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HOJA DE RUTA UNIDAD 4 En esta hoja de ruta encontrarás los textos que están en la Unidad 4 como la página en la que empieza el texto. Bibliografía obligatoria: (PAG 2) SARTORI, Giovanni: “Ingeniería constitucional comparada”. Una investigación de estructuras, incentivos y resultados, FCE, México DF, 1994. Caps. V a VI (Comparative Constitutional Engineering. An Inquiry into Structures, Incentives and Outcomes, Macmillan. Londres. 1994, (pp. 97 a 135). (PAG 35) MALAMUD, Andrés: “Partidos políticos”, en Pinto, Julio (comp.) Introducción a la Ciencia Política, Eudeba, Buenos Aires, 2003 (pp 321 a 349) (PAG 65) ROSANVALLON, Pierre: “Introducción. Desconfianza y democracia”, e n La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza Manantial,BuenoAires, 2007 (pp 21 a 42) (PAG 78) GARRETON, Manuel Antonio: “La indispensable y problemática relación entre partidos y democracia en América latina”, en La democracia en América Latina. PNUD, Buenos Aires, 2004. (PAG 104) ARCIDIACONO, Pilar: “El protagonismo de la sociedad civil en las políticas públicas: entre el “deber ser” de la participación y la necesidad política, en Revista Clad Reforma y Democracia, número 51, 2011 (pp 1-14).

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HOJA DE RUTA UNIDAD 4

En esta hoja de ruta encontrarás los textos que están en la Unidad 4 como la

página en la que empieza el texto.

Bibliografía obligatoria:

● (PAG 2) SARTORI, Giovanni: “Ingeniería constitucional comparada”. Una

investigación de estructuras, incentivos y resultados, FCE, México DF, 1994. Caps.

V a VI (Comparative Constitutional Engineering. An Inquiry into Structures,

Incentives and Outcomes, Macmillan. Londres. 1994, (pp. 97 a 135).

● (PAG 35) MALAMUD, Andrés: “Partidos políticos”, en Pinto, Julio (comp.)

Introducción a la Ciencia Política, Eudeba, Buenos Aires, 2003 (pp 321 a 349)

● (PAG 65) ROSANVALLON, Pierre: “Introducción. Desconfianza y democracia”, en

La

contrademocracia. La política en la era de la desconfianza Manantial,BuenoAires,

2007 (pp 21 a 42)

● (PAG 78) GARRETON, Manuel Antonio: “La indispensable y problemática relación

entre partidos y democracia en América latina”, en La democracia en América

Latina. PNUD, Buenos Aires, 2004.

● (PAG 104) ARCIDIACONO, Pilar: “El protagonismo de la sociedad civil en las

políticas públicas: entre el “deber ser” de la participación y la necesidad política, en

Revista Clad Reforma y Democracia, número 51, 2011 (pp 1-14).

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Publicado en Introducción a la Ciencia Política, Julio Pinto (compilador), Eudeba, Buenos Aires, 2003 (cuarta edición).

Capítulo 7

PARTIDOS POLÍTICOS

Andrés Malamud*

El origen Los partidos políticos, en la acepción más amplia del término, poseen hoy una característica significativa: su universalidad. No hay casi país independiente que pueda exhibir un sistema político carente de partidos, a no ser por dos casos particulares: un puñado de sociedades tradicionales de estructura familiar-patrimonial como las que pueblan el Golfo Pérsico, y las dictaduras militares que son, sin embargo, fenómenos siempre temporarios (Ware 1996). Aparte de tales excepciones, y no obstante el tipo de régimen, la ubicación geográfica o los antecedentes históricos, cada estado-nación cuenta con (al menos uno de) estos actores institucionales. Más aún, ninguna democracia occidental –u occidentalizada— es concebible sin ellos. Semejante omnipresencia no implica que todos los partidos tengan la misma naturaleza ni que cumplan estrictamente las mismas funciones; mucho menos, que las causas de su existencia puedan encontrarse en leyes sociales universales o en una ubicua voluntad creadora del hombre. Antes bien, y haciendo un paralelo con la evolución histórica de la democracia, los partidos aparecen como la consecuencia no buscada de la masificación de las sociedades y la expansión territorial de los estados, cuyas dinámicas van a dar lugar a un nuevo fenómeno: el de la representación política.

* Instituto Universitario Europeo, Florencia (Italia) y Universidad de Buenos Aires.

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ANDRÉS MALAMUD

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La institución de la representación, como mecanismo a través del cual la deliberación pública y las decisiones de gobierno se trasladan desde el titular de la soberanía democrática (el pueblo) hacia sus agentes (los representantes), establece la frontera histórica y teórica entre la democracia antigua o directa y la moderna o representativa.1 Simultáneamente, se produce la separación gradual entre el gobierno por medio de personas –ya sea en asamblea, consejo o monarquía— y el gobierno por medio de partidos –party government. La condición histórica del surgimiento de los partidos fue el incremento de la participación política, que se verificó fundamentalmente a partir de la profundización del proceso de urbanización de los siglos XVIII y XIX. Asimismo, el sustrato indispensable sobre el que se desarrollaron (y al que robustecieron) los partidos fue el órgano de representación política por excelencia, aquél al que la ascendente burguesía fue constituyendo en herramienta de control de las medidas de gobierno: el parlamento (Oppo 1982). En ese ámbito, los portadores de ideas afines, intereses coincidentes o, incluso, simpatías personales, elaboraron los primeros lazos de solidaridad de las que en un principio serían llamadas “facciones”. Con una carga de valor negativa, este término hacía referencia a las divisiones políticas subnacionales a las que la concepción organicista, holista y monocrática de la sociedad entonces reinante no podía menos que calificar de antinatural (Sartori 1980). Sin embargo, el grado de importancia que tuvieron los elementos antes mencionados (aumento de la participación, expansión de las atribuciones del parlamento, divisiones sociales) es materia de debate aún hoy, y distintas posiciones sobre el tema son sostenidas por relevantes autores (García Cotarelo 1985). La primera explicación acerca de las causas del surgimiento de los partidos la esbozó Ostrogorski (1902) y la continuó Duverger (1951), constituyendo la vertiente de las llamadas teorías institucionales que ponen el acento sobre la relación con el parlamento. En esta concepción, los partidos se habrían desarrollado a modo de organizaciones auxiliares de las nacientes –o ampliadas— cámaras representativas, con el fin de coordinar la selección y las tareas de los miembros de la asamblea. En consecuencia, puede hablarse de partidos de creación interna (al parlamento, como el Partido Conservador inglés) o externa (cuando no son creados dentro de los canales institucionales sino por fuera de ellos, desde la sociedad, como el Partido Laborista inglés). Este último reconocimiento debilita el argumento central, ya que relativiza la verdadera influencia del órgano legislativo sobre la formación del partido. En contraposición con esta postura, Seymour Lipset y Stein Rokkan (Lipset & Rokkan 1967) desarrollaron un poderoso marco teórico que concilia el método histórico con el comparativo. Ellos explican la aparición de los distintos partidos a partir de una serie de crisis y rupturas históricas que dividieron a las sociedades nacionales cuando aún no estaban consolidadas como tales, y provocaron, en cada quiebre, la formación de agrupamientos sociales enfrentados por el conflicto en cuestión. La crítica que se le hace a este enfoque es que limita su pretensión 1 Según el modelo clásico de Benjamin Constant (Manin 1993).

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CAPÍTULO 7: PARTIDOS POLÍTICOS

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explicativa al hemisferio occidental, y principalmente al escenario europeo por ser la fuente empírica de su observación de campo. Por último, La Palombara y Weiner (1966) adscriben más fielmente a las teorías del desarrollo, y entienden la aparición de los partidos como una consecuencia natural de la modernización social y de las necesidades funcionales del sistema político. Como todas las teorías generales, la dificultad de esta aproximación consiste en que las correlaciones detectadas entre las variables no justifican necesariamente un orden causal, ni mucho menos excluyente. Un análisis exigente sobre la génesis de los partidos debería contemplar la medida en que cada caso particular responde a distintos factores, sean estos institucionales, históricos o estructurales; pero una ponderación global que busque generalizar las regularidades detectadas aún no se ha logrado. Es necesario mencionar que las descripciones evolutivas que se realizan generalmente acerca del surgimiento de los partidos toman como paradigma al proceso británico, porque incluso el francés y el norteamericano difieren en su modalidad y sus tiempos. Empero, en todos los casos, compartieron la mala fama de ser percibidos inicialmente como agrupaciones facciosas que actuaban en desmedro del bien común persiguiendo sus intereses egoístas.2 A pesar de que el origen de los partidos estuvo signado por el desprecio generalizado, su crecimiento en prosélitos y tareas se desarrolló sostenidamente; carecieron, sin embargo, de una justificación teórica lo suficientemente difundida como para aceptarlos con algo más que resignación. Puede tomarse como acta de nacimiento formal de los partidos a la Reform Act (reforma electoral) dada en Inglaterra en 1832, lo que implica considerar a todas las asociaciones políticas sectoriales anteriores a esa fecha como antecesores de los partidos modernos. Sin desmerecimiento para ellos, como protopartidos calificarían inclusive las fracciones tories y whigs existentes en Gran Bretaña con anterioridad a la reforma, así como también las formaciones prepartidarias de federalistas hamiltonianos y republicanos jeffersonianos en los Estados Unidos posteriores a la jura de la constitución. Pese a que, como se dijo, los partidos en su acepción moderna empiezan a contar sus años desde principios del siglo XIX, a fines del anterior Edmund Burke3 ya había construido lo que sería la primera diferenciación intelectual entre partidos y facciones. Hollando sendas previamente transitadas por sus compatriotas Hume y Bolingbroke, Burke llegó más allá al comprender que la existencia de divergencias en el seno de la sociedad (y de sus representantes) era una realidad ineludible, pero tales divisiones podían ser canalizadas a fin de mejorar la organización del gobierno y el control de la monarquía. El disenso, en suma, debía ser aceptado, ya que el aumento de la tolerancia política y religiosa conduciría al robustecimiento de una sociedad pluralista. La institucionalización de grupos diversos, a través de asociaciones representativas de

2 Por ejemplo, sostuvieron esta opinión en Estados Unidos los autores de El Federalista (Madison, Hamilton y Jay), en Francia el Barón de Montesquieu y en Inglaterra el pensador y político Edmund Burke (Sartori 1980). 3 Más precisamente en 1770, en sus “Thoughts on the cause of the present discontents” (Sartori 1980).

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cada parte, los haría converger en el objetivo de coadyuvar al interés común del gobierno nacional.

La naturaleza

Hay diversos criterios para clasificar a los partidos; el que se vaya a adoptar depende de las hipótesis que orienten la investigación o el análisis. Resulta entonces que las tipologías con que nos manejamos están históricamente determinadas por las preocupaciones sociales, las inquietudes ideológicas y el marco teórico de cada autor. Así, la desilusión sufrida por Robert Michels respecto del partido socialdemócrata alemán lo llevó a buscar la causa del mal funcionamiento de los partidos en su estructura interna de carácter oligárquico (Michels 1911), mientras que Antonio Gramsci, por el contrario, manifestó en los años 30 la matriz marxista de su análisis sociopolítico al concebirlos como organizaciones definidas por la clase social que los integra (Gramsci 1975). Las controversias respecto del enfoque a través del cual los partidos deben ser estudiados mantienen plena vigencia, y este debate no resuelto ha llevado a algunos autores a negar la existencia de una teoría de los partidos (Tonelli 1992). Existen, sí, descripciones detalladas de aspectos parciales de algunos partidos –principalmente occidentales, si no puramente europeos—, y también modelizaciones más generales y abarcativas (Von Beyme 1982; Panebianco 1990); pero ello no es suficiente para formular una teoría general. Según esta perspectiva, el estudio de la materia estaría un paso atrás del alcanzado para otros conceptos políticos, como la democracia o el estado. Otros autores, sin embargo, plantean la existencia efectiva de varias –si no una— teorías sobre los partidos, en contraposición con la ausencia de esquemas similares para abordar el estudio del gobierno (Blondel & Cotta 1996b). Para simplificar la miríada de posiciones sostenidas por los académicos, puede construirse una tipología triple de los partidos en función de los siguientes ejes: 1) su base social, 2) su orientación ideológica y 3) su estructura organizativa (Panebianco 1990). La mayoría de los trabajos sobre esta temática, si no todos, cabalgan sobre uno de estos criterios o sobre una combinación de ellos. Los enfoques que hacen hincapié en la base social de los partidos provienen, generalmente, o de estudiosos de la sociología o de cultores de las diversas versiones del materialismo dialéctico. Sin embargo, también varios escritores populistas y nacionalistas no marxistas también han privilegiado esta perspectiva desde una valoración opuesta. Así, mientras unos comprenden a los partidos como agentes portadores de la identidad de clase, que los transforma en vehículos de división social en el marco de una sociedad estratificada horizontalmente, otros los conciben como el instrumento político de un movimiento de integración policlasista, nacional y/o popular, que licua las diferencias de clase y procesa el conflicto de manera vertical. También suelen ser percibidos como parte de este último grupo los partidos de los Estados Unidos, donde la menor relevancia de las

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CAPÍTULO 7: PARTIDOS POLÍTICOS

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diferencias de clase en un contexto de amplia movilidad social ha producido una mayor elasticidad en la identificación política. La taxonomía más habitual para clasificar a los partidos, de acuerdo con su base social, es aquélla que los divide en obreros y burgueses, aunque es necesario agregar la categoría de partido populista para los casos que abarcan una amplia masa multiclasista. Los primeros caracterizan sobre todo a los países desarrollados (principalmente de Europa occidental o de raíces culturales anglosajonas), el último predomina en las naciones en vías de desarrollo. En ciertos estados, la heterogeneidad social puede llevar a la formación de partidos campesinos, o bien representativos de minorías étnicas, lingüísticas o religiosas. Tal diversidad, para estos autores, no hace más que corroborar que lo que define a un partido es su sociología (Are & Bassani 1992). En este aspecto resulta fundamental el análisis de los clivajes4 sociales, las líneas de ruptura constituidas alrededor de conflictos trascendentes que separan a los miembros de una comunidad en función de sus posiciones al respecto. Los grupos entonces definidos cristalizan sus identidades en torno al problema en cuestión, y los futuros antagonismos y alianzas cobran significado a la luz de las causas que originaron las divisiones. Más adelante se tratará en extenso este tema. A diferencia del enfoque anterior, quienes sostienen que el elemento distintivo de cada partido es su orientación ideológica afirman que los objetivos de la organización, y no su composición social, son lo que determinan su accionar. La principal tipología se construye entonces en torno al par derecha-izquierda, que a partir de la Revolución Francesa en 1789 se ha transformado en el criterio por excelencia para ordenar las ideas políticas. A pesar de que la definición de estos conceptos es más bien ambigua, pueden aceptarse como válidos dos asertos: por un lado, las fuerzas de izquierda tienden generalmente a cambiar el estado de cosas de la sociedad, preferentemente en favor de los sectores más bajos de la población, mientras que las de derecha pretenden mantener la situación social dentro de los límites estructurales en que se encuentra; y por otro, la izquierda propone una mayor intervención del estado en la economía y las políticas sociales –acentuando el valor igualdad—, al tiempo que la derecha contemporánea suele sostener la conveniencia de la no ingerencia estatal y la primacía del mercado para la más eficaz asignación de recursos entre los hombres –recalcando el valor libertad (Bobbio 1995). En función de lo expuesto, resulta obvio que muchas veces la integración social de los partidos y sus programas coinciden, en el sentido de que una mayor base obrera o de sectores trabajadores se asocia con una ideología más combativa y transformadora; en tanto, los partidos de composición burguesa o de clases medias tienden a tener menos elementos revolucionarios y de cambios profundos en su discurso que los otros. No obstante, esta asociación no se produce necesariamente: como advirtiera Marx con claridad, la clase en sí y la clase para sí no siempre van

4 El concepto de clivaje (cleavage) puede definirse como "división social políticamente relevante"; en consecuencia, no implica cualquier fractura dentro de una sociedad, sino sólo aquélla que impacta sobre el sistema político a través de la organización (Bartolini & Mair 1990).

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de la mano, y los intelectuales radicalizados o los obreros conservadores no son un fenómeno extraño en la política occidental. Por lo tanto, esta categoría de análisis de los partidos es independiente de la anterior, aunque ambas resulten recíprocamente condicionadas. La tradición de sindicar a los partidos, de acuerdo con su ideología, como de izquierda, centro o derecha, se complementa con otro elemento distintivo: el grado de moderación o radicalización de los postulados programáticos. Queda abierta así la posibilidad de considerar en un mismo grupo a los partidos que, solos o en coalición, se orientan hacia el gobierno y tratan de conseguir el poder dentro de las reglas del régimen político, llamados también partidos moderados o del sistema; y en un segundo grupo a los que, rechazando el sistema tal como se encuentra estatuido, se esfuerzan en combatirlo por medios más o menos legítimos con el declarado objetivo de cambiar el régimen antes que al gobierno: éstos son los partidos antisistema o extremistas. Esta última categoría, como se ve, considera ante todo la postura del partido hacia el sistema político en particular, pero también pueden evaluarse los fundamentos filosóficos que sustentan tal actitud. En ese sentido, la creación del "hombre nuevo", la supremacía de la nación, la revolución social o la purificación racial aparecen como el elemento sustancial de la ideología partidaria, y su enfrentamiento con el sistema y los demás partidos son el fenómeno consecuente y no el esencial. No obstante, ya sea la cosmovisión profunda o la disposición hacia el régimen, el hecho definitorio de esta clasificación es su "idealidad", en oposición a la "materialidad" de la composición social. Finalmente, una tercer perspectiva desplaza el foco tanto de la base social como de la orientación ideológica, para centrarse en aquello que distingue a los partidos modernos de cualquier otro grupo organizado que históricamente haya cumplido funciones similares, a la vez que los acerca al aparato burocrático dentro del cual funcionan –y al que sin duda emulan, aspirando a la larga a controlarlo—: el estado. Desde los estudios pioneros de Mosei Ostrogorsky (1902), Robert Michels (1911) y Max Weber (1922) este enfoque ha gozado de una amplia aceptación, aunque luego de las primeras décadas del siglo, principalmente a partir del aumento visible de la amenaza soviética y de sus partidos satélite en Occidente, fue perdiendo terreno a manos de las taxonomías antes mencionadas, en las que la clase y la ideología asumen una mayor capacidad explicativa. Sin embargo, y sobre todo a partir de los años 80, la teoría de la organización ha recuperado para la ciencia política la potencia heurística de este paradigma, y continúa a través de la obra de Angelo Panebianco (1982) la tradición histórica cimentada por Weber y sostenida, con mayor o menor fidelidad, por Maurice Duverger (1951) y Anna Oppo (1976). De esta cuestión en particular se tratará detalladamente más adelante. Lo que importa destacar aquí es que los partidos, al ser concebidos en cuanto organizaciones, se suponen movidos por fines propios que trascienden los objetivos que les dieron origen, al tiempo que también superan y transforman los intereses de los individuos que los integran –sean estos intereses de clase o de cualquier otro tipo. En este aspecto, la aborrecida metamorfosis descripta por Michels no sería una

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CAPÍTULO 7: PARTIDOS POLÍTICOS

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perversión ni una patología, sino, en realidad, el modus operandi natural de los partidos: a lo largo de su existencia, la sucesión o articulación de fines tiene lugar convirtiendo a la asociación en un ente cada vez más simbiótico con su ambiente, con menor capacidad (o voluntad) para reformarlo que en sus orígenes. El grado en que un partido establece estrategias de adaptación o de predominio sobre la realidad exterior depende de la fortaleza de su institucionalización; o, en otras palabras, del modo en que la cristalización histórica de sus características fundacionales impactó sobre su autonomía y su nivel de sistematización interna. Más allá de la perspectiva preferida por cada autor, y aún de la utilidad que una u otra pueda ofrecer para tipos particulares de investigación, parece sugerible evitar cualquier índole de determinismo: ni el sociológico, basado en la composición de clase; ni el teleológico, reducido a la ideología o los objetivos manifiestos; ni el organizativo, acotado a la estructura interna; ni el sistémico, precisado por la interacción con otros partidos y con las instituciones de gobierno, pueden abarcar por sí solos todas las dimensiones del fenómeno partidario. Más bien, estos aspectos son elementos concurrentes en la conformación de los partidos.

Los tipos

La clasificación más extendida de los partidos, retomada con mínimas variaciones por la mayoría de los autores, es la que los distingue primariamente entre partidos de representación individual y partidos de representación de masas (Weber 1922; Duverger 1951; Oppo 1976; Panebianco 1982). Aunque el nombre de las categorías puede sugerir que es la base social la que organiza la taxonomía, en realidad el criterio clave es el histórico-organizativo. Esto es así porque los dos tipos de partido son característicos de épocas consecutivas, separadas entre sí por el proceso político que condujo a la adopción del sufragio universal. En consecuencia, y aunque debe advertirse que ambas clases de partido pueden coexistir simultáneamente, lo que se ha dado habitualmente es la transformación progresiva de un tipo hacia otro, a medida que la necesidad de legitimidad y apoyo (militancia, financiamiento y, sobre todo, votos) decretó la inviabilidad o futilidad de una existencia sin mayor respaldo electoral. El periodo clave de esta metamorfosis transcurrió entre la última década del siglo pasado y las dos primeras del actual, tanto en la cuna europea como en las nuevas naciones de América. Quienes tomaron la iniciativa fueron, a este respecto, los partidos socialistas y obreros en general, ya que debieron asumir el desafío de canalizar la participación política de las masas que se incorporaron a la arena electoral a partir de la ampliación del sufragio. El referido fenómeno de masificación de la política se manifestó fundamentalmente en el ámbito de estos auxiliares institucionales del estado que son los partidos, dado que debieron adecuarse a las necesidades de socialización, movilización, reclutamiento y, sobre todo, búsqueda de sentido que la nueva realidad habría de adoptar para los nuevos ciudadanos. Las asociaciones de notables se caracterizaron por su dependencia total respecto de los caballeros –gentlemen, honoratiores— o las familias que las habían

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patrocinado, y cualquier disputa personal entre sus miembros podía implicar la ruptura del partido y el enfrentamiento consiguiente de las nuevas partes en conflicto, constituidas por los jefes y sus séquitos incondicionales. Con la misma facilidad se producían también los acercamientos y las alianzas, basados en intereses coyunturales que convergían en necesidades comunes. La manera en que estas formaciones organizaban su accionar resulta harto diferente a la de los actuales partidos de masas: el representante parlamentario tenía absoluta libertad para decidir su posición en el recinto legislativo, de acuerdo al leal "saber y entender" que las doctrinas de la época asignaban a los hombres probos. Las opiniones de los notables se intercambiaban en los clubes, antecedentes lejanos del comité, donde transcurrían las tertulias de las que estaban naturalmente excluidos quienes no pertenecieran a los sectores elevados de la población. Los asambleístas, comunes, diputados o legisladores no representaban a sus electores más que a título formal (eran elegidos por distritos territoriales), ya que expresaban sus intereses de grupo en nombre del bien común de la nación. El modo privilegiado de expansión de estas primeras formaciones partidarias era la cooptación. El mecanismo consistía en la atracción individual de las personas que fueran consideradas, por las camarillas de los grupos establecidos, como importantes (o peligrosas) para la defensa de los objetivos planteados. Su instrumentación requería muchas veces la distribución de prebendas y beneficios estatales o la promesa de una carrera venturosa, puesto que la ideología todavía no se concebía como motivo para participar en la honorable actividad política. Los casos más notorios, y más antiguos, de esta clase de partidos lo configuraron las agrupaciones tradicionales inglesas, los tories (conservadores) y los whigs (liberales). Cuando los sostenedores de las teorías socialistas, mayoritariamente marxistas, se enfrentaron con la apertura electoral que las luchas obreras habían finalmente conseguido, los partidos que fundaron debieron recurrir a métodos totalmente nuevos de acción política. El principal problema resultaba ser el de la ignorancia, traducida políticamente como incompetencia, de las masas trabajadoras, por lo que las imprentas se constituyeron en las herramientas fundamentales tanto para la agitación como para el adoctrinamiento. La fuerza de las organizaciones de izquierda en el siglo XIX dependía esencialmente de la importancia de su prensa partidaria. Cabe acotar que en la época de referencia todos los periódicos eran espacios de opinión, ya que la información imparcial tal como hoy se la conoce no era técnicamente posible –ni valorativamente apreciada. La incorporación de militantes, una figura política novedosa, comenzó a realizarse a través del procedimiento masivo del reclutamiento, practicado sobre todo en las fábricas y las áreas de mayor concentración urbana. Una característica central fue que los ingresantes de este modo a la estructura partidaria comenzaban su carrera desde abajo, en vez de hacerlo desde la cúpula como ocurría con las figuras en los partidos de notables. Pero uno de los elementos más trascendentes de esta etapa de la organización partidaria fue, sin duda, la disciplina del bloque en el parlamento. El mandato libre fue rechazado como norma de acción, para adoptar todos los

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representantes del partido una posición unificada ante cada tema de debate en la cámara. El corolario de esta práctica consistió en que las autoridades colegiadas de la organización fijaban su línea política, a la que los legisladores debían ceñirse so pena de revocación del mandato. Las consecuencias de esta transformación sobre la teoría de la representación y sobre las ideas políticas resultaron tan impactantes como las de la nueva estructura interna de los partidos lo fueron para la teoría de la organización y las prácticas políticas. Es por este último aspecto que han sido llamados partidos organizativos de masas o, simplemente, partidos de aparato, en alusión a la poderosa estructura burocrática que debieron construir para coordinar el gigantesco proceso de movilización de las masas. El modelo histórico más importante de este tipo de partidos fue el Socialdemócrata Alemán, fundado en 1869 por Bebel y Liebknecht y fortalecido en 1875 a partir de su unificación con los lasalleanos; pero virtualmente todas las fuerzas socialistas y comunistas de Europa se organizaron de esta manera. A su vez, los partidos burgueses que pretendieran competir con éxito contra sus nuevos adversarios debieron adoptar mecanismos de articulación burocráticos, con funcionarios profesionales de tiempo completo que se dedicaran a las tareas de contraagitación y movilización electoral; en caso contrario, sus posibilidades de supervivencia hubieran resultado escasas. Poco a poco, sin embargo, el desarrollo económico y los avances tecnológicos fueron modificando la estructura clásica de las sociedades europeas, diluyendo las rígidas fronteras de clase y multiplicando los niveles de estratificación horizontal. En conjunción con el desarrollo de los medios masivos de comunicación, esta transformación fue produciendo el debilitamiento de las identidades subculturales, homogeneizando internamente a las sociedades nacionales en términos de sus visiones del mundo –weltaschauung— al mismo tiempo que las fragmentaba económicamente. En consecuencia, los partidos debieron acoplar sus estrategias de acumulación a las nuevas condiciones, que exigían una reducción de la pureza doctrinaria para ampliar la base de apoyo –sin perder en el camino al electorado tradicional— y, por lo tanto, la consideración de las opiniones de quienes no formaban parte de la estructura pero podían definir su éxito o su fracaso. La lealtad a los partidos deja de ser una exigencia de la identidad de grupo o clase, pues la diversificación de roles así lo determina; al mismo tiempo, éstos también pierden su indispensabilidad como organización mutual, pues los servicios brindados previamente sólo por ellos5 son ahora garantizados por la estructura creciente del Estado de Bienestar. Los nuevos partidos fueron definidos como electorales de masas, profesional-electorales o, en su caracterización más fuerte, como partidos escoba o atrapatodo (catch-all, Kirchheimer 1968), en función de su apelación a la sociedad en general por encima de las divisiones de clase. Ya no son los notables ni los militantes sino los electores los dueños formales del partido, el que sólo les

5 La figura con que se suele definir la omnipresencia de estos partidos es "desde la cuna a la tumba", haciendo referencia a la atención ofrecida desde guarderías infantiles hasta sepelios y sociedades de cremación; tomado de Sigmund Neumann por Bartolini (1991: 239).

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solicita su adhesión a la hora del voto y trata de reducir los demás costos de la participación. Las peculiaridades de este tipo se observan más claramente en los Estados Unidos de América, aunque la tesis de Kirchheimer apuntaba a la transformación de los partidos de aparato, que nunca han existido como tales en el país del norte. El peso de la autoridad partidaria es menor que el de los representantes en el congreso, lo cual debilita la disciplina partidaria, y es realmente el jefe del ejecutivo (o los líderes de la oposición parlamentaria) el que define la línea política. La movilización se realiza especialmente en ocasión de las campañas, y el financiamiento se traslada desde las cuotas de los afiliados y simpatizantes hacia las contribuciones de las empresas, los grupos y, eventualmente, el gobierno (Zuleta Puceiro, Ferreira Rubio, Giordano Echegoyen & Orlandi 1990). In extremis, algunos especialistas han llegado a afirmar que en Estados Unidos los partidos son meros contenedores vacíos, o que directamente no existen (Katz y Kolodny 1994).

MODELOS DE PARTIDO SEGUN PANEBIANCO

PARTIDO BUROCRÁTICO DE MASAS PARTIDO PROFESIONAL ELECTORAL

a) Papel central de la burocracia (competencia político-administrativa).

a) Papel central de los profesionales (competencias especializadas).

b) Partido de afiliación, con fuertes lazos organizativos de tipo vertical y que se dirige sobre todo a un electorado fiel.

b) Partido electoralista, con débiles lazos organizativos de tipo vertical y que se dirige ante todo al electorado de opinión.

c) Posición de preeminencia de la dirección del partido; dirección colegiada.

c) Posición de preeminencia de los representantes públicos; dirección personificada.

d) Financiación por medio de las cuotas de los afiliados y mediante actividades colaterales.

d) Financiación a través de los grupos de interés y por medio de fondos públicos.

e) Acentuación de la ideología. Papel central de los creyentes dentro de la organización.

e) El acento recae sobre los problemas concretos y sobre el liderazgo. El papel central lo desempeñan los arribistas y los representantes de los grupos de interés dentro de la organización.

Extraído de Angelo Panebianco (1990: 492).

El principal contraste observable entre los partidos norteamericanos y los europeos –debido en parte a las distintas necesidades funcionales de los sistemas presidencial y parlamentario— reside en que en el primer caso los partidos actúan simplemente como patrocinadores de candidaturas, mientras que en el viejo continente efectivamente gobiernan. Lo que en Estados Unidos implica un amplio margen de maniobra y un muy flexible programa político, en Europa se ve

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generalmente restringido por mayores obstáculos doctrinarios, financieros y sistémicos, ya que del acatamiento a la disciplina del partido depende la estabilidad del gobierno. Sin embargo, la progresiva dilución de las identificaciones partidarias, el crecimiento lento pero constante de la apatía electoral y la desmesura de las expectativas sociales en relación con la gestión pública de los partidos abre un signo de interrogación sobre las formas futuras de la intermediación partidaria.

Definición, organización y funciones

Una vez descripta la evolución de los partidos y de las formas por ellos asumidas en los distintos periodos históricos, están dadas las condiciones para avanzar hacia el punto por el que hubiera correspondido comenzar según un criterio estrictamente lógico: la definición del concepto. Esta inversión premeditada del orden de la argumentación se debe a la dificultad de la tarea. En efecto, la simple observación y el sentido común alcanzan para describir a los partidos y enumerar sus actividades, pero no para establecer taxativamente qué es –y qué no es— un partido. A ello se suma la polémica sobre el grado en que una característica es más determinante que otra (a la hora de clasificarlo) o uno de sus roles adquiere mayor o menor relevancia (cuando se evalúa su función). Tanta es la complejidad de la cuestión que uno de los principales especialistas en el tema, Giovanni Sartori, brinda una definición de los partidos que limita su validez a las naciones occidentales –u occidentalizadas— posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Pese a expresar cierto grado de necesaria generalidad, su definición deja afuera a partidos como el Nacional Socialista Alemán de Adolf Hitler, el Federalista norteamericano de George Washington o, en Argentina, el Autonomista Nacional de Julio A. Roca. El argumento restrictivo sostiene que de ampliarse la definición, sea en términos temporales o geográficos, se diluiría la capacidad descriptiva del término y retornaría la ambigüedad semántica. Sartori sostiene concisamente que "un partido es cualquier grupo político identificado con una etiqueta oficial que presenta a las elecciones, y puede sacar en elecciones (libres o no), candidatos a cargos públicos" (Sartori 1980: 91). Los elementos claves pueden enumerarse así: grupo político, etiqueta oficial, elecciones, candidaturas viables, cargos públicos. Acerca de los fines, la ideología, la composición social o los valores no hay mención alguna. ¿Es esto sorprendente? Sin duda, para el no iniciado sí lo es. No obstante, Sartori no niega que los partidos puedan poseer esas características: lo que objeta es que sean su materia constitutiva. Siguiendo la metodología weberiana para la definición del estado y de los mismos partidos, ahora se hace hincapié en el medio específico de la asociación a explicar, aquél que la distingue de todas las demás: en este caso, la lucha por el poder a través de las elecciones. Quedan desterrados del paraguas cobertor del término "partidos", entonces, aquellos grupos políticos autoritarios o totalitarios que, habiéndose adueñado del poder del estado, proscriben a los demás partidos y anulan las elecciones, sin volver a convocarlas durante su gestión. Pero también se descarta como objeto de la

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definición a los pequeños partidos que, presentándose en elecciones, no obtienen en ningún momento los cargos públicos por los que compiten: a ello se hace referencia con el concepto candidaturas viables. La etiqueta oficial implica que el reconocimiento legal constituye al partido como tal, descartando la misma condición a los movimientos políticos ilegales –sean o no violentos. La definición de Sartori conserva manifiestamente dos de los tres principios de la conceptualización de Julien Freund y Carl Schmitt sobre la política (Schmitt 1963), a saber: el componente agonal o de lucha (amigo-enemigo, expresado más pacíficamente mediante las elecciones) y el componente de lo público (público-privado, expuesto en la ambición de candidatearse ante la comunidad para aspirar a cargos públicos). Más embozado, se mantiene sin embargo en estado latente el componente de la dominación (mando-obediencia, implícito en la búsqueda de ocupar el aparato estatal). Las obras de Joseph Schumpeter (1942) primero y de Anthony Downs (1957) más adelante, encuadradas dentro de las teorías económicas de la acción humana, han descripto a los partidos según una imagen en extremo gráfica e ilustrativa. Estos autores aplican una metáfora del funcionamiento del mercado económico, concibiendo a la democracia (o sistema competitivo de caudillos o partidos) como un mercado político en el cual los líderes partidarios cumplen el rol del empresario, que dentro de una firma (el partido) desarrolla la tarea de producir, promover e intercambiar una serie de bienes o servicios (decisiones y políticas públicas, o bien cargos y prebendas) por un recurso de poder que hace las veces de dinero: el voto. En este escenario, el electorado es comparado con el público consumidor (en la visión de Schumpeter, irracional y manipulable masivamente; en la de Downs, compuesto por individuos egoístas que maximizan su interés), que en mayor o menor medida define la suerte de los competidores con su decisión de comprar (votar) la oferta de uno o de otro. Más allá de que el acento se coloque sobre los líderes o sobre el elector, la alegoría del mercado abdica definitivamente de la idea de bien común, para centrar la acción del partido en la búsqueda de distintos tipos de recompensa para sus líderes y seguidores. Ello de ningún modo ignora la posibilidad de la acción altruista: simplemente, la incorpora como una posible motivación individual más. Si bien el enfoque económico fue originalmente aplicado a la descripción del funcionamiento de los regímenes políticos, se lo ha utilizado con frecuencia para explicar el rol de los partidos. Existen sin embargo criterios más amplios, que llegan a ser aceptados por la mayoría de la comunidad académica no obstante la tradición de pensamiento en la que se abreve. La función o tarea que se considera habitualmente propia de los partidos es la de fungir como actores de intermediación entre la sociedad y el estado: el grado de liberalización de la sociedad y el tipo de régimen político del estado determinarán con cuál polo de la diada hay mayor cercanía en cada caso histórico. Lo que resulta claro es que las funciones de los partidos pueden definirse, en principio, de acuerdo al carácter ascendente o descendente de la corriente de interacción: cuando fluye desde abajo –la sociedad— hacia arriba –el estado—, las

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tareas básicas serán la agregación y el filtro de las demandas (en una sociedad de masas, el gobierno no puede prestar atención a las inquietudes individuales de cada ciudadano; pero, a la vez, la suma de dichas inquietudes personales implica la exclusión o neutralización de las que no pueden compatibilizarse entre sí), la movilización e integración social (sobre todo en los procesos de desarrollo, donde canalizan las emergentes ansias de participación dentro de los cauces institucionales) y la estructuración del voto (los partidos no existirían si la gente no votara, pero la decisión del voto está construida y condicionada en torno a la disposición existente de partidos). En cuanto a la fase descendente de la labor de los partidos, las funciones cumplidas abarcan desde el reclutamiento de las elites y personal político (los líderes se forman dentro de las estructuras partidarias o bien son cooptados por ellas, ya sea para formar parte del gobierno o para mejorar las chances electorales del partido) hasta la toma de decisiones y la formación de políticas públicas (a través de la formulación de programas o plataformas y su implementación desde los ámbitos de autoridad) (Bartolini 1986). En suma, la actividad que realizan los partidos puede ser resumida en los conceptos de representación (de la sociedad en el estado) y gobierno (sobre la sociedad por el estado). Si predomina la primera, se estará en presencia de una nación más pluralista y con mayor autonomía de sus grupos de interés o de identidad, respondiendo a lo que Robert Dahl ha denominado poliarquías –cuando el control sobre los líderes es efectivamente ejercido por los no líderes (Dahl & Lindblom 1953; Dahl 1971). Si es a la inversa, el caso en cuestión responderá a una pauta de menor autonomía societal, mayor control de los gobernantes sobre los gobernados y jerarquización más rígida de las relaciones sociales. La relación entre el gobierno (poder ejecutivo) y el o los partidos que lo sostienen fue escasamente estudiada, aunque últimamente se le haya prestado mayor atención a este aspecto. Blondel y Cotta (1996a) han contribuido al debate con un modelo de análisis que permite evaluar si hay autonomía entre ambos polos o, por el contrario, dependencia de uno sobre el otro, a partir del manejo de las designaciones de funcionarios, la decisión de políticas públicas y el patronazgo estatal. Las características que pueden presentar los partidos, y que los diferencian entre sí más allá de sus funciones comunes, fueron descriptas exhaustivamente por Panebianco (1982) en su análisis de los modelos de partido. Este autor define seis áreas de incertidumbre, cuyo mayor o menor control por parte de la dirigencia partidaria determina el perfil de la organización y sus expectativas de supervivencia y éxito. Ellas son a) la competencia, o indispensabilidad para cumplir una función, lo que excede el mero saber técnico; b) las relaciones con el entorno, lo que incluye la capacidad para establecer alianzas y conflictos con otras organizaciones; c) la comunicación, esto es, el control ejercido sobre los canales de información interna y externa; d) las reglas formales, entendida como la facultad de interpretación para aplicar u omitir los estatutos; e) la financiación, o control del flujo de dinero; y f) el reclutamiento, que implica la definición de los requisitos de admisión, carrera y permanencia. Todos estos recursos, como ya habían percibido entre otros Michels y Weber, son tendencialmente acumulativos; por lo tanto, la

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concentración de algunos genera como frecuente resultado el aumento de los demás. En consecuencia, la composición de la coalición dominante (nombre con el que Panebianco denomina a la dirigencia partidaria, puesto que es concebida como compuesta por más de un líder y con un alcance más amplio del que los límites formales de la organización permiten apreciar) y su configuración (básicamente su cohesión, estabilidad y poder) dependerán de la medida en que sus miembros logren adueñarse de los recursos de control sobre las áreas de incertidumbre, garantizando el éxito o, al menos, la supervivencia de la organización. Esta capacidad del liderazgo depende del grado de fortaleza institucional alcanzado por el partido.

Sistemas de partido

Se hace evidente al análisis el hecho de que los partidos, por definición, no actúan solos en un medio aislado sino que están en interacción permanente con las otras "partes" (partidos) del ambiente. En este sentido, se diferencian de la burocracia y las demás instituciones estatales porque, a título individual, carecen de monopolio alguno de representación o función. Esta característica excluye el caso de los partidos únicos, pero como se ha visto, tal condición distorsiona la idea misma de partido (Bartolini 1986). En lugar de poseer en exclusividad las atribuciones legales de representación, cada partido compite en un espacio más o menos abierto, de acuerdo al marco general del régimen político, por la obtención del voto popular que le otorgue mayor capacidad de influir en la toma de decisiones públicas –vis à vis los adversarios electorales. En consecuencia, su accionar está condicionado por las restricciones jurídicas, el ordenamiento social y las pautas culturales, pero también por la presencia, fortaleza y estrategias de los demás partidos. Las corrientes de interacción que se determinan entre ellos dan lugar a un conjunto interrelacionado, de tal modo que la modificación de cualquier de sus elementos provoca cambios en los demás. Esto es lo que se conoce como sistema de partidos, sintéticamente definido por Pennings & Lane (1998) como una estructura de cooperación y competencia entre partidos. Esta estructura funciona a su vez como parte de un subsistema mayor, el político, al cual integra en combinación con otros subsistemas como el electoral y el jurídico-institucional. Las propiedades de un sistema de partidos se desarrollan históricamente, y pueden cambiar a lo largo del tiempo. Algunas de las más relevantes son la volatilidad –cambio agregado de votos entre elecciones—, la polarización –distancia ideológica entre los partidos, por ejemplo en términos de izquierda-derecha—, el número efectivo de partidos –de acuerdo a sus bancas parlamentarias y no a sus votos—, la desproporcionalidad electoral –diferencia entre número de votos y número de bancas— y la cantidad de dimensiones temáticas –que define la estructura de clivaje del sistema (Lane & Ersson 1994). La teoría de los sistemas de partido ha estado dominada por tres grandes enfoques: el de la competencia espacial, el genético y el morfológico (Bartolini

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CAPÍTULO 7: PARTIDOS POLÍTICOS

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1998). El primero fue desarrollado por Downs (1957), abordando primariamente la interacción competitiva entre partidos, y entre partidos y votantes, en espacios ideológicos. El segundo evolucionó a partir de la obra de Rokkan (1970), dando lugar a su ya mencionada interpretación de los partidos como producto de las divisiones sociales y los conflictos de ellas derivados. El tercero se concentró sobre las consecuencias del formato y la mecánica del sistema de partidos en el rendimiento y estabilidad de la democracia, con Sartori (1976) como principal referente. Aunque las polémicas respecto de la clasificación de los sistemas de partido están todavía vigentes, desde que Sartori planteó su innovadora tipología la mayoría de los desarrollos posteriores gira alrededor de ella, sea para complementarla o para corregirla. El politólogo florentino propuso agregar a la variable clásica –aquélla que considera al número de partidos como criterio suficiente— una variable de control: la ideológica, que evalúa básicamente la medida en que un actor del sistema se adecua a la dinámica de la competencia o pretende, por el contrario, reducirla o eliminarla. En función de esta taxonomía compleja, bidimensional, construye su teoría respecto de la estabilidad o fragilidad de los sistemas de partido. Antes de abordar la tipología sartoriana, sin embargo, es necesario mencionar las dos importantes taxonomías postuladas por Duverger en la década de 1950 y por La Palombara y Weiner en la del 1960 (Duverger 1951; La Palombara & Weiner 1966), sobre –o contra— las que Sartori edificó la propia. El primero caracterizó todo escenario en el que actúen partidos como un continuo unidimensional, cuyos extremos están definidos por las posiciones ideológicas "derecha" e "izquierda". Entre ellas, y de acuerdo al tipo de régimen, se ubican uno, dos o más partidos, dividiendo a través de un sencillo criterio cuantitativo al objeto de análisis en tres categorías: sistemas unipartidistas, bipartidistas y multipartidistas. Los primeros serían propios de los países totalitarios, como la Unión Soviética y sus satélites; los segundos son presentados como característicos de las democracias estables, principalmente anglosajonas, de lo que se deduce una superioridad funcional sobre los demás tipos; los últimos, en fin, manifiestan el grado de fragmentación política existente en las democracias más inestables como la IV República francesa, la Italia de posguerra o la Alemania de Weimar. Este agrupamiento fue considerado insuficiente para destacar las diferencias existentes entre casos que calificaban en la misma categoría, por lo que La Palombara y Weiner propusieron para los sistemas competitivos una tipología cuádruple: ideológico hegemónico, pragmático hegemónico, ideológico turnante y pragmático turnante. El inconveniente fue que, al dejar de lado la variable numérica considerando sólo la intensidad de la ideología y la presencia de alternancia, el análisis resultaba demasiado general y perdía información relevante. Finalmente, Sartori procedería a combinar la dimensión cuantitativa (numérica) con una cualitativa (ideológica) que fungiera como variable de control, a fin de establecer cuándo la variación en el número de partidos afecta a la dinámica de la competencia, con efectos consecuentes sobre el sistema político6. 6 Previamente, Sartori había definido dos criterios que establecen qué partidos deben contarse. El primero descarta a todos aquéllos que no tengan (o, mejor dicho, que no hayan tenido, ya que el modelo describe

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Para este fin definió un formato héptuple, subdividiendo las categorías de Duverger de modo que el unipartidismo se desdoblara en tres clases: sistema a) de partido único, b) de partido hegemónico y c) de partido predominante; el d) bipartidismo permaneciera tal cual estaba, pero el multipartidismo, en cambio, se desagregara en sistema f) de partidos limitado, g) extremo y h) atomizado. De este modo, los casos donde sólo un partido está permitido (partido único) se diferenciarían de aquéllos en los que, pese a la prohibición legal o fáctica de triunfar, otros partidos pueden presentarse a elecciones (sistemas de partido hegemónico). Estos últimos contrastarían, a su vez, con los países que permiten la libre competencia pero en los que, sin embargo, gana casi siempre el mismo partido (partido predominante). También es fundamental la distinción entre los sistemas pluripartidarios según tengan más (pluralismo extremo) o menos (pluralismo limitado) de cinco partidos. Este número no es mágico, afirma Sartori, sino que alrededor de él se produce un cambio en el sentido de la competencia que la transforma de centrípeta en centrífuga –considerando siempre un continuo ideológico unidimensional. En el cuadro anexo se compara la clasificación de Duverger con la tipología de Sartori, y se observa el reagrupamiento que el último realiza de acuerdo a las características de funcionamiento de los sistemas de partido –y no sólo con el número de partidos.

SISTEMAS DE PARTIDO SEGÚN DUVERGER Y SARTORI

DUVERGER SARTORI

Sistema de partido Sistema de partido Competencia Característica

único no unipolar

Unipartidista hegemónico no unipolar

predominante sí bipolar*

Bipartidista bipartidario sí bipolar

limitado (moderado) sí bipolar

Multipartidista extremo (polarizado) sí multipolar

atomizado sí multipolar

Las líneas horizontales recalcan la clasificación de Duverger, el grisado destaca en cambio la de Sartori. * Con excepciones. La diversidad de formatos de este tipo es muy amplia.

post-facto realidades ya estructuradas) participación en el gobierno, ni siquiera como miembros de una coalición. El segundo rehabilita a los partidos previamente descartados que, pese a estar excluidos del gobierno, poseen la fuerza parlamentaria suficiente como para vetar sus iniciativas, y modifican de este modo la dirección de la competencia: son generalmente partidos extremistas antisistema. Como se ve, quienes no obtienen representación parlamentaria ni siquiera son considerados (Sartori 1976: 156/7).

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Una cualidad del nuevo ordenamiento reside en que permite determinar claramente la presencia o ausencia de competencia, hecho que el modelo anterior no describía fielmente. Ello habilita subsecuentemente a evaluar la mecánica de los casos competitivos, que puede desarrollarse en forma bipolar, moderada o centrípeta – equilibrando el sistema político— o, por el contrario, de modo multipolar, polarizado y centrífugo –en el que los partidos antisistema acumulan votos y radicalizan la lucha electoral y parlamentaria, hasta provocar generalmente el colapso del régimen. En definitiva, lo fundamental de la innovación teórica introducida por Sartori es que combina dos variables relativamente ponderables para lograr una matriz de análisis compleja, con la que explica las causas de la estabilidad o inestabilidad de los sistemas partidarios y permite predecir rupturas –y prescribir soluciones de ingeniería institucional— para los regímenes democráticos (Sartori 1994). Dado que los condicionantes históricos y culturales son más estáticos y menos manipulables que los políticos, el acento de los proyectos de reforma del sistema partidario se ha colocado tradicionalmente sobre la variable institucional, y en particular sobre los sistemas electorales. Éstos están constituidos por las regulaciones jurídicas que estipulan quiénes ejercen el derecho al sufragio, de qué manera lo efectúan, cómo se cuentan los votos y cómo se traducen en cargos. El primero en esbozar una teoría sobre los efectos del sistema electoral en los sistemas de partido fue Duverger, quien postuló las (luego mal llamadas) leyes conocidas con su nombre: una fórmula mayoritaria –de simple pluralidad— en distritos uninominales favorece un sistema de dos partidos; una fórmula proporcional en distritos plurinominales tiende al multipartidismo; y un esquema de mayoría absoluta con doble vuelta promueve también la competencia entre varios partidos (Duverger 1951). Siendo así, la decisión política de implementar una u otra forma depende del objetivo buscado: si lo que se pretende es maximizar la representación de los diversos grupos sociales conviene adoptar el criterio proporcional; si, en cambio, se priorizan la ejecutividad y la elaboración de mayorías de gobierno, resulta más apropiada la elección por simple mayoría (plurality). La polémica en torno a las leyes de Duverger alimentó buena parte de la bibliografía académica sobre el tema durante las cuatro décadas posteriores a su publicación. Hoy en día, los trabajos de Dieter Nohlen (1978) y Sartori (1992) han virtualmente acabado con las objeciones: las relaciones percibidas por Duverger deben ser entendidas no como determinantes, sino en tanto refuerzo o atenuación de factores estructurales más estables (tales como el grado de fragmentación social y la cultura política) y en cuanto complemento de otras dimensiones políticas (como la disciplina de los partidos, su fortaleza organizativa y el diseño institucional de los poderes de gobierno). La influencia de los sistemas electorales sobre los sistemas de partidos fue exhaustivamente estudiada por Arend Lijphart (1995). Los efectos de la fórmula de representación, la magnitud de los distritos, el umbral electoral y el tamaño de la asamblea sobre el número efectivo de partidos y su mecánica de interacción son

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descriptos en otro capítulo de este libro. Baste aquí señalar que también el régimen político, según sea presidencialista como en América o parlamentario como en Europa, ejerce un impacto decisivo sobre la cantidad de partidos relevante, reduciendo su número en el primer caso (Shugart & Carey 1992). Otro elemento que afecta la organización y desempeño partidario es el federalismo, que obliga a los actores políticos a definir estrategias y objetivos en dos niveles autónomos. Por último, la posibilidad que ofrecen algunos sistemas electorales de realizar acuerdos para sumar sus votos, sea mediante una segunda vuelta electoral o a través de la cartelización –o apareo— de etiquetas partidarias diversas, amplía las oportunidades de los partidos pequeños para acceder a escaños legislativos –y de los partidos mayores para llegar al ejecutivo (Lijphart 1995). Actualmente hay una nueva veta en el estudio de los sistemas de partido, que ofrece un desarrollo promisorio. Se trata de los nuevos escenarios generados por los procesos de integración regional, los cuales crean nuevas arenas de interacción política y proponen a los partidos nacionales originales espacios de crecimiento. Pese a que el único caso que ha alcanzado cierto estadio de madurez es el de la Unión Europea (UE), la literatura sobre el tema se ha expandido sin pausa a lo largo de la última década. La UE presenta dos características únicas a este respecto: posee un Parlamento regional conformado mediante elecciones periódicas en los quince países miembros de la unión, y ostenta una red de federaciones partidarias que reúnen a las familias de partidos nacionales del continente. El sistema de partidos europeo estaría constituido, entonces, como un complejo mecanismo de tres niveles: los partidos nacionales, los bloques legislativos en el Parlamento Europeo y las federaciones transnacionales de partidos. Mientras algunos observan escépticamente la posibilidad de constituir un verdadero sistema transnacional de partidos (Bardi 1994), dados los escasos poderes del Parlamento y la laxitud de las federaciones partidarias, otros sostienen la existencia actual y real de tal sistema, y le pronostican una mayor consolidación en el futuro (Hix & Lord 1997).

La crisis y los desafíos

Los problemas de gobernabilidad que aquejan a las sociedades contemporáneas, particularmente a las democracias, no han dejado indemnes a quienes son sus principales agentes de gestión. Así es que la crisis fiscal del estado de bienestar y la sobrecarga de demandas que agobia a los gobiernos han transmitido sus efectos deslegitimadores sobre los partidos, que han visto reducirse progresivamente sus bases de identificación social y sus márgenes de autonomía institucional respecto de, fundamentalmente, la prensa independiente, las asociaciones de interés y los grandes grupos económicos. Este fenómeno ha sido genéricamente calificado como crisis de representatividad, haciéndose especial hincapié en el hecho de que los partidos ya no responderían a las exigencias de los ciudadanos (revalorizados en su individualidad, en oposición a la categoría de masas con que anteriormente se los definía) sino a sus propios intereses y los de sus dirigentes, alejándose del sujeto al que decían responder. Sin embargo, la utilización del ambiguo término crisis para

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caracterizar la realidad descripta permite ir más allá de la visión pesimista de quienes se manifiestan contra los partidos, para abarcar también las oportunidades de transformación que se abren ante estas vapuleadas –pero hasta hoy irremplazables— organizaciones. En esta línea de argumentación, no puede obviarse que una de las más enriquecedoras contribuciones al análisis de los partidos fue la realizada por Lipset y Rokkan (1967), quienes justamente rastrearon el origen de los partidos occidentales en una serie de crisis históricas. Estas grandes fracturas sociales fueron, en Europa, cuatro: la primera enfrentó, luego del desmembramiento de los grandes reinos medievales, a las zonas del centro imperial contra las de la periferia, dando nacimiento a los partidos centralistas o nacionales y a los separatistas o regionales; la segunda dio lugar, ante los intentos de unificación de los estados nacionales, a una violenta oposición de los poderes terrenales de la Iglesia, que temerosa de ver disminuidas sus atribuciones sobre los territorios reorganizados encabezó la lucha contra los monarcas seculares y protestantes, fundando los partidos confesionales en oposición a los laicos; la tercera abonó una secular rivalidad entre el campo y la ciudad, eje sobre el cual se organizaron los partidos urbanos y agrarios, divididos en torno a la cuestión de la industrialización; por último, la más profunda de las líneas de ruptura producidas en la edad moderna fue la que enfrentó al capital y el trabajo, conformando la estratificación en clases sociales que caracteriza a las sociedades occidentales del siglo XX –principalmente porque, a diferencia de las demás, esta escisión se manifestó en todas las comunidades nacionales dando lugar a, por un lado, los partidos obreros, y por el otro, los burgueses. Como se ve, la utilización misma del concepto de crisis data del origen histórico de los partidos y se funde con sus identidades, lo que disminuye la novedad de su valor para describir la situación actual. Más bien, los problemas contemporáneos pueden ser entendidos tal como hace Manin con la idea de la representación: como transformación –o, en sus términos, como metamorfosis (Manin 1993). El modo en que se resuelvan los dilemas planteados determinará el tipo de organización que predomine en el futuro, ya sea en el sentido de reforzar la autonomía de los partidos respecto del ambiente e incrementar sus estrategias de predominio o, más probablemente, en el de obligarlos a adaptarse más simbióticamente al entorno –con el costo de reducir sus márgenes de acción. Los desafíos que pusieron en riesgo la capacidad de gestión de los partidos, hasta la fecha, variaron tanto en su naturaleza como en sus consecuencias. De hecho, algunos fenómenos contribuyeron a definir nuevos roles partidarios, constituyéndose en elementos complementarios en vez de competitivos. Tales los casos del neocorporativismo y de los medios de comunicación social: en un caso, las prácticas centroeuropeas de procesar los conflictos laborales a través de la negociación directa entre empresarios y trabajadores generó un mecanismo de acuerdos paralelo a los sistemas de partido, conciliando la representación de intereses y la político-territorial a través de la delegación en la primera, por parte del estado, de ciertas facultades de orden público, pero manteniendo a la vez su poder de regulación última. Como afirma Philippe Schmitter, el neocorporativismo

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–también llamado corporativismo liberal o societal— se diferencia del corporativismo totalitario –o estatal— propio del fascismo porque surge desde abajo, y sólo es reconocido por el estado a posteriori de la efectiva monopolización del poder por sus partes –las organizaciones del capital y el trabajo (Schmitter 1974). En el caso de la masificación de los medios de comunicación, lo que se ha producido es la prescindibilidad de los partidos como comunidades de sentido, como otorgadores de significación de la realidad social. En cambio, la información imparcial y supuestamente neutral de la prensa independiente ha reemplazado a las "tribunas de opinión" y a los órganos partidarios de difusión de doctrina. A la vez, en combinación con la educación básica obligatoria –generalmente pública—, los medios de comunicación masiva se han constituido en formadores de valor y socializadores esenciales de los individuos. Por otro lado, las transformaciones de la estructura social, en el sentido de diversificación de la estratificación socioeconómica, han diluido la imagen clásica del antagonismo dual de clases, donde la identidad de cada grupo era relativamente fija e inmutable. En cambio, junto con las identidades fijas agonizan hoy los electorados cautivos, globalizándose cada vez más el fenómeno de la volatilidad del voto que incrementa la imprevisibilidad de los procesos políticos. Como consecuencia del aumento de la complejidad social, a partir de los años 60 se ha expandido el fenómeno de los nuevos movimientos sociales en todo el mundo occidental, llegando a manifestarse –como movilizaciones pro-democratizadoras— incluso en países no occidentales que carecen de un régimen liberal. Estos agrupamientos de carácter relativamente espontáneo, con motivaciones del tipo de demanda única, reclaman antes autonomía que representación, impugnando la legitimidad del viejo sistema institucional para tomar decisiones que afecten ciertas áreas o intereses. Los más conocidos de estos movimientos han sido los ecologistas o verdes, los feministas y los pacifistas, que han enriquecido el proceso político sea transformándose en partidos, sea preservándose como actores sociales qeu influyen pero no participan de la competencia electoral. Aunque las expectativas que los movimientos sociales generaron alguna vez, respecto de su capacidad para reemplazar a los partidos, se han disuelto en ilusión (Offe 1988), su impacto sobre la política en las últimas décadas ha sido trascendente. La más riesgosa encrucijada que enfrentan los partidos en la actualidad es una fuerte embestida antiestablishment, ejercida como rechazo al monopolio partidario de las candidaturas y en tanto revalorización del rol de la ciudadanía sin intermediación (Panebianco 1982). Esta actitud se manifiesta en la proliferación de outsiders –personajes sin trayectoria política que, desde afuera de los partidos, se promueven como alternativas a las viejas dirigencias, alegando ejecutividad y relación directa con la gente. Potenciados a través de los medios, principalmente la televisión, los ejemplos más conocidos de estos nuevos líderes pueden encontrarse tanto en países con partidos débiles como los Estados Unidos cuanto en aquéllos con fuertes historias partidarias como Italia, con la misma facilidad que en

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sociedades con sistemas de partido gelatinosos como Brasil o agotados como Perú y Venezuela. Peter Mair (1994) ha desarrollado un innovador marco conceptual para entender la transformación contemporánea de los partidos. Su tesis, como la de Manin, sostiene que el proceso que están sufriendo estos actores debe ser concebido como cambio o adaptación antes que como declinación. El fundamento empírico de tal teoría está expuesto en una serie de estudios de caso, que abarcan varios países de Europa Occidental, los Estados Unidos y la India. A través de una nueva perspectiva del desarrollo de la organización, se aborda allí el desempeño partidario reciente en tres niveles: el partido en el terreno – party on the ground—, el partido en el gobierno –party in public office— y el partido en el comité –party in central office.7 La evidencia expone que, pese a que en el primer nivel se manifiesta un descenso en la tasa de afiliación o adscripción partidaria, en los otros dos hay sendos aumentos en términos de empleados y de recursos partidarios, abrumadoramente provistos por el estado. Mair sugiere provocativamente un cambio en la concepción tradicional de los partidos: ya no serían intermediarios entre el estado y la sociedad, sino que el estado se habría transformado en nexo entre la sociedad y los partidos. En consecuencia, los partidos son hoy más fuertes, pero más remotos; tienen mayor control pero menos poder; y gozan de más privilegios pero menor legitimidad. Habiendo surgido como representantes de la sociedad ante el estado, el fin de siglo encuentra a estas instituciones ejerciendo el rol contrario. Las transformaciones sufridas por los partidos en su viaje histórico desde la sociedad hacia el estado se resumen en el concepto de partido cartel, introducido por Katz y Mair (1995) a mediados de 1990. El argumento sugiere que el cartel party sucede histórica y funcionalmente al catch-all party, cristalizando una separación rotunda entre la ciudadanía (o principal) y los representantes partidarios (o agentes). La insatisfacción que el electorado de las democracias postindustriales manifiesta hacia sus partidos y sus órganos institucionales de representación, el deficit de gobernabilidad denunciado desde la década de 1970, la aparición de nuevos partidos liderados por outsiders y la reducción de la participación electoral serían algunos de los signos visibles de esta tendencia. Por el contrario, otros autores cuestionan la aplicabilidad del concepto al sostener que la insatisfacción ciudadana ha generado partidos más receptivos y responsables a las demandas del electorado –y no menos (Kitschelt 2000). Esa mayor sensitividad se manifiesta en el desdoblamiento del representante para atender a múltiples grupos de un electorado fragmentado, lo cual genera –como efecto no deseado— la alienación de amplios sectores que no son interpelados debido a la ausencia de un discurso incluyente.

7 Alan Ware (1996) efectúa una aguda crítica a versiones previas de esta clasificación; ello no afecta, sin embargo, la utilidad de la distinción –más refinada en Mair— para evaluar el cambio partidario.

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El caso argentino

En la República Argentina, al igual que en el resto de América Latina, los partidos responden a un patrón de desarrollo visiblemente distinto del modelo clásico europeo. La matriz social en la que nacieron los partidos políticos estaba vaciada en un molde preindustrial, de urbanización tardía, con tradiciones populares que se hallaban más arraigadas en valores de la época de la conquista o provenientes del África negra antes que en los introducidos por los pensadores iluministas. El proceso de descolonización y la necesidad de construir una nueva autoridad legítima llevó además a los líderes posrevolucionarios a aborrecer las diferencias internas, pretendiendo suprimirlas con el fin de fortalecer algún tipo de identidad nacional que consolidara la meta independentista. En esta lucha, la alternativa entre civilización o barbarie –sostenida por unos— o entre religión o muerte –enarbolada por otros— se inclinó hacia quienes más se aproximaran al sentir predominante de las masas populares, desplazando del poder (y, muchas veces, hasta del mismo territorio) a los que disentían con la postura triunfante. El caudillismo monista –en el sentido de no pluralista— del siglo XIX y el populismo (más o menos) orgánico del siglo XX son dos manifestaciones históricas de la misma saga, que concibe a la acción política como producto de un movimiento nacional unitario cuyos enemigos son externos (o cipayos), ya que la nación es única y no admite divisiones legítimas (Shumway 1993). Cómo se ve, las facciones no están muertas para este pensamiento, y los partidos no son concebidos como algo diferente. Seymour Lipset, en su análisis sobre los orígenes de Estados Unidos (Lipset 1963-79), señala que las causas del éxito en la formación de aquella sociedad pluralista y democrática se asentaron sobre dos pilares. El primero lo constituyó la personalidad tolerante y pragmática de su carisma fundante, que permitió que Alexander Hamilton y Thomas Jefferson cointegraran el inaugural gabinete federal a pesar de ser los cabecillas de grupos políticos enfrentados: si George Washington no hubiera gozado de aquellas virtudes, probablemente la guerra civil no habría tardado tanto en estallar. El segundo motivo de la sólida instauración de la república fue el pronunciado debilitamiento que sufrió el Partido Federal luego de perder las elecciones de 1800, que culminaría años después en su virtual desaparición. Con esto Lipset quiere significar que, cuando las fuerzas de las dos fracciones estuvieron parejas, hubo un poder superior que las moderó; y cuando el equilibrio se rompió, la languidez de la amenaza minoritaria hizo innecesario el ejercicio de prácticas autoritarias por parte del sector más numeroso. En Argentina, en contraste, el primer recambio pacífico de gobierno entre distintos partidos se dio en 1916, mediante la elección por sufragio universal masculino de Hipólito Yrigoyen para la presidencia de la nación. La segunda se repitió en 1989, con la transferencia del mando de Raúl Alfonsín a Carlos Menem; en las demás oportunidades se registra una serie numerosa de golpes de estado, revoluciones frustradas, fraudes electorales o hegemonías persistentes, escenario que constituyó el marco institucional en el que muchos partidos surgieron y actuaron –y al que contribuyeron a desarrollar.

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Una rápida síntesis histórica de los partidos argentinos justifica sólo tres menciones: el Partido Autonomista Nacional, la Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista. El primero, una fiel versión del partido europeo de notables, fue creado en los hechos por Julio Argentino Roca, que se apoyó en él para construir su sistema de dominación –regente de los destinos del país entre 1880 y 1906. A partir de entonces, el partido se mantuvo en el gobierno durante una década más; pero una vez que lo perdió en elecciones abiertas, jamás pudo recuperarlo en el marco de las reglas constitucionales. El PAN terminó desintegrándose en varios partidos provinciales o incorporando a sus dirigentes en las nuevas estructuras peronistas. Basado en la cooptación de las camarillas dominantes en las provincias del interior, en combinación con el poder de estratégicos caudillos porteños y contando con los recursos del gobierno central, el funcionamiento de la máquina roquista fue detalladamente descripto por Natalio Botana (1977). La Unión Cívica Radical, por su parte, es el más viejo de los actuales partidos nacionales. Fundada en 1891 por un desprendimiento de la elite gobernante liderado por Leandro N. Alem, la UCR se transformó merced a la acción de Hipólito Yrigoyen en representante de los excluidos sectores medios, la mayoría de origen inmigratorio, y en 1916 accedió al gobierno federal como resultado conjunto de la reforma electoral realizada cuatro años antes y el voto popular. El radicalismo fue el primer partido moderno del país, con un sistema de comités locales y provinciales, una convención y un comité nacional y un estatuto orgánico. Sin embargo, jamás edificó una burocracia profesional interna, y continuó actuando, en la oposición, como un impugnador del régimen que enfrentaba, y en el gobierno, como una estructura clientelista que utilizaba el empleo público para recompensar a sus seguidores. De todos modos, su misión más trascendente fue la democratización de la vida pública del país y la incorporación política de importantes sectores sociales, hasta entonces apartados de la arena electoral (Rock 1975); y aunque su éxito relativo se vio opacado por el golpe de 1930, el avance realizado en términos de participación popular ya no pudo ser encubierto más que temporariamente bajo recursos de fuerza. Así como la UCR surgió a partir de la crisis económica de 1890, pero sobre todo en tanto expresión de rechazo al denunciado unicato del gobierno de Juárez Celman –con lo que ello significaba en términos de corrupción de los valores y prácticas políticas—, medio siglo después la emergencia del fenómeno peronista iba a manifestarse como retrasada consecuencia de la crisis mundial de 1930. A través de un liderazgo fuertemente estado-céntrico, las demandas de los nuevos sectores populares urbanos pasarían a ser canalizadas masivamente para sostener un régimen que toleraba a los partidos, pero con indisimulada sospecha. En la comunidad organizada, el proyecto de Juan D. Perón, no había necesidad de divisiones políticas en el sentido tradicional de la democracia burguesa. En cambio, cada sector de la colectividad, principalmente los del capital y el trabajo, debían concertar bajo la planificación estatal las políticas nacionales de desarrollo independiente (Waldmann 1974). Para esta concepción organicista, tributaria de las visiones mussoliniana y franquista en boga en Europa durante los años 30 y 40 respectivamente, el partido

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no era más que la herramienta electoral del movimiento nacional, único representante legítimo de la tradición histórica y del sentir popular de la comunidad. Y como el movimiento nacional podía ser, por definición, sólo uno, los demás partidos fueron considerados como imbuidos de los móviles facciosos que la definición académica ya había logrado desterrar. Contra quienes ven en el después llamado Movimiento Nacional Justicialista al germen contemporáneo de la intolerancia argentina, debe afirmarse la verdad histórica de que el radicalismo también se consideraba inicialmente a sí mismo como único representante de la civilidad, en tanto pretendía expresar la “causa de la reparación popular”, religión laica que reuniría al conjunto de la civilidad contra el “régimen falaz y descreído” (en palabras de Yrigoyen). El mentado régimen incluía a todos los miembros de la vilipendiada oligarquía hasta entonces gobernante junto con quienes, habiendo violado la intransigencia alemista, habían acordado con ellos aunque más no fuera su concurrencia electoral. Convertido en funcionario de gobierno mediante un golpe de estado, Perón fue escalando posiciones amparado por una política laboral que le brindó importante apoyo de las clases trabajadoras. En 1946 ganó limpiamente las elecciones contra una coalición de todos los demás partidos (UCR, Democracia Progresista, Socialismo y Comunismo), consolidando así una profunda división que se extendería por años. Las medidas de incorporación política y de redistribución económica adoptadas por su gobierno insuflaron una duradera identificación en los sectores trabajadores con la figura del presidente, que se reflejó en las mayorías electorales que su partido8 obtuvo en cada compulsa ciudadana desde entonces. Tanto la Unión Cívica Radical como el Partido Justicialista, en sus periodos de auge –1912-1943 y 1946-1976 respectivamente—, resultaron imbatibles en elecciones no fraudulentas. Sumando a ello sus sendas convicciones sobre la ilegitimidad de cualquier alternativa diferente a la propia, queda constituido el marco de lo que Grossi y Gritti denominarían más tarde "sistema a doble partido con intención dominante" (Grossi & Gritti 1989: 53). Esta definición es la más ajustada que se haya dado hasta ahora entre quienes aceptan la existencia de características peculiares y persistentes en el escenario formado por los partidos argentinos. Se hace referencia de ese modo a un formato electoral en el que dos organizaciones se enfrentan por la obtención del gobierno, en condiciones tales que sólo una está en condiciones de ganar; pero la que lo hace pretende que tal situación es la única legítima. Más allá de que en algún momento la situación de predominio haya derivado en voluntad de hegemonía, el hecho es que la precariedad del modelo –y la esperable irreversibilidad democrática— obligaría a pensar hoy en algún tipo de corrimiento, ya sea hacia el lado del pluralismo moderado, del bipartidismo o del partido predominante. Otra interpretación acerca de la evolución del sistema partidario en Argentina es la planteada por Torcuato Di Tella (1971/72). Este autor ofrece la

8 Candidateado en 1946 por los partidos Laborista y UCR Junta Renovadora, Perón los unificó más tarde en el Partido Unico de la Revolución Nacional, inmediatamente renombrado Partido Peronista y luego, finalmente, Partido Justicialista.

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paradoja de haber predicho, con mucha anticipación, la imagen –en negativo— que parece estar tomando hoy la disposición de los partidos, pese a trabajar dentro del marco teórico de un llano reduccionismo sociológico. Su esquema parte de una visión de la sociedad como dividida fundamental e irremediablemente entre dos sectores, enfrentados –en estilo marxista— por la propiedad y el control de los medios de producción. En este contexto, las posibilidades de acción política de parte de los líderes son también dos: o representan a las clases populares y compiten electoralmente contra quienes defienden los intereses de la burguesía, o bien se integran con estos últimos en partidos policlasistas de índole movimientista (a la manera del PRI mexicano entre 1928 y 1994). Ambos escenarios concebían al peronismo como el actor central del sistema político, de cuya decisión dependería el resultado final. Si el PJ decidía alinearse estrictamente con las clases bajas, al radicalismo le cabría el rol de representar a los sectores medios. Si, en cambio, el peronismo optaba por una salida “a la PRI”, la UCR se hubiera quedado sin espacio que ocupar ni base que representar. Su alternativa de hierro consistiría, según el esquema de Di Tella, en aceptar la función de partido burgués –que, en tanto movimiento popular, siempre había rechazado— o desaparecer. En este último caso, el peronismo podría subsecuentemente integrar a los sectores dejados huérfanos por el radicalismo, o bien escindirse en dos partidos: uno que captara a las clases bajas y otro que hiciera lo propio con los sectores medios. El surgimiento del Frente Grande –luego transformado en Frente por un País Solidario (FREPASO)— a partir de las elecciones de 1994 representó, durante algunos años, esta segunda opción. Sin embargo, la concreción de la Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación (Alianza), concretada entre la UCR y el FREPASO en 1997, desactivó semejante expectativa y condujo a una mecánica bipolar, en la que un formato pluralista limitado reconstruyó las posibilidades de alternancia partidaria –alternancia que, novedosamente, no pone en riesgo la estabilidad democrática. Según otros autores, en contraste, la dinámica y cambio de la situación partidaria argentina habría obedecido a la inexistencia real de un sistema de partidos (De Riz 1986). El motivo es que la consolidación estructural del sistema habría requerido más tiempo de funcionamiento continuado que el permitido por los sucesivos quiebres institucionales. Ello ha desviado el diseño de estrategias de los partidos, que no se han construido en función de los demás partidos sino respecto de actores extra-institucionales como los militares. Un derivado de esta postura ha sido desarrollado para América Latina por Scott Mainwaring y Timothy Scully (1995), quienes proponen la variable institucionalización como eje fundamental para la clasificación de los sistemas partidarios. Este enfoque, original y sugestivo, requiere sin embargo una mayor precisión conceptual, ya que en la literatura existe cierta confusión acerca de si el estudio de la institucionalización se centra en los partidos o en los sistemas de partidos (Randall & Svåsand 2002). En consonancia con la tesis de De Riz acerca de la inexistencia del sistema, aunque con un énfasis más moderado, Marcelo Cavarozzi ha afirmado que la debilidad como tal del sistema partidario argentino convive con una importante identificación de grupos sociales en torno de los partidos, conformando fuertes subculturas –cuyo enfrentamiento dará lugar a la idea del bipartidismo polarizado

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(Grossi & Gritti 1989). Este marco, y en mayor medida el planteado por Edgardo Catterberg de bipartidismo a secas (Catterberg 1989), resultó relativizado por las elecciones realizadas entre 1993 y 1995, en las que el declive de la UCR fue acompañado por el ascenso de terceras fuerzas –nacionales y provinciales— cuyas perspectivas eran, aparentemente, de crecimiento. El tercer puesto de la UCR en las presidenciales de 1995, detrás del candidato del FREPASO, pareció confirmar la defunción del bipartidismo. Sin embargo, la victoria presidencial de la Alianza en 1999, con una fórmula encabezada por el radicalismo, dio por tierra con las hipótesis tempranas de defunción. La reconfiguración del escenario político con el cambio de siglo siguió así manifestando un bipolarismo –si no bipartidismo— que, incentivado institucionalmente por la reforma constitucional de 1994, no hace más que perpetuar la tradición político-electoral argentina. Por último, una de las cuestiones que para la literatura política actual abre el mayor interrogante acerca de la capacidad de gestión de las democracias es el problema de la emergencia, entendida como disfunción (crisis) económica que altera el escenario de acción de los grupos sociales y trastorna sus marcos de referencia valorativos. En este contexto, todas las instituciones de gobierno –incluyendo a los partidos— se adaptan a la necesidad de ejecutividad y resultados por sobre la deliberación y los procedimientos formales, generándose como resultado un principio orientador basado en la eficacia –en tanto fuente primordial de legitimidad (Zuleta Puceiro 1994). El decisionismo, la modalidad frecuentemente elegida por los países en vías de desarrollo para superar la emergencia, gozó de amplio respaldo en América Latina durante la década de 1990. En un primer momento, el método pareció tener éxito en su objetivo de alcanzar la estabilidad mediante un amplio apoyo electoral. Hoy, sin embargo, se torna cada vez más evidente que el deterioro institucional, el bajo rendimiento económico y la polarización social son consecuencia duradera de los cambios impulsados mediante tal estrategia.

Si es cierto el apotegma de que no existen en el mundo democracias sin partidos, también podría afirmarse uno de sus corolarios: que la calidad de la democracia depende de la calidad con que sus partidos representan, reclutan y gobiernan. A juzgar por los resultados, los partidos políticos latinoamericanos se encuentran todavía lejos del nivel ideal.

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CAPÍTULO 7: PARTIDOS POLÍTICOS

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�El presente trabajo constituye una reflexión sobre la problemática de los

partidos políticos en América Latina en la época posautoritaria y posdemo-

cratización política. Más que un estudio académico de los partidos políti-

cos en nuestra región, que los hay de muy buena calidad en el último tiem-

po, lo que nos interesa bajo la forma de ensayo es menos una visión

descriptiva de indicadores sobre partidos políticos y más un recorrido por

las grandes cuestiones que afectan hoy en día el papel de los partidos en

la vida social y política de las nuevas democracias o de las democracias re-

cuperadas. En la primera parte establecemos un esquema conceptual que

nos permite analizar la realidad de los partidos en América Latina. En la

segunda, resaltamos los rasgos básicos de los sistemas de partidos en

la región. En la tercera parte analizamos las grandes transformaciones

que experimenta la política latinoamericana y cómo ello afecta a los par-

tidos. Finalmente, analizamos el futuro de los partidos y una agenda pa-

ra el fortalecimiento de su papel en diversas dimensiones.1

Manuel Antonio Garretón

Es sociólogo, formado en la Pontificia Universidad Católica de Chile, doctoren Sociología, Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, Francia, y pro-fesor del Departamento de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales de la Uni-versidad de Chile.

72 Contribuciones para el debate

1 Dado el carácter de estas reflexiones hemos omitido las notas y la bibliografía. En todo caso,pueden mencionarse los siguientes trabajos como referencia necesaria hoy en día para el estu-dio de los partidos políticos en América Latina, considerada en su globalidad y sin mencionarexcelentes estudios de casos nacionales. M. Cavarozzi y M.A. Garretón, Muerte y resurrección.Los partidos políticos en el autoritarismo y las transiciones del Cono Sur. FLACSO, Santiago, 1989.A. Ramos Jiménez, Los partidos políticos en las democracias latinoamericanas. Universidad de LosAndes, Mérida, 1995. S. Mainwaring y T. Scully, Building Democratic Institutions. Party Systemsin Latin America. Stanford University Press, Stanford, California, 1995. J.Abal-Medina y M. Ca-varozzi,“Partidos políticos”. En T. Di Tella, ed., Diccionario de Ciencias Sociales, Emecé, BuenosAires, 2001. J. Abal-Medina y M. Cavarozzi, eds., El asedio a la política. Los partidos latinoame-ricanos en la era neo-liberal. Homo Sapiens, Rosario, 2003. J.M. Payne, D. Zovatto, F. Carri-llo y A. Allamand, La política importa. Democracia y desarrollo en América Latina. Banco In-teramericano de Desarrollo e Instituto Internacional para la Democracia y la AsistenciaElectoral, Washington DC, 2002. M. Carrillo et al., eds., Dinero y contienda político-elec-toral. Fondo de Cultura Económica, México, 2003. M. Alcántara y F. Freidenberg, eds.,

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La indispensable y problemática

relación entre partidos y democracia

en América Latina

Manuel Antonio Garretón

Partidos y democracia

Política y democracia

La política es la dimensión de una sociedad que se refiere a las re-laciones de poder en torno a la conducción general de la sociedad.Ello implica tres dimensiones en la época moderna: 1. satisfacción deintereses de los ciudadanos o acceso al Estado para bienes y servicios,que constituye la dimensión instrumental o reivindicativa; 2. fuentede sentido para la acción colectiva, generación de identidades, queconstituye la dimensión proyecto o ideológica; 3. actividad específi-ca destinada a realizar los fines u objetivos anteriores pero que tienesus propias reglas y dinámicas, que constituye la dimensión profesio-nal o técnica. En la época actual, por las transformaciones en el Es-tado y la cultura, la política pierde gran parte de sus dos primeras di-mensiones (representación o reivindicativa, y proyecto) y quedareducida sobre todo a la tercera (actividad política profesional), loque se expresa especialmente en sus actores principales, que son lospartidos políticos. Esto explica que haya una cierta tendencia a que

73Política para la democracia

Partidos políticos en América Latina. Ediciones Universidad de Salamanca, España, 2001. Hedesarrollado parcialmente algunas de las ideas que aquí se exponen en otros trabajos en losque me apoyo, especialmente el capítulo 4 de La sociedad en que viviremos. Introducción socio-lógica al cambio de siglo (LOM, Santiago, 2000), y el capítulo 7 de Política y sociedad entre dosépocas. América Latina en el cambio de siglo (Homo Sapiens, Rosario, 2000).

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la gente no vea en la política una respuesta a sus intereses e imagina-rios o proyectos, sino sólo una actividad desligada de lo anterior.

En la época actual, la política queda reducida sobre todo a la activi-

dad política profesional. Esto explica que la gente no vea en la polí-

tica una respuesta a sus intereses.

En toda sociedad humana en que el poder político no se identi-fica con el cuerpo social, o sea, en que existe una distancia entre am-bos, pueden distinguirse tres instancias de la vida política: 1. el Es-tado, que cristaliza relaciones de poder y dominación, es decir, laautoridad política o el poder político legitimado, pero, al mismotiempo, es momento de la unidad simbólica y de dirección generalde la sociedad; 2. la base societal constituida por la gente, la socie-dad civil, y los actores políticos y 3. el régimen político, que es la me-diación institucional, regida por normas y organizaciones, entre labase social y el Estado. El régimen político tiene así por finalidad laresolución de tres problemas que toda colectividad debe resolver: eldel gobierno, es decir, quién y cómo se gobierna; el de las relacionesentre la gente y el Estado, es decir, lo que se llama la ciudadanía y laforma en que ésta se representa ante el Estado; y, finalmente, el pro-blema de la canalización de demandas sociales y formas de resolu-ción de los conflictos. Así, un régimen político no resuelve todos losproblemas de una sociedad sino un conjunto determinado de ellos,pero ninguna sociedad puede existir sin abordar las tres cuestionesindicadas. A lo largo de la historia, se han sucedido distintos tiposde regímenes; el principal, aunque no el único, es la democracia enlas sociedades modernas.

En el régimen democrático estas tres cuestiones se resuelven a par-tir de ciertos principios y mecanismos, como son la soberanía popu-lar, la vigencia constitucional de los Derechos Humanos Universales ylas libertades públicas –garantizados por el Estado de derecho–, la igual-dad de los ciudadanos ante la ley, el sufragio universal y las eleccioneslibres y periódicas de gobernantes y autoridades, la accountability deéstos, el principio de mayoría y respeto de minorías, el pluralismo

74 Contribuciones para el debate

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político –cuya mejor expresión aunque no la única son los partidos po-líticos–, la alternancia en el poder, la solución institucional y pacífica delos conflictos, la regulación y control de la violencia, la subordinación delpoder militar al político y la separación de poderes del Estado, por nom-brar los más conocidos. La democracia es así el régimen político por elcual, en un determinado espacio territorial, una población convertida enciudadanos toma las decisiones relevantes de su vida en sociedad a tra-vés de sus representantes elegidos en el Estado.

De dicha definición pueden deducirse dos dimensiones de la de-mocracia. Ésta, por un lado, se fundamenta en la existencia de ciertosprincipios éticos y relacionados con el ideal de la “sociedad buena”, co-mo decían los clásicos, que le da un carácter valórico y normativo queno se agota ni se reifica en ninguna institución. Por otro lado, es un sis-tema de instituciones mediadoras entre Estado y sociedad que resuel-ven los problemas de quién y cómo se gobierna, cómo se relacionanlas personas con el Estado y cómo se canalizan los conflictos y deman-das sociales. Así, la democracia es un régimen específico que puede dis-tinguirse tanto de otros regímenes políticos como de otras dimensio-nes o niveles de la sociedad y puede darse en coexistencia con múltiplesconformaciones de estos otros niveles o dimensiones, es decir, en di-versos contextos socioeconómicos y culturales. Pero es también unideal, un principio ético de organización política de la sociedad. Enotras palabras, la democracia es siempre una tensión entre una dimen-sión institucional y una dimensión valórica y ética que sobrepasa las ins-tituciones y que apunta a un ideal de sociedad. Por ello, no tiene senti-do la discusión en torno a la definición “minimalista” o “procedural” dela democracia versus una dimensión “sustantiva”, sea ésta participati-va, socioeconómica o deliberativa.

La democracia es siempre una tensión entre una dimensión institucio-

nal y una dimensión valórica y ética que sobrepasa las instituciones y

que apunta a un ideal de sociedad.

Esta afirmación rescata a la vez la autonomía del sistema y régi-men político y su imbricación o articulación problemática con las

75Política para la democracia

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otras dimensiones de la sociedad. Pero busca apartarse del determi-nismo que establece que a una determinada configuración de estosotros niveles o dimensiones –por ejemplo, la economía o la estruc-tura de clases o el sistema simbólico o de valores– le “corresponde”un determinado sistema político, y que sólo existiría “verdadera” o“plena” democracia, por mencionar un caso, si se da un determina-do sistema económico, social o cultural.

Partidos políticos y democracia

En sociedades mínimamente complejas, y cualquiera sea su régimenpolítico, se plantea siempre la cuestión de la relación entre el poder y laautoridad política, por un lado, y la población que constituye esta so-ciedad, por otro, ya sea en términos de comunicarse con la autoridad,ya sea en términos de responder o controlar la sociedad por parte de laautoridad. En esta necesidad de agrupación para ser objeto o sujeto dela política yace el origen de los partidos políticos. Éstos son organiza-ciones formales de personas en torno a intereses o ideas comunes quebuscan participar, influir y conducir la vida política de una sociedad. Sibien pueden existir regímenes políticos que los suprimen o partidos queactúan en diversos tipos de regímenes, y se habla así de dictaduras departido único, ellos no parecen prescindibles en los regímenes demo-cráticos y no se conciben democracias modernas sin ellos, aunque, co-mo veremos, su papel e importancia en las democracias actuales estédesafiado y cuestionado. Si lo fundamental de la democracia en cuan-to forma de gobierno es la representación de la voluntad ciudadanay la conducción de la sociedad por representantes de esa voluntad,hasta hoy no se conoce un mejor sistema de representación que lospartidos, más allá de cualquier crítica que pueda hacérsele a su fun-cionamiento en las diferentes sociedades. Ni la participación direc-ta de los individuos en la vida pública, ni la representación de susintereses corporativos, ni las comunicaciones mediáticas o las redesde interacción informática pueden reemplazar el “momento partida-rio” de una democracia.

Y ello porque en términos de los tres problemas que busca resol-ver todo régimen político (gobierno, relación de la gente con el Es-tado o ciudadanía, e institucionalización de conflictos y demandassociales) y, en términos específicos, del modo como la democracia

76 Contribuciones para el debate

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procesa estos problemas, los partidos cumplen diversas funciones. Lospartidos tienen funciones de representación de intereses globales, ideasy proyectos; de convocatoria, liderazgo y conducción; de elaboraciónde proyectos o de propuestas; de administración de gobierno o de opo-sición; de agregación de demandas y de canalización de conflictos; dereclutamiento de la clase política para los puestos del Estado o de lafunción pública.

Los partidos políticos no cumplen en forma exclusiva ninguna deestas funciones, pero son la única institución, en la sociedad denomi-nada “moderna”, que está llamada a cumplir con todas estas funciones.Los partidos políticos se definen precisamente por hacer todas estascosas, mientras muchos otros actores o instancias de la sociedad sólohacen algunas. Ellos son el principal vínculo de la política democráti-ca con la sociedad, porque tratan a ésta en cuanto ciudadanía. Pero larelación de los partidos con la ciudadanía es siempre mediada: no haypartidos de ciudadanos, sino que cada partido apela a un sujeto parti-cular definido por una categoría como proyecto, pueblo, clase, identi-dad, etcétera.

Los partidos políticos son el principal vínculo de la política democrá-

tica con la sociedad, porque tratan a ésta en cuanto ciudadanía.

La significación de los partidos políticos y del sistema de partidosen cada sociedad, su mayor o menor gravitación y su relación con lasociedad y el Estado a través de la participación y representación, tie-ne distintas manifestaciones según el modo cómo se constituyeron ydesarrollaron los regímenes democráticos, es decir, de acuerdo conel tipo de democratización política y también con el desarrollo pos-terior de este régimen. Si bien puede hacerse una definición abstrac-ta del papel de los partidos políticos, éste varía según la naturaleza ehistoria de la democracia de cada sociedad, sobre todo si ella está enproceso de democratización política o si la democracia es un régi-men ya consolidado. Pero no se trata de que los partidos sean sólo unresultado de una democracia dada, sino que también contribuyen amoldear sus características.

77Política para la democracia

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Esta variedad de partidos y sistemas de partidos según los contex-tos sociohistóricos ha llevado a realizar diversas tipologías de partidospolíticos, las que escogen uno o varios criterios de clasificación. El pro-blema con estas tipologías radica, por un lado, en su sesgo etnocéntri-co, que conduce a reconocer como modelos únicos los predominantesen Europa o Estados Unidos. Se desconocen así los partidos de van-guardia o revolucionarios emergentes o institucionalizados, los parti-dos populistas o nacional-populares, los partidos nacionalistas y lospartidos movimientistas, que forman parte de la realidad histórica deAmérica Latina y que combinan rasgos propios con algunos de los ras-gos indicados en esas tipologías.

Por eso es conveniente rescatar la idea de “sistema de partidos”,es decir, la configuración del espectro partidario completo en unadeterminada sociedad o momento histórico de ella, que, al tiempoque describe los partidos individuales, abarca el conjunto de las re-laciones entre ellos, pudiendo coexistir al interior de un sistema di-versos modelos de partidos individuales. Las relaciones entre lospartidos dentro de un sistema pueden ser de co-operación (coali-ciones), competencia o confrontación, como tiende a ocurrir en lossistemas polarizados.

Rasgos básicos de los partidos en América Latina

Las definiciones y elaboraciones de la teoría política sobre parti-dos y las caracterizaciones y tipologías no siempre dan cuenta de laespecificidad del fenómeno partidario en América Latina.

En sociedades de alta segmentación o en formación, con un rolfundante del Estado sobre la nación, como las nuestras, las tres di-mensiones de la política definidas al comienzo se identifican con unadimensión integrativa de vastos sectores específicos que acceden a lasociedad a través de la política (política populista), y muchas vecesla dimensión proyecto se identifica con una dimensión ruptura o re-volucionaria. La política en América Latina ha consistido clásicamen-te en la fusión de estas tres dimensiones, con predominio de una uotra según el tipo de sociedad y su historia.

La situación de los partidos y sistemas de partidos en América

78 Contribuciones para el debate

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Latina ha sido muy diversa. Así, en muchos casos los partidos fueronprácticamente inexistentes o irrelevantes y tendían a ser reemplaza-dos por corporativismos, caudillismos, acciones de base, etc. Enotros, absorbieron casi completamente la vida social. Hubo situacio-nes de exclusión y de fagocitación mutua. El ideologismo de algunassituaciones, que llevaba a la polarización, contrastó con la indiferen-ciación pragmática de los partidos en otras. Todo ello configuraba,con pocas excepciones, sistemas de partidos débiles y vulnerables eimplicaba una importante crisis de representación.

Durante la vigencia de lo que se ha llamado la matriz nacional-popular-estatal –predominante desde los 40 y radicalizada en los pro-yectos revolucionarios de los 60, todo ello principalmente en los paí-ses más desarrollados–, los partidos en América Latina fusionaronEstado y sociedad con ellos mismos, y sus paradigmas fueron el par-tido populista y el clasista –más cercanos de la sociedad que del Es-tado–, el ideológico de vanguardia y la máquina electoral –más es-trictamente políticos– y el clientelista y el partido-Estado, aunquemuchos de ellos combinaron varias de estas dimensiones.

Los autoritarismos militares intentaron destruir toda forma de ac-ción política, y tuvieron como objeto de ataque central a los partidosy organizaciones políticas. Si bien no lo lograron y éstos fueron unapieza clave en las democratizaciones, la construcción de sistemasfuertes de partidos quedó como otra tarea pendiente de aquéllas. Enefecto, las transiciones a la democracia reciente y, en general, los pro-cesos de democratización política los pusieron más cerca de su fun-ción autónoma y del Estado, expresando una de las demandas espe-cíficas de la sociedad que era la demanda democrática.

Los autoritarismos militares intentaron destruir toda forma de ac-

ción política y tuvieron como objeto de ataque central a los parti-

dos y organizaciones políticas.

En el período postransición democrática se ha producido unatransformación del panorama clásico de los partidos en América La-tina: surgen nuevos partidos que expresan a sectores combatientes o

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sectores sociales marginados como grupos étnicos; colapsan sistemasde partidos, a veces sin que se reemplacen y otras veces con recom-posición parcial; se fortalecen otros y en todas partes se plantea elproblema de coaliciones entre partidos para asegurar gobiernos ma-yoritarios estables. Esta reformulación del paisaje partidario se expli-ca también porque las transformaciones económicas y sociocultura-les paralelas a las democratizaciones políticas han dejado colgando alos partidos con problemas de relación y relevancia respecto del Es-tado y de la sociedad. De hecho, los partidos en América Latina per-dieron sus proyectos que fundían las tres dimensiones de la política,a las que nos hemos referido al inicio. Es decir, los partidos políticosque eran los actores que encarnaban las tres dimensiones, y por lotanto representaban demanda agregada (dimensión 1), proyectos (di-mensión 2) e intereses propios de su organización y actividad (di-mensión 3), hoy aparecen cumpliendo funciones sólo en esta terce-ra dimensión, lo que explica su pérdida, deterioro o coyunturalidadde la relación con la población.

En la realidad actual de América Latina, existen diversas situacio-nes respecto de los partidos: 1. países en que no hay y cuyo principalproblema es crearlos; 2. países en que hay partidos pero no hay sis-tema de partidos; 3. países en que hay partidos y sistemas pero hanperdido su relación con la sociedad, único caso en que se produciríala cartelización de la oferta; 4. países en que se combinan algunas deestas situaciones. 2

Pero más allá de esta diversidad de situaciones, ya sea que se ne-cesite crear partidos o constituirlos, o fortalecer sistemas de partidos,dependiendo de la situación de cada país, en todos los casos estáplanteado el problema de la capacidad de los partidos para gobernary, sobre todo, de la relación entre partidos y sociedad, es decir, la po-sibilidad de hacer frente a la crisis de la política y la pérdida del rolreferencial del Estado, a lo que nos referiremos a continuación.

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2 Una buena recopilación de datos sobre institucionalización, polarización, financiamien-to y otros rasgos de los sistemas de partidos en América Latina, en J.M. Payne, D. Zovatto,F. Carrillo y A. Allamand, La política importa. Democracia y desarrollo en América Latina(ob. cit., capítulos 6 y 7); M. Carrillo et al., eds., Dinero y contienda político-electoral (ob.cit., págs. 33-97).

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En todos los casos, está planteado el problema de la capacidad de

los partidos para gobernar y, sobre todo, de la relación entre par-

tidos y sociedad, es decir, la posibilidad de hacer frente a la crisis

de la política y la pérdida del rol referencial del Estado.

La transformación de la política y su efecto

sobre los partidos

La transformación de la política

Partamos, primero, del hecho histórico de que ningún desarrollonacional contemporáneo, especialmente en los países de desarrollo tar-dío como los latinoamericanos, ha podido prescindir de un papelpredominante del Estado. Segundo, es cierto que parece terminaruna época caracterizada principalmente por desarrollos nacionales“hacia adentro” en los que el Estado movilizador era el agente indis-cutible e incontrarrestado y asistimos a la emergencia de desarrollosinsertos en las fuerzas de mercado transnacionalizado. Ello trastocade manera radical las relaciones entre Estado y sociedad en estos paí-ses, erosionando el papel dirigente de los Estados pero, por otro la-do, obligando a la resignificación de tal papel si se quiere mantenerla idea de un desarrollo y proyecto de país, cuestión negada por lavisión neoliberal de la globalización. Esta tensión es uno de los meo-llos del debate sociopolítico en el mundo contemporáneo.

Al hablar de una transformación de las relaciones entre Estado y so-ciedad estamos hablando de una transformación de la política. Pero es-ta llamada crisis generalizada de la política en el mundo de hoy es espe-cialmente grave ahí donde el Estado constituyó a la sociedad o a lanación, ahí donde la política fue el cemento principal de la sociedad, co-mo es el caso de las sociedades latinoamericanas, y más grave aún cuan-do tal crisis se da en democracias emergentes y recién consolidadas oen vías de consolidación. Por otro lado, si la sociedad entera se ve afec-tada por esta crisis de la política que afecta la calidad y relevancia delas democracias nuevas, más aun se afectan los actores principalmente

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políticos, es decir, los partidos que aparecen juzgados muy severa-mente por la opinión pública. La paradoja es que la crítica o distan-ciamiento respecto de los partidos, de la que dan cuenta las encues-tas, no ha ido acompañada por una baja de la participación política.La opinión pública indica que no hay democracia sin partidos, pe-ro que su funcionamiento actual genera enorme insatisfacción.

Muchas de las críticas que se les hacen a las democracias recien-tes tienen que ver con un cuestionamiento más profundo a las for-mas clásicas de la política. Ésta tenía un doble sentido en la vida so-cial de nuestros países. Por un lado, dado el papel del Estado comomotor central del desarrollo y la integración sociales, la política eravista como una manera de acceder a los recursos del Estado. Por otrolado, la política jugaba un rol fundamental en el otorgamiento desentido a la vida social y en la constitución de identidades, a travésde proyectos e ideologías de cambio. De ahí su carácter más movili-zador, abarcante, ideológico y confrontacional que en otros contex-tos socioculturales.

En el nuevo escenario generado por las transformaciones socia-les, estructurales y culturales de las últimas décadas que descompo-nen la unidad de la sociedad-polis, tiende a desaparecer la centrali-dad exclusiva de la política como expresión de la acción colectiva.Pero ella adquiere una nueva centralidad más abstracta, por cuantole corresponde abordar y articular las diversas esferas de la vida so-cial, sin destruir su autonomía. Así, hay menos espacio para políti-cas altamente ideologizadas, voluntaristas o globalizantes, pero hayuna demanda a la política de “sentido”, lo que las puras fuerzas del mer-cado, el universo mediático, los particularismos o los meros cálculosde interés individual o corporativos no son capaces de dar.

Si los riesgos de la política clásica fueron el ideologismo, la pola-rización y hasta el fanatismo, los riesgos de hoy son la banalidad, elcinismo y la corrupción. Al agotarse tanto la política clásica comosus intentos de eliminación radical y hacerse evidente la insuficien-cia del pragmatismo y tecnocratismo actuales, la gran tarea del fu-turo es la reconstrucción del espacio institucional, la polis, en que lapolítica vuelve a tener sentido como articulación entre actores socia-les autónomos y fuertes y un Estado que recobra su papel de agente dedesarrollo en un mundo que amenaza con destruir las comunidades

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nacionales. La transformación o cambio de la política se expresa, en-tonces, en una tensión entre las tendencias fácticas que la llevan a subanalización y disolución y las propuestas normativas que apuntan ala resignificación de su centralidad en las nuevas circunstancias.

Si los riesgos de la política clásica fueron el ideologismo, la pola-

rización y hasta el fanatismo, los riesgos de hoy son la banalidad,

el cinismo y la corrupción.

Por su parte, los cambios estructurales y culturales que se han pro-ducido en la última década, la aparición de nuevos grupos sociales ypolíticos, muchos de ellos al margen de los procesos electorales, y lafragmentación social y política que se observa, han tenido obviamen-te un impacto en los sistemas partidarios. Ello hace que los partidos,que eran el factor de representación e integración por excelencia, sevean desafiados por el surgimiento de nuevos movimientos que seagrupan en torno a intereses particulares más específicos y, a la vez, másdiversos. En esta nueva situación, los partidos deben ser capaces de de-sarrollar nuevos mecanismos de negociación y concertación, y, al per-der el antiguo rol integrador, deben establecer nuevos canales, vínculos,lazos con la sociedad civil, que les permitan, a través de coaliciones másamplias, constituirse en agentes de representación efectivos entre la so-ciedad civil y el Estado.

Los partidos políticos se ven doblemente afectados por estas trans-formaciones. Por otra parte, en tanto los cambios estructurales y cul-turales de la sociedad desafían “desde abajo” sus funciones de repre-sentación, los cambios en el papel del Estado y la transformación de lapolítica amenazan “desde arriba” el cumplimiento de las funciones clá-sicas de liderazgo de los partidos. Examinaremos ambos aspectos en loque sigue.

Los partidos y el conflicto social

Muchos analistas políticos contemporáneos han resaltado comouna de las funciones principales de los partidos la expresión y repre-sentación de los conflictos, clivajes o fraccionamientos centrales de la

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sociedad. Por ejemplo, una sociedad en proceso de constitución, comolas latinoamericanas en el siglo XIX, lo que discute básicamente es si seorganiza de modo federal o centralizado, o cómo se representan las re-giones. En ese marco, en algunos casos, los partidos se generaron so-bre la base de agrupaciones federalistas o partidos centralistas. Porsu parte, el conflicto que se establecía entre Estado e Iglesia o entrelos sectores de la oligarquía o entre liberales y conservadores origi-nó laicismo y confesionalismo. El siglo XX aporta la cuestión socialen el modelo de desarrollo, la justicia social, la división entre ricosy pobres, entre capital y trabajo. De ahí proviene el fraccionamien-to o clivaje derecha/centro/izquierda y los partidos más transversa-les como los populistas. La organización política en términos de re-gímenes democráticos y regímenes autoritarios o de otro tipo es otroconflicto que divide a la sociedad y sobre esa base también se cons-tituyen partidos políticos. Los sistemas de partidos políticos que co-nocemos están construidos, entonces, a veces sólo como expresiónde una de estas divisiones, a veces como agregación de capas geoló-gicas de estos distintos fraccionamientos, representando un polo deestas dualidades. En todo caso, el partido organiza clásicamente elconjunto de su propuesta a partir de uno de los clivajes o fracciona-mientos, representando ya sea a grupos ideológicos o culturales quecomparten una misma visión, ya sea a una base social homogénea oclasista que comparte necesidades, intereses o aspiraciones. Cuandose decía por ejemplo: capitalismo o socialismo, ello ordenaba el es-pectro partidario de derecha a izquierda y la propuesta socioeconó-mica de uno u otro iba necesariamente asociada a su propuesta entodas las otras dimensiones de la vida social.

El siglo XX aporta la cuestión social en el modelo de desarrollo,

la justicia social, la división entre ricos y pobres, entre capital y

trabajo.

Sin embargo, hoy en día existe una multiplicidad de fraccionamien-tos y clivajes que no son reductibles los unos a los otros. Así, quienesse ubican en una determinada posición en uno de los fraccionamientos

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tienen posiciones contrapuestas en otro de los ejes de fraccionamien-to o conflicto. Por ejemplo, hay un momento en que el actor empresa-rial capitalista es fundamental para obtener la democratización polí-tica o el término de dictaduras, pero ese mismo actor es un pésimoaliado si se quiere resolver después el tema de la pobreza. Ciertos ac-tores pueden ser un elemento básico en el eje crecimiento-estanca-miento económico o justicia social, pero ser adversarios en el eje me-dio ambiente. Entonces, los conflictos no son superposiciones de ejesen que todos están en el mismo polo, sino expresión multidimensio-nal de fraccionamientos, en que la resolución de uno no puede trasla-darse a otro. Se podrá decir que siempre fue así, pero lo cierto es quese pensaba y actuaba en términos de fraccionamientos y conflictos con-cebidos como una sola totalidad reductible a uno central, cuya solu-ción arrastraba a los otros.

Así, por un lado, se hace más difícil que los fraccionamientos yconflictos clásicos, que dieron origen al sistema de partidos, sean re-presentados en su conjunto por un solo actor político, pero por otro,aparecen nuevos problemas cruciales y centrales, que no logran to-davía expresarse en términos de conflicto, de fraccionamientos. Nose sabe en qué puede consistir un posicionamiento partidario res-pecto de tal o cual nuevo tipo de fraccionamiento. Piénsese, en el ca-so latinoamericano, en temas como el sida y los medioambientales,las cuestiones de género, los problemas étnicos, incluso las alterna-tivas de integración regional latinoamericana o americana.

Muchos de estos conflictos y problemas atraviesan transversalmen-te los partidos constituidos, tal como en el nacimiento del conflicto in-dustrial y capitalista no están fijados los posicionamientos y proyec-tos. En la medida en que no se sabe bien de qué se trata o qué es lo queestá en juego, muchas de las características de la sociedad posindus-trial globalizada, que se superpone a la industrial nacional en desarro-llo, son percibidas como problemas o cuestiones negativas, pero no danorigen aún a posiciones definidas en torno a las cuales constituir ad-versarios y proyectos. Existen tensiones y fraccionamientos de la socie-dad –muchos no pueden definirse en términos confrontacionales– queno han dado origen aún ni a actores estables ni a propuestas que per-mitan delinear un continuo partidario o un continuo de representa-ción respecto de las soluciones que se proponen para este problema.

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Partidos y actores sociales

Tradicionalmente, los partidos representan y han representado in-tereses agregados en torno a cuestiones generales de la sociedad ytambién intereses más particulares de una determinada categoría uorganización social, lo que llamamos intereses corporativos. Ello an-te un interlocutor general que es el Estado, el que no se reduce sóloal gobierno, sino que incluye el Ejecutivo, el Legislativo, las instan-cias económicas, culturales y militares del Estado, los niveles centra-lizados y descentralizados. Con el debilitamiento del papel del Esta-do en cuanto agente de desarrollo y distribuidor de recursos, inclusoen su nivel simbólico, quienes representan intereses ante él pierdenpoder, significación, capacidad de interpelación, y quienes tienen in-tereses buscan formas de representación básicamente corporativasque se enfrentan directamente en el mercado o se trasforman en po-deres fácticos.

Los partidos han representado o buscado representar actores so-ciales: clases medias, sectores populares, pobladores, obreros, cam-pesinos, elites regionales o actores locales, empresarios, agrupacio-nes profesionales. Por su parte, los partidos latinoamericanos decorte populista o estatal intentaron una representación o cooptaciónamalgamada de intereses variados, y muchas veces contradictorios,lo que parece muy difícil en el nuevo modelo de desarrollo. En estecampo, lo que ocurre es que los actores clásicos (clases y movimien-tos en torno a la producción y la distribución y en torno a la políti-ca estatal) tienden ya sea a corporativizarse básicamente en términosde organizaciones gremiales, ya a atomizarse o segmentarse comoocurre con los llamados sectores de extrema pobreza o excluidos. Porsu parte, los actores nuevos ligados principalmente a temas cultura-les o a cuestiones de medio ambiente, derechos humanos, género y de-fensa de identidades son sin duda capaces de poner temas en la escena yagenda públicas, incluso de hacerlos hegemónicos en la sociedad, peromuy difícilmente aseguran establemente su representación política enpartidos propios, como ha ocurrido con los movimientos ecologistas yde mujeres, siendo una excepción probable a ello los partidos que asu-men la representación étnica.

Surge, en cambio, junto a los actores sociales organizados el fenóme-no de opinión pública, la que puede ser general o segmentada y juega en

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muchos casos el papel de actor social. Pareciera que las encuestas y me-dios de comunicación dan mejor cuenta o representan mejor que lospartidos a estos nuevos actores.

Surge junto a los actores sociales organizados el fenómeno de opi-

nión pública, la que puede ser general o segmentada y juega en

muchos casos el papel de actor social.

Partidos y ciudadanía

Los partidos han representado históricamente las demandas deciudadanía. Sobre este punto cabe recordar que los fenómenos de ciu-dadanía están afectados hoy día por dos aspectos contradictorios: suexpansión normativa y las nuevas formas de exclusión.

Por un lado, aprendemos hoy día la existencia de campos de po-deres diversificados, como las relaciones de género, comunicaciona-les, ambientales, de poder local y regional, supranacionales (como lascuestiones relativas a las migraciones, las comunicaciones mundia-les y los tratados o pactos económicos). Todos ellos constituyen cam-pos potenciales en los que se reivindican derechos, o sea, ciudadanía.Pero, a diferencia de los derechos cívicos, políticos y socioeconómi-cos, no existen aquí instituciones u organizaciones, análogas a lasmencionadas para aquéllos, donde ejercer dicha ciudadanía. ¿Cómorepresentarán los partidos estas nuevas demandas de ciudadanía?

En América Latina la relación de los partidos fue mucho mayorcon la sociedad, el pueblo, la clase, la nación o alguna otra categoríasocial que con la ciudadanía, es decir, fue con las mediaciones queapelaban o representaban a un sujeto. Al desaparecer estas categoríasmediadoras, los partidos quedan directamente vinculados con la ciu-dadanía, pero más que con ella, con la ciudadanía convertida en opi-nión pública, y no pueden sino ofrecer cosas parecidas todos ellos,pues no hay categorías diferenciadoras. Ésta podría ser la explicaciónde muchos fenómenos: lo que faltaría sería la existencia de un suje-to, o la “construcción” por parte de los partidos del sujeto al que re-presentar o convocar, porque la persona o el ciudadano genérico, abs-tracto, igual a todo otro ciudadano, no requiere partidos, excepto en

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los momentos en que debe luchar por derechos humanos o ciudada-nos conculcados a un sector. Y los sujetos nuevos que se reivindicanbajo el apelativo de movimientos y demandas ciudadanas a los quenos hemos referido reflejan en todo caso más identidades de las quedan cuenta mejor las movilizaciones y los movimientos de acción di-recta que las representaciones partidarias.

Los partidos quedan directamente vinculados con la ciudadanía,

pero más que con ella, con la ciudadanía convertida en opinión pú-

blica, y no pueden sino ofrecer cosas parecidas todos ellos, pues

no hay categorías diferenciadoras.

Por otro lado, en relación con nuevas formas de exclusión, enAmérica Latina esta última fue siempre sinónimo de dominación yexplotación, y los partidos de izquierda y también, a veces, los popu-listas y los de centro fueron partidos de la integración de estos secto-res sociales. Ello a partir de situaciones que homogeneizaban a losexcluidos, por lo que las ofertas e ideologías de integración podíanser convocadoras de grandes conglomerados en la medida en queapuntaban a adversarios perfilados y a la superación de situacionesde explotación y opresión comunes a todos los excluidos. La exclu-sión se asemeja, más que a la explotación aunque ésta subsista am-pliamente para vastos sectores, a la marginación completa de la so-ciedad y a la pérdida de lazos y situaciones de comunalidad. Este tipode exclusión penetra todas las categorías sociales, y dificulta enorme-mente cualquier forma de representación política.

En síntesis, tanto los nuevos fraccionamientos y clivajes, como elsurgimiento de nuevas demandas y actores, como los fenómenos deredefinición de la ciudadanía y las nuevas formas de exclusión, gene-ran nuevas formas de acción colectiva diferentes de las tradicionalesy exigen otras formas de representación. Queda así pendiente la re-lación de estas manifestaciones con la vida política, por lo que pare-ce indispensable la institucionalización de espacios en que se expre-sen formas clásicas con formas emergentes. La paradoja estriba enque ello sólo puede ser realizado desde la política y sus actores, por

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problemático que sea y aunque parezca que se navega contra la co-rriente. Esto nos lleva a las cuestiones relativas a la función de lideraz-go de los partidos políticos.

Proyectos históricos y liderazgo partidario

Sobre este punto, podría decirse que la función de liderazgo está tan-to o más en crisis que la función de representación. Entre ambas dimen-siones no hay una relación de causalidad necesaria: porque no represen-tan nada, entonces no tienen liderazgo. Los partidos pueden ejercerfunciones de liderazgo sin cumplir ninguna función de representaciónen un momento. Partidos autoritarios o revolucionarios pueden ser muypoco representativos y sin embargo ser ampliamente convocadores y mo-vilizadores. Movilizar no es lo mismo que representar.

Los partidos, además de conflictos y fraccionamientos, intereses, ac-tores sociales y demandas ciudadanas, generaron y expresaron ideas yproyectos, visiones de la sociedad deseable y, desde ahí, críticas a la socie-dad actual y políticas o programas para superarla global o parcialmente.Los partidos eran lugares y actores del debate público.

Todos sabemos que hoy por hoy no hay “una” sociedad deseable. Na-die tiene una imagen como la tuvo el socialista o el capitalista, el cristia-no, el liberal o el marxista, el demócrata o el autoritario, el progresista oel conservador. No tenemos arquitecturas de sociedades. Nos damoscuenta de que no hay una propuesta utópica posible en torno a la cualpresentar proyectos o posturas. Los proyectos o posturas van a tener queinterpretar y aplicar grandes principios éticos y utópicos sólo parcialmen-te a tal o cual esfera de la sociedad, sin que haya un proyecto coherenteenglobante a la vez de la economía, la política, la cultura y la sociedadcomo eran las utopías que conocemos. En ese contexto, los partidostienen problemas enormes para representar las ideas, las propuestas, ypor eso aparecen otros entes que buscan, sin éxito, reemplazarlos.

En América Latina, los partidos expresaron principalmente proyec-tos socioeconómicos en torno a la función del Estado desarrollista; enmenor grado, proyectos propiamente políticos de organización de lasociedad. Durante las dictaduras militares, las estrategias de tipo polí-tico orientadas a conquistar o recuperar la democracia coparon losproyectos y programas de los partidos. En la etapa posdemocratiza-ción, los partidos en el gobierno o la oposición se encontraron con una

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agenda nueva y desconocida para ellos: la transformación del modeloeconómico en términos de lo que se ha llamado el neoliberalismo o elConsenso de Washington, o en aquellos casos en que ésta se había pro-ducido bajo la dictadura, la administración del nuevo modelo.

Los partidos tienen problemas enormes para representar las ideas,

las propuestas, y por eso aparecen otros entes que buscan, sin éxi-

to, reemplazarlos.

Lo cierto es que, por un lado, las posiciones en torno a dicha cuestiónse generaron fuera de la clase política partidaria y ésta tuvo que respon-der adhiriendo o rechazando sin mayores conocimientos e ideas al res-pecto. Por otro lado, primó en el mundo la ideología de que, habiendocolapsado los socialismos reales, el capitalismo globalizado “realmenteexistente” y la democracia política eran los únicos proyectos no sólo de-seables sino posibles. Los partidos de izquierda intentaron definir una ter-cera vía que nunca se logró implementar como alternativa real, los po-pulistas fueron avasallados al debilitarse el papel del Estado comoreferente principal del desarrollo y la acción colectiva, y el mundo de latecnocracia económica y de los publicistas y expertos comunicacionalespasó a dominar las elites partidarias. De modo que podría decirse que elprincipal déficit de los partidos fue su incapacidad de formulación ideo-lógica y de proyectos, entre otras cosas porque se hizo predominante laidea de que la política era la respuesta a los problemas y preocupacionesde la gente, y de que había que prescindir de proyectos abstractos que nole interesaban a esa gente, y porque no existió relación entre la produc-ción intelectual crítica, muy mermada por el deterioro de las universida-des públicas, y la clase política.

Partidos y clase política

Los partidos han sido los principales organizadores e instrumentosconstitutivos de la clase o elite política. Tanto la función de representacióncomo la de convocatoria o apelación a proyectos de cambio o conservaciónde la sociedad están en el origen de la dimensión dirigente y conductora delos partidos. Representando intereses, ideas y sectores sociales, elaborando

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propuestas y proyectos, los partidos aspiran al poder político, en niveles lo-cales, regionales y nacional-estatales organizan la clase política dirigente, yreclutan puestos de gobierno y de representación.

Pero este liderazgo, que puede ejercerse desde el manejo del poder delEstado, es decir, gobernando, o desde la crítica a dicho manejo buscandosustituirlo, es decir, desde la oposición, parece también cuestionado hoydía. Desde el momento en que la política aparece como menos relevan-te en relación con el modo como percibe la gente su destino individual ycolectivo, la actividad política misma que se expresa a través de partidosempieza a girar necesariamente en un cierto vacío, en torno de sí misma.Los partidos siguen representando a la clase política, pero ésta represen-ta con más dificultad a la sociedad y más fácilmente sus propias visionese intereses, sin duda legítimos, pero no identificados necesariamente conninguna visión de bien común. Por otro lado, el manejo efectivo del po-der y del Estado parece escaparse de las manos de los partidos y quedarentregados a los poderes fácticos de los medios de comunicación, lastransnacionales o la tecnoburocracia estatal.

Desde el momento en que la política aparece como menos relevan-

te en relación con el modo como percibe la gente su destino indi-

vidual y colectivo, la actividad política misma que se expresa a tra-

vés de partidos empieza a girar necesariamente en un cierto vacío,

en torno de sí misma.

Este punto está estrechamente relacionado con el ya mencionadode la ausencia del debate político en torno de proyectos diferenciadosy opuestos, y convierte la diferenciación y competencia en relación conpuestos de poder en la única actividad de la clase política, lo cual, a suvez, aumenta el distanciamiento y desconfianza social respecto de ellay de sus partidos.

Ésta es, sin duda, la cuestión de más difícil solución, porque fren-te a todos los otros aspectos que hemos indicado podrá haber insti-tuciones y organizaciones que intenten representar intereses, actores,conflictos, proyectos, aunque siempre parcialmente y sin reemplazarnunca íntegramente a los partidos. Pero en cuanto a la organización

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y expresión de la clase política, la que se ocupa de la actividad polí-tica en el Estado y la sociedad, no hay otra institución que los parti-dos políticos, y su reemplazo en esta función no puede sino llevar ala corrupción generalizada o al corporativismo radicalizado.

La ilusión del liderazgo alternativo

En el vacío de liderazgo que hemos mencionado, han surgido nue-vas organizaciones sociales que parecen menoscabar el liderazgo par-tidario en la sociedad.

Entre ellas, las llamadas ONG, cuyo papel principal en la recons-trucción de la sociedad consiste en ligar las elites democráticas de ti-po profesional, tecnocrático, político o religioso, con los sectores po-pulares, como sucedió especialmente en momentos en que la políticafue reprimida por el autoritarismo o, posteriormente en la mayoríade los casos, al atomizarse la sociedad por las transformaciones eco-nómicas impuestas por la lógica del mercado.

Este tipo de organización juega distintos papeles. En primer lugar, lesda apoyo material y espacio organizacional a los sectores pobres o débi-les de la sociedad, en especial a los más militantes, cuando no pueden ac-tuar en política directamente. En segundo lugar, liga a estos sectores conlas instituciones nacionales e internacionales de derechos humanos, eco-nómicas, religiosas y políticas, a través de una franja de dirigentes socia-les y activistas que pertenecen al mundo social y político, proveyendo, así,un espacio de participación más amplio que los partidos. En tercer lugar,al menos algunas de ellas, son espacios de conocimiento de lo que ocu-rre en la sociedad y de elaboración de ideas y proyectos sociales y políti-cos de transformación; se convierten en centros de pensamiento o líde-res de opinión pública.

Como consecuencia de todo lo anterior, muchas veces han sido,junto con los partidos y en medio de abruptos cambios socioeconó-micos y políticos, el lugar de continuidad y memoria histórica tantopara el conjunto de la sociedad como para los actores sociales.

Pero es necesario evitar una visión ingenua o exageradamente op-timista de las relaciones entre las ONG y los partidos políticos. En efec-to, las ONG tienden muchas veces a sustituir a los actores políticos pro-moviendo sus propios intereses particulares, y otras, a radicalizar laacción social y política reclamando una democracia directa que puede

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dejar de lado las condicionantes institucionales. A su vez, los partidospolíticos no siempre son capaces de evitar la manipulación de estas or-ganizaciones y tienden a descartar acciones que no lleven a gananciaspolíticas inmediatas. Así, el proceso de aprendizaje y entendimientomutuo toma un largo tiempo.

El futuro de los partidos políticos

Frente al avasallamiento brutal de los mercados transnacionaliza-dos, la penetración de redes comunicacionales y la emergencia deidentidades que presentan muchas veces una faz integrista y autorre-ferente, la gran cuestión común actual que atraviesa a todas las so-ciedades –aunque de forma diversa según sus niveles de desarrollo–,es la reconstrucción de una comunidad política.

Pero no va a haber “sociedad”, no va a haber comunidad políticao polis, si no hay Estado fuerte. No va a haber Estados fuertes si nohay partidos y sistemas de partidos fuertes. No va a haber partidos sino hay actores sociales autónomos representables. Se dirá que las co-sas hoy van para otro lado y no en el sentido de fortalecer Estado,partidos y actores sociales. Si es así, habrá que hacer el acto volunta-rista de plantear un principio ético-político básico: la afirmación delmomento insustituible de representación de la sociedad que expre-san los partidos.

No va a haber “sociedad”, no va a haber comunidad política o po-

lis, si no hay Estado fuerte. No va a haber Estados fuertes si no hay

partidos y sistemas de partidos fuertes. No va a haber partidos si

no hay actores sociales autónomos representables.

Por lo tanto, lo que está en juego es la redefinición del sentido y for-mas de la política. Llegan a su término los modelos de acción caracte-rizados por la centralidad absorbente y exclusiva de la política, los ideo-logismos y estilos puramente confrontacionales, pero también el retirodel Estado y la política como proclamaron los neoliberales. Está por

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verse si es posible construir un modelo sociopolítico institucionaliza-do de conflictos, arreglos, negociaciones y competencia; es decir, si losregímenes democráticos serán capaces de canalizar las demandas yconflictos y si el Estado, los partidos y la sociedad serán capaces a la vezde autonomizarse, fortalecerse y complementarse entre sí. Más que elautoritarismo y la presencia de otros regímenes no democráticos, elgran riesgo es la irrelevancia de las democracias frente a los poderesfácticos y la descomposición de las instituciones estatales y las estruc-turas de acción colectiva.

En la medida en que se hace más difícil hoy la clásica correspon-dencia en un determinado territorio entre economía, política, culturay organización social, ya no puede hablarse de una sola problemáticade las sociedades, como en otra época fueron el desarrollo, la revolu-ción, la independencia nacional, la modernización o la democracia.Cada sociedad está atravesada de diversa manera por problemas de de-sarrollo económico sustentable y de inserción económica en un mun-do globalizado, por su integración y unidad y la recomposición de suEstado nacional o multinacional, la conquista o profundización de susinstituciones democráticas y la construcción de sus propios modelosde modernidad. Cada uno de estos ejes genera dinámicas y problemá-ticas autónomas y, además, plantea requerimientos que atraviesan a losotros y que pueden ser contradictorios entre sí: la libertad política noasegura el desarrollo económico, éste no resuelve automáticamente losproblemas de igualdad e integración sociales, y ninguno de ellos invo-lucra necesariamente una respuesta a los problemas de identidades ydiversidades culturales.

La libertad política no asegura el desarrollo económico, éste no re-

suelve automáticamente los problemas de igualdad e integración

sociales, y ninguno de ellos involucra necesariamente una res-

puesta a los problemas de identidades y diversidades culturales.

La pregunta de fondo frente a estas realidades y desafíos es si la for-ma de acción colectiva que llamamos partido político sigue siendo vi-gente. Pero esta pregunta teórica es análoga a la que indaga si lo que

94 Contribuciones para el debate

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conocemos como democracia puede hacer frente a la realidad delmundo globalizado que erosiona la base de toda democracia, cual esla comunidad política que llamamos país o Estado nacional. Lo ciertoes que sigue habiendo países y Estados nacionales y siguen existiendopartidos, y éstas son las realidades de las que partimos, por lo que elmínimo realismo nos obliga a afirmar, más allá de cualquier definiciónteórica, la vigencia de los partidos políticos.

Porque ocurre que los partidos políticos son los únicos que puedenarticular coherentemente las contradicciones presentes entre las diver-sas dimensiones de la vida social que hemos señalado más arriba. En-tonces, ellos ya no pueden representar más una opción histórica uní-voca, sino formas de articulación de diferentes dimensiones en tensión,de cuya representación no tienen el monopolio y que no se encuen-tran ensambladas en un proyecto global ya configurado.

Si no lo hacen los partidos, lo harán los mercados, la tecnocracia ilus-trada, el poder del dinero o del mundo mass-mediático, el individualis-mo autoritario revestido de democracia directa o el movimientismoidentitario que elimina el pluralismo y la existencia del otro. En la op-ción forzada entre partidocracia, mercado, tecnocracia, movimientismoo fundamentalismo, no cabe perderse al apostar por los partidos. Perono es ésa la opción en juego, sino el fortalecimento, autonomía y com-plementariedad entre el Estado, el régimen, los partidos y los actores so-ciales autónomos, es decir, una nueva matriz socio-política.

Por lo demás, hay una tendencia profunda de los últimos años, juntoa la crítica de la política y de los partidos mismos y sin que desaparezcanlas tendencias de descomposición y destrucción, a la reconstrucción departidos y sus sistemas ahí donde entraron en crisis, desaparecieron onunca existieron en la práctica. En algunos casos se incorporan al sis-tema partidario los sectores que participaron en insurrecciones y gue-rras civiles; en otros casos se busca constituir partidos individuales só-lidos; en otros se elimina el monopolio mono o bipartidario delsistema haciéndolo más representativo; en otros se constituyen alian-zas partidarias que expresen amplios consensos sociales; en otros se re-define la relación entre partidos y actores sociales tendiente a la mayorautonomía y complementariedad de ambos.

En cada caso las tareas son distintas, pero en todos hay problemasgenerales como el de institucionalización, financiamiento público,

95Política para la democracia

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democratización interna, tecnificación y espacios de vinculación conla sociedad. Lo que lleva a plantear una agenda en materia de reformapolítica referida a los partidos, incluida la legislación sobre ellos.

Cuestiones para una agenda de reforma de los partidos

La primera cuestión tiene que ver con que las diversas funciones delos partidos (representación, convocación y debate público, formacióncívica, conducción de gobierno u oposición, reclutamiento para puestospúblicos) exige tanto una legislación que los dignifique y los financie–no sólo en campañas sino en su organización básica y en sus funcionesde educación cívica–, y al mismo tiempo establezca los adecuadoscontroles públicos sobre ellos, como una reforma interna a cada unode ellos que asegure democracia interna (paridad de mujeres/hombres,representación de minorías, rotatividad de cargos de dirección, etc.) ycapacidad técnica (acceso a concursos por fondos de investigación, fi-nanciamiento de programas de formación, etcétera).

El segundo problema está relacionado con la representación delos nuevos tipos de fraccionamientos y conflictos de la sociedad, queno se reducen a los que siempre fueron buena o malamente represen-tados por los partidos. Para que los sistemas partidarios sean efectiva-mente una expresión reelaborada de la demanda social y su diversidad,hay que innovar en la constitución de espacios institucionales dondese encuentren con otras manifestaciones de la vida social –como pue-de ilustrarlo la legislación sobre participación popular boliviana, porcitar sólo un caso–, sin que las absorban ni tampoco sean irrelevantesrespecto de la participación ciudadana.

Hay que innovar en la constitución de espacios institucionales don-

de los sistemas partidarios se encuentren con otras manifestaciones

de la vida social, sin que las absorban ni tampoco sean irrelevantes

respecto de la participación ciudadana.

Una tercera cuestión que definirá también el futuro de los partidospolíticos será la capacidad de formar coaliciones mayoritarias de go-bierno. En la medida en que se constituyan sistemas multipartidarios

96 Contribuciones para el debate

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competitivos, lo más probable es que no haya ningún partido que pue-da constituirse en mayoría por sí mismo y asegurar un gobierno eficazy representativo. Éste ya es el tema central de la política partidaria enAmérica Latina y lo será en las próximas décadas. Pero en sistemas pre-sidencialistas como los vigentes en América Latina la formación decoaliciones entre partidos para gobernar no tiene incentivos institu-cionales, sino que más bien los incentivos son para oposiciones irres-ponsables y gobiernos minoritarios. Hay aquí una cuestión básica enla reforma de los actuales sistemas políticos institucionales, pero existetambién la necesidad de un cambio en la cultura política no sólo de losdirigentes o elites, sino de militancias y clientelas, acostumbrados a veren el otro sólo un adversario a derrotar o a absorber, o un socio con elque firmar acuerdos electorales sin trascendencia programática.

Por último, señalemos la importancia de reforzar la función in-dispensable de los partidos en la formulación de proyectos de socie-dad y en la promoción del debate público, especialmente en aquellostemas que constituyen el meollo del futuro de nuestras sociedadesy en los que los partidos han estado ausentes, como, por citar sólo unejemplo en parte ya mencionado, la naturaleza del modelo socioeco-nómico y la inserción de los países en un bloque latinoamericano fren-te a la globalización.

97Política para la democracia

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El protagonismo de la sociedad civil en las políticas públicas: entre el “deber ser” de la participación y la necesidad política1

Pilar Arcidiácono Graduada en Ciencia Política, Universidad de Buenos Aires (UBA). Especialista en Gestión de Políticas Sociales, Magíster en Políticas Sociales y Doctora en Ciencias Sociales por la UBA. Desde 1999 realiza actividades docentes en la UBA, tanto en grado (Ciclo Básico Común, carrera de Ciencias de la Comunicación y actualmente en la de Sociología) como en maestrías. Participa como jurado de tesis de maestría y realiza actividades de dirección y codirección de tesis e investigaciones. Es becaria postdoctoral de CONICET; desde hace más de diez años realiza investigaciones en proyectos UBACyT. Actualmente es investigadora adscrita al Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales “Ambrosio L. Gioja”, Facultad de Derecho (UBA), y docente del Seminario Permanente "Derechos Sociales y Políticas Públicas". Es investigadora del proyecto interdisciplinario Ubacyt MS10 “Políticas sociales, enfoque de derechos y marginación social en Argentina (2003-9)”, coordinado por Laura Pautassi y por Gustavo Gamallo. Ha realizado trabajos para UNICEF y entre 2003-2007 coordinó diversas áreas de trabajo en la Fundación Poder Ciudadano, principalmente en el Área de Transparencia y Anticorrupción. Fue directora del Programa Derechos Económicos, Sociales y Culturales del Centro de Estudios Legales y Sociales. Ha sido expositora en jornadas y congresos nacionales e internacionales. Sus principales áreas temáticas son: políticas sociales, relaciones entre Estado y sociedad civil, transparencia e incidencia en políticas públicas. Es autora de diferentes publicaciones y particularmente de los siguientes libros: Derecho a la Identidad de Niños, Niñas y Adolescentes; Herramientas para la participación ciudadana; Transparencia y Control Social en las Contrataciones Públicas; Derechos Sociales: justicia, política y economía en América Latina. Las comunicaciones con la autora pueden dirigirse a:

Dirección: Humahuaca 3615 4 piso depto 7 (1191) Ciudad de Buenos Aires, Argentina E-mail: [email protected]

Resumen

La sociedad civil constituye históricamente un actor de política pública, sobre todo en el campo de las políticas sociales. En las sociedades modernas, el bienestar suele ser provisto por distintas fuentes: el Estado, el mercado, la familia y la sociedad civil, regidas por principios diferentes de gestión de riesgos sociales. Este trabajo aporta una mirada sobre la sociedad civil, se analizan sus dinámicas y principios, sus vínculos con las otras esferas y los roles que fue ocupando, sea por acciones autónomas o tercerizadas desde el Estado. Luego, se indaga sobre una concepción construida desde la teoría y la praxis, donde la sociedad civil es presentada discursivamente como un espacio diferente a las instituciones tradicionales de la democracia. Finalmente se cuestiona el

1 Una versión preliminar de este trabajo, bajo el título “Sociedad civil como esfera de provisión de bienestar", fue remitida

al XXVIII Congreso Internacional de la Asociación Latinoamericana de Sociología, desarrollado entre el 6 y el 11 de

Septiembre en Recife, Brasil.

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tratamiento de la sociedad civil simultáneamente en términos topológicos y de orientación ética normativa, y se abordan críticamente las posibilidades de la sociedad civil para asumir funciones relacionadas con el bienestar. Palabras clave: sociedad civil, bienestar, políticas sociales, Estado, política, ciudadanía. Civil society is historically a public policy actor, especially in the field of social policies. In modern societies, welfare is often provided by different sources: state, market, family and civil society, governed by different principles of social risk management. This paper provides a perspective on the civil society, analyzes its dynamics and principles, its links with other areas and roles that was occupying it for autonomous action or delegated by the state. Then, it inquires about a concept built on the theory and practice, where civil society was presented as a space discursively different from the traditional institutions of democracy. Finally, this paper develops different problems related to the simultaneous the treatment of civil society in topological terms and rules of ethical guidance and points out the potential of civil society to assume functions related to welfare provision. Key words: civil society, welfare, social policies, state, political, citizenship

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El protagonismo de la sociedad civil en las políticas públicas: entre el “deber ser”

de la participación y la necesidad política

Resulta indiscutible que hacia el fin del siglo XX la sociedad civil cobró un importante protagonismo.

Por un lado, en el escenario teórico de los ochenta, sobre todo por la influencia de autores tales

como Keane (1988), Wolfe (1992), Cohen y Arato (2000), entre otros. Ellos no sólo reinstalaron la

discusión teórica sobre el concepto de sociedad civil, sino que también se encargaron de revisar las

diferentes nociones que existieron sobre la temática a lo largo de la historia.

Pueden destacarse varios elementos que explican este protagonismo2. En primer lugar, la

coincidencia con un escenario de luchas de las oposiciones democráticas de la Europa Oriental

contra los partidos estatales socialistas. A pesar de que constituyeron diferentes contextos socio-

económicos y políticos, se puede señalar también la importancia de este fenómeno en el marco de

las transiciones desde gobiernos autoritarios a democráticos en el sur de Europa y en América

Latina, sobre todo por la tarea compartida con Europa Oriental respecto de la construcción de

democracias nuevas y estables. Valga aclarar que este proceso tuvo lugar a pesar de la insistente

despolitización promovida por los regímenes autoritarios, al intentar atomizar y privatizar lo social y

crear una esfera pública monopolizada y manipulada verticalmente.

Así, más allá de estos obstáculos, las primeras resonancias de la sociedad civil aparecieron como

críticas al modelo autoritario. Se presentaron principalmente asociadas a la defensa de la dimensión

cívico-política de la ciudadanía, al establecimiento de asociaciones e iniciativas ciudadanas y a la

ampliación del espacio público. En este sentido, se buscó una diferenciación de un Estado

“autoritario” para lograr una mayor autonomía y libertad.

En segundo lugar, existe un vínculo entre el protagonismo de la sociedad civil y el proceso de crisis

de los Estados de Bienestar (EB). Fundamentalmente, la importancia que adquirió la sociedad civil

se asocia con las críticas que surgieron en Europa desde la Nueva Derecha, ante la creencia de que

las formas estatales de implementación de las políticas de bienestar generaron ciertos problemas de

gobernabilidad. Estos se justificaban por las limitaciones del Estado para absorber una creciente ola

de demandas de diferentes sectores de la sociedad. El acento en la dimensión política de la crisis 2 La popularidad de esta expresión alcanzó los niveles más altos en el plano mundial tras la legalización en Polonia del Movimiento Solidaridad en 1980, sus luchas de 1981 y 1982 y su ilegalización en este último año, cuando las cadenas de televisión dieron máxima visibilidad a estas protestas. Luego, su popularidad resurgió con la caída del Muro de Berlín (1989) y la posterior disolución de la Unión Soviética (1991).

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adjudicaba al Estado las dificultades para compatibilizar las exigencias del orden político-público

(pleno empleo, redistribución de ingreso, entre otros) con los requisitos del capital privado (alta tasa

de acumulación y productividad).

Pero las críticas a los EB no se generaron sólo desde la Nueva Derecha; la proliferación de los

denominados “Nuevos Movimientos Sociales” (NMS) las realizó desde una perspectiva diferente.

Desde esta visión se sostuvo que los EB producían tanto una desprivatización de la esfera social

como una mayor despublificación del Estado (Cohen y Arato, 2000: 35). Partieron de una estrategia

que no estaba centrada en demandar ante el Estado, sino, por el contrario, en que éste respete

ciertos espacios de autonomía social (Arcidiácono, 2003). En este sentido, los NMS de origen

europeo tuvieron como objetivo principal destacar la autonomía frente al carácter homogeneizador y

avasallante del Estado y la estandarización del consumo masivo. Consideraron que la vida misma

estaba amenazada por la ciega dinámica de la racionalización económica, tecnológica y política.

Frente a esto, los individuos reclamaban actuar sobre su medio y convertirse en autores de su

historia personal y colectiva.

Bajo tal marco, el desafío ideológico que se impuso en los años ochenta, tanto desde la Nueva

Derecha como desde los NMS, fue argumentar que los EB eran conducentes a la pasividad social y

a la dependencia de los individuos en relación con el Estado. Como señalan Kymlicka y Norman

(1997): “[...] si bien la máxima expresión del desarrollo de la ciudadanía se logra durante el Estado

de Bienestar luego se empieza a criticar principalmente la generación de una ciudadanía pasiva y la

ausencia de obligaciones para participar en la vida pública”. Desde esta perspectiva, el modelo de

ciudadanía pasiva pone énfasis en la dimensión de los derechos, subestimando que el cumplimiento

de ciertas obligaciones por parte de los individuos es una precondición para ser aceptados como

miembros plenos de una sociedad.

Se embate así contra la posición dominante en la posguerra que asumía que al garantizar los

derechos civiles, políticos y sociales a la ciudadanía, los EB aseguraban que cada individuo se

sintiera miembro pleno de la sociedad, capaz de participar y disfrutar de la vida en común (Cunill

Grau, 1997: 136). La tesis que adquirió relevancia fue la siguiente: para constituirse en miembros

plenos de una sociedad no basta con que a los ciudadanos se les reconozca derechos, sino que es

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preciso establecer un piso de obligaciones comunes3. Comenzó así a tomar protagonismo la

cuestión de los deberes sociales y en particular el rol que le cabe a otros agentes sociales distintos a

la burocracia estatal (la familia, la comunidad y la sociedad civil) en lo concerniente a la ciudadanía

vista en tanto proceso que se encuentra en permanente redefinición.

En tercer lugar, el protagonismo de la sociedad civil se desarrolló en paralelo a la crisis de

representación que se profundizó a partir del retorno democrático en diversos países. Implicó un

mayor distanciamiento entre los actores que deberían encontrar un modo de representación y las

fuerzas políticas que supuestamente los deben representar. Ello vinculado con la presencia de

partidos cuyo interés central es electoral y, por lo tanto, con objetivos que se dirigen hacia la

obtención de votos y diluyen de esta manera sus contenidos programáticos (Offe, 1996; Manin,

1995).

En términos más generales, este nuevo escenario estuvo determinado por la debilidad de las

instituciones tradicionales de la democracia (permanentemente acusadas de ineficiencia y altos

niveles de corrupción) y la creciente pérdida de confianza en los mecanismos clásicos de

participación y representación política.

En el caso particular de América Latina, se conformó lo que O`Donnell (1997) denominó una

“democracia de baja intensidad y altamente delegativa”, caracterizada por el desarrollo de

mecanismos personalistas de la política. Bajo este contexto se desarrolló el proceso de “ajuste

estructural” en América Latina, llevado a cabo bajo liderazgos personales, sin accountability, con

altos niveles de corrupción e impunidad por parte de las coaliciones políticas gobernantes,

inseguridad jurídica e inexistencia de una verdadera división de poderes que permitiera el juego de

pesos y contrafrenos. En paralelo, se actualizó la clásica discusión entre democracia formal y real al

tomarse conciencia sobre las limitaciones de la democracia para evitar la reproducción de altos

niveles de desigualdades económicas y sociales y la radicalización de los procesos de exclusión y

marginalidad social. Es decir, si bien hacia la década del noventa, principalmente en América Latina,

se encontraban relativamente garantizados los derechos políticos más elementales de la ciudadanía,

3Como señalan Kymlicka y Norman (1997), la dimensión activa de la ciudadanía fue sostenida desde otras perspectivas, entre las cuales caben mencionar: i) ciertos sectores de la Izquierda que promueven la democratización del EB y, más en general, la dispersión del poder estatal en una serie de instituciones democráticas locales, asambleas regionales; ii) el Republicanismo Cívico, forma extrema de democracia participativa principalmente inspirada en Maquiavelo y Rousseau, que se diferencian de la Izquierda y del resto de los participativistas cívicos por su énfasis en el valor intrínseco de la actividad política para los propios participantes.

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estos conviven con un deterioro de las libertades civiles y con una disminución en el goce de los

derechos sociales, producto de los procesos de “ajuste estructural”.

En cuarto lugar, es destacable la influencia de los organismos internacionales de asistencia crediticia

en el rol protagónico que adquirió la sociedad civil. Valga recordar que principalmente el Banco

Mundial (BM), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y Naciones Unidas (a través del PNUD)

se constituyeron en actores centrales en relación con la incorporación de la sociedad civil en las

políticas públicas, particularmente en lo que respecta al desarrollo de las políticas sociales4. En

numerosas ocasiones este se constituyó en un aspecto explícito del diálogo con los países y en

algunos casos de las estrategias de financiamiento, sobre todo hacia la década del noventa.

Entre algunas de sus recomendaciones propiciaron que los Estados incorporaran en sus políticas el

componente de participación de la sociedad civil y, en muchos casos, a los propios receptores de los

programas. Generalmente, para el caso de la sociedad civil, la participación fue promovida en

términos de efectores durante la implementación de la política y, en menor medida, en las etapas de

diseño y evaluación de las mismas.

Según Tussie (2000), si bien en los años ochenta tanto el BM como el BID desarrollaron un

importante acercamiento con las OSC, es a partir de los noventa que se dio un punto de inflexión.

Consecuencia de una expansiva demanda de la comunidad internacional y frente a la baja

performance de sus carteras de préstamos, “(…) los Bancos Multilaterales de Desarrollo llevaron a

cabo transformaciones paradigmáticas en su misión y mandato, por un lado, así como cambios

operacionales, por otro” (Tussie, 2000: 83). Lo primero alude a la reorientación de la agenda de los

bancos hacia nuevas áreas de intervención a nivel nacional muy vinculadas con la acción y la

gestión gubernamental, todo bajo el rótulo de governance5. Lo segundo está relacionado con la

adopción por los bancos de nuevos mandatos de transparencia, fiscalización y participación,

4 Como señala Mato (2004: 74) no puede soslayarse que estos organismos son actores principales en el financiamiento de las políticas públicas. También existen otras organizaciones promovieron programas de “fortalecimiento de la sociedad civil” en la región. Entre ellos se pueden mencionar: la Fundación Ford de Estados Unidos, la Fundación Friedrich Ebert de Alemania y varias organizaciones gubernamentales o para-gubernamentales de los Estados Unidos, como por ejemplo la Agencia de Información de los Estados Unidos (USIA), United States Agency for International Cooperation (USAID) y National Democratic Institute (NDI), y el National Republic Institute (NRI). Estos dos últimos manejando fondos asignados por el Congreso de ese país a través del National Endowment for Democracy (NED). 5 Según Naishtat et al. (2005: 416), “El término gobernabilidad apunta a la capacidad del brazo ejecutivo del gobierno y más ampliamente al gobierno en su totalidad en vistas de alcanzar decisiones políticas que sean legítimas y que no violen las reglas establecidas por el juego democrático (...). La gobernanza no califica una relación jerárquica entre un centro de poder explícito y unidades subordinadas (…); reenvía a las regulaciones tácitas o explícitas que permiten la reproducción de un conjunto sistémico”.

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orientando las modalidades operativas hacia una mayor participación de la sociedad civil. “En este

contexto, la cooperación entre los Bancos y las OSC se ha ido ampliando durante la década de los

noventa, logrando así, que la tarea del desarrollo sea concebida más como un ejercicio participativo,

y no solo como una transferencia de capital hacia los países en desarrollo” (Tussie, 2000: 49)6.

Estrechamente vinculadas con las reformas del BM y del BID, las transformaciones operacionales

realizadas en el FMI incorporaron nuevas exigencias dentro de su modalidad de financiamiento, bajo

el rotulo de “buen gobierno”, entre ellas nuevas recomendaciones de política vinculadas al

fortalecimiento institucional, transparencia administrativa y reforma sectorial a nivel nacional.

También fue en este escenario donde el concepto de “capital social”7 comenzó a tener relevancia

(Portes, 1999; Katzman, 1999; Bagnasco et al., 2003). Acuñado por Bourdieu (1980), aunque con

diversas acepciones en las ciencias sociales, se incorporó a la teoría social americana y al discurso

del desarrollo. Se presentó como la panacea para resolver los problemas de la fractura social o de la

denominada “gobernabilidad”, convirtiéndose en una herramienta fundamental de la política local y

de los organismos internacionales para compensar la dificultad creciente a la que se enfrentan

importantes sectores de la población para reproducirse por medio de los ingresos provenientes de la

mercantilización y/o de los aportes redistributivos del Estado.

Así, se pone énfasis en las capacidades socioculturales de la población vulnerable para generar,

mantener o reconstruir redes de reciprocidad o asociaciones de intercambio más que en las

capacidades para insertarse en el mercado o en la ampliación de la ciudadanía social. Se valoran las

instituciones informales con base en la costumbre, las lealtades, el honor, la afinidad más que

aquellas que otorgan garantías o derechos, aunque bien pueden éstas servir para disminuir algunas

situaciones de vulnerabilidad. La incorporación del capital en este contexto permitiría darle al

proceso de “ajuste estructural” un rostro humano.

Ahora bien, luego de constatar el protagonismo de la sociedad civil cabe preguntarse qué se

entiende por ella. En el próximo punto se abordará este interrogante.

6 Para un mayor desarrollo del esquema de relaciones entre los organismos económicos internacionales y la sociedad civil, cfr. Tussie (2000), Driscoll et al. (2004). 7 Bourdieu (1980: 25) lo definió como “(…)el agregado de los recursos reales o potenciales que se vinculan con la posesión de una red duradera de relaciones más o menos institucionalizadas de conocimiento o reconocimiento mutuo”. Su tratamiento del concepto es instrumental y se concentra en los beneficios que reciben los individuos en virtud de su participación en grupos y en la construcción deliberada de la sociabilidad con el objetivo de crear ese recurso.

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¿De qué hablamos cuando hablamos de sociedad civil? Rompiendo con una mirada sobre el

“deber ser”

Puede asumirse que la sociedad civil es: “… una esfera organizada de la vida social en la que

actores colectivos expresan intereses y valores y efectúan demandas al Estado, definidas éstas

como fines públicos. Difiere así de la familia y el mercado y también de la sociedad tout court, en la

medida que está integrada por colectivos autoorganizados”8 (Portantiero, 2000: 23). Bajo este

marco, la sociedad civil representa una dimensión del mundo sociológico de normas, roles,

prácticas, relaciones y competencias. Una forma de explicar esta limitación en la amplitud del

concepto es distinguiéndolo del mundo de la vida sociocultural que, como categoría más amplia de

“lo social”, incluye a la sociedad civil. La sociedad civil se encuentra conformada por diferentes

organizaciones (OSC) con diversos intereses, imaginarios, prácticas y discursos, que a la vez están

insertas en un contexto determinado sobre el cual pretenden incidir.

Por otro lado, puede considerarse que la sociedad civil es una “esfera de provisión de bienestar”,

con principios diferentes al resto de las esferas y con prácticas diversas de las OSC que la

componen y que incluso pueden resultar contradictorias entre sí.

De hecho, como señala Esping-Andersen (1993; 2000), en una sociedad capitalista, el bienestar es

provisto por distintas fuentes o esferas: el Estado, el mercado y la familia (luego se sumará el tercer

sector/sociedad civil). Cada una de estas fuentes de provisión de bienestar representa un principio

distinto de gestión de riesgos. A la vez, el modo de gestionar y distribuir los riesgos sociales entre las

esferas establece una enorme diferencia. La combinación diferencial de estas fuentes de bienestar

origina lo que Esping-Andersen (1993: 37) denominó “regímenes de bienestar”9 (RB). Para este

8 La sociedad civil queda así diferenciada no sólo del Estado, sino también del mercado capitalista. Se trata de un concepto postmarxista en tanto no se sostiene la identificación que hace Marx de sociedad civil con sociedad burguesa. Tampoco se apela aquí a la concepción liberal clásica de la sociedad civil en tanto pluralidad atomística de intereses económicos y privados. 9 Más allá de la tipología construida por Esping-Andersen (1993), cabe destacar la redefinición de los mismos que realiza Martinez Franzoni (2005), para el caso de América Latina, diferenciando entre i) Régimen de bienestar estatal de proveedor único: en estos países el Estado continúa asignando la mayor parte de sus recursos a servicios universales, como en Uruguay y Costa Rica. Ambos países son considerados excepciones en materia de condiciones de vida y perfil del Estado y sus reformas. Este régimen arroja la menor desigualdad de la región; ii) Régimen de bienestar liberal de proveedor único: estos países han experimentado un desplazamiento acelerado desde el Estado hacia la prestación privada de servicios en salud, educación y pensiones. Los ejemplos son Chile, Argentina y México. Este régimen arroja una desigualdad socioeconómica alta; ii) Régimen de bienestar informal de doble proveedor: para alcanzar niveles mínimos de ingresos, las mujeres alcanzan niveles muy altos de participación laboral y de familias con doble proveedor, a partir de una alta proporción de trabajo informal a través del autoempleo. Las mujeres continúan siendo las principales cuidadoras, debido a las altas demandas que enfrentan, por las altas tasas de fecundidad y la escasa inversión social. El

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autor, los RB se caracterizaban según el principal criterio de elegibilidad para el acceso a bienes y

servicios públicos: ya sea la necesidad (propia del liberal de EE.UU. o Australia), la contribución y

asociación a una ocupación o corporación propias del corporativo (Francia o Alemania) o la

pertenencia a una comunidad / ciudadanía (regímenes socialdemócratas de los países

escandinavos). Se distinguen entre sí de acuerdo con la distribución de responsabilidades sociales

entre el Estado, el mercado y la familia y, como elemento residual, las instituciones del “tercer

sector” (en adelante “sociedad civil”).

En cuanto a las fuentes o esferas y sus practicas de asignación de recursos, éstas coexisten bajo el

predomino de alguna sobre las otras. Cabe destacar que, como señalan Adelantado et al. (1998:

130): i) la separación de esferas es conceptual o analítica; ii) existen complejas relaciones entre

esferas, tanto desde el punto de vista histórico como estructural; iii) las esferas no deben entenderse

como lugares físicos, sino más bien como un complejo de instituciones y mecanismos de

coordinación de la acción social o “dimensiones” de esta acción; iv) las esferas están cruzadas

transversalmente por individuos y grupos así como por diversos ejes de desigualdad existentes.

Según Esping-Andersen (2000), en sociedades capitalistas la prioridad es la esfera mercantil. Cada

fuente o esfera representa un principio distinto de gestión de riesgos. Para la familia el método de

asignación predominante es el de la reciprocidad. Según Adelantado et al. (1998: 132), esta esfera

abarca las actividades que se realizan en las unidades mínimas de co-residencia en las que se

ejecuta una forma de trabajo que varios procesos históricos y sociales han atribuido a las mujeres.

“La idea de reciprocidad no implica que represente una cuestión de generosidad (…), puede que

represente obligaciones inevitables, una inversión con vistas a una recompensa futura o que se

perciba como una obligación de saldar deudas” (Esping-Andersen, 2000: 54).

Por su parte, los mercados están gobernados por la distribución a través del nexo monetario. Las

estructuras de mercado asignan recursos mediante intercambio mercantil, a través del cual las

personas venden su fuerza de trabajo y a cambio compran bienes y servicios.

Estado ha tenido escasa presencia. Este régimen arroja niveles de desigualdad socioeconómica extrema. Se trata de El Salvador, Guatemala y Nicaragua. En síntesis, el régimen estatal de proveedor único tiene grados de “desmercantilización” que son mayores que en los restantes RB. En el régimen liberal de proveedor único la “desmercantilización” se dirige selectivamente a los sectores de menores ingresos. El régimen informal de doble proveedor tiene muy bajo grado de “desfamiliarización” (la familia absorbe la mayor parte de la producción de bienestar).

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10

En cambio, el principio de asignación que adopta predominantemente el Estado es el de la

redistribución autorizada10.

Como señala Martínez Franzoni (2005: 33), la combinación mercado-dependencia y cuidado-

dependencia es constitutiva de las relaciones de interdependencia en cuyo marco la población lidia

con riesgos sociales. “Entonces en las sociedades capitalistas, el intercambio mercantil es la

principal práctica de asignación de recursos, pero no la única. Bajo la primacía del mercado todas lo

hacen también a través de otras prácticas como las que tienen lugar en la familia o la política

pública”.

La esfera estatal tiene el lugar central en la organización de las desigualdades sociales y su

contribución es fundamental en el conflicto distributivo y en la reproducción simbólica de las

jerarquías sociales (Adelantado et al., 1998: 134). En este sentido, las políticas sociales son

obviamente diseñadas por la esfera estatal, lo que no impide que su formación y contenidos puedan

verse y de hecho se vean notoriamente condicionados por la estructura y dinámica de las restantes

esferas. Lejos de construir relaciones armónicas y sinérgicas, los RB están hechos o permeados de

tensiones y conflictos, porque las prácticas de asignación están basadas en relaciones de poder que

son permanentemente resistidas e interpeladas.

Como se mencionó previamente, según el propio Esping-Andersen (2000: 52), a esta tríada de

fuentes de bienestar debe añadirse el “tercer sector”: “las asociaciones voluntarias, o que actúan sin

ánimo de lucro. (…) sin embargo en la práctica hay una diferencia empírica. Cuando el papel de

estas asociaciones deja de ser meramente marginal es porque están subvencionadas por el Estado,

es decir son organismos de asistencia semipúblicos”. No obstante esto, las OSC le impregnan a la

provisión del bien/servicio su propia dinámica (condiciones de acceso, de reclamo, valores, etc.). Por

lo tanto, el hecho de recibir mayoritariamente fondos estatales no parece ser un elemento para

subestimar la participación de esta esfera como tal en los procesos de provisión del bienestar11.

10 La idea de redistribución autorizada podría asimilarse con el concepto de estatidad (Oslak, 1997), como conjunto de atributos que van conformando el Estado (tanto como relación social como aparato institucional). La estatidad supone: i) capacidad de externalizar el poder, es decir, obtener reconocimiento como unidad soberana; ii) capacidad de institucionalizar su autoridad, es decir, lograr el monopolio sobre los medios de coerción a nivel interno; iii) capacidad de diferenciar su control a través de un conjunto de instituciones con legitimidad para extraer recursos de la sociedad; iv) capacidad de internalizar una identidad colectiva a través de la emisión de símbolos patrios que refuercen la pertenencia, solidaridad social y permitan el control ideológico como mecanismo de dominación. 11 Burijovich y Pautassi (2006) realizaron un análisis del rol de las OSC como empleadoras en el sector salud en Córdoba, donde las autoras, en función de la organización del sector salud en Argentina, dividido históricamente en tres subsectores (público, obras sociales y privado) incorporan un cuarto sector (social) como proveedor del bienestar.

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Según Adelantado et al. (1998: 135): “…la lógica de coordinación es comunicativa, pero no debemos

olvidar que existen también en ella intereses y que pueden existir relaciones de dominación y

desigualdad de poder y recursos. A nuestro juicio no debemos dibujar una concepción naif de una

esfera relacional totalmente ‘libre y espontánea’ enfrentada a un Estado y a un mercado tiránicos,

aunque evidentemente los potenciales de libertad y el margen para la acción social son más amplios

en esta esfera que en las demás”.12

Puede afirmarse que debido a que, en líneas generales, la tríada de bienestar ha sido la más

analizada y sólo recientemente se incorporó la sociedad civil, existe una vacancia en estos enfoques

respecto de cuál es el principio de asignación de esta esfera. A priori, podría decirse que dicho

principio está más asociado con la participación voluntaria y sin el fin de lucro.

El concepto de “participación voluntaria” no implica necesariamente que la participación tenga

carácter ad honórem. De hecho, no puede desconocerse que el sector se profesionalizó y una parte

de los miembros pasaron a ser rentados al interior de las organizaciones. Más bien lo que se intenta

resaltar es que su ingreso-egreso tiene carácter voluntario y no coercitivo13. Además, se trata de

pensar en clave de lógicas de la esfera y de los objetivos y dinámicas de las OSC, más allá de que

luego, a su interior, los individuos puedan reconciliar o no la participación/militancia con el empleo

remunerado en los casos que así fuera.

Sin embargo, establecer un conjunto de principios no implica que en el accionar cotidiano de las

OSC no se combinen con otros (clientelismo, autoritarismo, discrecionalidad, etc.); sólo se trata de

principios rectores que con pretensión analítica intentan delinear elementos propios del

12 Los autores en referencia dentro de esta esfera distinguen una subesfera asociativa y una subesfera comunitaria que, lejos de actuar como compartimentos estancos, en muchos casos incluso se superponen. La subesfera asociativa comprende las asociaciones con un cierto grado de institucionalización y los movimientos sociales, pero no aquellos que luchan por el excedente económico en el ámbito de las relaciones laborales, sino a toda la diversidad de formas organizativas alrededor de género, edad, etnia, pacifismo, ecologismo, que tienen diversa capacidad de organización y de poder. La subesfera asociativa actúa como un filtro de los intereses y de las aspiraciones de los agentes sociales, ya que canaliza demandas y delimita los contornos de las acciones colectivas y de las presiones de los distintos agentes sobre las demandas. La subesfera comunitaria tiene como núcleo el sentimiento de pertenencia o vinculo con una comunidad. Se incluyen aquí acciones ligadas a vínculos intracomunitarios de muy diverso signo (vecindad, de amistad) y que pueden proveer también cuidados o prestaciones relevantes para estudiar las políticas sociales, al igual que ocurría con la esfera doméstica. 13 La definición de Donahue (1991: 32) puede sintetizar algunas de las características de esta modalidad sin que implique caer en una definición ética-normativa: ”(…) implica que la gente actúa en interés de otros, sin compensación y sin coerción, animada ya sea por la tradición, ya sea por un sentido del deber familiar, social o religioso, o bien por simple empatía, por el mismo placer del trabajo o por la emoción que brinda el poder implícito para la propia magnanimidad. Si bien los participantes de una cultura voluntarista pueden imaginar los beneficios que recibirán a su turno, no mantienen por otro lado, una contabilidad precisa, no esperan reciprocidad por cada transacción”.

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funcionamiento de esta esfera14. De ninguna manera implica confundir una visión normativa de la

sociedad civil (y de sus principios de asignación y actuación) con lo que la sociedad civil termina

representando en su diversidad en la práctica política.

Como se apreciará en el siguiente punto, la sociedad civil ha sido caracterizada de diferentes

maneras, pero una constante es la visión que destaca el carácter virtuoso de dicha esfera, por lo que

cabe al menos una mirada crítica sobre dicha visión así como analizar cuáles han sido las razones y

los supuestos de la misma.

La sociedad civil como esfera virtuosa. Razones y supuestos

Es sabido que el discurso sobre la sociedad civil convive frecuentemente con la idea de un “espacio

público renovado”. En esta dirección, la esfera de la sociedad civil es considerada como semillero de

“escuelas de democracia”, habida cuenta de que en las OSC se pueden aprender las virtudes de la

obligación mutua y el sentido de la civilidad (Barber, 2001). Este trabajo parte del supuesto de que

no toda acción de la sociedad civil es una acción en la cual prevalecen los valores de la solidaridad,

la libertad, la eficiencia y la transparencia (Bresser Pereira y Cunill Grau, 1998). No se considera la

sociedad civil como un cuerpo homogéneo, sino que puede ser tanto fuente de solidaridad y de

sentido comunitario, como también estar atravesada por luchas de intereses en su interior donde

surgen relaciones clientelares con el Estado o los organismos internacionales, mecanismos poco

claros de apropiación de los recursos público-estatales y reproducción de desigualdades

económicas y sociales.

De hecho, siguiendo a Bustelo (2000), para el caso de América Latina, la tradición autoritaria-

caudillesca permite comprender por qué no necesariamente las relaciones de la sociedad civil son

tal como se describen en el plano ético-normativo. Como el autor describe, son reiteradas las

14 Esta construcción se apoya en las premisas metodológicas provenientes de la sociología interpretativa de corte weberiano. Desde ese punto de vista, la tarea fundamental de investigación se enfoca en comprender la acción social para explicarla en su desarrollo y efectos (Weber, 1987: 5). Con ese fin, el investigador se aboca a la tarea de elaborar herramientas heurísticas denominadas “tipos ideales”. El instrumento analítico se caracteriza por proponerse la construcción de un juicio de atribución, es decir, de un concepto-modelo que permite realizar imputaciones causales plausibles en términos de la conexión entre motivos y sentidos subjetivos. Para una cabal comprensión de su potencial como herramienta interpretativa, es necesario destacar que se presentan como un cuadro no contradictorio, siendo ideales en un sentido puramente lógico, y no referidos a algún “deber ser”. Si bien no son hipótesis en sentido estricto, señalan el camino para la formación de hipótesis proponiendo medios expresivos unívocos para la representación de la realidad, en tanto que bajo el modelo de conceptos límites útiles para esclarecer los elementos centrales de la realidad empírica.

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apelaciones tales como “ésta es mi fundación”, “mi proyecto”, que parecen apropiaciones

patrimoniales de espacios institucionales. También aparecen la dependencia unipersonal con un

líder interno o “tutor” externo, la escasa o nula capacidad para renovar sus autoridades y la frecuente

inexistencia de mecanismos democráticos de selección o remoción. En este sentido, como la

experiencia histórica demuestra que las organizaciones estatales pueden ser cooptadas por

intereses particulares y personales, no existe razón para suponer que esto no podría ocurrir con las

OSC. Pueden surgir formas autoritarias en la implementación de proyectos sin la promoción de

ciudadanía, donde los propietarios de una propuesta definen sobre los “objetos de intervención” el

tratamiento social adecuado. Desde esta postura, Bustelo (2000) sostiene que el individuo

desencantado de la política y la democracia encuentran allí, en ese espacio “puro”, su redención, en

donde “los otros” son tomados como excusa para su realización personal.

Por estas razones, aquella visión dicotómica que intentó imponerse como parte del discurso

hegemónico de la década del noventa y del proceso de “ajuste estructural”, en la que el espacio de

la sociedad civil per se era visto como un ámbito virtuoso, frente a un espacio estatal ineficiente y

corrupto, no resulta útil. Básicamente, no puede desconocerse la diversidad del sector. De hecho, no

puede perderse de vista que hablar de sociedad civil implica cobijar bajo un mismo techo a

organizaciones que no comparten ni objetivos, ni lógicas de funcionamiento comunes, ni prácticas

sociales equiparables. Así, es posible encontrar a las OSC desarrollando actividades tan diversas

como: i) la defensa y difusión de ciertos valores (fortalecimiento de la democracia, vigencia de los

derechos humanos y sociales, preservación del espacio público, defensa del medio ambiente,

construcción de ciudadanía, derechos de los consumidores); ii) la producción de servicios (sociales,

esparcimiento, deportes, cultura, educación, salud, alimentación, etc.); iii) la expresión de intereses

sectoriales (empresariales, sindicales, profesionales); y iv) la capacitación institucional, entre otras

tantas funciones posibles.

Como sostiene Cunill Grau (1997: 34): “La diversidad propia de este universo suele desconocerse

cuando se habla en singular del sector y cuando se le adjudican a estas organizaciones proyectos

sociales compartidos y funciones similares, o cuando se le menciona como un sujeto político unitario

y se asume que le son propios valores tales como la democracia, la equidad, el pluralismo, la

transparencia, la solidaridad o el interés por lo público. Si bien estos valores y perspectivas son

promovidos por un amplio número de las organizaciones (...), no son necesariamente compartidas

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por el conjunto. Las visiones que estas organizaciones promueven son productos histórico-políticos y

no se derivan a priori de su estructura y forma de operación”.

Gran parte del discurso virtuoso sobre la sociedad civil se asocia con una visión negativa sobre el

Estado y lo político: “Se ha identificado al Estado como sinónimo de corrupción cuando no de

ineficiencia, insensibilidad e inoperancia. Por el contrario, la moralidad se traslada ahora “liberada” al

campo de una sociedad cuya civilidad, ahora voluntaria, expresa la “nueva” solidaridad individual,

fruto de un compromiso personal y directo, implementado en proyectos concretos, no burocráticos y,

sobre todo, no políticos” (Bustelo, 2000: 36).

Las OSC aparecen como “virtuosas” frente a una oferta estatal caracterizada como ineficiente y

corrupta. Esta concepción destaca la dimensión ética-normativa de la sociedad civil, como espacio

esencial para desarrollar el valor de la equidad, así como impulsar relaciones de solidaridad,

cooperación cívica y expansión de la ciudadanía. Se piensa que este espacio tiene potencial para

fortalecer los procesos de democratización al evitar la irrupción del clientelismo, la discrecionalidad y

la toma de decisiones sobre la base del cálculo político electoral. “Gran parte de este discurso ha

estado también influenciado por referentes valorativos congruentes con los principios de la

democracia en su versión republicana: la igualdad y el pluralismo político y la deliberación pública,

bajo el trasfondo de la libertad” (Cunill Grau, 1997: 72).

En gran medida, esto suele explicarse con fundamento en el compromiso legal de que la

organización destine sus ganancias enteramente a la producción y reproducción de servicios, y en

el compromiso ideológico que convierte la dedicación humana en gran parte del sustento de tales

organizaciones (a través del trabajo voluntario). Como se mencionó anteriormente, esta descripción

parte de la superposición entre una dimensión ética-normativa con otra de índole topográfica. Dentro

de lo que se engloba como sociedad civil, se pueden encontrar innumerables valores y prácticas, al

igual que al interior de una misma organización y al interior del propio Estado.

Otra de las supuestas ventajas de las OSC suele estar asociada a una dimensión más económica.

Se asume que existe una relación costo-beneficio óptima en la provisión de servicios sociales a

cargo de estas organizaciones, ya que al estar cerca de los receptores y de su contexto, conocerían

mejor las necesidades del lugar y de la población, controlarían mejor las filtraciones y harían más

eficiente la política. Además, al estar dispuestas a cooperar con trabajo voluntario, se generaría un

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mecanismo para “ahorrar” en recursos humanos que desarrollen las políticas, generando un costo

más bajo que el de la provisión de los servicios por parte del Estado.

Finalmente, se pueden identificar como ventajas comparativas de la sociedad civil la pluralidad y

flexibilidad de la oferta de servicios sociales. Frente a la provisión monopólica y estandarizada del

Estado, estas organizaciones ofrecerían la posibilidad de desarrollar el principio de competencia,

que conduciría a mejorar su eficiencia en la medida en que los usuarios podrían comparar la

provisión que brindan estas entre sí y en relación con las agencias del Estado15.

Sin embargo, fácticamente, a pesar de que muchas de estas políticas han sido exitosas, la

experiencia y la literatura reconocen algunas debilidades y desafíos que no pueden perderse de

vista. En primer lugar, la crisis de recursos internacionales condujo a las organizaciones a un mayor

nivel de dependencia en la relación con el Estado (sobre todo en el nivel nacional) y en menor

medida con los niveles provinciales y municipales. Esta situación transformó a las OSC en actores

sujetos a los vaivenes políticos que, en muchas ocasiones, se alteraron producto de las internas

político-partidarias. Así, surgió una importante dificultad para dar sustentabilidad a emprendimientos

y mantener la estabilidad de los fondos percibidos. Esto se ve acrecentado en Argentina porque

llamativamente (a diferencia de los casos de Chile y de Brasil) las OSC tienen escaso nivel de

vinculación con los poderes legislativos nacionales o provinciales y, consecuentemente, la relación

con el Estado pasa exclusivamente por el Poder Ejecutivo Nacional, desde donde suelen derivarse

los fondos. A su vez, en Argentina, el nivel de relación entre las OSC y las empresas o fundaciones

empresarias es muy bajo en comparación con otras experiencias latinoamericanas, agravando aún

más la dependencia del financiamiento estatal. Por su parte, las organizaciones vinculadas con la

Iglesia Católica parecieron tener asegurado un mayor nivel de continuidad de los programas.

Las inestables condiciones del financiamiento obligaron a las OSC a desarrollar un importante

margen de flexibilidad para responder a las cambiantes "modas" de financiamiento por parte del

Estado y/o de los organismos internacionales. Esta situación deja a las organizaciones muy

vulnerables a la construcción "externa" de agendas, al generar en numerosas ocasiones un proceso

de debilitamiento de motivaciones que dieron origen a la propia organización.

15 Esto resulta similar a la justificación del proceso de privatizaciones, con la salvedad de que en el caso del mercado los “compradores” pueden entrar y salir por libre elección. Por el contrario, en los servicios sociales que suelen proveer las OSC, los receptores no siempre tienen opción de elegir con qué servicio se quedan.

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En segundo lugar, suele existir una competencia entre las "superfundaciones" y las OSC de menor

dimensión, muchas veces asociadas a la obtención de recursos económicos y reconocimiento

público y mediático. Las primeras tienen mayor capacidad técnica y contactos para lograr una

evaluación positiva de sus proyectos en detrimento de las instituciones medianas y pequeñas. A su

vez, el acceso diferencial a la información posiciona en diferentes puntos de partida a las

organizaciones16.

También en numerosos casos, representantes de la política partidaria, actuales y ex funcionarios

públicos, han generado las conocidas entidades “fantasmas”, en las que no quedan claras las

delimitaciones entre la agrupación política y la OSC. De esta manera, acceden a cuantiosos

recursos económicos y se instalan en el centro de la escena pública a través de la provisión de

servicios sociales, que a la vez intenta capitalizarse como un mecanismo de construcción de

legitimidad.

Asimismo, y a pesar del carácter “federal” de la Argentina, la distancia geográfica del centro de

decisión pública nacional agudiza los efectos negativos de la falta de información e implica desafíos

no sólo para las OSC, sino también en muchos casos para el propio gobierno provincial/municipal,

donde “aterrizan” políticas desde el nivel nacional.

Es importante recordar que en diversas ocasiones, el Estado desarrolló mecanismos de cooptación

de OSC a través de una distribución diferencial de los recursos. Para las organizaciones que no

están relacionadas directamente con el Estado el acceso a los programas o a la información puede

resultar meramente fortuito, por algún contacto que pueda tener un miembro de la institución o por la

ampliación de carriles informales.

Así también, al no tener el mismo rol social ni la entidad de los partidos políticos, cabe preguntarse

hasta qué punto estas OSC resultan representativas o tienen esta pretensión. La propia entidad de

las OSC y la relación que en muchos casos entabla con el Estado, pone en juego en algunas

ocasiones la propia credibilidad pública de estas instituciones como espacios “alternativos” e

inmunes a los vicios de la “política tradicional”. Tal vez uno de los ejemplos más significativos en

esta dirección lo representa lo acontecido con el trueque, que luego de años de surgimiento como

alternativa autoorganizada desde la sociedad civil, se vio atravesado por reiteradas crisis, sufriendo

16 Esta situación generó un alto nivel de competencia por la captación de los escasos recursos, al punto de que algunos de los integrantes de las OSC comenzaron a reclamar la creación de sistemas de evaluación y control estandarizados y de carácter público.

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los mismos problemas que muchas instituciones tradicionales, hasta terminar en la casi extinción de

la actividad.

Luego, existen desafíos en torno a la posibilidad de conciliar la autoorganización social con la

tendencia a la mercantilización, un estímulo a la profesionalización de las vías de captación de

recursos económicos y humanos, y mayores procesos de burocratización de las propias OSC. En

este sentido, el cambio de escala y la formalización que exige la relación con el Estado y los

organismos internacionales (y el propio sector privado) al imponer requisitos administrativos y

legales, implican una creciente transformación por parte de las organizaciones e incluso la puesta en

jaque a los principios más asociados a la participación y el voluntarismo mencionados anteriormente.

Es importante recordar que el Estado les exige a las OSC a las que se les transfiere dinero, por

ejemplo, que tengan al día la contabilidad, el balance y que obtengan la personería jurídica para

participar en la implementación de programas. Esto resulta de vital importancia por la cantidad de

OSC no regularizadas, o aquellas que “disfrazan” otro tipo de finalidades distantes del fin no

lucrativo.

Finalmente, cabe mencionar que en muchas ocasiones (como fue el caso del Plan Jefes y Jefas de

Hogar Desocupados, PJJHD) Tal vez se pueda sacar la mención al PJJHD porque no se trabaja en

el resto del texto. Propongo sacar paréntesis o colocar (como suele ser el caso de numerosos planes

sociales en la región) se transfieren responsabilidades a las OSC sin recursos (o con escasos) o sin

capacidades. En este sentido, se corre el riesgo de transferir sólo responsabilidades y no aumentar

la capacidad de gestión de dichas organizaciones. Esto implica una contradicción: por un lado, la

supuesta voluntad política de que estas organizaciones lleven adelante una determinada política, y

por otro, la carencia de mecanismos para implementarla eficaz/eficientemente.

En cualquier caso, es evidente que existe una visión crítica hacia la política institucional que implica

plantear desde la sociedad civil una relación de autonomía relativa con el Estado. Relativa en tanto y

en cuanto en algunas oportunidades el logro de sus objetivos institucionales parece estar posibilitado

por la mediación con el Estado. Claramente, el accionar de las OSC no se agota en el sistema

político ni tampoco lo privilegia, pero no se puede desconocer que hay valores, reivindicaciones,

modos de actuar propios de este ámbito que han pasado a formar parte de la escena pública, y en

algunos casos también de la agenda estatal. Organizaciones de diversa índole han comenzado a

promover acciones e iniciativas de alto contenido simbólico y político frente a los diversos poderes

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estatales con el objeto de desplazar el eje del debate (Svampa y Pereyra, 2005: 361). Pero, a la vez,

estas demandas son irreductibles a ese ámbito y atraviesan diferentes áreas de producción social

para reemerger en otros sectores de la sociedad, fuera de los canales de representación. De esta

manera, “…las reivindicaciones se presentan como negociables y como no negociables a la vez, de

manera tal que no quedan integrables en ese ámbito político-institucional y a pesar de tener

expresión a nivel político puedan salvaguardar su autonomía como fuerzas sociales” (Touraine,

1997: 23).

De nuestra parte, no abonamos una visión apolítica de la sociedad civil. Es cierto que la sociedad

civil y particularmente las OSC se diferencian de los partidos en tanto a priori no aspiran a ocupar el

poder en el Estado. Ahora bien, el papel político de la sociedad civil no está relacionado

necesariamente con el control o la conquista del poder del Estado, pero sí con su actividad dirigida a

instalar temas en la agenda pública, mediática y estatal (McCarthy et al., 1999). Esto se vincula con

la posibilidad que tiene la sociedad civil de influir en la arena política como actor colectivo que

participa en la propia definición del problema a ser abordado, en el diseño de la política estatal y, en

algunos casos, en la implementación y evaluación de la misma. Existiría, pues, una dimensión

política en el espacio de la sociedad civil (Arditi, 1995). Por esa razón, el análisis que sostiene que lo

político pierde centralidad descansa en un error de categorías, producto de la asimilación de lo

político exclusivamente a las instituciones del Estado.

El circuito político-partidario sigue vigente, aunque en un escenario más vasto en el que la dimensión

transnacional rebasa cada vez más el espacio nacional y aparecen otros ámbitos políticos como los

de los movimientos sociales (Beck, 1999).

Conclusiones

Existe un marco construido desde la teoría y la praxis, a partir del cual la sociedad civil fue

presentada, sobre todo discursivamente, como un espacio diferente y ajeno a las instituciones

tradicionales de la democracia (partidos políticos, sindicatos, entre otros). La sociedad civil, en tanto

una de las esferas de provisión de bienestar, se identificó como un conjunto de actores colectivos

que intentan reagrupar diferentes demandas sociales para constituirse en espacios donde resulte

posible el logro de una ciudadanía activa y el desarrollo y aprendizaje de los valores de la

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democracia. Construyeron su base de legitimidad al mostrarse diferentes de la lógica de otras

esferas (la del mercado, de la familia y del Estado). Se presentaron como distanciados de toda

identificación partidista, aunque esto no excluye los vínculos que tejieron con los partidos políticos,

especialmente cuando algunas de las OSC procuraron financiamiento estatal y tuvieron influencia en

la agenda de las políticas estatales, o cuando fueron en sí mismas “brazos sociales” de actuales o

de ex funcionarios públicos.

Más allá de su condición no estatal que convierte a las OSC en un espacio aparentemente per se

virtuoso, gran parte de las ventajas de esta esfera han estado relacionadas con el desarrollo de

algunas capacidades (eficacia/eficiencia y transparencia), con el tecnicismo y la creciente

profesionalización, su funcionalidad para saldar problemas de sub ejecución presupuestaria del

gobierno, los requerimientos por parte de organismos de asistencia crediticia, el clima de época afín

a la participación de la sociedad civil, entre otros elementos.

También la sociedad civil ha sido útil a la hora de subsanar los desafíos del Estado en materia de

construcción de legitimidad. Por ejemplo, en Argentina ayudó a evitar el “caos” social ante uno de los

momentos de manifestación más aguda de la crisis, al punto tal que, si bien el aporte real no fue tan

significativo, discursivamente desde el gobierno se lo quiso mostrar como tal. De hecho, hubo

reiterados ejemplos que dieron cuenta de la falta de capacidades o de ideas por parte de las OSC

para plantear propuestas que superasen o al menos igualasen las planteadas por el propio Estado

en términos de generar un verdadero salto de contenido. De todas formas, no es un dato menor que

desde la propia esfera estatal se plantee la necesidad de contar con las OSC como espacios de

propuestas y, más aún, de su concurso para su implementación.

Frente al interrogante acerca de la dimensión política de la sociedad civil se ha podido apreciar que

coexisten dos visiones. Por un lado, una visión que al considerar la interacción con el Estado como

el “momento político” de la sociedad civil, lo político adquiere una visión restringida y una

connotación negativa, a la vez que posibilita que en gran medida las acciones de la sociedad civil

puedan ser legitimadas en virtud de este carácter antipolítico. Desde otra mirada, el “momento

político” no debe verse reducido a la mera actuación en el Estado y en las instituciones tradicionales

de la democracia. Esta visión ampliada de lo político implica pensar que las críticas al accionar de

los aparatos estatales y sus agencias son capaces de ir acompañadas por la actividad política en

tanto praxis transformadora que descentra el campo de lo político, abarcando, entre otros espacios,

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el de la sociedad civil. Todo esto implica pensar en el carácter polifónico de lo político; tanto por la

multiplicación de voces capaces de hablar políticamente como por la proliferación de espacios que

descentran el campo político. Entre otras cosas, implica romper con la visión que considera al Estado

como la esfera de lo político y, por oposición, el resto, lo de lo no político.

En suma, acá hemos asumido que no es posible un excesivo entusiasmo ni una visión acrítica de las

capacidades y potencialidades de la sociedad civil. Menos aún en lo que refiere a la posibilidad de

que la sociedad civil asuma funciones que antes eran propias del Estado, sobre todo si esto implica

introducir responsabilidad social a costa de diluir la responsabilidad estatal o legitimar las omisiones

estatales. Por lo tanto, consideramos que no es posible definir la sociedad civil (ni sus OSC) en

términos topológicos y de orientación ética normativa en forma simultánea. No toda acción de la

sociedad civil es una acción en la que prevalecen los valores de la solidaridad, la libertad, la

eficiencia y la transparencia.

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