Guillermo Flores - Aquel verano en el pasto

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Guillermo Flores aquel verano en el pasto difusiona/ terna ediciones

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guillermo fl oresaquel verano en el pasto, buenos aires, 2014

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aquel veranoen el pasto

Guillermo Flores

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Aquel verano en el pasto

Íbamos a encontrarnos a la mañana en el centro. Sabíamos que el padre de Valentina tenía que ir al banco (según ella, iba todos los lunes a primera hora y ese era el mejor lugar para esperarlo). Cuando saliera, yo tenía que interceptarlo, ponerle una bolsa negra en la cabeza, darle un culatazo y meterlo en el auto de Renata. Saldríamos disparados por Alem, después Libertador, y si en cinco minutos llegábamos a la autopista, ya no tendríamos problemas. Una vez que estuviéramos en la casa de las chicas, lo cagaríamos a palos hasta dejarlo inconsciente. Lo de cagarlo bien a palos —con esas palabras lo propuso— fue idea de Valentina. Para mí no era necesario llegar a tanto: con dormirlo y encerrarlo alcanzaba; pero como el plan se le había ocurrido a ella y era su papá, ella mandaba.

Fue un lunes a finales de diciembre. Me levanté a las cinco de la mañana y me puse a ordenar la habitación: no podía dormir y no tenía nada mejor que hacer. Valentina me llamó a las siete, bastante nerviosa. Dijo que había pasado algo y que cambiaba todo, que se cancelaba el plan. Después de seis meses sin verse ni hablarse ni mandarse un mísero mail, esa noche la había llamado

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el padre. ¿No querés venir mañana a almorzar a casa?, me dijo Valentina que le preguntó el padre. Y “mañana” quería decir el día que habíamos elegido para concretar el plan.

Valentina me preguntó si la podía acompañar. Le dije que no me parecía, ni el cambio de planes ni la invitación. Quiso convencerme sobre la importancia de las casualidades y que si las cosas pasaban era por algo.

—No sé —le dije—, no me parece.—¿Por qué vos también me querés joder ahora, Mariano? Te

lo estoy pidiendo por favor. Sabés que no puedo ir sola.—Es que es raro, pensé que lo otro iba en serio.—Te lo acabo de explicar, nene… ¿no entendés? Y cortó.Cortó como hacía un par de meses había cortado conmigo, con

el padre y con las amigas. Como había cortado con el trabajo que no le gustaba. Con los estudios. Con teatro. Con su departamento y la medicación. Cortó como cada vez que le decían cosas que no le interesaban o no soportaba escuchar.

Me quedé un momento en silencio, mirando el bolso que había preparado. En la pensión no se escuchaba ningún ruido. Me sentí muy solo y me imaginé que Valentina estaría sintiendo lo mismo. Entonces la llamé. Atendió y se mantuvo en silencio. Le pregunté por qué se ponía así, por qué cambiaba tanto, y me dijo que todos se enojaban con ella y que nadie la entendía.

—¿Le dijiste a las chicas?—Sí. —¿Y?No respondió. Algo me movió con eso, y le dije que la acom-

pañaba. La voz se le relajó un poco y me dijo que tenía el auto de

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Renata. En unas dos horas podía pasar por la pensión. Antes de cortar, me dijo que me quería un montón.

Llegó cerca de las diez en el auto de Renata, un Renault verde bastante sucio. La casa del padre quedaba cerca de Maschwitz. A mitad de camino, paramos en una estación de servicio a comprar bebidas y “unos regalos para papá”.

Cuando volvimos al auto, Valentina me pidió que manejase y se armó un porro. Empezamos a fumar y ella se puso a hablar de la madre, de que si estuviera su mamá todo sería muy distinto: no tendríamos que hacer lo del secuestro ni nada de eso. Nunca le había preguntado sobre la muerte de su mamá, y no me pareció que ese fuera el momento. Una vez, un poco fumada, me había contado algo de un accidente en Bariloche o algo así, nada muy claro. Ella era chiquita, nueve, diez años. Pero había cambiado de tema enseguida y nunca pude saber qué fue lo que pasó. Y ahora no entendía qué tenía que ver la mamá con lo del secuestro del padre, pero tampoco se lo pregunté.

Tardamos más o menos media hora en llegar. Cruzamos un portón de madera y avanzamos por un camino de grava. La casa era blanca, blanquísima, de dos pisos; la rodeaba un jardín enor-me, adornado con un par de esas fuentes horribles con angelitos.

Apenas estacionamos, vimos que se acercaba, atravesando el jardín, una mujer sonriente. Esa es Mora, me dijo Valentina. Ba-jamos del auto cargando las bolsas con las bebidas. Por alguna razón, Vale dejó los regalos para el padre en el auto. Supuse que querría darle una sorpresa más tarde. Mora nos recibió a los dos con un beso ruidoso y explicó que el padre de Valen terminaba unas cosas en el vivero y venía.

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—¿Prefieren comer en el porche o en el patio de atrás…? No te das una idea de cómo huelen los eucaliptos, Valen. Casi tapan el balcón del altillo, pero la sombra que dan es bárbara.

A mí me daba igual. Valentina respondió que prefería comer adelante. Mora sonrió: una de esas sonrisas que te quieren decir que todas las respuestas van a ser la respuesta más atinada porque ninguna respuesta importa.

Yo esperaba otro tipo de mujer. Tendría unos cincuenta años y se mantenía muy bien. Llevaba un jean oscuro, musculosa blanca, el pelo naranja y tenía unas tetas gigantes, seguramente operadas.

Entramos a la casa y caminamos por un pasillo interminable. En las paredes había réplicas de pinturas chinas y, apoyadas en pequeñas columnas, unas estatuitas de bronce que representaban caballeros o algo así. Mora nos hizo entrar a la cocina (donde noté el único detalle de buen gusto de toda la casa: las cortinas combi-naban con los azulejos) y nos dijo que pusiéramos las bebidas en la heladera, que ella iba a seguir preparando la comida. Después de que acomodamos las botellas, Valentina me dijo que saliera al porche, mientras ella iba al baño.

—Si te encontrás con mi viejo, decile que ya voy. Obedecí. Cuando estuve afuera, me quedé mirando el pasto

y me dieron ganas de tirarme ahí. Agarré un cenicero de la mesa que estaba en el porche (ya había unas copas y una botella de vino tinto) y prendí un cigarrillo. Me puse a pensar en lo lindo que sería poder quedarme todo el verano tirado en ese pasto per-fecto, con todo el sol y el olor de los eucaliptos. Cuando apagué el cigarrillo, vi al padre de Valentina que se acercaba, todo de blanco, sombrero y guantes incluidos. Se sacó los guantes y me saludó con un apretón de manos. Estaba transpirado y se notaba

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que había estado con plantas: tenía manchitas verdes y negras en la ropa, pero casi imperceptibles, como si hubiera estado ha-ciendo un trabajo muy delicado. Me invitó a sentarme a la mesa y enseguida empezó a contarme del lugar, de las comodidades que tenía la casa, del vivero, la exportación y otras cosas. Miraba con orgullo su propiedad.

—Solo me falta escribir un libro —dijo, sonriendo. Después me preguntó qué hacía de mi vida, pero no pareció

estar muy interesado en la respuesta. Solamente asentía con la cabeza, y apenas dejé de hablar empezó a darme un sermón sobre las responsabilidades, los errores, los inconvenientes que suceden sobre la marcha, y de la gente estúpida que no sirve para nada porque no está preparada para la vida.

Dejó de hablar y se hizo un silencio. Yo no sabía si él esperaba que le dijera algo. Se oyeron ladridos de alguna quinta vecina. De algún lado llegaba olor a asado.

—Pero bueno, vos laburás. Vos te bancás. Vos sabés lo que vas a hacer de acá a cinco años, ¿o no?

—Papá... no lo aturdas —dijo Valentina, que justo salía al por-che. Estaba rara, distinta. Enseguida me di cuenta porque: se había soltado el pelo y parecía más chica, como aniñada, más fresca. Se dieron un beso y el padre le dijo lo bueno que era volver a verse. Ella me miró sonriendo, cómplice.

—También me pone contenta verte así de bien, pá.Charlaron un poco de las cosas que hacían y de los familiares,

hasta que Mora la llamó a Vale para que la ayudase a servir la comida. El padre sonreía, tomaba vino. Se lo veía satisfecho por cómo las mujeres preparaban la mesa. Yo lo miraba y pensaba en cómo se le transformaría la cara si en ese momento le pusiéra-

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mos una bolsa negra en la cabeza y lo metiéramos en el Renault mugriento de Renata.

Valentina también estaba contenta, o eso quería simular. Ta-rareando una canción, iba y venía con platos y comidas y bebi-das. Sirvieron jugo en unas copitas antiguas y todo me parecía típico: el padre, las canas, la esposa, el pasto y el sabor del jugo recién exprimido.

De entrada, sirvieron una picada que el padre no tocó: pro-blemas de presión, dijo. Levantando la bandeja de madera me ofrecía a cada rato queso y salame de campo. Después trajeron varias ensaladas en unas ensaladeras gigantes y pollo frío.

En un momento, cuando parecía que ya estaba todo servido, Valentina entró a la casa y después apareció cargando una pila de vasos. Me pareció una exageración: éramos solamente cuatro a la mesa, y cada uno ya tenía su copa. Sospeché que solamente quería hacer algo para no sentarse a charlar.

—No traigas tantos a la vez, pichona —le dijo Mora apenas la vio saliendo por la puerta—, que se te van a caer. Y no los encastres unos con otros, que se quiebran.

—No te hagas problema, Mora. Yo puedo.Pero, por mirar a Mora para contestarle, dejó de mirar donde

pisaba y se tropezó o resbaló o algo le pasó que la hizo perder el equilibrio. Se cayó con los vasos abrazados al pecho. El padre y Mora la miraron e hicieron un gesto de negación con la cabeza. Me levanté y fui a ayudarla. Increíblemente, no se había roto ningún vaso. Tenía muchas ganas de reírme, pero la cara de Valentina me disuadió. Mientras la ayudaba a levantarse, escuché la voz de Mora:

—Ves que sos caprichosa, nena. Te dije, pero vos siempre hacés lo que querés.

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—Quedate tranquila —dijo Valentina, mientras apoyaba los vasos en la mesa—, que no se rompió nada.

—Es lo mismo si se rompen o no —dijo el padre—. Te está diciendo otra cosa, hija.

Ahí Valentina, roja de la bronca, estuvo a punto de perder el control. Me miró, y tuve que hablar:

—Bueno… igual no pasó nada.—No es nada —dijo Mora, del otro lado de la mesa, tranquila

y exultante—. Es que te dije que si los llevabas así se te iban a caer. Igual no es nada.

—Ahí están los vasos —dijo Valentina—. Intactos.—Solamente te digo para que la próxima tengas más cuidado.—Ahí están los vasos —levantó uno y se lo mostró, casi que

se lo puso en la cara—. Mirá. Intacto.El vaso brillaba en la mano de Vale como si fuera un trofeo.

Cuando trajeron el café, el padre sacó una pequeña cigarrera del bolsillo y nos ofreció unos cigarritos marrones, casi seguro importados. Valentina dijo que no, pero yo acepté. El viejo pren-dió los dos cigarritos con un encendedor plateado. Dio un par de pitadas, tiró la cabeza para atrás y sopló el humo, como queriendo espantar las moscas. Después de dar un par de pitadas más así, se puso derecho y le habló a Vale.

—Suerte que no se rompió ningún vaso… Esos los usamos siempre que viene gente especial, no para cualquier día. Por eso te decíamos que tengas cuidado… y a veces Mora se pone nerviosa.

—Yo nunca los vi —retrucó Valentina.—Eran de mamá… y a ella se los había dado mi abuela —dijo

Mora, y se levantó de un salto para irse adentro. A los cinco se-

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gundos volvió con uno de esos vasos y lo hizo girar triunfalmente en la cara de Valentina.

—¿Ves, pichona? ¿Ves los bordes dorados? —Qué hermoso… ¿Y los vasos nuestros? —preguntó Valen-

tina, haciéndose la estúpida, y sorbió un poco de café—. ¿Dónde quedaron?

—Creo que están en el altillo. Si los necesitás, llevatelos —respondió el padre.

Para decir algo, no porque me interesara, pregunté si los vasos de Mora eran muy antiguos.

—Mil nueve veinte, creo… ¿De cuándo son los vasos, Mora?—Eran de mi abuela —dijo Mora—. Calculá.El padre puso cara de estar calculando mentalmente la edad

de los vasos. Valentina se levantó y dijo que iba al baño y que no le gustaba esa manía de guardar cosas viejas. Mora y el padre quisie-ron responderle, pero ella salió tan rápido que no les dio tiempo.

El padre parecía ansioso por cambiar de tema. Empezó a tirarme anécdotas de vacaciones y viajes, y me dijo que la semana siguiente se iban a Perú.

—Ruinas, tierra. ¿Qué más queremos para estar tranquilos, no?Le conté que yo había ido a Perú, de mochilero, hacía unos

años, pero mis palabras desaparecieron en el aire: no encontraron en él ni el más mínimo interés.

Valentina volvió al porche con un papel en la mano. Una foto.—Mirá, Mariano —dijo, alcanzándome la foto—, este es el

lugar que te había dicho, ¿ves? En la foto aparecían el padre abrazando a la madre de Valentina,

y Valentina con diez años, cubierta con una capucha. De marco, un jardín con nieve. De fondo, montañas nevadas. Los padres se

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reían y no miraban a la cámara. Solo Valentina lo hacía.—Es en la casa de mis tíos, en Bariloche —dijo.—A ver —dijo el padre, arrebatándome la foto. La miró un

segundo con su peor mirada oscura, y se la pasó a Mora, que puso una cara que indicaba que no era la primera vez que la veía. Levantó una sola ceja y dijo:

—Qué bárbaro, la familia unida.—Sí —dijo Valentina—. Y me gustaría llevarme esta foto y

las otras también. Ahora estoy viviendo en San Isidro con unas amigas, y en la habitación no tengo nada.

—Están todas las cajas en el altillo —dijo el padre, tranquilo, señalando hacia arriba.

Todavía pienso que si Valentina quería esos cuadraditos de colores con sonrisas, era para poder pegarlos en las paredes de su habitación y sentir que vivía en un lugar que era de ella.

—No sé, Carlos —dijo Mora—. Si querés, puedo juntarlas en unos días y se las mando por correo. Arriba está muy desordenado, es todo una mugre…

—Por correo no —la cortó Valentina—. Me gustaría mostrarle a Mariano algunas fotos. Nunca tengo nada para mostrar, y a veces hasta me olvido de las caras de los primos.

—Eso será por otra cosa —dijo el padre, seco—… ¿Vos tam-bién sos falopero?

Los tres me miraron. No entendí que me lo estaba pregun-tando a mí hasta que lo repitió.

—No digas así, papá —dijo Valentina—. Pensé que ya había-mos pasado eso.

—Yo no paso nada, no es mi problema. ¿Te drogás, Patricio? ¿Sí o no?

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—No —dije, más confundido todavía porque acababan de rebautizarme—. Alguna vez… no te voy a decir que nunca probé, pero no…

—Entonces probaste —dictaminó el padre, molesto, abriendo los brazos—. Y seguro que seguís probando…

—No, no… Nada que ver… No soy falopero —y como no me salían las palabras, movía las manos—. Alguna vez fumé. Solo eso.

—Vos debés saber que ella… —Señaló a Valentina—. Ella sí tuvo problemas.

—¡Papá! —dijo Valentina.—¿Y por qué dejaste? —preguntó Mora, los codos en la mesa

y las manos estirándole hacia atrás la piel de los cachetes—. ¿Te diste cuenta de algo?

—Un amigo —dije, sin saber lo que decía—. Igual, como “dejar”, no puedo decir que “dejé”.

—¿Por? —El viejo me miró sumamente interesado.—Porque tampoco lo hice muy seguido.—Claro. Lo mejor que podés hacer en la vida es no reconocer

que tenés un problema. —¡De qué hablás! —gritó Valentina.—No le levantes la voz a tu padre —dijo Mora.—Se la levanto si quiero, Mora, o hasta que me diga él. Así

que, por favor, te pido que no te metas.Nos quedamos en silencio. Yo me serví una porción de torta.

El padre solo le prestaba atención a su taza de café. Prendió otro de sus cigarritos, levantó la vista y, ventilando el humo con la otra mano, decretó que no había que pelear en una reunión familiar.

—¿Familiar? —preguntó Valentina, frenética, riéndose y bus-cando en mí una complicidad que no necesitaba ni quería.

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—Tranquiiiila, Vale —dije—. Te está diciendo que pares.—Y ahora encima vos —Me apuntaba con el dedo—. ¿Qué

decís vos, boludo? “Tranquiiiila, Vale, tranquiiiila” —se burlaba—. ¿Que pare yo? Pará vos. Paren ustedes —Nos miraba de arriba abajo—. Son parecidos. Iguales son. Al final vos también sos un mezquino y un cagón, Mariano. Mezquino y cagón como vos, papá, que por cinco pesos de mierda no quisiste pagar un avión y nos dejaste solas a las dos.

Apenas Vale terminó su última frase, el padre se levantó de la mesa y estiró la mano como para cruzarle la cara de un cachetazo, pero se frenó. Valentina se echó a llorar. Quería contenerse, pero no podía. Mora se tapó la boca con la mano.

—No digas así —dijo el padre, temblando de la bronca—. Vos sabés bien lo que pasó… Vos sabés que yo…

Vi que su brazo era enorme. No supe qué hacer. De repente Vale se levantó y empezó a gritar que ella tenía a la familia en un puño, mientras le ponía al padre la foto en la cara. El viejo quiso sacarle la foto, pero Valentina corrió rápido la mano.

—¿Ahora querés esta foto? —dijo con sorna—. Acá la tenés, papá. Acá tenés a tu familia —Rompió la foto en cuatro pedazos y se los tiró a la cara. Pero ningún papelito lo tocó: cayeron antes, en el piso.

Después Vale pasó por atrás mío y entró rápido a la casa.—Carlos, ¿esta chica necesita ayuda profesional o me parece?

¿Está medicada?—¡Voy a buscar mis fotos! —gritó Valentina desde adentro.Mora se puso roja y le gritó que al altillo no fuera.

—Esta chica va a aprender que no todo es como ella quiere —dijo Mora, en una sonriente histeria, y se levantó—. Es una

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desubicada. ¿Quién se cree que es?—Ella se ubica, Mora. Tenés que entenderla, no seas tan exi-

gente. —¿Exigente? —dijo Mora, de espaldas a nosotros, casi a punto

de entrar—. ¿A quién le exijo yo? —Se dio vuelta y lo miró—. No me jodas, Carlos.

Nos quedamos solos. Ni él ni yo sabíamos qué hacer, qué decir. Yo miraba el suelo, los cuatro pedacitos de la foto: la familia unida. El viejo me preguntó si quería más café y con los ojos me decía que eran cosas de mujeres, que no había que meterse. Después me preguntó si yo la quería a su hija. Revolvía con su cucharita la taza de café, que no tenía café. Un ruido insoportable.

—¿Vos la querés a Valen? —insistió.Estaba por responderle que sí, que la quería mucho, cuando

oímos gritos que venían de arriba. —¿Quiere que vaya a ver? —dije, señalando con el pulgar la

planta alta.—¿Para qué? Son cosas que tienen que pasar. Alguna vez pa-

san —Movía las manos buscando las palabras—. Vos debés saber, lo que pasó con la mamá de Valen… Me gustaría que alguna vez… —Pero lo interrumpieron gritos más fuertes: arriba se estaban matando.

Me levanté y le dije que ya volvía. No podía quedarme sentado ahí, sin hacer nada.

—Hacé como quieras.Llegué a la planta alta de la casa y guiándome por los gritos

ubiqué la escalera que daba al altillo. Subí y entré. En el balcón del altillo, enmarcadas por las copas de los eucaliptos del fondo de la casa, Valentina y Mora forcejeaban por una caja de cartón.

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—¡A esto viniste! —gritaba Mora sin parar— ¡A esto viniste! —Tenía la cara muy colorada y los ojos desencajados.

Desde la puerta les grité que pararan, que se dejaran de jo-der. Pero justo en ese momento Mora le pudo arrancar la caja a Valentina, y entonces Vale, enfurecida, la empujó hasta ponerla contra la baranda, y después, no sé cómo, la levantó sobre la baranda y la tiró.

Fue un segundo. De repente Valentina se había quedado sola en el balcón y miraba hacia abajo.

Fui hasta el balcón y me asomé sobre la baranda. Mora había caído de espaldas sobre el pasto. Tenía los ojos muy abiertos, pero no se movía. Al lado estaba la caja abierta y un montón de fotos desparramadas. La miré a Vale.

—No, Vale… —dije sin querer—. ¿Qué hiciste?No me respondió. Salió corriendo escaleras abajo y me quedé

solo en el balcón. Me asomé de nuevo y lo vi al padre que se acer-caba hasta donde estaba Mora. Habrá escuchado el golpe, pensé. El viejo se quedó parado, casi al lado, mirándola, sin hacer nada. Vi que a Mora empezaba a salirle un hilo de sangre de la boca, que le cambiaba el color de la piel. Valentina llegó corriendo hasta donde estaba el padre y empezó a hablarle: gesticulaba, histérica, pero el viejo no decía nada, no le hacía caso, solamente la miraba a Mora.

Bajé las escaleras corriendo y fui hasta donde estaban ellos.—¿Llamamos a una ambulancia? —pregunté con timidez.El padre ni me miró. Tenía las venas de los brazos muy marcadas.

—¡Se está muriendo! —gritó Valentina—. ¡Hacé algo! El padre no se movió.

—Voy a llamar una ambulancia —dije, y quise moverme. Pero no lo hice, no pude.

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—Vos no vas a ningún lado —dijo el padre, con desprecio—. Yo tengo... Ustedes… Ustedes no van a hacer nada.

El sol partía el mundo. Miré a Mora, inmóvil, los ojos abiertos. En un momento hizo una pequeña convulsión, como un quejido del cuerpo, y un poco más de sangre le salió por la boca. No podía darme cuenta de si todavía respiraba o no. Valentina empezó a repetir, desbordada:

—Se cayó sola. Sola, sola se cayó.Por un momento pensé que de verdad estaba convencida de

lo que decía.—Por ahí… —dije—, por ahí si la llevamos al hospital… El padre me miró con asco y me dijo que me callara la boca.

Empezó a caminar hacia la entrada. Valentina seguía repitiendo que Mora se había caído sola, que no sabía cómo había pasado. El viejo entró a la casa y estuvo adentro cinco, diez, no sé cuántos minutos. Nosotros fuimos hasta el porche y nos quedamos ahí, sin animarnos a entrar.

Cuando salió se acercó hasta nosotros mirando hacia abajo y se nos paró adelante. Quise darle la mano a Valentina, pero mi impulso fue tan débil que la rechazó. Se lo quedó mirando al padre, con los ojos muy abiertos.

—Ya está —dijo el viejo, y nos miró con tristeza—. No hay nada qué hacer. Sos una pelotuda, hija…

—¿Qué decís? —le dijo ella, sin fuerza, casi susurrando—. Yo no tiré a nadie. Ella se...

—Sí, ya sé. Es igual…Adentró sonó el teléfono. El padre entró de nuevo. Nosotros nos quedamos contra el marco de la puerta de en-

trada. Se escuchaba la voz del viejo hablando por teléfono, pero

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no se entendía qué decía. Miré los pedazos de la foto en el piso. La mesa a medio levantar. La cucharita en la taza de café. Sentí un temblor repentino en los dedos.

El padre volvió después de unos minutos.—Ustedes dos se van de acá y no vuelven más. Desaparecen.

Dos años, tres, no sé. Ahora los viene a buscar Álvarez. Vos lo conocés, Valen. Los va llevar a Ezeiza. Hay un vuelo a Brasil dentro de dos horas. Los acompaño al auto, vamos.

Empezamos a caminar hasta el auto, siguiéndolo, guiados como si fuéramos dos chicos a los que iban a poner en penitencia.

—Lleguen a la ruta. Son cinco minutos y en línea recta. No hagan boludeces. Llegan a la ruta y lo esperan a Álvarez, va a tardar quince minutos como mucho. Él ya sabe lo que tiene que hacer.

Subimos al auto, el viejo golpeó el techo, como despidiéndo-se, y empezó a caminar hacia la casa. Lo vi alejarse, avanzar con fatiga bajo el sol, mirando el pasto. En el asiento de atrás estaban los regalos para él. Valentina puso el auto en marcha y abrió la ventanilla. La miré: tenía otra cara, como endurecida; respiraba profundo y se acomodaba el pelo, los ojos cerrados. Le agarré la mano y estuve a punto de preguntarle, pero no me salían las palabras. Abrió los ojos. No me miró.

—No me preguntes nada. —dijo, y se soltó de mi mano para poner primera— Vos sabés lo que pasó… Si hay algo que no soporto es la gente que se hace la pelotuda.

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No siempre se puede decir la verdad

Estamos por comprar una casa: dos pisos y techo de tejas azules. Está un poco más allá de lo que deberíamos, pero tenemos confianza en que nos vamos a acomodar. El barrio es tranquilo en comparación con el centro, y como está bien comunicado voy a tener bastante tiempo a la mañana: cuando me levante voy a poder hacer un rato de cinta o bicicleta; después la despierto a mi hija, le hago el desayuno y me meto en la ducha. Cuando salga de la ducha van a ser las siete y media de la mañana. Me visto, le doy un beso a Cristina (que todavía duerme) y salgo con mi hija caminando de la mano mientras me comenta cosas del colegio que cada vez voy a escuchar menos. Después de dejarla en la escuela, quizá a veces me den ganas de caminar hasta la estación de tren y viajar como antes, pero no: voy a volver a casa, subirme al auto y salir.

Trabajo como vendedor de autos para una firma familiar, y unos meses atrás logré cerrar una venta de tres camionetas im-portadas con un magnate de supermercados. Incluso el dueño de la concesionaria me felicitó por el contacto. Como nadie vendía mucho en ese momento, cada vez que entraba mis compañeros

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me miraban y comentaban la hazaña. Fue un gran desahogo: meses atrás el contador me había sugerido que mejorase mis números o iba a empezar a tener problemas.

En realidad, yo no había logrado mejorar nada, había sido solamente suerte. Al magnate de supermercados me lo crucé en una reunión social a la que no tenía ganas de ir; era el cumpleaños del padre de Cristina (un exmilitar disecado que anda en una silla de ruedas y hace oídos sordos cuando le hablo) y el magnate se vino hasta donde yo estaba y se presentó: alguien le había dicho que yo era vendedor de camionetas. Me preguntó si trabajábamos la marca X y yo le dije que sí (no porque realmente lo hiciéramos, sino porque tenía un amigo en otra empresa que podía hacerme el contacto). Al día siguiente me llamó y me preguntó si podíamos reunirnos. Un sábado a la noche —en la oficina solo estábamos yo y uno de los socios del magnate— sin muchas preguntas ni vueltas, firmamos el contrato. Nos dimos la mano y, después de comunicárselo por teléfono a mi jefe, me fui a casa agarrado de la manija del tren, sintiendo que era la persona más feliz de toda la ciudad.

Desde ese día, perdí la cabeza. Agarré una racha de suerte y esa misma semana cerré dos nuevas ventas bastante importantes, lo que me convirtió inmediatamente en uno de los preferidos del dueño. Ya iba acordándose de mi nombre, me hacía llegar regalos, invitaciones. Y yo seguía vendiendo, sin saber por qué, sin haber cambiado nada de mi actitud. Simplemente seguía vendiendo.

Un día, a eso de las siete de la tarde, cuando todos se estaban yendo, el dueño me llamó a su oficina. De espaldas a la puerta, Andrada miraba por la ventana que daba a Avenida Libertador. El humo opaco de su habano desaparecía a través de la ventana. Me

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ofreció café o whisky. Como había trabajado todo el día, pensé que podía darme el gusto y me serví un whisky. Llené también su vaso y brindamos. “Por tu éxito”, dijo, mirándome directo a los ojos. “Seguí así y vas a llegar lejos”. Después me apoyó una mano en el hombro y me preguntó si podía hablar en confianza.

—Más bien, Gerardo. ¿Qué pasó?Pensé que iba a hablarme de algún familiar enfermo, algún

hijo perdido en las drogas o algún negocio oscuro para hacer, pero solo comentó que alguien le estaba robando comisiones y quería saber si yo sabía algo. Le respondí que no y me dijo que tenía la seguridad de que era Pablo. Sacó de su escritorio unos papeles de cuentas y depósitos y me comentó que ya venía desde hacía por lo menos un año. Pablo era su mano derecha, el empleado más antiguo de la concesionaria: hacía y deshacía todo en la empresa con la plena confianza de Andrada.

—¿Qué te parece que tengo que hacer? —me preguntó, con esa cuota de indefinición que suelen tener los viejos cuando no les interesa mucho la respuesta.

No supe qué responder. Le pregunté si estaba seguro de que era él y si alguna vez lo habían hablado. El viejo sonrió, me dijo que él no hablaba las cosas, que él actuaba. Su plan era arrinconarlo con la evidencia al otro día.

—¿Vos tendrías algún problema en acompañarme mañana en la reunión? Necesito un testigo.

Le dije que sí porque entendí que no tenía muchas opciones, y apoyé mi vaso sobre el escritorio. Se me habían ido las ganas de tomar. Cuando salía, me preguntó cómo volvía a mi casa. “Como siempre, en tren”, le dije. Sonrió otra vez, con una mezcla de lástima e ironía en los ojos. Entonces me dijo que yo ya no estaba

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para eso, y sacó de un cajón una llave con el logo de Peugeot.—Tomá. Pensá que es tuyo. Usalo para lo que necesites. Y

acordate, Rodrigo, si seguís mis consejos podés llegar muy lejos.—Gracias, Gerardo —le dije. Me acerqué y me dio las llaves.—Gracias, no. Es lo que te merecés… Ah, el sábado es el

casamiento de mi hija, si no tenés planes me gustaría que vinieran.— Le digo a Cristina —dije, y me fui.

Bajé hasta el subsuelo en el ascensor, un poco trastornado por el whisky y las nuevas noticias. En el estacionamiento me esperaba un Peugeot plateado. Al lado estaba el auto de Andrada. Puse la llave en la cerradura, abrí, me senté en la butaca de cuero y por un momento toda mi vida, mis planes frustrados, mi espera, me pasó dando vueltas por la cabeza. No podía explicarme cómo era posible que hacía un par de meses había estado a un paso de perder el trabajo —y el matrimonio— y ahora volvía a casa como un adelantado, y todo por una racha de suerte.

Para poder salir tuve que parar en la garita del portero y firmar unos papeles. Afuera los autos se amontonaban en las esquinas y la niebla cubría la ciudad. El portero me contó algo del partido de River y le dije que podía conseguirle unas entradas. Me agradeció, nos dimos la mano, volví a sentarme al volante y salí.

Cuando llegué a casa, me encontré con Cristina en la vereda: había salido a dejar en el canasto una bolsa de basura. Tenía puesto un vestido azul que le había regalado hace unos años y que le quedaba muy bien. Me miró bajar del auto, todavía con la bolsa de basura en la mano:

—¿A quién se lo robaste?

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—Me lo dio Andrada, ¿te gusta?—Está bien, parece que ahora el viejo te tiene aprecio.Entramos en la cocina y me comentó que quería cambiar al-

gunas cosas de la casa, decorar, comprar algunos muebles: según ella, los ambientes estaban muy vacíos y faltaba un poco de vida. Yo no sabía si era por mi fortuna en el trabajo o si se trataba di-rectamente de un nuevo estado de ánimo, pero sentí como hace mucho tiempo no sentía que Cristina volvía a mirarme con esos ojos. Le dije que con respecto a la casa tenía unos planes un poco más ambiciosos: mudarnos, comprar algo lejos del centro, buscar algo de tranquilidad. Después comimos como si estuviéramos festejando algo y nos reímos y brindamos mientras Blanca nos alegraba la noche y nos pedía un hermanito. Por fin, todo en mi vida estaba bien. Muy bien. Demasiado bien. Pero internamente había algo, una sensación extraña que no podía definir y que traté de evadir sin éxito.

Después de haber intentado darle un hermanito a Blanca, mientras fumaba un cigarrillo frente a la ventana, todavía desnu-do, esa sensación extraña se fue transformando en una idea que me daba gracia, y también terror. La forma en que funcionaba el mundo. Si uno estaba bien, las cosas iban bien, atraía a la gente. Pero si uno estaba en una mala racha era mejor olvidarse del mundo, era más saludable dejarse caer que ponerse a intentar, a dar manotazos de ahogado.

Estuve un rato dándole vueltas a esa idea y al final, para tran-quilizarme, me dije que merecía lo que me estaba pasando y me fui a dormir.

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Al otro día me crucé con Pablo en el balcón. Lo había vis-to pocas veces en persona, porque tenía un cargo jerárquico y entraba por otra puerta. Ese día parecía un poco desorientado y miraba, un poco ansiosamente, el sol del mediodía. Yo estaba esperando un llamado, y cuando me vio se acercó y me felicitó por las ventas. No noté ni siquiera una pizca de envidia en sus ojos celestes. Me pareció una persona agotada, que hablaba sin interesarse demasiado en la conversación. Le pregunté por su familia y me contestó que estaban planeando un viaje a Europa.

—¿Tenés un cigarrillo? —me preguntó, le dije que sí, busqué uno en el bolsillo y se lo di.

—¿Fuego? Le acerqué el encendedor encendido y le dije que no sabía

que fumaba.—Volví hace unos días —me dijo—. Casi diez años sin tocar

un pucho…No sabía qué decirle. Hacía un día radiante, tal vez demasiado

radiante para tratarse de un día de primavera. Detrás de la avenida, resplandecía, quieto, el río; algunos hombres de traje comían en una parrilla y otros, un poco más alejados, ponían la caña. ¿Qué podía hacer yo? ¿Decirle la verdad? No era yo quién tenía que decírsela. Pero me costaba tanto irme, inventar una excusa, iba a ser tan incómodo que me viera en la reunión con Andrada, que tuve que preguntarle.

—¿Sabías que voy a estar en la reunión?—Me dijo Gerardo —Pareció agradecido de que no se lo

ocultara—. Te va a dar mi trabajo a vos.—No sabía nada—No pasa nada. Vos no tenés la culpa… Pero los cambios son

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buenos… Eso decía mi viejo.—Sí. Eso dicen —le dije, y me sonó el teléfono: iba a cerrar

otra venta.—Nos vemos en la reunión, Rodrigo —dijo Pablo.

Cuando Andrada iba a poner la evidencia sobre la mesa, Pablo reconoció que había robado. Estaba parado frente a nosotros, mi-rando con desgano las explicaciones que daba Andrada, apretando con los dedos el respaldo de la silla. Parecía mucho más flaco que unas horas antes.

—Con todo lo que hice por vos, Pablito. Todo lo que te banqué, y ahora me hacés esto —decía Andrada—. Si me hubieras dicho que necesitabas la plata, yo te la hubiera dado. Pero nunca me dijiste nada, y ahora me entero de todo esto... Al principio no lo quise creer, pero después ya me fue imposible. No te voy a pedir que me devuelvas nada, pero estoy seguro de que si no recapacitás te va a ir muy mal en la vida, muy mal.

Pablo no dijo nada. Lo miraba distante. Después le preguntó si había terminado. El viejo dijo que sí, que ya se podía ir. Pablo me miró a los ojos, asintió con la cabeza y se fue caminando despacio hacia la puerta, que abrió y cerró sin ruido.

El viejo se quedó en silencio. Pensé que hubiera preferido que Pablo lo negara y se enojara y hasta lo amenazase. Todo había sucedido demasiado tranquilamente. El viejo se quedó mirando por la ventana, fumando. Parecía cansado. Yo no sabía qué hacer o qué decir, así que me prendí un cigarrillo y me quedé en silencio, esperando la reacción de Andrada.

—Pobre Pablo… Todavía me acuerdo cuando vino a pedirme trabajo por primera vez…

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Cuando se dio vuelta y apagó el cigarrillo en el cenicero, se oyeron dos ruidos terribles, secos y duros, como detonaciones, y un segundo después otro más.

Enseguida se empezaron a escuchar gritos en el pasillo. Corrí hacia la puerta, salí y se me vino encima Margarita, la secretaria de Andrada, llorando.

—Me pidió un vaso de agua —me dijo, y me abrazó—. Un vaso de agua.

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