su parcela de terreno y alejando alos curiosos al mostrar rostros dantescosque mostraban el espanto.

Así se mantuvo el emplazamiento hastaque, en el frío invierno austral de 1901,el arqueólogo Max Uhle atravesó eldesierto con un equipo de expertos,espoleado por las voces que le hablabande «los cuerpos malditos».

Una huaca con el rostro

de su morador asomando. Comienza elespectáculo más tenebroso del mundo.

Puestos en faena, los especialistaslograron reveladoras pruebas; losprimeros análisis otorgaron a losesqueletos, a sus ropajes y enseres, ladatación que se presumía: 2.200 años.

Al mismo tiempo, las pacientes laboresde desenterramiento fuerondescubriendo palmo a palmo lo queparecía ser una ciudad con sus muros deadobe, sus esquinazos y sus callejas. Enhabitáculos cuadrados aparecían loscuerpos de niños y mayores, de brujos yancianos, de mujeres y hechiceras junto

a vasijas llenas de arenisca blanca. Losarqueólogos, con una mezcla defascinación y respeto, fuerondesempolvando con sumo cuidado lascapas superpuestas de tierra paracomprobar cómo aquellas personashabían sido sorprendidas por algún tipode alud o temporal. Un desastre, unepisodio trágico y completamentedesconocido que los había dejado en esamisma posición durante tan largotiempo, como títeres macabros de unaferia infernal y eterna.

Lógicamente, para Ulhe y losposteriores excavadores, no cayó ensaco roto la fecha de aquella tragedia.Con un margen de error muy corto podía

asegurarse que aquellos cuerpos deCauache Chauchia eran los de lospropios constructores de las líneas deNazca. Y para añadir más misterio secomprobó que muchos de los dibujos dela pampa apuntaban a este enclave,quizá marcando un secreto inconfesableque se escondía bajo los mantos dearena. La datación de los más antiguosdibujos y de los huesos y ropajes deestos habitantes del poblado corríanparalelos y demostraban que amboscoincidieron temporalmente. En unperiodo remoto en el que debieronocurrir cosas prodigiosas y que, dos milaños después, el hombre modernoapenas puede atisbar.

No era descabellado pensar, por lotanto, que entre aquellas calaverasdesdentadas, entre aquellas risas dehuesos callados mirando a las alturas, seescondían sabios científicos que, en unalarde de técnica y estrategia jamásvisto anterior ni posteriormente,lograron estampar sobre el árido sueloel mismísimo mensaje de los dioses.Unos dioses que quizá se mostraron antelos dibujantes, unos seres que tal vezcaminaron por esta misma tierra yerma.

Inevitablemente, veinte siglos después,los hallazgos de los científicos corrieronrápidos por las poblaciones de Pisco,Nazca y Palpa, de donde partieron alinstante turbas de personas con la

intención de verificar los rumores deque las momias eran centinelas de unfantástico tesoro de la épocaprehispánica. Eso era lo que seafirmaba, y la particular y dañina fiebredel oro no tardó en calar profundamenteen los poros de todos los huaqueros. Sinembargo, por incomprensible queparezca en una población hambrienta ypobre, los aspirantes a saqueadoresdetuvieron sus deseos de raíz. Segúncontaban los más viejos, el paisaje queallí se ofrecía, el poblado donde eltiempo parecía haberse detenido condecenas de cuerpos antaño sepultados yahora abrasados al sol, era demasiadoespectral para profanarlo. Había algonegativo que representaba una barrera

física para aquellas gentes religiosas enel mismo grado que necesitadas.

Lleva dos mil años mirando al frente,en su hogar

destruido. Las imágenes

que veo en Chauchilla son,sencillamente, terroríficas.

Pocos fueron los que intentaron robaralgo a aquellos extraños. Y, los que lohicieron, pagaron sobradamente lasconsecuencias.

Tanulu

El conductor quedó dentro del Toyota. Yme fijé en el detalle. A pesar del calor,subió la ventanilla con la manivela.Prefería el hervor de aquella cafeteracon ruedas antes de pasear por estoslares. Curioso.

No había un alma en aquel momento,

justo cuando los rayos del sol caían conmás fuerza y todo se envolvía de unatextura diáfana, fantasmal.

A cada paso se levantaban pequeñasnubes de polvo más oscuro. Eltermómetro apretaba tanto que todas lasefigies me parecieron visiones,apariciones delirantes, espejismosextraños y lejanos que transmitían unincomprensible mensaje, que hablaban ygritaban en un silencioso dialecto quenadie comprende.

En la explanada que se extendía hacia elpoblado primitivo observé algo que mehizo retroceder unos pasos. No me dicuenta y volví atrás. Allí, en el suelo,aparecían varias tibias y antebrazos

humanos quemándose al sol y formandocaprichosamente los trazos de unapalabra.

Me puse en cuclillas y disparé variasfotos. De fondo ya se observaban losprimeros cuerpos sobre las lomas, conlas negras melenas al viento, con losropajes de tela gruesa ondeando yhundiéndose a golpes entre los huecosdel esqueleto.

«Tanulu» es lo que leí en aquellas letrasde muerte que marcaban el inicio dellugar que pocos nativos atravesaban.¿Una casualidad?, más que probable,pero en aquel momento, lo aseguro, todocobraba sentido ante la impresión. La

sensación de vigilancia de aquellascalaveras que, a pesar de no tener ojos,persiguían con su rostro difunto y vivo ala vez, tal y como lo hacen algunosviejos cuadros, sin perder de vista alviajero que las observa.

Los centinelas de Chauchilla mirabanseveros, casi siempre con la bocaentreabierta y agazapados en susponchos, las manos con las falangescomo dagas afiladas que se clavaban entierra, como si quisieran cogerla apuñados y se escapase por entre losdedos descarnados.

Uno por uno los fui retratando con lacámara, como si de modelos del otrolado de la muerte se tratasen,

escuchando el eco vibrando con fuerza yatravesando de parte a parte aquel lugar.

En uno de los habitáculos, a un par demetros de profundidad, vi un rostro quemiraba hacia la luz del sol. Era lacalavera de una hechicera espantosa concabellos largos y enmarañados quecaían en cascada negra hasta el mismosuelo. Sobre el cráneo, la melena tanrevuelta que parecía una vieja medusamaligna y el manto agujereado de rojatela tapando pudorosamente unasvergüenzas que se reducían ya tan solo ahuesos blancos y quebrados, articuladosunos sobre los otros.

Desierto adentro nos

aproximamos a Chauchilla. Los huesoscomienzan

a aparecer formando

espectrales palabras sin

sentido sobre la arena oscura:«Tanulu».

A pesar de que solo se escuchaba elprofundo zumbido del silencio total,daba la sensación de que allí seconcentraban miles de gritos y de voces,miles de lamentos trágicos comorecuerdos congelados del último día.

Bajé a uno de los huecos y no dudé encoger uno de los cráneos que, en círculo,se extendían rodeando a una pareja demomias. Había trépanos en las capas deloccipital practicados con maestría.Agujeros profundos que llegaban almismo cerebro y con los que, tras un

complejo y a la vez rudimentariosistema quirúrgico, eran extraídos lostejidos dañinos. Era la demostración, taly como se recoge en decenas de museosdel continente americano, de que estoshombres tuvieron un sistema detrepanación que, a pesar de salvaje ycruel por lo doloroso, resultaba efectivopara el paciente. Algunas calaverastenían siete y ocho orificios, muchas conláminas calcáreas de huesotaponándolos de nuevo; es decir, con lamuestra flagrante de que habíansobrevivido a las operaciones y a laspenosas enfermedades. Al igual que enel antiguo Egipto, aquellos hombresdescubrieron la descompresión de lascapas próximas del cerebro y, según

parece, no solo la practicaron comoterapia curativa, sino en ocasiones —por parte de los hechiceros o chamanes— como forma de modular los estadosde conciencia para acceder a otrasvisiones, ensoñaciones y realidadesalejadas de lo terrenal.

«La Hechicera», con su manto, sumelena y su macabra

sonrisa blanca...

Los que no habían logrado sobrevivir deningún modo, según me habían contadoen Nazca, eran los huaqueros que sehabían internado con aviesas intencionesen Chauchilla. Muertes repentinas einexplicables fueron varias, e inclusomás de una reflejada con estupor en laportada del periódico regional. Endeterminadas ocasiones, al llegar lamañana, algunos obreros excavadores yarqueólogos se habían encontrado conlos cuerpos sin vida de ladrones quehabían tenido el valor para adentrarsepor la noche. Más de tres fueronhallados con rostros de dolor, retorcidosen un ovillo, como si hubiesen sufrido

una viva y letal impresión antes deocurrir el colapso. Junto a ellos, tal ycomo los recogió la policía, las momiascon los oscuros ojos de sus calaverasobservando, como testigos mudos queguardaban con celo la verdad de loocurrido pocas horas antes. Junto alprofanador recién muerto, susexpresiones, sus carcajadas de huesosblancos, se volvían más hirientes, másterribles.

El grito

desgarrador y

silbante en mitad de la eterna

e inquebrantable nada del desierto.

En los años sesenta se produjeron variasmuertes inexplicables, y eso caló hondoen la amplia comunidad ratera de tumbasde todo el Perú. Aquello se convirtió enlugar maldito a la vista de los hechos yde los registros de defunción. Casosoficiales que se tramitaron sin arrojar

ninguna luz y tuvieron que engrosar losarchivos de muertes naturales.

Dos momias miran a las alturaspermanentemente azules del cielo deChauchilla.

Su casa aún guarda rudimentariosadornos.

Más de una docena de hombres fornidos

y de mediana edad, sin problemas desalud, habían amanecido besando lasarenas del poblado, sin rastros niseñales de agresión. Tan solo con elcorazón detenido, congelado en unúltimo latido.

Dados los antecedentes, no es extraño,por lo tanto, que en las casas máshumildes de la desolada Nazca, lasmadres, al regañar las travesuras dealgún hijo, gritasen una expresión que seconvirtió en popular y que puede ser aúnescuchada paseando por los barrios: el«a Chauchilla te van a llevar», que hasobrevivido a todas las barreras deltiempo y que permanece en las bocas yánimos de personas que juraron no pisar

jamás este lugar de leyenda y maldición.

El autor cerciorándose de cómo loshombres y mujeres sepultados en vidapracticaban perfectamente latrepanación...

Luces de muerte

Continuaba mi lento peregrinar porChauchilla como un paseo por un museode escalofríos. Era angustioso cruzarsecon aquellos que, desde sus cobertizos

aún adornados con mantos y vasijas,miraban hacia arriba, con expresión degrito agudo, de alarido que reclamabaatención por parte del vivo. Imaginé porun instante lo que tenía que ser aquellode noche. Sin duda, uno de los lugaresmás pavorosos sobre la faz de la tierra.

No me extrañaba, a esas alturas yvagando entre aquellos laberintos, queni los huaqueros quisieran acercase arobar.

Sin embargo, no solo los ladrones deoscuros propósitos eran los únicos quehabían sufrido de cerca los fenómenosque, según la voz de los viejos,campaban y se irradiaban en esterecinto. Había otras personas,

respetadas y de seriedad probada, quehabían sido protagonistas de sucesosque hacían crecer el torrente del másprofundo temor: Tito Rojas, inspectordel municipio de Nazca, y el sastreAdolfo Peñafiel eran dos de ellos.

Según rezaba el grueso expedientepolicial redactado a tal efecto, ambostestigos se desplazaban en un vehículoen las proximidades de la llamadaPampa Carbonera, relativamente cercade Chauchilla, el 3 de febrero de 1972.Regresaban de la zona de Ica y, a eso delas once de la noche, observaron losdestellos pulsantes de un objeto deapariencia metálica que estabasuspendido en el aire.

Tan extraño les resultó el fenómeno quegiraron el volante y se desviaron de laPanamericana para, casi sin querer ytras la estela de aquel artefacto «deltodo anómalo» según sus testimonios, irponiendo rumbo a la zona de Chauchillaa través de las lomas y llanuras dearena. Al llegar justo a la vaguadadonde aparece el poblado, descubrieronalgo que les heló la sangre dentro de lasvenas; ambos se agarraron al asiento alver que justo enfrente, a unos cuarentametros de distancia, aparecía un serhumanoide, una figura de considerablealtura —cerca de dos metros—deambulando torpemente y en línea rectaentre las huacas y tumbas. ¿Qué hacíaallí aquel individuo? Cuando lo

iluminaron las «largas» del coche sedespejaron muchas dudas: era unacriatura sin rostro, embozada en unosropajes estrechos que emitían luz. Eraalgo que se había percatado de lapresencia de los dos amigos. Dandomarcha atrás y levantando una granpolvareda, los aterrorizados nazqueñospudieron ver aún cómo el ser, que vestíauna indumentaria semejante a un monoverdusco sin cremalleras, distintivos oaberturas, giraba sobre sus talones ycomenzaba a caminar a grandeszancadas en dirección al automóvil.Mirando a través del panel trasero, elsastre Rojas, suplicando a su compañeroque acelerase al máximo, pudo ver cómoel individuo emitía una especie de

radiación o de aureola que rodeaba sucabeza.

Esa misma noche, según pudo constatarla policía, decenas de vecinos del barriojunto al río denunciaron la presencia deuna luz ovalada y muy fuerte que surgió,pasadas las doce, entre las lomaslanzando varios destellos y un sonidoagudo que sorprendió a muchos en susterrazas o charlando en tranquila tertuliaen la misma calle.

Las investigaciones oficiales deobservaciones de ovnis y extrañasapariciones en las cercanías deChauchilla eran, según pude comprobar,algo relativamente común en lagendarmería de Nazca. Uno de los casos

más espectaculares, ocurrido también enaquel agitado e inolvidable 72, fue elprotagonizado por un periodista de latelevisión nacional polaca, WillRocinsky, a quien acompañaba unarqueólogo de nacionalidad sueca con elfin de realizar varios documentalessobre la costa sur del país.

Todo ocurrió el 11 de noviembre.Sobrevolando la pampa con unapequeña avioneta Piper-club, Rocinskylogró filmar un objeto discoidal oscuroque permanecía aterrizado en un margende las lomas donde aparecían algunosdibujos. Tras un minuto y medio degrabación, el aparato, ante la sorpresadel cámara, dio la sensación de

disolverse en la nada. Ya de regreso,cuando el reportero atravesaba laPanamericana en su coche dirección alParador de Nazca, percibió una señalluminosa que aparecía al margenderecho. Paró el vehículo y comprobócomo, muy cerca de Chauchilla, estabade nuevo aquel artefacto con forma deplato que anteriormente se había posadoen el desierto. Aterrorizado, solo y enplena noche, no se atrevió a bajar delvehículo —aunque algunas versiones delhecho aseguraron en su día que sí lo hizo— y empuñar su cámara. Muy cerca delovni, tendido en el suelo, vio un ser «deaspecto calvo, considerable altura, colormacilento y tres dientes caninos oprotuberancias en la boca entreabierta, y

cerca de él un objeto pequeño ycuadrado de apariencia metálica». Laaparición de aquella criatura anormal enese entorno le produjo tal impacto queno dudó un instante en meter primera yhuir de aquel poblado a toda velocidad,aun sin tener conocimiento de que ellugar hasta el que se había aproximadoera Chauchilla, el enclave misteriosodel que no tenía noticia y que jamásllegó a filmar para su inacabadodocumental.

Rocinsky, aterrado y con la idea dealejarse lo más posible al ver a aquellafigura alargada, estuvo a punto deestrellarse al regresar al trazado de laPanamericana. Aquello fue una

premonición.

Allí, mirando atrás, comprobó cómo losdestellos del supuesto ovni seguíanabriéndose paso en la noche. No lecabían dudas, como en el caso del sastrey el inspector, de que aquellas luceshabían llamado su atención para queacudiese hasta un lugar muy concreto.Aquello se le antojó una especie defantasmales cantos de sirena.

A los pocos días de confesar sualucinante experiencia, Rocinsky seestrellaba con el vehículo en plenacarretera falleciendo en el acto. Loslugareños, desde entonces, lo consideranuna pieza más de la maldición, y lapregunta que aún sobrevuela estos pagos

es si el malogrado reportero observórealmente a un humanoide de origendesconocido o se confundió fatalmente,en aquel estado de alerta y con losnervios a flor de piel, al toparse enrealidad con la efigie cadavérica dealguna momia recortada entre lassombras de la madrugada.

Nadie logró saberlo.

Encuentro en el cementerio

Aníbal Anacami, funcionario deautopistas y carreteras, era otro de losque sintió el sordo miedo de Chauchillapalpitando en el pecho. Otro al que lapalidez súbita le atrapa al mirar, aunquesea de lejos, el poblado.

Se me presentó acompañado de LuisVasco, un historiador que examinabaalgunas piezas y huesos.

—Es como si una tormenta de arena loshubiese sepultado vivos a todos —medijo, agachado junto a un agujerotortuoso donde descansaba otro cadávermilenario con los retales de un pañueloatado al cuello como un pirata delpasado.

El viento silbaba de nuevo en laexplanada, y Anacami, robusto, de tezmorena y camisa blanca y desabrochada

que se balanceaba al compás del aire, sedecidió a contarme lo que le habíasucedido hacía tan solo unas semanas.

Con la angustia agarrada a la garganta,señaló hacia el camino de piedrasclavadas en el suelo y comenzó ahablar...

—Regresaba yo a casa en mi coche, ibasin pensar en nada, con la noche yabastante profunda. A esto que a la alturadel 465 de la Panamericana veo comoun fuego, como una luz que se enciende.Me extrañó, ya que, como verá, aquí nohay casas ni hacienda alguna, y no suelehaber casi nunca carros...

—¿Y te viniste para acá? —le preguntémientras le retrataba junto a una de laslomas.

—Lo hice, pero realmente sin pensar. Enaquel momento vi cómo el lucero caía agran velocidad al suelo. ¡Como si sehubiese estrellado un avión! Me salí delcamino dispuesto a ayudar; creía deverdad que había habido algún tipo deaccidente. Y por esa ruta, casi sin saberdónde estaba, ya que desde niño yo nohabía venido por aquí, me fui metiendohasta ver el cementerio. Aquí el corazónle juro que casi se me sale por la boca...¡la luz estaba aquí mismo!

—Un objeto que emitía luz estaba ¿entrelas tumbas?

—Más bien —me respondió,extendiendo los brazos— la luz, elreflejo o lo que fuese, estaba en todo.Inundándolo todo. ¡Salía de aquí mismo!—señaló el suelo—. Las calaverasestaban envueltas de esa luz, y de losagujeros salía también sin parar. Yo meaterroricé, ¡por mi madre que sentí queme había metido en la boca del lobo!Me puse muy nervioso, mucho,intentando salir de nuevo hacia arriba.Aquello le aseguro que no era normal,del suelo salían unos chorros brillantesque no parecían de este mundo. En unmomento noté cómo el coche se meparaba, con el motor ahogado y la ruedapatinando en la loma. ¡Creí morir! Y

justo vi cómo unas luces o bolas de luzsalían del suelo y empezaba a ir hacia elcarro. Lo vi por el retrovisor y a puntoque estuve de echar pie a tierra y salirde allí como un loco gritando...

—Pero lograste arrancar...

—Gracias a Dios que sí. La palanca decambio no me entraba, se habíabloqueado por completo. Aquello erapara vivirlo. Al salir de aquí, patinandode motor, vi cómo, entre el nubarrón delpolvo, surgían unas formas, unasllamaradas blancas que parecían corrertras el coche. Yo recé por salir de allí, ypor fortuna aquellas «cosas» sequedaron. ¡Santo cielo!, en un minuto ominuto y medio dejé de verlos, justo al

descender por el camino de piedras ybajar la ladera.

Aníbal Anacami, funcionario deldistrito de Nazca.

Es uno de tantos que pasó una noche depesadilla en Chauchilla.

¡Yo le digo que ya son muchos en Palpay Nazca a los que les han pasado cosas

muy parecidas! ¡Con decirle que ni loshuaqueros pasan por aquí! Esto, se loaseguro, es como si estuviese maldito.

Los temores de Anacami, por unmomento, dieron la impresión deinundar el lugar. Bajé a una huaca ycomprobé espantado cómo una de lasfiguras era una mujer que mantenía en elregazo a un bebé. Ambos estabanconvertidos en momias, en una mezclacompleja de restos óseos y carne hechajirones de pergamino. Las dos piernasdel niño salían entre las mantas, y elrostro de la madre era otro aullido, laboca convertida en un orificio abierto,profundo, mientras los collares de

piedra y amuleto descendían cuelloabajo. El cuadro era de un dramatismodifícil de explicar con simples palabras.Junto a ellos, sin un sentido aparente, unnuevo círculo de seis cráneos limpios yun montón de tibias. Algunas de lascalaveras mordían el polvo, sinmandíbula inferior, hincando susincisivos en el suelo amarillento, comosi quisiesen enterrarse de nuevo paraescapar de todas las miradas y buscar elansiado descanso eterno que ladesgracia les niega.

La bestia negra

Estaba tan asombrado por la imagen,

que me sobresaltó el notar una manociñéndose al hombro derecho. Me volvíinstintivamente y a punto estuve de caersobre la momia. Era el historiadorArmando de Negri que había llegadotras sus colegas. De Negri me hablabatambién, desde el punto de vistacientífico, de un lugar herético en todaregla. Me explicaba locuaz susconvicciones tras décadas de estudiosobre el terreno mientras las doscriaturas expuestas al sol y las cabezassin cuerpo asisten silenciosas a lacharla...

—Das una patada y, sin ningún orden,sin ninguna lógica, aparecen momias

erguidas, cubiertas por la arena, algunas,como ve, con cráneos a su lado.Ignoramos su significado y el motivo delemplazamiento. Hay otras con ropas yenseres intactos. Oiga lo que le digo...¡Ropas de más de dos mil años quepodían estar en cualquier museo delmundo! —me gritó, al tiempo que conuna mano pinzaba el lateral del siniestroponcho de las mortajas—. Incluso —prosigue dando una calada a su gruesopuro y ciñéndose el sombrero ante el solque empieza a pegar ya de frente— hayornamentos con los que estos hombres ymujeres decoraron los recintos. Todoaquí es muy extraño. Esto que ve bajosus pies es una verdadera bestia negrade la arqueología peruana. Y aquí está y

estará pudriéndose siempre al sol ya quenadie se interesa en su misterio.

De Negri hablaba con propiedad.Treinta años enseñando la historia de supaís le otorgaban cierta confianza yaplomo. Pero aquello también daba laimpresión de ser su particular reto;parecía convencido de que habíamuchos más enigmas nunca reveladosbajo aquel centenar de muertos súbitos,bajo aquellas capas de arena, piedras yfantasmales espectros. ¿Quizá el tesorotan mencionado desde hacía siglos?¿Quizá algún argumento o señal querelacionase las prodigiosas líneas ydibujos de Nazca con este grupo de

personas que encontraron su última horaaquí?

Volví a recorrer aquel vía crucis donde,a cada lado, aparecían figuras aún másmacabras, entre aquellas llanurasabrasadas donde no hacía compañía nisiquiera el cantar de las chicharras. Allíno había nada más que una extrañamuerte que parecía aún latir viva.

Quise caminar solo intentandoacercarme más al secreto. Algunasimágenes eran tan dramáticas, tantenebrosas, que me mantuve durantediez, quizá quince minutos en silencio,observándolas, intentando comprendersu extraño mensaje. Cuando quise

regresar hacia el centro del pobladopara consultar una duda al historiador vicon sorpresa que todos habíandesaparecido.

Fue girar sobre los talones y comprobarque estaba acompañado únicamente porun bisbiseo, por un viento de la caída dela tarde diferente, seseante al chirriarentre aquellas estructuras humanas.

Caminé a toda prisa y sin disimulo haciala explanada, comprobando para acuciade mis inquietudes cómo no era difícilimaginarse aquel miedo del que lostestigos me habían hablado. Las faucesabiertas emitían un sonido gutural, untenue y fúnebre cántico.

Miré a un lado y a otro conpreocupación y solo vi lomasamarillentas y momias vigilantes a cadalado, en cuclillas, observándome. Desdeluego, la soledad era un complejotérmino en aquel lugar.

No voy a ocultar que al otear en lalejanía el viejo Toyota colorado, quehabía permanecido al ralentí todo estetiempo, sentí un profundo alivio. Unbalón de oxígeno que me hizo correrladera arriba.

—Ya le dije que este no es buen lugarpara caminar —me espetó el conductorcon cara de pocos amigos nada más

franquear la puerta trasera.

Clavé los omoplatos en el respaldo.Acto seguido, el cholo giró trescientossesenta grados y comenzamos aalejarnos de allí. El bramido del motorfue reconfortante. La nube de tierra,como si fuese atómica, se elevó envertical junto al espejo trasero yagazapado en el asiento, mirando alretrovisor, vi reflejados en el cristal aaquellos centinelas que se ibandisolviendo en la lejanía. El coche botóal bajar la loma y enfiló de nuevo laspistas sin señales ni caminos.

Ya en el páramo, cuando Chauchilla

empezaba a ser un recuerdo al queprobablemente jamás regresaría, sentíalgo dentro del pecho. Un desasosiegoque, lo aseguro, calaba en lo másprofundo.

El veterano conductor, con una risilla desuficiencia, subió de nuevo el volumende la radio. En su gesto se destilaba un«ya te lo decía yo, forastero» que aceptéde buen grado. Allí es lo que realmenteyo era. Un forastero un tanto imprudentey enredador.

El rojo de la tarde comenzó a proyectarsombras y en aquel momento comprendía los huaqueros. Y a las madres queatemorizaban a sus hijos con la leyenda.Había algo invisible, quizá escrito en el

aire de aquel lugar, que aconsejaba noprofanar el frágil sueño de los muertos.Lo comprendí al instante, y aunque aquelviejo coche se cayese a pedazos y oliesea diablos, hundido en el asiento mepareció estar en mi propia casa. Inclusoel estridente cantante que gorjeaba porla radio me sonó a música celestial yacogedora.

Se estaba bien lejos de aquel lugar.

ICA: EL GRAN SECRETO

DEL DOCTOR CABRERA

Aquí, detrás de la puerta, está laprueba definitiva y demostrativa de quehace sesenta millones de años se gestóuna cultura fascinante en los desiertosdel sur del Perú.

Doctor Javier Cabrera Darquea,cirujano y catedrático de la UniversidadNacional, un instante antes de abrir lahabitación secreta.

3

Ica: El gran secreto

del doctor Cabrera

Una puerta hacia el misterio.—Las

piedras de la ira.—El legado delescándalo.—Un cataclismo hace 60millones de años.—La habitaciónsecreta.—¿Arcillas de otrahumanidad?—Rumbo a Chichitara.—¡Esto es un nido de serpientes decoral! Mansión de Valverde,

Departamento de Ica, 10:56 horas

EL DOCTOR, vestido impecablementede azul y con un brillo especial en losojos, da unos pasos y se coloca a mivera. En silencio saca un manojo dellaves y me susurra al oído:

—Usted va a quedarse mudo con lo quehay detrás de esta puerta. Nadie hasta

hoy ha podido fotografiar este gransecreto. Y usted sí lo hará. El destino esasí.

La ciudad de Ica, siempre agachada anteel sol del desierto, la fundó JerónimoLuis, un antepasado suyo en 1563. Me lorecuerda frente a la gran puerta de doshojas que, según sus palabras, «lleva yademasiado tiempo cerrada». Hemosatravesado los patios interiores de lamansión colonial hasta llegar frente aella. Presiento que al otro lado duermeuna gran noticia.

La llave, alargada y herrumbrosa,parece no querer encajar. Cierro el puño

amarrando el asa de la bolsa de cámarasestrujándola hasta hacerme daño,queriendo disimular el nerviosismo...

—Querido y joven amigo —me dice eldoctor Cabrera con gesto solemne—,aquí guardo la prueba definitiva ydemostrativa de que hace unos sesentamillones de años, en estos desiertos delsur del Perú, se gestó una civilizaciónfascinante. La primera cultura sobre lafaz de la tierra.

Ya no creo que me quede mucho, soy yamuy mayor y he luchado demasiadocontra todo y contra todos. Por esoconsidero que este es el momento en elque el mundo debe ver este hallazgo queen la oscuridad lleva largos años y que

para mí es vital. Mi gran secreto se lobrindo a usted. Después de surgir laspiedras me seguían pidiendo máspruebas y evidencias, criticándome,llamándome bandido...

Bien, ¡pues aquí las tiene! ¡Aquí estánlas pruebas!... ¡Aquí está la verdad delmisterio de Ica!...

Tres golpes de cerrojo retumban en elpatio de la edificación colonialacelerando mi pulso hasta casi hacerloestallar. No podía creerlo. A unosmetros de mí, el doctor Javier CabreraDarquea, cirujano, catedrático de laUniversidad Nacional, fundador de laUniversidad San Luis Gonzaga y

profesor de antropología que allá por1974 se hizo popular en medio mundo almostrar los varios miles de cantosrodados en los que, al parecer, seencontraba grabado el remoto legado deuna civilización avanzadísima queconvivió con los grandes saurios,parecía dispuesto a dar un pasodefinitivo para acallar tanta polémica ysospechas de fraude vertidas en losúltimos tiempos.

Iker Jiménez con el doctor Cabrera. Defondo, las piedras de la discordia. Aúnno imaginábamos la sorpresa que se

avecinaba...

Y no lo pude remediar. De nuevo tuve lagratificante sensación de encontrarmeayudado por el caprichoso devenir delos acontecimientos...

Aquella «bomba» informativa no estabaen mis planes.

Puse el pie en el umbral negro ydistinguí enormes pasillos. Encendí unalinterna, mientras mi anfitrión quedabadetrás.

En aquel momento una sola preguntamartilleaba mis sienes... ¿Qué más había

podido tener escondido en la manga eldoctor Cabrera durante tanto tiempo?

No iba a tardar en averiguarlo.

Las piedras de la ira

Me encontraba algo aturdido. Nocomprendía por qué precisamente a míme iba a corresponder el honor de veraquella última gran prueba. A fin decuentas, tan solo llevaba unas horas conel afable doctor...

Nada más estrechar su mano, sinreparos, le comuniqué que en España lascríticas al tema de las piedras de Ica

eran cada vez mayores y más fuertes. Lepinché en el orgullo diciéndole que lasgentes del otro lado del océanoesperaban respuestas y argumentosconcluyentes desde hacía veinticincolargos años. Y que quizá ya era hora dedespejar sospechas...

Algo debió conmover su interior. Yaccedió a abrir la puerta de un misterioque me juró llevaba guardadoexactamente el mismo tiempo.

Un misterio que, para él, se trataba deuna evidencia definitiva.

Sin embargo, la historia de aquellahabitación, de aquella mansión y, endefinitiva, de aquel hombre culto y

vehemente, había comenzado algunosaños antes de nuestro inolvidableencuentro.

Tendríamos que retrasar el calendariohasta 1966 y asistir a la escena que tuvolugar en la consulta del doctor Cabrera,por entonces encargado de la SeguridadSocial Sanitaria del departamento, y enla que apareció un paciente —FélixLlosa Romero— que, como pagosimbólico y agradecido por suseficientes servicios, le hizo entrega deun original y misterioso regalo.

Sobre la mesa que presidía su despachoen el Hospital Obrero de Ica quedó unapiedra pulida a la que el propio galenoapenas prestó mayor importancia. No

sospechaba ni por lo más remoto que elgran enigma que iba a ocupar su alma ysu corazón durante el resto de su vidaaguardaba precisamente en aquelhumilde canto rodado.

Cayó la noche y, mientras se disponía aabandonar la consulta, se aproximó alrústico «pisapapeles». De tonopardusco, la superficie aparecía grabadacon maestría. El dibujo que en ella seperfilaba era un pájaro. Pero un pájarofuera de lo común, extraño. Desdeluego, no conocido en esos lares.

Como hombre de naturaleza inquieta,indagó y buscó respuestas, y laspacientes investigaciones concluyeron

en un dato estremecedor: aquello era unpterodáctilo, un reptil volador que vivióhace 100 millones de años planeandosobre aquellos mismos desiertos. Pero¿quién lo había dibujado?

No sabía el bueno de Cabrera que yahabía dado el primer paso en unahistoria que no permitía la marchaatrás...

Una entrevista posterior con el señorLlosa Romero le reveló que los«cholos» —campesinos— de la zona deOcucaje, a unos pocos kilómetros deIca, eran los que extraían las piedras dealgún lugar determinado. No había solounas pocas grabadas con tan insólitos e«imposibles» motivos; había miles.

Cuando Cabrera logra encontrar a loshombres del campo que recogen esasrocas negras y las llevan a susdomicilios, descubre ejemplares quellegan a 500 kilos, donde se reflejanunos seres extraños y humanizados juntoa animales prehistóricos, astros,planetas, e incluso operaciones de altacirugía. Aquello desconcierta al doctory decide estudiar tantas como seancapaces de recopilar los cholos; ochofamilias completamente míseras quehabitan en chamizos de adobe en unlugar sin caminos, en mitad de unaexplanada amarillenta.

Poco a poco, sin que ninguno de ellos

desvele el lugar donde fueron halladas,Cabrera logra componer una colecciónimpresionante de 11.000 piezas. Cadauna de ellas, curiosamente, correspondea una serie de temas globales biendefinidos. En palabras del doctor:«Están seriadas en bloques temáticosdesconcertantes: hay conocimientos demedicina, conocimientos de cienciaastronómica, astronáutica, animales yadesaparecidos y descripción de un grancataclismo».

A pesar de que el rector de laUniversidad de Ingeniería de Lima,Santiago Augurto Calvo, logradesenterrar junto a su ayudante,Alejandro Pezzia, una piedra con

grabados muy semejantes —un aveprehistórica conocida como Dyatrimaque vivió en Sudamérica hace 6millones de años— en el fondo dealgunas tumbas precolombinas de lasnecrópolis conocidas como Max Ulhe yTomaluz, la Arqueología oficial no dacrédito al hallazgo de los cantosrodados de Ica y proclama que el autorde todos y cada uno de los relieves esuno de los campesinos del poblado deOcucaje: un hombre de mediana edadque responde al nombre de BasilioUchuya.

Un hombre extraño a lomos de unpájaro aún más extraño. Iconografíatípica de las piedras de Ica.

En aquel momento ya hay más de 30.000piedras, algunas de tamañosdesconcertantes, reflejando escenasabsolutamente incompatibles con losconocimientos y cultura de los humildeschabolistas del desierto. Curiosamente,en esos mismos días de estallido delescándalo, varios funcionarios delMuseo Regional de Ica encuentran enunas apartadas vitrinas 300 piezasidénticas reposando desde 1955,entregadas por los hermanos Carlos yPablo Soldi. Las habían descubierto en

unas antiquísimas tumbas excavadasjunto a las faldas del río.

Cabrera, absolutamente fascinado con la«realidad» que poco a poco se le varevelando, pone a disposición de losarqueólogos todas las piedras para quesean inmediatamente analizadas ydatadas. Pero ni uno pone el pie en sucasa de la Plaza de Armas siquiera paraobservarlas. Ni uno solo.

Un ser «gliptolítico» mirando hacia lasalturas. Es una de las primeraspiedras: una de las más grandes y

pesadas.

Una de las sorprendentes piezas —deaspecto negruzco y con los grabados enblanco mostrando el color primigenio—pesa 400 kilos. Aparece grabada con unstegosaurus —animal acorazado quevivió en el Jurásico y que desaparecióde la faz de la Tierra hace 60 millonesde años— y su ciclo biológicocompleto.

Otra presenta a estos seresaparentemente humanos —humanidadgliptolíctica, o que dejó su legado enpiedra, según Cabrera—, de muy bajaestatura, nariz aguileña y tocado en

forma de casco compuesto por dosconos, efectuando una delicadaoperación de corazón. Aparecen en elgrabado supuestamente prehistóricoelementos de «otro tiempo» comopuñales a modo de bisturíes y unacompletísima descripción de aurículas,ventrículas, arterias, venas y demáscomponentes del aparato coronario. Losprimeros análisis geológicos demuestranque la roca es flujo volcánico deandesita de la Era Mesozoica; es decir,de unos 65 millones de años.

El escándalo está servido. Comienzanlos años setenta y el desconcierto llega alas más altas esferas, incluso al MuseoAeronáutico del Perú, que a través del

coronel Oimar Chioino decide estudiartodas aquellas piedras que presentabananimales y artefactos voladores. Enaquel momento la pregunta que recorríalas vértebras de la sociedad peruana eralógica: ¿quién estaba construyendoaquella monumental y absurda broma?

El legado del escándalo

Las negras piedras de la discordia —que pude ver, medir y analizar durantehoras— se fueron arrinconando en lamansión de Javier Cabrera Darqueacomo si de objetos heréticos se tratase.Eran consideradas algo «molesto» porla sobria arqueología peruana. La

colección, en palabras de estos sabios,mejor estaba fuera de la ciencia oficial.Marginada antes que explicada.

Sin embargo, entre aquellas paredes yaltos techos del edificio colonial, lasmiles de toneladas de informacióngráfica esperaban una solución. Lo pudecomprobar por mí mismo: las series másinteresantes de grabados correspondíana ciclos biológicos en saurios yanimales prehistóricos de tierra mar yaire —agnetos, stegosaurus,protoceratops, styracosaurus, dynchist,iguanodón…— y las referentes acomplicadas operaciones quirúrgicas —trasplante de corazón, partos, procesosembrionarios, cerebro, pulmón, riñón,

bazo...

Conforme se iban acumulando en lasestancias de Villa Valverde, las pruebasiban llegando a favor y en contra, sinsolución de continuidad. La Universidadalemana de Bonn enviaba un esperadoinforme en el que se aseguraba —tras elanálisis de tres muestras— que lasincisiones producidas en la roca no eranrecientes. Por otro lado, Basilio Uchuyae Irma Gutiérrez de Aparcana, los«cholos» de Ocucaje, eran obligados adeclarar ante las autoridades. Suconfesión fue aceptada con satisfacción:afirmaron haber creado, pulido,ennegrecido y grabado las piedras —secalculaba ya en 50.000 su número total

— basándose en algún cuaderno escolardonde se fijaron en detalles de losanimales.

El cálculo era un tantodesproporcionado. De ser ciertas suspalabras, aquellas dos personas —yaveteranos y con algún que otro achaque— se habían pasado los últimos diezaños recogiendo, puliendo y grabandosin descanso catorce grandes piedrascada día.

Observando las piedras —sobre todolas mayores—, el esfuerzo, más queexagerado, se presentaba imposible.

Mientras para algunos científicos laconfesión daba por cerrado el incómodo

asunto, para otros estudiosos el misteriono hacía sino crecer. Estabanconvencidos de que los dos campesinos—que probablemente fueron realizando«paralelamente» piedras falsas mástoscas con el fin de venderlas copiandoa las primigenias— tuvieron que mentir,ya que, de haberse sabido que esosmiles habían sido desenterradas dealgún yacimiento, esto les hubieraconducido, sin posibilidad desalvaguarda, a una pena mínima detreinta años de cárcel.

Y es que el Perú, con una de laspolíticas arqueológicas más rotundas enel apartado penal, no es lugar proclivepara ir vendiendo piezas verdaderas a

troche y moche. No pocos pensaron, porlo tanto, que la extraña confesión era unmodo simple y básico de guardarse lasespaldas.

Aquella declaración, lógicamente, loslibraba de toda culpa. Lo que habíanproporcionado al doctor Cabrera ya noera un legado extraño y real, sino puraartesanía con licencia para ser vendidaaunque fuese a cambio de unos pocossoles... ¿Quién mentía entonces?

Los de Ocucaje, ante las autoridadespoliciales, fueron grabadosproporcionando una pátina negra debetún a una piedra rudamente dibujada,demostrando que lo que ellos habíanvendido eran «simples objetos

decorativos sin peligro alguno». Locierto es que aquellas rocas fraudulentasse parecían bien poco a las grandesesferas pulidas de la Mansión deValverde, pero para los arqueólogos fuemás que suficiente para dar carpetazo alasunto. Presumían que el molesto doctorno iba a proseguir con la absurdahistoria. Pero se equivocaron.

Cabrera, hasta entonces uno de losmédicos más reputados de todo el Perú,con más de cincuenta condecoracionesinternacionales en pro de la medicina, seconvirtió en motivo de críticasconstantes. Así de injusta es la vida,toda su carrera parecía haberseprecipitado al vacío. Todo por aquel

regalo «casual».

A pesar de ver zozobrar su prestigio, elveterano galeno no se arredró ni unmomento; prosiguió sus investigacionesmeticulosamente, acumulando más y másmuestras sin importarle los juicios delvalor de sus antiguos colegas. En unabrir y cerrar de ojos había pasado dehéroe a villano, de autoridad respetada aproscrito. Pero tampoco le importó.

En aquel misterio y en aquellas piedrasiba su propia vida. Sus deseos dedescubrimiento. Para él, aquellas rocasgrabadas y maldecidas por la cienciaeran el complejo legado de unahumanidad gliptolítica que vivió hace 60millones de años en este paralelo 14 del

Perú. Una civilización que llegó aposeer grandes conocimientos técnicos yluchó por la supervivencia con losgrandes animales del Jurásico.

Cierto es que algunos zoólogos que seaproximaron a la mansiónmuseo sequedaron perplejos ante detalles allígrabados que solo podían conocerverdaderos expertos en el tema. Unejemplo era el ciclo reproductivo deanimales antediluvianos como el agneto,o la aparición de los más lejanosparientes del caballo salvaje, elEiophus, un antiguo equino con cincodedos en vez de cascos. Todas aquellasevidencias aparecían grabadas en laspiedras.

Las intervenciones quirúrgicas acorazón abierto, el sistema detransfusiones y las incisionespracticadas coincidían plenamente —según destacados cirujanos— con elmodus operandi a seguir en una mesa deoperaciones de la actualidad. Una de lasrocas llamaba —por tamaño y contenido— poderosamente la atención.Descubierta en 1970, representaba unacomplicada extracción de un órgano porparte de dos «cirujanos prehistóricos».A un lado de la escena aparecía unamujer embarazada, de cuya placentapartía un tubo que conectaba finalmentecon la sangre del paciente. Esta extrañaideografía resultó ser profética, ya quediez años después, en el otoño de 1980,

los doctores Ronald Finn y Charles St.Hill, del Royal Hospital de Liverpool,conseguían avances importantes en latécnica de trasplantes en animales delaboratorio utilizando sangre de unahembra gestante, en la que existe unahormona complementaria de laprogesterona que evita, en muchoscasos, el primer rechazo negativo.

¿Cómo podían saberlo los anónimosgrabadores de piedras?

Un cataclismo hace 60 millones deaños

Cuando este descubrimiento llegó al

Perú, las voces volvieron apronunciarse a favor y en contra. Latempestad de la polémica regresó a lahistórica Plaza de Armas, acostumbradaya a los revuelos…

Unos hablaron de desafío científico,mientras otros acusaban al propioCabrera y a sus conocimientos comoinductores de todo el gigantesco ysupuesto fraude. Sin embargo,aparentemente, no había móvil algunopara pensar en la falsedad promovidapor el propio doctor: ni económicamenteni personalmente —ya vemos lasnefastas consecuencias para su prestigio— se convirtió en un negocio rentable.Más bien todo lo contrario.

A aquellas alturas, bueno es recordarlo,Basilio Uchuya, el presunto «culpable»,volvía a confesar ante las cámaras; peroesta vez el cholo analfabeto señaló, antela sorpresa general, que diez años anteslas propias autoridades policiales lehabían presionado para confesarse autorde aquella colección interminable bajoamenaza de ir a parar inmediatamentecon sus huesos al calabozo.

Esos mismos mandos policiales yarqueológicos, sin embargo, siguieroncon la cabeza alta y, a pesar de mantenerla teoría del engaño, no intervinieron niuna sola de las piedras ni procesaron algaleno que las seguía exhibiendo a todoaquel que quisiese contemplarlas. El

doctor estaba realizando una actividadpresuntamente fraudulenta, pero nadie lohabía reprendido ni multado en todo esetiempo. Algo no encajaba, y eran cadavez más las personas que pensaban quetodo se debía a una operación paraechar tierra sobre el caso.

Al tiempo, Cabrera, al que algunos yacomenzaban disimuladamente a dar larazón, afirmaba públicamente que «solocuando el ejército me asegureprotección, señalaré el lugar en el quecreo que está el gran yacimiento dondepuede haber un millón de piedras».

Dolido en su amor propio, confesó quecreía que en ese lugar escondido habríatambién otros materiales aún más

interesantes para los huaqueros —mafiade ladrones de tumbas— y asegurabaque hasta que persistiese el peligro deser asaltada la zona y varias personasextorsionadas hasta morir, él norevelaría el enclave secreto donde habíamás sorpresas de lo que la genteimaginaba.

Mientras tanto, con la duda reflotandode nuevo entre los parroquianos de Ica,señalaba a propios y extraños que seacercaban a su mansión otra de las rocasen la que aparecía un gigantesco astrocon estela precipitándose sobre unoshombres gliptolíticos que la observabancon espanto. Según él, aquella era unapiedra muy especial. Probablemente la

que mostrase el final de aquellahumanidad. La «fotografía» definitiva dela desaparición de una culturadesconocida que coincidió con laextinción de los últimos dinosaurios.

Antes del cataclismo —siempre segúnlas palabras del conservador de lacolección—, aquella raza dejó grabadosu legado del modo más sencillo ycomprensible para las generacionesvenideras. Una serie de escenasfácilmente asimilables para cualquieraque se topase con ellas miles de añosdespués. Aquella fue su obra póstuma.Después enterraron cientos de miles de«libros pétreos» en algún rincón deldesierto, probablemente se sospecha que

en una de las chinkanas o gigantescostúneles subterráneos que se extiendenpor algunas regiones de Sudamérica. Yallí guardaron reposo casi eternoesperando ser algún día descubiertaspor otros hombres del futuro...

La habitación secreta

Toda esta larga historia dedescubrimientos y esperanzas, dehallazgos incomprensibles, voces defraude y sorpresas científicas, pesamucho sobre los hombros en este lugar yen este momento.

Puedo asegurarlo.

El doctor me ha prometido una prueba

aún no conocida por el resto de losmortales. Un nuevo paso en aquellatrama casi policíaca. Y trago saliva.

La puerta se vuelve a cerrar lentamente,emitiendo un crujido de mil demonios.La estancia queda en completa penumbray Cabrera se me adelanta mirándomecon una sonrisa emocionada, como siaún no se decidiese a dejarme entrar deltodo. Pasan algunos segundos hasta queel chasquido del interruptor de la luzilumina de forma mortecina toda la largahabitación para reflejar una imagen queme deja boquiabierto, sin poder dereacción.

Aquello es difícil de explicar.

De un batacazo me he topado con otrogran misterio. ¡Y yo que pensaba que yase había dicho y escrito absolutamentetodo!

Tengo que alargar la mano y acariciar,casi tembloroso, una de las figuras dearcilla para cerciorarme de que todoaquello es verdad. A lo largo delestrecho pasillo surcado de telarañasaparecen decenas, cientos de estanteríasde madera... y cada una de ellas llena,repleta de figuras incomprensibles,misteriosas y desafiantes. Hay miles depiezas que me miran con rostrossonrientes, con enigmático gestovengativo, con expresiones de dolor. Mevuelvo a la derecha y observo a los

inconfundibles hombres gliptolíticos,pero esta vez no están sobre lasuperficie de las piedras, tal y como loshabía visto el mundo durante tresdécadas. Con emoción y tensiónagarrotada en las manos, en la cabeza,en el corazón, los veo con volumen, entres dimensiones, alzados en barro yrepresentando idénticas escenas delfuturo. Giro 360 grados, con los latidosde mi pecho retumbando como pocasveces en mi vida. De refilón, enmovimiento, observo camillas deoperaciones, trasplantes, hombres sobredinosaurios, individuos con catalejosenfilando el firmamento, partos,embriones, seres desconocidos, diosesde grandes cabezas y miembros

diversos... aquello parece una pesadillainquietante.

Dentro de la habitación secreta. Nopuedo creerlo, miles de arcillasextrañas se agolpan en decenas dehileras de pasillos y estanterías. ¿Quées todo esto?

O un sueño brumoso y extraordinario.

La emoción puede conmigo. Tengo queagacharme frente aquella colección

imposible. En cuclillas, contemplandolargos pasillos llenos de figurasmisteriosas, noto cómo en mi cabeza seagolpan preguntas. Miles de preguntas.Tantas como objetos hay en esta extrañahabitación...

¿Qué demonios es todo aquello? ¿Porqué nunca ha sido mostrado al público?¿Qué significa la aparición de más dediez mil escenas en un material como elbarro? ¿Era posible que esas estatuillashubiesen aguantado el paso de millonesde años? ¿Me estaba gastando Cabrerauna broma de dimensiones gigantescas?¿O se la habían gastado a él? ¿Estabaante las obras póstumas de unahumanidad extinguida poseedora de los

más avanzados conocimientos delfuturo? ¿O ante un absurdo y complejofraude amasado por las manos decampesinos sin escrúpulos?...

Absolutamente todo se me pasa por lamente mientras, nervioso y sin poder darcrédito a mis ojos, recorro el pasadizolanzando la mirada a un lado y al otro.Lo reconozco; no descubrí nada que mehaga pensar en un engaño a primeravista.

Hombres gliptolíticos montados sobretriceratops y protoceratops, animales

que vivieron en estos pagos hasta hace60 millones de años.

Las pequeñas esculturas de arcilla meflanquean por todas partes creando uninventario desconcertante: grandesreptiles con escamas, cuernos y afiladosdientes, anfibios primigenios ydinosaurios bien conocidos por laciencia y magníficamente representados,seres absurdos que escapaban decualquier catalogación coherente,criaturas salidas de algún delirioincomprensible, individuos idénticos alos que aparecían grabados en las«famosas» piedras, extraños personajestrepanando cráneos a sus semejantes,

perforando pulmones, extrayendo unaarteria, diseccionando riñones,escrutando telescopios, viajando enlomos de animales ya desaparecidos deeste mundo hace millones de años...¿qué sentido tenía todo aquello?

Un primer recuento a ojo de buen cuberode aquel maremágnum, calculando lasdimensiones de los estantes, la longitudy el número de figurillas, me hacepensar en que allí se ocultan cinco o seismil pequeñas obras de arte. Y quizá mequedo corto. Cinco o seis mil enigmasencerrados bajo siete llaves en unaolvidada mansión del Perú. Meestremezco.

De fondo, todavía desde el marco de lapuerta, escucho la voz lejana deCabrera:

—Lo ve, amigo, aquí está la verdad, laúnica verdad de la humanidadgliptolítica. Aquella que nos dejó sulegado en estas arenas del Perú. Aquítiene una evidencia por la que tantotiempo he luchado. Ellos nos dejarontodo este conocimiento antes dedesaparecer y yo llevo un cuarto desiglo ordenándolo meticulosamente eintentando comprenderlo. Sin que nadielo sepa. Porque todo esto obedece a unmensaje. Al gran mensaje. ¿Me va adecir usted que esto es un fraude

realizado por unos campesinosanalfabetos? Sea sincero...

Noté una muy profunda emoción en laspalabras del viejo doctor. Aún no sé sitendrá razón o no, pero en aquelmomento me volví... y no superesponderle. A mi espalda, a miscostados, hasta el confín de aquellahabitación secreta, asistían a la escenacomo espectadores de otro tiempo losmiles de rostros de arcilla, silenciosos...desafiantes.

A la derecha observé que había otrasdos habitaciones repletas de figuras.Algunas más grandes, aún más

misteriosas. Seres que recordaban ensus muecas a la enigmática sonrisaetrusca. Había miles... por todas partes,cubriéndolo todo, observándome con susojos. Aquello, lo confieso, medesconcertó completamente.

En cualquier rincón aparecen animalesprehistóricos, seres amorfos. Porprimera vez unas cámaras sacan delanonimato a estos curiosos personajes.

Comencé a disparar la cámara y los

flases, por vez primera, se abrieron pasoen aquel lugar sombrío para retratar asus moradores de barro. Cambiaba loscarretes sin mirar, cogiéndolos al tactode mi chaleco y colocándolos sobre lafiel Nikon. Reconozco que lo hacía casitemblando, en una mezcla de nervios yansiedad: quería reflejar todo aquelmisterio. Fuese real o fuese un fraude.

Ya en las nuevas estancias, comprobéque mis cálculos iniciales estabanequivocados.

¡Me había quedado corto!

Y no dudé en hacer un nuevo vaticinio ala vista de aquella nueva «fauna»: allíreposaban más de diez mil figuras.

¡Santo cielo! ¿Y quién estaba gestandotodo esto? ¿Con qué motivo? ¿Paraconseguir qué?

En un gesto instintivo volví a girar sobremis pies y miré fijamente al doctor, queaún aguardaba a la entrada. Me encogíde hombros...

Cabrera se echó a reír y su carcajada sefiltró por la habitación como un silbido.Agarré uno de tantos monigotes al azar ylo saqué a la luz del exterior.

Partos esquemáticamente

representados en el barro. Hay unasdoscientas de este tipo. Nadiecomprende el significado ni lareiteración de esta escena.

Era un hombre extirpándole un riñón aotro que yacía en una rudimentaria mesade operaciones. Para realizar sucometido, el «doctor del pasado» seayudaba de un utensilio incomprensibleformado por un largo cable y un garfio.

¿Arcillas de otra humanidad?

No quería marcharme de aquel lugar.

Rodeado por las pequeñas esculturasque a partir de ese momento se sumabanpara siempre al gran enigma de Ica,surcaron mi mente estelas de mil y unateorías. Si me encontraba ante un fraude,¿quién y por qué estaba realizando latitánica labor de más de cincuenta milpiedras grabadas y casi otras tantasfiguras de barro?

No había un móvil económico, nitampoco tiempo para realizar la obra.Incluso imaginé a Cabrera solo, ensecreto, forjando todo aquel materialcon sus propias manos. Pero me resultóabsurdo. Sería la muestra de que elmisterio le había arrebatado la corduradefinitivamente. Y de ser así..., ¿qué

motivo tenía haberlo guardado ensecreto durante más de treinta años? ¿Noera más lógico haberlo presentado almundo en el momento que arreciaron lasdudas? De ser así, y al menos para mí,aquello representaba miles y miles dehoras, de días, de años, de un esfuerzocolosal y absurdo.

Lo mismo era pensar en un contuberniode campesinos estafadores quetrabajasen día y noche, con los másvariados conocimientos zoológicos,científicos y médicos a su alcance, acambio de nada.

Humanidad gliptolítica o no,periodísticamente el asunto me parecióalgo sensacional. Irrepetible. Y ya bullía

en mis venas el deseo de contar almundo. De indicar que el misterio deIca, por el momento, tenía nuevasdimensiones, nuevos elementos queenjuiciar. Nuevas y sorprendentes cartasque poner sobre la mesa.

Accediendo a otra habitación anexa,caminando entre la oscuridad, encontrécientos, miles de figuras más que seapilaban sin orden alguno. Esta vezdentro de cajas de cartón. Algunassiluetas eran del tamaño de un hombreadulto y con el aspecto de tótems de otrotiempo.

Era algo que no olvidaré mientras viva.

Un hombre de sonrisa hierática operaa otro con ayuda de un cable o cordel.

Comprobé cómo ciertas piezas se habíanroto a causa de los últimos terremotosque habían asolado el país de punta apunta. Otras conservaban intacto sumisterio reflejando operacionesquirúrgicas con gran detalle y escenaspropias de esa controvertida humanidadgliptolítica.

Recordé de manera fugaz cómo en 1988,en su ruta a través del imperio del sol, eldoctor Fernando Jiménez del Oso

mostró un enigma semejante al mundo:las estatuillas de Acambaro (México),donde también aparecían diversosanimales prehistóricos y criaturasigualmente desestabilizadoras. ¿Habríaalguna conexión entre ambos hallazgos?

Pasé horas fotografiando a las efigiesimposibles, sin apenas mediar palabracon el anfitrión, preguntándome por quéme había dejado profanar aquel secretoprecisamente a mí. Por qué no se lohabía mostrado a nadie anteriormente.

El barro, sin duda, era otro de los«elementos» en los que estabaconstituido el gran legado de esasupuesta humanidad. ¿Cuáles serían losrestantes? ¿Metal? ¿Tal vez madera?

¿Oro...?

En aquel momento empecé a comprenderel miedo del doctor a señalar el lugardel supuesto yacimiento. ¿Qué ocurriríaen aquellos territorios del desierto,donde malvivían muchos cholos ycampesinos sin oficio ni beneficio, sirepentinamente se hiciese público unlugar secreto, sin dueño, donde no solohubiese piedras, sino materiales muchomás preciosos en cantidades casiinfinitas? ¿Y cómo actuarían las mafias?¿Y la propia policía?

Era mejor ni imaginárselo.

Tras varias horas de examen de esaextraña realidad, salí de nuevo al

exterior y penetré donde se hallaban laspiedras para comprobar que laescenografía era idéntica. Fuese quienfuese, los autores eran los mismos. Deeso estaba seguro.

Las arcillas con motivos quirúrgicosabundan. ¿Es todo obra de unoscampesinos analfabetos? Y si es así...,¿con qué motivo llevan 30 añoshaciendo esto?

Cabrera, visiblemente emocionado —

como si se hubiese liberado de un granpeso—, se despidió con un fuerteabrazo.

Reconozco que eran solo unas horas,pero le había tomado afecto a aquelhombre. A aquel luchador que, conrazón o sin ella, se había visto envueltoen un misterio y había dedicado la mitadde su vida a descifrarlo. Mirándolo alos ojos vislumbré ese brillo que sololas gentes muy nobles, las que soncapaces de abandonarlo todo por seguirsus propias convicciones, puedenreflejar. Aunque se enfrenten al mundoentero.

Estrechando su mano, le escuché unasúltimas palabras:

—Esta gente, la que aquí vivió entiempo remoto, nos ha transmitido unsolo mensaje en esas piedras y arcillashalladas en un rincón del desierto:

—¿Qué mensaje? —le respondí,guardando las cámaras en la vieja bolsa.

—Aquel que dice que no hemos sido losúnicos, que hubo otros antes quenosotros. Otros que avanzaron y sederrumbaron por su codicia trasalcanzar el prodigioso avance técnico.Su mensaje en piedra es un avisoprofético para que seamos cautos ypersigamos el avance y el conocimiento

con honestidad. Para que no empleemosnuestros infinitos medios paraautodestruirnos. Querido amigo... esta esuna clave para el futuro, un mensaje delpasado que aún está vivo en estospedazos de roca a los que algún día seles hará justicia.

Le asentí con un movimiento casiinstintivo. Y prometí regresar. Algúndía.

El sol caía con fuerza en el exterior, apesar de encontrarnos en pleno invierno.En la Plaza de Armas de Ica apenashabía gente. Tan solo algún soldado,algún vendedor o algún taxista que

parecía muy lejano a todo cuantohabíamos hablado y visto aquellamañana.

No me cabía duda, el mundo seguíarodando, haciendo caso omiso deaquella vieja casa en los confines delPerú, donde un afable galeno proseguíaen su particular cruzada personal paracambiar la historia.

Al ir alejándome, observando su imagenlejana en la entrada de la mansión, nopude evitar cierta tristeza.

Entre el fraude y la verdad, con sumisterio y su inevitable polémica, lasPiedras de Ica y el doctor Cabrera, unode los últimos quijotes, me habían

desvelado un gran secreto. Un secretoque llevaba oculto desde antes de que yonaciera y que pronto, ejerciendo milabor de periodista, debería difundir almundo.

Atravesando aquel lugar sospeché porun momento que todo estabaperfectamente calculado, escrito enalguna parte. Que debía de ser así.

Y aunque la difusión de aquello quehabía visto con mis ojos acarrease denuevo el torbellino de la polémica, sentíla profunda satisfacción del debercumplido y, sobre todo, la sensacióninolvidable que me había provocadoaquella visión extraña. Aquel caótico yoscuro mundo de figuras de barro.

Sumido en aquellas sensaciones a florde piel, con el sol sobre el horizonte,monté en el coche para acudir a unnuevo punto pendiente de lainvestigación.

No sé si era traicionar al buen doctorCabrera, pero existía un lugar que,sospechaba para mis adentros, muchotenía que ver con esta historia. Y debíallegar hasta él costase lo que costase.

¿El gran yacimiento? Quién sabe.

Rumbo a Chichitara

Todos los indicios recogidos por losinvestigadores y arqueólogos a lo largo

de las últimas tres décadas indicaban unmismo punto.

La ranchera que me transportaba junto albuen amigo Manuel Delgado rebrincósus amortiguadores al llegar a un desvío.

—¡Esto es la Palpa! —nos gritó elconductor.

El asfalto maltrecho de la Pamericana sehabía convertido en un pedregal alllegar a este punto del mapa, en lo másprofundo del desierto que separa Ica yNazca.

—¡Aquí debe estar el malditoyacimiento! —exclamamos al mismotiempo los dos en un alarde aventurero ysin hacer caso de las indicaciones delsabio guía.

Acto seguido saltamos del coche yempezamos a subir por dos colinas depiedra suelta que se elevaban sobrenuestras cabezas. La noche ya caía yaquel lugar era de todo menos acogedor.

El conductor se negó a acompañarnos.Decía mil y una cosas del peligro de lazona, pero el deseo de encontrar unapista nos taponó los oídos y nosconvirtió al instante en émulos del gran

amigo y escalador Cesar Pérez deTudela.

Viendo cómo el sol se ocultabadefinitivamente, ascendimos, más omenos gateando, por unas montañas quese caían a pedazos. Cada uno por lasuya.

Pero aquello era una inmensa trampa. Laapariencia sólida de los riscos sedesvanecía a cada metro de avanzadilla.Una zancada de ascenso eran dos deposterior bajada, hundiéndonos en laspiedras hasta los gemelos.

¿Y por qué estábamos buscandoexactamente allí?

Quizá por la antigua tradición quecontaba cómo en este poblado deChichitara, a unos 15 kilómetros alinterior de Palpa, sin carreteras niacceso alguno, se extendían unasmontañas rocosas donde habían quedadograbados dibujos y símbolos extrañosmuy semejantes a los de Nazca e Ica,pero a escala inferior. Además, pordetrás de la región, las grandes espiralesy rectas de Cantelloc, formadas porcientos de miles de guijarros, señalabana este lugar, lo mismo que algunas de lasfiguras trazadas hace dos mil años en laPampa. ¿Era todo esto un conjunto deseñales? Para muchos no cabía la menorduda. Y allí se habían dirigido en losúltimos años provistos de picos, palas y

un sinfín de esperanzas.

Algunos geóglifos presentaban la efigiehorrenda de criaturas con antenas,cascos, garras y tenazas. Muchosaparecían volando, al tiempo querudimentarias flechas señalaban lugaresconcretos del suelo. Como si un tesorooculto se encontrase bajo las laderas.

A pie de montaña el terreno eraimpracticable. Más aún con variascámaras y mochilas colgando de lasespaldas. No éramos los únicosespañoles en buscar respuestas en esterincón; veinticinco años antes otroshabían tenido la misma idea y conbuenos y reveladores frutos.

Entre la oscuridad de Palpa nuestrascámaras descubren figurasantropomorfas llenas de misterio.

No son pocos los que indican que aquí,en mitad de un gran nido de reptilesvenenosos, está el gran yacimiento deIca.

Fue en la primera semana de abril de1975 cuando un equipo de filmación

encabezado por Ismael González grabólos extraños dibujos en piedra de lazona de Chichitara y, filmadoras enristre, comprobaron la presencia de dospequeños cerros que parecían habersido formados artificialmente por lamano del hombre. Al aproximarse,descubrieron que aquello tenía elaspecto de una gigantesca y profundahuaca subterránea de donde habían sidoremovidos materiales diversos. Unyacimiento donde algo hubo guardadoalgún día.

Y los reporteros se estremecieron.

El lugar se encontraba en las entrañasmismas del desierto de piedra, lugardonde nadie osaba aventurarse. Cuando

lograron meter focos en el interior delcerro, observaron dos piedras grabadas.¡Dos piedras idénticas a las de Ica!

¡Esto es un nido de serpientes decoral!

—¡Iker, aquí están los símbolos!

El grito de Manuel Delgado, que habíatenido más suerte, me sacó de lasdivagaciones. Ya era de noche y ellugar, lo aseguro, imponía sordorespeto. No se escuchaba un alma. Ni elvuelo de un pájaro. Aquello estaba

profundamente muerto.

Las botas se me hundían entre lasescorias volcánicas y la figura deManolo se me antojaba aún más lejana,colgando de la falda de la montaña.

Pasé junto a un matojo y observé algoque se movía; después proseguísubiendo con algo más de inquietud. Enla cima de aquel lugar estaban losdibujos: misteriosos, cada uno en unazona desde la que se dominaba laintensidad y mostrando dioses insólitosque eran adorados por los pequeñosmortales. La escena se repetía en todaesta zona del Perú como si en algunaocasión, un día remoto, hubiese ocurridoalgo fuera de lo normal. Algo que quedó

para siempre marcado en las piedras.

Había que caminar al filo de barrancospara observar de cerca aquellosgrabados. La aparición de sus estampasen mitad de la noche, proyectadas por elhaz de las linternas, les otorgaba unaimagen espectral, siniestra.

Uno era un hombre con alas quesobrevolaba a sus ¿semejantes?portando una escafandra, o un rostro sinfacciones. Otros aparecían con unacabeza calva rodeada de filamentos yextendiendo los brazos en cruz en mitaddel paraje.

Uno a uno intentamos fotografiarlos,rezando para que la potencia del flas

superase la dificultad de la oscuridadque ya nos había envuelto.

Buscamos aquí y allá, observamospiedras y formaciones muy extrañas,pero la negrura nos impidió llegar másallá, hasta ese lugar donde algunosdecían que se hallaba el gran yacimientogliptolítico. Con rabia, dado lo frío einhóspito de la noche —y eldesconocimiento total del terreno—decidimos bajar a la buena de dios poraquellas laderas convertidas en agrestebarranca.

En aquel momento del descenso recordéel movimiento anómalo de los matojos.E imaginé lo peor: allí había alguienademás de nosotros.

—¿Sabes esquiar? —me preguntóDelgado, cargado de cámaras hasta lostopes, al pie de la pronunciada bajadade grava y piedras que se precipitaba encorte hasta el mismo camino queaparecía como un reguerillo diminuto...

Mi respuesta negativa le hizo dudar unmomento, pero finalmente, y al grito de¡sígueme!, empezó a bajar a saltosrítmicos y coordinados, colocando elcuerpo a un lado y al otro al tiempo queclavaba los pies y levantaba una granpolvareda. Al tercer giro el robusto

corpachón de mi colega saltó por losaires, al igual que sus cámaras, lostrípodes, las bolsas...

La costalada fue algo que me dolió encada una de las costillas, aun sinhaberme ocurrido a mí. Yo directamenteme dejé caer por el sendero reciénabierto. Mejor era acabar cuanto antes.Y así fui deslizándome poco a poco,destrozándome las manos al ir frenandosobre la roca volcánica hacia la vera delcamino. Debajo la boca de lobo eratotal: no había luna.

Al llegar a la ranchera, nos recibieronlos aspavientos del conductor.

Nosotros apenas pudimos responderle,

envueltos en una media sonrisa por laimagen que habíamos protagonizado.

—¡Inútiles! —nos gritó desde el coche—, ¡todos estos cerros son nidos deserpientes de coral! ¡Puros nidos deponzoñas! Sepan que salen por la noche,cuando pasa el calor. Y son muyvenenosas. Ya les avisé... ¡Aquí estaprohibido subir a estas horas!

Se nos heló la risa. Aquello, segúncomprobamos, era prácticamente unvivero de Micrurus frontalisaltirostris, o, dicho en cristiano, sierpe

de vivísimos colores y anillos negros de80 centímetros, de hábitos nocturnos ysubterráneos, dentición afilada enhileras y, según los expertos,potencialmente peligrosísima.Chichitara estaba repleta de «serpientesponzoña» en palabras de los lugareños.

Dentro del coche, esquivando laspiedras, aún con la cara de cera, el guíanos contó otra historia que acabó deelevar los ánimos. Paró junto a la siluetaagarrotada de un árbol cortado en mitadde aquella senda estrecha, abrió laventanilla y la señaló con el índice:

—Aquí me ataron anteayer unos

atracadores. Iban tapados de negro hastalos ojos. Me golpearon y estuve docehoras amordazado. ¡Esta es una zona conmucho bandido! Yo, viendo que nobajaban he estado a punto de dejarlos...¡en un minuto más me marchaba!Óiganme, la noche aquí es mala… Muymala.

Nos miramos y cerramos los pestilloscon el codo en un golpe instintivo.Delante de nosotros el poblado dePalpa. Una maraña de casuchas sin luzincrustadas en la llanura que fuimosdejando atrás al regresar a la desiertaPanamericana.

Definitivamente, no haber encontrado elyacimiento de las piedras de Ica no eralo peor que nos podía haber ocurridoesa noche.

Y, creo que sin hablarnos, dimos graciasal cielo por permitirnos seguir laaventura.

BOLIVIA:

FUERA DEL TIEMPO

Pregunté a los nativos si estos edificioshabían sido construidos en la época de

los incas y se echaron a reír,afirmando que habían sido creadosmucho antes y que, según los relatos desus antepasados, todo cuanto se veíaallí había aparecido de la noche a lamañana...

El cronista de Indias Pedro Cieza deLeón, en una encuesta efectuada en elsiglo XVI en las cercanías de la ciudadde Tiahuanaco.

4

Bolivia: Fuera del tiempo

Frontera Desaguadero.—8.256 km2 demisterio.—El enigma Uru.—En la Islade los Hijos del Sol.—Tiahuanaco:esqueleto de un mundo perdido. Unminuto antes del cataclismo.—Fiestaen la aldea sin nombre.—Collas:guerreros de la muerte.—En Puno.—Encuentros con los cíclopes. VANUSTEDES al país de los ladrones! Actoseguido la mujer, medio desnuda, sedesploma sobre la carretera de polvo.Lleva el recuerdo de una camisa hecha

jirones y agarra el asa de un bolsorecién robado entre los dedos. La habíanasaltado hacía unos minutos con lainmunidad que otorga la noche limpia a4.000 metros, el humo denso de loscamiones en fila, las estrechuras negrasde aquellos cuarteles sórdidos,iluminados por bombillas de escasovoltaje. Habían aprovechado elencontrar a una persona solitaria, unbotín fácil, un pecado mortal si seatraviesa a pie la frontera deDesaguadero en dirección al altiplanode Bolivia, lugar donde, sin apenasoxígeno en la sangre y en los pulmones,uno no puede correr.

Mejor siempre en compañía, dicen los

expertos al llegar a este punto. Y mealegro de estarlo aunque sea en la de unperplejo Manuel Delgado que, una vezmás, se mesa las barbas con cara decircunstancias. He visto ese gestodemasiadas veces. El militar, metralletacruzada sobre el peto caqui, nosextiende de nuevo el pasaporte sellado.Vía libre. Un instante antes micompañero de viaje me había aseguradoque aquel lugar no era peligroso. Sonreí.También lo había escuchado demasiadasveces.

Giro sobre mis talones. Entre las brumasdos policías armados zarandean a unosindocumentados bajo un sonidoestridente e inacabable de desafinados

cláxones. Las viejas tartanas en cola,portando papas y algas, cereales ymantas, permanecen paradas durantehoras, durante días. La convivencia setorna difícil con increíble facilidad. Elroce, ya se sabe. Y de las miradasatravesadas que punzan el pescuezo sepasa rápido, sin saberse bien cómo, alos gritos que provocan la bronca. A losdesplantes, a los puños.

Observándolo todo, como búhos en lasesquinas de adobe, los descuiderossiguen atentos los puestos clandestinosde comida, extendidos a solo unoscentímetros de los neumáticos y lasruedas, del humo siniestro de los tubosde escape. Vigilan alguna posible

cartera, alguna posible mazorca de maíz,algún posible turista despistado fueradel plano.

En los lindes que separan los dos paísesmás pobres de América no hay tiempopara misericordias. Ni siquiera nosotrospodemos reaccionar. El oficial de negrobigote nos empuja hacia el otro lado dela barrera al ver que nos detenemos acontemplar el paisaje humano. Atrompicones entramos en Bolivia. En elmargen izquierdo solo escuchamos losgritos de la mujer abriéndose paso entreel bullicio entonando su particular avisocada vez más lejano...

—¡Van ustedes al país de los ladrones!¡A un lugar sin ley!

8.256 kilómetros cuadrados demisterio

Eso es lo que ocupa el mítico Titicaca,con sus aguas heladas que bañan ensilencio un lugar desolado como la puna.Unas llanuras permanentementeexpuestas al viento sordo, recio, queentona durante años, sin parar, la tristesintonía del aullido. En los márgenes dellago, allí donde las algas espesan lasuperficie para convertirlas en unengrudo verde y brillante, todo en elexterior parece estéril, muerto. Pero la

percepción, como tantas otras veces, nosengaña. Peces marinos, impropios de unlago, surcan rápidos tras la barcaza. Sussombras en la profundidad muestran unavida extraña que solo late bajo el agua.Me asombran las trazas fugaces, deconsiderable tamaño, que se nos cruzan.Fuera, el viejo andino que nos transportarecuerda leyendas y misterios, criaturasy sierpes malignas que aún, según dicen,merodean por aquí. El traqueteo de lamotora hace que comunicarse seaimposible. Según reza mi cuaderno decampo, que intento proteger delondulante oleaje, estamos sobre laregión navegable más alta del globoterráqueo. También, dato importante, enel único lugar en el que la ciencia no se

pone de acuerdo en torno a su origen.Esa gigantesca masa de agua salada enparte, dulce en otras, puede provenir deldeshielo de un glaciar gigante. Es solouna posibilidad, ya que nadie sabeciertamente cómo se originó suformación. Pero los viejos habitantesdel lago sí que lo saben. Lo cuentan ycantan en viejas canciones. Aquí, sobreesta misma inmensidad azul y profunda,los dioses crearon el mundo. Estánseguros. De ella surgió el granWiracocha para dar forma al cosmos ygenerar la vida sobre la tierra. ElTiticaca, el lago del puma sagrado en latradición de la etnia aimara —la quesobrevive al tiempo sin apenasmezclarse con nadie—, estaba ya antes

que todas las cosas. Después, el padresol hizo emerger a Manco Cápac yMama Ocllo, el inicio de la saga de losincas, para construir el mayor de losimperios que conoció América. Losdioses son así de imprevisibles. Y aún,de cuando en cuando, regresan en formade bolas de fuego, adentrándose yemergiendo en este caldo sagrado.Todos los han visto, y la mayoría callan,reservados, ocultando los ojuelos bajolos gruesos gorros de lana. Como siquisieran permanecer ausentes. Como sisupiesen secretos extraños que jamáscontarían al forastero. Lo presentimos.Los aimara no son dados a la charla y ala confesión. Pero para algo estamosallí.

Me coloco en popa y oteo el horizonte.En la franja lejana de la costa aparecenlas alpacas observándonos entre el pastoclaro, al fondo unas barcas de juncos enmovimiento van dejando estela en lasuperficie negra del agua. Algunas,como si se tratase de drakars de losantiguos vikingos, muestranamenazadoras cabezas de dragones yfieras desconocidas. Ojos rojos hechoscon caparazones y afiladas fauces dehueso que toman a bocanadas el airehelado. Aún más allá veo las islasflotantes, como montañas en medio deningún lugar, recortándose en la línearecta y limpia donde termina la vista.Son los legendarios mundos a la derivade los uru, aquellos indígenas que no

mezclaban su espesa sangre con nadie.La raza que mantenía viva la verdaderay antigua tradición, los verdaderossecretos.

Hacia ellos ponemos rumbo.

El enigma Uru

Gracias a la amabilidad de un pescador,remo a remo, llegamos hasta el objetivo.A poca profundidad puede toparse unocon polizontes de excepción como losHippocampus, o caballitos de mar. ¿Quédemonios hacen en un lago? Los mirofijamente, rectos y penduleando con lacola. Es otro de los enigmas que rodean

la zona. Desembarco. Al dar el saltohacia la superficie compuesta de capassuperpuestas de juncos observo lostentáculos fuertes, como de un animalfantástico, de las algas que rodean estaspequeñas ínsulas. Una selva tenebrosaque se oculta a un palmo bajo el agua yde la que ya escribieron los cronistas deIndias como Pedro Cieza de León, quienlas describió como posibles guardianassecretas del tesoro perdido de los incasy con capacidad para aferrarse ysumergir para siempre el cuerpo devarios hombres.

En mitad de las aguas del Titicaca,como un mundo permanentemente a laderiva, aparece la isla de los Urus.

Con un pequeño brinco pongo pie eneste lugar de leyenda: la isla Uru. Lasbotas se hunden hasta los talones en esaespecie de paja blanda y de olorprofundamente desagradable. Lasmujeres, la mayoría de avanzada edad,muelen trigo en un sistema rudimentariocompuesto por dos círculos de piedramaciza. Algunos niños vienen descalzosespantándose los mosquitos amanotazos. Corren a vernos, comocorrieron sus antepasados hacequinientos años, cuando creyeron que

las armaduras relucientes al sol eran elsímbolo de la llegada de los dioses.Algunos urus, sin reparos, han dejado lasacrificada pesca, motor de la vida en elTiticaca, e intentan vendernos susextrañas figuras realizadas, como no,con el junco pálido que representa sueloy sustento. El mismo con el que hanconstruido con ingenio, con unatradición que se remonta hasta nadiesabe cuándo, los llamados «caballitosde totora», las estilizadas barcas queson idénticas a las utilizadas en elantiguo Egipto. Las coincidencias sonconcretas, matemáticas, exactas. Los quenavegaban por el caudaloso Nilo hace4.000 años idearon un sistema idéntico alos urus. Y viceversa. ¿Telepatía

tecnológica o insólita casualidad?

Los urus son los nómadas del lago. Semueven a su propio son, cambiando deemplazamiento cada día. Clavan lospalos afilados y sacan a la superficiesabrosos ejemplares de pejerrey, el máspreciado manjar submarino. Hervidos enagua, junto a la propia totora, es el menúhabitual de estas gentes. Son una etniasecularmente derrotada por otra muchomás belicosa, la de los collas, que losdesterraron del suelo firme y losobligaron a construirse su mundoflotante. Huidizos, endogámicos,procreando solo entre ellos con un celoque hace alejarse de cualquieraperturismo, viven en un pasado

perpetuo. En la propia isla hay unaespecie de cobertizo donde, con suspropias manos, pretendieron hacer unmuseo de aves disecadas, algo queenseñar a quienes atravesasen elTiticaca. El resultado, hoy, resultapatético. Los pájaros están con las tripasal aire, los estantes rojos y el techo del«centro cultural», hundido. Sin embargo,me sorprende ver una casetaaparentemente igual que el resto, pero enla que hay un generador para disponerde un poco de corriente eléctrica. Segúndicen jamás funciona, pero ahí está,mostrada con orgullo, como elementoflagrante de que el avance es para todos.Bajo el generador una niña de apenasdos años me saluda con su mano. Va

descalza, tiene llagas en la boca y comeun trozo de junco, a mi parecer,demasiado afilado. Por un momento, enun abrir y cerrar de ojos, pienso en quéserá de ella dentro de unos años, cuandoquizá ya se canse del mismo lugar, de lamisma claustrofobia, del mismo fríopermanente calando en los huesos delmundo uru. Los cánticos y sus historiassobre las esferas de fuego que bajan delcielo para iluminar las aguas hanpermanecido también intactas. Los casosson más frecuentes de lo que en unprincipio se pudiera pensar. Pescadores,de piel casi negra y diminuta estatura,señalan a las alturas empotrados por lapresencia de la Cordillera RealBoliviana, que alza sus crestas hasta los

7.300 metros. Hablan sobre «lasestrellas que bajan del cielo» y que aveces asustan a la propia noche.

En la isla de los Hijos del Sol

En la isla de Takile, a la que arribamoscayendo la tarde, nos dan de comer latrucha del lago frita, muy caliente, juntoa un plato de quinua. Estamos en elúnico lugar donde sobrevive la estirpede los «Hijos del Sol», un paraísoperdido donde no existen los coches, lasmotos, los aviones ni la másrudimentaria tecnología de lacivilización. En perpetuo silencioperviven aquí hombres y mujeres de

trescientas cincuenta familias que serigen por los férreos principios de losmandatos incaicos. Unas reglas sagradasque basan sus claves en tres preceptos:«Ama suwa, ama quella, ama llella». Norobes, no mientas, no seas ocioso.

Lo anoto en el cuaderno, apoyado en unalarga mesa de madera.

Sin volverme, percibo una voz a laespalda. Un niño sin camiseta entra en elcobertizo y nos canta un soniqueteestridente, tremendo, sin final. Laverdad es que no se puede cantar peor.Acompaña su melodía con doscencerros que agita al son de una danzaextraña. Miro por una ventana sin cristaly veo a dos hombres trabajando la

tierra. No existe el descanso aquí. O setrabaja de sol a sol arañando lo pocoque da el suelo árido o se muere dehambre. No hay otra realidad. Un pesohace que el niño calle inmediatamente.Duda un instante y se me acerca...

Una niña uru en su isla flotante,comiendo junco de totora.

—¿Otra canción señor?

Declinamos amablemente la oferta, perointuyo que el chaval se lo ha tomado amal. Se arranca otra vez con el cencerro.

—¡Oooh dioses del cielo, oooh señoresde luz...!

La vida en Takile se rige por lospreceptos y reglas del siglo XV. Llegarallí es como haber dado un gran saltoen el reloj del tiempo.

Resignado con el hilo musical, pruebo la

quinua enterrando la cuchara en unaespecie de masa tentacular. La mujerque nos da de comer trae dos botellasgrandes de Pepsi como las que seusaban en España en los años cincuenta,con el anagrama antediluviano en blancoy rojo. Fríe el pescado ante nosotros, enuna pequeña hornilla muy humilde y noscuenta, sin duda satisfecha por la visita,que la quinua incluso la han ido arecoger americanos del ejército. Lasúltimas investigaciones, al parecer, lacertifican como alimento milagro.

Lo cierto y verdad, como diría un viejonotario amigo, es que disuelta en esasopa verde resulta de lo más insípido.El pez frito, parecido a un barbo

negruzo, salva algo el menú.

—¿A que nunca probó nada igual? —medice la hacendosa cocinera.

—¡Nunca! —respondo con una sonrisaalgo hipócrita.

Los takileños viven en casas muyhumildes apiñadas junto a una plaza. Nohay luz ni agua, y los camastros son...¡de junco! Para acceder a la isla hay quesubir varios miles de peldañosempinados hacia arriba como sihubiesen sido colocados por el

mismísimo diablo vestido de albañil. Enel trayecto, asfixiante, uno ve cómo lavista se nubla y los pulmones, a pesar deabrir los bronquios como bocanas,apenas reciben aire. Durante mi ascenso,vi cómo las ancianas cargadas concomida y cajas de agua me adelantaban,saludaban y se perdían finalmente en lalejanía como caracoles enlutadosllevando su carga a cuestas. Me sentíaaún más chafado y ridículo con elchaleco, mis botas y la pinta deaventurero descuajeringado

El truco reside en que —según se hademostrado científicamente— la sangrede esta gente tiene tal cantidad dehemoglobina que soporta perfectamente

el choque traumático del occidental porla escasez de oxígeno. Con el fantasmadel soroche —el mal de altura—correteando escalinatas arriba procuroir más despacio. Recorrer una distanciade veinte metros se convierte en unesfuerzo titánico. Es como si undoloroso hormigueo de miembrosdormidos te inundara todo el cuerpo. Amitad de trayecto recuerdo cómo anuestra llegada al país, en el solitarioaeropuerto de Juliaca —el más alto delmundo—, me extrañó ver a pie de pistavarios equipos algo anticuados debombonas de oxígeno. Lo entiendo ahoraperfectamente. Había europeos que,según me relatan varios nativos, caíanfulminados como sacos al enfrentarse al

soroche. El único remedio paraaclimatar el torrente sanguíneo es, segúnme dice una vieja, mascar la coca. Nimates ni infusiones... ni historiasmodernas. Hay que morder la hoja purade coca como lo hacen los antiguos.

Y, como es de rigor, me llevo un racimode hojas secas bajo la lengua, donde,según relata la tradición, deben sermascadas con paciencia. El líquido quesegregan es fuerte, amargo, adormilante.Pero a los pocos metros el milagro de lahoja sagrada hace su efecto. Ya estoyperfectamente. Miro al cielo y me doyde bruces con una visión asombrosa,apabullante, sensacional. Un lugarlimpio, transparente, donde relucen los

astros que están más allá de cualquiermapa estelar. Algo indescriptible. Comosi la bóveda celeste se te hubiera echadoencima por sorpresa.

Estoy sobre un peñasco solitario y elsilencio es total en la madrugada. En laperdida isla de Takile recuerdo, comoen un fogonazo, la serie Cosmos con elprodigioso Carl Sagan viajando hacialas estrellas para hacernos comprenderlos misterios del universo. Arriba estála misma imagen; miles, decenas demiles de ellas me saludan esta nochepulsantes en el frío. Es un espectáculosobrecogedor. A la derecha se asomaentre la negrura la llamada «Isla delCampanario», un lugar maldito. Una

tierra encrespada donde no vive nadie.

Un ritual chamánico con la cocasagrada. En cada esquina se honra yvenera a la Pachamama, la MadreTierra.

Y hago que me cuenten su misterio ahurtadillas, mientras el lugareño bebe lasavia de la coca en cuclillas, deespaldas al lago:

—Cada vez que vamos en un bote elCampanario —dice alargando el brazoen dirección a la montaña negra— seproduce una tormenta terrible. Nadiepuede desembarcar. Y ha sido así porsiempre. Desde los abuelos de misabuelos. Hay miedo a la isla. Las papasy el maíz crecen solos, sin que nadie seocupe de cultivarlos... como si loscholos que allí trabajasen fuesen delotro mundo...

—¿Siempre ha habido miedo aCampanario? —pregunto, compartiendoel mate hirviente en una pequeña jícaracon tubo de barro.

—Mucho, señor, mucho.

Al hablar de las islas el viento selevanta de nuevo. Permanecemos ensilencio, a la escucha. Allí arribaaparece la Cruz del Sur. Se me doblanlas rodillas.

Aquello es, simplemente, estar inmersoen el firmamento.

No me olvido de un detalle, estoy, segúnlas estadísticas de diversosinvestigadores desde los años cincuenta,en uno de los lugares de más altadensidad de avistamientos ovni delmundo. La ciudad de Puno, que espera alregreso, es pródiga en extraños yabundantes incidentes. ¿Habrá suerte y

se dejarán ver esta vez?

Tiahuanaco: esqueleto de un mundoperdido

Aquella era una de esas estampas en lasque siempre soñé estar. La paredinterminable donde asomaban losrostros pétreos y callados deTiahuanaco era algo que había visto enlibros y revistas, en películas y endocumentales.

Siempre lejos, jamás al alcance de lamano. Pero allí estaban ahora, comoúnicos supervivientes de la ciudad másextraña de la Tierra, únicos sabedores

del día en que fueron construidos,alzados en mitad de aquella nada conuna tecnología propia del futuro.

Los rostros de bocas profundas y ojosredondos se abren paso entre los muroscomo si de un parto se tratase. Suscráneos han quedado al otro lado,deformados, violentos, como siquisiesen advertir al viajero con sumensaje. Son dioses inmóviles, gigantesque se han convertido en un desafío a lalógica y al tiempo.

Un guía con pinta de paramilitar y gafasahumadas explica cosas. Yo, la verdad,ni lo escucho. Estoy absorto con esascaras que emergen de las paredes. Alfondo un ídolo colosal, de ojos

cuadrados, de manos como garfios queaferra extraños objetos. En la derecha,algo que parece un diario cerrado por unherraje o unos goznes. En la izquierdauna especie de daga enfundada, y elgrueso cinturón con grabados detalladosde crustáceos. No cabe mayor absurdo.Tan ilógica es la representación comoque la propia ciencia y la tecnología nosepan con certeza quiénes son losrepresentados, quiénes losrepresentaron, con qué motivo, desdecuándo y por qué precisamente aquí.

No son pocas las incógnitas.

Aunque estamos en el corazón de unrecinto que estuvo un día bañado por las

aguas del Titicaca, hoy este desoladorincón es un solar inmenso donde apenashay vida.

El lago retrocedió debido a una serie decataclismos, y algo debió ocurrir un díano determinado para que toda la culturaque aquí se fraguó desapareciera de lanoche a la mañana sin dejar rastro.

El gesto lejano y hosco de los ídolos depiedra guardan una historia lejana yjamás resuelta, un pasado sobre el queda la impresión de que la arqueologíaortodoxa no quiere hacer demasiadasinvestigaciones.

Tres llamas se han quedado a solasconmigo. Comen el ichu, el único

hierbajo que crece a estosinmisericordes cuatro mil metros dealtura. El entorno es el vivo retrato de lanada. Son lomas de tierra grisácea quese pierden hasta el más allá. Si noscolocamos en un alto, girando la vista deizquierda a derecha, sentimos el páramovacío, el frío y el viento que azota elcuerpo. Todo es esa nada hasta quesurgen, sin previo aviso, las piedras.Megalitos fantásticos inmensos, figurasextrañas, piezas de cien toneladassuperpuestas unas sobre otras generandoformas geométricas, diosesamenazadores con rayos entre susmanos. Es el Kalasasaya: «El lugar delas piedras verticales» en la antigualengua de las aymaras.

¿Quién hizo todo esto?

Pedro Cieza de León, el gran cronista dela conquista de los Andes, se lopreguntó del mismo modo... y en estemismo lugar hace quinientos años.Pregunté a los nativos —escribió en suviaje a Tiahuanaco—si estos edificioshabían sido construidos en la época delos incas y se echaron a reír afirmandoque habían sido creados mucho antes yque, según los relatos transmitidos porsus antepasados, todo cuanto se veíahabía aparecido súbitamente de lanoche a la mañana...

Me siento en una pilastra rojiza decuarenta mil kilos perfectamente cortada—como si en esa época existiera sierras

mecánicas— y abro la mochila pararepasar los puntos claves de la historiade aquel lugar. Los había escrito en eldesvencijado hotel de ducha fría ydesayuno frugal donde se daba el toquede diana a las cinco de la madrugada.Tiahuanaco tenía detrás todo un pasadooscuro que merecía la pena desenterraren aquel preciso instante...

Un minuto antes del cataclismo

El maestro da los últimos retoques a laPuerta del Sol, un monolito de andesitagrisverdosa de diez toneladas que se haalzado en medio del páramo. Estátallado en un solo bloque con una obra

de sillería sencillamente prodigiosa. Enla parte superior, en el llamado Frisodel Candelario, el maestro ha esculpidoa un ser extraño, una deidaddesconocida de cuerpo rechoncho ypiernas cortas. Alguien con una máscaracuadrada que surge del muro en formatridimensional y de la que se despidenrayos en todas direcciones. Son losrayos del poder. La anatomía, queparece flotar sobre un espacioindefinido, va tocada con una cinturóncon tres dispositivos a modo dehendiduras rectangulares. A sus pies,como entidades monstruosas postradasante la divinidad, cuarenta y ochofiguras de aspecto híbrido, con cascosprovistos de antenas o penachos, miran a

un punto determinado del cielo, comoesperando algo que está pronto asuceder.

A pesar de la soledad, el reportero sesiente vigilado. Son las miradas depiedra de los perdidos recintos de lafantástica Tiahuanaco.

En la parte trasera, en el fondo de lasdos grandes pilastras cortadas ymodeladas con perfección difícilmenteexplicable, el punzón del escultor deja

repentinamente de grabar. La señal estáapunto de llegar. Sus últimos trazos hansido utilizados para recrear extrañosanimales compuestos a su vez por partesanatómicas de otros, en una construccióndelirante e inusual que recuerda a unaingeniería genética del pasado másremoto. Después llegó un tronar sinfín yun destello de luz cegadora, se abrieronlos suelos como bocas del infierno. Esel cataclismo en el que las piedras serevolvieron contra los hombres sabiosde la ciudad perdida. Un desastreprofetizado que se hizo presente comoun gigante de furia y polvo. Allí noquedó nadie. Y tan solo resistieron lasmás duras y pesadas. Aquellas quesobrevivieron el paso de los años

huérfanas de sus creadores, observandocomo las aguas heladas que bañaban suvera se alejaban más y más, saltandoentre fallas y grietas, hasta alejarse en lalínea del horizonte.

La escena, según los estudios dearqueólogos heterodoxos como ArthurPosnansky, pudo producirse hacediecisiete mil años. Sin embargo, laciencia oficial reduce drásticamente esafecha hasta situarla en el 500 de nuestraera. ¿Y por qué este inmenso desfase?

El viejo profesor se basaba en doselementos para considerar a Tihauanacola cuna misteriosa de todas lascivilizaciones: por un lado, el hallazgode flora lacustre mezclada con el

aluvión de esqueletos de seres humanosque habían perecido en el cataclismo, yrestos de un pez antiguo conocido comoOrestias en fosas de dos metros deprofundidad acompañado de restos decerámicas, conchas del Titicaca ycenizas volcánicas enterradas enestratos muy profundos.

Por otro lado, el análisis detallado delas figuras de la Puerta del Sol y sucolocación le hicieron concebir la idea,ratificada esta vez sí por científicos delmás diverso talante, de que fueconstruida, entre otras cosas, pararecrear un efecto concreto de sincroníacon el astro rey. Los complejos cálculosefectuados en universidades e

instituciones científicas llegaron a laconclusión de que la puerta fue erigidacuando la oblicuidad de la elíptica sesituaba en 23o 8’ 48”, datos quecoinciden exactamente con una fecharemota: 15.000 años antes de Cristo.

Sea como fuere, la verdad es queproduce extrañeza observar algunos delos animales grabados en este bloque deandesita. Se hallan, sin lugar a dudas,fuera de cualquier contexto. Soncriaturas, y sobre esto no cabe discusiónsegún los especialistas, impropias de lafauna americana... o al menos de la queexiste en estos tiempos de la EdadModerna. Uno de los grabados, porponer un ejemplo, representa un cierto

tipo de elefante, animal que no existe enel continente. La puntilla la dan algunosexpertos paleontólogos al considerarloel fiel reflejo de un Cuvieronios, unproboscídeo que desapareció de la fazde la Tierra ¡hace 10.000 años!

Otra especie extinguida pero labrada enTiahuanaco como un retrato vivo es laque, según el antiguo corresponsal deThe Economist, Graham Hancock,recrea un ejemplar de Toxodonte, unaespecie de apariencia híbrida entre elrinoceronte y el hipopótamo que viviójustamente aquí hasta que el últimoejemplar se extinguió... ¡hace 12.000años!

Tampoco puede explicar nadie cómo a

esta altitud, con el cuerpo humanopuesto al límite en el aspecto delesfuerzo físico y sin conocimiento de larueda, se pudiesen trasladar piedrasgigantescas de decenas de miles dekilos, situarlas en vertical y trabajar losbloques pétreos con tal limpieza decorte. ¿Qué clase de herramientasdisponían para ensamblarlas unas aotras en construcciones aparentementeabsurdas? ¿Cómo lo hacían sidesconocían la existencia del acero? Y¿qué función y cuántos siglos costó alzarla llamada Akapana, vieja pirámide quenadie sabe qué demonios hace aquí?

Los arqueólogos descubrieron en suinterior pasadizos fabulosos que, como

pude comprobar, están repletos de untrabajo de sillería inigualable. Labradosen él, como mensajeros de un lejanopasado, peces desconocidos e híbridosque nadie ha podido aún catalogar. Unpoco más allá, en una zona conocidacomo Puma Punku, me topo con losbloques cuadrados de decenas de milesde kilos, esparcidos por el suelo,corroídos poco a poco por el ichutrepador, y olvidados por la ciencia ylos hombres. Su aspecto, destartaladoscomo si hubiesen caído de una gransuperconstrucción, da la impresión deser el resto de un naufragio; de la grancatástrofre que, en cada piedra, en cadapasadizo, parece que jamás termina dealejarse de Tiahuanaco.

El «Dios Llorón» del centro de laPuerta del Sol de Tiahuanaco. Nadiesabe ni cuándo se construyó ni cuál esexactamente su significado.

El trabajo, que se reproduce consimetría en todo el perímetro delTiticaca, lo deja a uno mudo. Es lamisma sensación que nos traspasa alacuclillarnos ante las pirámides deGizeh. Algo que nos hace nocomprender qué medios y técnicaposeían estos remotos hombres del

altiplano. Los bloques, cortados nadiesabe cómo, se ensamblan, con grapas yjunturas que nos recuerdan también a lasque se desperdigan en algunos lugares ala orilla del Nilo.

Todo, en definitiva, mirándolo de abajoarriba, entre aquel cielo azul de ozono yaquella claridad que obliga a cubrir lasretinas durante todo el día, parece unmonumento al absurdo en un lugarabandonado a su suerte.

Subido en la Akapana oteo el horizonte.Las llamas siguen allí, un tanto inquietaspor el hablar de los forasteros querompen el perpetuo silencio al que sehan acabado acostumbrado. El guía,cansino, vuelve a su puesto, y el hombre

que vende souvenirs, encajonado en untenderete en mitad del desierto blanco,bosteza de nuevo con la radio sonando amedio gas a su lado.

La tranquilidad nos sirve para saltar laalambrada y hacer unas mediciones dela Puerta del Sol. Desde aquí, con elrostro pegado a los extraños dioses quellevan señalando algo miles de años, nopuedo evitar el recuerdo de las figurasde Ica «rescatadas» por mi viejo amigoel doctor Cabrera. Los personajes, consus cascos deformes y su anatomíarechoncha y casi grotesca, parecenprovenir de, por lo menos, una raízcomún. De un mismo patrón que, almenos yo, no sé ubicar en el tiempo.

Cuando cae la tarde y las figurassolitarias de Tiahuanaco proyectan sussombras angulosas sobre el suelo,decidimos marchar. Es entonces cuandoel viejo vendedor me desvela unmisterio. El nombre de Akapana, lavieja pirámide que todo lo domina ysobre la cual el guía vestido de hombrede Harrelson no había dicho apenasnada.

—En nuestra lengua aimara significa«lugar donde la gente muere».

Una aldea sin nombre

De vuelta hacia la frontera paramos elautobús-cafetera en un poblado que notiene indicativo ni al inicio ni al final dela carretera. Lo busco con ahínco paraapuntarlo en mi cuaderno pero,sencillamente, no existe. ¿Estaría acasoapoyado sobre dos postes de maderaverticales entre los que ya solo soplabael viento de la puna? Quizá.

Es este un lugar de adobe en medio deldesierto y a un lado de la orilla sur delTiticaca. Las calles son un barrizal pordonde aparecen personas ataviadas contrajes aimaras de gran colorido yornamentación espectacular. Conformecamino hacia el hipotético centro dellaberinto veo más y más, como

espectros blancos corriendo entre lanegrura. Unos portan cabezas deanimales fantásticos y otros llevan laspiernas unidas con una serie de aros ytelas que les recubren como si fuesenserpientes grotescas que anduviesen depie. El espectáculo es extraño, delirante.Doy una vuelta en solitario por elpueblo y observo cómo muchos hombresde mediana edad están por los suelos.Otros, que caminan unos pasos delantede mí, se desploman como si un rayovenido del cielo los hubiese fulminadoen ese preciso instante. La verdad es queen un momento me detengo algotemeroso, ¿acaso es esto una epidemia?De fondo, y lo llevaba oyendo ya más demedia hora, se acerca un estruendo que,

lejanamente, parece una sintonía que serepite una y otra vez como un viejomantra tibetano.

Al girar por un callejón me topo con lasolución del enigma: una comparsainmensa, donde hay por lo menos dosmil personas, baila y bebe —eso desdeluego— a un mismo son. Gritan,extienden los brazos al aire exclamando¡gracias, Dios!, y luego dan vueltas yvueltas hasta estrellarse con algunapared o caer de rodillas, momento en elque irrumpen en llantos, no sé si dealegría o de pura desolación.

Al parecer, cada uno recrea la danza delas distintas divinidades que, según lacomunidad aimara, protegen los

designios del Titicaca. Unos portan elrostro del Dios Puma, otros el deViracocha, y hay quien se anima con elaspecto de los robóticos ídolos deTiahuanaco.

Globalmente, el espectáculo es algoinsólito. El poblado son apenas unracimo de callejas sin asfaltar, y lafiesta, en la que hay por lo menos diezveces más gente que los que pudieranvivir en la aldea, lleva activa tres díasininterrumpidamente. Me lo cuenta un¿alguacil? que se me apoya en el hombropara no caer de bruces. Otros no tienenesa suerte y los veo derrumbarse en elbarro como si de una película cómica setratase. Se me escapa la risa. Aquello es

la viva novela de un García Márquez. Elrealismo fantástico en persona.

Me invitan a beber su brebaje yenseguida comprendo el sopor. Lasustancia, que al parecer lleva productoanimal en abundancia, es como unabomba. Y de esa bomba se llevanalimentando exclusivamente tres días.De fondo, los tambores tocan y tocan elmismo estribillo pegajoso.

Escucho una voz como un trueno, entretrompetas doradas. ¡Aquí llegan losTarumbas de Tarma...!

La tradición cuenta que ni uno solo delos minutos de esas tres jornadas debedejar de servirse el «caldo divino» ni

sonar la música, si esto ocurre caerá lamaldición. Me quedo apoyado en unapared gris, observando pasar a lacomitiva. Veo a un padre de familia que,con su hijo en brazos, cae de cara alsuelo. Ni se inmuta. Se queda allí y la«orquesta gigante» pasa esquivándolo.¡Ya se despertará!, gritan unas viejas deno más de metro treinta que palmean ami lado.

Creo que la palabra alucinar se quedacorta para definir mi estado. Tambiénme cuentan, ofreciéndome brebaje en unespecie de garrafa que me recuerda a lade los aguadores de Estambul —más no,por favor—, que es tanta la penuria y loimproductivo de esta tierra boliviana,

que el trabajo y la pobreza son loscompañeros diarios durante todo el año.Estamos en el país con menor renta percápita de América, y esta es, al parecer,la única válvula de escape.

A mi pregunta sobre los caros tejidos ylo elegante de los trajes, me contestansin titubear que ahorran todo el año parapoder crearlos. Y digo bien, crearlos, yaque cada uno, con sus manos, debe hacerel suyo. Y solo vale para un año, ya quelo sagrado es que acabe absolutamentedestrozado. Fiel a esa premisa, pasaotro adulto que cualquiera imaginaría deinterventor en un banco en La Paz,destrozándose el pantalón alengancharse en una alcayata que

sobresale de un poste de luz. El jirón delino va quedando en el suelo, comoluego acaba el dueño. Dos hombresorondos, con sombreros púrpura ytúnicas largas donde está dibujada lacara de un dios, se desternillan a costadel otro. Después alguien los empuja ycaen al lodo. Un lodo que, aunque estosea un libro, ya se sabrán cuál debía serun grado de hediondez. El alcohol, elsudor, el fuego de las antorchas quealumbraban las calles, los hombres ymujeres tirados por el suelo. Todosupuraba ese desenfreno extraño yantiguo de una comunidad acostumbradaa resignarse ante la necesidad.

Otro de los dormidos ídolos deTiahuanaco, alzados aquí un díaremoto, a 4.000 metros, por unacultura de la que no se sabe nada.

Desenfundé la cámara y algunos posaroncon gracia ante el objetivo. Era la únicapersona que hacía fotos en aquellaaldea. Y creo que lo agradecieron.

—¡Ya nos mandará un afiche, amigo! —me gritó uno vestido de macho cabríocon la cornamenta dorada refulgiendo enla noche.

—¡Desde luego! —les respondí,asintiendo y dando un último sorbo aaquella asquerosa agua de fuego decolor granate.

Y a fe que intenté hacerlo. Pero ¿alguiensabe cómo se envía un sobre a un lugarsin nombre y que no aparece en ningúnmapa?

Collas: los guerreros de la muerte

Las chulpas, o torres funerarias delcomplejo de Sillustani, nos recibenhieráticas y silenciosas, azotadas porandanadas de viento que casi nuncarebasan los cero grados.

Es un paraje que nos encontramos ennuestro largo camino hacia la dormidaciudad de Puno. Un lugar donde planeala muerte desde tiempos lejanos y donderompen el horizonte, desperdigadas aquíy allá, unas moles construidas bloque abloque hasta alcanzar la misma alturaque una casa de doce pisos. Nosencontramos en el que fue antiguo reinode los collas, los más sanguinariosguerreros que conocieron los Andes.Hombres feroces entregados a susdioses que exigían sacrificios de sangre.Subo una ladera a pasos cortos,peleando contra el mal de altura.Estamos a más de 4.000 metros. Pongomi mano sobre una chulpa y compruebolo extraordinario de sus junturas. Ni un

alfiler cabe entre los perfectos bloquesde piedra. Y las preguntas que me hanasolado en Tiahuanaco vuelven areproducirse en la misma ecuación:¿cómo lograron realizar estas obras deingeniería, a esta altura y con lascanteras más próximas a decenas dekilómetros? ¿Cómo las transportaronhasta estas montañas que dominan elaltiplano?

Me siento para retomar un poco deoxígeno y recuerdo las palabras delcronista Bartolomé de Las Casas, quienquedó espantado por las historias querodeaban a estos torreones circulares:

Hechas de buena labor y piedrasexcelentes —escribía el clérigo—,

causa espanto el saber que durante elfuneral del guerrero colla, trasenvolver al muerto con una tela gruesadonde se señalaban los ojos y la nariz,se mataban a mujeres, niños y criados.Se aniquilaba a las personas de lafamilia y se disponía todo en la chulpajunto a los enseres...

Era el modo de iniciar rumbo a lamuerte. Estas torres, activas hasta bienentrado el siglo XI, se convirtieron enescenas de un drama fácilmenteimaginable. Familias y generacioneseran sacrificadas en vida para penetraren estas tumbas verticales donde hoysolo se escucha el silbar del aire.

Una de las cosas que más llamó laatención de los exploradores modernosfue el comprobar las anomalíasmagnéticas que se reproducían en todoeste olvidado paraje de Sillustani. Sedieron todo tipo de explicaciones, acada cual la suya, aunque lo cierto esque alpinistas, arqueólogos y viajerosde muchas latitudes del globo me habíancontado la misma historia «las brújulasse volvían locas, los relojes separaban».

Con seis brújulas a la vez hicimos laprueba en distintas y silenciosaschulpas. Y se obró el extraño milagro.Las agujas se volvieron locas, girandosin parar, señalando el norte en

posiciones completamentecontradictorias unas con otras. Unajoven de la cercana ciudad de Puno quenos acompañaba simplemente sonreía.Todos conocían el poder magnético aúnno aclarado del complejo funerario.Ellos lo tenían claro. El espíritu fiero delos collas no era amigo de las visitas.

Como es costumbre, no hice caso de larecomendación y me propuse verme las«caras» con aquellos míticos collas,adoradores de la sangre y de lainmolación en honor a los espíritus.

En un viejo y destartalado museo,esquina con una iglesia colonial dondela gente danzaba preparando las fiestasvenideras, observé lo que quedaba de

ellos a través de una vitrina comida porel polvo. Los extraños collas tenían porcostumbre deformarse el cráneo hastaparecer auténticos extraterrestres; lascabezas apepinadas al límiterepresentaban la cercanía a la realidadespiritual. A base de férreos vendajesdesde la niñez conseguían el resultadoaterrador. Disparé varias veces lacámara, huyendo del cansino dueño delrecinto, y centrándome en detallesasombrosos. Muchos de los cráneosparecían haber sido disparados ¡conarmas de fuego!

El primer latigazo de la sorpresa luegose calmó al comprender lo que estabarealmente ante mis ojos. No eran balas,

sino trépanos. Trepanaciones efectuadasen vivo, algunas hechas por el propioguerrero sobre su cráneo, agujereando latapa de los sesos hasta quedarse a mediomilímetro de la membrana que protegeel cerebro. El bombeo de la sangre lesproducía una especie de éxtasis místicoque, probablemente, les haría viajarhacia otras realidades o aumentar suagresividad. Algunos occipitales teníanocho y diez agujeros, algunos con capascalcáreas de hueso regenerándolos,muestra inequívoca de que el guerrerosobrevivía con su cabeza convertida enuna verdadera mina surcada de túneles yorificios. Así combatían y vivían loscolla, una de las estirpes más extrañasque habitó América, una etnia que

construyó edificios imposibles a 4.000metros y que dispuso de una tecnologíaquirúrgica que sorprende a losmodernos médicos. Una raza deguerreros que se conectaban con losdioses en un lugar muy concreto y cuyaspruebas se pudren en un par de sombríoscallejones donde casi nunca pasa nadie.

Las trágicas chulpas funerarias deSillustani se asoman a nuestra llegada.Testigos de sucesos sangrientos estánrealizadas con una técnica inigualableen el corte de piedra.

En Puno

Es una de las ciudades más grises delplaneta. Al otro lado de la frontera,extendida en una hondonada frente a unextremo del lago, Puno es uno de losepicentros de la cultura y la profundatradición andina. Un lugar repleto demisterios y de hechos asombrosos. Lostrajes, las danzas y las ruinas que seexpanden por estas laderas han generadoun curioso orgullo en sus habitantes, quese autoproclaman «reserva espiritual delos Andes». Y es cierto. Los brujos yhechiceros, las tumbas conocidas como«chulpas» y las oraciones de remotos

rituales están por todas partes. Sonconscientes de que disponen de muchomenos dinero que los pueblos vecinos,pero no parece importarles. Poseenmenos ténica, sus hogares son cuadrasque apenas se distinguen unas de otras,sus calles son abrevaderos de tierra sinasfaltar, sus coches armatostesquemados de los años cincuenta siempresobrecargados con cajas abollando lasbacas y más tripulantes de la cuenta.

La noche en Puno es un efecto curiosode luces y sombras. Luces sobre paredesnegras en los «comedores económicos»donde se ofrece carne, arroz y postrepor cuarenta y cinco pesetas. Hasta muyaltas horas de la madrugada los puestos

de todo tipo de viandas, expuestas enmontones multicolores junto a lascarreteras, permanecen abiertos, conbombillas que se balancean alumbrandola mercancía sectorialmente y convendedores que duermen con un ojoabierto. En el pequeño hostal las cosasvan tranquilas. Muy tranquilas. AManuel Delgado le tocó en más de unaocasión darse de bruces con los rigoresde ese modo de vida en la que siempresobra el tiempo.

Era la cuarta noche en aquel lugar frío yhúmedo y por cuarta vez mi compañeroen esta aventura andina pidió un deseocuajado de nostalgia: tortilla con jamón.Esto, claro está, después de que nuestro

amigo el camarero uru, de pelo azabachecortado a tazón y chaquetilla verde seistallas más pequeña, le confirmara laexistencia del preciado elemento en lascocinas.

Un ejemplo extremo de la deformacióncraneana. Una manera de estar máscerca de los dioses de cabezasabombadas que un día vieron llegar...

Esperamos pacientemente, Delgadofrotándose las manos convencido de que

esta vez sí lo iban a comprender, y yoseguro de que iba a ocurrir exactamenteigual que las anteriores noches.

No me equivoqué. El servicial amigo,con una sonrisa de oreja a oreja, pusosobre la mesa un plato con una tortillacompletamente francesa. Es decir, dehuevo con huevo. Delgado la examinódetenidamente con el tenedor y no pudocontener su ira, ¡por cuarta vez le habíantraído aquello!

El hombrecillo cogió el plato, sincomprender el disgusto del cliente.

—Pero, alma de dios —gritó mi

compañero—. ¡Usted me dijo que sísabía lo que era el jamón!

—Sí, señor... Ja... món —respondió,vocalizando muy lentamente.

—Y esto... aquí no hay... ¡esto no estortilla con jamón!...

—Sí, señor —respondió como unaautómata—. Ser tortilla de Puno... latortilla de jamón... ¡sin jamón!

Llevábamos muchas horas deinvestigaciones, de caminatas, desorpresas, y aquella terminó porhacernos explotar en una carcajada. A

ella se unieron, riendo sin acabar decomprender la gracia, pero gesticulandoy abriendo la boca exageradamente,nuestros amigos del hostal. ¡Ja... món!,repetían y volvían a estallar al mismotiempo. Una escena digna del mismoBerlanga. Así son las cosas en esteapartado rincón del Titicaca.

Encuentros con los cíclopes

El 18 de septiembre de 1965 es unafecha que no olvidarán con facilidad enla región. En los diarios locales, en lostenderetes, en la propia comisaría depolicía no se hablaba de otra cosa. Y esque Puno siempre había sido, como toda

la franja que une Bolivia y Perú a travésdel Titicaca, pródiga en apariciones deluces reflectantes, de óvalos que emitenextraños sonidos y que aparecenposados en los campos y, sobre todo, enla presencia de seres de formahumanoide junto a las supuestas naves.¿O se trata de otra cosa? Nadie lo sabeen esta tierra donde el sol abrasa y enlas parcelas de sombra el aire congela.

Puno, una urbe gris asomada al lagosagrado: los testigos de encuentros conovnis y humanoides aquí son legión.

La mayoría callan, tapados con ponchosy sin querer ahondar en el asunto. Perohubo unos días en los que todos, inclusolos que mantienen selladas sus bocas,estuvieron convencidos de que losextraños dioses habían vuelto.

Un hombre vestido como

el guanaco blanco danza sin parar enla aldea sin nombre

de la frontera boliviana.

Según rezan los partes policiales, elprimero en dar la voz de alarma fue unmuchacho de siete años que seencontraba jugando en una alta azotea dela calle Aroca. Desde allí vio aterrizarun objeto en las cercanías del lago. Desu interior surgieron siete seres muydelgados que, desde la lejanía, el testigoidentificó «con un solo ojo». Losfamiliares, alertados por los gritos,pudieron comprobar cómo efectivamenteuna inmensa bola de luz se elevaba envertical en la zona de los viejos

embarcaderos. Aterrorizados, dieronparte a la jefatura de policía, sin saberque no eran los únicos que acudían adenunciar. Al mismo tiempo, un redactordel antiguo diario local Puno, JorgeChaves, conducía su ranchera con tresmiembros de su familia. En la pequeñacarretera que une Juli y Pomata pudo vercómo un aparato fusiforme yamarillento, idéntico al visto por elchico, se posaba casi en la entrada deuno de los suburbios de la ciudad. Apesar del miedo, Chaves bajó del cochey caminó unos pasos hacia el ovni. Peroapenas le dio tiempo a nada. En un abriry cerrar de ojos este se elevabahaciendo un giro de noventa gradosrumbo al cielo. La policía no tomó los

datos a broma. El director de LaPrensa, el periódico más prestigioso delpaís, había enviado por télex unrecuento de las apariciones en lasúltimas horas a las comandancia. En élse informaba de cómo en las cercaníasde la aldea de San Joaquín más dedoscientas personas habían presenciadoel aterrizaje y posterior huida de unartefacto alargado que «despedíaresplandores» y que, tras posarse en unabarranca, dejó «depresiones parecidas aembudos» en una huerta. En el mismofichero policial había además otrasorpresa. La denuncia urgente de dostransportistas que habían salido por unramal de la Panamericana y que habíanvisto «un ser extraño, semejante a un

arbolillo, de no más de ochentacentímetros y que tenía un solo ojo».Ninguno de los testigos se conocía entresí.

La alarma creció hora tras hora en todala región. Unos días después es elteniente del ejército Sebastián Mancha,máxima autoridad en la poblaciónandina de Santa Bárbara, el que confiesaque ha visto a «dos seres muy pequeños,de menos de un metro, muy cerca dellago Ceulacocha». Ambos individuos,desnudos o con un traje muy ceñido y sinaberturas, penetraron en un objeto deaspecto metálico que dejó tres profundasmarcas en un barrizal de tierra fresca.

Estaba claro que algo ocurría en aquel

final de verano de 1965 en esta regiónrepleta de hallazgos arqueológicos ydonde casi nunca pasaba nadareseñable. Precisamente en Pichaca, unode estos recintos situados a unoskilómetros de Puno, al que llego casi demadrugada y a bordo de un viejomicrobús de los que recorrían lascarreteras españolas en la posguerra,varios pastores vieron cómo el 20 deseptiembre aparecían «seis niños» queemitían un sonido semejante a graznidosde patos y vestían trajes de aparienciafluorescente. El terror se apoderó de losganaderos, que no tardaron en huir trasatar a sus llamas. Avisaron a losgendarmes a voz en grito y, cuandollegaron allí, observaron el mismo

estigma de los anteriores sucesos: en elsuelo había unas perforaciones hondas,provocadas por algún tipo de ácido.Treinta años después el lugar sigue igualde solitario. Un templo derruido erigidohace más de mil años en honor a lafertilidad es el punto exacto donde seprodujo el encuentro.

En el cuaderno de campo, que abrí bajoel frío polar que atenazaba Puno a esashoras, vi que aún había un caso más.Muy cerca dos nuevos testigos, JulioLópez Ramaña y Antonio ChavesBedoya, habían estado a punto deatropellar a un extraño caminante en lacarretera. El miedo aún no les habíaabandonado después de tanto tiempo.

La descripción, sencillamente, me laesperaba. Un ser enano, de ochentacentímetros y que tenía un solo ojo. Alparar unos metros delante de él,preocupados por si lo habían herido,vieron cómo se incorporaba, portandoun traje de tiras plateadas que refulgíaen la noche. Por detrás, junto a unaloma, apareció volando a poca altura unartefacto semejante a un cigarro puro.

Durante cerca de un mes los periódicosnacionales hablaron de los casos dePuno, el apartado rincón donde estabanocurriendo cosas demasiado extrañas. Yno fue la única vez que esto sucedió. Loscasos han seguido con una pasmosainsistencia. Las gentes se han

acostumbrado a no hablar de ello, peroen cada rincón, en cada comercio, encada plaza, tras unos minutos de charla,hablan de los «extraños seres» que devez en cuando aparecen en las cercaníasdel lago. Nadie les pone nombre nicatalogación... son tan solo entidadesque causan respecto y miedo. Algo quedebe ser dejado a un lado.

¿Buscarán agua?, se pregunta un viejocarnicero de pelo cano con el cuchillorojizo entre las manos. Quién sabe.

Toda la zona de Puno, envuelta entre lastorres de los muertos collas, con suscarromatos tirados por hombres enbicicleta que se pelean por los posiblesclientes, con sus calles estrechas que

van a dar al lodazal verde del lago y susgentes que siempre guardan secretos,despide un halo mágico. Como si elantiguo espíritu de todos los misteriosandinos reposarán en él. Lejos queda elbullicio y la modernidad de otrospueblos. Aquí el Titicaca sigue siendouna criatura sagrada a la que se bajaalgunas noches a orar y a pedir calma.Esa calma que es rota por insólitasvisitas del cielo.

Antes de regresar al hostal enfiló eljirón Tacna. Una calle ancha dondefluyen riachuelos oscuros de dudosaprocedencia. Las paredes están pintadascon consejos para evitar el paludismomortal. Un muchacho de ojos achinados

porta sobre el cráneo un tablón deltamaño de una puerta. Lo sigo. Es unabandeja gigante con pejerreys que aúncolean recién pescados. Su cabeza es latienda ambulante que jamás cierra. Sefija en mí por un momento y continúa sumarcha. En la calle vacía solo se oyenlas letras de su triste canción...

Oh ven Wiracocha, señor de todo elmundo grande como el cielo, origen ycreador de los hombres del Titicaca,diez veces te saludo, con los ojos en latierra te busco, como busco la fuentecuando tengo sed... LIMA:

OVNIS ENTRE LA GARÚA

Sala de hogar buena paracomunicación. Sí, Oxalc, soy deGanimedes, así lo llaman ustedes.Pregunten.

Primer mensaje aparecido medianteescritura automática en la hoja de SixtoPaz Wells un 22 de enero de 1974.

5

Lima: Ovnis entre la garúa

Lima: 02:30 horas.—La sorprendentehistoria del IPRI peruano.—Lucessobre los arenales de Chilca.—La

extraña Misión.—Recuerdos de uncontacto.—El nuevo grupo. BAJO ELAVIÓN APARECE, tras veinte horas devuelo, un mapa de luces y sombrasdifuminadas. Luces y sombras que seextienden entre lomas hasta un lugar alque no llegan los ojos. Es Lima, nuevemillones y medio de habitantes, ocho enel umbral de la miseria absoluta.

El Boeing de la compañía Avianca, quetras visitar Bogotá (Colombia) y Quito(Ecuador) me va a abandonar en lacapital peruana, ha hecho uninterminable trayecto de quince milkilómetros. En un momento, sin apenasdarme cuenta, las crestas de los picoscon nieves perpetuas se han aplastado

hasta convertirse en una llanuraondulada donde se perfilaban miles decalles estrechas, miles de farolas ypequeños edificios recortados enmanzanas cuadradas. De frente, unamasa oscura que se aleja aún más allá;el Pacífico.

El aeropuerto Jorge Chávez, oscurocomo su entorno, me recibe a las dos ymedia sin colas de viajeros, sin azafatasy sin la robótica voz de los megáfonos.Desierto.

Poco antes de que el tren de aterrizajepisase el asfalto de la pista 4, clavé misojos, acurrucado junto a la ventanilla, enuna niebla tan densa y gris como jamáshabía visto. Un humo triste y perpetuo

que encapotaba la ciudad y al que losnativos llamaban garúa, la bruma que seniega a abandonar el latir de esta ciudadconsiderada hoy la más peligrosa deAmérica.

El golpe seco del sello de entrada a laciudad planchando el impreso resuenaen el pasillo teñido de fluorescencia. Yaestoy en otro mundo. En un mundo en elque tu vida vale tanto como tu cámara defotos. O tanto como el par de zapatosque lleves puesto en ese momento.

Lima, la antigua Ciudad de los Reyes,me recibe con una tarjeta de visitapeculiar. Un torbellino de crudasimágenes que quedan enganchadas para

siempre en la memoria.

Los focos del viejo «colectivo» —palabra con la que los peruanosdesignan los pequeños autocares—alumbran el inicio de la avenida deElmer Fauccet. Es una calle ancha ylarga, que arranca casi de las pistas, conedificios de una planta, todos iguales,vacíos. Tras los tejados de las casas tansolo se ve el campo, una mancha extensay plana que, muy al fondo, parececortada por los dientes de sierra de lasmontañas. Me coloco junto a la ventanaen solitario, casi aplastando la narizcontra la luna, para tomar nota de cuantoveo al otro lado del cristal.

Las luces, como de un voltaje inferior al

europeo, surgen de talleres donde aúntrabajan algunas personas. Hay unsonido de hierros golpeando, rítmico yaudible. Las paredes que flanquean lacarretera están pintadas con lemaspatrióticos. «Vamos, Perú» dice una deellas, empotrada en un muro largo deladrillos que bordea el cementerio decoches que vuelven a relucir bajo elbrillo de la luna. Son coches muertos,con los motores extirpados y las faucesdel capó abiertas como una hilera decocodrilos nocturnos.

Chevrolet, Datsun, Ford, Playmouth...«carros» de hace treinta y cuarenta años,con más vidas que un gato, idénticos alos que circulan pitando al autobús,

adelantándolo a acelerones. Chimeneaspesadas, mastodónticas, de grancilindrada y cambios señoriales junto alvolante, con las ruedas ya deformes porel kilometraje. Un Capri del 65 nosadelanta forzando el motor, mostrandoque aquí el forastero no es quien manda.Ni mucho menos.

—¡Carajo! —grita el chofer delcolectivo, hasta el momento mássilencioso e inmóvil que una mortaja.Dos pitidos. Ya mas lejos responde elotro.

Es como un código preestablecido.Insultos y reproches a golpe de claxon.Nuestro conductor siente herido elorgullo, se embala, lo alcanza...

Me fijo entonces en las alargadas lucesde freno del bravo limeño que nos hapasado en línea continua, jugándose eltipo, casi rozando chapa contra chapa enese duelo que debe ser habitual despuésde la medianoche. El parachoques lolleva colgando de la peor manera, sujetopor una cuerda, casi tocando el suelo. Aldoblar una esquina que se pierde haciaun sendero preñado de barracones deuralita donde está pintada la banderanacional.

Los coches, en cada viaje, en cadallegada, son el primer elementodistintivo con el que te cruzas. Es buenoobservarlos. Son indicadores de muchas

cosas. De muchas conductas. En elcolectivo, mientras tanto, ni los gritosdel conductor han logrado despertar a laveintena de personas que duermen elsueño arrastrado desde las alturas. Soloél y yo parecemos despiertos, vigilantesen la oscura noche del extrarradio deLima.

Los dinosaurios americanos de cuatroruedas nos rodean de nuevo en un cruce.Un cruce sin stops ni señales. Me fijoentonces en que ningún coche eshomogéneo en su color. Las puertas sontrasplantadas de otros vehículos todavíamás viejos. Algunas, de lo henchidaspor la humedad, parecen pasta de papelen vez de acero. Nos pasa un Datsun

azul remendado con la puerta derechaverde y la otra roja. Ni por casualidadveo alguno con los dos focos en su sitio.Casi todos van tuertos, iluminandoparcialmente el asfalto, las farolas quetintinean hasta quedarse en penumbra deun chisporrotazo o las tiendas con lasverjas echadas y los escaparates rotoscomo a pedradas.

Algunos reposan encima de las aceras,como los que están junto a un bardiminuto con los cristales sucios degrasa y una pequeña barra de azulejosdonde no se apoya ningún cliente.Tampoco se ve al camarero entre lascuatro paredes verdes. Colgando deunos garfios se balancean varios trozos

de carne y la mitad de una careta devaca, con su sombra chinesca ysiniestra. Al fondo hay una pizarrita consu eslogan: «Uribe: comidas a un sol».En el techo, sobre el cristal de la puerta,las aspas de un ventilador expulsan elhumo rancio de fritura. Su olor penetrahasta dentro del colectivo. Hasta lospulmones.

El extrarradio de Lima, populoso ypeligroso, volvía a ser un foco decontinuas observaciones de ovnis comolo fue en un lejano 1974.

Nos detenemos en un semáforo, el únicoen medio de la carretera oscura. Nocruza un alma. En un lateral, donde ya nohay pavimento sino arena, dos chicos deno más de quince años reparan unamotocicleta. Uno de ellos va envaqueros, descalzo, y porta una llaveinglesa; el otro, con camiseta de tirantes,ríe como un loco, sin aparente sentido.Junto a ellos distingo una pila debotellas de cerveza, algunas con loscascos rotos.

Quizá un vertedero. O quizá alcohólicos.

Hemos girado hacia otra calle algo másamplia que se enfila en dirección al

centro. Hacia un lugar donde se apiñanluces amarillentas como una colmena enla lejanía. Por otro cartel pintado amano, colgado sobre una verja que pocoa poco se despega de la tapia, sé queestamos en «Avenida de Argentina». Laslargas del autocar, al hacer el giro denoventa grados, reflejan una manada degatos que cruza la carretera en busca deuna montaña de bolsas de basura.

A ambos lados, portales y ventanascerradas, como si jamás hubiese vividonadie en su interior. Como un barriofantasma donde quizá es mejor nodeambular. Así, durante un cuarto dehora, oscuridad y despojos, hasta queregresa el bullicio, esta vez en el

corazón de la ciudad. Veo varioscocineros de la calle, entre llamaradasque salen de los fogones dispuestos enla acera. Uno fríe con maña variosanticuchos —trozos de corazón deternera ensartados en una rama— y otrorehoga unas mazorcas en un bidónrelleno de aceite, sumergiéndolas ysacándolas, mostrándolas como untrofeo reluciente a la escasaconcurrencia. Unos metros más adelantehay un tenderete con frutos secos detodos los colores imaginables metidosen sacos de tela a punto de derrumbarsepor el peso. Pero nadie compra. Nadiesi quiera mira la mercancía. El viejoduerme —eso espero— con la cabezahundida entre los brazos cruzados sobre

una mesa de plástico. El colectivovuelve a detenerse. Bajo un posteeléctrico, cuyos cables se handesplomado por la acción de los últimostemporales, cuatro hombres ¿dialogan?acaloradamente.

Nos miran y, por unos segundos,detienen su ten con ten. Van con camisasviejas, dos de ellos con sombrero depaja. Parecen borrachos. Los bloquessimétricos de las afueras han dado pasoa grandes edificios con un toque denobleza ajada y colonial. Casi todossucios de abandono y polución. Loscuatro limeños parecen enzarzados enuna discusión por un pollo que se pasande uno a otro, como a tirones. O por el

precio de este. Los gritos suben de tono.

—¡La puta que te parió!

Me fijo en el cartel con letras verdes deneón… «Ollos Begui». Alguien hasustraído la «P» inicial. Es un comerciolóbrego, por definirlo en una solapalabra.

Presiento que la cosa no va a terminarsolo en palabras y comprendo al instanteque el pollo debe ser muy codiciado porestos lares.

—¡Cojudo de mierda!

El alboroto crece, intervienen losaspavientos y malos gestos de unaseñora con jersey de alpaca que parecerecién sacada de una postal sobre losAndes. Piel casi negra y pelo, de tannegro, casi azul. Solo le falta el ponchoy el niño. Gritos y más gritos. Y notocrecer en mí un ligero desasosiego. Unpreguntarme dónde demonios heaterrizado. Pero no puedo dilatarmemucho en el dilema. Una mano fría seme ciñe fuerte al hombro.

Es el conductor.

—Baje su maleta, señor, es aquí.

Alguien, antes de embarcarme en estaaventura, me dijo que el distrito centroera el más castigado por la delincuencia.Las guías no aconsejaban el alojamientoen la zona, casi vacía inmobiliariamentehablando. Los precios habían bajadodrásticamente. Nadie compraba, ya quequienes lo habían hecho habían sentidoen sus carnes el disgusto del robo ysaqueo inmediato por parte de lasbandas de desocupados y delincuentesque pululan en grupo, entre las sombras,por los recovecos de esta ciudad gris

que antaño fue nombrada por FranciscoPizarro capital del Virreinato del Perú.

Al bajar del autobús, con las bolsasaferradas por las asas y contra el pecho,veo cómo todos los edificios estándesiertos, apagados... con un reflejo deabandono asomando por las puertas. Tansolo un restaurante chino —chifas en lajerga popular limeña— permaneceabierto en la amplísima plaza ajardinadade San Martín.

El Gran Hotel Bolívar, el más antiguode Lima, es un gigante que se resiste amorir entre toda esa desesperanza quecorroe el distrito centro. Es como unaisleta donde el tiempo se ha detenido.Un tiempo de grandes lámparas

señoriales y algo descuidadas, depasillos inmensos sin tránsito y condecoración colonial, de trajes ypajaritas planchadas y arrugadas apartes iguales.

En mi habitación, la 426, la corriente nofunciona bien. La televisión, un modeloamericano de dos ruecas de 1961,tampoco. Me tumbo de un salto en unacama digna de un marques. Eso sí, conlas sábanas descoloridas de los años deuso. Ya he aterrizado.

Enciendo la pequeña radio que siempreme acompaña y escucho las emisoras demadrugada. Es como viajar en unfogonazo a la España de los cincuenta.

Esos locutores, esas voces. Las ondastransmiten a un Bobby Deglané redivivoque cuenta chistes. Chistes a las cuatro ycuarto de la madrugada. Chistes deperuanos haciéndose pasar pormexicanos.

«Cerveza de Cristal… La cerveza delPerú.» Dice el eslogan con el quetropiezo siempre.

Me asomo a la ventana, donde la nochebulle repleta de gritos y vendedoresambulantes. El suelo está helado en estecurioso cinco estrellas sin rastro decalefacción.

Allí sigue el cartel tintineante y yafamiliar de «Pollos Beguí». La

discusión continua abajo, conaspavientos y sonidos de bocina. UnGuardia, el primero que veo, se mete enla trifulca. Los otros, a juzgar por losimproperios, no se arredran por eso. Losgritos me siguen hasta lo profundo delsueño. A la mañana siguiente me esperael primer reto.

¡Ahorita me los llevo todos a la cárcel!¡Desgraciados!

La radio se me ha quedado encendidavomitando anuncios a las tinieblas de lamadrugada…

En un país lleno de problemas, viajarfácil y seguro solo tiene un nombre.Ormeño colectivo y moderno autocar.Ormeño, precio siempre popular…

La sorprendente historia del IPRIperuano

Uno de los ruidosos Wolkswagenamarillos petardeó entre las callejuelasdel distrito de Barranco hasta dejarmeen una calle completamente vacía a esashoras de la mañana. Las aguas delPacífico, de un gris intenso, resbalanhasta las mismas aceras. Es un barrio

bohemio, de casas unifamiliaresapiñadas como un racimo. La gente yano sale como antes a los paseos, alPuente de los Suspiros o los asadores decarne criolla. Según me confiesa eltaxista, hay miedo a las bandascallejeras que se han apoderado de lazona.

Ya pie en tierra camino a la búsquedadel número 402 del jirón —calle—Junin. Allí había ocurrido una de esashistorias insólitas que, verdadera entodos sus extremos o no, convulsionó ellatir de medio mundo en un lejano 1974.Una aventura protagonizada por jóvenesperuanos que conmocionó a cientos demiles de personas y cuyas secuelas aún

se registran en lo que muchosconsideraron el espontáneo nacimientode un nuevo credo: la religión de losextraterrestres.

El sonido de mis pasos retumbaba en laacera. Repentinamente me paro. Nohabía duda, era aquel portaldesvencijado, aquella pared atravesadapor una inmensa grieta, recuerdo delúltimo ciclón.

Me encontraba ante la sede delmisterioso IPRI, el Instituto Peruano deRelaciones Interplanetarias, unas siglasque veinticinco años antes habían sidonombradas a lo largo y ancho delplaneta con admiración en unos casos ycon rotundo desprecio en otros.

El aspecto de la casa donde se iniciótodo daba la impresión de estarcompletamente deshabitada. Me pareciómilagroso encontrarla aún en pie.

Di dos golpes junto a la placa dorada ycomida por el polvo donde se dibujabaun ovni algo grotesco. Permanecí a laescucha. ¿Quedarían allí dentro aquelloshombres que sorprendieron al mundotras vaticinar y acertar fechas y lugaresdonde se aparecerían los ovnis a travésdel contacto telepático? ¿Qué habríasido de ellos y de sus impresionantesexperiencias?

El escudo original del IPRI (InstitutoPeruano de RelacionesInterplanetarias), fundado en un lejano1955, cuando nadie en Sudaméricaosaba investigar estos asuntos.

Esperé y volví a atizar la madera conlos nudillos. En ese lapso de tiempo,instantáneo y a la vez casi infinito, mefue imposible no recordar lo que debiósuceder un día al otro lado de lapuerta...

Junin, 402, recién iniciado 1974

Carlos Paz, alto funcionario delMinisterio de Educación, tuvo querestregarse los ojos durante un buenrato. Se esforzaba en comprender cómoaquella sociedad científica que habíafundado en 1955, surgida en el seno dela Asociación Astronómica del Perú yque contaba con varios centenares demiembros y especialistas en las másdiversas ramas del saber, había acabadosiendo el epicentro de una serie de«contactos» inquietantes y misteriosos.

Lo cierto es que aún no podíaexplicárselo del todo.

Entre los pioneros de aquel grupo

autorizado por el Gobierno existía lacuriosidad por todas las materiasprocedentes del estudio del cosmos, y eltema de los platillos volantes, en bogatras una intensa oleada de apariciones,había generado todo tipo de reacciones,excepto la unanimidad de criterios.

Pero lo quisieran o no, el viejo misteriohabía regresado con la fuerza de unhuracán, copando todos los debatesposibles y tomando la voz viva de lacalle.

Carlos Paz asistía a una nueva vuelta detuerca, insólita y pionera, sobre elirritante asunto. Sus dos hijos, losuniversitarios Sixto y Carlos Paz Wells,le pedían calma en un gesto instintivo,

bajando las palmas de las manos. Elsalón principal de la casa, utilizadoapenas hacía unas horas porarqueólogos, médicos e inclusomilitares, estaba ahora en completosilencio, casi a oscuras. Eran las ochode la tarde del 22 de enero de 1974.

El asunto de los objetos no identificadoscopaba día y noche, desde hacia algúntiempo, los pensamientos de losintegrantes del IPRI. La puraastronáutica, sobre la que habíanrealizado estudios diversos desde hacíados décadas, había dado paso a lainvestigación de los casos que, uno trasotro, parecían haberla tomado con elextrarradio de la capital. Decenas de

testigos de toda condición, incluidosvarios miembros de la policía, habíanjurado haber presenciado aquellasesferas de luz haciendo giros imposiblesy dejando su estela de interrogantes.Eran las luminarias silenciosas queasolaban poblaciones semiaisladascomo Huancavelica, Cerro de Pasco,Chimbote y, sobre todo, el cinturón deLima. Desde los llamados «pueblosjóvenes» cientos de personas habíanpresenciado atónitas sus evoluciones enla noche. Algunas, incluso, el supuestoaterrizaje en extensiones de campoanexas a la ciudad. Campos salvajesdonde, a las pocas horas, se descubríanhuellas de tierra carbonizada. Algunasen forma de trípode, como si algo ajeno

a la Tierra y a todo lo conocido sehubiese posado allí durante algunosminutos...

En esta desvencijada puerta se inició,para bien o para mal, una complejahistoria de supuestos contactos conseres de otros mundos que se extendiócomo una nueva fiebre por todo elplaneta. Todo empezó aquí, en la sededel IPRI del distrito de Barranco

El profesor Paz, patriarca y fundador de

la asociación, aún mantenía ciertoescepticismo respecto al tema. Peroaquello, definitivamente, lo asustó.

Carlos Paz, histórico fundador delIPRI en su última entrevista:«Presiento que volverán a verseobjetos como en aquellos añosmíticos..., no sé, es una profundaintuición».

Sus propios hijos, tras las indicacionesde un grupo de estudiosos colombianos,

habían decidido ir un paso más allá enla investigación: adentrarse dando unsalto mortal hacia el llamado«contacto». Apenas eran conscientes deque lo que iban a hacer, real o ficticio,sugestionado o verídico en todos suspuntos, iba a cambiar la vida de cientosde miles de personas en todos losrincones del globo. Personas de distintascondiciones y creencias que a raíz deaquellas «pruebas» se iban a convertiren sus verdaderos seguidores. En los«soldados» de una nueva doctrinauniversal.

La mente en blanco, casi en estado detrance, las manos firmemente aferradasal lápiz y la hoja de papel sobre la vieja

mesa de madera. En un momento dado,siguiendo las indicaciones precisas,comenzó la llamada sesión de «escrituraautomática». La mina empezó adeslizarse sobre la superficie rugosa delfolio llenando la estancia de un sonidosordo y entrecortado. Allí aparecíansignos y trazos sin aparente orden nilógica. A veces, las líneas corríanaceleradas sobre el papel, como alatigazos de un dictado que fuesellegando a borbotones.

Sixto Paz, estudiante de Derecho, eraprecisamente quien con una tremendafuerza que aparentemente le era ajenacomenzaba a llenar las cuartillas degarabatos que, a velocidad increíble,

iban cobrando forma y sentido.

«Sala de hogar buena paracomunicación. Sí, Oxalc, soy deGanimedes, así lo llaman ustedes.Pregunten.»

La sesión, con el susto en el cuerpo detodos los presentes, se cortó de raíz.Aquello, según Sixto, no lo había escritosu voluntad. Y el miedo se apoderó dela familia Paz durante unos días. Lavieja sala quedó casi envuelta en el halode lo maldito. ¿Qué había ocurrido?Sabían de sobra que estaban jugando

con fuego, con un supuesto sistema decontacto del que apenas habíainformación en la época y que generabaserias dudas entre los propiosparticipantes. Quizá lo lógico hubiesesido desistir... pero impulsada pormanos invisibles una historiaabsolutamente absurda y fascinante seestaba fraguando sin que susprotagonistas lo sospechasen.

A raíz de aquella tarde histórica del 22de enero comenzaron a desarrollarse unaserie de experiencias en las cualesvarias personas del IPRI situadas endiferentes lugares recibían los mismos yexactos mensajes por el mismoprocedimiento. Oxalc se presentaba de

nuevo en todas y cada una de lascomunicaciones. Respuestasmilimétricas, idénticas, escritas de aquelmodo «telepático».

Y como en una riada, al tiempo queaumentaban las apariciones de luces enlos cielos, una serie de fechas yemplazamientos concretos parecíanproponer a aquel grupo de elegidos unaespecie de reto: un encuentro directocon los ovnis y sus tripulantes. Y, comoes lógico, el corazón de todos ellos,reunidos de nuevo en aquel vetustosalón, entre fotografías de laexploración lunar y una mínima claridadcolándose por las rendijas del techo,latió al unísono bombeando miedo y

sensaciones.

Los «extraterrestres» habían concretadouna cita.

Luces sobre los arenales de Chilca

Justo al volverme, convencido de que enaquella ruinosa casa no moraba un alma,escuché cómo crujía lentamente la hojade la puerta. Me quedé fijo en el umbralnegro y en las dos siluetas que desde sufilo oscuro me esbozaban una tibiasonrisa...

Carlos Paz y su esposa aún vivían.Aquello sí que no estaba en mis planes.

Eran ya ancianos, pero transmitían unabondad difícil de describir conpalabras. Sobre sus cabezas la grieta delúltimo azote del «Huracán Niño».Reconocí inmediatamente al profesorPaz, con el pelo escaso y muy blanco yunos ojuelos pequeños y brillantes, alreflejarse en mi mente algunasfotografías que en su día realizó JuanJosé Benítez para el rotativo La Gacetadel Norte en 1974.

¡Cuánto tiempo!, debimos pensar los tressin pronunciar palabra...

Allí nos quedamos mirándonos duranteunos instantes eternos, sin hablar, comosi no nos creyésemos la coincidencia.Un cuarto de siglo después un periodista

se presentaba de nuevo en la sede delIPRI. Era como si aquella puerta de lahistoria se me hubiese abierto en elúltimo momento, en una últimaoportunidad para horadar en una seriede vivencias y sentimientos humanosdifícilmente explicables y sobre los queya había caído hacía años el velo delolvido…

El interior de aquel lugar era, aunquejamás lo hubiese pisado, tal y como meimaginaba. Los recuerdos sin marcocolgaban por las paredes con ciertodesorden. Y en una pizarra aúnpermanecía escrita a tiza la palabra«ovni». La humedad calaba hasta eltuétano...

—Aquel 7 de febrero, un par desemanas desde de la primeracomunicación recibida en este mismosalón, ocurrió algo que nadie podíaesperar...

Carlos Paz me hablaba sentado en unade esas sillas. Quizá emocionado porquealguien aún le recordase lo que un díalejano surgió de entre aquellas cuatroparedes. Dentro del salón gris, repletaslas esquinas de mazos de papeleshúmedos, sillas recogidas a la espera delas conferenciantes que jamásregresaron y sin apenas luz del exterior,comprobé que el terremoto del tiempohabía causado tantos o más estragos que

los seísmos medibles en la escala deRitcher.

Miré la grieta que atravesaba todo elcimiento. Aquella casa no se vino abajode milagro. Carlos paz me quitó lapalabra de la boca...

—Estamos convencidos de que «ellosnos salvaron» —susurró sonriente.

Curiosamente, alrededor de la cuadrahabía casas coloniales que, a derecha eizquierda, habían sucumbido tras elúltimo temblor. Entre aquel naufragio de

escombros solamente se elevabamaltrecho el número 402, la sede aúnviva del IPRI. Como si estuviesemilagrosamente bendecida...

—Hijo —prosiguió Paz, poniendo lamano sobre mi antebrazo—, aquellanoche del 7 de febrero ocurrió algo quecambió el rumbo de nuestra historia. Enesta misma mesa se produjo una«comunicación simultánea». Yo ni creíaen aquello, estaba como meroobservador. Pero le doy mi palabra deque en aquel papel garabateado por mihijo Sixto aparecieron los nombres dedoce personas, y un lugar concreto: losarenales de Chilca, a unos ochenta

kilómetros al sur de Lima. Un lugardesierto, muy frío, y donde no pasaabsolutamente nadie. ¿Y qué demoniosiba a ocurrir allí? Pues ninguno, se lojuro, lo sabíamos.

—Aquello, aparentemente, era una «citacon los ovnis» —le pregunté, agarrandofuerte la grabadora y anotando en elcuaderno, contagiado de la emoción queañadía Paz a sus palabras.

—Exacto. Era un «encuentro» queprodujo cierto miedo entre los que aquíestábamos presentes. La hora fijada eranlas nueve de la noche. Y allí se desplazóen varios «carros» la avanzadilla del

IPRI a la búsqueda de su cita con lodesconocido... parece que fuera hoymismo.

Mochi, la madre, hasta el momento depie y ocultando su mirada con unasgruesas gafas de cristales ahumados yvestida con un modesto jersey dechandal azul, interrumpe la escenarecordando aquella noche de veranoaustral:

—Llevaban las caras aterrorizadas.Aquí mismo, donde está usted, secalzaron los ponchos. Todos

preguntaban: ¿qué nos está pasando?¿Quién nos espera? Son momentos quecomo madre y como creyente en laexistencia de «Ellos», jamás, hasta eldía de mi muerte, podré olvidar.

—Estaban todos —prosigue el señorPaz— en el desierto de Chilca, unaregión inhóspita, convertida hoy enrecinto de prácticas militares. Iban,como le digo, muertos de miedo,juntándose entre sí para protegerse delfrío. Y al llegar las nueve de la noche,las nueve en punto tal y como estabaescrito en aquel papel, apareció undisco reluciente. Un disco con un brillojamás visto. Les sobrevoló con sublancura y silencio a unos ochenta

metros de altura, no más. Un discobrillante que apareció iluminándolo todocon su claridad. No era ni una estrella,ni un avión. Nada. ¡De aviones ysatélites me va a hablar a mí! Era unacosa grande, enorme, que hizo que entreellos cundiera el terror. Cuandoregresaron a este mismo salón muchosotros miembros del IPRI, le recuerdoque algunos eran militares, ingenieros oprofesores, no creyeron aquella historiade los contactos y la confirmación en elcielo. Hubo incluso discusiones. Lafascinación y el temor de unos sepeleaba con la incredulidad de los otros.Así se llegó a lo que consideramosprueba definitiva, y que ocurrió unosdías más tarde, concretamente el 9 de

febrero...

Aquella noche hubo que arrastrar aalgunos de los miembros del grupo. Untotal de cuarenta personas sedesplazaron en la oscuridad hasta elmismo punto, una loma solitaria de losarenales de Chilca. Allí, a la horamarcada en el papel, aparecieron nouno, sino seis objetos discoidales. Sesituaron a unos cien metros del grupo y,claramente, nítidamente, comenzaron aevolucionar durante más de una hora.Eran artefactos de bordes pulidos,maquinarias sólidas que estabanhaciendo aquella especie derepresentación a la hora pactada con

anterioridad. Y el espanto, y el temor, yla emoción se desató en todo el grupo,por fin al completo, cuando las figurasespigadas y altas de unos seres extrañosse asomaron al trasluz de una de lasnaves.

La extraña misión

La experiencia del 9 de febreroconvenció a los más recalcitrantesincrédulos. Algunos, muy impresionadospor los derroteros que iba tomando elcaso, decidieron abandonar lasinvestigaciones de modo inmediato.

Jamás regresaron al jirón Junin, 402.Otros, la mayoría, se entregaron sinlímites a esa extraña fe que habíasurgido en esta casa de la barriada deBarranco y que, en pocos años, iba aimpregnar medio mundo a finales de ladécada de los setenta.

Como detonante y divulgador de estoshechos, hasta entonces enmarcados en unvecindario y una comunidad concreta dehabitantes de Lima, tuvo que llamar aaquel mismo portal un joven reporterollamado J. J. Benítez y reflejar en suscrónicas las impresiones vividas sobreel terreno. Un teletipo histórico de laAgencia Efe remitido por Enrique Vallsle había puesto en guardia y, tras varias

gestiones de rigor, el periodista navarro,que ya había hecho numerososreportajes dedicados al fenómeno ovnien nuestro país, se embarcó en este másdifícil todavía. Indiscutiblemente, suaportación al tema, difundiéndolo comonotario de los hechos, generaría en todoel mundo hispanohablante una fiebre porel contacto jamás vivida. Los gruposafines al IPRI, englobados en lo que sedenominó «Misión Rama», con losmismos procederes y resultados, sereprodujeron sin descanso como setas enel otoño. En nuestro país llegó a haber600 de estas comunidades en constanteactividad. Después, con el mismomisterio, fueron sucumbiendo uno trasotro hasta la desaparición absoluta y el

olvido más crudo. Como si nuncahubiesen existido.

Juan José Benítez, de viva voz, me habíacontado en más de una ocasión lo que leocurrió junto a aquellos extrañosjóvenes del Perú. Algo que, para bien opara mal, dio en aquel momento un giroradical a su vida y sus creencias y seconvirtió en referente para la historiadel periodismo vasco de los añossetenta.

—Hoy en día dudo de muchas cosas delo que allí escuché —me afirmó J. J. enuna de nuestras largas charlas,recordando lo sucedido e

intercambiando impresiones—, pero locierto es que, como periodista, fui acubrir una información y comoperiodista tuve que contar,estrictamente, lo que viví y a mí meocurrió. Y eso, a pesar del tiempotranscurrido, continúa siendo unverdadero misterio al que no encuentroninguna explicación. Así de claro ydiáfano.

Tras pasar varias jornadas conviviendocon los miembros del IPRI, en especialcon Sixto y Carlos Paz, comprobé cómose realizaban aquellas sesiones depsicografía. Todo lo que ellosaventuraban a través de esos mensajes,

incluida la presencia vigilante de seresdel planeta Apu o de Morlen —que secorrespondía con la luna de Júpiterconocida como Ganimedes— me sonóbastante fantasioso. Lo cierto, segúncomentaba mi director, es que aquellosreportajes que iba remitiendo a laGaceta del Norte, seriados bajo el títulode «No estamos solos», produjeron unboom, un verdadero choque social enEspaña. Por darte un dato de periodistaa periodista, La Gaceta vendió másperiódicos con aquellos reportajes queel día de la muerte de Franco. Calcula.Un récord absoluto.

La gente estaba fascinada, y yo, sinsaberlo, contaba simplemente lo que a

mí me contaban. Desde el Perú estabagenerando una difusión que estabapropiciando que muchos grupos depersonas de toda condición y edadcomenzasen a experimentar con elsupuesto «contacto», tal y como lohacían los miembros del IPRI. Era algosencillo, accesible, y de lo que jamásanteriormente se había hablado.Aquello, amigo Iker, fue la ruptura de untabú y todo un bombazo periodístico.

—Y sigues afirmando que tú los vistes...

—Claro. Eso siempre lo mantendré.Ocurrió. Para mí —prosigue el célebreescritor y reportero—, lo más fuerte, lo

indudable, sucedió un día de inicios deseptiembre, cuando en una de aquellascomunicaciones apareció mi nombreescrito. El corazón me dio un vuelco.Aunque yo, te lo aseguro, estabaconvencido de que nada iba a ocurrir.Aquel garabato en un papel significóque, junto a otras personas, estaballamado a participar en uno de los«contactos» previa cita. Se me obligó adejar las cámaras en el coche, y yo,convencido de que no iba a ocurrir nada,les hice caso, ¡no sé cómo el directordel periódico no me mató! De eso es delo que más me arrepiento ahora.

El 7 de septiembre de 1974 yo estabacasi enfurecido. Pero todo cambió a las

nueve y quince minutos, la hora exactaprofetizada en aquel contactopsicográfico. Puedo jurarte que sobrenuestra vertical apareció un disco deluz, inmenso, blanquísimo. Algosuficientemente cercano para no serconfundido con nada. Un disco brillanteque se balanceó hasta nuestra posición,a unos doscientos metros del suelo,abriéndose pasó entre la bruma...

—¿Y qué se piensa exactamente en esemomento? —pregunto al bravoreportero.

—Miedo, angustia, extrañeza, unnerviosismo incontrolable. La gente

corría y gritaba. Yo no sabía qué hacer,estaba angustiado y a la vez fascinadopor aquella luminosidad.Repentinamente, junto al discoprincipal, apareció allí, en la soledaddel desierto, otro artefacto idéntico,pero más pequeño, que comenzó a hacergiros anárquicos, a subir y a bajar entorno a la «supuesta» nave másvoluminosa. Durante cinco interminablesminutos aquellos artefactos, para mí nohumanos, variaron su intensidad, comosi quisieran establecer una especie decódigo o mensaje, y posteriormentelanzaron un chorro de luz blanca,limpísima, casi sólida, que bajó hastacasi tocar la arena donde nosencontrábamos. Eso me ocurrió a mí.

—Y te ocurrió el 7 de septiembre de1974...

—Sí —sonríe—, el día de mi vigésimooctavo cumpleaños.

Efectivamente la célebre serie de J. J.Benítez en el rotativo vizcaíno finalizócon un artículo titulado «Yo vi dosovnis» (29/9/74). Una afirmación quecausó estupor y encontradospronunciamientos. Un periodista españolhabía confirmado por sí mismo laveracidad de aquellos contactos previacita de los miembros del IPRI peruano.

Los seguidores y las doctrinas seextendieron por medio planeta. Lallamada «Misión Rama», tema sobre elque versaban la mayoría de los mensajesrecibidos por los miembros del grupo,hablaba de un cataclismo inminente y dela salvación para algunos elegidos. Conesos ingredientes apocalípticos laagrupación, ya de carácter mundial —avanzadilla de elegidos por los seresdel cosmos para unos, extraña secta paraotros— se convirtió en uno de losmovimientos sociológicos másimportantes de la segunda mitad delsiglo XX. Y todo, como comentaba elbueno de Carlos Paz, había empezadoallí…

Recordaba mi veterano y afableinterlocutor, acurrucado en su silla y conuna camisa gruesa para protegerse delfrío, como en Marcahuasi, en unosmontes que alcanzan los cuatro milmetros, se les presentó uno de aquellosseres.

—Era alto, robusto, con la cabellerablanca y el traje de una sola pieza, sinaberturas ni bolsillos. Con miradasevera y seria. Fue mi hijo Sixtosiempre quien tuvo las experiencias máscercanas, más próximas a estosindividuos misteriosos. Yo, como ve enlas fotografías, sin abandonar miasepsia, puede comprobar una y cien

veces, cómo aquellos «contactos» secorrespondían en el tiempo conobservaciones de todo tipo sobre losextrarradios de Lima.

Ahí tiene una de las imágenes másimportantes —señala a una de lasparedes donde hay una gran fotografíaclavada con una chincheta—, doscilindros metálicos, sin marcas, sindistintivos, sin emitir gases o humo queaparecieron y desaparecieron muy cercade donde nos encontramos. Desde elobservatorio astronómico se pudieroncaptar estas imágenes. ¿Y qué iba apensar yo en aquellos momentos?...compréndalo, por mucho que fuese misentimiento científico, aquello era un

misterio cada vez más grande, cada vezmás extraño. Aquí llegamos a tenermiedo... nos reuníamos casiclandestinamente y analizábamos lo queestaba ocurriendo y por qué. Y leaseguro por mi honor que nuncallegamos a tener respuesta.

Aquello fue una aventura que se inicióen su día y que, de algún modo, todavíano ha concluido...

—Ahora ya no le caben dudas de que noestamos solos en el espacio...

—¡Usted me ha recordado tanto a aquelperiodista! Y le debo responder lo

mismo que a él —se detiene y pasa unpañuelo por sus ojos humedecidos—.Sigo pensando, amigo mío, que estamossiendo vigilados por esas civilizacionesde las estrellas. No tengo ninguna duda.Y creo que volverán aquellos casos,algo me hace presentirlo. Ahora nopuedo acompañarlo a Chilca por midelicado estado de salud... pero desdeluego que aún guardo la esperanza devolver a verlos como aquella nochesobre los arenales.

Es algo con lo que sueño, consciente deque no me quedan muchos días de vida...

Me despedí de aquel lugar con una

extraña pesadumbre. El dramatismo deaquella última sentencia del científicodon Carlos Paz tenía un significadooculto que, de momento, yo no iba acomprender en su totalidad. Y sin quererperder un segundo, salí de aquel lugarprometiendo a mis buenos amigosregresar después de mi largo periplo portierras andinas. Regresar algún día paravolver a charlar. Para volver a escuchara aquel hombre entrañable y olvidado.

Recuerdos de un contacto

—Aquí solo viven los ricos —soltóentre risotadas el taxista que, en plenanoche, me condujo hasta una

urbanización escondida entre las lomaspróximas al campo de golf.

Todo eran chalés unifamiliares conprimorosos jardines. Algo quecontrastaba como un latigazo alobservar, al otro lado de la carreteraprincipal, las bombillas apiñadas en lasgigantescas cruces de las chabolas delos poblados jóvenes. Eran miles deluciérnagas brillando en silencio.

Al llegar al lugar de destino, elconductor quiso más dinero delacordado. Una situación violenta que, enPerú, es aconsejable evitar y se puedesaldar de modo insospechado para elextranjero. En aquel momento loapropiado fue correr. Lo justo hasta el

umbral de una cancela con extremasmedidas de seguridad en la que meesperaba aquel hombre, Sixto PazWells. Jamás había concedido unaentrevista en su propia casa.

—«Immmmmm... Uruuuuuuuuuuuuu».

Había llegado en su hora de«relajación». No se le podía molestar.Me senté frente a él en una amplia sala.Sixto volvió a tomar aire y a soltarlopoco a poco produciendo un sonido quehacía retumbar los cristales. Algosemejante a los mantras de los lamas

tibetanos...

—«Immmmmmm... Uruuuuuuuuuuu».

La casa de Sixto Paz era algo colosal.En la parte de arriba, sobre el gimnasioy la cocina, aparecía su inmensodespacho. Yo me frotaba los ojos...¿Tanto dará el fenómeno del contacto?,me repetía para mis adentros.

—Siéntate aquí en mi sillón —me dijo,colocándome frente a un potentísimo

ordenador con diversas impresoras...

—Ahora se da aquí y...

Tras pulsar el botón se abrió ¡unacúpula! del techo. Una inmensa bóvedade tipo bizantino donde en una imagen ocroma aparecían en movimiento lasestrellas, las galaxias, los planetas delsistema solar...

—Así me concentro mejor... —me dijocon una sonrisa.

Dos cilindros luminosos y gigantescossobrevuelan lentamente los suburbiosde Lima. Uno de tantos casos queconvulsionaron a los militares,médicos y astrónomos queconformaban el IPRI primigenio.

Vaya con Sixto Paz. Su mujer,amabilísima, trajo unos vasos con algoparecido a leche de almendras. Todo fuemuy dulce hasta que comenzó laentrevista. En ese preciso instanteentraron en la casa dos hombres y unamujer joven que se sentaron detrás paraescuchar y sin mediar palabra...

—Aquel día del 74 —se arrancó Sixto— tuve verdadero miedo. ¿Por qué amí?, me preguntaba una y otra vez. Mimano, como muerta, había empezado aescribir en el folio, colocando allímensajes desconocidos...

—En aquel primer momento todosdesconfiaron. Eso hasta que aparecieronlos ovnis, ¿no?...

—Exacto —hace una pausa para bebersu «malteada»—, la verdad es quecuando en Chilca empezamos a veraquellas luces no nos quedaron dudas.Los mensajes eran concisos,concretísimos. Las personas que debían

ir, la hora, la fecha y el lugar...

—Y tú tuviste los encuentros máscercanos...

—Cierto. Aquella época fue de unaintensidad tremenda. En pleno arenal deChilca surgieron una especie deburbujas acristaladas... penetré en ellasy me vi envuelto en una especie de viajeastral... en una ensoñación real en la quevi la superficie de Ganimedes con aguasubterránea —datos confirmado por laNASA oficiosamente en 1999—, conformaciones muy toscas que eran lasciudades de los guías, de los seresextraterrestres que desde un principio secomunicaron con nosotros...

—A grandes rasgos, y a pesar de quemuchos lo interpretaron a su modo...,¿cuál era el mensaje de esos seres?

—Nos avisaban para que fuésemos totaly profundamente conscientes delproceso de autodestrucción en el quehabía entrado de lleno nuestracivilización. Decían que el amor era laúnica forma de escapar de aquel destinotrágico...

El nuevo grupo

En aquel momento, grabando laspalabras del contactado más célebre delmundo, no pude evitar recordar

entrevistas en las que españoles cultos ycon altas cualificaciones profesionales—casos como el de Justo Tapiador oBernardo Rodríguez Moreno— queacompañando a Sixto en Chilcaobservaron la presencia de estascuriosas «esferas translúcidas»posándose en el desierto.

—A raíz del libro de J. J. Benítez,vuestra historia alcanza cotasinternacionales. Cientos de grupos,miles de personas siguen tu doctrina.¿Es entonces cuando se corta elcontacto?

—Sí, cierto. Llega un momento en que

no recibo más mensajes de esos guías deaspecto albino, gran estatura y que,según sus comunicados, procedían deGanimedes o Apu. Hubo avistamientosprevia cita con varios miembros deprensa que reflejaron y fotografiaron lasapariciones de luces móviles sobrenuestra vertical. Fue como unadespedida en el año 89. Después notécómo toda la estructura que se habíamontado alrededor de nuestro grupo, endefinitiva un puñado de universitariosde Barranco, nos había desbordado porcompleto. Estábamos en un camino quequizá no era el correcto. Llegamos atemer por las implicaciones de todoesto... por lo que la gente, fanatizada,pudiera hacer en un momento dado.

—Y llega la disolución de toda aquellahistoria, criticada y admirada a partesiguales...

—Exacto, veo que estás bien enterado.En el 91 se disuelven los grupos. Eraalgo lógico. El fin, un tanto triste, de unaépoca de convulsiones en toda América,de avistamientos constantes, de certezasde que «ellos» existen y que están ahí,vigilando cada uno de nuestrosmovimientos.

Sixto Paz Wells, con miembros de sunuevo grupo de estudio, me recibió en

su confortable casa de La Molina.Hombre de gran magnetismo personaly probablemente el «contactado» máscélebre en el mundo, es el epicentro deuna historia que ahora toma nuevosderroteros.

Lo cierto, y esto no lo sabe aún nadie, esque, en solitario, continúe trabajando através de concentración y escrituraautomática. Los mensajes, con mayordificultad que antes, continuaronllegando, pero esta vez no quise quepasara lo de la época anterior. Y mereservé información. Con informáticos eingenieros diseñé un nuevo equipo detrabajo, totalmente secreto y al margen

de actos multitudinarios. Genteescéptica que comenzó a analizar micaso. Y las evidencias, los contactosprevia cita, continuaron, volviéndose aproducir aquella sensación de tremendomiedo y expectación...

En aquel momento las tres personas queasisten a la charla como merosespectadores, con cargosimportantísimos en las universidadesperuanas, se levantan como autómatas yme tienden la mano. Son ingenieros,expertos en telecomunicaciones einformáticos que se han asombrado conla confirmación en los cielos de lo que

surge en los emborronados mensajes delSixto Paz.

Las filmadoras y los ordenadores hanregistrado la «presencia» de extrañasaeronaves de nuevo sobre los arenalesde Chilca.

Es como si el misterio, aquella esenciacasi olvidada del otoño del 74, volviesea gestarse, en otra casa, un cuarto desiglo más tarde. Quizá con mayorrigurosidad, demostrando que, muy defondo, subyacen hechos misteriosos quenadie ha podido resolver ni explicarsatisfactoriamente y que relacionaban dealguna manera a ciudadanos de a pie y aextrañas luces de movimientosimposibles en los cielos.

—Sé que usted es bastante escéptico —me dice Sixto, despidiéndose en lapuerta—, pero acuérdese de mispalabras. Creo que va a haber una granoleada de nuevo sobre nuestro país... yocurrirán cosas extraordinarias aquímismo.

—Solo soy un notario de lo que ocurre.Yo le he prometido a su padre quevolveré. Con todo mi escepticismo,procuraré acompañarlos algún día aChilca. A ver si hay suerte y logroconvencerme del todo...

En el hotel Bolívar, el corazón de Lima,me tumbé en la cama y logré encender eltelevisor. Apareció el repeinado locutorde «Lima 24 horas» entre rayas einterferencias. Su voz me va sumiendoen un sueño profundo. Pelea de bandasen el Cerro Joven con la resulta de tresmuertos... Detenida la peligrosa bandade Los Elegantes en el Jirón Unión...Cholo se enoja en Huncavelica yahorca a su profesor delante dealumnado en la escuela secundaria33...

Eran tan crudas las noticias de aquellas24 horas, tan hirientes, que preferísumergirme bajo el edredón. Y allí, enla gruta de algodón, sentí cómo

avanzaba la sombra de la soledad porvez primera en este largo viaje almisterio. Una soledad angustiosa enaquel hotel decadente.

Apagué la luz dispuesto a oxigenarmepara las próximas andaduras por Cuzco,Machu Pichu y el Valle sagrado de losIncas. Pero había algo, como un zumbidopermanente en la cabeza, que no medejaba conciliar el sueño.

Eran las últimas palabras de un tristeCarlos Paz. Una sentencia que en aquelmomento no podía imaginar que seríaterriblemente profética.

NOTA DEL AUTOR: El primer mes delaño 1999 se convirtió en una oleada sinprecedentes en el Perú. La mayor delúltimo cuarto de siglo. Los principalesrotativos del país, durante semanas,mostraron fotografías de los continuosavistamientos, y las comisarías depolicía redactaron decenas deexpedientes de nuevas observaciones.Las filmaciones y grabaciones de civilesse difundieron en los programas demáxima audiencia generando un climasin precedentes. El lugar más afectadofue Lima y su perímetro sur, con más decien casos. Según testimonios dealgunos veteranos periodistas de lazona, se volvió a vivir aquel climainolvidable de principios del 74. En

España nos llegaron las informaciones através de las agencias de noticias... y fueuno de aquellos teletipos el que meinvadió de congoja indescriptible. En lanoche del día 6 Carlos Paz fallecía enlos arenales de Chilca. Le sobrevino elóbito tras un ataque al corazónproducido por el choque y la emociónque lo embargó al observar entre lasdunas un objeto esférico y luminoso queascendía hacia el cielo. El ovni fuevisto, además, por decenas de personasen diferentes puntos de la región. Era unencuentro previa cita. EL EGIPTOIMPOSIBLE (I):

LA RUTA HACIA SUDÁN

El hombre teme al tiempo, pero eltiempo teme a las pirámides.

Antiguo dicho del Alto Egipto.

6

El Egipto imposible (I):

La ruta hacia Sudán

21 de agosto; dirección Sudán.—Bajola Gran Pirámide.—El día querompimos el cerrojo.—Luz Verde.—¡No foto, no flash!—Los otros dioses:Ovnis y humanoides junto al Nilo.—Escafandras, tubos y manoplas.—UnSputnik en Luxor.—La luzresplandeciente. ¡GUERRA SANTA!La copa de Karkadde —el dulce y rojolicor egipcio— se me resbaló entre lasmanos.

Nabbil Habbkar, un historiadormusulmán de cien kilos en canal, meaproximó su cara redonda. La situaciónera de lo más confusa.

—¡Es la Guerra Santa anunciada!

No supe si su grito era de alegría omiedo. Y mejor no saberlo. Loscamareros y la tripulación, todos árabes,subieron en apenas un minuto. Aquelloera un tenso hervidero.

A mi lado, casi tumbado en los mullidossofás del salón central del barco,Francisco Contreras —reportero de puraraza— me miraba con cara de no creerlo que estaba sucediendo. Alargó elbrazo y subió el volumen del televisor.Aunque no entendiésemos el idioma

atropellado y nervioso del locutor, lasimágenes eran diáfanas. Hasta un niñocomprendería el lenguaje internacionalde las bombas.

Estados Unidos estaba atacando lacapital de Sudán y algunos de suspueblos, descargando suscazabombarderos sobre diversos«objetivos». Las gentes sudanesas,pobres de solemnidad pero armadashasta los dientes, salían empuñando losfusiles a las calles. Revueltas, tiros,explosiones… algunos se acercaban a lacámara, envueltos en túnicas yprotegidos por el anonimato de laoscuridad y gritaban consignas yquemaban en la plaza la bandera

americana.

—¿Qué dicen? —pregunté a unsilencioso Aziz, el guía que hasta hacíaunos instantes seguía como un hinchamás el derbi Cairo-Alejandría,suspendido por el «avance informativo».

—Gritan maldiciones contra losoccidentales. Mal asunto.

—Los dirigentes de Gran Bretaña yFrancia —continuaba la televisión—muestran su apoyo unánime aClinton en caso de un conflicto armadoinmediato...

Las noticias parecían irreales. Allíestábamos un puñado de personaspegadas a la pantalla, sin hacer caso delos templos silenciosos que surgían a lasorillas del río. Y tuve la impresión deque aquella iba a ser una nochedemasiado larga.

—Rusia, sin embargo, ha realizado uncomunicado oficial de urgencia en elque se muestra totalmente indignada ycontraria a la intervenciónestadounidense...

Lo que estaba emitiendo la televisiónera la viva imagen de una guerra a puntode comenzar. Un nuevo y temidoconflicto entre dos mundos antagónicos.

Escuché el sonido de otra copa cayendosobre la mesa. El gran amigo Enrique deVicente —director de la revista AñoCero— se mesaba las barbas realmentepreocupado.

Lo comprendí perfectamente.

Bajábamos por el trecho sur del Nilo,era de noche y a unos pocos kilómetrosse encontraba Sudán.

21 de agosto. 0:45 horas

El barco detuvo su marcha. Salí acubierta y abrí el cuaderno. Apoyé laspiernas en la barandilla y observé a lasgentes que se arremolinaban en elpoblado egipcio donde habíamos paradorepentinamente. Un grupo escuchabaapiñado en torno a un viejo transistor.Un coche de policía vigilaba. En latienda de frutos secos, con los sacos enplena calle, discutían tres personascomo si no estuviesen de acuerdo con loque se avecinaba, y en el pequeñomuelle un anciano de barba y pelo cano,como si estuviese ya cansado de lamisma historia, bebía té hirviente conlas babuchas colgando un palmo por

encima del agua negra. De fondo, entreun palmeral que se detenía en el río máslargo del mundo, aparecía un coloso.Una estatua de Ramsés que miraba alcielo.

Era un buen momento para hacerrecuento de tantas aventuras y misteriosvividos en el país de los faraones. Elcalor aún de madrugada asfixiaba, ytenía la completa seguridad de que aquelpuñado de periodistas españoles nosencontrábamos en el peor de los sitios siel conflicto estallaba.

Agarré una Stella local helada —lacerveza nacional— y comencé aescribir. Estabamos en el país de todoslos enigmas. Y, por fortuna, los

habíamos exprimido a fondo. Quizádemasiado.

Bajo la Gran Pirámide

Ciento cuarenta y seis metros de altura—como el mayor rascacielos de Europa—, 230 de lado —tres veces un campode fútbol—, 2.300.000 bloques degranito rojo y caliza y 2,5 millones demetros cúbicos de piedra.

Así de sencilla es la carta depresentación de la Gran Pirámide deGizeh.

Y juro que, bajo su sombra, todo lo quehemos leído o visto en fotografías ydocumentales se queda en minucia. Enpura insignificancia.

Me la imagino hace miles de años aquímismo, en medio de la nada, con suscaras pintadas de rojo, resplandeciendoante el asombro de los primerosegipcios que la miraban como ahora lohago yo.

Parece una obra alzada por los mismosdioses.

La arqueología ortodoxa la ha amarradopara siempre —haya pruebas de ello ono— a la figura del faraón Kéops. Perono hay una sola evidencia para pensar

que esta séptima maravilla del mundoantiguo, la única que se conserva en pie,fuera siquiera una tumba. No hayjeroglíficos, restos humanos, funerarios,ni sarcófagos por ninguna parte. Aciencia cierta, nadie sabe absolutamentenada de ella, ni quién la construyó, nicuándo ni cómo.

La Gran Pirámide de Gizhe,majestuosa, colosal, era nuestroobjetivo. Llevaba demasiados mesescerrada en su propio secreto y noíbamos a marchar de allí sin descubrirlo que se cocía en su angosto interior.

Bajo su estructura, mirando de abajohacia arriba hasta que duele el cuello,compruebo cómo los bloques oscuros,perfectamente cortados y situados enhileras —en un proceso que la cienciaactual ha sido incapaz de reconstruir contecnología moderna— tapan el cielo.

Comprendo entonces una frase remota—quizá tanto como estas piedras— quede vez en cuando exclama algún viejocamellero de piel quemada: El hombreteme al tiempo, pero el tiempo teme alas pirámides. Y es que para muchos deestos hombres, las construcciones estánaquí antes que nada, antes que nadie.Antes del mismísimo inicio de los días.

Propietaria de insólitos poderes, soncada vez más lo arqueólogos queafirman la posibilidad de que fuese ungigantesco centro ceremonial donde seprodujesen todo tipo de experienciaspsíquicas y espirituales al más altonivel. Incluso, según me confirmaban enEl Cairo, la compañía Swissair era laprimera en realizar un cambio en la rutade los aviones, ya que al pasar por lasinmediaciones de la meseta de Gizeh —donde se encuentran las pirámides de¿Kéops, Kefrén y Micerinos?— losaparatos en vuelo tenían constantesanomalías, como si estuviesen siendoafectadas por un potente campoelectromagnético.

Diversas experiencias con víveres yobjetos orgánicos, en palabras dereconocidos especialistas, habíandemostrado un curioso proceso de«rejuvenecimiento», con lo que se dabarienda suelta a la teoría —muy en bogaen los setenta— de que los faraones lasutilizaban para ponerse a prueba,preparar su viaje a la muerte, o, incluso,para intentar retrasarla bajo los efectosdel poder «piramidal».

Sea como fuere, lo cierto es que laspolémicas en torno a la datación yfunción de las tres construccionescolosales de la IV dinastía, que nofueron superadas técnicamente por sussucesores —dato que es realmente

extraño por la lógica evolución delsaber—, dan que pensar a un sinfín dearqueólogos y egiptólogos que laspirámides ya estaban allí cuando seasentó la primera gran civilización. Ysus hombres, asombrados ante aquellaprecisión magistral alzada en lo másseco del desierto, se dispusieron aimitarlas en honor a sus faraones. Perono pudieron conseguirlo. De las más deciento treinta pirámides que se levantanen territorio egipcio, curiosamente estas,las más antiguas, son las que semantienen casi como el primer día.Otras dos, en Dashur, atribuidas aSnefru —padre de Kéops— se suman almisterio.

Las cinco desafían a todas las preguntasde todos los imperios que las hanexaminado. Desde Heródoto a Napoleón—quien salió temblando, pálido yordenando que ningún biógrafocomentase su terrorífica experiencia enla llamada «cámara del Caos» en elinterior de la Gran Pirámide— hanintentado comprender aquella grandezainexplicable.

Era comprensible que nosotros tambiénlo hiciésemos. Y a pesar de que llevabacerrada un año a cal y canto, suscitandomisterio y polémica en medio mundo,decidimos poner en marcha unaarriesgada operación. Teníamos quesaber qué ocurría en las entrañas del

monumento más enigmático de esteplaneta. Para eso estábamos allí.

El día que rompimos el cerrojo

Absolutamente prohibido. Esa fue lafrase que inspectores, guías y policíasnos repitieron hasta la saciedad. Laspuertas se habían cerrado a cal y cantomotivando mil y una preguntas que sevieron reflejadas en las portadas depublicaciones especializadas. Nadiesabía a ciencia cierta qué estabapasando, pero las más variadashipótesis habían estado revoloteandosobre la inmensa mole pétrea tejiéndoladel halo de la incógnita. ¿Acaso se había

descubierto algo de vital importanciaque no debía ser conocido por elpueblo?

El 10 de marzo de 1998 fue la fechaelegida por el ministro de Cultura,Farouk Hosni, y el director de lasPirámides de El Cairo, Zahi Hawass,para anunciar al mundo entero que elcierre se haría efectivo entre los mesesde abril y noviembre, aludiendo a laimperiosa necesidad de restaurar elinterior de la construcción.

Envuelta desde entonces en una granpolémica por el secretismo con el quetodas las operaciones se estabanllevando a cabo, comenzaron lassupuestas reformas de alumbrado y

canales de ventilación degradados porel paso del tiempo y la continua visitade millones de turistas. Así, un gruposeleccionado de obreros viajaban cadanoche hasta las arenas de Gizeh con elinstrumental preciso y bajo estrictavigilancia militar.

Las autoridades, desde el mismo día delinicio de las obras, fueron rotundas ytajantes. Se impidió el paso a cualquierpersona exterior, a pesar de quereporteros de prestigiosas publicacionescomo The Times o Newsweek intentaronentrar en el recinto sospechando que larealidad era muy distinta.

No en vano, desde 1993, momento en

que el ingeniero alemán RudolfGantembrink introdujo por un canal deventilación de la Cámara del Rey unpequeño robot provisto de cámarasllamado Upuaut —«el que abre laspuertas», en egipcio— para descubrir loque bien pudieran ser unas pequeñasentradas con pomos de cobre quecerraban el paso a estancias aúninexploradas, la idea generalizada deque la Gran Pirámide guardabainnumerables secretos se había hechopopular.

Pero la curiosidad, para nuestradesgracia, fue aplastadasistemáticamente por el férreo controlque los guardias de seguridad, bien

pertrechados con sus fusiles, ejercíansobre cualquiera que se acercase más delo normal a las rejas de la entrada.

Durante varias jornadas nos «paseamos»discretamente por Gizeh para comprobaren nuestras carnes que «el búnker» en elque se había convertido la GranPirámide no era un hueso fácil de roer.Y la tensión subió enteros en nuestropequeño «equipo.

Manuel Delgado inició en ese mismoinstante el que bautizó como «plan A»,es decir, intentar convencer a lasprincipales autoridades para que dieran«luz verde» en nuestro camino. Pero,como era de esperar, no pudo ser. Trasun duro tira y afloja a casi cincuenta

grados de temperatura, mostrando lasmás variadas acreditaciones y regalos,volvimos a oír la misma frase que acabópor derrumbar nuestra moral.

«Absolutamente prohibido.»

Habría que recurrir a otras fórmulasmenos ortodoxas.

El Cairo. 0:05 horas

—¡My name is Crazy Taxi!

Taxi Loco. Y a buena fe que hacía gala

de su apodo. Chilaba blanca hasta laschanclas y sonrisa que, de no ser por laestricta ley coránica, uno diría que secorresponde con los síntomas de laingestión masiva de anís.

Un descuajeringado Peugeot 504 —elcoche por excelencia de los cairotas—,el pie alegre para pisar el acelerador yuna ciudad en penumbra con 13 millonesde habitantes que bullen aún más cuandollegan las sombras. Ese es su territorio.

¡Ah!, y un dato clave: ni un solosemáforo.

Atravesar El Cairo —la ciudad máspopulosa de África— de noche es unade las experiencias más trepidantes que

se pueden tener en esta vida.

Camellos, coches sin luces en direccióncontraria, burros echados, giros en secode autobuses que van sobrecargados yperdiendo las piezas, mujeres de negroque cruzan justo cuando hay más tráfico,la policía de espaldas jugando albackgammon —el juego nacional— otomando un té de menta... el panorama escomo el de un videojuego delirante. Ybien que lo disfruta nuestro particularCaronte mientras nos lleva a 110 por laAvenida de las Pirámides con destino auno de nuestros refugios preferidos, elTika, la moderna pollería donde el panfrito de torta árabe alcanza cotassublimes.

Nuestro amigo, dando dos volantazosseguidos, está a punto de estamparse conun burro montado por un niño sincamiseta. Le hace gracia, ve quenosotros nos quedamos con la risacongelada y piensa que hacer ese tipo deperipecias le dará más bakshis —propina— al final de trayecto. Dicho yhecho, a partir de entonces se dedica atocar la bocina —del Peugeot— y aperseguir infantes y mujeres que seremangan las túnicas para saltar de unbrinco a la acera. Nos quedamosalucinados al comprobar que no frenabani un solo metro. Si la gente no seapartaba, él los atropellaba. Esa era lagracia. ¡Todo sea por el bote!, parecíagritar a carcajadas, girando la cabeza

hacia atrás ante la inexistencia de espejoretrovisor.

El tráfico en El Cairo es el másalucinante del mundo. Es la ciudad delcontinente con más coches encirculación… y con menos permisosexpedidos. Eso sí, jamás hemos visto unaccidente.

Al final llegamos a nuestro destino conla sonrisa mellada de nuestro amigocomo telón de fondo. Y por hacernos «laúltima» —los egipcios son servicialespor naturaleza— gira en una calle deocho carriles haciendo una «u» perfectaa punto de estamparse contra un autobúsy un camión con maderos. Queríademostrarnos que taxistas enloquecidos

en El Cairo hay muchos, pero CrazyTaxi solo es él.

Con el vértigo en el cuerpo, sentados enlas mesas blancas del Tika, preparamosnuestro definitivo plan de ataque.

Luz verde

Todo ocurrió muy rápido. El «Plan B»se había puesto en marcha.

El viernes, día de descanso para losmusulmanes, era el único en el que lavigilancia flojeaba. Tan solo uninspector con cara de pocos amigospululaba por las oficinas. Y los

soldados montados en camellos parecíanmás preocupados en comentar lasúltimas noticias sobre una situacióninternacional que parecía suavizarse queen nuestro sospechoso caminar hacia laGran Pirámide a la «hora prohibida». Osea, cuando no hay nadie por lo queabrasa el sol.

Nuestro «contacto» nos esperaba junto ala antigua entrada dinamitada de lapirámide. Allí donde la gruesa cancelapreservaba el secreto.

Tras varios minutos de forcejeo verbal yalguna astucia que es mejor no narrar,escuchamos un «click» que nos dejó conla mirada fija al frente. El jefe deseguridad de la meseta, envuelto todavía

en recelo y confusión, con cara de nosaber ni qué le estábamos diciendo niqué estaba él haciendo, había abierto elcandado y una ristra de mortecinasbombillas flotando en la oscuridad nosmostraban el camino tortuoso.

En aquel momento, lo reconozco, quiseplantarle un beso en la frente a Manolo.No sé cómo lo había hecho, aunquecuarenta viajes a la tierra de losfaraones daban para conocerabsolutamente todo de la mentalidadegipcia.

Y por un resquicio de esa conductapudimos entrar.

El trato era claro. Quince minutos, no

atravesar el primer pasillo y ni una solafoto. Pero no pudimos cumplirlo.

Mientras Manuel Delgado proseguía sudiscusión junto al túnel, entré a lacarrera con Francisco Contreras comoun galgo tras de mí, intentando captar agolpe de flas todo aquel desorden que seextendía a lo largo de la arteria deentrada.

Y se encendió una hilera de bombillas ynuestros corazones temblaron alunísono. Luz verde. Echamos a correrpirámide adentro. Éramos los tres

únicos periodistas en el mundo ensaber qué pasaba allí dentro.

(Foto Francisco Contreras.)

El túnel, realizado por Al Mohamad en1860 y que hoy hace las veces de accesoprincipal, aparecía flanqueado porgrandes sacos de cemento expansivo,centenares de metros de cableado yvarias espuertas repletas de fragmentosrocosos. Daba la impresión de queestaban levantando parte de la pirámide.Y las primeras preguntas nos atraparonde inmediato mientras nos adentrábamos

más y más en la oscuridad de aquelmisterio vetado durante un año a todaslas miradas del mundo. ¿Dónde y porqué se estaba excavando?

El tiempo transcurría veloz y nuestropaso a lo largo de la Gran Galería másbien parecía una carrera de obstáculosen la que había que sortear cascotes,cuerdas y diversas herramientaseléctricas. ¿Sería verdad el rumorextendido a nivel mundial de que ungrupo japonés de arqueólogos estabansondeando un nuevo pasadizo en el másabsoluto secreto a la búsqueda de laspruebas definitivas sobre la autoría dela pirámide?

En ese momento Manuel Delgado, que

ya se había unido a la escapada, no pudoevitar mostrar su asombro total. Allíhabía algo que no encajaba.

Manuel Delgado, Francisco Contreras,Enrique de Vicente y el autor en unavieja faluca en dirección a Sudán.Cuatro periodistas en el corazón delNilo.

Junto al pasaje que conecta con lallamada Cámara del Rey se alzaba unagran escalera metálica que se internaba

en una de las cámaras de descarga; unrecinto por el que jamás pasan losturistas.

Y nuestras sospechas se acrecentaron,¿qué clase de reformas se estabanefectuando en un lugar que no esvisitado? ¿Acaso buscaban algoconcreto en ese punto exacto?...

En la Cámara del Rey, corazón de lapirámide, aparecían dos andamios degrandes dimensiones ocupando una delas paredes laterales. Estábamos viendoalgo que, excepto el equipo que allítrabajaba en secreto, nadie había podidocontemplar.

En el interior del célebre tanque de

granito, construido en una sola pieza contécnica prodigiosa, eran visibles variosenvases de productos químicos que sinningún orden aparecían esparcidos juntoa fundas de plástico y cajas de cartónvacías. El espectáculo, sinceramente,deprimiría a cualquier amante de laarqueología.

Hurgando entre aquel batiburrillo dedesechos fijamos nuestra mirada en loque parecía un agujero de un metro ymedio de ancho que se abría paso a unospalmos del supuesto «ataúd» vacío delfaraón Kéops. Una gran piedra aparecíalevantada y apoyada en una de lasparedes mostrando un oscuro conductoque se perdía quién sabe si conectando

con inexploradas galerías. Delgado, conlos ojos desorbitados, buscaba la rejaque siempre había taponado ese rincón.Pero esta no aparecía por ninguna parte.Era la demostración de que alguien sehabía internado por allí con algúnmotivo concreto, ¿acaso lacomprobación de que todo el laberintode subterráneos tenía un sentido y unafinalidad? ¿Que aquello conducía alsoñado lugar jamás encontrado hastaahora?

De pie, observando a mis compañerosactuar rápido y sin hablar, recordé en unresplandor al prestigioso ingenierogermano Gantembrink y sudescubrimiento. Y también cómo «lo

«invitaron» a marcharse de Egipto,obligándole a callar su hallazgo. Allí,bajo la presión de dos millones debloques sobre nuestras cabezas, meprometí saber qué pasó con aquelhombre desterrado y con elestrangulamiento de lo que podía ser unode los descubrimientos del siglo.

El sarcófago o tanque de granito de laCámara del Rey tal y como loencontramos aquel día.

(Foto: Contreras.)

Disparé la cámara una vez más y, aldiluirse el flas, un grito agudo me sacódel ensimismamiento. Era el inspectorde guardia que ascendía sudoroso por laGran Galería maldiciendo a todosnuestros antepasados. El tiempo seacababa. Y fue preciso entretener alperseguidor para que Delgado seinternara raudo en la llamada Cámara dela Reina, donde unos más que curiososconductos de ventilación llamaronpoderosamente su atención. Según nosconfesaría en el exterior, aquellotampoco era normal.

¡No foto, no flas!

Me cabían pocas dudas. Amparados enel secreto, estaban horadando lapirámide en busca de algo prohibido.

Intentando fotografiar todos los detallesque los enigmáticos obreros que acudíancada anochecer habían dejado comoparticular rastro de su presencia,llegamos de nuevo hasta la cancela porla que penetraba la tenue luz delexterior.

Parecía que la aventura había concluido,pero me equivocaba. Aún quedaba elúltimo acto.

Los blancos uniformes de la policía

egipcia iban a prolongar nuestra tensiónmás de lo deseado. Un bullicioso grupocompuesto por varios guías yfuncionarios con cargo desconocidohabía logrado convencer a las fuerzas deseguridad de lo extraño de nuestra fugazvisita. «Hay tres occidentales dentro deKéops» gritaban indignados desdeabajo.

Uno de los policías militares, sincortarse un pelo —tal y como escostumbre en este país— nos apuntó conel Kalashnikov desde la salida. En aquelmomento, sabiendo que las imágenesque llevábamos eran únicas, en unmovimiento casi instantáneo, cambiamoslos carretes por otros no usados. Los

«buenos» desaparecieron por un lugarpoco decoroso.

Habíamos sido descubiertos, y la nadaamable petición de nuestras cámarasgeneró una nueva trifulca. Estabandispuestos a llevarnos al calabozoinmediatamente, al tiempo que un grupode unos veinte árabes asistía jaleante ala inusual escena.

Hacía unas horas que Oriente yOccidente se habían enredado en losprolegómenos de una batalla y habíamoselegido mal momento para ser el blancode las miradas egipcias en la Meseta deGizeh.

Tras varios minutos de tira y afloja,

mostrando como posesos lasacreditaciones de enviados especialescomo ultima defensa para nuestroscarretes —y pidiendo perdón en todoslos idiomas y dialectos posibles—,logramos apaciguar los ánimos. Nadiese entendía con nadie y nosotros soloveíamos los cañones de manufacturarusa y disparo certero apuntándonoscada dos por tres. Nadie parecía tenernada claro, y aprovechando lacoyuntura, comenzamos a bajar lospeldaños como si la historia no fueracon nosotros.

Al final, los hombres que coreabannuestra detención se liaron en una grescacon los policías. Decían que ellos

también querían entrar. Que tenían másderecho. Y quizá fuese cierto, perogracias a la escandalera montada sobrela hilera de piedras de la pirámidelogramos huir. Egipto es así.Imprevisible. Tragicómico.

Fieles a nuestra concepción delperiodismo, habíamos logrado elobjetivo, y camino del mítico hotelMena House —escenario de películasde suspense como Muerte en el Nilo—respiramos por fin. No sabíamos quéocurría dentro de la Gran Pirámide, peroallí habíamos estado para contarlo anuestros lectores.

Lo más probable —pensaba caminandocuesta abajo por la hilera de asfalto que

conecta con Gizeh— es que,aprovechando las obras deacondicionamiento se estuviesen«persiguiendo» las evidencias queempezaron a surgir tras la exploraciónde Gantembrink. Evidencias de lugaressecretos quizá demostrativos de que lapirámide ni la construyó Kéops niningún otro faraón. Que era mucho másantigua.

Los fusiles enojados no nos permitierondescubrirlo, pero mientras las portadasde las revistas se preguntaban: ¿Quéocurre en el interior de la GranPirámide?, nosotros teníamos doscarretes con este testimonio gráfico. Contodo lo que de verdad estaba pasando.

Éramos los tres únicos periodistas enhaber burlado el veto de la policía en elpolémico año de clausura. Y,sinceramente, nos sentimos felices porhaber sido consecuentes con nuestraconcepción del reporterismo.

Los apuros, sin duda alguna, habíanmerecido la pena.

Los otros dioses: ovnis y humanoidesjunto al Nilo

El cuaderno, siempre que se aterriza enel aeropuerto de Heliópolis, llegahenchido de anotaciones, de datos. Depromesas por cumplir.

La lista de enigmas, a cada visita, semultiplica en vez de disminuir: el origende algunas pirámides, su función, latecnología del trabajo de la piedra y lasmisteriosas fórmulas de los«ablandadores», las «herramientas delfuturo» utilizadas en Abusir y en Gizeh,la imposible manufactura de la durísimadiorita, la aparición de supuestoscuchillos de acero inoxidable, la cienciaquirúrgica del templo de Kom-Ombo, elconocimiento de luz eléctrica por partede los antiguos trabajadores de elrecinto de Dendera... En fin, una ristrainterminable que siempre se ve rota porun impulso irrefrenable. Quizá ilógico.

Sé que los más ortodoxos me criticarán,

y algunos, al saber mi proceder, seecharan las manos a la cabeza. Locomprendo. Mi pasión secreta no es, alfin y al cabo, sino seguir la senda, lacorazonada de otros muchos viajeros tanmíticos como Erich Von Däniken o PeterKolosimo, que buscaban una serie deseñales, de «pistas», y las interpretabanbajo el prisma de sus convencimientos.Yo no las interpreto, pero las busco paraque lo hagan ustedes.

Egipto, de confín a confín, está repletode misterio; tanto que llega a sermareante. Sin embargo, todos y cada unode ellos conducen a una misma matrizcomún. A una misma incógnita: ¿Dedónde heredó sus conocimientos aquella

civilización? ¿Les enseñó «alguien» unaprodigiosa técnica que no encaja en eltiempo? ¿Se les legó saberes concretosmientras el resto del mundo se arrojabapiedras en lo profundo del Neolítico?

En definitiva, al recibir la ráfagahúmeda en la escalerilla del vuelo deEgiptair, al percibir el latigazo del calory de las especias, siempre viene a mimente la eterna cuestión: ¿Provocóalguien ajeno esa insólita «explosión deconocimiento»?

Con esa duda punzando en las entrañasme dejo llevar. Y la primera búsquedasiempre es la de perseguir y fotografiarla sutil presencia —según suponenalgunos estudiosos y arqueólogos de

vanguardia— del retrato de aquellos queprodujeron el «milagro» de laevolución.

Escafandras, manoplas, tubos, seres conrostro verdoso que sobrevuelan laTierra, extrañas «naves volantes» queaparecen incongruentes dentro de lasescenas funerarias...

La marca de estos insólitos humanoidesestá presente en los lugares másinsospechados. ¿Que quiénes son y quéhacen allí?... eso no lo sabían ni losasustados egipcios que tal vez un día losvieron bajar del cielo.

A mitad de camino entre criaturasmitológicas y visitantes de las estrellas,

los ovnis y humanoides que aparecen enalgunos rincones del antiguo Egiptoabren las puertas a otra crónica de lahistoria a la que nadie parece quererasomarse.

Escafandras, tubos y manoplas

Hemos llegado a Luxor, al corazón delValle de los Reyes. Un desiertoexpuesto permanentemente al sol dondese alcanzan los sesenta grados almediodía. Una sartén inmensa dondenada puede ayudarnos a mitigar lasensación de que nuestro cuerpo seabrasa. Ni siquiera la botella de Baraka,la excelente agua mineral del país que

siempre acaba siendo arrojada porencima de la cabeza, convertida encaldo tibio a los pocos minutos.

Estas arenas inhóspitas, lugar donde laegiptología alcanzó su mayoría de edada lomos de nombres míticos comoChampollion, Howard Carter o LordCarnavon, donde surgieron de lasentrañas de la tierra los más fantásticostesoros del mundo antiguo y donde viola luz la maldición de Tutankamon,aparece una tumba algo más olvidada.Más alejada de los recorridos turísticosque prefieren acudir en masa a otrosrecintos más «amables».

El sepulcro del faraón Ramsés VI, deconservación casi perfecta, es un viaje

directo hacia el mundo de ultratumba.Hacia unas visiones dignas del deliriode un moribundo.

Bajar los peldaños hacia la gruta enforma de fauces abiertas es penetrar enun universo claustrofóbico donde vanoscureciéndose las paredes de un azulfúnebre. Poco a poco, en un tránsito enel que vamos sumiéndonos más en laprofundidad y en las tinieblas, vansurgiendo a izquierda y derecha unasrepresentaciones aparentementeabsurdas. Unos personajes que no sondioses catalogados, que no son espíritusde la muerte. Que no son nada dentro delo conocido.

Espectrales, pintados a gran tamaño, nossaludan unos seres sin cara, comotapados con opacas escafandras,envueltos en trajes de apariencialuminescente y con las manosenfundadas en manoplas. En guantes deuna sola pieza.

Llegados a este punto, y por fuerza, hayque imaginarse el rostro extasiado delexplorador James Burton, quien amediados del siglo XIX se adentró agolpe de pico y pala en una de las másincreíbles maravillas arquitectónicasfunerarias creadas por el hombre. No esde extrañar que los centenares de figurasque allí se representaban como guías enun aparente mapa cartográfico de la

dimensión de los muertos le pusieran lospelos de punta. Hoy todavía siguencausando el mismo efecto.

La policromía original de los murales,como en un muestrario espectral y designificado aún desconocido, nosmuestra algunos seres que son, segúndiversos especialistas, el extraordinarioretrato robot de los llamados«humanoides» que tantas veces se hanobservado en todos los rincones delmundo junto a los ovnis.

Si el extraño «grupo» de entidades nossorprende a primera vista,adentrándonos un poco más, también amano izquierda, descubriremos otrasorpresa mayúscula. El primero en

reparar en ella fue Manuel Delgado,quien instantáneamente supo que aquellapintura que reposaba desde hacía tresmilenios, enfundada en una especie detraje ceñido y con el rostro oculto trasuna escafandra, era algo fuera de todalógica.

Burlando la mirada de uno de losinspectores logré «fusilar» con lacámara a aquel personaje suspendido aunos tres metros del suelo; a través delvisor lo contemplé con mayor nitidez:tenía una especie de «tobera», similar ala utilizada por submarinistas oastronautas, que surgía perfectamenteensamblada como si de un mecanismotecnológico se tratase. La unión entre el

hipotético cableado y el misterioso«casco» le confería al conjunto elaspecto de una toma de oxígenoabsolutamente actual.

Oficialmente, es la imagen de unespectro. Entonces, ¿por qué no hayninguno más como él? A su espalda,como mensajeros del terror, o comoexpresión del pavor humano, aparecenunas figuras horriblemente mutiladas.

El «humanoide del tubo» me cautivó enel interior de aquella tumba. Me quedémirándolo por largo tiempo, convencidode que era muy semejante a lo que tantostestigos me habían contado por esosmundos de dios en pleno siglo XX. Nome fue preciso divagar mucho. En

nuestro país, por ejemplo, quedaron enel recuerdo incidentes como elacontecido en las afueras de Aldaya(Valencia) el 25 de agosto de 1968,cuando fue observado durante variosminutos un ser idéntico al representadoen el pasado egipcio. ¿Simplecasualidad? ¿O rotunda confirmación dela existencia de esos humanoides a lolargo de nuestra Historia?

Caminé unos pasos y lo fui dejandoatrás. El «astronauta del Valle de losReyes» continuaba observándome entreel ajetreado caminar de los turistas queapenas si reparaban en su presencia.Como un hereje, quizá fuese la«evidencia» de que los egipcios

realmente vieron a estos seres deprocedencia incierta. Quién sabe. Lasuposición, por lógica, haríareplantearse toda la Historia. Y presentíque eso era demasiado para un tristefresco perdido en una lejana tumba deldesierto. Allí lo vi por última vez, almargen de cualquier explicación de losguías que pasan por el lugar cadajornada, evitándolo como si fuera unretrato maldito al que más vale noprestar un segundo de atención.

Una extraña figura con escafrandraalimentada por un cable que nos

recuerda a una rudimentaria «toma deoxígeno» aparece en la pared derecha,ajeno por completo a las explicacionesde los guías. Es un hereje que no gozade los favores de la arqueologíaortodoxa.

Un Sputnik en Luxor

Pensar que el espectral sepulcro deRamsés VI —bautizado como tumba deMemnom por la primera expediciónnapoleónica— no guarda más misterioses equivocarse de plano. Casi en lasalida hacia el exterior, enmarcadosobre una especie de rudimentario friso,encontramos la tercera sorpresa. Es una

zona de escalinata donde coinciden, enun pasillo angosto, los grupos decuriosos que suben y bajan. Elembotellamiento suele ser habitual losdías de visita, y quizá por ello nadierepara en su enigmática presencia. Peroahí está, presidiendo a entrada a latumba más misteriosa de Egipto.

A primera vista, un artefacto esférico yvoluminoso flota ingrávido en elespacio, atravesado por lo que parecencuatro largas y afiladas antenas. Otravez las mismas dudas, las mismaspreguntas. ¿Por qué no hay otro comoél? ¿Por qué solamente aquí?

De color rojo sangre, el artilugioaparece flanqueado por tres seres de

tamaño muy inferior al resto de losrepresentados en las pinturas de latumba, y uno de ellos se elevainversamente, como un cosmonautavencido por la falta de gravedad de laLuna. Si en un momento inicial laimagen nos puede recordar vagamente alSputnik, el primer y legendario satéliteenviado fuera de la órbita terrestre porparte del Gobierno soviético, al echaruna ojeada a la amplia casuísticaeuropea de los «encuentros de tercertipo» hallamos similitudes aún másexactas. Aún más comprometedoras.

Y, una vez más, la maquinaria de lamemoria —algo oxidada ya por elsofocante calor— se puso en

funcionamiento. Aquello era el vivoretrato de casos bien conocidos en laufología como los de Cussac (Francia) oAznalcázar (España), en los que lostestigos aseguraron haber contempladouna escena tan absurda como lareflejada en la pared 1.500 años antesde Cristo.

En el suceso francés, los hermanosDelpeuch, dos pastorcillos de la mesetade Cussac, declararon a la gendarmería,presos de un ataque de pánico, habersetopado, en la tarde del 29 de agosto de1967, con una esfera resplandecientealrededor de la cual levitaban variosindividuos pequeños «como niños» yembozados en trajes negros que

acabaron penetrando en al aparatoposado en tierra. Algunos de ellos,valga el detalle, giraban poniéndose «deespaldas a sus compañeros». El terroren Cussac fue algo imparable, que rozóla psicosis. Muchos granjeros durmieronaquel día con la escopeta cargada biencerca de la cama.

Casi idéntica visión tuvo en mayo de1935 el terrateniente sevillano ManuelMora Ramos, cuando a lomos de sucaballo se topó, en las afueras de sufinca «Haza Ancha», con un objeto juntoal que revoloteaban varios seres depequeñas dimensiones y extrañoaspecto. Al igual que en Cussac, los«monigotes» evolucionaban a varios

palmos del suelo, circundando unartilugio rojizo y ovoidal «parecido a untrompo». El susto le costó la vida alseñor Ramos, tal y como lo recordabansus familiares muchos años más tarde.

Aquello era «obra del diablo» dijo en sulecho de muerte, describiendo unaescena absurda en aquella España en laque aún quedaban quince años para quese empezase a hablar de ovnis yvisitantes de las estrellas.

Lógicamente, ni los dos niños de lacampiña francesa, ni el malogradosevillano pusieron jamás sus pies enesta sórdida tumba de Ramses VI.

Una luz resplandeciente

Aquella mañana, don Jesús VaraPadillo, Jefe de Comprobación Técnicade Emisiones Radioeléctricas de laprovincia de Almería, me despertó a vozen grito. Salí del camarote convencidode que alguien había tenido unadesgracia. Y no era exactamente eso. Elbuen hombre señalaba nervioso el puntodel cielo donde había aparecido unaesfera centelleante realizandomovimientos imposibles.

Intenté calmarlo. Habíamos pasado porla gigantesca presa de Asuán, en elrumbo que seguíamos hacia tierras deSudán.

Con paciencia, le hice dibujar en uncuaderno lo que había visto:

—Mira, hijo —me decía empuñando elbolígrafo y apoyado en la proa—, medesperté antes que de costumbre y aúnera de noche. Sobre la explanada vicómo una esfera de luz, emitiendodestellos, comenzaba a acelerar y aponerse en paralelo al agua. Luego dioun acelerón increíble, poniéndose enaquella posición, más o menos frente albarco. Me quedé tan sorprendido quesalí al exterior y agarré los prismáticos.Ahí lo pude ver con claridad. La nocheera limpia, sin nubes... y allí estaba laesfera, mucho más grande que cualquierastro y dejando al lado derecho a Venus.

Repentinamente, en cuestión de diezsegundos, aquello desapareció.Simplemente se desintegró ante misojos. Me quedé muy impresionado.

La escena que se encontraron loshermanos Delpeuch en Cussac en 1966.Aquellos «hombrecitos negros» lesparecieron niños y se aproximaron...

No era la primera vez que alguien veíacosas semejantes en el cielo del suregipcio. En una zona donde no hay

apenas tránsito aéreo, ni actividadalguna ajena a la calma absoluta de lasaguas que bañan la franja del desierto.

Aquel era un caso más, uno de tantosque reafirmaba los cientos que se habíanregistrado en el último siglo en esta zonade Egipto. La que se va adentrandohacia Sudán y que, prácticamentedespoblada, se desploma en el territoriode las comunidades de Nubia, siempresilenciosas, discretas, lejanas.

Un objeto rojizo con antenas flotaingrávido en este fresco. Cuatro seres

de pequeño tamaño y enfundados entrajes negros se elevan a su alrededor.La escena recuerda a casos concretosde encuentros cercanos conhumanoides.

Nos sentamos en la cubierta a compartirun té mientras el barco giraba hacia unnuevo templo. Efectivamente, VaraPadillo no era el primero ni el último enobservar hechos como estos. Y como enun juego, al tiempo que las viejaspiedras llenas de secretos golpeaban laquilla, recordé las palabras del llamadoPapiro Tulli, escrito hace 3.500 añosmuy cerca de este lugar. En este caso eltestigo era el propio faraón:

En el año 22, tercer mes, en la horasexta del día, dos escribas de la Casade la Vida escucharon un círculo defuego que estaba viniendo por el cielo.No tenía cabeza. Su olor eradesagradable. Entonces, ellos tuvieronmiedo y huyeron a decírselo a suMajestad. Ellos brillan en el cielo. ElEjército del Rey estaba en aquel lugary Su Majestad los vio.

Allí arriba, ellos se marcharon hacia elSur. Del cielo cayeron peces y aves...algo inaudito desde el comienzo de lostiempos.

Bajando hacia las profundidades de latumba de Ramses VI nos encontramoscon extraños seres sin rostro que nossaludan con sus manos enfundadas enmanoplas. ¿Quiénes son? (Fotogentileza de Francisco Contreras.)

Aquello no era ningún dios. Loscronistas lo calificaron de fenómenoinaudito, al margen de todo lo conocido.Aquel lejano día Tutmosis III habíasentido lo mismo que un humilde viajeroespañol. La misma y profunda sensación

de estar contemplando lo desconocido.

Habían pasado treinta y cinco siglos,pero el enigma era exactamente elmismo. Igual de rotundo. Igual deinsondable.

El Jefe Técnico de EmisionesRadioeléctricas, Jesús Vara Padillo,señala el lugar donde apareció laesfera luminosa en las inmediacionesde Aswan, en el sur de Egipto. Es untestigo más que reafirma la creenciapopular de la presencia de «lámparasde los dioses» sobre el firmamento.

EL EGIPTO IMPOSIBLE (II):

RUMBO AL MAR ROJO

No te preocupes; si no soy yo, habráotros. Nadie podrá evitar que surjanotros hombres. Y algún día sabremos laverdad. Te lo aseguro.

El ingeniero alemán RudolfGantembrink, descubridor de la puerta

secreta en el interior de la GranPirámide y que fue obligado aabandonar sus investigaciones por ordendel Gobierno egipcio.

7

El Egipto imposible (II):

rumbo al Mar Rojo

El silencio de Dashur.—El ovni de laGuerra.—¿Por qué no pudieronimitarlas?—Taladros prodigiosos.—Dendera: la sombra de una luz.—Sorpresa en el Mar Rojo.—Recuerdosde una noticia.—El anillo de Sharm ElSheik.—Gantembrink: «Hay unaconsigna para que no se descubra laverdad». HASTA HACE BIEN POCO,

a Dashur no se acercaba nadie. Lacruenta matanza en el templo deHatsetsup, donde un comando deintegristas embozados con chilabasnegras y afiladas cimitarras degolló a 72pacíficos germanos en 1997, hizo quelas autoridades egipcias, sofocadas porla drástica bajada del turismointernacional, abriesen la mano ypermitiesen aproximarse a esta zonamilitar llena de secretos apenasconocidos. Antes de aquello, caminarpor aquí era misión imposible.

Un paraje completamente solitario y

silencioso: Dashur. En esta planicie,afirman algunos, se produjo unincidente ovni que a punto estuvo dedesembocar en conflicto armado.

(Foto: Carmen Porter.)

Si no es provisto de gorro, gafas y conpor lo menos dos botellas de litro ymedio de Baraka en la mochila, elexplorador difícilmente resistirá eldesmayo en estas planicies. Lostermómetros rozan los cincuenta y ochogrados a la sombra.

La fotografía que nos encontramos albajar del vehículo, convenientementevigilados por una patrulla militar, espuro misterio. La llanura oscura seextiende sin final. No hay nada que alcedos palmos del suelo. Nada, hasta quetopamos de pronto con dos colosalesmoles que surgen como gigantes. Dospirámides de una tecnología idéntica alas de Gizeh, pero aún más antiguas.Aún más desafiantes en su profundodesconocimiento.

La llamada Pirámide Roja, siemprehuérfana de vendedores y turistas, deaguadores y camelleros, alza suangulosa estructura hacia los cielos conperfección asombrosa. A unos metros

aguarda otra maravilla quizá másenigmática. La Pirámide Acodada, deforma abombada y con gran parte delrevestimiento, revela que hubo uninesperado cambio de planes a mitad deobra. Repentinamente, a los dos terciosde su imponente altura, decidieroncambiar el ángulo dejando para laeternidad un extraño efecto que confundeal viajero aunque se hayan pisado estasarenas más de una vez.

Para diversos arqueólogos europeos el«error» no era tal. Todo lo contrario;quienes lo construyeron quisieronreflejar varios «ángulos sagrados» en lacuriosa armonía de este enclave sinsombras.

Aquí el agua sirve tanto para saciar lased como para ahuyentar a las arañas, detonalidades brillantes y veneno presto,que siempre se acercan raudas desde lasfaldas de la Acodada. Ellas son losúnicos habitantes de este perpetuomundo en silencio.

Al fin, tras una larga caminata, pisandouna arena solo marcada por una bandade rodadura de neumáticos militares,nos situamos debajo de ellas. Laarqueología ortodoxa, la misma queatribuye la Gran Pirámide a Kéops,asegura que estas fueron construidas porsu propio padre, Snefru, aún antes.

Oficialmente, se transportaron sietemillones cúbicos de piedra durante su

corto reinado de poco más de veinteaños. Una tarea harto complicada. Sobretodo para no erigir en su interior ningúnsarcófago regio que alojara sus huesos.Ni inscripciones, ni estatuas. Ni siquieradioses. Años de trabajo y esclavitud enhonor a un mandatario que no dejó unasola pista.

Para no pocos investigadores, estas sonlas verdaderas primeras pirámides,probablemente muy anteriores a losdirigentes que hipotéticamente lasalzaron. Junto a las tres «hermanastrasde Gizeh» representan una conjunción desaberes que , inexplicablemente, fueroninvolucionando con el paso de lossiglos.

La misteriosa Pirámide Acodada.Historias terroríficas y trampasmortales hacen de su lóbrego interiorun lugar poco apto para las aventurasturísticas.

Un curioso y significativo detalle que laortodoxia oficial impuesta no es capazde explicar y prefiere pasar por alto.

El interior es angosto, espartano. No haynada que indique que allí se enterró anadie. Al igual que en las tres que

dominan el delta del Nilo junto a ElCairo, no ha aparecido ni un solojeroglífico, ni una sola tumba. Tan solopasadizos, recintos altos y vacíos y, enel caso de la permanentemente cerradaAcodada, un sinfín de trampas diseñadascon el objetivo de ahuyentar a posiblesprofanadores y un viento sepulcral,helador, que pareciese vivo y que selevanta de modo inesperado cuandoalguien osa penetrar en el recinto.

El silencio de Dashur es, en boca de losexploradores que por aquí han pasado,un recuerdo que siempre queda impresoen el alma.

Un mutismo tan absoluto que, después decaminar durante horas, reconocemos un

constante zumbido que martillea dentrode los tímpanos. Es el profundo grito dela nada.

Si nos desviamos unos pasos a laderecha, observaremos que bajo laPirámide Roja hay unas grutas, unaspequeñas cavernas. Son otra historia queha quedado aquí muerta, paralizada eneste marco que jamás cambia. En ellas,según sentenciaron variosinvestigadores, un día se encontró algosensacional.

El ovni de la guerra

Es una historia discutida y de la que muy

probablemente solo nos hayan llegadoretazos sueltos, confusos. Una crónicaque al final de la década de los setentatuvo gran impacto en la comunidadufológica internacional. Incluso enEspaña, investigadores veteranos comoEmilio Bourgon afirmó en su díaconocer a algunos de los protagonistasde este insólito episodio.

Pero injusto sería no reconocer que elpeso del secreto, de lo confidencial aultranza, siempre ha planeado sobre elincidente.

Al parecer, y siempre según nuevejóvenes arqueólogos israelitas queprefirieron guardar el anonimato, unamañana de finales de febrero de 1978, y

gracias a un permiso otorgado por elpresidente egipcio Anuar el Sadatemitido como gesto de buena voluntad,pudieron excavar en las proximidadesde la misteriosa Pirámide Roja deSnefru.

En un momento dado, la pata del trípodede una máquina fotográfica se hundió enla arena. Se oyó un inesperado «clonc»que hizo girar al unísono las cabezas delos componentes del equipo.

Allí había algo, y se inició el proceso delimpieza a pico y pala, efectuado demodo nervioso y desordenado: conpremura por sacar a la luz algo queparecía metálico. Y Fue a las tres de la

tarde menos diez minutos cuando por fin,escarbando con las manos en torno a latierra que circundaba el hallazgo,lograron la recuperación. El artilugio,como en un parto, sintió el contacto conel sol después del letargo. Medía unos120 centímetros de diámetro y teníaforma de disco aplanado.

A su alrededor no había resto algunoque permitiese identificarlo como partede otro elemento mayor, y cuando fuedefinitivamente extraído de su lugar dereposo, los arqueólogos vieron cómotres patas finas emergían de la partetrasera después de haber estadoenterradas miles de años.

El aparato, completamente desconocido

para los nueve especialistas, estabasepultado a varios metros bajo el suelo.No se parecía a una mina ni ningún otrosistema de defensa egipcio. ¿Qué eraentonces?

El primer día de marzo, por estrictaorden militar, se decidió el secretotraslado de aquel hallazgo hasta elaeropuerto Ben Gurión de Tel Aviv, enIsrael. Para ello se utilizarían tresaviones Hércules 103E —transportadores conocidos en la jergamilitar como «hipopótamos»— y unescuadrón de cazabombarderos F4 quedio cobertura a la arriesgada operación.

Por lógica, las tropas egipcias y varios

aviones Mig, ante las señales de radar,salieron prestas desde El Cairo yAlejandría al mismo tiempo paracomprobar la identidad de los«intrusos» que habían violado suespacio aéreo. La suerte estaba echada yaquí, en la explanada inmensa deDashur, se produjo un turbio conflictoque terminó con 21 muertos tras variasráfagas de ametralladoras israelitas decalibre 50 refrigeradas por agua. El«ovni de la guerra» fue, según parece,definitivamente trasladado hasta Israel,provocando una situación de tensión quea punto estuvo de desembocar en unnuevo conflicto armado entre dos paísesvisceralmente enemigos.

Si la historia es real, tal y como afirmandiversas personalidades —inclusoespañolas—, ¿qué clase de aparato dematerial reluciente era aquel? Y sobretodo, ¿qué hacía intacto dentro de undesierto que hoy se ha convertido en unavigilada zona militar?

El secreto, como tantos otros, reposa enla paz inquebrantable de Dashur. Sonmuchos los militares que hanpresenciado «los círculos de fuego» delos que hablan las más antiguascrónicas. Algunos se atreven a contarnosbrevemente sus experiencias, cansadosya de patrullar en un lugar donde la vistase adormece ante la llanura. Donde solodos obras imposibles y solitarias

rompen el mundo rectilíneo yperennemente abrasado por el sol.

Se callan muchas cosas, pienso apoyadoen la Pirámide Acodada, recordando elsusto que Manuel Delgado se llevócuando, sorteando las trampas en las quesucumbieron egiptólogos ilustres comoPerring, comprobó que ese «airemaldito» del que tanto se hablabainvadía todas las estancias del interior.Unos pasadizos estrechos, tortuosos, sindecoración alguna.

Al bueno de Manolo ni siquiera se leencendía el mechero para poder verentre la negrura. Dentro de la extrañaAcodada el lamento de un vientofortísimo lo invadía todo. Lo mismo le

paso al coronel Howard Wise, célebrearqueólogo que creyó ver en ello unaespecie de extraño fantasma que aúnpulula por estas galerías.

Dashur, la zona militar en medio deninguna parte, silencia todos susmisterios. Los turistas, a pesar de queoficialmente ahora pueden, ni siquierase acercan. Esto queda demasiado adesmano de las rutas habituales. Y delas que no son habituales también.

Tan lejos de los hoteles, de las piscinasy del lujo árabe, únicamente lastenebrosas arañas de cruz amarilla en ellomo se sienten a gusto aquí. Y presientoque este es su territorio. Y que no

debemos profanarlo por más tiempo.

¿Por qué no pudieron imitarlas?

Es la pregunta que se repite una y milveces en la tertulia. Estamos de nuevoen un barco sobre el Nilo. Los últimosplatos de Omali —prodigioso postrerural compuesto de leche, pasta y pasas— desaparecen de la mesa. Enrique deVicente, Francisco Contreras y ManuelDelgado discuten acaloradamente.

Yo vuelvo a insistir en algo constante eneste misterio de los egipcios, ya que nologré comprender ¿cómo las dinastíasposteriores no construyeron más y

mejores pirámides que las de susantepasados?

Llegan los tés hirvientes, como mandanlos cánones. Abajo, saludando con lamano, unos niños que se bañan entre elpalmeral nos saludan. Junto a ellos, tresbúfalos cafres inmensos beben agua ymenean el rabo. El sol brilla con fuerza.

—Pienso que las pirámides otorgadas ala IV dinastía son muy anteriores a todolo demás. Todos quisieron copiarlas,como se copian los monumentos a losdioses. Pero no pudieron. Jamás lolograron... quizá porque las cincopirámides estaban aquí desde muchos

miles de años antes.

Delgado, una vez más, ha hecho que elsilencio de reflexión sobrevuele lamesa.

—¿Entonces —alza la voz el reporteroFrancisco Contreras—, quiénesconstruyeron esas cinco si no fueron lospropios esclavos egipcios?

—Quizá una civilización de la que nonos quedaron restos. Ni un solo resto—apura Enrique de Vicente elevando elvaso en ademán de brindis.

—¡Por Dios! —masculla Nabbil

Habbkar, egipcio de pro y ortodoxo aultranza—. ¿Acaso somos los egipciostan tontos como para no haber podidocrear estas maravillas?

Francisco Contreras e Iker Jiménezjunto a los dos soldados que, día ynoche, patrullan en la soledad deDashur. Ellos, como otros muchos, sontestigos del vuelo y aterrizaje de lucesdesconocidas. Oficialmente no hay unaopinión al respecto de

estos hechos. (Foto: FranciscoContreras.)

Sonrío ante la mezcolanza. Muy prontoíbamos a tener la oportunidad decomprobar que algunas sospechas noandaban tan desencaminadas.

En Sahure, en el complejo arqueológicode Abusyr, nos aguardaban variasconstrucciones que refrendaban lasmisteriosa involución de la técnica yciencia egipcia. Simplemente elcontemplarlas daba pena. Lagrandiosidad con la que habían nacidose había convertido en completa ruina,en cascotes, en puro escombro.

Aquello era ilógico, veinte años despuésde construir las pirámides atribuidas aKéops, Kefrén y Micerinos a losegipcios se les había olvidado todo suconocimiento.

Agarré una de las piedras, nipulimentada ni cortada como en loscasos anteriores, y la arrojé junto alresto. Aquello era un insólito proceso deamnesia histórica.

Observar el panorama y pensar en los0,05 milímetros de error óptico pormetro en la prodigiosa factura de loslados de la Gran Pirámide —prácticamente como el que hay en lalente del telescopio más potente delmundo— daba escalofrío. Era como si

todo el procedimiento, las herramientase incluso la ciencia se hubieran perdidorepentinamente en el interior de unagujero negro.

Los obreros debían de ser los mismos,acaso alumnos que hubiesen aprendidolas artes de los anteriores. Si lo que laciencia y la datación histórica afirmanes correcto, los nuevos «constructores»debían estar mejor preparados. Sinembargo, no pudieron elevarcorrectamente estas pirámides de 20metros, ¡cómo es posible entonces queuna generación antes las hubieranconstruido de ciento cincuenta!

El ejemplo de Userkaf es ilustrativo. El

primer faraón de la V dinastía, orgullosocomo todos, debió quedar irritado al verque sus obreros, mayores aún en númeroque anteriormente, eran incapaces deconstruir nada que llegase al tacón de laGran Pirámide.

Se les había olvidado la increíbletécnica del corte perfecto de la piedra.La del encaje milimétrico de lossillares. La del levantamiento de lasaltas galerías interiores. Se les habíaolvidado completamente todo.

Templo de Kom-Ombo y mural con

aparataje médico. Un ejemplo más dela técnica que manejaron losprimigenios egipcios y que,enigmáticamente, fueron perdiendo conel paso de los siglos.

A tan solo unos kilómetros, en El Cairoy Dashur, las cinco construccionesimposibles continuaban sumidas en susilencio sepulcral, sin ademan derevelar ni uno de los secretos de suciencia, tan insultante para suspredecesores, que a buen seguro lamaldijeron más de mil veces.

¿Por qué la técnica y sabiduríaposterior a la supuesta IV dinastía nopudo levantar los mismos edificios?Sahure, lugar olvidado por los guías yarqueólogos, es un pasado de cascotesy polvo que demuestra la impotencia deaquellos hombres para imitar lagrandeza anterior de Gizeh

y Dashur.

Taladros prodigiosos

En Abusyr no todo son pirámidesderrumbadas por el tiempo. Muy cercade ellas, aunque casi nadie repara enello, hay restos anteriores quedemuestran la presencia de unaprodigiosa tecnología. La misma quealumbra los confines de la civilizaciónegipcia y que posteriormente, pese aquien pese, jamás pudo volver aalcanzarse.

Tres árabes con túnicas algo andrajosasy ametralladoras en bandolera custodianuna zona donde hay varios bloques degranito desperdigado sin orden niconcierto. Ningún turista se acerca aesta zona y, sin embargo, es paradaobligada en este viaje por el Egipto

Imposible.

Al aproximarnos a las piedrascomprobamos que su superficie estáhoradada por orificios perfectos,pulidos, exactos al milímetro. Enalgunos se puede introducir el puño.Otros atraviesan de parte a parte la roca.Rocío con agua uno de ellos pararetirarle el polvo acumulado y observarmejor su excelente factura. Nosencontramos ante simples trépanos queplantean no tan simples preguntas. Loscálculos de diversos geólogos handemostrado que la «herramienta»empleada era una especie de tubogiratorio que penetraba y giraba a granvelocidad. A cada vuelta horadaba 2,5

milímetros, como si el granito rojo fuesepura mantequilla.

Los extraños agujeros de Abusyrllamaron la atención del célebreegiptólogo italiano Petrie, quien nadamás verlos logró enviar varias muestrasal petrógrafo Benjamin Baker, que seencontraba examinando la antigua presade Asuán. Los resultados de su análisisfueron sencillamente estremecedores. Elextraño taladro de hace miles de añoslograba realizar una operaciónimposible en nuestros días. Penetraba enla superficie del bloque perforando encircunferencia y dejando un tarugo deroca que luego era extraído de un sologolpe. La cosa no tendría mayor misterio

de no ser porque hoy, con la másmoderna tecnología, las puntas dediamante sintético, ruedan a cada vuelta0,05 milímetros en el granito rojo. Estediamante —widia o carburo detungsteno— es el material más duro quese conoce, poseyendo una dureza de 11,un punto más que el diamante natural.

Obras de ingeniería en Abusyr.Taladros que penetraban el granitocomo si fuese mantequilla y que hoy, enpleno siglo XXI, requieren de unacostosísima y gigantesca maquinariade última generación. (Foto:

Contreras.)

No puede haber nada más duro, meindica el constructor alicantino PedroMartínez Poveda, acostumbradodiariamente a realizar operaciones decortes de mármol y granito en susprósperas empresas. Especializado en eltrabajo de la piedra, Poveda se quedablanco ante algunas «sierras y taladros»utilizados en puntos muy concretos deEgipto hace miles de años. Algo no leencaja. Y su escepticismo inicial sederrumba. Para mí es un testimonioclave. Como digo, ve cada jornadarealizar operaciones sobre el granitocon las más avanzadas técnicas, sin

embargo aquello, según sus palabras, esalgo superior. Me señala un corteperfecto, de arriba abajo, de más desiete metros, que cae en una de lasrocas. Esto es francamente imposible,me asegura llevándose las manos a lacabeza. Se realizó en un solo corte, deun solo tajo. Con perfección que te juroes inviable hoy en día, de no ser consierras de diamante trabajando a lasórdenes de supercomputadoras.

El testimonio de este afable profesionales intachable. Me pide que le hagavarias fotografías de detalle para,precisamente, poder enseñárselas a suscolegas. En sus asombradas palabras sedemuestra que allí hay presencia de una

técnica inimaginable, inaudita.

Los trépanos de Abusyr,científicamente realizados con unarueca de material de dureza cincuentaveces superior al diamante.

Quizá lo mismo pensaba Baker, quientras el minucioso análisis de los taladrosllegó a la conclusión de que aquella«herramienta» poseía un nivel de dureza500. ¿Ustedes se lo explican? Da laimpresión de que la arqueología

ortodoxa tampoco. Por eso silencian laexistencia de estos trépanos olvidados.Lo mismo, curiosamente, que ocurre enuna de las piedras de acceso a la GranPirámide que está igualmente agujereadacon la misma técnica y que pasadesapercibida ante las pisadas de lagente. Es la evidencia de que aquellas«perforadoras» se utilizaron en unperiodo remoto del antiguo Egipto. Unaépoca de brumas de la que apenas sesabe nada, un tiempo quizá más remotodel que otorgan todas las cronologíasaceptadas hasta la fecha.

Dendera: la sombra de una luz

A unos 48 kilómetros de Luxor seencuentra Dendera. Una zona a la quetenemos que ir escoltados por unafurgoneta militar dada la peculiarsituación internacional pendiente de unhilo. Es el Egipto más extremista el quenos saluda desde la carreterapolvorienta. Al bajarnos, nos damos defrente con los rostros azulados de ladiosa Hathor como capiteles gigantes deun templo sombrío. Es el lugar, segúncuentan las antiguas crónicas, dondepelearon los misteriosos Shemsu-Hor:seres luminosos descendientes de diosesque llegaron al principio de los tiempos.

El ingeniero y constructor PedroMartínez Poveda ante un limpio yperfecto corte de seis metros en lapiedra. «Esto es totalmente imposiblede realizar con las herramientasexistentes en el tiempo de losegipcios.»

Dendera, con su construcción erigida enel periodo tolemaico, es uno de losrincones más extraños del país de losfaraones. Ese «galardón» quizá se loganó a raíz del descubrimiento de unrelieve encontrado en una de sus criptassubterráneas. El investigador austriacoPeter Krassa, autor de algunos libros

célebres a mediados de los setenta,divulgó entusiasmado la noticia: ¡losegipcios conocían la energía eléctrica!

Hay que descender por unos pasadizoscompletamente oscuros y reptar por unorificio de medio metro antes de dar conlos huesos en dos cámaras que seextienden en las claustrofóbicas entrañasdel templo. Con una potente linternaenfocó hacia la izquierda. Camino oncepasos justos y me topo con una paredque corta el camino. No hay más queagacharse, o palpar con las manos, paracomprobar que allí hay un relieve, unacrónica en piedra, que se sale de lonormal. Apunto el chorro de luz ysonrío. Allí están las «bombillas de

Dendera».

Aparecen unas criaturas de aspectohumanoide —escribió Krassa y suayudante Reinhard Habeck— que sonprobablemente sacerdotes y que seencuentran de pie junto a enormesburbujas que nos recuerdan a lasbombillas de las lámparascontemporáneas. Dentro de ellas seencuentra algo parecido a unasserpientes sostenidas por un pilar deapariencia eléctrica.

En realidad, sumido en la negrura de lacripta, observo aún muchos másmatices: las burbujas con el reptil amodo de filamento —iconografía depoder en el antiguo Egipto— surgen de

una especie de base con forma de flor deloto —elemento sagrado representativode luz para los antiguos habitantes deDéndera— que a su vez está enganchadapor un cable a una caja cuadrangular.Junto a ella se alza un babuino que portados afilados cuchillos. El símbolo delpeligro.

Las «bombillas» están perdidas en unlugar consagrado al conocimiento dondetan solo los murciélagos revoloteanemitiendo su particular chillido. Laoscuridad es total, absoluta. Tanta comopara que incluso algunos estudiosos sehayan preguntado cómo se trabajó concarencia absoluta de luz. No hay restosde hollín de las antiguas lámparas de

aceite —como ocurre en la mayoría delas tumbas subterráneas—, y laposibilidad de haber aprovechado laclaridad del exterior mediante unsistema de espejos es imposible dada laprofundidad laberíntica de las cámaras.

Las bombillas de Dendera. Una especiede berenjena con filamentos que essostenida por el Pilar Djet. Loshombres miran aterrados el artilugioque es representado por la serpientecomo símbolo de energía. El babuinocon los dos cuchillos tenía un sencillosignificado: peligro.

Las «berenjenas» gigantes o burbujasestán alzadas por unas manos que surgende un curioso símbolo —denominadoPilar Djet por los egiptólogos— y queaún resulta un enigma para la ciencia dela traducción de jeroglíficos. Suapariencia es la de los aislantesutilizados en los conductores eléctricosen la actualidad.

El conjunto, evidentemente, muestra unobjeto venerado y probablementedesconocido, quizá hallado casualmente,que siembra desconcierto y pavor. Parael historiador y buen amigo Nacho Ares,sin embargo, este conjunto representaríaen verdad una escena atípica en la

iconografía egipcia que, acudiendo a losjeroglíficos que hay en susproximidades, se referiríaprobablemente a designar algosemejante a «urnas o capillas».

A pesar de ello, Ares, historiador yegiptólogo ortodoxo, no descartaba laposibilidad de que los antiguos egipciosconociesen, a pequeña escala, la energíaeléctrica.

Era lo mismo que pensaban muchosotros, a pesar de no poder ser acusadosprecisamente de «arriesgados» en susteorías. A esa misma conclusión, porejemplo, llegó el célebre arqueólogoMariette cuando, cerca de aquí, encontró

una serie de chapas trabajadas con orofusionado de un modo que «solo hubierasido posible mediante la electrólisis».

Las dudas de este hombre de cienciacontagiaron, años más tarde, alingeniero vienés Walter Garn, quien seatrevió a construir un rudimentariomodelo de bombilla y generador basadoen los relieves de Dendera y que llegó agenerar luz. Para Garn, los egipcios delsiglo I habían reflejado a modo deserpientes el efecto de los «chispazos odescargas lumínicas» surgidos de aquelaparato.

El revuelo que provocó este pequeñogran experimento científico obligó aotros, como al profesor de la

Universidad de Oxford, John Harris, aprofundizar en el significado de todoaquel conjunto de relieves. Elcatedrático, al igual que el ingenieroalemán Alfred Waitakus, coincidieronen sus estudios paralelos: aquellosgrabados daban a entender que en lasentrañas del templo de Hator se habíaproducido alguna violenta descarga deluz.

Volví a reptar bajo la pequeñacompuerta que salía de las dos cámaras.La linterna iluminó un racimo demurciélagos en gigantesca piña o panalsobre la techumbre exterior. Miré atrás yvi cómo la penumbra volvía a invadirpor completo la «estancia de las

bombillas». Y presentí que unapenumbra aún mayor las alejaba de laluz. Aquella que no solo era oscuridad,sino absoluta desgana de la arqueologíaortodoxa por acercarse a comprendereste desafiante misterio.

Sorpresa en el Mar Rojo

Conocía de sobra esa sensación. Elbarco esta vez no estaba en el Nilo, sinoen mar abierto. Pero el grito era casi elmismo.

Miré el reloj: las 0:05 horas.

—¡Un ovni!... ¡Allí hay un ovni! —gritócon toda la fuerza de sus pulmones LuisMariano Fernández.

Estábamos ya en las proximidades delSinaí. El Canal de Suez, con sus pesadoscamiones cisterna y sus chimeneas tanaltas como las pirámides, expulsabahumo denso en popa.

Mi carrera nerviosa sonó en el piso devieja madera. Al final del pasillo estabaMariano —buen reportero, amigo ydirector de un programa de televisión enAndalucía— grabando con la cámara.Efectivamente, una luz mayor quecualquier objeto celeste se perfilaba aunos quinientos metros de altura,lanzando destellos de diversos colores.

El oleaje negro golpeaba el casco delbarco y los balanceos comenzaban a sermayores. Nos aferramos a la barandilla.Empezábamos a adentrarnos en lasprofundidades del Mar Rojo.

—¡Se mueve! ¡Aquello se mueve! —exclamó cada más vez tenso micompañero, dándome con el brazo en elhombro.

—Sí que es extraño...

—Tenemos que hacer una «entradilla»...para la posteridad, ¡por si resulta que esun ovni de verdad!

Era un momento curioso. Con esetérmino —«entradilla» o «corte»—definíamos las introducciones a cámarapara explicar una cosa o un lugar en elque hay algo que merece la atenciónreseñar. Es una manera visceral de decir«pasaba esto y nosotros estábamos allí».

Sonreí. Aquello permanecía estático y lacámara lo registraba perfectamente,dividiendo la superficie del objeto ensectores circulares al no poderenfocarlo correctamente en el procesode zoom.

Apoyado junto a la proa, de noche, cogíel micro y comencé a hablar mientras el

bueno de Mariano apretaba el Rec.Tenía razón mi amigo. ¿Y si aquello?...

Aquí nos encontramos —dijedirigiéndome a la cámara— rumbo alSinaí y con una curiosa «compañía».Les aseguro que no sabemos lo que es...pero sí sabemos que no parece unsatélite, un planeta, ni un avión...¿acaso pudiera ser alguna luz de unagigantesca torre petrolífera? Lo únicocierto es que la luminaria nos hasobresaltado de veras. Allí está, puedenverla a mi izquierda, resplandeciente ycomo si cambiase de tonalidad. ¿Es unovni?... no podemos afirmarlo... peroqueremos dejar constancia de ello. Deesta primera sorpresa sobre estas

míticas aguas y esta no menoslegendaria tierra a la que nosdirigimos.

Acabada la parrafada, el objeto dejó deverse. Fui sincero; nunca pudimos sabersi aquella luz que «saludó» nuestrorumbo era un objeto volante noidentificado. Al final las teorías fueronmuchas, apretadas en la noche, pero lasevidencias ninguna. Bueno, una sí:efectivamente, las tierras hacia las quenos dirigíamos en aquel viejo barco erandiferentes. Llenas de misterios desde elinicio de nuestra era. Y lo cierto, porfortuna, es que las aventuras no habíanhecho sino comenzar.

Recuerdos de una noticia

Era curioso, pero aquello que habíaempezado como una noticia, como unsimple reportaje de actualidad, se habíaconvertido con el paso del tiempo en unmito ufológico. En un mito real.

La noche anterior, por lo especial dellugar en el que nos encontrábamos,exponíamos el caso a unos cuantosamigos compañeros de aquel viajeinolvidable. Periodistas einvestigadores que se interesaronvivamente por la historia en cuestión yque estaban en lo cierto... ¡qué mejorenclave para recordar un hecho del quemuchos escribían y hablaban pero solo

tres personas sabíamos todos los datosde primera mano!

Nuestro barco se hallaba ya en lasproximidades de Sharm El Sheik, enpleno Sinaí, frente a las planas costas deArabia Saudita.

—El inicio del suceso se remonta a haceunos pocos años —comenzó LorenzoFernández— cuando ocurre un extrañocaso ovni en la provincia de Jaénprotagonizado por un testigo de nombreDionisio Ávila. Realmente ahí empiezatodo...

—¿Y qué tiene que ver la provincia de

Jaén con el lugar donde nos hallamosahora? —preguntó uno de nuestroscolegas.

—Todo encaja —respondió mi buenamigo con templanza y haciendo ungesto de calma con las manos. Después,tras un trago de rigor a la Stela Local,comenzó (comenzamos) a narrar alunísono, como en nuestros yaantediluvianos tiempos de radio pirata—, aquella estrambótica historia en laque los dos nos habíamos vistoinvolucrados casi por accidente. Laverdad es que no era mal sitio pararecordar peripecias y añejos reportajesvividos casi al límite. Estábamos juntosde nuevo en el lugar donde empezó una

aventura repleta de «coincidencias»incomprensibles y que, sea cuanto sea eltiempo que transcurra, jamás íbamos aolvidar.

Una soleada mañana de julio de 1996,en las proximidades del pueblo jienensede Los Villares, el jubilado Ávilaavistaba un artefacto de insólitascaracterísticas. Curiosamente, la nocheanterior varios vecinos del polígonoindustrial de la Salobreja, en la capital,habían grabado una esfera extraña yresplandeciente que realizabamovimientos vertiginosos. No pocostestigos la habían visto «desplazarse abaja altura» en dirección al pueblo deLos Villares.

Dionisio, que se había parado adescansar junto a una piedra, ajeno atodo el revuelo formado en el cielo lamadrugada anterior, distinguiórepentinamente algo parecido «a uncontenedor de los del ICONA» queestaba junto a una pendiente. Era de tonoplateado, destellaba con el sol y unmisterioso cable negro salía de su partesuperior. Casi sin darnos cuenta, junto alsupuesto ovni, aparecieron tresindividuos. Tres personas que él pensó,por lo ceñido de sus indumentarias,«que iban desnudas». En apenas unossegundos, Dionisio comprendió queaquello no era normal: los individuos derasgos orientales iban embozados hastael pelo por una especie de malla

plomiza sin aberturas, insignias nidistintivos. El miedo, un miedo viscerale irrefrenable, le invadió de un sologolpe. Y a la carrera intentó huir deaquella visión insólita. Pero antes, enuna última ojeada a la nave, vio tressímbolos refulgentes, marcados en unatonalidad oscura. Eran varios círculos ybarras alternos. Después sintió que algole golpeaba en el pecho y rebotaba en elsuelo. Era una piedra. Un guijarro que,«como un lucerillo», había partido delas inmediaciones de aquellos extrañoshumanoides y que recogió presto antesde emprender una accidentada huidahacia el pueblo. Allí llegó exhausto, sinaire en los pulmones, convencido de quehabía visto algo «digno de Satanás».

Aquella noche, antes de llegar a SharmEl Sheik, Lorenzo y yo recordamosaquel primer reportaje. Aquella primeraextensa noticia publicada en la revistaEnigmas pocos días después delincidente. La verdad es que nisospechábamos la envergadura que iba aalcanzar el caso. Y revivimosnítidamente, mirando a lasimpresionantes montañas del Sinaí queempezaban a recortarse frente anosotros, el miedo cerval en aqueljubilado de 66 años al que encontramosen el salón de su casa, la última de unaencalada calle, con el temblor veraz delpánico en sus carnes. Aquel hombrehabía visto algo demasiado extraño.

Curiosamente, nada más saber de lanoticia, yo había llamado al maestro dereporteros, Juan José Benítez. Y le contépormenorizadamente la curiosaobservación «de tres humanoides en lasierra de Jaén». Pero, quizá debido a mimala cabeza, se me olvidó un datoesencial para que él comprendiese lamagnitud de una historia que ya leinvolucraba personalmente..

Días después, junto a nuestro directorFernando Jiménez del Oso y el granperiodista Julio César Iglesias,hablábamos en Radio Nacional deEspaña de nuestras primeras pesquisas.A Lorenzo esta vez no se le olvido el«detalle» de que la nave ovoidal llevaba

en su chapa «varios círculos y barras amodo de anagrama». Esa descripción,escuchada por J. J. Benítez a través dela radio cuando circulaba por unaautopista de Navarra, fue determinantepara el inesperado rumbo que tomaronlos hechos.

Ni que decir tiene que J. J. nos telefoneóinmediatamente. Él, en las mismasfechas que tenía lugar el incidente deJaén, se había encontrado «algo « conlos mismos símbolos.

El anillo de Sharm El Sheik

Lo recordábamos mirando ese mar

profundo donde brincaban familiasenteras de delfines, pasando por encimadel oleaje y saludándonos en unespectáculo difícil de creer.

El día en que Juanjo Benítez, en uno delos salones del hotel Meliá Castilla, nosenseñó aquel anillo, nacía —o sesolidificaba— una historia que llegó aabrumarnos.

A las pocas horas estábamos los tres enaquella casa humilde de Los Villares. Yallí pudimos hacer la comparativa: «ElLucerillo» mostraba idénticos símbolos;los mismos que Benítez se habíaencontrado buceando a tan solo unosmetros de la costa de Sharm El Sheik.La circunstancia que «agravaba» el

asunto es que a su mujer, Blanca, se lehabía perdido un anillo mientraspracticaban el buceo a pocaprofundidad. Desolada, le pidió a Juanjoque intentase echar «una ojeada», apesar de lo imposible de la tarea;encontrar algo entre aquellas barreras decoral, curiosamente las más extensas delmundo. Pero algo ocurrió. Perpendiculara donde se encontraba Benítezresplandeció el anillo... ¡pero no era elmismo! Era otro, aparentemente bienconservado, con varios círculos y barrasgrabados primorosamente. Cuandopudimos comparar la anchura,proporción y separación de lo grabadoen la piedra y en aquel objeto metálico,casi nos caemos de espalda: ¡aquello

parecía trazado por el mismo artista!

La cosa se complicó aún más cuandoBenítez nos confesó que, el día anterioral hallazgo, atormentado por una largainvestigación, pidió «una prueba» a losmismos cielos de Sharm El Sheik dondeahora nos encontrábamos nosotros.

El caso Villares, por lógica, se fueenmadejando paulatinamente, pero loevidente es que algo relacionaba lasúplica del veterano investigador, lasimbología del anillo y el casoalucinante producido prácticamente a lapar.

Ahora, el amigo que nos habíapreguntado, comprendía perfectamente

cómo una historia iniciada en la sierrasde Jaén tenía continuidad aquí, a muchosmiles de kilómetros de distancia y en unmundo completamente diferente.

Cierto es que, al recordar todos losdetalles de aquel incidente aún noconcluido, nos bullió en las venas elespíritu de saber algo más. Y no habíaotra opción. Decidimos sumergirnos enel lugar de la aparición del anillo a labúsqueda de nuevas y posibles claves.Y así, nada más pisar Sharm El Sheik,nos dirigimos al lugar del «hallazgo»,convencidos de que «algo» reservadotan solo a nosotros podía aguardarnos.

La «comisión de rastreo» no podía sermás periodística. Parte de la plana

mayor de la revista Enigmas nosencontrábamos allí. En las cálidas aguasque separan la península del Sinaí deArabia Saudita. Lorenzo Fernández,Francisco Contreras, Carmen Porter yLuis Mariano estaban ansiosos por verel lugar donde la «historia de LosVillares» —hoy considerada unos de losgrandes casos ufológicos del siglo XX— se había hecho fuerte.

Tan solo Manuel Delgado conocía elpunto exacto, ya que él estaba presenteel día de julio del 96 en que elmisterioso anillo emergió de las aguas.Y precisamente él era quien regateabacon un taxista para acordar el preciohasta la playa. Estábamos en un puerto

sórdido, con un puesto fronterizo devigilancia en el que un militaradormilado y armado hasta las cachasnos miraba el pasaporte con desgana sinlevantarse de su mesita de cámping.

La soledad del territorio era absoluta,total, pero, ¡noticia!, una carretera bienasfaltada serpenteaba entre las dunashasta llegar al complejo de El Sheik. Eltaxista, lejos de los pocos escrúpulosegipcios, no permitió que subiésemostanta gente y acordó llamar a otroscompañeros. Pero teníamos demasiadaprisa, y Delgado, en una maniobra untanto arriesgada, paró a un particularque iba en una destartalada furgoneta. Elconductor sonrió ante las monedas que

pusimos en su mano y nos metió en suinterior. Casi tan rápido como para noenterarnos de que otros dos Peugeot 504ranchera habían llegado. Al parecer, elprimer taxista se sintió estafado por eltransportista anónimo... y allí estuvo apunto de armarse un conflicto deconsecuencias funestas. Aseguro que losinsultos y juramentos fueron los másfuertes —a pesar de no entenderlos—que habíamos escuchado en nuestrosviajes por esta zona límite entre África yAsia. Los compañeros del transportepúblico, haciendo gala de susindicalismo agresivo en plan mafioso,cruzaron los coches en mitad de lacarretera. Allí pudo pasar algo de no serporque el «hombre de la furgoneta» —

como ya quedó bautizado para siemprepor el grupo de periodistas españolesdio un brinco digno del equipo A,serpenteando y a punto de reventar losneumáticos y el chasis, para,literalmente, pasar por encima de losalucinados taxistas amotinados. A pesarde que intentaron perseguirnos, lapericia y la velocidad de nuestro amigo—y quizá el insólito asfaltado de lapista— hicieron que, con la sombra delos sabuesos a conveniente distancia,llegásemos a nuestro objetivo. Elconductor camicaze se marchó tancontento. Como un héroe anónimo.Jamás supe si volvió a toparse con susenemigos. Pero supongo que sí.

Punto de la playa de Sharm El Sheik,en la costa del Sinaí, donde apareció elextraño anillo con el Símbolo IOI.

Por fin estábamos ante las aguas deSharm El Sheik que, efectivamente, nostenían preparadas algunas sorpresas. Laverdad es que aquello era un pequeñoinfierno acuático. Tanto que uno denuestros compañeros de viaje, elconstructor Pedro Martínez Poveda —submarinista de alto rango y con muchosaños de experiencia— ya nos habíaavisado de que los tiburones martillo,los escualos gigantes de 11 metros yotras «lindezas» por el estilo,abundaban en aquellas aguasintercontinentales y profundas. Peronosotros, por lógica, pensamos que todoello no podía estar tan cerca de la costa.Y nos equivocamos a medias. Si bien novimos a los gigantescos marrajos, sí que

nos topamos con otros «pacíficos»visitantes. Peces escorpión nadandohasta la misma orilla, morenas rojas —una casi bajo el pie de Manolo Delgado—, peces ballesta y la raya de motasmoradas —extremadamente venenosa yque pasó muy cerca de la cintura de laperiodista Carmen Porter— erancentinelas del lugar. Eso sin contar loserizos de un metro cuyas púas negrasaguardaban bajo cualquier roca.Habíamos practicado el submarinismoen otros puntos, como en Ras Mohamed—la barrera coralina más grande y belladel mundo— y allí no parecía haberpeligro; pero en esta costa,incomprensiblemente compartida conalgún que otro bañista extranjero

chapoteando inconscientemente, elriesgo era mucho mayor.

No encontré rastro del anillo. Nisiquiera nada que pudiera parecérsele.Pero no me arrepentí de estar en eselugar, que guardaba un significadoprofundo y emotivo en algún rincón demi interior. Allí había empezado unahistoria que, en el fondo, remitía asabidurías antiguas y anteriores a todo.A presuntas visitas que se produjeronhace miles de años y que, al parecer, sesiguen produciendo hoy. ¿O acaso losShemsu Hor no podían ser los mismosseres que vio el aterrorizado DionisioÁvila y tantos otros testigos a lo largo yancho de los cinco continentes?

Me tumbé en la arena ocre y miré hacialas costas de Arabia. Allí se terminabaEgipto, un país enigmático como ningúnotro donde, por algún motivo quedesconocemos, de la noche a la mañanalos hombres pasaron de arrojarsepiedras a disponerlas en forma depirámides inmortales. Donde de la másabsoluta carencia se trazórepentinamente una escritura compleja yse crearon una serie de sistemastecnológicos jamás soñados en ningunaotra parte del mundo. Todo ocurrió aquí,y curiosamente los pocos que hanintentado demostrar que en el fondo nosabemos casi nada de la verdaderaesencia con la que se inició estacivilización han sido apartados como

«apestados» por los círculos científicos.Por los ortodoxos recalcitrantes, esetérmino que, en el caso de laegiptología, significa la negación porsistema. A mi mente, con la espaldamojada sobre la arena de El Sheik ymirando fijamente el cielo, me vino elnombre del más célebre de esos«herejes»: el ingeniero RudolfGantembrink, el que descubrió algosensacional —la misteriosa puerta queconducía a lugares inexplorados de laGran Pirámide— y al que, se decía,habían decidido acallar a toda costa.

En aquel momento, mirando a lasestrellas que empezaban a asomarse enel techo del cielo, me hubiera gustado

conocerlo y preguntarle.

—¡Aquí hay algo!

El grito de Manolo Delgado, como eslógico, me sacó de las tribulaciones. Élaún seguía en el agua y en un instantepensé en el anillo, en los símbolos, en la«conexión Villares». Agarré las gafas ylos tubos dispuesto a echarme al agua...

—¡Otra morena! ¡Y esta es terrible!

Delgado salió del agua chapoteandocomo un poseso hasta caer en la arena ylos dos nos reímos a carcajada limpia.No habíamos descubierto absolutamentenada. No sabíamos absolutamente nada.Pero estábamos allí. Y en aquelmomento, creo, nos sentimos felices.

Luis Mariano, con su eterna cámara acuestas, se dirigió al grupo...

—Tíos... hay que hacer una granentradilla aquí, contando toda estahistoria...

Gantembrink: «Hay una consignapara que no se

descubra la verdad»

El deseo que me sobrevino en el MarRojo —el de la entrevista con el hereje— se produjo muy lejos de allí. Yocurrió, como siempre, al tensarse unode los hilos de la casualidad. Meencontraba realizando unos reportajesde actualidad en la ciudad transalpina deTurín. Una llamada a un móvil vino aromper la tranquilidad. EraGantembrink.

Deseoso de compartir sus últimosdescubrimientos con Manuel Delgado,se presentó en el centro de la ciudad a

bordo de su flamante Jaguar al que habíapisado a fondo el acelerador para llegaren tres horas desde su residencia deMontecarlo.

Gantembrink es un personaje afable yencantador. Escéptico en torno a que laspirámides fuesen construidas porcivilizaciones desconocidas, pero máscrítico todavía con aquellos que repitenel «abc» de la ortodoxia más acérrima,comparte con nosotros unos ñoquis en«Da Plinio», un discreto y acogedorrestaurante, mientras junto a la estaciónllueven chuzos de punta. Para él, enEgipto hay mucho por descubrir. Y,sobre todo, mucho que no se desea quesalga a la luz.

Hoy en día es uno de los ingenieros másimportantes en el apartado de defensa devarios países. Ha trabajado y creadoprototipos, incluso, para el ejércitoespañol. Sin embargo, la experienciaque marcó su vida fue, sin duda, suestancia en marzo de 1993 en El Cairo,cuando el Gobierno egipcio lo nombródirector de las obras deacondicionamiento de la Gran Pirámide.Desgraciadamente, los dirigentes nosabían que Gantembrink, curioso pornaturaleza, iba a ir un poco más allá delo previsto.

—Creé un robot minúsculo —me dicemientras va dibujando la pirámide en

una hoja— al que llamé Upuaut: «El queabre los caminos» en la mitologíaegipcia. La verdad es que el nombre nopodía ser más adecuado a la vista de loque ocurrió.

—Ocurrió que el Upuaut se metió pordonde no debía... —le preguntoapurando la copa de vino.

—Más o menos. Era un vehículo orugaque introduje, por el canal sur deventilación de la Cámara del Rey, conuna cámara adosada y provisto de dosmicrocámaras con potentes lámparashalógenas. No había otra forma decomprobar el estado de aquel estrechopasadizo de 20 x 20 centímetros. En fin,

que aquel era el único artilugiocapacitado para ascender lentamente e irregistrando todas las obstrucciones. Eraun camino desconocido, jamás visto porel hombre hasta entonces...

—Y al final del canal había unasorpresa...

—Sí. Vaya. El Upuaut fue ascendiendopoco a poco, y los técnicos y yoseguíamos con expectación su senda através del monitor. A los 64 metros lacámara detecta que el canal se cierra.Eso no lo teníamos previsto. Se acercóun poco más y el zoom logró enfocar unapuerta.

Amigo, allí había una puerta que

conducía hacia algún otro lugar...

—Una losa separada que tenía dospomos...

—Exacto. Dos pomos, dos manijas decobre; uno de ellos fragmentado y conuna porción en el suelo. Y había undetalle en el que fijamos nuestros ojosen un movimiento instintivo: las cámarasde Upuaut enfocaban, en la esquinainferior derecha hacia una separación demás de medio centímetro quedemostraba que eso era una puerta quevedaba el paso hacia otro lugar. Quedemostraba, en definitiva, que el canalcontinuaba...

El descubrimiento de RudolfGantembrink y su equipo fue inicio detelediarios y documentales en mediomundo. La CNN y la BBC lo emitieronen sus horas de prime-time o máximaaudiencia. En revistas y periódicos seafirmó que aquel era «el mayordescubrimiento arqueológico de final desiglo. Una puerta que conducía a algúnterritorio inexplorado dentro deledificio más misterioso de la tierra. Sinembargo, en contra de toda lógica, lascosas se torcieron. Gantembrink entonauna mueca triste y apura el café...

—Ese día fue mi sentencia de muerte enEgipto. Las autoridades, en vez de

alegrarse con el descubrimiento, con losinmediatos hallazgos que una nuevainspección podría arrojar, me dijeron,en tono seco y distante, casimostrándome la terminal de salidas delaeropuerto, que «usted es un simpleingeniero. Aquí no tiene permiso pararealizar investigaciones arqueológicas».Yo no podía creerlo, te lo juro. Lafilmación de Upuaut fue difundida en lasprincipales cadenas del mundo... puesbien, yo fui «cordialmente invitado» amarcharme de El Cairo y se me handenegado desde entonces todos lospermisos para volver a realizar unanueva indagación con un Upuaut2,mucho mejor preparado y que revelaríatoda la verdad.

Fíjate a qué extremo llegó la tensión quea punto estuvieron de requisar todo elequipo y las filmaciones. Todo fueronproblemas. Pensaban que «el alemán», osea yo, les dejaba en evidencia ante elmundo, y que lo que el pequeño robothabía descubierto tenía implicacionesgigantescas. Y era cierto amigo; sedemostraba que lo que nos habíancontado sobre la Gran Pirámide... podíano ser lo correcto. Allí había unaconsigna para que no se descubriese laverdad.

Al día siguiente tuve un raro privilegio.El ingeniero Rudolf Gantembrink meservía de guía en el segundo museo

egipcio más importante del mundo. Sonesos ocasionales lujos que lainvestigación nos brinda de cuando encuando. El «hereje», como no podía serde otro modo, era un absoluto conocedorde todas las piezas. De todos susmisterios.

En una de las salas, algo apartada delresto, había unos pedazos de viejospapiros creando un incompleto mosaicoen la pared. Nos aproximamos. Aquelloera el «documento» por el que se sabía yse basaban todos nuestros conocimientossobre la civilización egipcia. El llamado«Canon de Turín» era el único escrito enel que se detallaban las dinastías yfaraones egipcios cronológicamente. El

único vestigio de cómo se construyó lahistoria de aquel pueblo. ¡Cuántas veceslo habíamos oído nombrar enconferencias y libros de texto! Sinembargo, su pretendida grandiosidad sediluía como un hielo al sol ante aquellavitrina. Sorprendentemente no quedabamas de un diez por ciento de superficie.Imposible conocer todo lo que detallabael 90 restante.

Gantembrink, al que le han vetadocualquier investigación desde aquel díade 1993, sonrió irónico...

—¡Hazme una foto! —me gritó–. Hazmeuna foto para la posteridad junto al«documento» en el que los egiptólogos yarqueólogos del mundo han

«estructurado» todo lo que se conoce dela cultura egipcia...

Estallamos en una carcajada. Y teníarazón. Aquello era el código sagrado delos ortodoxos. Una biblia aceptada porconvenio y en la que se obviabandecenas de hallazgos «molestos». UnaBiblia de la que quedaba una página decada diez y con la que se permitían vetarpara siempre a audaces investigadorescomo Gantembrink.

El «alemán» caminó pasillo adelante,con la misma expresión que ya me habíamostrado en el restaurante la nocheanterior. El chirriar de las suelas de suszapatos se fue perdiendo en aquel

laberinto de habitáculos bieniluminados. Aquello le dolía. Y nopodía evitar recordar la injusticia.Después de siete largos años nadiehabía vuelto a conseguir un permisopara volver a llegar hasta esa puerta delcanal. Aquella que miles de científicoshabían bautizado inconscientemente consu apellido. Y sería tan fácil...

Me despedí de él con un fuerte apretónde manos. Diluviaba sobre Turín ydeseé suerte a aquel hombre que meprometió regresar algún día a Gizeh.

Ojalá fuésemos juntos.

Antes de montar en el coche me gritóalgo...

—No te preocupes, si no soy yo habráotros. Nadie podrá evitar que surjanotros hombres, otros Upuaut. Y algúndía sabremos la verdad. Te lo aseguro.

Me quedé con el paraguas en la mano,pensativo, mientras sobre los arcos de laplaza la gente se refugiaba del temporal.Y una imagen, quizá inconsciente, seproyectó en mi cerebro. Recordé cómoel pequeño Upuaut, aparcado parasiempre en una vitrina del BritishMuseum de Londres, luce una placadonde se le considera «uno de losgrandes inventos del siglo XX en pro de

la investigación científica».

Las andanzas del pequeño robot oruga yde su constructor no fueron en vano.Aquellos 64 metros habían hecho que lasombra de una duda planease parasiempre sobre la Gran Pirámide. Y esaduda, aunque quizá Gantembrink no lovalorase ahora en su justa medida, eramucho. Algún día, pese a quien pese,habrá que despejarla.

NOTA DEL AUTOR: Durante miprimera investigación en Egipto, y poriniciativa de Francisco Contreras,recogimos muestras de los materialesdiversos con los que se erigieron las

cinco pirámides del misterio de Gizeh yDashur. Una experiencia pionera,coordinada y supervisada por la doctoray arquitecta Lucía Capa. Llevadas aEspaña, su correspondiente estudio fuerealizado en el Instituto Eptisa Serviciosde Ingeniería, S. A., donde se realizaronanálisis químicos, mineralógicos y decaracterización a través de microscopio,densidad real y relativa, dureza ypruebas de carbono 14 y rayos X. Estosfueron, resumidamente, los resultados:Muestra Kéops 1. Primer fragmentorecogido en la Cámara del Rey de laGran Pirámide a pesar de su cierretemporal. Su peso aproximado es de40,28 gramos. Al microscopio resultaser masa opalina con zonas circulares de

aspecto transparente. Al corte, rocamasiva de color anaranjado pálido,compacta, dura y de fractura irregular.Afanítica de grano fino. Adherencias depolvo reactivo frente a los ácidos eínfimas manchas negras se disuelven entricloroetileno como si fuera algún tipode brea o similar. Dureza de 7-8 enescala de Mohs. Muestras Micerinos 1y 2. Material de la base de granito,color rosado y textura irregular ycristalina. Pesos de 509 y 1950 gramos.Resulta ser roca masiva gris y rosa congrandes cristales de ortosa de más de uncentímetro y grano muy grueso. Fracturairregular, muestra ortosa de color rosallamativo, empastado en granosensiblemente menor compuesto por

cuarzo y mica biotita. Es roca ígneaplutónica con dureza 6-7. MuestraSnefru 1. Extrajimos trozos de rocasque parecen «sudar» en el interior de lapirámide y que son uno de sus misterios.El análisis dictamina que son placaspequeñas de compuesto laminar,posiblemente sedimentario-evaporítico,que posee parte inferior de color pardooscuro. Se comprobó que conteníansulfatos (30 %), carbonatos (9,5 %),CaO (5 %), MgO (1,0 %), Na2O (0,3%) y KO2 (0,5 %) correspondiendo lamayoría a sulfato cálcico con pequeñasadiciones de carbonatos. Según elinforme, cabría calificar la muestracomo fluorescencia evaporítica de salessolubles de agua donde predomina

sulfato cálcico de aparienciapolvorienta. Todos los análisispetrográficos fueron realizados en loslaboratorios GEOCISA. Los resultadosdeterminan que este tipo de materias nose pudieron moldear y esculpirsolamente con cinceles de bronce, tal ycomo afirma la Historia ortodoxa.

Rudolf Gantembrink y Manuel Delgadoante el llamado «Papiro de Turín», eltroceado y viejo pergamino descubiertopor casualidad y en el que laarqueología ortodoxa ha basado casitodo su conocimiento.

ARGELIA-PARÍS:

EL MENSAJE DE LOS HOMBRES SINCARA

Esta es una de las mayores pinturasprehistóricas conocidas hasta hoy. Elperfil es simple, sin arte, y la cabezaredonda sin más detalle que un dobleóvalo en mitad de la cara. Recuerda ala imagen que comúnmente nosforjamos de los marcianos. Y si losmarcianos pusieron alguna vez el pieen el Sáhara tuvo que ser hacemuchísimos siglos, ya que estos

personajes de cabeza redonda estánentre las más antiguas de todas...

Apuntes del diario del arqueólogoHenry Lothe en el momento de descubrirel yacimiento pictórico de Tassili-n-Azyer.

8

Argelia-París: el mensaje

de los hombres sin cara

Mides: la última frontera.—Un mundomuerto, irreal...—El día que llegaronlos hombres sin cara.—Descubrimiento del Gran DiosMarciano.—La conexión parisina.—

Pierre Colombel: «No sabemos nadasobre Tassili».—Un sensacionalhallazgo.—¡Dejaron algo escrito!—Madre, Orión, Miedo... Pobladoberéber de Mides, frontera noreste deArgelia

SÄIB, EDAD INDEFINIBLE, turbanteazul turquesa y fino bigote que enmarcasu expresión de permanente distancia,me mira a través del retrovisor.

—¡Aquí no se pueden tirar fotos! ¡Zonapeligrosa! Yo detengo un poco lamarcha, pero mesieur... ¡yo no parar!

Es uno de los modernos jinetes delSáhara. Si sus abuelos fueronirreductibles guerreros a lomos dedromedarios salvajes, él sigue la estirpeal volante de un potente 4 x 4. Lostiempos cambian.

Hacen falta solo un par de kilómetrospara comprobar que la furia de estosnómadas no se ha amainado lo másmínimo. Y bendigo que en estas llanurasno existan los peatones. De habersolamente uno seguro que tendríamosproblemas.

Hemos llegado atravesando una zona,que bautizaron como «el desierto depiedras lunares», brincando por uncamino que parte de la perdida aldea de

Chebika. A un lado de la ventanilla, lasarenas del Sáhara. Ahí comienzan adesplomarse como un mar amarillo quese aleja en sus olas hasta el infinito. Porla otra, la que más me interesa, surgeuna panorámica bien distinta. Algo queavisa de un peligro constante. Dosmilitares y sus fusiles a la espalda serecortan sobre una torre de paja.

—¡Capirulo, Capirulu!...

La canción con la que Säib me llevamartilleando todo el viaje por fin calla.El beréber ha apagado el transistor y

mira con respeto hacia sus «enemigos».Dice que aquí te pueden pegar un tiropor menos de nada. Y más si muestrasuna cámara.

Sobre las alambradas, coronando unmontículo, ondea al viento la bandera dela media luna; aquella que significa elpoder del Islam de Oriente a Occidente.

El paraje es uno de los más desoladosdel planeta.

Acurrucado tras Säib, que se empeñasiempre en transitar el sendero másdifícil, disparo la cámara... y un extrañoletargo, quizá provocado por lasfiltraciones de aire caliente del exterior—a más de 54 grados—, me golpea

como un martillazo caído del cielo. Escomo sumergirse en un sueño con losojos abiertos. En esa fronterainfranqueable para el occidental seoculta un gran secreto. Un misteriodibujado hace diez mil años que siempreme ha intrigado y que la delicadasituación de los sanguinarios comandosterroristas del FIS —Frente deSalvación Islámico— lo han situado aúnmás lejos, aún más inalcanzable.

El enigma de Tassili late, a pesar detodo, bien cerca. Y me abandono en esesopor que me conduce a otras épocas,cuando en este mismo lugar se encontróalgo que dinamitó la arqueologíamundial: algo que, después de más de

medio siglo, sigue sin desvelar todas susclaves. Allí estaban los dibujos de unoshombres que retrataron su encuentro conlo imposible.

Un mundo muerto, irreal...

Valle de Ighargharen, antigua coloniafrancesa,

una tarde de 1933

Al teniente coronel Brenans se lequedaron los ojos como platos. Lo queen un principio era un rutinario

reconocimiento de una zona próxima alpuesto militar de Fort Polignac habíaterminado en extraña sorpresa. Sorpresaporque oficialmente en aquellas rocashoradadas del Aggar argelino no habíaabsolutamente nada de interés. No losabía, pero la incursión hacia el sur lehabía hecho ser el primer occidental enadentrarse en aquellos pagos.

Sintió un escalofrío al comprobar queestaba completamente solo. No se lohabía propuesto —barruntó acariciandola superficie de una de las paredes deroca—, pero había descubierto algoinsólito.

Recordó entonces Brenans cómo jefesde algunas tribus viajeras le habían

hablado, en antiguos y complejosdialectos, de «los Hombres del Miedo»en ese mismo punto. Ahora podíacomprobarlo en persona. Allí estaban.

Al regresar al campamento, con visibleexcitación y en compañía del coronelCarbillet, extendió un viejo mapacartográfico de la zona sobre la mesa demadera para cerciorarse de cómoaquellas extrañas pinturas se perdían enuna región completamente deshabitadaque los errantes nómadas llamabanTassili-n-Azyer, término que en berébersignificaba «la meseta entre los dosríos».

El mundo en esta frontera argelinapasa despacio, sin turbar a nada ni anadie. Los niños, las quebradasinmensas y las pinturas misteriosassiguen igual que hace miles de años...

Eran seres monstruosos, gigantescos,con rostros extraños adorados por loshombres, dibujados mucho máspequeños y arrodillados. Uno de ellosparecía un verdadero diablo que flotabaingrávido en la escena. Y debía habercientos como él.

Carbillet volvió a preguntar al teniente y

este, titubeante, confirmó que no seatrevió a ir más allá, pero que las rocasoscurecidas en la lejanía daban laimpresión de que todo el desiertohubiera sido plagado por los retratos deaquellas criaturas. Aquello era algo noprevisto. Y repentinamente, Carbilletrecordó a un amigo suyo que podíaayudar a desvelar el enigma.

Sin perder un segundo se envió uncorreo de máxima urgencia hasta elMuseo del Hombre de París parareclamar la atención inmediata delHenry Lothe, el arqueólogo y exploradormás avezado en aventuras saharianas. Seponía así en marcha la primeraexpedición organizada a uno de los

lugares más remotos de la Tierra paradescubrir a «los Hombres del Miedo».

Henry Lothe en una de las imágenestomadas al inicio de su expedición alTassili. Él fue quien descubrió elmisterio...

Lothe, de complexión fibrosa y con unavoluntad de hierro, no se descorazonócuando observó cómo una densavegetación salvaje, quizá la última quecomo un ramal atravesaba el inicio del

desierto, taponaba el tramo de accesopara adentrase en el lugar donde seadivinaban frescos aún más imponentesque los primeros descubiertos porBrenans. Siguiendo la ruta iniciada poreste, se dieron de bruces con lasprimeras figuras, sorprendentes ygenuinas, pero que se paraban en secoante aquella barrera natural. Al otrolado se vislumbraba un paraje lunar,desolado, donde a buen seguro lasformas y seres misteriosos proseguiríanhasta el confín de la región.

Lothe y Perret, presidente de la Societéde Geographie, le echaron agallas alasunto y no se arredraron en desenfundarel machete para abrirse paso entre las

zarzas, contagiando su entusiasmo alpuñado de militares que se unieron a laempresa. Al final, con los brazoschorreando sangre por los inmensospinchos de aquellas plantas y arboledas,lograron divisar un espectáculosobrecogedor: Un mundo muerto,irreal, diferente a todo cuanto jamáshubiésemos imaginado.

El día que llegaron los gigantes sincara

Aquel grupo de «avanzadilla» pudoobservar con detenimiento algunos delos frescos realizados en tonos ocre ynegro que mostraban escenas de caza

con un gran realismo. El primer estudiosobre el terreno no dejó lugar a la duda,aquella muestra pictórica se perdía enlos albores del tiempo, muy anterior alas culturas egipcias, pero con unaplasticidad y unos conceptos artísticosque tiraban por la borda todo loconocido hasta entonces sobre el pasadodel Sáhara.

Elefantes, antílopes, jirafas... eranmultitud los animales allí grabados queen algún momento debieron vivir enaquel paraje cuando era un inmensovergel.

Veintidós años después, concretamenteel 28 de febrero de 1956, tras unainmensa batalla legal de permisos y

juicios, Lothe regresaba al lugar deautos con un equipo de pintores, artistasy arqueólogos dispuesto a realizar unaoperación de envergadura para desvelaraquel misterio de una vez: calcar todas ycada una de las imágenes para suposterior estudio en París, conespecialistas y gran despliegue demedios técnicos imposibles deconseguir en Argelia.

La frontera militar de Mides. Al otrolado duerme el mensaje de los hombressin cara...

En una misión de 16 meses que obtuvorepercusión mundial, y a pesar de ladureza y de las condiciones extremasque tuvieron que soportar, fueronfinalmente guiados por las tribusnómadas hasta los dos yacimientos másimpresionantes y enigmáticos de toda laregión. Allí les esperaban unas obraspictóricas absolutamente increíbles.Seres imposibles a los quecontemplaban 10.000 años deantigüedad y con alturas que enocasiones superaban los 6 metros.

Nos enfrentamos a figuras extrañas —escribió una noche Lothe en su cuaderno—, tan diferentes de todo el arte

prehistórico, que nos hace movernos enun mundo absolutamente aparte.

Una de las primeras que intentan«trasladar» hasta París es la efigieamenazadora, con los brazos extendidosy el cuerpo lleno de protuberancias delllamado Dios de Sefar, cuyo cráneoovalado se alzaba a casi cuatro metrossobre el suelo mientras otras no menosmisteriosas figuras le imploraban enademán de rezo... o súplica. Sinembargo, aquello no se parecía a ningúndios de las tribus nómadas. Jamás sehabía grabado en cualquiera otra partedel mundo algo parecido. ¿Quién eraentonces? ¿Por qué precisamente allí?

Lothe, impresionado por su cara sinrostro, por sus muñequeras, por sucuerpo monstruosamente alargado, lollama «El Abominable Hombre de lasArenas». Muy cerca de él hay seres queflotan en horizontal, como dotados parala facultad de planear. Visten trajesblancos, sin los motivos ornamentalespropios de los que son representadoscomo humanos. Además, hay un curioso«artefacto» en forma de disco queparece propulsarse en varias de lasescenas. Aquello era un puzzleenloquecedor que ni siquiera laexpedición podía comprender en lagrandeza de su misterio. Sentado a lavera del hombre sin cara de Sefar, elarqueólogo escribe mientras cae la

noche...

Es impresionante. No creo que jamáshaya experimentado semejantesensación de misterio y poderío. Elpersonaje se mantiene ahí, frente anosotros, erguido en toda su talla.Tenemos la impresión de ser unosintrusos y estar profanando un lugarsagrado. El aspecto de ese personajeencierra un no sé qué monstruoso einhumano. A su izquierda cincomujeres, en una especie de procesión,levantan los brazos implorando. Suactitud refleja a las claras el temor...

Descubrimiento del Gran Dios

Marciano

Los dieciocho meses de investigaciones,en un lugar jamás profanado por otrosoccidentales, fue pródigo en sorpresas.Una detrás de otra y sin solución decontinuidad. En los diversosasentamientos, las escenas de caza y lasrealistas representaciones de animales yhombres se repetían. Sin embargo, habíaotros personajes que no casaban enninguna catalogación. Eran los «cabezasredondas». Aparecían siempreelevándose sobre el resto, sin nariz,boca u orejas, en ocasiones exhibiendoun extraño cordón que conectaba con suscráneos pelados y que se perdía endirección a las alturas.

El misterioso Gran Dios Sefarsorprende a la expedición de Lothe.Todos sienten que han penetrado en susdominios, que han roto la paz de suinalterable y milenario silencio.

Unos kilómetros, adentrándose más entrelas lomas, los investigadores llegan aYabbaren, el yacimiento pictórico másimportante del mundo al descubierto.Aquellas civilizaciones, de las quejamás se encontraron enseres, tumbas nihuesos, habían llamado a aquel laberinto

de cúpulas de tierra donde se deslizanlas víboras «Los Gigantes». Y teníacierto sentido: las antiquísimastradiciones hablaban de un día en el queellos se presentaron a los hombres. Allíaparecían en todas partes, pintados hacemás de ocho mil años, en los umbralesde la protohistoria. Simplemente elespacio vacío y aquellos «dioses»deambulando en la nada era toda ladecoración. Provistos de yelmosparecidos a las modernas escafandras,con ceñidos monos de una sola pieza ylo que parecen ser cierres en el cuello ymuñecas, algunas de estas criaturasalcanzaban dimensiones inimaginablesen el arte prehistórico. Una de las másimpresionantes surgió tras lavar con

esponjas una superficie curva dearenisca erosionada por el viento. Allídormitaba un «astronauta» que medíamás de seis metros. Cautivados por sugrandeza y soledad, el equipo dearqueólogos decidió bautizarlo con elsugerente e inmortal nombre de «GranDios Marciano».

Nadie sabe qué o a quién representa,pero ahí está, como un centinelasolitario vigilando el mundo delsilencio. Un guardián del futuro erigidohace ocho milenios con alguna razón quedesconocemos. ¿Quizá enconmemoración de algo que ocurrió y delo que estos dibujos son la única crónicaque resistió al tiempo?

Lothe y toda la expedición, extasiados ya la vez sobrecogidos por el increíblehumanoide, se hicieron miles depreguntas. La obsesión del director delequipo era calcar milimétricamente todaaquella información y salir cuanto antesde Argelia para estudiar, durante años,aquella especie de código de lascivilizaciones desconocidas. Por fortunalo iba a conseguir, aunque la poblaciónpoco supo de la verdadera naturaleza deesos siniestros personajes que hoycontinúan encerrados en aquel parajeaislado por el fanatismo y el terror. Enuno de sus últimos escritos Lothe decíaque: Esta es una de las mayorespinturas prehistóricas conocidas hastahoy. El perfil es simple, sin arte, y la

cabeza redonda y sin más detalle queun doble óvalo en mitad de la cara.Recuerda a la imagen que comúnmentenos forjamos de los marcianos. Si losmarcianos pusieron alguna vez el pieen el Sáhara, hubo de ser hacemuchísimos siglos, ya que estospersonajes de cabeza redonda delTassili están entre las más antiguas. Esmenester regresar, plegar tableros yescaleras. Los dioses de Yabbaren semarchan ahora en rollos de papelcamino del Museo del Hombre, y elsilencio vuelve a descender. Unsilencio que nada ha de turbar antes demucho tiempo.

Lothe se arrodilló ante esta efigie demás de seis metros pintada en la rocaviva. Sobraban las palabras... y por esola bautizó como «Gran DiosMarciano».

Desperté del letargo. Säib había vuelto aencender la radio con otra alucinantecanción del rotundo heavy beréber...

—¡Dupidú, Dupidú...!

Damos un brinco, dos..., y me vienen ala mente, tan cerca del misterio vedado,preguntas imposibles de responder. ¿Nodejaron nada escrito aquellos hombres?¿No hubo ningún «cronista prehistórico»que legara a las generaciones veniderasunas claves que explicaran las extrañasimágenes?

Estamos a punto de regresar haciaChebica y Chott el Jerid, en el Túnezmás profundo. Esa región sureña demujeres enlutadas y poblados de ladrilloamarillo, de cavernas beréberes conmanos negras en la entrada paraprotegerse de los malos espíritus. Unenclave en permanente desconfianza,

aprisionado y agobiado por dos gigantesque dan miedo, Libia y Argelia.

Regresamos a Tozeur, lugar donde estámi cuartel general. Es otro pueblo más,con un viejo pero cuidado hotel a lasafueras, con una gran piscina sin agua.

Y 55 grados a la sombra.

Como un flas, sin saber bien por qué, seme presenta en la memoria una de lasefigies menos conocidas de la«pinacoteca» del desierto. Su cuerporojizo, sus ojos redondos, el cinturón,los «tentáculos» que penden de lacabeza me recuerdan a algo. A alguienque yo ya he visto anteriormente. Lospueblos del Sáhara lo llaman «Diablo

de Yabbaren»... ¡Pero es el mismo serplasmado en la arena de Nazca, y queMateo Herrau llamó «el Extraterrestre»!Trago saliva y siento la electricidad dela duda. Jamás los había puesto uno allado del otro. Y me prometí hacerlonada más regresar a España, con elpermiso de Säib y su conduccióncamicaze saltando entre las dunas.

La conexión parisina

Plaza del Trocadero, 16:37 horas.

Es una de esas típicas tardes parisinas.El viento azota con fuerza, la lluviacomienza a arreciar y la Torre Eiffel

desaparece paulatinamente entre laneblina gris. Estamos en invierno y haceun frío que pela. Me subo la bufanda ydoy vueltas esperando a uno de miscontactos en la capital francesa, IsabelVives, una de las «mujeres fuertes» delConsulado español. Me acompañaCarmen Porter, con el pelo y la ropacalada y sin comprender aún del todo minerviosismo. Mi verdadero escalofrío.

Estamos bajo los soportales del Museodel Hombre de París, cuna de laantropología mundial y lugar desdedonde partieron las históricasexpediciones arqueológicas a aquelimperio del silencio en el Sáhara. Allíreposan, desde hace cuarenta años, los

calcos arqueológicos realizados conexactitud, proporciones y cromatismomilimétrico de aquellas expediciones deLothe. Allí están, solo que guardadosbajo siete llaves en algún despachoindefinido.

Como casi siempre suele ocurrir, elresto de los mortales, a excepción delpuñado de científicos, no han sabidonada de los enigmas que planteaban losfrescos. Nada. Tras la muerte de Lothe ysus escritos, una cortina de silencio sehabía apoderado de todo lo relacionadocon Tassili.

Diablo rojo dibujado en Tassili haceocho mil años: compárese con la figuradel «Extraterrestre» grabada por losNazca al inicio de nuestra era. ¿Setrata de los mismos seres?

¡Y había tanto por saber!

Como imaginaba, «oficialmente» noexisten esas pinturas en el inmensomuseo. Faltaría más. Otro empleado, demenor rango, me confiesa sin embargoque «estaban en un despacho interior delmuseo». Algo es algo. Eso sí,«prohibido visitar», añadió después convoz de soniquete.

Habían pasado veinticuatro horas desdela primera intentona, y telefoneando aquíy allá, gracias también a la insistencia yla gestión desde Madrid del redactor deEnigmas, Arturo Valoria, habíaconseguido una cita. Una cita ante la queme siento nervioso como un niño. Comoun becario ante su primer reportaje. O,peor aún, como uno de los pocosperiodistas que, con suerte, podrá ver la«la Capilla Sixtina del Sáhara» a dospalmos de sus narices y, si es posible,arrancar algunas respuestas de aquelloscientíficos privilegiados que lasestudian.

Había un hombre, solamente un hombre,que encerraba en sí todos los secretos y

todos los largos silencios. Era PierreColombel, director del departamento dePrehistoria. Uno de los viajeros delequipo de Lothe. Solo él tenia acceso aaquel tesoro. A las pruebas, a los datos.Y allí estábamos esperándole. Con latormenta de París sobre nuestras cabezasy el café en vaso de papel de losCampos Elíseos temblándome en lasmanos.

En el bullicioso mercado parisino deLas Pulgas tiene su sede «Mesieur

Satán», propietario de la mayorcolección de verdaderos objetos devudú que nadieimaginar pueda.

Pierre Colombel: «No sabemos nadasobre Tassili»

Con lacia cabellera canosa, gafas demontura negra y aspecto de sabioencerrado perpetuamente en su mundo,Pierre Colombel me estrecha la mano yme regala una sonrisa. Buen inicio.

Mi misión es estudiar y descubrir lascosas que nadie sabe de Tassili, meespeta nada más traspasar la inmensapuerta de uno de los museos más

importantes del mundo. Siento cómo losfuncionarios que un día antes nos dijeronNO, nos siguen ahora con gesto torcido.

Como si de una especial liturgia setratase, nuestro anfitrión nos conducepor laberínticos pasillos y ascensoresoscuros hasta desembocar en unahabitación caótica, repleta de cuadernosy extraños enseres, donde, desde hacíaaños, se guardaba aquel legadoprehistórico sin que nada saliese alexterior. Allí estábamos los cuatro.Daba la impresión de que profanábamosun lugar casi sagrado, como le ocurrieraa Lothe al descubrir la cara sin rostrodel Dios Sefar.

Al toque del interruptor, la luz de un

flexo refleja de inmediato un panoramasingular; centenares de inmensos lienzosenrollados que van del suelo al techoforman columnas de tela que flanqueantoda la estancia. Allí están los calcosarqueológicos desde la década de loscincuenta.

Noto cómo me sube una especie defiebre, de presión sanguínea por lasvenas. Estoy más cerca que nunca deaquel misterio.

Comprendo entonces la palidez y lasojeras de Pierre. Aquel hombre teníaante sí una titánica labor: descifrar unauténtico «tesoro» que había queestudiar día y noche sin descanso. Era el

legado de su amigo Lothe.

Por un momento me da la impresión deque el viejo sabio también agradece lavisita. No en vano nadie había llegadoen los últimos años interesándose por sulabor. ¿Quién iba a hacerlo si nadieinformaba de aquellas pinturas?

Dejo el cuaderno y la cámara a laentrada, sin prestarles mucha atención,sin darles prioridad, solo tengo unahora, pero prefiero pasar unos minutoscontemplando aquello. Aquel secretoencerrado en pergaminos gigantescos.

Muerto Lothe, Pierre Colombel, que lohabía acompañado durante más detreinta expediciones, es el hombre que

conocía todos y cada uno de los secretosque nunca se contaron acerca deaquellos dioses del futuro. Hay muchascosas que Lothe nunca pudo contar —me dice—, que nunca se llegaron apublicar y que quizá ha llegado elmomento de que la gente sepa. Esadebe ser nuestra labor.

Aquel pequeño gran científico y sudespacho son el último eslabón de unalarga cadena que se había iniciado en1933, con el casual descubrimiento delteniente Brenans. Tanta historia, tantafascinación, tantas vidas perdidas en lasdiferentes exploraciones, se fusionan enaquel lugar, en uno de los muchossótanos perdidos del Museo del Hombre

de París.

Allí estaba la noticia. Una noticia condiez mil años de antigüedad.

—Hay que estar muy enamorado deldesierto para viajar a Tassili tantasveces. No es común encontrar a uncientífico tan entregado a un enigma...

—Bueno, eso es cierto —respondePierre, acomodando su gabardina en elrespaldo de la silla—; la verdad es queLothe me llamó por un hechoprincipalmente. ¡Yo también estudiaba

Bellas Artes y tenía técnica para realizarlos complejos calcos de los originales!Reproducir toda aquella inmensa obraera el único modo de poder estudiarlacon dedicación y tranquilidad.

Pierre Colombel mostrando una de laspinturas tan celosamente guardadasdurante décadas en un sombríodespacho del Museo del Hombre deParís.

Y me enamoré del desierto, de sus

gentes, de su mundo. Yo fui treinta vecesa Tassili, y la primera pasé seis largosmeses haciendo prácticamente vidaprehistórica, para realizar el inventariode aquellas sorprendentes creaciones.Aquello, querido amigo, era un granmisterio.

Comprendo al instante que Colombel yyo nos vamos a llevar bien. Si minutosantes de la cita me imaginaba a unhombre severo y distante, tan seco comomuchos engolados científicospreocupados por ascender y por «quédirá la comunidad», ahora mis ojos setopaban con un hombre de profundasinquietudes. Capaz de abandonar eldespacho ante la noticia. Capaz de

comprender que no lo comprendemostodo.

Pulsé el Rec de la grabadora,convencido de que aquel científicosingular me iba a revelar cosas que ni yomismo imaginaba. Lo presentía.

—¿Cuántas pinturas hay en Tassili?¿Cuántas civilizaciones cree queintervinieron en su creación?

—Tenemos constancia de varios miles.Muchas aún sin descubrir, pero por ladelicada situación política es imposible

viajar hasta allí. Por otro lado, despuésde décadas, aquí está casi todo el legadocon una fidelidad exacta. Podemoshablar de nueve mil pinturas en aquelrincón del desierto. Y por lo menos dedoce culturas diferentes que, sin quesepamos a ciencia cierta por qué, sedirigieron a ese lugar para estampar suobra.

De los artistas conocemos realmentepoco, muy poco. Parece ser que fueronpoblaciones negroides nómadas, comolos tuaregs, de rama beréber, y lospeuls, los principales creadores de esteinmenso enigma.

—¿Las modernas tecnologías hanpodido averiguar la fecha exacta en laque fueron gestadas?

—Existe no una, sino diversascronologías acertadas. Hay un periodomuy primitivo —Colombel me muestrala impresionante imagen del dios sincara de Sefar—, el de las «cabezasredondas», que se aleja en unos 10.000años de nosotros. Luego estaría el granperiodo bovidiano, con sus escenas decaza y guerra, donde también aparecen«los dioses» y que transcurre paralelo alNeolítico, desde el 7000 al 2500 a. deC. Esos son los bloques de tiempo enlos que se fueron creando las pinturasmás importantes. Los de la última época,

cercanos a nuestra era, incluso poseeninfluencia egipcia. Lo anterior es unverdadero y completo misterio.

—Nada parecido en el mundo...

—Nada. Solo se podrían comparar, muylejanamente, a algunas pinturas perdidasque observé en una larga exploración enBelo Horizonte (Brasil). Aunque pensarque había cierta conexión entre Américay África nos llevaría a senderos aúnmucho más complejos...

Mi interlocutor sonríe como si hubieseplanteado algo fuera de lo normal. Y escierto. Aunque a mí se me aparece entre

las tinieblas de la mente el«extraterrestre de Nazca» una vez más,aunque presiento que aún no ha llegadoel momento de abordar de lleno esetema.

—Se ha especulado mucho, pero ¿cuáles el significado de esos «dioses», deesos seres que parecen sacados de unapesadilla? ¿Qué papel tienen en mediode escenas de la vida cotidiana captadascon total fidelidad?

—Bueno —hace una larga pausa—, escierto que en la época en que se gestóesta obra, Tassili era un lugar surcadode ríos, con frondosa vegetación y

animales como los que salen retratados.Además, como bien ha observado,aparecen seres extraños sobre los que seha teorizado desde su descubrimiento.Mi opinión es que se trata de algún tipode divinidades o de criaturas que esaspoblaciones nómadas relacionaron dealgún modo con lo trascendente. Eso eslo que creo, de momento.

—¿Relacionadas con lo sobrenatural?

—Sí. Esas culturas tenían un apegotremendo al mundo de lo divino. Trasmuchos estudios, hemos podidocomprobar que alrededor de seres deinmenso tamaño y curioso aspecto comoel «Dios Sefar», aparecen otrospersonajes con los brazos en posición

de plegaria. Son retratos de algo endirecta conexión con la divinidad. Yo locomparo con una especie de vía crucis.A lo largo de los yacimientos pictóricosde Tassili es como si se recorrierandistintas etapas, con distinta cronología,donde se hubiesen reflejado estosincomprensible ritos y celebraciones.No es exactamente igual que el sentidocristiano, pero quizá tuviesen una misiónmuy semejante en aquellas culturasnómadas.

—¿Y han logrado identificar a esosdioses? ¿Existen documentos dondeconste el culto a esas deidades?

—No. Lo cierto es que es muy

pretencioso dar una explicación dequiénes son estos seres. Son dioses,quizá..., pero no tenemos la menor ideade qué representan. Se clasificaron pornombres referentes a sus lugares. Comodigo, es aventurado y pretencioso daruna explicación concreta. No se hanperpetuado estos cultos. Aparecen aquíestas figuras y tan solo suponemos queson ritos a las divinidades. Después demedio siglo de estudios tan solo losuponemos.

Hubo un día, en los albores de laAntigüedad, en que aquellos hombresmonstruosos que volaban dejaron de servenerados por el pueblo. Trato de

imaginarme sus caras, sus deformescuerpos gigantescos perdidos en lanoche del desierto. Quizá maldiciendoel olvido al que se han visto sometidospara siempre.

Un sensacional hallazgo

—Usted viajó a Tassili en diversasocasiones después de la muerte de Lothey, según tengo entendido, descubriónuevos hallazgos de gran importancia...aunque apenas nada se ha hecho públicoen torno a ellos.

—Está bien informado, joven.Efectivamente. Fui allí solo y encontré

nuevas cosas de las que no se sabe nada,entre ellas seres extraños de aparentesdivinidades inanimadas que surgen enlas escenas, entre bestias salvajes ocazadores. Son escenas de luchas ysupervivencia donde aparecen unoshombrecillos que yo llamo «diablillos»,de una época muy remota y decaracterísticas realmente sorprendentes.Habrá más de un millar de imágenesabsolutamente desconocidas, pero lainvestigación hoy en el lugar de loshechos es absolutamente imposible.

Los diablillos. Creo que Colombelpercibió mi silencio significativo. Esospersonajes, lo sabemos él y yo, no

encajan en las escenas de la vidacotidiana de hace diez mil años.Probablemente si los hombres delSáhara los habían pintado... es porquealgún día aparecieron allí.

Sin mediar palabra, Colombel se levantay coloca un rollo de mediano tamañosobre una de las paredes lisas. Loextiende con delicadeza y aparece, connitidez perfecta, una de esas pinturasdescubiertas por él donde, junto a unafigura humanoide blanquecina, aparecenvarias de pequeño tamaño y tono rojizo,provistas de enorme cráneo yelevándose hacia las alturas. Otraspermanecen arrodilladas, comoimplorando...

Noto un nudo en la garganta. Que yosepa, jamás aquellos calcos se habíandesenrollado ante un periodista.

—Esta es de hace unos siete mil años —me grita Colombel señalando con lamano izquierda a uno de esos intrusos deotro tiempo—. Anterior a casi todo.Están realizadas con una sustanciablanca llamada caolín y en tonos ocresel resto de personajes. Pudieran serbrujos lo aquí retratado, entidades deese mundo trascendente que se repiteconstantemente en escenas de granrealismo... ¿Quién lo sabe?

—A una gran figura se la llamó «El

Gran Dios Marciano». ¿Sabe por qué elequipo de científicos la bautizó de esemodo?

—Hay una explicación para esto —meresponde, mostrándome aquella imagenfantasmal de un hombre de seis metrostocado con una especie de escafandra—.En la época en la que descubrimos estasimágenes era muy popular el tema de lospresuntos visitantes de otro mundo. Serecibían, aquí mismo, muchas cartas depersonas que opinaban que seres comoestos, inmensos, provistos de aparentescascos relucientes, habían llegado hastaaquí. Algunos pensaban que los propiosmarcianos, ya que entonces se suponíaque pudiesen llegar de ese planeta,

habían realizado esas imágenes.También se pensó que esos seres habíansido retratados más o menosfidedignamente por aquellas culturas quequizá los hubieran visto en tiemporemoto. En realidad, todo son hipótesis,pero en un primer momento Lothe y elequipo designaron ese nombre por laincreíble dimensión de la «criatura»,mayor que cualquier otra pinturarupestre conocida en el mundo... y por elinnegable aspecto de astronauta oextraterrestre. Fue también un modo declasificarla dentro del increíbleyacimiento de Yabbaren, el mássorprendente del que hayamos tenidojamás noticia.

¡Dejaron algo escrito!

El tiempo transcurre veloz entreaquellos lienzos desplegados mostrandotodo su insondable universo. Yprácticamente cuando voy a dar porfinalizada nuestra charla, con losbártulos a medio recoger y mientrasfotografío aquel «bestiario prehistórico»sobre el que señalaban las manos sabiasde Colombel a la búsqueda de posiblesexplicaciones, recuerdo al periodistanavarro Juan José Benítez y susinvestigaciones que vinculaban elcélebre aterrizaje ovni de Los Villaresen la provincia de Jaén[1] con una serie

de símbolos pertenecientes a losantiguos dialectos beréberes, y no meresisto a preguntar por simplecuriosidad...

Desenrollando los calcos Colombel vaexplicando ante el objetivo de micámara cosas que no habían vistonunca la luz. En la imagen, señalandouna especie de plataformas volantesque sobrevuelan escenas del llamado«periodo bovidiano»

—Estas culturas antiquísimas quedibujaron a los extraños dioses quedescendían del cielo, ¿dejaron algúntipo de mensaje? ¿Reflejaron en laarenisca algún tipo de escritura?

El profesor permanece en pie. Ensilencio.

—Ya sé que oficialmente no —insisto—, pero en todos estos años, ¿se sabealgo nuevo?... ¿algo más?

La figura de Colombel se estremece. Enapenas unas milésimas de segundo su

rostro cambia. Con gesto decomplicidad pide raudo mi ayuda paradesenrollar uno de los gruesos lienzosque, cubierto de polvo, permanece justoenfrente del lugar donde estamossentados.

Impresionantes imágenes tomadas porla expedición de 1978, encabezada porel gran investigador Rafael Brancas,del extraño ser de la «escafandra»atrayendo a un grupo de mujeres haciaun objeto esférico.

La exclamación «esto es lo que yo hedescubierto» me deja petrificado y a laescucha...

—Efectivamente —dice sofocado yextendiendo la tela a lo ancho de lapared—, se tenía por seguro que estasculturas no nos dejaron nada escrito.Pero las pacientes investigaciones quehe llevado a cabo en silencio en estasdependencias me han llevado adescubrir una especie de escritura muyprimitiva que aparece en una serie deescenas como esta...

Sobre una pintura del llamado «periodobovidiano», que nos remonta a más deseis mil años, mucho antes de laaparición de las escrituras egipcias obabilónicas [2], aparecen perfectamentenítidos una serie de signos compuestospor barras, círculos y puntos quereflejan un mensaje críptico ydesafiante.

Esa era la noticia.

De color ocre y surgiendo desde la partesuperior de la escena sobre unoscazadores espigados que las observancaer de las alturas, unas columnas demisteriosos caracteres surgen con todosu esplendor como llegadas del cielo...

Colombel, en cuclillas, se mesa loscabellos y me mira con tono seriomientras vuelvo a colocar la grabadoraa su vera y a toda prisa:

—Amigo, esto es un tipo de escriturarealmente sorprendente. Estáconformado por círculos, barras ypuntos dispuestos de tal modo quegeneran un mensaje, que expresan unaacción. Ahí están perfectamentedibujados.

—¿Y qué sentido puede tener esteantiquísimo mensaje?

—Eso no lo sabemos. Estamos

estudiándolo profundamente con unequipo de lingüistas y no podemosaventurarnos. Pero es algo sensacional.Recuerda en parte a la escritura actualde los tuaregs, un pueblo sahariano deorigen beréber... pero no hemos podidoencontrar un sentido concretolingüístico. Algunos de esos caracterestienen un significado por separado, esoes lo que parecen indicar lasinvestigaciones. Pero el conjunto en síno podemos descifrarlo. Es algo que sepuso allí, junto a las extrañas pinturas,con algún objetivo. Para decir algo queocurrió.

—Algo que pasó allí hace seis mil años,cuando el mundo estaba en el Neolítico,

algo que quisieron perpetuar de algúnmodo.

—No son textos —se reafirma alprofesor—, sino que ideográficamentese puede estar conmemorando algúnhecho o se hace una representación dealgo...

—¿Pueden estar haciendo alusión a losgigantes y dioses que bajaron del cielo?

—Eso nadie lo sabe. Lo que sí hemospodido averiguar en este sistema designos es que aparece el «yo» yposteriormente un modo de representarun hecho. Podríamos estar hablando, sies una escena de caza, de algo así como«yo he cazado este animal». O si

aparecen otros personajes sería: «yoadoro a», o algo similar. Realmente esun mensaje que acabamos de descubrir,que puede ser de vital importancia, delque no se sabía nada... y del queseguimos sin saber realmente nada. Soloque está ahí.

El fogonazo del flas ilumina aquellasuperficie donde aparece la escritura«imposible». Me quedo mudoobservando aquel secreto. Sincomprender bien por qué me lo estándejando «retratar». Algo no me encaja.

—El que un sistema de escritura anteriora los conocidos aparezca en el desolado

desierto es algo realmente importante.¿Algo que incluso puede dar un vuelco alo que conocemos sobre las culturas denuestro pasado más remoto?

—Yo creo que los pobladores deTassili dejaron una escritura al uso.Creo que todo, absolutamente todo esto,transmite un mensaje.

La voz de Colombel está acompañadaahora de una peculiar angustia. La de laemoción...

—El conjunto de los hallazgos de

Tassili —prosigue— es un mensaje quequizá no lleguemos nunca a comprender.Pero esto nos demuestra que hay muchascosas que desconocemos completamentedel pasado de esa extensión que es elSáhara. Allí ocurrieron cosas...

El científico me sonríe de nuevo como siya no pudiese contarme más y prosiguela labor de enrollar aquel lienzodesestabilizador que por unos instantesha estado abierto a nuestra mirada.

El tiempo había finalizado y Colombel,como cada jornada, debía volver a sulabor de encerrarse en aqueldepartamento para el estudio de una delas más incoherentes y desafianteshuellas de nuestro pasado.

—Espero que algún día usted sídescubra este mensaje —digo y deseo ami afable interlocutor mientras vuelvo aestrechar su mano con firmeza.

—Se lo agradezco, aunque, para serlesincero..., no creo que lo consigamosnunca.

Volví a calarme con la lluvia de París,con su noche plagada de luces y anchasavenidas. Las investigaciones queinicialmente tenía previstas en la Ciudadde la Luz habrían de esperar. Ya solo

tenía sitio en mi alma para este misterio.Y una sola pregunta me taladrabalentamente el cerebro. Estaba seguro deque Colombel y los estudiosos de esoscalcos algo sabían del mensaje quehabía tenido ante mis ojos. Algo quequizá era demasiado grave para confesara un simple periodista. Y prometí que lainvestigación no quedaría varada en esepunto. A unos dos mil kilómetros al sur,en Granada, me esperaban nuevasrevelaciones.

Madre, Orión, Miedo...

Respiré al comprobar que aquellasletras rojas aparecían en las

diapositivas.

Juan Vallejo y J. J. Benítez seentusiasmaron. Las primeras copias,nada más comprobar que a pesar de lasdeficientes condiciones de luz delsótano habían resultado legibles, se lasremití a mi maestro en esto delperiodismo.

Y a Juanjo le pareció aquello algosensacional.

Por otra parte, otro envío fue a parar aVallejo, amigo y compañero en laslabores informativas que en aquelmomento, además de vérselas concrímenes satánicos ocurridos en lasintrincadas callejas del Albaicín, o con

el siniestro poltergeist que acechaba enel conservatorio granadino, era uno delos estudiosos que mejor conocía todolo relacionado con el antiguo mundoberéber. Y a él fue a parar el segundoenvío con aquel misteriosodescubrimiento hallado por«casualidad» en las entrañas del Museode París.

Cuando me pude entrevistar con él, trashaber realizado el primero de losexhaustivos análisis, mi colega no pudoreprimir su preocupación...

—¿Iker, esto tienen que saberlo? Te hanengañado. Seguro que saben el

significado de lo que aquí se escribió...

Me sentí confundido.

—Mira —prosiguió embalado y algonervioso—, yo he realizado todos losestudios con un prestigioso antropólogomarroquí y no nos cabe duda de que algodeben ocultar. Hay un mensaje claro enesas imágenes. Y ellos son los primerosque tienen que saberlo. No te lo hanquerido decir... pero aquí está.

Y era cierto lo que sentenciaba micolega. Para los especialistas no cabían

mayores dudas. Lo que nadie sabía,lógicamente, es qué demonios pintabaaquello dos mil años antes de que lossumerios comenzaran a escribir en cuñapor vez primera en la Historia.

Los análisis fueron llevados bajo labatuta del antropólogo y fundador delCentro de Estudios Mediterráneos,Rachid Raha, posiblemente la personaque mejor conoce las raíces y evoluciónde las escrituras de los hombres deldesierto. Y aquello, según susresultados, era algo completamente fuerade lo normal.

Vallejo me extendió el informe una tardede invierno entre el bullicio de laredacción de Enigmas. El resto del

equipo, sumido en el tecleo y en losteléfonos, permanecía ajeno.

Unas cuantas hojas se deslizaron por lamesa hasta llegar a mis manos.

Según rezaba el dossier, aquello eratifinagh, una antiquísima escrituraberéber. Y en ella aparecían, sin lugar adudas, las palabras «Madre», «Orión» y«Miedo».

Di un salto sobre la silla.

Las consultas a la obra Dialecte deL’Ahggar, de Jean Marie Cortade,demostraban a las claras que estossímbolos expresaban de por sí esostérminos como en un ideograma o

jeroglífico. Cada signo una idea, unaacción.

Y los tres aparecían en mi fotografía.

Concretamente «Orión» era la únicareferencia estelar que nos dejaron losantiguos beréberes a lo largo de suhistoria. Las tres estrellas de laresplandeciente espada del firmamentofueron sintetizadas por estos nómadas ensu lenguaje como Amanar. Y Amanarera el símbolo que allí aparecía.

Otra cosa bien distinta era analizar elsentido de aquel mensaje. Escrito en doshileras, no había forma de saber en quédirección debía ser interpretado. Podíahacerse de arriba abajo o de derecha a

izquierda. Y se desconoce si tendría unacontinuación o eran fragmentos de otrotexto más largo.

Siguiendo las técnicas del filólogofrancés G. Mary, Raha y Vallejo notuvieron dudas de que aquello era undialecto tamazigh. El problema es queen la Antigüedad había trescientosdistintos, con sus complejassimbologías.

A pesar de todo, las conclusiones delestudio eran rotundas: era escrituralíbicatuareg, excepto dos signos quepertenecían al sahariano antiguo.

—La datación oficial de esta primitivaescritura —me dice Juan, llevándose un

pitillo a la boca e interrumpiendo milectura— es del 2000 antes de Cristo.Esto es un hecho que ya de por sí debíade ser rectificado ante la aparición deestas fotografías.

Sentí vértigo.

El texto de la columna número uno decíaexactamente:

Tu miedo Orión. Tú enseñas a prever.

En la columna número dos, de la queprobablemente faltaba algún carácter,aparecían las siguientes letras-símbolo:

Quienes continúan se les da el nombrede Madre. Miedo piensan irse.

No pude dormir. En la soledad de midespacho miré hacia la noche estrelladay fría. ¿A quién llamaban Madre? Y,sobre todo, ¿qué papel jugaba laconstelación de Orión en las primerasletras plasmadas por la humanidad?

Aquella aventura había frenado en seco.Colombel, como en un juego, me habíaenseñado tan solo la punta de unmisterioso iceberg. Una «golosina»informativa surgida tras medio siglo deestudios en silencio. De Tassili alMuseo de París, y viceversa. Me dio laimpresión de que al mostrarme eldescubrimiento había llegado al límite.

A partir de entonces, profundo silencio.

Las investigaciones posteriores,refrendadas por unas recientesfilmaciones australianas, confirmaba quedebía de haber más escrituras enYabbaren. Exactamente junto al GranDios Marciano.

Abrí la ventana y saqué medio cuerpo.Allí estaba el cinturón de Orión.

Una sensación extraña, pero viejaconocida, me invadió de los pies acabeza.

Oficialmente, aquello que habíafotografiado en París no existía.

Madre, Orión, miedo..., dos ristras desímbolos escritos son el últimodescubrimiento del emplazamiento deTassili. Aquellos hombres dejaroncosas escritas. Palabras que hacíanreferencia a estrellas lejanas y asentimientos de pavor. Esprobablemente una de las crónicas másantiguas de la humanidad.

1 La investigación de este incidente, en

Enigmas sin resolver I, Editorial Edaf.

2 La escritura es la representacióngráfica del lenguaje por medio desímbolos (ideogramas) o signos (letras).No se sabe a ciencia cierta cuándo surgey cuál es la primera escritura totalmenteestructurada. Actualmente se supone quelas primeras referencias de la escuelaideográfica aparecen hacia el 3000 a. deC. mediante la pictografía sumeria, unalengua muerta, probablemente la primerade tipo escrito realizada de modocuneiforme (cuñas) sobre tablillas debarro. En el continente africano es devital importancia la escuela del BajoEgipto, activa también en ese milenio.

En Tassili, en las pinturas más«modernas», existe una influencia deEgipto, sin embargo el descubrimientode este código escrito de signos muchosmiles de años antes puede dar un vuelcoa lo que sabemos del pasado africano. Yes que ¿pudieron ser en realidad losegipcios seguidores de una corriente quese gestó inicialmente en las arenas delSáhara? Esas barras y círculosdescubiertos por el director deldepartamento de Prehistoria, PierreColombel, tienen la respuesta.

TURQUÍA:

EN LA BARRIADA DE LOS

MUERTOS VIVOS

No tenemos ni idea de cómo puedenconciliarse los datos de ese mapa conel supuesto nivel de conocimientosgeográficos en 1513.

Teniente coronel Harold Z. Ohlmeyer,Octavo Escuadrón Técnico de lasFuerzas Aéreas Estadounidenses,refiriéndose al plano del Almiranteturco Piri Reis.

9

Eyup: La barriada

de los muertos vivos

Café Loti.—Caminando por elKosmidion.—El resucitar de losdecapitados.—Un mapa en Estambul.—En un pellejo de gacela.—El turcoque se adelantó a la Historia. DESDEESTA MESA se ve todo el Cuerno deOro, las estancadas aguas que dividenEuropa y Asia. Un barco herrumbroso separa bajo un puente igual de oxidadoque su casco. Hasta el mar, miles detumbas blancas y antiguas se deslizan enhileras por el inmenso precipicio.

El aromático té de manzana turco bajacon dificultad por la garganta cuandouno se encuentra en Eyup, un barrio

donde gran parte de la «vecindad» llevasiglos bajo tierra y donde los difuntosforman parte de la vida cotidiana.

Para un occidental resulta chocante. Ymi rostro incrédulo, aunque intentedisimular, no pasa desapercibido paralos que me rodean. Un viejo Daciaamarillo me ha dejado en las faldas deeste lugar racial y profundo, donde elespíritu del inmortal imperio otomanoaún flota en el aire.

Mi estratégico rincón, junto al barrancoque se despeña hasta la misma orilla delBósforo, es una desvencijada tabla delCafé Pierre Loti, el hombre de letrasconvertido en mito y que se enamoró dellugar considerándolo en una de sus

obras «el más bello del mundo».

Yo creo que exageraba. O quizá nohabía visto demasiado mundo.

Apuro de un trago el hirviente líquido ypongo varios miles de liras turcas en eltapete. Una de las cosas que tiene estepaís, dada la fracción monetaria —losbilletes de seis ceros no son extraños—es que uno se siente repentinamentemultimillonario.

Me dispongo a caminar, a bajar por lamontaña para infiltrarme en la rutina deun lugar surrealista donde las gentesconviven, día a día, con la muerte...

A mi paso se alzan lápidas de todas las

épocas y clases. Las de los pachás y lossirvientes, las de los guerreros y losajusticiados. Y son ellas, comoespigadas lascas de piedra que emergende la tierra portando extrañas letras ymensajes, las que han ido formando conel paso de los siglos la estructura, elesqueleto en espiral de un lugardiferente a todos.

Aquí, en los confines de Estambul, en lametrópolis turca que por tres veces fueepicentro de la humanidad, huele fuertea especias, cae el manto de la tarde ylate el lento pulso de un barrioencaramado entre dos mundos, entre doscontinentes... entre dos formas, endefinitiva, de plantearse la existencia.

Cae la noche en Eyup. Las callesquedan desiertas. Solo se oye un rezocontinuo. La gente se esconde entre lastumbas.

Al descender por Karyagdi Sokagi, laprincipal calleja que divide el barrio,compruebo cómo la vida ha irrumpidoen un estallido que en Occidentetildaríamos de macabro, a lo largo yancho del gigantesco cementerio. En losúltimos siglos han ido surgiendo aquí yallá las viviendas humildes, los

comercios, los puestos ambulantesdonde encontrar un amplio surtido deamuletos y enseres contra el mal de ojo.Es francamente asombrosa la comuniónentre las risas de los niños, que corren yse esconden entre las losas mortuorias, ylos largos lamentos de aquellos querezan, arrodillados ante los sepulcros desus antepasados. Una amalgama quellega a ser fantasmal cuando la noche,tan negra como las galas que embozancompletamente a las mujeres, vancubriendo el cielo y los candilesmortecinos comienzan a encenderse enlas riberas de cada camino.

Dos niños juegan en su barrio lleno detumbas de más de mil años.

Unas notas fúnebres, que salen de lo máshondo de la garganta, van apoderándosede la atmósfera.

Caminando por el Kosmidion

Lo que hoy se conoce como Eyup fue, nimás ni menos, que el Kosmidion —pequeño universo— de los bizantinoshasta 1453. Así designaron un lugardonde para el gran imperio de Oriente

confluía la magia desde tiempoinmemorial.

Un enclave único en todo el imperio,que quedaba a un lado de Constantinoplay donde, designadas por brujos yvisionarios de diversas regiones, secondensaban fuerzas malignas ypositivas en permanente lucha.

Quizá por ello, considerado en las másantiguas crónicas como una verdaderapuerta al más allá, fue su suelo elelegido para ser depositario de lasmayores glorias. Los muertos másvenerados, los héroes de cruentasbatallas, fueron trasladados hasta elescabroso emplazamiento, generándosecon el tiempo una inmensa necrópolis

que jamás dejó de crecer, ya que tras laconquista otomana también se leconsideró enclave sagrado.

Algo ocurría aquí, algo losuficientemente significativo como paraque uno a uno todos los «dueños» de laciudad viesen esta «esquina deEstambul» como un punto de encuentrocon la oración y lo sobrenatural. Unlugar donde, según las palabras de suscronistas, «podían verse con asiduidadlas efigies de los espectros y otrasextrañas maravillas».

Ejemplo destacado de ello es la EyupSultan Camii, la mezquita y tumba de

Eyup. Este recinto funerario, el másvenerado de toda Turquía, es unauténtico santuario para todo el Islam,uno de sus emblemas más importantes,después de La Meca y Jerusalén, ydonde aún perviven, como en unaaislante burbuja, las esencias de unmundo remoto y violento.

Las gigantescas cabezas de lasmedusas fueron halladas sumergidasen el subsuelo del Kosmidion,siniestras guardianas del enclavesagrado.

Fue Mohamed II el que ordenóconstruirla en memoria de Eyup-ul-Ensari, portaestandarte del ejércitoomeya que asedió la ciudad ycompañero del profeta Mahoma. Segúncuentan los polvorientos legajos, Eyupcayó en las murallas de Constantinopla—antigua Estambul— entre el año 674 y678. Durante casi ocho siglos la tumbasagrada, que según la tradición despedíaciertos destellos inexplicables,desapareció misteriosamente y fueencontrada de nuevo en circunstanciasextrañísimas.

En lugares destartalados duermenpiezas de infinito valor arqueológico.Enterradas bajo Eyup surgen día a díainfinidad de esculturas funerarias dedifícil catalogación.

Fue el historiador Evliya Çelebi el queaseguró en sus escritos que el sepulcroapareció de modo sobrenatural, envueltoen un halo de luz y siendo encontrado,flotando sobre el suelo, por losaterrados generales del sultán FatihMehmet. El impacto en la sociedad turcade la época fue tal que se considerórecinto santo el lugar y se crearon

viviendas y mercados anexos para quealgunos privilegiados se asentaran juntoa los restos del soldado milagro.

La tierra, hoy yerma y ocupada en sumayor parte por los nichos, fue fértilhace siglos. Y respetada y adorada portodas las culturas que aquí se asentaron,como en esos «puntos calientes»repartidos por enclaves muy concretosdel mundo que, por una actitudantropológica difícilmente explicable, elhombre consideró «diferentes» porqueen ellos no cesaban de producirseprodigios únicos

Por referencias de viajeros árabesanteriores sabemos que en este mismolugar los propios bizantinos imploraban

lluvias a las fuerzas que en elKosmidion se concentraban... y deépocas más antiguas nos quedandiversos restos funerarios que diversascivilizaciones han ido depositando en ellugar. Piezas de siniestro aspecto,cabezas extrañas e inconexas con elentorno, que han sido llevadas a museosy otros lugares de la populosa Estambul.

No es extraño, por lo tanto, queprecisamente aquí, en este epicentro deculto, se haya mantenido viva desde elsiglo XV la hostil llama del integrismomás radical. El barrio de los muertos seconvierte hoy, por derecho propio, en unreducto no «contaminado» por lascostumbres occidentales que, para la fe

islámica, asolan el resto de Turquía. Esla pura y limpia reserva espiritual deeste enclave entre dos mundos. Aqueldonde a los muchachos se les enseña adar la sangre para defender la afiladamedia luna de su bandera y creencias.

Por eso, tal y como están las cosas, noes el lugar más adecuado para lascaminatas de un reportero foráneo.

Acelero el paso.

El resucitar de los decapitados

Comer lonchas de carnes cocidasacompañadas del Ayran —yogur y sal

diluidos en agua— es algo lógico enEyup. Los trozos de cabra, casi cruda, secortan en rodajas, con el hueso en sumitad, y se calientan con manteca sobrela lisa superficie... de una tumba. Lafritanga, despidiendo un vapornauseabundo, invade todos los rincones.Así son las tradiciones, inamovibles yeternas, del profundo Eyup.

Camino unos metros y me dispongo ahacer una foto. La oronda mujer meclava la mirada como si su cabeza seimpulsara por un resorte. Es un gestofiero. Desisto. En el Islam más integristaaún se mantiene viva la creencia de quela fotografía roba y encadena el espíritupara siempre.

Continúo bajando por unos peldañosque, en plena noche, me parecen másestrechos y fantasmales que hace unashoras. Mis ojos y mi cámara los ven aúnmás cubiertos de moho verde y devegetación que arranca las propias tapasde las lápidas, convirtiéndolas encubículos profundos, llenos de ramas.En uno de ellos asoma la cabeza de unniño con pelo largo.

Entre las tumbas, tocadas con turbantesde piedra si las ocupa un varón, o floresen el caso de las mujeres, las gentesdegustan estos platos y compran, vendeny cambian todo tipo de cosas. Al mismotiempo, algunos danzan entre la lápidasy otros juegan al fútbol... entre los

sepulcros de sus antepasados.

Unos jóvenes chutan una pelota de trapohacia dos losas que hacen derudimentaria portería. Luego, cientos deellos dormirán en las propias fosasexcavadas en tierra.

Los rezos, un sonido constante ymonótono a lo largo de la jornada,advierten al incauto de cuáles son losmomentos en los que ninguna de estasactividades se pueden realizar. Haytiempo reservado para el recogimiento yla oración que por nada ni por nadiedebe ser interrumpido, bajo pena desolemne y inapelable castigo.

Es en esos instantes en los que todo el

barrio queda en silencio cuando, segúnalgunos investigadores y gruposufológicos de Estambul, se hanobservado extrañas luminiscencias quepersiguen a los solitarios caminantes.Para diversos estudiosos podrían serfuegos fatuos, producidos por pequeñasexplosiones de fósforo acumulado en elambiente. Aun así, miro atrás y adelantevarias veces, comprobando que lasoledad empieza a ser total.

El problema se acrecienta cuando estasapariciones, algunas verificadas porforasteros y puestas en conocimientoprevia denuncia a la policía militar,aparecen acompañadas de enigmáticasfiguras de aspecto etéreo y descomunal

estatura, vestidas en trajes blancos yluminosos... y sin cabeza.

Así, tal cual suena.

Su comportamiento es esquivo, y losinvestigadores, que ya se cuentan pordecenas de este tipo de incidentes, nosaben cómo catalogarlos.

En una de mis muchas correrías por lasHurdes, en el confín de las tierrasextremeñas, me topé con sucesosidénticos al de los «decapitados deEyup».

Testimonios exactos, proferidos con elmismo miedo, pero ocurridos a miles dekilómetros de distancia. Una constante

de este tipo de fenómenos.

Uno de los casos que más me impactó, yque recuerdo vivamente al saber los deEyup, es el de Julián Sendín, un hombrerespetado y querido, y otros doscompañeros que en infortunada noche seencontraron con un ser gigantesco queemitía un sonido extraño, «parecido alsonido de muchos instrumentos a lavez», en 1946. El humanoide subió poruna barranca y pasó ante sus ojos llenosde pavor. Vestía una camisa sinaberturas, acabada en cuello negro ymovía los brazos «como un militar».Medía aproximadamente dos metros ymedio de estatura... y no tenía cabeza [1].

El autor fotografiando los viejossepulcros de los decapitados. Al fondo,las aguas del Cuerno de Oro bañandola antigua Constantinopla.

Era el mismo o los mismos«descabezados» vestidos de blancasgalas que, según relató la prensa rusa,asolaron la zona de Perm, en los Uralesen las postrimerías de 1989 siendoreflejados estos incidentes en primeraplana por los teletipos de la agenciasoviética oficial Tass a todos los países

del mundo [2]. El pánico en algunascomunidades rurales se extendió de talforma que la comandancia militar tuvoque hacer turnos de vigilancia. Y lospropios soldados, como testigos deelite, denunciaron días después lapresencia de luminarias ovaladas quelos habían perseguido e inclusobloqueado sus armas tras dar elpertinente alto.

El «retrato robot» de estos serestambién era el mismo, idéntico, exacto.

A pesar de que las noticias fueronenglobadas dentro de una extensa oleadade observaciones ovni [3], aquí, en elcorazón de la Turquía eterna, la voz de

los ancianos afirma otra cosa: son lospropios guardianes de Eyup.

La creencia popular atribuye estasinsólitas apariciones a la imagen de lapropia alma de los ajusticiados...concretamente de los decapitados, queen este barrio se cuentan por centenaresy tienen sus macabras estancias algoapartadas del resto, casi siempre enpendientes que las mantienen alejadasde las miradas del ocasional visitante.También la sabiduría popular otorga lacapacidad a estos «entes» de penetrar enel cuerpo de los gatos y volver así a lavida, aunque sea en estado animal, paravigilar pacientemente su territorio día ynoche, año tras año.

La curiosa resurrección de los«decapitados» no debe asombrarexcesivamente en un lugar donde elregresar a la vida parece algo habitual.Las tiendas y las tertulias entre lastumbas, las conversaciones con losmuertos que algunos mantienen en susoraciones frente a las lápidas, o losrituales que venden y anuncian algunasmujeres, útiles para librarse de losmalos influjos de los muertos«negativos», generan un singularmosaico donde la propia vida no seentiende sin la pétrea presencia desombras de muerte.

Así, en cada uno de los miles dejardincillos que se extienden por Eyup

se vive una escena distinta. Una escenasiempre interpretada alrededor de lastumbas. Unas tumbas que acompañan laexistencia desde que se nace hasta quese muere.

Los que aquí viven saben que es el pago,y lo hacen gustosos.

Cuando llego hasta la impresionantemezquita de Eyup, en mitad de unallanura de miles de nichos quesobrecoge el alma, compruebo que lamultitud grita y se alborota en torno a unventanuco. Por un momento pienso enalgún altercado, nada extraño en estoslares, y guardo instintivamente la cámarapara no ser cazado por afiladasmiradas... o algo peor.

Al deslizarme entre el gentío observo avarias parejas de prometidos vestidoscon sus mejores galas. Hacen unaofrenda a la tumba de Eyup, mientrasalgunos niños, ataviados con capas ycetros, también realizan su particularrito ante el sepulcro. Es el Sunnet ocircuncisión, un día crucial en la vida detodo turco.

Se hace con un mismo cuchillo por partedel sabio, por supuesto sin ningunamedida higiénica ni sombra deesterilizaciones... Así se comprometenhasta el último día con uno de losanónimos difuntos sagrados, iniciandouna comunión que adquiere carácter de

compromiso y que les acompaña hasta elfinal. Es una promesa que no se rompejamás, un enlace de sangre entre la viday la muerte que aquí, en el barrio deEyup, es sobrecogedora armonía difícilde olvidar para los ojos del foráneo que,espantado, acaba siempre presurosodescendiendo por las laderas, buscandolas luces, el gentío y el latir deEstambul. En Eyup, que queda atráscomo en un tenebroso capirote, todo seha convertido en absoluta negrura.

En un mundo muerto al que se jura noregresar.

Un mapa en Estambul

Istambul —como dicen sus habitantes—es el paraíso. Un paraíso, eso sí, a lamanera y forma turca de ver la vida.Enclave de contrastes que hacen chirriarlos dientes, muestra en sus calles y en sulatir diario dos universos paralelos quejamás se entrecruzan.

Los carromatos viejos conducidos porancianos de túnica y los cochesmodernos, el bullicioso zoco árabedonde todo se vende y se compra y losbarrios lujosos con tiendas de modistosinternacionales, el aguador con teterasde bronce que se arquea ante el sedientoy los modernos restaurantes de comidarápida sin cerdo. Tres mujeres, tapadashasta los ojos como fantasmas vivos,

frente a un cartel de las Spice Girls.Todo es un aparente contrasentido. O unchoque de componentes tan marcadoscomo el aceite que cae en el vaso deagua limpia.

Los gritos del almuecín resuenan confuerza entre las paredes blancas delBarrio Viejo. Un hombre que ha pasadola cincuentena vende torteles de pan,apiñados en un carrito azul con loscristales sucios, mientras la policíareprende a dos chiquillos descalzos quevenden postales a la entrada de lamezquita de los seis minaretes. Alfondo, la media luna de hierroemergiendo de la más alta torre, como sisu oxidado cuerpo afilado quisiera

cortar el sol.

Un perro vagabundo escarba en unmontón de basuras, y una mujer enlutadamira a través de dos orificios con susojos verdes. A una mano un niño de tresaños con el pelo revuelto, a la otra uncántaro lleno de agua.

Los taxistas, sin llegar al nivel camicazede los cairotas, se quedan con lamedalla de plata en tráfico salvaje.Apuran las marchas, sobre todo lascortas, hasta que la caja de cambios noda más de sí. Es un conducir abrupto,entrecortado, que invade las cuatroesquinas de Estambul de un ruidoestridente. En segunda, el taxi amarilloecha humo. Y el hombre, como buen

turco de mostacho lacio, aún cree que elpedal puede ir un poco más a fondo.Así, los viejos Fiat acaban con holgurasque los hacen superar con creces lasvelocidades para las que fueronfabricados. La música al máximo —Tarkan es la iconoclasta estrella local—, con cantares que a oídos deloccidental parecen repetirse en un bucleeterno. La música es la otra gran señalde identidad del Islam. La ventanillaabierta, el improperio, y el pitido declaxon como idioma sin palabras nivoces, también lo son.

A las afueras está el célebre museoTopkapi. Un lugar ajardinado donde sereconstruyen los habitáculos y palacios

de los pachás otomanos. Un tapiz de lujoextraño, algo cutre, que hasobredimensionado la fama del museo.En realidad, y es una opinión, elTopkapi me resulta aburrido. Quizá seaa causa de la bruma caliente que algunosdías envuelve Estambul y lo asfixia. Unaatmósfera que se vuelve pesada, lenta,migrañosa.

A pesar de que en los setenta cobrócierta fama, convirtiéndose en objetopaladín de lo oculto, hoy parece algoolvidado el Mapa de Piri Reis, elalmirante misterioso que cartografió unmundo imposible.

Por más que busqué y pregunté no pudedar con el original. Al parecer, llevaba

varios meses en restauración intensa. Loque se muestra es una réplica exacta quesí puede ser expuesta a la luz.

Es un pergamino que, en una ojeada,pudiera confundirse con otro cualquiera.Pero guarda un enigma que nadie hapodido resolver. Y ya han pasadoquinientos años.

En un pellejo de gacela

Piri Reis, almirante de la marinaturcootomana, fue un bravo guerrerocuyo espíritu y memoria se mantieneviva en la Historia, pero no por suscontinuas batallas con resultado

victorioso en los confines delMediterráneo. Ni siquiera su libro sobrenavegación, Kitabi Bahriye, en el cualofrecía una verdadera «radiografía» delos peligros, corrientes y puertos delEgeo, le dio la posteridad. Fue otracosa... mucho más desconcertante.

Estoy seguro que ni imaginaba elorgulloso marino, en el momento que fuedecapitado en 1554, que lo que le iba ahacer inmortal era un simple —enapariencia— mapa pintado sobrepellejo de gacela. Un plano trazado en1513 y que era, en verdad, «conjunción»de otros mucho más antiguos hallados enabordajes e invasiones a lo largo delMare Nostrum.

En la oscura Biblioteca Imperial deConstantinopla, en uno de los ramalesdel propio Topkapi, Piri Reis accedió aesa información «sustraída» y efectuó unamplio resumen del conocimiento deremotos marinos que ya buscabannuevas tierras varios siglos antes deCristo. La misteriosa civilizaciónminoica, los etruscos, los fenicios y loscartagineses eran, en gran parte, los quehabían trasladado esa sabiduría que,como un tesoro, Piri Reis recogía casien primera mano. En las amplias mesasdel palacio el almirante no tuvo lamenor duda: aquella información lahabían tomado, por fuerza, aun dehombres más antiguos, completamenteignorados por la Historia.

Quizá por eso el problema delmisterioso mapa alcanza unaenvergadura colosal.

A simple vista se observa parte deloeste del continente africano, España yAmérica. Un poco más abajo, allí dondeno debiera haberse cartografiado nada,aparecen costas bien delimitadas, comootro mundo que oficialmente no se habíadescubierto. Por posición, relieve yproporciones, aquello era el calco de loque hoy es conocido como Antártida.Mundo helado «conquistado» por elhombre en 1818, trescientos cinco añosdespués de la gestación del prodigiosoplano. Para más inri, uno de los perfilesde aquel litoral era, inconfundiblemente,

la conocida Costa de la Tierra de laReina Maud; una zona que aparecíadibujada, en 1513, tal y como en 1949«captaban» los computadores deescáneres y sonares enviados en unbuque británico-sueco para conocer elrelieve que tuvo antes de ser cubiertapor el hielo.

Esas mismas investigaciones arrojaronotra certeza absoluta: la costa habíapermanecido oculta bajo gigantescasplacas de agua helada, manteniendo unaestructura original subterráneoimposible de detectar desde, por lomenos, el año 4000 antes de Cristo.

El inexplicable mapa de Piri Reis,Almirante turco que cartografió zonasde la Antártida tal y como figurabanantes de una glaciación que se produjohace 4.000 años.

Las autoridades militares que lo hanexaminado son tajantes:científicamente imposible.

Aquello era imposible. Y muchoscientíficos se rasgaron las vestiduras; elmapa, a raíz del revuelo, fue enrollado y

alojado en un sótano «por motivos deconservación».

El ostracismo al que parecía condenadaaquella piel de gacela primorosamentedibujada fue despejado, en parte, por elentusiasta Charles H. Hapgod, profesordel Keene College de New Hampshire.Su esfuerzo por que el hallazgo nocayese en saco roto le llevó a consultara los más diversos estamentos oficiales.Y hubo confirmaciones. Quizá las másimportantes fueron las investigacionesefectuadas por el Octavo EscuadrónTécnico de Reconocimiento (SAC) delas Fuerza Aéreas Estadounidenses,encabezadas por el teniente coronelHarold Z. Ohlmeyer.

En su expediente se reflejaba que:

— El mapa es un documento genuinorealizado en Constantinopla en 1513.— No es ningún fraude. — Sereflejan partes desconocidas de lageografía americana y de la región dela Antártida. — La costa sin hielo dela Tierra de la Reina Maud estáreflejada en su estado de deshielo. — La glaciación de esta costa se produjo,aproximadamente, en el 4000 a. de C.— En la Historia no hay constanciade una civilización que tuvieracapacidad de explorar estas regionespolares en esas fechas remotas. Como conclusión, el teniente coronelaseguraba, a modo personal y como

colofón de una de sus cartas al profesorHapgood, que «la verdad no tenemos niidea de cómo pueden conciliarse losdatos de este mapa con el supuesto nivelde conocimientos geográficos en 1513».

El turco que se adelantó a la Historia

—¡Kardi Çayalí, sakan sakandrali...!

Un hombre, como si estuviese poseídopor el baile de San Vito, baila sobre lamesa contorneándose de un modo queparece impropio para su avanzadísimaedad. Parece de goma, quizá heredero

de los misteriosos derviches turcos,capaces de girar y girar hasta entrar enun estado de trance místico, o losfaquires dérvicos de Konya, que, ante elespanto del respetable, penetran sustripas, cara, muslos e incluso lengua,con agujas, puñales, vasos rotos. Algoincreíble que supera cualquier númerocircense prefabricado.

Porque en la Turquía profundaabsolutamente nada es circo. Todo saledel alma, de un sentimiento nunca bienestudiado y que, a su manera, les haceaproximarse a la divinidad, cayendo enestados de aparente histeria, con losojos en blanco y moviéndose al compásde un son constante y repetitivo que los

transporta incluso durante días enteros.

En la mesa de madera situada en elcentro de la callejuela empedrada, muycerca del puerto, observo la escenadando cuenta de la última raspa depescado.

Unos hombres con turbantes rojos seunen a la improvisada ceremonia,tocando trompetas cortas que emiten unsonido estridente, contagioso.

—¡Kardi Çayalí, sakan sakandrali...!

Una mujer, con las ropas tradicionales,se sube a la mesa y empieza a bailarjunto al «poseso». Detrás, unos hombresvestidos al más puro estilo «ElPadrino», con gafas negras en plenanoche y chaqueta donde asoman lospicos del pañuelo, se bajan de un coche—negro y grande, evidentemente— yvan situándose en varias mesas, sindecir nada. Sin abrir la boca.

La escena, digna del ambiente portuarioque a buen seguro Hergé dibujaría en unTintín en Estambul, es para ser vista.Los camareros, algo malencarados,viajan bajo la luz de los farolillos, conlas bandejas llenas de pescado y vasoscortos de té al rojo vivo. Los hombres

de la mafia —el más viejo con bonitosombrero de fieltro tipo gángster— sehan sentado en la mesa contigua. Lamúsica de la trompeta y los timbalessube más y más de volumen, al tiempoque, atraídos como por su encanto,personajes del más variado pelaje —marinos barbados, forzudos de esos concamisas de rayas verticales— empiezana tomar el pulso a la oscuridad.

La cercanía del Mar de Mármara —elmás pequeño del mundo— y el ser zonade tránsito portuario hacen que la nochese transforme en un mundo especial.

A pesar de todo se respira una ilógicapaz. Quizá sea el té, o el espeso ayran,que bajan los ánimos y los nervios de

cualquiera.

Pienso en cómo Piri Reis, el turco quese convirtió en leyenda, fue tomado pormucho tiempo como un hombre que,quizá en un estado de trance oalucinación, tuvo una visión exacta quele hizo componer aquel mapa que seadelantaba en tres siglos a todo loconocido. Algo le había sucedido aaquel hombre para crear el prodigiocartográfico. Y así paso a los anales delo extraño, casi como un antiguopersonaje de la novela de H. G.WellsLa máquina del tiempo. Lo curioso esque, al parecer, este hombre, tan solo enun instante de lucidez, quizá en el fragorde alguna batalla marítima, había

visionado, como en una especie deincomprensible viaje astral, lacircunferencia del planeta y suscontinentes, incluidas las tierras nodescubiertas.

Los estudiosos, convencidos de esatesis, llegaron a apuntar aún más; elplano de 1513 estaba creado sobre unpunto —probablemente la ciudad de ElCairo— desde la cual el mundo secontemplaba —Antártida incluida—desde esa perspectiva.

La experiencia era sugerente. Siobservamos un moderno mapamundi ycolocamos las coordenadas deobservación de la Tierra desde laciudad africana, comprobaremos como

prácticamente las tierras, los relieves ylas costas se superponen con lo dibujadopor Piri Reis.

Lo que cuesta creer es que lograraplasmar con tan fiel precisión lo quehabía «soñado» durante unos pocossegundos. Los nuevos hallazgosseñalaban, más bien, que Reis habíaencontrado otros planos «mágicos»donde aparecían aquellos mundos yadescubiertos. Tesoros secretosarrebatados a marinos griegos, tunecinosy mesopotámicos cuando el poder turcose convirtió en la verdadera lanza deOriente y Constantinopla en la ciudadmás importante del planeta.

Las recientísimas investigacioneshistórico-cartográficas, encabezadas porGraham Hancock, entre otros, handemostrado que no solo existía el mapade Piri Reis. Había varios quecompetían con él en cuanto a loimposible de su factura. Otro planocontemporáneo del almirante, el llamadoOronteus Finaeus, de 1531, tambiénmostraba con precisión los continentesperdidos y el llamado Mar Antártico deRoss con aguas líquidas. Treinta y ochoaños después se diseñaba, bajo lasórdenes del explorador Gerard Kremery bajo el más estricto de los secretos, elmapa Mercator, donde se mostraba lasuperficie del planeta desde abajo yaparecían las mismas tierras, solo que

esa vez cubiertas de hielo...

La evidencia de que en el siglo XVIvarios marinos y exploradoresmanejaron mapas secretos de otrasculturas que ya habían descubiertomucho antes los confines de la Tierra seha ido haciendo más firme y sólida enestos últimos años.

Las culturas minoica y cartaginesa (conmuchos aspectos desconocidos aún paralos historiadores) eran ejemplos vivosde ese trasvase de conocimientos. Losprodigiosos guerreros de aquellasépocas ya tuvieron en sus manos lainformación de «otros» antepasados muyanteriores que les indicaron el caminohacia aquellos imperios remotos.

Incluida América. Incluidos los polos.

Estos guerreros, que se instalaron hacecasi tres mil años en el pequeño paísafricano de Túnez, fueron llamados«Hombres Peces» desde antiguo. En lasmás viejas crónicas se los considerabalos marineros más excepcionales quehabían surcado jamás las aguas.Descubridores a los que no se les hizojusticia, poseedores de técnicas yconocimientos desconocidos, pudierondominar el mundo y acabaron siendoenterrados entre las llamas. Hoy, todo loque nos queda de ellos son restos delnaufragio de su civilización.

Para muchos, esa cultura no solo había

descubierto otros continentes muchossiglos antes que Cristóbal Colón, sinoque fueron «puente de enlace» de todo elsaber oculto de las etniasmesopotámicas perdidas. Una amalgamade misterios que, para qué negarlo, seinstala rápido y con fuerza en el corazóndel curioso. Del que se pregunta por lascosas no resueltas u olvidadas.

Echo otro trago al gaznate y pienso,como si una idea brumosa y pasajera seinstalara en mi cerebro por un tiempo,que quizá algún día podría decidirme a«rescatar» la historia de aquel pueblotan audaz como maldito.

1 La investigación de estossobrecogedores hechos, protagonizadospor Julian Sendín, Macelo Martín yFausto Domínguez, con documentos yfotografías, se recoge en el libro delautor El Paraíso Maldito, editorialCorona Borealis.

2 En el otoño de 1989, coincidiendo conlos extraños sucesos de Voronezh, todala zona de Perm fue «asolada» porapariciones de siniestros descabezados.Intervino la policía y se realizaroninformes especiales por parte de laKGB. Los dos incidentes que mástrascendencia alcanzaron fueron los dela agricultora Liubov Medeleva y el

apicultor T. Sharogazovh, ambostrabajadores de un koljós dondeaparecieron varias extrañas criaturas.Los sucesos fueron primera plana deldiario soviético Sotsialiciches-kaiaIndustria.

3 Noche triste y pródiga enavistamientos sobre Eyup fue la del 26de agosto de 1999, cuando un brutalterremoto sacudió los cimientos de laciudad, cebándose particularmente enlas barriadas próximas al Cuerno deOro. La periodista Carmen Porter sehacía eco en Enigmas aquel mes de lasdiversas y alucinantes filmaciones

recogidas, entre otros, por el Canal 6Turquía, o la BRI. En ellas se reflejabala evolución, nítida y evidente comopocas veces, de artefactos ovalados, deformas afiladas, y otros esféricas que,ante las diversas cámaras instaladas endistintos puntos, se fusionaban odividían a placer. Uno de los cámaras,Guray Ervin, confesó públicamente que«los ingenios no emitían ningún ruido,cambiaban en ocasiones de color y semovían de arriba abajo y de izquierda aderecha con gran rapidez».

Miles de turcos, aún más que losfallecidos que quedaron sepultados,observaron maravillados y atemorizadosestas grabaciones. En conjunto, por

número de testigos, claridad ymovimiento de los objetos y grabacionesindependientes, se le puede consideraruno de los mejores casos ovni de ladécada de los noventa.

PORTUGAL:

LA CRIATURA QUE CAYÓ DELCIELO

Tras el análisis efectuado, entendemosque la extraña criatura que cayó delcielo el pasado día 2 es una entidadbiológica completamente desconocida

para nuestra ciencia.

Informe secreto de los doctores Brito yAmaral tras recoger al «arácnido» quecayó envuelto en hebras blancas tras elpaso de dos ovnis sobre Évora en 1959.

10

Portugal: la criatura que cayó

del cielo

Una historia pendiente.—Cabellos deángel.—El enigma de la fibralvina.—En paradero desconocido.—Unosinformes sensacionales.— Intervienela Fuerza Aérea Portuguesa.—La

larga búsqueda.—CSIC. «Era un servivo». PASABAN UNOS MINUTOS delas doce del mediodía. Los termómetrosde la Universidad de Évora, a 260metros sobre el nivel del mar, marcaban16 grados y una humedad de 767 mm.Soplaba viento fresco en direcciónsudoeste y ni una sola nube cruzaba elcielo. Un bedel aporreó la puerta confuerza. Estaba muy excitado. El doctor ycatedrático de zoología José Britomandó callar a los alumnos. Elempleado, pálido y aferrado al pomo dela puerta, no pudo explicarse...simplemente señaló a las ventanas.

—¡Por Dios! —gritó Brito, soltando elpuntero sobre la mesa y abriendo a tope

la persiana—. Fuera, ajeno al bullicio,un cuerpo extraño de aparienciaincandescente sobrevolaba la ciudad encompleto silencio. El calendarioseñalaba que aquel era el inicio de unagitado 2 de noviembre de 1959.

En más de una ocasión la vorágine de laactualidad relega otros casos mucho másinteresantes al fondo de archivo. Aveces el dato, la promesa del futuroviaje, se ve abortado por la premura dela noticia. Y el reportero se queda conganas de abalanzarse sobre ese temapendiente que lleva clavado en elcorazón y anotado en lo profundo de lamemoria desde hace ya demasiado

tiempo.

Esta era una de esas ocasiones en lasque había decidido dar un manotazo atoda la información que me asfixiabapara abandonarme, como en unpresentimiento, al encuentro de unahistoria antigua y apasionante.

Cogí el primer vuelo de PortugalAirlines con dirección a Lisboa sinpensarlo dos veces. Era hora de saldaruna eterna deuda pendiente. La de uncaso sensacional, olvidado por todo ypor todos, y que clamaba a gritos unainvestigación profunda. A fin de cuentas,no todos los días un organismodesconocido cae del cielo y es

investigado por la ciencia... ¿no creen?

En el asiento 28A —siempre junto aventanilla— recordé aquella noticia que«quemaba» hacía tiempo en mi cuadernode campo y que exigía viaje inmediato;leí los apuntes con parsimonia,asombrándome al pasar cada página,como si todo aquello estuviese repletode elementos nuevos...

Cabellos de ángel

A la misma hora de aquel día 2 denoviembre, en la azotea de la EscuelaIndustrial y Comercial, el astrónomodoctor Antonio Amaral había montado a

toda prisa una luneta de 95 aumentos ensu potente telescopio. El aparato, casiquieto sobre su vertical, tenía el«aspecto de un hongo tocado por unaespecie de cúpula acristalada». Todo elconjunto emitía un fulgor azulado.

Cuando lo tenía enfocado, de modorepentino y a unos 35 grados sobre elplano del horizonte, surgió un segundoartefacto volante. Poco después se unióa ellos un tercero que parecía «ondularcomo una medusa».

Tras pasar un minuto sobre lasproximidades de un suburbio se alejaronen dirección sur hasta confundirse en unúnico punto del cielo.

Toda la maniobra la había podido seguircomo un detective privilegiado elprofesor Amaral. Y en la soledad deaquel ático sintió un latigazo deinquietud. Quizá de miedo.

En ese mismo instante los teléfonos detodas las comisarias sonabanfrenéticamente, colapsando lascentralitas con un único grito de alarma:algo estaba cayendo del cielo.

Brito y Amaral se encontraron en lacalle, en el esquinazo de una antiguaiglesia. No podían creerlo: eldescampado que se precipitaba enpendiente hasta la barriada estabacompletamente «nevado». La hierbaaparecía cubierta por unos filamentos

blancos que se removían como larvas,envueltos en un tejido húmedo.

Caminando en dirección a las chabolascomprobaron, asombrados ante cadapaso junto a una farola o poste de luz,cómo habían quedado atrapadas milesde hebras tan albinas que parecíandesprender luz. Incluso algunas habíanentrado por las rudimentarias chimeneasconstruidas con tres ladrillos y se habíanprecipitado al interior de las casas. Losvecinos, de extracción humilde, estabanconvencidos de que aquello era unalluvia maldita.

Una imagen histórica, el doctor JoséBrito en el arrabal de Évora minutosdespués de haberse producido la lluviade filamentos.

Nadie quiso ayudar a los dos doctores arecoger muestras de aquella sustanciaque había cubierto medio kilómetrocuadrado de extensión. Todos se habíanencerrado a cal y canto, aunquepermanecían observando por lasrendijas de las puertas absolutamenteatemorizados.

Al contacto con las manos —segúndejaron escrito en un informe—, notaronque las hebras, parecidas a «anguilas de

diez centímetros de longitud», sedeshacían casi de inmediato.

El efecto de los rayos del sol hacía lopropio. Las derretía en apenas unminuto.

Armados de paciencia, viendo locomplicado de la tarea, los dos hombrescomprobaron aliviados cómo tresprofesores de la universidad corrían ensu ayuda.

Durante más de una hora recorrieronsolares y huertas para depositar envarios botes los filamentos que parecíanresistir más los efectos de latemperatura.

Hasta las cuatro de la tarde los vecinosno volvieron a salir de sus viviendas. Elsuelo permanecía recubierto en sectorescomo por una mucosa, pero ya noquedaba ni rastro de aquellos «cordelesblancos» que tanto les habían asustado.En las estrechas calles de esta poblaciónde la región del Alentejo —eminentemente agrícola y asentada enprofundas creencias ancestrales— todoeran corrillos. Nunca se había visto algoparecido...

En el laboratorio del doctor Amaral sellevaron a cabo los primeros y muybásicos análisis de la muestra recogida.Unos «flecos» que, ante el nerviosismoy la rabia de los cinco profesores, se

iban disolviendo a marchas forzadas,como si el propio oxígeno losdesintegrase a su simple roce.

Hacia las siete y media de la tarde llególa gran sorpresa. La que nadie esperaba.En la segunda de las muestrasconservadas, ante la lente delmicroscopio, apareció algo insólito. Uncuerpo extraño que se movía casiimperceptiblemente y que daba lasensación de estar vivo. El espécimen,desconcertante en su estructura y tanpequeño como un ácaro o mota de polvoal ojo humano, tenía un cuerpo centralcircular en la que aparecían una serie demembranas que latíanacompasadamente. A su alrededor, diez

gruesos «tentáculos» o patas de un colorrojo sangre terminaban en filamentos oprotuberancias más finas. Los cincopresentes llegaron a la inmediataconclusión, tras observar uno a unoaquella imagen, de que se trataba de unaespecie totalmente desconocida y, por lotanto, jamás catalogada por la ciencia.Brito volvió a enfocar las potentes lupasbinoculares para examinar a la entidadbiológica y profirió un grito. Lasprimitivas extremidades se habían«arqueado», adoptando una actituddefensiva al ser puesto de nuevo elcristal sobre la muestra. Aquello era —según confesaron a sus más allegadoscolegas— «lo más espantoso que hemosvisto en nuestra vida».

Extracto del informe realizado por losdoctores Brito y Amaral, con lasmedidas de aquella extraña criatura.

Detalle de las «patas con tentáculos»del misterioso organismo biológicocaído del cielo.

El enigma de la fibralvina

Día frío en Lisboa. Llego treinta y nueveaños y tres días tarde. Pero llego, que eslo que importa.

Apenas dispongo de datos. Y menos aúnde testigos presenciales de aquellahistoria. Según me informan, todos estánya «en la otra orilla».

Con ese panorama, reviso viejosarchivos y hemerotecas a la búsqueda deinformaciones publicadas en prensasobre el incidente. La verdad que conpocas esperanzas. Bajo el flexo cobrizo,en sepulcral silencio y a la vera de lasestanterías con miles de libros a la vista—como ocurre en determinados lugares

con solera—, repaso centenares dehojas dentro de tomosdesencuadernados. Pasa una hora y...¡bingo!, compruebo que los periódicosde la época sí se hicieron eco de lapresencia de los objetos sobre Évora y,para mi sorpresa, también sobre lapropia Lisboa en aquel día del 59. Sehablaba de varios artefactos muyluminosos, descartados como aviones ohelicópteros por la propia Fuerza AéreaPortuguesa, y que sembraron el pánicoen las inmediaciones de estas ciudades.Cosa comprensible dada la nulainformación sobre temas ufológicos enel país vecino en aquella época.

«En un momento dado, aquel ser lanzóuna película acuosa sobre el cristal,como en un acto de defensa...»

Sigo rastreando hoja a hoja, si cabe aúnmás nervioso y sospechando algo que yame habían contado antes de lanzarmesobre este nuevo caso: «Hay un extrañosilencio en torno a esa historia», meadvirtieron varios contactos antes deembarcarme en la aventura. Y debíanestar en lo cierto. De la «misteriosalluvia de filamentos» no se decíaabsolutamente nada. Y mil dudasocuparon mi mente durante horas.

¿Acaso todo podría ser una leyenda?¿Cómo era posible que ningún medio decomunicación se hiciese eco de unfenómeno tan inusual y tangible?

Salí de aquel lugar con paso presto endirección a otra hemeroteca, convencidode que, o había mucho silencio forzado,o había mucha invención sobre «elorganismo desconocido caído a tierra».

Salí al exterior y respiré profundamente.Ya no había vuelta atrás.

Gracias a la antropóloga portuguesaAnna da Conceiçao, quien me ayudó loindecible en este periplo por tierraslusas, pude «sumergirme» en otrosficheros aún más remotos. En ellos, sin

disimular la sorpresa, fui topándome connoticias concretas y con documentaciónoficial de otras caídas de misterioso«cabello de ángel». Portugal, por algúnmotivo que se me escapaba, parecía serun foco privilegiado para ese tipo defenomenología. Un misterio que iba másallá de condicionantes meteorológicos obiológicos, ya que los muchos testigosque habían podido tener las hebras en lamano aseguraron que aquel era unmaterial sólido de extraordinariablancura caído del cielo y que no eranieve, rocío, telas de araña, granizo…aquello en definitiva no era nadaclasificable entre lo conocido. Y, segúnrezaban aquellos informes y viejasnoticias, los testigos habían sido

muchos, compartiendo siempre elespanto de ver cómo el enigmáticotejido se desprendía de las alturas. Enalgunos casos, previa a la caída, huboobservaciones de potentes luces. Enotros, aun quizá para añadir másinterrogantes, el punto exacto delincidente era un foco de aparicionesmarianas. Algunos tan célebres comoFátima.

Las portadas de los principalesperiódicos constataron la apariciónese mismo día de un objeto volantesobre Lisboa.

La lista era detallada y biendocumentada. Allí estaban las pruebasde que antes y después del caso Évoraotros lugares del hermético Portugalhabían sido testigos de este asombrosofenómeno. Y fui tomando cumplidoregistro tan rápido como pudieron mimuñeca y mi cámara de fotos:

Ponte de Lima: El 13 de octubre ¡de1857! el periódico A Razao informabapuntualmente de la copiosa caída defilamentos blancos de forma tubular,semejantes a las telas de araña pero

más gruesos, sobre las casas y pinarescercanos. El temor de la vecindad fueincontrolable, teniendo que intervenirlas fuerzas del orden.

— Fátima: Al menos dos diarioslocales narraban como última noticiala precipitación de hilos blancos el 13de septiembre de 1917, en plenoapogeo de los fenómenossupuestamente marianos de Fátima.Los cientos de peregrinos quecontemplaron el «milagro» lobautizaron como «cabellos de laVirgen».

— Beja: En enero de 1957 se observala caída de grandes núcleos defilamentos sobre varias carreterascomarcales que acceden a la ciudad.

— Fátima: El 17 de octubre de 1957se repite la escena de los «cabellos dela Virgen». Miles de personas sontestigos del hecho: decenas de ellasportan cámaras fotográficas y captannítidamente las madejas de hebrascayendo del cielo.

— Évora: El 26 de junio de 1960 —medio año después del suceso que nosocupa— una lluvia menos copiosa,pero igualmente sorprendente, asustóa los vecinos del noreste de la ciudad.

— Río Douro: En septiembre de 1977el rotativo A Voz recogía una noticiareferida a la extraña lluvia de«cabellos de ángel», parecidos a «fibrade lana blanca», que cayeron sobre elrío y quedaron acumulados, por efectode la corriente, junto a unaspiscifactorías y plantaspotabilizadoras de agua. En toda laregión se había registrado una notable

actividad de apariciones ovni,denunciadas algunas ante la propiapolicía.

Fibralvina cayendo del cielo, captadapor un fotógrafo que cubría unaperegrinación a Fátima. Es una de laspocas imágenes de esta enigmáticasustancia.

A la vista de aquellas informaciones,quedaba claro que el territorioportugués, y más en concreto Évora y

Fátima, estaban ya familiarizadas con lamisteriosa sustancia que era tancaprichosa como para aparecer casisiempre o tras la observación deluminarias extrañas en el cielo. Y a talpunto llegó el interés por el estudio deestos casos que un investigador deOporto, Raúl Berenguel, bautizó elextraño maná como «fibralvina»,haciendo clara alusión a su blancura yanatomía.

Pero la muestra del 2 de noviembre de1959, incautada en el fondo de unrecipiente metálico, además defibralvina, llevaba consigo otro polizón.Una especie de araña o minúscula ofiuraque estaba viva y que no correspondía a

ninguna especie conocida. ¿Procedía delespacio? ¿Fue arrojada por aquellos dosobjetos? Eso querían saber loscatedráticos y profesores quedecidieron, ante la ausencia derespuestas, llevar aquel misterio vivo aun laboratorio donde certificasen eldescubrimiento.

En algún lugar debería estar aquellamuestra y sus correspondientesinformes. ¿Habrían sobrevivido el pasodel tiempo? ¿Habrían sido«traspapelados» como ha ocurrido encasos demasiado molestos para lasautoridades? ¿Quedaría en alguna parteel registro de aquel insólito ingreso?

Las preguntas se me acumularon,

produciéndome un ligero dolor en lasienes. El taxi, tras serpentearlentamente por el casco viejo lisboeta,se detuvo en seco ante unasdependencias oficiales. Allí, si misapuntes no fallaban, descansaba otraparte del enigma.

En paradero desconocido

El jefe técnico de Hacienda, JoséGarrido, se acomodó en su sillón, enmitad de aquel espartano despacho.Parsimoniosamente sacó dos sobresgrandes, como si supiera perfectamenteel motivo de la visita…

Mis pesquisas, colmadas de silencio porla mayoría de investigadoresportugueses que «no querían saber nadade esa historia», habían acabado ante él.Con cara seria, sin hablar, me extendióuna fotografía del «ser».

—Aquello se intentó ocultar de modoterminante. Créame.

Después de decirlo, Garrido se levantóy cerró de un portazo, como si noacabara de fiarse del bullicio defuncionarios y subordinados que corríanpor los pasillos.

La fotografía era distinta de la que yo

había conseguido previamente. Era otrade las tomas realizadas en ellaboratorio, y mostraban al «organismodesconocido» en fase de tensión, en elpreciso momento en el que le fuecolocado el diminuto cristal encima.

Las pocas noticias nos llegaron concuentagotas —prosiguió, al tiempo queabría otro envoltorio—, como si no sequisiese suministrar toda la verdadFaltaba la prueba elemental para sabersi aquello era cierto. Al parecer, lapropia Fuerza Aérea había tenido quever con el caso... y la información nollegó hasta bien entrados los añossesenta...

—Pero los informes —le digo,colocando la fotografía junto a laventana y comparándola con la mía—tuvieron que redactarse y quedar enalgún lugar. Lo mismo que la pruebaviva...

—Ahí está unos de los grandesmisterios.

Garrido se me aproximó impulsando susilla de ruedas. Se colocó junto a mí yme saca varios textos en los que sehabla de un incendio en un edificiopúblico. Sonrió...

—Fíjese bien. Los doctores Brito yAmaral, asustados ante lo que handescubierto, llevaron la muestra alMuseo de Ciencias de Lisboa... y a losdos días un incendio abrasó y destruyóuna de las habitaciones de dichoedificio. Justamente la habitación dondese encontraba este «ser». Oficialmentetodo aquello fue pasto de las llamas...

José Garrido, uno de losinvestigadores que al parecer fueronconvenientemente «silenciados» trassus investigaciones sobre el casoÉvora.

Las pesquisas de Garrido, realizadasdesde una institución oficial, fuerondeterminantes para empezar a descubriruna mano negra en toda la trama: unaccidente «casual» había reducido acenizas la fibralvina de Évora. Y sentíque el cerco del silencio se me aferrabaa la garganta aún con más fuerzas.

—Y Brito, Amaral… aquellosprofesores... ¿Qué fue de ellos?

—Todos criando malvas —merespondió—. Yo llegué a rastrearlotodo, pensé en fitoplacton, en algún tipo

de espora… pero nada. Esas fotografíascorresponden a un ser vivocompletamente ignorado por la ciencia.Yo mismo, con esta imagen, consulté ainfinidad de expertos en Biología... perolos resultados fueron siempre losmismos. Nadie quería saber nada. Y esemanto de silencio, querido amigo, aúnno lo hemos podido levantar. Ni creoque lo consigamos nunca...

Con amabilidad exquisita, miinterlocutor me pidió quecompartiéramos mesa y mantel en unpequeño y humilde restaurante algoalejado de su centro de trabajo. Eracomo si no acabase de estar cómodo.

Como si tuviese que ir lejos de aquellugar para hacerme otro tipo deconfidencias. Y, por supuesto, aceptécomerme hasta el último trozo deaquella carne magra con legumbres,pesada e hiriente a cada cucharada, contal de saber que me ocultaba aquelindividuo.

El ser.

—Se lo voy a confesar. Yo dejé deinvestigar este asunto radicalmente.

Le mantuve fija la mirada, esperandoexplicación... o advertencia.

—Un día, hace algunos años, cuandomás enfrascado estaba en lainvestigación del antiguo suceso deÉvora, se presentaron dos hombres enmi propia casa. Iban de paisano, peroestoy seguro de que eran militares... yme llevaron con ellos, en un automóvilde cristales completamente ahumados.Imposible saber adónde nos dirigíamos.

Me quedé con el cubierto a punto dellegar a la boca... aquella historia, envoz de un alto funcionario de laHacienda Pública, me sonaba familiar.

—Recorrimos por lo menoscuatrocientos kilómetros. Intentémemorizar las carreteras, pero llegué aun estado, por lógica, que me fueimposible saber el punto de nuestrorumbo. Creo, eso sí, que es un lugarpróximo a la sierra Da Estrela, unosmacizos rocosos, sin apenas población,y donde desde hace muchos años haygran actividad ovni.

—Usted tenía miedo, claro. Aquello eraun secuestro...

—Claro. Pero ya en el coche, con sumaamabilidad, aquellos hombres demediana edad me dijeron que solo mequerían enseñar una cosa, nada más. Mebajaron en ese lugar totalmente abruptoy me mostraron un pasadizo o entrada untanto camuflada entre las rocas. Entrécon más temor que alma y allí vi quehabía más gente trabajando, conordenadores, con computadoras del másalto nivel. Soy informático, sé de lo quehablo.

—¿Y qué ocurrió? ¿Qué le dijeron? ¿Leamenazaron?...

—Yo estaba desorientado —bajó losojos y se quedó concentrado mirando alplato humeante, como pensativo—.Mire, allí había mucha gente... juraríaque algunos con aspecto de científicos.Otros trabajando y sin apenas hacermecaso. Me tuvieron unos minutos, apenasme dejaron entrar más allá. Meindicaron, más o menos, que dejase decentrarme en aquellas investigaciones.Pero todo como de pasada, en tono muyamable. Aquello era algo militar estoyseguro...

Garrido me dijo cosas durante aquellacomida en aquel comedorcocina que, enun primer momento, creí imposibles.

Pero aquel era un hombre equilibrado,jefe técnico en computadoras y altofuncionario del Ministerio deHacienda... su perfil no me cuadraba conel de ningún visionario. Y además,tampoco quería hacer publicidad deaquella insólita visita. Hubo muchascosas que me prohibió contar. Y que enhonor al «off the record» he de respetar.

Él relacionaba aquello con un avisopara abandonar sus investigacionessobre el caso Évora. Y me dio dospistas a seguir. Una se quedó en víamuerta; para llegar a la otra había querecorrer muchos kilómetros. Y así lohice.

Antes de despedirme de Garrido, a lapuerta del edificio del queprácticamente habíamos huido, me diootro «consejo»...

—Ten cuidado, este tema es muyextraño. Puede que encuentres algo...pero lo han querido silenciar todo. Ojaláun día puedas venir con un todoterreno yvayamos a buscar aquel lugar dondeestuve unas horas. Lo he intentado variasveces sin resultados. Pero confió enaveriguar el lugar exacto.

Sierra da Estrela, lugar de pueblosdispersos, protagonistas de sucesosinexplicables desde hace más de unsiglo.

¿ Podré contar contigo?

—Seguro.

Un tranvía pasó rápido con el farol yaencendido.

La entrevista confidencial con elfuncionario Garrido me llenó el alma yla cabeza de inquietud. Y bajé por las

empinadas calles con las manos en losbolsillos del abrigo resguardándome delfrío y, una vez más, metido de lleno enuna historia que cada vez se tornaba másextraña. Más prohibida y lejana.

Tenía un nuevo reto: llegar hasta losantiguos informes de la observación deun ser que no era de este mundo.

Unos informes sensacionales

La amable antropóloga Anna daConceiçao volvió a ser mi particularángel de la guarda. Gracias a su bondadpude embarcarme en aquel Peugeot 405que me conduciría hasta Coimbra un día

después de aquella charla inolvidable.En el viaje, dialogando sobre el rumbode las investigaciones, me confirmó algoque era sabido por casi todo el mundoen esa zona portuguesa. La Serra daEstrela era un lugar donde lasapariciones de luces extrañas e inclusode entidades antropomorfas era bastantecomún desde los años setenta. En losperiódicos, material que manejaba a laperfección la señora Conceiçao,aparecían diversas referencias aencuentros de lo más insólito. Algunosprotagonizados por miembros de lasFuerzas Armadas. Lo último, lafotografía de un supuesto humanoide. Y,como es mi costumbre, tomé lacorrespondiente nota de aquello

mientras los muros góticos de laUniversidad de Coimbra nos saludabanabriéndose paso ante la última claridadde la tarde.

Los archivos inmensos de aquel lugar debóvedas interminables eran colosales.Desde el punto de vista médico habíacientos de miles de publicaciones einformes que dormían plácidamente elsueño de los justos, en una atmósfera desilencio perpetuo.

Gracias al carné de mi acompañantepude ingresar, aunque fuese por unashoras, en la estricta institución. Y labúsqueda empezó a un ritmo frenético.La noche se desplomó sobre aquellassalas y me dejó con la única compañía

del eco de los pasos del archivero. Y laconstancia tuvo su premio: en uno de losficheros, encajonado en la inmensidadde aquellos «panales» de carpetones ylibracos, apareció algo que me hizo darun respingo. Apoyé el mazo de hojas enla mesa, encendí la lamparilla de mesay, lo confieso, sentí esa «subida» deadrenalina imposible de comparar connada en el mundo. Aquellos eran losanhelados expedientes del «CasoÉvora», una especie de testamentoperdido donde se narraba la insólitaaventura de aquellos profesores en1959.

Y comencé a leer y a copiar como si mefuera la vida en ello...

Aquello eran las medidas, escritas conuna vieja máquina de escribir, de lacriatura caída del cielo, envuelta enfibralvina, hallada tras el paso de dosmisteriosos focos de luz. El corazón melatió aún más rápido. En aquel momento,puedo jurarlo, ese mazo de papelesvalía más que todo el oro del mundo...

Lo que revelaba aquella documentación,entre otras muchas cosas, era que laporción de hebras blancas y su«ocupante» fueron mantenidos en una

sustancia conservante hasta las primerashoras de 7 de noviembre de 1959,momento en el que se redactan losexpedientes. En ellos se cuenta cómo lamuestra es analizada en presencia de unaprofesora de la facultad de Biología. Eldoctor Brito, especialista en zoología,aseguraba que «la materia revela laexistencia de fragmentos de tejidosidénticos, numerosos y muy finos,cruzándose unos y en perfectadisposición paralela otros». Erancomparables a simple vista a tuboscapilares de un mismo diámetro, unidoso engarzados por la acción de unmaterial gelatinoso e incoloro. Esematerial, analizado en primera instancia,resultaba tener «un alto contenido en

boro, silicio, magnesio, calcio y unamínima porción de sodio».

Por su parte, el doctor Amaral, en unescrito anexo, aseguraba que en elmomento de descubrirse la «entidadbiológica allí alojada», no pudoreprimir una exclamación de espanto.

La descripción exacta del ser es la quesigue:

— Un cuerpo circular, rodeado pormateria muy liviana de la que surgenvarios apéndices gruesos. Al colocarun fino tubo de cristal sobre lamuestra, ejecuta movimiento

perceptible. Los tentáculos se colocanen posición vertical para aferrarse alpropio vidrio. El movimiento generauna energía de tensióndesproporcionada y ha de sercalificado como reacción natural oinstintiva de un ser vivo.

Efectivamente, aquel era un ser vivo dediez patas y estructura radialabsolutamente vanguardista. Los tresespecialistas que estaban ante él, hayque comprenderlo, se debieronestremecer al unísono. Sin embargo, el«animal» aún guardaba más sorpresas.En otro informe se especificaba losiguiente:

— El cuerpo central y oscuro expulsóun fluido transparente que impactócontra el cristal formando una láminalíquida como si de un sistema deprotección se tratara.

La posibilidad de que se tratase dealguna especie no catalogada decelentéreo, de la familia de las medusas,fue descartada desde un principio por eldoctor en zoología José Brito. Tampocoera un arácnido ni una espora, hongo oácaro conocido. No aparecía aparatoreproductor, digestivo, ni nada que

pudiera identificarlo como especie de laTierra. Con todas esas dudas, y paracompletar los informes, los doctoresdecidieron fotografiar la muestra. Segúnindican en los escritos, «por temor aque el organismo acabasedisolviéndose como la materiaprimaria en la que había sidotransportado».

El equipo que se utilizó para tan«histórica» fotografía fue el siguiente:

— Equipo microfotográfico ZeissPhokou, equipado con obturados Ibsorautomático y cámara de 4 x 6,5aumentos, provista de filtro amarillo

acoplado.

— Microscopio Zeiss Winkel

— Linterna Picturol de 300 vatios sobretanque de revelado tipo Jhonson.

— Tres lupas Huygens de 6 x 10 y 10 x15 aumentos.

Las tomas realizadas demostraron que eltamaño del cuerpo central eran 375micras, detectándose además sobre esteuna serie de orificios que hacían girar enrotación a los brazos. Un sistema muyprimitivo que desconcertó por completoa los presentes.

Decididos a hacer llegar aquellamuestra al Museo de Ciencias deLisboa, se consultó a cuatro doctores ydos doctoras de botánica y zoología quemantuvieron su identidad en elanonimato —solo reflejaron lasiniciales— que aseguraban en sudeclaración que no se trataba de unorganismo vegetal de ningún tipo y queexistía casi la certeza total de que setrataba de una entidad biológicadesconocida. El destino para aclarar elmisterio era Lisboa. Y allí se envió elmaterial secreto sin que nadiesospechase ni por lo más remoto quejamás iba a volver a ver la luz.

Interpelación a la Fuerza AéreaPortuguesa

¿Qué consecuencias tendría la ingestiónaccidental de uno de esos organismoscaídos del cielo?

Se lo preguntaba Raúl Berenguel, uno delos más activos y veteranos estudiososdel enigma de la fibralvina. Y su dudano era superflua, ni mucho menos. Aquelpequeño ente había dado muestras deposeer una fuerza descomunal conrelación a su tamaño. Si suponemos queen aquella caída de hebras o flecoshabía muchos más..., ¿qué acciónpodrían tener al ser inspirados otragados inconscientemente por un ser

humano?

La cuestión, al menos a mi juicio, dabapara una novela sobre experimentosbiológicos, hoy tan en boga en forma dearmamento químico.

La cuestión de Berenguel, otro queinformó valientemente sobre el sucesode Évora, me dio vueltas hasta entrar enla misma ciudad de Oporto. Allí, en sudespacho de profesor titular deRelaciones Internacionales de laUniversidad Fernando Pessoa, meaguardaba Joaquim Fernandes connuevos datos sobre la mesa.

La actividad ovni sobre algunas zonasdel país vecino sigue siendo intensa. Lafotografía del «objeto medusa» deAlfena es, probablemente, una de lasmejores. Ningún análisis ha logradodemostrar el fraude.

Autor de un estudio antropológico sobreel «fenómeno Fátima» que alcanza elgrado de mítico, realizado hace yaalgunos años junto a la catedrática FinaD’Armada, Fernandes conocía bien loscasos de caídas de fibralvina. Antes deentrar a fondo en el asunto de Évora, mecontaba el interés que permanentemente

mostraba la FAP (Fuerza AéreaPortuguesa) por todo lo relacionado conlas anomalías en el cielo, poniendosobre mis manos unas imágenes decapitanes y coroneles que, segúnconstaba en archivos oficiales, habíandenunciado la presencia de ovnis endiferentes puntos —entre otros, Sierrada Estrela— del territorio portugués.

El archivo de Fernandes es sensacional.Sobre la mesa, como un pesado fardo,caen las fotografías de un aparatovolador de origen desconocido quesobrevuela el extrarradio de Alfena. Esun artefacto muy semejante al que se vioen Évora y Lisboa aquel 2 de noviembrede 1959. Incluso, se perciben claramente

unas patas de material metálico quecentellean con el sol. La tira fotográfica—descartada toda posibilidad de fraudetras diversos análisis científicos,universitarios y oficiales— es una de lasmás impresionantes y verídicasobtenidas en Europa.

En el «Caso Alfena» todo parececonfirmado, rotundo, indiscutible. Sinembargo, sobre la «entidad biológicadesconocida» todo son brumas, recelo,oscuridad...

—Al final no pudimos saber nada deesto —me dice, quitándose los anteojosy masajeándose brevemente una de las

sienes—. Todo sigue siendo unverdadero misterio.

—¿Cree que la prueba se quemódeliberadamente?

—Las pruebas y la información cesaronbruscamente. Incluso años después,cuando volvimos tras el asunto.

Joaquim permanece en silencio. Como sino quisiera contarme lo que sus labiosvan a decir...

El profesor de la UniversidadFernando Pessoa de Oporto, JoaquimFernandes:

«La información sobre este caso seinterrumpió repentina einesperadamente».

—Incluso le confirmo que lapreocupación oficial se expandió al másalto nivel. Pero ¿hasta qué puntopodíamos relacionar la sustancia y el sercon el paso de los tres ovnis?. Quizá lomás intrigante es que la fibralvina yahabía aparecido antes, en casos muy

señalados. Por ejemplo, al iniciarse elcaso de Fátima...

—Donde también hubo ovnis en elcielo... —le interrumpo.

—Cierto. Allí hubo objetos lumínicos yuna figura antropomorfa que los niños,en el primer testimonio que dan aldoctor J. Formigao, identifican como«una figura con un traje de escamas yuna aureola o casco transparente en lacabeza». Allí, durante las aparicionesmás fuertes y significativas, hubo lluviade fibralvina. Algunos lo consideraronun mal augurio.

Permanecimos los dos un tiempo ensilencio, con las miradas fijas en el«retrato-robot» que aquellospastorcillos de 1917 dibujaron paradescribir lo que habían visto. Aquello,desde luego, no era siquiera una ligeraidea del arquetipo de la Virgen. Másbien parecía cosa totalmente antagónica.

—Lo cierto —prosigue Fernandes— esque, ante tan brusco corte de cualquierinformación sobre la recuperación de laentidad viva, llegamos a redactar —investigadores y científicos— uninforme oficial sobre los pormenoresdel caso, y este fue remitidodirectamente a la Organización de las

Naciones Unidas. Es cuando los altosmandos militares intervinieron,convencidos de que el incidente contabacon todos los marchamos de seriedad ypersonal cualificado como para serdivulgado.

—Sin embargo, incluso en aquel 1978vuelve el secreto...

—Sí. El silencio volvió a envolverlotodo, cuando creíamos que íbamos asaber la verdad de mano de aquellos quetenían más posibilidades para llegar aella. No obstante, de aquellas gestionessurgieron documentos altamenteinteresantes...

Mi interlocutor gira 180 grados su sillay manipula uno de las cajones. De allíextrae unos papeles...

—Esta es una de las cartas del jefe delEstado Mayor de la Fuerza Aérea, JoséLemos Ferreira.

Mis ojos, como los de un autómata, seclavaron en aquellos sellos oficiales delEjército...

—Y como ves —continúa el profesor de

Relaciones Internacionales de laUniversidad Fernando Pessoa—, el altomando admitía públicamente, a 20 dediciembre de 1978, que no había motivoalguno para poner en duda la veracidadde todos los hechos acaecidos en laciudad de Évora.

Expediente de la Fuerza AéreaPortuguesa donde uno de sussuperiores asegura el crédito yseriedad total de los doctoresprotagonistas del caso Évora.

La palabra veracidad la deletreólentamente, como remarcándola. Ydespués de leer el contenido, como enuna rúbrica hablada, sentenció con un«lo dijo José Lemos Ferreira».

Tomé el documento entre mis manos, elúnico que relacionaba de modo directoel suceso del organismo caído del cieloy el interés de los militares, y extrajeconclusiones sumamente importantes:uno de los capitanes, en un expedienteanexo, certificaba la seriedad TOTALde los doctores Brito y Amaral en suprocedimiento. Su testimonio y susfotografías estaban fuera de toda duda.Y la FAP, al unísono, consideraba reallo sucedido en aquel extrarradio. Eso sí,

sobre el paradero de las pruebas no sehabía escrito una sola letra.

La larga búsqueda

Olhos Marinos, Trancoso, Viseo... lospueblos, escondidos como los topos deuna eterna posguerra, aparecen a amboslados de la carretera secundaria. Alfondo, aún lejos, asoma el Cabezo daEstrella, 1.193 metros, epicentro, desdehace por lo menos tres décadas, de todotipo de acontecimientos paranormales.

En el asiento de copiloto voy pasandolos informes a mis gestiones realizadasen un largo viaje a la búsqueda derespuestas. El centro de Geofísica deÉvora —CGE— me respondió con el

silencio por respuesta. El llamar a supuerta no sirvió absolutamente de nada.Lo mismo ocurrió con el Centro deEcología Aplicada —CEA— y el centrode Estudios de EcosistemasMediterráneos —CEEM—. Nadie enÉvora quería saber nada de aquelmisterio. Las batas blancas, segúnparece, estaban para cosas mucho másimportantes.

Miro por la ventanilla y veo las gentes ylos pueblos. Es como un viaje a lasprofundas Hurdes extremeñas de haceunos años. Tienen desconfianza, nosmiran y la mayor parte de las veces seesconden en sus casas. Comienza a caeruna ligera llovizna y tan solo el sonido

de los neumáticos del coche sobre lagrava mojada pone sintonía a esta tétricaruta del Portugal interior donde tambiénhubo dos lluvias de fibralvina. Pero aquíno la analizó nadie. Prefirieron esperara que se volatilizase.

A mi derecha, sobre un paraje que veosectorialmente entre las gotas queestallan en el cristal, aparece unacampiña donde el 4 de enero de 1977apareció un «ángel que cantaba». Enotras palabras, y según el informe de ladenuncia policial: una figura blanca,sostenida en el aire y que profería unsonido chirriante. Un lúgubre grito quemuchos han oído por aquí, por lasinmediaciones del Cabezo Estrela.

Algo más allá, junto a un badén y unsolitario restaurante, se alzaba uncolegio hoy en ruinas. Junto a susbarandillas, diez días después, volvió aaparecer «el ángel».

Ocurrió junto al pronunciado acantilado,también con un techo cubierto de nubes.Irene Fernanda Pinheiro, de 10 años;Paulo Alexandre Teixeira, 10 años, yVitor Manuel Ribeiro, de 9, acababan dehacer gimnasia en un terreno propiedadde la escuela y se separaron del resto decompañeros dando la vuelta al edificiopara apoyarse en el murete de piedraque se alzaba al final del patio.

El capitán Lemos Ferreira, defensor aultranza de la realidad ovni sobrePortugal y testigo de la visión de unode estos objetos.

Repentinamente surgió algo en mitad delcielo. Algo cercano, parecido a unhombre que flotase ingrávido. El tríoreculó unos pasos y estuvo tentado dehuir chillando hacia el interior deledificio. Pero la curiosidad pudo más.Irene lo recordaba así:

«La figura apareció en un espacio azul,entre las nubes. Era como nosotros de

tamaño. Lo que más nos asustó es que nohabía cara, ni cabello. Era una cabeza oforma calva. Luego toda iba vestida conun tocado blanco, luminoso, que cubríahasta los pies. Los brazos eran finos ylargos, y las manos, como puñoscerrados, eran rojizas, más bien de colornaranja. Era el mismo color que lacabeza calva. Delante de nosotros,flotando, abrió un poco los brazos y nosentró verdadero miedo…»

La descripción me resultó familiar.Tremendamente familiar. Y noté lasombra del fenómeno Fátima, con suVirgen sin pelo y mantón brillante,alargándose sobre este territorioinhóspito.

Vitor Manuel Ribeiro añadía másdetalles a la increíble aventura:

«Nos fijamos en que el cuerpo parecíaun poco transparente. Al verle la cabezay las manos, en completo silencio, grité:¡Mirad, el hombre rojo!

Entonces me fijé en que el ser erabastante grande, envuelto en luz, muchomás grande de lo que en un principiohabíamos pensado. La cabeza, sin pelo,era lo que daba más miedo…»

Una escuela rural, escenario idóneo parauna de estas apariciones absurdas que enmuchos casos, al otro lado de lafrontera, se han repetido del mismomodo y en entornos muy parecidos.

La profesora Emilia Neves Barbosa aúntenía grabado aquel día como a fuego:

«Fue el 14 de enero de 1977. Estabanlas ventanas abiertas. Otra profesora fuela que me comentó la escena deexcitación que se había vivido en elexterior. Pudimos interrogar a los tresniños por separado, y aseguro quedecían exactamente lo mismo, sindiferencias. No cabe duda de queocurrió algo extraño de verdad».

En unos minutos, el extraño «monjevolador» ascendió ligeramente ydesapareció en el cielo como tragadopor la nada, dejando abajo la muecadesencajada de tres niños humildes, derecursos escasos, y que, por fuerza, ya

jamás podrían volver a ser los mismos.

Todo ocurría aquí, en esta regiónproclive a lo insólito. En una tabernasujeto una hoja del periódico y leo: «Unrayo en bola entra en una casa de campoy mata a un hombre».

En la funeraria, situada en la primeraplanta de una calle vacía, trabajan adestajo. Nadie quiere hablar de lossucesos. Para muchos, como tantosotros, son solo manifestaciones delpoder del diablo. Vuelve a llover y merefugio en el coche. Y me prometoregresar un día para peinar este mundosilencioso apretado entre montañas queparece guardar celosamente demasiados

secretos.

Secretos que siempre son la tentacióndel reportero.

CSIC: «Es un ser vivo»

Regresé a España con varias carpetasrepletas de documentos valiosos. Y,sobre todo, con un juego de fotos que meseguían produciendo sentimientosdiversos a cada ojeada. En el vuelo deIberia volví a mirarlas fijamente. Allíestaba el «organismo» pillado infraganti, con sus patas rojas llenas defuerza y sus tentáculos o pelos largosprovistos de movimiento mecánico. Su

cuerpo como una flor luminosa, o comoun ojo que me vigilaba desde otrotiempo...

Ya en Madrid las pesquisas fueronfrenéticas. Y, tal y como sospechaba, loscientíficos repetían el rictus deextrañeza como un calco bien ensayado.Aquello, efectivamente, guardaba unprofundo misterio.

El biólogo Fernando Jiménez López fueel primero en «tirarse a la piscina»:

—Es demasiado grande para tratarse dealgún tipo de protozoo. Lo más parecidopudiera ser un Nidario Hitenófobo, una

especie que vive aferrada al fondomarino, por la simetría y la posibilidadde llegar a tener esos diez brazos. Perome parece muy extraño que fueseencontrado a más de 170 kilómetros delmar. La verdad, es algo muy raro ysorprendente.

Otros biólogos a los que consulté —sinrevelar jamás la procedencia e historiade aquella entidad—, poniendo lasfotografías sobre la palestra, fuerontajantes: no habían visto en su vida nadaparecido.

El paso siguiente, obligado en unacircunstancia así, era acudir alorganismo científico más importante denuestro país. Y en el moderno edificio

del CSIC —Consejo Superior deInvestigaciones Científicas— me plantécon aquellas imágenes debajo del brazo.

El doctor Luis Gómez Plaza, directordel Departamento de Biología, miródurante varios minutos las dos copias,acercando y alejando una gruesa lupa,mientras detrás varios hombres, bata enristre, manejaban probetas y cultivosvarios.

Por fin, dijo algo con voz poderosa,poniendo de nuevo las fotografías en mimano...

—Desde luego, esto no es ningún

celentéreo ni filoplacton. Eso quedacompletamente descartado. Si alguien loha dicho, se encuentra en un grave error.Lo malo es que no tenemos la pruebadirecta para indagar sobre ella. Mire, esimposible diagnosticar con certeza solosobre la inspección ocular de unasimágenes...

—Pero la prueba se quemó hace años...—le indico, mientras vuelvo a guardarlas dos imágenes en el archivador.

—Qué extraño..., y ¿con qué motivo?

Me encojo de hombros.

—Bueno —prosigue Gómez Plaza,sospechando que hay demasiada brumasobre el «material» que he ido a llevarle—, sí le diré una cosa... la característicaque presenta, la de una simetríacompletamente radial, me hace pensarque lo que está aquí fotografiado es unser vivo. Sí, un organismo que vivía enel momento de ser retratado por lacámara...

Aquello fue más que suficiente. No sé siel doctor se quedó con ganas depreguntarme. Aunque intuyo que sí, queno le hubiera importado intercambiar

por unos minutos nuestros papeles.

Salí raudo de la sede del CSICrecordando los rostros, verdosos ya porel implacable paso del tiempo, deaquellos científicos de Évora. Amaral,Brito y los pocos elegidos que vieronaquello con sus propios ojos junto alesquinazo de una iglesia donde se habíaprecipitado una lluvia imposible.

Bajé varias hiladas de escaleras sinolvidarme tampoco de quien me habíaacompañado sutilmente en toda lainvestigación: la sombra de alguien quedecidió un día «evitar problemas» a lasautoridades científicas y militareshaciendo desaparecer tan molestamuestra. Una sombra sin rostro,

probablemente perdida ya entre fichas eidentidades de personas que operaronbajo alguna institución oficial, y que sehacía cada vez más alargada, tanto comopara haber sobrevolado la historiadurante cuarenta años sin que nadie ladescubra.

Quizá solo el reflejo oscuro de lapersona que decidió «quitar de enmedio» la valiosa prueba, fue el únicoque supo toda la verdad.

Y quizá por ello, imaginando lasimplicaciones del hallazgo, decidióactuar.

CARTAGINESES:

ANTES QUE COLÓN

Somos hijos de la tierra de Canaán.Sobre nosotros pesa la desventura y lamaldición. Hemos invocado a losdioses y nos han abandonado. El calores atroz, el agua fétida. Nuestroscuerpos están cubiertos de llagas. Tiro,Sidón, Baal... ¡Oh dioses, ayudadnos!

Antigua inscripción cartaginesa halladaen Pan de Azúcar, Brasil.

11

Cartagineses:

Antes que Colón

Los rostros de la sala 79.—Mundobereber.—Sacrificios de niños.—Elenigma púnico.—Un hombre llamadoAníbal.—Antes que Colón. CREOQUE HAY CIVILIZACIONES queparecen haber sido olvidadas no solopor la Historia, sino también por losmuseos. La sala 79, en las dependenciasdel primer sótano del British Museum deLondres, está completamente desierta.Solo se oye el breve zumbido de unfluorescente alargado en el techo.Probablemente esta no sea la zona mástransitada. Ni la más alegre. En peanas

de cristal se alzan máscaras de rasgosdiabólicos cuyas risas, abiertas ymacabras, parecen aún retumbar entrelos pasillos de mármol. Después de casitres mil años las caretas púnicas, con elóxido del olvido corroyéndoles elrostro, aún continúan vivas.

Fuera es diciembre inglés, y el cieloestá tan oscuro como la negra capa de unsolitario sereno.

Al arrimar el oído da la sensación deque algunas de ellas, rescatadas entre lopoco que quedó de la ciudad cincoveces abrasada, aún quieren contarnossus viejos e inconfesables secretos.Historias de sacrificios y espíritus quesurgen del fuego, de hombres peces y

conquistas imposibles. De códigosextraños no descifrados y navegantesque llegaron a las tierras prohibidas delotro lado del finis-terrae antes quenadie.

Sus gestos hieráticos, perdidos en elmundo lejano de los muertos, parecengritar a un mismo tiempo muchas cosas.Hoy son los únicos testigos que vieronel esplendor y muerte de una de las másextrañas civilizaciones que hubo sobrela faz de la tierra. Una culturaenigmática de la que apenas se sabenada y que un día estuvo a punto dedominar el mundo.

No pocos se preguntan qué hubiese

ocurrido de ser así: de conseguir losfieros cartagineses su único propósito.Quizá las sombrías caretas, las quecomparten aquí el espacio con los restosde los etruscos, en la sala de losimperios perdidos del Mediterráneo,son las únicas que lo saben con certeza.

Quizá por ello todas portan ese extrañogesto que, si se observa en soledad,produce una tensa desazón.

Unos meses después. Aeropuerto deTunis-Cartaghe, 21:00 hora local.

El avión Amílcar aterriza sin novedaden el centro de la pista 3. Una bofetadade aire pegajoso y caliente me recibe enplena escalerilla.

Las carreteras, amplias y oscuras,atraviesan campas de las que emergeninfinidad de edificios en construcción.Bloques con cientos de ventanillasredondas y negras como ojos de buey.Sin nadie en su interior.

Por las llanuras donde caza la tarántulase esparcen varias instalaciones decompañías petroleras, iluminando elcampo con sus carteles amarillos. En laautopista, en coches relativamentemodernos, aparecen ¡conductoras!vestidas con ropas modernas. Me froto

los ojos. Esto es, desgraciadamente,algo inconcebible en un país árabe.Luego me entero que Túnez es el únicodonde se proclamó, en 1952, la igualdadde hombre y mujer.

En el hotel, situado junto a una zonaindustriosa y caótica, me reconforto conel plato nacional —el brick, pasta fritacon huevo y atún— y no le hago ascos aun vino oscuro y denso.

Hoy Cartago, la durante tantos siglosinvencible, es como un fantasma de lahistoria. Un espectro silencioso deruinas diseminadas junto al MareNostrum. Sin nadie que recite ya supasada grandeza de sangre, deidades y

batallas. Hay que vagabundear entresolares y amplias extensiones dedescampado roturado para vislumbrar elazul de las aguas. Ajenos a las columnasgigantescas y al esplendor de lo remoto,grupos de chicos sin camisa, con lastoallas al hombro y peleándose medio enbroma, bajan a las playas.

Observo a dos muchachos que dormitanbajo las ruedas de un oxidado tractor,junto a una grúa perdida en laexplanada. No muy lejos de allí unosmilitares cavan una zanja a 52 grados ala sombra. Tras ellos el acantiladodonde hace tres mil años llegaron losextraños guerreros para fundar elcorazón de un imperio que estuvo a

punto de ser dueño del mundo y queterminó cinco veces arrasado, piedrasobre piedra, como si sobre él y susgentes hubiese caído una verdaderamaldición.

Apenas algunas columnas que quierenllegar al cielo quedan de la magnaCartago. Lo demás fue destrucción yolvido por los siglos de los siglos.

Mundo beréber

Aquellos hombres, fieros y despiadados,habían llegado un día arrasando todo elMagreb, desde el sur.

Es esta una latitud que, compartiendotierras de Libia y Argelia, parece unmundo agónico y estancado en el puroNeolítico. Y desde los suburbios, con elobjetivo de recorrer las tierrasconquistadas por la extraña civilización,parto en un microbús de «Le colectiv».

El chófer, un calco tunecino de SteveWonder, pisa a fondo el acelerador parallegar hasta el desierto de Matmata, unmundo lunar de rocas desnudasformando siluetas y sombras en las que

se protege el alacrán. Precisamente estaes la llamada ruta del escorpión. Uno delos pocos lugares del mundo dondeabunda el «pezuña negra», que es, porsupuesto, mortal.

Miro hacia abajo y veo mis chanclas quedejan bien descalzo casi todo elinocente pie. Y sonrío por no llorar. Losnativos, precavidos, llevan una especiede babuchas altas para protegerse deestos nocivos arácnidos. De loscolmados en los que las sandías ruedanpor el suelo ante la mirada de las vacasrecostadas, de los puestos a pie decarretera o de las mismas chabolassurgen hombres y mujeres con racimosde ellos, colocados en cajas y

dispuestos como regalos.

El desierto lunar ofrece al viajerocontrastes increíbles. El suelo sedesmenuza asfixiado como si fuese ungigantesco puzzle.

Algunos, sabedores de que el «negro» esel ejemplar más codiciado, no dudan enpintar burdamente el cuerpo del másdiscreto escorpión tunecino. Es uncurioso timo de la estampita en tierra deberéberes.

Cerca de la frontera con Libia, junto auna señal donde se indican loskilómetros por carretera secundaria quefaltan hasta Trípoli, aparece el pobladode Medenine, donde los artesanos delcobre y el mosaico asoman de grutashediondas y se rigen por las leyes y lasesclavitudes del mal de ojo. Un poderinvisible y certero que domina porcompleto todo el sur de Túnez.

En Matmata viven los llamadostrogloditas modernos. Familiasberéberes que, soportando los 55 gradosque caen del cielo, viven en las mismascondiciones que sus antepasadosprehistóricos, ocultos casi siempre enlas cavernas horadadas en la roca.

Un niño juega en Medenine, entre lascasas típicas de esta zona ancestraldonde impera la creencia en las negrasfuerzas de lo sobrenatural.

Una mano negra, un pez y una estrellaaparecen plasmadas a la entrada deestas guaridas, como amuleto paracontrarrestar la magia maligna de brujosde otras tribus y aldeas. Una magia quetodos creen que puede matar en el acto.

En el interior de una de las cuevas que

da a una especie de patio circular hayuna mujer que hace pan con unprocedimiento antediluviano; primeromezcla los granos y semillas, luego lospasa por dos piedras circulares y, conun rudimentario sistema de giro, hace elmilagro. Pruebo el resultado, una tortaplana, caliente y esponjosa digna de lamejor «delicatesse».

Bajo una jaima —tienda bereber— sehalla un anciano, antiguo jefe de la tribu.Permanece sentado casi todo el día, consu blanco cabello quemándose bajo elsol, recordando quizá otras épocas másfelices. Cuando me acerco, me toca lacara y los brazos. Es ciego.

Una víctima más de los rayos

inmisericordes del astro rey en un lugardonde la medicina no existe.

Rumbo a la población de Douz elcamino va siendo vigilado pordromedarios salvajes de 650 kilos quenos miran con las rodillas dobladascomo bisagras. Muy cerca está lallamada gran cascada, y en ella mesumerjo para aliviar el calor de unajornada larga y asfixiante.

Viviendo en la Edad de Piedra. Los«trogloditas de Matmata» hacen pancon una técnica de hace tres mil años.

Las aguas son tan verdes y densas queno se ve el fondo. Hay varios muchachosjugueteando en el agua, entre gritos.Cuando salgo, subo por la ladera de unamontaña y veo varios puestos devendedores nómadas. Portan telas deturbantes que aquí son un seguro de vidacontra el sol. Veo que uno de ellos,orondo y con pinta de cocinero italianollegado desde la no muy lejana Sicilia,mete una serpiente en un bote con unagua familiarmente verdosa.

—¿Es de aquí? —le pregunto...

—Gran Cascada, abajo. Estar llena.

Un sudor frío me baja por la frente apesar del turbante...

—¿Y muerde? ¿No será venenosa...?

El hombre sonríe..., la mira fijamenteretorciéndose violentamente dentro delbote de cristal...

—Amigo si esta a ti picar...

Se da un beso en la palma de la mano yseñala al cielo.

—... tú acompañar a Alá en las alturas.

En los días siguientes, en mitad de lospoblados de Chebika, veo al final de lacarretera un inmenso lago azul. Un lagocon rocas y arboledas. Miro el plano y

no lo veo señalado por ningún lado. Elchófer sonríe. A 59 grados bajo delmicrobús y me dispongo a fotografiar elllamado desierto de sal. Con pie a tierradescubro el misterio. Aquel inmenso ydetallado oasis era un espejismo.

La noche en estos parajes, con lascaravanas que aún lo atraviesansiguiendo las empalizadas dejadas hacesiglos por los nómadas, sobrecoge hastael alma de un pedernal. Voy escuchandoa Vangelis, y a través de la ventanillatodo se torna fantasmal, cósmico,desconocido. En el techo de aquellanegrura, vigilante, nos sorprende la luna.La luna más grande y rojiza que yo hevisto jamás. En Nefta y Touzeur los

niños desarrapados juegan en bancalesde arena junto a casas de ladrillos sintecho. Dicen que la luna, algunas noches,tiene ojos y boca. Y baja para llevarse aalguien. Es una tradición que vienedesde el tiempo de los misteriososcartagineses. Como todo lo que tieneque ver con lo sobrenatural.

Un viejo patriarca beréber ciego enmitad del desierto.

Me dejo llevar por los sonidos

nocturnos del desierto, por sussensaciones y por su brisa que comienzaa mostrarse como una daga helada.Sentado en mitad de todo aquello miroarriba y recuerdo la frase de aquellacélebre cronista de sucesos, MargaritaLandi, cuando se refería a este tipo deluna, «rellena de sangre», comoanunciadora de misterios y extrañoscrímenes.

Uno de los puntos más calientes delplaneta Tierra. Chott El Jerid, elmundo de sal, lugar donde losespejismos fantasmales confunden al

caminante.

En ese preciso instante, Abdel, expertoen la historia y la tradición me dice quea las afueras de Touzeur van a actuar losfaquires.

Fuego y cuchillos en la noche.

Sonrío y acepto la invitación. Ojalá laLandi estuviese equivocada.

Sacrificios de niños

Los cartagineses, surgidos prácticamente

de la nada, se apoderaronrepentinamente del mar. Algunosestudiosos, como Jean Albert Foëx en suHistoria submarina de los hombres,narran las peripecias de este pueblo nosolo sobre las aguas, sino debajo deellas. Recopiladores de un conocimientooculto de la mar, proveniente de las másantiguas culturas mesopotámicas, lospúnicos eran capaces incluso de arribarcon cuchillos a determinados puntos dela costa tras permanecer horassumergidos con un sistemarevolucionario de respiración submarinaelaborado a base de cañas y vejigas deanimal hinchadas con aire. Cuentan queestos «secretos» los extrajeron de losescritos —en tablilla de arcilla

cuneiforme— del legendarioAsurbanipal y su biblioteca de Nínive.Una biblioteca que fue a nutrirposteriormente los inmensos fondos dela de Cartago, revelando estrategias,cultos y saberes nunca antes imaginadospor los pueblos del bajo Mediterráneo.

Pese a quien pese, el origen de estostritones humanos —que así losbautizaron algunos sabios griegos por suabsoluto dominio del mar— siguesiendo incierto al día de hoy según todoslos historiadores. Llegaron a este puntoestratégico del norte de África hacia el814 a. de C. Adoradores de deidadescomo Tanit o los diabólicos Astarté oBaal, que exigían el sacrificio de niños

para otorgar su protección, levantabanlóbregos templos dentro del mardedicados a las entidades de lasprofundidades. De esasrepresentaciones, que acabaronarrasadas por el fuego, solo nos quedanalgunas estelas en piedra y variasmáscaras de espantoso hieratismo.Dioses de apariencia demoniaca quedesafiaban entre las rocas y el oleaje aquien osase penetrar en aquellos pagos.En su honor, según nos cuenta laHistoria, se construían y echaban a lamar brava las «Carabelas de losmuertos», que alumbraban la nochecomo un fuego fatuo y causaban terrorcon sus poderosos 160 metros delongitud.

Asaad Abdel, experto en la historiatunecina, como otros muchosprofesionales de su ramo, prefierenpasar discretamente página sobre estaetapa de su antigua historia. El mundopúnico, como ellos lo denominan, esalgo que suele quedar al margen en lashabituales explicaciones al forasteroromo en curiosidad. «Es cierto que sesacrificaban criaturas, pero creemos quelos cartagineses degollaban tan solo aniños que nacían ya muertos» —mecomenta llegando al centro de la antiguaciudad—. La sonrisa de Abdel no meconvence. La historia y los yacimientosreflejan cómo estos hombres deindudable valentía y técnica guerrera,guardaban un curioso paralelismo con

las antiguas culturas centroamericanas.En honor a Tanit, deidad femenina deaspecto etrusco y esculpida como unamujer de gran cráneo peinado conaparatosas volutas, se desangraba avarios infantes, se los incineraba y suscenizas eran colocadas por la propiamadre en un pequeño foso que seencontraba a los pies de la estela.También lo hacían para congratular aMoloch, otra entidad infernal queprecisaba de sangre joven, como lomuestran algunas esculturas guardadasen el Museo de El Bardo.

A las afueras de Cartago, lejos de lasTermas de Antonino y de los pocosrestos romanos que se pudren bajo el sol

y los flases de algunos turistas, a laderecha de una carretera —hilera debaches con un poco de asfalto— apareceuna tapia. Aparentemente es otracualquiera, pero en su interior hay ungran secreto.

Una estela con la efigie del niño quefue sacrificado en honor a Tanit.

A pesar de que el lugar parece ser comoun sarpullido de lejana vergüenza enalgunos tunecinos, logro acceder a un

verdadero cementerio del año 800 antesde Cristo. Es el Tophet, el recinto mássagrado y tenebroso de Túnez. En suinterior, desperdigados bajo la sombrade los árboles retorcidos, surgen de latierra las lascas de piedra con lasefigies de niños sacrificados. Retratosde hace tres milenios de aquellos queinvoluntariamente dieron su vida enhonor de los dioses.

A sus pies, los siniestros pozos donde searrojaban los restos carbonizados. Enuna gruta, al final de un terraplén,encuentro otra fosa mortuoria con lassobrecogedoras estelas surgiendo de lasentrañas de la tierra. En ellas aparece elsímbolo de Tanit esculpido a conciencia

y algunas inscripciones de unantiquísimo alfabeto. Son piedras delpasado que duermen un sueñoescondido, lejos de los habitualescircuitos para viajeros.

Nigel Davies, la máxima autoridadmundial en el estudio de sacrificioshumanos en la Antigüedad, asegura quehasta el momento se han hallado 6.500urnas funerarias aquí, y que esto solo esla punta del iceberg.

Los antiguos textos de Diodoro deSicilia narraban, aterrados, cómo en esteemplazamiento, una sola noche, llegarona degollarse a 310 niños ante elconsentimiento de la concurrencia y lapresencia de «espeluznantes máscaras

dignas del delirio de un demente».

El espectáculo, en su conjunto, transmiteuna inquietud a la que es imposiblesustraerse. Los dioses sin cara sealternan con los niños inmolados,despojados de rostro y facciones. Eltiempo y el viento del cercano desiertolos han borrado para siempre.

El enigma púnico

La historia de los cartagineses ha sidodeliberadamente olvidada. Hay queacudir a los clásicos que los vieron consus propios ojos para comprender lamagnitud y el arrojo suicida de este

«pueblo sobrenatural», en palabras dePolibio y su Historia general.

La feroz política islámica hace que pocosepamos hoy sobre las hazañas ytragedias de esta comunidadperpetuamente aniquilada. Existen milesde páginas de información acerca de laCartago conquistada por los«civilizados» romanos o por los árabes.Los llamados «púnicos» quedan siempretras un tupido velo. En algunos museosdesperdigados por el Magrebencontramos, tras laborioso rastreo,algunas piezas; algunos pocos rostros enpiedra y cerámica que transmiten, solocon su fría mirada que aún parece viva,el sentido misterioso y feroz de esta

civilización. Imágenes como las diosascon cuerpo de persona y cabeza de leonaque nos observan desafiantes —muysemejantes a la enigmática Sekhmetegipcia—, o los diablos guerreros condos mil ochocientos años, que gritan confuria desde otro tiempo remoto.

Los creadores y adoradores de estasefigies arrasaron en el 814 a. de C. todoel Norte de África, envueltos en susuniformes guerreros —con piezas deoro, brazaletes y el gran casco con unpico y cerdas en forma de cresta— yposteriormente se aliaron con otro delos más enigmáticos pueblos que hanexistido: los etruscos —tambiéndesaparecidos fulminantemente— para

atacar Grecia y vencerla en el 535 a. deC. apoderándose de las islas, además deCórcega, Cerdeña, y Sicilia. Suconquista paulatina de pueblosmediterráneos hizo temer al mayorimperio de la historia que poco a pocose iba forjando sin enemigos a la vista:Roma.

El Tophet, el sitio horrible condenadopor las civilizaciones que conquistaronsucesivamente Cartago. El lugar dondese sacrificaban e incineraban cientosde niños para no levantar la ira de losextraños dioses.

Según rezan las Décadas de Tito Livio,eran hombres sin el menor miedo amorir y capaces, en su aparente éxtasismítico y místico, de atacar a cualquierenemigo por desigual que fuese lasituación.

Un hombre llamado Aníbal

Entre las ruinas es fácil evocar viejospasajes de la historia. Estas columnasque quieren llegar al cielo y estostemplos derruidos son un lugar propicio.Es tanto el pasado de gloria, sangre ybatallas que late bajo los pies que es

imposible no sentir cómo lentamente seerizan los cabellos.

Justamente aquí, en el 218 a. de C.ocurrió algo extraordinario; un ejemplográfico del carácter de estos guerrerossin límite que acabó siendo una de lasmayores gestas conocidas por elhombre.

Cuentan los archivos de piedra cómo entan recordada fecha se nombró generalde los ejércitos cartagineses a Aníbal —hijo del dios Baal—, hijo de AmílcarBarca, un hombre de 29 años que entraráen la Historia como uno de los másvalerosos guerreros del mundo antiguo.

Siendo un niño, sobre las ruinas de su

ciudad destrozada, gritó a los romanosinvasores: «¡Juro que vengaré lamemoria de mi pueblo!».

En España toma Sagunto y,posteriormente, todo el Mediterráneopeninsular, arrasando a los contingentesque se le ponen por delante. En unarrebato irrefrenable y confiandoplenamente en sus dioses, se dispone aenfrentarse abiertamente a Roma, elenemigo invencible que ya habíasometido a los cartagineses en lallamada Primera Guerra Púnica.

Aníbal parte con un discreto ejército yvarios elefantes dispuesto a derrotar a lagran superpotencia de la época. Sutrayecto en pos del objetivo ha pasado a

la historia como uno de los másalucinantes de todos los tiempos.

Atraviesa los Pirineos tras someter laPenínsula Ibérica y hace lo propio conlos pueblos galos, aniquilando a lossorprendidos y aterrados ejércitosromanos, infinitamente superiores ennúmero y armamento. Batalla trasbatalla, considerándose un elegido delos dioses guerreros, Aníbal cruza losAlpes con sus hombres enfervorizados ysus paquidermos. Entra en tierraitaliana, en campo del enemigo, con unvalor insultante, creyéndose un enviadoy apoderándose de las poblaciones deCapua y Tarento. La ofensa es tal quelos más importantes ejércitos romanos

de la época salen a su encuentroconvencidos de su aplastante ventaja. Enel río Tesino arrasa al ejército deEscipión, con decenas de miles dehombres, y prosigue su camino hacia lamisma Roma. Nadie, ni los cronistasoficiales, podían creerlo. En el 218, enTrebia, le espera una batalla coninferioridad de 1 a 10. Aníbal,enloquecido y a la cabeza de sus fieles,rompe las defensas romanas y vence alafamado general Sempronio. Jamás sehabía visto tanta osadía militar.Dispuestos a aplastarlo, los romanos —con el mayor ejército reunido por elloshasta entonces— esperan al Cartaginésjunto al brumoso lago de Trasimeno, conFlaminio al mando y el convencimiento

de dar muerte por fin a aquel camicacede la Antigüedad. Pero, una vez más,Aníbal sale victorioso a miles dekilómetros de su tierra y cada vez máscerca de la ciudad eterna. En Cannas,con el general Varrón a la cabeza, seplanea una batalla-emboscadafulminante de la que tan solo unsemidiós podría salir con vida. LaHistoria de Polibio, escrita aun desde elpunto de vista de los allí vencidos,proclama la nueva victoria de Aníbalcomo «la operación de estrategiaguerrera más perfecta habida en todoslos tiempos».

Tras unos días de marcha, el «cartaginésvestido de oro» se planta en Roma. Lo

que nadie había osado hacer jamás.David contra mil Goliats. Con todo elimperio aterrorizado, roto el espinazode la mayor legión del mundo, la ciudadpasa cinco días de largo asedio. Ycuando sus habitantes están a punto derendirse, en un giro que podía habercambiado de raíz los destinos de lahumanidad, surge una inesperadanoticia. La muerte del hermano deAníbal, el inexperto Asdrúbal. Eso,añadido a una serie de conspiracionesde sus propios compañeros de Cartago,le hacen volver sus pasos cuando solotenía que caminar unos metros y tomar lacapital del mundo.

En su regreso se encuentra con las

tropas de Escipión el Africano, que hapenetrado por sorpresa en Tunicia. Loinesperado de la acción hace que Aníbalcaiga derrotado. El romano, fascinadopor la figura del cartaginés, cuando seencuentra cara a cara con el reo, nopuede pronunciar palabra y permaneceen respetuoso silencio admirativo.

Sin el «semidiós de la guerra», Cartagoes arrasada bajo las llamas. Los templosy las efigies de sus dioses trituradosgolpe a golpe. En el 190 a. de C. el granAníbal se suicida tras la revuelta deMagnesia, en la que aún intento hacerfrente de nuevo a los romanos,traicionado por los suyos y jamásdispuesto a la rendición. Estaba rodeado

y no permitió que lo hicieran preso.«Era siempre el primero entrar enbatalla y el último en salir», contaríanpara la posteridad los cronistas romanosque, a fin de cuentas, fueron sus mayoresy únicos enemigos.

Antes de Colón

El museo de El Bardo figura como elque posee el mayor número de mosaicosdel mundo. Y yo añadiría que tambiénlos más impresionantes. Algunos sonrealmente duros, como fiel reflejo deaquella extraña civilización púnica.Disputas donde ruedan cabezas,combates entre fieras y hombres, sangre

y vísceras que se despedazan después dela batalla en honor de los dioses...

Sin embargo, al escritor Peter Kolosimolo que de verdad le maravilló de esterancio museo fueron ciertos «seres» queaparecen en algunas escenas y que paraél no cabía duda representaban otromisterio más en la génesis de estacultura milenaria. «Son espantosos serescon ojos ciegos, de extrañas órbitasalargadas y vacías, cuya sonrisasarcástica se dirige precisamente anosotros», escribió una tarde ante estasmismas obras de arte.

El propio Kolosimo, en alguna de susobras, ya había analizado, sin llegar aconclusiones definitivas, la similitud

extraordinaria entre el gesto y laantropometría de las figuras de losprimitivos cartagineses y las de algunasculturas precolombinas. Y lo que essimple conjetura se convirtió enevidencia para otros con el avance dedeterminadas investigaciones.

Por ejemplo, para el reputado historiadoIvan Lissner, que profundizó en lasolvidadas raíces de este puebloaplastado por Roma y definió a Cartagocomo «la Nueva York de laAntigüedad», una urbe que llegó a tener700.000 habitantes y a estar rodeada demuros ciclópeos construidos conprecisión inigualable —con técnicassemejantes a las que abundan en los

Andes— a lo largo de sus 35 kilómetrosde perímetro. Fue un prodigioarquitectónico jamás igualado y al quenunca se le dio suficiente importancia.

Los búnkeres subterráneos queconstruyeron alrededor del puerto, sinque aún se sepa el procedimientoutilizado, les permitió albergar la mayorflota del mundo. Unas escuadrillas delmar gestadas para algunos con elaprendizaje de una técnicasavanzadísimas y de desconocidaprocedencia, con las que pudieronatravesar el océano y llegar hasta elcontinente americano partiendo desdelas Azores.

Esta teoría, que para la ortodoxia quizá

resulte totalmente descabellada, fueexpuesta por primera vez por ellicenciado Manuel de Sousa y Faria enun lejano 1628. En aquellos documentos,el estudioso hablaba del hallazgo de undios puramente cartaginés en estas islasatlánticas. Y como estaba situado en unextremo, con extrañas inscripciones yseñalando la dirección de América, elrevuelo organizado provocó que, portemor, los propios marinos portuguesesdestruyeran el ídolo convencidos de suinfluencia maligna. Pero aun después dederribada, como si de un Cid púnico setratase, la escultura del guerrero queseñalaba el nuevo mundo fue argumentopara que en 1830 el profesor AlexanderVon Humboldt indicase que los

cartagineses llegaron a un punto deAmérica donde aparecieron variasinscripciones cuneiformesinequívocamente púnicas.

Doscientos cincuenta años más tarde, elinvestigador Andreas Faber Kaiserestudiaba signos idénticos en lasproximidades de un túnel horadado enlas proximidades de Los Tayos... ¡enpleno Ecuador!, que, a pesar de suimportancia, apenas tuvieron eco entrelos historiadores y científicos.

Recientemente, en la mima base de lamontaña del Pan de Azúcar, en lasproximidades de Río de Janeiro, seencontró una antiquísima inscripciónque, una vez traducida, decía lo

siguiente: Somos hijos de la tierra deCanaán. Sobre nosotros pesa ladesventura y la maldición. Hemosinvocado a los dioses y nos hanabandonado. El calor es atroz, el aguafétida. Nuestros cuerpos estáncubiertos de llagas. Tiro, Sidón, Baal...¡Oh dioses, ayudadnos!

Cierto o no, el mito o la certeza de queestos hombres dotados de unconocimiento perdido en los albores dela Historia fueron los primeros colonesha permanecido vivo a lo largo de laHistoria. Una historia que en Cartago sedetiene bruscamente y para siempredespués de la muerte de Aníbal, en elúltimo acto en el que borró la huella de

aquellos guerreros. Refundada en suestratégico emplazamiento por losromanos y posteriormente por loscristianos bizantinos, la ciudad semantuvo siempre con ese aire triste queaún hoy puede percibirse entre susescasas ruinas... La espiral de sangre yfuego se completaría en el 689, cuandolos árabes regresaron para aniquilar laciudad siempre maldita.

Siglos después lo harían de nuevo losturcos.

La inexpresividad aparente

de los extraños mosaicos de

El Bardo atrajo la atención

de especialistas como

Peter Kolosimo, quien en sus

órbitas vacías intentaba

descifrar las claves de una de las másextrañas civilizaciones de la Historia.

Tanta furia desencadenada acabó porsepultar las piedras del esplendorpúnico. Tan solo en estratos muyprofundos han logrado recuperarse lasextrañas caras, los enigmáticos dioses ydemonios. Son el último recuerdo sólidode la patria cartaginesa, aquella sobre laque poco se sabe y mucho se rumoreacon recelo desde hace siglos.

Me dispongo a sacar una fotografía y meindican que no lo haga en determinada

dirección. Muy al fondo se encuentra laresidencia del antiguo presidente de lanación, Habib Burguiba, y estáterminantemente prohibido siquieraenfocar hacia allí. A más de uno, segúncuentan, la broma le ha costado una balaen la pierna.

—Está bien. Ningún problema. Nofoto...

Uno es tremendamente amable con losargumentos rotundos de un fusil derepetición en manos de un soldadotunecino, para quien, pase lo que pase y

transcurra el tiempo que transcurra, losoccidentales seguimos siendo «losinfieles».

Continuo mi rumbo sin mirar al oeste. Ypienso para mis adentros que nadieimaginaría, al caminar cansinamentebajo este sol que abrasa la soledad depiedras y cascotes, que aquí, justamenteaquí, pudo construirse un día el eje delmundo.

ARGENTINA:

EL CERRO DE LAS LUMINARIAS

Primero fue el ruido y luego la luz. Losárboles quedaron sin hojas y todo elcampo quemado. Allí fuimos y habíados vacas calcinadas, como absorbidasy con el cuero hecho cenizas.

Manuel Gómez, primer testigo del ovnidel Uritorco.

12

Argentina:

El cerro de Las Luminarias

Tormenta sobre Paraguay.—Laciudad de las luminarias.—A pie decerro.—125 metros de base.—Cientosde casos, miles de personas.—ElUritorco de noche.—La Luz Mala.—Manuel Gómez: «Hasta los perrostenían miedo».—Gana el que más seacerque.—Última hora: Cinco figurasen Trenque Lauquen. LORENZOFERNÁNDEZ y servidor brindaron conun Jack Daniels en vaso de plástico. Unrelámpago gigantesco, feroz, pasó muycerca del ala derecha dejando una granestela amarilla sobre el cielo oscuro. Siaquel era el último viaje —nos dijimosentre risas—, mejor acabarlo con unbrindis.

Ni siquiera el azafato estaba en supuesto de la cocina. Lógico en aquellanoche infernal de turbulencias y truenos.El Boeing 747 de Aerolíneas Argentinas—donde el gran amigo y directivo de lacompañía Fernando Tordesillas noshabía conseguido dos plazas excelentesa pesar del overbooking— rebrincabaentre las nubes como si estas fuesenrocas.

A pesar de todo, gran parte del pasajeaún conciliaba el sueño. Poco a poco,lanzando mantas y almohadones, se ibandespertando sobresaltados como en unamala siesta.

Los comentarios, paso previo a lainquietud generalizada, eran para todos

los gustos.

En fin, no había nadie en el receptáculode los grandes frigoríficos. Así que nosservimos nosotros mismos, ante lamirada sorprendida de algún que otrogaucho. Con todo absolutamenteapagado, en la privilegiada fila de dosasientos, chocaron los vasos con alegría.El mapa luminoso situado al final delpasillo indicaba que estábamos a unosonce mil kilómetros del punto departida, sobre las selvas de Brasil yParaguay.

Lo anoté en el cuaderno, junto a laventanilla.

En el fondo tenía la completa certeza de

que el viaje llegaría a buen puerto. Losargumentos para ello eran bien sólidos:me aguardaba uno de los lugares másfascinantes y misteriosos del planeta.Estábamos lejos, pero ya se empezaba asentir la sutil presencia del Cerro delUritorco, lugar mítico de gigantescashuellas, de aparatos desconocidos, dedesapariciones, de luces que derribanárboles y personas, de inquietud en lasautoridades, de visiones fantasmales...

¿Qué mas puede pedir un reportero?Pegué un trago e hice caso de lasrecomendaciones que se indicaban poraltavoces. Estaba seguro que aquel erael movido preludio de otra aventurainolvidable.

La ciudad de las luminarias

Un malentendido en el aeropuerto deCórdoba, en el corazón de la Argentinaprofunda, estuvo a punto de hacer que laaventura se postergara definitivamente.En verdad —pensaba sentado sobre unmontón de maletas— esta investigaciónse estaba resistiendo en demasía.

Nuestros equipajes, por una de esascosas del destino, habían llegado en otroavión y tres horas antes que nosotros. Ycorríamos por los pasillos temiendo lopeor. Tan nerviosos estábamos, queLorenzo no entendió bien a un hombreeducado que nos abrió una compuerta

donde aparecieron intactas las bolsas deviaje. Mi colega no se enteró de queaquel era el subinspector de policía y lecontestó: «No me moleste, ya le hedicho que no queremos nada de eso, quehay unos amigos fuera y que se locompraremos a ellos».

Me quedé mudo. El hombre nos habíapreguntado con su acento que sillevábamos droga, en una especie desencillo trámite que se efectúa en elcuarto de objetos perdidos. Pero micolega pensó, con el ajetreo, que era unvendedor pesado. Y le soltó aquello.

En fin, solos, y discutiendo con elagente, recién llegados a una de laszonas más deprimidas del país. Estas

cosas no eran de recibo. Y el lío estuvoa punto de ser de aúpa.

Se acercó un hombre algo más mayor yorondo, para ver qué pasaba con elquilombo que habían montado los dos«gallegos».

Yo le expliqué que íbamos en direccióna Capilla del Monte, a algo más de uncentenar de kilómetros de allí... y fuecomo pronunciar una palabra mágica. Unabracadabra que cambió el rostro deloficial. El embrollo monumental, en elque podíamos haber parado con loshuesos en el calabozo, se deshizo comopor arte de magia...

—Capilla del Monte... ¡allí yo vi unovni!

El jefe de la policía, testigo deencuentro cercano.

Nos sonreímos. La suerte, o la«casualidad», estaba con nosotros.

Le prestamos lógica atención y nos dejó,por fin, abrazarnos a nuestras bolsas.Después nos contó su caso. Y el demuchos otros.

—¡No hay ningún problema, amigos!... y

ya lo saben, ¡ojalá que vean pronto unplatívolo!

Con una palmada en la espalda, yconvencido de que en esa tierra mágicanos encontraríamos cara a cara con losno identificados, nos indicó la vía desalida al exterior, donde a pesar de laclaridad reinante se filtraba un vientogélido.

No cabía duda de que estábamos en otromundo. En un lugar donde casi todoseran testigos, desde hacía por lo menosveinte años, del paso y aterrizaje demisteriosas luminarias.

El conductor de la furgoneta, como nopodía ser de otro modo, también loshabía visto. Y nos lo contaba con todolujo de detalles y potente chorro de vozmientras salía a la carretera general, conla Sierra Negra como fondo.

—¡Era como una línea de fuego, comouna hilera de luces unidas unas con otrasasí... fiuuuuu!

El autobús estaba completamente vacíoa excepción de tres viajeros ilustres quenos esperaban para iniciar aventura.Enrique de Vicente, el genial director de

Año Cero; Javier Sierra, director deMás Allá, y Miguel Blanco, director delprograma Espacio en Blanco. Unaverdadera crème periodística de loinsólito unidos en curiosa comisión paraindagar en los cada vez más alucinantesenigmas del Cerro Uritorco.

A cinco minutos de la salida, cuando yaenfilábamos la autopista, escuché unavoz familiar...

—¡Oh, oh!, en este momento hay dosbolsas blancas sobre la cintatransportadora del aeropuerto...

Mantuvo la risa mientras cuatro pares deojos inquisitivos se clavaban en él. Erauno de los monumentales «despistes» deEnrique. Parte de su equipaje se habíaquedado en Córdoba y el conductordecidió regresar por el atajo másrápido. Pisó freno, metió marcha atrás ycomenzó a retroceder ¡en una carreterade seis carriles infestada de tráfico!

Creo que los cinco nos quedamosblancos como la cal, agarrados a lasbarras de los asientos. Nunca habíamosvisto algo semejante.

Los coches pitaban, se cruzaban, y elchofer, a una mano, los esquivaba conuna facilidad prodigiosa.

Estaba claro que aquel viaje iba a serdiferente a todos los demás.

Me acurruqué —como es mi costumbre— junto a la ventana y comencé a anotartodo cuanto veía. Las carreteras cadavez más serpenteantes y estrechas, losmontes afilados de la cordillera, lobrumoso y compacto de las nubes delcielo. Me era imposible, al ir viendo loslugares que quedaban a ambos lados dela ruta, no recordar los verdaderos«clásicos» de la ufología que se habíanproducido en estos lares. El dramático«tiroteo» entre el destacamento militarOlavarría y tres extraños seresluminosos en 1968, el sobrecogedorencuentro de Villa Carlos Paz, donde un

humanoide con una esfera centelleanteen la mano causó terror en un hotel decarretera...

Casos que siempre había leído en losviejos libros desde la niñez y que habíanocurrido allí.

En uno de los lugares más extraños deAmérica.

A pie de cerro

Capilla del Monte nos saludó conhumedad y ese anuncio de lluvia quecongestiona el aire. Es una ciudad, unpueblo, que se extiende a lo ancho al pie

de un cerro imponente. Las casas, lamayoría de dos plantas, eran chatas,iguales, construidas como pequeñosbúnkeres en una zona altamente sísmica.

Cientos de personas han peregrinadohasta aquí, desde rincones de los cincocontinentes, convencidas de que «elencuentro definitivo» entre los humanosy seres procedentes de otras galaxias seiba a producir precisamente en estepunto.

La casa rural donde nos debíamos alojarera fría y poco transitada. Mi impresiónfue la de un lugar un tanto destartalado,como si hubiese sido abierto paranuestra llegada. El fantasma delabandono corría por sus pasillos y

humildes habitaciones de pensionista.En la recepción, algo que nuncaolvidaré, había una foto y un cartel en elque se podía leer «No se olvide deCabezas»; pregunto al fornido posaderoqué es lo que significa, y me dice: «Unperiodista que han matado y quedenunciaba la corrupción». «Aquí la leyvale poco», me añadió.

Le contesté con otra sonrisa torcida.Vaya día.

El comedorcocina, con paredes pintadasa brochazos de verde, era aún másdesapacible. Tras dar cuenta de la carney el arroz me retiré al camastro. Y sobreél, en una vieja y sana costumbre, abrí

planos, documentos y viejos recortes:era el momento de saber por qué aquellugar era, además de extraño y algosórdido, un gran misterio por resolver.

Capilla —como la llaman sus habitantes— era una localidad más, perdida en laserranía cordobesa y tan monótona comootras. Algo ocurrió aquel 9 de enero de1986 para que todo cambiase de lanoche a la mañana. Algo que copó lasportadas, durante semanas, de losprincipales diarios de la nación.

Desde luego que el secretario deGobernación de la provincia, JorgeSuárez, no se lo esperaba ni por lo másremoto cuando un campesino de lasproximidades del cerro Uritorco entró

en su despacho como si lo llevaran losdemonios. El rumor de que luceserrantes estaban siendo vistas por lazona era algo conocido, pero aquellosonó demasiado fuerte: ¡una huellagigantesca sobre el cerro del Pajarillo!gritaba aquel hombre sin cesar. Suárez yel intendente, Diego César, trataron decalmar al gaucho. Después el primero seacercó hasta el lugar acompañado delfotógrafo municipal. Ahí comenzaba lalarga y extraña historia del lugar. Justoen ese momento.

La visión de aquella inmensa marca,situada en pendiente sobre una ladera,de más de cien metros de diámetro y conlos lindes perfectamente distinguibles,

dejaron sin habla al funcionario local.Ya no había fuego que extinguir y símuchas interrogantes en aquel airecálido de la tarde. Las voces de loscampesinos que habían denunciado lapresencia de luces entrando y saliendodel Uritorco resonaron entonces confuerza en la memoria. Los primerosanálisis eran concluyentes, una masagigantesca, extraordinaria, se habíaposado allí horas antes carbonizando elterreno, mutando algunas especiesbotánicas y «asando» —por hablar encristiano— a decenas de animalessorprendidos por ese «fuego» que vinodel cielo.

Y el Cerro del Pajarillo, en el mismocorazón del Uritorco, amaneció conuna gigantesca huella «imposible»...como si allí mismo se hubiese posadouna maquinaria de cien metros dediámetro.

Aquel era el primer acto, tan solo el«número inicial» de muchos otros que sesucederían durante los días siguientes. Yel miedo, la expectación, el caos social,se apoderaron hasta de la última callede la antaño apacible Capilla.

Desde aquel preciso instante se iba a

convertir en una ciudad tomada por losovnis. Y por los que seguían su sendaanhelando el lugar del contacto.

125 metros de base

Jorge Suárez ha entregado su vida almisterio de los no identificados. Y lo hahecho a cuerpo descubierto y sin red,renunciando a todo lo demás. Aquellavisión de la huella lo cambió de talmodo que ya nunca —después del 9 deenero— volvió a ser el mismo.Abandonó sus tareas políticas y seconvirtió en un compulsivo devoradorde toda la información que pudiesedesentrañar aquel misterio tan cercano.

Hoy su casa no es como la del resto depolíticos argentinos. Tiene un cartel enla puerta donde se puede leer CIO —Centro de Informes Ovni— enmarcadopor la ingenua silueta de un PlatilloVolante Clásico de la literatura de losaños cincuenta. Dentro todo son libros,estanterías con fotografías y carteles dela huella del Pajarillo. Es unaiconografía nueva para una nueva fe.

El resto de las estancias de la casa hanquedado completamente minimizadas.En palabras de su dueño, en la caseta enmitad de la campa solo hay sitio para loverdaderamente importante.

Sobrecoge un tanto ver cómo su vida dioun giro tan radical. Desde aquello, según

él mismo nos confiesa, la búsqueda hallegado a ser una sensación de angustiapermanente.

Ha caído la noche, y en su casaconvertida en despacho nos cuenta loque sintió aquella tarde...

Trece años después, el autor pudofotografiar la única muestra que serecogió de la huella. El «fuego» solohabía afectado las puntas de los tallosde modo uniforme. Las pesquisascientíficas y policiales no arrojaronninguna conclusión.

—Cuando levanté la vista y vi eso, fueun momento muy especial. Allí estabaesa pelota negra, como si alguien lahubiera abandonado o como si hubieranaplastado ahí un gigantesco cigarrillo.Era una figura verdaderamente increíble,y recuerdo perfectamente las palabrasque dije en aquel momento... ¡Ay, Diosmío, qué es esto! Nunca hubieraimaginado que estaba a punto decomenzar una historia tan particular paramí.

Jorge Suárez señala la «zona delmisterio». El antiguo subsecretario deGobernación lo dejó todo paradedicarse a investigar a corazónabierto.

Desde el ventanal, tupido de luto por lanoche, se observa la figura silenciosadel Uritorco. Jorge se emocionacontándonos la historia. Es un hombreque cree en lo que dice. Un hombresiempre a punto de romper a llorarcuando recuerda cómo le cambió la vidaaquel acontecimiento que no era sino elinicio de otros de los que cientos depersonas fueron testigos.

El día anterior a la huella se había vistouna luz gigantesca que producía unzumbido ensordecedor. El rumor yacorría por las cuatro esquinas delpueblo. Al caer la tarde los dispositivospoliciales y de bomberos midieronaquel sector quemado. Con el metro ylas cintas en la mano comprobaron quese trataba en realidad de una formaovalada de 125 x 75 metros. Algodescomunal, casi imposible de realizar.La alta combustión que había calcinadola paja tenía una particularidad, solo laspuntas de la vegetación estabanafectadas por el enigmático calor. ¿Quéclase de bromista había podido efectuaraquello? ¿Con qué medios? ¿Con quémotivo?

Tan solo el interior del óvalo estabaabrasado de manera tan extraña,uniforme. A un centímetro de superímetro el campo permanecía intacto,como si nada hubiese ocurrido.

Pero los enigmas solo habíancomenzado. Cuando variosdestacamentos policiales y científicos sedirigen a la huella, encuentran algo quelos deja estupefactos; Jorge lorecordaba perfectamente, y nos mostrabaaquellos documentos:

—En el interior de la paja bravaencontraron insectos de muy diversasclases. Pero lo alucinante es que no

estaban quemados… estaban secoscompletamente, como deshidratados,pero manteniendo «el cuero»momificado.

—¿Y este sapo? —le pregunto, tomandola fotografía entre las manos.

—Ahí está el ejemplo que les digo. Elbatracio apareció con toda la parteorgánica absorbida, y con una especiede tizne negro que era como carbón; nomanchaba, se desvanecía entre losdedos. Aquello, según los análisis,había estado sometido a una energíacalórica completamente uniforme y deorigen desconocido.

Además, según rezan los informes quepodemos ir leyendo pacientemente, elingeniero de sonido José Nogueirademostró que los receptores de FMsituados sobre la huella registraban altasinterferencias inexplicables quecesaban, de raíz, fuera del perímetrocarbonizado. Un campo energéticoestaba presente solo en esa zona,alterando los aparatos y produciendoefectos electromagnéticos.

El antiguo funcionario de Gobernacióntermina de decir estas palabras y ausentasu mirada a través del ventanal, comovolviéndose a hacer la misma preguntade siempre. Fuera está diluviando.

Cientos de casos, miles de personas

A las pocas horas del estudio de lahuella, situada a 15 kilómetros y enterreno abrupto de difícil acceso, lasautoridades saben con certeza que el«objeto aéreo» que se posó en ElPajarillo fue visto la noche anterior poruna familia de gauchos que vive en unaespecie de cortijada perdida en lasierra. Manuel Gómez y toda su prolehan observado un aparato gigantesco quehace ruido, redondo, como «con nerviosen sus laterales», y que ha causado unestruendo en la zona parecido al de unode los temidos temblores de tierra.

Se le considera el primer testigo, pero

poco a poco comienzan a surgir otrosque relatan el mismo hecho desdediversas zonas de la montaña. Locuentan con exactitud, aun estando enpuntos muy distantes unos de otros:«Una luz gigante se precipitó contra elsuelo».

Eran las mismas que se estaban dejandover por toda la zona en aquellas fechas.Desde campesinos humildes comoEsperanza Pelliza, hasta diputados comoHeralio Algarañaz, desde niños de onceaños como Edgardo Gabriel, hastaalpinistas o miembros de la CEPcordobesa —Cuerpo Especial dePolicía—. En los días sucesivos loscasos se producen aún con mayor

intensidad. Y el miedo se extiende.Cuatro alpinistas han desaparecido —jamás fueron hallados— y son buscadospor la sección de canes Unidad RegionalN-1, y dos vacas han aparecidocalcinadas. Dos pilotos aseguran habervisto las luces sobre el Uritorco y, enuna semana, explota la mayor bombainformativa sobre el asunto ovni enArgentina de las últimas décadas: uncomité dependiente de la NASA seinteresa por el presunto aterrizaje deartefacto aéreo desconocido y viajahasta El Pajarillo. Toda la prensanacional refleja lo que está ocurriendocon una mezcla de sorpresa yexpectación y sin dudar un ápice de lostestimonios recogidos. Los rotativos más

influyentes —por vez primera en sudilatada historia— ordenan llegar hastaaquí a sus enviados especiales y en todoel país se pueden leer titulares como:Gigantescos ovnis en la sierra deCordoba; Convulsionó a loscordobeses otro ovni; Revuelo por elaterrizaje; Investiga la NASA al ovni deCórdoba; El enigma del platívolo deCapilla; Vieron otro ovni sobre elcerro; Primero el ruido, después laluz…

Iker Jiménez conversa con ManuelGómez, primer testigo del «ovni del

Uritorco» en la apartada hacienda delas crestas de la sierra. Jamás podráolvidar el testigo aquel artefactoinmenso y, sobre todo, su ruidoensordecedor...

Al tiempo que se estremece toda laregión por las nuevas observaciones,siempre de objetos redondeados de grantamaño y luz rojiza, surgen nuevasteorías e historias que, sin serdesconocidas para los capillenses,nunca habían visto antes la luz fuera dela circunscripción del pueblo. Enprensa, radio y televisión,promoviéndose una verdadera mareahumana de «aficionados a los ovnis»

que creen haber encontrado la esperadaseñal, se habla ya no solo de luces, sinodel misterio que, al parecer, guarda ensus entrañas el milenario cerro. Así, serecuerda el hallazgo misterioso que undía ya lejano de 1938 realizó elcatedrático de la Universidad Nacionalde Córdoba, Guillermo Alfredo Terrera,que se topó con el «desentierro» delllamado «bastón de mando», una piezacilíndrica tallada de manera prodigiosay casi inexplicable en un solo bloque de110 x 4 centímetros de basalto puro decolor negro. En realidad, su primerdescubridor fue Orfelio Ulises, quien sebasó en enseñanzas aprendidas en elTíbet, en las que se hablaba de un objetode poder perdido precisamente en esta

parte del mundo. La rocambolescahistoria, eso sí, tenía un dato rotundo ytangible en pro de su veracidad, el«bastón» fue analizado en el Instituto deArqueología de la Universidad Nacionalarrojando un dato inequívoco: teníaocho mil años de antigüedad ycertificaba el avanzado desarrollotecnológico que alcanzó una etniadesaparecida —la de los comechingones— que se estableció en el profundoNeolítico a los pies del Uritorco paravenerarlo como centro sobrenatural ysagrado.

Una vez más, la conexión entre pasadoarqueológico avanzado, culturadesaparecida y ovnis volvía a

entrelazarse férreamente. Y losperegrinos empezaron a constituirse enverdadera oleada. Algunos, como losgrupos encabezados por el «contactado»Dante Franch, compraron terrenos y seestablecieron junto al cerro convencidosde que allí se encontraba la ciudad deErks, una vieja leyenda casi prehistóricaque hablaba de túneles horadados en lasierra que conducirían a los restos deuna comunidad de sacerdotes que teníanel poder de comunicarse «con otrosseres». Las excavaciones de estosgrupos —filmadas incluso por latelevisión nacional— aún prosiguen. Susúltimos cálculos afirman que la «entradaa Erks» se encuentra en un punto muyconcreto pero muy escabroso y abrupto:

entre los cerros San Agustín y el CerroColorado. Otros, con los que podemoshablar, han venido de continenteslejanos y han vendido todas suspertenencias para retirarse a esperar «elretorno de las luces» que les arrebatarány llevarán a un mundo mejor.

Son miles de personas y una únicacreencia.

Al tiempo, desde 1986, la ciudad haacogido a todas estas personas ansiosaspor el «encuentro definitivo». Losrestaurantes muestran naves y presuntosextraterrestres en sus carteles luminosos—como el de la popular pizzería «Entreplatos»—, las tiendas especializadas enfotografía ufológica, algo jamás visto en

ningún otro lugar, abundan, lo mismoque las de objetos chamánicos, o laslibrerías especializadas. Capilla delMonte hoy es una ciudad completamentetomada por los ovnis. Algo único en elmundo.

El Uritorco de noche

La lluvia había frenado el ánimo denuestros compañeros de viaje. Era yamuy de madrugada, hacía frío y noparecía el mejor momento para ascenderal Uritorco. Pero ni Lorenzo ni yo nosíbamos a quedar en el hotel. Había quesubir. Y encontramos el entusiasta apoyodel grupo Hemisferios, encabezado por

Paco «Maradona» Martínez, uno de losmejores tipos del continente, que nosguío entre la oscuridad. Leían mes a mesnuestros reportajes y nos ibancomentando sus dudas por el camino…

—Oye, sensacional el monográfico deExpedientes X [1] que hicisteis. Cuántashoras buenas nos habéis hecho pasar.Oye, ¿y lo del niño ese de Valladolidatacado por un ovni? ¿Y lo de LosVillares? ¿Y lo de…?

Nosotros, en silencio, sonreíamosagradeciendo su interés a miles de

kilómetros de distancia. Eran losmilagros del periodismo. Pero nopodíamos responder en nuestroensimismamiento. El paraje en la noche,con un viento que era difícil decontrarrestar, y que según la zonaabsorbía como un embudo o casitumbaba de bruces, era la viva imagendel miedo. Y de veras que lo estábamosdisfrutando, conscientes de toda lahistoria, de todo el misterio, de todo elinigualable fenómeno social que seocultaba en cada una de las piedras porlas que nos encaramábamos para llegararriba.

¡Cómo demonios nos íbamos a quedaren el maldito hotel!

En la cima, desde donde se controlabatoda la serranía del Uritorco, nosacompañaba también el mexicanoDaniel Martínez, director de TercerMilenio, sin lugar a dudas el programamás influyente en América acerca deestos asuntos y que se emite desde hacemuchos años en una de las máspoderosas cadenas televisivas delmundo: Televisa.

Es él quien ve una llanada donde podersentarnos y contemplar toda esagrandeza. El lugar, desde luego, espropicio para la tertulia acerca de lasúltimas novedades. Siete investigadores,la noche y el cerro más misterioso delmundo. ¿De qué se iba a hablar si no?

Paco Martínez y sus chicos son los quehacen llegar a nuestros oídos uno de losúltimos encuentros con humanoides ydesapariciones. La lluvia, aunque muyfina, sigue calándonos. El plumasabrochado hasta arriba y todos sentadosen círculo. Debajo, los lejanos pueblosy las tenues y solitarias luces de lascortijadas aisladas donde se vieron losovnis. El panorama es de película.Permanecemos a la escucha,sobrecogiéndonos de vez en cuando, nosabemos bien si por el frío o por lo queestamos escuchando:

—Un caso sensacional —afirma el granPaco, ayudado por sus cinco colegas de

Hemisferios— es el de GabrielaCastalsano. Todo comenzó con otra deesas «desapariciones» de personastípicas en estos lares en los últimosaños. Pero a estos sí se los encontró. Loque relataron fue increíble, y hayevidencias médicas y policiales en elasunto…

Una luz ha detenido el relato. Todos noslevantamos. Un vuelco en el corazón…parece que es un coche que asciende poruna de las laderas. Poco a pocovolvemos a la postura inicial… elambiente se caldea.

—Resulta que los buscan durante sietelargos días con perros, bomberos, detodo. En fin, pasado ese tiempo, y sinque nadie hallase una pista, se losencuentra en estado de crisis nerviosa enuna gruta, vestidos con una especie detúnica o malla blanca que ellos no sehabían puesto.

—¿Muertos? —pregunta alguien.

—No, no. Qué va. Estaban bien, norecordaban casi nada. Era como unagran amnesia. Repentinamente la policíase da cuenta que Castalsano tiene lospies completamente congelados. En unestado tan lamentable que el médicooficial de Capilla se abruma. Estabadescalza, con partes del pie necrosadas,

sin aparente circulación en las arteriasprincipales, negros, como podridos ogangrenados y con varias espinasclavadas muy profundas. Se la traslada aBuenos Aires y se le diagnosticaamputación traumática. Ella confiesaque recuerda que, estando perdida, entraen una gruta, ve un destello y aparece unser, hombre o mujer, entallado en unmono blanco y brillante, con botas demedia caña, que la mira fijamente. Teníaun cinturón ancho y los cabellos albinoscaían sobre los hombros. Cuando estácontando la historia parece que hay unalenta recuperación. A las pocas horas lasangre ha vuelto a circular y los médicosno se lo explican. Se reanudaba denuevo el flujo sanguíneo, pero los

informes clínicos eran concluyentes,había que cortar…

Los avistamientos de luces en la nochey las inexplicables desaparicionescolapsaron las portadas de todos losrotativos argentinos. El fenómeno delUritorco comenzaba a arrastrar acientos de personas hasta Capilla delMonte en busca de un encuentro con losobrenatural.

—¿Y al final la chica se recuperó? —pregunto.

—Exacto. Ni los médicos ni la policíapudieron saber qué ocurrió allí. Pero,desde luego, algo pasó en una gruta, enuna gruta que, si no me equivoco, debequedar por aquí mismo, a nuestraespalda…

Miro hacia ese espacio negro, dondeasciende el monte en la llamadaQuebrada de la Luna, y recuerdo casosmuy similares en España. Una niñaalbaceteña de seis años de Arroyo

Sujayal que respondía al nombre deAntonia Tamayo fue portada deperiódicos y semanarios por un casoidéntico ocurrido entre diciembre de1979 y los primeros días de enero de1980. Perdida en pleno invierno en laserranía, fue encontrada tres días y tresnoches después, incomprensiblementesin síntomas de congelación. En surecuperación en el hospital aseguró que«una mujer de cabello largo y ropablanca la había estado cuidando en unacueva». Idéntico e igualmentesobrecogedor es el caso de CarmenRomero, desaparecida en los montes deTeba, Málaga, en septiembre de 1975, yque, tras un impresionante rastreo de laGuardia Civil, apareció días después en

estado de ensoñación, comentando queun extraño ser vestido al modo que losanteriores ha estado protegiéndoladurante todo este tiempo. Se la encontrósin síntomas de desnutrición nicongelación: nadie puede explicárselo.

Va transcurriendo la noche en elUritorco, apiñados para protegernos delfrío, escuchando cómo suena lanaturaleza salvaje del entorno yhaciendo un repaso exhaustivo por todolo que ha ocurrido precisamente allí.

Ni que decir tiene que el descenso sehace lento, mirando a cada rincón, acada vaguada, con el miedo profundo enel cuerpo después de lo oído. En filaindia el equipo retorna, intuyendo, tras

haberse creado esa atmósfera invisibleque inunda las tertulias de lodesconocido, que quizá podemos sernosotros los próximos testigos de esosseres que muchos habían visto merodearpor aquí con tan extrañas intenciones.

Llegamos a la pensión: en la entrada nohabía ya nadie, y la macabra foto de«No se olvide de Cabezas» sebalanceaba con el chorro de aire de unpequeño ventilador queinexplicablemente allí estaba encendido.Caímos sobre los espartanos camastroscomo verdaderos sacos, convencidos deque al día siguiente iba a proseguir laespiral de acontecimientos.

La «Luz Mala»

Sesenta apariciones en los últimosmeses. Desayunamos con una cifra quenos pareció casi alarmante. Eran losinformes que nos puso Hemisferiosencima de la mesa. Testigos los hay detodas las clases. Desde pilotos hastadentistas o médicos, y la describen de unmodo muy similar: «Semejante al puntode una linterna con pocas pilas».

Había oído esos testimonios en España.Y los había investigado. Casos como elde la «Luz Errante del Pardal», enAlbacete, o la de Ribera Oveja, en

Cáceres [2], con al menos un muerto ensus espaldas, tenían su fiel reflejo enestos pagos argentinos del otro lado delmundo. Es el profundo misterio —comodiría mi amigo Jesús Callejo— de lasluces populares, aquellas que, como losantiguos fantasmas y espectros,permanecen siempre pululantes porterritorios muy concretos, por aldeasdonde los habitantes, de tantoencontrárselas generación trasgeneración, las han asumido ya a supropia historia como algo absolutamentereal y verídico.

Aquí, en este mundo de montañas altas ypeladas, de poblaciones diseminadas yde la dura vida de los ganaderos, se la

conocía con un nombre muy descriptivo:la «Luz Mala».

Según puedo informarme, en octubre de1967 se tiene referencia del primercaso, cuando el peón agrícola de origengermano, Beto Klund, juró haberla vistoavanzando a poca altura, junto a unosárboles centenarios situados en lapoblación de Santa Rosa, paradesaparecer entre unas lomas cargadasde un fecundo pasado arqueológico.

El 18 de enero de 1968 tuvo lugar unhecho importante para la historia de estefenómeno. El periodista local de talanteescéptico, Héctor Walter Cazenave,decidió un buen día vigilar la zona de laarboleda donde ya varios testigos habían

asegurado seguir las evoluciones de laluz errante. Ante su espantada mirada ypor dos noches consecutivas «aquel focooscilante», tal y como lo definió en sudía, apareció acercándosele hasta menosde cinco metros para luegodesvanecerse en el aire. A partir deentonces la presencia de lo que comenzóa llamarse «Luz Mala» se convirtió enalgo casi tangible. Los testigos, de todacondición y cultura, se sumaban a unalarga lista en la que abundaban laincomprensión y el miedo ante algoabsolutamente desconocido.

Junto a la ruta 10, inmovilizando cocheso persiguiendo a las personas de a pie,la siniestra luminaria ha ido dejando un

reguero de nombres y de sustos: CarloPiermatei, Alberto Sánchez, el sargentoLuque García, Ester Moyano, FelipeBernal, decenas de personas que, segúnpudimos comprobar, incluso habíanpodido fotografiar a varias de estasformaciones muy cerca de los caminos ycarreteras, antes de huir despavoridos,presos del miedo que aún provocanestas manifestaciones en las entrañas dela Argentina profunda.

La primera noticia en la que se hablade la «Luz Mala», todo un fenómenosocial en la Argentina profunda que

aún continúa retando a los gauchos.

Y es que la presencia del «lamparil»,según se tiene casi por seguro en estastierras, no presagia nada bueno para eltestigo.

En eso estaba pensando, mojando uncruasán en el café con leche de lacafetería y grabando apaciblementealgunos de estos testimonios, cuando unamano me dio dos toques en el hombro.

Sin volverme, escuché una voz…

—Amigo, ayer se vieron de nuevo ovnisen el Uritorco. Algunos dicen que hanaterrizado de nuevo…

Manuel Gómez: «Hasta los perrostenían miedo»

A los pocos minutos de escuchar esaspalabras estábamos rodando por la rectaque une Charbonier con la Quebrada dela Luna y Ongamira, a unos seiskilómetros de desvío de la solitaria ruta38. Al fondo aún se veía la marca de laantigua huella del Pajarillo: una marcaque sobrevivió al tremendo incendio dela zona. No se quemó su área y quedócomo un impresionante negativo del

terreno. Después, a finales de losochenta, comenzó a crecer el pasto deforma desmesurada, pero ni los animalesni los pequeños insectos osaban entraren la marca circular. Era como si algolos repeliese.

—¡Dios… creo que se me reventó unagoma!

Nos agarramos fuerte una vez más. ElFiat Regata Break de Jorge Suárez,cargado hasta los topes, empezó a pegarbandazos de un lado a otro. Lorenzograba en la parte delantera y a punto está

de estamparse contra el cristal. Chirríanlos neumáticos, nos deslizamos a laderecha y al final acabamos junto a unapequeña barranca. Seguimos el camino apie, aliviados los pulsos, convencidosde que nuestra expedición al corazón deArgentina estaba saliendo a susto pordía. Por el camino nos vamosencontrando con el resultado delimpacto sociológico de la huella delPajarillo. Centro Ovniológico DanteFranch, Capilla de Fátima, Capilla deLourdes… allí estaban, en mitad de unaslomas frías y sin vegetación, las casasde todos los que esperaban el díaseñalado.

Las luces se han vuelto a ver por toda la

zona. Uno de los testigos las habíapresenciado, como todos los gauchos dela comarca, aquella noche inolvidabledel 8 de enero de 1986. Su testimoniorebosa credibilidad por todos los poros.El olvido no ha hecho mella en él. EsManuel Gómez, sesenta años, gorra detela y cuellos de borrego subidoscompletamente:

—Aquel verano venía a caballo con mihermana cuando apareció aquel aparatoque hizo tanto ruido que los chicosdejaron de jugar. El ruido era fuerte…fuerte, impresionante, como un trueno,acompañado de luces coloradas. Pasófrente a esta zona y cayó más allá —

señala a través del sucio ventanucodonde se distingue la figura del pico delPajarillo—. Al día siguiente lospatrones me dijeron que qué habíapasado… que el campo se habíaquemado todo.

—¿Y había animales abrasados? —ledigo, acercándole la pequeña grabadora.

—Mire usted, había vacunos enteros,muchos sapos muertos, bichos, laspiedras quemadas echando humo…estaban como quemados por dentro ypor la parte del cuero. Todo estaba conun olor muy fiero que no se pudo niaguantar en dos o tres horas. Un familiarme contó cómo al tiempo de la luz se le

paró el auto. Les pasó también a otros.Los mecánicos no sabían qué pasaba…todo estaba bien. Hasta los perros teníanmiedo y empezaban a llorar. En el pationo quedó una hoja, los árboles quedaroncomo envejecidos, sin una sola hoja ensus ramas… algo increíble…

—Pero usted ha visto más luces poraquí, ¿no es cierto?

—Sí, como todos. Las gentes lasllamaban Luz Mala. Pero como aquellanunca volví a ver. Nunca en mi vida.

Gómez me confiesa que en esas nocheshan vuelto a verse luces. Y que hace un

mes quedó otra huella parecida a la delPajarillo: varios amigos se prestan allevarnos hasta otros testigos del pasode estos fenómenos. Absolutamentetodos las han visto.

Miro hacia atrás y veo cómo el gauchoGómez, enmarcado en la profundasoledad de su cobertizo, se despideagitando la mano, junto a un gran árbolque una noche maldita cayó de plano…y sin una sola hoja en su tronco.

Gana el que más se acerque

Puedo asegurar que en los días deinvestigación que permanecimos en

Argentina no dimos abasto con lainformación de última hora que nosllegaba. Los casos de «Luz Mala» eranalgo evidente y rotundo. En los últimosdías, coincidiendo con la entrada de laprimavera, las apariciones de laluminaria rojiza y tenue se habíandisparado. Entre los investigadoreslocales se intentaba, incluso, llegar másal fondo de la pura casuística. La propiadimensión social del fenómeno era loque más fascinaba a profesionales de latalla del médico Daniel López,aficionado desde siempre a estosfenómenos y que, tras un arduo estudiosobre el terreno entrevistando a decenasde personas, había extraído apasionantesconclusiones…

—El fenómeno de la Luz Mala hallegado a ser un recurrenteantropológico de increíble valorsociológico. En las comunidades ruralesde la Pampa y de Córdoba se tienennoticias de apariciones incluso desdelos años cincuenta. Es muy común quemuchas noches los campesinos hiciesenretos con ella. Quien se acercase másganaba la apuesta. De esto hemosrecogido más de treinta testimonios. Esmás, si la luz se alejaba en cuanto unode los hombres se plantaba allí, sesuponía que el testigo no estabapreparado, que incubaba demasiadomiedo en su interior. Así, con el tiempo,

el hecho de haber permanecido a cinco odiez metros de la luz significa hombría,valentía y respeto incluso por parte delo desconocido y sobrenatural.

Una rana abrasada y con el interiordeshidratado, como si hubiese sidoafectada por una energía desconocida.Fue el primer animal que se extrajo enla zona de la huella.

Según pudimos comprobar a lo largo denuestras investigaciones, es muy común

aún hoy en día escuchar en algunascomunidades rurales el consabido «yome arrimé a la Luz Mala».

Tomada por un «alma en pena» duranteel siglo pasado, los relatos sobre estaluz que en ocasiones penetraba bajotierra o se dividía en varios fragmentosson realmente abundantes. Incluso laslabores artesanales de los diferentespueblos de la Pampa han dejadoplasmado en sus tejidos y cerámicasinteresantes representaciones gráficas deese «pequeño sol que sale en lamedianoche», todo un síntoma paracomprender hasta qué punto estáarraigada en la sociedad estafenomenología real e indiscutible que ha

intentado ser capturada por todos losmedios posibles en los años noventa yque siempre ha resultado esquiva a redde la moderna tecnología.

Desconcertando a los investigadores, laLuz Mala se ha aproximado a personashumildes y también a testigos de elite.Fe de ello podría dar el piloto OscarRojo, que en 1998 vio desde su aparto ala consabida «luz rojiza y opacaseseando por el monte», o a otrocompañero de Aerolíneas, EnriqueMario, quien se topó con una hilera deestos pequeños focos entrando ysaliendo de un aparato mucho mayor, deaspecto opaco y con varias«compuertas», en el verano de 1999.

Para añadir más ingredientesincomprensibles a este misterio,pudimos cerciorarnos del encuentro queel instructor de la escuela deescaladores profesionales de laprovincia de Córdoba, Juan Basán,mantuvo con el irritante fenómeno en lasproximidades de la pedanía de LosGigantes. Allí, en una explanada, pudosacar un subfusil y lanzar variosdisparos contra la luz rojizaperfectamente redondeada que sebalanceaba a un metro del suelo comouna hoja muerta. Al notar los impactos,el cuerpo central se fragmentó en ocho odiez esferas más pequeñas y después, enpleno silencio, se volvió a conjuntar enuna única masa central. Aterrorizado, el

destacamento de avezados alpinistas quepresenciaban la escena decidieron huirmonte abajo ante aquella luminaria queallí se quedó, como desafiándolos en loque consideraba su propio terreno.

Última hora: cinco figuras en TrenqueLauquen

La casualidad, esa curiosa aliada que aveces acompaña a los reporteros, hizoque en plena provincia de Córdobasupiésemos de un suceso que salía a laluz el 12 de septiembre y que podría serconsiderado uno de los más fascinantesencuentros con supuestos tripulantes delos ovnis ocurridos en la última década

en todo el Cono Sur. Cinco figurasextrañas habían merodeado por lascercanías.

La zona donde nos encontrábamosviajando en una renqueante furgoneta yafue pródiga en este tipo deacontecimientos hace treinta años.Precisamente en Villa Carlos Paz, lugaral que teníamos previsto desplazarnosjusto antes de conocer la nueva noticia,ocurrió en agosto de 1968 uno de losmás estrambóticos sucesos que recuerdala ufología argentina. En un modestomotel que aún hoy se levanta junto a laruta 2 y que lleva por nombre La Cuesta,la joven muchacha María Elodia Pretzel,recepcionista de dicho establecimiento,

se topó con una extraña figura vestidacon un mono verdoso y aparentementecompuesto de escamas que emitía unfulgor que la dejó medio mareada. Elser, de apariencia y rostro humano y unaenigmática sonrisa, penetró hasta larecepción del hotel, momento en que sevolvió y desapareció instantáneamente.En su mano portaba una esfera quedespedía en todo tipo de direccionesvarios haces muy finos de luz que con subrillo acentuaba el extraño aturdimientoque se apoderó de la muchacha. Actoseguido se presentó en el lugar el propiopadre de María Elodia, quien con unmachete de grandes dimensiones en lamano buscó por todas las estancias alsupuesto y fantasmagórico ladrón. Al

final el asunto acabó en los archivospoliciales, que terminaron cerrando elexpediente y dando por inexplicable laextraña visita.

Con precedentes como este de VillaCarlos Paz, o incluso otros como elsupuesto «ataque de tres seres a unapatrulla argentina», tal y como titularonlos rotativos de mayor tirada del país alsuceso ocurrido a la patrulla del cabo S.Menéndez en las cercanías del pueblode Olavarría, y transcurridas tresdécadas desde los «casos clásicos» delcentro de Argentina, se producía ahora,inesperadamente para toda la sociedad,el encuentro protagonizado por elmecánico de equipamiento agrícola

Carlos Colón.

El testigo rodaba con su camión el 25 deagosto en las cercanías de la poblaciónde Trenque Leuquen a las 16:30 horas ymuy cerca de una pronunciada curva queconectaba con la ruta nacional 5. En lasinmediaciones de una zona conocidacomo Pehuelches comenzó a notar unasextrañas interferencias que se colabanpor el aparato de radio. Tras parar elcamión para averiguar la supuestaavería, Colón notó que el zumbidoprovenía del exterior, que se hacía másfuerte y que le obligaba a taparse losoídos. Acto seguido, según relató elmecánico al diario La Opinión, echó piea tierra para intentar desvelar el

misterio y se fijó en «cinco figuras comovestidas con un traje muy blanco y elrostro oscuro que poco a poco se ibanacercando». De fisionomía humanoide,los seres se detuvieron a unos 20 metrosdel camión, con Carlos Colónaterrorizado y apoyando su espalda en lapuerta de la cabina. Al igual que leocurriese treinta años antes a MaríaElodia Pretzel en Villa Carlos Paz o aldestacamento de militares de Olavarría,el testigo sintió un tremendo mareo quele invadió por completo, hasta casiobnubilar su vista. A pesar de todo,Colón logró aguantar con fuerza al puntodel desvanecimiento y comprobar cómo«no había rostro en aquellos individuos,tan solo una mancha negra… como una

gota vuelta del revés, eso era la cara».

Los presuntos tripulantes se reunieron enun punto y comenzaron a desplazarse«como si tuvieran un pequeño motor queno les hiciese tocar suelo», despuésapareció una especie de pantallalumínica en forma de cono que fueenvolviéndolos poco a poco. Actoseguido aquella formación saliódisparada hacia el cielo, al tiempo queel mecánico se sentía impulsado por unafuerza indescriptible y casi dolorosahasta la verja que estaba al otro lado dela caja del camión. Sin saber bien cómohabía ido a parar allí, el asustado testigomontó de nuevo en el vehículo y notócómo este le fallaba, «como si se le

fuese ahogando el motor».

Colón, hombre honesto y nada dado a lafantasía, se hizo varios chequeosmédicos nada más llegar a Leuquen,pues su estado de angustia y miedo nodesaparecía. Al final, ni la ciencia ni lamecánica descubrieron las extrañasalteraciones que durante días habíansufrido vehículo y conductor.

No dejaba de ser curioso, pensábamosmientras empujábamos la furgoneta poruna ancha calzada perdida en medio dela nada, que el motor que nos debíatransportar desde Capilla hasta Córdobahubiese reventado en aquel mismo lugar.

La expedición tocaba a su fin y, como no

podía ser de otro modo, la sorpresa y loinesperado se cebaban de nuevo connosotros. En mitad de la Pampa, Enriquede Vicente, Javier Sierra, LorenzoFernández y quien esto escribearrimábamos el hombro para moveraquella cafetera con ruedas que debíatransportarnos a Buenos Aires, lugardonde teníamos previsto pasar unos díasentrevistándonos con diversosinvestigadores y dedicarlos, sobre todo,a la pura y dura compra de libros deestos temas en la ciudad con máslibrerías del mundo.

Todos, reordenando la oleada de luces yseres que estaba viviendo la zona en lasúltimas fechas, no pudimos sino sonreír

pensando de nuevo en la casualidad alver el cartel que indicaba el lugar en elque la vetusta maquinaria de la RenaultTraffic dijo basta.

Tras una pancarta verdosa se adivinabanunas lejanas casitas blancas. Era VillaCarlos Paz, un nombre ya clásico para laufología argentina, epicentro, treintaaños después, de nuevos sucesosfascinantes que desbordaban nuestracuriosidad reporteril.

Y empujando poco a poco, entre risas,sudores, comentarios y un sentimiento deprofunda amistad, los cuatro periodistasnos fuimos perdiendo entre aquellaslomas, intentando arrancar la camionetamientras caía el sol, para llegar a ese

destino.

Estábamos convencidos de que aquelviaje, por derecho, iba a convertirse enun recuerdo vivo, entrañable,inolvidable para cada uno de nosotros.

Enrique de Vicente, Lorenzo Fernándezy una furgoneta que acaba de«reventar» en mitad de la carretera. Laaventura continuaba...

1 Los verdaderos Expedientes Xespañoles. Monográfico de la revistaEnigmas, coordinado por LorenzoFernández e Iker Jiménez, que vio la luzentre abril y mayo de 1997.

2 Los casos de las luces errantes delPardal y Ribera Oveja se encuentranexhaustivamente investigados en loslibros Enigmas sin resolver II, de estamisma editorial, y El Paraíso Maldito,de ediciones Corona Borealis.

JORDANIA:

SORPRESA EN PETRA

Esta tumba la acabo de descubrir. Esuna tumba que puede cambiar todo loque conocemos sobre Petra.

María Pilar Díaz, arqueóloga española,momentos antes de penetrar en «elsepulcro de la serpiente».

13

Jordania: Sorpresa en Petra

Rumbo a Petra.—En lo más profundodel Wadi-Rum.—Una tumba distinta.—La serpiente negra. EN MUYPOCAS OCASIONES uno puede serprotagonista de un descubrimiento

arqueológico. La sensación de penetraren la negrura y que el chorro de lalinterna vaya explorando cosas ymisterios aún no conocidos es algoinigualable. Un golpe de adrenalina que,como un premio, pude vivir en elcorazón de Jordania, un paísrelativamente tranquilo, ahogado porgrandes desiertos y que tiene en su senouno de los lugares más fantásticos yextraños del mundo.

Rumbo a Petra; 13:35 horas.

Joachim, uno de los mejores guías quehe conocido, me habla de María PilarDíaz casi con devoción... como si setratara de una leyenda.

—Lo dejó todo, sus estudios, suuniversidad, y se vino a vivir con losberéberes. Es la persona que más sabede los misterios de Petra... y, según serumorea, últimamente ha hecho un nuevodescubrimiento sensacional.

El calor aprieta dentro del autocar. Apesar de que este, cosa digna deagradecer, es moderno y cuenta con buenaire acondicionado. Descendiendo pordesfiladeros a toda velocidad, vamosviendo las compactas arenas del Wadi-Rum, el entorno excepcional donde,entre otras, se filmaron las películas del

popular Indiana Jones.

Un hombre que tira de un carromato nossonríe con la boca desdentada e intentaperseguirnos. Tras medio minuto lo veodesaparecer en el centro de la carretera,alzando su vara de mimbre.

En lo más profundo del Wadi-Rum

Quizá lo que más llama la atención,además de un aire que quema, es lapropia estratificación caprichosa deldesierto. Los colores intensos —ocres,verdes, amarillos y azulados— se vandisponiendo en capas, en murallones decien metros de alto y en desfiladeros tanestrechos que tapan el sol, componiendounos mosaicos de color imposibles de

ver en ningún otro lugar del mundo.

Muy cerca de aquí, horadando la tierraseca, fluye el silencioso río Jordán. Unmotivo de lucha permanente con losisraelitas. Ambas naciones se disputandesde hace siglos la orilla en la queJesús fue bautizado por Juan.

Nos encontramos rodando por un puntoestratégico hoy y en la más remotaantigüedad. Petra, enclavada en unasentamiento de las rutas entre Arabiadel Sur, Gaza, Egipto y Damasco, fue unlugar olvidado por los hombres. Losbeduinos nómadas fueron los únicos,durante veinte siglos, que aseguraron suexistencia como una maravillaconstruida en las entrañas del gran

desierto.

Petra provoca un grito de sorpresa. Enmitad de la nada aparecen portadas ytemplos labrados en la roca viva conuna técnica alucinante. Es el únicorecuerdo de la misteriosa civilizaciónnabatea.

Como casi siempre ocurre, tuvo que serun explorador que desoyó a sus colegas«científicos» quien, en 1824, se toparacon sus edificios prodigiosos horadados

en la roca. Ludwig Burckhardt,espoleado por estos comentarios de losclanes árabes, se adentró en la zona y«redescubrió» la urbe perdida. Cuentanque a su llegada ante las puertas gigantesde un templo construido de arena, sepostró incapaz de creer lo que estabanviendo sus ojos.

Aquí empezó a haber vida y comercio enel 6500 a. de C., antes que en cualquierotro lugar del mundo. Los nabateos, laenigmática civilización que aquí seestableció, pasando de ser errantes asedentarios, eligió un lugar sin agua nirecursos, perdidos en mitad de la másaplastante nada. Y aún hoy loshistoriadores no son capaces de

explicarse por qué eligieronprecisamente este lugar tan extraño.Prodigiosos escultores de la piedra,vivían en cuevas o cavernas conportadas magníficas y no superadas en elarte antiguo. Eran habitáculos sinventilación, lo que les hacía,misteriosamente, vivir casiconstantemente a la intemperie.

El tesoro del faraón, que nos sorprendecon su fachada rematada en capiteles ycolumnas de la propia tierra, es elenclave más famoso. Su colosalismo enmitad de aquellos desfiladerosestremece el alma del más pintado. Lafachada, en la que se debieron empleardécadas de trabajo, está consagrada a

algún dios desconocido. Hay una piedraen su parte superior en la que se creíaestaba oculto el tesoro de Moisés. Ymás de uno se mató por intentarescalarla, impulsado por su avidez,intentando enriquecerse.

Para Joachim, esos dioses puedenpertenecer a las misteriosas caras deojos ovalados y abombados cráneosdesnudos que se reparten por toda laciudad.

Los hombres del Wadi-Rumrepresentaban a estas criaturas de unmodo esquemático: como una sucesiónde círculos y barras. Algo que mesonaba ciertamente familiar.

Eran los yenum, espíritus malignos queaparecen como un fogonazo, con cuerpoestrecho, mohíno y rostros fantasmales.Su anatomía, plasmada en algunosretratos que quedan en las paredes dearenisca, es la misma descrita en losmodernos encuentros con humanoides.

No es de extrañar que viejas crónicasgriegas hablen de ellos en la voz deaquellos viajeros que durmieron enestos pagos... lo inaudito es que todavíahoy los comandos militares mantenganque en más de una ocasión se han vistosorprendidos, en estos monumentos ytemplos solitarios, por una especie detronar que antecede a la aparición, claray nítida, de los terroríficos humanoides

de luz.

A base de la conjunción de barrasrectas y «ceros» (símbolo curioso yrecurrente...), los primitivos habitantesde Petra reflejaban de modo muyhierático la mirada de los diosesvigilantes.

Ante una mesa de madera baja, con unostés recién hervidos, tres soldados seexplican a su manera. FranciscoContreras y yo escuchamos, aliviados

por el toldo que protege cuatro metroscuadrados de sombra. Una joya en estadesnuda ciudad jordana.

Han sido testigos de la sutil presenciade los diablos resplandecientes queaparecen en la noche y contra los que novalen las armas. Según afirman soncapaces de desvanecerse en segundos.Ni siquiera las ametralladoras queenseñan y engrasan con orgullo puedenhacer nada contra ellos.

Vamos mirando hacia las alturas, hastaallí donde alcanza nuestra vista paracomprobar cómo se alargan hacia elcielo las torres labradas y los arcos yfrisos construidos con técnicaalucinante. Es esta una ciudad de

templos imperiales, de grandeza similara una Roma o Grecia de la Antigüedad yen la que, sin embargo, todas lasconstrucciones están completamentevírgenes en su interior rocoso sinmodelar. Nadie lo comprende. Por otrolado, todo es una inmensa necrópolis detumbas en la piedra. Sepulcros en dondejamás se ha encontrado ni un solocuerpo. Ni un solo resto porinsignificante que sea.

Y así, caminando entre los barrancosmulticolores de la asfixiante Petra, a unole da la impresión de que todo esto es undesierto modelado para los dioses. Unaciudad fantasmal donde ocurren cosasextrañas y donde el viejo dios Eayú

parece dominarlo todo con suinmisericorde presencia, vigilando decerca a los diabólicos «yenum» que,según se afirma hoy en día, aún seaparecen entre riscos olvidados comofantasmas encadenados a este lugar.

Una tumba distinta

Con su flamante licencia oficial 347 deldepartamento del PatrimonioArqueológico de Jordania colgado delsuéter de manga corta, la españolaMaría Pilar Díaz, de escasa estatura ychorro de voz potente y apasionado,quiere hacernos partícipes de su últimoy sensacional descubrimiento.

—¡Esto no lo ha visto aún nadie! —mesusurra al seguirla entre desfiladeros ypendientes mientras los últimos caballosque transportan visitantes hasta Petra, labella ciudad rosa de las catacumbas,desandan cansinos el camino hacia lascuadras.

Dos mujeres nómadas se protegen delsol con sus atuendos negros. De fondo,los inmensos anfiteatros derruidos porel tiempo y el olvido.

Ya queda poca gente por losalrededores y las sombras chinescasprovocadas por las moles de arenarecrean un mundo mitad terrenal, mitadonírico.

Según rumorean los militares y lospocos nómadas que aún pasan por aquí,hace tan solo unos días que se hahallado una nueva cueva en Petra.

Pero no es una más, sus proporciones ycaracterísticas no son como las delresto, e incluso lo descubierto en susentrañas contradice muchas teoríassobre todo lo escrito y hablado sobreeste rincón del desierto jordano.

Estamos deseosos de ver con nuestrosojos lo que ella nos ha contado unoskilómetros atrás, mientras nos narrabaalgunos misterios difícilmenteexplicables que pueblan la región.

—¡Las principales autoridades aún nohan respondido acerca de esto! —nosdice a Carmen Porter y a quien estoescribe mientras nos invita a pasar porun angosto pasillo cuadrangular dondenos topamos con la primera sorpresa.

Hay unos círculos perfectos practicadosen una de las paredes. María Pilar se

detiene y explica pausadamente...

—Aquí, no nos cabe duda, debió deenterrarse a una casta de sacerdotes oelegidos. Ninguna tumba de todo elrecinto de Petra tiene estascaracterísticas. Esto debió de ser unapuerta «blindada», es decir, con unosresortes que la cerraban a cal y canto,con unos portones muy gruesos ypesados que impedirían el paso al resto.Esto ya supone un aislamiento; además,por su situación alejada de todas lasdemás, absolutamente voluntario. Laantigüedad de esta tumba que se acabade descubrir parece incluso mayor quelas del resto, de una época quizá unpoco anterior.

Reparamos en la especie de herrajesmecánicos que allí debió haber hacemuchos siglos y penetramos en el umbralde un pasadizo que nos conduce a uninterior sombrío. Ahora, sería absurdonegarlo, nos sentimos como émulos delcelebre y cinematográfico profesorJones, entrando en un lugar ignoto. Dieztumbas antropomorfas cavadassimétricamente en la piedra demuestranque allí hubo un enterramiento ritual,diferente al de los demás. Sobre unapared frontal rugosa, que preside todaslas sepulturas, vemos dos grabados enrelieve. Uno de ellos es una figurafantasmagórica que preside los nichos

mortuorios. Un descabezado.

Ese es el gran hallazgo al que ningunaautoridad todavía ha encontrado unsignificado. Bajo su anatomía, uncaballo perfectamente labrado, dibujadocon una rudeza llena de precisión, llamala atención de la arqueóloga.

—Esto no debería existir —nos dice conuna sonrisa pícara—; si suponemos que,tal y como históricamente se admite, lasculturas nabateas fueron las primeras enllegar hasta aquí, no sé qué demoniospinta esta silueta descabezada montandoun caballo.

—¿Qué tiene de particular? —lepreguntamos mientras fotografiamos aljinete sin cabeza sobre su cabalgadura...

—Las culturas nabateas no conocíanestos herrajes y aperos del caballo.Nunca los reflejaron en ningún grabado.Esto es único. Tampoco sabemos elsignificado simbólico de esta figura queparece un espectro. Los correajes parala domesticación de los animales erancompletamente desconocidos. Lastumbas guardan un significado directocon esta imagen. Pero no sabemos quépuede ser. Eso sí, esto nos abre unaexpectativa inmensa para considerar queaquí, en esta tumba especial yresguardada por pilotes y puertas

correderas de piedra, hubo otra genteanterior a los nabateos. Otra gente consus dioses y sus guías sobrenaturalesque no sabemos exactamente a quécultura pertenecen y que fueron los queen verdad generaron todo esto.

Este pequeño grabado, amigos, puededar un vuelco a todo lo que conocemoshoy de Petra...

La serpiente negra

Casi un metro a la derecha de la extrañarepresentación aparece otra nuevasorpresa. Una serpiente de gran tamaño,de casi dos metros y también grabada a

relieve, que supone y concentra un sinfínde enigmas en su cuerpo tubular.

—Los primeros que se han pronunciadonada más descubrirse la cueva esteverano han dicho que quizá pudieratratarse de un enterramiento de personaspicadas y muertas por algún tipo deserpiente venenosa.

—¿De qué reptil puede tratarse?

—Sin lugar a dudas, de la SerpienteNegra, temida y dada como mortal porlos nómadas de este desierto. Pero noexiste ningún otro grabado en todo Petraal respecto. Son dos, o una monstruosa

que se une y posee dos cabezas. Estáintentando devorar a algo parecido a uncordero o borrego. Tampoco podemosexplicarlo. Los grabados losencontramos limpios, relucientes, sinuna mota del polvo que lo cubría todo,aquello nos sorprendió aún más. Pudieratratarse de una simbología mágicadivinizada de otra cultura que no fuesela nabatea. La tumba contiene todos loselementos para considerarla fuera delsistema típico del resto de las miles detumbas descubiertas hasta ahora. Esta esuna pieza que no encaja.

—¿Y seguirá esto sin respuesta pormucho tiempo?

Parece que sí. A la arqueología nacionalno le interesa que algo tan extraño comoeste descubrimiento de lo que podían serunos elegidos anteriores a los que yaestuvieron aquí, y que quizá seinmolaron o decidieron morir ante estossímbolos desconocidos, salga a la luz.Esto puede dar un vuelco a looficialmente conocido. La tumba ladescubrí yo, y las investigacionesproseguirán hasta que haga falta. Pero demomento todas las autoridades a las quehe consultado me han respondido con elabsoluto silencio. Esto, queridosamigos, no encaja bajo ningún concepto.Ni los nabateos hacían estos grabados,ni tenían estos dioses, ni ocultaban estos

hallazgos con tanta seguridad. Se creíaque ya sabíamos todo de Petra y mirapor dónde acaba saltando la sorpresaque puede tirar muchos cimientos...

Las fotografías no dejan lugar a la duda.Lanzamos los flases para conseguirlas,las únicas de un último hallazgo querepresentaba un quebradero de cabezapara las autoridades competentes de unode los enclaves más enigmáticos yfascinantes de Oriente Medio. Nosabemos en qué quedará estedescubrimiento, y si la arqueóloga yguía María Pilar Díez logrará que su vozse escuche entre los anquilosados yburocráticos ministerios jordanos.

Pero intuimos que va a tener grandes

problemas.

Ella, junto con la licenciada en HistoriaAntigua por la Universidad ComplutenseAna María Vázquez, relacionaba esteenclave de poder con las extrañasapariciones de las que todos losnómadas, arqueólogos, miembros deseguridad y militares habían sidotestigos.

Mientras esta última había realizadodiversas pruebas fotográficas en las quesurgían extraños haces de luz y esferaslumínicas sin ningún motivo aparentejunto a los sepulcros, la arqueóloga quese «enamoró del desierto» fueprotagonista, con varios de sus

compañeros jordanos como testigos, dealgo que solo es conocido Petra adentro.Fenómenos poltergeist tremendamenteviolentos, en los que grandes piedras,objetos diversos e incluso sandías dediez kilos se «habían elevado» de lasalforjas, flotado en el aire, y reventadocontra el suelo en presencia de todos lostestigos.

Muchos de los militares que vigilan lossolitarios templos habían tenido elinfortunio de encontrarse con «ellos» ensu interior, surgiendo como formas,incluso extremidades sueltas, quecentelleaban en la oscuridad.

Ellos, nos lo recuerdan apiñados junto ala mesa, son los principales testigos de

una verdad que se demuestraconstantemente a lo largo y ancho delmundo. Aquella que indica el nexo,invisible pero firme, que une los lugaresarqueológicos funerarios de pasadoincierto con las apariciones y losfenómenos de origen desconocido.

La valiente arqueóloga española MaríaPilar Díez muestra a Carmen Porter lanueva tumba recién hallada. Sobre elmuro, el extraño jinete sin cabeza.

ISRAEL:

EXPEDIENTE JESUCRISTO

Jesús iba atravesando la aldea, y unmuchacho que venía corriendo fue achocar contra su espalda. Y Jesús,irritado, le gritó: «No continuarás tucamino». Y acto seguido, el muchachocayó muerto. Y algunos que habíanvisto lo ocurrido dijeron: «¿De dóndeviene este niño que cada una de suspalabras se realiza tan pronto?». Y lospadres del niño muerto fueron a buscara José y se quejaron ante él diciendo:

«Con un hijo semejante no puedeshabitar entre nosotros en la mismaaldea; tienes que enseñarle a bendeciry no a maldecir, porque mata anuestros hijos».

Capítulo IV del Evangelio del Pseudo-Tomás, anterior al siglo V.

14

Israel: expediente Jesucristo

Información apócrifa.—Síndrome deJerusalén...—Vía Dolorosa.—Un niñocon poderes sobrehumanos.—En elSanto Sepulcro...—Objetivo Qumran.—Documento Q: El Quinto Evangelio.EL LIBRO de Pierre Crépon LesÉvangiles Apocryphes [1] hizo el

milagro. Hasta entonces he de confesarque la figura de Jesús de Nazaret se mepresentaba como la de un completodesconocido. Como un hombre del quese habían escrito miles de páginascomentando más o menos lo mismo.Como algo absolutamente aburrido.

Los evangelios apócrifos, apartados sinque se sepa aún bien todos los motivosde los otro cuatro evangeliosconsiderados sagrados, se convirtieronen una fuente de sorpresas casiinagotable. En ellos otros cronistas,quizá tan válidos como los evangelistas,contaban cosas muy distintas. Yreveladoras.

Cosas a veces tenebrosas que habían

sido cortadas de raíz por quienesdecidían la diferencia entre lo sagrado ylo herético. Y, por pura deformaciónprofesional, caí en la trampa deimbuirme en aquel mundo deconspiración y de ocultación de lainformación. El proceso no me eradesconocido, ni debe serlo para loslectores que han seguido mis obras;cuando algo no se puede explicar, seconvierte en molesto para la esfera de«lo oficial». Cuando algo se convierteen molesto, inmediatamente alguiendecide que es mejor que la opiniónpública no sepa la verdad. O al menosno toda la verdad.

Aquellos 14 libros prodigiosos, escritos

en las mismas épocas que los que seconsideraban «auténticos» y que hoy sonindiscutibles para millones de personasrepartidas por el mundo, reflejabanpasajes radicalmente obviados en lasSagradas Escrituras. Y, sumergido enellos, comencé a dejarme llevar por loque los protorreporteros de laAntigüedad contaban acerca de lasemblanza de un ser prodigioso quecambió el mundo.

Un ser en posesión de un poderincontrolado que, quizá hoy, en plenosiglo XXI, muchos científicos einvestigadores de lo psíquicoconsiderarían la demostración de lasmayores dotes paranormales jamás

vistas a lo largo de la Historia.

Y como si fuese uno de esos personajesfruto de una investigación periodística,Jesús de Nazaret comenzó a interesarme.El viaje al lugar donde nació, más aúnen pleno proceso de cambio de milenioy con miles de personas clamando porsu pronto retorno, era el requisitoindispensable para comprender elfenómeno en toda su dimensión. Y aIsrael puse rumbo con el ardiente sol deagosto sobre mi cabeza.

Síndrome de Jerusalén

Planicies amarillas y la montaña de

Massada a un lado. No vienen coches ensentido contrario y la claridad de la luz,que reflecta en cada rincón sin sombra,es cegadora, casi imposible de soportaraun con gafas de sol.

Es uno de los desiertos más yermos quehe visto en mi vida. Con el salitre delMar Muerto rebosando a ambos ladosdel camino.

Me fijo en un detalle. Una señal detráfico, agujereada, señala en flechahacia un punto. El camino se bifurca. Através del cristal, como en un efectosubliminal, leo tres nombres: «aNazaret, a Belén, a Jerusalén».

Siento un cosquilleo. Estamos muy cerca

de Tierra Santa.

Y Aquel que encuentre la interpretacióna estas palabras no conocerá lamuerte.

El primer logion o sentencia delEvangelio según Tomás me produce unasensación de escalofrío. Son, segúnafirman muchos estudiosos ycatedráticos de teología, las verdaderaspalabras de Jesús, encontradas en unospergaminos ocultos en tinajas en eldesierto de Nag-Hammadi (Egipto) en1945.

Es una revolución silenciosa en el senode los estudios religiosos. Una bombaatómica para muchos de los«oficialistas».

Un muchacho que viajaba en burro sehundió en un arenal y las descubrió porcasualidad. Escritas en la época de los«verdaderos» evangelios, parecen sersentencias dictadas por el propio Rabíde Galilea a sus asombrados discípulos.Palabras contundentes y extrañas quegeneraron —y generan— recelo entrelas altas cumbres del clero. No podíaser de otro modo. Y quizá sea ese elsecreto para que, fuera de los círculosde especialistas, pocos sepan delcontenido de las palabras de Nag-

Hammadi, siempre ensombrecidas,acalladas durante el último medio siglo.

El autobús se detiene de nuevo. Es latercera vez en apenas doscientos metrosde carretera. Un nuevo control entreterritorios en guerra santa y perpetua. Unsoldado me mira desde abajo. Cierro ellibro.

Ondea sobre una casa derruida unabandera con la estrella de David, la dela tierra prometida. He pasado variasfranjas de terreno palestino. En cadacambio de fronteras se repiten las verjasde espinos de metal, los carros decombate cruzados, las ametralladoras.La gente autóctona, por contra, pasea yríe, discute y camina sin prestar mucha

atención, como si se hubiesenacostumbrado a la barbarie. Bordeandestacamentos militares a los jóvenesque van a la escuela y compran el panlas viejas de togas negras esperandopacientemente la cola ante dos soldadasdel ejército con potentes fusilescolgando en bandolera y los ojospintados con rímel.

En Belén, como es lógico después dedos mil años, ya no hay ningún pesebre.Pero los adoradores siguen llegando, enun flujo interminable, constante. En lacueva donde se supone que vio la luz elHijo de Dios se respira una atmósferaviciada, densa, cargada deexclamaciones que escalan con su eco

por los muros del templo.

Un sacerdote vestido de negro, conbarba blanca y larga, agita el pequeñobotafumeiro. Su vapor se cuela por lasvías respiratorias, y parece como sitodo, en un devenir mareante, fuesecambiando poco a poco. El lugar sevuelve más pesado, más oscuro, y seintuye el nacimiento de un sentimientosobrecogedor que acompaña al viajeroen todos sus pasos por Tierra Santa.

Quizá, me pregunto mientras fotografío ala comitiva de religiosos que caminanprofiriendo un cántico sordo ymonocorde, sea uno de los síntomasprimarios del llamado Síndrome deJerusalén, patología extraña de fin de

siglo que atrapa hasta al mayor de losateos y, en un latigazo misterioso, loconvierte en pío creyente y lastimosoandrajo que se postra en los suelos deltemplo, llorando casi sin poder hablar,arrepentido hasta el fondo del alma porsu vida pasada tan alejada de la verdad.

Israel significa amalgama de culturas ycaldo de fe irreconciliable. Unsacerdote ortodoxo mira con recelo alobjetivo en Belén, a las puertas dellugar donde nació Jesucristo.

Cierto o no, el Síndrome de Jerusalén semanifiesta en cientos, en miles de sereshumanos, a lo largo del fin de siglo. Yhay quienes, entre corrillos, cuentan y noparan; hablan de casos de personasabsolutamente reacias a creer en Jesús...«hasta comunistas de Rusia», dicenalgunos. Es el retorno del miedo divino.El mismo que planeaba en el 999.

El asunto, para los psicólogos,sociólogos y psiquiatras, es algo dignode estudio. Algo nuevo que les hapillado desprevenidos. Ni siquiera lassesudas teorías están preparadas para eldiagnóstico.

En el vetusto hospital de Kfar Sahul losinternados por este misterioso mal han

desbordado el espacio para enfermos.Los doctores Carlos Berel y Yair Bar-Elllevan estudiados minuciosamente másde cincuenta casos de personasabsolutamente normales y corrientesque, en palabras de ambos galenos, hansufrido una especie de metamorfosisradical y creen haber sido elegidospara cumplir una misión celestial.

Planean suicidios colectivos —afirmaBerel con gesto trágico—para ir aesperar a los muertos o a Jesús deNazaret antes de que lleguen en suretorno a Jerusalén. Son como uninmenso comité de recepción. Paraellos la hora ya ha llegado.

A mis pies, aún con la cámara entre lasmanos, veo a una mujer que baja de susilla de ruedas y se postra en el sueloexclamando algo ininteligible. Vienedesde el otro lado del mundo. Segúndicen los que la siguen, se ha convertidohace unas horas de un modo instantáneo,absoluto.

Así veo pasar a decenas de personas,que vienen desde los cinco continentes.Personas de culturas distintas que, segúnconfiesan, han recibido «una llamada»que los ha conducido hasta aquíabandonándolo todo.

Algo relativamente normal de no ser porla gran cantidad de hombres de ciencia yde leyes, muy alejados de la imagen

habitual del beato, que han caído en lasredes de esa misteriosa «luz repentina»que todos afirman observar, como unfogonazo, antes de que «su corazón seabra en mil pedazos».

El asunto es tan preocupante que lasautoridades israelíes han tenido queestablecer una serie de serviciosespeciales, coordinados por médicos ypsiquiatras, para atender al aluviónhumano que llega al país y que, enmuchas ocasiones, en su estado de«shock total», es incapaz deincorporarse y salir del recinto sagrado.El misterio está ocurriendo no solo enBelén, sino también en otraspoblaciones del territorio. Y, por

supuesto, en Jerusalén, la ciudad santaque, desde sus muros y almenassagradas, parece observar con extrañezalo que está pasando.

Vía Dolorosa

En el siglo II d. de C. los cuatroevangelios eran aceptados, y convivíancon otros que también lo eran. En esaépoca, autores cristianos como Clementede Alejandría u Orígenes atestiguan laexistencia de otros textos misteriosos eigualmente reveladores.

Algunos de los que la propia Iglesiaprohibió eran, probablemente, anteriores

a los oficiales. El Evangelio de Lucas,por ejemplo, se inicia con la frase:Puesto que ya muchos han intentadoescribir la historia de lo sucedido entrenosotros, según nos ha sido transmitidapor los que desde el principio fuerontestigos oculares y ministros de lapalabra... haciendo referencia a otrosescribas, a otros «cronistas» quetambién intentaron plasmar unasenseñanzas y prodigios ante el peligrode que, en volandas de la frágiltradición oral, acabasen desapareciendopara siempre.

La Iglesia, en aquel lejano siglo II,realizó una curiosa distinción; había«textos inspirados» y otros que no lo

eran. E inmediatamente estos últimossufrieron el calificativo de apócrifos —falsos, inciertos— en todas lascomunidades cristianas que,curiosamente, habían dejado de estarperseguidas con la fiereza de antaño.Empezaba a surgir una estructura depoder nueva en el seno de la antiguasecta y había que «limpiar de polvo ypaja» todas las bases de la doctrina.Quizá por ello en los siglos II y IV, soncuatro evangelios los que alcanzan elgrado de «Escrituras Sagradas» y conellas nace el Nuevo Testamento. Desdeentonces, tal y como asegura Crépon, losescritos del mismo modo, que sepresentan también como crónicas de lasenseñanzas del Señor, son rechazados

tajantemente, prohibidos, condenados ala fértil hoguera de la desaparición. Elfortín en el que se convierte la Iglesiareconocida por Constantino hace que,hasta nuestros días, solo nos hayanllegado porciones de esa informaciónmutilada, hallada de manera milagrosaen sus escondites bajo la arena o en elvientre de profundas cuevas. Relatosperdidos en el umbral del tiempo, quizátan ciertos o más, tan ceñidos a larealidad o más, que los que se veneranen medio mundo. Y en ellos, sobre todotras los descubrimientos sensacionalesde los Rollos del Mar Muerto —Qumran— y de las tinajas egipcias —Nag-Hammadi— se empiezan a descubrirhistorias sensacionales, extrañas,

profundamente desestabilizadoras que laIglesia oficial, convertida en el colosode nuestro tiempo, se niega a aceptar.

Y es curiosamente a través de esosapócrifos, que me condujeron también ala documentación, observación y estudiode las «fuentes oficiales», como empezóa introducirse en mis archivos ycuadernos, en mi ánimo y mi mente, elenigma de ese ser que cambió el rumbode la Historia.

La escalada y las caídas habíanmerecido la pena. Allí estaba la cueva

donde se hallaron los rollos delQumran...

El barrio viejo de Salem —«Ciudad dela Paz» como alguien irónicamente lobautizó hace miles de años— se abrecomo un laberinto lóbrego. En cadaesquina, en cada portal, ocurrió algo,aconteció un pedazo del pasado sagrado.Ahora, a final de milenio, se aguardacon fervor el anunciado regreso delMesías. Y eso impresiona al viajero.

Aquí Jesús puso la mano, antes deiniciarse la crucifixión, dice un grupode personas devotas. Miro el prodigioen la piedra en la que al parecer quedó

grabada la palma —un tanto deformehoy— de «el enviado». Alzo los ojos yme topo con un cartel antiguo, que haceesquina empotrado en adoquinesmohosos: Vía Dolorosa.

Las viviendas, de dos y tres pisos,parecen no haber variado desdeentonces. Se mantienen con la oscurapátina del tiempo adherida a las rocashúmedas y cuadriculadas. Las callesestán un tanto desordenadas. Un gatoescarba junto a una vieja tubería, unospájaros blancos han hecho nidos en laparte alta de algunas casas abovedadas.La verdad es que no hay nada en estebarrio que permita indicar que hanpasado dos mil años. Ni tiendas, ni luz,

ni carteles. Solo silencio. Saliendo a laderecha veo una cuesta muy empinadade adoquines que, según reza latradición, jamás han sido sustituidosdesde el siglo I. Al fondo, un túnel en elque, rígido como las estatuas, aguardaun nuevo contingente militar.

Los escáneres, idénticos a los delaeropuerto, hacen de puertas en mitad dela nada. Dos militares silenciosos, congorra caqui y bigote, pasan un sensorpor el cuerpo de cada viajero conparsimonia y al detalle. Tras unosminutos algo tensos, levantando axilas yabriendo piernas, la luz roja se tornaverde.

Son las estrictas consecuencias de la

llamada Operación Abacus, en la que elMossad —el servicio de espionaje másavanzado del mundo— ha gastado 12millones de dólares. El objetivo: lavigilancia extrema para impedirsuicidios colectivos e inmolacioneshasta el año 2001. Es la «franja crítica»en la que, se supone, miles de personaspodrían entrar en un éxtasis místico quea veces se traduce en violencia. Se temea grupos concretos como los CristianosPreocupados, llegados desde Denver(Colorado), dirigidos por el visionarioKim Miller y que, según informesconcretos del FBI, puede realizaratentados indiscriminados.

En rincones sombríos encontramosreferencias e indicativos de toda lahistoria que hay bajo estas piedras.Una historia que aquí nadie olvida.(Foto Fco. Contreras.)

Pasamos al fin el control, vía libre parallegar al muro más célebre del mundo; elde las Lamentaciones.

El Muro de las Lamentaciones. Día a

día, año tras año, centenares de judíosrezan sin parar, emitiendo un sonidoentrecortado que sobrecoge.

Un niño con poderes sobrehumanos

Y el hijo de Anás, el escriba, que habíavenido con José, se encontraba allí y,con una rama de sauce, hizo correr lasaguas que Jesús había embalsado. YJesús, viendo lo que hacía, seencolerizó y dijo: Insensato, injusto eimpío, ¿qué mal te han hecho esasbalsas y estas aguas? Ahora tú te vas aquedar seco como un árbol sin raíces yno podrás llevar hojas ni frutos».Yenseguida él se secó todo entero, y

Jesús se marchó de allí y se fue a lacasa de su padre José.

Capítulo 3 del Evangelio de Pseudo-Tomás

Este escrito, contemporáneo de losevangelios considerados veraces por laIglesia católica, detalla una de lasetapas más oscuras de Jesús; su infancia.Apenas nada se sabe de ella, ya que lasSagradas Escrituras generan un bucle detreinta años en blanco. Un periodo de

tiempo del que no nos llega información.Para algunos especialistas porque«carece de interés», y para otros porquela naturaleza de los fenómenos yprodigios relatados «supondrían uncambio brusco en las estructuradasverdades de la Iglesia».

San Lucas (II, 40) dice de este periodoen la vida de Cristo que el niño crecía yse fortalecía lleno de sabiduría y lagracia de Dios estaba en Él.

Pocas palabras para una infancia tanapasionante.

Quizá la raíz de este silenciamientoradica en que —tal y como afirman susdescubridores y traductores de estos

textos— el Niño Dios que aparece enlos escritos dista mucho de ser el Jesúsevangélico lleno de dulzura comúnmenteaceptado. Considerados totalmenteveraces por diversas generaciones decristianos primitivos, las andanzasnarradas en el Pseudo-Tomás revelan elánimo contradictorio de un muchachoabsolutamente diferente al resto, dotadode poderes sobrehumanos capaz dearrebatar la vida de cualquier mortal. Yla pelea del propio Jesús por el controlde esa facultad es lo que parece regirmuchos años de su oscura vida dejuventud. Como asegura Crépon, laomnipotencia misteriosa de Jesús semanifiesta de una manera másrechazable que benéfica.

El Muro de las Lamentaciones, segúnrevela la tradición, es el único quequeda del Templo de Jerusalén. Y en él,desde hace dos mil años, rezan día ynoche, impenitentemente, rabinos delevitas oscuras, rictus distante, ojos muyabiertos y tirabuzones de pelo que caende los sombreros negros. Justo a laentrada nos hacen poner un pequeñobonete para no «profanar» el recinto. Elsuelo está resquebrajado y el muroaparece con miles de agujeros pequeñospracticados en la piedra donde cientosde personas han dejado sus escritos ydeseos. Es una actividad demasiado«moderna» para los ortodoxos que, a mivera, se arquean como autómatas,profiriendo un cántico tan grave que

bien parece provocado por algún tipo demaquinaria. Cuando varios de esoscantares van coincidiendo, la salmodia,sin pensarlo, va cobrando insospechaday fúnebre armonía. Es un sonido queasusta el alma. Un gutural quejido queretumba en el templo según cae la nochey las antorchas, lateralmente, vaniluminando a fogonazos la paredsagrada.

Aquí solo está permitido el paso a loshombres. Las mujeres tienen otro lugarmás alejado al que parece no dárseledemasiada importancia. A la izquierdase abre un túnel sombrío como la bocadel lobo. Me asomo. Haycompartimentos de piedra, y en ellos

viejos armarios roperos llenos delibros, de legajos antiquísimos. Losrabinos más viejos, de barbas grises ytúnicas rojas, rezan aquí. Voycaminando despacio, procurando nohacer ruido, adentrándome en la grutalarga con todos aquellos hombresdándome la espalda. Todos llevan unpequeño libro —la Tora— aferradoentre las manos. Uno de ellos, queparece estar atormentado por algunacuestión indescifrable, se golpea lafrente contra la piedra, produciendo unruido seco, pesado, escalofriantementearmónico, que acompaña a ladescarnada sintonía general.

Miro los libros, cientos, miles,

alineados a lo lejos. Me apoyo en unapiedra de un esquinazo, intentandoobservar, fundirme con aquel panoramade fe desorbitada, de antesala de unfanatismo contenido que, da laimpresión, puede estallar en cualquierinstante. Es el peor momento, perodisparo la Nikon. Y los ojos se meclavan con una expresión que meproduce terror. Ojos que, a lo largo dela pared, me miran uno a uno, sin mediarpalabra, manteniéndose. Permanecí ensilencio, intimidado y, sin saber por qué,recordé cómo no muy lejos de aquí setraducía otro texto que aún iba más alláen la infancia de Jesús. P. Peters, uno desus descubridores, lo encontró enescritura siriaca y armenia y su

desciframiento fue sorprendente: hacíahincapié en aquel poder letal del jovende Nazaret y estaba relacionado con elresto de extraños escritos del Evangeliodel Pseudo-Tomás:

Y José tomó a su hijo aparte y lereprendió, diciendo: «¿Por qué hacesestas cosas? Esta gente sufre y nosodian, y por tu causa nos persiguen». YJesús respondió: «Sé que las palabrasque pronuncias no salen de ti. Sinembargo, por ti me callaré. Pero ellossufrirán su castigo».

Y en ese mismo momento, los quehabían hablado contra él se quedaron

ciegos.

En el Santo Sepulcro

Jerusalén es una mezcla de fervores quese va exaltando según muere el día. Ensus apretadas callejas las tiendas abrenhasta horas intempestivas, y sus lucesblancas se proyectan sobre el laberintoiluminándolo a cuadrados blancos. Loscomercios se apiñan minúsculos uno trasotro, con las mercancías fuera, haciendoque la gente fluya por mitad de laantigua calzada estrecha. En algunascallejas hay vigas de maderaantediluviana, como si alguna vezhubiese habido un techo. Sorprende

Jerusalén por su aparente desorden y sutensión a flor de piel, se ven casi tantossoldados como civiles. Los primerosescrutan con recelo, apoyados en lasparedes, o sacando brillo a laametralladora mientras hablan porwalkie-talkie; los segundos, como marcala tradición milenaria, sacan susproductos y casi te los restriegan por lacara. Hay sacos con muñecos de JesúsCrucificado que producen reaccionesencontradas entre los viajeros. Tambiéncamellos de algodón, velas, estampas,sacos de altramuces con azúcar yrosarios de todos los tamaños. En unacarnicería de azulejos blancos consalpicón de sangre, una cabeza decarnero que se está quedando mustia

saluda al comprador con un rosario alcuello.

Es el contrasentido de Jerusalén en lanoche, la ciudad santa para tresreligiones —árabe, judía y cristiana—,donde confluyen intereses y sentimientosen un espacio demasiado estrecho,demasiado saturado, demasiadorevuelto.

Al final de la calle me topo con unasubida que conduce hasta la Iglesia delSanto Sepulcro. La gente se agolpa a laentrada, apretándose contra las dosgigantescas hojas de madera labrada queceden hasta no poder más.Exclamaciones, llantos desconsolados,desvanecimientos ante la piedra de la

unción.

Me aproximo. Es una losa de colorrosáceo que se extiende enperpendicular a la entrada. La Historiaindica que allí el Salvador fue ungidocon aceites y perfumes antes de sucalvario.

Dos mil años después, este es el puntodonde más «conversiones súbitas» seproducen en el mundo. Algunospsiquiatras comentan casos deantirreligiosidad extrema que dieron ungiro de 360 grados tras pasar, aunquefuera de soslayo, por este lugar.

Varias mujeres de color se me adelantany, en un idioma incomprensible, apoyan

sus manos y besan la piedra. Hacen lopropio personas de los más variadosorígenes y culturas. Y sus suspirosentrecortados y rezos repetitivosproducen un clima extraño, propiciopara que ocurra lo imposible. Es aquí,en este lugar, donde se estudiarondiversos incidentes de repentinaxenoglosia. Personas que tras postrarseante el Sepulcro entraban en un estadoprofundo de trance místico, a vecesacompañado de violentas convulsiones,en el que, de un modo incontrolado yaparentemente inconsciente, se proferíanpalabras y frases —incluso consignificado concreto— en arameo, lalengua que hablaba Jesús y quedesapareció al poco de su muerte.

Después de estudiados algunos casos,las teorías son diversas, pero ningunaconcluyente. Los psiquiatras sedespachan asegurando que sonreminiscencias inconscientes alojadasen alguna parte del cerebro y quesaltan como un resorte antedeterminados estímulos.

Vida cotidiana en el corazón de laciudad vieja. Iluminados, fusiles... yviejas e insalubres carnicerías de nomás de tres metros cuadrados.

En uno de los muros traseros del SantoSepulcro, alejado del bullicio central yde los éxtasis continuados y violentos,aparece un cuadro bien curioso. Unaescena que los amantes del misterio y dela historia relacionaran enseguida con elllamado «Sputnik de Montalcino», en elque Dios padre parece agarrar la antenade un curioso aparato metálico.

Antes de dejar atrás los muros deJerusalén, inicio una breve excursiónhacia la llamada Tumba del Jardín, lugarapócrifo donde se asegura tambiénestuvo enterrado Jesús de Nazaret. Hayque entrar por una especie dereceptáculo donde un hombre de razanegra, con la estampa de un viejo brujo,

ejerce de guardián. Es como un secreto avoces. Aquí no hay casi gente, soloalgunos iniciados que, bajo el crepitarde dos antorchas clavadas en la paredaseguran que este es el sepulcroverdadero.

Objetivo Qumran

Al viajero que se adentré por estastierras tan conflictivas y perpetuamentebañadas en sangre es probable que leinvada una sensación de confusiónpermanente. Y es más que comprensible.Nada es cierto ni falso, sino todo locontrario. Entre maestros y profetas queaseguran que la única certeza es la suya,

entre gritos y choques de fe y creenciasopuestas, se diluyen los pocos datosfidedignos que quedan acerca de aquelhombre misterioso.

Jerusalén, la ciudad santa de lascuatro religiones. Un caos difícil decomprender... hasta que no se pone elpie en sus apretadas calles.

El autobús va ahora en dirección aAkaba. El desierto se presenta de nuevoal otro lado de las ventanillas.

Al lado derecho de la solitaria carreteraaparecen unas montañas terrosas quecomponen formas extrañas,blanquecinas.

Se detiene el vehículo y, como unresorte, inicio una frenética carrera entrelos matojos y espinos que salpican elácido suelo yermo. Me acompañaFrancisco Contreras, que resopla a miespalda cargado con dos cámaras.Comenzamos a trepar por un montón deescombros desde donde ya se ve unagruta que parece una herida en mitad dela montaña.

A pesar de encontrarse aquí uno de losgrandes misterios de la Cristiandad, nohay caminos para aproximarse. Ni una

sola señal en la carretera que indiqueque, precisamente aquí, se encontraronlos rollos del Mar Muerto, textos quealgunos consideran la clave paracomprender qué ocurrió en esta regiónconvulsionada por la fe y lossentimientos encontrados. Es extraño.Miles de vehículos pasan a la vera deQumran sin enterarse.

La Losa de la Unción, en el SantoSepulcro.

Miles de personas, de todas lasreligiones y culturas, sufren unarepentina «transformación» en estemismo punto. Se arrodillan, lloran,palpan la piedra «reviviendo» lasescenas que aquí tuvieron lugar haceveinte siglos.

Clavamos los dedos en la pared desedimentos y ascendemos poco a poco.La cueva cada vez está mas cerca. Ya sevislumbra un trozo de su interior, de sudiscreta sombra que se esconde decualquier curioso. Nos colocamospegados a un barranco, notando cómo sedesprenden las pequeñas rocas en lostalones. A pesar de que no es el mejor

momento, a mí me vienen ráfagas de loque aquí se descubrió un día ya lejano y,como siempre, por casualidad...

Moría la primavera de 1947 y eldesierto de Judea estaba aún bajomandato británico. Un joven pastor decabras del poblado de Tamira,Muhammad ed-Dhib, buscaba un animalextraviado. No lo encontró en su periploentre los riscos, pero halló algoinfinitamente más importante para lahumanidad: unas tinajas escondidas enuna cueva. Tinajas llenas de manuscritosantiguos.

Iglesia del Santo Sepulcro. Un curiosoy descuidado cuadro nos vigila desdeun rincón.

El arqueólogo palestino W. F. Albright,nada más conocer la noticia, aseguróque aquel era «el hallazgo demanuscritos más importante de lostiempos modernos». Y no se quedabacorto, el cabrero había rescatado100.000 fragmentos auténticos enhebreo, arameo, griego y arábigo quehacían realidad la esperanza deencontrar los documentos escritospertenecientes a la Biblia o

relacionados directamente con ella. Ensu búsqueda se había excavado enmedio mundo, pero estaban, sin queningún experto lo supusiera, en unabandonado rincón de Tierra Santa.

Los beduinos de Tamire, espoleados porel hallazgo, peinaron la zonapacientemente descubriendo otrascuevas jamás exploradas donde algunasecta de la Antigüedad, probablementeperseguida o aislada del resto de lacivilización, había decidido sepultarunos documentos únicos, descriptivos dela realidad que se vivía en aquel intensosiglo.

La primera prueba para la datación delos manuscritos del Mar Muerto dio una

fecha tan exacta y significativa que hastaa los científicos designados para larealización del análisis porradiocarbono se les aceleró el pulso: lastelas que protegían aquel tesoroindicaban el año 33 de nuestra era. Elaño de la crucifixión y posteriorresurrección de Cristo.

Varias piedras rodaron hasta laexplanada. Agarrados uno a la camisetadel otro, pudimos girar en el estrechopasadizo de tierra que colgaba por lafalda de la montaña. Al volver, nosdimos de bruces con la cueva. La míticaimagen de la que tanto habíamos oídohablar. Y descargamos sin piedadnuestras cámaras, captando toda la

callada solemnidad del paraje seco ymuerto. Tan silencioso que parecíanflotar en el aire palabras del pasado:

¡Que Él te bendiga con todo lo bueno yte proteja de todo lo malo! ¡Queilumine tu corazón con la sabiduría dela vida y te conceda el conocimientoeterno!

Así empezaban los escritos el Qumran,perpetuados por la más misteriosa de lassectas: los esenios, verdaderos maestrosde Jesús para algunos, y grupúsculo deasombrosos sabios aislados delmundanal ruido para otros. Sea comofuere, lo que casi nadie discute es que

eran personas con un conocimientooculto, determinante por la influencia entodos los personajes del NuevoTestamento. Sin embargo, y para arrojaraún más interrogantes al hallazgo, enninguna palabra aparecen referencias aellos. Como si no existieran, como si selos hubiese tragado la tierra. Y a su vez,en los rollos de Qumran se leganconocimientos y datos que no casan enabsoluto con lo sentenciado en lasSagradas Escrituras.

Base del cristianismo primitivo, elesenismo fue desterrado por motivosque desconocemos y convertido, dealgún modo, en apócrifo, en prohibido.Hoy, en las más prestigiosas

universidades del mundo se continúa sucallada investigación. Algunos de lospioneros en su estudio, como el profesorhúngaro de Oxford, Geza Vermes,aseguran que en esos pergaminosradican datos y hechos que dan altraste con todo lo que conocíamos ydábamos por cierto acerca de laantigüedad y la historia de TierraSanta.

Nos dejamos caer por la ladera de tierrablanca. La práctica, aprendida a lafuerza en el sur del Perú, concluyesatisfactoriamente. Agujereadas lasrodillas y los brazos por los pequeñosguijarros afilados, volvemos a laplanicie del desierto. El sol sobre la

cabeza y en mi pensamiento laconstancia que poco a poco voyverificando con mis propios ojos:apenas se sabe nada de lo que ocurrió enaquel tiempo de prodigios quecambiaron el mundo. Y lo que se aceptaes lo que solo algunos quisieron que sesupiera.

Junto a la alambrada pasa un Jeep concuatro militares empuñando fusiles. Nosmiramos. Habíamos olvidado que,lógicamente, está absolutamenteprohibido pisar esta zona, maldita paramuchos, de Qumran.

Discretamente sacamos los carretes dela cámara y sonreímos.

Aquí no ha pasado nada.

Documento Q: el Quinto Evangelio

Jesús ha dicho: Conoce lo que estádelante de tu cara, y lo que está ocultote será desvelado, pues no hay nadaescondido que no llegue a sermanifestado.

Jesús ha dicho: Quizá los hombrespiensan que he venido a traer la paz almundo, y no saben que he venido paratraer divisiones sobre la tierra, unfuego, una espada, una guerra.

Jesús ha dicho: Os daré aquello que elojo no ha visto, lo que la oreja no haoído, lo que la mano no ha tocado y loque no ha venido al corazón delhombre.

Jesús ha dicho: Si os dicen: ¿De dóndehabéis nacido?, decidles: Hemosnacido de la luz, allí donde la luz hanacido de sí misma. Si os preguntan:¿Quiénes sois?, decidles: Somos sushijos y somos los elegidos del Padreque está vivo. Si os preguntan: ¿Cuáles el signo de vuestro Padre?, decidles:Es un movimiento y un reposo.

Jesús ha dicho: Yo soy la luz que estásobre todos ellos. Yo soy el Todo: elTodo ha salido de mí, y todo ha llegadoa mí. Hendid la madera: yo estoy allí.Levantad la piedra y allí meencontraréis.

Jesús ha dicho: Aquel que bebe en miboca vendrá a ser como yo, y, también,yo vendré a ser como él, y las cosasocultas le serán reveladas.

Estas frases extrañas, crípticas, de

significados aún no descifradoscompletamente, son tan solo una muestrade los 114 logiones que se encontraron,también por casualidad, en el desiertode Nag-Hammadi en Egipto. Losexpertos las autentificaroninmediatamente y, a raíz de sutraducción, comenzaron a surgirproblemas con El Vaticano. Aquello, alo que la prensa llamó documento Q,podría ser el ansiado quinto evangelio,el que transcribía literalmente lo queJesucristo dijo a sus discípulos, sinintermediarios ni reinterpretaciones.

Es este, el de Tomás, el evangelioapócrifo más extraño de todos. El quemás revuelo causó. En él aparecían las

palabras de Jesús en un tono gnóstico —interesado en el conocimiento oculto quedesagradaba a la estructura de la Iglesia—. Jesucristo aseguraba que su doctrinano se basaba en templo alguno, y esoirritó de tal modo a la cada vez mássólida estructura del catolicismo que nose dudó un ápice en considerar heréticotodo aquel evangelio en el segundoConcilio de Nicea. Una molestia menos.Sin embargo, estudiosos de la talla delos catedráticos J. Doresse, H. C. Puecho R. Grant, así como otros muchostraductores del propio Vaticano,aseguran que estas pueden ser las únicasy reales palabras pronunciadas porJesús. Ciento catorce sentencias quenadie comprende y que se distancian en

ocasiones de lo que dicen que un díadijo.

Hilando aún más fino, exégetas comoÉmile Gullabert, Phillipe de Suárez o elpadre Boismard sentencian que elEvangelio según Tomás, hallado enNag-Hammadi, revela una forma detradición anterior incluso a losevangelios canónicos. Su testimonio es,por lo tanto, clave para reconstruir lasverdaderas palabras de Cristo.

Condenado a la hoguera por las altasestancias eclesiásticas, que al parecerno se sienten identificadas con elllamado documento Q, científicos detodo el mundo se unen hoy paracomprender el significado de, quizá, el

único testimonio veraz de lasenseñanzas perdidas de Jesús.

La historia oficial de Jesucristo, por lotanto, también puede ser un magistraljuego de desinformación. Lo piensotumbado en cruz, sobre las verdes ycaldosas aguas del Mar Muerto, dondeel cuerpo, por más que se intente, esincapaz de sumergirse.

Luego, con los picores en cada uno delos poros del cuerpo —el baño en ellugar con más salitre del universo tieneeste pequeño efecto secundario—, subola escalinata y entro en la modernatienda. Se venden trajes, zumos, bolsasde auténtica arcilla del fondo marino,

algas secas para el cutis, turbantes decolor púrpura, queso cuajado, postales.Todo revuelto, todo a grito limpio. Es laviva tradición judía.

Tras pagar una suma exorbitante por unaCoca-Cola de medio litro —Israel esuno de lo países más caros que hepisado— me siento en una pequeñabanqueta, empapado todavía, dejandoque la prodigiosa cualidad del MarMuerto cure alguna que otra herida yrepare, como en un milagro biológico,todos los efectos del largo viaje.

Cae la tarde, y el espectáculo esgrandioso. El agua parece retener lucespasadas y se va convirtiendo en unaturquesa que incluso reflecta en el techo

del cielo. En esta tierra bíblica, tan secay salada, apuro con un par de tragos labotella y, reconfortado, pongo los piesdescalzos sobre la baranda. La figuramisteriosa de Jesús se me antoja comoun gran Expediente X. Y no me pasandesapercibidas las palabras del maestroy amigo J. J. Benítez en torno al mayorde todos los misterios que sobrevuelan ala figura del Nazareno: su resurrección.Al parecer, en unos pocos meses, laNASA y el Vaticano efectuarán nuevaspruebas sobre la enigmática y siemprepolémica Sábana Santa de Turín: elpresunto reflejo de la «desintegración»de su cuerpo.

Además, según me apuntan, la tela de

lienzo donde aparece grabada la efigiede un hombre, impregnada por la acciónde una energía completamentedesconocida, se mostrará al públicodurante unos días. Y será la última vezen muchos años.

Reconozco que hasta aquel momento lode la Síndone había sido para mí untema más. Como el propio Jesús, comolas reliquias... algo cansino demasiadorepetido. Pero imaginará el lector queahora todo era distinto.

Y el cosquilleo comenzó a invadirme. Ainquietarme.

Por la noche, con el autobús regresandopor las tierras de Massada, hago una

conexión Mar Muerto-Madrid. Al otrolado me saluda Alberto Granados, grancompañero de batallas veraniegas en laCadena SER. Me alegra oír la voz delbuen colega que llega de tan lejos.Hablo del lugar por donde transcurre elviaje, de lo mítico de cada uno de susrincones, de la abrumadora soledad deldesierto de Israel, de la tensión políticaa punto de estallar una vez más...

Hablo de muchas cosas, pero mi menteya solo está en un sitio.

En Turín.

1 Los Evangelios Apócrifos, Editorial

Edaf, 1993.

CUATRO DÍAS JUNTO

A LA SÁBANA SANTA

Salieron Pedro y el otro discípulo yfueron al sepulcro.

Corrían los dos juntos y el otrodiscípulo se adelantó más veloz aPedro y llegó primero al monumento.

Y agachándose ve los lienzosallanados. Pero no entró.

Llega, pues, Simón Pedro siguiéndole yentró en el sepulcro y contempló loslienzos allanados y el sudario queestuvo sobre la cabeza de Él.

Entonces entró también el otrodiscípulo, quien llegara primero alsepulcro.

Y vio y creyó.

Juan XX, 3-8. Transcripción exacta delCodex Sinaiticus. British Museum.

15

Cuatro días junto a la Sábana Santa

La cara de Jesucristo.—Las veinteclaves.—Permiso especial.—ElHombre del Lienzo.—¿Resurrección o

desintegración?—Últimodescubrimiento: ADN.—MonseñorGhiberti: «Hubo una reacción de tipoatómico». Catedral de San JuanEvangelista un 28 de mayo de 1898

LAS DOCE CAMPANADAS demedianoche. El abogado y presidente dela asociación de fotógrafos, SecondoPía, mira su reloj y piensa que ya debeestar lista la segunda placa.

Han pasado veinte minutos justos.

Frente a la vetusta cámara está colgadoel lienzo en vertical, iluminado por dosfocos de vidrio esmerillado. Todo lodemás está completamente a oscuras.

El permiso regio otorgado por elmonarca Humberto I de Saboya parainmortalizar la Sábana de Turín hafinalizado. Hay que actuar con premura.

Pía recoge sus bártulos con rapidez,toma un carruaje a la puerta del temploy, mientras la ciudad duerme, se dirige atoda prisa a su laboratorio.

Llega al cuarto oscuro once minutos mástarde. Debajo del brazo, las dos únicasfotografías realizadas a la veneradasábana.

Sumerge las placas en una pila conoxalato de hierro y aguarda sentado enuna silla de madera, pensando en ladicha de ser el hombre que va a

inmortalizar la reliquia.

La una. El baño de revelado indica quealgo se ha grabado en la superficie. Alcontemplarla de cerca Pía cae de golpepor la impresión. Se incorpora,creyendo haber sido víctima de unafugaz ilusión óptica y toma la imagen denuevo entre sus manos aún temblorosas.No se equivocaba.

La vieja cámara fotográfica con la queSecondo Pía, con sus dos históricasplacas, dio inicio a la era de lainvestigación científica de la Sábana.

Aquello es real.

El cuerpo que levemente puedeobservarse en la Síndone a simple vista,confuso y liviano, parece ahora emergerde la propia tela con una rotundidadescalofriante. Como si se tratase de unmilagro, se ven todos los detalles, todaslas partes de un cuerpo humano en rigormortis.

Algo que llevaba dos mil años oculto.

El rostro del hombre brutalmentetorturado hasta la muerte aparece conmatices jamás vistos. Pía casi no puedesostenerse. Es un prodigio. Un

imposible.

El pómulo abultado, los latigazosabriendo heridas, la lanzada delcostado, las muñecas horadadas... Todolo guardaban las entrañas del viejolienzo y nadie podía haberlo visto hastaese preciso instante.

La imagen de aquella anatomía actuabacomo un negativo ante la cámara. Unnegativo de cuatro metros cuadrados enuna tela de lino del siglo I.

Secondo Pía, en aquel cuarto sin luz, sesiente dichoso y aterrorizado. Lo sabía.Era el primer hombre que contemplabala cara de Jesús de Nazaret tal y como lavieron María y San Juan al descender de

la cruz.

Y, azotado por la impresión, lloró sinconsuelo, arrodillado, hasta llegar laamanecida.

Octubre de 2000, sobrevolando elMediterráneo en un Fokker 50

Volví a mirar las dos fotografías ycomprendí el sobresalto de aquelhombre que pasó a la Historia. No erapara menos, en sus dos placascomenzaba el verdadero enigmacientífico de la Sábana Santa.

Las nubes que hacían tambalear las

hélices eran todo un presagio. A pesardel movimiento y del tambaleo de losvasos de zumo, no podía abandonar lalectura de aquellos últimos informes. Eltema me tenía enganchado hacíasemanas. Enfrascado en los dossieres,libros y documentos a favor y en contrade la Síndone que revoloteaban por miasiento, no me imaginaba lo que nosaguardaba en el corazón del Piamonte;ni más ni menos que un territorioanegado por el agua y el fango, víctimade las mayores inundaciones del siglo.

Y fue cubierto por un lienzo blanco al

ser descolgado de la Cruz... (pinturadel maestro Della Rovere).

Pero todo era nada ante la ilusión y elcosquilleo periodístico de saber que, enunas horas, iba a tener delante de mirostro, como le ocurrió hace un siglo aPía, aquel pedazo de tela polémico ymisterioso como ningún otro.

En el asiento delantero iba ManuelDelgado mirando por la ventanilla yaferrado a su cámara Betacam. Atrás,Carmen Porter repasaba el libro Elúltimo reportero, del jesuita J. L.Carreño, uno de los primeros escritos enEspaña sobre la Sábana. En la fila del

centro, mi mente ocupada enteramentepor la silueta de un hombre grabado deforma aparentemente inexplicable en unavieja tela que, para muchos, era laprueba irrefutable y física de ladesintegración total del cuerpo de Jesúsde Nazaret. La mortaja que lo envolvió yque fue testigo privilegiado de unadescomposición atómica insólita. Unenigma entre la fe y la ciencia que ya mehabía corroído por dentro.

Para muchas personas en el mundoentero, entre ellos especialistas yanalistas de diversas universidades, erael mismo lienzo que ahora se mostrabapor última vez al público y que, porderecho, se había convertido en un

nuevo desafío periodístico.

Reclinado sobre el asiento, traté deponer en claro todo lo que hasta elmomento se sabía acerca de la reliquiamás importante de la Cristiandad. Unalabor ardua, ya que no era poco lo quese había logrado descubrir en torno auna imagen que a buen seguro es uno delos objetos más analizados del sigloXX.

Pillé el cuaderno y, con el pulso másfirme que me fue posible, anoté lasconclusiones comprobadas hasta elmomento, pensando que en este viaje aTurín iban a surgir nuevas e inesperadassorpresas.

Lo presentía

Las veinte claves

1. La Síndone es un lienzo de espiga delino, tejido a la forma de sarga o «colade pescado», de 430 centímetros delargo por 110 de ancho. Es un materialconocido y que ya se utilizaba en laJudea del siglo I. Sobre una sola caraestá impresa de modo misterioso laimpronta frontal y dorsal de un hombreen «rigor mortis».

2. El Hombre de la Síndone es unaimagen tenue y muy detallada de unvarón adulto, corpulento y barbado, de

1,81 metros de altura.

3. La imagen no atraviesa el lienzo. Enla otra cara no se distingue la formación.Tan solo una mínima parte del tejidoentrelazado parece estar afectado por latonalidad algo más oscura con la que seha formado la silueta.

4. No han aparecido cerdas de pincel,trazos de pintura ni material orgánicoañadido en la conformación de laimagen.

5. La creencia popular atribuye laimagen al cuerpo inerte de Jesús deNazaret después de haber sufrido lacrucifixión. Los evangelios, sinembargo, no mencionan la presencia del

Santo Sudario con la imagen de Jesús yagrabada en él.

6. La primera referencia a un lienzoprodigioso donde se reflejaba laestampa de Jesús llega de Edessa ( hoyterritorio turco), donde según rezan lascrónicas llegó «una imagen no hecha porla mano del hombre». Era el año 544.

7. En el 944 la Síndone se traslada aConstantinopla (hoy Estambul), dondesería desplegada y vista por el públicopor vez primera. En 1204, tras laocupación de los cruzados, el lienzollega a Francia. En dicho país acabaráconvirtiéndose en propiedad del duqueLuis de Saboya en 1453.

Finalmente, hay documentos exactos yprecisos del traslado definitivo de laSábana Santa a la ciudad de Turín el 14de septiembre de 1578.

8. El hombre que aparece en la Síndonetiene restos de sangre en las muñecas,espalda, pecho (con una herida abierta),abdomen, cabeza, nuca y pies. Estematerial, más oscuro que la imagen delcuerpo, ha sido analizado por diversoscientíficos desde 1950, año en el que eldoctor Pierre Barbet, del Hospital St.Joseph de París, lo definió como sangrehumana venosa y arterial.

9. En diciembre de 1982 los doctoresforenses Baima Bollone, Jorio YMassaro, mediante un proceso de

aglutinación mixta, llegan a laconclusión de que la sangre que apareceen el lienzo es del grupo AB. Nadiesabe si pudo ser añadida posteriormenteal resto de la imagen.

La Sábana Santa tal y como es. Unlienzo de cuatro metros de largo tejidoal modo de «cola de pescado» con laimpronta frontal y dorsal de unhombre.

10. El polinólogo suizo Max Frei

descubrió en 1978 varias muestrasendémicas de pólenes propios de laJudea del siglo I, así como varios deTurquía, Francia e Italia. Lugares pordonde supuestamente viajó la Sábana.

11. Las últimas investigacionespolinológicas demuestran que el polenmás abundante en el lienzo es el mismoque se conserva en los estratossedimentarios de hace 2000 años en ellago Genezaret, en Palestina.

12. El Hombre de la Síndone es unapersona de complexión atlética que hasufrido latigazos por todo el cuerpo yuna incisión entre el quinto y sextoespacio intercostal de donde ha manadogran cantidad de sangre y líquido

seroso. La incisión [1] le rompió elpericardio. No hay rotura de piernas delreo, práctica común en las crucifixionesdel siglo I.

13. El casquete de espinas que llevabael ajusticiado y que le cubría la cabezaal completo le rompió la arteria cervicala través de la nuca y de ella manó lasangre arterial que llega en regueroshasta la espalda.

14. Los antebrazos del hombre de laSíndone están agujereados por un objetopunzante que atraviesa las muñecas anivel del llamado «espacio de Destot».Las palmas de las manos están intactas.Lo más habitual era atar a los reos con

sogas.

El dorso del sudario arroja pruebassorprendentes. La corona de espinas nofue sino un casco que llegaba a la nucay reventaba la vena cervical. La sangreque brota por la espalda es arterial yvenosa.

15. Las pruebas efectuadas desde 1972con cadáveres humanos, moldesincandescentes y diversas sustanciasquímicas no han dado resultado. Casi

todos los especialistas concluyen que laefigie esta provocada por una especie de«chamuscamiento» o radiación de origendesconocido.

El espacio de Destot, a la altura de lasmuñecas, fue el empleado paracrucificar al difunto. Si es Jesús,podemos afirmar que jamás fueclavado por las palmas de las manos.Miles de artistas y estigmatizados, porlo tanto, estarían completamenteequivocados.

16. Las primeras imágenes de laSíndone, obtenidas en 1898 por elabogado y fotógrafo Secondo Pía,demostraban que la imagen del cuerpoaparecía y actuaba en forma de negativofotográfico natural. Esta circunstanciafue corroborada por el fotógrafoprofesional Guissepe Enrie en 1931.

17. En 1988, Michael Tite, del BritishMuseum, fue encargado de elaborar unapolémica prueba con el método delcarbono 14. La datación de un trozo dellienzo, que no contenía la imagen delhombre de la Síndone, resultó sercomprendida entre los años 1260 y1390. Los críticos con la prueba hablande que no se limpió convenientemente la

Sábana.

18. El procesador de imágenes VP8,propiedad de la NASA y que sirvió parainvestigar las primeras imágenes deMarte, actuó durante 120 horas sobre laSíndone en 1978, a las órdenes de 44científicos multidisciplinares. Elresultado de su escáner demostró que laimagen latente era completamentetridimensional, y que no existían trazosde dibujo ni direccionabilidad.

19. En 1996, los doctores BaimaBollone y N. Balossino, de laUniversidad de Turín, descubrieron unasmarcas en el ojo derecho que secorresponderían con una moneda tipoLepton Simpulum, puesta en circulación

entre los años 29 y 32 de nuestra era.

20. Actualmente, aunque el hombre de laSíndone siga en el centro de lapolémica, la ciencia no ha logradoreproducir la imagen latente sobre elviejo lienzo. A pesar de todo, lasinvestigaciones continúan, con lasombra de Jesús de Nazaret como telónde fondo.

Permiso especial

Turín, la próspera ciudad del norte deItalia, aparece ante mis ojos envuelta enuna lluvia persistente que nosacompañará a cada hora del viaje sin

abandonarnos ni un segundo. El río Po,con aguas altas y encrespadas, bajacrecido desde el Piamonte. Algunosvecinos se acercan paraguas en mano aobservarlo. Un fenómeno curioso queprecisamente esa misma noche iba adesatar su furia sobre la ciudad.

El escáner VP-8 de la Nasa recorriócada palmo del lienzo. Losespecialistas norteamericanos Jakson yJumper no podían dar crédito a susojos.

El sombreado y la intensidad de laimagen se correspondían con uncuerpo perfecto en tres dimensiones.Para ellos no hubo duda: aquel era elreflejo en volumen de Jesús de Nazareten el mismo instante de laresurrección.

El centro de la urbe es un extrañocontrasentido. Los palacios gigantescosy cuidados se entremezclan, sin soluciónde continuidad, con edificiosfuncionales y grises de ladrillo, herrajesoxidados y cristales gruesos propios deun régimen comunista de la Europa delEste. Conforme avanzamos hacia lacatedral donde se guarda la Síndone,

esta característica va siendo mássangrante. Junto a maravillasarquitectónicas, ricas en esculturas dedioses mitológicos y nobles guerrerosuniformados de antaño, aparecenfactorías que echan humo, pabellones,bloques y almacenes donde chirríantranvías anacrónicos envueltos en lagrisura del día. El cielo de algunascalles es una maraña de cablesgrasientos: la belleza y la industriaunidos en un cóctel de difícil digestión.

Nuestros tres pases especiales nosestaban esperando en una pequeñaoficina de la calle XX Septembro. Allí,un solícito y amable funcionario delArzobispado que responde al nombre de

Marco, complexión delgada y gafas degenerosas dioptrías, se protege del frío ynos comenta cómo está la situación:

—Ustedes, efectivamente, puedenacercarse a la Sábana y fotografiarla yfilmarla. La gente pasa a verla tan solodos minutos y por turnos, en grupos decientos de personas. Llegan de todaspartes del mundo y así están desde lassiete de la mañana hasta las diez de lanoche. La gente la observa desde unoscinco o seis metros, donde hay unasbarreras. Ustedes deben pasar por elinterior de la sacristía procurando nohacer ruido. Les acompañaran loscarabinieris. Suerte.

Era uno de esos momentos en que elperiodista se siente excitado y nervioso.Privilegiado en cierta forma. El Duomo,donde se guardaba la reliquia desdehacía varios siglos, estaba a mediocentenar de metros. Enfrente, la estaciónbulliciosa y sucia. A la izquierda, undescampado con un edificio derruido.Al acercarme a la puerta de la sacristíaya era consciente de que la prodigiosaimagen se había mostrado tan solocuatro veces a lo largo del siglo. Ytambién que probablemente en veinteaños no volviese a ser expuesta denuevo. Era una oportunidad única de ver

a aquel hombre que para muchosrespondía al nombre de Jesús deNazaret. Aquella estampa tantas vecesreflejada en libros y fotografías y queahora iba a tener a un palmo de mirostro. Procurando no hacer ruido, entréjunto a mis compañeros en el interior dela sacristía.

El hombre del lienzo

Ni siquiera me percaté de las miradasde sorpresa y desconfianza quegeneraban nuestras cámaras. El impactofue súbito. Esperaba haberme topadocon un lienzo inmerso en ampliasvitrinas, custodiado por severasmedidas de seguridad. Pero no. Allí, a

tan solo unos metros, aparecía la SábanaSanta, iluminada por una luz indirecta,en un marco horizontal elevado delsuelo y protegido por un fino cristal paraque la tela no sufriese la temidaoxidación. Una sola orden:terminantemente prohibido emitircualquier tipo de luminosidad en esadirección. Sonaban de fondo unoscánticos gregorianos y estaba enfrentedel rostro del hombre de la Síndone. Unrostro severo, lejano, que inspiraba unsordo escalofrío. Era el vivo retrato dela muerte. Mis compañeros tampocopronunciaban una palabra. Doscarabinieri nos seguían con la gorra tancalada como para no ver sus ojos. Mecoloqué bajo el lienzo y enseguida

descubrí las dos partes del cuerpo enuna tonalidad suave como producto deuna leve quemadura: la frontal, donde demanera flagrante aparecía una herida enel costado de la que surgía una manchamás oscura que el resto, y la partedorsal, a la derecha, que mostraba laespalda de aquel individuo mortificado.Sus piernas parecían agarrotadas, y laplanta del pie derecho se observabadesplegada en su totalidad, con unatonalidad más clara, casi blanquecina.

Un detalle que llamaba la atención en elperfil trasero, además de las marcas delos latigazos, era la coleta de pelo quecolgaba entre los omoplatos; una imagennada clásica en las representaciones de

Jesús de Nazaret, pero que eracostumbre de la época, tal y como se hacomprobado arqueológicamente en losenterramientos funerarios de la Palestinadel siglo I.

Veo a los peregrinos que se vanapiñando ordenadamente a nuestraespalda, formando una interminable fila.Algunos reparten el escaso tiempo antela Síndone lanzando miradas al hombrede la Sábana y a nuestras cámarasinstaladas sobre los trípodes.

Observo en ellos rostros desobrecogimiento más que devoción.Niños y mayores, personas de color y delos países del Este. Entrelazando lasmanos en los largos rosarios de madera

y avanzando algunos en sus sillas deruedas. Cuando se postran ante la sábanasolo se escucha el gregoriano. Elsilencio es absoluto, sepulcral. Meencojo un poco intentando pasardesapercibido. A un metro, delante de lacámara, el rostro del que dicen es Jesúsde Nazaret en el momento justo de lamisteriosa resurrección. A mi espalda,las caras, también hieráticas, tambiéncon gesto de sufrimiento, de aquellosque han viajado miles de kilómetros yhan esperado días enteros paracontemplar la radiografía en tela de sudios.

El hombre crucificado tenía una coletalarga. En omoplatos y espalda quedanreflejadas las marcas exactas,practicadas por dos verdugos dediversa altura, del golpe del flagrum olátigo de dobles poleas empleado en elsiglo I por los romanos.

Apenas escucho rezos ni observohisterias. Solo se respira atenazadorespeto y cierta impresión. Impresiónpor la sutil y etérea presencia de eseextraño cadáver. Una imagen irradiada yplasmada como una fotografía en lasábana mortuoria. Pero lo que aquí late

no se asemeja en nada a la parafernaliahabitual y beata del mundo casicarnavalesco de las reliquias. Hay unasorpresa contenida. Un aliento general,entrecortado, casi en suspenso. Unafascinación pura y llena de escalofríoante el hombre de la Síndone.

Vuelvo a disparar mi vieja cámara.Retumba el clic. La Sábana Santa, comoluego escucharía a alguno de losentrevistados, va mucho más allá de lafigura de Jesús. Es un misterio que nadiecomprende y que encoge el alma. De loscreyentes y de los que no lo son.

¿Resurrección o desintegración?

A la mañana siguiente amanece Turín enestado de emergencia. El río Po hasubido en casi seis metros su nivel. Losdiarios Stampa y La República abrensus primeras páginas como Infierno demiedo y agua y el Gobierno, en uncomunicado, recomienda a losciudadanos del Piamonte y el Valle deAosta no salir de las casas si no fueseestrictamente urgente y necesario.

Imágenes y titulares que se vandiluyendo en mis pensamientos,caminando de nuevo hacia una viejacapilla situada junto al Museo de laSíndone, en la Vía San Doménico. Habíamás agua y menos gente por las calles.Quizá más grisura y el cielo aún más

encapotado.

Varias horas junto a la Sábana Santahabían desarmado muchos de lospostulados «críticos» acerca de los quedías antes me había documentado. Laimagen de aquel hombre había ganado lapartida con el latigazo de la primeraimpresión. Chapoteando por la estrechacalle recordaba la reciente y apresuradalectura de El enviado, de Juan JoséBenítez, escrito en 1979 y donde seapostaba por una fuerza o radiaciónatómica desconocida que hubiesedesintegrado el cuerpo de Jesúsgrabándolo de semejante e insólitomodo. Lo cierto, según los últimosinformes de las dos universidades más

importantes de Italia, es que en el lienzono hay un solo rastro de descomposiciónni putrefacción humana. Es como si«algo» hubiese disuelto hasta la últimapartícula de aquel hombre torturadohasta la muerte. Aunque en aquelmomento no lo sabía, pronto iba aregistrar declaraciones autorizadas queapuntaban precisamente en esadirección.

En la vieja capilla, sin un alma, noshabíamos citado con el doctor BrunoBarberis, presidente del Centro deSindonología Internacional, con sedes enmás de cien países de los cincocontinentes. De fondo, la única copia dela Síndone a escala 1 x 1 que existe en

el mundo.

—Las últimas pruebas efectuadas sobrela Síndone —nos confiesa Barberis—revelan que se trata, comosospechábamos, del cadáver de unhombre recién fallecido. Las pruebasefectuadas con moldes y bajorrelievesde bronce a gran temperatura no hanlogrado dar el resultado que se reflejaen la sábana. Sencillamente, no sabemosreproducir el modo en que esta ha sidoefectuada.

Horas antes de estas palabras habíapodido observar varias fotografías depruebas realizadas en la Facultad de

Medicina Forense de la Universidad deMilán con cadáveres envueltos en mirra,áloe y las diversas sustancias con lasque, se piensa, se embadurnó el cuerpode Jesús después de la crucifixión. Losexperimentos químicos y médicoshabían sido casi infinitos. Se llegaron autilizar 2.000 cuerpos humanos demedidas similares, a la búsqueda de unasolución para el enigma.

Pero el doctor era tajante:

—Ninguna prueba —nos afirma,señalando con su dedo índice la copiaque preside la escena— ha dado elresultado esperado. La forma en que se

ha impregnado la efigie de ese hombrecontinúa siendo un misterio. Un absurdocientífico. Les adelanto que este añopróximo habrá una nueva campaña deestudio directo: con escaneo, rayosultravioleta, X e infrarrojos. No solo seutilizará el método del carbono 14.Todo esto para acercarnos a la verdadde un enigma que va más allá de lapropia figura de Jesús de Nazaret.

Doctor Barberis, presidente del CentroSindonológico Internacional: «Hoy porhoy, la ciencia no sabe cómo haquedado impregnada esta imagen de un

hombre crucificado y brutalmenteapaleado».

De alguna forma, al despedirme deBarberis, noté que punzaba en miinterior una duda. Las palabras quehabía escuchado del presidente de todoslos estudiosos científicos sobre el lienzoeran rotundas y reflejaban unapreocupación latente. Nadie asegurabala paternidad de aquel supuesto milagrotangible: «radiación desconocida por laciencia», «energía extraña en lanaturaleza», «explosión de un cuerpo yliberación de una fuente de calor»... eranlos términos que se destilaban en lasconversaciones.

¿Y para qué tanta molestia? —mepreguntaba mientras caminaba hacia otraclave de la investigación procurandoproteger las cámaras ante la tormenta—.¿Acaso miles de fieles no seguiríanperegrinando ante un objeto digno de sufe aunque no se hiciesen complicadosanálisis? ¿No es cierto que la propiaIglesia pone en peligro la fe que propagaesa reliquia sometiéndola a todo tipo depruebas científicas en busca de suorigen? Me encontraba, sin duda, anteuna actitud loable, extraordinaria por loinusual y no muy propia de estostiempos y de determinadas instituciones.Sin lugar a dudas, da la impresión deque existe un profundo y poderoso

misterio aún no resulto sobre el que hayuna necesidad imperiosa, por encima dedogmas y conveniencias, de arrojar todala luz posible. Como sea y cuanto antes.

Último descubrimiento: ADN

De camino al remozado Museo de laSíndone, abarrotado en estos días deostensión pública del lienzo, recuerdolas últimas pruebas hematológicasefectuadas sobre el retrato. La noche hacaído sobre la ciudad y la lluvia se hatornado más fina. De los patiosinteriores, de las tuberías y losalcantarillados mana agua sin cesarcreando una constante sintonía.

Los últimos y recientísimos estudios deagosto de 2000, presentados por 39científicos en la ciudad de Orvieto,ponían sobre la mesa un nuevo puñadode apasionantes dudas. La comisión,compuesta por católicos, ortodoxos,judíos y agnósticos a partes iguales,reveló una serie de nuevosdescubrimientos sorprendentes.

Sin discusión, los especialistas habíanvuelto a registrar a nivel microscópicodiversos hematíes correspondientes algrupo sanguíneo AB. Justamente en estemisterioso «tres invertido» que mana desu frente. En las manchas aglutinadas demuñecas y pies. En la lanzada queperfora su pecho.

Curiosamente, son restos orgánicos,como un añadido a la «radiografía entela» que tienen otra tonalidad y de laque nada se ha podido descubrir por elmomento. Pero la sangre, vieja y con unrastro muy lejano de la vida que un díacontuvo, está ahí. Presente como unmensaje.

¿Estaríamos ante un añadido posteriorcon el fin de otorgar mayor«verosimilitud» a la imagen?, se hanpreguntado en Orvieto. ¿O quizá tan solola sangre de aquel cuerpo que se«desintegró» permaneció en su estadoprimario desafiando las leyes de todalógica? Nadie lo sabe, pero lo cierto esque las pruebas realizadas en 1982 por

un equipo de médicos han vuelto a serratificadas escrupulosamente. Punto porpunto.

El análisis de esas zonas, coordinadopor el hematólogo Alan Adler, profesorde la Universidad de Connecticut, haidentificado ese grupo sanguíneoconsiderado, según sus palabras, como«poco común en la población mundial,pero elevado entre los habitantes dePalestina». Curiosamente AB también esla sangre que se encuentra en el llamado«Sudario de Oviedo».

El minucioso análisis para el hallazgode ácido desoxirribonucleico (ADN)también ha arrojado resultados hastaahora no conocidos: se han detectado

cromosomas propios de un varón adultoen los fragmentos sanguíneos; sinembargo, aún se prevé realizar uncontraanálisis para verificar si estosfragmentos de cadenas hiladas de ADNno proceden de los científicos que hanpodido, en diversos procesos de trabajo,tocar el lienzo. La prueba está siendomotivo de gran polémica entre losintegrantes de la comisión científica,donde algunos agnósticos han acabadoapoyando la teoría de que pudiera ser elcuerpo de Jesús, mientras que otros,creyentes, han considerado la presenciade un crucificado posterior, que no fueel Nazareno. Cosas de la fe y la ciencia,entremezcladas ante este desafíoapasionante. Ahora, el Arzobispado de

Turín se debate en torno a si esa pruebapuede ser tomada en consideración o no.Mientras tanto, algunos miembros delComité de Ostensión apuestan por«seguir desde el punto de vistacientífico la vía del ADN hasta susúltimas consecuencias, una prueba que,a pesar de las tremendascontradicciones religiosas que puedasustentar, sí abre nuevas posibilidadesde estudio y ha de ser tomada enconsideración».

Monseñor Ghiberti: «Hubo unareacción de tipo atómico»

El rostro fantasmal del hombre de la

Síndone me aguardaba de nuevo. Fuera,en la periferia, el agua arrastraba casasy carreteras. Las imágenes de laszodiacs de salvamento circulando poruna «improvisada Venecia» y las sirenasde los bomberos y policía seentremezclaban con la extraña paz delDuomo; como era lógico, mucho menosconcurrido... casi vacío. Estábamosatrapados, pero por fortuna en el centroelevado de una ciudad aislada que hacíaaguas por sus extremos. El aeropuertode Casserta estaba sin un solo vueloabierto y los raíles de la vía Turín-Milan volaban por los aires a causa dela riada. Doce puentes de la ciudad sehabían venido abajo. Treinta personasestaban desaparecidas. Veinte, muertas.

Positivo y negativo del rostro del«hombre de la Síndone». Se apreciaperfectamente un «3» invertido en lafrente. Sobre esa superficie se estánllevando a cabo los análisis de ADN.Unas pruebas que entreabren la puertaa mil y una especulaciones sobre lasincreíbles posibilidades de la genética.¿Se podrá llegar a clonar al hombre dela Sábana?

De nuevo en cuclillas, frente a aquellafigura, reparé en un elemento discutido

por los más «críticos» a la hipótesisJesús: lo anormalmente largo de losantebrazos. Efectivamente, el hombre dela Síndone los presenta extremadamenteextensos y delgados. En conjunto, laimpresión artística, cosa que pudecorroborar con varios especialistas, sícorresponde a un Cristo románico que,de ser «falsificado», hubiese sidomediante la mano de un gran artista. Sinembargo, los últimos estudios reflejantambién la posibilidad de que lacrucifixión, efectuada no por las palmasde las manos sino por el llamadoEspacio de Destot, en unas cuantas horasde tormento, podían extender el huesocon cierta facilidad. Las conclusionesforenses del estudio de finales de agosto

reflejan, en definitiva, que ese hombre,fuese quien fuese, había sidobrutalmente descoyuntado. De ahí laimpresión anómala de un individuo conextremidades algo desproporcionadas.

Desafiando a la tormenta y detenidas lasaguas desbordadas, en parte por los feospero prácticos edificios del centro, llegamonseñor Giusseppe Ghiberti,presidente del Comité de Ostensión. Elhombre que, por ejemplo, mostró laSábana al papa Juan Pablo II en su visitaprivada de 1998 y la persona que lleva acabo las gestiones y permisos de todas ycada una de las investigaciones.

Con amabilidad exquisita accedió adarnos su parecer sobre los últimos

descubrimientos. Tras ajustarse elalzacuellos, colocándose bajo el pórticofrente al Duomo, fue contestando,rotundo y pausado, a nuestras preguntasacerca de la conservación del lienzo yde las últimas teorías recién surgidas. Yuna de sus afirmaciones fue la que mehizo dar un brinco:

—Hoy por hoy —dijo con voz pausaday segura—, después de todas laspruebas efectuadas, me inclino a pensaren que la Santa Síndone es algún tipo deextraña impresión generada a causa deuna reacción concreta. De unaradiación... de tipo atómico.

Estuve tentado de rebobinarinmediatamente la grabadora paracomprobar si aquellas palabras habíansurgido de este mandatario delArzobispado turinés. Y así era. Lasnuevas investigaciones, el nuevo rumboo las confirmaciones científicas, hacíanque hasta los más altos miembros de lajerarquía eclesiástica italiana apostabanpor la teoría de la radiación surgida porun proceso de alta energía que seimpregnó a modo de negativo vivo en ellienzo. Un lienzo que, dicho sea de paso,sigue portando pólenes y fibras deJudea, Turquía y Francia. Los países quecomponen su larga ruta hasta Turín.

¿Acaso los falsificadores del siglo XIII—edad con que datan la Síndone losseguidores del controvertido método delC 14— tuvieron el celo de impregnar ellienzo con sustancias casi invisibles alojo humano que no se iban a poderobservar en su diminuta pequeñez hastasetecientos años después?

Mucha perspicacia parece esa.

Curiosamente, las hipótesis plasmadaspor el propio J. J. Benítez en 1979,extraídas a su vez de las indagacionesde los componentes de la NASAintegrantes de la comisión del STURP(Shroud of Turin Research Project),volvían a estar en boga. Losprocesadores de imagen americanos

comprobaron en su día la«tridimensionalidad» de la silueta, y hoylos nuevos análisis globales demicrofotografía, física, química,biología, medicina, medicina forense,palinología y arqueología sugieren esamisma idea. Una hipótesis que planteaque hubo un cuerpo humano, quizá hace2.000 años, que irradió desde su interioruna energía desconocida que lodesintegró hasta la última partículadentro de su propio sepulcro, dejando suimpronta para siempre en aquella bastatela mortuoria trenzada en forma desarga o cola de pescado. Un hombre delque solo queda una «sombra» que nadieha podido volver a reproducir y cuyosemblante, barbado y espectral, volví a

escrutar con respeto, parapetado tras elvisor de la cámara en la brumosaoscuridad del Duomo, en absolutasoledad.

Esa era la cara, para millones depersonas en el mundo, de aquel quecambió la historia de la humanidad yque un día, al tercero después decrucificado, regresó a un lejano reinoque, según sus palabras, no era de estemundo.

Monseñor Ghiberti, máxima autoridadresponsable de la Sábana Santa, estajante ante nuestras cámaras con elDuomo de fondo: «Las últimas pruebasme hacen pensar que esta imagenquedó grabada por la acción de algúntipo de energía atómica».

NOTA DEL AUTOR: Mi vieja y fielNikon N50, compañera durante muchosaños, en cientos de reportajes y miles dekilómetros, «reventó» literalmente trasrealizar la última fotografía al rostro dela Síndone. La óptica interna saltó hechaañicos. Era su manera, creo yo, depedirme una honrosa y merecidajubilación después de tanto trajín y

aventura continuada. Y quiseconcedérselo. Yo, que me muevo pordetalles aparentemente insignificantes,pero que ni mucho menos los son, quiseque alcanzara ese descanso después devarias decenas de miles de fotografíashabiendo tomado la última imagen deuno de los más grandes misterios. Estefue su último acto de servicio.

Pólenes extraídos en el lienzo. Los hayde Turquía, Francia, Italia y, lamayoría, endémicos de Judea. Loslugares en los que la historia cuentaque pasó la Síndone. Si todo es unfraude del siglo XIII, tal y como

pretenden algunos, ¿cómo los falsariosintuyeron que siglos más adelantepodrían detectarse las esporas a nivelmicroscópico?

Y en la soledad oscura del Duomo mearrodillé y volví a hacerme la mismapregunta: ¿Quién es este hombre?

1 Hoy se sabe que el instrumentocortante pudo ser una lanza romana delsiglo I.

16

Fin del trayecto

UNA MESA ESPARTANA de madera,un vaso de agua con gas y la penumbraen la habitación. En la ventana, una rejamedieval deja ver el alcázar árabereconquistado en 1124 recortándose en

la noche. Abajo, en un noble salóncustodiado por enhiesta armadura, elviajero ha leído un añejo escritoprendado en uno de los muros:

Y muchos creen haber visto aquí,algunas noches de invierno, el vagarfantasma del Arzobispo de Toledo, DonBernardo de Agen.

El viento y la lluvia llaman a loscristales.

El viajero ha elegido este lugar poralgo. Quizá para escapar del agobio dela gran ciudad y sus marañas. Quizá parasentirse solo con su recuerdo.

Muy de mañana ha desayunado recio yluego se ha echado a andar pararedescubrir la vieja ciudad. Y al bajarde Castillo de los Obispos le hasorprendido un viento ralo y helado queabre los pulmones y oxigena el alma.

A un lado, en las alturas de almena,aparece el campo sin un árbol, en unoleaje de lomas que se pierden hacia elinfinito y que nacen junto al cascomedieval y apiñado.

Bajando la cuesta de piedra con lasmanos en los bolsillos, sin evitar loscharcos limpios y claros, el viajero harecordado al gran Pío Baroja, quetambién se estremecía en este mismopunto y clamaba:

El pueblo apareció a lo lejos con sucaserío agrupado en la falda de unacolina, con las cuadradas y negruzcastorres de su rectoral, y sus tejadosroñosos, del color de la sangrecoagulada. Aquí se nubla; sale despuésel sol y se iluminan las torres de laCatedral con una luz oro pálido, unaluz de sueño.

Los pasos retumban por la calleestrecha. No hay un alma. Ni aúndeteniéndose, mirando arriba y abajopor el camino empinado, acierta a ver a

nadie. Tan solo la cabeza de una viejagárgola, de cuya boca convertida encaño fluye un chorro helado hacia lapila. Es tan pronto que el pueblo enteroduerme. A la derecha aparece unaiglesia abandonada, la de Santiago, consu pantocrátor desfigurado de expresiónfiera que parece gritar su olvido. Lapuerta atrancada, dicen, guarda un altarmisterioso y derruido años ha.

Es aquí mismo donde el inmortal AlonsoQuijano, aprovechando la impunidad dela noche, le ordenó a su fiel escuderoponer papeles con un poco de engrudoen las esquinas para que pudieran serleídos por todos, desafiando a cualquiercaballero que osase decir improperios a

alguna dama.

Ve volando Sancho Mío —decía el dela Triste Figura—, que luego iré yo acastigar su sandez y atrevimiento, paraque de aquí en adelante no tenganotros tales para decir semejantesdesvaríos contra quien tan bien sabecastigarlos.

El viajero ha tenido la feliz idea deportar unos pequeños cascos que lepermiten escuchar canto gregoriano. Yla percepción se amplía a flor de piel,como si se hubiese ingerido una

sustancia mágica digna de brujoscondenados a la hoguera. Esas voces, encontraste con los soportales vacíos y elazul claro del cielo que se abreluchando contra la grisura, hacen que leinvada una extraña sensación decongoja, como de escalofrío desensaciones que luego, piensa, es tandifícil plasmar con exactitud.

Entre algunas manzanas de casasseñoriales con el color terroso de laroca histórica, hay unos arcos por losque se ve el campo, y zarzas que sedoblan para acompasar al viento. Lacalle Maior se abre en perspectiva hastael final, sin sombra del vecindario. Elviajero respira profundo, como si

hubiese realizado feliz viaje a otrotiempo y se imagina que, de cualquierade los esquinazos, puede aparecerrepentinamente el mismísimo MartínVázquez de Arce, el mítico Doncel queve transcurrir los siglos mientras leeplácidamente sobre su sepulcro. Cierralos ojos y casi escucha el sonar de lamalla metálica de sus calzas,revoloteando bajo la capa de la Ordende Santiago.

Los caminos, como en una encrucijada,se bifurcan junto a la Catedral. Elviajero toma uno de ellos, refugiado enla música y la contemplación, y observacómo los pequeños comercios vanlevantando sus cancelas. En el

escaparate de la mercería hay un gatoblanco que mira fijamente a la acera deenfrente, allí donde las tiendas semantienen firmes en un tiempo lejos dela modernidad, como si se hubiesedetenido el reloj oxidado delayuntamiento renacentista. Ultramarinosy encurtidos, confitería, carnezería y unsalón de peluquería ya abandonado parasiempre. Sus nombres llevan a lamemoria del viajero esa Castilla eternaen la que tan a gusto se siente,Garcinuño, Vivar, Alvar Fáñez, ElDoncel...

Subiendo por una travesía se topa condos decenas de hombres uniformados decaqui. Acelera el paso y, al acercarse,

comprueba que son cazadorespreparados para la batida en el monte.El chispazo de anís o de orujo, paratemplar el ánimo y la puntería, impregnael mesón y sector del parque donde elviajero se ha sentado a observarlos. Envarios carromatos, enrejados, aúllanperros que, a primera vista, recuerdan agalgos lastimeros. Junto a ellos, en unposte, se anuncia la séptima degustaciónde la matanza, con una ilustración góticade un cerdo abierto en canal, con suschacinas a la intemperie.

Una grata sorpresa sorprende al viajerocuando, fatigoso, sube la cuesta de lacalle de la Medina. Una puerta pequeñay de vieja madera, como son todas aquí,

da el paso a una librería bien surtida,tranquila, silenciosa. Imposibleresistirse. Penetra en ella y se ocultaentre los estantes escuchando alencargado y a una visita que, por susconfianzas, parece habitual. Hablan dela reunión micológica de pasado mañanay de la tranquila comida entre viejoscolegas escritores.

El viajero siente sana envidia ante esaparsimonia de tertulia y, como en unfogonazo, recuerda a los Pérez Mateos,Antonio Ferres, Víctor Chamorro,Camilo José Cela..., caminantes quepasaron por aquí y desgajaron sussentimientos escribiéndolos sobre lacuartilla de manera magistral.

Tras un paseo por los ordenadosestantes, donde tiene la grata sorpresade encontrar alguna de sus obras, vancayendo al saco varios ejemplares deJulio Caro Baroja, García Márquez,Antonio Herrera Casado —el cronistaoficial de la provincia— e incluso algúntratado de la antigua prensa de estaregión secularmente olvidada.

Después, en un taller pequeño de loza ybarro al que hay que arribar bajando porunos peldaños, compra a una amableseñora de cabellos grises dos azulejosgrandes con motivo medieval, dondeaparece un mozalbete cortando lasespigas con su hoz, y un hombreenigmático con dos rostros.

Tras echar un trago rápido en El Atrio,el viajero pasea por la Catedral reciénabierta y en absoluta calma oscura.Camina entre las siluetas de las tallas desantos y guerreros que se perfilan aúnmás negras que el entorno brumoso. Yvuelve a sobrecogerse, sin saber muybien por qué.

Al regresar a su habitáculo se sientepurificado, limpio por el aire fresco dedespués de la tormenta. Y se sienta aescribir hasta bien entrada la noche,observando el patio donde un pozoárabe de más de mil años, horadado enla roca viva, mana agua y pone sintoníaal silencio.

Frente a la mesa el viajero intenta

rematar la obra, rebuscando entre losúltimos apuntes perdidos en la memoria,intentando convencerse de que el trabajoha merecido la pena. Cronista de losenigmas, cronista de la vida a fin decuentas, piensa que lo insólito, como uncaballero que deambula vigilante portodos los rincones y lugares, no espropio solo de lejanos reinos exóticos,sino de todos aquellos enclaves en losque el observador esté dispuesto a sentirde veras la congoja singular delmisterio. Porque intuye que está en todo,en la raíz propia de la vida, y a la vez esde todos aquellos que estén dispuestos ainvocarlo dejándose llevar por unasensación que invade a quiensimplemente observa y se atreve a abrir

el alma, el espíritu y la memoria, encualquier rincón de la Tierra.

Está convencido de que mirando laspequeñas cosas, los detalles para otrosinsignificantes, también se descubre lagrandeza del misterio.

En cada piedra y en cada hierro, duendeeternamente presente, es compañeroinvisible de las fatigas del hombre.

El viajero, escribiendo frente alventanal, siente vértigo al recordartantas vivencias y tantos países distintos.Y da gracias a la vida por haberlepermitido disfrutar de momentos dignosde ser recordados; por haberlepermitido escribirlos para que desafíen

al tiempo y queden fuera de los vértigosmodernos, al alcance de todos los quequieran rescatarlos, revivirlos yreinterpretarlos a su manera, con lalibertad de imaginar y de sentir de cadaindividuo.

Y así, Fronteras de lo imposible,imagina, se convertirá en miles deviajes. En tantos como personas esténdispuestas a iniciarlos.

El viajero ve amanecer y pone puntofinal a este largo peregrinar en laentraña de la legendaria tierracastellana, que es como su casa,sintiendo muy adentro que es bonita lamisión que se ha propuesto.

La más bella que él ha podido imaginar.

En el Castillo de los Obispos de la muyleal ciudad de Sigüenza, Guadalajara,siendo un 27 de enero del año 2001.

Portadilla

Créditos

Citas

Agradecimientos

0. Cuaderno abierto

1. Nazca: El lugar más misterioso del

mundo

2. Chauchilla: En el desierto del miedo

3. Ica: El gran secreto del doctorCabrera

4. Bolivia: Fuera del tiempo

5. Lima: Ovnis entre la garúa

6. El Egipto imposible (I): La ruta haciaSudán

7. El Egipto imposible (II): Rumbo alMar Rojo

8. Argelia-París: El mensaje de loshombres sin cara

9. Turquía: En la barriada de losmuertos vivos

10. Portugal: La criatura que cayó delcielo

11. Cartagineses: Antes que Colón

12. Argentina: El cerro de LasLuminarias

13. Jordania: Sorpresa en Petra

14. Israel: Expediente Jesucristo

15. Cuatro días junto a la Sábana Santa

16. Fin de trayecto