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El gatopardo Giuseppe Tomasi di Lampedusa

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Giuseppe Tomasi di Lampedusa

El gatopardo

EDITORIAL ARGOS VERGARA, S. A.

Barcelona

Título de la edición original:«IL GATTOPARDO»

TraducciónFernando Gutiérrez

CubiertaBatalla de Calatafimi (fragmento), de R. Legat.© Salmer

Copyright © Giangiacomo Feltrinelli Editore, Milano, Italia, Noviembre1958

Editorial Argos Vergara, S. A.Aragón, 390, Barcelona-13 (España)

ISBN: 84-7017-974-8

Depósito Legal: B. 35.199 – 1980

El gatopardo Giuseppe Tomasi di Lampedusa

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Impreso en España - Printed in Spain

Impreso por Chimenos, S. A., Dr. Severo Ochoa, s/n.,Coll de la Manya, Granollers (Barcelona)

NOTA DEL TRADUCTOR

Aunque los protagonistas de esta novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa sean el príncipesiciliano Fabrizio de Salina y sus familiares, el verdadero personaje central de la obra es,justamente, el gattopardo que, como emblema, figura en el escudo del príncipe y se hacecentro de las virtudes y defectos de su linaje. Unas y otros son, en todo momento,gattopardescos, palabra con la que se definen muchas cosas, y que responden, como verá ellector, a una actitud ante la vida y la muerte, ante los hombres y las cosas.

Por esta razón y por la no menos importante de la eufonía he castellanizado la palabra(gatopardo) y así figurará en esta versión y no en su correcta traducción castellana, quehubiera sido «leopardo jaspeado».

El gatopardo — es decir, el leopardo jaspeado (felis marmorata, leopardus marmoratus) —es una especie de pantera de tamaño aproximado al gato casero. Por si el lector quiere saberalgo más añadiré estos datos: es de pelaje amarillo de arcilla, más claro en el vientre y condos fajas longitudinales negras que parten de la frente y se reúnen en una raya única másallá de la cabeza, siguen así por la espalda y se separan de nuevo en la parte posterior.Tiene también otras fajas oblicuas desde la nuca hasta el vientre, que, además, presenta treslíneas de manchas redondas de un color pardo oscuro. Vive en Java y Malaca y se dice quees fácil de domesticar, lo que acaso esté un poco en contradicción con el espíritu de losSalina que lo tomaron como divisa.

PRÓLOGO DE LA EDICIÓN ITALIANA

La primera y última vez que vi a Giuseppe Tomasi, príncipe de Lampedusa, fue en el veranode 1954, en San Pellegrino Terme, con motivo de una reunión literaria organizada en lapequeña ville d'eau lombarda, por iniciativa de Giuseppe Ravegnani y el Municipio local. Elpropósito de la reunión, animada con la intervención de la Televisión y un grupo dereporteros gráficos, era éste: una docena de los más ilustres escritores italianoscontemporáneos presentaría al público (bastante desmirriado) de los veraneantes, unnúmero correspondiente de «esperanzas» de las últimas y penúltimas promociones literarias.

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No es éste lugar de contar ce por be cómo se desarrolló la reunión, ni de hacer un balancesiquiera tardío de sus trabajos. De todos modos, no resultó inútil. Efectivamente, en SanPellegrino, Eugenio Montale nos dio la primera noticia de la existencia de un nuevo,auténtico poeta: el barón Lucio Piccolo, de Capo d'Orlando (Mesina). Las poesías dePiccolo, precedidas por el mismo escrito que Montale leyó entonces ante nosotros, figuranahora en la colección Specchio, de Mondadori. Sé que no digo nada extraordinarioafirmando que representan lo mejor que en estos últimos años ha aparecido en Italia en elcampo de la lírica pura. ¿Qué más?

Lucio Piccolo resultó la verdadera revelación de la reunión. De más de cincuenta años,distraído y timidísimo como un muchacho, sorprendió y encantó a todos, viejos y jóvenes, sugentileza, su trato de gran señor, su absoluta falta de histrionismo, incluso la elegancia unpoco démodée de sus oscuros trajes sicilianos. Había venido de Sicilia en tren, acompañadode un primo mayor que él y de un criado. Convengamos en que esto era ya suficiente paraexcitar a una tribu de literatos en medias vacaciones. Ni que decir tiene que sobre Piccolo,su primo y su criado (un extraño trío que no se escindía nunca: el criado, bronceado yrobusto como un macero, ni un solo instante les quitó a los otros dos la vista de encima...),durante el día y medio que permanecimos en San Pellegrino, convirgieron la curiosidad, elasombro y la simpatía generales.

El propio Lucio Piccolo me dijo el nombre y título de su primo: Giuseppe Tomasi, príncipede Lampedusa. Era un caballero alto, corpulento, taciturno, de rostro pálido, con esa palidezgrisácea de los meridionales de piel oscura. Por el gabán cuidadosamente abotonado, por elala del sombrero caída sobre los ojos, por el nudoso bastón en que, al caminar, se apoyabapesadamente, uno, a primera vista, lo habría tomado, ¡yo qué sé!, por un general de lareserva o algo semejante. Era mayor que Lucio Piccolo, como ya he dicho: frisaría lossesenta. Paseaba al lado de su primo por las callejas que rodean el Kursaal, o asistía, en elsalón interior del Kursaal, a los trabajos de la reunión, silencioso siempre, siempre con elmismo rictus amargo en los labios. Cuando me presentaron a él, se limitó a inclinarsebrevemente sin decir nada.

Transcurrieron cinco años sin que hubiese sabido nada más del príncipe de Lampedusa.Hasta que en la primavera pasada, una querida amiga mía napolitana que vive en Roma,habiendo oído decir que yo estaba preparando una colección de libros, tuvo la buena idea detelefonearme. Tenía algo para mí, me dijo: una novela. Se la había mandado tiempo atrás,desde Sicilia, un amigo suyo. La leyó y le pareció muy interesante, y como había tenidonoticia de mi nueva actitud editorial, se sentía muy contenta poniéndola a mi disposición.

—¿De quién es? — le pregunté.

—Pues no lo sé. Pero creo que no será difícil saberlo.

Poco después tuve en mis manos el original mecanografiado. No llevaba firma alguna. Peroapenas hube saboreado el delicioso fraseo del incipit, estuve seguro de una cosa: se tratabade una obra seria, la obra de un verdadero escritor. Era suficiente. Luego, la lecturacompleta de la novela, que apuré en poco tiempo, no hizo más que confirmarme en miprimera impresión.

Telefoneé inmediatamente a Palermo. Supe entonces que el autor de la novela era GiuseppeTomasi, duque de Palma y príncipe de Lampedusa. Si, justamente el primo del poeta LucioPiccolo, de Capo d'Orlando, me confirmaron. Desgraciadamente, el príncipe enfermó

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gravemente un año antes, en la primavera de 1957 y murió en Roma, adonde había ido enuna extrema tentativa de curación el mes de julio de aquel mismo año.

Sabemos que la vida es musical. Sobre sus temas fundamentales, sobre sus «frases» másintensas, no le gusta detenerse. Se limita a dárselas a uno a hurtadillas, a señalárselasapenas. En resumen, me dirigí a Palermo en la tardía primavera de este año. A pesar de todofue un viaje muy beneficioso, porque el manuscrito original de la novela — un gruesocuaderno rayado, lleno casi enteramente con la pequeña caligrafía del autor — alexaminarlo se reveló mucho más completo y correcto que la copia dactilografiada que yaconocía.

En Palermo tuve el placer de conocer a la esposa del escritor, la baronesa Alessandra Wolff-Stomersee, báltica de nacimiento, pero de madre italiana, notable investigadora deproblemas de psicología (es vicepresidenta de la Sociedad Psicoanalítica italiana). De ellatuve no pocas noticias sobre Giuseppe Tomasi de Lampedusa. La más asombrosa para mí fuela siguiente: que Il Gattopardo había sido escrito desde el principio al fin, entre el año 55 yel 56. En resumen, prácticamente, había sucedido poco más o menos esto: a su regreso deSan Pellegrino, el pobre príncipe se había puesto a trabajar y en pocos meses, capítulo trascapítulo, había terminado su libro. Apenas tuvo tiempo de copiarlo. Luego, de pronto, semanifestaron los primeros síntomas de la enfermedad que en pocas semanas le arrebató lavida.

—Hace veinticinco años que me anunció que quería escribir una novela histórica,ambientada en Sicilia en la época del desembarco de Garibaldi en Marsala, girando entorno a la figura de su bisabuelo paterno, Giulio de Lampedusa, astrónomo — me dijo entreotras cosas la señora —. Pensaba en ella continuamente, pero nunca se decidía a empezarla.

Por fin comenzó a escribir las primeras páginas. Procedió con verdadero afán. Iba atrabajar al Circolo Bellini. Salía de casa por la mañana temprano y no regresaba hasta lastres.

En Palermo, además del manuscrito, recuperé muchos otros escritos inéditos: cuatrocuentos, varios ensayos sobre los novelistas franceses del siglo XIX (Stendhal, Mérimée,Flaubert).

Por el examen de todo este material (al que se agregará —es de esperar — el epistolario)podremos hacernos a su debido tiempo una idea muy precisa de la personalidad intelectual ymoral de este escritor. Ni que decir tiene que fue un hombre de gran cultura. Conocía afondo, en el idioma original, las principales literaturas, y dividió su vida entre la querida yodiada Sicilia y largos viajes al extranjero. (Enseñó también; pero privadamente, reuniendoen torno suyo, en sus últimos años, a un pequeño grupo de jóvenes talentos.)

Pero lo que más me urge ahora es llamar la atención especialmente sobre su único libro,completo en todas sus partes, que nos ha dejado. Amplitud de visión histórica unida a unaagudísima percepción de la realidad social y política de Italia contemporánea, de Italia dehoy; delicioso sentido del humor; auténtica fuerza lírica; perfecta siempre, a vecesencantadora, realización expresiva: todo esto, a mi entender, hace de esta novela una obraexcepcional. Una de esas obras, precisamente, para las que se trabaja o se prepara uno todauna vida.

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Como en los Viceré de Federico de Roberto, sale a escena, también aquí, una familia de laalta aristocracia isleña, tomada en el momento revelador del cambio de régimen, cuando yaasoman los tiempos nuevos. Pero si la materia de El Gatopardo recuerda muy de cerca ellibro de De Roberto, difiere, en cambio, sustancialmente, el escritor, la forma como éste sesitúa frente a las cosas. Ni un ápice de pedantería documental, de objetivismo naturalistaencontraremos en Tomasi de Lampedusa. Centrado casi totalmente en torno a un solopersonaje, el príncipe Fabrizio Salina, en el que ha de verse un retrato del bisabuelo porparte de padre, pero también, al mismo tiempo, un autorretrato lírico y crítico a la vez, sunovela hace muy pocas concesiones, y estas pocas no sin sonrisa, a la trama, al enredo, a lonovelístico, tan querido de toda la narrativa europea del siglo XIX. En resumen, mejor que aDe Roberto, habría que acercar a Tomasi de Lampedusa a nuestro contemporáneo Brancati.Y no sólo a Brancati, sino también, probablemente, a algunos grandes escritores ingleses deesta primera mitad del siglo (por ejemplo, Forster), que ciertamente conocía a fondo: comoél, poetas líricos y ensayistas más que narradores «de raza».

Y con esto creo haber dicho lo indispensable. Más tarde corresponderá a la crítica colocar anuestro escritor en el lugar debido en la historia de la literatura italiana del siglo XX. Encuanto a mí, repito, prefiero por ahora no añadir nada más. Estoy convencido de que lapoesía, cuando la hay — y no dudo de que la hay aquí — merece ser considerada, al menospor un momento, por lo que es, por el extraño juego en que consiste, por el primordial donde ilusión, de verdad y de música que quiere darnos sobre todo.

Léase, pues, de punta a cabo la novela, con el abandono que para sí pretende la verdaderapoesía. Mientras tanto, el más vasto público de lectores tendrá tiempo de enamorarseingenuamente, justamente como se haría en otro tiempo, de esos personajes de la fábulaentre los cuales el autor, también como lo hicieron un tiempo los poetas, se halla encerrado.Me refiero al príncipe Fabrizio Salina, Tancredi Falconeri, Angelica Sedàra, Concetta ytodos los demás hasta el pobre perro «Bendicò».

GIORGIO BASSANI

Setiembre 1958.

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CAPÍTULO PRIMERO

Rosario y presentación del príncipe. — El jardín y el soldado muerto. — Las audienciasreales. — La cena. — En coche a Palermo. — Con Mariannina. — El retorno a San Lorenzo.— Conversación con Tancredi. — En la administración: los feudos y los razonamientospolíticos. — En el observatorio con el padre Pirrone. — Calma durante la cena. DonFabrizio y los campesinos. — Don Fabrizio y su hijo Paolo. — La noticia del desembarco yde nuevo el rosario.

Mayo 1860

Nunc et in hora mortis nostrae. Amén.

Había terminado ya el rezo cotidiano del rosario. Durante media hora la voz sosegadadel príncipe recordó los misterios gloriosos y dolorosos; durante media hora otras voces,entremezcladas, tejieron un rumor ondulante en el cual se destacaron las flores de oro depalabras no habituales: amor, virginidad, muerte, y durante este rumor el salón rococó parecióhaber cambiado de aspecto. Hasta los papagayos que desplegaban las irisadas alas sobre laseda de las tapicerías parecieron intimidados, incluso la Magdalena, entre las dos ventanas,volvía a ser una penitente y no una bella y opulenta rubia perdida en quién sabe qué sueños,como se la veía siempre.

Ahora, acalladas las voces, todo volvía al orden, al desorden, acostumbrado. Por lapuerta, cruzada la cual habían salido los criados, el alano «Bendicò», entristecido por laexclusión que se había hecho de él, entró y meneó el rabo. Las mujeres se levantabanlentamente, y el oscilante retroceso de sus enaguas dejaba poco a poco descubiertas lasdesnudeces mitológicas que se dibujaban en el fondo lechoso de las baldosas. Quedó cubiertasolamente una Andrómeda a quien el hábito del padre Pirrone, rezagado en sus oracionessuplementarias, impidió durante un buen rato que volviera a ver el plateado Perseo quesobrevolando las olas se apresuraba al socorro y al beso.

En los frescos del techo se despertaron las divinidades. Las filas de tritones y dríadas,que desde los montes y los mares, entre nubes, frambuesas y ciclaminos, se precipitabanhacia una transfigurada Conca d'Oro para exaltar la gloria de la Casa de los Salina,aparecieron de pronto tan colmados de entusiasmo como para descuidar las más simplesreglas de la perspectiva; y los dioses mayores, los príncipes entre los dioses, Júpiterfulgurante, Marte ceñudo, Venus lánguida, que habían precedido las turbas de los menores,embrazaban gustosamente el escudo azul con el Gatopardo. Sabían que ahora, por veintitréshoras y media, recobrarían el señorío de la villa. En las paredes los monos empezaron denuevo a hacer muecas a las cacatoés.

Bajo aquel Olimpo palermitano también los mortales de la Casa de los Salinadescendieron apresuradamente de las místicas esferas. Las muchachas ordenaban los pliegues

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de sus vestidos, cambiaban azuladas miradas y palabras en la jerga del pensionado. Hacíamás de un mes, desde el día de los «motines» del Cuatro de Abril, que por prudencia, lashabían hecho volver del convento, y echaban de menos los lechos de baldaquino y laintimidad colectiva del Salvatore. Los muchachos se peleaban por la posesión de una estampade san Francisco de Paula; el primogénito, el heredero, el duque Paolo, tenía ya ganas defumar y, temeroso de hacerlo en presencia de sus padres, palpaba a través del bolsillo la pajatrenzada de la pitillera. A su rostro palidísimo asomaba una melancolía metafísica; la jornadano había sido buena: «Guiscardo», el alazán irlandés, le había parecido en baja forma, yFanny no había encontrado la manera (¿o el deseo?) de hacerle llegar el acostumbradobilletito de color violeta. ¿Por qué, entonces, salía el sol todos los días?

La ansiosa arrogancia de la princesa hizo caer secamente el rosario en la bolsabordada de jais, mientras sus ojos bellos y maníacos miraban de soslayo a los hijos siervos yal marido tirano hacia quien el minúsculo cuerpo tendía en un vano afán de dominio amoroso.

Mientras tanto, él, el príncipe, se levantaba: el impacto de su peso de gigante hacíatemblar el pavimento, y en sus ojos clarísimos se reflejó, por un instante, el orgullo de estaefímera confirmación de su señorío sobre hombres y edificios.

Dejó el desmesurado misal rojo sobre la silla que habían colocado delante de éldurante el rezo del rosario, recogió el pañuelo sobre el cual había apoyado la rodilla, y unpoco de mal humor enturbió su mirada cuando vio de nuevo la manchita de café que desdepor la mañana se había atrevido a interrumpir la vasta blancura del chaleco.

No es que fuera gordo: era inmenso y fortísimo; su cabeza rozaba — en las casashabitadas por la mayoría de mortales — el colgante inferior de las arañas; sus dedos sabíanenroscar como si fueran papel de seda las monedas de un ducado; y entre Villa Salina y latienda de un platero había un frecuente ir y venir para reparación de tenedores y cucharasque, en la mesa, su contenida ira convertía en círculos. Por otra parte, aquellos dedos tambiénsabían ser delicadísimos en las caricias y en el manoseo, y esto, para su mal, lo recordabaMaria Stella, su mujer, y los tornillos, tuercas, botones, cristales esmerilados de lostelescopios, catalejos y «buscadores de cometas», que arriba, en lo alto de la villa,amontonábanse en su observatorio privado, manteníanse intactos bajo el leve roce. Los rayosdel sol poniente, pero todavía alto, de aquella tarde de mayo encendían el color rosado delpríncipe y su pelambre de color de miel lo que denunciaba el origen alemán de su madre, deaquella princesa Carolina cuya altivez había congelado, treinta años antes, la desaliñada Cortede las Dos Sicilias. Pero en la sangre de aquel aristócrata siciliano, en el año 1860,fermentaban otras esencias germánicas mucho más incómodas para él que todo lo atractivasque pudieran ser la piel blanquísima y los cabellos rubios en un ambiente de caras oliváceas ypelos de color de ala de cuervo: un temperamento autoritario, cierta rigidez moral, unapropensión a las ideas abstractas que en el hábitat moral y muelle de la sociedad palermitanase habían convertido respectivamente en una prepotencia caprichosa, perpetuos escrúpulosmorales y desprecio para con sus parientes y amigos, que le parecía anduvieran a la derivapor los meandros del lento río pragmático siciliano.

Primero (y último) de una estirpe que durante siglos no había sabido hacer ni siquierala suma de sus propios gastos ni la resta de sus propias deudas, poseía una marcada y realinclinación por las matemáticas. Había aplicado éstas a la astronomía y con ello logróabundantes galardones públicos y sabrosas alegrías privadas. Baste decir que en él el orgulloy el análisis matemático habíanse asociado hasta el punto de proporcionarle la ilusión de quelos astros obedecían a sus cálculos — como, en efecto, parecían obedecer — y que los dos

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planetas que había descubierto — Salina y Svelto los había llamado, como su feudo y suinolvidable perdiguero — propagaron la fama de su Casa en las estériles zonas entre Marte yJúpiter, y que, por lo tanto, los frescos de la villa habían sido más una profecía que unaadulación.

Solicitado de una parte por el orgullo y el intelectualismo materno y de otra por lasensualidad y facilonería de su padre, el pobre príncipe Fabrizio vivía en perpetuodescontento aún bajo el ceño jupiterino, y se quedaba contemplando la ruina de su propiolinaje y patrimonio sin desplegar actividad alguna e incluso sin el menor deseo de ponerremedio a estas cosas.

Aquella media hora entre el rosario y la cena era uno de los momentos menosirritantes de la jornada, y horas antes saboreaba ya la, no obstante, dudosa calma.

Precedido por un «Bendicò» excitadísimo descendió la breve escalinata que conducíaal jardín. Cerrado como estaba por tres tapias y un lado de la villa, la reclusión le confería unaspecto de cementerio, acentuado por montículos paralelos que delimitaban los canalillos deirrigación y que parecían túmulos de esmirriados gigantes. Sobre la roja arcilla crecían lasplantas en apretado desorden: las flores surgían donde Dios quería y los setos de arrayanesmás parecían haber sido puestos allí para impedir el paso que para dirigirlo. Al fondo unaFlora manchada de líquenes negro-amarillos exhibía resignada sus gracias más que seculares;a los lados dos bancos sostenían unos cojines acolchados, en desorden, también de mármolgris. Y en un ángulo el oro de una mimosa entremetía su intempestiva alegría. Cada terróntrascendía un deseo de belleza agotado pronto por la pereza.

Pero el jardín, oprimido y macerado por aquellas barreras, exhalaba aromas untuosos,carnales y ligeramente pútridos, como las aromáticas esencias destiladas de las reliquias deciertas santas; los claveles imponían su olor picante al protocolario de las rosas y al oleoso delas magnolias que se hacían grávidas en los ángulos, y como a escondidas advertíase tambiénel perfume de la menta mezclado con el aroma infantil de la mimosa y el de confitería de losarrayanes. Y desde el otro lado del muro los naranjos y limoneros desbordaban el olor aalcoba de los primeros azahares.

Era un jardín para ciegos: la vista era ofendida constantemente; pero el olfato podíaextraer de todo él un placer fuerte, aunque no delicado. Las rosas Paul Neyron, cuyosplanteles él mismo había adquirido en París, habían degenerado. Excitadas primero yextenuadas luego por los jugos vigorosos e indolentes de la tierra siciliana, quemadas por losjulios apocalípticos, se habían convertido en una especie de coles de color carne, obscenas,pero que destilaban un aroma denso, casi soez, que ningún cultivador francés se hubieseatrevido a esperar. El príncipe se llevó una a la nariz y le pareció oler el muslo de unabailarina de la ópera. «Bendicò», a quien también le fue ofrecida, se encogió asqueado y seapresuró a buscar sensaciones más salubres entre el estiércol y las lagartijas muertas.

Para el príncipe el jardín perfumado fue causa de sombrías asociaciones de ideas.

«Ahora huele bien aquí, pero hace un mes...»

Recordaba la repulsión que unas dulzonas vaharadas habían difundido por toda la villaantes de que se hubiese descubierto su causa: el cadáver de un joven soldado del Quinto

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Batallón de Cazadores que, herido en la asonada de San Lorenzo luchando contra lasescuadras de los rebeldes, había ido a morir solo, allí, bajo un limonero. Lo habíanencontrado de bruces sobre el espeso trébol, con la cara hundida en un charco de sangre yvómito, las uñas clavadas en tierra y cubierto de hormigas. Debajo de la bandolera losintestinos violáceos habían formado una charca. Fue Russo, el capataz, quien encontróaquella cosa hecha trozos, le dio la vuelta y cubrió su rostro con un pañolón rojo, recogió lasvísceras con una ramita y las metió dentro del desgarrado vientre, cuya herida cubrió luegocon los faldones azules del capote, escupiendo continuamente a causa del asco, si noprecisamente encima, muy cerca del cadáver.

—El hedor de estas carroñas no cesa ni cuando están muertas — decía.

Y esto había sido todo lo que solemnizó aquella muerte solitaria.

Cuando los aturdidos compañeros se lo llevaron — y sí, lo habían arrastrado por loshombros hasta la carreta de modo que la estopa del muñeco salió de nuevo toda afuera — seañadió al rosario de la tarde un De profundis por el alma del desconocido. Y considerándosesatisfecha la conciencia de las mujeres de la casa, no se volvió a hablar más de ello.

El príncipe se fue a raspar un poco de liquen de los pies de Flora y comenzó a pasearde un lado a otro. El sol bajo proyectaba su inmensa sombra sobre los parterres funerarios.

Efectivamente, no se había hablado más del muerto, y a fin de cuentas, los soldadosson soldados precisamente para morir en defensa del rey. La imagen de aquel cuerpodestripado surgía, sin embargo, con frecuencia en sus recuerdos, como para pedir que se lediera paz de la única manera posible para el príncipe: superando y justificando su extremosufrimiento en una necesidad general. Y había en torno suyo otros espectros todavía menosatractivos que esto. Porque morir por alguien o por algo, está bien, entra en el orden de lascosas; pero conviene saber, o por lo menos estar seguros de que alguien sabe por quién o porqué se muere. Esto era lo que pedía aquella cara desfigurada. Y precisamente aquí comenzabala niebla.

—Está claro que ha muerto por el rey, querido Fabrizio — le habría respondidoMàlvica, su cuñado, si el príncipe le hubiese interrogado, ese Màlvica elegido siempre comoportavoz de sus numerosos amigos—. Por el rey, que representa el orden, la continuidad, ladecencia, el derecho y el honor; por el rey que es el único que defiende a la Iglesia, queimpide que se venga abajo la propiedad, que persigue la «secta».

Bellísimas palabras estas, que indicaban todo cuanto era amado por el príncipe hastalas raíces del corazón. Pero había algo que, sin embargo, desentonaba. El rey, muy bien.Conocía bien al rey, al menos el que había muerto hacía poco; el actual no era más que unseminarista vestido de general. Y la verdad es que no valía mucho.

—Pero esto no es razonar, Fabrizio — replicaba Màlvica —, no todos los soberanospueden estar a la altura, pero la idea monárquica continúa siendo la misma.

También esto era verdad.

—Pero los reyes que encarnan una idea no deben, no pueden descender, porgeneraciones, por debajo de cierto nivel; si no, mi querido cuñado, también la idea semenoscaba.

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Sentado en un banco permanecía inerte contemplando la devastación que «Bendicò»estaba llevando a cabo en los viales; de vez en cuando el perro volvía a él los ojos inocentescomo si le solicitara una alabanza por la tarea llevada a cabo; catorce claveles destrozados,medio seto pelado, un canalillo obstruido. Parecía realmente un hombre.

—Quieto, «Bendicò», ven acá.

Y el animal acudía, le ponía el morro terroso en la mano deseoso de mostrarle que leperdonaba la estúpida interrupción del buen trabajo llevado a cabo.

Las audiencias, las muchas audiencias que el rey Fernando le había concedido enCaserta, en Capodimonte, en Portici, en Nápoles, donde Cristo dio las tres voces.

Al lado del chambelán de servicio, que lo guiaba hablando por los codos, con elbicornio bajo el brazo y las más frescas vulgaridades napolitanas en los labios, recorríainterminables salas de magnífica arquitectura y mobiliario repugnante — precisamente comola monarquía borbónica — a lo largo de pasillos sucios y escaleras descuidadas ydesembocaba en una antecámara donde esperaba mucha gente: rostros herméticos decorchetes; caras ávidas de pretendientes recomendados. El chambelán se excusaba, hacíasuperar el obstáculo de la multitud y lo conducía hacia otra antecámara, la reservada a lagente de la Corte: una salita azul y plata de los tiempos de Carlos III; y luego una breveespera, un criado llamaba a la puerta y uno era admitido entonces ante la Augusta Presencia.

El despacho particular era pequeño y artificiosamente sencillo: en las blancas paredesencaladas un retrato del rey Francisco I y uno de la actual reina, con su aspecto agrio ycolérico; sobre la repisa de la chimenea una Madonna de Andrea del Sarto parecíasorprendida de encontrarse rodeada de litografías de colores representando santos de tercerorden y santuarios napolitanos; sobre una ménsula un Niño Jesús de cera con una lamparillaencendida delante, y sobre el modesto escritorio, papeles blancos y azules: toda laadministración del reino reunida en su fase final, la de la firma de Su Majestad (a quien Diosguarde).

Tras este montón de papelotes, estaba el rey. De pie para no verse obligado a mostrarque se levantaba; el rey con sus carrillos pálidos tras las patillas rubiancas, con esa casacamilitar de paño basto bajo la cual asomaba la catarata violácea de los pantalones flojos. Dabaun paso adelante con la diestra ya tendida para un besamanos que rechazaría luego.

—Salina, dichosos los ojos que te ven.

El acento napolitano superaba generosamente en sabor al del chambelán.

—Ruego que Vuestra Majestad tenga a bien disculparme por no llevar el uniformecortesano. Sólo estoy de paso en Nápoles y no podía dejar de venir a ver a vuestra augustapersona.

—Tú no andas bien, Salina: sabes que en Caserta estás como en tu propia casa.

«Como en tu propia casa», repetía sentándose tras la mesa escritorio y retrasando unmomento el hacer sentar a su huésped.

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—Y el mujerío, ¿qué tal?

El príncipe comprendía que, ya llevado a ese punto, había que poner en claro elequívoco salaz e hipócrita.

—¿El mujerío, majestad? ¿A mi edad y bajo el sagrado vínculo del matrimonio?

La boca del rey reía mientras las manos ordenaban de nuevo severamente los papeles.

—Nunca, Salina, me habría permitido... Yo me refería a las mujeres de tu casa, a lasprincesitas. Concetta, nuestra querida ahijada, debe de ser ya mayor, una señorita.

De la conversación sobre la familia se pasó a la ciencia.

—Tú, Salina, haces honor no sólo a ti mismo, sino a todo el reino. ¡Qué gran cosa esla ciencia, cuando no le da por atacar a la religión!

Pero después la máscara del amigo se dejaba a un lado, y se asumía la del soberanosevero.

—Dime, Salina, ¿qué se dice en Sicilia de Castelcicala?

Salina había oído acerbas críticas tanto por parte real como por parte de los liberales,pero no quería traicionar al amigo, bromeaba y se mantenía en una zona que no locomprometía a nada.

—Gran señor, héroe glorioso, acaso un poco viejo para las tareas de la Lugartenencia.

El rey se ensombrecía. Salina no quería ser soplón. Por lo tanto, Salina no valía nadapara él. Apoyando las manos sobre la mesa se disponía a despedirse.

—Trabajo mucho. Todo el reino se apoya sobre estos hombros.

Era tiempo de suavizar las cosas; salió a luz nuevamente la máscara de amistad.

—Cuando vuelvas por Nápoles, Salina, ven con Concetta para que la vea la reina. Séque es demasiado joven para ser presentada en la Corte, pero un banquetito en privado no noslo impide nadie. Personas a modo y lindas jovencitas. Adiós, Salina, que sigas bien.

Pero en cierta ocasión la despedida fue mal. El príncipe se había inclinado ya porsegunda vez a medida que retrocedía, cuando el rey lo llamó:

—Salina, óyeme. Me han dicho que dejan mucho que desear las visitas que sueleshacer en Palermo. Que tu sobrino Falconeri..., ¿por qué no sienta de una vez la cabeza?

—Majestad, Tancredi no se ocupa más que de mujeres y de juego.

El rey perdió la paciencia.

—Salina, Salina, estás loco. El responsable eres tú, el tutor. Dile que ande concuidado. Adiós.

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Recorriendo el itinerario fastuosamente mediocre para ir a firmar en el registro de lareina, le invadía el desánimo. La cordialidad plebeya le había deprimido tanto como suexpresión policíaca. Dichosos aquellos amigos suyos que querían interpretar la familiaridadcomo amistad y la amenaza como una actitud real. Él no podía. Y, mientras peloteabachismes con el impecable chambelán, preguntábase quién estaba destinado a suceder a estamonarquía que llevaba en la cara las huellas de la muerte. ¿El piamontés, el llamadoGalantuomo que tanto alborotaba en su pequeña y apartada capital? ¿No sería lo mismo?Dialecto torinés en lugar del napolitano. Y nada más.

Había llegado ante el registro. Firmó: Fabrizio Corbera, príncipe de Salina.

¿O la república de don Peppino Mazzini?

Gracias. Me convertiría en el señor Corbera.

Y no lo calmó el largo trote de regreso. Ni siquiera pudo consolarle la cita yaestablecida con Cora Danòlo.

En este estado de cosas, ¿qué se podía hacer? ¿Agarrarse a lo que ya se tiene en lamano y no meterse en camisa de once varas? Entonces eran necesarios los secos estampidosde las descargas, tal como se habían dejado oír poco tiempo atrás en una plazuela de Palermo,pero ¿de qué servían también las descargas?

—No se arregla nada con el ¡pum, pum!, ¿verdad «Bendicò»?

«Ding, ding, ding», sonaba la campanilla anunciando la cena. «Bendicò» corrió hechala boca agua por la comida saboreada de antemano.

«¡Un piamontés de una pieza!», pensaba Salina, subiendo la escalera.

La cena, en Villa Salina, se servía con el malparado esplendor que constituía entoncesel estilo del reino de las Dos Sicilias. El número de comensales — eran catorce, entre losdueños de la casa, institutrices y preceptores — bastaba por sí solo para dar un carácterimponente a la mesa. Cubierta con un finísimo mantel remendado, resplandecía bajo la luz deuna potente carsella precariamente colgada bajo la ninfa, bajo la lámpara de Murano. Por lasventanas entraba todavía mucha luz, pero las figuras blancas sobre el fondo oscuro de loscornisamentos, que simulaban bajorrelieves, se perdían ya en la sombra. Maciza la vajilla deplata y espléndida la cristalería, destacándose en un medallón liso entre los grabados deBohemia las letras F. D. (Ferdinandus Dedit) como recuerdo de una munificencia real; perolos platos, cada uno con un monograma ilustre eran tan sólo supervivientes de los estragosllevados a cabo por las fregatrices y procedían de juegos descabalados. Los de mayor tamaño,bellísimos Capodimonte con una ancha orla verde almendra decorada con pequeñas anclasdoradas, estaban reservados al príncipe a quien le gustaba tener en torno suyo las cosas aescala, excepto su mujer.

Cuando entró en el comedor, todos estaban ya reunidos, pero solamente se habíasentado la princesa, pues los demás estaban de pie tras sus sillas. Y ante su sitio, flanqueadospor una columna de platos, extendíanse los costados de plata de la enorme sopera con unatapa coronada por el Gatopardo danzante. El príncipe servía en persona la sopa, grato trabajo,símbolo de los deberes nutricios del pater familias. Pero aquella noche, como no había

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sucedido hacía tiempo, oyóse amenazador el tintineo del cucharón contra las paredes de lasopera: señal de una gran cólera contenida, uno de los más espantosos ruidos que se hayanregistrado nunca, como cuarenta años después decía aún un hijo superviviente: el príncipe sehabía dado cuenta de que el joven Francesco Paolo no estaba en su sitio. El muchacho entróde pronto («Perdóname, papá») y se sentó. No sufrió reproche alguno, pero el padre Pirrone,que ejercía más o menos el cargo de perro de pastor, inclinó la cabeza y se encomendó alSeñor. La bomba no había estallado. Pero el viento levantado a su paso había helado la mesa,y la cena se fue al diantre. Mientras se cenaba en silencio, los ojos azules del príncipe unpoco entristecidos entre los párpados semicerrados, miraban a los hijos uno tras otro y losenmudecía de pavor.

Pero, en realidad, pensaba:

«¡Qué familia!»

Las mujeres, llenitas, rebosantes de salud, con sus hoyuelos maliciosos y, entre lafrente y la nariz, ese ceño, esa marca atávica de los Salina. Los varones, delgados perofuertes, con la melancolía de moda en el rostro, manejaban los cubiertos con una contenidaviolencia. Hacía dos años que faltaba uno de ellos, Giovanni, el segundón, el más querido, elmás huraño. Un buen día desapareció de casa y de él no se tuvieron noticias en dos meses.Hasta que llegó una respetuosa y fría carta de Londres, en la cual se disculpaba por laansiedad causada, tranquilizaba a todos sobre su salud y se afirmaba, extrañamente, enpreferir su modesta vida de encargado en un depósito de carbones antes que una existencia«demasiado cuidada» (léase encadenada) entre sus mayores palermitanos. El recuerdo, laansiedad por el jovencito errante bajo la humosa niebla de aquella ciudad herética pellizcaronmalamente el corazón del príncipe, que sufrió mucho. Todavía se ensombreció más.

Se ensombreció tanto que la princesa, sentada junto a él, tendió la mano infantil yacarició la poderosa manaza que descansaba sobre la servilleta. Ademán inesperado quedesencadenó una serie de sensaciones: irritación por ser compadecido, sensualidad despierta,pero no dirigida sobre quien la había provocado. Como un relámpago surgió para el príncipela imagen de Mariannina con la cabeza hundida en la almohada. Alzó secamente la voz:

—Domenico — dijo a un criado —, di a don Antonio que enganche los bayos alcoupé. Iré a Palermo después de cenar.

Al mirar a los ojos de su mujer, que se habían vuelto vítreos, se arrepintió de haberdado esta orden, pero como no había ni que pensar en retroceder ante una disposición yadada, uniendo la befa a la crueldad, dijo:

—Padre Pirrone, usted irá conmigo. Estaremos de vuelta a las once. Podrá pasar doshoras en el convento con sus amigos.

Ir a Palermo por la noche, y en aquellos tiempos de desórdenes, parecíamanifiestamente sin objeto, a excepción de que se tratase de una aventura de baja calidad, ytomar además como compañero al eclesiástico de la Casa era una ofensiva demostración depoder. Por lo menos esto fue lo que pensó el padre Pirrone, y se ofendió. Pero, naturalmente,cedió.

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Apenas se hubo engullido el último níspero, oyóse ya bajo el zaguán el rodar delcoche. Mientras en la sala un criado entregaba la chistera al príncipe y el tricornio al jesuita,la princesa, ahora con lágrimas en los ojos, hizo una última tentativa, aunque en vano:

—Pero, Fabrizio, con estos tiempos..., con las calles llenas de soldados, llenas demalandrines... Puede ocurrir una desgracia.

Él sonrió burlón.

—Tonterías, Stella, tonterías. ¿Qué quieres que suceda? Todos me conocen. Hombresde mi estatura hay pocos en Palermo. Adiós.

Y besó apresuradamente la frente todavía tersa que estaba al nivel de su barbilla. Pero,sea que el olor de la piel de la princesa le hubiese evocado tiernos recuerdos, sea porque trasél el paso penitencial del padre Pirrone hubiera evocado piadosas admoniciones, cuando llegóante el coupé se encontró de nuevo a punto de volverse atrás. En aquel momento, mientrasabría la boca para dar la orden de que llevasen el coche a la cuadra, un violento grito:«iFabrizio, Fabrizio!», llegó a través de la ventana abierta arriba, seguido de agudísimoschillidos. La princesa tenía una de sus crisis histéricas.

—Adelante — dijo al cochero que estaba en el pescante con la fusta en diagonal sobreel vientre —. Adelante. Vamos a Palermo a dejar al reverendo en el convento.

Y cerró violentamente la portezuela antes de que el criado pudiese cerrarla.

No era noche todavía y, encajada entre las altas tapias, la calle se alargaba,blanquísima. Apenas salidos de la propiedad de los Salina descubríase a la izquierda la villasemiderruida de los Falconeri, perteneciente a Tancredi, su sobrino y pupilo. Un padrederrochador, marido de la hermana del príncipe, había disipado todo el patrimonio y se habíamuerto después. Fue una de esas ruinas totales durante las cuales desaparece hasta la plata delos galones de las libreas; y a la muerte de la madre, el rey había conferido la tutela delsobrino, que entonces tenía catorce años, al tío Salina. El muchacho, antes casi desconocido,se había hecho querer por el irritable príncipe que descubría en él una alegría pendenciera, untemperamento frívolo que se contradecía a veces con repentinas crisis de seriedad. Sinconfesárselo a sí mismo, hubiese preferido que fuese él su primogénito, en lugar delsimplaina de Paolo. Además, a los veintiún años, Tancredi sabía darse la gran vida con eldinero que el tutor no le escatimaba e incluso le añadía de su bolsillo.

«A saber lo que estará tramando ahora ese grandullón», pensaba el príncipe mientraspasaba junto a Villa Falconeri cuya enorme buganvilla, derramando más allá del cancel sucascada de seda episcopal, le daba en la oscuridad un abusivo aspecto de esplendor.

«A saber lo que estará tramando.»

Porque el rey Fernando, cuando le habló de las nada deseables relaciones deljovencito, hizo mal en decirlo, pero de hecho tenía razón. Preso en una red de amigosjugadores, de amigas «de mala conducta», como se decía, a quienes dominaba con sugracioso atractivo, Tancredi había llegado a tener simpatías por la «secta», relaciones con elComité Nacional secreto; acaso recibía también dinero de allí como lo recibía, por otra parte,de la Caja Real. Y se había visto y deseado, y desvivido en sus visitas al escéptico

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Castelcicala y al demasiado cortés Maniscalco para evitarle al muchacho un desdichadopercance después del Cuatro de Abril. Esto no tenía maldita la gracia. Por otra parte Tancredino podía dejar de considerar que nunca sería culpable para su tío; la verdadera culpa la teníanlos tiempos, estos tiempos disparatados durante los cuales un jovencito de buena familia nopodía tener la libertad de jugar una partida de faraón sin tener que liarse con amistadescomprometedoras. Malos tiempos estos.

—Malos tiempos, excelencia.

La voz del padre Pirrone resonó como un eco de sus pensamientos. Comprimido en unrincón del coupé, oprimido por la masa del príncipe, dominado por la potencia del príncipe, eljesuita sufría en el cuerpo y en la conciencia, y, hombre nada mediocre, transferíainmediatamente sus propias penas efímeras al mundo duradero de la historia.

—Fíjese, excelencia — y señalaba con el dedo los montes escarpados de la Concad'Oro todavía claros en este último crepúsculo.

A los lados y sobre las cumbres ardían docenas de hogueras, las que las escuadrasrebeldes encendían cada noche, silenciosa amenaza para la ciudad regia y conventual.Parecían esas luces que se ven arder en las habitaciones de los enfermos graves durante lassupremas velas.

—Ya lo veo, padre, ya lo veo.

Y pensaba que acaso Tancredi hallárase ante una de aquellas malvadas hoguerasatizando con sus aristocráticas manos las brasas que ardían justamente para quitar a esasmanos el poder.

«La verdad es que estoy hecho un buen tutor, con un pupilo que hace lo primero quele pasa por las mientes.»

La calle descendía ahora en una ligera pendiente y se veía Palermo muy cerca ycompletamente a oscuras. Sus casas bajas y apretadas estaban oprimidas por lasdesmesuradas moles de los conventos. Había docenas, gigantescos todos, a menudo asociadosen grupos de dos o tres, conventos para hombres y conventos para mujeres, conventos ricos yconventos pobres, conventos nobles y conventos plebeyos, conventos de jesuitas, debenedictinos, de franciscanos, de capuchinos, de carmelitas, de ligurinos, de agustinos...Descarnadas cúpulas de curvas inciertas, semejantes a senos vaciados de leche, elevábansetodavía más altas, y eran ellos, los conventos, los que conferían a la ciudad su oscuridad y sucarácter, su decoro y, al mismo tiempo, el sentido de muerte que ni la frenética luz sicilianaconseguía hacer desaparecer. Además, a aquella hora, en noche casi cerrada, se convertían enlos déspotas del paisaje. Y, en realidad, se habían encendido contra ellos las hogueras de lasmontañas, atizadas, por lo demás, por hombres muy semejantes a los que vivían en losconventos, fanáticos como ellos, y, como ellos, ávidos de poder, es decir, como es costumbre,de ocio.

Esto era lo que pensaba el príncipe, mientras los bayos avanzaban al paso cuestaabajo, pensamientos en contraste con su verdadera esencia, nacidos de la ansiedad por lasuerte de Tancredi y por el estímulo sensual que lo inducía a revolverse contra los frenos quelos conventos representaban.

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Ahora efectivamente la calle pasaba por entre los pequeños naranjos en flor, y elaroma nupcial del azahar lo anulaba todo como el plenilunio anula un paisaje: el olor de loscaballos sudorosos, el olor del cuero de la tapicería del coche, el olor del príncipe y el olor deljesuita, todo quedaba cancelado por aquel perfume islámico que evocaba huríes ysensualidades de ultratumba.

También se conmovió el padre Pirrone.

—¡Qué hermoso país sería éste, excelencia, si...!

«Si no hubiese tantos jesuitas», pensó el príncipe, que con la voz del sacerdote habíavisto interrumpidos dulcísimos presagios. Y de pronto se arrepintió de la villanía noconsumada, y con su gruesa mano dio un golpe en la teja de su viejo amigo.

Al llegar a los suburbios de la ciudad, ante la Villa Airoldi, una patrulla detuvo elcoche. Voces de Pulla y napolitanas intimaron el alto, desmesuradas bayonetasrelampaguearon bajo la oscilante luz de una linterna, pero su suboficial reconoció en seguidaal príncipe, que permanecía con la chistera sobre las rodillas.

—Perdón, excelencia, pase.

E hizo que un soldado se instalara en el pescante para que el príncipe no fuesemolestado al pasar ante otros puestos de vigilancia.

El coupé, con el nuevo peso, avanzó más lentamente, rodeó Villa Ranchibile, dejóatrás Torrerosse y los huertos de Villafranca y entró en la ciudad por Porta Maqueda. En elcafé Romeres en los Quattro Canti di Campagna los oficiales de las secciones de guardiareían y saboreaban enormes sorbetes. Ésta era la única señal de vida que daba la ciudad,porque las calles estaban desiertas, resonaban al paso cadencioso de las rondas que paseabancon las bandoleras blancas cruzadas sobre el pecho. Y a los lados el bajo continuo de losconventos, la Abadía del Monte, los estigmatos, los crucíferos, los teatinos, paquidérmicos,negros como la pez, sumidos en un sueño que se parece a la nada.

—Dentro de un par de horas pasaré a recogerle, padre. Que tenga usted buenasoraciones.

Y el padre Pirrone llamó confuso a la puerta del convento, mientras el coupé sealejaba por las calles.

Dejado el coche en el palacio, el príncipe se dirigió a pie allí adonde estaba decidido air. La calle no era larga, pero el barrio tenía mala fama. Soldados con el equipo completo, loque indicaba que se habían alejado furtivamente de las secciones que vivaqueaban en lasplazas, salían con mortecinos ojos de las bajas casuchas en cuyos frágiles balcones una matade albahaca daba cuenta de la facilidad con que habían entrado. Jovenzuelos siniestros deanchos calzones litigaban con ese bajo tono de voz de los sicilianos enfurecidos. De lejosllegaba el eco de los escopetazos que se les escapaban a los centinelas demasiado nerviosos.Atravesada esta zona, la calle costeó la Cala: en el viejo puerto pesquero las barcas sebalanceaban semipodridas, con el desolado aspecto de los perros tiñosos.

«Soy un pecador, lo sé, doblemente pecador, ante la ley divina y ante el amor humanode Stella. No hay duda, y mañana me confesaré al padre Pirrone.»

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Sonrió para sí pensando que acaso esto sería superfluo, tan seguro debía estar eljesuita de su culpa de hoy. Luego volvió a imponerse el espíritu de sutileza:

«Peco, es verdad, pero peco para no pecar más, para no continuar excitándome, paraarrancarme esta espina carnal, para no ser arrastrado por mayores desgracias. Y esto lo sabeel Señor.»

Se sintió enternecido hacia sí mismo.

«Soy un pobre hombre débil — pensaba mientras su poderoso paso resonaba sobre elsucio empedrado —, soy débil y nadie me sostiene. ¡Stella! ¡Se dice pronto! El Señor sabe sila he querido: nos casamos hace veinte años. Pero ella es ahora demasiado despótica ydemasiado vieja también.»

Le había desaparecido el sentido de la sensibilidad.

«Todavía soy un hombre vigoroso y ¿cómo puedo contentarme con una mujer que, enel lecho, se santigua antes de cada abrazo y luego, en los momentos de mayor emoción, nosabe decir otra cosa que "¡Jesús, Maria!"? Cuando nos casamos, cuando ella tenía dieciséisaños, todo esto me exaltaba, pero ahora... He tenido con ella siete hijos y jamás le he visto elombligo. ¿Esto es justo? — gritaba casi, excitado por su excéntrica angustia —. ¿Es justo?¡Os lo pregunto a todos vosotros! — y se dirigía al portal de la Catena —. ¡La pecadora esella!»

Este tranquilizador descubrimiento lo confortó, y llamó decididamente a la puerta deMariannina.

Dos horas después estaba ya en el coupé de regreso junto con el padre Pirrone. Ésteestaba emocionado: sus cofrades lo habían puesto al corriente en cuanto a la situación políticaque estaba mucho más tirante de cuanto parecía en la desasida calma de Villa Salina. Temíaseun desembarco de los piamonteses en el sur de la isla, por Sciacca, y las autoridades habíanadvertido un mudo fermento en el pueblo: el hampa ciudadana esperaba la primera señal dedebilidad del poder; quería lanzarse al saqueo y al estupro. Los padres estaban alarmados ytres de ellos, los más viejos, habían sido obligados a marcharse a Nápoles, en el pacchetto1 dela tarde, llevándose consigo los papeles del convento.

—El Señor nos proteja y ampare este santísimo reino.

El príncipe apenas lo escuchaba, sumido como estaba en una serenidad satisfecha,maculada de repugnancia. Mariannina lo había mirado con sus grandes ojos opacos decampesina, no se había negado a nada y se había mostrado humilde y servicial. Una especiede «Bendicò» con sayas de seda. En un instante de particular delicuescencia, incluso tuvonecesidad de exclamar: «¡Principón!» Él todavía se reía de ello, satisfecho. Evidentemente,esto era mucho mejor que el «mon chat» o el «mon singe blond» que señalaban los momentosanálogos de Sarah, la putilla parisiense a quien frecuentó tres años atrás cuando durante elCongreso de Astronomía le impusieron en la Sorbona la medalla de oro. Mejor que el «monchat» sin duda; y, además, mucho mejor que el «¡Jesús, María!». Por lo menos no había enello el menor sacrilegio. Mariannina era una buena chica. La próxima vez que fuera a verla lellevaría tres varas de seda roja.

1 Barco con el que se hace el servicio postal en Sicilia.

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Pero también ¡qué pena! Aquella carne joven demasiado manoseada, aquellaresignada impudicia, y él mismo ¿qué era? Un puerco y nada más. Entonces recordó unosversos que había leído por casualidad en una librería de París, al hojear un volumen de nosabía quién, de uno de esos poetas que Francia publica y olvida cada semana. Volvía a ver lacolumna amarillo limón de los ejemplares no vendidos, la página, una página impar y oía denuevo los versos impresos en ella dando fin a una poesía disparatada:

...donnez-moi la force et le couragede contempler mon coeur et mon corps sans dégoût.

Y mientras el padre Pirrone continuaba ocupándose de un tal La Farina y de un talCrispi, el «principón» se quedó dormido en una especie de desesperada euforia, acunado porel trote de los bayos, sobre cuyas gruesas nalgas los faroles del coche hacían oscilar la luz. Sedespertó a la esquina de Villa Falconeri.

«Vaya tipo ése, también. Atiza el fuego que lo devorará.»

Cuando se encontró en la alcoba matrimonial, al ver a la pobre Stella con los cabellosbien arreglados bajo el gorro de dormir, dormida y suspirante en el enorme y altísimo lechode bronce, se conmovió y enterneció.

«Me ha dado siete hijos y ha sido solamente mía.»

La habitación trascendía un olor a valeriana, último vestigio de la crisis histérica.

«¡Pobre Stelluccia mía!», se lamentó mientras escalaba el lecho.

Pasaban las horas y no podía dormir: Dios, con su poderosa mano, mezclaba en supensamientos tres hogueras: la de las caricias de Mariannina, la de los versos franceses y lairacunda de los fuegos de los montes.

Pero hacia el alba la princesa tuvo ocasión de santiguarse.

A la mañana siguiente el sol iluminó al príncipe reanimado. Había tomado el café, y,envuelto en una bata roja florada en negro, afeitábase ante el espejo. «Bendicò» apoyaba lapesada cabezota sobre su zapatilla. Mientras se afeitaba la mejilla derecha, vio en el espejo,detrás de él, el rostro de un jovencito, una cara delgada, distinguida y con una expresión detemerosa burla. No se volvió y continuó afeitándose.

—Tancredi, ¿qué diablos hiciste anoche?

—Buenos días, tío. ¿Qué hice? Nada de nada: estuve con mis amigos. Una noche desantidad. No como cierta gente que conozco que estuvo divirtiéndose en Palermo.

El príncipe se abstrajo afeitándose con cuidado esa difícil parte de la cara entre ellabio y la barbilla. La voz ligeramente nasal del sobrino poseía tal carga de brío juvenil queera imposible encolerizarse. Pero acaso fuera lícito sorprenderse. Se volvió y con la toallabajo la barbilla miró al sobrino. Vestía de cazador, chaqueta ajustada y botas altas.

—¿Se puede saber quién era esa cierta gente conocida?

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—Tú, tiazo, tú. Te vi con estos ojos en el puesto de guardia de Villa Airoldi mientrashablabas con el sargento. ¡Está bonito a tu edad! ¡Y en compañía de un reverendísimo! ¡Losviejos libertinos!

La verdad es que resultaba demasiado insolente. Creía poder permitírselo todo. Através de las estrechas fisuras de los párpados, los ojos de azul turbio, los ojos de su madre,sus mismos ojos, lo estaban mirando burlones. El príncipe se sintió ofendido. El chico notenía realmente idea de la medida, pero él no se veía con ánimos para censurarlo. Por lodemás, tenía razón.

—¿Por qué vienes vestido de esta manera? ¿Qué pasa? ¿Un baile de máscaras por lamañana?

El muchacho se había puesto serio: su rostro triangular asumió una inesperadaexpresión viril.

—Me voy, tiazo, me voy dentro de una hora. He venido a decirte adiós.

El pobre Salina se sintió el corazón oprimido.

—¿Un duelo?

—Un tremendo duelo, tío. Un duelo con Franceschiello que Dios Guarde.2 Me voy ala montaña, a Ficuzza. No se lo digas a nadie, sobre todo a Paolo. Se preparan grandes cosas,tío, y yo no quiero quedarme en casa. Además, me echarían mano en seguida si me quedara.

El príncipe tuvo una de sus acostumbradas visiones repentinas; una escena cruel deguerrillas, descargas de fusilería en el bosque, y su Tancredi por los suelos, con las tripasfuera como el desgraciado soldado.

—Estás loco, hijo mío. ¡Ir a mezclarte con esa gente! Son todos unos hampones yunos tramposos. Un Falconeri debe estar a nuestro lado, por el rey.

Los ojos volvieron a sonreír.

—Por el rey, es verdad, pero ¿por qué rey?

El muchacho tuvo uno de sus accesos de seriedad que lo hacían impenetrable yquerido.

—Si allí no estamos también nosotros — añadió —, ésos te endilgan la república. Siqueremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. ¿Me explico?

Un poco conmovido abrazó a su tío.

—Hasta pronto — dijo —. Volveré con la tricolor.

La retórica de los amigos había descolorido también un poco a su sobrino. Pero no, enaquella voz nasal había un acento que desmentía el énfasis. ¡Qué chico! Las tonterías y almismo tiempo la negación de las tonterías. ¡Y Paolo que, en aquel momento, estaba seguro,

2 Francisco I de Nápoles, el monarca que Garibaldi destronó.

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hallábase vigilando la digestión de «Guiscardo»! Éste era su verdadero hijo. El príncipe selevantó apresuradamente, se quitó la toalla del cuello y hurgó en un cajoncito.

—¡Tancredi, Tancredi, espera!

Echó a correr detrás del sobrino, le puso en el bolsillo un cartucho de onzas de oro yle apretó el hombro. El muchacho reía.

—Ahora ayudas a la revolución. Pero gracias, tiazo, hasta pronto, y besos a la tía.

Y echó a correr escaleras abajo.

«Bendicò», que perseguía a su amigo llenando la villa de alegres ladridos, fuellamado, el afeitado se terminó y la cara fue lavada. El ayuda de cámara acudió a calzar yvestir al príncipe.

«¡La tricolor! ¡Bien por la tricolor! Se llenan la boca con estas palabras, los bribones.¿Y qué diantre significa este símbolo geométrico, este remedo de los franceses, tan feacomparada con nuestra bandera blanca, con la flor de lis de oro del blasón en el centro? ¿Yqué pueden esperar de este revoltijo de colores estridentes?»

Era el momento de rodearse el cuello con el monumental corbatón de raso negro.Operación difícil durante la cual le convenía eliminar los pensamientos políticos. Una vuelta,dos vueltas, tres vueltas. Los gruesos y delicados dedos componían el lazo, aplanaban loahuecado, fijaban sobre la seda la cabeza de Medusa con los ojos de rubí.

—Un gilé limpio. ¿No ves que éste está manchado?

El criado se puso de puntillas para ponerle el redingote de paño pardo y le roció elpañuelo con tres gotas de bergamota. Las llaves, el reloj con cadena y el dinero él mismo lometió en el bolsillo. Se miró al espejo: no tenía nada que decir: todavía era un hombreapuesto.

«¡Viejo libertino! ¡Tancredi se pone pesado con sus bromas! Me gustaría verlo a miedad, un chiquilicuatre como él.»

Su paso vigoroso hacía tintinear los cristales de los salones que atravesaba. La casaestaba serena, luminosa y adornada; sobre todo era suya. Bajando las escaleras, comprendió.

«Si queremos que todo siga como está...»

Tancredi era un gran hombre. Siempre había estado seguro de esto.

Las estancias de la administración estaban todavía desiertas, silenciosamenteiluminadas por el sol que se filtraba a través de las persianas cerradas. A pesar de que aquélera el lugar de la villa en que se llevaron a cabo las mayores frivolidades, su aspecto era detranquila austeridad. Desde las blancas paredes se reflejaban en el suelo encerado los enormescuadros que representaban los feudos de la Casa de los Salina: destacando con vivos coloresdentro de los marcos negros y dorados se veía Salina, la isla de las montañas gemelas,rodeadas por un mar con encajes de espuma, sobre el que caracoleaban unas galeras

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enguirnaldadas; Querceta, con sus bajas casas en torno a la tosca iglesia parroquial hacia lacual avanzaban grupos de peregrinos azulencos; Ragattisi, oprimido entre las gargantas de losmontes; Argivocale, minúsculo ante aquella inmensa llanura de trigales por la que seesparcían laboriosos campesinos; Donnafugata, con su palacio barroco, meta de cochesescarlata, de coches verdes, de coches dorados, cargados hasta los topes de mujeres, botellasy violines; y muchos otros aún, todos protegidos por un cielo terso y tranquilizador, por elGatopardo sonriente bajo sus largos bigotes. Todos alegres, todos deseosos de expresar eliluminado imperio, tanto si es «mixto» como «mero», de la Casa de los Salina. Ingenuas yrústicas obras de arte del siglo pasado; pero inadecuadas para delimitar confines, precisaráreas, réditos; cosas que, efectivamente, permanecían ignoradas. La riqueza en los muchossiglos de existencia se había cambiado en ornamento, en lujo, en placeres; solamente en esto.La abolición de los derechos feudales había decapitado las obligaciones junto con losprivilegios; la riqueza, como un vino viejo, había dejado caer en el fondo de las botas lasheces de la codicia, de los cuidados, incluso las de la prudencia, para conservar sólo el ardory el color. Y de este modo acababa anulándose a sí misma: esta riqueza que había realizado elpropio fin estaba compuesta solamente de aceites esenciales y, como los aceites esenciales, seevaporaba apresuradamente. Y ya algunos de aquellos feudos tan alegres en los cuadroshabían emprendido el vuelo y subsistían solamente en las telas multicolores y en los nombres.Otros parecían esas golondrinas setembrinas todavía presentes, pero ya reunidas y estridentesen los árboles, dispuestas a partir. Pero había tantos que parecía que no podían terminarsenunca.

Sin embargo, la sensación experimentada por el príncipe al entrar en su cuarto detrabajo fue, como siempre, desagradable. En el centro de la habitación sobresalía unaescribanía con numerosos cajoncitos, nichos, huecos, estantes y planos movibles: su mole demadera amarilla con incrustaciones negras estaba hundida y desfigurada como un escenario,llena de trampas, de planos correderos, de rincones secretos que nadie sabía hacer funcionar,excepto los ladrones. Estaba cubierta de papeles, y a pesar de que la previsión del príncipehabía tenido mucho cuidado en que buena parte de ellos se refiriesen a las impasiblesregiones dominadas por la astronomía, lo que quedaba era suficiente para llenar de malestarel corazón principesco. De pronto se acordó del escritorio del rey Fernando en Caserta,también lleno de instancias y de decisiones que tomar, con las cuales uno puede hacerse lailusión de influir sobre el torrente de fortunas que, en cambio, fluía por su cuenta en otrovalle.

Salina pensó en una medicina descubierta hacía poco en los Estados Unidos deAmérica, que permitía no sufrir durante las operaciones más graves, permanecer sereno entrelas desventuras. Llamaban morfina a ese tosco sustituto químico del estoicismo antiguo, de laresignación cristiana. Para el pobre rey la administración fantasmal hacía las veces de lamorfina. Él, Salina, tenía otra fórmula más selecta: la astronomía. Y apartando las imágenesde Ragattisi perdido o de Argivocale vacilante, se sumió en la lectura del último número delJournal des savants. «Les dernières observations de l'Observatoire de Greenwich présententun intérêt tout particulier...»

Sin embargo, tuvo que regresar muy pronto de estos helados reinos siderales. Entródon Ciccio Ferrara, el contable. Era un hombrecillo flaco que ocultaba el alma ilusa y rapazde un liberal detrás de sus lentes tranquilizadoras y sus corbatitas inmaculadas. Aquellamañana estaba más animado que de costumbre: parecía claro que aquellas mismas noticiasque habían deprimido al padre Pirrone, habían obrado en él como un cordial.

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—Tristes tiempos, excelencia — dijo después de los saludos rituales —. Están a puntode ocurrir grandes desgracias, pero después de un poco de alboroto y unos cuantos tiros todoirá mejor que bien, y vendrán nuevos y gloriosos tiempos para nuestra Sicilia. Si no fueraporque va a costarles la piel a muchos hijos de familia, deberíamos estar contentos.

El príncipe gruñía sin expresar una opinión.

—Don Ciccio — dijo después —, hay que poner un poco de orden en la exacción delos cánones de Querceta. Hace dos años que no se ve un céntimo.

—La contabilidad está al día, excelencia. — Era la frase mágica —. No hay más queescribir a don Angelo Mazza que exija las tramitaciones. Hoy mismo pondré la carta a lafirma de vuestra excelencia.

Y se fue a revolver entre los enormes registros. En ellos, con dos años de retraso, sehabían caligrafiado minuciosamente todas las cuentas de la Casa de los Salina, excepto lasverdaderamente importantes. Una vez a solas, el príncipe retrasó su inmersión en lasnebulosas. Estaba irritado no ya contra los acontecimientos en sí, sino contra la estupidez dedon Ciccio en quien había identificado inmediatamente aquella clase que se convertiría endirigente.

«Lo que dice este hombre es precisamente lo contrario de la verdad. Se lamenta porlos hijos de mamá que la espicharán, pero éstos serán muy pocos, pues conozco el carácter delos dos adversarios: exactamente ni uno más de cuantos sean necesarios para la redacción deun parte de victoria, en Nápoles o en Turín, que viene a ser lo mismo. En cambio, cree en lostiempos «gloriosos para nuestra Sicilia», tal como dice, cosa que nos ha sido prometida encada uno de los mil desembarcos que ha habido desde Nicia en adelante, y que no hasucedido jamás. Por lo demás, ¿para qué tenía que suceder? ¿Y qué ocurriría entonces? ¡Bah!Negociaciones punteadas con inocuos tiros de fusil, y luego todo seguirá lo mismo, pero todoestará cambiado.»

Recordaba las ambiguas palabras de Tancredi, que ahora comprendía a fondo. Setranquilizó y dejó de hojear la revista. Contempló los chamuscados flancos de MontePellegrino, descarnados y eternos como la miseria.

Poco después llegó Russo, el hombre a quien el príncipe consideraba mássignificativo entre quienes de él dependían. Ágil, envuelto no sin elegancia en la bunaca deterciopelo a rayas, con los ojos ávidos bajo una frente sin remordimientos, era para él laperfecta expresión de una clase social ascendente. Obsequioso además y casi sinceramenteafectuoso porque llevaba a cabo sus propios latrocinios convencido de que ejercía underecho.

—Me imagino lo que afectará a vuestra excelencia la partida del señorito Tancredi,pero su ausencia no durará mucho, estoy seguro, y todo acabará bien.

De nuevo el príncipe se encontró frente a uno de los enigmas sicilianos. En esta islasecreta, donde se atrancan las puertas y ventanas de las casas y los campesinos dicen queignoran el camino que va al pueblo en que viven y que se ve en la colina a cinco minutos demarcha, en esta isla, a pesar de su ostentoso lujo de misterio, la reserva es un mito.

Indicó a Russo que se sentara y lo miró fijamente a los ojos.

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—Pietro, hablemos de hombre a hombre. ¿También tú estás mezclado en este jaleo?

No estaba mezclado, respondió. Era padre da familia y estos riesgos son cosa parajovenzuelos como el señorito Tancredi.

—¿Cómo puede imaginar que esconda algo a vuestra excelencia, que es como si fuerami padre? — Sin embargo, hacía tres meses que había escondido en su almacén trescientascestas de limones del príncipe, y sabía que el príncipe no lo ignoraba —. Pero debo decir quemi corazón está con ellos, con esos valerosos chicos.

Se levantó para dejar entrar a «Bendicò» que hacía temblar la puerta bajo su ímpetuamistoso. Volvió a sentarse.

—Ya lo sabe vuestra excelencia, no se puede seguir así: registros, interrogatorios,papeleo por cualquier cosa y un guardia en cada esquina. Un caballero no tiene libertad parapensar en sus cosas. Pero luego, en cambio, tendremos libertad, seguridad, impuestos másleves, facilidades, comercio. Todos estaremos mejor. Solamente los sacerdotes perderán. ElSeñor protege a los pobres como yo, no a ellos.

El príncipe sonrió: sabía que precisamente él, Russo, por interpósita persona, queríacomprar Argivocale.

—Habrá días de tiros y jaleos, pero Villa Salina estará tan firme como una roca.Vuestra excelencia es nuestro padre y yo tengo muchos amigos aquí. Los piamontesesentrarán solamente con el sombrero en la mano para presentar sus respetos a vuestraexcelencia. ¡Además es el tío y tutor de don Tancredi!

El príncipe se sentía humillado: ahora había descendido a la categoría de protegido delos amigos de Russo. Su único mérito, por lo que parecía, era el de ser tío del mocosoTancredi.

«Dentro de una semana resultará que me he salvado porque tengo en casa a"Bendicò".»

Y pellizcó una oreja del perro con tal fuerza que el pobre animal aulló, honrado, sinduda, pero dolorido.

Poco después unas palabras de Russo aliviaron al príncipe.

—Créame, excelencia, todo irá mejor. Los hombres honrados y hábiles podrán abrirsecamino. Lo demás seguirá como antes.

Esta gente, estos liberalotes de bosque querían solamente hallar la manera de sacarprovecho más fácilmente. Esto era todo. Las golondrinas volarían más de prisa. Por lo demás,había muchas todavía en el nido.

—Tal vez tengas razón. ¡Quién sabe!

Ahora había entendido todos los ocultos significados: las palabras enigmáticas deTancredi, las retóricas de Ferrara, las falsas, pero reveladoras, de Russo, habían puesto demanifiesto su tranquilizador secreto. Sucederían muchas cosas, pero todo habría sido unacomedia, una ruidosa y romántica comedia con alguna manchita de sangre sobre el bufonesco

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disfraz. Éste era el país de las componendas, no tenía la furia francesa. También en Francia,por otra parte, si se exceptúa el junio del cuarenta y ocho, ¿cuándo había sucedido algorealmente serio? Tenía deseos de decírselo a Russo, pero su innata cortesía lo contuvo.

—He comprendido perfectamente: no queréis destruirnos a nosotros, vuestros«padres». Queréis sólo ocupar nuestro puesto. Con dulzura, con buenas maneras, perometiéndoos en el bolsillo unos miles de ducados. ¿Verdad que es esto? Tu nieto, queridoRusso, creerá sinceramente que es barón, y tú te convertirás, ¡yo qué sé!, en el descendientede un gran duque de Moscovia, gracias a tu nombre, en lugar de ser el hijo de un paleto depelo rojo, justamente como tu apellido indica. Y tu hija, previamente, se habrá casado conuno de nosotros, acaso incluso con el mismo Tancredi, con sus ojos azules y sus manostorponas. Por lo demás, es guapa, y una vez haya aprendido a lavarse... «Para que todo quedetal cual.» Tal cual, en el fondo: tan sólo una imperceptible sustitución de castas. Mis llavesdoradas de gentilhombre de cámara, el cordón cereza de San Jenaro, deberán quedarse en elcajón y acabarán luego en una vitrina del hijo de Paolo, pero los Salina serán los Salina, yacaso tengan alguna compensación: el Senado de Cerdeña, la cinta verde de San Mauricio.Oropeles las unas, oropeles las otras.

Se levantó:

—Pietro, habla con tus amigos. Aquí hay muchas chicas. Convendría que no seasustaran.

—No se preocupe, excelencia: ya he hablado. Villa Salina estará tan tranquila comoun convento.

Y sonrió bonachonamente irónico.

Don Fabrizio salió seguido de «Bendicò». Quería ir en busca del padre Pirrone, perola mirada suplicante del perro le obligó, en cambio, a irse al jardín. La verdad es que«Bendicò» conservaba exaltados recuerdos del buen trabajo de la tarde anterior y queríaejecutarlo con todas las de la ley. El jardín estaba todavía más perfumado que en el díaanterior, y bajo el sol mañanero desentonaba menos el oro de la mimosa.

«Pero ¿y los soberanos, nuestros soberanos? Y la legitimidad, ¿en qué acabará?»

Esta idea lo turbó un momento. No podía evitarlo. Por un instante fue como Màlvica.Estos Fernandos, estos Franciscos tan despreciados, le parecían como hermanos mayores,confiados, afectuosos, justos, verdaderos reyes. Pero las fuerzas de defensa de la calmainterior, tan alerta en el príncipe, acudían ya en su ayuda con la mosquetería del derecho, conla artillería de la historia.

«¿Y Francia? ¿Acaso no es ilegítimo Napoleón III? ¿Y acaso no viven felices losfranceses bajo este emperador iluminado que los conducirá ciertamente a los más altosdestinos? Pero entendámonos. ¿Acaso Carlos III estuvo perfectamente en su sitio? Tambiénla batalla de Bitonto fue una especie de batalla de Bisacquino o de Corleone o de yo qué sé,en la cual los piamonteses la emprendieron a pescozones con los nuestros, una de estasbatallas en las que se lucha hasta que todo queda como estuvo. Por lo demás tampoco Júpiterera el legítimo rey del Olimpo.»

Ni que decir tiene que el golpe de estado de Júpiter contra Saturno le trajo a lamemoria las estrellas.

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Dejó a «Bendicò» atareado con su propio dinamismo, volvió a subir la escalera,atravesó los salones en los cuales las hijas hablaban de las amigas del Salvatore (a su paso laseda de las enaguas crujió mientras las muchachas se levantaban), subió una larga escalerillay desembocó en la gran luz azul del observatorio. El padre Pirrone, con el sereno aspecto delsacerdote que ha dicho misa y tornado un café fuerte con galletas de Monreale, estabasentado engolfado en sus fórmulas algebraicas. Los dos telescopios y los tres catalejos,deslumbrados por el sol, estaban tranquilamente en reposo, con la tapa negra sobre el ocular,como animales bien educados que supieran que su comida se les da solamente por las noches.

La llegada del príncipe apartó al padre de sus cálculos y le recordó el feo proceder deaquél en la noche anterior. Se levantó, saludó obsequioso, pero no pudo menos que decir:

—¿Vuestra excelencia viene a confesarse?

El príncipe, a quien el sueño y las conversaciones de la mañana habían hecho que seolvidara del episodio nocturno, se sorprendió.

—¿Confesarme? Hoy no es sábado — luego recordó y sonrió —. Realmente, padre,no creo que sea necesario. Ya lo sabe usted todo.

Esta insistencia en la impuesta complicidad irritó al jesuita.

—Excelencia, la eficacia de la confesión no reside sólo en exponer los hechos, sino enarrepentirse de todo el mal que se ha cometido. Y hasta que no lo haga y me lo hayademostrado, permanecerá usted en pecado mortal, conozca o no conozca yo sus acciones.

Meticuloso sopló un hilillo de su propia manga y volvió a sumirse en la abstracción.

Tal era la tranquilidad que los descubrimientos políticos de la mañana habíaninfundido en el alma del príncipe, que no hizo otra cosa que sonreír ante lo que en otromomento le hubiese parecido insolencia. Abrió una de las ventanas de la torrecilla. El paisajelucía todas sus bellezas. Bajo el fermento del sol todas las cosas parecían privadas de peso: elmar, al fondo, era una mancha de color puro, las montañas que por la noche habían parecidoterriblemente llenas de asechanzas, semejaban montones de vapores a punto de diluirse, y latorva Palermo extendíase tranquila en torno a los conventos como una grey a los pies de lospastores. En la rada las naves extranjeras ancladas, enviadas en previsión de disturbios, nolograban infundir una sensación de temor en la majestuosa calma. El sol, que todavía estabamuy lejos de alcanzar su máxima intensidad en aquella mañana del 13 de mayo, revelábasecomo el auténtico soberano de Sicilia: el sol violento y desvergonzado, el sol narcotizanteincluso, que anulaba todas las voluntades y mantenía cada cosa en una inmovilidad servil,acunaba en sueños violentos, en violencias que participaban de la arbitrariedad de los sueños.

—Harán falta muchos Vittorios Emmanueles para cambiar esta poción mágica que senos ha dado.

El padre Pirrone se levantó, se ajustó el cinturón y se dirigió hacia el príncipe con lamano tendida.

—Excelencia, he sido demasiado brusco. Manténgame en su benevolencia, perohágame caso, confiésese.

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El hielo se había roto. Y el príncipe pudo informar al padre Pirrone de sus propiasintuiciones políticas. Pero el jesuita estaba muy lejos de compartir su optimismo. Más bien sehizo agresivo:

—En pocas palabras, ustedes los señores se han puesto de acuerdo con los liberales,qué digo liberales, con los masones, a nuestra costa y a la de la Iglesia. Porque evidentementenuestros bienes, esos bienes que son el patrimonio de los pobres, serán arrebatados yrepartidos de cualquier modo entre los jefecillos más desvergonzados. Y ¿quién, después,quitará el hambre a la multitud de infelices a quienes todavía hoy la Iglesia sustenta y guía?— El príncipe callaba —. ¿Cómo se las compondrán entonces para aplacar a las turbasdesesperadas? Yo se lo diré, excelencia. Se lanzarán a arrasar primero una parte, luego otra yfinalmente todas sus tierras. Y de este modo Dios cumplirá su justicia, aunque sea pormediación de los masones. El Señor curaba a los ciegos del cuerpo, pero ¿dónde acabarán losciegos del espíritu?

El infeliz padre jadeaba: un sincero dolor por la prevista dilapidación del patrimoniode la Iglesia uníase en él al remordimiento de haberse dejado llevar otra vez por sus impulsos,al temor de ofender al príncipe, a quien quería, pero cuyas violentas cóleras habíaexperimentado tanto como su indiferente bondad. Sentóse luego cautamente y miró a donFabrizio que con un cepillito limpiaba los mecanismos de un catalejo y parecía absorto en laminuciosa actividad. Al poco rato se levantó, se limpió las manos con un trapo. Su rostrocarecía de expresión, y sus ojos claros parecían interesados solamente en hallar cualquiermanchita de aceite refugiada bajo la uña. Abajo, en torno a la villa, hacíase profundo elluminoso silencio, extremadamente señoril, subrayado, más que turbado, por un lejanísimoladrido de «Bendicò», que buscaba camorra al perro del jardinero entre los naranjos, y por elgolpeteo rítmico, sordo, del cuchillo de un cocinero que, en la cocina, trituraba carne para elno muy lejano almuerzo. El pleno sol había absorbido la turbulencia de los hombres tantocomo la esperanza de la tierra. El príncipe se acercó a la mesa del padre, se sentó y se puso adibujar puntiagudos lises borbónicos con el lápiz bien afilado que el jesuita había abandonadoen su rabieta. Tenía aire serio, pero tan sereno que al sacerdote se le desvanecieron pronto losenfados.

—No somos ciegos, querido padre, sólo somos hombres. Vivimos en una realidadmóvil a la que tratamos de adaptarnos como las algas se doblegan bajo el impulso del mar. Ala santa Iglesia le ha sido explícitamente prometida la inmortalidad; a nosotros, como clasesocial, no. Para nosotros un paliativo que promete durar cien años equivale a la eternidad.Podremos acaso preocuparnos por nuestros hijos, tal vez por los nietos, pero no tenemos laobligación de esperar acariciar más lejos con estas manos. Y yo no puedo preocuparme de loque serán mis eventuales descendientes en el año 1960. La Iglesia sí debe preocuparse,porque está destinada a no morir. En su desesperación se halla implícito el consuelo. ¿Y creeusted que si pudiese salvarse a sí misma, ahora o en el futuro, sacrificándonos a nosotros nolo haría? Cierto que lo haría y haría bien.

El padre Pirrone estaba tan contento de no haber ofendido al príncipe, que ni siquierase ofendió él. La expresión «desesperación de la Iglesia» era inadmisible, pero la largacostumbre de confesionario le hizo capaz de apreciar el humor desesperanzado de donFabrizio. Pero no había que dejar triunfar al interlocutor. —Tiene que confesarme el sábadodos pecados, excelencia: uno de la carne, el de ayer, y otro del espíritu, el de hoy.Recuérdelo.

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Aplacados ambos, se pusieron a discutir sobre una relación que había que enviarinmediatamente a un observatorio extranjero, el de Arcetri. Sostenidos, guiados, parecía, porlos números, invisibles en aquella hora pero presentes, los astros rayaban el éter con sustrayectorias exactas. Fieles a las citas, los cometas se habían habituado a presentarsepuntuales hasta el segundo ante quienes los observasen. Y no eran mensajeros de catástrofescomo Stella creía: su prevista aparición era también el triunfo de la razón humana que seproyectaba y tomaba parte en la sublime normalidad de los cielos.

«Dejemos que abajo "Bendicò" persiga rústicas presas y que el cuchillo del cocinerotriture la carne de inocentes animalitos. En la altura de este observatorio las fanfarronadas deuno, y la condición sanguinaria del otro se funden en una tranquila armonía. El problemaauténtico consiste en poder vivir esta vida del espíritu en sus momentos más sublimes, mássemejantes a la muerte.»

Así razonaba el príncipe olvidando sus prejuicios de siempre, sus propios caprichoscarnales de ayer. Y por esos momentos de abstracción acaso fue más íntimamente absuelto,es decir vinculado con el universo, de cuanto hubiese podido hacer la bendición del padrePirrone. Aquella mañana, durante media hora, los dioses del techo y los monos de la tapiceríafueron de nuevo situados en el silencio. Pero nadie se dio cuenta en el salón.

Cuando la campanilla del almuerzo los llamó abajo, los dos se habían serenado, tantopor lo que se refiere a la comprensión de las circunstancias políticas como a la superación deesta comprensión misma. Una atmósfera de desacostumbrada serenidad se esparció por lavilla. La comida del mediodía era la principal de la jornada, y fue, a Dios gracias, todo muybien. Imaginaos que a Carolina, la hija de veinte años, se le desprendió uno de los rizos que leenmarcaban el rostro, sujeto por lo que parece por una horquilla mal puesta, y fue a caer en elplato. El incidente que, otro día, hubiese podido ser desagradable, esta vez aumentó, encambio, la alegría: cuando el hermano, que se había sentado cerca de la muchacha, tomó elrizo y se lo puso en el cuello, de modo que parecía un escapulario, hasta el príncipe sepermitió sonreír. La partida, el destino y los propósitos de Tancredi ya eran de todosconocidos, y todos hablaban de ello, menos Paolo que continuaba comiendo en silencio. Porlo demás, nadie estaba preocupado, excepto el príncipe, que, no obstante, ocultaba la nograve ansiedad en las profundidades de su corazón, y Concetta que era la única en conservaruna sombra sobre su hermosa frente.

«La chica debe de sentir algo por ese bribón. Sería una bonita pareja. Pero me temoque Tancredi mire más alto, que quiere decir más bajo.»

Como la tranquilidad política había hecho desaparecer la niebla que por lo general laoscurecía, volvía a salir a la superficie la fundamental afabilidad del príncipe. Paratranquilizar a su hija se puso a explicar la ineficacia de los fusiles del ejército real. Habló dela falta de estrías de los cañones de estas enormes escopetas y de la poca fuerza depenetración de que estaban dotados los proyectiles que de ellos salían, explicaciones técnicas,falsas por añadidura, que pocos comprendieron y que no convencieron a nadie, pero queconsolaron a todos, incluida Concetta, porque habían logrado transformar la guerra en unlimpio diagrama de líneas de fuerza en vez de aquel caos extremadamente concreto y sucioque es en realidad.

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Terminado el almuerzo se sirvió la gelatina al ron. Éste era el dulce preferido delpríncipe, y la princesa, agradecida por los consuelos recibidos, tuvo el cuidado de ordenarmuy temprano su preparación. Presentábase amenazadora, con su forma de torreón apoyadosobre bastiones y taludes, de paredes lisas y resbaladizas imposibles de escalar, defendida poruna guarnición roja y verde de cerezas y alfóncigos, pero era transparente y temblorosa y elcuchillo se hundía en ella con una sorprendente comodidad. Cuando la fortaleza ambarinallegó a Francesco Paolo, el muchacho de dieciséis años, el último servido, se habíaconvertido ya en glacis cañoneados y gruesos bloques arrancados. Regocijado por el aromadel licor y por el sabor delicado de la multicolor milicia, el príncipe gozaba realmenteasistiendo al rápido desmantelamiento de la fosca fortaleza bajo el asalto de los apetitos. Unade sus copas había quedado llena de marsala hasta la mitad. La levantó, miró en torno a lafamilia deteniéndose un instante más en los ojos azules de Concetta y:

—A la salud de nuestro Tancredi — dijo.

Y se bebió el vino de un trago. Las iniciales F. D. que antes se habían destacado bienclaras sobre el color dorado de la copa, dejaron de verse.

En la administración adonde descendió de nuevo después del almuerzo, la luz entrabaahora de través, y no tuvo que sufrir reproche alguno de los cuadros de los feudos, ahora en lasombra.

—Bendíganos vuecencia — murmuraron Pastorello y El Negro, los dos arrendatariosde Ragattisti que habían llevado los carnaggi, esa parte del canon que se pagaba en especies.Estaban tiesos con los ojos estúpidos en sus rostros bien afeitados y curtidos por el sol.Trascendían olor a ganado. El príncipe les habló con cordialidad, en su estilizadísimodialecto, se interesó por su familia, por el estado del ganado y por lo que prometía la cosecha.Luego les preguntó:

—¿Trajisteis algo?

Y mientras los dos respondían que sí, que estaba en la habitación de al lado, elpríncipe se avergonzó un poco porque el coloquio había sido una repetición de las audienciasdel rey Fernando.

—Esperad cinco minutos y Ferrara os dará el recibo.

Les puso en la mano un par de ducados a cada uno, lo que acaso superaba el valor delo que habían traído.

—Bebeos un vaso a mi salud — y se fue a mirar las especies.

Estaban en el suelo, eran cuatro quesos primosale de doce rotoli, diez quilos, cadauno. Los miró con indiferencia: detestaba este queso; había además seis corderillos, losúltimos de la añada con las cabezas patéticamente abandonadas por encima de la cuchilladapor la cual hacía pocas horas que se les había escapado la vida. También sus vientres habíansido abiertos, y los intestinos irisados pendían fuera.

«El Señor acoja su alma», pensó, recordando al destripado de hacía un mes.

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Cuatro pares de gallinas atadas por las patas se retorcían de miedo bajo el hocicoinquisidor de «Bendicò».

«También éste es un ejemplo de temor inútil — pensó —. El perro no representa paraellas ningún peligro. Ni siquiera se comería un hueso porque le haría daño en la tripa.»

Pero le disgustó el espectáculo de sangre y terror.

—Tú, Pastorello, lleva las gallinas al gallinero. Por ahora no son necesarias en ladespensa. Y cuando vuelvas llévate los corderos directamente a la cocina. Aquí lo ensuciantodo. Tú, Negro, ve a decir a Salvatore que venga a limpiar esto y llevarse los quesos. Y abrela ventana para que salga este olor.

Luego entró Ferrara, que extendió los recibos.

Cuando volvió a subir, el príncipe encontró a Paolo, el primogénito, el duque deQuerceta, que lo esperaba en el estudio sobre cuyo diván rojo solía hacer la siesta. El jovenhabía hecho acopio de todo su valor y deseaba hablarle. Bajo, delgado, oliváceo, parecía másviejo que él.

—Quería preguntarte, papá, cómo debemos comportarnos con Tancredi cuandovolvamos a verlo.

El príncipe comprendió inmediatamente y comenzó a irritarse.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que ha cambiado?

—Pero, papá, realmente tú no puedes aprobar... Ha ido a unirse con esos forajidos quetienen soliviantada a Sicilia. ¡No se hacen estas cosas!

Los celos personales, el resentimiento del gazmoño contra el primo despreocupado,del tonto contra el muchacho despabilado, se disimulaban con argumentaciones políticas. Alpríncipe le indignó tanto que ni siquiera hizo sentar a su hijo.

—Vale más hacer tonterías que estar todo el día contemplando las boñigas de loscaballos. A Tancredi lo quiero más que antes. Y además no son tonterías. Si algún día tehaces las tarjetas de visita con el título de duque de Querceta y si cuando desaparezco heredascuatro cuartos, se lo deberás a Tancredi y a otros como él. ¡Vamos, no te permito que mehables más de estas cosas! Aquí sólo mando yo.

Luego se tranquilizó y la ironía sustituyó a la cólera:

—Vete, hijo mío, quiero dormir. Ve a hablar de política con «Guiscardo». Osentenderéis muy bien.

Y mientras Paolo, helado, volvía a cerrar la puerta, el príncipe se quitó el redingote ylas botas, hizo gemir el diván bajo su peso y se durmió tranquilamente.

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Cuando se despertó entró el criado: llevaba sobre la bandeja un periódico y una carta.Habían sido enviados desde Palermo por su cuñado Màlvica, y un criado a caballo los habíatraído poco antes. Todavía un poco aturdido por su siesta, el príncipe abrió la carta:

«Querido Fabrizio, mientras te escribo me encuentro en un estado de postración sinlímites. Lee las terribles noticias que publica el periódico. Han desembarcado lospiamonteses. Todos estarnos perdidos. Esta misma noche toda mi familia y yo nosrefugiaremos en los barcos ingleses. Deberías hacer lo mismo. Si te parece haré que tereserven algún puesto. El Señor salve a nuestro amado rey. Un abrazo. Tuyo, Ciccio.»

Dobló la carta, se la metió en el bolsillo y se echó a reír a carcajadas. ¡Vaya conMàlvica! Siempre había sido un conejo. No había comprendido nada y ahora se ponía atemblar. Y dejaba el palacio en manos de los criados. Esta vez sí que lo encontraría vacío.

«A propósito: será conveniente que Paolo se vaya a Palermo. Casas abandonadas enestos momentos son casas perdidas. Le hablaré durante la cena.»

Abrió el periódico.

«Un acto de flagrante piratería se ha consumado el 11 de mayo con el desembarco degente armada en la costa de Marsala. Posteriores informaciones han aclarado que se trata deuna partida de cerca de ochocientos hombres al mando de Garibaldi. Apenas estos filibusteroshubieron desembarcado, evitaron cuidadosamente el choque con las tropas reales,dirigiéndose, según se nos ha informado, a Castelvetrano, amenazando a los pacíficosciudadanos y no escatimando rapiñas ni devastaciones, ...», etcétera.

El nombre de Garibaldi lo turbó un poco. Este aventurero todo barba y pelo era unmazziniano puro. Seguro que habría pensado alguna trastada.

«Si el Galantuomo3 ha hecho que venga hasta aquí esto quiere decir que está segurode él. Ya lo tendrá sujeto.»

Se tranquilizó, se peinó, se puso las botas y el redingote. Dejó el periódico en uncajón. Era casi la hora del rosario, pero el salón estaba todavía vacío. Se sentó en un diván y,mientras esperaba, advirtió que el Vulcano del techo se parecía un poco a las litografías deGaribaldi que había visto en Turín. Sonrió.

«Un desvergonzado.»

Se fue reuniendo la familia. Crujía la seda de las faldas. Los jóvenes bromeabantodavía entre ellos. Se oyó tras la puerta el consabido eco de la discusión entre los criados y«Bendicò», que a toda costa quería tomar parte. Un rayo de sol cargado de polvillo iluminabalos malignos monos.

Se arrodilló.

Salve Regina, Mater misericordiae...

3 Galantuomo: nombre dado a Víctor Manuel II, primer rey de Italia después de la Unidad.

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CAPÍTULO SEGUNDO

La ida a Donnafugata. — La etapa. — Precedentes y desarrollo del viaje. — Llegada aDonnafugata. — En la iglesia. — Don Onofrio Rotolo. — Conversación en el baño. — Lafuente de Anfitrite. — Sorpresa antes de la cena. — La cena y varias reacciones. — DonFabrizio y las estrellas. — Visita al monasterio. — Lo que se ve desde una ventana.

Agosto 1860

¡Los árboles! ¡Hay árboles!

El grito partido del primero de los coches recorrió hacia atrás la fila de los otroscuatro, casi invisibles en la nube de polvo blanco, y en cada una de las ventanillas sudorososrostros expresaron una cansada satisfacción.

Los árboles, a decir verdad, eran sólo tres y se trataba de eucaliptos, los máscontrahechos hijos de la madre Naturaleza. Pero eran también los primeros que se veíandesde que, a las seis de la mañana, la familia Salina había dejado Bisacquino. Además eranya las once y durante aquellas cinco horas no se habían visto más que perezosos grupos decolinas llameantes de amarillo bajo el sol. El trote sobre los llanos se había alternadobrevemente con las largas y lentas arrancadas de las subidas y el paso prudente de losdescensos. Paso y trote, por lo demás, igualmente destemplados por el continuo sonsonete delos cascabeles, que ahora ya no se percibía sino como manifestación sonora del ambienteencandecido. Por todas partes se habían atravesado pueblos pintados de azul tierno; sobrepuentes de rara magnificencia se habían cruzado riachuelos enteramente secos; habíansecosteado tremendos despeñaderos que ni el alforfón ni la retama lograban consolar. Ni unasola vez un árbol, ni una gota de agua: sol y polvo. En el interior de los coches, cerradosprecisamente para que no penetrasen ni aquel sol ni aquel polvo, la temperatura habíaalcanzado seguramente los cincuenta grados. Aquellos árboles sedientos que se agitaban bajoel cielo descolorido anunciaban muchas cosas: que ya se había llegado a menos de dos horasdel término del viaje, que se entraba en las tierras de la Casa de los Salina, que se podíacomer y acaso también lavarse la cara con el agua agusanada del pozo.

Diez minutos después se llegaba a la propiedad de Rampinzeri, una enormeconstrucción habitada solamente un mes al año por jornaleros, mulos y otros animales que sereunían allí para la cosecha. Sobre la puerta, solidísima pero desquiciada, un gatopardo depiedra danzaba, aunque una pedrada le hubiese roto precisamente las patas. Junto al edificioun pozo profundo, vigilado por aquellos eucaliptos, ofrecía silencioso los diversos serviciosde que era capaz: sabía hacer de piscina, de abrevadero, de cárcel y de cementerio. Calmabala sed, propagaba el tifus, custodiaba hombres secuestrados, ocultaba carroñas de animales yhombres hasta que se reducían a pulidos esqueletos anónimos.

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Toda la familia Salina descendió de los coches. El príncipe, contento ante la idea dellegar pronto a su Donnafugata predilecta; la princesa, irritada e inerte a un tiempo, pero aquien tranquilizaba la serenidad del marido; los jóvenes, cansados; los chiquillos, excitadospor las novedades, y a quienes el calor no había podido dominar; mademoiselle Dombreuil, elama francesa, completamente deshecha y que, recordando los años pasados en Argelia, juntoa la familia del general Bugeaud, estaba gimiendo:

—Mon Dieu, mon Dieu, c'est pire qu'en Afrique! — mientras se secaba la narizrespingona.

El padre Pirrone, que al comenzar la lectura del breviario había conciliado un sueñoque le hizo parecer corto el trayecto, era el más despabilado de todos; una camarera y doscriados, gentes de ciudad irritados por los aspectos desacostumbrados del campo. Y«Bendicò» que precipitándose fuera del último coche, se enfurecía contra las fúnebressugerencias de los cuervos que revoloteaban bajos, en la luz.

Todos, personas y animales, estaban blancos de polvo hasta en las pestañas, los labioso las colas. Blancuzcas nubecillas alzábanse en torno a las personas que, terminada la etapa,se sacudían el polvo unas a otras.

Entre la suciedad resplandecía aún más la corrección elegante de Tancredi. Habíaviajado a caballo y llegado a la hacienda media hora antes que la caravana, y tuvo tiempo dequitarse el polvo, lavarse y cambiar de corbata blanca. Cuando hubo sacado agua del pozo demuchos usos, se miró un momento en el espejo del cubo y se encontró bien, con aquellavenda negra sobre el ojo derecho que recordaba, más que curar, la herida recibida tres mesesatrás en los combates de Palermo; con el otro ojo azul oscuro que parecía haber asumido elencargo de expresar la malicia de aquel temporalmente eclipsado, y con el hilo escarlata quediscretamente aludía a la camisa roja que había llevado. Ayudó a la princesa a descender delcoche, sacudió con la manga el polvo del sombrero del príncipe, distribuyó caramelos entrelas primas y pullas entre los primitivos, casi se arrodilló delante del jesuita, devolvió losímpetus pasionales de «Bendicò», consoló a la señorita Dombreuil, lo miró todo y le encantótodo.

Los cocheros hacían dar vueltas lentamente a los caballos para que se refrescaranantes de abrevarlos, los criados extendían los manteles sobre paja que quedó de la trilla, en elrectángulo de sombra proyectada por el edificio. Cerca del solícito pozo comenzó elalmuerzo. Ondeaba en torno la fúnebre campiña, amarilla de rastrojos, negra de desechosquemados. El lamento de las cigarras llenaba el cielo. Era como el estertor de Sicilia ardiendoque a finales de agosto esperaba en vano la lluvia.

Una hora después volvieron a hallarse todos en camino, ya reanimados. Aunque loscaballos, cansados, caminasen más despacio todavía, el último trecho del recorrido parecíacorto. El paisaje, ya no desconocido, había atenuado sus siniestros aspectos. Se ibanreconociendo lugares conocidos, metas áridas de paseos del pasado y de meriendas de añostranscurridos. El barranco de la Dragonara, la encrucijada de Misilbesi. Dentro de pocollegarían a la Madonna delle Grazie, que, desde Donnafugata, era el final de los más largospaseos a pie. La princesa se había amodorrado. El príncipe, solo con ella en el amplio coche,considerábase feliz. Nunca se había sentido tan contento de ir a pasar tres meses enDonnafugata como lo estaba ahora, en aquel final de agosto de 1860. No sólo porque le

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gustaba la casa de Donnafugata, la gente y el sentido de posesión feudal que sobrevivía enella, sino también porque, a diferencia de otras veces, no echaba de menos las pacíficasveladas en el observatorio ni las ocasionales visitas a Mariannina. Para ser sinceros, elespectáculo que había ofrecido Palermo en los últimos tres meses lo había asqueado un poco.Hubiese querido tener el orgullo de haber sido el único en comprender la situación y haberpuesto buena cara al babau4 de camisa roja. Pero tuvo que darse cuenta de que laclarividencia no era monopolio de Casa de los Salina. Todos los palermitanos parecíanfelices: todos, excepto un puñado de necios: Màlvica, su cuñado, que se dejó agarrar por lapolicía del dictador y se había quedado diez días en chirona; su hijo Paolo, tambiéndescontento, pero más prudente y que había dejado Palermo, metido en quién sabe quépueriles complots. Todos los demás manifestaban su alegría, llevaban ostentosamenteescarapelas tricolores en las solapas, hacían manifestaciones desde la mañana a la noche, y,sobre todo, hablaban, discurseaban, declamaban; y si antes, en los primeros días de laocupación, todo este jaleo había tenido cierto sentido de finalidad en las aclamaciones quesaludaban a los raros heridos cuando pasaban por las calles principales, y en los lamentos delos sorci5 torturados en los callejones, ahora que los heridos estaban curados y los sorcisobrevivían enrolados en la nueva policía, estas carnavaladas, cuya inevitable necesidadreconocía también, le parecían estúpidas y sin sentido. Sin embargo, había que convenir enque todo esto era manifestación superficial de mala educación. El fondo de las cosas, el tratoeconómico y social era satisfactorio, tal y como lo había previsto. Don Pietro Russo mantuvosu promesa y cerca de Villa Salina no se oyó siquiera un escopetazo. Y si en el palacio dePalermo fue robado un gran servicio de porcelana china, esto debíase solamente a lazopenquería de Paolo, que lo hizo embalar en dos cestas que luego dejó en el patio durante elbombardeo: justamente una invitación hecha para que los mismos embaladores las hicierandesaparecer.

Los piamonteses — así continuaba llamándolos el príncipe para tranquilizarse, delmismo modo que los otros los llamaban garibaldinos para exaltarlos o garibaldescos paravituperarlos —, los piamonteses se habían presentado a él si no precisamente con el sombreroen la mano, como le habían predicho, por lo menos con la mano en la visera de aquellossombreros rojos tan manoseados y ajados como los de los oficiales borbónicos.

Anunciado veinticuatro horas antes por Tancredi, hacia el veinte de junio se habíapresentado un general con chaquetilla roja y alamares negros. Seguido por su ayudante decampo había pedido cortésmente que se le permitiera admirar los frescos del techo. Sesatisfizo sin más su deseo, porque el anuncio de la visita fue suficiente para hacer desaparecerde un saloncito un retrato del rey Fernando II vestido de gala y sustituirlo por una neutralProbatica piscina; operación que unía las ventajas estéticas con las políticas.

El general era un listísimo toscano de unos treinta años, hablador y un tanto fanfarria,pero, por lo demás, bien educado y simpático, y se había comportado con la debida cortesíatratando de «excelencia» al príncipe, en evidente contradicción con uno de los primerosdecretos del dictador. El ayudante de campo, un mozalbete de diecinueve años, era un condemilanés que fascinó a las jóvenes con sus botas brillantes y con la «erre» suave. Llegaronacompañados por Tancredi que había sido ascendido, mejor dicho, creado capitán en acción:un poco quebrantado por los sufrimientos causados por su herida, estaba allí vestido de rojo,incapaz de resistir su deseo de mostrar su intimidad con los vencedores. Intimidad a base de«tú» y de «mi bravo amigo» recíprocos, que los «continentales» prodigaban con muchachil 4 «Espantajo.»

5 «Ratones». Llamábase así a los agentes de la policía borbónica.

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fervor y que Tancredi les devolvía, pero nasalizados y convertidos, para el príncipe, enexpresiones llenas de solapada ironía. El príncipe los había acogido desde lo alto de suinexpugnable cortesía, pero lo habían divertido y tranquilizado plenamente. Tanto que tresdías después los dos «piamonteses» fueron invitados a cenar. Y fue magnífico ver a Carolinasentada al piano que acompañaba al canto del general, quien, en homenaje a Sicilia, se habíaarriesgado a cantar Vuelvo a veros, lugares nemorosos, mientras Tancredi, compungido,volvía las páginas de la partitura como si los gallos no existiesen en este mundo. En tanto elcondesito milanés, inclinado sobre un sofá, hablaba de azahares a Concetta y le descubría laexistencia de Aleardo Aleardi. Ella fingía escucharlo y le entristecía a veces la mala cara desu primo, que la luz de las velas del piano hacía parecer más lánguida de lo que era enrealidad.

La velada había sido completamente idílica y fue seguida de otras igualmentecordiales. Durante una de ellas se rogó al general que se interesara a fin de que la orden deexpulsión dictada contra los jesuitas no fuese aplicada al padre Pirrone, que fue descritocomo un hombre cargado de años y achaques. El general, a quien le era simpático elexcelente sacerdote, fingió creer en su triste estado, se movió, habló con amigos políticos y elpadre Pirrone se quedó. Lo que confirmó una vez más al príncipe la exactitud de sus propiasprevisiones.

También para la complicada cuestión de los salvoconductos, necesarios en aquellostiempos agitados para quien quisiera ir de un lado a otro, el general resultó utilísimo, y a él sedebió en gran parte que aquel año de revoluciones la familia Salina pudiese gozar de suveraneo. El joven capitán obtuvo una licencia de un mes y se fue con los tíos. Prescindiendodel salvoconducto, los preparativos para el viaje de los Salina eran largos y complicados.Efectivamente, habían de llevarse a cabo enrevesadas negociaciones con «personasinfluyentes» de Girgenti, negociaciones que se concluyeron con sonrisas, apretones de manosy tintineo de monedas. Así se había obtenido un segundo y más valioso salvoconducto, peroesto no era una novedad. Era necesario reunir montañas de maletas y provisiones, y expedirprimero, tres días antes, una parte de los cocineros y los criados. Había que embalar unpequeño telescopio y convencer a Paolo de que se quedara en Palermo. Hecho esto fueposible partir. El general y el condesito habían ido a desearles buen viaje y llevarles unasflores, y cuando los coches partieron de Villa Salina dos brazos rojos se agitaron largo rato, lachistera negra del príncipe se asomó la ventanilla, pero la manita con guante de encaje negro,que el teniente había esperado ver, permaneció en el regazo de Concetta.

El viaje duró más de tres días y fue espantoso. Los caminos, los famosos caminossicilianos a causa de los cuales el príncipe de Satriano había perdido su lugartenencia, eranvagas huellas sembradas de baches y colmadas de polvo. La primera noche en Marineo, encasa de un notario amigo, había sido todavía soportable, pero la segunda en una posada dePrizzi fue dura de pasar, acostados tres sobre cada cama y acosados por faunas repelentes. Latercera, en Bisacquino: allí no había chinches, pero en compensación el príncipe encontrótrece moscas dentro del vaso del granizado; tanto la calle como la contigua «habitación de loscántaros» trascendía un intenso olor de heces, y esto había suscitado en el príncipe penosossueños. Despertándose al filo del alba, inmerso en el sudor y el hedor, no había podido evitarcomparar este viaje asqueroso a su propia vida, que se desarrolló primero en llanurassonrientes, habíase encaramado luego por abruptas montañas y deslizado a través deamenazadoras gargantas, para desembocar después en interminables ondulaciones de un solocolor, desiertas como la desesperación. Estas fantasías de las primeras horas de la mañanaeran lo peor que podía suceder a un hombre de mediana edad, y aunque el príncipe supieraque estaban destinadas a desvanecerse con la actividad del día, sufría intensamente porque ya

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tenía la suficiente experiencia para comprender que le dejaban en el fondo del alma unsedimento de pena que, acumulándose día tras día, acabaría por ser la verdadera causa de lamuerte.

Con la aparición del sol estos monstruos habíanse metido en zonas no conscientes.Donnafugata estaba ya cerca con su palacio, con sus aguas vivas, con los recuerdos de sussantos antepasados, con la impresión que daba de perennidad de la infancia. Además allí lagente era simpática, devota y sencilla. Pero al llegar a este punto le asaltó un pensamiento:quién sabe si después de los recientes «hechos» la gente sería tan devota como antes.

«Ya veremos.»

Ahora realmente habían casi llegado. La cara astuta de Tancredi surgió inclinada porel ventanillo.

—Tío, prepárate. Dentro de cinco minutos habremos llegado.

Tancredi tenía demasiado tacto para preceder al príncipe en la hacienda. Puso sucaballo al paso y echó a andar, discretísimo, al lado del primer coche.

Al otro lado del pequeño puente que daba al pueblo, las autoridades estabanesperando, rodeadas por una docena de campesinos. Apenas los coches entraron en el puente,la banda municipal atacó con frenético ardor Somos gitanillas, primer extravagante ycariñoso saludo que desde hacía algunos años Donnafugata dedicaba a su príncipe, einmediatamente después las campanas de la iglesia parroquial y del convento del EspírituSanto, advertidas por cualquier pilluelo al acecho, llenaron el aire de un estruendo festivo.

«Todo parece como de costumbre, a Dios gracias», pensó el príncipe descendiendodel coche.

Allí estaban don Calogero Sedàra, el alcalde, ceñida la cintura con una faja tricolor,nueva y flamante como su cargo; monseñor Trottolino, el arcipreste, con su encendida cara deluna; don Ciccio Ginestra, el notario, desbordante de galas y penachos, en calidad de capitánde la Guardia Nacional. Estaba también don Toto Giambono, el médico, y la pequeña NunziaGiarrita que entregó a la princesa un desordenado ramo de flores, cogidas, por lo demás,media hora antes en el jardín del palacio. Estaba Ciccio Tumeo, el organista de la catedral, elcual, a decir verdad, no tenía rango suficiente para codearse con las autoridades, pero quehabía acudido por su cuenta, como amigo y compañero de caza y que había tenido la buenaidea de llevarse consigo, para complacer al príncipe, a «Teresina», la perra de caza con lasdos señales color avellana encima de los ojos, cuya audacia fue recompensada con unasonrisa muy particular de don Fabrizio. Éste se hallaba de excelente humor y francamenteamable. Había descendido de su coche junto con su mujer para dar las gracias, y bajo el furorde la música de Verdi y del estruendo de las campanas, abrazó al alcalde y estrechó la manode todos los demás. La multitud de campesinos permanecía en silencio, pero en sus ojosinmóviles se transparentaba una curiosidad nada hostil, porque los aldeanos de Donnafugatasentían realmente cierto afecto por su tolerante señor que olvidaba a menudo exigir loscánones y los pequeños arrendamientos. Y luego, habituados a ver al bigotudo Gatopardoerguirse en la fachada del palacio, sobre el frontón de la iglesia, en lo alto de las fuentesbarrocas y en las baldosas de las casas, estaban contentos de ver ahora al auténtico

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Gatopardo, con pantalones de piqué, distribuir amistosos manotazos a todos y sonreír con surostro bonachón de felino cortés.

—Ni que decir tiene que todo está como antes. Es decir, mejor que antes.

También Tancredi era objeto de gran curiosidad: todos lo conocían desde hacíatiempo, pero ahora parecía como transfigurado: no veían ya en él al muchachodespreocupado, sino al aristócrata liberal, el compañero de Rosolino Pilo, el glorioso heridoen los combates de Palermo. En aquella admiración rumorosa sentíase como el pez en elagua: aquellos rústicos admiradores eran realmente una diversión. Les hablaba en dialecto,bromeaba, se burlaba de sí mismo y de la propia herida, pero cuando decía «el generalGaribaldi» bajaba la voz un tono y adquiría el aire absorto de un clérigo ante el ostensorio. Ya don Calogero Sedàra, de quien tenía entendido vagamente que había trabajado mucho enlos días de la liberación, dijo con voz sonora.

—De usted, don Calogero, Crispi me ha hablado muy bien.

Después de lo cual dio el brazo a la prima Concetta y se fue, dejando a todosembelesados.

Los coches con la servidumbre, los niños y «Bendicò» se dirigieron al palacio. Pero,como exigía el antiquísimo rito, los demás, antes de poner los pies en la casa, tenían queescuchar un Te Deum en la iglesia. Por lo demás ésta se hallaba a dos pasos, y se dirigieron aella en cortejo, polvorientos pero imponentes los recién llegados y resplandecientes perohumildes las autoridades. Iba delante don Ciccio Ginestra que, con el prestigio del uniforme,abría el paso a los demás. Detrás iba el príncipe dando el brazo a la princesa y parecía un leónsatisfecho y manso. Tras él, Tancredi llevando a su derecha a Concetta en quien aquella ida auna iglesia al lado de su primo le producía una gran turbación y un dulcísimo deseo de llorar,estado de ánimo que no fue precisamente aliviado por una fuerte presión que el diligentejovencito ejercía en su brazo, con la sola intención, claro está, de evitarle los baches y lasmondas que constelaban el camino. Tras ellos iban en desorden los demás. El organista habíasalido escapado para tener tiempo de depositar a «Teresina» en casa y encontrarse luego ensu resonante puesto en el momento en que los demás entraran en la iglesia. Las campanas nodejaban de alborotar, y en las paredes de las casas las frases de «¡Viva Garibaldi!», «¡Viva elrey Vittorio!» y «¡Muera el rey borbón!», que una brocha inexperta había escrito dos mesesantes, se descolorían y parecían querer penetrar en la pared. Estallaban los cohetes mientrasellos subían la escalinata, y cuando el cortejuelo entró en la iglesia, don Ciccio Tumeo, quehabía llegado perdiendo el resuello, pero a punto, atacó con ímpetu la pieza Quiéreme,Alfredo.

La nave estaba abarrotada de gente curiosa entre sus toscas columnas de mármol rojo.La familia Salina se sentó en el coro y durante la breve ceremonia don Fabrizio se exhibió ala multitud, magnífico. La princesa estaba a punto de desmayarse a causa del calor y elcansancio, y Tancredi, con el pretexto de espantar las moscas, rozó más de una vez la rubiacabeza de Concetta. Todo estaba en orden y, después del sermoncito de monseñor Trottolino,todos se inclinaron ante el altar, se dirigieron hacia la puerta y salieron a la plaza, sobre la quecaía un sol de justicia.

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Al pie de la escalinata se despidieron las autoridades y la princesa, que había tenidoque bisbisear sus órdenes durante la ceremonia, invitó a cenar aquella noche al alcalde, alarcipreste y al notario. El arcipreste era soltero por profesión, y el notario por vocación, y asíla cuestión de las consortes no podía plantearse para ellos. Lánguidamente la invitación hechaal alcalde se hizo extensiva a su mujer. Era ésta una especie de campesina, muy hermosa,pero considerada por su marido, por más de un motivo, como impresentable. Nadie, por lotanto, se sorprendió cuando él manifestó que se hallaba indispuesta, pero grande fue el pasmocuando añadió:

—Si sus excelencias me lo permiten, vendré con mi hija Angelica, que desde hace unmes no habla más que del placer de que la conozcan de mayor.

El consentimiento fue, naturalmente, dado, y el príncipe, que había visto a Tumeomirar de soslayo al otro por encima de los hombros de los demás, le dijo:

—Y también usted, ni que decir tiene, don Ciccio; venga con «Teresina». — Y añadiódirigiéndose a los demás —: Después de cenar, a las nueve, tendremos el placer de ver atodos los amigos.

Donnafugata comentó extensamente estas últimas palabras. Y, al príncipe, que nohabía encontrado cambiada a Donnafugata, se le halló, en cambio, muy cambiado, a él quenunca antes hubiese empleado tan cordiales expresiones. Y en aquel momento, invisible,comenzó la declinación de su prestigio.

El palacio Salina lindaba con la iglesia parroquial. Su pequeña fachada con sieteventanas sobre la plaza no dejaba suponer su gran extensión que ocupaba hacia atrás unosdoscientos metros. Eran construcciones de diversos estilos, armoniosamente unidas, en tornoa tres enormes patios y terminando en un amplio jardín. A la entrada principal sobre la plazalos viajeros fueron sometidos a nuevas manifestaciones de bienvenida. Don Onofrio Rotolo,el administrador local, no participaba en las acogidas oficiales a la entrada del pueblo.Educado en la rígida escuela de la princesa Carolina, consideraba al vulgus como si noexistiese y al príncipe como residente en el extranjero hasta que no hubiese cruzado el umbralde su propio palacio. Por esto hallábase allí, a dos pasos del portón, pequeñísimo, viejísimo,barbudísimo, teniendo al lado a su mujer, mucho más joven que él y gallarda, detrás a laservidumbre y a ocho campieri6 con el Gatopardo de oro en el sombrero y en las manos ochoescopetas no siempre inactivas.

—Considérome dichoso de dar la bienvenida a sus excelencias en su casa. Reintegroel palacio en el estado justo en que me fue entregado.

Don Onofrio Rotolo era una de las raras personas estimadas por el príncipe, y acaso laúnica que jamás le había robado. Su honestidad frisaba la manía, y de ella se contabanepisodios espectaculares, como el del vasito de rosoli dejado semilleno por la princesa en elmomento de una partida, y encontrado un año después en el mismo sitio con el contenidoevaporado y reducido al estado de heces dulces, pero intacto.

—Porque ésta es una parte infinitesimal del patrimonio del príncipe y no debedesperdiciarse.

6 Guardias particulares en los latifundios de Sicilia.

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Terminados los cumplidos con don Onofrio y Donna María, la princesa, que semantenía de pie a fuerza de nervios, se fue a acostar, las jóvenes y Tancredi corrieron hacialas tibias sombras del jardín, el príncipe y el administrador dieron una vuelta por el granapartamiento. Todo estaba en perfecto orden: los cuadros en sus pesados marcos habían sidolimpiados de polvo, los dorados de las encuadernaciones antiguas lanzaban un fulgordiscreto, el alto sol hacía brillar los mármoles grises en torno a las puertas. Todo hallábase enel estado en que se encontrara cincuenta años antes. Salido del ruidoso torbellino de lasdisidencias civiles, don Fabrizio se sintió reanimado, lleno de serena seguridad, y miró casitiernamente a don Onofrio, que llevaba a su lado un trotecillo cochinero.

—Don «Nofrio», usted es realmente uno de esos gnomos que custodian los tesoros. Esmuy grande la gratitud que le debemos.

En otro año el sentimiento habría sido idéntico, pero las palabras no le hubiesen salidode los labios. Don Onofrio lo miró agradecido y lleno de sorpresa.

—Es mi deber, excelencia, es mi deber.

Y para ocultar su propia emoción, se rascaba la oreja con la larguísima uña delmeñique izquierdo.

Luego el administrador fue sometido a la tortura del té. Don Fabrizio hizo servir dostazas, y con la muerte en el corazón don Onofrio tuvo que engullirse una. Después se puso acontar la crónica de Donnafugata: hacía dos semanas que se había renovado el alquiler delfeudo Aquila en condiciones algo peores que antes; había tenido que hacer frente a grandesgastos para la reparación de los techos del ala destinada a los huéspedes.

Pero había en la caja, a disposición de su excelencia, tres mil doscientas setenta ycinco onzas, limpias de todo gasto, tasa y su propio sueldo.

Vinieron después las noticias particulares que se concentraban en torno al gran hechodel año: el rápido aumento de la fortuna de don Calogero Sedàra: hacía seis meses que habíavencido el préstamo concedido al barón Tumino y se había apropiado de las tierras. Gracias amil onzas prestadas poseía ahora una propiedad que rendía cincuenta al año. En abril habíapodido adquirir una salma7 de terreno por un trozo de pan; y en aquella salma había unacantera de piedra muy buscada que él se proponía explotar. Había llevado a cabo provechosasventas de trigo en el momento de la desorientación y de carestía que siguió al desembarco. Lavoz de don Onofrio se llenó de rencor:

—He contado por encima: las rentas de don Calogero igualarán dentro de poco las devuestra excelencia aquí en Donnafugata.

Junto con la riqueza crecía también su influencia política: se había convertido en jefede los liberales en aquel pueblo y también en los pueblos vecinos. Cuando se llevaran a caboelecciones estaba seguro que iría como diputado a Turín.

—¡Y qué tono se dan, no él, que es demasiado listo para ello, sino su hija, porejemplo, que ha vuelto del colegio de Florencia, que se pasea por aquí con las enaguasalmidonadas y cintas de terciopelo colgando del sombrero!

7 Medida de capacidad y superficie que en Palermo equivale a 275,1 litros y 174,72 metros respectivamente.

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El príncipe callaba: la hija, sí, aquella Angelica que asistiría a la cena aquella noche.Sería curioso volver a ver a la pastorcilla con sus galas. No era verdad que nada hubiesecambiado. ¡Don Calogero rico como él! Pero estas cosas estaban, en el fondo, previstas. Eranel precio que había que pagar.

El silencio del amo turbó a don Onofrio. Imaginábase haber puesto de mal humor alpríncipe contándole los chismes del lugar.

—Excelencia, he pensado hacer preparar un baño. Ahora ya debe de estar listo.

Don Fabrizio se dio cuenta de pronto de que estaba cansado: eran casi las tres y hacíanueve horas que se hallaba bajo el tórrido sol después de aquella nochecita. Sentía su cuerpolleno de polvo hasta en sus más escondidos repliegues.

—Gracias, don «Nofrio», por haber pensado en eso; y también por todo lo demás.Volveremos a vernos esta noche a la hora de la cena.

Subió por la escalera interior, pasó por el salón, de los tapices, por el salón azul, por elamarillo. Las persianas bajas filtraban la luz. En el despacho el reloj de Boulle tictaqueabasuavemente.

«¡Qué paz, Dios mío, qué paz!»

Entró en el cuarto de baño: pequeño y enjalbegado, con el suelo de toscos ladrillos, encuyo centro estaba el desagüe. La bañera era una especie de dornajo oval, inmenso, depalastro barnizado, amarillo por fuera y gris por dentro, izado sobre cuatro robustas patas demadera. Colgado de un clavo de la pared, un albornoz. En una de las sillas de cuerda la mudalimpia; en otra un traje que conservaba todavía los pliegues adquiridos en el baúl. Junto a labañera un trozo de jabón de color de rosa, un gran cepillo, un pañuelo anudado que conteníasalvado que, al mojarse, daría al agua suavidad y perfume, una enorme esponja, de las que leenviaba el administrador de Salina. Desde la ventana, sin protección, el sol penetrababrutalmente.

Dio una palmada: entraron dos criados llevando cada uno un par de cubos llenos hastael borde, uno de agua fría y el otro de agua hirviente. Hicieron este viaje varias veces; eldornajo se llenó. El príncipe probó la temperatura con la mano: estaba bien. Hizo salir a loscriados, se desnudó y metió en el agua. Bajo la desproporcionada mole el agua se derramó unpoco. Se enjabonó y cepilló: la tibieza le hacía bien, lo relajaba. Estaba a punto de quedarsedormido cuando llamaron a la puerta. Era Mimí, el criado, que entró temeroso.

—El padre Pirrone quiere verle en seguida, excelencia. Espera afuera a que vuestraexcelencia haya salido del baño.

El príncipe se sorprendió. Si había sucedido una desgracia era preferible conocerlainmediatamente.

—Que entre en seguida.

Don Fabrizio estaba alarmado por la prisa del padre Pirrone, y un poco por esto y otropoco por respeto al hábito sacerdotal se apresuró a salir del baño: contaba con poder ponerse

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el albornoz antes de que entrase el jesuita, pero no lo consiguió, y el padre Pirrone entróprecisamente en el momento en que él, no disimulado ya por el agua jabonosa, no cubiertotodavía con el provisional atuendo, erguíase enteramente desnudo como Hércules Farnesio, yademás humeante, mientras por el cuello, los brazos y el estómago el agua corría a ríos, comoel Ródano, el Rin, el Danubio y el Adige atraviesan y bañan las quebradas alpinas. El aspectodel principón en estado adamítico era inédito para el padre Pirrone. Ejercitado por elsacramento de la penitencia a contemplar la desnudez de las almas, lo estaba menos a la delos cuerpos, y él, que no hubiese movido las pestañas escuchando una confesión, pongamospor caso, de unas relaciones incestuosas, se turbó a la vista de aquella inocente desnudeztitánica. Balbuceó una excusa e hizo ademán de retroceder, pero don Fabrizio, irritado por nohaber tenido tiempo de cubrirse, dirigió naturalmente contra él su propia cólera.

—Padre, no sea estúpido. Alcánceme el albornoz y, si no le parece mal, ayúdeme asecarme.

Inmediatamente después recordó una discusión pasada.

—Y créame, padre, tome usted también un baño.

Satisfecho de haber podido hacerle una amonestación higiénica a quien tantas moralesle impartía, se tranquilizó. Con la punta superior de la prenda lograda finalmente, se secabalos cabellos, las patillas y el cuello, mientras que con el extremo inferior el humillado padrePirrone le frotaba los pies.

Cuando estuvieron secas las cumbres y faldas del monte: —Ahora siéntese, padre, ydígame por qué quería hablarme con tanta prisa.

Y mientras el jesuita se sentaba, comenzó por su cuenta algunos secamientos másíntimos.

—Verá, excelencia: he sido encargado de una misión delicada. Una personasumamente querida para usted ha deseado abrirme su corazón y confiarme el encargo de dar aconocer sus sentimientos, confiada, quizá erróneamente, en la estimación con que se mehonra...

Las vacilaciones del padre Pirrone se diluían en frases interminables. Don Fabrizioperdió la paciencia.

—En resumen, padre, ¿de qué se trata? ¿De la princesa?

Y con el brazo levantado parecía amenazar: en realidad se secaba una axila.

—La princesa está cansada. Duerme y no la he visto. Se trata de la señorita Concetta.— Pausa —. Está enamorada.

Un hombre de cuarenta y cinco años puede creerse joven todavía hasta el momento enque se da cuenta de que tiene hijas en edad de amar. El príncipe se sintió súbitamenteenvejecido. Olvidó las millas que recorría cazando, los «Jesús María» que sabía provocar, lapropia lozanía actual al final de un largo y penoso viaje. De pronto se vio a sí mismo comouna persona canosa que acompaña un cortejo de nietos a caballo en las cabras de Villa Giulia.

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—Y esa estúpida, ¿por qué ha ido a contarle a usted estas cosas? ¿Por qué no haacudido a mí?

Ni siquiera preguntó quién era el otro: no había necesidad.

—Vuestra excelencia oculta demasiado bien el corazón paternal bajo la autoridad deamo. Es natural entonces que la pobre muchacha se atemorice y recuerde al devotoeclesiástico de la casa.

Don Fabrizio se ponía los larguísimos calzoncillos y resoplaba: preveía largoscoloquios, lágrimas, molestias sin límite. Aquella mocosa le malograba el primer día enDonnafugata.

—Comprendo, padre, comprendo. Y aquí no me comprende nadie. Ésta es midesgracia.

Permanecía sentado sobre un taburete con el vello rubio del pecho perlado depequeñas gotas. Pequeños regueros de agua serpenteaban sobre los ladrillos, la estanciaestaba llena del olor lácteo del salvado y del jabón de almendra.

—Y así, ¿qué le parece a usted que debo decir?

El jesuita sudaba en el calor de estufa del cuarto y, ahora que la confidencia había sidotransmitida, hubiese podido marcharse, pero el sentimiento de la propia responsabilidad lodetuvo.

—A los ojos de la Iglesia es muy grato el deseo de fundar una familia cristiana. Lapresencia de Cristo en las bodas de Caná...

—No divaguemos. Estamos hablando de este matrimonio, no del matrimonio engeneral. ¿Acaso don Tancredi ha hecho proposiciones concretas, y cuándo?

Durante cinco años el padre Pirrone había intentado enseñar latín al muchacho;durante siete años había tenido que soportar las pataletas y las chacotas, y como todos habíaexperimentado su fascinación. Pero le había ofendido la reciente actitud política de Tancredi:el viejo afecto luchaba en él con el nuevo rencor. Además, no sabía qué decir.

—Lo que se dice proposiciones concretas, no. Pero la señorita Concetta no tieneninguna duda: las atenciones, las miradas, las medias palabras de él, cosas cada vez másfrecuentes, han convencido a esa alma de Dios. Está segura de ser amada, pero, hijaobediente y respetuosa, quería que yo preguntase qué debe responder si se hacen estasproposiciones. Ella cree que son inminentes.

El príncipe se tranquilizó un poco. ¿Desde cuándo aquella chiquilla tenía unaexperiencia tal que le permitía ver claro en las actitudes de un jovencito, y de un jovencitocomo Tancredi? ¿Tratábase acaso de simples fantasías, de uno de esos «sueños dorados» quetraen a mal traer las almohadas de los pensionados? El peligro no estaba cerca.

Peligro. La palabra resonó en su mente con tal claridad que le sorprendió. Peligro.Pero peligro ¿para quién? Quería mucho a Concetta: le gustaba su respetuosa sumisión, laplacidez con que se inclinaba a toda odiosa manifestación de la voluntad paterna, sumisión yplacidez, por lo demás, sobrevalorada por él. La natural tendencia que tenía a apartar de sí

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cualquier amenaza a la propia calma le había hecho descuidar la observación del relámpagoasesino que atravesaba los ojos de la joven cuando las rarezas a las cuales obedecía eranrealmente demasiado vejatorias.

El príncipe quería mucho a su hija, pero quería todavía más a su sobrino. Conquistadodesde siempre por el afecto burlón del muchacho, hacía pocos meses que había comenzado aadmirar también su inteligencia: esa rápida adaptabilidad, esa penetración mundana, ese arteinnato de los matices que le daba soltura para hablar el lenguaje demagógico de moda, contodo y dejar comprender a los iniciados que todo ello no era más que un pasatiempo al que él,el príncipe de Falconeri, se entregaba por un momento; todas estas cosas lo habían divertido,y en las personas del carácter y la clase de don Fabrizio la habilidad para divertirle constituíaya las cuatro quintas partes del afecto. Tancredi, según él, tenía ante sí un brillante porvenir.Podría ser el alfil de un contraataque que la nobleza, bajo uniformes cambiados, podíaefectuar contra el nuevo estado social. Para hacer esto le faltaba sólo una cosa: dinero. Deesto Tancredi no tenía nada. Y para progresar en política, además de que el nombre yacontaba de suyo, era necesario mucho dinero: dinero para comprar los votos, dinero parahacer favores a los electores, dinero para un tren de casa realmente resplandeciente. Tren decasa... Y Concetta, con todas sus virtudes pasivas, ¿sería capaz de ayudar a un maridoambicioso y brillante a subir los resbaladizos escalones de la nueva sociedad, tan tímida,reservada, retraída como era? Sería siempre la bella colegiala que era ahora, una bola deplomo al pie del marido.

—Padre, ¿se imagina usted a Concetta de embajadora en Viena o Petersburgo?

Los pensamientos del padre Pirrone se trastornaron ante esta pregunta.

—¿A qué viene esto? No comprendo.

Don Fabrizio no se tomó la molestia de explicarlo; se sumió en sus pensamientos.¿Dinero? Ciertamente que Concetta tendría una dote. Pero la fortuna de los Salina había dedividirse en siete partes, en partes no iguales, de las cuales las de las muchachas sería lamínima. ¿Y qué? Tancredi necesitaba algo más: de Maria Santa Pau, por ejemplo, con loscuatro feudos ya suyos y todos aquellos tíos sacerdotes y ahorrativos; de una de las chicasSutera, tan feíllas, pero tan ricas. El amor. Evidentemente, el amor. Fuego y llamas duranteun año, cenizas durante treinta. Él sabía lo que era el amor... Y Tancredi, ante quien lasmujeres caerían como fruta madura...

De repente sintió frío. El agua que tenía en el cuerpo se evaporaba y la piel de losbrazos estaba helada. Las puntas de los dedos se le arrugaban. ¡Y qué cantidad de penosasconversaciones en perspectiva! Había que evitar...

—Tengo que vestirme, padre. Le ruego que diga a Concetta que no estoy molesto,pero que volveremos a hablar de todo esto cuando estemos seguros de que no se trata sólo defantasías de una muchacha romántica. Hasta ahora, padre.

Se levantó y pasó al cuarto-tocador. Desde la vecina iglesia parroquial llegaba lúgubreel tañido de campanas de un funeral. Alguien había muerto en Donnafugata, algún cuerpofatigado que no había resistido el gran dolor del verano siciliano, que le habían faltado lasfuerzas para esperar la lluvia.

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«Dios lo haya perdonado — pensó el príncipe, mientras se pasaba la loción por laspatillas —. Ahora se cisca en hijas, dotes y carreras políticas.» Esta efímera identificacióncon un difunto desconocido fue suficiente para calmarlo.

«Mientras hay muerte hay esperanza», pensó. Luego se encontró ridículo por haberllegado a tal estado de depresión por el hecho de que su hija quería casarse. «Ce sont leursafaires, après tout», pensó en francés como hacía cuando sus meditaciones se empeñaban enser desvergonzadas.

Sentóse en una butaca y se adormeció.

Al cabo de una hora se despertó descansado y descendió al jardín. Poníase ya el sol ysus rayos, amortecido su poder, iluminaban con luz cortés las araucarias, los pinos, losrobustos carrascos que eran la gloria del lugar. Desde el fondo del sendero principal quedescendía lento entre altos setos de laurel encornisando anónimos bustos de diosasdesnarigadas, oíase la dulce lluvia de los surtidores, que caía en la fuente de Anfitrite. Haciaallí se dirigió juvenil y deseoso de volver a verlos. Sopladas por las caracolas de los tritones ylas conchas de las náyades, por las narices de los monstruos marinos, las aguas irrumpían enfilamentos sutiles, repiqueteaban con punzante rumor la superficie verdusca de la taza,provocaban rebotes, burbujas, espumas, ondulaciones, temblores, remolinos sonrientes. De lafuente, de las aguas tibias, de las piedras revestidas de aterciopelados musgos emanaba lapromesa de un placer que nunca podría convertirse en dolor. En un islote en el centro de laredonda taza, modelado por un cincel inexperto pero sensual, un Neptuno expedito ysonriente atrapaba a una Anfitrite anhelante: el ombligo de ella, humedecido por lassalpicaduras, brillaba al sol, nido, dentro de poco, de escondidos besos en la umbría acuática.Don Fabrizio se detuvo, miró, recordó, lamentándose. Se quedó largo rato.

—Tiazo, ven a ver los melocotones forasteros. Están muy bien. Y déjate de estasindecencias que no están hechas para hombres de tu edad.

La afectuosa malicia de la voz de Tancredi lo distrajo de su aturdimiento voluptuoso.No lo había oído llegar: era como un gato. Por primera vez le pareció que cierto rencor seapoderaba de él a la vista del muchacho: aquel petimetre, con el esbelto talle bajo el traje azuloscuro había sido la causa de que hubiese pensado tanto en la muerte dos horas antes. Luego,se dio cuenta de que no era rencor: sólo un disfraz del temor. Tenía miedo de que le hablasede Concetta. Pero la forma en que lo había abordado, el tono del sobrino, no era el de quiense prepara a hacer confidencias amorosas a un hombre como él. Se tranquilizó: los ojos delsobrino lo miraban con ese afecto irónico que la juventud concede a las personas mayores.

«Pueden permitirse el lujo de ser un poco amables con nosotros, tan seguros están deque el día de nuestros funerales serán libres.»

Se dirigió con Tancredi a mirar los «melocotones forasteros». El injerto de losvástagos alemanes hecho dos años antes había dado excelentes resultados. Los frutos eranpocos, una docena en los árboles injertados, pero eran grandes, aterciopelados, fragantes;amarillos con dos matices rosados en las mejillas, parecían cabecitas de chinas pudorosas. Elpríncipe los palpó con la delicadeza afanosa de los carnosos pulgares.

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—Me parece que están maduros. Lástima que haya muy pocos para tomarlos estanoche. Pero mañana haremos que los cojan y veremos qué tal son.

—Así me gusta, tío. Así, en la parte del agricola pius que aprecia y saborea deantemano los frutos del propio trabajo, y no como te he encontrado poco antes mientrascontemplabas escandalosas desnudeces.

—Sin embargo, Tancredi, también estos melocotones son producto de amores, deayuntamientos.

—Cierto, pero de amores legales, provocados por ti, el amo, y por Nino el jardinero,notario. Amores pensados, fructíferos. En cuanto al de allá — dijo, y señaló la fuente de lacual se percibía el rumor al otro lado de un telón de carrascos —, ¿crees realmente que hanpasado ante un párroco?

El rumbo de la conversación hacíase peligroso y don Fabrizio se apresuró a cambiarde ruta. Dirigiéndose hacia la casa, Tancredi contó cuanto había sabido de la crónica galantede Donnafugata: Menica, la hija de Saverio, habíase dejado embarazar por el novio; ahoratenía que celebrarse apresuradamente el matrimonio. Calicchio se había escapado por un pelode que no le sacudiera un tiro un marido burlado.

—Pero ¿cómo te las arreglas para saber estas cosas?

—Las sé, tiazo, las sé. A mí me lo cuentan todo. Saben que soy un hombre muycomprensivo.

Llegados a lo alto de la escalera, que con delicadas vueltas y amplios descansillosascendía del jardín al palacio, vieron el horizonte crepuscular al otro lado de los árboles. Dela parte del mar grandes nubarrones de color de tinta escalaban el cielo. ¿Acaso se habíacalmado la cólera de Dios y la maldición anual de Sicilia iba a tener término? En aquelmomento los nubarrones cargados de alivio eran mirados por millares de otros ojos yadvertidos en el regazo de la tierra por millones de semillas.

—Confiemos en que se haya acabado el verano, que venga por fin la lluvia — dijodon Fabrizio.

Y con estas palabras el altivo gentilhombre, a quien personalmente la lluvia sólo lehabría fastidiado, revelábase hermano de sus toscos villanos.

El príncipe quería que la primera comida en Donnafugata tuviera siempre un caráctersolemne: los hijos, hasta los quince años, eran excluidos de la mesa, se servían vinosfranceses y el ponche a la romana antes que el asado, y los criados, con peluca empolvada ycalzón corto, servían a la mesa. Solamente transigía en un detalle: no se ponía el traje deetiqueta para no embarazar a los huéspedes que, evidentemente, no lo poseían.

Aquella noche, en salón llamado «de Leopoldo», la familia Salina esperaba a losúltimos invitados. Bajo las pantallas cubiertas de encaje los quinqués emitían una amarilla luzcircunscrita; los enormes retratos ecuestres de los Salina muertos no eran más que imágenesimponentes y vagas como su recuerdo. Don Onofrio había llegado ya con su mujer, y tambiénel arcipreste que con la esclavina de ligerísima tela doblada bajo los hombros en señal de

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gala, hablaba con la princesa de los desacuerdos del Colegio de María. Había llegado tambiéndon Ciccio el organista («Teresina» había sido atada ya a la pata de una mesa) que recordabajunto con el príncipe fabulosos tiros en los barrancos de la Dragona. Todo era apacible yacostumbrado, cuando Francesco Paolo, el chico de dieciséis años, hizo en el salón unairrupción escandalosa.

—Papá, don Calogero está subiendo la escalera. ¡Viene de frac!

Tancredi valoró la importancia de la noticia un segundo antes que los demás; estabadedicado a fascinar a la mujer de don Onofrio. Pero cuando oyó la fatal palabra no pudocontenerse y soltó una risita convulsa. No se rió, en cambio, el príncipe sobre quien, hay quedecirlo, la noticia produjo un efecto mayor que el parte de desembarco en Marsala. Éste habíasido un acontecimiento no sólo previsto, sino también lejano e invisible. Ahora, sensiblecomo era a los presagios y los símbolos, contemplaba una revolución en aquella corbatitablanca y en aquellos dos faldones negros que subían las escaleras de su casa. No sólo elpríncipe no era ya el mayor propietario de Donnafugata, sino que se veía asimismo obligado arecibir, vestido de tarde, a un invitado que se presentaba vestido de noche.

Su desolación era muy grande y duraba todavía, mientras mecánicamente avanzabahacia la puerta para recibir al huésped. Cuando lo vio, sus penas se aliviaron un poco.Perfectamente adecuado como manifestación política, podía afirmarse, sin embargo, que,como obra de sastrería, el frac de don Calogero era una catástrofe. El paño era finísimo, elmodelo reciente, pero el corte era sencillamente monstruoso. El Verbo londinense se habíaencarnado pésimamente en un artesano girgentano en quien se había fijado la tenaz avariciade don Calogero. Las puntas de los faldones se erguían hacia el cielo en muda súplica, elancho cuello era informe y, aunque sea doloroso, es necesario decirlo: los pies del alcaldeestaban calzados con botas de botones.

Don Calogero avanzaba con la mano tendida y enguantada hacia la princesa:

—Mi hija ruega que la excusen: no estaba todavía arreglada. Vuestra excelencia sabecómo son las mujeres en estas ocasiones — añadió expresando en términos casi vernáculosun pensamiento de ligereza parisiense —. Pero estará aquí dentro de un instante. Como sabe,nuestra casa está a dos pasos.

El instante duró cinco minutos. Luego la puerta se abrió y entró Angelica. La primeraimpresión fue de deslumbrante sorpresa. Los Salina se quedaron sin aliento. Tancredi sintióademás latir sus sienes. Bajo el impacto que recibieron entonces ante el ímpetu de su belleza,los hombres fueron incapaces de advertir, analizándola, los no pocos defectos que estabelleza tenía. Muchas debieron ser las personas que nunca fueron capaces de este trabajocrítico. Era alta y bien formada, teniendo en cuenta generosos criterios; su piel debía deposeer el sabor de la crema fresca a la que parecía, y la boca infantil el de las fresas. Bajo lamasa de los cabellos del color de la noche, llenos de suaves ondulaciones, los ojos verdesresplandecían inmóviles como los de las estatuas y, como ellos, un poco crueles. Avanzabadespacio, haciendo mover la amplia falda blanca y poseía la calma e invencibilidad de lamujer que está segura de su belleza. Hasta muchos meses después no se supo que en elmomento de su triunfal entrada había estado a punto de desvanecerse de ansiedad.

No le preocupó el príncipe que acudía a ella, dejó atrás a Tancredi que le sonreíacomo en sueños. Delante de la butaca de la princesa su magnífica grupa dibujó una leve

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inclinación, y esta forma de homenaje, desacostumbrada en Sicilia, le confirió un instante lafascinación del exotismo junto con la de su belleza campesina.

—¡Querida Angelica, cuánto tiempo que no te veía! Estás muy cambiada, ¡y no enpeor precisamente!

La princesa no daba crédito a sus ojos. Recordaba a la chiquilla de trece añosdescuidada y feúcha de hacía cuatro temporadas y no conseguía hacer coincidir su imagencon la de aquella adolescente voluptuosa que tenía ante sí. El príncipe carecía de recuerdosque poner en orden. Tenía sólo previsiones en qué preocuparse. El golpe inferido a su orgullopor el frac del padre se repetía ahora en el aspecto de la hija. Pero esta vez no se trataba depaño negro, sino de una piel nacarada poco común y bien cortada por añadidura. Viejocaballo de batalla como era, el toque de la gracia femenina lo halló dispuesto y se dirigió a lamuchacha con la graciosa obsequiosidad que habría adoptado hablando con la duquesa deBovino o la princesa de Lampedusa:

—Es una dicha para nosotros, señorita Angelica, acoger una flor tan hermosa ennuestra casa, y espero que tendremos el placer de volver a verla con frecuencia.

—Gracias, príncipe. Veo que su bondad para conmigo es igual a la que siempre hademostrado a mi querido padre.

Tenía la voz hermosa, de tono bajo, acaso un poco afectada, y el colegio florentinohabía hecho desaparecer el dejo girgentano. Del siciliano sólo le quedaba en las palabras laaspereza de las consonantes, que por lo demás se armonizaba bien con su venustidad serenapero maciza. También en Florencia le habían enseñado a suprimir la palabra «excelencia».

Es de lamentar poder decir poco de Tancredi: después de haberse hecho presentar pordon Calogero, después de haber maniobrado el faro de su ojo azul, después de haber resistidocon esfuerzo el deseo de besar la mano de Angelica, había vuelto a charlar con la señoraRotolo, y no comprendía nada de lo que oía. El padre Pirrone, en un oscuro rincón, hallábasemeditabundo y pensaba en la Sagrada Escritura, que aquella noche se le presentaba sólocomo una sucesión de Dalila, Judit y Ester.

Abrióse la puerta central del salón y:

—Cenn sirv —declaró el mayordomo.

Misteriosos sonidos mediante los cuales anunciábase que la cena estaba servida. Y elheterogéneo grupo se dirigió hacia el comedor.

El príncipe tenía demasiada experiencia para ofrecer a huéspedes sicilianos, en unpueblo del interior, una comida que se iniciase con un potage, e infringía tanto másfácilmente las reglas de la alta cocina cuanto que esto se correspondía con sus propios gustos.Pero las informaciones sobre la bárbara costumbre forastera de servir un bodrio como primerplato habían llegado con demasiado insistencia a los personajes importantes de Donnafugatapara que cierto temor no se ocultase en ellos al comenzar aquellas comidas solemnes. Poresto cuando tres criados vestidos de verde y oro y con los cabellos empolvados entraronllevando cada uno una desmesurada bandeja de plata que contenía un alto timbal demacarrones, sólo cuatro de los veinte invitados se abstuvieron de manifestar una alegre

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sorpresa: el príncipe y la princesa porque lo esperaban, Angelica por afectación y Concettapor falta de apetito. Todos los demás — hay que decir que Tancredi comprendido —manifestaron su alivio de diversos modos, que iban desde los aflautados gruñidos de éxtasisdel notario hasta el estridor agudo de Francesco Paolo. La mirada circular del dueño de lacasa truncó, repentinamente, aquellas manifestaciones indecorosas.

Pero dejando aparte la buena crianza, el aspecto de aquellos monumentales pastelesera bien digno de evocar estremecimientos de admiración. El oro bruñido de la costra tostada,la fragancia de azúcar y canela que trascendía, no eran más que el preludio de la sensación dedeleite que se liberaba del interior cuando el cuchillo rompía la tostadita capa: surgía primeroun vapor cargado de aromas y asomaban luego los menudillos de pollo, los huevecillos duros,las hilachas de jamón, de pollo y el picadillo de trufa en la masa untuosa, muy caliente, de losmacarrones cortados, cuyo extracto de carne daba un precioso color gamuza.

El comienzo de la cena fue, como sucede en provincias, de recogimiento. El arciprestese santiguó y se precipitó de cabeza sin decir palabra. El organista absorbía la suculencia delalimento con los ojos entornados: estaba agradecido al Creador porque su habilidad enfulminar liebres y becadas le proporcionase de vez en cuando semejantes éxtasis, y pensabaque con el importe de sólo uno de aquellos timbales él y «Teresina» habrían vivido un mes.Angelica, la bella Angelica, olvidó los remilgos toscanos y parte de sus buenas maneras ydevoró con el apetito de sus diecisiete años y con el vigor que le confería el tenedor, agarradopor el medio. Tancredi, intentando unir la galantería con la gula, procuraba imaginarse elsabor de los besos de Angelica, su vecina, en el de las descargas aromáticas del tenedor, perose dio cuenta inmediatamente de que el experimento no era agradable y lo suspendió,reservándose resucitar estas fantasías para el momento de los dulces. El príncipe, aunqueabstraído en la contemplación de Angelica, que estaba sentada frente a él, tuvo ocasión deadvertir, el único en la mesa, que la demi-glace estaba demasiado cargada y se propusodecírselo al cocinero al día siguiente. Los otros comían sin pensar en nada, y no sabían que lacena les parecía tan exquisita porque un aura sensual había penetrado en la casa.

Todos estaban tranquilos y contentos. Todos, excepto Concetta. Ésta había abrazado ybesado a Angelica, también había rechazado el «usted» de su tratamiento y pretendido el «tú»de su infancia, pero bajo el corpiño azul pálido sentía atenazado el corazón. La violentasangre de los Salina se despertaba en ella y bajo su lisa frente se fraguaban fantasías deenvenenamientos. Tancredi estaba sentado entre ella y Angelica y con la cortesía puntillosade quien se siente culpable dividía con toda equidad miradas, cumplidos y bromas entre susdos vecinas. Pero Concetta sentía, sentía de una forma animal, la corriente de deseo quecirculaba desde el primo hacia la intrusa y su entrecejo se ensombrecía: deseaba matar tantocomo deseaba morir. Como era mujer, se aferraba a los detalles: notó la gracia vulgar delmeñique derecho de Angelica levantado mientras la mano sostenía la copa; advirtió una pecarojiza en la piel del cuello; advirtió la tentativa, contenida a medias, de quitarse con el dedoun poco de comida que se le quedó entre los blanquísimos dientes; notó asimismo másvivamente cierta insensibilidad espiritual, y a estos detalles, que en realidad eraninsignificantes porque los quemaba la fascinación sensual, agarrábase confiada ydesesperada, como un albañil que ha perdido pie se agarra a una gárgola de plomo. Esperabaque Tancredi lo hubiese advertido también y le disgustaran estas huellas evidentes de ladiferencia de educación. Pero Tancredi las había advertido ya y, ¡ay!, no habían producido enél resultado alguno. Dejábase llevar por el estímulo físico que la hermosa mujerproporcionaba a su juventud fogosa, y también a la excitación, digámoslo así, contable que lamuchacha rica suscitaba en su cerebro de hombre ambicioso y pobre.

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Terminada la cena la conversación se hizo general. Don Calogero contaba con pésimolenguaje, pero con intuición sagaz, algún episodio entre bastidores de la conquista garibaldinade la provincia. El notario hablaba a la princesa de la casita «en las afueras» que se hacíaconstruir. Angelica, excitada por las luces, la cena, el chablís y el evidente asentimiento queencontraba en todos los varones en torno a la mesa, había pedido a Tancredi que le contaraalgún episodio de los «gloriosos hechos de armas» de Palermo. Había apoyado un codo sobreel mantel y la mejilla sobre la mano. La sangre le afluía a la cara y era peligrosamenteagradable de mirar: el arabesco del antebrazo, el codo, los dedos, el guante blanco colgante,fue considerado exquisito por Tancredi y desagradable por Concetta. El joven, sin dejar deadmirar, hablaba de la guerra mostrándolo todo sin valor y sin importancia: la marchanocturna sobre Gibilrossa, el escándalo entre Bixio y La Masa, el asalto a Porta di Termini.

—Me divertí mucho, señorita, créame. La diversión mayor al tuvimos la noche del 28de mayo. El general quería tener un puesto de vigilancia en lo alto del monasterio deOriglione: llama que llama, impreca, y nadie abre; era un convento de clausura. EntoncesTassoni, Aldrighetti, yo y algunos más intentamos derribar la puerta con las culatas denuestros mosquetones. Nada. Corrimos en busca de una viga de una casa bombardeada allícerca y por último, con un estruendo de todos los diablos, echamos la puerta abajo. Entramos:todo estaba desierto, pero en un rincón del pasillo oímos chillidos desesperados: un grupo dehermanas se había refugiado en la capilla y estaban allí apelotonadas junto al altar. ¡Quiénsabe lo que te-mí-an de aquella docena de jovencitos exasperados! Daba risa de ver, feas yviejas como eran, con sus tocas negras, los ojos desorbitados, preparadas y a punto para... elmartirio. Gañían como perros. Tassoni les gritó:

»—No teman, hermanas. Hemos de pensar en otras cosas. Volveremos cuandopodamos encontrar novicias.

»Y todos nos echamos a reír hasta caernos de risa. Y las dejamos allí para dispararcontra los reales desde las terrazas superiores. Diez minutos después fui herido.

Angelica, todavía apoyada, se reía, mostrando todos sus dientes de lobezna. La bromale parecía deliciosa. Aquella posibilidad de estupro la turbaba, y palpitaba su hermoso cuello.

—¡Qué grandes tipos debieron de ser ustedes! Me habría gustado encontrarme a sulado.

Tancredi parecía transformado: la fuerza del relato, la intensidad del recuerdo,injertadas ambas en la excitación que producía en él el aura sensual de la joven, lo cambiaronen un instante de aquel muchacho decente que era en realidad en un brutal soldadote.

—Si hubiese usted estado allí, señorita, no habríamos tenido necesidad de esperar alas novicias.

Angelica había oído en su casa muchas palabras groseras, pero ésta fue la primera vez— y no la última — que comprendió ser objeto de un doble sentido lascivo. La novedad legustó, su risa subió de tono y se hizo estridente.

En aquel momento todos se levantaron de la mesa. Tancredi se inclinó para recoger elabanico de plumas que Angelica había dejado caer. Al incorporarse vio a Concetta con la caraenrojecida y dos pequeñas lágrimas en las pestañas.

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—Tancredi, estas cosas tan feas se dicen al confesor, no se cuentan en la mesa a lasseñoritas. Por lo menos en mi presencia.

Y le volvió la espalda.

Antes de acostarse, don Fabrizio se detuvo un momento en el balconcito del tocador.El jardín dormía sumido en la sombra, abajo. En el aire inerte los árboles parecían de plomofundido. Desde el campanario llegaba el novelesco ululato de los búhos. El cielo estabalimpio de nubes: aquellas que habían saludado por la tarde se habían ido quién sabe dónde,hacia tierras menos culpables, para las que la cólera divina había decretado una condenamenor. Las estrellas parecían turbias y a sus rayos les costaba penetrar la mortaja delbochorno.

El alma del príncipe se lanzó hacia ellas, hacia las intangibles, las inalcanzables, lasque daban alegría sin pretender nada a cambio. Como tantas veces, fantaseó queriendoencontrarse pronto entre aquellas heladas extensiones, puro intelecto armado de una libretapara cálculos; para cálculos dificilísimos, pero que cuadrarían siempre.

—Son las únicas puras, las únicas personas como deben ser — pensó con susfórmulas mundanas —. ¿A quién se le ocurre preocuparse sobre la dote de las Pléyades, lacarrera política de Sirio, y las actitudes en la alcoba de Vega?

La jornada había sido mala; lo advertía ahora, no sólo en la presión en la boca delestómago, sino que lo decían también las estrellas: en lugar de verlas en su acostumbradoaspecto, cada vez que levantaba los ojos, descubría allá arriba un único diagrama: dosestrellas arriba, los ojos; una abajo, la punta de la barbilla: este esquema burlón de rostrotriangular que su alma proyectaba en las constelaciones, cuando se sentía trastornada. El fracde don Calogero, los amores de Concetta, el evidente enamoramiento de Tancredi, su propiapusilanimidad, incluso la amenazadora belleza de Angelica: cosas desagradables; piedrecillasque caen y preceden a la ruina. ¡Y Tancredi! De acuerdo en que tenía razón, y le ayudaría,pero no se podía negar que era un tanto innoble. Y él mismo era como Tancredi.

—Basta, a dormir.

«Bendicò», en la sombra, frotaba la cabeza contra sus rodillas.

—Mira, «Bendicò», tú eres un poco como ellas, como las estrellas: felizmenteincomprensible, incapaz de producir angustia.

Levantó la cabeza del can, casi invisible en la noche.

—Y además con tus ojos al mismo nivel de la nariz, con tu ausencia de barbilla, esimposible que tu cabeza evoque en el cielo espectros malignos.

Costumbres seculares exigían que el día siguiente al de la llegada la familia Salina sedirigiera al monasterio del Espíritu Santo a rogar sobre la tumba de la beata Corbera,antepasada del príncipe, que había fundado el convento y que allí había vivido y muertosantamente.

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El monasterio del Espíritu Santo estaba sometido a una rígida regla de clausura: elacceso a él había sido prohibido severamente a los hombres. Precisamente por esto elpríncipe experimentaba una particular satisfacción en visitarlo, porque para él, descendientedirecto de la fundadora, la disposición no tenía efecto, y de este privilegio suyo, quecompartía sólo con el rey de Nápoles, se sentía celoso y puerilmente orgulloso.

Esta demostración de canónico poder era la causa principal, pero no la única, de supredilección por Espíritu Santo. En aquel lugar todo le gustaba, comenzando por la humildaddel tosco locutorio, con su bóveda de cañón centrada con el Gatopardo, con la doble reja paralas conversaciones, con el pequeño torno de madera para hacer entrar y salir los mensajes,con la puerta bien ajustada cuyo umbral el rey y él, únicos varones en el mundo, podíanlícitamente cruzar. Le gustaba el aspecto de las hermanas con su ancha gola de blanquísimolino en pequeños pliegues, destacándose sobre el tosco hábito negro. Edificábase al oír contarpor vigésima vez a la abadesa los ingenuos milagros de la beata, viendo cómo ella le indicabael rincón del jardín melancólico donde la santa monja había dejado suspensa en el aire unaenorme piedra que el demonio, molesto por su austeridad, le había lanzado encima.Asombrábase siempre viendo enmarcadas sobre la pared de una de las celdas las dos cartasfamosas e indescifrables que la beata Corbera había escrito al diablo para convertirlo al bieny la respuesta que, según parece, expresaba la amargura de no poder obedecerla. Le gustabanlos almendrados que las monjas confeccionaban según una receta centenaria; le gustabatambién escuchar el oficio en el coro y hasta se sentía contento de ceder a esta comunidaduna parte nada despreciable de sus propios ingresos, tal como exigía el acta de fundación.

Por lo tanto aquella mañana no había más que gente contenta en los dos coches que sedirigían hacia el monasterio, muy próximo al pueblo. En el primero iban el príncipe con laprincesa y sus hijas Carolina y Concetta. En el segundo su hija Caterina, Tancredi y el padrePirrone, los cuales, naturalmente, se detendrían extramuros y aguardarían en el locutoriodurante la visita, confortándose con los almendrados que aparecían a una vuelta del torno.Concetta estaba un poco distraída pero serena, y el príncipe confiaba en que los arrebatos deldía anterior hubiesen ya pasado.

El ingreso en un convento de clausura no es cosa fácil, ni siquiera para quien posee elmás sagrado de los derechos. Las religiosas tienen que aparentar cierta resistencia, formal sípero prolongada que, por lo demás, da mayor sabor a la ya descontada admisión. Y aunque lavisita había sido anunciada previamente, hubo que esperar un rato en el locutorio. Finalizabacasi esta espera cuando Tancredi dijo inesperadamente al príncipe:

—Tío, ¿no podrías hacer que yo también entrara? Después de todo soy medio Salina,y aquí no he estado nunca.

Al príncipe le satisfizo la petición, pero sacudió resueltamente la cabeza.

—Ya sabes, hijo mío, que solamente yo puedo entrar aquí. A los demás les esimposible.

Pero no era fácil torcer la voluntad de Tancredi.

—Perdona, tío: «podrá entrar el príncipe de Salina y junto con él dos gentilhombresde su séquito, si la abadesa lo permite». Lo releí ayer. Seré gentilhombre de tu séquito, haréde escudero tuyo, haré lo que quieras. Pídeselo a la abadesa, te lo ruego.

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Hablaba con desacostumbrado calor. Acaso quería que alguien olvidase susinconveniencias de la conversación de la víspera. El príncipe se sintió halagado.

—Lo intentaré, querido...

Pero Concetta, con su sonrisa más dulce, se dirigió a su primo:

—Tancredi, al pasar hemos visto una viga en el suelo, ante la casa de Ginestra. Ve porella, entrarás antes.

Los ojos azules de Tancredi se ensombrecieron y su rostro se puso rojo como unaamapola, no se sabe si de vergüenza o ira. Quiso decir algo al príncipe sorprendido, peroConcetta intervino de nuevo, con voz perversa y ahora sin sonrisa.

—Déjalo, papá, bromea; por lo menos ha estado ya en un convento, y debe bastarle.No es justo que entre en el nuestro.

Con rumor de cerrojos descorridos se abrió la puerta. En el bochornoso locutorio entróla frescura del claustro junto con el parloteo de las monjas en fila. Era ya demasiado tardepara tratar y Tancredi se quedó a pasear ante el convento bajo el cielo de fuego.

La visita a Espíritu Santo resultó perfecta. Don Fabrizio, por amor a la tranquilidad,no preguntó a Concetta el significado de sus palabras: se trataría sin duda de una de esasacostumbradas chiquilladas entre primos. De todos modos, el malestar entre los dos jóvenesalejaba preocupaciones, conversaciones incómodas y decisiones que tomar. Por lo tanto, bienvenido. Bajo estas premisas la tumba de la beata Corbera fue por todos venerada condevoción, el ligero café de las monjas bebido con tolerancia y los almendrados rosa y verdecomidos con gusto y satisfacción. La princesa inspeccionó el guardarropa, Concetta habló alas hermanas con su habitual y respetuosa bondad, y el príncipe dejó sobre la mesa delrefectorio las diez onzas que ofrecía cada vez. Cierto es que a la salida encontraron sólo alpadre Pirrone, pero como dijo que Tancredi se había ido a pie al recordar que tenía queescribir una carta urgente, nadie hizo caso.

De regreso al palacio el príncipe subió a la biblioteca que se hallaba justamente en elcentro de la fachada, bajo el reloj y el pararrayos. Desde el gran balcón cerrado contra elbochorno se veía la plaza de Donnafugata: vasta, sombreada por plátanos polvorientos. Lascasas fronteras mostraban algunas fachadas diseñadas con gracia por un arquitecto del lugar,rústicos monstruos en piedra blanda, pulidos por los años, sostenían retorciéndose losbalcones demasiado pequeños. Otras casas, entre ellas la de don Calogero Sedàra,ocultábanse tras púdicas fachadas estilo imperio.

Don Fabrizio paseaba de un lado a otro por la inmensa estancia y, de vez en cuando,al pasar, lanzaba una ojeada a la plaza: sobre uno de los bancos regalados por él alAyuntamiento tres viejecitos se tostaban al sol. Había cuatro mulos atados a un árbol, y unadocena de chiquillos se perseguían gritando y blandiendo sables de madera. Bajo la furia dela canícula el espectáculo no podía ser más pueblerino. Pero una de las veces, al pasar delantedel balcón, su mirada fue atraída por una figura netamente ciudadana: erguida, esbelta y bienvestida. Aguzó la vista: era Tancredi. Lo reconoció, aunque estaba ya un poco lejos, por loshombros caídos, por la cintura bien ceñida por el redingote. Se había cambiado de traje: nollevaba ya el pardo como al ir a Espíritu Santo, sino uno azul de Prusia, el «color de mi

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seducción», como decía él mismo. Llevaba en la mano un bastón con el puño esmaltado —debía de ser aquel con el unicornio de los Falconeri y la divisa Semper purus — y caminabaligero como un gato, como alguien que cuidara de no mancharse de polvo los zapatos. Diezpasos atrás lo seguía un criado con una cesta adornada con lazos que contenía una docena demelocotones amarillos de rojas mejillas. Esquivó a un golfillo espadachín y evitó con cuidadola meada de un mulo. Llegó a la puerta de la casa de los Sedàra.

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CAPITULO TERCERO

Partida de caza. — Preocupaciones de don Fabrizio. — Carta de Tancredi. — La caza y elplebiscito. — Don Ciccio Tumeo pierde los estribos. — Cómo se come un sapo. —Epiloguillo.

Octubre 1860

Había venido la lluvia, la lluvia se había ido, y el sol volvió a subir a su trono comoun rey absoluto que, alejado durante una semana por las barricadas de sus súbditos, vuelvepara reinar iracundo, pero frenado por poderes constitucionales. El calor confortaba sin ardor,la luz era autoritaria, pero dejaba sobrevivir los colores, en la tierra apuntaban tréboles ydesmirriadas hierbabuenas cautelosas, y sobre rostros aparecían suspicaces esperanzas.

Don Fabrizio, junto con «Teresina» y «Arguto», perros, y don Ciccio Tumeo,acompañante, se pasaba de caza largas horas, desde el alba al atardecer. El cansancio estabafuera de toda proporción con respecto a los resultados, porque incluso a los más expertostiradores se les hace difícil dar en un blanco que casi nunca existe; y era mucho si el príncipe,de regreso, podía hacer llevar a la cocina un par de perdices, del mismo modo que don Cicciose consideraba afortunado si por la noche podía depositar sobre la mesa un conejo, el cual,por lo demás, era ipso facto ascendido al grado de liebre, como es costumbre entre nosotros.

Por otra parte, un abundante botín habría sido para el príncipe un placer secundario, eldeleite de los días de caza no era ése, hallábase dividido en muchos pequeños episodios.Comenzaba con el afeitado en la habitación todavía a oscuras, a la luz de una vela que hacíaenfáticos los ademanes sobre los policromos artesonados; le estimulaba atravesar los salonesadormecidos, esquivar a la luz vacilante las mesas con los naipes en desorden entre fichas yvasitos vacíos, y descubrir entre ellos el caballo de espadas que le ofrecía un augurio viril;recorrer el jardín inmóvil bajo la luz gris en la cual los pájaros más madrugadores sedesvivían por hacer saltar el rocío de sus plumas; escabullirse a través de la puertainmovilizada por la yedra: huir, en suma, y luego, en la carretera, inocentísima aún a losprimeros albores, se encontraba con don Ciccio sonriente entre los bigotes amarillentosmientras juraba afectuoso contra los perros. A éstos, en la espera, les temblaban los músculosbajo la piel. Venus brillaba, grano de uva abierto, transparente y húmedo, pero ya parecíaoírse el ruido del carro solar que subía la cuesta bajo el horizonte. Pronto encontraban lasprimeras greyes que avanzaban lentas como mareas, guiadas a pedradas por los pastorescalzados de pieles. Las lanas eran mórbidas y rosadas a los primeros rayos. Luego había quedirimir oscuros litigios de precedencia entre los perros de pastor y los puntillosos sabuesos, ydespués de este intermedio ensordecedor se subía rodeando por una pendiente y uno seencontraba en el inmemorial silencio de la Sicilia pastoril. De pronto uno estaba lejos detodo, en el espacio y más aún en el tiempo. Donnafugata con su palacio y sus nuevos ricosquedaba apenas a dos millas, pero siempre descolorida en el recuerdo como esos paisajes quea veces se entrevén en la lejana desembocadura de un túnel. Sus penas y su lujo parecían aún

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más insignificantes que si hubiesen pertenecido al pasado, porque, con respecto a lainmutabilidad de este campo distante, parecían formar parte del futuro, haber sido extraídosno de la piedra y de la carne, sino del tejido de un soñado porvenir, extraídos de una utopíadeseada por un Platón rústico y que por cualquier mínimo accidente podía también adquirirformas de acuerdo con maneras del todo distintas o quizá no ser: desprovistos así de ese tantode carga energética que toda cosa pasada continúa poseyendo, no podían ya causarpreocupación alguna.

Don Fabrizio había tenido muchas preocupaciones en los dos últimos meses: habíansurgido de todas partes, como hormigas al asalto de una lagartija muerta. Algunas habíanapuntado fuera de las honduras de la situación política; otras se las habían echado encima laspasiones ajenas; otras aún — y eran las más punzantes — habían germinado en su propiointerior, es decir de sus irracionales reacciones sobre la política y los caprichos del prójimo(llamaba «caprichos» cuando estaba irritado, lo que cuando se hallaba tranquilo denominaba«pasiones»), y pasaba revista a diario a estas preocupaciones, las hacía maniobrar, formar encolumna, o desplegarse en fila sobre la plaza de armas de la propia conciencia esperandodescubrir en sus evoluciones cualquier sentido de finalidad que pudiera tranquilizarlo, y no loconseguía. Los años anteriores, las molestias eran menores en número y de todos modos lapermanencia en Donnafugata constituía un período de reposo: las preocupaciones dejabancaer la escopeta, se diseminaban por las anfractuosidades de los valles y se quedaban tantranquilas, ocupadas en comer pan y queso, que se olvidaba el carácter belicoso de susuniformes y podían ser tomadas por inofensivos labriegos. Pero este año, como tropasamotinadas que voceasen blandiendo las armas, habíanse quedado agrupadas y, en su casa, lesuscitaban el espanto de un coronel que ha dicho: «¡Rompan filas!» y luego ve el regimientomás apretado y amenazador que nunca.

Bandas, cohetes, campanas, zingarelle y Te Deum a la llegada, está bien, pero¡después! La revolución burguesa que subía las escaleras con el frac de don Calogero, labelleza de Angelica que oscurecía la gracia reservada de su Concetta, Tancredi queprecipitaba los tiempos de la evolución prevista y a quien incluso el apasionamiento sensualle proporcionaba la manera de adornar los motivos realísticos; los escrúpulos y los equívocosdel plebiscito; los mil ardides a los cuales tenía él que doblegarse, él, el Gatopardo, quedurante años, con un zarpazo, se había desentendido de dificultades.

Tancredi había partido hacía ya más de un mes y ahora estaba en Caserta acampadoen los apartamientos de su rey. Desde allí de vez en cuando le enviaba a don Fabrizio cartasque él leía con ceños y risas alternados, y que luego guardaba en el más escondido cajón desu escribanía. A Concetta no le había escrito nunca, pero no olvidaba enviarle saludos con suhabitual y afectuosa malicia. Una vez escribió también: «Beso las manos de todas lasgatopardinas, y sobre todo las de Concetta», frase que fue censurada por la prudencia paternacuando fue leída la carta ante la familia reunida. Angelica venía de visita casi cada día, másseductora que nunca, acompañada de su padre o de una doncella aojadora: oficialmente lasvisitas se hagan a las amiguitas, a las jovencitas, pero de hecho se advertía que su acné habíaaparecido en el momento en que ella preguntaba con indiferencia:

—¿Han llegado noticias del príncipe?

Y el «príncipe», en la boca de Angelica, no era, ¡ay!, el vocablo para designarle a él, adon Fabrizio, sino el usado para mentar al capitancillo garibaldino, y esto provocaba en

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Salina un sentimiento bufo, tejido con el algodón de la envidia sensual y la seda de lacomplacencia por el éxito de su querido Tancredi; sentimiento, en resumidas cuentas,desagradable. A esta pregunta siempre respondía él. En forma muy meditada, refería cuantosabía, pero cuidando siempre de presentar una plantita de noticias bien escamondada, a lacual sus cautas tijeras habían quitado tanto las espinas (relatos de frecuentes escapadas aNápoles, alusiones clarísimas a la belleza de las piernas de Aurora Schwarzwald, bailarinadel San Carlos), como los capullos prematuros («dame noticias de la señorita Angelica», «enel estudio de Fernando II he visto una Madonna de Andrea del Sarto que me ha recordado a laseñorita Sedàra»). Así plasmaba una imagen insípida de Tancredi, muy poco verdadera, perotampoco se podía decir que representara el papel del aguafiestas o el del casamentero. Estasprecauciones verbales correspondían muy bien a sus sentimientos con respecto a la razonadapasión de Tancredi, pero lo enfurecían porque lo cansaban. Por lo demás eran sólo unejemplo de los cien ardides de lenguaje y actitud que desde hacía cierto tiempo se había vistoobligado a emplear: recordaba con envidia la situación de un año antes, cuando decía todo loque le pasaba por la cabeza, seguro de que cualquier tontería había de ser aceptada comopalabra del Evangelio, y cualquier importunidad como negligencia principesca. En plan delamentarse del pasado, en los momentos de peor humor se lanzaba muy lejos por estapendiente peligrosa: una vez, mientras azucaraba la taza de té servido por Angelica se diocuenta de que estaba envidiando las posibilidades de esos Fabrizi Salina y Tancredi Falconeride tres siglos antes, que se habrían hartado de acostarse con las Angelicas de su tiempo sintener que pasar ante el párroco, sin preocuparse de las dotes de las villanas — que, por lodemás, no existían — y libres de las necesidades de obligar a sus respetables tíos a pasarapuros para decir o callar las cosas apropiadas. El impulso de lujuria atávica — que ademásno era del todo lujuria, sino también actitud sensual de la pereza — fue brutal hasta el puntode hacer enrojecer al civilizado caballero casi cincuentón, y el ánimo del que, habiendopasado por numerosos filtros, terminó tiñéndose con rousseaunianos escrúpulos, y seavergonzó profundamente. De lo que se derivó una más marcada repugnancia por lacoyuntura social en que se hallaba metido.

La impresión de encontrarse prisionero de una situación que lo envolvía con másrapidez de la prevista era particularmente aguda aquella mañana. La tarde anterior,efectivamente, la diligencia que en la caja amarillo canario llevaba irregularmente el escasocorreo de Donnafugata, le había entregado una carta de Tancredi.

Antes aun de ser leída, proclamaba su importancia, escrita en suntuosas hojas de papelsatinado y con la escritura armoniosa trazada con escrupulosa observancia de los «gruesos»descendentes y los «finos» ascendentes. Revelábase en seguida como la «copia en limpio» dequién sabe cuántos desordenados borradores. El príncipe no era llamado en ella con elapelativo de «tiazo», que se le había hecho tan querido. El sagaz garibaldino había elegido lafórmula «queridísimo tío Fabrizio» que poseía múltiples méritos: el de alejar toda sospechade broma desde el pronaos del templo, el de hacer presentir desde la primera línea laimportancia de lo que venía después, el de permitir que se mostrase la carta a cualquiera, ytambién el de remontarse a antiquísimas tradiciones religiosas precristianas que atribuían unpoder vinculatorio a la exactitud del nombre invocado.

El «queridísimo tío Fabrizio», además, era informado por su «afectuoso y devotosobrino» que desde hacía tres meses era presa del más violento amor, que ni los «peligros dela guerra» (léase: paseos por el parque de Caserta), ni «los muchos atractivos de una granciudad» (léase: las caricias de la bailarina Schwarzwald) habían podido, ni siquiera por unmomento, alejar de su mente y de su corazón la imagen de la señorita Angelica Sedàra (aquíuna larga procesión de adjetivos para exaltar la belleza, la gracia, la virtud y la inteligencia de

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la muchacha amada); a través de nítidos ringorrangos de tinta y de sentimientos, decíaademás cómo el propio Tancredi, consciente de su indignidad había tratado de sofocar suardor («largas, pero vanas, han sido las horas durante las cuales entre el alboroto de Nápoleso la austeridad de mis compañeros de armas he tratado de reprimir mis sentimientos»). Peroahora el amor había superado la contención, y rogaba a su amadísimo tío que quisiera en sunombre y por su cuenta pedir la mano de la señorita Angelica a su «estimadísimo padre». «Túsabes, tío, que yo no puedo ofrecer al objeto de mi pasión nada que no sea mi amor, minombre y mi espada.» Después de esta frase, a propósito de la cual conviene no olvidar queentonces se encontraba en pleno mediodía romántico, Tancredi se entregaba a largasconsideraciones sobre la oportunidad, mejor dicho, la necesidad, de que uniones entrefamilias como la de los Falconeri y los Sedàra (una vez se atrevió incluso a escribir «Casa delos Sedàra») fuesen animadas por la aportación de la sangre nueva que éstas daban a losviejos linajes, y por razón de la nivelación de clases, que era uno de los propósitos del actualmovimiento político en Italia. Ésta fue la única parte de la carta que don Fabrizio leyó conplacer, y no sólo porque confirmaba sus propias previsiones y le confería los laureles deprofeta, sino también (sería duro decir «sobre todo») porque el estilo, desbordante desobreentendida ironía, le evocaba mágicamente la figura del sobrino, la nasalización burlonade la voz, los ojos llenos de malicia azul, las risitas corteses. Cuando luego se dio cuenta deque este fragmento jacobino estaba exactamente contenido en una hoja, de modo que, si sequería, se podía hacer leer la carta sustrayendo de ella el capítulo revolucionario, suadmiración por el tacto de Tancredi llegó a su cenit. Después de haber contado brevementelos más recientes acontecimientos guerreros y expresado la convicción de que dentro de unaño se habría logrado Roma, «predestinada capital augusta de la nueva Italia», daba lasgracias por los cuidados y afecto recibidos en el pasado y se excusaba por su audacia alconfiarle a él el encargo «del que depende mi felicidad futura». Luego le saludaba (sólo a él).

La primera lectura de este extraordinario selecto fragmento de prosa aturdió un poco adon Fabrizio: advirtió de nuevo la sorprendente aceleración de la historia; para expresarnosen términos modernos diremos que vino a encontrarse en el estado de ánimo de quiencreyendo, hoy, haber subido a bordo de uno de los aéreos cansinos que hacen el cabotajeentre Palermo y Nápoles, se da cuenta, en cambio, de que se halla encerrado en unsupersónico y comprende que habrá llegado a la meta antes de haber tenido tiempo desantiguarse. El segundo estrato, el afectuoso, de su personalidad se abrió camino y se alegróde la decisión de Tancredi que venía a asegurar su satisfacción carnal, efímera, y sutranquilidad económica, perenne. Pero todavía después advirtió el increíble entono deljovencito, que postulaba su deseo como ya aceptado por Angelica; pero al fin todos estospensamientos fueron perturbados por un gran sentido de humillación por verse obligado atratar con don Calogero de temas tan íntimos, y también por la preocupación de tener queentablar al día siguiente delicados tratos y emplear esas precauciones y esas finuras querepugnaban a su naturaleza, presuntuosamente leonina.

El contenido de la carta fue comunicado por don Fabrizio solamente a su mujer,cuando ya estaban en la cama, al resplandor azulado del quinqué encapuchado por la pantallade vidrio. Y María Stella no dijo nada al principio, pero se santiguó un montón de veces.Después afirmó que no con la diestra sino con la siniestra habría tenido que santiguarse.Después de esta expresión de suma maravilla, se desencadenaron los rayos de su elocuencia.Sentada en el lecho, sus dedos arrugaban la sábana, mientras las palabras atravesaban laatmósfera lunar de la habitación cerrada, rojas como teas iracundas.

—¡Y yo que había esperado que se casara con Concetta! Es un traidor, como todos losliberales de su calaña. Primero ha traicionado al rey, ahora nos traiciona a nosotros. ¡Él, con

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su cara falsa, con sus palabras llenas de miel y las acciones cargadas de veneno! Esto es loque sucede cuando se trae a casa gente que no es de nuestra sangre. — Y aquí hizo irrumpirla carga de coraceros de las escenas familiares —: Yo siempre lo dije, pero nadie me hacecaso. Nunca pude sufrir a ese pisaverde. Sólo a ti te traía de zarandillo.

En realidad la princesa también había sido subyugada por las zalamerías de Tancredi.También ella lo quería todavía, pero la voluntad de gritar «siempre lo dije», al ser la másfuerte que puede gozar una criatura humana, había trastornado todas las verdades ysentimientos.

—Y ahora tiene el cinismo de encargarte a ti, su tío y príncipe de Salina, padre de lacriatura a quien ha engañado, que hagas sus indignas peticiones a ese desaprensivo, padre deesa pelandusca. Pero tú no debes hacerlo, Fabrizio, no debes hacerlo, no lo harás, ¡no lodebes hacer!

La voz subía de tono, el cuerpo comenzaba a ponerse rígido. Don Fabrizio, todavíaacostado de espaldas, miró de lado para asegurarse de que la valeriana estaba en la cómoda.El frasco estaba allí y también la cuchara de plata puesta de través sobre el tapón. En lasemioscuridad glauca de la habitación brillaban como un faro tranquilizador, erguido contralas tempestades histéricas. Por un momento quiso levantarse y cogerlas, pero se contentó consentarse también él. Así readquirió una parte de prestigio.

—Stelluccia, no digas demasiadas tonterías. No sabes lo que dices. Angelica no es unapelandusca. Lo será acaso con el tiempo, pero ahora es una muchacha como todas, más bellaque las otras y que quiere simplemente hacer una buena boda. Tal vez esté también un tantoenamorada de Tancredi, como todas. Tiene dinero, dinero nuestro en gran parte, peroadministrado hasta demasiado bien por don Calogero. Y Tancredi lo necesita mucho: es unseñor, es ambicioso, tiene las manos rotas. A Concetta no le ha dicho nunca nada; es más, esella quien desde que llegamos a Donnafugata lo ha tratado como a un perro. Y además no esun traidor: sigue la corriente de los tiempos, esto es todo, tanto en política como en la vidaprivada: por lo demás, es el muchacho más bueno que conozco. Y lo sabes tanto como yo,Stelluccia mía.

Cinco enormes dedos rozaron la minúscula cabecita de ella. Ahora ella estaballorando; había tenido el buen sentido de beber un sorbo de agua y el fuego de la ira se habíacambiado en aflicción. Don Fabrizio comenzó a esperar que no sería necesario tener que salirdel tibio lecho y afrontar con los pies descalzos una travesía por la habitación ya fresca. Paraasegurarse la calma futura se revistió de falsa cólera:

—Y además no quiero gritos en mi casa, en mi habitación, ni en mi lecho. Nada de«harás» ni «dejarás de hacer». Soy yo quien decide. Y yo he decidido ya desde que tú nisiquiera lo soñabas. ¡Basta!

El abominador de los gritos aullaba con cuanto aliento cabía en su tórax desmesurado.Creyendo tener una mesa ante él, se dio un puñetazo sobre la rodilla, se hizo daño y tambiénél se calmó.

La princesa estaba despavorida y gemía bajo como un perrillo amenazado.

—Durmamos ahora. Mañana voy de caza y he de levantarme temprano. ¡Basta! Lodecidido, decidido está. Buenas noches, Stelluccia.

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Besó a su mujer, primero en la frente y después en la boca. Se estiró y se volvió decara a la pared. Sobre la seda de la pared la sombra de su cuerpo acostado se proyectabacomo el perfil de una cordillera sobre un horizonte cerúleo.

También Stelluccia se acomodó, y mientras su pierna derecha rozaba la izquierda delpríncipe, se sintió consolada y orgullosa de tener por marido un hombre tan enérgico y fiero.Qué importaba Tancredi... y también Concetta...

Estas marchas sobre el filo de la navaja fueron suspendidas del todo por el momentojunto con los demás pensamientos, en la vejez arcaica y perfumada del campo, si así puedenllamarse los lugares en que se encontraba cazando cada mañana. En el término campo sehalla implícito un sentido de tierra transformada por el trabajo. En cambio, el bosque,agarrado a la falda de una colina hallábase en el idéntico estado de maraña aromática en quelo habían encontrado los fenicios, dorios y jonios cuando desembarcaron en Sicilia, esaAmérica de la Antigüedad. Don Fabrizio y Tumeo subían, bajaban, resbalaban y eranarañados por los espinos tal como un Arquídamo o un Filóstrato cualesquiera se habíanfatigado o arañado veinticinco siglos antes: veían los mismos objetos, un sudor igualmentepegajoso bañaba sus ropas, el mismo indiferente viento sin descanso, marino, movía losmirtos y las retamas y expandía el aroma del tomillo. Las repentinas detenciones reflexivasde los perros, su patética tensión en espera de la presa era idéntica a la de los días en los quepara la caza se invocaba a Artemisa. Reducida a estos elementos esenciales, con el rostrolavado del disfraz de las preocupaciones, la vida se mostraba bajo un aspecto tolerable. Pocoantes de llegar a la cumbre del cerro, aquella mañana «Arguto» y «Teresina» iniciaron ladanza religiosa de los perros que han descubierto la caza: rastreamientos, tensiones, cautoslevantamientos de patas, ladridos contenidos. A los pocos instantes un culito de pelos grisesse movió entre las yerbas, dos tiros casi simultáneos pusieron fin a la silenciosa espera.«Arguto» depositó a los pies del príncipe un animalillo agonizante.

Era un conejo: la modesta casaca de color de arcilla no había bastado para salvarlo.Horribles desgarraduras le habían lacerado el hocico y el pecho. Don Fabrizio sintió sobre síla mirada de los grandes ojos negros que, invadidos rápidamente por un velo glauco, locontemplaban sin reproche pero poseídos por un dolor atónito dirigido contra el orden de lascosas. Las aterciopeladas orejas estaban ya frías, las vigorosas patitas se contraíanrítmicamente, símbolos supervivientes de un inútil impulso: el animal moría torturado poruna ansiosa esperanza de salvación, imaginando poder todavía librarse cuando ya había sidoapresado, como tantos hombres. Mientras los piadosos pulgares acariciaban el mísero hocico,el animal tuvo un postrer estremecimiento y murió. Pero don Fabrizio y don Ciccio habíantenido su pasatiempo. El primero había experimentado además del placer de matar el gocetranquilizador de compadecer.

Cuando los cazadores llegaron a la cumbre del monte, de entre los tamariscos yalcornoques reapareció el aspecto de la verdadera Sicilia, aquel en que ciudades barrocas ynaranjos no son más que garambainas despreciables: el aspecto de una aridez ondulante hastael infinito en grupa tras grupa, desconsoladoras e irracionales, de las que la mente no puedeaprehender las líneas principales, concebidas en un momento delirante de la creación: un marque se funde de repente. Donnafugata, encogida, escondíase en un pliegue anónimo delterreno y no se veía un alma: únicamente canijas hileras de vides denunciaban la presenciadel hombre. Al otro lado de las colinas, en una parte, la mancha añil del mar, todavía másmineral e infecundo que la tierra. El viento leve pasaba por todo, universalizaba olores de

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estiércol, de carroña y de salvia, cancelaba, suprimía, recomponía cada cosa con su pasoindolente; secaba las gotas de sangre que eran el único legado del conejo, mucho más allá ibaa agitar la cabellera de Garibaldi y después todavía lanzaba el polvillo en los ojos de lossoldados napolitanos que reforzaban apresuradamente los bastiones de Gaeta, ilusionados poruna esperanza que era tan vana como el abatido ímpetu de fuga de la caza perseguida. A lasombra de los alcornoques el príncipe y el organista se pusieron a descansar: bebían el vinotibio de las cantimploras de madera, acompañando un pollo asado sacado del morral de donFabrizio con los delicados muffoletti rociados con harina cruda que don Ciccio se habíallevado consigo; saboreaban la dulce insolia, esa uva tan fea de ver como buena para comer;saciaron con grandes rebanadas de pan el hambre de los perros que estaban frente a ellos,impasibles como funcionarios concentrados en el cobro de sus créditos. Bajo el solconstitucional don Fabrizio y don Ciccio estuvieron luego a punto de dormirse.

Pero si un tiro había matado el conejo, si los cañones de Cialdini desanimaban ya a lossoldados borbónicos, si el calor meridiano adormecía a los hombres, nada, en cambio, podíadetener a las hormigas. Atraídas por algunos pasados granos de uva que don Ciccio habíaescupido, acudían sus apretadas filas, exaltadas por el deseo de anexionarse aquel poco depodredumbre rebozado con la saliva del organista. Acudían osadamente, en desorden, peroresueltas: grupitos de tres o cuatro deteníanse un momento a charlar y, ciertamente, exaltabanla gloria secular y la abundancia futura del hormiguero número dos bajo el alcornoquenúmero cuatro de la cumbre de Monte Morco. Luego junto con las demás reemprendían lamarcha hacia el próspero porvenir. Las brillantes espaldas de aquellas imperialistas parecíanvibrar de entusiasmo y sin duda por encima de sus filas revoleaban las notas de un himno.

Como consecuencia de algunas asociaciones de ideas que no sería oportuno precisar,el atarearse de aquellos insectos impidió el sueño al príncipe y le hizo recordar los días delplebiscito, como los había vivido poco tiempo antes en Donnafugata. Además de unaimpresión de extrañeza, aquellas jornadas le habían dejado muchos enigmas que solucionar.Ahora, ante esta naturaleza que, excepto las hormigas, evidentemente se lo tomaban a broma,era acaso posible buscar la solución de uno de ellos. Los perros dormían tendidos yaplastados como figurillas recortadas, el conejito, colgado cabeza abajo de una rama, pendíadiagonalmente bajo el continuo impulso del viento, pero Tumeo, ayudado por su pipa,conseguía todavía tener los ojos abiertos.

—Usted, don Ciccio, ¿qué votó el día veintiuno?

El pobre hombre se sobresaltó. Pillado de improviso, en un momento en el cualhallábase fuera el recinto de los setos de precaución en el que se movía de costumbre cornotodos sus paisanos, vaciló, sin saber qué responder.

El príncipe consideró temor lo que sólo era sorpresa y se irritó.

—¿De qué tiene miedo? Aquí solamente estamos nosotros, el viento y los perros.

La lista de los testimonios tranquilizadores no era, a decir verdad, muy feliz: el vientoes parlanchín por definición, y el príncipe era a medias siciliano. De absoluta confianzasolamente eran los perros y sólo porque estaban desprovistos de lenguaje articulado. Pero donCiccio se había recobrado y la astucia campesina le había sugerido la respuesta justa, es decir,nada.

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—Perdón, excelencia. La suya es una pregunta inútil. Sabe que en Donnafugata todoshan votado el «sí».

Esto lo sabía don Fabrizio, y precisamente por ello la respuesta no hizo más quetransformar un pequeño enigma en un enigma histórico. Antes de la votación muchaspersonas habían acudido a él a pedirle consejo: todos, sinceramente, habían sido exhortados avotar de modo afirmativo.

Efectivamente, don Fabrizio ni siquiera concebía que se pudiera hacer de otro modo:sea frente al hecho consumado, como con respecto a la teatral trivialidad del acto. Así frente ala necesidad histórica, como también en consideración a las desdichas en que aquellashumildes gentes se precipitarían cuando su actitud negativa hubiera sido descubierta. Perohabíase dado cuenta de que muchos no se dejaron convencer por sus palabras: había entradoen juego el maquiavelismo abstracto de los sicilianos, que tan a menudo inducía a esta gente,generosa por definición, a erigir complejos andamios apoyados sobre fragilísimas bases.Como clínicos habilísimos en las curas, pero que se basaron en análisis de sangre o de orinacompletamente equivocados y que para corregirlos fueran demasiado perezosos, los sicilianos(de entonces) acabaron por matar al enfermo, es decir a sí mismos, precisamente aconsecuencia de la refinadísima astucia que casi nunca se apoyaba en un real conocimientode los problemas o, por lo menos, de los interlocutores. Algunos de los que habían efectuadoel viaje ad limina gattopardorum consideraban imposible que un príncipe de Salina pudiesevotar en favor de la Revolución (así eran designados en aquel remoto pueblo los recientescambios) e interpretaban los razonamientos suyos como salidas irónicas, encaminadas aobtener un resultado práctico opuesto al sugerido por las palabras. Estos peregrinos — y eranlos mejores — habían salido de su despacho parpadeando en la medida en que se lo permitíael respeto, orgullosos de haber penetrado el sentido de las palabras principescas y frotándoselas manos para congratularse de su propia perspicacia precisamente en el instante en que éstase había eclipsado. Otros, en cambio, después de haberlo escuchado, se alejaban contristados,convencidos de que era un tránsfuga o un mentecato y más que nunca decididos a no hacerlecaso y cumplir el milenario proverbio que exhorta a preferir un mal ya conocido que un bienno experimentado. Éstos se resistían a ratificar la nueva realidad nacional incluso por razonespersonales, sea por fe religiosa, sea por haber recibido favores del anterior gobierno y nohaber sabido luego con suficiente habilidad introducirse en el nuevo, sea, en fin, porquedurante el barullo de la liberación les habían desaparecido un par de capones y algunasmedidas de habas y, en cambio, les había apuntado un par de cuernos, ya librementevoluntarios como las tropas garibaldinas, ya de reclutamiento forzoso como los regimientosborbónicos. En resumen, sobre unas quince personas, tenía la penosa pero clara impresión deque habían votado «no», minoría exigua ciertamente, pero que había que tener en cuenta en elpequeño distrito electoral de Donnafugata. Si además se quiere considerar que las personasacudidas a él representaban solamente la flor y nata del país y que alguno no convencidodebía también de hallarse entre aquellos centenares de electores que ni siquiera habíansoñado en dejarse ver en el palacio, el príncipe había calculado que la unanimidad afirmativade Donnafugata habría sido reducida por unos cuarenta votos negativos.

El día del plebiscito fue un día ventoso y nublado, y por los caminos de la comarca sehabían visto cansados grupitos de jovenzuelos con un cartelito con el «sí» atado a la cinta delsombrero. Entre los papeluchos y desechos levantados por remolinos de viento, cantabanalgunas estrofas de la Bella Gigugin transformada en nenia árabe, suerte a la que debeacostumbrarse cualquier pequeña melodía alegre que quiera ser cantada en Sicilia. Tambiénse habían visto dos o tres «caras forasteras» (es decir, de Girgenti) sentadas en la taberna deltío Menico, donde alababan el «magnífico destino y el progreso» de una renovada Sicilia

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unida a la resucitada Italia. Algunos campesinos los escuchaban en silencio, embrutecidoscomo estaban, en partes iguales, por un uso inmoderado del zappone y por muchos días deocio forzado y hambriento. Carraspeaban y escupían con frecuencia, pero callaban, callabande tal manera que debió de ser entonces — como dijo luego don Fabrizio — cuando «lascaras forasteras» decidieron anteponer, entre las artes del Cuadrivio, la Matemática a laRetórica.

Hacia las cuatro de la tarde el príncipe se había dirigido a votar, llevando a la derechaal padre Pirrone y a la izquierda a Onofrio Rotolo. Cabizbajo y peliclaro avanzaba lentamentehacia el Ayuntamiento y a menudo se protegía los ojos con mano para impedir que aquelventarrón, cargado con todas las porquerías recogidas a su paso, le reprodujera aquellaconjuntivitis a que era propenso. Iba diciendo al padre Pirrone que sin viento el aire sería unestanque pútrido, pero que también el viento benefactor arrastraba consigo muchas basuras.Llevaba el mismo redingote negro con el cual dos años antes se había dirigido a saludar enCaserta a aquel pobre rey Fernando que, por fortuna para él, había muerto a tiempo para noestar presente en aquella jornada flagelada por un viento impuro, durante la cual se ponía elsello a su ineptitud. Pero ¿había ineptitud realmente? Entonces puede decirse también quequien sucumbe al tifus muere de ineptitud. Recordó aquel rey afanado en oponer diques a lainundación de papeleo inútil: y de pronto advirtió qué inconsciente llamamiento a lamisericordia se había manifestado en aquella cara antipática. Estos pensamientos erandesagradables como todos los que nos hacen comprender las cosas demasiado tarde, y elaspecto del príncipe, su figura, se hicieron tan solemnes y negros que parecía ir detrás de uninvisible coche de muertos. Sólo la violencia con la cual los guijarros del camino eranrechazados con violentos puntapiés revelaba las conflictos internos. Ni que decir tiene que lacinta de su chistera estaba virgen de todo cartel, pero a ojos de quien lo conociese un «sí» yun «no» alternados perseguíanse sobre el brillo del fieltro.

Llegado a la salita del Ayuntamiento donde tenía efecto la votación, se sorprendió alver que todos los componentes de la mesa electoral se levantaban cuando su estatura llenópor completo la altura de la puerta. Fueron apartados algunos campesinos que llegaron antesa votar, y así, sin tener que esperar, don Fabrizio entregó su «sí» en manos de don CalogeroSedàra. En cambio, el padre Pirrone no votó porque había tenido el cuidado de no inscribirsecorno residente en el lugar. Don Onofrio, obedeciendo a los expresos deseos del príncipe,manifestó su monosilábica opinión con respecto a la complicada cuestión italiana: obra dearte de concisión que se llevó a cabo con el mismo agrado con que un niño se toma el aceitede ricino. Luego fueron invitados todos a «tomar una copa» arriba, en el despacho delalcalde. Pero el padre Pirrone y don Onofrio expusieron buenas razones de abstinencia uno yde dolor de estómago el otro, y se quedaron abajo. Don Fabrizio tuvo que enfrentarse solocon el copeo.

Tras el despacho del alcalde flameaba un retrato de Garibaldi y (ya) uno de VittorioEmmanuele, afortunadamente colocado a la derecha: magnífico hombre el primero y feísimoel segundo, pero ambos hermanados por la poderosa lozanía de su pelambrera que casi losenmascaraba. Sobre una mesita baja un plato con viejísimos bizcochos que las defecacionesde las moscas habían puesto de luto, y doce toscos vasitos llenos de rosoli: cuatro rojos,cuatro verdes, cuatro blancos: éstos en el centro, ingenuo simbolismo de la nueva bandera,que puso el bálsamo de una sonrisa en el remordimiento del príncipe. Eligió para sí el licorblanco porque presumiblemente era menos indigesto, y no, como se quiso insinuar, comotardío homenaje a la bandera borbónica. Las tres variedades de rosoli estaban, por lo demás,igualmente azucaradas, pegajosas y tenían mal sabor. Se tuvo el buen gusto de no brindar.Además, como dijo don Calogero, las grandes alegrías son mudas. Se mostró a don Fabrizio

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una carta de las autoridades de Girgenti que anunciaban a los laboriosos ciudadanos deDonnafugata la concesión de una contribución de dos mil liras para el servicio de cloacas,obra que sería terminada en 1961, como aseguró el alcalde, incurriendo en uno de esos lapsuscuyo mecanismo explicaría Freud muchos decenios después. Y la reunión se disolvió.

Antes de la puesta del sol las tres o cuatro putillas de Donnafugata — también lashabía allí, no agrupadas, sino actuantes en sus haciendas privadas — comparecieron en laplaza, el cabello adornado con cintitas tricolores, para protestar contra la exclusión de lasmujeres en el voto. Las pobrecillas fueron expulsadas incluso por los más exaltados liberalesy obligadas a meterse de nuevo en sus casas. Esto no impidió que el Giornale di Tinacria,cuatro días después, hiciera saber a los palermitanos que en Donnafugata «algunas gentilesrepresentantes del bello sexo habían querido manifestar su fe inquebrantable en los nuevos yresplandecientes destinos de la patria amantísima, y desfilaron por la plaza entre la generalaprobación de aquella población patriótica».

Después se cerró el colegio electoral y se procedió al escrutinio, y ya de anochecida seabrió el balcón del Municipio y don Calogero mostróse con faja tricolor y todo, teniendo acada lado un funcionario con candelabros encendidos que, por lo demás, el viento apagó sinvacilar. Anunció a la multitud invisible en las tinieblas que en Donnafugata el plebiscitohabía dado estos resultados:

Inscritos, 515; votantes, 512; sí, 512; no, cero.

Desde el fondo oscuro de la plaza brotaron los aplausos y los vivas. Desde el balcónde su casa, Angelica, junto con la fúnebre doncella, aplaudía con sus bellas manos rapaces.Fueron pronunciados discursos: adjetivos cargados de superlativos y de consonantes sonorassaltaban y chocaban en la sombra desde una pared a otra de las casas. Con las explosiones delos cohetes se expidieron mensajes al rey — al nuevo — y al general. Algún cohete tricolorsurgió de la sombra hacia el cielo sin estrellas. A las ocho todo había terminado, y no quedómás que la oscuridad, como otra noche cualquiera, desde siempre.

Sobre la cumbre de Monte Morco todo era nítido ahora, a plena luz. Pero la oscuridadde la noche subsistía aún en el fondo del alma de don Fabrizio. Su malestar adquiría formastanto más penosas cuanto inciertas. En modo alguno tenía origen en las graves cuestionescuya solución había iniciado el plebiscito: los grandes intereses del reino — de las DosSicilias —, los intereses de la propia clase, sus ventajas privadas surgían de todos aquellosacontecimientos, lesionados, pero todavía vivos. Dadas las circunstancias no era lícito pedirmás: el malestar no era de naturaleza política y debía de tener raíces más profundas, radicadasen uno de esos motivos que llamamos irracionales porque se hallan sepultados bajo montonesde ignorancia sobre nosotros mismos. Italia había nacido en aquella triste noche deDonnafugata, nacido justamente allí, en aquel lugar olvidado, tanto como en la pereza dePalermo y en la agitación de Nápoles; pero un hada mala de quien no se conocía el nombretuvo que estar presente. De todos modos había nacido y había que esperar a que pudiese vivirde esta forma: cualquier otra sería peor. De acuerdo. Sin embargo, esta persistente inquietudsignificaba algo. Advertía que durante aquella demasiado seca enunciación de cifras, duranteaquellos demasiado enfáticos discursos, algo, alguien había muerto. Sólo Dios sabía en quélugar del país, en qué repliegue de la conciencia popular.

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El fresco había disipado la somnolencia de don Ciccio. La maciza gravedad delpríncipe había alejado todos sus temores. Ahora, a la superficie de su propia conciencia,emergía sólo el despecho, inútil, es verdad, pero no innoble. De pie, hablaba en dialecto yaccionaba, lamentable títere que tenía ridículamente razón.

—Yo, excelencia, voté que «no». «No», cien veces «no». Sé que me dijo: lanecesidad, la unidad, la oportunidad. Tiene razón: yo de política no entiendo nada. Dejo estascosas a los demás. Pero Ciccio Tumeo es un caballero, pobre y miserable, con los fondillosrotos — y sacudía sobre sus nalgas las minuciosas culeras de sus pantalones de caza —, y nohabía olvidado los beneficios recibidos, y esos puercos del Municipio se han tragado miopinión, la mastican y después la cagan convertida en lo que quieren. Dije negro y me hacendecir blanco. Por una vez que podía decir lo que pensaba, ese chupasangres de Sedàra meanula, hace como si yo nunca hubiera existido, como si fuera nada mezclado con nadie, yoque soy Francesco Tumeo La Manna hijo del difunto Leonardo, organista de la iglesiaparroquial de Donnafugata, su amo mil veces que le dediqué también una mazurca compuestapor mí el día en que nació esa... — y se mordió el dedo para frenarse —, esa melindrosa de suhija.

Al llegar a este punto descendió la calma sobre don Fabrizio que finalmente habíaresuelto el enigma: ahora sabía a quién habían matado en Donnafugata, y en otros cienlugares, durante aquella noche de sucio viento: un recién nacido: la buena fe: justamente esacriatura que debieron haber cuidado más, cuyo fortalecimiento habría justificado otrosestúpidos vandalismos. El voto negativo de don Ciccio, cincuenta votos semejantes enDonnafugata, cien mil «no» en todo el reino, no habrían cambiado en nada el resultado, lohabrían hecho, aún, más significativo, y se habría evitado estropear las almas. Hacía seismeses que se oía la dura voz despótica que decía: «Haz lo que te digo, o habrá palos.» Ahorase tenía ya la impresión de que la amenaza había sido sustituida por las palabras suaves delusurero: «Tú mismo firmaste, ¿no lo ves? Está claro. Debes hacer lo que digamos nosotros,porque mira el recibo: tu voluntad es igual que la mía.»

Don Ciccio despotricaba todavía:

—Para ustedes, los señores, es distinto. Se puede ser ingrato por un feudo de más,pero por un pedazo de pan el reconocimiento es una obligación. Harina de otro costal es paramangones como Sedàra, para quienes aprovecharse es ley. Para nosotros, gente de mediopelo, las cosas son como son. Ya lo sabe, excelencia, el buen hombre de mi padre eramontero en el Casino real de San Onofrio ya en tiempos de Fernando IV, cuando estaban aquílos ingleses. Era una vida dura, pero el uniforme real verde y la placa de plata dabanautoridad. Fue la reina Isabel, la española, la que era duquesa de Calabria entonces, quien mehizo estudiar y me permitió ser lo que soy, organista de la iglesia parroquial, honrado por labenevolencia de vuestra excelencia; y en los años de mayor necesidad, cuando mi madreenviaba una súplica a la corte, las cinco onzas de socorro llegaban tan seguras como lamuerte, porque en Nápoles nos querían, sabían que éramos buena gente y súbditos leales.Cuando el rey venía, le daba palmadas en el hombro a mi padre: «Don Lioná,8 quisieramuchos como usted, fieles apoyos del trono y de mi persona.» El ayudante de campodistribuía luego las monedas de oro. Limosnas llaman ahora a estas generosidades deverdadero rey: lo dicen por no tener que darlas, pero eran justas recompensas a la lealtad. Yhoy si estos santos reyes y hermosas reinas miran desde el cielo, ¿qué dirán? «¡El hijo de donLeonardo Tumeo nos ha traicionarlo!» Menos mal que en el paraíso se sabe la verdad. Lo sé,

8 Don Lioná: forma napolitana de «Don Leonardo».

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excelencia, lo sé, personas como usted me lo han dicho: estas cosas por parte de los reyes nosignifican nada, forman parte de su oficio. Será verdad, mejor dicho es verdad. Pero las cincoonzas también lo eran, y con ellas se nos ayudaba a pasar el invierno. Y ahora que podíapagar mi deuda, nada, «tú no existes». Mi «no» se convierte en un «sí». Era un «súbdito fiel»y me he convertido en un «borbón asqueroso». Ahora todos son saboyardos. Pero a lossaboyardos me los tomo con el café — y sosteniendo entre el pulgar y el índice un imaginariobizcocho lo mojaba en una taza imaginaria.

Don Fabrizio había querido siempre a don Ciccio, pero era éste un sentimiento nacidode la compasión que inspira toda persona que desde joven se ha creído destinada al arte y quede viejo, dándose cuenta de que no posee talento, continúa ejerciendo esta misma actividaden más bajos peldaños, guardándose en el bolsillo sus marchitos sueños, y compadecíatambién su decorosa pobreza. Pero ahora experimentaba también una especie de admiraciónpor él, y en el fondo, exactamente en el fondo de su altiva conciencia, una voz preguntaba sipor casualidad don Ciccio no se había comportado más caballerosamente que el príncipe deSalina. Y los Sedàra, todos estos Sedàra, desde aquel minúsculo que alteraba la aritmética enDonnafugata, a los mayores de Palermo, Turín, ¿acaso no habían cometido un delitodestrozando esta conciencia? Don Fabrizio no podía saberlo entonces, pero una buena partede la ociosidad, de la aquiescencia por las cuales durante los decenios siguientes se había devituperar a la gente del Mediodía, tuvo su origen en la estúpida anulación de la primeraexpresión de libertad que a ellos se les había concedido.

Don Ciccio se había desahogado. Ahora a su auténtica pero rara personificación del«caballero austero» añadíase otra, mucho más frecuente y no menos genuina, la del esnob.Porque Tumeo pertenecía a la especie zoológica de los «esnobs pasivos», especie hoyinjustamente vilipendiada. Naturalmente, la palabra «esnob» era desconocida en Sicilia en1860, pero del mismo modo que antes de Koch existían los tuberculosos, así en aquellaremotísima edad existía la gente para quien obedecer, imitar y sobre todo no afligir a quienesconsideran de categoría social superior a la suya, es ley suprema de vida. Efectivamente, elesnob es lo contrario del envidioso. Entonces se presentaba bajo diversos nombres: erallamado «devoto», «afecto», «fiel», y vivía una vida feliz porque la más fugitiva sonrisa decualquier noble era suficiente para llenarle de sol toda una jornada, y puesto que sepresentaba acompañado de esos apelativos afectuosos, los donativos restauradores eran másfrecuentes que ahora. Por lo tanto, la cordial naturaleza esnob de don Ciccio temía haberdisgustado a don Fabrizio, y su solicitud se apresuraba a buscar los medios de ahuyentar lassombras acumuladas por su culpa, según creía, bajo el ceño olímpico del príncipe, y el mediomás inmediatamente idóneo era el de proponer continuar la caza; y así se hizo. Sorprendidasen su modorra del mediodía, algunas desventuradas becadas y otro conejo cayeron bajo lostiros de los cazadores, tiros aquel día particularmente precisos y despiadados porque tantoSalina como Tumeo se complacían en identificar con don Calogero Sedàra esos inocentesanimales. Pero los tiros, los copos de pelo o plumas que los disparos hacían por un momentobrillar al sol, no bastaban ese día para serenar al príncipe. A medida que pasaban las horas yse acercaba el momento de regreso a Donnafugata, la preocupación, el despecho y lahumillación por la inminente conversación con el plebeyo alcalde lo oprimían, y el haberllamado en su corazón «don Calogero» a dos becadas y un conejo, no había servido de nadadespués de todo. Aunque estaba ya decidido a engullirse el repugnante sapo,9 sintió tambiénla necesidad de poseer amplias informaciones sobre el adversario, o, mejor dicho, sondear la

9 Ingoiare un rospo («tragar un sapo») equivale a nuestra frase «hacer de tripas corazón».

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opinión pública con respecto al paso que estaba a punto de dar. Fue así cómo por segunda vezen aquel día don Ciccio se sorprendió ante una pregunta hecha a bocajarro.

—Don Ciccio, usted que conoce a tanta gente en el pueblo, ¿qué se dice realmente dedon Calogero de Donnafugata?

A Tumeo, en verdad, le parecía haber expresado con claridad suficiente su opiniónsobre el alcalde, y así se disponía a contestar, cuando resonaron en su mente los vagosrumores que había oído sobre la dulzura de los ojos con los cuales don Tancredi contemplabaa Angelica, de manera que se sintió disgustado por haberse dejado arrastrar a manifestacionestribunicias que ciertamente apestarían ante las narices del príncipe si lo que se olía eraverdad. Tales eran las cosas mientras en otro compartimiento de su mente se alegraba por nohaber dicho nada concreto contra Angelica. Es más, el leve dolor que sentía aún en su índicediestro le producía el efecto de un bálsamo.

—Después de todo, excelencia, don Calogero Sedàra no es peor que tanta gentevenida a más en estos últimos meses.

El homenaje era moderado, pero fue suficiente para permitir que don Fabrizioinsistiera.

—Verá usted, don Ciccio, a mí me interesa mucho conocer la verdad sobre donCalogero y su familia.

—La verdad, excelencia, es que don Calogero es muy rico y también muy influyente.Que es avaro (cuando su hija estaba en el colegio, él y su mujer se comían entre los dos unhuevo frito), pero que cuando es necesario sabe gastar, y como todo tarí10 suele, en el mundo,acabar en el bolsillo de alguien, ocurre que mucha gente depende ahora de él. Además,cuando es amigo es amigo, hay que decirlo: su tierra la tiene arrendada a cinco campesinos ydeben echar los hígados para pagarle, pero hace un mes prestó cincuenta onzas a PasqualeTripi que lo ayudó en el período del desembarco, y sin intereses, lo que es el mayor milagroque se ha visto desde que santa Rosalía acabó con la peste en Palermo. Inteligente como undemonio. Su excelencia tendría que haberlo visto en abril y mayo pasados: iba de un ladopara otro por todo el territorio como un murciélago, en coche, en mulo, a pie, lloviera o no. Ypor donde había pasado se formaban sociedades secretas, se preparaba el camino para los quehabían de llegar. Un castigo de Dios, excelencia, un castigo de Dios. Y todavía no vemos másque el principio de la carrera de don Calogero: dentro de unos meses será diputado en elParlamento de Turín. Dentro de unos años, cuando se pongan en venta los bieneseclesiásticos, pagando cuatro cuartos se quedará con los feudos de Marca y Fondachello y seconvertirá en el mayor propietario de la provincia. Éste es don Calogero, excelencia, elhombre nuevo como debe ser. Pero es una lástima que deba ser así.

Don Fabrizio recordó la conversación de meses atrás con el padre Pirrone en elobservatorio bañado por el sol. Lo que había predicho el jesuita iba a tener efecto. Pero¿acaso no era una buena táctica la de incorporarse al nuevo movimiento, manejarlo, al menosen parte, de modo que resultara en provecho de algunos individuos de su clase? Disminuyóun poco la molestia de la inminente conversación con don Calogero.

—Y los otros de la casa, don Ciccio, los demás, ¿cómo son realmente?

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Pequeña moneda del antiguo reino de las Dos Sicilias.

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—Excelencia, a la mujer de don Calogero no la ha visto nadie desde hace años,excepto yo. Sale sólo para ir a misa, a primera misa, la de las cinco, cuando no hay nadie. Aesa hora no hay servicio de órgano. Pero yo una vez me di un madrugón adrede para verla.Doña Bastiana entró acompañada por la doncella, y yo, protegido por el confesionario detrásdel cual me había escondido, no podía ver mucho, pero al terminar el servicio divino el calorfue más fuerte que la pobre mujer y se apartó de la cara el velo negro. Palabra de honor,excelencia, es hermosa como el sol, y no se puede censurar a don Calogero si cucarachacomo es él, quiere tenerla lejos de los demás. Pero incluso de las casas mejor custodiadasacaban por salir a relucir las noticias: las criadas hablan, y parece que doña Bastiana es unaespecie de animal: no sabe leer, no sabe escribir, no conoce el reloj, casi no sabe hablar: unabella mula, voluptuosa y tosca. También es incapaz de querer a su hija. Buena para la cama ybasta.

Don Ciccio, que había sido pupilo de reinas y servidor de príncipes, estimaba muchosus sencillos modales, que consideraba perfectos, sonreía complacido: había encontrado lamanera de desquitarse un poco sobre el aniquilador de su personalidad.

—Por lo demás — continuó —, no puede ser de otro modo. ¿Sabe, excelencia, dequién es hija Bastiana?

Se volvió, se puso de puntillas y con el índice señaló un lejano grupito de casuchasque parecían deslizarse por la escarpa de un cerro y que apenas puede mantener en torno suyoun campanario miserable: una aldehuela crucificada.

—Es hija de uno de los aparceros de vuestra excelencia en Runci, de un tal PeppeGiunta que tan sucio y salvaje era que todos lo llamaban «Peppe Mmerda», con perdón seadicho, excelencia.

Y, satisfecho, envolvía en torno de uno de sus dedos una oreja de «Teresina».

—Dos años después de la fuga de don Calogero con Bastiana, lo encontraron muertoen el alcorce que va a Rampinzeri, con doce lupare11 en la espalda. Don Calogero siempre hatenido suerte, porque ese hombre se estaba haciendo importuno y abusón.

Muchas de estas cosas las sabía don Fabrizio y ya habían sido tenidas enconsideración, pero el mote del abuelo de Angelica era para él una información nueva: abríauna profunda perspectiva histórica, dejaba entrever otros abismos, comparado con los cualesdon Calogero parecía un parterre en un jardín. Sintió realmente que la tierra se abría a suspies. ¿Cómo asimilaría esto Tancredi? Su cabeza se puso a calcular qué vínculo de parentescohabría podido unir al príncipe de Salina, tío del esposo, con el abuelo de la esposa: no loencontró, no existía. Angelica era Angelica, una flor de chica, una rosa para quien el mote desu abuelo servía sólo de fertilizante. Non olet — repetía —, non olet; mejor dicho optimefoeminam ac contubernium olet.

—De todo me habla, don Ciccio, de madres zafias y abuelos fecales, pero no de lo queme interesa: de la señorita Angelica.

El secreto sobre las intenciones matrimoniales de Tancredi, aunque embrionariashasta pocas horas antes, habría sido ciertamente divulgado, si por casualidad no hubiera 11

La lupara es una pequeña escopeta siciliana con que solían cumplirse las vendettas. Por extensión se llama también así alos orificios producidos por los balazos.

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tenido la fortuna de mimetizarse. Sin duda habrían sido notadas las visitas del jovencito a lacasa de don Calogero, como también sus sonrisas de éxtasis y los mil pequeños detalles que,habituales e insignificantes en la ciudad, se hacían síntomas de violentos anhelos a los ojos delos virtuosos donnafugascos. El mayor escándalo había sido el primero: los viejecillos que setostaban al sol y los chiquillos que combatían en el polvo lo habían visto todo, comprendidotodo y repetido todo, y sobre los significados celestinescos y afrodisíacos de aquella docenade melocotones habían sido consultadas brujas expertísimas y libros reveladores de arcanos,entre los cuales, en primer lugar, el de Rutilio Benincasa, el Aristóteles de la plebecampesina. Afortunadamente se había producido un fenómeno relativamente frecuente entrenosotros: el deseo de maliciar había enmascarado la verdad. Todos se habían confeccionadoel títere de un Tancredi libertino cuya lascivia se había fijado en Angelica: que deseabaseducirla y nada más. La simple idea de proyectadas bodas entre un príncipe de Falconeri yuna nieta de Peppe Mmerda ni siquiera cruzó por la imaginación de aquellos aldeanos que deeste modo rendían a las casas feudales un homenaje equivalente al que los blasfemadoresrinden a Dios. La partida de Tancredi acabó pronto con estas fantasías y no se habló más deello. En este aspecto Tumeo había andado a la par con los demás y por esto acogió lapregunta del príncipe con el aire divertido que los hombres de edad asumen cuando hablan delas bribonadas de los jóvenes.

—De la señorita, excelencia, no hay nada que decir: ella habla por sí. Sus ojos, supiel, su belleza son evidentes y se hacen comprender por todos. Creo que el lenguaje quehablan ha sido comprendido por don Tancredi, ¿o soy acaso demasiado audaz pensando esto?En ella está toda la belleza de la madre, sin el olor a chivo del abuelo. Es inteligente, además.¿Ha visto qué pocos años en Florencia han bastado para cambiarla? Se ha convertido en unaverdadera señora — continuó don Ciccio, que era insensible a los matices —, una completaseñora. Cuando vino del colegio me hizo ir a su casa y tocó para mí mi vieja mazurca: tocabamal, pero daba gusto verla con sus trenzas negras, sus ojos, sus piernas, su pecho... ¡Uh!Nada de olor a chivo: sus sábanas deben de tener el perfume del paraíso.

El príncipe se molestó: tan celoso es el orgullo de clase, que aquellas alabanzasorgiásticas a los picantes atractivos de la futura sobrina lo ofendieron. ¿Cómo se atrevía donCiccio a expresarse con este lascivo lirismo a propósito de una futura princesa de Falconeri?Pero la verdad es que el pobre hombre no sabía nada. Había que decírselo todo: por lo demásdentro de tres horas la noticia sería pública. Se decidió en el acto y dirigió a Tumeo unasonrisa gatopardesca pero amistosa.

—Cálmese, mi querido don Ciccio, cálmese. Tengo en casa una carta de mi sobrinoque me encarga haga una petición de matrimonio a la señorita Angelica. De ahora en adelantehable con su acostumbrada obsequiosidad. Es usted el primero en conocer la noticia, perotiene que pagar por esta ventaja: cuando regresemos al palacio será usted encerrado bajo llavecon «Teresina» en el cuarto de las escopetas. Tendrá tiempo de limpiarlas y aceitarlas todas,y será puesto en libertad únicamente después de la visita a don Calogero. No quiero que nadiedescubra antes nada.

Pillado así de improviso, las cien precauciones y los cien esnobismos de don Ciccio sevinieron todos abajo como un grupo de bolos dado de lleno. Subsistió solamente unantiquísimo sentimiento.

—Esto es una porquería, excelencia. Un sobrino suyo no debe casarse con la hija dequienes son sus enemigos y siempre le han tirado chinitas. Tratar de seducirla, como yo creía,

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era un acto de conquista. Así, resulta una rendición sin condiciones. Es el fin de los Falconeriy también de los Salina.

Dicho esto inclinó la cabeza y deseó, angustiado, que la tierra se abriese bajo sus pies.El príncipe había enrojecido hasta las orejas; hasta el blanco de sus ojos parecía de sangre.Apretó los mazos de sus puños y dio un paso hacia don Ciccio. Pero era un hombre deciencia, habituado, después de todo, a ver a veces el pro y el contra. Además bajo su aspectoleonino era un escéptico. Había sufrido mucho hoy: el resultado del plebiscito, el mote delabuelo de Angelica, los lupare. Y Tumeo tenía razón: por él hablaba la tradición lisa y llana.Pero era un estúpido: ese matrimonio no era el fin de nada, sino el principio de todo.Hallábase en el ámbito de las mejores tradiciones.

Sus manos se abrieron: las señales de las uñas quedaron impresas en las palmas.

—Vamos a casa, don Ciccio. Hay ciertas cosas que usted no puede comprender. Tanamigos como antes, ¿entendidos?

Y mientras descendían hasta el camino habría sido difícil decir cuál de los dos erandon Quijote y quién Sancho.

Cuando a las cuatro y media exactas le fue anunciada la puntualísima llegada de donCalogero, el príncipe no había terminado aún de componerse. Hizo rogar al señor alcalde queesperase un momento en su despacho y continuó, plácidamente, embelleciéndose. Se untó loscabellos con Lemoliscio, el Lime-juice de Atkinson, densa loción blancuzca que le llegaba encajones desde Londres y que sufría en el nombre la misma deformación étnica de lascancioncillas. Rechazó el redingote negro y lo sustituyó por uno de finísimo tono lila que leparecía más apropiado para la ocasión presuntamente festiva. Dudó todavía un momentosobre si se quitaría o no con unas pinzas un desvergonzado pelo rubio que aquella mañanahabía conseguido librarse del apresurado afeitado. Hizo llamar al padre Pirrone. Antes desalir de la habitación tomó de la mesa un resumen del Blätter der Himmelsforschung, y con elfascículo enrollado se santiguó, ademán de devoción que tiene en Sicilia un significado noreligioso mucho más frecuente de lo que se cree.

Atravesando las dos habitaciones que precedían a su despacho, se imaginó ser ungatopardo imponente de pelo liso y perfumado que se preparaba para destrozar a un pequeñochacal temeroso, pero por una de esas involuntarias asociaciones de ideas que son el azote denaturalezas como la suya, pasó ante su memoria la imagen de uno de esos cuadros históricosfranceses en los cuales los mariscales y generales austriacos, cargados de condecoraciones ypenachos, desfilan, rendidos, ante un irónico Napoleón. Ellos son más elegantes, no hayduda, pero el victorioso es el hombrecillo del capotito gris. Y así, ultrajado por estosinoportunos recuerdos de Mantua y de Ulm, al entrar en el despacho era un gatopardoirritado.

Don Calogero estaba allí de pie, pequeñín, menudo e imperfectamente afeitado:hubiese parecido realmente un pequeño chacal, de no haber sido por sus ojillosresplandecientes de inteligencia, pero como este ingenio tenía una finalidad material opuestaa la abstracta a la que creía tender el del príncipe, esto fue considerado como un signo demalignidad. Desprovisto del sentido de adaptación del traje a las circunstancias que en elpríncipe era innato, el alcalde había creído oportuno vestirse casi de luto; no tan negro comoel padre Pirrone, pero mientras éste se sentaba en un rincón asumiendo el airemarmóreamente abstracto de los sacerdotes que no quieren influir en las decisiones de los

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demás, el rostro del alcalde expresaba un sentido de ávida expectación que era casi penoso demirar. Iniciáronse inmediatamente las escaramuzas de palabras insignificantes que preceden alas grandes batallas verbales. Sin embargo, fue don Calogero el que diseñó el gran ataque:

—Excelencia — preguntó —, ¿ha recibido buenas noticias de don Tancredi?

En aquel tiempo en los pueblos pequeños el alcalde tenía la posibilidad de controlar elcorreo de un modo no oficioso y la desacostumbrada elegancia de la carta lo había puesto enguardia. El príncipe, cuando esto se le ocurrió, comenzó a irritarse.

—No, don Calogero, no. Mi sobrino se ha vuelto loco...

Pero existe un dios protector de los príncipes. Se llama Buena Crianza y a menudointerviene para salvar de un mal paso a los gatopardos. Mas hay que pagarle un fuerte tributo.Como Palas interviene para frenar las intemperancias de Ulises, así Buena Crianza seapareció a don Fabrizio para detenerlo al borde del abismo: el príncipe tuvo que pagar lasalvación haciéndose explícito una vez más en su vida. Con perfecta naturalidad, sin uninstante de vacilación, concluyó la frase:

—... loco de amor por su hija, don Calogero. Y me lo escribió ayer.

El alcalde conservó una sorprendente ecuanimidad. Sonrió apenas y se dedicó a mirarla cinta de su sombrero. El padre Pirrone miraba al techo como si fuese un maestro albañilencargado de comprobar su solidez. El príncipe se sintió incómodo: aquellas taciturnidadesconjuntas le robaban incluso la mezquina satisfacción de haber sorprendido a sus oyentes.Con alivio advirtió que don Calogero se disponía a hablar.

—Lo sabía, excelencia, lo sabía ya. Fueron vistos besándose el martes día veinticincode septiembre, la víspera de la marcha de don Tancredi. En su jardín, cerca de la fuente. Lossetos de laurel no siempre son tan espesos como se cree. Durante un mes he estado esperandoque su sobrino diera algún paso, y ahora pensaba ya venir a ver a vuestra excelencia parapreguntarle cuáles eran sus intenciones.

Numerosas y punzantes abejas asaltaron a don Fabrizio. En primer lugar, comocorresponde a todo hombre no decrépito todavía, la de sus celos carnales: Tancredi habíasaboreado aquel gusto de fresas y de nata que a él le sería siempre desconocido. Después, unsentimiento de humillación social, el de encontrarse siendo el acusado en lugar de ser elmensajero de las buenas nuevas. Tercero, un despecho personal, el de quien se ha ilusionadocon fiscalizarlo todo, y encuentra, en cambio, que muchas cosas se realizan sin suconocimiento.

—Don Calogero, no cambiemos los papeles. Recuerde que he sido yo quien le hallamado. Quería ponerle en conocimiento de una carta de mi sobrino que llegó ayer. En elladeclara su pasión por su hija, pasión que yo... — aquí el príncipe titubeó un poco porque lasmentiras son a veces difíciles de decir ante ojos taladrantes como los del alcalde —, de la cualyo hasta ahora había ignorado su intensidad. Y como conclusión me ha encargado que pida austed para él la mano de la señorita Angelica.

Don Calogero continuaba impasible. El padre Pirrone, de perito de la construcción sehabía convertido en sabio musulmán y cruzando cuatro dedos de su mano derecha con cuatrode su mano izquierda giraba los pulgares uno en torno a otro, invirtiendo y cambiando la

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dirección del giro con una ostentación de fantasía coreográfica. El silencio duró largo rato yel príncipe se impacientó.

—Ahora, don Calogero, soy yo quien espero que me comunique usted susintenciones.

El alcalde, que tenía los ojos fijos en el fleco anaranjado de la butaca del príncipe, selos tapó un momento con la derecha y luego los levantó. Ahora se mostraron cándidos, llenosde una estupefacta sorpresa. Corno si realmente se los hubiese cambiado en aquel momento.

—Disculpe, príncipe. — Ante la fulminante supresión del «excelencia», don Fabriziocomprendió que todo se había consumado felizmente —. Pero la sorpresa me había dejadosin palabras. Soy un padre moderno y no puedo darle una respuesta definitiva sino después dehaber interrogado al ángel que es el consuelo de nuestra casa. Pero también sé ejercer lossagrados derechos de un padre. Sé todo lo que sucede en el corazón y los pensamientos deAngelica, y creo poder decir que el afecto de don Tancredi, que tanto nos honra a todos, essinceramente correspondido.

Don Fabrizio experimentó sincera emoción: el sapo había sido engullido: la cabeza ylos intestinos masticados descendían ya garganta abajo. Sólo quedaban por morder las patas,pero esto era una pequeñez con respecto a lo demás: lo más gordo ya estaba hecho.Saboreado ese sentimiento de liberación, comenzó en él a abrirse camino el afecto porTancredi: se imaginó sus ojos azules brillando al leer la favorable respuesta. Imaginó, mejordicho recordó los primeros meses de un matrimonio de amor durante los cuales los frenesíesy las acrobacias de los sentidos son esmaltados y sostenidos por todas las jerarquías angélicasbenévolas aunque sorprendidas. Todavía más lejos entrevió la vida segura, las posibilidadesde desarrollo del talento de Tancredi a quien, sin esto, la falta de dinero le habría cortado lasalas.

El noble se levantó, dio un paso hacia don Calogero atónito, lo levantó de la butaca ylo estrechó contra su pecho: las cortas piernas del alcalde quedaron suspendidas en el aire. Enaquella habitación de remota provincia siciliana se representó una estampa japonesa en la quese veía un enorme iris violáceo de uno de cuyos pétalos colgaba un moscón peludo. Cuandodon Calogero recobró el pavimento, don Fabrizio pensó:

«Debo regalarle un par de navajas de afeitar inglesas. Esto no puede seguir así.»

El padre Pirrone detuvo el remolino de sus pulgares, se levantó y estrechó la mano delpríncipe:

—Excelencia, invoco la protección de Dios para estas bodas. Su alegría es la mía.

A don Calogero le tocó las puntas de los dedos sin decir ni una palabra. Luego con unnudillo recorrió un barómetro colgado de la pared: bajaba; mal tiempo en perspectiva. Volvióa sentarse y abrió el breviario.

—Don Calogero — dijo el príncipe — el amor de estos dos jóvenes es la base de todo,el único fundamento sobre el cual puede surgir su felicidad futura. No hablemos más, queesto ya lo sabemos. Pero nosotros, hombres ya entrados en años, hombres que hemos vivido,nos vemos obligados a preocuparnos de otras cosas. Inútil es que le diga cuán ilustre es lafamilia Falconeri. Venida a Sicilia con Carlos de Anjou, esta Casa continuó floreciendo bajolos aragoneses, los españoles y los reyes borbones (si se me permite nombrarlos de este modo

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ante usted) y estoy seguro de que prosperará también bajo la nueva dinastía continental queDios guarde. — Nunca era posible descubrir cuándo el príncipe ironizaba o cuándo tomaba elrábano por las hojas —. Fueron pares del reino, grandes de España, caballeros de Santiago, ycuando se les antoja ser caballeros de Malta no tienen más que levantar un dedo y Condottiles entrega sus diplomas sin rechistar, como si fueran pestiños, al menos hasta hoy. — Estapérfida insinuación fue derrochada enteramente porque don Calogero ignoraba de un modoabsoluto el Estatuto de la Orden Jerosolimitana de San Juan—. Estoy seguro de que su hijacon su rara belleza adornará todavía más el viejo tronco de los Falconeri y con su virtud sabráemular la de las santas princesas, la última de las cuales, mi difunta hermana, estoy seguroque desde el cielo bendecirá a los esposos.

Y don Fabrizio se conmovió de nuevo recordando a su querida Giulia, cuyamenospreciada vida había sido un perpetuo sacrificio ante las frenéticas extravagancias delpadre de Tancredi.

—En cuanto al muchacho, ya lo conoce usted, y si no lo conociera, puedo garantizarloen todo y por todo. Hay en él toneladas de bondad, y no sólo lo digo yo, ¿verdad, padrePirrone?

El excelente jesuita, apartado de su lectura, se encontró de pronto ante un penosodilema. Había sido confesor de Tancredi y conocía más de un pecadillo suyo: nadaverdaderamente grave, se entiende, pero tales como para descontar muchos quintales de esasólida bondad de que se hablaba. Además todos eran de un carácter como para garantizar(justamente tal era el caso) una férrea infidelidad conyugal. Esto, ni que decir tiene, no podíaser dicho tanto por razones de índole sacramental como por conveniencias mundanas. Porotra parte quería a Tancredi y aunque desaprobase el matrimonio en el fondo de su corazón,nunca hubiese dicho una palabra que hubiera podido no ya impedir, sino dificultar surealización.

Halló refugio en la Prudencia, la más dúctil y la de más fácil manejo de todas lasvirtudes cardinales.

—Es muy grande el fondo de bondad de nuestro querido Tancredi, don Calogero, y él,sostenido por la gracia divina y la virtud terrena de la señorita Angelica, podrá ser un día unexcelente esposo cristiano.

La profecía, arriesgada, pero prudentemente condicionada, pasó sin más.

—Pero don Calogero — proseguía el príncipe, masticando los últimos cartílagos delsapo —, si es inútil que le hable de la antigüedad de la Casa Falconeri, es desgraciadamentetambién inútil, porque lo sabrá usted ya, que le manifieste que las actuales condicioneseconómicas de mi sobrino no corresponden a la grandeza de su apellido. El padre de donTancredi, mi cuñado Fernando, no fue lo que se llama un padre previsor: sus magnificenciasde gran señor ayudadas por la ligereza de sus administradores, han menguado gravemente elpatrimonio de mi querido sobrino y ex pupilo: los grandes feudos en torno a Mazzara, elalfoncigal de Ravanusa, las plantaciones de moreras en Oliveri, el palacio de Palermo, todo,todo ha desaparecido, usted ya lo sabe, don Calogero.

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Efectivamente, don Calogero lo sabía: había sido la mayor emigración de golondrinasde que conservaba memoria y su recuerdo todavía infundía terror, pero no prudencia, a todala nobleza siciliana; mientras era fuente de delicia precisamente para todos los Sedàra.

—Durante el período de mi tutela conseguí salvar una sola villa, la que está cerca dela mía, mediante muchos pleitos y también gracias a algunos sacrificios que, por lo demás,hice con verdadera satisfacción en memoria de mi santa hermana Giulia y por afecto a esemuchacho tan querido para mí. Es una villa muy hermosa. Su escalinata fue dibujada porMarvuglia, los salones fueron decorados por Serenario. Pero por el momento la habitación enmejor estado apenas puede servir para alojar cabras.

Los últimos huesecillos del sapo habían sido más desagradables de lo previsto. Pero,en fin, también fueron tragados. Ahora convenía enjuagarse la boca con cualquier fraseagradable, por lo demás sincera.

—Pero, don Calogero, el resultado de todas estas desdichas, de todas estas congojas,es Tancredi. Sabemos estas cosas: acaso no sea posible obtener la distinción, la delicadeza, lafascinación de un muchacho como él, sin que sus mayores hayan dilapidado una docena degrandes patrimonios. Al menos en Sicilia esto es lo que sucede. Es una especie de ley naturalcomo las que regulan los terremotos y las sequías.

Calló porque entró un criado llevando en una bandeja un par de candelabrosencendidos. Mientras fueron colocados en su sitio el príncipe hizo reinar en su despacho unsilencio cargado de una complacida aflicción. Después:

—Tancredi no es un muchacho cualquiera, don Calogero —prosiguió—, no es sólodistinguido y elegante. Ha aprendido poco, pero conoce todo lo que hay que conocer: loshombres, las mujeres, las circunstancias y el color del tiempo. Es ambicioso y tiene razón enserlo. Irá lejos. Y su Angelica, don Calogero, será afortunada si quiere seguir a su lado por elmismo camino. Además, cuando se está al lado de Tancredi, uno puede irritarse alguna vez,pero no se aburre nunca. Y esto es mucho.

Sería exagerado decir que el alcalde apreciaba los matices mundanos de esta parte deldiscurso del príncipe. En conjunto no hizo más que confirmarlo en su propia convicciónsobre la astucia del oportunismo de Tancredi, y en su casa necesitaba un hombre astuto ysagaz, pero nada más. Se sentía y creía igual a cualquiera: hasta lamentaba notar en su hijacierto sentimiento afectuoso por el apuesto jovencito.

—Príncipe, sabía estas cosas, y otras más. Pero no me importa nada. — Se revistió desentimentalismo —. El amor, excelencia, el amor lo es todo, y es cosa que yo puedo saber. —Y acaso era sincero el pobre hombre, si se admitía su probable definición del amor —. Peroyo soy un hombre de mundo y también quiero poner mis cartas sobre la mesa. Sería inútilhablar de la dote de mi hija: es la sangre de mi corazón, el hígado entre mis vísceras. Notengo otra persona a quien dejar lo que poseo, y lo que es mío es suyo. Pero es justo que losjóvenes sepan con qué pueden contar. En el contrato matrimonial, asignaré a mi hija el feudode Settesoli, de seiscientas cuarenta y cuatro salmas, es decir mil diez hectáreas, comoquieren llamarlas hoy, todo trigales, tierra de primera calidad, ventilada y fresca, y cientoochenta salmas de viñedos y olivos en Gibildolce, y el día de la boda entregaré al maridoveinte saquitos de tela con diez mil onzas cada uno. Yo me quedo con una mano detrás y otradelante — añadió convencido y deseoso de no ser creído —, pero una hija es una hija. Y con

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esto se pueden reconstruir todas las escalinatas de Marruggia y todos los techos deSorcionario que existen en el mundo. Angelica ha de estar bien alojada.

La vulgaridad ignorante le rezumaba por todos los poros. Sin embargo, sus dosoyentes se quedaron aturdidos: don Fabrizio tuvo necesidad de todo el dominio de sí mismopara disimular su sorpresa: el golpe de Tancredi era más descomunal de cuanto hubiesepodido suponerse. Una sensación de malestar estuvo a punto de dominarlo, pero la belleza deAngelica, la gracia del esposo conseguían aún velar de poesía la brutalidad del contrato. Elpadre Pirrone hizo chasquear la lengua contra el paladar. Luego, fastidiado por haberrevelado su estupor, trató de encontrar una rima al inesperado sonido haciendo crujir la seda ylos zapatos, hojeando ruidosamente el breviario. No lo consiguió, y subsistió la impresión.

Por fortuna una inoportunidad de don Calogero, la única de la conversación, los sacóde su embarazo:

—Príncipe — dijo —, sé que lo que voy a decir no le hará efecto ninguno a usted quedesciende de los amores del emperador Titón y de la reina Berenice, pero también los Sedàrason nobles: hasta mí fueron una raza infortunada, enterrada en provincias y sin brillo, pero yotengo los papeles en regla en el cajón, y un día se sabrá que su sobrino se ha casado con labaronesa Sedàra del Biscotto, título concedido por Su Majestad Fernando IV en las secretassobre el puerto de Mazzara. Tengo que hacer los trámites: me falta sólo una vinculación.

Esto de los vínculos que faltaban, las casi homonimias, fue hace cien años unelemento importante en la vida de muchos sicilianos y proporcionaba alternadas exaltacionesy depresiones a millares de personas, por buenas o menos buenas que fuesen. Pero éste estema demasiado importante para ser tratado de paso y aquí nos contentaremos diciendo que lasalida heráldica de don Calogero proporcionó al príncipe la incomparable satisfacciónartística de ver un tipo manifestarse en todos sus pormenores y que su risa reprimidadulcificara su boca hasta la náusea.

A continuación la conversación se perdió en muchas revueltas inútiles. Don Fabriziose acordó de Tumeo encerrado a oscuras en la habitación de las escopetas, y por enésima vezen su vida deploró la duración de las visitas de la gente del campo y acabó amurallándose enun silencio hostil. Don Calogero comprendió, prometió volver al día siguiente por la mañanallevando consigo el indudable asentimiento de Angelica, y se despidió. Fue acompañado a lolargo de dos salones, abrazado de nuevo y comenzó a descender la escalera, mientras elpríncipe, arriba como una torre, veía empequeñecerse aquel montoncito de astucia, de trajesmal cortados, de oro y de ignorancia que ahora entraba casi a formar parte de la familia.

Con una vela en la mano se dirigió a libertar a Tumeo que estaba a oscuras fumandoresignadamente su pipa.

—Lo siento, don Ciccio, pero comprenda que tuve que hacerlo.

—Comprendo, excelencia, comprendo. Pero al menos todo habrá ido bien, ¿verdad?

—Magnífico. No pudo ir mejor.

Tumeo murmuró sus felicitaciones, ató la correa al collar de «Teresina» que dormíaextenuada por la caza y recogió las piezas.

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—Llévese también mis becadas, son pocas para nosotros. Hasta la vista, don Ciccio,déjese ver pronto. Y perdóneme por todo.

Una poderosa manaza sobre su espalda sirvió como reconciliación y señal de poder.El último leal de la Casa de los Salina se fue a su humilde casa.

Cuando el príncipe volvió a su despacho vio que el padre Pirrone se había escabullidopara evitar discusiones. Y se dirigió hacia las habitaciones de su mujer para darle cuenta delos hechos. El rumor de sus pasos vigorosos y rápidos lo anunciaba a diez metros dedistancia. Atravesó el cuarto de estar de las chicas: Carolina y Caterina enrollaban un ovillode lana, y al pasar él se levantaron sonrientes. Mademoiselle Dombreuil se quitóapresuradamente los lentes y respondió compungida a su saludo. Concetta estaba vuelta deespaldas: hacía encaje de bolillos y como no había oído pasar a su padre ni siquiera se volvió.

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CAPÍTULO CUARTO

Don Fabrizio y don Calogero. — Primera visita de Angelica como novia. — Llegada deTancredi y Cavriaghi. — Llegada de Angelica. — El ciclón amoroso. — Calma después delciclón. — Un piamontés llega a Donnafugata. — Una vueltecita por el pueblo. — Chevalley ydon Fabrizio. — Partida al alba.

Noviembre 1860

De más frecuentes contactos derivados del acuerdo nupcial comenzó a nacer en donFabrizio una curiosa admiración por los méritos de Sedàra. La costumbre lo habituó a lasmejillas mal afeitadas, al acento plebeyo, a los trajes mal cortados y al persistente husmo desudor rancio y comenzó a darse cuenta de que el hombre poseía una rara inteligencia. Muchosproblemas que parecían insolubles al príncipe, don Calogero los resolvía en un santiamén.Despojado de los cien impedimentos que la honestidad, la decencia e incluso la buenaeducación imponen a las acciones de muchos otros hombres, comportábase en el bosque de lavida con la seguridad de un elefante que, arrancando árboles y aplastando madrigueras,avanza en línea recta sin advertir siquiera los arañazos de las espinas y los lamentos de lasvíctimas. Educado y habiendo vivido en pequeños y amenos valles recorridos por los céfiroscorteses de los «por favor», «te agradecería», «ten la bondad» y «has sido muy amable», elpríncipe ahora, cuando charlaba con don Calogero, se encontraba, en cambio, al descubiertoen una landa azotada por secos vientos, y con todo y preferir en lo más hondo de su corazónlas quebradas de los montes, no podía dejar de admirar el ímpetu de aquellas corrientes deaire que de los acebos y cedros de Donnafugata arrancaba arpegios nunca oídos.

Poco a poco, casi sin advertirlo, don Fabrizio contaba a don Calogero sus propiosasuntos, que eran numerosos, complejos y mal conocidos por él, y esto no ya por defecto depenetración, sino por una especie de despreciativa indiferencia con respecto a este género decosas, consideradas ínfimas, y causada, en el fondo, por la indolencia y la siemprecomprobada facilidad con la cual había salido de los malos pasos mediante la venta de unoscentenares entre los miles de hectáreas que poseía.

Los actos que don Calogero aconsejaba después de haber escuchado al príncipe yordenado, nuevamente, a su modo, la relación, eran muy oportunos y de efectos inmediatos,pero el resultado final de los consejos, concebidos con cruel eficacia y aplicados por el afabledon Fabrizio con temerosa delicadeza, fue que con el transcurso de los años la Casa de losSalina adquirió fama de cominería con respecto a quienes de ella dependían, fama en realidadtanto más inmerecida cuanto que destruyó su prestigio en Donnafugata y en Querceta, sinque, por otra parte, se opusieran diques al desmoronamiento del patrimonio.

No sería justo callar que una relación tan asidua con el príncipe había tenido ciertoefecto también sobre Sedàra. Hasta aquel momento él había encontrado a los aristócratas sóloen reuniones de negocios — es decir de compra-venta — o a consecuencia de

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excepcionalísimas y muy meditadas invitaciones a fiestas, dos clases de eventualidadesdurante las cuales esta singularísima clase social no muestra su mejor aspecto. En ocasión detales encuentros se había formado la convicción de que la aristocracia consistía únicamenteen hombres-oveja, existentes sólo para abandonar la lana a sus esquiladoras tijeras, y elnombre, iluminado por un inexplicable prestigio, a su hija. Pero ya con su conocimiento delTancredi de la época postgaribaldina, habíase encontrado ante un ejemplar inesperado dejoven noble tan duro como él, capaz de trocar muy ventajosamente sonrisas y títulos propiospor encantos y sustancias ajenas, y sabiendo revestir también estas acciones «sedarescas» deuna gracia y una fascinación que él lamentaba no poseer, a la cual se rendía sin darse cuenta ysin que en modo alguno pudiera discernir sus orígenes. Cuando, necesariamente, huboaprendido a conocer mejor a don Fabrizio, volvió a encontrar, sí, la delicadeza e incapacidadde defenderse que eran las características de su imaginario noble-oveja, pero también unafuerza de atracción diferente en el tono, pero semejante en intensidad, a la del jovenFalconeri. Además cierta energía tendiente a la abstracción, una disposición a buscar la formade vida en lo que de él mismo surgiera y no en lo que podía tomar de los demás. Esta energíaabstracta le impresionó mucho aunque lo sintiera de un modo intuitivo y no reducible apalabras, como aquí se ha intentado hacer. Advirtió que buena parte de esta fascinaciónemanaba de los buenos modales y se dio cuenta de lo agradable que es un hombre bieneducado, porque en el fondo no es más que una persona que elimina las manifestacionessiempre desagradables de mucha parte de la condición humana y que ejerce una especie deaprovechable altruismo, fórmula en la cual la eficacia del adjetivo hace tolerar la inutilidaddel sustantivo. Lentamente don Calogero comprendía que una comida en común no debenecesariamente ser un huracán de ruidos de masticaciones y de manchas de grasa; que unaconversación puede muy bien no parecerse a una pelea de perros; que dar la precedencia auna mujer es señal de fuerza y no, como había creído, de debilidad; que de un interlocutorpuede lograrse más si se le dice: «no me he explicado bien», en lugar de «no ha entendidousted un cuerno», y que adoptando semejantes astucias, alimentos y argumentos, mujeres einterlocutores redundan en beneficio de quien los ha tratado bien.

Sería osado afirmar que don Calogero se aprovechara inmediatamente de cuanto habíaaprendido. De entonces en adelante supo afeitarse un poco mejor y asustarse menos de lacantidad de jabón empleada en la colada, y nada más. Pero desde ese momento se inició en ély los suyos ese constante refinamiento de una clase que en el curso de tres generacionestransforma inocentes palurdos en caballeros indefensos.

La primera visita de Angelica a la familia Salina, como novia, se había llevado a cabobajo una dirección escénica impecable. La actitud de la joven había sido perfecta hasta elpunto que parecía sugerida palabra por palabra por Tancredi; pero las lentas comunicacionesde la época hacían insostenible esta posibilidad y hubo que recurrir a una hipótesis: a la desugerencias anteriores al noviazgo oficial: hipótesis arriesgada incluso para quien mejorconociese la previsión del principito, pero no del todo absurda. Angelica llegó a las seis de latarde, vestida de blanco y rosa; las espesas trenzas negras sombreadas por una gran pamelatodavía estival sobre la cual unos racimos de uvas artificiales y espigas doradas evocabandiscretamente los viñedos de Gibildolce y los graneros de Settesoli. En el salón de entradadejó al padre; con el revuelo de la amplia falda subió ligera los no pocos peldaños de laescalera interior y se lanzó en brazos de don Fabrizio: le dio, en las patillas, dos buenos besosque fueron canjeados con genuino afecto. Acaso el príncipe se demoró un instante más delnecesario en aspirar el olor a gardenia de las mejillas adolescentes. Después de lo cualAngelica enrojeció y retrocedió medio paso:

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—Soy tan, tan feliz...

Se acercó de nuevo y, levantándose sobre las puntas de sus zapatitos, le suspiró aloído:

—¡Tiazo!

Felicísimo gag escenográfico comparable en eficacia además con el cochecito paraniños de Eisenstein, y que explícito y secreto como era, extasió el sencillo corazón delpríncipe y lo unció definitivamente a la hermosa muchacha. Don Calogero subía mientrastanto la escalera diciendo cuánto lamentaba su mujer no poder estar allí, pero el día anteriorpor la tarde había resbalado en casa y se había ocasionado una torcedura en el pie izquierdo,muy dolorosa.

—Tiene el tobillo como una berenjena, príncipe.

Don Fabrizio regocijado por la caricia verbal, y a quien por otra parte lasreivindicaciones de Tumeo habían tranquilizado sobre la inocuidad de su propia cortesía,quiso tener el placer de ir él mismo inmediatamente a ver a la señora Sedàra, propuesta queaterrorizó a don Calogero que se vio obligado, para rechazarla, a endosar otra enfermedad asu consorte, una jaqueca esta vez, que obligaba a la pobrecilla a estar a oscuras.

Mientras tanto el príncipe daba el brazo a Angelica. Se atravesaron muchos salonescasi a oscuras vagamente iluminados por lámparas de aceite que permitían encontrar condificultad el camino. Sin embargo, al fondo de la perspectiva de las salas resplandecía el«salón de Leopoldo», donde se hallaba el resto de la familia, y este avance a través de laoscuridad desierta hacia el claro centro de la intimidad tenía el ritmo de una iniciaciónmasónica.

La familia se apelotonaba a la puerta: la princesa había retirado sus propias reservasante la ira marital, que las había no es suficiente decir rechazado, sino fulminado en la nada.Besó repetidamente a la bella futura sobrina y la abrazó con tal fuerza que en la piel de lajoven quedó impreso el contorno del famoso collar de rubíes de los Salina que Maria Stella sehabía puesto, aunque era de día, como señal de fiesta importante. Francesco Paolo, elmuchacho de dieciséis años, se sintió contento de tener la posibilidad excepcional de besartambién a Angelica bajo la mirada impotentemente celosa del padre. Concetta se mostróparticularmente afectuosa: su alegría era tan intensa como para hacerle brotar lágrimas en losojos. Las otras hermanas se apretujaban en torno a ella con ruidosa alegría precisamenteporque no estaban conmovidas. El padre Pirrone, que santamente no era insensible a lafascinación femenina en la que se complacía en advertir una prueba innegable de la bondaddivina, sintió que desaparecían todos sus peros ante la suavidad de la gracia — con gminúscula —, y le murmuró: «Veni, sponsa de Libano.» (Luego hubo de contenerse un pocopara que no acudieran a su memoria otros versículos más calurosos.) MademoiselleDombreuil, como correspondía a una institutriz, lloraba de emoción, apretaba entre susmanos desilusionadas los hombros florecientes de la joven, diciendo:

—Angelicá, Angelicá, pensons à la joie de Tancrède.

Únicamente «Bendicò», en contraste con su acostumbrada sociabilidad, refugiadobajo una consola, gruñía por lo bajo, hasta que fue enérgicamente obligado a ser correcto porun Francesco Paolo indignado a quien, todavía, le temblaban los labios.

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Veinticuatro de los cuarenta y ocho brazos de la lámpara tenían una vela encendida, ycada una de éstas, cándida y ardiente a la vez, podía parecer una virgen que se fundiera deamor. Las flores bicolores de Murano sobre su tallo de curvado cristal miraban hacia abajo,admirando a la que entraba y le devolvían una sonrisa cambiante y frágil. La gran chimeneahabía sido encendida más en señal de júbilo que para calentar el ambiente todavía tibio, y laluz de las llamas palpitaba sobre el pavimento, liberando intermitentes resplandores de losdorados del mobiliario: esto representaba realmente el hogar doméstico, el símbolo de lacasa, y en él los tizones aludían a chispas de deseo y las brasas a contenidos ardores.

La princesa, que poseía en grado eminente la facultad de reducir las emociones almínimo común denominador, contó sublimes episodios de la niñez de Tancredi, y tantoinsistió sobre éstos, que realmente se hubiera podido creer que Angelica había deconsiderarse afortunada por casarse con un hombre que a los seis años había sido tanrazonable como para someterse a las lavativas indispensables sin armar escándalos, y a losdoce tan audaz como para haberse atrevido a robar un puñado de cerezas. Mientras serecordaba este episodio de bandidismo temerario, Concetta se echó a reír y:

—Éste es un vicio que Tancredi no se ha podido quitar todavía — dijo —.¿Recuerdas, papá, que hace dos meses se te llevó los melocotones que tenías en tanta estima?

Y luego se ensombreció de repente como si hubiera sido presidenta de una sociedadde fruticultura damnificada.

Pronto la voz de don Fabrizio arrojó a las sombras estas tonterías. Habló del Tancrediactual, del joven despabilado y atento, siempre dispuesto a una de esas salidas que cautivabana quienes lo querían y exasperaban a los demás. Contó que durante una estancia en Nápoles,presentado a la duquesa de Sanloquesea, ésta había sido presa de una pasión por él, y queríaverlo en su casa mañana, tarde y noche, no importa si se encontraba en el salón o en la cama,porque, decía ella, nadie sabía contar los petits riens como él. Y aunque don Fabrizio seapresurase a concretar añadiendo que entonces Tancredi no tenía aún dieciséis años y laduquesa había cumplido más de cincuenta, los ojos de Angelica relampaguearon, porque ellaposeía precisas informaciones sobre jovencitos palermitanos y fuertes intuiciones conrespecto a las duquesas napolitanas.

Si por esa actitud de Angelica se dedujera que amaba a Tancredi, nos equivocaríamos:poseía demasiado orgullo y excesiva ambición para ser capaz de esta anulación, provisional,de su personalidad, sin la cual no hay amor. Además su juvenil experiencia no le permitíatodavía apreciar las reales cualidades de él, compuestas todas de sutiles matices. Pero, contodo y no amándolo, ella estaba entonces enamorada de él, lo que es muy distinto: los ojosazules, la afectuosidad burlona, ciertos tonos repentinamente graves de su voz le causaban,incluso en el recuerdo, una turbación precisa, y en aquellos días no deseaba otra cosa que serdoblegada por aquellas manos, y una vez doblegada las olvidaría y sustituiría por otras, comoen efecto sucedió, pero por el momento ser deseada por él le complacía. Por lo tanto larevelación de aquella posible relación galante — que era, por lo demás, inexistente — lecausó un acceso del más absurdo de los azotes, los celos retrospectivos, acceso prontodisipado, no obstante, por un frío examen de las ventajas eróticas y no eróticas que leproporcionaba su matrimonio con Tancredi.

Don Fabrizio continuaba exaltando a Tancredi. Impulsado por el afecto hablaba de élcomo de un Mirabeau:

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—Comenzó pronto y comenzó bien — decía —, llegará muy lejos.

La tersa frente de Angelica se inclinaba asintiendo. En realidad no pensaba en elporvenir político de Tancredi. Era una de esas numerosas jóvenes que consideran losacontecimientos públicos como si se desarrollaran en un universo aparte, y no imaginaba nisiquiera que un discurso de Cavour12 pudiese, con el tiempo, a través de mil diminutosengranajes, influir sobre su vida y cambiarla. Pensaba en siciliano:

«Nosotros tenemos el trigo y esto nos basta, lo demás nos importa un rábano.»

Ingenuidad juvenil ésta, que luego debía ella descartar radicalmente cuando, en eltranscurso de los años, se convirtió en una de las más viperinas Egerias de Montecitorio y dela Consulta.13

—Y además, Angelica, no sabes aún lo divertido que es Tancredi. Lo sabe todo y detodo toma siempre un aspecto imprevisto. Cuando se está con él, cuando está en vena, elmundo parece mucho más divertido que nunca, y a veces hasta más serio.

Que Tancredi fuese divertido, era cosa que Angelica ya sabía, que fuese capaz derevelar mundos nuevos, no sólo lo esperaba, sino que tenía motivos para sospecharlo desde el25 de septiembre pasado, día del famoso pero no único beso oficialmente comprobado, alamparo del desleal seto de laureles, que había sido efectivamente mucho más sutil y sabroso,enteramente distinto de aquel que fue considerado su único otro ejemplar, el regalado por elchicuelo del jardinero de Poggio en Cajano, hacía más de un año. Pero a Angelica leimportaban poco los rasgos de agudeza, la inteligencia, incluso, del novio, mucho menos detodos modos de cuanto le importaban estas cosas a aquel buen don Fabrizio, tan buenorealmente, pero también tan «intelectual». En Tancredi veía ella la posibilidad de ocupar unlugar elevado en el mundo noble de Sicilia, mundo que ella consideraba lleno de maravillasmuy diferentes de las que en realidad contenía, y en él deseaba también un buen compañerode abrazos. Si por añadidura era espiritualmente superior, tanto mejor, pero no le importabademasiado. Siempre podía divertirse. Además éstos eran pensamientos para el futuro. Por elmomento, por espiritual o memo que fuera, hubiese querido tenerlo allí, acariciándole la nucabajo las trenzas, como había hecho una vez.

—¡Dios mío, cómo me gustaría que estuviese ahora aquí entre nosotros!

Exclamación que conmovió a todos, fuera por la evidente sinceridad como por laignorancia en que quedaron de sus motivos y que concluyó la felicísima primera visita.Efectivamente, poco después Angelica y su padre se despidieron. Precedidos por un mozo decuadra con una linterna encendida que con el oro incierto de su luz incendiaba el rojo de lashojas caídas de los plátanos, padre e hija regresaron a su casa, cuya entrada había sido vedadaa Peppe Mmerda por los lupare que le hicieron polvo los riñones.

Una costumbre que había reanudado don Fabrizio, ya serenado, era la de la lectura porla tarde. En otoño, después del rosario, como era demasiado oscuro para salir, la familia sereunía en torno a la chimenea esperando la hora de la cena y el príncipe, de pie, leía a los

12

Primer ministro de Víctor Manuel II.13

Organismos gubernativos.

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suyos las entregas de una novela moderna, y trascendía digna benevolencia por cada uno desus poros.

Justamente aquellos eran los años durante los cuales, a través de las novelas, se ibanformando esos mitos literarios que todavía hoy dominan las mentes europeas. Pero Sicilia, enparte por su tradicional impermeabilidad a lo nuevo, y en parte por su difusodesconocimiento de cualquier lengua, y en parte también, hay que decirlo, por la vejatoriacensura borbónica que actuaba por medio de las aduanas, ignoraba la existencia de Dickens,de «George Eliot», de la «Sand» y de Flaubert, incluso la de Dumas. Bien es verdad que unpar de volúmenes de Balzac habían llegado subrepticiamente a las manos de don Fabrizio,que tomó sobre sí la carga de censor familiar. Los había leído y prestado luego, disgustado, aun amigo que deseaba el mal, diciendo que eran el fruto de un ingenio sin duda vigoroso peroextravagante y «con una idea fija» — hoy lo habríamos llamado monomaníaco —: juicioapresurado, como puede verse, no privado, por otra parte, de cierta grandeza. El nivel de laslecturas era, por lo tanto, más bien bajo, condicionado como estaba por el respeto a lospudores virginales de las jovencitas, por los escrúpulos religiosos de la princesa, y por elmismo sentido de dignidad del príncipe, que se habría negado enérgicamente a dejar oír«porquerías» a sus familiares reunidos.

Era hacia el diez de noviembre y también a fines de la estancia en Donnafugata.Llovía mucho y soplaba un mistral húmedo que lanzaba rabiosas ráfagas de lluvia sobre loscristales de las ventanas. Lejos se oía un retumbar de truenos. De vez en cuando algunasgotas lograban abrirse camino y penetrar en los ingenuos humeros sicilianos, chirriaban uninstante sobre el fuego y salpicaban de negro los ardientes tizones de olivo. Leíase AngiolaMaria y aquella noche habían llegado a las últimas páginas: la descripción del espantosoviaje de la jovencita a través de la helada Lombardía invernal hacía tiritar el corazón sicilianode las señoritas, incluso arrellanadas en sus tibios butacones. De pronto se oyó un gran ruidoen la estancia vecina, y Mimí, el criado, entró sin resuello:

—¡Excelencia! —gritó, olvidando todo estilo—, ¡excelencia, ha llegado el señoritoTancredi! Está en el patio haciendo descargar del coche las maletas. ¡Santa Madre del cielo,con este tiempo!

Y salió.

La sorpresa arrebató a Concetta hacia un tiempo que no correspondía al real, yexclamó:

—¡Querido!

Pero el mismo sonido de su voz la devolvió al desconsolador presente y, como es fácilcomprender, este brusco traspaso de una temporalidad segregada y calurosa a otra evidentepero helada, le hizo mucho daño. Por fortuna la exclamación, sumida en la emoción general,no fue oída.

Precedidos por las zancadas de don Fabrizio todos se precipitaron a la escalera.Atravesáronse apresuradamente los oscuros salones, se bajaron las escaleras. El portón estabaabierto sobre el peldaño exterior y abajo sobre el patio. El viento irrumpía y hacía estremecerlos lienzos de los retratos lanzando por delante humedad y olor a tierra. En el fondo del cielorelampagueante los árboles del jardín se debatían y crujían como la seda al arrugarse. DonFabrizio iba a dirigirse a la puerta cuando en el último escalón apareció una masa informe y

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pesada: era Tancredi envuelto en la enorme capa azul de la caballería piamontesa, tanempapada de agua que debía de pesar cien quilos y parecía negra.

—¡Cuidado, tiazo! No me toques, estoy hecho una esponja.

La luz del fanal de la sala dejó entrever su rostro. Entró, soltó la cadenilla que sosteníala capa al cuello, dejó caer el indumento que dio en tierra con un rumor viscoso. Olía a perromojado y hacía tres días que no se había quitado las botas, pero era él. Para don Fabrizio quelo abrazaba, el muchacho más querido que sus propios hijos, para Maria Stella el queridosobrino pérfidamente calumniado, para el padre Pirrone la oveja siempre perdida y recobrada,para Concetta un amado fantasma que se parecía a su amor perdido. También mademoiselleDombreuil lo besó con boca desacostumbrada a las caricias y gritaba la pobrecilla:

—Tancrède, Tancrède, pensons à la joie d'Angelicá — tan pocas cuerdas tenía suarco, siempre obligada a imaginarse las alegrías de los demás.

También «Bendicò» volvía a hallar a su querido compañero de juegos, aquel quecomo nadie sabía soplarle en el hocico a través del puño, pero, caninamente, demostraba suentusiasmo galopando frenético en torno a la sala y no preocupándose del amado.

Realmente fue un momento conmovedor el de reagruparse la familia en torno al jovenque regresaba, tanto más querido cuanto que no era de la familia, tanto más alegre cuanto quevenía a buscar el amor junto con un sentido de perenne seguridad. Momento conmovedor,pero también largo. Cuando las primeras impetuosidades se hubieron calmado, don Fabriziose dio cuenta de que en el umbral de la puerta había otras dos figuras, también chorreantes ysonrientes. Tancredi lo advirtió asimismo y sonrió.

—Perdónenme todos, pero la emoción me ha hecho perder la cabeza. Tía — dijo,volviéndose a la princesa —, me he permitido traer conmigo a un amigo muy querido, elconde Carlo Cavriaghi. Además lo conoces, vino muchas veces a la villa cuando estaba deservicio con el general. Aquel otro es el lancero Moroni, mi asistente.

El soldado sonreía con una cara obtusamente honesta y permanecía en posición de«firme» mientras del grueso paño del capote el agua goteaba sobre el pavimento. El conde noestaba en actitud militar; habíase quitado el gorro empapado y deforme y besaba la mano dela princesa y deslumbraba a las chicas con el bigotillo rubio y la insuprimible erre suave.

—¡Y pensar que me habían dicho que aquí no llovía nunca! ¡Santo Dios, llevamos dosdías como si estuviéramos metidos en el mar! — Después se puso serio —. Pero, en resumen,Falconeri, ¿dónde está la señorita Angelica? Me has traído desde Nápoles hasta aquí para quela viese. Veo a muchas chicas guapas, pero no a ella. — Dirigióse a don Fabrizio —. Segúnél, príncipe, es la reina de Saba. Vayamos en seguida a reverenciar a la formosissima etnigérrima. ¡Muévete, cabezón!

Hablaba así y transportaba el lenguaje de las mesas de oficiales al austero salón con sudoble hilera de antepasados armados y engalanados y todos se divertían con ello. Pero donFabrizio y Tancredi no se chupaban el dedo: conocían a don Calogero, conocían a la BellaBestia de su mujer, el increíble descuido de la casa de aquel ricachón, cosas éstas que lacándida Lombardía ignoraba.

Don Fabrizio intervino:

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—Conde, creía usted que en Sicilia no llovía nunca y, en cambio, puede ver cómodiluvia. No quisiera que creyese que en Sicilia no hay pulmonías y luego se encontrarametido en la cama con cuarenta grados de fiebre. Mimí — dijo a su criado —, enciende lachimenea en la habitación del señorito Tancredi y en la verde destinada a los forasteros.Prepara una habitación para el asistente. Y usted, conde, vaya a secarse y a cambiarse deropa. Haré que le sirvan un ponche y bizcochos. La cena es a las ocho, dentro de dos horas.

Hacía demasiados meses que Cavriaghi estaba habituado al servicio militar para nosometerse inmediatamente a la voz autoritaria. Saludó y siguió mohíno al criado. Moroniarrastró detrás los equipajes militares y los corvos sables en sus fundas de franela verde.

Mientras tanto Tancredi escribía:

«Queridísima Angelica: he llegado, y he venido por ti. Estoy enamorado como ungato, pero también mojado como una rana, sucio como un perro perdido, y hambriento comoun lobo. Apenas me haya limpiado y me considere digno de dejarme ver por la hermosa entrelas hermosas, me precipitaré a tu encuentro: dentro de dos horas. Mis saludos a tus padres. Ati... nada, por ahora.»

El texto fue sometido a la aprobación del príncipe. Éste, que había sido siempre unadmirador del estilo epistolar de Tancredi, rió, y lo aprobó plenamente. Donna Bastianatendría tiempo para inventarse una nueva enfermedad, y el billete fue enviado a toda prisa.

Tal era la intensidad de la alegría general que bastó un cuarto de hora para que losjóvenes se secaran y arreglasen, cambiasen de uniforme y se encontraran en el «Leopoldo» entorno a la chimenea, bebiendo té y coñac y dejándose admirar. En aquellos tiempos no habíanada menos militar que las familias aristocráticas sicilianas. Nunca se habían visto oficialesborbónicos en los salones palermitanos y los pocos garibaldinos que habían entrado en ellosdaban más la sensación de pintorescos espantapájaros que de militares auténticos. Por esoaquellos dos jóvenes oficiales eran realmente los primeros que las chicas Salina veían decerca. Los dos con guerrera cruzada; Tancredi con los botones de plata de los lanceros; Carlocon los dorados de los bersaglieri, con el alto cuello de terciopelo negro bordado en naranjael primero, y carmesí el otro, estiraban hacia las brasas las piernas vestidas de paño azul ypaño negro. En las mangas las «flores» de plata o de oro deshacíanse en volutas ydesanudábanse en ringorrangos. Un encanto para aquellas muchachas acostumbradas aseveros redingotes y fúnebres fraques. La edificante novela yacía de cualquier modo detrás deuna butaca.

Don Fabrizio no comprendía del todo: los recordaba a los dos rojos como cangrejos ydescuidados.

—¿De modo que vosotros los garibaldinos no lleváis la camisa roja?

Los dos se volvieron como si les hubiese mordido una víbora.

—¡Déjate de garibaldinos, tiazo! Lo hemos sido y ya está bien. Cavriaghi y yo, a Diosgracias, somos oficiales del ejército regular de Su Majestad, el rey de Cerdeña por unosmeses todavía, pero de Italia dentro de poco. Cuando se disolvió el ejército de Garibaldi sepodía elegir entre irse a casa o quedarse en el ejército del rey. Él y yo, como tantos otros,ingresamos en el ejército verdadero. Con aquéllos ya no se podía estar, ¿verdad, Cavriaghi?

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—¡Dios mío, qué gentuza! Hombres para golpes de mano, buenos para andar a tiros ybasta. Ahora estamos entre gente digna, somos oficiales en serio.

Y levantaba el bigote en una mueca de adolescente disgusto.

—Nos han rebajado un grado, ¿sabes, tiazo? En tan poca estima tenían la seriedad denuestras aptitudes militares. Yo, de capitán, he descendido a teniente, ya lo ves — y mostrabalas dos estrellitas de las hombreras —. Él, de teniente ha pasado a subteniente. Pero estamostan contentos como si hubiésemos ascendido. Ahora, con nuestros uniformes, somosrespetados de otra manera.

—¡Ya lo creo! — interrumpió Cavriaghi —. Ahora la gente ya no tiene miedo de quele robemos las gallinas.

—Tenían que vernos desde Palermo aquí, cuando nos deteníamos en las paradas deposta para el cambio de caballos. Bastaba decir: «órdenes urgentes para el servicio de SuMajestad», y aparecían los caballos como por encanto.

Y nosotros mostrábamos las órdenes, que eran por cierto las cuentas de la posada deNápoles, bien dobladas y selladas.

Agotada la conversación sobre cambios militares, se pasó a más gratos temas.Concetta y Cavriaghi se habían sentado juntos un poco apartados y el condesito le mostrabael regalo que le había traído de Nápoles: los Cantos de Aleardo Aleardi que había hechoencuadernar magníficamente. Sobre el azul oscuro de la piel una corona de príncipeprofundamente grabada y debajo las iniciales de ella C. C. S. Más abajo aún, caracteresgrandes y vagamente góticos decían Siempre sorda. Concetta, divertida, reía.

—¿Por qué sorda, conde? C. C. S. oye muy bien.

El rostro del condesito se inflamó de juvenil pasión.

—Sorda, sí, sorda, señorita, sorda a mis suspiros, sorda a mis gemidos, y ciegatambién, ciega a las súplicas que le dirigen mis ojos. ¡Si supiera usted cuánto he sufrido enPalermo cuando ustedes vinieron aquí: ni siquiera un saludo, ni siquiera un ademán mientrasel coche desaparecía en el camino. ¿Y quiere que no la llame sorda? Debiera haberle escritocruel.

Su excitación literaria se heló ante la reserva de la joven.

—Usted está todavía cansado por el largo viaje, y tiene los nervios desquiciados.Cálmese. Es mejor que me lea alguna poesía.

Mientras el bersagliere leía los delicados versos con voz emocionada y pausas llenasde desconsuelo, Tancredi, ante la chimenea, se sacaba del bolsillo un estuchito de color azulceleste.

—Éste es el anillo, tiazo, el anillo que regalo a Angelica, o mejor dicho el que tú, pormi mano, le regalas.

Hizo saltar el cierre y apareció un zafiro oscurísimo, tallado en forma de octágonoaplastado, ceñido por una multitud de pequeños y purísimos brillantes. Una joya un poco

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tétrica, pero de acuerdo con el gusto cementerial de la época, y que valía evidentemente lasdoscientas onzas enviadas por don Fabrizio. En realidad había costado bastante menos: enaquellos meses de semisaqueo y de fugas, se encontraban en Nápoles hermosas joyas deocasión. De la diferencia de precio había surgido un alfiler, un recuerdo para la Schwarzwald.También Concetta y Cavriaghi fueron llamados para admirarlo, pero no se movieron porqueel condesito lo había ya visto y porque Concetta se reservó aquel placer para más tarde. Elanillo pasó de mano en mano, fue admirado y elogiado, y se exaltó el previsto buen gusto deTancredi. Don Fabrizio preguntó:

—¿Cómo te las arreglarás para la medida? Habrá que mandar el anillo a Girgenti paraque lo ajusten. Los ojos de Tancredi brillaron maliciosos.

—No es necesario, tío. La medida es exacta. Se la tomé antes.

Y don Fabrizio calló. Reconocía un maestro.

El estuchito había dado ya la vuelta en torno a la chimenea y vuelto a las manos deTancredi, cuando tras la puerta se oyó un suave:

—¿Se puede?

Era Angelica. En la prisa y la emoción no había encontrado nada mejor paraprotegerse de la lluvia que un scappolare, uno de esos inmensos capotes de campesino, depaño tosco. Envuelto en los rígidos pliegues azul oscuro su cuerpo parecía esbeltísimo. Bajoel capuchón empapado los ojos verdes estaban ansiosos y extraviados. Hablaban devoluptuosidad.

Ante aquel espectáculo, ante aquel contraste entre la belleza de la persona y latosquedad del hábito; Tancredi experimentó como un latigazo. Se levantó, corrió hacia ellasin decir palabra y la besó en la boca. El estuche que tenía en la mano derecha cosquilleabasu nuca inclinada hacia atrás. Hizo saltar el muelle, tomó el anillo y se lo puso en el dedoanular. El estuche cayó al suelo.

—Toma, guapa, es para ti de tu Tancredi. — Se despertó su ironía. — Y dale tambiénal tío las gracias por esto.

Luego volvió a besarla. El ansia sensual le hacía temblar: el salón, los reunidos lesparecían muy lejanos, y a él le pareció realmente que con aquellos besos tomaba posesión deSicilia, de la tierra hermosa e infiel que los Falconeri habían poseído durante siglos y queahora, después de una inútil revuelta, se rendía de nuevo a él, como siempre a los suyos,hecha de delicias carnales y de doradas cosechas.

Como consecuencia de la llegada de los bien venidos huéspedes el regreso a Palermofue aplazado y se sucedieron dos semanas llenas de encanto. El temporal que habíaacompañado el viaje de los dos oficiales fue el último de una serie y después de élresplandeció el veranillo de san Martín que es la verdadera estación de voluptuosidad enSicilia: días luminosos y azules, oasis de apacibilidad en el paso áspero de las estaciones, quecon la pereza persuade y descarría los sentidos, mientras la tibieza invita a la desnudezsecreta. Ni hablar de desnudeces eróticas en el palacio de Donnafugata, pero había en élmucha exaltada sensualidad tanto más acre cuanto más contenida. El palacio de los Salina

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había sido ochenta años antes un refugio para aquellos oscuros placeres en los que se habíacomplacido el agonizante siglo XVIII, pero la severa regencia de la princesa Carolina, laneorreligiosidad de la Restauración, el carácter sólo ligeramente inquieto del actual donFabrizio habían hecho incluso olvidar sus pasadas extravagancias. Los diablillos empolvadoshabían sido puestos en fuga. Bien es verdad que existían aún, pero en estado de larvas, ehibernaban bajo montones de polvo quién sabe en qué desván del desmesurado edificio. Laentrada de la bella Angelica en el palacio había hecho revivir un poco aquellas larvas, comoquizá se recuerde. Pero la llegada de los jovencitos enamorados fue la que despertó realmentelos instintos escondidos en la casa. Mostrábanse ahora por todas partes como hormigas a lasque ha despertado el sol, no tan malévolos, pero llenos de vitalidad. La arquitectura, la mismadecoración rococó, con sus curvas imprevistas evocaban incluso tendimientos y senoserectos. Cada puerta, cuando se abría, crujía como una cortina de alcoba.

Cavriaghi estaba enamorado de Concetta, pero como era un chiquillo, y no sólo en elaspecto como Tancredi, sino en su misma intimidad, su amor se desahogaba en los fácilesritmos de Prati y de Aleardi, en soñar raptos al claro de luna, de los cuales no se arriesgaba ameditar las lógicas consecuencias y que, por lo demás, la sordera de Concetta aplastaba enembrión. No se sabe si en la reclusión de su cuarto verde no se entregaba él a un másconcreto anhelo. Cierto es que en la escenografía galante de aquel otoño donnafugasco élcontribuía sólo como el bocetador de nubes y horizontes evanescentes y no como ideador demasas arquitectónicas. En cambio, las dos jóvenes, Carolina y Caterina, tenían también subuena parte en la sinfonía de los deseos que en aquel noviembre recorría todo el palacio y semezclaba con el murmullo de las fuentes, con el patear de los caballos en celo en las cuadrasy el tenaz excavar de nidos nupciales por parte de las carcomas en los viejos muebles. Ambaseran jovencísimas y bellas y, aunque sin enamorados particulares, se encontraban envueltasen la corriente de estímulos que emanaba de los demás, y a menudo el beso que Concettanegaba a Cavriaghi, el abrazo de Angelica que no había saciado a Tancredi, reverberaba enellas, rozaba sus cuerpos intactos, y se soñaba con ellas, y ellas mismas soñaban cabelloshúmedos de ardientes sudores, gemidos breves. Hasta la infeliz mademoiselle Dombreuil afuerza de tener que funcionar como pararrayos, lo mismo que los psiquiatras se contagian ysucumben al frenesí de sus enfermos, fue atraída por aquel vórtice turbio y risueño. Cuando,después de un día de persecuciones y acechos moralísticos, se tendía sobre el lecho solitario,palpaba sus pechos marchitos y murmuraba confusas invocaciones a Tancredi, a Carlo, aFabrizio...

Centro y motor de esta exaltación sensual era, naturalmente, la pareja Tancredi-Angelica. Las bodas seguras, aunque no cercanas, extendían anticipadamente su sombratranquilizadora sobre la tierra ardiente de sus mutuos deseos. La diferencia de linajes hacíacreer a don Calogero normales en la nobleza los largos coloquios celebrados aparte, y a laprincesa Maria Stella habituales en el ambiente de los Sedàra la frecuencia de las visitas deAngelica y cierta libertad de actitudes que ella no habría encontrado lícita en sus propiashijas. Y así las visitas de Angelica al palacio se hicieron cada vez más frecuentes, si no casiperpetuas, y acabó por ser acompañada sólo aparentemente por el padre, que se dirigíainmediatamente al despacho para descubrir o tejer ocultas tramas, o, por la doncella quedesaparecía en la despensa para tomar café y entristecer a los domésticos desventurados.

Tancredi quería que Angelica conociera todo el palacio en su complejo inextricable dehabitaciones, salones de respeto, cocinas, capillas, teatros, galerías de pinturas, cocheras queolían a cuero, establos, bochornosos invernaderos, pasajes, escalerillas, pequeñas terrazas ypórticos y, sobre todo, de una serie de apartamientos abandonados y deshabitados desde hacíamuchos años y que formaban un misterioso e intrincado laberinto. Tancredi no se daba cuenta

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— o acaso se la daba muy bien — que arrastraba a la muchacha hacia el centro escondido delciclón sensual, y Angelica en aquel tiempo quería lo que Tancredi decidía. Las correrías através del casi ilimitado edificio eran interminables. Se partía como hacia una tierraincógnita, e incógnita era realmente porque en muchos de aquellos apartamientos o recovecosni siquiera don Fabrizio había puesto nunca los pies, lo que por lo demás era para él unmotivo de gran satisfacción, porque solía decir que un palacio del que se conocían todas lashabitaciones no era digno de ser habitado. Los dos enamorados se embarcaban hacia Citeresen una nave hecha de habitaciones oscuras y cámaras soleadas, de ambientes lujosos omiserables, vacíos o llenos de desechos de mobiliario heterogéneo. Partían acompañados porCavriaghi o mademoiselle Dombreuil — el padre Pirrone, con la sagacidad de su Orden, senegó siempre a hacerlo — y a veces por los dos: las apariencias quedaban a salvo. Pero en elpalacio de Donnafugata no era difícil desviar a quien quisiera seguirles: bastaba enfilar uncorredor — los había larguísimos, estrechos y tortuosos, con ventanucos enrejados, que nopodían recorrerse sin angustia —, volver por un pasillo, subir una escalerilla cómplice, y losdos jóvenes quedaban lejos, invisibles, solos como en una isla desierta. Los contemplabaúnicamente un descolorido retrato al pastel que la inexperiencia del pintor había creado ciego,o sobre un techo casi borrado una pastorcilla inmediatamente consentidora. Por lo demásCavriaghi se cansaba en seguida y apenas encontraba en su camino un lugar conocido o unaescalera que descendía al jardín, se escabullía, tanto para complacer a su amigo, como para ira suspirar contemplando las heladas manos de Concetta. La señorita de compañía se resistíamás, pero no siempre. Durante algún tiempo se oían cada vez más lejanas sus llamadas nuncarespondidas:

—Tancrède, Angelicá, où êtes-vous?

Luego todo se quedaba en silencio, punteado solamente por el galope de las ratassobre los techos, por el crujido de una carta centenaria olvidada que el viento arrastraba por elsuelo: pretextos para deseados miedos, para la unión tranquilizadora de un abrazo. Y el deseoestaba siempre con ellos, malicioso y tenaz; el juego en que arrastraba a los novios estaballeno de hechizos y azares. Los dos muy cerca aún de la infancia gustaban del placer deljuego, gozaban persiguiéndose, perdiéndose y encontrándose. Pero cuando se habíanalcanzado, sus sentidos aguzados adquirían el dominio y los cinco dedos de él se incrustabanentre los cinco dedos de ella, en el ademán tan amado por los sensuales indecisos, el suaveroce de los pulgares sobre las venas pálidas del dorso trastornaba todo su ser, preludiaba másinsinuantes caricias.

Una vez ella se había escondido detrás de un enorme cuadro apoyado en el suelo. Porun momento Arturo Corbera en el asedio de Antioquía protegió el miedo esperanzado de lajoven, pero cuando fue descubierta, con la sonrisa llena de telarañas y las manos de polvo fueabrazada y estrechada, y tardó una eternidad en decir:

—No, Tancredi, no — negativa que era una invitación porque de hecho él no hacíaotra cosa que fijar en los verdes ojos de ella los suyos azules.

Una vez en una mañana luminosa y fría, ella estaba temblando bajo el vestido todavíaveraniego. Sobre un diván cubierto de tela hecho jirones, la abrazó para calentarla. El alientoperfumado de la joven agitaba los cabellos de su frente. Fueron momentos extáticos ypenosos, durante los cuales el deseo se hacía tormento y el freno, a su vez, delicia.

En los apartamientos abandonados las habitaciones no tenían ni fisonomía precisa ninombre, y como los descubridores del Nuevo Mundo ellos bautizaban los lugares

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atravesados, celebrándolos con los nombres de los descubrimientos recíprocos. Un vastodormitorio en cuya alcoba estaba el espectro de un lecho con baldaquino adornado deesqueletos de plumas de avestruz fue recordado luego como la «cámara de los tormentos»;una escalera de resquebrajados peldaños de pizarra fue llamada por Tancredi «la escalera delresbalón feliz». Más de una vez no supieron realmente dónde estaban: a fuerza de dar vueltas,de regresos, de persecuciones, de largas detenciones llenas de murmullos y de contactosperdían la orientación y debían asomarse a una ventana sin cristales para comprender por elaspecto de un patio, por la perspectiva del jardín en qué ala del palacio se encontraban. Pero aveces no tenían este recurso, porque la ventana daba no sobre uno de los grandes patios, sinosobre un pasaje interior, anónimo también y nunca visto, con la indicación solamente delesqueleto de un gato o la acostumbrada porción de pasta con tomate no se sabe si vomitado oechado allí, y por otra ventana los descubrían los ojos de una criada jubilada. Una tardedescubrieron dentro de un armario cuatro carillons, esas cajas de música con las que sedeleitaba la afectada ingenuidad del siglo XVIII. Tres de ellas sumergidas en el polvo y lastelarañas, permanecieron mudas. Pero la última, más moderna, mejor encerrada en el estuchede madera oscura, puso en movimiento su cilindro de cobre erizado de puntas, y las lengüetasde acero dejaron de pronto oír una musiquilla grácil, en tonos agudos, argentinos: el famosoCarnaval de Venecia, y ellos ritmaron sus besos de acuerdo con esos sonidos de alegríadesilusionada, y cuando su abrazo se aflojó se sorprendieron al darse cuenta de que los soneshabían cesado hacía rato y que sus expansiones no habían seguido otra huella que la delrecuerdo de aquel fantasma de música.

Otra vez la sorpresa fue de distinto color. En una estancia de la parte vieja advirtieronuna puerta oculta por un armario. La cerradura centenaria cedió pronto a aquellos dedos quegozaban al cruzarse y rozarse para forzarla. Detrás una larga escalera secreta se desarrollabaen suaves curvas con sus escalones de mármol rosa. En lo alto una puerta abierta y con unespeso acolchado ya deshecho; y luego un apartamiento ajado y extraño, seis pequeñascámaras en torno a un saloncito de mediano tamaño, todas y el salón mismo, de pavimento demármol blanquísimo, un poco inclinado hacia un canalillo lateral. Sobre los techos bajoscaprichosos estucos coloreados que la humedad afortunadamente había hecho irreconocibles.En las paredes grandes espejos atónitos, colgados demasiado bajos, uno roto de un golpe casien el centro, todos con los retorcidos candeleros del siglo XVIII. Las ventanas daban sobre unpatio recoleto, una especie de pozo ciego y sordo que dejaba entrar una luz gris y en el cualno aparecía ningún otro hueco. En cada habitación y también en el saloncito, amplios,demasiado amplios divanes que mostraban entre el claveteado huellas de una seda arrancada;respaldos manchados; sobre chimeneas, delicadas y complicadas tallas en mármol, desnudosparoxísticos, pero atormentados, mutilados por un martillo rabioso. La humedad habíamanchado las paredes en lo alto y también acaso abajo, a la altura del hombre, donde habíaadquirido configuraciones extrañas, insólitos espesores y tintes sombríos. Tancredi, inquieto,no quiso que Angelica tocase un armario de pared del saloncito: lo abrió él mismo. Era muyprofundo, pero estaba vacío, a excepción de un rollo de tela sucia, que había en un rincón.Dentro había un manojo de pequeños látigos, de azotes de nervio de buey, algunos conmango de plata, otros forrados hasta la mitad de una graciosa seda muy vieja, blanca y arayas azules, sobre la cual se descubrían tres hileras de manchas negruzcas: y utensiliosmetálicos inexplicables. Tancredi tuvo miedo, incluso de sí mismo.

—Vámonos de aquí, querida. No hay nada interesante.

Volvieron a dejar como estaba el armario, cerró bien la puerta y bajaron en silencio laescalera. Durante todo el día los besos de Tancredi fueron muy leves, como dados en sueño yexpiación.

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A decir verdad, después del Gatopardo, el látigo parecía ser el objeto más frecuenteen Donnafugata. Al día siguiente del descubrimiento de aquel apartamiento enigmático, losdos enamorados encontraron otro látigo. Este, en verdad, no estaba en los departamentosignorados, sino en el venerado, llamado del Santo Duque, donde a mediados del siglo XVI sehabía retirado un Salina como a un convento privado y había hecho penitencia y dispuesto suitinerario hacia el cielo. Eran habitaciones pequeñas, bajas de techo, con ladrillos de humildebarro y paredes enjalbegadas, semejantes a las de los campesinos más humildes. La últimadaba sobre un balconcillo desde el que se dominaba la extensión amarilla de feudos y másfeudos, todos sumergidos en una luz triste. Sobre una de las paredes un enorme crucifijo, demayor tamaño que el natural: la cabeza del Dios martirizado tocaba el techo y los sangrantespies rozaban el suelo, la llaga del costado parecía una boca a la que la brutalidad habíaimpedido pronunciar la palabra de la salvación última. Junto al cadáver divino pendía de unclavo un látigo de mango corto del cual partían seis tiras de cuero ya endurecido, terminadasen seis bolas de plomo gruesas como avellanas. Eran las disciplinas del Santo Duque. Enaquella estancia Giuseppe Corbera, duque de Salina, se fustigaba a solas en presencia de Diosy de su feudo y debía de parecerle que las gotas de su sangre iban a llover sobre las tierraspara redimirlo. En su pía exaltación debía de parecerle que sólo mediante este bautismoexpiatorio ellas serían realmente suyas, sangre de su sangre, carne de su carne, como sueledecirse. Pero los terrones habían desaparecido y muchos de los que desde allí se veíanpertenecían a otros, incluso a don Calogero: a don Calogero, es decir a Angelica y, por lotanto, a su futuro hijo. La evidencia del rescate a través de la belleza, paralelo al otro rescate através de la sangre, dio a Tancredi una especie de vértigo. Angelica, arrodillada, besaba lospies heridos de Cristo.

—Mira, eres como ese chisme, sirves para lo mismo.

Y mostraba la disciplina, y como Angelica no comprendiera y levantada la cabezasonriese, bella, pero vacía, se inclinó y tal como estaba, arrodillada, le dio un beso violentoque la hizo gemir porque le hirió el labio por dentro.

Los dos pasaban de este modo aquellas jornadas en vagabundeos desvariados, endescubrimientos de infiernos que el amor luego redimía, en descubrimientos de paraísosolvidados que el mismo amor profanaba. El peligro de hacer cesar el juego para cobrar enseguida la apuesta se agudizaba, les urgía a los dos. Por último no buscaban más, pero se ibanabsortos a las más remotas habitaciones aquellas desde las cuales ningún grito hubiese podidollegar a nadie, pero allí no hubiera habido gritos, sino súplicas y sollozos ahogados. Encambio ambos permanecían abrazados e inocentes compadeciéndose mutuamente. Las máspeligrosas para ellos eran las habitaciones para invitados de la parte vieja: apartadas, mejorcuidadas, cada una con su hermoso lecho y el colchón enrollado al que un manotazo bastaríapara dejar extendido... Un día, no el cerebro de Tancredi que en esto no tenía intervención,sino toda su sangre decidió acabar de una vez: aquella mañana Angelica, aquella hermosacanalla que era, le había dicho:

—Soy tu novicia — recordando en la mente de él, con la claridad de una invitación elprimer encuentro de deseos que se produjo entre ellos, y ya la mujer despeinada se ofrecía, yael macho estaba a punto de apartar de sí al hombre cuando el tañido de la gran campana de laiglesia cayó casi a plomo sobre sus cuerpos yacentes, añadiendo su estremecimiento a losdemás. Las bocas unidas tuvieron que separarse con una sonrisa. Se recobraron; y al díasiguiente Tancredi tenía que marcharse.

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Aquéllos fueron los días mejores de la vida de Tancredi y de la de Angelica, vidas quehubieron de ser luego tan movidas y tan pecaminosas sobre el inevitable fondo de dolor. Peroellos entonces no lo sabían y perseguían un porvenir que consideraban más concreto, aunqueluego resultase haber estado formado solamente de humo y viento. Cuando se hicieron viejose inútilmente prudentes, sus pensamientos volvieron a aquellos días con una insistentenostalgia: habían sido los días del deseo presente siempre porque siempre fue vencido, demuchos lechos que se les ofrecieron y que fueron rechazados, del estímulo sensual queprecisamente por inhibido, por un instante se había sublimado en renuncia, es decirconvertido en verdadero amor. Aquellos días fueron la preparación a su matrimonio que,incluso eróticamente, se malogró, pero fue una preparación que se expresó en un conjuntofirme, exquisito y breve: como esas sinfonías que sobreviven a las óperas olvidadas a quepertenecen y que contienen abocetadas, con su alegría velada de pudor, esas arias que aldesarrollarse en la ópera, sin habilidad alguna, se malogran.

Cuando Angelica y Tancredi regresaban al mundo de los vivos desde su exilio en eluniverso de los vicios extinguidos, de las virtudes olvidadas y sobre todo del deseo perenne,eran acogidos con afable ironía:

—Estáis locos, muchachos: mira que llenaros de polvo de esta manera. Mira cómovienes, Tancredi... — sonreía don Fabrizio, y el sobrino iba a hacerse cepillar el traje.

Cavriaghi, sentado a horcajadas en una silla, fumaba compungido un Virginia ymiraba al amigo que se lavaba la cara y el cuello y que resoplaba al ver que el agua se poníanegra como el carbón.

—La verdad, Falconeri, la señorita Angelica es la más bella chiquilla que vi jamás,pero esto no te justifica. Santo Dios, os hace falta un poco de freno. Hoy habéis estado solostres horas. Si estáis tan enamorados casaos en seguida y no hagáis reír a la gente. Debierashaber visto la cara que puso su padre hoy cuando, al salir de la administración, supo quetodavía estabais navegando por ese océano de habitaciones. ¡Freno, amigo mío, frenonecesitáis, y vosotros los sicilianos tenéis muy pocos!

Pontificaba satisfecho de poder infligir su propia sabiduría al camarada de más edad,al primo de la «sorda» Concetta. Pero Tancredi, mientras se secaba los cabellos estabafurioso: ¡ser acusado de no tener freno, él que había tenido tantos como para poder parar untren! Por otra parte el buen bersagliere tenía su razón: también había que pensar en lasapariencias. Pero se había hecho tan moralista por envidia, porque ya se veía claro que sucortejo a Concetta era inútil. Además Angelica: ¡ese suavísimo sabor de sangre despertadohoy cuando le mordió la parte interior del labio! ¡Y ese ceder blandamente bajo el beso! Peroera verdad, no tenía sentido.

—Mañana iremos a visitar la iglesia llevando como escolta al padre Pirrone y amademoiselle Dombreuil.

Mientras tanto Angelica había ido a cambiarse de ropa en la habitación de lasmuchachas.

—Mais Angelicá, est-il Dieu possible de se mettre dans un tel état? — se indignaba laDombreuil, mientras la hermosa, en chambra y enaguas se lavaba los brazos y el cuello. Elagua fría le calmaba la excitación, y convenía para sí en que mademoiselle tenía razón: ¿valíala pena de cansarse tanto, de llenarse de polvo de aquella manera, de hacer sonreír a la gente

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y, además, para qué? Para hacerse mirar a los ojos, para dejarse recorrer por aquellos dedossutiles, por poco más... Y el labio le dolía todavía.

—Ya basta. Mañana nos quedaremos en el salón con los demás.

Pero al día siguiente aquellos mismos ojos, aquellos mismos dedos readquirían susortilegio, y los dos reanudaban su insensato juego escondiéndose y mostrándose.

El resultado paradójico de estos propósitos, separados, pero convergentes, era que porla noche a la hora de cenar los dos enamorados estaban más serenos, apoyados sobre ilusoriasbuenas intenciones para el día siguiente, y se divertían ironizando sobre las manifestacionesamorosas, más pequeñas, de los demás. Concetta había desilusionado a Tancredi: en Nápolessufrió cierto remordimiento con respecto a ella y por esto había recurrido a Cavriaghi queesperaba le reemplazase con su prima. También la compasión formaba parte de su previsión.Sutilmente, pero también con afabilidad, astuto como era, llegó casi a aparentar condolersecon ella por su propio abandono, y lanzaba por delante al amigo. Nada: Concetta seguía consus charlas de colegiala, miraba al sentimental condesito con fríos ojos tras los cuales podíahasta notarse un poco de desprecio. Aquella muchacha era una estúpida: no se lograría nadabueno de ella. En fin, ¿qué quería? Cavriaghi era un guapo muchacho, un hombre de buenapasta, poseía un apellido honorable y grandes queserías en Brianza. Era, en suma, lo que contérminos expresivos se llama «un buen partido». Concetta le quería a él, ¿verdad? También élla había querido en otro tiempo: era menos hermosa y también mucho menos rica queAngelica, pero poseía algo que la donnafuguesca no poseería jamás. Pero la vida es una cosaseria ¡qué diablo! Concetta tenía que comprenderlo. Además, ¿por qué había comenzado atratarlo tan mal? Aquella reconvención en Espíritu Santo y tantas cosas más. El Gatopardo,seguro que la culpa era del Gatopardo, pero también debía de haber límites para este animalsoberbio.

—Freno te hace falta, querida prima, freno. Y vosotros los sicilianos tenéis muypocos.

En cambio, Angelica, en lo más profundo de su ser, le daba la razón a Concetta: aCavriaghi le faltaba mucha pimienta. Después de haber estado enamorada de Tancredi,casarse con él sería tanto como beber agua después de haber saboreado ese marsala que teníadelante. Bien, Concetta. La comprendía a causa de los precedentes. Pero las otras dosestúpidas, Carolina y Caterina, miraban a Cavriaghi con ojos de besugo y se hacían pura jaleacuando él se acercaba. ¡Vaya! Con la falta de escrúpulos familiares, ella no podía comprenderpor qué una de las dos no lograba apartar de Concetta al condesito en beneficio propio.

«A esta edad los jóvenes son como perritos: basta sisearlos para que echen a correrdetrás de una. Son estúpidas. A fuerza de consideraciones, prohibiciones y soberbiasacabarán ya se sabe cómo.»

En el salón, donde después de la cena los hombres se retiraban a fumar, también lasconversaciones entre Tancredi y Cavriaghi, los dos únicos fumadores de la casa y por lo tantolos dos únicos exiliados, asumían un tono particular.

El subteniente acabó por confesar a su amigo el fracaso de sus esperanzas amorosas.

—Es demasiado bella, demasiado pura para mía, no me quiere. Es una temeridadesperarlo. Me iré de aquí con el puñal de la desesperación clavado en mi pecho. Tampoco me

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he atrevido a hacerle una proposición concreta. Me doy cuenta de que para ella soy como unalombriz, y es justo que sea así. Tendré que buscar una gusanera que se contente conmigo.

Y sus diecinueve años le hacían reírse de su propia desventura.

Tancredi, desde lo alto de su felicidad asegurada, trataba de consolarlo:

—Conozco a Concetta desde que nació: es la mejor criatura que existe: un espejo detodas las virtudes. Pero es poco comunicativa, tiene demasiada reserva. Temo que se estimedemasiado a sí misma. Además, es siciliana hasta la médula. Jamás ha salido de aquí. No sési se encontraría a su gusto en Milán, un poblón donde para comerse un plato de macarroneshay que pensarlo una semana antes.

La salida de Tancredi, una de las primeras manifestaciones de la unidad nacional,logró hacer sonreír de nuevo a Cavriaghi. Ni penas ni dolores conseguían detenerse en él.

—¡Pero yo le hubiese proporcionado cajas de macarrones de los vuestros! De todosmodos, lo hecho, hecho está: confío solamente en que tus tíos, que han sido tan buenos paraconmigo, no me odien luego por haberme metido entre vosotros por las buenas.

Fue tranquilizado sinceramente porque Cavriaghi había gustado a todos, excepto aConcetta (y, por lo demás, acaso también a Concetta), por el ruidoso buen humor que en él seunía al sentimentalismo más delicado. Y se habló de otra cosa, es decir se habló de Angelica.

—Tú, Falconeri, sí que eres afortunado. Ir a desenterrar una joya como la señoritaAngelica en esta porqueriza (perdona, querido). ¡Qué bella es, Dios mío, qué bella! Granuja,que te la llevas y desapareces con ella horas enteras en los rincones más escondidos de estacasa que es tan grande como nuestra catedral. Además, no sólo es bella, sino tambiéninteligente y culta. Y buena por añadidura: se le ve en los ojos su bondad, su ingenuidadinocente.

Cavriaghi continuaba extasiándose ante la bondad de Angelica, bajo la miradadivertida de Tancredi.

—En todo esto el verdaderamente bueno eres tú, Cavriaghi.

—Nos iremos dentro de pocos días — dijo el subteniente —, ¿no te parece que eshora de ser presentado a la madre de la baronesita?14

Era la primera vez que, así, con expresión lombarda, Tancredi oía aplicar un título asu amada. Por un momento no comprendió a quién se refería. Luego se rebeló en él elpríncipe:

—¿Qué significa esto de baronesita, Cavriaghi? Es una buena y amable muchacha aquien yo quiero y basta.

Que fuera precisamente «basta» no era verdad, pero Tancredi era sincero: con laatávica costumbre familiar de disponer de amplias posesiones le parecía que Gibildolce,Settesoli y los saquitos de tela habían sido suyos desde los tiempos de Carlos de Anjou, desdesiempre.

14

La palabra baronesa significa también, familiarmente, pícara, pilla, etcétera.

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—Lo siento, pero creo que no podrás ver a la madre de Angelica. Mañana se va aSciacca para una cura termal. Está muy enferma, la pobre.

Aplastó en el cenicero lo que quedaba del Virginia.

—Vamos al salón. Ya hemos hecho bastante el oso.

Uno de aquellos días don Fabrizio recibió una carta del prefecto de Girgenti,redactada en estilo de extrema cortesía, que le anunciaba la llegada a Donnafugata delcaballero Aimone Chevalley de Monterzuolo, secretario de la prefectura, que le expondríaalgo que interesaba mucho al Gobierno. Don Fabrizio, sorprendido, mandó al día siguiente asu hijo Francesco Paolo a la estación de postas para recibir al missus dominicus e invitarlo aque se alojara en el palacio, acto tanto de hospitalidad como de verdadera misericordia,porque consistía en no abandonar el cuerpo del noble piamontés a las mil fierecillas que lohabrían torturado en la posada cueva de tío Menico.

La diligencia llegó al anochecer con su guardia armada en el pescante y con la escasacarga de caras obtusas. De ella descendió también Chevalley de Monterzuolo, reconocibleinmediatamente por su aspecto aterrorizado y la sonrisa de circunstancias. Encontrábasedesde hacía un mes en Sicilia, en la parte más bravamente indígena de la isla, adonde habíasido llevado directamente desde su propio terruño de Monferrato. De naturaleza tímida ycongénitamente burocrática, encontrábase allí muy a disgusto. Tenía la cabeza llena derelatos de bandidismo, mediante los cuales a los sicilianos les gusta poner a prueba laresistencia nerviosa de los recién llegados, y desde hacía un mes había puesto a un policía encada una de las salidas de su despacho y sustituido por un puñal cada plegadera de maderasobre su escritorio. Por si fuera poco, la cocina a base de aceite hacía un mes que teníaalborotadas sus tripas. Ahora estaba allí, en el crepúsculo, con su maletita de tela gris oscuray contemplaba el aspecto desprovisto de toda coquetería de la carretera en medio de la cualhabía sido descargado. La inscripción «Paseo de Vittorio Emmanuele», que con suscaracteres azules sobre fondo blanco adornaba la casa en ruinas que tenía ante sí, no bastabapara convencerlo de que se encontraba en un lugar que después de todo era su misma nación,y no se atrevía a dirigirse a ninguno de los campesinos adosados a las casas como si fuerancariátides, seguro como estaba de no ser comprendido y temiendo recibir una gratuitacuchillada en los intestinos, por los que sentía cierto interés, a pesar de que se hallasen tantrastornados.

Cuando Francesco Paolo se acercó a él presentándose, cerró los ojos porque se creyóperdido, pero el aspecto de compostura y honestidad del joven rubio lo tranquilizó un poco, ycuando luego comprendió que lo invitaban a hospedarse en la casa de los Salina se sintiósorprendido y aliviado. El recorrido en la oscuridad hasta el palacio fue amenizado por unacontinua esgrima entre la cortesía piamontesa y la siciliana (las dos más puntillosas de Italia),a propósito de la maletita que acabó siendo llevada, aunque era ligerísima, por amboscaballerescos contendientes.

Cuando llegaron a palacio, los rostros barbudos de los campieri que estaban armadosen el primer patio turbaron de nuevo los ánimos de Chevalley de Monterzuolo, mientras laamabilidad distante del príncipe, junto con el evidente fausto de las habitaciones que veía, loprecipitaron en opuestas meditaciones. Retoño de una de esas familias de la pequeña noblezapiamontesa que vivía en digna estrechez en su propia tierra, era la primera vez que se

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encontraba convertido en huésped de una gran casa y esto redoblaba su timidez, mientras lasanécdotas sanguinarias oídas contar en Girgenti, el aspecto desmedidamente protervo dellugar al que había llegado y los «bandidos» — como él creía — acampados en el patio, lollenaban de espanto, de manera que se sentó a cenar torturado por los encontrados temores dequien ha caído de cabeza en un lugar que se halla por encima de sus propias costumbres, ytambién por los del inocente que ha caído en una emboscada tendida por bandoleros.

En la cena comió bien por primera vez desde que había desembarcado en las orillassículas, y el encanto de las muchachas, la austeridad del padre Pirrone y los modales de donFabrizio lo convencieron de que el palacio de Donnafugata no era el antro del bandidoCapraro y que de él saldría vivo probablemente. Lo que más le consoló fue la presencia deCavriaghi, que, como se sabe, vivía allí desde hacía diez días y tenía un excelente aspecto, ytambién parecía ser gran amigo del jovencito Falconeri, amistad que entre un siciliano y unlombardo le parecía milagrosa. Terminada la cena se acercó a don Fabrizio y le rogó que leconcediera una conversación privada porque quería marcharse al día siguiente por la mañana,pero el príncipe le dio con su manaza una palmada en el hombro y le dijo con sonrisagatopardesca:

—Nada de eso, mi querido caballero. Ahora usted se halla en mi casa y lo guardarécomo rehén mientras me plazca. Mañana no se irá usted, y para estar seguro de ello meprivaré del placer de hablar a solas con usted hasta mañana por la tarde.

Esta frase, que tres horas antes hubiese aterrorizado al excelente secretario, lo alegróahora. Angelica no había ido aquella tarde y por lo tanto se jugó al whist. En una mesa junto adon Fabrizio, Tancredi y el padre Pirrone, ganó dos rubbers, lo que le valió una ganancia detres liras y treinta y cinco céntimos. Después de esto se retiró a su habitación, apreció lafrescura de las sábanas y se durmió con el sueño confiado de los justos.

A la mañana siguiente Tancredi y Cavriaghi lo llevaron a dar una vuelta por el jardín,le hicieron admirar la galería de cuadros y la colección de tapices. También le hicieron dar unpaseo por el pueblo: bajo el sol color de miel de aquel noviembre parecía menos siniestro quela noche anterior, hasta salió a relucir alguna sonrisita, y Chevalley de Monterzuolocomenzaba a tranquilizarse también con respecto a la Sicilia rústica. Esto fue advertido porTancredi, que inmediatamente se sintió asaltado por el singular prurito isleño de contar a losforasteros historias espeluznantes, desgraciadamente siempre auténticas. Pasaban ante ungracioso y pequeño palacio con la fachada adornada de tosco almohadillado.

—Ésta, mi querido amigo, es la casa del barón Mutolo. Ahora está vacía y cerradaporque la familia vive en Girgenti desde que el hijo varón, hace diez años, fue secuestradopor los bandidos.

El piamontés comenzó a estremecerse.

—¡Pobres! ¡Quién sabe cuánto tendrían que pagar para rescatarlo!

—No, no pagaron nada. Pasaban ya por grandes dificultades económicas. Carecían dedinero como todos los de aquí. Pero no por ello los bandidos dejaron de devolver al joven,pero a trozos.

—¿Cómo, príncipe? ¿Qué quiere usted decir?

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—A trozos, digo, a trozos: pedazo a pedazo. Primero enviaron el índice de la manoderecha. Al cabo de una semana el pie izquierdo, y luego, en una hermosa cesta bajo una capade higos (era el mes de agosto), la cabeza. Tenía los ojos desorbitados y sangre en lascomisuras de los labios. Yo no lo vi: era un niño entonces, pero me dijeron que el espectáculono tenía nada de agradable. Dejaron la cesta en ese escalón, el segundo ante la puerta. La dejóuna vieja con un pañuelo negro en la cabeza. No pudo reconocerla nadie.

Los ojos de Chevalley se hicieron vidriosos por el espanto. Ya había oído contar estehecho, pero ahora, al ver bajo aquel hermoso sol la escalera sobre la cual había sidodepositado el extraño regalo, la cosa cambiaba bastante. Su alma de funcionario acudió en susocorro.

—¡Qué policía más inepta tenían los borbones! Dentro de poco, cuando vean por aquía nuestros carabineros, cesarán todas estas cosas.

—Sin duda, Chevalley, sin duda.

Pasaron luego ante el Casino Civil, que a la sombra de los plátanos de la plazaexponía su muestra cotidiana de sillas de hierro y hombres enlutados. Saludos, sonrisas.

—Fíjese, Chevalley. Imprima esta escena en su memoria: un par de veces al año, unode estos señores se queda tieso en su butaquita: un tiro disparado a la luz incierta delcrepúsculo, y nadie sabe quién ha sido el que disparó.

Chevalley experimentó la necesidad de apoyarse en el brazo de Cavriaghi para sentircerca un poco de sangre septentrional.

Poco después, en lo alto de una callejuela empinada, a través de festones multicoloresde calzoncillos puestos a secar, entreveíase una pequeña iglesia ingenuamente barroca.

—Es Santa Ninfa. Hace cinco años mataron al párroco en el momento en quecelebraba misa.

—¡Qué horror! ¡Un tiro en una iglesia!

—No, Chevalley, no fue un tiro. Somos demasiado buenos católicos para cometersemejante falta de educación. Simplemente, pusieron veneno en el vino de la comunión. Esmás discreto, quiero decir más litúrgico. Nunca se supo quién lo hizo: el párroco era unaexcelente persona y no tenía enemigos.

Como un hombre que, al despertarse en la noche, ve un espectro sentado a los pies dela cama, en sus propios calcetines, y se salva del terror esforzándose en creer que es unabroma que le hacen sus burlones amigos, así Chevalley se refugió en la creencia de que letomaban el pelo.

—Muy divertido, príncipe, es realmente gracioso. Debería usted escribir novelas.¡Cuenta bien estas patrañas!

Pero la voz le temblaba. Tancredi tuvo compasión de él, y mucho antes de volver alpalacio pasaron ante tres o cuatro lugares tan evocadores por lo menos como los anterioresaunque se abstuvo de hacer de cronista. Habló de Bellini y de Verdi, los sempiternosungüentos curativos de las llagas nacionales.

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A las cuatro de la tarde el príncipe hizo decir a Chevalley que lo esperaba en sudespacho. Era éste una pequeña habitación en cuyas paredes, y en cajas de cristal, habíaalgunas perdices grises de patitas rojas, consideradas raras, trofeos disecados de caceríaspasadas. Una pared estaba ennoblecida por una librería alta y estrecha, colmada de númerosatrasados de revistas de matemáticas. Por encima del butacón destinado a los visitantes, unaconstelación de miniaturas de la familia: el padre de don Fabrizio, el príncipe Paolo, de tezmorena y labios sensuales como los de un sarraceno, con el negro uniforme de la Cortecruzado por el cordón de San Genaro; la princesa Carolina, ya viuda, con sus rubios cabellosreunidos en un alto moño en forma de torre, y los severos ojos azules; la hermana delpríncipe, la princesa de Falconeri, sentada en un banco del jardín, a su derecha la manchaamaranto de una pequeña sombrilla apoyada abierta en el suelo, y a su izquierda la manchaamarilla de un Tancredi de tres años que le entregaba flores del campo (don Fabrizio, aescondidas, se había metido en el bolsillo esta miniatura, mientras los alguacilesinventariaban los muebles de Villa Falconeri). Luego, más abajo, Paolo, el primogénito, conceñidos pantalones de piel blanca en el momento de disponerse a montar un brioso caballo decuello arqueado y ojos resplandecientes; tíos y tías diversos no mejor identificados, lucíangrandes alhajas o señalaban, dolientes, el busto de un amado muerto. En el centro de laconstelación, pero en funciones de estrella polar, destacábase una miniatura mayor: era la dedon Fabrizio con algo más de veinte años, con su jovencísima esposa que apoyaba la cabezasobre su hombro en un acto de completo abandono amoroso; ella morena, él rubio con suuniforme azul y plata de la Guardia de Corps del rey, sonreía complacido, con el rostroenmarcado por patillas de rubio y primerizo pelo.

Apenas se hubo sentado, Chevalley expuso la misión de que había sido encargado.

—Después de la feliz anexión, quiero decir de la fausta unión de Sicilia al reino deCerdeña, la intención del Gobierno de Turín es proceder al nombramiento de senadores delreino en la persona de algunos ilustres sicilianos. Las autoridades provinciales han sidoencargadas de redactar una lista de personalidades para proponerla al examen del Gobiernocentral y eventualmente al nombramiento real y, no hay que decirlo, en Girgenti se hapensado en su nombre, príncipe: un nombre ilustre por su antigüedad, por el prestigiopersonal de quien lo lleva, por sus méritos científicos, incluso por la digna y liberal actitudasumida durante los recientes acontecimientos.

El discursito había sido preparado hacía tiempo. Es más, había sido objeto de sucintasnotas a lápiz en el cuadernillo que ahora reposaba en el bolsillo posterior de los pantalones deChevalley. Sin embargo, don Fabrizio no daba señales de vida: sus pesados párpados dejabanentrever apenas su mirada. Inmóvil, la mano de pelos rubios cubría enteramente una cúpulade San Pedro en alabastro que estaba sobre la mesa.

Acostumbrado ya a la cazurrería de los locuaces sicilianos cuando se les propone algo,Chevalley no se dejó amilanar.

—Antes de enviar la lista a Turín mis superiores han creído oportuno informarse deello por usted mismo, y preguntarle si esta propuesta sería de su agrado. Requerir suasentimiento, del que tanto espera el Gobierno, ha sido el objeto de mi misión aquí; misiónque, por otra parte, me ha valido el honor y el placer de conocer a usted y a los suyos, estemagnífico palacio y esta Donnafugata tan pintoresca.

«Ahora se imagina éste que ha venido a hacerme un gran honor — pensaba —, a mí,que soy quien soy, entre otras cosas, también par del reino de Sicilia, lo que debe ser

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considerado más o menos como senador. Cierto es que los dones hay que valorarlos enrelación con quien los ofrece: un campesino que me da un pequeño cordero suyo me hace unregalo mayor que el príncipe de Làscari cuando me invita a comer. Está claro. Lo malo es queel cordero me da asco. Y así no queda más que la gratitud del corazón que no se ve, y la narizfruncida por la repugnancia, que se ve incluso demasiado.»

Las ideas de don Fabrizio con respecto al Senado eran muy vagas: a pesar de todossus esfuerzos por evitarlo lo conducían siempre al Senado romano: al senador Papirio,

que rompía una varita sobre la cabeza de un galo mal educado, a un caballo«Incitatus», al que Calígula había hecho senador, honor éste que también le hubiese parecidoexcesivo a su hijo Paolo. Le fastidiaba que le resonase insistentemente una frase dicha acasopor el padre Pirrone: «Senatores boni viri, senatus autem mala bestia.» También estaba elSenado del Imperio de París, pero no era más que una asamblea de aprovechados provistos degrandes prebendas. Había o hubo un Senado también en Palermo, pero se trató solamente deun comité de administradores civiles, ¡y qué administradores! Pijotería, para un Salina. Quisosincerarse:

—En fin, caballero, dígame qué cosa es exactamente ser senador: la prensa de lapasada monarquía no dejaba pasar noticias sobre el sistema constitucional de los otrosestados italianos, y una estancia de una semana en Turín, hace dos años, no fue suficientepara aclararme estas cosas. ¿Qué es? ¿Un simple apelativo honorífico? ¿Una especie decondecoración, o hay que llevar a cabo funciones legislativas, deliberativas?

El piamontés, el representante del único estado liberal en Italia, se molestó:

—Pero, príncipe, ¡el Senado es la Alta Cámara del reino! En ella la flor y nata de lospolíticos italianos, elegidos por la sabiduría del soberano, examinan, discuten, aprueban orechazan las leyes que el Gobierno propone para el progreso del país. Funciona con su doblemisión de espuela y rienda: incita a obrar bien e impide lo contrario. Cuando haya aceptadoocupar en él un puesto, usted representará a Sicilia junto a los diputados elegidos, dejará oírla voz de esta hermosa tierra suya que se asoma ahora al panorama del mundo moderno, contantas heridas que curar, con tan justos deseos que realizar.

Acaso Chevalley hubiese continuado largo rato en este tono, si «Bendicò», detrás dela puerta, no hubiese pedido a la «sabiduría del soberano» que lo dejasen entrar. Don Fabriziohizo ademán de levantarse para abrir, pero con tal pereza como para dar tiempo al piamontéspara que lo hiciese él. «Bendicò», minucioso, olfateó largo rato los pantalones de Chevalley.Después, convencido de que se trataba de un buen hombre, se tendió bajo la ventana y sedurmió.

—Escuche, Chevalley. Si se tratara de un nombramiento honorífico, de un simpletítulo para usarlo en una tarjeta de visita y nada más, me sentiría muy contento aceptándolo:considero que en este momento decisivo para el futuro del Estado italiano es un deber detodos adherirse, evitar la impresión de disensiones frente a esos estados extranjeros que nosmiran con un temor o con una esperanza que se revelarán injustificados, pero que ahoraexisten.

—Entonces, príncipe, ¿por qué no acepta?

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—Tenga paciencia, Chevalley. Ahora me explicaré. Nosotros los sicilianos estamosacostumbrados a través de una larga, larguísima hegemonía de gobernantes que no eran denuestra religión, que no hablaban nuestra lengua, a andar con pies de plomo. Si no se hacíaasí, no nos librábamos de los exactores bizantinos, de los emires berberiscos ni de losvirreyes españoles. Ahora ya nos hemos habituado: estamos hechos así. He dicho «adhesión»,no «participación». Es estos seis últimos meses, desde que vuestro Garibaldi puso el pie enMarsala, se han hecho demasiadas cosas sin consultarnos para que ahora se pueda pedir a unmiembro de la vieja clase dirigente que las desarrolle y las lleve a ejecución. Ahora no quierodiscutir si lo que se hizo se ha hecho bien o mal. Por mi parte creo que mucho se hizo malpero le diré ahora lo que usted comprenderá perfectamente cuando lleve un año entrenosotros. En Sicilia no importa hacer mal o bien: el pecado que nosotros los sicilianos noperdonamos nunca es simplemente el de «hacer». Somos viejos, Chevalley, muy viejos. Hacepor lo menos veinticinco siglos que llevamos sobre los hombros el peso de magníficascivilizaciones heterogéneas, todas venidas de fuera, ninguna germinada entre nosotros,ninguna con la que nosotros hayamos entonado. Somos blancos como lo es usted, Chevalley,y como la reina de Inglaterra; sin embargo, desde hace dos mil quinientos años somoscolonia. No lo digo lamentándome: la culpa es nuestra. Pero estamos cansados y tambiénvacíos.

Ahora Chevalley estaba turbado.

—Pero, de todos modos, esto ya se ha terminado. Ahora Sicilia no es ya tierra deconquista, sino libre parte de un libre Estado.

—La intención es buena, Chevalley, pero tardía. Por lo demás, ya le he dicho que lamayor parte de la culpa es nuestra. Usted me hablaba hace poco de una joven Sicilia que seasoma a las maravillas del mundo moderno. Por mi parte, veo más bien a una centenariaarrastrada en coche a la Exposición Universal de Londres, que no comprende nada, que secisca en todo, en las acerías de Sheffield como en las hilaturas de Manchester, y que deseasolamente encontrar su propio duermevela entre sus almohadas baboseadas y con el orinalbajo la cama.

Hablaba todavía, pero la mano en torno a San Pedro se crispaba; más tarde laminúscula cruz de la cúpula fue encontrada hecha pedazos.

—El sueño, querido Chevalley, el sueño es lo que los sicilianos quieren, ellos odiaránsiempre a quien los quiera despertar, aunque sea para ofrecerles los más hermosos regalos. Y,dicho sea entre nosotros, tengo mis dudas con respecto a que el nuevo reino tenga en lamaleta muchos regalos para nosotros. Todas las manifestaciones sicilianas sonmanifestaciones oníricas, hasta las más violentas: nuestra sensualidad es deseo de olvido, lostiros y las cuchilladas, deseo de muerte; deseo de inmovilidad voluptuosa, es decir, tambiénla muerte, nuestra pereza, nuestros sorbetes de escorzonera y de canela. Nuestro aspectopensativo es el de la nada que quiere escrutar los enigmas del nirvana. De esto proviene elpoder que tienen entre nosotros ciertas personas, los que están semidespiertos; de ahí elfamoso retraso de un siglo de las manifestaciones artísticas e intelectuales sicilianas: lasnovedades nos atraen sólo cuando están muertas, incapaces de dar lugar a corrientes vitales;de ello el increíble fenómeno de la formación actual de mitos que serían venerables si fueranantiguos de verdad, pero que no son otra cosa que siniestras tentativas de encerrarse en unpasado que nos atrae solamente porque está muerto.

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No todo esto lo comprendió el bueno de Chevalley; sobre todo le resultaba oscura laúltima frase: había visto los carritos multicolores arrastrados por caballos empenachados,había oído hablar del teatro de títeres heroico, pero también creía él que se trataba de viejastradiciones. Dijo:

—Pero, ¿no le parece que exagera un poco, príncipe? Yo he conocido en Turínsicilianos emigrados, Crispi, por citar un nombre, que no me han parecido precisamentedormilones.

El príncipe se molestó.

—Somos demasiados para que no haya excepciones. Por lo demás, ya le he habladode nuestros semidormidos. En cuanto a ese joven Crispi, yo no por cierto, sino usted, acasovea si cuando llega a viejo no se sume en nuestro voluptuoso sopor: lo hacen todos. Veo,además, que me he explicado mal: dije los sicilianos, y hubiese debido añadir Sicilia, elambiente, el clima, el paisaje siciliano. Éstas son las fuerzas, y acaso más que lasdominaciones extranjeras y los incongruentes estupros, que formaron nuestro ánimo: estepaisaje que ignora el camino de en medio entre la blandura lasciva y la maldita fogosidad;que no es nunca mezquino, como debería ser una tierra hecha para morada de seresracionales, esta tierra que a pocas millas de distancia tiene el infierno en torno a Randazzo yla belleza de la bahía de Taormina; este clima que nos inflige seis meses de fiebre de cuarentagrados. Cuente, Chevalley: mayo, junio, julio, agosto, setiembre y octubre; seis veces treintadías de un sol de justicia sobre nuestras cabezas; este verano nuestro largo y tétrico como elinvierno ruso y contra el cual se lucha con menor éxito; usted no lo sabe todavía pero puededecirse que aquí nieva fuego como sobre las ciudades malditas de la Biblia; en cada uno deesos seis meses si un siciliano trabajase en serio malgastaría la energía suficiente para tres; yluego el agua, que no existe o que ha que llevar tan lejos que cada gota suya se paga con unagota de sudor; y por si fuera poco las lluvias, siempre tempestuosas, que hacen enloquecer lostorrentes secos, que ahogan animales y hombres justamente allí donde dos semanas antesunos y otros se morían de sed. Esta violencia del paisaje, esta crueldad del clima, esta tensióncontinua en todos los aspectos, estos monumentos, incluso, del pasado, magníficos peroincomprensibles porque no han sido edificados por nosotros y que se hallan en torno comobellísimos fantasmas mudos; todos estos gobiernos que han desembarcado armados viniendode quién sabe dónde, inmediatamente servidos, al punto detestados y siempreincomprendidos, que se han expresado sólo con obras de arte enigmáticas para nosotros yconcretísimos recaudadores de impuestos, gastados luego en otro sitio: todas estas cosas hanformado nuestro carácter, que así ha quedado condicionado por fatalidades exteriores ademásde por una terrible insularidad de ánimo.

El infierno ideológico evocado en el pequeño despacho asustó a Chevalley más que lasangrienta información de por la mañana. Quiso decir algo, pero don Fabrizio estaba ahorademasiado excitado para escucharlo.

—No niego que algunos sicilianos transportados fuera de la lista logren librarse deesto, pero hay que hacerles marchar cuando son muy jóvenes; a los veinte años ya es tarde: seha formado la corteza: se convencerán de que su país es como todos los demás,despiadadamente calumniado, que la normalidad civilizada está aquí y la extravaganciaafuera. Pero perdóneme, Chevalley, si me he dejado llevar por estas cosas y le he aburridoprobablemente. Usted no ha venido aquí para oír a Ezequiel implorando cesen las desventurasde Israel. Volvamos a nuestro tema: agradezco mucho al Gobierno haber pensado en mí parael Senado y le ruego que le exprese mi sincera gratitud, pero no puedo aceptar. Soy un

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representante de la vieja clase, inevitablemente comprometido con el régimen borbónico, yligado a él por vínculos de decencia a falta de los del afecto. Pertenezco a una generacióndesgraciada, a caballo entre los viejos y los nuevos tiempos, y que se encuentra a disgustocon unos y con otros. Por si fuera poco, como usted no ha podido dejar de darse cuenta, notengo ilusiones, y ¿qué haría el Senado de mí, de un legislador inexperto que carece de lafacultad de engañarse a sí mismo, este requisito esencial en quien quiere guiar a los demás?Los de nuestra generación debemos retirarnos a un rincón y contemplar los brincos ycabriolas de los jóvenes en torno a ese adornadísimo catafalco. Ustedes tienen ahoraprecisamente necesidad de jóvenes, de jóvenes despejados con la mente abierta al cómo másque al por qué y que sean hábiles en enmascarar, quiero decir en acomodar sus concretosintereses particulares a las vagas idealidades públicas.

Calló, dejó en paz a San Pedro y continuó:

—¿Puedo permitirme darle un consejo para que lo transmita a sus superiores?

—Naturalmente, príncipe. Ciertamente será escuchado con toda consideración, perotodavía me atrevo a esperar que en lugar de un consejo me dé usted su conformidad.

—Hay un nombre que yo quisiera sugerir para el Senado: el de Calogero Sedàra. Éltiene más méritos que yo para estar allí: me han dicho que su apellido es antiguo o acabarásiéndolo; más que lo que usted llama prestigio, él tiene poder; a falta de los méritoscientíficos tiene los prácticos, excepcionales; su actitud durante la crisis de mayo más queirreprensible ha sido utilísima: no creo que tenga más ilusiones que yo, pero es bastante listopara saber creárselas cuando sea necesario. Es el individuo pintiparado para ustedes. Perodeben ustedes obrar rápidamente, porque he oído decir que quiere presentar su candidatura ala Cámara de diputados.

De Sedàra se había hablado mucho en la prefectura: sus actividades como alcalde ycomo particular eran conocidas. Chevalley se sobresaltó: era un hombre honrado y su propiaestimación de las cámaras legislativas podía compararse a la pureza de sus mismasintenciones. Por esto creyó oportuno no decir nada, e hizo bien en no comprometerse, porque,efectivamente, diez años más tarde el excelente don Calogero había de obtener la laticlave.15

Pero aunque honrado, Chevalley no era estúpido: le faltaba, esto sí, esa rapidez mental que enSicilia usurpa el nombre de inteligencia, pero se daba cuenta de las cosas con lenta solidez yademás no tenía la impenetrabilidad meridional ante los afanes ajenos. Comprendió laamargura y el desconsuelo de don Fabrizio, volvió a ver por un instante el espectáculo demiseria, de abyección y de negra indiferencia del cual era testigo desde hacía un mes. Enhoras pasadas había envidiado la opulencia y el señorío de Salina, ahora recordaba conternura su pequeño viñedo, su Monterzuolo cerca de Casale, sucio, mediocre, pero sereno yvivo. Y tuvo piedad tanto del príncipe sin esperanza como de los niños descalzos, de lasmujeres enfermas de malaria, de las no inocentes víctimas cuya relación llegaba cada mañanaa su despacho: todos iguales, en el fondo, compañeros de desventuras abandonados en elmismo pozo.

Quiso hacer un último esfuerzo. Se levantó y la emoción confería pathos a su voz:

—Príncipe, ¿realmente en serio se niega a hacer lo posible para aliviar, para intentarremediar el estado de pobreza material, de ciega miseria moral en los que yace este pueblo

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Traje de púrpura de los senadores romanos. Por extensión: dignidad de senador

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que es el suyo? El clima se vence, el recuerdo de los malos gobiernos se disipa. Los sicilianosquieren mejorar. Si los hombres honrados se retiran, el camino quedará libre para la gente sinescrúpulos y sin perspectivas, para los Sedàra, y todo será de nuevo como antes durante otrossiglos. Escuche su conciencia, príncipe, y no las orgullosas verdades que ha dicho. Colabore.

Don Fabrizio sonrió, le cogió de la mano y le hizo sentar cerca de él en el diván.

—Usted es un caballero, Chevalley, y considero una suerte haberlo conocido. Tieneusted razón en todo. Se ha equivocado solamente cuando ha dicho «los sicilianos quierenmejorar». Quiero contarle una anécdota personal. Dos o tres días antes de que Garibaldientrase en Palermo me fueron presentados algunos oficiales de la marina inglesa que sehallaban de servicio en esos buques anclados en la rada para observar los acontecimientos.Habían sabido, no sé cómo, que yo poseía una casa junto al mar con un terrado desde el cualse veía todo el círculo de montes que rodea la ciudad. Me pidieron permiso para visitar lacasa, contemplar aquel panorama en el que se decía que actuaban los garibaldinos y del cual,desde sus barcos, no habían podido tener una clara idea. De hecho Garibaldi estaba ya enGibilrossa. Vinieron a casa, los acompañé al terrado, eran ingenuos jovenzuelos a pesar desus patillas rojizas. Quedáronse extasiados ante el panorama y la irrupción de la luz. Peroconfesaron que se habían quedado petrificados al observar el abandono, la vejez y la suciedadde los caminos de acceso. No les expliqué que una cosa se derivaba de la otra, como heintentado hacer con usted. Uno de ellos me preguntó luego qué venían a hacer en Siciliaaquellos voluntarios italianos. «They are coming to teach us good manners (le respondí). Butthey won't succeed, because we are gods.» Vienen para enseñarnos la buena crianza, pero nopodrán hacerlo, porque somos dioses. Creo que no comprendieron, pero se echaron a reír y sefueron. Así le respondo también a usted, querido Chevalley: los sicilianos no querrán nuncamejorar por la sencilla razón de que creen que son perfectos. Su vanidad es más fuerte que sumiseria. Cada intromisión, si es de extranjeros por su origen, si es de sicilianos porindependencia de espíritu, trastorna su delirio de perfección lograda, corre el peligro de turbarsu complacida espera de la nada. Atropellados por una docena de pueblos diferentes, creentener un pasado imperial que les da derecho a suntuosos funerales. ¿Cree usted realmente,Chevalley, ser el primero en querer encauzar a Sicilia en el flujo de la historia universal?¡Quién sabe cuántos imanes musulmanes, cuántos caballeros del rey Ruggero, cuántosescribas de los suevos, cuántos barones de Anjou, cuántos legistas del Rey Católico hanconcebido la misma bella locura, y cuántos virreyes españoles, cuántos funcionariosreformadores de Carlos III! Y ahora, ¿quién sabe quiénes fueron? Sicilia ha querido dormir, apesar de sus llamamientos. ¿Por qué tenía que escucharlos si es rica, si es sabia, si escivilizada, si es honesta, si es por todos admirada y envidiada, si es perfecta, en una palabra?

»También ahora se dice de nosotros en obsequio a cuanto ha escrito Prudhom y unhebreo alemán cuyo nombre no recuerdo, que la culpa del mal estado de cosas, aquí y entodas partes, es el feudalismo; o sea, mía, por decirlo así. Lo será. Pero el feudalismo haexistido en todas partes y también las invasiones extranjeras. No creo que sus antepasados,Chevalley, o los squires ingleses o señores franceses gobernasen mejor que los Salina. Losresultados han sido distintos. La razón de la diversidad debe hallarse en ese sentido desuperioridad que brilla en cada ojo siciliano, que nosotros mismos llamamos orgullo, y que enrealidad es ceguera. Por ahora, durante mucho tiempo, no hay nada que hacer. Lo siento, peroen la vida política no puedo mostrar un dedo: me lo morderían. Éstos son discursos que no sepueden hacer a los sicilianos. Y yo mismo, por lo demás, si estas cosas me las hubiese dichousted, me las habría tomado a mal.

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»Es tarde ya, Chevalley: tenemos que vestirnos para la cena. Durante unas horas deborepresentar el papel de hombre civilizado.

Al día siguiente por la mañana temprano se fue Chevalley, y a don Fabrizio, que sehabía propuesto ir de caza, le fue fácil acompañarlo a la estación de posta. Don Ciccio Tumeoiba con ellos y llevaba sobre los hombros el doble peso de las dos escopetas, la suya y la dedon Fabrizio, y dentro de sí la bilis de las propias virtudes conculcadas.

Vista a la lívida claridad de las cinco y media de la mañana, Donnafugata estabadesierta y parecía desesperada. Delante de cada vivienda los restos de las mesas miserables seacumulaban a lo largo de las paredes sucias, perros espantosos husmeaban en ella con avidezsiempre desilusionada. Alguna puerta se había abierto ya y la hediondez de los durmientesacumulados trascendía a la calle; al resplandor de los pabilos las madres examinaban lospárpados tracomatosos de los niños: casi todas vestían de luto y muchas habían sido lasmujeres de aquellos fantoches con quienes se tropieza en los recodos de los atajos. Loshombres, agarrando el azadón, salían para buscar a quien, Dios mediante, les diera trabajo.Silencio átono o chillidos desesperados de voces histéricas. Por la parte de Espíritu Santo elalba de estaño comenzaba a babear sobre las nubes plomizas.

Chevalley pensaba:

«Este estado de cosas no durará. Nuestra administración nueva, ágil y moderna locambiará todo.»

El príncipe estaba deprimido:

«Todo esto no tendría que durar, pero durará siempre. El siempre de los hombres,naturalmente, un siglo, dos siglos... Y luego será distinto, pero peor. Nosotros fuimos losGatopardos, los Leones. Quienes nos sustituyan serán chacalitos y hienas, y todos,gatopardos, chacales y ovejas, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra.»

Se dieron mutuamente las gracias y se despidieron. Chevalley se encaramó a ladiligencia, izada sobre cuatro ruedas de color de vómito. El caballo, todo hambre y llagas,comenzó el largo viaje.

Apenas era de día; esa poca luz que conseguía traspasar la manta de nubes no podíapenetrar la suciedad inmemorial de los ventanucos. Chevalley iba solo. Entre golpes ysacudidas mojó con saliva la punta del índice, limpió un cristal en la amplitud de un ojo.Miró: ante él, bajo la luz ceniza, el paisaje se estremecía irredimible.

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CAPÍTULO QUINTO

Llegada del padre Pirrone a San Cono. — Conversación con los amigos y el herbolario. —Las desdichas familiares de un jesuita. — Solución de las desdichas. — Conversación con el"hombre de honor". — Regreso a Palermo.

Febrero 1861

El padre Pirrone era de origen pueblerino. Efectivamente, había nacido en San Cono,un lugarejo que ahora, gracias al autobús, es casi una de las barriadas de Palermo, pero quehace un siglo pertenecía, por así decirlo, a un sistema planetario propio, distante como estabacuatro o cinco horas de carro del sol palermitano.

El padre de nuestro jesuita había sido «intendente» de dos feudos que la abadía de SanEleuterio se vanagloriaba de poseer en el territorio de San Cono. Oficio este de «intendente»muy peligroso entonces para la salud del alma y del cuerpo, porque obligaba a mantenerrelaciones extrañas y al conocimiento de varias anécdotas cuya acumulación provocaba unaenfermedad que «de golpe y porrazo» — es la expresión exacta — hacía caer al enfermo tiesoa los pies de cualquier paredón, con todas sus historietas selladas en la barriga, irrecuperablesya para la curiosidad de los ociosos. Pero don Gaetano, el padre del padre Pirrone, habíaconseguido librarse de esta enfermedad profesional gracias a una rigurosa higiene basada enla discreción y en un perspicaz empleo de remedios preventivos, y había muertopacíficamente de pulmonía un soleado domingo de febrero sonoro de vientos que arrancabanlos pétalos de las flores de los almendros. Dejó la viuda y los tres hijos — dos hembras y elsacerdote — en condiciones económicas relativamente buenas. Como hombre sagaz quesiempre fue, supo hacer economías sobre el estipendio increíblemente exiguo de la abadía, yen el momento de su muerte poseía algunos almendros al fondo del valle, algunas vides en lasvertientes y un poco de terreno pedregoso de pastos, más arriba; bienes de pobre, ya se sabe,pero suficientes para conferir cierto peso en la deprimida economía sanconetana. Era tambiénpropietario de una casita completamente cuadrada, azul por fuera y blanca por dentro, concuatro habitaciones abajo y cuatro arriba, justamente a la entrada del pueblo por la parte dePalermo.

El padre Pirrone se había alejado de aquella casa a los dieciséis años cuando suséxitos en la escuela parroquial y la benevolencia del abad mitrado de San Eleuterio lo habíanencaminado hacia el seminario arzobispal, pero, a lo largo de los años, había vuelto muchasveces, para bendecir las bodas de las hermanas o para dar una — mundanamente, se entiende— superflua absolución a don Gaetano moribundo, y allí volvía ahora, a fines de febrero de1861, decimoquinto aniversario de la muerte de su padre; y era un día ventoso y límpido,precisamente como aquél.

Habían sido cinco horas de sacudidas, con los pies colgando tras la cola del caballo,pero, una vez superada la náusea causada por las pinturas patrióticas, recientemente hechas

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sobre los paneles del carro y que culminaban con la retórica representación de un Garibaldicolor de llama dando el brazo a una santa Rosalía de color de mar, habían sido cinco horasagradables. El valle que sube desde Palermo a San Cono reúne en sí el paisaje fastuoso de lazona costera y el inexorable del interior, y es recorrido por ráfagas de viento repentinas quehacen salubre su aire, famosas por ser capaces de desviar la trayectoria de las balas mejordirigidas, de tal manera que los tiradores colocados ante problemas balísticos demasiadoarduos preferían ejercitarse en otra parte. Además el carretero, que había conocido muy bienal difunto, se había extendido en amplios recuerdos sobre sus méritos; recuerdos que, aunqueno siempre apropiados a los oídos filiales y eclesiásticos, habían halagado a su habituadooyente.

Al llegar fue acogido con lacrimosa alegría. Besó y bendijo a su madre que tenía yalos cabellos blancos y la cara rosada de las viudas, surgiendo de las lanas de un lutoinacabable, saludó a sus hermanas y sobrinos, y entre estos últimos miró de soslayo aCarmelo que había tenido el pésimo gusto de ostentar en su gorra, como señal de fiesta, unaescarapela tricolor. Apenas hubo entrado en la casa se vio asaltado, como siempre, por ladulcísima fuerza de los recuerdos juveniles: todo estaba lo mismo que antes, el pavimento deladrillo rojo y el sencillo mobiliario, la misma luz entraba por las exiguas ventanas;«Romeo», el perro que ladraba bajo en un rincón, era el bisnieto, parecidísimo, de otro perrolobo, que fue su compañero en sus violentos juegos. De la cocina salía el secular aroma delragoût que hervía lentamente, del extracto de tomate, cebollas y carne de carnero, para losanelletti de los días señalados. Todo expresaba la serenidad lograda mediante los esfuerzosdel Finado.

No tardaron en dirigirse a la iglesia para oír la misa conmemorativa. Aquel día SanCono mostraba su mejor aspecto y se engalanaba en una casi orgullosa exhibición deexcrementos diversos. Graciosas cabritas de negras ubres colgantes, y muchos de esoscerditos sicilianos oscuros y delgados como potros minúsculos, pasaban por entre la gentesubiendo las calles empinadas; y como el padre Pirrone se había convertido en una especie degloria local, muchas eran las mujeres, los niños y también los jóvenes que se apiñaban a supaso para pedirle una bendición o recordar los tiempos pasados.

En la sacristía se charló del pueblo con el párroco y, después de oída la misa sedirigieron a la lápida sepulcral en una capilla lateral: las mujeres, llorando, besaron elmármol; el hijo rogó en alta voz en su misterioso latín; y cuando regresó a su casa losanelletti estaban a punto y le gustaron mucho al padre Pirrone a quien los refinamientosculinarios de Villa Salina no le habían echado a perder el paladar.

Al atardecer los amigos fueron a saludarlo y se reunieron en su habitación. Un candilde cobre de tres brazos pendía del techo y lanzaba la luz modesta de sus mechas empapadasen aceite. En un ángulo el lecho ostentaba el colchón multicolor y la angustiosa colcha roja yamarilla; otro rincón de la habitación estaba circundado por una alta y rígida estera, elzimmile conservaba el trigo color de miel que cada semana se enviaba al molino para lasnecesidades de la familia. En las paredes, en grabados a punzón, san Antonio mostraba alDivino Infante, santa Lucía los ojos arrancados y san Francisco Javier alineaba turbas deemplumados y desnudos pieles rojas. Afuera, en el crepúsculo estrellado, el viento soplaba ya su manera era el único en conmemorar. En el centro de la habitación, bajo la lámpara,aplastábase en el suelo el gran brasero encerrado en un pie de madera brillante en el cual seponían los pies. Alrededor sillas de cuerda ocupadas por los visitantes. Allí estaba el párroco,los dos hermanos Schiro, propietarios del lugar, y don Pietrino, el viejo herbolario: habíanacudido sombríos y sombríos continuaban porque, mientras las mujeres se atareaban abajo,

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ellos hablaban de política y esperaban obtener noticias del padre Pirrone que llegaba dePalermo y que debía de saber mucho puesto que vivía entre los «señores». El deseo denoticias se había calmado ya, pero el del consuelo se vio desilusionado porque su amigojesuita, un poco por sinceridad y un poco también por táctica, les mostraba negrísimo elporvenir. Sobre Gaeta revoleaba todavía la bandera tricolor borbónica, pero el bloqueo eraférreo y los polvorines de la plaza fuerte saltaban por los aires uno tras otro, y allí ya no sesalvaba nada fuera del honor, es decir no mucho. Rusia era amiga, pero lejana, Napoleón IIItraidor y cercano, y de los sublevados de Basilicata y de Terra di Lavoro el jesuita hablabapoco porque íntimamente le avergonzaba. Decía que era necesario sufrir la realidad de esteEstado italiano que se formaba, ateo y rapaz, de estas leyes de expropiación y reclutamientoque desde el Piamonte hasta allí lo inundarían todo, como el cólera.

—Ya veréis — fue su nada original conclusión —, ya veréis que ni siquiera nosdejarán los ojos para llorar.

A estas palabras se mezcló el coro tradicional de las jeremiadas rústicas. Loshermanos Schiro y el herbolario sentían ya el mordisco de las fiscalizaciones. Para losprimeros hubo contribuciones extraordinarias y el uno por ciento sobre los impuestos; para elotro una perturbadora sorpresa: había sido llamado por el Municipio donde le dijeron que, sino pagaba veinte liras cada ajo, no le permitirían vender sus hierbas medicinales.

—Y este sen, este estramonio, estas hierbas santas hechas por el Señor voy arecogerlas con mis propias manos a la montaña, llueva o no llueva, en los días y nochesprescritos. Yo las seco al sol, que es de todos, y las pulverizo con un almirez que era ya de miabuelo. ¿Qué tiene que ver con esto el Municipio? ¿Por qué tengo que pagar veinte liras?¿Así, por vuestra cara bonita?

Las palabras le salieron a trompicones de su boca sin dientes, pero sus ojos seensombrecieron de auténtico furor. —¿Tengo o no razón, padre? Dímelo tú.

El jesuita lo apreciaba mucho: lo recordaba ya un hombre maduro, más bienencorvado por su tarea de recoger hierbas cuando él era todavía un chico que cazaba pájaros apedradas, y le estaba agradecido también porque cuando vendía un cocimiento a lasmujerucas decía siempre que sin tantos o cuantos avemarías o gloriapatris, aquello no tendríaefecto. Además su prudente cerebro quería ignorar qué hacían realmente con aquellosmejunjes y para qué cosa habían sido pedidos.

—Tiene razón, don Pietrino, cien veces razón. ¿Por qué no había de tenerla? Pero sino le quitan a usted el dinero y a los otros pobrecillos como usted, ¿dónde lo encontrarán parahacerle la guerra al Papa y robarle lo que le pertenece?

La conversación se dilataba bajo la suave luz vacilante por el viento que conseguíaatravesar las macizas ventanas. El padre Pirrone se extendía en las futuras confiscacioneseclesiásticas: adiós entonces la agradable propiedad de Abbazia allí mismo; adiós a las sopasde pan distribuidas durante los duros inviernos. Y cuando el más joven de los Schiro cometióla imprudencia de decir que acaso así algunos campesinos pobres tendrían alguna finquita, suvoz se hizo dura con el más decidido desprecio.

—Ya lo verá, don Antonio, ya lo verá. El alcalde lo comprará todo, pagará la primeracuota y si te he visto no me acuerdo. Ya ha ocurrido así en el Piamonte.

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Acabaron yéndose más ensombrecidos que cuando habían llegado y provistos dechismes para dos meses. Solamente se quedó el herbolario que aquella noche no se iría aacostar porque era luna nueva y tenía que ir a recoger romero en el pedregal de los Pietrazzi.Se había llevado consigo la linterna e iría a recolectarlo cuando se fuera.

—Pero, padre, tú que vives en medio de la nobleza, ¿qué dicen los señores de todoeste desbarajuste? ¿Qué dice el príncipe de Salina con lo importante, rabioso y orgulloso quees?

Ya más de una vez el padre Pirrone se había hecho a sí mismo esta pregunta, y no lehabía sido fácil respondérsela, sobre todo porque había olvidado o interpretado comoexageraciones cuanto don Fabrizio le había dicho una mañana en el observatorio hacía casiun año. Ahora lo sabía, pero no encontraba la manera de traducirlo de forma comprensiblepara don Pietrino, que estaba lejos de ser un tonto, pero que entendía más de las propiedadesanticatarrales, carminativas y más bien afrodisíacas de sus hierbas que de semejantesabstracciones.

—Verá, don Pietrino, los «señores», como dice usted, no es gente fácil de entender.Viven en un universo particular que ha sido creado no directamente por Dios, sino por ellosmismos durante siglos de experiencias especialísimas, de afanes y alegrías suyas. Poseen unamemoria colectiva muy poderosa, y por lo tanto se turban o se alegran por cosas que a usted ya mí nos importan un rábano, pero que para ellos son vitales porque están en relación con supatrimonio de recuerdos, de esperanzas y de temores de clase. La Divina Providencia haquerido que yo me convirtiese en una humilde partícula de la Orden más gloriosa de unaIglesia sempiterna a la cual ha sido asegurada la victoria definitiva. Usted está en el extremode la escala, y no lo digo por bajo sino por diferente. Cuando descubre una mata de orégano oun nido bien provisto de cantáridas (que también las busca, don Pietrino, que lo sé bien), estáen comunicación directa con la naturaleza que el Señor ha creado con posibilidadesindiferenciales de mal y bien a fin de que el hombre pueda ejercer su libre elección, y cuandoes consultado por las viejas malignas o las jovencitas anhelantes, desciende usted en elabismo de los siglos hasta las épocas oscuras que precedieron las luces del Gólgota.

El viejo lo miraba asombrado: él quería saber si el príncipe de Salina sentíase o nosatisfecho ante el nuevo estado de cosas, y el otro le hablaba de cantáridas y de luces delGólgota.

«A fuerza de leer se ha vuelto loco, el pobre.»

—Los «señores» no son así. Viven de cosas ya manipuladas. Nosotros loseclesiásticos les servimos para tranquilizarlos sobre la vida eterna, como ustedes losherbolarios para procurarles emolientes o excitantes. Y con esto no quiero decir que seanmalos; todo lo contrario. Son diferentes. Acaso nos parezcan tan extraños porque han llegadoa una etapa hacia la cual caminan todos aquellos que no son santos, la del desinterés por losbienes terrenos mediante la habituación. Acaso por eso no piensan en ciertas cosas que anosotros nos importan mucho. Al que está en la montaña le tienen sin cuidado los mosquitosde las llanuras, y el que vive en Egipto olvida los paraguas. Pero el primero teme los aludes yel segundo los cocodrilos, cosas que, en cambio, nos preocupan muy poco a nosotros. Ellostienen otros temores que nosotros ignoramos. He visto a don Fabrizio ponerse furioso, él,hombre serio y prudente, por el cuello mal planchado de una camisa. Y sé positivamente queel príncipe de Làscari no pudo dormir de furor toda una noche porque en un banquete en la

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Lugartenencia le dieron un puesto equivocado. ¿No te parece que el tipo de humanidad que sepreocupa sólo por las camisas y el protocolo es un tipo feliz, y por lo tanto superior?

Don Pietrino no comprendía nada: las extravagancias se multiplicaban, y ahora salíana relucir los cuellos de las camisas y los cocodrilos. Pero un fondo de buen sentido rústico losostenía aún.

—Si es así, padre Pirrone, se irán todos al infierno.

—¿Por qué? Algunos se perderán y otros se habrán salvado, según como hayan vividoen este mundo condicionado. Seguramente Salina, por ejemplo, saldrá con bien. Su juego lojuega como es debido, sigue las reglas, no hace trampas. Dios castiga a quien contravienevoluntariamente las leyes divinas que conoce, quien a sabiendas se mete por el mal camino,pero quien sigue su propia vida, mientras en ella no cometa porquerías, está siempre dondedebe. Si usted, don Pietrino, vende cicuta en vez de poleo, a sabiendas, va dado. Pero si creyóque estaba en lo cierto en lo que hacía, la tía Mangana tendrá la nobilísima muerte deSócrates y usted se irá derechamente al cielo con una túnica y unas alitas, todo blanco.

La muerte de Sócrates fue demasiado para el herbolario: se había rendido y estabadurmiendo. El padre Pirrone lo advirtió y se alegró porque ahora podía hablar con plenalibertad, sin temor de no ser bien entendido. Y quería hablar, fijar en las concretas volutas delas frases las ideas que oscuramente se agitaban en su interior.

—Y hacen muy bien. ¡Si supiera usted, por ejemplo, a cuántas familias que se hallanen la miseria dan cobijo sus palacios! Y no pretenden nada por esto, ni siquiera que losladrones se abstengan de robarles. Y esto no se hace por ostentación, sino por una especie deoscuro instinto atávico que les impulsa a no poder obrar de otro modo. Aunque pueda noparecerlo son menos egoístas que muchos otros: el esplendor de sus casas, la pompa de susfiestas contienen en sí algo de impersonal, algo así como la magnificencia de las iglesias y laliturgia, un algo hecho ad maiorem gentis gloriam, que los redime no poco. Por cada copa dechampaña que beben ofrecen cincuenta a los demás, y cuando tratan mal a alguien, comosuele ocurrir, no es tanto su personalidad la que peca, como su rango que se afirma. Fatacrescunt. Don Fabrizio ha protegido y educado a su sobrino Tancredi, por ejemplo. Enresumen, ha salvado a un pobre huérfano que de otro modo se habría perdido. Pero le diré austed que lo ha hecho porque el joven es también un señor, puesto que no movería un dedopor nadie. Es cierto, pero ¿por qué había de hacerlo si, sinceramente, en todas las raíces de sucorazón los «otros» le parecen todos ejemplares mal logrados, figurillas que se han dejado delado porque las deformó la mano de quien las hizo y que no vale la pena de exponer a laprueba del fuego?

»Usted, don Pietrino, si en este momento no estuviese dormido, saltaría para decirmeque los señores hacen mal en sentir este desprecio por los demás, y que todos nosotrosigualmente sometidos a la doble servidumbre del amor y de la muerte somos iguales ante elCreador. Y yo no podría hacer otra cosa que darle la razón. Pero añadiré que no es justoculpar de desprecio sólo a los «señores», puesto que éste es un vicio universal. Quien enseñaen la Universidad desprecia al maestrillo de las escuelas parroquiales, aunque no lodemuestre, y como está usted durmiendo puedo decirle sin reticencia que nosotros loseclesiásticos nos consideramos superiores a los laicos, y nosotros los jesuitas superiores alresto del clero, como ustedes los herbolarios desprecian a los sacamuelas quienes a su vez seríen de ustedes. Los médicos, por su parte, se toman a guasa a los sacamuelas y a losherbolarios, y ellos son tratados, por su parte, de asnos por los enfermos que pretenden

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continuar viviendo con el corazón o el hígado hecho puré. Para los magistrados los abogadosno son más que incordios que tratan de demorar el funcionamiento de las leyes, y por otraparte, la literatura está llena de sátiras contra la pomposidad y, peor aún, la ignorancia de esosmismos jueces. Solamente los labradores se desprecian a sí mismos. Cuando hayan aprendidoa burlarse de los otros, el ciclo se habrá cerrado y entonces será necesario volver a empezar.

»¿Pensó alguna vez, don Pietrino, en cuántos nombres de oficio se han convertido eninjurias? ¿Desde los de mozo de cuerda, remendón16 y pastelero, a los de reître y de pompieren francés? La gente no piensa en los méritos del mozo de cuerda o de los bomberos, mirasólo sus defectos marginales y los llama a todos villanos y jactanciosos. Y como no puedeoírme puedo decirle que conozco muy bien el significado corriente de la palabra «jesuita».

»Estos nobles tienen además el pudor de sus propias calamidades: he visto a undesdichado que decidió matarse al día siguiente y que parecía sonriente y vivaz como un niñoen vísperas de su Primera Comunión. Sin embargo, usted, don Pietrino, lo sé, si se vieraobligado a beber uno de sus mejunjes de sen ensordecería el pueblo con sus lamentos. La iray la befa son señoriales; la elegía, la jeremiada, no. Le voy a dar una receta: si encuentra a un«señor» que se lamenta y se queja, mire su árbol genealógico: en seguida encontrará en él unarama seca.

»Un linaje difícil de suprimir porque en el fondo se renueva continuamente y porquecuando es necesario sabe morir bien, es decir sabe arrojar una semilla en el momento del fin.Mire a Francia: se hicieron matar con elegancia y ahora están allí como antes, digo comoantes porque no son los latifundios ni los derechos feudales los que hacen al noble, sino lasdiferencias. Ahora me dicen que en París hay condes polacos a quienes la insurrección y eldespotismo han obligado al exilio y la miseria. Hacen de cocheros, pero miran a sus clientesburgueses con tal ceño que los pobrecillos suben al coche, sin saber por qué, con el aire de unperro en una iglesia.

»Y también le diré, don Pietrino, que, si como tantas veces ha sucedido, tuviera quedesaparecer esta clase, se constituiría en seguida otra equivalente, con los mismos méritos ylos mismos defectos. Acaso no se basara ya en la sangre, sino, ¡qué sé yo!, en la antigüedaden cuanto a la presencia en un lugar, o su pretendido mejor conocimiento de cualquierpresunto texto sagrado.

En este momento se oyeron los pasos de la madre en la escalerilla de madera. Entróriendo.

—¿Estabas hablando, hijo mío? ¿No ves que tu amigo se ha quedado dormido?

El padre Pirrone se avergonzó un poco. No respondió a la pregunta, pero dijo:

—Lo acompañaré afuera. El pobre estará expuesto al frío toda la noche.

Sacó la mecha de la linterna y, poniéndose de puntillas, la encendió en la llamita de uncandil, manchándose de aceite el hábito, la puso en su sitio y cerró la linterna con el cristal.Don Pietrino navegaba en los sueños. Un hilillo de baba le caía del labio y se extendía por susolapa. Tardaron en despertarlo.

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Significan «grosero» y «chapucero», respectivamente. La palabra «pastelero» tiene también el significado de«chapucero».

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—Perdóname, padre, pero decías unas cosas tan extrañas y embrolladas...

Sonrieron, bajaron por la escalera y salieron. La noche envolvía la casita, el pueblo, elvalle. Apenas distinguíanse los montes cercanos y como siempre de aspecto huraño y hostil.El viento se había calmado, pero hacía mucho frío. Las estrellas brillaban intensamente,producían millares de grados de calor, pero no conseguían calentar a un pobre viejo.

—¡Pobre don Pietrino! ¿Quiere que vaya a buscarle otro abrigo?

—Gracias, ya estoy acostumbrado. Mañana nos veremos y entonces me contaráscómo el príncipe de Salina ha soportado la revolución.

—Se lo diré ahora con cuatro palabras: dice que no ha sido ninguna revolución y quetodo seguirá como antes.

—¡Viva el tonto! ¿Y a ti no te parece una revolución que el alcalde quiera hacermepagar por las hierbas creadas por Dios y que yo mismo recojo? ¿O tú también andas mal de lacabeza?

La luz de la linterna se alejaba a saltos y acabó por desaparecer en las tinieblas densascomo un fieltro.

El padre Pirrone pensaba que el mundo debía de parecer un enorme rompecabezas aquien no supiera nada de matemáticas ni teología.

—¡Dios mío, sólo tu omnipotencia podía meditar tantas complicaciones!

Otro modelo de estas complicaciones le cayó en las manos al día siguiente por lamañana. Cuando bajó para irse a decir misa en la parroquia, encontró a Sarina, su hermana,picando cebolla en la cocina. Las lágrimas que ella tenía en los ojos le parecieron mayores delo que aquella actividad implicaba.

—¿Qué te pasa, Sarina? ¿Alguna desgracia? No te preocupes: el Señor aflige yconsuela.

La voz afectuosa disipó la poca reserva que la pobre mujer poseía aún. Se echó allorar clamorosamente, con la cara apoyada sobre el pringue de la mesa. Entre sus sollozospodían oírse constantemente las mismas palabras:

—Angelina, Angelina... Si Vicenzino lo sabe nos mata a las dos... Angelina... ¡Lamata!

Las manos hundidas en el ancho cinturón negro, con los pulgares fuera, el padrePirrone, de pie, la miraba. No era difícil de comprender: Angelina era la hija soltera deSarina; Vicenzino, cuya furia se temía, era el padre, su cuñado. La única incógnita de laecuación era el nombre del otro, del posible amante de Angelina.

A ésta el jesuita la había visto el día anterior, ya una muchacha, después de haberladejado, siete años antes, una niña mocosa. Debía de tener dieciocho años y era bastante fea,con la boca prominente como tantas campesinas del pueblo y los ojos despavoridos como losde perro sin amo. La había visto al llegar, y dentro de su corazón había hecho comparacionespoco caritativas entre ella, mezquina como el plebeyo diminuto de su nombre y el de

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Angelica, suntuosa como su nombre de personaje de Ariosto, que recientemente habíaturbado la paz de la Casa de los Salina.

La desgracia era grande y él se había metido en ella de lleno. Recordó en estacircunstancia lo que decía don Fabrizio: cada vez que uno se encuentra con un pariente,tropieza con una espina. Y luego se arrepintió de haberlo recordado. Extrajo del cinturónsolamente la mano derecha, se quitó la teja y golpeó en el hombro estremecido de la hermana.

—Vamos, Sarina, cálmate. Por fortuna estoy yo aquí y llorar no sirve para nada.¿Dónde está Vicenzino?

Vicenzino había salido para ir a Rimato para buscar al campiere de los Schiro. Menosmal, se podía hablar sin temor a sorpresas. Entre sollozos, sorberse las lágrimas y sonarse lasnarices, salió a luz la mísera historia: Angelina (mejor dicho, 'Ncilina) se había dejadoseducir. El desastre sucedió durante el veranillo de san Martín. Citábase con su amado en elpajar de Nunziata. Ahora estaba encinta de tres meses. Loca de terror se había confesado consu madre. Dentro de poco comenzaría a notársele el vientre y Vicenzino cometería unasesinato.

—También me matará a mí porque no he dicho nada. Él es un «hombre de honor».

Efectivamente, con su frente baja, sus cacciolani, los mechones de pelo dejados crecersobre las sienes, con el contoneo de su paso, con la perpetua hinchazón del bolsillo derechode sus pantalones, comprendíase en seguida que Vicenzino era «hombre de honor», uno deesos imbéciles violentos capaz de cualquier barbaridad.

Sarina tuvo una nueva crisis de llanto, más fuerte aún que la primera porque en ellaapuntaba también un insensato remordimiento por haber desmerecido ante el marido, eseespejo de caballería.

—¡Sarina, Sarina, basta ya! ¡No te pongas así! El jovencito ése debe casarse con ella yse casará. Iré a su casa, hablaré con él y sus padres y todo se arreglará. Vicenzino solamentese enterará del noviazgo y su precioso honor permanecerá intacto. Pero tengo que saber quiénha sido. Si lo sabes, dímelo.

La hermana levantó la cabeza. En sus ojos negros leíase ahora otro terror, y no elpánico animal de la cuchillada, sino otro más mezquino, más acerbo, que el hermano no pudopor el momento descifrar.

—¡Ha sido Santino, Pirrone! ¡El hijo de Turi! Y lo ha hecho como ultraje, porultrajarme a mí, a nuestra madre, a la santa memoria de nuestro padre. Yo no le he habladonunca. Todos dicen que es un buen chico, pero es un infame, un digno hijo del canalla de supadre, un «deshonrao». Me acordé después: en aquellos días de noviembre lo veía pasarsiempre por aquí delante con dos amigos y un geranio rojo detrás de la oreja. ¡Fuego delinfierno, fuego del infierno!

El jesuita tomó una silla y se sentó cerca de la mujer. Era evidente que tendría queretrasar la misa. El asunto era grave. Turi, el padre de Santino, del seductor, era tío suyo;hermano, es más, el hermano mayor del Finado. Veinte años atrás había estado asociado conel difunto en la guardianía, justamente en el momento de la mayor y más provechosaactividad. Luego una discusión había separado a los hermanos, una de esas disputasfamiliares de inextricables raíces, que es imposible sanar porque ninguna de ambas partes

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habla claramente, por tener cada una mucho que esconder. El hecho era que cuando el Que enGloria esté se halló en posesión del pequeño almendral, Turi había dicho que en realidad lamitad le pertenecía a él porque la mitad del dinero, o la mitad del trabajo, la había puesto él.Pero el acta de compra estaba solamente a nombre de Gaetano, el Finado. Turi se enfureció yrecorrió los caminos de San Cono con espuma en la boca: el prestigio del Que en Gloria estéestaba en juego; intervinieron los amigos y se evitó lo peor. El almendral quedó en poder deGaetano, pero el abismo entre las dos ramas Pirrone se hizo infranqueable. Más tarde Turi noasistió siquiera a los funerales de su hermano y en casa de su hermana se le llamaba «elcanalla» y nada más. El jesuita había sido informado de todo mediante cartas dictadas alpárroco, y con respecto a la canallada se había formado ideas personalísimas que noexpresaba por filial reverencia. El almendral, ahora, pertenecía a Sarina.

Todo estaba claro: el amor, la pasión, no figuraban en estas cosas. Era solamente unaporcada que vengaba otra porcada. Pero remediable. El jesuita dio gracias a la Providenciaque lo había conducido a San Cono justamente en aquellos días.

—Esta desgracia te la soluciono yo en dos horas, Sarina. Pero tú tienes que ayudarme:la mitad de Chibbaro — era el almendral — debes entregárselo como dote a 'Ncilina. No haymás remedio: esa estúpida os la ha jugado.

Y pensaba de qué modo el Señor se sirve a veces de las perrillas salidas para poner enejecución su justicia.

Sarina se enfureció:

—¡La mitad de Chibbaro! ¡A esa pandilla de estafadores! ¡Nunca! ¡Antes muerta!

—Bueno. Entonces después de misa iré a hablar con Vizencino. No tengas miedo.Intentaré calmarlo.

Se puso la teja y metió las manos en el cinturón. Esperaba paciente, seguro de sí.

Una edición de las furias de Vicenzino, aunque estuviese revisada y expurgada por unpadre jesuita, presentábase siempre como ilegible para la infeliz Sarina que, por tercera vez,se puso a llorar. Pero poco a poco fueron decreciendo los sollozos hasta cesar. La mujer selevantó.

—Hágase la voluntad de Dios: arregla tú las cosas, que esto no es vida. ¡PeroChibbaro! ¡Todo el sudor de nuestro padre!

Las lágrimas estaban a punto de comenzar de nuevo. Pero el padre Pirrone ya se habíaido.

Una vez celebrado el Divino Sacrificio, aceptada la taza de café ofrecida por elpárroco, el jesuíta se encaminó directamente a la casa del tío Turi. No había estado nunca allípero sabía que era una pobrísima casucha, cerca de la forja del maestro Ciccu. La encontró enseguida y como allí no había ventanas y la puerta estaba abierta para dejar entrar un poco desol, se detuvo en el umbral. En la oscuridad, dentro, se veían amontonados albardas paramulos, alforjas y sacos. Don Turi hacía de mulero, ayudado ahora por su hijo.

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—Doràzio! — gritó el padre Pirrone. Era una abreviatura de la fórmula Deo gratias(agamus) que servía a los eclesiásticos para pedir permiso para entrar.

La voz de un viejo gritó:

—¿Quién es? — y un hombre se levantó del fondo de la estancia y se acercó a lapuerta.

—Soy su sobrino, el padre Severio Pirrone. Quisiera hablarle, si me lo permite.

La sorpresa no fue grande. Hacía por lo menos dos meses que era esperada su visita ola de un sustituto. El tío Turi era un viejo vigoroso y erguido, quemado y requemado por elsol y el granizo, y en el rostro los surcos siniestros que las calamidades trazan sobre laspersonas no buenas.

—Entra — dijo sin sonreír.

Hizo de mala gana el ademán de besarle la mano. El padre Pirrone se sentó en una delas grandes sillas de madera. El ambiente era muy pobre: dos gallinas picoteaban en unaesquina y todo olía a estiércol, a ropa mojada y a mala miseria.

—Tío, hacía muchísimos años que no nos veíamos. Pero no toda la culpa ha sido mía.Yo no estoy en el pueblo, como sabe, y usted tampoco se deja ver por casa de mi madre, sucuñada. Esto nos duele.

—Yo no pondré nunca los pies en esa casa. Se me revuelven las tripas cuando pasopor delante. Turi Pirrone no olvida los agravios recibidos, ni al cabo de veinte años.

—Claro, se comprende. Pero hoy vengo como la paloma del arca de Noé, paraasegurarle que el diluvio ha terminado. Estoy muy contento de encontrarme aquí y me sentíayer muy feliz cuando en casa me dijeron que Santino, su hijo, se ha prometido con misobrina Angelina. Son dos buenos chicos, según me han dicho, y su unión acabará con lasdiferencias que existían entre nuestras familias y que a mí, permítame que lo diga, siempreme disgustaron.

El rostro de Turi expresó una sorpresa demasiado manifiesta para no ser fingida.

—Si no fuera por el sagrado hábito que llevas, padre, te diría que estás mintiendo. Asaber qué historias te habrán contado las mujercitas de tu casa. Santino no ha hablado en suvida con Angelina. Es un hijo demasiado respetuoso para obrar contra los deseos de su padre.

El jesuita admiraba la sequedad del viejo, la imperturbabilidad de sus mentiras.

—Por lo visto, tío, me han informado mal. Imagínese que me habían dicho tambiénque os habíais puesto de acuerdo en cuanto a la dote y que hoy ibais a ir a casa para el«reconocimiento». ¡Qué paparruchas cuentan estas mujeres que no tienen nada que hacer!Pero aunque no sean verdad, estas murmuraciones demuestran el deseo de su buen corazón.Ahora, tío, es inútil que me quede aquí: me voy a casa a regañar a mi hermana. Y perdóneme.Me he alegrado mucho de haberle encontrado con buena salud.

El rostro del viejo comenzaba a mostrar cierto ávido interés.

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—Espera, padre. Continúa haciéndome reír con los chismes de tu casa. ¿De qué dotehablan esas cotillas?

—¡Yo qué sé, tío! Me parece haber oído hablar de la mitad de Chibbaro. Decían que'Ncilina es la niña de sus ojos y que ningún sacrificio es exagerado cuando se trata deasegurar la paz en la familia.

Don Turi ya no se reía. Se levantó.

—¡Santino! — comenzó a chillar con la misma fuerza con que la emprendía con losmulos testarudos. Y como nadie acudiera, gritó aún más fuerte —: ¡Santino! Por la sangre dela Virgen Santísima, ¿qué estás haciendo?

Cuando vio estremecerse al padre Pirrone se tapó la boca con un ademáninesperadamente servil.

Santino estaba instalando a los animales en el pequeño patio contiguo. Entróatemorizado, con la almohaza en la mano. Era un muchachote de veintidós años, alto y enjutocomo su padre, con los ojos no todavía ariscos. El día anterior, como todo el mundo, habíavisto pasar al padre jesuita por las calles del pueblo y lo reconoció al punto.

—Este es Santino. Y éste es tu primo, el padre Severio Pirrone. Da gracias a Dios deque esté aquí el reverendísimo, porque si no te hubiese cortado las orejas. ¿Qué diantresignifica este enamoramiento sin que yo, que soy tu padre, sepa nada? Los hijos nacen paralos padres y no para correr detrás de las faldas.

El jovenzuelo estaba avergonzado, quizá no por su desobediencia, sino más bien porlo pasado y no sabía qué decir. Para salir del apuro, dejó la almohaza en el suelo y fue a besarla mano del sacerdote. Este mostró los dientes con una sonrisa y esbozó una bendición.

—Dios te bendiga, hijo mío, aunque creo que no lo mereces.

El viejo proseguía:

—Aquí, tu primo me ha rogado y rogado tanto que he acabado por dar miconsentimiento. ¿Por qué no me lo dijiste antes? Ahora ve a arreglarte que nos vamos enseguida a casa de 'Ncilina.

—Un momento, tío, un momento. — El padre Pirrone pensaba que tenía que hablartodavía con el «hombre de honor», que no sabía nada —. Evidentemente querrán hacer encasa los preparativos convenientes. Además me dijeron que os esperaban por la noche. Identonces que será una alegría veros.

Y se fue después de abrazar al padre y al hijo.

De regreso a la casita cuadrada, el padre Pirrone supo que Vicenzino había regresadoya y así, para tranquilizar a su hermana, no pudo hacer otra cosa que hacerle señas por detrásde los hombros del fiero marido, lo que, por lo demás, tratándose de dos sicilianos, era másque suficiente. Después dijo a su cuñado que tenía que hablarle y los dos se dirigieron a lapequeña pérgola que había detrás de la casa. El borde inferior ondeante del hábito trazaba entorno al jesuita una especie de móvil frontera infranqueable; las gruesas nalgas del «hombrede honor» se contoneaban, símbolo perenne de orgullosa amenaza. La conversación fue, por

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lo demás, completamente distinta de lo previsto. Una vez asegurado de la inminencia de laboda de 'Ncilina, la indiferencia del «hombre de honor» con respecto a la conducta de su hijafue marmórea. En cambio, a la primera alusión a la dote consignada sus ojos comenzaron amoverse, las venas de las sienes se hincharon y el balanceo de su andadura se hizo frenético:una regurgitación de consideraciones obscenas le salió de la boca, soez, exaltado aún por lasmás homicidas resoluciones. Su mano, que no había tenido un solo ademán en defensa delhonor de la hija, corrió a palpar nerviosa el bolsillo derecho de su pantalón para señalar queen la defensa del almendral estaba dispuesto a verter hasta la última gota de sangre de losdemás.

El padre Pirrone dejó que se agotaran sus obscenidades, contentándose consantiguarse rápidamente cuando éstas, con frecuencia, lindaban la blasfemia. Al ademánanunciador de una carnicería no vaciló. Durante una pausa dijo:

—Se comprende, Vicenzino, que yo también quiero contribuir a que todo se arregle lomejor posible. El documento privado que me asegura la propiedad de cuanto me correspondepor herencia del Finado te lo enviaré desde Palermo, roto.

El efecto de este bálsamo fue inmediato. Vicenzino, entregado a calcular el valor de laheredad anticipada, calló. Y por el aire solado y frío pasaron las desentonadas notas de unacanción que 'Ncilina sintió la tentación de cantar mientras barría la habitación de su tío.

Por la tarde el tío Turi y Santino fueron a visitarlos, un poco limpios y con camisasblanquísimas. Los dos novios, sentados en dos sillas contiguas, prorrumpían de vez encuando en fragorosas risas, sin decir palabra, uno frente a otro. Estaban contentos de verdad,ella de «establecerse» y de tener a su disposición aquel hermoso macho, él de haber seguidolos consejos paternos y tener ahora una sierva y medio almendral. El geranio rojo que llevabade nuevo detrás de la oreja a nadie le pareció ya un reflejo infernal.

Dos días después el padre Pirrone regresó a Palermo. De camino ponía en orden susimpresiones, que nada tenían de agradables: aquel brutal amor que fecundó durante elveranillo de san Martín, aquel mísero medio almendral rescatado por medio de unpremeditado cortejo, le mostraban el aspecto rústico y miserable de otros acontecimientos alos cuales había asistido recientemente. Los grandes señores eran reservados eincomprensibles, los campesinos explícitos y claros. Pero el demonio pisaba los talones aunos y otros.

En Villa Salina encontró al príncipe de excelente humor. Don Fabrizio le preguntó sihabía pasado bien aquellos cuatro días y si se acordó de saludar a su madre en su nombre. Laconocía efectivamente. Seis años antes había sido huésped de la villa y su serenidad de viudahabía agradado a los dueños de la casa. El jesuita había olvidado por completo estos saludosy se calló. Pero dijo luego que su madre y su hermana le habían encargado que obsequiara asu excelencia, lo que era sólo una fábula, menos gruesa, por tanto, que una mentira.

—Excelencia — añadió luego —, quisiera preguntarle si puedo dar órdenes para quemañana me preparen un coche: he de ir al arzobispado a pedir una dispensa matrimonial: misobrina se casa con un primo.

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—Claro está, padre Pirrone, si usted quiere. Pero pasado mañana he de ir a Palermo.Puede usted ir conmigo. ¿Ha de ser tan rápido?

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CAPITULO SEXTO

Yendo al baile. — El baile: entrada de Pallavicino y los Sedàra. — Descontento de donFabrizio. — El salón de baile. — En la biblioteca. — Don Fabrizio baila con Angelica. — Lacena; conversación con Pallavicino. — El baile decae, regreso a casa.

Noviembre 1862

La princesa Maria Stella subió al coche, se sentó sobre el raso azul de los cojines yrecogió de la mejor manera en torno suyo los crujientes pliegues de su traje. Mientras tantoConcetta y Carolina subieron también: se sentaron de frente y sus idénticos vestidos de colorde rosa trascendieron un tenue aroma de violetas. Después el peso desproporcionado de unpie que se apoyó en el estribo hizo vacilar la calesa sobre sus altos muelles: también donFabrizio subía al coche. La calesa quedó llena como un huevo: las ondas de seda de lasarmaduras de los tres miriñaques subían y chocaban, se confundían hasta casi la altura de lascabezas. Abajo había una espesa mescolanza de zapatos, zapatitos de seda de las chicas,escarpines mordoré de la princesa, zapatillas de charol del príncipe. Cada uno sentíaseincomodado por los pies del otro y no sabía dónde tenía los suyos.

Se levantaron los dos estribos y el criado recibió la orden:

—Al palacio Ponteleone.

Volvió a subir al pescante, el palafrenero que sostenía las bridas de los caballos seacercó, el cochero hizo chasquear imperceptiblemente la lengua y la cabeza se puso enmarcha.

Iban al baile.

En aquel momento Palermo atravesaba uno de sus intermitentes períodos demundaneidad, los bailes estaban en su apogeo. Después de la venida de los piamonteses,después de los sucesos de Aspromonte, desaparecidos los espectros de expropiación yviolencia, las doscientas personas que componían «el mundo» no se cansaban de encontrarse,siempre los mismos, para congratularse de que existían todavía.

Tan frecuentes eran las diversas y, no obstante, idénticas fiestas, que los príncipes deSalina tuvieron que quedarse durante tres semanas en su palacio de la ciudad para no tenerque hacer casi cada noche el largo recorrido desde San Lorenzo. Los trajes de las señorasllegaban desde Nápoles en grandes cajas negras parecidas a ataúdes y hubo un histérico ir yvenir de modistas, peinadoras y zapateros; criados desesperados llevaban a las modistasafanosos billetes. El baile de los Ponteleone iba a ser el más importante de aquella breveestación: importante por todo, por el esplendor del linaje y del palacio y por el número deinvitados, y más importante aún para los Salina que iban a presentar en «sociedad» aAngelica, la bella prometida de su sobrino. Eran sólo las diez y media, tal vez demasiado

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temprano para presentarse en un baile cuando se es el príncipe de Salina, que es justo quellegue siempre cuando la fiesta se halle en su apogeo. Pero esta vez no se pudo hacer otracosa si se quería estar allí cuando entrasen los Sedàra que — «no lo saben todavía, lospobres» — eran gente que se tomaba al pie de la letra la indicación de hora escrita en labrillante tarjeta de invitación. Había costado un poco de trabajo hacer que les fuese enviadauna de estas invitaciones: nadie los conocía, y la princesa Maria Stella, diez días antes, tuvoque hacer una visita a Margherita Ponteleone. Todo fue como una seda, naturalmente, peroaquélla había sido una espinita que el noviazgo de Tancredi había clavado en las delicadasgarras del Gatopardo.

El breve recorrido hasta el palacio de Ponteleone se llevó a cabo por una intrincadared de callejuelas oscuras y había que ir al paso: vía Salina, vía Valverde, la bajada de losBambinai, tan alegre de día con sus tenduchas de figurillas de cera y tan tétrica durante lanoche. Las herraduras de los caballos resonaban prudentes entre las negras casas que dormíano aparentaban dormir.

Las muchachas, estos seres incomprensibles para quienes un baile es una fiesta y noun aburrido deber mundano, charlaban alegremente a media voz. La princesa Maria Stellatanteaba su bolso para asegurarse de la presencia del frasquito de «sal volátil», don Fabriziosaboreaba de antemano el efecto que la belleza de Angelica produciría sobre toda aquellagente que no la conocía y el que la suerte de Tancredi produciría sobre aquella misma genteque lo conocía muy bien. Pero una sombra oscurecía su satisfacción: ¿cómo sería el frac dedon Calogero? Ciertamente no como el que había llevado en Donnafugata: se había confiadoa Tancredi, que lo llevó al mejor sastre e incluso asistió a las pruebas. Oficialmente pareciódías atrás satisfecho de los resultados, pero en confianza había dicho:

—El frac es como debe ser, pero al padre de Angelica le falta chic.

Era innegable, pero Tancredi había garantizado un afeitado perfecto y la decencia delcalzado. Esto era algo.

Allí donde la bajada de los Bambinai desemboca junto al ábside de San Domenico, sedetuvo el coche. Se oyó un grácil campanilleo y tras una esquina apareció un sacerdotellevando el cáliz con el Santísimo. Detrás un monaguillo mantenía por encima de su cabezauna sombrilla blanca recamada de oro. Delante, otro sostenía con la mano izquierda ungrueso cirio encendido, y con la derecha agitaba, divirtiéndose mucho, una campanilla deplata. Señal de que en una de aquellas casas abiertas había un agonizante: era el SantoViático. Don Fabrizio se apeó y arrodillóse sobre la acera, las señoras hicieron la señal de lacruz, el campanilleo se alejó por las calles que se precipitan hacia San Giacomo, y la calesa,con sus ocupantes cargados con una saludable admonición, se encaminó de nuevo hacia lameta ya cercana.

Llegaron y se apearon en el zaguán. El coche desapareció en la inmensidad del patioen el que resonó el pateo de los caballos y parpadearon las sombras de los coches llegadosantes.

La escalera era de material modesto pero de muy nobles proporciones. A los lados decada escalón flores silvestres derramaban su tosco perfume, en el rellano que dividía en dos laescalera, las libreas de color de amaranto de dos criados, inmóviles bajo las pelucas, ponían

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una nota de vivo color en el gris perla del ambiente. Desde dos altas y enrejadas ventanassurgían risas y murmullos infantiles: los hijos pequeños y los sobrinos de los Ponteleone,excluidos de la fiesta, se desquitaban burlándose de los huéspedes. Las señoras arreglaban lospliegues de las sedas; don Fabrizio, con el gibus bajo el brazo, hacía destacar su cabeza porencima de ellas, a pesar de que se hallaba sobre un escalón más bajo. A la puerta del primersalón se encontraron con los dueños de la casa. Él, don Diego, canoso y barrigón, a quiensólo sus ojos sombríos salvaban de la apariencia plebeya; ella, doña Margherita, que entre elbrillo de su diadema y del triple collar de esmeraldas mostraba el rostro torcido de viejocanónigo.

—¡Han venido ustedes muy pronto! ¡Tanto mejor! Pero estén tranquilos porque susinvitados no han llegado todavía.

Una nueva pajita molestó las sensibles uñas del Gatopardo.

—También Tancredi está aquí.

Efectivamente, en el ángulo opuesto del salón, el sobrino, negro y sutil como unaculebra, estaba rodeado por tres o cuatro jovencitas y les hacía mondarse de risa contándolesciertas historietas ciertamente subidas de tono, pero tenía los ojos inquietos como siempre,fijos en la puerta de entrada. El baile había comenzado ya y a través de tres, cuatro, cincosalones, llegaban desde el salón del baile las notas de la orquesta.

—Esperamos también al coronel Pallavicino, el que se comportó tan bien enAspromonte.

Esta frase del príncipe de Ponteleone parecía sencilla, pero no lo era. Superficialmenteera una comprobación carente de sentido político, que tendía sólo a elogiar el tacto, ladelicadeza, la emoción, la ternura casi, con que una bala había tocado el pie del general,17 ytambién los sombrerazos, genuflexiones y besamanos que la habían acompañado, dedicadosal herido héroe yacente bajo un castaño del monte calabrés, y que sonreía también él conemoción y no con ironía como hubiese sido lícito; porque Garibaldi, ¡ay!, estaba desprovistodel sentido del humor.

En un estado intermedio de la psique principesca la frase tuvo un significado técnico ypretendía elogiar al coronel por haber tomado bien sus propias disposiciones, alineadooportunamente sus batallones y haber podido llevar a cabo, contra el mismo adversario, loque en Calatafini había fallado tan incomprensiblemente a Landi. Además, en el corazón delpríncipe el coronel se «había comportado bien» porque había conseguido detener, derrotar,herir y capturar a Garibaldi, y haciendo esto había salvado trabajosamente el compromisoconseguido entre el nuevo y el viejo estado de cosas.

Evocado, creado casi por lisonjeras palabras y por meditaciones más lisonjeras aún, elcoronel compareció en lo alto de la escalera. Avanzaba entre un tintineo de colgantes,cadenillas y espuelas, en bien ceñido uniforme cruzado, con el sombrero plumado bajo elbrazo, y el sable curvado en cuya empuñadura apoyaba la mano izquierda. Era hombre demundo y de rotundos ademanes, especializado, corno ya sabía toda Europa, en besamanoscargados de significado. Cada señora sobre cuyos dedos se posaron aquella noche los bigotes

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Garibaldi.

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perfumados del coronel, fue puesta en condiciones de reevocar con conocimiento de causa elinstante histórico que las estampas populares habían ya exaltado.

Después de haber soportado el chorro de alabanzas derramado sobre él por losPonteleone, después de haber estrechado los dedos a don Fabrizio, Pallavicino fue envueltopor el perfumado espumear de un grupo de señoras. Sus rasgos conscientemente virilesemergían por encima de sus blancos hombros y dejábanse oír sus destacadas frases:

—Yo lloraba, condesa, lloraba como un niño. — O bien —: Era bello y sereno comoun arcángel.

Su sentimentalismo varonil cautivaba a aquellas damas a quienes los escopetazos desus bersaglieri habían tranquilizado ya.

Angelica y don Calogero tardaban, y ya los Salina estaban pensando en dirigirse a losotros salones, cuando se vio a Tancredi dejar plantado a su grupo y dirigirse como un cohetehacia la puerta de entrada: los esperados habían llegado. Por encima del ordenado torbellinode miriñaque rosa, los blancos hombros de Angelica resbalaban hacia los brazos fuertes ymórbidos; su cabeza se erguía pequeña y desdeñosa sobre su cuello liso de juventud yadornado con perlas intencionadamente modestas. Cuando de la abertura de su largo guanteglacé sacó su mano, no pequeña pero de corte perfecto, se vio brillar en ella el zafironapolitano.

Don Calogero hallábase en su estela, ratoncillo custodio de una llameante rosa. Nohabía elegancia en su traje, pero sí esta vez corrección. Su único error fue llevar en el ojal lacruz de la corona de Italia, que le había sido concedida recientemente. Por otra parte,desapareció en seguida en uno de los bolsillos clandestinos del frac de Tancredi.

El novio había enseñado ya a Angelica la impasibilidad, este fundamento de ladistinción («Solamente puedes ser expansiva y habladora conmigo, querida; para todos losdemás has de ser la futura princesa de Falconeri, superior a muchos, igual que la primera»), ypor lo tanto su saludo a la dueña de la casa fue una no espontánea pero acertadísima mezclade modestia virginal, altivez neoaristocrática y gracia juvenil.

Los palermitanos son, al fin y al cabo, italianos, sensibles por lo tanto, a la fascinaciónde la belleza y al prestigio de dinero. Además Tancredi, a pesar de su atractivo, estandonotoriamente arruinado, era considerado un partido no deseable — equivocadamente, por lodemás, como se vio luego, cuando ya era demasiado tarde —: era, en consecuencia, másapreciado por las mujeres casadas que por las chicas casaderas. Estos méritos y deméritoshicieron que la acogida dispensada a Angelica fuese de un calor imprevisto. A decir verdad, acualquier jovencito podía disgustarle no haber desenterrado para sí una tan hermosa ánforacolmada de monedas, pero Donnafugata era feudo de don Fabrizio, y si él había obtenido allíaquel tesoro y se lo había cedido al querido Tancredi, no podía uno amargarse más de cuantose amargaría si hubiese descubierto una mina de azufre en sus tierras. Ni que decir tiene queera cosa suya.

Por otra parte estas débiles oposiciones desaparecían ante el brillo de aquellos ojos. Yal poco rato hubo una verdadera multitud de jovencitos que deseaban hacerse presentar a ellay solicitarle un baile. A cada uno Angelica dedicó una sonrisa de su boca de fresa, a cada unole mostró su carnet en el que a cada polca, mazurca o vals seguía la firma posesiva: Falconeri.Por parte de las jovencitas llovieron las propuestas de tuteo y al cabo de una hora Angelica

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encontrábase a su gusto entre personas que no tenían la menor idea de la rusticidad de lamadre ni de la sordidez del padre.

Su actitud no desmereció ni siquiera un instante: nunca se la vio sola con la cabezapor las nubes, nunca sus brazos se separaron del cuerpo, nunca su voz se elevó por encimadel diapasón — por lo demás bastante alto — de las demás señoras. Porque Tancredi le habíadicho el día antes:

—Mira, querida, nosotros (y, por lo tanto, también tú ahora) consideramos nuestrascasas y nuestros muebles por encima de cualquier cosa. Nada nos ofende más que undescuido con respecto a esto. Por lo tanto, míralo todo y elógialo. Además el palacio de losPonteleone lo merece. Pero como ya no eres una provinciana que se sorprende de cualquiercosa, mezcla siempre cierta reserva a cualquier elogio que hagas. Admira, sí, pero comparasiempre con cualquier arquetipo visto antes, y que sea ilustre.

Las largas visitas al palacio de Donnafugata habían enseñado mucho a Angelica y asíaquella noche admiró cada tapiz, pero dijo que los del palacio Pitti tenían orillas máshermosas. Elogió una Madonna del Dolci, pero recordó que la del Granduca tenía unamelancolía mejor expresada, y hasta del trozo de tarta que le llevó un obsequioso joven, dijoque era excelente, tan buena como la de «Monsú Gaston» el cocinero de los Salina. Y comoMonsú Gaston era el Rafael Sanzio de los cocineros, y los tapices de Pitti los Monsú Gastonentre las tapicerías, nadie tuvo nada que objetar, más bien todos se sintieron halagados con elparangón, y ella comenzó ya desde aquella noche a adquirir fama de cortés pero inflexibleconocedora de arte, que debía, abusivamente, acompañarla en toda su larga vida.

Mientras Angelica cosechaba laureles, Maria Stella cotilleaba en un diván con dosviejas amigas y Concetta y Carolina helaban con su timidez a los jovencitos más corteses,don Fabrizio erraba por los salones: besaba las manos de las señoras, entumecía los hombrosde los caballeros a quienes quería distinguir; pero se daba cuenta de que el mal humor seapoderaba lentamente de él. En primer lugar la casa no le gustaba: los Ponteleone no habíanhecho renovación alguna desde hacía setenta años y todo estaba como en los tiempos de lareina María Carolina, y él, que creía tener gustos modernos, se indignaba.

—¡Santo Dios, con las rentas de Diego se pueden mandar al diantre todos estoschismes, estos espejos empañados! Que se haga hacer unos hermosos muebles de palisandroy peluche, viviría él cómodamente y no obligaría a sus invitados a moverse en estascatacumbas. Acabaré diciéndoselo.

Pero nunca se lo dijo a Diego porque sus opiniones nacían sólo del mal humor y de sutendencia a la contradicción, pero las olvidaba pronto y él tampoco cambiaba nada ni en SanLorenzo ni en Donnafugata. Pero de momento fueron suficientes para aumentar suincomodidad.

Tampoco le gustaban las mujeres que asistían al baile. Dos o tres de aquellas viejashabían sido sus amantes y viéndolas ahora cansadas por los años y las nueras, le costabatrabajo el pensar que había malgastado sus años mejores persiguiendo — y alcanzando —semejantes esperpentos. Pero tampoco las jóvenes le decían gran cosa, excepto un par: lajovencísima duquesa de Palma, de quien admiraba los ojos grises y la severa suavidad de suactitud, y también Tutu Làscari, de quien, si hubiera sido más joven, habría sabido extraeracordes singularísimos. Pero las otras... Era agradable que de las tinieblas de Donnafugatahubiese surgido Angelica para demostrar a los palermitanos lo que era una mujer hermosa.

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No podía quitársele la razón: en aquellos años de los matrimonios entre primos,dictados por la pereza sexual y por cálculos de tierras, la escasez de proteínas en laalimentación agravada por la abundancia de amiláceos, la falta total de aire fresco y demovimiento, habían llenado los salones de una turba de muchachitas increíblemente bajas,inverosímilmente oliváceas, insoportablemente balbucientes. Pasaban el tiempo apiñadasentre sí, lanzando sólo cariñosas invitaciones a los jovencitos asustados, destinados, por loque parecía, a hacer de fondo de las tres o cuatro bellas criaturas que, como la rubia MariaPalma, la bellísima Eleonora Giardinelli, pasaban deslizándose como cisnes en un estanqueabarrotado de renacuajos.

Cuanto más las miraba se irritaba más: su mente condicionada por las largas soledadesy los pensamientos abstractos concluyó, en un momento dado, mientras pasaba por una anchagalería sobre el pouf central en la que se había reunido una numerosa colonia de estascriaturas, con procurarles una especie de alucinación: casi le parecía haberse convertido en unguardián de parque zoológico que tenía la misión de vigilar a un centenar de monas: esperabaverlas encaramarse de pronto a las lámparas y, suspendidas de ellas por medio de la cola,balancearse exhibiendo el trasero y rechinamientos de dientes sobre los pacíficos visitantes.

Caso extraño, una sensación religiosa lo arrebató de aquella visión zoológica.Efectivamente, del grupo de macacos con miriñaque elevábase una monótona y continuainvocación sacra:

—¡María Santísima! — exclamaban perpetuamente aquellas pobres chicas —. ¡SantaMaría, qué casa más hermosa! ¡Santa María, qué apuesto es el coronel Pallavicino! ¡SantaMaría, me duelen los pies! ¡Santa María, qué hambre tengo! ¿Cuándo abren el buffet?

El nombre de la Virgen María invocado por aquel coro virginal llenaba la galería y denuevo convertía a los monos en mujeres, porque todavía no había ocurrido que los ouistiti delos bosques brasileños se hubiesen convertido al catolicismo.

Ligeramente asqueado, el príncipe pasó al saloncito de al lado. Allí, en cambio, habíaacampado la tribu diversa y hostil de los hombres: los jóvenes bailaban y los presentes sóloeran los viejos, todos amigos suyos. Sentóse un rato con ellos. Allí la Reina de los Cielos noera nombrada en vano, pero, en compensación, los lugares comunes, las conversacionesestúpidas enturbiaban el aire. Entre estos señores don Fabrizio pasaba por ser unextravagante. Su interés por las matemáticas era considerado como una pecaminosa diversióny si él no hubiera sido precisamente el príncipe de Salina y si no se hubiese sabido que era unexcelente jinete, infatigable cazador y medianamente mujeriego, con su paralaje y sustelescopios hubiera corrido el peligro de ser dejado de lado. Sin embargo, le hablaban pocoporque el azul frío de sus ojos entrevisto entre los pesados párpados, hacía perder los estribosa sus interlocutores, y él se encontraba a menudo aislado no ya por respeto, como creía él,sino por temor.

Se levantó: la melancolía se había convertido en un auténtico humor negro. Habíahecho mal en ir al baile. Stella, Angelica, sus hijas, hubieran podido pasarse muy bien sin él,y él en este momento estaría tranquilamente en su pequeño estudio contiguo a la terraza, envía Salina, escuchando el susurro de la fuente y tratando de agarrar los cometas por la cola.

«Ahora ya no hay más remedio. Sería descortés irse. Vayamos a ver a los que bailan.»

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El salón de baile era todo oro: liso en las cornisas, cincelado en los marcos de laspuertas, damasquinado claro, casi plateado sobre menos claro, en las mismas puertas y en lospostigos que cerraban las ventanas y las anulaban, confiriendo así al ambiente un significadoorgulloso de cofre que excluye cualquier referencia a un exterior indigno. No era el doradodeslumbrante que ahora aplican los decoradores, sino un oro consumido, pálido como loscabellos de ciertos niños del Norte, empeñado en esconder su propio valor bajo un pudor, yaperdido, de materia preciosa que quería mostrar su propia belleza y hacer olvidar su propiocoste. Aquí y allí sobre los paneles, grupos de flores rococó, de un color un tanto desvaídocomo para no parecer más que un efímero rubor debido a los reflejos de las lámparas.

Esa tonalidad solar, ese abigarramiento de brillos y sombras hicieron que a donFabrizio le doliera el corazón. Estaba negro y rígido apoyado en el vano de la puerta: enaquella sala eminentemente patricia acudían a su mente imágenes campesinas: el timbrecromático era el de los inmensos sembrados en torno a Donnafugata, estáticos, implorandoclemencia bajo la tiranía del sol: también en esa sala, como en los feudos a mediados deagosto, la cosecha había sido efectuada hacía tiempo, almacenada en otro lugar y, como allí,quedaba solamente el recuerdo en el color de los rastrojos quemados e inútiles. El vals cuyasnotas atravesaron el aire caliente le parecía sólo una estilización de ese incesante paso de losvientos que pulsan su propio laúd sobre las superficies sedientas ayer, hoy, mañana, siempre,siempre, siempre. La locura de los bailarines entre quienes había tantas personas próximas asu carne ya que no a su corazón, acabó por parecerle irreal, compuesta de esa materia con lacual están tejidos los recuerdos perecederos, que es más frágil aún que la que nos turba en lossueños. En el techo los dioses, reclinados sobre dorados escaños, miraban hacia abajosonrientes e inexorables como el cielo de verano. Creíanse eternos: una bomba fabricada enPittsburg, Penn., demostraría en 1943 lo contrario.

—Hermoso, príncipe, hermoso. Ahora ya no se hacen cosas así, al precio actual deloro.

Sedàra estaba cerca. Sus ojillos vivaces recorrían el ambiente, insensibles a la gracia,atentos al valor monetario.

De pronto don Fabrizio se dio cuenta de que lo odiaba. A su ascenso, al de centenarescomo él, a sus oscuras intrigas, a su tenaz avaricia y avidez debíase esa sensación de muerteque ahora, claramente, ensombrecía estos palacios. A él, a sus compadres, a sus rencores, a susentido de inferioridad, a su no haber conseguido prosperar, debíase también que a él, donFabrizio, los trajes negros de los bailarines le recordaran las cornejas que planeaban,buscando presas pútridas, por encima de los pequeños y perdidos valles. Sintió la tentación deresponderle de malos modos, de invitarlo a largarse. Pero no podía: era un huésped, era elpadre de la querida Angelica. Era acaso un infeliz como los demás.

—Muy hermoso, don Calogero, muy hermoso. Pero lo que supera todo son nuestrosdos chicos.

Tancredi y Angelica pasaban en aquel momento ante ellos, la diestra enguantada de élapoyada sobre la cintura de ella, los brazos tendidos y compenetrados, los ojos de cada unofijos en los del otro. El negro frac de él, el rosa del traje de ella, entremezclados, formabanuna extraña joya. Ofrecían el espectáculo más patético de todos, el de dos jovencísimosenamorados que bailaban juntos, ciegos a los defectos recíprocos, sordos a las advertenciasdel destino, convencidos de que todo el camino de la vida será tan liso como el pavimento deaquel salón, actores ignaros a quienes un director de escena hace recitar el papel de Julieta y

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el de Romeo ocultando la cripta y el veneno, ya previstos en el original. Ni uno ni otro eranbuenos, cada uno había hechos sus cálculos y estaba lleno de miras secretas, pero entrambosresultaban encantadores y conmovedores, mientras sus no limpias pero ingenuas ambicioneseran borradas por las palabras de jubilosa ternura que él murmuraba al oído de ella, por elperfume de los cabellos de la joven, por el recíproco abrazo de aquellos cuerpos destinados amorir.

Los dos jóvenes se alejaban, pasaban otras parejas, menos bellas, pero tanconmovedoras, sumida cada una en su pasajera ceguera. Don Fabrizio sintió que el corazónse le enternecía: su disgusto cedía el puesto a la compasión por todos estos efímeros seres quebuscaban gozar del exiguo rayo de luz concedido a ellos entre las dos tinieblas, antes de lacuna y después de los últimos estertores. ¿Cómo es posible enconarse contra quien se tiene laseguridad de que ha de morir? Significaría ser tan vil como las pescateras que hacía sesentaaños ultrajaban a los condenados en la plaza del Mercado. También los macacos sobre lospoufs y los viejos papanatas de sus amigos eran miserables, insalvables y mansos como elganado que por las noches brama por las calles de la ciudad cuando se le conduce almatadero. Al oído de cada uno de ellos llegaría un día el campanilleo que había oído hacíatres horas detrás de San Domenico. No era lícito odiar otra cosa que la eternidad.

Además toda la gente que llenaba los salones, todas aquellas mujeres feúchas, todosaquellos hombres estúpidos, estos dos sexos vanidosos eran sangre de su sangre, eran élmismo; sólo con ellos se comprendía, sólo con ellos se sentía a gusto.

«Soy acaso más inteligente, soy sin duda más culto que ellos, pero soy de la mismacamada, debo solidarizarme con ellos.»

Advirtió que don Calogero hablaba con Giovanni Finale de la posible elevación deprecios de los quesos del sur y que, lleno de esperanza ante esa beatífica posibilidad, sus ojosse habían hecho claros y apacibles. Podía escabullirse sin remordimientos.

Hasta aquel momento la irritación acumulada le había dado energía. Ahora, con ladistensión le sobrevino el cansancio: eran ya las dos. Buscó un lugar donde poder sentarsetranquilo, lejos de los hombres, amados y hermanos, de acuerdo, pero siempre molestos. Loencontró en seguida: la biblioteca, pequeña, silenciosa, iluminada y vacía. Se sentó, luego selevantó para beber agua de la botella que se encontraba en una mesita.

«No hay nada como el agua», pensó como verdadero siciliano, y no se secó las gotasque le quedaron sobre el labio.

Sentóse de nuevo. Le gustaba la biblioteca y pronto en ella se encontró a gusto; no seopuso a que él tomara posesión de ella porque era impersonal como lo son las estancias pocohabitadas: Ponteleone no era individuo que perdiese allí el tiempo.

Don Fabrizio púsose a contemplar un cuadro que tenía delante. Era una buena copiade la Muerte de Justo de Greuze: el anciano estaba expirando en su lecho, entre los bullonesde sus limpísimas sábanas, rodeado por nietos y nietas que levantaban los brazos hacia eltecho. Las muchachas eran graciosas, picarescas, y el desorden de sus vestidos más sugería ellibertinaje que el dolor: se comprendía al punto que ellas eran el verdadero tema del cuadro.Sin embargo, por un instante don Fabrizio se sorprendió de que Diego pudiera tener siempreante los ojos aquella melancólica escena. Luego se tranquilizó al pensar que debería entrar enaquella estancia no más de una vez al año.

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De pronto se preguntó si su propia muerte sería semejante a aquélla. Probablementesí, pero sus ropas serían menos impecables — él lo sabia: las sábanas de los agonizantes estánsiempre sucias porque están llenas de babas, deyecciones y manchas de medicinas... — y erade esperar que Concetta, Carolina y las demás estuvieran más decentemente vestidas. Pero,en conjunto, lo mismo. Como siempre, la consideración de su muerte lo serenaba tanto comolo turbaba la muerte de los demás. Tal vez porque, en fin de cuentas, su muerte era el final delmundo.

De aquí pasó a pensar que era necesario efectuar reparaciones en el mausoleo familiar,en los Capuchinos. Lástima que allí no estuviese permitido colgar del cuello a los cadáveresen la cripta y verlos después momificarse lentamente: él habría hecho una magnífica figurasobre aquella pared tan grande, espantaría a las jóvenes con la tiesa sonrisa de su rostroapergaminado y con su larguísimo pantalón de piqué blanco. Pero no, lo vestirían de gala,acaso con el mismo frac que llevaba ahora...

Abrióse la puerta.

—Tiazo, estás guapísimo esta noche. El traje negro te sienta a maravilla. Pero ¿quéestás mirando? ¿Cortejas a la muerte?

Tancredi daba el brazo a Angelica. Los dos estaban todavía bajo el influjo sensual delbaile, cansados. Angelica se sentó y pidió a Tancredi un pañuelito para enjugarse las sienes.Don Fabrizio le dio el suyo. Los dos jóvenes contemplaron el cuadro con absolutaindiferencia. Para entrambos el conocimiento de la muerte era puramente intelectual, era porasí decirlo un dato de cultura y nada más, no una experiencia que les hubiese penetrado lamédula de los huesos. La muerte, sí, existía, no había duda, pero era cosa de los demás. DonFabrizio pensaba que por ignorancia íntima de este consuelo supremo los jóvenes sienten losdolores más acerbamente que los viejos: para éstos la puerta de escape está más cerca.

—Príncipe — decía Angelica —, hemos sabido que usted estaba aquí. Hemos venidopara descansar, pero también para pedirle algo. Espero que no me lo niegue.

Sus ojos reían maliciosos y su mano se posó en la manga de don Fabrizio.

—Quería pedirle que bailase conmigo la próxima mazurca. Dígame que sí y no seamalo. Sabemos que usted es un gran bailarín.

El príncipe estuvo contento y se hinchó como un pavo. ¡Esto era algo muy distinto dela cripta de los Capuchinos! Sus peludas mejillas se agitaron de placer. Pero le asustaba unpoco la idea de la mazurca: este baile militar, todo taconazos y vueltas no estaba ya hecho asu medida. Arrodillarse ante Angelica habría sido un placer, pero ¿y si después le costaba unesfuerzo levantarse?

—Gracias, hija mía. Me rejuveneces. Seré feliz obedeciéndote, pero la mazurca no.Concédeme el primer vals.

—¿Ves, Tancredi, qué bueno es tío Fabrizio? No es caprichoso como tú. ¿Sabe,príncipe, que él no quería que se lo pidiese? Está celoso.

Tancredi reía.

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—Cuando se tiene un tío apuesto y elegante como él justo es estar celoso. Pero en fin,por esta vez no me opongo.

Sonrieron los tres, y don Fabrizio no podía comprender si habían tramado estapropuesta para proporcionarle un placer o gastarle una broma. No tenía importancia. Eranbuenos chicos.

En el momento de salir Angelica rozó con los dedos la tapicería de una butaca.

—Son bonitas, el color es muy bello, pero las de su casa, príncipe...

La nave avanzaba al impulso recibido. Tancredi intervino:

—Basta, Angelica. Los dos te queremos mucho, más allá de tus conocimientos conrespecto al mobiliario. Déjate de butacas y ve a bailar.

Mientras se dirigían al salón de baile, don Fabrizio vio que Sedàra hablaba todavíacon Giovanni Finale. Oíanse las palabras russella, primintio, marzolino: comparaban losprecios de los granos de siembra. El príncipe previó una inminente invitación a Margarossa,la hacienda con la cual Finale se estaba arruinando a fuerza de innovaciones agrícolas.

La pareja Angelica-don Fabrizio daba gusto ver. Los enormes pies del príncipe semovían con delicadeza sorprendente y nunca los zapatitos de raso de su dama corrieron elpeligro de ser rozados. La manaza de él le ceñía la cintura con vigorosa firmeza, su barbillase apoyaba sobre la onda letea de los cabellos de la joven. Por el escote de Angelica surgía unperfume de Bouquet à la Maréchale, sobre todo un aroma de piel joven y tersa. En memoriasuya recordó una frase de Tumeo: «Sus sábanas deben de tener el olor del paraíso.» Fraseinconveniente, frase grosera, pero exacta. Ese Tancredi...

Ella hablaba. Su natural vanidad satisfacíase tanto como su tenaz ambición.

—¡Soy tan feliz, tiazo! ¡Todos han sido tan amables, tan buenos! Además Tancredi esun encanto, y también usted es un encanto. Todo esto se lo debo a usted, tiazo: inclusoTancredi. Porque si usted no hubiese querido, ya sé cómo habría acabado todo.

—Yo no tengo nada que ver con esto, hija mía. Todo te lo debes a ti misma.

Era verdad: ningún Tancredi hubiese resistido jamás a su belleza unida a supatrimonio. Habríase casado con ella pasando por encima de todo. Algo le dolió en elcorazón: pensó en los ojos altivos y humillados de Concetta. Pero fue un dolor breve. A cadavuelta que daba le caía un año de los hombros: pronto se encontró como si tuviese veinte,cuando en aquella misma sala bailaba con Stella, cuando ignoraba todavía lo que eran lasdesilusiones, el tedio y todo lo demás. Por un instante aquella noche la muerte fue de nuevo, asus ojos, «cosa de los demás».

Tan absorto estaba en sus recuerdos que se ajustaban tan bien a la sensación presente,que no se dio cuenta de que en un momento dado Angelica y él bailaban solos. Acasoinstigadas por Tancredi las otras parejas dejaron de bailar y se quedaron mirando. Los dosPonteleone estaban allí, parecían enternecidos. Eran viejos y acaso comprendían. TambiénStella era vieja, pero sus ojos estaban sombríos. Cuando calló la orquesta el aplauso noestalló sólo porque don Fabrizio tenía un aspecto demasiado leonino para que se arriesgaran asemejantes inconveniencias.

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Terminado el vals Angelica propuso a don Fabrizio que cenara en su mesa y la deTancredi. Él habría estado muy contento, pero precisamente en aquel momento los recuerdosde su juventud eran demasiado intensos para que no se diese cuenta de que una cena con suviejo tío hubiese resultado desagradable entonces, teniendo a Stella a dos pasos. Solosquieren estar los enamorados, o todo lo más, con extraños. Con ancianos y, peor que peor,con parientes, nunca.

—Gracias, Angelica, no tengo apetito. Tomaré algo de pie. Ve con Tancredi y nopenséis en mí.

Esperó un momento a que los muchachos se alejaran y luego entró también él en lasala del buffet. Había al fondo una larguísima y estrecha mesa, iluminada por los famososdoce candelabros de vermeil que el abuelo de Diego había recibido como regalo de la Cortede España, cuando hubo finalizado su embajada en Madrid: erguidas sobre altos pedestales demetal reluciente, seis figuras de atletas y seis de mujer, alternadas, sostenían sobre suscabezas la armazón de plata dorada, coronada en lo alto por las llamitas de doce candelas. Lahabilidad del orífice había expresado maliciosamente la facilidad serena de los hombres, elcansancio lleno de gracia de las jovencitas al sostener aquel peso desproporcionado. Docepiezas de primer orden.

«¡A saber a cuántas salmas de terreno equivaldrán!», habría dicho el infeliz Sedàra.

Don Fabrizio recordó que Diego le había mostrado un día los estuches de cada uno deaquellos candelabros, pequeños montes de marroquín verde que en los costados llevabanimpreso en oro el escudo tripartito de los Ponteleone y el de las iniciales entrelazadas de losdonantes.

Por debajo de los candelabros, por debajo de los fruteros de cinco pisos que elevabanhacia el techo lejano las pirámides de los «dulces para adorno» nunca consumidos, extendíasela monótona opulencia de las tables à thé de los grandes bailes: coralinas las langostashervidas vivas, céreos y gomosos los chaud-froids de ternera, de tinte de acero las lubinassumergidas en suaves salsas, los pavos que había dorado el calor de los hornos, los pastelesde hígado rosado bajo las corazas de gelatina, las becadas deshuesadas yacentes sobretúmulos de tostadas ambarinas, decoradas con sus propios menudillos triturados, lasgalantinas de color de aurora, y otras crueles y coloreadas delicias. En los extremos de lasmesas dos monumentales soperas de plata contenían el consommé ámbar tostado y límpido.Los cocineros de las vastas cocinas habían tenido que sudar desde la noche anterior parapreparar esta cena.

«¡Cáspita, cuántas delicadezas! Donna Margherita sabe hacer bien las cosas. Pero miestómago no está para estos trotes.»

Despreció la mesa de las bebidas que estaba a la derecha resplandeciente de cristales yplata y se dirigió a la izquierda, a la de los dulces. Había allí babà tostados como la piel delos alazanes, Monte Bianchi nevados de nata, beignets Dauphin que las almendras salpicabande blanco y los pistachos de verde, pequeñas colinas de profiteroles al chocolate, pardas ygrasas como el humus de la llanura de Catania de donde, de hecho, provenían después de unlargo proceso, parfaits rosados, parfaits al champaña, parfaits dorados que se deshojabancrujiendo cuando el cuchillo los dividía, golosinas en tono mayor de guindas confitadas,

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tonos ácidos de las piñas amarillas, y «triunfos de la gula» con el verde opaco de susalfóncigos picados, impúdicas «pastas de las vírgenes». Don Fabrizio se hizo servir de éstasy, con ellas en el plato, parecía una profana caricatura de santa Ágata exhibiendo sus senoscortados.

«¿Cómo el Santo Oficio, cuando pudo hacerlo, no pensó en prohibir estos dulces? Los"triunfos de la gula" (la gula, pecado mortal), los pechos de santa Ágata vendidos por losmonasterios, devorados por los juerguistas. ¡Vamos!»

En el salón que olía a vainilla, vino y polvos, don Fabrizio erraba en busca de unlugar. Tancredi lo vio desde una mesa y golpeó con la mano una silla indicándole que allí eradonde debía sentarse. Junto a él Angelica trataba de ver en el reverso de un plato de plata sisu peinado estaba en regla. Don Fabrizio sacudió la cabeza sonriendo para rechazar lainvitación. Continuó buscando. Desde una mesa oíase la voz satisfecha de Pallavicino:

—La mayor emoción de mi vida...

A su lado había un lugar vacío. Pero ¡qué hombre más cargante! ¿No sería mejor,después de todo, escuchar la cordialidad acaso impuesta pero refrescante de Angelica, lasdesabridas agudezas de Tancredi? No, era mejor aburrirse uno que aburrir a los demás.

Se excusó y sentóse cerca del coronel, que se levantó al verle llegar, lo que le valióuna pequeña parte de la simpatía gatopardesca. Mientras saboreaba la refinada mezcla demanjar blanco, alfóncigo y canela encerrada en los dulces que había elegido, don Fabrizio sepuso a conversar con Pallavicino y advertía que éste, por encima de sus almibaradas frasesreservadas acaso a las señoras, no tenía nada de imbécil. También él era un «señor», y elfundamental escepticismo de su clase, sofocado habitualmente por las impetuosas gamasbersaglierescas de la solapa, asomaba la nariz ahora que se encontraba en un ambiente igualal de su tierra, fuera de la inevitable retórica de los cuarteles y las admiradoras.

—Ahora la Izquierda quiere hacerme la santísima porque en agosto ordené a mismuchachos que hicieran fuego sobre el general. Pero dígame usted, príncipe, ¿qué otra cosapodía hacer con las órdenes escritas que llevaba encima? Debo confesar, sin embargo, quecuando en Aspromonte vi delante de mí aquellos centenares de descamisados, algunos concaras de fanáticos incurables, otros con la jeta de los revoltosos profesionales, me sentí felizde que estas órdenes respondieran tan bien a lo que yo mismo estaba pensando. Si no hubiesedado la orden de disparar, aquella gente nos habría hecho papilla a mis soldados y a mí; y,aunque la pérdida no hubiera sido muy grande, hubiese acabado con provocar la intervenciónfrancesa y la austriaca, un cisco sin precedentes en el que se habría derrumbado este reino deItalia que se ha formado milagrosamente, es decir sin que se comprenda cómo. Y se lo digoen confianza, mi brevísima descarga ayudó sobre todo... a Garibaldi, lo liberó de esa especiede conspiración que se le venía encima, de todos esos individuos tipo Zambianchi, que seservían de él para quién sabe qué fines, acaso generosos aunque inútiles, pero tal vezdeseados por las Tullerías y el palacio Farnese: todos individuos muy distintos de aquellosque con él habían desembarcado en Marsala, gente que creía, los mejores de ellos, que sepuede hacer a Italia con una serie de quijotadas. El general lo sabe, porque en el momento demi famosa genuflexión me estrechó la mano con un calor que no creo habitual hacia quien,cinco minutos antes, le había hecho descargar un balazo en un pie. Y ¿sabe qué me dijo envoz baja, él que era la única persona de bien que se encontraba en aquella infausta montaña?

»—Gracias, coronel.

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»—¿Gracias de qué? — le pregunté —. ¿De haberlo dejado cojo para toda su vida?

»Evidentemente, no; sino de haberle abierto los ojos sobre las bravuconadas y, peoracaso, sobre las bellaquerías de sus dudosos secuaces.

—Pero perdóneme, ¿no cree usted, coronel, haber exagerado un poco en besamanos,sombrerazos y cumplidos?

—Sinceramente, no. Porque estos actos de ternura eran genuinos. Había que ver aaquel pobre gran hombre tendido en el suelo bajo un castaño, dolorido en el cuerpo y másdolorido aún en el espíritu. ¡Una pena! Con esto revelábase claramente lo que siempre hasido, un niño, con barba y arrugas, pero un niño irreflexivo e ingenuo. Era difícil resistir a laemoción para no verse obligado a hacerle una carantoña. ¿Por qué, por otra parte, había queresistirla? Yo beso la mano solamente a las señoras. Incluso entonces, príncipe, besé la manoa la salvación del reino, que es también una señora a quien nosotros los militares debemosrendir homenaje.

Pasó un camarero y don Fabrizio le pidió que le sirviese un trozo de Monte Bianco yuna copa de champaña. —Y usted, coronel, ¿no toma nada?

—Nada de comer, gracias. Pero también tomaré una copa de champaña.

Luego continuó. Era evidente que no podía apartarse de aquel recuerdo que, hechocomo estaba de pocos escopetazos y mucha habilidad, era precisamente del tipo que atraía alos hombres como él.

—Los hombres del general, mientras los míos los desarmaban, soltaban tacos yblasfemias, ¿y sabe contra quién? Contra aquel que había sido el único en pagar con supersona. Un asco, pero era natural; veían que se les escapaba de las manos aquellapersonalidad infantil pero grande, que era la única que podía cubrir los oscuros tejemanejesde tantos de ellos. Y aunque mis cumplidos hubiesen sido superfluos, estaría contento dehaberlos hecho. Entre nosotros, en Italia, no se exagera nunca en cuanto a sentimentalismo ybesuqueo: son los argumentos politicos más eficaces que tenemos.

Bebió el vino que le sirvieron, pero esto pareció acrecentar todavía su amargura.

—¿No ha estado usted en el continente después de la fundación del reino, príncipe?¡Dichoso de usted! No es un bonito espectáculo. Nunca hemos estado tan desunidos comoahora que nos hemos unido. Turín no quiere dejar de ser capital, y Milán considera nuestraadministración inferior a la austriaca. Florencia tiene miedo de que se le lleven las obras dearte. Nápoles llora por las industrias que pierde, y aquí, aquí en Sicilia, se está incubando algogordo, un conflicto irracional... Por el momento, gracias también a su humilde servidor, ya nose habla de camisas rojas, pero se volverá a hablar. Cuando hayan desaparecido éstas,vendrán otras de distinto color, y después nuevamente las rojas. Y ¿cómo acabará todo? ElEstrellón,18 dicen. Bueno. Pero usted sabe mejor que yo, príncipe, que las estrellas fijas, lasrealmente fijas, no existen. — Tal vez, algo achispado, se convertía en profeta.

Don Fabrizio, ante estas inquietantes perspectivas, sintió que se le oprimía el corazón.

18

Stellone d'Italia. Astro protector de Italia.

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El baile continuó todavía durante mucho rato y dieron las seis de la mañana: todosestaban agotados y desde hacía por lo menos tres horas hubiesen querido encontrarse en lacama. Pero irse temprano era como proclamar que la fiesta había sido un fracaso, y ofender alos dueños de la casa que, los pobres, se habían tomado tantas molestias.

Las caras de las señoras estaban lívidas, los trajes marchitos, las respiracionespesadas. «Virgen santa, ¡qué cansancio!, ¡qué sueño!» Por encima de sus corbatas endesorden, las caras de los hombres eran amarillas y estaban arrugadas, y las bocas llenas deamarga saliva. Sus visitas a un cuartito reservado, al nivel del estrado de la orquesta, sehacían cada vez más frecuentes; en él estaban colocados ordenadamente una veintena degrandes orinales, llenos casi todos a aquella hora, algunos de los cuales se habían desbordado.Advirtiendo que el baile estaba a punto de terminar, los criados amodorrados no cambiabanya las velas de las lámparas: los cabos de velas expandían por los salones una luz difusa,humosa, y de mal agüero. En la sala del buffet, vacía, había solamente platos desmantelados,copas con un dedo de vino que los camareros se bebían apresuradamente, mirando en tornosuyo. La luz del alba insinuábase plebeya por las rendijas de las ventanas.

La reunión se iba desmoronando y en torno a Donna Margherita había un grupo degente que se despedía.

—¡Ha sido magnífica! ¡Un sueño! ¡Como antiguamente!

Tancredi se desvivió para despertar a don Calogero que, con la cabeza hacia atrás,habíase dormido sobre una butaca apartada. El pantalón se le había subido hasta la rodilla ypor encima de sus calcetines de seda se veían los extremos de sus calzoncillos, realmentemuy campesinos. El coronel Pallavicino tenía también ojeras, pero decía a quien quisieraescucharlo que no se iría a casa, sino directamente del palacio Ponteleone a la plaza de armas.Tal era lo que la férrea tradición exigía a los militares invitados a un baile.

Cuando la familia se hubo instalado en el coche — el rocío había humedecido loscojines —, don Fabrizio dijo que volvería a pie a su casa: un poco de fresco le sentaría bienporque tenía algo de dolor de cabeza. La verdad era que deseaba tener un poco de consuelocontemplando las estrellas. Alguna había todavía en el cenit. Como siempre, le reanimóverlas. Estaban lejos y eran omnipotentes y al mismo tiempo dóciles a sus cálculos;precisamente lo contrario de los hombres, demasiado cercanos siempre, débiles y tambiénpendencieros.

En las calles había ya un poco de movimiento: algún carro con montones de basuracuatro veces mayores que el pequeño asno gris que lo arrastraba. Un ancho carro descubiertollevaba amontonados los terneros sacrificados poco antes en el matadero, ya descuartizados yque exhibían sus mecanismos más íntimos con el impudor de la muerte. A intervalos algunagota roja y densa caía sobre el empedrado.

Por una calleja transversal veíase la parte oriental del cielo por encima del mar. Venusestaba allí, envuelta en su turbante de vapores otoñales. Era siempre fiel, esperaba siempre adon Fabrizio en sus salidas matutinas, en Donnafugata antes de la caza, ahora después delbaile.

Don Fabrizio suspiró. ¿Cuándo se decidiría a darle una cita menos efímera, lejos delos troncos y de la sangre, en la región de perenne certidumbre?

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CAPÍTULO SÉPTIMO

La muerte del príncipe.

Julio 1883

Don Fabrizio conocía desde siempre esta sensación. Hacía decenios que sentía cómoel fluido vital, la facultad de existir, la vida en suma, y acaso también la voluntad decontinuar viviendo, iban saliendo de él lenta pero continuamente, como los granitos seamontonan y desfilan uno tras otro, sin prisa pero sin detenerse ante el estrecho orificio de unreloj de arena. En algunos momentos de intensa actividad, de gran atención, este sentimientode continuo abandono desaparecía para volver a presentarse impasible en la más breveocasión de silencio o de introspección: como un zumbido continuo en el oído, como en eltictac de un reloj se imponen cuando todo calla, y entonces nos dan la seguridad de quesiempre han estado allí, vigilantes, hasta cuando no se oían.

En todos los demás momentos, le había bastado siempre un mínimo de atención paraadvertir el rumor de los granitos de arena que se deslizaban leves, de los instantes de tiempoque se evadían de su mente y la abandonaban para siempre. Por lo demás, la sensación noestuvo antes ligada a ningún malestar. Mejor dicho, esta imperceptible pérdida de vitalidadera la prueba, la condición, por así decirlo, de la sensación de vida, y para él, acostumbrado aescrutar los espacios exteriores ilimitados, a indagar los vastísimos abismos internos, no teníanada de desagradable: era la de un continuo y minucioso desmoronamiento de la personalidadjunto con el vago presagio de reedificarse en otro lugar una personalidad — a Dios gracias —menos consciente pero más grande. Esos granitos de arena no se perdían, desaparecían, perose acumulaban quién sabe dónde, para cimentar una mole más duradera. Pero había pensadoque «mole» no era la palabra exacta, por ser pesada como era; y, por otra parte, tampoco lasde granos de arena. Eran más como partículas de vapor acuoso exhaladas por un estanque,para formar en el cielo las grandes nubes ligeras y libres. A veces le sorprendía que eldepósito vital pudiese contener todavía algo después de tantos años de pérdida.

«Ni aunque fuera tan grande como una pirámide.»

Otras veces, casi siempre, se había envanecido de ser el único que advertía esta fugacontinua, mientras en torno a él nadie parecía sentir lo mismo, y de ello había extraído unmotivo de desprecio hacia los demás, como el soldado veterano desprecia al pipiolo que seimagina que las balas que zumban en torno suyo son moscones inofensivos. Estas son cosasque, no se sabe por qué, no se confiesan. Se deja que los demás las intuyan, y nadie en torno aél las había intuido nunca: ninguna de sus hijas que soñaban en una ultratumba idéntica a estavida, completa en todo, con magistratura, cocineros y conventos. Tampoco Stella, quedevorada por la gangrena de la diabetes se había, no obstante, agarrado mezquinamente a estaexistencia de penas. Tal vez por un instante Tancredi había comprendido, cuando le dijo consu irritante ironía:

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—Tú, tiazo, cortejas a la muerte.

Ahora se había acabado el cortejo: la bella había pronunciado su «sí», la fuga estabadecidida y reservado el compartimiento en el tren.

Porque ahora la tarea era diferente, muy distinta. Sentado en una butaca, con las largaspiernas cubiertas por una manta, en el balcón del hotel Trinacria, advertía que la vida salía deél en grandes oleadas apremiantes, con un fragor espiritual comparable al de la cascada delRin. Era el mediodía de un lunes de fines de julio y el mar de Palermo compacto, oleoso einerte, extendíase ante él inverosímilmente inmóvil y aplanado como un perro que seesforzase en hacerse invisible a las amenazas del amo. Pero el sol inmóvil y perpendicularestaba allí plantado y lo fustigaba sin piedad. El silencio era absoluto. Bajo la fortísima luzdon Fabrizio no oía otro rumor que el interior de la vida que se escapaba de él.

Había llegado por la mañana de Nápoles hacía pocas horas, y fue allí para consultar alprofesor Sèmmola. Acompañado de su cuarentona hija Concetta, y de su nieto Fabrizietto,había llevado a cabo un viaje lúgubre, lento como una ceremonia fúnebre. El alboroto delpuerto a la partida y el de la llegada a Nápoles, el olor acre del camarote, el vocerío incesantede esta ciudad paranoica, lo habían exasperado con esa desesperación quejumbrosa de losdébiles que los cansa y postra, que suscita la desesperación opuesta de los buenos cristianosque tienen muchos años de vida en las alforjas. Había pretendido regresar por tierra; decisiónrepentina que el médico trató de combatir, pero él había insistido, y tan imponente era lasombra de su prestigio que le había hecho apear de su opinión, con el resultado de tener luegoque permanecer treinta y seis horas agazapado en un cajón ardiente, sofocado por el humo enlos túneles que se repetían como sueños febriles, cegado por el sol en los espaciosdescubiertos, explícitos como tristes realidades, humillado por cien bajos servicios que habíatenido que solicitar a su nieto despavorido. Atravesaron paisajes maléficos, sierras malditas,llanuras perezosas donde reinaba la malaria. Los panoramas calabreses y de Basilicata a él leparecían bárbaros, mientras que de hecho eran como los sicilianos. La línea del ferrocarril noestaba todavía terminada: en su último tramo cerca de Reggio daba un largo rodeo porMetaponto a través de regiones lunares que, como burla, llevaban los nombres atléticos deCrotona y Sibaris. Luego en Mesina, después de la mendaz sonrisa del Estrecho, desmentidapor las requemadas colinas peloritanas, otro rodeo, largo como una demora judicial. Habíanseapeado en Catania y treparon hacia Castrogiovanni: la locomotora jadeante por las fabulosascuestas parecía a punto de reventar como un caballo al que se le ha exigido un gran esfuerzo,y luego de un ruidoso descenso, llegaron a Palermo. A la llegada las acostumbradas máscarasde familiares con la sonrisa de complacencia por el buen éxito del viaje. Fue tal vez la sonrisaconsoladora de las personas que lo esperaban en la estación, de su fingido, y mal fingido,aspecto jubiloso, lo que le reveló el verdadero sentido del diagnóstico de Sèmmola, que a élsólo le había dicho frases tranquilizadoras. Y fue entonces, después de haber descendido deltren, mientras abrazaba a su nuera sepultada entre sus velos de viuda, a sus hijos quemostraban los dientes en una sonrisa, a Tancredi con sus ojos temerosos, a Angelica con laseda de su blusa bien ceñida sobre sus senos maduros; fue entonces cuando se dejó oír elrumor de la cascada.

Probablemente se desvaneció porque no recordaba cómo llegó al coche: se encontrótendido en él con las piernas encogidas y únicamente Tancredi a su lado. El coche no se habíamovido aún, y desde fuera llegaba a sus oídos el parloteo de sus familiares.

—No es nada.

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—El viaje ha sido demasiado largo.

—Con este calor nos desvaneceremos todos.

—Llegar hasta la villa lo cansaría mucho.

De nuevo estaba perfectamente lúcido. Advertía la conversación seria entre Concettay Francesco Paolo, la elegancia de Tancredi, su traje a cuadros pardos y grises, el hongopardo también, y notó asimismo que la sonrisa del sobrino no era ya tan burlona, sino queestaba teñida de melancólico afecto, y con esto recibió la sensación agridulce de que elsobrino le quería y que también sabía que estaba desahuciado, puesto que la perpetua ironíase había adaptado a ser sustituida por la ternura. El coche se movió y él se volvió a laderecha.

—¿Adónde vamos, Tancredi?

Su propia voz le sorprendió. Advertía en ella el reflejo del zumbido interior.

—Tiazo, vamos al albergue de Trinacria. Estás cansado y la villa está lejos.Descansarás allí esta noche y mañana irás a casa. ¿No te parece mejor?

—Entonces vayamos a nuestra casa del mar. Todavía está más cerca.

Pero esto no era posible: la casa no estaba arreglada como sabía bien. Servía sólo paraocasionales almuerzos frente al mar. Ni siquiera había allí una cama.

—En el hotel estarás mejor, tío. Tendrás todas las comodidades.

Lo trataba como un recién nacido, y por lo demás tenía exactamente el vigor de unrecién nacido.

La primera comodidad que encontró en el hotel fue un médico, que había sidollamado apresuradamente, acaso en el momento en que le dio el síncope. Pero no era eldoctor Cataliotti, el que siempre le atendía, encorbatado de blanco bajo el rostro sonriente ylos ricos lentes de oro; era un pobre diablo, el médico de aquel barrio angustioso, eltestimonio impotente de mil agonías miserables. Por encima de su redingote desgarradoalargábase su pálido rostro lleno de pelos blancos, el rostro desilusionado de un intelectualfamélico. Cuando sacó del bolsillo el reloj sin cadena pudieron advertirse las manchas deverdín que habían traspasado el chapado de oro. También él era un pobre odre que se habíadescosido y derramaba sin darse cuenta las últimas gotas de aceite. Le tomó los latidos delpulso, recetó gotas de alcanfor, mostró en una sonrisa los dientes cariados, sonrisa que queríaser tranquilizadora y que, en cambio, pedía piedad, y se fue con silenciosos pasos.

Pronto llegaron las gotas de la farmacia vecina. Le sentaron bien y se sintió un pocomenos débil, pero el ímpetu del tiempo que se le escapaba no disminuyó su impulso.

Don Fabrizio se miró en el espejo del armario: reconoció más su vestido que a símismo: altísimo, flaco, con las mejillas hundidas, la barba larga de tres días: parecía uno deesos ingleses maniacos que deambulan por las viñetas de los libros de Julio Verne que porNavidad regalaba a Fabrizietto. Un Gatopardo en pésima forma. ¿Por qué quería Dios quenadie se muriese con su propia cara? Porque a todos les pasa así: se muere con una máscaraen la cara; también los que son jóvenes, incluso aquel soldado de la cara embarrada; hasta

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Paolo cuando lo levantaron de la acera con el rostro contraído y sucio mientras la genteperseguía por el polvo el caballo que lo había desmontado. Y si en él, viejo ya, era tanpoderoso el fragor de la vida en fuga, ¿cómo sería el de aquellos depósitos todavía colmadosque en un instante se vaciaban de aquellos pobres cuerpos jóvenes? Hubiese queridocontravenir en lo posible esta absurda regla de enmascaramiento forzado, pero se daba cuentade que no podía, que levantar la navaja de afeitar sería tan penoso como, en otro tiempo,levantar su propio escritorio.

—Hay que llamar a un barbero — dijo a Francesco Paolo. Pero en seguida pensó:«No, es una regla del juego: odiosa, pero formal. Me afeitarán después.» Y dijo en voz alta—: Espera. Ya veremos luego.

La idea de este extremo abandono del cadáver, con el barbero inclinado sobre él, no loturbó.

El camarero entró con la palangana de agua tibia y una esponja, le quitó la chaqueta yla camisa, le lavó la cara y las manos, como se lava a un niño, como se lava a un muerto. Lacarbonilla de un día y medio de tren hizo fúnebre hasta el agua. Se ahogaba uno en aquellahabitación baja: el calor hacia fermentar los olores, intensificaba el de las peluches malsacudidas; las sombras de las docenas de cucarachas aplastadas surgían en su olormedicamentoso; fuera de las mesitas de noche los tenaces recuerdos de los viejos y distintosorines ensombrecían la habitación. Hizo abrir las persianas: el hotel estaba en la sombra, perola luz refleja del mar metálico era cegadora. Sin embargo, esto era mucho mejor que aquelhedor de cárcel. Dijo que le llevaran una butaca al balcón. Apoyado en el brazo de alguien searrastró aquel par de metros y se sentó con la sensación de alivio que experimentaba en otrotiempo al descansar después de haber estado cazando cuatro horas en la montaña.

—Di a todos que me dejen en paz. Me siento mejor y quiero dormir.

Tenía sueño realmente, pero le pareció que ceder ahora a la modorra era tan absurdocomo comerse un buen pedazo de tarta inmediatamente antes de un deseado banquete.Sonrió.

—He sido siempre un sabio goloso.

Y se quedó allí; sumido en el gran silencio externo, en el espantoso zumbido interior.

Pudo volver la cabeza a la izquierda: junto al Monte Pellegrino veíase la hendedura enel círculo de los montes, y más lejos las dos colinas al pie de las cuales estaba su casa.Inalcanzable como era, le parecía ahora lejanísima. Pensó en su observatorio, en lostelescopios destinados ya a decenios de polvo; en el pobre padre Pirrone que era polvotambién él; en los cuadros de los feudos, en los monos de los tapices, en el gran lecho debronce en el que había muerto su Stelluccia, en todas esas cosas que ahora le parecíanhumildes aunque preciosas, en esas mezclas de metal, en esas tramas de hilos, en esa telascubiertas de tierra y de zumos de hierba que él mantenía en vida, que dentro de poco caerían,sin culpa, en un limbo hecho de abandono y olvido. Se le oprimió el corazón, olvidó supropia agonía pensando en el inminente fin de estas pobres cosas queridas. La fila inerte decasas detrás de él, el dique de los montes, las extensiones flageladas por el sol, le impedíanhasta pensar claramente en Donnafugata: le parecía una cosa surgida en sueños, ya no suya.Suyo no tenía ahora más que este cuerpo acabado, estas lastras de pizarra bajo los pies, este

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precipicio de aguas tenebrosas hacia el abismo. Estaba solo, náufrago a la deriva en una balsaa merced de corrientes indomables.

Bien es verdad que estaban los hijos. Los hijos. El único que se parecía a él, Giovanni,no estaba allí. Cada dos años le enviaba saludos desde Londres. Ya no tenía nada que ver conel carbón y comerciaba con brillantes. Después de muerta Stella, llegó dirigida a ella unabreve carta y luego un paquetito con un brazalete. Éste sí. También él había «cortejado a lamuerte», más bien con el abandono de todo había organizado para sí ese poco de muerte quees posible tener sin dejar de vivir. Pero los otros... Estaban también los nietos: Fabrizietto, elmás joven de los Salina, tan bello, tan despabilado, tan encantador...

Tan odioso. Con su doble dosis de sangre Màlvica, con los instintos regalones, consus tendencias hacia una elegancia burguesa. Era inútil esforzarse en creer lo contrario, elúltimo Salina era él, el gigante desmirriado que ahora agonizaba en el balcón de un hotel.Porque el significado de un noble linaje se halla todo en las tradiciones, es decir en losrecuerdos vitales, y él era el último en poseer recuerdos insólitos, distintos de los de las otrasfamilias. Fabrizietto tendría recuerdos triviales, iguales a los de sus compañeros de colegio,recuerdos de meriendas económicas, de bromas pesadas a los profesores, de caballosadquiridos pensando más en el precio que en su valor, y el sentido del nombre setransformaría en pompa vacía siempre amargada por el acicate de que otros pudieran tenermás pompa que él. Se desarrollaría la caza al matrimonio rico cuando ésta se convierte en unaroutine habitual y no en una aventura audaz y predatoria como había sido la de Tancredi. Lostapices de Donnafugata, los almendrales de Ragattisi, incluso, quién sabe, la fuente deAnfitrite, correrían la grotesca suerte de ser metamorfoseados en terrinas de foie gras,digeridas en seguida, en mujercillas de ba-ta-clan más frágiles que sus afeites, como aquellasañosas y esfumadas cosas que en realidad eran. Y de él quedaría sólo el recuerdo de un viejoy colérico abuelo que había muerto en una tarde de julio, precisamente a tiempo para impediral chico que fuera a tomar baños a Livorno. Él mismo había dicho que los Salina seríansiempre los Salina. Se había equivocado. El último era él. Después de todo, ese Garibaldi, esebarbudo Vulcano había vencido.

Desde la habitación contigua, abierta sobre el mismo balcón, le llegó la voz deConcetta:

—No se podía hacer otra cosa. Era necesario que viniera. Nunca me hubieseconsolado si no lo hubiera llamado.

Comprendió al punto: se trataba del sacerdote. Por un instante tuvo la idea derechazarlo, de mentir, de ponerse a gritar que estaba muy bien, que no necesitaba nada. Peroen seguida se dio cuenta del ridículo de sus intenciones: era el príncipe de Salina y como unpríncipe de Salina debía morir, con un sacerdote al lado. Concetta tenía razón. ¿Por qué habíade sustraerse a lo que era deseado por millares de otros moribundos? Y calló, esperando oír lacampanilla del Viático. No tardó en oírla: la parroquia de la Piedad estaba casi enfrente. Elson argentino y festivo se encaramaba por las escaleras, irrumpía en el pasillo y se agudizócuando se abrió la puerta. Precedido del director del hotel, un suizote irritadísimo por tener aun moribundo en el establecimiento, el padre Balsàmo, el sacerdote, entró llevando en lapíxide el Santísimo custodiado en el estuche de piel. Tancredi y Fabrizietto levantaron labutaca y la metieron en la habitación. Los demás se habían arrodillado. Más con el ademánque con la voz, dijo:

—Fuera, fuera.

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Quería confesarse. Las cosas se hacen o no se hacen. Todos salieron, pero cuandotuvo que hablar se dio cuenta de que no tenía mucho que decir: recordaba algunos pecadosconcretos, pero le parecían tan mezquinos que no valían la pena de haber importunado a undigno sacerdote en aquella jornada de bochorno. No era que se sintiese inocente; pero eratoda su vida pecadora, no éste o aquél hecho determinados, y ya no tenía tiempo para deciresto. Sus ojos debieron expresar una turbación que el sacerdote tomó como expresión dearrepentimiento, como, en cierto sentido, lo era. Fue absuelto. Su barbilla apoyábase sobre elpecho porque el sacerdote tuvo que arrodillarse para introducirle en la boca la Partícula.Luego fueron murmuradas las inmemoriales sílabas que allanan el camino, y el sacerdote seretiró.

La butaca ya no fue llevada al balcón. Fabrizietto y Tancredi se sentaron a su lado ycada uno le cogió una mano. El muchacho lo miraba fijamente con la curiosidad natural dequien asiste a una primera agonía, y nada más: el que se moría no era un hombre, era unabuelo, y esto es muy distinto. Tancredi le estrechaba fuertemente la mano y le hablaba,hablaba mucho, hablaba jovial: exponía proyectos en los que le asociaba, comentaba loshechos políticos; era diputado y le habían prometido la legación de Lisboa, conocía muchasanécdotas secretas y sabrosas. La voz nasal, el ingenioso vocabulario delineaban un fútiladorno sobre el cada vez más fragoroso prorrumpir de las aguas de la vida. El príncipeagradecía la conversación, y le estrechaba la mano con gran esfuerzo, pero con insignificanteresultado. Estaba agradecido, pero no lo escuchaba. Hacía balance de pérdidas y ganancias desu vida, quería arañar fuera del inmenso montón de cenizas de la pasividad las pajuelas deoro de los momentos felices. Aquí están: dos semanas antes de su matrimonio, seis semanasdespués; media hora con motivo del nacimiento de Paolo, cuando sintió el orgullo de haberprolongado con una rama el árbol de la Casa de los Salina — ahora sabía que el orgullo habíasido abusivo, pero fue orgullo de verdad —; algunas conversaciones con Giovanni antes deque éste desapareciera — en realidad algunos monólogos durante los cuales había creídodescubrir en el chico un espíritu semejante al suyo —; muchas horas en el observatorio,sumido en las abstracciones de los cálculos y en perseguir lo inalcanzable. Pero ¿acaso estashoras podían colocarse en el activo de la vida? ¿No eran quizá una dádiva anticipada de lasbienaventuranzas de que gozan los muertos? No importaba, lo habían sido.

En la calle, entre el hotel y el mar, se detuvo un organillo y tocó con la ávidaesperanza de conmover a los forasteros que no existían en aquella estación. Molía Tú que aDios extendiste las alas. Lo que quedaba de don Fabrizio pensó cuánta hiel se mezclaba enaquel momento, en Italia, con tantas agonías, a través de estas músicas mecánicas. Tancredi,con su intuición corrió al balcón, arrojó una moneda e hizo señas de que callara. De nuevo sehizo afuera el silencio y se agigantó, dentro, el fragor.

Tancredi. Sí, mucho del activo procedía de Tancredi: su comprensión tanto máspreciosa cuanto que era irónica, el goce estético de verlo abrirse paso entre las dificultades dela vida, la afectuosidad burlona, tal como debe ser. Después, los perros: «Fufi», la gorda«Mops», de su infancia, «Tom», el impetuoso perro de aguas, confidente y amigo, los ojosmansos de «Svelto», la deliciosa estupidez de «Bendicò», las patas acariciadoras de «Pop» elpointer que en estos momentos lo buscaba bajo los matorrales y las butacas de la villa y queya no le encontraría jamás; y algún caballo, pero éstos eran ya más distantes. Había tambiénlas primeras horas de sus idas a Donnafugata, el sentido de tradición y perennidad expresadoen piedra y agua, el tiempo congelado; el escopetazo alegre de alguna cacería, la afectuosamatanza de liebres y perdices, algunas buenas risas con Tumeo, algunos minutos decompunción en el convento entre el aroma de moho y confituras. ¿Algo más? Sí, había algo,pero eran ya pepitas mezcladas con tierra: los momentos de satisfacción en los que había

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dado respuestas tajantes a los necios, la alegría experimentada cuando se había dado cuentade que en la belleza y el carácter de Concetta se perpetuaba una verdadera Salina; algúnmomento de pasión amorosa; la sorpresa de recibir la carta de Arago que espontáneamente secongratulaba por la exactitud de los difíciles cálculos relativos al cometa Huxley. Y, ¿por quéno?, la exaltación pública cuando recibió la medalla en la Sorbona, la delicada sensación dealguna finísima seda de corbata, el olor de algunos cueros macerados, el aspecto risueño, elaspecto voluptuoso de algunas mujeres encontradas en la calle, de esa entrevista todavía ayeren la estación de Catania, mezclada con la multitud con su vestido pardo de viaje y losguantes de gamuza, que le pareció buscaba su rostro extenuado desde fuera del suciocompartimiento. ¡Qué vocerío el de la gente!

—¡Bocadillos! Il Corriere dell'isola!

Y luego aquel jaleo de tren cansado y sin aliento... Y aquel horrible sol a la llegada,aquellas caras embusteras, las cataratas derramándose afuera...

En la sombra que avanzaba ya comenzó a contar cuánto tiempo había vivido enrealidad. Su cerebro no resolvía ya el cálculo más sencillo: tres meses, veinte días, un total deseis meses, seis por ocho cuarenta y cuatro... cuarenta y ocho mil... √840.000. Se recobró.

«Tengo setenta y tres años; en total habré vivido, realmente vivido, un total de dos...todo lo más tres.»

Los dolores, los fastidios, ¿cuántos habían sido? Era inútil esforzarse en contar: todolo demás: setenta años.

Advirtió que su mano no estrechaba ya la de su sobrino. Tancredi se levantórápidamente y salió... No era ya un río lo que brotaba de él, sino un océano, tempestuoso,erizado de espuma y de olas desenfrenadas...

Debió de haber tenido otro síncope porque de pronto se dio cuenta de que estabatendido sobre el lecho. Alguien le tomaba el pulso: por la ventana lo cegaba el reflejodespiadado del mar. En la habitación se oía un silbido: era su estertor, pero no lo sabía. A sualrededor había un grupo de personas extrañas que lo miraban fijamente con una expresión deterror. Poco a poco los reconoció: Concetta, Francesco Paolo, Carolina, Tancredi, Fabrizietto.El que le tomaba el pulso era el doctor Cataliotti. Creyó sonreírle para darle la bienvenida,pero nadie pudo darse cuenta. Todos, excepto Concetta, lloraban. Incluso Tancredi, quedecía:

—Tío, tiazo querido...

De pronto en el grupo se abrió paso una joven. Esbelta, con un traje pardo de viaje yamplia tournure, con un sombrero de paja adornado con un velo moteado que no lograbaesconder la maliciosa gracia de su rostro. Insinuaba una manecita con un guante de gamuza,entre un codo y otro de los que lloraban, se excusaba y se acercaba a él. Era ella, la criaturadeseada siempre, que acudía a llevárselo. Era extraño que siendo tan joven se fijara en él.Debía de estar próxima la hora de partida del tren. Casi junta su cara a la de él, levantó elvelo, y así, púdica, pero dispuesta a ser poseída, le pareció más hermosa de como jamás lahabía entrevisto en los espacios estelares.

El fragor del mar se acalló del todo.

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CAPÍTULO OCTAVO

La visita de monseñor vicario. — El cuadro y las reliquias. —La habitación de Concetta. —Visita de Angelica y del senador Tassoni. — El cardenal: fin de las reliquias. — Fin de todo.

Mayo 1910

Quien fuese a visitar a las viejas señoritas Salinas encontraba casi siempre por lomenos un sombrero de sacerdote en una de las sillas del recibimiento. Las señoritas eran tres.Secretas luchas por la hegemonía casera las habían desgarrado, y cada una de ellas — fuertescaracteres a la manera de cada uno — deseaba tener un confesor particular. Como en aquelaño 1910 se usaba todavía, las confesiones tenían efecto en casa y los escrúpulos de laspenitentes exigían que se repitiesen con frecuencia. A ese pequeño pelotón de confesoreshabía que añadir el capellán que cada mañana iba a celebrar misa en la capilla privada, eljesuita que había asumido la dirección espiritual de la casa, los monjes y los sacerdotes queacudían a recaudar dádivas para esta o aquella parroquia u obra pía, y se comprenderáinmediatamente por qué era incesante el ir y venir de sacerdotes, y por qué el recibidor de lavilla de los Salina recordaba con frecuencia una de las tiendas romanas de los alrededores dela Piazza della Minerva que exponen en los escaparates todos los imaginables cubrecabezaseclesiásticos, desde los flamantes de los cardenales a los de color tizón de los curas de aldea.

En aquella tarde de mayo de 1910 la reunión de sombreros carecía de precedentes. Lapresencia del vicario general de la archidiócesis de Palermo estaba anunciada por su gransombrero de fina piel de castor de un color de fucsia, colocado sobre una silla apartada, juntocon sólo un guante, el derecho, de seda del mismo delicado color; la de su secretario por unabrillante peluche negra de largos pelos, cuya copa estaba rodeada por un delgado cordoncitovioleta; la de dos padres jesuitas por sus sombreros de fieltro tenebroso, símbolos de reservay modestia. El sombrero del capellán yacía sobre una silla aislada como conviene a unapersona sometida a expediente.

La reunión de aquel día no era efectivamente grano de anís. De acuerdo con lasdisposiciones pontificias, el cardenal arzobispo había iniciado una inspección en los oratoriosprivados de la archidiócesis con la intención de estar seguro en cuanto a los méritos de laspersonas que tenían permiso para que en ellas se pudiera oficiar, la conformidad de losornamentos y el culto con respecto a los cánones de la Iglesia, y sobre la autenticidad de lasreliquias veneradas en ellas. La capilla de las señoritas Salina era la más conocida de laciudad y una de las primeras que se propuso visitar Su Eminencia. Y justamente para preparareste acontecimiento fijado para el día siguiente por la mañana, monseñor vicario habíasedirigido a Villa Salina. Habían llegado a la curia arzobispal, pasados a través de quién sabequé filtros, unos rumores desagradables en relación con la capilla. Nada, evidentemente, quemenoscabase los méritos de sus propietarias y su derecho a cumplir en su propia casa susdeberes religiosos: éstos eran argumentos fuera de toda discusión. Tampoco se ponía en dudala regularidad y continuidad del culto, cosas que eran casi perfectas, si se exceptúa una

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excesiva resistencia, por lo demás comprensible, de las señoritas Salina a que participaran enlos ritos sagrados personas extrañas a su más íntimo círculo familiar. La atención del cardenalhabía sido atraída por una imagen venerada en la villa y por las reliquias, docenas de reliquiasque se exponían en la capilla. Sobre la autenticidad de éstas habían circulado lasmurmuraciones más inquietantes y se deseaba que esta autenticidad fuese comprobada. Elcapellán, que era un eclesiástico de buena cultura y mejores esperanzas, había sidoamonestado enérgicamente por no haber abierto bastante los ojos de las señoritas: aquello lehabía costado, si se nos permite la frase, «un capón en la tonsura».

La reunión tenía efecto en el salón central de la Villa, en el de los monos y papagayos.Sobre un diván cubierto de paño azul con filetes rojos, adquirido hacía treinta años y quedesentonaba lo suyo con los tonos desvaídos de la preciosa tapicería, estaba sentada laseñorita Concetta con monseñor vicario a su derecha. A los lados del diván dos butacassemejantes a éste habían acogido a la señorita Carolina y a uno de los jesuitas, mientras laseñorita Caterina, que tenía las piernas paralizadas, estaba sentada en una silla de ruedas, ylos otros eclesiásticos se contentaban con sillas forradas con la misma seda de la tapicería,que entonces les parecía a todos de menos valor que las envidiadas butacas.

Las tres hermanas estaban poco más allá o poco más acá de los setenta años, yConcetta no era la mayor, pero, habiéndose cancelado hacía tiempo con la debellatio de lasadversarias, la lucha hegemónica a la que se ha aludido ya al principio, nadie habría pensadojamás en discutirle las funciones de ama de casa.

Su persona conservaba aún las reliquias de una pasada belleza: gruesa e imponente ensus rígidos trajes de moiré negro, llevaba los blanquísimos cabellos levantados sobre lacabeza de manera que descubría la frente casi indemne. Esto junto con sus ojos desdeñosos yuna contracción rencorosa en el ceño, le confería un aspecto autoritario y casi imperial, hastatal punto que uno de sus sobrinos, habiendo visto un retrato de una zarina ilustre en no sabíaqué libro, la llamaba en privado «Catalina la Grande», apelativo inconveniente que, por lodemás, la total pureza de vida de Concetta y la absoluta ignorancia del sobrino en materia dehistoria rusa hacían, en resumen, inocente.

La conversación duraba ya una hora. Se había tomado café y se hacía tarde. Monseñorvicario resumió sus propios argumentos:

—Su Eminencia desea paternalmente que el culto celebrado en privado esté deacuerdo con los más puros ritos de la Santa Madre Iglesia y precisamente por esto su cuidadopastoral se dirige, entre las primeras, a la capilla de ustedes porque sabe de qué modo estacasa resplandece, faro de luz, en el laicado palermitano, y desea que del carácter indiscutiblede los objetos venerados mane una mayor edificación para ustedes mismas y para todas lasalmas religiosas.

Concetta callaba, pero Carolina, la hermana mayor, estalló:

—Ahora deberemos presentarnos a nuestros conocidos como acusadas. Estainvestigación en nuestra capilla es algo, discúlpeme, monseñor, algo que no debió ni siquierapasar por la cabeza de Su Eminencia.

Monseñor sonreía divertido.

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—Señorita, usted no puede imaginar cuán grata es a mis ojos su emoción. Es laexpresión de la fe ingenua, absoluta, gratísima a la Iglesia y, ciertamente, a Jesucristo NuestroSeñor. Y sólo para que florezca más esta fe y para purificarla el Padre Santo ha recomendadoestas revisiones, las cuales, por otra parte, se van efectuando desde hace algunos meses entodo el orbe católico.

La referencia al Padre Santo, no fue, en verdad, oportuna. Efectivamente, Carolinaformaba parte de ese grupo de católicos que están convencidos de que poseen las verdadesreligiosas más a fondo que el Papa, y algunas moderadas innovaciones de Pío X, la aboliciónde algunas fiestas secundarias, fiestas de precepto especialmente, ya la habían exasperadoantes.

—Haría mejor este Papa no metiéndose en lo que no le incumbe.

Y como le quedó la duda de haber ido demasiado lejos, se santiguó y murmuró unGloria Patri.

Concetta intervino:

—No te dejes llevar a decir cosas que no piensas, Carolina. ¿Qué impresión se va allevar monseñor de nosotras?

Éste, a decir verdad, sonreía más que nunca. Pensaba sólo que se encontraba ante unaniña que había envejecido en la estrechez de las ideas y en las prácticas sin luz. Y,bondadoso, la disculpaba.

—Monseñor piensa que se encuentra ante tres santas mujeres — dijo.

El padre Corti, el jesuita, quiso aflojar la tensión.

—Yo, monseñor, estoy entre quienes mejor pueden confirmar sus palabras. El padrePirrone, cuya memoria es venerada por todos los que lo conocieron, me hablaba a menudo,cuando yo era novicio, del santo ambiente en el cual habían sido educadas las señoritas. Porlo demás, el apellido Salina bastaría para situar las cosas en su punto justo.

Monseñor deseaba llegar a hechos concretos.

—Señorita Concetta, ahora que todo ha sido puesto en claro, quisiera visitar, siustedes me lo permiten, la capilla para poder preparar a Su Eminencia para las maravillas defe que verá mañana por la mañana.

En los tiempos del príncipe Fabrizio, no había capilla en la casa: toda la familia iba ala iglesia en los días señalados, y también el padre Pirrone, para celebrar su propia misa, cadamañana tenía que darse un pequeño paseo. Después de la muerte del príncipe Fabrizio,cuando por varias complicaciones de la herencia, que sería prolijo contar, la Villa se convirtióen propiedad exclusiva de las tres hermanas, éstas pensaron en seguida en instalar en ella unoratorio propio. Fue elegido un saloncito un poco apartado al que sus medias columnas defalso granito incrustadas en las paredes daban un ligero aire de basílica romana. En el centrodel techo fue raspada una pintura inconvenientemente mitológica, y se instaló el altar. Todoquedó resuelto.

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Cuando monseñor entró, la capilla estaba iluminada por el sol de la tarde. Encima delaltar quedó a plena luz el cuadro que tanto veneraban las señoritas. Era una pintura al estilode Cremona y representaba una joven delgada, muy agradable, con los ojos fijos en el cielo yabundantes cabellos castaños esparcidos en gracioso desorden sobre los hombrossemidesnudos. En su mano derecha tenía una carta apañuscada, y la expresión de su rostroera de anhelante espera mezclada con cierta alegría que resplandecía en sus cándidos ojos. Alfondo verdeaba un apacible paisaje lombardo. Ningún Niño Jesús, ni coronas, ni serpientes,ni estrellas, ninguno, en suma, de esos símbolos que suelen acompañar las imágenes deMaría: el pintor debió de confiar en que la expresión virginal era suficiente para identificarla.Monseñor se acercó, se subió a una de las gradas del altar y sin haberse santiguado se quedómirando el cuadro durante unos minutos, expresando una sonriente admiración, como si fueraun crítico de arte. Detrás de él las hermanas se santiguaban y murmuraban Avemarías.

Luego el prelado bajó de la grada y se volvió:

—Una bella pintura — dijo —; muy expresiva.

—¡Una imagen milagrosa, monseñor, milagrosísima! — explicó Caterina, la pobreenferma, incorporándose sobre su ambulante instrumento de tortura —. ¡Cuántos milagros hahecho!

Carolina intervino:

—Representa la Virgen de la Carta. La Virgen está pintada en el momento de entregarla sagrada misiva e invoca de su Divino Hijo la protección para el pueblo de Mesina, esaprotección que fue gloriosamente concedida, como se vio por los muchos milagros sucedidosen ocasión del terremoto de hace dos años.

—Hermosa pintura, señorita. Sea lo que fuere lo que representa es una obra muy bellay conviene tenerlo en cuenta.

Luego se volvió a las reliquias. Había setenta y cuatro y cubrían las dos paredes a loslados del altar. Cada una de ellas estaba encerrada en un marco que contenía un cartelito conla indicación de lo que era y un número que hacía referencia a la documentación deautenticidad. Los documentos, a menudo voluminosos y llenos de sellos, estaban encerradosen una caja forrada de damasco que había en un ángulo de la capilla. Había allí marcos deplata labrada y plata bruñida, marcos de cobre y de coral, marcos de concha; los había defiligrana, de maderas raras, de boj, de terciopelo rojo y de terciopelo azul; grandes,minúsculos, octogonales, cuadrados, redondos, ovalados; marcos que valían un patrimonio ymarcos comprados en los almacenes Bocconi; todos mezclados por aquellas almas devotas yexaltadas por su religiosa misión de custodios de los sobrenaturales tesoros.

Carolina había sido la verdadera creadora de esta colección: había descubierto a la tíaRosa, una vieja gorda mitad monja que tenía buenas relaciones con todas las iglesias, todoslos conventos y todas las obras piadosas de Palermo y sus alrededores. Esta tía Rosa llevabacada dos meses a Villa Salina una reliquia de santos envuelta en papel de seda. Decía quehabía logrado arrancársela a una parroquia menesterosa o a una gran Casa en decadencia. Sino se daba el nombre del vendedor era tan sólo por una comprensible y también encomiablediscreción. Por otra parte, las pruebas de autenticidad que llevaba consigo siempre estabanallí tan claras como el sol, escritas en latín o en misteriosos caracteres que decía eran griegoso siriacos. Concetta, administradora y tesorera, pagaba. Después venía la búsqueda y

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adaptación de los marcos. Y otra vez pagaba la impasible Concetta. Hubo un momento, queduró un par de años, durante el cual la manía coleccionista turbó hasta el descanso deCarolina y Caterina: por la mañana se contaban una a otra sus sueños de milagrosos hallazgosy esperaban que se realizasen, como sucedía cuando los sueños eran confiados a la tía Rosa.Lo que soñaba Concetta no lo sabía nadie. Luego murió la tía Rosa y la afluencia de reliquiascesó casi del todo. Por lo demás se produjo cierta saciedad.

Monseñor miró con cierta prisa algunos de los marcos que estaban más a la vista.

—Tesoros — decía —, tesoros. ¡Qué hermosura de marcos!

Luego, felicitándolas por los bellos ornamentos y prometiendo volver al día siguientecon Su Eminencia («sí, a las nueve en punto»), se arrodilló, se santiguó frente una modestaMadonna di Pompei que había en la lateral y salió del oratorio. Pronto las sillas se quedaronviudas de sombreros, y los eclesiásticos salieron en los tres coches del arzobispado que consus caballos negros habían estado esperando en el patio. Monseñor tuvo a bien llevar en supropio coche al capellán, al padre Titta, a quien confortó mucho esta distinción. Los cochesse pusieron en marcha y monseñor callaba. Se rodeó la hermosa Villa Falconeri, con subunganvilla florida que asomaba por la tapia del jardín espléndidamente cuidado, y cuando sellegó a la pendiente hacia Palermo entre los naranjos, monseñor habló:

—¿De modo que usted, padre Titta, ha tenido las tragaderas de celebrar durante añosel Santo Sacrificio ante el cuadro de esa muchacha? ¿De una muchacha que ha recibido unacarta con una cita y espera al enamorado? No me diga que también usted creía que era unaimagen sagrada.

—Monseñor, sé que soy culpable. Pero no es nada fácil enfrentarse con las señoritasSalina, con la señorita Carolina. Usted no puede saber estas cosas.

Monseñor se estremeció al recuerdo.

—Hijo mío, has puesto el dedo en la llaga. Todo esto se tomará en consideración.

Carolina se había puesto a desahogar su ira en una carta escrita a Chiara, su hermanaque estaba casada en Nápoles. Caterina, cansada por la larga y penosa conversación, se habíaacostado, y Concetta entró en su solitaria habitación. Era ésta una de estas estancias — sonnumerosas hasta el punto de que se está tentado de decir que lo son todas — que tienen doscaras: una, la enmascarada, que muestran al visitante ignaro, y otra, la desnuda, que se revelasólo a quien está al corriente de las cosas, a su amo sobre todo, que se evidencia en su míseraesencia. Esta habitación era muy soleada y daba al jardín. A un lado una cama con cuatroalmohadas — Concetta estaba enferma del corazón y tenía que dormir casi sentada —;ninguna alfombra, pero sí un hermoso pavimento blanco con intrincados recuadros amarillos,un monetario precioso con muchos cajoncitos adornados con taraceas de ónice, lapizlázuli ymetal; escribanía, mesa central y todo el mobiliario de un vigoroso estilo maggiolino19 deejecución campesina, con figuras de cazadores, de perros, de piezas de caza que se afanabanambarinas sobre un fondo de palisandro; muebles éstos que la propia Concetta considerabaanticuados e incluso de pésimo gusto y que, vendidos en la subasta que siguió a su muerte, 19

Maggiolino fue un famoso ebanista lombardo del siglo XVIII. Sus muebles se caracterizaban por las tareas de madera delpaís sombreadas al fuego.

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constituyen hoy el orgullo de una acaudalado comerciante cuando «su señora» ofrece uncóctel a sus envidiosas amigas. Sobre las paredes retratos, acuarelas, imágenes sagradas.Todo limpio y en orden. Sólo dos cosas pudieran parecer no habituales: en el ángulo opuestoal lecho, una pila de cuatro enormes cajas de madera pintada de verde, cada una con un grancandado, y ante ellas, por el suelo, un montón de piel ajada. Al visitante ingenuo la vista deesta habitación le provocaría una sonrisa, tan claramente se revelaba en ella la sencillez y elcuidado de una solterona.

Para el conocedor de los hechos, para Concetta, era un infierno de recuerdosmomificados. Los cuatro cajones verdes contenían docenas de camisas y camisones, de batas,fundas de almohada, sábanas cuidadosamente divididas en «buenas» y «corrientes»: el ajuarde Concetta confeccionado en vano hacía cincuenta años. Aquellos candados no se abríannunca por temor de que saliesen de las cajas incongruentes demonios, y bajo la ubiquitariahumedad palermitana las telas amarilleaban, se deshacían inútiles para siempre y para quienfuere. Los retratos eran los de los muertos ya no amados, las fotografías las de los amigos queen vida habían causado heridas y que sólo por eso no eran olvidados en la muerte; lasacuarelas mostraban casas y lugares la mayor parte vendidos, mejor dicho vendidos decualquier manera, por sobrinos derrochadores. Si se hubiese examinado bien el montoncito depieles apolilladas se habrían advertido dos orejas erguidas, un hocico de madera negra, dosatónitos ojos de cristal amarillo: era «Bendicò», muerto hacía cuarenta y cinco años, disecadohacía cuarenta y cinco años, nido de arañas y polillas, abominando de la servidumbre quedurante años pedía para él el cubo de la basura. Pero Concetta se oponía siempre a esto: noquería apartarse del único recuerdo de su pasado que no le despertaba sensaciones penosas.

Pero las sensaciones penosas de hoy — a cierta edad cada día se presentapuntualmente la propia pena — se referían todas al presente. Mucho menos fervorosa queCarolina, mucho menos sensible que Catarina, Concetta había comprendido el significado dela visita de monseñor vicario y preveía sus consecuencias: la orden de suprimir todas o casitodas las reliquias, la sustitución del cuadro que había sobre el altar, la posible necesidad deconsagrar de nuevo la capilla. Ella había creído muy poco en la autenticidad de aquellasreliquias, y había pagado con el ánimo indiferente de un padre que salda las cuentas de losjuguetes que a él no le interesan, pero que sirven para que los chicos sean buenos. Laremoción de estos objetos le tenía sin cuidado; lo que le fastidiaba, lo que constituía elreconcomio de ese día era el papelito que iba a hacer ahora la Casa de los Salina ante lasautoridades eclesiásticas y dentro de poco ante la ciudad entera. La reserva de la Iglesia era lomejor que podía encontrarse en Sicilia, pero esto no significaba gran cosa: como todo sepropaga en esta isla que más que Trinacria debería tener como símbolo la siracusana Oreja deDionisio20 que hace resonar el más leve suspiro en un radio de cincuenta metros. Y a ella lepreocupaba la estimación de la Iglesia. El prestigio del apellido en sí se había desvanecidolentamente. El patrimonio dividido y vuelto a dividir, en la mejor hipótesis, equivalía al detantas otras Casas inferiores, y era enormemente más pequeño que el que poseían algunosopulentos industriales. Pero en la Iglesia, en sus relaciones con ella, los Salina habíanmantenido la preeminencia. ¡Había que ver cómo Su Eminencia recibía a las tres hermanascuando iban a visitarle por Navidad! ¿Y ahora?

Entró una camarera.

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Cantera de Siracusa convertida en prisión por el tirano Dionisio y cuya resonancia permitía a éste conocer lasconversaciones de los presos.

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—Excelencia, ha llegado la princesa. El coche está en el patio.

Concetta se levantó, se arregló los cabellos, se echó sobre los hombros un chal deencaje negro, adoptó su mirada imperial y llegó a la antecámara cuando Angelica subía losúltimos escalones de la escalera exterior. Tenía varices: sus piernas, que siempre habían sidoalgo cortas, la sostenían mal y apoyábase en el brazo de su criado cuyo gabán negro barría, alsubir, los escalones.

—¡Querida Concetta!

—¡Angelica, cuánto tiempo sin vernos!

Para ser exactos, habían pasado sólo cinco días desde la última visita, pero laintimidad entre las dos primas — intimidad semejante, por vecindad y sentimientos, a la quemuy pocos años después tendrían italianos y austriacos en trincheras contiguas —, laintimidad era tal que cinco días podían realmente parecer muchos.

Muchos recuerdos de belleza descubríanse en Angelica que estaba a punto de cumplirlos setenta años. La enfermedad que tres años después la transformaría en un miserablegusano ya estaba incubándose en ella, pero se refugiaba en las profundidades de su sangre:sus ojos verdes eran todavía los de otro tiempo, sólo ligeramente empañados por los años, ylas arrugas del cuello estaban ocultas bajo las cintas negras de la capota que ella, viuda hacíatres años, llevaba no sin una coquetería que podía parecer nostálgica.

—Ya ves — decía a Concetta mientras se dirigían abrazadas hacia un saloncito —, yaves, con estas fiestas inminentes para el cincuentenario de los Mil se acabó la tranquilidad.Imagínate que hace días me comunicaron que me llamaban para formar parte del comité dehonor, un homenaje a la memoria de nuestro Tancredi, es verdad, pero ¡qué trabajo para mí!Pensar en el alojamiento de los supervivientes que vendrán de todas partes de Italia, prepararlas invitaciones para las tribunas, sin ofender a nadie; darme prisa en lograr que se adhierantodos los alcaldes de la isla. A propósito, querida: el alcalde de Salina es un clerical y se hanegado a tomar parte en el desfile. Por esto pensé en seguida en tu sobrino Fabrizio. Vino avisitarme y no me lo dejé escapar. No pudo decirme que no. A fin de mes lo veremos desfilarcon levitón por Via Liberta ante el bello cartel con el nombre de Salina en grandes caracteres.¿No te parece un buen golpe? Un Salina rindiendo homenaje a Garibaldi. Será una fusión dela vieja y la nueva Sicilia. También he pensado en ti. Aquí tienes tu invitación para la tribunade honor, justamente a la derecha de la real.

Y sacó de su bolso parisiense un cartoncito rojo garibaldino, del mismo color de lacinta de seda que Tancredi había llevado durante mucho tiempo en el cuello de la camisa.

—Carolina y Caterina no estarán contentas — continuó diciendo de un modoenteramente arbitrario —, pero solamente podía disponer de un solo puesto. Además, tútienes más derecho que nadie. Eres la prima preferida de nuestro Tancredi.

Hablaba mucho y bien. Cuarenta años de vida en común con Tancredi, cohabitacióntempestuosa e interrumpida, pero lo suficientemente larga, la habían despojado hasta de lasúltimas huellas del acento y las maneras de Donnafugata: habíase mimetizado hasta el puntode hacer, cruzándolas y torciéndolas, ese gracioso juego de manos que era una de lascaracterísticas de Tancredi. Leía mucho y sobre su mesa alternaban los más recientes librosde France y de Bourget con los de D'Annunzio y la Serao. En los salones palermitanos pasaba

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por ser especialista de la arquitectura de los castillos franceses del Loira, de los cualeshablaba siempre con exaltación imprecisa, contraponiendo, acaso inconscientemente, suserenidad renacentista a la inquietud barroca del palacio de Donnafugata contra el quealimentaba una aversión inexplicable para quien no hubiese conocido su infancia sumisa ydescuidada.

—¡Qué cabeza la mía! Olvidé decirte que dentro de un momento vendrá el senadorTassoni. Es mi huésped en Villa Falconeri y desea conocerte: fue un gran amigo del pobreTancredi, compañero suyo de armas, y parece que le oyó hablar mucho de ti. ¡QueridoTancredi!

Sacó del bolso un pañuelito con un fino encaje negro y se enjugó una lágrima de susojos bellos todavía.

Concetta intercalaba siempre algunas frases en el zumbido constante de la voz deAngelica. Pero calló al oír el nombre de Tassoni. Volvía a ver la escena, lejanísima peroclara, como lo que se descubre a través de unos anteojos invertidos: la gran mesa blancarodeada por todos aquellos muertos. Tancredi cerca de ella, desaparecido también él como,por lo demás, también ella, de hecho, estaba muerta; el relato brutal, la risa histérica deAngelica, y sus no menos histéricas lágrimas. Aquél había sido el momento crucial de suvida; el camino, embocado entonces, la había conducido hasta aquí, hasta este desierto que nisiquiera estaba habitado por el amor, extinguido, y el rencor, apagado.

—Me he enterado de las pejigueras que tienes con la curia. ¡Qué incordios son! Pero¿cómo no me lo hiciste saber antes? Algo hubiese podido hacer: el cardenal me tiene unagran consideración, pero me temo que ya sea demasiado tarde. De todos modos veré lo quepuedo hacer. No creo que pase nada.

El senador Tassoni, que llegó en seguida, era un vejete vivaz y elegantísimo. Suriqueza, que era grande y creciente, había sido conquistada a través de competiciones yluchas. Por lo tanto, en lugar de debilitarlo, lo habían mantenido en un estado energético queahora superaba los años y los hacía fogosos. De su permanencia de pocos meses en el ejércitomeridional de Garibaldi había adquirido unos ademanes militarescos destinados a nodesaparecer jamás. Unido a la cortesía, esto había constituido un filtro que le proporcionó alprincipio muchos dulces éxitos, y que ahora, mezclado con el número de sus acciones, leservía magníficamente para aterrorizar a los consejos de administración bancarios yalgodoneros. Media Italia y gran parte de los países balcánicos cosían sus botones con lashilaturas de la firma Tassoni y Cía.

—Señorita — decía a Concetta, mientras se sentaba a su lado en una silla baja,apropiada para un paje y que precisamente por esto había elegido —, señorita, se realizaahora un sueño de mi lejanísima juventud. ¡Cuántas veces en las heladas noches de vivaqueen el Vulturno o en torno a los glacis de la asediada Gaeta, cuántas veces nuestro inolvidableTancredi me habló de usted! Me parecía ya conocerla a usted, haber frecuentado esta casaentre cuyas paredes transcurre su indómita juventud. Me siento feliz por poder, aunque contanto retraso, poner mis respetos a los pies de quien fue la consoladora de uno de los máspuros héroes de nuestra emancipación.

Concetta estaba poco acostumbrada desde la infancia a la conversación con personas aquienes no conocía. Era también poco amante de lecturas y por lo tanto no había tenidomanera de inmunizarse contra la retórica y experimentaba su fascinación hasta someterse a

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ella. Le conmovieron las palabras del senador: olvidó la semicentenaria anécdota guerrera, novio ya en Tassoni al violador de conventos, al burlador de pobres religiosas asustadas, sino aun viejo y sincero amigo de Tancredi, que hablaba de él con afecto, que dirigía a ella,sombra, un mensaje del muerto transmitido a través de aquellas charcas del tiempo que losdesaparecidos raras veces pueden vadear.

—¿Qué le contaba de mí mi querido primo? — preguntó a media voz con una timidezque hacia revivir la muchacha de dieciocho años en aquel montón de seda negra y cabellosblancos.

—¡Ah! ¡Muchas cosas! Hablaba de usted casi tanto como de Angelica. Ésta era paraél el amor, usted, en cambio, era la imagen de la adolescencia suave, de esa adolescencia quepara nosotros, los soldados, pasa tan de prisa.

El hielo oprimió de nuevo el viejo corazón, y ya Tassoni había levantado la voz y sedirigía a Angelica:

¿Recuerda, princesa, lo que nos dijo en Viena hace diez años? — De nuevo se dirigióa Concetta para explicar —: Había ido allí con la delegación italiana para un tratadocomercial. Tancredi me hospedó en la Embajada con su gran corazón de amigo y camarada,con su afabilidad de gran señor. Acaso lo conmovió volver a ver a un compañero de armas enaquella ciudad hostil, ¡y cuántas cosas de su pasado nos contó entonces! En un antepalco dela Ópera, durante un entreacto del Don Giovanni, nos confesó con su incomparable ironía unpecado, un pecado suyo imperdonable, como decía él, cometido contra usted, sí, contra usted,señorita. — Se interrumpió un instante para que ella se preparase para la sorpresa —.Imagínese que nos contó que una noche, durante una cena en Donnafugata, se permitióinventar una patraña y contársela a usted, una patraña guerrera relacionada con los combatesde Palermo, y que usted la había creído verdad y se ofendió porque el narrador resultó unpoco audaz según la opinión de hace cincuenta años. Usted le censuró.

»"Estaba tan encantadora — me dijo — mientras me miraba con sus ojosencolerizados, mientras sus labios se hinchaban graciosamente por la ira como los de uncachorro, estaba tan encantadora que si no me hubiese contenido la habría besado allí anteveinte personas y ante mi terrible tiazo." Usted, señorita, lo habrá olvidado ya, pero Tancredise acordaba muy bien, tan delicado era su corazón. Lo recordaba además porque la fechoríala había cometido justamente el día en que vio a Angelica por primera vez.

E hizo hacia la princesa uno de esos ademanes de homenaje, bajando la diestra en elaire, cuya tradición goldoniana se conserva tan sólo entre los senadores del reino.

La conversación continuó durante algún rato, pero no puede decirse que Concettatomara mucha parte en ella. La repentina revelación penetró en su mente con lentitud y alprincipio no le hizo sufrir demasiado. Pero cuando, despedidos y ya fuera de casa losvisitantes, se quedó sola, comenzó a ver más claro y por lo tanto a sufrir más. Los espectrosdel pasado habían sido exorcizados hacía años. Hallábanse, naturalmente, escondidos entodo, y eran ellos los que hacían amarga la comida y aburrida la compañía, pero su verdaderorostro no se había mostrado desde hacía ya mucho tiempo. Asomábase ahora envuelto en lafúnebre comicidad de las desgracias irreparables. La verdad es que sería absurdo decir queConcetta amaba todavía a Tancredi: la eternidad amorosa dura pocos años y no cincuenta.Pero como una persona de cincuenta años curada de viruela, cuyas huellas lleva todavía en lacara, aunque pueda haber olvidado el tormento del mal, ella conservaba en su oprimida vida

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actual las cicatrices de su desilusión ya casi histórica, histórica hasta el punto de quecelebraba oficialmente el cincuentenario. Hasta ahora, cuando raramente volvía a pensar en loque había ocurrido en Donnafugata en aquel lejano verano, sentíase sostenida por un sentidode martirio sufrido, de error padecido, de animosidad contra el padre que la había descuidado,de un angustioso sentimiento con respecto al otro muerto. Ahora, en cambio, estossentimientos derivados que habían constituido el esqueleto de todo su modo de pensardeshacíanse también. No había habido enemigos, sino una sola adversaria, ella misma. Suporvenir había sido matado por su propia imprudencia, por el ímpetu rabioso de los Salina, yle faltaba ahora, precisamente en el momento en que al cabo de muchos años los recuerdosadquirían vida de nuevo, el consuelo de poder atribuir a los demás su propia infelicidad,consuelo que es el último engañoso filtro de los desesperados.

Si las cosas eran como Tancredi había dicho, las largas horas pasadas en sabrosadegustación de odio ante el retrato de su padre, el haber escondido algunas fotografías deTancredi para no verse obligada a odiarle también a él, habían sido estupideces, peor aún,crueles injusticias, y sufrió cuando volvió a su mente el acento caluroso, el acento suplicantede Tancredi mientras rogaba a su tío que lo dejase entrar en el convento. Habían sido palabrasde amor dedicadas a ella, palabras no comprendidas, puestas en fuga por el orgullo, y queante su aspereza se habían retirado con el rabo entre las piernas como perros apaleados. Delfondo intemporal del ser surgió un negro dolor para torturarla ante esta revelación de laverdad. Pero ¿era ésta la verdad? En ningún lugar como Sicilia tiene la verdad una vida tanbreve: el hecho había ocurrido hacía cinco minutos y ya su genuina esencia habíadesaparecido, enmascarada, embellecida, desfigurada, oprimida, aniquilada por la fantasía ylos intereses: el pudor, el miedo, la generosidad, la malevolencia, el oportunismo, la caridad,todas las pasiones, las buenas y las malas, se precipitan sobre el hecho y lo hacen pedazos. Apoco ha desaparecido. Y la infeliz Concetta quería encontrar la verdad de sentimientos noexpresados sino solamente entrevistos hacía medio siglo. La verdad ya no existía. Suprecariedad había sido sustituida por la irrefutabilidad de su pena.

Mientras tanto Angelica y el senador recorrían el breve trayecto hasta Villa Falconeri.Tassoni estaba preocupado.

—Angelica — dijo (había tenido con ella una corta relación galante hacía treinta añosy conservaba esa insustituible intimidad que confiere haber pasado unas pocas horas entre elmismo par de sábanas)—, me temo haber ofendido de una forma u otra a su prima. ¿Advirtióusted lo silenciosa que estaba al final de la visita? Lo sentiría, porque es una persona muyagradable.

—Creo que la ha ofendido usted, Vittorio — dijo Angelica desesperada por unosdobles aunque fantasmales celos —. Estaba locamente enamorada de Tancredi, pero él jamáshabía pensado en ella.

Y así una nueva paletada de tierra vino a caer sobre el túmulo de la verdad.

El cardenal de Palermo era realmente un santo varón, y ahora que desde hace muchotiempo no existe, vivos están aún los recuerdos en su caridad y su fe. Pero mientras vivió, lascosas fueron de otro modo: no era siciliano, pero tampoco meridional o romano, y por lotanto su actividad de septentrional habíase esforzado muchos años en fermentar la masainerte y pesada de la espiritualidad isleña, en general y del clero en particular. Ayudado por

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dos o tres secretarios del país se había ilusionado, en los primeros años, en que sería posibleevitar abusos, poder despejar el terreno de las más flagrantes piedras que hacían de estorbo.

Pero pronto se dio cuenta de que era como pegar tiros a una bala de algodón: elpequeño agujero abierto de momento llenábase a los pocos instantes de millares de fibrillascómplices y todo quedaba como antes, añadiendo el gasto de pólvora y el ridículo delesfuerzo inútil con el deterioro del material. Como para todos aquellos que, en esos tiempos,querían reformar lo que fuese del carácter siciliano, no tardó en lograr la reputación de ser unsimplaina — lo que en las circunstancias del ambiente era exacto — y tenía que contentarsecon llevar a cabo pasivas obras de misericordia, las cuales, por lo demás, no hacían otra cosaque menguar todavía más su popularidad, si exigían por parte de los beneficiados el másmínimo esfuerzo, como, por ejemplo, el de dirigirse al palacio arzobispal.

El anciano prelado que en la mañana del catorce de mayo se dirigió a Villa Salina era,por lo tanto, un hombre bueno pero desilusionado, que había acabado por adoptar para consus diocesanos una actitud de desdeñosa misericordia, quizá, después de todo, injusta. Ésta loimpulsaba hacia ademanes bruscos y cortantes que lo arrastraban cada vez más a los pantanosdel desafecto.

Las tres hermanas Salina estaban, como sabemos, fundamentalmente ofendidas por lainspección hecha a su capilla, pero, almas infantiles y femeninas después de todo, saboreabantambién de antemano satisfacciones secundarias pero innegables: la de recibir en su casa a unpríncipe de la Iglesia, la de poder mostrar la fastuosidad de la Casa de los Salina que ellas,con la mayor buena fe, creían intacta todavía, y sobre todo la de poder ver revolotear durantemedia hora una especie de suntuoso volátil rojo, y admirar los varios tonos y armonizacionesde sus diversas púrpuras y el ondear de las riquísimas sedas. Pero las pobrecillas estabandestinadas a desilusionarse también en esta última modesta esperanza. Cuando ellas, quehabían bajado al pie de la escalera exterior, vieron salir del coche a Su Eminencia, pudieroncomprobar que éste se había endosado un traje corriente. Sobre su severo hábito negro sólounos minúsculos botones purpúreos indicaban su rango. A pesar de su rostro de ultrajadabondad, el cardenal no resultaba más imponente que el arcipreste de Donnafugata. Estuvocortés pero frío, y con demasiado inteligente mezcla supo mostrar su respeto por la Casa delos Salina y las virtudes individuales de las señoritas, unido a su desprecio por su ineptitud yformalística devoción. No contestó ni una palabra a las exclamaciones de monseñor vicariosobre la belleza de los ornamentos en los salones que atravesaron, se negó a aceptar cualquiercosa del refresco preparado («Gracias, señorita, sólo un poco de agua; hoy es la vigilia de misanto Patrón»), ni siquiera se sentó. Fue a la capilla, se arrodilló un instante ante la Madonnadi Pompei e inspeccionó de pasada las reliquias. Pero bendijo con pastoral benevolencia a lasamas de casa y la servidumbre, arrodillados en el salón de entrada, y después:

—Señorita — dijo a Concetta que tenía en el rostro las señales de una noche deinsomnio —, durante tres o cuatro días no se podrá celebrar en la capilla el servicio divino,pero corre de mi cuenta hacer que se reconsagre en seguida. A mi entender la imagen de laMadonna di Pompei deberá ocupar el sitio del cuadro que está encima del altar, el cual, por lodemás, podrá formar parte de las bellas obras de arte que he admirado al atravesar sussalones. En cuanto a las reliquias, dejo que don Pacchiotti, mi secretario y sacerdotecompetentísimo, decida. Examinará los documentos y comunicará los resultados de susinvestigaciones. Todo lo que él decida será como si yo mismo lo hubiese decidido.

Benévolamente dejó que todos le besaran el anillo y subió pesadamente a su cochejunto con su pequeño séquito.

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No habían llegado todavía los coches a la esquina de la casa Falconeri, cuandoCarolina, con las mandíbulas apretadas y los ojos fulgurantes exclamó:

—Para mí que este Papa es turco — mientras hacía oler a Caterina un frasco con étersulfúrico.

Concetta hablaba tranquilamente con don Pacchiotti, que acabó por aceptar una tazade café y un bizcocho borracho.

Luego el sacerdote pidió la llave de la caja de los documentos, pidió permiso y seretiró a la capilla, no sin antes haber extraído de su bolsillo un martillito, una pequeña sierra,un destornillador, una lupa y un par de lápices. Había sido alumno de la Escuela dePaleografía Vaticana. Además era piamontés. Su trabajo fue largo y cuidadoso. Las personasde servicio que pasaban ante la puerta de entrada de la capilla oían su martilleo, el chirrido delos tornillos y suspiros. Al cabo de tres horas reapareció con el hábito lleno de polvo y lasmanos negras, pero contento y con una expresión de serenidad en su rostro tras las enormesgafas. Excusóse por llevar en la mano un gran cesto de mimbre.

—Me he permitido apropiarme de este cestito para colocar en él lo que ha deeliminarse. ¿Puedo dejarlo aquí?

Y dejó en un rincón su chisme rebosante de papeles rotos, de cajoncitos conteniendohuesos y cartílagos.

—Me satisface poder decir que he encontrado cinco reliquias perfectamente auténticasy dignas de ser objeto de devoción. Las otras están aquí — dijo mostrando el cesto —.¿Podrían decirme, señoritas, dónde puedo lavarme las manos y cepillarme?

Reapareció al cabo de cinco minutos secándose las manos con una enorme toalla encuya orilla danzaba un Gatopardo bordado en rojo.

—Olvidaba decir que los marcos los he dejado sobre la mesa de la capilla. Algunosson realmente bellos. — Se despidió —. Mis respetos, señoritas.

Pero Caterina se negó a besarle la mano.

—¿Y qué hemos de hacer con lo que hay en el cesto?

—Lo que ustedes quieran, señoritas: conservarlo o echarlo a la basura. No tieneningún valor. — Y como Concetta diese orden de que preparasen un coche para acompañarlo,añadió —: No se moleste, señorita. Hoy como con los oratorianos, que están aquí, a dospasos. No necesito nada.

Colocó en la bolsa sus herramientas y se fue con pie ligero.

Concetta se retiró a sus habitaciones. No experimentaba sensación alguna: le parecíaestar viviendo en un mundo conocido pero extraño, que ya había cedido todos los impulsosde que era capaz y que consistía sólo en puras formas. El retrato de su padre no era más queunos centímetros cuadrados de tela; las cajas verdes algunos metros cúbicos de madera. Poco

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después le entregaron una carta. El sobre estaba sellado en negro con una gruesa corona enrelieve:

«Queridísima Concetta: me he enterado de la visita de Su Eminencia y estoy muycontenta de que hayan podido salvarse algunas reliquias. Espero conseguir que monseñorvicario celebre la primera misa en la capilla nuevamente consagrada. El senador Tassoni seva mañana y se encomienda a tu bon souvenir. Iré a verte pronto y mientras tanto te abrazacon afecto a ti, a Carolina y Caterina, tu Angelica.»

Continuó sin sentir nada: su vacío interior era completo. Solamente del montoncito depieles brotaba una niebla de malestar. Ésta era la pena de hoy: hasta el pobre «Bendicò»trascendía amargos recuerdos. Llamó con la campanilla.

—Annetta — dijo —, este perro se ha apolillado demasiado y tiene ya mucho polvo.Llévatelo. Tíralo.

Mientras los restos eran arrastrados afuera de la habitación los ojos de cristal miraroncon el humilde reproche de las cosas que se apartan, que se quieren anular. Pocos minutosdespués lo que quedaba de «Bendicò» fue arrojado en un rincón del patio que el basurerovisitaba a diario. Durante su vuelo desde la ventana su forma se recompuso un instante.Habríase podido ver danzar en el aire a un cuadrúpedo de largos bigotes que con la pataanterior derecha levantada parecía imprecar. Después todo halló la paz en un montoncillo depolvo lívido.

FIN