Germán Espinosa_La Aventura

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Cuento del escritor colombiano Germán Espinosa

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  • La aventura

    Haba puesto en la estufa la cacerola con el aceite y le haba agregado cebolla y ajo. Despus, vert sobre ello un pocillo de arroz y aad, tomada del grifo del lavaplatos, la congruente racin de agua. Me propona asar carne cuando regresara del mercado, donde espera-ba poder comprar unas naranjas para hacer jugo y un aguacate. Con ello, el almuerzo sera un hecho: un hecho ms en mi exasperada cotidianidad.

    Antes de salir, quise advertir a Ral. Si de repente se hallaba con que no estaba yo en casa, poda ingresar en un estado de ridcula desesperacin. Poda imaginar que haba sido secuestrada o que ha-ba abordado un platillo volador o cualquier disparate por ese estilo. Anduve, pues, los diez pasos que separaban la cocina del taller, donde l moldeaba la estatuilla del da -que nos dara con qu almorzar de nuevo arroz y carne por una semana-, y le dije:

    -Voy un momento al mercado, a traer las naranjas y el agua-cate. Mira que no vaya a quemarse el arroz.

    Me mir con una perplejidad rayana en la inocencia, pero supe que haba comprendido. Saba tambin que en l se operaba un proceso consuetudinario, que iba de no entender que tuviese yo que acudir al mercado y dejarlo solo por una escasa media hora -du-rante la cual el arroz bien poda quemarse-, a la titnica resignacin que supona el dejarme marchar a hacer la diligencia y quedar solo y desvalido por unos cuantos minutos. Proceso que, en su mente, im-plicaba instantneas complejidades, pero que, en forma espontnea, sola resolverse en aquel mismo:

    -Est bien. Estar pendiente. Pero ten cuidado y no tardes. Cuando cerr la puerta del apartamento y llam el ascensor,

    mi vida volvi a pasar, como todos los das, como una pelcula vieja, en blanco y negro, por mi mente. Veintiocho aos de existencia; diez de casada con un escultor mediocre que, sin embargo, era lo bastante solvente para sostener la casa, vendiendo sus idnticas figulinas, que eran siempre un Quijote absurdo y un Sancho Panza inocuo; un Qui-jote con lanza en ristre; un Sancho satisfecho y embebido; un Quijote .

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    . . mente se pareca a Ral; un Sancho que irrita~ que untante 1

    lllente oda llegar a parecerseme. . . 1

    P Diez aos de esa r~una 1

    b~en podtan. habe~ stdo ~nterrumpi-dos por la llegada de un pnmoge~tto, ~reludlO a la. urupctn de otros bebs igualmente adorables. El gtnecologo nos aliment la quimera

    or siete aos; despus, ahto -a lo que parece- con lo que haba ~xprimido de nuestro bolsillo, declar con vigo~ que ~i vie~tre era infantiloide. Ral no era culpable; la culpa era mta. Raul hub1ese po-dido engendrar muchos hijos en otro vientre: sus genes eran robustos. Mi vientre no le serva y, en un arranque desesperado, le pregunt si no deseaba el divorcio. Su respuesta fue un beso aplastante. No, no deseaba el divorcio y, ms an, jams haba podido imaginarse padre de familia. Su familia era yo, es decir, le sobraba con que estuviera a su lado y cocinara, mientras l moldeaba las estatuillas.

    El ascensor tard un poco en llegar, de modo que pude aven-turar evocaciones de mi adolescencia soadora. Cuando lo conoc, cuando supe que haba aprendido escultura en la Escuela de Bellas Artes, imagin un intrincado futuro de volutas barrocas, cuyas ele-gantes curvas engarzaran mi vida y, en un vrtigo sbito, la exal-taran a vida de esposa de ese ser excepcional que habita en todo e~cultor. Trabajaba yo, a la sazn, en una agencia de turismo, cu-yos folletos ilustrados vapuleaban mi fantasa con la majestad del Golden Gate o con la esbeltez medio arcnida de la Tour Eiffel. Nos casamos una maana gris, lluviosa, bajo las dos puntiagudas torres de la iglesia franciscana de la Porcincula. All se inici toda esta fatiga. Cuando vi que sus Apolos degeneraban en Quijotes y sus Dionysos en Sanchos, todava alent ciertas esperanzas de

    . incomprensin sublime. Ah, un buen da todo aquello recibira la esperada sancin, ese tardo reconocimiento del cual l se senta tan seguro como lo est de su letal encuentro con el sudo un paracai-dista cuyo artefacto no se abre.

    . El ascensor se abri y entr. En l me vi obligada a intercam-~tar unas cuantas palabras con la vecina del doce, cuya vida estaba siendo arrasada por una filtracin procedente del trece. Habl de in-

    te~~oner una querella contra el maldito habitante de ese piso de mal aguero cuyo empeci , 1 de

    ' nam1ento sosten1a que la gotera no provema su bao. La anim e 1 1 l 1 . n ese c1v1co propos1to, pero no bten e caJon roe

    tierra me escabulll 1 h b'l'd 1 1 d

    1 con a a 1 1 ad habitual. Tras puse la portena stn sa u ara los con (d d 1 seqes eseosos siempre de ser saludados, para arse e gustazo de n d 'b 0 res pon er el saludo). Cruc la calzada. Al arn ar a

  • 413 ~~ luz del cuasi medioda me hizo una suerte de guio

    a acera, a fj . . d b la otr . E es me puse a dis rutar mis pocos Instantes e I er-hce nconc c6mP . : Imagin por segundos que Ral no exista y que yo

    d condiana. . 1 .d ra . b aventura, como debe denvarse en a VI a. denva a a a d 1 1 Im lacablemente, la aventura me con UJO a a a ta casona

    dp de la Concordia. La inevitable marchanta me cont la del merca o d naranJ as y me pes el aguacate. Luego lo puso todo en una docena e

    bolsa de papel y con manos nazarenas re~ibi los dos bill~tes que le alargu. Con ello, hubiera debido concluu la aventura: Ultses regre-sara pacficamente a taca. Mas la aventura estaba por empezar.

    Descend los escasos pero lentos peldaos que dan hacia la calle quince. Diez o doce palomas ascendieron como un eRuvio des-de el paviment6 hasta el tejado de un edificio. Un automvil vena en mi direccin y sent el plpito, de pronto, de que deba dejarme arro-llar. El conductor maniobr con destreza y, una vez hubo frenado sin lastimarme, repar en sus profundos ojos, que eran como un espejis-mo ardiente en el desierto de aquel astroso vecindario. Le dije:

    -Ha estado usted a punto de matarme. Me dijo: -En absoluto, no. Fue usted la que estuvo a punto de

    suicidarse. Le dije: -Puede que tenga razn. Me deja subir a su automvil? Me dijo: -Ya lo creo. Adnde puedo llevarla? -De ser posible, a Estambul -le dije. -No slo es posible -contest-. Dmoslo por hecho. Ante todo, almorzamos en un restaurante opulento. Unas dos

    o tres copas de . 1 1 . VIno me a entaron para a aventura, quiero decir, la

    genutna aventu L 1 1 h. d ra. os arreg os os Icimos en una agencia de viajes urante la tarde El d 1 , . 1 '

    e _ rosa e crepuscu o nos acompa a una taberna spanola dond . d b 11

    un ' e consumimos os ote as de jerez fro y probamos a paella asaz loabl I ' d ,

    apa e. magine que me con uctna a un dramtico rtarnen to de s 1 b.

    sin f: 0 tero, pero -en cam Io- me hall en una man-astuosa, sita m 1 d 1 . d d

    cornpl 1 uy a norte e a ciu a y repleta de fmulos que actan nuestr 1 1 d de agu 0 mas eve eseo. El amor lo hicimos en una cama a, que era com h 1 d.d ,

    astro v . 0 acer o suspen I os en la atmosfera de un hice p enustno, Y sobra decir que fue la primera vez que de verdad lo sab~ horqule Rodolfo -no es casual que yo me llame Ema- s que

    acer 0 y 1 SI que era un tipo decidido.

  • 414 Dos das ms tarde, en Estambul, vimos anochecer sobre el

    puente de Galata y l me posey en lo alto de un ~inarete en ruinas. Los seis meses siguientes los alternamos entre Pans y Roma, donde l posea suntuosas propiedades. Pero en Npoles, :1 cabo de ao y medio, porque siempre las cosa~~~ .este m~ndo estan condenadas a parecer cosas del infierno, nos v1s1to la fatalidad: Rodolfo no era sol-

    . tero y su mujer, de quien viva separado, nos decret una persecucin impenitente, que desemboc en un triste episodio en el que l perdi la vida y yo qued al garete, cautivada y cautiva al tiempo por una Italia que anhelaba comprender. .

    Fui, por razones que no quiero explicar, barragana de un 'co-misario de polica. Huyendo de l di en el harn de un petrolero iraqu, que me dispens una vida de perros. De all me sac un nor-teamericano, admirablemente parecido a T ony Curts, con quien viv durante varios aos, en Nueva York, un idilio de pelcula. Por abre-viar, dir que de ese virginiano colosal hered rpidamente, despus de asesinarlo en forma impune, porque hay cosas en este mundo que pueden parecer cosas del empreo, unos cuantos millones de dlares. Con ellos me instal en Londres, donde el prncipe Felipe supo cor-tejarme muy bien. En particular, le estuve agradecida por su largueza para vestirme en la tienda de Mary Quant. A la sazn, comprend que me estaba haciendo vieja -el dinero vuelve vieja a la gente- y com.prend tambin que no traa la llave. Entonces golpe con los nudillos y Ral me abri y me recibi las naranjas y el aguacate.

    -Me olvid y el arroz estuvo a punto de quemarse -dijo.

    1993

    2015-08-18 10.23.142015-08-18 10.23.382015-08-18 10.24.302015-08-18 10.24.44