(HO) LUGARES · vida de los ojos de la infancia. Acordonarte, llamar a seguridad, echar los balones...

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(HO) LUGARESVarias autoras

Primera edición: Noviembre 2017

Edición: Alunizajes EditorialPortada: Ana NanCorreciones: Laura del Pozo

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Clara Yan

Andrea Rifón

Ana Nan

Ana Nan

Ana Nan

Ana NanTipa de Incógnito

Gemma Ramírez

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Prólogo Ana Nan

Mirar de fuera hacia dentro. Quiero decir: verse en un espejo el alma reflejada. Perdón: romper quien eres, destruir lo que crees, sepultar la mirada ingrá-vida de los ojos de la infancia. Acordonarte, llamar a seguridad, echar los balones sobre el propio teja-do. Cada vez más dentro, volver a mirar de fuera a dentro para entender el conjunto. Estar aquí, entre las hogueras sin historias y entre las cenizas rotas.

“has construido tu casahas emplumado tus pájaroshas golpeado al vientocon tus propios huesos

has terminado sola lo que nadie comenzó.”

Alejandra Pizarnik

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¿Por qué sigo esperando lo que otros esperan de mí? Estoy gritando aún, pero el sol ya ha silenciado las vallas publicitarias que te invitan a ver pisos piloto, que te reclaman ser aquí y ahora, en este instante. No tener demasiado de todo, salvo de tristeza claro, determina y significa. Y si esto no puedes: aquello; y si aquello tampoco: deja esto donde está.

Si hay que dejar algo, dejadnos en paz, si desde el principio criamos y lloramos la Tierra, dejadnos en paz. Si mirar no significa ver, busca desorbitada-mente las fracturas en lo común, reconstruye los cimientos sobre una incertidumbre distinta.

Si has roto el exterior y estas mirando hacía aquí, tan aquí, no frenes en seco porque tal vez pueda interesarte el laberinto de estos vínculos propios.

Pero qué sabemos nosotras si con cuarto de siglo pasado deseamos las arrugas que ostenta la

victoria. ¿Por qué no empezar a mirar la soledad que descansa en cada esquina? Quizá no la encuentres porque aún no hemos terminado de barrer el polvo. Quizá no volvamos a hacerlo ahora que las escobas son nuestro medio de transporte hacia el exterior. Demos la vuelta a los símbolos, sumemos más, aún un poquito más.

¿Quién dice que no puedo gastar algo de tiempo en daros las gracias?

Aquí están algunos de nuestros silencios.

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Entre cajasBeatriz MedinaIlustra: Clara Yan

¿Qué es ese ruido? Nunca lo había escuchado... ¿Por qué mamá no para de hacer esos movimien-tos tan raros? Empuja una caja, vuelve... empuja otra caja, vuelve... Qué raro, no me han enseñado nunca ese juego. Aunque la cara de mamá no es la misma que cuando está jugando... ¡¡Lo tengo!! ¡Es un regalo! Mi nueva cama, ¡por fin!

Uy, ¿qué suena ahora? ¿Es Adriana? ¡¿Está lloran-do?! ¡¿Por qué está llorando?! ¡¡Adrianaaaaaaa!!

Ay, ay... ¡que va mamá a la habitación!

- Hija, ¿puedes dejar el berrinche para otro momento y ayudarme?

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- No me apetece.

- No me lo pongas más difícil, por favor. Entiendo que no quieras irte, pero ya te expliqué que es lo mejor para las dos.

- ¿Irnos? ¿Dónde nos vamos? ¡¡Ey!! ¡Mamá! ¡Adriaaanaaa! ¿Donde nos vamos? Yo también voy, ¿no? ¡Holaaaa! ¡¡Hacedme caso!!...

- ¡¡Cállate Rufus!!

- Es lo mejor para tí mamá, yo tengo mi vida aquí.

...

¡Eh! ¿Ya es la hora de pasear? ¿Qué es eso? ¿Me tengo que meter ahí? ¡Puedo ir andando! Siempre voy andando. Bueno, vale. Esto se mueve mucho... ¿Dónde estamos? ¿me vais a dejar aquí solo? ¡¡No cierres la puerta, mamá!! ... ¿Hola? ¿Hay alguien? Otra vez el ruido... ¿Dónde vamos? ¡¿por qué nadie me cuenta nada?!

Venga, tranquilo... vas a respirar, te vas a tumbar y a dormir. Adriana y mamá te quieren mucho, no van a dejar que te pase nada.

- Cariño, ¿llamaste a tus amigas para despedirte?

¿Despedirse?... eso es que no vamos a volver... ¡¡No me he despedido de Luna!! ¡Eh! ¡Oye! Tengo que volver, ¡no me he despedido de Luna!

- No, no me he despedido.

Otra vez está llorando Adriana... Creo que no se quiere ir. Claro, mamá nunca nos pregunta, siem-pre toma ella las decisiones importantes.

Además, tampoco ha podido despedirse de sus amigas o no ha querido. Creo que también pien-sa que vamos a volver a casa, no se ha dado cuenta de que cuando mamá toma una decisión es difícil llevarle la contraria... Como cuándo decidió cortarme el pelo, o cuando tiró mi conejo de juguete...

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... ¿Ya hemos llegado?

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La madre de mi hija Paula AguirrezabalaIlustra: Ana Nan

Cuando tenía nueve años me pusieron brackets. Eran los setenta, así que llevar aparato no suponía tener hierritos rodeados por gomas de colores, sino tener la boca de una bestia mecánica.

En mi clase había una niña que no paraba de bur-larse de mí canturreando: «dientes de alambre, dientes de alambre». Hasta que un día mi hermana, cinco años mayor que yo, la oyó y le ató las trenzas a la verja del patio del colegio.

Pensé que siempre sería así: yo lloriqueaba porque alguien o algo me hacía daño y mi hermana aparecía como una superheroína enfundada en sus mallas fucsias y amarillas.

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Craso error.

Transcurrieron los años, ambas nos enamora-mos y alejamos de la aldea minera que nos vio nacer. También parimos niñas, niñas inquietas como el murmullo de las horas recorriendo un reloj de bolsillo.

Mi hija creció, detestó el puré de verduras, le cogió miedo a los telesillas y se fue a estudiar periodismo a Copenhague. Allí fue donde la depresión y la ansiedad la infectaron como el humo de tabaco negro a los fecundos pulmones de un bebé albino.

La traje conmigo a casa y, después de un viaje en coche de veintidós horas y treinta y cinco minutos, sólo articulaba que quería morirse y que, por favor, la dejara irse.

Evidentemente ignoré su decisión. Traté cada día de levantar su cuerpo menudo y frágil de la cama. Intentaba que comiese algo, que dejase

de escribir poemas tristes, que entendiera que era amada y que la vida le aguardaba guirnal-das de colores vivos y amor tibio. Yo no com-prendía la magnitud de su enfermedad o que su cerebro no funcionase como debería funcionar. A mí nunca me hablaron —ni en la EGB ni en COU ni en la facultad de derecho— sobre las enfermedades mentales. Las amigas de mi hija tampoco entendían los salvajes vaivenes de sus estados de ánimo y fueron, paulatinamente, abandonándola. Mi pequeña se disolvía como un azucarillo en la lengua de un caballo moteado.

Una noche de septiembre, me sobresaltó la llamada de mi hermana. «Elisa es una droga-dicta», dijo su escandalosa voz. «Se ha metido de todo en Dinamarca y por eso escribe esos horrendos textos sobre la sangre y los cuchillos. Por eso no quiere ver a nadie ni que píen los pajarillos, por eso todas sus amigas se han ido de su lado. ¡Yo tampoco querría que mi hija se relacionase con alguien así!».

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Bien, caso cerrado. Me resultaba mucho más fácil combatir una drogadicción que una depre-sión aguda. Tenía más claro el enemigo a abatir. Al fin y al cabo, lo había dicho mi hermana... la hija de mis padres, la cómplice de mi niñez, aquella que aguardaba a mis terrores para destruirlos, ¿no? Porque eso es lo que hacen las hermanas.

Me pasé el resto de la noche investigando en internet los mejores centros de desintoxicación del país. Elisa sanaría y volvería a ser la joven ocurrente que había sido siempre.

Pero, de pronto, caí en la obviedad: ¿cómo se drogaba mi hija si jamás salía de la habitación que parecía tenerla cautiva? Su padre y yo te-nemos acceso a su cuenta bancaría y no había sucedido ni el más mínimo movimiento extraño. Elisa iba de la cama al baño, del baño al sofá y del sofá a la cama. No lograba entender por qué mi hermana me había dicho algo tan mezquino en el momento más duro de mi vida.

Cuando le dije que era imposible que Elisa se drogara, me dijo que estaba intentando pro-tegerla y que estaba ciega, que ya me daría cuenta con el tiempo y que no contase con ella para nada.

Así fue cómo mi hermana me dejó sola. Así fue cómo acabe siendo hija única.

Dos meses y medio después mi hija se suicidó.

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El amanecer de los burrosAnto de los TulipanesIlustra: Andrea Rifón

Empieza...

Bien, amanecemos con las manos calientes y en medio de lo verde. ¿Qué hacemos aquí? ¿Quién nos mandó llegar hasta aquí? Tenemos el cuerpo cansado, nuestro aliento sigue oliendo a menta, aunque nuestra saliva sigue conteniendo trozos de una nuez que fue lo suficientemente grande como para alimentar a un número no determinado de cuerpos. Respiramos y volvemos a tumbarnos donde por primera vez abrimos los ojos. Alguien decide coger una polilla que parecía querer llegar hasta el Sol y sentarla sobre un ladrillo al lado de una luciérnaga, la cual había pensado en ir a hacer el amor con la

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Luna la noche anterior. Hacer el amor y que sea de noche, así, es como parece ser que se mide el tiempo: algo germina, nace y luego duerme, y luego come, y sigue durmiendo, y así, entonces, se miden los tiempos. De noche, y ya pensando en la existencia de un futuro, volveremos a procrearnos y volveremos a existir, hasta que tal vez, y sólo por un golpe de suerte, el universo decida volver. Volver como a donde una vez estuvo, en la caja torácica de una aspiradora, que por susto nos vomitó, pero que está buscando digerirnos y no expulsarnos de nuevo.

Mientras tanto, lo que llamamos “tiempo” sigue sucediéndose, ramificándose en cuerpos. Pero parece que a los aquí presentes nadie nos enseñó qué es el tiempo compartido: ni las películas hablan de cómo se forma una amistad, porque siempre muestran cómo se forman las parejas, ni sabemos por qué nuestros padres no nos comentaron que ellos nos entendieron como segundos de sus propios relojes. Pero aquí, quienes estamos aquí presentes, quienes

amanecemos con las manos calientes y en medio de lo verde, no sabemos a qué aguja agarrarnos ni si acaso debemos atarnos un contador a la muñeca.

Caminamos unos cuantos pasos, hacia arriba. Llegamos a la cima de la montaña. Suena un disparo. Alguien se precipitó sin que pudiésemos pararlo. En ese sentido, el tiempo sigue transcu-rriendo del mismo modo.

Nos dedicamos a observar cómo el cuerpo, con-ducido por la gravedad, se golpeaba contra las rocas. Estuvimos mirándolo hasta que desapare-ció por la erosión y putrefacción del cuerpo, no porque ninguna bestia se lo hubiera llevado. Y hasta que se descompuso, nos dedicamos a gritar, sin cambiar de tono, respirando circularmente. De pronto, todos dejamos de gritar y aparece de detrás de un árbol quien es mi padre tan sólo por un segundo, gritando sonidos de ciervo. Vuelve en dirección al bosque. Cojo aire.

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- Yo: (desde la cima de la montaña) ¡Clávame tus balas, padre! La boca de tu escopeta, ¡que me mire! y me rompa el pecho en un túnel, el mismo que me vio nacer. Y déjalo que crezca, y podré respirar lo húmedo. Déjame ir, a golpe de tu pis-tola, así como cuando me decidiste.

Mi padre comienza a hacer sonidos de ciervo.

- Yo: ¿¡Dónde te escondes!? Nos sacasteis de vuestros paraísos románticos con monstruos y tuvimos que subir hasta la montaña para sentir-nos a salvo, pero sólo nos alejó de vosotros. Aquí arriba no hay ninguna protección más que la dis-tancia que nos separa. ¡Seguimos siendo jodida-mente vulnerables!

- Cuerpos: (todos los cuerpos que están en la cima de la montaña hablan al mismo tiempo) ¿Por qué seguís apuntándonos con vuestras escopetas? Hemos renunciado a que nuestras carnes sean de vuestro alimento. Nuestros cuerpos, aquí arriba, ya no son representativos.

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Si ya no vamos a servir de nutriente. ¿Para qué seguís queriéndonos matar?

Me convierto en ciervo. Corro colina abajo. No tengo mucho control de mi cuerpo, siento como mis patas se sienten incapaces de funcionar, como si por el terreno sobre el que me deslizo no fuera el propio para mi cuerpo.

Continúo a toda velocidad y con mis ojos mirando hacia el suelo, hasta que reconozco los pies de mi padre. Freno. Alzo el cuello hasta que mi morro roza su nariz. Nos miramos frente a frente.

(Reproduzco el sonido del disparo de su escopeta).

- Yo: Y así, ahora, cuando yo te disparo siendo ciervo, es cuando tal vez entiendas el dolor del tener que imitarte, desde este cuerpo, para que así puedas entender la pena de un cuerpo híbri-do que ha de reflejar tus estruendos para que puedas escucharme. Estruendos que tú recono-ces, que escuecen mi garganta.

Oscuridad total

Se escucha un silbido constante producido por varios cuerpos. Provienen de la distancia, desde la cima de una montaña que fue ocupada por perso-nas desterradas.

Continúan los silbidos. Parece que nunca van a poder cesar.

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Maldita biologíaInés García ArribasIlustra: Ana Nan

Dijeron que el abuelo se había ido a dar un paseo por el campo con sus amigos. Que se había sepa-rado del grupo y que, despistado, se había caído al río. Dijeron que no sabía nadar.

Para mí la historia tuvo sentido. Hay verdades incuestionables, sobre todo cuando una tiene cuatro años. Y yo decidí creerme esa versión de los hechos.

Hubo tareas de búsqueda toda la semana. De alguna manera me sentía importante, por el prota-gonismo que había cobrado mi familia en el pueblo. Además, yo estaba contenta porque me dejaron quedarme a dormir en casa de mi prima Paula toda

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la semana y nos pasábamos las tardes jugando con sus muñecas y viendo una serie de adolescentes que echaban en la televisión. A mí nunca me de-jaban ver la tele por las noches. Fue una semana muy divertida y notaba esa libertad extraña que se siente cuando los mayores están más pendientes de otra cosa, una de la que, que por supuesto, no hacen partícipes a los niños.

Todos me preguntaban cómo me sentía. Yo res-pondía afectada delante de mi madre, acorde a la circunstancia. A esa edad una ya va entendiendo cuándo hay que poner voz grave, guardar silencio e imitar la cara de los adultos.

A pesar de cómo estaban las cosas, yo sabía que lo iban a encontrar. A mi abuelo le encantaba dar pa-seos por el campo. Casi siempre se iba solo, y de vez en cuando, nos llevaba a mi hermano y a mí. A veces se iba durante días, pero siempre volvía.

Era un hombre serio en general, pero sonreía cuando estaba con nosotros. Cuando lo veía llorar,

yo le pedía que nos fuéramos de paseo, a dar de comer a los patos del parque. Si era otoño com-prábamos castañas calientes. Si era verano, to-mábamos un refresco, y a él se le pasaba pronto el disgusto. También nos llevaba a la escuela de música. Lo que más disfruté de aquellos tres años de conservatorio fueron los viajes de ida y vuelta, siempre con él. El piano era secundario. Cuando estaba en casa lo veía cansado y de mal humor. A veces, mi madre lo tenía que llevar con sus her-manas a un hospital extraño, donde los enfermos eran un poco raros.

Mi abuelo había sido un hombre complicado y yo tardé un tiempo en entender esa manera de ser.

Diez años después, mi abuela se puso enferma con alzhéimer y cada semana mi madre y sus hermanos se turnaban para cuidarla. Un día, mi madre me dijo que nuestro historial familiar daba para una película de Almodóvar. Yo no entendí a qué se refería y le dije que muchas de mis amigas tenían abuelos con alzhéimer. Entonces nombró al

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abuelo y se hizo un silencio. Dijo algo así como: «Y lo que hizo tu abuelo». Se le quedó una cara triste, y aunque no comprendía que quería decir, me callé de nuevo. El abuelo no había hecho nada más que morirse, y según tenía yo entendido, todos nos íbamos a morir. Así que no lo veía para tanto. Por aquel entonces, yo pensaba que lo de la muerte era algo que, simplemente, pasaba. No podía imaginar que alguien pudiera querer morir-se a propósito.

Creo que fue en la tercera cita con la psicóloga cuando acabé de comprender la historia. Resultó que la depresión es un monstruo que no siempre se desata por alguna tragedia particular. A veces surge de pronto porque algo no termina de fun-cionar bien en el cerebro, y llega para quedarse. También comprendí que cuando esa depresión viene más de dentro que de afuera, es heredita-ria.

Y así llegó la angustia insoportable y la falta de oxígeno, también fuera del agua.

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El llanto de la niña se filtró al abrirse la puerta. «¿No podrías venir?» fue la pregunta lanzada a contraluz. Era el abuelo. Pese al silencio, seguro de que su hija estaba despierta, añadió:

Te echa de menos. Ya son cinco días los que lle-vas así.

Y ella, insomne, pensó: así es, cinco pesados días de eternidad concentrada. ¿Por qué la querían ha-cer sentir culpable si de nada tenía la culpa? ¿Por qué no la dejaban comenzar todo desde cero? Sin formularlo con nitidez (la estela de un pensamien-to), se preguntó por qué la exigían querer a la niña. Pero el llanto de pronto rebosó el dormitorio,

Alguien nuevo Pilar Bravo de LallanaIlustra: Gemma Ramírez

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como si la oscuridad lo reflectara, porque la abue-la se la había traído consigo.

- Anda, Clara, cógela, dijo al tiempo que dejaba a la niña sobre la cama. La niña sonrió al ver a la madre y se acercó gateando, revolviendo las sá-banas a su paso como un velero cortando el mar.

- Pero yo no quiero -respondió Clara-, no quiero verla: descubro en su rostro a su padre, que es un mentiroso, un asqueroso. Ahí está: el cabe-llo, rubio oscuro; la nariz ligeramente en pico; la profunda caída hacia la boca, la boca misma. Incluso los gestos, ahora, ¡miradla! Y se levantó de la cama de un salto por impulso de un acto re-flejo y se pegó de espaldas a la pared, porque, ajena hasta entonces al sentido trágico de la vida, todo le parecía imperdonable y definitivo. Señalando a su hija, continuó: -¿Qué quieres de mí? ¿Qué buscas?

La niña, creyéndolo todo un juego de la madre, rió, llamándola entre carcajada y carcajada, con

cuatro dientes de leche asomándose como focos fugaces.

- ¡Basta! ¡Basta, basta, basta! ¿Por qué te ríes? ¡No lo aguanto! -estalló a llorar la madre: -¿Quién eres? La espalda todavía contra la pared, preguntó quién era aquella criatura que la miraba con ojos interrogantes sobre la cama, ladeada la peque-ña cabeza, ahora que la razón por la que existía había dejado de existir (como un tumor del pasa-do, un paradigma de la consistencia del tiempo); y repitiéndolo una y otra vez, rompiendo su voz en mil pedazos, giró sobre sí misma y comenzó a golpear la pared. Y la niña, ante aquella reacción, nubló su expresión, gimoteó y gateó hacia su ma-dre. Alcanzó el borde de la cama y cayó de bruces contra el suelo.

¡Pum! resonó en el cerebro de los presentes. Y el llanto, acto seguido, se unió al de la madre como retazos zurciéndose por manos veloces. La madre

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se lanzó a recoger a su hija del suelo. Después, también por un acto reflejo (una sombra reco-giéndose en la parte baja de la pared como una prenda cayendo de la percha): - Ea, ea, ea, no ha pasado nada, mírame, decía; cura, cura sanita, ea, ea, ea…

Fíjate, Clara, pensó; el chichón cobra su forma pese a la presión de mis besos, y acariciar su breve espalda la calma a ella y me calma a mí. ¿Acaso era sencillamente eso, sin mayor miste-rio? Las lágrimas diluían el marrón de la mirada de la niña, tornándose del verde tardío del otoño: ¿acaso no eran suyos esos ojos? reconoció; y así continuaría, primero tranquilizando a su hija para después dormirla entre sus brazos, sin advertir que los minutos pasaban y que los abuelos habían apagado la luz y se habían marchado del cuarto. Se olvidaría de sí misma, se dejaría a un lado y sería un alivio enorme.

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UrracasTipa de IncógnitoIlustra: Ana Nan

Un salón con marcados contrastes de luz. El sol, aún brillante, debe de estar hacia el oeste. Se oyen tintineos de cacharros de cocina. Un sillón de mim-bre, delante de una mesa-camilla cubierta con un mantel decorado con motivos florales muy discretos y, sobre ella, una jarra llena de agua, se orienta ha-cia la televisión, que está encendida: tertulianos.

- Bazofia… - la mujer ha entrado al salón y farfulla mientras deja un plato humeante con sopas de ajo, una cuchara y un vaso. Cambia de canal, se sienta en el sillón y remueve las sopas a la vez que sopla. El gato que dormita en la ventana la mira con curio-sidad y comienza a emitir un gorjeo extraño al ver pájaros en la televisión.

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- … las urracas tienen un sistema de comunicación sonora muy complejo y no dudan en requerir la ayuda de sus congéneres cuando se ven en un aprieto: acosan en grupo a sus depredadores, aprovechan los últimos y sabrosos bocados de un cadáver una vez han terminado su festín buitres y milanos y almacenan comida y objetos esféricos brillantes que, en ocasiones, roban a los huma-nos…

- Qué capu…u…llas – comenta la mujer, socarro-na, al tiempo que se lamenta por la cucharada que acaba de quemarle la lengua.

- Es esa comunicación y capacidad colaborativa la que las convierte en una eficaz comunidad. Es-tas escandalosas aves también se han adaptado a los cambios que los humanos han hecho en la naturaleza, pero no han perdido su – con per-miso- urraqueidad: son unas desvergonzadas y siguen recurriendo a sus colegas córvidas cuando necesitan ayuda.

- ¿Se acaba de inventar una palabr…? – interrum-pe la frase cuando se atraganta con un sorbo de agua y tiene que toser. Se oye otra voz en la casa.

- ¡No te mueras! ¿Estás bien?

- ¡Sí! Que no sé beber, hija… ¡hay sopas de ajo para cuando quieras comer! – dice, mientras se limpia el agua que se le ha escapado por la nariz.

- ¡Voy!

- …familia, como ya hemos dicho, es la comunidad cuyos miembros se aman y cuidan con recipro-cidad; es el grupo más pequeño que sustenta a cada uno de los sujetos que la forman.

Se oyen pasos y ruidos en la cocina. A continua-ción, aparece otra mujer con su plato caliente y su cuchara.

- ¡Qué bien huelen estas sopas! Ay, mierda… ¿puedo usar tu vaso?

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La primera mujer asiente mientras termina su plato.

- ¿Dónde está Pancho? ¡Ah! – pregunta la recién aparecida mientras se quema la lengua.

- No sé, me parece que hoy curraba. Luego ven-drá contando las historias que le ocurren con los parroquianos. ¿Se habrá terminado el tabaco? ¿Le echarán en cara lo mal que pone el clarete con gas? ¿Habrá exterminado ya toda la vajilla?

La segunda mujer ríe.

- Qué boba… ¿Estás viendo urracas? ¡Qué majas! El gato se espurre en el alféizar, salta al suelo y se acerca a la mujer del sillón. Hace amago de subir a sus piernas. La mujer, con la cara enrojecida por el calor, termina la última cucharada de sopas y llama al gato.

- ¡Sube, Zarpas! – de un salto, el gato se aco-moda en su regazo esperando caricias - Sí, está interesante. Comparan el comportamiento social

de las urracas con el de los humanos… Me encan-taría formar parte del clan de urracas que vive a las afueras del pueblo y, así, poder robar objetos brillantes a los humanos. – dice, con una mezcla de aire soñador y bastante sorna.

- Eres humana, no creo que te aceptaran. Es más, te desvalijarían a ti – replica su compañera, incré-dula y con cierta malicia.

- Ya… somos demasiado destructivas. También tú… qué corta rollos – suspira y después añade, graciosa y con cariño - En ese caso me quedo con el cobijo que proporcionan mis familias: al fin y al cabo, pretenden ser como nidos de urraca.

- Qué emotiva ella – responde burlona, pero con-tenta.

Una urraca levanta el vuelo en la televisión y el gato, tenso, se lanza hacia la pantalla tratando de darle caza.

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La huida Lorena Madurga JimenezIlustra: Ana Nan

No sé si era sábado o domingo. Nos desperta-mos temprano y cocinamos. Pusimos la tortilla de patata y la ensaladilla rusa junto al que-so, el jamón y la fruta, en una de esas neve-ras azul cielo con bordes blancos, ya un poco amarillentos por el polvo acumulado durante el invierno.

Nos encantaba ir de picnic. A ella no le costaba y a mí tampoco. Somos de esas personas que no necesitan la comodidad. Nos adaptamos a lo que tenemos, y si no había mucho dinero en casa, pero queríamos salir, nos las apañába-mos. Las dos juntas hacíamos un buen equipo.

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Fue a principios de julio. Yo había terminado el colegio y el calor estaba llegando, pero no era un día sofocante. A decir verdad, donde yo me crié el calor casi nunca es sofocante.

Llegamos a la laguna rodeada de bosques de pinos. Era un sufrimiento caminar descalza por las hojas secas y puntiagudas de los pinos y los trozos de piñas. Nos instalamos y comimos las galletas que siempre comprábamos. Las vendían a granel y eran parecidas a las de té, pero mejores: más grandes, más ricas, más blanditas, rellenas de chocolate, de crema y de nata ¡Había diez tipos diferentes!

Yo me bañé y ella no paraba de decirme que es-taba hermosa. Me miraba con ojos de orgullo de verme más mayor.

Cuando terminamos de comer, me quedé mirando las barcas que se podían alquilar para dar un pa-seo por la laguna, pero no dije que quería mon-tarme. Sabía que el dinero que teníamos era muy

justo y que esas barcas eran más caras de lo que podíamos permitirnos. Sin embargo, fue ella quien lo propuso y yo no opuse mucha resistencia. Lo estaba deseando.

Pedaleamos por un buen rato hasta que paramos en la parte profunda. Me tiré por el tobogán de la barca unas cincuenta veces, de todas las mane-ras que se me ocurrían. Me encontraba eufórica y feliz.

Llevada por esta euforia le dije que era el mejor día de mi vida. Ella se rio y me dijo que era una exagerada, pero en el fondo, me di cuenta de que le gustó.

Algo me invadió por dentro al decir esa frase. La culpa se apoderó de mí. Todavía no sé si estaba mintiendo o no, pero me arrepentí de haberlo dicho. En lo más profundo de mí, sabía que las cosas no estaban bien, y a lo largo del día, la nos-talgia no me dejó. Sentía ese nudo en la tripa que a veces aparece y no te deja.

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Tres días después, ella se despertó temprano para salir a trabajar. Entró en mi habitación, se acercó a mi cama y me dio un beso. Yo me hice la dor-mida, pero en cuanto se dio la vuelta, abrí un ojo y la vi marchar por el pasillo, ya iluminado por el sol de la mañana, en contraste con mi habitación, todavía oscura.

Cuando volvió de trabajar no había rastro de mí. Lo único que mi madre encontró fue un papel encima de la mesa de fumador del salón, escrito a mano, donde le decía que me iba. A pesar de que yo no estaba allí, la imagen del momento en el que ella encontró mi escueta carta no se me quita de la cabeza. Mi inocencia se acabó para ella. Su autoridad se acabó para mí. Y a las dos se nos partió un pedacito del corazón.

El miedo y el valor que sentí aquel día fueron el principio de mi huida.

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Fue cuando dejé de buscar mi hogardentro de otros y moví los cimientosde mi hogar conmigo

que descubrí que no hay raíces más íntimasque las que existen entre el cuerpo y la mentecuando deciden ser un todo.

Rupi Kaur

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