Hatajo de Sueños

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HATAJO DE SUEfOS 1

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HATAJO DE SUEÑOS

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LUR
Cuadro de texto
(por Luis Ángel Campillos Morón)
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“La gente trabaja tanto que se olvida de quererse”.

Albert Camus.

La verdad se halla siempre muy cerca, pero solamente se deja ver en la

distancia. ‘No tenía otro sitio adonde ir’ era la respuesta. ‘¿Qué demonios estaba

haciendo yo allí?’, la pregunta. Ahora lo tengo claro. En su día nadie me contestó.

Debo admitir que en un principio me sentí muy raro, entre toda aquella gente. No

recordaba muy bien cuánto tiempo llevaba en la calle, quizá habrían pasado ya

tres o cuatro Navidades. Digo Navidades, porque durante esas fiestas

comíamos, por eso… como para olvidarse de ellas. Algunos días, los más

señalados, comíamos, merendábamos y cenábamos: almacenábamos reservas

en previsión de los malos tiempos, cuales osos.

El vagabundeo es como un estado letárgico, te lleva la marea pero ni te

acerca a la orilla ni te arrastra a alta mar. Es un eterno ir, sin lugar al que llegar, ni

hogar al que volver. Te encuentras sobre el cadalso, ante el gran público, a la

espera del verdugo… que nunca aparece. Y me parece que la muerte debe

acontecer tan rápida que no te da tiempo a verlo, al verdugo, ni a decirle lo

pedazo de cabrón que es. Injusticias de la vida.

En mi tercer día en aquel submundo, se presentó una patrulla de

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policiudadanos para retirarme la pulsera verde de mi muñeca derecha y

proporcionarme otra.

Ɣ Ciudadano seis mil novecientos treinta y uno. La acreditación

permanentemente en su muñeca izquierda. Queda notificado, siendo las

nueve horas treinta y nueve minutos cincuenta y dos segundos –dijo un

portavoz y se largaron.

La nueva era de color rojo, de unos cuatro dedos de ancho, con los dígitos

6 9 3 1 bien visibles en negro. Bienvenido a la familia, me susurró Ernesto

señalando el brazalete, ponte la esclava cuanto antes y más vale que no la

pierdas. Me llamó la atención la palabra esclava. Le va al dedillo el puto

nombrecito, pensé.

Cuando aterricé, éramos cinco: Ernesto, Julián, Hassan, Salazar y yo. El

día en que decidí abandonar nuestra glorieta del Somontano, sólo quedábamos

dos. Fue entonces cuando me propuse ir escribiendo anotaciones sobre mis

vivencias, gracias a las cuales, hoy puedo relatar con más detalle ésta, mi

historia.

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Lunes, 32 de Noviembre de 2043.-

Todavía hay un despertador más cabrón que el hambre: el frío. Los

cartones y las mantas no tienen mucha culpa, los pobres, hacen lo que pueden.

Por aquella época nos alimentábamos del Sol de mediodía en la glorieta del

Somontano, según la llamaban los veteranos. Yo no vi nunca un cartel: quizá se

olvidaron nominarla los del ayuntamiento. Era de cuarta categoría, el parquecito,

por lo que podíamos permanecer allí tranquilamente, de momento. Unos cuantos

bancos (de sentarse), una fuentecita de agua potable (se rumoreaba que las iban

a retirar) y varios rincones con setos de plástico; todo ello empotrado sobre frío

cemento pintado a grandes cuadrados rojos y verdes, he ahí nuestro a-hogar.

Se hallaba entre la calle Santander y la calle Asturias, en uno de esos

recovecos que dejan para nosotros. Siempre nos reservan un hueco, no son tan

egoístas, al fin y al cabo. Porque si no existiésemos los pobres, tampoco ellos

podrían ser Ricos. Hay que diferenciar los roles, piensan los del rolex. Por eso no

acaban con nosotros, sólo por eso.

Aquel lunes me desperté con los primeros tranvías, debían ser las cinco y

media o así. Inmóvil, comprobé durante unos instantes la magnitud de mi resaca:

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únicamente un par de grados en la escala Yeltsin. El silencio era frío y oscuro. La

noche acechaba con sus ojos negros bien abiertos. Las farolas de las calles

dormitaban una luz tenue sobre las aceras de acero. Eché a un lado mi mantita

rígida y marrón y me puse en pie. Me costó despabilar mis ateridos músculos y

reubicarlos. Parecían estar todos reunidos en secreto, abrazados para mantener

su calor corporal. Me dolían las orejas a rabiar, las imaginé amoratadas a punto

de explotar. Apenas sentía las manos y mis radios y cubitos no eran sino unos

cubitos de hielo largos como radios de bicicleta.

Comenzó a andar mi rutina. Buscar por entre las aceras y los vehículos

estacionados. Al llegar casi a la esquina con la calle Santander, justo enfrente de

una agencia de viajes, me topé con una cartera. Era de cuero negro, refulgía

como la noche… para el Sol. Aquí estoy, abrázame, soy tuya, me dijo. No lo podía

creer. Me agaché y mis gélidos dedos entraron en calor al acariciarla. ¡Preciosa!,

le dije y la besé. Desde entonces me llamo Lev Kaliayev. Ruso, nacido en San

Petersburgo, en 1997. Empecé una nueva vida, sin lugar a dudas. Lev no me dejó

herencia, sólo unos cuantos union en calderilla… Su legado: un pasaporte

indescifrable, su visado (de donde sonsaqué mis datos) y una foto de una rubia

preciosa de ojos verdes: mi Claudia rusa.

Hubiera preferido morir antes que deshacerme de mi cartera. Todavía no

serían las ocho de la mañana (no había peligro de que me sorprendiera alguna

patrulla de policiudadanía transitando una calle principal) cuando me dirigí al

veinticuatro horas de la calle Santander. Era un horno aquello; yo, el pan duro, tan

duro que casi ha olvidado ya de que es pan, en realidad. La listilla de la cajera me

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escudriñó con su mirada. Le respondí mostrándole mi preciosa cartera y

tintineando orgulloso mis monedas. Enseguida bajó la vista hacia su revista. El

poder del dinero, sin duda.

Olía a vainilla que alimentaba. Me dediqué a pulular por la tienda. Aquel

calorcito penetraba por mis poros en un grato cosquilleo. Había de todo allí.

Observé cada producto con detenimiento, gustándome. Cogí una tableta de

chocolate de las caras y me llevé un buen susto cuando el código de barras se

transformó en unas luces rojas. Pensé que igual no se podía tocar, que sería una

alarma antirrobo o algo así. Me giré hacia la cajera y la jodida me estaba mirando

de soslayo y descojonándose para sus adentros y para sus afueras. Al rato

comprendí que cuando palpabas cualquier código de barras se convertía en los

dígitos del precio del artículo. ¿Hace cuánto no entro aquí?, me dije.

Conque esas teníamos. Coloqué en el mostrador, suave y altivamente, tres

tarros de caviar de medio kilo, uno tras otro, bajo las narices de la cajera, que me

escupió una mirada láser. Seguí con mi compra. Pulsé en los códigos de barras

de todos los productos. Uno (el de un bote de garbanzos) se trastabilló y quedóse

intermitente. No quise pasarme de listo, por si las moscas, y me dirigí a pagar.

No me alcanzaba para todo, casualmente, y me privé del caviar. Sonreí,

petulante, al apoquinar. La cajera, que evitó mirarme en todo momento, me

devolvió dieciséis céntimos de union. Los rechacé. Para propinas, dije. Perdía mi

fortuna pero ganaba el duelo. Ella me despidió secamente con un exiguo y leve

adiós bañado en fuego. Que tenga usted un buen día, proferí, y salí victorioso del

establecimiento. Comenzaba a desperezarse algo el cielo: los primeros bostezos

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azules del amanecer. Los edificios seguían de mala leche, entumecidos,

aprisionados unos contra otros, sin poder estirar los brazos. El tráfico ya era

viscoso y multicolor. Me acerqué hacia mis compañeros. Dormían. Nunca los

despertaba, pero aquél era un día muy especial.

Ɣ ¡Zar!, ¡ya somos compatriotas! –anuncié–, ¡vamos, Hassan!, ¡a desayunar!

Salazar gruñó y asomó la cabeza. Abrió las persianas de sus ojos lo justo

para percatarse de lo que ocurría ahí fuera. Me vería sonreír con cara de panoli,

digo yo. Esa hilaridad tan tempranera no era muy común en mí, por lo que se

irguió y me preguntó con un gesto. Le enseñé la cartera. Divisó la bolsa bajo mi

mano, embarazada de compras.

Ɣ Vamos, Hassan, que nos han traído el desayuno a la cama –exclamó hacia

los cartones.

No hubo respuesta y el Zar volvió a la carga: ¡Ciudadano 8.653!, ¡levántese

enseguida o disparo!, voceó imitando a un agente. Los cartones, observándonos,

parecían decir: no hay manera, por mucho que insistáis.

Dejamos al lirón bajo su antifaz. Seguramente no tardaría en despertarse.

El Zar y yo nos repantingamos en un banco (de sentarse). Informé a mi

compañero sobre mi cambio de nombre, hecho sobre el cual no perdonaría un

error, advertí. Lev, Lev Kaliayev, ¿te acordarás no? Es importante que te

acuerdes, ¿me comprendes Zar?

Comía de un a gusto que era para verlo. Sus carrillos semejaban los de un

hámster que acumula un millón y medio de pipas. Masticaba hasta su sonrisa.

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Repetí mi nombre: Lev Kaliayev. Puedes llamarme Lev, es fácil. Es ruso, como tu

apodo. Pero no te pienses que ahora yo voy a ser un campesino y tú el zar, ¿eh?

Eso aquí nada tiene que ver. Aquí somos todos iguales, ¡ya lo sabes!

Ɣ Todavía no llevas en la calle lo suficiente –comenzó su diatriba, con su

habitual tono amenazante–, te queda mucho que aprender, chaval… no

tardarás en olvidarte de tus tonterías de poeta y esas gilipolleces… y ya

verás lo que te pasa si te pillan esos cabrones con una cartera… te

mandarán a la Guerra… yo que tú me andaría con ojo... ¡Lev!

Hablaba el Zar como si escondiese una sierra mecánica en la garganta.

Justo antes de pronunciar palabra, tosía, como para encender la sierra. Podría

haber talado alguna de las antiguas secuoyas, simplemente hablándoles al oído.

Estoy casi seguro.

Me puse a comer como un loco también. El pan era tan cálido y esponjoso

que parecía absorber todos mis problemas. Podías haber cogido algo pa

acompañar, hombre… inquirió el Zar. Contesté sacando un cartón de vino de la

bolsa y él me mostró su agradecimiento echando un buen trago.

Ya serían las nueve pasadas. Giré mi cuello hacia nuestro campamento,

instalado en un pequeño soportal que hacía las veces de salida de emergencia de

unos almacenes. ¿Qué le ocurre a éste?, pregunté. Estará soñando con Paquita,

como siempre… respondió el Zar.

Fui a ver. Directamente removí los cartones y las mantas. Allí surgió la fea

durmiente, en posición decúbito supino, cual faraón. ¡Hassan!... vamos,

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¡despierta!, ¡que tenemos desayuno!... Al no hacer mención, le propiné unas

bofetadas en la cara, que su tupida barba convirtió en caricias. Ni siquiera abrió

los ojos. Comencé a alarmarme. Lo palpé, así sus manos. Estaban frías, lo que

era normal. Pero aquel frío me resultó algo extraño, como artificial. Lo examiné

durante unos instantes, reafirmándome en mi sensación inicial: su muerte era

ineluctable. Su rictus atisbaba una plácida sonrisa. Me sentí miserablemente

sucio… quise echarme el mundo entero a las espaldas como Atlas: ¡ahí lo tenéis,

Culpables!, ¡contempladlo y rendidle homenaje!... Deseé ir a la calle Santander,

sacarme el pajarito y mear hectolitros delante de todos los tranvías y de ocho mil

patrullas de policiudadanía. No pude llorar. Hace tanto calor en el desierto que las

lágrimas se evaporan nada más entrar en contacto con la atmósfera. Aquel rincón

nuestro se convirtió por unos instantes en el Mausoleo de la Humanidad. Sin

flores, sin ataúd y sin bandera. Así es como debe ser.

Ɣ ¡Zar! ¡Trae la barra de pan de Hassan! –grité.

Con gesto contrariado, se acercó el Zar y observó la escena. Se cagó en la

puta muy lentamente con su voz de pizzicato. Yo tomé la barra de pan y la coloqué

dentro de la vieja chaqueta de Hassan: ya que no nació con él, por lo menos que

muriese con un pan bajo el brazo.

Ɣ Allá en la otra vida seguro que le ofrecen algo de chorizo y salchichón…

para acompañar –apuntillé.

Comunicamos la tragedia al pescadero y no tardó en llegar una

ambulancia. Se llevaron a nuestro compañero en un santiamén. No conectaron las

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alarmas al irse. Ni Dios escuchó un amén.

De vuelta a nuestro banco (de sentarse), acometimos al vino. Apareció

Paquita al otro lado de la plazoleta y nos saludó con la escoba. Quizá ella

tampoco lo echase de menos. Hassan estaba enamorado de aquella mujer. Yo

nunca lo entendí, pues no era muy agraciada que digamos. Hassan solía bromear

con Paquita, le pedía que lo llevase a pasear por el cielo con su escoba. Ella

contestaba que son las brujas las que vuelan sobre escobas, no las barrenderas.

Él sonreía y replicaba: ¡qué más dará bruja o princesa!... ¡lo importante es volar!

Cuando se acercó Paquita le comenté lo tarde que venía. Es que

cambiaron la hora anteanoche, alegó. ¡Qué no pueden hacer si son capaces de

alterar el tiempo!, pensé.

Ɣ Hassan ha muerto, quizá aprovechase el cambio de hora y esté ahora en

alguna otra dimensión desconocida por nosotros.

Ɣ ¡Qué me dices!... tú y tus bromas, Adrián.

Me sentó como una patada en el culo que me llamase Adrián, pues yo ya

era Lev. Pero no me sentí con fuerzas en aquel momento para explicarle toda la

historia de mi cambio de nombre. El Zar anunció la muerte del Ciudadano 8.653

con su voz rasgada. ¡Hassan!, rectifiqué yo, ¡se llama Hassan!

La noticia sorprendió a Paquita y nos dio el pésame, de corazón. Quizá

aquel pésame fuese el único, pero me valió más que una condolencia del palacio

de la presidencia.

Como todos los expresidiarios y parados, Paquita llevaba una pulsera

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amarilla. ¿Qué habría hecho?, me preguntaba yo a menudo, pues no tenía mucha

pinta de yonki ni de criminal ni de nada por el estilo. Se fue alejando barriendo y

barriendo, haciéndole cosquillas al suelo. Añoré los árboles. Imaginé lo preciosa

que estaría nuestra plazoleta rodeada por ellos; y para entonces, época de la

caída de la hoja, tapizada con una alfombra turca de matices ocres. De chaval,

había trabajado temporalmente en las brigadas de limpieza de la hoja. Nunca

entendí esa tarea. ¿Por qué quitarles el protagonismo? Con lo bucólicos que

resultaban antes los parques… ¿Qué pensarían en aquellos tiempos los árboles?

Cuando les arrebatábamos a sus hijas, muertas a sus pies. La retirada de la hoja

suponía un doble atentado: contra la naturaleza y contra la poesía.

Seguimos comiendo y bebiendo en silencio hasta agotar existencias. El

Zar y yo últimamente no hacíamos muy buenas migas. Unas cuantas palomas se

acercaron a por las migas. A ellas les parecían buenas. No veáis con qué ímpetu

picoteaban, como intentando horadar el asfalto. Me crucé de brazos,

observándolas. Los animales no tienen que andarse por las ramas (alegoría que

perdió su sentido), con protocolos de convivencia; hacen lo que les pide el cuerpo

en cada momento. Si aquellas palomas representaban los instintos más básicos

de la naturaleza, la sociedad que nos execraba se encontraba en el lado opuesto:

en la artificialidad más falaz y deformada. Nosotros permanecíamos mucho más

cerca de las palomas: eso me alivió un poco. Seguí contemplándolas y advertí

cómo y cuánto mueven el cuello esas pícaras. ¡No paran nunca!

Me recordaban a Ernesto, las palomas; desde que ocurrió lo que ocurrió,

las pasadas Navidades. Su hazaña fue, durante una buena borrachera,

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desabrocharse la esclava y colgársela del cuello a una de ellas. Casi nos

morimos todos de la risa. Le costó mucho despegar, a la torpe ave, pero al final lo

logró y desapareció por entre los tejados. También desapareció Ernesto: esa

misma noche se lo llevó una patrulla y hasta ahí.

Ɣ ¿Dónde crees que estará Ernesto? –materialicé mis pensamientos.

Ɣ Ya sabes lo que dicen… que los mandan a la Guerra de la Antártida

–contestó de mala gana el Zar.

Seguidamente se armó con su zarrapastrosa muleta y me propuso ir a la

puerta del súper. De acuerdo, dije, y en un conato de rebeldía, como para vengar

a Hassan, a Ernesto y al resto de la Humanidad, sugerí que fuésemos por la calle

Santander. El Zar se negó en rotundo. Ya sabes lo que pasa si te pillan a estas

horas por ahí, ¿te has vuelto majareta?, replicó con su voz de recortada, si te

quieres suicidar, suicídate solo. Entiendo, entiendo, recapacité, y nos pusimos en

marcha, a su modo.

Serían las cinco pasadas cuando llegamos. Para esas fechas, el Sol se

echaba a dormir cada vez más temprano. Allí andaba, al fondo de la avenida

Duquesa Villahermosa. Casi daba pena verlo y todo. Parecía tan triste. Como si

se le hubiese muerto un familiar cercano o algo así. Llora, ¡llora!, le animaba yo

desde mis adentros, y me imaginaba una gran lágrima de fuego desprendiéndose

muy pero que muy lentamente de aquel colosal ojo amarillo y provocando un

gigantesco incendio en algún rincón del universo.

Eso hizo que recordase a los míos. Acaricié la piedrecita de ámbar de mi

colgante, regalo de mis padres. Pensé en mi hermano, en un tic que tenía muy

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gracioso de estirarse la camiseta a la altura de la tripa, en las comidas familiares

de los domingos, en que jamás me perdonaría no volver a verlos sonreír. A mí

también se me escapó alguna lagrimilla, algo más grande que la del Sol. El

incendio, en mi interior.

Si no te das cuenta lo borracha que va la gente a tu alrededor es que tú les

ganas. Había encontrado un bolígrafo cerca de un contenedor, y reflejándome en

el espejo retrovisor de una furgoneta, me había escrito en la frente LEV (creo que

hasta sangré un poco y todo, de lo que recalqué aquellas tres letras). Me suena

que en la puerta del súper discutí con una vieja. Solían requerir mi acreditación,

pues yo tenía la manía de resguardar mis brazos del frío sacándolos de las

mangas e introduciéndolos por dentro de mi chaqueta, al igual que un niño.

Seguramente le diría que era una vieja verde (por el juego de palabras con el

color de las pulseras de los ciudadanos normales), ya que me daba por ahí

cuando iba bolinga. El Zar se enfadó de lo lindo conmigo. Me espetó que si no

era serio, que para pedir en la calle había que serlo y dar pena y mostrar la

esclava ¡siempre! y que me fuera a tomar por el culo con mis historias, con mis

libros y con mis ‘mi-er-das’.

Le hice caso.

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Domingo, 11 de Diciembre de 2043.-

El ejército de inmigración de Estados Unidos exigía superar unas

determinadas pruebas para obtener el visado mejicano. Ya sólo me restaba la

última y más compleja: permanecer inmóvil bajo unos tubos que expectoraban

óxido de nitrógeno. Mientras tanto, varios soldados nos encañonaban con sus

rifles de precisión. Yo no podía ver el láser rojo proyectado en mi frente, pero no

os imagináis cómo me ardía el dichoso puntito. Tenía la sensación de que me

estaban trepanando el cráneo, olía a chamuscado… en mi cerebro. El nitrógeno

de por sí amarillento se tornaba negruzco si tu cuerpo revelaba alguna tara o

bacteria o virus. En ese caso: disparaban. Cuando empezamos, seríamos unos

quince aspirantes. Se habían escuchado ya seis tiros.

Mantenía la vista anclada en mi soldadito, que me señalaba serio con su

arma. Soñaba con escapar. Ansiaba salir con vida para embarcarme en la nave

espacial que me trasladaría a México, cuando irrumpió en la sala Ella. Todos los

rifles se olvidaron de nosotros y pintaron de rojo su frente, a modo de cuadro

puntillista monocromo.

Ɣ ¡Intrusa! ¡Identifíquese! –proferían las voces robóticas, cada vez más

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insistentes.

Un miedo atroz congeló mi cuerpo. La observaba paralizado. Imposible

mover los labios, parpadear, realizar cualquier mínimo gesto para intentar

salvarla. Me sentí el mayor de los cobardes. Ella, ajena a las amenazas policiales,

bajó lentamente la cremallera de su chaqueta negra de piel y mostró una gran

bomba atada a su cintura. Aquel tic tac hizo callar al mismísimo silencio. Justo

antes de la explosión, Claudia me miró y tiñó todo el universo de verde.

*** *** *** *** *** ***

Decidí convertirme en nómada hasta encontrar un buen sitio. En compañía

de mi multitudinaria soledad, comencé a escribir mis sueños, así como ideas y

tonterías varias que se me iban ocurriendo. El del ejército de inmigración de

Estados Unidos fue el primero de aquellos sueños. Algunos los deseché porque

me resultaba muy complicado redactarlos (ojalá algún día lo consiga). Introducía

mis escritos en una vieja caja de habanos (junto con mi colgante, bolígrafo,

pasaporte, visado y foto de mi Claudia rusa) y los escondía por ahí. Con mi

retorno a la Literatura, lamenté una barbaridad no poseer una copia de Ariadna,

mi humilde e inédita ópera prima, pues disponía de toda mi eternidad para pulirla

y abrillantarla.

Aunque, no tener tiempo para nada y tener todo el tiempo del mundo

producen una idéntica sensación de asfixia. Según parece, también necesita

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respirar, el tiempo. Y no pide permiso. Arrambla con tu oxígeno y, si te he visto, no

me acuerdo. Jamás en mi vida me he tropezado con gente más metódica y

egocéntrica que con el tiempo.

Confiando en no enmendar mi propósito, hice el propósito de enmienda de

beber algo menos, ya que cuando andaba muy piripi no acertaba a escribir tres

frases seguidas con sentido. A veces, releía mis papelajos y me reía como un

niño de medio año cuando su padre le pone cara de gilipollas para que se ría.

Ay… si los críos hablaran, dirían: papá, querido, déjalo estar… no me estoy riendo

contigo, sino de ti.

Asimismo, proyecté visitar alguna biblioteca municipal. Quizá diese con

una sita en calles secundarias, a la que podría acceder con menos problemas.

Tenía muy claro el tipo de libro que asaltaría: uno de ésos de mujiks, isbas,

samovares, maestros de postas, kvas, levitas, verstas, urogallos, troikas, iconos,

kopeks… ¡oh!, alabado sea, ¡amaba esos relatos rusos! Encima, yo, que ya no

era Adrián Azcona, sino Lev Kaliayev, flamante compatriota de los Pushkin y

compañía.

En fin, emigrar de la plazoleta del Somontano fue como visitar nuevos

países. Iguales, pero nuevos países. Y habría recorrido un par de kilómetros a la

redonda, no más. Paseaba por un parquecillo de los nuestros, investigándolo

todo, cuando se cruzó en mi camino una 5A (así llamábamos a las patrullas de

cinco agentes a pie). Me dieron el alto. Dudé un momento si aquel sucio espacio

era de cuarta categoría… Sí, sí, seguro, me dije, vi el cartel al entrar. Uno de los

de la 5A me plantó en las narices una esclava roja de ciudadano. Era la mía, con

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mi número bien clarito. ¡Joder!, pensé, ¿dónde diablos me la habré dejado?

Ɣ Ciudadano seis mil novecientos treinta y uno. Segundo extravío de

identificación. Apercibimiento. Queda notificado, siendo las diez horas

treinta y dos minutos cuarenta y siete segundos –declamó un agente,

dejando caer el brazalete en el suelo, a mis pies.

Antes, hacía como unas seis o siete Navidades –me explicó Ernesto en su

día–, las esclavas iban selladas; te las colocaban directamente los

policiudadanos, de tal forma que resultaba imposible quitártela u olvidarla en

cualquier sitio. Ahora simplemente te las proporcionaban, siendo el cierre un

sencillo botón; si la extraviabas, era tu problema. A la tercera, te llevaban

detenido. Resumiendo: necesitaban soldados para la Guerra de la Antártida, o al

menos ése era el rumor más extendido…

Sonó un clic cuando se reunieron los dos extremos de mi esclava. Me

acerqué a una fuente. Pulsé el botón y no salió lo que tenía que salir. Aquello

acrecentó mi sed, de venganza. Tomé asiento en un banco (de sentarse). Detrás

de mí, a unos dos metros, bajo un absurdo arbusto de plástico, dormiría

plácidamente mi cajita de habanos, con mis apuntes y mis documentos

reservados. Mis planes de futuro planeaban sobre mi cráneo pero ninguno se

decidía a aterrizar. Manejaba dos opciones principales: una era marchar río

abajo, lejos de la ciudad, construirme un refugio y buscarme la vida por allí; la otra,

olvidarme la esclava adrede y averiguar lo que sucedía realmente cuando te

apresaban los malos. Sin embargo, otros muchos pensamientos se

entremezclaban y entorpecían mi resolución: por ejemplo, la ilusión de haber

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vuelto a escribir me llenaba, a veces, hasta el estómago (lo prometo). Asimismo,

la sempiterna imagen de Claudia… no quería morir sin verla una vez más. Y, por

supuesto, mi nueva identidad secreta: Lev, Lev Kaliayev. Me encantaba el nombre

entonces y me sigue encantando ahora.

Las uñas de los pies me estaban matando. Crecían desenfrenadamente.

Comenzaban ya a dar la vuelta por debajo de mis dedos con la intención de

formar una especie de suela córnea, bastante incómoda, por cierto. Me descalcé

y saqué de mi bolsillo mi navajita para darles matarife. Eché un vistazo en

derredor. Objetivo: comprobar si había cristianos en la costa. Me sorprendí

cuando mis ojos tropezaron con los de una mujer de unos sesenta años que

permanecía de pie a escasos tres metros, observándome. Ella no desvió su

mirada. Fruncí el ceño, desconfiado. Me remangué para revelar mi esclava roja.

Ella me imitó. Su pulsera era verde (las verdes no contenían dígitos y eran mucho

más estrechas). Todavía me extrañé más. Con los parques de que disponen los

ciudadanos normales, con sus piscinas climatizadas, su hilo musical, sus

hologramas arbóreos… pensé, ¿qué diablos estará haciendo esta señora aquí?...

Por fin, dijo:

Ɣ ¿Puedo sentarme a su lado?

Ɣ Está bien –murmuré, muy intrigado, y le hice sitio.

Se presentó como Emma. Su voz era dulce y profunda. Me impresionó.

Jamás había escuchado a nadie hablar así. Sus densas palabras flotaban en el

ambiente, nos acompañaban. Gesticulaba suavemente con sus manos muy

abiertas, como amasando sus frases. No tenía miedo. Aparentaba ser libre, tan

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libre como un muerto.

Ɣ Busco a mi hijo Ernesto, desde hace ya diez meses. Lleva mucho tiempo

en la calle. Discutía con su padre a menudo y al final se hartó y se fue de

casa. Es alto y fuerte, con el pelo rizado, barba y las cejas muy pobladas,

de cuarenta y dos años de edad… Por casualidad, ¿no lo habrá visto o le

sonará de algo?

Sin lugar a dudas, sí. Sobre todo, por el detalle de las cejas

superpobladas. De hecho, Hassan lo llamaba de vez en cuando: Cejo. Muy buena

gente y gran compañero, Ernesto… hasta que desapareció el fatídico día en que

colocó su esclava en el cuello de una paloma.

Ɣ Encantado, señora. Mi nombre es Lev –dije, tendiéndole la mano–. No, no

me suena su hijo… ¿por qué zona se movía?

Ella no lo sabía con exactitud. Lo lamenté y me ofrecí para ayudarla en todo

lo que estuviese en mi mano (o sea: nada).

Ɣ Le voy a proponer algo, ¿cómo ha dicho que se llamaba?

Ɣ Lev, señora, Lev. Soy ruso.

Ɣ ¡Ah!, disculpe… Habla muy bien el castellano… Quizá le parezca raro lo

que le voy a decir, pero he de encontrar a mi hijo y no voy a parar hasta que

lo consiga.

Mientras la escuchaba, me mordía la lengua. Y me alegré muy mucho de

hacerlo. Porque si le hubiese sido sincero, confesándole que a su hijo Ernesto se

lo llevó una patrulla, quizá a la Guerra de la Antártida, seguramente no me hubiese

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propuesto irme a vivir a su casa. El caso era que yo debía cuidar de su marido,

incapacitado, hasta que ella diese con su hijo. No lo podía creer, cómo me alegré,

debí estirar mi sonrisa por detrás del cuello. De repente, la visión de mi esclava

aniquiló todas mis ilusiones recién nacidas.

Ɣ Señora, le agradezco mucho la propuesta… pero, ¿qué vamos a hacer con

esto? –pregunté, señalando mi brazalete.

Ɣ Dispongo de inhibidores… es arriesgado, también para usted. Pero el

riesgo es la mejor vitamina para el espíritu. ¿Qué me dice?

Me embelesó su definición de riesgo. No me quedó otra que asentir. Poco

tenía que perder, de todas maneras. Aguarde un momento, por favor, solicité, y fui

en busca de mi caja de habanos.

Ɣ Esto es todo lo que tengo, he de llevarlo conmigo –anuncié, sosteniendo

sobre las palmas de mis manos mi pequeño tesoro.

Ɣ No hay problema –contestó su voz de terciopelo, mientras se levantaba.

No le importaba un ápice lo que hubiese dentro de mi caja. La introdujo en

su bolso sin el menor interés. El Sol se hizo hueco entre las nubes e iluminó su tez

descubriendo multitud de finísimas arrugas. Sus labios fláccidos asomaron bajo el

carmín carmesí. Su mirada era noble, limpia. Emma encontraría a su hijo, tarde o

temprano, vivo o muerto, pero lo encontraría, sin duda, pensé.

Ɣ Disculpe, ¿le puedo hacer una pregunta?

Ɣ Sí, claro.

Ɣ La frase ésa de que el riesgo es la mejor vitamina para el espíritu me ha

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encantado, ¿es suya?

Ella asintió con una sonrisa y nos dirigimos hacia su casa evitando las vías

principales. La calle Barcelona serpenteaba vivaracha por entre el barrio de Las

Reliquias. Mi bienhechora, aparentemente tranquila, sin dejar de caminar, sacó un

inhibidor de su bolso y lo activó. Estamos llegando, me dijo, nada más entrar en el

portal, quítese la esclava y déjela en la acera. En varios segundos se

desintegrará.

Ɣ ¿Y luego? –pregunté, nervioso.

Ɣ Tardará usted una temporada en salir a la calle. Buscaré una solución. No

se preocupe por eso, Lev. Confíe en mí, por favor.

Obedecí. Me liberé de mi esclava. Emma vivía en el entresuelo izquierda,

en el número 35. La casa era vieja, la oscuridad acrecentaba la vejez y ambas

dos sumaban tristeza. El primer cuarto que visité fue el baño. Emma me invitó a

tomarme mi tiempo. Lo agradecí. Llené la bañera con agua calentita que parecía

provenir directamente de los géiseres del paraíso. Mi cuerpo desprendía residuos

de Cloaca Máxima. Me froté con una esponja rebosante de jabón verde

fosforescente hasta sacarme brillo. Mientras me secaba, el espejo me devolvió

una imagen de alguien que no era yo. Pero, ¿se ha equivocado alguna vez un

espejo? El espejo no yerra, sólo refleja el error. ¡Ése era yo! ¡Madre mía, cómo

había envejecido! Así una tijera y arramblé con mi barba y pelambrera. Puse todo

perdido. Entreabrí la puerta y llamé a Emma. Al fondo, se oía la televisión a un

volumen excesivo. Tuve que gritar: ¡Emma, disculpe!

Emma no surgió de la habitación del ruido, sino de otra: la de enfrente.

22

Page 23: Hatajo de Sueños

Más adelante averigüé que se trataba de la cocina. Amablemente me propinó un

saco atestado de ropa usada que olía a lavanda. Señalando los matojos de pelo

del suelo, me dijo que no me preocupase, que ella lo limpiaría todo.

Ɣ ¡Ah! –añadió con una confidencial sonrisa–, le he dejado su maletita en su

cuarto.

Oculté mi timidez con una toalla enrollada en mi cintura. Ocupé la

habitación de enfrente del baño. Había una cama al fondo. Sobre la mesilla se

hallaba deslumbrante mi cajita de habanos. Me enganché al cuello mi preciado

colgantito de ámbar. Lo acaricié. Me acarició. Un armario se empotraba en la

pared, de la que pendía un reloj muy cuco. El resto, libros apilados y

desperdigados por doquier: las estanterías invisibles del caos. Evoqué

Opernplatz y confié en que nadie viniese a quemarlos. Nada más acceder a mi

suite, rememoré algunas de esas novelas en que el personaje principal se

encuentra en un lugar extraño, rodeado de Literatura. Me encantaba cuando leía

algo así, y ahora me sucedía a mí en la vida real. ¿Qué más podía pedir?

Sin pedirlo, Emma me acercó una bandeja con un gran plato de sopa

humeante, pan y embutidos. Será mejor que coma y que descanse, me aconsejó.

La sopa era un pequeño y sabroso mar. Mi cuchara, cual remo gigante,

provocaba un impetuoso oleaje. Mi sed desencadenó la sequía. Pesqué todas las

blancas anguilas que flotaban moribundas por la superficie y me las comí. No me

detuve hasta contemplar el fondo. Era gris con motivos florales. Escuché el

réquiem proveniente de mi estómago. Un par de horas más tarde se celebró el

funeral.

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Page 24: Hatajo de Sueños

Mientras tanto, seguía arribando el ruido de fondo de la habitación secreta.

Documentales de los nuevos desiertos del Planeta. Imaginé allí a su marido,

postrado en una silla de ruedas, babeante y con la mirada perdida en la gris

sabana africana. Con la tripa llena, me desnudé por completo y me introduje en la

cama. Las sábanas no eran de seda pero eran de seda. Hojeé varios libros,

concretamente Der Steppenwolf, de Hermann Hesse, me extrañó sobremanera

verlo en alemán. Con el interrogante todavía en la cabeza, me invadió un

cansancio devastador y me quedé profundamente dormido.

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Page 25: Hatajo de Sueños

Plúteno, 12 de Diciembre de 2043.-

Aquella noche soñé algo increíble. Recuerdo que al despertar saqué

rápidamente el bolígrafo de mi caja de habanos para apuntar las ideas

principales en una hoja, porque temía olvidarlo. Estaba realmente encantado con

el sueño, incluso llegué a pensar que obtendría un gran éxito aquel relato, por lo

original y lo inquietante. Pero lamentablemente, no conseguí escribir ni una

palabra. Se esfumó de mi mente en milésimas de segundo. Así, sin más. Se fue

por patas como un dibujo animado, sin dejar siquiera el reguero de polvo. Lo

lamenté muy mucho. Con absoluta concentración, hurgué durante un buen rato en

mi memoria, en vano. Claudia, en su día, me explicó que siempre soñamos,

todos. Lo que sucede es que sólo recordamos lo que nos permite nuestro

cerebro, que es algo así como un juez, un inquisidor de sueños: éste puede usted

recordarlo… éste no. Y parece ser inapelable, su sentencia.

Por lo tanto, y aunque esté convencido que nada comparable con aquel

sueño perdido, añadiré a continuación uno que tuve hace unos meses. Dice así:

Miré el reloj despertador. No lo podía creer. O se había estropeado el

dichoso aparatito o estaba alucinando. Un extraordinario vórtice de luz solar

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Page 26: Hatajo de Sueños

inundaba la habitación. Me levanté muy despacio de la cama, con la vista

ancorada en la ventana. Noté cómo mis pupilas se agazapaban tras mis ojos,

intimidadas por aquel sublime resplandor. Volví al reloj, confié haberme

equivocado. Nada, seguía igual. Marcaba las 3:28. Me acerqué a la ventana y la

abrí. El Sol se hallaba en el cénit, soberano, cegador. Resultaba imposible dar

con el disco. El cielo níveo, casi transparente, abría los brazos reverberando el

poder de su amo. Volví al despertador: 3:29. Por lo menos, eso funciona bien, me

dije. Me dirigí al cuarto de estar para verificar la hora en el reloj de pared: estaban

de acuerdo. Aturdido, me senté un momento en el sofá. La luz penetraba por

todos los rincones. A un lado y al otro del piso. Era como si hubiese un millón de

soles ahí afuera. Fui a la cocina y salí a mi pequeño balconcito. De nuevo, el

resplandor. Numerosos vecinos poblaban las galerías de la comunidad. Miraban

hacia todos lados, atónitos, como buscando una explicación. Colocaban sus

manos a modo de visera, procurando escrutar al Astro Rey, pero bajaban la

cabeza rápida e irrefutablemente. Cuando entré de nuevo en mi cocina, me topé

con el reloj del horno. Parecía decirme: sí, sí, las 3:30 de la madrugada, ¿se

puede saber qué diablos está pasando aquí?, ¡con tanta luz es imposible dormir!

Llamé a casa de mis padres. Contestó mi hermano, completamente

alterado.

Ɣ ¡Adrián!... ¡ay, la leche!, ¿qué está pasando?, ¿allí también es de día?...

¡esto es brutal!… León está como loco, no para de ladrar. ¡Algo malo va a

pasar, hermano!

Nada más colgar el teléfono, encendí la televisión. En casi todos los

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Page 27: Hatajo de Sueños

canales intentaron venderme algún producto irrisorio. Evoqué la famosa frase de

que la revolución no será televisada.

El portátil me dio la bienvenida con su clásica obertura. En internet sí

obtuve respuestas. Tanto en el continente americano, como en África, en Asia y

en las Antípodas, era de día. ¡En todo el mundo era de día! Y la noche… ¿adónde

se habría ido?

Lamenté no tener en la agenda el teléfono de H.G. Wells para que me

ilustrase. Seguí cavilando e imaginé el Planeta Tierra como una pizza gigante

gratinándose al Sol.

Las 3:47. Permanecí un rato asomado a la ventana contemplando la calle.

Extrañísimo verla tan vacía bajo un Sol tan formidable. Hacía bastante calor. El

silencio era artificial, molesto, filoso. ¿Y los pájaros?, me dije, ¿qué diablos

estarán haciendo? Por no haber no había ni palomas.

Todo el mundo planteándose las mismas cuestiones. Súbitamente me

asedió un miedo atroz. Por primera vez, pensé en el apocalipsis. Nostradamus.

Me vestí aprisa, con la intención de estar listo para no sé qué. Para correr, para

huir, para luchar, para llorar… Preparé café y, mientras lo saboreaba, me propuse

mantener la calma y estar muy atento. Ningún comunicado oficial. Ni en la red, ni

en la televisión ni en la radio. Me los imaginaba sentados en los formidables

sillones de sus despachos, a los mandatarios, nerviosos, hablando un millón de

conversaciones a la vez; sus asesores pululando por las salas contiguas,

devanándose los sesos, hambrientos de heroicidad.

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Page 28: Hatajo de Sueños

Eran ya las 5:18. Sobre las siete y media amanecía por aquella época del

año. Sin embargo, aquel día se había adelantado un poquito.

Telefoneó mi madre.

Ɣ Ay, hijo mío… ¿qué haces?

Ɣ Aquí, mamá. Esperando a que alguien diga algo.

Ɣ Tu padre dice que esto es lo contrario de un eclipse, ¿puede ser?

Ɣ No tengo ni la menor idea, mamá. Sólo sé que en tooooodo el Planeta es

de día, cosa que no es muy normal, que digamos.

Ɣ Ya, ya… madre mía, ¡si parece el fin del mundo!

Ɣ Bueno, hemos de estar tranquilos, mamá, que nosotros no podemos hacer

nada… sólo esperar a ver qué pasa.

Ɣ Hijo mío, casi que podrías venir aquí, con nosotros, con tu padre y con tu

hermano. Estoy muy preocupada. Juntos estaremos mejor.

Ɣ Mamá… no seas tan tremendista, mujer. No creo que sea el fin del mundo.

O por lo menos, no creo que ocurra todo tan rápido.

Ɣ Espera un momento, que se quiere poner tu padre.

Ɣ ¡Adrián!

Ɣ Sí, papá, aquí estoy. ¡Qué pasada!, ¿verdad?

Ɣ Jo que sí. Oye… y digo yo, esto es como un eclipse, pero al revés, ¿no

crees?

Ɣ Sí, algo así, papá. Me da que ni los científicos de la Nasa sabrán qué es lo

que está sucediendo en realidad. Es como si se nos acercase otra estrella

y tuviésemos, por un lado, el Sol de siempre, y por el otro, el nuevo astro.

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Page 29: Hatajo de Sueños

No sé, digo yo…

Ɣ Algo así debe ser, sí. Voy a ver si hace más calor afuera.

Escuché cómo se abría la puerta de la galería. Aquel sonido me era muy

familiar.

Ɣ Uf… madre mía… ¡qué calor, por Dios!, ¡se me va a joder la huerta!,

¿estás ahí, hijo mío?, ¿te has fijado que hace mucho más calor que cuando

ha amanecido a las tres de la madrugada?, ¡es sofocante!... ¡nos vamos a

asar!, ¡esto es el fin!

Intenté tranquilizar a mi padre mientras comprobaba que tenía razón. Abrí la

ventana del salón y en varios segundos comencé a sudar. El pastoso bochorno

(casi visible) invadió la estancia. Me entró un canguelo de campeonato. Mis

piernas tenían todavía más miedo que yo. Menudo tembleque. Me senté en el

sofá.

Ɣ Papá, ¿estás ahí? –se oía de fondo gritar a mi madre histérica y a mi

hermano pedir calma, no menos histérico.

Ɣ ¡Adrián!, ¡cierra las ventanas!, ¡cada vez hace más calor!, ¡cierra las

ventanas, enseguida! –voceó mi padre al otro lado de la línea.

No sólo le hice caso sino que, además, bajé todas las persianas de casa.

Le propuse hacer lo mismo. Se oyó un grito: ¡Martina, cierra todas las persianas!,

¡rápido!

Atisbé por una rendija que muchos de mis vecinos habían obrado de igual

modo; otros estaban en ello: el ruido de las persianas semejaba al de dar cuerda

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Page 30: Hatajo de Sueños

a un reloj gigante. Realmente era como darnos cuerda a nosotros mismos, en un

feroz instinto de supervivencia; como si nos rebelásemos contra el cambio,

negándonos a asimilarlo. Pero aquella rebelión se me antojaba cobarde. Y no

creo que casen mucho los términos rebelión y cobarde. Cerrábamos los

párpados de nuestras ventanas y nos sentábamos a esperar en nuestros hogares.

Cuales ciegos farsantes. Imaginé que comenzaban a llover padrenuestros.

Millones de ave maría habrían saturado las líneas telefónicas divinas. A pesar de

ejércitos de última generación, de bombas nucleares, de escudos antimisiles: la

humanidad estaba inerme. Sólo podíamos mirar al cielo, y ni siquiera lo

hacíamos. Confiar exclusivamente en Dios es decir adiós a tu valor.

El timbre del teléfono disipó mis elucubraciones.

Ɣ ¡Adrián!, ¿has visto?, ¡madre mía!, ¿qué diablos está pasando en el

mundo?, ¡esto es una locura!, ¡joder!, ¿allí también sucede?

Escuché atónito aquellas atropelladas palabras de mi hermano. Preferí no

preguntar y comprobarlo por mí mismo. Subí con decisión la persiana de mi

cuarto de estar y me quedé boquiabierto. Lo que vi me desconcertó por completo.

Enarqué las cejas, estupefacto. Mis ojos se abombaron. No fui capaz de articular

una palabra durante varios segundos. Los segundos en los que constaté que era

otra vez de noche. Como si Dios, tan campante, pulsando un simple interruptor,

hubiese apagado la luz de nuevo. Como si a Dios le hubiese despertado un

hambre atroz, y después de la comilona se hubiese acostado otra vez. Brutal.

Por fin, el pánico me concedió una tregua y respondí a mi hermano con

más exclamaciones asombradas. Nos aventuramos en la búsqueda de alguna

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Page 31: Hatajo de Sueños

explicación, y ya podíamos haber rastreado en las entrañas del infinito, que nanay.

El reloj marcaba las 6:02 y era de noche, como de costumbre. Una hora y media

más tarde amaneció. Así pues, alrededor de dos horas y media duró aquel

extraño amanecer en medio de la noche. Todo volvió a la normalidad.

Los días postreros, el mundo entero era un rumor. Sólo hubo un

comunicado oficial de Naciones Unidas, refrendado por la totalidad de los países,

con la excepción de Suazilandia. Sin embargo, desde Kamchatka hasta Ushuaia,

la gente hablaba y comentaba lo sucedido. Aquel torbellino de chismorreos me

hizo recordar lo que le ocurrió a Chíchikov en Las almas muertas de Gógol,

cuando toda la ciudad de N. conjeturó sobre él.

La versión de Suazilandia (mejor dicho, la de su rey), minúsculo estado del

Sur de África, fue la que sigue: aquel amanecer improvisto constituyó un punto de

inflexión; desde entonces, el tiempo iba marcha atrás. Y cuando desanduviese

todo el camino, ADIÓS. Sin lugar a dudas, me gustaba esa opción muchísimo

más que la ofrecida por Naciones Unidas: la formidable onda lumínica expansiva

provocada por la explosión de la estrella Haven, a trece millones de años luz.

Ahora, turno de rumores y anécdotas. Como era de suponer, los más

religiosos estaban convencidos de que todo había sido obra de Dios, a modo de

advertencia. El miedo es el maná de las religiones. Un camionero de Illinois

afirmó que, minutos antes del insólito amanecer (así es como se bautizó al

acontecimiento), divisó una espectacular nave extraterrestre en el cielo. En la

zona de Asia era de día cuando sobrevino el incidente. El fenómeno consistió allá

en que las nubes y las lluvias se esfumaron como por arte de magia. El gobierno

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Page 32: Hatajo de Sueños

de Malasia acusó a Singapur de rociar gases tóxicos en la atmósfera para

erradicar a las hijas de Néfele y atraer el turismo. Los raelianos de Corea del Sur

se reunieron en un poblado a las afueras de Seúl, para aguardar juntos la llegada.

Sermonearon que más temprano que tarde comparecerían los alienígenas para

dejar las cosas claras, entre ellas, que son nuestros creadores. En Japón, se hizo

muy famoso el bebé recién nacido del primer ministro. Se ve que caía una tromba

de agua descomunal sobre Tokio y, en el mismo instante de su alumbramiento,

desvanecióse la lluvia y brilló un Sol imponente. Con sólo unos días de vida, ya

estaba llamado a ser el futuro presidente. Le apodaron el samurái del sol

naciente.

Y así podríamos seguir contando las mil y una. El insólito amanecer se

convirtió en el mercado emergente más rentable. Se olvidaron el hambre, las

guerras, los robos, las catástrofes naturales, los asesinatos, la opresión, las

pandemias. No había suficientes científicos para tanto medio de comunicación

correveidile.

El domingo era apacible. Habían transcurrido tres semanas ya desde el

incidente. Leoncito siempre me esperaba en la puerta. ¡Hola chulo!, saludé, y le

hice un par de minutos de caricias. Seis besos en total: para mi padre, mi madre

y mi hermano. El menú, de plato único: rancho. ¡Me encantaba! Bien de patata, de

chorizo y de caldo. Salí a la terraza. Al fondo se divisaba la ciudad como una

mancha de prisa. Ya en la mesa, dale que te pego al rancho, me extrañó bastante

que no saliese a relucir el tema del momento.

Ɣ Bueno, ¿y qué pensáis vosotros?, ¿habéis escuchado algo nuevo?

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Page 33: Hatajo de Sueños

Ɣ ¿Sobre qué? –contestó mi padre frunciendo levemente el ceño.

Mi hermano y mi madre también me interpelaron con sus miradas.

Ɣ Pues sobre el insólito amanecer, ¿sobre qué si no?

Ahora el entrecejo de mi padre se arrugó pero de verdad. Mi madre y mi

hermano hendieron en mí sus ojos. Parecían molestos. Como si hubiesen

prohibido hablar del tema y yo estuviese quebrantando la norma. Esperaban mi

respuesta, y yo, sorprendido ante su extraña actitud, no atinaba a contestar. En un

arranque de sentido común, prorrumpí:

Ɣ ¡El insólito amanecer!, ¿qué pasa?, ¿no lo recordáis?, ¡si está a todas

horas en la tele y en la radio!, ¡pero si no se habla de otra cosa!... ¡os

comportáis raro!... como si os hubiesen lavado el cerebro o algo así…

Muy lentamente, se pusieron en pie, los tres a la vez, maquinalmente, sin

dejar de mirarme. Yo los observaba atónito, ¡patidifuso!... ¿qué diablos les estaba

ocurriendo?, ¿sería una broma?... Durante unos segundos cruzaron miradas entre

ellos y por fin alguien rompió aquel opresivo silencio.

Ɣ Ciudadano seis mil novecientos treinta y uno –dijo mi padre con voz

robótica, mientras se quitaba la máscara, desvelando el rostro de un

agente policiudadano–, muéstreme su esclava.

Mi corazón comenzó a palpitar desde su púlpito. Gotas de sudor perlaron

mi frente. Busqué compasión en mi madre y en mi hermano pero se habían

convertido también en policiudadanos. Tanteé con la mirada mi esclava roja, pero

no tenía brazo izquierdo. Tampoco derecho. Preso de la histeria, intenté

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Page 34: Hatajo de Sueños

levantarme para echar a correr. Me resultó imposible. Estaba anclado en una silla

de ruedas. Vi sonreír al que antes era mi padre. Se me acercó pausadamente y

me agarró del cuello del jersey. Cual muñeco de trapo o bolsa de la compra, me

bajó por las escaleras. Ya en la calle, me arrojó a la parte trasera del coche

patrulla, como una colilla. Quedé boca arriba en el pétreo asiento. Giré el cuello y

vislumbré mis piernas (aunque no tenía la sensación de que fuesen mías,

precisamente): formaban dos raquíticas, sinuosas y penosas eses. Comencé a

llorar amargamente. Camino a Dios sabe dónde, anocheció.

*** *** *** *** *** ***

Al despertar ese plúteno me costó lo mío saber dónde demonios estaba.

Reposaba sobre una cama, desnudo, y no tenía frío ni me dolían los huesos. Tras

un chispazo en mi cerebro, recordé a Emma. Suspiré lentamente y sonreí como

un tonto feliz. Ya hice referencia anteriormente al fallido intento de transcribir mi

sueño de aquella mi primera noche en el número 35 de la calle Barcelona.

Las manecillas del reloj de pared señalaban las once y cuarto. Tenía

bastante mono de vino. Llamémosle sed concreta. Me dio los buenos días a su

manera el funesto volumen del televisor, que atravesaba la pared y se erigía en

dueño absoluto de la casa. Podía entender perfectamente que el documental

trataba sobre los últimos leones marinos de Península Valdés. Me levanté de la

cama y me vestí con un chándal gris. Me iba gigante. Probé con otra ropa:

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Page 35: Hatajo de Sueños

idéntico problema.

Con los pantalones a rastras y las mangas colgando, abrí la puerta de mi

habitación y me asomé al pasillo. El cuarto de la televisión estaba tan cerrado

como el día anterior. Pasé al baño y me llevé un buen susto al verme reflejado en

el espejo: ¡menudos trasquilones!

Ɣ ¡Señora Emma!, ¡disculpe! –dije alzando la voz, combatiendo el cuantioso

volumen del televisor.

Al no obtener respuesta, volví a intentarlo, elevando mi tono. Nada. Avancé

por el pasillo hacia el ruido. Mi curiosa oreja derecha se apoyó en la puerta del

pandemónium. Ahora les tocaba el turno a las liebres de Península Valdés,

también llamadas maras patagónicas, según aclaraba el narrador. Llamé y la

madera dijo toc toc. Enseguida abrió Emma. El ruido del televisor estalló en mi

cara. Buenos días, Lev. Pase, tenemos que hablar.

Aquel cuarto tenía mucho de especial. La penumbra creaba una densa

atmósfera, como cargada de innumerables secretos. Ésa fue mi primera

sensación. La única luz provenía de la pantalla de la tele. En la pared en la que

debería hallarse una ventana, se erigía un mueble estantería hasta el techo,

repleto de libros y discos de vinilo. El marido de Emma ni siquiera me miró (yo

hice lo contrario). Presidía la habitación en su silla de ruedas, absorto en el

televisor. Cubría sus inertes piernas una recia manta, sobre la que dormitaba un

gato rubio con las patas blancas. Tomé asiento junto a Emma, en un cómodo

aunque frío sillón de piel.

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Page 36: Hatajo de Sueños

Había que gritar pero bien para hacerse entender allí. Emma, forzando

muchísimo su voz, me presentó a su marido Emilio y comenzó a explicarme su

historia. Ya no era tan dulce su entonación, sino estridente. Vo-ca-li-za-ba mucho,

luchando contra el estruendo. Me preguntó qué tal había dormido y me anunció

que en unos minutos me ofrecería algo para desayunar. No os imagináis cuánto

me irritaba el estrépito del puto televisor, me penetraba por las sienes y me

estallaba en la cabeza. Pensé en lo molesto que debía ser para los vecinos.

Pensé en por qué diablos no lo bajaban un poco. Pensé en que me importaba una

mierda que Península Valdés estuviese desapareciendo del mapa. Pensé en que

apenas me dejaba respirar semejante barahúnda. Pensé en que el señor Emilio

quizá estuviese también hasta el gorro del bullicio. Creí volverme loco, y apenas

llevaba un par de minutos en el cuarto. De verdad que no había manera de

concebirlo. Emma debió leer mi pensamiento, porque cogió el mando a distancia,

pulsó el mute y se hizo el silencio.

La madre de Dios. ¡Cómo se puso aquel vejete! Como si rociases a

Mefistófeles con un litro y medio de agua bendita. ¡Catatonia! Era todo espasmos

y convulsiones, a una velocidad de vértigo. Un cruel exorcismo. Igual que

presionar el forward en el radiocasete del tiempo. El gato salió volando y se

escondió bajo una mesita. Prefería yo, sin duda, el bullicio de la tele a ver aquel

señor así. Qué diablos, ¡añoré el alboroto televisivo!... Daba la sensación de que

Emilio estaba al borde del colapso. Aquellos pocos segundos se me hicieron

eternos. Recibí con un suspiro balsámico el disparatado volumen del televisor,

puesto que el vejete se tranquilizó por completo. ¡Qué alivio!

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Page 37: Hatajo de Sueños

De aquel extraño modo Emma me lo explicó. Comprendo, le dije con una

cómplice mirada. Ya no me resultaba tan estruendosa la tele. Qué cosas.

Digamos que lo acepté con resignación.

De repente el tigrecito en miniatura regresó a escena y de un saltito se

acomodó en su manta.

Las palabras de Emma crearon en mí cierto desconcierto. Mientras la

escuchaba vociferar de nuevo, escruté a Emilio combatiendo la penumbra y

ayudado por los flashes que proyectaba el televisor. Su marchito rostro parecía

maleable. Sus ojos me recordaron a los relojes blandos de Dalí. Era

completamente calvo, con numerosos lunares salpicados por su cara y cuero

cabelludo. Tenía sesenta y nueve años, pero semejaba nonagenario. Vestía una

bata marrón oscura. Su rictus carecía de emociones. Estiraba el cuello, como si

su cabeza intentase escapar de su cuerpo. Observaba maquinalmente la tele,

abúlico. Quizá hubiese contemplado con el mismo desinterés una pecera repleta

de incansables carpines rojos acompañados por un par de serios y orgullosos

peces payaso olisqueando las piedras del fondo marino en búsqueda de comida

con tres sonrientes peces loro jugando al escondite por entre unas rocas

abovedadas y un solitario y tímido pez león inspeccionando cada detalle de un

velero hundido réplica exacta del famoso Vasa… que una pecera vacía.

De tanto que había chillado Emma, imaginé sus cuerdas vocales de acero

fundido. Su última frase:

Ɣ He de encontrar a mi hijo.

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Fue a la cocina y me trajo en una bandeja un vaso de leche con galletas. El

gato levantó su cabecita esponjosa y me observó desayunar, con envidia felina.

No te voy a dar, pensé.

En el pasillo, de vuelta hacia mi cuarto, pregunté a Emma sobre el Lobo

Estepario: ¿hablan ustedes alemán? Ella me explicó que pulsando en unas

casillitas de la contraportada de los libros podía elegir el idioma. Una vez

tumbado en la cama, me fijé en mi chándal: ya no me sobresalía por todas partes.

Se había reajustado a mi cuerpo. Ropa inteligente. Modernidades en una casa

cuyo mobiliario se remontaba al siglo XX. Mientras hojeaba una vieja y preciosa

edición del Ulises de Joyce, tumbado en la cama, retorné a las palabras de

Emma. Sentí muchísima pena por su marido. Creí por completo todo lo que me

contó. A primera vista, quizá resultasen teorías un poco descabelladas, pero en

los tiempos que corrían cualquier cosa era posible.

A partir del lunes debía hacerme cargo de Emilio. Emma recorrería la

ciudad de cabo a rabo en busca de su hijo y sólo vendría a casa a dormir.

Pobre… me dije, y me volví a sentir algo bastante miserable por no revelarle que

conviví con Ernesto en la plazoleta del Somontano. Me enseñó la cocina y me dejó

todas las instrucciones para el cuidado de su marido apuntadas en un folio.

Medicamentos varios, dieta y limpieza de la sonda, básicamente. Asimismo, su

número de pulsera, para llamarla en caso de emergencia (las pulseras verdes

eran algo así como ordenadores personales). Según me comentó Emma, todas

las esclavas (rojas, amarillas y verdes) contenían un nanoprocesador que

informaba a las autoridades a tiempo real de nuestras actividades diarias. Los

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gobernantes mantienen un control atroz sobre la población, si no, fíjese lo que le

han hecho a mi marido, señaló.

Menos mal que, para el mundo y también para ésta, mi historia, desde

Lucifer, no han dejado de existir rebeldes.

Ya con el pijama puesto y arropado entre las mantas, tropecé en el Ulises

con la siguiente frase: ‘Pensamiento es el pensamiento del pensamiento’.

Permanecí un rato pensando en ella. Mientras tanto, a saber en qué estaría

pensando mi pensamiento.

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Sábado, 18 de Diciembre de 2043.-

Otro problema añadido. Aunque no es muy decoroso llamar a un hijo:

problema. Lo siento, hijo mío, pensé, mientras lo miraba y le acariciaba la

espalda. Lo había encontrado a mi lado nada más despertar, jugueteando por

entre la cama. Debió nacer esa noche, no sé si por esporas o por huevos, pero

allí estaba. Sonriente, estrenando vida, mirándome con ojitos tiernos y

penetrantes. Más raro que su inesperado alumbramiento era su tamaño: me cabía

en la palma de mi mano, todo él. Mejor, me dije, menos problemas para

esconderlo. Además todavía no hablaba. Gesticulaba muchísimo, pero no emitía

un solo sonido por su boquita de piñón. Vestía un mono vaquero muy gracioso. No

sé quién diablos se lo habría puesto o si nació con él, pero así iba el tío. Estaba

más majo que las pesetas. Me gustó mucho, mi hijo, la verdad sea dicha. He de

añadir que para nada en el mundo me lo esperaba, como podréis imaginar. Sin

embargo, desde el primer momento me sentí padre. Como con un diploma de un

curso de formación parental de 500 horas pegado en la frente.

Un padre sabe perfectamente si un hijo es suyo o no. O no. Yo sí lo sabía.

¡Era igualito a mí! Qué feo va a ser el pobrecito, pensé… podía haber salido a su

madre. Cuando se enterase Claudia se iba a armar la marimorena. De eso se

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trataba: de que no lo supiera. Porque… a ver cómo le explicaba yo que teníamos

un hijo.

No viene a cuento ahora, pero irrumpió en mi cabeza la siguiente reflexión:

¿a qué fin las universidades invisten tan a menudo con su Doctor Honoris Causa

a politicuchos del tres al cuarto? Queda escrito.

Me levanté de la cama y me vestí. Mi hijo no dejaba de mirarme. La madre

que lo parió si era majo y divertido. Preparé café y le eché un poco en un chupito.

Joder cómo le gustaba al pícaro. Bebía como un gatito, haciendo revolotear su

lengua. Le ofrecí más. Se puso como una moto. Cómo bailoteaba por encima de

la mesa, ¡por Dios!... lo teníais que haber visto. Cual bebé gorrión ebrio que

todavía no ha aprendido a volar. La alegría personalizada. ¡No paraba de reír!...

Menos mal que no le añadí unas lágrimas de whisky al café...

Hala, hijo mío, vámonos, ¡al tajo! ¡Lo que me voy a ahorrar en guarderías!,

me dije, lo metí en el bolsillo interior de mi chaqueta y nos largamos. Camino a la

oficina, anduve eligiendo un nombre para él. Porque lo tendría que bautizar,

¿no?... Estaba pensando en Federico, cuando me telefoneó Claudia. ¡Qué

nervioso me puse! Sólo quería saludarme y preguntarme qué tal. Algo debió notar

porque me insinuó que estaba raro. Voy con prisa, me excusé, luego te llamo.

Decidido: Federico. Abrí mi chaqueta furtivamente y ahí estaba el tío, tan

campante. Me sonrió. Federico, le dije, te voy a llamar Federico, ¿te gusta?

Volvió a sonreír. ¡Vaya, le encantaba! Qué alegría me llevé. Entré a trabajar con

una sonrisa que casi no quepo por la puerta.

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Page 42: Hatajo de Sueños

Menudo expediente me tocó fotocopiar. Como ocho mil páginas. Una a

una, ya que era muy antiguo y no me permitían quitar las grapas, no se fuera a

desmontar. Comencé a preocuparme seriamente por Federico. Probablemente

no sería muy saludable para él, tan joven, la emisión de los rayos ultravioleta de la

fotocopiadora. Así que me dirigí al despacho del director.

Ɣ Disculpe, señor. Me estoy mareando. He pasado una mala noche, voy a

bajar un momento al bar, con su permiso.

Ɣ Está bien, Azcona, está bien. Tómese un descanso –accedió, y añadió

enseguida–… pero vuelva.

Ɣ Claro, señor, claro, descuide.

En la calle inspiré libertad y espiré esclavitud. Decidí ir al parque con mi

hijo, no volver al trabajo. De vez en cuando lo miraba. Estaba dormidito, Federico.

Sobresalía su cabecita del bolsillo interior de mi chaqueta. ¡Para comérselo!

A la altura del hospital me pitó un coche. ¡Era Claudia! Paró su vehículo y

me preguntó adónde me dirigía. Nada, de recados, contesté. Ella disponía de

algo de tiempo libre y me propuso tomar un café. No me quedó otra que aceptar.

¡Joder!, ¡qué mala suerte!... Menos mal que Federico dormía, que siguiese así un

rato, ¡por Dios!, supliqué a no sé quién, quizá a Hipnos.

Pues ni caso. Mientras Claudia me estaba contando algo sobre una tarta

de manzana que planeaba cocinar, notaba que Federico se estaba despertando.

Me hacía cosquillas el bribón. Miré de reojo a mi chaqueta. Miré a Claudia: ella

también miraba hacia mi chaqueta. ¡Mierda!

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Page 43: Hatajo de Sueños

Ɣ ¿Se puede saber qué llevas ahí, Adrián?... ¿algún pajarico o algo así?, ¿es

que te has vuelto loco?

Ɣ Sí… Sí… un estornino, me lo he encontrado antes por ahí, moribundo…

ahora lo soltaré por el parque.

Ɣ A ver… enséñamelo…

Prefería bajarme los pantalones y exhibir mi pajarito delante del todo el bar

que mostrarle a mi Federico.

Ɣ No, no, será mejor que no, Claudia… está muy asustado. Dejémoslo

descansar tranquilamente. He leído que estos pájaros de bebés padecen

fotofobia.

Aceptó Claudia mis pretextos. No obstante, durante nuestra plática,

Federico se movía cada vez más y más. Mi chaqueta cobraba vida propia. Recé

al Dios de las Jaulas para que no se escapase de mi bolsillo. Demasiado tarde,

porque con una espectacular pirueta se posó Federico en la mesa, tan radiante

como siempre.

De una pieza se quedó Claudia. Balbució algo y me lanzó una mirada de

hielo y fuego. Mis hombros se encogieron, presa del pánico. De todas maneras,

me dije, yo no soy culpable. Yo no he encargado que me trajesen hoy a Federico.

Ha nacido él porque sí. Intenté explicárselo pero Claudia no me escuchó. Se

metió a mi hijo en su bolso y salimos del bar pitando.

Ɣ ¿Adónde vamos? –pregunté aterrado, ocupando el asiento del copiloto del

coche.

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Page 44: Hatajo de Sueños

Ɣ Espera y verás –contestó seria.

Ajeno al hostil ambiente, Federico asomó por el bolso de Claudia y

comenzó a investigar y a dar vueltas por el coche como un loco. Me quedé

observándole: no había visto una cosa más salada en mi vida. Su cara de granuja

me recordó un poco a los macacos de la cordillera del Atlas (salvando las

distancias).

Ɣ Es muy majo –le comenté a Claudia, señalando a Federico.

Ɣ ¿De dónde lo has sacado? –replicó enfadada.

Ɣ Ha aparecido en mi cama, esta mañana. De verdad, ¡créeme!

Nada, no había manera. Seguía igual de enfurecida, conduciendo a

volantazos, acelerones y frenazos.

Ɣ Claudia, tranquilízate un poco, por Dios –lo seguí intentando–. Es nuestro

hijo. ¿Por qué no lo aceptas?, ¿acaso crees que no es tuyo?

Silencio.

Súbitamente Federico inició su escalada por el cambio de marchas y con

una agilidad fabulosa se instaló en el salpicadero. Observó tras los cristales. ¡Qué

rápido va el mundo!, debió pensar.

Ɣ Federico –anuncié–, se llama Federico. Se me ha ocurrido de camino al

trabajo. ¿Te gusta?

Claudia ni siquiera me miró. Sólo conducía velozmente hacia Dios sabe

dónde. Procuré calmarla varias veces más, en balde. Sin embargo, recibí la

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Page 45: Hatajo de Sueños

inesperada ayuda de mi hijito Federico. Bajó éste hasta las piernas de Claudia y

se acurrucó contra su barriga. Claudia lo observó, y aunque se intentó hacer la

dura, a punto estuvo de caérsele la baba (hubiera duchado a Federico). Sonreí al

contemplar la tierna estampa.

Ɣ Míralo –dije–, te quiere. ¿Aún no te das cuenta de que eres su mamá? Si

no, ¿por qué busca el calor corporal materno?

Al fin se suavizó mi querida Claudia. Acarició con un dedo a Federico en la

cabecita. Éste se refrotaba como un gatito contra su esponjoso jersey.

El coche se detuvo. Claudia introdujo a Federico en su bolso y nos

apeamos. Sentí un escalofrío al advertir que nos hallábamos en el cementerio. La

miré horrorizado en busca de una explicación. Ella seguía su camino sin

prestarme atención. Atravesamos la zona de los panteones repletos de flores y

arribamos a los nichos de los mortales. Claudia se detuvo. Cuando leí el nombre

del difunto casi me da algo. ¡Era el mío!, ¡mi tumba!, ¿mi tumba? Grité como un

poseso. ¡Claudia, estoy aquí!, ¿pero qué diablos estás haciendo?, ¿a quién

pertenece esa tumba?, ¡estoy vivo!, ¡tócame!, ¡por Dios!

Siguió sin mirarme. Debía ser invisible yo. O estar muerto realmente. Sentí

un brutal combinado de impotencia, pena y rabia. Como lo que deben sentir en

África. Claudia sacó a Federico del bolso y ambos, cabizbajos, quedáronse un

rato contemplando mi tumba. Mi epitafio rezaba lo siguiente:

“El tiempo que pierdes en vida lo utiliza tu muerte para vivir eternamente”.

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Page 46: Hatajo de Sueños

*** *** *** *** *** ***

Mi sed concreta perdía fuerza. Si la vida me brindaba esta oportunidad,

¿por qué no bebérmela antes que el vino?... Cuando entré en la cocina, eché de

menos el platito con las medicinas de Emilio que todos los días me dejaba

preparado Emma. En busca de su hijo, se levantaba muy temprano y llegaba muy

tarde por la noche. No la había visto desde el lunes.

De todas formas, un folio manuscrito me recordaba las instrucciones.

Tropimascina, rolestigmina, seldontamina, ginbikolina, lesodiazepina y vitaminas

B9 y B12. Preparé el mismo platito con las pastillas. Advertí que era la última

cápsula de seldontamina. Lo apunté en una nota y la dejé encima de la cama de

Emma.

Lo menos bueno de mi nueva vida seguía siendo el estruendo del

televisor, sobre todo por las noches. Enseguida me hice muy amigo del gato. No

tenía ni la menor idea de cómo se llamaba y lo bauticé a mi gusto: Federico (en

honor al sueño que había tenido esa noche). Supuse que sería varón. Emilio no se

movía, no hablaba, sólo veía la tele. O eso aparentaba. ¿En qué diablos estaría

pensando? No dejaba de preguntármelo. Quizá viviese en una continua

ensoñación, o quizá su mente se integrase en un universo miasmático. Me

producía una pena horrible. Sus ojos eran tan tristes como: el mejor caviar ruso

servido en una bandeja de cerámica turca sobre la arena blanca de una playa de

las Islas Seychelles bajo un cielo dorado por el Sol: pudriéndose. Sentado a su

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Page 47: Hatajo de Sueños

lado, observándole, escribí:

‘El humor canceroso del alma. El anhelo de ingravidez de una bomba

atómica. El silencio viscoso. La vacuna del sida tetrapléjica y muda. La tristeza es

el paraíso de la muerte. El aborto de la rabia. La suciedad invisible. El onanismo

del hermafrodita estéril. La tristeza es la sonrisa del patíbulo. Las muletas del

camino. El muñón de Dios. La tristeza lo es todo’.

Según me contó Emma, Emilio trabajaba en el DCD (Departamento de

Control Digital). Era una persona completamente sana y de una semana para otra

enfermó de tal modo. Estaba segura de que le inocularon un virus. Sus jefes

sospecharon que Emilio había sustraído algunos elementos del laboratorio, pero

no consiguieron demostrarlo. Y de aquel amistoso modo se lo quitaron de

encima. En efecto, Emma me confesó que su marido había hurtado algún

inhibidor y varias esclavas, con la intención de facilitar a su hijo Ernesto la vuelta a

casa.

A las nueve en punto de la noche, cambié la bolsa colectora de la sonda de

Emilio y lo acosté. Me fui a mi hermoso cuarto, plagado de Literatura Universal.

Los libros son muy orgullosos, solitarios y cerrados para con sus congéneres;

pero muy próximos, amables y abiertos para con los humanos.

Yo, cada vez más, me sentía libro humano.

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Page 48: Hatajo de Sueños

Domingo, 19 de Diciembre de 2043.-

Yo no era invisible. Simplemente un hiperhombre. Emigré de la Tierra en

busca de semejantes. Piloté mi nave durante largos espacios de tiempo a través

de la gran noche cósmica. Hambriento, ultradescendí a un pequeño planeta

ignoto. La alegría me desbordó cuando advertí que pequeñas y misteriosas

criaturas se acercaban para recibirme. ¡Por fin alguien conseguía verme!

El suelo oscilaba. Estaba recubierto por una película líquida, viscosa y muy

oscura de unos cincuenta centímetros, debido (aparentemente) a que la

atmósfera se licuaba constantemente. Algo así como alquitrán flotante. Aquellos

extraños seres asomaban sus cabezas justo por encima de la pátina que tapizaba

la superficie. No logré distinguir si poseían extremidades inferiores. Quizá sólo

fuesen cabezas andantes. Se arrastraban muy lentamente hacia mí. Habría

alrededor de tres mil unidades.

Súbitamente, se agruparon todas las cabezas y crearon una imponente

estructura helicoidal. La gigantesca tuerca comenzó a girar endiabladamente,

como si Dios estuviese perforando el planeta con su taladro percutor. Sentí cómo

se resquebrajaba la corteza. El estrépito era insoportable. El líquido viscoso se

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Page 49: Hatajo de Sueños

esparcía por doquier: una explosión de oscuridad.

Cuando retornó la calma, mi nave, la gran tuerca y la película viscosa

habían desaparecido. Me hallaba en una especie de desierto. Todo era desierto.

El cielo era desierto. No era capaz de distinguir un horizonte. Me rodeaba un

abismo cercano. Comenzó a faltarme el aire, como si el desierto me estuviese

engullendo. Me vi dentro de un pequeño reloj de arena. Ésta, caía en cascada

sobre mí, irremediablemente.

*** *** *** *** *** ***

Desperté con un miedo espantoso. Jadeante. Asimilé, lentamente, que

sólo se trataba de una pesadilla.

La intriga me condujo hacia la habitación de Emma. La nota que le había

dejado el día anterior, seguía durmiendo allí, sobre su cama. Tampoco había

venido esa noche a casa. El rostro exangüe de Emilio cubierto de vómito

exacerbó mi desasosiego. Lo lavé rápidamente. Respiraba. Respiré. Temí que la

causa de su indisposición fuese la carencia de seldontamina. Resolví llamar a

Emma, incluso me reproché no haberlo hecho antes.

Sólo tuve que pulsar en una pantalla táctil que se encontraba en el pasillo

los veintiséis dígitos que me indicó: el número de su pulsera verde. La verdad es

que me quedé ahí en medio, esperando una respuesta, como un tonto, mirando

hacia todos lados, buscando un altavoz que me hablase o algo así. Pero nada.

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Page 50: Hatajo de Sueños

Sólo el silencio del ruido del televisor. Volví a llamarla como unas diez veces más

a lo largo de la mañana, con idéntico resultado.

Me encantaría que los humanos ronroneásemos. Aunque me temo que si lo

hiciésemos, no seríamos humanos. ¡Dejemos de serlo entonces!... Después de la

comida, tumbado en la cama, con Federico ronroneando a mi lado, blandí mi

bolígrafo. Antes de escribir un solo trazo, pensé en los grandes, como Nietzsche,

Zola o Dostoievski. Las frases realmente buenas son aquellas en las que es

imposible sustituir una sola palabra, me dije. Por tanto, el silencio es perfecto.

Pero demasiado fácil, luego su perfección es fútil. Escribí: ‘Yo sólo pretendo

seguir pretendiendo’. Guardé la hoja, el bolígrafo y mi colgantito de ámbar

(siempre me lo quitaba para dormir) en mi caja de habanos y en un santiamén

concilié el sueño.

Me levanté medio zombi de la siesta y preparé la cena de Emilio. Federico

se acercó contoneándose entre mis piernas. Le lancé varios trozos de jamón de

york. Se los zampó al vuelo. Sus ojos melindrosos me rogaron: ¡más! No me dejé

persuadir.

Ɣ Vamos, Federico. Es hora de cenar para tu amo.

El taimado felino se dirigió hacia el fragoroso cuarto oscuro. Le seguí.

Con el estruendo televisivo no advertí que habían entrado en casa. La

figura hostil de un policiudadano surgió tras la puerta mientras le daba de cenar a

Emilio. Del susto, se me cayó el plato de susto, digo, de puré, de las manos. El

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Page 51: Hatajo de Sueños

gato salió volando. Quise ir tras él pero yo no cabía debajo de la mesita. El agente

me gritó que apagase la televisión inmediatamente. Difícil, mi cerebro no me

obedece, pensé. Mi cerebro era miedo gris. Ágilmente, el agente irrumpió en la

habitación, cogió el mando a distancia y apagó el televisor. Aquello originó el

desquiciante ataque epiléptico de Emilio. El policiudadano le roció con un bote de

spray. Ni caso: Emilio prosiguió con sus agónicas convulsiones. El intruso lo miró

asombrado. Dirigió el bote de spray hacia mi cara y (yo sí) entré en un fulminante

estado letárgico de sumisión.

La televisión quedó apagada. ¡Por Dios!, ¡deseé decirles que la

encendiesen!, ¡Emilio la necesitaba o moriría de un ataque al corazón!... Sin

embargo, me resultó imposible mover los labios, su spray me había paralizado

por completo. La amargura me embargó. Emilio seguía removiéndose

endemoniadamente cuando me obligaron a salir de la habitación. El pasillo

estaba infestado de agentes. Me arrancaron para siempre del número 35 de la

calle Barcelona y abandonaron allí al pobre Emilio, en aquel lamentable estado

espasmódico.

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Page 52: Hatajo de Sueños

Martes, 27 de Enero de 2044.-

Los privilegios, cuanto más limitados más preciados. Por un lado, me sabe

mal que la mayoría de los humanos no puedan (o no sepan que pueden) volar. Por

otro, NO.

A pesar de que suene a tópico: ¡cómo llega a cambiar tu vida en tan sólo

un instante! Imaginad que me estaba suicidando… y ahora me hallo aquí, sentado

tranquilamente, describiendo mis aventuras aéreas. ¡Así es!

No os voy a dar la murga con todas las circunstancias que me empujaron al

vacío. Resumiendo: estaba realmente jodido. No tenía ganas ni de respirar. Me

dolía una barbaridad el simple hecho de respirar. Como si me sondasen los dos

orificios nasales. Insoportable. Que yo sepa, no existe anestesia para ese tipo de

dolor. Tampoco la busqué. No aguantaba más y punto.

Subir a la azotea, asomarme al precipicio y lanzarme: ¡futesa!, ¡nadería!

Eso de que el suicidio es un acto de cobardía pero también de valentía:

pamplinas. ¿Quién demonios ha dicho eso? Si estás realmente jodido, te

suicidas y punto. El valor, se lo dejas todo al dinero, o a quien le importe

realmente. Más os voy a decir. La última vez que inspiraba (eso pensaba yo, al

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Page 53: Hatajo de Sueños

menos), todavía me molestó más. De pie, sobre la cornisa, al borde del abismo,

sentí cómo aquel aire enemigo arañaba mis conductos respiratorios y abrasaba

mis pulmones. Aquello fue la guinda: me lancé.

El suicidio es como estampar un pastel en la cara. El pastel eres tú y la

cara es el suelo.

Moraleja: has de tomar decisiones. Si aquel día yo no hubiese resuelto

suicidarme, hoy no sabría que soy capaz de volar. ¡Merece la pena!, ¿verdad?

Confío que estas palabras no inviten al suicidio masivo de la población,

sólo por el hecho de comprobar la capacidad de vuelo. Quizá podéis intentarlo en

camas elásticas o algo así…

Al tema. Mientras estaba cayendo, a un segundo de la muerte, me

sobrevino una fuerza interior extraordinaria. Como una inyección de litro y medio

de adrenalina y metanfetamina o las descargas de un desfibrilador de plutonio. Y

de ese modo, casi sin quererlo, comencé a desviar mi trayectoria y alcé el vuelo.

Me sentí como se debió sentir Dios cuando creó el mundo. A su imagen y

semejanza.

La gente me miraba, me señalaban, desde la calle, desde las ventanas.

Creí estar en peligro. Temí que me apresaran y me convirtieran en cobayo o rata

de laboratorio. Busqué refugio en un parque de las afueras. Nadie me vio

aterrizar. Caminaba, pero seguía volando, pensando en mi asombrosa suerte…

Había renacido, ¡y sin necesidad de morir!… Jesucristo, según dicen, precisó tres

días… yo, ¡ni un segundo!

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Page 54: Hatajo de Sueños

No estaba solo. El Sol ofrecía un masaje psicoanalítico a un par de

jubilados. Éstos, aposentados plácidamente en un banco, ofrecían al Astro sus

rostros, con los labios de sus ojos y los párpados de sus bocas sellados. Sólo las

ventanas de sus narices se abrían de par en par. El Sol parece ser el único que

entiende a estos vejetes, cavilé. Es posible que ni siquiera se comprendan entre

ellos. Sólo el Sol solapa su soledad. No quiero dar ideas… pero imaginé que un

futuro próximo los estados cobrasen por los masajes solares… Toda una vida

trabajando para un baladí minuto de silencio. Los directores de las empresas, a

las que han dedicado buena parte de sus vidas, deberían telefonearles todos los

días para agradecerles su fiel trabajo. ¡Mínimo! En cambio, la sociedad los

abandona como cazadores a galgos tras la temporada de caza. No es el hombre

quien está en peligro de extinción sino la humanidad. El porcentaje de humanidad

de cada ser humano desciende inexorablemente. Probablemente, la media actual

sea del 3%. Deberían cambiar el nombre de la especie. Pero no seré yo quien

proponga un nuevo término, porque yo ya soy pájaro.

*** *** *** *** *** ***

Cuartel General Alef 4. Islas Georgias. Mar del Scotia. Océano Atlántico

Sur. Adiestramiento para la Guerra de la Antártida. El elevado número de mi

celda (84.391) invitaba al pesimismo. Mucha gente, demasiada… La guerra es la

única enfermedad sin cura. Quizá para acabar con las guerras habría que liquidar

al hombre. La vacuna sería nuestra extinción. Desesperanzador... Reflexiones de

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Page 55: Hatajo de Sueños

un mes de acuartelamiento.

Gentes de ambos sexos y de todas las edades. Completamente

uniformados de blanco: el color del camuflaje para la Antártida. A los mandos no

les importaba tanto nuestro estado físico como nuestra agilidad mental. Digamos

que los verdaderos soldados eran los exoesqueletos, nosotros sólo los pilotos. La

mayoría de los pulseras amarillas y los pulseras rojas. Allí estábamos. Aparte del

presidio y del entrenamiento y aunque resulte lamentable decirlo, nuestras

condiciones no eran malas. Lo peor, el frío: debíamos adaptarnos al clima polar.

Los vagabundos, ya acostumbrados a las gélidas calles, disfrutábamos de una

cama, agua y comida. Un lujo. El cuartel era una colosal estructura cerrada,

dividida en numerosos pabellones. La inmensa cubierta abovedada, de unos diez

metros de altura: nuestro cielo. No salíamos del recinto. Daba la sensación de que

no existiesen puertas comunicantes con el exterior. Tampoco nosotros

parecíamos necesitarlas. Yo no recordaba mi llegada, el modo en que accedí al

cuartel, supongo que debido a los poderosos calmantes que me suministraron.

Miles de focos abarrotaban techumbres, paredes, suelos… desde las nueve de la

mañana hasta las diez de la noche. Un universo níveo que se extinguía cuando

apagaban las luces. Entonces, el recinto se sumía en la más absoluta oscuridad.

Sólo los susurros de la maquinaria del aire acondicionado. Silencio ónix.

Nadie reparaba en que a la vuelta de la esquina esperaba la guerra.

Menuda paciencia la suya. Siempre espera, la guerra. Inmóvil, orgullosa, armada

con su guadaña filosa, sabedora de su victoria. Los antecedentes históricos la

hacen ser optimista. Y una espera optimista no es tan desesperante.

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Page 56: Hatajo de Sueños

Las drogas. Todos éramos conscientes. Pero se trataba de una agradable

consciencia. El plácido ambiente resultaba demasiado artificial. Hombres y

mujeres compartiendo aislamiento y sin noticia del sexo. Y ni siquiera estaba

prohibido, simplemente debían haber inhibido la libido. Ningún problema de

convivencia. Sin necesidad de connivencia. Ausencia de cualquier síntoma de

síndrome de abstinencia. Conversaciones y diálogos se antojaban innecesarios.

En una lánguida cadencia, todos teníamos algo que hacer en cada momento. Las

maniobras de la mañana duraban cuarenta y cinco minutos. Las vespertinas,

treinta. Un total de cinco o seis sesiones, según los días. En los breves ratos de

ocio, aprovechábamos para leer los manuales del armamento, lavar nuestros

exoesqueletos… la preferida, sin duda, era tumbarse en la cama de la celda para

disfrutar de los espectaculares documentales en tres dimensiones sobre la

Antártida. La gran pantalla se insertaba en el techo de la celda. Sentía cómo la

ventisca que peinaba las dunas de hielo se colaba por mis oídos, ululando en mi

interior y congelando todo mi cuerpo. El azul eléctrico de los icebergs de formas

imposibles me hipnotizaba y me transporta a otro planeta. Era como visitar un

museo al aire libre, concretamente, la galería dedicada a un escultor muy

especial: Dios.

Excepto los uniformes grises de los superiores, el resto era blanco. Las

paredes. Los suelos. Los techos. Nuestros atuendos. Los exoesqueletos. Hasta la

comía parecía blanca. De día, Alef 4 era como una piscina de leche. Como un

gran folio blanco, vacío e imborrable donde todo estaba escrito. Disponíamos de

un maletín, también blanco. En él, un neceser con lo básico para nuestra higiene y

varios folletos con los horarios de las maniobras, comidas y normas elementales

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Page 57: Hatajo de Sueños

del recinto. Tras los panfletos anotaba mis sueños y vivencias. Fabriqué una

especie de bolígrafo con unas cuantas púas de un cepillo de dientes. Un tubito

extraído de un bote de gel hacía las veces de mango y, como tinta, usaba

mercromina. Me resultaba harto latoso escribir y progresivamente lo fui dejando.

En Alef 4, pensar durante cinco minutos seguidos era estrujarse el cerebro, y no

en sentido metafórico. Mucho peor que correr una maratón. Algo así como sudar

por dentro de tu cuerpo. Este sudor es mucho más espeso y viscoso, se aferra a

tus pulmones y apenas te permite respirar. A pesar de empeñarme en combatir

esa desgana literaria, aquel dulce belicismo místico me vencía casi siempre, se

erigía ante mí como el más poderoso de los ejércitos. El eterno romper de las

olas suaviza.

La atmósfera era muy apacible. Yo, maleable. Todos flotábamos. Paz para

la guerra. La guerra se alimenta de paz. Cuando se sacia: ¡estalla! Yo comía y

bebía lo mínimo, porque sospechaba (¡error!) que ahí escondían los narcóticos.

Pero no me quedaba otra que alimentarme. Se rumoreaba que las huelgas de

hambre terminaban con un atracón… de mortíferos rayos gamma.

Mi breve estadía (hacía ya una eternidad) en la casa de Emma me hizo

reflexionar. Aquellas obligaciones, incluso la otrora latosa rutina, se convirtieron en

nuevas ilusiones. Me sentí útil de nuevo. Debía aferrarme a mi vida presente y

futura, acariciarla, confiar en su supervivencia (valga la redundancia), marcarme

objetivos por los que luchar. Me propuse recuperar mi colgantito de ámbar, que

quedó dentro de mi caja de habanos, en casa de Emma. Iría a buscarlo tras la

guerra. Insistir en resistir es subsistir. Mi querida Claudia, ¿qué estaría haciendo?,

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Page 58: Hatajo de Sueños

¿pensaría en mí?... También echaba de menos al pobre Emilio, a Emma, al gato

Federico, a Hassan, ¡incluso al Zar!... y aquel pequeño dormitorio que ocupé en el

número 35 de la calle Barcelona: mi cuartito de bolsillo pero de tapas duras…

Recordaba a menudo a mis padres y a mi hermano, en un ejercicio masoquista.

Mi culpa seguía ahí, y ahí debía seguir. Jamás me desprendería de ella. Pero

ahora debía alejarla todo lo posible, sumergirla en lo más profundo de mi interior.

Aunque lamentablemente, en Alef 4, echaba de menos… cada vez menos.

Atravesaba yo un largo pasillo cuando creí verla. Salía de unos lavabos

femeninos. Pertenecía al personal de limpieza. ¡Qué diablos!, ¡no puede ser!, me

dije. Mientras me acercaba hacia ella, me asaltaron un millón de preguntas. ¿Qué

le habría ocurrido?, ¿por qué no volvió a casa?, ¿qué estaba haciendo allí?, ¿me

habría delatado?, ¿dejó morir a su marido?...

Emma me saludó con un gesto. No parecía muy sorprendida de verme.

Ɣ Hola, Lev. Hoy, en la cena –me susurró, miró en derredor y prosiguió–…

siéntese en la mesa 128 del pabellón 3.

De esa forma, aquella noche me enteré. Me costó bastante tiempo

asimilarlo. Mi cerebro iba al ralentí. Digamos que recibí una silenciosa bofetada

de realidad. Mientras todos masticaban sub-sonrientes sus filetes de carne,

Emma me hablaba deprisa, secreta y entrecortadamente, como leyendo un

telegrama. En teoría, todo lo que me confesó era la verdad. Y su verdad distaba

mucho de lo que la gente pensaba allí adentro. Si es que alguien pensaba por sí

mismo, claro está… Comienzo, pues:

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Page 59: Hatajo de Sueños

No había ninguna guerra en la Antártida: he ahí el descomunal subterfugio.

Nos hallábamos al Sur de Chipre, diez kilómetros al este de Lárnaka. Alef 4 era

un experimento cuyo único objetivo radicaba en la sumisión y control mental de los

individuos. Transmitían las drogas por los conductos de aire, flotaban en el

ambiente: las respirábamos. Las primeras conclusiones referían que, tras dos

años en el acuartelamiento, la mente del sujeto quedaba limpia, lista para la

reinserción.

No hubo tiempo para más. Retumbó la sirena y todos nos levantamos de

las mesas como teledirigidos. Emma me citó apresuradamente para la comida

del día siguiente en la mesa 598 del pabellón 6. Tres millones y medio de

interrogantes revoloteaban en mi cabeza. Llegué a mi celda. Era como entrar en

un globo ocular. Una cama, una mesilla con un par de cajones y un lavabo con su

espejo. Había que fijarse bien para distinguir el mobiliario, pues el pequeño

recinto, de unos seis metros cuadrados, semejaba ser una sola pieza blanca. Me

vestí con el uniforme nocturno y me cepillé los dientes. Parecían más blancos que

nunca. Me tumbé en la cama y me arropé hasta el cuello con la finísima manta que

no abrigaba esperanzas de abrigar. Comenzó el documental. Una sinfonía marcial

atronó en el Cielo. Se abalanzó sobre mí un exorbitante iceberg. Me sentí el

Titanic. Suspiré y cerré con fuerza mis ojos y mis oídos. Naufragué en mis sueños.

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Miércoles, 28 de Enero de 2044.-

¿Qué diablos…? No me dio tiempo ni a concluir mi reflexión. ¡Estaba

desnudo!, ¡en plena calle!... ¿Me habría vuelto loco?, ¿cómo es que se me había

olvidado vestirme? Menos mal que lo advertí recién salido del portal, ya que todos

los viandantes se desternillaron al verme. Podría haber sido peor, pensé, con la

calle vacía, y habiendo recorrido diez manzanas. Así que, aterrado y con la mayor

de las prisas, comencé a subir las escaleras de tres en tres (no había ascensor y

yo vivía en la novena planta). Con semejantes zancadas verticales, temí golpear

mis delicados cataplines contra algún escalón.

Vaya con la diosa fortuna, no conoce el término medio. O es

magnánimamente dadivosa, o es fulana hasta decir basta. Fíjense ustedes que,

en mi terrible situación, me topé con una mudanza. En primer lugar, un colchón,

que parecía descender solo. Tuve que ceder el paso. Afortunadamente, el colchón

me sirvió de escudo y quien lo bajase no se percató de mi presencia. Respiré:

uno menos. Esperé a los siguientes, entre la segunda y la tercera planta,

acurrucado contra un rincón. Mis manos hacían el ridículo papel de calzoncillos.

Me miré ahí abajo: no se me veía. Tardaban lo suyo. Muebles pesados, pensé.

Sentí algo de alivio cuando se apagó la luz de la escalera. ¡Bendita penumbra!...

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Page 61: Hatajo de Sueños

Por poco tiempo, ya que no tardaron ni tres segundos en encender de nuevo mi

desnudez. Eran dos apuestas jóvenes rubias quienes transportaban el mueble. Se

asustaron al verme. Enseguida debieron incidir en lo absurdo de la escena,

puesto que comenzaron a reírse pero que muy a gusto. Apoyaron el armario en el

suelo. Seguramente, las risas debilitarían sus brazos. ¡Putas!, pensé. Una de

ellas, apagó la risa de su cara y me pidió amablemente y por favor que le

sostuviese un trapo. Como es natural, le ayudé. Yo siempre me había comportado

como un caballero. Craso error: ¡quedó al descubierto mi pajarito! He de revelar a

mis queridos lectores que la terminación -ito no se debe a un término cariñoso o

coloquial, sino al reducido tamaño de mi pájaro. Vamos, que se descojonó de mí

hasta el mueble. Así, sin parar de esputar carcajadas, las zorras malvadas

desaparecieron escaleras abajo. Dos menos, me dije, intentando animarme.

Escuché un nuevo estruendo. No me daba tiempo siquiera de remontar una

planta. Recé al Señor Dios Todopoderoso Creador de la Luz y de la Vida que

pasasen pronto, a poder ser, sin verme; a poder ser, hombres. Anhelaba

vestirme. Aunque sólo fuesen unos calzones color beis pasados de moda. La

vergüenza es fría como Plutón… ¿Desde cuándo había empresas de mudanzas

con operarias sólo rubias y atractivas? Ahí tenía a otras dos. ¡Joder! Calcos de

las anteriores. Éstas bajaban con sendos y opulentos sillones de piel de leopardo,

tigre o sucedáneo. Lo mismo. A troncharse. ¡Hijas de puta!, pensé, mientras

permanecía mimetizado en la pared, pero no lo suficiente. Hicieron un receso, en

mis narices. Sin embargo, una de ellas mostró un atisbo de humanidad para con

mi persona. Me preguntó:

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Page 62: Hatajo de Sueños

Ɣ ¿Qué te ha ocurrido?, ¿por qué estás desnudo?

Cuando me disponía a responder, me quedé en blanco. ¿Qué decir?, ¿que

había salido a la calle desnudo, por descuido? Entonces saqué mi mala leche a

relucir y contesté:

Ɣ Vengo de cazar zorras. Por el gran bosque. Pero si llego a saber que

estáis todas por aquí, no me hubiese ido tan lejos.

Cómo me arrepentí de aquellas palabras. Sobre todo cuando me vi el

tortazo en la cara. ¡Plaaaaash! Sonó como en los cómics. Me hizo un daño brutal.

¡Con el frío que hacía!, ¡con lo sensible que yo estaba! Sentí una tremenda presión

en la mejilla, como si me fuese a estallar. Lo único bueno fue que cesaron de reír.

Algo es algo.

Se oían ruidos como en la sexta o séptima planta. Reemprendí mi

ascensión con la peor de las suertes: justo cuando pasaba por el 4º B, salía de su

casa Eustaquia ‘la loca’. Me quedé petrificado delante de ella. Me saludó y me

miró de arriba abajo. Sentí cómo mi colita se hacía invisible. La puta loca (porque

no se me ocurre otro modo de llamarla), me dijo:

Ɣ Hijo mío, si yo pensaba que eras hombre. Ay, madre mía, cuando le diga a

toda la gente que eres un transexual de ésos…

Rabioso como la rabia de Monrovia hacia la tiranía rubia, y a punto del

infarto, continué subiendo hasta que en la séptima, nuevamente, hube de ceder el

paso a los muebles. ¡Dos rubias más!, ¡la madre que me parió! Se me ocurrió

escudriñar los rincones en busca de cámaras ocultas o algo por estilo. Ni rastro.

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Page 63: Hatajo de Sueños

Lamentablemente, aquello era mucho peor que una broma. Esta vez bajaban

cuadros. Réplicas de Las majas de Goya: la vestida y… la otra. Las rameras

rubias teñidas creídas, a lo suyo: a reírse a mi costa. Por lo menos, no me lo

veían. Les haría gracia la situación, no mi humilde pene. Me tapaba con todas mis

fuerzas, con las dos manos. Ansié tener las de Gaznategrande, Gargantúa,

Pantagruel y Panurgo (las manos). Por fin, encontré el camino expedito hasta mi

casa.

Cuando llegué a mi puerta, se me cayó el mundo encima. ¿Y las llaves?

*** *** *** *** *** ***

¡Qué mal rato pasé con el dichoso sueño! Me vestí con el uniforme diurno

antes incluso de salir de la cama. Durante toda la mañana, en los entrenamientos,

continuaba digiriendo las confesiones de la noche anterior de Emma. Semejante

despliegue de medios técnicos, de armas de última generación: una inmensa

falacia. El extraordinario gasto que supondría simplemente la luz artificial

generada para aquel inmenso cuartel: una sublime barbarie. A pesar de todo, me

gustaba pilotar mi exoesqueleto. Temí que fuese efecto de las drogas. Era como

un juego. Seguramente, en el campo de batalla hubiese sido otro cantar. De todas

maneras, nadie parecía reparar en un próximo campo de batalla real, que, en

realidad, jamás existiría. Más que nunca sentí el deseo de escapar.

En la comida me reuní con Emma. Hablaba rapidísimo, pero vocalizaba

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Page 64: Hatajo de Sueños

mucho y se le entendía bien. Quizá tuviese experiencia, pensé. Más novedades.

Su hijo se hallaba recluido en Alef 4 desde el 29 de Diciembre de 2042. Solicitó

que lo buscase y me las ingeniase para hacerle tragar una pastilla. La otra es

para usted… confío en que no sea demasiado tarde para Ernesto, musitó,

mientras introducía sigilosamente varias fotos de su hijo y las dos cápsulas en uno

de los numerosos bolsillos de mi uniforme. Ya lo conozco, no hacían falta las

fotografías, pensé. Inexorablemente, tarde o temprano, descubriría mi martingala.

Emma no tenía facultad de acceso a los pabellones numerados del 11 al

20. Ernesto debía estar allí. Me dijo que sintió no volver a casa, pero se le

presentó esta oportunidad única de encontrar a su hijo, que no podía dejar

escapar. Se le humedecieron los ojos. Supuse que debió recordar a su marido

Emilio. Rememoré con una tenue sonrisa interior el estruendo del televisor de su

cuarto. Emma era una buena mujer, sin duda. Así lo intuí desde el primer momento

en que la vi, en aquel parque de cuarta categoría. Continuó departiendo

telegráficamente, me habló de una especie de sociedad internacional rebelde, de

la cual formaba parte. Mantenía contacto con el exterior cuando limpiaba en la

sala de ordenadores de los mandos. Cabía la posibilidad de fuga, insinuó, pero

no debía hacerme ilusiones, ni cometer el mínimo error. Rechinó la sirena. Emma

aprovechó la barahúnda producida por la recogida de bandejas y el éxodo hacia

las celdas y me emplazó para el plúteno, en la cena, mesa 89, pabellón 4. Venga

con Ernesto, por el amor de Dios. Mucha suerte, añadieron sus profundos ojos.

Había depositado su confianza en mí, de nuevo. En otras condiciones, y un

par de meses después, yo seguía siendo su única esperanza, no sólo para

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Page 65: Hatajo de Sueños

reencontrarse con su hijo, sino ahora para salvarlo.

Durante el resto de aquel día busqué en vano a Ernesto. Ardua tarea. Lo

recordaba con sus pobladas cejas, barbas y pelambreras de vagabundo. En

cambio, todos los presentes en Alef 4 llevábamos la cabeza rapada. A las

mujeres se les permitía un gorro blanco (Emma lo usaba, la mayoría no). Además,

ni a mí ni a nadie nos crecía la barba, sospechosamente. Formábamos una

plantación de bolas de billar brotando de un uniforme albino refulgente. Ni un

negro, ni un gitano, ni un chino, ni un marroquí… al parecer, sólo españoles,

blancos. Para no desentonar con el monocromático Alef 4.

Después de cenar, mientras contemplaba el último documental de la

jornada (sobre las tormentas de nieve antárticas: nevascas o blizzards), evoqué a

mi hermano. Ese día hubiese cumplido cuarenta y tres años. A modo de las

camisas de fuerza que describía Jack London en El Vagabundo de las Estrellas,

me estrujó mi eterno sentimiento de culpa, que guardaba adrede, para no

olvidarlo nunca, en un rincón de mi corazón. Mi querido Javier. Ojalá Darrel

Standing tuviese razón y viviésemos un montón de vidas. De ese modo, quizá

algún día mi hermano podría perdonarme. No obstante, lo principal es perdonarse

a uno mismo, y para eso… primero, hay que expiar la culpa y mi culpa, cuando no

se mostraba, me espiaba, no expiaba… Ni viviendo un millón y medio de vidas

podría agradecer a mis padres y a mi hermano todo lo que hicieron por mí. El

modo en que me quisieron. ¿Por qué demonios no era capaz de llorar? Con lo

llorón que yo era. En realidad, sólo conseguía llorar cuando bebía. Mi culpa no

dejaba sitio ahí adentro para nadie más, ni siquiera para la escurridiza rabia. Mi

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Page 66: Hatajo de Sueños

culpa era la Hidra de Lerna, pero yo no me sentía ningún Heracles. La culpa lo

colma todo, como la guerra. Culpa y guerra. Menuda combinación. Ya sólo el

término guerra semeja una detonación. Es como si fuese siempre entre signos de

exclamación invisibles. Guerra. No he escrito los signos, pero estoy seguro de

que los podéis percibir. Cada vez que alguien pronuncia la palabra guerra debe

fallecer alguien en ese mismo instante. Seguía sin poder llorar, hacia afuera.

Además, las lágrimas no son válidas para la guerra. Sólo para el antes y el

después. Continué meditando durante varios minutos más acerca de la guerra sin

caer en la cuenta de que todo era un embuste.

Me equivocaba con los días. Aquél no era el cumpleaños de mi hermano.

Según me explicó Emma posteriormente, curiosamente el tiempo transcurría más

lento ahí adentro. Ése 28 de Enero en que todos nosotros creíamos vivir, en el

mundo real, equivalía a principios de Marzo.

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Page 67: Hatajo de Sueños

Plúteno, 33 de Enero de 2044.-

¡Parecía sangre! No lo podía creer. Me alarmé. ¡Pero si el cuerpo humano,

en teoría, era inmune a nuestros proyectiles de ondas químicas! Olvidé por un

momento la batalla y acerqué mi exoesqueleto a unos dos metros de mi rival.

Permanecía con los ojos muy abiertos, como terriblemente asustado. No

parpadeaba. Emanaba de su boca un reguero de sangre viscosa color carmesí…

Los exoesqueletos superaban los tres metros de altura. Una película de

aluminio transparente recubría la cápsula que ocupábamos nosotros, los pilotos.

Los enormes armazones blancos se tornaban negruzcos cuando eran derrotados,

como el caso de mi adversario vencido. Pero, ¿y la sangre?, ¿y su estado

catatónico?

Ɣ ¡Oye!, ¿estás bien? –grité terriblemente asustado hacia mi compañero

herido.

No recibí la respuesta esperada, sino la que surgió desde los altavoces de

mi cabina.

Ɣ Exoesqueleto 84.391. ¿Desde cuándo se habla durante la guerra?

¡Prosiga su lucha!

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Page 68: Hatajo de Sueños

Eché un vistazo hacia los habitáculos que ocupaban los mandos, insertos

en la parte superior de la sala. Vislumbré sus siluetas. Obedecí. Enseguida

apareció otro enemigo. Recibí varios impactos en zonas no vitales. El juego era:

todos contra todos. Los exoesqueletos caídos abandonaban la gran sala durante

setenta segundos y retornaban para reiniciar la lucha. Combatí con mi nuevo

adversario, no me quedó otra. Amagué el disparo. Él se echó hacia un lado y

aproveché su maniobra para descargar mi proyectil en su cabeza. Su armazón

ennegreció. Sonreí. Miré en derredor en busca de más enemigos. Sin embargo,

me paralicé al advertir, en la misma posición donde había quedado mi primera

víctima, un árbol majestuoso. Era un arce muy frondoso, con las hojas rojas, en

todos sus matices, rutilantes, húmedas, henchidas de vida. Contemplé absorto

cómo goteaban sangre. Era espectacular, de una belleza sobrenatural. Bajo el

árbol, un pastoso charco granate se esparcía lentamente. Ensimismado por

semejante obra de arte, sentí un cosquilleo tras los párpados: mis depósitos

lacrimales, dispuestos a evacuar.

Ɣ ¡Exoesqueleto 84.391! –de nuevo la misma voz en mi cabina–, ¡prosiga su

lucha!

Me invadieron unas terribles ganas de matar. No de jugar. ¡Más árboles!

Teñir todo el cuartel con aquella fastuosa rojez. Que el charco anegase Alef 4. No

me importaba morir. Mi ansia se incrementó cuándo me topé con un segundo

árbol. Impresionante. Se trataba de mi anterior víctima. ¡Más!, me dije. Hostigué a

otro enemigo. Un primer proyectil, un segundo. Un certero. Un tercer árbol. Más.

¡Más!

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Page 69: Hatajo de Sueños

Los dos primeros charcos de sangre se habían unido y avanzaban más

rápido, conquistando el territorio a su paso. Mi rabiosa agilidad mental se

intensificó. Di muerte a más y más enemigos. Un majestuoso bosque comenzaba

a colonizar la sala. La sangre chapoteaba al paso de los exoesqueletos. Yo

proseguía matando sin dificultad. Me sentía muy superior a aquellos aprendices.

El nivel de la sangre se acercaba a la altura de las rodillas de mi armazón.

Rastreando nuevos adversarios, cuando rodeaba los arces, sus copas

cosquilleaban mi exoesqueleto. ¡Prodigiosa sensación! ¡Inyección de odio!

El campo de batalla se convirtió en el más fabuloso de los lienzos. El edén

de la guerra. Aquél parecía ser el último exoesqueleto con vida. Le cogí por

sorpresa y me resultó muy fácil acertar en su desprevenida testa. Esperé a que se

convirtiese en árbol. Extrañamente, le costaba demasiado. Me acerqué a unos

dos metros de mi rival. Permanecía con los ojos muy abiertos, como terriblemente

asustado. No parpadeaba. Emanaba de mi boca un reguero de sangre viscosa

color carmesí…

*** *** *** *** *** ***

Quizá esa extraña pesadilla se debiese al efecto de la píldora que me

entregó Emma. Notaba algo así como una descompresión en mi cerebro. Una

grata sensación de alivio. Similar a cuando, por fin, se descongestiona la nariz del

sempiterno paciente resfriado. No sé por qué, pero sentía una constante (casi

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Page 70: Hatajo de Sueños

obsesiva) necesidad de música. Un agujero en mi interior que colmar con

melodías ocres de violín y piano y estallidos de percusión. Sueños de

efervescencia.

¿Hacía más frío que de costumbre o era también consecuencia de la

pastilla?... El sábado 31 de Enero, sobre las cinco de la tarde, por fin encontré a

Ernesto. Sus cejas seguían tan pobladas como siempre. Era el único rasgo que

coincidía con mis recuerdos de la glorieta del Somontano. Cuánto había

cambiado. De aquel aspecto rugoso, tenaz y vivaracho a ese rostro suavizado por

el cincel absurdo de la censura. Asaz barniz falaz.

Habitaba la celda 6.342. Apenas me conocía. Su lavado de cerebro debía

estar centrifugando ya. Con una placentera sonrisa, me invitó a acompañarle. Le

dije que había conocido a su madre, que trabajaba en el servicio de limpieza de

Alef 4, y que me había encargado buscarle. Casi no me escuchaba. Se dirigía a

limpiar su querido exoesqueleto. Subido a una grúa, mientras le sacaba brillo, no

dejaba de alabar a su Titán (así lo llamaba). Al día siguiente, me senté a su lado

en la comida. Conseguí despistarle e introduje la pastilla en su panecillo.

Comprobé que se lo comiera. Suspiré aliviado. Pensé en Emma. Misión

cumplida.

Hoy plúteno, a mediodía, tras las segundas maniobras, Ernesto parecía

otro. Más expresivo, pero sobre todo: más reflexivo. Lo abordé, pues no había

tiempo que perder. Se mostraba pusilánime, con los ojos entornados, como si

luchase contra sí mismo, ansioso por despertar. Se atisbaba una luz. Esta vez,

cuando le nombré a su madre, sonrió ampliamente. Sus ojos relampaguearon.

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Page 71: Hatajo de Sueños

Confié que su corazón tronase y se desatase la tormenta en su interior.

Durante las maniobras de la tarde pensé todo el tiempo en los fantásticos

árboles de mi pesadilla. Recordé el viaje de fin de curso con el colegio a Canadá,

para otoño. Tendría yo catorce años o así. Se hablaba del peligro de extinción de

los árboles pero nadie lo tomaba muy en serio. En el tren de Montreal a Québec,

con Claudia (mi futura novia) sentada a mi lado, no dejamos un solo instante de

mirar por la ventana. Atardecía. Millones de arces con sus hojas verdes, amarillas

y rojas en todas las tonalidades nos lanzaban saludos fugaces: fulgurantes

destellos de los últimos rayos solares. ¡Buen viaje!, ¡buenas noches!, parecían

decir.

La cita que tanto esperaba. Por fin Emma se reencontraría con su querido

hijo. Estaba orgulloso de mi trabajo. Sentado a la mesa, con Ernesto a mi lado

izquierdo, esperando a que su madre se acercase con su bandeja de comida,

miré hacia el cielo y me di de bruces con el inmenso pináculo del recinto, atestado

de focos, vigas, conductos y travesaños. Lo atravesé. Un Cielo lapislázuli me

acogió en sus brazos. Distinguí tres personas en la lejanía que se acercaban

rápidamente a mi encuentro. Eran mis padres y mi hermano. Me fundí con ellos en

un abrazo inenarrable.

Sonó la alarma y todos nos lanzamos a devorar nuestras raciones de puré

de zanahoria y pollo con patatas. Emma no acudió.

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Page 72: Hatajo de Sueños

Miércoles, 1 de Febrero de 2044.-

Vendí los cinco dedos de mi mano izquierda por 3.500 union. Con esa

cantidad me propuse vivir durante todo un año. Sin embargo, el invierno fue muy

frío y las elevadas facturas de gas me chafaron los planes. Completamente

desnudo, posé frente al espejo durante un buen rato. Decidí vender mi brazo

izquierdo, enterito. Pedí 8.500 union por él, me ofrecieron 5.800 y el 3 de Marzo

firmamos la transacción por 6.650 union. Todos mis problemas económicos se

esfumaron. Ni siquiera me coloqué una prótesis ni nada. Iba todo el día con la

manga colgando.

Fue en primavera, con los primeros calores, cuando me arrepentí un poco.

Para entonces, ya me manejaba bien sólo con el brazo derecho. Pero llegó la

primera de las multas: 2.500 union por hurgarme la nariz en la vía pública. En los

hechos de la denuncia, referían los agentes que el día 4 de Marzo, a las 9 horas

23 minutos 38 segundos, el ciudadano X se hallaba sentado en un banco de la

avenida X hurgándose el caño derecho de la nariz con el dedo índice de la mano

izquierda. Yo recurrí la sanción, porque para esa fecha ya no tenía brazo izquierdo

ni su correspondiente mano izquierda con cuyo dedo índice supuestamente me

había sacado un moco. ¡Fue un día justo después de la venta! Lo demostré con el

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Page 73: Hatajo de Sueños

contrato de compraventa pertinente. Lamentablemente, la palabra de los agentes

iba a misa. Yo fui a misa a rezar a Nuestro Señor Dios Todopoderoso y éste me

insinuó que vendiese alguna otra cosa.

Nuevamente, el espejo reflejó mi desnudez. Joder, no estaba seguro. Me

costó lo mío, y al final opté por las orejas, las dos. Las vendí enseguida por 4.260

union y con ellas pagué mi multa y expié mi culpa, quedando en paz con la excelsa

Administración Pública.

Cuando recibí por correo certificado la sanción de 8.625 union por

escuchar música con auriculares en la plaza España, me quedé petrificado. Me

cabreé, la verdad. Pero tenían razón. Los hechos acaecieron cuando todavía

poseía orejas. Esta vez, no fui a misa, directamente me desnudé y me planté de

nuevo delante del espejo. Resultó muy duro, mas no me quedaba otra. Vendí mis

dos piernas por 21.760 union. Confié tener un poco de tranquilidad durante una

buena temporada. Incluso proyecté realizar algún viaje. Pero, sinceramente, me

costó bastante adaptarme a mi nueva vida en la silla de ruedas. Mi único brazo, el

derecho, se fortaleció como el de Conan (me refiero al personaje de la película,

no el creador de Sherlock Holmes). En casa, solía arrastrarme por el suelo, a

gatas como un bebé. Mucho más cómodo.

Cuando atisbé otra carta certificada en el buzón me eché a temblar. Al

borde del síncope, pensé en dejarla ahí. Pero debía abrirla. Y lo hice. Lloré

amargamente. Lo confieso. Multa de 19.520 union por correr en la vía pública. Fue

un día que se le escapó el perro a una viejecita y fui tras él. Ocurrió cuando aún

tenía piernas, como podéis imaginar. Así lo relaté en el escrito de apelación.

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Page 74: Hatajo de Sueños

Nada. Declararon firme la sanción. La pagué a tocateja y me quedé a dos velas.

El espejo del que os he hablado ya no era el mismo. Ahora se apoyaba en

el suelo, en medio del pasillo. De esa manera podía observarme todo entero. No

era muy agradable verme, que digamos. Busqué y busqué pero no encontré nada

que vender. Mi brazo derecho, ni tocarlo, me dije. ¿Y un ojo?, me pregunté al fin.

Vendí mi ojo derecho por 10.500 union, justos. Elegí el derecho para

equilibrar un poco: quedaba con el brazo derecho y el ojo izquierdo. Me juré y

perjuré que sería lo último. Al día siguiente, cuando vi otra carta certificada en el

buzón, casi me desmayo. Gracias a la silla de ruedas, si no, me caigo al suelo.

Qué mal rato pasé. Me imaginé de qué se trataba y acerté. Una chica que me

gustaba. Me gustaba mucho. Trabajaba en la floristería, a diez metros de mi casa.

Siempre que pasaba por ahí le guiñaba un ojo. No lo podía remediar. Era todo lo

que hacía. La saludaba alzando mi único brazo y le lanzaba un guiño picarón con

mi ojo derecho. Ni siquiera recurrí esta vez. Para más inri, la infracción tuvo lugar

cuando disponía de los dos ojos. La sanción por escándalo sexual ascendía a

25.400 union. Mi ruina.

Me refugié en casa. No salí en una semana, no sabía qué pensar, qué

hacer. No paraba de llorar por mi único ojo. Trabajo doble para el pobre. Jamás

podría pagar semejante cantidad. Estaba muy deprimido. Incluso pensé en el

suicidio.

Un buen día, mejor dicho, un mal día, pero el primero que bajaba a la calle,

me topé con un individuo. Me estaba esperando en el portal. Era un tipo mayor,

canoso, trajeado. Portaba un maletín negro. Debía conocer mi sordera, pues me

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Page 75: Hatajo de Sueños

mostró un folio manuscrito con el siguiente mensaje:

Ɣ Sr. Azcona. Soy escritor y estoy atravesando una mala racha de

inspiración. Pretendo comprar su relato por 180.000 union. El precio es

negociable...

Le ofrecí mi cara de asco como respuesta. Volví hacia el ascensor y subí

de nuevo a casa. Me eché a llorar. Abrí el portátil y leí las últimas frases del relato

que había puesto a la venta meses atrás, decían:

Incrusté una bala en cada recámara del tambor. Empuñé mi revólver con

mi poderoso brazo derecho. Encañoné mi boca. Con mi único ojo, el izquierdo,

sólo alcanzaba a ver el perfil derecho del arma. Refulgía el metal. Sentí varias

gotas de sudor recorriendo mi frente. Lentamente. Traspasaron los vellosos

muros de contención y salpicaron mis mejillas. Apreté el gatillo con todas mis

fuerzas. No pude oír el clic, pero retumbó en mi cerebro.

*** *** *** *** *** ***

Tres días de desesperación. Temí que a Emma la hubiesen apresado. El

cálido frío me envolvía de nuevo. Los conductos de aire y sus drogas me hacían

guiños. Mi deseo de música se desvanecía lentamente. Decrescendo. Renacía mi

interés por los documentales sobre la Antártida. Sonreía al pilotar mi

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Page 76: Hatajo de Sueños

exoesqueleto. Gritos de auxilio en mi interior: ¡una pastilla!, ¡que no se apague la

música!, ¡Emma!...

Tras las segundas maniobras matutinas la vi. Me contuve de echar a correr

hacia ella. Formaba una brigada de limpieza, junto con cuatro mujeres más. Sólo

Emma cubría con gorro su cabeza. Se cruzó en mi camino y me susurró

velozmente:

Ɣ Por Dios, dígame que ha dado con mi hijo.

Ɣ Sí, sí –contesté muy agitado.

Ɣ Oh, gracias. Gracias –dijo conteniendo su alegría y mirando al Cielo–. Está

bien. Escúcheme, Lev, todo está preparado. Este viernes, en la comida.

Pabellón 2, mesa 161. No pueden fallar. Venga con mi hijo. Nos largamos.

Jamás en la vida se me olvidará la sonrisa con la que pronunció ‘nos

largamos’. Continué avanzando por el pasillo de la esperanza. Mi corazón daba

brincos. Él también quería escapar, sin duda. No podía borrar de mi cabeza sus

palabras. Encontré refugio en mi celda. Me tumbé en la cama, embriagado de

ilusión. Durante la resaca, fui en busca de Ernesto, para participarle la buena

nueva. No lo encontré. Debía hacerlo al día siguiente, cuanto antes, maquiné.

Cenamos filete de ternera a la plancha, puré de patata, una manzana y dos

galletitas de chocolate. Lo justo y necesario para saciar mi hambre. Ni un gramo

más. Parecían tener controlado hasta eso. El documental de aquella noche

trataba sobre geografía antártica. El temido Mar de Weddell, por donde otrora

creían que se accedía al fin del mundo. La curvatura del indlandsis. El volcán

Erebus. Los imponentes montes Trasantárticos. Los tres polos: el geográfico, el

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Page 77: Hatajo de Sueños

magnético y el de frío. Los sastruguis o dunas de hielo. Las morrenas de la

Península Riiser Larsen. Las escarpadas costas de Tierra de San Martín. El lago

subglacial Vostok. La cumbre de Verterkaka (nombre que no me produjo ni una

leve sonrisa en el momento de escucharlo).

Una vez finalizada la sesión, se desvaneció la pantalla del techo y todo el

acuartelamiento se sumió en las profundidades. La leche se tornó petróleo. Sólo

el cuchicheo flotante de los conductos de aire. Pensé en cómo diablos íbamos a

salir de allí. Me invadió un pesimismo negro azulado y me sumergí en él.

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Page 78: Hatajo de Sueños

Viernes, 3 de Febrero de 2044.-

Paseaba tranquilamente por la acera. A mi bola. Olfateándolo todo, como

siempre. Qué ganas de llegar al parque. Yo quería ir más deprisa, pero la correa

tiraba lo suyo cuando aceleraba el paso. La vieja manda, ¡qué remedio! La

quiero, de todas formas. Sin ella, a saber qué y cuándo iba a comer. Estaba

convencido de que ella cascaría antes que yo. Tendríais que haber oído cómo

tosía. Mala pinta.

Cuando me liberó, eché a correr sin sentido hacia todos lados. Intentaba

abrazarme al parque, cosa imposible. Me divertía una barbaridad. Qué felicidad.

Corretear por aquí y por allá sin rumbo fijo. Orinar un poco bajo ese holograma

arbóreo, otro poco sobre la pata de aquel banco… ¡Libertad!

Regresé raudo hacia la vieja cuando la vi sacar mi pelota del bolsillo

derecho de su chaqueta. Allí la guardaba siempre. No podéis imaginar cuánto me

gustaba ir tras ella. Morderla. Sentirla en mi poder. Amagó un par de lanzamientos

y por fin descargó. No tenía mucha fuerza la pobre, pero la pelota botaba y botaba

y se alejaba rápida. Enseguida fue mía. Estaba hecho todo un velocista. La

devolví a mi dueña. Me acarició. Le agradaba que le retornase la pelota, no sé por

qué. Lo importante es que volvió a lanzarla. Ahora en otra dirección. ¡A por ella!...

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Page 79: Hatajo de Sueños

Y así un buen rato. Ya no podía más. Mi lengua cobraba vida propia. Sentía los

latidos de mi corazón palpitar bajo mis papilas gustativas. Menudo alivio cuando

guardó la pelotita y me anudó el collar. Para casa. ¡Qué hambre me entró de

camino! Meé un par de veces más. Unas gotitas aquí y otras allá. No por orgullo,

sólo por dejarme ver un poco.

Entramos en el portal de casa. Mi dueña pulsó el botoncito del ascensor.

Lo hacía muy bien, pues casi siempre venía rápido. En cambio, esa noche algo

raro pasaba, pues el ascensor no apareció. Maldijo la viejita a no sé quién y nos

dirigimos hacia las escaleras. Vivíamos en la tercera planta. Yo encabezaba la

expedición. El hambre me espoleaba. Olía a comida por todas partes. En la

puerta derecha del primero, estofado de ternera con salsa de zanahoria. En la

izquierda, pollo asado con patatas fritas. ¡Delicioso! La correa tiraba lo suyo. Me

molestaba el roce con mi cuello pero me daba igual. ¡Hambre!...

Sin embargo, súbitamente, la correa dejó de presionarme y salí

esprintando. ¡Qué extraño que me suelte por las escaleras!, pensé, y bajé en

busca de mi dueña. Estaba agonizando. Se había derrumbado, al lado de la

ventana, justo debajo del extintor. Entre la primera y la segunda planta. Comencé

a ladrar como un loco. Tenía mala pinta la cosa. De su boca emanaba una

espuma blanca burbujeante. Me acerqué a probarla. Puaggh: asquerosamente

ácida. Enseguida apareció la vecina del primero derecha, la del estofado.

Encendió las luces. Pronto, comenzó a venir más y más gente. Yo, aproveché el

revuelo y me colé en casa de los del primero izquierda. No os podéis hacer una

idea de lo sabroso que estaba el pollo con patatas.

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Page 80: Hatajo de Sueños

*** *** *** *** *** ***

Por nuestra parte, a punto. Ernesto y yo acudimos a la zona de

avituallamiento, y una vez provistos de nuestras bandejas de comida, nos

sentamos en la mesa 161 del pabellón 2. Enseguida compareció Emma y se hizo

un hueco entre nosotros dos. He ahí el anhelado reencuentro madre e hijo. Debido

a la gran afluencia de comensales (unos doce o trece), tuve que disimular y me

abstuve de mirarles. Retumbó la sirena, señal de todos a comer. Mientras

devoraba mi plato de judías verdes con patata, imaginé cómo aquella madre

acariciaría bajo la mesa la mano de su hijo. Cómo lo abrazaría con una mirada

sesgada. Cómo le gritaría te quiero en silencio. Sólo él podría oírla. Yo

permanecía en un estado de tensión increíble. Nadie hablaba en la mesa.

Únicamente el tintineo de tenedores y cuchillos sobre las blancas bandejas.

Ojeaba de soslayo la vivaracha glotonería de aquellos pálidos y robóticos rostros

de nuestros compañeros de mesa. Según palabras textuales de Emma: durante

la comida. ¿Qué diablos iba a suceder durante la comida?, me preguntaba yo

una y otra vez. El tiempo se echaba encima y nada extraordinario ocurría. Yo

confiaba en una gran explosión o algo así. Un magnífico helicóptero de combate

que, aprovechando el gran orificio provocado en la cubierta, descendería a por

nosotros y saldríamos volando de allí. Mi corazón bombeando inquieto también

parecía alentar el bombazo final. Nada de eso.

Emma requirió mi atención con un sutil golpe de rodilla. Me ofreció una

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Page 81: Hatajo de Sueños

píldora bajo la mesa. Me la tragué en un santiamén. Supuse que a su hijo le habría

proporcionado otra. La sirena proclamó el final de la comida. A desfilar.

Aprovechando el bullicio, Emma nos susurró que la acompañásemos. Mientras el

enjambre se dirigía hacia sus celdillas, Ernesto y yo seguíamos la imponente y

blanca figura de Emma. Acercó sus ojos a un escáner de retina instalado en la

puerta y penetró en un cuartito exclusivo para el servicio de limpieza sito al

principio de un largo corredor. Nos hizo un gesto y accedimos tras ella. Por el

simple hecho de haber traspasado esa nimia frontera me sentí infinitamente libre.

Una bombilla escuchimizada que colgaba del techo iluminaba tibiamente la

estancia. Guiñaba su ojo, la bombilla. Agradecí esa leve avería, ante el fatuo y

pluscuamperfecto funcionamiento de Alef 4. Cajas de material de limpieza

diverso amontonadas por doquier y escobas y fregonas apoyadas

anárquicamente en las paredes. Bendito dadaísmo.

Emma se abalanzó a los brazos de su hijo y le roció besos por toda la

cara. Sus ojos se anegaron. Hijo mío, decía. Oh, hijo mío, repetía, qué alegría

volver a verte. Cuánto he deseado este momento. Te quiero, te quiero muchísimo.

Tu padre también, aunque te haya hecho sufrir tanto. Quizá ahora mismo te esté

pidiendo perdón desde el cielo. Ernesto comenzó a llorar. Yo tragué saliva.

¿Conocería realmente o sólo supondría la muerte de su marido?... Me sentí un

poco incómodo, como intruso, ante aquel aluvión de sentimientos.

Mediante un sonoro beso, Emma se separó de su hijo. Hurgó en una caja

de estropajos y extrajo tres anchas esclavas de color negro. Ponéoslas, son

inhibidores de presencia, dijo, mientras se colocaba la suya.

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Page 82: Hatajo de Sueños

Ɣ Échese a un lado, Lev –solicitó.

Ernesto sonrió al escuchar mi nombre, pues ya le había contado la historia

del hallazgo de la cartera. También le hice saber la pérdida de Hassan, pero nada

referí sobre mi estancia en casa de sus padres. Obedecí, pues, y me eché a un

lado. Emma se agachó, pulsó simultáneamente con sus pulgares en sendas

baldosas contiguas y se abrió automáticamente una trampilla. El hueco era muy

estrecho, pero lo suficiente como para comenzar a descender por la escalerita

metálica fijada a la pared. Bajó primero Emma, después Ernesto y, por último, yo.

La trampilla se cerró a mi paso automáticamente y una densa oscuridad nos

engulló. El calor, acrecentado por la elevada humedad, era insoportable. Me

recordó a los túneles de Cu Chi. Intenté tranquilizarme, en vano, pensando que

enseguida veríamos la luz, que aquel era el camino de la libertad. En pocos

minutos llegaremos al túnel principal, anunció Emma. Menos mal, pensé. Al cuarto

de hora de tinieblas, más o menos, finalizamos el descenso de la escalera. Por

delante, seis largos kilómetros de un pasadizo subterráneo que conectaba con la

superficie. Durante los primeros cincuenta pasos, caminamos erguidos. Sin

embargo, el conducto se estrechó más y más, hasta que no quedó otra que

avanzar gateando. No soy capaz de concretar el tiempo que transcurrió ahí

adentro. Una eternidad en bucle. Pensé que no sería capaz de conseguirlo. Me

invadió una claustrofobia terrible. Nuestros jadeos descompasados sonaban

enlatados en el angosto pasaje. Mi cuerpo chorreaba sudor. El uniforme pesaba

como un muerto. Me asfixiaba. A menudo, miraba al frente, ansiando descubrir un

punto de luz en el horizonte. Una meta a la que aferrarme. Pregunté a Emma unas

cuantas veces cuánto restaba, como un niño pequeño que, antes de salir de viaje,

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Page 83: Hatajo de Sueños

ya está solicitando llegar a destino. Ella nos animaba. Admiré su condición física,

rondaría los sesenta y allí estaba, en cabeza, alentando a su endémico ejército.

Ernesto tosía frecuentemente. El túnel semejaba un negro estertor, una

interminable lengua de jirafa. Casi no creí cuando escuché decir a Emma:

Ɣ Ya llegamos… ¡lo hemos conseguido!

El aire proveniente del exterior nos envolvió. Cuánto lo agradecí. Olía a

vida. Mis pulmones más. No obstante, no sobrevino el vórtice de luz solar que

tanto ansiaba. Ahí afuera nos esperaba la noche. El susurro del batir de las olas

nos dio la bienvenida al mundo real. Nos abrazamos. Emma volvió a cubrir de

besos a su hijo. Resultaba formidable inspirar la brisa marina. Nos hallábamos en

una inmensa playa agreste cercana al cabo Greko, al suroeste de la isla, a unas

cien millas de la costa del Líbano. Nubes grisáceas formaban un vasto telón

cósmico, que ocultaba los actores principales: los astros y planetas que brillan

con luz propia en el firmamento. Sólo la espuma de las crestas de las olas y

nuestros blancos trajes centelleaban en la oscuridad. La temperatura ambiente

rondaría los quince grados. Clima tropical, comparado con el adulterado frío del

acuartelamiento. Nos sentamos sobre una gran roca, devolviendo lentamente

nuestras pulsaciones a su cadencia habitual.

Ɣ Debemos aguardar aquí –dijo Emma con voz marítima, abrazada a su

hijo–. Confío en que vengan pronto a rescatarnos. Como imaginaréis,

nuestro delito de sedición es castigado con pena de muerte. Ya estamos

sentenciados. Debemos huir para siempre.

Mientras esperábamos, Emma nos desgranó todos los entresijos

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Page 84: Hatajo de Sueños

maquiavélicos de Alef 4. Mutaciones adulteradas en el tiempo, narcóticos por

doquier: en comidas, en bebidas, en el aire acondicionado, en forma de

radiaciones en los habitáculos de los exoesqueletos, en las imágenes de los

documentales… El objetivo a corto plazo radicaba en la reinserción de los grupos

de riesgo, como pulseras rojas y amarillas. Alef 4 suponía el cuarto estadio de la

prueba original, iniciada en el año 2023, en las islas Azores. El propósito final

consistía en el control mental de toda la población. Tras estas primeras

pinceladas, Emma prosiguió su cuadro verbal explicándonos la construcción del

túnel. Aprovecharon una red subterránea que recorría toda la isla, establecida en

1975, con motivo de la instalación de la base internacional militar de RAF Akrotiri,

al sureste de la isla. Tomaron su nombre del lago salado cercano a las

instalaciones aeroportuarias. Mediante degradadores de materia, varios

compañeros de Emma crearon una vía que comunicó el viejo pasadizo con Alef 4.

Cuando nos hablaba de un tal Isaac, pieza clave de su organización, apareció de

repente una pequeña lancha surcando la noche en silencio. Respondiendo a sus

señales luminosas, nos pusimos en pie y rápidamente, primero chapoteando, y

después nadando, nos dirigimos a su encuentro. Resultaba muy costoso avanzar

con los pesados uniformes de Alef 4, pero tras varios minutos, por fin

embarcamos ayudados por los dos tripulantes.

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Page 85: Hatajo de Sueños

Lunes, 7 de Marzo de 2044.-

La fecha del encabezamiento corresponde al mundo real, fuera de Alef 4.

Sin tiempo para dormir. Sólo un único sueño: escapar. La zódiac apenas

cabeceaba, rugía rabiosa, deslizándose ingrávida sobre la queda y tenebrosa

mar. La isla de Chipre desapareció enseguida a nuestras espaldas, devorada por

la noche garganta abajo. Thomas, que hacía las veces de patrón, empuñaba el

prolongador del timón que sobresalía del motor fuera borda. Yasser se hallaba

sentado a su lado, ojo avizor. Emma, Ernesto y yo ocupábamos la parte de proa,

agarrados firmemente a los asideros de babor y estribor.

Por fin nos libramos de nuestra empapada vestimenta. Yasser nos acercó

una mochila a cada uno, instándonos a cambiarnos de ropa. Cuando hayáis

terminado, meted en ella vuestro uniforme junto con la esclava negra (la que nos

había entregado Emma para escapar del acuartelamiento), añadió. La oscuridad

mitigó nuestra timidez. Se trataba de zapatillas de deporte y cómodas prendas de

algodón, de tallas muy grandes, pero que enseguida se adaptaron a nuestros

cuerpos. Casi olvido que en uno de los bolsillos de mi uniforme había guardado

en una bolsita de plástico todos mis apuntes escritos en los folletitos de Alef 4.

Los trasladé a un bolsillo con cremallera de mi flamante chándal. Nada más

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Page 86: Hatajo de Sueños

poseía. Confiaba en que mi preciada caja de habanos siguiese en casa de

Emma, esperándome. Allí reuniría todos mis apuntes. ¡Paciencia!, imploraba en la

distancia. Cuando hubo recibido las tres mochilas, Yasser las roció con un spray y

las lanzó al agua. ¡Hasta siempre!, apuntilló.

Ɣ Tenemos suerte con la bonanza –anunció Thomas–. En poco más de tres

horas llegaremos a la Trípoli del Líbano. Después, volaremos en hidroavión

hasta las Islas Príncipe, cercanas a Estambul. Allí descansaréis,

compañeros. Imagino que a Emma no le habrá sido posible hablar mucho

con vosotros dentro de la cárcel… Cuando hayamos expurgado su

asquerosa droga de vuestros cerebros, departiremos largo y tendido.

La noche surgía del fondo de las aguas y devoraba la atmósfera. La mar,

como la pez. La zódiac no emitía señal luminosa alguna; únicamente la blanca

estela que se formaba y desvanecía rápidamente a nuestro paso. Escruté los

rostros de Yasser y Thomas. La noche sólo me permitió advertir una larga y tupida

barba en el de Yasser. El seseo en la dicción de éste apuntaba a su origen árabe.

Thomas, por su parte, hablaba perfectamente el castellano. Nos ofrecieron agua.

Mi cuerpo chorreó sudor diciendo gracias. El agudo estruendo del motor, cual

carraca dentro del tímpano, nos obligaba a gritar para hacernos oír. Ernesto

preguntó a su madre si nos estarían buscando.

Ɣ ¡Por supuesto! –irrumpió Yasser entre risas–. Nunca dejarán de buscarnos,

pero somos mucho más listos que ellos y jamás nos encontrarán. No se

preocupe, Ernesto, está en buenas manos. Fíjese en su madre, no ha

parado un segundo hasta salvarle y lo ha conseguido… y aquí estamos,

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Page 87: Hatajo de Sueños

¡camino de la salvación!

Las palabras de Yasser goteaban tímidas de su boca, pero al unirse en

frases, se consolidaban y erigían orgullosas su significado. No se trataba de un

optimismo fatuo. Más adelante confirmé mis cábalas: su mente era realmente

prodigiosa.

Durante el trayecto, Emma cuestionaba a su hijo sobre sus años de

vagabundeo. Fue entonces cuando descubrió mi engaño. Ernesto hizo referencia

a los buenos ratos que pasó junto a mí en la glorieta del Somontano. Súbitamente,

sentí cómo Emma incrustaba su mirada punzante en mi alma. Toda su habitual

suavidad se tornó furia. Comenzó a chillarme:

Ɣ ¿Lo conocías?, ¿conocías a mi hijo y te lo callaste?... ¡No me lo puedo

creer! Te ofrezco mi casa, te confío mi corazón… ¿de esta forma me lo

pagas?... No, no lo puedo creer… ¡no lo puedo creer!, ¡no puede ser

verdad! ¡A qué clase de persona estamos liberando! –exclamó,

dirigiéndose hacia Yasser y Thomas–, propongo que lo dejemos en el

Líbano. No podemos fiarnos de él.

No acerté a contestar nada. Era consciente de que tarde o temprano se

enteraría, de que aquel momento llegaría, pero nunca calibré sus funestas

consecuencias. De todas formas, Emma tenía todo el derecho de enfadarse.

Ernesto me exculpó, aduciendo que todo el mundo hace lo posible por dormir

bajo un techo. Además, prosiguió, en las pésimas condiciones en que

convivimos, le había demostrado que era buena persona. Emma no parecía

escuchar el alegato a mi favor de su hijo, seguía encolerizada, esputando ¡no me

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Page 88: Hatajo de Sueños

lo puedo creer!, ¡embustero! y similares. Agradecí las conciliadoras palabras de

Thomas:

Ɣ Comprendo tu cabreo, Emma. Pero ahora no es momento de tomar

decisiones improvistas. Sería demasiado arriesgado para todos.

Hablaremos de ello en Büyükada... Entiéndelo.

Suspiré.

Yasser llamó nuestra atención señalando al frente. Se vislumbraba en el

horizonte la silueta de la ciudad, flotando sobre el mar, desparramándose

horizontal, típicamente oriental, encabezada por las sombras de imponentes

minaretes y un grupúsculo de rascacielos. Suaves pinceladas de púrpuras y

violáceos comenzaban a teñir el cielo. Las nubes malhumoradas, últimos reductos

de la noche, desfilaban lentamente hacia el ocaso. Las aguas se tornaban menos

aterradoras. Como si el gran cíclope que es el mar, abriese lentamente su

inmenso ojo azul zafiro. A lo lejos se escuchaban los plañideros graznidos de las

gaviotas. El motor descansó. Sentí su silencio en mi interior. Permanecimos a la

deriva durante varios minutos, entre miríadas de pequeñas y efímeras olas.

Escuchad, indicó Yasser. Era la llamada a la oración en la ciudad, que llegaba a

nosotros en forma de leve susurro vibrato.

Un monumental estruendo hizo girar nuestros cuellos: un hidroavión

amerizaba varias millas a estribor. Thomas puso a rugir el motor incontinenti y nos

dirigimos raudos a su encuentro.

La aeronave se erguía esbelta sobre sus dos alargados flotadores. Como

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Page 89: Hatajo de Sueños

una gran ave posada sobre las aguas. En la cola figuraba una bandera turca. Los

trazos árabes del nombre de la compañía aérea serpenteaban en rojo vivo,

contrastando con el blanco del fuselaje. Se abrió una compuerta y apareció la

figura de una mujer. ¡Vamos muchachos!, exclamó, ¡bienvenidos a casa! Thomas

desembarcó en primer lugar. Tendiéndonos su mano, nos ayudó al resto a

acceder a la cabina de pasajeros, ascendiendo por el flotador, bajo el ala. Me

extrañó la presencia de hélices, ofrecía el aspecto más romántico de la aviación.

El último en bajar fue Yasser. Sacó de su mochila una especie de pastilla de

jabón. La lanzó sobre la zódiac vacía y ésta no tardó en zozobrar, desapareciendo

para siempre bajo las aguas. ¡Buen trabajo, querida!, voceó entre carcajadas. A

su paso, cerró la compuerta y besó apasionadamente a Louise.

La luz artificial me permitió destripar a mis acompañantes.

Supuse que Thomas, robusto, nacido en Barcelona, tendría antecedentes

nórdicos, debido a sus rubias y salvajes melenas, ojos azules y tez marmórea. El

piloto del hidroavión era su hermano Isaac, más joven, de treinta y pocos, muy

parecido a Thomas, aunque muy delgado y con el pelo más corto. Louise, mujer

de Yasser, aquilina, de ascendencia francesa y nacionalizada turca, rozaría los

cincuenta. Erguía su cuello cual ganso o como si la estuviesen midiendo a cada

instante, a pesar de sacarle un palmo de altura a su marido. Éste, muy moreno y

con vivaces y minúsculos ojos negros, se acariciaba constantemente (a modo de

tic) su selvática e indómita barba, que ya había entrevisto en la zódiac.

Y por otro lado, las tres bolas de billar: Emma, Ernesto y yo. Ella pidió algún

gorro o similar con que cubrir su cabeza y Louise le acercó amablemente un

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Page 90: Hatajo de Sueños

pañuelo. No había otra cosa. El enfado de Emma para conmigo parecía remitir,

cuando en un chispeante cruce de miradas me demostró lo contrario.

Thomas repartió un sándwich para cada uno. Isaac se dirigió a la cabina

de mandos para preparar el despegue. Como se trataba de un hidroavión de

mercancías, los asientos se anclaban en las paredes del fuselaje. Por delante un

par de horas de vuelo.

Antes de abrocharme el cinturón de seguridad, me acerqué a Yasser, el

más simpático de todos, con creces, y le pregunté si disponían de algún aparato

reproductor de música. Cualquier cosa, me daba igual, pero música. Jamás en la

vida hubiera podido imaginar su respuesta.

El sándwich pasado y frío de jamón york y queso más suculento crujiente y

sabroso de toda mi existencia gracias al prodigioso nocturno en mi bemol mayor

ópera nueve número dos del Señor Frederic Chopin que crepitaba a través del

hilo musical de la aeronave.

De postre, me postré ante Morfeo.

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Page 91: Hatajo de Sueños

Viernes, 35 de Marzo de 2044.-

Llamaron a la puerta. Casi siempre eran comerciales plastas. Yo

permanecía en absoluto silencio y en quince segundos se largaban. Comprobado.

Los observaba desde la mirilla. Pero aquella vez se trataba del contador del agua.

Es decir, el trabajador que se dedica a ir por las casas anotando las cifras de los

contadores de agua que luego se convierten en hermosas facturas. Creo que

queda claro. Sigamos.

Le abrí. Vestía uniforme azul. Muy apropiado. Muy acuático. Era un tipo

rudo, con la voz muy grave. Buenas tardes, saludó. Correspondí. Amablemente, le

hice pasar a la cocina. Le señalé la puertecita del armario, bajo el grifo, donde se

escondía el contador. Y hasta ahí recuerdo.

Lo siguiente ya no resulta tan gracioso, por lo menos para mí. Sentía un

dolor agudo en la cabeza y me encontraba maniatado y amordazado. Sólo podía

emitir sonidos de 0’0002 decibelios como máximo. Resumiendo: total

indefensión. A merced del contador del agua.

¿Cuáles eran sus pretensiones? ¿El robo? ¿La violación? ¿La violencia

gratuita? ¿El tráfico de órganos? Nada de eso. ¡Ojalá!

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Page 92: Hatajo de Sueños

El muy cabrón no me explicó sus planes. Me obligó a tragar una pastilla

amarilla. Le costó lo suyo, porque la escupí en su cara como unas cinco veces. Se

cansó de mi rebeldía y me propinó un feroz puñetazo en la tripa. Aprovechó el

momento en que me doblegaba como una bisagra para encestar la dichosa

pildorita en mi boca. Entró hasta dentro y me hizo efecto enseguida. Lo siguiente

fue mucho peor, para mí, claro está… porque para él… ya lo dudo.

No os lo he contado, pero soy un tipo bastante normal. Sin embargo, mi

novia no. Mejor será que no os la describa, para que no tengáis pensamientos

impuros. Seáis hombres o mujeres, da lo mismo. Sé de alguna que ha pensado

visitar la isla de Lesbos por culpa de Natacha, mi novia.

Sigamos con los hechos. ¡Pues el muy hijo de puta del contador de agua

se había convertido en mí! El cómo lo hizo se lo deberíais preguntar a él. Ni puta

idea. Disculpad mi lenguaje pero estoy bastante enojado, como podréis imaginar.

Bien: si él era yo; yo, ¿quién era? He ahí el quid. Yo era el canario Eustaquio.

¡Nuestro precioso canario!, ¡el que habíamos comprado Natacha y yo en Gran

Canaria!, ¡el mismo que nos despertaba todos los días con dulces cantos!, ¡el de

los colores verdes y dorados dignos de las aves del paraíso!

Cuando fui consciente de mi nueva identidad, ya había llegado Natacha a

casa. Y no perdía el tiempo, el intruso, ¡estaba en la cama con ella dale que te

pego! Para más inri, el amable y encantador farsante había trasladado mi jaula al

dormitorio. ¡Se estaba tirando a mi novia en mis narices! O quizá debería decir:

¡en mi pico!

Me puse como un pájaro loco. Imaginaos. Nada de melodías. No cantaba:

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Page 93: Hatajo de Sueños

¡chillaba! Me dolían hasta las plumas de tanto gritar. ¡Natacha!, ¡estoy aquí,

secuestrado!, ¡soy yo!, ¡SOCORRO!

Natacha, ni caso. Sólo decía ¡oh! ¡oh! ¡oh! ¡oh!... y no imitaba a Papa Noel,

precisamente. Visto que desgañitarme no me sirvió de nada, comencé a

cagarme por toda la jaula hasta vaciarme por completo.

Ellos seguían a lo suyo. Ni siquiera olieron mi protesta de mierda.

Cuando acabaron la faena, el impostor, el muy cabrón, me guiñó el ojo y

me dirigió una sonrisita. Natacha comentaba lo chillón que estaba Eustaquio, o

sea yo. Se levantó de la cama en pelota picada y me colocó en el salón, mi lugar

habitual. Tranquilo, Eustaquito, tranquilo, me decía con ñoña voz de niña buena.

Volví a gritar ¡Natacha!, a un palmo de su cara, con todas mis fuerzas de ave. En

vano.

Si hay por ahí algún científico que pretende sostener que los canarios

tienen cerebro, les diré lo siguiente: ¡y una puta mierda! ¡Me resultaba imposible

pensar!, ¡urdir mi venganza!... Con la oscuridad me entró un sueño brutal y me

quedé frito al instante. De pie. Raro eso de dormir de pie, por cierto.

Aquella noche soñé que era un humano. Mi novia estaba realmente

buenísima. La envidia de todo el bloque… ¡qué diablos!, ¡de toda la ciudad!...

Veía la televisión tranquilamente tumbado en el sofá cuando llamaron al timbre.

No me levanté. Imaginé que se trataría de algún comercial pesado. Insistieron. Fui

a ver. Entreabrí la puerta y se presentó ante mí el contador del agua. Saludos

cordiales, por ambas partes. Lo invité a acompañarme a la cocina, donde se

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Page 94: Hatajo de Sueños

hallaba el contador. Pero extrañamente, él replicó que no debía revisar ese

contador sino el otro. ¿Cuál otro?, pregunté yo, sorprendido. Acompáñeme, dijo y

se dirigió hacia la jaula del canario. A éste me refiero, apuntó, señalando al mini

depósito de agua de la jaula. Me apresó el pánico cuando advertí que el canario

estaba dentro del recipiente ahogándose, luchando por salir a flote. Rápidamente,

acudí en su ayuda pero nada pude hacer para salvarlo. Se quedó pajarito. Saqué

el cadáver y … ¡ERA YO!

Tras semejante pesadilla, me desperté temblando y con una sed horrible.

Gracias a Roc y al Ave Fénix que mis queridos dueños Natacha y Eustaquio me

llenaron enseguida el bebedero. En señal de agradecimiento, les canté una

preciosa aria: La Donna e mobile, perteneciente a la ópera Rigoletto, de

Giuseppe Verdi.

*** *** *** *** *** ***

Cómo había cambiado mi vida tras poco menos de un mes de estancia en

Büyükada, la mayor de las Islas Príncipe, sitas en el mar de Mármara, frente a la

parte oriental de la ciudad de Estambul. Emma me perdonó, aunque le costó lo

suyo. Me crecía el pelo y me propuse dejarme barba, por lo menos, tan larga

como la de Yasser. Aquél era el último día en que Ernesto y yo tomábamos la

pastilla. Nuestro cuerpo se había purificado por completo de los narcóticos de

Alef 4.

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Page 95: Hatajo de Sueños

La isla de Büyükada era antiguamente el paraíso vacacional de la clase

adinerada de la gran ciudad. Provista de idílicos bosques de pinares y monte

bajo, playas rocosas y arenosas, casas coloniales, hermosos paseos marítimos,

rúas adoquinadas, angostas y serpenteantes, magníficos restaurantes,

piscifactorías y hotelitos entrañables. Hasta que el gran incendio de 2018 asoló

por completo la isla. Fallecieron más de mil personas. Casualmente los árboles

fueron declarados extintos de la faz de la Tierra dos años después. En la

disidencia, al período del 2015 al 2020 se le conocía como ‘el lustro del fuego’.

Lostruth (‘la verdad perdida’ en castellano, así se denominaba nuestra

organización) mantenía que los desastres naturales fueron provocados por los

gobiernos siguiendo un programa secreto multinacional que sembraría las bases

del futuro control absoluto sobre la población mundial.

Büyükada estaba poblada por un centenar de campesinos, antes también

pescadores. Sin embargo, la pesca de bajura fue terminantemente prohibida.

Sólo permitían la pesca con caña desde la costa. Las capturas fueron

decreciendo hasta desaparecer casi por completo. Más del noventa por ciento de

la producción de alimentos se monopolizaba en las factorías propiedad de las

multinacionales, a las que también pertenecían los grandes barcos pesqueros. En

la era de la agricultura sintética, muy pocas plantas se elevaban más de dos

palmos del suelo. La vegetación del Planeta consistía en pequeñas huertas, cada

vez más en desuso. La venta de semillas era controlada férreamente por los

gobiernos. Por su parte, vacas, cabras y ovejas malcomían malas hierbas y

pienso de alfalfa. Digamos que habían arrancado el terciopelo del Planeta: un

nuevo vellocino de oro. Ya podían buscar Jasón y los argonautas, que sólo

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Page 96: Hatajo de Sueños

hallarían esqueleto telúrico. El mar parecía apropiarse del color verde, en peligro

de extinción en la superficie terrestre, como luchando por su conservación.

Asimismo, no debemos olvidar que más de la mitad de las especies animales del

Planeta vivían en las zonas tropicales. Miles de ellas se extinguieron junto con los

árboles. Dependiendo de la estación seca o lluviosa, las antiguas selvas variaban

de grandes desiertos a inmensas balsas de agua. Las cordilleras montañosas,

completamente grises, aparentaban más escarpadas, más salvajes, sin el manto

arborescente en sus faldas. Dada la escasez de animales exóticos, la mayoría de

los zoológicos se habían convertido en acuarios. Asolaron las gélidas taigas y

estepas con agentes químicos, convirtiéndolas en exánimes llanuras sin fin.

Gracias a los relatos de Gógol, Chéjov, Pushkin y compañía, que hoy resultan

eclógicos, podemos evocar aquellas inolvidables estampas, como paisajes

fósiles de museo.

Vivíamos todos juntos en una enorme casa de campo al Sur de la isla,

cercana a la antigua avenida Adalar. Villa Sumac se llamaba, en honor a Albert

Camus. Sumac era el anagrama del apellido del magnífico escritor que, poco

antes de morir, confesara: mi obra todavía no ha empezado. Un buen escondite,

sin duda. A unos cien metros de una playa riscosa muy escarpada. Disponíamos

de un embarcadero natural. En unas cuevas formadas entre las rocas por el tenaz

cincel de la erosión, guardábamos varias zódiac como válvula de escape.

Nadie repararía en aquella sobria edificación de ladrillo, con las paredes

estucadas a jirones, sin pintar y cubierta por techos de uralita. Telas de saco

hacían las veces de cortinas. Materiales de construcción, ripios y cascotes

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Page 97: Hatajo de Sueños

desperdigados por doquier le daban un aspecto de inacabada. Semejaba ser el

hogar de otra familia de agricultores y/o ganaderos. El último escalafón de la

sempiterna pirámide social. Podríamos decir que los vagabundos estaban algo

mejor vistos que los campesinos. Pero lo impresionante de aquella destartalada

edificación estaba en el interior. Siempre lo realmente impresionante está en el

interior.

La residencia era muy cómoda, sencilla y espaciosa. Un desnutrido

tabique de yeso separaba la parte habitable de la destinada a la investigación

científica, supervisada por el Doctor Yasser Malik. La entrada, muy amplia y

acogedora, era el centro neurálgico de la casa, donde comíamos y nos

sentábamos a charlar. En las paredes colgaban cuadros de diferentes tamaños,

la mayoría de ellos, grabados con motivos religiosos. Un abanico de taburetes

correteaban anárquicos cerca de su madre, una hermosa mesa horizontal de

piedra, y en un rinconcito, se hallaba una mesa camilla donde permanecían largas

horas sentados Biddu y Usha. A través de un estrecho pasillo, se accedía a los

diez pequeños dormitorios, todos con camas de matrimonio. El diáfano corredor

comunicaba con la zona de laboratorios, invernaderos y sala de ordenadores.

Disponíamos de tres baños comunales y cuatro duchas individuales. No había un

número fijo de residentes en Villa Sumac. Isaac, el hermano de Thomas,

pernoctaba muy de vez en cuando, ya que trabajaba con el hidroavión como

repartidor de semillas en una gran compañía. Él era nuestro infiltrado. Como

podéis observar, me sentía parte de Lostruth, desde el primer día en que nos

libraron de las blancas garras de Alef 4. Además, yo venía de prestado, porque

por suerte me colé en la vida de Emma. Había escuchado antes el nombre de

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Page 98: Hatajo de Sueños

Lostruth, en las noticias, y lo relacionaba equivocadamente con el terrorismo, tal

como hacían creer los conspiradores medios de comunicación a sus masas. El

apuesto Thomas ejercía de patrón de una pequeña embarcación turística a través

del Bósforo. Emma y Louise, ambas ingenieras informáticas, se encargaban

principalmente del contacto con los compañeros y amigos esparcidos por todo el

mundo, a través de nuestra intranet. Usaban un complejo lenguaje cifrado.

Obteníamos financiación mediante la venta clandestina de semillas (sobre todo

de tabaco) y de pequeñas donaciones. Nosotros formábamos sólo una estrofa

más, entre los cientos que se esparcían por todo el Libro.

Los anfitriones y reales dueños de aquellas tierras eran Biddu y Usha, tíos

de Yasser, nativos de la vecina isla Sedef Adasi, la más oriental del archipiélago.

Se casaron muy jóvenes. Sus padres sufrieron la expropiación de su hacienda

cuando las Islas Príncipe se convirtieron en el destino turístico de moda. Tras el

gran incendio, Biddu y Usha decidieron comprar aquella porción baldía de terreno

que con el tiempo se convertiría en Villa Sumac.

Propuse a mis compañeros que me llamasen Lev, en lugar de Adrián,

relatando el hallazgo de mi cartera y argumentando que aquella nueva identidad

me había traído suerte. Ernesto y yo, que todavía no habíamos salido de la isla,

preparábamos los envíos de antídotos por correo para nuestros compañeros

difundidos por todo el mundo y ayudábamos en los laboratorios clandestinos a

Yasser. Éste tenía varios proyectos en fase de ejecución y desarrollo y otros

muchos gorgoteaban todavía en su cerebro. Era un tipo genial. Siempre

sonriente. Daba gusto trabajar con él, para él, o lo que fuese, quiero decir, que

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daba gusto estar con él. Aparte del riego, los abonos y nitratos, todos los días

inyectaba en sus semillas La cabalgata de las valkirias de Wagner y el cuarto

movimiento de La sinfonía del nuevo mundo de Dvorak, a todo volumen. No sé a

ellas, pero a mí me hacían volar, caer, suspirar y sonreír, al mismo tiempo.

Permanecíamos en silencio los tres, Ernesto, Yasser y yo, escuchando. Sin duda,

si hubiese que escoger un himno para la revolución, propongo cualquiera de esos

dos. No los hay mejores. Quizá me quedaría con Dvorak, por su mayor

humanidad, contra el antisemitismo manifestado por Wagner, pero ciñámonos a

la música, más allá de las personas.

Casualidades de la vida: Yasser se parecía físicamente a Dvorak. Si bien

el checo, seguramente no se acariciaría tanto la barba como nuestro amigo el

turco.

Todo el mundo que entraba y salía de la casa besaba a Biddu y Usha.

Preciosa costumbre. Ya octogenarios, siempre ofrecían sus mejillas con una

sonrisa. Se dedicaban a las labores básicas del hogar, sobre todo a la cocina.

Permanecían largos ratos en la sala de estar, sentados en torno a la mesa

camilla, calentando sus pies en el brasero, escuchando la radio y jugando a las

cartas. No salían de la isla para nada, por lo menos durante mi estancia.

Encantados con su papel de anfitriones, siempre ofrecían té y café a cualquier

visita. El café turco, llamado kahve, era una auténtica bomba. Lo servían en una

minúscula taza. En un par de sorbos acababas con él, y tras unos segundos,

notabas cómo fluía por tus venas, se estiraba tu cuello y te sentías listo para la

acción. Aunque no sabían una palabra en inglés, Biddu y Usha tampoco hablaban

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Page 100: Hatajo de Sueños

mucho turco, ni entre ellos ni con el resto. Daba la sensación de ya lo habían dicho

todo. En vida, descansaban en paz.

Mi habitacioncita se componía de una cama y una mesita. No había

ventana, como en el escandaloso cuarto de la tele de la casa de Emma y Emilio.

Utilizaba yo varias sillas como armario. Disponía de un ordenador portátil que

apenas usaba. No necesitaba más. La estancia contigua la ocupaban Yasser y

Louise. Hacían el amor to-das-las-no-ches. Para ellos, constituía una especie de

religión o rito o algo así. Su particular rezo nocturno a Afrodita. Y no eran muy

silenciosos, que digamos. Louise semejaba ser la mujer que instauró en Francia

el erotismo. De todas maneras, nadie se quejaba ni decía nada al respecto. Sólo

a veces bromeábamos al respecto Ernesto y yo. Su placer periódico se había

convertido en uso social. Las leyes populares de la costumbre.

Cenábamos muy temprano, sobre las seis y media de la tarde. En aquella

época del año, la temperatura era muy agradable. Tras el kahve, yo solía marchar

a pasear con Omi, el perro de la casa, un cariñoso pastor belga. Provisto de algún

libro (en Villa Sumac había miles, desperdigados por estanterías o por el suelo),

descendía hasta la playa, escogía alguna roca plana y tomaba asiento. No hay

mejores acompañantes que un Libro y un Mar. Hubiese rechazado los tronos más

distinguidos de los más suntuosos palacios de los más afamados monarcas. El

Sol, en el horizonte, se introducía pausadamente en el agua, como un venerable

anciano. Seguramente le pareciese muy fría, debido al contraste, de ahí su lentitud

en sumergirse. Las aguas se sonrojaban ante la presencia de tan distinguido

invitado. Los enormes cargueros comenzaban a guardar cola respetuosamente

100

Page 101: Hatajo de Sueños

con la intención de atravesar el estrecho del Bósforo durante la noche, con destino

al Mar Negro.

Se rumoreaba por entonces que Turquía estaba a punto de acogerse al

plan de las pulseras que tan buenos resultados ofrecía a numerosos países de

todos los continentes, caso de España.

Gracias a Yasser, sobre todo, Villa Sumac era casi autosuficiente. Aparte

de semillas, inhibidores de todo tipo, degradadores de materia, pastillas

antidroga, micro y nanochips de cualquier clase y especie, generábamos la

energía para toda la casa, sembrábamos los productos que nos alimentaban,

potabilizábamos el agua del mar…

Me hubiese llevado noventa y cinco mil vidas, como poco, aprender los

conocimientos científicos que ponía en práctica a diario Yasser. En una de las

habitaciones, el cerebro, como la llamaba él, cualquiera se hubiese vuelto loco tan

sólo contemplándola unos minutos. Tubos de ensayo, probetas, placas de Petri,

matraces, balanzas, soportes, embudos, mecheros de alcohol, mecheros Bunsen,

rejillas, pipetas… Ni en las películas había visto yo semejante despliegue. La

realidad supera a la ficción y se le ríe en la cara.

Cuando regresé a casa tras el paseo vespertino, me dirigí al laboratorio a

echarle una mano a Yasser. Parecía excitado. Nada más verme, me dijo:

Ɣ Lev, no te puedes imaginar lo que sería capaz de hacer si dispusiese de

ámbar.

Ansioso, me palpé instintivamente el cuello en un gesto reflejo. Pero no

101

Page 102: Hatajo de Sueños

estaba. Ya lo sabía. Lamentablemente, mi colgante de ámbar quedó en casa de

Emilio y Emma cuando me detuvieron los policiudadanos. Se lo expliqué.

Ɣ Una verdadera pena, quizá nos podría servir –murmuró Yasser, entornando

sus ojos.

Me declaré ignorante absoluto sobre el tema del ámbar. El Doctor me

ilustró amablemente en la materia. Resumiendo: La mayoría de los yacimientos

databan del Cretácico. La resina que exudaban los árboles, sobre todo las

antiguas coníferas, precisaba miles de años para polimerizar y convertirse en

ámbar. Pese a su optimismo natural, no confiaba mucho en hallar su anhelada

piedra preciosa. Según dijo, le resultaba prácticamente imposible producirla en

su laboratorio. Además, sabía que los otrora exuberantes yacimientos de países

caribeños y bálticos habían desaparecido, seguramente debido a los diferentes

expolios gubernamentales.

Ɣ Pero… ¿por qué es tan importante el ámbar?, ¿qué pretendes hacer con

él?

Yasser sonrió, consciente de haber descubierto algo extraordinario. Sus

ojos brillaron y, tras unos segundos clavados en los míos, se humedecieron. Me

susurró, por fin, su secreto:

Ɣ Como dijo Ralph Waldo Emerson, la creación de mil bosques está

contenida en una bellota… Lev, creo que puedo resucitar a nuestros

queridos árboles.

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Page 103: Hatajo de Sueños

Jueves, 7 de Abril de 2044.-

“Queridos humanos:

Nací hace más de mil millones de años. Terminé de dar el estirón hace dos

millones de años. Aunque la mayoría de la gente no conozca este dato, sigo

creciendo unos pocos milímetros al año. La verdad es que no me puedo quejar,

pues soy la más alta. Todo el mundo me conoce. En su día, he de reconocer que

la popularidad se me subió un poco a la cabeza. Se congelaría, aquí arriba, digo

yo, porque últimamente he estado muy tranquila. El chino no está mal, pero

prefiero el nombre con el que me conocen los tibetanos: Qomolangma (madre del

universo). Resulta muy poético. Muy cósmico. Además, no me caía muy bien Sir

George Everest, un tipo bastante altivo. Nunca entendí por qué le rindieron

semejante homenaje.

Tengo muy pocos vicios. Me encanta la época de las migraciones, cuando

miríadas de aves me sobrepasan camino al Sur. Les cuesta lo suyo, a las pobres,

hasta que toman la corriente buena que les impulsa hacia el cielo. Los

escaladores son lo mejor. Me producen un cosquilleo fantástico. Me encanta.

Algunas veces, tanto gusto me provoca unas leves convulsiones. Es entonces

cuando los montañeros se quedan para siempre conmigo. Mis nieves se

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Page 104: Hatajo de Sueños

convierten en sus sudarios. Advierto que lloráis sus muertes y lo siento de veras.

Quiero que sepáis que no lo hago adrede, es un movimiento reflejo, ingobernable.

Poseo unas vistas magníficas. He sido testigo de las formaciones

kársticas, de la vergonzosa pérdida del Mar de Aral, de los viles incendios del

lustro del fuego, del trepidante crecimiento vertical de Shanghái, de los

conmovedores atardeceres del golfo de Bengala, de las sempiternas guerras de

Oriente Medio... Océanos han hecho todo lo posible para venir a saludarme. Casi

lo consiguen el 26 de Diciembre de 2004. Lamentablemente, nuestros pequeños

gestos tienen consecuencias funestas para vosotros. He aquí el objeto de mi

carta. El día 5 de Agosto de 2044 va a acontecer el mayor de los maremotos en la

historia de la Tierra. Me lo ha confesado Aconcagua. Ella se enteró porque el plan

se fraguó en el Océano Pacífico. Ojalá estuviese más cerca, Aconcagua. Es muy

latoso conversar con ella, sólo llegamos a unas dos frases por año, y no muy

largas. Hemos de utilizar con destreza las traicioneras corrientes de aire. Fijaos

que una vez, un par de palabras mías llegaron hasta Gunnbjorn, en Groenlandia.

Pues eso, que me encantaría ver a Aconcagua. He oído hablar maravillas sobre la

montaña más alta de América (oh, mi desconocida América), pero ella es muy

humilde y siempre se quita importancia.

Lo dicho: 5 de Agosto de 2044, es la fecha. Confío en que todos los

medios de comunicación emitirán la noticia, evitando así la catástrofe humana

más devastadora de todos los tiempos.

Les saluda atentamente:

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Page 105: Hatajo de Sueños

Qomolangma

Literal. Éste es el fax que llegó a la sede central de nuestro periódico,

donde yo trabajaba como redactor. De primeras, pensamos que se trataría de

una broma. En cambio, ese mismo fax fue recibido a la misma hora en todos los

medios de comunicación de todo mundo. Se armó la marimorena. Los teléfonos

echaban chispas. ¿Qué hacer?, ¿publicar o no? Enseguida, la noticia se filtró a

los gobiernos. Celebraron una cumbre secreta en París con representantes de los

veinte países más poderosos. Pese a los vehementes esfuerzos de China, el

dictamen fue: no publicar.

No lo podía creer. Llegaron a amenazarnos con el despido en caso que

revelásemos el secreto. Aquello era una locura. ¿Una montaña que habla?, y no

sólo eso… ¿qué también conversa con sus semejantes?… Por lo menos,

¿habrían consultado a los científicos sobre la posibilidad del tsunami? Ojalá sí…

me decía. Por otro lado, publicar crearía una alarma social innecesaria,

provocando un éxodo masivo de la población afectada, con sus consabidas

consecuencias. Cada mañana, en la redacción, releía el dichoso fax una y otra

vez, no saliendo de mi asombro.

Los servicios de inteligencia de los gobiernos buscaban en balde al

misterioso emisor del fax. ¿Desde dónde lo habrían enviado? Nadie lo sabía.

Restaban un par de meses para el supuesto cataclismo. Me moría de ganas por

contarlo. A mi mujer, a mis hijos, a mis padres, a mi hermano, a mis amigos, a

mis vecinos. Silencio.

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Page 106: Hatajo de Sueños

El 5 de Agosto, me repetía.

Irremediablemente, la noticia se coló en internet. Se enredó en la red de

redes y se erigió cual Coloso de Rodas. No quedó otra que publicar. Se

rumoreaba que había sido el gobierno chino el culpable de la filtración. No se

hablaba de nada más en la Tierra. El fax del Everest. ¡Pero si no le gusta ese

nombre!, pensaba yo… Comenzó el éxodo del litoral del Índico y del Mar de

Arabia. Pakistán, India, Malasia, Indonesia, Tailandia, Myanmar… Se armó el

caos. A pesar de que los gobiernos decidieron cerrar sus fronteras, la población

se las ingeniaba para escapar a toda costa. Líneas clandestinas de transporte

marítimo hacían su agosto trasladando a otras latitudes a innumerables y

temerosos viajeros. ¡Todo por un fax enviado a los medios de comunicación por

una montaña! ¡Tamaña locura! Visto así: increíble. Sin embargo, increíblemente

cierto. Los gobiernos acabaron por sellar a cal y canto sus lindes. Desplegaron

sus ejércitos. Huir ya no era una opción.

Por fin llegó la fecha señalada en todos los calendarios del Planeta. El 5 de

Agosto no ocurrió nada reseñable. Ni tsunami, ni nada parecido. Como mucho,

alguna insignificante tormenta tropical en el Caribe.

Tardé la friolera de nueve años en conocer la verdad. Durante la penosa

resaca de la III Guerra Mundial, se cayó el mito de las montañas que hablan.

Siendo yo redactor jefe, a punto de jubilarme, llegaron a nuestras manos unos

documentos reservados del servicio de inteligencia del gobierno chino. No

dudamos ni un instante en publicar. El mundo entero se hizo eco de la primicia.

Todo resultó haber sido una macabra estrategia de China. Debido a sus

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Page 107: Hatajo de Sueños

problemas de superpoblación, proyectaba ocupar sus países limítrofes, y utilizó el

ardid del fax de Qomolangma para no ocasionar tantas muertes en sus

preconcebidas guerras de conquista. Como su confabulación no llegó a buen

puerto, inició al poco tiempo, como es sabido por todos, los primeros conflictos

que desencadenaron la III Guerra Mundial.

*** *** *** *** *** ***

Aquel jueves era el primer día en que Ernesto y yo salíamos de Büyükada.

Provistos de falsos pasaportes españoles y esclavas verdes, visitamos la gran

ciudad cuales turistas. Emma nos acompañó. Thomas había solicitado unos días

de vacaciones y como otros tantos compañeros de Lostruth, se hallaba perdido

por el mundo, en busca del ansiado ámbar. Yasser trabajaba duro en su

laboratorio. Incluso, algunas noches, se echaba de menos su sonoro amor con

Louise. Los rumores de la instalación del sistema de esclavas en Turquía se

confirmaron y concretaron: el 1 de Septiembre. Nuestra situación corría peligro,

sobre todo, la de Emma, la de Ernesto y la mía. Constábamos como fugitivos en

los registros internacionales de la I.P. (Policía Internacional), a los que nuestra

organización accedía furtiva y habitualmente.

Por otro lado, seguíamos conociendo la existencia de más y más primos

hermanos de Alef 4. Las fábricas de producción de oxígeno, necesarias para la

supervivencia humana tras la desaparición de los árboles, comenzaban a

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Page 108: Hatajo de Sueños

expulsar a la atmósfera otros gases enmascarados. Sudamérica parecía ser el

conejillo de Indias. Uno de los datos que apoyaba esta tesis era la rápida

disolución de los otrora combativos grupos disidentes de aquella parte del Globo.

La guerra de la Antártida, siempre a punto de estallar, se diluía entre

interminables y enrevesados asuntos diplomáticos. Aparte de los trazados a gran

escala, los estados por sí solos o mediante alianzas puntuales, urdían sus propios

planes. Se hablaba de clonaciones de gobernantes en Japón y Singapur, de la

construcción de una gran metrópoli subterránea en la Luna por Estados Unidos y

Rusia, de la creación de corazones inmortales (incluso se decía que se pondrían a

la venta por un trillón de union), de la implantación de microchips cerebrales en

varios países europeos y un largo e inquietante etcétera.

Lostruth era, según la lista publicada recientemente por la I.P., la tercera

organización terrorista más peligrosa, tras Nayyar y Expressions. No está mal,

decía Yasser, esbozando una sonrisa, pero si encontramos ámbar, ya veréis qué

pronto ascendemos al primer puesto. Digamos que las tres entidades eran ramas

de un mismo tronco. Todos los gobiernos se encargaban de manchar nuestros

nombres con crímenes y falacias de todo tipo. Ellos poseían el sistema global de

comunicación y lo manipulaban a su antojo. El conjunto de la población asimilaba

todo aquello como la verdad. Lostruth era Pacifista. Aunque no sirva para mucho,

lo dejo aquí bien claro. El cambio climático, que tanto atemorizó al mundo a

principios de siglo, era un asunto más que liquidado. La producción artificial de

oxígeno fue bautizada como el invento de la Humanidad, la salvación del

Hombre, y similares. Su creador, David McCarthy, se erigió en la eminencia más

adulada de la Historia. Gutenberg, Newton, Fleming, Da Vinci… pasaron a un

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Page 109: Hatajo de Sueños

segundo plano, quedaron ocultos tras el resplandor del nuevo redentor. Tras las

repetidas crisis mundiales, la inmensa mayoría no sólo se conformaba con un

trabajo sea cual fuere, sino que se enorgullecían de tenerlo y daban las gracias

por ello. Además de la progresiva reducción de las cifras de paro, la espléndida

marcha de la macroeconomía tras la instauración de la moneda única (el union), el

meteórico progreso de los Estados Unidos Africanos (eje principal de la industria

alimenticia), la hermandad de las religiones mediante tratados económicos… a

primera vista, se vivía una etapa de prosperidad insólita en los siglos pretéritos.

Sin embargo, la sonrisa del ciudadano no era sino el disfraz del esclavo.

Con todo aquel postizo bienestar, nadie parecía advertir la ampliación de los

calendarios laborales, los escasos salarios, la repatriación masiva de

inmigrantes, la censura, la supresión de la jubilación, los elevados precios (sobre

todo de los alimentos), los férreos controles de identidad…

Yo pensaba que, pese a que diésemos con el anhelado ámbar y

repoblásemos todo el Planeta, ¿qué sucedería después?... Yasser fabricaba

antídotos, pero a muy pequeña escala, para los nuestros, y pronto habría que

repartir diez mil millones de cápsulas diarias para evitar el control mental de la

población mundial. Imposible, me decía, cabizbajo y negando con la cabeza,

imposible...

Nuestra jornada turística comenzó en el antiguo barrio de los pescadores

(en el que ya nadie era pescador), en la parte oriental de la ciudad. Visitamos el

Museo del Bósforo y cruzamos su majestuoso puente colgante. Parada

obligatoria en el opulento Palacio de Topkapi. Después, ascendimos a la Torre

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Page 110: Hatajo de Sueños

de Gálata, disfrutando de las hermosas vistas del Cuerno de Oro. Un kahve

acompañado con baklavas (pastel de hojaldre típico) en la concurrida avenida

Istiklal y en la plaza Taksim tomamos un taxi hacia el Gran Bazar. En un

restaurante cercano, comimos lüfer, un delicioso pescado azul, típico del Bósforo.

Minaretes esparcidos por doquier, cuales enormes micrófonos vermiformes,

canturreaban en su obstinada llamada a la oración. Nosotros no contestamos.

Tras la visita a la imponente Santa Sofía y, cuando comenzaba a anochecer,

arribamos a la Mezquita Azul. Semejaba una gigantesca tarántula. Soberbia. La

rodeaban cientos de hologramas arbóreos, que haciendo las veces de jardín,

proyectaban unos formidables haces de luz roja que taladraban la atmósfera

camino del Cielo. Acabamos realmente agotados; incluso la incansable Emma,

se quejaba de calambres en sus piernas. Ya sólo nos restaba acudir hacia la

avenida Kennedy, para embarcar en el ferry de vuelta a Villa Sumac. La noche se

esparcía lentamente, incendiando la ciudad.

Mientras el gentío comenzaba a dispersarse, despidiéndose de la

Mezquita Azul ya casi negra, sentí que alguien me llamaba. ¿Adrián? Oí a mis

espaldas, una voz femenina que creí reconocer. Habituado a Lev, me resultó

extraño escuchar mi nombre real, y más en Estambul. En un primer momento,

pensé que deliraba debido al cansancio. Pero aquella interrogación volvió a

acudir a mis oídos. ¡No puede ser!, me dije, refutando la evidencia. Por fin, decidí

girarme y me topé con la persona que imaginaba.

Claudia.

Mi corazón bombeaba rimbombante. Tampoco él se lo esperaba. Sentí

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Page 111: Hatajo de Sueños

varias gotas de sudor frío recorriendo lentamente mi espalda. Como en un flash,

me sentí orgulloso de estar sobrio, sobre todo, de que Claudia me viese sobrio.

Ella permanecía inmóvil, observándome, incrédula. Se hallaba de pie, con un

grupo de amigas, al lado de un puesto de souvenirs. Haría como unos cinco años

que no la veía. Solicité con un gesto a Emma y Ernesto que me disculpasen un

momento y me acerqué hacia ella. Claudia avanzó a mi encuentro. Besó mis

mejillas. Primero la derecha y luego la izquierda. Me miró de arriba abajo. Dijo

estar muy sorprendida de verme, sobre todo, de no verme borracho.

Ɣ Tienes buen aspecto, Adrián –añadió, suavizando su comentario anterior.

Ɣ Yo también me alegro de verte –contesté, acercando todo lo posible mis

palabras sin restos de alcohol hacia su nariz–, ¡cuánto tiempo! –exclamé

tontamente.

Claudia seguía igual que siempre, henchida de fuerza vital. Preciosa. El

tiempo no pasaba por ella o pasaba de pasar por ella. Averigüé dónde residía

todo el color verde que le faltaba al Planeta: en sus ojos. Señaló a sus amigas y

me comentó que habían venido a pasar unos días, de turismo. Y emergió la gran

pregunta: ¿pero qué estás haciendo en Estambul?

Ɣ Vivo aquí, es largo de contar –alegué–. Tengo prisa, Claudia, es una pena,

pero hemos de tomar el último ferry hacia las Islas Príncipe o nos

quedaremos en tierra. ¿Te apetece quedar mañana y hablamos? Por

favor, me encantaría…

Frunció el ceño, visiblemente extrañada, como preguntándose dónde

diablos colocar a las Islas Príncipe en el mapa. Accedió a la cita. Mañana, a las

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Page 112: Hatajo de Sueños

doce en punto en la puerta principal del Gran Bazar, convinimos y nos

despedimos fugazmente. Yo con un hasta mañana y ella con un hasta entonces.

La noche había cerrado el cielo con cerrojo. En el ferry de camino a casa,

me sumergí en el mar de alquitrán. El reencuentro con Claudia me hundió, me

trajo a primera plana el accidente, por cierto, al cual todavía no he hecho alusión;

porque, a pesar de que sucedió hace mucho tiempo, me sigo sintiendo

asquerosamente culpable. Además, sé perfectamente que jamás me perdonaré,

porque ni puedo, ni quiero hacerlo. Y mi culpa, ajena a mí, se renueva día a día, se

mantiene con la misma fuerza, es inmortal. La culpa es el mayor de los parásitos.

Puedes encontrarte en buen estado de ánimo, incluso feliz, no acordarte de ella

durante semanas, pero siempre sigue ahí, en la sombra. Y justo se alzó ese día

tan importante para mí, tan deseado.

Desalmada.

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Page 113: Hatajo de Sueños

Viernes, 8 de Abril de 2044.-

Ya de antemano, anuncio que el relato que sigue tras este párrafo no se

trata de uno de mis sueños. Aquel día en que me reencontré con mi amada

Claudia no conseguí dormir. Rapiñé de la despensa una botella de raki y,

tumbado sobre mi cama, la vacié a grandes tragos.

Rondaban las tres de la madrugada. Volvíamos de las fiestas de un pueblo

vecino. Conducía yo. Claudia, a mi derecha, ocupaba el puesto del copiloto. Mis

padres y mi hermano se embutían en la parte trasera de mi ajado coche de

segunda mano. Convinimos en que yo no bebería y me encargaría del volante de

regreso a casa. Aunque Claudia y yo residíamos en la ciudad, aquella noche

dormiríamos todos juntos en casa de mis padres, pues el día siguiente habíamos

planeado una comida campestre.

Reíamos. Recordábamos alguna de nuestras tonterías, que a nadie harían

gracia, sino a nosotros. Como los pequeños hurtos en la huerta de mi padre, al

que, últimamente, le daba por decir que quería comprarse una escopeta (pero,

¡de fogueo!, ¿no?, apuntábamos el resto). Como lo horrible que llevaba el pelo mi

madre (era preciosa). Como el estricto orden con que mi hermano apilaba las

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Page 114: Hatajo de Sueños

latas de conserva en el garaje (el hombre método, le apodaba yo). Como las

tartas de chocolate que cocinaba Claudia (todos contemplábamos embobados lo

a gusto que las devoraba)…. Cualquier tontería de ésas.

No se veía un alma por aquella carretera secundaria que conocía yo como

el piano de Franz Liszt debería conocer las palmas de las manos de su dueño.

Dos kilómetros de trayecto, no más.

De vez en cuando, echaba un vistazo ahí atrás. Vislumbraba sus sonrisas

en el espejo retrovisor. Mi padre dibujó en su cara un amplio y sonoro bostezo.

Jamás olvidaré esa imagen. Fue la última vez que lo vi con vida.

Ya estábamos llegando. Quizá por los dos palmeros de whisky que llevaba

encima, cuando comencé a subir por el puente que sorteaba la autopista, perdí el

control del vehículo y caímos al vacío, a una altura de tres metros y medio. Tras el

impacto contra el asfalto, reventaron las lunas. Quizá también la del Cielo. Los

añicos centellearon anárquicos como indómitos fuegos de artificio. La parte

trasera del coche quedó expuesta en la calzada, en el carril derecho de la

autopista. Escuché gritar a mi madre, presa del pánico. Me giré hacia ellos pero

no llegué a verlos. Un camión colisionó brutalmente y los arrancó de mi vida para

siempre. Mi coche se partió por la mitad, quedando Claudia y yo, ilesos, en el

arcén.

Una vez más. ¿Por qué no pude verlos una vez más?

La ambulancia tardó unos veinte minutos en llegar. El resto no soy capaz

de relatarlo. No ahora. Beber es mi único modo de llorar. La bebida llueve en mí.

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La transformo en lágrimas. Lluevo. Y qué triste una lluvia que no se puede ver.

¿Habéis probado a miraos al espejo mientras lloráis? Mejor no lo hagáis. Es

como arrodillarse. Mi culpa está ebria, radiante. Me arrastró al alcohol. Me quiere

sólo para ella. Hizo que Claudia no soportase más. Me acompañó de

vagabundeo. Es tan firme y resistente como aquel maldito camión. Es él. Mi culpa

me obliga a dejar el bolígrafo sin despedirme.

A las doce menos cuarto del mediodía llegué al Gran Bazar. De poco me

sirvió ducharme y afeitarme. La resaca me martillaba las sienes y tenía la

sensación de que mi estómago pretendía salir de una pieza por mi garganta.

Claudia apareció a menos cinco. Caminamos hasta un bar cercano. La conocía

bien, su torva mirada denotaba que había advertido mi lamentable estado. Qué

mala suerte, ¡joder!, me decía, había aguantado más de tres meses sin beber, sin

apenas esfuerzo, y justo volvía a caer el día en que me reencontraba con ella. Eso

mermaba bastante mis posibilidades de reconciliación. Pedimos café.

Ɣ Has bebido –comenzó, mientras tomaba asiento.

Asentí. Para qué negarlo. Lamentablemente, no se me ocurrió nada que

alegar en mi defensa. Me quedé observándola, resignado. La resignación es la

materialización de la cobardía. Ella se mordió el labio inferior y meneó su cabeza

lentamente de izquierda a derecha. Yo podría haber permanecido callado durante

tres meses seguidos contemplando sus ojos. Era como introducir el Sol dentro de

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Page 116: Hatajo de Sueños

una esmeralda. Fuego verde. Le hubiese jurado y perjurado: anoche fue la única

vez que probé el alcohol desde Diciembre. Sin embargo, no me sentía con

fuerzas.

Silencio.

Ɣ Bueno, ¿y qué estás haciendo aquí? –continuó, por fin.

¿Por dónde empezar?, pensé. Me resultaba harto difícil, en mi situación,

relatar todo lo que me había sucedido. Claudia, impaciente de por sí, no estaba

por la labor de soportar mi cerrazón.

Ɣ He de irme –anunció, levantándose de la silla.

Seguía tan firme, tan esbelta, tan vivaz, tan radiante. Sólo reuní fuerzas para

pronunciar maquinalmente, como si la estuviese leyendo en algún lado, la

siguiente frase:

Ɣ ¿Me podrías hacer un favor?... Claudia, un último favor –añadí,

suplicándole con la mirada.

Sí que le debí dar pena, pues tornó a sentarse, instándome a hablar con un

leve movimiento de su cuello hacia arriba. Saqué del bolsillo las llaves que le

había pedido a Emma, las de su casa. Se las mostré a Claudia y le dije:

Ɣ En Zaragoza, en la calle Barcelona, número 35, entresuelo izquierda. Allí

guardé una cajita de habanos. Es todo lo que tengo. Unos papeles y el

colgantito de ámbar que me regalaron mis padres. Seguramente pensarás

que estoy loco, pero… esa pequeña piedra de ámbar puede cambiar el

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Page 117: Hatajo de Sueños

mundo.

Ɣ ¿Có-mo? –replicó estupefacta, arrugando su rostro.

Tomé un bolígrafo y apunté la dirección de Zaragoza en una servilleta. Por

el otro lado, anoté:

Biddu & Usha Boshle. Adalar Avenue, 793. Büyükada, Istambul (Turkey)

Ɣ Esa es mi dirección actual. Introduce la caja de habanos en un queso

grande y envíamela por correo. Te lo pido por favor, Claudia. El queso es

para que no detecten el ámbar. En teoría, no es una sustancia prohibida…

pero, ¿quién sabe?

Le entregué las llaves de casa de Emma y Emilio envueltas en la servilleta.

Quedó petrificada. Los astros de Claudia parecían salírsele de sus órbitas. No

parpadeaba. Emitía dos rayos de luz verde cuales sendos hologramas arbóreos.

Tras varios segundos en si sostenido, volvió a sí natural. Guardó la servilleta con

las llaves en su bolso y habló:

Ɣ No entiendo nada… ¿se puede saber a qué viene todo esto?, ¿ámbar?,

¿un queso?... ¿para quién trabajas?, ¿te has vuelto loco? Como no me lo

expliques todo al detalle, ni me voy a plantear el ayudarte. Dime la verdad,

Adrián. ¿En qué líos andas metido?

Está bien, murmuré. Pedí kahve para los dos, bebí el mío de un trago y

comencé mi sinopsis. El vagabundeo. La estancia en casa de Emma. Alef 4 y el

bulo de la Guerra de la Antártida. La zódiac y el hidroavión. Villa Sumac y

Lostruth. Ella se quedó sólo con el último nombre. ¡Lostruth!, exclamó, ¿ahora

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eres un terrorista?, por Dios, no me lo puedo creer. Miré hacia todos lados. Por

favor, supliqué, habla en voz baja.

Ɣ No te creas las estupideces que cuentan. Lostruth es una organización

pacífica. Nada de bombas, ni armas ni esas historias que repiten los

medios de comunicación para demonizarnos. Otra cosa no, pero sabes

que soy buena persona. Y sigo siendo el mismo de siempre. Y te diré más.

Ayer volví a beber, pero desde Diciembre no lo hacía. Verte me hizo

recordar toda aquella mierda del accidente. Lo siento, de veras, Claudia.

Ɣ ¿Qué pretendéis hacer con el ámbar? –interpeló seria.

Ɣ Resucitar a los árboles –afirmé orgulloso, como lo hubiese hecho Yasser.

Mi respuesta acabó de trastornarla. Imaginé en su cabeza un ring, con los

términos ‘ámbar’, ‘queso’ y ‘Lostruth’ practicando lucha libre todos contra todos.

Quizá debería haber sido algo más discreto, me recriminé… demasiado tarde.

Ɣ No sé, Adrián –concluyó–… no sé… Todo lo que me dices es tan

extraño… Quiero creer que has estado desde diciembre sin probar una

gota de alcohol, pero me cuesta mucho, la verdad. El resto, la Guerra de la

Antártida, Lostruth y todo eso que cuentas, sabes que no me interesa

mucho. Nunca me ha gustado la política.

Ɣ Lo sé, Claudia –interrumpí–, lo sé. Pero está yendo todo demasiado lejos.

Ya no se trata de política. Me he enterado de muchísimas cosas, y no son

suposiciones, precisamente. ¡En Alef 4 nos drogaban!, ¡no pensábamos

por nosotros mismos!, apenas hablábamos, nos parecía todo bien, incluso

a mí me encantaba el entrenamiento militar, ¡a mí!, ¡que siempre he odiado

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las guerras y toda esa mierda! ¿No te das cuenta? No es mi verdad, o

nuestra verdad, ¡es la verdad! Se rumorea que las fábricas de oxígeno

están comenzando a expulsar narcóticos: ¡pretenden sumir a la población

en un estado de subordinación y fidelidad perpetuas! En Alef 4 éramos

unos cuantos miles de cobayas, pero ahora van en serio. Pronto no

necesitarán esclavas, fronteras, controles, ¡nada! ¡Seremos todos sus

leales soldados!

Le costaba creerme, aunque lo intentaba. Todo esto es una verdadera

locura, musitó. Eso parece, añadí, pero es la verdad. Por favor, envíame la caja de

habanos. No sólo me harás un favor a mí. ¿No te apetece volver a pasear por un

bosque real? Y no me refiero a esos espectaculares pero postizos hologramas

arbóreos. ¡Árboles! Tú y yo los hemos conocido. Somos afortunados por ello. Los

jóvenes de hoy no distinguirían un pino de una secuoya. Todo comenzó con el

mayor incendio de la historia en el Amazonas, ¿recuerdas? En su día casi no

podíamos creer lo rápido que sucedió. Formaba parte de un gran plan, ¡digno de

Maquiavelo! El control mental de los ciudadanos es su meta. Y están a punto de

conseguirlo. ¡A punto!

No sé cómo irá tu vida, Claudia, proseguí, si tendrás pareja o no, imagino

que seguirás de profesora. Sabes que te quiero, y esto no te lo digo para dar

pena o para que vuelvas conmigo, porque, además, no creo que lo merezca. Te lo

digo porque tú eres una persona buena y cabal, y pronto, sin notarlo, serás otra.

Igual de feliz o más, supondrás, pero porque estarán manipulando tu cerebro a su

antojo sin que adviertas un mínimo cambio en tu vida. ¡De eso se trata! Aquí

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disponemos de antídotos. Si no me los hubiesen proporcionado a tiempo, quizá

habría salido limpio de Alef 4 y estaría ahora en Zaragoza, con una pulsera verde,

trabajando como un loco en una de sus fábricas, feliz, sin necesidad de beber,

¡sin necesidad de necesitar!... ¿Me comprendes, Claudia?

Apuró su café. Me contestó que sí me entendía, pero que le costaba mucho

asimilar que semejantes atrocidades fuesen ciertas.

Salimos del bar y paseamos un rato por el Gran Bazar. Compré té de

menta y ella de frutas del bosque. Regresaba a Zaragoza esa misma tarde. Sus

amigas la esperaban a comer y luego tomarían un taxi hacia el aeropuerto.

Gracias por escucharme, Claudia, te prometo que no bebía hace meses y no

pienso hacerlo más. Todo lo que te he dicho es la verdad. Dejé la caja de

habanos en el primer cuartito a la derecha. No hagas constar el remitente en el

paquete, de esa manera no tienes nada que temer. Por favor. Vuelve. Yo te puedo

facilitar antídotos. Recuérdalo: antes de que sea demasiado tarde.

Ella dijo que lo pensaría, pero que no me aseguraba nada. Tras los besos

de despedida, me miró una vez más.

En Villa Sumac, después de comer, salí a pasear con Omi. Lo observaba

curiosear cada recoveco, ladrar a las gaviotas, feliz, ajeno al mundanal ruido.

Quizá en eso nos convertiríamos, en fieles perros. El terreno agreste y baldío de la

isla contrastaba con el aterciopelado Mármara. El Sol se hallaba en el cénit,

ajeno, inalcanzable. Los enormes cargueros iban llegando en cuentagotas, en su

particular procesión, en su particular profesión de ir y venir sobre el voluble bulevar

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azul.

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Martes, 29 de Abril de 2044.-

Conformarse es no llegar a formarse del todo. Quedarse en zumo

existiendo el néctar…

Mantén la ilusión, me animaba, quizá los señores se alejen de su mansión

una larga temporada. Desde el magnífico salón, tras aquellas enormes cristaleras,

se contemplaba la vasta mar, la marcha eterna del subir y bajar las mareas... A

escasos treinta metros, se erigía un majestuoso acantilado. Las indómitas olas

del Cantábrico, al chocar contra las esculturas rocosas, se expandían en

maravillosas y etéreas formaciones acuosas… Además, llovía continuamente,

ésas eran las vistas: las gotas del mar y del cielo se fusionaban en excelentes

cuadros puntillistas… Allí, en aquel salón, la inspiración, la llegada de los dioses,

la crisálida y su olvido, el clín reverberante de la varita mágica, el hallado tesoro

hundido, frases refulgentes como largos travesaños de acero fundido... Fundado

en el verano de mil novecientos seis, sito cerca de Hondarribia, el caserío

pertenecía a una afamada y harto adinerada familia…

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Aprovechaba yo cuando los señores no se hallaban en casa. En el salón,

escribiendo solo, de veras me la jugaba. Si me sorprendían allí, de una

espléndida bofetada, me despedían sí o sí, pero a pesar de todo me

aventuraba… El resto del servicio lo formábamos Elena, Lucrecia y Aparicio

Clemente, cocinera, señora de la limpieza y chófer, respectivamente. Yo, Dorian

Czoni, un servidor, ejercía el cargo de floricultor. Nosotros vivíamos en el sótano,

en cuartitos individuales. Compartíamos baño y guardábamos cola hasta para

hacer nuestras necesidades…

Los señores tenían cuatro hijos y quince nietos. Todos los domingos se

reunía la familia al completo. El señor siempre andaba con su cartera llena entre

manos, parecía embarazada, de piel marrón, muy ajada. El señor de la cartera, lo

apodábamos; cuando se enfadaba era un canalla… Un día pude verlo, al muy

cerdo, tras unos setos, abusando de uno de sus nietos. De Godofredo, en

concreto... La señora lo sabía y, empero, lo consentía. ¡Vergüenza me daría! A

ella, que leía libros por doquiera, a la luz del día o de una vela, la conocíamos

como a la señora de la novela… Había pensado mostrarle la mía, a mi novela,

me refería, una vez acabada. Pensaba yo que ojalá Dios le gustara. Con tantos

contactos en el mundo de la cultura, podría echarme algo más que una simple

mano, sin duda…

El problema era que mi novela sólo avanzaba en el salón. Allí, el fiero

Cantábrico me poseía, Poseidón por mí escribía. Jamás errático, mi estilo era ora

selvático ora flemático, pero fluía… como exponía Heráclito.

Rompióse la cadera el señor de la cartera. La ruina para mí y para mi

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novela. Permanecía en el salón todo el día. Debía guardar reposo varios meses.

O urdía yo un plan enseguida o me arrojaría al abismo y el mar me devoraría como

a entremeses…

Decidido. Pegarles al señor y a la señora un tiro. Y así lo llevé a cabo,

mientras dormían, con sendos disparos acabé con sus vidas. A mis compañeros

los despertó el estruendo. Contemplaron los cuerpos inertes. Les repartí el dinero

de la caja fuerte y los despedí con un: ¡adiós, buena suerte!

Los enterré a los dos juntos. Me resultó duro el asunto de cavar un hoyo tan

hondo y profundo. Sin desayunar siquiera, me senté en el salón a continuar mi

novela. A las tres de la mañana de aquella aciaga jornada la terminé. Hoy,

cuarenta y cinco años después, recibo en este acto el Premio Nobel. Sin

embargo, aunque haya sobrevivido en libertad, me hallo recluido en mi celda

mental. Todavía me pregunto si estuvo bien o mal lo que hice en su día; empero,

gracias a ello creé mi genial ópera prima. El arte es un vendaval y el artista un reo

de su fuerza vital. Además, debemos diferenciar, que los señores fuesen buena

gente o carentes de humanidad…

Sea lo que sea, cada quien habrá de juzgar. Yo, de aquesta forma sin

parangón, en este opulento salón y ante todos los medios de comunicación del

mundo mundial: he decidido por fin confesar.

Tras el discurso de aceptación de Dorian Czoni, flamante Premio Nobel

de Literatura, un intenso murmullo se entremezcló con los primeros débiles e

instintivos aplausos en la Sala de Conciertos de Estocolmo. El mundo entero

encabezó sus noticiarios con esta insólita revelación de un asesinato. Al día

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siguiente, Dorian fue detenido, y semanas más tarde, se encontraron los

cadáveres a los que aludía en su prédica. Su delito había prescrito y quedó en

libertad. Su primera novela fue reeditada y vendió millones de ejemplares en

todo el mundo. Dorian Czoni se suicidó meses después. En su escritorio, junto

al cadáver, se halló un manuscrito. No tardó en publicarse como obra póstuma.

A pesar de que no constaba título en el original, su editorial decidió nominarla

‘El testamento del asesino de las letras’. Dorian Czoni finalizó su obra con la

siguiente frase:

El silencio es el eterno cómplice del culpable. La sangre es ruido rojo.

*** *** *** *** *** ***

Si en castellano la palabra esperanza consta de cuatro sílabas, nada

menos, por algo será. Deberíamos estirarla todavía más, hasta que, por sí sola,

ocupe toda una frase.

Esperanza.

Así es. Colma la línea. De sobra. Tras ella, no son necesarios los puntos

suspensivos. Sólo para lectores obtusos. Esperanza. Que nos devuelva lo que es

nuestro o que se haga pedazos. La esperanza se crea y se destruye, pero jamás

se transforma. Cada día me acercaba caminando al embarcadero principal, en la

parte más septentrional de la isla, a la espera del buque correo. Casi siempre

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Page 126: Hatajo de Sueños

pasaba de largo. Quizá fuese demasiado pronto, me decía yo. O, seguramente,

Claudia no habrá conseguido entrar en casa de Emma. O, simplemente, no habrá

querido. O habrán interceptado el paquete. O no, porque era una buena idea el

esconderlo dentro de un queso. O. O. O. O. O. Miles de oes. Por entonces, pocos

cambios en Villa Sumac. La cabeza de Yasser continuaba tan humeante como su

laboratorio. Nos honraba con su visita el introvertido profesor Lang, proveniente

de Pekín, especializado en nanoprocesadores. Ernesto disfrutaba cual mozalbete

ante todas aquellas maravillas de la ciencia. Por su parte, Biddu y Usha, siempre

en su mesa camilla, como sentados sobre sus placenteras sonrisas, a modo de

columpio, en un lento y eterno vaivén. En su sala de ordenadores, Emma y Louise

destripaban las redes de comunicación, constatando los peores presagios. Sin

noticia del ámbar, Thomas había retornado hacía varios días de los países

bálticos. Su hermano Isaac andaba repartiendo semillas en la Confederación de

Estados Africanos.

Las once horas y treinta y dos minutos de la mañana. Provisto de unos

prismáticos, permanecía yo sentado en el muelle, con las piernas colgando a un

palmo del suelo azul movedizo, observando al frente la ciudad, que se hallaba

sólo a tres kilómetros de distancia. Menudo contraste. La efervescencia de

aquella zona contra la quietud cadavérica de Büyükada. Alcanzaba a distinguir

perfectamente las matrículas de los coches que transitaban por Çetin Emeç

Boulevard. Menudo mareo. Descansé un rato de los prismáticos. Eché un vistazo

en derredor y, al Norte, avisté al buque correo, un viejo barco que semejaba

navegar rumbo a alguna de las salas del Museo del Bósforo. Me dio la sensación

que se dirigía… ¿a mi encuentro?... ¡a mi encuentro! Pensé que alucinaba debido

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Page 127: Hatajo de Sueños

a una sobredosis de esperanza. ¡Con lo pesimista que yo había sido siempre!

Como si me hubiese guardado el optimismo de toda mi vida en un tarro y me lo

estuviese bebiendo de un trago. Mi esperanza, a punto de morir, agonizaba en mi

interior. Se convertiría en tristeza o en alegría. A ella le da igual. Poco le importa,

porque muere. Cotejé con los anteojos lo que antes percibieron mis ojos. Me di

de bruces con la proa oxidada del buque correo. En efecto, se acercaba. Me puse

en pie. Lancé mentalmente una alfombra roja sobre el mar para mostrarle el

camino. Pretendía mimarlo para obtener mi regalo. El paquete de Emma. Mi caja

de habanos. ¡El ámbar!

¡Cómo corrí! Volaba. No pesaba el paquete. No pesaba yo. La isla no

pesaba, flotaba. No era una isla sino un iceberg. Se hundía en el Mar para

hacerme el camino más fácil. No sabía dónde meter mi sonrisa. Bajaba y subía

por entre los acantilados, mi sonrisa. Que fuese, me daba igual, sabía que volvería

a mi cara. Siempre era bienvenida. ¡Madre mía, cuando me viese aparecer

Yasser! Me imaginaba verde el yermo terreno sobre el que avanzaba. Me

imaginaba zigzagueando entre los árboles. Me imaginaba un millón de coloridas

aves tropicales revoloteando entre las ramas. No me dio tiempo a imaginar más:

irrumpí en casa. Atravesé el cuarto de estar. Con las prisas, olvidé a Biddu y

Usha. Volví tras mis pasos y los besé apresuradamente. Cuando retomé la

carrera, Omi se me echó encima, pero debido a mi velocidad no acertó a

relamerme. Salió rebotado. Su tenacidad perruna le obligó a seguirme hasta el

laboratorio. ¿Qué diablos está pasando aquí?, pensaría el can. Abrí la puerta.

Ernesto, Yasser y Lang, armados con guantes y tubos de ensayo, volviéronse

hacia mí. Jadeaba yo mucho más que Omi. Alcé el paquete. Era consciente de

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Page 128: Hatajo de Sueños

que portaba buenas noticias, pues cuando me lo entregó el cartero, lo abrí lo

suficiente como para olerlo.

Un hermoso queso gruyer. Gracias, Claudia, ¡te quiero!, ¡gracias!, chillaba

yo por mis adentros. Usamos un escalpelo para sacar a flote la caja de habanos.

¡Hela ahí! Más preciada que un fósil del Paleolítico. Mis papeles escritos, mi

bolígrafo, mi cartera (la de Lev Kaliayev, con la foto de mi Claudia rusa), y el rey

de la fiesta: ¡el colgantito de ámbar!

Abrazos, lloros, gritos, ladridos…

Con semejante alborozo, no tardaron en entrar Louise y Emma, incluso a

los pocos segundos aparecieron Biddu y Usha. Cuando se hizo la calma,

resolvimos sentarnos a comer y hablar con tranquilidad acerca del plan a seguir.

Louise y Emma se encargaron de propagar la noticia a través de nuestra intranet.

Nos bombardearon miles de emails. Lang hablaba a toda prisa en su idioma, en

el que todo el mundo parece hablar a toda prisa.

En Lostruth no había un típico líder que descarga un puñetazo en la mesa y

toma las últimas decisiones. Digamos que cada uno tenía su espacio, su zona de

operaciones. Costó muy mucho resolver el modo de proceder a partir de

entonces. Disponíamos de la llave que abre todas las puertas, pero debíamos

abrir la del salón principal. Nuestro objetivo era desbancar la verdad oficial.

Despertar a la gente. Oxígeno puro y fresco. Real. Yasser celebró la compañía de

su colega el profesor Lang, que aparentemente impasible, sonreía a través del

brillo de sus ojos. Anunció que, con la inestimable ayuda de todos sus

compañeros a través de intranet, aproximadamente en un mes, podría ultimar los

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Page 129: Hatajo de Sueños

detalles de su experimento.

Ɣ ¿Y cuánto tiempo tardarían en crecer los árboles una vez plantados?

–cuestionó Ernesto, visiblemente excitado.

Ɣ Si todo funciona correctamente –se apresuró a responder Yasser,

acariciando su barba inquieto–, en dos meses alcanzaran su plenitud.

Nos quedamos pasmados. De hecho, aquello ya suponía una revolución.

La resurrección del color verde. ¡Claudia, ven aquí para verlo con tus ojos!,

pensaba yo.

Ɣ Deberíamos repartir una semilla a cada habitante del planeta… Querido,

¿cuántas eres capaz de fabricar al día? –preguntó Louise.

Ɣ No estoy seguro, cariño… no digamos fabricar, porque estamos hablando

de vida… El primer objetivo es clonar el ámbar. El proceso es muy

complicado, pero una vez conseguido, no habrá límites. Tendríamos que

readaptar algunas máquinas para aumentar la producción… Como ya os

he dicho, en tres o cuatro semanas podremos lograrlo.

Cuando Thomas regresó de su eterno pasear turistas arriba y abajo del

Bósforo, me abrazó al recibir la inesperada buena nueva. Me dio las gracias con

una transparente mirada azul. Abracé sus palabras. A media tarde, nos sentamos

a degustar el fabuloso queso gruyer, cuya tripa embarazada de ámbar alumbraría

los futuros bosques del Planeta. Salimos a tomar el aire Ernesto, Emma y yo. Omi

se apuntó, como siempre. Una tarde espléndida. Varias nubes salpicaban el

cielo, como despistadas. El mar a cuadros azules y verdes formaba un anárquico

puzzle precioso. Madre e hijo hablaron de Emilio. Tenían informaciones de que lo

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habían enterrado en una fosa común cercana al cementerio de Torrero de

Zaragoza. Donde yacían los pobres y marginales. Es curioso, comentaba Emma,

si en realidad los detestan, ¿por qué los entierran tan cerca de los muertos

buenos? Hipócritas…

Ɣ Yo supuse que registrarían vuestra casa, después de apresarme –dije.

Ɣ Seguramente. No sabemos cómo la encontraría Claudia cuando entró. De

todas maneras, ellos sabrán que entró. Probablemente se va a meter en

líos, Lev –expuso Emma, visiblemente preocupada.

Ɣ ¿Y si la han seguido?... si han localizado el paquete, ¡darán con nosotros!

–conjeturó Ernesto.

Ɣ Confiemos que no –contestó su madre, intentando transmitir calma–. De

todas maneras, los acontecimientos se aceleran y apenas disponemos de

tiempo. Debemos arriesgar.

Ɣ Como bien dijo alguien: el riesgo es la mejor vitamina para el espíritu

–añadí.

Emma sonrió.

Al llegar a un acantilado, punto más cercano a la vecina isla de Sedef

Adasi, dimos media vuelta. La visión de aquella pequeña porción de tierra

resultaba desoladora. A escasos mil metros, frente a nosotros, emergía afligida,

desértica, como el gigantesco caparazón de una gigantesca tortuga muerta. Unas

cuantas gaviotas revoloteaban por allí, negándose a olvidarla. Otrora fue la idílica

isla que vio nacer a nuestros queridos Biddu y Usha.

Una vez solo en mi habitación, sumergido en la noche, en mi noche,

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Page 131: Hatajo de Sueños

permanecí vestido sobre la cama releyendo mis apuntes de la caja de habanos y

los de Alef 4 y cavilando un millón de cosas. Emma tendría razón. Estarían

vigilando a Claudia. Lo último que pretendía era causarle más daño. No debería

haberla metido en aquel lío. Me maldije. Estuve rondando en varias ocasiones

acercarme a la despensa a por una botella de raki. Me reprimí, por ella. Se lo

debía. ¡Qué menos!… ¿Y por qué no habría incluido en el paquete una cartita?

Sólo unas líneas donde me hablase. Ansiaba conocer sus reflexiones sobre todo

lo que le conté, sobre su vida actual. Lamentablemente me había bebido todo mi

optimismo aquella mañana esperando al buque correo. Tardaría en bullir de

nuevo. Quizá, mediante el envío, Claudia me estuviese diciendo adiós. Su beso

de despedida. En la habitación contigua, Yasser y Louise lo estaban celebrando

por todo lo alto. A pesar de que la envidia comenzaba a corroerme, sonreí. Pero

la envidia no tardó en ganar la partida e hizo que me colocase los auriculares en

los oídos y que el fabuloso primer concierto para piano de Tchaikovski acallase el

amor de mis vecinos. Sentí el amor de la música. El odio de la música también es

amor. Pensé que si colocasen semejante hilo musical en las ciudades, nadie

podría asestar un navajazo en el pecho ajeno, ni en el suyo propio. El hombre

debería estar compuesto de música. Música es humanidad. Dejad que suene

vuestra música. Escuchadla y hacedla escuchar. Yo, que era muy dado a los

sueños, estaba viviendo uno de ellos, sin duda. En una humilde habitación de un

caserón que escondía laboratorios clandestinos de una sociedad internacional

prohibida. En una isla olvidada por el mundo. No es que me hallara en otro siglo.

No sabría datarlo. Unos pobres campesinos armados con las más novedosas

tecnologías. Aquello era atemporal, etéreo, efímero. Poético. Pronto acabará, me

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Page 132: Hatajo de Sueños

dije. Y es muy difícil que termine bien. Nos atraparán tarde o temprano. Aunque

resucitemos los árboles. Y luego, ¿qué? Fue el primer momento de mi vida en

que abracé la muerte, hice las paces con ella. Ven cuando quieras, le dije.

Cuando no tienes nada que perder, no te conformas con el empate. Si con mi

sangre hubiese que pintar la v o la i o la c o la t o la o la r o la i o la a. Adelante.

Con la trágica muerte de mis padres y mi hermano, me quedó Claudia. Me aferré

a ella, a mi vida. Luego, el alcohol me la arrebató. Mis quiméricos anhelos de

escritor se encontraban en algún balneario natural de alta montaña. Inmersos en el

agua a veinticinco grados, contemplando las gélidas cumbres tapizadas de

blanco. Allí permanecerían embalsamados para siempre. Susurros embotellados.

Ciegos testigos de la eternidad.

Me estaba conformando.

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Page 133: Hatajo de Sueños

Plúteno, 32 de Mayo de 2044.-

Corrige las costumbres riendo, dijo Moliere. Seguramente con un hijo

como el nuestro no hubiese dicho lo mismo. El que nuestro hijo no sonriera se

convirtió en una auténtica pesadilla. Nadie acertaba a dar con la causa. Nos

estábamos dejando los pocos ahorros de que disponíamos en afamados

pediatras, psicólogos, pedagogos, sociólogos... Ni Freud hubiese sido capaz de

explicarlo.

Los primeros días ya nos extrañó sobremanera. Pusimos todo tipo de

caras raras para hacerle reír. Pedos con la boca. Cosquillas en cada rinconcito de

su cuerpo. Lo reflejamos en un espejo. Juguetes. Música variada. Desde Brujería

hasta Händel. Rodolfo, el enorme gato de la vecina. Luces de colores.

Marionetas. Incluso invitamos a casa a Benita, la prima de Claudia, mi mujer, que

era horripilante (horripilante no mi mujer Claudia sino Benita su prima). Todo el

mundo se desternillaba al ver a Benita. Benita la feíta, la apodaban. Pues no

había manera. Yo casi me meo cuando la vi aparecer por la puerta, pero nuestro

hijo, nada de nada. Seriedad absoluta.

El doctor que cortó el cordón umbilical de nuestro hijo debió anunciar:

Señores, he aquí su hijo serio.

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Page 134: Hatajo de Sueños

Como mucho muchísimo, ponía cara de pocos amigos, o de mala leche.

Es decir, de la seriedad, sólo descendía hacia los infiernos de la ira. No

agradecía el pecho de su madre. Cuando le salieron los dientes, sus primeros

trocitos de jamón. Nada, ni una sonrisa. El tío se los comía de buena gana. Otra

cosa no. Pero su pequeña boca parecía no estirarse ni con bisturí.

Empezó a hablar. ¡Pero lo hacía como un presidente de gobierno!

Vocalizaba mecánicamente. Cual robot enfadado. Era increíble. Claudia y yo nos

estábamos volviendo completamente chalados. Será una enfermedad insólita, o

la atrofia de algún músculo de la cara, o el anquilosamiento de las neuronas de su

cerebro encargadas de los sentimientos… ¡Qué decir!

Por la calle, todo aquel que lo veía, murmuraba: ¡qué niño más serio!... ¡Y

con razón! A sus tres años, que debería estar como unas castañuelas… Cuando

fuese mayor, meditábamos, ¿qué será de él? ¡Qué triste! Toda una vida sin

sonreír.

Fue creciendo y más de lo mismo. Nuestro hijo era educado, buen

estudiante, pero un cubito de hielo para con nosotros. En la primera tutoría con el

director del colegio nos enteramos. La mayor sorpresa de nuestras vidas.

¡Sonreía! Según palabras textuales del director:

‘Es buen estudiante, muy trabajador y aplicado. Al principio le costó

adaptarse, pues los otros niños no se lo pusieron fácil… ya saben… los niños son

crueles… pero como bien dijo el magnífico príncipe Hamlet: ‘debo ser cruel para

ser amable’… y su hijo enseguida comenzó a hacer amigos y ahora es un chaval

muy simpático, muy querido por el resto del grupo… y muy sonriente, por cierto.

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Page 135: Hatajo de Sueños

No tienen de qué preocuparse’.

¿Cómo? No lo podíamos creer. Si en casa… jamás lo hemos visto

sonreír… alegamos, disgustados… El director nos lanzó una desdeñosa mirada y

espetó: algo estarán haciendo mal, ustedes.

La noche que nos enteramos de que sonreía, ni Claudia ni yo pegamos

ojo. La culpa era nuestra, sin duda. Pero, ¿en qué diablos nos habíamos

equivocado?, ¿por qué estaba tan enfadado con nosotros?... éramos sus padres,

lo queríamos más que a nuestras vidas… ¡no nos merecíamos ese castigo tan

feroz de un hijo al que amábamos!

A la mañana siguiente, durante el desayuno, le habló su madre. Ayer

estuvimos con tu director, ¿no eres feliz en casa? Nos comenta que allí te

diviertes, tienes muchos amigos… Sin embargo, en tu hogar, con tus padres que

te quieren lo que más del mundo… no sonríes. Jamás nos has regalado una

sonrisa. Ni siquiera pensábamos que fueses capaz de hacerlo. ¡No sabes lo que

significa para nosotros! ¿Qué hemos hecho mal? ¿Qué te ha molestado de tus

padres, desde el primer día en que naciste? ¿Qué?... Claudia comenzó a llorar.

Nuestro hijo se largó pitando. Fui a consolar a mi mujer. ¡Qué pena me dio!

Regresó a casa por la tarde. Claudia y yo tomábamos café en la cocina.

Dejó caer encima de la mesa unos papeles y se encerró en su cuarto. Nos

quedamos de una pieza. ¿De qué se trataba?, ¿qué contendrían esos impresos?

En aquel momento se resolvió nuestro fatídico rompecabezas. Se trataba de una

solicitud formal para el cambio de nombre. Según parece, no le había gustado lo

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Page 136: Hatajo de Sueños

más mínimo el que con tanto mimo habíamos elegido para él.

Al tiempo, cuando por fin nos perdonó, poco a poco comenzamos a

bromear con el asunto. Él nos recriminaba, sonriendo, que cómo diablos no nos

habíamos dado cuenta. Nosotros aducíamos que, desde siempre, éramos muy

dados a la ufología y nos encantaba el nombre de Marciano. Si os hubieseis

fijado bien, nos achacaba él, cuando lo escuché por primera vez, aún en la tripa,

dejé de dar patadas.

Ɣ ¡Es verdad!... ¡pues si que te creó un buen trauma, porque para que tengas

recuerdos de tu etapa de feto!, ¡como Dalí!, ¡eso no debe ser muy común!

–exclamó Claudia y continuó preguntándome–, ¿te acuerdas que te lo

decía, Adrián?, decía… este niño no sé si está vivo o muerto, ¡no da

pataditas!

Ɣ ¡Claaaaaaro! –añadí–, e iba yo y te acariciaba la tripita diciendo: ¡qué te

pasa, Marcianito!, ¿te escondes como tus amiguitos del Espacio?... Ay,

Rudesindo… no sabes lo que me ha costado acostumbrarme a tu nuevo

nombre.

*** *** *** *** *** ***

Tras doce años trabajando en el proyecto, las nuevas semillas estaban a

punto. Yasser suponía que germinarían coníferas, pero dudaba acerca del tipo

específico, si pinos, cipreses o híbridos, ya que la información que le

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Page 137: Hatajo de Sueños

proporcionaba el ámbar no era del todo precisa. Había incluido nutrientes para

acelerar el crecimiento y un circuito integrado en un nanoprocesador de grafeno

que efectuaba la fotosíntesis sin necesidad de elementos exteriores, mediante un

microgenerador de energía lumínica y dióxido de carbono. El oxígeno producido

era reutilizado por la misma planta para respirar: un flujo constante de dióxido de

carbono y oxígeno. Transpiración, fotosíntesis y respiración. Eso era todo. Casi

nada. Sorprendentemente, Yasser no sonreía tanto como de costumbre, quizá

esperase a dibujar su sonrisa final, cuando su experimento se convirtiese en

realidad. Pero restaba muchísimo por hacer. Ahora, el objetivo inmediato de

Yasser y sus colegas, con los que mantenía contacto permanente por intranet, era

la fabricación de abejas. Así las llamaban. Como todos sabemos, tras la extinción

de la mayoría de las flores del planeta, las abejas, en paro, pasaron a mejor vida.

Nuestras abejas ejercerían de transportistas, como Isaac pilotando millones de

hidroaviones al mismo tiempo, esparciendo las semillas por toda la corteza

terrestre. Como proveer a Dios de un gran bote de spray para que con un simple

movimiento de su dedo índice rociase todo el planeta. De eso se encargarían las

nuevas abejas. Pero… ¿cómo reemplazar a aquellas antiguas y maravillosas

polinizadoras?

Lostruth se hallaba en estado de ebullición. Que continuase así. Isaac

había solicitado unos días de descanso tras sus interminables repartos de

semillas por el continente africano. Él sería uno de nuestros baluartes. Seguiría

repartiendo semillas, pero las nuestras, en lugar de las que le proporcionaba la

multinacional. Mediante una de las pequeñas lanchas del embarcadero secreto

de Villa Sumac, dedicamos toda la mañana a trocar la mercancía. El hidroavión,

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Page 138: Hatajo de Sueños

henchido de savia nueva, despegó rumbo al Mar Negro con destino a Constanza

sobre las tres de la tarde.

El principal obstáculo que encontrábamos era la escasez de zonas

cultivables en las ciudades. Disponíamos de nuestro olvidado archipiélago, pero

reforestándolo apenas hubiésemos llamado la atención, sólo para delatarnos a

nosotros mismos. Los parques erigían sus hologramas arbóreos sobre cemento u

otros materiales. Ni rastro de tierra en la mayoría de las urbes del mundo. En caso

contrario, nos encontraríamos ya unos cuantos de nosotros haciendo las veces de

aspersores humanos, rociando las semillas por todo Estambul.

La voluntad final de nuestra organización consistía en destapar la verdad

oficial, pero el tiempo jugaba, qué diablos jugaba, competía en nuestra contra.

Digamos que, en breves, el mundo se convertiría en un gigantesco Alef 4, y sin

antídoto, no habría remedio. Lo ideal sería que nuestras coníferas expulsasen a la

atmósfera el antídoto, o que nuestras abejas lo dispersasen… pero quedaba

tanto para eso… infinitos espejismos de horizontes de distancia… Todavía

debíamos resolver otra de las incógnitas: ¿cómo propagar la noticia de la

resurrección de los árboles? La red global, atestada de ciberpolicías, resultaba un

medio cenagoso y difícil, bastante arriesgado. La opción más votada consistía en

utilizar la cumbre internacional del primer plúteno de Junio en Nueva York, hacia

donde señalarían todos los medios de comunicación con su hercúleo y

embaucador dedo índice.

Desde el año 2014, aquella fecha se convirtió en la más importante del

calendario. Supuso un hito en la historia. Con la instauración de un nuevo día, el

138

Page 139: Hatajo de Sueños

plúteno (en honor a la desaparición de Plutón tras la colisión con el asteroide

Aphophis), cada año contaba con la friolera de 417 días. Adiós al mes sinódico

lunar y al popular código mnemotécnico de utilizar los nudillos de las manos para

recordar cuántos días tenía cada uno. Todos los meses, que continuaban siendo

los doce de toda la vida, contaban con 35 días, excepto el siempre desamparado

Febrero, con 32. El domingo pasaba a ser laborable, quedando únicamente como

festivo el plúteno, por tanto, sumando miles de horas más de trabajo a los

ciudadanos cada año. Los gobiernos ocultaron ese leve dato con la promesa de

que de esa forma habría empleo para todos, refiriendo que las épocas de crisis

eran vestigios del pasado y que la prosperidad regaría en un futuro muy cercano

todo el planeta Tierra (y, en efecto, regaron… pero antes quemaron). Las

protestas callejeras que florecían por doquier eran violentamente aplacadas por

los ejércitos y fuerzas y cuerpos de seguridad de los estados y acalladas por sus

secuaces medios de comunicación. Fue entonces cuando adquirió más fuerza

Lostruth, así como Nayyar, Expressions y otras muchas, que más tarde se

integrarían en alguna de las tres únicas que finalmente sobrevivieron.

Las cumbres fueron magnificándose. Se celebraba cada año en una

ciudad distinta, saltando siempre de continente. Los países, mientras tejían sus

planes secretos, engatusaban al mundo con lo que esperaba oír. Los dirigentes

colmaban sus bocas con palabras tales como progreso global, era del bienestar,

abolición del paro, estabilidad climática… A toda esa propaganda política la

denominábamos sonrisa digital. Las cumbres más célebres fueron la del año

2022, en que se establecieron los tratados de hermandad religiosa, y la del 31,

139

Page 140: Hatajo de Sueños

con la creación de los Estados Unidos Africanos.

Debido a la avalancha de pensamientos que recibe mi bolígrafo

directamente desde mi cerebro, mediante alguna especie de sinapsis existente

entre ambos, no he encontrado un lugar para hablaros de lo mucho que amaba el

kebab. Carne que gira, significa. Aquella tarde, Usha lo preparó de cordero, con

arroz, salsa de pepino y cilantro. Lo acompañó de unas deliciosas sopas de trigo,

y para postre, exquisito sütlaç, un tipo de arroz con leche. Una verdadera

ambrosía. Usha era toda una maestra de la cocina, nunca nos dejaba de

sorprender.

Solamente restaba una semana para el primer plúteno de Junio en Nueva

York. Debíamos determinar el modo de anunciar al mundo entero el retorno de los

árboles. Yo tenía muy claro que me presentaría voluntario para lo que hiciese falta.

Ansiaba tomar partido. Aunque, realmente, no se trataba de valentía. Más bien de

lo contrario. Quizá estuviese buscando mi final. Tentando a la suerte. Sólo así

podría quedar en paz conmigo mismo. Sólo así podría acabar con ella. Mi culpa,

ajena a mis reflexiones, flamante como el magma del corazón del volcán, ocupaba

toda mi cama. Tras su erupción, eructaba arrogante. Estiraba sus extremidades

como el Hombre de Vitruvio.

Mientras me dirigía hacia las butacas, ora cómodas, ora punzantes, desde

donde presenciaba mis sueños, me reprendí: ¿cómo diablos no me he bañado

todavía en las aguas del Mármara? Mañana sin falta, llueva o truene.

140

Page 141: Hatajo de Sueños

Plúteno, 5 de Junio de 2044.-

“La sospecha es la llama del pensamiento. El humo es la mirada. La locura

es el incendio mental”.

En la azotea, mi rifle de precisión no era sino una prolongación de mis

brazos. Yo todavía no apuntaba a nadie. Sin embargo, el Sol hacía un rato que me

apuntaba a mí. El sudor perlaba mi frente. No disponía de agua para beber o para

refrescarme la nuca. Sólo mi arma cargada y el maletín donde la recogería una

vez concluida la misión. Las diez y cincuenta y uno. Faltaban tres minutos. El cielo

era un océano desierto. Ni una brizna de viento. El termómetro de mi fusil

marcaba cuarenta y ocho grados. Pensé en la ducha fría que tomaría después,

quizá en menos de media hora. El edificio sobre el que me hallaba era el más

elevado de la ciudad. Nada quedaba a mi altura. Allá lejos, se atisbaba el palacio

de congresos, como un espejismo entre la bruma. Tras efectuar el disparo,

descendería en un ascensor privado hasta el sótano. Allí un vehículo me estaría

esperando. El objetivo era dar muerte a un peligroso mendigo. Nosotros siempre

utilizamos dar muerte en lugar de matar. Son las reglas. Dar muerte resulta más

causal, más racional. Matar es pasional. Y a nosotros no nos mueve la pasión,

141

Page 142: Hatajo de Sueños

sino la razón. El mendigo sedicioso se llama Adrián Azcona, pero no tiene

nombre. Dejó de tenerlo cuando infringió las normas. Éstas se crean simplemente

para cazar a estos elementos disidentes, para llevar a cabo la purga. Ellos se

creen listos, pero no son más que unos famélicos ratoncillos. La ley es la trampa;

el objeto prohibido, el queso. Siempre pican. Si mañana decidiésemos vetar

cualquier tontería, como por ejemplo, correr por la calle; seguramente, muchos de

ellos se lanzarían a la carrera. Caerían como moscas. De eso se trata. Nos

facilitan el trabajo. Cuando reduzcamos el círculo, sólo quedaremos los

ciudadanos ejemplares y obedientes. Ya no habrá más Adrianes Azconas,

aunque siempre debemos permanecer al acecho, porque en cualquier momento

puede surgir alguno de entre las sombras. Si me preguntan cómo lo hemos

descubierto, les remitiré a la frase del principio entrecomillada. “La sospecha es

la llama del pensamiento… blablablá”. Basura filosófica insurgente. La

encontramos anoche en su bloc de notas, en el bolsillo derecho de su chaqueta.

Las diez y cincuenta y tres minutos y cincuenta segundos. Ahí viene Adrián

Azcona, el subversivo. Hasta siempre.

*** *** *** *** *** ***

Amanecía en Nueva York. Más bien semejaba que amaneciese para

Nueva York. Todo estaba listo. La celebración de la cumbre internacional del

primer plúteno de Junio en el Central Park Mausoleo. Mis vehementes nervios

iniciales se iban disipando. Pero no las tenía todas conmigo. Mi eterno

142

Page 143: Hatajo de Sueños

pesimismo. Aunque nuestro plan se ejecutase correctamente hasta el final, otra

cosa era que luego la noticia se propagase como debiera, y eso ya no dependía

de nosotros. Ahora sólo quedaba esperar. La esperanza oculta la espera.

Cuando aquella desaparece, ésta se torna angustiosa. Llevábamos tres días en la

capital del mundo. Habíamos partido de Büyükada el martes de madrugada. Isaac

nos acercó en su hidroavión hasta Venecia. Desde allí, en autobús para Milán,

donde embarcamos en un avión hasta Boston. En el aeropuerto, nos esperaba

John Ridenhour, compañero de Lostruth, y pieza clave en nuestra confabulación.

John trabajaba como responsable, transportista y montador de sanitarios móviles

en la multinacional WorldCleaning.

Ɣ Todo preparado –nos saludó en la zona de llegadas de la terminal,

mientras nos estrechaba la mano–, se van a cagar, ¡nunca mejor dicho!

Hablaba castellano, lenguaje en que nos entendíamos todos, con un fuerte

deje mexicano. Según sus palabras, era hijo de Malcom X. Muy gordo y tranquilo

o tranquilamente gordo, con ojos grandes y cansados, como a punto de salírsele

de las cuencas para irse a dormir a cualquier lado. Se deshizo en halagos hacia

Yasser.

Ɣ Gracias a tus antídotos, brother, si no… porque por aquí la cosa está ya

muy jodida –repetía una y otra vez…

Dormimos una noche en la capital de Massachusetts y tomamos el primer

tren de la mañana hacia nuestro destino final. John se quedó, ya que él debía

dirigirse por carretera al día siguiente, transportando los sanitarios. Habíamos

evitado pasar por alguno de los aeropuertos internacionales de Nueva York,

143

Page 144: Hatajo de Sueños

infestados de agentes anti inmigración. Nuestro aspecto físico difería muy mucho

de las fotografías publicadas por la I.P. Los hombres, nos habíamos afeitado la

barba y cortado y engominado el pelo como ejecutivos. Vestíamos trajes oscuros

de pantalón y chaqueta. Emma y Louise, de falda y chaqueta. Todos olíamos a

perfume caro, a perfectos ciudadanos. Formábamos un comité de control interno

de la empresa WorldCleaning. John Ridenhour nos había proporcionado las

identificaciones falsas. Ernesto, Emma y yo portábamos pasaportes españoles y

pulseras verdes en la muñeca derecha. Qué raro me sentía otra vez con la maldita

esclava; verde, roja o amarilla, me daba igual. Los colores que no son libres no

sirven de nada. Si el cielo fuese finito, su azul sería deplorable. Mi esclava pesaba

como un yugo al cuello y el traje me creaba sarpullidos en el alma. Tenía unas

ganas terribles de acabar con todo el asunto de la cumbre, aunque sólo fuese por

deshacerme de ambos. Una vez en el castillo de proa, es terrible descender a

galeras. El conocimiento es el mayor de los inconformistas. Recordaba mi baño,

días atrás, en el sedoso Mármara. Me sentí como un bebé dentro de una inmensa

bañera. Asomaba la cabeza y divisaba los gigantes e ingrávidos cargueros de

acero, como enormes barcos de juguete de corcho.

Yasser y Louise, que parecían otras personas, se valían de pasaportes

franceses y, todos nosotros, de visados tipo turista, válidos para un mes.

Menudos cinco. Nos tuvimos que contener más de una vez para no romper a

carcajadas. Y también para no echar a correr. La risa y el miedo, buenas

compañeras de viaje. Louise, enhiesta, con lo alta que era, semejaba una mujer

de estado. El resto hubiésemos pasado perfectamente por próceres. Para ser un

comité de control interno de una empresa de limpieza, más que suficiente. No

144

Page 145: Hatajo de Sueños

hace falta decir que nuestros pasaportes eran más fraudulentos que los discursos

políticos que lloverían sobre todo el mundo esos días. Los cinco tomábamos el

antídoto. Sospechábamos (y John nos lo ratificó) que las fábricas de oxígeno

cercanas a la gran urbe andarían expectorando drogas oficiales al estilo de los

conductos de aire de Alef 4. Y, sobre todo, para esas fechas de la cumbre, donde

no se podían permitir ninguna fisura en su sistema de seguridad. Dos eran los

temas principales a tratar: la Guerra de la Antártida (nuevos tejemanejes

diplomáticos, amenazas cruzadas entre varios países para seguir haciendo el

paripé) y el pleno empleo. Alardeaban de que la tasa de paro mundial se

acercaba al 0,1%. Menuda fiesta. Con este dato se ganaban a toda la población:

el simple hecho de poseer un trabajo era algo así como una bendición.

El invernadero de Villa Sumac encumbró a Yasser a la cima de la ciencia.

Por lo menos, en la disidencia. No obstante, para nosotros ya era un genio, sin

necesidad de sus creaciones. Sólo su sonrisa ya era genial. Se había ganado la

eternidad. La eternidad es el recuerdo incandescente reservado para los únicos.

El resto, permanecemos en las tumbas del silencio. Las coníferas habían tocado

techo, literalmente. Varios centenares se alzaban hambrientas de cielo, se daban

de bruces con la cubierta de plástico del invernadero y giraban su copa ante la

imposibilidad de seguir por ese camino. Como un pívot de baloncesto debe torcer

su cuello para atravesar las puertas de las viviendas corrientes. Igual. Yasser

había bautizado a sus árboles, una mezcla entre pino y ciprés con un

nanoprocesador de grafeno inserto en la raíz, con el nombre de Combat.

Desconocía cuánto llegarían a medir, pero suponía que lo suficiente como para

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Page 146: Hatajo de Sueños

llamar la atención.

Nos alojábamos en un enorme y palpitante albergue, en la calle 37 con la

cuarta avenida, destinado específicamente para prensa y personal autorizado.

Cuatro calles más arriba del Empire State y cinco más abajo de Times Square.

En el meollo. Estaba hasta los topes. Nuestra habitación disponía de 16 camas

litera. Visitantes de todas las nacionalidades hacían y deshacían maletas por

doquier, con sus equipos de grabación, cámaras fotográficas, micrófonos,

cuadernos, portátiles, cables y papeles pululando por el edificio, como ansiosos

por salir a dar una vuelta por la gran manzana… La sala de recepción era un

auténtico hervidero de compañeros que esperaban ser acomodados en alguno

de los cientos de dormitorios comunales. Un verdadero caos. Se formaban largas

colas para ducharse. Yo opté por hacerlo antes de acostarme, cerca de

medianoche, aprovechando la nocturnidad con alevosía. Aquellos días, ¿se

abstendrían Yasser y Louise de su amor nocturno? Supuse que lo harían en las

duchas o en los baños.

A las ocho y media de la mañana, ya embutidos en nuestras fariseas

vestiduras, y con la acreditación de la empresa pegada a la solapa, nos sentamos

los cinco en una mesa a desayunar. Por fin había llegado el gran día. Nuestro tren

salía a las diez y cuarto de la mañana de la Grand Central Terminal, unas calles

más abajo. Después de desayunar, y sin conocer el resultado de nuestra acción,

partiríamos hacia Boston. Allí recogeríamos a John Ridenhour, que en breve se

convertiría en la persona más buscada de Estados Unidos y del mundo entero, y

volaría con nosotros de regreso. Hogar, dulce hogar.

146

Page 147: Hatajo de Sueños

El viernes discutimos acerca de visitar o no el Central Park Mausoleo.

Ernesto se negaba en firme. Blandiendo su puño, argumentaba que tras lo que

habían hecho con los árboles, ir allí suponía besarles el culo (sic). Su madre, con

voz melosa, intentó convencerlo arguyendo que estábamos haciendo lo correcto,

que aquello no iba a cambiar nada. Nuestra dignidad permanecerá siempre

impoluta, profirió, insinuándole que se lo tomase como una visita turística más.

Ernesto, de mente rocosa, seguía en sus trece. Yo escuchaba, callado. Quizá

unos cuantos años ha, antes del vagabundeo, también hubiese pensado como él.

Sin embargo, ya sentía que el final se aproximaba y mis fuerzas escaseaban.

Ansiaba estar de vuelta en Büyükada, bañarme de nuevo en el Mármara entre los

cargueros… me aferraba a una tibia esperanza de que Claudia volviese. De

todas maneras, tanto Ernesto como Emma tenían su parte de razón. Yasser y

Louise manifestaron su deseo de ir. Le quitaban hierro al asunto, alegando que el

mal ya estaba hecho. Esto no va a cambiar nada, Ernesto, nosotros seguimos

siendo los mismos, apuntilló Yasser. A éste sólo le delataba su sonrisa. Serio, sin

barba y tan elegante con su traje negro, hubiese sido imposible reconocerlo. En el

último momento, Ernesto resolvió ir. Supuse que lo hizo por su madre, para que

ella no se lo perdiese, pues se empeñaba en esperarnos con su hijo en el

albergue. De tal palo…

Así pues, el sábado visitamos el Central Park Mausoleo, el otrora pulmón

verde de la ciudad. Cada entrada costó la friolera de ciento cinco unions. El

conjunto arquitectónico estaba formado por la descomunal figura de un árbol de

cristal. Todos habíamos visto miles de fotos, ya que era una de las construcciones

más famosas del mundo, pero estar allí y palparlo con los ojos resultó

147

Page 148: Hatajo de Sueños

impresionante. Vergonzoso, pero impresionante. El punto más alto de la copa del

árbol alcanzaba los 859 metros de altura. La estructura era achatada, para

adecuarse a la planta rectangular del espacio inicial que ocupaba el Central Park.

La base del tronco, de 2 kilómetros de largo por 800 metros de ancho, abarcaba

desde la calle 72 hasta la 95. En la planta 50, comenzaba a ensancharse la copa

del árbol, y a partir de la planta 143 se estrechaba para finalizar en un

observatorio en la cima. Compartían el espacio interior: hoteles, museos,

balnearios, comercios, gimnasios, salas de congresos y un largo etcétera. El gran

árbol refulgía como toda una constelación, día y noche. Más de cinco millones de

bombillas LED proyectaban una fulgurante luz blanca. Se divisiva desde todos los

rincones de la gran ciudad. El monumento a la crueldad, sentenció Emma,

mientras nos alejábamos por la quinta avenida dirección downtown.

Los gobernantes accederían al Central Park Mausoleo por la entrada

principal (la entrada sur) del gran tronco de cristal. Una vasta alfombra roja,

fabricada para la ocasión, encaminaría a las delegaciones de los países más

poderosos del mundo desde el Museo de Arte Moderno, en la calle 53, siguiendo

por la quinta avenida hasta el Last tree (‘último árbol’, otro nombre, más popular,

con que era conocido el Central Park Mausoleo). Unos veinte minutos a pie. Pero

la comitiva era extensa y el desfile se alargaría varias horas. Cientos de miles de

curiosos, así como innumerables medios de comunicación se agolparían a lo

largo de todo el camino y en los alrededores del Last Tree para conseguir la

ubicación con mejores vistas. Un escudo especial invisible (antibalas,

antiproyectiles y antibombas) protegía todo el recorrido. Además, la ciudad de

Nueva York fue, en su día, una de las pioneras en instalar ese tipo de protección

148

Page 149: Hatajo de Sueños

para salvaguardar su área metropolitana de posibles ataques terroristas.

Numerosos helicópteros zumbarían en el cielo, ojo avizor. Y por último, y para

nosotros, lo más importante: los sanitarios portátiles de WorldCleaning. Un total

de 550, esparcidos por las aceras y los aledaños del Last Tree. Y en el interior de

55 de ellos se hallaban nuestros árboles, listos para cuando se alzase el telón,

hecho del que se encargaría Yasser mediante un mando a distancia. Os explico.

El jueves, a mediodía, llegó nuestro compañero John Ridenhour con su lento y

suculento tráiler, sonriente, luciendo por última vez su uniforme de WorldCleaning.

Comenzó a descargar los sanitarios en los puntos convenidos. Todos estaban

numerados. Nuestros árboles se encontraban en las decenas: en el 10, en el 20,

en el 30, en el 40, así hasta el 550. Los 55 sanitarios en cuestión, en lugar de una

taza de wáter, contenían una gran maceta con un combat. Habíamos elegido los

más esbeltos para nuestra humilde exposición universal. Emma, Ernesto, Louise,

Yasser y yo pululábamos por la zona fingiendo supervisar el trabajo de John.

Mientras tanto, colocamos en los sanitarios señalados un sensor que bloqueaba

su puerta de entrada. Poco antes de marchar, mediante un simple control remoto,

Yasser desarmaría la estructura del sanitario (de plástico), debilitando las juntas

de las paredes y el techo, y los árboles quedarían al descubierto, ante el inmenso

gentío y las cámaras de los medios de comunicación de todo el mundo.

Isaac, como casi siempre, se había encargado del trabajo sucio. Trasladó

en su hidroavión los 55 árboles desde nuestra Büyükada hasta El Cairo. Allí se

encontraba la factoría de WorldCleaning. En el puerto, esperaban dos buenos

compañeros de John Ridenhour. Colocaron los combat dentro de los sanitarios y

un camión de la empresa acercó el pedido al aeropuerto. Horas después, un

149

Page 150: Hatajo de Sueños

avión correo descargó el material en Boston, donde fue recogido por el hijo de

Malcom X en su tráiler.

A las nueve horas, seis minutos y treinta y dos segundos, Yasser accionó el

control remoto. Un instante que alteraría el curso de la Humanidad o sólo un

instante más. ¿Quién lo sabía? El viaje en tren y la posterior espera en el

aeropuerto Logan de Boston resultaron de una lentitud exasperante. Miles de

interrogaciones nos hostigaban. La principal: ¿habrían quedado los árboles al

descubierto? Según Yasser, el dispositivo era casi infalible. Él se mostraba

completamente seguro que había funcionado. Yo lo quería creer, pero me costaba

una barbaridad. Louise insinuó telefonear a algún compañero para enterarnos de

lo que estaba sucediendo. Dejémoslo estar, mejor en casa, allí disponemos de

una red segura, rebatió Emma. Todos conformes. Me daba la sensación de que

los policías y guardias de seguridad nos acechaban, con miradas acusadoras,

como esperando una orden interna para proceder a nuestra detención. En un par

de ocasiones, Ernesto me susurró que disimulase un poco e intentó

tranquilizarme. No había manera. El más calmado era el que menos debía estarlo:

John Ridenhour. En unas horas, miles de agentes de la I.P. andarían tras él.

También viajaba con identidad falsa, para evitar que nos estuviesen esperando a

nuestra llegada en Milán. John se despedía de su antigua vida. Nunca había

visitado Europa. Debería permanecer oculto una larga temporada en Villa

Sumac. No parecía tener miedo. Me recordó cuando vi por primera vez a Emma.

Él era muy distinto en las formas pero no en el fondo.

Intenté leer para evadirme un poco. Tampoco. No alcanzaba a encontrar el

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Page 151: Hatajo de Sueños

sentido de las Ilusiones Perdidas de Balzac. Las palabras semejaban reunidas al

tuntún. Culpa mía, no de Honoré de. Cuando sólo restaba media hora para

embarcar, opté por colocarme los auriculares y escuchar algo de música.

Seleccioné en mi reproductor Dream de John Cage. Me llegó al alma. Mi corazón

se ralentizó al ritmo del piano. Cuánto le debo a Bartolomeo Cristofori di

Francesco… ¿Pero cómo agradecérselo?... Mis lágrimas, presas, se amotinaban

tras los muros de mis presas de contención. Con un poco de vino o raki hubiesen

salido de allí a borbotones.

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Page 152: Hatajo de Sueños

Jueves, 17 de Junio de 2044.-

Desde que tenía un par de páginas fui consciente de mi existencia.

Enseguida cogí mucho cariño a mi creador. Al principio, temía que me

destruyese, pues hacía y deshacía, me alteraba párrafos enteros, apuntaba ideas,

luego las borraba… No sé cuántas veces habrá cambiado la frase de mi primera

parte. Debía ser muy importante para él, pues le daba vueltas y más vueltas. Sin

embargo, no comienzo con ella. Empiezo en la quinta parte. Cosas suyas. A mí no

me importa, en absoluto. Es muy nervioso, pero se nota que disfrutaba

escribiéndome. Me quería y me sigue queriendo muchísimo y yo estoy encantada

con él. Llegará a ser un gran escritor, sin duda. Cuando estaba muy inspirado,

podía llegar a escribirme treinta páginas seguidas sin descansar a tomarse un

café siquiera. Para mí era un auténtico gustazo, como un masaje. Algunas

madrugadas, se despertaba exclusivamente para añadirme un par de frases. Era

como si me diese un beso de buenas noches y me arropase en la cama. Qué

agradecida le estoy. Le costó bastante bautizarme. Dudaba entre varios nombres,

hasta que se decidió por Ariadna. Me pareció perfecto, pero, ¡qué iba a decir yo!,

no era muy objetiva, la verdad... Yo, una novela, y con nombre de mujer:

¡Maravilloso! A los cincuenta y seis días de mi primera palabra, me finalizó. Me

repasó un par de veces. Una coma allí. Un punto allá. Algunas variaciones de

152

Page 153: Hatajo de Sueños

palabras. Me leía y releía. Estaba ansioso por terminarme. Javier Lahoz, amigo

suyo, escritor y librero, me leyó muy despacio y me corrigió algunas erratas. Mi

creador se lo agradeció mucho. Jamás en la vida se me olvidará cuando me

imprimió por primera vez. Era como un regalo de los dioses. Como un renacer.

Sentía que volaba. Y todo fue a más. Me leyó Claudia de principio a fin, a pesar

de que ya me conocía. Muchos días, cuando ella llegaba a casa, mi creador leía

alguna de mis partes. Claudia le miraba y sonreía. Está muy bien, Adrián, de

verdad, le decía. Luego se besaban. Yo le debo mucho a Claudia, pues ella fue

quien convenció a mi creador para que me escribiese. Al poco tiempo, me

imprimió algunas veces más y me presentó a sus padres y a su hermano. Su

familia me leyó encantada. Hablaban muy bien de mi creador. Y de mí también.

Se rieron y lloraron conmigo. Eso es justo lo que pretendía mi creador. Le

llamaban por teléfono para darle la enhorabuena. Qué feliz era él. ¡Y yo más! Con

el tiempo, me leyó un montón de gente. Sus amigos, los amigos de Claudia… La

madre de mi creador no paraba de hablar de mí. Me paseaba de mano en mano.

Me leyó su querida amiga Lina, después, la hija pequeña de ésta, Laurita y su

marido Gelo, gran pescador, por cierto. Y seguí pululando. Me sentía abrazada

por doquier. Fue mi época dorada, sin duda. Pero arribaron los malos tiempos

para mi creador. Yo no pedía nada más. Sé que a muchas las imprimen miles de

veces, en varios tamaños, de bolsillo o de tapas duras, las compran en librerías,

les estampan una ilustración en la portada, incluyen una biografía de su creador,

una sinopsis en la contraportada, portan un código de barras, así como un código

ISBN (el número estándar que nos dan), etcétera, etcétera… ¡pero eso a mí no

me importa! Por supuesto que me agradaría contener un grabado de Gustave

153

Page 154: Hatajo de Sueños

Duré, pero yo soy feliz como soy, viendo sonreír a mi creador y a los suyos.

Cuánto daría por poder decirle que estoy orgullosa de él, que no se preocupe de

que me editen y me vendan en librerías. Me da mucha rabia verle triste. Me ha

enviado por correo a un par de concursos, aunque tardarán varios meses en

elegir un ganador. Y somos muchas las candidatas. Pase lo que pase, yo confío

plenamente en su talento… Pero, ¡qué voy a decir yo!

Postdata: ¡Madre mía qué contenta estoy!, ¡¡¡¡voy a tener una hermanita!!!!

Según parece, se va a llamar Hatajo de sueños. Aunque conociendo a mi

creador, seguramente cambie mil veces su primera frase… de momento, mi

hermanita comienza así: “La verdad se halla siempre muy cerca, pero solamente

se deja ver en la distancia”.

*** *** *** *** *** ***

Tras el desayuno, besé a Biddu y Usha y descendí entre las rocas hasta

playa. Desde la vuelta de los Estados Unidos de América, había convertido en

rutina mi baño matutino. Omi me acompañaba siempre. El tiempo también

acompañaba. El Sol se bañaba en el cielo y se secaba en el Mar, junto a

nosotros. Omi chapoteaba. Entraba y salía del agua. Ladraba su alegría. Yo

inspiraba fuertemente y flotaba. Me dejaba llevar. Mi resaca era mucho mayor que

la del Mármara. Nuestro plan había fracasado. Peor que eso. El mando a

154

Page 155: Hatajo de Sueños

distancia de Yasser funcionó correctamente y los combat surgieron imponentes

de sus caparazones. Hasta ahí todo correcto. Pero jamás nos hubiésemos

imaginado lo que siguió. Enseguida procedieron a acordonar la zona y se las

ingeniaron para explosionar los árboles pocos minutos después. Como

consecuencia, murieron ciento treinta y siete personas, cinco de ellos policías.

Ellos los asesinaron. Todo para vender la noticia en los medios como un atentado

terrorista perpetrado por Lostruth. De ese modo nos devolvieron la pelota,

envuelta en llamas. Quedamos abatidos ante semejante iniquidad, tanto en Villa

Sumac, como tantos y tantos compañeros del resto del mundo. Cuando la tristeza

se apodera del odio no hay lugar para la venganza. Quizá con el tiempo. Lostruth

acarrearía con el múltiple atentado para siempre. Tiñeron de sangre nuestro

nombre, tantas otras veces salpicado por sus embustes. Tras su abyecto crimen,

colocaron la pistola homicida en nuestras manos. Aquella era la verdad oficial.

Ahora, el silencio nos ahogaba en casa. Suponía una verdadera lástima

contemplar a Yasser. Se refugiaba en sus laboratorios, en el cerebro, cabizbajo,

Louise no se despegaba de él. Ernesto hacía lo propio con Emma, cuyo rostro

semejaba una lágrima seca. Incluso, el grandullón de John Ridenhour (el principal

ejecutor del atentado, según ellos) lloró durante alguna comida, ante todos

nosotros. Los fríos semblantes de Thomas e Isaac parecían derretirse por dentro.

Biddu y Usha nos ofrecían continuamente té, café y pastas, haciendo lo posible

por esbozar una sonrisa con la que dulcificar nuestro pesar. A mí me acompañaba

el raki todas las noches. Caí de nuevo. El alcohol me sumía en la pausa, en un

estado de vagabundeo mental donde no había pasado ni futuro, sólo el presente,

la nada, el no sueño. Pronto descubrieron la falta de botellas de raki de la

155

Page 156: Hatajo de Sueños

despensa y me asediaron con discursos paternalistas. Nada que decirles.

Asentía. Les prometí que intentaría dejarlo. Emma me insinuó que me cobijase en

los libros y me acercó uno: Los justos, de Albert Camus. Se trataba de una obra

de teatro muy corta. Me propuse leerla esa misma noche. Sin raki.

Pero aquel jueves recibí un paquete por correo. No constaba el remitente,

aunque no podía provenir de nadie más. Justo la noche anterior había soñado con

ella. Pues bien, Claudia me envió Ariadna, mi novela. Adjuntaba la siguiente carta

mecanografiada:

“Querido Adrián:

A pesar del riesgo que supone escribirte, me sentía obligada a hacerlo. He

visto tu cara en la televisión miles de veces estos días, así como tu fotografía en

innumerables carteles colocados por toda la ciudad. Mis amigas, vecinos y

conocidos me comentan despectivamente en qué te has convertido. ‘Adrián… un

terrorista’, dicen. Yo hago todo lo posible por creerte, porque siempre has sido

una buena persona, incluso preso del alcohol. Me niego a pensar que seas capaz

de tan cruel atentado. Recuerdo tus palabras de Estambul. Según las noticias, los

árboles que explotaron cerca del Last Tree eran réplicas artificiales. Nadie creería

hoy que se trataba de los viejos árboles. Quiero pensar que así era, que la

piedrecita de ámbar que te envié sirvió para algo. Sin embargo, no hago otra

cosa que darle vueltas y vueltas al asunto en mi cabeza. Resulta todo tan irreal.

Los árboles. Tú, en Lostruth, buscado por la Policía Internacional. Es una

verdadera locura.

Mi dirección es la siguiente: c/ Ilustrísimo Alcalde Belloch, 54, 4º, 4ª. 50003

156

Page 157: Hatajo de Sueños

Zaragoza. No la hago constar en el sobre por si acaso. Escríbeme cuanto antes,

por favor. Quiero creerte. Explícame cómo ocurrió todo. Si el experimento dio sus

frutos. Dime que lo que había dentro de los wáteres de Nueva York eran árboles

de verdad. Envíame alguna foto, alguna prueba. He planeado ir a verte. Si nos

están drogando a través de las fábricas de oxígeno, como me explicaste, quiero

largarme de aquí y tomar el antídoto. Adjúntame alguna píldora en el sobre, por

favor.

Adrián, te quiero. Nunca he dejado de quererte. Tuve que tomar la decisión

de romper contigo porque aquel borracho no eras tú. Lo sabes bien.

En Zaragoza, a nueve de Junio de 2044.

Posdata: Te adjunto tu querida novela. Por favor, escríbeme cuanto antes.

Con cariño,

Claudia”.

Guardé a Ariadna en un cajón de mi mesilla y leí y releí la carta de Claudia

como unas treinta y nueve veces. Redacté la contestación, con la intención de

enviarla al día siguiente. Incluí en el sobre una ramita de combat y un bote de

píldoras de antídoto, junto con un inhibidor de presencia, para enmascarar la

mercancía en los controles.

No tuve tiempo para Los Justos de Camus, pero tampoco para el raki. La

esperanza de reencontrarme con Claudia me abrazaba en la cama. En la

habitación contigua, Yasser y Louise no hicieron el amor durante aquellas

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Page 158: Hatajo de Sueños

silenciosas noches. La tristeza se reproduce por esporas. El Mar ronroneaba ahí

afuera. Imaginé los mercantes, cargados de noche, en fila india, en su diáspora,

atravesando lentamente el Bósforo camino del Mar Negro más negro que nunca.

Medité. Soñé despierto que Claudia venía a vivir conmigo. Villa Sumac se había

convertido en mi hogar y mis compañeros en mi familia. Ella era el máximo de

felicidad al que podía aspirar. Mi culpa me limitaba, se encargaba de decirme:

hasta aquí puedes llegar. Si alguna vez, inconscientemente, superaba esa

barrera, mi culpa se me revelaba como un leviatán emergiendo de las lóbregas

aguas y me engullía hacia las profundidades. Veía entonces a mis padres y a mi

hermano. Me contemplaban aterrados, desde la parte trasera de mi coche,

instándome con sus ojos a arrancar el motor para salvar sus vidas. Súbitamente,

sin tiempo para reaccionar, el camión los arrancaba de mi vista y el estruendo me

devolvía al estado inicial. La pesadilla finalizaba. Ya podía comenzar a rellenar mi

tubo de felicidad, completamente vacío. Cuando tornaba a sobrepasar el límite

impuesto por mi culpa, otro recuerdo o alucinación nefastos, similares al anterior,

lo derramaba de nuevo. Y así sería siempre. Todas las aspiraciones de Lostruth,

el particular Codex Atlanticus del genial Doctor Yasser Malik, se habían

convertido en una utopía. Y sólo el término utopía resulta inalcanzable. Así nos lo

han hecho creer, estirando el adjetivo irrealizable hasta el infinito. Enviar la carta a

Claudia al día siguiente, eso era todo lo que me sentía capaz de hacer. Sin

fuerzas para más. Non plus ultra.

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Page 159: Hatajo de Sueños

Viernes, 18 de Junio de 2044.-

El cielo formó una bóveda recubierta por un colosal arco iris. A mí me

sorprendió mientras paseaba por el barrio. Serían las diez y media de la mañana.

Ocurrió de repente. Era algo así como una gran nube multicolor tapizando el

firmamento. En pocos minutos, las calles se abarrotaron. Los que en un primer

momento se asomaron a las ventanas para contemplar la majestuosa estampa,

no tardaron en bajar para obtener un campo visual más amplio. Los vehículos se

pararon. Tanto conductores como pasajeros se apeaban para observar la

escena. No parpadeaba nadie. Una densa y rutilante luz polícroma bañaba la

atmósfera. Daba la sensación de que la podías acariciar con la mano. Muchos

hacíamos el gesto de coger algo en el aire. Aunque, realmente, ese algo era luz

intangible. Los colores estaban perfectamente delimitados. Cada franja ocupaba

alrededor de un metro. A mí me bañaba el verde. Di un paso a la izquierda y

cambié al amarillo. Seguí avanzando y me invadió el naranja y el rojo. Luego volví

sobre mis pasos hasta saborear todos los colores. Me detuve en el añil. Era lo

más hermoso que había visto en mi vida. Todos debíamos pensar lo mismo. La

ciudad quedó paralizada ante semejante obra de arte de la naturaleza. Tras unos

minutos de extraordinario silencio, la muchedumbre comenzó a exclamar y a reír.

Un prolongado ¡oh! reverberó en el ambiente. Me recordó a los fuegos artificiales.

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Page 160: Hatajo de Sueños

Pero lo que estaba ocurriendo no parecía tener nada de artificial. Temí que se

acabase enseguida, que fuese fruto de algún fugaz fenómeno óptico. El gentío

comenzó a hablar, a comentar el suceso. Entremezclaban lo extraño y lo precioso.

No puede haber nada más bonito en el mundo, dijo un vejete a mi lado, pero se

equivocaba. Porque comenzó a llover. Las gotas cambiaban de color al entrar en

contacto con la multitud de bandas que dividían el espacio. Como si el gran arco

iris que era el cielo se estuviese licuando. El mundo al revés: se bajaba el telón y

daba comienzo la función. Las gotas eran muy gruesas, descendían lentamente,

chocaban por doquier y se deshacían como rellenas de pintura. Yo abrí las palmas

de mi mano. En la derecha salpicaban un verde oscuro y en la izquierda un cálido

naranja. Sin embargo, no manchaban la ropa, ni el suelo, ni la superficie sobre la

que caían. Cuando el color eclosionaba, se diluía hasta desaparecer y

transformarse en agua corriente. La multitud adoptó la misma postura. La de los

brazos abiertos con las palmas hacia arriba. La de suplicar perdón. Incluso vi a

más de uno arrodillarse. Llovía con más fuerza. A nadie le importaba. Resultaba

inimaginable que alguien se cubriese con un paraguas. Era como si Dios fuese el

pintor y nosotros su lienzo. El gran arco iris continuó deshaciéndose durante

media hora. Después, tan rápido como había comenzado, todo volvió a la

normalidad. El cielo se tornó azul mate y el Sol emergió sobrio, impasible, como

si nada extraño hubiese ocurrido. Nadie encontró una explicación científica para

tan insólito acontecimiento.

Cuando terminé de leer en braille el anterior relato, maldije mi ceguera.

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Page 161: Hatajo de Sueños

Desde los siete años, cuando perdí por completo la visión, nunca me había

molestado tanto no poder ver. Pero sentía como si hubiese contemplado

aquella extraña lluvia. De todas maneras, felicité a mi madre por su relato y la

besé. Le dije que para mí era la mejor escritora del mundo. Palpé la sonrisa de

su cara. Era preciosa, larga y soleada como una playa de arena. Después ella

me besó y me dijo que me quería muchísimo. Noté su cálido aliento. Olía a

terciopelo azul. Me arropó con las mantas y escuché el clic de la lámpara de mi

mesita. Antes de cerrar la puerta, me dijo: Buenas noches, mi amor. Te quiero.

*** *** *** *** *** ***

Me despertaron los graznidos quejumbrosos de las gaviotas. Tomé el ferry

de las ocho y cuarenta y tres hacia la ciudad. Ernesto me acompañó. Tras

depositar la carta para Claudia en la oficina de correos de la calle Açir Efendi, en

el barrio antiguo de Fatih, anduvimos por el puente Gálata, abarrotado de

pescadores. Todas aquellas cañas, resignadas a su suerte, próximas a la

extinción, parecían hablar unas con otras, rememorando los viejos tiempos en que

capturaban más de veinte piezas diarias. Ernesto se rebelaba lentamente contra

el varapalo sufrido en Nueva York. Su rostro volvía a adoptar sus formas de

siempre, tan rugosas, tan expresivas. Bajo sus enormes cejas, exhalaba una

mirada mordaz.

Ɣ No debemos rendirnos, Lev –me dijo firmemente, tratando de

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Page 162: Hatajo de Sueños

soliviantarme–, lo que han hecho es una atrocidad. Todo el mundo debería

saberlo.

Ɣ Ya, Ernesto –respondí yo, mucho más calmado, como anestesiado–.

Todos estamos muy enfadados. Pero cada vez es más difícil. Hoy en día,

Lostruth es la encarnación del mal. Y encima, nos han cargado con el

muerto, nunca mejor dicho…

Ɣ Tendríamos que pensar más… algo se nos tiene que ocurrir. No podemos

arrojar la toalla, después de todo. ¡Eso jamás!

Asentí, cabizbajo. Tenía toda la razón del mundo. Quizá si Claudia

volviese… me inyectaría fuerzas para seguir luchando. Me invadió una brutal sed

concreta. Hube de contenerme muy mucho para no insinuar a Ernesto tomar un

raki antes de regresar a casa. Pero debía permanecer sobrio. No me perdonaría

otro error. Ni Claudia, ni yo. A la altura de la torre Gálata, propuse dar media

vuelta hacia el muelle. Ernesto continuó con su arenga el resto del trayecto hasta

Villa Sumac. Pretendía despertarme, volver a ilusionarme, me zarandeaba con

sus férreas palabras. Agradecí su aliento y excusé mi escasez de ánimo alegando

las noticias de Claudia y mi recaída en el alcohol.

Ɣ Claro, amigo –dijo, tendiendo su brazo por encima de mis hombros–. Sé

muy bien lo que estás pasando. Yo también anduve muy enganchado… ¿o

no recuerdas en la plazoleta del Somontano? Pero si te lo propones en

serio, no es tan difícil dejarlo. Sólo se trata de ser fuerte aquí arriba –y con

el puño cerrado golpeó varias veces su cráneo.

Entramos en casa. El mimoso Omi se acercó a saludarnos. Le hicimos

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Page 163: Hatajo de Sueños

unas carantoñas y nos acercamos hacia Biddu y Usha, que nos miraban

sonrientes, sentados en torno a su mesa camilla. Les besamos de bienvenida y

nos sentamos con ellos a disfrutar de un delicioso çay (té turco). Al rato, nos

dirigimos hacia la sala de operaciones de Louise y Emma, que andaban con

muchísimo trabajo escudriñando la red tras el aciago incidente de Nueva York.

Pregunté por John. Louise contestó, con su mirada fija en la pantalla del

ordenador, que andaba con Isaac y con su marido, en el laboratorio. Se oía a lo

lejos la música proveniente del invernadero. Se trataba del Sueño de amor de

Liszt. Imaginé a los combat extasiados con el melancólico sonido del piano,

llorando a rabiar la pérdida de sus cincuenta y cinco compañeros. Thomas no

tardaría en llegar. Me encantaba que nos reuniésemos todos durante la cena.

Emma nos informó que estaban reclutando muchísima gente para Alef 4.

Ɣ Mirad –dijo, acercándonos un montón de papeles impresos–, todos éstos

son de Zaragoza. Ingresaron el 33 de Mayo, lunes.

Había como unos cincuenta folios. En cada folio, diez fichas. Éstas

contenían una fotografía con nombre, apellidos y dirección. Eché un vistazo,

cotilleando, por si conocía a alguien. Igual me encuentro con el Zar, cavilé, aunque,

probablemente, él habría pasado ya por allí; para entonces, sería un robot más,

insertado en la sociedad con esclava verde. Me quedé petrificado cuando creí ver

la foto de Claudia. Retrocedí varias páginas y, en efecto, era ella. A punto estuve

de desmayarme, tomé asiento, sin apartar mis ojos de su ficha. Todos me

observaron, extrañados.

Ɣ ¿Qué ocurre, Lev? –preguntó Emma, preocupada–, ¿conoces a alguien?

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Page 164: Hatajo de Sueños

Tras unos segundos, recuperé el sentido. Le acerqué el folio donde se

encontraba la ficha de Claudia. Mi Claudia.

Ɣ ¿Estáis completamente seguras de que ingresaron el día 33 de Mayo?

–pregunté aterrorizado, mirando fijamente a Louise y Emma.

Ɣ Ciento por cien –contestó muy seria Louise.

Emma asintió con lentos y tristes movimientos de cuello. Me dirigí

corriendo hasta mi habitación y regresé con la carta de Claudia. Databa del 9 de

Junio de 2044, fecha posterior a su ingreso en Alef 4. Y si no era ella la que me

había escrito, estaba claro de quién se trataba. De nuestra perdición.

En la cena, intentamos abordar el asunto pero el asunto nos abordaba. Una

inmensa inquietud flotaba en el ambiente, flameaba los alimentos. Debíamos

adoptar una decisión ya. No sabíamos cuándo vendrían a por nosotros. Sin

embargo, era seguro que conocían nuestro escondite. Además, les había enviado

una ramita de combat y un bote con antídotos. Lo tenían todo. Yo no hablé. No era

capaz. Miraba a mis compañeros, uno a uno, y se me caía el mundo encima. El

leviatán se agitaba en mi interior. Tras mis padres y mi hermano, ahora había

engullido a Claudia. Probablemente, la descubrirían al entrar en casa de Emma,

por mi culpa, para recoger mi caja de habanos. No probé bocado. Todos mis

compañeros me intentaban animar, diciéndome que eso le hubiese ocurrido a

cualquiera. John Ridenhour me guiñó un ojo transmitiéndome su apoyo y su

perdón. Agradecí su gesto encogiéndome de hombros. Me fijé en Biddu y Usha.

No podía soportar la pena que sentí. Cataratas de lágrimas en mi interior. Mi error

los arrancaría de sus raíces. Desaparecerían sus sonrisas para siempre. Y el

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Page 165: Hatajo de Sueños

resto, lo mismo. Toda aquella buena gente quedaría a la deriva por mi culpa.

Necesitaba estar solo. Me levanté con la intención de dirigirme hacia mi

habitación, pero Ernesto, a mi lado, me echó de nuevo el brazo encima y me

susurró:

Ɣ Tranquilízate, Lev. Aquí vamos todos a una. Ahora debemos permanecer

juntos, más que nunca. Todo saldrá bien.

Mientras volvía a sentarme, me topé con la torva mirada de Louise. Me

recriminaba en silencio. Yasser, a su lado, no despegaba sus ojos de su plato de

pollo humeante. Isaac dictaminó que deberíamos largarnos cuanto antes. El resto

lo confirmó, pero, ¿adónde?... Thomas habló con su característica frialdad

nórdica:

Ɣ Ellos no saben que nosotros lo sabemos. Disponemos de algo de tiempo.

No nos precipitemos. Debemos marchar, sin duda. Pero antes hablemos

las cosas, pensemos. Es una decisión muy importante. La más importante.

Observaba a mis compañeros. Los únicos que comían eran Biddu y Usha.

Seguramente, después de tantas experiencias, los que menos miedo tendrían.

Los que más me afligían. Todos se habían hecho a la idea excepto yo. Me negaba

a aceptar la nueva situación, por mí provocada. Omi pululaba inquieto por toda la

estancia, probablemente olería nuestro desasosiego. Súbitamente, apareció por

debajo de la mesa, me lanzó una mirada compasiva y se postró a mi lado. Bebí

agua para deshacer mi nudo en la garganta. Mi corazón daba tumbos bajo mi

pecho. El leviatán andaría divirtiéndose con él. El tiempo transcurría muy

despacio. La decisión final no llegaba. Me hubiese encantado poder eliminar de

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Page 166: Hatajo de Sueños

allí mi presencia, junto con las consecuencias de mi acto. Desaparecer, en una

palabra. Sin mí, aquello derivaría en una plácida cena familiar. Yo la estaba

corrompiendo. Yasser se levantó de la mesa, anunciando que se disponía a hacer

las maletas de los laboratorios para ir adelantando trabajo. Louise lo acompañó.

Emma hizo lo propio, con la intención de salvaguardar los discos duros

imprescindibles y desinstalar el sistema operativo de la sala de ordenadores. Me

crucé con una tierna mirada de Usha que me partió el alma. Thomas e Isaac,

avanzando en la resolución final, se preguntaban si en varias zódiac o en el

hidroavión. Tanto Ernesto como John se decantaban por la segunda opción.

Ɣ Podríamos llevar con nosotros muchas más cosas, incluso árboles –

argumentó Ernesto–. Además, es mucho más cómodo y nos permite ir

más lejos. No hay muchas opciones. Ya sólo resta decir adónde.

John consultó mi opinión. ¿Qué iba a decir yo? Suspiré como respuesta.

Isaac se levantó como un resorte y se adentró por el pasillo camino de los

laboratorios. A los pocos segundos, regresó diciendo:

Ɣ Todos están de acuerdo. Voy a por él.

Thomas lo siguió. El hidroavión pernoctaba en el embarcadero principal de

la isla, al Norte, a unos dos kilómetros de distancia. Nosotros deberíamos ayudar

ahí adentro, insinuó Ernesto, irguiéndose. Quedaron solos en la sala de estar los

anfitriones Biddu y Usha. Como despidiéndose de su querido rinconcito, se

sentaron por última vez en la mesa camilla para saborear su tacita de kahve. En

un cuarto de hora, la entrada rebosaba maletas, maletines, cables, bolsas y

demás bultos. Asimismo, cinco combat se erigían en sus macetas como

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Page 167: Hatajo de Sueños

gigantescos trofeos. El hidroavión se convertiría en nuestra particular Arca de

Noé. Desconocíamos cuándo arreciaría el diluvio. Sólo quedaba por resolver

nuestro lugar de destino.

Biddu y Usha trajeron consigo únicamente una bolsa de mano. Ya en el

salón, ella descolgó un pequeño cuadro (una imagen religiosa) y lo introdujo en su

equipaje. Entré a despedirme de mi cuarto y tomé la vieja caja de habanos con mi

cartera de Lev Kaliayev y mis recuerdos manuscritos. Abandoné a Ariadna, mi

novela, porque no la sentía mía; había formado parte de su vil engaño y estaba

corrompida. El hidroavión gruñó a lo lejos. Yasser y Ernesto se encargaron de

fletar una zódiac para acercar a los hermanos a tierra. Ellos fueron los últimos en

preparar sus maletas. Todo listo. Reunidos en el zaguán de Villa Sumac,

debíamos decidir nuestro destino.

Afuera, el crepúsculo teñía el Mármara de púrpura. El cielo estaba de

nuestra parte, nos facilitaba la huida anocheciendo.

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Page 168: Hatajo de Sueños

Ɣ ¿Qué haces, Lev?, ¿escribes?

Ɣ Sí… no puedo dormir.

Ɣ Ya, es normal… yo de momento tampoco… pero no estés nervioso,

hombre, que todo va a salir bien. Anímate y quítate esa maldita culpa de

encima.

Ɣ Claro, claro…

Ɣ Todavía nos queda un largo viaje hasta Bautino… No había oído el nombre

de esa ciudad en mi vida. ¿A ti te suena de algo?

Ɣ No, no, nada.

Ɣ Según han dicho, está en Kazakhstan, a orillas del Mar Caspio. Al fin y al

cabo, aquí comienza otra etapa de nuestras vidas… Seguro que en poco

tiempo nos hacemos con una nueva Villa Sumac. Ya lo verás.

Ɣ Ya… Ojalá.

Tras esta breve conversación que mantuve con él, Lev Kaliayev, Adrián

Azcona o Dorian Czoni, como vosotros prefiráis llamarlo, siguió escribiendo en

su diario, es decir, el libro que ahora estáis terminando de leer. Lev miraba

constantemente a Biddu y Usha, que dormían plácidamente agarrados de la

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Page 169: Hatajo de Sueños

mano, a su lado. No lloraba, pero su cara estaba descompuesta por el dolor.

Alrededor de dos horas más tarde, aprovechando que todos dormíamos, se

desabrochó el cinturón de seguridad, se levantó, abrió la compuerta del

hidroavión y se lanzó al vacío. Sobrevolábamos el Mar Negro. Su querida

noche lo acogió para siempre. Nada pudimos hacer, sino seguir hacia nuestro

destino: la ciudad de Bautino, a orillas del Mar Caspio. En su honor,

recordemos las últimas frases de su diario:

La sombra alienta la imaginación, mucho más que la luz. Primero fue la

sombra, antes que la nada. Hay mucho por lo que luchar, siempre lo hay, pero ya

no me quedan fuerzas. Es preferible la derrota a la resignación. La resignación es

el paseo triunfal de la derrota, es su victoria. La noche es la posada de la muerte.

La noche es una sopa caliente de whisky y alquitrán. La noche es la creación

increada. La filantropía te conduce inexorablemente a la misantropía y viceversa.

Cuando ambas llegan a su punto álgido, se rozan levemente y todo estalla. El odio

y el amor se funden y confunden y retorna la calma, el caos silencioso, donde la

noche fluye y confluye en armonía. Una puerta es una elección. Donde no hay

puertas, sólo hay muerte. Una puerta siempre está viva, aunque te encamine a la

muerte. Alégrate de poder elegir. Alégrate de estar vivo. Alégrate de estar triste.

Entristece tu alegría hasta hacerla llorar. La muerte te permite llorar como, cuando

y cuanto quieras. Sólo falta el donde. La muerte es el donde. La muerte es un

envase vacío. La muerte es generosa, acoge a todo el mundo en su seno senil,

porque no tiene nada que ofrecer. El recuerdo siempre resulta demasiado breve.

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Cerrad los ojos y abridlos ahí adentro. ¿Qué veis? Oscuridad infinita. Muerte.

Cread vuestra propia luz. No hay límites ni reglas. Ahí se encuentra la felicidad. La

vuestra. El amanecer del crepúsculo. El Mar que baña el Cielo bajo el Sol.

Lágrimas riegan sonrisas. Los ojos son eternos manantiales. De ahí que la boca

intente acercarse hasta ellos cuando sonríe. Llorad en vida, cuanto más, mejor,

pues más sonreiréis durante el resto de vuestras muertes.

Si mueres en busca de la libertad, la libertad te hará resucitar.

Postdata:

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Papá, Mamá, Hermano. Allá voy.

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