Heidegger y El Problema de La Facticidad
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Presentado por: Martín Arcila Rodríguez
Presentado a: Carlos B. Gutiérrez
SFC Hermenéutica
Universidad Nacional de Colombia 16 de marzo de 2014
Vida, muerte e interpretación: un canto al presente
1. Quisiera introducir la reflexión que nos convoca con un poema del escritor mexicano
Octavio Paz:
AQUÍ
Mis pasos en esta calle
Resuenan
en otra calle
donde
oigo mis pasos
pasar en esta calle
donde
Sólo es real la niebla.
Escribir, quizá, es una actividad cuyo comienzo y fin se entrelazan mutuamente para contestar,
con la mayor transparencia posible, una pregunta que tenemos aquí, una inquietud que aunque
nos venga de otro tiempo, de otro momento, surge como si estuviese formulada para ser
respondida aquí, en este momento. Como un invitado que entra en nuestra casa, el sentido de
una pregunta nos impulsa cuidadosamente a acogerla, esto es, a movernos por todo el espacio
que ella puede ocupar, haciendo lo posible por ensanchar nuestro refugio para que sea también
el suyo. Este ensanchamiento del espacio, en el que se produce un recogimiento de la pregunta,
no viaja sin embargo en una sola dirección. Al aventurarnos a la teatralidad que precede
siempre –siquiera por un instante- cualquier invitación, experimentamos también nosotros una
nueva invitación: esta vez, con la presencia de otro, un invitado o un amigo, se pone delante la
invitación a recorrer el corredor, a poblar de nuevo las habitaciones y salas de estar, para pasar
nuevamente por la puerta de la casa, umbral y consumación de la visita. Sin saberlo, tan pronto
como asentimos al encuentro con nuestro invitado, estábamos a su vez invitándonos a nosotros
mismos. Indudablemente, la invitación que emerge aquí trastoca el sentido habitual de nuestro
hogar: cada movimiento de las manos, de los ojos y de los pies orquesta secretamente, si se
quiere, una conjuración que saca por breves momentos la familiaridad de las cosas a las que
prestamos atención y las desplaza a un ámbito distinto, que quizás sólo con la curiosidad serena
de un niño podemos adivinar. Y no es que esto tenga que ver con poner patas arriba la casa
cada vez que haya invitados. No. Simplemente queremos señalar el desplazamiento que ha
tenido lugar aquí, en nuestra experiencia simultánea como anfitriones e invitados, cuando nos
abrimos a contestar una pregunta. Algo así como un desplazamiento fuera de lugar –pues no
hemos movido nada- que sin embargo penetra en la interioridad del lugar como una sombra o
una huella, tal vez un paso. Es precisamente éste el sentido de los primeros tres versos del
poema: que en nuestra experiencia de sentido de nuestro ser en-el-mundo, la familiaridad del
espacio en donde estamos –aquí- sólo se vislumbra a través de algún puente o vínculo que
establecemos con otras coordenadas de sentido en las que ese ‘aquí’ aparece como extraño y se
repliega en un ‘allá’, es decir, en otra calle. Al estar aquí, estamos invitándonos a nosotros
mismos desde otro lugar, desde otra calle, a resonar aquí. Nuestro estar-aquí es así una huella
de haber estado en un allá, en algún otro lugar. Y la pregunta justamente vendría a ser ese
puente, ese repliegue del aquí y del allá que estrecha la distancia del extrañamiento entre dos
interpretaciones e invita al recogimiento, ese tránsito frente al cual no se puede sino únicamente
seguirle los pasos.
2. Dicho esto, cuando en el presente trabajo preguntamos en qué consiste la destrucción o
estrategia de desmontaje propia de la investigación filosófica del pensador alemán Martín
Heidegger, en sus Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles, que giran en torno al
problema de la facticidad, esto es, en torno a la pregunta por el sentido de nuestro ser-ahí en el
mundo; no tenemos la intención de rastrear una experiencia a través de la imposición de un
sentido último y más real en el que se resuelvan al fin todas las inquietudes. Al contrario, para
entender claramente a qué se está refiriendo Heidegger cuando habla de una destrucción del
estado de interpretación heredado, necesitamos primero estar en esa serena disposición en la
que el sentido de las palabras circulan mutua y abiertamente, bien para conciliarse, bien para
chocarse y cambiar de rumbo, manteniéndolos siempre en el intersticio de la pregunta. Sólo de
este modo los alcances de la reflexión heideggeriana proclaman pleno derecho.
Hechas estas aclaraciones, quisiera comenzar trayendo un pasaje en el que Heidegger aborda lo
que para él constituye la comprensión genuina del vínculo entre la condición hermenéutica de
una interpretación, y su respectiva situación hermenéutica:
“La propia historia de la filosofía está objetivamente presente para la investigación
filosófica en un sentido relevante si, y sólo si, no se limita a ofrecer una multitud de hechos
memorables, sino cuando se consagra de forma radical a cuestiones dignas de ser pensadas
en su simplicidad; de esta manera, lejos de desviar la comprensión del presente con el único
fin de enriquecer el conocimiento, la historia de la filosofía fuerza al presente a replegarse
sobre sí mismo con el propósito de aumentar su capacidad de interrogabilidad.” (Heidegger,
33)
Cuando afirma que la historia de la filosofía fuerza al presente a volver sobre sí mismo para
aumentar su capacidad de interrogabilidad, Heidegger quiere indicar, por un lado, que el
carácter objetivo de las diferentes interpretaciones históricas que tenemos sobre el mundo cobra
sentido únicamente cuando el movimiento que realiza el pensamiento con dichas
interpretaciones le permite comprender su posición presente en-el-mundo, es decir, su situación
hermenéutica como una posición en la que por decirlo así, aparecemos ante un mundo que
seguimos interrogando. Si hoy día continuamos hablando de un Kant, un Hegel o un San
Agustín –y esto vale también para todos los otros pensadores de la historia de la filosofía- es
precisamente porque sus aportes relucen como la prefiguración de una situación hermenéutica
cuyos efectos permanecen todavía latentes en nuestro tiempo. Y por otro lado, en este
movimiento de comprensión de su posición histórica en el presente, el pensamiento está
experimentando algo más que el simple contacto con un estado de interpretación.
Modestamente, cada vez que la historia viaja en la dirección de un ensanchamiento del estado
de interpretación presente, el presente a su vez alimenta las experiencias históricas y las
actualiza de un modo tal, que es posible hablar también de una vuelta del presente hacia la
historia. Así, decir que el presente se repliega sobre sí mismo equivale a decir no sólo que el
sentido del mundo que late en el presente se ensancha para reconocer sus alcances en las
coordenadas del pasado, sino que con ello se despliega casi que por necesidad la experiencia de
una conciencia histórica en la que el pasado se descubre también como presente vivo y activo:
“El pasado solo se manifiesta con arreglo a la resolución y a la capacidad de apertura de la que
dispone el presente.” (Heidegger, 30)
3. Curiosamente, es precisamente esta idea de una apertura en la que las interpretaciones se
dejan entrever también por la luz de un espacio de sentido en el que el presente y el pasado se
funden en una misma experiencia, la que se dibuja en los siguientes tres versos del poema de
Paz. Que mis pasos sonando en otra calle sean de nuevo oídos pasar por esta calle, es un hecho
que parece sugerir la insospechada comunión que surge entre el presente y el pasado, tan pronto
como admitimos que nuestra interpretación es siempre histórica, es decir, que nuestra
“facticidad arranca necesariamente del corazón mismo de su situación fáctica, de un
determinado estado de interpretación de la vida fáctica (…) [en la que] <<lo que se da por
supuesto>> en este estado de interpretación (…) continúa ejerciendo una influencia decisiva
a la hora de plantear los problemas y de guiar la investigación.” (Heidegger, 49)
Por esta razón, cuando en su investigación se nos habla de un interpretar la vida fáctica siempre
desde un estado de interpretación, lo que Heidegger quiere señalar no es tanto la llana
afirmación “de que nos encontremos por lo general en una tradición” (Heidegger, 52) –que por
cierto peca por simple, por cuanto no se está diciendo nada al respecto de la posición misma en
la que nos encontramos en ella-, sino más bien que las diferentes maneras a través de las cuales
desplegamos la pregunta por la vida fáctica constituyen experiencias históricas singulares cuya
influencia determina constantemente un modo especial de abrirnos al sentido que puede surgir
con dicha pregunta. En sus palabras: “los modos como la vida fáctica se nombra y se interpreta
a sí misma se mueven dentro de los márgenes teóricos y de la manera de hablar que le
proporciona la objetividad mundana” (Heidegger, 50) Así, por ejemplo, a la pregunta por el ser
de la universidad en Colombia (¿cuál es el sentido de la universidad hoy en Colombia?), hay de
por medio todo un conjunto de experiencias históricas -de orden público, económico, o
político- que desde una lectura en particular se trenzan entre sí para ofrecer en un cierto espacio
y por un cierto momento la amplitud de un sentido sobre el fáctum irreductible de la
experiencia mundana de la universidad. De tal suerte que lo importante aquí es especialmente el
cómo nos encontramos en la tradición, es decir, la manera en como advertimos los alcances de
nuestra interpretación siempre dentro de un andamiaje de sentido heredado previo que hace
posible hablar de la historia por sobre la que se desenvuelve la vida fáctica en sus múltiples
sentidos.
4. Ahora bien, atendiendo a una comprensión que busca delinear la posición que ocupa todo el
conjunto de referencias humanas que nutren el andamiaje del sentido heredado cada vez que
preguntamos por la vida fáctica en el presente, la reflexión de Heidegger comienza con una
breve investigación que viaja en el terreno de la interpretación greco-cristiana de la vida. “A
tenor de todo lo que se ha dicho sobre la tendencia hacia la caída propia de toda interpretación”
(Heidegger, 49), Heidegger bosqueja breve pero admirablemente lo que podríamos llamar
algunas de las huellas históricas fundamentales de las que proceden los conceptos propios del
universo de sentido instaurado por la interpretación greco-cristiana de la vida fáctica. En un
primer momento, “el hecho de que en la actualidad sigamos hablando de la <<naturaleza>> del
hombre o del alma –o, en general, de la <<naturaleza de la cosa>>- (…) tiene sus motivos
histórico-espirituales.” (Heidegger, 50) Esto, de una parte, quiere decir que muchas de las
interpretaciones que aparecen en la historia y que se anclan en el presente como referentes
explicativos del sentido del mundo, del hombre, de la vida y de la muerte, se identifican
plenamente al reverso del movimiento de una “nueva y fundamental actitud religiosa
introducida por Lutero (…), La doctrina de Dios, de la Trinidad, del estado de naturaleza, del
pecado” (Heidegger, 53) entre otros. De otra parte, sin embargo, esto quiere indicar que todo el
conjunto de experiencias humanas en el que la vida fáctica hablaba de sí misma y proyectaba su
sentido desde otros referentes, cae a su vez en la medianía y en la publicidad dominantes,
pierden el sentido específico de la procedencia a partir de su situación originaria, y en su
situación de caída, se instalan sin obstáculos en la normalidad del <<uno>>. (Heidegger, cf.
pág. 49)
Detengámonos aquí. En este pasaje, la reflexión de Heidegger no deambula por lo que podría
llamarse un anhelo frustrado hacia experiencias humanas de la vida fáctica que no puedan tener
ya un lugar en la historia y en el presente. Es decir, no se nos habla aquí de una desilusión
absoluta de la vida humana por haberse instalado con los conceptos fundamentales de la
interpretación greco-cristiana del mundo, en un ámbito de interpretación de la vida en la que su
sentido se nos muestre irremediablemente en relación con Dios, la Naturaleza, o un Destino, y
no con el sentido genuino de su situación originaria. Hay que aclarar enfáticamente que cuando
llama la atención sobre la medianía de la vida fáctica y sobre su tendencia a vivir en lo
impropio, la reflexión de Heidegger no busca desproveer esta tendencia de su contenido
genuinamente fáctico, a saber, que en cuanto interpretación, esta tendencia expresa siempre una
inclinación hacia el mundo, hacia una red de sentido: “El carácter ontológico del hombre está
fácticamente determinado por una caída, por una inclinación hacia el mundo.” (Heidegger, 45)
Dentro del sentido de la interpretación greco-cristiana de la vida, aún permanece latente la
impronta de una experiencia de esta inclinación, pues mientras siga siendo una interpretación,
se descubre una y otra vez el vínculo del hombre con la vida siempre por medio de un sentido
que es capaz de instaurar un mundo. De tal suerte que la situación hermenéutica en la que se
encuentra la vida humana en la actualidad, aún cuando esté atiborrada de esa normalidad tan
característica del <<uno>> greco-cristiano, en todo caso nunca termina por agotar las
posibilidades de reapropiación de su inclinación. Curiosamente, la serenidad de los últimos dos
versos del poema de Paz, que dejan leer la presencia de los pasos que suenan aquí en esta calle
y allá en otra calle como algo a lo que sin embargo nos sentimos atraídos, como esa niebla que
confirma que estamos siendo arrastrados misteriosamente; es una experiencia que retoma con
propiedad la idea heideggeriana de que la experiencia de la vida fáctica nunca agota su
disposición a poder realizar en cualquier momento la actividad de un “contramovimiento que se
opone a esta tendencia hacia la caída” (Heidegger 2002, 44) y que al hacerlo, no huye del
mundo, sino precisamente al contrario: tiene consciencia de él en sus posibilidades plenas. Es
precisamente esta consciencia del contramovimiento la que introduce, en el sendero de su
reflexión, la noción de destrucción o estrategia de desmontaje.
5. Dentro de la investigación filosófica, el concepto de destrucción empleado con Heidegger
recoge el sentido de una experiencia que, por lo demás, se encuentra también en la filosofía de
pensadores igualmente importantes tales como Kant, Marx, Hegel o Nietzsche. A su manera,
cada uno de estos escritores del pensamiento delinea en un marco conceptual particular el
sentido de una interpretación que es capaz de ver en la relación entre historia y conocimiento
una serie de tensiones que por cierto no desaparecen, pero que iluminan la pregunta del hombre
por su lugar en el mundo, a la luz de un “deshacer el estado de interpretación heredado y
dominante, de poner de manifiesto los motivos ocultos, de destapar las tendencias y las vías de
interpretación no siempre explicitadas y de remontarse a las fuentes originarias que motivan
toda explicación” (Heidegger, 51) del presente. Por esta vía, el llamado de atención de
Heidegger sobre un arribar a un sentido más originario de la vida fáctica se descubre como una
denuncia ante la reducida amplitud de sentido de mundo que instaura la interpretación greco-
cristiana de la vida. Y es que al sostener un patrón ideal desde el cual valorar la existencia
humana y sus vicisitudes, esta es una interpretación que adolece de la falta de una disposición
más originaria para reconocer su situación hermenéutica. En cada presente nuevo, el elemento
de la destrucción como un modo de ser propio del discurrir de su interpretación fáctica,
sucumbe a la formulación reiterada de esquemas interpretativos. De este modo, su chispa de
crítica, de genuina destrucción, termina por quedar absorbida en la normalidad del hábito y de
lo impropio para caer presa de un mundo que no puede ser ya más que esquematizado.
Por su parte, tras afirmar que “la vida fáctica no es, de acuerdo con su constitución ontológica,
un proceso” (Heidegger, 41) y que la confrontación destructiva con la historia “es más bien el
único camino a través del cual el presente debe salir al encuentro de su propia actividad
fundamental” (Heidegger, 51), la reflexión de Heidegger pone de manifiesto que la destrucción
no aparece tampoco como un proceso paralelo a la historia, sino más bien como el movimiento
mismo de la actividad de la historia por medio del cual la vida fáctica en su situación
hermenéutica se apropia críticamente del sentido que imprime constantemente en el mundo
para comprender su experiencia en un presente más fundamental, es decir, en su nuda
facticidad:
…Y debe hacerlo de tal manera que de la historia brote la pregunta constante de hasta qué
punto se inquieta el presente mismo por la apropiación y por la interpretación de las
posibilidades radicales y fundamentales de la experiencia.” (Heidegger, 52)
Por esta razón, pienso que la grandeza de la reflexión de Heidegger reside precisamente en la
copertenencia que mana entre la vida y la muerte, tan pronto como la comprensión de nuestro
ser-ahí de la vida fáctica toma posesión de la muerte, esto es, se vale de la destrucción como
una actividad que funda de nuevo un espacio más originario para la interpretación del mundo,
habitación del hombre y de la vida:
“Cuando toma posesión de la muerte y asume su certeza, la vida se hace visible en sí
misma. La muerte, entendida de esta manera, ofrece a la vida una perspectiva a la conduce
constantemente ante su presente más propio y ante su pasado, un pasado que dimana y brota
de la vida misma.” (Heidegger, 42)
Es decir, que sólo cuando en la estrategia de desmontaje que moviliza críticamente las
interpretaciones históricas, el origen se revela en transparencia recíproca con la muerte, solo
allí, digo, es que la situación hermenéutica de la vida fáctica puede arribar a una experiencia
más genuina de su ser-en-el-mundo: La vida como el origen de la muerte, la muerte como el
origen de la vida, el presente como la huella del mundo.
Bibliografía
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