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Los Cuadernos de Cine HAN VIVIDO MUCHO José Ignacio Gracia Noriega E . n el libro «Les stars» de Edgar Morin, ilustrado con abundante material grá- fico, hay una fotograa en la que Clark Gable y Gary Cooper charlan apa- ciblemente (Cooper, con las gafas sobre la ente y haciendo un ademán con el brazo, relata go con una sonrisa mientras que Gable, que lleva un libro en la mano, le escucha con atención, riéndose con la boca y con los ojos). El pie de esta togría dice casi tanto como las actitudes reposadas y tranquilas de ambos actores, que denotan madu- rez, o como sus arrugas y canas: «Han vivido mucho». Han vivido mucho, en efecto, y de la Vida han obtenido experiencia, que no siempre es, como quería Osear Wilde, el nombre que se le da a los errores. Páginas adelante, Morin comenta: La belleza-juventud que fijaba la edad ideal de las estrellas meninas entre los veinte y veinticinco años, la de las estrellas masculinas entre los veinticinco y treinta años, se vuelve más elástica. Después de 1930 surgieron los héroes maduros del teatro burgués en Francia (Víctor Francen, Jean Murat) y luego, con posterioridad a 1940, en Hollywood, los Clark Gable, Gary Cooper, Humphrey Bogart y otros, comienzan una nueva carrera de hom- bre-que-ha-vivido-mucho. A Gable o a Bogart apenas los hemos visto jóvenes en las pantallas; pero en cada película suya se sabe que tras ellos hay un pasado. Un pasado que, la mayoría de las veces, no precisa de ninguna explicación. Como aquel general que era personaje de una novela que estaba escribiendo el pintor Solana, Gable, Cooper o Bogart, o John Wayne, o Henry Fonda, «están ahí», están en el rel@o. Nadie, en su sano juicio, podría dudar de ellos, o cuando menos de su sabiduría, que es el producto de la asimilación de muchas experien- cias. «Es usted un hombre confortable», le dice una chica a John Wayne en «Río Lobo», de Ho- ward Hawks, cuando aparece cobijada bajo su manta. La experiencia de estos actores no se revela· casi nunca en el discurso sino en la acción. Es una _experiencia que va apareciendo en las circunstan- 1cias en que es necesaria, acomodándose a cada caso sin ninguna ostentación. Sabemos que James Stewart o John Mclntire han conducido carava- nas, que Stewart Granger ha cazado leones, que Clark Gable sabe comportarse en el cabaret y da espléndidas propinas. En ocasiones (no siempre) asistimos al proceso de maduración del personaje a lo largo de la carrera del mismo actor: Ringo (John Wayne) en «La diligencia», de John Ford, es protedo por el sheriff (George Bcroft) por- que «había conducido mucho ganado con su pa- 94 loan Craord James Cagney ctor Me Lag/en John yne Tyrone Power Clark Cable Humphrey Bogart

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Los Cuadernos de Cine

HAN VIVIDO MUCHO

José Ignacio Gracia Noriega

E. n el libro «Les stars» de Edgar Morin,

ilustrado con abundante material grá­fico, hay una fotografía en la queClark Gable y Gary Cooper charlan apa­

ciblemente (Cooper, con las gafas sobre la frente y haciendo un ademán con el brazo, relata algo con una sonrisa mientras que Gable, que lleva un libro en la mano, le escucha con atención, riéndose con la boca y con los ojos). El pie de esta fotografía dice casi tanto como las actitudes reposadas y tranquilas de ambos actores, que denotan madu­rez, o como sus arrugas y canas: «Han vivido mucho». Han vivido mucho, en efecto, y de la Vida han obtenido experiencia, que no siempre es, como quería Osear Wilde, el nombre que se le da a los errores. Páginas adelante, Morin comenta:

La belleza-juventud que fijaba la edad ideal de las estrellas femeninas entre los veinte y veinticinco años, la de las estrellas masculinas entre los veinticinco y treinta años, se vuelve más elástica. Después de 1930 surgieron los héroes maduros del teatro burgués en Francia (Víctor Francen, Jean Murat) y luego, con posterioridad a 1940, en Hollywood, los Clark Gable, Gary Cooper, Humphrey Bogart y otros, comienzan una nueva carrera de hom­bre-que-ha-vivido-mucho.

A Gable o a Bogart apenas los hemos visto jóvenes en las pantallas; pero en cada película suya se sabe que tras ellos hay un pasado. Un pasado que, la mayoría de las veces, no precisa de ninguna explicación. Como aquel general que era personaje de una novela que estaba escribiendo el pintor Solana, Gable, Cooper o Bogart, o John Wayne, o Henry Fonda, «están ahí», están en el relato. Nadie, en su sano juicio, podría dudar de ellos, o cuando menos de su sabiduría, que es el producto de la asimilación de muchas experien­cias. «Es usted un hombre confortable», le dice una chica a John Wayne en «Río Lobo», de Ho­ward Hawks, cuando aparece cobijada bajo su manta.

La experiencia de estos actores no se revela· casi nunca en el discurso sino en la acción. Es una _experiencia que va apareciendo en las circunstan-1cias en que es necesaria, acomodándose a cada caso sin ninguna ostentación. Sabemos que James Stewart o John Mclntire han conducido carava­nas, que Stewart Granger ha cazado leones, que Clark Gable sabe comportarse en el cabaret y da espléndidas propinas. En ocasiones (no siempre) asistimos al proceso de maduración del personaje a lo largo de la carrera del mismo actor: Ringo (John Wayne) en «La diligencia», de John Ford, es protegido por el sheriff (George Bancroft) por­que «había conducido mucho ganado con su pa-

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loan Crawford James Cagney

Victor Me Lag/en John Wayne

Tyrone Power Clark Cable

Humphrey Bogart

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dre». Con los años y las canas, Wayne enseñará algunas cosas a Montgomery Clift en «Río Rojo» de Hawks, y llegará a ser un viejo del Oeste, de la estirpe de Jay C. Flippen, John Mclntire, Walter Brennan, Lloyd Nolan, Arthur Hunnicut, Ben Johnson, Harry Carey, Willys Bouchey, Arthur O'Connell, Edmund O'Brien, etc., en «Valor de ley» de Henry Hathaway, veterano sheriff huraño, tuerto y borrachín, que hubiera compuesto un es­pléndido personaje secundario en cualquier wes­tern de los años cuarenta.

El « Viejo» es un personaje habitual en el wes­tern. Descuidado, con barba canosa, fumando en una pipa de maíz, conoce multitud de anécdotas, a todas las personas de su generación y de las pos­teriores, y desde luego todos los cabarets, tugu­rios y tabernas, donde, por lo general, tiene cré­dito. Ha sido mil cosas, buscador de oro, trafi­cante, cazador, alimañero, guía ... Su prototipo es California Joe, el guía que acompañó al general Custer hasta Big Horn. El guía es un civil que colabora en una estructura militar, un hombre ve­terano, curtido, algo anarquista, que desprecia a los oficiales bisoños recién salidos de West Point, pero que mantiene una amistad de toda la vida con el coronel del fuerte o el general ( que podrían ser John Mclntire, James Gregory, J. Carro! Naish, John Huston), con quien «ha cabalgado» en los lejanos días de la juventud. Guías lo fueron Ben Johnson en infinidad de películas, Burt Lancaster (cansado, agotado, patético) en «La venganza de Ulzana» de Robert Aldrich (y John Mclntire en «Apache», también de Aldrich, buscando a Masai, el apache fugitivo, interpretado por Burt Lancas­ter), o Gregory Peck, que acaba de jubilarse, en «La noche de los gigantes» de Robert Mulligan.

El « Viejo» prefiere, por razones obvias, el rifle al revólver. Sabe preparar el café muy cargado y si es necesario, guisa. No se quita jamás la cami­seta, usa tirantes, masca tabaco y es amigo del protagonista porque conoció a su padre poco an­tes de lo del Alamo y ambos fueron amigos del general Sam Houston. Cuando van desapare­ciendo las tierras vírgenes, el viejo se retira a las montañas, como Henry Fonda en «La conquista del Oeste», de Hathaway, para no perecer atrope­llado por una motocicleta, como Jason Robards en «La leyenda de Cable Hogue» de Sam Peckimpah. A veces un genio zumbón y generoso como Gene Kelly logra que dos «viejos» que han cabalgado juntos durante muchos años, James Stewart y Henry Fonda, hereden una casa de mala nota.

El «Viejo» pasa de ser un personaje secundario a protagonista, conforme los grandes intérpretes del western van envejeciendo. Su papel, ahora, es el de mentor, conforme el modelo iniciado por Hawks en «Río Rojo». A John Wayne le cupo en suerte desasnar a diversos jovenzuelos, eficaz­mente ayudado por Walter Brennan, Ward Bond, Arthur Hunnicut y Jack Elam, en los grandes «westerns» fluviales de Howard Hawks. Mas esta función no es exclusiva de Wayne. También se le encomienda a James Cagney, protector de John

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Derek, en «Busca tu refugio», de Nicholas Ray. Pero seguramente fue Howard Hawks el director más aficionado a la relación viejo/joven durante las aventuras iniciáticas del segundo, y en «Río de sangre» ( «The big sky» ), la relación viejo/joven se complica, pues, tras presentar a los personajes de Kirk Douglas (el maduro) y Dewey Martin (el joven), entra en escena Arthur Hunnicut (el viejo).

Una variante trágica de estas relaciones se en­cuentra en «Dos hombres contra el Oeste» de Blake Edwards, donde William Rolden le confiesa al joven Ryan O'Neal todo lo que ha obtenido de toda una vida sobre la silla de montar: nada. Eso lo sabe también Clark Gable en « Vidas rebeldes», de John Huston, pero a fin de cuentas no hay remedio, y le gusta marchar a las montañas, donde los caballos son libres, aunque sea para verlos, recordar los viejos tiempos y cazarlos (para que su carne sirva de alimento para perros), y, como le grita a Eli Wallach, «¿Es que quieres vivir de un sueldo?».

La conversión del «viejo» en protagonista del wes_

tern da un tono otoñal al género, que envejeceal tiempo que sus héroes. Pero este héroe enve­jece con dignidad, fiel a la vieja moral de la fron­tera, y se oculta, como Joel McCrea en «Duelo en la alta sierra» de Sam Peckinpah, cuando ha de sacar las gafas para leer un contrato.

Estos «viejos» que han vivido mucho aportan su experiencia y su moral a la aventura. Con ellos no hay confusión posible. Gilbert Roland y Van Heflin olvidan sus diferencias en un curioso «spa­ghetti-western» titulado «Los profesionales del oro», para desembarazarse de Klaus Kinsky y Giuliano Gemma, dos advenedizos. Y Randolph Scott, en «Duelo en la alta sierra», logra librarse de la degradación, y el espectador, lo mismo que Joel McCrea, no duda de que acabará llevando el oro a su destino.

El personaje con experiencia no necesita contar sus gestas. Las narran sus gestos o, inevitable­mente, otras personas por él. El veterano es una presencia, al igual que el Emperador Carlomagno, que aún rodeado de sus cortesanos y de otros Reyes, de inmediato se sabía que era él, según leemos en «La Chanson de Roland». Por ello es sobrio, cuando menos de palabras y gestos, aun­que puede extrañarse de retornar a la aventura a sus años, como hace Allan Quatermain al co­mienzo de «Las minas del rey Salomon», de Henry Rider Haggard. «Es una cosa curiosa que a mi edad -he cumplido cincuenta y cinco años- me encuentre tomando una pluma para escribir una historia». A la edad a la que otros hombres se jubilan, Quatermain se pone a escribir el relato de una aventura que ha vivido recientemente. El aventurero, podría pensarse, no tiene remedio.

Sin embargo, la experiencia no es propia del «viejo» sino también del hombre maduro, que aparece, hasta tiempos muy recientes, en el cine americano de aventuras y fundamentalmente en el «western».

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El western es el género por excelencia de «hombres que han vivido mucho». A estos hom­bres se les reconoce al primer vistazo, como a Carlomagno. Sus palabras, sus gestos, sus mira­das, revelan experiencia. No siempre aparecen al comienzo del relato, pero es seguro que estarán al final, y durante el tiempo que están ausentes, al­guien hace un conciso comentario sobre ellos. No hace falta otra cosa que presentarlos, en «Tambo­res lejanqs» de Raoul Wash vemos el plano gene­ral de un bosque tomado desde una llanura. Un hombre sale del bosque y camina hacia la cámara. Le vemos seguidamente en plano medio y plano americano, caminando con energía, acercándose a la cámara que, al fin, capta un primer plano del rostro de Gary Cooper.

En cambio, Clark Gable es presentado con voz en off en «Más allá del Misouri» de William We­llmann; su hijo narra su historia y presenta a sus amigos en un marco de bosques y canoas, mien­tras preparan una expedición río arriba, en busca de pieles, y vemos al escocés, veterano de la batalla de Waterloo, al guía mestizo, que conoce todos los dialectos de los indios de las montañas, al viejo francés que ha remontado tantas veces el río ... Finalmente, llega Clark Gable a caballo.

Al western, donde la aventura se desarrolla, por lo general, en un corto espacio de tiempo, y donde la acción predomina sobre las palabras, le convie­nen este tipo de presentaciones. No hace falta indicar quién es el personaje, dar su filiación. Tan sólo es preciso que se le reconozca. Una vez reconocido no cabrá la menor duda de que tras él hay un pasado. Y lo mismo o parecido podemos decir del cine de gangsters. En «Cayo Largo», de John Huston, en la densa atmósfera del salón del hotel, mientras aguardamos el huracán, oímos ha­blar de Ringo. Ringo es el jefe de la banda pero, ¿dónde está Ringo? Pasará el tiempo, aumentará la tensión, hasta que podamos ver a Edward G. Robinson en la bañera y fumando un habano. Aunque con una intención muy diferente de las presentaciones mencionadas de Cooper y de Ga­ble, ésta de Robinson tampoco deja la menor duda en el ánimo del espectador. Desde el gangster de «El último refugio» de Walsh, hasta el Sam Spade de «El halcón maltés» de Huston, o el Phillip Marlowe de «El sueño eterno» de Hawks, sabe­mos que Humphrey Bogart tiene experiencia y conoce su oficio, y que procura aplicar sus cono­cimientos (bien sea para huir de la justicia a través de una montaña, bien para resolver un caso com­plicado, de la manera más eficaz posible).

La profesionalidad es una de las derivaciones secundarias de la experiencia. Henry Fonda, en «Cazador de forajidos» de Anthony Mann, actúa con la sobriedad del hombre que conoce perfec­tamente su oficio, al tiempo que guía a un bisoño Anthony Perkins en su camino hacia la madurez, porque es bien sabido que todo western es un viaje, real o figurado. Mas hay otro género en el que la profesionalidad es la norma de comporta-

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Walter Brennan Randolph Scott

Alan Ladd Glenn Ford

Ava Gardner Gary Cooper

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miento del protagonista; me refiero a las películas de aventuras africanas, al llamado «cine de selva» (aunque la mayor parte de las veces haya sido rodado en las planicies de Kenia). El prototipo y el precursor de este personaje es Wilson, el sobrio y eficaz cazador de «La corta y feliz vida de Francis Macomber» de Ernest Hemingway, cuya profesionalidad se contrapone al «diletanttismo» de Macomber. Los cazadores de las grandes pelí­culas de Africa son incorporados por actores que «han vivido mucho». Todo el equipo de «¡ Ha­tari!», de Hawks, con John Wayne a la cabeza, era profesional en grado sumo, incluido Red But­tons, quien fuera de las horas de trabajo hacía de chistoso. En «Mogambo» de Ford, sabemos que Clark Gable es un gran guía, y que de sus dos socios, confía en el tranquilo Brownie (lo mismo que Ava Gardner, que le hace su confidente). Brownie, gordinflón, con su pipa Petterson en la boca y monóculo, está detrás de Gable cuando aparecen los gorilas. «Apunta al macho», le dice Gable. «Lo estoy haciendo», contesta Brownie.

Gable, gruñón y misógino, que está cansado y va a tomarse unas vacaciones en París (en aquel París que era una fiesta, como no podía ser menos viniendo del Africa de Hemingway) ha de llevar, en su expedición, a Ava Gardner a regañadientes; en cambio, Bogart lleva con él a Katherine Hep­burn en «La guerra de Africa» de Huston, porque no le queda otro remedio. En «Mogambo», A va Gardner se une a la expedición porque un mahrajá a quien había conocido en New York la dejó plan­tada en Kenia; en «La reina de Africa», Katherine Hepburn navega río arriba con Bogart porque es­tán en territorio alemán (Tanganika) a comienzos de la guerra europea (que, como vemos, también se libraba fuera de Europa), y ella es inglesa. En cualquier caso, el resultado final será el mismo: el desmoronamiento de la misoginia de Gable y el fin de la soledad de Bogart.

Bogart, en «La reina de Africa», no es un hom­bre de pasado brillante nf un gran profesional, como lo es Clark Gable en «Mogambo»; pero sabe darle al motor de «La reina de Africa» la patada en el lugar exacto para que continúe funcionando, y sabe construir un torpedo. Los hombres de los ríos africanos, con sus viejas lanchas entoldadas (en «Mogambo» también aparece uno, interpre­tado por Lawrence Naimish), y a la vez proveedo­res y carteros, eran veteranos con gran experien­cia, porque habían navegado muchos años por el mismo río. Su experiencia acaso sea más humilde que la del cazador, cuya expresión más conven­cional puede que sea el Allan Quatermain inter­pretado por Stewart Granger en «Las minas del rey Salomón» de Andrew Marton y Compton Bernett. Aquí la experiencia de Granger parece reducirse a fumar en pipa, a dos o tres conoci­mientos de la fauna y la flora africanas aprendidos en un manual (aunque el Quatermain de Rider Haggard tuviera curiosidades de naturalista y hu­biera clasificado algunas especies), y a las patillas

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plateadas. Pero en «El último safari», de Henry Hathaway, el mismo actor da la medida del caza­dor maduro, sin duda porque entre una y otra película han transcurrido varios años. La madurez también puede desembocar en el alcohol y el es­cepticismo, como le sucede a otro cazador, Errol Flynn, en «Las raíces del cielo» de J ohn Huston. Las arrugas sobre el rostro de Flynn y su mirada cansada nos dicen, mejor que cualquier otra cosa, que, lo mismo en Africa que en el París de «Fiesta» de Henry King, el jovial aventurero de otro tiempo también ha vivido (y bebido) mucho.

Pues la experiencia de Errol Flynn, hasta sus últimas películas, pertenecía a otro orden. El hé­roe de las películas históricas jamás tiene pasado ni lo .precisa. Ricardo Corazón de León, Juan Sin Tierra, Robin Hood o Ivanhoe son prototipos. El «héroe histórico» tiene su pasado en las baladas, en las novelas románticas, en los libros de histo­ria. Por ello, cuando se asoma a la pantalla, está viviendo en presente. Su presencia viene dada por circunstancias externas, extracinematográficas, por lo que los actores más característicos del gé­nero, Robert Taylor, Tyrone Power o Stewart Granger, no precisaban de una personalidad pecu­liar. Todo lo contrario de lo que sucede en las películas de gangsters, donde Bogart, Edward G. Robinson, George Raft o James Cagney llevan su carácter en su rostro y en sus gestos, se sitúen a uno o a otro lado de la Ley, especialmente los dos primeros. Edward G. Robinson, concretamente, será gangster o policía (en «El extraño» de Orson Welles) y hasta gangster y tímido oficinista en «Pasaporte a la fama» de John Ford (1). Al final de su carrera, una de las más dilatadas e ilustres del cine americano, tendrá el aspecto de un abuelo bondadoso. En «Sammy huye hacia el Sur» de Alexander McKendrick, completará el ciclo del cazador africano de modo muy parecido a como John Wayne completa al del pistolero en el wes­tern. Aquí, Robinson será el «viejo»; el viejo con su barba blanca que se erige en protagonista.

Con la mención a John Wayne retornamos a las praderas, ríos, montañas y desiertos del Oeste americano. El héroe del western es por lo general misógino, y la misoginia es una derivación de su experiencia, como lo es la profesionalidad. Cono­cemos, en «El gran Jack», de Andrew V. McLa­glen, las razones por las que John Wayne es misó­gino, porque también se nos presenta a su antigua esposa, Maureen O'Hara, y sin que se nos especi­fiquen, encontramos justificado que hubiera aban­donado el hogar. Pero de Richard Boone, el coro­nel solitario y amargo de «Fort Comanche», sa­bemos muy pocas cosas. Sabemos que es un gran militar, sabemos que su destino en Fort Coman­che es un castigo, sabemos que ha leído a Shakes­peare porque lo cita, y sabemos que ha muerto su esposa y que es un misógino. El misógino, antes de aborrecer o cuando menos desdeñar a las muje­res, las ha estimado, y en este caso, la experiencia sí procede de un error. John Wayne sabe que las mujeres son peligrosas, porque, sin ir más lejos,

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han hundido a Robert Mitchum en una borrachera permanente en «El Dorado» de Hawks. En cambio, Randolph Scott, en su serie con Budd Boetticher, es un misógino apacible. Casi siempre es un viudo, que prefiere mantenerse alejado del esta­mento femenino (aunque en ocasiones pretenda vengar ferozmente la muerte de su esposa) segu­ramente porque cabalga solitario. Por el contrario, John Wayne, en «Centauros del desierto» de Ford, recorre territorios e inviernos para vengar a sus sobrinos, al tiempo que el bisoño Jeffrey Hun­ter aprende alguna que otra cosa de él. No re­cuerdo quién escribió que el héroe del Oeste, a la larga, siempre acababa añorando las zapatillas, el fuego de la chimenea y el hogar. Aunque se pro­ponga edificar su hogar solo, como intenta Gre­gory Peck en «La noche de los gigantes».

El héroe con pasado también pudo haber tenido suerte con las mujeres, y entre éstas, siempre hay una cuyas puertas estarán abiertas, como las de Belle en «Lo que el viento se llevó» o las de Katy Jurado en «Sólo ante el peligro», de Fred Zinne­mann. Las relaciones que éstas tienen con Gable o Cooper no son ya de amor, sino de amistad. Am­bas son mujeres en quienes se puede confiar ple­namente, pero que, a diferencia de Ward Bond o Bruce Cabot, que tanto han cabalgado al lado de John Wayne, conocen las debilidades del héroe maduro, y se sirven de este conocimiento para utilizarlo cuando lo juzgan oportuno, aunque sea, como no podría ser menos entre· viejos amigos, para ayudarle o cuando menos para demostrarle su cabezonería. La vieja amiga admite con elegan­cia y más humor que resignación que Rhett Butler corra detrás de Scarlet O'Hara; ella sólo aborrece a las remilgadas señoritas del Sur, entre las que destaca Scarlet, que además es mala persona. Y como a los que «han vivido mucho» no es preciso andar explicándoles las cosas, Belle se limita a insinuarle a Butler que «si algo falla, aquí estoy yo». A Gable, normalmente, no le fallaba casi nada. Cuando se marcha de Tara dando un por­tazo, Scarlett se propone, bajo un crepúsculo ro­jizo, obra maestra de William Cameron Menzies, ir a buscarle, después de buscar la razón para hacerlo. Y en su interpretación sin duda más signi­ficativa, «La esclava libre» de Raoul Walsh, pierde, con la caída del Sur, sus grandes planta­ciones, sus reservas de coñac francés y el aroma europeo de Nueva Orleans, pero en la bahía le aguarda un velero que le conducirá a sus inmensas posesiones de Jamaica, a las que le acompaña, como esclava ya liberada, Yvonne de Carlo.

El héroe maduro es un poco socarrón (Wayne), un poco cazurro (Cooper) o un poco cínico (Ga­ble). A ninguno de los tres les interesa que se los. conozca más de lo necesario, aunque sí lo necesa­rio. Es ésta la mejor manera de evitar complica­ciones. Estamos, por ejemplo, en una fastuosa fiesta en Tara, la última de los «viejos tiempos». Los ánimos están exaltados y la sobremesa coin­cide con el momento en que llega la noticia, dada por un polvoriento jinete, de que el general Beau-

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James Cagney William Holdem

Gregory Peck Stewart Gran¡¿er

Bruce Cabot John Derek

Burt Lancaster

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regard ha cañoneado Fort Summer, en la costa de Carolina del Sur. Las jovencitas hace tiempo que han subido a las alcobas y se desembarazan de sus pesados vestidos para dormir la siesta; los caballe­ros, en la biblioteca, fuman vegueros y beben legí­timo coñac francés en copas talladas (un caballero del Sur jamás bebe whisky hasta la tercera gene­ración, como fue el caso de William Faulkner). La comida habrá sido copiosa; Russell, un periodista del «Times», menciona una comida celebrada el 6 de junio de 1861 que se compuso de carne de ave asada, camarones, huevos y jamón, pescado de Nueva Orleans, s'almón en latas de Inglaterra y carne en conserva de Francia, vinos de Burdeos, agua helada, café, té ... Los caballeros del Sur no dudan de que los ejércitos de la Confederación, dirigidos por Robert Edward Lee, un cumplido caballero, resolverán en pocos días la guerra con­tra aquellos «demócratas» yankis que tienen dipu­tados y periódicos pero no academias militares, que proclaman que un negro es tan respetable como un señorito y que acaban de elegir presi­dente a un abogado sin alcurnia, que antes había sido leñador y maestro de escuela, llamado Abraham Lincoln. Sin embargo, alguien le pide ia opinión a Rhett Butler; es un hombre que ha via­jado mucho ... Butler contesta tranquilamente que la Confederación perderá la guerra, porque habrá mucho honor en las viejas casonas, pero en el Norte hay fábricas de acero que pueden construir cañones. Un fogoso chico del Sur sospecha que se está menospreciando a su tierra y reta a duelo a Butler, que rehusa; y patalea el caballerete; «Además de escéptico, cobarde». Otro invitado, también hombre que sabe, a lo que se ve, le calma; «No sabes de lo que te acabas de librar».

Este personaje maduro procura no entrar en peleas hasta que no sea absolutamente imprescin­dible. Se podrá decir de él lo que se quiera, y lo primero que viene a la boca de los maldicientes es la palabra «cobarde». Alan Ladd, en «Raíces pro­fundas», de George Stevens, es un pistolero que decide «colgar» sus pistolas, lo mismo que Glenn F ord en «Llega un pistolero»; con la única dife­rencia de que Ford no es precisamente un pistolero pero sí un extraordinario tirador. A Ladd le im­porta poco que le tachen de cobarde; sólo al final, cuando la gota ha rebasado el vaso, podrá expli­carle con plomo a Jack Palance, pistolero a sueldo, quién es.

Lo mismo le sucede a Sean Thornton (John Wayne) en «El hombre tranquilo» de John Ford. Wayne es un boxeador que mata a un adversario en el ring; por este motivo decide retirarse del boxeo y regresar a su Irlanda natal, donde compra una casa y solicita en matrimonio a la agresiva y resuelta Maureen O'Hara. Pero cuenta con un im­pedimento grave: el hermano de Maureen, Victor McLaglen, se niega en redondo a entregar la dote, y la arisca Maureen se siente humillada. Sin dote, no hay matrimonio. Ninguna mujer decente se hubiera casado en tales circunstancias. McLaglen

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es un matasiete, pero Wayne no está dispuesto a pelear. En la aldea se le tiene por cobarde; sólo el clérigo protestante (el católico, interpretado por Ward Bond, prefiere la pesca con caña) reconoce que tendrá alguna razón para no emplear los pu­ños, porque es un aficionado al boxeo y está subs­crito a una revista norteamericana. En ella se cuenta el desgraciado accidente que alejó a Thorn­ton del deporte.

En el western abunda este tipo de héroe, con un pasado tormentoso y un dilatado prestigio como tirador rápido, que en un momento de su vida (naturalmente, en el momento en que comienza el film) opta por la vidt1 pacífica. «Sólo ante el peli­gro» arranca de la boda de Gary Cooper con Grace Kelly. Va a dejar la estrella, el revólver, la canana, y también el pueblo, para instalarse en el campo. Pero en el tren llega un hombre que viene a vengarse. El héroe del western es un hombre en el fondo pacífico, o cuando menos con la preten­sión de serlo, que no quiere reaccionar con vio­lencia y cuando lo hace es a su pesar, aunque esté perfectamente· preparado técnicamente para esta reacción extrema. Henry Fonda y sus hermanos (los Earp) son pacíficos conductores de ganado en «Pasión de los fuertes» de John Ford. Por el ase­sinato del hermano pequeño, Fonda acepta la es­trella de sheriff de Tombstone, y Ward Bond y Tim Holt, sus hermanos, son sus ayudantes. Wyatt Earp había sido un revólver famoso en todo el Oeste que, por consumar una venganza, retorna eventualmente al servicio de la ley y el manejo de las armas, lo que en aquellas duras tierras al Oeste de Fort Scott, venía a ser lo mismo.

El héroe maduro vive su aventura (la que nos le muestra) deseando que sea la última y una vez terminada, añorando que vuelva. Nada sabemos de sus aventuras anteriores; bástenos saber que las hubo. Clark Gable, en «La esclava libre», compone el más completo personaje de aventu­rero sin necesidad de salir del suntuoso decorado de la casa sureña en la que vive con la magnifi­cencia de un indiano. Atrás quedan los avatares del negrero en la tremenda caleta de Benin y de­lante los desastres de la guerra de Secesión.

Aunque el pasado del «héroe maduro» no se especifique, en ningún caso podrá suponerse que este pasado es misterioso. Puede suceder que el héroe no quiera hablar de él o que quienes le rodean lo desconozcan. Pero en ningún caso es un Conde de Montecristo, de cuyo pasado el lector de la novela lo sabe todo, desde el principio, y de quien lo ignoran todo los personajes del relato que conviven con él. En el western, y en géneros afines, el espectador lo ignora todo o casi todo del personaje; acaso los otros personajes del film se­pan mucho de él y no quieran decir nada, bien porque él se lo pida o por alguna otra razón.

En «Cayo Largo» sabemos que Bogart es un ex-oficial que acude al hotel de Lauren Bacall­J ohn Barrymore a comunicarles que su hermano­hijo, que había servido en su compañía, está muerto. Poco sabemos si es valiente o no, aunque,

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en cuanto que antiguo soldado, el valor se le su­pone. Hacia la mitad del film se enfrenta a Ringo (Edward G. Robinson) después de haberle sopor­tado mucho. Ringo se indigna, le da una pistola y le reta a un duelo, pero Bogart se niega a disparar y da la espalda. Al poco tiempo comprobamos que la pistola estaba descargada y Lauren, esperan­zada, le dice a Bogart: «Te diste cuenta de que estaba descargada porque pesaba menos». Y él contesta: «No. Pero, ¿qué me importa a mí que haya un Ringo menos en el mundo?». Otra carac­terística del héroe maduro es que casi siempre encuentra explicación para todo.

Hemos hablado de «hombres que han vivido mucho», no de mujeres. Mujeres que «han vivido mücho�, como Vienna (Joan Crawford) en «Johnny Guitaf», de Nicholas Ray, no son frecuentes en el cine, y mucho menos en el western. La «mujer que ha vivido mucho» se asimila inmediatamente a la «mujer de la vida», y éstas se encuentran en los cabarets, no en los hogares. Por otra parte, el sistema americano toleraba, como hemos visto, al actor entrado en años, que no disimula la edad, y que como compensación por su rostro ajado reve­laba experiencia en sus gestos y comportamiento. Pero la mujer había de ser joven y, a ser posible, ingenua. La mujer con experiencia hacía el papel de mujer fatal, y la mujer madura, el de madre, tía o ama de llaves. En el western clásico no habíaotra opción que ser rubia o morena, y si la prota­gonista era rubia, la antagonista era morena.

La mujer, por lo demás, se ocupaba de las labo­res caseras y si participaba en la aventura lo hacía de forma pasiva o fortuita. No era una profesio­nal, en una palabra. Truman Capote cuenta en «Los perros ladran» que Bogart, que tenía un sentido moral muy estricto, dividía a las personas en profesionales y vagos, y clasificaba como va­gos a los hombres infieles a sus mujeres, a los que no pagaban impuestos, a los llorones, chismosos, políticos y escritores, a las mujeres que bebían, a las mujeres que despreciaban a los hombres que bebían, y, por· encima de -todos· ellos� al esupervago, que era aquel que nunca se comportaba como un profesional.

NOTA

(1) Algunos actores, como Robinson o Melvyn Douglas,cambian de personaje con el tiempo, con el paso de los años. Charles Laughton y Robert Mitchum, caracterizados por su fuerte personalidad y por interpretar a personajes poco com­placientes, encaman a tipos pusilánimes en «Esta tierra es mi tierra» de Jeán Renoir, y en «La hija de Ryan» de David Lean, respectivamente. No deja de ser divertido el juego a que so­mete Douglas Sirk a George Sanders y a Boris Karloff en «El asesino poeta», presentándolos como personajes libres de toda sospecha, y al propio Sanders como un «falso culpable».

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George Sanders Erro/ Flynn

Víctor Mature Lloyd Nolan.

Montgomery Clift Edmond O'Brien