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AUTÉNTICOS RELATOS

DE UNA MENTE

INTRANQUILA

Roslyn García Allen

IV

Directorio

SECRETARIA DE CULTURA Rafael Tovar y de Teresa

Secretario de Cultura

Mario Antonio Vera Crestani Director General de Vinculación Cultural

GOBIERNO DEL ESTADO DE QUINTANA ROO

Roberto Borge Angulo Gobernador Constitucional del Estado

José Alberto Alonso Ovando

Secretario de Educación y Cultura

Lilian Villanueva Chan Subsecretaria de Cultura de la SEyC ------------------------------------------------

Auténticos relatos de una mente intranquila

Roslyn García Allen

Editor Literario: Luis Antonio González Silva

Corrector de estilo

Joel Orlando Chávez Castillo

Ilustración de portada

Elías Díaz Allen

ISBN: 978-607-96940-9-8

1° Edición, agosto de 2016

D.R. C. Roslyn García Allen Av. Insurgentes No. 600 Col. Gonzalo Guerrero

C.P. 77020, Chetumal, Quintana Roo, México

EJEMPLAR DE DISTRIBUCIÓN GRATUITA Este libro no puede ser reproducido parcial

o totalmente por medios impresos o electrónicos sin el consentimiento de su autora.

V

Agradecimientos Siempre he sido una mujer de fe. Muy consciente de que nada,

o muy pocas cosas son imposibles, toda mi vida he habitado en

un mundo en el que los sueños se crean para transformarse en

realidades. Este sueño en particular, lo pude hacer realidad “with

a little help with my friends”, como dirían los Beatles.

Primero que nada, quiero agradecer tanto al Gobierno del

Estado de Quintana Roo, como a la Secretaría de Educación y

Cultura, por el patrocinio.

A Manuel Villanueva Enriquez y a Lilian Villanueva Chan

por ayudar a que este proyecto viera la luz.

A Ángel. Baby, mil gracias por la sesión fotográfica y las

ilustraciones para la portada, te amo.

A Joel Chávez. Joel, te has ganado el cielo al ayudarme con

este proyecto. Gracias por tu infinita paciencia ante mi

inacabable testarudez. Estos cuentos no tendrían la misma

calidad, de no ser por ti. Este libro es muy tuyo.

A mamá por siempre estar conmigo, empujándome cuando

yo ya no quiero seguir, y por ser mi más grande crítica, gracias,

mamita.

A papá por siempre ser un gran porrista. Gracias papi por

alentarme y recordarme que si quiero hacer algo, lo puedo y

debo de hacer.

Por último, a todas aquellas personas que inspiraron de una

u otra manera estos cuentos. Porque a lo mejor no lo saben, pero

gracias a ustedes se ha creado una vida ajena a la nuestra, una

plasmada en papel, y lo mejor de todo, una vida llena de magia.

VI

VII

Mensaje del Secretario de Educación

y Cultura del estado de Quintana Roo.

Emily Dickinson dijo alguna vez: “Para viajar lejos, no hay mejor

nave que un libro”, y tenía mucha razón, ya que la literatura nos

transporta a mundos creados en la imaginación de alguien más.

La Secretaría de Educación y Cultura, se ha mostrado

interesada en apoyar a los nuevos talentos Quintanarroenses que

buscan darse a conocer. Es por eso que hemos apoyado a jóvenes

autores, como es el caso de la escritora Roslyn García Allen,

quien nos invita a pasear por varios mundos en su antología de

cuentos "Auténticos Relatos de Una Mente Intranquila", que es

el fruto de su imaginación, constancia y dedicación. Sus cuentos

cortos nos transportan como magia a los lugares que nos

describe, y nos vemos siguiendo los pasos de sus personajes, no

queriendo dejarlos nunca.

Es por ello que el Gobierno del Estado y un servidor, en la

Secretaría de Educación y Cultura a través de la Subsecretaría de

Cultura estamos orgullosos de difundir su obra, para que

muchas más personas lo disfruten, y se puedan transportar a

estos mundos, y vivir las vidas que la autora ha creado.

Continuemos apoyando el talento de nuestro hermoso estado

de Quintana Roo.

José Alberto Alonso Ovando

Secretario de Educación y Cultura de Q. Roo

VIII

IX

CONTENIDO

MI PEOR ENEMIGA ..................................................................................... 3

BESO DE AMOR VERDADERO ............................................................... 5

CASAMIENTO Y MORTAJA, DEL CIELO NO BAJAN ...................... 9

SABOR DE LIBERTAD ............................................................................. 15

¿QUÉ DE MALO IBA A SUCEDER? ..................................................... 17

SU CANCIÓN ................................................................................................ 21

ELÍAS .............................................................................................................. 25

EXPROPIACIÓN ......................................................................................... 31

CLAROSCURO ............................................................................................. 33

PRIMERA CITA ........................................................................................... 39

COQUETA...................................................................................................... 41

CALLEJÓN SIN SALIDA ........................................................................... 43

LA ESPOSA Y LA AMANTE.................................................................... 45

SOBRE EL AUTORA .................................................................................. 48

X

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AUTÉNTICOS RELATOS

DE UNA MENTE

INTRANQUILA

2

3

MI PEOR ENEMIGA

Esa noche mantenía los ojos cerrados para obligarme a dormir,

recuerdo que daba vueltas en mi hamaca. Ese fue el último día que

dormí en mi cuarto, y el primero en el que comencé a dormir en el

cuarto de mis papás. A mi mente le gusta hacerme sufrir por las

noches.

Estoy segura de decir que mi mente me aborrece, siempre me

ha jugado sucio, le gusta en ocasiones desprenderse de mí para

sabotearme, ¡cómo odio que haga eso!

El primer día que lo hizo, estaba en la escuela, iba con mis

amigas de entonces por uno de los pasillos, cuando de pronto, mi

mente decidió abandonarme, así nada más, se fue, y yo perdí el

conocimiento. Lo siguiente que supe era que todos a mi alrededor

estaban asustados y habían llamado a mi mamá porque yo había

tenido una convulsión, ese fue el día en el que ella descubrió cómo

separarse de mi cuerpo, y a partir de entonces, comenzó a fugarse

mucho más seguido, sin yo saber a dónde.

Con el tiempo, muchos medicamentos y doctores aprendimos

a doparla, a calmarla para que no pudiera escapar tan seguido, y

hubieron tiempos en los que mi mente me daba un break de sus

fugas.

Yo, confiada, asumía que la teníamos prisionera gracias a los

medicamentos y no causaría ningún mal. Debí de haber sabido

mejor, debí de haber supuesto que ella seguiría intentando escapar

porque hubo una noche en particular en la que me tomó por

sorpresa. Nunca imaginé que mi mente me aborreciera tanto, tanto

que quisiera desprenderse por siempre de mí, porque esa noche,

comenzó a dar gritos en mi cabeza «¡Me quiero matar!, ¡me quiero

matar!». Sentí odio y miedo a la vez, odio sin duda que provenía

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de ella, que ya no quería formar parte de mí, y un pánico como el

que nunca antes había sentido en mi vida porque conocía la

intensidad de sus deseos, de lo que mi mente quería hacer…

quería tirarse de la ventana, desde el segundo piso.

Yo corrí rápidamente a despertar a mi mamá y por mi boca se

manifestaron las palabras de ella «¡Mamá, mamá, me quiero matar!».

Yo estaba desesperada, y lo único que supe hacer mientras

esperaba a que mi mamá encontrara el teléfono del médico fue

sentarme en una silla y luchar contra ella «no me voy a mover de

aquí» pensaba con ojos apretados «no me quiero morir», pero ella

daba una buena batalla.

Sentí que me jalaban hacia arriba, que mis pies no tocaban el

suelo, recuerdo que me asusté mucho, sin embargo no tenía

voluntad sobre mi cuerpo ni sobre mis sentimientos, ni mis

pensamientos; mi mente me arrastraba.

En un instante, dos brazos me rodearon, constriñéndome. Ella

luchaba por irse, sacudiéndome en convulsiones, y yo gritaba. De

pronto sentí un piquete en la pierna y perdí el conocimiento.

Con el paso del tiempo he aprendido a mantener a mi mente

prisionera, ya tiene varios años que no se separa de mí. Pero eso

no quiere decir que me haya agarrado cariño, ya que aún

mantengo la misma batalla con ella cada noche, cuando las luces

se apagan y ella comienza a murmurar en mi oído: «vamos a la

cocina por un cuchillo, me quiero matar».

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BESO DE AMOR VERDADERO

Era un bello día soleado de verano, por lo que mi hijita Sandra

y yo decidimos salir a dar un paseo. Fuimos a un parque cercano

a casa, reímos y jugamos. De regreso, vimos en la tele una película

de princesas, ésas en donde terminan viviendo felices para

siempre; cuando la princesa está a punto de morir, llega el

príncipe, y con el beso del verdadero amor la rescata de la muerte.

Al terminar la película, mi hija Sandra se desparrama en el suelo,

a un lado de su muñeco de trapo, fingiendo estar muerta,

esperando a que el príncipe azul le dé un beso para que ella pueda

recobrar la vida. Con sigilo, abre un ojo para echarle la mirada al

muñeco tirado a su lado. Sandra espera, mientras los botones

negros del rostro del muñeco miran hacia el techo, con sus cabellos

de estambre desalineados, y su sonrisa cosida. Al no suceder nada,

Sandra llora inconsolable. Irritada, pienso en que jamás dejaré que

vea otra vez estas películas.

Trataba de calmar a Sandra, cuando entró mi vecina corriendo

a la casa, pegando de gritos. Yo me asusté y pregunté qué había

pasado, a lo que me contestó que fuera corriendo al panteón,

porque se acababa de enterar que estaban a punto de enterrar a

Esteban; el hombre que si bien no era el gran amor de mi vida, era

el que me había dado más de lo que nunca imaginé.

Salí corriendo de mi casa segundos después, esperando que

fuera sólo un chisme de la vecina el que hacía que mi corazón

latiera así de rápido por el terror que sentía «Tal vez es una

equivocación» repetía en mi cabeza, negando que se tratara del

mismo Esteban, el dulce Esteban cuya prioridad era el resto de la

gente, antes que él.

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No dejé de correr hasta encontrar en el cementerio a la pequeña

multitud que acompañaba el ataúd de Esteban. No paré hasta estar

frente al féretro, después de hacerme paso entre los dolientes, de

cuyos rostros la angustia no me permitió ver.

En un instante, las nubes cargadas de lluvia escondieron al sol

opacando todo debajo de ellas; fue entonces cuando me di cuenta

que el mundo parecía haber perdido el color, tan diferente a la

película que vi con Sandra, en donde todo estaba en tecnicolor.

No podía creer que mirara su rostro allí. Verlo rígido entre esos

almohadones blancos encajonados, me obligaba a pensar que era

una broma, que en cualquier momento él abriría los ojos, riéndose,

¡aquello no estaba pasando!

Nos habíamos visto un par de días atrás, todo estaba bien, él

sonreía igual que siempre, intercambiábamos cariños robados sin

que la gente se diera cuenta ¡Dios mío!, ¿qué había pasado?

Lo veía ahí, acostado en su descanso eterno, con los ojos tan

cerrados, al contrario de los míos, ¡tan húmedos! Decidí que no

podía dejarlo ir, ¡que no podían enterrarlo! Lloré más que los

demás y todos me miraban como preguntándose cuál era mi

problema, no me importaba. En medio de mi desesperación me di

cuenta de que el cariño que sentía por él, en un instante se había

convertido en amor.

El vacío por verlo muerto despertó en mí el anhelo de

conquistar lo sobrenatural para que él abriera los ojos una vez más.

Tal vez el amor sería magia suficiente para vencer a la muerte. Fue

uno de esos momentos en los que empiezas a creer en lo que jamás

sería posible: que los muertos se levanten. Comienzas a idolatrar

dioses de los que alguna vez te burlaste y sin sentido te aferras a

milagros imposibles.

Era tanta mi desesperación por traerlo de vuelta antes de que

su cuerpo terminara en la oscuridad de aquella tierra vil que se lo

tragaría de a pocos, que me acercaba y me acercaba, hasta que

terminé abrazándolo con la mitad de mi cuerpo dentro del ataúd.

Sentía su piel helada, a pesar del traje que llevaba puesto.

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Lloré más porque ya no sentía que fuera él, pero era lo único

que me quedaba.

Sentí los brazos de alguien jalándome de la cintura, y yo me

aferré más. Tenía sus labios muy cerca de los míos, y entonces

recordé la película en la que el príncipe trae de la muerte a la

princesa, con un beso.

Por lo que lo besé, deseando que eso me lo trajera de vuelta. Era

como pegar los labios al hielo. Sólo fueron unos segundos antes de

que me sacaran arrastrando y gritando del panteón.

La lluvia se había desatado en algún momento y la tierra se

había convertido en lodo. Mi ropa teñida en él, estaba empapada

junto con el resto de mi cuerpo, así que me refugié en el torrente

de lluvia, llorando sentada sobre una banqueta mientras los

dolientes se iban y caía la noche. Lloré porque aún con ese beso,

Esteban no despertó. Lloré inconsolable.

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CASAMIENTO Y MORTAJA,

DEL CIELO NO BAJAN

Era un sábado muy tarde por la noche, cuando alguien tocó a

la puerta del departamento de Elihana. Ella estaba acostada en su

cama, lista para dormir, viendo las telenovelas que la ayudaban a

conciliar el sueño. Se olvidó de su somnolencia con el sonido de la

puerta y con una sonrisa en los labios se apresuró a la puerta para

dejarlo entrar.

Néstor y Elihana tenían una relación, un tanto singular. Se

veían ocasionalmente; él acudía a ella cuando necesitaba alejarse

de su mujer, la que juraba le hacía la vida imposible. Elihana era

el consuelo de Néstor.

Elihana era coqueta y con un gran sentido del humor; también

era la única soltera de sus amigas. Era una de esas chicas que viven

sumergidas en la perpetua búsqueda de “el hombre ideal”. Su

madre le llamaba todos los días por teléfono, preguntando si ya

había encontrado un hombre, y preocupada le decía “¡Ay mijita!

Ya se te está yendo el tren, acuérdate que casamiento y mortaja,

del cielo no bajan”. Algunas veces, Elihana salía con chicos que

conocía en antros, o por internet, pero la mayoría eran muy

aventados y sólo querían una cosa de ella: sexo casual; Elihana

pensaba “por lo menos unos drinks antes, ¿no?”. Lo que ella

necesitaba, era un hombre que se comprometiera.

La situación con Néstor era diferente a la de cualquier otro

hombre. Él había sido su pareja muchos años atrás, y aunque

terminaron su relación sentimental, nunca dejaron de ser amigos,

ni de verse casualmente.

Néstor pasó de largo por la pequeña sala, y caminó directo

hacia la recámara; se despojó de su ropa y se acostó en la cama,

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para luego despotricar contra su esposa, sin siquiera darle tiempo

a Elihana de saludarlo. Ella se acostó a un lado de él y lo escuchó

parlotear durante largos minutos. La voz de Néstor la adormecía,

y él se daba cuenta al no obtener respuesta por parte de ella. El

toque de Néstor en el interior de su muslo, subiendo por su pierna,

fue lo que la arrebató del sueño.

Hicieron el amor como cuando eran novios. Después, Néstor se

quedó dormido, roncando en la cama de Elihana. Ella lo miraba

irritada porque sentía que él invadía su espacio; tosió y carraspeó

un par de veces para ver si así lograba que él se despertara y se

fuera, pero sólo conseguía que Néstor roncara más fuerte, por lo

que admitió su derrota, y lo dejó dormir junto a ella.

Al día siguiente, Néstor ponía al tanto a su amiga de cómo le

iba en el trabajo. Elihana fingió escucharlo hasta que Néstor la

sorprendió preguntándole:

—¿Cómo vas de amores? ¿Sigues esperando que tu súper

hombre llegue al nirvana y se dé cuenta de que eres la mujer

perfecta para él?

Elihana entendió perfectamente de lo que hablaba, pero fingió

ingenuidad.

—No sé a qué te refieres.

—Lo sabes muy bien, hablo del loquero, ese del que estás

enamorada. ¿Ya se dio cuenta de que eres el amor de su vida?

—Yo no estoy enamorada de nadie.

—Bueno, tú me entiendes —le contestó Néstor.

Y ella lo entendía. Ocho meses atrás, ella había comenzado a

tomar sesiones con el psicólogo Zacarías.

Desde la primera vez que lo conoció, la impactó su galanura, la

manera en la que se apresuraba a abrirle la puerta cuando se iba,

su sonrisa, la calidez de sus ojos al escucharla.

Con el paso de las semanas, Elihana se dio cuenta que le atraía

su manera de expresarse con tanta elocuencia y sonreía pensando

que Zacarías era un ratón de biblioteca, ya que cada vez que él la

veía, lo encontraba leyendo un libro nuevo; a veces eran obras

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literarias, otras tantas eran libros científicos, e incluso una vez, lo

encontró leyendo un comic.

Al segundo mes de terapia, ella se dio cuenta de que cada que

estaba a punto de ver a Zacarías, se le alborotaban los nervios en

el estómago. Elihana se regocijaba por la manera en la que Zacarías

parecía preocuparse cuando ella le hablaba de sus problemas, y el

fervor con el que él le decía que todo estaría bien y luego le

aconsejaba. Elihana se sentía tan a gusto, como si sostuviera una

plática con su mejor amigo en un café. Algunas veces Zacarías le

contaba cosas personales con las que ella se podía identificar. Ella

ya no lo veía con ojos de paciente, por lo que frecuentemente

olvidaba que estaba en terapia.

A partir de entonces, ella comenzó a ponerse muy coqueta cada

dos semanas que iba a la sesión; y fue feliz cuando se dio cuenta

que él reaccionaba ante sus nuevas actitudes. Le hacía cumplidos

cuando la veía entrar al consultorio; generalmente le preguntaba

a dónde iba tan arreglada y guapa. Ella se dio cuenta de que

Zacarías era más rápido al devolverle las sonrisas y miradas

traviesas que le lanzaba durante la hora que pasaban juntos, y eso

la hacía sentir dichosa.

Ya había pasado casi medio año, cuando Elihana llegó cabizbaja

a la que pensaba era su última consulta con Zacarías. Cada vez se

veían menos, y él le había dicho que pronto concluirían con las

sesiones, ya que ella había progresado mucho.

Elihana repetía en su mente “ya no lo voy a ver” una y otra

vez, sin sentido, como un gato persiguiendo su cola. Con mucho

esfuerzo, colgó una sonrisa en sus labios al entrar al consultorio,

mientras una orquesta de tambores tocaba en su pecho.

Cuando su sonrisa se derritió al ver la calidez en los ojos de

Zacarías, Elihana se concentró en mirar la pared detrás de

Zacarías, mientras éste incitaba a Elihana a contarle cómo se había

sentido en las últimas semanas, y ella se limitaba a contarle

acciones, nada de sentimientos.

Las piernas de Elihana se cruzaban una y otra vez, contando los

movimientos como minutos en el reloj, esperando a que terminara

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la tortura. Quince minutos antes de que llegara la hora, Zacarías

terminó la sesión; ella le dio las gracias sin mirarlo a los ojos, o si

no lloraría. Zacarías la acompañó a la puerta, y sin decirle más, la

besó.

Elihana sintió que por fin su vida iba por el camino que debía.

Ya nadie la vería como “la que se estaba quedando”.

Cuando pasaron la noche juntos, mientras él dormía, ella soñó

despierta imaginando el vestido blanco que se pondría el día de

su boda y cómo se llamarían sus hijos.

Aquella noche había sido la única, ya que cuando Zacarías no

estaba atendiendo a sus pacientes, daba clases en la universidad,

y los fines de semana se los dedicaba a su doctorado. Aunque se

veían poco, a menudo le mandaba mensajes llenos de besos y

corazones a Elihana. Hubo semanas en las que ella no lo vio ni un

día. Al principio no le molestó la falta de disponibilidad de

Zacarías; la sola idea de que ese hombre fuera de ella era suficiente

para mantener su dicha, pero la madre de Elihana, conferenciaba

cada noche con ella, recordándole que se quedaría a vestir santos,

por lo que conforme pasaron las semanas, Elihana se fue

desesperando cada vez más, ya que no veía planes de boda en su

futuro cercano.

Al llegar a casa, después de trabajar, Elihana se encerraba a ver

las telenovelas, e imaginaba que era ella quien estaba entre los

brazos del galán de la TV. Aquél sábado en el que llamaron a su

puerta, ella se entusiasmó, recordando la vez que Zacarías había

pasado la noche con ella, por lo que corrió a abrir con una sonrisa

en el rostro, sólo para descubrir que era Néstor.

Tenerlo desnudo frente a ella, despertó una necesidad carnal,

que deseaba saciar en ese momento. Tenía en su cama a un hombre

dispuesto, y eso es lo que ella necesitaba. Por lo que cuando él la

tocó, ella no lo rechazó.

Cuando Néstor se quedó dormido a su lado, Elihana tuvo la

peor noche de su vida. Los ronquidos de Néstor fueron más

molestos que nunca y cada uno de ellos lanzaba una punzada de

dolor a la cabeza de Elihana, y gritaban “Zacarías”.

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Al día siguiente, comenzó a hacer ruido en su departamento

muy temprano para que Néstor despertara y se fuera; estaba

desesperada.

Néstor se vestía y parloteaba acerca del trabajo, mientras

Elihana fingía prestarle atención, hasta que él le preguntó por

Zacarías “…¿ya se dio cuenta de que eres el amor de su vida?”

Cuando Néstor salió de su departamento, Elihana se sentó a un

lado del teléfono, mirándolo mientras se debatía entre si tomarlo

o no. Deseaba hablar con alguien, aunque ella no dijera nada, sólo

deseaba callar sus pensamientos con los de alguien más.

Zacarías la sorprendió minutos después con su visita. Ella se

aferró a él, utilizando su cuerpo como una gran cobija

reconfortante. Elihana lo miró a los ojos, decidida por lo que iba a

decirle, pues sabía que era lo correcto. Zacarías, alarmado ante su

titubeo, le preguntó qué pasaba. Ella simplemente le contestó

“casémonos”.

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SABOR DE LIBERTAD

De pie se vislumbraba apenas su masculina figura entre las

nubes, sobre lo más alto de una montaña milenaria. Rodaban sobre

su rostro pequeñas gotas de sudor, que afloraban una detrás de

otra, a través de sus poros abiertos. Sus piernas no habían parado

de moverse en mucho tiempo, desde su huida de la prisión de la

ciudad hermana, hasta el momento en el que la desnudez de sus

pies tocó el terreno empedrado de lo alto de la montaña.

Nunca se había sentido más libre en su vida, a pesar de que

sabía que la persecución no había terminado, ya que estaba seguro

de que sus rastreadores rodeaban la montaña. Se rehusaba a

regresar al solitario enclaustro de una celda oscura, mientras sus

ojos se paseaban ávidos de izquierda a derecha, absorbiendo el

paisaje. Las nubes cubrían casi todo, pero aquél espectáculo del sol

escondiéndose en el horizonte, era de una belleza incalculable,

como ningún otro. El color de las nubes se entintaba de rosa y

melón sobre el lienzo azul del cielo. Se admiraba como si se tratara

de una acuarela a gran escala; y al hombre le quitaba el aliento.

Nunca se hubiera podido sentir más en paz consigo mismo, que

en aquél momento, en el que podía sentir en la punta de su lengua

los colores en el cielo, cuando le robaba al viento bocanadas de aire

fresco.

Al esconderse el sol, y ser reemplazado por la luna y las

estrellas, sintió que no podría despegar su mirada del cielo nunca

más; el tintineo de las lucecillas sobre la bóveda oscura lo

hipnotizaban, no era igual a la oscuridad de su celda lóbrega a la

cual, él estaba acostumbrado.

Millones de tintineos después, su extenuado cuerpo le exigió el

descanso, tumbándose sobre las piedras sin pedir permiso.

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Lamentaba no poder combatir el cansancio de sus hinchados ojos,

ya que tenía la certeza de que aquellos eran sus últimos segundos

de libertad, y deseaba aferrarse a ese momento. Cuando sus ojos

lo vencieron, supo que valía la pena tanto sacrificio, con tal de

haber podido sentir tan inmensa paz, por tan sólo unos momentos.

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¿QUÉ DE MALO IBA A SUCEDER?

El taxista detiene su auto frente a nosotras y mi amiga Mara le

proporciona su dirección. Él le dice que subamos. Al entrar al auto,

le doy al taxista las buenas noches aun cuando no le puedo ver la

cara debido a la tenue luz. Él no contesta. Es tarde, pero el

cansancio aún no nos invade, es más nuestra emoción por la double

date que acabamos de tener.

En el carro, vamos chismoseando animadas acerca de las citas

que acabamos de tener: «¿viste su sonrisa cuando entramos por la

puerta?» «¡ay no! Pero se veía guapísimo con esa camisa blanca».

Nuestras risillas de adolescente se mezclan con la voz proveniente

del locutor en la radio, que indica que son las 12:00 a.m., mientras

el taxi nos lleva en dirección a la casa de Mara.

Con un suspiro le digo que espero que nos hablen pronto para

salir de nuevo, a lo que ella me contesta con el mismo anhelo,

agregando que comienza a extrañar a Leo. Las dos nos miramos

muy seriamente a los ojos por un par de segundos, sólo para

soltarnos a carcajadas por la ridiculez del pensamiento. Los

acabamos de ver hace treinta minutos.

En medio del frenesí le confieso que me alegra que mi plan

hubiera funcionado. Para salir a la cita tuve que mentir en casa,

diciendo que me quedaría a dormir con Mara, pasando una noche

tranquila con su familia. De lo contrario, podía imaginar a mi

mamá con el ceño fruncido mientras, exaltada, me da aquella

cátedra que yo conozco muy bien, titulada “Yo no Salí con

Muchachos Hasta que Tuve 21 Años”. Por suerte, los papás de mi

amiga son más comprensivos, y sabíamos que ellos nos darían

permiso; a ellos también tuve que mentirles, claro, diciendo que

ya tenía el permiso en mi casa. Mara, riendo, me dice «te lo dije.

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¿Ves?, ¿qué de malo iba a suceder?», no sé si adjudicarle su gran

sonrisa a la tanta razón que tenía, o al recuerdo de Leo.

En silencio sigo reviviendo los momentos de la cena: las

miradas atrapadas, las caricias furtivas, y aquella despedida en la

que Fede me robó el aliento, para convertirlo en suyo. Mi sonrisa

boba se refleja en el cristal del taxi, y un suspiro se escapa de mí,

mientras mis ojos se dejan llevar a través de la noche calmada y

desierta por el periférico de la ciudad.

Me hace brincar en mi asiento el repiquete de mi celular,

sacándome de mis pensamientos, asustada por la posibilidad de

que me hubieran descubierto en casa; pero mi humor sube del

suelo al cielo, al ver que es de Fede, «Valeria, me la pasé increíble

esta noche, espero podamos vernos pronto. Voy a soñar con ese

beso» Me llevo el teléfono al pecho, reviviendo el momento y

soñando con la posibilidad de un beso más.

Volteo a ver a mi amiga, deseando que vea el mensaje, pero su

preocupación me toma por sorpresa. La música en el taxi es

ruidosa, por lo que Mara, alzando la voz, insiste al conductor que

debe de doblar en la próxima salida, él parece ignorarla mientras

sacude su cabeza violentamente al ritmo de la música. Mara,

irritada, insiste una vez más «¡disculpe!». El canto apenas audible

del hombre es todo el sonido que proviene de él. Veo en el

retrovisor sus ojos oscuros, todo está cubierto por sombras, su

rostro se esconde en la oscuridad dentro del auto. Súbitamente la

velocidad del automóvil aumenta mientras miro alarmada pasar

la desviación hacia la casa frente a nuestros ojos, tan rápida como

late mi corazón.

Mara, con tono autoritario, le grita al conductor que dé la

vuelta. En el retrovisor veo parpadear entre las fugaces luces de la

calle una sonrisa que no está destinada a ser graciosa, ni

reconfortante… está hecha para aterrorizar.

El volumen de la música aumenta lastimando mis oídos y veo

apagarse todas las luces provenientes del taxi. Pasamos a formar

parte de las tinieblas.

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Mara comienza a gritarle al conductor profanidades que jamás

llegarán a sus oídos, ya que el estruendo es más alto que su voz.

Entre el terror que me oprime el pecho y el ensordecedor ruido

que retumba cada vez más violentos a través de las bocinas, miro

mi teléfono y en mi pantalla aparece el mensaje de Fede y la noche

que podría ubicar meses atrás, en lugar de minutos. Con dedos

temblorosos escribo palabras de ayuda sin coherencia, y los envío

esperando la salvación.

Después de unos segundos, su fotografía aparece en mi

pantalla, me está llamando. Sin pensar, me llevo el teléfono al oído

y suplicando entre lágrimas le pido ayuda. Apenas escucho el

pánico en su voz, cuando un rechinar de llantas con olor a

quemado, lanza mi cuerpo con una soberbia fuerza invisible

contra el asiento delantero y siento mi cuerpo quebrarse.

El silencio después del choque es siniestro. Aturdida, escucho

la voz de Fede, lejana, llamando a mi nombre, preguntando si

estoy bien «¿en dónde estás?, ¿sigues ahí?». Por cada momento

que pasa, su voz se vuelve más alarmante, así que abro los ojos, y

me encuentro con el cuerpo de Mara, contorsionado en una

posición que mi lógica no me deja comprender; su piel cubierta de

carmesí, sus ojos abiertos mirando a la nada. Y entonces regreso a

mi realidad dando un grito lleno de pavor, imposible de retener.

El conductor parece regresar en sí con mi grito, se quita el

cinturón de seguridad y voltea a verme mientras se lleva una

mano a la frente. Se me corta la respiración al ver su rostro

mutilado por completo, lleno de cicatrices que se sobreponen unas

con otras. Sus ojos buscan mi teléfono, y al encontrarlo, lo lanza

por la ventana. Luego voltea a ver el cuerpo de Mara con disgusto

y me dice con una sonrisa «¿qué de malo iba a suceder?».

Mi grito de terror se confunde con el rechinar de las llantas del

taxi y la oscuridad, de la que nunca podré salir, me devora.

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SU CANCIÓN

Mis pies me arrastraron con paso titubeante por su calle, como

hace ya tantos años no lo hacían, casi veinte. Durante un par de

noches, mi resolución flaqueó y mi deseo aumentó mientras me

imaginaba estar con los pies bien plantados en la puerta de su casa,

la de Amelia, mi gran y antiguo amor de secundaria; los nervios

hicieron una fiesta en el jardín de mis recuerdos, estos me

invitaban a crear nuevos, mejores, y yo no sabía si resistirme o

emprender el camino.

Comencé a caminar por su calle, sobre la acera frente a su

antigua casa, fingiendo ser un peatón sin un destino específico.

Dejé que la velocidad de mis pasos amainara, y discretamente mis

ojos nostálgicos recordaron aquella casa de muñecas, la cual

pertenecía más al campo que a la ciudad por su modestia y

encanto.

Me acerqué hasta donde comenzaba su jardín, para poder

mirarla mejor. Habían crecido los árboles y florecido capullos de

rosas que, a medias, escondían la casa de Amelia de mirones como

yo; sólo el parteaguas blanco que era el techo daba el indicio de

que ahí había una casa y no un vivero. El corto camino empedrado,

que conducía a la puerta de madera color marfil, jugaba entre los

rosales. La pintura color rosa, semejante a la de los bombones,

seguía siendo la misma, pero ahora con un tono más intenso.

Apenas se vislumbraba la fachada cubierta de flores, y entre ellas

se asomaban las dos ventanas blancas que yo conocía muy bien.

La casa permanecía visiblemente tranquila, igual que cuando la

visitaba de antaño. No podía saber si había alguien o no, no

provenía ningún ruido, las dos ventanas flanqueando su puerta

no me regalaban ninguna silueta, ¿estaría ella ahí?

22

Intempestivamente, un suspiro de brisa me trajo una melodía

familiar a los oídos: era ella. Me asombré al descubrir que cantaba

aquella canción de cuando éramos enamorados, esa que solía jurar

cantaba para mí y para nadie más. Su voz, lejos de ser perfecta, era

honesta; honesta porque se translucían en ella las emociones de la

lírica:

Otra vez te lloro mil lluvias de mi propio cielo,

y espero camines por el sendero que recorre mi cuerpo,

a todo esto, escapas sin revivir nuestros momentos,

y entiendo que mi espacio es tu veneno,

pero no quiero sentirte lejos…

No pude evitar sonreír ante su eterna pasión, así como tampoco

pude evitar acercarme aún más, escondiéndome entre las flores

nuevas. Su canto me llamaba como lo había hecho antes, años

atrás, era un magnetismo inexplicable.

Podía ver su silueta a través de la ventana, y yo imaginaba

sostenerla entre mis brazos mientras su canto se desenvolvía

alrededor de nosotros dos. Era imposible no evocar el pasado al

escuchar esa canción de sus labios, imposible no recordar el aroma

de su piel cuando la besaba al terminar la canción, y el suspiro de

agradecimiento que ella me otorgaba por aquél beso.

La canción casi llegaba a su fin, y yo me preguntaba a quién le

pertenecería ahora, en qué hombre pensaría al cantarla. Con la

última nota desprendiéndose de sus labios, imaginé besarla con la

pasión reprimida de los años de ausencia.

Amelia suspiró profundamente y mi corazón flaqueó, ¿sería

posible?, ¿que aún después de tantos años nuestro amor hubiera

sobrevivido? Sonreí al pensar en que aquella remota posibilidad

fuera real. Ya no tenía por qué ocultarme entre las flores, podía ir

y tocar a su puerta, sabiendo que ella sentía el mismo amor que

yo.

A punto estaba de salir de mi escondite, cuando Amelia

contestó a la pregunta de alguien dentro de la casa. Traté de ver y

escuchar de quién se trataba, pero la figura de Amelia era todo lo

23

que mis ojos y oídos podían alcanzar. Ella río coquetamente y

luego agregó que estaría lista en quince minutos.

Sentí mi estómago caer al suelo junto con mi ánimo. Ella no

cantaba por mí ni suspiraba por mí. Su canción ahora le pertenecía

a alguien más.

Tenía que salir de ahí de inmediato tratando de permanecer

invisible ante la silueta. Con la prisa, los espinos de las rosas

rasguñaron mis brazos y me hicieron perder el cuidado, por lo que

quedé al descubierto.

Amelia dejó escapar de entre sus labios mi nombre envuelto en

sorpresa. Yo titubeé un par de segundos sin perder de vista la

silueta. Ella no hizo nada más, por lo que apuré el camino que me

llevaría al olvido.

24

25

ELÍAS

Las olas crujen quejumbrosas al encontrarse la una con la otra.

Solamente las puedo escuchar, ya que la superficie del mar es

oscuridad pura. Mis ojos pueden separar de la noche la espuma

que se deja arrastrar hasta la orilla de la playa, a unos metros frente

a mí, mas no puedo distinguir en dónde termina el mar y comienza

el cielo.

Mi mente divaga mientras me absorbe casi por completo el

sonido que proviene del mar. A pesar de la lluvia, el malecón no

está vacío. Escucho cómo detrás de mí, los charcos juguetean al

pasar la gente sobre ellos; por ratos los ignoro cuando el ruido en

mi cabeza es más fuerte que ellos. He estado sentado por muchas

horas sobre esta empapada banca.

De pronto, de entre todos los pensamientos que me asaltan,

sobresale el deseo de convertir estos brazos míos en alas y volar

lejos. Mi piel ya ha absorbido la mayoría de la lluvia que ha caído

sobre mí y puedo sentir la escarcha de gotas de lluvia en mi oscuro

cabello. Me llevo la mano hacia los labios, inhalando lo último del

cigarro que se encuentra entre mis dedos. Me he prometido que

será el último. Pero por lo que he aprendido a través de los años,

mis promesas valen muy poco, así que desisto de tratar de

engañarme a mí mismo y tomo mi cajetilla, saco un cigarrillo más

y lo enciendo con el calor del anterior. Mis pensamientos son

erráticos, como átomos chocando unos con otros en una caja de

cartón. Ni el tabaco ha logrado aplacarlos; van tan rápido, uno tras

otro, que mi persecución por encontrar un poco de paz no

descansa. Es una constante lucha por alcanzar el sosiego, entre mi

familia y yo, entre el que debo ser y quien deseo ser.

26

Las últimas palabras con las que golpeé a mi padre, regresan

como un boomerang a mí: “lo último que deseo es convertirme en

alguien como tú”; aún puedo escuchar los sollozos entre los que

mi madre se quebraba al darles la espalda y alejarme.

Aprieto los ojos tratando de suprimir el arrepentimiento y la

tristeza que me causa el recuerdo, y luego miro al cielo, que como

un espejo carente de luz refleja la oscuridad, como si formara un

huracán de emociones en mi pecho y un tornado de pensamientos

me avasallaran. Odio sentirme vulnerable.

Una mano se posa sobre mi hombro, lo cual me hace brincar en

mi asiento en el momento en el que exhalo una bocanada de humo.

La voz de un hombre, como de unos cuarenta años, es la que

acompaña a la mano.

—Oye amigo, ¿me regalas un cigarro?

La rasposa voz de aquel hombre se arrastra como si él acabara

de despertar. Sus ojos son ferozmente oscuros e hinchados, y

enseguida me intimidan aun cuando parecen divagar. Pienso que

un cigarro no se le niega a nadie, así que asiento la cabeza en señal

de afirmación y abro la cajetilla, mientas se la ofrezco.

—Gracias amigo —me contesta, tambaleante.

Se deja caer en la banca a un lado mío, y lo tengo tan cerca que

puedo sentir en el aire un olor a cigarro mezclado con alcohol. Lo

observo con detenimiento, familiarizándome con sus pecas, su piel

cuarteada y reseca, y el color quemado de su cabello. Me hipnotiza

la manera en la que inhala el tabaco y deja salir el humo por su

boca, soltando junto con él un suspiro de alivio, como si al dejarlo

salir se fuera con él un peso que su alma cargaba desde hacía largo

tiempo.

Sus oscuros ojos atrapan los míos y me inquietan, ya que

divagan salvajes; sin embargo, aquél hombre es como un imán, me

arrastra a sentir fascinación por él.

—Mi barco me dejó —me dice sin quitarme los ojos de encima,

como respondiendo una de las tantas preguntas que no se dejan

manifestar fuera de mi mente.

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—¿Cómo pasó? —Le doy otra bocanada a mi cigarro y me doy

cuenta de que inconscientemente me lo he terminado ya, por lo

que me dispongo a encender el siguiente.

—Viníamos de la frontera en el barco de pesca, luego para

cuando bajamos aquí, nos juimos a tomar unos tragos… yo no

tomo, te lo juro por mi madre santa —yo no le creo.

Sus palabras van dando tropezones, flojas van una tras otra

como no queriendo hacer el esfuerzo por ser dichas y su mirada

perdida mira hacia algo que sucede a miles de kilómetros, ajeno a

nosotros, recordando o tal vez delirando. Su rostro me habla a

gritos de la pena que lo mueve, o más bien lo paraliza, y sus ojos

hinchados también lo delatan aunque no puedo estar seguro si son

de tristeza o por el alcohol; como fuere, este hombre sufre, y no

puedo evitar pensar que tal vez necesite hablar con alguien, aún

con un extraño.

—¿Le puedo ayudar en algo?

—¿Tú sabes cuándo sale un barco para el puerto de Sebastián

el Pescador?

—No, lo siento.

Apenas entiendo lo que dice porque su lengua no trabaja con

propiedad. Veo mi reloj, el cual marca ya las 11:11. Me sobresalto

al darme cuenta de lo tarde que es, he pasado muchas horas

tratando de resolver mi vida envuelto entre el olor a sal, las gotas

de lluvia, y el humo del tabaco.

—El último barco acaba de salir —le digo con sincero pesar.

—¿Y no hay otro?

—No, hasta mañana.

—¿Qué?

—Hasta mañana sale el siguiente barco.

—¿Oyes y tú crees que me dejen dormir ahí en el muelle?

—No sabría decirle, pero no pierde nada con ir y preguntar.

—No conozco a nadien aquí, un señor me dijo que si me llevaba

a algún lado pero no conozco y mis cosas quedaron en el barco.

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Me pregunto cómo pagará su viaje. Por un momento siento que

tal vez me pedirá dinero, y no me importaría darle unos cuantos

pesos, siempre y cuando no sean para alcohol.

—Bueno pues ahora me conoce a mí.

Le extendiendo mi mano. Por un momento, sólo la observa,

luego voltea a ver el cigarro en su mano derecha, el cual se ha

consumido sin ser fumado más que una sola vez, y lo deja caer,

aplastándolo con un pisotón.

Voltea a verme con esos ojos salvajes y me da la mano, mientras

inclina su cabeza hacia abajo.

—Elías.

Sonrío inadvertidamente. Heme aquí, toda una tarde

hundiéndome en mi propia negatividad, contemplando la

posibilidad de huir de la vida que llevo, en la que no me falta nada,

¡si tan sólo mis padres comprendieran que esta vida es mía y no

de ellos! Miro a Don Elías tratando de imaginar cuál es la razón de

su aparente ofuscamiento, y trato de no comparar su pesar con el

mío.

—Mucho gusto, Don Elías, yo también me llamo Elías.

—¿Tú también te llamas así?

Sonrío en reacción al asombro en su rostro, pero en un pestañeo

su asombro se desvanece, y se pierde de nuevo en sus

pensamientos como si estuvieran hundidos en el mar. Me

pregunto por cuál laberinto lo lleva su mente, con una salida y una

meta, difusas por el alcohol. Lo miro por un momento pero las

palabras salen de mi boca para no quedarme a solas.

—¿Ha tratado de contactarse con su barco?

Me siento incómodo haciéndole preguntas, así que le ofrezco

otro cigarro, evitando que el silencio también se cargue de pena…

de la suya que aún no logro comprender, de la mía que es ya tan

familiar…

—No alcanza allá el teléfono, como es mar abierto. No voy a

poder hablar con ellos hasta que se acerquen a la costa, por eso me

quedé yo aquí, porque no había teléfono y cuando nos acercamos

aquí —su gesto de dolor es el que interrumpe sus palabras, y lo

29

único que se me ocurre hacer, es esperar, a que comiencen sus

gemidos, o su llanto, pero él sólo le da una bocanada a su cigarro.

Antes de continuar, por varios segundos se vuelve a perder en la

negrura del mar—… yo quería mucho a mis hijitas, ¡mucho!,

¡mucho!, a mi mujer también, por eso me subí al barco y me

dediqué a pescar.

Me voy formando supuestos y creo entender un poco más; la

vida de mar lo ha alejado de su familia, es normal sentirse solitario.

—¿Ellas están de regreso en su casa?

—No, mis gemelas se murieron hace dos días en un accidente

de carro —toda la pena del mundo se carga sobre sus palabras,

haciéndolas lentas, perdiendo su mirada en la infinita negrura del

horizonte.

El desconcierto me calla mientras su pena irrumpe en mi mente.

Así como no me atrevo a hablar, también mi cuerpo suprime sus

movimientos.

—Hoy que nos acercamos a la costa, me cayó un mensaje

diciéndome que mis niñas se mataron por ir a ver a su mamá al

pueblo.

El odio aplacó al dolor en sus ojos, pero su rostro contorsionado

parecía llorar.

—Bajé del barco para llamarle y preguntar si era cierto, pero me

contestó mi vecina. Me dijo que a mis niñas me las mató un camión

que andaba rápido; las enterraron ayer —cada segundo y cada

recuerdo hacen cojear a sus palabras turbias. De a poco nítidas, lo

más claro que se les nota es la aflicción—. Cuando pedí hablar con

mi mujer, la vecina se echó a chillar… me dijo que estaban

regresando del pantión porque a mi vieja le habían dado cristiana

sepultura hoy temprano.

Se me llena el pecho de pena al escuchar tal injusticia divina.

No me atrevo a darle palabras de aliento vacías, porque yo

también vivo en una soledad amurallada por mis propios

fantasmas.

Espero durante un largo tiempo, viendo consumirse otro

cigarro más. Aletargados, él más que yo, ambos en un estado de

30

subconsciencia, nos dejamos llevar por su pena, la que me ha

alcanzado esta noche para espantar a las propias que de pronto

parecen superfluos estorbos carentes de importancia. Una epifanía

en medio de esta noche bajo la cual las estrellas han tenido el

control, me revela cuán pequeño soy, así mismo mis problemas.

Una media sonrisa se deja ver en el rostro de Don Elías, como

si me hubiera escuchado el pensamiento, como si dijera «qué bueno

que ahora lo entiendes».

Con la media sonrisa aun colgando en sus labios, se despide.

—Ya me voy al muelle, ojalá me dejen dormir ahí.

Aplasta de un tambaleante pisotón la colilla muerta por el

tiempo, y me da la mano para despedirse de mí.

Y mis palabras se despliegan con fervor.

—Buenas noches Don Elías, fue un placer haberle conocido.

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EXPROPIACIÓN

Estoy muy asustado. No entiendo qué pasa.

Aún no ha salido el sol, pero fuertes ruidos me despiertan, mi

cabeza comienza a dolerme por el brusco despertar. Corro hacia la

hamaca de mamá y papá y me estampo contra las piernas de ella.

Se han despertado asustados, al igual que yo, y en sus caras puedo

ver el miedo que tienen de salir de nuestra pequeña choza,

construida con frágiles troncos que papá ha encontrado en la selva.

Un señor alto y moreno, vestido con uniforme de policía, entra

al cuartito en el que vivimos y empieza a gritarles a mis papás; yo

me tapo los oídos con mis manitas y aprieto los ojos muy fuerte,

siento que mamá me abraza y me carga en sus brazos, la escucho

llorar y gritar cosas que no entiendo.

Abro mis ojitos y veo que mi papá le grita al policía; éste les

hace señas a varios señores que vienen con él, y mientras unos

agarran a mi papá de los brazos, otro lo golpea con fuerza. Mi

papito se cae al suelo, su cara toda manchada de rojo; yo comienzo

a gritar.

El policía me ve y se acerca a mi mamita y a mí, la agarra a ella

del brazo y nos saca de nuestro hogar mientras mami sigue

llorando y gritando: suplicando; luego nos avienta a la arena

blanca, y a mi papi al lado nuestro.

Entre mis gritos sólo escucho que el señor dice: “¡váyanse de aquí

si no quieren pasar la noche en la cárcel”.

Mi mami llora de tristeza, mi papi de rabia, y yo de miedo. Los

tres nos abrazamos mientras vemos como los señores que antes

golpeaban a mi papi, ahora destruyen nuestra pequeña choza,

dejándonos sin casa, sin nada.

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33

CLAROSCURO

Había pasado un mes desde que el guardia de seguridad del

museo de la ciudad vio a Galateo entrar por primera vez, aquella

fue la única vez en la que lo vio acompañado. Cada mañana,

Galateo llegaba y se dirigía a la sala 3, se paraba enfrente del

mismo cuadro, y lo observaba casi sin pestañar, hasta que algún

guardia se acercaba y le avisaba que era hora de cerrar, entonces

echaba un último vistazo al cuadro, se daba la vuelta y salía por el

mismo camino por el que había entrado. Al otro día, repetía el

mismo patrón.

El guardia podía percibir que el buen aspecto con el que ese

hombre se había presentado el primer día, se deterioraba cada vez

más. No lo había vuelto a ver impecable y con el traje de marca

con el que lo vio la primera vez, es más, ahora traía la ropa

holgada, desaseada. Visiblemente había perdido mucho peso en

aquél mes. Se preguntaba qué le pasaría, ¿estaría enfermo?,

parecía desahuciado, ¿cuál sería el motivo de aquél extraño con

sus visitas diarias? Sospechaba de aquel hombre, juraba que podía

leer su mente criminal. El guardia quería anticipar un robo y

hacerse de fama. Lo tenía en la mira.

Pasaron dos, tres, cuatro semanas, y el robo no llegaba. El

guardia se exasperaba, sabía que pronto sucedería, estaba

segurísimo de que ese hombre estaba mal de la cabeza. Mientras

tanto, Galateo seguía con sus visitas, todos los días.

Aquél primer día en el que Galateo se presentó en el museo,

paseaba tomado del brazo de una rubia despampanante, una

mujer que le había ganado varios millones a su ex marido, gracias

a Galateo; a ella le gustaban los hombres y el arte. Ambos iban

vestidos con ropa fina y etiquetas de marcas de renombre. Esa

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tarde, él había accedido a acompañarla a ese lugar, pensando en

que luego irían a su departamento en el décimo piso de un edificio

muy elegante, y ella terminaría en su cama.

Galateo era un hombre sin amigos, sólo mantenía relaciones

laborales; su soledad se remontaba desde sus días en el orfanato,

cuando la compañía de nadie era la suficiente. Si Galateo

socializaba era con el fin de ascender en su carrera. Sus relaciones

románticas no eran diferentes, ya que sólo salía con mujeres que

conocía en la firma; él no declinaba nunca aquellas invitaciones,

pensando en cómo podría beneficiarse de la relación.

Galateo no miraba las pinturas colgadas en las paredes ni a la

guapísima rubia que iba con él; Galateo miraba con el ceño

fruncido a las personas que lo rodeaban, como buscando a alguien,

fingía prestarle atención a las explicaciones que la rubia le daba,

parecía perdido en sus propios pensamientos, por lo que sólo

asentía en señal de aprobación, sin decir nada.

Había pasado una hora cuando Galateo escondió un bostezo,

pensando que ya habían visto suficientes “pinturillas”, por lo que

mientras entraban a una nueva sala, él acercó sus labios al oído de

la mujer para decirle que salieran de allí. A punto estaba de pedirle

que se fueran, cuando la vio. A Galateo se le detuvo la vida con

tan sólo un roce de su mirada sobre aquella pintura. Se dibujaban

en el color, los claros matices de luz que contorneaban la espalda

desnuda de una muchacha muy joven, casi una niña. Galateo

admiró el terciopelo de su piel de rosa blanca en su espalda, en sus

caderas, e incluso a través de la oscura tela traslúcida que sostenía

en cada uno de sus brazos, y caía por su espalda baja, acariciando

su cuerpo. La muchacha escondía la mitad de su rostro al mostrar

su perfil; parecía buscar a Galateo detrás de ella, y su mirada le

reflejaba la tristeza, el abandono que ella no podía expresar con

palabras.

“La Virgen del Manto Negro”, de artista desconocido, era sólo

una pintura, pero Galateo sentía que tenía a aquella muchacha a

tan sólo un toque de distancia. El tenebrismo, en el que el artista

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se había cobijado, aumentaba el hipnotismo que Galateo sentía por

aquél rostro lleno de desconsuelo que terminó invadiéndolo.

En un instante los murmullos en el museo se convirtieron en

zumbidos insoportables a sus oídos, y sin pensarlo salió

apresurado del museo sin volver a pensar jamás en la mujer que

tomaba del brazo un momento atrás. Llegó a su departamento, y

pasó el cerrojo. Sus ojos estaban atados la puerta, mientras él daba

varios pasos hacia atrás, su respiración entrecortada. Al topar con

la pared, su cuerpo se derritió al suelo, y se abrazó para no hacerse

añicos. Ahí, tirado en el suelo Galateo comenzó a mecerse como

en un trance, mientras se remontaba a un pasado que luchaba por

olvidar. Lloraba las lágrimas que la muchacha no podía llorar.

Aquella muchacha estuvo impresa en cada uno de sus

pensamientos de insomnio. Necesitaba verla de nuevo, así que con

los primeros rayos del sol, se encaminó en dirección al museo. Era

aún muy temprano, pero no le importó, se quedó ahí esperando

en los escalones a que el museo abriera sus puertas. Cuando logró

entrar, caminó con rapidez hacia la sala donde se hallaba la

muchacha. Al encontrarse una vez más con su desnudez, su

respiración se quedó atrapada en su pecho. La veía más hermosa

que el día anterior. Galateo se dio cuenta de que su estómago se

contraía al pensar en ella, no podía dejar de admirarla, absorbía

embelesado la manera en la que el rostro de aquella muchacha lo

buscaba, suplicante, y sus caderas parecían seducirlo a través de

la tela traslúcida que las cubría a medias. Enseguida Galateo

comenzó a desearla, a querer tomarla entre sus brazos y convertir

su rostro acongojado en uno de placer.

A partir de ese día Galateo dejó de ir al despacho, y sólo salía

para ir al museo. Apenas comía o bebía por las noches cuando

regresaba a casa para esperar el amanecer y dirigirse de nuevo al

museo. Solía acostarse en su cama, y se imaginaba a aquella

muchacha desnuda frente a él, cautivándolo con esos ojos tristes

que él deseaba convertir en una mirada de pasión.

Por cada día que pasaba, su obsesión era más fuerte, su

desesperación por tenerla aumentaba con cada visita. Ya no eran

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sólo su mirada y sus caderas las que lo cautivaban, Galateo se

había imaginado sus pequeños pechos y soñaba cada noche con

tenerlos entre sus manos. Estaba al borde de la locura.

Una mañana al llegar al museo, el cuadro ya no estaba. Pegó un

grito como si le hubieran clavado un puñal en el cerebro, y gritó

profanidades en un lenguaje que nadie pudo comprender. El

guardia de seguridad sospechó aún más de él, y con la ayuda de

cuatro hombres más, lo echó a la calle con la advertencia de que si

ponía un pie en el museo, iría directito a la cárcel.

Galateo corrió sin rumbo, la luz del día le quemaba los ojos,

robándole la visibilidad. Mares de gente desembocaban en las

calles de la ciudad y él luchaba contra la corriente, tratando de

encontrar el aislamiento.

No fue hasta varias horas después que pudo llegar a su

departamento. Preso del pánico que le había causado tanta gente,

se encerró con llave y trancó su puerta con uno de los sillones de

su sala.

Aún podía escuchar el ruido ensordecedor proveniente de toda

esa gente en la calle; le faltaba el aire, por lo que corrió a la cocina

por un vaso de agua para tranquilizarse, pero su cocina estaba

vacía, salvo por una botella de vino que guardaba para ocasiones

especiales.

Después de engullir la última gota de su copa de vino, Galateo

miró a su alrededor, sintiéndose vigilado. Sus ojos no habían visto

a nadie en su departamento ni sus oídos captado la presencia de

alguien más, pero Galateo caminaba de puntillas por el lugar,

recorriéndolo con la mirada, sus ojos acechantes.

Al llegar a su recámara su cuerpo reconoció la figura que tenía

enfrente, antes que su mente. La virgen del manto negro

seductoramente enredaba su cuerpo entre la tela traslúcida.

Galateo miró abobado cómo la luz del ventanal, que cubría toda

una pared en su habitación, era la que ahora enmarcaba la figura

de aquella joven. La mirada apagada de aquella muchacha

contrastaba con la luz que la envolvía. Galateo no se resistió ante

su deseo de tocarla: la tomó del brazo, y sus dedos rozaron la tela

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de su manto negro, y su suave piel. La atrajo hacia sí, le alzó la

barbilla, buscando en sus ojos el poder acariciar más que su

cuerpo, y muy despacio, besó sus labios. Ella no movió los suyos;

tenía los ojos abiertos y él temiendo que ella desapareciera no

quería cerrarlos. Pronto sus labios se separaron de los de ella, y

comenzaron a recorrer su cuello, mientras sus manos se

encontraron descubriendo su espalda, sus caderas, sus senos. Ella

no decía nada, sólo mantenía su mirada triste y perdida.

Cuando él la soltó, la muchacha dio varios pasos hacia atrás,

recostándose sobre el frágil cristal. Sus ojos tristes llamaban a

Galateo como un canto de sirena, y sin pensarlo, él respondió a su

llamado.

El guardia leía el periódico esperando que abrieran el museo.

Mientras pasaba las hojas, se estremeció al reconocer al hombre

que se encontraba en la imagen. Era el mismo al que sacó dando

gritos hacía menos de veinticuatro horas atrás. La noche anterior,

aquél hombre se había tirado del décimo piso de un edificio.

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PRIMERA CITA

Yo lo esperaba ansiosa detrás de la puerta de mi casa, después

de todo, esa era mi primera cita. Me había cambiado ya cinco veces

de ropa, para terminar, al fin, con lo primero que me había puesto.

Me preguntaba en silencio por qué estaría tan nerviosa, si Alonso

venía casi todos los días por la tarde a la casa, sólo a platicar. Pero

en el fondo sabía que esta no era una tarde igual a esas, ésta era

una cita. Iríamos al cine, solos, sin chaperones, y para ser

completamente honestos yo esperaba que ése fuera el día en el que

pasara algo más entre nosotros.

Mis planes se habían alterado un poco unos días atrás cuando

mi mamá salió de viaje y mi tío Bernardo se quedó a cargo de mí

por esa tarde. Era un hombre fuerte, con voz intimidante. Con

temor, le tuve que decir que iría al cine “con un amigo” porque a

mi pesar, eso era todo lo que éramos, amigos. Él enloqueció y dijo

que no había manera de que fuera sola al cine con un muchacho,

pero mi mamá conocía mis planes y a regañadientes había dado

luz verde, por lo que mi tío tuvo que conformarse con la

imposición de que sólo me dejaría ir si él mismo nos llevaba al

cine.

Por lo que ahí estaba, esperando a que Alonso llegara, para

darle la noticia de que nos llevarían. Tenía vergüenza y temor de

que fuera a cancelar los planes. Ya me había imaginado

compartiendo un taxi con él; por alguna razón, esa para mí era una

imagen romántica, algo que las parejas normales hacían en una

cita.

Tocaron a la puerta y supe que era él. Con una bocanada de

aliento trabada en los pulmones abrí la puerta para encontrar su

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moreno y sonriente rostro frente a mí. Sólo pude volver a respirar,

cuando le devolví el saludo y la sonrisa.

A él no le importó que nos llevaran, y ya en el auto, se

formularon las introducciones… y la inquisición. Mi tío no tuvo

piedad «¿cómo se llaman tus papás?, ¿en qué trabajan?, ¿en dónde

vives?, ¿cuántos años tienes?...» Averigüé más de Alonso en esos

diez minutos atrapados en el auto de mi tío, de lo que conocía

desde hacía unos meses.

Cuando llegamos a la puerta del cine y bajamos del auto,

Alonso muy cortésmente le dio las gracias a mi tío por habernos

llevado. Yo no tenía nada que agradecerle, sentía la cara caliente

de lo avergonzada que estaba y fue peor cuando mi tío le contestó

con su vozarrón «mucho cuidadito, ¿eh?, ya sé quién eres y cómo te

llamas».

Fue así como comenzó nuestra primera cita. También fue la

última.

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COQUETA

Era una noche sin estrellas y la ciudad se encontraba encapsulada

en la oscuridad que era el cielo.

Sentados en la banca de un parque, un hombre con su novia

pasaban un rato juntos. Mientras él le hablaba acerca de su día, los

ojos de ella reposaban sobre su rostro. Después de un rato, el hombre

se percató de la presencia de otra joven pareja, sentados en una banca

contigua.

—Oye tú, ¿qué le ves a mi novia? —Le gritó con vozarrón molesto

al muchacho quien, con una reacción tardía, volteó a ver primero al

hombre y luego a la novia— ¿Qué tanto le ves? —Repitió el hombre

una vez más. El muchacho negó con la cabeza—, ¿le estás viendo las

piernas verdad?, ¿te gustan sus piernas?

El hombre volteó la mirada hacia su acompañante, gritándole:

«¿por qué le coqueteas a ese infeliz?, ¡ya deja de verlo!», y siguió con

una retahíla de obscenidades: “mal nacida”, “zorra”, “infeliz”, “coge

hombres”.

El muchacho se puso de pie junto con su cita, dispuestos a alejarse

del par.

—¿A dónde vas desgraciado?, vamos a arreglar esto como

hombres.

—Lunático— murmuró el joven, mientras apresuradamente, él y

su chica huían del lugar.

El hombre, molesto, le preguntó a su novia:

—¿Qué?, ¿no tienes nada que decir por ti misma? —ella no

contestó—. Estoy harto.

El hombre se levantó, le tomó de la mano, y la arrastró fuera del

parque.

Ella no dijo nada. No dijo nada, porque era una muñeca inflable.

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CALLEJÓN SIN SALIDA

Héctor caminaba apresuradamente por detrás de los edificios

de la gran ciudad; hasta el más mínimo sonido le hacía voltear,

buscando, alerta. En el último par de semanas, se había convertido

en un ávido consumidor de películas de ciencia ficción, y casi

todas las noches, se quedaba dormido con la televisión encendida,

enredado entre ensueños.

Aquél día su jefe por fin le había dado ese puesto que tanto

deseaba: director de recursos humanos. No se dio cuenta de que

la pequeña celebración que se llevó a cabo en su honor se había

prolongado más de lo debido. Al salir de la oficina se encontró con

que bordeaba la madrugada.

Héctor cayó en pánico, desconoció sus alrededores, veía todo

completamente distinto. Aturdido, comenzó a caminar por una

estrecha calle, seguro de que aquél era el mejor atajo para llegar

pronto a su casa.

El brillo en el cielo era fuente de la poca claridad en el camino.

Se arremolinaban en el firmamento distintos tonos de azul,

morado y café en forma de torbellino «muy inusual» pensó Héctor

mientras apresuraba el paso. A lo largo del callejón surgían cientos

de callejas más que lo flanqueaban por la derecha e izquierda;

Héctor pasaba sus bocas una detrás de otra, sintiéndose en un déjà

vu porque todas eran iguales. De pronto, sintió que ya no estaba

sólo, por lo que se detuvo buscando entre la poca luz a la que sus

ojos se habían acostumbrado, pero ésta no le permitió fiarse de la

realidad.

El fuerte ruido de botes de basura estampándose contra el

suelo, le obligó a dirigir su atención hacia el callejón izquierdo.

Con ojos entrecerrados, entró a la calleja, tomándole un par de

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segundos enfocar la mirada hacia adentro, sólo para ver las

siluetas de dos personas forcejeando; iban vestidos, al igual que él,

de saco y corbata. Sintiendo el peligro, Héctor buscó entre los

bolsillos de su saco algún objeto que le pudiera servir para

defenderse, pero sólo encontró una pluma fuente; sin pensarlo, le

quitó la tapa para usarla como arma en caso de necesidad, mas no

se atrevió a acercarse y no se le ocurrió huir tampoco.

Supo que tenía que salir de ese lugar sin ser visto cuando uno

de ellos cayó al suelo, su cuerpo inerte. El asesino alzó la cabeza y

vio que Héctor había presenciado la escena, por lo que fue tras él.

Héctor, al ver la silueta aproximándose a él con rapidez, intentó

correr. Sus piernas hacían el movimiento, pero él no avanzaba. Era

como si una fuerza invisible le impidiera ir hacia delante. Al

asesino le tomo tan sólo un momento acortar la distancia entre

ellos dos. El cielo comenzaba a descender, y sus remolinos

aspiraron todo a su paso, al igual que lo haría un agujero negro;

era imposible huir. Cuando Héctor fue succionado, se encontró

con que súbitamente había aparecido al final de un callejón sin

salida, pero no estaba solo. El asesino lo tenía atrapado.

Asustado, Héctor tropezó con un bote de basura, causando un

fuerte ruido, por lo que el asesino tomó ventaja para lanzarse sobre

él, pero Héctor reaccionó a tiempo, tomándole las muñecas,

tratando de no soltar la pluma que aún sostenía en una mano. El

hombre poseía su misma fuerza y Héctor encontró en él un

parecido muy familiar; viendo a penas su semblante en la

oscuridad, podía jurar que aquél hombre era igual a él.

Pronto se dio cuenta que no podría detenerlo por siempre, por

lo que se armó de valor y soltó una de las muñecas del hombre

para clavarle en el cuello la pluma que sostenía, antes de que el

otro pudiera hacerle algún daño. Fue hasta entonces que se vio a

sí mismo, su cuerpo inerte en el suelo.

Alzó la cabeza y se vio presenciando la escena, por lo que fue

tras sí mismo, sin recordar que ahora él era el asesino, y quien

pronto sería apuñalado.

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LA ESPOSA Y LA AMANTE

Las yemas de sus gráciles dedos recorren mi abdomen,

buscando hacia el sur por debajo de mi ropa.

Mi cuerpo, rígido por el asombro del primer toque de sus

dedos, poco a poco se relaja entre las caricias propiciadas por sus

hábiles manos de mujer, ellas despiertan una virilidad inesperada

entre sus dedos.

¿Qué haría Mr. Darcy en mi lugar? La respuesta no está ahí, por

lo que la deshecho. No es por justificarme, me digo a mí mismo,

pero soy hombre, y mi cuerpo no se puede resistir ante semejante

tentación. Madame Bovary seguro haría lo mismo que yo; me

consuela el creerlo, por lo que tomo a esta mujer por la cintura y

le sigo el juego, he pasado la línea del imposible retorno, ya que

ahora mis labios recorren su cuerpo, esperando que alguien me

detenga.

A través de la oscuridad, retumban en un eco sus besos, y gritan

en mi mente y sólo para mis oídos:

Me dicen debilucho.

Me llaman infiel.

Me gritan poco hombre.

Es porque le entrego mi cuerpo a una mujer, ajena a la dueña

de mi corazón, y aún peor que eso, mi cuerpo lo disfruta, mientras

mi alma se siente enferma al dejarse arrastrar por el pecado de

amor que me mantiene unido a esta mujer, siguiendo su ritmo,

escuchando sus gemidos, esperando por el final que mandará a mi

alma al purgatorio.

A través del frenesí de emociones que danzan entre nosotros,

pasan imágenes por mi cabeza, cada una va aumentando esa culpa

que me va comiendo vivo, y avanzan cada vez más rápido, en

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proporción a los movimientos de sus caderas, hasta que por fin, se

detienen.

La admiro mientras se dirige al cuarto de baño, y se encierra

por largos minutos que me pesan como un yunque sobre el

corazón, porque sé que le he faltado a la mujer que amo.

Sé que debo llamarle, por lo que tomo mi celular, y salgo del

cuarto.

Dos repiquetes, es todo lo que toma el fabricar mi argumento.

—Mi amor —le digo al escuchar su voz por el auricular del

teléfono—, esta noche no llegaré, mi esposa me detuvo en casa.

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AUTÉNTICOS RELATOS

DE UNA MENTE

INTRANQUILA

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SOBRE EL AUTORA

Nacida en la ciudad de Chetumal, y criada en la hermosa Isla

de Cozumel, Roslyn García Allen manifestó su amor por las letras

desde temprana edad, al refugiarse en cuentos, diarios, y poemas

de su autoría. Después de graduarse de la licenciatura en Diseño

Gráfico en la Universidad Anáhuac del Mayab, decidió dedicarse

más formalmente a la escritura, por lo que se enroló en el

Programa de Formación Literaria de la Escuela de Escritores de

Yucatán “Leopoldo Peniche Vallado” en su modalidad en línea, en

donde tuvo la oportunidad de ampliar sus conocimientos y

comenzar a escribir algunos de los cuentos que componen esta

pequeña antología. En Enero del 2014, Roslyn (o “Ross”, como le

llaman sus amigos) fue publicada por primera vez en la revista de

divulgación “El primer Mestizaje”; le siguieron otras, incluyendo

el semanario “El Libertador”. En el 2015, su cuento “El Último

Farero” fue publicado en la antología de “Memorias de una Isla”

por haber obtenido mención honorífica en el concurso convocado

por el Museo de la Isla de Cozumel el año anterior.

Actualmente, la autora practica su profesión, y en sus tiempos

libres se dedica a su máxima pasión, que es la escritura.

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COLOFÓN