Historias José Joaquín López · paro a la sien. Quedó bien muerto. Abrí la puerta de su carro,...

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Historias José Joaquín López Publicado: 2014 Categoría(s): Etiqueta(s): "Estados Unidos" cuentos historias relatos narración Guatemala México España 1

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HistoriasJosé Joaquín López

Publicado: 2014Categoría(s):Etiqueta(s): "Estados Unidos" cuentoshistorias relatos narración GuatemalaMéxico España

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Nota preliminarMi nombre es José Joaquín López (Guate-mala, 1974) y soy el autor de estas histo-rias. Este libro contiene una selección derelatos publicados enwww.anecdotario.net, mi página web.

El título ‘Historias’ alude a la palabraclave que los lectores teclean en Googlepara encontrar mi página. Desde marzo2004 hasta junio 2014, Anecdotario.netha recibido seis millones de visitas.

Contacto: [email protected]

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El sicarioPongamos que me llamo Alfredo, para noentrar en detalles. Me dedico a matargente por dinero, es decir, soy lo que lla-man un sicario. Como soy efectivo y dis-creto, cobro caro. Así me aseguro de notrabajar demasiado; a veces con tres tra-bajos al año la paso sin problema. Si memiran por la calle, nadie me tendría mie-do. Soy bajito y flaco y tengo cara de im-bécil. La cara de imbécil me la inventé yomismo, como un disfraz para pasar inad-vertido. Hay que ser un desalmado parahacer este trabajo, sí, pero hay veces quemis trabajos hacen verdadera justicia.Como la vez que maté al idiota de mivecino.

En general no siento ninguna simpatíapor la gente. Todo mundo te predica có-mo has de vivir o pensar o intenta sacar-te dinero. Desde pare de sufrir hasta elúltimo celular inútil con acceso a las re-des sociales de vanidad. Le llaman reli-gión o negocios, pero de lo que se trata

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es de sacarte el dinero a como de lugar.No tengo ni celular ni correo electrónico.Eso sí, tuve un perfil de facebook falsoque usé para rastrear a un par de encar-gos. Puse fotos falsas e información falsa,por supuesto. Luego de terminado el tra-bajo, borré el perfil. En internet soy invi-sible, como si no existiera. No le encuen-tro la gracia a andar por ahí exhibiéndo-se y publicando todas las estupideces quese te pasan por la mente.

Desde pequeño fui antisocial. No tengoninguna actividad favorita más que verpelículas en la tele y dormir. A vecestambién leo libros. Me encanta dormir.Más de algún lector se preguntará cómopuedo dormir teniendo el trabajo quetengo, pero a los que no tenemos conc-iencia, los que estamos libres de remordi-mientos, en realidad no nos importa na-da. O casi nada.

El que se encarga de pasarme los tra-bajos es un tipo que se hace llamar Nés-tor. La manera en que me contacta para

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los encargos es que llama a mi tía Martay se hace pasar por un amigo mío de lainfancia. Le pregunta por mí y le dice queme vio el otro día en tal comercial. Yo yasé que entonces espera que yo llegue aalmorzar a ese comercial. Mi tía Martavive a unas cuantas cuadras de mi casa, yyo paso regularmente a cenar con ella.Creo que la única persona por la cualsiento un cariño sincero. Cuando llamaNéstor, siempre queda de visitarnos, pe-ro por supuesto nunca lo hace. El amigode la infancia por quien se hace pasar fueuno de mis primeros trabajos, encargadopor él mismo. En donde tía Marta es don-de tengo mis armas y donde guardo el di-nero de los pagos, que poco a poco voydepositando en las cuentas de la tía endonde tengo firma. Ella no sabe nada, só-lo me guarda mi baúl con mis cosas.

Aparte de tía Marta, con las únicas per-sonas que tengo contacto es con las pu-tas. A veces llamo para que lleguen a micasa, otras veces voy a los prostíbulos.Siempre pido dos, para un día entero. En

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una ocasión hasta pedí que me alquilaranun cuarto en un prostíbulo. Me pasé dossemanas sin salir. Fue divertido.

Los trabajos generalmente son perso-nas que obstaculizan negocios de otros oparejas infieles. En una ocasión me tocóun viejo al que los nietos querían muertopara cobrar herencia. En otra ocasiónera una mujer de la alta sociedad quequería deshacerse de su amante lesbianapara apropiarse de sus negocios. En am-bas ocasiones me pagaron bien. Los cl-ientes ven a mi trabajo como una inver-sión a la que esperan sacarle rendimien-to. Es cuestión de negocios y ganancias.

Por el último trabajo que hice no cobré.Fue para una mujer, vecina mía, a la quesu marido amenazó con matar delante desus dos hijas. La verdad, la mujer, su ma-rido y sus hijas me resultaban totalmenteindiferentes. La mujer, sin embargo, esuna treintañera atractiva. Un día coinci-dimos en la tienda con la mujer y una delas niñas y vi que a la mujer se le había

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olvidado el dinero para pagar los huevosy el pan que llevaba. La niña, de unoscinco años, iba con ella y le pedía dulces.Como vi a la mujer buscando desespera-damente entre su bolsa y yo no soy pac-iente, le dije que le prestaba el dinero yque se fuera. También le compré un dul-ce a la niña. Yo esperaba deshacerme dela señora y la niña, pero cuando la niñarecibió el dulce, me lanzó una sonrisa tanespecial que me dejó desarmado. Yo noestaba siendo amable, sólo quería que sefueran. Pero la niña decidió lo contrario,y que en recompensa, yo, un infame ase-sino a sueldo, merecía una sonrisa. Des-de entonces saludaba cordialmente a laseñora y a las niñas, cosa que no hacíacon mis demás vecinos.

Una noche que regresaba a casa, escu-ché gritos en la casa de la vecina. Maridoy mujer se peleaban. Yo al marido nuncalo traté y poco me recordaba de su cara.Como una de las ventanas daba a la calle,me acerqué a observar. El imbécil ame-nazaba a la mujer con una pistola,

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mientras las dos niñas lloraban. Yo séqué cara tiene la gente que puede matar,y el tipo tenía esa determinación, pero to-davía no daba el paso final. Para distraer-lo, toqué a la puerta. El tipo maldijo agritos desde adentro. Le dije que dejarade gritar y que no se atreviera a dispararel arma. Enfurecido, salió a la puerta. Yolo esperé y en dos segundos lo sometí yle quité el arma. Siempre he tenido unafuerza que no me explico, dada lo chapa-rro y flaco que soy. Le quité la tolva a lapistola. Le di el arma a la mujer, dicién-dole que la escondiera y que prepararaun té para el tipo. Luego me fui a casa.

Al día siguiente robé una moto y lo se-guí hasta donde trabajaba. Esperé a quesaliera de su trabajo por la tarde y lo vol-ví a seguir. Llovía fuerte. Esperé a que eltipo saliera de la ciudad y lo alcancé enun semáforo en el que yo sabía que nohabía cámara y donde no circulaban mu-cho tráfico. Me puse a la par de su carro,le mostré mi arma, le indiqué que bajarael vidrio y le pedí el celular y la billetera.

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Me los entregó mansamente. No me re-conoció, o por lo menos eso pensé. Luegoapunté con mi arma a su frente y disparé.Luego al pecho, en el tercer botón de lacamisa, y volví a disparar. El último dis-paro a la sien. Quedó bien muerto. Abríla puerta de su carro, lo apagué y puse elfreno de mano. Luego me di la vuelta yme fui lo más lejos que pude a tirar lamoto y deshacerme del celular y la billte-ra y de la ropa que llevaba puesta.

Me sentí realmente satisfecho, había li-brado a las niñas de un padre asesino. Lamujer, por su parte, sufriría el impactode la muerte, pero dadas las circunstanc-ias, se sentiría aliviada. Esa noche volvíalgo tarde, y no fue sino hasta el otro díaque por la mujer de la tienda me di porenterado del suceso. Ay, ya no se puedevivir en paz aquí, me dijo. Yo pensabajustamente lo contrario, pero le dije quetenía razón.

Fui hasta la casa de la vecina y toqué asu puerta. La niña del dulce salió a

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abrirme y me sonrió, pero tenía sus ojitoshinchados. Mi mamá está triste, me dijo.Decile que venga, le pedí. La mujer salió.Tenía su cara descompuesta, pero se mi-raba linda. Le di un sobre con dinero. Ledije que era para los gastos del entierro,que lo sentía mucho. Me dio un abrazo yun beso en la mejilla. Regresé a casa. Mesentí feliz.

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La vecinaTenía poco tiempo de haberme mudadoal barrio cuando se pasó a vivir a la parde mi casa una mujer que alborotó al ve-cindario entero. Yo tenía quince años.Mis papás trabajaban todo el día, y porlas tardes, al regresar del colegio, me to-caba cuidar a mi hermana de seis años.Yo vi cuando el camión de mudanzas ba-jaba las cosas de la vecina una tarde deabril. La primera vez que la vi estaba deespaldas y aproveché para ver el cuerpa-zo que tenía. Cuando se volteó vi a la mu-jer más hermosa que había visto en mi vi-da. Tenía un lindo cabello negro, liso, bri-llante, como comercial de shampú de latele.

Llevaba una tele grandota, mueblesgrandes y un montón de ropa. Cuandome vio allí parado me pidió que le ayuda-ra a bajar algunas cosas, me guiñó el ojoy me dijo guapo. Le ayudé a bajar losmuebles de sala y comedor. Me dijo quese llamaba Clarissa. Era linda. Yo meenamoré como un idiota al instante. Al

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día siguiente de su traslado vi que llega-ron varios carros a distinta hora, se esta-cionaban frente a la casa y luego de unao dos horas se iban. Cada vez que me laencontraba en la calle, la vecina me salu-daba con una hermosa sonrisa que medejaba babeando.

Después de hacer las tareas a veces mequedaba sin qué hacer. En una de tantastardes dejé a mi hermanita viendo tele,salí al patio y de intención tiré una pelotaplástica al techo para tener la excusa desubirme. Subí para ver si la vecina anda-ba por ahí. Hacía una tarde soleada, ellaestaba en el jardín, recostada en una sillade playa con un biquini rojo como únicavestimenta. Su bronceado era perfecto.Yo me olvidé de buscar la pelota y de to-do el mundo que me rodeaba. No sé si sedio cuenta de que la estaba viendo, peroen eso sonó su celular y ella corrió aden-tro a responder. Sus pechos rebotaban ymis ojos con ellos cuando echó la carrerapor el teléfono. Corrí al baño aencerrarme.

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De los carros que se estacionaban fren-te a su casa bajaban sólo hombres, gene-ralmente ejecutivos. Casi siempre llega-ban por la tarde, aunque no era raro quellegaran por la mañana y por la noche. Yome subía todas las tardes al techo paraver si veía algo. A veces la encontrababarriendo el patio y me saludaba siemprede buen humor. Por lo regular andabapor la casa con shorts y en sandalias.Siempre era un espectáculo verla y siem-pre terminaba yo encerrado en el baño.

A mi mamá le molestaba la presenciade la vecina. Una vez que me sorprendiósaludándola en la calle, me prohibió diri-girle la palabra a esa mujerzuela. Fue laprimera vez que escuché esa palabra,hasta me dio risa. Casi me gano una ca-chetada de mi mamá. Sin embargo, porlas tardes yo siempre subía al techo y siella andaba por ahí, saludaba a la bellaClarissa. Una vez que fui a la tienda conmi hermanita le compró un bombón a ellay un tortrix a mí. Se portaba buena ondaconmigo.

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Cuando Clarissa se paseaba por las ca-lles del barrio no había alma masculinaque no la volteara a ver. Pero a todos lostenían sentenciados sus mujeres y pocosse atrevían a saludarla, por lo menos alprincipio. En una sesión del comité de ve-cinos varias mujeres se quejaron de supresencia, pero Clarissa era de las quesiempre pagaba puntual las cuotas delmantenimiento y la vigilancia, y además,los directivos del comité eran todos hom-bres. Los directivos, para calmar a las ve-cinas airadas, prometieron hablar con mivecina, cosa que por supuesto nohicieron.

Por las tardes yo subía al techo siem-pre con la esperanza de una sonrisa y susaludo. No siempre tenía suerte porquesalía o tenía visitas. Una de tantas tar-des, sin embargo, la vi llorando mientrasbarría el patio. Al verme, en medio de suslágrimas, me saludó con una sonrisa.

—¿Por qué no bajás un ratito? —me di-jo, de repente.

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Mi corazón empezó a latir a toda velo-cidad y apenas atiné a preguntarle qué lepasaba.

—Bajá y te cuento.Yo bajé lo más rápido que pude. Mu-

chas veces había visto por dónde me po-día bajar si alguna vez se me daba laoportunidad, así que no fue difícil. Me hi-zo pasar a su sala y me sirvió una cocaco-la. Me preguntó por mi hermanita y mispapás, por el colegio. Se sentó a la parmía en el sofá. Ya entrados un poco enconfianza, me contó por qué lloraba.

—Mi novio me dejó, por eso lloro —dijosuspirando—. Como te vi ahí, tan lindocomo siempre, pensé en que bajaras unrato para no sentirme sola.

—Ah —dije yo, apenas con suficientefuerza para ser escuchado.

—La gente no me quiere porque soyamable con los hombres. Pero vos no soscomo la gente, sos lindo.

Se acercó a mí y me repetía sos lindo,muy lindo. Mi corazón latía a mil por ho-ra. Me empezó a besar y a quitarme laropa.

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—Yo, yo…, no tengo condón —dije, casisin voz, suplicando.

—No tengás pena, yo tengo, corazón.Al volver a casa yo me sentía super-

mán. Me conecté a internet y empecé achatear con el Manolo, el primer cuateque vi conectado. Le conté todo, aumen-tando un poco la hazaña. Ya antes les ha-bía pasado a mis cuates fotos de Clarissatomadas con el celular y al contarle todoal Manolo, prefirió llamarme al teléfonode la casa para que le contara todos losdetalles. Sos mi ídolo, me dijo, no lo pue-do creer.

Durante las siguientes dos semanas, to-das las tardes, sin falta, subí al techo dela casa pero no la ví. Veía los carros desiempre, el movimiento de siempre. La vialgunas veces por la calle y me saludabacomo siempre, pero si intentaba acercar-me, me decía ahora no, corazón. Seguísubiendo al techo, como un ritual religio-so, todas las tardes, a la misma hora,mientras mi hermanita veía las caricatu-ras. Al fin, una tarde se asomó.

—Bajá, corazón.

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Fueron el par de palabras que más mehabían alegrado en toda la vida. Bajé tanrápido como pude y me puse a lasórdenes.

—Me voy de aquí, corazón. Sólo quierodespedirte como se debe.

Fue muy cariñosa conmigo. Cuando medijo que al otro día se iba del vecindario,yo lloré. Ella lloró. Me dijo que sólo que-ría que alguien la extrañara, que alguienla recordara si no para siempre, que porlo menos se recordara de ella de vez encuando. Me empezó a besar y a decir queera lindo.

Al otro día llegó el camión de mudan-zas. Yo le ayudé a subir los muebles y adejar limpia la casa. Me dijo que se iba acasar con tipo viejo que tenía mucho di-nero. Que un día de estos pasaría por elvecindario y me invitaría a tomar una co-cacola. Me despidió con un beso en loslabios y se subió a su carro. Fue la últimavez que la vi. Miré al camión de mudan-zas ir tras el carro de ella. Yo me quedéen la calle hasta que dejé de escuchar elruido del motor de su carro. Me senté en

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la acera, cabizbajo, triste. No sentí queestaba lloviendo hasta que mi hermanitasalió y me llamó para adentro.

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Las muñecas de don RigobertoDurante el tiempo en que trabajé para

una telefónica instalando cable conocí adon Rigoberto, el tipo más raro que hevisto en la vida. Por ese entonces este se-ñor habrá tenido unos cincuenta años.Era alto, medio barbado, flacucho y muyplaticador, nerviosamente platicador. Co-mo por esos días apenas empezaba lacompañía a dar el servicio, tuve que lle-gar varias veces a la casa de don Rigo-berto porque no terminaba de quedarbien el cableado, o porque la señal eradébil, o porque no había servicio. La se-gunda vez que llegué a su casa era demañana, y vi sentada a la mesa del come-dor a una mujer muy bella. Me la presen-tó como su mujer. La saludé pero ella nocontestó. Hasta ahí me di cuenta de queera una muñeca.

Viejo más loco, pensé yo, mientras él leacariciaba el pelo a la muñeca inmóvil.La muñeca era blanca, de pelo largo lac-io, largas pestañas y buenas piernas. Eramuy real, parecía que fuera a hablar en

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cualquier momento. Estaba vestida ele-gantemente. Era una muñeca bonita, pe-ro verla ahí con el tipo loco a la par mepareció desagradable. Sólo atiné a res-ponderle que me indicara cuál era el pro-blema con el cable, y que se lo resolveríaen el momento. Mientras yo trabajaba eltipo loco platicaba con su muñeca-mujercomo si fuera una persona real. Le decíaque la quería y que se miraba bella y rad-iante el día de hoy.

La casa de don Rigoberto era de un lu-jo discreto. Se notaba la mano de algúndecorador profesional y el buen gusto deldueño. Terminé lo más rápido que pudeel trabajo y quise salir de ahí corriendo,pero en la puerta me detuvo don Rigo-berto, tomándome del brazo. Me dijo, porfavor no piense que estoy loco, yo sé quesólo es una muñeca, pero tengo más mo-tivos para estar enamorado de ella quede una mujer normal. Se dio cuenta deque yo lo seguía mirando como a un bi-cho repugnante, y me dijo que si se nece-sitaba que fuera otra vez, procuraría queHortensia no estuviera presente. Yo le

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dije que estaba bien, le di los buenos díasy me fui lo más rápido posible.

Yo esperaba no tener que visitar nueva-mente al viejo loco, pero a la semana sig-uiente tuve que volver, porque ahoraquería que le instalaran una conexión pa-ra una segunda televisión. Intenté que leasignaran a otro técnico, pero no me hic-ieron caso. Así que fui a instalarle el ca-ble para una segunda televisión.

El día que llegué me abrió don Rigober-to, me saludó por mi nombre y me invitóa pasar. Era un día de lluvia. Entré de in-mediato en la sala, a la espera de las in-dicaciones de mi particular cliente. Al en-trar, para mi alivio, no había ninguna mu-ñeca en el comedor o en la sala. Me pidióque me sentara en uno de los sofás de lasala y me dijo que antes de que hiciera lainstalación, él quería ofrecerme una dis-culpa y explicarme un par de cosas. A pe-sar de que le dije que no había necesi-dad, el tipo fue tan insistente que tuveque oírlo.

—Mi estimado Juan José —me dijo—, laúltima vez que usted vino vio a mi

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muñeca Hortensia sentada en la mesa delcomedor. Supongo que al decirle que erami mujer usted me creyó un loco, y no lovoy a culpar. Pero todo tiene unaexplicación.

—No tenga pena don Rigoberto —con-testé—. Yo no encuentro ningún proble-ma en que usted haga lo que mejor leparezca.

—Yo sé que diga usted lo que diga, mesigue creyendo un loco. Pero como quie-ro que usted sea discreto, le voy a contarla historia, para que tenga un poco másde sentido lo que hago. No voy a tardarmás de diez minutos y después puede irusted a instalarme el cableado de la se-gunda tele.

Don Rigoberto entonces sacó un ciga-rrillo, me ofreció uno a mí, y empezó suexplicación.

—Usted sabe, estimado Juan José, quede todo lo animado e inanimado que hayen la Tierra, lo más peligroso es el mismohombre. No hay ningún animal que matetan eficazmente a otros de su misma

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especie. No hay un depredador tan vorazcomo el ser humano. Todo lo que el hom-bre mira lo termina destruyendo.

Yo le voy a contar un poco de mi histor-ia, Juan José.

Hace tiempo yo estaba casado y era unhombre feliz. Mi mujer era muy cariñosay discreta, además de que era una profe-sional exitosa. Yo, por mi parte, nunca hetenido problemas de dinero, porque apar-te de mi trabajo profesional como arqui-tecto de grandes proyectos, heredé algu-na fortuna familiar. Pero todo el cariñose acabó cuando mi mujer se puso deamante con un colega suyo. Se transfor-mó prácticamente en mi enemiga. Seburlaba de mí, de mi delgadez, de mismanías, de mi forma de estornudar, demi forma de hablar, de mis malos chistes.Me hacía sentir muy mal. Así que no ag-uantando más, le pedí el divorcio y estu-vimos peleando durante un par de años,hasta que le cedí un par de casas y unode mis carros para que el asuntocaminara.

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Ese divorcio me dejó muy afectado. Porese tiempo conocí a Diego, que se volviógran amigo mío. El era fabricante de ma-niquíes para boutiques y tiendas de ropaen general. Lo conocí en una reunión conunos clientes. Me invitó a conocer su ta-ller, que quedaba cerca de mi oficina. Co-mo me pareció un buen tipo, una tardedecidí visitarlo y ver qué había en ese ta-ller de maniquíes. Nunca había conocidoa alguien que fabricara esas cosas. Penséen que tal vez también podía ser escultory comprarle algo para adornar mi casa.

Cuando llegué, y todavía lo recuerdocomo si fuera ayer, estaba en el centrodel taller una mujer muy bella, como po-sando para una pintura. Tenía un rostrohermoso, estaba vestida con un vestidorojo largo. Era blanca, de pelo negro lar-go y lacio, de pestañas largas. Quise salu-dar por cortesía, pero entonces noté queno respiraba, y al acercarme, vi que erauna muñeca. Me sorprendí de la destrezade mi nuevo amigo y le pregunté que có-mo hacía esas figuras. Me dijo que era suproyecto personal y que las hacía de una

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combinación de resinas especial y muchotiempo de dedicación en las noches de in-somnio. Lo que él hacia pertenecía a unanueva corriente artística, elhiperrealismo.

Te la compro, le dije en el acto. Decímecuánto es y yo te lo pago. Me miró sonr-iente y me dijo que no la pensaba venderporque era su primer figura de ese tipo, ypor lo tanto la quería conservar. Me ofre-ció fabricarme una para mí, pero me pi-dió tiempo. Como no lo conocía mucho,decidí aceptar el trato y le pedí que meindicara el costo para hacerle un chequepor la cantidad que necesitara para em-pezar con el trabajo. Quería comprome-terlo para no quedarme sin muñeca.

Después de esa visita yo no hacía másque pensar en esa condenada muñeca yen poseerla. Conociendo cómo es la gen-te en este país, principié a presionarlopara que me hiciera mi muñeca hiperre-al. Lo que yo quería, sin embargo, era aesa muñeca que vi la primera vez, y laidea era hacer que empezara a hacerotra, pero quedarme con la original. Ese

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proceso de insistirle a Diego en la fabri-cación de una segunda muñeca y esperara conseguir la que yo quería, me rehabili-tó de mi depresión por el fracaso matri-monial. Me sentía nuevamente alegre, jo-vial. Me acostumbré a visitar el taller demi amigo con la excusa de verificar quetrabajara en mi encargo, pero lo que yoquería era ver a Hortensia, el nombreque Diego le había puesto a la muñecaque vi la primera vez. Ahí fue donde meenamoré de ella.

Creo que me enamoré porque sabíaque al comprarla, esa muñeca sería sólopara mí, que nunca me dejaría ni me ha-ría daño. Eso era mejor que buscar pros-titutas para comprar un poco de cariño ysexo a cambio de dinero. Era la absolutay total posesión del objeto lo que meexcitaba.

Don Rigoberto se miraba muy emocio-nado al contarme todo esto. Yo no sabíaqué pensar porque el tipo razonaba bas-tante bien, pero ¡el loco estaba enamora-do de una muñeca! Quise interrumpirlopara decirle que tenía que terminar el

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trabajo en su casa para atender a otrosclientes, pero me fue imposible persua-dirlo. Así que me siguió contando la his-toria hasta el final.

—Le voy a ser sincero Juan José —pro-siguió don Rigoberto—, yo nunca tuvesuerte con las mujeres. A mi exesposa laenamoré a duras penas. Esa timidez queal principio le pareció encantadora, al fi-nal del matrimonio le parecía ridícula, ygozaba burlándose se eso.

Yo sé que no es normal enamorarse deun objeto, que el amor es algo que debedarse entre dos personas. Pero como hesido inútil para conseguirlo, y no quierovalerme de mi dinero para conseguirlo,no lo miro reprochable. No quiero serparte de la trata de blancas al contratarprostitutas para pasarme el rato, porejemplo. Tampoco quiero que venga nin-guna mujer a hacerme sirviente de suscaprichos. En los pocos intentos de acer-carme a alguna mujer que veo interesan-te no he terminado más que decepcióna-dome más de toda esa hipocresía que ro-dea a las relaciones de pareja. De lo que

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hay que aceptar para cargar a cuestascon una relación. Porque en un matrimo-nio siempre hay que negociar el espaciopersonal, las visitas de amigos, la dosisde alcohol, los ingresos económicos, lasaficiones. Y yo, teniendo la experienciade haber dado todo y aun así ser rechaza-do, no estaba dispuesto a ceder en nada.

Luego de un par de meses de ir variasveces a la semana al taller, después degrandes ruegos y de una buena suma dedinero, logré hacerme con Hortensia, lamuñeca de mis amores. El día que la lle-vé por primera vez a la casa fui muy feliz.Puse mi música favorita y bailamos conHortensia hasta que quedé exhausto, yno fue sino hasta el otro día que despertéy vi a Hortensia a la par mía y desayuna-mos por primera vez juntos. Es decir, yocon la compañía de Hortensia.

Yo nunca he creído en cosas sobrenatu-rales, ni siquiera en Dios. Pero piensoque poco a poco Hortensia como que to-ma un poquito de mí, de mi alma, de mienergía. A veces, es como si reaccionaraa mis emociones. Un día, cuando regresé

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de la oficina muy molesto por un alterca-do con un cliente, al cerrar la puerta dela calle escuché un ruido escandaloso.Había sido Hortensia que había caído dela silla donde la había dejado, y a su pasohabía botado un florero. Otras veces,cuando estoy de buen humor y cariñoso,puedo sentir que se recuesta apacible-mente en mi hombro. A veces, cuandohay total silencio, creo escuchar su respi-ración. Sé que nadie podrá entendermepero soy feliz así.

Don Rigoberto pareció haber termina-do su relato y yo le dije que sería discre-to, y me levanté a hacer la instalaciónque me había requerido. Pero me detuvo,tomándome del brazo, obligándome asentarme de nuevo.

—Sólo una última cosa, Juan José. Levoy a confesar algo más. Es posible quenecesite de su ayuda y estoy dispuesto areconocerle su colaboración en efectivo.Sólo escuche un momento más.

Acepté escucharlo con algo de desga-no, pero ahora interesado en la supuesta

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colaboración de la cual podría sacarrenta.

Al entrar Hortensia en mi vida logré su-perar mi depresión. Pero como la emo-ción de lo novedoso suele pasar, me vinuevamente en el taller de mi amigo, in-sistiéndole para que me vendiera otramuñeca. Esta vez tenía en su taller a unamulata de caderas anchas y ojos claros.Me excité al nomás verla, y por supuestoquise poseerla y al momento la compré.La nombré Cinderella y me acompañaahora los días lunes. Con el tiempo mehice de siete muñecas, una para cada díade la semana. Y aquí entra usted, Juan Jo-sé, a ayudarme. Necesito que asee a mismuñecas para que estén siempre limpias.Hasta ahora lo he hecho yo, pero ya est-oy cansado, y como da la casualidad deque usted se apareció el día que desayu-naba con Hortensia, y confiando en suhonestidad y discreción pues estoy disp-uesto a ofrecerle el doble de lo que ganaen su actual empleo para que me ayudecon esa tarea. ¿Qué piensa?

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Maldito loco, pensé para mis adentros.Pero tiene dinero.

—Don Rigoberto —le dije—, me sientohonrado con su ofrecimiento, pero nopuedo aceptar porque espero hacer ca-rrera en la empresa y estoy estudiandoen la universidad para ascender y lograrmejores posiciones. Además me gusta mitrabajo.

—Entiendo —contestó, tomándose labarbilla con la mano—, pero ya que ustedsabe mi secreto, quiero que colabore con-migo en esa tarea al menos un par de ho-ras a la semana, el día que usted dispon-ga. Luego, si consigo a alguien más, lo li-bero de la ocupación. Le pagaré bien.

Como pensé que no sería mucho tiem-po, acepté trabajar con él tres meses.Cuando por fin instalé el cable en la se-gunda televisión, como había solicitado ala empresa originalmente, me despedí dedon Rigoberto. El me extendió la mano, yme entregó un sobre y me pidió que loabriera hasta que llegara a casa. Cuandollegué a casa y conté el dinero, habíanmil dólares.

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Así que trabajé por algún tiempo paradon Rigoberto. Nunca lo volví a ver ha-blándole a ninguna muñeca. Procurabalimpiar las muñecas tratando de no ima-ginar qué había hecho el viejo con ellas.Tenía dos mulatas, una rubia, la Hortens-ia original, una asiática y una peliroja.Todas muy bonitas y bastante reales, has-ta en sus genitales. Qué tipo más perver-tido, pensé. A veces me daban un poco demiedo. Como aparte de esa su peculiarrareza don Rigoberto no tenía otra maníaespecial, me llevé bastante bien con él.Luego, al cabo de unos seis meses de lle-gar a su casa para el aseo de las muñe-cas, me dijo que había conseguido unapersona fija para hacer el trabajo y queme daba las gracias por haber sido unbuen y discreto colaborador. Me pagóuna buena suma de dinero y me deseómucha suerte.

Luego de un año, me llamó de nuevo.Me saludó muy cordialmente y me dijoque necesitaba nuevamente de mí, quepor favor llegara lo más pronto posible.Al llegar a su casa me topé con un tipo

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que no era ni la sombra de lo que habíasido don Rigoberto. Con una delgadez ex-trema y tosiendo a cada rato como si fue-ra a echar los pulmones por la boca. Co-mo no se había portado mal conmigo yademás siempre me pagó bien, me diomucha pena verlo en ese estado.

—Estoy muy enfermo, Juan José —medijo, con una voz muy carrasposa.

Me contó que tenía cáncer de pulmón yque no le quedaba mucho tiempo de vida.Como yo era de los pocos que sabía lo desu amor por las muñecas, y en especialpor Hortensia, me pidió que me las lleva-ra a otra casa, que quedaba a algunos ki-lómetros. Él le pediría a su abogado de-jarme alguna cantidad de dinero paraque yo me hiciera cargo de ellas cuandoél muriera.

—Yo espero que el tratamiento de re-sultado y viva usted mucho tiempo. Perono sé si aceptar —le respondí.

—Por favor, Juan José, acepte —me di-jo, casi suplicando—. Es más, quiero quese lleve las muñecas, menos a Hortensia,

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ahora mismo. No quiero que mi familiase entere de ellas. Por favor.

Tuve que aceptar. Me llevé a las muñe-cas a una casa sin muebles, y las dejéahí. Iba a visitar a don Rigoberto tres ve-ces a la semana y le contaba cómo esta-ban sus muñecas, como si fuesen sereshumanos. Se deterioraba rápidamente.No vi más que a dos sobrinos y a un her-mano visitarlo, aunque él me había dichoque tenía cuatro hermanos. El día quemurió, sin embargo, había muchos famil-iares fingiendo tristeza. La mujer que ha-cía la limpieza me entregó una maletagrande, en donde estaba Hortensia. Medijo que don Rigoberto había muertoabrazado a ella, y que su última voluntadera que yo la cuidara. Me la llevé a la ca-sa que don Rigoberto me habíaencargado.

Días después me llamó el abogado. To-da la familia estaba ahí, queriendo queles cediera la casa que me había dejado.Yo no me dejé intimidar y recibí los pape-les de la casa y una buena suma de dine-ro. Ahora me encargo de las muñecas,

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arreglé y amueblé la casa. Por las maña-nas, a veces, recuerdo a don Rigoberto ysiento a Hortensia en una de las sillas delcomedor. Y desayunamos juntos.

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La reuniónEl contador Pérez asistirá a la reunión delos miércoles en la empresa por primeravez. El Gerente convocó a una lluvia deideas y Pérez como jefe de contabilidadfue incluido, no porque el Gerente creaque puede aportar algo, sino para daruna idea de democracia y apertura queen realidad no existe en ninguna empre-sa. Pérez es un hombre de mediana edadmás bien apocado y pusilánime, pero lealy honrado, justo como necesitan las cor-poraciones modernas. Está nervioso por-que cree que tiene una buena idea quecompartir para mejorar las ventas y ga-nancias, pero piensa que no lo tomaránen serio y sufre porque tendrá que decir-lo delante de todos, y lo más probable esque ni siquiera lo escuchen.

Pérez piensa que su nerviosismo se po-dría aplacar si antes pasa a platicar conel Gerente. Tal vez si le cuenta la idea sele quite la timidez y pueda decir algo enla reunión. Decidido, una hora antes de

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la reunión va con el Gerente y le proponeel tema de conversación.

El Gerente escucha atento. Pérez lecuenta su idea: eliminar ciertas rutas quedejan poca ganancia, contratar un outs-ourcing para ellas y enfocarse al 100%en las que dan más ganancia. Con estamovida, apunta Pérez, es posible que lasganancias aumenten hasta un 10%, eloutsourcing de las rutas permitiría no de-satender a los clientes que necesitan elservicio, porque algunos de ellos son im-portantes y también hacen pedidos en lasrutas de más ganancia. El Gerente ponecara seria y meditabunda. Le dice a Pé-rez que no está mal la idea, pero que nole convence mucho, eso del outsourcingpuede ser un problema. A Pérez se le ba-ja el ánimo, cuánto le costó ir con él a ex-plicarle algo, para que ni siquiera tomaraen cuenta la idea, o al menos le diera unaoportunidad. Regresa a su oficina y pien-sa en si debería asistir a la reunión y sidebería decir la idea en público. Quizásel de mercadeo, el odioso y engreído

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Axel, se ría en su cara. Tan zalamero conel Gerente y los clientes importantes ytan pura mierda con la demás gente. “Sireciben sueldo, es gracias a mí” entra di-ciendo siempre a contabilidad el día depago.

Pérez hace una llamada. Contesta ensu casa Paola, su hija más pequeña. Sequeja con su papá del Pablo, que le quitósu dinosaurio y no se lo quiere devolver.Pérez sonríe y le aconseja que hable consu mamá y que no llore, no te mirás boni-ta cuando llorás Paoli, el Pablo quiereque vos llorés, pero no le hagás caso. Ha-cé tus deberes, cuando llegue a la casahablo con el Pablo y le digo que no te mo-leste. Pero no llorés más Paoli, ¿sí?

Luego se encamina hacia la reunión.Cuando le pregunten qué ideas tiene,quizás diga que quiere una nueva cafete-ra porque la que está en la cocina estádescompuesta.

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En la reunión están el Gerente, Axel deMercadeo y Ventas, la licenciada de Re-cursos Humanos, el de Informática, y elde Gerencia Financiera. Pérez es el únicoque no es gerente, pero todos conocen sucapacidad para la contabilidad y además,su honradez a toda prueba.

Toma la palabra Axel de Mercadeo. Ha-ce una suntuosa presentación en powerp-oint y señala el crecimiento de ventas,menciona algunas estrategias de merca-deo que han producido resultados yanuncia su gran idea del día: hacer em-paques nuevos para un producto ya casidescontinuado.

Luego habla el de Informática, que sóloapunta que es mejor comprar ciertas li-cencias de software, para no molestar auno de sus clientes importantes. La deRecursos Humanos dice que se debenplanificar ciertas actividades de motiva-ción periódicamente, y que las últimashan mejorado la comunicación y produc-tividad. El de Gerencia Financiera

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menciona algunos acercamientos conotras empresas, acercamientos que debe-rían hacerse de común acuerdo con ge-rencia general y gerencia de mercadeo yventas.

Le llega el turno a Pérez. Con las ma-nos sudorosas y respirando un poco ace-lerado, explica que necesita una nuevacomputadora, conexión a Internet para elpago de impuestos y una nueva cafetera.Axel, sentado justo enfrente de él, sueltauna carcajada sonora y burlona.

—¡Ya sabía que de contabilidad no po-día salir algo bueno!

Pérez no entiende para qué lo invita-ron, para qué ir allí si de todos modoscualquier cosa que diga es objeto de bur-la. Empieza a ponerse nervioso y sienteun desasosiego criminal.

—¡Los contadores a sus hojas de traba-jo y a sus formularios de impuestos!

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¡Nosotros nos encargamos de darles decomer, que no se preocupen!

Es usual que los compañeros sigan lasbromas de Axel, pero esta vez su despre-cio a Pérez los irrita. Pérez, por su parte,se empieza a poner rojo de la furia. Axel,mientras el Gerente no lo mira, le tirauna bolita de papel y se ríe.

—Debe haber gente que se dedique a lorutinario y aburrido, claro está. Pérez esaburrido, así que le va su trabajo —diceAxel, mientras le lanza otra bolita de pa-pel a Pérez.

Pérez quiere mantener la calma, escri-be en su agenda algunos puntos que vantratando en la reunión, pero su manotiembla y su corazón late desaforado.

—¡Pobre la mujer de Pérez!

Pérez entonces tira el lapicero y se le-vanta ya fuera de sí, se sube sobre la me-sa y gateando sobre ella, apartando a supaso un par de laptops y tres agendas,

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llega hasta el cuello de Axel y lo tomacon las manos, tirándolo al suelo. Lo gol-pea repetidamente, Axel no reaccionaporque está sorprendido y apenas atina adefenderse con las manos, Pérez toma laagenda de Axel —que acaba de tirar alsuelo y justo le quedó a la par— y la es-trella varias veces contra la cabeza deAxel. Pérez golpea unas cuantas vecesmás, y ya cansado, se calma.

Ninguno de la oficina reaccionó, nadieintentó separarlos, todos están asusta-dos. El Gerente se lleva a Pérez a su ofi-cina, e indica que no quiere que nadiesalga del salón. Una vez en su oficina, elGerente le dice que no puede tolerar esetipo de conducta, pero que comprende suenojo ante la abusivez e impertinencia deAxel. El no tenía derecho de tratarlo detal forma. Hace que llamen un taxi, le ex-plica a Pérez que no puede permitir queen su condición maneje, le pide los pape-les y la llave de su carro y le dice que en-viará a su chofer a dejárselo a su casahoy mismo. Lo acompaña a la puerta y le

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dice que se tome los dos días siguienteslibres, que se presente hasta el lunes dela próxima semana, en su oficina.

Al regresar al salón, Axel ya está recu-perado del susto, los golpes dolerán unpoco pero las consecuencias no serán pa-ra preocuparse demasiado. El Gerentehace la misma operación: se lo lleva a suoficina y le dice que la actitud de Pérezno tiene ninguna justificación, pero quesu actitud previa hacia él, tampoco. Haceque llamen a otro taxi, le pide los papelesy la llave del carro, y le promete que hoyen la tarde su chofer estará en su casacon su carro. Lo acompaña a la puerta,tómese el día de mañana, lo quiero veren mi oficina pasado mañana, sin falta.

Los dos están despedidos, pero se losdirá el día que se presenten a su oficina.

El Gerente regresa al salón. Nadie hamovido nada, sigue el desastre y la estu-pefacción de todos. Dice “ahora mismonos olvidamos de todo esto y

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continuamos”. Toma su agenda, revisaunos apuntes y va hacia la pizarra.

—Pérez antes de la reunión me dio unabuena idea que quiero discutir conustedes.

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La clínica dentalDaniel entra temeroso a la clínica del

dentista de la colonia porque tiene un in-cisivo superior que ya no tiene salvacióny debe ser extraído. Lleva dos semanasde intenso dolor, así que para aliviarseno queda más que sacarlo, pero todo esode los dentistas y la anestesia a Daniel nole va muy bien. De pequeño solía decirque quería morirse antes de que se le ca-yeran los dientes. Lo atiende la asistentedel doctor y le dice que pase de una vez,pues no hay paciente en este momento.Daniel respira profundo, él hubiese que-rido esperar un tiempo en la sala de es-pera para prepararse sicológicamente. Alabrir la puerta lo saluda sonriente el doc-tor, como si fuera cosa de broma lo quevan a hacer. Un destello sale disparadodesde la blanca dentadura del dentista.

—Pase Daniel, mire que tuvo suerte, notenemos paciente ahora, siéntese poraquí, esto no va a durar pero ni cincominutos.

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—Como no es el diente de usted lo dicetan fácil doctor, pero de veras que ya noaguanto el dolor y por eso vengo a queme saque el diente. Por favor haga queno me duela.

—No tenga pena, aquí estamos paraservirle, a ver, abra la boca —dice el den-tista, mientras acomoda la luz y explorael diente enfermo con un frío espejo bu-cal—. Mmm, la cosa no está nada bienDaniel, también el diente que está a lapar tiene una gran caries, aunque creoque lo podemos salvar con un relleno. Siquiere aprovechamos y hacemos las doscosas de una vez hoy.

—No, no, no —se apresura a decir Dan-iel—, sólo quíteme el que está peor y yaentonces hablamos del otro. Con uno bas-ta por hoy.

El doctor acepta la idea y se disponeentonces a hacer la extracción, le colocaun hisopo con anestesia en la boca y le

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pide que cierre. Mientras el diente deDaniel se encuentra en capilla ardiente,el doctor prepara la jeringa con la anes-tesia local. Sin que Daniel mire la jerin-ga, se acerca.

—Abra la boca por favor, va sentir unpinchoncito —dice el doctor y rápido leinserta la aguja en la encía.

Daniel siente un escalofrío que le reco-rre todo el cuerpo y cierra los ojos confuerza, una lágrima se le asoma en el ojoderecho. No hubo tales de un pinchonci-to, dolió la cosa y siente el sabor de unhilo fino de sangre. El dentista le diceque esperará un rato mientras hace efec-to la anestesia y sale de la clínica parahablar con su asistente, dejando a su pa-ciente a solas. Daniel mira a su alrededorlas pinzas de extracción, las espátulas,los escalpelos y las fresas del temible ysiniestro taladro dental. Todos los instru-mentos parecen emitir el destello de losdientes blancos del doctor. Le entra unafina pero consistente certeza de que hoy

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algo saldrá mal, y se empieza a angust-iar, a tiempo que el doctor regresa.

—Ok, ¿ya siente dormido y grande ellabio? —pregunta el doctor.

Daniel se toca el labio y siente que lotiene grande, se pellizca y apenas sientenada. Asiente. El doctor se voltea y pre-para algo que Daniel no mira.

—Otro pinchoncito —dice el doctor, y leclava por segunda vez una aguja.

Esta vez no siente nada Daniel y el doc-tor no sale. Con una espátula destellanteel dentista separa un poco la encía deldiente causando un poco de dolor que noinquieta demasiado a Daniel, pero actoseguido, observa cómo una pinza de ex-tracción se acerca a su boca y presientelo peor. El doctor acomoda la pinza y em-pieza el movimiento pendular para extra-er el diente. Lo logra aflojar, se oye uninquietante crujido y anuncia que hará elmovimiento final. Hay un sabor a sangre

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que preocupa a Daniel, pero no hay mu-cho dolor.

—¡Mierda! —dice en voz baja pero au-dible el dentista.

¡Lo sabía! piensa Daniel, y espera ans-ioso la explicación del doctor. Ahora todose pondrá peor.

—La pieza estaba más cariada y débilde lo que pensé, y quedó la raíz adentro,así que tendremos que tener un poco depaciencia.

Daniel, en la condición en que está, só-lo asiente resignado. El doctor preparamás anestesia y la inyecta en la sufridaencía superior de su paciente. Entre susinstrumentos escoge una espátula y sepa-ra un poco más la encía de la raíz quequedó. La encía, que no quiere dejar ir aldiente, se opone y sangra un poco más.Luego se asoma otra pinza de extracción,un tanto diferente. El doctor la acomodabien y empieza otra vez el movimiento

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pendular para aflojar. Se oye otro peque-ño crujido que angustia al paciente.

—No se preocupe, es sólo que ya se se-paró bien la raíz del hueso. Vamos bien.

El doctor sigue por algunos instantesmás el movimiento pendular y se puedeobservar que suda por el esfuerzo. Danielentonces siente como la raíz que no que-ría salir, al fin cede y sale, dejando un pe-queño dolor puntual que pronto desapa-rece y un latido que hace crecer y enco-gerse su boca. Siente el paladar lleno desabor a sangre. Luego observa la miradasonriente y satisfecha del dentista y denuevo el destello. Ahí está afuera ahora,el diente que tanto lo había torturadodesde hacía semanas.

—Muy bien Daniel, es usted un hombrevaliente. Ya casi estamos, ahora sólo levoy a poner algunos puntos porque la he-rida lo amerita, abra la boca por favor.

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El doctor cose la herida y al fin deja demaltratar la sufrida boca de Daniel, quela siente del tamaño de la de un caballo.El doctor le da un antibiótico y un anal-gésico para el dolor, y le dice que lo quie-re ver en ocho días, para quitarle lospuntos. Luego miramos esa su caries enel otro diente, agrega. Daniel sale enton-ces de la clínica y entra otro paciente.Paga a la asistente del doctor, habla me-diante señas. Mientras espera que laasistente haga la factura y apunte sus da-tos en el dorso del cheque, escucha esetemible y cruel sonido del taladro dental,al que se tendrá que enfrentar en un parsemanas. Recuerda el destello de losdientes del doctor y de sus instrumentosy luego de que recibe su factura sale deprisa, sin voltear a ver, dejando con lapalabra en la boca a la asistente del doc-tor, que le preguntaba para cuándo iba aser su próxima cita.

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Todo tiene soluciónPaula se levanta plácida, llena de ener-gía. Hoy tiene el día libre porque en eltrabajo ayer entregó ese proyecto impor-tante y en la universidad está de vacacio-nes. Coincide en día libre con su novio,Esteban, con quien saldrá de paseo porla tarde. Este seguro será un día fantásti-co, el sol salió ahora bien decidido a que-darse todo el día, mucha lluvia como quetambién aburre, piensa Paula. Su mamáha sido muy amable en el desayuno, y supapá, en un raro gesto romántico, fue aljardín y cortó dos rosas, una roja y unablanca. La roja para mamá y la blancapara vos, le dijo cuando entró del jardín.Todo parecía perfecto, porque Paula aúnno había recibido un par de mensajes ensu celular que le amargarían el día.

Después del desayuno Paula va a su-permercado a comprar cosas para la casay para ella. Va feliz, va contenta, todomundo parece amable, este es un día bo-nito, le cuesta pensar que hayan gentes

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amargadas. Camina por los pasillos delsuper y escoge los productos: leche, cornflakes, yogurt, azúcar. Luego pasa a lasección de lencería y compra ropa inter-ior, quién sabe, tal vez y haya suerte conEsteban hoy por la noche. Mientras son-ríe pensando en su novio, le llega el pri-mer mensaje de celular:

Mayra22-Jul-08 9:49 a.m.Tenés que venir. El cliente no autoriza

el proyecto y está molesto.

El proyecto es uno de los más impor-tantes de la empresa, y el cliente estuvoen cada paso del desarrollo y estuvo deacuerdo con todo. Fueron varios fines desemana y noches de desvelo y aparente-mente, todo quedó perfecto. ¿Qué habríafallado? La empresa dependía en buenaparte de ese proyecto para este año, y sise pierde el cliente, las cosas se pondránmuy malas. Muy malas.

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Paula llama entonces a Esteban y anulalos planes para la tarde. Nota a Estebanalgo molesto, pero no tanto por los pla-nes anulados sino por algo más. Y recuer-da que en días anteriores tuvieron unapelea algo rara. Se siente mal porque es-peraba de su novio algunas palabras dealiento, porque él sabía lo importanteque era para ella ese proyecto. Él, quesiempre había estado con ella, ahora pa-reció tan distante, tan incomprensivo. Nisiquiera respondió el tequieromucho queella le dijo cuando se despidió.

Bueno, pensó Paula, hay que hacerle,porque no queda de otra.

Cuando sale del super, algunas nubesestán amenazando con llevarse el bonitodía que hasta ahora estaba haciendo. Pa-ra qué quiero ahora un día bonito, pensóamargada Paula, y salió del comercialrumbo a su casa sin la sonrisa y el buenánimo que traía. Una mujer policía la mi-ra y hace un inexplicable gesto de des-precio mientras ella pasa y cruza la cal-zada para llegar a su colonia. Al llegar acasa, su mamá le reclama varias cosas

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que no había traído: carne (cómo se lahabía encargado), sal y condimentos. Sino me ayudás m’hija, quién lo va a hacer,no te puedo encargar ni una cosa peque-ña que no me la hacés. Y tu padre, quesalió bravo a saber por qué. Una se can-sa, así no se puede.

Paula se arregla para ir a la oficina demala gana, siente un poco de náusea alpensar en qué podría estar mal del pro-yecto, si todo estaba bien, qué se yo, talvez una falta de ortografía, yo le dije alGustavo que ese su color verde no ibabien ahí y de plano que eso no le gustó alcliente. Y yo, que soy la principal respon-sable, de seguro, despedida. Yo, que tra-bajé más que ninguno y que dí más del100%, voy a quedar sin empleo. Adiós ca-rro, adiós luna de miel en Cancún, adióscasamiento. Una lágrima de cólera se lesale mientras cambia de rojo a verde unsemáforo de la Avenida Reforma.

Al llegar a la oficina, la cosa parece ce-menterio. Nadie habla, y todos están

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pasando el tiempo leyendo, viendo videosen internet, bajando música. Mayra, sujefa, le explica que el cliente llamó muymolesto en la mañana y que quería expli-caciones por la tarde. Hasta hizo unaamenaza velada de quitarle la cuenta a laagencia. No se mira bien la cosa vos, asíque repasá la presentación y todo el ma-terial, porque habrá que defenderse y ag-uantar la tormenta que se viene.

Paula está en la computadora cuandosu celular vibra, y es un mensaje deEsteban:

Esteban22-Jul-08 11:55 a.m.Tenemos que hablar. Paso por vos a las

7 a tu casa.

Un suspiro profundo sigue a la lectura.Y bueno, la idiota de la Yasmín seguro yalo estaba haciendo tambalear. Con esassus falditas y su cara de mosquita muertatodo el día en la oficina cerca de Este-ban, algo tenía que pasar Y el otro

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caliente que no tiene principios. Seguroque por ahí va la cosa y por eso lo sentídistante e indiferente cuando le hablépor teléfono. Tenemos qué hablar, ¿nopodías dejarlo para más tarde idiota?Paula vuelve a la computadora y sigue re-visando la documentación del proyecto yahora le parece que tiene muchos puntosflacos que al cliente le habrán disgusta-do. Almuerza en McDonald’s, sin ganas.La comida no le cae bien y regresa conagruras a la oficina. El cliente llegará alas 2:30.

Puntual, como siempre, don César lle-ga, educado y cortés como es su costum-bre, pero con gesto severo y molesto. En-tra a la oficina de Mayra y casi tira el cddel proyecto en el escritorio y se escuchaclaramente afuera cómo levanta la voz ydice: ¡Que alguien me diga qué es esto!

Mayra toma el cd y lo introduce a sucomputadora. Y cuando mira lo que hay,se le sale un suspiro entre aliviado yavergonzado.

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—Don César, este no es el cd del pro-yecto —explica Mayra—. Es un piloto deuna campaña que propusimos el año pa-sado a otro cliente. Debe haber sido unaequivocación y le mandamos un cd equi-vocado. Entiendo su enojo y le pidodisculpas.

—Ya decía yo que esto no podía ser—responde don César—. También es cier-to que no vi la presentación entera, si no,me hubiera dado cuenta. No he tenidobuenos días últimamente.

Luego entra Paula con el ambiente yaaliviado y explica ciertos detalles de lacampaña. Don César queda encantado yse va de la agencia sin imaginarse las pe-nas que provocó por no ver bien el mate-rial que le habían enviado. El personalahora está alegre y Mayra dice que sepueden todos ir a casa, pero que mañanalos quiere bien temprano, porque la cam-paña comienza en quince días y tiene queestar todo a punto.

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Una vez resuelto el primer conflicto denuestra historia, ahora viene la resolu-ción del segundo. El lector avezado yahabrá adivinado que el segundo conflictotambién se resuelve favorable para Pau-la, así que miremos ahora cómo Paula sa-be a qué se refería Esteban con su tene-mos que hablar.

Paula se queda un rato más para revi-sar su email se conecta al gmail y ahí es-tá, con una lucecita verde de chat, Este-ban. Hace clic en el nombre de su amadoy chatean:

Yo: holaEsteban: hola cieloYo: de qué es lo que vamos a hablar?Esteban: prefiero no decirlo ahoritaesperame, teléfonoYo: ok

Paula se pregunta ahora qué le irá adecir. Si no le hubiera dicho cielo, puesla cosa sería terrible, habría que esperarlo peor. O quién sabe, quién entiende a

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los hombres. Esteban se asoma de nuevoal chat.

Esteban: volvíYo: ok, entonces qué es eso de tenemos

que hablar?Esteban: pues tiene que ver con algo

bueno :)Yo: bueno?? cómo??? y qué te pasaba

en la mañana??Esteban: pues con algo como Cancún y

luna de mielen la mañana me hicieron atender a un

cliente malhumorado, en mi día libre!cielo, te veo en la noche, tengo que

desconectarme, tqmYo: tqm, bye

Paula casi brinca de la alegría. “Can-cún y luna de miel” ¡qué bien suena eso!Se asoma a la ventana de su oficina y mi-ra cómo una tarde preciosa cubre a la zo-na 10. Todo es tan bonito. Baja al parq-ueo por su carro, sale del edificio, tomala Avenida Reforma, en el radio suenauna canción vieja, de Frank Sinatra, Fly

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me to the moon. Adelante de ella va unBMW, lindo, del año. Paula silba conten-ta, piensa que en esta vida todo tiene so-lución, cuando el BMW nuevo se detienede improviso y ella choca con él, y rec-uerda entonces que desde hace tres me-ses, por descuidada, no paga el segurodel carro.

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La fugaFernanda Botrán-Aycinena había desapa-recido. Y yo, un simple estudiante de de-recho, era el encargado de buscarla y en-contrarla. Cuando acepté el empleo, nome imaginé que me pusieran a investigaren serio, pero como la necesidad mandatenía que hacerlo, o por lo menos, hacercomo que hacía. Me ayudaba el hecho deque cuatro años atrás yo había trabajadode jardinero en casa de los Botrán-Ayci-nena y la había conocido. Era una mucha-cha muy guapa y consentida, que teníauna larga fila de pretendientes con losque jugaba y se divertía.

Fernanda Botrán-Aycinena era delga-da, morena de pelo largo y lacio, muy ele-gante y refinada en sus maneras. Eramuy linda, como ya apunté, y lo sabía.Recuerdo que cuando trabajaba en su ca-sa una vez la escuché decir a una amiga"las mujeres somos poderosas", en unamesa del jardín. Hablaban de sus conq-uistas y de cómo ese poder de las

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mujeres bellas sobre los hombres traetantas ventajas y diversión. Por eso esque al principio me costó un poco pensarque la muchacha se había enamorado yque además se había fugado con sunovio.

Yo jamás había hecho ninguna investi-gación, ni trabajado de policía, ni en elministerio público, ni nada que ver. Untío me había conectado con otro tipo yme habían dado el empleo, lo acepté pornecesidad. Fue uno de los tantos trabajosque he tenido. Antes de ese caso, lo únicoque había hecho era ir a contar inventar-ios de mercaderías, hacer algunos inte-rrogatorios en casos de empleados querobaban, localizar a una persona que ha-cía años que no la veían. Pero un supues-to caso de secuestro ya es otra cosa y laverdad a mí no me gustaba meterme enel asunto y peor con una familia famosa.Pero mi jefe era muy amigo de losBotrán-Aycinena y no quedaba de otra.

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Así que esa mañana, después de quehabían pasado 24 horas desde que se su-po lo último de Fernanda Botrán-Aycine-na, estaba yo en la sala de la mansión. Supadre me atendió bastante preocupado, yno me reconoció como exjardinero de sucasa. Yo tomé nota de todo lo que me de-cía. Ella había salido el día anterior sup-uestamente rumbo a la universidad, perono había permitido que la llevara el cho-fer de la familia en la camioneta en queacostumbraba. Después de eso, ya nocontestó el celular para nada, y una desus amigas dijo más tarde que nunca lle-gó a la universidad.

El padre de la señorita quería que jun-táramos evidencia para enjuiciar al tipopor secuestro. Pero el caso es que Fer-nanda había pasado de sostener una rela-ción romántica inofensiva a fugarse conel tipo, y eso, siendo ella ya grandecita ypor su voluntad, no podía tomarse comosecuestro. Al principio imaginé que el ti-po era una especie de hippie vividor y bo-hemio, pobretón, de esos tipos que seenamoran a las patojas con su casaca

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intelectoide y les sacan billete. Pero re-sultó que el tipo era de otra familia acau-dalada, pero enemiga de los Botrán-Aycinena.

El enamorado ladrón era RobertoGarcía-Granados, con una licenciatura enfilosofía y letras, un renegado de su fami-lia pero que disfrutaba del dinero que te-nían. Bien parecido y algo deportista, hi-zo caer rendida a la bella Fernanda. Asíque yo tenía ante mí una historia de amorde esas de película y un papá ogro quequería destruirla, por su odio a la otra fa-milia. Como Romeo y Julieta. Eso no pue-de existir en la realidad, pensé, algo debefallar.

Con la autorización del padre entré aldormitorio de la raptada y busqué indic-ios que hablaran de su paradero. Encon-tré su celular en la gaveta de su mesa denoche, busqué las llamadas y los mensa-jes de texto, el último mensaje decía:

Roberto

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31-Ago-06 06:30 a.m.Ya estoy en el punto de reunión, te es-

pero con ansias.

Habían muchos mensajes de Robertocon poesía cursi, saludos, disculpas porno atender. La última llamada, tambiénde Roberto, había sido la noche anterior,y por los registros del celular, habían ha-blado durante 45 minutos, entre las 9 y10 de la noche. Miré alrededor del cuar-to, amplio y con detalles de lujo. En suescritorio, junto a la ventana, estaba sucomputadora portátil conectada al cablede internet. La encendí, pero estaba blo-queada con una clave y no pude ingresar.Al sentarme en la silla del escritorio, ob-servé un detalle interesante: una rosamarchita pegada a la pared con cintaadhesiva, y el nombre Fernanda en letracursiva, también pegado con cinta adhe-siva, a la par. Al voltear el nombre Fer-nanda en cursiva estaba el nombre Ro-berto, también en cursiva.

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Así que eran los dos una linda parejaenamorada. Y había que encontrarlos, ha-bía que buscar su nidito de amor. Me to-caba hacer el trabajo sucio. O por lo me-nos, hacer como que lo hacía. Así que meinventé que había encontrado evidenciade que probablemente se habían ido allago de Atitlán a alguna de las aldeas dealrededor. Me llevé a mi novia para pa-sarla bien, y me inventaba reportes diar-ios de que los habían visto y todo el rollo.Al tercer día, cuando ya venía de regresosin haberlos buscado ni encontrado, melos encontré a los tortolitos ricachones.Qué suerte, pensé, les tomé una foto. Es-taban en el restaurante Nick’s en San Pe-dro La Laguna, felices y ajenos a la preo-cupación de su familia. Bueno, me dije,me quedo otra semanita más con mi nov-ia, qué rico.

Envié las fotos y mi reporte. El padreme pidió que le hablara a Fernanda, paraque por favor volviera y que se la comu-nicara por celular. Como no se separabade Roberto, le dije que me iba a costar.

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Yo ni tenía intención de hacerlo, la ver-dad. Pero una vez andaba la guapa mujercaminando sola en el muelle y me leacerqué. Me reconoció. Le dije el recadode su padre e inmediatamente, los comu-niqué por celular. Fernanda se puso a llo-rar diciéndole a su papá que no iba a vol-ver a casa. Luego me tiró el teléfono a micara y se fue corriendo. Hablé de nuevocon su padre y le dije entonces que mimisión había concluido y que me regresa-ba. No señor, me dijo, muy serio don Ál-varo, que así se llamaba el padre, ustedcontinúa, yo le daré instrucciones maña-na. Bueno, pensé, seguiremos de vacacio-nes y me fui a echar un baño al lago, conmi nena.

Al día siguiente preguntaba por mí enel hotel una morena espectacular, de pe-lo largo, piernas bronceadas, ojos verdesy una mirada inocentemente provocado-ra. Dijo llamarse Susy. El plan de don Ál-varo era meterle a esa muchacha al Ro-berto y deshacer la luna de miel. Un pocode marihuana y esa mujer espectaculardeberían ser suficientes para hacer caer

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al hombre y decepcionar a su hija, y asívolvería.

La verdad, me dio un poco de pena lle-var a cabo el maquiavélico plan. Pura te-lenovela parecía todo esto, y a mí me to-caba estar de lado de los malos. Preferíno contarle a mi novia de eso, porque yase sabe cómo son las mujeres con las his-torias románticas, a todas les gusta el fi-nal feliz y los cuentos de hadas. Pero conla ficha que ganaba en ese caso, nos laestábamos pasando bien, y si al fin esapareja era para quedarse junta, pues na-da los separaría.

Así que Susy y yo planeamos cómo ha-cer caer al Romeo hippie. Intentamos demuchas maneras, pero como los tórtolosno se separaban para nada, no lo logra-mos. Y como la carne es débil, fui yo elque terminé en la cama con la Susy (¡québuena que estaba!), y mi novia me dejópor eso al descubrirme in fraganti. Mesalió el tiro por la culata. Susy y yo regre-samos a la capital unos días después y

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nunca más nos volvimos a ver. Lo buenofue que los tortolitos siguieron su roman-ce y yo cobré buena plata.

Pero cuatro meses después la señoritaBotrán-Aycinena estaba de regreso en sucasa, y volvía a sus estudios. No supe ma-yor detalle, pero parece que el cuate leempezó a poner mucho a la coca y la ma-rihuana y eso no le gustó a nuestra Julie-ta ricachona. Y ahí se terminó la historiade amor. El tipo llegó a hacer escándaloun par de veces a la casa de ella, peroahí quedó, ella permaneció inmutable, ysu papá, feliz.

Recién vi la foto de Fernanda en el dia-rio. Se graduó de administradora de em-presas, a la par de ella había un rubio deojos azules, que tenía un apellido impro-nunciable y era algo de alguna empresafuerte europea. En el pie de foto decíanque era su prometido. En otra de las fo-tos aparecía muy sonriente y satisfechodon Álvaro, con un vaso de whisky en lamano.

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La casa redondaCuando yo tenía siete años mi papá leyóen el periódico una noticia sobre una ca-sa redonda que podía girar como si fueraun carrusel. Como mi papá era ingeniero,la noticia le causó tal emoción que dijoque tenía que hacer algo igual. Me dijoese día que íbamos a vivir en una casaque da vueltas. A los pocos días me mos-tró en la cena los primeros bosquejos dela casa. La terminó de construir dos añosdespués. Cuando nos pasamos a vivir ahí,mi papá y yo, nos dimos cuenta que lagente que nos visitaba cambiaba, como siel giro de la casa también provocara ungiro en la vida de las personas.

Mi papá era un tipo con gran sentidodel humor. Creo que es la persona másfeliz que he conocido. Cuando yo era peq-ueño jugábamos tardes enteras al fútbol,o salíamos a la calle a pasear, o me lleva-ba a conocer sus obras. Como mi mamámurió cuando yo tenía cuatro años, fui-mos muy unidos. Por eso, aunque yo noentendiera muy bien al principio lo de la

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casa circular que daba vueltas, me ilusio-né tanto como se puede ilusionar un niñode siete años. No había nadie en la colon-ia que tuviera una casa como la que yoiba a tener.

Durante el tiempo en que se construyóla casa, mi papá me llevaba a verla al me-nos una vez a la semana. Me decía endónde iba a estar mi cuarto, en dónde elbaño, dónde la cocina, dónde su cuarto.La casa era como su juguete. El principalproblema que costó resolver era el delagua de la cocina y el baño y las conexio-nes eléctricas. Mi papá se inventó un sis-tema central, en el cual el eje rotatoriode la casa contenía todo, tuberías y ca-bles eléctricos. Cuando estuvo lista la ca-sa, con una simple palanca se accionabael motor que hacía girar la casa. La casagiraba completamente en hora y media.

No se me olvida el día en que nos tras-ladamos. Mientras subíamos todo, la casadaba vueltas. Mi papá pensó que al me-nos ese día la casa iba a rotar un pocomás rápido y calibró el motor para elefecto. Yo terminé esa noche mareado, y

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estrené el baño con un vómito. Ni él ni yodormimos de la emoción de tener una ca-sa particular.

Una de las intenciones de mi papá erasiempre tener la luz del sol de la mañanaen su dormitorio, y para ello giraba la ca-sa según la estación del año. Cuando yoestaba solo en la casa solía mover la pa-lanca a cada rato para girarla, hasta queme troné el motor. Mi papá me dio unabuena regañada y le puso candado a lapalanquita.

Sin embargo, a mi papá le gustaba ju-gar con la casa. Cuando llegaban mis tíosde visita, accionaba el motor, que era tansilencioso y giraba tan despacio que ge-neralmente la gente no se daba cuenta.Un día mi tío Carlos se despidió de la ca-sa y salió. Cuando vio que no estaba sucarro, pegó un grito del susto, ¡me roba-ron, me robaron! Mi papá salió de la casamuerto de la risa, porque el carro estabaen la parte de atrás. La casa era la quehabía girado sin que el tío Carlos se dieracuenta.

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La primera persona que cambió al salirde la casa giratoria fue don Alberto, unode los amigos de mi papá. Era un tipo de-primido y borracho, que había caído eneso por la muerte de su mujer y el fraca-so en su empresa. Estaba quebrado. Eldía que llegó de visita a la casa, mi papálo recibió con un gran abrazo y lo pasóadelante. Lo escuchó pacientemente todala tarde. Cuando salió de casa, la bromade siempre, la casa había girado. Perocomo don Alberto no tenía carro y ade-más no vivía tan lejos de la casa, no sedio cuenta. Así que caminó en direccióncontraria a su casa por unas cinco cua-dras, hasta que se dio cuenta de la bro-ma. Pero no se molestó, tocó la casa son-riendo. Cuando se dio cuenta de que ibaen la dirección equivocada, nos contó, sesintió perdido y al darse cuenta de lo quehabía pasado, no tuvo más que reírse.Después de ese día, dejó la bebida y pocoa poco reconstruyó su negocio quebradoy un año más tarde, se volvió a casar.

A veces mi papá no giraba totalmentela casa, pero casi siempre desconcertaba

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a sus visitantes. Yo mismo le hice la bro-ma a algunos de mis amigos. Uno deellos casi se desmaya cuando fue a hacerla tarea conmigo y al salir no vio su bici-cleta nueva. Muchos de mis compañerosdel colegio me regalaban dulces en el re-creo con tal de que los invitara a mi casarotatoria. Una maestra casi me obligó aque invitara a toda la clase a una visitaguiada, en donde les explicara cómo fun-cionaba la casa y cuál era la idea.

Otra de las personas que cambió des-pués de la visita a la casa fue la tía Refu-gio. Mi papá tenía mucho tiempo de noverla cuando la invitó a pasar un domin-go. Ella llegó y lo primero que hizo fuebuscarle defecto a todo. ¿Para qué que-rés una casa que gire?, fue su primerapregunta. Mi papá simplemente respon-dió “para jugar”. La tía y él siempre habí-an sido distantes, pero esa vez mi papá latrató con tal cariño, a pesar de sus des-plantes, que yo casi lo compadecí, porquela tía era de verdad insoportable. La tíaRefugio también sufrió la broma del giro,y al no encontrar su carro a la salida,

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empezó a regañar a mi papá por no tenerun garage cerrado, por tener estúpidacasa redonda y por haberla invitado. Her-manita, dijo paciente mi papá, tu carroestá al otro lado, la casa giró. Mi tía sin-tió vergüenza y fue a comprobar queefectivamente, su carro estaba del ladode atrás. Y por primera vez tuvo un gestoamable con mi papá, se disculpó sincera-mente, y al despedirse hasta lo abrazó.

—¿Viste cómo cambia la casa a la gen-te? —me dijo mi papá cuando la tía Refu-gio se había ido.

Fueron varios los amigos y familiaresde mi papá los que cambiaron después devisitar la casa redonda. Él siempre prefi-rió darle el crédito a la casa, pero no eraasí. Él los llamaba, los invitaba, los trata-ba bien y los escuchaba. A algunos hastales prestó dinero que nunca devolvieron.Quizás mi papá fue siempre así y no fuesino hasta vivir en la casa redonda queyo me di cuenta.

Todos estos recuerdos vienen a mimente cuando paso enfrente del terrenoen donde estaba la casa redonda.

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Después de la muerte de mi papá, tuveque vender la casa porque con el pasodel tiempo se arruinó el motor, las tuberí-as, los cableados. Cuando estaba recientesu fallecimiento era muy doloroso visitarla casa redonda en donde él vivió hastasu muerte. Después, cuando reaccioné,ya todo estaba muy arruinado y yo no te-nía tiempo ni dinero para arreglarlo. Ven-dí la casa con el terreno tal cual estaba, yel nuevo dueño la demolió. Ahora hay unterreno en el cual están empezando a ha-cer movimiento de tierra para hacer al-guna construcción. Hoy que pasé por ahíse me hizo un gran nudo en la garganta.Intenté desatarlo escribiendo este texto,pero ahí sigue, bien anudado.

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El viejo del barrancoTodos los viernes a las cinco de la tardenos íbamos al barranco con el Carlos y elChejo. Vivíamos en la misma colonia eíbamos al mismo colegio, a pocas cua-dras de nuestras casas. Nos juntábamosen la casa del Chejo y bajábamos hasta lacasa del viejo, que nos esperaba sentadoen su mecedora fumando un cigarrillomentolado. Sonreía al vernos llegar, conlos dientes amarillos que tenía. Se acaric-iaba la barba blanca y nos daba la bien-venida mientras se seguía meciendo. Lellevábamos la comida que nos pedía: aveces fruta, a veces pan, otras veces po-llo o carne. Mientras observaba lo quehabíamos llevado, nos decía, siempre,que si estábamos listos para volar.

El que había descubierto al viejo era elCarlos, un día que se fue solito al barran-co. La gente decía que estaba loco y queera brujo. Otros decían que era un per-vertido mañoso. La cosa es que un díallegó el Carlos con la noticia de que

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había aprendido a volar. A volar barrile-te, le dijo el Chejo. No, a volar en serio, aandar por el aire, dijo Carlos. Nos explicóque había ido con el viejo del barranco yque lo recibió amable y que platicaron yel viejo le preguntó si quería volar. Yo ledije que ese viejo no me daba confianza,pero el Carlos dijo que fuéramos los tres,que ya le había hablado de nosotros, queno había nada que temer.

Le preguntamos al Carlos que cómoera eso de volar. Nos dijo que mejor pro-báramos, que no se podía explicar. Eraun día lunes, a la salida del colegio. A latarde le pedí permiso a mi mamá para irdonde el Chejo, con la excusa de estud-iar, pero no me dio permiso. Vos vas a ju-gar nintendo, no a estudiar, me dijo, co-mo si no te conociera. El viernes, podésir si querés, pero antes tenés que hacerlas tareas. Cuando les conté al Chejo y alCarlos, quedamos en que el viernes erabuen día y que nos juntábamos a las cin-co de la tarde, ya con las tareasterminadas.

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Toda esa semana fue eterna. ¿Cómo se-ría eso de volar? Yo lo imaginaba muchasmaneras. También pensé que a saber conqué cosa nos saldría el Carlos. Comocuando en los anuncios te pintan la granhamburguesa y vas y la pedís y es unacosa pequeña y descolorida apenas. Enlos recreos nos juntábamos a comer la re-facción, pero no le logramos sacar más alCarlos. Tienen que probarlo, contestabasiempre. Así nos tuvo toda la semana.

Cuando por fin llegó el viernes, yo salívolado del colegio a la casa, almorcé a lacarrera e hice las tareas. A las cuatro dela tarde ya estaba listo. Me puse a ver te-le para esperar un poco e ir a la casa delChejo. Cuando llegué Carlos ya estabaallí y nos fuimos rápido al barranco. Yonunca había bajado el barranco. Habíaárboles y monte, pocas casas. Llegamosrápido a la casa del viejo, que nos invitó apasar. Le reclamó a Carlos que no llevá-bamos nada de lo que había pedido. Car-los respondió que se le había olvidado,

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pero que a la próxima no íbamos a fallar.Meciéndose con el cigarro en la mano, elviejo dijo que por esta vez no había pro-blema, que si estábamos listos paravolar.

Los tres dijimos entusiasmados que sí,que estábamos listos para volar. El viejose levantó de la mecedora y nos llevó alfondo del barranco, en donde pasaba unrío de aguas negras. Nos pidió que nostomáramos de las manos y dijo que debí-amos concentrarnos. Nos explicó que pa-ra volar debíamos volvernos tan ligeroscomo nuestro espíritu, de tal manera queel cuerpo se sujetase a las leyes del espí-ritu y no al revés como sucede siempre.Para ello debíamos cerrar los ojos y po-ner nuestra mente en blanco, sin pensaren nada. Luego de eso debíamos pensaren las personas que más queríamos, puessólo la fuerza del amor es la que eleva elespíritu. Yo pensé en mi mamá y en mihermanita de un año.

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Después de unos cinco minutos, parami gran susto, el que se empezó a elevarfue Carlos. Yo lo tenía tomado de la ma-no, sentí que temblaba un poco y de re-pente, se empezó a elevar. Abrí los ojos yvi que sus pies estaban a medio metrodel suelo. Grité del susto y Carlos cayó.El viejo me dijo que debía estar callado yconcentrado, que así no iríamos a ningunlado. Nos dijo que nos fuéramos y que lapróxima vez volviéramos con frutas: san-día, melón, papaya, duraznos y piña. Quesi no lográbamos volar la próxima vez,que mejor ya no llegáramos.

En el camino de regreso bombardea-mos al Carlos con un motón de pregun-tas, ¿qué se siente? ¿cómo le hiciste?¿por qué a nosotros no nos salió? Nos di-jo que nos teníamos que concentrar, queel viejo es buena onda, pero si no le ha-cés caso, ya no te recibe. Le pregunta-mos de nuevo qué se siente, pero noscontestó como las otras veces: lo tienenque probar por ustedes mismos.

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Esa fue otra semana eterna. Ese vier-nes teníamos que lograr volar a como delugar. Yo me encerraba en mi cuarto ytrataba de concentrarme, pero era difícil.Con el Chejo y el Carlos nos juntamos unpar de tardes a hacer ejercicios de respi-ración y practicar para cuando fuéramoscon el viejo. Cuando llegó el viernes, otravez me fui volado del colegio a la casa, ytuve suerte porque no tenía tareas delcolegio. Nos juntamos de nuevo en la ca-sa del Chejo y fuimos a comprar las fru-tas del viejo. Nos propusimos que eseviernes teníamos que volar, teníamos quelograrlo.

El viejo nos recibió como la vez anter-ior y se alegró cuando vio lo que le lleva-mos. Fuimos otra vez hasta el río de ag-uas negras y nos tomamos de la mano.Todos respiramos profundo. Esta vez, yosólo pensaba en mi hermanita. Sientancomo su cuerpo es ahora su espíritu.Sientan cómo son más livianos que el ai-re. Yo sentí que Carlos y el viejo se eleva-ban. Después de concentrarme lo

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suficiente, yo también flotaba. El últimoque lo logró fue el Chejo. Nos soltamosde las manos y el viejo dio un grito y nosasustó. Caímos al suelo. Nos dijo que esoera todo. Salimos corriendo emociona-dos, casi que ni nos despedimos del viejo.

Regresé emocionado a la casa, brincan-do de felicidad. Mi mamá me preguntóque por qué tanta alegría y yo le dije quepor nada. Fui a ver a mi hermanita a sucuna y me sonrió. No podía esperar hastael otro viernes.

Se convirtió en costumbre de todos losviernes ir a volar con el viejo. La sesiónde vuelo duraba media hora y se nos ibarápido. Nos prohibió hablar con nadie delasunto. Con el tiempo yo volaba a un me-tro de altura encima del río de aguas ne-gras. Podía durar un minuto volando. Sesentía bien, como si no pesara, como sino tuviera cuerpo. Para dirigir el vuelo,teníamos que pensar antes hacia dóndequeríamos ir, como planificando el vuelo.Si no lo hacíamos, nos caíamos. El viento

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en la cara a la hora del vuelo era increí-ble. El Chejo cayó una vez en una piedray casi se quiebra el pie. Yo me di con lacabeza contra un árbol. El viejo se reíade nosotros cuando nos pasaba algo así.Carlos nunca se caía, siempre era el quemejor se concentraba.

Intentamos muchas veces volar ennuestras casas, cada uno en la suya, perono lo logramos. Nos juntamos muchas ve-ces en la casa del Chejo para intentarlojuntos, pero no podíamos. Sólo con el vie-jo podíamos volar.

Cuando nos fuimos haciendo mejoresvoladores, nos inventamos algunos jue-gos con el Chejo y el Carlos. Jugamos flo-tafútbol, voleyfly, airbasquet. Nombresasí les poníamos. Era genial. En el flota-fútbol, mi favorito, podíamos hacer chile-nas de vuelta entera. El viejo hacía que lapelota también flotara. Era como estar ensueños. La canasta del airbasquet la pusi-mos en un árbol bien alto. Todos hacía-mos clavadas como los basquetbolistas

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de la NBA. El viejo también se divertía.En el aire no parecía que fuera viejo, ju-gaba igual que nosotros.

El que volaba más alto era el Carlos.Llegaba, yo calculo, a unos diez metrosde altura. Era también el que podía durarmás tiempo en el vuelo, podía tardar has-ta cinco minutos. Con el Chejo le pregun-tábamos que cómo le hacía, y él sólo con-testaba que se concentraba más. En elcolegio el único tema del Carlos en losrecreos era qué nuevos juegos podríamosinventarnos para el vuelo de los viernes.Nos dijo que de grande iba a ser pilotoaviador. Pero si vos vas a volar más altoque los aviones, le dijo el Chejo. Algúndía se terminará lo del vuelo con el viejo,respondió. Nosotros no podemos volarsolos.

Al Chejo y a mí nos pareció que el Car-los sabía algo más. O por lo menos que lopresentía.

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Después de cinco meses de vuelos to-dos los viernes, llegaron las vacaciones.Quisimos ir ya no sólo un día, sino toda lasemana. Eso no le pareció al viejo. Dijoque igual, que sólo nos recibiría los vier-nes. A pesar de que llegamos otros díasdiferentes al viernes, el viejo nunca nossalió a abrir. Sólo nos recibía el viernes.Hasta las vacaciones no nos habíamosdado cuenta de varias cosas. La primeraera que nadie nos había visto volar, y lasegunda era que no habíamos visto a na-die más visitar al viejo. Tampoco sabía-mos su nombre, a pesar de haberle pre-guntado varias veces. Siempre cambiabaconversación.

Según el viejo nos había contado, habíasido piloto aviador y había tenido unamujer y una hija. Las dos habían muertoen un accidente en una avioneta, y cuan-do sucedió eso, el viejo dejó de trabajar ydecidió vivir el resto de su vida con losahorros que había logrado. Como los aho-rros no eran muchos, se había ido a viviral barranco. El Carlos nos contó que una

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vez se le salió decir que visitaba ricos alos cuales hacía volar por dinero. Segurole pagaban bien.

La casa del viejo eran cuatro paredesde madera vieja y unas láminas de metaltambién viejas. Una conexión eléctricaclandestina le daba electricidad para unavieja percoladora, una televisión y unaestufa eléctrica. El viejo tenía salud dehierro, nunca se enfermó de nada, segúnél mismo nos dijo.

Para ese entonces ya los tres éramosexpertos voladores. Hacíamos piruetasen el aire y durábamos más tiempo sus-pendidos. El más veloz era siempre Car-los. Hacíamos carreras en el aire. Volarte da sensación de libertad, de que todoes posible. Éramos únicos, nadie en el co-legio ni en la colonia ni en el país, podíavolar. Sin embargo el viejo nos advirtiódesde el principio que no nos saliéramosde los límites que él nos estableció. Volá-bamos en un espacio del tamaño de uncampo de fútbol. Varias veces intentamos

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cruzar el límite y volar más allá, pero noscaíamos. Las sesiones tampoco durabanmás de la media hora establecida al prin-cipio. El más temerario era el Chejo. Su-bía lo más alto que podía y se dejaba ca-er en picada gritando en el camino. Justoantes de pegar en el suelo, elevaba elvuelo de nuevo. La pasábamos bien siem-pre, y creo que nunca he sido más feliz.

Pero como todo, los vuelos en el ba-rranco llegaron a su fin. El tercer viernesde ese diciembre, como siempre, bajamosa la misma hora, pero no encontramos alviejo. Sus cosas tampoco estaban. No eraque tuviera mucho, pero no estaban. Lobuscamos como locos hasta que oscure-ció. No lo hallamos. Volvimos al día sigu-iente, y al siguiente. Bajamos los siguien-tes viernes de diciembre y de enero, perono volvió. Desapareció del barranco. In-tentamos volar solos pero nunca lologramos.

La teoría del Chejo era que se habíaido a la casa de uno de sus clientes ricos.

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Yo pensaba que a lo mejor se había can-sado del olor del río de aguas negras y sehabía ido. Carlos, en cambio, pensabaque se había ido a otro barranco, y queahora todos los viernes, otros niños enese barranco volaban junto al viejo.

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Los difuntosUna noche de cervezas surgió la idea deorganizar nuestros funerales en vida. Ca-da uno, por turnos, iba a tener su propiofuneral. Se invitaría gente, habría un ata-úd y se hablaría de todo lo bueno que erael difunto y de lo mucho que se le iba aextrañar. Todo sería como en cualquierfuneral, salvo que en este caso el difuntoiba a estar vivo. No sé a quién se le ocu-rrió la idea, pero todos estuvimos de ac-uerdo y brindamos por eso. Éramos jóve-nes y chingones y con la excusa del fune-ral nos reuniríamos el último viernes decada mes para celebrar nuestros funera-les. Yo pensé que era una de esas tantasbromas que se hacen entre amigos y quenunca llegan a realizarse, pero un día mellamó Carlos para anunciarme que yo se-ría el primer difunto.

Éramos un grupo de cinco universitar-ios, todos menores de veinte años. Comotodos los jóvenes, íbamos a conquistar elmundo. Nos reuníamos a tomar cervezacon cualquier excusa. A veces éramos

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más, pero siempre considerábamos a losotros como visitantes. Nuestras familias ynovias se conocían. A veces, cuando ha-bía dinero, íbamos a bares y a clubes deestrípers. Nos habíamos hecho amigos enel bachillerato. Carlos estudiaba derecho,igual que Luis. Los demás estudiábamosingeniería. Alberto, química; Juan, civil; yyo, industrial. Nunca fuimos muy aplica-dos que digamos, pero íbamos pasandocursos.

Carlos y yo ya habíamos conseguidotrabajo. A los demás los sostenían toda-vía sus papás. El que más se preocupabade mantener al grupo unido era Alberto,a quien todos llamábamos para sabercuándo y dónde sería la próxima reunión.Él organizaba todo y decidía quién se en-cargaría de la comida, quién de la cerve-za, quién pondría la casa. Durante algúntiempo intentamos ser una banda derock, pero no éramos tan buenos músicosque digamos. Eso sí, el par de conciertosque dimos los llenamos con todos nues-tros amigos y familia. Juan era el músico,siempre sacaba la guitarra y se sabía

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todas las canciones. Cantaba genial. Aúnhoy creo que toca en una banda de rock.

Fue una noche de enero que surgió laidea de los funerales. Sonaba divertido ira tu propio funeral. Esa noche, recuerdobien, hubo una pelea entre Juan y Luis,éste último andaba colgado de una su no-via que estaba bien buena. Juan, ya bo-rracho, le dijo que su novia estaba rica.Luis se enfureció y empezó a golpearloantes de que reaccionáramos. Los sepa-ramos, se calmaron y Luis hasta terminópidiéndole disculpas a Juan. No me ac-uerdo si antes o después de la pelea fueque hablamos de lo de los funerales.

La idea era olvidarse de que la muerteera triste y además tener una excusa pa-ra pasársela bien. Lo peor de todo, decíaCarlos, es que en las funerarias siemprese cuentan chistes y el difunto no se pue-de ya reír. Alberto dijo que tenía un tíoque tenía funeraria y que podía ver lo deconseguir un ataúd. Acordamos que seinvitaría a las novias, amigos y familiaque quisieran participar en la broma.Luis haría el acta de defunción. Juan iba

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a prestar una de las casas de su papá queestaba vacía y no conseguía inquilinos.Yo me encargaría crear el evento en lasredes sociales y promocionar el funeralentre nuestros conocidos.

A pesar de todo lo que se habló yo pen-sé que nunca lo haríamos. Estaba biencomo broma, pero llevarlo a la realidadera un poco tétrico, pensaba. A la sigu-iente reunión yo no llegué pero los demássiguieron con la idea y sortearon los tur-nos. Dicen que me llamaron al celular,pero yo no recuerdo haber tenido ningu-na llamada perdida. Así que al día sigu-iente Carlos fue el encargado de notifi-carme que yo sería el primer difunto.Después seguía él, luego Juan, despuésLuis y por último Alberto. Yo pensé alprincipio que Carlos bromeaba, pero des-pués llamé a Alberto y me confirmó quesí haríamos los funerales, pero que sidespués del primero no nos gustaba lacosa ya no continuaríamos con losdemás.

Yo debía vestir adecuadamente para laocasión. El único tacuche que tenía en

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ese tiempo lo usé para mi funeral en vi-da. En cuanto a la organización no debíapreocuparme mucho, sólo debía colabo-rar con algo de dinero para la cerveza yla comida. Eso sí, debía invitar por las re-des sociales de internet para que la gen-te fuera a mi funeral. Hubo un par degentes que lo consideraron macabro, unatía me llamó para preguntarme si estababien, si acaso quería suicidarme. No tía,contesté, sólo es mi funeral en vida. Col-gó el teléfono como si le hubiera habladoun espanto. En casa a mi mamá le pare-ció una idea de mal gusto y me dijo queen lugar de estar haciendo tonteras me-jor fuera a la iglesia. Mi papá, más diver-tido, sólo me aconsejó no beber demasia-do para no morirme de verdad.

Llegada la noche del funeral yo estabaun poco nervioso. De alguna manera yoiba a ser el centro de atención y eso meincomodaba un poco. El carro funerario,prestado por la funeraria del tío de Alber-to, llegó a casa a las ocho de la noche.Los muchachos me mostraron el ataúd endonde sería llevado. Debo admitir que me

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provocó escalofrío, pero logré disimular yseguir el juego. Me metí al ataúd y metrasladaron al carro funerario. Yo sentísofocarme cuando cerraron la puerta dela caja. Pero luego pensé en que era sólouna broma y, que en todo caso, cuandome tocara de verdad, yo ni me iba aenterar.

Logré deshacerme de mis miedos y alllegar a la fiesta fúnebre fui ovacionado.Había habido una buena convocatoria,casi todos los compañeros del colegio yde la universidad estaban por ahí. Algu-nos más creo que por la curiosidad de labroma que porque tuvieran algún tipo deaprecio por mí. Habían preparado un re-pertorio musical con toda la música queme gustaba, mi novia pronunció un dis-curso tan sentido que hizo llorar a lasmujeres del salón. Me emocionó muchoescucharla. Un año después se estaríacasando con otro.

Los amigos del grupo fueron pasandoal micrófono y contaron anécdotas denuestra vida juntos. Yo estaba acostadoen el ataúd con la tapa superior abierta

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para que pudiera escuchar a todos. Quisesentarme, pero me lo impidieron. Albertorecordó la primera vez que nos emborra-chamos. Luis me agradeció haberlo aloja-do en mi casa cuando la suya se quemó.Carlos se recordó la vez que lo ayudé aestudiar matemáticas, casi todo un dic-iembre, para que pudiera ganar su retra-sada. Juan estaba muy agradecido conmi-go porque fui el único que lo acompañó,a las tres de la mañana, a dar serenata asu ex novia que al otro día se casaría conotro tipo. Todos recordaron buenos mo-mentos, y al final de cada discurso, cadaorador invitaba al brindis respectivo.

Hablaron también un par de primos yalgunos amigos. Me enteré de que unaamiga había estado enamorada de mí du-rante algún tiempo; ella misma lo admi-tió. Se acercó al ataúd y me estampó unbeso en los labios, ante la celosa miradade mi novia. Al final de los panegíricoshubo un acto religioso. Por supuesto nohabía cura real, era uno de mis amigosdel colegio el que se había prestado paradisfrazarse y decir algo. Bendijo a todo

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mundo y contó algunos chistes de Pepitosobre la muerte. Todo mundo rió de bue-na gana. Después de todo esto me permi-tieron salir del ataúd e inició la verdade-ra fiesta, que duró hasta el amanecer.

El siguiente turno fue el de Carlos, acuyo funeral incluso asistió su familia. Lafamilia de Carlos era particular, todoseran bromistas. El propio Carlos era elmás serio y eso era ya mucho decir. Sufuneral fue el más alegre y parecía másun concurso de chistes. A todos nos dolióel estómago de tanto reírnos. Esa vez fuetanta la algarabía que se rompió en dosel ataúd cuando un par de sus primas sesubió en él para bailar mientras todosgritábamos mucha ropa. Lo pagamos en-tre todos.

Los funerales de Juan y Luis no los rec-uerdo con tanto detalle. El de Juan fueamenizado por un grupo de rock en elque Juan era el cantante. Fue más unafiesta normal que un funeral bromista co-mo los anteriores. En el de Luis la notadestacada fue que su mamá pronunció elprimer discurso y lloró sentidamente. La

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señora sabía hablar en público y emocio-nar a la audiencia. El mismo Luis saliódel ataúd y la abrazó, ante el aplauso detodos.

El funeral que nunca se llevó a cabofue el de Alberto. Nos habíamos prepara-do mejor que para todos los demás, porq-ue aparte de ser el último, Alberto erauna gran persona, el alma del grupo. To-dos habíamos preparado un buen discur-so. Habíamos planificado todo para quefuera una gran fiesta, habrían muchos in-vitados, música en vivo, mucha comida ypor supuesto, mucho alcohol. Hicimosque más gente participara en la prepara-ción y hasta íbamos a cobrar entrada. Sinembargo, un par de días antes de la fies-ta fúnebre, Alberto tuvo un accidente.Murió su papá y un hermano. Alberto pa-só internado en el hospital durante unasemana.

Lo visitamos en el hospital todos los dí-as. Como era joven y tenía buena salud,se recuperó más rápido de lo que habíanpredicho los médicos. Cuando por fin pu-do hablarnos, nos contó que vio el túnel

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que dicen los que han estado a punto demorir. Nos pidió que nos olvidáramos pa-ra siempre de nuestra broma funeraria.No era bueno burlarse de la muerte, nosdijo. Coincidimos con él.

Tiempo después le envié por correoelectrónico el discurso que yo iba a pro-nunciar. Nunca me respondió. A raíz delaccidente se alejó del grupo. Como Alber-to era el alma del grupo, los demás tam-bién nos fuimos dispersando y espacian-do las reuniones, hasta que pasó tantotiempo que perdimos contacto. Con elúnico que me encontrado un par de veceses con Carlos, pero nos saludamos comoevitándonos, como si al entrar otra vezen contacto amistoso, pudiéramos provo-car otra tragedia.

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El último díaDon Alberto Galindo supo una noche an-tes que iba a morir. Durante ese día en lamañana hizo algunas visitas a sus amigosy por la tarde se sentó en la sala de sucasa pensando en si sería cierta la visiónque había tenido la noche anterior y sirealmente su muerte estaba cerca. Lecontó su visión a su hijo menor, Cristó-bal. Extrañado por no ver venir a lamuerte por ningún lado, dada su salud deroble, don Alberto salió a la puerta de sucasa a observar la calle y decidió dar unpaseo por su barrio. Cuando dobló la esq-uina, una camioneta agrícola manejadapor un borracho lo atropelló.

Un golpe en la cabeza fue el mortal. Suhijo Cristóbal fue el único que escuchó elruido y salió presuroso sólo para encon-trarse con la trágica escena. El borrachose había fugado, pero fue a chocar variascuadras después y fue arrestado. Don Al-berto, que tenía 58 años, murió ahímismo.

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Don Alberto tenía tres hijos: Arturo, elmayor; David, el mediano; y Cristóbal, elmenor. Todos le profesaban respeto a supadre, aunque Cristóbal era el más rebel-de. Arturo ya tenía varios años viviendoen Estados Unidos, donde había hecho vi-da y familia. Regresó de Los Ángeles jus-to a tiempo para el sepelio. David era unmédico más o menos exitoso y se lamentóno haber estado en el momento delaccidente.

Cristóbal les contó en el velorio lo quele había dicho su padre sobre la visión.Arturo recordó que el abuelo Ramón, pa-dre de don Alberto, también había tenidouna visión de su propia muerte, o sea queera muy probable que a ellos también lessucediera, tener la visión de la propiamuerte una noche antes.

Luego de pasado el velorio y el entie-rro, los hermanos no volvieron a hablardel tema. Ninguno de ellos creía en lossueños ni en cosas del espíritu. Sólo

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bastan algunos años de estudio para sa-ber que las supersticiones son cosas degente de pueblo, y que andar creyendoen el destino no tiene sentido.

No obstante, varios años después, Da-vid tuvo la visión. Espantado ante la posi-bilidad de morir llamó de madrugada a lacasa en donde ahora sólo vivían Cristóbaly su madre. Cristóbal atendió la llamaday comprendió lo grave que era la noticia,de inmediato llamó a Arturo y lo puso enalerta, y en pocas horas, viajando desdeLos Angeles, estaba en Guatemala. Davidestaba aterrado y sin saber qué hacer.Con casi 40 años tenía mucho porveniren el campo médico y le empezaba a irbien, y ahora esto. Tanto esfuerzo paraterminar de todos modos muerto y peoraún, con aviso.

Los hermanos decidieron que iban aenfrentar a la muerte y que estarían conDavid todo el día, que nadie entraría nisaldría de su casa. Despacharon a su mu-jer y a sus dos hijos, diciéndoles que

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hablarían de cosas de hermanos. Davidsólo iba a tomar agua e ir al baño, no ha-ría nada más, no podían permitir que mu-riera. Cristóbal recordó una película endonde los protagonistas luchaban contrala muerte, pero que ésta de todos modosganaba al final. Ya se sabe: todos morire-mos algún día, incluyéndonos a usted y amí, amigo lector. Diariamente desafiamosa la muerte por 24 horas más. Celebra-mos nuestros cumpleaños sabiendo cuán-to tiempo acumulamos en este mundo,pero no siempre caemos en la cuenta deque cada cumpleaños también es un añomenos de vida.

Cada uno entretenido en sus propias fi-losofías esperaba salir triunfante, al me-nos ese día, sobre la muerte de David.Por momentos parecía que podría ser po-sible evadirla, ganarle, burlarse de ellauna vez más, un día más. Llegaron lostres a las seis de la tarde sin indicios demuerte. Pero entonces ocurrió.

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Un niño en la casa de enfrente jugabacon el revólver 38 de su padre. Estabaparado en el techo de la casa, y en un in-fortunio se le disparó y la bala fue a alo-jarse en el cráneo de David, que estabaen la sala bebiendo un vaso de agua. Lamuerta los había derrotado, el cuerpo sinvida de David cayó al suelo sin que nadani nadie pudiera evitar el fatal destino.

Empeñados como estaban en evadir lamuerte, Arturo y Cristóbal cayeron en lacuenta de que no habían tenido tiempode decirse entre ellos y a David lo muchoque se querían. No había habido tiempode recordar las bromas infantiles, lasanécdotas, los buenos tiempos. Quizá ha-bría sido oportunidad de ser más ama-bles. Acordaron estar atentos para cuan-do le llegara la visión al primero de ellosno intentar luchar contra el destino, sinoprocurar hacerse las últimas horas másagradables, despedirse bien, terminar debuenas.

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Sin embargo los buenos propósitos quesiguen después de las tragedias se olvi-dan con el tiempo. La rutina y la vida consus buenos y malos tiempos hacen olvi-darse de la inminencia constante de lamuerte.

Pasaron varios años. Cristóbal y Artu-ro, cada uno por su parte, habían planea-do varias veces su último día. Se habíancuidado de no contarlo a nadie más, por-que no le veían utilidad: todo mundo em-pezaría a llorar antes de tiempo. Arturotuvo durante un tiempo el dinero en efec-tivo para comprar un boleto de avión aGuatemala. Pero después pensó que lamayoría de su gente estaba en Los Ange-les y le pidió a Cristóbal que estuvieraatento para viajar con su mamá, cuandollegara el día.

A Cristóbal a veces se le venían ideasdivertidas al respecto de su último día.Pensaba que podría emborracharse a logrande y así ni sentiría la muerte, o queinvitaría a un montón de prostutitas y

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hacer una gran fiesta con sus amigos, oque escribiría una larga carta de despedi-da a sus amigos y amores, o que al finese día iría de nuevo a la iglesia, como sumadre rogaba tantas veces.

Un día Cristóbal vio en el internet unvideo de un tipo muy respetado en elcampo de la informática, que decía anteun grupo de estudiantes graduandos quehabía que vivir todos los días como si fue-ra el último. Lo aplaudían. La gente porlo general aplaude todo lo que a primeravista parece lindo. Pero, pensaba Cristó-bal, este tipo siguió trabajando y nadieen su sano juicio, sabiendo que va a mo-rir, va a la oficina a trabajar. Es una estu-pidez, porque lo que te hace ir a trabajares que habrá un mañana, o un conjuntode mañanas que te motiva a ir a ganartela vida.

Cristóbal decidió que su último día loutilizaría para dar las gracias a todas laspersonas importantes en su vida. Sin dis-cursos largos, sin apelar a compasiones

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de compromiso. Sin embargo, lo empezóa hacer cuando murió Arturo. A su madrele había dicho, mama, sos una gran mu-jer y me siento contento de haberte teni-do como madre. Su mamá no pudo reacc-ionar mucho, debido a su borrachera, só-lo dijo un inaudible gracias, y se tomó unsorbo de su whisky. A su mujer, días des-pués, le dijo que ella había sido lo mejorque le había sucedido y que eso no lo po-dría olvidar nunca. Ella le dijo, sí claro,pero acordáte de traer el papel higiénicoy el jabón a la casa.

La llamada de Arturo llegó en una fríamadrugada de enero. Madre e hijo part-ieron hacia Los Angeles, y al llegar alhospital Arturo los recibió con una gransonrisa. Lloraron los tres en un sólidoabrazo, entre la confusión de la alegríade verse y la inminencia de la muerte. Ar-turo padecía un cáncer terminal y justoabandonaba el hospital en medio de agu-dos dolores para ir a su casa y morir.Cristóbal sabía que ahora él era el últi-mo. Su madre murió un par de años

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después de Arturo, sin aviso previo, sinmucho escándalo, dignamente.

La visión le llegó a Cristóbal cuando te-nía casi 64 años. Se levantó de inmedia-to, preparó el desayuno para su mujer ypara él, cortó una rosa del jardín y la co-locó en el florero de la sala. Su mujer noestaba de buenas y no se explicaba lasonrisa idiota de Cristóbal cuando le dijoque estaba linda. Vamos a ver a la nenahoy, le sugirió. Andá vos, yo estoy cansa-da, viajar 100 kilómetros cuando ella detodos modos vendrá el fin de semana nome parece. Cristóbal partió solo enton-ces. Su carro fue a estrellarse en unacurva a unos tres kiómetros de la casa desu hija. No sobrevivió.

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El héroe de leyenda urbanaA la casa viene a veces don Nicolás, unmaestro de obra que nos hace trabajosde fontanería y albañilería. Ronda ya loscincuenta y es ameno para platicar. Aun-que hace tiempo que lo conozco no habíaplaticado con él mucho, hasta el otro díacuando me contó algunas de sushistorias.

—Mire esta cicatriz, don José —me dijo,levantándose un poco la camisa—. Fue lavez que me dejaron sin riñón, sólo Diossabe cómo sobreviví.

—Cuénteme don Nico —le contesté, in-teresado y sorprendido.

—Pues verá, hace unos 10 años yo esta-ba echado a la perdición. En ese tiempome había dejado mi mujer. Me gustaba irde cantina en cantina e ir a visitar a lasmujeres alegres. Un día que regresabade una construcción, en una puerta decasa estaba parada una mujer muy

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guapa. Me dio las buenas tardes con unahermosa sonrisa, como si se estuviera po-niendo el sol en sus labios. Yo me sor-prendí de que una bonita se hubiera to-mado la molestia de saludarme, yo sé queesas mujeres buscan otro tipo de hom-bres, que estén a su altura.

Al siguiente día me saludó de nuevo yme preguntó que si yo podía hacerle untrabajito de fontanería en su casa. Ah,por ahí iba la cosa, pensé. Después medijo que no tenía cómo pagarme, peroque podíamos entendernos, y se puso co-queta y se pasó la lengua sobre los lab-ios. Bueno, pensé, que sea lo que Diosquiera. Y entré a su casa.

Me mostró un chorro que estaba des-compuesto y en menos de quince minutosyo ya lo tenía arreglado, yo soy bueno pa-ra los chapuces. Entonces tenía que venirel pago… Cuando le avisé que había ter-minado, salió de su cuarto con un cami-soncito alborotador, y bueno, uno de

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hombre, qué va a hacer uno pues, tuveque hacer lo que me tocaba.

—Bueno don Nico, pero entonces le fuebien, de qué se queja.

—Es que todavía no he terminado —merespondió muy serio—, lo malo vino des-pués. Ella después de lo que hicimos meofreció un cafecito. Por supuesto queacepté, yo soy caballero. Después de to-marme el café no supe nada más, aparecíal otro día con esta herida, desangrándo-me, en un basurero. El doctor del hospi-tal me dijo que me habían sacado el riñónizquierdo. Sólo por Dios que es tan gran-de, estoy todavía vivo y puedo contarla.

—Y a la mujer que lo sedujo, ¿no la bus-có para reclamarle su riñón?

—Regresé un par de semanas despuéspara ver si la veía, pero la casa estabavacía, así me dijeron los vecinos.

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Don Nico lucía un tanto triste por susuerte. Le ofrecí una gaseosa fría, porqueya había trabajado toda la mañana. Acep-tó de buena gana y seguimos nuestracharla, me dijo que me iba a contar sobrela vez de la parada en el semáforo.

—Esto sucedió no hace mucho, don Jo-sé —dijo mirándome a los ojos—, ustéque se maneja por la zona 9, debe tenercuidado. Dios no quiera que le pase, por-que es feo, y uno siente que ahí se termi-na todo.

—Ya he oído lo de la ruleta de los nar-cos en los semáforos, pero me parece in-ventado todo eso.

—¡Qué va! Si no me hubiera pasado amí, yo no lo creería. Ibamos con el ingen-iero Salazar por la octava calle de la zonanueve, y quedamos atrás de una camio-neta de lujo negra, que era el primer ca-rro que estaba frente al semáforo. Eramediodía y había mucho calor y el ingen-iero estaba molesto por un material que

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no nos habían entregado a tiempo. Esedía yo había ido temprano a saludar a mimamá y me había dicho, como si fuera unpresentimiento, que me cuidara mucho,que algo me podría pasar. Vaya mama, ledije, y no pensé mucho en el asunto.

Cuando el semáforo dio verde, la cam-ioneta negra no arrancó y vi que el inge-niero se molestaba e iba a pitar con labocina. Ese ingeniero es mero desespera-do. Me recordé de las palabras de mi ma-drecita y le dije que se calmara, que algomalo podría ocurrir. El ingeniero me hizocaso de mala gana. Como el pickup notiene aire acondicionado, el calor se en-cerraba y él se desesperaba más. La cam-ioneta se quedó quieta todo el verde delsemáforo. Los carros de atrás de noso-tros bocinaban pero el ingeniero se con-tuvo. Al otro verde nos vamos inge, tran-quilo, le dije yo. Llegó el siguiente verde,pero la camioneta no se movió, ni parecíaque se fuera a mover. El ingeniero hizomaniobra para intentar rebasarlo, perocomo había tráfico no pudo, y yo le dije,

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esto no me huele bien, no se le ocurrabocinar, y él, ya un poco asustado tam-bién, me hizo caso. Pasó el verde y llegóde nuevo el rojo del semáforo.

Se abrió la puerta de piloto de la cam-ioneta negra. El ingeniero subió el vidriode su ventanilla hasta cerrarla. El tipoque bajó estaba vestido de pantalón ne-gro y camisa negra, y tenía dos pistolo-nas al cinto. Se acercó hacia la ventanadel piloto, y como el pickup tiene vidriospolarizados, pegó la cara para vernos.Cuando nos vió, empezó a tocar la venta-nilla con su pistola, y yo pensé, ya nos jo-dieron. El ingeniero no tuvo más que ba-jar la ventanilla y el tipo nos dijo que consu amigo tenían una apuesta. Si hubiéra-mos pitado con la bocina, nos mataban,pero como no lo habíamos hecho, nos da-ba los cien dólares que habían apostado.Después se volvió a montar en la camio-neta negra y al dar verde, se fue.

—¡Qué susto don Nico! Qué bueno queno le pasó nada, estuvo cerca.

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—Sí, gracias a Dios —dijo tomando unsorbo de su coca cola—, nos salvamoscon el ingeniero de esa. Por eso le digoque tenga cuidado, uno nunca sabe.

—Si, nunca se sabe.

—Si a usté le gusta ir a comercialestambién hay que tener cuidado —soltódespués de un momento de silencio—. Yopor eso no vuelvo a ir al comercial eseMiraflores, que le dicen.

—¿Qué le pasó ahí pues don Nico? Queyo sepa, Miraflores es tranquilo.

—Será lo que usté diga, pero yo sé loque me pasó y no lo voy a olvidar. Resul-ta que un día yo quería cobrar un cheq-ue, pero era domingo. Me dijeron que enese comercial abren los bancos tambiénlos domingos, así que me metí a esa cosa,ojalá no lo hubiera hecho. Qué bonito to-do, es cierto, hay muchas cosas en las vi-trinas y señoritas muy guapas que

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caminan por ahí. Después de cobrar michequecito, me puse a babosear un ratoviendo vitrinas, porque para comprar nohay pisto. Me fui a comer una mi ham-burguesa y una mi agua. Ya estaba parairme cuando me dieron ganas de ir al ba-ño, y como todo era muy bonito, pensé,los baños deben estar chileros. Así quefui, y a la salida del baño, me encuentrotirado un billete de cien quetzales. Quésuerte, dije yo, y entonces lo recogí. Casial nomás recogerlo, se me durmió la ma-no y todo me dio vueltas. No supe de mí,y ya cuando sentí ya era casi de noche yestaba en el suelo del baño, sin pantalón,sin zapatos. Y lo peor de todo, sin pisto.Con mucha vergüenza salí y pedí ayuda alos policías del comercial. No me creye-ron, pero me consiguieron un pantalón yunos zapatos y me dieron para micamioneta.

—¿No le pasó nada más, don Nico?

—No… Gracias a Dios no tocaron miparte de atrás.

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Don Nico tomó el último sorbo de cocacola y me agradeció. Al levantarse se to-mó el vientre con las manos e hizo mue-cas de dolor, yo le intenté tomar el brazopor si necesitaba ayuda, pero me dijo conseñas que no necesitaba. Le pagué lo quehabíamos acordado por el trabajo del día,y le dije que lo esperaba al día siguiente,para hacer otros trabajos. Con la frenteen alto salió de casa, pero después decruzar la puerta se volteó y me dijo quesi no le podía adelantar 50 quetzales delo de mañana, que estaba un poco apre-tado de pisto. Se los dí, todavía sorpren-dido de su mala suerte. Al otro día no sepresentó, y no fue sino hasta un mes des-pués que lo logré localizar. Llegó a la ca-sa de nuevo, y me contó que el día en quehabíamos quedado, había acompañado asu cuñado a una gasolinera para llenar eltanque de gasolina, porque se iba de via-je. Su cuñado imprudente dejó el celularencima del carro y justo cuando echabagasolina entró una llamada, que contes-tó. Entonces agarró fuego su cuñado y

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sufrió quemaduras graves, de tercer gra-do. Gracias a Dios, a don Nico no le habíapasado nada.

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Fiesta de viernesTres meses después de cambiarme a minuevo apartamento, mi vecino, que mealquilaba el mismo, se ganó la lotería.Siempre me pareció una buena persona.Se llamaba Gabriel, a secas, como me pi-dió que lo llamara. Acababa de cumplircuarenta y no trabajaba, vivía de algunasrentas. Con la noticia de que había gana-do la lotería vi rondar la casa a variaspersonas que nunca había visto. Familia-res y amigos que tenía tiempo de no verse aparecían por su casa. Sin embargo,nadie le sacó dinero porque él tenía suspropios planes.

Cuando yo llegué para ver el aparta-mento me invitó a una cerveza que acep-té encantado porque hacía calor, al tiem-po que veíamos en la tele un partido dela Champions League. Después de hacerel papeleo, pagar el depósito y darme lallave, me dijo que si yo no hubiera acep-tado la cerveza me hubiera mandado a lamierda. Este país está mal porque la gen-te no se sienta a tomar una cerveza

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tranquilamente. Mientras la gente se to-ma una cerveza y ve un partido de fútbol,afirmaba, no puede estar chingando anadie.

Gabriel no era realmente un borracho,era un bebedor por placer. No recuerdohaberlo visto con resaca y rara vez seterminaba emborrachando. Por las maña-nas salía en su bicicleta a dar vueltas y aveces no aparecía sino hasta el mediodía.Con el problema financiero resuelto, medijo una vez, sólo falta no malgastar el di-nero. No pude menos que estar deacuerdo.

Cuando yo llegué al vecindario su espo-sa lo acaba de dejar. La mujer no pudosoportar que el tipo no tuviera ambicio-nes, que no trabajara, que no aspirara amás. Pero también se había ido porque sehabía conseguido un amante. Eso me locontó la señora de la tienda. Gabriel nohablaba del tema, y yo prudentementenunca hice ningún comentario.

A la semana de haber cambiado el di-nero de la lotería, Gabriel organizó unaprimera fiesta un viernes por la noche.

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Pidió cerveza y comida, contrató a unadiscoteca e invitó a sus amigos, familia yalgunos vecinos, entre los que me conta-ba yo. Sin conocer a nadie en la fiesta,después de un par de cervezas, de repen-te me vi conversando de fútbol en unaamena rueda. En esa rueda estaba unamujer, Alicia, quien despertó mi interésporque le iba al equipo contrario al mío.También porque tenía veinte años, eraguapa y tenía dos bellas piernas. Era unapersona alegre, bromista, con ese espec-ial acento salvadoreño que invita a laalegría.

Me hice amigo de Alicia al instante ypoco tiempo después ya éramos amantes.Llegaba todos los viernes a las fiestas deGabriel. En una de tantas reuniones, yaborracho, terminé hasta cantándole enun portugués lamentable unas cancionesbrasileñas de las que no sé cómo meacordaba de la letra. El viernes fue el díamás deseado en esa época.

De vez en cuando a esas fiestas llega-ban prostitutas. Gabriel las escogía deentre sus muy variadas amistades. No

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supe en ese tiempo si alguna (o la mayo-ría, o todas) estuvo a sueldo por ahí, peroes más que probable. Afuera, a veces, ha-bía uno o dos tipos fumando en actituddesafiante, esperando. Luego salía unade las mujeres y se iban juntos en su ca-rro. Sólo probé una de esas mujeres unavez que no llegó Alicia, porque estaba pe-leando conmigo.

—¿Te acostaste con una de esas putasde las fiestas del Gabriel?—No nena, estuve un rato, pero todo eraaburrido sin vos.

Fueron seis meses de parrandas todoslos viernes, a veces los sábados, hastaque la mujer de Gabriel reapareció. Estu-vo en la casa un par de semanas. Losviernes llegaba la gente de siempre, peroel mismo Gabriel les decía que no iba ahaber nada. Había regresado la Susan,les decía a todos. Algunos, sus más viejosamigos, lo entendían todo. Los demás seencogían de hombros, y cabizbajos, seiban de regreso a sus casas o a buscar al-gún bar. Alicia y yo fuimos a un par de

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discotecas y terminábamos en miapartamento.

Pero así como Susan regresó, así sevolvió a ir. Y regresaron las fiestas, ahoracon más furia.

Empezó a llegar más gente y las fiestasahora las solían animar grupos profesio-nales en vivo. Había más alcohol. Llega-ba gente desconocida, que había sido in-vitada por el pariente de un amigo del in-vitado. Sin embargo, nunca hubo ningúnincidente que lamentar, toda la genteque llegaba era pacífica.

Con Alicia bailábamos hasta la madru-gada, aunque de vez en cuando en lugarde fiesta me hacía ir al cine con ella paraver películas románticas. Ella estudiabaen la universidad así que llegaba al apar-tamento a estudiar uno o dos días a la se-mana y se quedaba. Fue un poco como sihubiésemos vivido juntos, como si hubié-ramos estado medio casados, pero no.

Gabriel casi siempre estaba con unamujer diferente los viernes. Fueron otroscinco meses de fiestas, ahora más bullic-iosas y alegres. El grupo de las fiestas

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más tranquilas cambió un poco. El anfi-trión, sin embargo, no cayó en el alcoho-lismo y siempre por las mañana su sem-blante era afable y tranquilo, siempre sinresaca. El comité de vecinos lo empezó avisitar y a preguntar por sus ahora másalegres fiestas. Las que más se oponíaneran la secretaria y la tesorera del comi-té. Sus maridos habían sido vistos muycontentos con las mujeres que llegabancon Gabriel. Sin embargo, el presidentedel comité era muy amigo de Gabriel yhabitual en las fiestas, así que no pasó amás.

El único incidente que merece contarsefue cuando una vez un tipo, de los desco-nocidos que llegaban invitados por terce-ros, sacó su revólver y disparó al aire.Viendo que había asustado a todos, bajóel arma pero sin soltarla y todavía con eldedo en el gatillo. Por pura torpeza deborracho se le salió un tiro mientras tra-taba de calmar a la gente. El tiro entrópor una de las ventanas de la casa perono hirió a nadie. Ahí acabó la fiesta ese

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día, con el borracho llorando y pidiendoperdón.

—Te ahuevaste verdá —me dijo Aliciariéndose al día siguiente—. Tenías quehaber visto tu cara.—Pero sólo fue por vos nena.—Ja.

Un día, sin embargo, reapareció la Su-san, un sábado. Esta vez con todas susmaletas. Entró muy temprano de la ma-ñana. Esa vez la fiesta había durado másde lo habitual y habían todavía invitadosy no tan invitados bebiendo alcohol y pla-ticando. La casa era un tiradero. Gabrieldormía. Sin decir nada, Susan entró consus maletas y las fue a dejar a uno de losdormitorios. Después despertó a Gabriel,quien junto a ella invitó amablemente alos presentes a retirarse a sus casas. Unavez los invitados se fueron, entre los queyo me incluía, la pareja se quedó limpian-do la casa. No hubo gritos, reclamos, nipalabras de reproche.

Como era de esperarse, llegada la Su-san se acabaron las fiestas de viernes. Al-gunos siguieron llegando, pero se iban de

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regreso a sus casas. La Susan volvió, lesdecía.

Alicia, por su parte, terminó sus estud-ios y se regresó a su casa. Prometió vol-ver. Cuando no llamó ni se comunicó envarios días, me dejé ir a San Salvador. Al-guna vez vi su documento de identidad yrecordaba la colonia donde vivía, así quefui a buscarla y pregunté a los vecinoshasta dar con la casa. Para qué venís, medijo, yo sólo te quise en Guatemala, y yase acabó. Me cerró la puerta en la cara.Desesperado, le envié mensajes por telé-fono, email, facebook, twitter, por todoslados. Le hablé a sus amigas del facebo-ok, a su mamá, a su hermano. Nunca res-pondió y con el tiempo, la desesperaciónse fue diluyendo.

Surgió la oportunidad de otro empleoen el interior del país y la acepté. Fui ahablar con Gabriel para despedirme y pa-gar lo que debiera. Me invitó a tomar unacerveza en el jardín. Su mujer no estaba.

—La Susan regresó a tiempo —dijo des-pués de dar un sorbo de la botella—. Deno ser por ella, me hubiera acabado todo

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el dinero de la lotería.—Salud por eso —respondí.—Salud.

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Los resucitadosMi tío Luis, el sepulturero del pueblo, fueel primero que se dio cuenta de que lagente estaba resucitando. Temprano deldía, de madrugada todavía, escuchó gol-pes en una de las tumbas de uno de losmausoleos más grandes del cementerio.Pensó que era un animal atrapado, peroluego escuchó la voz de una mujer. Sinpensarlo ni asustarse usó el pico, rompióla lápida y la pared del mausoleo, sacó lacaja y liberó a la primera resucitada.

Vivíamos a la par del cementerio delpueblo. La tía Olga tenía una tienda y eltío Luis siempre trabajó en el cementer-io. Por los muertos hay que sentir respe-to, no miedo, decía siempre. Durante to-da la niñez y parte de la adolescencia vivícon ellos porque mi madre se había ido aEstados Unidos. Me recibieron y fui comosu hijo. El tío era un hombre grande, son-riente y bonachón al que quise como pa-dre. Tenía paciencia infinita con el Jorge,su hijo, y para mí siempre tuvo palabrasde aliento y consejos sin imposición.

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El día de la primera resucitada, nosmandó al Jorge y a mí a buscar agua y co-mida, porque la señora dijo que tenía mu-cha hambre. Hacía tres meses que habíamuerto y no había comido nada. Para notener problema con las autoridades, mitío metió la caja vacía y reparó el mauso-leo y la lápida. Llevamos a la resucitada acasa, se dio un baño y le dimos ropa lim-pia. Salió caminando para su casa, endonde la familia se sorprendió pero la re-cibió bien porque la querían. Después undoctor dictaminó que había sido cataleps-ia, esa enfermedad que hace que la genteparezca muerta sin estarlo. Sin embargo,nos dijo otro médico, tres meses era de-masiado tiempo para que un catalépticovolviese a la vida.

A la tía Olga se le metió que eran cosasdel demonio, pero el tío Luis le decía queel diablo no puede dar vida. El Jorge y yoestuvimos de acuerdo. Yo les conté a loscuates de la escuela y de la cuadra, peronadie me creyó. De todos modos el Jorgey yo íbamos al cementerio todas las tar-des con la excusa de ayudar al tío Luis,

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pero lo que queríamos era ver algún re-sucitado salir de su tumba. Algunas vecesvenían cuates del colegio, pero el tío lesdecía que no quería patojos huevones enel cementerio, que no había nada quever.

Dos meses después de que saliera de latumba la primera resucitada, salió el se-gundo. Era un chofer de bus que habíanbaleado tres semanas antes. Este fue másescandaloso, dijo mi tío, empezó a gritary a maldecir al despertar. Era de madru-gada también. El tío lo escuchó y le dijoque lo sacaría, pero que se calmara. Estavez el tío Luis tuvo más cuidado con la lá-pida. También lo llevó a casa, le dimosagua, comida y ropa. No recordaba naday no habían señales de las balas que lohabían matado. Cuando regresó a su ca-sa, armaron fiesta y ahí sí se enteró todoel pueblo de que la gente estabaresucitando.

La gente empezó a llegar al cementeriotodos los días. Algunos con la esperanzade que resucitara algún familiar, otroscon el terror de que sucediera, sobre

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todo cuando ya los bienes se habían re-partido. Empezaron a haber exhumacio-nes, porque la gente quería ver que susmuertos estaban bien muertos. Algúnvándalo nocturno rompió algunas tum-bas, pero no se llevó nada de ellas, que-ría comprobar que sólo habían muertos.Hubo alguien que dijo que a los resucita-dos había que matarlos porque no habíaforma de ingresarlos otra vez al registrocivil, no se les podía devolver la herenciay además igual se iban a morir de nuevo.Habían vigilias católicas y evangélicas,ceremonias religiosas, gente orando todoel tiempo.

Comenzaron a ordenar que las tumbastuviesen puertas con llave que se pudieseabrir desde dentro, instalación eléctricapara luz y carga de celular. Hubo alguienque instaló una conexión de internet paraque se comunicara su resucitado. La gen-te ya no lloraba tanto, ahora existía laprobabilidad de que regresara el difunto.

Resucitaron dos personas más. Unamujer muy bonita, que había muerto unasemana atrás en un accidente de

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tránsito, por culpa de un borracho. La ha-bían enterrado con un celular y una bate-ría de larga duración, así que ella llamó asu familia y para cuando el tío la habíasacado, también de madrugada, ya todala familia estaba en el lugar, junto a var-ios enamorados incrédulos yemocionados.

La otra persona resucitada fue un mu-chacho al que habían apuñalado por qui-tarle el celular, tres días antes. A este re-sucitado lo descubrimos el Jorge y yo, yfue el único en resucitar a media tarde.Escuchamos golpes en la tumba y unavoz ahogada pidiendo ayuda. Emociona-dos fuimos corriendo con el tío y le ayu-damos a liberar al resucitado. La madreno paraba de llorar cuando llegó al ce-menterio por el muchacho. Su familia lorecibió muy feliz.

No resucitó nadie más. Nadie se expli-caba por qué había sucedido ni por quéhabía terminado. Los cuatro resucitadoseran buena gente, pero no habían hechonada extraordinario. La primera resucita-da se aburrió de tanta gente que llegaba

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a su casa y la veneraba como una santa.Terminó cambiándose de pueblo. El cho-fer de bus se lo tomaba a broma, y a ve-ces le decía a la gente que él no había si-do el resucitado, sino su hermano que sehabía ido a la capital. La mujer bonita de-jó a todos sus enamorados desairados yse casó con un extranjero que se la llevóa Europa. El muchacho resucitado seconvirtió en un próspero comerciante.

Años después murió el tío Luis. Yo esta-ba en la universidad, en la capital, y re-gresé lo más pronto que pude. El Jorgeestaba muy afectado. Al tío le dio unaneumonía, no se cuidó y cuando ingresóal hospital ya estaba muy mal. A pesar deque le dijo al Jorge que lo enterraran nor-malmente, le dejamos puerta a la tumbacon una llave adentro para que pudiesesalir en caso de que despertara. La cajase podía desarmar fácilmente desde den-tro. Acampamos en el cementerio duran-te semanas y por turnos nos quedábamosoyendo a ver si el tío resucitaba. Cuandovimos que no pasó nada, regresamos acasa.

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A veces, me contaba el Jorge, cuando losueño por las noches, me levanto corrien-do al cementerio para ver si resucitó.Cuando el tío cumplió un año de muerto,con la tía Olga y el Jorge acordamos quenos quitaríamos de la mente eso de la re-surrección. Sin embargo, cada vez que vi-sito al tío en su tumba para su cumplea-ños, pego el oído a la tumba a ver si escu-cho su voz de nuevo.

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La dama de las llamadasEstuve un año desempleado y en esetiempo lo único bueno fueron las llama-das de una mujer que nunca llegué a co-nocer. Sólo llamaba de lunes a viernes,en horario de trabajo, casi siempre al me-diodía. Me contaba un poco de su vida ycolgaba. No estaba muy interesada en loque yo hacía. Me confundía con otra per-sona, y aunque algunas veces intenté ex-plicarle que estaba equivocada, nuncame creyó.

Cuando me despidieron de la empresaen donde trabajaba yo no tenía nada aho-rrado y tuve que recurrir a la caridad demi padre para tener en dónde vivir. Paséun par de semanas en su casa y luego mehabilitó uno de los apartamentos que te-nía en alquiler. Mi padre siempre ha vivi-do de sus rentas y aunque siente algún ti-po de estima por mí, no me quería en sucasa. Tampoco me quería su mujer.

Mi madre murió cuando yo era adoles-cente. Mi padre me envió entonces a es-tudiar a otra ciudad y desde esa época

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vivimos separados. Siempre he admiradosu espírito emprendedor y su habilidadde negociante, pero algo pasó y no here-dé nada de eso.

La primera llamada de la mujer la reci-bí un viernes por la mañana. Pensé queme llamaban por una plaza a la que habíaaplicado y respondí con mi saludo formal.¡Carlos!, soy yo, Elena, me dijo, cuandola confundí con otra persona. Yo no cono-cía a ninguna Elena, pero como me lla-maba Carlos igual que el tipo a quien ellallamaba, seguí la conversación a modo dejuego. Me contó que había sabido hacepoco de mí y que buscando en internethabía dado con mi teléfono. Me extrañóporque me estaba llamando al teléfono fi-jo del apartamento y que yo supiera nad-ie había vivido allí durante muchotiempo.

Te voy a llamar todos los días, me dijoantes de colgar. Yo no pensé que hablaraen serio porque no entendí para qué ibaa llamar. Le dije que estaba bien. Sin em-bargo cumplió su palabra y continuó lla-mando, casi siempre al mediodía. Me

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contaba de sus problemas en el trabajo yde sus peleas con su padre, con quien vi-vía. Tenía una vida algo aburrida, comosupongo que es la de toda la gente. Pocoa poco entré en confianza y después deun par de semanas ya platicábamos comograndes amigos.

Supe que trabajaba como recepcionistaen una clínica médica en la que habíanvarios médicos asociados. Ella atendíalas llamadas de los médicos, agendaba ci-tas y hacía recordatorios telefónicos. Ha-bía días en que tenía muchas llamadas yotros en los que había una o dos. Se lle-vaba bien con el gastroenterólogo y el tr-aumatólogo, pero la nutrióloga creía queno hacía bien su trabajo y la llamaba a suclínica y le pedía la bitácora de llamadasy el libro de citas para revisarlos una yotra vez. Con el un odontólogo no habíamucho contacto y era cordial pero no da-ba lugar a mucha plática. Y así con losdemás médicos.

Cada día me contaba alguna anécdotasobre algún paciente curioso o sobre al-gún enfermo que le daba lástima. Habían

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tres hipocondríacos que solían llegar seg-uido. Casi nunca estaban enfermos real-mente. Uno de ellos leía mucho sobre en-fermedades en páginas de internet y lle-gaba a solicitar órdenes de exámenes pa-ra descartar las enfermedades másinverosímiles.

Yo me pasaba casi todo el día aburridoy no tenía cable ni conexión a internet.Su llamadas se convirtieron en mi telese-rie diaria, de la que siempre esperaba unnuevo capítulo. Hoy era la feliz dueña deuna cafetera nueva, ayer había hechomás llamadas que nunca. En algunas oca-siones llamaba sólo para decirme que notenía ganas de hablar porque había ama-necido deprimida.

Calculo que habrá tenido unos 25 años.Unas veces me la imaginaba guapa, algoregordeta, con pelo corto y una sonrisadiscreta, algo tímida. Otras veces me laimaginaba guapa también, delgada, conpelo largo a los hombros, y una sonrisacautivadora. A veces, pensaba, se haríala interesante con algún paciente

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atractivo y tendría algún detalle con losmédicos a quienes servía.

Las veces que yo le pedí vernos me de-cía que ella era una dama y que ademásyo estaba casado, que cómo me atrevía.Yo no estoy casado, Elena, le decía. Peroel Carlos al que ella llamaba sí lo estabay de ahí nunca la iba a sacar. De vez encuando yo insistía, pero ella huía del te-ma y siempre me decía, enfáticamente,que ella era una dama.

Por sus indicaciones yo sabía en quéedificio trabajaba, pero era ridículo pre-sentarse. Pasaría las de la Penélope de lacanción, ella me diría que yo no soy qu-ien ella espera.

Estuvimos hablando por teléfono du-rante varios meses. La conversaciónsiempre era muy amena. Con el tiempoyo también le contaba qué hacía, que eramuy poco. A veces, le contaba, voy aeventos de prensa, digo que tengo unapágina web y almuerzo de gratis. Haymuchos eventos a los cuales no van mu-chos periodistas y los organizadoresagradecen que alguien llegue a hacer

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bulto. Los eventos suelen ser en hoteles ydespués me doy largos paseos a pie porla zona viva, miro a las mujeres bonitasque circulan por ahí y regreso a casa.Leo muchos libros que compro usados,generalmente de relatos cortos. Hago unpoco de ejercicio para no perder la for-ma, hago la limpieza y la comida. No ten-go mucho dinero, sólo voy pasando el díaa día. Algunas veces me llama un amigopara hacer trabajos de uno o dos días yesos son los días en que no te contesto,Elena.

Pasó el tiempo y conseguí empleo. Ledije a Elena que ya no estaría para con-testar sus llamadas. No te creo, me dijo,yo te seguiré llamando. Elenita, le decíayo, estaré trabajando, no podré contes-tarte. No te creo, vos te querés deshacerde mí. Le ofrecí mi número de celular, lesugerí que me llamara de noche o los fi-nes de semana, pero no aceptó.

Empecé a trabajar en el nuevo lugar ymientras estuve en casa, no recibí ningu-na llamada. Pensé entonces que ella sehabía olvidado del tema. Aunque la

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costumbre me había hecho esperar todoslos días escucharla, en dos o tres sema-nas la rutina del nuevo trabajo me hizoolvidarla.

A los cuatro meses de estar de nuevoen el trabajo me dio una infección intesti-nal y no pude presentarme un lunes. Esedía ella llamó. Hola, soy Elena, dijo. Acontinuación escuché un largo suspiro.¿Por qué no contestabas?, dijo después,con voz temblorosa. Elenita, le respondí,yo estoy trabajando, me quedé hoy en ca-sa porque estoy enfermo. Oh, pobrecito,que sigas mejor. Y empezó a contarme loque le había sucedido todo este tiempo.Te seguiré llamando todos los días, medijo de nuevo al despedirse. Yo no mejoréy me quedé al día siguiente. Ella volvió allamar y esa vez le dije que me despedíapara siempre. Lloró, pero me dijo que se-guiría llamando.

Volví al trabajo y ella, fiel a su costum-bre, no me llamó en horas ni días inhábi-les. Tiempo después mi padre me dijoque no tenía sentido una línea telefónicafija y que cortaría el servicio, que él

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pagaba. Bastaba con el celular, me dijo, yyo estuve de acuerdo.

Así terminó la comunicación con la da-ma de las llamadas. A veces, al mediodía,a la hora en que Elena me solía llamar,me pregunto si ya encontró a alguien queconteste sus llamadas, o si agarró valor yya habló con el Carlos con quien ella pre-tendía comunicarse. Otras veces piensoque tal vez ella sólo buscaba alguien quela escuchara y se había inventado tododesde un principio. Y ahora estaría lla-mando a un montón de números hastaencontrar alguien que por fin la escuche.

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El héroeUn día yo regresaba de la oficina en micarro e iba por una avenida muy transita-da cuando vi por la ventanilla a un hom-bre que asaltaba a una muchacha. Me en-colericé y a pesar del tráfico me bajé yfui hasta donde estaba el tipo, le di unatrompada, le quité la pistola y le devolvíla bolsa a la muchacha. Lo hice tan rápi-do que el asaltante cayó al suelo y sequedó unos segundos sorprendido, comoen shock. Después se levantó y salió corr-iendo. Yo regresé al carro y seguí miruta.

La sorprendida mujer apenas me son-rió; estaba temblando del susto. Se lashabrá arreglado después como pudo, por-que yo no me iba a quedar a asistirla, yahabía hecho bastante. Aquel día regreséa casa tranquilo y satisfecho, y repasémentalmente lo que había pasado y loque había hecho. Pensé en que no era tandifícil hacer ese trabajo y que cada vezque hubiera algún ladronzuelo al que

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pudiera someter iba a entrar en acción.Sería una especie de superhéroe menor.

Sin embargo, aunque pareciera que losladrones abundan en esta ciudad, pasa-ron dos semanas antes de que pudieseentrar en acción de nuevo. Caminaba almediodía para ir a almorzar a un lugarcerca de la oficina, cuando escuché ungrito y luego un tipo corriendo, con unamochila. Alguien gritó ¡ladrón! y yo fuicorriendo tras él. Lo alcancé, y me barrícual futbolista tacleador y el tipo cayódando una voltereta muy peculiar en elaire. Le di una patada en la cara, agarréla mochila y se la dí al muchacho que ha-bía gritado. Antes revisé el contenido y lehice preguntas, para ver si él realmenteera el dueño. Luego me fui a almorzar.

Se supone que después de acciones co-mo esta los niveles de adrenalina subenun montón y debería pasar algún tiempoantes de recobrar el estado normal. Nosucedía así en estos casos, y salvo la agi-tación por el esfuerzo físico, no habíanmás secuelas. Nadie en la oficina notóagitación en mi comportamiento; se

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enteraron al día siguiente. Un par de mu-chachas que nunca me habían prestadomucha atención me invitaron a almorzar.

El tercer caso en el que me desempeñécomo superhéroe menor fue en un asaltoa un banco. Creo que me extralimité, pe-ro me dejé llevar por el ímpetu. Eran trestipos. Al que apuntaba al cajero lo sometíde un codazo en la sien y afortunadamen-te era el único que tenía arma. Los otrosdos salieron corriendo, pero los agentesde seguridad del banco los alcanzaron.Luego llegó la policía y se los llevaron. Elgerente del banco me pagó el almuerzo yme ofreció abrir una cuenta, pero ya te-nía una y no me interesaba otra.

A raíz de estos tres incidentes mi famaen el área cercana a la oficina creció.Nunca tuve tanta suerte con las mujeresni tanta consideración de parte de mi je-fe. El dueño de la empresa solía referirsea mí como “nuestro héroe”. La genteagregó otras aventuras que no tuve, algu-nos pensaban que yo había sido militar opolicía o que era un agente encubierto.

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Otros decían que yo había sido narcotra-ficante entrenado por los zetas.

En un par de ocasiones más reduje aotros asaltantes, pero no recuerdo quehayan sido memorables. Lo cierto es quemi fama no dejó de crecer y no faltó qu-ien me ofreciera pelea, aunque fuera sólopor joder. Un club de apostadores clan-destino me contactó para que peleara porlas noches en un parqueo privado, perono les hice caso. Me ofrecieron un buendinero, pero lo mío nunca fueron laspeleas.

Me hablaron dos empresas de seguri-dad privada para asesorarlos, me citaronen la policía, me quisieron entrevistar endos diarios, una radio y un noticiero detelevisión. A todo dije que no, no porqueyo sea modesto, sino porque todo eso meparecía pérdida de tiempo y no meinteresaba.

Pero como todo lo que sube tiene quebajar, llegó el día en que mi exitosa ca-rrera como superhéroe menor sufriríauna debacle. Era un asalto común y corr-iente perpetrado por un carterista

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cualquiera que con cuchillo en mano ypalabras soeces le pedía la bolsa a unaseñorita. Me acerqué e iba a hacer mitrabajo cuando me di cuenta de que erael hermano menor de un amigo y vecinomío. A ese muchacho yo lo había conoci-do desde que él era un niño, e incluso ha-bíamos jugado al fútbol con él. Me quedépetrificado y él al darse cuenta quién erayo, tiró la bolsa al suelo y salió corriendo.Yo seguí entonces mi camino hacia la ofi-cina, puesto que regresaba de almorzar.Me entristeció mucho ver al chavo hac-iendo eso, y después me enteré que habíahuido de su casa y tenía problemas dedrogas.

La gente que había visto la escena es-parció el rumor de que yo no me habíaenfrentado al ladrón y que había sufridoun ataque de pánico. Que me había aco-bardado, que no era el valiente héroe quetodos habían conocido. El rumor fue de-generando hasta escucharse en las últi-mas versiones que el ladrón me había so-metido e incluso me había robado a mí.Se acabó mi éxito con el sexo femenino,

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la estima de mi jefe y el respeto de miscompañeros. Ya no me saludaba tantagente en la calle, ya no me buscaron másmedios ni hubo más invitaciones a almor-zar. Mi fama se había acabado.

La situación llegó a tal punto que tuveque darme de golpes con un compañerode oficina. No me había enterado de queme tuvieran envidia o estuvieran celososde mi fama, así que la única manera deacabar eso era con una pelea, que por su-puesto gané. Un viernes después de ter-minar el trabajo nos dimos unos buenospuñetazos en el parqueo del edificio. Nossuspendieron a los dos una semana singoce de sueldo y el compañero perdedorrenunció, pero no se despidió de mí conrencor ni nada, sólo insinuó que yo habíatenido suerte.

Después de esa pelea la situación vol-vió a ser normal. Eso sí, nadie se meteconmigo. Desde entonces he evitado unasalto a un bus, derrotado a un par decarteristas e hice caer a un ladrón en mo-to. La gente de alrededor de la oficinaparece ya no prestarme tanta atención.

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Sigo siendo un superhéroe menor, perosin fama.

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