Ignacio Manuel Altamirano - Clemencia

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Clemencia Ignacio Manuel Altamirano Presentacin Clemencia es una novela del clebre literato, poltico y diplomtico mexicano Ig nacio Manuel Altamirano (1834-1893). Es considerada su mejor novela, fue escrita en 1869. Esta novela es contada en forma de "relato" y est ambientada en la Guadalajara mexicana del siglo XIX, en el momento de la invasin francesa de Mxico.

I Dos citas de los cuentos de Hoffman Una noche de diciembre, mientras que el viento penetrante del invierno, acompaa do de una lluvia menuda y glacial, ahuyentaba de las calles a los paseantes; var ios amigos del doctor L. tombamos el t, cmodamente abrigados en una pieza con fortable de su linda aunque modesta casa. Cuando nos levantamos de la mesa, el d octor, despus de ir a asomarse a una de las ventanas, que se apresur a cerrar en seguida, vino a decirnos: - Caballeros, sigue lloviendo, y creo que cae nieve; sera una atrocidad que ust edes salieran con este tiempo endiablado, si es que desean partir. Me parece que haran ustedes mejor en permanecer aqu un rato ms; lo pasaremos entretenidos charlando, que para eso son las noches de invierno. Vendrn ustedes a mi gabinet e, que es al mismo tiempo mi saln, y vern buenos libros y algunos objetos de a rte. Consentimos de buen grado y seguimos al doctor a su gabinete. Es ste una pieza amplia y elegante, en donde pensbamos encontrarnos uno o dos de esos espantosos esqueletos que forman el ms rico adorno del estudio de un mdico; pero con sum o placer notamos la ausencia de tan lgubres huspedes, no viendo all ms que p reciosos estantes de madera de rosa, de una forma moderna y enteramente sencilla , que estaban llenos de libros ricamente encuadernados, y que tapizaban, por dec irlo as, las paredes. Arriba de los estantes, porque apenas tendran dos varas y media de altura, y en los huecos que dejaban, haba colgados grabados bellsimos y raros, as como re tratos de familia. Sobre las mesas se vean algunos libros, ms exquisitos todav a por su edicin y encuadernacin. El doctor L. ..., que es un guapo joven de treinta aos y soltero, ha servido en el Cuerpo Mdico-militar y ha adquirido algn crdito en su profesin; pero sus estudios especiales no le han quitado su apasionada propensin a la bella liter atura. Es un literato instruido y amable, un hombre de mundo, algo desencantado de la vida, pero lleno de sentimiento y de nobles y elevadas ideas. No gusta de escribir, pero estimula a sus amigos, les aconseja y, de ser rico, b ien sabemos nosotros que la juventud contara con un Mecenas, nosotros con un po deroso auxiliar y, sobre todo, los desgraciados con un padre, porque el doctor d esempea su santa misin como un filntropo, como un sacerdote. Eso ms que todo nos ha hecho quererle y buscar su amistad como un tesoro inapreciable. Pero, dejando aparte la enumeracin de sus cualidades que, lo confesamos, no imp orta gran cosa para entender esta humilde leyenda, y que slo hacemos aqu como un justo elogio a tan excelente sujeto, continuaremos la narracin.

El doctor pidi a su criado una ponchera y lo necesario para prepararnos un ponc he que, en noche semejante, necesitbamos grandemente, y mientras que el se ocup aba en hacer la mezcla del kirchwasser con el t y el jarabe, y en remover los p edazos de limn entre las llamas azuladas, nosotros examinbamos, ora un cuadro, ora un libro, o repasbamos los mil retratos que tena coleccionados en media d ocena de lbumes de diferentes tamaos y formas. Nosotros, con una lampara en la mano, pasbamos revista a los grabados que haba en las paredes, cuando de repente descubrimos en un cuadro pequeo, con marco n egro y finamente tallado, que no contena ms que un papel a manera de carta. Er a en efecto, un papel blanco con algunos renglones que procuramos descifrar. La letra era pequea, elegante y pareca de mujer. Con auxilio de la luz vimos que estos renglones decan: Ningn ser puede amarme, porque nada hay en m de simptico ni de dulce. HOFFMANN (El corazn de Agata) Ahora que es ya muy tarde para volver al pasado, pidamos a Dios para nosotros la paciencia y el reposo ... HOFFMANN (La cadena de los destinados). - Doctor -le dijimos- ser indiscreto preguntar a usted qu significa este pape l con las citas de los cuentos de Hoffmann? - Ah, amigo mo ya descubri usted eso? - Acabo de leerlo, y me llama la atencin. - Pues no hay indiscrecin en la pregunta. Cuando mas, es dolorosa para m, pero no es ni imprudente ni imposible de contestar. Ese papel tiene una historia de amor y desgracia, y, si ustedes gustan, la referir mientras que saborean mi fam oso ponche. He aqu, caballeros, mi famoso ponche de girsch, que los pondr a us tedes blindados, no slo contra el miserable fro de Mxico, sino contra el de R usia. - S, doctor, la historia; venga la historia con el ponche. El doctor sirvi a cada uno su respetable dosis de la caliente y sabrosa mixtura , gust con voluptuosidad los primeros tragos de su copa y, vindonos atentos e impacientes, comenz su narracin. II El mes de diciembre de 1863 Estbamos a fines del ao de 1863, ao desgraciado en que, como ustedes recordar n, ocup el ejercito francs a Mxico y se fue extendiendo poco a poco, ensanch ando el crculo de su dominacin. Comenz por los Estados centrales de la Repbl ica, que ocup tambin sin quemar un solo cartucho, porque nuestra tctica consi sta slo en retirarnos para tomar posiciones en los Estados lejanos y preparar en ellos la defensa. Nuestros generales no pensaban en otra cosa, y quiz tenan razn. Estbamos en nuestros das nefastos, la desgracia nos persegua, y cada batalla que hubiramos presentado en semejante poca, habra sido para nosotros un nuevo desastre. As pues, nos retirbamos, y las legiones francesas, acompaadas de sus aliados

mexicanos, avanzaban sobre poblaciones inermes que muchas veces se vean, obliga das por el terror, a recibirlos con arcos triunfales, y puede decirse que nuestr os enemigos marchaban guiados por las columnas de polvo de nuestro ejrcito que se replegaba delante de ellos. De esta manera las tres divisiones del ejrcito f rancomexicano, mandadas por Douay, Berthier y Meja, salidas en los meses de oct ubre y noviembre de Mxico en diferentes direcciones, a fin de envolver al ejrc ito nacional y apoderarse de las mejores plazas del interior, ocuparon sucesivam ente Toluca, Quertaro, Morelia, Guanajuato y San Luis Potos. Como el general Comonfort haba sido asesinado en Chamacuero por los Troncosos, precisamente cuando vena a ponerse a la cabeza del ejrcito nacional, su segund o, el general Draga, qued con el mando en jefe de nuestras tropas. Draga determin evacuar las plazas que ocupaba, seguramente con el designio de c aer despus sobre cualquiera de ellas que hubiese tomado el enemigo, y sali de Quertaro con el grueso del ejrcito, ordenando al general Berriozbal, gobernad or de Michoacn, que desocupase Morelia y se retirase a Druapan para reunrsele despus. Los franceses entonces se apoderaron de Quertaro y Morelia. El grueso de nuestr o ejrcito, con Draga a la cabeza, se dirigi a La Piedad, en el Estado de Micho acn. Pocos das despus Doblado evacu Guanajuato y se dirigi a Lagos y a Zaca tecas. El gobierno nacional tambin se retir de San Luis Potos, que ocup Mej a, y se dirigi a Saltillo despus del desastre que sufri la divisin de Negret e al intentar el asalto de aquella plaza. As, pues, en pocos das, en dos meses escasos, el invasor se haba extendido en el corazn del pas, sin encontrar resistencia. Faltbale ocupar Zacatecas y Gu adalajara. Esto se hizo un poco ms tarde, y todo el crculo que se haba conqui stado qued libre cuando Draga, despus de haber sido rechazado de la plaza de M orelia defendida por Mrquez, se vio obligado a dirigirse al sur de Jalisco, don de an pens fortificarse en las Barrancas y resistir. Cuando Draga tom esta di reccin el general Arteaga evacu tambin Guadalajara con las tropas que all te na y se retir a Sayula, incorporndose despus a Draga. Bazaine, general en je fe del ejrcito francs, ocup la capital de Jalisco. Debo volver ahora un poco atrs, a los das en que nuestro ejrcito se diriga a La Piedad en el mes de noviembre, para decir a ustedes que yo, bastante enfermo y sin colocacin en el Cuerpo Mdico-militar, consegu licencia del cuartel gen eral para dirigirme a Guadalajara, y aprovech la salida de un pequeo cuerpo de caballera que el general envi a Arteaga, para incorporarme a l. Este cuerpo escoltaba un convoy de vestuario y armamento que se juzg conveniente mandar a G uadalajara, donde el general Arteaga poda utilizarle. Marchbamos, pues, los soldados de ese cuerpo y yo, grandemente contrariados por no poder asistir a las funciones de armas que evidentemente iban a verificarse dentro de muy pocos das. III El comandante Enrique Flores Debo cesar aqu en el fastidioso relato histrico que me he visto obligado a hac er, primero por esa inclinacin que tenemos los que hemos servido en el ejrcito a hablar de movimientos, maniobras y campaas, y adems para establecer los hec hos, fijar los lugares y marcar la poca precisa de los acontecimientos. Ahora comienzo mi novela, que por cierto no va a ser una novela militar, quiero decir, un libro de guerra con episodios de combates, sino una historia de sentim

iento, historia ntima, ni yo puedo hacer otra cosa, pues carezco de imaginacin para urdir tramas y para preparar golpes teatrales. Lo que voy a referir es ver dadero; si no fuera as no lo conservara tan fresco, por desgracia, en el libro fiel de mi memoria. El coronel del cuerpo de que acabo de hablar era un guapsimo oficial: llammosl e X ... Los nombres no hacen al caso y prefiero cambiarlos, porque tendra que n ombrar a personas que viven an, lo cual sera, por lo menos, mortificante para m. Mandaba uno de los escuadrones otro oficial, el comandante Enrique Flores, joven perteneciente a una familia de magnfica posicin, gallardo, buen mozo, de mane ras distinguidas, y que a las prendas de que acabo de hablar agregaba una no men os valiosa, y era la de ser absolutamente simptico. Era de esos hombres cuyos o jos parecen ejercer desde luego en la persona en quien se fijan un dominio irres istible y grato. Tal vez por esto el comandante Flores era idolatrado por sus soldados, muy queri do por sus compaeros y el favorito de su jefe, porque el coronel no tena otra voluntad que la de Enrique. De modo que era el rbitro en su cuerpo, y los gener ales a cuyas rdenes haba militado, conociendo la influencia que ejerca sobre su jefe y su prestigio entre la tropa, no perdan ocasin de halagarle, de colma rle de atenciones y de hacerle entrever un prximo y honroso ascenso. Como era la poca en que se franqueaban los escalones de los ms altos empleos m s fcilmente que nunca, susurrbase que el coronel sera ascendido a general, y que entonces Flores quedara con el mando de su cuerpo, quiz con el carcter q ue aqul tena. Adems, y esto es de suponerse, Flores era peligroso para las mujeres, era irres istible, y mil relatos de aventuras galantes y que revelaban su increble fortun a en asuntos de amor, circulaban de boca en boca en el ejrcito. Flores, por otra parte, no perda oportunidad de hacer uso de sus relevantes pre ndas; y aunque el ejrcito, en aquel tiempo, no haca ms que marchar en opuesta s direcciones y cruzar rpidamente por las ciudades, el comandante, sin descuida r sus deberes, encontraba momentos a propsito para galantear a las ms hermosas jvenes de los lugares que tocaba, no siendo nada difcil para l concluir una conquista en breves das y, a veces, en horas. El hecho es que no sala de una ciudad un poco importante, sin llevar consigo du lces y gratos recuerdos de ella, ni dejaban de verter lgrimas por l los ojos m s hermosos de una poblacin. Ya se saba; tan luego como se tocaba la botasilla para prepararse a salir, tan luego como se oan los toques de marcha, mientras que los dems pasbamos indife rentes por los pueblos y las ciudades y slo nos ocupbamos en hacer nuestras ma letas y comprar provisiones, Enrique, despus de dar las rdenes necesarias a su s capitanes, siempre tena que escribir un pequeo billete de despedida, siempre se apartaba un momento de la columna para galopar en uno de sus soberbios cabal los en direccin a la casa de sus amadas de un da, para estrecharles la mano y recibir, en cambio de tiernas miradas, un pauelo hmedo de lgrimas, un rizo de cabellos, un retrato o una sortija. Qu dicha de hombre! No: y debo confesar a ustedes que Flores era seductor; su fisonoma era tan varo nil como bella; tena grandes ojos azules, grandes bigotes rubios, era hercleo, bien formado, y tena fama de valiente. Tocaba el piano con habilidad y buen gu sto, era elegante por instinto, todo lo que l se pona le caa maravillosamente , de modo que era el dandy por excelencia del ejrcito.

Gastador, garboso, alegre, burln, altivo y aun algo vanidoso, tena justamente todas las cualidades y todos los defectos que aman las mujeres y que son eficace s para cautivarlas. Por eso las muchachas ms guapas de Quertaro, primero, y despus de Guadalajara , se moran por bailar con l, gustaban de apoyarse en su brazo y saboreaban con delicia su conversacin chispeante de gracia, salpicada de agudezas ingeniosas y, sobre todo, galante. Enrique era el tipo completo del len parisiense en su ms elegante expresin, y se desprenda de l, si me es permitida esta figura, ese delicado perfume de di stincin que caracteriza a las gentes de buen tono. Todava mas. Flores era jugador y, por una excepcin de la conocida regla, ganab a mucho. No pareca sino que un genio tutelar velaba por este joven y le abra s iempre risueo las puertas del santuario del amor, del placer y de la fortuna. E ra seguro que cuando nosotros estbamos en quiebra, Flores tena en su bolsillo algunos centenares de onzas de oro y ricas joyas que valan un tesoro en aquello s tiempos. Flores no esquivaba jams la ocasin de prestar un servicio, y sus amigos le ado raban por su generosidad. Me he detenido en la descripcin del carcter del primero de mis personajes, por que tengo en ello mi idea: deseo que ustedes le conozcan perfectamente y compren dan de antemano la razn de varios sucesos que tengo que narrar. Tal era el comandante Enrique Flores. IV El comandante Fernando Valle Haba tambin en el mismo cuerpo, y mandando el segundo escuadrn, un joven coma ndante que se llamaba Fernando Valle. Era justamente lo contrario de Flores, el reverso del simptico y amable carcter que acabo de pintar a largas pinceladas. Valle era un muchacho de veinticinco aos como Flores, pero de cuerpo raqutico y endeble; moreno, pero tampoco de ese moreno agradable de los espaoles, ni de ese moreno oscuro de los mestizos, sino de ese color plido y enfermizo que reve la o una enfermedad crnica o costumbres desordenadas. Tena los ojos pardos y regulares, nariz un poco aguilea, bigote pequeo y negr o, cabellos lacios, oscuros y cortos, manos flacas y trmulas. Su boca regular t ena a veces un pliegue que daba a su semblante un aire de altivez desdeosa que ofenda, que haca mal. Taciturno, siempre sumido en profundas cavilaciones, distrado, mtodico, sumiso con sus superiores, aunque traicionaba su aparente humildad el pliegue altanero de sus labios, severo y riguroso con sus inferiores, econmico, laborioso, rese rvado, fro, este joven tena aspecto repugnante y, en efecto, era antiptico pa ra todo el mundo. Sus jefes le soportaban, y se vean obligados a tenerle consideracin, porque m s de una vez en la campaa de Puebla, primera que haba hecho en su vida, haba dado pruebas de un valor temerario, de un arrojo que pareca inspirado por un ar diente deseo de elevarse pronto o de acabar, sucumbiendo, con algn dolor secret o que torturaba su corazn.

Hubirase dicho que, desafiando a la muerte, haba querido humillar a sus jefes, que combatan con la prudencia del valor reposado y experto. En el ejrcito era un advenedizo, porque haba aparecido como soldado raso en la s filas el ao de 1862, ascendiendo luego a cabo por su aplicacin, despus a sa rgento en las Cumbres de Acultzingo, a sub teniente (serva entonces en un cuerp o de infantera), luego a teniente despus del 5 de Mayo y, por ltimo, a capit n. Como tal haba tomado parte en la defensa de la plaza de Puebla en 1863, sirvien do entonces en el batalln mixto de Quertaro, a las rdenes del valiente y malo grado Herrera y Cairo. No cay prisionero, sino que pudo evadirse de la ciudad y se present al gobiern o de Mxico, que le ascendi a comandante y le destin a servir en el cuerpo de caballera en que se hallaba actualmente. Aplicado con asiduidad a esta para l nueva arma, haba aprovechado tanto su tie mpo, que se le citaba como al oficial ms inteligente y ms capaz, por lo cual y por su carcter fro y reservado, sus compaeros le profesaban un odio reconcen trado y mortal. - Evidentemente, este muchacho esconda un proyecto siniestro, estaba inspirado por una ambicin colosal, andaba su camino, y quin sabe ... l quera subir, y aparentaba servir a la Repblica como un medio para llegar a su objeto. No era, pues, un patriota, sino un ambicioso, un malvado encubierto. Esto se decan los oficiales en voz alta, esto se deca el coronel, esto se dec a el mismo Flores, y ms de una vez Valle tuvo que sufrir los sangrientos sarcas mos de todos, y los devor en silencio y palideciendo de rabia. - El no es un cobarde, l sufre nuestros insultos y evita toda pendencia; luego abriga una mira particular a cuya realizacin sacrifica hasta su amor propio. Esto aadan en coro los oficiales. Adems Valle ni peda un servicio a nadie ni lo haca. Guardaba su poco dinero, gastbale con parsimonia y evitaba toda ocasin de comprometerse a pagar en un c onvite la comida y el vino de sus compaeros, por lo cual regularmente coma apa rte o en diferente fonda, siempre solitario y siempre econmico. Esta sobriedad calculada, su falta de buen humor, su aversin a los vicios a que es inclinada la juventud militar, le daban un aire de gazmoera que no poda m enos de atraerle la enemistad de las gentes. As, cuando algn oficial, porque todos los dems se amaban fraternalmente, esta ba enfermo o metido en algn apuro, todo el mundo volaba a su socorro, se le pro digaban los cuidados ms solcitos, se velaba a la cabecera de su cama, se le fa cilitaba dinero, se le asista, en fin, como en familia. Pero cuando Valle, que tena, a pesar de su aparente raquitismo, una salud robus ta, sola estar achacoso, o herido, como acababa de sucederle a consecuencia de una escaramuza, nadie le haca el menor caso; se le trataba como a un perro, y e l orgulloso comandante tena que preparar sus hilas con una sola mano y que toma r sus tisanas y beber agua en su jarro con infinitos trabajos, porque rehusaba h asta los servicios de un viejo soldado que le serva, quien, por otra parte, le quera poco. Francamente, hasta nosotros los mdicos, hombres de caridad y que no consultamos nuestras simpatas para ser tiles a los que sufren, hasta nosotros, digo, repu

gnbamos acercarnos a l, porque sentamos una invencible antipata viendo a ese pequeo oficial con su mirada ceuda, su color plido e impuro y su boca despre ciativa. - La tisana que me recet usted, doctor, no me ha hecho provecho alguno -me dijo un da en Quertaro cuando estaba atacado de fiebre a consecuencia de la herida . Djome estas palabras con tal desdn, con tal acento, que en un arranque de cle ra le repliqu: - Pues si no le hace a usted provecho, arrjela. El me mir fijamente con sus ojos hundidos, y temblando por la calentura, se lev ant, tom su jarro de agua fra, bebi hasta hartarse y se volvi del lado de l a pared. Indignado yo de tamaa insolencia, sal refunfuando. Qu me importa que te lleve el diablo, oficialillo grosero! Cre que se pondra peor y avis a alguno de mis compaeros para que fuese a asi stirle; l me manifest que le sera desagradable, y no fue a verle. Al da siguiente salimos de Quertaro. - Una camilla para el comandante herido -pidi en el patio del hospital el jefe del Cuerpo Mdico, viendo que nadie se haba acordado de Valle. Pero los soldados estaban demasiado atareados con su equipo, nosotros ocupados e n nuestros aprestos de viaje, los soldados de ambulancia se encogan de hombros, y el comandante qued abandonado. Ibamos acordndonos de l ya en la columna de camino y en marcha, cuando le vimo s a la cabeza de su escuadrn, sereno, callado, cejijunto y llevando el brazo en vuelto y colgado del cuello. - Realmente hay algo de misterioso en la fuerza de espritu de este muchacho -no s dijimos. - Ser un hroe futuro? - Bah! tiene ms aspecto de traidor que de hroe; l medita algo, no hay duda se me contest. Y as continuamos hasta que l sano sin necesitar de ms asistencia de facultati vo. V Llegada a Guadalajara Por lo dems, excusado es decir que el pobre comandante ni tena aventuras de am or, ni aunque las tuviera seran del carcter de las de Flores. Era profundament e antiptico para las mujeres, y l, que lo conoca, no las frecuentaba. Siempre vestido con su uniforme cuidadosamente aseado, pero sin lujo, cuando asi sta a algn baile, que era pocas veces y obligado por el coronel, se mantena e n un rincn y se retiraba a poco tiempo.

As pues, ni una triste cualidad tena mi comandante. Era un pobre diablo, bien seco, bien fastidioso, bien repulsivo. Pero al da siguiente de aquel en que llegamos a Guadalajara, le vimos transform arse; lo que nos hizo pensar mucho. En la maana se pein, se visti esmeradamen te y sali del cuartel, dirigindose a una de las calles centrales. En la tarde volvi muy contento, trayendo en la mano un pequeo ramillete de heliotropos. Alguno le dijo chancendose: - Parece que viene usted contento, comandante: cosa rara! Trae usted flores: co sa ms rara todava. Qu milagro es ste? - Oh! es una cosa muy sencilla -respondi- hace tanto tiempo que no veo a ningu no de mis deudos, que me alegro de encontrar uno aqu. - Hola tiene usted aqu un deudo? - S. - Es uno, o una? - Una ... es una prima ma -contest sonriendo y hacindose comunicativo por la primera vez. - Linda eh, comandante? - S, es guapa, muy guapa. A estas palabras Enrique Flores se acerc al grupo que se haba formado en torno a Valle. - Y bien, compaero, conque tiene usted primas guapas? Pues vea usted, yo crea que no tena usted parientes en este mundo. - S los tengo -respondi Valle- tengo muchos, ms de los que usted cree, y en p osicin que usted no sospecha; slo que yo los detesto a casi todos. - Es claro, usted detesta a todo el mundo. Pero vamos a ver aborrece tambin a la primita? - No; a esa no, ni tengo motivo; ahora la conozco y, a primera vista, creo que e s una buena criatura. - A primera vista pcaro! Eso quiere decir que es bella. Caballeros, he aqu el prodigio, Valle enamorado, Valle el taciturno, Valle el hurao, Valle el enemig o de las pasiones, Valle el que se rea con desdn de nuestras debilidades, hele aqu que se humaniza, que se hace accesible, que se apasiona ... Mal negocio, compaero, mal negocio! Va usted a hacer ms locuras que nosotros, porque los em pedernidos como usted, cuando resbalan, no paran hasta el abismo. Valle recibi esta andanada que el burln comandante le dirigi con su volubilid ad y buen humor de costumbre, y se encogi de hombros. - Conoceremos a la primita, por supuesto -aadi Flores- esto es si usted no lo lleva a mal, si no se vuelve usted un Otelo, porque tambin es otra gracia de lo s taciturnos y de los castos; cuando se enamoran se hacen celosos como unos rab es.

- No hay inconveniente -replic Valle-. Usted la conocer si ella lo permite, qu e s lo permitir. Es una joven amable y admirablemente educada, que tendr much o placer en conocer a mis camaradas. - Muy bien -concluy Flores- usted sealar el da de nuestra presentacin, y qu e sea pronto, porque es preciso comenzar a hacer conocimientos en esta ciudad, q ue es un bcaro de rosas, que es un nido de ngeles. Y dando un golpecito con familiaridad en el hombro de Valle, se retir, haciendo nosotros lo mismo, no sin decir cada uno con malignidad: - Pobre primita, con Enrique! Ahora bien: faltbame decir a ustedes que el comandante no pareca querer a nadi e en el cuerpo, ms que a Enrique. Sea que el carcter simptico de Flores hubie ra ejercido su influencia de siempre en el nimo de Valle, sea que ste por mira s secundarias tuviese necesidad de aparentarla, el hecho es que manifestaba frec uentemente una sincera atencin hacia el comandante. Le hablaba algunas veces sobre asuntos menos serios que los del servicio militar , le ayudaba en los trabajos de su escuadrn, particularmente en llevar su papel era, lo que haca con facilidad y acierto; y algunas veces se propas hasta rega larle alguna botella de exquisito vino, o un ramillete para que obsequiase a sus queridas. Flores, en cambio, le rea por su carcter reservado, le encargaba comisiones e nfadosas, manifestndole de este modo su predileccin, y aun sola pedirle conse jo en asuntos de servicio. As, pues, se haba entablado entre ambos jvenes, si no una amistad, al menos u na relacin que no era la del odio. Esto explica la amabilidad con que Valle pro meti a Enrique llevarle a casa de su prima. VI Guadalajara de lejos Hallbase Guadalajara en aquellos das llena de animacin. A propsito, me parec e conveniente hacer a ustedes la descripcin de esta hermosa ciudad que tal vez no conozcan. Guadalajara, que a justo ttulo puede llamarse la reina de Occidente, es sin dud a alguna la primera ciudad del interior, pues si bien Len tiene una poblacin m s numerosa, y Guanajuato la tiene casi igual, la circunstancia de ser la primer a de estas dos ciudades muy pobre y escasa de monumentos, y de estar la segunda situada en un terreno spero y sinuoso, aunque rico en metales, hace que Guadala jara, por su belleza, por su situacin topogrfica, por su antigua importancia e n tiempo de los virreyes -la que no ha disminuido en tiempo de la Repblica- sea considerada superior, no slo a las ciudades que he mencionado, sino a todas la s de la Repblica. La antigua capital de la Nueva Galicia, que contaba en el ao de 1738 ms de och enta mil habitantes, segn afirma Mota Padilla, cronista de todos los pueblos de Occidente, atenindose a los padrones de su tiempo -razn por la cual me parece extrao que el clebre barn de Humboldt no le haya concedido ms que diez y nu eve mil- parece conservar una poblacin igual a la que tena en el siglo pasado, aunque, segn los datos estadsticos recientes, se afirma que disminuye. Esto, y el hecho de ser el centro agrcola y comercial de los Estados Occidental

es, as como el haber representado siempre un papel importantsimo en nuestras g uerras civiles, dan a Guadalajara un inters que no puede menos de inspirar la c uriosidad ms grande a los viajeros mexicanos que la ven por primera vez. Yo particularmente senta un placer inmenso en ir acercndome instante por insta nte a la bella ciudad que haba odo nombrar a menudo como la tierra de los homb res valientes y las mujeres hermosas, y esto me compensaba en parte de la contra riedad que sufra por verme alejado del crculo de los sucesos militares. Guadalajara est separada del centro de la Repblica por una faja de desierto qu e comienza en Lagos, y que con la nica interrupcin de Tepatitln, pequeo oasi s famoso por la belleza de las hures que le habitan, concluye a las puertas de la gran ciudad; de modo que sta se muestra, al viajero que la divisa a lo lejos , ms orgullosa en su soledad, semejante a una mujer que, dotada de una hermosur a regia, se separa del grupo que forman bellezas vulgares, para ostentarse con t oda la majestad de sus soberbios encantos. Por el lado de las poblaciones centrales de Mxico, Guadalajara est defendida n aturalmente por el caudaloso ro de Santiago que, nacido en la gran mesa del An huac, y despus de formar el lago de Chapala, va a desembocar en el mar Pacfico . Por el occidente se alza gigantesca y grandiosa una cadena de montaas cuyos pic os azules se destacan del fondo de un cielo sereno y radiante. Es la cadena de l a Sierra Madre que atraviesa serpenteando el Estado de Jalisco, y cuyos ramales toman los nombres de Sierra de Mascota, Sierra de Alicia y ms al norte, el de l a Sierra de Nayarit, yendo despus a formar las inmensas moles aurferas de Dura ngo, hasta salir de la Repblica para tomar en la Amrica del Norte el nombre de Montaas Pedregosas (Rocky Mountains). En el centro de este valle, trazado por el gran ro y por la gigantesca cordille ra, se halla asentada Guadalajara. Magnfico es el aspecto que presenta al que l a ve, llegando por el lado del occidente, y despus de trasponer las ltimas col inas que bordean la ribera del Santiago, por el paso de Tololotlan. La vista no puede menos de quedar encantada al ver brotar de la llanura, como un a visin mgica, a la bella capital de Jalisco, con sus soberbias y blancas torr es y cpulas, y sus elegantes edificios, que brillan entre el fondo verde oscuro de sus dilatados jardines. Todava ms que Puebla, Guadalajara parece una ciudad oriental, pues, rodeada co mo est de una llanura estril y solitaria, encierra en su seno todas las bellez as que traen a la memoria la imagen de las antiguas ciudades del desierto, tanta s veces descritas en las poticas leyendas de la Biblia. Efectivamente, la llanura que rodea a la ciudad da un aspecto extrao al paisaje , que no se observa al aproximarse a ninguna de las otras ciudades de la Repbli ca. En las maanas del esto, o en los das del otoo y del invierno, como en los qu e llegu por primera vez a Guadalajara, aquel valle es triste y severo; el cielo se presenta radioso y uniforme, pero el sol abrasa y parece derramar sobre la t ierra sedienta torrentes de fuego. La brisa es tibia y seca, y el suelo, pedregoso o tapizado con una espesa alfomb ra de esa arena menuda y bermeja que los antiguos indios llamaron con el nombre genrico de Xalli (arena), de donde se deriva Jalisco, se asemeja a la rambla de un inmenso lago desecado, o el crter relleno de un volcn extinguido hace mill ares de siglos.

Esto, como he dicho, en los tiempos calurosos; pero en la estacin de aguas todo all cambia de aspecto. El cielo parece siempre entoldado de nubes sombras y t empestuosas; la cordillera no se distingue en el horizonte oscuro; la ciudad se envuelve en un manto de lluvia; silba el viento de la tempestad en la llanura de sierta; se estremece el espacio a cada instante con el estallido del rayo, y el valle todo aparece magnficamente ceido con una corona de tormentas. En pocos lugares de la Repblica puede contemplarse el grandioso espectculo que en Guadalajara, que pudiera llamarse la hija predilecta del trueno y de la temp estad. Parece tambin que este cielo y esta atmsfera influyen en el alma de los hijos de la ciudad, pues hay algo de tempestuoso en sus sentimientos; y en sus amores, en sus odios y en sus venganzas se observa siempre la fuerza irresistibl e de los elementos desencadenados. Pero, volviendo al camino de Guadalajara, observar que no se advierte al aproxi marse a ella ese movimiento, esa animacin que anuncian la proximidad de una ciu dad populosa. Ni carros, ni caminantes, ni rebaos se divisan en aquellas cercan as. Apenas atraviesa veloz uno que otro jinete por aquellos senderos arenosos y tris tes. El silencio rodea por todas partes a la ms alegre y bulliciosa de las ciud ades de Occidente. As avanzando y, cuando se camina absorto, contemplando a lo lejos aquel cuadro de desolacin, repentinamente una oleada de brisa fresca y balsmica anuncia al viajero que ha llegado por fin al suspirado oasis de Jalisco. Casi sin apercibirse de ello toca uno en ese pueblecillo delicioso que se llama San Pedro, por el cual se entra a Guadalajara como por una portada de verdura y de flores. San Pedro es un lugar de recreo con lindas casas de campo y bien cult ivados jardines. Desde que se entra en sus callecitas alegres y risueas, se com prende que el paraso va a compensar a uno del fastidio del desierto. Sobre las cercas, cubiertas con millares de parietarias, se asoman la oscura cop a del nogal, el zapote de hojas brillantes, la magnolia con sus grandes y blanca s flores, y el naranjo con sus pomas de oro. Los rboles de diversas zonas se mezclan all en admirable consorcio. El pltano confunde a veces sus anchos abanicos con los ramajes del albaricoque y el chiri moyo se cubre de flores a la sombra de la higuera. El ganado se cobija bajo las ramas del olivo, y el limonero y el manzano parecen alargarse mutuamente sus aro mticos frutos. Se comprende, al ver esto, el por qu se ha dado a Jalisco el nombre de Andaluc a de Mxico, y por qu el buen Mota Padilla, hijo carioso de Guadalajara, haya dicho, al hablar de ella, que est situada en pas alegre, abastecido y regalado . No menos entusiasta que Mota Padilla, yo tambin me he difundido, seores, de un a manera que parecer fastidiosa a quien no estime aquella tierra, a la que me s iento unido por la dulce cadena de los recuerdos. Perdonen ustedes mi aficin a describir, y no la juzguen tan censurable mientras que ella sirva para dar a conocer las bellezas de la patria, tan ignoradas toda va. VII Guadalajara de cerca

Por una calzada de hermosos fresnos se atraviesa en un instante la pequea dista ncia que hay de San Pedro a Guadalajara. Desde que se penetra en sus primeras calles hay algo que simpatiza profundamente : se ve algo semejante a la sonrisa de una familia hospitalaria; se dira que un a mujer amable y buena le abre a uno los brazos y le estrecha contra su corazn. Yo conozco muchas ciudades de la Repblica, caballeros, y puedo asegurar a usted es que, al atravesar por primera vez el umbral de algunas de ellas, he sentido a lgo que me repela, se me ha oprimido el corazn como al penetrar en una ciudad enemiga o en una crcel. En cada habitante que he encontrado en las calles me ha parecido ver un pcaro; cada cara me ha mirado con ceo, y la poblacin entera se me ha figurado que me haca una mueca de odio y de insulto. Y aunque parezca singular, puedo aadir ta mbin que, en cada una de estas poblaciones chocantes he tenido siempre jaqueca durante el tiempo que he permanecido en ellas, el cual he procurado abreviar par a no morirme de tedio, deseando al alejarme, lo mismo que aquellos dos discpulo s de Jess al pasar por una ciudad que les cerraba sus puertas, esto es, que llo viera fuego del cielo para que las consumiera como a la antigua Sodoma. Tengo esta debilidad, as como tengo la contraria, a saber, la de apasionarme de los lugares que a primera vista me son simpticos. Guadalajara lo fue. En cada habitante que se detena a ver pasar nuestra columna, cre ver un ntimo amigo y ganas tuve ms de una vez de apearme del caballo para ir a abrazar a la primera vieja que se asomaba a su ventana, para sonrernos con benevolencia, o a la muchacha del pueblo que fijaba en nosotros sus negros ojos con mil promesas de tierna confianza. En Jalisco hay, como en todos los Estados de la Repblica, provincialismo; pero no es ese provincialismo celoso y estpido que cierra al extrao las puertas, y que le ve como a un animal feroz o como al gafo de la Edad Media; sino ese senti miento apasionado hacia todo lo que pertenece a la tierra natal, y que, sin ser exclusivista, procura embellecer lo propio a los ojos del extrao. As es que en Guadalajara, apenas llega un mexicano cuando veinte personas le ro dean afectuosamente, le invitan a pasar a la casa, le brindan con la ms franca hospitalidad, le procuran relaciones, y le inician, por decirlo as, en todas la s intimidades de aquella sociedad. Se procura hacer deliciosa la mansin del viajero, se desea que encuentre el pla cer en todas partes, y se logra por fin que lleve de Guadalajara los recuerdos m s alegres y duraderos. Se conocer la diferencia que hay, por ejemplo, entre el carcter de Guadalajara y el carcter de Puebla, en lo siguiente. En Puebla invitan al forastero a visi tar las iglesias; en Guadalajara a visitar los establecimientos de beneficencia; en Puebla, despus de infinitas pruebas parecidas a las que se exigen del profa no antes de entrar en la masonera, los amigos, como una gran muestra de confian za, le ofrecen agua bendita y rezan con l un viacrucis; en Guadalajara, a los d iez minutos de haber sido presentado, le ofrecen un banquete y apuran en su comp aa la copa de la amistad. En otras partes las mujeres apenas asoman las narices por sus balcones para ver pasar al viajero, y se apresuran a esconderse para no ser examinadas de cerca. E n Guadalajara las mujeres se presentan francas y risueas, comprendiendo muy bie n que no es preciso ser mojigatas para ser virtuosas.

Deca yo que el provincialismo en Guadalajara consiste en querer aparecer bien a los ojos del extrao, y por este sentimiento que es el origen de todo patriotis mo, no es raro or encomiar en sus tertulias el valor de sus guerreros, el acier to de sus gobernantes, el talento de sus escritores y la belleza de sus mujeres, Y a fe que tienen razn. Jalisco es la tierra de Prisciliano Snchez, de Lpez Cotilla, de Otero, de Herr era y Cairo, de Cruz Aero y de Epitacio Jess de los Ros. Y bajo aquel cielo de fuego se ha templado la lira de esa Isabel Prieto que, nacida en Espaa, se ha desarrollado desde su niez bajo la influencia de nuestro sol, y nos pertenece p or entero, como nuestro Alarcn pertenece a Espaa. El carcter de los jaliscienses es demasiado conocido para que tenga yo necesida d de detenerme a encomiarle. En cuanto a las mujeres, en mi concepto, no slo so n hermosas sino divinas, y tienen, adems de los encantos fsicos que el cielo l es otorg con mano prdiga, una cualidad que no es comn, que va siendo ms rara de da en da, que va a desaparecer del mundo si Dios no lo remedia: el corazn , amigos mos, el corazn; lo que se llama hoy corazn entienden ustedes? No la entraa que yo, mdico, no me atrever a negar a ninguna mujer de la tierr a, sino a esa facultad que, como el verdadero talento, es un privilegio, y consi ste en saber amar bien y cumplidamente, con ternura, con lealtad, sin inters, s in miras bastardas, sino en virtud de un sentimiento tan exaltado como puro. Este culto del amor ya slo existe en algunos puntos del globo; l ha sido hasta aqu la religin del genero humano, pero desgraciadamente va sustituyndose con la horrible idolatra del becerro de oro, que se halla extendida por toda la ti erra, que gana proslitos a cada momento y que parece estar cobijada bajo las al as poderosas de la civilizacin. Blasfemia! dira cualquiera que me oyese hablar as. En efecto, blasfemia me pa rece tambin a m cuando me pongo a reflexionar en que la civilizacin es la pro paganda de todo lo bello y de todo lo bueno, y no puede de ningn modo reputarse tal, esa infame codicia que mata las ms santas aspiraciones del alma. Yo creo que esta especie de atesmo que se burla de los sentimientos, y que no h ace caso sino del estpido goce material, no es ms que el retroceso que toma un a nueva forma, y que se envuelve y se mezcla entre las galas del progreso para e mponzoarle y destruirle, como un insecto que logra esconderse en el cliz de un a flor pomposa y perfumada para roerla y secarla. Sea como fuere, nosotros advertimos, y esto es muy perceptible, que a medida que nuestro pueblo va contagindose con las costumbres extranjeras, el culto del se ntimiento disminuye, la adoracin del inters aumenta, y los grandes rasgos del corazn, que en otro tiempo eran frecuentes, hoy parecen prodigiosos cuando los vemos una que otra vez. Cuando el mundo esta as, la poesa es imposible, la novela es difcil, y slo h ay lugar para los cuentos de cocotas que hoy hacen la reputacin de los escritor es franceses, o para las sangrientas stiras que, no por disfrazarse con la eleg ancia moderna, son menos terribles en la boca de los juvenales del siglo XIX. Leandro y Hero, Romeo y Julieta, Isabel Segura y Diego Marsilla, hoy seran dos tipos increbles. Por eso amo a Guadalajara; all todava el amor tiene un santuario y adoradores fieles; all se sabe amar; all la civilizacin ha entrado, pero sin sus falaces arreos de codicia y de egosmo. Algunas excepciones habr, pero la mayora de l as mujeres permanece fiel a las leyes del corazn.

Y esto que digo de Guadalajara, debe considerarse dicho de todo el Estado de Jal isco. S, seores; aquella es una tierra en que la naturaleza se ostenta prdiga en las bellezas fsicas y en las bellezas morales. A veces han pasado sobre ella los huracanes de la guerra, dejndola asolada, o h a corrodo sus entraas el crimen. Pero la savia poderosa de su vida se ha sobre puesto a estas crisis pasajeras, y Jalisco se ha alzado de su abatimiento ms lo zano, ms pomposo, ms bello que nunca. Su pueblo ser grande cuando sus hijos, olvidando sus rencillas domsticas, comp rendan que es en la unin donde encontrarn el secreto para hacer que vuelva su pas a su preponderancia anterior; porque ustedes no ignoran, y nadie ignora en Mxico, lo que ha pesado Jalisco en los destinos de la patria. VIII La prima He disertado, tal vez con gran pesar de ustedes, pero cre necesarias las observ aciones que acabo de hacer, para que sea conocido el teatro en que van a represe ntar mis personajes. Ahora vuelvo a la novela, que hace tiempo que la escena est sola y que no hago ms que poner decoraciones. He dicho que Guadalajara, cuando llegamos, estaba llena de animacin y de ruido. Haba en ella, no ese aspecto sombro y severo de una plaza que est prxima a defenderse, sino la alegra aturdidora de una ciudad que, no teniendo duda acerc a de la suerte que le espera, quiere al menos ahogar en la fiesta sus inquietude s y su desesperacin. Maana caera en las garras del extranjero, y la familia liberal jalisciense, qu e lo saba, procuraba gozar los ltimos instantes, y darse, en medio de la locur a del festn, los ltimos adioses. Eran las postreras alegras del hogar. De modo que si Guadalajara ocultaba en su seno todas las palpitaciones de la zoz obra y el temor, haca esfuerzos para disimularlas con su semblante risueo, con sus gritos de entusiasmo y con su indolente amor al placer. El general Arteaga, gobernador entonces de Jalisco, haba reunido en la ciudad n umerosas tropas de disciplina con empeo, esperando, como era de suponerse, que bien pronto tendra que hacer frente a las legiones extranjeras. Nuestra llegada aument la animacin; ramos mexicanos y jvenes, es decir, gent e alegre, bulliciosa y amante de divertirse hasta en vsperas de morir. Nuestros oficiales eran todos bien educados, elegantes y amables. Nuestro cuerpo de caba llera, y digo nuestro, porque ya me consideraba perteneciente a l, era en este particular privilegiado. El coronel era el tipo ms acabado del gentleman. Haba querido que sus oficiale s fuesen semejantes a l, y haba logrado reunir en su cuerpo una pleyade verdad eramente escogida de dandys. El nico con quien estaba descontento era Valle, y eso no porque careciera de mo dales finos, sino porque, como lo he dicho, no era comunicativo ni galante, ni g ustaba de la francachela. Pareca el mal pariente de aquella familia militar; y como su conducta, su observancia rigurosa de las leyes del ejrcito, y su exacti tud, eran un reproche constante para el coronel, que sola relajar la disciplina , ste deseaba con toda su alma desembarazarse de tan incmodo subalterno. He dicho antes que Valle prometi a su amigo Flores llevarle a casa de su prima.

El don Juan, a quien pareci seductora la promesa, deseoso como estaba de conoce r a las beldades de Jalisco, para quienes esperaba ser tan simptico como siempr e, no perdi oportunidad de recordar a Valle su oferta; y al da siguiente, desp us de terminadas las ocupaciones militares del cuartel, los dos jvenes se diri gieron a la plaza principal a practicar un reconocimiento, presumiendo, como era natural, que all habra bellezas que contemplar y amigos que les sirvieran de cicerones. Era domingo, y la maana estaba hermossima; pero en la plaza, cuyo cuadro est embellecido con una hilera de naranjos, no encontraron nada de particular, pues la reunin ms notable se hallaba en el atrio de la Catedral, en la que se celeb raba la misa de doce. Este atrio se halla limitado por una soberbia y magnfica reja de hierro. Nuestros oficiales, llamando la atencin por su elegante uniforme, y particularm ente Flores por su gallardo continente, atravesaron la puerta de la reja y penet raron al interior del templo, cuya magnificencia omito describir para no parecer fastidioso. Slo dir a ustedes que los jaliscienses se enorgullecen de poseer tan suntuoso edificio, obra del arquitecto Martn Casillas, el maestro ms insig ne que haba en aquellos tiempos, segn ellos dicen. Cuando los oficiales entraron, la misa estaba concluyndose, y mientras que Vall e, ms artista y ms observador, examinaba la fbrica del templo, la forma y riq ueza de los altares, y se fijaba con curiosidad en los sombreros viejos de los o bispos difuntos, que estn pendientes de un hilo arriba de cada uno de los altar es, y acerca de los cuales se cuentan muchas candorosas tradiciones que el joven recordaba sonriendo, Flores, ms inclinado a contemplar las bellezas humanas qu e las bellezas arquitectnicas y las antigedades, recorra con admiracin los d iversos grupos de encantadoras hijas de Guadalajara, que llenaban las naves de l a Catedral y en derredor del altar en que se celebraba el Oficio Divino. - Hombre, Valle, deje usted de contemplar santos como un bobo y mire los primore s que hay aqu. Canario! qu muchachas tan deliciosas tiene Guadalajara. Valle mir y quedo asombrado. En efecto, haba all un centenar de mujeres hermo sas, hermossimas, como las suean los poetas, como las pintan los enamorados. Las naves resplandecan ms que con el fulgor de los blandones y con los rayos d e luz que penetraban por las ventanas, con el brillo de tantos ojos negros que p arecan encendidos, no por el tibio fuego de la piedad, sino por la hoguera abra sadora del amor y del deseo. La misa haba concluido; los oficiales vinieron a situarse en la puerta principa l, y all pasaron revista a todas las bellezas que acababan de ver en conjunto y de'prisa. Todas ellas se fijaban en los dos jvenes, y con especialidad en Flores, que est aba soberbio de belleza, de elegancia, y que tena en su semblante y en su apost ura ese no s qu poderoso e irresistible que atrae infaliblemente las miradas y el corazn de las mujeres. De repente se acercaron a ellos dos jvenes gallardas y majestuosas como dos rei nas. Una de ellas tena cubierto el semblante con un espeso velo. La otra era he rmosa como un ngel. Rubia, de grandes ojos azules, de tez blanca y sonrosada, y alta y esbelta como un junco, esta joven era una aparicin celestial. Valle, al verla, se ruboriz cuanto era posible en su semblante plido. Ella le dirigi una mirada y le salud sonriendo ligeramente; pero al fijarse despus en Flores se detuvo un instante lo mismo que su compaera, como fascinada por la m

irada audaz del bello seductor que estaba acostumbrado a imponer desde el primer instante, sobre las mujeres que vea, el despotismo de su influencia terrible. Despus de esta detencin momentnea las dos damas salieron del templo con ciert a precipitacin, atravesando el atrio entre una doble hilera de leones de Guadal ajara, que se inclinaron respetuosamente para saludarlas. En este momento Valle murmur al odo de Enrique estas dos palabras: - Mi prima! Enrique sonri y se content con decir entre dientes: - Deliciosa! La rubia, al travs de las rejas del atrio aun volvi una vez el semblante y, si n hacer caso de los pisaverdes cuyos ojos la seguan, dirigi una ltima mirada al gallardo compaero de su primo. - Entiendo -dijo Flores a ste- que tendr usted el buen gusto de seguir a su li nda prima; y yo creo que es de mi deber acompaarle. - Bueno -contest Valle un poco contrariado- no s si se dirigir a su casa y si podr recibirnos a esta hora; pero vamos, y ella dir. - Querido -replic Enrique- estoy seguro de que una mujer linda y de buen sentid o tendr mucho placer en recibir a cualquier hora a dos muchachos de Mxico como nosotros. Diciendo esto siguieron a las encantadoras criaturas que, atravesando la plaza y algunas calles y encontrando en su camino unas miradas de amor y saludos cario sos se dirigieron a la calle del Carmen, detenindose a la entrada de una casita linda y alegre como una jaula de canarios. All, despus de volver todava el r ostro para cerciorarse si eran seguidas, viendo a los oficiales que venan en po s de ellas a pasos rpidos, haciendo sonar en las baldosas sus acicates de oro, entraron y se dirigieron inmediatamente a la sala de recibir. IX La presentacin Los dos jvenes atravesaron alegremente los umbrales de la linda casita, luego u n pequeo patio que pareca una gruta de verdura y de flores con un risueo surt idor de mrmol y bajo una cortina de enredaderas penetraron en el corredor y se detuvieron en la puerta de la antesala. Ya los esperaban. La hermosa rubia se adelant hacia ellos y les dijo con la ms dulce de las voces humanas: - Pasen ustedes. Y los introdujo en el pequeo y fresco saln, en donde se hallaban reclinadas en un sof una seora de cuarenta aos y la joven que antes se cubra el rostro co n un velo, y que mostraba ahora el ms lindo semblante que hubiera podido soar un poeta musulmn. Era blanca, de ojos y cabellos negros y labios de mirto. Los jvenes quedaron de slumbrados. - Querida ta -dijo Valle a la seora mayor- tengo la honra de presentar a usted

a mi buen amigo Enrique Flores, comandante como yo en el ejrcito. Flores se inclin graciosamente y murmur las palabras de cortesa sacramentales . Despus Valle le present a su prima Isabel, que se ruboriz notablemente al enc ontrarse frente a frente del hermoso oficial. - Ahora como compensacin -dijo la seora- por el gusto que nos ha dado usted, p resentndonos a su amigo, le presentar a mi vez a la mejor amiga de Isabel y un a de las seoritas ms distinguidas de Guadalajara. Querida Clemencia, mi sobrin o Valle y su amigo. Los dos se inclinaron respetuosamente. Valle sinti, al encontrarse con la mirada de Clemencia, que se le oprima el co razn. Evidentemente en los ojos negros y lnguidos de aquella hermosura terribl e haba algo ms que el brillo de la languidez. Haba un agero, quin sabe si f eliz o desgraciado; ya sea que tengamos todos una sibila en el alma que nos hace presentir la influencia que ejercer en nuestro destino la persona a quien vemo s por primera vez, o sea que Valle, poco acostumbrado a acercarse a las mujeres bellas, se encontrase turbado y confuso, el hecho es que se estremeci visibleme nte y que tuvo una sensacin de miedo y de dolor. - Se pone usted malo, hijo mo? -pregunt la seora con inters a su sobrino. - No, ta, no tengo nada. - Est usted muy plido. - Fernando tiene una apariencia enfermiza -dijo Flores- pero con ese cuerpo deli cado que ustedes ven, disfruta de una salud robusta. Fue herido hace poco; pero eso paso ya, quiz le ponga de este modo la agitacin del momento, el clima nuev o para nosotros o, ms bien, la timidez de su carcter, porque Valle es tmido d e una manera rara. - Tmido? -replic la seora- pues ser una excepcin de su familia. Su padre y primo mo y sus hermanos no pecan por encogimiento. Al contrario, son la person ificacin de la alegra y la franqueza. Y por qu razn -aadi preguntando a V alle- se ha dado la circunstancia de que cuando he estado en Mxico y aun en Ver acruz no he visto a usted jams en su casa? Siempre me decan que estaba usted a usente. - Seora, desde muy pequeo -contest Valle- me alej del lado de mi familia par a estudiar; despus entre a servir en el ejrcito; apenas conozco a mis hermanos , y por muy poco tiempo he permanecido bajo el techo paterno. - Qu triste es eso! Pero ni aun en las reuniones ntimas, en aquellas en que n o hay costumbres de que falten los hijos, como por ejemplo, en los das del pap o de la mam, he visto a usted en su compaa. Y los otros hermanos haban veni do, unos desde Veracruz y otros desde el extranjero a ocupar su puesto en el ban quete de la familia; slo usted faltaba siempre. - Estaba yo enfermo unas veces, otras llegaba algunos das despus, por motivos independientes de mi voluntad; pero no haba otra causa ... Esta conversacin haca mal a Valle, y era perceptible que deseaba no se continu ase. La seora lo comprendi as y se volvi para hablar con Flores. El galante oficial que primero haba observado rpidamente y a fuer de hombre co

nocedor a las dos bellas jvenes, pasaba de una a otra alternativamente los ojos , como en un estudio comparativo, y haba acabado por comprender que las dos riv alizaban en hermosura y encantos. La una era blanca y rubia como una inglesa. La otra morena y plida como una esp aola. Los ojos azules de Isabel inspiraban una afeccin pura y tierna. Los ojos negros de Clemencia hacan estremecer de deleite. La boca encarnada de la prime ra sonrea, con una sonrisa de ngel. La boca sensual de la segunda tena la son risa de las hures, sonrisa en que se adivinan el desmayo y la sed. El cuello de alabastro de la rubia se inclinaba, como el de una virgen orando. El cuello de la morena se ergua, como el de una reina. Eran bellezas incomparables, y Flores, sin decidirse por ninguna de ellas, hizo lo que en semejantes casos tena de costumbre, se dej arrastrar por la mano del destino. Dej a la suerte la eleccin, y como se haba de empezar por algo, se acerc a Isabel y entabl con ella una de esas conversaciones frvolas de primer a visita, sobre la poblacin, el clima, la catedral, las seoras, la casa y las flores, y todo lo que presta un elemento para formar dilogo. Isabel se senta t urbada y feliz, Enrique la encantaba; aquel carcter ligero, agradable, risueo, aquellas palabras llenas de chispa y de agudeza le parecan sonar por primera v ez en sus odos y tena todos los encantos de la novedad. Por otra parte, hemos dicho que Flores era hermoso, e Isabel era de esas mujeres para quienes la forma es todo. Su pobre primo no poda sostener una comparacin fsica con el joven y gallardo rubio. Clemencia se pareca mucho en esto a su amiga. Adoraba la forma, crea que ella era la revelacin clara del alma, el sello que Dios ha puesto para que sea disti nguida la belleza moral, y en sus amigas y amigos examinaba primero el tipo y co nceda despus el afecto. Y esto no da derecho a suponer que las dos jvenes careciesen de talento y de cr iterio, no; la naturaleza haba sido prdiga con ellas en dones fsicos e intele ctuales. Clemencia pasaba por tener una de las inteligencias ms elevadas del be llo sexo de Guadalajara. Isabel era citada por su talento. Ambas estaban dotadas del sentimiento ms exquisito. Eran mujeres de corazn. Pero juzgaban como juzgan casi todas las mujeres, por elevadas que sean, y eso e n virtud de su organizacin especial. Aman lo bello y lo buscan antes en la mate ria que en el alma. Hay algo de sensual en su modo de ver las cosas. Particularm ente las jvenes no pueden prescindir de esta singularidad, slo las viejas esco gen primero lo til y lo anteponen a lo bello. Las jvenes creen que en lo bello se encierra siempre lo bueno, y a fe que muchas veces tienen razn. As, pues, Clemencia, desde que llegaron los oficiales, por una inclinacin irre sistible no ces de dirigir frecuentes miradas para examinar a Flores, quien, a su vez, le haca sentir el poder de sus ojos audaces e imperiosos. El triste Valle continu su conversacin con la ta y le habl de plantas y rbo les frutales. Era algo botnico, y como estaba poco habituado a las conversacion es de sociedad, procuraba mezclar siempre sus pequeos conocimientos para no que darse callado. No por eso dej de observar la impresin que su amigo haba causado en las dos h ermosas muchachas, y ms de una vez se qued distrado y contrariado. Comenzaba a amar? Puede ser, y en ese caso, la pura, inspiraba amores castos y buenos, deba ser el dolo ba un ngel, y su prima era un ngel que encerraba en s, todas las esperanzas que podan cambiar el aspecto la de su de virginal Isabel, la que su corazn. El necesita alma todos los consuelo su vida solitaria y tri

ste. Pero la rubia sonrea a Flores de una manera insinuante, era una esclava que se renda sin combatir a su futuro seor. Un momento despus, y con los cumplimientos de estilo, los jvenes salieron de a quella casa; Valle taciturno, Flores alegre, decidor y risueo. X Las dos amigas - Clemencia qu te parece mi sobrino? -pregunt la seora a la hermosa morena. - Me parece un joven instruido y bueno, algo encogido. - Fernando debe estar enfermo -aadi Isabel con cierta compasin- su palidez no es natural, y adems no has notado mam? sus manos tiemblan. - Ser nervioso -observ Clemencia. - Es un muchacho raro -volvi a decir la ta- y en su vida debe ocultarse algn misterio. Hemos estado en Mxico y en Veracruz, hemos visitado con frecuencia su casa: jams le hemos visto. Al preguntar por l, pues sabamos que a ms de los tres hijos de mi primo que all vimos, haba otro, siempre se nos contest que estaba ausente; pero yo observaba cierto desagrado al hablar de l, lo que, por otra parte, se haca de una manera breve y seca. Su familia, rica y de carcter alegre, daba fiestas a menudo, ya en sus salones de Mxico, ya en sus haciendas del Estado de Veracruz, pero jams pareca extraar en ellas la falta de un hijo , jams sus hermanas, que son muy lindas, le consagraban un recuerdo, jams los amigos de la casa le nombraban: haba cierto cuidado en evitar las conversacione s que pudieran recaer sobre su ausencia. En fin, yo supongo que este pobre joven debe haber causado a sus padres, hace tiempo, algn profundo disgusto, o ha com etido alguna gravsima falta; y que, a consecuencia de eso, ha incurrido en el d esagrado de la familia y ha sido arrojado del hogar paterno. Tanto ms probable es mi suposicin, cuanto que su familia pertenece a un partido mortalmente enemi go de ste en cuyas filas anda sirviendo mi sobrino. Verdaderamente estoy admira da de ver a Fernando con el uniforme liberal, cuando su padre es uno de los ms notables conservadores y ha prestado servicios a su partido, de gran consideraci n, lo cual ha hecho que se le vea en l con mucho respeto. Esto no puede explic arse sino existiendo una profunda divisin entre el padre y el hijo, pues de otr o modo, creo que mi primo habra preferido matar a su hijo antes que verle de of icial en el ejrcito republicano. Pero, como ustedes supondrn, cualquiera que s ea el origen de semejante divisin entre Fernando y su padre, no puede uno tener buena idea de un hijo as, y hay que sospechar acerca de su conducta. - Mam -dijo la dulce Isabel- yo le confieso a usted que veo en mi primo algo qu e me causa antipata; y por Dios que mis ojos nunca me engaan, y que todo aquel lo que me disgusta a primera vista, resulta malo. - Bien puede ser -replic la seora- pero entretanto que averiguamos todo lo que hay en el asunto, tenemos que tratar a Fernando como a un pariente nuestro y qu e ocultarle nuestras sospechas, que bien podran carecer de fundamento. - Tal vez le condenan ustedes demasiado pronto -objet Clemencia con aire de las tima-. Yo no le veo nada de repulsivo, como Isabel. No es agraciado, no es simp tico y, adems su encogimiento, que no parece ser propio de un mexicano, le perj udica mucho. Es muy serio; tal vez su carcter se haya agriado con alguna enferm edad, porque en efecto est muy plido, muy delgado, y ahora nos lo pareci ms,

porque le comparbamos con su amigo que est brillante de salud y de frescura. - Oh! en cuanto a ese -dijo Isabel, ruborizndose ligeramente- qu simptico e s! Qu guapo! - Te agrada, Isabel? -pregunt Clemencia con una imperceptible malicia. - S, tiene mucha gracia, es muy fino. - Es un joven distinguido, y no hay duda que pertenece a una buena familia -obse rv la seora. - No hay muchos oficiales as -dijo Clemencia- ste es un modelo de elegancia y de caballerosidad. Viste qu ojos tiene, Isabel? - Y qu bien habla! - Y con qu garbo lleva su uniforme! - Mi pobre primo Fernando, la primera vez que nos hizo una visita nos habl de l a atmsfera de Jalisco, de los rboles y del lago de Chapala. Ya t comprenders , Clemencia, que esto sera muy bueno, pero que no era oportuno ni tena chiste. Mi primo ser un observador, pero no es nada divertido ni galante; creo que nun ca ha estado en sociedad, pues tartamudea y se avergenza, y se queda callado co mo un campesino. Flores es diferente, ya lo has visto. Clemencia se puso pensativa, y despus dirigi a su amiga una mirada escrutadora y profunda. Isabel, casi avergonzada de haber dicho tanto; y ponindose roja como la grana, al sentir la mirada maliciosa de su amiga, repuso luego, como para chancearse: - Y t, querida, has encontrado bien a mi primo? Te has enamorado de l? - S; encantador es tu primo, por vida ma. Isabel sinti algo como un leve dolor de corazn, al or hablar as a su amiga. Comprendi que el gallardo Enrique haba causado una impresin grata en el nimo de Clemencia, lo mismo que en el suyo, y tal vez presinti que iba a tener una rival, y rival temible, pues Clemencia, por sus encantos y por su talento, era m s peligrosa que ella para los hombres. Pero qu pasaba? Isabel estaba enamorada ya y tan pronto? No tal; pero suceda entonces lo que sucede siempre que dos beldades se encuentran por primera vez c on un hombre superior. Se establece entre ellas una rivalidad momentnea, cada u na procura atraer la atencin de aquel amante en ciernes, y cada una teme verse pospuesta a su antagonista. Isabel y Clemencia eran dos bastante lindas mujeres para que carecieran de adora dores. Los tenan en gran nmero en Guadalajara, y estaban acostumbradas a domin ar como reinas, alternativamente o juntas, en todas partes. As, pues, no era el deseo de ser amada por el primer venido, el que las haca d isputarse en aquel instante la preferencia del hermoso oficial, sino el amor pro pio, innato en el corazn de la mujer, y mayor en el corazn de la mujer bella, que quiere conquistar siempre, vencer siempre y uncir un esclavo ms al carro de sus triunfos. Adems, ya he dicho cuales eran las ventajas fsicas y sociales de Enrique, y se r fcil comprender cun superior le hallaron las lindas jvenes a todos los ren

didos amantes que hasta all las haban rodeado. Ser amadas tambin de aquel gal lardo y brillante joven de Mxico qu placer y qu orgullo! Clemencia estaba invitada a almorzar en casa de Isabel. Pusironse a la mesa y a lmorzaron alegremente; pero cualquiera habra podido notar en el semblante y en la conversacin de las hermosas, que una preocupacin oculta las agitaba y las p ona, a ratos, pensativas. Iban a ser rivales o, ms bien dicho, ya lo eran. XI Los dos amigos - Por qu viene usted tan callado, Valle? Ha dejado usted el alma en esa casa? -pregunt Flores a su amigo, despus de haber andado algn rato. - No tal. - S; conmigo, fuera reservas; usted est enamorado, hijo mo, o algo le sucede de extraordinario, porque ha tenido usted singularidades que no pueden engaar a ojos tan expertos como los mos. - Ya usted me conoce. Soy tmido delante de las mujeres, y esto es lo que me ha sucedido hoy. Ayer ha pasado lo mismo. Saba yo que esta familia viva en Guadal ajara; que ella haba estado en Mxico y que haba tenido intimidad con la famil ia de mi padre, a causa de su parentesco. Pero yo no la conoca; pregunt por el la al llegar; me dieron razn y me present en su casa. Me recibi mi ta muy bi en; pero pasados diez minutos de mi visita no saba ya de que hablar, y mi perma nencia all fue un suplicio. Como usted ve, mi prima es bella; su vista me caus una impresin difcil de definir; deseaba alejarme de ella, y lo senta al mism o tiempo. No s cuntas barbaridades dije, y era que me preocupaba su belleza, e sa belleza inocente y encantadora. - Eso se llama amor, chico. Ha estado usted enamorado alguna vez? - Nunca; le confieso a usted que cuando era estudiante viva entregado a los lib ros, visitaba pocas casas, y en ellas, aunque sola encontrar muchachas hermosas , casi siempre las vi enamoradas de otros, y esto naturalmente me haca alejarme de ellas, as como a ellas interesarse muy poco en agradarme. Adems, yo conozc o que no soy simptico para las mujeres, no tengo esas dotes brillantes que uste d posee en alto grado para cautivar el corazn femenil. Mi carcter es sombro y taciturno; ya usted comprender que hay motivo para que mi juventud se haya des lizado solitaria y triste. Le parecer a usted ridculo, pero la verdad es que m i corazn est virgen de todo amor. - Hombre! ridculo, no; pero raro, s, muy raro. Un corazn virgen a los veint icinco aos! En este tiempo en que ya a los doce se tiene novia, y muchas veces querida! Convengo en que no haya usted amado, esta palabra ahora es convenciona l; pero habr usted tenido una querida: quin no tiene hoy, apenas llegada la p ubertad, una triste querida? - Tampoco; me hubiera sido eso difcil sin amar. Las pasiones de los sentidos no han sido hechas para m. Como desde nio he carecido del dulce placer de sentir me amado, y como he atesorado en el alma un ntimo caudal de cario tan ardiente como puro, he deseado con avidez amar; pero hubiera credo profanar mis sentimi entos entregndome a las pasiones banales y que gastan la organizacin corrompie ndo casi siempre el alma.

- Canario, y que singular filsofo es usted, Fernando! Usted no pertenece a est a poca. Es usted un casto soador, un poeta quiz; pero de todos modos un hombr e al agua. Ha ledo usted novelas? - Pocas. - Ha frecuentado usted a los poetas? - Algo; pero le dir a usted: antes, muy antes de que me aficionara a ese gnero de lectura, pensaba y senta lo mismo. Las ideas que tengo no me vienen de los libros, sino de las impresiones que he recibido desde mi infancia. He sufrido, y el mundo, que pudo haber sido para m un edn, fue un infierno desde los primer os pasos. Feliz quien como usted slo ha pisado rosas en su camino! - Como habamos hablado pocas veces de este modo, le confieso a usted que no le haba observado esta particular disposicin al romanticismo, que ahora le noto, y de que le habra curado radicalmente, como de una enfermedad odiosa. Quin di ablos le ha puesto a usted holln en el cerebro? Quin le ha dicho a usted que este hermoso y querido mundo es un infierno? Slo los tontos creen ya en el vall e de lgrimas; y qujese a su mal gusto aquel que quiera recibir la vida como un cliz amargo. Pues qu usted toma las cosas a lo serio? - Y cmo no tomarlas as, cuando no se me presentan risueas? - El talento consiste, amigo mo, en cambiarles la cara. Yo nunca he sido romnt ico. - Pero usted siempre habr sido feliz. - Feliz absolutamente, no; necesitaba yo muchas, muchsimas cosas para ser feliz . Mi ambicin es insaciable, mis sentidos exigentes hasta lo imposible. - Sus sentidos? Pero usted no tiene corazn? - Querido cree usted en el corazn? - Como si creo! Demasiado, y ahora ms todava. - Arrnqueselo usted en la primera oportunidad, Fernando. Crame usted, es una e ntraa que maldita la falta que nos hace, y que debe acarrear infinitas contrari edades. De m s decir que nunca lo he tenido, si no es en la acepcin fsica de la palabra, y me he redo alegremente de aquellos que decan ser desgraciados p or un exceso de sentimientos. Eso est bueno para urdir cuentos; el corazn es c omo el diablo, slo existe en las leyendas. - Pero qu horrores est usted diciendo! Apenas me atrevo a creer que habla ust ed con formalidad. - Pues no lo dude usted, amigo mo, y le aseguro bajo mi palabra de honor, que n o soy de aquellos que por haber sufrido algn quebranto terrible en sus esperanz as o en sus pasiones, se hacen los interesantes, diciendo que ha muerto su coraz n, que no tienen en el pecho ms que cenizas, con otras mil necedades tan ridc ulas como impertinentes. No; si alguno puede dar gracias a la fortuna por sus co queteras y sus lisonjas, soy yo, que sin fatuidad he apurado desde muy temprano los goces, y he hecho de mi vida una especie de orga de buen tono. No es mi n imo hacer a usted mi biografa, pero no dejar usted de creerme si le digo que h asta aqu la suerte no me ha contrariado nunca, y que apenas le he pedido algo c uando se ha dado prisa en alargrmelo con buen modo. Nac rico y lo soy an, no millonario, esto vendr despus; pero lo suficiente para haber tomado asiento, d urante algunos meses, en el banquete que el placer ofrece en Europa a los sibari

tas del siglo XIX. An me quedan, como es de suponerse, mil goces por saborear; pero esto, lejos de ser una contrariedad, es un incentivo para seguir mi camino; es una esperanza que me sonre llamndome; es una garanta de que no tendr un porvenir fastidioso. Qu habra quedado para mis cuarenta aos, si hubiese agot ado todas las delicias en la juventud? Volv al pas, y por algn tiempo no tuve otra ocupacin que galantear; el galanteo es un entretenimiento interino, y bue no cuando es provechoso. Yo no soy platnico; y, con perdn de usted, creo que e l platonismo es manjar de tontos. En este tiempo en que se vive tan presto, sacr ificar los mejores das a los goces de lo que ustedes llaman alma, es pasar una hermosa maana de primavera estudiando geografa en un gabinete; es pasar una he rmosa noche de esto traduciendo el Arte de amar. As, pues, en cuanto a mujeres ... - Ah, s! en cuanto a mujeres, demasiado s cun afortunado ha sido usted. - He hecho llorar algunos hermosos ojos aqu en mi inculta patria, donde todava se usan el color natural y las lgrimas sinceras; pero reflexione usted en que sera peor para m, verme obligado a lamentar el rigor de las desdichas. Con las mujeres no hay remedio: o tiene uno que engaar o que ser engaado. Preferira usted ser lo ltimo? - Pero cuando el corazn se interesa ... - Amigo mo, no olvide usted que le he dicho que yo no tengo esa desventaja. Si yo hubiese posedo un pice de ese sentimentalismo anticuado, el libro de mis av enturas estara en blanco como el de usted. Habra dado con la primera Dalila de las que andan por ah, y a esta hora, tonsurado y miserable, habra compuesto a lgunas endechas llenas de dolor, pero no habra arrancado de la ingrata ni una s ola de esas lgrimas que tantas veces han regado mis manos y mi cuello. - Pero, Enrique, por Dios, no todas son Dalilas! - Todas, Fernando, todas. No lo son por maldad, lo son por naturaleza, inocentem ente, sin saber lo que hacen, tal vez sin quererlo; pero el hecho es que aun ama ndo acaban con las fuerzas de un hombre, lo enervan y lo entregan a los furores del destino, desarmado, impotente y el amor no debe ser ms que el embellecimien to del camino de la ambicin. - Me espanta usted ... Yo existencia; yo crea que la vida; yo crea que sus el trabajo, que el fuego sfallecer. crea que el amor era uno de los grandes objetos de la la mujer amada era el apoyo poderoso para el viaje de ojos comunicaban luz al alma, que su sonrisa endulzaba de su corazn era una savia vivificante que impeda de

- Poesa! Poesa! Deje usted de creer en eso, y mire usted, que le estoy habla ndo como no le hablara a nadie, porque es peligroso revelar las opiniones ntim as de uno, como le es peligroso a un espadachn descubrir el cuerpo a los ojos d e un contrario hbil. Esto le probar a usted que le quiero. - Pero dgame usted, Flores, con semejantes ideas cuyo origen no me es desconoci do ya cmo es que sirve usted en el ejrcito, y en un tiempo como este, en que la Repblica anda de capa cada? Flores sonri y se turb un poco ante la mirada fija de Valle. - Precisamente por eso vengo aqu. Usted tiene fe en el triunfo de la independe ncia? - Tengo gran fe, una fe incontrastable. - Y usted cree que no morir en la lucha?

- Eso no lo s: nada difcil es que muera; pero morir con la conciencia de que tarde o temprano triunfar la Repblica. - Pues bien; yo tambin tengo fe, y hay algo que me dice que sobrevivir a la gu erra. Usted comprender que vamos a quedar muy pocos, y de esos pocos me propong o ser uno. El camino as se hace ms corto, y yo llegar a mi fin. - De modo que el patriotismo entra muy poco en los propsitos de usted. - El patriotismo tiene sus mviles de diferente especie; para unos es cuestin d e temperamento, para otros es la simple gloria, ese otro platonismo de los tonto s. Para m es la ambicin. Yo quiero subir. - Y todo para hundirse despus en los goces? - Es claro; en todos los goces, del orgullo, del poder, de la riqueza, del amor, de la gloria. Todos juntos se saborean cuando est uno colocado muy arriba de s us semejantes. Sin lograr esto, se tendr uno de ellos o dos, pero no todos, y m i ambicin los busca todos. Si me hubiese hecho banquero, soplndome el viento d e la fortuna habra llegado a ser millonario; pero tendra quiz que inclinarme alguna vez delante del hombre de armas o del gobernante. Prosiguiendo mi carrera de galanteos, habra llegado a poseer acaso a todas las mujeres que hubiera des eado; pero en primer lugar tengo miedo al hasto, y luego, un don Juan ... qu es un simple don Juan? Un reyezuelo de saln, una potencia de retrete que se ecl ipsa delante de un guerrero afortunado, delante de un millonario bestia, y aun m uchas veces delante de un hombre de talento, que es mucho decir. Un don Juan tie ne que ocultar en el misterio la satisfaccin de su dicha, y cuando la hace pbl ica, se limita a recibir incienso de una pequea corte de aduladores vulgares, q ue son al gran libertino lo que los lebreles son al cazador; es decir, que slo lamen la mano para obtener los restos de la presa. Eso es fastidioso ...! Yo qu iero algo ms que semejantes goces mezquinos ... Pero, chico, nos engolfamos en una conversacin estrafalaria, y noto que estoy impertinentemente comunicativo. Dejemos esto, ya curar a usted del platonismo que le est secando; hablemos de la primita, que fue lo primero que se ofreci a mi imaginacin cuando comenzamos a charlar. Sabe usted que es una lindsima criatura? Una conquista que valdra la corona mural. Fernando palideci. - S, es linda -murmur secamente. - Piensa usted hacerle el amor? - No lo s, y aun no me doy cuenta de la verdad de lo que pasa en mi alma. He di cho a usted que la impresin que me caus desde que la vi, es extraa: hoy que l a vi hablar tan amablemente con usted, seria una especie de odio; pero querra s iempre estar mirndola. - Pobre Fernando! es usted demasiado sincero. Pues bien, eso es amor; usted la ama y ha sentido celos. Yo he recogido demasiadas flores en el campo del mundo, para querer arrebatarle a usted esa pequea rosa. Usted puede lanzarse; hable, e namrela, y pronto, porque no tardarn en tocar a botasilla, y vea usted que no nos quedan en perspectiva ms que algunas flores silvestres, cuyo aroma no ser precisaInente una delicia para nuestro olfato de cortesanos. Valle se senta mal al or hablar de este modo al libertino. Haba levantado en su corazn un altar a Isabel, y vea tratar a su dolo como Flores trataba siemp re a las vctimas de su lubricidad.

- Estoy resuelto: no le dir nada -contest-. Esa joven no merece que dos milita res como nosotros, la hagan objeto de una distraccin pasajera. - Por qu? Porque es prima de usted? Pues hombre, las primas de uno ... - No diga usted ms, Enrique, por su vida; me causa pena que usted no vea en una mujer tan angelical ms que un objeto de cruel diversin y de innoble placer. - Platnico ...! Usted se curar. Pero, resueltamente, la rubia es bellsima; d ifcilmente, a no estar usted a su lado, me resignara yo a no decirle nada. As es que usted o yo: escoja. Con usted estar garantizada; conmigo, no me atrever a decir que la seducira, fuera hacer a usted una ofensa; pero es seguro que l legar a amarme. Lbrela usted de m. Yo me consagrar a la deliciosa morena; es a me seduce, es una sultana, en cuyos ojos negros beber fuego. Vamos, decdase usted. Fernando pens que su amigo hablaba sinceramente a pesar de su libertinaje; comp rendi que su prima estaba prdida si la dejaba en poder de Flores, que ya la ha ba hecho sentir la funesta influencia de su mirada irresistible; comprendi que la nica defensa para ella consista en su amor, amor que por otra parte parec a haber avasallado su corazn tan rpida como imperiosamente. Adems, record la sensacin dolorosa que experiment al aproximarse a Clemencia, cuyos ojos negro s le haban causado movimientos nerviosos, prsagios de algn mal terrible. Deja r a esta beldad poderosa y fatal en lucha cor Enrique, no era una villana, porq ue iban a encontrarse dos potencias igualmente fuertes; y, despus de todo; si a lguna desgracia acontecia no vala ms que recayera sobre la altiva morena, sob re la leona aristocrtica y soberbia, ms bien que sobre la dbil virgen que no pareca contar con fuerzas suficientes para luchar sin morir? - Est bien -dijo Fernando resueltamente- me consagro a mi prima. Haga usted la guerra a la hermosa de los ojos negros. - Arreglado. Ahora, pensemos en la maniobra. Volveremos a casa de la prima de us ted, porque es preciso que me introduzca en la de Clemencia, pues no debo espera r encontrar a sta siempre en otra casa que la suya. Una vez logrado, usted se q uedar frente a su enemigo y yo frente al mo, y veremos quin domina la posici n primero. Con tal resolucin, despus de haber paseado por varias calles solitarias, entra ron en el cuartel, dirigindose Enrique al alojamiento del coronel y Fernando a su aposento, en donde se sent pensativo y ceudo. XII Amor Isabel, en cuya alma no se haba eclipsado un momento la imagen del gallardo mex icarlo, apenas estuvo sola, se puso a pensar con toda libertad en aquella aparic in que vena a derramar una nueva luz sobre su porvenir. En las organizaciones dulces y tmidas como la de Isabel, el amor comienza as, apoderndose rpidamente y con ms fuerza, a medida que es ms dbil el espritu que domina. La joven comenz a decirse todas esas palabras que, sin salir de los labios, cau san rubor a las nias y las hacen recelar las miradas y los odos extraos, como si el fondo de su pensamiento y de su corazn pudiese ser visto, y como si el a cento de su voz ntima pudiese ser escuchado.

- Qu interesante es! Cunta elegancia en su traje y en sus actitudes! Qu de licadeza en sus maneras! Qu valor se descubre en su carcter! Qu talento en sus palabras! Pero, sobre todo, sus ojos tienen algo que subyuga, que atrae, que penetra hasta el corazn. Y luego Isabel pasaba revista en su memoria a sus adoradores antiguos; los compa raba con Enrique, y aun haciendo todos los esfuerzos posibles para ennoblecerlos , para poetizarlos, para exagerar sus cualidades brillantes, los encontraba infe riores, los encontraba prosaicos, por ms que evocaba en su favor toda la antig edad del afecto, todo el orgullo del patriotismo. No, no haba nadie igual a su nuevo amigo. - Pero este hombre -aada- no puede, no debe tener el corazn libre; es preciso , es seguro que ame a otra, que haya dejado en Mxico a la querida de su alma, p orque con tales cualidades, sera absurdo suponer que no hubiese habido, no digo una mujer, sino cien mujeres que le amasen. Y este pensamiento le haca mal. - Y qu me importa, despus de todo, que tenga amores y que le adoren en Mxico o en cualquiera otra parte? Acaso yo puedo amarle, acaso l no es una ave de p aso que durar aqu el tiempo que tarden los franceses en venir? Acaso sabemos quin es? Qu loca soy en estar pensando esto! Y procurando distraerse y hacerse ruido, se sentaba al piano y ensayaba una melo da; pero la msica ejerca luego en su espritu su natural influencia; lata su corazn, y la imagen del bello oficial vena a interponerse entre sus ojos y el papel de msica extendido sobre el atril. Entonces se interrumpa, quedbase me ditabunda otra vez, y recordaba a Clemencia. Le pareca que su amiga haba hablado de Enrique con ms inters del que es natu ral respecto de una persona a quien se ve por vez primera. Le haba visto dirigi r a Flores frecuentes miradas, y aun estaba segura de que haba quedado impresio nada fuertemente. Y era de suponerse; Clemencia era una mujer de imaginacin exa ltada y ardiente, amaba tambin lo bello cmo no haba de haber encontrado dign o de atencin a aquel joven tan privilegiado? Pero Clemencia era orgullosa y dom inadora, saba disimular sus inclinaciones, y no quera por nada de este mundo c ometer la debilidad de indicar con una sola mirada, con una sola palabra, el afe cto de su corazn. As es que no haba motivo para tener una rivalidad ... por lo pronto. Pues aunq ue Clemencia era acusada de coqueta haca algn tiempo, y gustaba de avasallar a todo el mundo, no lograra en este caso nada, interponindose, como se interpon a, el amor de una amiga tan querida; sobre todo, Enrique iba a estar enamorado dentro de poco tiempo, y eso bastaba. Tales eran las ideas que en tumulto se levantaban en el alma de Isabel. Y cuando el pensamiento de su antagonismo con Clemencia la preocupaba ms fuerte mente, cuando supona que su amiga, atropellando todas las consideraciones haba de acometer la empresa de subyugar a Enrique, Isabel se levantaba apresuradamen te, se pona frente a uno de los grandes espejos que adornaban su saln, vea re tratada en l su imagen y sonrea con aire de triunfo. Era bella, no con la bell eza de su amiga, sino con una belleza ms pura, ms potica, ms ideal. - Enrique no puede enamorarse sino de una mujer que hable a su alma -pensaba. Pero inmediatamente, y cndida e inexperta como era, senta que en las miradas d e Enrique y en su sonrisa haba algo que no era enteramente puro, algo semejante

al deseo, algo que pareca abrasar, y la nia recordaba que sus mejillas se hab an encendido, y sus labios haban temblado, y palpitado su corazn al sentir la influencia de esos ojos azules que parecan despedir llamas sobre todo aquello en que se fijaban. Entonces un misterioso terror se apoderaba de ella, y haba alguna voz ntima qu e le deca que aquel hombre era peligroso para su virtud y para su reposo, o bie n que Clemencia, la mujer de las miradas de fuego, era la que deba cautivar la naturaleza sensual del joven mexicano. Tan diversos pensamientos estuvieron atormentando a la bella rubia durante algun as horas, hasta que la llegada de algunos amigos jvenes de Guadalajara, que ten an costumbre de hacerle la corte, vino a distraerla de su penosa agitacin. Pero, en lugar de que la visita y la conversacin de sus antiguos adoradores pud ieran consolarla y aun hacerle olvidar sus preocupaciones anteriores, slo sirvi eron para darles ms fuerza. Isabel, que permaneca obstinadamente callada o que apenas se dignaba mezclar en la conversacin algunas palabras sin sentido, haba estado observando, fijament e y como pensativa, a los jvenes, los haba comparado con aquella imagen que te na tan presente en la memoria y conclua con hacer un pequeo movimiento de imp aciencia, que cualquiera que hubiese ledo en su alma habra traducido de este m odo. - Ninguno es como l. Y en efecto, no podan comparrsele desde ningn punto de vista. Los pobres muchachos se despidieron sin comprender el porqu de aquella taciturn idad y preocupacin que haban notado en la bella rubia, por lo regular tan risu ea, tan franca y comunicativa. Vino la noche, y con ella el insomnio de la mujer enamorada y el tropel de profu ndas meditaciones y de vehementes sentimientos. Nuevas reflexiones la asaltaron en las horas de reposo, otra vez vino la imagen de Clemencia a aparecrsele con todo el brillo de una hermosura irresistible y c on la actitud y la sonrisa del triunfo, y todo esto, unido al violento deseo de que fuera de da y de volver a ver al bello oficial, la hizo pasar en una verdad era tortura las primeras horas de aquella noche malhadada. Haba llegado para Isabel el fatal instante de amar. Los afectos que antes abrig aba en su alma y que se haban apoderado de ella, lenta y tibiamente, desapareci eron para dar lugar slo a ese amor imperioso que haba venido como la tempestad y que haba herido como el rayo. Todava no era una pasin, pero sin duda alguna poda llegar a serIo; e Isabel l o comprenda en el vago temor que senta al pensar en Enrique, y que la obligaba a rezar para buscar apoyo en Dios, contra ese sentimiento que pareca dominar s u corazn de una manera tan desconocida como inesperada. Al da siguiente, Isabel estaba tan plida, tan pensativa, demostraba tal agitac in y tal malestar, que su madre, alarmada, no pudo menos de preguntarIe la caus a de aquella novedad que era tan perceptible. Isabel pretext un fuerte dolor de cabeza, procur ocultar a los ojos de todos sus sensaciones, fingiendo una aleg ra que a medida que era ms extraordinaria pareca menos natural. Vistise con esmero, y aun podra decirse con coquetera. Sentse al piano; pero cambiando a menudo papeles y no concluyendo ninguna pieza que comenzaba, ms bi

en pareca agitada por una impaciencia febril, que inspirada por el numen de la meloda. Jugaba con las teclas, improvisaba, mezclaba las armonas tristes de lo s maestros italianos con las notas profundas de la msica alemana o con las aleg res y ligeras de los maestros franceses. En fin, pensaba tocando y traduca en e l piano sus pensamientos desordenados y confusos, y se volva frecuentemente hac ia la puerta, como si esperase la aparicin que evocaba en lo ntimo de su alma. As pasaron como siglos las horas de la maana. Lleg la tarde, e Isabel pens s alir a dar un paseo para distraerse; pero temiendo que su primo y su amigo no la encontrasen, en caso de venir, prefiri quedarse sufriendo aquellos dulces torm entos de la expectativa y de la soledad. No se enga: dieron las cuatro, y la voz armoniosa de Enrique son en los corre dores. El corazn de Isabel palpit apresurado y, cubierto de rubor el semblante , la joven mir a la puerta por donde en efecto aparecieron los dos oficiales. XIII Celos Fernando not con algn asombro la impresin que causaba en su prima la llegada de l y de su amigo, pues no pareca sino que la hermosa joven era una tmida ni a de doce aos, no acostumbrada an al trato social. Se hallaba turbada visible mente. Alarg su mano pequea y fina, primero a Valle y despus a Flores, y se conmovi al sentir la blanda presin de los dedos de ste, sus labios se agitaron procur ando balbucir algunas palabras de saludo, se desprendi ms ruborizada todava, y sali ligeramente del saln, diciendo a los oficiales: - Voy a avisar a mam: tomen ustedes asiento. - Sern aprensiones mas -dijo Fernando- o Isabel se ha puesto encendida, y lue go plida, al vernos llegar? Ha notado usted? - Es natural -respondi Enrique- no est usted en Mxico; las provincianas son s iempre tmidas. - Pero ayer no observ yo esta emocin. - No pondra usted cuidado seguramente. Pero, chico, usted es quien est ahora n otablemente plido y conmovido; parece usted un delincuente delante de su juez. A esta sazn llego la seora con Isabel. La primera cambio con los jvenes los c umplimientos de costumbre, despus de lo cual, Enrique, fiel a su promesa de no hacer la corte a la prima y de proporcionar a Valle la oportunidad de consagrars e enteramente a ella, entabl con la seora una conversacin interesante, como l o saba hacer el galante oficial, muy acostumbrado al trato de las mujeres de to da edad, cuyo gusto y propensiones adivinaba luego para poder lisonjearlas con m s seguridad. Mariana, as se llamaba la seora, que sea dicho de paso rayaba en los cuarenta aos y que era mujer distinguida y de una educacin superior, conservando todav a una belleza fresca y notable, pareci encantarse con Enrique. Las numerosas re laciones de ste en Mxico, le permitan informar a Mariana, que haba vivido al l algn tiempo y que conoca perfectamente el mejor crculo, acerca de las nove dades ocurridas durante aquellos ltimos aos en todas las familias. Enrique haca la descripcin del estado de la sociedad mexicana en aquella poca

de guerra, retrataba con habilidad sin igual a las hermosuras en boga, refera la historia de los matrimonios recientes y de los amores clebres; pero todo est o con tal tino; con tal donaire, con un tacto tan exquisito, que Mariana acab p or creer que aquel joven era adorable. La seora rea frecuentemente, demostrando el mayor placer al escuchar los dicho s agudos, los epigramas delicados, las observaciones picantes que salan a cada momento de los labios de Enrique, y aun se volva para decir a su hija, llamndo le la atencin: - Pero oyes esto, Isabel? Y entonces la joven dejaba de escuchar la pobre conversacin de Fernando para o r a Flores, que acababa por interesar a ambas vivamente en su relato. Entretanto Fernando murmuraba algunas frases tmidas para entretener a su prima, que no estaba atenta sino a Enrique, a quien miraba por largos intervalos sin p oner cuidado a sus palabras. Enrique le pareca ms hermoso, ms interesante que el da anterior. Ni siquiera reparaba en que su primo Valle pareca ms triste, ms plido y ms sombro. Y como ste not que Isabel apenas le responda en monoslabos y aparta ba de l sus miradas para fijarlas en el gallardo militar, acab por quedar en s ilencio, disimulando con un aire de distraccin el sentimiento que comenzaba a p unzar su corazn como un pual. Tena celos ya. Era seguro que Isabel amaba a su amigo o, por lo menos, sentase dispuesta a amarle. De repente se detuvo un carruaje en la puerta. - Es Clemencia! -dijeron la seora e Isabel, y se levantaron para recibirla. En efecto, la hermossima morena apareci en la puerta, abraz y bes a sus amig as, y alarg risuea una mano enguantada y aristocrtica a los dos oficiales. - Me alegro mucho de ver a ustedes por aqu -les dijo- hemos hablado tan poco ay er, que me permitirn ustedes en mi calidad de provinciana, que espere tener not icia minuciosa de mis amigas de Mxico, y de muchas cosas que, a los que vivimos tan lejos, nos interesan sobremanera. - El seor Flores -dijo Mariana- acaba de referirme cosas de aquella capital, qu e me han encantado. No hay talento como el suyo para conversar, y nadie puede in formar mejor ... conoce a todo el mundo. Enrique salud agradecido a la seora, y volvindose a Clemencia: - Ser muy dichoso, seorita -le dijo- si puedo dar a usted razn de sus relacio nes en Mxico. En efecto, conozco a todo el mundo all, y poseo todo ese caudal de noticias ntimas que ni pueden encontrarse en los peridicos ni contenerse en las cartas, y que slo se conservan en la memoria de los iniciados como yo en c iertos crculos. Generalizse entonces la conversacin. Enrique despleg toda la riqueza de sus f acultades; como