FUNDAMENTOS ÉTICOS DEL MERCADO EN LA … · 1. Principios en la economía del bienestar...

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Miguel Gómez Uranga* FUNDAMENTOS ÉTICOS DEL MERCADO EN LA TEORÍA ECONÓMICA INSTITUCIONAL En este artículo se intenta poner de relieve que las dos grandes avenidas de la ética (la utilitarista y la deontologista) pueden y deben ser aplicadas en las distintas áreas de la economía, aunque es la utilitarista la que habitualmente se asocia a lo económico. En estas páginas se tratará de evaluar la calidad de la ética que se observa entre autores que han tenido una influencia importante en la teoría económica. Finalmente, se proponen algunas ideas sobre una economía «cívica» fundamentada en valores. Palabras clave: ética, teoría económica, economía del bienestar. Clasificación JEL: A13. 1. Principios en la economía del bienestar neoclásica Desde los economistas clásicos en la economía aca- démica se establece una clara distinción entre la esfera de la economía y la de la moral. Los criterios morales pueden intervenir en la economía aunque exclusiva- mente a posteriori. La medida de la eficiencia económi- ca está separada absolutamente de las consideraciones de índole moral (Buchanan, 1985: 3). Un bien puede ser deseable en términos de eficiencia y a su vez indesea- ble desde criterios morales. La evaluación económica se situaría en otro plano que la evaluación moral. En los últimos tiempos cada vez se oyen más voces que ponen en cuestión la férrea separación que realiza la economía convencional entre los enunciados positi- vos y normativos. La moralidad de los agentes económi- cos influye en su comportamiento así como en sus re- sultados, y no parece razonable que si los economistas se interesan por los resultados no deban también estar interesados en la moralidad (Hirsch, 1976). La propia economía estándar del bienestar descansa sobre su- puestos morales. Para evaluar y desarrollar la econo- mía del bienestar se requiere prestar atención a la mo- ralidad. Para la economía es más tratable y medible con exac- titud la eficiencia que el controvertido tema de la equi- dad. Quizá por eso la economía del bienestar se centra más en la eficiencia. Pero, ¿a la hora de analizar la efi- ciencia deben ser tenidos en cuenta los presupuestos morales? Pensemos en el caso extremo de que utiliza- mos un modelo de costes-beneficios para decidir sobre la inversión en una planta nuclear; es evidente que la discusión sobre lo que se consideran costes y benefi- cios en este caso, solicita la observación de elementos de carácter ético. ÉTICA Y ECONOMÍA Junio 2005. N.º 823 39 ICE * Catedrático de Economía Aplicada. Departamento de Economía Aplicada I. Universidad del País Vasco.

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Miguel Gómez Uranga*

FUNDAMENTOS ÉTICOSDEL MERCADO EN LA TEORÍAECONÓMICA INSTITUCIONALEn este artículo se intenta poner de relieve que las dos grandes avenidas de la ética (lautilitarista y la deontologista) pueden y deben ser aplicadas en las distintas áreas de laeconomía, aunque es la utilitarista la que habitualmente se asocia a lo económico. Enestas páginas se tratará de evaluar la calidad de la ética que se observa entre autoresque han tenido una influencia importante en la teoría económica. Finalmente, seproponen algunas ideas sobre una economía «cívica» fundamentada en valores.

Palabras clave: ética, teoría económica, economía del bienestar.

Clasificación JEL: A13.

1. Principios en la economía

del bienestar neoclásica

Desde los economistas clásicos en la economía aca-

démica se establece una clara distinción entre la esfera

de la economía y la de la moral. Los criterios morales

pueden intervenir en la economía aunque exclusiva-

mente a posteriori. La medida de la eficiencia económi-

ca está separada absolutamente de las consideraciones

de índole moral (Buchanan, 1985: 3). Un bien puede ser

deseable en términos de eficiencia y a su vez indesea-

ble desde criterios morales. La evaluación económica

se situaría en otro plano que la evaluación moral.

En los últimos tiempos cada vez se oyen más voces

que ponen en cuestión la férrea separación que realiza

la economía convencional entre los enunciados positi-

vos y normativos. La moralidad de los agentes económi-

cos influye en su comportamiento así como en sus re-

sultados, y no parece razonable que si los economistas

se interesan por los resultados no deban también estar

interesados en la moralidad (Hirsch, 1976). La propia

economía estándar del bienestar descansa sobre su-

puestos morales. Para evaluar y desarrollar la econo-

mía del bienestar se requiere prestar atención a la mo-

ralidad.

Para la economía es más tratable y medible con exac-

titud la eficiencia que el controvertido tema de la equi-

dad. Quizá por eso la economía del bienestar se centra

más en la eficiencia. Pero, ¿a la hora de analizar la efi-

ciencia deben ser tenidos en cuenta los presupuestos

morales? Pensemos en el caso extremo de que utiliza-

mos un modelo de costes-beneficios para decidir sobre

la inversión en una planta nuclear; es evidente que la

discusión sobre lo que se consideran costes y benefi-

cios en este caso, solicita la observación de elementos

de carácter ético.

ÉTICA Y ECONOMÍAJunio 2005. N.º 823 39ICE

* Catedrático de Economía Aplicada. Departamento de EconomíaAplicada I. Universidad del País Vasco.

Para los economistas neoclásicos, «la ciencia eco-

nómica como otras ciencias sociales debería ser neu-

tral (value-free), lo que significa que los valores éticos

no deberían jugar papel alguno en la estimación de

propuestas empíricas por parte del economista»

(O’Neill, 1998: 43). Sin embargo, Hausman y Mc Pher-

son (1997) hacen referencia a una «ética de mínimos»,

para mostrar que no es cierto que la economía neoclá-

sica paretiana realice sus propuestas positivas absolu-

tamente al margen de cualquier supuesto ético, por

mucho que lo pregonen los llamados economistas po-

sitivistas. Una teoría moral subyace en los teoremas

centrales del mundo neoclásico como por ejemplo en

el principio de eficiencia de Pareto, el óptimo es un es-

tado ideal que supone implícitamente el juzgar una si-

tuación como «buena». En definitiva, existe una pre-

sunción de situación virtuosa. Algunos filósofos se re-

fieren a un principio de «mínima benevolencia», que en

todo caso constituiría una pobre teoría moral. «En el

trabajo de los economistas hay una ausencia a invocar

normas morales» (Grill, 1999: 175). La economía del

bienestar contribuye a trasladar al mundo real la idea

de que la autonomía del mercado y la traducción técni-

ca de los deseos de la demanda en el propio mercado

son un resultado directo de la propia naturaleza del ser

humano (de su idiosincrasia), y por lo tanto se evita el

tener que considerar otros compromisos filosóficos o

morales de mayor rango.

La economía convencional identifica bienestar con

algo que debería de ser moralmente bueno y que co-

rresponde a la satisfacción de las preferencias indivi-

duales, aunque en muchas ocasiones la mejora de una

persona se realice al coste de una creciente desigual-

dad. La moral, para la economía convencional, es una

cuestión de preferencias subjetivas; por ejemplo, algu-

nas propuestas neoliberales sobre la contaminación

medioambiental, como las recomendaciones realizadas

por los organismos internacionales (Banco Mundial,

Fondo Monetario Internacional), cuando contemplan

que los países desarrollados puedan mantener sus mo-

delos contaminantes, siempre y cuando los países po-

bres accedieran a poner un precio por el que permitirían

dejarse contaminar, a cambio de mejorar su bienestar

(desde la perspectiva de incremento de sus ingresos).

Esas propuestas se hallarían sujetas a un principio de

«mínima benevolencia», aunque desde una perspectiva

más razonable habría que decir que esos acuerdos in-

ternacionales favorecen a ciertos intereses empresaria-

les y, en cambio, perjudican realmente a los países sub-

desarrollados.

En la ciencia económica domina una ética utilitarista,

si bien de una manera más o menos velada. El utilitaris-

mo se puede entender desde una visión unidimensional

(como sería el criterio maximizador), o desde una pers-

pectiva algo más compleja como la que se representa

en los utilitaristas actuales.

2. Criterios éticos en la obra de dos fundadores:

Knight y Keynes

Frente a una perspectiva de laissez-faire, que separa

de manera estricta los intereses individuales de los inte-

reses colectivos, un somero análisis de la realidad

muestra que las decisiones individuales se sitúan en el

plano de la sociedad donde están vigentes unas normas

sociales enraizadas en la moralidad y en la ética. Tanto

Knight como Keynes estimaron que el ámbito de la eco-

nomía no se puede abstraer de la dimensión moral y de

una evaluación ética.

Knight se encontraba influido por las filosofías utilita-

ristas individualistas. Para él un sistema social y econó-

mico debería funcionar de acuerdo con un determinado

standard social y económico (sistema de normas) rela-

cionado con los valores de los individuos. La considera-

ción de lo que es «bueno» en esa concepción utilitarista

tiene un carácter individual, de manera que el individuo,

a través del mayor grado posible de libertad económica,

tendría el último juicio sobre lo que es bueno, y que

coincidiría con lo que desea.

Knight (1929) y Keynes (1926) justifican la presencia

de los juicios morales en la economía a causa de la in-

certidumbre derivada de la escasez de información y de

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conocimientos que tienen los individuos a la hora de to-

mar decisiones. La incertidumbre existe a pesar de los

avances científico-tecnológicos que se generan en la

historia. Los conocimientos insuficientes llevan a que

los individuos incorporen sus creencias y valores en sus

decisiones. En definitiva, las cuestiones morales y éti-

cas se introducirían en la esfera de la decisión económi-

ca inducidas por la insuficiente información y la ausen-

cia de conocimientos objetivos.

Para Keynes (1926), la indeterminación en las deci-

siones económicas, fruto de esa ausencia de conoci-

mientos, no se podrá resolver a través del cálculo de

probabilidades, ni a través de la inferencia de series de

datos históricos disponibles. Las motivaciones y las ex-

pectativas son variables en el tiempo, lo que conduce a

que las tomas de decisión individuales se fundamenten

en opiniones subjetivas, en las que se integren juicios

morales y otras consideraciones éticas.

En Knight se encuentra implicitamente una teoría del

bienestar, cuando sugiere que el máximo bienestar en la

economía y en la sociedad en su conjunto se alcanzará

a través del mayor grado posible de libertad económica,

a través de permitir a los individuos ocuparse de sus

propios asuntos en ausencia de la intervención del go-

bierno (Knight, 1929). Esa libertad de los individuos

para optar por sus propios deseos, planteaba a Knight

un problema ético al observar que una sociedad hecha

de individuos o de grupos de individuos, no permite en

términos puros y absolutos que se expanda de manera

voluntaria la libertad de actuación para todos sus miem-

bros. Es más realista considerar que parcialmente al

menos esa libertad deberá de imponerse. La aparición y

el desarrollo de centros y concentraciones de poder que

se desarrollan en las aguas de la libertad, plantea cues-

tiones morales que hacen que hasta el mismo Knight

deba de admitir algún tipo de intervención del gobierno

como necesaria (Knight, 1960).

Keynes estableció su corpus teórico a partir del pre-

supuesto de que era necesaria la participación del gasto

público para animar a la demanda y redistribuir la renta.

Sin embargo, su énfasis fue siempre el de reformar pero

aceptando un sistema de mercado en el que se mante-

nían las desigualdades necesarias para la incentivación

de los agentes participantes. El grado de desigualdad

aceptable para Keynes sería limitado por razones de ín-

dole ética individual y colectiva (Greer, 2000).

A partir de las lecturas de Keynes y de Knight, se pue-

de deducir una determinada «Ley de Intervención» que

no cuestione los métodos o procedimientos requeridos

para esa intervención, pero que sitúa a la ética en un im-

portante nivel inductor de la participación pública y de la

corrección de excesos del sistema contrarios a los inte-

reses de una mayoría de la población.

La concentración del poder y las desigualdades de la

riqueza crecerán hasta el límite permitido por los están-

dares ético-morales que se impongan en una determi-

nada sociedad. Pasado aquel límite, los gobiernos de-

berán establecer las correspondientes políticas que

ajusten los niveles de desigualdad y de concentración

de poder a los estándares ético morales que se esta-

blezcan en cada sistema socioeconómico

La incertidumbre, tanto para Knight como para Key-

nes, justifica la participación de criterios morales y éti-

cos, y es la que genera en un sistema de libre mercado

las desigualdades en la distribución de la renta y de la ri-

queza (Greer, 2000).

A pesar de su cercanía a la hora de justificar la intro-

ducción de criterios éticos y morales en la economía, las

diferencias entre ambos autores son muy notables:

1. Knigth contempla una realidad externa al sistema

económico relativamente inmutable, predeterminado y

ergódica; mientras que Keynes la contempla transmuta-

ble y no ergódica.

2. La realidad casi ideal que contempla Knight, úni-

camente requiere ajustar pequeñas anomalías de un

deficiente funcionamiento de la libre empresa; mientras

que Keynes contempla dos importantes problemas: el

desempleo y la desigual distribución de la renta y de la

riqueza.

3. La incertidumbre tiene un contenido más ontoló-

gico en Keynes, y para Knight puede ser en muchos ca-

sos, redirigida hacia un riesgo probabilístico.

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4. En todo caso, la recomendación de posible parti-

cipación del gobierno es mucho más restringida en

Knight (incentivar, proporcionar un sistema de normas, y

desarrollar infraestructuras educativas) que en Keynes,

que propicia una intervención muy amplia del sector pú-

blico para que crezca la demanda efectiva de la econo-

mía (Greer, 2000: 123).

3. Para los utilitaristas contemporáneos

la racionalidad económica y la moralidad

son conceptos compatibles

La economía neoclásica concibe la utilidad como «sa-

tisfacción de los deseos» lo que le permite la posibilidad

de medir y tratar matemáticamente la utilidad. Se supone

que los deseos se satisfacen a través del disfrute de di-

versos bienes y, por lo tanto, la posesión de bienes pue-

de ser objeto de tratamiento numérico. Pero en esta pers-

pectiva de deseos también surgen problemas para los

utilitaristas cuando se enfrentan a situaciones moralmen-

te rechazables como puede ser el caso del sadismo, el

resentimiento y la maldad (Harsanyi, 1978: 8). La satis-

facción del deseo puede corresponder al concepto clási-

co de utilidad y supone un avance conceptual en el trata-

miento de la misma, pero es necesario contrastar la utili-

dad con elementos de racionalidad que se vinculan en

parte con elementos morales, tal como señalan los auto-

res utilitaristas contemporáneos. Entonces, el deseo po-

dría identificarse con utilidad siempre que se cumplieran

unos requisitos mínimos de moralidad y de beneficio para

la sociedad. Aunque el utilitarismo puede constituir una

buena base de partida para evaluar actuaciones de los

agentes racionales, sin embargo, es en ocasiones difícil

evaluar cuestiones morales (Gibbard, 1986: 181).

Existe una visión neoclásica de la moralidad que se

asocia a los fallos de mercado. La moralidad en esa

perspectiva introduce las interacciones del gobierno so-

cial bajo las condiciones de los fallos del mercado. «The

rationality of morality depends on its being a particular

kind of solution to the problem of market failure: that is,

one that secures a Pareto-efficient outcome by making

each individual better off» (Kraus y Coleman, 1987:

717). Esta perspectiva de fallos del mercado es muy re-

levante a la hora de enmarcar metodológicamente la in-

troducción de códigos de conducta morales en las orga-

nizaciones capitalistas actuales.

La teoría axiomática de la utilidad (Hicks y Allen,

1934), que se representa a través de la función de utili-

dad, se establece desde las preferencias individuales

de la persona. Pero los autores utilitaristas modernos

discuten ampliamente sobre cómo se pueden entender

las preferencias, porque el problema no se encuentra en

el tratamiento lógico formal de la axiomática en la teoría

de la preferencia como en el sentido y el contenido del

propio concepto de preferencia. Esa concepción liberal

choca con la consideración de que las preferencias que

contribuyen al bienestar deben estar moralmente funda-

mentadas. El comportamiento egoísta no puede ser cri-

terio de elección exclusivo desde cualquier perspectiva

utilitarista. Frente a una función de utilidad que repre-

senta las preferencias de una persona racional y egoís-

ta, cualquier visión mínimamente realista tiene que

aceptar el carácter social de los individuos y, por lo tan-

to, la consideración de que las preferencias se sitúan en

un determinado contexto social.

El modelo de la preferencia utilizado en la economía no

considera que las motivaciones de las elecciones puedan

obedecer a razones psicológicas, sociológicas o antropo-

lógicas, y que el contexto cultural puede jugar un notable

papel. De ahí que un reformista como es A. Sen acuñe el

concepto de meta-preferencia (Hirschman, 1985: 8-9).

Entre los economistas reformistas actuales se admite

que las preferencias estudiadas en la economía conven-

cional coexisten con otra clase distinta de preferencias,

aunque ciertamente se puede observar una tensión entre

unas y otras (Broome, 1991).

El cálculo utilitarista tiene necesidad de establecer

comparaciones de utilidad o de bienestar entre perso-

nas, pero por desgracia en la medida en la que se con-

templan más factores que puedan influir en aquellos

conceptos, se hace más difícil establecer estándares de

comparación. Si aceptamos una mayor complejidad de

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los conceptos de preferencia, utilidad y bienestar, más

inútiles nos parecerán las comparaciones interpersona-

les. Existen factores psicológicos que influyen en la con-

sideración de utilidad o de bienestar por parte de las

personas (Griffin, 1991: 66). Además, en los estudios

sobre bienestar o sobre felicidad de las personas tam-

bién se incorporan ciertos valores como la dignidad o el

compromiso con los demás.

Se puede decir que ciertos comportamientos inmora-

les no son racionales. También hay una relación entre

bien-estar (well-being) y cuestiones morales. Los juicios

morales no se pueden separar del objetivo de un «estar

mejor» por parte de las personas (Griffin, 1991: 61). La

concepción de bien-estar se relaciona aquí con aquellos

valores que caracterizan una vida mejor («a good life»);

entre esos valores se podrían citar por ejemplo la leal-

tad, la amistad o la confianza (Scanlon, 1991).

La economía utilitarista moderna acepta que la raciona-

lidad tiene que ser compatible con ciertas dosis de morali-

dad. Entre los economistas y filósofos contemporáneos

existe una consideración general de que la teoría de la ra-

cionalidad es compatible con una teoría del comporta-

miento moral. Frente a la distinción que hizo Hume entre

«razón» y «pasiones», el utilitarismo actual por el contrario

establece una mayor relación entre razón y moral, llegan-

do en ocasiones a suponer que los principios morales se-

rían derivados de la razón (Kraus y Coleman, 1987: 715).

Desde esa visión, emitir un juicio de racionalidad (o de mo-

ralidad) de una acción puede suponer, además de una

descripción objetiva y una comprensión de su significado,

la propia reprobación del acto (Gibbard, 1986).

La economía ortodoxa a la hora de analizar las deci-

siones tomadas por un agente económico no tiene en

cuenta valores como la necesidad, la dignidad, los dere-

chos, la justicia, la oportunidad, etcétera. Sin embargo,

los economistas debieran conocer los valores morales

que gobiernan las elecciones; la eficiencia económica y

la política económica dependen de los valores éticos,

los cuales pueden ser socavados por el propio desarro-

llo desigual de las economías en sistema de mercado

(Polanyi, Hirschman, Sen, Arrow).

4. El enfrentamiento entre filosofías sociales

y económicas

Teorías de justicia para el Welfare State:

el caso de Rawls

Uno de los logros de Rawls consistió en situar su teo-

ría de la justicia entre dos teorías en principio contra-

puestas: el utilitarismo y el contractualismo. La primera

enmarca y guía de forma coherente la acepción maximi-

zadora de la economía neoclásica convencional. En el

marco analítico utilitarista todo puede ser conducido ha-

cia la consecución de un fin que consistirá preferente-

mente en hacer máximo el bienestar social general. En

el contractualismo liberal se garantizan los derechos y li-

bertades individuales, y se constituye un marco de refe-

rencia igual para todos pero no garantizan en absoluto

cuáles pudieran ser las consecuencias del desarrollo

del sistema social para los individuos.

El método de Rawls se aplica a la distribución de bie-

nes en la sociedad con el propósito de maximizar las ex-

pectativas de los menos aventajados. Rawls se consa-

gra como el autor no utilitarista por excelencia. Frente al

utilitarismo clásico donde los participantes en el proceso

económico tratan de maximizar un nivel de utilidad, des-

de la perspectiva «ética deóntica» de Rawls se cambian

los objetivos finales, para seguir un determinado princi-

pio del deber que responde a consideraciones de justi-

cia (Vickers, 1997).

A propósito de la obra de Rawls sería de interés es-

clarecer algunos conceptos. Se pueden entender como

diferentes, y en ciertos casos como opuestas, dos orien-

taciones de la ética que puede ser conveniente conocer

para entender las bases de algunas teorías económicas

y sociales. En primer lugar, la «ética deontológica» que

se vincula etimológicamente al deber o a la obligación,

donde se excluyen consideraciones teleológicas y sobre

todo empírico pragmáticas. Desde esta visión, una ac-

ción se considera moralmente justa cuando obedece a

máximas buenas en sí; por ejemplo, cumplir las prome-

sas o ser leal en los contratos (Höffe, 1994: 136). En se-

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gundo lugar, la «ética teleológica», que relaciona los jui-

cios morales con un conjunto de objetivos o fines supe-

riores. Así, el utilitarismo considera como objetivo o ley

suprema moral el bienestar de las personas. En definiti-

va, el juicio moral se justifica con relación a lo bueno o

malo de las consecuencias.

En los dos casos se hace referencia a un principio

agregado como el de entender lo que está bien o lo que

es bueno para la economía o la sociedad globalmente

entendida. En el primer caso podría, por ejemplo, propo-

nerse como ley u objetivo primordial la «equidad» o la

«igualdad» de manera que cualquier acción individual o

colectiva debería de estar orientada (y en su caso res-

tringida) por ese tipo de objetivos. Los individuos y los

colectivos sociales adquieren unos deberes u obligacio-

nes que les llevan a considerar en todo momento esos

valores superiores. Desde una ética teleológica (en una

lógica consecuencialista), por ejemplo la maximización

del PIB se podría considerar como un objetivo deseable,

es decir, alcanzar el máximo bien para el mayor número

de individuos y de grupos en la sociedad.

La idea de justicia rawlsiana descansa sobre la consti-

tución de un sistema político-legal que garantiza que cier-

tos derechos individuales no se encuentran determina-

dos por el resultado de la sociedad en términos de bie-

nestar general. Pero, sin embargo, la idea de justicia de

Rawls sí se ocupa de alcanzar ciertos objetivos o metas

sin los que difícilmente se podrían lograr ciertos niveles

de justicia. De hecho, los individuos estarán muy intere-

sados en conocer de qué manera la cooperación que se

desarrolla entre ellos redunda en su mejora en la partici-

pación de unos beneficios, que crecieron como conse-

cuencia de la evolución económico-social. Es en esa

asignación de beneficios en donde precisamente inter-

vienen las leyes para precisar y organizar la realización.

La teoría de Rawls es una teoría política de la justicia

social (Rawls, 1993). En una sociedad justa todos parti-

cipan de la misma manera de los bienes que permite la

cooperación social. Para captar mejor lo que supone la

concepción de justicia de Rawls sería de gran interés

distinguir entre la visión utilitarista y la contractualista.

La primera se acerca más a un sistema teleológico, don-

de lo relevante es lo que define qué es lo más correcto;

se sitúa en el logro de un determinado fin (objetivo), por

ejemplo la maximización del beneficio en el mundo de

los negocios. Sin embargo, entender la justicia desde un

registro rawlsiano contractualista se acerca más a un

sistema procedimental o deontológico, donde las metas

a conseguir dependerán del criterio de cada uno, y la

obligación social únicamente consistirá en cumplir las

normas; por eso, en ese marco liberal de Rawls, los

principios de justicia tienden a establecer un sistema pú-

blico de normas o reglas que dotan de estabilidad a la

sociedad, a partir del cual los individuos persiguen sus

propios objetivos (Hernández Pacheco, 1997).

En el modelo de Rawls, los individuos o las partes ini-

cialmente desconocen o tienen una precaria informa-

ción (lo que Rawls denomina «el velo de la ignorancia»)

sobre el entorno económico-social y su capacidad para

adaptarse a él. En consecuencia, y debido a su inseguri-

dad a la hora de pronosticar para cubrirse ante eventua-

lidades, cada individuo podría situarse en la hipótesis de

que en algún momento él mismo podría encontrarse en

la peor situación posible en la sociedad. Ante ese posi-

ble evento, si se quisiese que ese individuo se adhiriese

voluntariamente a un consenso en el seno de esa socie-

dad, se le debería garantizar en cualquier situación el

reconocimiento de unos derechos fundamentales, ade-

más de que las posibles desigualdades que se genera-

sen contribuyeran en todo caso a mejorar su situación

en la medida en que peor se encontrase («Principio de

maxim»). Se trataría de promover el mayor beneficio

para los miembros menos aventajados de la sociedad

(Rawls, 1996: 35).

El principio de justicia de Rawls se aparta radicalmen-

te del principio de eficiencia económica en el universo

paretiano. Una distribución puede ser pareto eficiente y,

sin embargo, no ser en absoluto igualitaria; e incluso

puede ser injusta desde el principio de la justicia como

equidad de Rawls, ya que este último criterio sólo admi-

tiría desigualdades sociales asignativas cuando benefi-

ciaran sobre todo a los sectores menos favorecidos.

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Para Rawls el segundo principio de justicia se cumpliría

en el caso, por ejemplo, de que las mejoras en las ex-

pectativas empresariales condujeran a la mejora gene-

ral de los negocios, y como consecuencia de ella se po-

drían beneficiar posiblemente los asalariados menos fa-

vorecidos. La concepción de justicia de Rawls, de

hecho, puede ser perfectamente coherente con el siste-

ma capitalista del Welfare. «La filosofía social de Rawls

ha sido tan bien acogida porque en definitiva es la que

teóricamente justifica el consenso socio económico de

las democracias occidentales. Se trata en ellas de regí-

menes de mercado libre que parten de un reconoci-

miento inicial de los derechos civiles y del derecho a la

iniciativa económica, sólo que los resultados del libre

juego comercial están constantemente modificados por

instituciones asistenciales y redistributivas que constan-

temente corrigen la excesiva desigualdad que el merca-

do pudiera provocar haciendo trabajar a las institucio-

nes económicas siempre a favor de los más desfavore-

cidos» (Hernández Pacheco, 1997: 96).

Nos parece que el actual sistema neoliberal no pasaría

en absoluto el test de los principios de justicia de Rawls,

debido a que en ese sistema la mejora de los beneficios

de ciertos sectores generalmente tiene como consecuen-

cia el incremento de las desigualdades y en pocos casos

supone la mejora en las expectativas de los grupos me-

nos favorecidos, como se podría contrastar empírica-

mente. Se podría visualizar que en una sociedad en la

que se aplicaran los principios de justicia de Rawls (prin-

cipalmente el principio de la diferencia), deberían existir

unas instituciones sociales que, aunque no influyeran en

la «posición inicial», contribuyeran a la redistribución me-

diante transferencias a los grupos más desfavorecidos

(seguridad social, sistema fiscal progresivo, etcétera).

La influencia de la filosofía liberal: Nozick y Knight

Nozick representa en la filosofía social la antítesis de

Rawls. Las tesis del primero responden a unos supues-

tos radicales muy próximos a los que sostienen los eco-

nomistas liberales en las últimas décadas, mientras que

las bases «socialdemócratas» que inspiran la filosofía

de Rawls estarían más cerca de la denominada econo-

mía keynesiana. Nozick sacraliza el derecho individual y

entiende la justicia a través de dos premisas nucleares:

cómo pueden ser adquiridas aquellas cosas que un indi-

viduo posee, y de qué manera pueden ser transferidas

aquéllas a cualquier otra persona.

Precisamente, la justicia consiste en la tutela de esos

derechos: posesión, adquisición y transferencia. Esa pro-

blemática de la justicia es semejante a lo que propone la

escuela de «los derechos de propiedad» (Chicago), y es

perfectamente coherente con el principio formulado por

Knight de la «justicia conmutativa» en la distribución mer-

cantil. Nozick se opone frontalmente a las teorías de la

justicia de Rawls, y sostiene que desde su visión la distri-

bución de los bienes no exige cambios, transferencias o

rectificaciones relacionadas con algún fin determinado.

La teoría del derecho entitlement de Nozick no se estruc-

tura a través de algún objetivo como pudiera ser: la nece-

sidad de las personas, la utilidad para la sociedad o la

moral. La posesión de bienes y de riquezas puede deber-

se a cualquier circunstancia histórica que no tiene por

qué ser revisada ni rectificada en sus consecuencias.

Nozick se enfrenta al establecimiento de normas para

encontrar una mejor justicia distributiva como sostiene

Rawls. En efecto, para ese autor la justicia consiste en

respetar escrupulosamente la libertad de los individuos

para intercambiar como juzguen más oportuno los bie-

nes de los que son propietarios. Para Nozick la justicia y

la desigualdad no son conceptos antagónicos, y sin em-

bargo la acción redistributiva de los gobiernos es habi-

tualmente injusta porque casi siempre representa una

restricción para los derechos individuales.

Si algo caracteriza a Knight es su firme militancia a fa-

vor del liberalismo individualista. Su filosofía social, aun-

que se halla marcada por una lógica utilitaria, paradóji-

camente idealiza la capacidad del libre acuerdo entre

los individuos. Esa posible paradoja se explica debido a

que el utilitarista trata la libertad como un medio para

conseguir un fin, mientras que las posiciones libertarias

de Knight contemplan a la libertad económica como un

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fin en sí mismo. Por lo tanto, el cambio de objetivos es

esclarecedor. «El objetivo no es ya la máxima satisfac-

ción, sino el máximo de libertad. El mercado perfecto es

ideal porque significa la libertad completa» (McKinney y

Frank, 1993: 193). Dejar que la libertad recorra todo el

camino puede desembocar, incluso para Knight, en si-

tuaciones no deseables como el afianzamiento del po-

der de monopolio y la aparición de externalidades, que

únicamente podrían ser gestionadas a través de alguna

agencia que tuviera una representación colectiva.

Las corrientes económicas genuinas del liberalismo

(austriacos y Chicago) dedican importantes energías a

la glosa de las actitudes de un sistema como el de mer-

cado. No se hacen excesivas preguntas sobre su propia

organización, ya que parten de su a priori (a modo de

axioma) sobre la consideración del mercado como única

e indiscutible alternativa mejor que cualquier otra forma

de coordinación de los agentes económicos. El objetivo

de los economistas liberales (en sus diferentes versio-

nes) es legitimar un discurso del buen funcionamiento

de una economía a través del mercado, así como desle-

gitimar cualquier tipo de intervención (gobierno, ciertos

monopolios, planificación central, etcétera) que distrai-

ga a las fuerzas naturales del mercado o que desvirtúe

la competencia.

Para Knight las relaciones de mercado proporcionan

cierta justicia en la distribución del producto y de la ri-

queza, que él denominó «justicia conmutativa», la cual

es el resultado del reconocimiento por parte del merca-

do de que lo que se cambia son «valores iguales»,

como si cada participante en el mercado se contentase

con la justicia igualitaria que estaría implícita en el

cambio o en el acuerdo y, por lo tanto, en el resultado.

Sin embargo, «el mercado no garantiza en absoluto la

justicia distributiva, ya que lo que una persona introdu-

ce en el mercado depende de sus habilidades persona-

les y de la propiedad que supone una herencia del pa-

sado que a su vez depende de las leyes e instituciones

de la sociedad, y si esas no fuesen justas no hay razón

para pensar que la herencia lo sea» (McKinney y

Frank, 1993: 194).

Los economistas liberales norteamericanos hacen

énfasis, desde hace dos décadas, en la necesidad de

que se den ciertas dosis de confianza y de lealtad en las

relaciones entre las partes. La economía moderna per-

manentemente genera instituciones de garantía para

que funcionen las relaciones de confianza en la econo-

mía de los mercados; ya que de hecho sería imposible

que las partes de una relación mercantil conozcan todos

los elementos que configuran la calidad de los bienes

y/o servicios que se están intercambiando. Las garan-

tías de calidad se pueden formalizar a través de las co-

rrespondientes instituciones y certificaciones, lo que su-

pone un coste.

La economía de los costes de transacción en la rela-

ción contractual se fundamenta en los mecanismos de

salvaguarda para protegerse de lo que se denominan

comportamientos oportunistas en términos de William-

son (1985). La teoría de los contratos asocia el contrato

óptimo, y por lo tanto el que logra unos resultados más

óptimos en términos de eficiencia, al que permite unos

menores costes de transacción. Las relaciones contrac-

tuales se facilitan en la medida en que impere la con-

fianza entre las partes.

En el lenguaje mercantil, una de las partes ofrece

confianza a la otra cuando se comporta de acuerdo a las

expectativas que de ella tenía. Nooteboom (2004) defi-

ne la confianza como «la expectativa de que un partici-

pante en la relación no se comportará de manera des-

leal o fraudulenta, incluso aunque tuviera oportunidad o

condiciones para hacerlo» (Nooteboom, 2004: 81).

Parece más interesante trascender de una concep-

ción individualista y entender la confianza desde la pers-

pectiva de la socialización enraizada en una determina-

da cultura social; se puede decir que existen culturas

más propicias a la colaboración que otras. Los compor-

tamientos rutinarios como estabilizadores de las organi-

zaciones, así como de los colectivos de individuos, pue-

den ser transmisores implícitos de confianza. Las fuen-

tes de la confianza que nos interesa sobre todo poner

de relieve en este artículo son aquéllas que se sitúan en

un marco general de valores. Existen normas sociales y

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códigos de comportamiento implícitos o explícitos que

albergan núcleos de valores en claves de deberes y

obligaciones morales, e incluso de virtudes (honestidad,

lealtad, amistad, empatía, afecto, etcétera) (Noote-

boom, 2004).

5. La organización de los mercados a la luz

de las teorías de las instituciones en la economía

El mercado neoclásico posee varias características

que le identifican: a) el lugar donde se expresarían las

preferencias dadas, así como los deseos de los consu-

midores y de los individuos; b) las posibles restricciones

institucionales se considerarían (ex post) como imper-

fecciones o fallos debido a que el mercado se considera

una institución libre que funciona de forma autónoma,

autorregulada, que además se vincula a la obtención de

eficiencia; y c) el mercado no se contempla como una

institución organizada para que se puedan desarrollar

las actividades individuales de cambio. Sin embargo, en

la realidad se comprueba que los mercados no tienen

nada que ver con mecanismos autorregulados. «Un

buen ejemplo del mercado organizado administrado fue

el mercado de ganado constituido por un estatuto legal

en la Inglaterra medieval. El ganado se vendía exclusi-

vamente en unas ciudades determinadas y en días es-

pecíficos, lo que generó una fuente de información para

otros potenciales compradores, y vendedores e incluso

al otro lado del canal supuso un control frente al robo de

ganado, era ilegal comprar a los campesinos en el cami-

no hacia el mercado, es decir, los mercados eran estruc-

turas administrativas puestas en práctica con el propósi-

to de racionalizar el cambio, un mercado estructurado

legalmente, y donde la elección individual se ejerce li-

bremente, algunos mercados como en USA el de gana-

do que organiza el departamento federal tiene la misma

tradición» (Lowry, 1993: 49).

Tanto las corrientes institucionalistas como las libera-

les reconocen la necesidad de organizar a priori los

mercados. La nueva economía institucional y la liberal

se preocupan y ocupan sobre la organización de los

mercados, sobre todo en todo lo que se relacione con la

adquisición de información, aunque su principal motiva-

ción se encuentra en la consideración permanente de

calcular y evaluar los costes de organización de los mer-

cados, y los costes de oportunidad para establecerlos.

Un criterio muy distinto es el que persiguen los econo-

mistas institucionalistas que estarían menos preocupa-

dos en criterios de eficiencia individual, y más interesa-

dos en analizar los valores que acompañan a la organi-

zación de los mercados, con el objetivo último de

analizar los cambios institucionales que serían necesa-

rios par avanzar en el desarrollo de una economía social

más progresista vinculada a diversos valores de mayor

calado ético y social.

Por ese camino, Hodgson (1996), uno de los econo-

mistas más relevantes de la corriente evolucionista eu-

ropea, define el mercado a partir de las siguientes ca-

racterísticas: el mercado comprende un conjunto de ins-

tituciones, y en él tienen lugar numerosos cambios de

bienes específicos de forma más o menos regular. Esos

cambios son facilitados, e incluso estructurados por las

instituciones, y comprenden tanto acuerdos contractua-

les como alteraciones en los derechos de propiedad; el

mercado también requiere de mecanismos necesarios

para estructurar, organizar y legitimar las actividades

que le son propias (Hodgson, 1996).

«La institucionalización de los mercados permite la

resolución colectiva de un conjunto de problemas globa-

les, en cuanto a los problemas encontrados en los mer-

cados la mayoría están relacionados con la acción hu-

mana, ya que no son problemas de optimización mate-

mática. No hay una única situación, ni hay resoluciones

o respuestas naturales o espontáneas o resultados uni-

versales. Los humanos resuelven cada problema en un

amplio rango de caminos diferentes, no existe un siste-

ma de mercado individual, al margen de un diverso nú-

mero de sistemas de mercado» (Dugger, 1998: 300).

Tanto las corrientes institucionalistas como las libera-

les reconocen la necesidad de organizar a priori los

mercados, principalmente en todo lo que se relacione

con la adquisición de información, y su principal motiva-

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ción se encuentra en el permanente cálculo y evalua-

ción de los costes de organización de los mercados, que

se minimizarían a través de las normas que se pudieran

establecer. Existe entonces en la idea liberal un cierto

planteamiento utilitarista sobre las normas. La filosofía

consecuencialista es la que impera para los liberales en

la explicación de las normas, es decir, que las normas

se explicarían por las consecuencias (Eltser, 1989:269).

Un criterio muy distinto es el que persiguen los econo-

mistas institucionalistas que estarían menos preocupa-

dos en criterios de eficiencia individual, y más interesa-

dos en analizar los valores que acompañan a la organi-

zación de los mercados. En la economía institucional

evolucionista las instituciones tienen un carácter funcio-

nal-instrumental que hace posible la relación mercantil.

Las tomas de decisiones y el conjunto de incentivos se

estructuran a través de las instituciones. Las expectati-

vas se materializan sobre la base de normas, rutinas y

valores, lo que contribuye a rebajar los niveles de incer-

tidumbre. La orientación institucional permite ampliar la

idea de racionalidad económica al introducir en el análi-

sis factores políticos, culturales o morales.

En el institucionalismo de North las instituciones se con-

vierten en restricciones a los comportamientos sujetos a la

racionalidad económica. Un marco institucional se en-

cuentra integrado por instituciones formales (constitucio-

nes, leyes, normas y contratos económicos) e institucio-

nes informales (costumbres, códigos y estándares de con-

ducta). Se establece un juego evolutivo, que sanciona un

cambio institucional en el tiempo de carácter gradual e in-

cremental, entre las instituciones formales e informales, de

manera que, en ocasiones, unas preceden a otras y en

otros casos se establece un camino inverso. Pero la evolu-

ción del proceso no es predecible ya que depende de cir-

cunstancias, en ocasiones, casuales muy diversas.

El marco institucional en la nueva economía institu-

cional permite comprender las relaciones entre mercado

y otras instituciones. La teoría institucional nos propor-

ciona una metodología interesante para el estudio de

los cambios en las preferencias y en los gustos de los

agentes económicos, haciéndoles depender menos de

las preferencias individuales y más de las instituciones

colectivas (costumbres, normas, etcétera).

La evolución y el conocimiento de las economías se

vinculan a la evolución de las instituciones. Pueden

existir situaciones en las que las estructuras cultura-

les-institucionales impidan las reformas económicas ne-

cesarias para que se alcance un determinado creci-

miento económico. En ocasiones, la superación de cier-

tas costumbres o normas sociales puede suscitar

verdaderos dilemas éticos.

Ante la necesidad de generar predicciones con éxito

por parte de las teorías neoclásicas, los institucionalis-

tas están más preocupados en la comparación de es-

tructuras institucionales (Pattern) realistas, es decir, en

la búsqueda de los entornos culturales-institucionales

donde se generan los comportamientos que estudiamos

en la economía. Frente al supuesto maximizador que

utiliza la economía neoclásica, la economía institucional

utiliza la institución como medida nuclear; los fundado-

res de la escuela institucional definen la institución

como algo habitual coherente con un conjunto de tran-

sacciones que guía un conjunto de normas. El individuo

es a la vez parte y producto de esos asuntos que son

habituales en la sociedad (Commons, 1934). Veblen

(1899) define una institución como un conjunto de nor-

mas e ideales que son imperfectamente reproducidos o

internalizados a través de los hábitos que se suceden

en cada generación de individuos, una institución sirve

como estímulo y guía al comportamiento individual.

La institución se puede entender como la célula que

guía el comportamiento social y económico. Para Knight

los hábitos organizan o modulan la acción humana, tam-

bién a lo largo de la teoría del consumidor y por parte de

los grandes economistas (Marshall, Keynes, entre

otros) se utiliza el concepto de «hábitos», y el consumi-

dor se establece en lo que cierta tradición regulacionista

denomina la «norma de consumo» (que obedece al se-

guimiento de unos hábitos en el consumo, como seña-

lan Dusenberry y otros).

Los hábitos dotan de estabilidad a las economías de

consumo y contribuyen a la conformación de los precios

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de mercado. Becker (cita en Hodgson) demostró como

la inclinación negativa de la curva de demanda puede

ser consecuencia del comportamiento rutinario habitual.

El mismo Arrow acepta la posibilidad de un enfoque al-

ternativo basado en el hábito.

El hábito no acompaña meramente a la racionalidad,

el hábito en ocasiones se impone a la racionalidad. Esa

superioridad ontológica de los hábitos nos lleva a otro

terreno de discusión como es el de reconocer que exis-

ten hábitos beneficiosos pero también perjudiciales. En

este último caso el arraigo de ciertas costumbres en las

sociedades incluso puede bloquear la evolución de la

economía y de la sociedad hacia situaciones de mayor

bienestar. Existen culturas menos propicias a generar

los cambios institucionales necesarios para cambiar los

estados mentales negativos, así como las actividades

que perjudican a las sociedades.

El cómo se satisfacen las necesidades a través de las

preferencias deberá analizarse a través de dos elemen-

tos: los folk views (creencias y valores de una sociedad

que se traducen en unas determinadas costumbres y

actitudes) y los juicios éticos (Stevenson, 2002). Así por

ejemplo, una función de consumo agregada debería es-

tar codeterminada por una norma de consumo, y esta

última alcanzaría a un conjunto de consumidores enrai-

zados en un marco social en el que comparten una cul-

tura de valores, unas creencias y unas instituciones de-

terminadas. La reproducción de hábitos y de rutinas tie-

ne un carácter sobre todo tácito y ellas se transmiten

generalmente a través de la experiencia. Los hábitos

pueden tener una influencia esencial para distinguir el

carácter ético o no ético de algunas actividades huma-

nas. Los hábitos y los folk views contribuyen a la cons-

trucción de los mercados, y así el mantenimiento de

unos malos hábitos puede contaminar moralmente los

mercados. Para prevenir los resultados de los mercados

es necesario considerar ex ante las bases fundamenta-

les que los originan, ya que será así la única manera de

corregir o de cambiar la evolución, que no tiene por qué

considerarse como absolutamente determinada con an-

telación.

6. Apuntes finales para avanzar más allá

de una visión teleológica: por una ética

no exclusivamente utilitarista

y por una economía civil más participativa

Cuando los agentes económicos entran en el terreno

de las obligaciones y se sacuden los polvos del beneficio

como meta, entran en juego mecanismos sociales y polí-

ticos que propician la búsqueda de fines diferentes a los

tradicionales utilitaristas: como los de justicia social, de

derechos de las comunidades, y de desarrollo sostenible,

por citar tres ejemplos relevantes en el mundo de hoy.

Encontrar una base racional para la reflexión ética es

uno de los problemas centrales para la toma en consi-

deración de estándares morales en las decisiones eco-

nómicas. Las preferencias se vinculan a los valores que

adornan las personas, y tienen una cierta estabilidad en

el tiempo. Las personas pueden estar imbuidas de un

deber moral para la contribución al bien de la sociedad

(Copp, 1993).

Tanto desde una perspectiva deontológica, como des-

de otra utilitarista se hace referencia a un principio agre-

gado como el de entender lo que está bien o lo que es

bueno para la economía o la sociedad globalmente en-

tendida. Podría, por ejemplo, proponerse como ley u ob-

jetivo primordial la «equidad» o la «igualdad» de mane-

ra que cualquier acción individual o colectiva debería

estar orientada (y en su caso restringida) por ese tipo de

objetivos. Los individuos y los colectivos sociales ad-

quieren unos deberes u obligaciones que les llevan a

considerar en todo momento esos valores superiores. A

veces los dilemas éticos no son fáciles de resolver a

priori; pongamos por caso que la ONU aprueba un boi-

cot comercial a un país por considerar que tiene unas le-

yes racistas, esa sanción está guiada por criterios de

principios (deontológicos), pero se comprueba que el

boicot tiene unos efectos nefastos sobre la mayoría de

la población; entonces desde una visión utilitarista sería

urgente levantar el boicot inmediatamente al ser mucho

mayores los costes que los beneficios de tal restricción

comercial.

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ÉTICA Y ECONOMÍAJunio 2005. N.º 823 49ICE

Una aportación teórica de Sen (1989) es concebir un

agente que en sus decisiones está dotado de una auto-

nomía y una libertad personal, algo análogo a la con-

cepción de agente constructivista que desarrolla Rawls.

Sen, por lo tanto, amplía o extiende la teoría del bienes-

tar para incorporar la dimensión de agente pero sin de-

jar de ser consecuencialista. En la perspectiva de agen-

te o agencia de Sen se supone la capacidad de aquél

para establecer objetivos propios fundamentados en va-

lores y compromisos, aunque no se excluye que la per-

sona pueda también perseguir un objetivo utilitarista de

bienestar. Para nuestro insigne autor se trata de combi-

nar esos dos perfiles que poseen las personas y consi-

derar cuando el comportamiento de la persona respon-

de más a una característica que a otra.

Sen combina un cierto utilitarismo con aspectos deon-

tológicos, al tratar de incluir derechos y deberes en los

denominados estados sociales. Al valorar los estados

hay que tener en cuenta el valor positivo de protección

de los derechos y el negativo de violarlos (Sen, 1987).

En definitiva, desde esa visión no se trata exclusiva-

mente de dar satisfacción a las preferencias o deseos

como en la microeconomía convencional, sino también

de considerar los correspondientes derechos y obliga-

ciones que adornan a los agentes económicos.

Para Sen los individuos se encuentran más vincula-

dos a una determinada norma social de responsabilidad

(compromisos ligados a normas sociales), lo que signifi-

ca que en el criterio de elección también se introduce un

principio diferente al de la racionalidad determinada ex-

clusivamente por un principio de carácter maximizador.

La relación que establecieron los utilitaristas actuales

entre racionalidad económica y moralidad ha supuesto

un avance. Sin embargo, desde un punto de vista norma-

tivo resulta muy pobre la justificación de las actividades

económicas y sociales por su condición o resultados

como moralmente buenas o malas. Habría que avanzar

hacia la evaluación de cómo funciona y cómo se encuen-

tra organizada la economía, y de qué manera las activi-

dades o las políticas institucionales son justificables des-

de una perspectiva moral. Habría por ejemplo que inte-

rrogarse sobre «si es moral o éticamente deseable que el

sistema económico produzca ciertos bienes e incluso si

ciertas cosas pueden considerarse en sí como bienes, y

si el economista tendría algo que decir sobre ciertos fi-

nes, o sobre los posibles rankings de deseabilidad de los

fines a alcanzar «(Vickers, 1997: 52).

El funcionamiento de cualquier economía introduce

un conjunto de políticas correctoras (¿de fallos de mer-

cado?) y regulatorias que pueden y deben estar influi-

das por criterios morales y éticos. Uno de los elementos

cruciales es indagar sobre los contenidos y fundamen-

tos éticos a los que habrá que acudir para poder presen-

tar un modelo sistemático de actuación moral.

La relación entre modelos éticos y decisiones econó-

micas y de política económica, deberá realizarse a partir

de estudios rigurosos de cómo afectan las diversas polí-

ticas y los objetivos de política económica a los diversos

grupos y colectivos existentes en la sociedad. Así por

ejemplo, una política monetaria restrictiva conducirá al

crecimiento del desempleo, que a su vez puede tener un

impacto negativo en criterios ético-deontológico de

igualdad o de equidad. Comisiones de ecoética podrían

desarrollarse como garantes de que las decisiones en

materia de política económica, deberán adecuarse a los

principios morales obligatorios que la sociedad colecti-

vamente está interesada en defender.

Existen dos vías en las que los valores morales pue-

dan incidir en los resultados globales de una economía.

En primer lugar, por una vía directa, por ejemplo ciertos

valores como la solidaridad o la ética de justicia pueden

incidir directamente en el logro de objetivos macrosocia-

les y macroeconómicos: mejora del empleo, mejora de

la distribución de las rentas, etcétera. En segundo lugar,

ciertos valores y obligaciones éticas pueden fomentar la

cooperación en el trabajo o la mejora en las relaciones

laborales y comerciales, lo cual puede contribuir en la

mejora de los costes de producción y, en consecuencia,

en el descenso de los precios y en la mejora de la capa-

cidad adquisitiva, así como en el mayor margen de ma-

niobra para incrementar el gasto social. Por lo tanto, la

vigencia de unos determinados valores en el plano indi-

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MIGUEL GÓMEZ URANGA

ICE

vidual (microética), puede tener una influencia en la me-

jora de los resultados macrosociales y macroeconómi-

cos.

El vocablo anglosajón accountability que se puede

traducir por «responsabilidad» se constituye como un

elemento nuclear de las denominadas «economía mo-

ral» o «cívica». La accountability se puede entender de

dos maneras: como la participación que descansa en el

principio de que los ciudadanos van construyendo, y

asociándose, en un determinado sistema civil, o bien

que «aquellos agentes afectados por un problema son

incluidos en la solución» (Bruyn, 2000: 29). Los agen-

tes, personas, organismos, organizaciones, etcétera,

implicados (stakeholders) pueden alcanzar acuerdos

sobre contratos, estándares, técnicas, normas y arbitra-

jes, que permitan una mayor transparencia y una com-

petencia más justa en los mercados. La tendencia a la

globalización de los sistemas conduce a que los proble-

mas de participación trasciendan del genuino nivel local

que colmaría idealmente una sociedad civil.

Se puede decir que en una sociedad o en una «rica

economía civil» se generaliza la participación, y la res-

ponsabilidad entre y para los diversos agentes. Por el

contrario, la verticalidad jerárquica, la ausencia de obli-

gaciones entre las partes que se relacionan, responden

a una economía y a una sociedad con muy bajo peso de

la «argamasa moral». Los sistemas ricos en valores cí-

vicos se convierten en «sistemas de mutua responsabi-

lidad». Un capitalismo avanzado es aquel donde las em-

presas se encuentran cada vez más trenzadas en redes

de grupos civiles (Bruyn, 2000).

El frente liberal, que ha barrido todos los países del

área occidental, ha presionado para que se suspendan

ciertas regulaciones y compromisos adaptados anterior-

mente. La ola más destructora de ese frente actúa sobre

los mercados de trabajo y erosiona los pilares de la pro-

tección social pública. Sin embargo, una cierta espesura

de la sociedad y de la economía civil puede permitir con-

trarrestar los efectos de esa letal ola. Los partidarios de

la economía civil (moral) pretenden que el sistema se

beneficie del crecimiento económico, la innovación y

que sea capaz de preservar con ciertos ajustes la situa-

ción de la distribución de la riqueza sin dañar excesiva-

mente el medio ambiente. Pero para poder sostener una

sociedad del bienestar, según los economistas «cívico

liberales», sería necesario frenar y moderar la interven-

ción pública, y paralelamente fomentar unos estimables

niveles de autorregulación. Es decir, únicamente se per-

mite la intervención cuando el mercado no provea los ni-

veles adecuados de renta, de seguridad social, de vi-

vienda, de ingresos para los asalariados, los rentistas o

los agricultores (Powelsson, 1998).

El desarrollo de las tecnologías de la información y de

las redes de telecomunicaciones nos conduce inexora-

blemente hacia las denominadas economías y socieda-

des del conocimiento. La dificultad de pronosticar el fu-

turo crece como consecuencia de que nos enfrentamos

ante unas sociedades más complejas y con unas mayo-

res dosis de incertidumbre. «La complejidad creciente

se asocia a una mayor intensidad de conocimiento en

los sistemas económicos» (Hodgson, 1999: 183).

«El desarrollo progresivo de una economía de

aprendizaje requiere una cultura social y un con-

junto de instituciones que impregnen a las relacio-

nes económicas y sociales de un espíritu demo-

crático manteniendo un diálogo sobre la naturale-

za de los derechos y los deberes individuales y

evaluando la adaptación de nuevos procedimien-

tos, y de nuevas formas organizativas. También se

hace necesario lograr una armonía en nuestra re-

lación con el entorno natural, haciendo énfasis en

la “variedad” y en la “sostenibilidad”»

(Hodgson, 1999: 262).

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FUNDAMENTOS ÉTICOS DEL MERCADO EN LA TEORÍA ECONÓMICA INSTITUCIONAL

ÉTICA Y ECONOMÍAJunio 2005. N.º 823 53ICE