Historia de vida_nuevo_documento[1]

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Historia de vida. Recordando mi propia historia. N IDIA FONTALVO RIVERA Lic . En Educación Preescolar Especialista en Educación sexual Especialista en Ed. Personalizada Hoy llegué como de costumbre a la Escuela Normal, miré el reloj y me dije: todavía el sol no se asoma para darle la bienvenida al nuevo día y sin embargo ya me encuentro nuevamente en el salón de clases. Pero es que mi puntualidad es resultado de esa formación que recibí tanto a nivel de hogar como educativa. Mi papá siempre vivía afanandonos, a mis hermanos y a mí, para que llegáramos temprano a todas partes; tanto es así que cuando ellos tuvieron que venirse a estudiar aquí a Cartagena, había en el pueblo servicio de transporte puerta a puerta. El Mono Suárez, así se le llamaba al conductor, era el encargado de recoger a los pasajeros; manejaba de manera parsimoniosa un bus de palo llamado “La Cama”, pues, iba tan despacio que se demoraba

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Historia de vida.

Recordando mi propia historia.

NIDIA FONTALVO RIVERA

Lic. En Educación Preescolar

Especialista en Educación sexual

Especialista en Ed. Personalizada

Hoy llegué como de costumbre a la Escuela Normal, miré el reloj y me dije: todavía el sol

no se asoma para darle la bienvenida al nuevo día y sin embargo ya me encuentro

nuevamente en el salón de clases. Pero es que mi puntualidad es resultado de esa formación

que recibí tanto a nivel de hogar como educativa. Mi papá siempre vivía afanandonos, a

mis hermanos y a mí, para que llegáramos temprano a todas partes; tanto es así que cuando

ellos tuvieron que venirse a estudiar aquí a Cartagena, había en el pueblo servicio de

transporte puerta a puerta. El Mono Suárez, así se le llamaba al conductor, era el

encargado de recoger a los pasajeros; manejaba de manera parsimoniosa un bus de palo

llamado “La Cama”, pues, iba tan despacio que se demoraba cuatro horas para llegar del

Carmen de Bolívar a esta ciudad; y lógico, con este viaje tan largo y tan extenuante todo el

mundo se dormía. Sin embargo mi papá levantaba a mis hermanos a las dos de la mañana

para que no se fueran a quedar y cuando el señor tocaba el pito en la puerta de mi casa, los

encontraba dormidos en unos butacones, en los cuales llevaban como tres sueños

esperando que los fueran a recoger. Fontalvito era así para todo, si nos pedía que lo

acompañáramos a un sepelio muchas veces las personas que llegaban nos daban el

pésame a nosotros pensando que hacíamos parte de los familiares del difunto, porque

siempre éramos los primeros en llegar.

Y si me ubico en el colegio, la vida era más estricta. Las religiosas con quienes estudié

desde muy niña tenían en su mente las palabras “Responsabilidad, Puntualidad y

Compromiso.” Esos valores me los inculcaban en todo momento, en el estudio, a la hora de

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entrada, de recreo, de salida, de entrega de trabajos, en la asistencia a actos religiosos, en la

participación a eventos. En fin…esta formación en todos los escenarios de mi vida dejó

huellas imborrables que se hacen visibles en mí acontecer diario y muchas veces ha sido

objeto de rechazo por algunos compañeros cuando se traen a colación el cumplimiento y

sale a relucir mi llegada puntual; me ha tocado escuchar expresiones como: “Es que tiene

aquí la cama” o “es la que abre la puerta del colegio”. Algunas veces me he molestado

porque yo cumplo por convicción y no porque sea panegírica o porque me guste que me

tomen como ejemplo.

Estando exhorta en estos pensamientos empezaron a llegar las personas más importantes de

esta Institución:

Los Niños: Cada uno de ellos se me iba acercando y en su mirada se observaba sinceridad

e inocencia, unos ojos llenos de asombro frente a cosas sencillas, una sonrisa dulce, un

abrazo que te hace despertar lo más sensible, algo de adentro. Así son los niños: ese que un

día se me acerca con una flor y me dice; “Seño es para ti”, o aquella que viene corriendo se

levanta el vestido y dice: “Tengo pantaleta nueva, mira que bonita, mi mamá me la

compró” ; o aquella que llega llorando porque su papá no le dio el millón de pesos que

pidió la seño para comprar los dulces del festival; o ese que coge su merienda y me dice:

“Seño, te la regalo”, aunque después me pide que se la devuelva; o sencillamente aquel que

llega calladito, se sienta en el puesto a esperar que lo llamen para iniciar las actividades del

día; o aquel que me deja desarmada, sin experiencias, sin teorías, sin estrategias para

abordar la problemática que lo está afectando: corre, pega, pellizca, grita, muerde, escupe,

daña trabajos, se sale del salón, me dice H.P mal paría, y yo sin saber que hacer. A veces

desesperada, malhumorada, otras veces comprensiva, amable, tolerante, poniendo en juego

mi pensamiento creativo y buscando ayuda para sacar adelante a esta personita quien

después de tener este comportamiento, se me acerca como si nada hubiera pasado y me

pregunta:¿Seño, me porté bien? Y por último están los que notan las diferencias, esos que

ven los detalles que los adultos no vemos, esos que nunca están callados, hablan por los

demás, a todo momento me están diciendo que estoy bonita, que el vestido es lindo aunque

me lo hayan visto un sin número de veces, esos que ni las peleas entre sus papás se escapan

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para contarme los detalles; ellos son demasiado espontáneos y muy sinceros. La

conversación fue alrededor del salón de clases: “que lindo está mi colegio”, para referirse a

su salón. Ellos no diferencian que el colegio es uno solo; en su mente infantil piensan que

son dos, su salón de clases y el resto del colegio. Esto se hace evidente cuando por

cualquier motivo deben salir para ir a otro lugar y al querer regresarse nuevamente dicen:

“llévame a mi colegio” o al colegio de la Seño Nidia”.

Yo comparto con los niños el sentir que tienen sobre su salón, este espacio tan agradable,

tan lúdico y amplio. Ahora puede ser un escenario de recreación donde todos nos podemos

desplazar a nuestro libre albedrío y mas tarde se convierte en un espacio de trabajo grupal

o un escenario para representar nuestras obras de artes, es decir, que todo lo que hay en él

representa ese mundo infantil; las imágenes, los paisajes, los cuentos, las producciones,

los juguetes, la diversidad de colores, el mobiliario, el material. Por todo esto fue

bautizado por estudiantes de los grados superiores como “Jorge Washington”. Cuando

supe que así lo llamaban les dije: “Los niños pobres merecen también educarse en lugares

ricos”. Hoy son muchos los profesores y estudiantes que se acercan a prestarlo para

desarrollar allí sus clases; ellos manifiestan que presenta un ambiente propicio para

trabajar. Los muchachos grandes se acuestan en el piso a ver sus videos o películas como

lo hacen los niños; yo los observo y considero que en esos momentos se hizo presente la

infancia que cada uno de ellos lleva dentro.

Interactuar con los niños es recordar cuando era estudiante del Colegio Nuestra señora del

Carmen; allí cursé hasta cuarto de bachillerato y obtuve el título de Secretaria Comercial.

Pero yo no me veía ejerciéndo esa carrera. Siempre me había soñado en medio de niños,

corriendo, danzando, jugando, tirada en el piso, cantando, riendo a carcajadas, viviendo

ese mundo lleno de fantasías, entre monstruos y fantasmas, entre cuentos de hadas, es

decir, el mundo de los niños. Por eso no perdía oportunidad para irme al Kínder a

acompañar a la Hermana Anselma quien era la maestra de los más pequeños. Que bien me

sentía en ese espacio pedagógico porque en segundos el salón estaba lleno de tigres, gatos

perros, caballos, y luego salíamos por todo el colegio disfrazados a mostrar lo que

habíamos hecho. Los niños disfrutaban cada vez que los visitaba, porque siempre les

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inventaba alguna actividad en donde ellos eran los protagonistas. Esta experiencia con los

niños fue decisiva en la escogencia de mi profesión. Supe que mi vocación era ser Maestra

de Niños. Pero esta decisión causó desacuerdos y desavenencias entre mis padres; ellos

habían decidido que yo siguiera estudiando el Bachillerato en Bogotá u otra ciudad de

Colombia para luego ingresar a la Universidad a estudiar Medicina, Economía o Derecho.

Pero se inclinaban por la primera porque era una carrera de prestigio, muy reconocida y

valorada; la familia donde había un médico era considerada y mirada con respeto, le daba

méritos y se ganaba bien. Pero después de escucharlos, les manifesté que quería ser

maestra. Los dos pusieron el grito en el cielo y empezaron a fundamentar los

inconvenientes de esta profesión, mi papá dijo: “Yo no he pensado que tu vayas a ser

maestra de escuela, esa profesión no es valorada, nunca hay plata para pagarles. Además

después que terminaste el Bachillerato Comercial con todos los honores, ahora quieres ser

maestra”, mi mamá por su parte dijo: “Esa carrera es muy desagradecida, si los niños

aprenden es porque son inteligentes y si no aprenden es porque la maestra no enseña”.

Exponer mi punto de vista en la escogencia de mi profesión fue una valentía de mi parte,

puesto que para contradecir a los padres en ese tiempo se necesitaba de mucho coraje;

sobre todo cuando se tiene un papá como el mío que representaba la autoridad, el respeto y

muchas veces temor. Cuando hablaba y daba órdenes estas se cumplían al pie de la letra.

Pero ese comportamiento tan adusto muchas veces me condujo a la desobediencia. En

compañía de mis hermanos me iba a escondidas para fiestas, la ciudad de hierro, para cine

u otro evento que se celebrara en el pueblo, contando casi siempre con la anuencia de mi

abuela paterna quien era mi aliada. A ésta si le tocaba mentir, lo hacía con tal de salvarme

de los castigos severos de mi papá. Era una viejita chévere, consentidora, siempre mantenía

buen humor, pasaba cantando, componiendo poesías, rimas y refranes que utilizaba para

enfrentar cualquier hecho de la vida cotidiana; así se expresaba cuando alguien le respondía

de manera altanera por algún desacuerdo: “De que te vale tu orgullo y tu tanta

petulancia, andas en la ignorancia creyendo que el mundo es tuyo”. En los ratos libres

me narraba muchas leyendas como “El Caballo sin Cabeza, la Llorona del otro Mundo”.

Junto con mi mamá, élla ocupó un lugar importante en mi hogar, nunca aprendió a cocinar

y le decíamos “Pata e Perro” porque le encantaba viajar; muchas veces me pedía que la

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acompañara y como hoy en dia estoy en la misma tónica, en mi familia me dicen:

“María Cabrera”.

Mi mamá por su parte era una persona muy linda, delicada, sumisa, sencilla, prudente; una

mujer que vivía para la crianza de sus hijos y la atención de mi papá. Era muy atenta con

toda la familia y las amistades, comportamiento que siempre nos inculcaba al interactuar

con otras personas. Ella, contario a mi papá, quien siempre quiso que fuera profesional,

estuvo preocupada por formar hijas que pudieran atender bien un hogar. Por eso en

vacaciones mandaba a descanso a la señora que le ayudaba en los oficios domésticos y nos

asignaba la responsabilidad a mis hermanas y a mí. Pero el día que me destinaban para

cocina era toda una tragedia; los espaguetis o el pollo guisao se convertían en los platos

exóticos del restaurante familiar, los primeros terminaban siendo “sopas de fideos rojos”

porque yo le echaba toda clases de ingredientes y dele candela y el segundo, “Pollo a la

Achicada”, nombre que le puso Pedro, mi hermano, y consistía en poner a cocinar el pollo

en una olla grande llena de agua y después le iba sacando hasta reducir la cantidad. Esa

comida no se la comía nadie; hasta el perro fruncía el ceño en señal de rechazo. Todo el

mundo esperando con las caras largas del hambre y cuando llegaba el manjar por mí

preparado… mi papá empezaba a echar chispas por todos los poros y mi mamá me decía:

“puño vas a llevar cuando tengas tu marido”. Pero no siempre adivinamos lo que pueda

ocurrir en el transitar por nuestras vidas. En los caminos recorridos, el amor tocó las

puertas de mi corazón y se movilizaron mis sentimientos. Conocí y tuve un novio; un

novio a quien visioné como un hombre que a la vez fuera esposo, padre, amigo y amante;

una persona con quien mantener ese diálogo poético de voces atrayentes y amorosas. Ese

que con solo un apretón de manos lleno de sinceridad, fidelidad y afecto fuera suficiente

para saber que allí estábamos y que el uno podía contar con el otro. Pero esos sentimientos

posiblemente los idealicé demasiado y por eso no resultaron, entonces me decidí por la

vida de soltera.

Mi hogar era como la de cualquier familia provinciana que conservaba costumbres

barriales, se conocía con todo el mundo y compartía con sus vecinos desde los dulces de

Semana Santa hasta la cena de Año Nuevo; celebraban juntos las fiestas patronales, los

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cumpleaños y hasta se colaboraban mutuamente en la crianza de sus congéneres. El ideal de

cada familia era tener muchos hijos y criarlos desde sus imaginarios culturales que se

trasmitían de una generación a otra. Mis padres Manuel Fontalvo Cabrera y Dilia Rivera

Montes también conservaron esos idearios. Ellos eran muy jóvenes, cuando se casaron

mi papá había cumplido 20 años y mi mamá 15. Con mi nacimiento ya éramos cuatro

hijos y ellos estaban en la etapa de organizar sus vidas en pro de una estabilidad económica,

social y política, motivo por el cual mi papá continuó el trabajo que había heredado de mi

abuelo: la agricultura, la ganadería, el cultivo y compra de tabaco y la fabricación de la

panela.

De niños la vida de nosotros transcurría entre la ciudad y el campo. Cuando nos íbamos

para una finca que mi papá tenía llamada “El Silencio”, yo disfrutaba cada momento

estando en contacto directo con la naturaleza; allí los totumos se convertían en ganado, las

flores del plátano eran la carne, las botellas eran los compradores de los productos, en

fin… viví como todos los niños un mundo lleno de fantasía, explorando y descubriendo

todo lo que había a mi alrededor, dándole vida a lo inanimado, elevando cometas en

compañía de mis hermanos, cazando unos pajaritos llamados Fifí que eran muy rabiosos y

no soportaban el encierro, por eso se morían. Solíamos irnos a escondidas para coger las

patillas, partirlas y comernos solo el corazón como decían los campesinos. Me encantaba

visitar el trapiche porque podía observar todo el proceso para la fabricación de la panela.

De todas esas experiencias, lo que más recuerdo fueron esos momentos cuando corríamos

por el campo con toda libertad, haciendo competencias con mis hermanos en carreras de

caballo para ver quien sería el ganador y para sorpresa mía algunas veces llegaba primero a

la meta. Por las noches preparábamos presentaciones artísticas utilizando sábanas en donde

había protagonistas y espectadores. Estas experiencias de la vida del campo han

permanecido en mis recuerdos y cada vez que vuelvo a encontrarme envuelta en las suaves

brisas de la naturaleza, siento que renace esa infancia. Por eso no escatimé esfuerzos para

comprarme un pedacito de tierra llamado “Oasis” donde vuelvo a volar en esos sueños

fantásticos.

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La llegada del Niño Dios durante mi niñez era una fiesta especial; yo esperaba con

ansiedad cada 24 de Diciembre y me creí ese cuento como hasta los diez años. Los

regalos, aunque los disfrutaba, era poco lo que podía hacer con ellos, porque eran unas

muñequitas de pasta que le pintaban las partes de la cara, y en la cintura, adornando el

vestido, le dibujaban unas florecitas de colores; tales juguetes no tenían ninguna clase de

movimiento; solo era posible rasparlas para dejarlas sin nariz, ojos ni boca. Me gustaban

más las de trapo que me hacía mi abuela, eran flexibles podía cocerles los vestidos,

ponérselos uno encima del otro para que se vieran gordas y hacerlas mis confidentes. El

día que me enteré por uno de mis hermanos que mis padres eran el Niño Dios me

decepcioné mucho, hubiera preferido no llegar a saberlo.

Todas las experiencias que tuve en mi niñez y parte de mi juventud, fueron decisivas para

mi proyecto de vida. Desde muy joven tuve que enfrentarme a situaciones adversas. La

muerte de mí mamá fue lo que más desequilibrio causó en mi familia. Nadie se prepara

para un momento como éste, sobre todo tratándose de un accidente y quedando seis niños

pequeños quienes todavía necesitaban de atención y cuidado. Mi papá acostumbrado a

atender más la parte económica, entró en un estado de crisis, de confusión, pues, en esos

momentos no sabía de matrícula, de libros, de reuniones en el colegio, de disposición en el

hogar. Todo eso era responsabilidad de mi mamá y al faltar ella tuve que coger las riendas

del hogar. Afortunadamente aquel año, mil novecientos setenta, obtuve el título de

maestra; éste me abrió posibilidades para empezar a recorrer los caminos que la vida me

tenía deparados.

El primero sería la orientación y acompañamiento de mis hermanos quienes necesitaban

de una persona que los ayudara a salir adelante y segundo tomar decisión sobre la

propuesta de mi papá de abrir un colegio para que yo lo administrara. En esos momentos

mi decisión fue venirme para Cartagena, traer conmigo a mis hermanos para que ellos

terminaran de educarse y yo poder trabajar y seguir estudiando, pues en aquel pueblo que

un día sirvió de inspiración al Maestro Lucho Bermúdez para componer la canción

“Carmen de Bolívar”, se visionaba un futuro lleno de incertidumbres. Este municipio

Bolivarense, anclado en los Montes de María, que en mis tiempos mozos había sido una

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tierra pujante, de gente alegre, trabajadora, sencilla y hospitalaria, ese “Carmen querido,

tierra de amores de luz y ensueño” que un día fue ejemplo del progreso por su cosecha

tabacalera, la ganadería, la agricultura, y por este motivo se había ganado el mérito de

“La Ciudad productora de dólares”, estaba en retroceso. No me equivoqué en mis

apreciaciones pues ese mérito lo perdió y algunos habitantes que siempre están dotados del

sentido del humor lo llaman “La Ciudad productora de dolores”. Analizando la situación

con miembros de mi familia vienen a nuestras mentes muchas creencias y conclusiones

resultado de imaginarios. Así afirma uno de mis hermanos: “Este pueblo empezó a decaer

cuando dejaron solo a la persona que más los había ayudado. Y fue el caso de Juan

Federico Hollman quien fue el único político que se preocupó por darles todo, sin embargo

cuando aspiró al Senado nadie lo apoyó y perdió su curul; en cambio votaron por Turbay,

un turco que acababa de llegar, y que ni siquiera lo conocían. Ese es un castigo porque ese

señor murió al poco de tiempo de dolor y decepción por lo que le habían hecho en el lugar

que tanto había querido”.

Otro me dijo: “Por ahí dicen algunas personas que este pueblo cayó en la mala racha

porque la Virgen que está allá en la Variante, estaba colocada de espalda a sus

habitantes.”. Entonces los devotos empezaron a darle la “vuelta el pavo”, la colocaron de

perfil, de medio lado, de frente, de espalda, hasta que en los actuales momentos le

arreglaron el parquecito y la colocaron de tal manera que le da el frente a las personas que

transitan por la carretera y quedó de perfil al pueblo. Además el 16 de de Julio, fecha

dedicada a nuestra Patrona, le hacen las novenas acompañadas de bolas de candela que

los hombres patean para ver correr a las mujeres; después organizan tres días de

procesión: la de los conductores , la del barrio Abajo y la del barrio Arriba. Estos días de

jolgorio están acompañados de equipos de sonido y al unísono se puede escuchar a Matilde

Díaz quien desde el cielo alza su voz melodiosa para entonar esa canción que un día le dio

gloria: “Llega la fiesta de la patrona, ahí va la chica guapa y morena, el toro criollo salta la

arena y el mas cobarde se enguapetona”. En aquella época yo no me perdía de ninguna

de estas procesiones porque era muy devota de la Santísima Virgen, en ese día había

hecho mi Primera Comunión y me gustaba ver la movilización de la gente que a pesar

del bullicio demostraban actitud de recogimiento. También disfrutaba con el ritmo que

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llevaban los cargadores de la imagen: tres pasos adelante y uno hacía atrás al son de la

papayera.

Cuando visito al pueblo que un día me vio nacer me da mucha nostalgia; observo a mi

papá, en el hogar que conformó después de la muerte de mi mamá, demasiado anciano y

convertido en una persona inerme. En él veo que la vida es fugaz y que el tiempo se

encarga de vencer hasta a los más fuertes. El hombre político, ex alcalde y ex diputado que

preparaba y decía los discursos cada vez que llegaba un candidato a la presidencia u otro

cargo público, hoy escasamente puede moverse y pronunciar algunas palabras. Mi padre,

mi primer maestro: me enseñó las primeras letras y no permitía que perdiera una sola

materia, sobre todo el inglés, al cual consideraba el idioma del futuro. En vez de juguetes

nos compraba libros y contrataba personas para que en vacaciones nos enseñara. Recuerdo

el curso completo de inglés que nos compró y al profesor bastante longevo que llevó un día

a mi casa para que nos diera clases; entonces mis hermanos se escondían para no asistir y

me decían: “Nidia llegó tu novio”. Yo por supuesto también me había rehusado hacer

presencia; el viejito se aburrió y no volvió más. Fonta, como todos les decimos, siempre

consideró que un cuaderno tenía más valor cuando era usado que sin usar y que leyendo

logró hacerse autodidacta; sin embargo hoy ya no puede hacer lo que más le gusta: leer. Mi

papá fue un gran admirador del sexo femenino; para él todas las mujeres eran lindas,

elegantes damas, reinas, princesas… cuando decía estas expresiones delante de mí yo me

preguntaba ¿Dónde está la belleza? Pero eso me permitió comprender que él siempre había

estado enamorado del ser que le da vida y vigor a la naturaleza: La mujer. Mirando su

estado, hubiera querido detener el tiempo, pero como le estoy apostando a un imposible

encauso mi sentir hacía la música tarareándole una de las estrofas de la canción “Los

tiempos cambian”, que tantas veces le escuché cantar y que yo interpretaba con una

dulzaina que él me había comprado en compañía de los pelaos que vivían por mi cuadra.

También observo ese terruño que a excepción de las Chepas Corinas, las bolitas de leche y

el aguacate, lo demás es desidia. Este territorio se lo estuvieron peleando la guerrilla y los

paramilitares hasta el punto que fue declarado “zona roja” y antes del gobierno de Álvaro

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Uribe no lo podían visitar ni siquiera los que somos oriundos. Los que allí seguieron

viviendo tenían que tener un permiso para entrar y salir. “Esa tierra de placeres de luz y

alegría” que un día tuvo hasta buses de transporte urbano, tiene hoy calles convertidas en

lodazales, de huecos. Las pocas que están pavimentadas el alcalde de turno les mandó a

hacer unas zanjas para el desaguadero; es algo insólito pues precisamente es allí donde

más se empoza el agua. Todavía en pleno siglo XXI está sin acueducto, sin posibilidades

de trabajo porque las empresas tabacaleras que eran las que más oportunidades ofrecían,

fueron las primeras que tuvieron que irse. Los bancos se los llevaron para otros municipios,

los personajes callejeros como “Arepa”, el loquito desquiciado por el alcohol, distinguido

porque todo lo respondía en inglés sin tener idea de este idioma, también desapareció. De

las familias prestantes solo quedó el recuerdo; todas emigraron y hasta mi colegio donde

pasé mi niñez y parte de mi juventud lo cerraron. Las religiosas que lo administraban

estaban trabajando a pérdida por la escasez de estudiantes. Con razón un cachaco que un

día pasaba por allí dijo: “eh Ave María pues, este pueblo lo único lindo que tiene es la

canción Carmen de Bolívar”.

Un aspecto en la vida de un ser humano que propicia su transcendencia es la educación.

Por eso mis padres escogieron los colegios que en esa época se preocupaban por dar la

mejor formación: Nuestra Señora del Carmen, una Institución dirigida por Hermanas

Franciscanas, preocupadas por la formación religiosa y moral, la disciplina y el buen

comportamiento y la Escuela Normal la Merced de Yarumal Antioquia, dirigida por

hermanas Terciarias Capuchinas, dedicadas a la formación de maestras.

En “Nuestra Señora del Carmen” disfruté cada momento en compañía de mis compañeras;

a todo le buscábamos el lado bueno, éramos felices; siempre estaba presente el sentido del

humor y la parte creativa. Casi ningún profesor se quedó sin imitar y con algún sobre

nombre. “Donde Nidia está, hay desorden decían las hermanas”. Por eso me separaban del

grupo; para mí era difícil estar sentada y callada todo el tiempo con tanta necesidad de

movimiento y de comunicación que tenía una niña de mi edad; esto daba motivos para que

mis profesores me mantuvieran castigada frente al tablero, de espaldas contra la pared o

sentada fuera de las filas que las hermanas organizaban para diferenciar las alumnas

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buenas de las regulares y las malas. ¿Dónde colocamos a esta muchacha decían las

religiosas: en rendimiento es excelente pero en disciplina es el desastre. Al final de todos

los meses nos entregaban calificaciones, y quien obtuviera cinco en todo le daban Billete

de Honor. Yo a veces hacía un esfuerzo por portarme bien y me ganaba la mención. Esto

me servía para volver a la fila con mis compañeras buenas, pero me sentía incómoda

porque mis verdaderas amigas estaban en la fila de las regulares o malas, por eso hacía

nuevamente desorden para volver a tener el rencuentro con mis pares ya que en ellas

encontraba una igualdad real, un trato de tú a tú, una relación solidaria, un placer

recíproco.

Como en toda Institución educativa estaba presente la diversidad, la diferencia, la

singularidad; habían docentes serios, sobre todo los de matemática. Nunca se les veía reír

y escasamente conversaban con nosotras las estudiantes; eran muy exigentes y hablaban

con la mirada. A ellos les tenía temor pero les estudiaba mucho y les sacaba buenas notas

porque habilitarles a era como decir perdiste el año. Estaban los intelectuales que cuando

me acercaba a ellos me daba gusto escucharlos; hablaban con mucha propiedad y

profundidad sobre un tema. También se encontraban los matrísticos, esos que se

mesclaban en una metamorfosis del ser madres y padres a la vez para lograr el equilibrio

entre la exigencia y la permisividad. El más singular fue al profesor de inglés, de esta

asignatura conservo muchos recuerdos, fue la que menos aprendí y las que más anécdotas

tuvo al interior de las clases. La entrada del profe al salón era toda una ceremonia; llegaba

con el libro debajo del brazo o abierto como si estuviera leyendo; subía a la tarima, alzaba

la cabeza y se quedaba mirándonos; luego empezaba a hablar en inglés en tono semicortado

demostrando mucha inseguridad: gooooood morrrninnng claaaasssss… Repeat. Esta

actitud nos causaba mucha risa, pero a mí era a quien más me preguntaba y la primera que

sacaba del salón tal vez porque había logrado leer una risa burlona o porque casi siempre

le respondía un disparate. Nunca olvido cuando me mandó leer los números en inglés y

yo empecé diciendo one y el me dijo: “siéntese y tiene un one”, risas en todo el salón. La

educación en tal institución era muy tradicional, memorística y mecánica. Me adapté

fácilmente a esta manera de enseñar y aprender. Las lecciones me las aprendía rápido; era

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darle dos o tres leídas en voz alta y ya podía recitarla de memoria a excepción de las

matemáticas donde tenía que hacer un poco mas de esfuerzo.

No me sucedió lo mismo cuando llegué a la Escuela Normal. Me encontré con un mundo

desconocido, lejos de mi familia e interna en un colegio. Me sentí como aquellos pajaritos

Fifí privados de la libertad que cazaba cuando niña, sola entre muchas personas. En ese

momento no podía desfallecer; estaban de por medio mis estudios, mis deseos de formarme

como maestra, mi futuro profesional y frente a esto no podía quedarme encerrada en mi

misma, auto-compadeciéndome. Empece a volar por senderos que me ayudaron a cruzar

el laberinto donde me encontraba. Uno de ellos fue buscar amistades entre las jóvenes

que al igual que yo habían llegado de otros municipios antioqueños y otras regiones del

país. Allí conocí a Dora Luz Arboleda y Lucelly Correa quienes a partir de ese momento

fueron mis amigas. Digo mis amigas, pues aunque tengo la capacidad de relacionarme con

todas las personas, soy muy tímida al momento de elegir mis amistades. Con ellas formé un

trío interesante; estudiábamos y hacíamos las tareas juntas, nos ayudábamos mutuamente;

el triunfo de una era el triunfo de la tres. Nos apreciábamos y nos tolerábamos, sobre todo

a mí que era la más malgeniada y muy sincera. A veces esta actitud traía disgustos entre las

personas con quienes me relacionaba porque los antioqueños aunque les gusta profesar la

verdad, son muy sutiles para decirlas. De estas amigas no he vuelto a saber desde que nos

graduamos, pero les guardo un gran aprecio y un gran agradecimiento porque cuando mi

mamá murió, que tuve que regresarme sola al internado a presentar los exámenes, ellas

suspendieron sus vacaciones, se regresaron para hacerme compañía y ayudarme a estudiar.

Con tanto dolor y en esa soledad, difícilmente hubiera podido salir adelante

En ese interactuar con la gente antioqueña fui comprendiendo que marcaban la diferencia:

observaba que eran personas intrépidas, regionalistas por naturaleza, muy trabajadores,

amables y arraigados a sus tradiciones. Ellos se sentían orgullosos de su cultura, de su

contexto, de su historia y estaban muy adaptados a su clima, por eso se extrañaban cuando

me veían titiritando del frío ya que a veces la temperatura bajaba de 10ºC a 8ºC . Yarumal

tiene variaciones climáticas por estar localizado en la cordillera Central, rodeado de

montañas y con una altura aproximadamente de 2.300 metros sobre el nivel del mar.

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Adaptarme a las exigencias de la Normal fue una tarea ardua, tuve que desaprender para

aprender. Allí la educación era personalizada; la estudiante tenía que leer mucho,

participar en clase, sostenerse en un debate, exponer y manejar un público, actividad a la

cual no estaba acostumbrada. Cuando me ponía frente al grupo u otra clase de público me

entraba un susto terrible, empezaba a temblar al pensar que todo el mundo tenía los ojos

puestos en mí y no iba a hacer las cosas bien; me entraba un dolor en el estómago y el

corazón como “si se fuera a salir”, por consiguiente me calificaban mal. Al fin supero tal

adveridad. Ademas tuve que superar el hecho de ser zurda, algo anormal en ese tiempo.

Me obligaron a escribir con la mano derecha. Empecé tomando consciencia que esta

actitud solo se había convertido en un obstáculo para mi desempeño y mi realización

personal. Para lograrlo me hice un “lavado de cerebro” a través del auto concepto, la

autovaloración y la autoestima. Para ser maestro “las barreras o las eliminamos o

aprendemos a vivir con ellas” si queremos desempeñarnos eficientemente.

Toda la formación que recibía en la Normal se hacía evidente en la práctica docente, el

mayor reto que una estudiante podía enfrentar. Era como mezclar el día con la noche, lo

claro con lo oscuro, el enseñar con el aprender. Era mucho el rigor y las exigencias que

nos hacían todas las personas involucradas en el proceso. Los profesores eran todos

especialistas en su asignatura y estaban preocupados por la formación pedagógica e

integral de la estudiante. Recuerdo que nos hacían comprar muchos libros relacionados con

las ciencias de la educación, y el mensaje era: “No todo el mundo nace para ser maestro,

pero tú puedes lograrlo estudiando a los que fueron gestores de la pedagogía”. Por eso “El

Emilio” de Rousseau era nuestro texto guía. Para reafirmar todo el proceso de práctica

existía El Consejo de Prácticas, conformado por la Rectora, La Coordinadora de Prácticas

y un representante de cada grado que tenía La Anexa y las otras escuelas donde hacíamos

la práctica. Este definía nuestra continuidad en la Normal pues estaba encargado de

hacernos seguimiento tanto en el desempeño en la práctica como en el comportamiento.

Por eso cada vez que se reunían, mínimo salía una estudiante para ser reubicada en otro

colegio de Bachillerato, porque al ser evaluada y su desempeño no era el mejor, el

Consejo consideraba que debía estudiar otra profesión diferente al magisterio. Una vez

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realizada la reunión, la Coordinadora nos llamaba a su oficina, nos hacía leer y firmar el

informe que habían dejado los miembros del Consejo y daba las observaciones y

recomendaciones que debíamos tener en cuenta para ser cada vez mejor. Ella decía:

“Queremos que La Normal gradúe verdaderos maestros, maestros que le vayan a hacer

bien al país.”. Motivo por el cual empezamos treinta y nos graduamos diez y seis.

Mis prácticas las realicé en escuelas oficiales de primaria porque en ese municipio la

educación era atendida por el Estado y en ese tiempo no existía el nivel de preescolar.

Inicialmente realicé observación y ayudantía; luego la maestra consejera me asignó temas

para practicar con niños que estaban cursando 2º de primaria, ya eran grandes, porque en

esa época estos ingresaban a primero a la edad de 8 años por normatividad emanada del

Ministerio de Educación Nacional. Los niños antioqueños eran muy dinámicos, activos e

inquietos; la practicante que les acompañaba en la clase debía estar bien preparada, porque

ellos todo lo preguntaban, complementaban o decían de frente: “profe así no es, o usted no

sabe nada”; así les había enseñado doña Isabel Arroyabe quien interrumpía a la practicante

para mostrarle lo que estaba haciendo bien o mal. Por eso mis compañeras les tenían miedo

porque casi siempre perdían con ella la práctica. Afortunadamente a mí me fue muy bien.

El hecho de ser costeña permitió que los niños se quedaran calladitos escuchándome y al

utilizar la música como herramienta me ayudó a crear una atmósfera afectiva de

aprendizaje y enseñanza con los niños y con la maestra. Cuando terminé la jornada me dijo:

“Te felicito, tú vas a ser una gran maestra”; mi calificación fue de cuatro noventa. Este

hecho me sirvió para que con frecuencia me escogieran en la Normal para desarrollar

clases modelos o me asignaran la responsabilidad de atender los grupos que por algún

motivo no había asistido el profesor. Esta experiencia me dio mucha fortaleza en mi

desempeño como maestra.

Recordar estos niños donde hice mi primera práctica como estudiante, es también hacer

memoria sobre mis primeros alumnos de la Escuela Rural La Canalita en pleno corazón de

Turbaco. Allí fui nombrada en 1971 en medio de uno de los paros más largos y polémicos

en la historia del magisterio colombiano. Yo no tenía ningún conocimiento sobre luchas

sindicales porque los profesores en la Normal nunca nos tocaron ese tema; así que llegué a

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ese terreno totalmente novata e inexperta; por eso no alcanzaba a entender porque el policía

llegaba a la escuela, anotaba mi nombre y me felicitaba porque estaba trabajando y luego

llegaba un compañero activista a recriminarme y tratarme de esquirol porque estaba

actuando en contra de los intereses colectivos del magisterio. Aunque muy pronto

comprendí que las luchas sindicales era el medio para conocer las políticas educativas,

lograr la reivindicación de los maestros y conocer la realidad de la educación en nuestro

país para lograr transformaciones, yo no tenía esa cultura sindical. En las décadas de los

70, s 80.s y 90, s fueron muchas las batallas que el magisterio tuvo que librar para alcanzar

los derechos que teníamos como todo trabajador y soy consciente que muchos de los logros

alcanzados fueron resultado de las continuas marchas y ceses de actividades; sin embargo,

he sido bastante indiferente a la causa. Solo recuerdo haberme involucrado en uno de los

tantos paros que me ha tocado vivir y estando en el centro de la ciudad lanzando consignas

y vivas al MOIR liderado por el profesor Alcides Mendoza que había venido de San Juan

en la toma a Cartagena. De pronto alguien gritó: ¡ ahí viene la policía!… corran, escuché

gritar… mi carrera fue tan rápida que llegué a la Universidad de Cartagena que también

estaba en paro y me refugié debajo de una silla que encontré en un salón; llí quedé como

un congorocho doblada en mil partes; cuando quise levantarme estaba renga y no podía

caminar. Yo misma me dije: “Miren a esta sindicalista”.

Llegar a la escuela en calidad de docente significaba abrirle espacios a otra etapa de mi

ciclo vital. Era encontrarme frente a frente con otra realidad: ser maestra. Palabra que

llevaba implícito el respeto por lo diverso, ser agenciador de su propio saber y ser un líder

comunitario. Era también enfrentarme a un grupo de cuarenta y cinco muchachos entre

los doce a los diez y nueve años cursando segundo y tercero de primaria, ya en extra edad

porque sus padres como la mayoría eran analfabetos, no habían tomado conciencia sobre

la importancia de la educación y por eso se despreocuparon por ponerlos a estudiar

temprano y porque además dentro de sus imaginarios consideraban que todavía sus hijos,

no estaban a tiempo de estudiar ya que la mayoría de edad la cumplirían cuando tuvieran

veinte y un años. Allí empezó mi labor como maestra. Aquellos muchachos tenían otros

intereses, no estaban preocupados por aprender, querían pasarla chévere, molestando todo

el tiempo, sin ninguna responsabilidad y hablando de María Casquito, personaje que mas

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tarde supe por medio de ellos mismos de quien se trataba. Me enfrenté con una experiencia

que difería mucho de la que había tenido en Antioquia. Por ello hice un pare para empezar

a ver la vida de estos escolares con otros ojos, hacer lectura de esos jóvenes para

meterme en su mundo y lograr que vieran el estudio como un medio para su realización

personal, ya que por su edad y su procedencia de familias llenas de carencias, lo mas

seguro era que muy pronto tendrían que irse a trabajar. Esto por supuesto me motivó a

pensar no tanto en los contenidos que debía enseñarles, sino como se formaban para poder

enfrentarse a ese mundo real que no daba espera. Juntos con ellos elaboramos un programa

con todas aquellas actividades de su interés relacionadas con lectura, escritura,

matemáticas y el arte. Fue una tarea de mucho compromiso y tesón pero con grandes

satisfacciones, porque en los dos años que trabajé en esa institución se lograron cambios de

actitud en los muchachos y esto se observó en su comportamiento. Se interesaron en

hacer sus tareas, en cuidar de la escuela, eran quienes elaboraban los materiales de

enseñanza, se ayudaban y respetaban mutuamente y además lograron identificarse por sus

nombres, pues recuerdo que cuando llegué todos se llamaban por sus apodos como el

Medio Ahogao, El Rayao, El Bocón, El Tragantao, El Burrito de Totumo y muchos

otros, que casi siempre era motivo de discordia. Hoy cuando me encuentro con algunos de

ellos me hablan de sus familias y de sus trabajos; algunos terminaron la primaria y se

dedicaron a trabajar como conductores, carpinteros, zapateros, tienen negocios en el

mercado y otros se fueron a cultivar el campo con sus padres.

En Turbaco habían escuelas bien atendidas, pero carecían de los elementos mínimos para

trabajar: yo creo que junto con Aracataca hubiera podido servir de inspiración a García

Márquez para escribir “Cien años de Soledad”. De escuela solo tenía el nombre, estaba

abandonada, sin ninguna documentación que diera información sobre ella, sin baños, los

salones oscuros, el tablero hecho pedazos, unos pupitres bipersonales tan pesados que

tenían que moverlos entre dos estudiantes ; el patio de recreo ocupado por burros, lleno de

malezas y sin paredilla. Por eso en compañía de Yasmina García quien llegó como

directora empezamos a tocar puertas a entidades y personas influyentes del pueblo y del

Departamento de Bolívar y logramos hacer de la escuelita, una escuela con condiciones

para que los niños y jóvenes se sintieran con deseos de estar y aprender dentro de ella, se

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aumentó el número de maestras de tal manera que cada grado tenía al frente su docente , se

amplió cobertura, se dotó la escuela de cada uno de los espacios, del material mas

imprescindible y construimos una huerta escolar. Luego se la entregamos a los padres de

familia como algo de su propiedad. Más adelante la fusionaron e hicieron una

concentración Educativa. El trabajo realizado en esta comunidad fue motivo de

reconocimiento por el Señor Alcalde y Doña Leonor de Guerrero jefe de División

Educativa quienes el día Del Maestro nos condecoraron y exaltaron nuestra labor.

Como toda labor ejercida tiene una compensación, llegó el día de recibir mi primer sueldo,

me lo entregó la Directora, $ 1.900ºº. Yo me sentí feliz, ahora podía tomar mis propias

decisiones, acostumbrada a depender de mis padres y de pronto me sentí libre, sentí que

podía volar como los pajaritos cuando dejan sus nidos, era yo frente al mundo, había

cumplido la mayoría de edad. Ya nada podía detenerme para hacer lo que mas me gustaba:

estudiar, trabajar, cantar y viajar. Con mi sueldo compré zapatos, vestidos, bolsos, pagué la

pensión donde vivía, unos materiales para mis alumnos, una pulsera de oro y me quedó

plata. Era que antes el dinero valía mucho, no estaba tan devaluado como en esta época,

todavía existían las monedas de centavos y con $ 10 o $20 una persona compraba muchas

cosas. También aproveché ese nuevo amanecer para continuar mis estudios y me matriculé

en el Colegio Mayor de Bolívar a estudiar Preescolar. Ahora podía nuevamente disfrutar

ese encuentro con los libros, con el semillero de maestras y con los profesores que nos

enseñaban teorías, conceptos, estrategias y hasta las piruetas para trabajar con los

niños. Llegadas las vacaciones a viajar por Colombia.

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