Historia de la Construccion -prologo

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10|PRÓLOGO PRÓLOGO|11 La generosidad de mis amigos, autores del libro Historias para la construcción de la arquitectura Domi- nicana 1492-2008 me ha convocado para presentar unos textos que son en realidad “La construcción de la historia de la arquitectura Dominicana”, esfuerzo por demás ponderable y de sumo valor en la po- tencialidad de ir comprendiendo con profundidad los procesos de configuración de nuestra “Patria Gran- de” desde los fragmentos de nuestras “Patrias nacionales”. Asumiendo la audacia de tratar de referirme a una visión cuya profundidad de conocimientos escapa a mis posibilidades de referencia precisa, sospecho que la convocatoria de mis amigos tiene que ver con el ejercicio de tener una mirada “desde afuera” sobre la evolución de su arquitectura, pero a la vez que les permita sentirse “desde adentro” de un contexto latinoamericano cuyas referencias ayudarán a en- tender las singularidades de los dominicanos dentro de un sentido de pertenencia cultural continental. El libro asume, bajo la tutela de diversos autores, con su propio estilo y orientación narrativa, una evolu- ción cronológica que no obvia los lógicos solapamientos y acepta las habituales periodizaciones de la ar- quitectura occidental. Tiene, sin embargo, rasgos de notoria lucidez cuando plantea la necesidad de in- tegrar los fenómenos de la arquitectura vernácula, trascender los análisis de las obras monumentales e insertar la obra de arquitectura en una lectura urbanística que la explicita con mayor conceptualidad. Lo- gra así soslayar la dialéctica entre lo monumental y lo cotidiano, lo clásico cargado de presunta eterni- dad y lo efímero de la posmodernidad, integrándolos en una lectura unitaria. No se trata de aplanar las diferencias o contradicciones, sino de asumirlas plenamente como parte de un proceso histórico que nunca será lineal y encadenado sino justamente abierto y con reflujos. Es importante ver como los autores vuelcan en sus textos el necesario encuadre sociopolítico, sin que ello obligue a que la valoración de la arquitectura se realice en tanto la proximidad afectiva a las ideas del autor. Así, puede hablarse con claridad de la dictadura de Trujillo sin eludir mencionar la importancia de la obra pública realizada y la singular incorporación de la modernidad arquitectónica bajo su tiranía. Es- to es un adelanto pluralista, luego de décadas donde la vinculación con determinadas ideas llevó a pon- Prólogo Ramón Gutiérrez. CEDODAL, Buenos Aires

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10|PRÓLOGO PRÓLOGO|11

La generosidad de mis amigos, autores del libro Historias para la construcción de la arquitectura Domi-

nicana 1492-2008 me ha convocado para presentar unos textos que son en realidad “La construcción

de la historia de la arquitectura Dominicana”, esfuerzo por demás ponderable y de sumo valor en la po-

tencialidad de ir comprendiendo con profundidad los procesos de configuración de nuestra “Patria Gran-

de” desde los fragmentos de nuestras “Patrias nacionales”.

Asumiendo la audacia de tratar de referirme a una visión cuya profundidad de conocimientos escapa a

mis posibilidades de referencia precisa, sospecho que la convocatoria de mis amigos tiene que ver con

el ejercicio de tener una mirada “desde afuera” sobre la evolución de su arquitectura, pero a la vez que

les permita sentirse “desde adentro” de un contexto latinoamericano cuyas referencias ayudarán a en-

tender las singularidades de los dominicanos dentro de un sentido de pertenencia cultural continental.

El libro asume, bajo la tutela de diversos autores, con su propio estilo y orientación narrativa, una evolu-

ción cronológica que no obvia los lógicos solapamientos y acepta las habituales periodizaciones de la ar-

quitectura occidental. Tiene, sin embargo, rasgos de notoria lucidez cuando plantea la necesidad de in-

tegrar los fenómenos de la arquitectura vernácula, trascender los análisis de las obras monumentales e

insertar la obra de arquitectura en una lectura urbanística que la explicita con mayor conceptualidad. Lo-

gra así soslayar la dialéctica entre lo monumental y lo cotidiano, lo clásico cargado de presunta eterni-

dad y lo efímero de la posmodernidad, integrándolos en una lectura unitaria. No se trata de aplanar las

diferencias o contradicciones, sino de asumirlas plenamente como parte de un proceso histórico que

nunca será lineal y encadenado sino justamente abierto y con reflujos.

Es importante ver como los autores vuelcan en sus textos el necesario encuadre sociopolítico, sin que

ello obligue a que la valoración de la arquitectura se realice en tanto la proximidad afectiva a las ideas del

autor. Así, puede hablarse con claridad de la dictadura de Trujillo sin eludir mencionar la importancia de

la obra pública realizada y la singular incorporación de la modernidad arquitectónica bajo su tiranía. Es-

to es un adelanto pluralista, luego de décadas donde la vinculación con determinadas ideas llevó a pon-

PrólogoRamón Gutiérrez. CEDODAL, Buenos Aires

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derar muy malas arquitecturas en la región y donde otras buenas arquitecturas fueron descalificadas por

la impronta de las ideas de sus autores.

Los autores construyen a sabiendas un relato que devela lo sustantivamente realizado en arquitectura.

Lo ven desde una mirada capaz de recoger los rasgos que expresan su cultura dominicana y aceptan,

como hemos dicho, las contradicciones inherentes a los diversos tiempos históricos y a las mentalida-

des dominantes en ellos. Pero lo importante es que se trata de una visión realizada desde la atalaya que

conforma su propia cultura, lo que les permite explicar su inserción de rasgos propios en los sucesivos

contextos globalizados que le tocó vivir. Así, en el relato avanzamos sobre las maneras en que las diver-

sas influencias externas se “mestizaban” culturalmente y se integraban a nuevos modos de vida que iba

asumiendo la sociedad dominicana.

Ello es singularmente importante porque Santo Domingo es una isla, en realidad parte de una isla, don-

de justamente el “aislamiento” adquiere categoría emblemática. Sin embargo, los acontecimientos histó-

ricos la ubican en el epicentro de un fenómeno universal: el descubrimiento de América por los europeos

y en un contexto singular de carácter regional: el Caribe.

Como bien recuerda Eugenio Pérez Montás, nuestro maestro Mario Buschiazzo hablaba del “Mediterrá-

neo americano” cuando se refería al Caribe. Este espacio marítimo y de archipiélagos será esencial pa-

ra la vida del continente europeo y su proyección americana desde el siglo XVI al XIX. Más aún, a fines

del siglo XVIII, los destinos de las coronas metropolitanas se deciden en los enfrentamientos bélicos del

Caribe. Durante siglos esa fortaleza trashumante que fue la “Flota de Indias” tejió la red de escalas y puer-

tos que darían lugar al “gran Caribe” integrando los apostaderos y ciudades de “Tierra Firme”. El oro y la

plata de las Indias, base de la economía del imperio de Carlos V, circularon bajo la mirada codiciosa de

ingleses, holandeses y franceses, quienes generarían tempranamente los mecanismos de saqueo orga-

nizado.

El proceso de transculturación que implicó la llegada de Colón a la Española marca una primera fase de

un proceso de sucesivas integraciones culturales y sociales, fruto de la presencia posterior de los escla-

vos africanos o de las migraciones antillanas originadas por los avatares de la caída del imperio colonial.

Las sucesivas dominaciones de la isla por españoles, franceses, haitianos y hasta norteamericanos, se-

ñalan las presencias variadas de definiciones que sin duda impactan en las obras públicas y sus priori-

dades.

Bien señala Esteban Prieto la convergencia de muchas de estas manifestaciones que implican la integra-

ción de modos de vida, sistemas constructivos y un aprovechamiento intensivo de los recursos locales.

Compartimos sus dudas respecto del origen africano del muro de tejamanil (bahareque) ya que, con di-

versos nombres, era utilizado por comunidades indígenas de otras partes de América y por los propios

españoles que en el Paraguay lo llamaban “pared francesa”. Creemos que podemos asumirlo como su-

cede con el adobe o la tapia, que son procesos tecnológicos que florecieron simultáneamente en varios

lugares sin que exista necesariamente una cadena lineal de transferencias.

Es interesante la diferenciación que formula respecto de la arquitectura vernácula con la “popular” urba-

na o rural, fruto de los procesos de migración antillana e inclusive de otras raíces insulares como las de

Canarias. La configuración de lo que se llama un lenguaje “autóctono”, válido con certeza para los con-

textos antillanos, marca un panorama singular dentro del contexto iberoamericano.

Uno de los elementos interesantes para reflexionar desde el proceso de la ocupación de la Isabela es la

densidad de instalaciones en el territorio, en una política que tendía a reproducir las relaciones de proxi-

midad que tenía el territorio metropolitano. Quince asentamientos con vocación urbana a comienzos del

siglo XVI muestran una estrategia que la inmensidad continental habría de desalentar fácticamente en el

transcurso del siglo.

Santo Domingo es una ciudad que marca justamente una fase clara del proceso de transculturación,

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Santo Domingo terminará de amurallarse en el siglo XVIII, aunque ya había perdido peso en el juego es-

tratégico del Caribe, cediendo el papel de concentración de la Flota de Indias a la bahía espaciosa de La

Habana. Las grandes obras de fortificación caribeñas terminaron siendo tardías o inútiles para detener a

las flotas enemigas. El Fuerte de Araya se desmanteló por los propios españoles sin haber disparado

nunca. Grandes obras de La Habana fueron realizadas luego de la toma de los ingleses en 1762. En las

utopías del Caribe figuran desde las construcciones realizadas para “disuadir” hasta la insólita teoría de

la defensa por “indefensión” que ahorrativamente plantean los reyes ilustrados para economizar gastos

y evitar que los enemigos se quedasen con las fortalezas. Poco importaban los ciudadanos indefensos

en este caso.

La gestión borbónica que concibió a América como la cantera que debía financiar los desvelos “moder-

nos y progresistas” de una metrópoli decadente dejó una huella tenue en una isla asolada por las invasio-

nes francesas (1795), la presencia de los haitianos en nombre de la República Francesa (1801) y la recon-

quista española (1809). Los asentamientos internos consolidando la frontera, la acción de los ingenieros

en el Caribe y los proyectos de nuevas poblaciones marcaron los intentos de una nueva instancia para la

isla que habría de recibir el flujo de migrantes que los acontecimientos del ocaso del “siglo de las luces”

dejaba itinerantes en la región. En Santo Domingo el templo de los jesuitas y la portada de Carlos III en la

fortaleza son las piezas indicativas más próximas a un barroco desornamentado a la usanza de los Inge-

nieros Militares que a un clasicismo academicista.

Aquella rebelión haitiana de los esclavos finalmente marcó la primera independencia americana de una

potencia europea, algo que a Santo Domingo llegaría avanzado el siglo XIX. Como bien señala Eugenio

Pérez Montás, “las dos terceras partes del siglo XIX fueron años dedicados a la guerra”. Un entorno com-

plejo cuando no hostil. España dominando Cuba y Puerto Rico hasta 1898, con un intenso tráfico escla-

vista y la antigua metrópoli tratando de generar un escaparate de progreso (Cuba tuvo ferrocarril en 1837

donde la cultura dominante se reformula a sí misma en procesos de integración y síntesis. Integra las an-

tiguas experiencias, selecciona entre sus propias tradiciones. No es el modelo de lo que se tendería a

llamar equívocamente la ciudad de las “Leyes de Indias” pues no nace de una plaza generadora, ni sus

manzanas son del mismo tamaño, pero introduce calles tiradas a cordel que sorprenden a los mismos

españoles habituados a las experiencias de ciudades orgánicas medievales o las barriadas islámicas.

La Catedral nos muestra justamente los procesos de renovación y cambio. Una catedral realizada en un

cuarto de siglo, cuando las europeas iban madurando en los transcursos seculares. Una Catedral capaz de

integrar las tradiciones del gótico tardío con las primicias del renacimiento “plateresco” y la presencia de un

arco de herradura coronando el presbiterio como ratificación de ese proceso integrador de culturas.

En Santo Domingo el español ejerció su huella con total libertad ante una realidad americana avasallada

por el poder y la tecnología. De Sevilla vinieron los Maestros de Cantería con sus oficiales y herramien-

tas, pero siempre la propia realidad del nuevo espacio habría de hacer distinta la resultante y la “mesti-

zación” cultural estuvo presente desde el inicio. El propio español no fue el mismo y debió sintetizar sus

específicas manifestaciones en un nuevo lenguaje arquitectónico. En esos 25 años de la Catedral es co-

mo si el arte de España se hubiera aplanado de sus manifestaciones de varios siglos.

Santo Domingo nos testimonia a los americanos la génesis de nuestra arquitectura occidental con el tar-

dío medievalismo de la Torre del Homenaje, o las ventanas de filigrana de piedra, los solares estrechos y

de largo fondo que exigieron viviendas en altura y patios estrechos, es decir, modalidades de ocupación

que los conquistadores habían vivido y ejercitado. Junto a ellos la huella mudéjar de los ajimeces y el al-

fiz de algunas portadas o los rasgos elocuentes del renacimiento mediterráneo de la Casa de los Meda-

llones. Erwin Walter Palm pudo recomponer su alma inquieta y nostálgica de un exilio de su patria y de

sus propias líneas de trabajo sobre la antigüedad clásica, redescubriendo esas notables persistencias de

la Española, que ya Don Diego Angulo había ponderado en sus textos sobre arquitectura antillana.

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cuando aún no lo había en España) para convencer a las antiguas colonias de retornar “al suave yugo

de Su Majestad”. Ciudades formadas por los esclavos, libertos desde 1822 o por refugiados de los con-

flictos regionales indican una tendencia que se ratificará a fines del siglo XIX cuando las pacificaciones

permiten consolidar un proyecto. Esto tiene de común Santo Domingo con buena parte de los países de

América desgarrados el primer cuarto de siglo con la guerra de la Independencia y luego en las guerras

civiles y regionales que fueron fragmentando la unidad americana en un cúmulo de países, donde con-

fluyeron las ambiciones localistas con la interesada colaboración de las potencias europeas. “Divide y rei-

narás”.

Pero Santo Domingo ubicado en la periferia de los nuevos circuitos del comercio mundial, apuntaría con

el desarrollo de los ingenios también a la producción de las materias primas para los países industriali-

zados captando una modesta transferencia de capitales (fundamentalmente ingleses y norteamericanos)

desde mediados del XIX. Tampoco tuvo unas oligarquías locales que aliadas a esos intereses comercia-

les plantearan la disyuntiva de dejar de ser americanos para ser directamente europeos. Una tecnifica-

ción y un desarrollo industrial en la producción azucarera marcaron los lineamientos del comercio exte-

rior e hicieron impacto en nuevas expresiones arquitectónicas de la arquitectura maderera y de las cha-

pas de zinc. Un lenguaje “Victoriano” que irrumpe eclécticamente cuando en las grandes ciudades capi-

tales del continente el academicismo Beaux Arts parisino configuraba los paisajes urbanos. Quizás en la

renovación del paisaje de plazas y espacios públicos pueda verificarse este cambio hacia el gusto afran-

cesado.

Nuevamente en las primeras décadas de siglo XX las vertientes degradadas de la normativa académica

expresadas en los variados eclecticismos, historicismos y pintoresquismos aplanarán, salvando escala

de producción, cronologías, temas y calidades, las distancias entre los lenguajes arquitectónicos de los

diversos países americanos. En Santo Domingo la ocupación norteamericana (1916-1924) marcó algo

que sería una constante en los gobiernos autoritarios en el continente: la inversión en equipamientos e

infraestructuras con la realización de edificios escolares, sanitarios y carreteras. El paisaje urbano cam-

bió con el desarrollo de barrios y urbanizaciones con calles forestadas y el tranvía que sería en toda Amé-

rica el elemento dinamizador del crecimiento barrial periférico.

Entre los profesionales de muy diversa procedencia y formación cabe resaltar la figura del checo Anto-

nio Nechodoma con un conjunto de obras en San Pedro de Macorís y una trayectoria que prolongaría

en Puerto Rico posteriormente. Es importante en estos textos el esfuerzo de investigación de los auto-

res por mostrar una visión amplia de la arquitectura dominicana, superando los límites de la ciudad de

Santo Domingo para adentrarse en las transformaciones de las ciudades del interior (Santiago, Monte-

cristi, Sánchez, Puerto Plata) y para relacionar su arquitectura con los acontecimientos de otros países

del Caribe.

Como sucede en otras partes de América, los profesionales que se dan cita para la transformación tec-

nológica desarrollista, provienen de diversos países, a veces vinculados a la transnacional o a los capi-

tales que financian las obras y otras simplemente a los procesos de expulsión poblacional que va vivien-

do Europa en la segunda mitad del siglo XIX. Esta migración calificada la verifica Eugenio Pérez Montás

cuando al referirse al tren con cremalleras que va de Puerto Plata a Santiago relata que fue financiado

por los holandeses, construido por los belgas, recurriendo a puentes ingleses y administrado por los nor-

teamericanos para uso de los dominicanos. Probablemente por la proximidad con Cuba y Puerto Rico

hubo también una buena cantidad de profesionales españoles (Trueba, Urgell, Toro, Sevillano, Turull)

También la estructura productiva de los ingenios azucareros reitera las tipologías de la revolución indus-

trial, similares, con diversa escala, a las “centrales” cubanas y a los del Brasil y Argentina que conforman

un patrimonio industrial de primer nivel evidenciando las transferencias tecnológicas norteamericanas e

inglesas.

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En la arquitectura la ecléctica composición del cuerpo profesional con sus diversas procedencias y for-

maciones se manifiesta en lo que se ha dado en llamar las “arquitecturas paralelas” donde cada profe-

sional hacía obras de muy diverso estilo simultáneamente. En toda América Latina lo “moderno” realiza-

do en hormigón armado se introduce así como un estilo más, no como una respuesta dialéctica a la “ar-

quitectura de estilos”. Los rasgos pintoresquistas e historicistas, no ya de la propia historia sino de las

manifestaciones regionales europeas, fueron los preferidos para las residencias y villas suburbanas de la

nueva burguesía. La destrucción de las normativas académicas, que en Santo Domingo siempre fueron

débiles, se prolongaría en el surgimiento de los antiacademicismos del “art nouveau”, pero sobre todo

con las obras donde desaparecen los cánones de la simetría y la composición axial para dar lugar a vo-

lúmenes yuxtapuestos libremente.

En la segunda década del siglo XX las opciones que los territorios que Estados Unidos habían arrebata-

do a México para definir su identidad introducen el lenguaje “neohispanista”. La Exposición de San Die-

go en California de 1915 marca un punto de inflexión donde la recuperación de la arquitectura colonial

mexicana y la influencia del siglo de oro español configurarán el imaginario identitario de California, Flo-

rida, Texas y Arizona. La adquisición de edificios enteros renacentistas en España que son rearmados y

la importación de rejas, portadas, puertas de madera y detalles ornamentales engalanan las mansiones

de los nuevos mecenas. En España a la vez hay un resurgir de las arquitecturas regionales y un renacer

de los antiguos oficios artesanales de la forja, la azulejería y el trabajo de la madera que permite una

transferencia hacia los países americanos.

La decadencia de la Europa central originada por la primera guerra mundial llevó a la intelectualidad ame-

ricana a lo que Toynbee llamaría años después “una irritada introspección” para abandonar el proyecto

de la fallida “civilización europea” y revalorizar sus menospreciadas manifestaciones americanas. De aquí

surgirá la fuerza que desde la literatura, la crítica de arte y el pensamiento fundarían en una reflexión his-

tórica la recuperación del propio paisaje y las manifestaciones del “neohispanismo”, el “neocolonial”y

hasta el “neoindigenismo”. La obra de Pedro Antonio de Castro resume esta nueva versión historicista

en la República Dominicana y en Puerto Rico, como la alternativa de obras cuyos rasgos formales ape-

laban al nuevo lenguaje con reminiscencia mudéjares o platerescas.

La crisis internacional de 1930 coincide en Santo Domingo con el inicio de las tres décadas de la dicta-

dura de Rafael Leonidas Trujillo caracterizada como otros regímenes autoritarios del continente por su

fervor por las obras públicas. Puede en esto verse un síntoma keynesiano de ocupación de mano de

obra, un arrebato de sensibilidad social por resolver problemas habitacionales y de equipamiento secu-

larmente postergados o también a semejanza de los totalitarismos fascistas la actuación escenográfica

dedicada a perpetuar la memoria del gobernante. Probablemente algo de los tres argumentos está pre-

sente en la valoración que con sensato e inusual equilibrio realiza Gustavo Luis Moré de este período.

Aquella primera modernidad que Nechodoma y otros profesionales habían ejercitado en San Pedro de

Macorís a comienzo del siglo, se identifica con lo que en muchos países se nomina “estilo internacional”

con rasgos que se apartan de los lenguajes habituales y preludian una preocupación funcionalista. San-

to Domingo, mientras tanto, era nuevamente el epicentro mundial de la arquitectura con la realización en

1928 del Concurso Internacional para el Faro de Colón, una competencia promovida en la coyuntura por

los norteamericanos que habían ocupado la isla hasta 1924, y en la que en que participaron centenares

de arquitectos, algunos de ellos de la fama de Aalto, Garnier, Melnikof, Papadaki, Arnal, Moya, Torres Ar-

mengol, etc. que plantearon un mosaico de la arquitectura universal, desde las vanguardias futuristas a

las reivindicaciones neoindigenistas, sin olvidar los variados eclecticismos. La exposición de parte de los

proyectos en Roma y los debates sobre la modalidad de la convocatoria dieron resonancia a Santo Do-

mingo en la prensa internacional. El premio otorgado por el jurado que integraban el uruguayo Acosta y

Lara, Eliel Saarinen y Frank Lloyd Wright en una reunión en Brasil (1931) eligió un diseño, a mi criterio de

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poco relieve y escaso interés, presentada por el arquitecto escocés Gleave. En Argentina se editó una

estampilla de correos con el proyecto. La obra se construiría en 1992 cuando hasta su autor había falle-

cido.

Desde 1937 hasta 1961 (año de la muerte del Dictador), Santo Domingo pasó a ser Ciudad Trujillo, otra

de las características de los regímenes autoritarios latinoamericanos que intentan perpetuar sus figuras

en las nomenclaturas urbanas. La nueva nominación viene acompañada del sugestivo obelisco, símbo-

lo de eternidad... funeraria. Estas décadas coinciden con la primera generación de arquitectos domini-

canos formados en Estados Unidos y en Francia o Bélgica, ya que el país carecía de una escuela de Ar-

quitectura hasta 1938. Esta situación es similar a la de Colombia, por ejemplo, aunque en otros países

del continente desde mediados del siglo XIX había Academias o Escuelas de Arquitectura.

Uno de los logros de este libro es la revaloración de la obra de Guillermo González, estudiante en la Co-

lumbia University y graduado en Yale, quien viaja a Andalucía y reconoce las fuentes de la arquitectura

que habían impulsado en USA en “Mission style” y los escenarios de cine de Rodolfo Valentino. La mix-

tura de la rigurosa formación academicista francesa que predominaba en Estados Unidos y el contacto

con la arquitectura popular española y sus raíces islámicas, fueron probablemente la base de una preo-

cupación central en el joven arquitecto. Esa misma preocupación de compatibilizar el manejo de escala

y la “composición” de las partes y el todo que daba la Academia con la soltura y la respuesta libre de vo-

lúmenes, el uso del color y las sutilezas de la luz que la arquitectura popular ofrecía. Luis Barragán, Mar-

tín Noel, Mauricio Cravotto, Héctor Velarde, Julio Vilamajó tendrían entre los arquitectos latinoamericanos

de la generación anterior esa misma experiencia.

Las obras de González desde 1937 (Parque Ramfis, hoy Hostos) a los edificios Copello y el ponderado

Hotel Jaragua (1939, demolido en 1985) fueron hitos que marcaron un nuevo punto de inflexión ingre-

sando las primeras manifestaciones del Movimiento Moderno a la República Dominicana. Moré señala la

contradicción de la dictadura de Trujillo que por un lado permite la realización de estas obras modernas

y al mismo tiempo fomenta la construcción de edificios emblemáticos del neoacademicismo clasicista.

Esto mismo sucede en la Venezuela de Pérez Jiménez, en la Argentina de Perón, en la España franquis-

ta, en la Roma mussoliniana, en los diseños de Speer para Hitler, en distintas etapas del Stalinismo o en

los proyectos simultáneos de Piacentini y Le Corbusier en el Brasil de Getulio Vargas. Los regímenes au-

toritarios transitan en el doble andarivel de la vanguardia y la eternidad clásica y no necesitan optar pa-

ra expresarse.

Lo interesante en la República Dominicana es que en la obra de González como de otros arquitectos es

posible encontrar una cierta continuidad entre la llamada ”primera modernidad” que en muchos países

americanos se expresa desde la década de los 20 con las obras del Movimiento Moderno. Quizás el he-

cho de que recién en los últimos años de los 30 podamos encontrar las manifestaciones que se ajustan

a aquel lenguaje en obras similares a las del racionalismo europeo y la presencia sostenida en la década

siguiente de obras modernas inducen a una lectura más coherente de la que se puede hacer en otros

países americanos donde la persistencia del eclecticismo y el academicismo francés permaneció hasta

avanzados los 50 en una arquitectura emblemática o de equipamientos públicos. Obras como El Institu-

to de Señoritas Salomé Ureña (1944) de los arquitectos Pou Ricart muestra la calidad de una arquitec-

tura racionalista bien integrada en su horizontalidad en un contexto urbano.

Cabe señalar también el rescate que se efectúa de la obra de uno de los españoles del exilio, Tomás Au-

ñón, que recurre en la región de Jarabacoa a una arquitectura de tinte organicista, donde “la naturaleza

de los materiales” wrightiana aparece manejada con solvencia y expresividad. Sus obras en Santo Do-

mingo manifiestan la vigencia del contexto urbano y adquieren otra fisonomía no por ello menos ponde-

rable como puede verse en el Instituto Escuela (1944). Auñón migraría luego a México.

Aun los arquitectos más identificados con el régimen trujillista como Henri Gazón Bona, graduado en

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Francia muestran en el eclecticismo de la encomienda de la obra pública destrezas que preanunciaban

su “Casa Vapor” (1936), un tema recurrente en el llamado “estilo buque” internacional en los balnearios

o residencias de los aficionados a la navegación, como podemos ver en Argentina, Uruguay, Chile y el

Perú. Su obra del Mercado Modelo es realmente notable por la solución de una gran superficie above-

dada de notable calidad espacial. Gazón consideró adecuado perpetuar la obra del tirano en el Álbum

de La Arquitectura Dominicana en la Era de Trujillo (1949). Las obras del trujillismo como el Palacio Na-

cional del italiano Guido D’Alessandro muestran una reminiscencia lavada de los Capitolios de Washing-

ton o La Habana mientras que el Palacio de Bellas Artes apela nostálgicamente a los templos griegos.

Moré señala la articulación generacional del pase de la primera generación moderna a la nueva genera-

ción que surge de la Escuela de Arquitectos-Ingenieros de la Universidad de Santo Domingo primero y

a los de la Universidad Pedro Henríquez Ureña después. Lo que distingue también a esta generación es

la reflexión sobre la necesaria identificación de la obra con el sitio, es decir, conciliar espíritu del tiempo

con espíritu del lugar. En ese plano la mención de William Reid (Banco Chase Manhattan), Manuel Ba-

quero (Edificio San Rafael) y Edgardo Vega (Banco Nacional de Vivienda) aparece como testimonio de

esa búsqueda de modernidad contextualizada.

Quizás la culminación de esta época sea el proyecto de la Feria de la Paz y Confraternidad del Mundo

Libre que en 1955 encara, sin encontrar contradicción alguna en su nominación, el dictador Trujillo. Era

un gran espacio cívico, a la usanza del EUR romano de Mussolini, que más allá de la Feria se instalaba

como el recinto de la vida pública dominicana. Arropado por los edificios públicos del Congreso, Supre-

ma Corte, Procuraduría General y otras dependencias del Estado, Guillermo González da los lineamien-

tos de una traza equilibrada en sus dimensiones y funcional a los objetivos trascendentes del proyecto.

Como señala Moré “no hay en el Caribe un espacio cívico de tal fuerza, de tan refinada estilización”, mal

que le pese a los intentos de Forestier en La Habana, adicionaríamos.

La noción de lo urbano está presente en las preocupaciones de la obra pública del régimen. También el

desarrollo de las teorías urbanas de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (CIAM) con

sus planes ordenadores del “corazón de la ciudad” y de sus ensanches impulsados por el crecimiento

poblacional generado por la Feria de 1955 y la realización de las grandes obras públicas. No siempre el

planeamiento pudo atender a la dinámica de un proceso que, derivado de la necesaria sustitución de im-

portaciones generado por la segunda guerra mundial, indujo el fomento de pequeñas industrias y pobló

de nuevos habitantes las periferias urbanas del continente. Los conjuntos de vivienda masiva que enca-

ran en estos períodos Getulio Vargas, Perón o Pérez Jiménez señalan la coincidencia del proceso y las

diversas calidades de respuesta que las mismas se ofrecen desde el estado centralizador.

La finalización del prolongado gobierno de Trujillo no aseguraría la paz a la República Dominicana; el triun-

fo y el derrocamiento de Juan Bosch y la invasión norteamericana de 1965 marcaron con claridad los lí-

mites a la autodeterminación que podría tener el país. Moré analiza estas peripecias en “Los tiempos de

la Libertad. 1961-1978” resaltando la presencia de un nuevo grupo de profesionales que integran Ber-

gés, Pérez Montás, Goyco, Gautier, que incorporan a la vez al debate la preocupación por el rescate del

patrimonio arquitectónico dominicano.

La ocupación militar norteamericana coincide con los tiempos de la Alianza para el Progreso y la trans-

ferencia de capitales y tecnologías que en el caso de la República Dominicana aunará la transformación

de estructuras gubernativas y administrativas. Son los tiempos en que se ratifica una estrategia de pos-

guerra, cuando desde Estados Unidos se editaba en castellano una revista “Proyectos y materiales” pa-

ra mostrar los beneficios de los diseños de los estudios y las transnacionales norteamericanas en Méxi-

co y el Caribe. Eran los tiempos de los planes de Sert y Wienner para Perú, Brasil, Bogotá (con Le Cor-

busier) y luego La Habana, que pretendían aniquilar las antiguas ciudades en aras de la utopía del nue-

vo urbanismo zonificado funcionalmente.

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Los 60-70 marcan la presencia de la arquitectura de concursos cuando se ha consolidado un cuadro de

profesionales que participa activamente en la generación de una cultura arquitectónica local como Cal-

venti (Banco Central), Goico (Maternidad San Rafael), Cott y Gautier (Plaza Juan Pablo Duarte) y Borrell

(Edificio Oficinas Gubernamentales), entre otros. Son justamente los doce años de gobierno de Balaguer

(1966-1978) los que señalan la convocatoria del Estado para una participación activa de los arquitectos

en las políticas públicas. Importantes obras como la Biblioteca Nacional, el Museo del Hombre Domini-

cano, el Teatro Nacional, Museo de Arte Moderno, Museo de Historia Natural, el Parque Zoológico y el

Estadio Olímpico son muestras de un proyecto de Estado que atendía a un equipamiento cultural y re-

creativo en una escala ponderable. Las expresiones tardías del neobrutalismo corbusierano comienzan

a aparecer aquí, como en otros países de América, proclamando la arquitectura del autor y la valoración

del arquitecto artista que da predominio a la forma sobre el funcionalismo declamado de los orígenes del

Movimiento Moderno.

Los procesos de conurbación, los ciclos de migraciones internas que viven en estos años del “desarro-

llismo” las ciudades del continente, marcan los tiempos de los ensanches y urbanizaciones privadas y de

las periferias marginales creando el sistema dual de ciudad formal y ciudad informal que caracteriza hoy

a nuestras grandes ciudades americanas.

A raíz del terremoto de 1971 se encara una política sostenida de recuperación del patrimonio colonial de

Santo Domingo. Antes podemos contabilizar la participación de la Cooperación Española en la recons-

trucción del Palacio de Diego Colón (1954), pero ahora existía en el país un conjunto importante de pro-

fesionales capacitados en Italia, México o España sobre estos temas. Eugenio Pérez Montás, Esteban

Prieto, Iván Feris, Báez López Penha, Manuel Gautier, aparecen vinculados a la planificación y ejecución

de obras que en definitiva convirtieron a Santo Domingo en un lugar de referencia continental sobre los

trabajos de restauración y rehabilitación patrimonial. Siguiendo la evolución de los criterios de rescate, la

mayoría de las actuaciones de esta primera fase se volcaron sobre obras y conjuntos monumentales pa-

ra posteriormente, en las décadas siguientes, actuar sobre la escala urbana.

Aparecería, como sucede en otros países del continente, la preocupación por el rescate patrimonial y la

lectura contextual de la arquitectura, enfrentada dialécticamente a la actitud rupturista y formalista de la

arquitectura de autor que buscaba la singularidad, la diferenciación, el muestrario de materiales y tecno-

logías y en definitiva a través de forma o volumen desprenderse de la “contaminación” de aquello que lo

rodea. Esta polémica, subsistente hasta nuestros días, nos ubica a la vez en los tiempos de la crisis del

Movimiento Moderno, incapaz de dar respuesta a los problemas sociales que denunciaba y también ri-

gidizado en axiomas que desmentían sus preocupaciones funcionales o de calidad de vida urbana. Es-

to abrirá el camino de la crítica “posmodernista” que rápidamente demostró su propia incapacidad de

elucubrar una actitud coherente y sistemática capaz de superar las premisas de aquello que denostaba.

A la rigidez le reemplazará el “vale todo”, sin referencias ni precisiones de valor alguno.

La especulación inmobiliaria y la mayor gravitación de la construcción sobre el diseño arquitectónico son

circunstancias que Santo Domingo comparte con otros contextos continentales. De la crítica a estas re-

sultantes surgen justamente los grupos de reflexión, en el caso dominicano muy particularmente el Gru-

po Nueva Arquitectura, con su revista Arquivox, y en nuestros días los magníficos Archivos de Arquitec-

tura Antillana que desde la iniciativa privada Gustavo Luis Moré conduce con ejemplar calidad y tesón.

Algo que desde la mítica Urbe de Efraín Pérez Chanis, en Puerto Rico, no se veía en el Caribe.

Señala José Enrique Delmonte la preocupación que ha teñido las dos últimas décadas del siglo XX vin-

culadas a la propuesta de una arquitectura nacional. Esta circunstancia es común a la mayoría de los

países americanos que intuían la necesidad de un debate donde, en lugar de asumir el desconcierto ge-

neralizado, que primaba en la cultura arquitectónica occidental, América Latina tuviera sus propias refle-

xiones desde sus peculiares circunstancias. Esta situación daría lugar a la génesis de los foros y encuen-

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tros: los Seminarios de Arquitectura Latinoamericana, las Bienales nacionales e internacionales, mientras

los Congresos de defensa del Patrimonio adquirían relevancia. En estos años la tarea de rehabilitación e

intervención sobre el patrimonio construido, así como la renovación de áreas portuarias, ferroviarias o in-

dustriales marcarían nuevos parámetros de acción a la profesión.

El compromiso de una nueva arquitectura que hablara del sitio, que utilizara los recursos y materiales pro-

pios y que se sintiera capaz de apropiarse de aquellas ideas y técnicas que fueran pertinentes para dar

respuesta a los requerimientos locales, configuraban los caminos de búsqueda desde México a la Pata-

gonia. Santo Domingo no estuvo ausente de ello, ni en lo referente a la valoración de su patrimonio, ni a

la inquietud por conocer más de la realidad continental y ubicar sus potencialidades en el contexto del

mismo. Los Encuentros del Caribe y la tarea denodada del CARIMOS han sido manifestaciones de esta

preocupación A la vez se asumía la historia como circunstancia integrada, con sus aciertos y omisiones.

Así se promovió la investigación de la arquitectura decimonónica y la del Movimiento Moderno como par-

te de la comprensión de un proceso patrimonial integral.

Desde las usinas centrales se vislumbró esta actitud latinoamericana como una suerte de rebeldía con-

testataria que se clasificó de “regionalismo crítico”. No se entendía que el movimiento trascendía la preo-

cupación por “contestar” a la banalidad posmodernista de los países centrales y que lo que se buscaba

era justamente un camino propio que se desprendiera de un debate vacío de contenido y pleno de fri-

volidades formalistas. Como bien señala Delmonte, era el inicio de los tiempos en los cuales la arquitec-

tura “fue utilizada como un producto de imagen para las corporaciones financieras” y los arquitectos eran

promovidos como objetos de consumo (el auto de Bofill, el reloj de Rossi, la tarjeta de crédito de Viñoly,

etc) Esta “década rosa” culminaría a finales de siglo con la claudicación de muchos de los grandes es-

tudios que ingresan al rol de la especulación inmobiliaria bajo la tutela directiva de los “desarrolladores

urbanos”, nueva modalidad gestionaria del capitalismo.

Santo Domingo vivió un año 1992 épico que volvió a colocarlo en el centro del escenario de la conme-

moración del quinto centenario del descubrimiento de América. Antes, la revolución cubana había ido ge-

nerando el paulatino trasvase de la economía del turismo norteamericano a la República Dominicana y a

las surgentes playas de Cancún (México). Esto explica porqué, alguna vez que critiqué la obra del Faro

de Colón realizada en 1992, un amigo la defendía diciendo: “Santo Domingo tiene solamente dos cosas:

Playas y Colón”. Aceptar este reduccionismo significa ingresar en una especie de “destino manifiesto”

para el Caribe, sustentado desde Estados Unidos y Europa, donde el desarrollo económico está basa-

do en la monoindustria del turismo. Algo que pasó en Cuba antes de 1960 (y sigue pasando hoy día) y

que ha limitado las propias potencialidades vitales de Puerto Rico al accionar de los cruceros turísticos.

Mi punto de vista se refería al anacronismo de realizar un proyecto de 1928 en el año 1992, en un con-

texto urbano y de cultura arquitectónica sustancialmente distinto. Era una decisión que postergaba in-

clusive la posibilidad de un buen proyecto dominicano y afectaba a un proceso de renovación urbana y

de inversión considerable sin rédito social. Justamente eran estos los momentos en que el compromiso

social de los arquitectos (una de las banderas del Movimiento Moderno) desaparecía de la agenda de los

profesionales y hasta de los propios estados que, neoliberalismo mediante, se sacudían de la responsa-

bilidad del bienestar de los ciudadanos con el espejismo de que de ello se ocuparía el mercado. Como

señala Delmonte, “el Faro ocupa un territorio inmenso no aprovechado para generar una dinámica bene-

ficiosa para el asentamiento”. En su interior pueden verse unas tristes manifestaciones “culturales” de los

países integrantes de nuestro continente en una suerte de museo carente de guión, gracia y creatividad.

Su mejor aporte fue haber logrado trasladar el catafalco de Colón desde la Catedral, liberando el espa-

cio interior de la misma.

En el libro se recogen los impactos que en su momento tuvieron en República Dominicana las presen-

cias de Richard Neutra (1945), Geoffrey Broadbent (1980) y posteriormente Rudy Moreno (1983), quien

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desde Caracas trasladó las novedades estéticas del discurso posmoderno tanto en sus vertientes clasi-

cistas cuanto en las historicistas más próximas ahora al contextualismo y al regionalismo. La arquitectu-

ra hotelera fue nuevamente (recordar el impacto del Hotel Jaragua de 1939) la expresión de los nuevos

íconos, justamente por su inserción con la internacionalización del turismo y la presencia no solamente

de arquitectos locales sino de los de las transnacionales. Si en la historia Santo Domingo expresa el pe-

ríodo colonial y San Pedro de Macorís los balbuceos del modernismo, Puerto Plata asume los hálitos de

la posmodernidad lúdica que oscila entre la vernacularidad (Eurotel Playa Dorada) y el kistch (Altos del

Chavón en La Romana).

Ello coincide con el desarrollo de una nueva generación de arquitectos, muchos de ellos talentosos en

su capacidad de diseño y reflexión, entre los que cabe recordar a Imbert, Piña (Domus), Pujadas y Ar-

menteros (Torre Gazcue) y Moré+Caro (Suprema Corte de Justicia). Eran tiempos de reflexión y polémi-

ca donde el Grupo Nueva Arquitectura editaba en 1984 sus “100 hojas de arquitectura” y en 1989 lan-

zaba el “Manifiesto de los 10 años” que analizaba la situación dominicana en un marco político, cultural

y social. En 1991 otro “Manifiesto al gobierno y al país” ubicaba a los arquitectos criticando las modali-

dades de inversión en la obra pública y el papel que tenía la profesión. Con un tinte más político, otros

profesionales defendieron la actitud del Estado en la encomienda profesional y el rol jugado por los ar-

quitectos en la planificación urbana. El resultado fue volver a poner a la profesión en el centro de un com-

promiso con los problemas del país, más allá de las diversas ópticas sobre las soluciones.

Una mirada sobre la región, integradora de experiencias de Puerto Rico y Cuba, ayudó a consolidar la

reflexión y a pensar la cultura arquitectónica con horizontes más amplios. Otras influencias regionales so-

bre todo desde Miami han tenido también impacto en la obra tardía de la posmodernidad, antes de su

fase terminal deconstructivista. El nuevo gobierno de Joaquín Balaguer (1986-1996) ratificó la voluntad

de marcar su presencia a través de la obra pública mediante la inserción de obras como el Faro a Colón,

el Palacio del Correo, el Conservatorio Nacional de Música y el Edificio de Oficinas Gubernamentales que

sostiene postreramente los emblemas clasicistas originando, como hemos visto, la polémica de “Mani-

fiestos”. Pero es justamente el debate el que lleva a generar los espacios de difusión y reflexión. Así, el

surgimiento de las Bienales de Arquitectura de Santo Domingo, las Archivos de Arquitectura Antillana, los

Seminarios Erwin Walter Palm (UNPHU) y la edición de libros sobre la arquitectura dominicana signan la

última década del siglo XX.

Como en todos los países de América, tanto la enseñanza como la práctica del diseño se modificaron a

través de los mecanismos de la informática. Los nuevos tiempos abren perspectivas que nos han lleva-

do paulatinamente de las obras rotundas de Rafael Calventi a los fervores minimalistas de comienzos del

nuevo siglo. Hemos tardado un siglo para pasar del “maximalismo” revolucionario de los futuristas, al mo-

desto “minimalismo” de nuestros días. Argan llamaba al posmodernismo “la vanguardia de los cangre-

jos”, es decir, de los que caminan para atrás. En definitiva, el minimalismo parece una frágil expresión de

nuestro último desconcierto donde el arquitecto, liberado del “lastre” de su compromiso social, de su

compromiso con el entorno y de su compromiso con su cultura, puede heroicamente asumir el compro-

miso consigo mismo y luchar denodadamente por esos 15 segundos de gloria que le pronosticaba Andy

Warhol.

El libro es, en definitiva, un esfuerzo magnífico por instalar los problemas de la arquitectura en su tiempo

histórico y una reflexión cautivante y motivadora sobre las alternativas y desafíos que nos ofrece el siglo

XXI. Está escrito con solvencia, a veces con pasión y a ratos con poesía, pero siempre con la constante

del entusiasmo y el cariño por la arquitectura dominicana y sus protagonistas.