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Historias reconciliadoras 2020 Una iniciativa de Reconciliación Colombia

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Historiasreconciliadoras

2020

Una iniciativa de Reconciliación

Colombia

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Reconciliación Colombia entiende la reconciliación como un proceso en el que se reparan, fortalecen y reconstru-yen relaciones que se rompen, se debilitan o se fraccionan. Hemos escogido cinco historias que ilustran ese proceso, a través del cual podemos repensarnos y abrir nuevas posi-bilidades de relacionarnos entre nosotros, con otros grupos humanos o con nuestro territorio. Son historias que nos ins-piran para entender mejor nuestro pasado y caminar hacia una visión compartida del futuro. Los proyectos que protagonizan estas historias han sido acompañados por la Corporación Reconciliación Colombia, con apoyo del Programa Alianzas para la Reconciliación de USAID y ACDI/VOCA y de nuestros demás aliados. Ese apoyo nos ha permitido llegar a muchas regiones del país y poner en movimiento los sueños de reconciliación que allí se tejen.

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ContenidoMañana será de panela dulce 4

Sueños de colmenas y de miel 14

El reflejo de Dulce en el espejo 25

Dina y las costuras del tiempo 34

Pescadores ancestrales 42

El sabor del mar 48

La raíz que reconcilió a dos comunidades 56

El perdón en la mesa 64

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Mañana será

de panela dulce

Asopanela

Morelia.Caquetá,

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“Todo ha sido tan bonito. Las cosas difíciles lo ayudan a uno a aprender y a madurar. Las cosas buenas lo motivan y lo impulsan a seguir trabajando. No cambiaría por nada todo lo que he vivido.” Elcira recuerda el camino que ha recorrido y sonríe. La vida le ha dado la oportunidad de convertir-se en un referente de liderazgo y de progreso en uno de los departamentos más afectados por el conflicto armado en Colombia.

Elcira Llanos Carvajal nació en la vereda Caldas del munici-pio de Morelia, Caquetá. Se describe como una mujer noble en esencia pero exigente a la vez, hogareña, de ascenden-cia campesina, luchadora, emprendedora y con un nivel de perseverancia profundo que conlleva a una entrega genuina al trabajo. Es profesional en administración financiera, cursa una maestría en Desarrollo Rural y una especialización en Gestión Ambiental. “Me han tocado muchos retos difíciles, pero no han sido una barrera para seguir avanzando”, afirma con serenidad.

En la actualidad, Elcira se desempeña como representante legal de ASOPANELA, una asociación que agremia produc-tores de panela en el Departamento del Caquetá. La historia de esta organización comenzó en el año 2000, en el con-texto de los diálogos de paz entre el gobierno y la guerrilla de las FARC que tuvieron lugar en ese mismo departamento, en la llamada Zona de distensión. Elcira cuenta que, en esa época, la economía del departamento estaba basada en los cultivos ilícitos y la ganadería, mayoritariamente. Según dice, había algunos paneleros, especialmente en los municipios de Albania y San José del Fragua, pero estaban desorganizados. Caquetá siempre ha sido un gran consumidor de panela, pero en esa época solamente producía el 10% del consumo interno, el resto tenía que traerse de otras partes del país.

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Así, ASOPANELA surgió como un esfuerzo por encontrar alternativas para la sustitución de cultivos ilícitos. Elcira, que venía de ser enfermera y de recorrer las zonas rurales en el programa prevención y promoción de la salud, había po-dido constatar en territorio las precarias condiciones que se vivían en todo el departamento. Ese mismo año 2000, comenzó a trabajar en el área administrativa en un programa de sustitución de cultivos ilícitos, y confirmó que el contexto del Caquetá exigía soluciones diferentes a las que se habían intentado. “Había miedo por el conflicto y que los campesi-nos terminaran involucrados. El 60% de los paneleros en esa época eran cultivadores de coca”.

Según dice, las cosas no fueron fáciles en esos días: “Cuando empecé, había gente muy dura, que tenía mucho poder por el tema del conflicto armado, y el miedo rondaba por todos los contextos”. Pero Elcira había aprendido de su papá, un hombre muy serio, la capacidad de mantenerse al margen de los problemas y de abordar siempre las situaciones desde el respeto. Por eso, no la desanimó que el contexto no fuera el más propicio para que una mujer impulsara procesos de em-prendimiento y de desarrollo como lo hacía ella, y aprendió a liderar con prudencia y serenidad, ganándose el respeto de todos los actores del territorio. “Ha sido un reto muy grande, pero me ha servido mucho el tema de la participación para liderar, hacerle entender a la gente que esto no es mío sola-mente, es de todos”.

Poco a poco, ASOPANELA se fue expandiendo a lo largo y ancho del territorio caqueteño: de cubrir solo 6 municipios, pasó a cubrir los 16 municipios y a agrupar más de 450 fa-milias de productores de panela. “La gente empezó a ver que la Asociación ayudaba a los productores, basado en principios de asociatividad, honestidad, trabajo en equipo y transparencia. Se fueron vinculando y ahora andan de la mano con la organización.”

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“Cuando empecé, había gente muy dura, que tenía mucho poder por el tema

del conflicto armado, y el miedo rondaba por

todos los contextos.” Pero Elcira había

aprendido de su papá, un hombre muy serio, la

capacidad de mantenerse al margen de los

problemas y de abordar siempre las situaciones

desde el respeto.

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Una clave en esa expansión fue la organización rigurosa, que también permitió la vinculación sistemática de nuevos productores, con visitas técnicas y agrupación en comités. La Asociación se convirtió en un respaldo permanente para los productores.

Además, Elcira destaca cómo la Asociacion ha ganado visibilidad durante estos años. “Gobernantes, alcaldes e instituciones del estado reconocen la importancia y el aporte de ASOPANELA como organización social, es importante la sinergia y la articulación institucional con los entes territoria-les. Después de años de batallar para que nos reconocieran, es muy alentador saber que hoy en día somos un referente en la región”. Y esa visibilidad que ha ganado ASOPANELA es en virtud de una transformación profunda de la vida de cientos de familias caqueteñas: “Uno ve cómo la situación de las familias empieza a mejorar. Yo he conocido muchas historias muy difíciles, y luego de un tiempo uno ve cómo se convierten en empresarios. Yo ya no sufro por ellos.” Elcira cree que, en parte gracias a esas transformaciones, el imaginario del caqueteño se transformó y escapó el estigma del conflicto armado y el narcotráfico para convertirse en un ejemplo de emprendimiento en el país.

Caquetá, además de ser uno de los departamentos más biodiversos y ricos en diversidad ecológica—debido a la gran variedad de ecosistemas que alberga su geografía—también contiene gran parte de la llamada frontera agrícola: los lími-tes porosos entre zonas destinadas para la producción y los bosques naturales que deben conservarse. “Yo vivo un poco preocupada, porque Caquetá, es uno de los departamentos más deforestadores del país, y es un paraíso por donde se lo mire”, me dice Elcira. En ASOPANELA, el tema del medio ambiente ha sido uno de los pilares fundamentales.

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En Asopanela, el tema del

medio ambiente ha sido uno de los pilares

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Tienen varios frentes: la protección de nacederos de agua en las zonas de producción, la reforestación con especies nativas y la tecnificación de la producción para hacerla más eficiente y menos contaminante, especialmente con el uso de hornillas más tecnológicas. “Somos apasionados por el tema ambiental. El agua es el mayor tesoro que podemos tener, y hay que protegerla”.

Así, la vida de Elcira transcurre entre los afanes cotidianos y los sueños más ambiciosos para el futuro. Se despierta antes de que salga el sol para acompañar a su hija, Sara Isabela, a alistarse para el colegio. A las 6:30 la ruta recoge a Sara y ella se va a la oficina de la asociación, donde trabaja durante varias horas. Cuando tiene que ir a campo sale aún más temprano de su casa y vuelve cuando ya ha anocheci-do. “Me gusta mirar cómo van los productores, cómo están marchando en sus planes”. En el futuro, ASOPANELA quiere contar con un centro de acopio para facilitar la logística y la comercialización. Además, Elcira cree que hay que pro-mover la certificación orgánica y en buenas prácticas de manufactura de todos los productores para generar mayor

“Somos apasionados por el tema ambiental.

El agua es el mayor tesoro que podemos tener, y hay

que protegerla.”

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valor agregado. Finalmente, considera que es fundamental impulsar el tema ambiental para lograr sostenibilidad de la producción panelera en Caquetá. Desde hace algunos años, ha comenzado a trabajar en la seguridad alimentaria de las familias productoras, apoyándolas en la diversificación de las unidades productivas, porque considera que es de gran importancia para asegurarles una mejor calidad de vida.

En retrospectiva, Elcira cree que en el Caquetá ha faltado mucho apoyo, especialmente en términos de infraestructura, para permitir que los campesinos y pequeños empresarios desarrollen todo su potencial. Sin embargo, a pesar de las dificultades, Elcira ve al Caquetá con un futuro prometedor: “Estamos todavía muy lejos de otras regiones, pero yo veo al Caquetá con mucha proyección hacia el futuro”. Cree que lo que hace falta es más inversión por parte del Estado, que existan subsidios para la producción agropecuaria mediante la dotación de, por ejemplo, semillas fertilizantes e insumos pecuarios, así como facilidades financieras para el apalan-camiento: más confianza en la capacidad de los campesinos para progresar.

Elcira me dice que esta crisis, por cuenta de la propaga-ción del COVID-19, ha dejado al desnudo las debilidades de nuestro país. Por un lado, se ha puesto en evidencia la precariedad del sistema de salud, que no estaba preparado para soportar una situación como la que se ha presentado. Por otro lado, ha demostrado que el sector agropecuario es “la cenicienta” de los sectores productivos en Colombia: un sector que no ha sido fortalecido por el Estado y que ha sido dejado a su suerte a pesar de su inmensa importancia para la economía del país y para la vida de los colombianos. “Este país tiene mucho potencial que no se ha aprovechado, en parte por ese gran problema que mata a Colombia que es la corrupción”, asegura con mucha firmeza.

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Elcira ha sorteado todos los obstáculos y hoy en día, en el Caquetá, es reconocida por su labor de liderazgo desde ASOPANELA. Desde que comenzó muy jóven este trabajo, le ha apostado a la reconciliación: una reconciliación que nos permita avanzar juntos hacia un futuro mejor, una reconci-liación de amistad, de unión y de armonía.

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Sueños de colmenas y

de mielAfricolmenas

San Carlos.Antioquia,

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Sueños de colmenas y de miel

Africolmenas

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El día en que terminaron de construir y adecuar la planta de procesamiento y transformación de la miel, Leonardo se dio cuenta de que, después de varios años, ellos también habían aprendido a trabajar como las abejas: cada uno había hecho su labor con amor y sacrificio por un fin común. Era a la vez el fin y el inicio: la apicultura había llegado para quedarse en su vida y en la de todos los habitantes del municipio de San Carlos.

Leonardo Fabio Santillana Santillana y Carolina Duque Guzmán son dos de los apicultores que pertenecen a Africolmenas, una asociación que comenzó hace seis años y que ha venido creciendo paulatinamente hasta convertirse en un referente para el municipio y para la región. Leonardo, además, ejerce como Representante Legal de la asociación; Carolina es su tesorera y hace parte de su junta. Ambos son apicultores por profesión y por vocación: son dos amantes de las abejas.

Africolmenas empezó en 2013 con una convocatoria de la Alcaldía de San Carlos para participar en una capacitación del SENA en apicultura. Inicialmente tenía una duración de seis meses, pero los participantes terminaron capacitándo-se durante dos años. Al final, de los 22 que comenzaron solo 15 se graduaron y decidieron formar una asociación, en 2014, para conformar un apiario comunitario donde pudieran aprender y poner en práctica sus conocimientos.

Por esas épocas, San Carlos venía retomando la confianza después de los años más duros del conflicto armado. A San Carlos llegaron los grupos guerrilleros en la década de los ochentas. Para ese momento, en el municipio había una enorme capacidad de organización comunitaria, producto de las luchas que habían dado durante la década anterior, cuando llegaron los megaproyectos energéticos y tuvieron que reclamar sus derechos. Con la incursión de las guerrillas,

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los asesinatos selectivos y los desplazamientos forzaron la disolución de los grupos cívicos. Luego, en los años noven-ta, con la aparición de los grupos paramilitares, San Carlos atravesó los años más difíciles de su historia: se registraron al menos 33 masacres, cientos de desapariciones forzadas y decenas de víctimas de minas antipersona. Al final de la década, casi la mitad de las veredas del municipio habían quedado deshabitadas.

Luego, a partir del año 2004, comenzó el retorno paulatino: para el año 2011, 2700 familias habían regresado al municipio. En ese contexto nació Africolmenas, y la apicultura se cons-tituyó como una forma de reconciliarse con la tierra y con el territorio, de volver a echar raíces. “Hay gente que metió primero a las abejas en las fincas antes de volver a habitarlas. El conflicto erosionó las organizaciones comunitarias, y la apicultura fue una forma de reconciliarnos con el territorio y con nosotros mismos”, me cuenta Carolina.

Leonardo fue elegido representante legal de Africolmenas en 2016. Para ese año, ya llevaba varios meses asumiendo las responsabilidades del cargo, pues quien era entonces repre-sentante no vivía en San Carlos, era una persona de la ciudad, y ante su ausencia era Leonardo quien se ponía al frente de todos los asuntos de la asociación. Gracias a ese trabajo, se ganó la confianza de todos los apicultores, y cuando se presentó a las elecciones ganó por un amplio margen frente a otros candidatos. Desde entonces, se consolidó como el líder de la apicultura en San Carlos y se convirtió en el mayor referente frente a la comunidad y las entidades del gobierno.

En los últimos años, la asociación ha venido creciendo y fortaleciéndose a grandes pasos. Hoy en día agrupa a 24 familias, y cuenta con 26 apicultores asociados.

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Ese crecimiento se ha dado, según me cuentan Leonardo y Carolina, gracias al éxito que han tenido los miembros en su actividad, y también gracias a la importancia que cobraron las abejas en la protección del ecosistema. Las abejas se convir-tieron en una fuente adicional de ingresos, y también en una manera de aportar a la conservación del medio ambiente.

En 2019, gracias al apoyo de Reconciliación Colombia y el Programa Alianzas para la Reconciliación de USAID y ACDI/VOCA, Africolmenas puso en funcionamiento una planta de procesamiento y transformación de miel, para la cual la aso-ciación compró, con recursos propios, un terreno que fue adecuado gracias al trabajo conjunto de todos los asociados.

“Éramos como una familia de abejas, cada uno

haciendo su labor, como las abejas que transportan

su polen y lo llevan a la colmena, cada uno en su tarea”, me dice Leonardo. Ese día se dio cuenta de

cuánto habían aprendido de las abejas que cuidan

a diario.

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“Éramos como una familia de abejas, cada uno haciendo su labor, como las abejas que transportan su polen y lo llevan a la colmena, cada uno en su tarea”, me dice Leonardo. Ese día se dio cuenta de cuánto habían aprendido de las abejas que cuidan a diario.

Las abejas han transformado a San Carlos y a su comunidad de manera profunda. No solamente han generado ingresos adicionales para las familias de apicultores, sino que han revolucionado la manera en que la comunidad se entiende y entiende su entorno. “Africolmenas demostró que el tra-bajo en conjunto sí funciona, se convirtió en un ejemplo de cooperación. Nos enseñó que se puede salir adelante en conjunto y no cada uno por su cuenta”, afirma Leonardo.

William Quiceno, otro apicultor asociado, me cuenta que el ingreso adicional que genera la miel permitió un mejoramien-to de la calidad de vida de muchas familias, y que incluso algunas, como la de él, ahora se dedican exclusivamente a la apicultura, porque le garantiza ingresos suficientes. Por otro lado, Carolina piensa que la apicultura transformó el imaginario de desarrollo en el campo, pues demostró que es posible hacer desarrollo sostenible “Nos convertimos en protectores del bosque”, me dice, porque es el bosque el que permite que las abejas sobrevivan, y las abejas a su vez hacen posible el bosque. Además, comenzaron a impulsar el uso de cultivos orgánicos, para evitar el uso de agroquímicos que son un riesgo para las abejas.

Precisamente, el asunto ecológico se ha convertido en uno de los más importantes para Africolmenas. El ecosistema de la región donde se ubica el municipio de San Carlos corres-ponde al bósque húmedo tropical. La apicultura genera una relación positiva con el ecosistema, pues las abejas cumplen el rol de la polinización, generando procesos de reforesta-ción de las especies nativas de árboles y plantas, muchos de los cuales estaban casi extintos en la zona.

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“Nos convertimos

en protectores

del bosque”

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Además, su presencia protege los bosques de la defores-tación, ya que se convierten en guardianas del bósque, su hábitat. Igualmente, por su vocación polinizadora ayudan a hacer más productivos los cultivos en los que no se usan agroquímicos, especialmente los de café y árboles frutales. Por eso, la apicultura es una práctica que, para William, Ca-rolina y Leonardo, ha fortalecido la preservación ecológica y la conciencia ambiental en San Carlos.

“La mujer mía está hasta celosa, por que yo digo ‘¡voy a vi-sitar a mis niñas!’ cuando voy a ver a mis abejitas”, me dice entre risas Leonardo. Todos los apicultores han desarrollado un gran apego emocional por sus abejas: “yo no tuve hijos pero tengo millones de hijas”, dice Carolina. William piensa que se construye un amor muy grande por las abejas y por ese mundo invisible en el que ellas viven: el polen, el viento, las flores. “Cuando uno pasa debajo de un árbol y oye ese zumbido, se le eriza a uno la piel”. Y así, van contagiando a otros, invitándolos a observar más de cerca ese universo vasto que pocas veces se vé, el de las abejas y su labor dia-ria de llevar y traer polen y néctar y convertirlo en miel en la colmena: “Es como una pandemia pero de amor por las abejas”, dice Carolina.

Aunque la producción varía, los números de Africolmenas son sólidos. El año pasado, que fue un año difícil por las va-riaciones climáticas, produjeron más de mil quinientos kilos de miel de abejas. Este año, en solamente tres meses, ya han producido dos mil kilos. Hacia el futuro, esperan que todos sus asociados tengan entre 55 y 60 colmenas cada uno, para que puedan dedicarse exclusivamente a la apicultura, y su meta es producir más de nueve mil kilos de miel al año.

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“Cuando uno pasa debajo de un árbol y oye ese zumbido, se le eriza a uno la piel.” Y así, van contagiando a otros,

invitándolos a observar más de cerca ese universo vasto que pocas veces se vé, el de las abejas y su labor diaria de llevar y

traer polen y néctar y convertirlo en miel en

la colmena: “Es como una pandemia pero

de amor por las abejas”, dice Carolina.

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Además, quieren incursionar en otros frentes: están comen-zando a producir miel de abejas nativas, que producen me-nos cantidad pero cuya miel tiene importantes propiedades medicinales; quieren diversificar los productos, según dice William, comercializando jalea real, polen y productos de cera, entre otros; están cerca de lograr la exportación de su producto a través de una empresa que está interesada; quieren brindar asesoría técnica a otras asociaciones que lo necesiten; y quieren, finalmente, crear una escuela de api-cultura para hacer el relevo generacional. “La juventud que creció en la ciudad no tiene arraigo en la tierra, y creemos que la apicultura es una forma de generar vínculos con la comunidad y con el territorio”, dice Carolina.

Resulta irónico, pero uno de los efectos del desplazamiento masivo a causa del conflicto armado en las décadas pasadas fue que los bósques volvieron a crecer en medio de la tierra abandonada, los árboles retomaron su lugar y se erigieron donde ya no había actividad humana que se los impidiera. Y esa fue la condición de posibilidad para que, a su regreso, los campesinos de San Carlos pudieran ejercer la apicultura: Carolina cree que, de no haber sido así, habría sido imposi-ble introducir las abejas. “Tuvimos que ver las cosas desde otra perspectiva, buscar alternativas, lamentablemente. Pero eso nos permitió hacer lo que hacemos hoy”, dice William.

Según los tres apicultores, los impactos del conflicto armado en la región se debieron a una mezcla de abandono estatal y de intereses estratégicos en la región: por un lado, es la región que más energía eléctrica produce en todo el país, gracias a los megaproyectos hidroeléctricos que se han de-sarrollado. Por otro lado, su ubicación geográfica lo hace un lugar de alto valor para los grupos armados: se encuen-tra muy cerca de la carretera que comunica a Medellín con Bogotá, está a pocos minutos del aeropuerto de Rionegro,

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comunica al Valle de Aburrá con el Magdalena Medio. Ade-más, en la década de los noventas tenía una gran población juvenil, suceptible de ser reclutada. “Así, los grupos armados vieron la oportunidad y vinieron a robarse los sueños de los jóvenes campesinos de la región”. Todos coinciden en que un modelo de desarrollo sostenible no extractivista y basado en la tolerancia y el respeto por el otro (incluyendo a otras formas de vida) evitaría que esta situación se repitiera allí y en otras partes del país.

La tarea, ahora, es seguir concientizando a la comunidad campesina sobre el valor de los ecosistemas que les permi-ten subsistir, y exigir al Estado más control sobre los grandes contaminantes, en el campo y en las ciudades. . “Hay que avanzar hacia un desarrollo sostenible del campo”, dice Ca-rolina, apuntando precisamente a un modelo como el de la apicultura, donde la actividad humana y la actividad ecoló-gica convergen y se fortalecen mutuamente. “Hay que hacer que los jóvenes se enamoren del bosque y de los animales para que los protejan”, añade Leonardo. “Yo veo el futuro de este país con mucho optimismo”, dice William para terminar, “uno mira para atrás y hemos superado grandes dificultades, y podemos seguir avanzando por ese camino”.

En San Carlos, donde el conflicto dejó sueños rotos y pro-yectos inconclusos, los árboles volvieron a tomar su lugar y con ellos llegaron las abejas. Cuando la gente volvió, ya nada podía ser igual y los apicultores lo tienen claro. “Re-conciliación es no olvidar el pasado para seguir adelante”, dice William, y Carolina agrega: “es construir una memoria para poder transformar el presente y el futuro, para generar cambios”. Allí, en el bosque húmedo del oriente antioqueño, las colmenas y la miel son una forma de reconstruir el pasado y de darle vida al futuro.

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El reflejo de Dulce en

el espejo

De Medellín a Bogotá,

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“Diego Dulce”

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El reflejo de Dulce en el espejo

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Los días de Dulce* en la calle casi siempre comenzaban igual: un baldado de agua fría que le quemaba la piel en medio del aire helado de la madrugada bogotana. “¡Chite, gamín!”, y entonces él tenía que despejarse el sueño pesado y el cansancio para comenzar otra vez a recorrer las calles de la ciudad en busca de otro refugio con nada más que sus tenis raídos y con el hambre atrasada debajo del brazo. En la noche volvería a acurrucarse en las baldosas de un pórtico cualquiera con la esperanza de que el frío no le venciera el sueño por algunas horas, y al día siguiente repetiría la rutina. Era un niño de diez años abandonado a su suerte en la deriva de la ciudad.

Hoy la vida es diferente para Diego Dulce. Ha atravesado los caminos más difíciles hasta llegar a este lugar. “¿Quién es Dulce? Hmm… Dulce es una persona que le ve el lado positivo a todas las cosas. Es una persona resiliente, que se enfrenta a los problemas y que, en la medida de lo posible, trata de ayudar.” Está cerca de terminar su bachillerato, en-trena boxeo, su deporte preferido, y trabaja en el proyecto “En Casa NUEVAmente”, que cuenta con el apoyo del Pro-grama Alianzas para la Reconciliación de USAID y ACDI/VOCA, la Corporación Reconciliación Colombia, Fundación Terre des Hommes y Terciarios Capuchinos y que promueve la inclusión de jóvenes que han estado vinculados al Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes.

La historia de Dulce comenzó en Medellín hace diecinueve años. Allí nació y poco después perdió a su madre a manos de la violencia contra las mujeres: la violencia que en Co-

*El nombre ha sido modificado para proteger la identidad del protagonista del relato.

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lombia cobra la vida de una mujer cada dos días. Su custodia pasó al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, que en un período de cinco años le asignó tres familias adoptivas diferentes. A una de ellas debe sus apellidos.

Cuando cumplió seis años, su tío materno, cumpliendo la promesa que le había hecho a su hermana, la mamá de Dul-ce, lo llevó junto con sus hermanas a vivir en Montería, en la casa de sus abuelos. Lamentablemente, sobre Dulce recayó el juicio obstinado de su abuela, que lo culpó por la muerte de su madre. Así, en Montería, los días transcurrieron entre las miradas de desprecio de su abuela, los juegos en el patio y las tardes calurosas en que el zumbido de las abejas y el olor del ganado inundaban el aire.

Luego vino el traslado a Bogotá. El recuerdo es muy borroso en la memoria, pero Dulce cree que tuvieron que huir de Montería cuando una de sus hermanas entró en conflic-to con alguien en esa ciudad, no recuerda quién. Así, de la casa amplia de sus abuelos en Montería pasaron a un espa-cio estrecho en la Calle 23 con Carrera 13, en el barrio San Diego de Bogotá. Para ese momento, sus hermanas habían aprendido de su abuela a culparlo por la muerte de la madre. Viviendo ahora más cerca unos de otros, la tensión comen-zó a apartar a Dulce de sus tíos. Un día, finalmente, su tío lo culpó por una falta gravísima de la que Dulce no era culpable y decidió expulsarlo de la casa. Tenía nueve años y ningún refugio a donde escapar.

Durante meses, Dulce deambuló solo por las calles inter-minables del centro de Bogotá. Buscaba chatarra entre las canecas para poder conseguir unos pesos con qué comer y en la noche se arrimaba a cualquier refugio que ofreciera la arquitectura urbana: un pórtico, unas escaleras, la entrada a un teatro.

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“Me dio tristeza de verme así y me hice una promesa a mí mismo: nunca más

volver a dormir en la calle.”

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Luego, en las primeras horas de luz, llegaba el baldado de agua fría y volver a caminar. Un día, mientras paseaba por los locales comerciales de una calle bulliciosa, Dulce pudo verse en un espejo después de muchos días de no conocer su rostro. Al verse, quedó pasmado: ese cuerpo frágil, mu-griento y desnutrido, con los cabellos desordenados sobre la frente, ese cuerpo aterrador era su propio cuerpo. “Me dio tristeza de verme así y me hice una promesa a mí mismo: nunca más volver a dormir en la calle.” Esa misma noche salió a robar por primera vez.

Dulce se hizo experto en el arte del hurto. Esperaba con paciencia a sus víctimas en las esquinas, cerca de las univer-sidades. Medía sus pasos, se escabullía entre las sombras y vendía fácilmente la mercancía que obtenía. Durante años, consiguió vivir de lo que robaba y se convirtió en un adoles-cente que sorteaba con facilidad los azares de la vida en las calles de la capital. Finalmente, en diciembre del 2016 fue aprehendido mientras robaba. En juicio, se decidió que pa-garía su condena con servicio comunitario, así que volvió a las calles. Tres meses después, volvió a caer, nuevamente en flagrancia. Esta vez lo condenaron a un año de privación de la libertad en un Centro de Internamiento Preventivo del ICBF.

Los días se fueron consumiendo en el Centro entre las clases y los libros, los grupos de discusión, las evaluaciones y los talleres. Uno a uno, Dulce contaba los días que le quedaban para volver a la libertad y el nuevo comienzo para su vida. Cuando el día finalmente llegó, le entregaron dos papeles. El primero era una boleta de salida, que firmó con la mano temblorosa. Luego, pasó la hoja para ver el papel de abajo. “Notificación de Privación de la Libertad”. Dulce palideció y sintió un aire frío que le recorría los huesos, desde el centro de su cuerpo hasta la punta de los dedos.

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El reflejo de Dulce en el espejo

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Por cuenta del delito por el que había sido capturado primero, y que nunca había terminado de pagar, tendría que pasar otros doce meses encerrado en el Centro de Internamiento. Así, tuvo que volver a los libros y los talleres y las tardes en el patio esperando a que transcurriera el tiempo de encierro una vez más.

El día que le entregaron su boleta de salida, esta vez sin sorpresas ni papeles escondidos, Dulce sintió una emoción transitoria que le elevó el espíritu por algunas horas. Pero pronto vinieron las preguntas a su cabeza: “¿Y ahora qué voy a hacer?”. Sabía que no podía volver a robar, sabía que ahora tendría que valerse por sí mismo y podía entender todo lo que estaba en juego, todo lo que podía perder si volvía a cometer un delito. Entonces salió decidido a hacer las cosas de una manera diferente, aún si eso significaba enfrentar más obstáculos. Buscó empleo y pronto se encontró trabajando para una distribuidora de pollos, repartiendo como domi-ciliario las bandejas de alas y pierna-perniles, de pechugas y de colombinas adobadas. Trabajó también como mesero y como asistente de cocina en restaurantes. Finalmente, a través de la Fundación Tierra de Hombres, llegó al proyecto “En Casa Nuevamente”, donde comenzó a trabajar como asistente administrativo. El proyecto, liderado por Recon-ciliación Colombia, promueve la inclusión de jóvenes que han estado vinculados al Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes a través de un proceso que les permite construir un plan de vida y reencontrarse con sus sueños. Hoy en día, Dulce interactúa diariamente con jóvenes que, igual que él hace algunos meses, cumplen una sanción del Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes.

Dulce mira el pasado, el presente y el futuro y encuentra luces y sombras. “Contar esta historia, mi historia, me hace darme cuenta de que las cosas pueden hacerse bien”, dice con firmeza en la voz.

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Dulce sueña con un país de oportunidades para

todos, uno en el que nadie tenga que robar para

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en la legalidad.

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Es una historia que le da fuerza y sentido a su presente. “Todo hubiera sido diferente para mí si hubiera tenido a mi mamá. Y si no me hubieran juzgado así, injustamente, por cosas que ni siquiera entendía”. Su plan es terminar el ba-chillerato, para lo cual solamente le hace falta un examen de validación, y quiere seguir cultivando sus dos pasiones: el boxeo y la cocina. Además, quiere aprender más sobre la protección a la juventud y dedicar su vida a eso.

“A mí robar nunca me gustó, pero era eso o dormir en la ca-lle. Lo que los niños, niñas y jóvenes necesitan en este país son más oportunidades para desarrollarse”, dice. Además, cree que hay que darles más voz, hacer pesar sus opiniones cuando se trata de ellos: “cuando uno como joven habla, no lo toman en serio. La palabra de uno nadie la tiene en cuen-ta”. Quizás si los escucharan más, me dice, podrían atender mejor sus necesidades.

Dulce sueña con un país de oportunidades para todos, uno en el que nadie tenga que robar para sobrevivir ni tenga que recibir baldados de agua fría en la madrugada. Después de sus años en la calle y en la delincuencia, cree que la gente hace lo que hace por necesidad: lo que hace falta son más puertas abiertas para que puedan vivir dignamente en la legalidad. Cuando le pregunto por el significado de Recon-ciliación, piensa un poco y me dice: “La reconciliación es el perdón. No sólo perdonar a los otros por las cosas malas que nos han hecho, sino perdonarnos a nosotros mismos. Es darse la oportunidad de mirar lo que uno hizo mal, per-donarse y seguir adelante”.

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del tiempoCOINEC

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Dina iba a dedicarse a la contaduría y las finanzas. Había terminado su carrera en la universidad, había cursado sus prácticas en la Gobernación de Bolívar y estaba lista para salir al mundo laboral: le hicieron una oferta que se ajustaba perfectamente a sus expectativas. Pero la vida tenía planes diferentes para ella: una mañana, antes de firmar su contrato, amaneció con la mitad de la cara paralizada. Muchos años después, iba a terminar liderando un emprendimiento de confección, junto con otras mujeres, en su natal Cartagena de Indias.

Dina Luz Ubarnes Guerrero se describe a sí misma como una mujer con cualidades y defectos, que aprende de sus errores y le gusta trabajar. Dice que le gusta enseñar a otros las cosas que sabe y colaborar en lo que puede. Por sobre todo, cree mucho en Dios. Es confeccionista desde hace muchos años, y desde hace cuatro se desempeña como representante de COINEC, una cooperativa de confección que agremia a varias mujeres cartageneras como ella.

La cooperativa surgió en 2015 de una iniciativa de la Fun-dación Mamonal, una entidad sin ánimo de lucro que busca mejorar la calidad de vida de las personas en Cartagena. Se organizó una convocatoria para capacitar mujeres en labores de confección, y como resultado de ese proce-so, 12 mujeres se asociaron para conformar la Cooperativa Multiactiva Confecciones Industriales Emprendedoras del Caribe (COINEC). Luego, en 2017, la cooperativa se presentó a una convocatoria de Innovaciones para la Paz, apoyada por la Corporación Reconciliación Colombia. Cuando salió seleccionada, recibió asistencia técnica a través de talleres y capacitaciones, y fortalecimiento a su capacidad mediante la donación de insumos y maquinaria.

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Dina ha estado presente en la historia de COINEC desde el comienzo. Aunque estudió Contabilidad y Finanzas, nunca llegó a dedicarse a esa profesión. El mismo año en que se graduó de la universidad, sufrió parálisis facial por cambios bruscos de temperatura. Tuvieron que pasar seis meses, entre terapias y reposo, para que Dina pudiera superar la pará-lisis física y emocional, pues además se había sumido en una profunda depresión. Luego, durante un tiempo, trabajó con un comerciante, apoyándolo con la contabilidad de su negocio. Poco después, se le presentó la oportunidad de participar en un curso de modistería y decidió tomarla. Así comenzó su historia con la confección. “Tomé el curso y le cogí amor al arte, y me quedé haciendo esto. Sin embargo yo seguí aplicando mis conocimientos en contabilidad.” En 2015, cuando se presentó a la convocatoria de la Fundación Mamonal, fue una de las seleccionadas para seguir el pro-ceso y recibió la capacitación de la Corporación Industrial Minuto de Dios. Al finalizar ese proceso, fue una de las 12 fundadoras de COINEC.

Para Dina, emprender no es tarea fácil. Dice que hay em-prendimientos, como COINEC, que cuentan con la suerte de recibir el apoyo de otras organizaciones y entidades, pero al final, piensa, son muy pocos los que tienen éxito. Además, son muy pocas las mujeres que se arriesgan a tomar el ca-mino del emprendimiento. Y como, según me dice, la mayo-ría de los puestos de trabajo que se ofrecen en Cartagena van dirigidos a hombres exclusivamente, para las mujeres es muy difícil emplearse. “Por eso en la cooperativa damos la oportunidad a las mujeres de aprender para que puedan trabajar, porque sabemos que no es fácil para nosotras”. Dina afirma que con el proceso de capacitación con la Cor-poración Industrial Minuto de Dios adquirió nuevas destrezas y habilidades: fue un fortalecimiento en sus conocimientos.

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Pero con el proceso de Reconciliación Colombia adquirió la capacidad de empoderarse y de liderar, y le permitió tener más confianza en todas las otras asociadas. Para ella, eso cambió todo el panorama. “En la primera reunión, hablaron las compañeras de Reconciliación. Pero al finalizar nos di-jeron ‘en la próxima reunión, hablan ustedes’. Esas palabras me hicieron despertar, uno no está acostumbrado a tener esos espacios”.

COINEC se ha dedicado a la confección de dotaciones industriales y uniformes escolares. Comenzaron trabajan-do para la Fundación Mamonal y la Corporación Industrial Minuto de Dios pero han ido expandiendo sus clientes.

“En la primera reunión, hablaron las compañeras de Reconciliación. Pero al finalizar nos dijeron ‘en

la próxima reunión, hablan ustedes’. Esas palabras me hicieron despertar,

uno no está acostumbrado a tener esos espacios.”

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Al principio, desarrollaban sus actividades en un taller es-pacioso que les entregó en comodato la Pastoral Social de Cartagena. Sin embargo, en 2019 el edificio pasó a manos de la Arquidiócesis de Cartagena, y les pidieron trasladarse a otro salon. Pocos días antes del traslado, hubo un robo importante en el que COINEC perdió maquinaria e insumos. Por eso, antes de trasladarse al otro salón, y en vista de las difíciles condiciones de seguridad del sector, decidieron salir del edificio. “Pensamos que se iba a acabar. Fue muy difícil. Finalmente decidimos mudar las cosas a las casas de cada una”, cuenta Dina. Unas semanas después, una de las asociadas de la cooperativa ofreció un espacio pequeño que comenzaron a adecuar con apoyo solidario de la co-munidad, y lograron montar un taller donde no han podido poner a funcionar todas las máquinas, pero han mantenido el trabajo de la cooperativa.

Dina ve que hay una enorme desigualdad entre hombres y mujeres en la economía cartagenera. “Por cada diez hom-bres que trabajan aquí, en la zona industrial, hay dos mujeres. Y todas las convocatorias son dirigidas a hombres”. Por eso, cree que la labor es cambiar la mentalidad y demostrar que las mujeres pueden ejercer cualquier actividad y asumir el reto que se presente. “Lo que falta es fortalecer el empode-ramiento de las mujeres, que se sientan capaces de hacerlo todo. A mí me sorprendió ver el otro día a unas mujeres trabajando soldadura, que era un trabajo solo de hombres antes.” Al final, para Dina es cuestión de entregarle a las mu-jeres la confianza y las oportunidades para desarrollar todo su potencial. “Lo que me he dado cuenta es que sí pode-mos, fíjese. Para la cooperativa se hizo una convocatoria de administradores para la planta, y eligieron a dos muchachos que al final dejaron botado el puesto. Me tocó a mí asumir esa responsabilidad, y lo he hecho aunque me haya equivo-cado”, me dice con seguridad en la voz.

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Ahora, en medio de la crisis provocada por la propagación del COVID-19, COINEC se ha dedicado a la fabricación de tapabocas. Dina trabaja desde su casa y hace despachos, mientras otras de sus compañeras hacen lo mismo. El taller sigue en funcionamiento gracias a que una de las asociadas vive en la casa vecina, y así, en medio de las circunstan-cias, la cooperativa sigue con su labor de surcos y costuras. Cuando esto termine, Dina está segura, el país va a ser di-ferente. Lo que no sabe es si va a ser una transformación para bien o para mal: “Todo depende de como cada uno en su hogar asuma esta situación, el resultado será positivo o negativo.”

Mientras tanto, ella seguirá haciendo sus confecciones con los movimientos cuidadosos de sus manos. “Yo creo que reconciliarse es volver a creer en los demás, volver a confiar. Porque todo es se pierde cuando hay conflicto. Y yo creo en el perdón. Cuando yo era pequeña oía hablar del perdón y no lo entendía, pero durante la vida me he tenido que en-frentar a situaciones que me han demostrado que el perdón es real y es muy poderoso.” En el fondo, la máquina cosedora hace su zumbido paciente y va uniendo en una sola pieza dos pedazos de tela.

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“Lo que falta es fortalecer el empoderamiento de las

mujeres, que se sientan capaces de hacerlo todo. A mí me sorprendió ver

el otro día a unas mujeres trabajando soldadura,

que era un trabajo solo de hombres antes.”

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Pescadores ancestrales

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Barú.Cartagena,

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“Hace 300 años nuestros ancestros pescaban siguiendo las estrellas, se orientaban con los luceros cuando entraban mar adentro y construían sus pueblos protegiéndose de los vientos gracias al mangle, del que también se proveían de madera para construir las casas que hoy seguimos habitan-do”, cuenta Moisés Cardale Cortés, uno de los pescadores de la Isla de Barú, que hoy se debate entre su pasado de atarrayas y su presente de playas sobrepobladas.

En la Isla de Barú, a 45 minutos de la ciudad de Cartagena, se encuentra la Reserva Natural Manglar Cacique. Un ecosiste-ma protegido, en medio de uno de los motores turísticos del Caribe colombiano, que convive con comunidades afrodes-cendientes asentadas en la zona desde hace siglos. Aquí, como en otras zonas del país con presencia de mangle, la amenaza del ecosistema está latente y es una de las preocu-paciones de la comunidad local.

El manglar, además de estabilizar la línea costera al contro-lar la erosión: es una barrera natural de fuertes vientos, un importante sumidero de CO2 y una de las cinco unidades ecológicas más productivas del mundo. Es el hogar de ma-míferos terrestres, reptiles, bandadas de aves y cardúmenes de peces que se acomadan al fondo del agua, entre las raí-ces de los manglares, para alimentarse y reproducirse.

En Barú, el Mangle ha permitido que la pesca artesanal se convierta en una actividad cultural y económica central. Aquí, desde el año 1993 un grupo de pescadores hacen parte de Coopsana – Cooperativa de Pescadores de Santa Ana, organización que agrupa actualmente a 34 hombres pesca-dores y a 10 mujeres que convierten el producto de la pesca en embutidos.

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La organización busca mantener la tradición de

la pesca artesanal y desarrolla acciones de cuidado y conservación del manglar. “Hacemos recolección del plástico

que viene de la zona de turismo. Limpiamos

el manglar. Hacemos actividades para que

la comunidad y los visitantes de la isla

entiendan la importancia del ecosistema y hemos

adelantado reforestación”

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Pescadores ancestrales

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La organización busca mantener la tradición de la pesca artesanal y desarrolla acciones de cuidado y conservación del manglar. “Hacemos recolección del plástico que vie-ne de la zona de turismo. Limpiamos el manglar. Hacemos actividades para que la comunidad y los visitantes de la isla entiendan la importancia del ecosistema y hemos ade-lantado reforestación” cuenta Moisés Candale, uno de los pescadores asociados a Coopsana. Él explica que debido a la apertura de la isla al turismo y la industria, la relación entre los barulenses y el entorno se ha fragmentado, han dejado de lado las prácticas ancestrales y el sentido de pertenencia con el territorio.

Coopsana cuenta con tres lanchas, cuatro neveras para transporte de pescado y una oficina y centro de prepara-ción de embutidos. Su mercado es 90% local (restaurantes de la playa o pobladores) y en promedio pescan 200 kilos semanalmente. Funciona como cooperativa y sus ganan-cias son invertidas en la misma organización. Actualmente ha encontrado una oportunidad económica en la generación de embutidos, y proyectan desarrollar una marca propia y tener un punto de venta en la isla. Frente a la pesca, tienen una gran necesidad de ampliar sus equipos para que más pescadores se vean beneficiados.

A lo largo del año 2019, la Corporación Reconciliación Co-lombia, con el apoyo del Programa Alianzas para la Reconci-liación de USAID y ACDI/VOCA, brindó acompañamiento a Coopsana diferentes líneas de acción. Algunas de ellas fue-ron el fortalecimiento organizacional y de prácticas ambien-tales; la dotación de equipos de pesca; el fortalecimiento del plan de comunicación y comercialización; la capacitación en prácticas de supervivencia y salvamento en el mar; y la identificación de prácticas reconciliadoras.

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En el marco del acompañamiento, Reconciliación Colombia desarrolló su metodología Prácticas Reconciliadoras que permite identificar el nivel de diálogo, empatía, reciproci-dad y cooperación presente en las relaciones dentro de las organizaciones y su impacto en la contribución de éstas a su entorno. Al final, fue posible contribuir a la reconciliación en la comunidad desde acciones positivas alineadas con esos objetivos.

“Poder contar con mejores equipos facilita nuestro trabajo y permite que más pescadores puedan salir de faena mar adentro. El proyecto con Reconciliación Colombia nos per-mitirá revisar nuestra marca de embutidos y poder mostrar a toda la isla el desarrollo de nuevos productos, frescos y del mar” señala Luis Carvajal, asociado Coopsana.

Mientras Barú y el mundo se transforman rápidamente, los pescadores de Coopsana sueñan con un futuro en el que poco haya cambiado: un futuro de más atarrayas y más pes-cado en la lancha y en la mesa. Como una nueva especie de anfibios, sueñan con seguir dominando los esteros y los mangles, las olas del mar picado y las madrugadas de aguas tranquilas. Como una piedra que se resiste a desaparecer por el movimiento imparable del oleaje, los pescadores en Barú se resisten a abandonar su forma de vida.

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El sabor del mar

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Santa Marta.Magdalena,

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Lichi es una de las miles de personas que se fueron de su tierra huyendo de la guerra en Córdoba. Llegó en un bus atestado de personas a la terminal de Santa Marta, la capital del Magdalena, donde la esperaba un familiar que ya estaba asentado en esa ciudad. Allí, a la orilla del mar, entre ires y venires, conoció al padre de sus 3 hijos y se hizo abuela adoptiva de los nietos con los que él vive.

“Este era mi hijo Luise, murió en un accidente de motocicle-ta”, dice Lichi Eli Paternina al mostrar una fotografía sobre lienzo ubicada al centro del salón de su casa en La Paz, un barrio ubicado del costado sur de la Troncal del Caribe, la gran vía que divide la zona de Pozos Colorados: de un lado atractivas instalaciones hoteleras, del otro comunidades sin alcantarillado.

Frente a la puerta de su casa, los pescadores afiliados a la Asociación para el Desarrollo Integral de la Mujer (ADImujer) limpian la pesca de la faena de los últimos días, despachan pedidos y esperan su paga. “Esto de cancelar los jornales debo hacerlo yo. Para manejar esos ‘chocoritos’ [refiriéndose al computador] y llevar el archivo están ellas, otras asociadas, que saben de esas cosas… Yo me encargo de despachar turnos pesca, de gestionar cupos educativos y oportunida-des para Adimujer”.

 “¿Sí ve eso allá?”, apunta Lichi con su dedo la parte alta de la pared y añade: “son nuestra misión y nuestra visión. Siempre supe que debíamos organizarnos”. Fue consciente de ello cuando le solicitó a la cooperativa de pescadores a la que pertenecía su marido, Martín, que dejaran que las mujeres participaran y la respuesta fue “no”.

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Estamos pensando más allá: en enseñar a

pescar cuidando las especies para que

nuestros nietos tengan qué comer en un futuro.

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Eso pasó hace ya años y la necesidad de contribuir, esas ganas de aprender y no depender hicieron que Lichi fuera buscando cómplices para crear su propia asociación que, si bien empodera a la mujer, incluye hombres que creen en lo mismo que ellas: el cuidado, el estudio y el trabajo honrado.Martín fue el primer hombre afiliado de ADImujer. Dice Lichi que al comienzo no fue fácil pues en la Costa los esposos acostumbran a tener a la mujer en la casa, cocinando, no impartiendo ordenes. Sonríe mientras lo mira de reojo y di-ciendo entre risas: “Él fue capaz”. Martín superó sus propios prejuicios y fue capaz de entender que la igualdad es un compromiso que debe asumirse a diario en la calle, en el trabajo y en el hogar.

Lichi confiesa: “Nos casamos hace años, sin contar que es-taba embarazada. ¡Mi vestido fue de terlenka, de lo más elegante del momento! Y desde entonces, estamos juntos. Él me enseñó a pescar porque yo venía del campo”. Juntos han compartido una vida de amor y de trabajo que les ha traído felicidad y sosiego.

Luego de conocer a Martín, Lichi tuvo que arreglárselas para validar su bachillerato. Hoy tiene varias certificaciones de es-tudios en temas que le permiten hacer mejor las cosas: “De lo que he aprendido, tal vez lo más importante, es saber qué es ser líder. Saber que lo era, que hacemos cosas que aportan”.

“Es increíble que aquí no haya alcantarillado o que haya días sin agua… pero nosotros estamos pensando más allá: en enseñar a pescar cuidando las especies para que nuestros nietos tengan qué comer en un futuro, en mejorar el cono-cimiento de los pescadores para que cuenten con mejores herramientas para su faena y en tener producto suficien-te y de calidad para hacer negocios.

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Quiero que la pesca sea profesional y que nuestro trabajo de venta y transformación de pescado nos permita no sólo vivir sino invertir, crecer como personas y educar a la gente” dice Lichi con la confianza de quien lleva más de 10 años cultivando un sueño.

 “Usted sabe que los hombres son flojos para el estudio… no sé por qué. En cambio, ya hemos graduado a varias de nuestras asociadas en la nocturna”. Incluso, se han inscrito a hacer diplomados sin ser profesionales, con la esperanza de cuidar su espacio, su incipiente independencia económica, su posibilidad de transformar la realidad en la que viven.

Para eso trabaja ADImujer, para empoderar a las mujeres  y dar un ejemplo renovado a los señores, a los jóvenes  y a los niños; para generar ingresos que beneficien a las afilia-das y a los pescadores que manejan las lanchas; y muy espe-cialmente, para dar la mano: “nos pagamos lo que hacemos, ahorramos, invertimos en educación y así todos estamos mejor en la casa y ayudamos a los del barrio”.

Lichi cuenta que a las mujeres maltratadas “les enseño la ruta y les socializo la ley para que sepan que no están solas,

Para eso trabaja ADImujer, para empoderar a las

mujeres y dar un ejemplo renovado a los señores,

a los jóvenes y a los niños.

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que no tienen que vivir así. Al amor hay que cultivarlo, echarle abonito. A mis hijos y nietos no les puedo dejar dinero ni oro, pero todo lo que les quede aquí [golpeando con el índice su cabeza] es suyo. Ese es el valor de la educación. Lo bo-nito de servir es ayudar a la gente que más lo necesita y yo lo hago compartiendo conocimiento”.

En el año 2019, un proyecto formulado por ADImujer fue seleccionado por Reconciliación Colombia, la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional – USAID, y ACDI/VOCA para hacer parte un proceso de fortaleci-miento. Así, la asociación recibió dotación de uniformes y equipos para hacer un mejor procesamiento de su pescado, y sus miembros recibieron capacitación para la conserva-ción de especies a través de pesca responsable. Además, recibieron Talleres de Prácticas Reconciliadoras en las que se fortalecieron los valores de la cooperación, la empatía y el respeto.

“Congelaremos y haremos embutidos. ¿Si probó ese an-tipasto? Se hace con lo que pescamos e ingredientes de primera”. Lichi está segura de que podrán vender sus pro-ductos algún día, cuando tengan Registro Invima, en uno de esos almacenes del centro comercial por el que pasan cruzando la Troncal para llegar a la playa donde están sus lanchas. Son dos, una gestionada gracias a un comodato, otra comprada con sus propios recursos, al igual que el mo-tor grande con el que dejaron de navegar a remo. Bautizadas tras dos hijos fallecidos de las asociadas, las lanchas son el principal activo de la organización, el secreto para llegar y pescar con línea y anzuelos artesanales en aguas profundas al frente de Barranquilla.

Lichi sueña con más graduaciones académicas, más bienes-tar y más reconocimientos para ADImujer, “porque los certifi-

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cados, los trofeos, esos quedan para siempre, siempre pode-mos volver a ellos. Además, sueño con que ellas, las mujeres más jóvenes, puedan asumir esto y ayudarme cuando ya no pueda… Esto es de ellas, ¡que sigan!”. Ella todavía recuerda esa tarde lejana en que se bajó del bus en la terminal de Santa Marta: venía cargada de sueños y todavía no conocía el sabor del mar. Hoy esos sueños habitan su casa y en su mesa se sirve el pescado que atrapó con sus propias redes.

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La raíz que reconcilió

a dos comunidades

AsoproSanJosé

Bojayá.Chocó,

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La raíz que reconcilió a dos comunidades

AsoproSanJosé

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Comunidades indígenas y afrodescendientes de Bojayá han encontrado en el cultivo y la comercialización de esta

planta una fórmula para trabajar en equipo y buscar el desarrollo que el municipio necesita.

Baldolovino Dumaza es un indígena embera que vive en Be-llavista, la cabecera municipal de Bojayá, en Chocó. Él y su comunidad tienen una tradición en el cultivo de la cúrcuma o, como suele conocerse en varias partes de Colombia, del ‘azafrán de raíz’, que utilizan para tratar enfermedades y como pigmento, para ponerles color a sus artesanías.

“Antiguamente, las comunidades indígenas venían manejando la cúrcuma, pero no la conocían por ese nombre, sino por el de azafrán. Cuando escucharon hablar de la cúrcuma, todos se sorprendieron porque era un nombre desconocido”, ex-plica con voz pausada Baldo, como lo conocen en el pueblo.

Se suele confundir la cúrcuma y el azafrán e, incluso, creer que es la misma planta. Pero el azafrán es el condimento típico de las paellas; sus hebras rojizas provienen de los es-tigmas secos de una flor cultivada principalmente en Irán; se consiguen empacados en cajitas en cantidades muy peque-ñas, y pueden alcanzar precios exorbitantes –un kilo puede costar más de veinte millones de pesos–.

La cúrcuma, en cambio, es una planta de grandes hojas que crece con facilidad en las regiones tropicales. Con sus ex-tractos, la industria alimentaria y textil crea colorantes de un naranja intenso, utilizado con frecuencia en fábricas en todo el mundo. Su raíz, que puede picarse, rayarse o molerse, es un condimento cada vez más común en la cocina y, al ser un ingrediente principal del curry, un baluarte de la gastronomía de la India.

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En Bojayá, la cúrcuma se ha convertido en un proyecto pro-ductivo y social cada vez más potente. Y para una comunidad atravesada por el conflicto armado y la violencia del narco-tráfico, su cultivo y comercialización han tenido un valor que va más allá de lo monetario. La planta y sus derivados han logrado fortalecer tejidos en una población compuesta por un entramado de comunidades indígenas y negras, que no siempre habían podido coordinarse para sacar adelante a su municipio.

Casa por casa

El afrocolombiano Edwin Allín es amigo y socio de Baldovino Dumaza, indígena embera de Bellavista. Desde 2011, ambos impulsan la producción de cúrcuma en Bojayá, no solo para contribuir a la productividad de la población –en su mayor parte rural–, sino también para unir a sus comunidades. “Este es un pueblo muy tranquilo, la economía es 100 % agrícola. La gente vive de cautivar plátano, borojó y yuca, pero en peque-ñas cantidades. En lo que más se ha profundizado ha sido en el tema de la madera, sacan mucha madera”, explica Edwin.

Edwin y Baldovino cuentan que buena parte de los proyec-tos productivos que llegaron a Bojayá para apoyar a la po-blación, después de la masacre de 2002, no tocaban a las comunidades que lo necesitaban. Entonces, descubrieron que la cúrcuma se podía sembrar masivamente entre los cul-tivos de plátano que abundan en la región y decidieron salir y despertar el interés de las comunidades. “Hicimos campaña casa por casa, familia por familia, para que se integraran a nuestro proyecto. Y nos fue bien”, dice Baldovino.

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En 2011, los dos amigos fundaron, con el apoyo de la bacte-rióloga Céfora Lloreda, esposa de Edwin, la Asociación de Víctimas del Conflicto Armado y Población en Situación de Vulnerabilidad (Asovivu). La organización ha logrado algo has-ta ahora difícil en Bojayá: que las comunidades afrocolom-bianas y las indígenas –que habitan los trece resguardos que abarca el municipio de Bojayá– logren trabajar juntas. Y los resultados, hasta ahora, son positivos. Hoy los trabajadores de Asovivu no solo saben alistar la raíz de la cúrcuma para la venta, sino que también producen harina y aceite, que puede obtenerse de las grandes hojas de la planta y de la raíz.

“Esto es histórico”

Según los cálculos de Edwin, ya cerca de 280 familias se benefician de la producción en diecisiete hectáreas dis-tribuidas entre corregimientos y veredas a lo largo del río Bojayá. Se trata de un logro excepcional en un lugar de Co-lombia donde la pobreza impera y la falta de oportunidades ha forzado a muchos, especialmente jóvenes, a buscar mejor suerte en la ilegalidad. “Hay gente que le dice a uno: ‘Gracias a ese cultivo he podido matricular a mi hijo en la universidad o he arreglado mi casa’. Ahí es donde uno ve que está ha-ciendo efecto el proyecto”, dice Edwin.

La iniciativa también ha tendido un puente de trabajo entre las comunidades negras e indígenas, y entre liderazgos locales que, por diferentes razones, nunca habían podido colaborar. Así, la cúrcuma ha sembrado en Bojayá un mensaje sobre las ventajas de la cooperación. Edwin lo subraya así: “Que un afro le regale unas semillas a un indígena para que siembre un cultivo es histórico. Eso acá nunca se había visto”.

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Gracias a ese cultivo he podido matricular

a mi hijo en la

universidad.

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Entre las buenas noticias que este proceso social ha dejado en los últimos nueve años, hay una que se dio entre el 2016 y 2018. En esos años, la Corporación Reconciliación Colombia estuvo al frente de la convocatoria Innovaciones Para la Paz y la Reconciliación, que reunió 1.885 millones de pesos para apoyar iniciativas y contó con el respaldo de Ecope-trol, la Embajada de Suecia y el Programa Alianzas para la Reconciliación de USAID y ACDI/VOCA. Uno de los dieci-siete ganadores del concurso fue, justamente, un proyecto de producción y comercialización de cúrcuma de Bojayá, compuesto por dos asociaciones que nunca antes habían podido trabajar juntas: Asovivu, de Edwin y Baldovino, y la Asociación de Productores de San José (AsoproSanjosé).

En 2019, en una reunión de sostenibilidad organizada para los proyectos productivos de la convocatoria de Reconciliación Colombia, Wilson Romaña, representante de AsoproSanJo-sé, dijo lo siguiente: “Con mi cúrcuma quiero dejar una huella de esperanza y unidad. Hemos logrado que las comunidades afro e indígena trabajen de manera conjunta en un territorio que ha sido afectado por el conflicto”. Esta organización re-úne a 146 asociados, investiga sobre el uso y la producción de cúrcuma en Bojayá y comparte con Asovivu la planta de beneficio que pudieron erigir con el apoyo recibido y que les permite procesar la harina y el aceite de la cúrcuma.

“Que un afro le regale unas semillas a un indígena

para que siembre un cultivo es históri-co. Eso acá nunca se había visto.”

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Esta raíz se convirtió en un ingrediente para la

reconciliación, unió a la comunidad indígena y a la

afro, permitió construir nuevas realidades y soñar

en colectivo.

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Cúcuta.Norte de Santander,

Co.

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”...Tenemos la intuición de que la cocina, los

alimentos y el ritual de compartir la mesa son estrategias poderosas

para recordar los puentes que nos unen y para

generar espacios para el entendimiento y las

sensaciones compartidas.”

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La gastronomía es un lenguaje de reconciliación, especialmente en conflictos fronterizos y migratorios.

Espacios culinarios y recetarios binacionales ejemplifican esta posibilidad. En cúcuta, un proyecto hizo que

venezolanos y colombianos departieran alrededor de sus manjares compartidos.

Sin olvidar el riesgo de romantizar símbolos culturales y momentos de comunión, los ejemplos de espacios culina-rios que han hecho milagros o que, al menos, han motivado procesos sociales positivos son inagotables. El conflicto mi-gratorio entre Estados Unidos y México es uno de ellos. El movimiento masivo de mexicanos hacia su vecino del norte inició en 1850 y creció progresivamente hasta ser acele-rado entre 1970 y 1990, cuando la economía mexicana se derrumbó. Como consecuencia de estos flujos de personas y bienes –pero también de esperanzas, miedos, expecta-tivas, estrellones y transgresiones de todo tipo–, vino un fenómeno gastronómico: la influencia de la comida mexica-na y sus ingredientes en el sur de California, varias ciudades del medio este y otras más en el país. Ocurre lo mismo con la influencia de costumbres alimentarias del sur de Estados Unidos en el norte de México y otras regiones, empezando por el híbrido culinario llamado Tex-Mex. La manera en que muchos americanos han abrazado una parte importante del patrimonio culinario mexicano, con negociaciones, apro-piaciones, irrespetos y situaciones discriminatorias, pero también con expresiones de tolerancia, mestizaje, recono-cimiento y solidaridad, es indicativa. La reconciliación es el concepto clave y el plato es el lugar para que esta florezca.

El sur de California fue parte de México hasta bien entrado el siglo XIX. La frontera comparte el gusto por la tortilla de trigo más que por la de maíz (lo cual responde también a la

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producción agrícola de la región de un cereal traído original-mente por los españoles). Y algunas investigaciones afirman que el chili con carne es una derivación de una receta prove-niente de mujeres mexicanas en territorio, ya para entonces, estadounidense. Las recetas de esa frontera y sus alrede-dores tienden a ser más simples, precisamente porque se privilegia el sabor de la carne a la barbacoa y técnicas simi-lares, y no de los condimentos (como sería en el caso de los moles y otras salsas más complejas). El nombre formal de las populares semillas de calabaza en varias partes de Estados Unidos es “pepitas”, un pequeño pero poderoso símbolo de aceptación. Los bocados binacionales incluyen también los aguacates, las versiones artesanales e industriales de la famosa ‘salsa’, el guacamole y el picante en general, el cilan-tro, los fríjoles negros, los moles y guisados, y, por supuesto, tacos y quesadillas de todo tipo.

La frontera entre Alemania y Polonia –y la de esta última con su poderoso vecino, Rusia– refleja procesos similares. Allí, las historias de héroes y víctimas, de violencias con sus res-pectivos sufrimientos y victorias, permitieron que se preser-vara lo local a la vez que se adoptara lo migrante. Repartida entre Rusia, Prusia y Austria hace dos siglos, luego recupe-rada y reconstituída en la segunda década del siglo XX, in-vadida y atacada por los nazis en 1939 y entregada a la Rusia comunista en 1945, Polonia ha sido un receptáculo culinario, con una herencia alimentaria a veces rica y a veces austera y escasa, pero siempre diciente. El servicio de comedores populares llamado bufet, por ejemplo, se institucionalizó tras la ocupación rusa al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Así como los llamados milk bars, un formato de cafeterías económicas. Además de platos como los pierogi –especies de dumplings–, hoy plato nacional; pancakes de manzana y de papa, albóndigas, chuletas de cerdo, guisados de corte alemán, panes ‘estilo europeo’ y varios tipos de hojaldres

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y pasteles de origen judío, muchos de ellos con influencia germana y húngara.

“Mi pasaporte es el ají dulce”

Por iniciativa de la Corporación Reconciliación Colombia, entidad que promueve el reconocimiento y la transforma-ción de prejuicios, así como la generación de espacios que habiliten la confianza en el otro, el pasado 12 de febrero se reunieron 25 personas de nacionalidad colombiana y venezolana en la cocina de la Biblioteca Pública Julio Pérez Ferrero de Cúcuta. La explosión demográfica que ha susci-tado la migración de venezolanos es inminente. Según datos de Migración Colombia, hay 1’771.237 venezolanos en el país. De estos, 754.000 son regulares y 1’017.152 irregulares. Esto ha redundado en complejos conflictos sociales y eco-nómicos, particularmente en Cúcuta, donde residen casi 100.000 venezolanos.

Pero los invitados no hablaron de política ni de economía: fueron a preparar recetas que mezclan la tradición de los dos países y que están basadas en plantas de la región –plantas que, de hecho, en su momento, también migraron–. Los invitados, que incluían tres cocineras venezolanas y una colombiana, así como una investigadora culinaria que fungió como facilitadora, elaboraron un menú con sabores com-partidos y también con matices y especificidades locales: ensalada de guatila, mute santandereano, molidos de mico y arepas de yuca con ají dulce, entre otras cosas. La intención: hacer evidente que la migración enriquece las culturas de ambos países y que en la comida hay una oportunidad para la reconciliación.

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“Trajimos en la maleta

nuestras costumbres y nuestras

tradiciones.”

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“Cuando los conflictos o las crisis aparecen, los diversos intereses chocan y, por ello, los vínculos de la sociedad se erosionan, se tensionan”, sostiene Sergio Guarín, direc-tor ejecutivo de la Corporación Reconciliación Colombia. “Reconciliarse es, precisamente, recomponer esas relacio-nes que se han fracturado y, para que ello sea posible, es necesario arriesgarse a pensar distinto y estar dispuesto a superar los propios prejuicios (…). Tenemos la intuición de que la cocina, los alimentos y el ritual de compartir la mesa son estrategias poderosas para recordar los puentes que nos unen y para generar espacios para el entendimiento y las sensaciones compartidas”.

Algunas de las voces presentes dan cuenta de lo sostenido por el director de esta corporación. La venezolana Verónica León, una de las invitadas a preparar al menú, nació en Cara-cas pero vivió en San Cristóbal antes de migrar a Colombia con su hija América y su esposo colombiano, Sergio – des-plazado a su vez por la violencia en Colombia, años atrás–. “Trajimos en la maleta nuestras costumbres y nuestras tradi-ciones. Mi pasaporte es el ají dulce, el mango, el papelón y la arepa”, dice para resumir su duro y emotivo proceso.

Por su parte, Lala Lovera, directora ejecutiva de Comparte por una vida –una organización que trabaja por combatir la desnutrición infantil en la población venezolana–, sabe que sentarse a la mesa a compartir es un símbolo muy poderoso y una manera de devolver la dignidad a los migrantes vene-zolanos que han tenido que pasar por momentos sumamente difíciles. Y Eliany Gómez y Jhon Ramírez, provenientes de San Antonio del Táchira y estudiantes hoy del colegio La Frontera, ayudan a Leonor –una de las cocineras colombianas– a ama-sar el maíz para los envueltos. Extrañan sabores y modos de preparar, pero encuentran nuevas cosas para comer también. Se adaptan, aprenden, prueban y extrañan de nuevo, aspi-rando a construir una vida tan lejos y tan cerca de lo propio.

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Carmelina, Cira Krisbel, Yeira, Abdul, Verónica, Arthur y Militza, ciudadanos venezolanos invitados también a este en-cuentro, están aprendiendo a vivir en nuevas condiciones, muchos motivados por las posibilidades de un emprendi-miento gastronómico en el que aprovechan su identidad como venezolanos, pero en la que también reconocen los gustos cucuteños y regionales, poniendo a pulso creatividad y constancia y, por supuesto, toda valentía y resiliencia. Ellos representan la situación de millones de personas que viven cotidianamente la angustia del alimento que escasea o está completamente ausente –con las implicaciones nutriciona-les y emocionales que esto implica– pero también el efecto sanador y el enorme poder de la cocina para restituir y nutrir en el sentido más físico y sublime de la palabra.

De gustos y acuerdos

Las tribus vikingas y otros varios grupos enfrentados a lo largo y ancho de Europa en la Alta Edad Media negociaban al calor de una cerveza y un buen trozo de pan.

Indígenas americanos y españoles terminaron por compar-tir amasijos derivados del casabe y de los panes de trigo europeos –algunos tipos de arepa, almojábanas, panes de maíz y colaciones, por ejemplo– y licores como el pulque, el mezcal y el aguardiente de caña, como parte de una lista extensa de negociaciones culinarias.

En Berlín, un grupo de personas de origen sirio invitan pe-riódicamente a compartir su mesa a locales y refugiados, preparando platos sirios como mahshi (sabroso guiso de ve-getales rellenos de arroz) y layali lubnan (dulce consistente

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de leche y semolina, enriquecido con pistachos y aromati-zado con almíbar de agua de azahar y de rosas).

En Estados Unidos, las comunidades afrodescendientes han aportado a la cultura culinaria nacional en centenas de pla-tos que conforman la llamada soul food .

El Programa New Nordic Food, una iniciativa de unión del consejo de Ministerios Nordicos, se basa en la ‘gastrodiplo-macia’ y se inspira en el movimiento de la Nueva Comida Nordica (y su manifiesto declarado en 2004), para consoli-darse en el futuro como la región transnacional más soste-nible del mundo en producción alimentaria y consumo res-ponsable de comida.

* Texto publicado en la Revista Credencial por Juliana Duque, consultora, escritora y editora sobre temas de gastronomía y cocina con PhD en Antropología Sociocultural de la Universidad de Cornell y formación en filosofía.

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Créditos

TextosSantiago Silva

CoordinaciónJulia Roldán

Diseño e ilustraciónLaura Alcina

2020

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Esta publicación fue posible gracias al generoso apoyo del pueblo de Estados Unidos a través de su Agencia para el Desarrollo Internacional

(USAID). Los contenidos son responsabilidad de la Corporación Reconciliación Colombia y no necesariamente reflejan las opiniones de

USAID o del gobierno de Estados Unidos.

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