Gragera Gala_Eduardo_El túmulo de Felipe II...

17
Resumen: Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas. Palabras clave: túmulo, vanguardia, mecenazgo, propaganda, evento, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco del Río, arquitectura efímera EL TÚMULO DE FELIPE II, el gran evento de la vanguardia sevillana del final del siglo XVI Eduardo Gragera Gala FIDES PUBLICA ÆTERNITAS IMPERII ORBIS PROTECTORI SECURITAS PUBLICA ÆQUITAS AUGUSTA TURCIS DEVICTIS FELICITAS PUBLI- CA OMNIA LEGE PARI FIDES PUBLICA ÆTERNI- TAS IMPERII ORBIS PROTECTORI SECURITAS PUBLICA ÆQUITAS AUGUSTA TURCIS DEVICTIS FELICITAS PUBLICA OMNIA LEGE PARI FIDES PUBLICA ÆTERNITAS IMPERII ORBIS PROTEC- TORI SECURITAS PUBLICA ÆQUITAS AUGUSTA TURCIS DEVICTIS FELICITAS PUBLICA OMNIA LEGE PARI FIDES PUBLICA ÆTERNITAS IMPERII ORBIS PROTECTORI SECURITAS PUBLICA ÆQUITAS AUGUSTA TURCIS DEVICTIS FELICI- TAS PUBLICA OMNIA LEGE PARI FIDES PUBLICA ÆTERNITAS IMPERII ORBIS PROTECTORI SECU- RITAS PUBLICA ÆQUITAS AUGUSTA TURCIS DE- VICTIS FELICITAS PUBLICA OMNIA LEGE PARI FIDES PUBLICA ÆTERNITAS IMPERII ORBIS FIDES PUBLICA ÆTERNITAS IMPERII ORBIS PRO

Transcript of Gragera Gala_Eduardo_El túmulo de Felipe II...

Resumen:

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

Palabras clave: túmulo, vanguardia, mecenazgo, propaganda, evento, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco del Río, arquitectura efímera

EL TÚMULO DE FELIPE II, el gran evento de la vanguardia sevillana del final del siglo XVI

Eduardo Gragera Gala

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

FIDES PUBLICA ÆTERNITAS IMPERII ORBIS PROTECTORI SECURITAS PUBLICA ÆQUITAS AUGUSTA TURCIS DEVICTIS FELICITAS PUBLI-CA OMNIA LEGE PARI FIDES PUBLICA ÆTERNI-TAS IMPERII ORBIS PROTECTORI SECURITAS PUBLICA ÆQUITAS AUGUSTA TURCIS DEVICTIS FELICITAS PUBLICA OMNIA LEGE PARI FIDES PUBLICA ÆTERNITAS IMPERII ORBIS PROTEC-TORI SECURITAS PUBLICA ÆQUITAS AUGUSTA TURCIS DEVICTIS FELICITAS PUBLICA OMNIA LEGE PARI FIDES PUBLICA ÆTERNITAS IMPERII ORBIS PROTECTORI SECURITAS PUBLICA ÆQUITAS AUGUSTA TURCIS DEVICTIS FELICI-TAS PUBLICA OMNIA LEGE PARI FIDES PUBLICA ÆTERNITAS IMPERII ORBIS PROTECTORI SECU-RITAS PUBLICA ÆQUITAS AUGUSTA TURCIS DE-VICTIS FELICITAS PUBLICA OMNIA LEGE PARI FIDES PUBLICA ÆTERNITAS IMPERII ORBIS FIDES PUBLICA ÆTERNITAS IMPERII ORBIS PRO

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

1. La portada contiene varios de los epigramas que se pusieron en el catafalco en una repetición continua, ejemplificando la idea del túmulo como soporte de un abigarrado cuerpo de mensajes.

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

Figura 1. Retrato del rey Felipe II. Dibujo con lápiz negro, sanguina, tinta y aguada sepia. Francisco Pacheco del Río. Hacia 1580-1644Extraído de: Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

2. Se usó una ingente cantidad de cera, Victor Pérez Escolano en su texto, Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla, calcula que más de dieciocho toneladas.

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

3

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

Figura 2. Situación del conjunto en la Catedral. Dibujo. A. Rodríguez Curquejo. 1977.Extraído de: http://ipce.mcu.es Consultado por última vez el 02/12/2013.

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

5

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

0 2 4 6 12

Figura 3. Alzado y plantas de los tres niveles del túmulo de Felipe II en la Catedral de Sevilla, basado en la descripción de Collado y en el grabado holandés del siglo XVIII. Dibujo. V. Pérez Escolano. Hacia 1975-1977. Extraído de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

0 6 12

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Figura 4. Sección de la Catedral con el alzado del túmulo insertado, la sección es de M. Carmen Jiménez Peñay el alazado de V. Pérez Escolano. Fotomontaje. Elaboración propia. 2013.(La sección se ha extraído de: http://ipce.mcu.es Consultado por última vez el 02/12/2013.)

7

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

0 6 12

I II III

VIII VII VI

IV

V

XIII XIV XV

XII XI X

XVI

XVII

XVIII

XX

XIX

IX

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Figura 5. Fragmento de la planta de la Catedral con el primer nivel del túmulo insertado y la configuración esquemática de las calles, la planta es de A. Rodríguez Curquejo y el primer nivel de V. Pérez Escolano. Fotomontaje y dibujo vectorial. Elaboración propia. 2013.(La planta se ha extraído de: http://ipce.mcu.es Consultado por última vez el 02/12/2013.)

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo 3. El orden de las historias está tomado del texto de F. G. Collado, quien las describe pormenorizadamente una a una, así como los símbolos de

las enjutas de los arcos, y diversas placas.

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Figura 6. Imagen del túmulo de Felipe II en la Catedral de Sevilla, según un grabado holandés del siglo XVIII (colección del Duque de Segorbe). Grabado. Autor y fecha de realización desconocidos. Extraído de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

9

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

4. En el texto de Collado se describen las estatuas correspondientes a la Nobleza (XX) y Opulencia (XIX) de Gaspar Núñez Delgado, aunque algo distinto es el caso de las que representan a Sevilla (XVII) y a la Lealtad (XVIII), ya que repara algo más elogiando el trabajo de Juan Martínez Montañés.

5. La estatua la describe collado como una figura con “traje militar y bizarro”, morrión, espada en alto en la mano derecha y un corazón del que salía una espiga en la izquierda y, por último, un perro a sus pies.

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Figura 7. Juan Martínez Montañés. Oleo sobre lienzo. Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. Hacia 1635.Extraído de: http://www.museodelprado.es/imagen/alta_resolucion/P01194.jpgConsultado por última vez el 02/12/13.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Figura 8. San Cristóbal. Escultura de Madera Policromada. Juan Martínez Montañés. 1597-1598. Fotografía. Arenas Ladislao, Luis; Arenas Peñuela, Luis y Francisco. Hacia 1987, SevillaExtraído de Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

11

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Figura 9. Francisco Pacheco. Oleo sobre lienzo. Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. Hacia 1620.Extraído de:http://www.museodelprado.es/imagen/alta_resolucion/P01209.jpgConsultado por última vez el 02/12/13.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

13

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

6. Enrique Valdivieso expone que dada la prontitud de Pacheco con el comercio de pinturas con América el número de obras suyas tuvo que ser considerable.

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

Figura 10. Techo de la Casa Pilatos. Temple sobre lienzo. Francisco Pacheco del Río. 1604.Extraído de: http://www.fundacionmedinaceli.org/coleccion/afondo/la-apoteosis-de-hercules/preview.big.jpgConsultado por última vez el 02/12/13.

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

15

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo

Las exequias del rey Felipe II, fallecido el 13 de septiembre de 1598 se celebraron en la catedral de Sevilla, tras un intento fallido el 25 de noviembre, el 29 de diciembre con gran pompa. Para ello se encargó un proyecto de catafalco, el más impresionante de los que se hicieran en España, al arquitecto, escultor y militar Juan de Oviedo y de la Bandera. El conjunto que formaba el túmulo y sus calles fue una gran máquina propagandística de cuyo eco se hicieron escritores como Cervantes o Lope de Vega. Su programa iconografíco, que corrió a cargo del licenciado Francisco Pacheco, fue ejecutado por escultores y pintores de la talla de Juan Martínez Montañés y de Franciso Pachecho del Río. Artistas que poco años antes habían conseguido afianzar su posición en la ciudad para los que esta obra les daría una oportunidad única de mostrar su trabajo y de establecer buenas relaciones con otros artistas y futuros mecenas.

El imperio de los Austrias a la muerte del rey prudente ya comenzaba a declinar. Las guerras contra Inglaterra, Países Bajos y Francia habían hecho gran mella en su economía. Tal es así que poco antes del fallecimiento del rey se logró, en mayo de 1598, un tratado de paz con Francia, la Paz de Vervins, que puso fin a las hostilidades. A su vez se dispuso la cesión de la soberanía del rey en los Países Bajos a su hija Isabel, casada con el archiduque Alberto, sobrino del rey, lo que daría vía libre a la independencia de las siete provincias rebeldes del Norte. Acercándonos más al contexto de España nos encontramos con una serie de malas cosechas en 1593, 1594 y 1598 y como consecuencia el hambre y un aumento exorbitado de los precios de las subsistencias. También nos topamos con la peste atlántica que entró por los puertos del Cantábrico en 1597 sacudiendo a la península ibéri-ca hasta 1602. A todo esto había que sumarle el desgaste de recursos económicos y humanos en las múltiples contiendas antes enunciadas. El clima que se respiraba ya anticipaba el pesimismo y fatalismo que imperaría durante todo el Siglo de Oro.

En este contexto se desarrolla todo un abanico de construcciones efímeras, como la que nos ocupa. Esto fue debido a la poca capacidad para desembolsar el dinero que requiere la arquitectura y, sobre todo, por la necesi-dad de levantar la moral a la población, ya que estas construcciones casi siempre están relacionadas con grandes eventos y celebraciones. Así la arquitectura, en su manera más convencional entendida, pasó a un segundo plano siendo relegada por artes menos costosas como la literatura, la pintura, la escultura, que sí contaron con el mecenazgo necesario para su florecimiento. Es el tiempo de Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, de El Greco, Zurbarán, Ribera... Las construcciones efímeras proyectan a lo largo de este tiempo, en ese afán por insuflar nuevos alientos a la población, la ciudad ideal y utópica, la evasión de la realidad gris mediante el colori-do y la invención formal, el onirismo de Calderón, La vida es sueño.

En el túmulo de Felipe II de Sevilla se dan estas circunstancias y, además, otra vertiente más propagandística. El conjunto formado por las calles y la pieza piramidal central está completamente cargado de mensajes de alabanza a las labores y figura del rey. Lienzos que recrean grandes momentos, esculturas que muestran las virtudes, epigramas en latín (1) que exaltan su figura hasta la saciedad... El triunfo del figurativismo del Concilio de Trento no podía tener un ejemplo mejor.

Una muestra de cómo caló el mensaje oficial en aquellos tiempos inciertos es el retrato y descripción que Fran-cisco Pacheco del Río hace de Felipe II (Fig. 1) en su libro de retratos. Los halagos al rey, concadenados con el recuerdo de los buenos tiempos del Imperio en el que no se ponía el Sol inundan este fragmento. De hecho a Felipe II, Pacheco lo hace sevillano, dado que el libro de retratos, salvo con puntuales excepciones muestra personajes de aquella Sevilla puerta de América. Para ello Francisco Pacheco alude que la concepción de Felipe II se produjo en Sevilla con cierto tino ya que Carlos V se casó en Sevilla y pasó la luna de miel en la Alhambra de Granada. No fue el único artísta que idealizó la figura de Carlos V y Felipe II en tiempos de los Austrias menores, en los tiempos de la decadencia. Para él y muchos otros, como Lope de Vega, la época de los Austrias mayores fue la época dorada.

En estos primeros años del siglo XVII, además de la obra para la Orden de la Merced, tuvo en 1602 oportuni-dad de trabajar con Diego López Bueno realizando el conjunto pictórico para el retablo de la capilla del capitán García de Barrionuevo en la iglesia de Santiago de Sevilla. Ese mismo año Pacheco firma el dibujo de San Jeróni-mo que hoy se guarda en el Museo de los Uffizi en Florencia y que seguramente debió desembocar en una pintu-ra que no se ha conservado.

Un año después volvería a encontrarse con un encargo de pintura al temple, la realización del techo del Salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla (Fig. 10). Uno de los que más satisfacción proporcionó al artista en su vida.

Sus ingresos, además de los encargos de pinturas para clérigos, iglesias y conventos, de pintar imágenes y tasar pinturas, provenían de esta tarea de enseñanza. Por su taller pasó Diego Velázquez, Alonso Cano y, al menos, diez aprendices más que han podido ser documentados.

Su situación económica debía ser ya desahogada en 1594, año en el que contrajo matrimonio con María Ruíz del Páramo. Por entonces, sabemos gracias a un inventario que hizo, ya mostraba sus inclinaciones por la colec-ción de arte y de textos. Ese mismo año se le encargó tasar una pintura realizada por Alonso Vázquez Perea, quien sería uno de sus compañeros de trabajo en el catafalco de 1598. Su condición económica debió de ser lo suficientemente buena como para que en 1611 se ausentara de Sevilla, viajando por Córdoba, Toledo, Madrid, El Escorial con motivos “educativos”.

A partir del año de su casamiento se le tiene claramente asentado y se puede decir que consolidado como pintor. Tenía buenas relaciones con el clero y gozaba de cierta reputación en el ambiente cultural de la ciudad. Se puede decir que tenía una actitud religiosa ortodoxa que se plasma en sus pinturas en las que todo es serio, trascendental y, a su vez, intenta ser educativo, siguiendo así los criterios de pensamiento de la Contrarreforma. También su ambiente familiar, su tío el canónigo Pacheco y su hermano mayor Juan Pérez Pacheco, que llega a ser familiar del Santo Oficio hacia 1618, pudo influir en ello. Esto, además, contribuía en su numerosa clientela que él intentó aumentar dirigiéndose también a la aristrocracia y al poder real.

La producción en estos primeros años, sabemos que abrió su taller en 1585, se trata en buena medida de repro-ducciones de estampas, como en el caso de Cristo con la cruz a cuestas (1589); de otras pinturas, laVirgen de Belén (1590), o de pinturas originales vendidas al nuevo mundo. De este comercio al que Pacheco estuvo vinculado solo se han identificado las pinturas de San Juan Bautista y San Andrés de la iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá (1597). En este periodo de siete años aún no se ha identificado ninguna otra obra (6).

Al siguiente año, 1598, tendría su gran oportunidad al participar en las honras fúnebres de Felipe II. De ello dirá Pacheco en el Arte de la pintura lo siguente:

“[...]«como en arcos triunfales, fiestas, túmulos ó cosas de este género, que suelen de improviso ordenar las repúblicas, en recibimientos, muertes de grandes Príncipes y Monarcas. Con cuya solicitud, presteza y aplauso del pueblo, se suele adquirir fama de valientes pintores y ganar honrados premios.» Las cuales obras no suelen durar mucho tiempo: como el túmulo de nuestro católico Rey Felipe II que hizo esta ciudad de Sevilla el año 1598, con tanta demostración y aparato, en cincuenta días. De cuya pintura me cupo la cuarta parte [...].

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Tras esto empieza en 1599 a elaborar su Libro de Retratos, firma un San Antonio con el Niño que se conserva actualmente en Utrera y, también, El Salvador con San Juan Bautista y San Juan Evangelista, conservado en una iglesia de Carabanchel. Además de esto, obtiene el encargo ese mismo año por parte de la Orden Mercedaria de narrar en doce cuadros la vida de San Pedro Nolasco junto a su compañero Alonso Vázquez Perea. A él se referirá varias veces en el Arte de la pintura elogiándolo, por ejemplo en su capacidad para hacer “terciopelos bien imitados”.

A partir de 1600, casi un año después de que se desmontase el túmulo, Pacheco se converte en el primer pintor de la ciudad. Su protagonismo dejaría de ser hegemónico cuando el clérigo Juan de Roelas, formado probable-mente en Venecia, mucho más avanzado técnica y conceptualmente, hiciera aparación en la ciudad en 1604. Con él, Pacheco quedó relegado pero sin perder su parte de mercado. Sevilla era entonces una ciudad pujante.

sentadas en nubes) habiendo hecho la prueba primero y visto el efecto que me hacian en el sitio; esta era la fábula de Dédalo y su hijo Ícaro, cuando derretidas las alas cae al mar por no haber creido á su padre, y me acuerdo que viendo el desnudo del mancebo pintado, dijo Céspedes que, aquel era el temple que habian usado los antiguos y que el se acomodaba al que habia aprendido en Italia, llamado aguazo [...]”.

Fragmento de Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

La referencia a su participación en las pinturas para el acto del fallecimiento de Felipe II, como se aprecia, es nombrada varias veces en el libro. Al igual que a Montañés y a Diego López Bueno este acontecimiento marcó un hito en su vida y obra. Puede que a Pacheco incluso más que a Martínez Montañés puesto que este, por su destreza, podría decirse que estaba predestinado a brillar.

Y es que la monarquía española en aquellos tiempos en los que el imperio empezaba su atardecer se preciaba de tener a mano buenos artistas que insuflasen nuevos ánimos en la corte y en sus súdbitos. Así con motivo de lo que se bautizó como Annus Mirabilis, 1625, se encargó a Lope de Vega y a Calderón de la Barca la realización de El Brasil restituido y de El sitio de Breda. Dos comedias que tuvieron que ser escritas a toda prisa. De las victo-rias de ese año en Breda, Salvador de Bahía, la defensa de Cádiz, el socorro de Génova y la recuperación de Puerto Rico se encargaron los cuadros pertinentes a Diego Velázquez, J. B. Maino, A. de Pereda, Francisco de Zurbarán, y a E. Cajés. Estos cinco cuadros junto a otros siete, dos de victorias anteriores a 1625 y cuatro corre-spondientes a 1633, fueron acogidos en el Salón de los Reinos del Alcázar Real de Madrid. Una propaganda que el Conde duque de Olivares tuvo a bien de servirse.

Sin embargo, podríamos considerar, a pesar de su caracter temporal, el túmulo como un elemento de propa-ganda mucho más potente, en cuanto que aunaba acto social y varias artes. Habría que imaginarse aquello en toda su dimensión, el olor de la cera, el coro cantando, los asistentes vestidos de riguroso negro... Descontextu-alizándolo podríamos afirmar que se trató de una de las obras de arte total (Gesamtkunstwerk) que enunció por primera vez Richard Wagner y que las vanguardias de principios del siglo XX tanto se afanaron por llevar a cabo. Un inmenso mertzbau de su época que yuxtaponía los viejos ideales del humanismo con el horror vacui, la teatrali-dad y el fatalismo del barroco español. El conjunto pictórico fue encomendado por su amigo el tercer Duque de Alcalá, Don Fernando Enríquez de

Ribera. El trabajo se compone de un total de 39 espacios realizados al temple sobre lienzo de los que solo nuevo son figurativos, siendo el resto ocupados por grutescos. Todo el programa iconográfico, para el cual contó con la ayuda de Francisco de Medina, iba encaminado a ensalzar la figura del duque y a advertir de los peligros que asumen aquellos que buscan la inmortalidad. Para ello Pacheco pinta en la parte central La Apoteosis de Hércules y a ambos lados de esta representaciones de La Envidia, Belerofonte, Faetón, Icaro y Dédalo, Ganimedes y La Justicia, a los que hay que sumar los escudos de armas del duque.

La obra fue ejecutada por Francisco Pacheco contando este con plena madurez, cuarenta años de edad. Aún así la pintura refleja carencias de su técnica para definir la anatomía humana, y algunos problemas con el uso de la perspectiva. Como apunta Enrique Valdivieso, “esto podría confirmar la aversión moral que el pintor sanluqueño mostró por el desnudo y por otra parte testimonian las modestas facultades técnicas de que disponía en sus años de madurez.”. No sería este el único desafío al que se tuvo que enfrentar Francisco Pache-co puesto que para la pintura al temple recibió ayuda y consejo de Pablo de Céspedes como bien se refleja en el Arte de la pintura:

“[...] En las ocasiones que á mí se me han ofrecido de paredes ó lienzos, así lo he hecho, y las historias que me cupieron del túmulo de Felipe II, año de 1598, sobre un color ocre las iba dibujando con carbones de mimbre y perfilando con una aguada suave, y oscureciendo y manchando á imitación del bronce, y realzando con yalde y yeso las últimas luces. Así comencé el año de 1603 á pintar de colores los lienzos de fábulas del camarín de don Fernando Enriquez de Rivera, tercero duque de Alcalá, á la sazón que Pablo de Céspedes estaba en Sevilla, el cual quiso ver cómo manejaba el temple, y yo le mostré el primer lienzo que hice para muestra, porque quise concertar esta obra (como era dificultosa, y todos eran escorzos y figuras en el aire que bajaban ó subían, ó estaban

17

Bibliografía

Collado, Francisco Jerónimo, Descripción del túmulo y relación de las exequias que hizo la ciudad de Sevilla en la muerte del Rey Don Felipe Segundo, Ayuntamiento de Sevilla, Servicio de Publicaciones, Sevilla, 2005

Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

Hernández Díaz, José, Juan Martínez Montañés : (1568-1649), Guadalquivir, Sevilla, 1987

Cacho Casal, Marta P., Francisco Pacheco y su "Libro de retratos", Fundación Focus-Abengoa, Marcial Pons, Ediciones de Historia, Madrid, 2011

Valdivieso, Enrique, Francisco Pacheco : (1564-1644), Caja San Fernando, Sevilla, 1990

Bonet Correa, Antonio, “La arquitectura efímera del barroco en España” en Norba-Arte, n. 13, 1993, pp. 23-70

AAVV., “Compañía artística entre Juan de Oviedo y de la Bandera y Juan Martínez Montañés. Una aportación inédita a sus respectivas biografías” en Archivo español de arte, n. 334, 2011, pp. 163-170

Pacheco, Francisco, Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas [Sevilla 1649], Imprenta de Manuel Galiano, Madrid, 1866

Martín González, Juan José, Escultura barroca en España : 1600-1770, Cátedra, Madrid, 1991

Fátima Halcón, “Diego López Bueno, arquitecto de retablos: nuevas aportaciones a su obra” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 89-102

Luna Moreno, Luis, “Gaspar Núñez Delgado y la escultura de barro cocido en Sevilla” en Laboratorio de arte, n. 21, 2008-2009, pp. 379-394

Cruz Isidoro, Fernando, “Vasco Pereira y la serie de seis retablos dominicos para la casa ducal de Medina Sido-nia” en Laboratorio de arte, n. 15, 2002, pp. 357-364

Omar Sanz Burgos, “El túmulo de Felipe II en El amante agradecido de Lope de Vega: Una imagen para la historia”, Anuario Lope de Vega. Texto, literatura, cultura, XVIII, 2012, pp. 210-232.

Contreras, Jaime, “Portugal, Inglaterra y Francia” en AAVV., Historia de España 5: La época de Carlos V y de Felipe II, Espasa Calpe, España, 1999

Simón Tarrés, Antoni, “los años del reinado de Felipe III” en AAVV., Historia de España 6: La España del siglo XVII: Los Austrias menores, Espasa Calpe, España, 1999

Pacheco, F., Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, Librería Española y Extrangera de D. Rafael Tarasco, s.a., Sevilla

Pérez Escolano, Victor, “ANNUS MIRABILIS (1625). La muerte en Bahía de Juan de Oviedo y de la Bandera”,Tomo XXXVIII del Anuario de estudios americanos, pp. 467-477

La construcción del conjunto se decide el 17 de septiembre en el Cabildo de Sevilla pasando el proyecto a concurso público, que ganará Juan de Oviedo y de la Bandera, maestro mayor de la ciudad. Ya el 1 de octubre comienza a edificarse, con bastante rapidez. En 52 días estuvo terminado no sin interrupciones. Estas fueron causadas por la falta de dinero del Cabildo, que tuvo que hipotecar sus ingresos para seguir con la construcción del túmulo.

En estos trabajos Juan de Oviedo contó con la colaboración de Diego López Bueno y de Juan Martínez Mon-tañés, que trabajaron fundamentalmente en las calles, Martín Infante, quien se encargo del sistema estructural y que, a su vez, fue ayudado por Juan López de la Cruz, Juan de Paz, Juan Martínez Montañés, Juan de Arrieta y Baltasar de Reyes.

Vicente LLeó Cañal en la presentación de la edición de 2005 de la descripción del túmulo de Felipe II de F. G. Collado, sugiere que muchos de los elementos del túmulo pudieron haber sido reutilizados del Monumento Pascual realizado en la Catedral en 1594. Casi la totalidad de la obra se hizo en madera, siendo esta coloreada imitando el color de la piedra berroqueña, de jaspes, mármoles, bronces... Además toda la balaustrada de las calles y parte del túmulo estaba rematado por candeleros de cinco luces y sus respectivas velas (2).

El catafalco se situó justo debajo del crucero de la Catedral, entre el Altar Mayor y el Coro. Las calles que desembocaban en él discurrían desde la puerta de San Cristobal y desde la puerta de la Concepción. Ambas calles contaban con dos aberturas alineadas con las naves de la Catedral, que permitían la entrada de los distin-tos asistentes de manera diferenciada (Fig. 2).

correspondientes arquitrabe, friso y cornisa. En el interior cuatro pilastras en ele, con orden dórico, asimismo, formaban el «cuerpo inconcluso» en el que pintaron muchas nubes, y en ellas en forma de ángeles algunas victorias, y en medio del cuadro se mostraba un grande resplandor y una corona real en él, sustentada de cuatro serafines con la siguiente inscripción alrededor: CORONA INCLITA PROTEGET TE. Y en el friso interior debajo de este cielo otro dístico, sobre la corona, el cuerpo por excelencia, de tan amplia significación iconográfica. Por su parte, las gradas y todo este cuerpo simulaba en pintura la piedra berroqueña de color entre blanco y pardo, «como lo son las del templo de San Lorenzo el Real, que se procuraron imitar con la planta del, en cuanto el sitio dio lugar para mayor propiedad de la representación deste sepulcro. Repartióse la sillería de los muros con la debida proporción y correspondencia, estriadas las columnas de alto abajo, con basas y capiteles imitando el bronce muy al natural, adornadas conforme a su orden, y el que se suele guardar y seguir en esta parte; y no menos el cornisamiento repartidos sus triglifos, y en lugar de metopas, varios despojos de guerra, con trofeos de todos géneros de muy valiente pintura». Ocho «hieroglíficos», que respresentaban a la Pública Fidelidad, la Felicidad del Imperio, el Protector de la redondez de la Tierra, la Pública Seguridad, la Equidad Soberana, a los turcos vencidos, la Pública Felicidad y la igual ley para todos, se situaban en las enjutas de los arcos; sobre las ocho entradas laterales se pintaron de color bronce las figuras de ocho Reinos, Inglaterra, Francia, Italia, Flandes, Nápoles, Austria, Sicilia y América; en los machones centrales, por encima de las impostas, ocho altares pintados dedicados a santos y arzobispos de devoción sevillana, Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Isidoro, San Laureano y San Pedro mártir, San Clemente y San Geroncio, San Hermenegildo, San Jerónimo, San Diego y Santiago; y en el friso sobre las cuatro paredes principales figuraban cuatro piedras que imitaban el mármol, relevadas y sostenidas cada una por dos victorias a manera de ángeles, simulando ser de bronce, con palmas en las manos libres, y cuatro epitafios dedicados al monarca fallecido.

Al segundo cuerpo se accedía por dos escaleras de caracol, hechas dentro del grueso de sus muros de esquina. Encima de los cuatro ángeles se elevaban cuatro obeliscos, de cuarenta y cinco pies de altura (que coincidían con los mástiles de las esquinas), dedicados a las reinas María de Portugal, María Tudor, Isabel de Valois y Mariana de Austria. Correspondiendo con las dieciséis columnas del primer cuerpo se pusieron dieciséis pedestales sobre los que se asentaban otras tantas figuras esculpidas por Montañés, de casi cuatro metros de altura, que representaban virtudes – Vigilancia, Sagacidad, Consultación secreta, Clemencia – del lado de la Inquisición; – Oración, Religión, Sabiduría y Libertad – a la parte del Coro; Monarquía, Severidad, Victoria y Paz – al Sur donde estaría la ciudad; – Ejecución, Moderación, Verdad y Constancia– , a la parte del Altar Mayor. En estos pedestales corría un balaustre de barandas (todo de cuatro pies de altura).

La segunda planta, de orden jónico, tenía planta de cruz griega «como se pinta la de Hierusalem», asentando en ocho colum-nas sobre el macizo de los muros centrales de los lados del cuadro inferior, pero en su parte de dentro y encerrado en sus fustes (de dos pies y cuatro de diámetro) otros ocho mástiles de los que dijimos sustentaban todo el conjunto. En el crucero se formó un cuerpo cuadrado a base de cuatro pilastras, también jónicas, a plomo sobre las centrales del cuerpo inferior. En su cielo artesa cuatro círculos con los hábitos de las órdenes militares (Santiago, Calatrava, Alcántara y Christus con Montesa) y en uno grande central el águila real coronada. Dentro del cuerpo central se levantó un banco de diez pies y medio con gradas en sus cuatro lados, y sobre él un altar «de color mármol blanquísimo» con losas en sus cuatro lados, con pentámetros latinos en los menores y epitafios y epigramas en los mayores; y la urna, «como conviene con grandeza en semejantes exequias, encima del dicho altar en este segundo cuerpo para tal fin fabricado, a imitación de los famosísimos túmulos de Roma, señora del mundo, en honra y memoria de sus Emperadores solía edificar, dedicados y consagrados, según su costumbre, a la inmortalidad». La urna tenía un remate a modo de tumba cubierto con un paño brocado, y su aspecto se asemejaba a alabas-tro con molduras doradas; junto a ella, las armas de Castilla y León con un león vigilante tendido a su lado y el estandarte real un asta negra, y junto a las pilastras cuatro reyes de armas, amén de otros detalles. Todo el paramento de este segundo cuerpo, incluso las gradas hasta el altar, se cubría de paños de luto.

Por una de las pilastras interiores se subía al tercer nivel. Este, alrededor de la cruz formaba una balaustrada, y a plomo con las ocho columnas de abajo iban otros tantos pedestales, sobre los que se colocaron las figuras de la Iglesia, la Fe, la Esperanza, la Prudencia, la Justicia, la Templanza, la Fortaleza y la Caridad. En cada uno de los cuatro frentes de la cruz se pusieron cuatro frontones quebrados para que permitieran ver a su través lo que detrás había, y que se sobreelevaba ocho pies para acoger el cielo del cuerpo inconcluso inferior y, al tiempo, realizar lo que este tenía para poderse ver desde abajo. Este cuadrado central, a su vez, con balaustre corrido y pedestales con candeleros en sus ángulos. Dentro de él, se formó un tercer cuerpo ochavado, con lados menores

La descripción que hace Victor Pérez Escolano del conjunto es la siguiente (Fig. 3):

“[...] se construyó de tramoya un templete de tres cuerpos con superposiciones de órdenes, dórico, jónico y corintio.

En el primer cuerpo, de planta cuadrada, con grandes pilastrones cuadrados en los ángulos y en cada frente otros dos rectangulares menores formando un arco entre sí, cuya imposta, que recorría todo el túmulo, formaba la altura de dos pasos adintelados laterales. Frente a estos machones y en toda la altura de seis columnas, dos pares en los extremos y aisladas las dos centrales, y sobre ellas los

y macizos en las esquinas y mayores en los frentes abiertos con arcos, en el eje de los del primer cuerpo, y columnas corintias adosadas (diámetro de dos pies). Dentro de esta pequeña capilla, sobre cinco gradas, se colocó la efigie de San Lorenzo con un epigrama en sus pies. En el pedestal iban cuatro banderas de guerra y fuera otras ocho.

Sobre esta capilla se formó la cúpula «en forma ochavada correspondiente a su cuerpo y graduada en los cuatro lados principales, y falseaba de piedra de color de los demás, con altos y fondos, muy galana y proporcional-mente». Rodeaba un antepecho de barandas encadenado con ocho pedestales con candeleros iguales a los de abajo. Sobre la cúpula, como cumbre final del catafalco, se puso un pedestal «a manera de lanterna», del que salía un obelisco ochavado y estriado de dieciséis pies, siendo su remate una bola «sobre la cual se veía a manera de nido, una hoguera compuesta con leños de fuego fingido tan al natural, que se determinaba con la vista desde el suelo, y sobre él el Fénix», su cuello levantad, la cola y las alas sacudiendo fuego, «como que procuraba encenderlo para abrasarse en él y renacer», pintada con los colores que refiere Firmiano, y con la cabeza que casi llegaba al cimborrio del templo (Fig. 4).

Esta era la disposición del túmulo en el centro del crucero, pero no estaba, en su magnificiencia solo.

El resto del ámbito, que ya dijimos iba desde las puertas llamadas de San Cristóbal a la de la Concepción, a derecha e izquierda (sur y norte) del túmulo se formaron, a semejanza del primer cuerpo de éste, unos de su misma sillería, enfrentados a él junto a las puertas, con las mismas seis columnas dóricas, elevadas aquí los tres pies con zócalos toscanos, y con el mismo arco central, que corre-spondía a los accesos catedralicios, y sustituyéndose los pasos laterales por pinturas e inscripciones. En cada uno de los cuatro lados laterales se plantaron otros tantos cuerpos, cerrando la nave del túmulo, cada uno con dos arcos (uno por cada nave del templo para hacer fluído el tránsito), con una anchura de intercolumnios equivalente al grueso de los pilastrones y cuatro columnas, y otros dos más extremos con otros tantos, exentas e iguales a las de los cuerpos frontales. La pintura y apariencia de estos frentes era en todo igual al primer cuerpo del túmulo, salvo en el friso que aquí se pusieron en bronce las armas de setenta y un reinos, estados y señoríos de la casa real de Castilla. Por encima del cornisamiento corrían balaustres atados con treinta y dos pedestales a plomo con las corre-spondientes columnas, y rematados por candeleros de cinco luces. Además de las correspondientes a los frontales en el grueso de los muros, bajo las impostas de los arcos, iban dieciséis historias, y en las enjutas otros tantos círculos con símbolos menores, empresas y jeroglíficos.

Los accesos a través de los arcos se cerraban con barandas de ocho pies dejando entradas con puertas. Sin puertas iban las de la nave principal desde donde se veía el túmulo. Para las celebraciones cada institución tuvo, como dijimos, su lugar y su acceso. Junto a la puerta del mediodía la Ciudad, y allí se colocó, sobre pedestal, la figura que representaba a Sevilla. En el arco opuesto se plantó la figura de la Lealtad. En el lado norte se situaba la Audiencia y en arcos enfrentados las figuras de la Nobleza y la Opulencia.” (Fig. 5)

Fragmento de Pérez Escolano, V., “Los túmulos de Felipe II y de Margarita de Austria en la Catedral de Sevilla” en AAVV., Rito y fiesta : una aproximación a la arquitectura efímera sevillana, FIDAS: COAS, pp. 49-80

La estructura de las calles, como se describe en el texto anterior, daba soporte a dieciséis cuadros con distintos acontecimientos relacionados con la vida del monarca. Los pintores que se contrataron para la ocasión fueron Alonso Vázquez Perea, Francisco Pacheco del Río, Juan de Salcedo y Vasco Pereyra. Cada uno de ellos se encar-gó de realizar cuatro cuadros además de la pintura de “santos, reinos y figuras de los nichos y recuadros”. Fueron a su vez apoyados por sus ayudantes en labores menores de pintura en el túmulo. En el texto de Collado se enuncia un orden de reparto de los cuadros: ”[...] tomando cada cual una de los cuatro lados de las calles del túmulo para pintarle de su mano, como lo hicieron echando suertes por las calles, de las cuales cupo el primero arco comenzando del lado izquierdo del altar mayor, á Alonso Vazquez Perea, el segundo á Francisco Pacheco, el tercero á Vasco Pereyra y el último á Joan de Salcedo [...]”. Aunque la descripción es un poco confusa podríamos admitir el siguiente reparto de las historias (3):

A Juan de Salcedo corresponden los cuadros del I al IV: la Reducción de Inglaterra, la Renunciación del Reino por el Emperador en su hijo, la Toma de San Quintín y el Cerco de Orán.

A Vasco Pereyra, del V al VIII: la Toma del Peñón de Vélez, el Socorro de Malta, las Alteraciones de Flandes y la Defensa de la Fé.

A Francisco Pacheco, del IX al XII: Granada revelada, la Oncena historia, la Liga contra el Turco y la Batalla de Lepanto.

Y por último, a Alonso Vázquez, del XIII al XVI: la Entrega del Reino de Portugal, el Sitio de la isla deTercera y victoria del Marqués de Santa Cruz, el Descubrimiento de América y la Paz con Francia.

Aparte las calles contaban con cuatro esculturas, dos de Juan Martínez Montañés y otras dos de Gaspar Núñez Delgado (4). Las estatuas de Martínez Montañés y de Núñez Delgado están descritas en el texto de Francisco Gerónimo Collado, si nos fijamos en el grabado, que se supone es una copia de la estampa que hacia 1600 hizo Diego López Bueno, la descripción de la estatua de Montañés, que representa a la Lealtad, concuerda con la situada a la izquierda del túmulo, lo que implica que la vista se toma desde el Altar Mayor (5).

Esto convierte a la estampa en el único vestigio gráfico conocido hasta la fecha que refleja una de las pocas obras de carácter civil de Martínez Montañés y, también, que bosqueja la serie de cuadros producidos por Vasco Pereyra y Francisco Pacheco para la ocasión. De los 16 cuadros y de las 29 figuras, 19 de Montañés y 10 de Núñez Delgado no hay más constancia.

El 30 de diciembre se acordó en el Cabildo de la ciudad que se procediera a desmontar el catafalco, se trasla-dasen al Alcázar las figuras y pinturas y que del resto se hiciera inventario para ser vendido. Con tal rapidez el túmulo más monumental que se hizo para las exequias de un rey en Sevilla fue despachado.

Aún así la “máquina insigne” de la que nos habló Cervantes en un soneto incluído en El viaje del Parnaso (1614) y Lope de Vega en su comedia El amante agradecido (h. 1602) sirvió a varios de los artistas intervinientes para afianzar su posición en el panorama de la ciudad y establecer o fortalecer sus relaciones con los compañeros de trabajo y con personas influyentes.

Es el caso del alcalaíno Juan Martínez Montañés (Fig. 7). Se le sitúa en Sevilla en 1587 debido a la carta dotal para los desposorios con su primera esposa, Ana de Villegas aunque se cree que ya estuvo en la ciudad en 1582, incluso se le atribuye una temprana obra suya, una imagen mariana “de Tristeza” que donó a la Hermandad del Dulce Nombre en la que supuestamente se inscribió. Posiblemente se asentaría en la ciudad al menos uno o dos años antes de otorgar la carta dotal. Su estancia en 1582 no está lo suficientemente probada.

Un año después, 1588, es declarado “hábil y suficiente” tras ser examinado por Gaspar del Aguila y Miguel Adán quienes afirmaron de él ser buen artífice, hábil y “suficiente para ejercer dichos oficios y abrir allí tienda pública”. José Hernández Díaz marca esta fecha como el inicio de su “periodo formativo” que según él finaliza en 1605. Durante este periodo Montañés se empapó del quehacer de los artistas de la ciudad y de la idiosincrasia imperante, distinta de la de Granada.

A partir de aprobar el examen, Montañés inicia su labor en Sevilla. Hay muchas obras documentadas pero no identificadas propiamente de este periodo de formación. Una buena parte de estos encargos tenía como destino América, se han documentado obras para Chile, Nueva Granada (la actual Colombia), Panamá, Venezuela... También entre estos encargos no identificados tenemos los del túmulo de Felipe II a partir de cuya fecha ya contamos con la primera obra plenamente identificada y estudiada. El San Cristóbal de la Parroquia del Divino Salvador (Fig. 8).

de Rojas, su maestro en Granada, Jerónimo Hernández, ya en Sevilla, o Gaspar Núñez Delgado cuyo trabajo en marfil se le puso como modelo a Montañés para un encargo de un crucifijo. Además José Hernández Díaz señala también a un grabado de Alberto Durero, del mismo tema, fechado en 1525, como posible ejemplo para la estatua de Martínez Montañés ya que se poseían las estampas de este maestro en los talleres sevillanos.

El estilo que se muestra en esta obra, bien apartado en cuanto al sentido de belleza de Juan Bautista Vázquez, el viejo, seguirá en continua evolución. A pesar de los distintos tiempos de realización para esta obra y para las figuras del catafalco, ya nos podemos hacer una idea de la impronta que debían tener las imágenes que tanta admiración despertó entre el público y que bien recoge Francisco G. Collado.

Es muy posible que su participación en ese evento hubiese sido causado por su asociación con Juan de Oviedo y de la Bandera, firmada el 5 de junio de 1596 por seis años. Juan de Oviedo disfrutaría así de la compañía de su amigo, un aventajado escultor que ya apuntaba maneras y, por su parte, Montañés de la de un hombre tan influyente como Oviedo, que además le incluiría en varios de sus encargos, tanto retablos como esculturas y ensamblajes. Las ganancias de estas obras mayores, tanto las encargadas a Juan de Oviedo como a Martínez Montañés, sería repartidas a la mitad. No así sería el caso de aquellas cuyo precio fuera inferior de diez ducados, cuyas ganancias serían íntegramente embolsadas por su realizador.

Juan de Oviedo y de la Bandera en aquellos años de auge artístico también presentó una subida en su escala social, al cargo de Jurado de Sevilla se le sumó el de Familiar del Santo Oficio en 1595 y en 1603 pasa a ser Ma- estro Mayor de la Ciudad. La asociación con Juan Martínez Montañés reportaría en este último el espaldarazo necesario y definitivo para poderse hacer con la más exclusiva clientela y ponerse en contacto con otros artistas de su entorno.

Si bien ya colaboró con Alonso Vázquez Perea en 1591 para un cristo en madera de ciprés y con Diego López Bueno meses antes de la muerte de Felipe II para un retablo y sus imágenes encargado por un monasterio de Panamá, no sería hasta la construcción del túmulo que trabajaría codo con codo con Francisco Pacheco y Vasco Pereira, además de con los antes nombrados.

Con el portugués Vasco Pereira Lusitano colaboró en 1602 en el retablo y esculturas de San Juan Evangelista del Monasterio de la Concepción. Con Pacheco, quizás uno de sus asiduos colaboradores en cuanto a pintura, colabora casi cinco años después de las exequias del monarca en el Crucificado de la Clemencia, que se encuen-tra en la Sacristía de los Cálices de la Catedral de Sevilla, obra cumbre de la iconografía cristífera de la Contrar-reforma.

Junto con Juan de Oviedo y estos cuatro autores Juan Martínez Montañés formó un elenco de artístas en el que se alternaban la veteranía, Alonso Vázquez Perea y Vasco Pereira, la plenitud, Juan de Oviedo y Juan de Salcedo y el relevo generacional, Juan Martínez Montañés, Francisco Pacheco y Diego López Bueno en el túmulo de Felipe II. Una lista de “sospechosos habituales” en la que se dan nexos, vínculos y asociaciones que trasciende este círculo con creces. Por ejemplo, por parte de Juan de Salcedo, tío de la segunda esposa de Martínez Montañés, Catalina, existe un vínculo familiar con el mismo Cervantes. Sin duda los 52 días de trabajo en el catafalco dieron mucho de sí no solo en esa obra, sino también en las demás por venir. De hecho se nota, aunque no se podría decir hasta qué punto es atribuible a esta obra, un incremento de los encargos de estos tres artístas, Pacheco, Montañés y López Bueno, a partir de 1600.

Dejando al “Lisipo andaluz” y centrándonos en la figura de Francisco Pacheco se observa un patrón similar de artista en formación cuya la colaboración en el gran evento artístico de final del siglo XVI en Sevilla le supone tener un buen apoyo desde donde lanzarse a cotas más altas de encargos, colaboraciones y mecenazgo (Fig. 9).

Francisco Pacheco del Río nació en 1564 en el seno de una familia humilde establecida en el puerto pesquero de Sanlúcar de Barrameda. Su padre Juan Pérez, sastre, y su madre Leonor del Río se cree murieron cuando Francisco era aún joven, quedando este junto a sus tres hermanos, a cargo de su tío el licenciado Francisco Pacheco quien los criaría en Sevilla. Esto explicaría el gusto de este pintor por la poesía y las humanidades, además de brindarle varios contactos con personajes importantes de la cultura sevillana.

El licenciado Francisco Pacheco murió el 10 de octubre de 1599, casi un año después de elaborar el programa iconográfico de las exequias de Felipe II. Sería la segunda vez que participaría en esta tarea para un evento de este rey puesto que en 1570 colaboró con Juan de Mal Lara en el programa del recibimiento de la ciudad al monarca. La participación de Francisco Pacheco en el túmulo seguramente se debió a las influencias de su tío de quien a su muerte decía Diego Ortiz de Zúñiga lo siguiente:

“Canónigo de nuestra santa iglesia, Capellán Mayor de la Capilla de los Reyes, varón digno de honrar un siglo y administrador del hospital del Cardenal, cuyas letras y erudición lo hicieron estimadísimo, y que se admiren las inscripciones que dejó.”

Ortiz de Zúñiga, Diego, Anales eclesiásticos y seculares de la muy nobre y muy leal ciudad de Sevilla [Madrid, 1677], Madrid 1795-1796, lib. XVI, vol. 4, pp. 195-197

Las andanzas de nuestro pintor en la ciudad de Sevilla comenzarían probablemente alrededor 1575. Luis Fernández, su maestro, un pintor sevillano “casi desconocido”, murió en 1581. Suponemos un periodo de formación de seis años, algo habitual en la época. Sabemos que en 1589 Francisco Pacheco ya había tenido a un aprendiz a su cargo, Agustín de Sojo, siendo esta labor formativa por la que obtendría más reconocimiento.

Siendo encargada por el gremio de guanteros en 1597, la estatua se terminó en mayo de 1598 siendo procesio-nada el mismo año. En esta gran talla, mide 2. 20 metros, el autor ya muestra bastante dominio, había ya ejecuta-do previo a esta 24 figuras concertadas por diversas entidades religiosas, siempre exigentes en esta materia. El acierto con esta figura es pleno.

En ella se detecta influencia de los modelos de Miguel Ángel Buonarroti por su monumentalidad, composición y morfología. Quizás estos modelos fueron trasladados por otros autores conocidos por Montañés como, Pablo